Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
CROW
PINTURA Y SOCIEDAD EN
EL PARIS DEL SIGLO XVIII
NEREA
INTRODUCCION
La gran pintura hizo acto de presencia en las vidas de los parisinos del
siglo XVIII a través de las exposiciones del Salón organizadas por la Academia
de Pintura y Escultura. En (1737,estas exposiciones comenzaron a adquirir
carácter periódico. Todos los años impares, salvo un primer periodo en que
se celebraron anualmente, la exposición abría sus puertas en la festividad de
San Luis (25 de agosto) y permanecía abierta de tres a seis semanas. Durante
, esos días, el Salón se constituía en el punto de interés dominante de la vida
de la ciudad I . Como espectáculo visual era ciertamente deslumbrante: el
Salan Gané del Louvre —la amplia estancia rectangular que daba nombre a
la muestra— aparecía cubierto de cuadros desde el nivel de los ojos de los
visitantes hasta el distante techo; en abundancia abrumadora, cuadros de
género y naturalezas muertas desparramándose por las escaleras que descen-
dían a la galería (figura 1); media hectárea de color, reluciente barniz y
figuras apretadas en el mismo centro de la decrépita capital (la dilapidación
del Louvre era entonces objeto de frecuentes lamentaciones). «Oleadas ince-
santes» de visitantes llenaban la estancia, según nos dicen las fuentes de la
época, y los empujones a veces bloqueaban la puerta, reduciendo a todos a
la inmovilidad. El Salón hizo que se mezclara una amplia variedad de tipoS
y clases soci ales, muchos de los cuales no estaban acostumbrados a compartir
las mismas diversiones en sus ratos de ocio, y sus torpes, bruscos encuentros
ofrecían material constante para el comentario satírico.
El éxito del Salón como institución central parisina, sin embargo, venía
forjándose desde hacía varios decenios. Sus orígenes se remontaban a finales
del siglo XVII, si bien no se puede decir que hubieran sido especialmente
alentadores. Los esfuerzos iniciales de la Academia en materia de exposiciones
públicas se habían limitado a unos cúantos despliegues, sobrecargados y sin
regularidad, de obras pictóricas, primero en sus propias salas de reunión -y
más tarde en los porches del contiguo Palais Royal. El inconveniente de este
segundo lugar, según uno de los primeros cronistas del acontecimiento, era
que los artistas «tenían la preocupación constante de que sus cuadros resul-
taran daóados por los cambios de tiempo, lo que con frecuencia les movía a
retirar sus obras antes de que se hubiera satisfecho la curiosidad del púbbr
12 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII
con 3. En 1699 el Salón estaba ya instalado más confortablemente dentro del I. Metro Antonio
Louvre, y a los habitantes de París se les ahorró el espectáculo de los acodé- Martini. El Salón de
micos con sus cuadros a cuestas huyendo de la lluvia. Todas las fuentes 1787. 1787. Grabado.
coinciden en que la exposición constituyó un éxito popular, si bien tuvieron
que pasar casi cuarenta años antes de que el Salón se convirtiera en una
constante de la vida cultural francesa.
A partir de 1737, sin embargo, su estatuí nunca estuvo en duda, y sus
efectos sobre la vida artística de París fueron inmediatos y espectaculares.
Los pintores se veían exhortados en la prensa y en los folletos especializados ,.'
a satisfacer las necesidades y deseos del «público» de la exposición; los pe-
riodistas y críticos que formulaban esta demanda decían hablar con el res-
paldo de este público; los funcionarios del Estado responsables de las artes
se apresuraban a afirmar que sus decisiones habían sido tomadas en el interés
público; y los coleccionistas empezaron a preguntar, un tanto amenazadora-
mente para los artistas, qué cuadros habían recibidni el sello de la aprobación
pública. Todos los que tenían un interés personal en las exposiciones del
Salón se vieron así enfrentados a la tarea de definir qué suerte de público
éstas habían hecho nacer.
