Está en la página 1de 17

Disrupciones económico-sociales en la hegemonía del poder de Estados Unidos

y sus manifestaciones en América latina 1998-2008.

Por Carlos Martínez Huerta

Introducción.

El continente latinoamericano discurre desde hace poco más de dos décadas por
una senda pedregosa, sufriendo lo más áspero de las imbricaciones neoliberales
importadas de los Estados Unidos, para transitar huérfano por derroteros que acabaron
por provocar tensiones en la configuración de los sistemas de producción nacionales
recientemente funcionales durante la etapa de implantación del nuevo modelo
económico a principios de los años noventa, dando paso, en consecuencia, a otros
problemas económicos y sociales graves, tales como la precariedad laboral, el
estancamiento de la economía, el desempleo rampante, la migración masiva hacia focos
de transito capitalista, el avance y retroceso de las izquierdas, etc. entre otros tantos
fenómenos.

Así, considerando estos planteamientos para el periodo inmediatamente anterior y


posterior al fin del siglo XX, Las disrupciones del proceso de declinación hegemónica del
imperialismo de los Estados Unidos fueron enquistadas en el devenir latinoamericano a
través de elementos polivalentes y de alcances todavía sin determinar.

Como se ha dicho, a comienzos del siglo XXI las intervenciones militares


norteamericanas en medio oriente y el especial énfasis geopolítico hecho en Irak por el
gobierno de George W. Bush, signaron definitivamente el parto de unas nuevas
manifestaciones en las relaciones internacionales de poder. Ya para el año de 1989,
junto al estrépito de la caída del muro de Berlín, las ideas de un mundo sostenido por
los anchos e inabarcables hombros de un Atlas capitalista cobraron un renovado vigor.
El colapso del socialismo real de los soviéticos fue para algunos de los más influyentes
analistas, pensadores y académicos —generalmente de derecha— el momento en que
se aseguraba un tránsito sin sobresaltos hacia una globalización de las relaciones de
producción pacífica y sin las contradicciones anteriores a la conformación de los bloques
que polarizaban con anterioridad al mundo. Una formación armónica regida por el
mercado.
Las explicaciones más optimistas de muchos empresarios mundiales indicaban que solo
era necesario destrabar las restricciones estatales al comercio y a la libre circulación de
capitales, para que el milagro de la globalización del mercado obrara su magia. El fin de
las disputas nacionales debía ser por tanto el signo último de la triunfante entrada de
los países del segundo y el tercer mundo a la bonanza de una globalización pacífica.

El augurado bienestar se fue ensanchando en los años de 1990 en adelante por un


constante incremento de la ya pujante economía de los Estados Unidos, la relativamente
aceptada paz mundial —probablemente olvidando u obviando los conflictos militares en
los Balcanes y los interétnicos africanos como el de Ruanda— y aquella “nueva” forma
de resolver los conflictos que fue —en palabras de Wallerstein— el multilateralismo
blando de Clinton en todo lo concerniente a las riendas de la política exterior
norteamericana (Wallerstein, 2005).

Desde otro punto de vista, autores como Hardt y Negri parecieron dispuestos a aceptar
las proféticas palabras que clamaban el fin del imperialismo, en pos de un ente nuevo
en donde el Imperio sustituiría al imperialismo, aunque, si se entiende por imperialismo
a la red de conexiones en las que se establecen las relaciones financieras del capital
poco fue lo que se sustituyó. Sin embargo, para antes del periodo estudiado, las ideas
de Hardt y Negri apuntaban a una tesis bastante clara, la cual básicamente planteaba
que una de las principales características de los conflictos anteriores a la coyuntura fue
su condición de disputas entre potencias imperialistas de economía capitalista, disputas
que para estas fechas han pasado a un plano de atención trastocado dentro de las
tensiones del espacio global mundial (Hardt & Negri, 2005). Por tanto, el Imperio, habría
sido la forma de manifestación del poder con mayor capacidad de aglutinar fuerza
económica y política, sin embargo, ninguno de los autores consideraba a Estados Unidos
como representativo de este “Imperio”, pues tal ente se encontraría más bien —en el
supuesto escenario de descomposición de los estados nacionales— en un poder sin
territorio, es decir, integrado, pero sin pertenecer más que al mundo capitalista y no a
un puñado de fronteras, por lo que no existiría ningún núcleo representativo de aquello
que se perfilaba como Imperio global. Los racimos del poder eran los nodos de
intercambio comercial y variaban según los vaivenes de la política y la economía.

De este modo y siguiendo a Wallerstein, la característica principal de toda economía-


mundo es la existencia de un centro y una periferia regidas por las tensiones regulares
a las que son sometidas y, que al ser constitutivas de una estructura en la acepción
braudeliana del concepto, conformarían un constructo mensurable (Wallerstein, 2005).
Entre centros y periferias existen relaciones comerciales, de inversión y financieras
basadas en la dominación de los primeros sobre los segundos. Esto fue así desde el
distante periodo en el que las poderosas ciudades estado de la cuenca mediterránea
señoreaban las aguas y los mercados y, también, en las relaciones posteriores entre
Europa y el resto de su imperio, donde las metrópolis europeas dejaron sentir su fuerza
colonizadora sobre los nuevos territorios del sudeste asiático y América en general.

