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Introducción.
El continente latinoamericano discurre desde hace poco más de dos décadas por
una senda pedregosa, sufriendo lo más áspero de las imbricaciones neoliberales
importadas de los Estados Unidos, para transitar huérfano por derroteros que acabaron
por provocar tensiones en la configuración de los sistemas de producción nacionales
recientemente funcionales durante la etapa de implantación del nuevo modelo
económico a principios de los años noventa, dando paso, en consecuencia, a otros
problemas económicos y sociales graves, tales como la precariedad laboral, el
estancamiento de la economía, el desempleo rampante, la migración masiva hacia focos
de transito capitalista, el avance y retroceso de las izquierdas, etc. entre otros tantos
fenómenos.
Desde otro punto de vista, autores como Hardt y Negri parecieron dispuestos a aceptar
las proféticas palabras que clamaban el fin del imperialismo, en pos de un ente nuevo
en donde el Imperio sustituiría al imperialismo, aunque, si se entiende por imperialismo
a la red de conexiones en las que se establecen las relaciones financieras del capital
poco fue lo que se sustituyó. Sin embargo, para antes del periodo estudiado, las ideas
de Hardt y Negri apuntaban a una tesis bastante clara, la cual básicamente planteaba
que una de las principales características de los conflictos anteriores a la coyuntura fue
su condición de disputas entre potencias imperialistas de economía capitalista, disputas
que para estas fechas han pasado a un plano de atención trastocado dentro de las
tensiones del espacio global mundial (Hardt & Negri, 2005). Por tanto, el Imperio, habría
sido la forma de manifestación del poder con mayor capacidad de aglutinar fuerza
económica y política, sin embargo, ninguno de los autores consideraba a Estados Unidos
como representativo de este “Imperio”, pues tal ente se encontraría más bien —en el
supuesto escenario de descomposición de los estados nacionales— en un poder sin
territorio, es decir, integrado, pero sin pertenecer más que al mundo capitalista y no a
un puñado de fronteras, por lo que no existiría ningún núcleo representativo de aquello
que se perfilaba como Imperio global. Los racimos del poder eran los nodos de
intercambio comercial y variaban según los vaivenes de la política y la economía.
Es de esta forma, que las fuerzas del capitalismo dejaron el rastro de unas alternancias
en sus injerencias sobre el poder, cuestión que es posible apreciar través del dominio
colonial directo —que se revela por la capacidad que tiene el modelo de subvertir la
autonomía política de alguna parte de su periferia— o bien, de ciertas manifestaciones
de dominación económica que, sin embargo, permiten la práctica de la soberanía política
de aquellas naciones que han dominado. América Latina, durante la llamada etapa del
modelo primario–exportador (1830-1929), fue un buen ejemplo de una dominación
imperialista basada en mecanismos económicos, en un primer momento respecto de
Gran Bretaña, en un segundo momento respecto de los Estados Unidos.
La hegemonía del poder de los Estados unidos y las implicaciones del consenso
de Washington para Latinoamérica
Para la primera década del siglo XXI, América Latina dio muestras de una tendencia a
situar políticas gubernamentales de izquierda o centro izquierda con el fin de modificar
las construcciones antinacionales del neoliberalismo, pues más allá de las elevadas tasas
de interés, el fantasma perpetuo del equilibrio fiscal y la supuesta independencia de los
bancos centrales reptaban intereses profundos, en donde los capitales financieros
internacionales y la élite local empresarial habían pactado veladamente las aperturas
comerciales que las han beneficiado mutuamente durante los últimos 30 años.
Con estas reglas claras y difundidas durante 1989, la capacidad de maniobra de los
gobiernos de la región dejaba escaso margen a las alternativas, sin embargo, dado los
fracasos del modelo en la región y la miríada de problemáticas económicas y sociales
que fue acarreando consigo, los gobiernos sureños fueron buscando nuevas formas de
bienestar. A principios del siglo XXI, la puesta en marcha de una estrategia alternativa
de desarrollo se había transformado para Latinoamérica más en un problema político
que de tecnificación de sus mercados. De formas propias y en espacios particulares,
algunos gobiernos de la región como Bolivia, Brasil, Argentina, Uruguay y Venezuela
dieron apertura a movimientos políticos progresistas que se amparaban en fuertes
presiones sociales, que estallaban con relativa frecuencia en sus territorios, dando pie a
la creación de modelos de proyectos económicos alternativos, los cuales, al mismo
tiempo, pretendían cambiar sustancialmente desde el gobierno su idea de desarrollo.