INTRODUCCION 13
11
Considerando la jerarquía casual del debate del siglo XVIII sobre el público
del Salón, el lugar más apropiado para empezar sería la opinión oficial en
1737; año en que el Salón recuperó su importancia social. El funcionario a
quien se debe su restablecimiento permanente fue el ministro de hacienda
Philibert Orry. Recientemente designado como cabeza de la administración
de las bellas artes (como Diredeur-général des bátimenis), Orry parece haber
transferido una mentalidad fiscal a sus nuevas responsabilidades. El Salón,
en su forma de ver las cosas, sería una especie de auditoría anual de la
productividad artística. El periódico oficial, el Mercare de France, sancionó la
propuesta de Orry en estos términos:
...la Academia hace bien en rendir al público una suerte de cuenta de sus tareas y en
dar a conocer el progreso logrado en las artes que ella nutre sacando a la luz la obra
de sus más distinguidos miembros en los diversos géneros que ella engloba, de modo
que todos se sometan así al juicio de personas intim-in:idas reunidas en el mayor nú-
mero posible y reciban la alabanza o la crítica merecida. Esto, a un tiempo, estimulará
a los genuinos talentos y desenmascarará la falsa fama de los que han progresado
demasiado poco en su arte y, sin embargo, llenos de orgullo en la ilustre compañía
de aquéllos, se creen automáticamente tan capaces como sub colegas, descuidando su
vocación 6.
Estas palabras anuncian lo que será tema incesante en las 'discusiones die-'
ciocbescas sobre arte: que, en el artt, la calidad depende del escrutinio pú-
blico, y que esta calidad se ve amenazada y disminuye en la medida en que
los artistas restringen su círculo de observadores, ya sea a mili minoría adi-
nerada o noble, ya a una co /erie de otros académicos. Así se manifestaba ese
escritor citado con frecuencia como el primer crítico moderno de arte, La Font
de Saint-Yenne. «Solamente en la boca de esos hombres firmes y justos que
componen el Público, que no tienen lazo alguno con los artistas... podemos
encontrar el lenguaje de la verdad», escribió , en defensa de su panfleto crítico
de 1747 r. Este escrito, Réflexions sur quelques causes de l'état présent de la peinture
en France 8, contenía una exposición completa del Salón del año precedente y
proponía por primera vez la creación de un museo en el seno del Louvre que
ofreciera a los artistas y al público por igual una educación ininterrumpida
en historia del arte.
Tras la sorbe crítica de La Font, el caudal de comentarios impresos sobre
las exposiciones y las funciones artísticas públicas creció rápidamente. Un
número importante de críticas apareció durante los Salones posteriores y al
término de los mismos, así como tratados de mucho mayor alcance sobre
pintura dirigidos a un público culto en general 9 . Hombres de letras de reco-
nocido prestigio y amateurs —Imugibr, Sain te-Pal a ye, Caylus, Bachanniont-
ofrecían a los visitantes del Salón instrucción ilustrada y una voz que los' ,
representara. El Directeur-général de entonces, Lenormand de Tournehem, res-
pondió a la petición de un museo exponiendo al público parte de la colección
la PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII
real dos días a la semana .en el Palacio de Luxemburgo. Este mismo funcio-
nario, cuyas responsabilidades incluían el mecenazgo estatal y la regencia de
la Academia, reconoció la importancia creciente del Salón como foro artístico
instituyendo el primer jurado del Salón en 1748 y, a otro nivel, regularizando
el procedimiento de selección y endureciendo sus criterios. Para completar el
cuadro, el abate Laugier (autor del muy leído e influyente Essai sur Parehitec-
jure propuso confiadamente a Tournehem la aparición, bajo su dirección,
de un periódico dedicado a las artes, primero en su género 11. La idea del
abate era una revista mensual que se llamaría El estada de las artes en Francia,
compuesto de forma muy parecida a un periódico de hoy sobre temas de arte:
ofrecería artículos de fondo sobre determinados artistas y arquitectos, infor-
mes sobre las reuniones de las dos academias, biografias de artistas fallecidos
y críticas de libros. Al parecer existía un público lector expectante, ya que cada ,
año la Academia tenía que imprimir un número creciente de la guía y catá-
logo (livrel) de su Salón, y pronto los vendió por millares 12 . Este manual
oficial se veía acompañado de más y más folletos críticos, muchos de ellos
piratas y anónimos, que se vendían en las calles, calés e imprentas de la
ciudad durante la duración de cada muestra. A juzgar por su número y
variedad, estos folletos constituían una pequeña industria por sí mismos.
