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Lo “histórico” como asunto de la filosofía

Román Cuartango

De acuerdo con una cierta tradición “filosofía de la historia” haría refe-


rencia o bien a una alternativa filosofíca a la Historia o bien a algo similar a
“filosofía de la ciencia” (poniendo “ciencia” en el lugar de “historia”). La prime-
ra de las posibilidades tuvo una cierta existencia y aún la tiene en la cabeza de
aquellos que no entienden bien en qué consiste la actividad filosófica (y que no
tienen por fuerza que ser ajenos a ella). La filosofía de la historia sería enton-
ces algo así como una “Historia significativa”, una forma de representación de-
purada de lo material y objetivo (y que vendría después de los anales, la cróni-
ca y la historia misma): la forma en la que sólo queda la trama. Junto con la
trama (que proporciona orden significativo de carácter finalístico y dramático),
la filosofía aportaría también una interpretación del trabajo del histor: que
mira, recoge y da testimonio. Sin embargo, a medida que va surgiendo en la
Historia un positivismo de la investigación (es decir: que va configurándose
una praxis científica), ese privilegio intervencionista de la filosofía se verá ra-
dicalmente cuestionado, con el argumento de que la presuposición de un sen-
tido o de un principio representa una despotenciación de lo histórico. Esto es
lo que había sucedido con las filosofías clásicas de la historia, para las que tan-
to el acontecer como los hechos y las existencias individuales (culturas, etc.) no
eran sino materia prima informe que tenía que ser encajada por la fuerza en el
lecho de Procusto de la idea que regía la historia.
No obstante, ambas posiciones (la intervencionista y la positivista) olvi-
daban –y olvidan, cuando aún se plantean– lo propiamente filosófico. La filo-
sofía no proporciona a la ciencia algo de lo que ésta carezca, sino que, en lo que
respecta la historia, pregunta qué significa que haya una realidad “histórica”.
Sus preguntas no se dirigen a la metodología de una determinada ciencia, sino,
p. e., a la relación entre los distintos saberes y las expectativas vitales, la auto-
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comprensión humana, etc. Lo que interesa es “lo histórico” como una dimen-
sión ontológica. Evidentemente, ese interés implica la correspondiente aten-
ción a las prácticas cognoscitivas orientadas a su aprehensión, pero porque se
encuentran implicadas. La filosofía no enmienda el trabajo de la ciencia (aun-
que se pregunta por la empresa científica y por lo que ésta significa), ni elabora
tampoco algo así como una ciencia paralela (una investigación “filosófica” de la
naturaleza o de la historia; eso no es posible, la investigación tiene que ser em-
pírica), representa únicamente la reflexión que intenta responder a ciertas
cuestiones que se plantean cuando se investiga sobre un determinado ámbito
de objetos, cuestiones que no tienen que ver con qué y cómo son esos objetos,
sino con el sentido general de la empresa cognoscitiva, el modo de constituirse
algo como objeto de esa ciencia, etc.
Según lo anterior, las preguntas filosóficas sobre la historia no se limitan
a (y, en ocasiones, ni siquiera coinciden con) aquellas que formarían parte de
una “filosofía de la ciencia histórica”. La filosofía de la ciencia, por su parte, no
suele incluir a la historia. Puede que porque ésta no sea considerada (del todo)
una ciencia o/y puede que también porque pensar el asunto “historia” no signi-
fique únicamente pensar dentro del territorio cuyos límites han sido trazados
por la práctica de la Historia. Dicho de otra forma: puede que, como se ha in-
sinuado, “historia” se refiera –más allá de un ámbito objetual o de una praxis
científica– a una modalidad ontológica. En este caso, “filosofía de la historia”
no significaría una especialidad de la filosofía de la ciencia, sino más bien una
reflexión ontológica orientada a todo aquello que se encuentra implicado en el
modo humano de ser: temporal, electivo, activo y autoproductivo.
Ahora bien, esto último no preocupa exclusivamente a la filosofía: las
ciencias humanas y sociales reflexionan también sobre tales asuntos, aunque
de un modo marginal. Sin embargo, hay algo en el tema mismo del que se ocu-
pan las ciencias histórico-sociales que las acerca más a la filosofía que a las
ciencias naturales; a saber: el hecho de que la acción humana y todo lo que ella
produce, las instituciones, los comportamientos reglados, los valores, etc., ten-
gan un carácter significativo y no objetivo-cósico, por lo que su inteligibilidad

