Está en la página 1de 4

Peter McPhee, se especializó precisamente en la Revolución Francesa,

sobre la que escribió cerca de una decena de libros.


Se ocupa de los aspectos sociales que subyacen y siguen a la revolución, en
un intento de explicar ésta.
Nos ofrece una estructuración peculiar que en primer término se
condensa en la polarización campo-ciudad, destacando la dependencia de la
segunda respecto de los suministros de la primera y las tensiones derivadas en
los impuestos establecidos sobre esos suministros.
Sigue la estratificación entre los tres grandes sectores, prácticamente
estancos, de la sociedad. Aparece en primer término la Iglesia y la nobleza, es
decir, el primero y segundo estado; luego, la creciente e inquieta burguesía; por
fin el tercer estado, el pueblo llano que supone el 99% de la población, aunque
incluye desde el mendigo al financiero más acaudalado. McPhee va repasando
uno a uno estos grupos. La Iglesia en primer término; una iglesia todopoderosa
y rica que posee la décima parte del territorio francés y percibe los diezmos,
pero que comienza a presentar signos de debilidad tanto en el clero, como en
las órdenes y, lo que es más importante, en los creyentes.
La nobleza aparece con un carácter impermeable y hereditario; un coto
cerrado al que lentamente comienza tratar de asaltar la burguesía; posee un
tercio del territorio. La monarquía aporta la sensación de estabilidad y
seguridad del sistema únicamente, efecto asegurado con la brutalidad de las
penas. El Estado es mínimo: apenas seis ministros. La multiplicidad y
disparidad de los impuestos, las lenguas y las organizaciones administrativas
eran totales. Todo creaba un clima de injusticia y desigualdad insoportable. Se
puede añadir a eso lo que hemos visto en otros libros: aquella sociedad estaba
sumida en una total pobreza, inimaginable en el presente, circunstancia que
solemos olvidar. En contraste, las clases superiores demostraban esa
superioridad con la ostentación de su riqueza. Aunque, la verdad, tenían
riqueza y poder, pero no el confort que hoy goza la generalidad de la población
(del primer mundo al menos, claro).
Digamos que la olla está a presión ¿qué hace que estalle y cómo lo
hace? De alguna forma, McPhee parece restar importancia a la Ilustración y
sus vientos, aunque termine citando a Habermas como persona que ofreció
una explicación. El hecho es que McPhee afirma que “la verdadera importancia
de la Ilustración, pues, es la de ser un síntoma de una crisis de autoridad y
parte de un discurso político mucho más amplio”. Y recuerda que, junto a eso,
se leía ya el famoso opúsculo del abate Emmanuel Sieyes (léase “sieíis”); “Que
es el tercer estado? --- todo”; ¿Qué ha sido hasta ahora en el orden político?
---- nada; ¿Qué es lo que pide? --- ser algo”. Más claridad no se puede pedir.
Llegó el desapacible invierno de 1788-1789. Llega la primavera y Luis
XVI, presionado, pide la elaboración de una serie propuestas para la reforma
de la vida pública. Van a ser los famosos ”cahiers de deléances” o cuadernos
de quejas que elaborarán los municipios y las regiones. Sobre ellos se van a
levantar los deseos y las exigencias. Éstas, excitadas al máximo, van a ser el
detonante del estallido. Pero las cosas aún se complican porque los famosos
“cahiers“ están dirigidos a la consideración de unos Estados Generales, no
convocados desde 1614 y destinados a enfrentarse a crisis políticas o
económicas.
Se convocan los Estados Generales, donde están representados los
tres estados, sobre una interminable discusión sobre los procedimientos de
elección; votos individuales o por estados. Convocados en marzo, los Estados
Generales se reunirán en Versalles en mayo de 1879. La actitud intransigente
del segundo estado provocará que el tercero se reúna en el famoso trinquete
del Juego de Pelota. Se producirá un goteo de personas de los dos primeros
estados al tercero; en el caso de la Iglesia, por animadversión a la
preeminencia de los obispos que molestaba al pequeño clero. A los Estados
generales sucederá la Asamblea Nacional, donde comenzará el desmontaje del
sistema clasista y financiero. Todo empezará, por lo tanto, con una fiebre de
declaraciones de principios y normas legales.
Una de las virtudes de McPhee es que nos muestra la revolución como
un suceso histórico estructurado en una serie de etapas. Así, frente a una
inicial labor legislativa sucederá una dura etapa de aplicación práctica de esas
normas: nada menos que el desmontaje del viejo régimen. Pero esto es una
labor profunda que afectará a la Iglesia y sus bienes, por una parte, y a la
nobleza (e indirectamente al ejército) por otra. Todo empezó como reforma y
acabó como revolución.
La destitución del ministro Necker, a instancias de los nobles, fue lo
que motivó una serie de desmanes, entre los que destaca la famosa y
sangrienta toma de la Bastilla por individuos incontrolados de 14 de julio. La
Asamblea Nacional veía triunfar sus tesis gracias al pueblo de París, pero
pasaba a depender de él. Al mismo tiempo hacía nacer la preocupación de
otros países europeos. A partir de ahí, se entra en un clima de guerra que
ocupará años y que influirá definitivamente en el proceso revolucionario.