De todo esto podríamos deducir un cuadro optimista y' positivo de la
nueva esfera pública; esfera donde los visitantes de la exposición (a través de
los críticos que hablaban en su nombre) se sumaban a la Academia y al
Estado en un acuerdo fundamental sobre los principios y la dirección de una
necesaria reforma. Es un hecho que a partir de la publicación en 1912 de la
obra clásica de Jean Locquin, La Peinture d'histaire en France de 1747 á 17851'4,
los estudiosos del arte han dado por supuesto que un consenso básico entre
el público y el estamento oficial impulsó la pintura francesa, apartándola de
los valores sensuales y exclusivistas del rococó, hacia el renacimiento de un
clasicismo de tono elevado y moralizante. Las fechas de comienzo y fin del
período estudiado por Locquin nos dan el marco de la cuestión: el and. 17471)
contempló el llamamiento sin precedente de La Pont a que los pintores aban-
donaran lo trivial y lo erótico en favor de los principios de Poussin y Le Brun:
semaxelevados, sobria claridad de estilo, ejemplo de lo antiguo. ,Lanzaba su
llamamiento, según sus propias palabras, sólo en respuesta al creciente cla-
mor de las quejas del público 14. El año precedente se había señalado por la
llegada de la administración reformista de Tournehem, con los mismos obje-
tivos artísticos. El Salón, corno acontecimiento público, había restablecido el
mandato previo fijado por las iniciativas culturales sumamente agresivas de
Luis XIV y Colbert. En este proceso, la sumisión directa al trono quedó
silenciada, imponiéndose una noción más general del servicio público. El gra-
bador Cochin, a la sazón primer funcionario de la Academia, fortnuló abier-
tamente esta conexión en 1757. 'Das la muerte de Luis XIV, declaraba:
el arte de la pintura languidecía sin apoyo o protección... Las exposiciones del Salón
todavía no habían arraigado corno costumbre, y podernos decir sin temor a cquivo-
INTRODUCCION 19,
III
Auewi
J en r n. 0,
.1 7 rif
T i .i,::
. , ll: [ h l :II ,hl: 47
•I
2,111111luipt:fiIii' 1.4\
' 1 . 1 , Iiiiomt llyri l l i duP ti bl oi 1, .4
'' w 111, Ir .ij ii l ib l il l ibli il g ili...1II y
garon a celebrar la exposición 19. Dos años más tarde, la creme de la Academia Tomado de
—Boucher, Coypel, Natoire, Bouchardon— todavía se negaba a presentar sus Francois Boucher. La
trabajos. pintura burlada por la
La reacción al nivel de Estado apenas fue más alentadora. Tournehem, envidia, la estupidez y la
embriaguez. Portada de
lejos de asumir como propia la campaña pública de La Font, se declaró
Lettre sur l'exposttion,
«ciertamente indignado de que se veje a nuestros artistas con panfletos ilega- 1747, del abate
les llenos de todas las estupideces imaginables. La mejor respuesta será /1 Leblanc. Aguafuerte.
simple desprecio, y eso deberá cerrar la boca a sus impertinentes autores» 20.
El Directeur-général también tomó medidas más concretas. Su decisión de crear Charles-Nicolas
el jurado del Salón fue en gran medida una maniobra preventiva para pro- Coehin (?). Un crítico
teger a los artistas de nuevos insultos mediante la eliminación de las obras en el salón de 1753. .
Portada de Le Salan,
que con mayor probabilidad podrían provocarlos 21 . Cochin, a pesar de ha-
1753. Aguafuerte.
berse mostrado siempre a favor de la influencia saludable de la opinión pú-
blica en el arte, definió a La Pont como «ese ignorante que dio la voz de
ataque en la guerra desencadenada contra el arte y los artistas más distin-
INTRODUCCION 21
Glande-Henri guídos» 22, En cuanto al periódico de arte y arquitectura propuesto por Lau-
Watekt. «La Fon( de
gier, Cochim en calidad de secretario de la Academia, era de la siguiente,
Saint-Yennee.
opinión:
Aguafuerte, según
diseño de Portien.
Este tipo de publicación puede degenerar antes de nada en críticas, burlas y juicios
«La ron( de infundados. Cualquier escritor se persuadirá fácilmente a sí mismo de que el negati-.
Saint-Yerme». yismo divierte al público y que así podrá vender cuanto escriba, El egoísmo impone
Aguafuerte. Anónimo. su ley, y todo se reducirá a una serie periódica de insultos que ofenderá a nuestros'
artistas, cerrará los estudios y arruinará las exposiciones públicas, que son por cierto
más útiles a las artes que los argumentos de esos hombres de letras que apenas saben
nada 23.
todo y no observa con detenimiento nada. Les puedo asegurar que una cuenta eX-
haustiva de estos públicos nos llevaría al infinito. Debo admitir que el Salón puede
verse lleno de los mismos tipos de personas; pero, créaseme, después de haber escu-
chado a todos ellos, no habremos escuchado a un verdadero público, sino sólo a una
turba, y no en modo alguno a ese público en que podamos confiar. No confundamos
el uno con el otro. La turba en un principio se lanza con pasión, se expresa con
vehemencia, teme malgastar en reflexión esos escasos momentos que dedica a sus .
pronunciamientos oraculares. Pero el tiempo al fin modera sus pasiones: es entonces `
cuando se puede oir al público conocedor que' la turba oculta en su medio y cuya voz
ahoga 28.
