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Historia de America Latina Tomo VI Lesli-246-271
Historia de America Latina Tomo VI Lesli-246-271
CHILE
corazón del país, muy cerca o en el mismo valle central que se extiende a más de
480 km al sur de Santiago. Si se le compara con Argentina o México, Perú o
Nueva Granada, este era un territorio muy compacto habitado por una pobla-
ción también compacta.
Se trataba en muchos sentidos de una población homogénea. Tanto a nivel y
étnico como social el pasado colonial había dejado marcas imborrables. A l norte
del Bío-Bío, un número reducido de indios sobrevivía en pequeñas comunidades
escasas y separadas. Las marcas de negros y mulatos en la comunidad parecen
haber desaparecido en dos o tres décadas tras la abolición de la esclavitud
(1823). La República de Chile era esencialmente un país donde una minoría «
criolla de clase alta (con una élite aristocrática en su centro) coexistía con una
enorme masa de trabajadores pobres que eran predominantemente mestizos y
eminentemente campesinos. Las divisiones sociales y étnicas coincidían. Política-
mente, las luchas que siguieron a la independencia reflejaban desacuerdos en el \
conjunto de la clase alta más que profundos conflictos en el cuerpo social I
global. Los campesinos pobres permanecieron pasivos durante el periodo y tam-
bién posteriormente. Esta estructura social relativamente simple no se complicó
con punzantes escisiones debidas a intereses económicos de la clase alta o con
serias tensiones regionales. Santiago y su rico hinterland dominaban la repúbli-
ca. Las provincias lejanas del norte o del sur, tanto si eran desafectas como no,
no eran capaces de alterar el equilibrio en su propio favor, como se demostró
muy claramente en las guerras civiles de 1851 y 1859. Concepción y el sur
sufrieron una frustrante y lenta recuperación a partir de las guerras de indepen-
dencia. Aunque Concepción, en virtud de su rol como ciudad con guarnición en la
frontera, fue capaz de imponer su voluntad a la capital en los agitados años veinte
—como hizo en 1823 con el derrocamiento de Bernardo O'Higgins, y nuevamente
en 1829—, en cambio en tiempos normales un decidido gobierno central que
controlaba el ejército no pudo ser fácilmente doblegado.
En la década de los años veinte, los principios que dividían a los políticos de
la clase alta chilena entre las quizá predecibles tendencias de liberales y conser-
vadores fueron sobre todo ideológicos y personales. La figura dominante de
aquellos años, el general Ramón Freiré, fue un liberal bien intencionado deseoso
de evitar el modelo autoritario impuesto por su inmediato predecesor, el liberta-
dor O'Higgins. La nueva república se dejó llevar de un improvisado experimen-
to político a otro. La compleja e ingeniosa constitución ideada por Juan Egaña
a finales de 1823 cayó en seis meses porque su conservadurismo moral fue
rechazado por los liberales que giraban en torno a Freiré y que deseaban, como
ellos escribieron, «establecer la República sobre las ruinas de la Colonia». La
moda de las ideas federales que inundó los círcúlos'poTíticos poco después se
debió menos quizás a las aspiraciones regionales que a las convicciones dogmáti-
camente radicales de José Miguel Infante, el hombre del momento; esto produjo
un proyecto constitucional, numerosas leyes nuevas, una atmósfera de incerti-
dumbre creciente, pequeños desórdenes en algunas ciudades y cierta propensión
de una parte del ejército a amotinarse. La «anarquía» del periodo ha sido a
menudo exagerada por los historiadores chilenos; fue muy limitada en compara-
ción con la confusión que por entonces reinaba en el otro lado de los Andes. El
general Francisco Antonio Pinto, otro liberal, que fue presidente desde 1827 a
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1829, por poco tiempo logró organizar un gobieno que mostró signos de solidez
y una nueva constitución (1828), la cuarta desde la independencia, que entró en
vigor a su debido tiempo. Resultó inadecuada para detener la reacción contra el
reformismo liberal, teñido como éste estaba por palabrería antiaristocrática y un
cierto grado de anticlericalismo. En septiembre de 1829, con el enérgico apoyo
del ejército en Concepción, una coalición tripartita conservadora —los tradicio-
nalistas y proclericales «pelucones», los seguidores del exiliado O'Higgins y un
grupo de mentalidad vehemente conocido como los «estanqueros»—' inició una
revuelta contra el régimen liberal. Freiré, que salió quijotescamente en su defen-
tsa, fue vencido en abril de 1830 en Lircay, la batalla que terminó con la breve
¡guerra civil e introdujo, durante más de un cuarto de siglo, el gobierno con-
j servador.
La estabilidad política de los años treinta fue, como ha sido sugerido, una
de las más remarcables creaciones del siglo xix latinoamericano. El honor de
este éxito se atribuye usualmente a Diego Portales, el comerciante de Valparaíso
que más que ningún otro fue el genio organizador de la reacción conservadora.
