Está en la página 1de 131

EL JARDÍN DE LOS CELAJES

1
2
PARTE I
UN MARCIANO EN EL ALTIPLANO

3
Lo que sucedió en la cumbre de aquella
montaña, aunque nadie me crea,
es la puritita verdad.
M.A.

UN GRANITO DE ARENA

4
Espero que este pequeño cuento contribuya a la reflexión sobre la
búsqueda del derrotero apropiado para avanzar en la construcción
de un mundo donde la equidad entre sus habitantes sea algo más
que un discurso bien intencionado, pero intrascendente,
pronunciado en uno de esos foros donde se reúnen representantes
de las naciones. Avanzar en la construcción de un mundo donde
el Norte y el Sur, el Este y el Oeste, sean lo que son —puntos
cardinales— y no barreras para separar a los seres humanos.
Avanzar en la construcción de un mundo donde las razas, (etnias
si se prefiere usar este término), con sus atributos físicos y
culturales, representen diversidad y no pretextos para ubicar a los
miembros de un grupo humano por encima de otro, en una
caprichosa escala de valores diseñada a la medida de quienes
ostentan el poder, con la que se busca justificar la supuesta
superioridad de una estirpe sobre otra, con base a hipótesis
científicamente indemostrables y éticamente inaceptables.
Avanzar en la construcción de un mundo donde los recursos
naturales que aún quedan, los avances científicos y tecnológicos
desarrollados por la humanidad sean mejor distribuidos y
utilizados con una visión menos egoísta: enfocada al bienestar de
todos y en función de la vida futura.
En conclusión, espero que este pequeño grano de arena,
disimulado en este cuento, estimule la marcha hacia la
construcción de un mundo menos excluyente, más justo, más
solidario… y más longevo.

5
Los dibujos que aparecen en este
material son una réplica de la colección:
“Alienígenas y septuagésimos”, hechos
por C. V. R., en esa etapa, entre los tres a
cinco años, edad que se presta para esa
simbiosis entre la fantasía propia y
aquella introyectada vía caricaturas y
dibujos animados en los programas
infantiles transmitidos por televisión.

Preludio
6
Yo era de ese tipo de personas a quienes
fácilmente las invade el espíritu
navideño; de las que esperan con ansia
que llegue la Noche Buena, para estar en
familia, brindar con los amigos y hacer todas
esas cosas que la gente normal acostumbra.
Pero esa vez, por una extraña razón, decidí
divorciarme de las viejas costumbres
familiares, darles una tregua a mis amigos y
celebrar la Navidad de una manera diferente.
Para concretar ese arrebato juvenil,
dispuse realizar una excursión en solitario a
una de las cumbres más altas de la “Sierra
Madre Occidental”. No hubiera imaginado
jamás que ahí mi vida cambiaría para
siempre: desde entonces comenzaría un
perpetuo pendular de un lado a otro de
una frontera metafísica, obedeciendo al
albedrío de mi veleidosa conciencia,
gobernada por el péndulo.
Ahora, aquí en este exilio al que vine
a parar, la ausencia y la soledad se han
convertido en algo natural y cotidiano, y
7
el futuro sigue el guion de los recuerdos
de tiempos ya lejanos, en los que, como
todo joven, caminaba cuesta arriba
forjando sueños, en búsqueda del
pináculo de la vida.
Hoy, arrastrado por ese trance que
me lleva a la deriva, el rodar es mi forma
de caminar.
En ocasiones, cuando el alud que me
arrastra se detiene por accidente, me
acerco a la translúcida cortina metafísica
para verme en otro tiempo, en esa otra
dimensión donde el otoño se convierte
en un visitante advenedizo.
Las imágenes que veo al comienzo son
borrosas, intemporales; poco a poco, a cada
chispazo ocasional de mi consciencia—fugaz
a veces—, se revelan, con toda nitidez y
colorido, las escenas de la odisea que vivió el
protagonista del que ahora, sumergido en la
bruma senil de la memoria, apenas soy un
doble.
En esa regresión de mi conciencia, me
veo solitario recorriendo parajes agrestes; a
8
veces me apeo de mi montura y me siento al
borde del camino para tomar aliento y
renovar ilusiones.
Otras, cuando viajo con menos prisa y
nada me interrumpe, porque reina la
soledad, me recuesto al pie de los pinos del
viejo bosque; permanezco ahí, deleitándome
con la humedad de la hojarasca: fijo la
mirada en los claros de luz que se cuelan
entre las ramas del follaje, y dejo que mi
mente escape cabalgando a lomos del
desbocado potro de las remembranzas.
Después de cada viaje, vuelvo a esa
dimensión del camino cuesta abajo, donde
transita el descarrilado tren de mi presente.
Ahí donde el futuro parece ser un símil del
guion de una comedia que debo representar,
escrita y dirigida por el tirano que ha
colonizado mi cabeza.
Pero es hora ya de decir basta: perforaré
las paredes del bunker de mi encierro con el
agudo filo de una idea insurrecta y haré que
el maldito bicho se desprenda de las hojas
amarillentas de mi memoria —su alimento
9
preferido—. Lo haré desasirse de los piolines
del péndulo, desde donde carcome mis
neuronas, lo sacaré a la intemperie para que
se abrase con un rayo de sol o se asfixie con
una bocanada de aire fresco. Porque para
bichos de su calaña no hay peor castigo que
la libertad. Y ahí terminará mi martirio. Ya
estoy cansado de lo que la memoria me
reclama, de todo lo que aquí en mi caverna
me rodea; estoy cansado hasta de la
compasión de esa dama vestida de blanco
que me trae cada mañana la maldita
pastillita para aliviar mi dolor de cabeza. Ella
cree engañarme con su teoría sobre la
“sinapsis psicopatológica”: teoría que sólo
ella entiende. No sabe la pobre que, además
de estar cansado, ya no me importa nada, ya
no me importa lo que piensen de mí, ni lo
que yo piense de nadie; ni siquiera me
importa que escapen los extraterrestres que
duermen bajo mi almohada, esos
hombrecitos verdes con cara de guayaba
perulera que amenazan con dejarme
abandonado en este sitio donde me
10
encuentro. Ya no seré yo el que grite para
alertar al guardia que los vigila y los haga
volver a su cubil; ya no me importa nada,
nada, porque, al fin y al cabo, sólo soy un ser
colonizado por la soledad.
Hoy, a mi manera, le diré al tirano…
¡basta!, y me dejaré llevar por la tromba que
me arrastra hacia la nada, ahí donde se cierra
el círculo de la vida: donde todo comienza y
todo acaba. Ahí donde dejaré de ser lo que
soy, para ser lo que sea cuando de mi
memoria se esfume mi último recuerdo.
Basta ya de la dictadura del maldito
péndulo. Basta ya de seguir aceptando la
lástima de mi lazarillo, esperando que su
mano piadosa se pose sobre mi hombro y
rompa el hechizo que me atrapa al cristal de
esa traslúcida frontera… ¡Basta ya…!

11
1

VIAJE A LA CIMA DE UNA MONTAÑA

12
U NA EXTRAÑA
nave aterrizó en la
parte más alta del macizo
montañoso de la Sierra
Madre Occidental. Al
juzgar por el destello de
sus luces y su mecanismo
silencioso —un zumbido casi imperceptible
—, daba la impresión de ser un platillo
volador, ese tipo de naves de otros mundos
que inspiraban a los guionistas de aquellas
viejas películas en blanco y negro de moda
en los años sesenta del siglo pasado; pero, al
desplegar todos aquellos accesorios poco
convencionales (luces intermitentes,
radares...), dudé si debería llamar así al
objeto volador que tenía ante mis ojos, pues
ni remotamente se parecía a la idea
preconcebida de esos enigmáticos aparatos,
con cuyas creaciones nos impresionaban los
productores de ciencia ficción en aquellos
tiempos ya remotos, cuando los

13
extraterrestres, por lo visto, no estaban tan
avanzados tecnológicamente como ahora.
Aquel aparato parecía realizar funciones
y adoptar una estructura diferente de
acuerdo a las circunstancias y necesidades
del momento.
Más que sus cualidades, las
circunstancias en las que me encontraba,
hicieron que yo, que hasta entonces había
sido un escéptico, dejara de serlo y
reconociera el buen tino que había tenido el
genio al que se le ocurrió llamar Objetos
Voladores No Identificados (OVNI’s) a esos
raros artefactos que surcan el espacio sideral,
sin que nadie sepa a ciencia cierta de dónde
vienen, a dónde van, quiénes los tripulan…
Yo no había sido testigo de esas
apariciones. Por tales razones, antes de aquel
encuentro, cuando algunos fantasiosos
aseguraban haberlos visto, yo acreditaba su
creencia ingenua a la influencia de aquellos
viejos comics, a los que los niños y adultos-
niños eran adictos en mi infancia, e
irónicamente los espetaba con la clásica frase:
14
“todo cabe en lo posible”. Por el contrario, no
podía estar en desacuerdo con quienes
aseguraban que tales visitantes procedían de
un planeta muy remoto, al cual sólo se podía
llegar abordando la nave de la imaginación,
la cual actúa en correspondencia con la
naturaleza de sus tripulantes, acomodándose
a su voluntad y a sus necesidades
espirituales…
Quizá esta última hipótesis, por salud
mental, era la que mejor se ajustaba a las
condiciones en las que me encontraba
aquella noche, víspera de Navidad, cuando el
destino me llevó a presenciar, en la cima de
aquella montaña, el misterioso hecho que a
continuación relataré.

*
Todo empezó un día a
mediados de diciembre,
cuando, a tono con la
nostalgia de fin de año y

15
las expectativas del año nuevo, se me ocurrió
ordenar mi desorden.
En esa imposible tarea me encontraba
cuando, en una de las cajas donde reina mi
alboroto de papeles, en espera del día en que
pueda convertirlos en algo útil, descubrí un
paisaje pintado por una persona de la cual
me abstengo de mencionar su nombre, para
que ella no corra el riesgo de ser acusada de
plagio y yo, por la imprudencia de incluir
dicha obra pictórica en este relato, sin la
debida autorización, sea llamado a juicio.
Si es copia, o es obra de su imaginación,
es lo de menos; lo importante es que el
dibujito apareció ahí, sutilmente disimulado
entre los papeles olvidados, para justificar lo
que alguien, quien sabe con qué siniestro
propósito, había estado orquestando para mí.
Ahora que ya han sucedido los hechos,
tomo aquel hallazgo como una premonición
acompañada de ese no sé qué que me halaba
a la aventura, arrancándome del campo
gravitacional de la cordura: desde ese día, el
deseo de realizar un viaje en solitario a la
16
cima de una montaña se convertiría en más
que una simple obsesión.
Desde el día 20, a escondidas de mi
madre, que es la que siempre está atenta a
que no falten las provisiones en la casa,
comencé a agenciarme las cosas que
necesitaba para el viaje.
Mientras me empeñaba en cubrir esos
menesteres me enteré de que en la cima de
aquella montaña había un viejo rancho que
servía de albergue a los excursionistas. Eso
me ahorró el trabajo de conseguir una carpa
y, sin más, me centré en la adquisición de las
cosas mínimo necesarias para la aventura:
una buena linterna…
A la par del acopio, fui preparando
psicológicamente a la familia, pues nadie de
quienes integramos nuestra peculiar
colectividad, ni siquiera mi arrebatado
hermano mayor, empeñado siempre en ir en
contracorriente de las costumbres sociales,
había roto con su ausencia aquella sacrosanta
reunión. Por lo tanto, yo, si no encontraba
una buena excusa que justificara aquel
17
quebranto, corría el riesgo de relevarlo en el
papel de oveja negra de nuestro aprisco
familiar, papel que con creces él se había
ganado.
Al llegar el día previsto, con el pretexto
de ir con unos amigos a una “lunada”, saqué
el viejo saco de dormir (sleeping para estar
más a la usanza de la jerga americana) que
un trotamundos había dejado olvidado para
siempre en nuestra casa, la vez que pasó por
alla en busca de plantas oníricas que, decía,
le habían contado que proliferaban en el
pueblo donde vivíamos en esa época —los
años 70— cuando aún se podía hacer
ese tipo de turismo en este país sin despertar
la sospecha de estar metido en cosas
clandestinas…
Había llegado la hora: preparado con lo
elemental para sobrevivir a la aventura,
estaba listo para emprender el viaje.
Mi progenitora en esa época se
preocupaba por todo y, a pesar de que yo
rondaba ya los veinte años, me seguía viendo
como un muchacho imberbe: además de los
18
clásicos consejos que una madre normal da a
un hijo en esos casos, ella, al momento de mi
partida, no dejó que traspasara el marco de
la puerta sin echarme por enésima vez su
sacrosanta bendición.
Cuando al fin pude escapar, perseguido
por la mirada de los miembros de mi
numeroso clan, que yacían amontonados en
el andén, alargué el paso, temeroso de que en
una arremetida de nostalgia aquella
sobreprotectora madre le diera por mandar a
una de mis hermanas a llamarme,
pidiéndome que regresara. Lo cual, al
escuchar su inconfundible voz, de decibeles
celestiales, —como lo imaginará cualquier
muchacho de la edad que yo tenía en esa
época— hubiera bastado para que los
vecinos, respondiendo a esos detalles
culturales de pueblo chico, donde la gente es
muy importona, asomaran, como movidas por
un resorte, sus curiosas cabezas por las
ventanas para enterarse de lo que estaba
pasando… ¡A mí se me habría caído el
mundo encima!
19
Afortunadamente no sucedió lo que mi
vergüenza temía; pero sólo me sentí seguro
de haber evadido el bochornoso episodio
cuando el chofer de la camioneta, con la
suspicaz sonrisa de quien lee en el mínimo
gesto la causa de las tribulaciones ajenas, me
extendió el boleto que atestiguaba el pago de
la tarifa del viaje: trámite que, más pendiente
de la fuga que de ese pequeño menester,
había hecho mecánicamente.

*
De la caminata, para evitar seguir dándole
largas al asunto, no ahondaré en detalles;
diré nada más que, después de volar pata, a
partir del lugar donde me apeé del
destartalado vehículo, llegué a eso de las seis
de la tarde al ranchito abandonado: hora del
día en la que, en aquella estación del año, el
sol acostumbra despedirse de nuestro
hemisferio tiñendo con su tenue luz las
nubes del horizonte, dándole a aquel
preludio de la noche el matiz de nostalgia
que acompaña a los celajes.
20
Estando ya en el sitio mencionado, antes
de que oscureciera del todo, me puse a
recoger algunas ramas secas para hacer el
fuego. Aparecería entonces una dificultad
que no había previsto durante los
preparativos: no contaba con la herramienta
apropiada para aquella necesidad. Entonces,
a falta de lo que se podría llamar realmente
leña, que cortarla ameritaba un afilado
machete, conseguí juntar un buen manojo de
chiriviscos, que calculaba me alcanzarían y
aún sobrarían para mantener prendida la
fogata durante toda la noche: cosa vital para
ahuyentar a los animales que comúnmente
habitan en aquel tipo de lugares. No así a
otras presencias.
A pesar de que el ambiente me hacía
sentir una indescriptible satisfacción
emocional rememorando los vagos tiempos
de mi infancia campesina, inspirado quizá
por la melancolía en la que me había
sumergido el paulatino oscurecer —que se
hace más profundo cuando uno está solo,

21
acompañado de ese clásico concierto de
grillos de los atardeceres bucólicos...—.
No voy a negar que a esa hora ya estaba
un tanto arrepentido y me preguntaba qué
diablos hacía yo solo en aquel lugar, cuando
en el pueblo mis amigos y familiares estarían
ya —suponía—en plena algarabía, gozando
de la fiesta navideña.
Más que un simple capricho, aquella
decisión de distanciarme de la sociedad,
precisamente aquella noche —pensé—, había
sido una completa locura; pero ya no era
tiempo de dar marcha atrás.
Aquellas reflexiones, por lo visto, sólo
eran un pretexto para disimular con
soliloquios (que en aquellas circunstancias
tenían un sentido doblemente auténtico) el
extraño presentimiento que me había
embargado desde mi llegada y que iba
aumentando con el asomo de la oscuridad.
Digo oscuridad sólo para dar una referencia
de la hora, porque esa noche la luna y las
estrellas, como si también se hubieran
sumado a aquella conmemoración, llegaron a
22
lucir más resplandecientes que nunca: su
claridad (si nos es abusar de la comparación)
hubiera podido competir con la luz del día.
Condición que no fue impedimento para que
conforme avanzaba la hora fuera sintiendo,
cada vez más cerca, una sensación de
presencia extraña, que no podían captar con
mis cinco sentidos convencionales, los
cuales, por supuesto, no estaban diseñados
para detectar vibraciones ajenas a la materia
tangible que emana de los cuerpos de seres
convencionales1.