IV
Dejando a un lado sus lamentaciones, el hecho es que los artistas viven hoy
de la atención de los críticos —y pueden encontrar la muerte profesional por
24 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII
7. Franlois Boudier. ni el Estado ni los artistas establecidos podrían haberse permitido una dedi-
E( rapto de Europa. cación mucho mayor al género. El primer esfuerzo de Tournehem por resta-
1747. Oleo, blecer la prioridad de la pintura histórica —once encargos que se expon-
160,5X 193,5 cm.
drían en la Galerie d'Apollon del Louvre no resultó nada convincente. Estos
Louvre (París).
encargos se distribuyeron entre los académicos más distinguidos, y la elección
del tema, siempre que fuera de género histórico, se dejó a cada uno de los
artistas escogidos. Los resultados, cuando fueron expuestos por vez primera
en público, consiguieron únicamente desencadenar el primer ataque sostenido
contra la Academia en términos duros y concretos. Un panfleto anónimo de
1749 se ensañaba con los artistas por su elección de temas manidos e imper-
tinentes, y por el desprecio implícito que con ello mostraban hacia el interés
del público del Salón:
El «Rapto de Europa» [Boucher (figura 7)], ¿no se trata de algo ya demasiado sabido?
«Pirro y la Corte de Glaucio» [Collin de Vermont] es un asunto poco conocido y aún
menos interesante. Y qué encantador regalo para un rey necesitado de un tableau
d'hisloire este «Diógenes Bebiendo de su Mano tras Romper su Copa» [Etienne Jeurat].
En lo que se refiere a su ejecución, son de tal calidad que todos ellos quedarán
26 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII
Habrá que esperar hasta 1765, casi dos decenios después, para que tome
cuerpo otra inciativa importante en materia de apoyo oficial a la pintura
clásica: cuatro cuadros representando buenas obras de los emperadores ro-
manos, destinados a la residencia real de Choisy. El público, según todas las
fuentes, los acogió con indiferencia, y el rey los rechazó 34 . El proyecto quedó
archivado durante otro decenio.
Consiguientemente, en tanto que la voz del público se considerara aso-
ciada a un giro no atrayente, de hecho impensable, de los fundamentos eco-
nómicos del mundo del arte, era claro que sería rechazada por los que inte-
graban desde dentro ese mundo. No existía organismo estatal suficientemente
generoso y seguro de sí mismo para hacer cambiar las cosas, ni por tanto
posibilidad de un retorno a los días en que Colbert había hecho de la Aca-
demia el centro mismo de una floreciente cultura oficial. La monarquía se
estaba refugiando cada día más en los placeres de la vida doméstica y los
esparcimientos físicos, y los propósitos de la Academia ya no coincidían con
las necesidades de su principal patrocinador. Por una parte, existían mecenas
privados cuyas, exigencias eran bien conocidas y remunerativas; por !otra,
estaba la multitud del Salón: movediza, heterogénea, fundamentalmente anó-
nima, inestable en sus demandas, si es que las tenía, y en su mayor parte no
participante activa en el mercado de la pintura. El mero espectáculo que esta
muchedumbre ofrecía no podía menos de inquietar a artistas y autoridades:
apretada, ruidosa, sudorosa; tanto festival urbano como ocasión para una
vivencia estética considerada. Muy probablemente se preguntaban qué se
podía hacer con aquel fenómeno que tenían ante sus ojos. ¿Qué ocurriría si,
Dios no lo permitiera, la reputación de los artistas pasaba a depender de la
opinión de estas gentes —o de lo que pasaba por tal opinión? ¿Cómo podrían
saber ellos, los artistas, qué era lo idóneo, lo que iba a agradar?•
Para los pintores ya establecidos del periodo, como hemos visto, la cues-
tión no merecía siquiera respuesta. Enfrentados a una masa opaca de Visitan-
tes del Salón y a unos críticos mordientes que aseguraban que su inaceptable
programa era exigencia de ese público, Cochin y Coypel declararon tal afir-
mación una impostura. Sí; existía un público ilustrado para la pintura, pero
no se trataba de esa multitud, que de hecho lo ocultaba en lugar de repre-
sentarlo. Los críticos no pasaban de ser oportunistas literarios sólo interesados
en su propio medro, a la busca fácil de reputación mediante sensacionalismos
a expensas de los artistas. La crítica pública, en realidad, constituía para ellos
una asimilación ilegítima de la pintura a las prácticas ajenas de los hombr'es
de letras. En palabras de Leblanc:
otro porque flan visto que estas críticas tienen éxito. La profesión del autor es casi
siempre un mero quehacer comercial. Un recién llegado a París, sin medios ni talento,
sólo tiene que llamar la atención con un folleto en que se las dé de hombre de gusto
e inmediatamente será alguien; sus palabras se adoptan como artículos de fe; las
puertas de los ricos se le abren; hará la corte a estos patrones altivos, y a cambio verá
a los artistas hacerle a él la corte por miedo a que maldiga sus obras; finalmente,
pasará como connoisseur ante los que - consideran la necedad como lenguaje del arte.