Es de esta forma, que las fuerzas del capitalismo dejaron el rastro de unas alternancias
en sus injerencias sobre el poder, cuestión que es posible apreciar través del dominio
colonial directo —que se revela por la capacidad que tiene el modelo de subvertir la
autonomía política de alguna parte de su periferia— o bien, de ciertas manifestaciones
de dominación económica que, sin embargo, permiten la práctica de la soberanía política
de aquellas naciones que han dominado. América Latina, durante la llamada etapa del
modelo primario–exportador (1830-1929), fue un buen ejemplo de una dominación
imperialista basada en mecanismos económicos, en un primer momento respecto de
Gran Bretaña, en un segundo momento respecto de los Estados Unidos.

La hegemonía del poder de los Estados unidos y las implicaciones del consenso
de Washington para Latinoamérica

La aparición de un poder global en el escenario mundial de las relaciones de las


redes de intercambio y sus directrices de funcionamiento que parecen coincidir con los
intereses de las empresas transnacionales en muchos aspectos no fueron, sin embargo,
capaces de suprimir las contradicciones que desde 1998 han florecido entre los estados
soberanos, ni menos esfumaron la hegemonía estadounidense en la región
latinoamericana o la lucha de los Estados Unidos contra las otras potencias planetarias
para asumir el “liderazgo” en la hegemonía mundial. Como señala Guillén “Desde sus
orígenes, la economía-mundo capitalista, ha funcionado a través de un hegemon que
dirige, regula y organiza el sistema en su conjunto” (Guillén, 2007).

Al amparo de estas ideas, los intentos obstinados de Latinoamérica por sacudirse el


tutelaje norteamericano dieron cuenta de un momento histórico crucial, en donde los
estados nacionales latinoamericano estaban —en palabras de Noam Chomsky—
“reafirmando su independencia” (Chomsky, 2007), cuestión que sería posible apreciar
según Guillén en tres elementos destacados: por un lado, está la aplicación de
estrategias internas de desarrollo alternativas, por otro la construcción de nuevos
“bloques de poder” y formas de democracia avanzada y finalmente unos sustantivos
avances en el proceso de la integración económica y política latinoamericana (Guillén,
2007).

Para la primera década del siglo XXI, América Latina dio muestras de una tendencia a
situar políticas gubernamentales de izquierda o centro izquierda con el fin de modificar
las construcciones antinacionales del neoliberalismo, pues más allá de las elevadas tasas
de interés, el fantasma perpetuo del equilibrio fiscal y la supuesta independencia de los
bancos centrales reptaban intereses profundos, en donde los capitales financieros
internacionales y la élite local empresarial habían pactado veladamente las aperturas
comerciales que las han beneficiado mutuamente durante los últimos 30 años.

El plan —orquestado por el británico John Williams— para Latinoamérica llamado el


Consenso de Washington, no hizo otra cosa que sentar los diez postulados basales que
servirían desde entonces como pivotes de la implantación económica neoliberal para la
región. Cuestión que no solo vino a representar unas condiciones para ayuda financiera
de los dos entes internacionales capaces de otorgar crédito con asiento en Washington,
como son el FMI (Fondo monetario internacional) y BM (banco mundial) —sin mencionar
al departamento del tesoro de los Estados unidos que, dicho sea de paso, también se
asienta en la capital norteamericana—, sino que también significa un compromiso
dogmático de adhesión a unos postulados para el funcionamiento del mercado en
sincronía con las políticas neoliberales ya en marcha. El establecimiento de los centros
y sus periferias sujetas a control económico quedaba por tanto establecido
tempranamente en 1989 con este acuerdo.

Los mencionados pivotes del consenso de Washington fueron, de manera resumida; la


implantación de una disciplina fiscal, en cuanto a reducir y evitar grandes déficits en las
cuentas públicas, la focalización del gasto público en subsidios dirigidos a los más pobres
—incluidos aquellos destinados a la salud primaria y a la educación escolar— y en
infraestructura, descartando subsidios universales, la ampliación de la base tributaria,
con el fin de aplicar un impuesto al valor agregado y reducir las tasas marginales del
impuesto a la renta, capacidad para situar tipos de cambio competitivos a nivel global,
permitir la apertura del mercado nacional al comercio internacional, con particular
énfasis en la eliminación de las restricciones no arancelarias a las importaciones y en la
aplicación de aranceles bajos y parejos, políticas públicas orientadas a la participación
de la inversión extranjera directa, realizar un ejercicio continuo para la privatización de
empresas públicas, destrabar las reglamentaciones de los mercados, fomentando así la
libre competencia, dando margen únicamente a las regulaciones prudenciales de los
mercados financieros y las políticas medioambientales, liberalización de las tasas de
interés y por ultimo situar certezas jurídicas a la hora de establecer los derechos de
propiedad (Morandé, 2005).