Ciertamente, la tenacidad implacable de Portales fue un factor clave en el man-
tenimiento ininterrumpido del nuevo régimen, aunque su permanencia en el
cargo de primer ministro fue bastante breve. Este factor en sí mismo puede
haber impedido la cristalización de la tradición del caudillismo en la política
chilena durante algún tiempo, porque, si bien la influencia de Portales fue
decisiva, su aversión a las trampas del poder fue bastante genuina. «Si un día ...
tomé un palo para dar tranquilidad al país —escribió— fue sólo para que los
jpdidos y las-putas^dp Santiago me_ágjaran jrabajar en__paz.»2 Sin embargo, sus
acciones, tanto en el gobierno como entre bastidores, su estricto énfasis en una
administración ordenada, su a veces áspera actitud hacia la derrota de los libe-
rales y, no menos, su insistencia en la dignidad nacional, fijaron el tono de la
política oficial de los años futuros. ~
La obra de los conservadores en los años treinta fue más tarde descrita por
críticos del régimen esencialmente como una «reacción colonial». Está bastante
claro que fue una reacción al desafortunadfl,reformismo liberal de los años
veinte. Pero es quizá más correcto ver el nuevo sistema político como una fusión
pragmática de la tradición del autoritarismo colonial, todavía muy fuerte en
Chile, con las formas externas (y algo del espíritu) del constitucionalismo del
siglo xix. La constitución de 1833, cuyo funcionamiento global no fue interrum-
pido hasta 1891 y que sobrevivió con enmiendas hasta 1925, incluía muchas de
las principales obsesiones conservadoras. Era más autoritaria que su malograda
predecesora de 1828 y en particular era fuertemente presidencialista. Permitía
1. En 1824 el estanco, o monopolio estatal del tabaco, fue arrendado por la firma
comercial de Portales, Cea y Cía., de Valparaíso, la cual se comprometió a hacerse cargo del
préstamo de un millón de libras obtenido en Londres por el gobierno de O'Higgins dos años
antes. La empresa quebró y en 1826 el contrato fue rescindido, ocasionando gran malestar. El
grupo estanquero se componía de hombres asociados para esta malograda aventura; su líder era
Diego Portales.
2. Ernesto de la Cruz y Guillermo Feliú Cruz, eds., Epistolario de D. Diego Portales,
3 vols., Santiago, 1937, I , p. 352.
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4. Esta corta lucha tuvo lugar en el mar. Sin embargo, antes de retirarse del Pacífico los
españoles sometieron a Valparaíso a un bombardeo devastador (marzo de 1866).
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el primer grupo en idear una estructura definida (aunque flexible). Los conserva-
dores fueron los primeros en celebrar una conferencia nacional (1878). Pero
•votar la línea política de un partido no era lo habitual. Cuando en 1876 el
diputado radical Ramón Allende (abuelo del futuro presidente) sugirió que las
consideraciones del partido deberían pesar más que los principios personales en
las votaciones al Congreso, la idea fue recibida con algunas reacciones violentas.
Además, a finales de la década de los setenta se hizo evidente que el Congreso
en su totalidad aspiraba a un mayor control sobre el ejecutivo del que había
intentado o incluso contemplado con anterioridad„La constitución, como hemos
'"visto, era fuertemente presidencialista; pero también era posible, como demos-
t r a r o n los políticos, darle una interpretación «parlamentaria» lógica^A través
.'del constante uso de la interpelación y el voto de censura, los congresistas
/ hicieron que la vida de los ministros del gabinete se volviera tediosa y ardua.
\ Esta fue particularmente la situación durante la presidencia de Aníbal Pinto
(1876-1881), que coincidió, como veremos, con algunas crisis paralelas de carác-
ter muy acusado. El hecho de que las instituciones chilenas hubieran sobrevivido
a las tempestades de la década de los cincuenta y que se volvieran notablemente
más tolerantes era ciertamente causa de orgullo. No obstante, hubo algunos
políticos, incluyendo a Pinto, que consideraban estériles las disputas políticas
que ahora a menudo monopolizaban la atención en el Congreso en detrimento
de asuntos nacionales más urgentes. Otros se preguntaban si la tensión entre el
ejecutivo y el legislativo podría llegar a destruir la tradición de estabilidad. En
1881 un diputado conservador exclamó: «Señores de la mayoría, yo os digo,
señores ministros: No tiréis tanto de la cuerda, porque podría estallar».*
5. Cristian Zegers, Aníbal Pinto. Historia política de su gobierno, Santiago, 1969, p. 119.
Diez años más .tarde, en la crisis política de 1891, la «cuerda» se rompió.
6. E l pesó* chileno (8) mantuvo un valor más o menos constante durante la mayor parte
del periodo, alcanzando un valor aproximado de 45 d. (peniques antiguos) o ligeramente menos
de I dólar norteamericano, excepto durante la guerra civil norteamericana en que su valor
ascendió ligeramente.
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los campos del sur», como más tarde diría el presidente Balmaceda1.7 De los tres
principales metales extraídos de las minas de Chile en los tiempos coloniales, el
oro fue el más perjudicado tras la independencia, pasando de una producción
anual media de 1.200 kg en los años veinte a unos 270 kg en los años setenta. En
cambio, en el mismo periodo, la producción de plata aumentó de unos 20.000 kg
al año a unos 127.000 kg. (Dada la persistencia del contrabando, estas cantida-
des son quizás excesivamente bajas.) El cobre, el más provechoso de los tres
metales, se producía a un ritmo anual de 2.725 toneladas métricas en los años
veinte; su producción creció de forma constante hasta llegar a las 45.600 tonela-
das métricas en los años setenta, momento en el que Chile suministraba regular-
mente entre una tercera parte y la mitad de la producción mundial.