yate individuo, uno de los absurdos de nuestro tiempo, sería un personaje excelente
pala una comedia, si bien sólo interesaría a los iniciados en los misterios del arte 35.
A los críticos se les leía, eso está claro, y se les leía en círculos oficiales.
Leblanc mismo admite su impacto y éxito personal. De hecho circulaban
muchos más panfletos que los pocos que se han conservado. Así leemos con-
tinuamente en la literatura anti-crítica sobre una «horda de libelos» lanzada
con ocasión de cada apertura del Salón —refiriéndose el término libelo a una
suerte de hoja escandalosa, insultante y personal, que constituía el producto
cotidiano de una prensa clandestina irreprimible 36 . La Font, ya en 1752,
stinió necesario distanciarse públicamente de utni serie de críticos indecoro-
sos y maldicientes cuyas opiniones se le atribuían 37. Sus oponentes, no obs-
tante, le consideraron responsable de haber abierto las compuertas a los libelos
sobre el Salón, de producirlos efectivamente 38.
L.a nota de pánico evidente en todas estas reacciones oficiales —los crí-
ticos podrían llegar a cerrar los estudios, destruir el arte— es real. Era pre-
cisamente la dependencia de los artistas con respecto a un mercado privado
Y cada vez más privatizado lo que causaba pavor ante la simple idea de una
opinión pública bien formulada. Tal mercado, aunque familiar, no estaba
necesariamente asegurado. Los artistas estaban hipotecados a una reducida
clientela, obsesionada con cambiantes y huidizos matices de estilo y motivo.
Negociar las dificultades de ese mercado era ya bastante arduo; una nueva
(a, variable que incidiera en el valor del artista, es decir, el éxito en el Salón
percibido como entidad independiente, era decididamente mal acogida. Más
allá de París estaban los mercados de provincias y del extranjero muy atentos
a los vaivenes del gusto en la capital francesa. El anónimo autor de aquella
sátira sumaria de las obras encargadas por Tournehem para la Gallerie
d'Apollon procedió algo más tarde a explicar la cancelación del Salón de 1749
negando la noción de que los artistas se habían retirado simplemente para
evitar críticas gratuitas y encaminadas al medro del escritor 39; los artistas
tenían miedo, sostiene, de que los panfletos no oficiales, una vez llegados á
las provincias, fueran tomados como representativos de la opinión de París.
Los críticos, es más, estaban creando un nuevo tipo de patrocinio de las artes,
según se lamentaba Cochin en 1757: junto a los seguidores fáciles de la moda
había surgido un grupo de compradores que habían tomado como suya la
jerga exigente de los críticos del Salón; un «enjambre de pretendidos connois-
seurs cuya única percepción del arte se limita a descubrir defectos en las obras
más bellas» ". Más que el público en general, era este grupo quien «desazo-
naba a los artistas y les disuadía de exponer su obra».
28 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII
INTRODUCCION 29
nifiesto este miedo. Así, uno de ellos aconsejaba en 1773 distinguir bien «entre
el público que repite y el público que , ve. Es este último el que formula.sus
juicios desde el parterre y en el Salón; el primero juzga sólo por lo que oye».
