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THOMAS E.

CROW

PINTURA Y SOCIEDAD EN
EL PARIS DEL SIGLO XVIII

Traducción de Luis Carlos Benito Cardenal

NEREA
INTRODUCCION

EL SALON DEL SIGLO XVIII Y


SU PUBLICO

La gran pintura hizo acto de presencia en las vidas de los parisinos del
siglo XVIII a través de las exposiciones del Salón organizadas por la Academia
de Pintura y Escultura. En (1737,estas exposiciones comenzaron a adquirir
carácter periódico. Todos los años impares, salvo un primer periodo en que
se celebraron anualmente, la exposición abría sus puertas en la festividad de
San Luis (25 de agosto) y permanecía abierta de tres a seis semanas. Durante
, esos días, el Salón se constituía en el punto de interés dominante de la vida
de la ciudad I . Como espectáculo visual era ciertamente deslumbrante: el
Salan Gané del Louvre —la amplia estancia rectangular que daba nombre a
la muestra— aparecía cubierto de cuadros desde el nivel de los ojos de los
visitantes hasta el distante techo; en abundancia abrumadora, cuadros de
género y naturalezas muertas desparramándose por las escaleras que descen-
dían a la galería (figura 1); media hectárea de color, reluciente barniz y
figuras apretadas en el mismo centro de la decrépita capital (la dilapidación
del Louvre era entonces objeto de frecuentes lamentaciones). «Oleadas ince-
santes» de visitantes llenaban la estancia, según nos dicen las fuentes de la
época, y los empujones a veces bloqueaban la puerta, reduciendo a todos a
la inmovilidad. El Salón hizo que se mezclara una amplia variedad de tipoS
y clases soci ales, muchos de los cuales no estaban acostumbrados a compartir
las mismas diversiones en sus ratos de ocio, y sus torpes, bruscos encuentros
ofrecían material constante para el comentario satírico.
El éxito del Salón como institución central parisina, sin embargo, venía
forjándose desde hacía varios decenios. Sus orígenes se remontaban a finales
del siglo XVII, si bien no se puede decir que hubieran sido especialmente
alentadores. Los esfuerzos iniciales de la Academia en materia de exposiciones
públicas se habían limitado a unos cúantos despliegues, sobrecargados y sin
regularidad, de obras pictóricas, primero en sus propias salas de reunión -y
más tarde en los porches del contiguo Palais Royal. El inconveniente de este
segundo lugar, según uno de los primeros cronistas del acontecimiento, era
que los artistas «tenían la preocupación constante de que sus cuadros resul-
taran daóados por los cambios de tiempo, lo que con frecuencia les movía a
retirar sus obras antes de que se hubiera satisfecho la curiosidad del púbbr

12 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

con 3. En 1699 el Salón estaba ya instalado más confortablemente dentro del I. Metro Antonio
Louvre, y a los habitantes de París se les ahorró el espectáculo de los acodé- Martini. El Salón de
micos con sus cuadros a cuestas huyendo de la lluvia. Todas las fuentes 1787. 1787. Grabado.
coinciden en que la exposición constituyó un éxito popular, si bien tuvieron
que pasar casi cuarenta años antes de que el Salón se convirtiera en una
constante de la vida cultural francesa.
A partir de 1737, sin embargo, su estatuí nunca estuvo en duda, y sus
efectos sobre la vida artística de París fueron inmediatos y espectaculares.
Los pintores se veían exhortados en la prensa y en los folletos especializados ,.'
a satisfacer las necesidades y deseos del «público» de la exposición; los pe-
riodistas y críticos que formulaban esta demanda decían hablar con el res-
paldo de este público; los funcionarios del Estado responsables de las artes
se apresuraban a afirmar que sus decisiones habían sido tomadas en el interés
público; y los coleccionistas empezaron a preguntar, un tanto amenazadora-
mente para los artistas, qué cuadros habían recibidni el sello de la aprobación
pública. Todos los que tenían un interés personal en las exposiciones del
Salón se vieron así enfrentados a la tarea de definir qué suerte de público
éstas habían hecho nacer.
INTRODUCCION 13

Para ninguno de los interesados resultó tarea fácil. La exposición del


Salón les obligaba a habérselas con un espacio colectivo que era acusadamen-
cte diferente de todos aquellos donde la pintura y la escultura habían desem-
I j penado una función pública en el pasado.. El arte visual ha figurado siempre,
1 ' por supuesto, en la vida pública de la comunidad de donde procede: las
procesiones cívicas que subían a la Acrópolis áteniense, la Coligregaci6n de
penitentes ante el pórtico de la catedral de Chartres por Pascua; la asamblea
de patriotas florentinos ante el David de Miguel Angel —estos ejemplos no
harían sino comenzar la lista de ocasiones en que el arte del más alto nivel
penetraba en la vida del ciudadano europeo ordinario, de forma vívida e
ineludible. Pero con anterioridad al siglo )(Vitt, la experiencia popular del
gran arte, con independencia de la importancia y del impacto emocional que
pudiera tener para las gentes (pie 10 contemplaron, estaba abiertamente diri-
gida y administrada desde arriba. Los artistas que se movían en los más altos
niveles de ambición estética no se dirigían directamente al público en general;
tenían primero que satisfacer, o al menos solventar, las exigencias más inme-
diatas de ciertos individuos y grupos minoritarios. Cualquier factor, de los
que podamos mencionar, que tenga tia efecto sobre el carácter del objeto
artístico, se encontraba siempre refractado en el prisma de la relación directa
cutre artista y protector; es decir,entre
ene el artista y una minoría bien definida
I1 y privilegiada.
El gran público de la pintura y la.escultura habría quedado definido por
tanto en relación a otros intereses diferentes de los del arte por el arte. En
los ejemplos anteriores al siglo XVIII arriba mencionados, este gran público
se identificaba más o menos con la asamblea ritualizada de la comunidad
religiosa o política en su conjunto —y podría definirse como tal. El .Salón del
siglo xvifi, sin embargo, supuso un apartamiento del arte con respecto a las
jerarquías rituales de la vida comunitaria precedente. En él el hombre y la
I mujer ordinarios se vieron estimulados a ensayar ante las obras de arte los
diferentes gestos de placer y discriminación que en otro tiempo habían sido
prerrogativa exclusiva del mecenas y sus íntimos. Es claro que existían pre-
cedentes de este tipo de exposición, en Francia y en otros países de Europa:
muestras de pinturas acompañaban con frecuencia el festival del Corpus Chris-
ti, por ejemplo, y en muchos ritos se estaban registrando iniciativas en favor
de hacer accesibles a un público más amplio las colecciones de reyes y no-
bles 4 . Pero el Salón fue la primera exposición de arte contemporáneo, perió-
dica, abierta a todos y de libre acceso, que se ofrecía en Europa en un marco
plenamente secular y con el propósito de estimular una respuesta fundamen-
talmente estética por parte de un número grande de gente.
Se producía en este modus operandi, sin embargo, una tensión inherente
entre la parte y el todo: la institución era de índole colectiva,.y sin embargo
la vivencia que pretendía fomentar era íntima y personal. E .n _la....exposición
pública moderna, a partir del Salón, se espera de los visitantes que compartan
una cierta comunidad de interés. Qué suerte de comunión pueda darse de
hecho en ese contexto constituye una cuestión mucho más escurridiza. ¿Qué

14 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

es una respuesta estética si está divorciada de la comunidad reducida de 2. Gabriel Jacques


eruditos, connoisseurs y cultura aristocrática que hasta ahora le ha dado senti- de Saint-Aubin.
rlo? Cuando se describe a los asistentes al Salón como «público» se supone Escalera del Salón. 1753.
un cierto grado significativo de coherencia de actitudes y expectativas. ¿Po- Aguafuerte.
dría describirse la multitud del Louvre como algo más que una colectividad
temporal de individuos irremediablemente heterogéneos? Esta era la cuestión
a que se enfrentó el mundo del arte del París del siglo )(VIII. Así pensaban
muchos, aunque sólo el intento les suponía dificultades sin fin. He aquí una
muestra representativa de este esfuerzo, en las palabras escritas en 1777 por
un veterano comentarista social y crítico de arte, Pidansat de Mairobert.
Comienza Mairobert describiendo su entrada misma en el ámbito de la ex-
posición (figura 2):

emerge, como de una trampa, a través de un hueco de escalera, siempre coliges-


donado de gente a pesar de su anchura considerable. Escapados de este angustioso
pasaje, no podemos recuperar el aliento antes de vernos sumergidos en un abismo de
calor y en un remolino de polvo. Un ambiente tan pestilente e impregnado de las
exhalaciones de tanta gente enfermiza debería al cabo del tiempo producir o un rayo
o la peste. Al fin se siente uno ensordecido por un ruido continuo como el de las olas
que estallan en un mar airado. No obstante, aquí hay algo que puede deleitar los ojos
INTRODUCCION 15

de un jnglés; la mezcolanza, hombres y mujeres juntos, de todos los órdenes y 'iodos


los rangos del estado... Es éste quizá el único lugar público de Francia donde nuestro
inglés podría encontrar esa preciosa libertad visible en todo Londres. Este espectáculo
maravilloso me agrada incluso más que las obras expuestas en este templo de las artes.
Aquí el saboyano que vive de sus chapuzas se codea con el ilustre noble acicalado en
su cardan bleu; la pescadera intercambia sus aromas con la dama de alcurnia, obligán-
dola a apretarse la nariz para combatir el fuerte olor de brandy barato que la invade;
el rudo artesano, guiado sólo por su instinto, salta con una justa observación, al oír
la cual un imbécil ingenioso casi estalla de risa sólo por razón del cómico acento en
que ha sido expresada; mientras tanto un artista, oculto entre la multitud, desenma-
deja el último significado de todo esto y procura sacar provecho 5.