Un ejemplo comparativo adecuado a la situación que vivió Latinoamérica a fines del siglo
XX y principios del XXI fue el sufrido por la región durante las décadas de 1930 y 1940,
en aquellos años de incipientes inercias en la implantación de proyectos nacionales de
desarrollo que fueran capaces de impulsar los procesos necesarios de industrialización
por sustitución de importaciones fueron los gobiernos de Vargas en Brasil, Lázaro
Cárdenas en México, Perón en Argentina o Haya de la Torre en Perú, todos los cuales
eran opuestos a las oligarquías, pues sus búsquedas, a pesar que representaban a las
emergentes burguesías urbanas, también aglutinaban bajo sus consignas a varias
organizaciones campesinas y populares de trabajadores. Bajo su dirección el modelo de
sustitución de importaciones no era en sí mismo inviable, ni se “agotó” solamente por
razones económicas y por sus contradicciones, pues sus “obstáculos fueron
eminentemente de tipo político”, pues según planteaba a continuación “Durante la
década de los sesenta y setenta se había conformado una oligarquía muy distinta a del
modelo primario-exportador, estructuralmente vinculada a las empresas trasnacionales
y al capitalismo financiero internacional por la vía de la deuda externa. A esas alturas,
el proyecto nacional de desarrollo que había sido impulsado por los regímenes
progresistas de los años cuarenta y cincuenta, había sido prácticamente abandonado por
las nuevas elites” (Guillén, 2007).
En resumen, es bastante probable que esta profunda división entre los acercamientos
que América latina tuvo durante los primeros años del siglo XXI a la construcción de
modelos de desarrollo alternativos a los orquestados desde Washington sea
precisamente explicable desde los intentos de integración económica intrarregionales.
Los regímenes de izquierda de la zona sean catalogados con la etiqueta que sean,
comenzaron a dejar claras unas posturas divisorias que quedaron claras desde la cumbre
de ALCA de Mar del Plata en noviembre de 2005, en donde según los dichos de (Guillén,
2007), se puso término definitivo al plan de integración propuesto por los Estados Unidos
cuando Washington se negó a discutir un tema fundamental para los demás gobiernos,
que fue el caso de los subsidios agrícolas.
Entre los aciertos de la porfía del bloque sureño es posible signar algunos elementos
muy importantes para explicar las disrupciones hegemónicas de los Estados Unidos, pues
entre otros elementos se destacaron cuestiones como; La ampliación del MERCOSUR con
la incorporación de Venezuela, y el futuro de Bolivia y Ecuador fortaleciendo un bloque
comercial fuerte, la creación de la Alternativa Bolivariana de las Américas, ALBA,
integrada inicialmente por Cuba y Venezuela, y a la cual, se incorporaron recientemente
Bolivia y Nicaragua, y mediante la cual se establecen nuevas formas de cooperación
solidaria entre pueblos y Estados, para resolver acuciantes problemas sociales en el
terreno de la salud, la educación, la eliminación del analfabetismo, etc. importantes
planes de integración para la solución energética de los problemas de Sudamérica, la
idea de fundación de un Banco del sur, que por esos años se fundamentó en una
creciente irrelevancia del FMI, organismo con el que varios de los países impulsores del
Banco del sur ya habían liquidado sus deudas.
Si bien estas primeras disrupciones no dieron los frutos esperados, si fueron causa
suficiente de las manifiestas contradicciones a las que se veía sujeta la hegemonía de
los Estados Unidos para la región latinoamericana, pues, en los albores de una convulsa
situación mundial —guerras sucesivas en Irak y Afganistán, inestabilidades regionales
causadas por la llamada “primavera árabe”, discusiones geopolíticas en las zonas de
influencia norteamericana, y un largo etcétera, dieron facilidad de escenario a los
problemas que los Estados Unidos tenían en su “patio trasero”.