La riqueza minera atrajo a numerosos comerciantes, especuladores y explo-
radores a los desiertos septentrionales. La búsqueda de nuevos filones de mine-
ral era incesante; la zona minera se expandía lentamente hacia el norte adentrán-
dose en el desierto de Atacama y hacia la larga y poco definida frontera con
Bolivia. Los importantes descubrimientos de Agua Amarga (1811) y Arqueros
(1825) fueron pronto totalmente eclipsados por el sensacional hallazgo de Cha-
ñarcillo, al sur de Copiapó, en 1832. Fue el distrito minero más productivo del
siglo, una verdadera montaña de plata que produjo al menos 12 millones de
pesos chilenos en los primeros diez años y donde a mediados de los años cuaren-
ta había unas cien minas. El descubrimiento de Tres Puntas (1848) fue un nuevo
estímulo, aunque menos espectacular. La última «fiebre de la plata» del periodo
tuvo lugar en 1870, con la apertura de un nuevo e importante distrito minero en
Caracoles, al otro lado de la frontera con Bolivia aunque la casi totalidad de los
trabajadores eran chilenos. La minería del cobre dependía menos de una nueva
exploración que del trabajo en los filones de mineral de gran calidad ya explota-
dos. Pero también la exploración paciente recogió a veces unos fabulosos frutos,
como fue el caso espectacular de José Tomás Urmeneta, quien buscó durante
dieciocho añ<ps en medio de una pobreza extrema antes de encontrar, en Tama-
ya, su legendario yacimiento de cobre. Pronto se convirtió en un millonario, uno
más entre las varias docenas de hombres riquísimos cuyas fortunas procedían del
Norte Chico.
El sector minero chileno se transformó lentamente y sólo en parte a partir
Jdel sistema existente a finales del periodo colonial que se había caracterizado por
/numerosas pequeñas empresas, individuales o familiares, una tecnología sencilla
/.y una actividad marginal con ganancias a corto plazo. Es cierto que, en la
década de los sesenta, algunas de las mayores minas —la de Urmeneta en Tama-
ya, y la de José Ramón Ovalle en Carrizal Alto, por ejemplo— se habían
mecanizado mucho, y hay que subrayar que estos dos distritos sumaban un
tercio del cobre producido en los años setenta. Pero muchos visitantes dan fe de
la persistencia durante este periodo de viejas prácticas y de un gran número de
operaciones menores a pequeña escala que seguían dependiendo, no tanto de las
máquinas de vapor como de los robustos «barreteros» y «apires» que extraían el
mineral y lo trasladaban. En la década de los setenta sólo unas treinta y tres
minas en el Norte Chico usaban máquinas de vapor, mientras que las restantes
755 no lo hacían. Más notables fueron las innovaciones en la fundición y refi-
nería del cobre, con hornos de reverbero (según el sistema inglés) que se
extendieron de 1830 en adelante. Durante las dos décadas siguientes, en lo que
equivalía a una revolución tecnológica menor, se establecieron algunas grandes
plantas de fundición en la costa, entre las cuales destacaban las de Guayacán y
Tongoy en el Norte Chico y Lirquén y Lota a 500 kilómetros más al sur; éstas
fueron las primeras empresas industriales de Chile. También tranformaban mi-
nerales peruanos y bolivianos y parcialmente compensaba la dependencia ante-
rior de los productores de las industrias de fundición y refinería del sur de
Gales. La insaciable demanda de combustible de los fundidores mermó profun-
damente los exiguos recursos de madera del Norte Chico y contribuyó al avance
del desierto hacia el sur —siendo este tema ecológico poco comentado aunque
básico en la historia chilena desde los tiempos coloniales—. La principal alterna-
tiva a la madera era el carbón, cuya extracción aumentó a lo largo de la costa al
sur de Concepción desde la década de los cuarenta en adelante. En ese momento
la producción nacional competía con el carbón de gran calidad importado de
Gran Bretaña (a veces de Australia), pero se mantuvo en parte porque se consi-
deró que la mezcla de carbón nacional y extranjero era ideal para las operacio-
nes de fundición.
Entre los empresarios mineros de este periodo sobresalían los chilenos (algu-
nas veces de primera generación). Una o dos de las empresas del cobre eran
propiedad británica, pero eran la excepción, aunque los ingenieros extranjeros
destacaban en toda la zona minera. Hombres como Urmeneta y un puñado de
otros como él fueron auténticos capitalistas por derecho propio y con frecuencia
destinaron sus enormes ganancias de forma provechosa, al invertirlas en el trans-
porte y la agricultura, así como en la minería, aunque sin dejar por ello de
procurarse un estilo de vida opulento. Muchos otros empresarios mineros de
segunda categoría dependían en gran medida de un tipo de intermediarios cono-
cidos como «habilitadores» que compraban su mineral a cambio de créditos y
suministros. Este negocio fue el origen de varias grandes fortunas, y constituye
un ejemplo famoso la carrera de Agustín Edwards Ossadón, hijo de un médico
inglés que se estableció en el Norte Chico justo antes de la independencia. En los
años sesenta Edwards era uno de los capitalistas más ricos y activos de Chile. En
1871-1872, en un episodio bien conocido, tranquilamente acaparó y almacenó
grandes cantidades de cobre, subió el precio un 50 por 100 y consiguió unas
ganancias estimadas en 1.500.000 pesos chilenos. En la época en que Edwards
llevó a cabo su audaz empresa, el ciclo de la plataxsLcobre del siglo xix chileno
alcanzaba su punto máximo. Las minas de plata todavía mantendrían su alto"
rendimiento durante dos décadas más, pero con el auge de la producción de
Estados Unidos y España «las barras de Chile» se convirtieron en un componen-
te cada vez menos importante en el suministro mundial de cobre; sólo un 6 por
100 de este metal procedía de Chile en la década de los noventa. Por entonces,
sin embargo, los desiertos más alejados del norte producían una fuente de
riqueza aún mayor: los nitratos, o salitres.