Con estas reglas claras y difundidas durante 1989, la capacidad de maniobra de los
gobiernos de la región dejaba escaso margen a las alternativas, sin embargo, dado los
fracasos del modelo en la región y la miríada de problemáticas económicas y sociales
que fue acarreando consigo, los gobiernos sureños fueron buscando nuevas formas de
bienestar. A principios del siglo XXI, la puesta en marcha de una estrategia alternativa
de desarrollo se había transformado para Latinoamérica más en un problema político
que de tecnificación de sus mercados. De formas propias y en espacios particulares,
algunos gobiernos de la región como Bolivia, Brasil, Argentina, Uruguay y Venezuela
dieron apertura a movimientos políticos progresistas que se amparaban en fuertes
presiones sociales, que estallaban con relativa frecuencia en sus territorios, dando pie a
la creación de modelos de proyectos económicos alternativos, los cuales, al mismo
tiempo, pretendían cambiar sustancialmente desde el gobierno su idea de desarrollo.

En la medida que estas ideas nacionales se diferenciaban lo suficiente de los


“socialismos” se hacía evidente la necesidad de construir una democracia avanzada, es
decir, participativa, que fuese capaz de garantizar lo que en palabras de Lebowitz debía
ser una alternativa que fuera “más allá del capital” (Lebowitz, 2007).

La antojadiza división que en ocasiones se ha pretendido establecer entre las izquierdas


de América Latina, situando los bloques de “progresistas” o “neodesarrollistas” (Guillén,
2007) para los bloques de Chile, Brasil y Uruguay por un lado y, a los anticapitalistas de
Venezuela, Bolivia y Ecuador por otro, han tendido a desvirtuar el real problema por el
que atravesó la región a principios de siglo, cuestión que podría explicar el vaivén del
que son eco sus gobiernos casi diez años después.

Un ejemplo comparativo adecuado a la situación que vivió Latinoamérica a fines del siglo
XX y principios del XXI fue el sufrido por la región durante las décadas de 1930 y 1940,
en aquellos años de incipientes inercias en la implantación de proyectos nacionales de
desarrollo que fueran capaces de impulsar los procesos necesarios de industrialización
por sustitución de importaciones fueron los gobiernos de Vargas en Brasil, Lázaro
Cárdenas en México, Perón en Argentina o Haya de la Torre en Perú, todos los cuales
eran opuestos a las oligarquías, pues sus búsquedas, a pesar que representaban a las
emergentes burguesías urbanas, también aglutinaban bajo sus consignas a varias
organizaciones campesinas y populares de trabajadores. Bajo su dirección el modelo de
sustitución de importaciones no era en sí mismo inviable, ni se “agotó” solamente por
razones económicas y por sus contradicciones, pues sus “obstáculos fueron
eminentemente de tipo político”, pues según planteaba a continuación “Durante la
década de los sesenta y setenta se había conformado una oligarquía muy distinta a del
modelo primario-exportador, estructuralmente vinculada a las empresas trasnacionales
y al capitalismo financiero internacional por la vía de la deuda externa. A esas alturas,
el proyecto nacional de desarrollo que había sido impulsado por los regímenes
progresistas de los años cuarenta y cincuenta, había sido prácticamente abandonado por
las nuevas elites” (Guillén, 2007).

En resumen, es bastante probable que esta profunda división entre los acercamientos
que América latina tuvo durante los primeros años del siglo XXI a la construcción de
modelos de desarrollo alternativos a los orquestados desde Washington sea
precisamente explicable desde los intentos de integración económica intrarregionales.

Los regímenes de izquierda de la zona sean catalogados con la etiqueta que sean,
comenzaron a dejar claras unas posturas divisorias que quedaron claras desde la cumbre
de ALCA de Mar del Plata en noviembre de 2005, en donde según los dichos de (Guillén,
2007), se puso término definitivo al plan de integración propuesto por los Estados Unidos
cuando Washington se negó a discutir un tema fundamental para los demás gobiernos,
que fue el caso de los subsidios agrícolas.

Desde aquel desencuentro, el proceso de común acuerdo no ha visto la luz de la


concordia y ha llevado a los gobiernos latinoamericanos por derroteros propios. Por una
parte, el bloque norte compuesto por México, Canadá y gran parte de los países
centroamericanos y caribeños, deseosos de seguir el tutelaje económico norteamericano
pretendieron establecerlos acuerdos bilaterales óptimos para las condiciones que
Estados Unidos fijaba, a fin de acceder al mercado de la potencia norteña e impulsar su
economía y empleo.
Por otro lado, los países del MERCOSUR junto con Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador
decidieron entonces enfatizar los empujes definitivos a aquellos programas que
pretendieron reforzar el proceso de integración entre países del sur —dislocando el eje
norte-sur habitual— y realizando importantes esfuerzos en materias multilaterales para
el comercio con potencias asiáticas como China e India.