Pero, más allá de las facetas del problema hegemónico que tiene los Estados Unidos en
Latinoamérica, la discusión de fondo es precisamente por qué se producen tales rupturas
en el tutelaje que ejerce un poder como el del norte en el mundo y en la región y cuáles
fueron sus espinosas aristas económicas y sociales al interior de los países
latinoamericanos.
Para Alain Turaine, sin embargo, las implicaciones del estado caótico de la situación
mundial radican más bien en un cambio en su vocabulario, un cambio casi ontológico en
los significados de lo que era la economía y lo que era la guerra. Las explicaciones
economicistas no bastarían para representar todo el vuelco social repentino y
contradictorio al que se han sometido las relaciones de poder en ciertas regiones del
planeta, para el autor francés, el momento en que se “esperaba el triunfo de la sociedad
civil” dio paso por el contrario a un “choque entre conjuntos político-religiosos”
provocando una situación de máxima tensión que hoy por hoy domina el mundo entero
(Touraine, 2006). Sea o no una cuestión de representaciones y confusos gambitos de
influencia y poder lo cierto es que la situación solo parece tener una cara sencilla de
definir. El caos producto de las tensiones y acomodamientos del temblor hegemónico
que está viviendo el mundo.
Para Cox, por ejemplo, el concepto de hegemonía se asienta sobre bases nacionales, no
siendo capaz de materializarse en ninguna de sus múltiples formas si “al interior de
aquella nación líder el “bloque dominante”, es decir, las clases y grupos que ejercen el
poder en el seno de la formación social de esa potencia, no la tienen en el espacio
nacional” (Cox, 1983). Siguiendo al autor, la hegemonía mundial no es otra cosa que la
prolongación de los trasvases nacionales conflictivos al espectro internacional, pues por
más empequeñecidos que se encuentren los estados nacionales en el teatro de la
mundialización de intereses privados, son aun capaces de establecer pautas
hegemónicas de fuerza y consenso, la globalización sería uno de los medios principales
que utiliza la potencia hegemónica estadounidense para preservar su liderazgo y poder,
en un escenario que le es adverso (Cox, 1983).
Durante los primeros años del siglo XXI la evidente falta de fuste de los Estados Unidos
para mantener la primacía en el acelerado proceso de mundialización dio señales
alarmantes en campos en los que el largo periodo de posguerra y los años felices de
1989-1998 no habían sido discutidos a los norteamericanos. Desde principios del
presente siglo, es en los países emergentes donde se procesa la competencia entre los
principales capitales financieros del mundo. Hace diez años atrás ya no era posible
apreciar las ventajas de los Estados Unidos en materia de producción o el control de los
sectores de innovación científica o tecnológica. La competencia internacional —
fomentada paradójicamente por el neoliberalismo exportado desde Washington al
mundo— ha conseguido que nuevas potencias industriales en Asia como China, India,
Corea del Sur, Taiwán y Singapur, sean capaces de posicionarse a nivel global como
alternativas de desarrollo de capitales e intercambios en toda una red planetaria.
Tal y como Arrighi ha planteado, Estados Unidos —de manera parecido a como lo hicieron
los británicos en el periodo entreguerras— ha sido capaz de utilizar continuamente si
influencia monetaria y financiera para mantener el estatus de primado por sobre otras
naciones pujantes que poco a poco van configurándose en rivales. Como principal
impulsor de los procesos globales de mercado, Estados Unidos ha sufrido los altos costos
de que la maquinaria financiera impone sobre sus conductores, esto es la irrefrenable
caída del dólar y el incremento sustantivo de la deuda externa del país (Arrighi, 2001).