1
Es probable, afirman los estudiosos de fenómenos
paranormales, que ese tipo de lugares místicos (como era
considerada aquella montaña) posean un tipo de energía cuyo
magnetismo capaz de atraer a cosmonautas de civilizaciones
de otras galaxias. Y basados en esa hipótesis algunos
aseguraban haber sido testigos de aterrizajes forzosos de
extraños aparatos, cada vez más frecuentes y menos forzados,
que —afirmaban osadamente—, lo hacían para abastecer sus
sofisticados aparatos de navegación intergaláctica con ese tipo
de energía. Para nuestra desgracia —decían irónicamente los
escépticos—, cuando se enteren de que los hemos descubierto,
como furtivos saqueadores, nos declararán la guerra
inventando cualquier pretexto (religioso, político o
económico), con el fin de demostrarnos la razón de sus
sofisticadas armas.
23
Me agaché a atizar el fuego… Fue
entonces cuando, al soplar, ¡sufrí el impacto
de un extraño y ofuscador resplandor! Al
instante creí que era sólo el destello
provocado por la eclosión de las chispas que
al soplar se desprendían de los leños
(categoría que por su efectividad habían
adquirido los endebles chiriviscos), pero
inmediatamente comprendí que no era así:
aquella cegadora luz procedía de afuera de la
cabaña. Era tal su brillantez que, turbado por
el destello, vi la fuente del resplandor más
cerca de donde en realidad se afincaba.
Entornando los ojos distinguí la luz
parpadeante y refulgente de una nave que
había aterrizado ahí, a una distancia de 150
metros, más o menos, en un lugar donde
momentos antes no había visto nada.
*

En fin, los programas sobre fenómenos paranormales


alimentaban esas teorías con montajes para “demostrar” que
se les había visto ahí apareciendo y desapareciendo
misteriosamente, sin saber de dónde venían ni hacia dónde
iban ni la identidad de quienes los tripulaban. Algunos
aseguraban que ya habían hecho contacto con ellos….
24
La impresión que me causó aquella
revelación estuvo a punto de hacerme perder
la razón: lo que estaba viendo, “con mis
propios ojos”, era un aparato de esos que se
describen en las historietas sobre encuentros
cercanos de tercer tipo.
Me hubiera gustado, para suplir mi
ignorancia, y para favorecer la imaginación
del lector o lectora, haberme preocupado
antes por informarme sobre los pormenores
de ese tipo de fenómenos para obtener
referencias más precisas que me ayudaran a
entender en qué consistían las otras dos
categorías de los mencionados encuentros, y
afirmar que no me equivocaba de nivel, pero,
a juzgar, basado en lo que en más de una
ocasión había escuchado de los “expertos”, o
quizá por pura intuición, sabía que estaba
experimentando uno de esos encuentros con
seres extraterrestres, lo que no podía decir
era si su categoría era superior o inferior,
pero hoy puedo asegurar que era de ese
nivel: era “un encuentro cercano de tercer
tipo”.
25
Poco a poco me fui recuperando del
aturdimiento y pude observar con más
precisión los detalles de la extraña nave;
deduje, por sus características, que aquel
aparato era capaz de surcar silenciosamente
el espacio sideral; era un artefacto poco
común y bastante sofisticado para ser de este
mundo. Era con todas sus letras… un
“Objeto Volador No Identificado”.
Mi instinto de conservación, que gracias
a aquel presentimiento había permanecido
en estado de alerta, me aconsejó tomar
medidas de inmediato, pues en caso de que
sus tripulantes intentaran atraparme, aquel
albergue, pensé, sería el primer lugar al que
se dirigirían. En tal sentido, tomando los
cuidados pertinentes, salí a buscar con
avidez el lugar más apropiado entre los
árboles para esconderme, pero estos, que
había visto en abundancia al llegar, e incluso
me habían regalado sus ramas secas para
alimentar la fogata, también habían
desaparecido, casi en su totalidad, y no había
ni uno solo a una distancia prudencial. Sin
26
otra alternativa me dirigí al único matorral
que tenía a la vista. Desde ahí presencié
aquel fantástico espectáculo.
Cualquiera, tomando en
cuenta las referencias anteriores,
hubiera esperado que del
interior saliera un marciano, un
hombrecito verde con una gran
cabeza y unos ojos enormes
cubriéndole casi la totalidad de
la cara, como acostumbraban pintarlos los
caricaturistas de las revistas especializadas
en ese tipo de fenómenos, destinadas
también a lectores especiales. Sin embargo,
en lugar de uno de esos seres deformes, con
cara de guayaba perulera, el personaje que
emergió de aquel aparato, al juzgar por su
vestimenta y rasgos físicos, tenía más pinta
de ser un ciudadano europeo —de la
Península Ibérica, para ser más precisos—.
Es decir, en nada se parecía a un
extraterrestre o alienígena: era su actitud lo
más extraña y lógica debido a las
circunstancias: comenzó a bajar las escaleras
27
con la prisa y el sigilo de alguien que trata de
escapar a hurtadillas de sus captores.
Fue entonces cuando comprendí lo que al
parecer acontecía; aunque no se necesitaba
ser un perspicaz observador para adivinar en
su “cara de espanto” el temor que lo
atribulaba. Era tal su desconcierto que se
prestaba para pensar que el susodicho había
visto al mismísimo diablo en persona. Lo
cual no estaba lejos de ser verdad. Sin
embargo, a pesar de su tormentoso estado,
pudo darse cuenta de que aquel inesperado
aterrizaje era la oportunidad para escapar de
sus captores.
—No puedo dejar pasar este momento.
¡Tengo que escapar! —pensaba mientras
descendía la escalinata.
Al llegar al peldaño más bajo se detuvo,
indeciso: la confusión y el estado semi-zombi
en el que se encontraba no le permitían
dilucidar si aquel suelo era real o era sólo
una ilusión.
¡No tuvo tiempo para supersticiones y
estiró su pie izquierdo con cautela...! Al
28
sentir bajo su planta la solidez de la tierra,
dejando atrás sus dudas, salió disparado en
dirección al único lunar de árboles que
permanecían erguidos, en actitud rebelde, en
la cima de aquella montaña. Yo agradecí a la
suerte que no se hubiera dirigido hacia
donde yo estaba…
El miedo, el misterio, o ambas cosas,
hicieron que mi sensibilidad se elevara al
máximo. Tanto que podía escuchar los
sonidos de mi corazón.
Lo que me pasaba hizo que permaneciera
un buen rato tratando de aclarar mis ideas,
hasta que llegué a la conclusión de que lo
mejor que podía hacer en aquel caso era
seguir ahí, sin moverme, aguzar el oído y, ya
que la providencia me otorgaba aquel
prodigio, enterarme de los motivos de su
presencia y procedencia, a través de su
pensamiento.
Sentí de pronto un zumbido extraño en
los oídos. Era, quizá, consecuencia del
descomunal esfuerzo de concentración.

29
Poco a poco, conforme fue aumentando
mi sensibilidad auditiva, comencé a sentir
dentro de mi oreja derecha, en lugar del
zumbido, la resonancia de las pulsaciones de
mi corazón (¿o el del fugitivo?), las cuales, al
aumentar, por la ansiedad y el desconcierto,
se fueron convirtiendo en un fuerte
tamborileo que amenazaba con romper mis
tímpanos. Pensé que, posiblemente, todas
aquellas sensaciones respondían a una
subida de presión, ocasionada por la altura;
pero de inmediato descarté esa posibilidad:
apenas tenía 20 años; había estado en lugares
igual de altos en otras ocasiones y nunca
había experimentado síntomas parecidos;
siempre había gozado de una envidiable
salud…
Poco a poco el sonido del palpitar del
corazón retumbando en mis oídos, se fue
mezclando con el eco de las palabras del
fugitivo, hasta que desaparecieron y ya sólo
escuché (imaginaba quizá) el sonido de su
pensamiento.
*
30
Después de tomar aliento, y sabiendo que
nadie lo había seguido, el fugitivo buscó el
sitio más apropiado para inspeccionar aquel
extraño lugar a donde sus captores lo habían
llevado. Tratando de encontrar señales de
civilización, enfocó su mirada hacia las
faldas de la encumbrada montaña y la fue
deslizando, poco a poco, siguiendo el relieve
de la escabrosa fisiografía, hasta posarla en
los pueblitos esculpidos con pintoresca
gracia por el agudo cincel de la pobreza en
aquellas laderas que apenas daban cabida a
pequeños valles, cuya particularidad rompía
la monotonía del exótico paisaje2.
2
¿Qué fue lo que realmente vio el advenedizo visitante?
Estaba observando la realidad del macizo montañoso
de la Sierra Madre Occidental, región del país de
fisiografía quebrada, que da cobijo y sustento a una
población predominantemente indígena, en mayor medida
en el área rural. En ese espacio montañoso, numerosos
pueblitos, pegados unos a otros, en sus cabeceras
municipales alcanzan, en promedio, una altitud de 2200
metros sobre el nivel del mar.
La pobreza estaba ahí en cualquier lugar al que dirigía su
ubicua mirada (propia de los sueños), sin importar si fuera una aldea
rural o un barrió urbano.
Ése es el paisaje de la región que se exporta al mundo
como un atractivo turístico…”.
31
Al juzgar por sus gestos, lo que vio
aumentó su desconcierto: donde quiera que
posaba su mirada, como si todo lo estuviera
viendo a través de un caleidoscopio, —ese
juego de espejos que reproduce varias veces
la misma imagen—aparecía la misma postal
de la realidad: pobreza, pobreza, y más
pobreza…
Sacó de su mochila el altímetro que
acostumbraba llevar a sus esporádicos
campings3. Para su fortuna, en el momento
en que los extraterrestres lo habían
secuestrado, llevaba consigo el bendito
aparato.
Leyó los 2200 metros sobre el nivel del
mar que marcaban las agujas... Se sorprendió
al enterarse de que se encontraba a la misma
altura del lugar al que habían llegado con sus

(Datos extraídos de la tesis: “Perspectiva Regional y Multinivel del


Desarrollo Sustentable en el Altiplano Occidental de Guatemala” del
Doctor Juan Dardón Sosa.)
3
Campings: excursiones o días de campo nocturno donde se
pernocta en un campamento y que, con o sin luna, nosotros aquí, en
este “país bananero”, sencilla y románticamente llamamos
“lunadas”).
32
amigos el día anterior, al final de la
agotadora jornada de ascenso al Monte
Perdido, en los Pirineos.
Volvió a observar la carátula del viejo
instrumento para cerciorarse...
No puede ser, dijo incrédulo. Luego,
olvidándose por un momento del apuro en
que se encontraba, siguió contemplando el
paisaje: concentró su mirada en las humildes
viviendas, que se sostenían a duras penas en
las faldas de aquellas laderas, desafiando a
terremotos y huracanes, y olvidándose del
colorido turístico que aparentaban, no pudo
evitar hacer una comparación de esa obra del
subdesarrollo que estaba contemplando, con
los nacimientos de Navidad —postal cultural
bastante común en su tierra—. Jesús también
era pobre, pensó y se río sarcásticamente de
aquella extraña, pero lógica coincidencia.
Una ráfaga de aire frío se sumó a las
impresiones que recibía de aquella sombría
realidad. Esa confabulación estuvo a punto
de hacer que traspasara la sutil y caprichosa
frontera que separaba el sueño de la
33
realidad, pero el desvelo acumulado en las
últimas noches de insomnio era aún lo
suficientemente fuerte para evitarlo.
Nuevamente otra ráfaga lamió su cara.
Esta vez el frío despertó una avalancha de
preguntas que, conforme circulaban por su
mente, lo iban sacando paulatinamente del
estupor en que estaba sumergido y lo hacía
tomar conciencia onírica de la realidad en la
que se encontraba.
¿Estaría aquella tierra cerca o lejos de
Europa? —se preguntaba—.
*

Días antes de emprender aquella aventura


con sus amigos a los Pirineos, a pesar de que
el médico le había recomendado que se
abstuviera de presenciar escenas violentas,
para evitar el desencadenamiento de sus
frecuentes crisis de paranoia, nuestro
personaje, que no podía dejar de enterarse de
lo que pasaba en el mundo, desobedeciendo
lo prescrito, había pasado las noches en vela

34
viendo como aviones de combate
destrozaban a niños, mujeres y ancianos, en
una guerra inventada por un cínico
presidente de un país poderoso, que se había
autoproclamado guardián del planeta,
pretexto ideal para controlar a otro que
gozaba de grandes reservas petroleras, pero
con un arsenal bélico escaso y menos
sofisticado, haciendo pasar a su presidente
—otrora su aliado en una gélida guerra
contra otra potencia que en su momento de
apogeo competía por la hegemonía mundial
— como enemigo número uno de la
humanidad.
Una nueva ráfaga del frescor de la noche
lo hizo volver a fijar la mirada en aquella
quebrada geografía; una estrella fugaz surcó
en ese momento el cielo y se perdió atrás de
los cerros...
¿Será un OVNI? ¿Será acaso este lugar
parte de otro planeta?,
se preguntó serena-
mente; pero al instante
un giro emocional lo
35
volvió bruscamente a la conciencia de cómo
había llegado hasta allí: un escalofrío recorrió
a la vez su espalda… se estremeció. ¡No; no
puede ser! —murmuró en tono inaudible—.
Un nuevo parpadeo de lucidez amenazó
con hacerlo traspasar el umbral del pesado
sueño, en el que aún permanecía.
Aquellas imágenes él ya las había visto
antes.
—¡Sí, ya las he visto! —se dijo a la vez
que volvía a contemplar la geografía de
aquella región.
Nuevas asociaciones se dieron en su
mente y, esta vez, lo sacaron definitivamente
de la duda: ¡Claro!, dijo mascullando
entrecortadas frases, mientras trataba de
relacionar la realidad que tenía ante sus ojos
con lo que se decía en los libros de historia…
¡No; no puede ser…! —murmuraba a la vez
que transpiraba aterrado—. Algo grave tenía
que haber ocurrido: aquellos seres
macilentos que transitaban como zombis por
las estrechas veredas que serpenteaban por
aquellas intrincadas laderas, no podían ser
36
herederos de aquella milenaria cultura…
¿Quizá una peste?... ¿Quizá una maldición?...
Un escalofrío más fuerte y prolongado
estremeció esta vez su cuerpo, evidenciando
el pavor que le causaba ver como la nave que
lo había transportado hasta ahí despegaba y
se alejaba olvidándose de él. De pronto
comprendiendo todo, fue tan grande la
zozobra que lo invadió, al saber que se
enfrentaba a la posibilidad de vivir en carne
propia aquella realidad que tenía ante sus
ojos, que, olvidándose por completo de la
fobia que había sentido por sus captores, y
prefiriendo mil veces que aquellos lo
llevaran a cualquier otro planeta, a quedarse
en aquel rincón del mundo de donde, por lo
visto, la riqueza había emigrado y la pobreza
reinaba a sus anchas, empezó a llamarlos con
toda la fuerza de su desesperación: ¡No, no
me dejen!... ¡No me dejen, por favor!…
Para colmo de su desgracia, la voz
también lo había abandonado.
Su temor aumentaba, a la par de que
empezaba a sentir como aquel ambiente lo
37
iba absorbiendo, como si fuera succionado
por la hambrienta boca de siniestras arenas
movedizas… Entonces, en un último intento
por provocar la compasión de los marcianos,
concentró todo el aliento que le quedaba y...
¡un grito desgarrador escapó de su garganta
rompiendo el silencio de la noche!:
—¡No!... ¡Nooo!...¡No me dejen!... ¡No me
dejen, por favor!... ¡No quiero ser
pooobreeee!
Pobre, pobre, pobre... —multiplicó el eco
de las colinas la última palabra,
expandiéndose por los cerros y pequeños
valles de aquella región, hasta cubrir todo el
largo y ancho de la geografía de aquel país
centroamericano.
—Varias linternas se prendieron al
instante.
—¿Qué te pasa, coño? —escuchaba a lo
lejos un coro de voces que lo interrogaba.
Eran sus compañeros de excursión los
que habían acudido en su auxilio.
—¡Qué?... ¡Nada, nada!... —balbuceo
aturdido, a la vez que hacía un desaforado
38
esfuerzo por ubicarse en la verdadera
realidad.
—¡Hostias!... Pensamos que te había
mordido una serpiente.
—Tuve una pesadilla —pudo al fin
responder con cordura—. Soñé que unos
aliens me habían secuestrado y me
abandonaban en una miserable aldea del
altiplano de un pequeño país de América
Latina.
—¡Jolines!...

