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David Le Breton

ROSTROS
Ensayo antropológico

11 INSTITUTO
DELA
MASCARA
Le Breton, David

Rostros: Ensayo de antropologla - 1° ed. - Buenos Aires - Letra Viva,2010.

269 p. ;23 x 16 cm.

ISBN 978-950-649-281-6

l. Antropologla. I. Consigli, Estela, trad. II. Titulo

CDD301

Edición al cuidado de LEANDRO SALGADO

Traducción del francés: ESTELA CONSIGLI

Revisión de pruebas: BRENDA DVOSKIN

Imagen de tapa: Máscara ·�cuario" realizada por KIKE MAYER

Fotografia de tapa; FRANCESCA LINDER

Diseño de tapa y tratamiento digital de la imagen: ESTUDIO LETRA V1vA

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Primera edición en castellano: Abril de 2010


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Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.
A mis padres

A Hnina
«El rostro humano es realmente como el
de un dios de alguna teogonía oriental, un
racimo de rostros yuxtapuestos en planos
distintos y que nunca se ven a la vez».

MARCEL PROUST
Índice

PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLANA 11

INTRODUCCIÓN . • . . . . . • • . 15

l. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO . . • . • . . . . • . . .21


• El rostro de Dios ............... . 21
De la individualización del cuerpo a la del rostro . . 27
Celebración social del rostro: el retrato . 32
El espejo .............. . 39
La fotografía: la democracia del rostro. . 41
Antropometría .... . 44
La invención del rostro . .... .. . 48

2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMÍA .51


• El mediodecir del rostro .. . 51
Los tratados de fisiognomía . 52
La impresión fisiognómica . . 60
¿Una ciencia de los rostros?. . 65
Tripartición del rostro . . 67

El rostro y su interior ... . 69
La cara del Otro .... .. . 78

La pasión por las tipologías . . 82

Los estigmas del «criminal innato» . 83
Bajo la figura, el rostro ..... . . 87

3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓLICO .91


Simbología del rostro .... . 91
La botánica de las emociones . 94
• El efecto Koulechov . -106

El rostro sin el Otro .. ... 108
Rostro autista .... . .. 114

Significación social del rostro 118
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 121
• Cara a cara. 121
• De la cara al hombre 124
• Interacción y mirada . 128
• Intercambio de miradas . 132
• Escudriñar. 136
• «Mal de ojo» . 138
• «Medusar». 140

5. EL ROSTRO ES OTRO 143


• Ambivalencia del rostro . 143
• El rostro es Otro . 146
• El rostro de referencia . 148
• Las proyecciones del rostro 153
• El rostro oculto. 158
• El doble . 162
• Disimetría del rostro . 168
• El reconocimiento de los rostros 170
• Semejanza. 174
• La gemelidad. 179

6. ÜCULTANDO EL ROSTRO 183


• Gesticular . 183
• Caracterizar . 186
• Maquillar . 189
• Velar . 195
• Enmascarar 201
• Anonimato 207
• Modificar . 211
• De la impasibilidad a la "caracrimen" . 217

7. ROSTRO Y VALOR. . 221


• Poder de atracción . 221
• Las paradojas del predominio del rostro . 225
• Belleza-fealdad . 230

8. Lo SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 237

9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVALÍA DE APARIENCIA 247

BIBLIOGRAFÍA SUMARIA SOBRE EL ROSTRO . . . . . . . . . . . . · · 26 1


Prólogo
a la versión castellana

Quedéme y olvidémr.
el rostro recliné sobrt· el amado;
cesó todo, y dejé.me
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
SAN JUAN DE LA CRUZ

En estas páginas el autor rastrea el rostro humano, no sólo como los rasgos
que sP. cl0stacan en la identidad de cada ser, sino que va detrás de sns marcas a
lo largo de la historia de la humanidad.
Como el historiador, el psicoanalista o el arqueólogo que anda levantando (el
hueso) para develar el misterio de la carne viva. O porque no pensa1 que David
Le Breton es uno de los detectives de la escuela de Sherlock Holmes que de cada
rastro va sacando un rostro y de cada rostro un sendero que lo lleva a otro y así,
con esa rigurosidad científica y didáctica que lo caracteriza va demostrando que
el rostro es la construcción simbólica donde cada cultura dejó su marca.
Los rostros son enigmas que esconden pasiones y emociones, vertJades y
mentiras que a veces lava una sonrisa. Son el poder de la mirada fija en la mira­
da del otro que es su doble, su cómplice o enemigo.
Lo:: temas que desarrolla; como la invención del rostro, o la pasión por las
tip olo gías, o el rostro es Otro o el "cara a cara" entre otros, hilvanan un texto
que juega con los enmascaramientos y des enmascaramientos que se suceden
en cada acto como un despliegue de máscaras, que resultan el "mediodecir" de
la cultura .
Cita. el autor: "El rostro encama una ética, exige responder por sus propios
actos, de allí que la máscara no es una simple herramienta para asegurarse el in­
c ógnito, sino que revela incógnitas, sorpresas. Querer escurrirse a hurtadillas

11
de los propios rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro es
cambiar de existencia. [ . . . ]
El rostro es una cifra, en el sentido hermético del término, un llamado a resol­
ver el enigma. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orien­
taciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas':
¿Por qué su libro comenta sobre el rostro de Dios en las diversas religiones
monoteístas? Porque el rostro, en la tradición judeo - cristiana funda la unici­
dad, es decir la invisibilidad en las tradiciones religiosas que generan el imagi­
nario del rostro. Se refiere a Moisés y a Jesús y va construyendo o deconstru­
yendo el modo en que el rostro se constituye en el orden de la cultura en rela­
ción al cuerpo y a los otros.
Es que ia mirada del rostro del otro sobrepasa los prejuicios fisiognomistas,
más allá de las.características anatómicas, para poder encontrarse con la inten­
sidad del rostro y con el otro que tiene que ver con el uno. Es aquello que Le­
vinas mencion·a en su libro como "Ética e infinito': la libertad de encontrarse
con el otro sin trabas, abre el ser a lo infinito; al desocultar el rostro deja apare­
cer máscaras de vida y de muerte. El ocultamiento del rostro ¿sería homólogo
al ocultamiento del ser por el ente del que hablaba Heidegger y la filosofía con­
temporánea?
. No podemos dejar de mencionar, el capitulo de la Shoá y las exclusiones y dis­
criminaciones raciales que siguen marcando este nuevo siglo. ''.Así como el racis­
mo- dice Le Breton- es la manifestación de la negación del rostro en el otro':
Es imposible ignorar al arte, especialmente a la pintura, cuando va dejando
los testimonios en los retratos, este período es una revolución dentro de las con­
sideraciones de lo humano, "ya que el cosmos es expulsado del cuerpo humano.
La carne que el escalpelo revela es la única posesión de un hombre integrado y
separado del mundo por su cuerpo. É ste se volvió el límite de su persona [ . . . ]
Se desacraliza la naturaleza, se la percibe como radicalmente diferente al hom­
bre': La individuación renacentista y en las capas sociales sobre todo burguesas
este proceso se desarrolla paralelamente a una desilusión con respecto a la na­
turaleza. Es el retrato, una unidad de medida, quien pertenece a una clase social
o quien es excluido carece de rostro en los atriles, es un corte entre una huma­
nidad y otra que aflora con potencia y que reina en todo su esplendor y destruc­
ción en la sociedad contemporánea.
De allí que el autor se plantee la importancia de las paradojas del rostro. Be­
lleza-fealdad. Maquillar. Ocultar el rostro, poder transitar de la impasibilidad
de la "caracrimen" y enfrentarse al poder o la atracción y seducción de rostros­
máscaras-objetos.

12
PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLA.iVA

Rostro-máscara es un tema clave a lo largo del libro, ya que su búsqueda antro­


p ológica social le permite ahondar en distintas culturas y etapas históricas don­
de el ocultar y develar propio de la máscara hace al rastreo de la rostriedad, de la
exp resión y configuración de los rostros, desde la relevancia y magnificencia que
adquieren hasta el desdibujamiento o borramiento que expresan, como másca­
ras cuya vigencia o derrumbe se enlaza con la comunidad de pertenencia.

Cada autor a medida que investiga, las raíces y ramificaciones de la lengua


en que la que trasmite su obra enfrenta interrogantes, que sin duda, quedan im­
presos en sus palabras. La etimología de "visage" es "rostro� cara, faz, semblan­
te. Expresión del rostro. Apariencia. De origen latino; video, es, ere, visum. Vi­
sus, participio pasivo de videre" lo que es visto" hace referencia a la facultad de
ver, así como "visitar, objeto puesto a la vista", y vis a vis: "cara a cara" y dévisa­
ger": puede traducirse como "desfigurar': "romper la cara':

David Le Breton logra en este libro romper algunos paradigmas, desfigurar­


los, poner cara a cara, rostros y máscaras, para adentrarse en la problemática de
lo humano a través de Des visages.

Lic. Elina Matoso 1 Dr. Mario J. Buchbinder


DIRECTORES DEL INSTITUTO DE LA MÁSCARA

13
Introducción

«Desde que los rostros de los hombres se volvit'ron hacia


fuera, éstos se tornaron incapaces de verse a sí mismos.
Y esa es nuestra gran debilidad. Al no poder vernos, nos
imaginamos. Y cada uno, al soñarse a sí mismo y ante
los demás, queda sólo detrás de su rostro».
RENÉDAUMAL

En un comienzo, surge la emoción ante ciertos rostros y la sensación de un


enigma contenido allí, al alcance de la mano y de la mirada, y sin embargo, in­
asible: toda la fragilidad y la fuerza de la condición humana. Rostros del entor­
no, de ciertos transeúntes, el rostro de Gelsomina en La Strada, de Falconetti en
la Juana de Arco de C. Dreyer, rostros pintados por Rembrandt o fotografiados
por Lewis W Hine. Rostro del o de la amante con la revelación de un misterio
intuido que siempre queda pendiente para más tarde, a menos que el amor de­
cline o caiga en la banalidad de una figura despojada ya de todo carácter sagra­
do. Cada uno de nosotros lleva en secreto su mitología, su tesoro de emociones
que depara una prodigalidad de rostros.
La investigación presentada aquí es un intento por descubrir las significa­
ciones, los valores, los imaginarios asociados al rostro, un modo de responder
a la fascinación que éste ejerce, no para violar su secreto, sino para aproximar­
se más a él, caminar a su lado para descubrir hasta qué punto se sustrae. Con­
trariamente a eso en las fisiognomías que renacen regularmente de sus cenizas
para enunciar finalmente una pretendida verdad del rostro a través del discuti­
ble arte de la suposición, la antropología logra antes bien comprobar el medio­
decir, el susurro de la identidad personal. El rostro revela tanto como esconde.
Si no se quiere disolver ese «no sé qué y e s e casi nada» que hace a la diferencia

15
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

entre un rostro y otro, conviene moverse con un «espíritu refinado» antes que
con un «espíritu de geometría». La sensibilidad de aproximación demanda una
antropología atenta, curiosa de lo único más que de lo repetitivo, pero que no
excluye la evidencia. Desde el rostro del niño hasta el del anciano, hay una con­
tinuidad inquietante, una semejanza jamás desmentida. Y sin embargo, cuán­
tos rostros se suceden a lo largo de las estaciones, de las pruebas de la vida, o in­
cluso simplemente a lo largo de la vida cotidiana. La continua metamorfosis de
un rostro permanece fiel a un «aire», a una forma evanescente que nada puede
captar pero que habla de la singularidad de un hombre.
La palabra francesa visage (rostro) viene del latín visus, participio pasado sus­
tantivado de videre: «lo que es visto». Etimológicamente, la mayoría de los tér­
minos que han designado al rostro en las lenguas del antiguo mundo occiden­
tal hacían alusión al aspecto visible del rostro, a su forma, a su posición privile­
giada en el cuerpo humano. 1 El rostro (y las manos) se dejan ver desnudos, sin
el telón de las vestiduras. A partir de un puñado de referencias como ojos, na­
riz, frente, se ofrecen al mundo miles de millones de rasgos a través del espa­
cio y del tiempo. Los rostros son variaciones al infinito sobre un mismo esque­
ma simple. Asombra tal diversidad de formas y expresiones cuando los mate­
riales que las modelan son tan reducidos en número. La estrechez del escenario
del rostro no impide en nada la multitud de combinaciones. El decorado sigue
siendo el mismo, pero permite innumerables figurantes. Todo hombre lleva su
rostro, pero nunca el mismo. La ínfima variación de uno de los elementos que
le dan forma deshace su orden y significación.
El rostro traduce en forma viva y enigmática lo absoluto de una diferencia
individual, aunque ínfima. Es una cifra, en el sentido hermético del término, un
llamado a resolver el enigma. Es el lugar originario donde la existencia del hom­
bre adquiere sentido. En él, cada hombre se identifica, se encuentra nombrado e
inscripto en un sexo. La mínima diferencia que lo distingue de otro es un suple­
mento de significación que da a cada actor la sensación de soberanía de su pro­
pia identidad. El rostro único del hombre responde a la unicidad de su aventu­
ra personal. No obstante, lo social y lo cultural modelan su forma y sus movi­
mientos. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orienta­
ciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas. Las
mímicas y las emociones que lo atraviesan, las puestas en escena de su aparien­
cia (peinado, maquillaje, etc.) revelan una simbología social de la que el actor se
sirve con su estilo particular.

1. Renscn. Jean. Les dénnminations du visage en franryais et dans les autres tangues romaines, 2
vol., París, Les Bclks Lettres, 1 962.

16
INTRODUCCIÓN

El hombre no es el único que habita sus rasgos, también está allí el rostro de
lo s otros, en transparencia. Pero el niño salvaje, el autista o el ciego de nacimien­
to dan cuenta de un rostro mudo que sólo la intervención de un entorno atento
p uede socializar. El rostro es pues el lugar del otro, nace en el corazón del lazo
so cial, cl•:sde el cara a cara original del niño y de su madre (el primet.rostro), y
durante los innumerables contactos que la vida cotidiana entabla y desentabla.
El rostro es materia de símbolo. Pero para el propio hombre, a menudo es un
lugar problemático, ambiguo. En ese sentido, podría decirse que el «yo es otro»
de Rimbaud encuentra su expresión corporal más sorprendente en el hecho de
que el rostro es Otro. En él nace la pregunta: ¿por qué estos rasgos? ¿qué rela­
ción tienen conmigo? Y son pocos los individuos que aceptan sin resistencia ser
filmados o captados en video. Algunas sociedades erigen tabúes ante cualquier
retrato, rechazan las fotografías. Temen que la imagen sea el propio hombre y
o torgue al que se lo apropia un poder mortal o malintencionado sobre el inge­
nuo que se deja atrapar por el ojo del objetivo.
También hay una relación problemática con el tiempo que pasa y deja sus
huellas en un rostro notoriamente vulnerable. Aunque en �ie1tas sociedades, el
envejecimiento que marca los rasgos y blanquea los cabellos aumenta el presti­
gio y la dignidad, no es el caso en nuestras sociedades occidentales marcadas por
un imperativo de juventud, vitalidad, salud y seducción, donde la vejez es casi
siempre objeto de una poderosa negación. Envejecer, para muchos occidentales,
es perder poco a poco su rostro, y verse un día con rasgos extraños y la sensa­
ción de haber sido desposeído de lo esencial. «Morimos con una máscara», dice
el príncipe Salina, de Lampedusa. Y sin embargo, palpita el recuerdo de un ros­
_tro perdido, el rostro de referencia. Aquel al cual el actor se aferra con más fuer­
za, el que en el pasado conoció el amor. El rostro interior que atiza la nostalgia
y muestra sin ambigüedades la precariedad de cualquier vida. Quizás es el mis­
mo que el maquillaje o la cirugía estética buscan embellecer, incluso restaurar,
fij ar en una eterna juventud.
¿Y qué sucede cuando provisoriamente el hombre se despoja de su rostro
a través de la máscara o de la caracterización? ¿A qué metamorfosis se pres­
ta «cambiando de cara»? El rostro encarna una ética, exige responder por los
propios actos. El hecho de ya no temer «mirarse de frente» porque se han mo­
dificado los rasgos abre un gran abanico de perspectivas. No obstante, la más­
cara no es una simple herramienta para asegurarse el incógnito, sino que reve­
la recursos secretos, sorpresas. Suele tomar las riendas, apoderarse del hombre,
quien creía dominar, orientar su acción. Querer escurrirse a hurtadillas de los
propios rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro impli-

17
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ca cambiar de existencia, librarse o tomar una distancia provisoria, no sin peli­


gros, del sentimiento de identidad que hasta ese momento regía la propia rela­
ción con el mundo. ¿No es acaso el rostro una medida de precaución a través de
la cual se dominan todos los impulsos, las tentaciones que pondrían en peligro
el orden del lazo social?
Al menos, conjurar la ambivalencia, lo inasible del otro, reducirlo a algunos
rasgos simples, a una característica, saber lo qué se puede esperar de él, tal es la
fantasía de control que desarrolla la fisiognomía. Estudiar el cuerpo, y sobre todo
el rostro, para construir, en función de las formas observadas, una caracterolo­
gía del hombre que permita asegurarse mejor acerca de lo que es (o mejor di­
cho, presume ser). Desde la antigüedad, los tratados de fisiognomía se han su­
cedido y tuvieron un asombroso éxito durante la transición de los siglos XVIII
y XIX gracias a Lavater, quien influyó en muchos de sus contemporáneos y en
una posteridad no menos importante. Hoy, la fisiognomía renace con un segun­
do impulso a través de la morfopsicología, aunque siga siendo tan cuestionada.
Si bien el rostro revela al hombre, lo disimula otro tanto. «La fisonomía -dice La
Bruyere- no es una regla que nos ha sido dada para juzgar a los hombres, pero
puede servirnos de conjetura». 2 Y el imaginario de leer un rostro como un mapa
geográfico que informa sobre orientaciones psicológicas o como el lugar del cri­
men, sembrado de indicios, es un arte dudoso que difícilmente puede defender­
se de la voluntad de ingerencia que supone sobre el otro.
D el mismo modo que el nombre que lo designa, todo individuo, incluso el
más humilde, lleva su rostro como el mayor signo de su diferencia. Así como el
rostro es el hogar secreto del ser, en cierto modo la «capital» (capita) de la sen­
sación de identidad del hombre, la desfiguración se vive como una privación del
ser, una experiencia del desmantelamiento de uno mismo. Eso explica el dra­
ma que atraviesan los accidentados o quemados en el rostro. Esas heridas afec­
tan las raíces de su identidad al mismo tiempo que su carne. Además, de quien
tiene el rostro arruinado por una enfermedad o accidente, se murmura que ya
no tiene aspecto humano.
Una de las características de la violencia simbólica que ejerce el racista con­
siste en la negación del rostro en el otro. Al tratarse del signo del hombre, el más
alto valor que éste encarna, el desprecio del rostro ajeno pasa por su animali­
zación o degradación: el otro tiene jeta, trompa, cara de culo, es descarado, un
«cabeza». El odio conlleva la desfiguración del otro odiado; le niega la dignidad
de su rostro.

2. La Bruyere, Les caracteres ou les maurs du siécle, Folio, pág. 283. [En español: Los caracteres
o las costumbres de este siglo, Barcelona, Edhassa, 2004, 1 2:3 1 ] .

18
INERODUCCJÓN

Los campos de la muerte que organizaron de manera sistemática la destruc­


ci ón del hombre se esforzaron en eliminar su rostro, en erradicar esa infinitesi­
m al diferencia que hace a cada hombre único, para unificar a todos los deteni­
dos bajo una figura idéntica, hecha de insignificancia a los ojos de los verdugos:
«Muy pocas veces los percibí como individuos -dijo F. Stangl. comandante del
campo de Sobibor y luego del de Treblinka-, siempre era una enorme masa».
En los campos, hay que ser sin rostro, sin mirada, uniforme bajo la delgadez.
Hay que combatir en uno cualquier detalle llamativo del rostro, toda señal que
instaure un suplemento de sentido en el que se pueda percibir una individuali­
dad. Borrar el propio rostro, empañar los rasgos, eliminar la condición de hom­
bre singular, fundirse en la masa anónima de los otros, sin el rdieve de un ser,
disuelto en la misma ausencia. «Hay que ser plano -sigue escribiendo Robert
Antelme, ya inerte- Cada uno lleva sus ojos como una amenaza».3 Pero ante un
trozo de espejo recogido en el camino o recuperado de las ruinas, los deporta­
dos van desfilando y se maravillan. Se instala una liturgia a pesar de la impa­
ciencia. El fragmento de espejo pasa de mano en mano, hace vivir al deportado
el iecuerdo de una identidad que, de pronto, descubre que toclavía está allí. La
inquina con el rostro no puede contra él cuando todavía se lo puede mirar de
frente. El rostro es el lugar más humano del hombre. Quizás el lugar de donde
nace el sentimiento de lo sagrado.

3. Antelme, Robert. Léspece humaine, París, Gallimard, 1 957, pág. 57.

19
l. La invención del rostro

«Hay en el rostro humano una complejidad


infinita de rodeos y evasivas».

GEORGES BATAILLE, El culpable

El rostro de Dios

El rostro es el privilegio del hombre. Dios, que está más allá del hombre, está
también más allá del rostro. Son numerosas las tradiciones religiosas que seña­
lan la imposibilidad del hombre de sostener la mirada de Dios y de discernir su
improbable rostro. De él emana una luz resplandeciente que hace imposible toda
percepción. Incluso los serafines se velan el rostro cuando están cerca de esa glo­
ria y su cuerpo se adapta curiosamente a tal efecto, pues tienen «seis alas; con dos
cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban». (Isaías, 6-2).
Cuando Jehová aparece por primera vez ante Moisés, lo hace «en una llama
de fuego en medio de una zarza . . . -y dice-: Yo soy el Dios de tu padre, Dios
de Ab raham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro,
p orque tuvo miedo de mirar a Dios» (Éxodo, 3-6). En el momento de concluir
la alianza, Moisés asciende a la montaña para estar con Dios. «Y la gloria de Je­
hová reposó sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió por seis días; y al séptimo
día llamó a Moisés de en medio de la nube. Y la apariencia de la gloria de Jeho­
vá era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos
de Israel». (Éxodo, 24-16/17).
Dios no posee la forma del rostro, la luz que irradia de esa imposibilidad re­
bota en los rasgos de Moisés como señal evidente del enc11entro del hombre con
lo divino. « . . al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro
.

resp landecía, después de que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos

21
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11

de Israel miraron a Moisés, y he aquí que la piel de su rostro era resplandecien­


te; y tuvieron miedo de acercarse a él. [ . . . ] Y cuando acabó Moisés de hablar
con ellos, puso un velo sobre su rostro. Cuando venía Moisés delante de Jehová
para hablar con él, se quitaba el velo hasta que salía; y saliendo, decía a los hijos
de Israel lo que le era mandado. Y al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés,
veían que la piel de su rostro era resplandeciente; y volvía Moisés a poner el velo
sobre su rostro, hasta que entraba a hablar con Dios». (Éxodo, 34-29/34).
Poco antes de aparecer ante Moisés para entregarle las tablas de la ley, Jeho­
vá le recuerda lo inefable de su rostro: «No podrás ver mi rostro; porque no me
verá hombre, y vivirá. Y dijo aún Jehová: He aquí un lugar junto a mí, y tú es­
tarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de
la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi
mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro». ( Éxodo, 33-20 /23). Fra­
se singul ar, si no sopesamos su contenido con la mirada de la fe, pero lógica si
recordamos que la única manera de identificar reside en la configuración de
los rasgos. Darle un rostro a Dios implica suprimir su divinidad, hacer de él un
hombre superlativo, reconocible, que comparte con el hombre la forma del ros­
tro. Sin embargo, el antropomorfismo del texto bíblico tiende a limitar curiosa­
mente el poder divino de Dios al atribuirle manos, espaldas, etcétera. La tradi­
ción del Antiguo Testamento nos dice que no se puede ver a Dios y seguir vivo.
Dios protege la infinitud de su rostro. Ante el pedido de Moisés de revelárselo,
Jehová responde por la negativa, le muestra solamente la luz que irradia, pero sí
le da su nombre. Más adelante, como en resonancia, el Apocalipsis anuncia que
en el Jerusalén celeste, los elegidos « . . . verán su rostro, y su nombre estará en sus
frentes». (Apocalipsis, 22-4).
La experiencia de Moisés es similar al encuentro de Daniel con el ángel. «Y
el día veinticuatro del mes primero estaba yo a la orilla del gran río Hidek.el.
Y alcé mis ojos y miré, y he aquí un varón vestido de lino, y ceñidos sus lomos
de oro de Ufaz. Su cuerpo era como de berilo, y su rostro parecía un relámpa­
go, y sus ojos como antorchas de fuego, y sus brazos y sus pies como de color de
bronce bruñido, ... Y sólo yo, Daniel, vi aquella visión, y no la vieron los hombres
que estaban conmigo, sino que se apoderó de ellos un gran temor, y huyeron y
se escondieron. Quedé, pues, yo solo, y vi esta gran visión, y no quedó fuerza en
mí, antes mi fuerza se cambió en desfallecimiento, y no tuve vigor alguno. Pero
oí el sonido de sus palabras; y al oír el sonido de sus palabras, caí sobre mi ros­
tro en un profundo sueño, con mi rostro en tierra». (Daniel, 10/4-9). Participar
de la gloria de Dios, como lo hizo Moisés en el monte Sinaí, da otra significación
al rostro del testigo. El cara a cara con Dios es impensable. El rostro de Dios es

22
1. LA INVENCIÓN DEL RO�TRO 1 El rostro de Dios

una luz enceguecedora. Daniel no dispone de ojos susceptibles de participar de


la esencia divina, ya no existe como hombre, es proyectado de frente contra el
suelo, anulando así provisoriamente su rostro.
Del mismo modo, Jesús lleva a Pedro, a Juan y a José a la cima de una alta
m ontaña: «y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el
sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz». (Mateo, 17-2). La hagiogra­
fía cristiana está llena de momentos en los que el rostro de un santo se ilumina
de pronto, de un modo imposible de sostener con la mirada, señal de la pérdida
de individualidad y manifestación ejemplar de su pertenencia a otro reino. En
vida, ya participa de la gloria de la divinidad.
El hombre no tiene otro rostro que el que Dios le otorga. Dios tiene todos los
rostros y está prohibido ver cualquiera de ellos. El rostro es signo de separación,
de limitación, mientras que su naturaleza es irreductible a la del hombre. Su rostro
sin contorno, incandescente, infinitamente trascendente a la condición humana,
es inconcebible, no puede ser representado, captado en un retrato. La tradición
bíblica, retomada más tarde por el Islam, se opone a la producción de imágenes.
Dios es voz y luz para Israel. Y Moisés nos relata la revelación del Horeb: «y ha­
bló Jehová con vosotros de en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, mas
a excepción de oír la voz, ninguna figura visteis». (Deuteronomio, 4-12). «Guar­
dad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Jehová
habló con vosotros de en medio del fuego; para que no os corrompáis y hagáis
para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, fi­
gura de animal alguno que está en la tierra, figura de ave alguna alada que vuele
por el aire, figura de ningún animal que se arrastre sobre la tierra, figura de pez
alguno que haya en el agua debajo de la tierra. No sea que alces tus ojos al cielo,
y viendo el sol y la luna y las estrellas, y todo el ejército del cielo, seas impulsa­
do, y te inclines a ellos y les sirvas . . . » (Deuteronomio, 4-15/19).
La adoración de imágent$ Q objetos sería una idolatría; a través del mundo, el
hombre debe sentir el soplo invisible de lo divino y no confundirlo con el culto
de u n objeto. Al hablar de las imágenes esculpidas o de las imitaciones de la na­
turaleza, la Biblia dicta: «No te inclinarás a ellas, ni las honrarás» (Éxodo, 20-5).
Lo prohibido de la representación abarca simultáneamente a Dios y a sus cria­
turas. No le es posible al hombre duplicar en la imagen una creación que le es­
capa por ser obra de Dios. Es terrible el castigo prometido por Alá al artista en
uno de los hadices de la tradición del Islam: « . . . los artistas, los realizadores de
imágenes serán castigados el día del juicio al imponerles Dios la tarea imposible
de res ucitar sus obras». Aunque el rostro de Dios es impensable, sobre todo su
figuración, ya que resultaría en una lastimosa representación, aunque sus criatu-

23
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ras también son objeto del mismo cuidado pues esconden un fragmento de di­
vinidad, para los cristianos que admiten la divinidad de Cristo, la encarnación
modifica al Antiguo Testamento y vuelve lícita la imagen, incluso la de Cristo,
bajo las formas canónicas dadas por la tradición para los ortodoxos y bajo una
forma más libre para los católicos.
Nos detendremos un poco más sobre la figuración ortodoxa donde el ros­
tro de Dios es oración.1 Según la tradición, el rey Agbar de Edessa era leproso y
buscaba en vano la cura. Un día, escuchó hablar de Jesús y de los milagros que
el enviado de Dios sembraba a su paso. El rey Agbar delegó un emisario ante
él con una carta en la que le rogaba venir a su reino. Temiendo que la multitud
fuera demasiado densa alrededor de Jesús y que se hiciera imposible el contac­
to, recomendó al hombre hacer un retrato fiel del mesías y traérselo. En efecto,
demasiada gente se apiñaba alrededor de Jesús y solicitaba su atención, por lo
que el emisario no pudo acercársele. Montó entonces sobre una protuberancia y
comenzó el retrato de Jesús. Éste, al percibirlo, pidió agua, se lavó y secó su ros­
tro con un género en el cual sus rasgos quedaron milagrosamente plasmados.
Llamó al emisario y le tendió el paño preguntándole la razón de su presencia.
El hombre transmitió a Jesús el mensaje del rey Agbar. Después de haber escu­
chado su pedido, le prometió enviar un discípulo al soberano para curar su en­
fermedad, lo cual sucedió más tarde. De ese modo, el primer retrato que la me­
moria conservó más allá de él fue sin duda el de Jesús. Tal es, al menos, el senti­
do de la tradición ortodoxa de la «Imagen de Edessa», «la imagen que no hizo la
mano del hombre», una de las fuentes de legitimidad de su liturgia para la im­
portancia que le otorga al ícono. Si Dios se hizo hombre, ofreció a la vista de to­
dos un rostro discernible a través del cual podían dirigirse las oraciones. La en­
carnación suspende en la tradición cristiana la prohibición de representar. Al
hacerse hombre, Jesús se encarna también en un rostro. Es la «imagen de Dios
invisible», según la fórmula de San Pablo. El precedente de la Imagen de Edessa
abría la posibilidad de la representación.2
El original de la Imagen de Edessa se habría perdido en medio de un primer
milenio agitado por incontables peripecias. Pero se realizaron numerosos íconos
a partir de ella que nutrieron la tradición ortodoxa. Incluso durante la vida de Je­
sús, se admite que se hizo cierto número de retratos que sirvieron luego de mo-

1. Nos basamos en la obra de Ouspensky, L. ., Essais sur la théologíe de l'icdne Dans l'Eglise or­
thodoxe, París, Cerf, 1980; también en Evdokimov, Paul, I.árt de l'icdne, París, Desclée de
Brouwer, 1 9 72.
2. La tradición ortodoxa atribuye a San Lucas los primeros íconos de la Virgen, cf. Ouspensky L.,
op. cit., págs. 7 1 y sqq.

24
i. l.A INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 El rostro de Dios

delos. Las catacumbas de Roma contienen, supuestamente, frescos que ofrecen


i m ágenes de Jesús tomadas durante su vida. Lo paradójico es que unos lo mues­
tran con rasgos de un hombre maduro, otros como un joven imberbe. La misma
incertidumbre persiste acerca de su aspecto físico. En su obra, Ouspensky hace
referencia a una querella entre los integrantes del Consejo de Ancianos sobre el
tema: ¿Jesús era bello o feo? Ciertos autores, como Clemente de Alejandría, Ter­
tul iano, San Justino el filósofo, San Ireneo, se basan en la palabra de Isaías: « . . . no
hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le desee­
mos» (Isaías, 53-2) y afirman la fealdad de Jesús. Toman también las palabras de
San Pablo hablando de Jesús: «Se despojó tomando la forma de un esclavo». A la
inversa, Gregorio de Nisa, San Juan Crisósotomo, San Jerónimo u Orígenes, por
ejemplo, no pueden decidirse por esta hipótesis y afirman la belleza de Jesús, apo­
yándose en otras profecías, especialmente en ciertos pasajes de los Salmos.
De ese modo, la tradición ortodoxa hace del misterio la base de su liturgia en
materia de íconos. Aunque al representar a Jesús deja ver el rostro humano de
Dios, no ofrece en absoluto su retrato, ni siquiera una aproximación. Contra los
iconoclastas que reprochan con justicia a la imagen de profanar lo inasible, limi­
tar el fulgor divino, circunscribirlo a algunos rCJ.sgos, «los Padres afirmaron que
no es la naturaleza divina ni humana, sino la hipóstasis de Cristo la que apare­
ce en los íconos», dice P. Evdokimov.3 El ícono es una oración, una celebración,
en él resplandece el espíritu de Dios. Continúa la transfiguración del cuerpo de
Jesús después del sacrificio de la Cruz.
Así como la tradición católica ha dejado expresar la creatividad del artista,
haciendo de la imagen un medio de transmisión o de conocimiento menos pri­
vilegiado que la palabra, la tradición ortodoxa hace del ícono una de las vías de
su liturgia. Y para el pintor que la suscita, la creación es, más que un acto indivi­
dual, participar de una revelación de la cual es importante imbuirse a fin de de­
purar la obra de lo accesorio para mostrar sólo lo esencial: otra forma de la ora­
ción. El pintor de íconos se inscribe en la fidelidad a las palabras de San Pablo
«Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo». (Cor., 11/1). No se trata de una
imitación formal de la tradición de los antiguos iconógrafos, sino de un acto es­
piritual. L. Ouspensky comenta las palabras de San Pablo recordando que éste
«no imitaba a Cristo copiando sus gestos o sus palabras, sino integrándose a su
vida, dejándolo vivir en él. Del mimo modo, pintar íconos como los antiguos
ic on ógrafos no quiere decir copiar las formas antiguas, pues cada época tiene

3. Los iconoclastas asimilan la imagen a una imitación de lo divino, por lo tanto, a una irrisoria
limitación de la trascendencia. Por eso piensan que la oración, en este caso, no se dirige a Dios
sino a la propia imagen a modo de idolatría.

25
ROSTROS. EnJayo antropal6gico 1 David Le Breton

sus propias formas. Eso implica seguir la Tradición sagrada en la que vivimos ya
no separados, individualmente, sino en el cuerpo de Cristo». En la tradición or­
todoxa, Dios está en el ícono, como está en el corazón de la piedra o de la Igle­
sia, sin que se confunda con la materia pintada, con el sonido o con la piedra. El
rostro de Dios que representa Jesús en el ícono es la señal espiritual de su pre­
sencia, conmemora su misterio, no la materialidad de un rostro. La relación del
hombre que ora ante el ícono no reside en la visibilidad de éste, sino en el viaje
en que el hombre de fe se embarca a través de él.
De un modo similar, la tradición católica del Santo Sudario, conservado en
San Pedro de Roma afirma también la posibilidad de un grabado del rostro de
Cristo que atravesó los siglos. Santa Verónica está asociada a la leyenda. La iden­
tidad de esta santa no está claramente elucidada por la hagiografía. Pero la histo­
ria cuenta que, de entre la multitud que acompaña a la Pasión, emocionada por
los sufrimientos de Cristo, se abre camino hacia él y seca su rostro manchado de
sudor y sangre con un paño. De tal modo, los rasgos de Jesús quedan grabados
en el sudario. Ligado tardíamente a la leyenda del Santo Sudario, el nombre de la
santa, cuyo culto nace hacia el siglo XV, vendría de la contracción de « Vera Iko­
n a», la «Verdadera imagen». El sudario conservado en San Pedro hoy ya no reve­

la la menor huella de un rostro. Pero esa evanescencia revela mucho más que una
presencia trivial y sin ambigüedad, y en la cual podría reconocerse la precisión de
los rasgos. El rostro de Jesús, rostro humanizado de Dios, resplandece más allá del
ícono. Está en el imaginario del católico confrontado a las innumerables imágenes
de Jesús o de la Virgen que la historia de la pintura ha diseminado a través de los
siglos. El rostro se capta a través de la imagen «con los ojos del corazón».
R. Callois relató la historia singular de Hakim Al-Moqanna, el profeta con
velo de Korasan que mantuvo a raya al ejército del Califa del año 160 al 163 de
la Hégira. Su rostro permanecía cubierto por un velo de color verde o por una
máscara de oro. Pretendía ser Dios y afirmaba que ningún hombre podía verlo
sin volverse ciego. Pero los cronistas de la época propusieron una versión más
profana de la leyenda. Calvo, tuerto y de una fealdad extrema, Hakim Al-Mo­
quanna actuaría de ese modo para sublimar su personaje y salvar las aparien­
cias. Inquietos por la propagación de tales rumores, sus discípulos le rogaron
que probara su divinidad, a pesar de los peligros que corrían si el profeta era un
impostor. Un día, cincuenta mil soldados de sus tropas se reunieron en la puer­
ta del castillo y exigieron verlo. Él les dijo: «Moisés me pidió ver mi rostro, pero
no pude aceptar presentarme ante él, pues no hubiera podido soportar verme.
Y si alguien me ve, morirá al instante». Pero los soldados, luego de un momen­
to de temor, no se dejaron intimidar por ese argumento y Moqanna debió ceder.

26
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la i11dividualizaci611 del cuerpo a la del rostro

Les pidió venir al día siguiente. Con las cien mujeres y el servidor que vivían con
él en su castillo, el profeta montó una estratagema: «Ordenó a cada una tomar
un espejo y subir al techo del castillo . . . sostener el espejo de modo que estuvie­
ran unos frente a otros. Y esto fue en el momento en que los rayos del sol que­
m an . . . Es así que los hombres se reunieron, y cuando el sol se reflejó en los es­
p ejos, los alrededores del lugar, por efecto de tal reflejo, se bañaron de luz». Los
soldados aterrorizados vieron emanar la luz y se prosternaron. La divinidad del
profeta estaba probada. Más tarde, cuando su ejército fue derrotado, Moqanna
quiso desaparecer sin dejar rastro. Mató a su servidor y a sus cien mujeres y se
tiró desnudo a una fosa de cal viva.4
Del mismo modo, otras tradiciones religiosas colocan el rostro de Dios en el
centro de una luz enceguecedora.5 El sol es, sin duda, la imagen más simple del
infinito al alcance de la mano. Ni la carne ni los ojos pueden alcanzarla sin que­
marse o volverse ciegos. Así como el hombre está hecho a imagen y semejanza
de Dios, como dice la Biblia, la diferencia es la imposibilidad para los ojos hu­
manos de percibir los rasgos de Dios. Sólo existe rostro, enfrente, cara a cara,
para los hombres de igual condición, para quienes no hay disparidad de poder
que los separe. Está en la naturaleza de Dios o de los dioses prescindir de la li­
mitación del rostro, propio del hombre.

De la individualización del cuerpo a la del rostro

Conviene interrogarse sobre la evidencia engañosa de la familiaridad de la


mirada que posamos en nosotros mismos y en los otros. Los hombres no han
contemplado su rostro desde siempre ni bajo todas las condiciones climáticas
con el mismo estremecimiento ni con los mismos temores. Es necesario estable­
cer la genealogía del sentimiento acerca del rostro a lo largo de las peripecias de
la historia occidental. Tal sentimiento es el objeto de una construcción cultural,
está determinado por el estatus social otorgado a la persona.

4. Cf. Callois, Roger, Les jeux et les hommes, París, Gallirnard, 1967, págs 205 y sqq. [En espa­
ñol: Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica,
1986].
5. Acerca de las teofanías luminosas que superan aquí nuestro propósito, remitimos al estudio
de Eliade, Mircea, «Lexpérience de la lumiere mystique» en Méphistophéles et lándrogyne, Pa­
rís, Gallimard, 1962, págs. 21-1 1 O. [En español: «Experiencias de la ll!z mística» en Mefistófe­
les y el andrógino, Barcelona, Editorial Kairós, 2001]; Véase también ·oavy, M. M.; Abecassis,
A.; Mokin , M, y Renneteau, J.-P., Le theme de la lumiere dans le Judai'sme, le Chrithianisme et
l'Islam, París, Berg International, 1 976.

27
· ROSrims. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Las civilizaciones medievales y renacentistas de Europa occidental mezclan


confusamente las tradiciones locales y las referencias cristianas. Van dando las
formas heteróclitas de un «cristianismo folklorizado». (Jean Delumeau) . Las re­
laciones del hombre con el mundo son regidas por una antropología cósmica.
El hombre no se siente diferente a los otros en el seno de la comunidad social y
del cosmos que lo rodea. Se confunde en la multitud de sus semejantes sin que
su singularidad haga de él un individuo en el sentido moderno de la palabra. La
vida medieval es siempre gregaria, implica la presencia permanente de los otros.
El espacio no prevé la intimidad, los hombres sólo pueden vivir juntos. «La socie­
dad medieval -escribe Georges Duby- tenía una estructura tan granulada, for­
mada por grumos tan compactos, que cualquier individuo que quisiera desligar­
se de la estrecha y muy abundante sociabilidad que entonces constituía la priva­
cy; aislarse, erigir a su alrededor su propio cerco, encerrarse en su propio jardín,
era inmediatamente objeto de sospechas o de admiración, considerado contes­
tatario o un héroe, en todo caso, lo relegaban al ámbito de lo «extraño».6
El sentimiento de ser uno mismo no es contradictorio con el de pertenecer a
un todo. El hombre toma conciencia de su identidad y de su arraigo al seno del
mundo a través de una estrecha red de correspondencias. La carne del hombre y
la carne del mundo todavía no tienen la frontera común de la piel. El principio
de la fisiología humana es del orden de una cosmología, incluso de una teología.
El cuerpo humano es el signo de una inclusión del hombre en el mundo y no el
motivo de una ruptura, de una diferencia (en el sentido de que el cuerpo va a cir­
cunscribir al individuo y separarlo de los otros, pero también del mundo: tal será
el precio a pagar por la libertad) que se desprende del naciente individualismo.
La persona está subordinada a una totalidad social y cósmica que la supera. Es,
por el grosor de su carne, una condensación del mundo, un microcosmos cuya
existencia se rige por el movimiento de los astros, la posición de la luna, su acti­
tud ante el mundo que lo rodea. El cuerpo, lejos de aislar al hombre de sus seme­
jantes o de la naturaleza, es poroso, está en contacto con el mundo. Durante si­
glos, fue imposible desnudar esa carne desmembrándola para ver qué órganos la
componen y qué vida alberga. Fueron pocos los anatomistas que osaron infringir
el tabú. El saber sobre el cuerpo humano se estableció durante mucho tiempo por
cotejo con la anatomía animal, especialmente la porcina. Abrir la piel del hombre
equivale a desgarrar el mundo que la compone y a rivalizar con Dios pues la piel

6. Duby, Georges, «Lemergence de l'individu», en Aries, P.; Duby, G. (bajo la dirección de), His­
toire de la vie privée, t. 2, París, Seuil, 1985, pág. 504. [En español: Historia de la vida privada,
Tomo 11: De la Europa Feudal al Renacimiento, dirigido por Duby, Georges. Madrid, Taurus,
1 987 y 1 988) .

28
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la individualización del cuerpo a la del rostro

es la obra de su creación. Un filósofo como Marsilio Ficino (1443-1499) llega a


preguntarse si el mundo es un ser animado en el que cada componente (hombre,
animal, vegetal, etc). sería un órgano necesario para el conjunto. Las tradiciones
populares del carnaval, de la cencerrada o de la mascarada no son sino las mani­
festaciones salientes de una visión del mundo que reúne pues la totalidad en un
m ismo imaginario colectivo. «A diferencia de los cánones modernos -comprue­
ba Mijaíl Bajtín- el cuerpo grotesco no se separa del resto del mundo, no está en­
cerrado, acabado, ni completo, sino que se sobrepasa a sí mismo, franquea sus
propios límites. El acento está puesto en la partes del cuerpo en que éste se abre
al mundo exterior, es decir, por donde el mundo penetra o sale de él, y por don­
de también él mismo sale al mundo, es decir, los orificios, las protuberancias, to­
das las ramificaciones y excrecencias: boca abierta, órganos genitales, senos, falo,
vientre prominente, nariZ».7 La cultura popular de la Edad Media y del Renaci­
miento rechaza el principio de individuación, la separación del hombre de los
elementos, la disociación del hombre de su cuerpo. Afirma permanentemente el
contacto físico con los otros. En ese contexto, aunque sea útil para reconocer más
fácilmente al otro, el rostro no es objeto de un valor específico.
No retomaremos aquí los análisis anteriores8 que muestran el estrecho lazo
de la invención moderna del cuerpo con el aumento del individualismo en las
capas sociales privilegiadas. Recordemos solamente la importancia del trabajo
de los anatomistas, simbolizada por la publicación en 1545 de la obra de Vesa­
lio: De humani corporis fábrica, quienes disecan el cuerpo humano sin pregun­
tarse sobre el hombre que éste encarnaba ni sobre lo sagrado de la carne. Con los
anatomistas, el cosmos es expulsado del cuerpo humano. La carne que el escal­
pelo revela es la única posesión de un hombre, integrado y separado del mundo
por su cuerpo. Éste se volvió el límite de su persona. Unas décadas más tarde, la
filosofía mecanicista, especialmente la de Descartes, confirma la disociación del
cuerpo de sus lazos simbólicos con el cosmos para hacer de él el lugar inequívo­
co de la individuación, es decir, del hombre separado de los otros. El modelo de
la «m áquina» promovido por este pensamiento gana adhesión. A fines del Re­
nac imiento, se considera cada vez más al cuerpo humano como eA.terior al mun­
do que lo rodea, ya no 'tejido con la misma materia que da consistencia al mun­
do y al cosmos, sino como estructura de carne y hueso marcador de la presen­
ci a de un individuo del cual traza los límites de la soberanía.

7. Ba kh tine , Mikhai1, I..áuvre de Franfois Rabelais et la culture pnpulaire au Moyen áge et sous la
rennaissance, París, Gallimard, 1970, pág. 35.
8 . Le Breton, David, Antropologie du corps et modemité, París, PUF, 1990. [En español: Antropo­
logía del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visióñ, 2004].

29
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

El individualismo, por largo tiempo confinado a ciertas capas sociales privi­


legiadas, a ciertas zonas geográficas, a las ciudades, amplía poco a poco sus ba­
ses para abarcar el conjunto de las sociedades occidentales en el transcurso de
los siglos siguientes. La valorización de la biografía, el nacimiento de la gloria
ligada a ciertos hombres, la aparición de un arte de la ironía y de la broma son
indicios de la importancia que adquiere el individuo, acentuada por el desarro­
llo económico y social a través de las figuras del comerciante y del banquero so­
bre todo. Por otra parte, las formas colectivas aíslan, bajo la mirada de sus con­
temporáneos, a los príncipes, condottieri o artistas, especialmente a partir del
quattrocento italiano.9
El individuo es una persona que percibe más su unicidad, su diferencia, que
su inclusión en el seno de una comunidad. La afirmación del «yo» se vuelve una
forma superior a la del «nos otros». El individuo ya no está en una fórmula de
vasallaje al grupo, afirma su singularidad, su independencia de pensamiento. Se
siente el responsable de su historia. De modo simultáneo, el retroceso y el poste­
rior abandono de la visión teológica y cristiana de la naturaleza lo llevan a con­
siderar al mundo que lo rodea como una forma ontológicamente vacía que sólo
la mano del hombre tiene en adelante la autoridad de modelar. Se desacraliza la
naturaleza, se la percibe como radicalmente diferente del hombre: la noción del
hombre como microcosmos pierde su arraigo social. Permanece de manera ve­
lada en la cultura popular, no alcanzada por el individualismo, y en las tradicio�
nes herméticas, formas eruditas de conocimiento, replegadas sobre sí mismas
en un estatus cultural particular.
La individuación del hombre en las capas sociales sobre todo burguesas se
desarrolla paralelamente a una desilusión con respecto a la naturaleza. Ésta ya
no es el hogar de genios o de manifestaciones de un Dios creador. Es un mun­
do objetivo, disponible para la empresa del hombre de volverse su «amo y po­
seedor». En ese mundo de cisura, donde la sensación de individualidad impe­
ra, el cuerpo se convierte en la frontera objetiva entre un hombre y otro. Al dis­
tinguirse de la comunidad, al recortarse del cosmos, el hombre de las capas cul­
tivadas del Renacimiento comienza a considerar su encarnación como el lugar
de su propia soberanía. El cuerpo es, de cierto modo, un interruptor. Permite la
afirmación de la diferencia individual coronada por el rostro. En ese sentido, la
banalización de emprender la investigación anatómica en el cuerpo humano se
vuelve pues admisible. Abrir la carne ya no es cortar en una parcela de univer­
so ni en una naturaleza nacida de las manos de Dios y que se debe sólo a Él. A
la inversa, en las sociedades tradicionales de estructura gregaria o comunitaria,
9. Cf. Burckardt, Jacob, La civilisation de la Rennaissance en ltalie, París, Gonthier, 1 958.

30
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la individualización del cuerpo a la del rostro

el cuerpo es relieur, 10 alía al hombre con el cosmos, con el grupo y con Dios (o
con el mundo invisible de los espíritus y los dioses), a través de una red de co­
rrespondencias. Esto es justamente lo que abandonan las capas privilegiadas de
la sociedad que comienzan a prestar al cuerpo y a sus manifestaciones una aten­
ci ón minuciosa. 1 1 El individuo ya no es el miembro de una comunidad en el sen­
tido en que podía entenderlo el hombre medieval, se volvió solamente un cuer­
p o. El cuerpo es «factor de individuación» (Durkheim). La definición moderna
del cuerpo implica una triple retracción: el hombre se separa de los otros (es­
tr uctura individualista), de sí mismo (dualismo hombre-cuerpo), y del cosmos
( que se convierte simplemente en «medioambiente» del hombre). El cuerpo es
un resto. Pero ese resto da rostro al individuo.
El mismo período histórico ve apagarse la «espiritualización» (Jean Renson)
del rostro. El siglo XVI y, sobre todo, el XVII completan el proceso que ya había
comenzado en el siglo XIII. La historia de las palabras ilustra cuánta importan­
cia adquiere socialmente el individuo. El rostro, percibido al comienzo esencial­
mente «como una simple parte del cuerpo, muy a menudo descripto sin embargo
por su belleza», a lo largo del tiempo se vuelve cada vez más «el espejo de los mo­
vimientos del alma». 12 Los cada vez más numerosos adjetivos implican a nivel de
la lengua la psicologización que afecta al individuo y define su rostro otorgándo­
le una supremacía especial. J. Renson cita el vocabulario ya premoderno de Mar­
garita de Navarra, que puede ver el rostro «Bueno, extraño, pálido y rancio, con­
tento, enfadado, alegre y tranquilo, constante, gracioso, vergonzoso, furioso, frío».
Montaigne, por su parte, asocia los epítetos «infantil, sereno, franco, taciturno y
afligido, burlón y risueño, impúdico, afectado, inflamado de ira y de crueldad, bo­
nachón, severo . . . » El rostro cobra vida gracias a una conciencia individual. En la
misma época, esta palabra adquiere en su sentido figurado cada vez más acepcio­
nes. En este aspecto, Montaigne juega un papel preponderante y otorga un rostro
a la muerte, al mal, al discurso, a la fortuna, a las costumbres, al mundo, etc.
La geografía del rostro se transforma. La boca deja de estar abierta, glotona, lu­
gar del apetito insaciable o de la exclamación de gritos en la plaza pública, tal como
la describe Mijaíl Bajtín. Se vuelve entonces tributaria de significaciones psicoló­
gicas, expresiva, del mismo modo que las otras partes del rostro. De modo sig­
nificativo, a partir del siglo XVI, la fisiognomía renace con vigor y multiplica los

1 0 . N. de T.: (Las itálicas son del autor) . Relieur, en francés, significa encuadernador, persona que
encuaderna, que une las hojas de un libro o cuaderno. El autor utiliza las itálicas para destacar
el juego de palabras con relier (unir, enlazar). Las itálicas son del autor.
1 1. Cf. Elias, Norbert, La civilisation des maurs, París, Pluriel.
1 2. Renson, Jean, op. cit., págs. 1 88 y sqq.

31
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

tratados. Se esfuerza por encontrar en la suma infinita de rostros algunos princi­


pios secretos de clasificación por los cuales el enigma individual se resolvería en
tipos de caracteres. Se trata quizá de una transición lógica entre una sociedad de
estructura más bien comunitaria que no hace del rostro un principio esencial de
identidad y una sociedad que alberga en su seno una estructura individualista que
se desarrolla poco a poco. El rostro se convierte, en el plano social, en la verdad
única de un hombre único; epifanía del sujeto a través del ego cogito que Descar­
tes no tarda en formular. El cuerpo deja de privilegiar la boca, órgano de avidez,
de contacto con los otros a través de la palabra, el grito o el canto que la atraviesa,
de la bebida o el alimento que ingiere. La incandescencia social del carnaval y de
las fiestas populares que mezclan a los hombres nutridos por la sensación de vivir
en un mundo donde todo existe, obra de la creación de Dios, se vuelve poco fre­
cuente, combatida además por la institución religiosa y la burguesía, que se sien­
ten compuestas de individuos y se avergüenzan de los excesos carnavalescos.
La axiología corporal se modifica. Los ojos son los órganos beneficiarios de
la creciente influencia de la cultura científica y burguesa. Todo el interés del ros­
tro se concentra en ellos. La mirada, sentido de la distancia, de menor impor­
tancia para los hombres del Medioevo e incluso del Renacimiento, es llamada
al éxito en el transcurso de los siglos venideros, en detrimento de lo otros sen­
tidos, como el del oído o del tacto, sentido del contacto y de la proximidad. La
dignidad del individuo lleva consigo la del rostro. Por esa razón, la creación ar­
tística otorga al retrato una importancia considerable al no limitarse a algunas
figuras de excepción sino ofreciendo sus favores al hombre común que tenga el
tiempo libre de posar y los medios para financiar al artista. La historia del retra­
to, de la que nos contentaremos con observar las primeras fases, acompaña fiel­
mente. el desarrollo del individualismo.

Celebración social del rostro: el retrato

La tradición judía y, luego, la tradición islámica prohíben toda representación


surgida de la realidad y, sobre todo, referida al hombre. En el Egipto antiguo o en
el imperio romano, el retrato, el busto o la máscara funeraria tenían sobre todo
la intención de perennizar la existencia de un fallecido notable, alimentar la me­
moria en los sobrevivientes y prefigurarlo en su vida del más allá. Muy estiliza­
das, esas efigies no llegan a personalizar los rasgos, son monumentos funerarios
destinados a combatir el olvido, mantienen el recuerdo en los que quedan y se
vuelven símbolos a los ojos de los que vienen más tarde sin haber llegado a co-

32
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebración social del roslTo: el retrato

00 cer al difunto. En la tradición cristiana que se impone en los primeros siglos


d e nuestra era, el hombre es miembro del cuerpo místico de la iglesia, llamado
a la resurrección de la carne el día del juicio final. El retrato abandona parte de
la significación que lo revestía entonces. Desaparece poco a poco para conver­
t irse en el privilegio del papa, sobre todo, y de lo reyes. Privilegio de hombres
colo cados más allá de sus contemporáneos por su función, y cuyas efigies (aun­
que muy mesuradas) recuerdan su autoridad, o de quienes los monjes celebran
la pe rsona con ilustraciones al margen de los manuscritos.
El temor a que captar la imagen humana sea en realidad captar al hombre en
s í mismo para favorecer las acciones hostiles hacia él (maldiciones, mala suerte,
etc.) también contribuye sin duda a la extinción del género, a pesar de que los
retratos de entonces eran muy estilizados y sin marcas reales de individuación.
Tal abstracción de los rasgos no impide en absoluto la eficacia simbólica del re­
conocimiento posible del hombre así representado. Ese signo puede valer para
el hombre y capturar su persona. Pero, independientemente de esos temores, la
falta de solidez de la individualidad propia en la conformación gregaria de esos
conjuntos sociales no suscita en sus contemporáneos el interés por el rostro. La
diferencia personal compite con la trama colectiva, aquella sólo es una singu­
laridad en un tejido común, no es valorizada ni suscita la sensación de autono­
m í a, de libertad, asociada a la definición social del individuo.
En la alta Edad Media, sólo los altos dignatarios de la Iglesia o del Reino de­
jaban retratos, pero protegidos de maleficios por la consonancia religiosa de las
escenas donde figuraban, rodeados de personajes celestes.13 El ejemplo del papa
lleva a ricos donantes a desear la inserción de su imagen en las obras religiosas
(frescos, manuscritos, más tarde retablos) para cuya realización contribuyen ge­
nerosamente. La donación con la excusa de un santo patrocinio autoriza al me­
cenas a asegurar su propia perennidad simbólica adjuntando su figura a la de
alt os p ersonajes de la historia cristiana. Así, por ejemplo, en el fresco de Giotto
t itulado Juicio final, Enrico Scravegni (de quien Dante descubre al padre entre
lo s usu reros del séptimo círculo del Infierno) está de rodillas y ofrece su capi­
ll a a la Virgen como prueba de redención por una fortuna mal adquirida. Pero
es tá perdido entre la multitud de figuras representadas, ninguna de las cuales se
i n dividualiza realmente. Esas creaciones siguen siendo profundamente cristia­
n as , ponen en primer plano las grandes figuras de la tradición religiosa y casi no
p restan atención a la personalización de los rasgos.

1 3· Véase acerca de los retratos de papas (en vidrierías doradas, mosaicos o frescos) Ladner, Ghe­
rardo B., l. ritrati dei papi nell'antichita en el medioevo. Citta del vaticano, Pontificio Istituto di
Archeologia Christiana, 1 94 1 .

33
ROSTROS. Ensayo antr'opol6gico 1 David Le Breton

En el siglo XIV, aparecen otros soportes para los retratos: retablos, frentes de
altares y las primeras pinturas de caballete. En ellos, el donante está representa­
do a menudo en compañía de santos, pero a veces, y especialmente en los pane­
les exteriores, suele estar pintado aisladamente como en la Adoración del corde­
ro ( 1425-1432) de Van Eyck, donde el donante y su mujer ocupan, cada uno, un
panel exterior del políptico. Luego, la figura del donante adquiere importancia
creciente en el soporte, lo que se ilustra claramente en La Virgen del canciller Ro­
lin (1435) de J. Van Eyck que pone frente a frente, a modo de una conversación
tranquila entre esposos, a la Virgen con su niño en brazos y al donante. Como
fondo, una ciudad atravesada por un río. La topografía de la tela no distingue
con ningún realce a la Virgen ni al niño Jesús. Los personajes están en un plano
de igualdad. «El cuadro -observa Galienne Francastel- tal como es concebido,
sólo puede querer decir lo siguiente: hice hacer un cuadro que me representa a
mí y a mi ciudad, y tengo sobre esta ciudad un poder que iguala al de la Reina
de los cielos». 14 Poco a poco, la celebración religiosa se atenúa ante las crecien­
tes prerrogativas que se adjudican quienes encargan cuadros.
Hacia 1380, Girard d'Orléans inicia el camino firmando uno de los prime­
ros cuadros de caballete donde, sin otro pretexto, aparece solamente la figura de
perfil de Juan el Bueno. En el siglo XV, el retrato individual se vuelve de modo
significativo una de las primeras fuentes de inspiración de la pintura. Como ci­
fra de la perso n a, el rostro es objeto de una celebración dirigida, a través de él,
al individuo que encarna ante los ojos del mundo.
Un símbolo de esos tiempos: en la segunda edición de sus Vite de piu eccellen­
ti pittori, scultori et architettori . . . {1568), Giorgio Vasari inaugura cada una de
sus biografías de pintores, escultores o arquitectos con un retrato o, preferente­
mente, un autorretrato. Tarea difícil pues el grabador de Venecia de quien con­
trató los servicios está demasiado lejos como para que su trabajo pueda ser con­
trolado. «Si estos retratos representativos que incluí en la obra, -escribe- ( . . . )
no sie!11pre son muy fieles ni poseen el don del parecido más que con la vivaci­
dad que aporta el color, también es cierto que el dibujo de los rasgos fue toma­
do del modelo y no carece de naturalidad. El alejamiento del artista también tra­
jo aparejado inconvenientes; si no, llegado el caso, se podría haber puesto más
cuidado».15 Algunos errores y transposiciones afectan el propósito y Vasari se
siente obligado a justificarse nuevamente. Explica que a pesar de sus esfuerzos,
ciertos retratos no logran su cometido. «Si alguien no encontrara estos retratos

14. Francastel, Galienne; Francastel, Pierre, Le portrait, Hachette, 1 969, pág. 68.
1 5. Vasari, Giorgio, Les vies des meilleurs peintres, sculpteurs et architectes (edición comentada bajo
la dirección de André Chastel), t. l , París, berger-Levrault, 1 98 1 , pág. 44.

34
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebración social del rostro: el retrato

exactamente parecidos a los que pudiera ver en otra parte, quisiera que conside­
re que un retrato hecho a los dieciocho o veinte años siempre es diferente de un
re trato ejecutado quince o veinte años después. Agregaría que los retratos dibu­
ja dos nunca son tan parecidos como los pintados. El dibujo inferior de los gra­
ba dos siempre quita algo a las figuras. No pueden ni saben reflejar minuciosa­
mente los refinamientos que le dan calidad». 16 Tales propósitos son reveladores
de un interés muy ajeno a los artistas de los siglos precedentes, para quienes la
estilización del rostro es una necesidad evidente que no merece comentario. En
un mundo unificado en el cuerpo místico de la Iglesia, donde las diferencias so­
ciales se perciben como parte de un orden de las cosas del que nadie soñaría sa­
lir, la individualidad del hombre queda culturalmente insignificante en el senti­
do de que es absorbida por el conjunto. La semejanza del retrato con el modelo
es contemporánea de una toma de conciencia más aguda de la individualidad
del hombre. Para Vasari, ese recurso al retrato es esencial, traduce su voluntad
de captar fielmente la singularidad del modelo, y tal actitud exige pasar por el
rostro, que hace de aquel un individuo tributario de un nombre y de una histo­
ria propia. Más allá de su obra, el rostro de cada artista es su atributo más per­
sonal, y el retrato, la huella más resistente al tiempo para conservar su memoria
de hombre. Vasari encuentra así una de las virtudes antropológicas de la efigie
antigua, incluso estilizada: la de legar a la posteridad el recuerdo de un hombre
a través de la reproducción de sus rasgos. «A fines de reavivar mejor el recuer­

do de quienes honro tanto -escribe- no escatimé ningún esfuerzo, dificultad ni


gasto para encontrar y colocar su retrato a la cabeza de su obra».
Vasari hace entrar sus biografías en los tiempos modernos. El interés por el
retrato y por la biografía, dos signos espectaculares del nacimiento del indivi­
dualism o. A los ojos de Vasari, el surgimiento del retrato es el indicio de la apa­
ri ción d e una mirada inédita sobre el mundo. No es in�iferente que haga de
Gio tto es símbolo de un renacimiento del arte, y sobre todo, de la moderna e
buo n a ar te della pittura, al señalar los retratos realizados por el pintor, especial­
m ente el de Dante en la capilla del Palacio Podestá de Florencia. Es cierto que
l a ob ra de Giotto está impregnada de un espíritu religioso, aún permanece bajo
l a mi rada de Dios, y la restitución fiel de los rasgos del hombre no es una nece­
s i da d para el pintor. Pero Giotto suele insertar retratos en sus frescos: Bonifacio
VI II , Ca rlos, hijo del duque de Calabria arrodillado ante la virgen, o él mismo.
Esto s retratos no contienen más que un indicio de individualización, pero son
de cis ivos por el cambio de mentalidad que anuncian. Giotto es también un pin­
t o r fl o re ntino a menudo itinerante que realiza obras «en Roma, Nápoles, Avig-
1 6. Ibídem, pág. 234.
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

non, Florencia, Padua y en muchas otras partes del mundo» según las palabras
de Dante retomadas por Vasari. 17 A imagen de Dante, Giotto es un uommo uni­
versale, desprovisto del estricto sentimiento de pertenencia a una comunidad, y
consciente de su individualidad de artista y de hombre. El hecho de que intro­
duzca en la historia del arte los primeros retratos impregnados de una sensibi­
lidad «moderna» no tiene nada de sorprendente.
En La Trinidad de Masaccio ( 1 401 -1428) de Santa María Novella, las figuras
de los dos donantes arrodillados al pie de bellas columnas tienen el rostro mar­
cado por un individualismo preciso, totalmente independiente de la influencia
flamenca. Aunque Masaccio pinta pocos retratos, los que aparecen en sus fres­
cos suscitan admiración y ejercen su fascinación sobre los pintores que buscan
personalizar los rasgos de sus modelos. En la Capilla Branacci, Masaccio conti­
núa una Vida de San Pedro comenzada por Masolino: «En uno de los apóstoles,
el último, se reconoce el retrato de Masaccio hecho con ayuda de un espejo, tan
logrado que parece vivo» escribe Vasari.
Luego de las medallas o los bustos, el rostro tiene un lugar de honor en la pin­
tura. Desde la primera mitad del Quattrocento, los más grandes pintores floren­
tinos van a hacer retratos: Paolo Uccello, Andrea del Castagno, Piero della Fran­
cesca, Pisanello, etcétera. La estilización desaparece en beneficio del interés por
la semejanza. Los rasgos de los contemporáneos invaden los frescos murales de
las iglesias o capillas. Filippo Lippi, Ghirlandajo, Botticelli, por ejemplo, pueblan
sus frescos con grandes figuras de su tiempo. Ese entusiasmo por el rostro tam­
bién favorece, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XV, al retrato de
caballete, más propicio para captar la individualidad del modelo: Antonello da
Messina, Ghirlandajo, Pollaiuolo, etcétera. A partir de Botticelli y de Leonardo
Da Vinci, penetra además una preocupación por la verdad psicológica en la res­
titución pictórica del modelo. En el Trattato di pintura, Leonardo escribe: «Harás
rostros de tal modo que su espíritu se revele a través de ellos. Si no, tu arte es in­
digno de elogio». Entre los retratos de Leonardo, la que fascina sobre todo a sus
contemporáneos es Mona Lisa del Giocondo. Vasari da una descripción embelesa­
da: «Ante ese rostro, quien quiera saber lo que puede hacer la imitación de la na­
turaleza lo comprenderá fácilmente; los mínimos detalles que permitía la sutile­
za de la pintura estaban allí representados. Sus ojos límpidos tenían el brillo de la
vida; con ojeras rojizas y párpados pesados, estaban bordeados de pestañas cuyo
dibujo supone la mayor delicadeza. Las cejas, con implantaciones más espesas o
más escasas según la disposición de los poros, no podían ser más verdaderas . . .
El modelado de la boca con el pasaje fundido de pintura de labios al encarnado
17. Sobre la importancia de Giotto para Vasari, véase Vasari, G., op. cit, t. 2 págs. 99- 125.
,
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebraáón social del rostro: el retrato

del ro stro no estaba hecho de color sino de carne . . . Había [en ese retrato] una
son risa tan atrayente que daba al espectador la sensación de algo divino más que
humano, se lo consideraba una maravilla pues era la vida misma».18
En el siglo XV, el retrato individual, desprovisto de toda referencia religio­
sa to ma impulso en la pintura, tanto en Florencia y Venecia como en Flandes,
,
Alem ania, España y Francia. En Flandes, sobre todo, hay que evocar la pintura
de un tal Jan Van Eyck: Retrato del Cardenal Albergati ( 1430), Retrato del orfebre
Leeu w ( 1436), y muchas otras telas igualmente famosas. Por sí solo, el retrato, es
de cir, la celebración inequívoca del hombre a través de su rostro, se convierte en
u n cuadro, sin otra justificación que la de poner en evidencia la efigie de un in­
dividuo que puede pagar el talento de un pintor para representarlo. El tema del
retrato es uno de los capítulos más ricos en la historia del arte. No abordaremos
aquí todas sus inflexiones pues nuestro propósito es otro. Sólo importa aquí el
valor simbólico de una puesta en evidencia del rostro que señala el camino ha­
cia el individualismo. 19
En el siglo XVI se observa el uso corriente de «crayones» en los pintores que
retrataban las clases privilegiadas. Catalina de Médicis escribe en junio de 1552 a
Mme. d'Humieres: «Nefauldrez pas defaire peindre au vifpar le painctre que vous
a urez par dela, tous mes dicts enfants, tantfils que filles avec la roine d'Écosse, ain­
si qu 'ils sont sans ríen oublier dans leurs visaiges; mais il suffit que ce soit au créon

pour avoir plus tostfaict». 20 Enrique 11 dice, por su parte: «A ce que j'ai vu par leurs
pourtraictures mes enfants sont en tres bonne estat, Dieu mercy».21 El retrato eje­
cutado rápidamente con crayón sobre un soporte liviano vale como certificado
de salud, como ayuda para la memoria; a menudo, acompaña un pedido oficial
de matri monio. Le sirve al pintor para fijar algunos rasgos en vistas de un futu­
ro cuadro. Los crayones tienen la ventaja de no demandar demasiado tiempo a
lo s co rte sanos avaros de esos tiempos y poco afectos a mantener mucho la pose
a n te el maestro. «Los "cayers':2 2 tan a la moda bajo los Valois -escribe F. Cour-

1 8. Vas ari, G., op. cit., t. 5, págs. 43-44.