Un nuevo capítulo, “la reconstrucción de Francia”, cubrirá los años


1789 a 1791. “El trabajo de los treinta y un Comités se vio facilitado por la
presteza con que colaboraron muchos nobles, denominados “patriotas”, por las
abundantes cosechas de 1979 y 1980 y, sobre todo, por la inmensa reserva de
buena voluntad que hizo el pueblo”. Todo se basaba en la afirmación de la
igualdad entre los ciudadanos. Derivando de ello, se modificó la elección de
curas en las iglesias, oficiales en el ejército y jueces en la justicia. Un ambiente
de concordia propició una Fiesta de la Federación. Pero pronto la Iglesia se
mostró dividida cuando se pidió el juramento a los clérigos. ”Sólo el pueblo
tenía potestad para elegir a sus sacerdotes y obispos”. Con la Iglesia había
topado la Asamblea, amigo Sancho. Una Asamblea en la que ya estaban
unidos los sacerdotes juramentados, los nobles “patriotas” y el pueblo llano
frente a una nobleza y una jerarquía eclesiástica en decadencia, pero
resistentes. Es una época en la que Francia enriquecerá el lenguaje político
universal (izquierda y derecha) y local (sans culottes, sans jupons… es decir:
calzones cortos y enaguas). El pasado será el “ancien régime” y se adoptará el
“allons enfants de la patrie…” como himno.
“La segunda revolución” es el título del siguiente capítulo. Todo
comenzó con la detención en Varennes de Luis XVI cuando huía a Montmédy.
El hecho provoca la división de los franceses, pero también supone el inicio de
la búsqueda de un enemigo interior que alentara la intervención exterior. Lo
que luego llamaríamos “quinta columna”, aunque en este caso más visible,
poderosa y habladora que la madrileña. Un punto crítico de esa búsqueda lo
marcará la muerte del rey en la guillotina. Los países europeos ven nuevas
amenazas en la situación de Francia, donde se está además al borde de la
guerra civil. La región de La Vendée se alza en armas contra la leva masiva. El
general que la reprime (200.000 muertos por cada bando) afirma que la
Vendée ya no existe: “habría sido preciso darles el pan de la libertad, y la
piedad no es revolucionaria.”
La Convención sucede a la Asamblea. Pronto se estructura en tres
facciones: los girondinos (la derecha de Brisot), los jacobinos (la izquierda de
Robespierre y Saint Just, conocida como “la Montaña”, y la “llanura” (algo así
como un centro vaporoso y oscilante). Se juzga y ajusticia a Luis XVI, con lo
que lo que los enfrentamientos con otros estados aumentan. Se busca
incansablemente a ese enemigo interior. Los jacobinos triunfan sobre los
girondinos. El Comité de Salud Pública y el Tribunal Revolucionario oscurecen
a la propia Convención. El Terror está servido a mediados de 1793
El Terror es la imagen de la revolución que habitualmente nos ofrece la
literatura y el cine. Flaco favor a nuestro entendimiento de la revolución. Los
problemas militares estaban casi superados, pero los jacobinos persistían en
su ideal de una sociedad distinta y perfecta. Reflejo de ello fue el nacimiento de
un calendario nuevo, de nombres novedosos para las personas, de
neologismos... Y en sentido contrario: la aparición de la censura, la disminución
de las publicaciones, la prohibición de obras teatrales… McPhee se pregunta si
el Terror fue una defensa de la revolución o simplemente una paranoia
desatada.
