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EL OJO IZQUIERDO DE BRAHMA

El Gran Silencio irrumpió en medio del pretexto de lo desencajado1.


SILO.

Ayer, deambulaba por el mercado de Otavalo, inmerso en un vaivén de gentes.


Semblantes, colores, perfumes y voces dispares traslucían el espíritu de antiguas culturas
andinas; prestaba atención al ir y venir de la variopinta multitud originaria de las
comunidades de la zona. Era agradable poder pasear, aguzando los sentidos, para no dejar
escapar los detalles vernáculos, característicos de un mundo colmado de historia, de
magia y de leyenda.
Durante un descanso para tomar café, fue cobrando fuerza el deseo de hacer una
salida a la montaña para disfrutar del sosiego y del aire puro…
Y fue poco después de amanecer; la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo
cuando la “chata” Ford, cuyos buenos tiempos quedaban muy lejanos, arrancó con un
ronquido y, enseguida, comenzamos a cruzar la campiña recorriendo una calzada
pedregosa.
Hombres y mujeres, ancianos y niños, abarrotaban la caja de la vieja camioneta
que trepaba hacia los peñascos. Con afable deferencia me habían asignado el asiento en la
cabina, junto a la ventanilla; un gran bulto me separaba del chofer que de vez en cuando
se atizaba un buen lingotazo de aguardiente.
De forma gradual, nos íbamos acercando al Cotopaxi, considerado como uno de
los volcanes más peligrosos del mundo debido a la frecuencia de sus erupciones. Ya se
podían vislumbrar unas débiles nubecillas de la actividad de las fumarolas. El cono
simétrico, de sesgadas pendientes y una elevación de cinco mil ochocientos noventa y
siete metros sobre el nivel del mar, estaba coronado por una blanca cobertura glaciar.
−Demasiados cigarrillos y el viento fresco me han provocado un molesto dolor de
garganta y es una rara coincidencia que la palabra Cotopaxi, derivada de kutuk, signifique
“garganta inflamada” en quichua… El conductor está borracho por completo. Vamos
rodando aventuradamente al borde del precipicio en manos de un beodo… Hace un
minuto que hemos estado a punto de despeñarnos… Sería una forma muy estúpida de
finalizar mi tránsito por esta vida y creo que todavía tengo algunas cosas que hacer−.
Estas divagaciones andaban por mi cabeza mientras la camioneta avanzaba entre
carraspeos y brincos. De improviso, con un crujido de mal agüero, el motor se detuvo.
La avería era seria y nos impedía continuar.
Como por ensalmo, todo el mundo ya estaba fuera del vehículo moviéndose con
tranquilidad y sin pausa, extendiendo manteles, acopiando víveres, platos y bebidas.
Mientras, surgida de no se sabe dónde, sonaba la dulce música de un rondador que
interpretaba una melodía andina tradicional.
Stalin, un joven inquieto y locuaz que había atraído mi curiosidad por su nombre
pintoresco, se ofreció para buscar un remolque que nos sacara del trance. Exhibía un
aparatoso apósito sobre la nariz.