1 9· So bre la historia del rostro, véase Francastel, G.; Francastel, P., op. cit.; Alazard, Jean, Le por­
trait florentin de Botticelli a Bronzino, París, 195 1.
2º· N. de T.: (Las itálicas son mías). Le Breton transcribe este texto respetando el francés original
de la época. Se traduciría del siguiente modo al español actual: «No dejéis de hac�ros pintar
en vivo por el pintor que vos tengáis allá. Todos mis hijos, tanto niños como niñas, con la rei­
na de Escocia, están pintados de tal modo que nada se olvida en sus rostros; pero debe ser al
crayón, para que sea más rápido» .
2 1 N de T.: ldem.: «Por l o que h e visto e n sus retratos, mis hijos están e n muy buen estado, a Dios
· ·

gracias».
2 2. N. de T.: ldem: «cuadernos».

37
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

boin- corresponden a lo que llamamos álbumes de celebridades contemporá­


neas, y el pintor conservaba en su taller prototipos extremadamente cuidados,
capaces de determinar un pedido, del mismo modo en que un editor, hoy en día,
conserva ejemplares estereotipados». 23 Nacen incluso juegos de sociedad en tor­
no a rostros «crayonnés» cuyos nombres escondidos hay que encontrar. «Colec­
ciones de copias, también en crayón, hacían llegar a lugares alejados de la corte
los rostros de los familiares del rey -comprueba G. Francastel- como hoy en día
las fotos y revistas al público en general distribuyen los rasgos de las estrellas de
cine».24 De modo paralelo, desde fines del siglo XVI, a través de frontispicios de
algunas obras y hasta de páginas de almanaques, el grabado aporta su contribu­
ción a la promoción histórica del individuo y del rostro. El interés por el rostro
continúa tomando forma. La pintura y el pastel toman la posta del crayón. Las
fisonomías se representan con la máxima precisión documental.
En 1668, el pintor Charles Le Brun pronuncia una conferencia sobre la ex­
presión de las pasiones ante la Academia real de pintura y escultura. En la Hnea
del Tratado de las pasiones de Descartes, pero de manera infinitamente menos
virtuosa y refinada, Le Brun propone distinguir seis pasiones simples (admira­
ción, amor, odio, deseo, alegría, tristeza) y diecisiete pasiones compuestas (te­
mor, esperanza, desesperación, coraje, furia, espanto, etcétera). En total, veinti­
trés figuras susceptibles de modelar el rostro del hombre. Según Le Brun, la pa­
sión impulsada por los «movimientos del alma» se inscribe en los músculos por
el ingenio instintivo de los nervios, comandados a su vez por el cerebro ligado
al corazón a través de la circulación de la sangre. La pasión, aunque nace de lo
«movimientos del alma», es esencialmente un fenómeno físico activador de la
maquinaria del cuerpo que no deja nada librado al azar. «Pero si es cierto que
hay una parte donde el alma ejerce inmediatamente sus funciones y que es el ce­
rebro, podemos decir también que el rostro es la parte del cuerpo donde aque­
lla deja ver más especialmente lo que siente».25 El rostro alberga la transparen­
cia del alma: lo cual, en el pensamiento de Le Brun, no excluye la posibilidad de
fingir una pasión sin sentir absolutamente nada.
Le Brun asocia sesenta y tres dibujos a su conferencia, ilustra así las diferen­
tes pasiones que conforman su inventario. Ese proceso manifiesta ya las debili­
dades que complican los trabajos de la mayoría de los investigadores contempo-

23 . . Courboin, F., en Bibliotheque nationale, Exposition de portraits peints et dessinés du XIII au


XVIII siecle, París, 1 907, págs. 8 1 -82.
24. Francastel, G., op. cit. , pág. 1 29.
2 5 . Le Brun, Charles, «Conférence sur lexpression de passions ( 1 668)», en Nouvelle Revue de Ps­
ychanalyse, nº 2 1 , 1 980, págs. 93 - 1 2 1 .

38
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 El espejo

rá neos que consagran su sagacidad en este tema. Le Brun describe y dibuja una
s erie de emociones como una serie de estados inequívocos, independientes de
to da situación vivida realmente por actores individuales, fuera de contexto, uni­
versales, pues son causados por el alma y ésta no puede prestar la menor atención
a la posible diferencia de culturas. Para el autor, el inventario de las pasiones no

cuenta con excepciones ni matices. Se trata de redactar un diccionario indiscu­


tib l e, tanto menos confiable cuanto que una serie de figuras dibujadas con preci­
sión duplica cada una de las pasiones identificadas. Le Brun elabora, como quie­
nes lo siguen hoy en el mismo terreno, una anatomía de las pasiones. Así como
existe una arquitectura de huesos para componer la materia del cuerpo huma­
no , las pasiones se inscriben físicamente con la misma necesidad en términos de
gestos que las identifican inequívocamente. Pero para darle sustento a esta pers­
pectiva, Le Brun se ve obligado a alejarse al extremo de las ambivalencias y am­
b igüedades de la vida corriente, y a plantear las pasiones como objetos separables
de los hombres que las experimentan. Esta hipóstasis de las emociones crea una
ab stracción que no compensa en nada la exageración que conviene dar en con­
secuencia a las expresiones dibujadas para que sean mínimamente identificables.
Al comentar esas figuras, H. Damisch ve en ellas «máscaras de la pasión», «falsos
rostros» donde se imprimen, como en máscaras de teatro, representaciones de las
emociones humanas.26 Son figuras cuyo carácter reconocible se paga con la ma­
yor esquematización. Sus trazos revelan un trabajo de caricaturista. Es un imagi­
n a rio dualista, muy presente en los estudios contemporáneos, donde la emoción
se « expresa» (viene de otra parte) en un cuerpo y un rostro disociados de ella. El
ho mbre es exterior a la emoción que lo posee, pues ésta lo reviste de atributos más
o menos inmutables. Darwin, más tarde, amplía enormemente estas teorías en
l as q ue no se trata de comprender a un hombre sonriente en una situación dada,
si n o de describir la Alegría, por ejemplo, como entidad separada.27

El e spej o

Du rante mucho tiempo, realizarse un retrato es un acto de confirmación de sí


mi smo, un legado a la posteridad de los miembros de las clases sociales privilegia­
d as, cu idadosas de su persona y de la perpetuación de su recuerdo. Signo de una

2 6· Hu bert Damisch, «Thlphabet des masques», en op. cit, págs. 1 23 y 1 30.


2 7· S e observa aquí una herencia del pensamiento dualista que impregna el pensamiento occi­
dental cuando se trata de comprender el cuerpo. Cf. Le Breton, David, Antropologie du corps
et modernité, op. cit. [En español: Antropología del cuerpo y modernidad, op. cit.] .

39
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11

posición social sobresaliente y de la filiación por lazos de sangre. La aristocracia


atesora una galería de ancestros donde se exhibe una genealogía prestigiosa. Señal
del éxito social para una burguesía que contrata lo servicios del pintor para entrar
con una posición ventajosa al menos en la memoria familiar. El retrato en minia­
tura también vive un impulso notable solamente refutado en el siglo XIX por el
advenimiento de la fotografía. Los pintores miniaturistas adornan tapas de cajas y
colgantes con los rostros más apreciados de quien los encarga. El retrato, relativa­
mente costoso, pues moviliza al artista varios días al mes, aparece preferiblemente
en ambientes aristocráticos, pero rápidamente es adoptado por los burgueses que
juegan simbólicamente con un signo de distinción al realzar su propia individua­
lidad. El interés por el rostro adquiere importancia creciente a través del tiempo.
En la cristalización del individualismo occidental, el espejo, en tanto restitu­
ye una imagen fiel del rostro, es un vector privilegiado de la aparición del sen­
timiento de sí mismo. Los primeros espejos son de materiales dispares: bronce,
estaño, oro, acero y, por supuesto, agua. Permiten, según las sociedades y sus tec­
nologías, captar un reflejo de la persona, pero en condiciones todavía rudimen­
tarias, de acuerdo con sociedades donde la persona existe primero en su asimi­
lación al grupo y a las costumbres, en las que el sentimiento de sí está ligado so­
bre todo a la sensación de pertenencia.
Los espejos de soportes metálicos de la Edad Media son de pequeñas dimen­
siones, conviene limpiarlos a menudo y protegerlos de la oxidación con paneles.
No acompañan muy estrictamente los momentos cotidianos de la vida de las cla­
ses privilegiadas. La mirada de los otros prima por sobre la propia. La posesión
de espejo es señal de riqueza como lo comprueban los inventarios post mortem
de la época. Está a mitad de camino entre la joya preciosa y el utensilio de higie­
ne o de arreglo personal. Los mercaderes ambulantes venden pequeños espejos
de estaño de fabricación imperfecta, con reflejo incierto, entre las clases popu­
lares. En la Edad Media nacen también los espejos combos, convexos o cónca­
vos, que permiten al actor jugar con su reflejo y burlarse de las apariencias, es­
pecialmente de su rostro, a través de una serie de metamorfosis producidas por
el mínimo movimiento. Esos espejos entran en la composición de los cuadros
de la época, especialmente en el Retrato de Arnolfini, de Jean Van Eyck, El jar­
dín de las delicias de Jerónimo Bosch, El cambista y su mujer, de Quentin Met­
sys y otras numerosas telas ..
En esa época, en que el género del retrato comienza a producir sus primeras
obras maestras, el espejo es el maestro absoluto del pintor. El propio Leonardo Da
Vinci se indina ante él: «Cuando quieras ver si tu pintura corresponde completa­
mente al objeto natural -escribe- toma un espejo, haz reflejar en él el modelo vivo

40
1. LA INVENCIÓN DEL ROS1'RO 1 La fotografía: la democracia del rostro

y compara ese reflejo con tu obra y mira bien si el original corresponde a la copia».
El espejo favorece al autorretrato y se considera símbolo de fidelidad al realizar el
retrato de un rostro. «Ustedes, pintores -continúa Leonardo- reconozcan en la su­
perficie del espejo al maestro que enseña lo claro y lo oscuro, y la síntesis de cada
objeto . . . Entonces, pintor, haz las pinturas semejantes a las de los espejos». Tam­
b ién el espejo es a menudo utilizado por los pintores como alegoría de la vanidad
p ara recordar la precariedad de la existencia de quien hoy se jacta y mañana será
estragado por la vejez. Se hace memento mori, el rostro no es más que un reflejo
sobre el río del tiempo y su contemplación debe recordar la muerte que acecha.
Hacia mediados del siglo XVI, los talleres de Murano inventan la técnica del
espejo moderno por la compresión de una capa de mercurio entre una de vi­
d r i o y una de metal. El descubrimiento del vidrio revoluciona la historia del es­
p ejo y la relación del hombre con su rostro. En toda Europa se crean cristalerías.
Lentamente, el espejo se difunde en la trama social privilegiando las clases más
acomodadas. De instrumento de uso íntimo y de prestigio, se transforma gra­
cias a la extensión de la superficie de reflejo que permite el vidrio. Puede apo­
yarse contra un muro o encastrarse en las boiseries, como un cuadro, y acompa­
ñar la vida cotidiana. En las viviendas aristocráticas, los espejos anulan a veces
la opacidad de los muros. Las galerías o gabinetes de espejos viven un gran im­
pulso en los siglos XVII y XVIII.28
En las clases populares, la penetración del espejo en la intimidad de la vida co­
tidiana se produce a un ritmo mucho más lento. El único que suele poseer uno es
el barbero, para afeitar o peinar a los hombres. Ningún espejo adorna los muros
antes de fines del siglo XIX o comienzos del XX. El descubrimiento del propio ros­
t ro en la vida cotidiana en los medios populares es contemporáneo de la democra­
tización del rostro que la fotografía permite. Los hombres comienzan a vivir en un
univers o con reproducciones de su propia imagen, que se le hace familiar. 29

L a fotografía: la democracia del rostro


La foto grafía es inventada por Niepce en 1824 y perfeccionada por Daguerre.
Lle ga al dominio público en 1839. En unas décadas, destrona a la pintura de su
mo nopolio por la facilidad de su uso y su costo moderado. Da a casi todos la po-

28. Cf. Roche, Serge, Miroirs, galeries et cabinets de glaces, París, Hartmann, 1956.
29 . Sob re l as incidencia de la banalización del espejo en la relación estética con uno mismo, véa­
se Nahoum,Véronique, «La Belle femme ou le stade du miroir en histoire», Communications,
n º 3 1 , 1979.

41
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

sibilidad de dejar una huella de su existencia en las diferentes edades de la vida.


La invención de la fotografía coincide con una revolución industrial que modifi­
ca en profundidad las pertenencias locales, provoca el éxodo rural, acentúa la ur­
banización y suscita en numerosos actores la sensación de su propia individua­
lidad. La explosión social del retrato fotográfico corresponde a la conjunción de
una técnica de uso cada vez más cómodo y el acceso de una población creciente
a la conciencia de su singularidad.30 Los procesos sociales llevan a una individua­
lización siempre en aumento, en tanto que la mejora de las técnicas de reproduc­
ción trastoca la relación del hombre consigo mismo. El rostro entra socialmente
en su fase democrática; llegará el día en que cada ciudadano posea uno, único, su
bien más humilde y más preciado que encarna a su nombre. Incluso las personas
comunes acceden a ese antiguo privilegio, el de cualquier individuo, es decir, de
todo hombre separado y consciente de su diferencia, exento de toda pertenencia
al «nos otros». La fotografía, al personalizar al hombre, al distinguir su cuerpo y
sobre todo su rostro, aporta su contribución a la celebración del individuo.
La fotografía está entonces en condiciones de proponer sus retratos a la ma­
yoría de los ciudadanos. En un primer tiempo costosa y difícil de usar, se demo­
cratiza poco a poco a mediados del siglo XIX. La dignidad del rostro, en una so­
ciedad donde el individuo se hace prioritario ante lo colectivo, se vuelve lo pro­
pio del ciudadano y ya no de una elite. En las ciudades, los talleres se multipli­
can. La profesión de fotógrafo se desarrolla enormemente. Según Gisele Freund,
en 1981, sólo en Francia «existen más de mil talleres y la fotografía ocupa a más
de medio millón de personas». Hay fotógrafos itinerantes que recorren la cam­
piña. Un pintor de entonces se queja de no poder tropezar con una casilla de pe­
rro sin provocar a un retratista callejero. La pasión por el rostro invade sin me­
dida el paisaje mental de fines de siglo.
Ese éxito del retrato fotográfico, que da a cada uno sin discernimiento la opor­
tunidad de un rostro, irrita a Beaudelaire. «La sociedad inmunda se abalanzó
como un solo Narciso para contemplar su trivial imagen en el metal -escribe
en 1859-. El amor por la obscenidad que está tan vivo en el corazón del hom­
bre como el amor a sí mismo, no dejó escapar una ocasión tan especial de satis­
facerse». Melville también se siente chocado por lo que le parece una profana­
ción. En Pierre o las ambigüedades, su héroe «reflexionaba sobre la infinita faci­
lidad con la cual se podía desde entonces extraer el retrato de cualquiera gracias
al daguerrotipo, mientras que en otras épocas, sólo la aristocracia del dinero o
la del espíritu podían ofrecerse ese lujo». Naturalmente, deducía de eso que «el
retrato, en lugar de inmortalizar un genio, como lo hacía antes, pronto no ha-
30. Cf. Freund, Gisele, Photographie et societé, París, Seuil, 1 974.

42
l. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 La fotografía: la democracia del rostro

r ía más que imponer un tonto en el gusto de la moda. Y cuando todo el mundo


di spusie ra de su propio retrato, la verdadera distinción sería sin duda la de no
tenerl o». Reflexión premonitoria para una obra publicada en 1850.
A mediados de del siglo XIX, aparecen leyes para el establecimiento de do­
cu me ntos de identidad acompañados por una fotografía del rostro. Los organi­
zadores de la exposición universal de 1867 utilizan carnets de acceso que mues­
tran el estado civil y la fotografía de su propietario. Por esos años, Disderi regis­
tra una patente para la explotación comercial de un nuevo método fotográfico,
a ncestro del fotomatón: el retrato « ca rte de visite».31 Sobre el mismo negativo,
ap are cen varias poses, lo que disminuye el costo de su fabricación. El interés en
el ro stro es también una preocupación de las autoridades que no dejan pasar la
oca sión para un mejor control de la buena ciudadanía.
Agregar la fotografía al estado civil, con el fin de favorecer el reconocimien­
to del individuo y mantener el orden social, encuentra su punto culminante en
la fotografía del rostro que certifica el nombre del hombre. A partir de entonces,
se hace difícil escapar a la propia identidad por el modo en que las autoridades la
co n finan y la «controlan». La ausencia de semejanza entre el rostro reproducido y
el hombre que se presenta ante un policía es una prueba de usurpación de estado
civil o una fuerte presunción al respecto. Pobre del que con paciencia se cortó la
barba o el bigote o, a la inversa, los dejó crecer en contradicción con la fotografía
que adorna su documento de «identidad». El mismo riesgo corre aquél que cam­
bió su peinado o deja una fotografía vieja en su documento. Forzar el talento de
«fisonomista» de los policías o de los aduaneros no siempre es tan fácil para quien
cría impu nemente que podía jugar con los signos de su identidad e ingenuamen­
te imaginaba que, en materia de rostro, no tenía que rendir cuentas a nadie más

que a sí mismo. A la unicidad de un individuo debe corresponder la unicidad de


un nombre y un rostro. En ese aspecto, la administración no admit� réplica.
A fines del siglo, se desarrolla la fotografía de aficionado y hoy podemos apre­
c ia r la amplitud de su creciente éxito. El cine32 y el video entran a su vez en el jue-

3 1 . N . deT.: La carte de visite cumplía las funciones de nuestra actual tarjeta personal o de presen­
tació n.
3 2· El cin ematógrafo sublimó el rostro y revolucionó a los primeros espectadores. Mostraba gran­
des planos del rostro, y de ese modo lo sacralizó. Roland Barthes nota, por ejemplo, que «Gar­
bo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturba enor­
memente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmente en una imagen humana como
dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado absoluto de la carne que
no se podía alcanzar ni abandonar. Algunos años antes, el rostro de valentino producía sui­
cidios . » . Barthes, Roland, Mythologies, París, Seuil, 1 957, pág . 70. [En español: Mitologías,
. .

México, Siglo veintiuno editores, 1 980, pág. 40] .

43
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

go. La cámara de video está hoy en la mayoría de los hogares y las parejas o las
familias se acostumbraron a filmar los momentos significativos de su intimidad.
El valor otorgado al rostro por nuestras sociedades está bien ilustrado por la foto
de identidad incluida en los documentos que hoy en día llevamos con nosotros
para probar a los ojos de la ley nuestro buen comportamiento ciudadano. El ros­
tro y el nombre reunidos: los dos polos de la identidad social e íntima. Foto del
rostro, por supuesto, no de otra parte del cuerpo ni del hombre entero. Sólo el
rostro basta para certificar la identidad. «Quizás -dice Simmel con su habitual
perspicacia-, los cuerpos se distinguen tan bien como los rostros por ojos entre­
nados, pero no explican la diferencia como lo hace un rostro».33
Ben Maddow, en su historia del retrato fotográfico, lo comprueba a su ma­
nera: «Estoy seguro de que la mayoría de las fotografías ya tomadas o que se to­
marán son y seguirán siendo los retratos. Esto no sólo es una verdad, sino tam­
bién una necesidad. No somos mamíferos solitarios como el lobo o el tigre, so­
mos seres fundamentalmente sociales, como el elefante, la ballena o el mono.
Lo que sentimos profundamente unos por otros, lo queramos o no, reaparece
en nuestros retratos».34 Rodeados por espejos, estamos hoy en día en el centro
de una exuberancia de rostros. También confrontados casi permanentemente
con el propio, porque somos una sociedad de individuos, es decir, de hombres
conscientes de su valor personal y relativamente autónomos en sus acciones y
relaciones mutuas.

Antropometría

Pero la celebración personal no carece de la contrapartida de un choque casi


predestinado entre la fotografía y la policía. Ésta, especialmente en base al «ber­
tillonaje», sabrá hacer un arma temible de control social. El reconocimiento de
los rostros no es sólo un hecho fundador de la vida social, también es un impe­
rativo para quien hace el trabajo policial. C. Dickens cuenta en sus Pickwick's Pa­
pers que en el siglo XIX, los guardias de las prisiones, cuando recibían un nue­
vo prisionero, lo hacían sentar en una sill a y desfilaban uno por uno ante él para
memorizar los rasgos de su rostro y así poder reconocerlo en lo sucesivo. Cuan-

33. Simmel, Georg, «La signification esthétique du visage, en La Tragédie de la culture et autres es­
sais, París, Rivages, 1 988, pág. 40. «Lo que llamamos rostro -dice E. Levinas- es precisamen­
te esa excepcional presentación de uno por uno mismo», Levinas, Emmanuel, Totalité et infi­
ni: essai sur l'extériorité, La Haye, Martinus Nijhoff, 1 96 1 , pág. 1 77.
34. Madoww, Ben, Visages. Le portrait dans /'histoire de la fotograpie, París, Denoel, 1 982, pág. 1 8 .

44
1. LA lN Vl:lNUUN Ul!.L l<U:l J KU 1 iinrropomerna

do la p olicía comenzó a organizarse más racionalmente, se confrontó con la ne­


cesid ad de elaborar un dispositivo de control menos aleatorio que permitía iden­
ti fi car de entrada, sin error, a un reincidente. Muy poco tiempo después de su
inve nción, las instancias policiales adoptaron la fotografía porque veían en ella
el in strumento ideal de control social.
El uso del retrato para los arrestados se establece durante los años 1 840- 1 850,
aun que aún de modo artesanal. La reacción de Versalles a la Comuna crea un
p recedente que muestra la temible eficacia de la fotografía en la búsqueda de
sospechosos. Durante casi una década, hasta la amnistía de 1 880, las imágenes
tomadas en el festejo del acontecimiento sirven a la policía para identificar an­
tiguos partidarios de la Comuna. Maxime du Camp, al evocar más tarde sus re­
cuerdos, observa que «las vidrieras de los comerciantes de grabados y de pape­
les desaparecen bajo una cantidad prodigiosa de tarjetas fotográficas que repre­
sentan a los miembros de la Comuna, delegados, comandantes. En una palabra,
todo el estado mayor de la rebelión, vestidos con uniformes de una fantasía que
a veces lleva a la risa. No supieron resistirse a la vanidad que los invadía; como
insignificantes actores, les encantaba verse en las fruslerías de su exitoso papel;
fue una gran imprudencia. Esas fotografías no quedaban todas en París; muchas
tomaban el camino de Versalles y sirvieron más tarde para reconocer bien a los
culpables, muchos desgraciados que se ocultaban y que quizás habrían logrado
escaparse si no se hubieran denunciado ellos mismos de esa forma».35
El desvío del uso de la fotografía para fines de identificación judicial y de re­
presión, inauguraba una larga serie en lugar de cerrarla. El mínimo reportaje pe­
riodístico tiene a veces un terrible poder de denuncia. La experiencia adquirida
en la búsqueda de los expartidarios de la comuna lleva a la policía a sistemati­
zar el método de registro fotográfico de los sospechosos. El rostro se vuelve un
posible elemento de convicción. La impresión del rostro precede de ese modo a
la impresión digital en la administración de la prueba o de la búsqueda de ante­
cedentes judiciales del sospechoso. Se establece un sistema de archivo para cla­
sifi c ar las fotografías según los delitos cometidos por sus modelos. Una red de
distribución favorece la difusión de las fotos entre las diferentes instancias poli­
ciales. Pero el terreno de la criminalidad no es tan sencillo como el de la repre­
sión política. En el revoltijo de fotografías, es difícil reconocerse: los diferentes
co r tes de cabello, barba o bigotes confunden las pistas. Recurrir al nombre ya
n o es confiable pues los sospechosos pueden declarar lo que quieran para evi­
tar el peligroso cotejo con un arresto anterior. La identificación de reincidentes
plantea numerosos problemas desde que la ley de 1 832 prohibió el método de
35. D u Camp, Maxime, Les convulions de Paris, París, Hachette, t. 2, 1 878- 1 880, págs. 327-328.

45
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

marcar a los detenidos con hierro candente. El acceso a una mayor eficiencia de
la fotografía judicial exige un ordenamiento diferente, una utilización más ri­
gurosa del procedimiento. Bertillon es el artesano meticuloso de tal idea. Entra
a la prefectura de policía en 1878 como encargado de los registros. Se sorpren­
de ante el desorden que reina entre las decenas de miles de fichas y fotos toma­
das desde ángulos diferentes, sin método e imposibles de clasificar. En esas con­
diciones, se comprende la impotencia de los agentes para servirse de ese mate­
rial y tratar de identificar a los eventuales reincidentes entre los sospechosos. En
1882, Bertillon pone en marcha su sistema antropométrico: el establecimiento
de una ficha para cada detenido, lo identifica a partir de la anotación de una se­
rie de medidas de su cuerpo.
La fotografía constituye una pieza maestra de la antropometría. Pero la ca­
beza también recibe los honores. Se la mide a lo largo y a lo ancho. La oreja de­
recha se beneficia con el mismo tratamiento. Bertillon se interesa también en el
largo del pie izquierdo, de los dedos mayor y meñique izquierdos y del antebra­
zo izquierdo. Observa igualmente la altura, la envergadura de los brazos y del
busto. Fundamenta la rigurosidad de esos registros en la permanencia del es­
queleto humano cuando el individuo pasa los veinte años, en la diversidad infi­
nita de las medidas de un hombre a otro, y en la facilidad con la que todo el pro­
cedimiento puede ponerse en práctica.
La fotografía de frente y de perfil del detenido corona el dispositivo en el in­
tento de fijar lo inasible del rostro y dar a la identificación más grosera de las
- mediciones del cuerpo un carácter de necesidad. En 1 888, ante la eficiencia es­
pectacular de la antropometría en las tareas de la policía, le confían a Bertillon
el trabajo de dirigir el servicio de fotografía judicial. É ste la establece como una
puesta en escena del rostro que, lejos de beneficiar al individuo, busca obtener
la mayor cantidad de información sobre él. Se trata de obtener el registro más
completo: todas las marcas del rostro deben aparecer a plena luz: lunares, cica­
trices, arrugas, etcétera. Una serie de instrucciones técnicas muy precisas pre­
siden a las tomas, las mismas en todos los talleres de fotografía judicial.36 No se
puede hacer ningún retoque para restituir al sujeto una apariencia mejor. Ade­
más, los rostros se captan en una expresión neutra, el individuo no puede son­
reír ni mostrar un aire de desafío. Parece así carente de sentimientos, lo que evi­
ta efectos de simpatía al observarlo. Sometido a tal régimen, nadie se libra de
su ventaja. «Las reglas de la fotografía judicial, no sólo prohíben toda elimina­
ción de las arrugas, sino que n� temen acentuarlas colocando al sujeto a ple-

36. Bertillon, Alphonse, y el contexto social del establecimiento de la antropometría, cf. Christian
Phéline, «L image accusatrice», Les cahiers de la photographie, nº 1 7, 1 985.

46
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Antropometría

n a lu z para fotografiarlo. Se obtiene así un rictus fisonómico que recuerda un


p oco el de una persona que, al salir de la oscuridad de una habitación, pene­
tra súbitamente en una calle soleada. Aunque esa ligera contracción facial, que
no debe ser exagerada, no embellezca el retrato judicial en el sentido ordinario
d e la palabra, caracteriza la individualidad mejor que cualquier otra expresión
más fugaz».37 La fotografía digital es puramente funcional, expone el desnudo
sin complacencias. Es lo opuesto a la fotografía familiar donde los rostros están
sonrie ntes, tomados desde un ángulo favorecedor y a veces retocados durante
la revelación de los negativos.
Bertillon afina aún más su antropometría agregando el registro y la descrip­
ción de marcas particulares del individuo, el color de ojos y el del cabello. Por su­
puesto, hay que clasificar la profusión de tomas según un sistema que permita en
un instante encontrar en el fichero los rostros más cercanos a las reseñas busca­
d as. En 1 890, cuando aparece su obra La fotografía judicial, Bertillon dispone de
n oevnta mil tomas relacionadas con la población parisina que ya ha tenido tratos
con la policía. La clasificación por nombres está excluida, a causa de los eviden­
tes fraudes en i dentidad civil. Bertill o n imagina entonces una clasificación inicial
basada no en la calidad del rostro, su singularidad (tarea imposible), sino en las
medidas que caracterizan al individuo. Las fotografías se clasifican pues según el
«largo de la cabeza», luego se subdividen según su «ancho». Divididas nuevamen­
te según el largo del dedo mayor izquierdo, después el del pie izquierdo, el del an­
tebrazo, la altura, el color de ojos y el largo del meñique izquierdo.
Finalmente constituye las señas descriptivas del individuo a través de lo que
él llama «el retrato hablado». «Es un error -escribe Bertillon- creer que bas­
ta, p ara penetrar una fisonomía y llegar a grabarse en la memoria los rasgos de
un rostro, con observarlos atentamente y por un largo período, e impregnar de
algún modo con ellos los propios ojos. Excepcionalmente, y salvo que alguien
es t é dotado de una memoria visual extraordinaria, es un intento condenado al
frac aso seguro . . . En la mayoría de los casos, la imagen no razonada que así se
o b t ie n e se borrará rápidamente del cerebro. Eso no impediría que las mismas
causas que dan a veces a dos fotografías de la misma persona un aspecto total­
me nte dife rente podrían representarse para impedir la identificación en el mo­
me nto propicio» . Para conjurar la obsolescencia de la memoria cuando se trata
de rec onocer a un reincidente, Bertillon recurre a la imagen y a la palabra y ya
n o ú nicamente a la memoria, sino también a una y otra exhibidas con medidas
prec isas que circunscriben el rostro en sus redes. En la misma obra, La fotogra­
fía ju dicial, escribe que «la señalización descriptiva difiere de la antropometría
3 7. B ertill o n, A., Instructions signalétiq ues, Melun, 1 893, pág. 99.

47
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

en que aquella describe con palabras, con la única ayuda de la observación, sin
recurrir a instrumentos». El retrato hablado selecciona los rasgos más signifi­
cativos de un hombre, y especialmente lo que distingue su rostro. «En el fondo
-dice- en sus Instrucciones de señalización, este procedimiento es el mismo que
aquel al que recurrimos cada día en el lenguaje cotidiano, cuando naturalmen­
te, sin ninguna preocupación de método, queremos dar rápidamente a uno de
nuestros amigos la descripción de una persona ausente. Instintivamente, elimi­
namos todas las características sin valor, indiferentes o normales, las que justa­
mente por causa de su banalidad escapan a nuestra memoria, mientras que los
rasgos típicos, realmente de señalización, en un número de dos o tres a lo sumo,
sobresalen en la confusión de nuestros recuerdos».
El retrato hablado se parece un poco a la caricatura del individuo retratado,
sólo pone en evidencia los rasgos salientes, excesivos. Es una especie de descrip­
ción exagerada del rostro y de las características físicas del individuo. La ambi­
valencia del rostro, evidentemente, no es problema de la policía. El identikit es
otro método, más tardío, donde se manifiesta un abordaje positivista del ros­
tro, en el que sólo queda la figura. No por eso se debilita la eficiencia en las in­
vestigaciones, pues la caricatura del rostro es a menudo el mejor medio de rete­
ner su Gestalt. Pero la cuestión crucial que se presenta entonces, a modo de ob­
jeción, es la de la semejanza.

La invención del rostro

La promoción del individuo en el escenario de la historia es contemporánea


de la sensación aguda de poseer un cuerpo y la dignidad de un rostro que decla­
ra ante todos su humanidad y su diferenciación personal a la vez. En una nove­
la corta muy significativa sobre un plan sociológico y antropológico, V. S. Nai­
pul evoca el trayecto de un actor desde el holismo de su sociedad de origen, en
la que se siente fundido con el cosmos, apenas discernible de los que compar­
te su condición, al individualismo de nuestras sociedades occidentales, donde
paso a paso va haciendo el camino de plantearse como un «yo», es decir, en tan­
to hombre consciente de su singularidad y de su autonomía. En unos meses de
estadía en Estados Unidos, ese hombre, ex sirviente de Bombay, va a conocer el
proceso de su «individuación» y descubrirse poseedor de un rostro, luego de un
cuerpo. En la India, vivía a la sombra de su amo, un funcionario del gobierno.
Por la noche, se encontraba con sus amigos, miembros de su misma casta, tam­
bién sirvientes y que vivían en la misma calle. Su mujer y sus hijos vivían lejos,

48
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 La invención del rostro

los veía ocasionalmente. Un día, su amo es llamado a ejercer nuevas responsa­


bilidades en Washington, y ese hombre sin relieve lo sigue. En Bombay, se alo­
jaba en un placard de la casa de su amo. En Washington, se ve afectado al mis­
mo espacio. Pero poco a poco, toma valor y da sus primeros pasos por la ciu­
dad, inicia un intercambio comercial con los hippies gracias al tabaco que tra­
jo de Bombay. Por primera vez, le esconde algo a su amo, percibe algunos frag­
m entos de su diferencia personal. Su autonomía crece poco a poco. Descubre un
día con estupor su rostro en el espejo del baño, su rostro no ya como parte del
cuerpo más cómoda que las otras para la identificación, sino su rostro como va­
lor, como efecto de su diferencia y de su dignidad de hombre. «Ahora iba a mi­
rarme en el espejo del baño, simplemente para estudiar mi rostro. Hoy apenas
puedo creerlo, pero en Bombay podía pasar una semana o incluso un mes sin
que me mirara en el espejo. Y cuando lo hacía, no era para ver a qué me parecía,
sino para asegurarme de que el peluquero no me hubiera cortado demasiado el
cabello o vigilar un grano a punto de abrirse. Aquí, poco a poco, hice un descu­
brimiento: yo tenía un rostro agradable, nunca me había visto así, me veía más
bien corriente, con rasgos que sólo servían para identificarme».38
Al mismo tiempo que se descubre individuo, hombre distinto de los otros por
la soberanía de la mirada que posa sobre sí mismo, descubre su rostro, signo de
su singularidad, y su cuerpo como lugar separado, signo material de su indivi­
duación. Poco a poco se libera de su antigua mentalidad, abandona sus valores
tradicionales, se adapta a la sociedad norteamericana en etapas sucesivas. Tie­
ne una breve aventura amorosa con una mujer que limpia el inmueble donde
vive. Un día, deja a su amo sin siquiera advertirle. Franquea otras etapas de su
individuación, reencuentra a la mujer de la limpieza con quien se casa, convir­
tiéndose así en ciudadano norteamericano. Las últimas líneas de la novela son
significativas, pues manifiestan el descubrimiento de sí mismo como «yo» y, ló­
gicamente, la conciencia de estar encerrado en un cuerpo separado, que mar­
ca las fronteras de la propia identidad; finalmente, el del valor de un rostro, en­
cajado en ese cuerpo, como la parte más noble pues allí se afirma ineluctable­
me nte la singularidad de uno mismo. «En el pasado -escribe el hombre al final
de su periplo- estaba mezclado con el agua del gran río, nunca estaba separado,
co n una vida propia, pero me contemplé en el espejo y decidí ser libre. La úni­
ca ve ntaja de esta libertad ha sido la de hacerme descubrir que tenía un cuer­
po, Y al que durante cierto número de años yo debía alimentar y vestir. Y des­
p ués, todo terminará».39 «Me miré en un espejo», dice el hombre. Allí, en la re-

38 . Naipul, V.-S., «Un parmi d7autres», en Dis-moi qui tuer, París, Albín Michel, 1983, pág. 42.
39. Ibídem, op. cit., pág. 68.

49
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ladón que se establece con su rostro iluminado de un modo nuevo, ese cuerpo
adquiere una significación inédita. El sentimiento ya experimentado de indivi­
dualidad, aunque aún vago, floreció al adquirir un rostro.
En nuestras sociedades occidentales de estructura individualista, la preemi­
nencia del rostro es clara, allí donde el reconocimiento de uno mismo o del otro
se realiza a partir de la individualidad y no de la pertenencia a un grupo o de la
posición en el seno de un linaje. La singularidad del rostro recuerda la del hom­
bre, es decir, la del individuo, átomo de lo social, indivis, consciente de sí mis­
mo, amo relativo de sus elecciones, que se plantea como «yo» y ya no más como
«nos otros». La distinción individual hace del rostro un valor. El rostro implica
el individuo y el individuo, la singularidad del rostro. Uno y otro se sostienen
estrechamente. Para que el individuo adquiera sentido, social y culturalmen­
te, hace falta un lugar para distinguirlo con suficiente fuerza, un lugar del ser lo
necesariamente variable en sus desinencias para significar sin ambigüedades la
diferencia entre un hombre y otro. Hace falta el cuerpo como marca del lími­
te de uno mismo con el mundo exterior y con los otros, el cuerpo como cer­
cado, como frontera de la identidad. Y hace falta el rostro como territorio del
cuerpo donde se inscribe la distinción individual. Desde el principio, el rostro
es sentido. Ningún espacio del cuerpo es más apropiado que ese para marcar la
singularidad del individuo y señalarla socialmente. «Fuera del rostro humano
-dice Simmel-, no hay en el mundo figura alguna que permita a una multipli­
cidad tan grande de formas y de planos penetrar en una unidad de sentido tan
absoluta».40 Lugar de expresividad permanente y de la diferencia infinitesimal,
el rostro es el medio privilegiado para demarcar al individuo y traducir su uni­
cidad. Mientras más importancia le otorga la sociedad a la individualidad, más
crece el valor del rostro.

40. Simmel, Georg, «La signification esthétique du visage», op. cit., pág. 1 38.

50
Del rostro a la figura:
2.
las marcas de la fisiognomía

«Me pregunto si se puede hablar de una mirada


vuelta hacia el rostro, pues la mirada es conocimiento,
percepción. Pienso, más bien, que el acceso al rostro
es de entrada ético. Cuando usted ve una nariz, unos
ojos, una frente, un mentón, y puede describirlos,
entonces usted se vuelve hacia el otro como hacia
un objeto. ¡La mejor manera de encontrar al otro es
la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos!»

EMMANUEL LEVINAS, Ética e infinito

El mediodecir del rostro

El rostro es sin duda una anamorfosis del individuo. Pero no existe ninguna
pos ición ideal para devolverle la forma y establecer en una figura simple y co­
herente la cartografía de una historia o de un porvenir esperado, menos el ex­
tracto inequívoco de un carácter. Todo eso está solamente sugerido, en transpa­
re nc ia, a veces presentido, pero inaccesible en su contenido. El rostro es un me­
dio decir, un susurro de la identidad personal, no una afi rmación caracterológi­
ca exe nta de toda ambigüedad. Además, qué más vago que la noción de carác­
te r en que se apoya la fisiognomía y la morfopsicología. El rostro esconde tanto
co m o revela. Lo imprevisible en él predomina demasiado sobre lo probable. La
le ct ura semiológica realizada sobre él se parece un poco a un juego de azar. La
s up erficie del rostro es de una profundidad alarmante. La evidencia de las co­
s as albe rga fácilmente el misterio. Todo hombre se cruza cotidianamente con lo
m á s inasible de su ser en el cara a cara con el espej o.
Po r lo tanto, aunque el rostro señale al individuo, permanece mudo sobre lo
que se puede esperar de éste. La maleabilidad de sus rasgos, de su forma, con­
fron
ta con un enigma. La variación infinita de un detalle en un rostro revolucio­
n a l a exp resión general que se desprende él. Como remite tanto a la semejanza

51
como a la diferencia infinitesimal - que a la vez identifica y distingue al indivi­
duo, marcando su singularidad al tiempo que lo entronca con los otros-, el ros­
tro ha suscitado la tentación de clasificar sus rasgos. Se intentó fij ar en una figura
simple la multiplicidad de sus formas. Y como parece haber una turbadora ana­
logía entre las maneras de ser de los hombres y la estructura de sus rostros, fue­
ron numerosos los intentos a lo largo de la historia de clasificar, un poco como
en botánica, los diferentes brotes que se encontraban en un mismo grupo so­
cial, dando a cada término el reverso de una psicología: tal nariz implica tal ras ­
go de carácter, tal forma de mentón, otro rasgo, etcétera. El alma escondida de
cada hombre tendría así en el rostro su espacio de revelación.

Los tratados de fisiognomía

La labor es antigua. Ya en la Biblia se encuentran fórmulas que sugieren el


sistema al mismo tiempo que subrayan el peligro; un movimiento pendular que
prefigura toda la historia de la fisiognomía. «Por la mirada se reconoce al hom­
bre, por el aspecto del rostro se reconoce al pensador. El atuendo del hombre,
la risa de sus dientes, su caminar revelan lo que es» (Eclesiástico 19, 29/30). O
aun «El corazón del hombre modela su rostro tanto hacia el bien como hacia el
mal. Signo de un corazón dichoso es un rostro alegre» (Eclesiástico, 1 3, 25/26).
No obstante, en el mismo libro encontramos la llamada a la prudencia: «No ala­
bes a un hombre por su buena presencia ni desprecies a nadie por su aspecto»
(Eclesiástico, 1 1 , 2).
Las fisiognomías (phusis: naturaleza, y gnomon: interpretación, conocimiento)
más sistemáticas nacen en Grecia, especialmente a partir de Pitágoras. Antes de
admitir a un postulante en su sociedad, los pitagóricos lo sometían a un examen
minucioso del rostro, de las manos, del porte y del movimiento de su cuerpo. Hi­
pócrates se interesa en la fisiognomía y hace de ella un auxiliar del médico en la
elaboración de un diagnóstico. La observación escrupulosa del rostro del enfer­
mo y de su complexión aporta datos valiosos sobre su estado y sobre las posibi­
lidades de curarlo. Por otra parte, medicina y fisiognomía compartirán por mu­
cho tiempo terapéuticas que tratan al hombre entero, y no según el modelo seg­
mentado propio de la medicina moderna, que se dedica más bien al órgano en­
fermo. Las escuelas de Sócrates y Platón también subordinan el reclutamiento de
sus discípulos a la observación de sus rostros y maneras corporales: «que nadie
entre aquí si no es geómetra, si es deforme su rostro o mal proporcionado en sus
miembros». Tal es la divisa que Platón hace grabar en el frente de su escuela. En

52
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Los tratados de fisiognomía

su Historia de los animales, Aristóteles esparce en su texto observaciones fisiog­


n óm icas. La anatomía comparada del hombre y del animal, especialmente en lo
que concierne al rostro, es el pretexto de una aplicación al hombre de caracterís­
ticas propias del animal. Aristóteles inicia allí un camino que será hasta Lavater
uno de los más asiduamente recorridos por los fisonomistas, antes de alcanzar
para siempre el campo de la caricatura dibujada. Así, el supuesto Aristóteles en su
Physiognómica (siglo II d. C.) señala que «los bueyes son lentos y perezosos. Tie­
nen la punta de la nariz gruesa y los ojos grandes: son lentos y perezosos los que
tienen la nariz gruesa y los ojos grandes. Los leones son magnánimos y tienen la
punta de la nariz redonda y aplastada, los ojos relativamente hundidos: son mag­
nánimos quienes tienen las mismas particularidades en el rostro». 1 En esa obra,
el personaje de Aristóteles explica a Alejandro la necesidad de poder juzgar el ca­
rácter de las personas por la observación de su rostro para prevenir grandes de­
cepciones. De ese modo, la fisiognomía es útil para la designación de un ministro
o la elección de un amigo. O bien en el mercado como guía en la elección juiciosa
de un esclavo al deducir con atención su carácter a partir de sus rasgos. Así, nin­
guna sorpresa debe temer el soberano versado en esa ciencia. Según el supuesto
Aristóteles, cuerpo y alma están en resonancia mutua y la observación de uno en­
seña sin errores acerca de la otra. El exterior es la revelación del interior.
Galeno ( 1 29-20 1 ) , desde una perspectiva médica, se interesa también en la
fisiognomía, de la que utiliza sus datos cruzándolos con los cuatro tipos hypo­
cráticos. Con Melampo, Polemón (siglo II) y Adamantius (siglo III), la fisiogno­
mía se une con las tradiciones astrológicas y quirománticas y se acerca a la adi­
vinación. A partir de entonces, dos vías divergentes van a marcar la historia de
ese desciframiento de la figura humana: el abordaje naturalista, por un lado, que
pone el rostro a plena luz y razona sobre sus formas, en busca de una caractero­
logía que se le pueda aplicar. Y por el otro, una visión esotérica donde rostro y
cuerpo son escrutados como las estrellas, en busca de indicios de carácter, pero
también y sobre todo, para leer en ellos las señales del destino.

1 . Citado en Baltrusaitis, Jurgis, Aberrations. Essai sur la légende des formes, París, Flammarion,
1 983, pág. 10. Para este repertorio histórico, además de la consulta de tratados, nos apoyamos
tamb ién en Marie, Gisele, Les «Fragments» de Lavater et leur place dans l'histoire de la physio­
nomonie, 1 986, tesis de la universidad de Bordeaux; Mourad, Youssef, La physiognomonie ara­
be et le Kitab Al-Firasa de Fakhr al Din al Razi, París, Librairie Orientaliste Geuthner, 1 939;
Haroche, Courtine y Haroche, Claudine, Histoire du Visage, XVl'-début XIX', París, Rivages,
1 988; Delaunay, Paul, «De la physiognomonie a la phrénologie, histoire et évolution des éco­
les et des doctrines», Le progres médica[, nº 29-30-3 1 , 2 1 -28 de julio y 4 de agosto de 1 928; Du­
mont, M., «Le succes mondain d'une fausse science: la physiognomonie de Lavater», Actes de
la recherche en sciences sociales, nº 54, 1 984.

53
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Las fisiognomías árabes comentan más tarde la herencia grecolatina y pro ­


ponen sus propias interpretaciones. También comparten c o n l a medicina, de la
que afinan el diagnóstico. Al-Razi comienza su· Kitab Al-Firasa ( 1 209) con una
invocación a Alá y una enumeración de lo que a sus oj os otorga la dignidad de
la fisiognomía. Recurre a la autoridad del Corán, la Sunna y la razón. Cita sura­
tes y palabras del Profeta, y cuando se trata de la razón, propone tres considera­
ciones que resumen bien la tarea fisiognómica tal como se desarrollará por lar­
go tiempo: « 1 ) El hombre es un ser social por naturaleza y no puede evitar mez­
clarse con sus semejantes; pero el mal está extendido entre los hombres. Si este
arte puede hacernos conocer el carácter de las personas, tanto lo bueno como
lo malo, la ventaja que implicará será enorme. 2) Los domadores infieren de las
cualidades visibles en los caballos, asnos y otros animales que desean domar, sus
cualidades internas buenas o malas. Si semej ante es válida cuando se trata de bes­
tias, sean domésticas o salvajes, o de aves, con más razón lo es cuando se trata
del hombre. 3) Los principios de esta ciencia se sustentan en la ciencia natural y
sus desarrollos están basados en la experiencia. Está al mismo nivel que la me­
dicina, de lo que se entiende que toda crítica dirigida contra la fisiognomía será
contra la medicina». 2 Además de la medicina, la fisiognomía árabe hace también
su aporte al tribunal cuando se trata de investigar la paternidad o de atribuir res ­
ponsabilidades a los sospechosos. También e s u n arte d e evaluación que permi­
te juzgar con una mirada las capacidades de un esclavo o las aptitudes sexuales
de las mujeres, como también guiar la elección de los consejeros del sultán. Ser­
vía igualmente a los letrados para conocerse mejor a sí mismos.
Después de un rodeo por O riente, cierto número de tratados regresan para
influir en el occidente medieval, especialmente el Secretum secretorum, una ver­
sión abreviada de la obra falsamente atribuida a Aristóteles o a Polemón. En la
Edad Media y en el Renacimiento, las fisiognomías se adaptan a una visión uni­
taria del mundo. Ya no sólo se trata de relacionar los rasgos de un rostro e iden­
tificar un carácter, sino además, de establecer las correspondencias del cuerpo
y del rostro con los datos del entorno visible e invisible. Una medicina de mar­
cas distintivas inspira una fisiognomía de marcas distintivas en la que nada se
dej a al azar pues todo es profusión de signos librados a la sagacidad de los ini­
ciados. El cuerpo es el atuendo de signos del alma, la superficie de las cosas,
una simple traducción material del interior. La astrología, la Kábala, la quiro­
mancia, influyen en esos tratados que se inspiran unos a otros, y a veces se re­
piten sin nuevos aportes. El hombre está incluido en el cosmos, su rostro está

2. Al-Firdsa, Kitab, (El libro de la fisiognomía) está traducido íntegramente al francés en la obra
de Mourad, Youssef, op. cit.

54
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Los tratados defisiognomía

en res onancia con el lenguaje supuesto de las estrellas. La carne del hombre y la
del mundo no experimentan ninguna separación y se inscriben en la trama de
un a necesidad mutua. El cuerpo todavía no es una realidad separada del mun­
d o, de los hombres y del hombre en sí, a quien le presta su rostro. 3 Como subra­
ya Youssef Mourad, «En la antigüedad y en la Edad Media, esos cuatro perso­
najes que a menudo no eran más que uno, el médico, el fisiognomista, el astró­
logo y el mago, jugaron un papel social preponderante: eran respetados por to­
dos , incluso por los reyes».4
Por supuesto que esas formas de adivinación no siempre son unánimes. La
Iglesia no tiene hacia ellas una mirada favorable. Hombres como Albert le Grand
( 1 1 9 3 - 1280) se oponen a la influencia de la astrología y destacan a cambio la im­
portancia de la fisiognomía en tanto que determinación del carácter. Robert Ba­
con ( 1 2 14- 1294 f muestra una posición idéntica en los comentarios que acom­
pañan su traducción de Secretum Secretorum, la obra apócrifa de Aristóteles. El
propio Rabelais, en su Tercer libro ( 1 546) se burla copiosamente de la fisiogno­
mía, la metoscopía (que siguiendo el modelo de la quiromancia, consistía en leer
en las líneas de la frente los lineamientos de la existencia del individuo) y toda
una serie de métodos adivinatorios.
En 1 533, aparece De occulta philosophia de Cornelius Agripa, uno de los gran­
des textos kabalísticos del Renacimiento. A lo largo del siglo, se suceden otros nu­
merosos tratados. Acompañan el crecimiento aún discreto del individualismo y
son contemporáneos del florecimiento de los retratos. Pero los fisiognomistas to­
man, con respecto al retrato, una actitud inversa a la de los pintores. Confronta­
dos al misterio que implica la singularidad de cada individuo, en el ocaso de so­
ciedades más bien comunitarias y rurales, éstos se concentran en reconstruir la
diferencia infinitesimal que distingue a un hombre de otro. Aceptan lo inasible de
una existencia de la que son conscientes que no pueden fijar más que un reflejo
ambiguo. Por el contrario, los fisiognomistas huyen ante la complejidad infinita
del mundo y la diversidad de rostros que se dejan ver, y clasifican las singularida­
des bajo rúbricas generales. De cierto modo, retoman los marcos sociales de las
antiguas comunidades, en las que el hombre se colocaba en una categoría ligada
a su condición social. El artista pinta al individuo en busca de libertad, y por lo
tanto, de una soledad relativa. Los fisiognomistas tratan categorías generales, ya
no sometidas a las clases sociales sino a clases de caracteres. Continúan subordi­
nando lo singular a lo general, como en las sociedades comunitarias.

3. Cf. Le Breton, David, Antropologie du corps et modernité, op. cit. [En español: Antropología del
cuerpo y modernidad, op. cit.].
4. Mourad, Youssef, op. cit., pág. 30.
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

En 1 586, aparece De humana physiognomonica de Porta, destinada a una lar­


ga posteridad. Esta exhaustiva obra, que mezcla las fisiognomías griegas y ára­
bes privilegiando las tradiciones populares, reposa en la analogía microcosmos­
macrocosmos. Se inspira sobre todo en la comparación con el animal y hace del
carácter una naturaleza plasmada en los rasgos del rostro y del cuerpo, al igual
que los comportamientos humanos. Nada se deja librado al azar de los volúme­
nes o trazos diseminados en la superficie de la piel. Incluso los lunares suscitan
comentarios eruditos. Porta rechaza las influencias astrales, pero se basa en una
analogía entre los rasgos del animal y los del hombre para inferir de ello una ca­
racterología singular en la cual a Platón se lo compara con el perro, con Sócra­
tes con el ciervo. La semejanza con el animal confiere al hombre los rasgos psi­
cológicos que se le atribuyen. El hombre con cabeza de zorro será astuto, etcéte­
ra. Bajo la pluma de Porta, la fisiognomía se vuelve una semiótica de las aparien­
cias sensibles y ya no es una superficie de proyección para exhibir una conjetu­
ra astrológica. Busca el valor semiológico de las características corporales cuya
distribución se relaciona con los rasgos duraderos del carácter. En su obra, es­
tudia profundamente la morfología del cráneo. En Cours de phrénologie ( 1 836),
Broussais evoca además una aplicación judicial de las teorías de Porta al relatar
el ejemplo del Marqués Mascardi, secretario de Estado en la Justicia del reino
de Nápoles en 1 778 y 1 782. A este hombre le incumbía la pesada tarea de admi­
nistrar el derecho de gracia. Cuando un acusado era condenado sin haber con­
fesado, lo hacía ir a su consultorio y observaba su rostro, palpaba su cráneo. Se­
gún los resultados de su examen, mantenía la pena de muerte si consideraba al
hombre culpable e inepto para enmendarse. A la inversa, le otorgaba la gracia si
estimaba al hombre susceptible de mejorar su conducta o bien si el crimen, le­
jos de estar inscripto en los rasgos de su rostro y en el relieve de su cráneo, era
el producto contingente de las circunstancias y no de una predisposición fatal. 5
El uso social de las fisiognomías ocasiona a veces peligrosas consecuencias para
la existencia de aquellos a quienes se aplican.
Entre los siglos XVII y XVIII, el interés por fijar los marcos de la experiencia
colectiva, que se va sometiendo lentamente a la erosión del individualismo na­
ciente, se profundiza en la cultura erudita, y por lo tanto, se impone su uso en
las clases privilegiadas. El margen de libertad se ha ampliado considerablemen­
te y nuevos cultos se esfuerzan por inscribir el movimiento complejo del mun­
do dentro .de una organización previsible. Hemos evocado antes el crecimien­
to difuso del individualismo y su corolario, la puesta en evidencia del cuerpo
como signo material de la persona y símbolo de la escisión entre los individuos.
5. Cf. Lanteri-Laura, Georges, Histoire de la phrénologie, París, PUF, 1 970, pág. 24.

56
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Los tratados deftsiognomía

El cuerpo se vuelve «factor de individuación», signo de la diferencia personal, y


ya no un elemento de unión del hombre con los otros y con el mundo. Hay que
organizar las etiquetas de sus clasificaciones, codificar los contactos físicos y la
relación con las diferentes materias surgidas de la vida orgánica.6 Las discipli­
nas pretenden optimizar la eficacia práctica de los lugares donde se trabaja, don­
de se cura o donde se educa, al tiempo que se controla la existencia de los acto­
res. 7 Durante el siglo XVII, el cuerpo deja de ser la condensación del mundo, el
mapa de augurios astrológicos. Se vuelve un ensamblaje de órganos indepen­
di entes de cualquier otra influencia. Para Descartes, «el universo es una máqui­
na donde no hay nada que considerar más allá de las figuras o los movimientos
de sus partes». En cuanto al cuerpo, escribe en sus Meditaciones: «Consideraba,
primero, que tenía una cara, manos, brazos y toda esta máquina compuesta de
huesos y carne, como se ve en un cadáver, la cual designaba con el nombre de
cuerpo». Los tratados de fisiognomía abordan el mismo cambio y abandonan

j
las estrellas para consagrarse con fervor a la psicología.
El interés por identificar al otro con la misma precisión, puesto que ya no e
deducible de su posición social sino individuo antes que miembro de un grupo,
la inquietud por reducir la parte de misterio que encarna, la racionalidad tran­
quilizadora que quisiera hacer del cuerpo humano un banal reflejo de lo que es
el hombre «interior», tales son las razones que llevan al redescubrimiento de la
tradición fisiognomista. Ülrt de connaitre les hommes ( 1 653), de Cureau de la
Chambre, marca un primer intento, sin duda poco feliz, de distanciarse de las tra­
diciones ocultas precedentes. Para Cureau, el cuerpo es un lenguaje natural que
debe descifrar quien posee su hermenéutica, una especie de teatro donde actúa
una dialéctica de lo manifiesto y de lo oculto. Pero «Coureau piensa las relaciones
entre el alma y el cuerpo en términos de órganos y funciones -dice F. Azouvi-,
y en ese principio va a basarse su fisiognomía».8 Fiel a la estética del siglo XVII,
en busca de la moderación, del equilibrio justo, Cureau hace de la mesura, de
la templanza, el ideal de su fisiognomía. En otros términos, erige su visión del
mundo y su situación social y cultural como la norma ideal para evaluar al con­
junto de los hombres. En su conferencia del 28 de marzo de 1671 sobre La fisiog­
n omía del hombre en sus relaciones con la de los animales, Charles Le Brun reto­
ma la puesta en relación de los rasgos de los animales y los del rostro del hom-
6. Cf. Ellas, Norbert, La civilisation des mreurs, op. cit.
7. Cí Foucault, Michel, Surveiller et punir, Gallimard, 1 975. [En español: Vigilar y castigar, Méxi­
co, Siglo XXI, 1 976] .
8. Azouvi, Fran�ois, «Remarques sur quelques traités de physiognomonie», Les études philoso­
phiq ues, nº 4, 1 978. Véase también Riese, Walter, La théorie des passions a la lumiere de la pen­
sée médicale du XVI/< siecle, Bale-New York, Karger, 1 965.

57
ROSTilOS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

bre. Muchos de sus dibujos muestran fisiognomías humanas fuertemente infil­


tradas de formas animales. De ese modo, se suceden retratos de hombre-came­
llo, hombre-búho, hombre-águila, hombre-león. Unos y otros, a través de la se­
mejanza que marca sus rasgos, manifiestan supuestamente el pretendido carác­
ter de esos animales. Además, el autor atribuye a éstos características humanas:
un caballo y un león también están presentados con ojos de hombre.9
El siglo XVIII es más desconfiado con respecto a la fisiognomía. Buffon, por
ejemplo, discute los fundamentos: «La forma de la nariz, de la boca, y de otros
rasgos -escribe- no hace a la forma del alma o a lo natural de una persona más
que el grosor de sus miembros a su pensamiento . . . ». La Enciclopedia adopta una
actitud crítica que no deja de evocar la de Montaigne sobre el mismo tema. El
redactor del artículo sobre la fisiognomía escribe que ésta «es la expresión del
carácter, es también la del temperamento. Pero nunca se debe juzgar por la fi­
siognomía. Hay tantos rasgos mezclados en el rostro, además de la compostura
de los hombres, que eso puede confundir; sin hablar de los accidentes que des­
figuran los rasgos naturales y que impiden que el alma se manifieste. Se podría
conjeturar mejor sobre el carácter de los hombres por la simpatía hacia ciertas
figuras que responden a sus pasiones, pero también habría equivocaciones». Al
invertir el principio de la fisiognomía, esta última frase anticipa además, curio­
samente, la prueba de Szondi. 10 Pero sobre todo, acentúa ese movimiento de re­
velación que queda suspendido en un rostro.
Entre 1 775 y 1 778, Lavater publica Physiognomische Fragmente, traducido al
francés en La Haya entre 1 78 1 y 1803, luego en París entre 1806 y 1 809, en diez
volúmenes, por iniciativa de Moreau de la Sarthe. La obra es un compendio de
la materia. Marca profundamente, incluso a través de polémicas, buena parte del
siglo XIX. Lavater nació en Zúrich en 1 74 1 , fue pastor, poeta, ensayista y miem­
bro del Consistorio de esa ciudad. Goethe colaboró estrechamente en esa suma,
incluso redactó, según Lavater, algunas partes. El éxito de la obra es considerable.
Pequeñas obras de vulgarización muy difundidas contribuyen a su proyección:
Le lavater portatif ou précis de lart de connaitre les hommes par les traits de leur
visage ( 1 808), Le Lavater des dames ou Iart de connaitre lesfemmes sur leur phy­
siognomonie ( 1 8 1 5). A fines del siglo XVIII, una visita a Lavater, condimentada
9. Acerca de la fisiognomía animal, remitimos a la obra ya citada de Jurgis Baltrusitis.
10. Leopold Szondi, inventó una prueba que propone un análisis de las estructuras más podero­
sas de la identidad individual, a partir de la elección sucesiva de fotografías de rostros en una
batería de cuarenta y ocho opciones posibles. La elección del rostro «más simpático» y el «más
antipático», repetida cierto número de veces, delimita en negativo el rostro interior, de alguna
manera, del actor que se presta a esa prueba proyectiva. Cf. Szondi, Leopold, Diagnostic expé­
rimental des pulsions, París, PUF, 1952.

58
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOM.1A 1 Los tratados de fisiognomía

con una consulta fisiognómica con el maestro, es el pasaje obligado de todo via­
jero que pasa por Suiza. Lavater influye profundamente en muchos de sus con­
temporáneos y en su posteridad: L. S. Mercier, Nodier, Eugene Sue, Grandville,
etcétera. Gerorge Sand es una adepta a Lavater. En la séptima de sus Cartas de
un viajero, ella escribe: «Estoy convencida, por mi parte, que ese sistema es bue­
no y que Lavater debe ser un fisiognomista casi infalible. Pero pienso que un li­
bro, por excelente que sea, no puede ser una correcta iniciación a los misterios
de la ciencia. Sería deseable que Lavater haya formado discípulos dignos de él y
que la fisiognomía, tal como él logra dominarla, pueda ser enseñada y transmi­
tida como la frenología».
Balzac descubre a Lavater en los años veinte, en una época en que la obra
de éste ya está muy difundida, especialmente los resúmenes de divulgación. En
1 820 se reedita, bajo la égida de un médico, Maygrier, el Lavater concebido por
Moreau de la Sarthe en 1807, con seiscientos grabados que ilustran el texto. Bal­
zac compra los diez volúmenes en 1822 y encuentra en ellos una materia pri­
ma casi inagotable para elaborar la fisiognomía de sus personajes. Una reserva
no sólo de rostros, sino de datos anatómicos, análisis detallados de caracteres y
pasiones. «Los análisis lavaterianos -dice A. Prioult- son extremadamente ri­
cos y, lejos de tratar únicamente sobre la forma del rostro, el color de los ojos y
la pigmentación del cabello, establecen también entre sentimientos, pasiones y
signos, relaciones que el autor de las palabras de Alain no se negaría a aceptar
como verdaderas».1 1 Todas las figuras de Balzac son vigorosos estudios de ca­
racteres, son de entrada un mapa de identidad moral sobre el que borda el rela­
to. Un ejemplo extraído de Ursule Mirouet, la descripción del personaje de Mi­
ronet-Levrault: «Si usted reúne todas las condiciones de la mula, obtiene a Lah­
ban, que, en efecto, es importante. Allí donde la forma domina, el sentimien­
to desaparece. El director de correo, prueba viviente de este axioma, presentaba
una de esas fisonomías en que el pensador difícilmente percibe la huella de un
al ma baj o la violenta encarnación que produce un brutal desarrollo de la car­
n e . . . »; la de Goupil: «Su rostro parecía ( . . . ) pertenecer a un jorobado cuya jo­
rob a e stuviera adentro. Una singularidad de ese rostro agudo y pálido confir­
mab a la existencia de esa invisible gibosidad. Encorvada y retorcida como la de
mucho s joro bados, la nariz se dirigía de derecha a izquierda, en lugar de dividir
1 1. Prioult, A., Balzac avant La Comédie humaine ( 1 8 1 8- 1 829), París, Jouve et Cie, 1 936, págs. 207
Y sqq. M. Bardeche, aunque reconoce la in fl uencia de Lavater en Balzac, busca minimizar su
alcance, cf. Bardeche, M., Balzac romancier, Pion, 1 940, págs. 554 y sqq . Véase igualmente Bal­
densperger, Fernand, «Les théoríes de Lavater dans la líttérature fram;:aise», Études d'histories
li ttéraires, 2• serie, París, Hachette, 1 9 1 0. Vannier, Bernard, Linscription du corps: pour une sé­
rniologie du portrait balzacien, París, Klíncksíeck, 1 972.

59
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

exactamente el rostro . . . Ese conjunto de cosas siniestras estaba dominado por


dos ojos de cabra, con las pupilas bordeadas de amarillo, a la vez lascivos y co­
bardes . . . ». Las novelas de Balzac son dramas ya anunciados por los rostros de
sus protagonistas. Éstos, en efecto, no son más que un rostro desplegado bajo
otra forma en el transcurso de las peripecias que afrontan.
La fisiognomía adquiere hoy una nueva notoriedad, especialmente en el ámbi­
to de la morfopsicología y bajo la égida de L. Corman. En las librerías son nume­
rosas las obras de divulgación que proponen «claves» o «secretos revelados» del
rostro. Pero la morfopsicología ya no se limita únicamente al campo de la curio­
sidad, sino que tiene un enorme éxito, aunque a menudo sea criticada por los psi­
cólogos, como método asociado al reclutamiento de ejecutivos en las empresas.
Hemos evocado algunos momentos de la larga historia de la fisiognomía cuya
tradición nunca se ha desmentido a lo largo del tiempo. Por supuesto, nuestro in­
terés no era hacer una reseña precisa de esa historia, sino solamente dar algunas
referencias para evidenciar la continuidad de un pensamiento que sabe remode­
larse según los imaginarios de los espacios sociales donde se desarrolla, mante­
niendo a la vez, con una especie de firmeza tranquila, su pretensión de elucidar
las verdades del rostro humano. En las siguientes páginas, nuestro propósito es
construir una antropología de la fisiognomía, es decir, comprender la significa­
ción de ese recurso y analizar los fundamentos en los cuales se apoya, los imagi­
narios del hombre y de su rostro con los que nutre su derrotero.

La impresión fisiognómica

En sus Ensayos, Montaigne cuenta cómo un día, en un período de guerra,


pero confiando en una tregua anunciada entre los ejércitos enfrentados, empren­
de un viaje que termina mal. En medio de un espeso bosque, una inspección de
soldados enmascarados lo despoja de todo lo que posee. Los soldados delibe­
ran sobre la suerte que le espera. Por un momento, Montaigne teme por su vida,
cuando de pronto ve al jefe del grupo volver hacia él y restituirle la totalidad de
sus bienes. Cambio inesperado de situación. «El más visible que se desenmas­
caró y que me declaró su nombre, insistió varias veces en que yo debía mi liber­
tad a mi semblante, a la franqueza y firmeza de mis palabras, las cuales me ha­
cían indigno de semejante desventura . . . ». En otra ocasión, cuando una banda
está a punto de saquear su casa, el jefe renuncia también milagrosamente a su
proyecto: «Pasado el caso, repitió frecuentemente (pues nada temía denunciar­
se) que mi semblante y mi franqueza le arrancaron la traición de los puños». Y

60
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA RSIOGNOMlA 1 La impresión jisiognómica

M ontaigne evoca otras situaciones donde puede vanagloriarse de su fisonomía.


«Si mi rostro por mí no respondiera; si no se leyera en mis ojos y en mi voz la
d e m is intenciones, no hubiera vivido tan largo tiempo sin querella y sin ofensa,
c on es ta indiscreta libertad de decirlo todo a tuertas y a derechas, cuanto a mi
fa ntasía asalta, y el juzgar temerariamente de las cosas».
Sin embargo, Montaigne no es ingenuo, no es un adepto a los fisiognomis­
tas , y a ese efecto, evoca a Sócrates, cuyas cualidades de espíritu se reflejan tan
p oco en su feo rostro. Pero, «hay fisonomías que inspiran confianza; así, en me­
dio de una multitud de enemigos victoriosos, elegiréis al punto entre hombres
desconocidos uno más bien que otro a quien entregaros y fiar vuestra vida, y no
precisamente por la consideración de su belleza». Y Montaigne, un poco inde­
ciso, conociendo bien las ambigüedades del rostro, no puede sin embargo apar­
tar la primera sensación que éste le transmite. «La cara es débil prueba de bon­
dad, p ero merece, sin embargo, alguna consideración». 12
«La cara es débil prueba de bondad», dice Montaigne, pero opera probable­
mente como inducción en el intercambio entre los actores. El rostro del otro sus­
cita una impresión del que no siempre es fácil deshacerse. Un movimiento de
simpatía o de desconfianza, una curiosidad, un temor, a veces un impulso, nace
de la «primera impresión», aquella que, según el viejo adagio, es difícil de bo­
rrar. De cualquier rostro emana una resonancia afectiva, sensible desde la prime­
ra mirada y que proporciona una especie de orientación para los intercambios
venideros. Esa «impresión» es a menudo una cristalización decisiva del a que el
o tro suscita al ver su apariencia. Actúa a modo de justificación que se pretende
razonable de la eficacia observada. Todo contacto social está bajo la influencia
d e ese halo de sensibilidad que se origina en la proyección del rostro. Allí se fun­
dan de entrada las preferencias y las exclusiones. G. Simmel tiene razón al decir
que «gracias a su figura, un hombre ya es comprendido por sus actos. La figura,
c onside rada como órgano de expresión, es de naturaleza completamente teóri­
ca , p or decirlo así; no actúa como el pie, la mano, como el cuerpo entero, no es
fa ctor de la actitud interior o práctica de un hombre; se limita a hablar de él». 13
Todo nuevo encuentro está precedido de ese juicio mordaz acerca del otro, que

1 2. Montaigne, Essais, Livre III, Garnier- Flammarion, págs. 268 y sqq. [En español: Edición digi­
tal b asada en la de Ensayos de Montaigne seguidos de todas sus cartas conocidas hasta el día, Li­
bro III, Cap. XII, París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1 9 1 2, 2° vol. Localización: Bibliote­
ca de Magisterio de la Universidad de Alicante, sig. ED FA/ 1 /0 1 00. Traducción de Constanti­
no Román y Salamero, en La biblioteca virtual del español, Biblioteca Virtual Miguel de Cer­
vantes, en http://www. cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref= 1 844] .
1 3. Sim mel, G., «Essai sur la sociologie des sens», Épistémologie e t sociologie, París, PUF, 1 98 1 , pág.
228.