Así, tal y como lo han hecho todos sus predecesores hegemónicos, los Estados unidos
pecaron de mantener una visión miope de la economía, pues tal y como señala
Georgescu-Roegen al coger el testimonio en “La ley de entropía y el proceso económico”
la mayoría de estas naciones o potencias hegemónicas plantean su percepción
económica desde el sistema mismo—independientemente de su idea para el modelo de
funcionamiento económico, enfatizando las relaciones y comuniones de alternancia
entre los elementos que la integran, sin establecer valor alguno para los elementos
exógenos de la economía, es decir, el permanente papel de la naturaleza para el
funcionamiento del sistema mismo (Georgescu-Roegen, 1996). Lamentablemente entre
los diferentes elementos que Georgescu-Roegen plantea para explicar estas
implicaciones o cegueras, la mentalidad “material” subyacente en lo profundo del circuito
mismo es responsable de su disociación de los elementos exógenos mencionados, y —
ahora en consideración personal—a la vez, responsable de que la definición de una nueva
hegemonía en el mundo pase por la necesaria definición de la hegemonía monetaria.
De este modo, cuando Villarroel habla sobre la ecosofia de Guittiari, se refiere a aquel
cambio de integración entre los conocimientos que puedan asegurar la supervivencia
humana en un todo armónico con la naturaleza, mediada a su vez por una ética social
inclusiva y pluralista en la búsqueda de un bien común que considere no solo al ser
humano sino también a la naturaleza y las relaciones que se desarrollan entre ambos
(Villarroel, 2006).
Las confrontaciones y tensiones relacionales en el eje Norte-Sur, vistas desde este lente
integrador Hombre-naturaleza-técnica, no dejan de ser decidoras de una manera de
establecer los discursos. Pues no es coincidencia que las necesidades de la biosfera se
posterguen y mueran en los papeles de los acuerdos medio ambientales firmados en el
hemisferio norte (a excepción de la cumbre de Rio de Janeiro), ni que las emisiones de
gases de los titanes industriales se mantengan tan altas como al margen sus líderes de
los acuerdos globales.
Así, desde el complejo escenario de los diez años transcurridos entre 1998 y 2008 —tal
y como fue posible apreciarlo durante las guerras de Irak y Afganistán—, los sinuosos
aspectos de unos combates del imperialismo norteamericano contra en Eje del mal o,
bien entendidos como una nueva y paradójica ejemplificación del conflicto entre
civilizaciones, fueron construcciones deformadas de un espíritu que realmente pretendió
establecer nuevas definiciones de poder en el mapa político de las diferentes regiones
en disputa. Las resistencias a las formas alternativas de desarrollo que vinieron entonces
fueron catalogadas desde la metrópoli norteamericana para la región latina como
fundamentalismo, populismo, narcopoder o derechamente dictadura, a fin de establecer
un discurso por oposición a las directrices establecidas por un Washington ya incapaz de
mantener demasiados frentes abiertos y salir indemne —que no victorioso— de todos
los conflictos en los que intervenía.
En un cuadro como el que se planteaba en la primera década del año 2000, una caída
continua de la hegemonía de los Estados Unidos seguida de un proceso de disolución de
su liderazgo consensual era altamente probable y, hoy por hoy, tal idea parece estar
obteniendo carta de legitimidad. Como ha señalado Wallerstein el futuro de la pugna
hegemónica sería sumamente incierto, pues nuestro tiempo estaría Caracterizado por
un Caos sistémico (Wallerstein, 2005).
En este sentido, el poder que han estado amasando las empresas transnacionales como
representantes de un brazo fortalecido de multitud de agentes privados ante los
diferentes gobiernos en los que se localizan sus sedes o se realizan sus intercambios
mercantiles y financieros, además de ciertos intereses compartidos por las elites de las
potencias imperialistas, no habrían sido como consideraron entonces Fukuyama o Hardt
y Negri, el fin del imperialismo, ni el arribo al Imperio, para dar forma a una etapa
novedosa y posthistórica, caracterizada por la paz y la armonía. La existencia de un
poder global en ciernes no implica tampoco el fin de los Estados nacionales, ni la
eliminación de contradicciones entre las grandes potencias capitalistas, ni mucho menos
la solución de las contradicciones entre los centros y las periferias, ostensibles en los
últimos años.
Sin embargo, definir los límites de este “poder global” es algo complejo y a la larga
carece de sentido práctico, pues parece difícil aceptar como señala Negri, la equiparación
de estos agentes privados de la globalización a entes independientes de los estados que
los hospedan (Negri, 2003). Los territorios con ventajas fiscales conocidos como offshore
o paraísos fiscales, son un efecto más de los nodos de la mundialización y no el fruto de
atomización de los poderes soberanos nacionales.