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depende más de la adecuada formulación de preguntas sobre las condiciones
de posibilidad de esa inteligibilidad o de la comprensión en general, que de
otras preguntas que se orientarían a la aprehensión de la constitución misma
de la realidad. De ahí que los conceptos más generales empleados en la cien-
cias sociales –no aquellos que tiene un papel descriptivo u operacional– sean
empleados de un modo más parecido al kantiano “uso regulativo” que a un
“uso constitutivo”. Pero esto no es lo que las ciencias históricas tienen por ob-
jeto, esto es en lo que están: el elemento en el que evolucionan. Y pensar sobre
este “elemento”, o sobre cualquier otro involucrado en una actividad humana,
forma parte de la filosofía. De ahí que ésta se encuentre próxima, en algunos
momentos, a las metareflexiones que las diversas praxis científicas generan
(metodología, etc.), pero sin coincidir en absoluto con ellas, puesto que sólo la
filosofía se ocupa del elemento en tanto que tal.
Pese a todo, los contornos de la “filosofía de la historia” no están clara-
mente delimitados. Esto le pasa siempre a la filosofía (constituye una virtud y
un vicio al mismo tiempo). Después de todo, si la filosofía en tanto que saber
reflexivo, de segundo orden, se halla siempre referida a saberes de primer or-
den (las ciencias), cuando se pregunta por la temporalidad o por el sentido de
la realidad humana en lo que tiene de variable y fácticamente diversa, por opo-
sición además a lo (supuestamente) absoluto, debe tomar a los discursos de
carácter histórico como el quid a partir del cual iniciar su reflexión. En las
ciencias históricas es donde se densifican en forma de saber los mencionados
caracteres de la realidad temporal o humana. A ellos hay, pues, que dirigirse,
puesto que en ellos se recogen los diversos modos de presentarse (lingüístico,
económico, jurídico, social, etc.) y, además, el modo en que todas esas formas
son temporales, históricas, se encuentran sometidas a recusación, variación,
producción, etc. Preguntando por los principios que rigen la aprehensión de
tales modalidades, por eso que hemos llamado el “elemento” en que dicha
aprehensión tiene lugar, así como por el alcance de los conceptos empleados o
los límites de la sistematización, torna perceptible tanto la inestabilidad se-
mántica que afecta a tales realidades (lo semántico en ellas puede variar de-

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pendiendo de la narración en la que esa realidad se integra y de la que obtiene
precisamente uno de los sentidos posibles), cuanto el rasgo de posibilidad
(más que realidad) que caracteriza a ese elemento. Con ello, la filosofía pone al
descubierto una red de significados en la que “histórico” se conecta con “ser
humano”, lo que sin duda tiene vastas implicaciones.
Así, pues, bajo el título “filosofía de la historia” se cobijan, un tanto confu-
samente, diferentes temas que la tradición ha ido depositando. M. Baumgart-
ner1, p. e., los ha agrupado en tres grandes grupos de significados genéricos:
uno de carácter inicuo, para el que se trataría de una consideración filosófica
de los acontecimientos y de los procesos históricos; otro es el central: una teo-
ría filosófica de la historia que entiende a ésta como un proceso total o global:
se supondría entonces la posibilidad de que haya un conocimiento de la esen-
cia, el origen, el fin y el curso del proceso global de la historia (aquí es donde se
incluirían las filosofías de la historia de la época clásica, en sus variantes opti-
mista, pesimista o como una combinación de ambas); finalmente, los distintos
principios filosóficos en orden a la determinación y fundamentación del saber
histórico: aquí filosofía de la historia significa teoría del conocimiento del sa-
ber histórico –una filosofía de la historia formal en lugar de una filosofía de la
historia material.
Hay no obstante otro sentido que puede que sea el que tiene mayor im-
portancia actualmente –aunque los anteriormente mencionados no han perdi-
do por completo su valor. Nos estamos refiriendo a la reflexión sobre todos
aquellos conceptos (muchas veces imprecisos) que ocupan un lugar fundamen-
tales en los discursos mediante los que la época moderna se torna inteligible
para sí misma (es decir, en los discursos “ilustrados”). Pero más que de piezas
sueltas se trata de concepciones generales de la realidad. La ilustración concibe
lo real, sobre todo lo humano, como algo en movimiento, una “sustancia” cuyo
atributo principal es el desarrollo (la evolución, la transformación, el cambio).
El hombre y el mundo son realidades temporales, por lo que no se puede pre-