Aunque la minería dominaba el sector de la exportación, era la agricultura
la que marcaba la mayoría de las vidas chilenas. Cuatro de cada cinco chilenos
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estaban más extendidas que antes. Había pocos grandes capitales invertidos en
la agricultura (excepto en las obras de irrigación) y, a pesar del entusiasmo de un
I número de propietarios progresistas, la maquinaria agrícola nunca se importó o
I utilizó a gran escala. (El uso de los bueyes siguió siendo corriente en Chile hasta
ila década de 1930.) Durante los años prósperos del apogeo exportador, los
propietarios tenían reservas de tierra y trabajadores a los que recurrir. La super-
ficie arada en esos años puede haberse triplicado o incluso cuadruplicado. Nue-
vas familias no vinculadas a las haciendas fueron animadas (y en muchos casos
estaban deseosas) a engrosar las filas de los «inquilinos». El sistema laboral se
endureció debido a las mayores presiones ejercidas sobre los arrendatarios. Apar-
te del «inquilinaje» se desarrolló una variedad de prácticas de aparcería, especial-
mente en la franja costera, para facilitar el auge exportador. El número de
minifundios también parece haber crecido. Pero en general fue el sistema de
hacienda el sostén básico de la élite de la nación, el que más claramente se
afirmó con los cambios de mitad de siglo.
La manufactura que existía en Chile en la época de la independencia y
durante dos o tres décadas más tarde estaba en manos de artesanos, en los
pequeños talleres de las ciudades. En el campo, la población de las haciendas se
autoabastecía de ropa, aunque la creciente importación de tejidos de algodón
británicos a la larga tuvo el efecto de reducir la importancia de los tejidos
locales. La clase alta, en conjunto, tenía la posibilidad de satisfacer su demanda
de bienes manufacturados, incluyendo productos de lujo, del extranjero, y no
estaba interesada en promover una revolución industrial. (Los empresarios mine-
ros fueron una excepción parcial, y al final del periodo un creciente número de
intelectuales y políticos vieron en la industrialización un posible camino de pro-
greso para el país.) De todas formas casi no hay duda de que la expansión de
la riqueza nacional después de 1850, aproximadamente, posibilitó la creación de
empresas manufactureras; posibilidad que algunas veces se materializó, general-
mente en manos de extranjeros, aunque éstos pueden ser quizá considerados
como una primera generación de chilenos.
Las primeras empresas industriales importantes, es decir, las fundiciones de
cobre y las harineras ya mencionadas, crecieron al compás del auge exportador.
Además de éstas, los años sesenta y setenta vieron el aumento de fábricas con
producción a pequeña escala en sectores como el textil, el alimentario, el ladri-
llero y el del vidrio soplado. Hacia los años ochenta había al menos treinta
fábricas de cerveza en el país. Por otro lado, el nuevo sector ferroviario y la
misma industria minera estimularon la aparición de pequeñas fundiciones y
talleres capaces de reparar y en algunos casos incluso de fabricar equipamientos.
De hecho, lo que parece haber sido un respetable sector metalúrgico y de cons-
trucción de maquinaria se desarrolló a una velocidad sorprendente a principios
de los años setenta. Cada vez hay más pruebas para suponer que el inicio de la
industria chilena, que a menudo se hace arrancar de la guerra del Pacífico,
comenzó diez aflos antes.
No hace falta decir que la expansión económica producida por la exporta-
ción apenas podría haber ocurrido sin mejoras en el transporte y las comunica-
ciones que fueron también de una importancia obvia en la consolidación política
de la nueva nación. El número de barcos que hacían escala en puertos chilenos
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aumentó más o menos constantemente desde los años treinta en adelante, hasta
unos 4.000 al año en la década de los setenta. Dos vapores de 700 toneladas
fueron llevados a Chile desde Inglaterra en 1840 por un americano muy empren-
dedor, William Wheelwright, el fundador de la Pacific Steam Navigation Com-
pany (Compañía de Navegación a Vapor del Pacífico, PSNC) de capital británi-
co. El mundo exterior empezó a acercarse. Desde mediados de los años cuarenta
viajar a Europa en menos de cuarenta días empezó a ser posible si se hacían las
conexiones adecuadas a través del istmo de Panamá. (Los barcos de vela todavía
tardaban tres o cuatro meses.) En 1868 la ahora bien establecida PSNC (cuyas
iniciales más tarde dieron pie a algunos famosos chistes chilenos) abrió un
servicio directo entre Valparaíso y Liverpool a través del Estrecho de Magalla-
nes. Mientras tanto, la inevitable llegada del ferrocarril empezó a revolucionar
lentamente el sistema de transporte terrestre. En el norte de Chile se instaló la
primera línea importante de Latinoamérica. La línea, construida por Wheelwright
y terminada en 1851, unió Copiapó con el puerto de Caldera que se encontraba
a unos 80 km. Fue financiada por un grupo de ricos mineros y sirvió de modelo
para otros ferrocarriles que posteriormente se construyeron en la zona minera.
El enlace vital entre Santiago y Valparaíso hubo de esperar algún tiempo más.