Esta descripción apareció en el noticiero clandestino de Mairobert, «El Espía


Inglés», lo que explica sus conspicuas referencias a Inglaterra, y forma parte
de una prolija y sensata historia del arte oficial en Francia y de las exposi-
ciones públicas de la Academia (tan buena como cualquier otra producida en
el siglo XVIII). Sus observaciones, entre cómicas y objetivas, sobre la muche-
dumbre del Salón tienen intenciones serias y ponen sobre el tapete, en reali-
dad, los temas principales de este estudio.
En primer lugar, el tono retórico del pasaje apunta al gradp en que el
«público» del Salón se resistía a ser descrito de forma concreta Las metáforas
escogidas carecen decididamente de concreción. La mera entrada en el Salón ,
exige atravesar un remolino cegador donde quedan rotos todos los límites y
distinciones vigentes en una sociedad estamcntada. El resultado es un inmuto
cuerpo social, seductor y atractivo en su liberada vitalidad, si bien, al niismo
tiempo, minado de elementos peligrosamente insidiosos. Una vez destruidas
las barreras, los contactos sociales se multiplican y amplían su alcance incon-
trolablemente, como la circulación invisible de la enfermedad. La fluidez de
la muchedumbre del Salón, descrita como mezcla de tóxicos y embriagadores
gases, contiene igual medida de vitalidad y peligro. Por otra parte, este caos
aparente ofrece en último término útiles conocimientos al artista; conocimien-
tos libres, como Mairobert declara después, de «prejuicios, pasiones, celos y
servil conformismo.» La sabiduría surge de las fuentes más inesperadas, 'y es
fácilmente pasada por alto por el espectador superficial y satisfecho de sí
mismo. Pero el artista, mediante la saturación en la masa fluida de su público.
distingue y discierne, y se hace con información útil, ciertamente esencial,
para su arte. •
La conexión entre los dos, sin embargo, entre artista y público, perma-
1 I nece oculta, producto de un entendimiento secreto y privado. De igual modo,
_ro ( (1211)- la sensata respuesta del artesano resulta incomprensible para su vecino. Como
repetidamente veremos, el texto de Mairobert es típico en su contradictoria
insistencia sobre un todo indiferenciado al tiempo que presta atención dela-
liada exclusivamente a la heterogeneidad, a lo particular y privado. Estas son
las contradicciones del término en sí; el «público» está a un tiempo en todas
partes y en ninguna parte en particular. Si nos limitamos a un enfoque bis-
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tórico positivista, a una reconstrucción empírica del público emergente del


arte parisino tal como aparece descrito en los documentos que poseernos, nos
quedaremos siempre con la misma impresión dividida presente , en esta breve
relación. Podemos obtener y obtendremos un conocimiento empírico sobre los
visitantes del Salón, porque un grupo tal es por definición un fenómeno aditivo:
identificamos, y contamos si es posible, los individuos y grupos que lo inte-
gran; ninguno de los presentes puede quedar descalificado como miembro del
mismo. ¿Pero qué es lo que transforma a, esos visitantes en un grupo; es decir,
en una comunidad con un papel legítimo que desempeñar en la justificación
de la actividad artística y en la fijación de un valor en los resultados de esa
actividad? El grupo de visitantes es la manifestación concreta del público,
pero nunca será idéntico a él. Hablando empíricamente, nos encontramos
aquí únicamente con la totalidad bruta de los visitantes y sus elementos COI1S-
tituyentcs positivamente identificables: individuos y grupos definidos según
sexo, edad, ocupación, riqueza, lugar de residencia, etc. El público, por otra
parte, es la entidad que media entre los dos; una representación, una imagen
de la totalidad significativa en la mente de alguien y para alguien. Un público
se da, con una forma definida y una voluntad propia, a través de los diversos
derechos esgrimidos para representarlo. Cuando un número suficiente de tales
integrantes llega a creer en una u otra de estas representaciones, el público I
puede convertirse en un agente importante del devenir histórico del arte.
Se sigue de aquí que el papel del nuevo espacio público en la historia
de la pintura francesa del siglo Xvill se verá entrañablemente ligado a una
pugna sobre representación, sobre lenguaje y símbolos, y sobre quién tenía
derecho a usarlos. La cuestión nunca fue si esa entidad problemática, el pú- n
blico, debería ser consultada CII asuntos artísticos, sino quién podía legítima-
mente incluirse en ella, quién era portavoz de sus intereses, y cuál y cuántas
de las direcciones contenciosas de la actividad artística podía exigir su apoyo.
Si el Salón como espacio social parecía engañosamente fluido e indefinido, ¿a
I
qué otros espacios públicos de reunión y discurso compartido podría parecer-
se? ¿De qué formas la vivencia allí producida se solapaba con las registradas
en el festival, la feria, la comitiva real, el mercado, el teatro, la lonja, el
juzgado, la iglesia o la manifestación política? Una combinación de factores
históricos prestó intensidad al conflicto sobre tales cuestiones, y las que de
otro modo podrían haber sido cuestiones más bien esotéiicas de estilo y te-
mática artísticos se vieron involucradas en esta pugna. Así pues, una forma
de iniciar una descripción del lugar ocupado por la pintura en el entramado
social de la ciudad será reconstruir la historia de esta polémica, y, al hacerlo,
empezaremos a comprender en cierta medida la intensidad con rjue se libró
la batalla. Por esta razón, este capítulo se ocupará fundamentalmente de
cómo vieron el estado de la cuestión los testigos del siglo XVIII y de cómo
polemizaron sobre sus diferentes formas de ver esa realidad. Los capítulos
siguientes tratarán de reconstruir en la medida posible la realidad histórica
que subyacía a esa guerra de palabras y de evaluar en detalle lo que significó
para la práctica de la pintura.
NTRODUCCION 17

11

Considerando la jerarquía casual del debate del siglo XVIII sobre el público
del Salón, el lugar más apropiado para empezar sería la opinión oficial en
1737; año en que el Salón recuperó su importancia social. El funcionario a
quien se debe su restablecimiento permanente fue el ministro de hacienda
Philibert Orry. Recientemente designado como cabeza de la administración
de las bellas artes (como Diredeur-général des bátimenis), Orry parece haber
transferido una mentalidad fiscal a sus nuevas responsabilidades. El Salón,
en su forma de ver las cosas, sería una especie de auditoría anual de la
productividad artística. El periódico oficial, el Mercare de France, sancionó la
propuesta de Orry en estos términos:
...la Academia hace bien en rendir al público una suerte de cuenta de sus tareas y en
dar a conocer el progreso logrado en las artes que ella nutre sacando a la luz la obra
de sus más distinguidos miembros en los diversos géneros que ella engloba, de modo
que todos se sometan así al juicio de personas intim-in:idas reunidas en el mayor nú-
mero posible y reciban la alabanza o la crítica merecida. Esto, a un tiempo, estimulará
a los genuinos talentos y desenmascarará la falsa fama de los que han progresado
demasiado poco en su arte y, sin embargo, llenos de orgullo en la ilustre compañía
de aquéllos, se creen automáticamente tan capaces como sub colegas, descuidando su
vocación 6.

Estas palabras anuncian lo que será tema incesante en las 'discusiones die-'
ciocbescas sobre arte: que, en el artt, la calidad depende del escrutinio pú-
blico, y que esta calidad se ve amenazada y disminuye en la medida en que
los artistas restringen su círculo de observadores, ya sea a mili minoría adi-
nerada o noble, ya a una co /erie de otros académicos. Así se manifestaba ese
escritor citado con frecuencia como el primer crítico moderno de arte, La Font
de Saint-Yenne. «Solamente en la boca de esos hombres firmes y justos que
componen el Público, que no tienen lazo alguno con los artistas... podemos
encontrar el lenguaje de la verdad», escribió , en defensa de su panfleto crítico
de 1747 r. Este escrito, Réflexions sur quelques causes de l'état présent de la peinture
en France 8, contenía una exposición completa del Salón del año precedente y
proponía por primera vez la creación de un museo en el seno del Louvre que
ofreciera a los artistas y al público por igual una educación ininterrumpida
en historia del arte.
Tras la sorbe crítica de La Font, el caudal de comentarios impresos sobre
las exposiciones y las funciones artísticas públicas creció rápidamente. Un
número importante de críticas apareció durante los Salones posteriores y al
término de los mismos, así como tratados de mucho mayor alcance sobre
pintura dirigidos a un público culto en general 9 . Hombres de letras de reco-
nocido prestigio y amateurs —Imugibr, Sain te-Pal a ye, Caylus, Bachanniont-
ofrecían a los visitantes del Salón instrucción ilustrada y una voz que los' ,
representara. El Directeur-général de entonces, Lenormand de Tournehem, res-
pondió a la petición de un museo exponiendo al público parte de la colección
la PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