#> 1
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

evalúa según el semblante. Ese «impresión fisiognómica» es ampliamente com­


partido y sirve de pantalla para las relaciones sociales. Se trata de una superficie
de proyección en donde al imaginario del otro no le resulta difícil encontrar de
entrada una razón para sostener una atracción o un rechazo. Ese hilo imagina­
rio que une la mirada a un rostro encuentra fácilmente en el diálogo la confir­
mación de lo intuido al inicio.
Lavater observa, con razón, que la (<impresión fisiognómica» está amplia­
mente difundida. El comerciante conoce a quienes frecuentan en su local por (da
cara del cliente». ((Cuando un desconocido entra en su negocio para venderle o
comprarle algo, ¿no lo mira?, y la impresión que le produce la figura del hombre,
¿no influye para nada en el juicio que elabora sobre este apenas salió? "Tiene el
aspecto de un hombre honesto': o bien, "tiene algo de repugnante en su figura,
o algo interesante': si se quiere. No juzga exclusivamente . . . , aunque sí en parte,
según la exterioridad del hombre. Y de ese exterior concluye acerca del interior.
"No me inspira confianza': "tiene aspecto simpático': "tiene el físico para el em­
pleo': etc» .. Una gran cantidad de expresiones comunes caracterizan pues la mi­
rada sobre el rostro y los movimientos del otro. Ese tejido de afectividades con­
fusas se modifica en general en un encuentro más elaborado, "la primera impre­
sión'' se disuelve y cede a una evaluación más sutil. Por el contrario, como lo ve­
remos, la fisiognomía radicaliza ese sentimiento, lo sustenta con demostraciones
que se pretenden casi infalibles. Lavater erige la impresión surgida inicialmente
en dogma: ((Confía, diría yo al alumno en fisiognomía, confía siempre y sobre
todo en tu primera y espontánea impresión, más que en lo que te parecerá ob­
servación». (pág. 74). Allí está para él el fermento de la fisiognomía.
Hasta aquí, hemos hablado de las fisiognomias surgidas de la tradición erudi­
ta, pero un saber empírico, popular y de transmisión oral ha cosechado en pro­
verbios una suma de observaciones sobre las apariencias del rostro y del cuerpo
y sobre los supuestos rasgos de carácter de la persona. Y la guirnalda de prover­
bios tejida de generación en generación construye una fisiognomía original, a
veces contradictoria (como las fisiognomías eruditas). <(Establecen que la forma
duradera de ciertas partes del cuerpo y especialmente del rostro traiciona ciertos
aspectos, también duraderos, del carácter, del temperamento del hombre», ob­
servan Franc¡:oise Loux y Philippe Richard en su copioso estudio sobre los pro­
verbios de las campiñas francesas. 14 Así como existe una medicina de signos dis­
tintivos, existe una fisiognomía de signos distintivos, y el tamaño de los órga­
nos o su conformación se asocian a cualidades morales: ((ojos abiertos, bolsillos

14. Loux, Frarn¡:oise, Richard, Philippe, Sagesses su corps. La santé et la maladie dans les proverbes
franfais, París, Maisoneuve et Larose, 1 978 .

62
:z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 La impresión fisiognómica

ce rrados»; «mirada perdida, manos hábiles»; «ojos redondos, nada de bueno»;


«n ariz respingada, astucia alejada»; «corta nariz, cara dura», «nariz encorvada,
al ma agarrada»; «nariz puntiaguda, lengua aguda». Una tendencia fatal hace de
la an alogía una naturaleza. De la observación del órgano, se concluye inmedia­
ta m ente una característica moral propia del individuo. De un proverbio a otro,
las correspondencias se establecen de un modo casi caprichoso uniendo la sín­
tesis al humor. El lazo entre un rasgo del rostro y la psicología puede fundarse
en un principio de oposición: «rostro dulce, corazón amargo»; «cara de cordero,
garra de lobo»; «cabeza grande, cerebro estrecho»; «cabeza que se agranda, in­
teligencia que se achica»; «ojos pequeños ven de lejos, ojos grandes ven de cer­
ca»; «a pequeños labios, grandes besos». Por el contrario, la inferencia de lo fí­
s ico en lo moral puede establecerse sobre la observación empírica y nombrar la
evidencia, pero de un modo inesperado que se presta a la sonrisa y dice más de
lo que parece: «la cabeza trabaja más que los brazos»; «la cabeza lleva a los pies»;
« ojos cerrados, hombre dormido»; «nariz huesuda, hombre chupado»; «rojo en
la nariz, vino en el estómago». A veces, la correspondencia viene de la propia
lengua, produce asonancias entre las palabras. Con el pretexto de una similitud,
se liga lo físico y lo moral, a modo de canciones infantiles para echar a la suer­
te: «oj os negros van al purgatorio, ojos grises al paraíso, ojos blancos al cielo».
También puede apoyarse en un principio de comparación entre hombres y ani­
males: «ojo felino, cerebro fino»; «cara de cordero, garras de lobo»; «ojos blan­
cos, m irada de perro»; o relacionando los órganos entre sí: «a buena nariz, buen

miembro»; «boca abierta, risa franca». La visión del hombre que así se dibuja
da la impresión de un mundo finito, cuyos elementos están distribuidos de ma­
nera disímil según los individuos y su suerte. Pero a menudo, como observan F.
Loux y P. Richard, una especie de desconfianza, de voluntad de matizar los de­
cretos del destino, exige una compensación de rigor. Si un individuo muestra
una cualidad moral, su físico no está a la altura de esa suerte o, a la inversa, se
amp uta la cualidad física con un defecto moral: no se puede tener belleza, inte­
lige nc ia o coraje sin padecer alguna falla: «bonito animal, fea cola»; «a los quin­
ce añ os, el diablo era bello». La lista sería larga.

Opuestamente a la fisiognomía erudita, la que se dispensa a través de los pro­


ve rb ios no tiene intención de prejuzgar al otro por el aspecto de su rostro o la
for ma de su nariz. Aparece después, para explicar un accidente o terminar una
d isc u sión . No se juzga al otro de entrada repitiendo el proverbio que resalta su
d e fe c t o se explica posteriormente una conducta a través del uso de una frase
,

co ns ag rada. Por otra parte, como hemos dicho, los proverbios se contradicen a
m enu do, dan nombre a la sinuosidad d el mundo y a algunas d e sus re gularida-

63
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

des. Su función social es dar marcos de referencia, principios de explicación cu­


yos límites nadie ignora. Contribuyen a jalonar la coherencia del mundo y la de
la vida del hombre.
Más insidiosa es sin duda la literatura de divulgación que propone al pueblo
de las campiñas y de las ciudades el uso de versiones vulgarizadas de las fisiog­
nomías eruditas. A partir del siglo XVII, los vendedores ambulantes de la Bi­
blioteca azul de Troyes, una de las fuentes más activas de la cultura popular del
norte del Loira (Quimper en bretón y Toulouse en provenzal son otros lugares
de impresión y distribución de esas compilaciones) difunden pequeños cuader­
nillos baratos, obras anónimas de los obreros de imprenta y de tipógrafos a las
órdenes de un librero o dueño de una imprenta. Es un trabajo de compilación
o de registro de tradiciones campesinas. Esas recopilaciones impresas a menor
costo llegan a todos los registros de la vida cotidiana susceptibles de interesar a
una audiencia pobre y esencialmente rural (cuentos, almanaques, obras piado­
sas, astrología, medicina, obras prácticas). Vulgarizan, para su uso en la campi­
ña, conocimientos eruditos que en otros tiempos gozaron de los favores del pú­
blico letrado. Leídas en voz alta en veladas nocturnas por pueblerinos que sa­
bían hacerlo, esas obras se comentaban luego y se confrontaban con experien­
cias de los oyentes y con los saberes tradicionales. Algunas de esas recopilacio­
nes exponen fisiognomías inspiradas en Porta, en las que los rasgos físicos se po­
nen groseramente en relación con las características morales supuestas de quie­
nes los revelan. El Almanach des bergers, por ejemplo, retoma con frases lapi­
darias la teoría de los humores inspirada en Hipócrates y extrae de ella una psi­
cología donde las cualidades y los colores de los cabellos o de los ojos, la for­
ma de la nariz, los dientes, la boca, son descriptos uno a uno como señales in­
falibles de una predisposición moral: «Aquellos que tienen el rostro pequeño y
corto y el cuello delgado, y la nariz delgada, larga y aguda significan personas
de gran corazón, inquietas y risueñas. También, la nariz larga y alta por natura­
leza significa proeza y audacia y un ser emprendedor. La nariz curva que des­
ciende hasta el labio superior significa persona maliciosa, que defrauda, desleal
y llena de una gran lujuria . . . Además, persona que tiene rostro rojo y ojos laga­
ñosos y también dientes amarillos es persona poco leal y traicionera de aliento
hediondo. También, persona que tiene largo y delgado cuello es cruel y sin pie­
dad, molesta y descerebrada. Persona que tiene el cuello corto está llena de frau­
de y engaño, y de toda maldad y decepción y malicia y no se debe confiar en ab­
soluto en tal persona».15

1 5. Almanach des bergers, i n Robert Mandrou, De la culture populaire e n France aux XVII' et
XVIII' siecles. La Bibliotheque bleue de Troyes, París, Stock, 1 973. [N. de T.] : En francés antig-

64
, . DEL R OSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 ¿ Una ciencia de los rostros?

Con esa «impresión fisiognómica» de la que Lavater, no sin razón, comprue­


b a que orienta el tono de las relaciones con los otros al fundar en la visión del
ro st ro las preferencias y las exclusiones, se trata de sistematizar las intuiciones
p ara que la transparencia interior de cada hombre quede afirmada gracias a la
to p og rafía de su fisonomía. Una observación rigurosa debe comparar los ras­
go s d el alma y los del rostro para reconstruir finalmente con ellos un sistema
i mp l ac able de leyes que anuden lo físico a lo moral. «¿Sería tan malo, me pre­
gu nt o - proclama Lavater-, enseñar a los hombres a juzgar ya no oscuramente,
si no con un poco de luz. Sustituir una intuición grosera, errónea y confusa, por
o tra m á s delicada, más justa y más esclarecida?». 1616 Es la ilusión de un control

que no dejaría lugar alguno a la improvisación, a la fantasía; ya no habría con­


tac t o d e emoción a emoción como en un intercambio en la vida ordinaria, sino
el i n s c r ib ir bajo la égida de la razón la relación con el otro depurándola de todo
sup l emento incontrolable.

¿Una ciencia de los rostros?

La fisiognomía es un método semiológico, se dedica a determinar cierto nú­


mero d e particularidades del rostro humano, a los que transforma en «indicios»17
y re l a ci on a con
una serie de disposiciones psicológicas. Una constelación de sig­
no s que diera cuerpo a un individuo definiría una estructura de carácter que le
s ería propia. Se trata de llenar el vacío entre la señalización de sí que hace el ac­
t or gracias a su rostro y la impresión que da a otro a través de sus actividades
so c iales y del estilo de su vida cotidiana. El rostro parece encarnar la verdad del
suj et o, ser el lugar más íntimo y expresivo de su relación con el mundo. Las fi-

uo e n e l original: «Ceulx qui ont le visage petit e t court e t qui ont gres/e col, e t le nez gresle, long
et délié signifient personne de mou!t grand cueur, hastive et ireuse. ltem le nez long et hault par
nature signifie proueusse et hardiement et estre entrepreneur. Le nez bague qui descent jusques
a la levre de dessus signifie personne malicieuse, décevante, desloyale et de moult grande luxure
plein e. ltem personne que a le visaige roux et les yeuls chassieulx et aussi les dentes jaunes est
. .

perso nne peu loyale et traistre a puante aleine. ltem personne qui a long col et gresle est cruelle
et sans pitié, hastive et escerveelée. Personne qui a le col court est plain defraud et de barat et de
toute malvaistié et déception et de malice et ne se doit on nullement fier en telle personne» ..
1 6 · En psiquiatría, los diagnósticos se establecen la mayoría de las veces desde los primeros minu­
tos de la entrevista. Al respecto, Cyrulnik, B., plantea una pregunta plena de consecuencias: «¿Se
trata de diagnósticos o de adjetivos que califican la impresión que produce un enfermo en su
psiquiatra?» en Cyrulnik, Boris, (ed.), Le visage: sens et contresens, París, Eshel, 1 988, pág. 1 7.
1 7· Cf. Gin zburg, Cario, «Signes,
traces et pistes. Racines d'un paradigme de !'indice», Le Débat,
n° 6, l 980.

65
ROSTROS. En.sayo antropológico 1 David Le Breton

siognomías entran en él, hacen como si el rostro fuera la síntesis del alma, una
fórmula psicológica que la vida desplegaría luego en toda su envergadura. Un
inventario sistemático de signos físicos remite metódicamente a una suma de
categorías morales preestablecidas.18 Los fisiognomistas hacen del rostro un pa­
limpsesto a descifrar y no quieren aceptar la idea de que el rostro puede no sig­
nificar. Y como esas significaciones les parecen demasiado ambiguas, constru­
yen sistemas laboriosos que eliminan el rostro para considerar sólo la serie de
sus componentes: una frente angosta o ancha, labios delgados o carnosos, nariz
puntiaguda o redonda, etc. Un hombre exterior revela de manera un poco con­
fusa, como un negativo, a un hombre interior.
Los fisiognomistas quieren establecer una cartografía precisa de los rasgos
que unen la conformación del rostro con el carácter del hombre. «La fisiogno­
mía -dice claramente Lavater- es la ciencia, el conocimiento de la relación que
une el exterior con el interior, la superficie visible con lo que cubre de invisible.
En una concepción estrecha, se entiende por fisonomía el aspecto, los rasgos del
rostro, y por fisiognomía, el conocimiento de los rasgos del rostro y de sus signi­
ficaciones ... Aquel que, a la primera impresión que produce en él el exterior de
un hombre, juzga bien su carácter o una parte de éste, es naturalmente un fisiog­
nomista; lo es científicamente cuando sabe ordenar y exponer de manera precisa
los rasgos y signos observados; finalmente, el fisiognomista filósofo es aquel que,
al inspeccionar tal o cual rasgo, tal o cual expresión, está en condiciones de de­
ducir sus causas y dar las razones internas de sus manifestaciones exteriores».19
De manera más contemporánea, L. Corman, el fundador de la morfopsicología
(término que no hace más que revestir con nuevos atavíos la vieja fisiognomía),
de la que se conoce el éxito en los métodos de reclutamiento de ejecutivos en las
empresas, la define como «la ciencia de las relaciones entre los rasgos de la for-

18. En un texto reciente, F. Dagonet celebra una «antropología decididamente física» e intenta re­
habilitar la fisiognomía de Lavater: «Nuestro cuerpo no puede situarse y encerrarse en las pro­
fundidades de la carne, se mostrará en su superficie. Intentaremos descubrir en él las marcas
de individualidad, estigmas, cicatrices, arrugas, en resumen, una multitud de signos, por otra
parte, menos físicos que psíquicos. El hombre exterior casi cutáneo y gestual nos propone un
texto delicado, variable y bastante proteiforme, realmente difícil de descifrar. Tal es justamen­
te nuestro programa, aprender a leerlo». Según Dagonet: «Más importante que impugnar a
Lavater, es prolongarlo y superarlo». �l mismo observa la singularidad de tal proyecto: «Tan
retrógrado que se lo creía perimido», pero no puede evitar ceder al positivismo biológico. El
hombre no sería nada más que su cuerpo o, más exactamente, lo que algunos pretenden hacer
decir a su cuerpo. Cf. Dagonet, Faces, surfaces et interfaces, París, Vrin, 1982, págs. 89-131.
19. Lavater, J. G., La physiognomonie et tart de connaftre les hommes dapres les traits de leur physio­
nomie, leurs rapports avec les divers animaux, leurs penchants, etc., Laussane, La.ge de l'homme,
1979, pág. 6.

66
:.z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Tripartición del rostro

111 a y lo s rasgos del carácter, en tanto que ciencia fundada en la percepción vi­
s u al de dichas formas, pero también en una percepción constantemente sosteni­
da p or una intuición directa de los valores dinámicos del hombre interior. [Es]
u n me dio para estudiar a los hombres, descubrir su diversidad, despertar nues­
t ro interés por los rostros y las almas que éstos revelan».2º

Trip artición del rostro

Una constante de las fisiognomías consiste en la división tripartita del ros­


t ro, que reproduce a su vez la división del cuerpo humano en partes que ope­
ra en la caracterología: la cabeza encarna la inteligencia; el pecho (el corazón),
J a sensibilidad; y el vientre, lo instintivo, la vitalidad, la actividad. La misma je­
rarquía segmenta al rostro: la frente es el lugar de la proyección, de la inteligen­
cia; desde las cejas hasta la base de la nariz, se extiende la zona de la sensibili­
d ad; y de la base de la nariz al cuello es el lugar de los instintos, la sensualidad.
«Para la morfopsicología, esta consideración es esencial, se traduce por la dis­
t inc ión de tres franjas a la altura del rostro: la zona mandibular, la zona de la na­
r i z y los pómulos, y la zona de la frente y los ojos».21 Para Lavater, «la vida ani­
mal, por ejemplo, la última de todas y la más cercana a la tierra, se extendería en
t o d a la región del vientre hasta los órganos de la generación, que serían su resi­
dencia. La vida media o moral residiría en el pecho, tendría su centro y morada
en el corazón. La vida intelectual, que tiene el primer rango en la tríada, reina­
ría e n toda la cabeza y su morada serían los ojos. Consideremos ahora el rostro
c om o el representante y el resumen de esas tres divisiones: la frente hasta las ce­
j as refl ejará pues el entendimiento; la nariz y las mejill as mostrarán la vida mo­
ral Y se ntimental; la boca y el mentón, la vida animal, mientras los ojos serán el
ce nt ro y la suma de todo».22
Una axiología de los rostros refleja pues una axi9logía de las cualidades mo­
ral es. Aún hoy las fisiognomías contemporáneas basan en el rostro la misma je­
ra r quía de valores. L. Corman, por ejemplo, distingue del mismo modo lo instin­
ti vo, lo afectivo y lo intelectual. La influencia del sistema tripartito que recuerda
al actualizado por Dumézil en las sociedades indoeuropeas entre los que oran,
l s
o que co mbaten y los que trabajan, es tan grande que Gall también cree en-

2º· C o rman, L., Manuel de morphopsychologie, París, Stock, 1 985, págs. 1 0 - 1 1 . La primera obra de
Co rm an, L., Visages et caracteres, data de 1 932.
2 1 · C orman, L., Caractérologie et morphopsychologie, París, PUF, 1 983, pág. 29.
2 2· Lavater, J. G., op. cit. , pág. 5.

67
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

contrario en su frenología. En la parte anterior del cráneo, localiza la inteligen­


cia; en el centro, las diversas pasiones ancladas en el parietal y el temporal, y fi­
nalmente, los instintos, situados en la parte inferior y más retraída. «Esa triple
vida -dice Lavater-, que es absolutamente imposible ignorar en el hombre, sólo
se vuelve objeto de estudio e investigación porque se revela en el cuerpo y por­
que las facultades humanas pueden naturalmente verse, sentirse, comprobarse
de manera material. No hay objeto en el universo cuyas propiedades y fuerza
podamos conocer de otro modo que por sus manifestaciones exteriores y acce­
sibles a los sentidos».23 Interesante concepto nacido de la adhesión a una racio­
nalidad en que es imposible pensar que pueda eximir al cuerpo.
La morfología continúa hoy con el intento de adicionar indicios físicos para
llegar a definir la verdad del hombre. Ese hombre analítico no se agota en la
suma de las tres franjas que dividen su rostro. La lectura se prolonga con otras
segmentaciones, también consideradas como indispensables para establecer la
señalización moral del hombre estudiado. A tal efecto, Corman distingue tam­
bién la zona del marco, que llama «gran rostro», y la zona de los receptores sen­
soriales: «pequeño rostro». «El marco está en el rostro, es el representante del
cuerpo completo, de ese cuerpo donde se realizan inconscientemente innume­
rables y delicados procesos funcionales, procesos que contienen todas las reser­
vas de fuerza vital de la que cada uno de nosotros puede disponer. El marco, en­
tonces, por su estructura, señala la vitalidad inconsciente, las reservas de fuerza
y sensibilidad. Los receptores sensoriales . . . que son también las puertas de en­
trada del organismo, establecen el contacto y los intercambios con el medio ex­
terior, esto en el plano consciente».24 El hombre añadido de la morfopsicología
se parece extrañamente a un castillo de naipes, a una suma de atributos en que
el hombre viviente, inmerso en una existencia real, se diluye.
Otra división que también relaciona el «marco» y los «receptores sensoriales»,
pero percibidos desde un ángulo diferente: Corman opone del mismo modo el
«edificio óseo y musculan> y las «partes blandas» del rostro. El primero constitu­
ye el «marco que especialmente da su forma al contorno del rostro». Es la part�
más fija, aquella que, cuando termina el crecimiento, ya no se modifica. Le co­
rresponden, en el orden psicológico, las constantes del carácter, los elementos
duraderos, antiguos, innatos». Por «partes blandas», Corman entiende la grasa.
los músculos cutáneos y la piel «que recubren el edificio, acolchonando salien­
tes y huecos y, de ese modo, determinan el modelado. Éstas pueden modificar­
se, incluso cuando el crecimiento se detuvo. Expresan por lo tanto las variables

23. Ibídem, pág.3.


24. Corman, L., op. cit., pág. 27.

68
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior

d el carácter, los elementos recientes, adquiridos. En ese plano, se destacan neta­


te las partes blandas del rostro. Conocemos su importancia, subrayada aún
rn e n
ná s po r el hecho de que alrededor de esos vestíbulos están agrupados princi­
r
p a l m en te los músculos cutáneos que juegan un papel tan importante en los mo­
vi mientos expresivos».25
La fisiognomía es una respuesta perezosa y autoritaria al misterio de la re­
la c ió n y a lo inasible de cada hombre, también a ese presentimiento de revela­
ci ón que atraviesa al rostro. A la presencia siempre un poco velada del otro, a
la difi c ultad de saber quién es él, el fisiognomista opone una fantasía de domi­
nio del rostro como si éste fuera una máscara, lo reduce a una suma de compo­
ne nte s d e los que pretende detentar la clave. Cada uno poseería en la configu­
rac ión d e sus rasgos, sin saberlo, la condensación de su personalidad y las ten­
de n cias morales que fueron, son y serán suyas en el transcurso de su existen­
cia. Lo imprevisible de las conductas, la ambivalencia de la relación con el mun­
do, el enigma de la presencia, son así simplificadas. Ante quien pretende deten­
tar el conocimiento de las fisonomías, el individuo no es más que el signo de un
carácter dibujado por su rostro, reducido al estado de máscara o figura. El ros­
tro rea l es t á diluido.

El rostro y su interior

La fisiognomía descansa en el postulado de que las apariencias del cuerpo


Y del ro stro son la expresión inequívoca de una interioridad que hay que des­
cifr ar. El rostro es el escenario donde el alma se revela, toma cuerpo, para indi­
c ar a l fisio gnomista que posee las llaves de aquella, la verdad escrita en una len­
gua p oco familiar de un hombre que se creía a salvo detrás de sus rasgos, fue­
ra d e to da
sospecha. El fisiognomista está convencido de penetrar el secreto de
lo s d i ose s, y nadie ante él, ni el comediante más hábil, puede engañar acerca de
10 que re almente es. Desenmascarar al otro, separar en su rostro lo accesorio de
1? ese nc ial, descubrir sus sentimientos verdaderos, develar el alma bajo los ar­
t fi i
'. c o s d el cuerpo, tal es el emprendimiento ambiguo al que se dedican los fi­
si o gno m istas. Forzar al rostro a denunciar la verdad del hombre más allá de sus
ob ras , o de aspectos quizás engañosos que muestra a los otros, acorralar los sig­
no s all í donde ya no es posible disimular pues las cosas están claramente escri­
t as e n la sup erficie de la figura. Hacer de ésta un elemento de convicción. Lava­
te r, a pesar de su ingenuidad, es muy firme: «En el exterior del hombre hay una
2=---
5 · Corman, -
L., Manuel de morphopsychologie, op. cit., pág. 328.

69
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

gran cantidad de cosas donde la menor disimulación es imposible, cosas que


precisamente son los indicios claros del carácter interior. . . ¿qué hombre, con
todo el arte de la más astuta disimulación, logrará jamás, por ejemplo, cambiar
a su gusto su sistema óseo, hacerse una frente más abovedada, en lugar de una
plan a, o triangular, en lugar de redonda? ¿Quién podrá cambiar en algo el co­
lor, la posición de las cejas, hacerse cejas gruesas, arqueadas, si las tiene finas, o
bien si no las tiene en absoluto? ¿Quién podrá mostrar una nariz formada con
delicadeza, si la tiene aplastada, obtusa? ¿Quién podrá hacerse labios gruesos si
los tiene pequeños, y si los tiene gruesos? . . . No existe disimulación que no ten­
ga indicios seguros, sensibles, aunque no se sepa determinarlos a través de sig­
nos y palabras. No es culpa de la persona examinada, sino la del examinador, si
se ven esos indicios como indeterminables».
El hombre está atado a una fatalidad corporal que muestra lo que es ante sus
propios ojos, sin que pueda remediarlo. El cuerpo determina el carácter que a
su vez lo define a él, pero en una especie de necesidad turbadora que parece ex­
cluir el trabajo del tiempo y los esfuerzos eventuales del actor para modificar su
relación con el mundo. Lavater escribe, algunas páginas más adelante, que «que­
rer forzar aun hombre a pensar y sentir como yo, es querer imponerle mi frente
y mi nariz, es querer ordenar al águila la lentitud del caracol, y al caracol, la ra­
pidez de un águila».26 Los rasgos del carácter están plasmados en los rasgos del
cuerpo para lo mejor y para lo peor, por lo que el detective fisiognomista pre­
tende no dejar ningún respiro a sus adversarios. Éste involucra al propio lector:
«No tengo más que mostrar a mis lectores su figura durante el sueño, tocar con
un solo dedo el contorno de su frente, desde el punto más elevado hasta la ex­
tremidad del frontal orbital. No tengo el placer de conocerlos, no he visto su re­
trato ni su silueta, pero estoy completamente seguro de que me bastaría la si­
lueta de su perfil, o solamente tres cuartos de su figura, para penetrar nueva�
mente, y sin ningún otro indicio, mis atentos lectores, en esta verdad: que se re­
conoce con certeza el talento y el genio en las partes móviles de la figura».27 In;
creíble ilusión de control que no tolera ninguna réplica. La verdad está allí, en­
carnada en el propio Lavater que incluso amenaza al lector con decirle las cua­
tro verdades de su rostro si se obstina en la duda. El arte perentorio de enun ciar
al otro la verdad, quizás ignorada, que él esconde, sin que le sea posible repli­
car, hace de la fisiognomía un método de control social fundado en lo arbitra­
rio del signo físico y en la autoridad de un especialista que se atribuye una legi ­
ti midad sin p arangón. Nadie que no sea fisiognomista puede pretender habl ar,

26. Lavater, J. G., op. cit. , pág. 5 0.


27 . Ibídem, pág. 1 26.

70
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior

s ó lo éste «comprende la lengua más bella, más elocuente, más justa, más simple
y exp resiva de todas . . . la comprende en las fisonomías de aquellos que ignoran
. �
que 1 as comumcan».
Lavater parece no suponer por un solo instante que el uso de este método
p ue da ser erróneo o dudoso. Un método que consiste en juzgar al hombre no a
p a rt ir de sus obras, sino de las disposiciones deducidas de un sistema semioló­
g i c o que se erige sobre las apariencias del cuerpo. «Formar, guiar, corregir el co­
r a zó n humano»,29 tal es el objetivo pedagógico que propone; indultar «cuando
el más bienintencionado de los desconocedores de los hombres está obligado a
co ndenar». 30 Según Lavater, la fisiognomía «favorece el amor por la humanidad».31
«H a blo por experiencia, el bien que como fisiognomista observo en el prójimo
me ofrece más de una compensación por la cantidad de mal que estoy igual­
m e n te forzado a encontrar y sofocar. Mientras más observo a los hombres, más
descubro en todos cierto equilibrio de fuerzas, más encuentro que la fuente del
m a l e n las almas es buena: es decir que, precisamente lo que las vuelve malas, la
fuerza, la irritabilidad, la elasticidad, es siempre en sí mismo algo bueno, posi­
tivo, útil y cuya ausencia habría vuelto imposible, en verdad, una cantidad in­
fi n ita de mal, pero al mismo tiempo, también una cantidad infinita de bien; su
presencia hace efectivamente mucho mal, en efecto, pero refuerza en compen­
sació n la posibilidad de una cantidad de bien mucho más considerable».32 En­
contramos en L. Corman la misma simpleza. «A medida que el lector adquiera
una experiencia más amplia de los signos morfopsicológicos -dice-, verá acre­
ce nta r su conocimiento del hombre. Pero, paralelamente, hay que ampliar su in­
t u i ció n , entrar en simpatía profunda con cada uno de los seres que estudia». Sin
percibi r la menor contradicción, escribe unas líneas más adelante: «Es necesa­
ri o que t odo rostro de niño, de mujer, de hombre, sea en adelante para el adep­
to un p roblema para resolver. Hay que dedicarse a ello con un ardiente deseo de
co m p ren der, de penetrar en los secretos del hombre».33
La m irada del fisiognomista se desliza sobre el rostro del otro, ve allí una su­
pe rfi cie y una configuración, un objeto para descifrar librado a su perspicacia.
� sc r uta como juez indulgente la ingenuidad del rostro de quienes lo rodean. A la
i n ve rs a de la propagada en los proverbios, la fisiognomía erudita no teme mos-

2 8 · Ibídem, p ág . 24.
;9· Ibídem, pág. 25.
O. Ibídem, p ág . 73 .
3 l . Ibídem,
p ág . 1 1 4.
3 2· Ibídem,
p ág . 72.
33· Co rm an, L., op. cit., p ágs. 1 0- 1 1 .
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

trarse como un «instrumento de gobierno de los otros».34 Contribuye a una an­


tropología física que traduce lo biológico en psicológico y pretende leer en los
rostros las intenciones escondidas. El arte de los fisiognomistas es el del devela­
miento. Requiere desenmascarar a aquellos a quienes se aplica. Se apoya en la idea
de que el hombre disimula sus sentimientos pero que es posible para un conoce­
dor reflexivo ponerlos a la luz del día al observar sus rasgos. La fisonomía traicio­
na lo que el hombre pretende esconder. Un arte de la sospecha, de cierto modo,
desplegado por detectives cuidadosos y perversos que se creen superiores.
El rostro, si se suspende toda significación viviente fuera de él, si se lo con­
sidera como una cosa, una máscara, «un problema para resolver», se vuelve un
volumen y una superficie, es decir, una disposición de rasgos en una forma. La
apuesta de la fisiognomía consiste en pasar del rostro viviente a la figura en dos
dimensiones, deduciendo la tercera, la del tiempo de la aventura individual, de
la conjunción de las dos primeras. La fisiognomía oculta el rostro para no hablar
más que de la figura, o de la fisonomía, que significa lo mismo; no dice nada del
rostro, lo atraviesa para leer un mapa geográfico dibujado en la carne con relie­
ves y llanuras sobre las cuales se aplican datos de caracteres, cualidades morales
o sociales. Así como transforma el rostro en figura, transforma al hombre en ca­
rácter, y en un caso como en el otro, de lo vivo sólo queda el esqueleto, que por
una maniobra liviana conviene hacerlo pasar por el rostro del hombre en sí. Se
pone en relación una analítica del rostro con una analítica de los sentimientos.
El cuerpo es una suma de órganos y el hombre, una suma de disposicio­
nes psicológicas, y el hombre fisiognómico es la conjunción de esas dos series
de las que hay que ordenar el rompecabezas para que concuerden. Éste apare­
ce a modo de un collage, una especie de traje de arlequín, una colección de ca­
racterísticas como el hombre biomédico es una colección de órganos. La ana ­
logía está lejos de ser indiferente. De hecho, la fisiognomía es una anatomopsi­
cología de la impreseión, descompone en base al modelo biomédico una serie;,
de rasgos de caracteres asociados a las formas físicas que modelan el rostro y el
cuerpo. Hace del hombre un producto de su cuerpo, incluso aunque admita a;
veces de la boca para afuera una interacción entre las maneras de vivir y la for...
ma que toma el rostro. La fisiognomía es un brote que se desarrolla con el dua­
lismo propio de un imaginario social que distingue originalmente el cuerp o Y
el alma, y que más tarde distinguirá al hombre y su cuerpo.35 En la fisiogn omía.
la oposición del alma y del cuerpo se traduce por la del hombre exterior, con su

34. Courtine, J.-J., y Haroche, C., Histoire du visage, op. cit., pág. 34.
35. Cf. Le Breton, D., Anthropologie du corps et modernité, op. cit. [En español: Antropolog{a del
cuerpo y modernidad, op. cit. ] .

72
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMlA 1 El rostro y su interior

vol u m en de carne y hueso, y del hombre interior, misterioso piloto en su navío,


que guía los movimientos del cuerpo, pero subordinado a los rasgos de carácter
i m p resos en su rostro, los cuales no podrá transgredir sin poner en tela de jui­
cio las leyes inflexibles. El cuerpo y el alma prosiguen sus caminos paralelos, y
en c uentran su lugar de unión ya no en la glándula pineal, como planteaba Des­
ca rtes, sino en el rostro mutado en figil ra.
To do sistema semiológico que pone en relación un atributo del cuerpo y ca­
racte rís t icas personales se basa en una arbitrariedad. Por eso las divergencias en­
tre las lecturas del cuerpo y las diferentes caracterologías, las correcciones que
m utuamente se dirigen los autores a través de obras interpuestas, las rivalidades
de escuelas, que hacen de la fisiognomía una disciplina fuertemente polémica.
Hegel, en Fenomenología del Espíritu, consagró a la fisiognomía (y a la freno­
l ogí a de Gall) un estudio detallado que se concreta en una severa crítica. Hegel
pone en evidencia el carácter limitado de lo que logra el análisis fisiognómico:
« . . estas descripciones más ingeniosas dicen más de lo que podrían decir califi­
.

caciones como asesino, ladrón, bondadoso, íntegro, etc., pero no bastan, ni mu­
cho menos, para el fin que se persigue, que es el enunciar el ser supuesto o la
i n dividualidad singular, como no bastan las descripciones de la figura qae van
más allá de la frente achatada, la nariz larga, etc».36 Hegel denuncia la inanidad
de l a correspondencia de una serie de indicios un poco irrisorios con una se­
rie d e categorías del espíritu no menos reduccionista. Otro defecto es lo arbitra­
rio d e esa relación que lo lleva a una ironía mordaz: « . . en cuanto al contenido,
.

-di c e-, tales observaciones en nada difieren de estas otras: "Siempre que hay fe­
ri a, ll ueve", dice el tendero; "y también siempre que tiendo la ropa a secar': dice
el ama de casa». La fisiognomía, que pretende develar la intimidad del hombre,
de duci r su interioridad únicamente de la observación de sus rasgos, es una psi­
co lo g ía ilusoria. La vida interior no se deja leer en la forma de la nariz o en la
s up erficie de la frente. Toda observación fundada de ese modo es una conjetu­
ra que se arriesga enormemente a recibir la refutación de la experiencia concre­
t a Y caer en el ridículo.
La cr ítica de Hegel no se detiene allí, apunta con sutileza otro límite de la fi­
s i o gn om ía :
la indiferencia ante las obras del individuo, ante la existencia real. No
se
i n teresa e n el hombre viviente, sino en el hombre teórico, el de un carácter de­
te rm i n ado por una serie de indicios. La realidad afectiva está, sin embargo, en
ot a par
r te. Y el examen de sus obras es el único fundamento para conocer me-

3 6· Hegel, G. F., Phénoménologie de leprit, t. 2, (Tr. al francés: J. Hyppolite), París, Aubier, 1 94 1 ,


pág . 226. [ En español: Fenomenolog{a del espíritu, Fondo de Cultura Económica, México, 1 966,
pág . 1 9 1 J .

73
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

jor lo que él es. A través de esa actividad de collage que asocia un rasgo del ros­
tro con una particularidad psicológica, la fisiognomía construye sobre la conje­
tura y la abstracción el retrato de un hombre virtual que sin duda jamás existi­
rá. Se basa en el postulado de que el carácter es algo dado por la naturaleza, un
ser en sí que el propio hombre puede ignorar toda su vida que lo tiene, pero no
por eso carece de él. La disposición al robo marcada por tal forma de la nariz y
de la frente prima sobre la realidad afectiva de la existencia concreta del hom­
bre. Hegel cita a Lichtenberg: «Si alguien dijera que obras como un hombre hon­
rado, pero que yo veo por tu figura que te constriñes y que en el fondo de tu co­
razón eres un granuja, no cabe duda de que a estas palabras cualquier persona
decente replicaría hasta el fin del mundo con una bofetada». Paradoja molesta,
en efecto, que no detiene en nada las ambiciones de la fisiognomía: el ladrón no
es aquel que pasa al acto y se apropia de algún bien, sino el que, quizá sin haber
robado nunca nada, tiene, sin embargo, la disposición a hacerlo como lo sugie­
re tal indicio de su rostro. El ladrón no es pues necesariamente el que uno pien­
sa, y quizás el propio juez que envía al delincuente en prisión es aquel a quien la
naturaleza ha marcado más con el sello de la disposición a robar o a perjudicar
a otro, mientras que el ladrón, llevado posiblemente por circunstancias exterio­
res, está a salvo de esos signos.
La fisiognomía hace de la figura un destino psicológico, aun cuando la con­
ducta real del hombre sea una irónica desmentida a esos presupuestos. Hace del
rostro una confesión. La disposición al robo es el hecho insoslayable que capta
la atención después de la puesta en evidencia de tal signo en el rostro. Para ac­
tuar como ciencia, la fisiognomía pretende detenerse allí, observar solamente lo
observable, sustraer lo contingente, es decir al hombre inmerso en sus condi­
ciones de existencia. Un poco a la manera del hombre que perdió sus llaves y las
busca debajo de un farol porque sólo hay luz en ese lugar.
Finalmente, el hombre es para él mismo un perfecto desconocido si no so­
licita el saber de un fisiognomista; no puede tomar conciencia de sí ni modi­
ficarse, pues la disposición que está en él es el único criterio apropiado para
evaluar qué es. Una ilustración asombrosa de la propensión a establecer una
supremacía de los signos sobre la existencia realmente vivida aparece en una
anécdota legendaria que ofrece tantos argumentos a los fisiognomistas como
a sus adversarios más encarnizados. Los hechos son relatados por Cicerón:
«Zopiro se jactaba de percibir el carácter de las personas con base en su fiso­
nomía; que, en una reunión, habiendo Zopiro atribuido a Sócrates toda una
serie de vicios, suscitó con ello la risa de los demás, los cuales no reconocían
en Sócrates tales vicios, pero que el propio Sócrates fue en su ayuda dicien-

74
z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior

d o que esos vicios habían estado insitos en él, pero que los había alejado de sí
con ayu da de la razón».37
Pero justamente, si la fisiognomía no está en condiciones de ofrecer la reali­
dad efectiva del individuo, si pone en evidencia pretendidas disposiciones que
n un ca se manifiestan, no es más que una conjetura sobre el «aspecto», abierta al
más dis cutible absurdo. Su uso social suscita numerosas objeciones. Bajo la plu­
m a de R. Mucchielli, por ejemplo, se lee esta inquietante definición del carácter:
« E l carácter es una estructura constitucional, a nivel somatopsíquico, compues­
ta de p ropiedades, una estructura funcional cuya dinámica condiciona las for­
m as de comportamientos posibles. No se lo capta inmediatamente, pero se de­
du c e a partir de sus propiedades fundamentales».38 Unas páginas más adelan­
t e, el mismo autor especifica su pensamiento y afirma que «el análisis morfoló­
gic o parece el único capaz de evitar la incidencia de componentes históricos y
c ulturales de la personalidad, con el fin de aislar mejor el nivel caracterológico
propiamente dicho, según el objetivo buscado aquí». La empresa se vuelve real­
mente dudosa. Es difícil ver el interés de disolver a ese punto la noción ya ambi­
gua de «personalidad»; separada de sus raíces históricas y sociales, pierde toda
realidad. La abstracción del método caracterológico, y más específicamente fi­
siognómico, está aquí claramente reivindicada. El hombre concreto se diluye en
la determinación de un carácter puro, unificado a partir de un puñado de ras­
gos c o rporales, indiferentes a la singularidad del hombre como al medio social
y cultural en los cuales está inmerso. Sólo el hombre teórico parece tener impor­
t an cia a los ojos del fisiognomista.
Sucede lo mismo con la craneoscopía, la frenología de Gall o las diversas ca­
rac te rol ogías fundadas en la observación del cuerpo que pululan en el siglo XIX.
P a ra G all, las cualidades del alma están, cada una, alojadas en una morada del
cereb ro accesible a la palpación. Enumera veintisiete localizaciones que alber­
gan ve i ntisiete facultades morales, entre las cuales aparecen: espíritu metafísico,
s en ti d o de la mecánica, amor por la procreación, sentido de los colores, instin­
t o c a rn ívoro, astucia. Su discípulo Spurzheim, más inspirado, encuentra trein­
t a Y cinco. Crooke y Hoppe agregan el instinto de nutrición. Dumontier, al ob­
s � r va r que una saliente del cráneo falta en algunos suicidas, agrega una más: la
biofilia. Hegel ironiza también copiosamente acerca de la ambición de Gall de
que re r h ace r del espíritu «algo como un hueso». «La replica a semejante juicio
me d iante u na bofetada -dice-, a que nos referíamos a propósito de la fisiognó-
:;---
7· Cicerón, Tusculanus, Les Selles Lettres, IV,
pág. 37. [En español: Del Hado, México D. F., UNAM,
2005, pág. LXI.)
38 · M ucchielli, R., Caraceres et visages, París, PUF, 1 963, pág. S.

7i:;
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

mica, hace, ante todo, que las partes blandas pierdan su prestigio y sean despla­
zadas de su situación y sólo demuestra una cosa: que estas partes no son un en
sí verdadero, no son la realidad del espíritu -aquí, la replica debería ir, en rigor,
hasta hundir el cráneo de quien así juzga, demostrando así de un modo tan de
bulto como lo es su sabiduría que un hueso, para el hombre, no es nada en sí, y
menos aún su verdadera realidad afectiva».39 A través de esta crítica, Hegel re­
cuerda substancialmente que si el cuerpo es el hombre, el hombre es también
otra cosa además de su cuerpo. Éste no es la superficie de proyección inequívo ­
ca de una psicología o de sus inclinaciones. Tampoco el rostro. El cuerpo es un
lugar de ambivalencia para el hombre, a quien le presta su consistencia, y de de­
bate permanente con el medio social y cultural que lo modela.40
Sin embargo, la pereza del pensamiento que querría hacer de un rostro, de un
cuerpo o de un color de piel la señal pura y simple de una psicología o de una in­
teligencia está lejos de haber cedido. Las viejas teorías evolucionistas basaron en
la observación del rostro y del cuerpo su despreocupada certeza de la superiori­
dad moral e intelectual del hombre blanco, aquel que colonizaba en nombre del
«progreso» de las sociedades que juzgaban poco evolucionadas o inferiores. Los
«arios» justificaron su derecho de supremacía sobre los «semitas» por una idén­
tica mística del cuerpo, y todavía hoy, el racismo cotidiano se apoya en lo que se
ha llamado el «delito de portación de cara» o en la búsqueda de «facies».41
A imagen del racismo, la fisiognomía hace del hombre un producto dedu­
cible de la conformación de sus rasgos y su cuerpo. Naturaliza diferencias so­
ciales e individuales, las desigualdades entre clases sociales o entre pueblos. La­
vater también naturaliza las oposiciones de sexo. No tiene una opinión eleva­
da de ellas y confiesa, además, que las frecuenta poco: «Muy pocas veces tengo
la ocasión de conocer a las mujeres allí donde deberían ser estudiadas y conoci­
das, es decir en el espectáculo, el baile o el juego. En mi primera juventud, casi
huía de las mujeres y nunca estuve enamorado».42 Diserta durante varias pági-::
nas, no obstante, sobre la inferioridad innata de las mujeres: «Son como el refle-

39. Hegel, op. cit. Sur la phrénologie: Georges Lanteri-Laura, op. cit. [En español: La frenología.
Fenomenología del espíritu, op, cit.] .
40 . Le Breton, D., Corps et sociétés, París, Méridiens-Klincksieck, 1985; Sociologie du corps, París,
PUF, 1992 . [En español: La sociología del cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002) .
4 1. N. de T.: El término médico francés •ifacies» («facies» en español) designa originalmente, como
en español, el aspecto del semblante en cuanto revela alguna alteración o enfermedad del or·
ganismo. Pero se lo utiliza vulgarmente en francés con la misma connotación segregaci oni sta
que «portación de cara»: «délit de facies» (que lleva en el rostro las señas del «Otro», del « dife·
rente»). (Las itálicas son mías) .
42. Lavater, J. G . , op. cit. pág. 1 86.

76
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior

jo del hombre, presa del hombre, para ser sometidas al hombre, para consolarlo
co mo los ángeles, para aliviar sus penas; su felicidad es tener hijos y criarlos en
la fe, la esperanza y el amor».43
Lavater toma como testigo al lector: «Examina, tú que quieres estudiar al
h ombre, examina la superioridad de una figura humana sobre otra. Aunque el
padre de todos haya formado toda la raza de los hombres con la misma sangre,
la igualdad natural de los hombres es uno de los prejuicios más imperdonables
de un frío entusiasmo y que no hace más que afectar a la bondad».44 Esas des­
igualdades entre los hombres tienen una base natural, y Lavater denuncia a los
hombres de su tiempo que priorizan la educación en la formación individual.
A sus ojos, el hombre no se construye socialmente, es el puro producto de una
esencia biológica de origen. «Conozco pocos errores más groseros, más palpa­
bles, que aún hoy son sostenidos y alimentados por espíritus superiores, que el
de hacer depender todo en el hombre de la educación, de la instrucción, de los
ejemplos, y no de la conformación primitiva; y el de creer, en consecuencia, que
ésta es la misma en todos los individuos . . . Los rasgos y las configuraciones, las
disposiciones morales, se transmiten por sucesión. Después de las proposicio­
nes que hemos demostrado hasta ahora, ¿quién puede aún dudar que hay ar­
monía entre los rasgos y configuraciones hereditarias y las disposiciones mora­
les recibidas por la misma vía?».45 La fisiognomía se plantea como uno de los ca­
pítulos de una antropología decididamente física que acosa al hombre a través
de los signos que dispensan sus rasgos, su ángulo facial, sus antropometrías, su
índice cefálico o la forma de su cráneo. El siglo XIX se caracteriza por una ob­
sesión de clasificar que disimula mal su voluntad de discriminar abiertamente
Y de justificar en nombre de la ciencia las desigualdades sociales o los empren­
di mientos coloniales.
Al querer basarse únicamente en la observación, los científicos privilegian
criterios mesurables a los que otorgan una importancia decisiva, y los dotan de
u n im aginario al que todos los prejuicios de la época concurren para celebrar la
p erfe cció n del hombre blanco. Más aún los escrúpulos de las clases cultivadas
del viej o mundo que dan vida a tales teorías y celebran interiormente una pro­
vid en cia que los depositó en la cima de la jerarquía social y racial, dotándolos
de tod as las virtudes físicas y morales. De ese modo, Lavater explica sin falsos
p u d o res que «nadie será buen fisiognomista si no está bien hecho . . . Así como
l os ho mbres más virtuosos juzgan mejor la virtud y los más justos, la justicia,

43 . Ibídem, pág. 1 88.


44. Ibídem, pág. 76.
4s . Ibídem , págs. 59-60.

77
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

las mejores fisonomías pronuncian las mejores sentencias acerca de lo bueno, lo


bello, lo noble de las fisonomías humanas y, en consecuencia, sobre lo que tie­
nen de innoble y defectuoso. La escasez de hombres bien hechos es en efecto
una de las razones por las cuales la fisiognomía tiene tan mala reputación, y se
encuentra expuesta a tantas dudas . . . No se aventura en el santuario de la fisiog­
nomía quien tiene el alma mal construida, la frente enmarañada, los ojos torci­
dos, la boca contrahecha». En otra parte, no menos desorientado y enternece­
dor, Lavater escribe: «Me atrevo a sostener que casi todos los malos la comba­
ten. Y si hay uno de éstos entre quienes quieren tomarla bajo su protección, se
puede suponer que tiene razones particulares y fáciles de comprender para ha­
cerlo. Pero, alguno se preguntará: ¿Por qué la mayoría de los malos se declaran
públicamente en contra de la fisiognomía? -¿Por qué? Porque creen en ella se­
cretamente; porque no tienen la fisonomía que tendrían si fueran gente de bien,
si tuvieran la conciencia tranquila y feliz».46
De tal modo, el Otro, ya sea indígena del interior (campesino, obrero, vaga­
bundo) o de comarcas más lejanas, es necesariamente feo y de inteligencia po­
bre, como lo determinan a su gusto las diferentes fisiognomías eruditas o los in­
numerables índices corporales que se suceden y rivalizan en el transcurso del si­
glo para llegar a probar científicamente la belleza y la inteligencia de quienes los
inventan. Al instalar sus prejuicios antes que cualquier observación, y hablar de
ellos mismos para plantear como absolutos los criterios que los definen, funda­
mentan, de hecho «científicamente», un estudio sobre el imaginario del Otro.
Son, sin saberlo, los cobayos de un dispositivo experimental que no compren­
den. Su teoría se asemeja a tareas de Rorschasch donde se revelan todas las fan­
tasías que los habitan.

La cara del Otro

El Otro siempre es indiscutiblemente feo. A falta del apoyo de una teoría más
erudita, el prejuicio fisiognomista funciona y describe a los hombres de otros es­
pacios con los rasgos más grotescos, como si la naturaleza se hubiera encarniza­
do en desacreditar su obra más allá de las fronteras. Los relatos de viajeros abun­
dan en retratos poco halagüeños. F. Bernier, un «buen hombre», habiendo reco­
rrido un poco el mundo, propone en Le fournal Des Scavants del 24 de abril de
1648, una tipología de las razas humanas que pudo conocer, sin duda una de las
primeras de una siniestra posteridad. La primera especie incluye a los hombres
46. Ibídem, pág. 1 1 .

78
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 La cara del Otro

del viejo continente y de una parte de África y Asia. La segunda es la de los afri­
canos : «Lo que da lugar a establecer una especie diferente, es: 1) sus labios grue­
s os y nariz aplastada . . . 2) La negrura que les es esencial y cuya causa no es el
cal or del sol, como se piensa . . . 3) Su piel, que es como aceitosa, lisa o pulida. 4)
sus tres o cuatro pelos de barba. 5) Sus cabellos, que no son propiamente cabe­
llos, sino más bien una especie de lana que se acerca al pelo de alguno de nues­
t ros perros Barbet . . . ». La tercera especie es la de los japoneses: « Verdaderamente
blancos: pero tienen espaldas anchas, el rostro plano, la nariz aplastada, peque­
ños ojos de cerdo, alargados y hundidos, y tres pelos de barba». Luego vienen los
lapones: «Son feos animales». Y finalmente, los americanos, que aunque tengan
«el rostro formado de una manera diferente al nuestro», F. Bernier no encuentra
ninguna razón para hacer de ellos una raza diferente a la primera.47
Mientras menos se valorizan la «especie» o la «raza», menos se define la fi­
gu r a humana en la descripción de esos hombres que a los ojos de tales obser­
vadores parecen usurpar su nombre por su fealdad y características bestiales.
Otro ejemplo es Buffon, adversario de la fisiognomía, sin embargo, ya que juz­
ga absurda la reducción de lo moral a lo físico, pues «el alma no tiene forma que
pueda ser relativa a ninguna forma material, no se la puede juzgar por la figu­
ra del cuerpo ni por la forma del rostro». Pero su pluma trata a los hombres de
sociedades alejadas con el prejuicio fisiognómico que aún ahora es el hilo con­
ductor de las percepciones racistas para describir al Otro a través de atributos
físicos que también son juicios de valor. Las líneas de Buffon no están descon­
textualizadas cuando describe, por ejemplo, a esos hombres «cuya fisonomía es
tan salvaje como sus costumbres. Esos hombres que parecen haber degenerado
de la especie humana, siguen siendo numerosos y ocupan vastas comarcas ( . . . )
Los salvajes que están al Norte de los esquimales ( . . . ) se parecen a esos groen­
l an d eses ( . . . ) su rostro es ancho y plano; tienen la nariz aplanada, pero sus ojos
son más grandes que los de los lapones. Esos pueblos no sólo se asemejan por la
fe al dad , la baja estatura, el color del cabello y de los ojos, sino que también tie­
ne n más o menos las mismas inclinaciones y costumbres. Todos son igualmen­
t e groseros, supersticiosos, estúpidos». Son todas observaciones que confortan
ª Lavater y se suceden bajo la pluma de Buffon desde el momento en que habla
de co mu nidades humanas distantes en todos los aspectos del modelo europeo.
P ara dar una razón a una fealdad a tal punto generalizada, evoca una teoría de
l a de ge
ne ración según la cual la proximidad de los polos o del ecuador sería ne­
fa st a para los hombres y alteraría su naturaleza. En su descripción del hotento­
t e l a ani
, malidad del rostro compite con la de su humanidad. A Buffon le cuesta
4 7 Texto citado en Poliakov, León, Le mythe aryen, Bruxelles, Complexe, 1 987, pág. 1 64.
·

79
ROSTROS. Ensayo antropológico j David Le Breton

creer que el europeo tenga el mismo origen que ese hotenote cuya infinita feal­
dad está en armonía con su existencia bestial: «La cabeza cubierta de cabellos o
de una lana crespa, el rostro cubierto por una larga barba y más arriba, por dos
crecimientos de pelo todavía más groseros que, por ser largos y salientes, acor­
tan la frente y le hacen perder su carácter augusto, y no sólo ocultan los ojos en
la sombra, sino que también los hunden y redondean como los de los animales;
labios gruesos y prominentes, nariz plana, mirada estúpida y hosca, las orejas,
los miembros y el cuerpo velludos, la piel dura como cuero negro o curtido, uñas
largas, gruesas y mugrientas, la planta de los pies callosa y córnea, y por atribu­
to sexual, mamas largas y colgantes hasta las rodillas; los niños se revuelcan en
la basura y se desplazan en cuatro patas; padre y madre sentados sobre sus talo­
nes, horribles, cubiertos de una costra apestosa. Y este esbozo del salvaje hote­
note es todavía un retrato piadoso, pues hay hombres en un estado de naturale­
za más lejano a nosotros que el del hotenote».48
La cabeza simiesca del hotenote, a los ojos de Buffon, impide el privilegio de
un rostro del que, a la inversa, puede enorgullecerse el europeo. Sin embargo,
aunque el propio Buffon percibe una semejanza entre el hotenote y el simio, no
llega a concluir que pertenecen a la misma especie. «El intervalo que los separa
-escribe- es inmenso, porque su interior está ocupado por el pensamiento, y su
exterior, por la palabra». Por mucho tiempo, en el transcurso de los siglos XVII
y XVIII, el debate será apasionado acerca de la humanidad o de la animalidad
del simio y del hombre africano, en el momento en la exploración del Nuevo
Mundo y de África disipa las antiguas leyendas, pero confronta la vieja Europa
a pueblos infinitamente más cercanos, pero en las antípodas, cuyo origen pare­
ce ambiguo y marca para los contemporáneos una especie de lazo entre el hom­
bre y el animal.49 El simio y el africano reunidos, según los observadores, por la
conformación horrorosa de su cara, suscitan la pregunta sobre si hay que colo­
carlos en los límites de la humanidad o de la animalidad o separarlos, como lo
hace Buffon, en nombre de la palabra y del pensamiento, que alejan al segundo
de ese dudoso parentesco. En el Nouveau dictionnaire de l'histoire naturelle . . . .

editado entre 1816 y 1819, Virey, en el artículo «Hombre», también escribe so­
bre el africano que «SU conformación se acerca inclusive un poco a la del oran­
gután. Todo el mundo conoce esta especie de hocico que tienen los negros, esos
cabellos lanosos, esos gruesos labios tan inflados, esa nariz ancha y plana, ese

48. Buffon, G., Histoire naturelle, générale et particuliere, París, 1 833, t. 1 4, págs. 22-23 (primera
edición: 1 749- 1 788).
49. Véase para este tema Tinland, Frank, I:homme sauvage. Homoferus et homo sylestris, París, Pa­
yot, 1 968.

80
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 La cara del Otro

mentón retraído, esos ojos redondos y salientes que los distinguen y que los ha­
rían reconocibles a primara vista aunque fueran blancos como los europeos. Su
frente es corta y redonda, la cabeza se comprime hacia arriba, los dientes están
d ispuestos oblicuamente hacia fuera . . . Todas estas características muestran real­
mente un matiz hacia la forma de los simios, y así como es imposible ignorar­
la en lo físico, también se percibe en lo moral». (Tomo XV, pág. 167). La Enci­
clopedia de Diderot y D'.Alembert incluye los mismos estereotipos en el artículo
«Negro»: «No sólo su color los distingue, sino que también difieren de los otros
h ombres por todos los rasgos de su rostro, nariz ancha y plana, labios grues9s
y lana en lugar de cabello. Parece que constituyen una nueva especie de hom­
bre. Si uno se aleja del ecuador hacia el polo antártico, la negrura se aclara pero
la fe aldad persiste . . . ».
Podría hacerse el inventario interminable de tales descripciones edificantes
que sólo ven en el rostro humano del Otro una «trompa» marcada por huellas
difusas de animalidad, ya sea que hablen de «negros», japoneses, chinos, lapo­
nes. Y sobre todo, el hotenote, espantajo absoluto de esa humanidad triunfante
que denomina al mundo a su gusto. El rostro es un atributo que debe merecerse,
y pocas comunidades humanas pueden estar orgullosas de poseerlo. Una espe­
cie de escala creciente de fealdad y bestialidad divide las «razas» a medida que se
alejan del hombre blanco europeo. El rostro es el revelador más significativo de
una condición que jamás se percibe como común entre los grupos humanos di­
ferentes y similares, sino que procede más bien de la degeneración de un mode­
l o planteado como ideal irrefutable. En definitiva, el Otro, más que Otro, es una
degradación física y moral, una deformación progresiva del modelo original que
l o hace cada vez más irreconocible. La jerarquía racial se basa paradójicamente
en esas tipologías, sirviéndose de una escala de deterioro de la semejanza.
En su obra, Lavater cita varias páginas de Buffon sobre Winckelman, muy
edifi cantes al respecto, quien piensa que «la boca sobresaliente y abultada que
lo s neg ros tienen en común con los simios en su país es un crecimiento exage­
rado y un tumor ocasionado por el calor de su clima . . . »; dice Paw que se asom­
b ra «de la vehemencia de los americanos por hacerse feos y desfigurarse . . . Se
h an visto allí salvajes con cabeza piramidal o cónica, cuya cima se terminaba en
p unta; otros con cabeza plana, con una frente ancha y la parte trasera aplasta­
d a . . . Se vieron canadienses que tenían la cabeza perfectamente esférica: aun­
que la forma natural de la cabeza del hombre se acerca más a la figura redonda;
e s os salvajes de los que hablamos, a causa de su monstruosidad, de sus cabezas
de h ola, no dejan de ser chocantes por tener esa parte demasiado redondeada.
Tal e s monstruosidades violan el plan original de la naturaleza, al que no se pue-

81
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

de quitar ni agregar nada sin que resulte un defecto esencial que desluzca toda
la estructura del animal. Lavater también cita a Lenz, quien encuentra singular
«que los judíos lleven en ellos, en cualquier lugar del mundo, la característica
de Oriente, su parte en común; quiero decir, el cabello corto, negro, crespo y la
tez oscura . . . Creo que los judíos tienen en general más amargura que los otros
hombres. Considero también la característica nacional del rostro judío: el men­
tón puntiagudo y labios gruesos con la línea central bien marcada».5º
La fisiognomía erudita de Lavater tampoco deja de lado los prejuicios de su
tiempo con respecto a los otros del interior (obreros, campesinos) y a los otros
más lejanos. Las «fisiognomías nacionales» que construye no se distinguen en
nada de las descripciones de los viajeros o de los naturalistas de su época. Inclu­
sive los cita con regularidad para apoyar sus demostraciones. «En efecto, el sen­
tido común se rebela -dice- contra quien quiere sostener que Leibniz y Newton
tuvieron quizás la fisonomía de uno de esos imbéciles de nacimiento que no
pueden caminar con paso firme, fijar una mirada observadora, comprender, ni
siquiera enunciar razonablemente la menor proposición abstracta; que uno de
esos hombres ilustres concibió la Teodicea en un cerebro parecido al del lapón,
y que el otro sopesó los planetas y dividió los rayos del sol en una cabeza como
la del esquimal, que no puede contar más allá de seis, y que le parece innumera­
ble todo lo que supera esa cifra».51 Con respecto a los franceses, dice que los re­
conoce por los dientes y la risa; al italiano «por su nariz, ojos pequeños y men­
tón saliente; al inglés por su frente y sus cejas; al holandés, por la redondez de
su cabeza y sus cabellos lacios; al alemán por los surcos y pliegues que rodean
sus ojos y marcan sus mejillas; al ruso por sus labios rechonchos, su cabellera
blanca o negra».52

La pasión por las tipologías

Como hemos visto con Gall, la cara, la cabeza, fueron en el siglo XIX objeto
de mediciones incesantes par clasificar, jerarquizar los grupos sociales o las co­
munidades humanas dispersas a través del mundo o del tiempo, y transforma­
das en «razas». Camper calcula el ángulo facial que deduce de la intersección de
una línea que parte del orificio de la oreja hasta la base de la nariz y otra que par­
te de la frente y llega a la parte más avanzada del mentón. El ángulo que resulta

50. Lavater, J. G., op. cit. págs. 1 60- 1 62.


5 1 . Ibídem, pág. 7.
52. Ibídem, pág. 1 52.

82
:z, DEL ROSTRO ALA FIGURA: LASMARCASDELA FISIOGNOMIA 1 Los estigmas del «criminal innato»

de la unión entre esas dos líneas, visto el rostro de perfil, es proporcional, según
campe r, a la inteligencia y dignidad del hombre. Tal ángulo disminuiría nega­
tivam ente del hombre griego al africano. «Parece -dice Camper- que la propia
naturale za se hubiera servido de ese ángulo para marcar los diversos grados en
el reino animal y establecer una especie de escala ascendente, desde las especies
i n fe rio res hasta las más bellas formas que se encuentran en nuestra especie. De
es e m odo, se verá que los pájaros ofrecen el ángulo más pequeño, y que ese án­
g u l o se hace cada vez más amplio a medida que el animal se acerca más a la for­
ma humana. Por ejemplo, entre los simios, hay una especie en la cual el ángulo
facial es de 42º, en otro de la misma familia, que es uno de los simios más pare­
cido s al hombre, ese ángulo es de 50º. Inmediatamente después, viene la cabeza
del ne gro africano que, como la del calmuco, presenta un ángulo de 70°. Final­
mente, en la cabeza de los hombres de Europa, el ángulo es de 80º. De esa dife­
rencia de 10º depende la belleza más grande del europeo, lo que se puede llamar
belleza comparativa. En cuanto a esa belleza absoluta que nos asombra tanto de
algunas obras de la estatuaria antigua (como la cabeza de Apolo y la Medusa de
Sisocles), resulta de un ángulo que, en ese caso, alcanza más de 100º».53 Muchos
ot ros «eruditos», preocupados por no perder el tren y dejar su nombre a la pos­
t eridad, se dedican a proponer su propio cálculo del ángulo facial: Blumenbach,
Cuvier, Broca, Geoffroy Saint-Hillaire, Daubenton, Owen, etcétera. Llegan a re­
sultados similares, disminuyendo o aumentando, según los casos, el número de
razas consideradas y la jerarquía en la que estas entran. Otros miden la capaci­
dad física del cráneo, el índice cefálico (medida del cociente a partir de la parte
más ancha por la más larga de la cabeza), etcétera.54

Los estigmas del «criminal innato»

E l pensamiento de Lombroso a fines del siglo XIX es también un pensamien­


t o b iológ ico, pero más que sobre «razas», trata sobre categorías sociales: delin­
c u e nte s, criminales, ladrones, prostitutas y revolucionarios, transformadas en

53. C i t ad o
por Kremer-Marietti, Angele, «l.anthropologie physique et morale en France et ses
i mplic ations idéologiques», en Britta Rupp-Eissenreich, Histoire de lánthropologie, XVI'-XIX'
siécle, París, Méridiens-Klincksieck, 1 984, págs. 328-329.
54· Ace rca de esta
obsesión por medir y clasificar, remitimos al artículo de A. Kremer-Marietti ya
c itado; a Fresco, Nadine, «Aux beaux temps de la crinioscopie», Le Genre Humain, nº l , 1 98 1 ;
Poli akov, León, muestra e n L e mythe Aryen, op. cit., las apuestas políticas nacidas de esas teo­
rí as que se fundaron en el crecimiento de un imaginario de la raza y de un imaginario bioló­
gico.