Este mismo autor ofrece un ejemplo inquietante —para los artistas— de cómo
el veredicto de moda puede verse modificado radicalmente en la exposición
pública: «El seductor Taraval [Hughes Taraval (1729-1795). Su primera par-
ticipación en el Salón data de 1765J, que , goza de tan fácil y grato renombre
en los salones de cualquier casa grande de la ciudad, asumió imprudentemen-
te el riesgo de enviar dos bocetos para tedios al Salón y fue sometido públi-
camente a la justicia. Dios tenga piedad del pobre condenado» 43. La cuestión
no era la existencia del público en sí mi s ma, con su amenaza de formar un
parterre cn cl Salón; para bien o para mal, el propósito institucional de la
N Academia estaba ya vinculado inseparablemente a la exposición. Pero una
_ `esfera públicafle discusión, debate y libre intercambio de opiniones era algo
muy diferente. Parecía, en efecto, que los no iniciados ya no se sentirían
r, u abrumados a distancia por el esplendor de una cultura en la que rió tenían
parte. Un sector opinante de los visitantes del Salón, estimulado por críticos
oportunistas, estaba de hecho poniendo' en entredicho el sistema jerárquico
vigente. Y en la inestable atmósfera social de la exposición, la opinión disi-
dente podía propagarse contagiosamente y llegar hasta los protectores habi-
tuales del artista. Esta era la amenaza que La Font y los suyos representaban
para los constituidos en autoridad. Una carta anónima sobre el Salón de 1748
confirma lo que se acaba de decir sobre la inquietud oficial sobre la estabi-
lidad del mercado. La imposición de un jurado en la exposición de ese año
se interpreta como un esfuerzo consciente por privar a los críticos de materia
de comentario (vana esperanza) y limitar así su influjo sobre el gusto, Hopo-
niendo a un mismo tiempo en el seno de la Academia una disciplina interna
complementaria:
Los jueces admitirán sólo a los que a su juicio merecen la aprobación de la Academia,
cuyo propósito no cs ser informada por la opinión del público —la Academia se
considera a sí misma ya enteramente informada—, sino recibir su aplauso y sus ala-
banzas y estimularlo a que se beneficie de los talentos tan brillantemente mostrados
a la vista... En primer lugar, los críticos tendrán poco que atacar. Subsidiariamente,
el público sabrá a qué artistas se pueden encargar confiadamente obras, y Cirial-
; mente, ellos [los académicos] podrán deshacerse sin ambages de esos espíritus tercos
que perturban las deliberaciones de la institución tomándola por una república ".
Esta es, por supuesto, una versión hostil de la:situación, pero salta a la Vista
que Tournehem y compañía estaban luchando abiertamente por limitar el
espacio permitido a la opinión pública a los confines más estrechos posibles,
si no por eliminarla por completo.,
30 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEL SIGLO XVIII
V 8. Gabriel-Jacques
de Saint-Aubin. El
Esa decidida actitud puede parecernos hoy cómica o patética en su negativa Salón de 1765. Lápiz,
de lo inevitable, condenada al fracaso. Pero tenemos que admitir la posibili- tinta y acuarela,
24X46,7 cm. Louvre
dad de que Coypel, Cochin, Leblaac, Boucher y sus colegas estuvieran en lo
(París).
cierto al pensar que el público del Salón en el París del siglo XVili era tan
fragmentado, aturdido e incoherente que no merecía el título de «Público».
Ello equivale a decir que no pudiera formular exigencias útiles o criterios que
guiaran a los artistas. Ciertamente no gozaba de afinidad «natural» con gran
parte de las obras expuestas. Durante los primeros decenios del Salón, apenas
hubo cuadros producidos primordialmente para ser expuestos en él, ya que
se trataba de obras concebidas para otros ámbitos y otros admiradores. Había
piezas de factura rococó que parecían desnudas en aquel espacio cavernoso,
hileras de retratos intercambiables y, allá arriba, los grandes cuadros histó-
ricos con sus figuras de tamaño natura: reducidas por la distancia a la 'escala
de miniaturas (figura 8). Aunque teóricamente los más «públicos» en inten-
ción, estos últimos no sólo aparecían remotos físicamente respecto del visi-
tante del Salón, sino que resultaban difíciles de descifrar una vez localizados.
Un parisino bien leído podría tener un cierto grado de familiaridad con los
motivos y los episodios de la literatura clásica, y ello en mayor medida de lo
que cabría pensar hoy, pero los artistas académicos tendían a escoger temas
que pocos observadores habrían reconocido adecuadamente Las comisiones
de Tournehein para la Galería de Apolo lo demostraron en 1747. Más avan-
INTRODUCCION 31
zado el siglo, una tendencia temática que favorecía episodios esotéricos toma-
dos de Homero suscitó numerosas quejas de los críticos populares .". El Ca-
rácter recóndito de tales asuntos literarios, su significado con frecuencia ex-
presado en detalles y matices estilísticos apenas apreciables desde el sudo de
la galería, daban clara expresión a la ambivalencia de la Academia con res-
\ ,pecto_a los fines de una exposición pública. Se producía un hiato inevitable
de comprensión que separaba a los «consumidores» primarios de arte de los
secundarios. .