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Baumgartner, M.: “Philosophie der Geschichte nach dem Ende der Geschichtsphilosophie. Bemerkungen zum ge-
genwärtigen Stand des geschichtsphilosophischen Denkens”. En: Nagl-Docekal (Hrg.): Der Sinn der Historischen.
Geschichtsphilosophische Debatten. Frankfurt, 1996 (págs. 151-172), pág. 152 ss.
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tender dar cuenta de ellas mediante predicados que se refieren exclusivamente
a un “recorte”, a una presencia; éstos dirían sólo algo de un estado momentá-
neo. Si su “esencia” es temporal, conviene saber cómo se encuentran variando,
así como lo que pueden llegar a ser, lo que pueden dar de sí. Pero cuando se
dice que una sustancia es temporal el sujeto se ve radicalmente afectado por
esa afirmación: ¿puede mantenerse igual el concepto de “sustancia”?
El manejo racional de esta “sustancia” transformándose en lo sustancial
requiere un pensamiento capaz de deshacerse de los esquemas de subsunción
universalizante para los que el ser es lo que permanece en una suerte de pre-
sente continuo (invariable), mientras que el cambio es clasificado o bien como
no-ser, o bien como algo accidental. En realidad, esto representa el desvane-
cimiento del concepto clásico de “sustancia”, viniendo a ser sustituido por
otros que pretenden ser más próximos a esa cosa cambiante –p. e., el hombre
concebido como existencia, como autorreferencia y juego electivo. Sin necesi-
dad de profundizar demasiado, hay dos rasgos de esta “sustancia desustancia-
lizada” que se convierten en sendos motivos de atención para el pensamiento.
Uno es la relevancia ontológica de lo particular y singular, antes secundarios y
ahora determinaciones primeras del ser: lo que es lo es en cuanto (y como)
acontece y no sólo por referencia a una esencia definible universalmente. El
otro es el devenir mismo: lo que es tiene que dar de sí, desarrollarse, etc. La
primera de las características fuerza una crítica de la razón y la segunda coloca
a lo teleológico en un lugar central. Y ambos aspectos forman parte de los in-
tereses de una filosofía de la historia entendida no como una especialidad filo-
sófica –”filosofía de…”–, sino como filosofía sin más, como una ontología
transformada, temporalizada. Hay que pensar la realidad diversa, múltiple, no
como si fuera sólo la variada ejemplificación de esencias universales –“el hom-
bre”, “la sociedad”, “la economía”, etc.–, sino en lo que tiene de realidad pri-
mera que no encaja del todo en la determinación bajo conceptos (que son uni-
versales). Al pensar esta especificidad característica de una realidad singular y
variable, la filosofía –partiendo del trabajo de las ciencias– descubre que “his-
tórico” ha pasado a ser en la época moderna un predicado “esencial”. Es más:

