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CONDICIONES DE COMERCIO + EL OJO DE LA ÉPOCA | PINTURA Y VIDA COTIDIANA EN EL RENACIMIENTO, MICHAEL BAXANDALL

La mejor pintura del siglo XV es depósito de una relación social y comercial, resultado de una transacción que consta de los siguientes factores:

 Un cliente -individuo en una iniciativa personal o grupo en una tarea comunal-, que encargaba un cuadro según ciertas especificaciones, lo
pagaba y le encontraba un uso. Hoy compramos cuadros hechos, confiando en el talento del pintor, pero en ése entonces la pintura era algo
demasiado importante para dejarla relegada a éste. Cuánto pagara el cliente, y cómo lo hiciera -por pie cuadrado o por los materiales y el tiempo del
pintor- resultaba en cuadros muy distintos. Sus motivos para encargar un cuadro eran:
• Poseer lo bueno.
• Mirar buenos cuadros.
• Glorificar a Dios -piedad activa-.
• Honrar a la ciudad -conciencia cívica-.
• Conmemorarse a sí mismo -o quizá autopublicitarse-.
• Gastar bien el dinero -para quien acumulaba mucha riqueza -un pecado-, gastar en cosas públicas era una retribución a la sociedad, algo
entre una donación caritativa y el pago de impuestos o contribuciones a la iglesia, y un cuadro era más barato que otras alternativas. La distinción
entre privado y público no aplica muy bien a la pintura del siglo XV, porque a menudo los encargos privados tenían funciones públicas.
* Hombres de comercio y profesionales, los príncipes y sus cortesanos, los miembros rectores en las casas religiosas.

 Un pintor, que realizaba el cuadro o al menos supervisaba su realización, normalmente empleado y controlado por una persona o un pequeño
grupo -con quien/es mantenía una relación bastante directa- hasta su terminación, cobrando por pieza. De forma más inusual, algunos pintores
trabajaban como dependientes asalariados permanentes.

 El acuerdo escrito sobre las obligaciones contractuales de ambas partes -no tipificado- que más o menos especificaba:
• Qué debía pintar el pintor -enumerando, con un dibujo, o referenciando otros cuadros-.
• Cuánto, cómo y cuándo el cliente debía pagar -usualmente una suma global en cuotas, pero si los gastos del pintor se diferenciaban de
su trabajo, el cliente ponía los materiales y pagaba sólo por su tiempo y habilidad. La suma convenida no era inflexible, y podía renegociarse-.
• Cuándo el pintor debía entregar el trabajo.
• La calidad y cantidad de los colores/materiales -solían especificarse en florines por onza el plateado, el dorado y el grado de azul
ultramarino (los más caros y difíciles de conseguir, usados para resaltar la figura de María o Cristo). Pero durante el siglo, la orientación de la
ostentación cambió, los pigmentos preciosos cedieron importancia ante el marco y la competencia pictórica del artista, y los cuadros comenzaron a
tener nombres propios. El cliente vivaz podía ‘pasar’ fondos de la calidad material a la del trabajo pidiendo fondos figurativos -a veces detallados- en
vez de dorados, o definiendo la parte/cantidad de trabajo que debía realizar el maestro en persona -más cara que la que realizaran sus asistentes-.

La destreza del maestro debía ser manifiesta para que el cuadro causara la impresión pretendida, pero los contratos no informan cuáles eran las
señas distintivas de un pincel hábil, y casi no hay registros no profesionales acerca de la respuesta pública a la pintura. Era inusual plasmar en papel
la forma habitual y cotidiana de hablar cuadros -de sus calidades y diferencias-, y lo conservado es muy desconcertante en cuanto a la correcta
interpretación de su sentido, ya que la experiencia visual del Quattrocento estaba condicionada por una cultura muy distinta a la nuestra. ¿Cómo?

El cerebro interpreta la información ocular con mecanismos natos, y con otros mecanismos que surgen de la experiencia -por eso cada uno tiene
conocimientos y capacidades de interpretación levemente distintas-, dentro de los cuales -aunque funcionen en conjunto- podemos marcar tres
factores culturalmente relativos que determinan un estilo cognoscitivo para el Quattrocento y repercuten en el estilo pictórico de la época:
• Entrenamiento en una determinada categoría de convenciones representativas: Para comprender un cuadro, el espectador debía
reconocer la convención cuyo eje es que alguien dispuso pigmentos en un plano a fin de sugerir una cierta tridimensión y recibir crédito por ello.
• Cierto tipo de habilidades interpretativas (depósito de categorías, esquemas, analogías y métodos de inferencia): Influyen en la
atención que preste el espectador al observar un cuadro, haciendo que su experiencia sea distinta a la de alguien con habilidades diferentes.
Algunas son más pertinentes que otras para entender un determinado cuadro; si las discriminaciones que éste exige coinciden con nuestra habilidad
para discriminar, dejándonos ejercer alguna que apreciamos y retribuyéndonos con un sentido de comprensión, tiende a ser de nuestro gusto. Las
competencias de las que somos más conscientes no son las que hemos absorbido en la infancia, sino las que hemos aprendido formalmente, en un
esfuerzo consciente; las que nos han sido enseñadas., con sus reglas y categorías, con una terminología y ciertos estándares establecidos.
• Una masa de información y presunciones surgidas de la experiencia general -diferente en cada uno-: Al observar un cuadro, es difícil
discernir cuánto de su acertada comprensión depende de nuestro aporte. Pero quitemos de nuestra percepción la presunción de estar viendo una
perspectiva, o el conocimiento de la historia o tema representado, y tendríamos serias dificultades en comprender un cuadro dado.