real dos días a la semana .en el Palacio de Luxemburgo. Este mismo funcio-
nario, cuyas responsabilidades incluían el mecenazgo estatal y la regencia de
la Academia, reconoció la importancia creciente del Salón como foro artístico
instituyendo el primer jurado del Salón en 1748 y, a otro nivel, regularizando
el procedimiento de selección y endureciendo sus criterios. Para completar el
cuadro, el abate Laugier (autor del muy leído e influyente Essai sur Parehitec-
jure propuso confiadamente a Tournehem la aparición, bajo su dirección,
de un periódico dedicado a las artes, primero en su género 11. La idea del
abate era una revista mensual que se llamaría El estada de las artes en Francia,
compuesto de forma muy parecida a un periódico de hoy sobre temas de arte:
ofrecería artículos de fondo sobre determinados artistas y arquitectos, infor-
mes sobre las reuniones de las dos academias, biografias de artistas fallecidos
y críticas de libros. Al parecer existía un público lector expectante, ya que cada ,
año la Academia tenía que imprimir un número creciente de la guía y catá-
logo (livrel) de su Salón, y pronto los vendió por millares 12 . Este manual
oficial se veía acompañado de más y más folletos críticos, muchos de ellos
piratas y anónimos, que se vendían en las calles, calés e imprentas de la
ciudad durante la duración de cada muestra. A juzgar por su número y
variedad, estos folletos constituían una pequeña industria por sí mismos.
De todo esto podríamos deducir un cuadro optimista y' positivo de la
nueva esfera pública; esfera donde los visitantes de la exposición (a través de
los críticos que hablaban en su nombre) se sumaban a la Academia y al
Estado en un acuerdo fundamental sobre los principios y la dirección de una
necesaria reforma. Es un hecho que a partir de la publicación en 1912 de la
obra clásica de Jean Locquin, La Peinture d'histaire en France de 1747 á 17851'4,
los estudiosos del arte han dado por supuesto que un consenso básico entre
el público y el estamento oficial impulsó la pintura francesa, apartándola de
los valores sensuales y exclusivistas del rococó, hacia el renacimiento de un
clasicismo de tono elevado y moralizante. Las fechas de comienzo y fin del
período estudiado por Locquin nos dan el marco de la cuestión: el and. 17471)
contempló el llamamiento sin precedente de La Pont a que los pintores aban-
donaran lo trivial y lo erótico en favor de los principios de Poussin y Le Brun:
semaxelevados, sobria claridad de estilo, ejemplo de lo antiguo. ,Lanzaba su
llamamiento, según sus propias palabras, sólo en respuesta al creciente cla-
mor de las quejas del público 14. El año precedente se había señalado por la
llegada de la administración reformista de Tournehem, con los mismos obje-
tivos artísticos. El Salón, corno acontecimiento público, había restablecido el
mandato previo fijado por las iniciativas culturales sumamente agresivas de
Luis XIV y Colbert. En este proceso, la sumisión directa al trono quedó
silenciada, imponiéndose una noción más general del servicio público. El gra-
bador Cochin, a la sazón primer funcionario de la Academia, fortnuló abier-
tamente esta conexión en 1757. 'Das la muerte de Luis XIV, declaraba:

el arte de la pintura languidecía sin apoyo o protección... Las exposiciones del Salón
todavía no habían arraigado corno costumbre, y podernos decir sin temor a cquivo-

INTRODUCCION 19,

carnos que esta feliz institución ha salvado a la pintura'gracias a un oportuno des-


pliegue de los talentos más merecedores y porque ha inspirado el amor a las artes a
muchas personas que, sin la expósición, nunca se hubieran interesado por ellas 15.

El año 1785 representa el éxito definitivo de esta política, el abrazo popular


de la pintura histórica clasicista y didáctica de Jacques-Louis David con su
Juramento de los Horacios (lámina en color II). La raíz de los avasalladores'
éxitos de David en los Salones de los años ochenta está ya presente en la
convergencia, cuarenta años antes, del despertar del público y el aporte ilus-
trado venido de arriba.

III

Las palabras que acabarnos de citar merecen toda atención y, en mi opinión,


son fundamentalmente ciertas. Sin embargo, es fácil interpretarlas incorrec-
tamente. La aparición rápida y espectacular del público imálerno del arte
constituyó un proceso mucho más difícil que lo que la historia convencional
del arte nos haría creer. La institución de un público habitual podría quizá
haber dado nueva vida a la autoridad y las prioridades del patrocinio estatal,
pero los que se encontraban a cargo de la situación ciertamente no querían
una dependencia excesiva. Una de las razones de que sepamos tan poco sobre:
.La Font es La reacción airada, incluso violenta, de los artistas académicos,
que consiguieron reducirle a la obscuridad de donde había emergido breve-
mente. Se le ridiculizó en panfletos y caricaturas como ciego y de pocas luces,
ignorante y oportunista, según el caso 16. Un escritor bien relacionado con
los dirigentes académicos, el abate Leblanc, compuso un folleto refutando las
Reflexions de La Font en fecha posterior de ese mismo año 17 . En la portada
del librito, compuesta por Boucher, aparecía una personificación del arte en
actitud desesperada, cercado por una turba vociferante de arpías y asnos
(figura . 3). El rumor del momento era que Leblanc había atacado a La Font
por indicación expresa del retratista Latour y que había sido retratado por
éste er, compensación. (El retrato fue expuesto en el Salón de 1747 y mereció
las alabanzas del mismo Leblanc en el mencionado folleto: «El público ha
constatado que la semejanza del retrato del Señor Abate Leblanc a su modelo
representa uno de los esfuerzos más vigorosos quejamás se hayan conseguido
en ese género.») 18 La Font fue el blanco personal de una serie de dibujos
satíricos impresos por otros artistas. Un estudiante del Premier peintre Charles
Coypel compuso uno donde aparecía el crítico con un bastón de ciego y un
perro lazarillo; Watelet, amateur honoraire de la Academia, lo publicó al agua-
fuerte (figura 5). Otra caricatura, acompañada de las palabras «La Fontaine
de St. lnnocent», le muestra examinando el nombre de París, a la entrada
de la ciudad, con una lente de aumento. El juego de palabras con su nombre
le etiqueta como pueblerino, un inocente, en tanto que el dibujo le hace apa-
reccr como tal (figura 6). Los artistas reaccionaron con algo más que propa-
ganda: en 1749, como abierta protesta contra el nuevo clima crítico, se ne-
20 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

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garon a celebrar la exposición 19. Dos años más tarde, la creme de la Academia Tomado de
—Boucher, Coypel, Natoire, Bouchardon— todavía se negaba a presentar sus Francois Boucher. La
trabajos. pintura burlada por la
La reacción al nivel de Estado apenas fue más alentadora. Tournehem, envidia, la estupidez y la
embriaguez. Portada de
lejos de asumir como propia la campaña pública de La Font, se declaró
Lettre sur l'exposttion,
«ciertamente indignado de que se veje a nuestros artistas con panfletos ilega- 1747, del abate
les llenos de todas las estupideces imaginables. La mejor respuesta será /1 Leblanc. Aguafuerte.
simple desprecio, y eso deberá cerrar la boca a sus impertinentes autores» 20.
El Directeur-général también tomó medidas más concretas. Su decisión de crear Charles-Nicolas
el jurado del Salón fue en gran medida una maniobra preventiva para pro- Coehin (?). Un crítico
teger a los artistas de nuevos insultos mediante la eliminación de las obras en el salón de 1753. .
Portada de Le Salan,
que con mayor probabilidad podrían provocarlos 21 . Cochin, a pesar de ha-
1753. Aguafuerte.
berse mostrado siempre a favor de la influencia saludable de la opinión pú-
blica en el arte, definió a La Pont como «ese ignorante que dio la voz de
ataque en la guerra desencadenada contra el arte y los artistas más distin-

INTRODUCCION 21

Glande-Henri guídos» 22, En cuanto al periódico de arte y arquitectura propuesto por Lau-
Watekt. «La Fon( de
gier, Cochim en calidad de secretario de la Academia, era de la siguiente,
Saint-Yennee.
opinión:
Aguafuerte, según
diseño de Portien.
Este tipo de publicación puede degenerar antes de nada en críticas, burlas y juicios
«La ron( de infundados. Cualquier escritor se persuadirá fácilmente a sí mismo de que el negati-.
Saint-Yerme». yismo divierte al público y que así podrá vender cuanto escriba, El egoísmo impone
Aguafuerte. Anónimo. su ley, y todo se reducirá a una serie periódica de insultos que ofenderá a nuestros'
artistas, cerrará los estudios y arruinará las exposiciones públicas, que son por cierto
más útiles a las artes que los argumentos de esos hombres de letras que apenas saben
nada 23.

El nuevo Directeur-générat, el marqués de Marigny, negó a Laugier el permiso


necesario.
Tan pronto como los integrantes de la esfera artística pública hicieron
acto de presencia, fueron denunciados, ridiculizados, reprimidos de formas
diversas, o ignorados voluntariamente por la Academia y los funcionarios
estatales competentes. Se permitió que el acceso público a la colección del
Luxemburgo quedara de hecho suspendido; la propuesta de un museo en el
22 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

Louvre languideció durante decenios mientras por toda Europa se estaban


abriendo museos de este tipo. El decenio de 1760 sobresale en la historia de
La crítica de arte moderna gracias a los comentarios grandiosos de Diderot
sobre el Salón; pero habrá que recordar que éste escribía exclusivamente para
un círculo reducido e internacional de suscriptores a la Correspondance litléraire
de Melchior Grimm. En Francia, en cambio, apenas se disponía de una crí-
tica sólida sobre lo expuesto en el Salón. Para entonces Cochin había tomado
medidas para obligar a los críticos no'oliciales a someter sus trabajos al censor
estatal y estaba tratando, con algún éxito, de prohibir la crítica anónima. Es
cierto que siguieron circulando escritos clandestinos de esta índole (los textos
mismos de Diderot gozaron de una cierta distribución por el país en forma
manuscrita), pero los esfuerzos oficiales en su contra no cesaron. En 1769 la
Academia ordenó la requisa por la policía de una obrita satírica ligera, rela-
tivamente inofensiva, de Daudet de jossan 24 . Hasta los años setenta y odien-
la del siglo no se vería nada parecido a un debate público animado sobre el
Salón, e incluso en esas fechas todavía se hará sentir la resistencia oficial. En
el París prerrevol ucionario, el discurso público en materia (le arte nunca llegó
a gozar de legitimidad indiscutida 25.
Si existió un maridaje entre los intereses de la Academia, el Estado y el
público en esos años, se trataba de una relación tormentosa. Las dos citas
precedentes de Cochin dan idea de las dificultades: el Salón y sus visitantes
eran la salvación de la pintura seria, y, sin embargo, ese público entraba en
el juego fundamentalmente a efectos de negativismo y difamación. Si el pú-
blico llegaba a tener una voz propia, ello significaría la ruina de carreras
críticas establecidas y del mismo Salón. Situación verdaderamente peculiar
ésta, en la que existe un ámbito público y, no obstante, a un mismo tiempo,
.110 existe opinión pública ni medio ordinario para la expresión de la opinión

