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Los caudales prósperos y abundantes habían arrastrado fluidamente las agujas grandes y

chicas sin apremio, con el curso del perezoso. La frialdad y la humedad de aquella atmósfera creaba
una neblina que desenfocaba aquel cuadro, difuminaba la escena que se había desarrollado en esa
caótica escalera de siete escalones.
Tanto o poco eco hizo en mí, el paso asfixiante que no hacía más sino aplacar el brío, apagar la
hoguera de la juventud enardecida y efímera.
Transcurría entonces el día de la luna, una tras otra las plantas se posaban sobre la acera, sin
enraizarse, marchitas por el bochornoso ardor con el que Tonatiuh nos castigaba, sabrá dios el pecado
que habíamos cometido; diligente continuaba, siempre adelante, sin enraizarme, sin mimetizarme con
ese ambiente urbano, malicioso. La sombra me abrazó y pude sentir por un momento al viento, entrar
y reposar en los sacos, aquel aire inflaba y contraía mi tórax. Como ladrón que acaba de cometer un
crimen, iba yo tanteando las baldosas, con tránsito discontinuo, hasta que la vi, aquella bestia colosal
que producía el mismo repelo generado al observar al gran “Rey de las ratas”, pero no, a pesar de sus
similitudes no era él, no la vi a los ojos, no conseguía hacerlo, sólo escuchaba su gorgoreo
incomprensible, se extendía por toda el área haciéndome imposible acceder al pabellón del escape,
este ser había ya devorado a viejos conocidos, a incautos y a otros tantos. El fervor de aquella criatura
se podía percibir en su pestilencia, una especie de virtud revolucionaria se observaba en los dientes
absurdamente enormes. Con voz gutural denunciaba injusticias y otras tantas cosas llenas de
significado que, sabrán o alcanzarán a descifrar los memoriosos, producían sus cacofonías incesantes.
Mercurio llegó con su rapidez haciendo bailar las hojas, estaba atrapado en el medio, persiguiendo
sueños. Me planté en el basto y estéril reclusorio; un ser ominoso se posó enfrente de mí, el ruido
blanco crecía conforme el aula se iba llenando. Sus absurdeces salían disparadas y atinaban
indiscriminadamente, no a mí, a los otros. Nadie esperaba que los hijos de Casio rondaran como aves
de carroña, oliendo la muerte. Una frase reverbera en mis oídos: “El que traiciona su raza, no tiene
espíritu”. Tal vez salió de mí como reproche a quienes repetían como mensaje tendencioso, lo que
una voz proclamó con astucia: “Por mi raza hablará el espíritu”. un apotegma perfecto en su tiempo;
manchado, ya, por el proceder avieso de aquellos que nos precedieron. ¿Qué más pasó?
Me recargo en el asiento mientras oigo el viento agitado, el rugir de los… ¿cuándo? Sigo con la
linterna avanzando a través de las neblinas. No sale el vaho. Las mantas que cubren mi aliento se
enfrían y dejan de protegerme; violáceas se camuflan con el ambiente, me tiendo un rato en el piso. El
camino se esclareció… viene a mi memoria el día que apareció Venus, la belleza… no volví a verla…
terminé la remembranza.
Ahora me encuentro suspendido, frente a un escaparate que convida un deleite que invita a los ojos,
cristalinos y brillantes, a derramar torrentes que desbordarían estanques enteros. En mis manos se
encuentran los cadáveres mártires de aquellos protectores, de los Oyameles que se posan imponentes.
El tiempo corre conmigo. El espacio se deforma, se vuelve fluido conforme el paso sigue su rumbo, y
yo analizo cada jeroglífico, cada seña puesta con particular dedicación, con el acomodo preciso e
ingenioso de su autor, ambos navegantes de fases distintas, caducas, pero fértiles. ¡Qué belleza! Cada
una de sus palabras acarician, no, golpean las cuencas, las irritan. Estas por una orden mayor, dictan
que ya es hora, y sin poder recogerlas a tiempo, las lágrimas salen presurosas y corren, o se resbalan,
por la máscara que porto todos los días. No las oculto. De pronto me mudo a otro plano, la ausencia
no me lastima, me calma.

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