Tal situación, produjo de manera innegable un lineamiento de naciones al tutelaje de los


Estados Unidos, provocando una división en Latinoamérica en el eje ALCA-MERCOSUR
que llevo a encausamientos e intentos de resolución de problemas regionales de manera
aislada y destinados al fracaso.

Entre los aciertos de la porfía del bloque sureño es posible signar algunos elementos
muy importantes para explicar las disrupciones hegemónicas de los Estados Unidos, pues
entre otros elementos se destacaron cuestiones como; La ampliación del MERCOSUR con
la incorporación de Venezuela, y el futuro de Bolivia y Ecuador fortaleciendo un bloque
comercial fuerte, la creación de la Alternativa Bolivariana de las Américas, ALBA,
integrada inicialmente por Cuba y Venezuela, y a la cual, se incorporaron recientemente
Bolivia y Nicaragua, y mediante la cual se establecen nuevas formas de cooperación
solidaria entre pueblos y Estados, para resolver acuciantes problemas sociales en el
terreno de la salud, la educación, la eliminación del analfabetismo, etc. importantes
planes de integración para la solución energética de los problemas de Sudamérica, la
idea de fundación de un Banco del sur, que por esos años se fundamentó en una
creciente irrelevancia del FMI, organismo con el que varios de los países impulsores del
Banco del sur ya habían liquidado sus deudas.

Si bien estas primeras disrupciones no dieron los frutos esperados, si fueron causa
suficiente de las manifiestas contradicciones a las que se veía sujeta la hegemonía de
los Estados Unidos para la región latinoamericana, pues, en los albores de una convulsa
situación mundial —guerras sucesivas en Irak y Afganistán, inestabilidades regionales
causadas por la llamada “primavera árabe”, discusiones geopolíticas en las zonas de
influencia norteamericana, y un largo etcétera, dieron facilidad de escenario a los
problemas que los Estados Unidos tenían en su “patio trasero”.

Las disrupciones económicas y sociales de los Estados Unidos y sus nichos de


discusión.
Desde la perspectiva de Burke, el “cambio social” es un concepto un tanto ambiguo para
explicar la magnitud de los cambios a los que hace referencia. Su estrechez para referirse
a la estructura social es diametralmente opuesta a su amplio sentido para referirse a los
cambios que pueden suscitarse en otras dimensiones de la historia del ser humano
(Burke, 2007). El análisis de las disrupciones hegemónicas es, por tanto, indicadores
válidos para explicar los cambios de las sociedades en sus múltiples dimensiones sin la
necesidad, de confinar el proceso de entendimiento a un tipo determinado de modelo
explicativo, sea este lineal, cíclico, jerárquico o estructural. Así, situar el problema
hegemónico de los Estados unidos en el mundo y en Latinoamérica, resulta revelador
para intentar comprender y buscar explicar a la vez, sus alcances pluridimensionales en
el Caosmos interrelacionar en el que se desenvuelven los estados hoy en día.

Pero, más allá de las facetas del problema hegemónico que tiene los Estados Unidos en
Latinoamérica, la discusión de fondo es precisamente por qué se producen tales rupturas
en el tutelaje que ejerce un poder como el del norte en el mundo y en la región y cuáles
fueron sus espinosas aristas económicas y sociales al interior de los países
latinoamericanos.

Es factible definir la hegemonía de un Estado por sobre los demás en un sistema de


Estados nacionales, como aquella apropiación sin parangón sobre el poder que es capaz
de manifestarse por medio tanto de la coerción o el consenso. Siendo habitualmente una
combinación sistemática de ambos elementos, más que el uso activo de uno por sobre
otro. En este sentido, se explica que este país “líder” es capaz de aplicar por medio de
la coacción respuestas violentas a ciertas situaciones, si resulta imperioso torcer el curso
interno de los procesos regionales cuando sus intereses se ven afectados y, a la vez, La
hegemonía implica que su liderazgo, al ser reconocido por los otros miembros del
sistema facilita y sitúa el tutelaje en el orden de la jerarquía por aceptación. Para Amir
Samin, las políticas de intervención de los Estados Unidos obedecen precisamente a esta
lógica hegemónica en decadencia y por tanto pretendieron para el periodo de 1998-2008
establecer unas bases geopolíticas susceptibles de ser defendidas en el futuro, así su
proyecto, habría consistido en “establecer un control militar sobre la totalidad del
planeta” (Samir, 2010). La región del oriente medio fue por tanto la escogida por los
intereses gubernamentales de los Estados Unidos para ser la región de “primer impacto”
por cuatro razones fundamentales establecidas por Samin en “Escritos para la
transición”.
En primer lugar, la región intervenida contenía los recursos petrolíferos más abundantes
del planeta, su control directo por parte de las fuerzas armadas de Estados Unidos
concedería a Washington una posición privilegiada y pondría a sus aliados —Europa y
Japón— y a sus rivales eventuales (como China) en una incómoda situación de
dependencia en términos de aprovisionamiento energético. Luego, al estar situada en
una encrucijada geopolítica crucial desde el mundo antiguo facilitaba de manera
ejemplificadora el ejercicio de amenazas permanentes a las potencias emergentes como
Rusia, China y la India. El estado, propiamente tal, atravesaba por un momento de
debilidad y confusión que permitió al agresor asegurarse una fácil victoria, al menos a
corto plazo y, finalmente, en esa zona Estados Unidos dispone de un aliado incondicional,
Israel, poseedor de armas nucleares. Al seguir esta línea de pensamiento desembocamos
en una idea de hegemonía cubierta por el velo infame de la guerra. Los llamados
intervencionismos militares que carburan la industria más grande de los Estados Unidos
estarían situados precisamente en la búsqueda de guerras cíclicas para obtener la
hegemonía a través de dispositivos como el miedo y la violencia (Samir, 2010).