. no oficial. Cochin no se muerde la lengua al respecto. Respondiendo directa-


mente a las pretensiones contrarias de La Font, escribe en el Mercure: «Sos-
tengo el principio de que un cuadro, una estatua, no [subrayado mío] perte-
necen al público en la misma medida que un libro» 26 . Y la declaración, por
parte de La Font, de modestia de intención en sus escritos, en el sentido de
que escribía sólo para dar voz «a las quejas del público tanto sobre la este-
rilidad y la falta de inspiración en la selección de los temas como sobre la
rigidez y mediocridad de ejecución» 2J , mereció de Coypel —encaramado en
la cúspide de la jerarquía académica— una apasionada negativa de que los
visitantes del Salón constituyeran en modo alguno un público propiamente
dicho:

Yo mantengo que en el Salón donde se exponen los cuadros el público se renueva


veinte veces al día. Lo que el público admira a las diez de la mañana queda condenado
a mediodía públicamente. Me atrevo a afirmar que este lugar puede ofrecer veinte
públicos de tono y carácter diferentes en el transcurso de un solo día: un público simple
en determinados momentos, un público pugnaz, un público envidioso, un público
esclavo de la moda, un público lleno de prejuicios que a la hora de juzgar quiere verlo
INTRODUCCION , 23

todo y no observa con detenimiento nada. Les puedo asegurar que una cuenta eX-
haustiva de estos públicos nos llevaría al infinito. Debo admitir que el Salón puede
verse lleno de los mismos tipos de personas; pero, créaseme, después de haber escu-
chado a todos ellos, no habremos escuchado a un verdadero público, sino sólo a una
turba, y no en modo alguno a ese público en que podamos confiar. No confundamos
el uno con el otro. La turba en un principio se lanza con pasión, se expresa con
vehemencia, teme malgastar en reflexión esos escasos momentos que dedica a sus .
pronunciamientos oraculares. Pero el tiempo al fin modera sus pasiones: es entonces `
cuando se puede oir al público conocedor que' la turba oculta en su medio y cuya voz
ahoga 28.

El hecho de haber conjurado el espectro de un público coherente, interesado ,


y exigente era pecado suficiente a los ojos de Cochin, Coypel, Tournehem y
compañía para condenar a La Font a las tinieblas exteriores. Ciertamente
nada había en el contenido real de su crítica que justificara esa hostilidad
implacable; poco había que se, diferenciara de los principios declarados por
sus oponentes (de ahí la falsa impresión, como ya hemos señalado, de un.
amplio consenso ami-rococó). Lo que resulta sorprendente en las Réflexions
de La Font, a la vista de la reacción violenta que suscitó, es su talante mo-
derado, incluso vacilante. Aunque se presenta como alguien que se siente
obligado a hablar ante la seria decadencia de la pintura francesa tras la
preeminencia indiscutida de finales del siglo XVII, sus observaciones sobre los
cuadros que escoge como objeto de reflexión son en gran medida positivas y
elogiosas. Se apresura, en efecto, a decir, a pesar de su postura reformista,
que «está muy lejos de creer que el genio francés se ha extinguido o que su '
vigor se ha consumido enteramente» 29 . Y su elogio, incluso adulación a. ve-
ces, a los pintores más conocidos del momento —Carie Van Loo, Restout,
Parrocel, Coypel— supera cualquier sentido crítico negativo. La Font elogia
no sólo las obras religiosas o históricas expuestas por estos artistas, sino tam-
bién los paisajes más modestos de Joseph Vernet y las'escenas de género de
Oudry. Las imágenes suntuosas de Boucher son las únicas obras que salen
mal paradas de su pluma. (Es más: sus colegas, críticos no oficiales, hasta
tal punto le superaron en esa actitud inofensiva general que en 1754 un la
Font exasperado les atacó en bloque por su ininterrumpida benevolencia.
Pero hubo que esperar hasta este año para que La Font diera a luz algo
parecido a una crítica dura —de hecho también su última— 30.) Así pues, el
problema estribaba en explicar la oposición vehemente de los artistas, de sus
protectores oficiales y de sus defensores CII la prensa incluso a un debate
público tan sumamente circunscrito. ¿Por qué el programa inocuo e indiscu-
tible de La Fent se tornaba en amenaza al ventilarse en público?

IV

Dejando a un lado sus lamentaciones, el hecho es que los artistas viven hoy
de la atención de los críticos —y pueden encontrar la muerte profesional por
24 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

falta de ella. Sin embargo, no es realmente sorprendente que en 1747 los


artistas se resistieran a una crítica pública que no les prometía ninguna ven-
taja material y sí amenazaba con deparar lo opuesto. Lo que veían venírseles
encima era propaganda procedente de un sector influyente que escogía para
su desaprobación todas las formas más lucrativas de la pintura. París en esta
época atravesaba un momento de fiebre constructora, en gran parte estimu-
lada por la construcción de hiVels de lujo para la minoría cortesana y finan-
ciera. A partir del ocaso y muerte de Luis XIV, esa elite había iniciado su
vuelta de Versalles a la ciudad. Los propietarios de estas nuevas mansiones
urbanas exigían un número muy elevado de cuadros decorativos de dimen-
siones reducidas, diseños para tapices y retratos de familia. Fue éste un pe-
ríodo en que la vida aristocrática parisina se transformó en un teatro, inten-
samente personal, de intrigas sociales y eróticas, cuya representación escénica
tenía lugar en interiores de escala adecuadamente íntima, lujosamente deco-
rados y adornados, resplandecientes en sus superficies rellectantes de espejos
y dorados. Los rasgos que distinguen al estilo rococó —temas lúdicos y eró-
ticos, pautas superficiales gráciles y acariciantes, delicadeza y exuberancia '
combinadas en textura, color y tacto— representar; tanto una proyección
corno un eufemismo respecto de las formas de vida que estaban destinados a
adornar.
La vía estaba abierta para el enriquecimiento de todos los capaces de
producir pintura rococó decorativa. Boucher venía ganando 50.000 libras
anuales con su producción serializada de amoríos de los dioses, pastores ena-
morados y paisajes fantásticos. (En comparación, un bourgeois medio bien
acomodado, viviendo de las rentas de títulos o propiedad inmobiliaria, ingre-
saba de 3.000 a 4.000 libras; cl sueldo de un profesor de la Sorbona rondaba
las 1.900). Latour pidió y consiguió 98.000 libras por un retrato de Mmc.
Pompadour, la favorita del rey y la mecenas más importante de la época. Los I
paisajes pintorescos de Vernet, sus escenas de puertos y costas tormentosas
también eran objeto de gran demanda. Su autor obtuvo cerca de un millón
de libras en el transcurso de su vida artística y sus cuadros generalmente
estaban ya apalabrados antes de que abandonaran el estudio 31.
Si Vernet hubiera prestado oídos a sus admiradores de entre los críticos
no oficiales y dedicado su talento a la pinturra narrativa de grandes dimen-
siones, la cola de compradores habría desaparecido. El Estado era el único
apoyo existente para la pintura histórica de gran estilo, excesivamente grande
de tamaño y demasiado juiciosa para los interiores aristocráticos íntimos en-
tonces de moda. Además, el patrocinio estatal era, en el mejor de los casos,
errático y con frecuencia notorio por su total ausencia. Traducido a cantida-
des concretas, el programa oficial de apoyo a los pintores de grandes tenias
no suponía gran cosa. Si se comisionaba a un artista, podían pasar muchos
años antes de que se le liquidaran plenamente sus haberes: Aun en ese caso,
el precio de un cuadro de envergadura, que requería un amplio taller y varios
meses de trabajo, se fijaba entre cuatro y seis mil libras 32. Por razones de
tradición y prestigio institucional, la pintura histórica siguió existiendo, pero

INT ROD UCCION 25

7. Franlois Boudier. ni el Estado ni los artistas establecidos podrían haberse permitido una dedi-
E( rapto de Europa. cación mucho mayor al género. El primer esfuerzo de Tournehem por resta-
1747. Oleo, blecer la prioridad de la pintura histórica —once encargos que se expon-
160,5X 193,5 cm.
drían en la Galerie d'Apollon del Louvre no resultó nada convincente. Estos
Louvre (París).
encargos se distribuyeron entre los académicos más distinguidos, y la elección
del tema, siempre que fuera de género histórico, se dejó a cada uno de los
artistas escogidos. Los resultados, cuando fueron expuestos por vez primera
en público, consiguieron únicamente desencadenar el primer ataque sostenido
contra la Academia en términos duros y concretos. Un panfleto anónimo de
1749 se ensañaba con los artistas por su elección de temas manidos e imper-
tinentes, y por el desprecio implícito que con ello mostraban hacia el interés
del público del Salón:

El «Rapto de Europa» [Boucher (figura 7)], ¿no se trata de algo ya demasiado sabido?
«Pirro y la Corte de Glaucio» [Collin de Vermont] es un asunto poco conocido y aún
menos interesante. Y qué encantador regalo para un rey necesitado de un tableau
d'hisloire este «Diógenes Bebiendo de su Mano tras Romper su Copa» [Etienne Jeurat].
En lo que se refiere a su ejecución, son de tal calidad que todos ellos quedarán
26 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

relegados al desván. Me atrevo a afirmar por tanto que, si la Academia ha procedido


tan torpemente en cuanto al contenido y a la forma, no cabe duda de que se trata de
una institución muerta 33.