Esta fue inicialmente una empresa mixta; el gobierno suscribió alrededor de la
mitad del capital, pero en 1858, tras agotadores retrasos y dificultades, el Estado
compró la parte de la mayoría de los accionistas privados; la conclusión de la
línea le fue confiada al fanfarrón empresario norteamericano Henry Meiggs, y
los últimos tramos de vía ancha fueron construidos en 1863. Otra empresa mixta
patrocinó el tercer ferrocarril principal, que se extendía hacia el sur a través del
valle central, una línea de particular interés para los hacendados cerealísticos. El
gobierno de Errázuriz se hizo cargo de ésta en 1873, y solamente algunos años
más tarde la línea se uniría a otra que por entonces había sido construida hacia
el interior desde Talcahuano y que avanzaba hacia el sur y se adentraba en los
románticos paisajes de la Araucanía. En 1882 había casi 2.000 km de vías en
Chile, la mitad de las cuales eran propiedad del Estado. Éste también financió y
consecuentemente adquirió la naciente infraestructura telegráfica, la construcción
de la cual comenzó en 1852 —otra empresa del infatigable Wheelwright, a quien
se erigió una estatua en Valparaíso—. Veinte años más tarde, los hermanos
chilenos Juan y Mateo Clark unieron Santiago con Buenos Aires; con la cons-
trucción del cable submarino brasileño en 1874 Chile estuvo por primera vez en
contacto directo con el Viejo Mundo.
El creciente ritmo de la actividad económica durante los comienzos de la
segunda mitad del siglo xix dejó su marca en las instituciones financieras y
comerciales del país. Hasta la década de los cincuenta las principales fuentes de
crédito, por ejemplo, habían sido los prestamistas privados o las firmas mercan- ,¡
tiles. Esta situación cambió con la aparición de los primeros bancos propiamente
dichos —el Banco de Ossa y el Banco de Valparaíso, fundados a mediados de
los años cincuenta—, y las operaciones bancarias eran lo bastante extensas como
para que fueran reguladas en la importante ley de 1860. La notable Caja de
Crédito Hipotecario, creada en 1856, orientó el crédito al campo —en la prácti-
ca, principalmente a los grandes terratenientes—. Las sociedades anónimas se
hicieron corrientes, aunque complementando más que reemplazando las empre-
254 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
sas individuales y familiares y las sociedades que hasta ese momento habían sido
las formas más corrientes de organizar los negocios. Las primeras sociedades
anónimas fueron las compañías de ferrocarril; a finales de la década de los
setenta, unas 150 empresas aproximadamente se habían formado en un momen-
to u otro, predominantemente en la minería, banca, seguros y ferrocarriles. El
capitalismo chileno mostró una tendencia marcadamente expansionista en las
décadas de los sesenta y de los setenta, invirtiéndose el dinero en los negocios de
nitratos en Bolivia y Perú así como en las minas de plata de Caracoles. Desde
principios de la década de 1870, en Valparaíso y Santiago operaban bolsas sin
control legal, y «la fiebre de Caracoles» abocó a los inversores a un delirio
especulativo sin precedentes en la historia de Chile.
El comercio exterior durante este periodo fue en gran parte controlado por
docenas de firmas de importación-exportación, con sede en Valparaíso y la
capital. Éstas contribuyeron enormemente a la formación de un nuevo mercado
de capitales y continuaron influyendo a partir de entonces en el desarrollo del
sector público de la economía. Los extranjeros, tanto los residentes como los
empleados de paso de firmas con sucursales en Chile, eran particularmente
destacados, y los británicos estaban a la cabeza. Este grupo fue fundamental
para Chile. Las inversiones de los británicos en el país se concentraron en los
bonos del Estado —por una suma de 7 millones de libras esterlinas hacia 1880—,
pero Gran Bretaña era la destinataria de entre uno y dos tercios del total de las
exportaciones de Chile y la fuente de entre un tercio y la mitad de todas sus
importaciones en cualquier año. Las importaciones de Francia también crecieron,
reflejando los gustos de la clase alta. Como en los tiempos coloniales, el comer-
cio con Perú continuó, pero fue ensombrecido por los vínculos que ahora se
estaban forjando con el Atlántico Norteí La máquina de vapor, los ferrocarriles,
los telégrafos, los bancos y las sociedades anónimas: todo jugó su parte a la
hora de cimentar la sólida asociación de Chile con la economía internacional que
se gestaba en todo el mundo7\Los políticos ocasionalmente tildaban a los comer-
ciantes británicos de «nuevos cartagineses» o incluso (en un sentido más popu-
lar) de «infieles», pero en general su presencia fue recibida como un elemento
vital en lo que se consideró ser, convencidamente, el progreso de la nación.
Sesenta años después de la independencia, Chile era una nación más próspe-
ra de lo que había parecido previsible en 1810, y estaba económicamente más
integrada que en los tiempos de dominio colonial. Su historia en este sentido
contrasta a la fuerza con el evidente estancamiento de algunas de las otras
repúblicas hispanoamericanas. Pero la nueva prosperidad no se distribuyó de
forma proporcional (todavía menos equitativamente) entre todos los sectores de
la población. La riqueza de la clase alta aumentaba de forma sorprendente, y
ésta tenía una idea bastante clara de qué hacer con ella. Un viajero norteameri-
cano observó a mitad de los cincuenta que el «gran objetivo de la vida» al
enriquecerse era «estimular el capital, saciarse con costosos muebles, accesorios
y una vida espléndida».9 La desaparición gradual de los hábitos de vida más
antiguos, más austeros, supuestamente más virtuosos fue lamentada por escrito-
podría sospechar que el hombre que él conoce envuelto en una vistosa capa,
escoltando a una mujer engalanada con sedas y joyas, ocupara en la escala social
una posición no más alta que la del hojalatero, carpintero, o vendedor cuyas
únicas existencias pueden empaquetarse en una caja pequeña.10
10. Teniente J. M . Gilliss, U.S.N., The United States Naval Astronómica! Expedition to
thesouthern hemisphere during theyears 1849-50-51-52, vol. I : Chile, Washington, 1855, p. 219.