1 SILO. El día del león alado. (El Gran Silencio). Antares. Madrid, 1992. p. 15.
−La noche del viernes estaba un poco chumadito y, al caer, me golpeé con el
borde del vaso.
Decidí acompañarlo y caminamos largo rato por el borde de la ruta con la
sensación de transitar en medio de la nada.
No circulaba ni un sólo automóvil. Al cabo, llegó hasta nosotros el ruido
quejumbroso de un motor. En dos zancadas subimos al pequeño autobús que se detuvo
junto a nosotros.
−Por qué habrá parado si no hemos hecho ninguna señal, pregunté para mis
adentros.
El vehículo estaba lleno casi por completo. Calladas caras indígenas nos miraban
con desinterés. Un estridente aullido femenino, vociferando una canción de moda, surgía
de la radio.
Sin mediar palabra, Stalin ocupó un sitio al lado de la ventanilla y, con una amplia
sonrisa que patentizaba unos notorios vacíos en su dentadura, me indicó un lugar libre.
Vano intento. Los asientos estaban dispuestos para ser ocupados por personas de
pequeña estatura, no había suficiente espacio para poder acoplar mis piernas. Sopesé la
posibilidad de sentarme en el suelo repleto de fardos y enseres, pero no localicé ningún
punto apropiado. No quedaba más opción que la de agarrarme a barra fijada en el techo.
La menos mala de las soluciones, pero incómoda sin duda porque, al ser demasiado bajo,
no podía permanecer erguido y estaba obligado a estabilizarme con la cabeza muy
inclinada y el cuello doblado.
Me resigné a guardar la compostura lo mejor posible y miré al frente. Ahí estaba
sentada una mujer, de mirada quieta y rostro impenetrable, que retenía una formidable
gallina color de fuego en su regazo. Llevaba un amplio refajo negro, una blusa bordada y
un descolorido sombrero de ala corta calado hasta las cejas.
El ave parecía estudiarme con su fija mirada de reptil y, de improviso, con un
movimiento pausado, guiñó el ojo deslizando un párpado resplandeciente, de abajo
arriba.
El absurdo parpadeo no terminaba nunca.
Sentí que el tiempo se suspendía.
Es probable que la forzada posición de mi cuello torcido redujera el riego
sanguíneo de mi cabeza, pero vi, con toda claridad, que el anaranjado ojo de la gallina se
transformaba en un radiante globo cristalino que, de súbito, se expandió con un destello
que lo cubrió todo durante un instante eterno.
La luz indefinible dio paso a la irrupción del Gran Silencio.
Pronto, dócilmente, la “normalidad” regresó. El chirriar de los frenos del autobús
al parar frente a una destartalada estación de servicio me hizo caer en cuenta de que había
vuelto al mundo de la realidad concreta.
Mientras Stalin acordaba el rescate de los excursionistas, me senté en una piedra,
embargado por un júbilo espontáneo. Con una conciencia excepcionalmente lúcida,
movido por mi formación racionalista, traté de objetivar lo sucedido con la pretensión de
describir lo inefable.
Forzaba la sesera para rememorar la representación de un tiempo sin tiempo, de
un transcurrir que no podía apresar. Pretendía razonar el hecho de haber experimentado
de forma breve pero muy intensa, una transición desde el estado “normal” en el plano
temporal, donde ocurrían los fenómenos (el sol seguía su curso, así como el fluir de la
conciencia), a un estado “paradójico” donde los devenires (tanto el proceder del sol como
la actividad de la conciencia) se habían detenido, estaban inmóviles. Ese hecho
totalizador, inabarcable, resultaba muy difícil de describir psicológicamente; con la
extravagancia añadida de que, dentro ese exacto momento temporal, el registro de mí
quedaba incluido y, a la par, estaba en todo. No era fácil detallar la desemejanza en la
percepción entre el transcurrir habitual y el vivido en ese otro nivel. Sentía que, no me
alcanzaba el magín para entender; quizás no fuera un problema en el trabajo de la
conciencia, sino que era la naturaleza misma de ese fenómeno la que lo hacía inapresable.
La ampliación de la conciencia era innegable, se produjo un instante de comprensión total
y, con todo, no sabía qué estaba pasando.
Concluí que eran manifestaciones reveladoras de otro plano que nos permitían
confirmar la existencia de un sistema de pensamiento, y de registro general, diferente al
ordinario.
De manera automática, lo inmediato que me vino a las mientes, fue el mito de
Brahma, por cierto, un dios que interfiere muy poco en los asuntos de los otros dioses, y
rarísima vez en los de los mortales.
Entonces recordé algunos comentarios de Silo cuando explicaba la dinámica del
esquema de la intencionalidad, ligando actos y objetos, e introducía relaciones con la
descripción védica de Brahma2.
Silo comentaba que, en el mito, al principio fue Brahman (el dios sin forma) y de
él surgieron Brahma (o fuerza creadora), Shiva (o fuerza destructora) y Visnú (o fuerza
conservadora). Se partía de la primera diferenciación o irradiación del punto (Shiva) y,
pasando por la concentración, variación y complementación de la energía como materia
(Brahma), se llegaba a la lenta elaboración de los elementos como síntesis de creación
(Visnú). Con estas tres fuerzas: creación, destrucción y conservación, era interpretado el
ritmo del cosmos. Con la destrucción-diferenciación, la creación-complementación y la
conservación-síntesis era explicada la forma en que se expresa todo fenómeno en el
universo y su significación temporal.
De manera que era una intención absoluta la que formaba los mundos, generaba
universos, sirviéndose de imágenes. “Las cosas no son nada más que imágenes. Las
imágenes son dinámicas, son las que llevan las cargas y, desde lo mental, crean mundos
reales; es esa intención lo que mueve todo”. Así pues, los mundos se generaban cuando
Brahma dormía en la nada, soñaba, y cada una de sus visiones era la creación de un
universo. Los sueños de Brahma eran las imágenes trazadoras que originaban los
mundos, revelando que la estructura acto-objeto estaba operando en el sueño del dios; al
despertar, el universo se desvanecía.
−“Desde muy antiguo, algunos rapsodas percibieron la función de la imagen
creadora y la emplazaron en los sueños de los dioses. Decían que cuando Brahma dormía,
soñaba, imaginaba, y creaba distintos mundos y galaxias. De repente, Brahma empezaba
a despertar y solamente quedaba el vacío, la nada. Es como decir que cuando Brahma
bajaba en sus niveles de conciencia era cuando creaba mundos y galaxias. Pareciera que,
para los dioses, la creación era la parte más densa, más pesada y más ilusoria de sus

