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Stephen Haber
Stanford University
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Al menos desde mediados del siglo xix hubo intentos precoces de desarrollo
industrial en México. No obstante, la evidencia cuantitativa disponible indica
que cualquier industria que se hubiera fundado, creció a un ritmo muy
modesto. Los ingresos per cápita eran muy bajos y los mercados demasiado
aislados debido a los altos costos de transporte, lo cual impedía sostener una
manufactura moderna.
El ímpetu por la industrialización provino de la expansión del comercio
exterior. Un factor que impulsó el crecimiento del comercio exterior fue que
México se encontraba de hecho en un patrón monetario basado en la plata,
y el valor relativo de la plata respecto al oro cayó en las últimas dos décadas
del siglo xix. Como la teoría del comercio internacional predeciría, la depre-
ciación de la tasa de cambio real hizo a los productos mexicanos (minerales
industriales, plata, henequén, pieles y café) altamente competitivos en los
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ma del costo de una fábrica similar en Gran Bretaña. Todos estos desembol-
sos tenían que recuperarse, lo cual empujaba hacia arriba los costos finales
de producción.
En segundo lugar, la productividad del trabajo mexicano era inferior a
aquélla de las naciones industrialmente avanzadas, lo que aumentaba aún
más los costos de producción. La clase obrera industrial mexicana tenía sus
raíces en el campesinado; muchos trabajadores habían dejado el campo sólo
recientemente; algunos se movían alternativamente entre el campo y la
fábrica. Así las cosas, trabajaban al ritmo del campesinado, no del proletaria-
do industrial. Por esta razón, los industriales mexicanos no poseían el mismo
grado de control sobre el trabajo que tenían sus competidores en Estados
Unidos, Gran Bretaña o Alemania. Aunque ellos podían exigir que los traba-
jadores pusieran más horas de trabajo —la extensión promedio de la jornada
laboral antes de la Revolución era de 12 horas—, no podían inculcarles acti-
tudes y valores que son esenciales para la creación de la disciplina industrial.
Como los industriales europeos de los siglos xviii y xix, los dueños de fábri-
cas mexicanas se quejaban regularmente de la “pereza” de la fuerza de traba-
jo y de su propia incapacidad para obligar a los trabajadores a someterse a un
trabajo rutinizado. Evidencia cuantitativa de la baja productividad de los tra-
bajadores industriales mexicanos comparada con la de los trabajadores esta-
dounidenses o británicos, puede encontrarse en la industria textil del algo-
dón. En 1910, en los departamentos de tejido de las fábricas mexicanas cada
trabajador operaba en promedio 2.5 telares, mientras que sus contrapartes
británicos operaban 3.8 y los de Nueva Inglaterra (donde se habían introdu-
cido los telares automáticos), ocho telares. En los departamentos de hilado de
las fábricas el patrón era muy similar: 540 husos por trabajador en México,
comparados con 625 en Gran Bretaña y 902 en Nueva Inglaterra. Si se les
reduce a una sola medida de la intensidad del trabajo (equivalentes de máqui-
na por trabajador), los datos indican que las fábricas textiles mexicanas
empleaban casi el doble de trabajadores por máquina que las fábricas britá-
nicas, y más de dos y media veces más que las plantas de Nueva Inglaterra.
Cabe agregar que estas medidas probablemente sobrestiman la eficiencia de
los obreros mexicanos relativa a los de Gran Bretaña o Nueva Inglaterra, por-
que no toman en cuenta las diferencias en producto por máquina, que pro-
bablemente eran significativas.
Hasta cierto punto estas desventajas se contrarrestaban por el bajo costo
del trabajo en México. Los salarios industriales en este país eran alrededor
de la mitad de los que obtenían los obreros británicos y un tercio del que
ganaban los de Nueva Inglaterra. Pero este diferencial no era suficiente para
compensar el más elevado costo del capital, los gastos asociados con la
importación de insumos intermedios y equipo, y una productividad laboral
inferior. Los industriales textiles mexicanos calculaban en forma conservado-
ra que sus competidores de otras naciones podían vender 10% más barato
que ellos, un hallazgo que fue corroborado por un informe independiente
elaborado por el Departamento de Comercio de Estados Unidos (que calculó
la diferencia en 19%). De hecho, el estudio de Aurora Gómez (1999) sobre la
compañía textil civsa indica que las fábricas más eficientes de México eran
apenas tan productivas como la fábrica promedio en Estados Unidos. En
industrias menos intensivas de trabajo, como las de cerveza, acero, vidrio,
papel y químicos, los ahorros derivados de los menores salarios en México
habrían sido aún menores, y consecuentemente, la desventaja de productivi-
dad todavía mayor.
Una ramificación de la más baja productividad en México era la imposi-
bilidad de exportar productos manufacturados. De hecho, en 1902 el gobier-
no mexicano patrocinó un viaje de búsqueda de información al Caribe y
Sudamérica para ver si México podía comercializar allá sus artículos indus-
triales. La misión rápidamente encontró que los productos mexicanos no
eran competitivos en absoluto.