Fueron elevándose las voces que defendían la necesidad de poner
freno a la actividad frenética de una guillotina que acabó con 16.000 personas.
El movimiento pendular hizo que, llegado a un límite, los jacobinos acabaran
con su izquierda (los del club de los Cordeliers) y que “la llanura” acabase con
los jacobinos. La guillotina terminó su labor con la muerte de Robespierre en
las últimas revueltas del Thermidor del año III. Ahí concluye realmente la
Revolución: la Convención es sustituída por un Directorio, del que pronto se
apoderará uno de los directores, Napoleón.
Finalizando la lectura del libro podemos preguntarnos: ¿Qué ha hecho
la revolución? Muchas cosas: la introducción del principio de igualdad de las
personas, el reconocimiento de la existencia de derechos humanos, la
reestructuración de la propiedad y la sociedad, el desplazamiento de la Iglesia
a un segundo plano, la introducción del centralismo administrativo, la
unificación de la fiscalidad, la introducción del primer liberalismo…  Pero
debemos reconocer que hay otras muchas que no ha hecho: no hay una
desaparición de las clases, sino de los estamentos; desaparece la monarquía,
pero sólo transitoriamente tras pasar por la idea de Imperio; la denostada
Iglesia renacerá con otra forma y otra religiosidad; la nobleza persistirá; los que
eran revolucionarios se travestirán en el nuevo régimen. Algo decididamente
lampedusiano.
Concluye McPhee tratando de evaluar la trascendencia de la
revolución. Y repasando el panorama de los historiadores destaca la postura de
los que llama “minimalistas”, historiadores que minimizan aquella trascendencia
ya que “los elementos básicos de la vida cotidiana permanecieron
prácticamente invariables: especialmente las pautas de trabajo, la posición de
los pobres, las desigualdades sociales y el estatuto inferior de las mujeres”.
Pero aun esos minimalistas reconocen la existencia de una profunda de
transformación. Enfrente, encontramos a los “maximalistas” que, afirmando la
existencia de una profunda transformación, reconocen a su vez “la existencia
de “importantes continuidades en la sociedad francesa”. Quizá haya que
concluir con el autor que “la revolución no solo supuso un punto de inflexión en
la uniformidad de las instituciones estatales, sino que por primera vez se
entendía el estado como representante de una unidad emocional: “la nación”,
basada en la ciudadanía”.
La lectura de McPhee nos hace ver a todos los personajes como
secundarios en la tragedia. Parece que el único protagonismo distinguible
hasta que el drama acaba es de “les citoyens”, ciudadanos que son objeto de
un lento proceso de “francisation” o afrancesamiento, logrado a través de las
elecciones libres y del sacrificio de millones de jóvenes que lucharon por la
“patrie”, defendiendo a la revolución y la república.
El libro se complementa con una serie de interesantes mapas, una
cronología y una clasificada bibliografía. El libro se lee como una novela sin
personajes, porque los escasos que se citan lo son sólo como simple referencia
a sus actuaciones. De la misma forma que la propia revolución se describe
fríamente como si fuera simplemente un fenómeno meteorológico, una marea,
un viento que de pronto asola la sociedad. Que  describe como llegó y lo que,
tras pasarse, dejò

También podría gustarte