Para Alain Turaine, sin embargo, las implicaciones del estado caótico de la situación
mundial radican más bien en un cambio en su vocabulario, un cambio casi ontológico en
los significados de lo que era la economía y lo que era la guerra. Las explicaciones
economicistas no bastarían para representar todo el vuelco social repentino y
contradictorio al que se han sometido las relaciones de poder en ciertas regiones del
planeta, para el autor francés, el momento en que se “esperaba el triunfo de la sociedad
civil” dio paso por el contrario a un “choque entre conjuntos político-religiosos”
provocando una situación de máxima tensión que hoy por hoy domina el mundo entero
(Touraine, 2006). Sea o no una cuestión de representaciones y confusos gambitos de
influencia y poder lo cierto es que la situación solo parece tener una cara sencilla de
definir. El caos producto de las tensiones y acomodamientos del temblor hegemónico
que está viviendo el mundo.

Para Cox, por ejemplo, el concepto de hegemonía se asienta sobre bases nacionales, no
siendo capaz de materializarse en ninguna de sus múltiples formas si “al interior de
aquella nación líder el “bloque dominante”, es decir, las clases y grupos que ejercen el
poder en el seno de la formación social de esa potencia, no la tienen en el espacio
nacional” (Cox, 1983). Siguiendo al autor, la hegemonía mundial no es otra cosa que la
prolongación de los trasvases nacionales conflictivos al espectro internacional, pues por
más empequeñecidos que se encuentren los estados nacionales en el teatro de la
mundialización de intereses privados, son aun capaces de establecer pautas
hegemónicas de fuerza y consenso, la globalización sería uno de los medios principales
que utiliza la potencia hegemónica estadounidense para preservar su liderazgo y poder,
en un escenario que le es adverso (Cox, 1983).

Durante los primeros años del siglo XXI la evidente falta de fuste de los Estados Unidos
para mantener la primacía en el acelerado proceso de mundialización dio señales
alarmantes en campos en los que el largo periodo de posguerra y los años felices de
1989-1998 no habían sido discutidos a los norteamericanos. Desde principios del
presente siglo, es en los países emergentes donde se procesa la competencia entre los
principales capitales financieros del mundo. Hace diez años atrás ya no era posible
apreciar las ventajas de los Estados Unidos en materia de producción o el control de los
sectores de innovación científica o tecnológica. La competencia internacional —
fomentada paradójicamente por el neoliberalismo exportado desde Washington al
mundo— ha conseguido que nuevas potencias industriales en Asia como China, India,
Corea del Sur, Taiwán y Singapur, sean capaces de posicionarse a nivel global como
alternativas de desarrollo de capitales e intercambios en toda una red planetaria.

Como ha dicho Arrighi, Cuando una potencia hegemónica se encuentra en su cenit y


entra en crisis, utiliza su dominación monetaria y financiera para desplegar un proceso
de financiamiento que tiene por objeto preservar su hegemonía (Arrighi, 2001). Esto lo
hacen las potencias declinantes aprovechándose del hecho de que aún conservan su
posición de centro financiero mundial. Mediante la dominación monetaria y financiera
que aún ejerce una determinada potencia hegemónica, ésta busca preservar su liderazgo
por esa vía.