Habrá que esperar hasta 1765, casi dos decenios después, para que tome
cuerpo otra inciativa importante en materia de apoyo oficial a la pintura
clásica: cuatro cuadros representando buenas obras de los emperadores ro-
manos, destinados a la residencia real de Choisy. El público, según todas las
fuentes, los acogió con indiferencia, y el rey los rechazó 34 . El proyecto quedó
archivado durante otro decenio.
Consiguientemente, en tanto que la voz del público se considerara aso-
ciada a un giro no atrayente, de hecho impensable, de los fundamentos eco-
nómicos del mundo del arte, era claro que sería rechazada por los que inte-
graban desde dentro ese mundo. No existía organismo estatal suficientemente
generoso y seguro de sí mismo para hacer cambiar las cosas, ni por tanto
posibilidad de un retorno a los días en que Colbert había hecho de la Aca-
demia el centro mismo de una floreciente cultura oficial. La monarquía se
estaba refugiando cada día más en los placeres de la vida doméstica y los
esparcimientos físicos, y los propósitos de la Academia ya no coincidían con
las necesidades de su principal patrocinador. Por una parte, existían mecenas
privados cuyas, exigencias eran bien conocidas y remunerativas; por !otra,
estaba la multitud del Salón: movediza, heterogénea, fundamentalmente anó-
nima, inestable en sus demandas, si es que las tenía, y en su mayor parte no
participante activa en el mercado de la pintura. El mero espectáculo que esta
muchedumbre ofrecía no podía menos de inquietar a artistas y autoridades:
apretada, ruidosa, sudorosa; tanto festival urbano como ocasión para una
vivencia estética considerada. Muy probablemente se preguntaban qué se
podía hacer con aquel fenómeno que tenían ante sus ojos. ¿Qué ocurriría si,
Dios no lo permitiera, la reputación de los artistas pasaba a depender de la
opinión de estas gentes —o de lo que pasaba por tal opinión? ¿Cómo podrían
saber ellos, los artistas, qué era lo idóneo, lo que iba a agradar?•
Para los pintores ya establecidos del periodo, como hemos visto, la cues-
tión no merecía siquiera respuesta. Enfrentados a una masa opaca de Visitan-
tes del Salón y a unos críticos mordientes que aseguraban que su inaceptable
programa era exigencia de ese público, Cochin y Coypel declararon tal afir-
mación una impostura. Sí; existía un público ilustrado para la pintura, pero
no se trataba de esa multitud, que de hecho lo ocultaba en lugar de repre-
sentarlo. Los críticos no pasaban de ser oportunistas literarios sólo interesados
en su propio medro, a la busca fácil de reputación mediante sensacionalismos
a expensas de los artistas. La crítica pública, en realidad, constituía para ellos
una asimilación ilegítima de la pintura a las prácticas ajenas de los hombr'es
de letras. En palabras de Leblanc:

El deseo de hacerse un nombre es el único motivo detrás de tal esfuerzo; d interés


público no es más que un pretexto. Quieren ser leídos, y escogen este género y no
INTRODUCCION 27

otro porque flan visto que estas críticas tienen éxito. La profesión del autor es casi
siempre un mero quehacer comercial. Un recién llegado a París, sin medios ni talento,
sólo tiene que llamar la atención con un folleto en que se las dé de hombre de gusto
e inmediatamente será alguien; sus palabras se adoptan como artículos de fe; las
puertas de los ricos se le abren; hará la corte a estos patrones altivos, y a cambio verá
a los artistas hacerle a él la corte por miedo a que maldiga sus obras; finalmente,
pasará como connoisseur ante los que - consideran la necedad como lenguaje del arte.
yate individuo, uno de los absurdos de nuestro tiempo, sería un personaje excelente
pala una comedia, si bien sólo interesaría a los iniciados en los misterios del arte 35.

A los críticos se les leía, eso está claro, y se les leía en círculos oficiales.
Leblanc mismo admite su impacto y éxito personal. De hecho circulaban
muchos más panfletos que los pocos que se han conservado. Así leemos con-
tinuamente en la literatura anti-crítica sobre una «horda de libelos» lanzada
con ocasión de cada apertura del Salón —refiriéndose el término libelo a una
suerte de hoja escandalosa, insultante y personal, que constituía el producto
cotidiano de una prensa clandestina irreprimible 36 . La Font, ya en 1752,
stinió necesario distanciarse públicamente de utni serie de críticos indecoro-
sos y maldicientes cuyas opiniones se le atribuían 37. Sus oponentes, no obs-
tante, le consideraron responsable de haber abierto las compuertas a los libelos
sobre el Salón, de producirlos efectivamente 38.
L.a nota de pánico evidente en todas estas reacciones oficiales —los crí-
ticos podrían llegar a cerrar los estudios, destruir el arte— es real. Era pre-
cisamente la dependencia de los artistas con respecto a un mercado privado
Y cada vez más privatizado lo que causaba pavor ante la simple idea de una
opinión pública bien formulada. Tal mercado, aunque familiar, no estaba
necesariamente asegurado. Los artistas estaban hipotecados a una reducida
clientela, obsesionada con cambiantes y huidizos matices de estilo y motivo.
Negociar las dificultades de ese mercado era ya bastante arduo; una nueva
(a, variable que incidiera en el valor del artista, es decir, el éxito en el Salón
percibido como entidad independiente, era decididamente mal acogida. Más
allá de París estaban los mercados de provincias y del extranjero muy atentos
a los vaivenes del gusto en la capital francesa. El anónimo autor de aquella
sátira sumaria de las obras encargadas por Tournehem para la Gallerie
d'Apollon procedió algo más tarde a explicar la cancelación del Salón de 1749
negando la noción de que los artistas se habían retirado simplemente para
evitar críticas gratuitas y encaminadas al medro del escritor 39; los artistas
tenían miedo, sostiene, de que los panfletos no oficiales, una vez llegados á
las provincias, fueran tomados como representativos de la opinión de París.
Los críticos, es más, estaban creando un nuevo tipo de patrocinio de las artes,
según se lamentaba Cochin en 1757: junto a los seguidores fáciles de la moda
había surgido un grupo de compradores que habían tomado como suya la
jerga exigente de los críticos del Salón; un «enjambre de pretendidos connois-
seurs cuya única percepción del arte se limita a descubrir defectos en las obras
más bellas» ". Más que el público en general, era este grupo quien «desazo-
naba a los artistas y les disuadía de exponer su obra».
28 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

Cuando La Font afirmaba que un cuadro expuesto era como un libro


impreso o un drama en escena, fue probablemente esta última analogía la
que más alarmó a individuos corno Leblanc, Cochin y Coypel. En este perio-
do, el éxito o fracaso de las obras y autores de teatro venía determinado por
un público beligerante donde se mezclaban las clases y profesiones. El sector
más importante del público de la Cornédie franlaise, en lo que se refiere a la
suerte de la puesta en escena, recibía el nombre de parterre por razón del
espacio abierto, frente al escenario, donde alrededor de la mitad de los es-
pectadores se mantenía en pie durante la representación. La entrada a este
espacio era razonablemente barata, y la mayoría de los integrantes de esta
tropa de a pie no hacía esfuerzo algún° por ocultar nu opinión. A veces existía
una cierta dificultad para iniciar la representación a causa del desorden que
reinaba en el parterre, y era frecuente que la obra se viera interrumpida por,
las intervenciones que de él procedían. Este grupo llegaba a exigir la repeti-
ción de algún párrafo preferido, en tanto que la dicción de los que III) gozaban
de popularidad provocaba en ocasiones la interrupción de la representación.
El éxito de una nueva obra dependía hasta tal punto de la reacción del parterre
que autores tan prestigiosos como Voltaire estimaron necesario organizar cla-
ques que crearan la impresión de ruidosas respuestas favorables a sus obras.
El mismo Diderot llegó a dirigir estas claques en favor de sus amigos 41.
Casi todos los escritores de éxito del siglo XVIII recurrían para sostenerse
al patrocinio aristocrático, y'sólo la Conzédie, como corporación privilegiada
con monopolio sobre la puesta en escena de obras serias, gozaba de libertad
para tomar sus propias decisiones. Pero el tumulto del parterre, su veredicto
público inmediatamente conocido en todos los cafés de la ciudad, tenía un
efecto directo sobre el número de asistentes y un efecto permanente sobre el I ,1
continuado disfrute de patrocinio y privilegios por el escritor. Los esfuerzos
subrepticios de Voltaire y Diderot por influir en esa opinión hablan no sólo
de la importancia del público sino también de su carácter imprevisible. Por
otra parte, las polémicas y los escándalos políticos de fuera del teatro eran a
veces un factor en sus reacciones, y estas circunstancias variaban de semana
en semana. La composición social de este público no era fácil de definir. Los
aristócratas abandonaban las petites loges para poder situarse entre los que
permanecían de pie; los amigos del autor, sus protectores y rivales se situaban
también allí, codeándose con los escribientillos más resabiados del Palacio de
Justicia. El grueso de esa masa humana parece haber sido extraída de la ,r
profesión Jegal, el segmento de mayor movilidad y ambigüedad social de la
burguesía del siglo XVIII. En el calor de la representación, todos ellos forma-
ban un cuerpo único, o al menos así lo parecía. En las palabras de un ob-
servador bien dispuesto de fines del siglo, esta gente constituía «aquel ilustre
parterre que reinó con tanta gloria durante casi noventa años» 42.
He ahí una descripción precisa de la pesadilla de la Academia: un parterre
ruidoso y extrovertido transferido al Salón, con sus críticos a la cabeza de las
claques y con la clientela de los pintores entremezclada con ellos y condicio-
nada por sus reacciones precipitadas. Los críticos populares pusieron de ma-