Interludio paranormal
39
Sentí que un animalito comenzó caminar por
mi cabeza provocándome un molesto
cosquilleo: me rasqué tratando de localizarlo,
pero el tacto me avisó que mi huésped no
andaba afuera, en el cuero cabelludo, sino
adentro de mi cráneo, en mi cerebro… y
desperté.
Intrigado por lo que me había pasado,
pudo más la curiosidad, y olvidándome del
malestar que me provocaba el inoportuno
bicho, recordé el esfuerzo mental que
realizaba antes de perder la consciencia
tratando de escuchar lo que pensaba el
fugitivo… Tomando las precauciones del
caso, me dirigí inmediatamente al lugar
donde horas antes había visto estacionada la
nave de los extraterrestres. Yo esperaba
encontrar ahí algún rastro: un círculo en el
suelo, el monte amarillento, seco,
marchito…, como quedaba el lugar donde
aterrizaban aquellos viejos platillos
voladores de las películas de antaño; pero, al

40
juzgar por la ausencia de huellas, la nave que
había visto en la víspera de mi
desfallecimiento, era de un modelo bastante
avanzado, acorde a los tiempos. En
consecuencia, sin querer resignarme a la idea
de que todo había sido una alucinación,
busqué desesperadamente al fugitivo por
todas partes, pero, al igual que el vehículo
que lo había transportado hasta ahí, había
desaparecido sin dejar indicios de su
existencia.
El retorno del dolor de cabeza y el
tamborileo en los oídos, y posiblemente la
incomprensión de todo lo que me había
pasado, me hizo descender de aquel lugar
olvidándome incluso de pasar a recoger el
saco de dormir que había dejado en el
maltrecho rancho donde había pernoctado.
Ya cuando tomé conciencia del olvido,
me había alejado demasiado, y el ánimo y las
fuerzas que me quedaban no eran suficientes
para volver a la cima de la montaña.

*
41
El persistente dolor de cabeza me
empezó a preocupar… ¿me estaría volviendo
loco?
De pronto por mi mente cruzó una
interrogante que haría que mi paranoia se
elevara al paroxismo…: ¿contar o no contar
lo sucedido?
A cada paso, la incertidumbre y el temor
a ser considerado una excepción iban
ganando la partida en aquella batalla.
Si así fuera, me decía mientras seguía el
descenso de la montaña, preferiría eso a
correr el riesgo de ser confundido con esa
gran parte de la humanidad que hoy transita
con la cola entre las piernas hacia las
catacumbas de la Edad Media, tratando de
reconciliar la ciencia con nuevos dogmas
oscurantistas.
En mi aprensión recordé que, en no
pocos reportajes sobre fenómenos
paranormales, se afirmaba que esos extraños
seres tenían mucho en común con los
fantasmas y los espíritus chocarreros. Una de
esas afinidades era la selectividad con que
42
actuaban: no se dejaban ver todos los días, ni
a cualquier hora ni en cualquier época del
año: tenían sus temporadas y sus horas
preferidas. En esa afinidad de
comportamiento, también gozaban de
particularidades: la más notable, según las
observaciones realizadas in situ (en los
lugares que esos extraños seres frecuentan),
era que, mientras los primeros pululan en
busca de sus elegidos entre las doce de la
noche y la hora en que canta el primer gallo, los
otros, los extraterrestres, prefieren las
primeras horas de la noche o las previas al
amanecer, cuando aún no ha empezado a
rayar el alba… los más osados se aparecen
hasta en plena luz del día.
Por tal razón no es raro, decían, que los
testigos de aquellos “encuentros”
comenzaran contando su experiencia con
frases que de tan repetirlas se han vuelto
tópicos de publicaciones de ese tipo:

43
Acababa de oscurecer cuando de repente vi
una luz brillante… Aún no amanecía, todavía
titilaban las estrellas, cuando…, etc.”.

Otra de las similitudes era su pasatiempo


favorito. Según parece, estos seres se
presentan en momentos oportunos para sus
travesuras, cuando sus elegidos están solos
en un lugar apartado. Quizá por lo mismo,
sus clientes preferidos son aquellos que
gozan de una mayor sensibilidad al miedo, y
de éstos, sus predilectos son los que se
alimentan de la fe, más que de las mentiras
de la ciencia. No es casual, por lo tanto, que
las apariciones más frecuentes y las épocas
predilectas para sus visitas, estén asociadas a
ciertos acontecimientos religiosos como el
Día de los muertos, la Navidad…, porque es en
esos momentos solemnes, cuando más allá
de nuestra condición, incluso práctica
religiosa, nos volvemos más espirituales y,
por lo tanto, más condescendientes con las
cosas del más allá.

44
Investigaciones con una visión más
terrenal y un enfoque marcadamente
sociológico, realizadas por estudiosos que se
dedican a develar esos enigmas con las
herramientas de la ciencia, sin estar
completamente en desacuerdo con los
anteriores, concluyen en que los más
propensos a vivir esas experiencias son
aquellos que poseen una cultura poco basta
y, por lo mismo, tienen menos
probabilidades de explicarse con objetividad
la “existencia” de fenómenos que rompen
con la lógica de las leyes vulgares de la
naturaleza (las únicas que el imperfecto ser
humano ha logrado descubrir).
Tales “elegidos”, cuando viven una de
esas experiencias, (porque ellos sí viven lo
que creen ver), interpretan lo que tienen ante
sus ojos acomodando sus cualidades y
características a las propias de las versiones
que han escuchado de niños de boca de sus
padres, del embelequero cuenta cuentos del
pueblo o de los “iniciados”, quienes, por su
puesto, tienen el don de interactuar de tú a
45
tú con visitantes de civilizaciones ultra
galácticas.
Los psicólogos que les gusta ponerse el
traje de aguafiestas en estos casos dicen que
los susodichos seres sólo moran en la cabeza
y que su alimento preferido son los
psicotrópicos… No los podríamos desmentir
porque, como dice el dicho: El que dice que la
mula es parda, es porque tiene los pelos en la
mano.
En fin, por si hiciera falta algo que saber,
la mayoría coincide en asegurar (quizá lo
digan de manera irónica) que esos seres
disfrutan jugando con la inteligencia de los
incrédulos, a quienes, negándoles su
presencia, los condenan a pasarse la vida
entera deseando que un día la fortuna les
sonría y les haga realidad su anhelo: tener un
“encuentro cercano de tercer tipo”.
En fin, por lo que a mí me ha acontecido,
“unos soplamos por otros”.

46
Era lógico que, basándome en las
afirmaciones que se hacían en algunos
reportajes publicados por especialistas en
fenómenos paranormales, el temor de
convertirme en una excepción permaneciera
latente en mi charola de irresoluto
pensamiento, y, en mi paranoia, me veía
arrastrado por fantasmas de la Santa
Inquisición hacia una plaza pública donde
me esperaba el fuego purificador. Al final no
se consumaba la obra, pero terminaba
empapado en un copioso sudor y mi pecho
retumbando por efecto de la taquicardia.
Yo que siempre había negado ese tipo de
apariciones, ante aquel acontecer, era
evidente que las dudas y la incertidumbre
habían enraizado en mi espíritu hasta
convertirme en esa especie de avestruz
metafísico, en el que se convierten las masas
excluidas de otras opciones de
entendimiento más allá de su fe.
Si fuera otro el afortunado —me decía
tratando de dilucidar lo que había pasado
distanciándome de mí como protagonista del
47
caso—, yo le aconsejaría olvidarse de lo
ocurrido y, por solidaridad, le haría recordar
los riesgos que corren quienes se atreven a
sacar a luz este tipo de sucesos. Le
aconsejaría que se olvidara y ¡ya!… Pero no
se puede hablar así cuando a uno le pasan las
cosas, porque, cuando nos toca vivirlas,
caemos en cuenta de esa riña entre las dudas,
la incertidumbre y la ansiedad que nos
empuja a abrir la boca.
¿Optaría por coserme la boca y guardar
el secreto?... No… ¡lo tendría que publicar!
Sabiendo cómo funcionan las cosas en
esta sociedad, cualquiera puede imaginar las
consecuencias que, de concretarse, podría
tener aquella osadía: no faltaría alguien que,
erigiéndose en paladín de la cordura, me
expusiera ante la opinión pública como un
alucinado, loco de atar, y, si bien no me
enviarían a la hoguera, porque todavía no
hemos vuelto del todo a la edad media,
viviría estigmatizado el resto de mi vida.
No menos riesgo corría con aquellos
escépticos que son más crédulos que los
48
crédulos, tanto que han condenado a más de
uno al paredón en nombre de Dios.
Tendría que cuidarme de todos, no
digamos del posible proceder de las
autoridades de salud pública que, obligadas
a cumplir con su deber, buscarían la salida
más fácil y, lavándose las manos, me
enviarían a ese lugar donde el Estado confina
a quienes se dan a la tarea de poner patas
arriba la única razón aceptada, esa
orquestada por los ideólogos del
“establishment” y… pararía siendo un
inquilino más del Jardín de los Celajes.

No sé cuánto tiempo tardé en bajar de la


montaña ni cuántas veces viví aquellas
escenas. Entre el alucine y esos parpadeos de
lucidez —en ese pendular entre una y otra
crisis—que viví durante el descenso, iba
tratando de tomar consciencia de lo que
pasaba a mi alrededor, lo que pasó allá en la
cima y lo que me podía pasar...
49
Así, buscando entrar en razón,
comprendí que la principal desventaja que
tendría que enfrentar, si me veía obligado a
hablar, era haber vivido esa experiencia sólo
yo y mi alma, sin un testigo que pudiera
respaldar mi testimonio.
Estaba consciente del riesgo que corría si
abría la boca, pero, no me podía pasar el
resto de mis días guardando aquel secreto:
no lo resistiría.
Dando por hecho lo que me esperaba, si
se me soltaba la lengua, me consolaba con la
idea de que aquella osadía tendría al final su
recompensa: era la oportunidad de aportar
con mi relato un poco de luz a las teorías de
quienes se dedicaban, de una manera
profesional y sistemática —y con propósitos
claros— a revelar el misterio que se cierne en
torno a ese tipo de visitantes. Quienes, al
escuchar mi testimonio, no sólo alzarían su
voz para reforzar mi relato con la
información que han acumulado, según
dicen, con sus propios hallazgos, sino —
también lo daba por sentado— me tomarían
50
como un integrante más de su exclusivo
gremio.
Fue así como, después de haber sufrido
aquella encrucijada de dudas y
elucubraciones sobre los riesgos, en el
trayecto fui esbozando mentalmente la
crónica de aquel encuentro; misma que les
enviaría a algunos de aquellos que se
autoproclamaban expertos en ese tipo de
fenómenos.
Así, inmediatamente después de volver a
la casa, ante el acoso de mi madre y mis
hermanas que no entendían por qué después
de aquel viaje me había encerrado tres días y
tres noches en mi cuarto, casi sin probar
alimento, me puse a redactar el objeto de mi
condena: una crónica sobre las vicisitudes de
aquel viaje.
Terminé el relato, pero a la hora de hacer
la carta con la que pensaba acompañarlo…
desistí.
Después de aquel intento fallido, opté
por volver a esconder la cabeza en la arena
(metafísica, por supuesto), para no ver el
51
peligro profetizado en aquel hecho y
resignarme a no hacer nada por evitarlo. Así
permanecí varios meses tratando evadir
aquel compromiso moral. Y cuando ya
estaba a punto de abandonar definitivamente
la idea, en un arrebato de rebeldía, dispuse
ser consecuente con el papel que, según
creía, alguien con algún poder extraño me
había asignado.
En consecuencia, procedí como creía
debería proceder para estar a la altura de mis
futuros colegas
Envié la carta a uno de productores de
programas de sucesos paranormales y
esperé…, pero pasó el tiempo y no recibí
respuesta, repetí el envío una vez más,
creyendo en la posibilidad de un extravío, y
nada. Al no recibir noticias, ya en plan de
cobrar venganza por el agravio, empecé
como loco a documentarme sobre otras
experiencias similares y a enviar cartas con
mi relato a diestra y siniestra y a todas
partes. Cartas que nunca tuvieron
respuesta… Esa fue mi condena… un día
52
llegaron a mi casa unos señores vestidos de
blanco preguntando por mí: fue así como
comprendí que me había equivocado de
estrategia y que en los terrícolas no se podía
confiar.

PARTE
II

53
EL JARDÍN DE LOS CELAJES

54
—Qué te pasó, por qué vienes con esa cara?
—Me preguntó mi madre, el día que volví de
aquella aventura.
—Nos robaron. Dejamos nuestras cosas
en una cabaña, y cuando regresamos ya se
las habían llevado. Lo que más lamenté de
todo fue que me dejaran sin el saco de
dormir. Imagínate la noche que pasé… Me
tocó batir mandíbula junto a la fogata —le
respondí para no alarmarla contándole lo
que en realidad me había pasado… No sabía
55
que de mi viaje ya habían transcurrido más
de cuarenta y ocho horas.
Al día siguiente, como no queriendo la
cosa, me preguntó si yo había probado
drogas alguna vez.
Ni una “mejoral”, cuando me duele la
cabeza; y si lo hubiera hecho no te lo diría —
le contesté con dejo evasivo para aumentar
su curiosidad.
Después de aquella respuesta, que le di
cobrándome revancha por su indiscreción,
supe que la pregunta me la había hecho
porque, a pesar de la coartada que me había
sacado de la manga, ella seguía viéndome
“un poco raro” … ¡Cómo no iba estarlo,
después de todo lo que había visto!
Ése es el único recuerdo triste que guardo
de mi madre: me hubiera gustado que fuera
más directa y, tal vez, yo se lo hubiera
contado todo; pero nuestra relación era así:
ella siempre preocupándose por todo, y yo
tratando de no darle motivos para que con
su sobreprotección no coartara mi libertad.
Ahora pienso que, si no se me hubiera
56
ocurrido la absurda idea de negarle la
verdad, para no alimentar su neurótica
aprensión —pues al final sólo logré
acrecentársela con mi actitud— tal vez no
estuviera aquí donde estoy, y me hubiera
ahorrado vivir lo que entonces con tanto celo
traté de evitar: ahora, a cambio de su
amorosa mirada, mantengo siempre más de
un par de ojos encima.
A veces también me pregunto por qué no
se lo conté a mi hermano mayor; pero él —no
dudo al pensarlo— en esa época no contaba:
vivía, como ya lo he mencionado, en su rollo,
y lo más probable hubiera sido que me
mandara al diablo con mis “supuestas
alucinaciones”.
A mis hermanos pequeños los daba por
descartados, pues, a mi entender, aún no
tenían criterio para ponderar aquella
alucinante historia, la cual, si se las hubiera
contado como si fuera una película de ciencia
ficción, les hubiera fascinado, porque ellos en
esa época estaban en la edad de la fantasía,
pero no quise atizar los traumas que los
57
adultos de entonces se encargaban de
causarle a los niños con los tradicionales
cuentos de espantos y esas cosas con las que
amorosamente acostumbran ejercer su labor
educativa. Nuestros padres no eran la
excepción. Ahora, en cambio, sin ningún
protocolo, la televisión se ha encargado de
jubilar a espectros y fantasmas, no digamos a
aquellos vetustos espantos: mismos que
tanto terror me causaron en aquella borrosa
época de mi infancia. Recuerdo —si esto no
es mucho decir, dada mi condición—, las
veces que, en la oscuridad de la noche, al
pasar por lugares donde los contadores de
cuentos del pueblo aseguraban haber visto
aparecer a La Llorona, El Cadejo, El
Sombrerón…, que el mínimo ruido me ponía
los pelos de punta y hacía que, como buen
avestruz, cerrara los ojos para no verlos.
Tanto efecto tuvieron los espantos en mi
formación, que inconscientemente han hecho
que me desvíe de la historia que aquí estoy
narrando.