Tal y como Arrighi ha planteado, Estados Unidos —de manera parecido a como lo hicieron
los británicos en el periodo entreguerras— ha sido capaz de utilizar continuamente si
influencia monetaria y financiera para mantener el estatus de primado por sobre otras
naciones pujantes que poco a poco van configurándose en rivales. Como principal
impulsor de los procesos globales de mercado, Estados Unidos ha sufrido los altos costos
de que la maquinaria financiera impone sobre sus conductores, esto es la irrefrenable
caída del dólar y el incremento sustantivo de la deuda externa del país (Arrighi, 2001).
Así, tal y como lo han hecho todos sus predecesores hegemónicos, los Estados unidos
pecaron de mantener una visión miope de la economía, pues tal y como señala
Georgescu-Roegen al coger el testimonio en “La ley de entropía y el proceso económico”
la mayoría de estas naciones o potencias hegemónicas plantean su percepción
económica desde el sistema mismo—independientemente de su idea para el modelo de
funcionamiento económico, enfatizando las relaciones y comuniones de alternancia
entre los elementos que la integran, sin establecer valor alguno para los elementos
exógenos de la economía, es decir, el permanente papel de la naturaleza para el
funcionamiento del sistema mismo (Georgescu-Roegen, 1996). Lamentablemente entre
los diferentes elementos que Georgescu-Roegen plantea para explicar estas
implicaciones o cegueras, la mentalidad “material” subyacente en lo profundo del circuito
mismo es responsable de su disociación de los elementos exógenos mencionados, y —
ahora en consideración personal—a la vez, responsable de que la definición de una nueva
hegemonía en el mundo pase por la necesaria definición de la hegemonía monetaria.

Por lo tanto, el papel asignado a la naturaleza es fundamental para comprender las


imbricaciones económicas —como el monetarismo— que tiene el desarrollo de un
sistema en tensión perpetua, tal y como lo plantea Villarroel, la complejidad que existe
en descubrir las relaciones entre los seres humanos, la naturaleza y la técnica, es en
elemento fundamental para desarrollar visiones éticas alternativas y menos voraces. En
su opinión existiría una relación diferencial cualitativa y primitiva entre el hombre y la
naturaleza, que establecería un señorío del primero sobre la segunda, sustentado en “su
primacía y la sobrevaloración de su propia racionalidad” (Villarroel, 2006)

De este modo, cuando Villarroel habla sobre la ecosofia de Guittiari, se refiere a aquel
cambio de integración entre los conocimientos que puedan asegurar la supervivencia
humana en un todo armónico con la naturaleza, mediada a su vez por una ética social
inclusiva y pluralista en la búsqueda de un bien común que considere no solo al ser
humano sino también a la naturaleza y las relaciones que se desarrollan entre ambos
(Villarroel, 2006).

Las confrontaciones y tensiones relacionales en el eje Norte-Sur, vistas desde este lente
integrador Hombre-naturaleza-técnica, no dejan de ser decidoras de una manera de
establecer los discursos. Pues no es coincidencia que las necesidades de la biosfera se
posterguen y mueran en los papeles de los acuerdos medio ambientales firmados en el
hemisferio norte (a excepción de la cumbre de Rio de Janeiro), ni que las emisiones de
gases de los titanes industriales se mantengan tan altas como al margen sus líderes de
los acuerdos globales.

La situación de una potencia hegemónica en declive evidenció entonces varios intentos


para mantener la presa sobre los recursos estratégicos necesarios para mantener su
condición, siendo a la vez una presa sobre el poder, definido por Foucault, como algo
que se utiliza y que se alcanza y que no se posee inherentemente (Foucault, 1980). De
esta forma, elementos como el petróleo y el gas cobraron importancia vital como bienes
de consumo y fueron capaces de establecer patrones de comportamiento en las políticas
multilaterales entre los estados al margen de las consideraciones políticas y medio
ambientales a las que aludían directamente.

Así, desde el complejo escenario de los diez años transcurridos entre 1998 y 2008 —tal
y como fue posible apreciarlo durante las guerras de Irak y Afganistán—, los sinuosos
aspectos de unos combates del imperialismo norteamericano contra en Eje del mal o,
bien entendidos como una nueva y paradójica ejemplificación del conflicto entre
civilizaciones, fueron construcciones deformadas de un espíritu que realmente pretendió
establecer nuevas definiciones de poder en el mapa político de las diferentes regiones
en disputa. Las resistencias a las formas alternativas de desarrollo que vinieron entonces
fueron catalogadas desde la metrópoli norteamericana para la región latina como
fundamentalismo, populismo, narcopoder o derechamente dictadura, a fin de establecer
un discurso por oposición a las directrices establecidas por un Washington ya incapaz de
mantener demasiados frentes abiertos y salir indemne —que no victorioso— de todos
los conflictos en los que intervenía.

En un cuadro como el que se planteaba en la primera década del año 2000, una caída
continua de la hegemonía de los Estados Unidos seguida de un proceso de disolución de
su liderazgo consensual era altamente probable y, hoy por hoy, tal idea parece estar
obteniendo carta de legitimidad. Como ha señalado Wallerstein el futuro de la pugna
hegemónica sería sumamente incierto, pues nuestro tiempo estaría Caracterizado por
un Caos sistémico (Wallerstein, 2005).

En este sentido, el poder que han estado amasando las empresas transnacionales como
representantes de un brazo fortalecido de multitud de agentes privados ante los
diferentes gobiernos en los que se localizan sus sedes o se realizan sus intercambios
mercantiles y financieros, además de ciertos intereses compartidos por las elites de las
potencias imperialistas, no habrían sido como consideraron entonces Fukuyama o Hardt
y Negri, el fin del imperialismo, ni el arribo al Imperio, para dar forma a una etapa
novedosa y posthistórica, caracterizada por la paz y la armonía. La existencia de un
poder global en ciernes no implica tampoco el fin de los Estados nacionales, ni la
eliminación de contradicciones entre las grandes potencias capitalistas, ni mucho menos
la solución de las contradicciones entre los centros y las periferias, ostensibles en los
últimos años.