La distribución de los cuadros en los muros del Salón era resultado, por
supuesto, de la necesidad práctica: la parte baja estaba cubierta de cuadros
• pequeños con el fin de que pudieran ser bien vistos. La colocación elevada
1 ! de los cuadros históricos en el Salón no respondía, a una negación deliberada
de acceso, si bien expresaba ineludiblemente el carácter contradictorio de la
exposición pública bajo el anden régime. ¿Qué sería, al fin y al cabo, la gran
pintura si no abordara temas eruditos y difíciles, si no fuera artificial y au-
torreferenciada en estilo, si no aspirara al refinamiento del clasicismo literario
y a los admiradores que todo lo anterior postulaba? Habría sido dificil en-
contrar algun punto de referencia viable mediante el cual • un preocupado
comerciante o un aprendiz de pasante pudiera participar genuinamente en
esa cultura. La vida cotidiana, su huella física en el cuerpo, sus atuendos, sus
texturas, su prosaísmo; inclúyase algo más que una mera insinuación de ello
y se ha comprometido irremediablemente la nobleza deseada de la forma. Es
éste un periodo, tenemos que recordar, en que los individuos y las esferas de
la vida humana estaban rigurosamente distanciados y clasificados según una
escala de valores intrínsecos. La jerarquía de géneros era, para el siglo Xviii,
una traducción a términos culturales de la división de las personas en noble sse
.y roture. Oigamos, por ejemplo, a un crítico de arte del siglo xvIii defen-
diendo esa jerarquía e incluso sosteniendo que hasta la constitución física de
los nobles (asunto figurativo abrumadoramente mayoritario de la pintura his-
tórica) era diferente de las de los no-nobles:
Es claro que esta distinción está presente en todas las poéticas desde la An-
tigüedad, y en la teoría del arte al menos desde el Renacimiento. Resulta
significativo, sin embargo, que la fuente de este pasaje sea un panfleto anó-
nimo escrito por un crítico popular. La postura de este escritor en materia
de política cultural era de oposición liberal a lo que él y otros de su tendencia
32 PINTURA Y SOCIEDAD EN EL PARIS DEI, SIGLO XVIII
El Salón, señor, atrae este año el mismo torbellino acostumbrado de gente; pero ello
se debe menos a las obras maestras expuestas que al resultado de una inercia rutinaria
y a esa grata sensación que la multitud experimenta en sus propios deambuleos. En
el momento en que se penetra en la galería, se descubre a unos espectadores fríos y
alejados que se observan unos a otros más que a las obras que enriquecen el Salón y
que no suscitan sensación alguna en su espíritu colectivo. Raro es el momento en que,
de toda esta multitud de cuadros, no es uno de los menos valiosos el que rompe el
aburrimiento de un público frívolo, sólo amigo de novedad, cuya curiosidad inquieta
ha ganado merecidamente los epítetos de burlesque y badaud 47.
En esa última frase, este observador evoca las diversiones marginales de las
ferias callejeras y los «acontecimientos» casuales que marcaban toda aglome-
ración humana («badaud» significa mirón desocupado, sin profesión o em-
pleo, que recorre las calles sin rumbo fijo en busca de distracción, inútil
estorbo cuando ésta se produce). El ambiente es irremediablemente ordinario,
y vana esperanza es que el arte consiga elevar a esa multitud a un estado de
ánimo adecuadamente concentrado y ennoblecido.
VI
Como todas las teorías liberales del pluralismo democrático, esta descripción
pretende reconocer el carácter inevitablemente fracturado y conflictivo de su
objeto, si bien, al mismo tiempo, transforma esa misma heterogeneidad en el
medio mediante el cual se logra la armonía y coherencia definitivas. Cierta-
mente, mucho antes de que se pudiera poner a prueba este liberalismo en la
arena más amplia de la vida política, el ámbito de la exposición ofreció una
suerte de modelo provisional a escala microcósmica. Modelo que fascinó a
los oponentes del absolutismo (por ejemplo, el Marat anterior a la Revolu-
ción "). Incluso un escritor como Carmontelle llegó a imaginar un público
unificado en su compromiso con el arte como fundamento posible de un nuevo
orden social liberal. Como manifestaba en 1779, en su primera crítica sobre
el Salón:
Protejámonos de la creencia de que la servidumbre es la condición natural del hombre;
estemos plenamente persuadidos de que éste debe ejercer libremente todas sus facul-
tades. Entre la traicionera sociabilidad del hombre civilizado, que es un esclavo, y la
fiera hostilidad del salvaje que teme convenirse en tal, yo concibo un sentimiento
digno de unificar la especie humana: e/ amor apasionado por las bellas artes 51.