58
Descartando, pues, a mi madre, mi
hermano mayor y a los pequeños, sólo me
quedaba como alternativa confiarles el
secreto a mis hermanas más grandes; pero lo
pensé una y otra vez, pues sabía que cuando
se juntaban más de dos, era difícil entablar
una conversación seria con ellas. Sin
embargo, eran la única opción. Esa
indecisión la mantuve hasta un día que nos
encontrábamos solos en el comedor. Pero
más me hubiera valido no cometer aquella
imprudencia: ni bien dije que había visto
extraterrestres soltaron a coro la atronadora
carcajada; con decir que ni siquiera me
dieron chance a que les explicara dónde,
porque con ese arte de entrelazar sus
comentarios, una atrás otra, sin perder el
hilo, si me permiten la comparación, diría
que me ametrallaron sin darme tiempo
siquiera a levantar las manos, mucho menos
a pedir mi último deseo. Me dijeron que me
cuidara de los hongos, el peyote, la
marihuana y no sé qué otros menjurjes, de
los cuales, al parecer, ellas estaban más
59
enteradas que yo; y como ejemplo me
pusieron al fulanito tal, hijo de la vecina tal, a
quien, decían, se le había sobado la canica por
andarse metiendo de todo. En aquel sermón
a fuego cruzado no faltó quien me advirtiera,
que si yo no me apartaba de mis fachosos
amigos, ya sabía las consecuencias…; que
por favor (un por favor que sonaba a
ultimátum) no siguiera el camino de mi
hermano mayor, quien, por estarse metiendo
a revoltoso, le había sacado canas verdes a
mi madre; que yo fuera un poco más
considerado con ella, y que si no ayudaba en
nada en la casa, por lo menos no les pusiera
un mal ejemplo a mis hermanos pequeños;
que aprendiera de mis primos…
Afortunadamente salieron a colación mis
primos, porque, como eran tantos, para bien
de la cultura popular, siempre sucedían
cosas en la familia dignas de contar, y juntos,
ellos y nosotros, contribuíamos con una
buena cuota al esparcimiento de los vecinos
de nuestro amado pueblo. En fin, por ahí se
desvió la cosa y yo, aprovechando la ocasión,
60
con el pretexto de que iba por un vaso de
agua, me fui escapando poco a poco hasta
que me fugué de la plática que yo había
iniciado, dejándolas solas.
Desde entonces no pocas veces las
sorprendí secreteando entre ellas mientras,
de vez en cuando, me miraban de reojo. Yo
también las miraba de reojo, más no las
enfrenté, porque sabía que, fuera de sus
especulaciones, hasta cierto punto tenían
motivos para sospechar de mi supuesta
adicción, pues, al tener que guardar aquel
secreto, me volvieron aquellos malditos
dolores de cabeza, el zumbido de orejas y las
molestias con las cuales desperté aquella
madrugada después de mi desfallecimiento
en la cima de aquella montaña: al ruidito en
los oídos le seguía la condenada cosquillita
provocada por la labor del inasible gusanito
que había hecho de mi cabeza su centro de
operaciones. Yo a veces me aguantaba: no
me rascaba ni me apretaba los oídos delante
de ellas, para no ponerme en evidencia, pero
como la fiebre y el insomnio me ponían los
61
ojos rojos, para ellas ese detalle era síntoma
suficiente y un motivo oportuno para emitir
su veredicto, lanzándome al aire indirectas…
Fue por aquel entonces cuando decidí
que, pasara lo que pasara, escribiría el relato,
al que durante tanto tiempo le había estado
dando largas. Me encerré en mi cuarto y
estuve tres días y tres noches tratando de
recordar hasta el último detalle de lo que
pasó y, cuando al fin terminé, después de
varios arrepentimientos, lo envié a uno de
esos programas sobre fenómenos
paranormales que estaban de moda en
aquella época.
Pasaron los días y, al contrario de lo que
esperaba, no recibí ninguna respuesta. Insistí
una y otra vez…, hasta que una mañana se
presentaron unos señores vestidos con batas
blancas preguntando por mí. No es necesario
decir que, el hecho de que llegaran en
aquella facha, resultaba sospechoso, pues
hacían con ello demasiado evidentes sus
intenciones; sin embargo, yo fui el que, al
verlos aparecer, anticipándome a sus
62
saludos, les pregunté si venían de alguna
manifestación —broma que se prestaba a la
época, porque en ese tiempo se había puesto
de moda ese tipo protestas en este país—. No
sean “copiones”, les dije haciendo alusión a
los juniors; pero ellos apenas simularon una
sonrisa. Luego, como si hubieran sido
inmunes a aquella estocada sarcástica, que ad
honorem les había encajado, me saludaron
amable y formalmente. Después, no
sabiendo por dónde empezar, o, más bien,
preparando el terreno para lograr una mayor
eficacia en su estrategia —para que el estilo
estuviera a la altura de sus propósitos—, les
dio por alabar el duraznal4 que teníamos en
el sitio: que si era injertado, que si esto, que si
el otro…
Yo quise decirles que sí, que daba frutos
dos veces al año; que todos los días los
pajaritos venían a espulgarlo y, a veces, se
paraban en mi cabeza, porque yo tenía un
gusanito metido ahí adentro…

4
Duraznal: duraznero. Árbol de fruta de la especie de los melocotones.

63
Lógicamente todo lo habría dicho sólo
por molestarlos, y porque, en ese preciso
momento, en sintonía con lo que pensaba, el
maldito bicho se despertó y empezó a
caminar por la superficie de mi cráneo, e
ignorando a los presentes, yo, como la vez
primera, me ocupe más en tratar de dilucidar
si el bicho estaba en la superficie de adentro
o en la de afuera de mi cráneo. Y como la
otra vez, llegué a la misma conclusión:
caminaba allí adentro: primero paso a paso:
uno, dos, tres pasitos y se paraba; a veces
daba un brinquito y se quedaba quieto; y
cuando yo pensaba que se había calmado,
volvía a su insufrible labor: trotaba, daba
marometas, o se columpiaba de las hilachas
de las neuronas que había roído para
desconectar los circuitos de mi conciencia y
estar a sus anchas; lo más molesto era
cuando unía los polos opuestos de las
dendritas para provocar pequeños cortos
circuitos…
Afortunadamente ellos, los señores de
blanco, como si de repente se hubieran
64
olvidado de la pregunta que me habían
hecho sobre el duraznal, asumiendo esa
actitud detectivesca con la que cierta clase de
doctores actúan cuando no están en sus
clínicas privadas y no necesitan ser amables,
empezaron con el clásico estratagema de ir
tendiendo trampas con preguntas capciosas
hasta que ¡zaz!, atrapan a su presa…
Seguros de que me tenían acorralado,
comenzaron el verdadero interrogatorio. Fue
ahí donde nuevamente salieron a colación las
drogas. Pero esta vez no me aguanté y, como
una fiera a la que le han cerrado todas las
salidas, me puse a la defensiva, dispuesto a
contratacar. Muy doctores podían ser, pensé,
pero no iba a permitir que se metieran en mi
vida privada. Porque, por seguridad, en este
país, hay que dudar hasta del secreto
profesional que prometen guardar los
galenos —pensé.
Les dije entonces sin tapujos que ya sabía
por dónde iba aquel asunto.
¿Cuál asunto?, me respondieron
haciéndose los locos.
65
¡Otra vez la mula al trigo! Yo pensé que
aquí el loco era yo, —les dije con ironía para
hacerles ver que a mí ya no me daban atole
con el dedo.
Fue así como comprendí cual había sido
el destino que habían tomado mis cartas,
aquellas que remití a los farsantes en quienes
había confiado: en lugar de abogar por mí,
me habían traicionado. Han de haber
pensado que yo podía hacerles competencia,
pensé, y comprendí que, después de todo lo
que contaba ahí, llevaba todas las de perder.
Les dije entonces que fueran al grano y me
dijeran, de una vez por todas, qué querían
saber de mí; pues si su presencia obedecía a
la historia de los extraterrestres, no había
nada que decir, porque sólo era un cuento
que yo me había inventado para darles por
su lado a mi madre y mis hermanas que,
juzgando a mis amigos por la forma en que
se vestían, se les había metido en la cabeza la
idea de que eran drogadictos y me acosaban
con insinuaciones de que yo también iba por
el mismo camino.
66
Además —les dije— si yo había enviado
las cartas con el supuesto testimonio al
programa tal, había sido para ver hasta
dónde podía llegar la hipocresía de quienes
lo producían, afirmando que lo que yo les
contaba cabía dentro de lo posible. Y,
disculpen —les dije, para dar por terminada
aquella inesperada visita—, pero en este
momento ya no puedo seguir atendiéndolos,
porque me duele la cabeza…
Fue así, con aquella inocente confesión,
como me hice el haraquiri: me dijeron que
ellos no sabían nada de las cartas ni de esa
historia que yo decía haber inventado, pero
que algo podían hacer por mi dolor de
cabeza, pues, de acuerdo a los síntomas que
presentaba, lo más probable era que yo
sufriera una descompensación provocada
por una subida de presión. Diciendo eso
sacaron ese aparato que por ahora no
recuerdo como se llama y con el que,
supuestamente, me examinaron.
—Ciento cincuenta-noventa y nueve —le
dijo uno al otro.
67
—No es nada grave, de todos modos, le
vamos a dejar unas pastillitas —agregó su
interlocutor dirigiéndose a mí.
Según ellos se estaban aprovechando de
mi ignorancia en esos menesteres; no sabían
que yo le tomaba la presión a mi madre con
uno de esos aparatitos todos los días. Y si
hubiera sido cierto eso de 150-99 —pensé—
yo estaba a punto de sufrir un derrame.
Tiene que tomarse una pastillita cada vez
que empiece a pensar, porque pensar sube la
presión: debe poner siempre su mente en
blanco —recuerdo que me dijeron mientras
uno de ellos sacaba un frasquito de su
maletín—. Pero, mientras ellos me daban
todas esas recomendaciones, yo tenía la
cabeza en otras cosas: empecé a sospechar
que aquellos dolores de cabeza y los
pequeños olvidos eran trabajo de aquel
maldito gusanito, que sin duda me estaba
carcomiendo la memoria. Pero no dije nada,
porque sabía que estaba pisando terreno
peligroso: si ya por error les había confiado
mis molestias, tendría que ser muy incauto
68
para hablarles ahora de cosquillitas extrañas
y todas esas cosas que a mí me pasaban por
la cabeza… Además, en ese momento sólo
deseaba que se fueran, porque, siguiendo su
costumbre, el maldito bicho se había
despertado y había comenzado a caminar
siguiendo el ritmo de la percusión de los
tambores en los que se habían convertido
nuevamente mis oídos: a causa del
repiqueteo de mis tímpanos no podía
concentrarme en las prescripciones de
aquellos altruistas doctores.
Ni bien los vi salir a la calle, corrí al
cuarto de mi madre a medirme la presión:
tenía 118-80. Ahí ya no tuve ninguna duda:
era un extraterrestre el que se había metido
en mi cabeza el día que perdí el
conocimiento tratando de escuchar el
pensamiento de aquel prófugo de los
marcianos. Como reforzamiento de esa
hipótesis, recordé que había visto varias
películas donde esos seres mutantes se
introducían en el cuerpo de las personas para
colonizarlas y, de acuerdo con los síntomas,
69
era posible que eso me hubiera sucedido
durante el tiempo que había permanecido
inconsciente: yo había sido elegido por los
extraterrestres para saber qué siniestros
planes.
Con esa idea rebotando en mi cabeza, al
ritmo de las malditas pulsaciones, me
sumergí en una serie de especulaciones: ¿No
sería aquel mismo fugitivo que había visto
salir huyendo de la nave el que había
utilizado sus pensamientos como vehículo
para instalarse en mi cabeza, y por eso,
cuando lo busqué, no encontré ni sus huellas
en aquel lugar donde lo había visto correr?
¿Acaso aquel, que aparentaba ser un
humano, era un alien impostor? ¡Y si me
habían instalado un chip y yo ya no era
totalmente el que era?... Muchas
interrogantes pasaron por mi cabeza en un
breve instante.
Cada vez estaba más seguro de que eso
había ocurrido, sin embargo, los médicos,
que desconocían todo lo sucedido, ahora que
para despistarlos les había “confiado” que lo
70
de los marcianos era sólo una historia
inventada, al parecer se habían formado su
propia hipótesis.
Esa noche ya no dormí: cada vez que
lograba conciliar el sueño, aparecían aquellos
señores vestidos de blanco para recordarme
que debía tomar aquella “medicina”. Cuando
empiece a pensar, me decían, tómese una
pastillita. No lo olvide…, repetían y se
marchaban. A veces, cuando abría los ojos,
todavía los alcanzaba a ver alejándose por la
puerta. Mi madre, que desde mi regreso no
había dejado de preocuparle mi actitud, no
fue ajena a mis sobresaltos: sin hacer ruido
llegaba a vigilarme a mi cuarto. Varias veces
la sorprendí a deshoras de la noche
asomando la cabeza en el vano de la puerta
para ver si yo estaba dormido. En ocasiones,
aunque nunca se dejaban ver, para no
evidenciar su presencia, mis hermanas la
acompañaban. Una noche oí que le decían en
secreto que me echara llave por fuera, por
aquello de que se me ocurriera salir a la calle
en aquel estado.
71
Me toman como un esquizofrénico, pensé
y, en seguida, me dediqué a buscarle una
salida aquel enredo en el cual
irremediablemente yo solo me había metido,
porque me compadecí de mi pobre madre, a
quien la veía cada vez más pálida y ojerosa,
con todo el desvelo acumulado en ese ir y
venir de su cuarto a mi cuarto, a cualquier
hora de la noche.
Fue entonces cuando decidí tomar una
decisión radical: me iría de la casa. Controlé
con todos los detalles la rutina que ella
seguía, y en uno de esos regresos, después de
haber efectuado su inspección de turno,
escapé.
Recuerdo que corrí, corrí y corrí, por un
inmenso descampado; mientras me alejaba
en aquella carrera loca, el corazón me
bombeaba cada vez más fuerte;
respondiendo a su impulso la sangre corría
desesperadamente por mis venas como si
también buscara escapar de mi cuerpo.
Aunque sabía que la máquina que hacía
retumbar mi pecho, podía estallar de un
72
momento a otro, por el sobreesfuerzo, sólo
pensaba en alcanzar la otra orilla, donde, a lo
lejos, se divisaba un bosque que también
corría y corría hacia el infinito…
Por lo visto, no alcancé la meta: lo último
que recuerdo fue que, con la misma
celeridad con que corría, al compás de las
pulsaciones de mi corazón, se sumó una
percusión desenfrenada en mis tímpanos:
bum bum bum…, hasta que el dolor llegó a
su límite y…
*
No sé cuánto tiempo estuve
inconsciente: pudieron haber sido horas,
días, años…, porque cuando desperté yo ya
no era aquel joven que estaba por cumplir los
veinte años: había encarnado en un decrépito
viejo al que una enfermera conducía del
brazo como un zombi: sin tener noción de lo
que pasaba a mi alrededor, caminaba como
autómata aprisionando fuertemente entre
mis brazos y mi pecho un cofrecito.
Siéntese, me dijo amablemente mi
lazarillo. Ya es hora de su pastillita.
73
Quizá por instinto de conservación o
reminiscencias de mi vida anterior, desconfié
de la medicina que me ofrecía, y le supliqué
que ya no me diera la mentada pastillita y
que, por favor, me buscara un martillo para
matar de una vez por todas al maldito
gusano que tenía metido en la cabeza. Pero
ella, sorprendida de mi ocurrencia, insistió
en que tomara la pastilla, porque si no —me
dijo con lujo de detalles— el muchacho que
estaba en la puerta, parado como un
gladiador romano con los brazos cruzados
sobre el pecho y las piernas semi-abiertas —
en señal de firmeza—, amablemente se
acercaría a mí y, como se hace con los niños,
cogería mi nariz con los dedos índice y
pulgar de su mano izquierda, para que
abriera la melindrosa boquita, y mientras
hacía palanca en mis mandíbulas con sus
dedos medio y pulgar —de su mano
derecha—, introduciría la pastillita con su
dedo índice hasta el fondo de mi garganta…
Vi de reojo a aquella sombra que
esperaba en la entrada de la habitación
74
donde, como supe después, nos
encontrábamos quienes habíamos tenido
“buenos antecedentes” en el Jardín de los
Celajes.
Estaba ahí, presto a actuar, previendo
que un día, por esas cosas impredecibles de
nuestra peculiar psicología, se nos ocurriera
recordar las viejas glorias que nos
condujeron al lugar de donde habíamos sido
trasladados.
La impresión sacudió la maraña de
hilachas de neuronas de no sé qué parte de
mi cerebro y un circuito se activó: como
quien vuelve de un pasado remoto,
sumergido en la bruma de los tiempos, al
recordar aquel lugar, en mi mente se empezó
a configurar un colage de recuerdos
mezclados con el producto de mi
imaginación.
Dentro de la abigarrada avalancha
apareció al fin la fórmula que se usa para
pensar, la cual, al parecer, la había
extraviado durante aquella carrera: cerré los
ojos, arrugué el entrecejo, me puse el dedo
75
índice en la sien y… me concentré…: qué
curioso, pensé al descubrir que ya podía
pensar por mí mismo e imaginé el lugar
donde ahora me encontraba, mientras la
pastillita —resignado a mi situación—, sin
necesidad de la amable ayuda, se deslizaba
resistiéndose por mi garganta.
Yo había gastado muchos años de vida
en aquella carrera que ahora se replicaba en
mi borrosa memoria, al tiempo que
regurgitaba disimuladamente aquella
amarga sustancia.
Las dudas son pensamientos, repetía,
tratando de esbozar una idea, hasta que al fin
logré formular una pregunta razonable: ¿Por
qué tengo que tomar esas pastillitas?, le
pregunté a la enfermera. Ella, humillándome
con esa manera cariñosa de tratar a un niño
en similares circunstancias, me explicó que
cuando yo no me tomaba la pastillita, en la
noche empezaba a dar gritos pidiéndoles a
los marcianos que no me dejaran en aquel
lugar.