Como principales agentes de la mundialización, las empresas transnacionales y la


inyección constante de capital financiero de las elites de los países desarrollados son
actores operativos de los Estados en los que operan. Al margen de la rápida proliferación
de los paraísos fiscales y las políticas arancelarias mas o menos restrictivas de los
estados en desarrollo, los diferentes espacios de reunión y los diferentes organismos
multilaterales se comportan —al menos teóricamente— como instancias estatales
globales.

Los organismos multilaterales, como el ya disminuido FMI o el mismo BM son capaces


de reflejar en su accionar los intereses propios de unos activos capitales inscritos en la
globalización y, por tanto, susceptibles de establecer lineamientos según han de
comportarse las reglas operatorias mundiales, condicionando en mayor o menor medida
el propio accionar de los países dependientes —económicamente— de la periferia.
Viéndolo bajo esta perspectiva, hay que considerar que la soberanía de los Estados
periféricos — sujetos a los controles de estos organismos multilaterales internacionales—
es definitivamente coartada por ellos, aceptando con ello la existencia ectoplasmica de
un “poder global” en proceso de materialización, conforme el desarrollo de
mundialización se asienta en las regiones totales que pretende abarcar.

Sin embargo, definir los límites de este “poder global” es algo complejo y a la larga
carece de sentido práctico, pues parece difícil aceptar como señala Negri, la equiparación
de estos agentes privados de la globalización a entes independientes de los estados que
los hospedan (Negri, 2003). Los territorios con ventajas fiscales conocidos como offshore
o paraísos fiscales, son un efecto más de los nodos de la mundialización y no el fruto de
atomización de los poderes soberanos nacionales.

Queda de manifiesto entonces que el llamado poder global en ciernes no ejerce su


hegemonía de forma directa, sino que lo hace a través de los Estados. La globalización
neoliberal ha sido impulsada activa y directamente por estos, tanto en los centros como
en las periferias del sistema.

Estos Estados de la periferia, como son por ejemplo los latinoamericanos, no han
desaparecido; siguen teniendo el control sobre sus territorios y sobre la gestión de su
fuerza de trabajo y ejercen, dentro de límites cada vez más estrechos, una política
económica, sea fiscal, monetaria o de cambio, que todavía resulta compatible e
identificable a los intereses que buscan emparejarse con la globalización neoliberal.

Es claro que el tránsito al modelo neoliberal en América Latina fue posible por una
recomposición del bloque de poder dominante, en la que confluyeron los intereses del
capital financiero internacional, las empresas transnacionales y los grupos internos que
reconvirtieron sus empresas hacia el mercado externo, dando forma a un entramado de
intereses, entre el capital financiero globalizado del hegemon estadounidense y las élites
internas de América Latina. Ambas buscaban con la globalización una salida de la crisis
y un nuevo campo de acumulación para sus capitales. Sin embargo, ante las puertas de
una nueve crisis orgánica, el capitalismo imperante en América latina podría adoptar,
según Atilio Boron, las formas de una dominación violenta. Ya hay ejemplos de ello para
el autor en los años de 1970, en donde el capitalismo habría tomado formas autoritarias
de ejercer a través de las élites el tutelaje de la sociedad, estableciéndose política y
económicamente en el aparato estatal, en donde no se habrían podido tomar soluciones
a los problemas sociales a causa de las corrupciones operantes entre quienes tomaban
entonces las decisiones (Boron, 2003).

El problema de fondo radica como se ha mencionado en ambos polos de la cuerda de


tensión que se tiende en las relaciones entre las naciones, pues una de las consecuencias
más nefastas de las disrupciones economías y sociales de los tambaleos hegemónicos
de los Estados Unidos han sido para los demás países de la región las complicaciones
internas de sus economías y sus brechas sociales.

Cogiendo la idea de replicaciones o trasvases establecida anteriormente por Cox, es


posible apreciar los efectos sociales que las brechas económicas al interior de los países
han generado, es decir, desigualdad social y económica de los ingresos.

Esta situación, que se fue acrecentando durante los años transcurridos entre 2001 y
2008 evidenciaron en los Estados Unidos algo que Piketty ya señalo en su análisis sobre
la desaceleración económica norteamericana y la responsabilidad de la desigualdad
social en el estallido de la crisis financiera de 2008. Para el autor, el problema de la
diferencia de los ingresos sería un espejo de los problemas sistémicos de la
mundialización en la medida que no se implemente lo que él llama una “redistribución
moderna” (Piketty, 2013-2014), cuestión que no consiste claramente en una
transferencia explicita de ingresos del porcentaje más rico al más pobre, sino en la
capacidad de financiación del percentil más rico de los servicios públicos especialmente
en las áreas de la salud, la educación y las pensiones. Para Piketty, la redistribución
moderna está construida en torno a una lógica de los derechos y el principio de igualdad
de acceso a un determinado número de bienes considerados como fundamentales
(Piketty, 2013-2014). Sin embargo, Según los informes de la CEPAL, estas políticas no
serían ya capaces de refrenar los embates más duros de uno de los elementos más
volubles en las mediciones que permiten determinar los niveles de desarrollo de los
países latinoamericanos, es decir, la pobreza.