Una segunda ramificación de la baja productividad era que la industria
mexicana no habría existido sin la protección arancelaria. Las altas tarifas no
eran un fenómeno nuevo en México. Antes de 1891, sin embargo, los dere-
chos de importación no proveían protección efectiva, porque las tarifas eran
altas para todos los productos: materias primas, bienes intermedios y manu-
facturas. De esta forma, cualquiera que fuera la protección que los manufac-
tureros obtenían para los bienes que producían, se contrarrestaba por el
hecho de que sus costos aumentaban debido a los aranceles que pagaban en
los bienes intermedios y de capital importados que empleaban en la produc-
ción. Como han mostrado los estudios de Beatty (2001), Gómez (1999) y Már-
quez (2002), a partir de 1891 el gobierno mexicano diseñó un sistema tarifa-
rio con la mirada puesta en proteger a las manufacturas domésticas y
maximizar los ingresos públicos. Por una parte, el gobierno redujo las tarifas
en los productos manufacturados que México no producía. Por el otro,
aumentó los aranceles en los artículos producidos por las nuevas industrias
que se encontraban en rápido crecimiento. Las tasas aduanales en un grupo
selecto de productos eran extraordinariamente altas: 52 a 76% para la cerveza
embotellada, 55 a 87% para la tela común, y 49 a 127% para papel, para sólo
citar unos cuantos. En el curso de la década de 1890 el nivel de la protección
tarifaria disminuyó porque el arancel era específico, no ad valorem. No obs-
tante, el declive en las tarifas nominales era más que mitigado por el hecho
de que el peso se depreciaba en términos reales, lo cual proveía protección
implícita. Por el compromiso del gobierno de proteger industrias específicas,
cuando México adoptó el sistema monetario basado en el oro en 1905, aquél
revisó los aranceles hacia arriba, a fin de asegurar que las industrias favore-
cidas continuarían siendo protegidas.
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2. La Revolución de 1910
30
25
Porcentaje
20
15
10
0
1911
1901
1921
1897
1899
1903
1905
1907
1909
1913
1915
1917
1919
1923
1925
1927
1929
Fuentes: cuadro 9.4 y Haber, Razo y Maurer (2003: 110).
nas 12% en 1929, comparado con 32% en 1910. La implicación es que debió
ser muy difícil para los nuevos industriales movilizar capital de trabajo pro-
veniente del sector bancario, lo que intensificaba las ventajas financieras que
de por sí heredaron los industriales cuyas firmas databan del Porfiriato, quie-
nes podían acudir a sus antiguas redes familiares y empresariales para movi-
lizar capital.
la industria creció 9% adicional, lo que la hizo 20% más grande que en 1910.
Este aumento en la capacidad no se puede explicar como resultado del creci-
miento demográfico, pues la población mexicana era 5% más pequeña en
1921 de lo que había sido en 1910. Por último, la tasa de crecimiento de la
capacidad industrial fue más lenta en los años finales de la década de 1920.
Esto no debería sorprender, en vista de que para entonces la producción
doméstica prácticamente había eliminado las importaciones. Ahora esta
industria sólo podía crecer tan rápido como el aumento de la población o de
los ingresos lo permitieran.
Los datos que hemos recabado sobre la industria cigarrera cuentan la
misma historia. El capital nominal total invertido en la industria era de 19.5
millones de pesos en 1923. Para 1928, el capital total invertido había crecido
37%, a 26.6 millones de pesos. Estos cálculos muy probablemente subesti-
man los montos que las empresas gastaron en planta y equipo nuevos. El
número de empresas en la industria declinó de 169 en 1923 a 127 en 1928,
continuando la tendencia hacia una creciente concentración que comenzó
en la década de 1890. El equipo de capital de las empresas que fracasaban es
probable que saliera de la producción, lo que significa que la nueva inversión
neta de las empresas sobrevivientes era significativamente más alta que el
37% obtenido en el cuadro 9.2.
Las series de datos en la industria de la dinamita exhiben un patrón simi-
lar (Haber, Razo y Maurer, 2003: 166). El producto creció unas 20 veces entre
1918 y 1929. Aún más: en todos esos años, salvo uno, la dinamita producida
internamente proveyó al menos 80% del consumo nacional.
Las pautas que exhiben las industrias de textiles de algodón, cigarros,
acero, cemento y dinamita se corroboran con los datos de las exportaciones
de maquinaria industrial de Estados Unidos y Gran Bretaña a México. En el
cuadro 9.5 presentamos estimaciones del valor real de las exportaciones de
maquinaria industrial de estos países a México. Desglosamos la información
en tres categorías: maquinaria textil, maquinaria para manufactura no textil
y total.
Todas estas series indican un mismo patrón: la nueva inversión, medida
por la exportación de maquinaria industrial a México, no declinó durante los
años tempranos de la inestabilidad política. Las cifras para 1911, 1912 y 1913
indican que las tasas de inversión no eran, en promedio, muy diferentes de
lo que habían sido durante el periodo 1900-1910. En 1915, cuando los ferroca-
rriles efectivamente se cerraron para el uso civil, la nueva inversión agrega-
da representó apenas un sexto de lo que había sido apenas tres años atrás. No
obstante, las importaciones de maquinaria industrial se dispararon rápida-
mente tan pronto como la guerra civil de 1913-1916 aminoró. Para 1920, todas
las categorías de maquinaria industrial exportadas de Estados Unidos y Gran
Bretaña a México habían superado los niveles porfirianos. De hecho, durante
2
El término se refiere a gastos o inversiones realizados que son irreversibles, como por
ejemplo el costo de las excavaciones petroleras o de la instalación de plantas industriales.
Conclusiones
Referencias y bibliografía
Beatty, Edward, 2001. Institutions and Investment: The Political Basis of Industrialization
in Mexico before 1911, Stanford, Stanford University Press.
Cárdenas, Enrique, 1987. La industrialización mexicana durante la Gran Depresión,
México, El Colegio de México.
Cerutti, Mario, 1992. Burguesía, capitales e industria en el norte de México, México,
Alianza-Universidad Autónoma de Nuevo León.
Cerutti, Mario, y Carlos Marichal (eds.), 1997. Historia de las grandes empresas en Méxi-