76
A mi esa ocurrencia me dio risa, pues
había en todo lo que me decía una extraña
coincidencia con la actitud de aquel fugitivo
que yo, en el momento, como en sueños,
recordaba haber visto en la cima de una
montaña. Y tomé aquello como residuo de
un viaje a esa dimensión de la conciencia: a
pesar de que el gusanito había carcomido
muchos años de mi memoria, en el escenario
de mi imaginación, como si fuera la
proyección de una película, empezó a pasar
toda la trama de lo que sucedía cuando yo no
me tomaba la pastillita.
En la noche yo dejaba el cofrecito debajo
de la almohada para que los extraterrestres
no pudieran levantar la tapa y escapar, pero,
como cada vez los dolores eran más intensos
y la fiebre sobrepasaba sin esfuerzo la
barrera de la cordura, yo, con aquella tortura,
me veía obligado a apretarme los oídos para
que no me estallaran.
Entonces no me quedaba más recurrir al
frasquito. En ese justo momento, cuando me
sentaba a tomar la pastillita, me olvidaba de
77
todo y aquellos hombrecitos verdes
aprovechaban la oportunidad para
desprenderse de las hojas amarillentas,
levantar la tapa y salir: como si todo fuera
parte de un exacto mecanismo, al instante se
activaba el chip incrustado en mi cabeza —
que sin duda era el mismo gusanito que me
carcomía la memoria—. Respondiendo a la
señal que emitía, aquellas criaturas,
recobraban su identidad y amenazaban con
marcharse y dejarme en aquel lugar para
siempre. Yo, para que no se fueran sin mí,
hacía cualquier cosa para llamar la atención
del personal que me cuidaba, y lograba que
los hombrecitos verdes volvieran a la caja
para no ser descubiertos: cuando aparecían
la enfermera y su sombra, el soldado
romano, a prestarme auxilio, yo ya estaba
profundamente dormido. Aparentemente.
*
Un día, en una de esas raras ocasiones en
las que se eliminaba la mampara que nos
separaba, y cada quien, la enfermera y yo,
dejábamos de asumir nuestro rol
78
correspondiente en aquella tragedia, le
comenté aquellas visiones, y sin darle tiempo
a que interpusiera entre los dos la metafísica
barrera que volvía a cada quien a su lugar, le
pregunté a bocajarro su opinión. Le dije que
se olvidara de dónde estábamos situados
uno y otro, y me dijera con honestidad si
todo aquello era una realidad vedada que
habitaba en el laberinto de mi subconsciente
—un sueño— o si mi barco había pedido el
timón, si no, por qué estaba yo ahí, en aquel
jardín.
Ella, después de voltear a ver a un lado y
otro, como si se cerciorara de que no hubiera
nadie escuchándonos, me aclaró que yo ya
no estaba en El Jardín de los Celajes; que hacía
veinte años mi hijo había logrado que me
trasladaran a aquel lugar donde en ese
momento me encontraba, porque a mi edad
ya daba igual. Yo deduje, al juzgar por
quienes me rodeaban, que el lugar que
insinuaba que estábamos era un asilo de
ancianos, porque eran gente como yo, gente

79
que había llegado a ser una excepción en el
reino de la cordura.
Yo le quise dar a entender eso de la
excepción, pero ella no se dio por aludida.
Cuando llegó —me dijo interrumpiendo
mis confusos razonamientos—, usted tenía
ya 50 años…
Supe así que al principio yo me había
rehusado a quedarme ahí, porque querían
que les entregara el cofrecito que portaba,
donde guardaba mis cosas más preciadas, —
quizá las únicas que poseía y me hablaban de
lo que había más allá de aquel encierro que
me perseguía a todos lados—, pero cuando
vieron que dentro de éste sólo guardaba un
montón de hojas amarillentas con dibujos
infantiles, una ajada libreta y un lápiz de
punta roma, consideraron que aquellos
objetos no representaban peligro alguno, ni
para el personal ni para mis compañeros de
viaje en la nave aquella de aquel mundo
paralelo, permitieron, haciendo una
excepción, que yo conservara esos objetos
inofensivos; resolviendo así, por el lado
80
amable, lo que, a fin de cuentas, se hubiera
hecho de cualquier manera: yo no estaba en
condiciones ni razones para poderlo evitar.
Los esquimales al final de sus días se van
caminando en la nieve hasta perderse y no
vuelven jamás —pensé, después de entender
mi realidad, pero no dije nada—.
De tiempo en tiempo —continuó la
enfermera su relato—, cuando usted cree que
nadie lo ve, saca las hojas y se queda
contemplándolas por largo rato, a veces
tacha unas cosas y apunta otras en su libreta,
o simplemente hace algunos apuntes al
margen de los dibujos…
Mientras la escuchaba dudaba si ella era
la que era, o era alguien más de aquella gente
con quienes compartíamos algo más que el
uniforme que tapaba nuestras vergüenzas;
pero gracias a sus confidencias —que
posiblemente eran una estrategia con otros
fines— descubrí que había algo que a mí me
hacía diferente a los demás: Todo empezaba
con el maldito ruido en los oídos; entonces,
para que el gusanito dejara de taladrarme el
81
cerebro me ponía a escribir en mi diario,
porque sólo así me olvidaba del dolor de
cabeza y el bicho se dormía; luego, cuando
me dejaba en paz, yo me acostaba poco a
poco, tratando de no moverme demasiado ni
hacer mucho ruido para que no se
despertaran los marcianos; pero antes me
aseguraba que la tapadera del cofrecito
estuviera bien cerrada y, para mayor
garantía, lo metía debajo de mi almohada: de
esa manera evitaba que escaparan, y yo
podía descansar un rato.
Siga, siga, porque cuando usted me habla
las paredes de las celdas de mi memoria se
restauran y es como que volara mi
imaginación —le dije, temiendo que aquella
momentánea luz se apagara y mis recuerdos
se volvieran a esfumar.
Ella no entendía a que me refería y por
momentos me veía con desconfianza, pero,
luego, consciente de mi estado, seguía
contándome lo que supuestamente yo hacía
en esos lapsos en los que pasaba por las

82
umbrías lagunas donde la realidad se perdía
en una oscura niebla intemporal…
Fue así como, a partir de sus amables
palabras deduje también que, a veces, en
esos momentos de claridad, que aparecían
como cortapisas, cada vez más cortos, en el
oscuro trayecto, después de cada bache, yo
tomaba conciencia de lo que me pasaba. Eran
en esos fugaces destellos, como en el que ese
momento atravesaba, cuando se traslucían
las escenas, de lo que sucedía atrás de
aquella cortina interpuesta, en esa dimensión
de la cual por largos lapsos me alejaba.
En ocasiones atando los roídos cabos de
las deshilachadas neuronas, trataba de
acudir a los lugares más recónditos de
subconsciente para entender algo más de mi
pasado y de lo que me pasaba. En ese
esfuerzo por desentrañar lo que me pasaba,
llegué a la conclusión de que no era la
enfermera la que aprovechaba los momentos
de oscuridad para escribir en mi libreta,
como había sospechado, sino que era mi
propia mano la que lo hacía, obedeciendo al
83
dictado de aquel advenedizo huésped que
gobernaba los controles de mi cerebro.
Él era el autor del guion que los
extraterrestres representaban cuando
lograban escapar del cofrecito.
Al comprender eso, y muchas cosas de
aquella tiranía a la que yo era objeto, empecé
una infructuosa lucha por liberarme de la
manipulación del maldito dictador.
Desde entonces, cuando escapo de la
bruma, me rebelo y desobedezco sus
órdenes. Pero, como siempre, al pasar por
esas zonas carcomidas de mi memoria, o
cuando la enfermera, solo por entretenerme,
me cuenta cosas que no he vivido, como son
cosas que no han estado registradas en los
archivos de mi subconsciente, gracias al cual
todavía existe mi pasado, mi mente navega a
la deriva, mis ideas se mezclan y se pierden
en la oscura bruma: divago y me sumerjo en
otros mundos, en otros tiempos, en otros…
¿Por qué? —me pregunto de repente,
recriminándole a mi conciencia, antes de que
escape…
84
Eso —me dice la enfermera, sintiéndose
aludida— es una especie de sinapsis
psicopatológica.
Cuando escuché por primera vez
aquella definición preñada de erudición —
pues le he oído repetir esa maldición como
una letanía una y otra vez—, aunque no
entendí exactamente a qué se refería, adiviné
que lo hacía con la intención de matizar el
oficio al que se dedicaba, pero no le he dicho
nada, por temor a ser reprobado en uno de
esos exámenes que aquí se hacen con la
misma frecuencia con la que se ordena
administrar la maldita pastillita para
bloquear las voluntades de aquellos que los
doctores temen que caigamos en un estado
de frenesí. Por eso, como parece que ya lo he
mencionado, en esos momentos, cuando, a
escondidas de la enfermera, regurgito esa
sustancia amarga y se restauran los circuitos
rotos de mi memoria, tomo conciencia de mi
desgracia y, como hago cuando intentan
escapar los marcianos, les tiendo trampas a
los que me vigilan: grito.
85
Cuando ellos acuden a mi llamado, yo
cierro los ojos para simular que estoy
profundamente dormido: ellos entonces se
acercan sigilosos y empiezan a decir cosas
que a mí me asustan; pero me consuelo
pensando que no soy yo, sino ellos los que
están del otro lado de la cortina:
—Cree usted, enfermera (…), que la
memoria es realmente una negación del
olvido —dice uno de ellos, quizá su sombra.
—No siempre. Para mí, cuando escucho a
mi “dedo gordo”, por ejemplo, pienso que a
cierta edad ésta se convierte en embajadora
de un fenómeno psicópata provocado por
esa especie de sinapsis donde se mezcla el
presente y pasado.
—A lo cual no se puede llamar olvido,
sino confusión —completa su interlocutor la
frase célebre que se ha convertido en chicle
en boca de la enfermera—. Lo que quiere
decir que todo lo que “su dedo gordo” dice
es pura ilusión…
—No todo. Como le dije, él vive una
especie de fantasía construida con retazos de
86
memoria de la realidad pasada, la que vivió
antes de su llegada al “Jardín de los Celajes”,
reminiscencias de deseos frustrados, como
eso del hijo que cree que lo visita…
—¡Qué!... ¿no es cierto que tiene un hijo?:
usted misma lo ha dicho ―interrumpe la
sombra.
—Sí que lo tiene, pero es imaginario… En
uno de esos momentos de “lucidez”, me
confió ese secreto, y me dijo que sólo a él le
entregaría la caja donde guarda la llave de la
nave... El pobre cree, o imagina tal vez, que
él lo visita cada cierto tiempo, y nosotros le
creamos el escenario: viene y le cuenta la
historia de su vida para que no la olvide…
¡Pobre viejo!
*
Cuando las voces llegan a ese punto, sé
que están hablando de mí, yo soy el dedo
gordo de la enfermera, y que todo aquello lo
dicen para despistarme sabiendo que yo
simulo estar dormido; pero la impresión que
me causan sus palabras hace que el recuerdo