INTRODUCCION 29

nifiesto este miedo. Así, uno de ellos aconsejaba en 1773 distinguir bien «entre
el público que repite y el público que , ve. Es este último el que formula.sus
juicios desde el parterre y en el Salón; el primero juzga sólo por lo que oye».
Este mismo autor ofrece un ejemplo inquietante —para los artistas— de cómo
el veredicto de moda puede verse modificado radicalmente en la exposición
pública: «El seductor Taraval [Hughes Taraval (1729-1795). Su primera par-
ticipación en el Salón data de 1765J, que , goza de tan fácil y grato renombre
en los salones de cualquier casa grande de la ciudad, asumió imprudentemen-
te el riesgo de enviar dos bocetos para tedios al Salón y fue sometido públi-
camente a la justicia. Dios tenga piedad del pobre condenado» 43. La cuestión
no era la existencia del público en sí mi s ma, con su amenaza de formar un
parterre cn cl Salón; para bien o para mal, el propósito institucional de la
N Academia estaba ya vinculado inseparablemente a la exposición. Pero una
_ `esfera públicafle discusión, debate y libre intercambio de opiniones era algo
muy diferente. Parecía, en efecto, que los no iniciados ya no se sentirían
r, u abrumados a distancia por el esplendor de una cultura en la que rió tenían
parte. Un sector opinante de los visitantes del Salón, estimulado por críticos
oportunistas, estaba de hecho poniendo' en entredicho el sistema jerárquico
vigente. Y en la inestable atmósfera social de la exposición, la opinión disi-
dente podía propagarse contagiosamente y llegar hasta los protectores habi-
tuales del artista. Esta era la amenaza que La Font y los suyos representaban
para los constituidos en autoridad. Una carta anónima sobre el Salón de 1748
confirma lo que se acaba de decir sobre la inquietud oficial sobre la estabi-
lidad del mercado. La imposición de un jurado en la exposición de ese año
se interpreta como un esfuerzo consciente por privar a los críticos de materia
de comentario (vana esperanza) y limitar así su influjo sobre el gusto, Hopo-
niendo a un mismo tiempo en el seno de la Academia una disciplina interna
complementaria:

Los jueces admitirán sólo a los que a su juicio merecen la aprobación de la Academia,
cuyo propósito no cs ser informada por la opinión del público —la Academia se
considera a sí misma ya enteramente informada—, sino recibir su aplauso y sus ala-
banzas y estimularlo a que se beneficie de los talentos tan brillantemente mostrados
a la vista... En primer lugar, los críticos tendrán poco que atacar. Subsidiariamente,
el público sabrá a qué artistas se pueden encargar confiadamente obras, y Cirial-
; mente, ellos [los académicos] podrán deshacerse sin ambages de esos espíritus tercos
que perturban las deliberaciones de la institución tomándola por una república ".

Esta es, por supuesto, una versión hostil de la:situación, pero salta a la Vista
que Tournehem y compañía estaban luchando abiertamente por limitar el
espacio permitido a la opinión pública a los confines más estrechos posibles,
si no por eliminarla por completo.,

30 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

V 8. Gabriel-Jacques
de Saint-Aubin. El
Esa decidida actitud puede parecernos hoy cómica o patética en su negativa Salón de 1765. Lápiz,
de lo inevitable, condenada al fracaso. Pero tenemos que admitir la posibili- tinta y acuarela,
24X46,7 cm. Louvre
dad de que Coypel, Cochin, Leblaac, Boucher y sus colegas estuvieran en lo
(París).
cierto al pensar que el público del Salón en el París del siglo XVili era tan
fragmentado, aturdido e incoherente que no merecía el título de «Público».
Ello equivale a decir que no pudiera formular exigencias útiles o criterios que
guiaran a los artistas. Ciertamente no gozaba de afinidad «natural» con gran
parte de las obras expuestas. Durante los primeros decenios del Salón, apenas
hubo cuadros producidos primordialmente para ser expuestos en él, ya que
se trataba de obras concebidas para otros ámbitos y otros admiradores. Había
piezas de factura rococó que parecían desnudas en aquel espacio cavernoso,
hileras de retratos intercambiables y, allá arriba, los grandes cuadros histó-
ricos con sus figuras de tamaño natura: reducidas por la distancia a la 'escala
de miniaturas (figura 8). Aunque teóricamente los más «públicos» en inten-
ción, estos últimos no sólo aparecían remotos físicamente respecto del visi-
tante del Salón, sino que resultaban difíciles de descifrar una vez localizados.
Un parisino bien leído podría tener un cierto grado de familiaridad con los
motivos y los episodios de la literatura clásica, y ello en mayor medida de lo
que cabría pensar hoy, pero los artistas académicos tendían a escoger temas
que pocos observadores habrían reconocido adecuadamente Las comisiones
de Tournehein para la Galería de Apolo lo demostraron en 1747. Más avan-
INTRODUCCION 31

zado el siglo, una tendencia temática que favorecía episodios esotéricos toma-
dos de Homero suscitó numerosas quejas de los críticos populares .". El Ca-
rácter recóndito de tales asuntos literarios, su significado con frecuencia ex-
presado en detalles y matices estilísticos apenas apreciables desde el sudo de
la galería, daban clara expresión a la ambivalencia de la Academia con res-
\ ,pecto_a los fines de una exposición pública. Se producía un hiato inevitable
de comprensión que separaba a los «consumidores» primarios de arte de los
secundarios. .
La distribución de los cuadros en los muros del Salón era resultado, por
supuesto, de la necesidad práctica: la parte baja estaba cubierta de cuadros
• pequeños con el fin de que pudieran ser bien vistos. La colocación elevada
1 ! de los cuadros históricos en el Salón no respondía, a una negación deliberada
de acceso, si bien expresaba ineludiblemente el carácter contradictorio de la
exposición pública bajo el anden régime. ¿Qué sería, al fin y al cabo, la gran
pintura si no abordara temas eruditos y difíciles, si no fuera artificial y au-
torreferenciada en estilo, si no aspirara al refinamiento del clasicismo literario
y a los admiradores que todo lo anterior postulaba? Habría sido dificil en-
contrar algun punto de referencia viable mediante el cual • un preocupado
comerciante o un aprendiz de pasante pudiera participar genuinamente en
esa cultura. La vida cotidiana, su huella física en el cuerpo, sus atuendos, sus
texturas, su prosaísmo; inclúyase algo más que una mera insinuación de ello
y se ha comprometido irremediablemente la nobleza deseada de la forma. Es
éste un periodo, tenemos que recordar, en que los individuos y las esferas de
la vida humana estaban rigurosamente distanciados y clasificados según una
escala de valores intrínsecos. La jerarquía de géneros era, para el siglo Xviii,
una traducción a términos culturales de la división de las personas en noble sse
.y roture. Oigamos, por ejemplo, a un crítico de arte del siglo xvIii defen-
diendo esa jerarquía e incluso sosteniendo que hasta la constitución física de
los nobles (asunto figurativo abrumadoramente mayoritario de la pintura his-
tórica) era diferente de las de los no-nobles:

La sublimidad de una simple narración no es la de la épica. El buen padre de familia,


la vuelta del ama, la novia de aldea; todos estos motivos se prestan a escenas encan-
tadoras. Pero si convertimos a todos estos humildes personajes en cónsules o matronas
romanas, o si en lugar del abuelo inválido imaginamos a un emperador agonizante,
veremos que la dolencia del héroe y la enfermedad de un hombre del pueblo no son
en modo alguno iguales, no más de lo que son sus constituciones de salud. La majestad
de un César exige un carácter que se haga sentir en toda forma y gesto de su cuerpo
y su alma 46.

Es claro que esta distinción está presente en todas las poéticas desde la An-
tigüedad, y en la teoría del arte al menos desde el Renacimiento. Resulta
significativo, sin embargo, que la fuente de este pasaje sea un panfleto anó-
nimo escrito por un crítico popular. La postura de este escritor en materia
de política cultural era de oposición liberal a lo que él y otros de su tendencia
32 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEI, SIGLO XVIII

consideraban como despotismo mendaz y estéril de la jerarquía académica.


Sin embargo, tales críticos encontraban difícil o imposible imaginar una pin-
tura democrática; es decir, un arte que no estableciera distinciones implícitas
entre los espectadores por referencia a su respectiva clase social. Así las cosas,
la pintura histórica se expresaba a través de un repertorio de signos sobre los
que el típico visitante del Salón tenía poco que decir.
Este texto data de 1773, y ya para entonces había reaparecido la crítica
popular, siguiendo básicamente la misma línea de La Font dos decenios antes
aunque con mayor ironía y madurada acidez— y todavía encontrando la
misma resistencia. Sus demandas en nombre del público del Salón ponen aún
más de relieve las implicaciones liberadoras e igualitarias de este grupo social
en el marco de la exposición pública. Al mismo tiempo, las dificultades para
reconciliar teoría y práctica se agudizaron correspondientemente. En 1777,
por ejemplo, el autor de una hoja de noticias inconformista llamada Mémoires
secrets se declaraba incapaz de seguir la costumbre crítica normal y tratar de
los cuadros según el orden de su relativo éxito público: el Salón, manifiesta,
se ha convertido en un espectáculo hueco que se justifica a sí mismo, y el interés
de sus visitantes no va más allá de un entusiasmo rutinario y conformista por
sus esparcimientos habituales:

El Salón, señor, atrae este año el mismo torbellino acostumbrado de gente; pero ello
se debe menos a las obras maestras expuestas que al resultado de una inercia rutinaria
y a esa grata sensación que la multitud experimenta en sus propios deambuleos. En
el momento en que se penetra en la galería, se descubre a unos espectadores fríos y
alejados que se observan unos a otros más que a las obras que enriquecen el Salón y
que no suscitan sensación alguna en su espíritu colectivo. Raro es el momento en que,
de toda esta multitud de cuadros, no es uno de los menos valiosos el que rompe el
aburrimiento de un público frívolo, sólo amigo de novedad, cuya curiosidad inquieta
ha ganado merecidamente los epítetos de burlesque y badaud 47.