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terremoto de 1835, prosperó nuevamente con la expansión del cultivo del trigo y
la industria harinera; y entre las somnolientas pequeñas ciudades del valle cen-
tral, Talca nutrió un sentido del civismo muy desarrollado. Pero ninguno de
estos lugares tenía una población de más de 20.000 habitantes en 1875. El
predominio de la capital y del principal puerto sostenido por la hegemonía
política y comercial fue incontrovertible. Tal como muestran los dibujos y gra-
bados coetáneos, Santiago mantuvo una apariencia absolutamente colonial hasta
1850, pero el apogeo exportador de mitad de siglo rápidamente dejó su marca.
Hacia 1857 Andrés Bello, normalmente moderado, escribió que «el progreso en
los últimos cinco años se puede llamar fabuloso. Surgen por todas partes ...
edificios magníficos; ver el paseo de la Alameda en ciertos días del año le hace a
uno imaginarse en una de las grandes ciudades europeas»." En el año 1857 se
inauguró el refinado Teatro Municipal y se introdujeron los tranvías tirados por
caballos y las farolas de gas en las calles. Los estilos arquitectónicos cambiaron,
prefiriéndose los modelos franceses (o incluso ingleses) para las nuevas mansio-
nes aristocráticas que ahora se construían. El programa inusualmente activo
llevado a cabo por Benjamín Vicuña Mackenna, el casi legendario intendente de
principios de los años setenta, dotó a la capital de avenidas, parques, plazas y el
soberbio disparate urbano del Cerro de Santa Lucía, que todavía hoy deleita a
los santiaguinos. Valparaíso, la primera ciudad chilena en organizar una brigada
de bomberos (1851), cqnoció mejoras similares aunque divulgadas de una mane-
ra menos ostentosa. Su barrio de negocios despedía una atmósfera ligeramente
británica. Ambas, capital y puerto (y otras ciudades más tarde), pronto dispusie-
ron de una prensa respetable que prosperó con particular energía en el clima
político más liberal después de 1861. El decano de la prensa de los chilenos, El
Mercurio, fundado en Valparaíso en 1827 (y diario desde 1829) es todavía hoy el
periódico más antiguo en lengua española del mundo.
La enseñanza progresó más lentamente de lo que muchos chilenos hubieran
deseado a pesar de los óptimos esfuerzos de presidentes como Montt, cuyo
obsesivo interés por el tema era compartido por su gran amigo argentino Sar-
miento. El analfabetismo descendió gradualmente, hasta un 77 por 100 en 1875,
momento en el cual el 17 por 100 de la población en edad escolar recibía
educación primaria. Hacia 1879, también, había unos 27 liceos públicos (2 para
chicas) y un mayor número de escuelas privadas que ofrecían enseñanza de
segundo grado, junto con el prestigioso Instituto Nacional donde tantos líderes
de la República estudiaron la enseñanza secundaria (y durante muchos años gran
parte de su educación superior). Los estudios superiores (y especialmente la
preparación profesional, en la cual las mujeres fueron admitidas según el decre-
to de 1877) fueron estimulados en gran parte por la fundación en 1843 de la
Universidad de Chile. Imitando al Instituí de France, fue en sus primeros años
un centro de discusión y supervisión más que una institución de enseñanza, pero
su nivel era alto. El marcado interés por la vida intelectual y cultural que ahora
se hizo notable le debió mucho al primer rector de la universidad, el eminente
estudioso venezolano Andrés Bello, que pasó los últimos treinta y seis años de su
larga vida en Chile. Poeta, gramático, filósofo, pedagogo, jurista, historiador,
productores nuevos y más eficaces tanto de trigo como de cobre, Chile estaba
siendo ahora desplazado de sus mercados de exportación más importantes. Las
fuentes de la prosperidad se estaban quedando secas. Los precios del cobre, que
aumentaron temporalmente a causa de la guerra franco-prusiana (como lo ha-
bían hecho con la guerra de Crimea), cayeron en picado. El valor de las expor-
taciones de plata se redujo a la mitad en cuatro años, aunque la causa a menudo
atribuida a este hecho —la adopción del patrón oro por Alemania y otras
naciones— puede haber sido exagerada por los historiadores. Por si fuera poco,
un alarmante e inesperado ciclo de inundaciones y sequías en el valle central
causó tres cosechas seguidas desastrosas. Un brusco aumento del coste de la vida
hundió a miles de los chilenos más pobres en la miseria y casi en la indigencia.
Había síntomas preocupantes de malestar social. El peso, estable durante tanto
tiempo, empezó a depreciarse, cayendo el cambio de 46 antiguos peniques en
1872 a 33 en 1879. (Es bastante curioso señalar que en este ambiente de desespe-
ración las esperanzas oficiales fueron temporalmente animadas por un estafador
franco-americano que afirmaba poder convertir el cobre en oro; fue agasajado e
incluso una polka llevó su nombre.) Temiendo que los bancos ahora casi insol-
ventes fueran asediados por las solicitudes de reintegros, la administración de
Pinto tomó la drástica medida de declarar la inconvertibilidad del papel-moneda
(julio de 1878), que así se convirtió de curso legal obligatorio; este fue el princi-
pio de un siglo de inflación. En sus esfuerzos por solucionar el agudo dilema
fiscal (hecho todavía más acentuado por la necesidad de cubrir la deuda nacio-
nal, que había aumentado de forma alarmantemente rápida durante los últimos
años), el gobierno recurrió primero a recortar el gasto público; la Guardia
Nacional, por ejemplo, fue reducida a 7.000 hombres. Como la recesión se
acentuó, muchos chilenos lúcidos, al advertir la fuerte dependencia de su país de
la exportación, abogaron por una mayor dosis de proteccionismo hacia el inci-
piente sector industrial (esto se consiguió en parte con la reforma de aranceles de
1878) y también por la imposición de nuevos impuestos a los ricos. Esta última
medida, según el cónsul general británico, fue bien vista «por todos excepto por
aquellos cuyos bolsillos se verían afectados por ella y que para desgracia de su
país entonces componen en gran parte su cuerpo de legisladores».15 De hecho, el
Congreso de 1878-1879 acordó, después de largas discusiones, recaudar pequeños
impuestos sobre la herencia y la propiedad. Éstos tuvieron poco efecto sobre la
crisis, de la cual Chile se salvó no por improvisación fiscal sino a sangre y fuego.