87
de mi hijo aparezca y todo lo demás se
desvanezca.
La primera visita que recibí de él fue
cuando cumplí los 60 años, entonces yo le
duplicaba la edad; la segunda, fue hace 10,
yo entonces debí cumplir, o mejor dicho,
ambos cumplíamos 70 años, porque ya
éramos de la misma edad; pero él, que no
entiende de la relatividad de la vida, lo negó:
no quiso aceptar que la gente de su
generación, por eso de la cibernética y todas
las cosas que ha traído la modernidad,
maduran a una velocidad doble de aquella a
la que acostumbraba, la gente de mi época:
por eso, en ese entonces teníamos la misma
edad. Antes, le dije, para demostrarle aquella
verdad, los bebés eran como los cachorritos:
nacían ciegos; ahora ya vienen espabilados.
Pero él se cerró en que tenía 45 años.
Entonces fui yo el que le recriminé, por qué,
en esa historia que me cuenta en cada una de
sus visitas, no me ha hablado de la otra
mitad de mi vida, aquella que se ha
esfumado, y él me respondió que la historia
88
de la vida es como los sueños: a veces
cuando uno despierta y quiere recordar,
algunos pasajes de lo que ha soñado se han
esfumado…
Era evidente que algo me ocultaba, pero
para no entrar en discusiones sin sentido, le
dije que estaba bien y le pedí que se fuera, no
sin antes advertirle que ya quedaba poco
tiempo para la llegada del día (ese corto
instante) en que se daría nuestro último
encuentro, y que éste sucedería en el justo
punto en que se cierra definitivamente la
cortina… como una despedida. Ese punto
donde los viejos empezamos a avanzar en
retroceso, donde hasta la relatividad es
relativa.
Entonces ya no habrán visitas, y si las
hubiera, de nada servirían porque las
palabras se convierten en simples códigos de
idiomas diferentes.
Pero él simuló no entender nada y se
quedó callado: yo comprendí que aún no
tenía edad para asimilar esa noción de la
vida.
89
A partir de entonces los caminantes que
van y vienen como tú y yo —continué
machacando aquella idea— se cruzan y no
vuelven a encontrase jamás, porque transitan
por sendos lados de la cortina, cada uno en
dirección opuesta.
Él sólo sonrió y se despidió.
Todo el que va, vuelve a donde comenzó,
le dije como despedida, haciendo un último
intento para que captara mi noción…, pero él
siguió caminando sin responderme, como si
yo hubiera sido un impertinente desconocido
al que sin querer uno se encuentra en el
camino y cruza un par de palabras sin ton ni
son.
Todo el que va vuelve a donde comenzó,
volví a repetir casi gritando, antes de que se
perdiera al final del pasillo. Él a lo lejos, por
consideración, quizá, hizo un gesto
afirmativo y desapareció.
Subir la empinada cuesta de la vida,
cuesta; bajarla es fácil, porque el retorno se
hace rodando; ni siquiera hay tiempo para
tropezones, acostumbra repetir como disco
90
rayado mi vecino de la litera de a lado,
cuando la enfermera llega a cambiarle el
pañal que absorbe su incontinencia.
Hoy es el día en que espero que se dé el
último encuentro con mi hijo, pero no ha
aparecido: ¿será que no vendrá?, ¿será que es
verdad esa sentencia y yo rodando tuve un
tropezón, o me pasé de largo en uno de esos
recodos del camino, sin que ni él ni yo nos
percatáramos? —pienso mientras repican en
mi oído las palabras de mi lazarillo que
resuenan cada vez más como si fueran una
maldición: “La memoria es una sinapsis…”.
Quizá fue sólo un error de cálculo, digo
pensando en esas paradojas de la vida, luego
vuelvo a sonreír en el reflejo del vidrio de la
ventana que neciamente se coloca ante mis
ojos y hechiza mi mirada, hasta que la
enfermera se compadece de mí y
poniéndome una mano en el hombre
neutraliza el maldito magnetismo que me
atrapa.
¿Y si he caído en uno de esos abismos
donde todo es soledad?... Sería la peor ironía
91
de mi vida: ¡he estado esperando tanto
tiempo ese momento…! Ojalá que no. Ojalá
que todo haya sido culpa de un mal cálculo,
o un olvido del operario que maneja el
péndulo. Si así fuera, espero que cuando
suceda nuestro último encuentro, él me
reconozca, y yo, a pesar de lo distraído que
me he vuelto últimamente, todavía este en la
capacidad de reconocerlo y me detenga a
tiempo para entregarle lo que le tengo que
entregar antes de desaparecer en la bruma de
la eternidad.
No se lo digas a nadie, aquí en esta cajita
está la llave de la nave —le diré—. Cuídala,
no la pierdas, porque te servirá cuando
llegues a esa etapa de la vida donde ya no
hay nada por delante, donde el futuro mete
reversa, obligándote a que
inconscientemente emprendas el retorno…
No la pierdas para que no tengas que volver
a trompicones como yo.
Esta vez sí me entenderá y me contestará:
¡Gracias papá! Y los dos, como el hecho más
natural de la vida, aceptaremos con
92
resignación el ambivalente porvenir y
fingiremos indiferencia, mientras nos vamos
alejando, por el mismo camino, siguiendo la
inexorable lógica, en direcciones opuestas,
separados por la cortina que habrá dejado de
ser el lugar de encuentro y desencuentro de
mi memoria.
*
Ahí parece que llega… Es el que viene
con esa señora desconocida. Ha de ser su
mujer…
—¡Disculpe, joven!... ¡perdón, yo
pensé…!
—No se preocupe, abuelo: “hay siete
caras parecidas en el mundo”.
—Enfermera —dice el visitante
dirigiéndose a mi lazarillo—, aquí el señor
espera a su hijo; cuando llegue, por favor,
llévelos a la sección dos, para que les
presente a mi padre… Ellos, por lo visto,
pueden hacer buenas migas —mientras habla
disimula-damente le guiña un ojo a la
enfermera—.

93
—No se preocupe, lo haré como lo he
hecho siempre —contestará la aludida
respondiéndole con el mismo guiño que yo
veo en el reflejo de la ventana.
El visitante se despide de su
acompañante y se aleja hacia el otro
pabellón: mi lazarillo, simulando un interés
particular en las visitas de mi hijo, me
preguntará:
—¡Qué pasa, don Marcial! ¿Está triste
porque no ha venido su hijo?
Y yo, como siempre, aunque ella sepa
que finjo, responderé:
—¡Oh, no!, algo le habrá pasado, porque
él nunca me falla, viene a verme todos los
días de visita y me trae chocolates: esta vez
me la tendré que pasar sin ellos, pero ya me
las arreglaré…
Y para evadir más preguntas, de esas que
me obligan a dar respuestas que ella podría
responder mejor que yo, volveré a mi libreta,
pensando en que aquella historia podría
tener un mejor final. Me siento en mi rincón,
coloco el cofrecito entre la pared y yo, para
94
protegerlo del alcance de las manos de
cualquier intruso. Luego finjo escribir lo que
aquel que usurpa mi libreta durante mi
sueño ha hecho por mí y para mí.
Éste es el colofón de la historia, dice la
nota destinada al apuntador:
Al ver que el visitante regresa de
conversar con su padre, la enfermera se
volteará, dándoles la espalda, y pronunciará
en voz alta lo que ha estado pensando:
“La memoria es una sinapsis de neuronas
atrofiadas donde se mezclan el presente y el
pasado: es algo psicópata…”
Don Marcial comprenderá que aquel
agravio está dirigido al personaje que él
representa, pero aparentará no haberse dado
por aludido y seguirá leyendo, luego fijará la
mirada en la ventana, hasta que el
desconocido le dé motivos para volver a
estar de este lado de la cortina.
—Y su hijo, don Marcial. ¿No vino a
verlo esta vez? ¿No quiere que le lleve algún
recado? ¿Sabe usted su dirección?... —dirá
amablemente guiñándole un ojo a la
95
enfermera que lo observa de reojo desde el
espejo, demostrando complicidad—.
—Pase usted a la administración. Ahí le
darán esa información —intervendrá ella
para sacar del apuro a don Marcial,
volteando a ver de reojo al desconocido que
está por despedirse. Vestido ahora con una
bata blanca.
Entonces don Marcial, haciendo caso
omiso de lo que ha dicho la enfermera, se
acercará al visitante para evitar que los
demás escuchen y le susurrará al oído: sé que
estás disimulando. Luego en voz alta, para
oídos de todos, agregará:
—Sabe qué, llévele este cofrecito, y
dígale, que es el regalo con el que lo estaba
esperando el día de su cumpleaños… Dígale
también que no se preocupe si no puede
traerme chocolates, que de todas maneras lo
recibiré con el mismo cariño de siempre: a mi
edad las golosinas ya no le hacen bien al
corazón.
—Sabe qué, yo me encargo de avisarle
para que él venga a recoger personalmente
96
su encomienda, el próximo día de visita. Se
lo prometo —responderá el otro con ternura,
y le devolverá la apolillada arca antes de
partir—.
—Don Marcial, no se da cuenta que ése
señor es un espía de los extraterrestres…
¡Estuvo usted a punto de entregarle la caja
negra de su nave! —esta vez es la clásica
ironía del guardia, la que se escucha cuando
el visitante se ha alejado lo suficiente.
Don Marcial Allien esbozará una triste
sonrisa de compasión en respuesta a aquella
voz y, mientras vuelve a su rincón
aprisionando fuertemente entre sus brazos la
nave de sus sueños, el tesoro que guarda
para su hijo, pronunciará lo que en adelante
será su eterna letanía: los recuerdos son los
hitos del camino y el paisaje; son la ruta de la
vida que se vuelve a recorrer, caminando
cuesta abajo, cuando ya no queda más…
Eso será lo último que anotará mi mano,
obedeciendo a los brinquitos que, como
percusiones de una máquina de emisión de

97
claves Morse, se producen en la tramoya
donde opera el dictador.

*
Desde ese día, 29 de febrero de aquel año
trisiesto, don Marcial Allien permanecerá
arrinconado en una esquina del corredor, sin
hablar con nadie. Ni siquiera se le verá rayar
sin gobierno alguno las hojas de su ajada
libreta. Esa misma actitud asumirá el día
siguiente, y al tercer día, en el atardecer del
31 de febrero, el decrépito loco
desaparecerá… Al despertar, todos los
inquilinos del albergue contarán la misma
historia sobre el misterioso suceso:
De repente todo oscureció a causa de un
intenso resplandor; y cuando pudimos abrir los
ojos, como si algo lo hubiera succionado, la cama
de don Marcial estaba vacía…
Éste parece ser el último guion de la
libreta encontrada en el apolillado cofrecito
que dejó debajo de la almohada —dice la
enfermera en su declaración—. Bajo el
colchón aparecieron también dos bolsitas
98
vacías con residuos de un polvo raro y un
relato rubricado con un colofón:
Lo que sucedió en la cumbre de aquella
montaña, aunque nadie me crea, es la puritita
verdad.

M. A.
El Jardín de los Celajes
Febrero, 2030

99
PARTE III

DEL OTRO LADO DE LA CORTINA

100
1

SERIEDADES Y BERENJENAS

101
Al despertar de su sueño, aquel “prófugo de los
marcianos” se propuso buscar una explicación a la
relación que tenía aquella manifestación de su
subconsciente con lo que había leído sobre la realidad
de los países Latinoamericanos, y llegó a la conclusión
de que sin querer había estado, en aquel viaje onírico,
en un lugar de un país pobre de América Central, el
cual, aunque no podía ubicar con exactitud, era, sin
duda, una aldea de la “Sierra Madre”, en el Altiplano
Occidental de Guatemala. Paradójicamente, las
imágenes de la gente que transitaba por las intrincadas
veredas de aquellas apartadas comunidades, nada
tenían que ver con lo que se hablaba en el libro de
historia que le habían proporcionado en una
organización cooperante que financiaba proyectos de
desarrollo en países de esa región del mundo, en la
cual había decidido enrolarse como voluntario para
realizar una de esas misiones, de tal manera que,
pensaba, podría aprovechar sus vacaciones
cumpliendo dos objetivos: ser partícipe de una labor
humanitaria y, a la vez, conocer algunos lugares de
esa región del mundo al que los unía la historia.
En su desconcierto, al que lo llevó aquella
tribulación onírica, lo único que se le ocurrió pensar
fue que aquella gente, heredera de una civilización
precolombina famosa por su pasado glorioso, era sólo
102
una leyenda. Porque una civilización que ha alcanzado
avances cómo los que se hacía mención en el citado
texto, salvo una invasión como las que últimamente se
estaban dando, orquestadas por el imperio, no podía
desvanecerse así por así. Algo atroz tenía que haber
ocurrido para provocar tal estancamiento y llevar a sus
descendientes a aquel estado de calamidad y
decadencia inexplicables.
Posiblemente estaba exagerando, pensó; pues, al
fin y al cabo, aquello había sido sólo un sueño.
Esa reflexión lo llevó a plantearse la realización de
una investigación más profunda para informarse, antes
de emprender el viaje… Y como siempre recurrió al
archivo donde guardaba la correspondencia que
mantenía con sus amigos del otro lado del mar. Esta
vez encontró un texto que le ofrecía una visión sobre
la percepción que un turista puede tener de la realidad
del Altiplano Occidental5, en su primera visita a aquel
país.
A continuación, casi literalmente, incluimos un
fragmento de la introducción del documento del cual
se habla:

5
Se hace alusión a la tesis titulada: “Perspectiva Regional y Multinivel del
Desarrollo Sustentable en el Altiplano Occidental de Guatemala”. Presentado
por Juan Dardón Sosa, para optar por el doctorado en Ciencias de la Ecología
y Desarrollo sustentable, en ECOSUR (Colegio de la Frontera Sur), en el año
2005.
103
[…] La pobreza, para el visitante de la
región occidental de Guatemala, se
evidencia como un primer plano de
observación. Está allí, en cualquier lugar
al que dirija su mirada, no importando si
éste es un rincón urbano o rural.
Un segundo plano de observación,
intercambiable en el orden de aparición
con el anterior, está constituido por la
población indígena, predominante en las
áreas rurales y, en menor grado, en las
ciudades mayores de la región.
Un tercer plano es la base natural que
da cobijo y sustento a dicha población,
que se caracteriza por la fisiografía
quebrada del macizo montañoso conocido
como la Sierra Madre Occidental.
En un cuarto plano aparece la
ocupación del espacio montañoso por
numerosos pueblos y municipios que
guardan cortas distancias entre sí, y
donde la altitud de sus cabeceras
municipales alcanza en promedio los 2200
metros sobre el nivel del mar.
Todos estos planos configuran el
paisaje de la región que se exporta al
mundo como un atractivo turístico…”.

104
Después de leer la introducción del documento
llegó a la conclusión de que no podía hacerse una
mejor descripción de lo que vivió en su pesadilla que
la realidad que se pintaba en aquel estudio. Y se
congratuló de haber encontrado aquel documento,
porque él, salvo que contara con información objetiva,
difícilmente, como decía el autor, podría percibir a
primera vista lo que subyacía tras la apariencia de esa
realidad a la que, de realizar el viaje, se enfrentaría,
porque hay cosas de la realidad sovial, recordaba los
argumentos del estudioso, que no se pueden entender
con una simple mirada: las luchas internas, por
ejemplo. No se pueden ver en el paisaje pintoresco que
se ofrece al mundo... clásico proceder de los
ministerios de turismo.
Además —pensó—, ¿por qué no escribirle una
cartita a aquel amigo que lo había estado invitando y
decirle en ella, claramente, las razones por las que
había decidido posponer su viaje misionero para otra
oportunidad?