La vivencia concreta del Salón por Carmontelle, no obstante sus bellas pa-
labras, le hacía imposible mantener sin vacilaciones esta fe en la utopía es-
tética. Descubrimos esta duda en una de las raras ocasiones —rara en Car-
montelle y en cualquier escritor del siglo XVIII— en que describe con cierto
detalle la masa de visitantes. Del pasaje siguiente resulta difícil imaginar un
grado considerable, en el mejor de los casos, de comunión de expectativas y
propósito, de acuerdo colectivo:
movido por la vanidad, sólo quiere ser el primero en opinar; aquél, aburrido, sólo
busca un nuevo espectáculo. He ahí uno que trata los cuadros como artículos de
comercio y sólo se interesa por ellos para estimar el precio que podrán conseguir; otro
espera simplemente que le proporcionen temas para su charlatanería. El amateur los
examina con mirada apasionada e inquieta; el ojo del pintor observa penetrante y
celoso; el del hombre vulgar resulta cómico pero estúpido Las clases modestas, acos-
tumbradas a ajustar sus gustos a los de sus amos, esperan a oír a algún noble de título
antes de dar su opinión. Y a dondequiera que se mire, se ven numerosos jóvenes
oficinistas, comerciantes y dependientes, a quienes un trabajo diario monótono y te-
dioso ha privado irremediablemente de todo sentido de la belleza. He aquí, sin em-
bargo, los hombres a quienes cada artista se ha esforzado en agradar se
La lectura de esta descripción nos recuerda el tono imperioso con que Coypel
desautorizaba al público unos cuatro decenios antes. Carmontelle no halla
ningún mérito (como veremos enseguida) en pintores como Coypel, en tanto
que éste siente lo mismo por los críticos no oficiales. Pero sus respectivas
percepciones están fundamentalmente de acuerdo. Carmontelle, es verdad,
observa con mayor penetración: la intromisión de los marchantes calculado-
res, la falta manifiesta de conexión entre las obras expuestas y el «trabajo
diario monótono y tedioso» que formaba la sensibilidad de la mayoría de los
visitantes, la pasividad y en último término el aburrimiento de los integrantes
de la dase artesanal presentes en la multitud, el aplomo autoritario si bien
ignorante del rico y del noble. Pero ambos, pintor y crítico, descubren en el
Salón una asamblea en bruto, no integrada, desalentadoramente heterogénea
en clases e intereses. Los artistas, ambos están de acuerdo, esperan en vano
algún consejo o sugerencia válida de esa multitud.
En ninguno de los numerosos escritos del siglo XVIII sobre el Salón apa-
rece salvada esta distancia; la disparidad entre un público evocado en térmi-
nos abstractos y una masa concreta de visitantes cuyo comportamiento puede
caracterizarse solamente como colección de respuestas individuales erráticas.
Carmontelle cree —cree con pasión e ira— en el nuevo papel público del
arte, y sin embargo no es capaz de descubrirlo funcionando en la realidad.
Su larga y peyorativa descripción de la escena que se desarrolla en el Salón,
I
con su toque despreciable de esnobismo, constituye un fallo sólo momentáneo
en su esfuerzo por reiterar una imagen de opinión pública coherente y cons-
ciente de su propia orientación. Como ya hemos indicado, se trata de un
momento excepcional no sólo en los escritos de este crítico, sino en toda la
literatura del periodo. En términos generales se puede afirmar que el carácter
concreto de la multitud nunca es percibido como tal.
Otra de las escasas descripciones con que contamos es, sin embargo,
especialmente interesante a este respecto en cuanto que reproduce la percep-
ción escindida de Carmontelle, si bien lo hace en una única secuencia narra-
tiva y sin sentido aparente de contradicción. La hallamos en el retrato enci-
clopédico de París de finales del siglo XVIII escrito por Louis-Sébastien Mer-
cier en su Tahleau de Paris 53 Mercier describe primero el Salón como la
imagen misma de la incoherencia, haciendo pasar ante nuestros ojos a una
INTRODUCCION
turba de gentes de baja condición que se enfrenta a los clásicos con la única
moneda común de la superstición y la cultura popular en mano:
Lo sagrado, lo profano, lo patético, lo grotesco; los cuadros ofrecen todos los temas
posibles de historia y mito, mezclados sin orden alguno; la escena es pura confusión,
y los espectadores forman una masa no menos abigarrada que los objetos que con-
templan. Un típico holgazán cree que los personajes de una escena mitológica son
santos celestiales, que Tifeo es Gargantúa, que Caronte es San Pedro, un sátiro un
demonio, y el Arca de Noé la diligencia de Auxerre.