Institución italiana del siglo XV, el mirar cuadros combinaba ciertas expectativas: el poseedor esperaba habilidad; del espectador culto y educado
se esperaba que formulara apreciaciones y discriminaciones respecto a dicha habilidad -muchas veces verbalmente-, por lo que se veía obligado a
contar con palabras que fueran adecuadas. Entonces como hoy, había cultos en el interés pictórico -generalmente clientes, una pequeña parte de la
población-, pero disponían de pocos conceptos específicos, quizá al haber poca literatura al respecto y quedar librados a sus recursos generales. Sus
competencias no surgían de la pintura sino de cosas más inmediatas a su vida en sociedad, y más allá de variaciones individuales o entre grupos con
habilidades especiales -por ejemplo, por profesión-, el pintor debía dirigirse al denominador común de competencias a las que recurrirá el público
para entender ¿Cuáles eran los tipos de competencias con las que contaba una persona del Quattorcento, y como eran relevantes para la pintura?
Los cuadros eran mayormente instancias de pintura religiosa, lo que -más allá de una temática- significa que bajo un corpus maduro de teoría
eclesiástica sobre la imagen, estos cuadros existían con propósitos institucionales, tanto ayudando al espectador en actividades intelectuales y
espirituales específicas, como marcado objetivos claros que el pintor debía alcanzar en su trabajo:
*Ambas facetas se prestaban a abusos y exageraciones: el primero podía caer en la idolatría; el segundo faltar a la teología o el buen gusto pintando temas con implicaciones
heréticas, temas apócrifos, o temas oscurecidos por un tratamiento frívolo o indecoroso.
• Claridad: Para instruir de los analfabetos, que aprendían ‘leyendo’ la narración de las imágenes en un cuadro como si fueran libros.
• Memorabilidad: Para mantener activa la memoria, porque muchos no pueden retener lo que oyen, pero sí lo que ven.
• Emoción: Para excitar devoción, despertada más efectivamente por cosas vistas que por cosas oídas, al ser como estar presente.

Cualquiera podía practicar ejercicios espirituales que le exigían ‘visualizar’ las historias sagradas. ‘Visualizador’ profesional, el pintor no debía
competir sino convivir con la particularidad de la representación privada, complementando exteriormente la visión interior del espectador. Por eso,
pintaba figuras genéricas -no particularizadas-, como una base sobre la cual el público podía imponer su detalle personal. Al dirigirse el pintor a un
público ejercitado sobre los mismos asuntos, el cuadro es un complemento entre ambos, que junto al predicador y su sermón, se integraron en la
Iglesia implicándose mutuamente. El siglo XV eliminó al predicador popular de tipo medieval -gran diferencia con el siglo XVI- pero aunque podía ser
de mal gusto, éste cumplía irremplazablemente una función didáctica, instruyendo a sus congregaciones en un tipo de competencia interpretativa
central en las respuestas que evocaba la pintura. Durante el año litúrgico, un predicador recorría la mayoría de los temas que trataban los pintores, y
al relatar esos sucesos, sus sermones explicaban los cuadros -su corporización física y visual- y ayudaban a los oyentes a entenderlos, guiándolos en
las sensaciones de piedad que correspondían a cada uno. El predicador y el pintor eran el uno para el otro.
* notar la persistencia de la oralidad, en una cultura quirográfica, pero como va desarrollándose una visualidad en el espectador completando la imagen de las figuras.