En la carta él contaba su sueño-pesadilla y pedía que


lo pusieran al tanto de la situación que se vivía
actualmente en esta región del planeta, porque, decía,
aunque no fuera supersticioso, temía que su sueño

105
fuese una premonición de algo grave que le podía
pasar.
Entonces, ni lerdo ni perezoso —dice Marcial
Allien en una de las notas de su memoria—,
asumiendo como válido el supuesto escepticismo que
le escribía desde el otro lado del charco, me dispuse de
inmediato, como una muestra de condescendencia, a
cumplir con su encargo, y le escribí un relato
fantástico en base a lo que me contaba… y, por esa
compenetración que los escritores llegan a tener con
sus fantasías durante el proceso de creación, aquella
pesadilla hecha relato, quedaría en Marcial Allien
grabada en esa región de la consciencia donde ese tipo
de realidad les gusta hibernar esperando el momento
de que se den las condiciones para hacerse realidad.
El día que decidió ir a la cumbre de la montaña,
incrédulo como era hasta se había olvidado de la
pesadilla de su amigo, y del relato y, al llegar a la cima
de la montaña, pasó lo que pasó… aquella realidad…
se despertó.
*
“Hoy —cuenta Marcial Allien en sus soliloquios
— me han trasladado del Jardín de los Celajes a este
asilo de ancianos. Aquí será más fácil escapar. Si lo
logro buscaré a mis amigos y saldremos por el mundo
entero y si se puede al más allá a dar a conocer la
realidad que aquel prófugo presenció y demostraré que
todo es verdad. Mientras tanto contestaré las cartas a
106
mi amigo para animarlo a ser parte de nuestras fuerzas
subversoras del orden universal y seguiré engañando a
la enfermera y su sombra, mintiéndoles sobre lo que
guardo en mi cofrecito”.
El Jardín de los Celajes […]. Estimado amigo
[…]: te mando mis apuntes sobre el manifiesto de la
organización en la que milito. Y si compartes nuestra
visión del mundo que queremos construir, ya verás
cómo haces caso omiso a tus pesadillas y te decides a
venir…
Los Necios Perseguidores de Utopías, somos
ciudadanos del mundo. Traspasamos fronteras y
vamos por el planeta buscando y sembrando
solidaridad, mutua solidaridad.
Durante nuestros periplos, damos a conocer a
quienes nos sintonizan por el mismo canal, que la
realidad que se vive a diario en escenarios como ese
donde se desarrolla la trama del sueño —tu sueño-mi
relato—, no es la que las agencias de publicidad
ofertan al mundo envuelta en papel celofán. Porque
nada tiene que ver con esa que los visitantes (como el
protagonista de la pesadilla), ven, si quieren ver, al
llegar a esas regiones recónditas de nuestra galaxia.
Esa realidad que no es la de los palacios y las zonas
residenciales, sino la de los barrios marginales y las
zonas rurales. Esa por la que los necios perseguidores
de utopías alzamos la voz y nos sumamos al coro
universal de denuncias, en un afán por hacer que se
107
visualicen, aunque sepamos que en estos tiempos de
cinismo y de sordera los que deberían escuchar no
escucharán.
Po eso, en nuestros viajes oníricos invitamos a
quienes manejan los medios de difusión, a mostrar el
rostro de la sociedad sin maquillaje, para que se vea en
él la textura de su piel. Que se vean las cicatrices-
circunstancias de esa realidad que la gran mayoría de
habitantes de los países marginados viven a diario, en
su cotidianeidad…
Como necios perseguidores de utopías creemos
tercamente que si nos sumamos (actuamos con un
mismo fin) podemos hacer algo juntos, podríamos, por
ejemplo, hacer girar nuestra esfera común
empujándola desde los cuatro puntos cardinales, con la
fuerza propulsora de todos los que creen que un
cambio de horizonte es posible, y, uniendo nuestras
voces, como un aria colectiva, hacer temblar al mundo,
para que la humanidad despierte y tome consciencia de
que tenemos que cambiar el rumbo o, por lo menos,
aminorar esa marcha desbocada de locura consumista
que lleva a la humanidad, como zombi, a su propia
destrucción… antes de que sea demasiado tarde.
En cuanto a ciudadanos del mundo marginado,
seguiremos reclamando nuestro derecho a disponer —
de manera prudente y equitativa—, de los recursos
naturales que nos quedan. Y hacemos ver al mundo,
para que quede claro, que todo eso que planteamos, no
108
es sólo por nuestra supervivencia como pueblo, sino
para la preservación del planeta y las especies que lo
habitamos. En ese sentido, asumimos la defensa de
aquellos recursos que son nuestra responsabilidad
directa proteger, los que aun poseemos en el rincón del
mundo donde nos tocó vivir. Así como los
defenderemos de la expoliación, exigimos que los
conocimientos técnicos y científicos desarrollados por
la humanidad, para aprovecharlos mejor, sean
utilizados con una visión menos egoísta.
Y a los que transitan por nuestro mismo derrotero
les damos a conocer que los necios perseguidores de
utopías estamos dispuestos a contribuir en la reflexión
sobre la búsqueda de un horizonte. Y con humildad
invitamos a la humanidad a ver la realidad de nuestros
pueblos desde una nueva perspectiva: no aquella desde
donde otea el que vive en una mansión, ni desde el que
enfoca su mirada temerosa a través de las rendijas de
un rancho de palopique exudando resentimiento; es
decir, invitamos a no verla desde la abundancia ni
desde la miseria, condiciones que son causa y efecto a
la vez, sino situándonos en el andamio de construcción
de una nueva sociedad.
En esos viajes, oníricos, como ahora que me he
desbordado en estas letras, invitamos a quienes nos
escuchan a construir un mundo menos excluyente y
más solidario, dejando de lado ese revanchismo que a
veces nos gana y empequeñece nuestra calidad
109
humana —por más razones que tengamos—, y
escalemos juntos los andamios de esa sociedad de la
que hablamos viendo a los demás miembros de
colectividad universal a la altura de los ojos: no por
arriba del hombro ni de hinojos, sino a la altura de los
ojos, a la altura de su dignidad… de nuestra dignidad.
¿Qué te parece, te animas? ¿Quieres formar parte
de los necios? Te prometo que no tendrás malos
aterrizajes.

Un fuerte abrazo
Marcial Allien

P.D. Este es el manifiesto de Los Necios. Tal vez te


convence para enrolarte en nuestra organización.
Nuestras armas poderosas son, pues, los sueños y la
literatura, que encumbrados en ese andamio ideológico
del que hablé, añoramos sean la fuerza propulsora de
nuestra práctica… aún endeble.

110
2
DAMOS FE

El abuelo Marcial Allien, nombre con el cual el


paciente fue registrado a su ingreso en la casa de
protección del adulto mayor, el día que fue traslado del
psiquiátrico “El Jardín de los Celajes”, fue raptado
anoche por un grupo de aliens de procedencia
desconocida… La nave en la que éstos advenedizos se
transportaban, llegó ex profesamente a cumplir esa
misión. La vigilancia del centro no pudo hacer nada
por evitarlo. El suceso, dicen los internos que
compartían el pabellón donde se encontraba el ahora
desaparecido, sucedió de esa manera como sólo esos

111
seres extraños son capaces de actuar… se esfumó en
un abrir y cerrar de ojos.
Una vez salidos del estupor, los guardias de
seguridad lo buscaron por todos los rincones, pero fue
como si se lo hubiera tragado la tierra. Lo único que
encontraron en la litera donde dormía, debajo de la
almohada, fue el cofrecito apolillado con unos
documentos en franco deterioro y dos bolsitas con
residuos de un polvo extraño, debajo del colchón.
Desde el día de su desaparición el personal de
administración de esa casa de beneficencia ha tratado
de aclarar el misterioso escape o rapto. Dentro de los
muchos dimes y diretes que se desataron en torno a los
culpables, se sospecha que el responsable de organizar
la fuga fue el hijo que el paciente Marcial Allien decía
tener. Personaje al cual el personal de seguridad, que
se supone debería estar al tanto de las entradas y
salidas de las visitas, nunca lo vio. En consecuencia, se
duda de su verdadera existencia. Los otros internos
fueron los únicos que confesaron haberlo visto. Lo
cual es una afirmación poco confiable, ya que esa
confesión la hicieron durante los interrogatorios
llevados a cabo por los miembros de seguridad del
Estado que se sumaron a la investigación, por
considerar que la presencia de aquellos seres
extraterrestres, si el hecho no había sido sólo una
pesadilla colectiva, como algunos han pensado que
ocurrió, representaba un peligro para el planeta.
112
Dichos agentes, acostumbrados a sospechar de
todo el mundo, basando sus pesquisas en el mínimo
indicio, acreditaron la fuga a la enfermera y los
miembros del personal de seguridad de la casa de
beneficencia. Cabe la posibilidad, dijeron, apoyándose
en endebles argumentos, que ella, la enfermera, haya
sido infiltrada en aquella casa asistencial por los
extraterrestres, para preparar la fuga.
Además, desde su perspectiva de investigación,
sospechan que ella sea la verdadera autora del relato
encontrado en el cofrecito, el cual lo pudo haber en
colaboración con un periodista clandestino; el mismo
que fingía ser el hijo de don Marcial y que éste decía
que lo visitaba cada cierto tiempo.
La estrategia es fácil de suponer, decían: Ella le
seguía la corriente a don Marcial y le contaba historias
que arreglaba con información sacada del historial
clínico proporcionado por los médicos del psiquiátrico
y él actuaba en correspondencia. Ella, más que el
gusanito que le rondaba en la cabeza, era el verdadero
chip que lo manipulaba.
Dicha suposición, por lo visto, no pasa de ser una
más de las mil y tantas hipótesis al respecto.
Lógicamente estas acusaciones desprestigiaban a
la susodicha institución, por lo que, en respuesta, la
administración decidió esclarecer el hecho, dando ante
la opinión pública una versión propia de los hechos, y,
sacando a luz los documentos encontrados en el
113
cofrecito del paciente Marcial Allien, haciendo una
publicación.

Las investigaciones sobre el caso Allien no se hicieron


esperar. El Estado movilizó todas las fuerzas de
inteligencia visibles e invisibles a su disposición. En
consonancia los contingentes de reporteros de los
principales periódicos y casas editoras salieron a
rastrear el hecho. Los que más empeño pusieron en la
búsqueda, por razones lógicas, o por apariencia, quizá,
fueron los miembros de las agencias dedicadas a la
publicación de fenómenos paranormales: sus sabuesos,
guiados por su fino olfato, salieron a la caza de la
noticia anhelando, esta vez, tener material suficiente
para publicar un gran reportaje que les otorgara
méritos para ganar el premio Pulitzer.
En menos de lo que canta un gallo, las calles que
rodean el asilo La Cañada, Lomas de Chichigüitán, se
llenaron de paparazzis y reporteros, exigiendo su
derecho a la información. Algunos con la Constitución
en las manos.
Fue imposible para la administración de la casa de
beneficencia negarse a cumplir con ese deber
constitucional y, a condición de que desbloquearan el
acceso a las instalaciones, procedieron a darles
información general a los demandantes y repartirles
114
copias de la nota que acompañó la entrega del
cofrecito remitido, vía la enfermera, a la casa editorial
a la cual la administración había encargado la
publicación.
Al enterarse de quien les habían ganado la partida,
gracias a la cercanía de la sede de la casa editora con
el asilo en cuestión, la caterva enloquecida se dirigió a
sus instalaciones de la mencionada editorial y, en
menos de un minuto, la entrada de la oficina de
redacción de ésta fue copada por reporteros de toda
índole que pedían a gritos información sobre el
contenido del tesoro de don Marcial.
En honor a la solidaridad gremial, a decir del
director de la casa editorial, se les entregó una copia
del relato —Un Marciano en el Altiplano— que
antecede a estos anexos, haciéndoles ver que los
demás documentos estaban en estado casi ilegible y
que sería una tarea ardua para el equipo de redacción
poder una edición digna de publicación, porque,
además de investigaciones complementarias, para
descifrar y transcribir aquel enredo, era necesario el
concurso de personas autorizadas y capacitadas para
llevarlo a cabo, por lo que se recurriría a criptógrafos y
polígrafos, lo cual, como podía entenderse, llevaría su
tiempo.
No conformes del todo y a regañadientes, uno a
uno fueron abandonando la sede de la casa editora, lo
cual obedeció en parte a que, en ese momento, para
115
favor y desgracia de los implicados, se presentó un
contingente de personal de seguridad del Estado a
incautar el dichoso cofrecito y a advertirles a los
editores que por seguridad planetaria cualquier
documento publicado sobre el caso Allien debería de
ser autorizado por el equipo de censura gubernamental
de la galaxia. Exigencia que en honor a la objetividad
y respeto a la Constitución, decía ufanamente el
director, se habían propuesto cumplir recurriendo a
artimañas literarias para que la censura no tachonara
pasajes que alteraran la verdad de los hechos.

Como parte del esclarecimiento sobre la


autenticidad de la autoría, lo primero a lo que se
recurrió fue a los especialistas en psicología, para
ponderar cómo el estado de salud mental de Marcial
Allien había influido en la percepción de la realidad a
la hora de escribir sus relatos:
“Los trastornos de personalidad expresados en los
arrebatos fantásticos del paciente Marcial Allien —
opina un inminente psiquiatra del Jardín de los
Celajes— eran producto de su mente esquizofrénica, y
eso lo hacía trasgredir los límites de la realidad y
sumergirse en un mundo de alucinaciones y
fantasías…”.

116
De ser este un diagnóstico exacto sobre la salud
mental del paciente, podría afirmarse que los escritos
tenían un antes y un después de ese desequilibrio,
pensaban algunos investigadores al respecto, pues
muchas de las notas que aparecían en la cajita, sólo
pudieron haber sido escritas antes de que el autor
perdiera completamente la razón, salvo las hubiera
redactado en esos momentos de fugaz lucidez
provocados en ese intermitente pendular entre la
cordura y el paroxismo de sus recurrentes paranoias,
patología que Marcial Allien sufría, a partir de su
encuentro con los marcianos.
Otros de los consultados, ligados a esas cosas
alliens y fenómenos paranormales, remitiéndose al
final de la primera parte del relato, niegan esta
hipótesis, aseverando que, tal como ahí se narra, un
alien es el que coloniza a Marcial Allien metiéndose
en su cabeza durante la pérdida del conocimiento que
sufrió por el sobreesfuerzo de concentración que hace
al tratar de escuchar el pensamiento del prófugo
cuando este escapaba de sus secuestradores. Hipótesis
en contra de la cual los especialistas en psicología
dicen que no tiene ninguna base de demostración más
que la coincidencia con su apellido, por lo demás,
resulta ilógica desde el punto de vista científico, a no
ser el raro comportamiento que se le observó durante
su permanencia en ambas instituciones sanitarias
donde estuvo internado, no se observaron indicios
117
relacionados con esa supuesta mutación. Lo más
probable, dicen éstos, insinuar una sospecha que no
querían externar para no herir la susceptibilidad de los
familiares, que la pérdida de la razón haya sido
provocada por una accidental ingesta de hongos
alucinógenos tal como pensaron las hermanas, al
observar las secuelas, las cuales fueron detectadas
también por la madre, el día que volvió traumatizado
de la excursión. Para fundamentar sus suposiciones
sacaron a relucir los diálogos con los que comienza la
segunda parte del relato.
Dentro de todos los profesionales involucrados, no
faltó quien defendiera la tesis de que la perdida de la
razón fuera provocada por algún tipo de tortura o
interrogatorio utilizando una de esas “drogas de la
verdad”, a la cual pudo haber sido sometido Marcial
Allien por miembros del servicio de inteligencia de
uno de los ejércitos invasores, en una guerra que según
sus relatos se pudo haber dado en ese lapso de tiempo
que desapareció de su memoria… Lo cual no carecía
de argumentos si se consideraba que en la libreta
hallada en el cofre había una serie de notas que hacían
suponer que esa era la realidad la vivió e intentó
plasmar en las crónicas sobre supuestas invasiones
extraterrestres. Hechos que él, sin que se sepa el
motivo, trató de disfrazar con un ardid literario, y a las
cuales sin saber las razones se les tachonaron algunos
nombres y párrafos, lo cual las hacía incomprensibles.
118
Cabe la posibilidad también, decían, que hayan sido
sólo apuntes de una novela o que pensara utilizarlas
para la redacción de un manifiesto de denuncia de las
atrocidades que supuestamente había vivido la
población de la galaxia “Las Clavellinas” en esa
época, pero que, dado su estado de salud, quedaron
inconclusas.
Sobre la descripción de estos hechos volveremos
más adelante.
*
“Por esas ambigüedades encontradas en los
documentos recibidos, y dado el estado del paciente,
aclaraba la casa editora en una nota, las historias
contadas fueron consideradas de dudosa credibilidad,
no obstante, a solicitud de la administración del asilo,
nuestra casa editora decidió publicarlos para demostrar
que en ese lugar no se confina a los adversarios
políticos del Gobierno —categoría a la que fue
ascendido aquel enajenado—, y que nuestras agencias
periodísticas no niegan la libertad de expresión del
pensamiento a nuestros compatriotas, por dudosas y
absurdas que sean sus declaraciones —acotaba en
defensa del gremio—.
En el mismo sentido, como editores, para evitar
problemas jurídicos, acordamos con la administración
de El Jardín de los Celajes y su seccional de atención
al adulto mayor, remitentes de los materiales, no
hacerle corrección de estilo a los relatos y notas
119
publicados por nuestra casa editora, limitándonos a
transcribir literalmente los textos, con todo y faltas
ortográficas; hacemos esta aclaración no sólo para
curarnos en salud, sino, también, para que el lector
esté advertido. En casos como éste cabe la posibilidad
de que los accidentes mencionados formen parte de
códigos de un lenguaje cifrado y, su ausencia o
cambio, entorpezca futuras investigaciones. Por todo
lo dicho, cualquier errata encontrada por el lector no se
podrá calificar como una falta de profesionalismo de
nuestra casa editorial. En cuanto a objetividad, este
director, que defiende como un perro la pulcritud de
nuestras ediciones y se ajusta como anillo al dedo a las
normas del periodismo, autorizó hacer en este caso una
excepción, la cual, en otras circunstancias, no lo
hubiera permitido, porque viola ese pilar fundamental
de la ética de nuestra honorable profesión, condición
sine qua non, para cualquier publicación hecha en
nuestra prestigiosa editorial.
Por lo tanto, el hacer estas concesiones obedece,
en este caso, a nuestro deber de informar a nuestros
lectores, y a nuestro compromiso con la sociedad,
cuyo bienestar está por encima de cualquier criterio
estético y estilístico, más que todo cuando la seguridad
del status quo del planeta depende de que la
ciudadanía reciba información oportuna sobre
cualquier contingencia: estos valores éticos son los que
han prevalecen cuando deben prevalecer. Sin embargo,
120
por esa misma responsabilidad ética y moral, una vez
pasada la emergencia, se procederá a realizar nuevas
investigaciones sobre el caso.
A continuación, dejamos constancia de los
documentos que contiene el cofrecito entregado por la
enfermera:

o Relato: “Un Marciano en el Altiplano”.


o Ficha biográfica del paciente Marcial Allien.
o Un paquetito de hojas amarillentas con una
serie de caricaturas infantiles.
o Una libreta de apuntes y una vieja cédula
(ambas ajadas e ilegibles, con tachones y
borrones sospechosos).
o Dos bolsitas vacías donde supuestamente
estaba el polvo de estrellas.