83
ROSTROS. Ensayo antropológica 1 David Le Breton

categorías absolutas. Se puede nacer criminal o ladrón, es una fatalidad orgáni­


ca contra la cual la sociedad sólo puede defenderse encerrando lo antes posible
al hombre susceptible de dañar. El criminal innato es una naturaleza, y todo en
su ser lo refleja, no sólo su rostro marcado por una serie de estigmas, sino tam­
bién el volumen de su cerebro, su peso, conformación, circunvoluciones, y por
supuesto, la forma de su cráneo, propicia a albergar numerosas anomalías. Éstas
también se presentan en el sacro, el olécranon, las vértebras, el hígado, el bazo,
el estómago. Se verifican además por tatuajes y escarificaciones. La mínima por­
ción física del criminal es susceptible de revelar la biología insana que lo condena
sin indulgencia a ser lo que es. Punto por punto, Lombroso justifica su antropo­
metría por el análisis de decenas o centenas de casos y por una obsesión sinies­
tra por las autopsias. Las vísceras son pesadas, analizadas, descriptas. Sistemáti­
camente, Lombroso compara las respectivas medidas promedio de los «crimi­
nales», de los «locos», de los «bárbaros» y de los «buenos hombres», todas cate­
gorías indiscutibles para él, lo cual, en ciertas páginas de sus obras, confiere la
connotación de un humor negro que se vuelve fácilmente insoportable. Así, uno
aprende, por ejemplo, que «Se ve el doble de criminales que de hombres corrien­
tes capaces de ruborizarse . . . Para comprobar algo análogo, hay que descender
hasta los idiotas de la última categoría y a los grupos salvajes más groseros».55 O
bien, al comparar las arrugas de «doscientos criminales y doscientos normales»,
las encuentra más precoces en los criminales, especialmente la arruga zygomá­
tica (situada en el centro de cada mej illa), que se suele llamar la arruga del vicio,
característica de los criminales».56 O también, al observar las mandíbulas, «com­
prueba el mayor diámetro de la mandíbula en los asesinos y pequeños delincuen­
tes, el menor en rateros y homicidas; no está desarrollada en los locos, salvo en
los que están afectados por obsesiones impulsivas».57 Al comparar «quinientos
buenos hombres y quinientos criminales», pone en evidencia que «los cabellos
negros y castaños son más frecuentes en los criminales, mientras que los rubios
son inferiores a un tercio. El máximo de negros se encuentra entre los incendia­
rios y ladrones; el mínimo en los violadores; el máximo de trigueño se encuen­
tra en los ociosos, en los que hieren, en los ladrones de caminos; los rubios son
mayoría sólo en la violación y en la estafa. Los pelirrojos (a pesar de lo que di­
gan los proverbios) son muy poco frecuentes».58 También habría que citar pági­
nas enteras para ilustrar la pasión biológica de Lombroso, como la de numero-

55. Lombroso, I.:homme crimine/, París, 1 895, pág. 355.


56. Ibídem, pág. 206.
57. Ibídem, pág. 2 1 5.
58. Ibídem, pág. 227.

84
z. DEL ROSTROA LAFIGURA:LASMARCASDELAFISIOGNOMIA I Losestigmasdel«criminalinnato»

sos autores de la época, que lo lleva a acosar hasta las células del criminal, prue­
ba última de la fatalidad que lo ha llevado al vicio. Si bien lo refutan numerosos
investigadores de su tiempo, como Tarde, Baer y Manouvrier, que le reprochan
espe cialmente el hecho de fundar sus teorías en hechos aislados y ocultar la in­
fluencia de la educación y del contexto social y cultural en la historia de los in­
divi duos, su pensamiento goza en esa época de un prestigio considerable.
En el prefacio de Ehomme crimine[, Lombroso matiza una afirmación que
rep ite frecuentemente: la presencia de numerosos estigmas en el rostro y en el
cuerpo del delincuente. Dice, un poco como Lavater para olvidar igualmente
rápido tales complicaciones en su sistema, que el criminal puede tener un ros­
tro agradable, del mismo modo que un ciudadano honesto puede tener rasgos
marcados. Sin embargo, las estadísticas para él son formales, la probabilidad de
encontrar estigmas en el delincuente es grande. «En resumen -dice-, la fisiog­
nomía típica de los criminales se encuentra por excepción en el hombre hones­
to, y casi regularmente en el deshonesto. Ciertos individuos que yo creía hones­
tos, o que debían parecerme tales, y que tenían más de una característica crimi­
nal, luego de algunos años de observación, me revelaron en ellos una <.:riminali­
dad latente que necesitaba sólo la ocasión para desarrollarse».59
Para Lombroso, la anomalía social, por ejemplo el hecho de robar, matar, pros­
tituirse o vagabundear, se desdobla en las anomalías físicas: los estigmas que se­
gún él se diseminan profusamente en el cuerpo del criminal. La conducta está
completamente trazada en la conformación del rostro. Si la criminalidad es na­
tural, está inscripta en la biología. Cada órgano, comenzando por el rostro, es
un indicio inevitable de ello. Lombroso se enorgullece de develar las señales de
criminalidad en el niño pues se anuncian sin ninguna discreción en su rostro,
p ara gran alivio del criminólogo cuyos sentimientos, de este modo, casi no aflo­
ran. ¿Cómo reconocer a un ladrón de un asesino, a un vagabundo de un tram­
p oso? Lombroso propone retratos. Su pasión biológica, suavizada en las prime­
ras líneas, como siempre, lo lleva al extremo de una lógica absurda: «Acerca de
la fisiognomía de los criminales -dice primero- circulan ideas en su mayoría fal­
s a s . Los novelistas muestran hombres de aspecto horroroso: barba hasta en los
ojos y la mirada fulgurante y feroz. Otros observadores, por ejemplo Casper, van
d e un exceso al otro y no encuentran ninguna diferencia entre ellos y el hombre
normal. Unos y otros se equivocan».60 Lombroso construye con algunos ras­
go s cho cantes la imagen de una humanidad criminal dividida en varias especies
bi oló gica y, sobre todo, visualmente muy bien diferenciadas: «En los violadores

5 9 . Ibídem, pág. 59.


60 . Ibídem, pág. 220.

85
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

(cuando no son imbéciles), casi siempre los ojos son salientes, de fisonomía de­
licada, con labios y párpados voluminosos. La mayoría son frágiles, raquíticos y
a veces jorobados . . . Los asesinos, los ladrones violentos tienen el cabello crespo,
el cráneo deformado, mandíbulas fuertes, cigomas enormes y frecuentes tatua­
jes; están cubiertos de cicatrices en la cabeza y en el tronco. Los homicidas habi­
tuales tienen la mirada vidriosa, fría, inmóvil, a veces sanguinaria e inyectada;
la nariz a menudo ganchuda como en las aves de presa, siempre voluminosa; las
mandíbulas son robustas, las orejas largas, los pómulos anchos, cabello crespo,
abundante y oscuro. Frecuentemente, la barba es escasa, los dientes caninos es­
tán muy desarrollados, los labios son muy finos. A menudo tienen nistagmos y
contracciones en un lado del rostro, que muestran el nacimiento de los dientes
caninos, como en señal de amenaza. Una gran cantidad de falsificadores y esta­
fadores que he podido estudiar tenían una fisonomía que mostraba una bondad
singular, algo de clerical. . . con rostro pálido, mirada azorada u ojos muy peque­
ños, nariz atravesada, a menudo con pérdida precoz de cabello y cara de mujer
anciana . . . En general, muchos criminales tienen orejas sobresalientes, cabello
abundante, barba escasa, seno frontal y mandíbulas enormes, mentón cuadra­
do y saliente, pómulos anchos, gesticulación frecuente. En suma, del tipo de los
mongoles, y a veces, de los negros».61 La monstruosidad física refleja la mons­
truosidad moral. Lombroso está obsesionado por la idea de una degeneración
del criminal y la de una división no menos equívoca de las «razas».
Como muchos contemporáneos de Lombroso, Gabriel Tarde también hace
del rostro un elemento convincente que el policía no debe despreciar. «Dado un
hombre que presenta el característico tipo físico criminal, ¿diremos que eso bas­
ta para arrogarnos el derecho de imputarlo de un crimen cometido en el vecin­
dario? Ningún antropólogo serio se ha permitido tal burla. Pero hay que hacer
una reserva a título de indicio quizás, pero sólo de indicio: los rasgos acusadores
deben tomarse en consideración».62 En su voluntad de identificar lo inasible del
hombre con la fatalidad de un signo positivo de lo que moralmente es él a tra­
vés del rostro y de la forma del cuerpo, la antropología física del siglo XIX (to­
davía hoy en ciertas formas del racismo) no duda en encerrar al hombre en una
armazón de carne donde basta verlo para conocerlo; lo físico es el simple calco
de lo moral. Hace un inventario de categorías abstractas: las diferentes «razas»,
el «hombre criminal» o el «hombre inteligente» de Lombroso, con las que de­
termina especies biológicas cuyas reglas de funcionamiento se leen en los rasgos
del rostro, la conformación del cráneo o el índice cefálico. Esa fantasía de con-

6 1 . Ibídem, págs. 22 1 -222.


62. Tarde, G., La criminalité comparée, París, 1 890, págs. 20-2 1 .

86
.z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FlSIOGNOMlA 1 Bajo la figura, el rostro

trol sobre el otro no escapa a Balzac que formula, siguiendo la huella de Gall y de
Lavater, una prefiguración de los trabajos que serán una moda en la última par­
te del siglo, especialmente en torno a la escuela de Lombroso: «Las leyes de la fi­
siognomía son exactas -escribe en las primeras páginas de Un asunto tenebroso­
no sólo aplicadas al carácter, sino también por lo que respecta a la fatalidad de la
existencia. Hay fisonomías proféticas. Si fuera posible (y esta estadística viviente
es de gran importancia para la sociedad) tener un dibujo exacto de los que pere­
cen en el patíbulo, la ciencia de Lavater y de Gall probarían incontestablemen­
te que había en la cabeza de todos estos individuos, hasta en la de los inocentes,
extraños signos. Si, ¡la fatalidad pone su sello en el rostro de quienes tienen que
m orir de cualquier muerte violenta!».63 Se trata de una asociación entre la belle­
za y la virtud o entre la fealdad y la degeneración, según representaciones pro­
pias de esos hombres de la burguesía que dirigen hacia los «salvajes» o hacia las
clases más pobres una mirada de entomólogo poco interesado en la compren­
sión sociológica por la suerte que les ha tocado. Se naturaliza la diferencia so­
cial o cultural, encuentra sus raíces en alguna inferioridad biológica nativa que
no deja otra opción que la miseria o el vicio. Esta fisiognomía bien pensante se
acerca a la caricatura, pero es inconsciente de tal afinidad.64

B ajo la figura, el rostro

En las tipologías del siglo XIX anteriormente evocadas o en las teorías de la


Escuela criminal italiana dirigidas por Lombroso, el rostro es ocultado, reduci­
do a un tipo abstracto; sin embargo, se privilegia la cabeza (nadie tiene la idea
de medir la mano o el pie). É sta sirve para fundamentar jerarquías o clasificacio­
nes recurriendo a las mediciones más insólitas. Para Camper, Blumenbach, Cu­
vier y otros, se trata de dar la apariencia de un fundamento científico al racismo
Y de justificar así la labor colonizadora por la demostración de la fealdad y de la
poca inteligencia de los pueblos sometidos o a someter. El racismo se apoya en
u na ideología corporal: hace del otro una «cabeza de turco», es decir, un anóni­
mo sin rostro, que lleva los estigmas de una raza despreciada. Las actitudes ra­
cist as son herméticas a todo razonamiento y a menudo refractarias a la expe-

63 . De B alzac, Honoré, Une ténébreuse affaire, La Plédiade, t. 7, París, Gallimard, pág. 448. [En es­
pañol: Un asunto tenebroso, Buenos Aires, Salvat, 1 969) .
6 4. H izo además al destino de la historieta, cf. Corbeau, Jean-Pierre, «Crises sociales et stigmati­
sati on du visage, Le visage dévisagé: de la séduction humanie a la représentation divine», Art
et thérapie, número especial, n º 40-4 1 , 1 99 1 .

87
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

rienda. A partir del siglo XIX, el racismo se funda en creencias biológicas emi­
nentemente cambiantes de una época a otra, e incluso de un «teórico» a otro,
pero obtiene así una fuerza de convicción más afirmada, y un aspecto de legiti­
midad apoyado en su relación con la fantasía. El racismo 'erudito no se distin­
gue en nada del racismo que repite los prejuicios de la «impresión fisiognomis­
ta». Lo hemos visto. El racismo procede de una fantasmática del cuerpo y del
rostro. La «raza» (o el «criminal» en Lombroso) es un don gigantesco que hace
de cada uno de los miembros que supuestamente la componen, un eco incansa­
blemente repetido. La historia, la cultura, la diferencia individual son borradas
en provecho de la fantasía de un cuerpo colectivo subsumido en el nombre de
raza. Es un pensamiento esencialista, reacio a la experiencia, que lleva a un ab­
solutismo de sus categorías (el judío, el árabe, etcétera.) y rechaza toda confron­
tación a la complejidad infinita del mundo.
El método de denigración se apoya en un ejercicio perezoso de clasificación
según rasgos físicos fácilmente identificables (al menos para los racistas) a los
que se asocia inmediatamente una serie de calificativos morales. La diferencia
muta en estigma. El cuerpo extranjero se vuelve cuerpo extraño. La presencia
del Otro desaparece tras la más i�ntificable de su cuerpo y su rostro. Ese Otro
es un artefacto de su cuerpo. La anatomía es su destino. El ser del hombre res­
ponde únicamente al despliegue de su carne. Cartesiano disidente, el racista ya
no otorga sus títulos de nobleza al espíritu sino al cuerpo y al rostro. Allí donde
los signos físicos no aparecen para operar las discriminaciones, despliega cau­
dales de ingenio. De ese modo, durante el período nazi, para identificar a los ju­
díos, los médicos proceden a eruditas mediciones de la nariz, de la boca, de la
dentición, del cráneo. La estrella amarilla que llevaban a la vista de todos lleva
esta lógica a su fin. El «judío», que difícilmente se reconoce por lo físico a pesar
de las caricaturas y descripciones antisemitas, es señalado inequívocamente ante
los otros por una marca exterior. Al racista le gusta esa evidencia que lo confir­
ma en su certeza de que el mundo es simple y transparente, y de que una perte­
nencia racial se inscribe en la carne del rostro (más bien en el aspecto).
La denigración del Otro conlleva la imposibilidad de verlo a través de su ros­
tro, es decir, ver su singularidad de hombre: hay una «cara fea», «Un cabeza de
turco», «una trompa», «un hocico», «un cara de culo», «un facies». El envileci­
miento del Otro lleva consigo la bestialización de un rostro degradado al rango
de estigma. Al hombre que sólo es merecedor del desprecio del racista, se le re­
húsa la dignidad elemental del rostro. Una categoría negativa lo define en hue­
co, y ya indica la conducta a observar con respecto a él. Primero, hay que supri­
mir la humanidad de su rostro para autorizarse a despreciarlo, a la vez que la

88
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Bajo lafigura, el rostro

p os ibilidad del desprecio quita al otro la oportunidad del rostro. El racismo po­
d ría definirse casi de modo elemental por la negación del rostro del Otro, en la
medid a en que a este se lo priva de su diferencia infinitesimal para transformar­
se en representante anónimo cristalizador en sí mismo de una categoría odiada.
El O tro es de otra orilla, de otra especie, de otra naturaleza, su trompa obede­
ce a un tipo. Y el individuo, privado de rostro para decir su diferencia, se redu­
ce a su categoría. Una indeterminación deliberada lo instala bajo rasgos siempre
i dé nticos, le prohíbe aparecer con su rostro singular. Sólo se le otorga, como en
un a especie de caridad interesada, esa figura hueca, ese antirrostro, esa máscara
a veces ya funeraria (así fue en la Alemania nazi): el retrato-robot. Eso es lo que
representan las caricaturas antisemitas, por ejemplo. El racista es también un fi­
siognomista, teje su discurso con términos eruditos o con una metodología que
busca mantener más allá de toda sospecha. Tranquilamente, hace del prejuicio
su razón principal de pensar, sin una emoción en particular. Difiere no obstan­
te del fisiognomista en que busca las «razas» a través del rostro, mientras que la
fisiognomía, en su versión moderna, busca más el «carácter», pero uno y otro
proceden con la misma lógica de inferir lo moral de lo físico, y con la misma eli­
minación radical del rostro.
La irrupción del rostro marca en principio el reconocimiento del Otro y de su
igual humanidad. En su Carta a un rehén, A. de Saint- Éxupery observa que los
anarquistas que lo habían hecho prisionero cuando realizaba un reportaje sobre
la guerra de España, tienen el cuidado de no mirar nunca su rostro, de evitar su
mirada. Y la prueba termina finalmente cuando uno de los anarquistas, aprove­
chando un intercambio de cigarrillos, cruza la mirada del cautivo y esboza una
sonrisa. Aún más perturbadora es la dificultad de oponerse al racista, aunque sea
un ene migo mortal, si uno continúa discerniendo en él la presencia de un rostro.
Un ep isodio de la obra de André Schwarz-Bart evoca, en efecto, en el otoño de
1 9 38, el peligro que implica para los niños judíos continuar yendo a la escuela
don de son maltratados por los docentes y por los otros alumnos a la vez. Ernie,
un adolescente judío, busca motivos de odio contra los jóvenes alemanes que lo
p ers iguen, pero es más fuerte que él, no logra hacer de ellos una categoría abs­
t racta y despreciable con la cual podría defenderse con toda la fuerza necesaria.
«Uno a uno, enumeró todos los motivos pasados y presentes para detestar a los
Pirnpfe ; pero, le pareció que, aunque esos motivos fueran tan numerosos como
l as estrellas del cielo, no producirían el sentimiento buscado. Hasta llegó a repe­
ti rse que los Pimpfe eran bestias con figura humana, y llegó a creerlo. Pero siem­
pre, un p equeño detalle venía a arruinar el bello edificio construido: el brillo in­
fantil de una mirada, el movimiento de unos labios, o simplemente un pedazo

89
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

de cielo que se colaba entre los combatientes. Utilizó una estratagema . . . plegó
ligeramente los ojos, para distinguir todas las cosas como a través de la bruma,
pero resultó que no podía odiar ninguna silueta».65
En realidad, nunca hay en el hombre un rostro susceptible de objetivar. El au­
torretrato es una ilustración cautivante de esto en la historia de la pintura, y es­
pecialmente en la obra ejemplar de Rembrandt al respecto. De ella, se despren­
de más bien una impresión de rostro. Una sensación del rostro a causa del ca­
rácter un poco ambiguo que marca tal término, y porque toda percepción del
rostro es una proyección afectiva. No hay una percepción neutra de él, objeti­
va, libre de una emoción o de un juicio. Hay una impresión o sensación del ros­
tro porque éste es una gestalt. No es, y aquí está la ilusión de los fisiognomistas,
la adición de una frente, de una nariz, de una mirada, de una boca. Es un todo
y es percibido como tal en la vida real. La razón analítica aplicada al rostro es
un pensamiento de la sospecha, del que hemos visto la arbitrariedad, los prejui­
cios y las fantasías sobre el otro, objeto de su recelo. El rostro no es una proyec­
ción geométrica susceptible de una división en sus diferentes partes, si no, deja
de ser rostro y se vuelve figura, es decir, un ensamblaje de rasgos. Ni una más­
cara, es decir, una conformación inmóvil que desmiente en permanencia el ros­
tro real, de infinita expresividad. El rostro no es una naturaleza, un espacio bio­
lógico acabado que calca sin reservas una psicología también acabada, un poco
como se ensamblan las piezas de un rompecabezas sobre un modelo; está afec­
tado por la tercera dimensión de la cual la fisiognomía hace una resultante de
la proyección de su forma y de su relieve: la del tiempo que pasa, la relación del
hombre con la duración, con su historia, con la educación que recibe. Eso es lo
que oculta la caracterología del rostro. Y la historia del hombre se teje con la ma­
teria del tiempo. ¿Se puede hablar del hombre separando el tiempo de su vida,
de la forma de su nariz, o de su frente?
Todos esos trabajos de reabsorción de lo moral por lo físico revelan sobre
todo una vasta prueba proyectiva en la que se precipitan los prejuicios, los ima­
ginarios de un hombre y de una época. El método dice más acerca del hombre
que lo elabora que sobre los rostros que descompone en caracteres.

65. Schwarz-Bart, André, Le dernier des justes, París, Seuil, 1 959, págs. 242 -243.

90
3. El otro del rostro: el orden simbólico

«Rostro y discurso están ligados.


El rostro habla, puesto que él es el que hace
posible y comienza todo discurso».
Emmanuel Levinas, Ética e infinito

Simbología del rostro

El rostro es un lugar y el tiempo de un lenguaje, de un orden simbólico. A lo


l a rgo de la vida cotidiana, el rito de ponerlo en juego se extiende al de las postu­
ras , gestos y proxemias. Los movimientos del rostro participan de una simbolo­
gí a , s on los signos de una expresividad que se muestra, que se presta a ser desci­
fra da, aunque no sean totalmente transparentes en su significación. Las mími­
c as , la dirección de la mirada, la posición de la cabeza, por ejemplo, son los ma­
te riales de un idioma facial compartido, con los matices propios de la historia y
de l temperamento de cada actor. Los afectos que atraviesan al hombre se inscri­
ben en todas las· partes de su cuerpo (agitación de las manos, hombros, espal­
da, pecho, entonación de la voz) y de manera privilegiada, moldean los rasgos
de su rostro. Se traducen en signos gracias a la plasticidad de la figura humana y
a la mult itud de combinaciones posibles entre sus diversos componentes (ojos,
cej as , párpados, labios, lengua, frente, boca, mirada).
A través de ese modesto alfabeto, un inmenso campo de expresión es sus­
ceptib le de acoger toda una gama de afectos en un mismo rostro, de traducirlos
ª lo s ojos de los otros, de hacerlos comprensibles y comunicables. «Una modifi­
c ac i ó n que sólo afecte, en realidad o en apariencia, a un solo elemento del rostro
- dic e Si mmel-, cambia inmediatamente y por completo su carácter y su expre­
s ió n ; por ejemplo, un temblor en los labios, un ceño fru n cido, un modo de mi­
ra r, un pliegue en la frente . . . Efectivamente, el rostro es el que resuelve con más
91
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

perfección esa tarea de producir, con un mínimo de modificaciones detalladas,


un máximo de modificaciones en la impresión general». 1
El rostro es un terreno de metamorfosis espectaculares que, sin embargo, sólo
conllevan un cambio ínfimo de su ordenamiento. De un instante a otro, puede
vivenciar expresiones diferentes. Los afectos vienen a modelarse allí, en el prisma
de la simbología que él encarna. Por la amplitud de su expresividad y su posición
predominante en el cuerpo, por su conformación, especialmente por la presencia
de los ojos, el rostro es la morada de los sentidos por excelencia. A través de él,
el actor se pone en situación, se deja comprender en el cara a cara de las comu­
nicaciones que tejen la vida cotidiana. Los signos del rostro ponen al actor en el
mundo, pero siempre lo exceden, porque también son elementos compartidos
en una comunidad social. Finalmente, lo develan, pues el actor nunca es el hom­
bre del cogito, transparente a su pensamiento y a sus intenciones. Por el contra­
rio, dividido por el inconsciente, éste nunca puede controlar completamente lo
que en realidad deja leer en sus rasgos. Se sabe expuesto a la ambigüedad, a los
malentendidos que nacen de la proyección imaginaria de los otros sobre lo que
su propio rostro supuestamente dice o disimula con dificultad. Todo un mundo
de fantasías se interpone entre las mímicas y su recepción por el copartícipe. De
allí lo absurdo de las «claves del rostro», escritas según el modelo de las «claves
de los sueños», que otorgan ingenuamente un signo de igualdad entre una mí­
mica y una significación. Volveremos más adelante a este punto.
En la interacción, los signos del cuerpo, y sobre todo los del rostro en este
caso, preceden de algún modo la palabra y la hacen inteligible. No se puede con­
cebir un cara a cara con una figura de cera, cuya voz no modificara permanen­
temente al rostro para subrayar o atenuar los dichos. La comunicación entabla­
da con un interlocutor que lleva una máscara y del cual no se distingue ningún
rasgo suscita inquietud. Eso explica también las dificultades de interacción con
el ciego congénito cuyo rostro no educado es a menudo inexpresivo y desfasa­
do constantemente de sus dichos. En esas circunstancias, se pierde información;
la dialéctica del intercambio es más difícil de engranar a causa del esfuerzo que
exige de ambos interlocutores, pues uno y otro deben sostener un diálogo sin
el apoyo de las referencias dadas habitualmente por la mímica. Los matices de
la voz toman la posta y dispensan su familiaridad, alimentando la imaginación
mutua del rostro del otro.
Las miradas, las posiciones de la cabeza, la mímica son las fuentes y los estua­
rios de ese intercambio de significaciones y afectos que atraviesa el cara a cara y

l. Simmel, Georg. «La signification esthétique du visage», La tragédie de la culture, París, Riva ­
ges, 1 988, págs. 1 37 y 143.

92
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Simbología del rostro

prolonga con sus señales valiosas las ya procuradas por la voz y las otras partes del
c uerp o. Pero, de manera privilegiada, el cara a cara es un rostro a rostro. En los in­
te rcambios entre actores, el rostro es la capital, el lugar y el tiempo donde se crista­
l iza el cuerpo de la comunicación, de donde se libran sus signos más manifiestos.
In clus o, si la palabra enmudece, el rostro permanece y da testimonio de las signi­
ficaciones inherentes a la presencia compartida de los actores. Los rostros actúan
como reguladores de los intercambios. Afirman un «orden expresivo» ( Goffman),
dan indicios valiosos que permiten una sutil modulación del encuentro.
El rostro se vuelve fácilmente un escenario en la medida en que se leen en
s us ras gos los signos que expresan la emoción. Con respecto a lo que se mues­
t ra so cialmente, se presta también al juego, a la duplicidad, varía según un gra­
do de sinceridad que va hasta la paradoja del comediante que actúa en horas fi­
j as las angustias de un dolor que deforma sus rasgos o una hilaridad de carcaja­
das desencadenada por una réplica escuchada ya mil veces. En efecto, el come­
diante dispensa a los espectadores los signos sociales de la emoción que encar­
n a provisoriamente, sean cuales fueren sus estados de ánimo. En el escenario,
su rostro traduce un amor apasionado por la protagonista, el desprecio ante un

rival, la felicidad de haber sido elegido finalmente, pero el arte del comediante o
del m imo se basa en la ritualidad del cuerpo y sobre todo en la del rostro del que
no podría desplazar los signos sin cambiar la significación del espectáculo. Bajo
el registro expresivo del personaje, borra lo que siente como hombre que piensa
e n su vida personal. La duplicidad es la condición característica del comediante
que cada noche rehace profesionalmente el rostro de su personaje sin tener en
cuenta los problemas o las alegrías vividas en el transcurso del día.
La relativa facilidad para controlar esas manifestaciones, para retenerlas o
ex age rarl as, y el conocimiento de los rituales que animan el rostro llevan a ve­
ce s a presum ir significaciones que el individuo supuestamente «expresa». Una
il u sió n de la psicología de la voluntad incita a creer en una transparencia de la
em oción en la fisonomía y, al mismo tiempo, a suponer a veces una duplicidad
en el c op artícipe que teóricamente debe esconder con más o menos destreza sus
ve rd ad ero s sentimientos. Como lo hemos dicho, el rostro es siempre el del Otro,
no posee más claridad que la que le falta al actor en la comprensión se sí mismo.
El m iste rio del rostro, en ese sentido, duplica al de la persona. 2 Así como nadie

2· N. de T.: El autor subraya aquí la palabra latina persona pues tanto en sus orígenes griegos (y
en el contexto del teatro griego), como en su uso en latín, designaba la máscara del actor. Más
tarde, refirió al personaje o al papel que éste jugaba en el escenario. «Persona» y sus derivados
provienen de ella. Por otra parte, Carl Gustav Jung retoma este término alrededor de 1 920 para
nombrar una instancia psíquica de adaptación del ser humano singular a las normas sociales.

93
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

es transparente para sí mismo, el rostro se esconde en la misma medida. El ros­


tro de otro es un indicio, es posible descifrarlo a partir de cierto número de sig ­
nos que pueden tanto disimular como señalar los movimientos afectivos. Pero,
ni el hombre que ofrece su imagen (sin verla), ni el que lo observa pueden estar
seguros de compartir las mismas significaciones. Pues, por una parte, el indivi­
duo juega con los signos y símbolos de su sociedad, y por otra, ver consiste en
decodificar, en correr el riesgo de la proyección: el de atribuir al Otro significa­
ciones que no son necesariamente las suyas.
De un hombre a otro impera una distancia que únicamente el imaginario
puede salar. La ambivalencia domina el cara a cara. El rostro no es un cartel se­
ñalizador, dice sin decir, traduce de la manera más llamativa la confusión en­
tre signo y sujeto. Se expone al juicio y la interpretación del otro. «Verás el ros­
tro del traidor -dice un personaje de Danilo Kis-, pero ten cuidado del enga­
ño de las apariencias: el rostro del traidor puede tomar la apariencia de la ma­
yor honestidad».3

La botánica de las emociones

Acabamos de trazar las grandes líneas de un tratamiento simbólico del rostro


a través de la ritualidad que lo anima, pero algunos investigadores reivindican, a
la inversa, una naturaleza del rostro en que las diferencias culturales sólo serían
artefactos sin consecuencias, sin efectos significativos sobre una base filogené ­
tica que permanece más o menos intacta a través del espacio y el tiempo de las
sociedades humanas. Recordemos las hipótesis de trabajo de esos enfoques eto­
lógicos donde el hombre es percibido como especie más que como condición,
naturaleza más que cultura, instinto más que animal symbolicum.
En 1 874, Darwin publica The expressions of the emotions in man and ani­
mals.4 Estudia allí el origen y las funciones de la expresión facial y corporal en el
hombre y el animal. «Mientras el hombre y los otros animales sean considera ­
dos como criaturas independientes -afirma-, es cierto que un obstáculo invisi­
ble paralizará los efectos de nuestra curiosidad natural para continuar a fondo
en la búsqueda de las causas de la expresióm>.5 Procede por observación direc-

3. Kis, Danilo. Un tombeau pour Ivan Davidovitch, París, Gallimard, 1 979, pág. 1 3.
4. Darwin, Charles. Il?xpression des émotions chez l'homme et les animaux, 1 890, Reinwald and
Lie (Réédition Complexe, 1 98 1 ) . [En español: La expresión de las emociones en el hombre y en
los animales, 2 tomos, F. Sempere y Cía.; Ed. Valencia, 1 903] .
5 . Ibídem, pág. 1 2.

94
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones

ta de sus allegados, comenta acontecimientos de los que fue testigo en el trans­


c urs o de su existencia, solicita a algunos amigos científicos, como psiquiatras,
m édic os, misioneros o viajeros, que describan la expresión de las emociones

e n ot ras culturas. También recurre a fotografías de rostros y pide a interlocuto­


re s que identifiquen en ellas los sentimientos que aquéllos expresan. A partir de
1 8 6 7, envía un cuestionario a una serie de intermediarios diseminados alrede­
d or del mundo para establecer una comparación de los esquemas de expresión
de l as emociones en las diferentes culturas. Son preguntas ambiguas que desta­
ca n las emociones de la experiencia individual para hacer de ellas, como en Le
Br un, una serie de estados absolutos, tratando así de tomar posesión del hom­
bre; preguntas que insinúan ya las respuestas, inconscientes de que han toma­
do partido: « 1) ¿El asombro se expresa abriendo mucho los ojos y la boca y ele­
vando las cejas? 2) ¿La vergüenza hace sonrojar, cuando el color de la piel per­
mite reconocer ese cambio de coloración? En particular, ¿cuál es el límite infe­
rio r del rubor? 3) ¿Un hombre indignado o desconfiado frunce el entrecejo, yer­
g ue el cuerpo y la cabeza, lleva hacia atrás los hombros y cierra los puños?» Si­
g uen otras preguntas del mismo género, relativas a la reflexión, al abatimien­
t o , al b u en humor, a la burla, a la hosquedad, al desprecio, al asco, al espanto, a
la risa, al enfado, a la aceptación y al rechazo. Por otra parte, en la pregunta 1 5,
Darwin confiesa sin querer su irresolución y los límites de su método cuando
escribe: « ¿ Se puede reconocer una expresión criminal, astuta o celosa? No sa­
bría decir cómo se podrían determinar tales expresiones».6 Darwin recibe sólo
tr e i n ta y seis respuestas más o menos detalladas de colonos, misioneros y viaje­
r o s . Escrupuloso en el manejo de lo datos, a pesar de la arbitrariedad y las fallas
de su método, declara que trata reflexivamente las respuestas, carentes sin em­
barg o d e cualquier tipo de precisión.
Sin estudios directos de campo, a pesar de un número restringido de observa­
c i ones, con un método ambiguo y simplista, siguiendo el postulado de una con­
t i n uid ad entre el hombre y el animal, y con un enfoque exclusivamente biológi­
co s o b re la condición humana, Darwin concluye: «Cuando un mismo estado de
án i mo se expresa en todos los países con llamativa uniformidad, el hecho es de
P o r s í inte resante, pues demuestra una estrecha similitud de estructura física y
d e es tado intelectual en todas las razas de la especie humana».7 Los movimien­
t s d e l ro
? stro y del cuerpo encuentran su fundamento en los vestigios de anima­
�id a d del hombre y en el despliegue de los instintos que permanecen activos en
el . L as va riac iones culturales no son a sus ojos más que un barniz insignifican-

6· Ibídem , pág. 1 7.
7 Ibídem, pág. 1 8.

95
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

te, una capa superficial de diferencias sobre una base ancestral ampliamente re­
conocible. En el sistema de Darwin, la reducción operada por el postulado de la
universalidad de las emociones y de sus expresiones no suscita objeciones pues
se plantea de antemano que «ciertas expresiones de la especie humana, el cabe­
llo que se eriza bajo la influencia del terror extremo, los dientes que se descubren
cuando invade la furia, son casi inexplicables si no se admite que el hombre ha
vivido antes en una condición muy inferior y próxima a la bestialidad».8 El mé­
todo es lógico: al suprimir la dimensión simbólica de las manifestaciones de la
emoción, al subestimar las significaciones sociales y culturales que ellas pueden
tomar en diferentes contextos, dejando completamente de lado la dimensión hu­
mana, Darwin oculta desde la raíz lo que hace a la especificidad del hombre. A
partir de allí, una ciencia natural puede abarcar en el mismo movimiento el es­
tudio del hombre y del animal. Así procede a menudo la etología.
Darwin plantea la universalidad de las emociones y de su expresión. Por lo
tanto, el rostro es para él un espejo de la especie y no el lugar y el tiempo de un
sistema simbólico del que se valen los miembros de un grupo social para tradu­
cir sus emociones y comunicar con otros. Tres principios generales, válidos para
el hombre y para el animal, explican para Darwin la selección de las modalida­
des expresivas de la emoción.
El principio de la asociación de hábitos útiles: en una situación dada, carac­
terizada por una tensión, se realiza una serie de actos para procurar alivio o sa­
tisfacción. Esos mismos actos se repiten luego por la «fuerza de la costumbre»,
aunque ya no se haga sentir su necesidad.
El principio de la antítesis: confrontado a una situación inversa de la prece­
dente, el hombre o el animal se ve impulsado a realizar movimientos opuestos,
fuera de toda utilidad práctica.
El principio de los actos que dependen únicamente de la constitución del sis­
tema nervioso (decoloración del cabello bajo el efecto del terror, temblores mus­
culares, etcétera).
Darwin aplica el principio de la selección natural a las manifestaciones de
las emociones. Puesto que tienen un valor de supervivencia, ciertas modalida­
des de expresión se han fijado perdurablemente en el patrimonio de la especie,
mientras que otras de menor valor desaparecieron. La panoplia de las emocio­
nes que caracteriza a una sociedad, y su expresión simbólica, no deben nada a
la educación, son para él parte de una herencia de la especie sobre la que las so­
ciedades humanas no tienen control. La herencia y lo innato definen las man i­
festaciones características de un puñado de emociones inmutables y en número
8. Ibfdem, pág. 12.

96
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones

¡ ¡ mit ado, semejantes a las experimentadas por los primeros hombres y, más aún,
a p es a r de algunas sutilezas, a las de numerosos animales. Por eso, Darwin tra­
t a el espanto en los siguientes términos: «En los tiempos más remotos, el espan­
t o se expresó de una manera casi idéntica a la que conocemos todavía hoy en el
h ombre: quiero decir que el temblor, el cabello erizado, el sudor frío, la palidez,
los ojos que permanecen abiertos, la relajación de un gran número de músculos
y la te ndencia que experimenta el cuerpo a ovill arse y a mantenerse inmóvil.9
D en tro de esa visión naturalista, la especie humana recibe instintivamente un
rep ert orio de emociones llamadas a reproducirse a través del espacio y del tiem­
po gracias a su capacidad de adaptación. Esas figuras continúan conmoviendo
a lo s h ombres del mismo modo, y traduciéndose por los mismos signos faciales
y co rp orales, participan de una sola realización de un destino de la especie en el
que se disgrega todo rasgo individual y social.
Un gran escritor, E. A. Poe, a través de un personaje que es el modelo cabal
del rigor y de la inteligencia, Dupin, muestra sin querer, por la burla involun­
t aria del cuerpo, cuán vacía de sentido es la teoría biológica de las emociones:
«Si quiero saber si alguien es inteligente o tonto, bueno o malo, y conocer cuá­
les son sus pensamientos en ese momento, adecuo lo más que puedo la expre­
sión de mi cara con la suya, y luego espero para ver qué pensamientos o senti­
m ientos surgen en mi mente o en mi corazón, y se emparejan con la expresión
de mi cara» . 1º Es una correspondencia exacta de la composición de los múscu­
los del rostro con la emoción experimentada, fuera de todo contexto, indiferente
al in d iv i duo y a su origen social y cultural: no es un razonamiento del que Du­
pin se pueda enorgullecer.
Otros métodos de pensamiento, contemporáneos a los de Darwin, conti­
núa n con el descarte de la dimensión simbólica y se aferran a una misma obje­
tivació n de las emociones por vías semejantes, complementarias; diseñan ma­
tr ices de perspectivas que todavía hoy no se cansan de identificar las emocio­
n es fuera de toda significación individual y social, y continúan queriendo afir­
ma r su u niversalidad a pesar de las evidencias. Especialmente los de Duchenne
d e B oulogne y de Spencer, cuyos ángulos de coincidencia G. Dumas trata de re­
l aci o nar
más tarde, en 1948.
E n 1 8 62, Duchenne de Boulogne publica Mécanisme de la physiologie humai­

n e ou l analyse électro- physiologique des passions. Convencido de que las expre-

9· Ibídem, pág. 388.


l O. :oe, Edgar Alan, «La lettre volée», Hisoires extraordinaires, Livre de Poche, pág. 73. [En espa­
n ol: en Po e, Edgar Alan. «La carta robada». Cuentos de Intriga y terror, Ediciones Nuevo Siglo,
1 994, pág. 23] .

97
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11

siones no requieren más que dos o tres músculos, electroliza aisladamente los
músculos faciales de ciertos pacientes del hospital psiquiátrico donde él ejerce,
apoyando un electrodo sobre el punto de unión del nervio y del músculo. Según
sus propios términos, se sirve de las «propiedades de la corriente eléctrica para
provocar la contracción de los músculos del rostro para hacerle hablar el len­
guaje de las pasiones». Igual que para Le Brun, la expresión de la pasión está en
«el cambio de los músculos»; reside en la arbitrariedad de la contracción mus­
cular de tal modo que una estimulación eléctrica aplicada en el momento jus­
to, según el punto de carga y la intensidad, produce los signos tangibles de una
pasión (alegría, tristeza). Duchenne ilustra su obra con fotografías que impre­
sionan a Darwin, las de sus pacientes faradizados, con el rostro crispado según
afectos más o menos reconocibles.
En 1 948, Dumas experimenta a su vez sobre sus propios pacientes, materia
prima un poco reacia, y también busca provocar por una estimulación eléctri­
ca el signo facial de la sonrisa. 1 1 Concluye: «La sonrisa puede recibir una expli­
cación mecánica; esla reacción más débil del rostro a cualquier excitación li­
gera de lo facial. No tenemos necesidad de apelar aún a hipótesis psicológicas
puesto que las leyes del equilibrio, de la dirección del movimiento en el sentido
de la menor resistencia y otras leyes análogas nos alcanzan». 12 Critica a Darwin
por haber dado a su principio de asociación de los hábitos útiles una extensión
exagerada cuando «la simple fisiología, la mecánica del cuerpo humano», 13 bas­
tan según él para explicar ciertas manifestaciones de la emoción. Especialmen­
te la sonrisa.
En 1 855, Spencer cree discernir una correlación entre la intensidad de un
movimiento y la descarga motriz que afecta especialmente a los músculos del
rostro. «Desde el ligero estremecimiento causado por una caricia en una perso­
na dormida -observa-, hasta las contorsiones de la angustia y los saltos de ale­
gría, hay una relación reconocida entre la cantidad de sentimiento y la suma de
movimientos engendrados. Si dejamos de lado por un momento las diferencias,
vemos que, a causa de las descargas nerviosas que todos los sentimientos impli­
can, éstos tienen la característica común de causar una acción corporal cuya vio­
lencia está en proporción con su intensidad». Asimismo, el pasaje de la sonrisa
1 1 . Dumas, Georges. Le sourire, París, PUF, 1 948.
12. Ibídem, pág. 34.
1 3. Herbert Spencer ejerce igualmente una in fluencia importante en Darwin, quien cita pasajes
de sus Essays scientific, political and speculative ( 1 863), especialmente «la sensación que supe­
ra cierto grado se transforma habitualmente en acto material» o también «Un fl ujo de fuerza
nerviosa no dirigido toma primero, de modo manifiesto, las vías más habituales, y si éstas n o
alcanzan, desborda luego hacia las otras vías menos usadas» .

98
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones

a la risa se explica por un aumento progresivo del placer, un poco como las vir­
t ud es adormecedoras del opio, que alcanzan para provocar el sueño. «Una con­
tracción muy ligera de esos músculos, con un pliegue en los ángulos exteriores
de los ojos, unido quizás a un movimiento apenas perceptible de los músculos
que alargan la boca, implican una onda débil de sentimiento agradable . . . el pla­
cer aumenta, la sonrisa se adivina y si éste continúa creciendo, la boca se entre­
ab re, los músculos de los ojos y de las cuerdas vocales se contraen: y al poner­
se en juego los músculos que gobiernan la respiración, relativamente tensos, la
r isa aparece». Spencer no dice qué sucede si el placer aumenta aún más, tampo­
co dice lo que mide la intensidad del placer. En el mismo terreno de una fisio­
logía mecánica, que deja en suspenso la cuestión de las diferencias individua­
les y culturales, o más bien que las reabsorbe en los esquemas de la especie, Du­
m as completa el sistema de Spencer agregando «que un músculo se contrae más
en la medida que encuentra en el organismo más aliados y menos adversarios.
También se trata de mecánica, pero un poco más complicada que la de Spencer
e igualmente conforme a la ley de la dirección del movimiento en el sentido de
la menor resistencia».14
Siguiendo el mismo modo analítico, Dumas se interroga luego acerca de
l as razones que han llevado al hombre «a transformar un simple reflejo mecá­
n ico en un signo tan usual como la sonrisa voluntaria». 15 La respuesta de Du­
mas en un poco corta, es «en virtud de un principio de economía, de menor
acc ión, y finalmente, de mecánica simple». 16 La sonrisa es pues para él «la re­
acción más fácil de los músculos del rostro a una excitación moderada; se ma­
n ifiesta especialmente en esos músculos a causa de su extrema movilidad, pero
en realidad, la reacción que expresa es general y parece evidenciarse más o me­
nos en todo el sistema musculan>. 17 Planteada tal definición, Dumas explica
qu e la sonrisa dibujada sobre el rostro de un hombre podría expresarse tam­
bi én, según las especies y la movilidad de los músculos, en cualquier otra par­
te d el cue rpo. Fiel a la hipótesis darwiniana de una continuidad entre el hom­
b re y cie rtos animales en lo que concierne a la expresión de las emociones, pero
ll e vando e sa lógica hasta el absurdo, Dumas plantea que para el simio, la cara
tamb i é n es el lugar de aparición de la sonrisa. En el gato y el perro, aparece un
e quivale nte de sonrisa, aunque atenuado, y que se prolonga con una expresivi­
da d más clara en la cola, especialmente móvil. Dumas ignora la existencia del

1 4. D u mas, Georges, op. cit., p ág. 25.


1 5. Ibídem, p ág . 71 .
1 6. Ibídem, p ág . 74.
1 7. Ibídem, p ág . 44.

99
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

gato de Cheshire que encuentra Alicia, del que Lewis Caroll dice que sólo su
cara sonreía. Participa en la misma medida de una visión franciscana del ani­
mal, la que suscita la justificada sonrisa del lector: «La urraca, y los pájaros en
general, también me dieron la impresión de sonreír con los músculos erécti-.
les de las plumas de su cola, órgano naturalmente muy móvil y mucho más vi­
sible cuanto más largo». 18
Dumas, sin embargo, no desconoce la influencia del lazo social y cultural en
el desarrollo de la simbología facial. Uniendo biología y psicología, sugiere que
«como las excitaciones moderadas son casi siempre agradables, hemos podido,
felizmente y sin forzar los hechos, tomar a la sonrisa como el signo natural del
placer». Pero esa expresión opera luego como signo social que puede ser repro­
ducido y reforzado en el niño a través de la educación, recibiendo así todos los
matices propios de los grupos sociales o del estilo de los actores. Observa inclu­
so que los ciegos congénitos no pueden reproducir voluntariamente una mími­
ca como la sonrisa. Su rostro permanece igual en el transcurso de la interacción,
aunque se les pida que expresen voluntariamente la alegría, la tristeza u otras
emociones. Con agudeza, Dumas declara que la vista ejerce un papel mediador
en la adquisición de las mímicas, sin presentir no obstante la influencia de los
padres, su afecto por el niño, y menos la imagen que ellos tienen de su ceguera.
Pues el aprendizaje de la simbología del rostro y del cuerpo puede ser asumido
de otra manera por padres solícitos y amorosos. Finalmente, al citar numerosas
observaciones antiguas de Lafcadio Hearn sobre Japón, recuerda que la sonrisa
puede ser una convención social independiente de toda connotación de alegría
o placer. Por eso, cuando un japonés anuncia la muerte de un allegado a un ter­
cero, lo hace sonriendo, lo que traduce especialmente el respeto por la intimi­
dad del otro, el rechazo ritualizado a implicarle en un dolor que no le concier­
ne. En ese trabajo, G. Dumas estudia la sonrisa desde un ángulo fisiológico su­
mándose a un debate permanente con Darwin, Wundt y Spencer. No ignora la
dimensión simbólica del rostro, especialmente de la sonrisa, la subraya al pasar,
pero sin detenerse realmente en ella.
Las tesis darwinianas de un lenguaje natural del cuerpo, seleccionado en fun ­
ción de la supervivencia de la especie, son ampliamente discutidas por la antro­
pología a través de las primeras réplicas de Mauss, Klineberg, Sapir, La B arre,
Efron o, más recientemente, R. Birwhistel y muchos otros. 19 Para la ciencias so-

18. Ibídem, pág. 45.


1 9. Algunos textos fundadores: Mauss, M. «La expresión obligatoria de los sentimientos», Essais
de sociologie, Seuil, 1 968; Klineberg, O. «Emotional expression in Chinese litterature», /oumal
ofabnormal social psychology. nº 33, 1 938; Efron, David. Gesture, race and culture, The Hague.

1 00
J. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociotie.s

dales, el hombre se mueve en una dimensión de realidad diferente a la del ani­


mal, es criatura de sentido y de valores, no responde a la objetividad del mundo,
si n o a la interpretación que él le da. No es lo biológico lo que organiza lo social,
si no lo que hace de él la creación simbólica del hombre. Sin embargo, el debate
con las tesis naturistas no se ha extinguido. Todavía hoy, numerosos trabajos de
in sp iración etológica prolongan las intuiciones darwinianas y encuentran en la
noción de instinto la conexión necesaria y suficiente, según ellos, para la adap­
tación del individuo a su medio. Ciertos mecanismos de activación innatos, ta­
les como la impregnación o la maduración, favorecen la inserción del individuo
en su campo social cuando llega el momento. Para numerosos investigadores
-y el modo en que se plantea la cuestión hace este camino casi obligatorio-, la
expresión de las emociones depende más de una fisiología que de una simbolo­
gía. Uno de los estudiosos más destacados en este campo, Elanan, explica así el
principio de sus investigaciones: «Si admitimos [ . . ] que existe a nivel del siste­
.

ma nervioso un programa que establece la conexión entre emociones específi­


cas y movimientos musculares faciales dados, se puede concebir que las condi­
ciones detonantes de las emociones, es decir, los acontecimientos que activan el
programa, son ampliamente determinadas por los aprendizajes sociales y cultu­
rales variables, pero que, a la inversa, los movimientos musculares faciales aso­
c i ados a esas emociones particulares están regidos por el programa -siempre y
cuando no creen interferencias las reglas de expresión-, y son universales».20
De esos movimientos faciales, Elanan propone incluso, en colaboración con
Fri esen , una medida precisa, el FACS, sustentado en un análisis meticuloso de
su sustrato anatómico: «Puesto que cada movimiento resulta de una actividad
muscular, hemos deducido que debería adoptarse un sistema exhaustivo para
descub rir el papel de cada músculo en los cambios de apariencia del rostro. Gra­
ci a s a ese conocimiento se debería poder analizar cada movimiento de la cara
e n tér minos de unidades mínimas de acción anatómica puestas en juego».9 En

1 97 1 , Ekman, Friesen y Tomkins habían propuesto una primera grilla de análi­


si s d e los movimientos emocionales del rostro: el FAST (Facial Affect Scoring Te­
ch n iq ue), que describía cuarenta y tres movimientos elementales de la parte in-

Mouton, 1 972 ( 1 94 1 ); La Barre, Weston. «The cultural basis of emotions and gestures», /our­
nal ofpersonality, nº 1 6, 1 947.
2º· E km an, Paul, «I.hpresion des émotions», La recherche, nº 1 1 7, 1 980, pág. 1 4 1 5. Para más de­
talles, cf. Ekman, P. y Friesen, W. «La mesure des mouvementes faciaux», en Cosnier, J. y Bros­
sard, A. La communication non verba/e, Delachaux et Niestlé, 1 984, págs. 1 0 1 - 1 24. Para una
revisisión detallada de trabajos sobre la expression de las emociones y que abordan especial­
mente el rostro, cf. Feyereisen, P. y De Lannoy, J. D., Psychologie du geste, Bruxelles, Mardaga,
1 985; Jacques Corraze, Les communications non verbales, París, PUF, 1 980.

101
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ferior del rostro, veintiuno de los ojos y trece de las cejas y de la frente. Algo así
como sacar un pez fuera del agua para estudiar la manera en que nada contan­
do el número de sus escamas.
Inspirándose en los trabajos de Duchenne que estimulaban eléctricamente
los músculos faciales de un individuo para descubrir las solidaridades muscula­
res que dan forma a las mímicas, esos investigadores completamente indiferen­
tes a las interacciones reales entre los sectores, pasan un año ante espejos contra­
yendo sus músculos faciales de la manera más precisa, ayudándose a veces con
pequeños alfileres. Recurren también a la estimulación eléctrica para determi­
nar con exactitud los músculos implicados en la totalidad de los movimientos
del rostro. Una forma surrealista de la investigación científica, pero sin humor,
pretende dar así las claves universales de los movimientos del rostro en los inter­
cambios con otros. Animados por la certeza de un lenguaje natural de las emo­
ciones que sería anatómica y fisiológicamente identificable, Elonan y Friesen se
esfuerzan por suprimir toda inferencia individual en el estudio de la expresión
de las emociones. Inferencia a sus ojos tanto más inoportuna para la elabora­
ción de su botánica cuanto que esta se basa en un dualismo que opone emocio­
nes objetivas, por una parte, y el individuo por otra, por el que ellas transitan y
se «expresan». «El conocimiento de las bases musculares de la actividad y la im­
portancia otorgada al diagnóstico preciso de los movimientos permite evitar el
escollo de las diferencias individuales».21
En concordancia lógica con el dualismo contenido en el término: «expresión
de las emociones», el individuo es excluido, es una cantidad descartable perju­
dicial para el esbozo de la emoción que conviene poner en evidencia a través de
la serie muscular utilizada por el lenguaje natural. El rostro desaparece detrás de
la cara. La piel también se suprime en la investigación. El individuo considerado
de tal modo se parece mucho a un desollado que acaba de escaparse de la sala de
anatomía y está dispuesto, sin rencor, a «expresar» su alegría, su interés o su sor­
presa con las fibras musculares que le quedan. También se descartan los matices
de la mirada, los movimientos del cuerpo, los gestos de las manos, de los hom­
bros, la posición del torso, la dirección del rostro, elementos que se entrecruzan
con toda emisión de palabra o acompañan el silencio, y sin los cuales no po dría
concebirse la existencialidad humana. La dimensión simbólica que atravies a las
pulsaciones del rostro se neutraliza en beneficio de un modelo biológico que no
nos enseña nada acerca del modo en que el actor experimenta afectivame nte l os
episodios de su vida y los traduce a los demás. Ekman y Friesen olvidan que al
mirar al otro, no vemos una serie de contracciones musculares, sino a un h om-
2 1 . Ibídem, pág. 1 1 0.

1 02
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones

b re s onriente o amargado, con todas las sutilezas propias de la singularidad de


su historia inscripta en su rostro. Los músculos no modelan la sonrisa o la tris­
te z a m ás de lo que el cerebro hace al pensamiento. Es el hombre el que sonría o
p iens a. Desconectadas de la vida real, tales perspectivas excluyen la ambivalen­
cia, el juego, las variaciones individuales, las sutilezas dadas por los pliegues del
ro stro, es decir, la piel desnuda, textura real donde se leen los sentimientos que
un actor experimenta o deja ver. Subestiman el hecho de que una ínfima modi­
fi cación del tono muscular modifica profundamente la gestalt del rostro.
Los signos del rostro (y los del cuerpo) dibujan un orden simbólico, por lo
qu e manifiestan cierto número de recurrencias durante las interacciones socia­
les. Por eso, es una gran tentación ceder a una ilusión de control y de transparen­
cia para proponer al público una clave de los gestos o expresiones que reduce la
polisemia del rostro y del cuerpo a unas pocas fórmulas paradigmáticas. Un di­
b uj o muestra una fisonomía que significa la Alegría, otra, el Dolor, la Rabia o el
Desprecio. En esos diccionarios de gestos y expresiones,22 no hay ningún lugar
para la ambivalencia, las variaciones personales, sociales o culturales. La emo­
ción es analizada en detalle. Para invalidar este tipo de emprendimientos, bas­
ta con pensar en las mesas de póker en torno a las cuales cada jugador contro­
la su s afectos y elabora una estrategia de mímicas destinadas a proteger su jue­
go y a garantizar la mejor suerte.
En el aspecto expresivo, la amplitud de acción del rostro, comparada a la
d e las otras partes del cuerpo (brazos, hombros, manos, tronco, porte), es in­
finitamente mayor, más polisémica. El margen de variaciones favorece al jue­
go y a los matices individuales (pudor, discreción, control de sí mismo, ocul­
ta mient o, arte del comediante o del mimo). Un margen que no toma en cuen­
ta un enfo que etológico de la emoción que arranque de raíz por fuerza o por
métod o los movimientos del rostro y del cuerpo de su suelo personal, rela­
c io nal, soc ial o cultural. El análisis en términos de ciencias naturales privile­
g i a al mo delo biológico, totalmente inadaptado en este caso, y deja de lado la
s i ng ular ida d que se ejerce a través del estilo y el temperamento de cada indi­
v.id uo . Ignora las consecuencias de las significaciones que éste atribuye con o
s i n razón a las palabras y mímicas de su copartícipe. Pasa por alto el control
r� l ativo que el individuo opera sobre lo que quiere dejar percibir de sus sen­
tim ientos y sobre la manera que tiene de presentarse. Una presentación de sí
qu e lleva a demás a recomponerse en cada encuentro, según los interlocuto-

;:--
2· « ara Ekman, el rostro se lee como un diccionario de traducción, término por término», cf.
P
Yves Wi nkin, «Croyance
populaire et discourse savant, "lan gage du corps" y "communication
non verb ale"», Actes de la recherche en sciences sociales, n• 60, 1 985, pág . 77.

103
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

res y la trama sutil de interpretaciones mutuas que se entremezclan. Recorde­


mos, a título de ejemplo, la observación de valor general de Freud confronta­
do a una paciente: «Cuando, en un enfermo orgánico o en un neurasténico,
se estimula un lugar doloroso, su fisonomía muestra la expresión, inconfun­
dible, del desasosiego o del dolor físico [ . . ] Pero cuando en la señorita Von
.

R. se pellizcaba u oprimía la piel y la musculatura hiperálgicas [ . ] , sus rostro . .

cobraba una peculiar expresión, de placer más que de dolor; lanzaba unos chi­
llidos -yo no podía menos que pensar: como a raíz de unas voluptuosas cos­
quillas-, su rostro enrojecía, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos, su
tronco se arqueaba hacia atrás».23 El psicoanálisis, al mostrar la parte del in­
consciente en la relación del hombre con el mundo, puso fin, a su nivel, a esa
visión orgánica que ignoraba radicalmente la dimensión simbólica del com­
portamiento humano.
Apenas más indicadoras que una clave de los sueños, de grosera evidencia si
se adopta su lógica de historieta, recortadas de toda interacción social, esas cla­
ves de las mímicas cumplen la misma función social, la de exorcizar la comple­
jidad infinita del mundo ordenándolas en unas pocas figuras simples. Reducen
lo individual al tipo y subestiman la comprensión de la singularidad a expen­
sas de lo colectivo. Su preferencia las conduce a evitar el desorden de lo vivo y a
apostar más bien a la confortable regularidad de las figuras teóricas.
A lo largo de la vida cotidiana, la emoción no es un estado, sino una suce­
sión de momentos, un mosaico inasible, ambiguo, transitorio, una manera viva
de ser en el mundo, perecedera como el flujo de los encuentros y pensamien­
tos que atraviesan el transcurrir de las horas, con la resonancia notoria que pro­
duce la presencia de otro. La emoción es el hecho de un hombre inmerso en el
seno del mundo y no de una colección de músculos. No hay una expresión de
la emoción sino innumerables matices del rostro y del cuerpo que dan testimo­
nio de la afectividad de un actor social en un contexto dado. No hay un hombre
que expresa la alegría, sino un hombre alegre, con un estilo propio, sus ambiva­
lencias, su singularidad. Por otra parte, los movimientos del cuerpo y del ros ­
tro no son aleatorios ni están sometidos al arbitrio individual, brotan del inte­
rior del simbolismo social. Plantear la universalidad de las emociones y enume­
rarlas es tan vacío de sentido como hablar de la universalidad de su expresión .
La condición humana en su variedad no se reconoce en el inventario del puñ a­
do de emociones que sirve como base de trabajo a investigadores como Ekman

23. S. Freud, J. Breuer, Études sur l'hystérie, PUF, 1 956, pág. 1 08. [En español: «La señorita Elisabe­
th Von R.», en Estudios sobre la histeria (J. Breuer y S. Freud) en Obras completas de Sigmund
Freud, Volumen 11, Buenos Aires, Amorortu Editores, 1 978, pag. 1 53) .

1 04
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones

(alegría, tristeza, rabia, miedo, asco, sorpresa), Tomkins (alegría, interés, sorpre­
sa, rabia, asco, miedo, tristeza, vergüenza), Izard (las mismas, más culpabilidad
y desprecio), entre otros.
Es evidente, incluso para los investigadores, que la simple identificación de
las emociones supuestamente universales plantea una dificultad significativa.
¿ Cómo podrían ponerse de acuerdo sobre sus manifestaciones físicas? El museo
de las emociones tiene sus curadores, pero éstos se pelean por saber qué convie­
ne exponer. No llegan a entenderse ellos mismos acerca de ese objeto plantea­
do no obstante a la manera de una naturaleza irrefutable. Lo más insólito en la
afirmación de la universalidad de las emociones consiste en conceder que cier­
tos grupos sociales ignoran tal expresión de una emoción que sin embargo exis­
te en el absoluto. ¿Por qué? Porque esos grupos la «reprimen». La mejor prueba
de ese absoluto consiste justamente en el esfuerzo llevado a cabo por ciertas co­
lectividades . . . ¡para que la expresión no aparezca!
Si bien Ekman, por ejemplo, señala las variaciones susceptibles de caracteri­
zar la manifestación de una emoción, las investigaciones realizadas en la posteri­
dad darwiniana tropiezan con el dualismo (el hombre por una parte, la emoción
por la otra), la ambigüedad de la noción de expresión (¿quién expresa qué?), la
exageración de los rostros que supuestamente «expresan» la emoción. La emo­
ción está naturalizada (en el doble sentido del término), está clavada como una
mariposa bajo la etiqueta de su especie. Y se buscan las mímicas faciales que le
corresponden, como si la emoción fuera una cantidad finita e inequívoca, sepa­
rable del actor social. Por otra parte, esos trabajos distinguen de la manera más
arbitraria el rostro del resto del cuerpo, como si la risa de un actor no implica­
ra ningún movimiento del torso, brazos, manos, miradas, etcétera. Eso explica
la predilección por las fotografías y, sobre todo, los trabajos de laboratorio a los
que se libran encantados tales investigadores, más calificados en botánica de las
emoc iones que en operación de la vida real, y que agregan un capítulo inédito a
una rama fecunda de la literatura fantástica.
P. E kman distingue el «método de los componentes», a través del cual re­
c opila a través de fotografías o películas, «muestras de las expresiones mani­
fe st adas, en una situación precisa, por individuos que pertenecen a culturas
d iferentes y la medida de los movimientos musculares faciales». Compara así
exp res ion es faciales de actores sociales de orígenes culturales diferentes que
s up uest amente «expresan las mismas emociones». Otra técnica es el «método
d e lo s juicios», que consiste en mostrar fotografías de expresiones faciales y
Pregu ntar a corresponsales de diferentes culturas qué emociones expresan su­
p ues tamente para ellos. Pero la emoción no se deja aislar en laboratorios. Ha-
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

cer surgir la alegría o el dolor fuera de todo contexto (incluso teatral) no tiene
sentido, sino el de naturalizar la emoción y reducir a la insignificancia la mul­
titud de signos y símbolos que se entrecruzan en el sentimiento experimenta­
do por el hombre gozoso o sufriente (voz, entonación, gesticulación, miradas,
porte, distancia del otro, contactos). Si se las quiere fijar en un esquema sim­
ple, en una especie de retrato-robot que elimina al extremo todas las objecio­
nes posibles, las emociones no se encuentran en ningún lado. Abstractas, des­
pojadas del rostro que las dibuja, las emociones son irrisorias como un cro­
quis que pretende mostrar el paisaje o como una caricatura que intenta susti­
tuir al hombre vivo.
Los sentimientos nacen en un individuo preciso, en una situación social y
en una particular relación con un acontecimiento. La emoción es a la vez ex­
presión, significación, relación, regulación de un intercambio. El tono afectivo
de la relación del actor con el mundo es siempre simultáneo a una relación con
otro, se simboliza a través del lazo social, implica la modulación introducida
por los otros y, por lo tanto, la actividad de pensamiento del actor. Penetra en la
simbología social y en las ritualidades vigentes. No es una naturaleza descripti­
ble fuera de todo contexto ni independiente del actor. La emoción experimen­
tada se destila en el transcurso del tiempo, dura más o menos y se traduce por
una serie de manifestaciones físicas. En ningún momento, el rostro o el cuerpo
dejan de moverse, de dar señales, salvo en la muerte. Aquietar la emoción en la
estructura de un rostro caracterizado a imagen de una máscara implica perder
la existencialidad del actor. Esas investigaciones ignoran el rostro, aíslan un ar­
tefacto: la fisonomía.

El efecto Koulechov

En la vida real, solamente la interacción, dentro de un orden simbólico iden­


tificable, esclarece (de manera relativa) la significación de las ritualidades del
rostro de los actores. Recordemos al respecto una experiencia decisiva ignora ­
da por los investigadores que trabajan sobre mímicas naturalizadas con ayuda
de fotografías, dibujos estilizados, películas o mímicas de emociones realiza­
das por comediantes. Se trata de un experimento de Pudovkin, que quedó en la
historia del cine con el nombre de «efecto KoulechoV». Pudovkin muestra que,
en el desarrollo de una película, un gran plano de un rostro nunca es completa­
mente significante por sí mismo. Sólo la relación entre los diferentes planos, es
decir, la puesta en evidencia de una situación precisa (una secuencia) , esdare-

1 06
J. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓLICO 1 El efecto Koulechov

ce su presencia con un tono particular. El contexto es el único que da sentido a


l o s movimientos del rostro y del cuerpo. En el cine, el montaje orienta la mira­
da de lo espectadores.
Para mostrar la proyección de sentido del que es objeto el comediante, inde­
p endientemente a veces de la calidad de su actuación, Pudovk.in toma de una pe­
lí cula anterior un primer plano del rostro del comediante Mosjuk.in. Integra ese
plano en tres series de imágenes: un plato humeante - Mosjuk.in; una joven mu­
jer muerta - Mosjuk.in; un niño jugando - Mosjuk.in. Un público no advertido
acerca del experimento asiste a la proyección de esas tres secuencias y se le pide
comentar la actuación de Mosjuk.in. Es unánime el elogio del talento del come­
diante y de la amplitud de su actuación. ¡Con qué sobriedad sabe dar a su ros­
tro las expresiones más sugestivas! : la alegría sibarita de un hombre que va a sa­
ciar su hambre; el dolor intenso, pero contenido, de un hombre cuya joven mu­
jer está muerta; la ternura emocionada de un hombre que mira jugar a su hijo.
El público no ha percibido la identidad de los planos, no advirtió que los mo­
vimientos del comediante son exactamente los mismos en todas las escenas. La
imagen anterior condiciona la decodificación de las mímicas del rostro, y como
éste ofrece una gran amplitud de significaciones, la proyección que realiza el es­
pectador sobre el comediante es un engaño que hace funcionar el discurso.
En una película, no es el contenido del plano por sí mismo lo que conlleva la
significación, sino la relación significante que nace en la mente del espectador
a partir de una serie de imágenes; del mismo modo, en el transcurso de una in­

teracción social, el contexto proporcionado por los actores presentes condicio­


n a las significaciones supuestas que éstos intercambian, a través de las palabras
prodigadas, de los movimientos del cuerpo y del rostro. Significaciones siem­
pre supuestas, objeto de un de un desciframiento recíproco de las partes a tra­
vés de la sensación de lo plausible en cada uno y de la idea que se hacen uno del
otro. No hay contenido objetivo en una comunicación. Más aún, el psicoanáli­
si s nos ha enseñado que nadie es transparente para sí mismo. En cada hombre,
u n margen de probable forcejea con una parte de imprevisible. Y la sociología
n o puede limitarse a una única visión cartesiana del hombre, en la que éste no
s erí a otra cosa que lo que piensa ser. En oposición a una óptica naturalizada de
l a e mo ción, ya hemos evocado la clínica, que muestra la ambivalencia de cada
a cto r y la dificultad para unificarse.
A p artir de un bello texto de Rilke sobre el unicornio: «He aquí el animal que
n o existe ». Pero «Ellos no lo conocían [ . . . ] , lo amaron. [ . ] Oh sí, realmente no
. .

exis tía. Pero se hizo un animal puro porque lo amaron y le hicieron siempre es­
pac io. [ . ] levantó ligeramente la cabeza y apenas necesitó ser», G. Bateson plan-
. .

1 07
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

tea que la significación inherente a cada intercambio «evoluciona y cambia, se di­


buja y se cristaliza con cada movimiento y cada mensaje en formas nuevas. Ne­
gar la presencia del unicornio no le impedirá existir y sólo logrará, por el con­
trario, hacer de él un monstruo».24 Toda interacción aparece pues como una ne­
gociación recíproca de la significación, sustentada en las palabras dichas, en los
gestos y mímicas intercambiadas. Se basa en la interpretación mutua del com­
promiso tomado por ambas partes en el que la apreciación de los movimien­
tos del rostro es un valioso indicador. Es una creación provisoria y aproximati­
va que no puede pretender una verdad en la medida en que cada actor procede
a un control de la presentación de sí según la idea que se hace de sí mismo y la
que se hace del otro. La comunicación se produce a modo de la quimera de Ri­
lke, a través de proyecciones recíprocas, interpretaciones, debates más o menos
explícitos sobre ella. Querer identificar las emociones planteadas como natura­
les equivale a poner una máscara a la quimera.

El rostro sin el Otro

El mito de Narciso es una especie de parábola sobre la imposibilidad de ser


sin el Otro; habla de la necesidad, para existir, de cruzar la mirada del Otro, de
reconocerse en ella y de responder ritualmente al cara a cara. Narciso no se re­
conoce en el reflejo que le devuelve la superficie del agua. Permanece prisionero
en las redes del doble, ese otro yo del que, a partir de entonces, se enamora apa­
sionadamente. Sólo la muerte está al final del camino de una fascinación tal. En
el emplazamiento de su cadáver crece una flor temible: el narciso. Entre sí y el
espejo, el espacio del Otro debe permitir la distancia e introducir el lazo social;
precisamente, la posibilidad de percibir el rostro de ese Otro en tanto Otro y de
no reconocer allí al propio. Despegar la membrana del rostro ajeno de la propia
para desplegar sus rasgos en toda su singularidad. La libre disposición de sí y de
su rostro implica la entrada en al dimensión simbólica que da especificidad a la
condición humana y al lazo social.
El modelado del rostro siempre es el hecho del Otro. Ninguna naturaleza ex­
presiva del rostro (o del cuerpo) se despliega siguiendo la sucesión de las horas
biológicas que dan a su debido tiempo la maduración de las diferentes funcio­
nes. La simbología del cuerpo25 y del rostro se constituye a través del vínculo de

24. Bateson, Gre gory, «Communication», en Winkin, Y. La nouvelle communication, Seuil, 1 9 8 1 ,


p ágs. 1 29- 1 30.
25. Le Breton, David, Corps et sociétés, op. cit.