En esa última frase, este observador evoca las diversiones marginales de las
ferias callejeras y los «acontecimientos» casuales que marcaban toda aglome-
ración humana («badaud» significa mirón desocupado, sin profesión o em-
pleo, que recorre las calles sin rumbo fijo en busca de distracción, inútil
estorbo cuando ésta se produce). El ambiente es irremediablemente ordinario,
y vana esperanza es que el arte consiga elevar a esa multitud a un estado de
ánimo adecuadamente concentrado y ennoblecido.

VI

Esta lealtad escindida entre la cultura jerárquica y la aceptación democrática


se muestra de forma dramática en el corpus más prominente de crítica radical
producido en el decenio anterior a la Revolución: una serie de panfletos anó-
nimos escritos, según un testimonio contemporáneo, por Louis de Carmonte-
,
Ile, comediógrafo y retratista de la alta sociedad, ingeniero, arquitecto paisa- '
INTRODUCCION 33

jista, famoso por su ingenio e íntimo y protegido de la corte de los duques


de Orléans 48 . La primera de estas publicaciones sobre el Salón apareció'en
1779 y la última diez años más tarde. Todas ellas, en conjunto, ofrecen la
atención más sostenida a la función del arte 'en la sociedad que puede leerse
en la crítica del siglo XVIII (así como algunos de sus mejores momentos lite-
rarios). En la que apareció en 1785, la descripción de los visitantes presenta
un cuadro de formación de opinión de grupo extraído directamente de la
teorEa democrática clásica: la exposición, declara nuestro autor, es
un gran teatro donde ni el rango, ni el favor, ni la riqueza pueden reservar un puesto
para el mal gusto. ... París se llena de vida y todas las clases de ciudadanos acuden
a apiñarse en el Salón. El público, juez natural de las bellas artes, emite ya su vere-
dicto sobre el mérito de cuadros fruto de dos años. Sus opiniones, al principio Mes-
uthl es e inseguras, ganan rápidamente firmeza. La experiencia de algunos, la intcli-
eciatia de otros, la sensibililé extrema de algún sector concreto y, sobre todo, la buena fe
de la mayoría llegan finalmente a formular un juicio tanto más justo cuanto que en
él ha presidido la mayor libertad posible 49.

Como todas las teorías liberales del pluralismo democrático, esta descripción
pretende reconocer el carácter inevitablemente fracturado y conflictivo de su
objeto, si bien, al mismo tiempo, transforma esa misma heterogeneidad en el
medio mediante el cual se logra la armonía y coherencia definitivas. Cierta-
mente, mucho antes de que se pudiera poner a prueba este liberalismo en la
arena más amplia de la vida política, el ámbito de la exposición ofreció una
suerte de modelo provisional a escala microcósmica. Modelo que fascinó a
los oponentes del absolutismo (por ejemplo, el Marat anterior a la Revolu-
ción "). Incluso un escritor como Carmontelle llegó a imaginar un público
unificado en su compromiso con el arte como fundamento posible de un nuevo
orden social liberal. Como manifestaba en 1779, en su primera crítica sobre
el Salón:
Protejámonos de la creencia de que la servidumbre es la condición natural del hombre;
estemos plenamente persuadidos de que éste debe ejercer libremente todas sus facul-
tades. Entre la traicionera sociabilidad del hombre civilizado, que es un esclavo, y la
fiera hostilidad del salvaje que teme convenirse en tal, yo concibo un sentimiento
digno de unificar la especie humana: e/ amor apasionado por las bellas artes 51.

La vivencia concreta del Salón por Carmontelle, no obstante sus bellas pa-
labras, le hacía imposible mantener sin vacilaciones esta fe en la utopía es-
tética. Descubrimos esta duda en una de las raras ocasiones —rara en Car-
montelle y en cualquier escritor del siglo XVIII— en que describe con cierto
detalle la masa de visitantes. Del pasaje siguiente resulta difícil imaginar un
grado considerable, en el mejor de los casos, de comunión de expectativas y
propósito, de acuerdo colectivo:

Se abre el Salón y la muchedumbre se comprime a través de la puerta de entrada. El


espectador se siente perturbado ante tanta diversidad y turbulencia. Este visitante,
34 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

movido por la vanidad, sólo quiere ser el primero en opinar; aquél, aburrido, sólo
busca un nuevo espectáculo. He ahí uno que trata los cuadros como artículos de
comercio y sólo se interesa por ellos para estimar el precio que podrán conseguir; otro
espera simplemente que le proporcionen temas para su charlatanería. El amateur los
examina con mirada apasionada e inquieta; el ojo del pintor observa penetrante y
celoso; el del hombre vulgar resulta cómico pero estúpido Las clases modestas, acos-
tumbradas a ajustar sus gustos a los de sus amos, esperan a oír a algún noble de título
antes de dar su opinión. Y a dondequiera que se mire, se ven numerosos jóvenes
oficinistas, comerciantes y dependientes, a quienes un trabajo diario monótono y te-
dioso ha privado irremediablemente de todo sentido de la belleza. He aquí, sin em-
bargo, los hombres a quienes cada artista se ha esforzado en agradar se

La lectura de esta descripción nos recuerda el tono imperioso con que Coypel
desautorizaba al público unos cuatro decenios antes. Carmontelle no halla
ningún mérito (como veremos enseguida) en pintores como Coypel, en tanto
que éste siente lo mismo por los críticos no oficiales. Pero sus respectivas
percepciones están fundamentalmente de acuerdo. Carmontelle, es verdad,
observa con mayor penetración: la intromisión de los marchantes calculado-
res, la falta manifiesta de conexión entre las obras expuestas y el «trabajo
diario monótono y tedioso» que formaba la sensibilidad de la mayoría de los
visitantes, la pasividad y en último término el aburrimiento de los integrantes
de la dase artesanal presentes en la multitud, el aplomo autoritario si bien
ignorante del rico y del noble. Pero ambos, pintor y crítico, descubren en el
Salón una asamblea en bruto, no integrada, desalentadoramente heterogénea
en clases e intereses. Los artistas, ambos están de acuerdo, esperan en vano
algún consejo o sugerencia válida de esa multitud.
En ninguno de los numerosos escritos del siglo XVIII sobre el Salón apa-
rece salvada esta distancia; la disparidad entre un público evocado en térmi-
nos abstractos y una masa concreta de visitantes cuyo comportamiento puede
caracterizarse solamente como colección de respuestas individuales erráticas.
Carmontelle cree —cree con pasión e ira— en el nuevo papel público del
arte, y sin embargo no es capaz de descubrirlo funcionando en la realidad.
Su larga y peyorativa descripción de la escena que se desarrolla en el Salón,
I
con su toque despreciable de esnobismo, constituye un fallo sólo momentáneo
en su esfuerzo por reiterar una imagen de opinión pública coherente y cons-
ciente de su propia orientación. Como ya hemos indicado, se trata de un
momento excepcional no sólo en los escritos de este crítico, sino en toda la
literatura del periodo. En términos generales se puede afirmar que el carácter
concreto de la multitud nunca es percibido como tal.
Otra de las escasas descripciones con que contamos es, sin embargo,
especialmente interesante a este respecto en cuanto que reproduce la percep-
ción escindida de Carmontelle, si bien lo hace en una única secuencia narra-
tiva y sin sentido aparente de contradicción. La hallamos en el retrato enci-
clopédico de París de finales del siglo XVIII escrito por Louis-Sébastien Mer-
cier en su Tahleau de Paris 53 Mercier describe primero el Salón como la
imagen misma de la incoherencia, haciendo pasar ante nuestros ojos a una
INTRODUCCION

turba de gentes de baja condición que se enfrenta a los clásicos con la única
moneda común de la superstición y la cultura popular en mano:

Lo sagrado, lo profano, lo patético, lo grotesco; los cuadros ofrecen todos los temas
posibles de historia y mito, mezclados sin orden alguno; la escena es pura confusión,
y los espectadores forman una masa no menos abigarrada que los objetos que con-
templan. Un típico holgazán cree que los personajes de una escena mitológica son
santos celestiales, que Tifeo es Gargantúa, que Caronte es San Pedro, un sátiro un
demonio, y el Arca de Noé la diligencia de Auxerre.

Luego, sin pausa, parece adoptar el punto de vista opuesto:

A pesar de todo, este pueblo, que carece de comprensión refinada de la pintura, se


detiene sin vacilación y como por instinto ante los cuadros más interesantes, más
auténticos. Lo que equivale a decir que él es juez de la autenticidad de lo que aparece
como natural, y que todos los cuadros, en último término, han nacido para ser juz-
gados por los ojos del pueblo.