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que “esencia” ha sido sustituido por “historia” y que, con ello, la ontología ha
experimentado una importante modificación. Cuando esto sucede, “historia”,
“histórico” se desplazan al centro del interés filosófico, puesto que la ontología
constituye, por definición, su principal interés.
Esta concepción del ser como posibilidad y, por tanto, como variabilidad,
como temporalidad, conduce a la filosofía a ocuparse –no de un modo secun-
dario– de la “esencia no esencial del hombre”, que es posible y efectiva a la vez,
que tiene unas determinaciones pero que se encuentra también abierta. E ín-
timamente relacionados con esa posibilidad a realizar se encuentran los relatos
históricos, esos que pretenden esclarecer el destino del hombre en el tiempo.
De ese modo, como realización también de una posibilidad de ese ser tempo-
ral, surge la historia universal en sentido moderno y, con ella, algunas de las
ideas fundamentales como la de progreso, que ha impulsado y respaldado el
dominio instrumental del mundo, alimentando al mismo tiempo las esperan-
zas de los oprimidos y explotados a consecuencia de ese dominio en un maña-
na en el que la opresión y el dolor habrán de llegar a su fin.
“Filosofía de la historia” es, en este último sentido, mucho más que una
reflexión sobre el discurso histórico, aunque la incluya, puesto que éste forma
parte de lo histórico. Se trata de la pregunta por el modo de ser de un mundo
que se descubre como historia, como temporalidad y proceso. Este es el senti-
do de una “filosofía mundana” –es decir, no teológica, que no tiene lo eterno y
perfecto como su referencia última a la que se orienta– que se quiere moderna
y, por ello, para la que “poner el propio tiempo en pensamientos” es su princi-
pal objetivo. Así, asumiendo la mencionada temporalidad, es como el pensa-
miento filosófico moderno se convierte, según un cierto uso, en “filosofía de la
historia” e “historia” deja de ser sólo una región de lo ente para convertirse en
el principal nervio ontológico. De ese modo, “lo histórico” tiene que ser enten-
dido, de acuerdo con lo que ha resultado de las reflexiones precedentes, como
el nuevo concepto de ser, lo que presupone, para una adecuada aprehensión y
trato, la correspondiente transformación de la razón.

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Lo “histórico” se anuncia en ciertos fenómenos que la razón se ve forzada
a esclarecer. Así, p. e.,: toda comprensión conlleva un malentendido, como ha
mostrado Humboldt, puesto que el lenguaje está sometido a una variación
continua, lo que hace que en cada repetición (de una palabra, de una oración,
etc.) haya algo constante y algo que es distinto en los diversos “cada”. Así,
también, el hecho de que la realidad que parece ser el medio natural en que el
hombre tiene que actuar y a cuyas leyes se encuentra sometido, es no sólo his-
tórico-dependiente, sino que se está haciendo y deshaciendo en virtud de las
acciones humanas. Una observación como ésta sirvió de punto de partida para
que Marx elaborara su concepto de “ideología”. Para Marx, un rasgo básico de
la historicidad propia de la realidad humana estaba inscito en la idea que los
hombres se hacían de ella. Las formaciones socioeconómicas enteras, con sus
leyes y reglas, no son, en último término, otra cosa que un producto de las ac-
ciones de los hombres mismos que se encuentran encuadrados en ellas, lo que
significa que se hallan sometidas a cambio. Siendo, por tanto, momentáneas
son vistas como si fueran naturales y, en ese sentido, suprahistóricas o atem-
porales. Esta percepción de lo histórico como natural, de lo tempral como
eterno, de lo variable como constante constituye la falsa conciencia que Marx
denomina “ideología”. Pero esa falsa conciencia, podemos decir nosotros, no es
sino el reflejo de lo que le cuesta a la razón pensar el cambio, el devenir, lo his-
tórico de un modo que no sea secundario respecto de la permanencia, lo cons-
tante y substante.
Las dificultades le nacen al pensamiento cuando, como hemos visto, in-
tenta operar con una ontología temporalizada. ¿Cómo se distingue, en ella, el
ser? Así, p. e., aquello en lo que consiste un tiempo determinado parece ser
una (problemática) combinación de elementos efectivos y de posibilidades
abiertas. De ahí que sea tan importante decir que es como que puede ser y, en
cierto modo, que tendría que ser. ¿Cómo se dice si no la temporalidad? –éste
es el asunto y ésta su paradoja. Muchos filósofos han insistido, no obstante, en
que la filosofía debe abstenerse de arreglar el mundo o de corregirlo. Wittgens-
tein, por ejemplo, dedicó numerosas páginas a argumentar en favor de que la