1 08
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 El rostro sin el Otro

educación y de identificación que liga al autor con sus allegados. Por el contra­
rio, aislado, librado a sí mismo, privado deliberadamente o no del contacto con
los otros -que alentaría en él la simbolización de su relación con el mundo-, el
niño, si sobrevive a tal situación, desarrolla una simbología propia cuyo valor
de intercambio, sin embargo, difícilmente permite la comunicación. Salvo que
h aya un esfuerzo de atención y una gran paciencia de parte de su interlocutor
(que puede tener la función de devolverlo a un mundo de simbolización menos
singularizado). Esa fue la situación que conocieron los niños llamados «salva­
jes», la de los autistas de hoy, la de ciertos esquizofrénicos. En un grado menor,
los ciegos congénitos, que no rechazan en absoluto su integración social, sufren
en su relación con otro de una falta de educación de su rostro, lo que lo hace en
parte inexpresivo. Los diferentes rostros del niño llamado «salvaje», del autista o
del ciego congénito no son inertes, sino que simplemente son sin el Otro.
La sonrisa o la risa, por ejemplo, son expresiones que no se transparentan ja­
más en el rostro de un niño aislado originariamente de todos los lazos sociales,
como lo recuerda la historia de algunos niños «salvajes», observados de cerca
en su época por testigos atentos. A pesar de su amplia difusión cultural, no se
trata de automatismos inscriptos de una vez y para siempre en la naturaleza del
hombre y llamados a desplegarse un día, a su tiempo, a modo de las flores japo­
nesas al contacto con el agua. La sonrisa o la risa son las expresiones de una ri­
tualidad que proviene de una simbología corporal adquirida con la presencia
de los otros y que se renueva permanentemente por los innumerables lazos que
se anudan a cada instante entre los actores. Pertenecen a un universo de signifi ­
caciones. No sólo modelan los rasgos sino también las manifestaciones corpo­
rales propias (expresión verbal y gestual, dirección de la mirada), sobre un mo­
delo unánimemente reconocible por los actores de un mismo grupo social. Del
mismo modo, su aparición no depende del azar, sino que se basa en condicio­
nes sociales y culturales precisas. La risa o la sonrisa son los elementos de una
simbología, del mismo modo que el hombre triste o disgustado ha aprendido
de larga data las figuraciones que se le imponen en ciertas condiciones y se le
hacen carne. El niño llamado «salvaje», mantenido por mucho tiempo fuera del
contacto social -el que, sin embargo, necesariamente ha debido conocer al me­
nos los primeros años de su existencia- ofrece un rostro indescifrable a los tes­
ti go s, un rostro que ignora la sonrisa y a fortiori la risa, del mismo modo que ig­
no ra las lágrimas . 26

2 6. Cf. Malson, Luden, Les enfants sauvages, París, UGE, p ágs. 1 0- 1 8 . Esta obra contiene en anexo
el escrito ( 1 80 1 ) y el informe ( 1 806) redactados por Jean Itard; Frank Tinland, J:homme sau­
vage, París, Payot, 1 968; Le Breton, David, op. cit. , págs. 5 1 -66; M. Tournier, a través de la pan -

1 09
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

No abordaremos aquí los debates suscitados por los niños salvajes. Recor­
demos solamente que hay que distinguir, por una parte, los niños como Victor
de Aveyron, privados precozmente del contacto con otro, abandonados o per­
didos, pero que adquirieron previamente las suficientes defensas para asegu­
rarse la propia supervivencia y crearon una relación con el mundo original en
cada uno de ellos; y por otra, los niños adoptados por un animal, como Amala
y Kamala, las niñas lobo de Midnapore, que encontraron en los animales mode­
los de comportamiento para asegurar su supervivencia. Evocaremos aquí bre­
vemente, a través de Victor de Aveyron, Amala y Kamala, y Gaspar Hauser, las
vicisitudes del rostro privado del espejo que el Otro impone permanentemen­
te ante nuestros ojos.
La simbolización de los rasgos del rostro o de los movimientos corporales de
Victor no es la prioridad de Itard, discípulo de Condillac, para quien la educa­
ción sensorial es el camino real de entrada en el lazo social. Por eso, las observa­
ciones de Itard al respecto son poco numerosas. Sin embargo, ve a Victor «des­
provisto de todo medio de comunicación, sin darle expresión ni intención a los
gestos y movimientos de su cuerpo». En su Mémoire sur les premiers développe­
ments de Victor de lí1veyron ( 1 80 1 ) , redactado menos de dos años después de la
captura de Victor, en Aveyron, cuenta cómo, excedido por la mala voluntad de
Victor para seguir con los ejercicios que él le prodiga para socializarlo, y cono­
ciendo el temor de vértigo que siente el niño, lo toma, abre la ventana y lo sus­
pende un momento en el vacío: « Era la primera vez, al menos que yo supiera,
que vertía lágrimas -escribe Itard. La circunstancia que ya describí, en la cual la
tristeza de haber dejado a su gobernanta o el placer de reencontrarla lo hizo llo­
rar, es posterior a ésta». En el informe que publica en 1 806, donde anota el len­
to camino de Victor hacia el simbolismo social, Itard atribuye una atención es­
pecial a las primeras manifestaciones de alegría de Victor. Luego de una fuga en
que el niño es capturado por la gendarmería y separado más de dos semanas de
sus tutores, la señora Guérin, su madre adoptiva de alguna manera, encuentra

talla de una ficción, recuerda el arraigo del Otro al poner en juego el cuerpo y el lenguaje, y
muestra los efectos destructivos que produce poco a poco su ausencia. Robinson descubre un
día que ya no sabe sonreír. Su rostro olvidó los rasgos de la sonrisa a falta de la posibilidad de
descubrir una sonrisa idéntica en el rostro de otro hombre. «Comprendió que nuestro rostro
es esa parte de la carne que la presencia de nuestros semejantes modela y remodela, alimen­
ta y anima sin cesar. Un hombre que acaba de dejar a alguien con quien tuvo una conversa­
ción animada: su rostro conserva por un tiempo una vivacidad remanente que se apaga poco
a poco y que se reavivará con la llegada de otro interlocutor [ ... ] en verdad, había algo de con­
gelado en su rostro [ . ] Únicamente la sonrisa de un amigo podría haberle devuelto su propia
..

sonrisa»; cf. Tournier, Michel, Vendredi ou les limbes du Pacifique, Folio, 1 972.

1 10
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 El rostro sin el Otro

al niño en la prisión del Templo donde los guardias lo cuidan. «Apenas divisó
a su gobernanta, Victor palideció y perdió el conocimiento por unos instantes;
pero al sentirse abrazado, acariciado por la señora Guérin, se reanimó de inme­
d iato y manifestó su alegría con gritos muy agudos, apretando convulsivamen­
te sus manos, y con los rasgos alegres de un rostro radiante, se mostró ante to­
dos los asistentes . . . como un hijo afectuoso que, con sus propios movimientos
se lanzaba a los brazos de quien le había dado la vida». «Los rasgos alegres de
una figura radiante», lentamente el rostro de Victor se despliega a las ritualida­
des del espacio social en que vive.
Las niñas lobo de Midnapore son rescatadas en 1 920 por el pastor Singh, quien
se las quita a los animales con los que vivían. Amala y Kamala, las dos pequeñas,
tienen los movimientos de sus rostros (como el resto de sus cuerpos) modelados
p or el espejo que les ofrecían los lobos. Sus comportamientos, adquiridos en el
contacto con el animal, eran los siguientes: «si nos aproximábamos, hacían mue­
cas y a veces mostraban los dientes como si rechazaran nuestro contacto o nues­
tra compañía»;27 «Si tratábamos, a veces, de atraer su atención tocándolas o se­
ñalándoles alguna cosa, se contentaban con otorgar una mirada obligada, como
si miraran en el vacío y se apresuraban a desviar los ojos»;28 [los niños del orfa­
nato] «hacían lo mejor que podían para llevarlas a jugar con ellos, pero ellas lo
tomaban muy mal y los aterrorizaban abriendo las mandíbulas, mostrando los
dientes y abalanzándose a veces sobre aquellos con un extraño ruido ronco»;29
«cada vez que olisqueaban algo, para distinguir el objeto, animal u hombre, re­
torcían generalmente la nariz y trataban de encontrar su dirección aspirando el
aire».3º Kamala olíó la carne servida en la cocina «con una mirada feroz, inten­
tó tomarla, moviendo los ojos, las mandíbulas, y chasqueó sus dientes con un
gruñido aterrador»;31 «tenían la costumbre de beber y comer en el mismo plato,
como los perros, bajando la boca. Así comían los alimentos sólidos tales como
arroz, carne, etc., sin usar las manos; en cuanto a los alimentos líquidos como el
agua o la leche, los tomaban con la lengua como los cachorros».32 «¿Cuáles po­
dían ser sus emociones? Nunca reían. Aunque Kamala tenía un rostro sonrien­
te, el sentimiento de alegría estaba ausente. No la vi. reír ni sonreír durante los
tres primeros años . . . fuera de los signos exteriores de alegría o satisfacción que
27. Singh, J. A. C.; R.M. Zingg, Ehomme en friches: de lenfant-loup a Gaspar Hauser, Bruxelles,
Complexe, 1 980, pág. 38.
28.Ibídem, pág. 37
29 .
Ibídem, pág. 38.
3 0.
Ibídem, pág. 45.
3 1 . Ibfdem.
32. Ibídem, pág. 48.
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

expresaban su aspecto y actitud en el momento de comer, cuando tenía mucho


hambre y especialmente cuando, por azar, encontraba carne».33
Son ejemplos desordenados, tributarios de la observación del pastor que se
limita a transcribir en su diario las informaciones que le parecen más interesan­
tes. Por supuesto, hemos aislado los pasajes que dan testimonio de la expresivi­
dad particular de sus rostros. El texto abunda en observaciones relativas a otras
manifestaciones de sus cuerpos no menos interesantes: desplazamiento en cuatro
patas, olfato excepcional, vida nocturna, preferencia alimentaria únicamente en
la carne cruda, etcétera. Lentamente, Kamala, rodeada por el afecto del pastor y
su mujer, abre su rostro a las ritualidades sociales de su entorno. Amala, la más
joven, muere de nefritis apenas un año después de su captura. A la muerte de su
compañera, Kamala vierte una lágrima, el primer sollozo percibido por Singh.
Durante días, ella olisquea los lugares donde estaba Amala, los objetos que to­
caba; se agita, con la lengua colgando, aúlla. El 18 de noviembre de 1 92 1 , jugan­
do con los cabritos «su rostro se ilumina a tal punto que esboza una sonrisa».34
Unos meses más tarde, cuando la señora Singh le preguntó si tenía hambre, Ka­
mala movió la cabeza en signo de aprobación». 35 Inclina la cabeza para decir «SÍ»
y la sacude de izquierda a derecha para decir «no». ( 1 5- 1 2- 1 923).
En 1 926, Kamala se abre cada vez más rápido a la comunicación. Adquiere
las primeras nociones de vocabulario, participa en la vida del orfanato, se vuel­
ve sensible al frío, muestra pudor. Los rasgos de su rostro comienzan a modelar
los signos, las mímicas, aptos para nutrir la comunicación. «El rostro de Kama­
la se iluminó al saber que la señora Singh había vuelto de un desplazamiento de
quince días a Ranchi. La expresión de su rostro manifestó claramente un senti­
miento de alegría.» (23 - 1 -26). «El tiempo transcurrió y los hábitos de Kamala
habían cambiado desde el día de su descubrimiento. En 1 926, Kamala era una
persona completamente diferente. Cuando hablaba, su rostro mostraba siempre
una expresión acompañada por ciertos movimientos de partes de su cuerpo . . .
Ahora era posible comprenderla hasta cierto punto según sus expresiones facia­
les y sus gestos . . . » ( 1 926). O también, «muchas veces, la señora Sinhg intentó
persuadida afectuosamente, pero no se movió del lugar donde ella se encontra­
ba. Ante sus repetidos intentos de persuasión, con insistencia, su figura cambió
de color, expresando contrariedad» (20- 1 - 1 927). Kamala vive un rápido avance
en su aculturación en los años que siguen especialmente al acceso al lenguaje, a
sentimientos variados. Aprende a manejar diferentes códigos. Pasa de espejo del

33. Ibídem, pág. 57.


34. Ibídem, pág. 74.
35. Ibídem, pág. 8 1 .

1 12
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 El rostro sin el Otro

comportamiento de los lobos, a entrar poco a poco, con ayuda del pastor y su
mujer, en la simbología social. Su rostro comienza a adquirir expresividad. Un
proceso ejemplar, lejos de ser el único, en los anales de los niños llamados «sal­
vajes». En noviembre de 1 929, Kamala muere aún muy joven.
En 1 928, en Nuremberg, descubren a Gaspar Hauser, de aproximadamente
dieciséis años, caminando vacilante por las calles. Retenido hasta entonces en
una torre oscura, privado de toda relación social, alimentado únicamente a pan
y agua por un carcelero invisible, sin haber aprendido nunca a hablar, Gaspar fue
liberado por una razón desconocida y conducido a las puertas de una ciudad,
provisto de un papel con unas frases garabateadas. No nos detendremos en su
historia que hizo correr mucha tinta sin librar jamás su secreto. Después de un
intento de homicidio que fracasa por poco, Gaspar es asesinado en 1933. Mien­
tras tanto, protegido por un tutor, Daumer, Gaspar Hauser adquiere los signos y
símbolos de la comunicación social, aprende a hablar y a escribir. Conocemos su
historia gracias a un relato de Anselm von Feuegbach, un jurista que conoció a
Gaspar de cerca y se apasionó por su historia. Acerca de su rostro, A. von Feuer­
bach escribe: «Su rostro era en ese entonces muy común: en reposo, era casi to­
talmente inexpresivo y su parte inferior, un poco prominente, le daba un aspec­
to animal. La mirada bovina de sus ojos claros y luminosos tenía también una
expresión de falta de inteligencia animal. Su fisonomía se modificó íntegramente
en unos meses: la mirada se hizo expresiva y animada, los rasgos prominentes de
su rostro se atenuaron poco a poco y Gaspar se volvió casi irreconocible».36 Lue­
go de su primer encuentro con el adolescente, apenas lo descubrieron, Feuerba­
ch dijo haber tenido la intuición de que la fisonomía de Gaspar probablemente
se modificaría. Lamentó más tarde que ningún retratista hubiera pensado en­
tonces en fijarla en la tela para apreciar más tarde su evolución.
Pocos meses después de su descubrimiento en las calles de Nuremberg, el ros­
tro de Gaspar perdió la disimetría de sus rasgos y la prominencia de su mandí­
bula. Como si el contacto con los otros y la educación recibida no sólo hubieran
restituido su fisonomía a la significación compartida en la comunicación social,
sino también hubieran modelado su forma para darle una apariencia suaviza­
da, más común. Es un fenómeno conocido en las familias que los rostros se in­
fl uyen unos a otros en el interior de un grupo, sobre todo en aquellas en que un
niñ o adoptado comienza a «parecerse» a sus padres adoptivos.
El lazo social no modela sólo los rasgos y los signos que se inscriben en el ros-

3 6. Von Feuerbach, Anselm. «Histoire d'un individu sequesté dans un donjon et privé de toute
communication avec le monde depuis sa tendre enfance jusqu'a l'áge de dix-sept ans» ( 1 832),
retomado en Singh, J.A.C. y Zingg, R. M.; op. cit., pág. 284. Véase también pág. 309.

1 13
ROSTROS. Ensaya antropológico 1 David Le Breton

tro, los niños salvajes muestran que también contribuye de modo singular a mo­
delar su forma. Al respecto, las modificaciones espectaculares que experimen­
tan los rostros de Victor, Kamala o Gaspar, entre otros ejemplos privilegiados
aquí, recuerdan la maleabilidad del cuerpo, la amplitud a veces insospechada de
sus recursos que nuestra sociedad descubre casi inesperadamente, y sin hacerlos
fructificar, mientras que en otras partes son cultivados (yoga, etcétera). Obser­
vemos además, para tomar estos dos ejemplos confirmados, uno por Bonnete­
rre y el otro por Feuerbach, que ni Victor ni Gaspar identifican su reflejo en el
espejo en el período que sigue a su acogida social. Pero es admisible que su pro­
gresión en la simbología de aquellos con quienes viven los llevarán un día a re­
conocerse, a distinguir, llegado el momento, la singularidad de sus rasgos. Esa
percepción, igual que para el niño autista, implica, sin embargo, la formación de
un «yo» para captarla, es decir, la entrada activa en un mundo de significación
donde el rostro tiene una importancia, donde la identidad está constituida y ya
no mezclada con la de los otros, sin referencias de la propia individualidad. Im­
plica también su capacidad adquirida para discernir, en adelante, los rostros di­
ferentes de los otros, para nombrarlos en su unicidad.

Rostro autista

El rostro del niño autista es un rostro socialmente inacabado, todavía no des­


plegado a la comunicación. Un rostro sin el Otro. O más bien, sin la consisten­
cia del Otro. Desprovisto de las referencias culturales de su entorno. Y la ausen­
cia de la simbología que deja sus rasgos al desnudo da a la diversidad de los ni­
ños autistas una semejanza inasible (al mismo tiempo que espectacular). Un pa­
rentesco en la ausencia de los signos faciales comúnmente compartidos en su
entorno y una proximidad en el desorden que uno cree leer en ellos. Desorden
que sólo parece tal para una mirada indiferente o apresurada, que percibe de an­
temano el autismo como una carencia, un déficit y no como una forma parti­
cular de acomodarse a la vida que tiene, para cada niño, un tono especial según
los meandros se su propia historia.
El niño autista manifiesta a través de sus comportamientos, posturas, ges­
tos o mímicas otro uso del mundo y de la interacción, fuera de los ritos que ri­
gen el funcionamiento social, fuera de las significaciones y valores que los fun­
dan, pero no sin sentido ni aleatorio. Son también ritos los que pone en práctica,
pero íntimos, sin validación colectiva, ritos de separación más que de relación,
de formas organizadas y extremas de disidencia. Son, igual que los ritos socia-

1 14
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Rostro autista

le s, modos de uso para vivir y situarse ante otro, cargados de valores a sus ojos
( a tal punto que si los otros no los respetan, puede poner su existencia en peli­
gro deliberadamente), pero cuya significación sólo le pertenece a él. No obstan­
te, se trata de ritos abiertos a la paciencia del desciframiento, a la sagacidad de
quien sepa revelar su enigma.
La ritualidad del rostro del niño autista no es menor que la de un actor bien
in te grado a su grupo social, sólo que es individual, única, marcada por la ausen­
cia de la simbología facial común. Cada uno de esos niños habla un idioma cor­
p oral que sólo tiene sentido para él, y en los cuales ciertos rasgos que rechazan
la simbología de su comunidad se parecen a los de otros. Algo queda aparente­
m ente sin cultivar y, sin embargo, se evidencia que son ritualidades íntimas, re­
currentes e indexadas a las mismas situaciones las que modelan los rasgos del
n iño, atraen sus manos sobre la boca y los ojos como para prolongar con una
segunda piel un rostro demasiado expuesto, temiendo la exposición al desnudo
que la mirada de otro opera. Un rostro para descifrar donde parpadea una au­
sencia que no es un vacío ni una demanda.
Por el hecho de que la referencia es la norma común del grupo, es decir, la sim­
bolización corporal, especialmente facial, la ritualidad íntima que modela los mo­
vimientos del rostro autista se describe según un vocabulario denigrante que de­
muestra un juicio normativo más bien brutal: tics, estereotipos, muecas, amane­
ramientos, parasitismos. La literatura psiquiátrica abunda en esos términos poco
afables. Lejos de percibirse como el esfuerzo ritualizado por separarse de los otros,
el comportamiento autista se describe como una incapacidad de establecer la co­
municación. La actividad de pensamiento del niño está oculta por la tarea fami­
liar que lo empuja a jalonar su relación con el otro a través de un filtro de gestos,
mímicas, posturas, desplazamientos, balanceos utilizados con método.
Inventiva paradójica para evitar al Otro, no ser penetrado por él, volverse
ause nte a sus ojos, observar cuando nadie lo advierte, disimular sus ojos detrás
de los dedos para ver sin develar sus rasgos. El niño autista tamiza los estímu­
l os surgidos de su entorno o de su universo fantasmático, ámbitos cuya fronte­
ra , por otra parte, es confusa para él. En ese niño, todo tiene sentido, y no me­
n os su rostro. Traduce a su manera sus miedos, angustias, rechazos, desconfian­
za s, o a la inversa, sus conveniencias, su apertura. Su rostro no señala en absolu­
t o un déficit, sino otro uso facial d� la comunicación, una diferencia significati­
va en el establecimiento de la relación con el mundo y con los otros.
La desorientación en el rostro del niño autista es la marca de haber tomado
u n atajo en el camino, distinto para cada uno, pero que no deja de ser camino y
p o s ibilida d de encontrar un día la ruta común. En el acompañamiento terapéu-

1 15
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

tico que se le propone, el niño debe leer en el rostro de quienes lo tratan el aco­
gimiento de quien es él y la suspensión de pantallas culturales; debe experimen­
tar los intentos de aquellos de re-conocerlo aceptando la imagen de una fisono­
mía cuyas significaciones a menudo se ocultan, engañan. El respeto de la am­
bivalencia que muestra es esencial. En ese sentido, el rostro de los terapeutas es
impermeable a la resignación, al aburrimiento o a la indiferencia. Hace siempre
del niño un sujeto reconocido. Si el niño autista se siente objetivado, negado en
la mirada del otro, vuelve a su sistema de defensa, cierra su rostro a los signos de
contacto que dejaba ver y se vuelve poco a poco inaccesible.
Es un largo y lento trabajo de acercamiento y de modelado simbólico que lo
lleva a soportar la mirada del otro, a admitir el encuentro, a responder sin miedo
al cara a cara. El autista inscribe entonces al Otro en el ser de su rostro. Descui­
da sus ritos íntimos para entrar en los del intercambio. El rito ya no es un exor­
cismo, un esfuerzo de resistencia, se transforma y se vuelve apertura al mundo.
La película rodada por Bruno Bettelheim sobre la historia de Marcia, una niña
autista que llega a los trece años a la escuela ortogénica de Chicago, muestra la
metamorfosis de identidad de una adolescente que se abre poco a poco a las
significaciones comunes. Solamente el rostro de Marcia a lo largo de su estadía
bastaría para indicar las etapas de su evolución hacia la simbología colectiva.37
La afirmación progresiva del «yo» lleva a la significación inequívoca del rostro.
O más bien, a la polisemia familiar que conocemos en los otros y que ellos leen
en nuestros rasgos. Pero todo rostro humano es legítimo y portador del mismo
enigma de la significación que encierra.
El ciego congénito no puede seguir con los ojos el rostro de su interlocutor
ni ofrecer a éste la referencia de una mirada que señale el grado de compromi­
so en el intercambio. Por otra parte, su propio rostro es muy pocas veces expre­
sivo, impasible a pesar de las circunstancias. Sus rasgos parecen fijos, sin rela­
ción con la gravedad o la liviandad de sus palabras. Su rostro o sus gestos rara­
mente están en condiciones de acompañar de manera socialmente inteligible
una interacción. Una de las causas del ostracismo del que son víctimas los cie­
gos es la dificultad de descifrar su rostro enigmático, que todavía se está hacien­
do, inacabado o modelado torpemente, rostro sin el Otro que turba en propor-
37. En el documental rodado durante varios años por Daniel Karlin para la televisión dentro de
un hospital de día, Frédéric, une autre naissance, el niño es, por el contrario, decepcionado
siempre en su expectativa por la movilidad de quienes se dedican a su tratamiento. Abandona
poco a poco toda confianza en los demás y vuelve a sus ritos íntimos de separación que lo ha ­
cen cada vez más cuerpo y rostro. Sobre la historia de Marcia, cf. Bettelheim, Bruno. La forte­
resse vide, Gallimard, 1 969; y la serie de emisiones rodadas por Daniel Karlin con Bruno, Bet­
telheim, Un autre rega rd sur la folie.

1 16
J. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Rostro autista

ción a su ausencia de movilidad. En el transcurso de la interacción, cada actor


está en posición de espejo ante su copartícipe, puede identificarse con él, reco­
nocer sus movimientos, sus mímicas, y encontrarse, gracias a esos signos, sufi­
cientemente informado acerca del otro para que el intercambio se desarrolle de
un modo familiar, con toda la seguridad significante. Pero los rasgos poco mó­
viles del ciego congénito no dicen nada, no dibujan ninguna de las mímicas co­
dificadas que deberían marcar el desarrollo del encuentro. No acentúan ni ate­
núan la palabra o la presencia. Encarnan en ese sentido algo «ominoso». Apa­
rentemente, son familiares en sus trazos, sus componentes, pero inasibles por
la ausencia de brillo en los ojos, por su falta de movilidad y de gesticulaciones
significativas. El movimiento de reciprocidad, la congruencia de las expectati­
vas mutuas que fundan la interacción, está rota. El ciego remite brutalmente a
la densidad de un cuerpo del que el hombre occidental, a lo largo de su vida co­
tidiana, quiere olvidar la presencia.38 Rostro desalojado, que quiebra el espejo
del intercambio y crea una disimetría que fácilmente deja lugar a la inquietud.
En las representaciones colectivas, el registro expresivo limitado del ciego con­
génito llama la atención sobre su rostro que se percibe como cerrado, inacaba­
do, inmóvil,39 recluido en sí mismo, que no manifiesta por ningún signo reco­
nocible la atención hacia el otro.
La falta de estimulación visual impide al niño ciego imitar a los miembros
de su entorno e identificarse con ellos. Su aprendizaje motor está considerable­
mente afectado. Si esas dificultades no son consideradas por un entorno obser­
vador, disponible y afectuoso, el niño se muestra torpe por mucho tiempo, no
recibe ningún aliento para modelar los rasgos de su rostro ni los movimientos
de su cuerpo de una manera socialmente conforme a los sentimientos que expe­
rimenta. Y el rostro, como hemos dicho, no es una naturaleza donde maduran
espontáneamente expresiones universales ya existentes, desligadas de los esfuer­
zos del niño para hacerlas suyas. G. Dumas, cuando visita instituciones que al­
bergan a jóvenes ciegos, da un testimonio sobre lo llamativo de los efectos de la
educación: «Me fue fácil, como a todo el mundo, distinguir a primera vista a los
cie gos congénitos de aquellos que comenzaron siendo videntes. Los primeros no
tie nen ninguna mímica, jamás sonríen al hablar y se mueven en un mundo de
ro stros muertos. Los segundos, por el contrario, tienen una mímica facial más o
3 8 . Cf. Le Breton, David, Antropologie du corps et modemité, op. cit. [En español: Antropología del
cuerpo y modernidad, op. cit.]
3 9 . Sobre las dificultades de la educación del niño ciego congénito, cf. Henri, Pierre, Les aveugles
et la société, París, PUF, 1 958, pág. 1 08 y ssq. Por supuesto, para el niño que se vuelve ciego des­
pués de haber adquirido el orden simbólico propio de un grupo, el rostro es menos llamativo,
más fluido, pero sufre, socialmente hablando, de la ausencia de expresividad en los ojos.

1 17
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

menos desarrollada y, según la edad en que quedaron ciegos, algunos la tienen


más normal. De tal diferencia, resulta que los ciegos capaces de mímicas socia­
les y de sonrisas nos parecen, y a menudo son, en efecto, más cercanos a noso­
tros en la vida corriente que los ciegos congénitos, relativamente aislados por la
rigidez de su máscara».40 Un entorno sensible a las dificultades futuras del niño
en materia de relación con los otros puede enseñarle a mover sus rasgos guián­
dolo con la palabra y la manos par hacerle sentir las modificaciones que afectan
a su propio rostro. A través de un proceso voluntario, el niño ciego puede apren­
der el simbolismo corporal recibido normalmente sin esfuerzos especiales en el
contacto del entorno a través de procesos de imitación e identificación.
La indefinición social del rostro del ciego congénito produce a veces en él una
confusión de sus rasgos: «Los tics a los que predispone la ceguera son tan ca­
racterísticos, que los norteamericanos, en la categoría de "amaneramientos': les
dieron el nombre de blindisms» -escribe Pierre Henri. En lo que concierne más
específicamente al rostro, observa «las posturas, gestos o mímicas que son re­
acciones a sufrimientos oculares (guiñar los ojos o frotarlos, evitar la luz direc­
ta, bajar la cabeza) y, por el contrario, prácticas hedónicas que resultan de débi­
les residuos visuales (girar obstinadamente la cabeza hacia la luz, elevarla hacia
la lámpara, pasar los dedos abiertos entre los ojos y la luz)».
Un rostro sin el Otro, atravesado a veces por movimientos singulares, priva­
do de la referencia de los ojos y por esas razones, ambiguo, propicio a los mal­
entendidos. El rostro del ciego congénito parece despistar permanentemente,
reservarse lo esencial, impide los procesos de identificación que podrían valer­
te un tratamiento menos estigmatizador.

Significación social del rostro

La existencia del hombre no adquiere sentido si no se nutre de símbolos y


valores de la comunidad social a la que pertenece. El rostro no escapa a la re­
gla. Es a la vez semej anza y discernimiento. Semejanza porque remite en es­
pejo a la familiaridad de los otros rostros de su grupo; discernimiento por­
que, a pesar de todo, algo en él permanece irreductible. Simultáneamente, liga
y distingue. Refleja a su modo la posición contradictoria de todo actor en un
conjunto social, la de no existir sino a través de las referencias sociales y cul­
turales pero participando a la vez de un modo personal en la creación colec­
tiva del sentido.
40. Dumas, Georges, Le sourire, op. cit. pag. 1 23.

1 18
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Significación social del rostro

El simbolismo social confiere sus signos al rostro para inscribir en él la fami­


liaridad de la mirada de los otros. O de sí mismo cuando el actor se percibe en
un espejo o ve su rostro reflejado en una vidriera. Toda aparición de un rostro
es la de signos de reconocimiento. Cierta manera de organizar la puesta en esce­
na (maquillaje, bigote, barba, corte de cabello), de producir mímicas, de posar la
mirada en los otros, hace del rostro el lugar de la evidencia familiar que permi­
te atribuirle de entrada una serie de significaciones. Éste jamás es una naturale­
za, sino una composición. Es la materia básica para un trabajo sobre sí, al mis­
mo tiempo que para una influencia social y cultural sutil. La socialización mo­
dela la intimidad corporal más secreta del hombre, como lo muestran la socio­
logía y la antropología,41 y no deja de lado su rostro.
A través del rostro se lee la humanidad del hombre y se impone con toda
certeza la diferencia ínfima que distingue a uno de otro. Al mismo tiempo, los
movimientos que lo atraviesan, los rasgos que lo dibujan, los sentimientos que
emanan de él, recuerdan que el lazo social es la matriz sobre la cual cada actor,
según su propia historia, forja la singularidad de sus rasgos y expresiones. Todo
rostro entrecruza lo íntimo y lo público. Todos los hombres se asemejan pero
ninguno es parecido a otro.

4 1 . Cf. Le Breton, David,op. cit.


4. Figuraciones sociales:
el cara a cara

«Ahora me dicen que en París hay condes polacos a


quienes la insurrección y el despotismo han obligado
al exilio y a la miseria; hacen de cocheros pero miran a
sus clientes burgueses con tal ceño que los pobrecillos
suben al coche, sin saber por qué, con el aire de un
perro en una iglesia».
Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El gatopardo

Cara a cara

Los movimientos del rostro se inscriben en el «dialecto del compromiso» (E.


Goffman), donde se imprimen los gestos, contactos, mímicas que realzan ritual­
mente toda interacción. Sus formas y su distribución surgen del orden simbó­
lico propio de cada grupo. En el uso de cada grupo social, existe una sumisión
mutua a la enuncianción de una lengua y a los gestos y mímicas que la acom­
pañan, la preceden o la prolongan. Toda emisión de la palabra, incluso su silen­
cio, está jalonado por movimientos del cuerpo, a veces apenas perceptibles, pero
coherentes, organizados, inteligibles. La gestualidad puede modificarse profun­
damente en los actores bilingües que pasan de una lengua a otra. Por ejemplo,
Birdwhistell observa en los indios Kutenai, en el Sudoeste de Canadá, un cam­
bio radical de gestualidades según hablen su lengua tradicional o el inglés. Las
mímicas están dadas para una lengua y no pueden funcionar en otra. También
varían según los diferentes grupos sociales. Dicho de otra manera, un uso so­
cial de la lengua es correlativo a un uso social del cuerpo. Así como existe una
lengua materna profundamente arraigada en la afectividad del actor, existe tam­
bién un cuerpo materno que le corresponde: el uso del cuerpo y del rostro que
el actor comenzó a adquirir al pronunciar sus primeras palabras.

121
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

En el intercambio de significaciones que es la comunicación, donde el pro­


pósito no siempre es el que impera, el cuerpo no es un canal menor que el de la
lengua. Ni uno ni otro pueden estar disociados, no más de lo que se puede aislar
el rostro o las manos para estudiar separadamente sus simbologías. Permanen­
temente, en las interacciones que jalonan la vida cotidiana (saludar, despedirse,
sentarse a la mesa de un café, hacer compras, caminar por una vereda, conver­
sar con amigos), los gestos y las mímicas se superponen de modo virtualmente
inteligible para los actores que comparten una misma simbología corporal, o co­
nocen sus signos por una adquisición más tardía. Los movimientos innumera­
bles del cuerpo y del rostro no se dejan librados al azar o al arbitrio de cada in­
dividuo, sino que responden a una organización social precisa matizados por los
factores de la historia personal del actor, especialmente su estilo y temperamen­
to. Los ritos de interacción son ante todo puestas en escena ordenadas y mutua­
mente inteligibles de conductas corporales y de movimientos del rostro.
Al compartir el mismo orden expresivo, los rostros son espejos unos para
otros. Indican, con relativa claridad (con todas las posibilidades de la astucia o
de la interpretación abusiva), la resonancia mutua de los dichos: movimientos o
inclinaciones de cabeza, del torso, mímicas, intensidad de la mirada. Cada mo­
vimiento del rostro a través del juego de las expresiones es un comentario sobre
el desarrollo de la interacción y el grado de compromiso mutuo de los actores.
Se lee allí el interés o el aburrimiento, el surgimiento de emociones, el placer del
encuentro o el interés por terminarlo, con el resultado del contagio de los afec­
tos que hace a veces imprevisible el desarrollo de un intercambio. Al respecto, la
asepsia de las pelíclas de Robert Bresson no se deben sólo a la imagen, también
está en la actuación de los comediantes: esos movimientos del cuerpo y esas vo­
ces mutuamente desunidas, privadas en parte de la evidencia ritual que los vuel­
ve familiares. R. Bresson libera a sus comediantes de la sumisión a los signos cor­
porales, y especialmente a las mímicas, que connotan las emociones o el grado
de compromiso en el intercambio. Éstos actúan con una voz monocorde, con un
rostro neutro, se mantienen sobre la cuerda tensa de la paradoja, y esa tensión
da una gran fuerza a la imagen. Sorprende permanentemente al espectador y le
recuerda la especificidad del lenguaje cinematográfico.
La apariencia de orden que rige en tiempos normales los movimientos del
cuerpo suscitó en ciertos investigadores la tentación de definir sus leyes de fun­
cionamiento apoyándose en el modelo de las lenguas. Al crear la kinésica, Bird­
whistell parte de la hipótesis de que esos gestos recurrentes, significantes, se dis­
tribuyen de modo sistemático y que su estudio concierne a un capítulo todavía
inédito de la lingüística estructural, y especialmente de la fonología. La semió-

1 22
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Cara a cara

tica del cuerpo sería cerrada, a modo de una lengua. A partir de ese modelo,
analiza la simbología corporal en términos de kinemas: unidad de base del mo­
vimiento, aún no asociado a una significación y equivalente al fonema para las
lenguas (movimiento vertical de la cabeza, etcétera.). Una serie integrada de ki­
nemas crea un kinemorfema (equivalente gestual del morfema): por ejemplo,
un guiño o una sonrisa. La combinación de kinemas, entonces, produce senti­
do y sostiene la interacción con referencias necesarias para su buen desenvolvi­
miento. Únicamente para el rostro, Birdwhistell propone cuarenta y seis unida­
des elementales. Recurre a más de veinte unidades descriptivas. El material de
análisis es pesado para manejar (a título de comparación, la fonética de un len­
gua se limita a una treintena de sonidos). Birwhistell se topa con el escollo de
una analogía llevada al extremo en detrimento de la especificidad de la simbo­
logía que se encarna en el rostro, las posturas o los gestos.
Ciertamente, se pued�n identificar analogías entre esos dos grandes sistemas
de signos que son la lengua y el cuerpo, pero las diferencias no son menos esen­
ciales. Los signos emitidos a través del cuerpo dan testimonio de una polisemia
mucho más acentuada que la que caracteriza a una lengua. La zona de ambi­
güedad es allí mucho más amplia. La mayoría de los movimientos corporales ya
están atravesados por la hipótesis de una significación, a la inversa del fonema
que sólo accede a ella por la combinación precisa de varios de éstos. Los signos
del cuerpo, y especialmente del rostro, son huidizos, contingentes, propicios a
la proyección imaginaria, ambiguos en su manifestación, contrariamente a los
signos del lenguaje, más arraigados, sujetos a una mínima variación individual,
más accesible al control recíproco. 1
El cuerpo no es un auxiliar de la lengua, que funciona con torpeza siguien­
do una estructura igual a la anterior. Es difícil clasificar las regularidades que se
leen en el rotro o en el cuerpo. Ningún diccionario al respecto parece posible.
Únicamente el contexto, como hemos visto, permite a los actores una proyec­
ción mutua de significaciones, sustentadas en un orden expresivo que se com­
parte entre todos los miembros de un grupo social.
Ese tratamiento del cuerpo en el transcurso de la interacción suscita prohibi­
ciones específicas. El rostro y el sexo quedan aparte en las proxemias y gozan de
l. Cf. Birdwhistell, Ray, Kinesics and context, essays on body motion communication, Harmond­
sworth, Pinguin books, 1 973. Y Winkin, La nouvelle communication, París, Seuil, 1 98 1 . (Bird­
whistell, R.: «Un excercice de kinésique et de lingüistique: la scene de la cigarette•>, págs. 1 60-
1 90); Langages, nº 1 0, junio de 1 968 (artículos de Kristeva, J.; Birdwhistell, R. etc.). Cf. Un en­
foque crítico: Feyereisen, P. y De Lennoy, J. D., Psychologie du geste, op. cit., pág. 68 y sqq.; Gui­
raud, Pierre, Le langage du corps, París, PUF, 1 980, pág. 71 y sqq.; Le Breton, David, Corps et
sociétés, op. cit.; pág. 67 y sqq.

123
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

una mayor atención en la medida en que el contacto con uno u otro es impen­
sable durante el intercambio. Incluso cuando, en nuestras sociedades occiden­
tales (o en otras en que los contactos físicos se permiten más), se toca excepcio­
nalmente al copartícipe en un gesto de amistad muy furtivo para subrayar un co­
mentario, el rostro y el sexo siempre se evitan. Más aún, éstos parecen disponer
de una zona de protección a su alrededor que los aísla del resto del cuerpo a pe­
sar de su valor eminentemente social. Se tocan los brazos, las manos, los hom­
bros, el pecho, incluso las piernas. La ritualización del contacto, por supuesto,
es diferente en la relación amorosa. Asimismo, cuando se trata de un enfermo o
un moribundo, es frecuente tocarle la frente en un gesto de consuelo o compa­
sión. El tratamiento social de la corporeidad del niño también es particular. Si
bien los contactos físicos en nuestras sociedades están orientados netamente en
el sentido de la elusión, el movimiento se invierte cuando se trata del niño. Está
socialmente recomendado tocarlo, mimarlo, acariciarlo, mostrarle el afecto. Su
rostro es el objeto privilegiado de la ternura: besos en la mejilla, la frente, golpe­
citos, caricias. Y eso sucede hasta que el niño tiene siete u ocho años. El anun­
cio, aunque lejano, de la pubertad hace que se lo someta rápidamente a las re­
glas de interacción vigentes en su sociedad.
El rostro y el sexo están asociados en el mismo tabú del contacto, por eso, no
tiene nada de sorprendente que se trate de zonas privilegiadas de los enamora­
dos. El recinto sagrado de la persona del que habla Durkheim encuentra allí sus
dos fortalezas, las cuales pueden ser derribadas con una sola mirada cuando se
interpone el amor.

De la cara al hombre

«Perdre la face» (Perder el prestigio), <ifaire bonne figure» (hacer un buen pa­
pel), «avoir bonne mine» (tener buena cara), <ifaire pietre figure» (hacer un po­
bre papel), «sauver la face» (salvar las apariencias) ... 2 En el lenguaje corriente, la
cara o el rostro valen por el hombre completo, por el sentimiento de identidad
que lo caracteriza y por la estima de la cual goza de parte de los otros. La cara (o
el rostro) es aquí una medida de la dignidad social de la que un actor es objeto.
Sobre este tema, es conocido el trabajo meticuloso llevado a cabo por E. Goff­
man para elucidar los «momentos y sus hombres», es decir, los ritos de interac­
ción que reúnen a los actores bajo la égida de definiciones sociales a las que de-

2. N. de T.: todas estas expresiones francesas incluyen las palabras ciface» o «figure», que en espa­
ñol significan «Cara».

1 24
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 De la cara al hombre

ben acomodarse para que el intercambio, en lo posible, no disminuya en nada


la estima que los actores se profesan y piensan mutuamente que merecen. Toda
interacción está amenazada por torpezas, desfases, actos fall i dos o lapsus, ofen­
sas que pueden interrumpir su desenvolvimiento, poniendo a las partes invo­
lucradas en una situación embarazosa de la que hay que salir lo antes posible.
La vulnerablilidad del rostro, a veces, hace difíciles ciertas interacciones. Un ac­
tor pierde el control de sus rasgos a causa una emoción demasiado fuerte o por
un ataque de risa, el rostro se confunde. «Para disimular la falla», el actor «tie­
ne el recurso de darse vuelta o bien, cubrirse el rostro, la boca, en especial con
sus manos».3 Goffman evoca muy pocas veces el rotro a título específico, pero
recurre a la noción de cara, que metaforiza de alguna manera el rotro expresi­
vo abarcando simbólicamente la identidad social del actor, el signo que él ofrece
justamente a la apreciacion sin indulgencias de los otros. Goffamn define la cara
como «el valor social positivo que una persona reivindica efectivamente a tra­
vés de la línea de acción que, según los otros, ella adoptó en el trancurso de un
contacto particular. La cara es una imagen del yo delineada según ciertos atribu­
tos sociales aprobados que también pueden compartirse, puesto que, por ejem­
plo, uno puede dar una buena imagen de su profesión o de su confesión dando
una buena imagen de sí».4 La desnudez, la vulnerabilidad, o a la inversa el con­
trol, la claridad aparente que se leen en el rostro, hacen de él una clave del inter­
cambio, una indicación sobre la calidad de la interacción. En ese aspecto, sim­
boliza la relación con el otro. Ante éste, es el signo más vibrante, el más expre­
sivo de uno mismo. La piel del rostro encarna claramente la zona sensible de la
relación con los otros.
«Un individuo conserva su prestigio5 cuando la línea de acción que sigue ma­
nifiesta una imagen consistente de sí mismo, es decir, sustentada por los juicios
y las indicaciones que vienen de los otros participantes, y confirmada por lo que

3. Goffman, E. Le moments et leurs hommes, París, Minuit, 1 988.


4. Goffman, E. Les rites d'interaction, París, Minuit, 1974, pág. 9. Goffman llama figuración (face
work) a «todo lo que hace una persona para que sus acciones no hagan perder "lafa ce" (el pres­
tigio) a nadie (incluso a ella misma)» (pág. 25). La tradición de los nómadas árabes identifica
moralmente al hombre a través de su cara: wajh. El término vale por la persona. «Cuando un
anfitrión, por ejemplo -dice J. Chelhold- es ofendido como tal, declara que el contraventor le
cortó el rostro, es decir, que le lo hirió en su honor. Somete el asunto a un juez, reclama el de­
recho al rostro y formula las reivindicaciones más exhorbitantes [ ... ] . El culpable debe blan­
quearle el rostro, es decir, declarar ante toda la tribu, e incluso a los caminantes, que su honor
está a salvo», Chelhold, Joseph. Introduction a la sociologie del l'Islam, París, Besson-Chante­
merle, 1 958, pág. 32.
5. N. de T. : «garde laface » (conserva la cara) . Expresión que implica también no expresar los pro­
pios sentimientos, aparentar que uno está bien aunque no sea esa la realidad.

125
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

revelan los elementos impersonales de la situación».6 La cara es el hecho de la mi­


rada de los otros, de sus supuestos juicios. En el espejo de los otros, el actor per­
cibe una imagen satisfactoria de sí, se reconoce en él. La simetría de los rostros
frente a frente confirma los datos de una identidad indiscutida, a la que ningu­
na torpeza volvió precaria, a la que no amenaza ningún desatino. Los rotros de
los actores en reciprocidad se borran ante los signos de la familiaridad cotidia­
na del intercambio y de la confirmación de sí.
Pero el actor <ifait mauvaisefigure» (queda mal parado) cuando muestra ante
los otros una actitud desproporcionada con lo que legítimemente podría permi­
tirse. Sobrepasa sus derechos olvidando sus deberes, y la confortable seguridad
debe perder su altanería ante la reprobación de los testigos. El actor, por inad­
vertencia, a través de un acto fallido o de un lapsus, devela una parte poco reco­
mendable de quién es, o bien sobreestima su margen de maniobra sobre otro y
se encuentra así expuesto. O también <ifait pietre figure» (hace un pobre papel)
en una situación en que reivindicaba su importancia y se encuentra poniendo
«buena cara» en un desfase con el rostro de los otros. El actor trata de «sauver
la face» (salvar las apariencias), pero la cara que ofrece a la mirada de los otros
desmiente sus esfuerzos, el rostro de los otros ya no es un espejo, algunos mo­
hínes escépticos o sonrisas irónicas acompañaron sin indulgencias el intento
del torpe para reparar la situación. «Cuando una persona ''fait mauvaise figu­
re" (queda mal parada) o "pietre figure" (un pobre papel) -sigue diciendo Goff­
man-, ese hecho introduce en el encuentro factores expresivos que son imposi­
bles de engranar directamente en la maquinaria de expresiones del momento».7
Salvo, por supuesto, que se tape la cara. Los anclajes expresivos de la reciproci­
dad están momentáneamente rotos. La puesta en escena de los rasgos del ros­
tro manifiestan una disimetría incómoda que remite a su error a quien come­
tió la ofensa o torpeza.
Tener vergüenza, llevar la manos al rostro para ocultarlo, bajar los ojos en la
imposibilidad de sostener la mirada hostil del otro es ''faire grise mine" (poner
mala cara) y demostrar que se ha "perdu la face" (perdido el prestigio). Es re­
alzarlo ritualmente librándose a las miradas inquisidoras de quienes lo juzgan
sin la defensa de sus propios ojos. No se «perd pas la face» (pierde el prestigio)
sin una evasión del rostro. La imagen clásica del culpable es la del hombre hu­
millado ante su comunidad, los ojos hacia el suelo, entregado a la voluntad de
la multitud, en una forma simbólica de condena a muerte. Ya no puede mirar a
los otros «a los ojos», obligado al duelo de su mirada sobre los demás y a no ser
6. Ibídem, pág. 1 0.
7. Ibídem, pág. 1 2 .

1 26
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA j De la cara al hombre

más que un objeto de vergüenza para su comunidad. Su rostro es tanto más pú­
b lico puesto que ha <perdu la face» (perdido el pretigio) (equivale aquí a decir
que ha sido despojado de su rostro), ha sido privado de la facultad de sentirse
en una posición igual a la de sus copartícipees.
Del mismo modo, el lenguaje popular asimila al actor a su cara y en especial
al rostro que ofrece a los demás. A quien deroga la conducta esperada por el gru­
p o, que pierde «la face» (el pretigio) o está a punto de hacerlo, se opone la ame­
naza de «romperle la cara» (o la «jeta») si persiste en su actitud. La decadencia
simbólica del actor así apostrofado reside a priori en la pérdida de la dignidad
del rostro. Ahora no tiene más que una figura o jeta para que los otros rompan.
La misma desfiguración simbólica está en el insulto « ¡Cierra el pico!», también
en el hecho de «tomarle el pelo», de «burlarse de él en su cara». En ciertas socie­
dades, perder «la face» (el prestigio) lleva a la necesidad de matarse. Matar para
borrar el ultraje. O dejarse matar. En ese caso, reina la imposibilidad de encon­
trar un rostro propio digno de la reciprocidad de los otros. Perder «la face» es
entonces una desfiguración que no deja otra opción que la muerte.
En nuestras sociedades occidentales, intercambios reparadores8 permiten al
alborotador y a su víctima salir de la situación embarazosa que los afecta luego
de una infracción a la regla de discreción y de respeto mútuo que rige los inter­
cambios sociales. Al producir excusas, justificaciones o ruegos, el ofensor mo­
difica la significación de su acto, anula ritualmente la ambigüedad de éste, afir­
ma a ojos de los testigos que su relación con la regla infringida es completamen­
te diferente de la que dejaba suponer su primera actitud. Al hacer una enmien­
da honorable, evita la creación de un conflicto durable y permite a los protago­
nistas mirarse a la cara, con dignidad. A veces, el propio ofendido deshace la si­
tuación perturbadora con un rasgo de humor o una risa que le permite mani­
festar que mantiene su dignidad y su indiferencia a la ofensiva del otro. Esa acti­
tud de desarme debilita la gravedad de los dichos, refuerza la posición momen­
táneamente desestabilizada del actor. Del lado opuesto, ante ese rostro tranqui­
lo e inmutable, el ofensor es forzado a una mejor disposición o a modificar su
án gulo de ataque.
Como el rostro muestra que toma parte en el intercambio, expone al actor a
respo nder a él en todo momento. Por eso la necesidad de mostrar ritualmente
su reconocimiento del otro a través de la sonrisa, por ejemplo, que señala que
no hay ninguna mala intención en el aire. Una sonrisa de rutina marca a menu­
do el rostro de los actores que entran en cantacto, acompaña al recibimiento y
8. Sobre los intercambios reparadores, véase Goffman, E.; La mise en scene de la vie quitidienne,
vol. 2: Les relations en public, París, Minuit, 1 973, p ágs. 1 O 1 - 1 80.

1 27
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

a los primeros pasos del intercambio o de la demanda de un servicio, antes de


borrarse de los rasgos para volver al estado anterior sólo cuando los actores se
despiden. La sonrisa es de rigor, no como expresión de una alegría que irradia
el rostro luego de un encuentro inesperado o del placer de recibir a un diente, o
como la de comenzar una jornada de trabajo, sino que vale como una conven­
ción de entrada y de salida en la interacción. Un rito mínimo de consagración
al otro y de consagración de uno mismo por el otro.
La «desatención educada» (Goffman) sólo es de rigor en los lugares donde se
cruzan desconocidos. La interacción prohíbe la reticencia del rostro. Y la son­
risa demuestra un mínimo social de compromiso por el cual los actores se con­
fortan mutuamente en la estima que se profesan y afriman el carácter agrada­
ble y pacífico de su lazo. Por eso, el uso astuto de la sonrisa por el cual un actor
intenta ritualmente mostrar sus buenas intenciones a un copartícipe más o me­
nos ingenuo. Si éste es lúcido, hablará de una sonrisa «melosa» o «ni chicha ni
limonada». Aquel que se rehusa a a sonreír es sospechoso de ser distante, alta­
nero, antipático o «tan risueño como una piedra». Se le recuerda que «una son­
risa no cuesta nada». La importancia de sonreír en la comunicación fática es tál
que se vuelve obligatoria en ciertos lugares, para azafatas, vendedores, corres­
ponsales de prensa, responsables de relaciones públicas encargados de recibir a
dientes o visitantes. Una figuración social tanto más poderosa puesto que se di­
rige al rostro del otro, lo mira a los ojos y le da una señal tangible de la atención
de la que éste es objeto. Pero esa sonrisa no es la de la vida cotidiana, y la que re­
fleja el diente no resuena en el rostro de la azafata. La sonrisa funcional de ésta
no está dirigida a un rostro sino a un diente cuya identidad no escapa a su indi­
ferencia, salvo en la medida en que las atenciones que le debe socialmente exi­
gen quizás una atención más escrupulosa a sus expectativas.

Interacción y mirada

«El ojo -dice Sartre-no es captado primeramente como el órgano sensible de


visión, sino como el soporte de la mirada».
Simultáneamente, los ojos reciben y dan información. La mirada que posa
un actor sobre otro no se percibe como neutra. La repartición de miradas sobre
el rostro del copartícipe contribuye a la trama de la interacción, su supuesta sig­
nificación jalona la dirección del intercambio, del mismo modo en que ellas in­
forman acerca de las mímicas que acompañan a la voz.9 Tales intercambios par-
9. Hay que subrayar que la mirada al rostro del otro no es fija, sino que establece más una espe -

1 28
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Interacción y mirada

ticipan en la regulación de la interacción. Es cierto que la mirada no es inde­


pendiente de la actitud global del actor que se expresa a través de todo su cuer­
p o. La tonalidad afectiva de una interacción se traduce tanto por los movimien­
tos del cuerpo y del rostro como por la calidad, duración y dirección de la mira­
da. Hay que evitar aislar a ésta de la trama simbólica que atraviesa las puestas en
juego físicas de los participantes en la interacción. La mirada es solidaria de una
manera de ser ante el otro, no es analíticamente separable ni lo único en cues­
tión. A través de los intercambios de miradas, se trama la materia de un trata­
miento mutuo de los rostros, y se dejan ver e interpretar los indicios significa­
tivos que hacen al desarrollo del encuentro. La ritualidad de la mirada cambia
según las sociedades, corresponde a un orden simbólico que varía no solamen­
te de una cultura a otra, sino también de un grupo social a otro. También inclu­
ye variaciones según las posiciones sociales respectivas de los actores presentes,
su grado de parentesco o familiaridad. En ese sentido, todo análisis demasiada
rígido de la interacción de las miradas se expone a la desmentida de una reali�
dad múltiple y contrastada.
Los ojos son reguladores de la interacción. Para convencerse de eso, basta
con pensar en la incomodidad experimentada ante quien, al hablar con uno, es ..
conde su mirada detrás de lentes de sol. Goethe evoca ese malestar en sus con­
versaciones con Eckermann: «Siempre me aprece que voy a servir a esas per­
sonas de sujeto de observación minuciosa, y que quieren, con sus ojos así ar�
mados, escrutar el fondo más recóndito de mi alma e inspeccionar los pliegues
más pequeños de mi viejo rostro. Y aunque busquen de esa manera conocer­
me, toda igualdad leal se suprime entre nosotros y no puedo gratificarme exa­
mi nándolas por mi parte, pues no puedo saber nada de un hombre cuyos ojos
no veo mientras me habla, y que tiene el espejo de su alma velado por dos tro-­
zos de vidrio que me enceguecen» (5 de abril de 1 930) . Ocultar los ojos detrás
de lentes oscuros filtra gran parte de las informaciones que tranquilizan y sos ..
tie nen la interacción; deshace el intercambio y provoca una relativa subestima­
ci ón del que no dispone del mismo medio y cuyo rostro, por contraste, aparece
perturbadoramente desnudo.
En efecto, en una conversación cara a cara, los actores de las sociedades oc­
ci dentales raramente dejan de mirarse, sus rostros están en estrecha correspon­
dencia, en espejo. Lo mismo sucede cuando caminan lado a lado, por una ve-

cie de barrido. Las cámaras de lectura óptica muestran que «mirar a alguien a los ojos» no es
una expresión correcta. Cf. Cook, Mark. ccRegard et regard réciproque dans les intéractions
sociales», en Cosnier, Jacques et Brossard, Alain. La communication non verba/e, Delachaux et
Niestlé, 1 984, pág. 1 32.

1 29
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

reda, por ejemplo. Vuelven a menudo los ojos uno hacia el otro, en señal de un
compromiso común, pero también por una atención necesaria a las indicacio­
nes del rostro. Como regulardoras del intercambio, éstas orientan la continua­
ción de los dichos: ya se trate de apoyar una reflexión buscando un reconoci­
miento en la mirada del otro, de acechar el momento propicio de tomar la pala­
bra a su turno, de demostrar al interlocutor que uno tiene todavía algo que de­
cir, de buscar los signos de una sinceridad.
Escapar a la mirada del otro en esas condiciones, disimular sus ojos bajo len­
tes oscuros o no mirar a la cara ( expresion cargada de sentido) demuestran una
duplicidad torpe o un trastorno que dificulta la fluidez de la comunicación. Si la
timidez o la emoción no justifican esa actitud embarazosa, el actor no goza de
la estima de sus pares. «Cuando le hablamos, nunca nos mira a los ojos», el que
desvía sin cesar la mirada, que rechaza simbólicamente considerar el rostro del
otro, crea un malestar y se expone a recibir el mismo tratamiento, a experimen­
tar la misma indiferencia, pues los otros lo pueden apartar o hacer de él un ob­
jeto de sospecha. Así como la mirada nunca es neutral, su ausencia no lo es me­
nos. En el imaginario popular o en las historietas, el traidor tiene una mirada
torva, los ojos huidizos, que observan de modo disimulado. En la interacción
cotidiana, quien no mira a su interlocutor crea una disimetría, una desigualdad
en el intercambio, en detrimento del otro, quien se interroga entonces sobre la
supuesta significación de tal actitud. Los ojos huidizos de un actor connotan un
malestar, una voluntad de poner distancia, interrumpen el contacto de los ros­
tros. Por eso el grito que busca restablecer una situación tambaleante: « ¡Míra­
me cuando te hablo! » El cara a cara implica la mediación del rostro y no pue­
de establecerse sin la ayuda de la mirada mutua.10 «Se hace como un vacío -dice
Francis Jacques- desde el momento en que la palabra y la mirada no se confir­
man de un rostro a otro, una vacilación que se percibe con más sutileza si la pa ­
labra desmiente a la mirada». 11
Por la mirada, se toma en consideración al rotro del otro, y en consecuencia,
simbólicamente, también su sentimiento de identidad. En el tratamiento social
de los participantes de la interacción, la mirada del otro sobre uno está fuerte­
mente investida. «No me miró», «apenas te mira cuando te habla», son fras es
hechas que expresan la decepción de no haber sido reconocido, de no suscitar
ni siquiera la modesta atención de una mirada que da por un instante la segu­
ridad de existir. No haber sido visto cuando uno se dirigía al otro ni siquiera al-

1 O. Acerca de la mirada en la vida social, cf. Cook,M. de Exline, R. de Argyle, M. cf. Argyle, M. et
Cook, M. Gaze and mutual gaze, Cambridge, 1 9 76, Cambridge University Press.
1 1 . Jacques, Francis. Différence et subjectivité, París, Aubier-Montaigne, 1 982, pág. 1 7 5 .

1 30
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Interacción y mirada

c anza para sostener una «face» (prestigio). No se ha perdido porque no ha sido


in ferida por la legitimidad que otorga ante él la mirada.12 Son reveladoras, por
ejemplo, las primeras frases de la obra de Ralph Ellison sobre la condición ne­
gra en Estados Unidos. «Soy un hombre que no se ve . . . Soy un hombre real, de
carne y hueso, de fibras y de líquidos, podría decirse incluso que poseo un es­
píritu. Soy invisible, compréndanme bien, simplemente porque la gente rehúsa
verme . . . Mi invisibilidad tampoco es cuestión de un accidente bioquímico que
le haya ocurrido a una epidermis. La invisibilidad de la que hablo se debe a una
d isposición particular de los ojos de las personas que encuentro». 13
A la inversa, el «me miró» entusiasta del fanático que evoca a su ídolo tiene
el valor de un bautismo, otorga una dignidad inesperada. La mirada otorga so­
cialmente un rostro. Legitima su presencia ante el mundo y ante los otros. En el
transcurso de una interacción, la duración de la mirada sobre el propio rostro
se siente como una señal de reconocimiento de sí, suscita en el locutor el senti­
miento de ser apreciado y le proporciona la medida del interés de su palabra en
el auditorio. Por el contrario, las miradas ausentes, o dirgidas hacia otra parte,
demuestran una pérdida de atención por aburrimiento. Pero, una mirada que
permanence demasiado tiempo sin razón aparente suscita una reacción de mo­
lestia o de huida. Al respecto, es conocida la experiencia de Ellsworth y de sus
colaboradores que utilizaron comparsas para mirar fijamente con una expresión
neutral a conductores detenidos por el semáforo en rojo. Confrontados a esa in­
sistencia inesperada, que rompe tan claramente con las reglas de discresión, in­
cómodos por una situación incomprensible a sus ojos, los conductors arrancan
más rápido, apresurados por dejar el lugar del estrés. 14
El ángulo desde el cual se ofrece a la vista el rostro (y la mirada) es una infor­
mación ritualizada que condiciona la tonalidad del encuentro. La inclinación la­
te ral de la cabeza y del torso connota para nuestras sociedades una actitud de es­
cucha, de franca disponibilidad. Frey y sus colaboradores observan que la pintura
europea ha sido sensible, desde el Renacimiento, al poder expresivo de la flexion
lateral de la cabeza. Las telas que representan vírgenes con el niño subrayan esa
actitud. Por el contrario, las figuras de autoridad no inclinan jamás su cabeza;
muy por el contrario, la levantan. A través de una serie de experiencias, Frey y
1 2 . Diversos trabajos mostraron que una mirada sobre sí aumenta la tension emocional; que se
mira más a menudo a alguien hacia quien el efecto es más grande; que urt individuo al que se
le atribuye una capacidad cualquiera del modo más arbitrario atrae sobre él la mayor cantidad
de miradas, cf. Argyle, M. op. cit.
1 3. Ellison, Ralph. Homme invisible, pour qui chantes-tu?, París, Grasset, 1 969, pág. 20.
1 4. Cf. Ellsworth, P.-C.; Carlsmith, J.; Henson, A. «The stare as a stimulus to flight a human sub­
ject: a series of field experiments», J. Pers. Soc. Psych. N° 2 1 , 1 972.

131
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Ales muestran que el mismo personaje, tomado luego de un montaje fotográfico


según dos ángulos diferentes de flexion de la cabeza, se ve de modo contradicto­
rio. «Los mismos personajes que fueron percibidos como orgullosos, distantes,
seguros de sí mismos, arrogantes, despiadados, austeros, huidizos, etc., se vol­
vieron, para los observadores, humildes, benevolentes, tristes, dulces, solícitos,
soñadores, receptivos, afectuosos, etc., cuando la posición de la cabeza era lige­
ramente inclinada».15 La inclinación del rostro no es pues una posición neutra.
Al menos para nuestras sociedades occidentales, y para un número considera­
ble de situaciones, señala cierta tonalidad afectiva. El ángulo de flexión es ape­
nas perceptible para la vista desnuda, pero acompañado por una actitud global
del actor y por una entonación particular de la voz, se revela como un indicio
valioso de regulación en el transcurso del encuentro. Ilustra una vez más que la
sign ificación del rostro no puede ser sustraída del contexto del intercambio ni
de los movimientos del cuerpo en su conjunto. No existe ningún detalle, en una
situación dada, que no sea significante en la soberanía del rostro.

Intercambio de miradas

La mirada, dice Simmel, es un lazo «a la vez tan íntimo y sutil que sólo puede
formarse siguiendo el camino más corto: la línea recta de un ojo a otro. La menor
separación, la menor mirada de reojo destruiría completamente su carácter úni­
co . . . Todo el comercio entre los hombres, sus simpatías o sus antipatías, su inti­
midad o su frialdad, se transformarían de modo invalorable si no hubiera inter­
cambio entre las miradas».16 Este intercambio pone en contacto a los rostros de
dos actores. Es una breve palpitación ocular en la que se deja sentir la desnudez
mutua del rostro en una reciprocidad sólo limitada por la duración del contac­
to. Aquí, la ritualidad determina solamente este último punto. En el transcurso
de las interacciones de la vida cotidiana, el contacto operado por los ojos es infi­
nitamente frágil, pues la reciprocidad depende de un hilo precario que general­
mente se rompe enseguida. Uno de los actores, a menudo ambos a la vez, des­
vían la mirada y siguen su camino. Ese intercambio furtivo queda en principio
sin incidencias en el desarrollo de lo cotidiano. La interacción, que en nuestras
sociedades occidentales se basa en un borramiento ritualizado del cuerpo, 17 exi-

1 5 . Frey, S. y Ales, en Cosnier, J. y Brossard, A. op. cit, pág. 195.


16. Simmel, Georg. Essai sur la sociologie des sens, Sociologie et épistémologie, op. cit., pág. 227.
1 7. Cf. Le Breton, David. Anthropologie du corps et modernité, op. cit., cap. 6. [En español: Antro­
pología del cuerpo y modernidad, op. cit. ] .

1 32
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Intercambio de mirada.s

ge que nada detenga esa mirada, que nadie sienta su peso insistente. En la vere­
da, en los negocios, o en los cafés, por ejemplo, una especie de concesión social
deja que la mirada de transeúntes o consumidores se cruce sin perjuicios. Una
indiferencia ritual preside en el contacto ocular y disipa la incomodidad que po­
dría surgir en esa oportunidad.
De tal modo, la interacción fortuita en los transportes públicos, en las salas
de espera o en los ascensores prohíbe los contactos visuales más allá de la entra­
da de un nuevo participante recibido generalmente con una breve sonrisa. La
proximidad física hace mucho más inconveniente la mirada del otro, y la con­
vierte eventualmente en signo de provocación o de descaro, un «abuso de la si­
tuación». El rostro se ofrece a modo de un recinto sagrado del individuo, la mi­
rada del otro no puede fijarse en él sin el riesgo de molestarlo. En la promiscui­
dad de los transportes públicos, agrega una amenaza intolerable, la de ver hur­
tada momentáneamente la propia intimidad.
Durante una conferencia o representación de teatro, por el contrario, las mi­
radas de la asistencia están posadas unánimemente en quien hace la presenta­
ción. Pero allí, la reciprocidad de las miradas es impensable. La mirada del con­
ferencista flota sobre la sala. Puede detenerse un instante en un rostro, pero está
sometido a la misma regla que en la calle o en los cafés. Si se detiene demasiado
en un rostro de la concurrencia, se presta a confusiones.
En principio, el cruce de las miradas es neutro, los rostros permanecen impa­
sibles, nada transparenta un momento de nervios en el contacto. Como está al
inicio de un possible encuentro, de un desborde, de un imprevisto que puede lle­
var demasiado lejos, las convenciones sociales limitan cuidadosamente el posible
peligro. Pero a veces, «a primera vista» (en términos de la leyenda), se produce un
encuetro amoroso o amistoso. El imperativo de la «desatención educada» no ha
podido contener la emoción, el rito ha tolerado un suplemento. Con los ojos en
los ojos, el descubrimiento ha operado el encanto. Se ha efectuado un reconoci­
meinto mutuo. Un contacto directo con el otro ha sido possible. La apertura del
ro stro a la mirada señalaba ya, en forma metonímica, el encuentro próximo.18
El intercambio de miradas puede desbordar la indiferencia cortés, sin por
ello comenzar una interacción más durable, pero modifica la relación del indivi­
duo con el mundo. La mirada es una instancia que da un valor o lo quita. De tal
modo, ese intercambio puede reunir a menudo, para major o para peor, a acto­
res e n posiciones asimétricas, puesto que uno de ellos está en una posición difí­
cil (e nfermo, marginal, discapacitado, etcétera) y el otro goza de signos aparen-

1 8. Rousset, Jean. Leurs yeux se rencontrerent. La scene de premiere vue dans le roman, París, José
Corti, 1 98 1 .

1 33
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

tes de una identidad social indiscutible. A través de esa mirada cómplice, el ac­
tor en situación problemática creyó sentir un reconocimiento de lo que él es. El
sentimiento de identidad vacilante se restaura por la eficacia simbólica de una
mirada que representa sin querer al conjunto de al comunidad que se resiste a
integrar al actor. Eso sucede con el enfermo ansioso acerca de su suerte que bus­
ca seguridad en la mirada de quienes lo cuidan, con el hombre que se cree víc­
tima de una injusticia y busca una aprobación a su alrededor, o con quien sufre
el racismo y encuentra un reconocimiento de su dignidad. La <iface» (prestigio)
perdida se recupera a través de la captura mutua de los rostros, del tiempo de
una mirada que restituye simbólicamente al actor la consistencia de identidad
de la cual se creía privado. El contacto queda ahí, pero la eficacia actuó y pro­
dujo la metamorfosis. El sentimiento de identidad de un actor nunca es un he­
cho de objetividad, sino el efecto de una construcción simbólica sometida per­
manentemente a la aprobación de los otros.
Al final de la película de F. Fellini, Las noches de Cabiria ( 1 957), la pequeña
prostituta interpretada por Giulietta Masina camina, triste, a orillas del río don­
de la arrojó su ultimo amante luego de haber tratado de estrangularla y de robar
sus ahorros. Llevada por la corriente, estuvo a poco de ahogarse. Otra vez en­
gañanda, humillada en su existencia y sus sueños, no le queda nada. Su deses­
peranza es absoluta. De pronto, aparece ante ella una orquesta callejera, hetero­
génea y emocionante, donde parecen mezclarse todos los rostros de la humani­
dad popular. Ella los mira pasar, con los ojos empañados en lágrimas. Y alguien
en la multitud le sonríe. En eco, luego de un breve titubeo, el rostro de Cabiria
se ilumina. Había perdido «la face» (prestigio) en el sentido más fuerte en que
la vida en sí misma se reduce a la nada, la enuentra nuevamente en esa fugitiva
complicidad que la reconoce en un afecto generoso, inequívoco. Ella recupera
su dignidad. La orquesta improvisada pasó, pero esa sola mirada metamorfoseó
a la joven mujer. La vida continúa.
A través de una breve interacción, aunque las prohibiciones sociales se sus­
pendan, sin que por ello sufra la imagen del actor, la mirada cruzada con el otro
puede ser una fuente de emoción, viva o discreta. El encuentro no tiene necesa­
riamente una continuación, puede satisfacerse sólo con la intensidad de ese con­
tacto. La desnudez mutua de los rostros, por una vez liberada de la indiferencia
educada, nutre su fuerza con la rareza de esos momentos. La emoción que nace
de esos rostros descubiertos sin utilidad práctica, en el único momento de ce­
lebración de un instante de apertura sin ambigüedades al otro, ha sido a menu­
do objeto de canciones, por ejemplo, de Georges Brassens (l:A.uvergnant) o de
Yves Montand (L'Étranger).