Las amenazantes tensiones internacionales de los años setenta derivaban de
largas disputas sobre sus fronteras con Argentina y Bolivia. Ninguna frontera
había sido delimitada con precisión durante los tiempos coloniales. La presencia
chilena en el Estrecho de Magallanes, después de 1843, había suscitado la cues-
tión sobre la propiedad de la Patagonia que los argentinos consideraban suya.
Chile, en efecto, abandonó todas sus reivindicaciones excepto sobre una fracción
de este territorio, enorme pero desolado, en el Acuerdo de Fierro-Sarratea en
1878; el acuerdo fue aceptado por el Congreso a pesar de la presión de una
multitud furiosa que protestaba frente al edificio y de un discurso enérgico de un
airado anterior ministro del Exterior que se lamentaba de que Chile entonces
sería «una pobre república» en lugar de convertirse en «un gran imperio». El
acuerdo alejó el peligro de guerra con Argentina; había habido considerables
amenazas a ambos lados de los Andes. El problema con Bolivia era más difícil
ya que, mientras unos pocos intereses vitales habían estado en juego en la
Patagonia, este no era el caso en el desierto de Atacama, uno de los escenarios
principales de la expansión económica chilena. En la década de los sesenta, en el
litoral boliviano, los empresarios chilenos José Santos Ossa y Francisco Puelma
habían sido pioneros en la extracción de nitratos, fertilizante que cada vez se
pedía más en el extranjero. (El capitalismo chileno destacaba en el negocio del
nitrato en el desierto peruano, más al norte; pero el gobierno peruano naciona-
lizó la industria en 1875.) En Atacama, gracias a las generosas concesiones de
Bolivia, la poderosa Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, una
empresa chileno-británica en la que un número de líderes políticos chilenos
tenían acciones, estaba a punto de constituir un Estado dentro del Estado. La
mayoría de la población del litoral era chilena. Tal estado de cosas es siempre
potencialmente explosivo. En 1874, en un intento de establecer la frontera defi-
nitiva, Chile acordó fijarla en los 24 °S a cambio de la promesa boliviana de
posponer veinticinco años la imposición de contribuciones en las empresas chile-
nas de nitratos. El impuesto adicional sobre la exportación, de diez centavos por
quintal, exigido de repente por los bolivianos en 1878, fue claramente un abuso
de confianza. (Si las concesiones originales bolivianas fueron imprudentes o no
es otro asunto.) La negativa de la Compañía de Salitres a pagar el impuesto
provocó amenazas de confiscación. Para impedirla, un pequeño ejército chileno
ocupó Antofagasta (febrero de 1879) y continuó para controlar el litoral. El
conflicto cobró rápidamente proporciones más graves. Perú entró en el conflicto
en virtud del tratado secreto de alianza con Bolivia, acordado seis años antes.
Chile declaró la guerra a ambos países en abril de 1879.
La guerra del Pacífico fue considerada en aquel momento (por algunos)
como un ejemplo de saqueo cínicamente premeditado con el objetivo de redimir
a Chile de su apurada economía apoderándose de la riqueza mineral de los
desiertos del norte. Otros detectaron la mano invisible de las naciones más
poderosas y los intereses extranjeros tan involucrados en los negocios del nitra-
to. El secretario de Estado norteamericano, el egregio James G. Blaine, incluso
manifestó más tarde que era «una guerra inglesa contra Perú, con Chile como
instrumento», un veredicto que es difícil de sostener según la evidencia existen-
te.16 Sin embargo, debemos decir que los políticos chilenos (especialmente aque-
llos que tenían o habían tenido acciones en empresas de nitratos) se daban
cuenta de las ventajas que podían derivarse del control de los desiertos e igual-
mente de la situación económica extrema del país en 1879. En la medida en que
había habido una «predisposición pública a la guerra» durante los meses ante-
riores, ésta había estado principalmente dirigida contra Argentina. Sin embargo,
16. Sobre estos puntos, véanse V. G. Kiernan, «Foreign interests in the War of the
Pacific», Hispanic American Histórica! Review, 35 (1955), pp. 14-36, y John Mayo, «La
Compañía de Salitres de Antofagasta y la Guerra del Pacífico», Historia, 14 (Santiago, 1979),
pp. 71-102.
262 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA
puede muy bien ser cierto que la impaciencia con que fue recibido el comienzo
de las hostilidades, en general, fue en cierta manera la salida de los sentimientos
de frustración reprimidos que se habían acumulado durante los años de recesión.
(La acción de Chile de febrero de 1879 podría ser plausiblemente descrita como
precipitada.) Pero ni Chile ni sus enemigos estaban preparados para la guerra.