Estos Estados de la periferia, como son por ejemplo los latinoamericanos, no han
desaparecido; siguen teniendo el control sobre sus territorios y sobre la gestión de su
fuerza de trabajo y ejercen, dentro de límites cada vez más estrechos, una política
económica, sea fiscal, monetaria o de cambio, que todavía resulta compatible e
identificable a los intereses que buscan emparejarse con la globalización neoliberal.
Es claro que el tránsito al modelo neoliberal en América Latina fue posible por una
recomposición del bloque de poder dominante, en la que confluyeron los intereses del
capital financiero internacional, las empresas transnacionales y los grupos internos que
reconvirtieron sus empresas hacia el mercado externo, dando forma a un entramado de
intereses, entre el capital financiero globalizado del hegemon estadounidense y las élites
internas de América Latina. Ambas buscaban con la globalización una salida de la crisis
y un nuevo campo de acumulación para sus capitales. Sin embargo, ante las puertas de
una nueve crisis orgánica, el capitalismo imperante en América latina podría adoptar,
según Atilio Boron, las formas de una dominación violenta. Ya hay ejemplos de ello para
el autor en los años de 1970, en donde el capitalismo habría tomado formas autoritarias
de ejercer a través de las élites el tutelaje de la sociedad, estableciéndose política y
económicamente en el aparato estatal, en donde no se habrían podido tomar soluciones
a los problemas sociales a causa de las corrupciones operantes entre quienes tomaban
entonces las decisiones (Boron, 2003).
Esta situación, que se fue acrecentando durante los años transcurridos entre 2001 y
2008 evidenciaron en los Estados Unidos algo que Piketty ya señalo en su análisis sobre
la desaceleración económica norteamericana y la responsabilidad de la desigualdad
social en el estallido de la crisis financiera de 2008. Para el autor, el problema de la
diferencia de los ingresos sería un espejo de los problemas sistémicos de la
mundialización en la medida que no se implemente lo que él llama una “redistribución
moderna” (Piketty, 2013-2014), cuestión que no consiste claramente en una
transferencia explicita de ingresos del porcentaje más rico al más pobre, sino en la
capacidad de financiación del percentil más rico de los servicios públicos especialmente
en las áreas de la salud, la educación y las pensiones. Para Piketty, la redistribución
moderna está construida en torno a una lógica de los derechos y el principio de igualdad
de acceso a un determinado número de bienes considerados como fundamentales
(Piketty, 2013-2014). Sin embargo, Según los informes de la CEPAL, estas políticas no
serían ya capaces de refrenar los embates más duros de uno de los elementos más
volubles en las mediciones que permiten determinar los niveles de desarrollo de los
países latinoamericanos, es decir, la pobreza.
Según el organismo con sede en Santiago, las variaciones de las tasas de pobreza
pueden ser analizadas en función de la contribución de dos elementos: el crecimiento
del ingreso medio de las personas al que se le asocia el nombre de efecto crecimiento y,
los cambios en la forma en que se distribuye este ingreso, también llamado efecto
distribución. En el escenario de los diez años transcurridos entre 1998 y 2008 se observa
una disminución de la pobreza y la pobreza extrema o indigencia, aunque no una caída
abrupta. Para 1999, por ejemplo, los indicadores de pobreza para la región marcaron
43,8% y se incrementaron en una decima en los cuatro años siguientes, finalizando en
43,9% en 2002. No hay datos testimoniales para los años 2000 y 2001. Ya luego se
observa un declive paulatino de los índices de pobreza hasta desembocar en los 33,5%
en 2008 (CEPAL, 2014). Esto podría ser indicativo, que, para los diez años de empuje
de las izquierdas progresistas y sus alternativas de desarrollo en América latina, se
consiguió avanzar en materia de amortiguamiento de las brechas sociales y económicas
en por lo menos 10 puntos porcentuales en un periodo de diez años. Pero no bajar de la
barrera de un tercio de población pobre sigue siendo un numero demasiado alto.
Bibliografía
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