La unidad efectiva de los relatos era la figura humana, cuyo carácter individual dependía no tanto de su fisionomía -como ya dijimos, resuelta por
el espectador- como de la forma en que se movía. (Cristo quedaba menos librado a la imaginación personal porque se creía tener ‘constancia’ de su
apariencia, la Virgen era menos consistente, y los santos -más allá de alguna particularidad- quedaban librados al gusto y las tradiciones del pintor).
Al no leer los rostros a la manera del siglo XV, nos perdemos de poco: la fisionomía médica era demasiado académica como recurso, y los lugares
comunes de la fisionomía popular no han cambiado mucho. Pero al no entender la relación entre movimiento del cuerpo y movimiento del alma y la
mente a la manera del siglo XV, nos perdemos de mucho: definir el estado espiritual y mental de una figura era una gran preocupación, mucho mejor
manifestada en la postura de su cuerpo y que en su rostro. Como fuentes de esa gestualidad, Leonardo da Vinci recomendaba observar oradores y
mudos -o mejor documentado, a predicadores que no exageraran y monjes que hicieran voto de silencio, con sus listas-.
*Tal clasificación demuestra que la escritura no estaba interiorizada: el pensamiento que ésta produce no existía, y la preferencia por la vista no se había desarrollado.

Y dentro del relato, la figura desempeñaba su parte por medio de la interacción con otras figuras, por medio de grupos y actitudes que el pintor
utilizaba para sugerir relaciones y acciones. Pero él no era el único practicante de este arte de agrupar; tal interés se observaba también en:
• El drama sagrado: Solía representar los mismos temas que la pintura, aunque no se sabe demasiado cómo un actor se comportaba
físicamente con otro. Pero dependía a menudo de efectos espectaculares, lo que tiene poca relación con la refinada sugestión narrativa del pintor
con unas pocas figuras inmóviles. Puede que lo que tuviera en común la interpretación teatral con los cuadros haya sido, paradójicamente, no tanto
el realismo, sino lo que nos parecen convenciones antidramáticas. Por ejemplo, las obras eran presentadas por una figura del coro, el festaiuolo -a
menudo el personaje de un ángel-, que permanecía en el escenario durante su desarrollo, mediando entre el espectador y los hechos representados;
y similares figuras, que atrapaban la vista y apuntaban a la sección central con moderación, eran utilizadas a menudo en la pintura.
• El grabado en madera ilustrando libros: Una tradición vernácula de agrupamientos y gestos exuberante que no emergía a menudo
en la pintura, mucho más discreta. Con maneras más vigorosas, vulgares y elocuentes, era un arte donde la distribución de las personas -que no
gesticulan, arremeten o hacen muecas- se apoyaba en la predisposición del espectador a elaborar relaciones tácitas con y dentro de un grupo de
personas. El problema es lo dudoso de que tengamos la predisposición para ver espontáneamente tal refinada carga de sentidos.
• La Bassa Danza: Un arte anticuado con su propia terminología teórica, donde los bailarines eran concebidos y registrados en conjuntos
de figuras dibujadas, describiendo sus movimientos tal como los vería un espectador, y compartiendo con la pintura la preocupación por los
movimientos físicos como reflejo de movimientos mentales. La sensibilidad que representa la danza suponía una competencia pública para
interpretar agrupamientos de personas, lo que habilita a los pintores a suponer una aptitud similar para la interpretación de los suyos propios

A su vez, las figuras y su entorno constaban de colores y formas complejas, en un siglo con preparación para comprender unos y otras distinta a
la nuestra. Eso es menos importante para los colores, ya que reunirlos en series simbólicas era un juego medieval aún practicado -había códigos
teológicos, elementales, astrológicos y otros-. Lógicamente se anulaban entre sí, eran limitadamente funcionales, y si no eran referenciados, no
integraban la asimilación de la experiencia visual. Eran poco útiles o importantes en la pintura, más allá de la mayor sensibilidad ante ciertos tintes.

La clase media tenía determinada habilidad matemática de la secundaria -adaptada a necesidades comerciales- cuyas dos partes principales
estaban muy vinculadas a la pintura, disponiendo especialmente al discernimiento y la apreciación de la experiencia visual que las contuviera:
• El aforo: Calcular rápida y exactamente el volumen de mercadería en envases no estandarizados era una condición del negocio, y cómo
lo hacía una sociedad es un índice de su competencia y hábitos para el análisis. En la Italia del siglo XV las cantidades se estimaban con geometría y
el número II, las mismas competencias que cualquier pintor ponía en práctica para analizar las formas que pintaba, y el público culto al entenderlas:
reduciendo masas irregulares y vacíos a combinaciones cuerpos geométricos, con una conciencia agudizada del volumen y la forma.
• La aritmética: En su centro estaba el estudio de la proporción; en una Italia llena de problemas relativos a ella, el utensilio para tratarlos
era la regla de tres, y a ella se reducía todo tipo de información. La elaboración teórica de las proporciones del cuerpo humano era algo sencillo a
nivel matemático, comparado con lo que acostumbran los comerciantes -cuya proporción geométrica era un método de conocimiento preciso de
relaciones, que permitía manejar una serie armónica, como la musical-, pero es absurdo creer que todos andaban buscando series en los cuadros.

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