2 La Trimurti (en sánscrito, “tres formas”) es un término que hace referencia a los tres
dioses primordiales de la mitología hinduista: Brahma, Visnú y Shiva.
mentes iluminadas. A lo sumo, nuestro universo no es sino la divagación de un dios. Un
parpadeo de Brahma y todo un universo se desvanece. Se crean millones de galaxias, y
con un simple pestañeo se esfuman para aparecer en otra parte y en otro tiempo”.
Así decía Silo entre risas…

Mientras escribo estas últimas líneas, me he quedado estupefacto al llegarme, de


modo inopinado, la siguiente información: ¡Brahma es la denominación de una raza de la
gallina doméstica!3
Tampoco acierto a interpretar esta “casualidad”, pero, decididamente, no creo que estas
sincronías sean simples frutos del azar.

Pepe Caballero. Madrid. Octubre del 2015.

3 “La brahma es una gallina gigante de origen asiático. Su nombre proviene del río
Brahmaputra, India. La cabeza es ancha, de largo mediano; pico robusto, bien encorvado;
ojos grandes, colocados profundamente y de color anaranjado; cresta triple, baja, firme y
proporcionada sobre la cabeza; barbillones pequeños; orejillas desarrolladas; pescuezo de
largura moderada, ligeramente arqueado, relleno bajo la garganta y papada entre las
barbillas; alas pequeñas, altas, con la línea inferior casi horizontal; el frente abrigado por
las plumas del pecho; plumas primarias estrechamente plegadas debajo de las
secundarias; primarias y secundarias, anchas y superpuestas con el ala plegada; dorso
largo y plano entre las espaldas, con ligera inclinación hacia la cola, llevando su anchura
hasta muy atrás; cola de mediana longitud, bien abierta en la base, aparentando una U
invertida, con un ancho ángulo cuando se la mira desde atrás, llevada lo suficientemente
alta para continuar la subida del dorso; las cubiertas de la cola, en dos hileras, cubriendo
la mayor parte de las rectrices por ambos lados; timoneras, anchas y superpuestas; pecho
ancho, profundo, lleno, bien redondeado; cuerpo largo, amplio, bien redondeado en los
costados; plumón, abundante, liso en la superficie, dando al ejemplar una apariencia
ancha y compacta; patas rectas, bien separadas; muslos, rollizos, bien cubiertos con
plumas blandas; canillas, de largo mediano, vigorosas de hueso, bien emplumadas en los
costados exteriores; dedos, rectos y fornidos; dedos medio y exterior, bien emplumados”.

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