1- Ansaldi, W. y V. Giordano. América Latina. La construcción del orden. Tomo
I, de la colonia a la disolución de la dominación oligárquica. Ed. Ariel. Buenos Aires. 2012. Pg. 21-58 y 159-307. 2- Burucúa, J. y F. Campagne. Mitos y simbologías en los países del Cono Sur. En: Annino, A. y F. X. Guerra (Coord.). Inventando la Nación. Iberoamérica siglo XIX. Ed. F.C.E. México D.F. 2003. Pg. 433 a 474. 3- Guerra Vilaboy, Sergio. Jugar con fuego. Guerra social y utopía en la independencia de América Latina. Ed. Casa de las Américas. La Habana. 2010; pg. 41-87.
Ansaldi en la primera parte de su texto, nos propone claves y coordenadas
para el estudio de América Latina. Entre éstas, hay una que resulta central: la temporalidad mixta. Esta noción alude a la existencia de tiempos (sociales y culturales) diferentes, a veces sucesivos y casi siempre superpuestos: autóctono o precolonial, colonial, mercantil, capitalista industrial y el “posmoderno” de la nueva reestructuración capitalista. Como se indica en el libro, esta idea no refiere a una tensión entre tiempos viejos y tiempos nuevos, sino a la configuración de una trama compleja de lo social y lo político en América Latina, que no puede ser comprendida en forma acabada mediante una visión unilineal de la historia En el capítulo 3, “La disolución del orden colonial y la construcción del primer orden independiente”, analiza la ruptura de la situación colonial, el punto de partida de la formación de las sociedades latinoamericanas, en tanto economías capitalistas dependientes, y de sus respectivos Estados. Al poner el acento en la independencia de Haití (1804), el primer caso latinoamericano de ruptura con la metrópoli, Ansaldi hace una revisión de las periodizaciones más usuales sobre los procesos independentistas y a estudiar el modo en que este hecho irradió en el resto de la región. Haití marcó el inicio de un ciclo revolucionario-independentista que se extendió entre 1791 y 1825. Así, las independencias son consideradas episodios revolucionarios, es decir, con un sentido categóricamente distinto al concepto de agotamiento o crisis del orden colonial. La idea de la revolución repone la centralidad de los actores sociales locales sin obviar, desde ya, la relación de éstos con las metrópolis, así como también, las cuestiones estructurales locales y las propias crisis europeas. Ahora bien, no se trató de cualquier revolución, sino de revoluciones políticas (retoma la clásica definición de Theda Skocpol), pues no se trastocó en forma radical la estructura social, que seguía legada de la colonia, sino que se disputó centralmente la cuestión política, es decir, el poder estatal. Estas revoluciones fueron de dos tipos: De ruptura o continuidad, con el orden colonial. coincidiendo ambas en preservar la estructura de poder interna y conservar el orden social. En definitiva, señala el autor, no hubo revoluciones burguesas en América Latina, si entendemos por tales “aquellas en las cuales la burguesía expropia a las antiguas clases propietarias, modifica las relaciones de producción y se hace del poder” (p.191). Sí hubo revoluciones pasivas dependientes. Sergio Guerra Vilaboy analiza las luchas sociales en la independencia de América Latina (1790-1830) y las aspiraciones de integrar a las antiguas colonias durante el proceso emancipador, como también los intentos de convertir la independencia no sólo en una transformación del antiguo régimen político (como lo analiza Ansaldi), sino también en una profunda revolución, que barriera el orden socioeconómico caduco y diera paso al pleno desarrollo de los pueblos latinoamericanos. Analiza la independencia de América Latina como revolución, en su sentido de cambio de la sociedad, de sustitución del viejo orden económico social por uno nuevo. En otras palabras, la emancipación latinoamericana desde el punto de vista de revolución social, con sus alternativas matices y variantes históricas. Desde este ángulo, pone de relieve los alcances y limitaciones de la liberación anticolonial y su relación, presente a todo lo largo de ese proceso, entre una revolución restringida a cambios en la esfera política o inclinada a realizar en forma paralela profundas transformaciones socioeconómicas. En rigor, dice el autor, este fue el dilema de la independencia. La disyuntiva histórica a que se refería José Martí al señalar, en su ensayo Nuestra América, que el problema de la separación de las metrópolis europeas no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu. Por eso, el acento este puesto en los programas y disposiciones revolucionarias adoptados durante los años de la emancipación, en los distintos escenarios del continente, las variantes para profundizar las transformaciones del orden existente y su frustración. Además, destaca los intentos de la reacción colonialista, aliada con los sectores conservadores de la sociedad, por provocar a las masas populares contra la independencia, mediante la guerra social, que implicaba jugar con el fuego de la revolución. También intenta rescatar las ideas y propuestas de unidad latinoamericana, nacidas en íntima vinculación con las luchas por la emancipación y como parte del proceso de formación de las repúblicas emergentes. En este sentido, se incluyen las conspiraciones y planes dirigidos a lograr la independencia de las Antillas españolas, piezas claves de la liberación hispanoamericana y de la propia integración continental. El horizonte nacional común existente en la generación de la independencia facilitó, tras la derrota de España, la fundación de grandes unidades estatales y permitió vertebrar el proyecto utópico de agrupar, en una gran nación, a todas las antiguas colonias hispanas, sueño que tuvo en Francisco de Miranda, José de San Martín y Simón Bolívar a sus más tenaces defensores. Uno de los momentos de desafíos importantes es el momento de invención de las naciones en la región tras las guerras de independencia. Y es en esos periodos en los que se centra el texto de Burucúa y Campagne. Ellos analizan los mitos y simbologías nacionales del cono sur, ofreciendo una periodización de estos cuerpos simbólicos, tejiendo la relación entre los cambios en distintos elementos de estos cuerpos y la sociedad. Es posible distinguir, dicen los autores, desde un comienzo, tres grandes etapas en la historia de los cuerpos simbólicos asociados al surgimiento y a la consolidación de las naciones americanas: 1)Un primer periodo, que se extendió de 1810 a 1830 aproximadamente, coincide con la época de las luchas por la independencia y de los primeros ensayos de organización política de Estados nuevos. Se concibió un programa cultural que solía iniciarse con la transformación de las fiestas urbanas y de las imágenes alegóricas del poder, pero que culminaban en la adopción de emblemas para las nuevas identidades sociales y políticas que la propia guerra contra la metrópoli engendraba: banderas, escudos y los himnos nacionales. 2)La segunda época, desde 1830 hasta 1860, no descuidó las invenciones de imágenes ni el uso de colores distintivos en un escenario marcado por la lucha de partidos. Pero, esa definición de las peculiaridades nacionales, al parecer, cuyo origen no solo se advertía en las diferencias de los procesos de emancipación, se hacía remontar a evoluciones dispares ya verificadas desde los tiempos coloniales, que se basó en el despliegue de una nueva conciencia histórica, que se empeñaba en ser más lúcida y racional y que se vio reflejada en la literatura historiográfica y política de América del Sur. Todo esto ayudó a construir un nuevo imaginario social para estas nuevas naciones que estaban naciendo. 3) Etapa que abarca la década de 1860 hasta la segunda década del siglo XX, es la culminación en la formación del sistema ideológico- simbólico de estas naciones emergentes de América del Sur. Esta tiene que ver con una creación artística del espacio urbano (edificios, avenidas) erigidos estratégica y simbólicamente donde funcionaban los nuevos poderes del Estado-Nación.