1 34
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Intercambio de miradas

La mirada, socialmente habilitada para conferir una legitimidad, para garan­


tiz la existencia, también lo está para refutarla, negarla o suspenderla. El tono
ar
de los intercambios oculares no siempre es feliz. La mímica de desap robac ión
o de desprecio, manera ritual de romper la etiqueta de discreción, señala el in­
tento, más o menos exitoso según la situación, de intimidar al otro, de reprobar
su apariencia o conducta. Ostentadora, acentuada por una mueca del rostro, la
mirada formula un juicio de valor. Se dirige a las raíces simbólicas de un senti­
miento de identidad que debe contar con el acuerdo de los otros. Pero la vícti­
ma puede ignorar la agresión ritual de la que es objeto y seguir su camino, con­
trariarla con una broma o una actitud llamativa, desenvuelta. Puede ceder a ella
bajando los ojos, aceptando así ser «fusilada con la mirada» y dar al ofensor la
satisfacción de haberse inspirado bien al actuar así. Temiendo un desborde más
grave, puede someterse a ese tratamiento, al menos provisoriamente, esperando
que el ofensor se contente. Excedida, puede también responder con la agresión
física a la agresión simbólica, y querer «romperle la cara» a quien buscó hacer­
le perder «la face» (el prestigio). «¿ Vió usted cómo me miró?» El «racismo co­
tidiano» reside la mayoría de las veces en esa mirada intensa que juzga con un
vistazo, pero que raramente se sostiene.
La mirada es un contacto, toca al Otro y el carácter de táctil que reviste no
pasa inadvertido en el imaginario social. El lenguaje corriente lo muestra con
asiduidad: se puede acariciar, mimar, fusilar, escrutar con la mirada; tener una
mirada que traspasa, ojos que congelan, desafiar con la mirada, forzar la mirada
de otro. La tension del cara a cara cuando éste pone los rostros al desnudo tam­
bién se traduce por una serie de expresiones: mirarse con ojos de pocos amigos,
de costado, con buenos ojos, con malos ojos, con mirada retorcida. Así como
los amantes se miran con ojos dulces, se acarician co los ojos, se devoran con
los ojos, aquí, la palpación ocular preludia contactos más íntimos. Una mirada
puede ser dura, envidiosa, de acero, densa, suave, que acaricia, que atrae, etcé­
tera. Sería larga la enumeración de calificaciones que dan a la mirada (aquí, ne­
cesariamente dirigida al rostro del otro) una tactilidad que puede hacer de ella,
según las circunstancias, un arma o una caricia que apunta al hombre en lo más
íntimo y vulnerable de sí. La mirada tiene una fuerza simbólica cuya intensidad
es difícil de suprimir. Los ojos del Otro están dotados del privilegio de otorgar
o quitar significaciones esenciales.

1 35
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Escudriñar

Cuando los individuos no se conocen ni se ha entablado claramente ningún


intercambio, ninguno debe sentir el peso de la atención del otro. Las miradas
sólo pueden rozarse un instante sin abordar los rostros, puede echarse un vista­
zo instantáneo sobre el otro si que éste lo sepa (o puede simular que no lo per­
cibe) . Lo mismo sucede en la terraza de un café: los consumidores observan a
los transeúntes, miran sus rostros con discresción para protegerlos de la inco­
modidad y evitar la de ser descubiertos. En estas condiciones, el toparse con los
ojos del otro en la multitud o en la calle está admitido. La tradición litararia es
rica en este tema, de Restif a W Benjamin o de Poe a Junger. El hombre que es­
pía un rostro en la multitud lo hace «con cara de nada», respetuoso de la indi­
ferencia ritual en tal situación, despista enarbolando los signos de la prudencia,
garantiza sus buenas intenciones. Juega a una indiferencia que está tan rituali­
zada como la del ladrón que se acerca a la vitrina, y simulando la insignifican­
cia, se apropia rápidamente de la manzana y se aleja como si nada hubiera su­
cedido, sin interpelar a nadie a través de un rostro del que ha borrado cuidado­
samente cualquier expresión susceptible de llamar la atención. En el transpor­
te público o en el ascensor, cada uno se sumerge en su universo cerrado, a pesar
de los esfuerzos que exige mantener una difícil atención cuando el otro está jus­
to ante nosotros, cara a cara. La preservación de la intimidad del rostro del otro
se realiza a través de una mirada empañada que interpone una especie de pan­
talla entre los actores. Es una posición sutil, pero que cada uno sabe reconocer
de antemano. Del mismo modo, la transgresión no escapa a nadie. Es una cos­
tumbre, salvo en la conquista amorosa o en el intento de intimidación, mirar a
los otros con discreción. Los ojos se pasean, se deslizan sobre el otro sin dete­
nerse en él, con cara de nada. Si por descuido, se cruzan por una fracción de se­
gundo, la molestia es eliminada mutuamente por la continuación del movimien­
to ocular hacia otro punto que se vuelve entonces el objetivo inesperado de una
mirada comprometida en la búsqueda de una salida honorable. Una breve son ­
risa también provee una manera elegante de escapar del momento embarazo­
so reafirmando así la pureza de las intenciones. Asimismo, una mirada dema­
siado prolongada y descubierta por su víctima crea una incomodidad recípro­
ca. Las réplicas apuntan pues a prevenir la incomodidad o a borrarla. El hombre
escrutado puede ecapar de la situación inconveniente en la que está inmerso ig­
norando deliberadamente la mirada que recibe y manteniendo su rostro fuera
de todo compromiso. Muestra pues ritualmente que se burla de esa insistencia.
Así, éste despista, se salvan las apariencias, los ojos se cruzan pero retoman mu-

1 36
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA j Escudriñar

tuamente la reserva, sin infracción importante de la regla de discreción. Si la ré­


plica llega demasiado tarde, la víctima puede defenderse de tal manera que lle­
va a su vez al indicreto a perder «laface» (el prestigio}; «¿Qué miras?», «¿Nun­
ca has visto a alguien como yo?» La víctima, al reaccionar de ese modo, mues­
tra su resistencia a una conducta percibida como la extracción indebida de algo
de su propia substancia.
En otro contexto, la mirada fija en el otro funciona como la instauración del
intercambio. El camarero del café no puede ignorar al cliente que llama así su
atención, aunque prefiera dejar de lado por un momento a los impacientes por­
que debe ocuparse de otros clientes y sus brazos no son indefindamente exten­
sibles. También en principio, el moderador de un debate no puede simular por
mucho tiempo que no ve el rostro indignado de un participante que pide la pa­
labra, aunque tarde en dársela. La conquista amorosa se apoya en una rituali­
dad diferente, puesto que autoriza la mirada insistente del hombre sobre la mu­
jer, quien en principio simula ignorarla (cuando el hombre está sometido a la
misma mirada de parte de la mujer, aparece a menudo la incomodidad). En la
seducción, el hecho de escrutar el rostro del otro tiene sobre todo el valor de
una prueba, mide su disponibilidad, extiende sondas para evaluar sus chances.
Si los ojos no se ocultan a la invitación, el otro puede responder con una sonri­
sa alentadora. Y a partir de allí se efectua el encuentro. La capitulación del ros­
tro preludia la del cuerpo.
La moral de la mirada incluye la del rostro, zona de intimidad para preservar.
Escrutar el rostro del otro es una actitud que suscita la desaprobación. El orden
simbólico que rige los encuentros funciona como una disciplina, una moral de
acción recíproca cuya transgresión engendra el malestar del actor que se siente
víctima de una indiscreción o de una insolencia injustificada. Y el intercambio
de miradas pone cara a cara a dos individuos a través de «la reciprocidad más in­
mediata, más pura que exista».19 La mirada no deja indiferente pues expone, sin
que el actor pueda defenderse, la intimidad de su rostro al poder de una inter­
pretación simbólica. «Dévisager» (escrutar el rostro), tocar con los ojos a fuerza
de insistencia, sin que sea posible la reciprocidad (a menos que la situación des­
emboque en una guerra psicológica o el actor escrutado mire al otro con la mis­
ma firmeza), implica «dé-visagen> («desrostrar», descubrir), despojar a la vícti­
ma del goce de su rostro haciendo de él un objeto de investigación. 20

1 9. Georg Simmel, op. cit., pág. 227.


20. N. de T.: « Visage » significa en español «rostro». Las itálicas son mías.

1 37
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

«Mal de ojo»

La mirada es una de las funciones por excelencia del rostro. Pone a la luz la
desnudez de las fisonomías e informa acerca del otro. Los ojos hacen al rostro,
sin duda más que la boca, las orejas, la frente o la nariz, claramente menos di­
ferenciadas en la gestalt de los rasgos, menos reveladoras, dignas de menor in­
vestidura. En la axiología de los componentes del rostro, donde todo es esencial
para el sentimiento de identidad del actor, los ojos son soberanos.
Independientes del rostro que los envuelve y les da una significación, los ojos
son causa de inquietud. «Los ojos vivos del comediante que nos mira a través de
la máscara producen espanto, no forman parte del comediante ni de la másca­
ra . . . »21 El carácter insólito de los ojos y la potencia que mueve a la mirada deben
desvanecerse en parte por la familiaridad de un rostro cuyas mímicas y movi­
mientos son reconocibles. Al ignorar el rostro, los ojos queman con una fuerza
que produce miedo, su humanidad está como a la espera, peligrosamente ame­
nazada. El cine de terror usó y abusó de eso. Es necesario poder devolver la mi­
rada para que la del otro, fijada sobre sí, pierda parte de su carga perturbado­
ra. Y la mirada sólo puede intercambiarse con un rostro. «Vendajes que cubrían
capa por capa una cabeza, asta no dejar ver más que un ojo que no pertenecía a
nadie»22 -observa Rilke. La imposibilidad de captar en el otro los movimientos
de su rostro, la irrealización que lo rodea a causa de sus rasgos ahogados bajo
la máscara o el vendaje, hace difícil el encuentro, lo priva de las referencias más
elementales. Por la dificultad de percibir en él el ir y venir de las emociones, la
interacción está desprovista de su sencilla evidencia, se hace más aproximativa
y provoca malentendidos. Y, a veces, angustia.
El hecho de que los ojos no tengan brillo ni rostro suscita terror. Numerosas
tradiciones hacen de ellos la ventana del alma. Pero el surgimiento del alma en
los ojos implica la humanidad del rostro en su conjunto. Si no, la mirada (en el
cine de terror, por ejemplo), separada de los rasgos que la insertan en su expre­
sividad, se asocia al mal, incluso a lo diabólico. La fuerza emanada de los ojos se
atenúa por el rostro que los rodea; éste recuerda los límites de la condición hu ­
mana de quien la lleva en sí. Sin embargo, ciertos individuos no pueden neutra­
lizar la violencia que brota de sus ojos. Su comunidad les imputa el poder de ha­
cer el mal simplemente por mirar a su víctima. El mal de ojo puede ser el atri­
buto involuntario de un hombre con el cual el contacto, incluso ocular, es funes-

2 1 . Krejca, Otomar. «Le regard du masque», en Le masque: du rite au théátre, París, �clitions du
CNRS, 1 985, pág. 206.
22. Rilke, Rainer Maria. Les cahiers de Malthe Laurids Brigge, París, Seuil, 1 966, pág. 5 5.

1 38
4. FIGURACIONF.S SOCIALES: EL CARA A CARA 1 «Mal de ojo»

to. La influencia se ejerce a pesar de la voluntad de quien le toca poseerla. Se le


atribuye a ciertas categorías sociales, generalemente estigmatizadas: gitanas, an­
cianas, enfermos, tuertos, ciegos. El hecho de que sus ojos se detengan un poco
más sobre la pretendida víctima o que ésta sienta sobre sí el peso de una mirada
inesperada, puede ser suficiente para desencadenar la creencia y para explicar
luego un infortunio que nada hacía presagiar. La mirada conlleva la desgracia,
«la guigne» (la mala suerte), (palabra que viene de guiñar: cerrar parcialmente
los ojos, mirando de reojo).
Los ojos tocan lo que perciben y se comprometen con el mundo. Así, la mi­
rada dirigida al otro nunca es indiferente. Es un atentado a su integridad, con­
tiene la amenaza del desborde. No sorprende, en ese sentido, que la Iglesia haya
combatido las miradas «concupiscentes» o supuestas como tales. Ver ya es dar
otra medida, y ser visto da de sí mismo una posibilidad que el otro puede apro­
vechar: «ver -dice Jean Starobinsky- es un acto peligroso. Es la pasión de Lin­
ceo, pero las esposas de Barbaroja mueren por eso. Al respecto, las mitologías
o leyendas son singularmente unánimes. Orfeo, Narciso, Edipo, Psique, Medu­
sa, nos enseñan que a fuerza de querer extender el alcance de la mirada, el alma
se condena a la ceguera y a la noche».23 Pero, ser visto, en los ejemplos citados,
revela la misma virulencia. Hay en el germen, en la movilidd de los ojos y en el
poder de apropiarse de las cosas a pesar de la distancia, una pelgrosidad que se
despliega en el encuentro con aquel cuyo rostro recibe de frente esa mirada no­
civa. Pues el mal de ojo es una acción que fuerza la vulnerabilidad del individuo
en su propio rostro. Implica un cara a cara, aunque sea distante y rápido, y el ve­
neno de una mirada que no pudo ser esquivado y alcanzó su blanco con gran
pesar de la víctima. El mal de ojo es también el arma de los que quieren perjudi­
car intencionalmente, de aquellos a quienes las representaciones comunes con­
fieren tal poder: brujos, adivinos, etcétera.
A través de la eficacia simbólica movilizada, una mirada de reconocimeinto,
co mo hemos visto, puede restaurar el sentimiento de identidad de un actor en
di ficultades. Lo demuestra también la mirada mutua de los amantes. Pero ese
desplazameinto de energía puede también producirse en detrimento del pro­
p io actor. Una situación como esa se encuentra en las creencias relativas al «mal
de ojo», al «aojamiento», a la «mirada dañina». Esta vez, la mirada del otro da
m ala suerte. La potencia táctil de los ojos, acompañada por la intención nefas­
ta de quien mira, produce un efecto de metamorfosis que quita a la víctima par­
te de su soberanía. El «mal de ojo» afecta a la madre demasiado confiada que se
ab andona sin defensas a la mirada envidiosa de una madre quizá celosa o que
23. Starobisnki, Jean. &il vivant, París, Gallimard, 1 962, pág. 14.

1 39
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

deja al niño en sus manos. Golpea al hombre que tiene demasiado éxito en la
caza o en la pesca provocando la envidia de los otros miembros de su comuni­
dad. Enferma al ingenuo que no tomó precauciones y atrajo la ira de quien goza
de la reputación de tener «mirada dañina». La envidia es el móvil del contacto
malintencionado que establecen los ojos en el punto más expuesto y más vulne­
rable de la víctima, su rostro. El mal de ojo puede matar, enfermar o volver es­
téril, debilitar a la víctima, apropiarse de su alma o arruinarla. Envidia, con una
etimología semejante a la de guiño, viene del latín invidere, que significa mirar
con ojos malintencionados. Por la energía malsana que emana, la envidia tie­
ne el poder de desestabilizar la existencia del hombre envidiado si puede atacar
uno de sus atributos.
Los ojos de los otros tocan el rostro y, de modo metonímico, alcanzan al indi­
viduo completo. En esas circunstancias, la virulencia posible de una mirada sólo
puede ser disminuida por un velo u otro objeto que haga de pantalla escondien­
do los rasgos del individuo. La condición del rostro es estar sin defensas, a me­
nos que se borre como tal. Simultáneamente, se establece en él el reconocimien­
to más absoluto del otro. El hombre está en el mundo por sus rasgos, su mirada,
la piel desnuda de su rostro, y también por eso mismo, su legitimidad de existir
puede serle disputada por otros. Otra coincidentia oppositorum encarnada por
el rostro es esa mezcla siempre precaria de fuerza y vulnerabilidad.

«Medusar»

La fuerza de choque de la mirada y su nocividad posible encontraron su ex­


presión social más significativa en la mitología griega con la Medusa Gorgo,
cuyos ojos contienen un fuego tan intenso que convierten en piedra a quien la
mire. El propio rostro de la gorgona es el del espanto, mezcla hipnótica de hu­
manidad y animalidad, de belleza (no deja indiferente a Poseidón) y de fealdad,
de masculino y de femenino. Está más bien ante el reino del caos, donde todo
reconocimiento posible se desfigura. «La cabeza -dice J.-P. Vernant- alargada,
redondeada, evoca una figura leonina, sus ojos están muy abiertos, la mirada
fija y penetrante, el cabello como una melena de animal o erizado de sepientes,
las orejas grandes, deformadas, a veces parecidas a las del buey. El cráneo pue­
de llevar cuernos, la boca, abierta en un rictus, se alarga hasta cortar todo el an­
cho del rostro, descubriendo las filas de dientes, con colmillos bestiales de jaba­
lí, la lengua proyectada hacia adelante y saliente hacia afuera, el mentón es ve­
lludo o barbudo, la piel a veces marcada por profundas arrugas. Esa cara se pre-

1 40
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 «Medusar»

senta, más que como un rostro, como una mueca».24 Como figura de pesadilla,
el espanto que reina en la cara de Gorgo golpea en el infortunado que cruza su
mirada, pues queda inmediatamente petrificado.
Medusa es criatura de muerte, posiblemente porque el caos de sus rasgos, esa
desfiguración que no es una sola, pues su naturaleza es ser tal, sólo puede sig­
nificar lo obsoluto de la alteridad, el umbral de lo innombrable: la muerte. Pero
sólo su umbral, pues la locura que convulsiona sus rasgos aún contiene elemen­
tos reconocibles cuyo orden sólo está confundido. En efecto, Gorgo reina en el
país de los muertos y prohíbe la entrada de los vivos. Ella es el lugar del límite
extremo, del que no se regresa, allí donde ver es morir inmediatamente. La cara
de Medusa anuncia las disoluciones a las que no escapa el hombre atrapado en
el fuego de su mirada. Donde ella habita, desaparecen las referencias que sepa­
ran el rostro del desorden que lo invade en la muerte. Ella representa la fronte­
ra entre lo vivo y la nada.
Recordemos las grandes líneas del mito: Perseo prometió al rey Polidectes
traerle la cabeza de Medusa. Atenas lo ayuda en su búsqueda y le ofrece un es­
cudo de bronce para protegerlo. Como observa J.-P. Vernant, el mito está cons­
truido sobre un tema: el de la «mirada, de la reciprocidad de ver y de ser visto».
¿Cómo escapar a la virulencia de la mirada? La pregunta se plantea ya desde el
enfrentamiento con las Grayas, las hermanas de las Gorgonas, tres ancianas que
sólo poseen, entre las tres, un diente y un ojo que utilizan por tumo. Perseo se
apropia del ojo en el momento en que él lo pasa de una a otra y pregunta a las
Grayas cuál es el camino a seguir para encontrar a las Ninfas, pues sólo ellas lo
pueden informar. Cuando sabe dónde buscarlas, tira el ojo al lago Tritonis redu­
ciendo a las Grayas a la ceguera para impedirles que prevengan a sus hermanas.
Las Ninfas ayudan a su vez a Perseo y le dan tres objetos necesarios para cumplir
su tarea: el casco de Hades que provee invisibilidad al esconder los rasgos del ser

vivo ante los muertos, las sandalias aladas que lo liberan de su peso, de la distan­
cia, y finalmente, la bolsa donde colocar inmediamtamente la cabeza de la Gor­
gona luego de haberla cortado, pues los ojos de ésta continuarán produciendo
su poder de muerte. Perseo sabrá más tarde usarla para deshacerse de sus ene­
migos. Hermes agrega, por iniciativa propia, una espada de hoja curva. Aunque
invisible, Perseo no debe dejar perder su mirada en la de Medusa pues la muer­
te lo atraparía al instante. Con la ayuda de Atenas y muchas precauciones, ha­
ciendo uso de su escudo de bronce como un espejo para neutralizar la muerte

24. Vernant, Jean-Pierre. La mort dans les yeux, París, Hachette, 1 985, pág. 32; sobre Gorgo, del
mismo autor, véase L'individu, la mort, lamour: soi-meme et lautre en Grece andenne, París,
Gallimard, 1 989, págs. 1 1 7- 1 29.

141
ROSTROS. Etuayo antropológico 1 David Le Breton

susceptible de brotar de los ojos de Gorgo, Perseo se aproxima a ella sin mirarla,
la decapita con la espada de Hermes y huye inmediatamente con la cabeza en la
bolsa. Se la ofrece luego a Atenas, quien la fija en el centro de su escudo donde
conserva el terrible privilegio de petrificar a quien lo mira. La cabeza de Medu­
sa o Gorgoneion sirve como motivo en vasijas, monedas, esculturas monumen­
tales. Está dibujada en el escudo de Aquiles. Figura de ambivalencia, protege a
quien la posee y golpea mortalmente a quienes se le oponen.
Fuertemente arraigado en el imaginario colectivo, el tema de Medusa reco­
rre todo el arte occidental25 e ilustra el poder de la mirada. Recuerda la ambiva­
lencia del hombre ante su propio rostro, siempre apenas vislumbrado, inasible
en su verdad donde se anuncia la lenta progresión de una muerte ineluctable y
en la que se encarna su precariedad y su poder. . . Perséfone convierte a Medu­
sa en la guardiana del Hades, pues ser despojado del propio rostro es signo de
muerte. Y ante Gorgo, ningún rostro es posible.

25. Caravaggio, El parmesano, Rubens, Bernin, Lorrain, Klimt, etcétera. Sobre este tema, cf. Clair,
Jean. Méduse, París, Gallimard, 1 989.

1 42
5. El rostro es otro

"Conozco tan poco de mi rostro que si me mostraran a uno


del mismo tipo, no sabría decir cuál es la diferencia (salvo,
quizás, desde que hice mi estudio sobre los rostros) .
Más de una vez, en una esquina de la calle, al encontrarme
con un espejo de un negocio que quiere sorprender con
él, tomo por mí al primero que pasa, siempre que tenga el
mismo impermeable o el mismo sombrero. Sin embargo,
siento algún malestar hasta que, al pasar a mi vez por el
reflejo del cristal, me rectifique, un poco molesto.
He vuelto a perder mi rostro un poco más lejos. Hace veinte
años que dejé de conservar mis rasgos. Ya no habito ese
lugar. Por eso miro fácilmente un rostro como si fuera el
mío. Lo adopto, descanso en él».
Henri Michaux, Pasajes

Ambivalencia del rostro

La evidencia del rostro disimula cuánto escapa, en todo sentido, al inten­


to de definirlo, captrlo, fijar de modo definitivo la fugacidad familiar que a ve­
ces deja entrever. El rostro es probablemente para el hombre, para el occidental
al menos, el primer motivo de asombro, ya que se vea a sí mismo en un espejo
o en una fotografía, o que, por ejemplo en el amor, busque comprender los ras­
gos y la mirada del otro.
Reflexionar sobre la significación del rostro desde una perspectiva antropo­
l ógica implica abordar el misterio del cuerpo desde su ángulo más insólito. Del
mi s mo modo que la ambigüedad del cuerpo humano es la de ofrecerse simul­
táne amente como ser y tener, esencia y atributo, el rostro es el hombre, al mis­
mo tie mpo que éste tiene un rostro. El hombre es su cuerpo, es su rostro. En
tanto, no deja de sentirse otra cosa. El dualismo que opone el espíritu al cuer­
p o nace de esa ambigüedad, hace del cuerpo un tener, un atributo del hombre ..

1 43
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Así como el rostro se desliza con comodidad hacia el registro de la posesión. Si,
para el hombre que se interroga por su identidad, su arraigo al cuerpo se le apa­
rece como un misterio, más aún se le escapa el rostro que contempla en el espejo
y del cual ve la fragilidad, las metamorfosis a lo largo del tiempo. Y de esa sepa­
ración entre una imagen de sí, en parte inconsciente, estable durante el trascur­
so de la vida, y la apariencia que se ofrece a la vista, sometida a las circunstan­
cias, nace la sensación de hacer difícilmente uno, de estar dividido entre el ser y
el tener del rostro y del cuerpo; desgarrado entre la evidencia de la carne y el re­
chazo a la fragilidad, al envejecimiento y al camino progresivo hacia la muerte.
La relación con el rostro y con el cuerpo se juega en esa ambivalencia, que nun­
ca se da sin equívocos.
El rostro es para el hombre el signo de su soberanía y allí donde puede cap­
tar de antemano con la mayor fuerza su no coincidencia consigo mismo, su im­
posibilidad de existir sin estar dividido. Por la alquimia de una relación con el
mundo que le modela un rostro del cual es el único poseedor, y por el uso per­
sonal que hace de los signos que lo destacan socialmente con respecto a las nor­
mas del grupo, el rostro es para el hombre el lugar de su soberanía: maquillaje,
cirugía ritual o estética, tratamiento del cabello, del sistema piloso. Y por la alqui­
mia de una relación con el mundo, de un estilo propio, que modela un rostro del
cual él es el único poseedor. Pero, simultáneamente, encarna su desposeimiento.
El hombre que contempla detenidamente su rostro, a veces, se siente perturba­
do, como el actor de un lapsus repentino confrontado con una significación te­
mida. La inquietud perfora, algo de uno mismo permanece inasible. «En el co­
razón de la evidencia está el vacío», dice E. Jabes. Sobre todo en la del rostro, en
cuanto la mirada se hace más atenta y busca identifcar el enigma contenido allí.
El rostro es siempre, por sí mismo, el lugar del Otro más próximo. El lugar de las
significaciones ocultas, allí donde la sensación de transparencia del sujeto para
sí, tal como lo formula Descartes en el cogito, encuentra su primera desmenti­
da y tropieza con la intuición de un mundo escondido en su propio centro, a la
vez próximo e inaccesible. «No me parezco», piensa el hombre que se detiene
sin complacencias ante el espejo. Su rostro lo interroga; y la turbación que siente
no es de carácter estético (encontrarse feo o algo por el estilo), sino que está más
profundamente en la extrañeza de tener ese rostro en lugar de otro.
Al observar su rostro en un espejo o en una pantalla, por ejemplo a través de
un experimento de autoscopía con ayuda de una cámara de video, o incluso en
una fotografía, el actor siente pocas veces la satisfacción narcisista de encontrarse
plenamente. Son raros los actores, en nuestras sociedades occidentales, que gus­
tan de su rostro sin ambigüedades y se reconocen de entrada en él, sin turbarse.

1 44
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Ambivalencia del rostro

A menudo, los invade el malestar y la decepción, basados en la sensación con­


fusa de la no coincidencia con sí mismo. Paradoja sorprendente: el actor expe­
rimenta frecuentemente ese rostro único que deja librado al reconocimiento de
los otros, incluso al amor del otro, con una sensación de alteridad que lo lleva a
una especie de reticencia ante sus propios rasgos. El hecho de contemplarse en
una proyección exterior de sí es perturbador para la mayoría de los actores.
El rostro es a la vez demasiado simple para contener la existencia, significar­
la a los ojos de los otros, librarla a su reconocimiento, y sin embargo, demasiado
abierto a pesar de todo para no dejar presentir lo esencial. Esa distancia es pro­
picia a la ambivalencia que marca la relación del hombre con su propio rostro.
La sensación de una confidencia que dice demasiado, o no lo suficiente y deja la
duda. El rostro está en el umbral de una revelación. Formula una promesa que
nunca está en condiciones de mantener, pero que hace creer a cada instante que
finalmente ha llegado el momento. Es conocida la disimetría que divide sagital­
mente las dos partes del rostro en partes asimétricas. Otra disimetría se revela
allí entre el sentimiento de sí y el sentimiento de su rostro.
La disimetría también está presente de modo radical por el hecho de que el
rostro siempre se percibe desde afuera. Esa es otra fuente, no menos insupera­
ble, del sentimiento de estrañeza para el hombre que percibe sus rasgos en el es­
pejo. El lugar más íntimo, el momento del cuerpo donde se arraiga la identidad,
es también el más escondido. El hombre es despojado del rostro que ofrece a los
demás con prodigalidad. Él es el único que no deja de ignorarse, sólo tiene acceso
a su rostro a través de un objeto separado de él: el espejo, la fotografía, la panta­
lla de video, el cine o el reflejo de las vidrieras. En ese sentido, el rostro es coinci­
dentia oppositorum. Encarna la paradoja de ser el lugar (y el tiempo) del cuerpo
mejor conocido y el más investido, a tal punto que identifica al individuo a la vez
que sigue siendo el más extraño, aquel que se mira con asombro, aquel cuya pér­
dida (la desfiguración) conlleva a menudo la destrucción de la identidad perso­
nal, la desaparición radical del placer de vivir. Ya sea reflejo del cristal o fotogra­
fía, retrato o pantalla de video, el rostro es siempre el del Otro. El único que uno
no vera jamás es el propio, siempre ofrecido por el desvío de la imagen, nunca
en su realidad viviente (salvo al tocarlo, pero para el hombre occidental, el tac­
to está lejos de valer lo mismo que la mirada). El hombre interroga atentamente
sus rasgos, su mirada, allí se reconoce, y sin embargo, allí se descubre extraño.
Confrontado a su rostro, el hombre entra en relación íntima con el Otro.
Rembrandt, el hombre de los innumerables autorretratos, sin duda estaba
más obsesionado que otros por esa ambivalencia, esa dificultad para captar­
lo, para parecerse a sí mismo. Su pasión por el rostro atraviesa por completo su

1 45
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

obra. Culmina en las telas de 1629. Una hace de él un hombre firme, con ros­
tro enérgico, refinado, digno representante de una burguesía opulenta y seguro
del porvenir. Otra nos lo muestra con una figura claramente distinta, la de un
holgazán, habituado a las tabernas y a la bebida, con rasgos toscos, iluminados
con una sonrisa grosera que descubre una boca con dientes rotos. Una luz ama­
rillenta acentúa aún más tanto la vulgaridad de los rasgos como su vulnerabili­
dad. Con unos meses de intervalo nacen en la tela esos dos rostros de Rembran­
dt, los dos polos de su existencia unidos por una proximidad vaga y perturba­
dora; la imposibilidad para sus ojos de reconocerse en una sola figura. El mis­
mo año, Rembrandt pinta tres autorretratos más, con una expresión más gra­
ve, soñadora. De una tela a otra, el pintor es el mismo y el otro, se enfrenta sin
descanso al enigma del rostro. Busca parecerse y hacer de la pintura un espejo
del rostro interior. Declara a voz en cuello una íntima inquietud que todos los
hombres sufren en nuestras sociedades, para quienes el rostro es el signo de su
soberanía y fragilidad.

El rostro es Otro

Nuestro rostro nos posee al menos tanto como nosotros lo hacemos nues­
tro. Nos posee en el sentido de que nos engaña, se burla de nosotros de alguna
manera. Nos encierra en él y nos condena a una ambivalencia con respecto a
él. Tiene un peso a veces difícil de soportar, pues es el signo más expresivo de la
presencia ante el otro, la marca donde el envejecimiento, la precariedad, inclu­
so la fealdad (más bien el sentimiento de fealdad, pues ésta nunca es un hecho
en sí, sino un juicio) inscriben con total evidencia una huella que el hombre oc­
cidental desearía más discreta, a causa del sistema de valores de nuestras socie­
dades, llenas de terror ante el envejecimiento o la muerte. En lo que nos iden­
tifica, el rostro también nos limita, produce destellos en negativo de todos los
rostros que no somos. Eso explica la atracción del disfraz, la máscara, y la ten­
dencia que lleva a numeroos actores a cierta denigración de su rostro. El «yo es
otro» toma con facilidad los aspectos de la reticencia ante el propio rostro, col­
mado de una perturbadora extrañeza. La figura humana alberga lo inasible del
Otro en el centro del yo.1

1 . Una experiencia mostró, por otra parte, que puestos ante una imagen distorsionada de su pro­
pio rostro, a los actores les cuesta reconocerse, y cometen a veces errores de apreciación. En
las mismas condiciones, identifican mejor el rostro de un extraño percibido unas horas antes.
Socialmente reveladoras de la influencia de las representaciones colectivas más valoradas, las

1 46
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro es Otro

Michel Tournier, novelista del rostro si los hay, y Élouard Boubat, el fotógra­
fo, se libraron a una experiencia de gran alcance antropológico. En 1 973, soli­
citaron a un centenar de escritores que escribieran lo que experimentaban ante
sus retratos fotográficos realizados por Élouard Boubat. De antemano, muchos
de ellos se negaron a prestarse al juego. Unos criticando la firvolidad de la pro­
puesta, otros porque se consideraban demasiado ancianos y lamentaban a la vez
no haber participado de una experiencia tal veinte años antes. Actitudes revela­
doras. Otros, por el contrario, se prestan al juego con deleite y ceden generosa­
mente ante el narcisismo inherente a la tarea. Pero un clima general emana del
comentario de estos escritores, el asombro entristecido de reconocerse en ese
rostro. La sensación de que el Otro tiene más importancia que el yo, y las reti­
cencias que el rostro de ese Otro inspira. «La impresión que no dejaba de obse­
sionar a E. Boubat -dice Michel Toumier- era la de fotografiar rostros detesta­
dos. "Pero, ¡no se gustan a sí mismos!" "¡No se soportan!" exclamaba poniendo
los negativos sobre mi mesa. Y es cierto que no hay sólo pose en el antinarcisis­
mo, también está el pensamiento oscuro ante esa máscara inmerecida que en­
sombrece el libro en varias páginas».2
El hombre es ambivalente ante el rostro que ofrece al mundo. He aquí algu­
nas reflexiones de esos escritores al respecto, no exhaustivas, pero significativas
de una actitud común: «A decir verdad, no me gusto tanto, no me encuentro bo­
nito, me evito en los espejos, paso ante ellos como un soplo ... no me quedo ho­
ras mirando mi reflejo» (Alphonse Boubard). «Siempre rompí las fotos que me
representaban e hice un principio inmutable de la desconfianza en cualquier re­
trato ... Ese doble de mí, ¿seguro es yo? Lo dudo mucho» (Rachid Boujedra). «Si
por azar... un espejo me devuelve mi rostro, esa mirada sorprendida, me face fal­
ta un tiempo para admitir que es la mía ... No me parezco a lo que soy» (Michel
Butor). «La totalidad de esa mezcla hirsuta, no puedo captarla sin esforzarme.
Entonces, aparece el impacto. Busco mis ojos, y me río de mí mismo. No puedo
tomar eso en serio -¡Eso, yo! - menos aún en las fotos» (J. -P. Chabrol). «Mirar­
me nunca fue un placer para mí. Huyo de los espejos y no me gustan las foto­
grafías ... Sin duda es porque mi rostro me recuerda lo que soy y lo que no pude
ser» (B. Clavel). «Con esa facha... , me digo suspirando. No hay tiempo de mo­
delar otro, ni de atacar a mis padres por daños y perjuicios» (René Fallet). «Ese
mujeres tienden a identificarse más con un rostro esbelto y delgado, y los hombres, con uno
robusto y ancho, cf. Schneiderman, L. «The estimation of one's body traits», /ournal of social
psychology, 1 956, nº 44, págs. 88-89.
2. Tournier, Michel. en Miroirs: Autoportraits (fotografías de �louard Boubat), Denoel, 1 973, pág.
8. Tomamos de esa obra los comentarios que siguen, hechos por los escritores a propósito de
las fotografías que los representan.

1 47
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

rostro... ¿Mi rostro? No, oh no, absolutamente no. La foto me tira a la cara una
especie de señor gordo paternal, satisfecho de sí mismo, tranquilo, un buen abue­
lo ... ¿Yo, eso? ¡Ni cerca!. .. y sin embargo, algo me hace volver a mi pesar hacia
ese rostro que no es el mío y que es el mío ... » (Roger Ikor). «Un rostro medio­
cre, sin señas particulares, con asperezas limadas por una cordialidad bien ac­
tuada» (Michel Tournier).
La arquitectura infinitamente obligada del rostro, con la sensibilidad a flor
de piel que se lee en ella, es una manera de afirmación inequívoca e inmedia­
ta de la fragilidad de la condición humana. El rostro es la parte negativa para el
hombre a quien se le pide pronunciarse. Muy pocos quieren reconocerse en él.
Se diría que es una máscara desafortunada que oculta a cada uno el rostro inte­
rior infinitamente más seductor, del cual uno se asombra que nunca aparezca.
La ambivalencia reina y suscita esa mirada decepcionada o amarga, cada uno
parece decir que merecía algo mejor.3 Michel Leiris escribía de la misma mane­
ra: «Me horroriza verme de improviso en un espejo pues, si no me he prepara­
do, me encuentro siempre de una fealdad humillante».4
Cualquier fotografía es memento morí, como observa Susan Sontag. Sobre
todo si se trata de la de un rostro. También es, de modo irónico, lo que le permi­
te al modelo escapar del olvido. La imagen perdura en el retrato o la fotografía,
continúa atizando los recuerdos y las emociones mucho más allá de la muerte
de quien dejó su efigie. Pero, a medida que envejece, el hombre añora más esa
imagen. Y luego, no queda más que ella.

El rostro de referencia

Parece que cada hombre lleva en él un rostro de referencia con el cual com­
para su rostro presente. El primero es el único «envisageable» (digno de ser con­
siderado). Un rostro interior que ya no reproduce la realidad actual de los ras­
gos. El rostro de referencia aparece en la juventud. Innumerables frases lo reve­
lan. Mantiene una especie de existencia fantasmal en la memoria del actor. Mar­
ca una imposible coincidencia consigo mismo para quien contempla su retrato

3 . Una de las pocas reflexiones positivas, la de René Barjavel: «Hubiera querido ser su hijo». Un
ejemplo de mirada positiva sobre uno mismo, la de Jacques Lacarriere: «Cuanto más miro mi
rostro, más encuentro que se me parece ... sobre todo porque esa adecuación se ha hecho fa­
talmente con los años ... Él ama la luz, el aire, el viento, el sol, la noche estrellada, el horizonte.
Tengo un rostro de aire libre, no de ratón de biblioteca». Lacarriere, J. Sourates, Albin Michel,
1 990, págs. 1 44 - 1 45.
4. Leiris, Michel. Lage de l'homme, Gallimard, 1 939, pág. 26.

1 48
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro de referencia

en una fotografía o se mira en un espejo. La nostalgia experimentada es la que


mide la diferencia efectuada por el envejecimiento. Al comentar su rostro, al re­
producir de modo atenuado las frases dolorosas de Fran�ois Villo n (Los lamentos
de la bella Armera), el testigo dirá: mis ojos se han undido en sus órbitas, ya no
tienen el brill o de antes, mi frente está marcada con arrugas, y su volumen creció
en detrimento del cabello, mi mentón está surcado por líneas. Como si el rostro
de hoy no valiera sino en el espejo del de ayer. El envejecimiento se parece a un
mal que corroe el rostro de referencia (también el ser completo), el único verda­
dero, el original de alguna manera, el de una joven madurez, se podría decir, el
que conoció el amor, el despertar al mundo, la facilidad de los contactos con los
otros. 5 Poco a poco los rasgos se alteran, las arrugas aparecen y se cruzan, el cabe­
llo se vuelve blanco o se cae, la mirada de los otros se vuelve más indiferente, se
escapa con facilidad, desapareciendo así -o presumiendo que desaparece- toda
seducción. Envejecer es retirarse lentamente del propio rostro. Y perder poco a
poco el beneficio de la atención de los otros. También en la historia del autorre­
trato ese borramiento es evidente. Sólo evoquemos dos imágenes fuertes a guisa
de símbolos. En 1650, Poussin se pinta tocado con su peluca aparatosa. Un ros­
tro orgulloso, mirada firme, deja ver la energía de un hombre en el apogeo de su
edad. En 1665, otro retrato lo muestra con el cabello descuidado, aspecto enfa­
dado, un gesto de amargura que le corta los labios, una rabia melancólica ape­
nas contenida, los ojos al límite de la súplica. Un rostro desorientado que con­
tradice aquél que pintó unos quince años atrás. Poussin está en los últimos años
de su vida. También Rembrandt, en 1665, unos años antes de su muerte, mues­
tra uno de sus rotros de hombre viejo encorvado por los años y los sufrimien­
tos, con una sonrisa amarga dibujada en la piel arrugada. En el ángulo izquierdo
de la tela, un perfil de anciano apenas esbozado, aún más envejecido, acechan­
do a ese otro hombre que se prepara para despedirse. En sus últimos años, Rem­
brand sigue pintándose como lo hizo siempre, reproduce los rostros desencan­
tados del mismo hombre al que la existencia no pasó por alto. "Yo miraba -dice
Oskar Kokoschka- el último autorretrato de Rembrandt: ajado y feo, desespe­
rado y horrible; y tan maravillosamente pintado. Y de pronto, comprendí: la ca-

S. En Miroirs, numerosos escritores evalúan su rostro actual con la mirada del de antaño. Se des­
cubren víctimas de una catástrofe íntima, infinitamente lenta, donde poco a poco su «verda­
dero» rostro, el único concebible a sus ojos, habría sido aniquilado. P. Gaspar lo dice de ma­
nera ejemplar: «De algún modo, no dejamos de tener diecinueve o veinte años, aunque no se
pueda encerrar en una cifra la edad que asumimos plenamente. El resto: las arrugas, el cabe­
llo blanco, la redondez, la rigidez de la artrosis, no es más que teatro, adaptación a las conven­
ciones» (pág. 94) .

1 49
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

pacidad de mirarse desaparecer en el espejo -hasta no ver nada más- y pintarse


como la «nada», la negación del hombre. ¡Qué limagro y qué simbolo!»6
El envejecimiento occidental se vive a modo de un afeamiento y de un despo­
seimiento. Tiene todas las apriencias de la desfiguración. Enfermedad venenosa
cuyo avance no se puede detener y ante la cual el actor comprueba su impotencia
a pesar de todos sus esfuerzos. El rostro de referencia se aleja poco a poco. Algo
de sagrado y de íntimo se deshace en el trascurso del tiempo y parece no querer
cesar nunca el proceso de transformación. El rostro es la juventud en el imagina­
rio social del mundo occidental. Son pocos los hombres, y menos aún las muje­
res, que se miran de frente en el espejo o en su retrato fotográfico y se reconocen
sin nostalgia, aceptando la inscripción del paso del tiempo en sus rasgos. La per­
cepción del rostro del hombre anciano no depende de la naturaleza, sino de una
evaluación social y cultural a la cual cada uno adhiere a su manera. Se toma del
intercambio mutuo de los valores de una época. El rostro de referencia traduce,
en ese sentido, la resistencia interior del actor ante un envejecimiento ineluctable
que los valores occidentales le enseñaron a temer. Veremos infra que el recurso
a la cirugía estética es un modo voluntario de rehacer el rostro de referencia o lo
que todavía queda de él, el último intento de oponer una voluntad de control en
un rostro que amenaza cada vez más con escapar a los valores sociales y no po­
der sostener de manera satisfactoria el sentimiento de identidad.
«Simplemente, me rehúso a reconocerme allí -dice Manes Sperber. Segura­
mente, no pertenece a nadie más que a mí, pero tampoco es el mío, aquel en el
cual durante tantos años, estaba acostumbrado a reconocerme».7 El sentimiento
de la desaparición del rostro de referencia marca para el actor el momento difícil
en que la alteridad se impone sobre la familiaridad. La ambivalencia se deshace
entonces en beneficio del Otro. Antes, el individuo se reconocía en su rostro con
una sensación de ambigüedad, quizás, pero finalmente se aceptaba y amaba esa
figura que mostraba a los otros. Hoy, desdoblado, ese mismo rostro es a la vez
un recuerdo que lentamente se borra en el trascurso de la existencia y una reali­
dad nueva que aparece poco a poco, pero ante la cual se siente extraño. El Otro
penetró en sus rasgos. El lento trabajo de la muerte se ha vuelto evidente para la
conciencia y el individuo se rehúsa a reconocerlo. Por lo tanto, el rostro es des­
poseimiento; recurre fácilmente a la imagen de la caracterización, de la másca­
ra. No de la máscara voluntaria que multiplica las posibilidades del rostro, por
ejemplo en el carnaval, sino en el sentido del empobrecimiento, del vacío. «La
vejez -dice Marcel Jouhandeau- es una máscara detrás de la cual uno se escon-

6. Citado en Bonafoux, Pascal. Rembrandt, autoportrait, Skira, Ginebra, 1 985, pág. 1 27.
7. Sperber, Manes. Porteurs d�au, Calmann-Levy, 1 976, pág. 9.

1 50
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro de referencia

de poco a poco, antes de borrarse por completo». Una forma lenta y natural de
desfiguración. El Príncipe Salina, El gatopardo de Lampedusa, anciano, desen­
cantado, abandonado ya a la atracción de la muerte, se mira en un espejo con
una melancolía surgida de la falta de compasión de la existencia con respecto al
hombre: «Don Fabrizio se miró en el espejo del armario: reconoció más su ves­
tido que a sí mismo: altísimo, flaco, con las mejillas hundidas, la barba larga de
tres días: parecía uno de esos ingleses maniacos que deambulan por las viñetas
de los libros de Julio Veme [ . . . ] Un Gatopardo en pésima forma. ¿Por qué que­
ría Dios que nadie se muriese con su propia cara? Porque a todos les pasa así: se
muere con una máscara en la cara».8
En su artículo sobre «Lo ominoso» { 1 9 1 9), Freud evoca un momento difícil
de su existencia, que él asocia a la irrupción del doble en el imaginario, pero que
traduce otro tanto la aparición inesperada e indeseable, sin que ninguna defen­
sa haya podido interponerse, de su propio rostro afectado por la alteración de
la que hablamos. «Me encontraba en mi camarote cuando un sacudón algo más
violento del tren hizo que se abriera la puerta de comuniación al toilette, y apa­
reció ante mí un anciano señor en ropa de cama y que llevaba puesto un gorro
de viaje. Supuse que al salir del baño, situado entre dos camarotes, había equio­
cado la dirección y por error se había introducido en el mío; me puse de pie para
advertirlo, pero me quedé atónito al darme cuenta de que el intruso esa mi pro­
pia imagen proyectada en el espejo de la puerta de comunicación. Aún recuer­
do el profundo disgusto que la aparición me produjo».9
El desajuste con el rostro de referencia puede ser experimentado como una
conmoción, incluso una destrucción del sentimiento de identidad. Son revela­
doras al respecto las primeras líneas del relato autobiográfico de Manes Sper­
ber, en las cuales éste cuenta su sorpresa al encontrarse de pronto ante un ros­
tro que ya no reconoce: «Acababa de entrar en mis sesenta años cuando el ros­
tro que encuentro al menos una vez por día en el espejo se me apareció brusca­
mente como extraño».1º Así comienza una larga búsqueda de la memoria de la
que M. Sperberg confiesa con cuánta reticencia había rechazado hasta entonces
la tentación. En el mismo momento, una breve pérdida de conciencia lo confron­
ta a la intuición de su muerte. Las páginas de esa larga autobiografía parecen te­
ner la función, casi explícita, de llenar el espacio entre el rostro de antaño -en el
8. De Lampedusa, Giuseppe Tomasi. Le Guépard, Livre de poche, pág. 336. [En español, El Gato­
pardo, Barcelona, Editorial Argos Vergara, 1 980] .
9. Freud, Sigmund. «I.:inquiétante étrangeté», en Essais de psychanalyse appliquée, Gallimard,
1 933, pág. 204. [En español: «Lo ominoso», De la historia de una neurosis infantil (Caso del
Hombre de los lobos) y otras obras, op. cit.) , Volumen XVII.
1 0. Sperber, Manes. op. cit., pág. 9.

151
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

cual diferencias sucesivas que lo marcaron, desde la juventud hasta la madurez,


nunca modificaron el sentimiento de identidad que M. Sperber tomaba de él-,
y el rostro de hoy, ya irreconocible, extraño, máscara. El relato de M. Sperber se
construye de manera original sobre un movimiento pendular entre el pasado re­
constituido y el presente del escritor, de la plenitud del rostro a su borramiento.
El capital de sentido que procura ese retorno a sí mismo, la búsqueda de una fi­
delidad entre la existencia de antaño y la de ahora, construyen un puente entre
dos períodos de la vida así reconciliados. Una búsqueda de identidad se con­
centra en la tarea secreta de recomponer el rostro perdido a través de la escritu­
ra y la anamnesia de los acontecimientos que le dieron su mayor relieve, cuan­
do ese rostro que encarna la identidad vivida con más plenitud, era captado ac­
tivamente por la mirada de los otros, los significant others (que, sin querer, pa­
san a ser los lectores). «La idea de escribir mis memorias, se la debo en primer
lugar a esa desidentificación parcial, a ese alejameinto sorprendentemente sere­
no y casi insensible de mi propio rostro, que me hacía creer que quizás llegaría
a alejarme de mi pasado con serenidad».1 1
La escritura se d a claramente en Sperber como el duelo del rostro y, más allá
de eso, de la historia personal. Es una conjuración de la pérdida. Se trata de en­
caminarse hacia la desaparición, de prepararse a morir reuniendo por última
vez los mayores hitos de la memoria, todos los momentos en que una llamarada
de significación iluminó la existencia. Despertar una última vez el rostro de re­
ferencia. Manes Sperber presiente que la escritura es un esfuerzo por familiari­
zarse con lo desconocido que se instala en él, deshace los rasgos del hombre para
dejar allí su huella. Lo desconocido que también nace de la mirada cada vez más
extraña y distante de los otros, comenzando por la propia. Poco a poco, aban­
donando su rostro, el hombre aprende a desaparecer. La escritura o la memoria
evocada ante un tercero son los últimos medios de retener o de revivir un ros­
tro que se disuelve y se prepara para el olvido.
Nos hemos detenido en Manes Sperber pues en él se encarna de modo ejem­
plar una actitud común en formas más banales. Dentro de ritos sociales a ve­
ces puramente fáticos, la palabra cumple cumple a menudo la obra de resurrec­
ción de un rostro desaparecido. Eso sucede con el intento repetido de ancianos
que enuncian un discurso sin interlocutor real, y machacan un recuerdo lejano,
donde el rostro estaba intacto y suscitaba de parte de los otros un interés hoy ne­
gado. Una evocación, en el hombre de edad avanzada, de proezas, de recuerdos
amorosos o deportivos, y en la mujer, el recuerdo del tiempo en que era «bella»:
«Yo era bonita, ¿sabe? Hoy no es lo mismo»; «uno envejece, ¿que va a hacer? Es
1 1 . Ibídem, pág. 10.

1 52
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Las proyecciones del rostro

el tiempo . . . » Recuerdos de una sedución desaparecida que hace eco, en el hom­


bre, en los de sus conquistas. A pesar de la desigualdad social del rostro, sobre el
cual Simone Signoret notaba que, si se trata de un hombre anciano, se murmu­
ra: «es interesante» y de una mujer: «es una vieja».
Se trata de hacer renacer por un instante el rostro de referencia, el que co­
incide con el sentimiento de identidad que haya respondido mejor a las expec­
tativas del individuo: intentos irrisorios, a menudo condenados al fracaso o a
la indiferencia general, pero a tal punto esenciales que el individuo se aferra a
ellos y no le importa pasar por un «viejo chocho». Recuerdos de momentos en
que el rostro de referencia reinaba a pleno, y sustentaba una sensación de exis­
tir que podía no ser tan feliz como lo deja entender el relato. Pero al menos, en
ese momento, el rostro intacto estaba allí, ofreciendo una plenitud que sólo iba
a volverse tal más tarde, a medida que aquel se alejara. El individuo ignoraba
que un día su rostro sería aniquilado y no tendría más que la existencia fantas­
mal de una memoria cuya evocación suscitaría el aburrimiento o la indiferen­
cia de los interlocutores.
El rostro de referencia no desaparece realmente, está diseminado entre las mi­
radas innumerables de amigos o conocidos de entonces. Los encuentros de anti­
guos compañeros encuentran su sentido en el compartir recuerdos algo ideali­
zados. En esas circunstancias, poco valorizadas por los demás (se habla con un
desprecio implícito de las reuniones de «antiguos camaradas»), recurrir al pa­
sado entre personas de la misma edad conjura los efectos del tiempo sobre los
rostros. La igualdad de condiciones anula los efectos devastadores de la compa­
ración. Evocar así los tiempos fuertes de la existencia, convertidos de pronto en
peripecias de una epopeya, es una revancha contra la indiferencia social. Pero el
sentimiento de la pérdida del rostro de referencia es aún más fuerte puesto que
los otros, afectivamente investidos, depositarios de la memoria común, despa­
recen poco a poco. La mirada de los otros, sobre todo, es la que produce la pér­
dida del rostro. O su reminiscencia.

Las proyecciones del rostro

Toda proyección fuera de sí del rostro suscita la ambigüedad de reconocer­


se en él más o menos fielmente y de encontrarse ante sí mismo, separado, en la
necesidad de defenderse de un sentimiento de extrañeza, y aún más si la ima­
gen escapa a cualquier control y se impone a la mirada. La confrontación con
la propia imagen en una pantalla de video lo demuestra de modo ejemplar. Los
formadores que utilizan el video en los cursos que dictan conocen bien las reti-

1 53
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

cencias de los principiantes a ser filmados, la reacción de molestia o de oculta­


miento ante la cámara, el cambio de humor o la risa que traducen el desampa­
ro ante una investigación que de pronto desdobla lo real en su reflejo. El miedo
es a veces tan grande que ciertos estudiantes dejan la sala rechazando absoluta­
mente las indiscreciones de la cámara. La mirada extraña que esta manifiesta se
percibe como como una amenaza para la integridad de sí, suscita el temor di­
fuso de que la identidad vacile, sustentada por un imaginario que rechaza una
imagen de video cruda, brutal, pero que se confunde con la mirada de los otros,
y que conlleva en ese sentido un indicio de realidad que el actor no puede eli­
minar encogiéndose de hombros. Lo ominoso de verse a sí mismo, el rostro al
desnudo, como lo ven los demás, imagen y realidad de pronto confundidas. No
es anodino que Freud, en su artículo sobre el unheimliche, se apoye justamente
en la demostración de ese recuerdo penoso antes evocado.
La aceptación del hecho de ser filmado no siempre prejuzga el deseo del actor
de ver posteriormente las secuencias rodadas. Allí también predominan la fuga,
la incomodidad, la decepción. Las risas que se manifistan a propósito de todo
cuando un grupo de alumnos mira en diferido las imágenes registradas, mientras
que los acontecimientos filmados estaban lejos de producir la misma hilaridad,
ilustran con claridad las reacciones de defensa que se movilizan. La confronta­
ción con la imagen exterior de sí nunca deja indiferente. «No se puede descontar
que el recurso a la imagen de video -dicen M. Linard e l. Prax- se reduzca a un
único efecto simple e igualmente positivo para todo el mundo, que es la ayuda
para la autopercepción. Se observó, por el contrario, que esa imagen tendía más
bien a despertar, en algunos, una angustia o un verdadero malestar, y en todos,
a reactivar mecanismos de defensa ligados en gran parte a la personalidad. Por
lo tanto, son diferentes efectos unos y otros, por no decir contradictorios». 12 Es
lo que comprueban dos formadoras, psicólogas, que han reflexionado profun­
damente sobre el uso de la autoscopía en los grupos de formación.
Las relaciones entre la propia imagen y la del video están cargadas de ambi­
valencia. Sobre todo en una primera experiencia. Traducen el desfase inevita­
ble entre, por una parte, la propia imagen, íntima, anclada profundamente en el
inconsciente, sustentada por un ideal del que procede un sentimiento de iden­
tidad siempre más o menos precario, jamás totalmente acabado, pero que, sin
embargo, proporciona la materia prima de la conducta de la vida individual, y
por otra, una imagen exterior, independiente de sí, desalentadora, pero tal como
la perciben los otros. Ésta expone el rostro y las expresiones del actor como una

1 2. Linard, Monique y Prax, Irene. Images vidéo, images de soi ou Narcisse au travail, Dunod, 1 984,
págs. 96-97.

1 54
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Las proyecciones del rostro

hoja en blanco, lo despoja sin indulgencia de todo el imaginario que lo prote­


gía. Y esas imágenes se imponen como aún más indiscutibles porque tienen los
atributos de la técnica, es decir, de la objetividad. Administran una prueba, no
son un espejo.
El video se distingue especialmente por el hecho de que la visión diferida (e
incluso simultánea) de la imagen que propone escapa a la soberanía del indivi­
duo. Éste se encuentra prisionero en una mímica, una palabra, unos gestos. Un
rostro imposible de modificar se impone a él con una especie de arrogancia, sin
que pueda defenderse. A la inversa, ante el espejo, sigue siendo el dueño de sus
posturas, de su mirada, del tiempo de la exposición. Incluso ante la fotografía,
el indicio más alejado de realidad vuelve la confrontación menos aguda. A lo
sumo, el actor piensa que no es «fotogénico», manera elegante de salvar la situa­
ción. Peor todavía, el video es una herrameinta social, expone la propia imagen
sin indulgencia a la mirada de los otros, lo hace sin la complacencia del espejo,
es decir, fundiendo al individuo en un espacio, en un grupo, en una duración.
La pantalla de video destituye la imagen del espejo de su omnipotencia final­
mente reconfortante: fuerza la intimidad. No aparece para el actor involucrado
como una duplicación pura y simple de lo que cree ser a los ojos de los demás.
Nada sutil, la imagen de video muestra las cosas sin compromiso. La autoscopía
provoca a menudo la desilusión y acarrea a veces una duda sobre el sentimien­
to de identidad personal, siempre a merced del juicio de los otros (del propio).
Obliga a la evaluación de sí en la desnudez del mediador técnico y sustrae al ac­
tor sus defensas habituales.
Los actores necesitan tiempo para familiarizarse con la fuerza de cuestiona­
miento suscitada por la confrontación con la imagen de video. El papel del grupo
es decisivo al respecto, provee la confianza y la distribuye entre todos los miem­
bros haciendo posible un trabajo sobre sí libre de amenaza a su identidad. 13 Se
impone un clima de confianza mutua e igualdad, lo que hace de la herramien­
ta de video ya no el ejercicio de un poder, sino el de una concertación. En tales

1 3. Aquí, el papel del moderador es esencial: «Lo que hace a la eficacia de la autoscopía también
contribuye a su peligro. No es evidente que para "formar" a un individuo se deba comenzar
por la "autoscopía'', librándolo indefenso a experiencias (por no decir experimentos) salvajes
y descontrolados. La mínima prudencia exigiría que la cámara no se convierta en el monopo­
lio de ningún especialista, sino que cada uno en el grupo filme por turnos y que los moderado­
res, con un entrenamiento previo sobre sí mismos, estén claramente advertidos de los peligros
que la imagen de video presenta para la integridad del otro, así como de su responsabilidad en
cuanto a las posibles consecuencias de sus observaciones» (pág. 54) . Tales son para M. Linard
e l. Prax, las condiciones deontológicas de la práctica de la autoscopía en los grupos de forma­
ción.

1 55
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11

condiciones, se vuelve posible un proceso de elucidación sobre sí mismo a tra­


vés del ir y venir entre la imagen reflejada en la pantalla, la apreciación de los
interlocutores acerca de ella (sometidos después a la misma experiencia, y por
ello inclinados a manifestar su comprensión), y la mirada del actor que apren­
de a conocer mejor y a corregir sus errores (en el aprendizaje de una técnica,
por ejemplo), a familiarizarse con una imagen de sí percibida desde el princi­
pio como poco alentadora («¿Eso soy yo?» «¿Por qué gesticulo así?», «No me
rejuvenece», «Decididamente, no soy nada fotogénico») A menos, por supues­
to, que confirme al actor, con el acuerdo del grupo, acerca del sentimiento que
él ya tenía de sí.
Pero la imagen de video (la del cine o la fotografía) puede también jalonar
el camino de una reconciliación con una imagen más feliz de uno mismo y es­
pecialmente de su rostro. En los años cincuenta, S. Tomkiewicz y J. Finder uti­
lizaron así el retrato forográfico para favorecer, en los adolescentes obsesiona­
dos por el «miedo de ser feos», la conquista de una mirada menos despreciati­
va sobre sí mismos. 14 La sesión de fotodrama reúne a un paciente voluntario y a
un terapeuta que maneja la cámara fotográfica para un centenar de fotos. El jo­
ven decide por sí mismo sus poses, sus actitudes, los lugares donde quiere ser
fotografiado. Durante toda la duración de la experiencia, entre una y tres horas,
una intensa verbalización lleva al joven a decir sus emociones y expectativas, a
nombrar o a mostrar los lugares de su cuerpo que no le gustan, y especialmet­
ne las particularidades de su rostro. En el diálogo terapéutico que acompaña a
las tomas fotográficas, trata de dar un sentido a su miedo, precisar los conflic­
tos íntimos con respecto a su cuerpo y a su rostro, nombrar su temor a la mira­
da de los otros. La palabra restaura una confianza en sí mismo, confirmada por
la investidura del terapeuta en su tarea y por la visión posterior de las imágenes.
Una vez reveladas, se comentan con el terapeuta, algunas se destruyen, otras lla­
man la atención de todos. El joven se entrega primero con reticiencias a una ex­
periencia que teme y desea a la vez, aprende a familiarizarse con la imagen, a te­
ner en cuenta a la fantasía sobre su cuerpo, su rotro, a ser menos vulnerable a la
mirada de los otros. Así, rellena las grietas del narcisismo elemental sin el cual
la existencia difícilmente se sobrelleva.
La adolescencia es un período de fragilidad donde de ambivalencia de la re-

14. Tomkiewicz,S. y Finder, J «La dysmorphophobie de l'adolescent caractériel», Revue de neu­


..

ropsychiatrie infantile, nº 1 5, 1 967; «Problemes de l'image du corps (dysmorphophpobie) en


foyer de semi-liberté», Bulletin de psychologie, nº 5-6, 1 970- 1 9 7 1 . Pero, sobre todo, se reco­
mienda leer Tomkiewicz, S.; Finder, J.; Martín, C.; Zeiler, B.; La prison, cést déhors, Delachaux
et Niestle, Neuchatel, París, 1 979.

1 56
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Las proyecciones del rostro

lación con el rostro vive sus episodios más críticos: los rasgos se modifican brus­
camente, el sistema piloso se desarrolla, el cuerpo cambia, al mismo tiempo que
el sentimiento de identidad se establece dificultosamente. El adolescente expe­
rimenta a menudo una crisis personal que se hace sentir en la apreciación de
su rostro y le procura el sentimiento de ser feo, de no poder reconocerse en un
rostro que desearía distinto. El acné juvenil, la eritrofobia (el miedo a sonrojar­
se) y muchas otras manifestaciones somáticas centradas en el rostro, que nu­
tren el malestar experimentado por un joven en búsqueda de identidad, toda­
vía incompetente para cristalizar un sentimiento más firme de lo que es, de lo
que puede esperar de su vida venidera. El miedo a ser feo es un indicio o un sín­
toma del sentimiento para un joven de no ser integrdo en la sociedad, incluso
de ser más o menos excluido.
De manera significativa, ese miedo a ser feo es mayor, sin duda, cuando el
niño está menos investido por sus padres. En el hogar donde Tomkiewicz y Fin­
der realizaron sus experiencias con una treintena de adultos, la dismorfofobia es
más aguda en los adolescentes que vienen de contextos populares y de hogares
disgregados. Más o menos rechazados por sus padres, no han invetido su perso­
na puesto que nadie les ha prestado atención realmente. La tarea de los terapeu­
tas consiste, entre otras, en reconciliar a los jóvenes con sus rostros y sus cuer­
pos, percibidos sólo en el sentimeinto de su imperfección, de su fealdad, de su
ausencia de valor. A partir de 1 952, a través de la fotografía, esos terapeutas lle­
van a los jóvenes a verse bajo otra luz, los impulsan a familiarizarse con su pro­
pia imagen a través de un apoyo psicológico que los inviste de un valor del que
no se creían depositarios.15
Evidentemente, la «imagen de SÍ» dada por la técnica no basta. Si la experien­
cia se hace en un ambiente hostil, dividido, agresivo, refuerza por el contrario
la ambivalencia, confirma la percepción peyorativa de sí. La apropiación favo­
rable de la «imagen de sí» está ligada a la calidad receptiva del grupo en el seno
del cual se desarrolla la experiencia. Depende de la calidad de la mirada de los
testigos. La antropología conoce bien la eficacia simbólica que nace de la mira­
da del otro y cuyo poder, según su orientación, puede tanto matar como liberar
de un peso de muerte. 16
En ese contexto delicado en el que un actor con dificultades personales se
1 5. Kimelman, M. realizó una ampliación muy positiva del fotodrama sobre una decena de pa­
cientes hospitalizados en psiquiatría por trastornos variados que iban del autismo a la depre­
sión. Cf. Kimelman, M.; Tomkiewicz, S.; Maffioli, B.; «Le photodrame en institution psychia­
trique. Réflexions sur l'image corporelle», I..evocation Psychiatrique, 1 983, 48, 1, pág. 75 y ssq.
1 6. Cf. Le Breton, David. «Corps et antropologie. De lefficacité symbolique», Diogene, nº 1 54,
1 99 1 .

1 57
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

arriesga a exponerse a la mirada de los otros, caulquier palabra enunciada se car­


ga de un valor existencial. Puede llegar a lo irremediable y anclar a alguien en el
sentimiento absoluto de su imperfección o, a la inversa, liberarlo de un comple­
jo, o de una imagen deteriorada de sí. La tarea de los moderadores o del grupo
es la de transformar al instrumento, más o menos indiscreto, en una herrame­
inta susceptible de inducir al actor involucrado a elaborar una imagen más pro­
picia de sí. Es poner una significación en el rostro, mostrar su dignidad, las cua­
lidades ocultas a pesar del juicio de los otros. A partir de allí, lo racional puede
imponerse sobre lo social e invertir el poder negativo de una imagen. Pero sólo
con esa condición.17

El rostro oculto

La ambivalencia del individuo ante su rostro suscita peripecias más perturba­


doras cuando éste ya no se reconoce ante su espejo o cuando su rostro, alucinado
ante él, se vuelve un motivo de persecución, un doble independiente de él que lo
acosa sin respiro, o cuando necesita volver al espejo incesantemente para garan­
tizarse que aún existe, asegurarse de que la vacilación presentida de su identidad
no se produjo. La insoportable levedad del ser (Milan Kundera) se pone en evi­
dencia de modo singular en esos momentos. El inconsciente se apropia del in­
dividuo a la manera de un daimon y disloca su identidad a tal punto que se ate­
rroriza con sólo ver sus propios rasgos o disimula todo reconocimiento de ellos.
Del mismo modo que el sentimiento de indentidad, el del rostro, que está liga­
do a aquel, es un dato precario que los avatares de la existencia personal pueden
perturbar en profundidad.
La clínica ha identificado un síntoma asociado a ciertas formas de psicosis,

1 7. Cf. Una experiencia de videoexploración llevada a cabo durante varias semanas con un gru­
po de adolescentes «socialmente inadaptados» y que sufrían de trastornos de personalidad,
bajo la égida de un educador que conocen y de una psicóloga exterior al establecimiento. El
contrato estipulado con ellos destaca que ninguno filmaría, a menos que lo pidieran expresa­
mente. Los adolescentes disponen de la cámara de video con libertad en un espacio transicio­
nal donde ninguno es juzgado. Luego del desorden de las primeras sesiones, esos adolescen­
tes marginalizados, insatisfechos consigo mismos, comienzan a tener en cuenta su apariencia.
Aportan sobre sus rostros y sus personas juicios más favorables, cuidan su aspecto (peinado,
etc.). Por el contrario, el moderador se quiebra, pierde las defensas habituales de su papel, y se
encuentra librado permanentemente a los primeros planos agresivos de los jóvenes. Confron­
tado a una imagen de sí que busca reprimir (su edad, su cabello entrecano, etc.), ya no puede
continuar. Y la experiencia termina allí, mostrando con brutalidad las ambivalencias de la he­
rramienta video. Cf. Linard, M. y Prax, 1. op. cit., págs. 1 1 0- 1 6 1 .

1 58
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro oculto

y que a menudo las preceden: el «signo del espejo», durante el cual el individuo
examina durante largo tiempo y con mucho detalle su rostro reflejado en el es­
pejo, al mismo tiempo que lo palpa en todos los sentidos, ensaya diversas mí­
micas, etcétera. El contacto visual y táctil es frecuente, y puede prolongarse por
horas. A menudo, el individuo, consciente de lo insólito de su comportamien­
to, se aisla de sus allegados y a escondidas se abandona a la conducta que se le
impone. Pero apenas es descubierto por su entorno, se libra abiertamente y sin
contención a ella, aunque incapaz de darle un significado. P. Abély ve en esa ac­
titud fascinada el intento de disipar la inquietud que surge de un sentimiento de
despersonalización. El individuo en crisis se entrega a una búsqueda de límites,
de reaseguro ante una realidad que parece esconderse, y recurre a la señal ma­
nifiesta que arraiga el sentimiento de identidad: el rostro. Deja de temer al juicio
irónico de los otros ante la ruptura de una convención social que realiza poses
ante el espejo, en momentos provisorios, sin un fin en sí mismo, y nacen de la
necesidad de arreglarse, higienizarse, afeitarse o peinarse. Un esfuerzo irrisorio,
a pesar de las prevenciones sociales, por aferrarse a la solidez del rostro cuando
el sentimiento de identidad se disgrega. Última defensa presentida por el suje­
to antes de la catástrofe que lo amenaza. El «signo del espejo» es un elemento de
diagnóstico muy preocupante. Uno de los enfermos a cargo de P. Abély declara,
para explicar su conducta: «Es para reencontrarme». 18
Otro episodio perturbador surgido de la ambivalencia del rostro: la heauto­
scopía. Ésta traduce el desdoblamiento del sujeto que ve con angustia su propia
imagen despegándose de sí y llevando una vida autónoma junto a él. «La aluci­
nación heautoscópica -escriben Hecaen y Ajuriaguerra-, se caracteriza en ge­
neral por la aparición súbita ante los ojos del sujeto de un verdadero doble de
sí mismo, como si un espejo hubiera sido colocado bruscamente ante él». 19 Se
trata de una visión a menudo efímera que no resiste al esfuerzo del sujeto invo­
lucrado por comprenderla mejor y que termina por desaparecer. La aparición
especular tiene todos los signos vitales: se mueve, es expresiva, autónoma. No
concierne sólo al rostro, abarca al sujeto en su totalidad, pero es evidente que
éste juega allí un papel fundamental en la medida en que s ólo él puede identifi­
car sin ambigüedad al hombre con toda precisión y suscitar la angustia más in-
1 8. Abély, Paul. «Le signe du miroir dans les psychoses et plus spécialement dans la démence pré­
coce», en Corraze, J. lmages spéculaires du corps, Toulouse, Privat, 1 980, págs. 203 -2 1 3 . Véa­
se también el texto de J. Corraze sobre este síntoma, pág. 40 y ssq.; Véase asimimsmo Delmas,
André. «Le signe du miroir dans la démence précoce», Annales médico-psychologiq ues, 1929,
n• l, págs. 227-233.
19. Hécaen, H.; De Ajuriaguerra, J.; Méconnaissances et hallucinations corporelles. lntégration et dé­
sintegration de la somatognosie, París, Masson, 1 952, págs. 3 1 0-343.