Sus ejércitos eran pequeños y escasamente equipados. Chile había recortado sus
fuerzas militares durante la recesión, mientras que los ejércitos peruano y boli-
viano estaban claramente sobrecargados de mandos. En el mar, Chile y Perú
(Bolivia no tenía marina) estaban, quizá, más igualados, y el dominio del mar
era la clave de la guerra. A l final, la mayor coherencia nacional de Chile y la
presencia de un gobierno tradicionalmente más estable marcaron probablemente
la diferencia esencial. En diversos momentos durante estos años de gran peligro,
tanto Bolivia como Perú se vieron afectados por levantamientos políticos serios.
En Chile, en cambio, las elecciones al Congreso y la presidencia se celebraron de
la forma habitual. Los gabinetes cambiaron sin gran estruendo, aunque la activa
vida política no cesó. N i los conservadores ni los liberales descontentos dirigidos
por Vicuña Mackenna (que había intentado sin éxito ser elegido presidente en
1876) fueron invitados a entrar en el gabinete, y por ello censuraron duramente
las numerosas vacilaciones y fallos del gobierno durante la guerra.
Los primeros meses, ocupados en la lucha por el dominio naval, constituye-
ron un periodo calamitoso para Chile, pero también proporcionaron el incidente
más memorable de la guerra. El 21 de mayo de 1879, cerca de Iquique, la
deteriorada corbeta de madera Esmeralda fue atacada por el acorazado peruano
Huáscar. Aunque la corbeta estaba condenada desde el principio, el comandante
chileno, el capitán Arturo Prat, rehusó arriar la bandera. Él mismo murió en
una operación de abordaje sin esperanza al chocar el Huáscar contra su velero
que, tras varios golpes, se hundió. El heroico sacrificio de Prat le convirtió en
un «santo secular» sin par en la admiración de sus compatriotas. Cinco meses
más tarde, cerca del Cabo Angamos, la flota chilena acorraló al Huáscar y le
obligó a rendirse. Esta victoria dio a Chile el dominio del mar e hizo posible que
emprendiera una ofensiva por tierra. Poco después de la batalla de Angamos, un
ejército expedicionario invadió la provincia del desierto peruano de Tarapacá,
obligando al enemigo a retirarse a Tacna y Arica en el norte. A principios de
1880 un ejército de 12.000 hombres dirigido por el general Manuel Baquedano
llevó a cabo también la conquista de estas provincias, en una campaña en el
desierto que culminó con las feroces batallas de Campo de la Alianza y el Morro
de Arica (mayo-junio de 1880). fPor esta época las potencias europeas habían
discutido la posibilidad de intervenir para detener el conflicto, pero la sugerencia
fue rechazada enérgicamente por Bismarck. Sin embargo, los Estados Unidos
consiguieron que los beligerantes entablaran conversaciones a bordo de un cru-
cero cerca de Arica en octubre de 1880. La conferencia fracasó. El gobierno
chileno, ahora al mando de todas las principales zonas productoras de nitratos,
casi habría preferido firmar la paz, pero la opinión pública pedía la humillación
de Perú, con gritos estridentes de «¡A Lima!». A finales de los años ochenta un
ejército de más de 26.000 hombres, una vez más bajo las órdenes de Baquedano,
desembarcó en el centro de la costa peruana. Las batallas extremadamente san-
grientas de Chorrillos y Miraflores (enero de 1881) abrieron las puertas de Lima.
CHILE 263
La guerra continuó en el interior de Perú durante dos años más con guerrillas
resistiendo al ejército de ocupación, pero nada podía disfrazar el hecho de que
Chile había conseguido la victoria. Un nuevo gobierno peruano aceptó finalmen-
te, en el Tratado de Ancón (octubre de 1883), la mayoría de las inflexibles
condiciones de paz. Tarapacá fue entregada a perpetuidad y Chile obtuvo la
posesión temporal de Tacna y Arica —sobre la que se desarrolló una larga
disputa diplomática no resuelta hasta 1929—. Los últimos soldados chilenos
abandonaron Perú en agosto de 1884. Una tregua con Bolivia (abril de 1884)
permitió a Chile mantener el control de Atacama hasta la negociación del resta-
blecimiento completo de la paz, que no se materializó hasta 1904.
La victoria en la guerra del Pacífico dio a Chile un gran prestigio internacio-
nal. Los chilenos experimentaron la tentación de mostrarse arrogantes y recupe-
raron el optimismo tan seriamente dañado por la crisis de la década anterior al
descubrir que, tal como Vicuña Mackenna característicamente dijo, «en el alma
del chileno, bajo la burda túnica del soldado oculta bajo el rudo poncho de telar
indígena, suele latir el heroísmo sublime de los héroes de la antigüedad».17 En
cada chileno parecía haber un soldado. Con la conquista del litoral boliviano y
de las provincias del sur de Perú, Chile engrandeció su territorio nacional en una
tercera parte. La propiedad de los campos de nitratos significó que la riqueza del
país aumentara enormemente de la noche a la mañana —y en el momento
oportuno, dado el aparente agotamiento, a mediados de los años setenta, de los
recursos de la prosperidad chilena—. Ya que el nitrato sustituyó al cobre y a la
plata, el progreso material llevado a cabo en los cincuenta años anteriores a la
guerra comenzó a parecer modesto en comparación con el apogeo de los años
ochenta. Estas repentinas ganancias nacionales deben valorarse cuidadosamente
y tratarse juiciosamente. Para Chile, el modelo de república de Latinoamérica,
las victorias de la paz habían de ser, quizá, menos seguras que las de la guerra.
17. Eugenio Orrego Vicuña, Vicuña Mackenna, vida y trabajos, Santiago, 19513, p. 376.