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Carlos M. Vilas
RESUMEN
Durante todo ese tiempo fuimos bombardeados con la consigna del fin del estado. El
despliegue aparentemente imparable de la globalización financiera, apoyado en los
nuevos sistemas de comunicación “en tiempo real”, instaló como verdad
pretendidamente irrefutable la supremacía del mercado, símbolo y realización de la
libertad individual. Por su propio imperio él habría de proporcionar bienestar a todas
las sociedades cuyos gobiernos respetaran los fundamentos de una sana
macroeconomía –entendida ésta en los términos de la teoría neoclásica–, desecharan
“tentaciones demagógicas y populistas” y removieran sin hesitación los obstáculos
políticos, ideológicos y de intereses creados a la libre iniciativa de los agentes
económicos. Sobre todo, gobiernos que asumieran como verdad irrefutable que no
había alternativas a la medicina neoliberal; el mal sabor de la misma (la precarización
del empleo, el aumento de la tasa de desempleo, el crecimiento de la pobreza, la
profundización de la desigualdad social...) rápidamente se olvidaría ante la percepción
de los beneficios que el tratamiento reportaría. El correcto ejercicio de las funciones del
gobierno contribuiría a que todo esto fuera posible de manera más rápida. “Achicar el
estado para agrandar la Nación” fue la consigna de la época.
En Argentina esa consigna no era nueva; formaba parte de la ideología política de los
sectores más retardatarios de la clase dominante desde medio siglo atrás, en cuanto
interpretaba la integración social y política de las masas trabajadoras y la organización
popular como producto exclusivo o principal de la demagogia política y de una abusiva
intrusión del estado en las relaciones sociales y económicas. “Achicar el estado”
implicaba, en esa ideología, desmantelar los instrumentos públicos de regulación y
control, liquidar la mediación pública en las relaciones laborales, acotar el margen
legítimo de movilización, organización y reivindicación social, y desmantelar las
modalidades de articulación público-privado que habían hecho posible el avance por el
camino del desarrollo industrial, de una notable integración social y de una proyección
cultural hacia gran parte del hemisferio occidental. La recomendación de reducir el
estado a una dimensión mínima acopló bien con esa ideología y la dotó de cierto tono
moderno y cosmopolita. Esa ideología, justo es decirlo, iba a contrapelo de la
experiencia histórica del siglo XIX, cuando esos mismos sectores alcanzaron
prominencia política y social por su mejor articulación con las líneas más dinámicas de
la expansión capitalista internacional y por su eficacia en el despliegue de los recursos
coactivos y simbólicos del estado –que incluyeron, es sabido, la civilizatoria
recomendación de “no ahorrar sangre de gauchos”. También se daba de cabeza con la
red de regulaciones e intervenciones que los gobiernos oligárquicos de la década de
1930 desarrollaron para hacer frente al impacto de la crisis internacional y recuperar el
ejercicio directo del poder político durante la que pasó a la historia argentina como
“década infame”.
Por encima de sus muchas diferencias los gobiernos que emergieron de esas crisis
presentan dos aspectos en común: 1) todos ellos son resultado de procesos electorales
democráticos que permitieron a las mayorías populares expresar libremente sus
preferencias políticas y sociales y sobre todo su repudio a los experimentos
neoliberales responsables del desastre; 2) todos ellos asumen que el estado está
llamado a desempeñar un papel estratégico en la regulación del mercado, en la
promoción del desarrollo y del bienestar social operando directa o indirectamente en
sectores considerados clave para el logro de esos fines y una articulación más
equilibrada en los escenarios internacionales. La política y el estado han dejado de ser
vistos como obstáculos al progreso para volver a ser encarados como otras tantas
herramientas que habrán de impulsar, en regímenes políticos democráticos, el diseño y
ejecución de estrategias y políticas que se hacen cargo de las aspiraciones de las
mayorías nacionales al bienestar y una participación más justa en los frutos de los
esfuerzos comunes –una mejor compatibilidad entre acumulación y distribución.
Se convirtió en uso frecuente referirse a estos cambios como “el regreso del estado”. El
estado que se habría ido en los años ochentas y noventas del siglo recién pasado
cediendo espacios al mercado, volvería ahora para asumir funciones y
responsabilidades abandonadas. La expresión tiene valor gráfico pero es insatisfactoria
por varias razones.
“Mercado” y “Estado” son estructuras de poder generadas por la interacción de los
actores sociales en función de sus respectivos objetivos e intereses y de los recursos
que movilizan: producción e intercambio de mercancías y maximización de la ganancia
económica en un caso, constitución de un orden político estable de cooperación y
mando en el otro. La metáfora del estado que “va” o “viene” no permite ver que los
cambios en los objetivos y estilos de acción estatal responden siempre en el fondo a
cambios en las relaciones de poder entre actores sociales y a la eficacia de las fuerzas
políticas que las expresan en los parlamentos, administraciones, tribunales, medios de
comunicación, instituciones educativas y otros ámbitos y recursos de poder, presentan
sus objetivos e intereses particulares como expresión de los intereses generales.
Hablar sin más de un “regreso del estado” también es engañoso porque favorece la
imagen de una especie de marcha hacia atrás después de una década o más de
supuesta ausencia, algo así como la pretensión de regresar al pasado inmediatamente
anterior a la entronización del neoliberalismo, en el ejercicio de una pendularidad
permanente producto de los cambiantes humores de la sociedad. Las cosas no son así,
por supuesto; el estado que hoy despliega intervenciones directas, regulaciones y
reorientaciones de los procesos de acumulación y distribución de excedentes no es el
estado desarrollista o populista de la segunda mitad del siglo veinte, por más que
algunas de sus modalidades de gestión, y sobre todo algunos de los objetivos de sus
estrategias y políticas guarden ciertas similitudes con los de aquel capitalismo más
equilibrado y distributivo que fue decisivo en la democratización y la industrialización
de un buen número de sociedades latinoamericanas.