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335. ¡Viva la física!

¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y entre ellos, ¿cuántos son
capaces de observarse a sí mismos? Todos los que sondean el alma saben, muy a su pesar,
que «cada uno es para sí mismo lo más lejano». El adagio «conócete a ti mismo», en boca
de un dios y dirigida a los hombres es casi una maldad. Nada prueba mejor lo difícil que
resulta conocerse a uno mismo que la forma en la que casi todos suelen hablar de la
naturaleza de un acto moral; una forma rápida, atenta, convencida, locuaz, acompañada de
esa mirada, de esa sonrisa, de ese celo afable. Parece que quieren decir: «Pero, amigo mío,
¡si éste es precisamente mi tema! Te has dirigido justamente a quien puede contestarte con
todo derecho; ¡casualmente no existe nada que sea más de mi competencia! La naturaleza
de su acto es moral cuando el hombre considera que “una cosa es justa”, y concluye:
“luego, ha de hacerse”, y hace lo que ha reconocido como justo y definido como
necesario». Pero, amigo mío, no me estás hablando de un acto, sino de tres: tu juicio «esto
es justo» ya es un acto, y podría considerarse tanto inmoral como moral. ¿Por qué
consideras que esto, y precisamente esto, es justo? «Porque me lo dice la conciencia, que no
habla nunca de una forma inmoral, ¡ya que determina previamente lo que debe ser moral!».
Y ¿por qué escuchar lo que dice tu conciencia? ¿Qué derecho tienes a considerar que ese
juicio es verdadero e inefable? ¿No puede haber conciencia de esa creencia? ¿No sabes
nada de una conciencia intelectual, de una conciencia que está detrás de tu conciencia? Tu
juicio «esto es justo» tiene su prehistoria en tus impulsos, en tus inclinaciones, en tus
repulsiones, en tus experiencias y en tus faltas de experiencia. Así que debes preguntarte:
«¿cómo ha podido producirse ese juicio?», y a continuación: «¿qué es lo que, en última
instancia, me impulsa a escucharlo?». Puedes obedecer su orden como un buen soldado que
oye la voz de su oficial. O como una mujer que ama a quien la manda. O como un cobarde
adulador que tiene miedo a quien le da órdenes. O como un imbécil que obedece porque no
tiene nada para oponer. En definitiva, puedes escuchar a tu conciencia de cien modos
diferentes. Pero el hecho de que consideres que determinado juicio es la voz de la
conciencia y consideres por ello que una cosa es justa puede deberse a que nunca has
reflexionado sobre ti mismo y a que has aceptado ciegamente todo lo que ha sido prescrito
como justo desde tu infancia. También a que hasta hoy eso que llamas tu deber te ha
garantizado el pan de cada día y los honores. Te parece que ese deber, que a tus ojos pasa
por «justo» constituye la «razón» de ser de tu existencia (¡te resulta irrefutable que tengas
derecho a la existencia!). La solidez de tu juicio moral podría ser también una prueba de
miseria personal, una prueba de falta de personalidad; tu «fuerza moral» podría deberse a tu
testarudez, o a tu incapacidad de concebir nuevos ideales. En pocas palabras, si hubieses
pensado con más sutileza, observado mejor y aprendido más, no llamarías nunca deber ni
conciencia a ese «deber» y a esa «conciencia» que consideras tuyos; si comprendieras
cómo han podido nacer los juicios morales, perderías la devoción por esos términos
patéticos —al igual que has perdido la afición por otros términos patéticos parecidos como
«pecado», «salvación del alma», «redención»—. Y no me hables, amigo mío, del
imperativo categórico, porque esa palabra me hace cosquillas en los oídos y me causa risa,
a pesar de esa cara tan seria que pones. Considero que fue el castigo reservado al viejo
Kant, quien, por haber espiado y atrapado subrepticiamente a «la cosa en sí» —que es algo
sumamente risible también—, fue a su vez espiado y sorprendido por el «imperativo»
categórico. Estoy seguro de que en lo más íntimo de su corazón, volvió a caer en esos
errores que son «Dios», «el alma», la «libertad» y la «inmortalidad», como un zorro que
equivocadamente se vuelve a meter en la jaula ¡a pesar de que su fuerza y su inteligencia
habían roto ya esa jaula! ¿De modo que admiras el imperativo categórico que hay dentro de
ti, la «solidez» de ese juicio tuyo que llamas moral, ese convencimiento «absoluto» de que
en esa cuestión todos los demás deben juzgar lo mismo que tú? ¡Admira más bien aquí tu
egoísmo, el carácter ciego, mezquino y nada exigente de tu egoísmo! Dado que considerar
que el juicio propio y personal es una ley universal constituye una forma de egoísmo, un
egoísmo ciego, mezquino y nada exigente, pues revela que aún no te has descubierto a ti
mismo, que todavía no te has creado un ideal propio, aquel que no podría ser nunca el ideal
de otro, ¡y no digamos ya el ideal de todos los demás!... Quien todavía juzga que «en tal
caso todos deberían obrar así», no ha dado ni un paso todavía en el conocimiento de sí
mismo; de otro modo, sabría que no hay actos idénticos, ni puede haberlos nunca, y que
todo acto se realiza de un modo completamente único e irrepetible, de la misma manera que
sucede con todo acto futuro. Todas las prescripciones relativas a la acción sólo afectan a su
aspecto exterior y bruto (incluso las prescripciones más interiores y sutiles de todas las
morales que ha habido hasta ahora) y mediante ellas puede obtenerse, ciertamente, una
apariencia de identidad, que no dejase ser apariencia. Todo acto que se examine y
reconsidere es y sigue siendo algo impenetrable; nuestros actos no pueden nunca demostrar
nuestras opiniones de lo que es «bueno», «noble», «grande», porque cada uno de ellos es
incomprensible. Si bien nuestras opiniones, nuestras valoraciones y nuestras tablas de
valores son algunas de las palancas más poderosas de la maquinaria de nuestros actos, la
ley de su funcionamiento en cada caso particular es indemostrable. ¡Limitémonos, pues, a
depurar nuestras opiniones y valoraciones, a crear tablas de valores nuevas y personales,
pero no sigamos devanándonos los sesos con «el valor moral de nuestros actos»! Sí, amigos
míos, hoy por hoy, ¡nos asquea toda esa palabrería moral de unos respecto a otros! ¡Emitir
juicios en nombre de la moral debe ser ya algo contrario a nuestro gusto! ¡Dejemos esa
palabrería a quienes no tienen otra cosa que hacer que prolongar el pasado a través del
tiempo, a quienes nunca representan el presente! —que son la mayoría—. Pero nosotros
queremos llegar a ser lo que somos, ¡los nuevos, los únicos, los incomparables, los que
legislamos para nosotros mismos, los que nos creamos a nosotros mismos! Y para ello
debemos convertirnos en los mejores discípulos, los mejores descubridores de todo lo que
hay en un mundo conforme a la ley y a la necesidad. Hemos de ser físicos para poder ser en
ese sentido creadores, mientras que hasta ahora todos los juicios de valor y todos los ideales
o se han basado en la ignorancia de la física o han estado en contradicción con ella. Por eso;
¡viva la física! ¡Y viva aún más lo que nos impulsa hacia ella, es decir, nuestra honradez!

NIETZSCHE, F., La ciencia jovial, trad. J. Jara, Caracas, Monte Ávila, 1999, “Arriba la física”.

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