Al evaluar las palabras de Mercier, tenemos que tener en cuenta su ironía y


su desenfadada exageración. El Tableau es una obra satírica tanto como de
observación. Ahora bien, el populismo manifestado en ella es genuino. Frus-
trado en sus ambiciones literarias más elevadas, Mercier no era muy amigo
de jerarquías culturales establecidas. Esto se pone de manifiesto después en
el texto cuando deja bien claro que es la pintura histórica, no el género
doméstico y el paisaje, la que ha sido desplazada de la cima de la escala
social. Pero, cuando Mercier habla de la atracción instintiva del público hacia
la verdad de la naturaleza, no se refiere a una verdad que pueda encontrarse
en el ámbito familiar de la experiencia cotidiana. No guiado ya por un «fa-
natismo monacal» o por una baja adulación, el género más noble se ha vuelto
propiedad común: «La pintura en el siglo pasado,» nos dice, «parecía perte-
necer sólo a la Iglesia y a los reyes; sólo se afanaba para figurar en templos
y palacios. Por esta razón, los pintores históricos se llenaron de orgullo y
aspiraron a ocupar el primer rango. Y ciertamente lo conservan en la medida
que aúnan nobles y conmovedores asuntos con una buena ejecución...» Así
pues, aunque en definitiva no discuta la preeminencia de la pintura histórica,
sí cuestiona su previa legitimidad y propone una nueva justificación: su rango
depende ahora del mantenimiento de ciertos niveles de calidad que son de
índole esencialmente pública; es decir, estos pintores dependen ahora de una
ratificación colectiva de sus pretensiones que puede serles retirada en cual-
quier momento.
El texto de Mercier es desenfadado y divagante, pero quizá por esa razón
integra observaciones que no se leen en otros textos; observaciones que hemos
encontrado dispersas y aisladas en los documentos hasta ahora mencionados.
Podríamos enumerarlas de la siguiente manera:
( I Su perspectiva del Salón es histórica y política. La gran pintura servía
en otros tiempos a los intereses de los dominantes; el siglo XVIII ha sido

36 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

testigo de un cambio irrevocable en las prioridades sociales: «...todos los cua-


dros,.en último término, han nacido para ser juzgados por los ojos del pueblo.»
,Los pintores históricos no se han reconciliado todavía, incluso en este
decenio de 1780, con este cambio. Consideran que su rango está establecido
para siempre, asegurado por los órdenes ineludibles del arte. Pero Mercier
sitúa ese rango (acertadamente) en la alianza del siglo XVII entre arte y po-
der. En la medida que la distribución del poder es discutible, como estaba
resultando ser, el puesto de la pintura histórica es discutible. Dado que los
artistas se han avenido a escoger temas más idóneos «relacionados con la
moral...y el patriotismo», el público todavía les concede el primer lugar, si
bien se reserva el derecho de no hacerlo.
(,,,,3.)E1 público coloca al Salón en el orden de cosas que él quiere, y toma
decisiones justas, con apenas o sin ninguna ayuda de la clase superior. La
distribución de espacios tísicos en la exposición, así como la de tipos y temas
de los cuadros, era en realidad «déle-méle», y ofrecía a los ojos del espectador
escasa coherencia (a pesar del orden muy deliberado por género y rango
académico que efectivamente presidía la colocación de los cuadros). La fami-
liaridad con las normas y prácticas vigentes en el arte es en sí mismo sospe-
chosa y, en cualquier caso, carece de valor cuando se trata de captar si la
obra de arte es auténtica o falsa.
( 4. Consecuente con su punto de vista, Mercier describe el Salón como
un acontecimiento fundamentalmente «popular», en varios sentidos del tér-
mino. En primer lugar, resulta interesante y atractivo para mucha gente; hace
posible un sentido de ocasión especial y concentra el interés público como
ningún otro acto cultural: «Ni la literatura ni la música logran un número
tan alto de entusiastas,» nos afirma desde un comienzo; «la gente acude en
masa; las oleadas humanas no remiten de la mañana a la nOche durante seis
semanas completas; hay momentos en que se siente asfixia.» En segundo
lugar, el Salón presenta una oportunidad para la manifestación de una iden-
tidad y afirmación populares que son lo opuesto a lo elitista y lo exclusivo.
Esto se lee entre líneas, en mi opinión, en los pasajes citados, y sale a la
superficie claramente en la denuncia que Mercier hace del alto número de
retratos expuestos:
Lo que resulta fatigante y a veces repulsivo es la multitud de bustos y retratos de
desconocidos, y con mayor frecuencia de gente consagrada a causas antipopulares. No
sabe uno qué hacer de todos esos financieros, esos intermediarios, estas condesas
desconocidas, estas marquesas indolentes... si el pincel se vende a la opulencia holga-
zana, a la melindrosa coquelterie, al esnobismo fatuo, el cuadro debe quedar en la alcoba
¡nunca debiera afrontar la vista del público allí donde toda la nación se apresura a
acudir!

Es ésta una lamentación crítica verdaderamente venerable, y Mercier la re-


vive en otra parte con un matiz polémico adicional al insinuar que el Salón,
tal como está organizado oficialmente, no aparece en consonancia con su
verdadera función, ya que mezcla inadecuadamente modos privatizados y
INTRODUCCION 37

oprimentes de arte con otros auténticamente públicos. La Academia está alia-


da con los poderosos de forma inaceptable, y la conciencia popular es el
correctivo para esa tendencia. En tercer.lugar, y esta observación debe leerse
a un nivel mucho más problemático, la multitud se nutre de un fondo común
de temas «populares» que nada tienen que ver con la cultura elitista expuesta
—Gargantúa, demonios, leyendas cristianas. Es posible que aquí también
Mercier esté buscando un contraste humorístico, pero la referencia está for-
mulada con una cierta especificidad e incluso con afecto. ¿Podrán estos visi-
tantes del Salón desinflar las pretensiones de clientes y pintores sólo porque
disponen de otro caudal cultural? ¿Deberemos, por tanto, en nuestros esfuer-
zos por describir el nacimiento de la esfera . pública artística, tomar en cuenta
ese otro nivel, duradero y constante, de cultura?
Este extremo no pasa de ser una sugerencia, y no deberíamos elaborar
ninguna teoría basados en cualquiera de los elementos del texto de Mercier.
De hecho, y tanto como cualquier otro de los que hemos considerado, su texto
evade toda descripción directa y desapasionada del público y de los matices
concretos de su actitud ante el gran arte. Al igual que en cualquier otraépoca,
la invisibilidad y la lejanía respecto del lenguaje humano caracterizan la com-
prensión contemporánea de nuestro tema. Tras haber reunido muestras re-
presentativas de la mayoría de los comentarios que han sobrevivido sobre el
público del Salón, nos encontramos en los límites aparentes de la documen-
tación empírica y sin embargo irritantemente lejos de una descripción satis-
factoria de ese público, de su dinámica interna, de su impacto sobre la pintura
del siglo xvili. Comoquiera que ese cuadro que buscamos no aeaba de defi-
nirse, seguirá siendo cuestión abierta si con más textos del mismo tipo, en el
caso de que existieran, lograríamos mejores resultados. El lenguaje, los su-
puestos, las categorías de percepción que operan en estos documentos liaCen
de ellos tanto un obstáculo como un medio para el conocimiento histórico.
Por tanto, necesitaremos en primer lugar una teoría de estos mismos elemen-
tos mediatizantes, una historia que incluya lengua, ideas e instituciones in-
fluyentes. La historia del espacio público de la pintura comienza propiamente
en el momento en que la dependencia del artista respecto de los dictados de
cualquier individuo o midoría circunscrita empieza a ser discutida. No es'
necesario que se dé algo abiertamente democrático o nivelador en ese enfren-
tamiento; no tiene por qué tratar de desplazar al mecenas tradicional ni poner
en tela de juicio su apropiación de las mejores obras de arte. Basta que un.
tercero se sume a la transacción; una cierta comunidad desinteresada con
algún grado de estabilidad y poder estabilizador cuya autoridad pueda ser
invocada bien por el comprador, bien por el vendedor del servicio pictórico.
Se trata ahora de algo diferente de los asesores humanistas del príncipe o del
gremio autoprotector al que pertenece el artista. Significa la aparición de un
colectivo en posesión de una función tan legislativa como judicial, depositario
último de una normativa que determina el valor moral, la seriedad de inten-
ción y el decoro artísticos, cuya vigilancia continua se requiere para su man-
tenimiento.
38 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII

La polémica del siglo XVIII documentada en este capítulo era sobre si


los visitantes del Salón podían ser considerados representantes de esta comu-
nidad. Sin embargo, desde el momento de la fundación de su corporación en
1648, los académicos franceses nunca pusieron en duda la existencia de tal
público y la perfecta legitimidad con que ejercía sus funciones. De hecho, ellos
mismos habían fundamentado su propia legitimidad, en el momento de su
fundación, en este principio. La resistencia a la idea provino de los artistas,
que no querían ni academia ni dependencia de la Corona. Todo pronuncia-
miento sobre arte formulado por o para el público del Salón tenía sus orígenes
en esos meses de turbulencia política que precedieron al Día de las Barricadas
en 1648 y al comienzo de La Fronda, la definitiva y violenta rebelión de la
vieja nobleza contra el nuevo orden absolutista. Los estatutos originales de
la Academia, redactados en febrero de ese año, no emanaron de la voluntad
directa del monarca absoluto —el rey tenía entonces sólo diez años y Maza-
rino, a pesar de todo su interés por los objetos de arte, tenía mil asuntos más
urgentes. Del mismo modo que el absolutismo férreo que Luis XIV acabó
imponiendo fue respuesta directa al atavismo y terquedad tardo-feudal de los
aristocráticos frondeurs, el nuevo orden artístico surgió como respuesta defen-
siva a un resurgimiento agresivo de lo antiguo: la campaña del gremio me-
dieval por recuperar su control monopolístico perdido. Débiles y acosados,
los académicos de nueva creación se veían forzados a invocar incesantemente
una nueva suerte de autoridad, y es precisamente ahí donde debe iniciarse la
historia del público moderno.

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