1 59
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

sistente: verse observado, independientemente de sí mismo, por su propia mi­


rada. Las formas de heautoscopía son múltiples, y van desde la alucinación vi­
sual, en la que el sujeto se ve viviendo fuera de sí como una forma despegada de
un espejo, sin que tenga la sensación del doble, hasta la consciencia experimen­
tada de percibir a unos pasos a un ser idéntico a sí mismo en todos los aspec­
tos. Incluyendo el desdoblamiento interior que siente el sujeto sin que esté pro­
yectado hacia afuera. La heautoscopía puede ser vivida también en circunstan­
cias bastante limitadas, fuera de todo contexto patológico, y quedar en una ex­
periencia única (sueño, coma, fatiga, fiebre) o estar asociada durante más tiem­
po a una alteración de la personalidad (esquizofrenia, despersonalización, le­
siones cerebrales).2º
Con una sensación de angustia extrema, luchando contra un adversario in­
visible que lo obsesiona, el personaje de El Horla, de Maupassant, se encuentra
de pronto confrontado a la desapareición de su rostro ante un espejo mudo que
no refleja nada: « . . . se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en
el espejo! ... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen
no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arri­
ba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve
valor para hacer un movimiento más. [ . . . ] ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi
imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si
la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se desliza­
ba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adqui­
ría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. [ . . . ] Por último, pude distin­
guirme completamente como todos los días».21
La pérdida del reflejo del propio rostro en el espejo (o su desconocimiento),
vivida de modo angustiante pero provisoria, ligada a la despersonalización y

20. En Maupassant se encuentra una serie de novelas cortas que ilustran en un clima de angustia
el tema del doble en formas heautoscópicas: Él ( 1 883), El Horla ( 1 886- 1 887), ¿ Un loco? ( 1 884),
¿Quién sabe? ( 1 890). Inspiración ciertamente relacionada con la progresión que sentía Mau­
passant de la parálisis general que debía acabar con él en 1 893, a los 43 años. P. Sollier evoca al
respecto una alucinación heautoscópica vivida por Maupassant y contada a un amigo: «Esta­
ba en su mesa de trabajo, cuando le pareció escuchar que la puerta se abría. Su criada tenía or­
den de nunca entrar mientras él escribía. Maupassant se volvió y no fue poca su sorpresa al ver
entrar a su propia persona que vino a sentarse frente a él, con la cabeza apoyada en la mano Y
se puso a dictarle todo lo que él escribía. Cuando hubo terminado, se levantó, y la alucin ación
cesó», Sollier, P. Les phénomenes d'heautoscopie, París, 1 903.
2 1 . De Maupassant, G. El Horla (segunda versión). Se puede encontrar la misma imagen angus ­
tiada en la primera versión del cuento. El miedo al doble que devora al sujeto es un tema re­
currente en la obra de Maupassant, de quien se conoce el rechazo a dejarse fotografiar o a de­
jar publicar una imagen suya en los periódicos.

1 60
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro oculto

que acompaña a una psicosis o a un estado fronterizo, puede volverse una rea­
li dad durable y la mayoría de las veces, definitiva, casi indiferente, en el caso del
arribo progresivo de un anciano hacia lo que la psiquiatría llama demencia or­
gánica. Se han realizado muchas observaciones sobre este tema. En un clima de
confianza, Jacques Postel confrontó a su imagen especular a unos cincuenta an­
cianos afectados de «demencia tardía», después de haberles pedido que reali­
zaran el dibujo de una persona y de haberles preguntado sobre el conocimien­
to que tenían de su cuerpo.22 J. Postel distingue diferentes fases en el desconoci­
miento progresivo de sí. En los dos primeros grupos, los sujetos reconocen sin
dificultad su rostro, a menudo con un sentimiento de desvalorización ante los
efectos del envejecimiento marcados en sus rasgos. Sólo ligeras amnesias los dis­
tinguen de sujetos válidos de su edad. En el tercer grupo, los sujetos se recono­
cen pero demuestran cierta indiferencia ante su reflejo especular, al que consi­
deran con actitud distante. A menudo, se nombran con su nombre de pila y ha­
blan de su rostro en tercera persona: «Es Eugenia -dice una mujer (nombrán­
dose a sí misma)-, veo su retrato». A partir del siguiente grupo, el aspecto ope­
rador y simbólico de la propia imagen está alterado. Al cuarto grupo pertenecen
ancianos que ya no reconocen su reflejo especular ni pueden identificar su foto­
grafía. A través de la desimbolización de su relación con el mundo, han perdi­
do la facultad de dar un sentido a su propio rostro reflejado por el espejo, pero
aún distinguen vagamente una forma humana. En el grupo siguiente, los ancia­
nos han perdido no sólo la facultad de reconocer su propio rostro, sino también
la de distinguir, aunque sea con dificultad, una forma humana. No obstante, se
observa una especie de fascinación por un punto del reflejo, una especie de afe­
rramiento a la imagen de la cual es imposible precisar el significado. En el últi­
mo grupo, la alteración es aún más grande pues el lenguaje ha desaparecido, al
igual que las funciones instrumentales en sí mismas. Este estadio es el de la «al­
zhe imerización completa» (J. Ajuriaguerra). En la progresión de la demencia, la
identificación del rostro presentado en un espejo es una última forma de resis­
tencia, la última oportunidad de asignarle una significación, incluso un valor, a
u n sentimiento de identidad en decadencia.

22. Poste!, Jacques. «Les troubles de la reconnaissance spéculaire de soi au cours des démences tar­
dives», en Corraze, J. lmage spéculaire de soi, op. cit., págs. 2 1 5-271 . Véase también De Ajuria­
guerra, J.; Rego, A.; Tissot, R.; «A propos de quelques conduites devant le rniroir de sujets at­
teints de syndromes démentienls du grand age», Neuropsychologia, 1 963, nº l, págs. 59-74.

161
ROSTROS. Ensayo antropológü:o 1 David Le Breton

El doble

La ambivalencia que surge de la relación con el propio rostro se radicaliza en


el imaginario social en la forma del doble. Lo que dicen los relatos transmitidos
de generación en generación por vía oral o los consagrados por la literatura o el
cine, como si se tratara de un mito, dan testimonio de la inquietud del hombre
ante lo inasible de su rostro. Temor ante la proximidad perturbadora de la ima­
gen y del modelo, del reflejo y del rostro, ambivalencia surgida de las tendencias
opuestas del hombre; temor atizado por el miedo a perder los propios límites, a
ver flaquear las bases de un sentimiento de identidad que se vive como precario,
mientras que, a la inversa, la efigie se anima y una tendencia psicológica hasta
entonces reprimida toma impulso y se desprende del hombre por una especie de
parto. En efecto, el doble se identifica sobre todo con los rasgos del rostro puesto
que éstos singularizan al actor sin ambigüedad, más que con la forma del cuer­
po o las vestimentas que lleva. La confrontación con el propio rostro alejado de
sí y que identifica a otro mientras sigue siendo el mismo es el móvil del miedo.
«El doble -escribe M. Guiomar- debe ser físicamente un sosía, condición sin la
cual la calidad de doble se pierde en la alucinación anónima».23 En esos relatos,
el espejo es el lugar donde más a menudo se revela el doble, se anima un rostro
que se desprende de su dueño para existir por su cuenta.
En El estudiante de Praga, la película de Ewers, el estudiante Baldwin ejerci­
ta frente al espejo movimientos de esgrima cuando surge Scapinelli, el hombre
que le propone una fortuna con la única condición de que lo deje llevarse de su
cuarto lo que le guste. La habitación está vacía y desnuda. El estudiante acepta.
Después de haber simulado una búsqueda, Scapinelli se acerca al espejo, seña­
la el reflejo del estudiante y le pregunta si puede llevárselo. Creyendo que es una
broma, el joven acepta, pero ve con horror que su reflejo toma la consistencia de
lo viviente, se transmuta en su otro yo y sigue dócilmente al mago.
En numerosos relatos relativos al doble, el espejo es el espacio natural don­
de se objetiva al otro que, de inicial reflejo, se vuelve un ser de carne y hueso.
De tal modo que el lugar de generación del doble implica de antemano al ros­
tro. La similaridad de los rasgos es la única prueba susceptible de autenti ficar el
desdoblamiento del individuo y de provocar el terror. En El estudiante de Pra­
ga, Baldwin es perseguido por su doble, animado por una vida propia. Cuando
se encuentra junto a la mujer que ama, ésta descubre que el espejo no devuel­
ve ningún reflejo del rostro de su acompañante y le pregunta la razón. En tanto
que el estudiante avergonzado oculta sus rasgos y no sabe qué responder, el do-
23. Guiomar, Michel. Príncipes d'une esthétique de la mort, París, José Corti, 1 988.

1 62
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El doble

ble muestra su rostro desequilibrado en el marco de la puerta. Rasgos intercam­


biados, al mismo tiempo que desposeimiento de sí. El doble desaparece inme­
diatamente. Semejante a Dorian Gray, el estudiante se cree liberado, se apresura
a verse en un espejo. Al mismo tiempo, lo atraviesa un dolor lacerante y muere.
Como para Dorian Gray, los encuentros con el rostro perdido firman la conde­
na de muerte. Para uno y otro es imposible mirarse de frente, a causa de las nu­
merosas condiciones que puntualizaron sus existencias. Sus identidades mora­
les anulan sus identidades físicas, puesto que el rostro es por excelencia el lugar
donde unas y otras se cruzan. En esas condiciones, hacerse robar el rostro (o su
reflejo) sólo puede preludiar la desaparición de sí. El rostro no puede perder­
se un instante sin perderse para siempre. En El estudiante de Praga, encontra­
mos el paradigma del imaginario del doble: la reproducción a partir del espejo,
la persecución que perturba todas las acciones del héroe y especialmente le im­
pide llegar a seducir a la mujer amada, y la muerte que cree matar al doble para
librarse de una opresión devoradora.24
El doble, erigido en el imaginario para preservarse y oponer a la muerte, según
O. Rank, una imagen ficticia de sí, se transforma él mismo en rostro de muer­
te, puesto que es simultáneamente desdoblamiento de sí autorizado sólo por el
hecho de haber perdido el anclaje en su propia carne. Éste observa a su otro yo
devenido autónomo y toma conciencia de que su realidad es la del aliento so­
bre el vidrio, es decir, la del reflejo de un rostro que ya no tiene. El tema es co­
rriente en la literatura. Ver con los propios ojos que su rostro se anima con una
vida autónoma o que se despega de sí y viene a contemplar de cerca al hombre
aterrorizado: Hoffman, Chamisso, Maupassant, Poe, Dostoyevski lo abordaron.
También se encuentra insinuado en obras contemporáneas, especialmente en
el cine.25 El espejo es el umbral del más allá. Numerosas creencias lo asocian a
la muerte. Es particularmente peligroso el desdoblamiento brutal del rostro en

24. Recordemos que para Otto Rank, «la desgracia del héroe es consecuencia de su naturaleza ego­
céntrica, de su disposición al narcisismo... En el psicoanálisis, se consideran esas alteraciones
como un mecanismo de defensa en que el individuo se separa de una parte de su Yo de la cual
se defiende, de la cual querría ecapar». El Yo se escinde y proyecta hacia afuera las pulsiones
reprimidas, hasta que éstas se vuelven más fuertes que los mecanismos de defensa e invaden
al Yo del sujeto de modo persecutorio. No abordaremos estos puntos, sensatamente analiza­
dos en Rank, Otto; Don Juan et le double, París, Payot, 1 973, pág. 85.
2 5. Una novela de Thomas Tryon (Le visage de lautre, Livre de poche, 1 973. [En español: El Otro,
Madrid, Editorial Ópera Prima, 200 1 ) ), adaptada al cine por Robert Mulligan (El otro, 1 972)
reúne toda la temática del doble con la originalidad de inscribirla en la gemelidad. Holland y
Niles son dos jóvenes gemelos de una semejanza casi absoluta. Pero uno es todo amor, en tan­
to que el otro es un criminal. Uno de ellos muere en un accidente, pero ¿cuál? Para el gemelo
que sobrevive, su hermano siempre está allí, cerca de él, y adopta su carácter.

1 63
ROSTROS. En.sayo antropológico 1 David Le Breto11

una zona de influencia de la muerte, en proximidad de un cadáver. Es fácil en­


tonces contagiarse y el torpe se deja captar en reflejo antes de serlo en su propia
existencia. Las precauciones no son menores, pues se trata de un enfermo cuyas
emanaciones son susceptibles de alterar el alma y precipitar la muerte del hom­
bre vulnerable que se acerca a la cabecera de su cama. Proliferan muchas reco­
mendaciones culturales de velar los espejos de la casa del difunto para favore­
cer la partida del alma que podría quedar cautiva. El lugar donde por excelen­
cia se revela el rostro del hombre es aquel donde perdura la muerte, allí donde
se anuncia. Es uno de los presuntos albergues del alma y del doble. Otra prueba
de ambivalencia que anuda la relación entre el hombre y sus rasgos. Romper un
espejo es señal de muerte, o de desgracia, como si el rostro reflejado a menudo
permaneciera all í donde el azogue lo ha captado, despedazado en el suelo. Esas
precauciones rituales expresan de manera difusa que ver los propios rasgos e in­
terrogarlos no es natural. Una de las operaciones más simples y corrientes de la
vida cotidiana oculta una experiencia temible para quien se detiene en ella. O.
Rank y J. Frazer comentan innumerables tradiciones culturales en las cuales es
importante desconfiar ante el riesgo de mirarse al espejo cuando las circunstan­
cias no son propicias. 26 El reflejo del rostro en el agua, metal, espejo u otra su­
perficie reflectora se percibe, según las características de cada sociedad, como
una emanación del alma. Tal identificación suscita la necesidad de protegerse
de una confrontación intempestiva. El alma está del lado de la muerte. Y el es­
pejo es la interfaz donde se hurta la solidez de las referencias, la zona de turbu­
lencia que envuelve la irrupción posible del peligro.
La asimilación del espejo y de la muerte, a través de una alusión a la fragili­
dad del rostro, es corriente en las tradiciones regionales francesas. Tomemos sim­
plemente el ejemplo de un recuerdo contado a Anatole Le Braz por su abuelo,
marino de la isla de Sein. Luego del naufragio de un navío extranjero que pro­
dujo numerosos muertos que fueron enterrados cristianamente, los habitantes,
según la costumbre, se repartieron los restos flotantes de la nave. Nadie ven­
dría ya a reclamarlos. El abuelo de Le Braz encontró así un bello espejo que lle­
vó triunfalmente a su casa. Luego de que el vecindario lo hubo admirado, colga­
ron el espejo en el muro de una habitación casi siempre vacía donde se hospe­
daban los huéspedes llegados del continente. Transcurrieron varios meses has­
ta que una ahijada llegó a la isla para participar del perdón de San Guenolé. Se
le hizo el honor de ofrecerle la habitación de huéspedes. La dueña de casa, p or
supuesto, le mostró el hermoso espejo que colgaba sobre el muro. Cuál no fue

26. Rank, Otto, op. cit.; Frazar, J.; «Tabou ou les périls de l'ime», en Le rameau dar, París, Lafont,
1 98 1 , págs. 538 y sqq. El mito de Narciso es revelador al respecto.

1 64
5. EL ROSTRO ES 01'RO 1 El doble

su sorpresa al verlo velado como por una bruma y con gotas que se deslizaban
sobre él, semejantes a lágrimas. Conmocionada, anunció la novedad a su ma­
rido: «El espejo seguramente tiene algo que no es natural, hemos visto que llo­
raba». El hombre se burló de ella. Pero al día siguiente, al escuchar un grito, la
mujer acudió para encontrar a su ahijada aterrorizada ante el espejo: « . . . y fue el
turno de la anciana de retroceder espantada, pues un rostro de mujer aparecía
en el espejo, que no era el suyo ni el de la joven, ni de nadie que conociera. Era
-contaba luego- una figura pálida, con cabellos mojados que chorreaban». En­
tonces, el espejo fue tirado al mar.27
El imaginario social es igualmente rico en creencias y relatos relativos a la pér­
dida de substancia a la que se expone el hombre que deja que su rostro se des­
prenda de él en forma de fotografía o de retrato. Como si el pintor o el fotógra­
fo sustrajeran así el alma del modelo. Al librar a cualquiera que llega a esa parte
esencial de su identidad, éste corre el riesgo de manipulaciones susceptibles de
arrancarle la vida. Dar su rostro al otro, más que perder «la face», es arriesgarse
a perder la existencia. En El retrato oval, E. A. Poe cuenta la historia de un pintor
que pone todo su amor en la ejecución del retrato de su mujer mientras que la
abandona, entregado completamente a su arte. En cada avance de la obra, pare­
ce que una parcela de vida es arrancada a la modelo y que lentamente su rostro
s e apaga. La pincelada que termina la pintura signa el último suspiro de la mu­
jer, en tanto que el retrato se anima extrañamente con lo colores de la vida.
Entre Dorian Gray y su retrato, la identidad es absoluta, y ésta sólo puede pa­
sar, justamente, por la similaridad del rostro. Lo que separa al modelo de su efi­
gie concierne al desdoblamiento psicológico de Dorian. Él hace un intercambio
con su retrato, el que conserva por siempre el rostro juvenil, de modo que ya no
tiene que temer al desgaste del tiempo, y proyecta en la tela la ejecución de las
tendencias que antes reprimía. Delega en el retrato que lo representa en su rea­
lid ad viviente el peso de los crímenes que comete con toda inocencia, sin expe­
rimentar jamás remordimientos ni los deterioros del tiempo. Como concien­
c ia objetivada de sus conductas, el retrato se altera en cada exacción, envejece,
se degrada a través de una especie de aritmética del mal que se traduce en una
fe ald ad creciente. Es el «mal», es decir lo que el protagonista puede mirar en el
ret rato sólo después de haber proyectado la responsabilidad sobre otro que se le
parece en cada rasgo, pero del que se despega. Independiente de la tela, preser­
vado de lo ultrajes de la vejez, si rostro permanece en su eterna juventud mien­
tras que sus compañeros envejecen y se asombran de su vitalidad siempre in-

27. Le Braz, Anatole. La légende de la mort chez les Bretons armoricains, París, Honoré Champion,
1 928, t. 2, pág. 1 72.

1 65
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

tacta. El retrato, en cambio, se hincha, se desfigura, se vuelve algo indomable,


donde Dorian Gray lee su rostro moral. Por un don que mezcla extrañamen­
te metáfora y metonimia, pero del cual el rostro como señal de identidad es el
garante, Dorian Gray se desdobla y se redime de la resonancia moral de sus ac­
ciones. De la ambivalencia inherente a la condición humana, él hace una dua­
lidad cuyo contenido controla apoyándose en los dos cuadros a la vez. La con­
clusión de la novela ve al doble tomar posesión de Dorian. Creyendo apuñalar
la tela por el asco que le produce lo que ésta encarna, el protagonista se mata ló­
gicamente a sí mismo. Sus propios rasgos se descomponen, se pudren y comien­
zan a parecerse al horrible retrato de la historia, mientras que éste se transfor­
ma para volver a ser la figura inicial de un Dorian Gray resplandeciente de be­
lleza, pero criatura pintada.
Los retratos o fotografías desencadenan en ciertas comunidades humanas el
miedo de ser hechizado, de otorgar al poseedor de la imagen un poder sobre sí
necesariamente perjudicial. Los viajeros de principios de siglo, o incluso actuales,
hablaron de obstáculos a los que se enfrentan los que buscan fotografiar a cier­
tos pueblos reticentes. El hombre que deja su rostro en manos extrañas acepta
ver que se le sustrae la señal misma de su existencia, y el riesgo de muerte queda
así suspendido. Frazer cuenta una anécdota sabrosa que muestra la diferencia
de tratamientos del rostro y de la economía para dos sociedades opuestas. Para
prevenir los peligros antes mencionados, en Corea, «no se graba la efigie del rey
en las monedas, se ponen simplemente algunos caracteres chinos. Sería insultar
al rey poner su rostro en objetos que pasan por las manos más vulgares y rue­
dan a menudo en el polvo y el barro. Cuando los barcos franceses llegaron por
primera vez a Corea, el mandarín que fue enviado a bordo para recibirlos esta­
ba absolutamente escandalizado al ver la liviandad con que esos bárbaros de Oc­
cidente trataban al rostro de su soberano, reproduciéndolo en las monedas, y la
indiferencia con la cual las ponían en las manos del primero que apareciera, sin
preocuparse en lo más mínimo por saber si el que las recibía mostraba el respe­
to debido». La ofensa a la imagen es aquí una ofensa al hombre.
En las sociedades mususlmanas rurales, la imagen también es equívoca, es­
pecialmente en los medios populares. La fotografía de un individuo amenaza
con apoderarse de él. Atrae el mal de ojo (el del extraño, cuyo rostro no se pue­
de identificar y de quien no se sabe qué poderes posee). Despoja de una parte
de su alma a quien tuvo el infortunio de ser fotografiado.
En el relato de Michel Tournier, La gota de oro, 2 8 el pastor Idriss reali za un

28. Tournier, Michel, La goutte dor, París, Gallimard, 1 986. [En español: La gota de oro, Madrid,
Alfaguara, 1 988] .

1 66
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El doble

viaje impulsado por una pareja de turistas que le tomó una fotografía sin su con­
sentimiento. Le prometieron enviarle la foto. La espera día tras día, reprendido
por su madre: «Una parte tuya ha partido... Si después estás enfermo, ¿cómo te
sanaremos?». Los acontecimientos desfavorables que afectan a Idriss serán ad­
judicados desde entonces a ese poder que permite al otro manipular el alma a
través de su reflejo fotográfico. El uso maléfico de la fotografía permite explicar
la desgracia. La creencia es banal y exige preservarse de esa vulnerabilidad, para
no vivir luego en la permanente angustia de estar bajo amenaza.
En esa misma novela, M. Tournier ofrece un bello ejemplo de la obra de crea­
ción de los actores cuando manipulan las tradiciones, ritos y creencias de su so­
ciedad, desplazándolas o transformándolas a su manera para dar sentido a los
acontecimientos que de otro modo quedarían sin explicación, incluso a veces
contradictorios con las ideas más comúnmente compartidas. Así, Idriss conoce
a un hombre anciano, ex militar del ejército francés en la segunda guerra mun­
dial, que considera que en ciertas condiciones, a la inversa, una fotografía pue­
de proteger de la desgracia. Ese anciano goza del temible privilegio de ser el úni­
co hombre del oasis que posee una fotografía. Expone al niño un singular mes­
tizaje de creencias armado a su conveniencia. A la pregunta de Idriss, que quie­
re saber si una fotografía puede ser nefasta, responde que para no perjudicar al
hombre que ésta representa, debe estar bien adherida al muro, vigilada para que
no caiga en malas manos. En la foto amarillenta del anciano, se ven tres milita­
res: él mismo en su juventud con dos amigos del mismo regimiento. Pocos días
de spués de tomada la fotografía, el amigo de Idriss se entera de la muerte suce­
siva de sus dos compañeros. «Pienso que esta foto me dio buena suerte porque
la llevaba conmigo. En cuanto a los otros dos, por supuesto, no era su culpa si
habían dejado partir su imagen. No hay que hacer esas cosas. No puedo evitar
pensar que, si hubiera podido darle su foto a cada uno, quizás nada les hubiese
sucedido». En uno y otro caso, propicio o nefasto, el rostro separado del hom­
bre no se presenta como una realidad indiferente, compromete la existencia y
demanda en ese sentido una vigilancia minuciosa. El rostro es demasiado valio­
s o y vulnerable para dejarlo en otras manos.
Ciertos fotógrafos no niegan el vértigo experimentado al captar un rostro a
tr avés del objetivo y luego, el de poder contemplarlo a su gusto cuando está en
el p apel. Ben Maddow, por ejemplo, confiesa que «cada uno siente, en sus me­
jores retratos ( ... ) no sólo cierta verdad espiritual, sino también algo más: una
e sp ecie de cálida y bienintencionada avidez; la sensación nueva que todo todo
fotó grafo experimenta, si es honesto, en el momento en que presiona el botón:
la exaltación particular que procura poseer la foto. Uno "ha capturado" al suje-
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

to: es de uno para siempre, o al menos hasta que el propio papel se convierta en
polvo».29 La fotografía, sobre todo la del rostro, extrae parte de la substancia del
hombre así expuesto.

Disimetría del rostro

El reflejo del espejo, el retrato pintado, la fotografía, la imagen de video son


imágenes ambiguas pues, en principio, fijan la identidad, confrontan al indivi­
duo al sentimiento íntimo que tiene de sí mismo. En ellas también puede trope­
zarse duramente con las ilusiones o las fantasías. Y el lugar donde deberían afir­
marse las certezas se vuelve fácilmente aquel donde éstas se detrozan. A veces,
la muerte ya está contenida en la imagen tomada fuera del sujeto, como en nu­
merosas historias de dobles. En el mejor de los casos, el individuo se confronta
a la pregunta sobre su identidad, busca por sus propios medios tolerar esa ima­
gen y, eventualmente, acepta un duelo parcial de sí mismo. A veces, incluso, se
obsesiona con alcanzar su imagen ideal por manipulaciones sobre sí (cirugía es­
tética, maquillaje) con el fin de hacer caducar una imagen insoportable.
La lucha se desarrolla sin duda en el marco del imaginario, pero no deja de
involucrar la relación del hombre con el mundo, incluso la existencia de aquél.
Se hace difícil el acuerdo entre el ideal del yo y la realidad del rostro o del cuer­
po. Siempre hay una separación que hurta al individuo el sentimiento de su per­
fección y, por lo tanto, del acabamiento de sí. Esto lo lleva a la deficiencia, y por
ende al deseo, a la búsqueda, a la necesidad de la mirada del otro. Pero lo más
sorprendente es que físicamente, ningún rostro muestra una perfecta simetría
de sus dos partes.
Cualquiera puede hacer la experiencia con su propio rostro si la fotografía está
tomada de frente y se realiza cuidadosamente la separación vertical que divide
por la mitad la frente, la nariz, la boca y el mentón. Si uno duplica la fotografía
y le hace el mismo tratamiento, es posible asociar a cada mitad su parte simétri­
ca, es decir, unir las dos mitades izquierdas para una imagen y las dos mitades
derechas para otra. De ese modo, la asimetría se anula y presenta dos rostros ar­
mónicos, pero profundamente diferentes uno del otro. Se obtienen así tres ros­
tros que parecen los de tres personas diferentes: el rostro real y los dos rostros de
tonos opuestos, rigurosamente simétricos. El imaginario del doble toma cuer­
po de manera extraña. Los dos rostros obtenidos al poner en correspondencia

29. Maddow, Ben. Visages. Le portrait dans l'histoire de la fotographie, París, Denoel, 1 982, pág.
1 20.
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Disimetría del rostro

las dos mitades idénticas son profundamente contradictorios. Pierre Abraham,


uno de los primeros que evocó explícitamente esa disimetría, quiso ver allí las
dos caras superpuestas del hombre, una que encarna a su rostro interior, secre­
to, y la otra, su rostro social, el que muestra a los demás. P. Abraham desemboca
lamentablemente en una fisiognomía, agravada por una caracterología. Analiza
de ese modo a Beaudelaire, al cantante Béranger, a P. Langevin, etcétera.30
Un procedimeinto tan inútil como el de la fisiognomía que postula una equi­
valencia estricta entre los signos manifiestos del rostro y las cualidades mora­
les del hombre. Pero esa comprobación de desigualdad entre las dos mitades del
rostro es fascinante, pues demuestra que la ambivalencia de la relación del hom­
bre con su rostro es una cuestión de estructura. La carne en sí misma está divi­
dida y destinada a una especie de indecisión, encarna de hecho la dialéctica del
Mismo y del Otro. El hombre no tiene un único rostro, muestra a cada instan­
te dos rostros opuestos, mezclados, confundidos estrechamente entre sí y cuyo
juego de sobreimpresión le da su expresividad y energía vital. El cogito que creía
encontrar en la cara resuelta del filósofo la prueba manifiesta de su soberanía
sobre sí y sobre el mundo pierde aquí su último reaseguro. En su impulso en­
tusiasta, no había percibido la división íntima de un rostro donde habría podi­
do leer la incitación a un poco más de prudencia. El psicoanálisis encuentra allí
una especie de verificación experimental de que el cogito y el Yo que lo afirma
no son más que ilusiones necesarias para la relación del hombre con el mundo.
Una porción esencial de lo que hace a las elecciones y al transcurso de la exis­
tencia del individuo escapa a su comprensión y toma su móvil de otra parte. El
inconsciente designa precisamente lo que le falta al hombre para poseerse total­
mente y ser idéntico a su pensamiento. Así como el rostro aparece a primera vis­
ta como el signo manifiesto de lo que representa al individuo, y todas las fisiog­
nomías se articulan sobre ese imaginario, el signo más radical de la identidad se
esconde en la misma medida. Creyendo ver sus rasgos en el espejo, del mismo
modo que imagina ser el dueño de su pensamiento y de su acción, el hombre
también ignora que no es un único rostro el que contempla, sino varios.31 Pero
esa inasible frontera que burla a la mirada es la condición del rostro.

30. Abraham, Pierre. «Une figure, deux visages», La nouvelle Revue Franfaise, 1 934.
3 1 . En lo concerniente a la esculturas o retratos pintados, la historia del arte retiene períodos di­
ferentes donde alternan simetría y disimetría del rostro. Por supuesto, una obra asimétrica de­
muestra la expresividad que irradia el rostro humano. A la inversa, una obra simétrica se aleja
del hombre, le da un aspecto más solemne al personaje representado. Las figuras que se desta­
can, por ejemplo, en las cúpula de las iglesias ortodoxas, fundadas en una simetría rigurosa y
un diseño depurado del rostro, dan a los santos una dimensión hierática, una presencia cuyo
magnetismo corresponde a su nivel de abstracción.

169
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

El reconocimiento de los rostros

El reconocimiento del rostro, como elemento primero de identificación de


sí y del otro, es una operación que cada uno realiza innumerables veces en una
misma jornada y sin la cual la existencia social, sería impensable. Es imposible
imaginar una comunidad humana donde, a falta de una memorización suficien­
te, hubiera que descubrir rasgos cambiantes en uno mismo y renovar a cada ins­
tante el conocimiento del otro. Es socialmente absurdo concebir hombres sin
rostro que se puedan recordar.
Por lo tanto, somos capaces de memorizar y discriminar miles de rostros,32
con variaciones individuales que pueden ser importantes, algunos con una me­
moria casi infalible, mientras que otros son conocidos por su gran distracción
al respecto. La posición social del actor, y especialmente la profesión que ejer­
ce, juega aquí probablemente un papel determinante. La vida profesional impo­
ne o no una calidad de atención a los rostros de los otros. El docente encuen­
tra centenas de alumnos en las diferentes clases que dicta y a menudo es lleva­
do a recordar a los de años anteriores. A veces, muchos años más tarde. El mé­
dico o la enfermera, el hombre político, el vendedor, por ejemplo, son profesio­
nales que deben recordar numerosos rostros; su práctica cotidiana los obliga a
eso. En su relación con los otros, esa capadidad para memorizar los rasgos es ne­
cesaria para dar al interlocutor la sensación halagadora de ser reconocido y ja­
más dejar sospechar la indiferencia. El fisonomista es un hombre cuya memo­
ria de los rostros es casi perfecta. El mismo término designaba antes una profe­
sión en las grandes villas de aguas termales, «en la entrada del "privado" donde
se juega al baccarat, ese personaje está encargado de recibir a los habitués y de
excluir a los indeseables».33 Se trata del filtrado de individuos a través del reco­
nocimiento visual de su rostro y de los recuerdos de malos pagadores que algu­
nos dejaron detrás de sí.

32. En neuropsicología o en psicología cognitiva aprecen trabajos sobre los mecanismos del reco­
nocimiento de los rostros. Su lectura deja en el antropólogo una sensación dividida. Por una
parte, a causa de la subordinación del análisis a modelos biológicos que conducen a la elimina­
ción pura y simple de todos los aspectos simbólicos y afectivos, aspectos juzgados poco cien­
tíficos, sin duda, pero sin los cuales el reconocimiento de los rostros no se distingue en nada
del aprendizaje de las tablas de multiplicar o de las páginas de un calendario. Por otra, ese de­
jar de lado lleva a privilegiar experimentos de laboratorio, separados de la existencia real de lo
hombres y de sus preocupaciones cotidianas, y termina haciendo desalentadores y abstractos
tales trabajos. Expuestas estas reservas, para poner en perspectiva dichos trabajos, remitimos
a Bruyer, Raymond. Les mécanismes de reconnaissance des visages, Grenoble, PUG, 1 987.
33. Bruneau, Ch.; citado por Renson, Jean. op. cit, pág. 397.

1 70
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El reconocimiento de los rostros

Imaginemos por un isntante una sociedad donde esté permitido a cada in­
dividuo cambiar de rostro a su antojo, con ayuda de máscaras cuidadosamen­
te concebidas. Privados de consistencia y de duración, los rasgos se vuelven va­
riables, animados por actores graciosos, embriagados por las posibilidades que
se les ofrecen. Pero a partir de allí, toda institución se vuelve caduca. Imposible
saber quién es quién. No sólo se puede inventar nuevos rostros, sino también
copiar los de otros para revestirse provisoriamente de ellos. La imagen se pier­
de en un dédalo de variaciones sabrosas. Asímismo, se puede ampliar este sue­
ño en vigilia haciendo desaparecer los relieves del rostro, volviéndolo una su­
perficie lisa, puramente funcional, no sólo privada de la nariz, como el persona­
je de Gogol, sino de sus otros atributos. La posibilidad de multiplicar el propio
rotro o, a la inversa, de hacerlo desaparecer, lleva a la eliminación del individuo
y, en consicuencia, la de toda institución social incripta en la duración. La in­
tracción se hace difícil de considerar, salvo bajo el imperio de la pulsión. Entre
el Mismo y el Otro, ya no hay separación del rostro. La imposibilidad de iden­
tificar al otro lleva como corolario, a la identificación de sí. Sin un rostro único
que le dé cuerpo a un individuo único y siempre el mismo, que envejece y mue­
re con rasgos idénticos, ninguna relación con otro es pensable, salvo en la esce­
na de la fantasía.
No obstante, en el transcurso de la vida cotidiana, el reconocimiento de los
rostros puede prestarse a confusiones, a olvidos, a pesar de las consecuencias
desagradables que de ello derivan, tanto para quien cometió ese enojoso error
como para quien no ha sido reconocido. Una encuesta llevada a cabo con una
veintena de hombres y mujeres durante ocho semanas, que pone el acento pre­
cisamente en las dificultades que surgen a veces para identificar con precisión
un rostro, llega a elaborar un inventario de los malentendidos más frecuentes al
respecto: la persona encontrada que por error uno toma por un desconocido, o
bien por otro; o aun, ella evoca una sensación de familiaridad pero es imposi­
ble identificarla con más precisión (en realidad, el individuo no la conoce); o fi­
nalmente, éste percibe de entrada como conocida a la persona que encuentra,
sin que la memoria, débil, logre sostentar esa sensación. 34 Malentendidos inevi­
tables en nuestras sociedades donde las relaciones sociales se amplían mucho
más allá del entorno familiar y abarcan contactos con interlocutores numero­
sos, cambiantes, que provienen de instituciones indispensables para el ejercicio
de la vida cotidiana de cualquier actor (escuela, comercios, hospital, banco, co­
rreo, médico, dentista) .

3 4. Young, Y.; Hay, D.; Ellis, H.; «The faces that launched a thousand slips: everydeay difficulties
and errors in recognizing people», British Journal ofpsychology, 76, págs. 495-523.

171
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Los malentendidos son frecuentes en individuos cuyas profesiones los lle­


van a interactuar con un gran número de interlocutores de un modo no indife­
rente, aunque no por ello esencial. El objetivo de esas relaciones puede suscitar
una expectativa recíproca, un compromiso afectivo pero provisorio que provoca
algo semejante a una familiaridad: contacto entre un enfermo y un equipo mé­
dico en el hospital, por ejemplo. Generalmente, esas confusiones u olvidos pro­
ducen una incomodidad mutua, ligada a la herida narcisista que infligen a quien
no ha sido reconocido y la sospecha de indiferencia o negligencia, que pesa en
adelante sobre el que cometió el error. La importancia narcisista que cada uno
otorga al hecho de ser reconocido es una especie de garantía social para la li­
mitación de errores. Al respecto, una paradoja de nuestras sociedades mediáti­
cas es volver familiares cientos de rostros (de la televisión o del cine) que siem­
pre seguirán siendo extraños a la esfera de conocidos directos del actor. Mien­
tras que los rostros del vecindario pueden permanecer en la sombra, vagamen­
te identificados, más difíciles de reconocer en un contexto diferente al del ba­
rrio, por ejemplo.
Es cierto que la memoria de los rostros no es un dato que se fija en bloque,
como el conocimiento definitivo de un alfabeto. Es susceptibe de ajustes,
de modulaciones. Se puede identificar un rostro mucho después del último
encuentro, a pesar de los efectos del envejecimiento, de las modificaciones
que afectan a su apariencia (corte de cabello, maquillaje, cabello teñido, o en
un hombre, una barba, un bigote). En la memoria, la gestalt se impone sobre
la variación de los detalles, y ésta no es alterada más que modestamente por el
tiempo que pasa. La diferencia ínfima que distingue la gestalt de un rostro de la
de otro es percibida inmediatmente por el actor, incluso si es incapaz de precisar
la diferencia, evidente para él, entre dos individuos. Los innumerables retratos de
Rembrandt ilustran esa vida sutil del rostro, a la vez siempre idéntico y nunca el
mismo a lo largo de horas, días o años. Y sin embargo, a lo largo de la existencia,
permanece un rostro semejante, una misma configuración sutil de la que sólo
se pueden captar los rasgos con un «espíritu de finura».
La mínima variación de los rasgos, de su volumen, sus líneas, su intensidad,
bastan para diferenciar en profundidad una fisonomía de otra. El rostro no es
una colección de rasgos. Humpty Dumpty, el personaje de Lewis Carro}, no quie­
re comprender el juego sutil de la diferencia ínfima, hace del rostro la suma de
una serie de figuras y niega a Alicia la posibilidad de ser reconocida gracias a
su rostro. Ésta se rebela, afirma a su interlocutor que el rostro es el lugar donde
cada uno se distingue del otro. «De eso es precisamente de lo que me quejo -re­
zongó Humpty Dumpty. Tu cara es idéntica a la de los demás ... , ahí, un par de

1 72
5· EL ROSTRO ES OTRO 1 El reconocimiento de los rostros

ojos ... (señalando su lugar en el aire con el pulgar), la nariz, en el medio, la boca
debajo. Siempre igual. En cambio, si tuvieras los dos ojos del mismo lado de la
cara, por ejemplo.. ., o la boca en la frente ... , eso sí que sería diferente».35 Pero el
rostro, justamente, es una totalidad, una gestalt, y no un conjunto de fragmen­
tos o de elementos yuxtapuestos.
Existe sin embargo un trastorno de la personalidad: la prosopagnosia, que se
traduce por la incapacidad de reconocer los rostros a causa de una alteración de
los hemisferios cerebrales. La alteración no afecta solamente la discriminación de
los rostros, sino que más bien señala una impotencia para individualizar, iden­
tificar la singularidad del otro. El sujeto percibe una vaga familiaridad al mirar
el rostro de un allegado, o incluso el suyo, aunque sin lograr discernir su origen.
Cuando se mira en el espejo, puede preguntarse si el que percibe es él mismo u
otro, y frecuentemente busca asegurarse de eso haciendo mímicas.
Ese trastorno de la percepción es aislado, no tiene origen en una patología
asociada (esquizofrenia, angustia), ni en una alteración de los sentidos, pues el
sujeto registra los otros stimuli de su entorno, su sensorialidad no está afectada.
Tampoco sufre ningún trastorno intelectual. Ha perdido la significación de su
rostro y la de los otros. A lo sumo, haciendo un esfuerzo de síntesis y apoyándose
en algunos indicios significativos, puede llegar a identificar un rostro particular,
pero lo hace del modo en que se unen los elementos de un rompecabezas para
reconstituir una figura. Y sólo reconoce a quienes ostentan un rasgo distintivo:
una cicatriz, una forma particular de nariz o de labios, un color de cabello, et­
cétera. El rostro es para el sujeto afectado una página en blanco, privado de dig­
nidad y de investidura. Está ubicado en el mismo plano de cualquier objeto del
entorno. El sentido de su gestalt se ha perdido, sólo persiste la captura de una
suma de detalles que exige un dificultoso esfuerzo de reflexión antes de volver­
se el indicio posible del reconocimiento. Incluso, la investidura afectiva no bas­
ta para invertir la situación. El hombre que sufre de ese tipo de agnosia no reco­
noce a su mujer o a sus hijos más que a sus colegas de trabajo o a su médico. Por
otra parte, ninguna de las informaciones que atraviesan el rostro en el transcur­
so de un intercambio le es accesible. Incapaz de descifrar los signos expresivos
sobre los rasgos de sus interlocutores, debe tomar como referencia las modula­
ciones de la voz o el tacto para llevar adelante una conversación.

35. Carrol. Lewis. De lautre coté du miroir, París, Aubeir-Flammarion, 1 9 7 1 , págs. 1 67- 1 68. [En
español: Alicia a través del espejo y todo lo que ella encontró allí, Buenos Aires, La página, 2005,
pág. 9 1 ] .

1 7'.\
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Semejanza

Los rostros de los hombres de un mismo grupo dan testimonio de un aire


de parentesco que los diferencia, a veces a primera vista, de los de otros grupos
vecinos; semejanza perturbadora a ojos de los demás que no pueden distinguir
las diferencias: «Son todos parecidos, ¿cómo reconocerlos?» La semejanza es, al
principio, la impresión que se impone a la vista del extraño que entra en una co­
munidad humana alejada de la propia. A un asiático confrontado a occidenta­
les le resulta difícil diferenciar entre varios rostros. Y a la inversa. En África ne­
gra, un occidental experimenta la misma dificultad inicial para distinguir a un
individuo de otro. Pero el esfuerzo no es menor para el africano que da sus pri­
meros pasos en Francia. Discernir rostros implica realizar una experiencia del
Otro, una atención más sensible al detalle, una aplicación más atenta, más curio­
sa, que da finalmente al Otro la consistencia surgida del interés que uno le ma­
nifiesta. Pues en el seno de cada grupo humano, cada rostro es signo y se distin­
gue de los otros. En el núcleo de cualquier semejanza hay espacio posible para
la distancia ínfima que distingue el rostro de cada actor del de sus semejantes y
hace de él un hombre reconocible. Tanto más identificable cuanto la investidu­
ra afectiva de la que es objeto es más fuerte.
La semejanza que reúne bajo la misma expresión de familiaridad a dos in­
dividuos que antes se ignoraban es una de las fuentes de error y de fantasía más
frecuentes a las que se presta el rostro. Una creencia común, a menudo evoca­
da, atribuye a cada hombre un sosía, que vive en alguna parte del mundo. Bella
imagen de la ambivalencia de la relación del hombre con su rostro; versión ama­
ble del imaginario del doble. Vestigio moderno del tema del andrógino o mane­
ra simbólica de conjurar el asombro de ser uno mismo, de revestir los propios
rasgos, compartiendo su condición con un semejante.
El sueño de la semejanza es la manera más simple de superar la separación
con el otro, por la gracia del imaginario, cuando el amor es fuerte y busca ocul­
tar la diferencia, realizar la fusión, sin prestar atención en absoluto a las desmen­
tidas de los hechos. Éstos deben ser los servidores del afecto. El rostro se pres­
ta fácilmente a esos acercamientos, a ese rito familiar o amoroso que se esfuer­
za por rechazar !a sombra de la autonomía del otro. Participar de su substan­
cia, a través de la semejanza, es una manera de exorcizar el riesgo de separación
que ya se anuncia en las diferencias mínimas, borrándolas pero olvidando la di­
ferencia mayor de su singularidad física. A pesar de todo el amor del mundo , el
otro es un ser físicamente distante, un hecho que la semejanza busca hacer olvi­
dar o, a veces en casos extremos, negar.

1 74
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 SemejanZ4

Cuando nace un niño, los familiares se inclinan sobre su rostro para distin·
guir las señales de semejanza: «El mentón es del padre», «los ojos, exactos a lo:
de su madre», «la frente es la de su abuelo, la tiene igual . . . » El imaginario de h
sangre, de la herencia, intenta sobre todo probar el lazo, fecunda un imagina·
rio de la semejanza entendido como herencia biológica -que la mayoría de la:
veces ignora las apariencias. El rostro del niño se convierte en un collage de loi
rostros de unos y otros. El amor ya lo envuelve con sus exigencias. Y la cuna de:
niño se vuelve un lugar de explicación entre las familias. En El último justo, A
Schwarz-Bart reproduce el debate que se desarrolla alrededor de un recién na­
cido de la familia Levy: «¿A quién se parece? La pregunta no se planteó; era evi­
dentemente el formato de los Levy, que el pequeño señor Levy padre le habfa
transmitido muy a su pesar. Mutter Judith no se detuvo a examinar los ojos, na­
riz, boca, como lo hubiera hecho si la menor duda hubiera aparecido en cuan­
to a la "pertenencia" del recién nacido [ . . . ] "Se parece a nosotros': En vano, fa
señorita Blumenthal recordó la fuerza natural de su difunta madre, detalló un
labio cosido con pequeños puntos sintomáticos, se lamentó acerca de una na­
riz corta que visiblemente venía del lado Blumenthal: no hubo forma, el niñ(]
no era de su sangre».36 Pero las horas de gracia en que el círculo familiar comul­
ga en torno a la semejanza, a veces, sólo duran un tiempo. «Al crecer, el enig­
ma viviente puso a las dos partes en conflicto: fue evidente que no era Levy, ni
Blumenthal, sino una cruza desconocida de criatura humana con bestia germa­
na. El recién llegado, Moritz, parecía ante todo deseoso de no sobresalir entre
su traviesos compañeros, y lo lograba muy bien, por otra parte, pues lo ayuda­
ba un físico apropiado».
En la tradición popular, la semejanza del niño con sus padres vale como con­
firmación de la legitimidad de la filiación. Sobre todo la del padre, puesto que
la paternidad nunca está tan asegurada como la maternidad. Elimina la sospe­
cha de bastardía y refuerza el sentimiento de identidad familiar. «QuiP.n se pa­
rece a padre y madre no es bastardo», «Si el hijo se parece al padre, no hablo mal
de la madre», «de tal palo, tal astilla». A la inversa, «gran vergüenza para la ma­
dre que no se parezca al padre». Y sin embargo, como es característico del sa­
ber popular el conectar las sinuosidades del mundo y tener una respuesta lista
para todas las situaciones, se dice que «podemos tener hermanos aunque no nos
parezcamos».37 En este caso, la discordancia es a la vez física y moral.

36. Schwarz-Bart, A. Le demier des justes, París, Seuil, 1 959, pags. 1 1 7- 1 1 8.


37. Hemos elegido estos proverbios de la obra de Loux, F. y de Richard, P.; Sagesses du coprs, op. cit.,
págs. 330-33 1 . N. de T.: salvo por «de tal palo, tal astill a », no se han encontrado equiva-.lentes
en español de los demás proverbios citados ..

1 75
l<U:il l<W. lmSayo anrropoiogico 1 uav1a u areron

La fisiognomía de Lavater hace de la semejanza entre las generaciones una fa­


talidad que nada puede desmentir. La filiación es un destino que se inscribe en
el rostro y por eso, condiciona también el carácter del individuo. «¿Por qué ese
niño -dice Lavater- infinitamente mejor que su padre, al que perdió tan pron­
to, tiene sin embargo en su fisonomía tantas cosas repulsivas?» Hay que cambiar
los términos y decir «¿por qué conservó esa fealdad?» Y Lavater se rebela con­
tra los reformadores que, como Helvetius, hacen depender al hombre de las cir­
cunstancias y de la educación recibida. Juzga esas ideas como contrarias a la ex­
periencia y contesta diciendo que «los rasgos y las configuraciones se transmi­
ten por sucesión» (pág. 60). Un razonamiento singular de Lavater lleva bastan­
te lejos el paliativo del hombre a su descendencia. «Comprendemos de la mane­
ra más clara por qué tantos hombres, bellos al nacer y que se deterioran cuando
crecen, están lejos sin embargo de tener el aspecto tan feo de muchos otros; por
qué tantos hombres feos que se corrigen y se vuelven virtuosos están lejos, sin
embargo, de ser bellos y atractivos por sus fisonomías como muchos otros me­
nos buenos que ellos» (ibíd). Pero Lavater no está alejado de los adagios popu­
lares que hacen del hijo el eco del padre.
En las situaciones extremas en que el desmantelamiento del hombre es lleva­
do al límite, en los que su existencia depende sólo de un hilo, parece que las ca­
pas geológicas del rostro se disuelven, expurgando los rasgos singulares del in­
dividuo para dar lugar a una especie de rostro originario. Por ejemplo, Nicho­
las Ray, al momento de morir en Nick's movie, la película de W Wenders, cuan­
do se ve en un espejo, cree reconocer el rostro de su madre. En cercanías de la
muerte, o en medio de la derrota, el hombre encuentra en sus rasgos una filia­
ción simbólica que lo remite a su nacimiento y al primer rostro. E. Guinzbourg
dejó un testimonio conmovedor de sus años de deportación en los campos so­
viéticos. Confrontada a la humill ación, al hambre, al agotamiento, evoca un mo­
mento en que, con sus compañeras de infortunio, se encuentra ante el tesoro in­
audito de un gran espejo en un vestidor. «El espejo azulado devuelve cientos de
ojos llenos de amargura, de angustia, en busca de su imagen. No es sino por el
parecido con mi madre que me encuentro en medio de las demás. "Pavotchka ,
mira tú, sólo me reconocí al recordar el rostro de mi madre, me parezco más a
ella que a mí misma».38 Parecerse es aquí una esperanza, comprueba que el des­
mantelamiento del ser no ha afectado lo esencial. Es el recuerdo de la dignidad
y del amor, aunque la identidad ya no sea más que un soplo, y puede ser una
promesa de renacimiento cuando son ancianos o enfermos graves que llaman a
su madre, la sueñan o la ven de pronto ante ellos. El final de un camino circular
38. Guinzbourg, Evgueni.i, Le vertige, París, Seuil, 1 967, pág. 301 .

1 76
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Semejanza

en el cual la madre que recibió al niño es ahora aquella cuyo rostro vela su en­
trada pacífica a la muerte.
La semejanza es también a veces una voluntad, un deseo de identificarse con
un modelo prestigioso que lleva al admirador a tomar los rasgos de su ídolo. Ade­
más de las maneras de ser, los signos copiados son esencialmente los que afectan
al rostro; un estilo de peinado, por ejemplo. La asimilación al otro, el deseo po­
deroso de revestir el propio rostro con el de aquel para salvar cualquier distan­
cia, llevan a numerosos jóvenes, por ejemplo en Estados Unidos, a recurrir a la
cirugía estética para modelar el rostro de Elvis Presley, Mickael Jackson u otra
estrella. Un procedimiento simbólico de identificación que toma al pie de la le­
tra la fantasía para marcarla en la carne. El admirador ya no se contenta con los
recursos del imaginario y pone su cara en el cuerpo del comediante o del cantan­
te. La voluntad de metamorfosis por medio de la máscara se expresa aquí clara­
mente. Conduce a la sublimación de una vida percibida como mediocre adop­
tando sin perjuicios una nueva personalidad, gracias a una operación quirúr­
gica en sí y en su propia existencia. El procedimiento no basta quizás para sus­
tentar el sentimiento de identidad en el sentido buscado, pero los beneficios se­
cundarios no son despreciables en el vecindario o en el grupo de amigos. La es­
trella admirada es clonada sin saberlo y reina en innumerables lugares en for­
ma de simulacros.
La asimilación al otro puede traducirse también por una ascesis, un ruego di­
rigido a un rostro interior para confundirse con aquel. Jacques Lacarriere escri­
bió sobre la semejanza de los hombres del monte Athos, en Grecia. Ésta es que­
rida, buscada, anticipa ya el designio de Dios: «La semejanza aquí es tan per­
fecta entre los rasgos imaginarios de los santos y los rostros reales, que los de­
talles exteriores como la barba, el cabello, la indiferencia con respecto al arre­
glo personal, no son los únicos responsables. ¿Cómo se plasma en el cuerpo, los
huesos, la carne, ese lenta composición, esas sutiles disposiciones que modelan
poco a poco los rostros vivos sobre los de los muertos?». La identidad del hom­
bre por la oración, la comunión en tomo a un mismo ideal: «¿No se trataría aquí
de dar a cada uno el rostro del otro, de conferir a la comunidad rasgos únicos?
Esto explica por qué en tantos frescos bizantinos, los rostros de la multitud se
pa recen. No es la carencia del pintor o la torpeza del pincel, sino la imagen an­
ticip ada de las multitudes del otro mundo, de ese gran rostro anónimo que será
el de todos».39 Más tarde, J. Lacarriere encuentra un ermitaño que le explica la
si g nificación de ese parecido: «Es porque en esta vida, su santidad o su ascesis

39 . Lacarriere, Jacques. Eété grec. Une Grece quotidienne de quattre mille ans. París, Pion, 1 975,
p ág. 52.

1 77
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ya ha transformado su rostro, le ha dado la apariencia de lo que seremos todos


en la vida eterna. Es eso la igualdad en el Señor. Seremos todos idénticos y di­
ferentes. Como son idénticos y diferentes todos los puntos de una circunferen­
cia con respecto a su centro».
No obstante, la semejanza no es lo idéntico, no es duplicación, la perturba­
ción que introduce es la mezcla íntima del Otro y el Mismo, la conciliación de
la igualdad de los rasgos y la ínfima diferencia. La semejanza crea un añadido
de rostros, mientras que el régimen habitual es el de la separación, de la singu­
laridad bien afirmada. Pero la semejanza puede encerrarse en sí misma y anular
toda distinción, poner en espejo a dos individuos de los cuales es difícil distin­
guir sus identidades. Sosía es el personaje de una vieja comedia de Plauto, Anfi ­
trión, de la que la posteridad, fascinada por tal situación, tomó un término ge­
nérico para designar al individuo que se parece a otro rasgo por rasgo, sin nin­
guna excepción. El argumento de la pieza, destinado a innumerables versiones
posteriores del teatro, consiste en las artimañas del dios Júpiter, enamorado de
Alcmena, una bella mortal. Para lograr sus intenciones sin provocar la sospecha
de la joven, Júpiter ha tomado los rasgos de Anfitrión, su marido. Mercurio fa­
vorece la acción del dios transformándose en Sosía, el esclavo de Anfitrión. Su
tarea es la de no dejar entrar a éste mientras Júpiter está retozando con Alcme­
na. Anfitrión, de regreso de la guerra contra los enemigos de su patria, envía a
su esclavo Sosía a ver a su esposa. En las puertas de la casa, éste se ve expulsa­
do por un hombre que busca pelear con él y que se muestra como su doble: «la
verdad es que, cuando lo miro a él, reconozco mi figura, tal como yo soy (que
me he mirado muchas veces en el espejo); se parece una barbaridad a mí; tiene
el mismo sombrero y el mismo vestido; es igualito que yo [ . . . ] El peinado, los
ojos, la nariz y la boca, el corte de cara, la barbilla, la barba, el cuello: todo». So­
sía está profundamente conmocionado por el sortilegio. « ¡ Válgame Dios! ¿Dón­
de me he buscado mi perdición? ¿Dónde he sido transformado? ¿Dónde he per­
dido la figura de antes? ¿Es que me he dejado yo a mí mismo olvidado allí sin
darme cuenta? Porque es que desde luego éste es una reproducción exacta de
mi persona, según lo que yo era hasta lo presente, es un retrato mío;». Al contar
más tarde su desventura a Anfitrión, que no le cree una palabra, Sosía formula
una frase ejemplar, que expresa la violencia que siente quien reconoce de pron­
to una extrema semejanza con otro: «Además, no me ha cogido sólo el nombre,
sino también la figura».
La comedia de Plauto ilustra la desorientación que nace en el seno del lazo
social cuando ya nadie es identificable. De regreso a su hogar, Anfitrión no com ­
prende a su esposa cuando ésta le dice que acaba de dejarla después de haber pa-

1 78
s. EL ROSTRO ES OTRO 1 La gemelidad

sado la noche a su lado. Él la acusa de engañarlo. Alcmena se pregunta si Anfi­


trión y Sosía no están locos. Sólo la intervención de Júpiter logra aclarar el mal­
entendido. Curiosamente, Alcmena da a luz dos gemelos, el hijo de Anfitrión
concebido antes de su partida a la guerra y el de Júpiter cuya gestación debía du­
rar once meses. Singular construcción en abismo del tema de la pieza, el de la
disolución de la diferencia infinitesimal, lo que favorece al traspaso de identi­
dad. El origen del término «sosía» es asombroso puesto que parece sugerir que
tal analogía de rostros es un hecho tan excepcional que únicamente la interven­
ción divina puede estar en su germen.

La gemelidad

El desconcierto que surge al confrontar dos rostros que parecen una dupli­
cación uno del otro se explica porque esa proximidad anula la diferencia ínfima
que calma la inquietud de cada uno acerca de su singularidad. Se introduce una
turbulencia en la regularidad y familiaridad del mundo. Suspende por un ins­
tante la seguridad ontológica poniendo en cuestión el principio en sí mismo de
la identidad y de la individualización. ¿Qué garantía resta entonces de ser uno
mismo si los límites pueden ser disueltos a tal punto? La figura del doble toma
cuerpo en la trama de la sociabilidad. De este modo, los gemelos encaman cier­
ta repetición de la apariencia. Incluso pueden parecerse en todos los aspectos:
el mismo rostro, los mismos ojos, el mismo color de cabello, las mismas expre­
siones. Y ciertas parejas de gemelos sienten también la necesidad interior de ale­
jar cualquier sombra de diferencia posible para comulgar en la fusión gemelar,
la societa intrageminale (Luigi Gedda), con el fin de oponerse mejor a las des­
gracias «sin igual»40 que pueblan el mundo con su imperfección. La relación es­
pecular de los gemelos puede ser a tal punto fina que René Zazzo, al recordar la
disimetría de todo rostro, observó que en muchos de ellos, uno sonríe más bien
hacia la izquierda del rostro y el otro más bien hacia la derecha.41 Sin embargo,
los gemelos suelen ser a menudo los últimos en ver que se parecen a tal punto.
Confrontado al espejo, el gemelo puede tener la sensación de que no es él quien
está allí, sino su hermano o hermana, de quien no se distingue. Hay que hacer
una mímica, por ejemplo, para convencerse de que el reflejo es el suyo. Al obser­
var fotografías, debe hacer un esfuerzo de memoria para identificar quién está

40. Cf. Tournier, Michel. Us météores, París, Gallimard, 1 975. [En español: Los meteoros, Madrid.
Ediciones Alfaguara. 1 986] .
4 1 . Zazzo, René. Le paradoxe du juemau, París, Stock, 1 984.

1 79
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

allí representado. Son numerosas las anécdotas al respecto. La gemelidad es una


ilustración sobrecogedora del «yo es otro».
Aunque para algunas sociedades, los nacimientos gemelares son un signo de
fecundidad, hay otras que muestran su ambivalencia al decretar un tiempo de
familiarización de las circunstancias para conjurar los riesgos de perturbación
que amenazan a la comunidad. La ambigüedad del nacimiento gemelar es tal que
únicamente la muerte de ambos gemelos, o la de uno de ellos, puede restituir el
mundo a un orden humano provisoriamente desestabilizado. La dificultad para
concebir la anomalía simultánea de un nacimiento repetido, demasiado inhabi­
tual para ser acogido sin conmoción, y la de un niño que viene a la vida con un
doble en la confusión de su semejanza recíproca, lleva a la evocación ritual de la
muerte para, precisamente, canalizarla y frenar la amenaza.
Entre los lrigwe de Nigeria, el nacimiento gemelar confronta a la comuni­
dad con la alarmante cuestión de la brujería. Los gemelos poseen supuestamen­
te peligrosos poderes. Y para restaurar el orden quebrado por esos nacimientos
simultáneos, conviene matar a uno, aquel en el cual se encarna el principio mal­
vado de la brujería. El sobreviviente es luego purificado gracias a un rito apro­
piado. La mujer que acaba de dar a luz a gemelos los lleva al «santuario de una
sección femenina determinada donde está la medicina que permite controlar las
propiedades de los gemelos· -observa W Sangree. Allí, se les da a los gemelos un
brebaje compuesto sobre todo por agua salada pasada por cenizas que, en gene­
ral, los mata a los dos. Los lrigwe dicen que a veces, el gemelo correcto vuelve a
la vida, pero el que tiene el poder maléfico sigue muerto». Sin embargo, suele su­
ceder que se le da el brebaje sólo al gemelo que nació primero (el incorrecto). El
gemelo que sobrevive tiene supuestamente un poder mágico, pero libre de toda
influencia malsana, como si el haber llegado doble a la vida y permanecer único
le otorgara un poder multiplicado, expurgado de todo aspecto negativo.42
También entre los Moundang de Tchad, el nacimiento de gemelos deja pla­
near sobre el grupo familiar básico una amenaza de muerte. Lejos de ser un sig­
no de fertilidad, es más bien una señal de atenuación o desaparición de las fuer­
zas vitales y fecundadoras. Los gemelos reciben un nombre glorioso pues su des­
tino poco común los asimila al de un rey. Como para éste, el consumo más rá­
pido de la energía que está en ellos les hace la vida más breve. Y si uno de ellos
no muere, el padre de sexo opuesto es el amenazado. La creencia en tal amena ­
za está firmemente arraigada en el imaginario social de los Moundang. «Sin em ­
bargo -observa Alfred Adler-, la costumbre establece que cuando los gemelos
mixtos crecen, irán cada uno por su lado a atrapar un saltamontes. El varón cor-
42. Sangree, Water. «La gémellité et le principe d'ambigüité», L 'homme, nº 3, 1 97 1 , pág. 68.

1 80
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 La gemelidad

ta el saltamontes en dos y dice: "Mi madre debe morir': La niña hace lo mismo
y dice: "Mi padre debe morir': Por esos dos gestos opuestos y complementarios,
se espera anular las amenazas contrarias que ellos anuncian y actualizan. Pero es
en vano, nos dicen: los gemelos crecen y uno de los padres muere, o uno de los
gemelos muere y los padres viven».43 En la tradición cultural Moundang, la re­
ferencia a la semejanza está evocada etimológicamente en el término que desig­
na el hecho de la gemelidad. En otras sociedades, especialmente en África occi­
dental, la llegada de gemelos es, a la inversa, una señal propicia de fecundidad.
El doble nacimiento o la semejanza excesiva no son planteados como un obstá­
culo para la vida en común o como causa de temor. De una sociedad a otra, el
efecto de duplicación creado por la gemelidad suscita la ambivalencia o la bue­
na suerte y, a través de las fantasías que despierta, el misterio del doble que deja
ver. En ninguna parte ella es recibida con indiferencia.

4 3. Adler, Alfred. «Les jumeaux sont rois», I:homme, n• 1 -2, 1 973, t. 1 3, pág. 1 76.
6. Ocultando el rostro

«Se cuenta la historia de un hombre feo. Tan feo que debía


llevar una máscara para no asustar a la gente. Era la máscara
de un joven santo, de una belleza resplandeciente. El hombre
trató de conformar su existencia a las promesas de ese rostro.
Llevó una vida austera y dedicada a los demás. Un día,
uno de sus discípulos descubrió que su maestro escondía
su rostro bajo una máscara y, sorpresivamente, se la quitó.
Avergonzado, el santo nunca más se atrevió a mirar de frente
a su discípulo. Pero éste le dijo: "Maestro, ¿por qué lleva usted
una máscara exactamente igual a su rostro?"»

Gesticular

La mueca es ese momento en que el rostro se suspende y las convenciones


dejan de regir el intercambio por un instante. Es una exageración de la expre­
sión, va más allá del signo familiar para interpelar al otro o para burlarse de él.
O bien señala que el individuo perdió de pronto el control al enfrentarse con una
sorpresa desagradable. En ese sentido, el arte del mimo está a mitad de camino
entre el orden expresivo y la mueca. Simula el exceso pero no llega a la exagera­
ción. Se detiene justo en el límite donde comienza a derogar la regla. Sabe hasta
dónde puede ir. La mueca es una pantalla, del mismo modo que la máscara -la
palabra francesa «grimace» (mueca) viene del término de la lengua franca «gri­
ma» (máscara)-, pero que se deja ver a rostro descubierto, con la piel al desnu­
do y distendida. Es una libertad que se toma con respecto al orden expresivo y
a las exigencias de la identidad.
Nuestras sociedades conocen tres figuras diferentes de la mueca: el mohín
lúdico se burla alegremente de las reglas y del imperativo de seriedad o de cal­
ma jovial que pres id e las relaciones sociales; la mueca de rebelión, de desprecio
por el otro, de i n dign ación, puede tomar el lugar del insulto, pero es el arma del
pobre, de aquel que n o dispon e de otros medios para replic ar en una s ituac ió n

1 83
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

donde no puede ganar; y el gesto de contrariedad, en el que la sorpresa hace per­


der el control de la expresividad exigida en la interacción.
El rostro es una emanación del principio de placer. Del mismo modo que el
chiste, libera fuerzas interiores condenadas a la represión. Es la felicidad del ges­
ticulador y de su público. Y el arte de la gesticulación, que sólo subsiste hoy en­
tre los payasos, es un espectáculo que se conoce, al menos, desde la antigüedad
griega en lo que concierne a nuestras sociedades occidentales. Con los malaba­
ristas, juglares, escupidores de fuego y otros bufones, los gesticuladores han par­
ticipado por largo tiempo en la animación de las plazas públicas, antes de inte­
grar la multitud de los carnavales donde la mueca alegre impresa en las másca­
ras es el signo de la hilaridad de todos. Inclusive, algunos conocieron gran no­
toriedad. La grande Encyclopédie ( 1 882- 1 886) evoca el recuerdo de un gesticu­
lador de gran genio que ejercía su arte en el boulevard del Templo, en París, y
que había ganado gran renombre «por la habilidad con que sabía expresar, de
manera horrible pero característica, y ayudado por su fisonomía grotesca, dife­
rentes tipos de sensaciones como el sufrimiento, la alegría, el miedo». Luego de
haber mostrado su arte en las calles, con su plato para monedas en la mano y
el éxito que lo acompañaba, hizo construir una casilla de madera donde conti­
nuó prosperando. Barnum, siempre en la búsqueda de las variedades humanas
más insólitas, contrató a James Moris, el «hombre de goma» que estiraba la piel
de su rostro de manera increíble. «Su piel -dice Barnum- es tan elástica como
la goma, tiene una capacidad de expansión enorme. La piel de la nariz, de las
mejillas, de los brazos, del pecho, de las piernas puede extenderse hasta medio
metro del cuerpo, mientras que con la piel del mentón y del cuello puede recu­
brir todo su rostro» . 1
D e modo lúdico, el gesticulador s e despega d e s u obediencia a l orden sim­
bólico que rige los signos del rostro. Se convierte en instrumentista de sus ras­
gos, explora las sensaciones que atraviesan los músculos y se divierte con las re­
acciones indignadas o cómplices de quienes lo miran. La mueca es una diver­
sión infantil, una irrupción del principio de placer que logra eludir ritualmente
el principio de realidad impuesto por la interacción. Procura al niño el mismo
goce que experimenta a través del uso de palabras tabúes, resulta del mismo gus­
to por lo obsceno cuando todavía no está totalmente sometido a la ley común
del rostro, a las normas corporales, ni a las reglas morales de la lengua. La mue­
ca concierne a un ritual lúdico del niño que poco a poco toma posesión de su
cuerpo y disfruta de la libertad que descubre en él. El placer surge al imponer-

1 . Citado en Indergrand, Michel, «Grimaces et grimaciers», en Baudinet, M.-J., Schlatter, C., Du


visage, Lille, PUL, 1 982, pág. 23.