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filosofía tiene que ser descriptiva dejando todo como es. La filosofía tiene que
atender a su asunto, a la cosa y no pretender modificarla. Pero ¿y si su asunto
es un conjunto de posibilidades inexploradas aún por desarrollar?, ¿la entrega
no intervencionista no implica entonces intervenir, hacerse cargo de las posibi-
lidades? Ésta es una dificultad con la que el pensamiento tiene que batallar
cuando descubre que la temporalidad es una dimensión fundamental de la
realidad.
Una característica importante de la temporalidad estriba en que lo pre-
sente no es sin más el ahora y que lo efectivo no agota toda la realidad. El des-
cubrimiento de esto levanta la sospecha de que lo que se muestra no es más
que un fragmento de una totalidad que está reclamando exploración y una ex-
posición adecuada. Sin embargo, la ontología estaba construida para la
aprehensión de lo presente (por ello la posibilidad, en tanto que un no ahí efec-
tivo, se entendía como no-ser). Para que, entonces, los demás rasgos de una
realidad temporal puedan ser aprehendidos, el presente tiene que ser entendi-
do de otra manera: por ejemplo, como uno sólo de los aspectos de lo real, uno
que suele petrificarse impidiendo la completa donación de la que se está ha-
blando. En una realidad en movimiento temporal, en devenir, el presente pue-
de ser entendido de dos maneras diferentes. O es el ahora, lo efectivamente
dado en este instante –siempre a punto de dejar de ser–, lo que además se
mantiene en abierta referencia a otros momentos que, sin embargo, quedan
sepultados bajo esa presencia instantánea y que, por ello, reclaman ser investi-
gados. O es concebido como algo diferente del ahora –de lo que éste formaría
parte por lo demás–, precisamente como una historia, como un suceder inte-
grado por diferentes momentos (pero no diferentes “ahoras”, puesto uno a
continuación de otro): ese presente ya no es tanto el instante cuanto un pre-
sentizarse de las referencias temporales –lo ahora, lo sido, lo porvenir. El pen-
samiento no puede contentarse entonces con dar cuenta de la sucesión de ins-
tantes –que pierde sentido para esta última concepción–, sino que tiene que
intentar construir un modelo lo suficientemente complejo y flexible como para
que en él pueda expresarse esa referencia cruzada de momentos.

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Con lo anterior entra en juego el asunto más escabroso: que el tiempo
ponga tareas y que las haya para el presente (como uno de los momentos del
tiempo) en relación con el pasado y con el futuro. Son esas tareas, por lo de-
más, las que fuerzan al pensamiento a intervenir en la realidad. Pero, ¿cómo
puede el pensamiento hacerse cargo de tareas y actuar sobre la realidad y no
convertirse en un sermón dirigido a esa misma realidad? Esto equivale a pre-
guntarse por el carácter emancipatorio o crítico del pensamiento. Así, pues,
colocado frente a una realidad en devenir, el pensamiento descubre que tiene
que favorecer el despliegue de esa realidad. O, dicho de otro modo: tiene que
estar a tiempo (percibiendo qué es lo que contiene en cada momento) no de-
jándose arrollar y sobrepasar por él. El tiempo trae algo (está preñado) y eso
tiene que ser dado, explicitado, entregado, para lo que se exige que el pensa-
miento trabaje en favor de una disolución de las formas petrificadas que impo-
sibilitan precisamente esa donación. Pero esta preocupación por estar a tiempo
(por ser “modernos” en la modernidad, por percibir “a tiempo” las tendencias
en las artes, las cosmovisiones, etc.) lleva consigo la presuposición de que el
tiempo tiene algo que dar, que tiene una dirección y un sentido. Al final, sobre
la temporalización (historización), que es un rasgo primero (antimetafísico) de
la modernidad, se impone una corrección metafísica. De lo histórico, en tanto
que posibilidad, que abertura, tira hacia el sentido (un sentido futuro) el ángel
bejaminiano de la historia. Con el fin de enfrentar este peligro que acecha, para
Benjamin, como idea de progreso, a toda posición progresista, propone él el
concepto de “tiempo-ahora”, mediante el cual pretende que el sentido horizon-
tal de “historia” no se pierda (entre la hojarasca de las interpretaciones y los
sentidos).
En conclusión: aunque diferente de una metodología o epistemología,
puesto que su interrogación no sólo es más general, sino que se orienta a las
condiciones mismas del completo edificio racional, la filosofía no representa,
como se ha visto, una alternativa a la investigación científica, tampoco es la
poseedora de un conocimiento anterior al conocimiento (de las ciencias) que
termina por imponerse a este último como un orden al que tiene que someter-