Las demás notas encontradas no se incluyeron en


la lista de anexos, debido a que se encontraban en un
estado bastante ilegible, o su abigarrado contenido no
permitía distinguir si eran parte integrante de un
mismo relato. Lo cual hace imposible su publicación.
Una vez deslindados de toda responsabilidad,
procederemos a una reseña de los documentos con
toda la objetividad posible para que sean ustedes,
lectores y lectoras, quienes tengan la última palabra en
este juicio.

121
1. “Un Marciano en el Altiplano”:

Una nave extraterrestre aterriza en la cumbre más


alta de la Sierra Madre Occidental, hecho del cual
Marcial Allien asegura haber sido un testigo solitario.
Meses antes el protagonista cruza cartas con un
amigo del otro lado del mar, donde comparten su
afición por la literatura, y Marcial termina invitándolo
a venir a Centro América. El amigo previo al viaje ha
estado viendo los reportajes sobre la guerra de Irak, y,
sumado a eso, días antes realiza una excursión a los
Pirineos donde sufre una pesadilla. Sueña que los
extraterrestres lo secuestran y lo llevan a una aldea del
altiplano guatemalteco donde escapa… Aquella
realidad que ve en su sueño lo hace reflexionar y opta
por informarse antes de realizar la misión, decide
escribirle una carta a su amigo de Centro América
donde le cuenta su pesadilla. Cabe también la
posibilidad —pues todas estas son suposiciones— que
el cooperante, un aficionado a la literatura haya escrito
el relato siguiendo el leitmotiv de lo que vivió en la
pesadilla y se lo envía a Marcial Allien. La otra
posibilidad es que Marcial Allien, que también tiene
las mismas aficiones, además de propenso a
compenetrarse de sus lecturas o de la realidad
fantástica con que nutre sus intentos literarios, escriba
el relato basado en la vivencia de su amigo. Eso sólo
Dios lo sabe.
122
Meses después de aquel intercambio de misivas,
en una Navidad Marcial decide hacer una lunada solo
a la cumbre de una montaña. El ambiente, la soledad y
el subconsciente hacen que en la noche se replique en
su mente lo que su amigo le ha contado, más bien él es
testigo presencial de lo que su amigo ha vivido en su
sueño-pesadilla… y despierta aterrado. Mientras
desciende de la montaña entra en una crisis de
paranoia, y empieza un pendular entre el paroxismo de
temor al que lo lleva lo que vio y la cordura, en sus
momentos de lucidez reflexiona sobre cómo se
manipula ese tipo de fenómenos y, como se deduce en
el texto, decide escribir un relato, sobre su propia
pesadilla para enviarlo a uno de esos programas sobre
fenómenos paranormales, quienes no le hacen caso
porque piensan que está loco. En base a esa
interpretación que le da a la falta de respuesta, Marcial
Allien escribe años después desde un asilo de ancianos
la segunda parte del relato: El Jardín de los Celajes.
Cuyo eje conductor es lo que ha vivido en esos centros
mezclando esa realidad con sus recuerdos.
Marcial Allien, durante su encierro en esas casas
asistenciales carga consigo un cofrecito donde guarda
el original del relato y un bonche de hojas reciclables
para sus apuntes. La cajita le sirve a la vez de archivo
para conservar sus ejercicios literarios sobre relatos de
ciencia ficción que un día piensa publicar, y para que
no se los toquen y el personal de la administración del
123
psiquiátrico no se entere y se los decomise empieza a
correr el rumor entre los otros pacientes de que en el
arca tiene prisioneros a unos marcianos… Más loco no
canta un gallo…
Después del inexplicable escape del paciente la
administración de la casa-asilo decide publicar la
susodicha crónica, que el desaparecido escribe sin
saber por qué causa o fin.

2. El puñado de hojas amarillentas:


Las hojas amarillentas que acompañan los relatos,
contienen una serie de dibujos infantiles sobre
caricaturas que estuvieron de moda muchos años atrás:
a finales del siglo pasado. Son hojas reciclables que,
como se dijo antes, se supone que él usaba para hacer
sus apuntes, hasta que, con el tiempo, fue tomando
aquellos garabatos infantiles como recuerdos de
infancia de un hijo imaginario. Motivo por el cual las
conserva como un tesoro… de estas hojas es de donde
se desprenden los marcianos que intentan escapar
cuando Marcial Allien está dormido. El equipo de
diseño gráfico de la editorial hace una réplica de
algunos de los dibujos para ilustrar el relato. Estos
hablan por sí mismos, por lo que se dice más en esta
descripción.

3. Libreta ajada y el polvo de estrellas:

124
Como todo escritor de ciencia ficción, a lo que
Marcial Allien aspiraba ser antes de su desgracia, su
libreta estaba atiborrada de apuntes sobre el tema.
Además de algunas direcciones de instituciones
dedicadas a estudiar fenómenos paranormales, aparece
en ella un esquema planetario, el cual se supone sea de
la galaxia “Las Clavellinas”, y, con este, una serie de
apuntes sobre hechos que se desarrollan en ese espacio
sideral donde él cree haber vivido antes de emigrar a
las recónditas tierras centroamericanas (…).
En una de las crónicas de esa libreta se hace
mención de la preocupación de Marcial Allien por el
agotamiento del polvo de estrellas. Eso aclara la
naturaleza del material que contenían las bolsitas
vacías encontradas en el arca y debajo del colchón, las
cuales tenían residuos de un material de propiedades
que los metales terrícolas no las poseen y, se supone,
era un tipo de mineral del cual se alimentaban los
marcianos.
Lo demás que podemos contar de estas crónicas se
complementa y coincide con las historias que los
habitantes de la galaxia confían a los investigadores de
LIFP, al ser interrogados para verificar la autenticidad
de la cédula. Tema del que hablaremos a continuación.

4. La vieja cédula:
Ésta es la única prueba palpable de la real
identidad y procedencia de Marcial Allien, declaró la
125
portavoz de la LIFP, instancia encargada de realizar
las investigaciones in situ. En la vieja cédula,
deteriorada por el tiempo, además del nombre
tachonado, aparece con letra aún legible el lugar de
nacimiento del propietario: Sistema planetario “Las
Clavellinas”.
Nuestra casa editora, celosa de la veracidad y
objetividad de los hechos, realizó, por su parte una
serie de investigaciones adicionales sobre la real
existencia de esa galaxia y sobre la autenticidad de la
vieja cédula. Para esta tarea se recurrió a los polígrafos
y criptógrafos contratados por la Liga de
Investigadores sobre Fenómenos Paranormales.
Según el dictamen de estos especialistas en
descifrar criptogramas de civilizaciones antiguas y
códigos de alfabetos de culturas de otras galaxias, el
documento en cuestión es apócrifo; lo cual no niega
que pertenezca al portador, pues la delegada de la
LIFP, encargada de la misión, pudo comprobar, a
través de las autoridades de la citada galaxia —a
quienes se les envió una copia de los documentos
encontrados—, la certeza de que el documento, a pesar
de ser apócrifo, era fiel al historial del portador. Los
habitantes de los planetas de esa región, cuentan que
allá por los años ochenta, hace más de 50 años,
durante un eclipsé que oscureció todo una época,
fueron víctimas de un conflicto intergaláctico donde la
potencia más cercana a la constelación “Las
126
Clavellinas”, aprovechando las tinieblas, y a sabiendas
de que ya no encontrarían resistencia de la otrora
potencia igualada en poderío militar, con la cual se
disputaba hasta entonces el control de esta parte del
hemisferio sideral, emprendieron una invasión
generalizada con el propósito de consumar el control
total de la geolactea. En esa cruzada invadieron varios
planetas para apropiarse de sus recursos energéticos,
los cuales eran una necesidad cada vez más
demandante para sus insaciables naves.
En esa invasión, cuyas secuelas no han
desaparecido todavía –—decían los informantes–— se
sumaron las fuerzas locales, sometidas a su fuerza
gravitacional, quienes, bajo la protección de la
potencia invasora, aprovechando la coyuntura,
exterminaron a gran parte de la población autóctona,
utilizando estrategias de crueldad infernal como las
llamadas: “galaxia arrasada” y “polvo sobre polvo”;
exterminio del cual no quedó exento el acervo cultural
de los vencidos ni los cultivos de maíz y de frijol y los
animalitos de corral.
Durante la desastrosa incursión, las fuerzas
combinadas se ensañaron, principalmente, contra
aquellos sectores de población que se oponía a la
expoliación de sus recursos naturales. Y como ha
sucedido siempre en este tipo de invasiones, se dio la
madre de todas las masacres: los habitantes que se
salvaron, unos fueron confinados en campos de
127
concentración (campos especiales de control y lavado
de cerebro para su fácil adoctrinamiento). Estrategias
que además tenían como fin evitar que los traumas del
terror convirtieran a las víctimas en terroristas, y
evitaran a la vez la incubación de venganzas
revanchistas, pero sobre todo los confinaron para ser
utilizados como esclavos y carne de cañón en nuevas
guerras.
Entre los perseguidos, considerados con razón y sin
razón enemigos de la élite gobernante local y de la
fuerza de intervención, los que lograron escapar a la
muerte y el encierro, huyeron a planetas de las
constelaciones vecinas, lo cual pudieron hacer
portando documentos hábilmente falsificados para
evadir su detención en las fronteras interplanetarias
controladas por la siniestra e implacable policía
intergaláctica.
Los litógrafos que se dedicaron a la falsificación de
documentos, en concordancia con la necesidad,
adquirieron tanta destreza que las copias elaboradas en
sus clandestinos talleres de impresión aparentaban ser
más auténticas que los originales. Gracias a lo cual los
forzados emigrantes pudieron cruzar las aduanas en las
fronteras sin ser identificados por lo que eran. Marcial
Allien pudo haber sido uno de esos falsificadores o
uno de los miles de fugitivos.
6. conclusión:

128
La difusión de esa información en los diferentes medios, a
partir de nuestra publicación, dio un nuevo giro a las
investigaciones que se realizaron sobre el misterioso caso.
Como es lógico pensar, de acuerdo al resultado de las
investigaciones, se logró constatar que la versión expuesta por
Marcial Allien en el relato, que hasta antes del encuentro con
los habitantes de la galaxia “Las Clavellinas” se había
considerado de dudosa credibilidad, era verdadera: los
hechos que han sucedido últimamente lo reafirman. Por lo
tanto, podemos estar seguros plenamente de que la nave que
asegura haber visto, no fue una ilusión óptica propia de una
patología psicológica (alucinación), como a lo largo de aquel
confinamiento se pensó.
El hecho, en ese sentido, vino a despejar las dudas sobre
la existencia de otras civilizaciones, posiblemente más
avanzadas. Por lo que los documentos conservados en la
pequeña arca que Marcial Allien dejó, quizá intencionalmente,
pueden considerarse como una advertencia, porque lo que ahí
se cuenta son suficientes razones para pensar que fue un
grupo de extraterrestres los que lo raptaron, para eliminar al
único testigo de su aterrizaje en aquella montaña.
Los analistas más objetivos, opinan que gracias a aquella
crónica la existencia de aquel potencial energético en nuestra
galaxia dejó de ser un secreto de Estado.
En correspondencia, a partir de su difusión, las
manifestaciones de ecologistas no se hicieron esperar. Los más
radicales, exhibiéndose en paños menores y pintas de
esqueletos en la piel desnuda, advertían que, para colmo de
nuestras desgracias, si es verídica la existencia de ese tipo de
energía, bastante codiciada por civilizaciones más avanzadas,
esa riqueza, en lugar de ser un beneficio para nuestro galaxia,
sería una desgracia, porque nuestros pequeños planetas
estarían sujetos a intervenciones disfrazadas de lucha contra

129
las drogas, combate al terrorismo, eliminación de esas
prácticas religiosas exóticas que, desde la visión hegemónica,
coartan la libertad y la democracia y causan crisis
humanitarias contagiosas para toda la galaxia, por lo que,
para garantizar la paz del sistema planetario los guerreros del
imperio se verían a realizar nuevas invasiones civilizadoras:
se fomentaría la formación de racimos de sectas religiosas que
no socavaran el sustento ideología del imperio y se destinaría
un barril de millones de dólares a través de sus oenegés para
cooptar a líderes locales opositores y se formarían comandos
informáticos para sacar de circulación a líderes de los planetas
que no se alinearan a la órbita gravitacional del imperio.
Estrategia en la que jugarían un papel primordial los
navegantes de redes sociales.
Habría pues golpes duros, blandos, rosas, amarillos,
parlamentarios, constitucionales e inconstitucionales.
Tanta importancia les dieron algunas agencias noticiosas a
aquellas manifestaciones que todo el mundo sabía que no
llegaría a nada, que sus reporteros se olvidaron del
inexplicable desaparecimiento de Marcial Allien. Años más
tarde, ante una nueva crisis económica, la Asociación
Interplanetaria de Prensa, de prestigio universal, resucitaría el
caso. Por obra de magia, los programas sobre fenómenos
paranormales, subieron en audiencia, superando incluso el
rating de la copa interplanetaria de futbol.

COLOFÓN

A solicitud de los lectores, la casa editora abrió las


puertas de su hemeroteca al ciudadano de la calle, pero
poco duró el interés por el caso Allien, y hoy en día ha
dejado de ser una novedad: nadie reclama aquellos
130
documentos, ni siquiera para la NASA se interesa por
ellos. El caso está cerrado y prácticamente olvidado, y
los campos de energía de nuestra galaxia han sido
concesionados por el Estado a compañías energéticas
intergalácticas…
Como literatura de ciencia ficción, tampoco tienen
valor alguno: el internet y las guerras actuales, los
secuestros en masa de estudiantes en países vecinos,
hechos que superan la ficción, le han ganado la batalla.

El caso Allien ha dejado de ser una novedad, pero


lo que aquí se cuenta de lo que sucedió en la cumbre de
aquella montaña, es la purititita verdad.

Comala, año 2030

Quetzaltenango

2005

131

También podría gustarte