Según el organismo con sede en Santiago, las variaciones de las tasas de pobreza
pueden ser analizadas en función de la contribución de dos elementos: el crecimiento
del ingreso medio de las personas al que se le asocia el nombre de efecto crecimiento y,
los cambios en la forma en que se distribuye este ingreso, también llamado efecto
distribución. En el escenario de los diez años transcurridos entre 1998 y 2008 se observa
una disminución de la pobreza y la pobreza extrema o indigencia, aunque no una caída
abrupta. Para 1999, por ejemplo, los indicadores de pobreza para la región marcaron
43,8% y se incrementaron en una decima en los cuatro años siguientes, finalizando en
43,9% en 2002. No hay datos testimoniales para los años 2000 y 2001. Ya luego se
observa un declive paulatino de los índices de pobreza hasta desembocar en los 33,5%
en 2008 (CEPAL, 2014). Esto podría ser indicativo, que, para los diez años de empuje
de las izquierdas progresistas y sus alternativas de desarrollo en América latina, se
consiguió avanzar en materia de amortiguamiento de las brechas sociales y económicas
en por lo menos 10 puntos porcentuales en un periodo de diez años. Pero no bajar de la
barrera de un tercio de población pobre sigue siendo un numero demasiado alto.

Bajo este lente de observación, el Estado no es un títere pasivo de la globalización, sino,


por el contrario, un agente activo de la misma, ya que ha sido y es uno de los principales
instrumentos utilizados para favorecer los intereses comprometidos con la
mundialización de la economía.
En definitiva, los diversos efectos disruptivos que ha tenido el declive hegemónico de los
Estados Unidos durante el decenio que va desde 1998 a 2008, ha sido para América
latina, una nueva fuente de contradicciones. Los avances de las izquierdas en el periodo
estudiado no fueron suficientes para establecer alternativas reales al modelo neoliberal
y muchos países de la región optaron por mantener pautas de comportamiento
económico que no contradijesen demasiado los acuerdos establecidos ya en el consenso
de Washington. El problema de la crisis hegemónica norteamericana ha agudizado
problemas y tensiones entre los actores sociales y económicos de la región, por lo que
se hace imperativo encontrar respuestas adecuadas o más bien arropes óptimos para la
pugna hegemónica que se avecina. Parece poco probable un vacío de poder o falta de
liderazgo global y resulta en este escenario mucho más factible un cambio de mano de
las riendas del poder que otra cosa. Las consecuencias de esto se podrán apreciar recién
en los próximos años.

Bibliografía
Arrighi, G. (2001). Caos y orden en el sistema-mundo moderno. Madrid: Akal.

Boron, A. (2003). Estado, capitalismo y democracia en América latina. Buenos Aires: Clacso.

Burke, P. (2007). Historia y teoría social. Buenos Aires: Editores Amorrortu.

CEPAL. (2014). Panorama social en América latina. Santiago: Cepal.

Chomsky, N. (2007). Imminent Crises: Threats and Opportunities. Monthly Review, 59(2), 50-62.

Cox, R. (1983). Gramsci, Hegemony and International Relations: An Essay. Method. Millennium:
Journal of International Relations, 15-51.

Foucault, M. (1980). Microfisica del poder. Madrid: La piqueta.

Georgescu-Roegen, N. (1996). La ley de la entropía y el proceso económico. Madrid: Visor


distribuciones.

Guillén, A. (2007). Mito y realidad de la globalización neoliberal. México: Porrúa.

Hardt, M., & Negri, A. (2005). Imperio. Barcelona: Paidós.

Lebowitz. (2007). Venezuela: A Good Example of the Bad Left of Latin America. Monthly Review,
59(3), 33-49.

Morandé, F. (2005). A casi tres décadas del Consenso de Washington ¿Cuál es su legado en
América Latina? Estudios Internacionales, 185, 31-58.

Negri, A. (2003). La forma-estado. Madrid: Akal.


Piketty, T. (2013-2014). El capital en el siglo XXI. Santiago: FCE.

Samir, A. (2010). Escritos para la transición. La Paz: Oxman.

Touraine, A. (2006). Un nuevo paradigma para comprender el mundo de hoy. Buenos Aires: Paidós.

Villarroel, R. (2006). La naturaleza como texto. Hermenéutica y crisis medioambiental. Santiago:


Editorial Universitaria.

Wallerstein, I. (2005). Estados Unidos confronta al mundo. México: Siglo XXI.

También podría gustarte