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se. Forma parte del mismo empeño racional y, sobre todo, del mismo plano: no
está ni por encima ni por debajo, ni en el Olimpo ni en los fundamentos, pero
puede aportar mediaciones: el trabajo de una ciencia con el de otras ciencias,
de éstas con sus propios presupuesto y posibilidades, de la razón instituciona-
lizada con el mundo de la vida y de todo ello con algo que nos importa aquí,
con la “historicidad”, con ese complejo entramado de hechos que imponen y
condicionan y de posibilidades que abren y (de)forman, colocando toda la
realidad a expensas de la propia deriva humana. Esta aspiración a comprender
el propio mundo y a comprendernos a nosotros como los vértices de esa geo-
metría, para preparar la consecución de un mundo y de un hombre racionales,
no es distinta del empeño ilustrado, moderno, que se dispone justamente so-
bre las ruinas de una metafísica hecha a imagen y semejanza de la teología y
que tiene como uno de sus logros más importantes la construcción de proyec-
tos de investigación científica en todos los ámbitos pensables, para que todo
sea escrutado, para que todo sea decidido, para que todo sea pensado.
El empeño de una filosofía que, en posesión de un saber anterior a los sa-
beres empíricos, diga a las ciencias cuál es su lugar, ha sido reducido a la nada
como resultado de la autorreflexión sobre su constitución y consecuencias. Por
lo que respecta a nuestro asunto, se ha desvanecido también la pretensión clá-
sica de aprehensión del sentido de la historia y, por tanto, de la enunciación de
las tareas que el tiempo mismo impone a los hombres. No se habla ya de ta-
reas, sólo de posibilidades abiertas (a distintas interpretaciones, posiciones,
decisiones). La filosofía clásica de la historia, que escruta para operar y cons-
truir, se ha quedado seca de sentido. Pero eso no quiere decir que la filosofía
haya desaparecido: siguen siendo posibles y, en cierto modo, imprescindibles
las preguntas antes mencionadas por los límites de las ciencias, el alcance de
los conceptos, el sentido de la praxis investigadora y del empeño cognoscitivo,
etc y, sobre todo, por el carácter “histórico” de la realidad. El ya citado Baum-
gartner menciona algunos rasgos que tendrían que definir a una filosofía que
se ocupara de lo “histórico” y que, para hacerlo, fuera más allá de los límites de
la filosofía clásica de la historia, del mismo modo que el pensamiento filosófico

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actual ha ido más allá de la metafísica. En primer lugar, tendría que ejercitarse
como una crítica de la filosofía especulativa de la historia, tentada siempre de
volver sobre sus pasos, en forma de discursos romántico-construtivos o pro-
gresista-utópicos. Tendría que ser también una suerte de teoría de la razón his-
tórica, una Historik crítica, que investigara las posibilidades de nuestro saber
histórico, de lo que resultaría un saber adecuado únicamente para orientar la
acción responsable y no para anticiparla predeterminativamente. De ese modo
es como seguiría siendo posible una filosofía de la historia (Philosophie der
Geschichte) tras el fin de la filosofía clásica de la historia (Geschichtsphilosop-
hie). Se trataría de una suerte de “crítica de la razón histórica” que remitiría a
“historia” como idea regulativa: una Historia no “en sí” sino “como si”, puesta
en relación con nuestras necesidades de autocomprensión y de acción, que
proporcionaría ciertas orientaciones para el autoconocimiento, pero que deja-
ría de ser motivo para el autoengaño y tentación de orgullo2 .

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Ibíd., pág. 171.
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