1 84
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Gesticular

se sobre la educación que sigue su camino. El niño goza de la mueca que hace o
que percibe en el rostro de otro, así como de una palabra grosera que pronuncia
o que escucha decir. Lo demuestra el fenómeno muy conocido de los niños his­
triónicos y gesticuladores, apretujados unos con otros y con sus rostros aplasta­
dos contra la ventanilla de un auto, que provocan a un automovilista cómplice
o incómodo según el caso, que sólo tiene una prisa, la de ponerse al abrigo de la
ofensiva infantil contra el orden expresivo.
M. A. Asturias, en Maladrón (Epopeya de los andes verdes),2 cuenta las aventu­
ras de un puñado de conquistadores perdidos en los Andes durante la conquista
española. Separados de su Compañía, están en la búsqueda de la unión mítica de
los dos océanos. Adeptos de una secta solidaria con su condición de aventure­
ros impiadosos, la de los saduceos gesticuladores, veneran al Maladrón, el «ver­
dadero mártir del Gólgota, crucificado como ladrón cuando en realidad había
sido filósofo y escriba, experto en política y descendiente de los «Grandes Sacer­
dotes». Devenido en sus mentes como el «Príncipe de los Ladrones», «disimula
mejor las ganancias y los riesgos de la conquista» pues «la religión de Jesucris­
to no era conveniente para hombres como ellos, que se dedicaban a lo material,
a la guerra con sangre y a la paz con oro. La paz y la guerra. El oro y la sangre.
El mundo de los demonios y, por añadidura, los placeres carnales». Los adeptos
de la secta oran diariamente en largas sesiones rituales de gesticulaciones desti­
nadas a recordar los sufrimientos en la cruz del Maladrón. Una religión de sar­
casmo y desafío que hace de la mueca lo esencial de su liturgia. «Esta manera si­
lenciosa de orar, sin palabras, a través de muecas burlescas y horribles contor­
siones, fue introducida cuando se reformó la ley original de los saduceos, des­
pués de la muerte de Nuestro Padre en la cruz. Como han hecho de él la carica­
tura más ingrata -hasta llegaron a llamarlo Babu, nombre de triste procedencia
pues viene de babuino... con el fin de desacreditarlo por los siglos de los siglos
atribuyéndole una cara de gigante, de rufián y de réprobo, contraída en el mo­
mento de su muerte por las convulsiones de la agonía y la tempestad de sus re­
mordimientos-, sus continuadores y discípulos decidieron transformar en rito
la pantomima trágica y homenajearlo con el juego de esa fiesta facial». Asturias
termina así con la significación social de la mueca, mezcla de burla y rebeldía,
de astucia e independencia, al hacer de ella el signo más manifiesto de una li­
turgia de bárbaros.
La ruptura operada en el orden habitual de la comunicación es igualmen­
te clara en el cine de terror o en la historieta, donde se usa libremente el «rictus

2. Asturias, Miguel Ángel, Le larron qui ne croyait pas au ciel, París, Albín Michel, 1 970 [En es­
pañol: Maladrón (Epopeya de los Andes verdes), Madrid, Alianza, 2005) .

1 85
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

sardónico». La iconografía cristiana, por otra parte, los precedió al representar


a menudo al diablo o a los espíritus malignos con rasgos gesticuladores. El as­
pecto de transgresión se percibe claramente cuando la madre exhorta a su hijo
a dejar de hacer muecas: «Si sigues, te quedarás así».
En ciertas situaciones, la mueca es una disidencia ritual, una burla hacia las
convenciones sociales que establecen la puesta en escena colectiva del rostro.
Como tal, apunta a la denigración de aquel a quien se dirige. Es el grado infe­
rior al desafío, puesto que ya marca el fracaso del gesticulador y el último inten­
to que hace para no perder el prestigio [la face ( la cara) ] y ganarse las risas de la
asistencia o hacerse un prestigio con bajo costo. Pero no engaña a nadie, pierde
su prestigio [la face] más convincentemente al liberarse así de los rituales acos­
tumbrados del rostro. La mueca puede ser un equivalente físico del insulto, y
demuestra así, en un individuo en posición débil, su rechazo a dejar que el otro
goce inequívocamente de su ventaja. El niño amonestado por el adulto no tiene
más recursos que sacarle la lengua a éste antes de correr prudentemente a buscar
un lugar seguro. Cierto número de muecas están incluso repertoriadas y parti­
cipan en general de la provocación lúdica: «hacer pito catalán», «poner cara de
asco», «ponerse bizco», «sacar la lengua», «fruncir la trompa».
El gesto de sorpresa es otra figura cuando la amplitud de la decepción ba­
rre por un instante en el individuo la etiqueta corporal de bienestar. Ante la du­
reza del golpe recibido y del carácter sorpresivo de éste, el prestigio [la face] se
pierde provisoriamente, el individuo ya no tiene en cuenta al otro y la mueca es
el breve temblor del tiempo en que la sorpresa aleja al individuo de sus deberes
de expresión. Cuando la contrariedad es demasiado grande, lleva, lo sabemos,
a «poner cara de asco».

Caracterizar

En 1 959, el escritor John Howard Griffin, obsesionado por la segregación ra­


cial en el sur de Estados Unidos, decide ponerse «en la piel de un negro» y vivir
realm ente la vida de un hombre de color, durante un mes, entre el Alabama y
el Missisipi, sin revelar su condición de blanco. Con ayuda de un medicam ento
utilizado habitualmente contra ciertas enfermedades de la piel, un tratamie nto
con rayos ultravioletas y el agregado de productos de maquillaje, puede dar el
paso decisivo. Pero Griffin descubre rápidamente la primera dificultad de su ex ­
perimento, en la cual no había pensado: la metamorfosis de su rostro devuelta
por el espejo: «En un halo de luz reflejada por los azulejos blancos -escribe -, el

1 86
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Camcterizar

rostro y lo hombros de un desconocido (un negro huraño, calvo, muy oscuro)


me miraba con intensidad en el espejo. No se parecía a mí de ningún modo... yo
esperaba verme disfrazado, pero eso era otra cosa ... Todo lo que podía subsis­
tir del John Griffin anterior había desaparecido. Mi propia personalidad sufría
una metamorfosis tan completa que sentía una profunda angustia... Me espan­
tó la totalidad de esa transformación. Era diferente de todo lo que había imagi­
nado. Me convertí en dos hombres, uno que observaba y otro que enloquecía,
que se sentía negroide hasta lo más profundo de sus entrañas».3 El ocultamien­
to del propio rostro bajo otros rasgos, aunque sea consentido, siempre introdu­
ce en una experiencia de desdoblamiento de sí.
La caracterización es una actividad que suscita en el actor las mismas reac­
ciones antropológicas que llevar una máscara. Sobrecarga la piel del rostro con
colores provisorios y la vuelve irreconocible en toda su extensión, pero con una
ductilidad que no posee la máscara, pues el propio actor puede diseñar, con ayu­
da de un espejo, los motivos que le convienen. La caracterización deja al indivi­
duo fuera de los rituales sociales admitidos en la vida corriente, salvo que se in­
tegre en un carnaval o en una diversión compartida. A la inversa del maquilla­
je, que busca de manera sutil iluminar los rasgos, la caracterización (o maqui­
llaje libre) no tiene la vocación cosmética de embellecer o valorizar. La pintura
del maquillaje inventa otros rostros, momentáneos, en los que una capa de color
o una línea modifican el aspecto. Opuestamente a la máscara que se coloca con
sus rasgos ya realizados, la caracterización introduce el tiempo y la maleabilidad.
Deja al individuo la iniciativa de las figuras con las que desea revestirse. Éste no
es prisionero de una forma, decide su propio proceso en el trazado y en el color,
tiene libertad para otorgarse pausas o disfrutar de las etapas que recorre. Puede
borrar o agregar a su gusto, es el maestro de obra de su metamorfosis. La activi­
dad de caracterización pone en juego un placer dispensado ampliamente, pero
la angustia puede advenir en el transcurso del experimento. Tal recorrido a tra­
vés de las identidades cambiantes moviliza la investidura y sobre todo las ambi­
valencias del individuo. Éste puede despedirse con júbilo de su caracterización
o, a la inversa, aferrarse a ella con un sentimiento de temor, o incluso querer des­
hacerse de ella inmediatamente luego de un acceso de angustia.
La caracterización opera una suspensión momentánea del sentimiento de
ide ntidad y de sus exigencias, restaura el principio de placer y se comprende así
p or qué se la utiliza tan frecuentemente como herramienta terapéutica. De cier­
to modo, ese maquillaje libre del rostro se asemeja a la asociación libre de imá­
genes en la cura analítica; es un juego sobre la materia pulsional que aprovecha
3. Griffin, John Howard, Dans la peau d'un noir, París, Gallimard, 1 962. pág. 20.

1 87
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

una relación de transferencia con un terapeuta. La palabra que interroga la tra­


yectoria del niño o del adulto en dificultades, colocado ante los instrumentos de
caracterización, guía el camino hacia la metamorfosis, evita las sinuosidades, ayu­
da a la simbolización de la angustia. El rostro maquillado está en busca de una
identidad más propicia, oculta los rasgos y avanza lentamente hacia otro rostro.
A partir de entonces, el grado de investidura de la actividad de maquillaje re­
suena en la relación del individuo con el mundo. De transparencia en transpa­
rencia, agregando una capa y luego otra, busca la pureza imposible de un rostro
que nunca se alcanza, pero el sentimiento de proximidad que obtiene lo devuel­
ve poco a poco al mundo. Por lo tanto, es difícil sustraerse de la duración privi­
legiada que se vive en esos momentos donde se vuelve posible jugar con la pro­
pia identidad sin perecer. «Así como hace falta un tiempo para entrar en esas
aguas profundas -dice Nancy Breytenbach, profesional de esta actividad- tam­
bién se necesita un tiempo para salir de ellas. El maquillaje libre es bastante mo­
vilizador y la realización de rostros íntimos implica en consecuencia un desgas­
te físico y psicológico. Cuando la limpieza, al finalizar la sesión, se hace de ma­
nera precipitada, cuando los participantes permanecen impregnados por lo que
acaban de vivir, llevan con ellos su energía. Fuera del tiempo, fuera de las nor­
mas, les resulta difícil retomar un comportamiento normal».415
Otra manera de caracterizar, más radical, no afecta a la forma del rostro o su
puesta en escena, sino a su color, interviene con productos químicos, a menu­
do tóxicos, en especial cosméticos o medicamentos que se utilizan cambiando
su objetivo habitual. Provoca una aclaración de la piel, en especial en africanos
y antillanos. Sobre todo, se busca el efecto a nivel del rostro, con el fin de acre­
centar la seducción, embellecerse, para lo que el actual color negro es el obstá­
culo imaginario. El objeto principal es suprimir una desventaja. El color de la
piel se percibe como el objeto malo del cual hay que desembarazarse para que
la vida finalmente mejore.
El hombre africano o antillano, remitido de manera aguda al sentimiento de
su diferencia, incluso confrontado con el «racismo corriente», puede sentir que
el color de su piel es la razón de sus dificultades y desear por eso modificarlo.
La aclaración cutánea puede otorgar el sentimiento de apertura hacia los otros,
4. N. de T.: El zapador Camember (Franc¡:ois-Baptiste-Ephraim) es el héroe de una de las prime­
ras historietas francesas, cuyo autor es Christophe ( 1 856- 1 945): Lesfacéties du sapeur Camem­
ber (Las ocurrencias del zapador Camember). Camember, que cumple su tarea de zapador en
la guerra, es iletrado, simplón y de acciones un poco absurdas, y se expresa en un francés que
cree muy pulido pero que denota en él una especie de incultura pedante.
5. Nancy Breytenbach, Visages intimes: le maqullage libre, París, Hommes et groupes éditeurs,
1 987, pág. 1 86.

1 88
6. OCULTANDO EL ROSTRO I Maquilla1

de una mejor integración, e incluso de una seducción infalible. Numerosos jó­


venes se maquillan «porque así se sienten más bellos». El joven participa de un
imaginario de prestigio de la piel «blanca», que realza la imagen que se hace de
sí. El maquillaje opera una sublimación, elimina la negritud de la piel. El color
más claro se vive como una oportunidad para participar al fin del lazo social. Es
una manera simbólica de afiliarse a la sociedad que lo recibe, pues la causa de
todos los males se encuentra en parte borrada.
Para otros actores, esa práctica implica un acercamiento estilizado a las ma­
neras del «blanco», tal como lo sienten, por ejemplo, los «sapeurs» 4, pero sin una
voluntad particular de identificación. Es posible que se trate de la búsqueda de
un estado intermedio, de la creación de un espacio lúdico donde el actor juega
y se pone en juego entre dos sistemas culturales aprovechando simultáneamen •

te las ventajas de uno y otro. El actor se crea así un «área transicional» (Winni•
cott) que le permite asumir mejor su condición de migrante y su división entrci
dos culturas. En otros casos, el «maquillaje», puesto que a menudo implica una
intervención nociva en el rostro, es una actitud quizás más ambigua: una bús­
queda más dolorosa de identidad puede prevalecer sobre el juego.6
Deshacerse del propio rostro, como quitarse un vestido, con la misma des­
concertante facilidad, tal parece ser el sueño secreto. Es lo que nos enseña la ale­
gría que nace con el uso de una máscara o con la caracterización, y el deseo de
volver a ellas a través del carnaval o las actividades lúdicas. Recurrir al velo pro­
longa también la tentación por la metamorfosis, el juego sutil entre el deseo de
estar allí y en otra parte a la vez, identificado con los rasgos propios e invento11
fascinado de otros rostros. Oscilación entre el Mismo y el Otro que ofrece al ac­
tor los numerosos perfiles de su rostro interior.

Maquillar

El maquillaje es una intervención que implica cuidados de belleza y consis­


te en el agregado sobre el rostro de productos que apuntan a realzar su brillo,
a valorizar su seducción gracias a una manipulación simbólica de la apariencia
que se muestra a los demás. Está más en la busca de la revelación del rostro, de
su puesta en signos, que de su ocultamiento. Contrariamente a la mueca o a la

6. Cf. Los trabajos de Ondongo, Joseph, «Noir ou Blanc? Le vécu du double dans la pratique du
"maquillage" chez les Noirs», Nouvelle Revue d'Ethnopsychiatrie, l 984, nº 2; «La peau, interfa­
ce de la pathologie transculturelle. Un exemple: la pratique du Xessal au Congo», en Reverzy,
J.-F., y Carpanin Marimoutou, J.-C., !les etfables, París, I.;Harmattann, 1 989.

1 89
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

máscara, el maquillaje es una intervención que se adhiere a la piel y da a la mu­


jer (con menos frecuencia en el hombre) un rostro más agradable a sus ojos. Es
una actividad cuyo uso se inscribe en el transcurso de la vida cotidiana y se ofre­
ce a la vista de los demás -a quienes, de todos modos, está simbólicamente des­
tinada-, a la inversa de la mueca o la máscara que permanecen como activida­
des marginales, practicadas en lugares y tiempos bien delimitados.
La transformación de la apariencia del rostro, su embellecimiento ritual,
apunta a favorecer la relación con los otros y el reconocimiento para la mujer
de un encanto que se impone a ella como un deber ser. Al cambiar el dibujo de
los rasgos añadiéndoles delgadas líneas de color, el maquillaje modifica su to­
nalidad, los suaviza o endurece, los vela o los pone en evidencia. De tal modo,
no solamente dispensa detalles en el rostro que pone en escena, sino también, y
sobre todo, en la imagen que la mujer desea dar a los demás. Y la obra del ma­
quillaje puede ofrecer una imagen que quizás no refleja exactamente la que ella
quería dar. Pues la ambivalencia puede deslizarse también allí, como en todo lo
que concierne a la relación íntima con la propia imagen. La sesión de maquilla ­
je se desenvuelve completamente en la escena del imaginario. La maleabilidad
del uso de los elementos cosméticos lleva a la mujer a modelarse un rostro que
la acerca un poco a su ideal. El objetivo es seducir, pero también puede caer en
el exceso cuando se maquilla para contrarrestar con un rechazo demasiado evi­
dente las huellas de su edad. Y sin duda, el maquillaje siempre es una restaura­
ción de la propia imagen que se realiza en el imaginario, a veces en completa in­
dependencia del juicio de otro que puede, por ejemplo, encontrar que el maqui­
llaje elegido no favorece a la mujer.
El maquillaje es también un tiempo de narcisización que actúa en el lugar
más investido de uno mismo. Gracias a las manipulaciones simbólicas dispensa­
das sobre la piel, implica un momento de investidura lúdica, uno de cuyos efec­
tos es sustentar el sentimiento de identidad. Asimismo, el esteticista o el pelu­
quero trabajan sobre los aspectos del cuerpo y del rostro dándoles un valor y re­
forzando el sentimiento de identidad. Aschenbach, el personaje de La Muerte
en Venecia, vive esa metamorfosis con deleite en manos de un peluquero obse­
quioso que también ha captado el dolor secreto del hombre que envejece y que
le ofrece a buen precio la ilusión de una juventud recuperada. «Aschembach, in ­
dolentemente recostado, incapaz de resistir, y recobrada su esperanza ante ese
espectáculo, miraba en el espejo cómo se dibujaban sus cejas, arqueándose ar­
moniosamente, cómo se agrandaban sus ojos almendrados y adquirían más res­
plandor gracias a un delineado de khol bajo los párpados; más abajo, allí don de
la piel antes estaba floja, amarill enta y apergaminada, veía aparecer un carm ín

1 90
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Maquillar

suave; sus labios, desdibujados un instante atrás, se redondeaban, tomaban un


tono frambuesa . . . » 7 El maquillaje despliega su elixir de la juventud eterna sobre
el rostro, manipula el tiempo y la carne. Actualiza la connivencia entre el profe­
sional, ahora llamado «visagiste» ( cosmetólogo), 8 y el cliente.
Que el maquill aje es una actividad de confirmación de la identidad perso­
nal, un momento propicio de narcisización, se demuestra también diariamente
en prisiones, establecimientos hospitalarios de internación permanente o ins­
tituciones para personas mayores, que reciben a los esteticistas y dedican algu­
nas horas, gracias a la movilización de los profesionales, a la realización de cui­
dados de belleza en prisioneros, enfermos o ancianos. Individuos provisoria o
definitivamente marginados del lazo social corriente, a menudo recuperan, gra­
cias a esos cuidados, la autoestima y el placer de gustar que éstos conllevan. Esta
modesta actividad, por las estructuras antropológicas que moviliza, se aseme­
ja a veces a un regreso al mundo para ciertos individuos. Actuar sobre el rostro
para embellecerlo es actuar simultáneamente sobre la identidad para reforzarla.
Para ciertas mujeres, el maquillaje es una segunda piel, una especie de ropaje fa­
cial que las protege y sin el cual se sienten desnudas y vulnerables.
Los griegos distinguieron la cosmética, es decir, el arreglo personal, los cui­
dados del cuerpo, la higiene, como diríamos hoy en día, de la comótica, es de­
cir el maquillaje, destinado no sólo a los cuidados sino también a la puesta en
escena del rostro con ayuda de elementos de maquillaje, cuyo objetivo es acre­
centar la seducción personal. Aunque la primera se plantea como un imperati­
vo, la segunda, desde la Grecia antigua -más bien hostil al maquillaje-, inaugu­
ra un prejuicio que en las sociedades occidentales contemporáneas apenas co­
mienza a desaparecer.
Para resumir las razones que alimentaron a través del tiempo la reticencia
de nuestras sociedades con respecto al maquillaje, podemos retomar la enume­
ración que elabora O. Burguelin9 y prolongar su movimiento. En primer lugar,
aparece la idea de lo impío, es decir, el ultraje que se hace a Dios al modificar su
creación, embellecerla, cambiar su naturaleza. Un signo de orgullo contra el cual
se insurgen los Padres de la Iglesia. Luego, el riesgo físico de aplicar sobre la des­
nudez del rostro sustancias a menudo peligrosas para la piel. La historia del ma­
quill aje ofrece, en efecto, numerosos ejemplos de envenenamientos, irritaciones,

7 . Mann, Thomas, La mort a Venise, Livre de poche, pág. 1 23. [En español: La muerte en Vene­
cia, Edhasa, 1 9 1 2 ] .
8 . «Visagiste», neologismo derivado de «Visage» (rostro).
9. Burguelin, Olivier, «Promenade cosmétique chez les antiques et les modernes», Traverses, Ma­
quiller, nº 7, 1 977.

191
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

enfermedades de la piel, marchitamientos provocados por el uso de productos


mal administrados, adulterados o mal empleados. Se agrega el peligro moral:
una mujer que se maquilla deja en suspenso una duda acerca de su virtud; tal es
al menos la opinión renovada a lo largo de los siglos de los adversarios al ma­
quillaje desde Jenofonte. Y tal es también la percepción que reviste la mayoría
de las veces el maquillaje en las tradiciones populares que se adivinan a través
de los proverbios. Una mujer que se maquilla para resaltar el brillo de su rostro
no goza de ninguna indulgencia. «Cielo aborregado y rostro de mujer muy afei­
tado, largo tiempo no han durado». El artificio agrega al rostro un suplemen­
to agradable pero que traiciona a la naturaleza. Y ya no se puede confiar en eso.
Más explícito, otro proverbio afirma: «las mujeres con mucho carmín, son muje­
res de día y monas de noche». En el mundo rural, donde imperan los valores del
trabajo y de la familia, la mujer maquillada introduce una anomalía amenazan­
te para el equilibrio social. Es, quizás muy a su pesar, un elemento de perturba­
ción y de discordia en la trama colectiva por la derogación de los valores comu­
nes que implica y por las fantasías que suscita. Hace aparecer el juego del deseo
en una sociedad dedicada completamente a la labor. Del mismo modo, la Igle­
sia ha condenado el maquillaje por el acto de seducción que envuelve y las tur­
bulencias que introduce en una moral que debería estar esencialmente dedica­
da a la familia y a la procreación, mundo si lugar para el deseo, salvo como pe­
ligroso suplemento. Fealdad y vulgaridad: el tema vuelve como un leitmotiv en­
tre los adversarios del maquillaje. También se encuentra en las tradiciones po­
pulares: «la mujer, para ser más bella, se hace más fea». La mujer que se maqui­
lla, probablemente quiere disimular alguna imperfección, pues la belleza natu­
ral no necesita ningún retoque. Y por otra parte, el maquill aje en sí mismo es
una actividad que afea. «Si las mujeres fueran naturalmente tales como se ven
por el artificio, si perdieran en un momento toda la frescura de su color, si tu­
vieran el rostro tan asumido y aplomado como lo tienen por el rubor y la pintu­
ra que se aplican, serían inconsolables», escribe al respecto La Bruyere. La ima­
gen de la prostituta maquillada con exageración o la de las mujeres mun dan as
del siglo XIX ofrecen el cliché ingenuo de un imaginario social a la vez repulsi­
vo y seductor. La mentira es el último argumento de los adversarios del maqui­
llaje, pues éste es un engaño, enmascara la verdad de los rasgos y por eso conlle­
va una sospecha acerca de la mujer que cree necesario maquillarse. La crítica es
antigua, la encontramos ya en el Gorgias de Platón, donde la comótica es redu­
cida al rango de una adulación: « ... la cosmética, que es perjudicial, falsa, inno­
ble, servil, que engaña con apariencias, colores, pulimentos y vestidos, hasta el
punto de hacer que los que se procuran esta belleza prestada descuiden la belle-

1 92
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Maquillar

za natural que produce la gimnástica».1º Baudelaire toma la contrapartida de esta


condena moral y hace del maquillaje un aditivo propio del hombre a una natu­
raleza criticable. «Pasen revista, analicen todo lo que es natural, todas las accio­
nes y deseos del hombre natural puro, no encontrarán más que horror -escri­
be. Todo lo que es noble y bello es el resultado de la razón y del cálculo. El cri­
men, al que el animal humano ha tomado el gusto en el vientre de su madre, es
originalmente natural». Baudelaire elogia el artificio por el cual la mujer se in­
venta por su propia iniciativa, entra en un juego que disfruta tanto más cuanto
que lo hace sin otra razón. A sus ojos, el maquillaje ejecuta una sublimación de
la carne. «Por ello -continúa-, si se me entiende, la pintura del rostro no debe
emplearse para el fin vulgar, inconfesable, de imitar a la bella naturaleza y de ri­
valizar con la juventud. Por otra parte se ha observado que el artificio no embelle­
cía la fealdad y sólo podía servir a la belleza. ¿Quién osaría asignar al arte la estéril
función de imitar a la naturaleza? El maquill aje no tiene que ocultarse, que evitar
dejarse adivinar; puede, por el contrario, mostrarse, si no con afectación, al menos
con una especie de candor». 1 1 El maquillaje es una escritura del placer, una gra­
cia cuyo precio está en lo superfluo.
Aunque el maquillaje tuvo sus épocas de sospecha, hoy está bien integrado en
los rituales de la vida cotidiana de millones de mujeres. El mercado de los cos­
méticos se ha convertido en uno de los más prósperos, diversificado según las
edades. Paralelamente, los institutos de belleza se multiplican. La seducción se
vuelve una industria floreciente y un imperativo social difícil de eludir. Hidra­
tar, revivir, regenerar, rejuvenecer, limpiar, embellecer, tales son las palabras cla­
ve que acompañan a esos productos que supuestamente proveen seducción, sino
belleza, sólo aplicando una crema o un polvo. Y sobre todo, prometen la partici­
pación simbólica en un ambiente social que intenta hacer de la estética una éti­
ca vanidosa de la felicidad.
En el discurso de la modernidad, la belleza es fruto de un esfuerzo, de una
construcción, de una sabia puesta en escena, y no una naturaleza dada genero­
samente. Se construye, se realza, se orienta según ciertos tonos. Se merece, hay
que mantenerla, perfeccionarla, estar siempre atento para que su brillo no se des­
vanezca. La modernidad inauguró una idea autoritaria sobre la belleza. De dis­
frute, devino en labor; de satisfacción, en preocupación. Pues la mujer que no
está atenta «a los cuidados de la belleza» es considerada sospechosa, al menos en

10. Platón, Gorgias, 46Sb.


1 1 . Baudelaire, C., «Eloge du maquillage», <Euvres completes, La Pléiade, págs. 91 1 -9 1 4. [En espa­
ñol: «Elogio del maquillaje», en El pintor de la vida moderna, Obras Completas, Aguilar, Méxi­
co, 1 96 1 ] .

1 93
ROSTROS. Ensaya antropológico 1 David Le Breton

ciertos ambientes, de derogar un lazo social cuya consistencia se disuelve y hace


de la apariencia su mayor profundidad. Sobre todo en lo que concierne al ros­
tro, vulnerable a la mirada sin complacencia del otro. La apariencia de la juven­
tud es el imperativo que pesa sobre el rostro. El discurso del maquillaje (como
el de la cirugía estética) está dentro del discurso social que sólo otorga crédito y
valor a la juventud, a la seducción, a la vitalidad. Se inscribe en una resistencia
feroz contra todo signo de envejecimiento, enfermedad o muerte. Toda preca­
riedad es negada, cuidadosamente reprimida, y el maquillaje se plantea como la
señal de la juventud, pasaje obligado de la seducción.
«En 1 990, el maquillaje ya no maquilla. Sublima la piel. Se funde con la epi­
dermis. Ya no está allí para engañar, sino para poner en valor la verdadera be­
lleza. Para ayudara ser uno mismo. Con simplicidad. Autenticidad. Detrás de lo
natural se esconden texturas sensuales, confortables, eficaces» ( Vital). Un ma­
quillaje que sublima la piel, se funde con la epidermis, no tiene por objeto enga­
ñar, sino revelar: da a pensar en una refutación ajustada exactamente a las prin­
cipales objeciones que la tradición enarbola contra su práctica. El maquillaje da
a luz la «verdadera belleza» con naturalidad, pues se confunde con el cuerpo, es
«auténtico» y, por supuesto, «ayuda a ser uno mismo». Fórmula mágica del in­
dividualismo democrático que caracteriza nuestra época. La belleza está allí, en
cualquier mujer, pero se merece, y sin el recurso a esos productos, sólo se ins­
cribe en el rostro por defecto. Tal es la paradoja de un maquillaje que da prio­
ridad a lo natural, lo invisible, lo auténtico, la fidelidad a uno mismo. Lo que él
suscita ya está allí, pero hace falta el don para hacerlo salir a la luz. De esa escri­
tura discreta nacen la belleza y la juventud, por supuesto. Dúo indisociable de la
modernidad, pues hoy en día una y otra son productos que presumen una efi­
cacia simbólica: lo natural, ciertamente, pero a través de los signos infinitamen­
te construidos de lo «natural»; la discreción, por supuesto, pero con método y
sutileza, pues ésta es el fruto de un trabajo; la sinceridad, obviamente, pero que
pasa por una modificación de la apariencia, la sagacidad de una puesta en sig­
nos que no debe revelar su trastienda.
El elogio de lo natural se basa en una represión del cuerpo, en el ocultamiento
de sus rasgos, de su envejecimiento, de la muerte en suspenso. Sublimar la piel es
una manera elegante de decir que hay que borrar todo el trabajo del cuerp o. L a
modernidad no es amable con la corporeidad, la tolera concebida sobre el mo­
delo de la máquina o depurada de toda huella de organicidad. 12
El maquillaje es un placer para los sentidos, pero encierra una dificultad , una

1 2 . Cf. Le Breton, David, Anthropologie du corps et modemité, op. cit. [En español: Antropología
del cuerpo y modernidad, op. cit. ] .

1 94
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Velar

angustia omnipresente. El discurso publicitario no deja de recordar a la mujer


el peligro (¿ ?) de las arrugas, del envejecimiento, y esgrime el espectro de una
seducción que se desvanece poco a poco. Gran parte del discurso de la cosmé­
tica está basado en la sutil instigación en la mujer a la fobia a envejecer. Como
si la belleza del rostro se encontrara por defecto en la lucha eficaz contra la ins­
cripción del tiempo en el cuerpo. «Una mirada visiblemente más joven ( ... ) em­
bellecimiento inmediato del contorno de los ojos prolongado por la acción re­
afirmante y regenerativa ... » (Y. Saint-Laurent); «Cuidado cotidiano que detiene
al tiempo. Preserve los signos exteriores de su juventud ( ... ) Un medio excelen­
te para luchar contra el envejecimiento ( ... ) previene las arrugas y devuelve bri­
llo, elasticidad y firmeza a su rostro». (Symbiose); «Detenga el tiempo: una cre­
ma que por primera vez permite reprogramar el proceso de hidratación de las
pieles secas ( ... ) previene la formación de arrugas y patas de gallo». (Hydratant
time zone); «Prevenir: primer cuidado anti-tiempo. Actuar sobre las causas para
prevenir los efectos del envejecimiento cutáneo». El slogan de numerosas pu­
blicidades de cosméticos es singular, parece que encuentra su primera razón de
ser en la obsesión por las arrugas, y sólo como agregado, recuerda el placer de
la estetización del rostro. Es un discurso de defensa más que de satisfacción. Un
discurso de terror contra el tiempo y la fragilidad del cuerpo. Y cuando el ma­
quillaje ya no es eficaz, la cirugía estética liberal toma la posta con sus ofertas de
liftings, supresiones de bolsas debajo de los ojos, etcétera. En nuestras socieda­
des, el rostro no es el lugar para envejecer. Ningún lugar, en realidad, pues el es­
pacio simbólico ha hecho del envejecimiento su límite. Más allá de la juventud,
no existe la salvación.

Velar

Numerosas sociedades imponen el uso del velo que oculta el rostro para di­
ficultar el reconocimiento de parte del hombre o ponerlo al abrigo de malas in­
fl uencias. Las razones son múltiples y no entraremos en la evocación detallada
de ese uso pues nuestro propósito concierne al rostro y a los efectos de meta­
morfosis de la identidad que suscita el juego de velarlo o develado. J. Frazer, en
La rama dorada, describe numerosas sociedades que decretan para algunos de
sus miembros un tabú que les impide mostrar o ver su rostro. Una de las razo­
nes invocadas consiste en el temor por la vulnerabilidad del rostro humano que
encarna el poder, objeto de una envidia que lo coloca a merced de la acción de
los espíritus o de la mala suerte. En consecuencia, ciertos dignatarios, más ex-

1 95
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

puestos que los otros miembros de su comunidad, a menudo están velados ante
sus súbditos, e incluso disimulados detrás de una cortina.
El borramiento del rostro vale aquí para el hombre y para la mujer, prote­
giendo su intimidad y preservando su identidad. Temor al mal de ojo; distancia
ontológica que separa a un alto dignatario de sus súbditos y lo emparenta con
un estatus en el que realmente no puede ser individualizado a través de su ros­
tro pues ya no es reductible a la humanidad corriente; temor a un resplandor
del que debe proteger a quienes lo rodean, como Moisés cuando desciende del
Sinaí después de haber recibido las Tablas de la Ley; indignidad de los súbdi­
tos para posar sus ojos en un soberano que participa de una esencia divina; di­
simulación de la identidad personal bajo el anonimato del velo cuando se trata
de las mujeres árabes musulmanas. En todos esos casos, el velo opera un retiro
simbólico del actor fuera de la trama de las relaciones sociales que se entablan
cara a cara, es una protección eficaz porque disimula el principio más tangible
de la individuación. El velo es una pantalla que evita el contagio de los rostros y
preserva al dignatario de la envidia de sus súbditos así como protege a éstos de
la fuerza que emana del poder.
En las tradiciones del Magreb, sobre las cuales no nos detendremos demasia­
do, el velo es un límite simbólico que se establece entre el ámbito privado, fami­
liar, donde la mujer puede estar con el rostro desnudo, y el ámbito público, don­
de se cierra a la mirada de la sociedad masculina. La tradición es antigua, ante­
rior al Islam, y se pueden encontrar algunas de sus huellas en las tradiciones he­
braicas y cristianas. 1 3 No obstante, el Corán la retoma en su provecho: «Vuestras
esposas pueden descubrirse ante sus padres, sus hijos, sus sobrinos y sus mujeres
y ante sus esclavos» (Sura 33:55). También: «¡Oh, Profeta! Dile a tus mujeres, a
tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran [todo el cuerpo] con sus
mantos; es mejor para que se las reconozca y no sean molestadas» (Sura 33:59).
Fuera de su casa y de la presencia de los suyos, la mujer es colocada al abrigo de
la codicia de los otros hombres cuando recorre el espacio eminentemente mas­
culino de la calle, es decir, el afuera de su casa. El velo simboliza su puesta ent re
paréntesis sociales en beneficio de los primos, en una sociedad fuertemente en ­
dogámica. Instala un telón para su condición de mujer y su individualidad. Su
espacio es el de la casa, el único donde su rostro puede ser visto, protegido sim­
bólicamente por la proximidad de los suyos. «Y di a las creyentes que baje n l a
vista con recato, que sean castas y no muestren más adorno que los que están a
la vista, que cubran su escote con el velo y no exhiban sus adornos sino a sus es-

1 3. Acerca de esos aspectos históricos, remitimos a Tillion, Germaine, Le harem et les cousins, Pa­
rís, Seuil, 1 966.

1 96
6. OCULTANDO EL ROSTRO I Velar

posos, a sus padres, a sus suegros, a sus propios hijos, a sus hijastros, a sus her­
manos, a sus sobrinos carnales, a sus mujeres, a sus esclavas, a sus criados va­
rones fríos, a los niños que no saben aún de las partes femeninas» (Sura 24: 3 1 ) .
Por el velo, la mujer árabe musulmana demuestra su subordinación a la «repú­
blica de los primos» (T. Tillion}, a esa sociedad de hombres que la rodea durante
la vida cotidiana, que vela por su conducta, y cuyo honor ella encarna, de cier­
to modo. Si deroga las tradiciones y se expone a la codicia saliendo con el rostro
desnudo, en ciertas regiones, puede ser reprendida por su conducta liviana que
pone en peligro el honor de la familia.14
En los lugares donde es conocida por los transeúntes, si no está casada, el de­
velamiento de la mujer puede suscitar comentarios hostiles. «En mi ciudad, dice
una mujer, cuando me quito el velo, lo que es muy difícil de soportar es la mirada
acusadora, llena de reproches, acusadora, de primos, hermanos, padres, porque
para ellos, si me descubro, es para pervertirme. El velo protege contra eso».15 El
rostro de la mujer es definitivamente develado sólo en la tumba, por su marido,
uno de sus hijos o hermanos. Si la mujer muere sin que sus parientes estén a su
lado y la descubre un extraño, éste realiza el gesto pidiéndole perdón interior­
mente porque las circunstancias lo obligan a hacerlo.
A menudo, la intención del rostro cubierto es la del estremecimiento, la de
suscitar un suplemento de misterio que hace de su presencia, o de la del otro, un
acontecimiento que escapa a lo banal. El velo despierta el imaginario, hace creer
en la multiplicidad de lo posible, deja suspendidas por un momento las referen­
cias de identidad. El rostro y el nombre ocultos dejan imaginar la hipótesis más
agradable para el deseo. Pero el espacio de encantamiento y misterio vive entre el
momento en que el velo cubre el rostro y aquel en que lo descubre. Antes y des­
pués, todo vuelve al orden de lo real; el otro ya no se permite soñar con el infi­
nito de un deseo que no teme ninguna desmentida; también es difícil soñarse a
u no mismo, porque después de todo, cada uno sabe a qué atenerse. El juego en­
tre el velo y el rostro atesora la clave de la fascinación. «Obstáculo y signo inter­
puesto -dice Jean Starobinski-, el velo de Popea engendra una perfección ocul­
ta que, por su carácter evasivo, exige ser recuperada por nuestro deseo. Aparece
así, en virtud de la prohibición impuesta por el obstáculo, toda una profundidad

1 4. A la inversa, el rito del develamiento de la hija del más alto dignatario, cuando el grupo está a
punto de ser vencido por un grupo hostil, es un signo inequívoco, a los ojos de la tribu, del ho­
nor que se expone a perder si no rechaza a su enemigo. Crea un fuerte efecto psicológico pro­
picio para reavivar las energías. Cf. Allami, Noria, Voilées, dévoilées. Les femmes dans le mon­
de musulman, París, CHarmattann, 1 988, págs. 99- 1 27.
1 5. Allami, Noria, Ibídem. , pág. 1 50.

1 97
ROSTROS. Ensaya antropológico 1 David Le Breton

que se hace pasar por esencial».16 Pero, apenas el rostro se descubre, una parte
de la fascinación desaparece. El cara a cara introduce otra forma de ensueño, ya
no se aventura en la sombra sino en la luz. Está regido por los códigos sociales y
las exigencias de la identidad. El rostro velado sigue siendo, por el contrario, un
rostro sin límites, una disponibilidad que el imaginario puede adornar con to­
das las virtudes, es el rostro de todos los rostros. Quitar la máscara, en algunas
circunstancias, implica escapar a la ensoñación para recuperar las necesidades
diurnas del principio de identidad.
Ese hecho antropológico que ya hemos descubierto en el uso de la máscara o
en la caracterización también se encuentra en el recurso al velo, especialmente
en el tejido social rigurosamente ritualizado del mundo musulmán. Pues el velo
no sólo es un signo de subordinación cultural de las mujeres a la «república de
los primos», también es un objeto simbólico destinado a proteger a la mujer en
sus desplazamientos fuera de la casa, y también para asegurarle, frente a las re­
presentaciones sociales, una zona de libertad, lo cual elige o no aprovechar. Ve­
lada, nadie la reconoce y sus movimientos escapan a cualquier control. El hijab
es un objeto ambivalente, equívoco, que le sirve a la mujer como signo de sumi­
sión al grupo de los hombres de su familia, pero también le permite liberarse
provisoriamente de su control.17
La experiencia social muestra que, si bien el uso del velo cumple una fun­
ción precisa, la práctica es polisémica, y en el seno de la comunidad, se le agre­
gan otras inesperadas significaciones individuales y colectivas, a veces clandes­
tinas. Toda actividad es susceptible de desvíos posibles, de transformaciones, a
través de la creatividad incansable de los grupos sociales. Signo ostentatorio de
la sumisión al honor familiar, al de los hombres en especial, el velo es simultá­
neamente para la mujer la garantía de una posesión virtual del espacio público
que puede transitar sin ser reconocida. La discreción que demuestra le pro cu ra
anonimato, incluso clandestinidad, de la cual necesita para desplazarse a su gus­
to y realizar sin problemas lo que le sería ferozmente reprochado por los hom ­
bres si lo hiciera a rostro descubierto. Ese distanciamiento de los rasgos más lla­
mativos de su identidad le permite circular con libertad en la trastienda de la es­
cenografía social, sin temor a ser reconocida.
A menudo percibido por los occidentales como un hecho unívoco de op re-

16. Starobinski, Jean, Lail entend, París, Gallimard, 1 96 1 , pág. 10.


17. Sobre estos temas, remitimos al libro de Noria Allami ya citado. Las líneas que siguen se in s­
piran en su trabajo. N. Allami hizo un estudio sobre el uso social del velo en las sociedades
árabes musulmanas e interrogó a mujeres y hombres argelinos sobre la manera en que viven
el velo.

1 98
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Velar

sión de la mujer, el velo no escapa a la regla paradójica que hace de toda regla
un pretexto para destinarla a otros fines. Contra toda suposición, las mujeres
árabes musulmanas, como lo demuestra el estudio de Noria Allami, presentan
el velo frecuentemente como un ornamento erótico por el misterio que envuel­
ve al rostro, a la vez que procura el anonimato. «El velo atrae a los hombres-di­
ce una joven argelina. Es un problema para ellos, pues buscan a cualquier pre­
cio saber lo que hay detrás del velo . . . Si yo estuviera descubierta, sabrían a qué
se enfrentan». Ese testimonio demuestra el equívoco inducido por el velo. Lejos
de ser un simple instrumento de ocultación, es también un atuendo perturbador
que estimula el deseo de los hombres, pero también el de las mujeres que pue­
den burlarse de la codicia de la que son objeto, protegidas por supuesto del ries­
go del pasaje al acto. Aunque el movimiento del deseo reine en el claroscuro de
la sublimación, no es menos fuerte. «El velo -continúa diciendo- no es más que
una pantalla, de hecho, detrás de la cual pasa una cantidad enorme de cosas. Nos
sirve cuando no queremos ser reconocidas para recorrer las tiendas, hacer nego­
cios, visitar a las hechiceras, ver al amante. Entonces, incluso la que no se cubre
va a recurrir al velo para hacer esas cosas». 18 Otra mujer argelina declara que «el
velo es muy excitante y atractivo, y quien sabe velarse bien puede destrozar co­
razones. Algunas profesionales del velo, incluso feas, al colocárselo de cierta ma­
nera, quedan muy elegantes y atraen enormemente». Otra mujer, más reserva­
da, manifiesta también una actitud ambivalente. Destaca las numerosas miradas
que la siguen y percibe en el velo una vestidura que la protege, le asegura el ano­
nimato. «El velo es una protección total contra las miradas que investigan, des­
nudan, escrutan, persiguen, buscan identificar». A la vez, es fácil descubrir bajo
tales palabras una turbación ambigua ante esas señales de interés de los hom­
b res. Y prosigue, con la misma ambivalencia, «es el otro quien interroga, se tor­
tu ra por lo que se esconde detrás del velo. Corre, fantasea, sueña e intenta sedu­
cirme, quitarme el velo». 1 9 Un imaginario que está lejos de ser neutro, evidente­
mente, y que ilustra la erotización del lazo con el otro bajo la protección del velo,
pero permanece dentro del respeto riguroso de las reglas y la sublimación lúdica
del deseo que transforma la prohibición del contacto en un placer permanente
de la vista y de la imaginación. «El único recurso que me queda en mi ciudad es
el velo -continúa diciendo la misma mujer-, aunque no sea más que un pedazo
de tela, mi cuerpo está protegido, mi piel está libre». Estos ejemplos son insufi­
c ie ntes para agotar la relación de la mujer árabe musulmana con el velo que lle­
va o no, pero muestran la ambivalencia que subyace bajo tales usos.

1 8 . Allami, Noria, op. cit. , pág. 1 50.


1 9 . lb{dem, p ág. 1 57.

1 99
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

La fantasía erótica del hombre ante la mujer velada es muy conocida en la lite­
ratura árabe musulmana. Un arquitecto de treinta años, interrogado por N. Alla­
mi, ofrece un testimonio al respecto. A sus ojos, la mujer velada «crea un ambien­
te sexual . . . En la calle, cuando estamos en grupo y pasa una mujer con velo, sea
joven o anciana, madre de familia con un niño en brazos, nada impide la mira­
.da. Y si la mujer está completamente velada, es decir que no cuenta más que con
un ojo para guiarla, es terriblemente atractiva. En el exterior, el hombre toma re­
vancha del mundo interior, el mundo femenino . . . Afuera, el hombre ya no es el
mismo. Está en su ambiente y da libre curso a sus fantasías, a su imaginación, y
el padre más respetuoso se comporta como cualquier mujeriego».2º Y cuenta un
recuerdo memorable que ilustra el poder de atracción que confiere el velo, al mis­
mo tiempo que el anonimato absoluto que procura a la mujer: «Estaba frente a
mi casa, cuando vi de lejos una silueta estilizada y bien envuelta en su velo, con
el paso seguro, y que además, se dirigía hacia mí. Fantaseo enormemente y no
puedo creer en mi suerte, era demasiado hermoso. Pero la mujer se planta ante
. mí y descubre su rostro, era mi madre».21 Confiesa luego que una mujer sin velo
«le interesa mucho menos. Si la mujer está descubierta, le pediría que se vele en
ciertos momentos, para recrear el clima del que hablaba». Un testimonio similar
en un jurista de treinta años, también argelino: «En la gran ciudad, en el anoni­
mato, puedo mirar y cuando veo los dos ojos, puedo hacerme preguntas acerca
del cuerpo. Si el rostro está completamente descubierto, mi imaginación se esti­
mula aún más. A aquellas que son contrarias a la tradición y a la norma social, y
por lo tanto, de costumbres livianas, las rechazo categóricamente».22
En la interacción social, el hijab está frecuentemente lejos de su función ofi­
cial de proteger a la mujer, de alejarla de la codicia masculina al presentarla como
marcada, retirada de la circulación social, bajo la protección de sus hermanos,
primos, padre, y proscripta a cualquier otro contacto en nombre del honor del
grupo familiar de los hombres. Una de las causas antropológicas del velo (o de la
máscara) resurge a pesar de las prohibiciones, favorece la liberación de las fanta­
sías en el imaginario del hombre y de la mujer. El velo funciona entonces com o
un vector de erotización de la relación hombre-mujer, pero aleja el peligro del
pasaje al acto. Entre la mujer atenta a las conmociones que despierta y el h om ­
bre atraído por el misterio de ese rostro velado, se crea una tensión que dura si n
duda un instante, pero introduce una bocanada de picardía y deseo en el propio
núcleo del riguroso dispositivo social y moral.

20. Ibídem, pág. 1 6 1 .


2 1 . Ibídem, pág. 1 60.
22. Ibídem, pág. 1 66.

200
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Enmascarar

Enmascarar

En nuestras sociedades occidentales, el principio de identidad se aloja esen­


cialmente en el rostro. Deshacerse de él provisoriamente a través del uso de una
máscara o de un velo o de una caracterización que dificulte el reconocimiento
de los rasgos es un acto de gran alcance en que el individuo, a veces sin adver­
tirlo, traspasa el umbral de una posible metamorfosis. El ocultamiento del ros­
tro, gracias a esa estratagema, lleva consigo un sentimiento propicio al juego, a la
transferencia de personalidad, a la emergencia de un estado donde todo se vuel­
ve posible. Los rasgos ya no fijan al individuo y lo liberan de su sometimiento al
rostro, en cierto modo, la última fortaleza de su ser íntimo. Al borrar su rostro
por un artificio, y sobre todo con la modalidad de la máscara, el individuo se li­
bera de las exigencias de la identidad, deja aflorar las tentaciones que acostum­
bra reprimir o que descubre aprovechando esa experiencia. El individuo ancia­
no puede no reconocerse ya en sus actividades puesto que no debe rendirle más
cuentas a su rostro. En esas circunstancias, la disimulación es una revelación.
«El hecho de que la máscara nos absuelve de esa manera -dice Peter Brook- que
nos proporciona algo detrás de lo cual protegerse, nos dispensa de escondernos.
Es la paradoja fundamental que se encuentra en el teatro, pues estando seguros,
podemos exponernos al peligro».23
La máscara es liberadora de identificaciones múltiples porque absorbe el ros­
tro vivo del individuo, disuelve la carne y sus familiaridades, disgrega las refe­
rencias y los requisitos del sentimiento habitual de identidad y lo sustituye por
un rostro de delegación, artificioso, inmóvil, una superficie de proyección don­
de el imaginario puede dibujar a su gusto. La máscara quita el yugo de la miría­
da de disposiciones que se acumulan en cada hombre y que sólo esperan las cir­
cunstancias favorables para desarrollarse a plena luz. En ese sentido, no es un
«rostro falso», como se lo ha descripto, sino una disponibilidad del rostro, un
lugar sin límites, de acogimiento del Otro. Y su carácter de estático es justamen­
te la condición para las metamorfosis que favorece. Despojarse a gusto del pro-

23. Brook, Peter, en Aslan, O. y Bablet, D., Le masque: du rite au théatre, París, CNRS, 1 985, pag.
20 1 . Hablando del carnaval que hechizaba a Alejandría con su vértigo durante tres días y tres
noches, bajo el anonimato del dominó de terciopelo negro, L. Durrell escribe: «Bajo esa trans­
formación, el hombre se siente libre de hacer todo lo que quiera sin que ninguna censura se
interponga. Los crímenes más puros de la ciudad, los más trágicos desprecios, son los frutos
anuales del carnaval, mientas que la mayor parte de las aventuras sentimentales comienzan o
terminan en el transcurso de esos tres días y tres noches en los que nos sentimos liberados del
yugo de la personalidad, de la servidumbre a nuestro yo». Durrell, Lawrence, Balthazar, París,
Livre de Poche, 1 959, pág. 332.

20 1
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

pio rostro implica, en consecuencia, la posibilidad de revestir todos los rostros


posibles, responder a todas las transformaciones deseadas. La eficacia simbóli­
ca permitida por el uso de la máscara despliega recursos del individuo a menu­
do reprimidos antes de que vuelva a ser quien es. Lo transfigura fuera de la ley
común y de sus antiguas prohibiciones, lo revela a sí mismo. Allí reside el posi­
ble poder de la máscara, el de quitar la esclusa de las innumerables facetas que
componen a la persona (de persona: del latín, máscara de teatro). La ficción del
«yo» se disgrega y aparece como una colección de máscaras que se usan en di­
ferentes circunstancias de la vida. El rostro es ese barniz indispensable que hace
posible el lazo social a través de la responsabilidad que le otorga al individuo en
su relación con el mundo. Con su rostro y con el del otro, el actor responde por
sus actos y sus pensamientos. La máscara que esconde los rasgos suspende in­
mediatamente la exigencia moral. Quita el cerrojo del yo y da libre curso a la
emergencia de la pulsión.
El novelista japonés Kobo Ave reflexionó profundamente acerca de la más­
cara en El rostro ajeno. El personaje central, cuya voz teje la trama de la novela,
ha sido víctima de un accidente que lo desfiguró e imagina crear una máscara
en material plástico, suficientemente fino en su terminación y flexibilidad como
para dar el aspecto de un rostro vivo. Sus conocimientos profundos en ese tema
lo llevan a la creación de una obra casi perfecta. Al colocarla sobre sus rasgos
destruidos, irreconocibles, se decepciona por su impasibilidad, por su rigidez.
Comprende entonces que la máscara que lo envuelve debe ser educada como
si fuera un niño, hay que enseñarle las mímicas, las expresiones más familiares.
De entrada, la máscara aparece como Otro, hay que guiarla en su camino por el
mundo antes de que tome sus propias decisiones de manera autónoma. El na­
rrador, poco a poco, se va desdoblando, desbordado por un instante por las exi­
gencias del rostro plástico que hace emerger tendencias ocultas hasta entonces.
Sin embargo, sigue siendo el mismo hombre, lacerado por el accidente y la des­
figuración. Lleva una doble vida, una bajo la égida de la máscara, al acecho del
mundo, atento a los acontecimientos, viendo ya las cosas desde un ángulo di­
ferente, y otra bajo la de su rostro arruinado, confrontado a las miradas piado­
sas o curiosas que no lo dejan en paz, y rumiando el drama de su identidad des­
garrada, especialmente en la relación con su mujer. Con el paso del tiemp o, la
máscara se va asegurando, se instala en una especie de posesión donde se cris­
taliza el hombre nuevo en el que se convierte cada día más. Así, ante un esp ej o,
el narrador no puede vencer la tentación: «Nos miramos durante unos minuto s.
Enseguida, el otro se echó a reír; y yo también reí. Me deslizaba así en la piel del
otro, sin oponer resistencia. Ambos estaban unidos, yo me había convertido en

202
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Enmascarar

él. No encontraba su rostro especialmente bello, pero tampoco necesariamente


feo. Comenzaba ya a sentir y pensar con ese rostro».24
La autonomía progresiva de la máscara lleva al narrador más lejos de lo que
deseaba. Las resistencias de su antigua personalidad, privada de rostro y social­
mente rechazada, ceden rápidamente ante el poder de la identidad nueva que se le
impone. Los cerrojos morales de la antigua identidad pierden su arraigo a lo que
queda de su rostro original. Una represión, primero en estado de fantasía, se hace
cada vez más invasiva. La desfiguración había puesto al narrador fuera de la ley
común haciendo de él un objeto de miradas espantadas. Ahora, a través del vérti­
go de la máscara y la fuerza de la pulsión liberada en ella, considera diferentes ma­
neras de eximirse tomando él mismo la iniciativa. Seguro de su impunidad, pues
nadie puede reconocerlo cuando comete los delitos, piensa en provocar incen­
dios, en librarse a agresiones sexuales, etcétera. La novela termina con el pasaje al
acto que sella la muerte definitiva de su antigua identidad al asesinar a su mujer,
quien ha descubierto su nuevo rostro. Como si el bautismo de la máscara exi�ie­
ra la ruptura inapelable de toda atadura anterior. La transferencia de personali­
dad se ha operado por la alquimia de la máscara. Otro rostro es otro territorio de
identidad. La máscara o la caracterización nunca son sucedáneas del rostro, son
vías de acceso a nuevas posibilidades de ser, hasta entonces prohibidas o reprimi­
das. Son los salvoconductos de una experimentación sin impedimentos. Cambiar
de máscara a gusto es como sacar ejemplares de un bestiario de personalidades. A
imagen de Fantómas, de Arsenio Lupin o de El señor Lecoq, que multiplican los
disfraces y las caracterizaciones, el hombre audaz puede vivir simultáneamente
varias existencias, cada una bajo la égida de una identidad provisoria.
La máscara o la caracterización, al suspender la sensación del rostro y su su­
perioridad en la relación con los otros, anulan una parte de las exigencias de la
identidad, dan al individuo el sentimiento nuevo de otro enfoque del mundo,
donde su cuerpo se compromete por completo. Algunos ejercicios de teatro apro­
vechan tal metamorfosis en la formación del comediante. Peter Brook evoca en
una entrevista lo que adviene luego de la colocación de una máscara sobre los
rasgos del comediante. «En el momento en que el rostro se borra de ese modo
-dice- se experimenta una impresión sorprendente: de pronto, se toma concien­
cia de que el rostro con el que vivimos, y del que sabemos que todo el tiempo
transmite algo, ha desaparecido. Se experimenta una sensación extraordinaria
de liberación. La primera vez que uno lo practica, el ejercicio cuenta como un
gran momento: uno se siente de pronto liberado, momentáneamente, de su pro -

24. Ave, Kobo, La face d'un autre, París, Stock, 1987, pág. 1 05. [En español: El rostro ajeno, Ma­
drid, Ciruela, 1994 ) .

203
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

pia subjetividad. Y eso despierta, irresistiblemente, la conciencia del cuerpo».25


El rostro deja de ser, de pronto, la capital de sí y libera al hombre de la influen­
cia del sentimiento de identidad. Su resplandor expresivo se suspende proviso­
riamente, se libera de cualquier exigencia al respecto.
La expresividad se despega de la necesidad de comunicación y el hecho de
quitar la investidura del rostro aporta una conciencia ampliada de las sensacio­
nes que atraviesan el cuerpo. Jean-Louis Barrault lo dice a su modo: «Apenas se
calza uno una máscara, lo fantástico aparece. La percepción se modifica según
la inclinación de las vértebras, todo el cuerpo se vuelve rostro y sensibilidad. En
lugar de mirar con los ojos, se mira con los senos. Se respira con el ombligo, el
vientre, los brazos con las manos desplegadas toman el lugar de las orejas, las ro­
dillas se vuelve mandíbulas, y ¿qué es el sexo sino una boca? El hombre enmas­
carado se convierte en un ser biológico».26 Ciertamente, es difícil decir que el
hombre se vuelve exactamente un ser biológico, pues las percepciones que ema­
nan del cuerpo se descifran a través de un filtro simbólico donde se mezclan las
influencias culturales y la historia singular de un individuo. El cuerpo nunca es
natural.27 Pero el sistema anterior de las investiduras del cuerpo se ha interrum­
pido, los hábitos perceptivos se han modificado profundamente y el individuo
llega así a descubrir una parte oculta de su relación con el mundo. Y lo sensorial,
liberado de la moral de la vida cotidiana, puede recuperar su ascendencia.
La máscara introduce con fuerza al individuo en la relatividad de la identi­
dad actual, habla brutalmente de la precariedad, de lo aleatorio de la condición
presente, cuando tantas figuras son posibles. La extrañeza que introduce en el
centro de la familiaridad y el vacío que descubre en el núcleo de la evidencia,
aportan al actor el asombro de ser él mismo, de no ser más que él mismo. Al to­
mar conciencia de su carácter contingente por la impresión de poder que ema­
na del uso de la máscara, el individuo vive un instante de vértigo. Ya no perci­
be su antiguo rostro y se libera de las exigencias de identidad que le están liga­
das. Se abandona a partir de entonces a esa energía o la rechaza bruscamente
quitándose la máscara, invadido por el miedo y en rechazo a la demanda de ser
otro que él mismo.
Toda relación íntima con la máscara es perturbadora e incluso peligrosa en
potencia. Y los comediantes no ignoran la atracción ambivalente que contiene.
En el teatro, la máscara nunca es descartada como los objetos ordinarios de la

25. Brook, Peter, op. cit., pág. 1 94.


26. Barrault, Jean-Louis, op. cit., pág. 1 8 1 .
27. Cf. le Breton, David, La sociologie du corps, op. cit. [En español: La sociología del cuerpo, op.
cit. ] .

204
6. OCULTANDO EL ROSRO 1 Enmascarar

puesta en escena. Numerosas tradiciones evocan el respeto mezclado con temor


del comediante hacia la máscara que reviste. Giorgio Strehler, sensible a la parte
ambigua de lo sagrado que ella contiene, por las proyecciones del hombre de las
que es objeto, subraya su dimensión ritual. Sobre este tema, recuerda a un Arle­
quín que se representó en la tradición de la Commedia dell'arte. En las primeras
representaciones, los comediantes salían al final del espectáculo a saludar al pú­
blico con el rostro descubierto, después de haberse despojado de sus máscaras y
de haberlas lanzado a la trastienda. Pero, poco a poco, por propia iniciativa, las
recogieron rápidamente después del saludo del público, hasta el momento en
que aprendieron a retirárselas con un gesto que las retiene con la mano sobre la
frente. G. Strehler concluye esta anécdota significativa diciendo que desde ese
día, nunca más vio las máscaras abandonadas allí donde las habían tirado. Cada
comediante la colocaba en el lugar de honor de su mesa de maquillaje.28
La máscara exige el respeto, toma tanto como se deja tomar entre las manos
del comediante. Al volverse una segunda piel que esconde la piel viva del rostro,
suele comandar el juego. P. Brook, cuando trabajaba en la adaptación teatral del
Mahabarata, evoca una máscara balinesa de la cual cada comediante que la cal­
zaba sentía el poder: «Es un peligro singular. Realmente, las máscaras irradian
fuerza; si uno es suficientemente sensible a ella, es probable que no la utilice de
manera nefasta, pero esto puede producirse y haber peligros de orden psíquico
en utilizar algo demasiado fuerte para uno».
La máscara es un agente de metamorfosis, según el estilo de su conformación y
las fuerzas que ella contribuya a cristalizar en quien la lleva puesta. Pero su efecto
es imprevisible pues traduce la alquimia de un encuentro entre dos potencialida­
des, la del hombre y la que contiene la máscara. El borramiento que se busca del
rostro no deja indiferente, suscita a menudo él júbilo de ser otro, provisoriamen­
te disponible para identidades innumerables. También puede engendrar el mie­
do, la angustia de estar privado de referencias tranquilizadoras que consolidan la
identidad en la certeza de un rostro. Un recuerdo perturbador de Rilke ilustra am­
bos medios a través de la proximidad posible de esos dos efectos. Un niño se en­
mascara: «Fue verdaderamente grandioso, más allá de toda expectativa. El espe­
jo lo reprodujo al instante: era demasiado convincente. Inútil hacer muchos mo­
vimientos; esa aparición era perfecta, y sin que yo hubiera contribuido a ello». El
niño queda maravillado ante la facilidad para volverse otro, se complace en verse
y prueba su libertad con movimientos amplios que le confirman su bienestar.
De pronto, un velador cae, el niño sale de su trance, de su júbilo, un poco asus­
tado. Un sentimiento de despersonalización se despierta en él. Busca en vano
28. Strehler, Giorgio, Un théatre pour la vie, Fayard, París, 1 980, págs. 1 63- 168.

205
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

despojarse de su disfraz: «Desesperado de rabia, me lancé al espejo y seguí el


trabajo de mis manos mirando con dificultad a través de la máscara. Pero ésta
no operaba sino eso. Era su momento de revancha. Con una angustia que crecía
desmesuradamente, me esforzaba por evadirme de algún modo de mi disfraz,
mientras éste me obligaba por no sé cuáles medios a elevar los ojos, y me impu­
so una imagen, no, una realidad, una extraña, incomprensible y monstruosa rea­
lidad que me penetraba contra mi voluntad: pues en ese momento, él era el más
fuerte y el espejo era yo». La pérdida del rostro desemboca en la posesión de la
identidad exigida por la máscara. Al haber borrado sus rasgos, el niño ya no se
pertenece. Al haber revestido el signo de una fuerza extraña, se deja invadir por
ella. Incapaz de escapar a esa dominación, el niño, presa del pánico, huye gri­
tando. Sus padres, su familia, lo rodean. «Y finalmente me arrodillé ante ellos,
como nadie nunca se arrodilló; me arrodillaba y levantaba las manos hacia ellos
y suplicaba: "Sáquenme, si todavía se puede, y no me devuelvan más", pero ellos
no escuchaban nada; yo ya no tenía voz».29
La máscara desencadenó la desposesión de sí, y la irrupción-'de una fuerza
salvaje que se apropió del niño devoró momentáneamente su rostro e invadió
su ser hasta quitarle la voz. Privado de la protección de un rostro familiar en el
cual la identidad está sólidamente aferrada, el niño libera sin saberlo contenidos
inconscientes y se abandona a la angustia. El fenómeno es frecuente.
N. Breytembach, en su obra sobre el maquillaje libre, evoca también anéc­
dotas del mismo género. Por ejemplo, cuando un niño acepta ser maquillado
por otro, sin intervenir en la caracterización ni controlar su progresión. Al ver
el resultado en la imagen que le remite el espejo al final de la sesión, suele su­
ceder que algunos niños, aterrorizados, se desmaquillan rápidamente con an­
siedad y se rehúsan luego a repetir la experiencia. 30 El Otro, clavado en el ros­
tro, está en el centro del terreno como el caballo de Troya y parece anunciar la
inmanencia de una destrucción de allí en más ineluctable, pues el signo más
importante del sentimiento de identidad ya ha sido conquistado. A partir de
entonces, el edificio entero puede disgregarse y la locura puede tomar pose­
sión del terreno. «La máscara -dice G. Bataille- comunica la incertidumbre
y la amenaza de cambios súbitos, imprevisibles y tan imposibles de soportar
como la muerte. Su irrupción libera lo que uno había encadenado para man­
tener la estabilidad y el orden».31

29. Rilke , R.-M., Les cahiers de Malte Laurids Brigge, op. cit., pág. 95 y sqq. [En español: Los cua­
dernos de Malte Laurids Brigge, Barcelona, Océano, 1999] .
30. Breytembach, Nancy. op. cit, págs. 1 07 y sqq.
3 1 . Bataille, Georges, «Le masque», CEuvres completes: écrits posthumes: 1 922- 1 940, París, Galli-

206
6. OCULTANDO EL ROSTRO j Anonimato

La figura revestida disuelve el rostro en su baño de ácido para liberar los con­
tenidos inconscientes y desencadenar el miedo. Al desprenderse de los signos
más sólidos de su identidad, el actor abre en él una vulnerabilidad. Expulsar el
propio rostro implica pues disponerse para otra cosa, a veces desconocida: aban­
donar las referencias de identificación para gozar de una libertad sin obstácu­
los pero no sin peligro. La máscara es un medio de transgresión al plano social
por el margen de maniobra que le provee, pero también al plano individual por
la sublevación al principio de identidad que suscita. Sin duda, no es sorpren­
dente entonces que en numerosas sociedades tradicionales, los mitos del origen
de las máscaras enlacen la invención de éstas con la tentación del incesto o con
la transgresión de su tabú, es decir, la transgresión por excelencia, la que pone
al hombre más allá de los hombres, en un estatus irresoluble.32 Tampoco asom­
bra recordar que en numerosas sociedades, una máscara funeraria se coloca so­
bre el rostro del cadáver. La máscara ya no es aquí agente de metamorfosis, sino
que, a la inversa, retiene el rostro, recuerda aún su organización perdida. Es un
intento por oponerse al trabajo insistente de la muerte. Bajo la máscara, el hom­
bre está entregado a la gran aventura del más allá, pero la forma estática que deja
ver al mundo y que lo esconde a cualquier curiosidad recuerda que ese viaje es
un asunto que sólo le incumbe a él.

Anonimato

«La máscara, en Venecia, no es un disfraz sino un anonimato» -escribe Mon­


tesquieu. Y habla luego de las cortesanas que la usan para librarse a alguna aven­
tura galante en las góndolas, donde su honorabilidad no corre riesgo. La más­
cara mundana aparece en la sociedad refinada de Europa de los siglos XVI y
XVII. Su función no es la de travestir al individuo, ni proponerle una identidad
de recambio, sino la de asegurarle el incognito durante sus desplazamientos, cu­
briéndose el rostro, un poco a la manera en que los ladrones se colocan un pa­
samontañas en la cabeza antes de intentar un golpe. Una de las razones de ser
de la máscara consiste en esconder los rasgos del rostro, hacerlo irreconocible.

mard, 1 970, págs. 403-406. «Como el latín larva que designa el aspecto al mismo tiempo que
el instrumento del disfraz -comprueba André Chastel-, la palabra máscara, y la italiana mas­
chera (de la que proviene) debió designar antiguamente una especie de vampiro, una crea­
ción fantasmagórica de carácter demoníaco. La noción ha sido asociada por mucho tiempo a
las manifestaciones diabólicas . . » Chastel, André, Fables, formes, figures, París, Flammarion,
.

1 978, pág. 250.


32. Cf. Maertens, J.-T., Le masque et le miroir, Aubier, París, 1 978, págs. 15 y ssq.

207
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Aquí no se apunta a la metamorfosis, aunque en los hechos, la disimulación pre­


ludie la realización de actos que el individuo no osaría cometer a rostro descu­
bierto. En primer lugar, se trata de realizar con toda impunidad una transgre­
sión de los códigos sociales. Para ponerse al abrigo de las consecuencias de su
emprendimiento, si fuera reconocido por un testigo, el individuo quita el signo
que lo hace vulnerable a la indiscreción de los otros. Pero la máscara mundana,
bajo los auspicios del dominó, del antifaz y de la bautta, favorece más las intri­
gas amorosas o políticas que el crimen. Se vuelve con frecuencia un instrumen­
to de deleite en la connivencia de las parejas que se encuentran en igualdad de
condiciones, con el rostro disimulado.
Se servían de ella en la corte, donde las damas de la nobleza, los señores o el
propio rey llevaban máscaras livianas propicias a las intrigas, a la diversión, a
deslizamientos provisorios de identidad. Se participa así del emocionante juego
compartido del abandono, por un instante, de las referencias del rostro del otro,
preguntándose quién es. «La bautta -dice Giovanni Comisso- consistía en una
especie de mantelete con capucha negra y máscara. El origen de ese nombre es
el grito: 'bau, bau', con el cual se asusta a los niños. Todos la llevan en Venecia,
comenzando por el Doge, cuando quería ir y venir libremente por la ciudad. Se
impuso entre los nobles, hombres y mujeres, en los lugares públicos, para poner
un freno al lujo y también para impedir que la clase patricia fuera perjudicada en
su dignidad cuando se encontraba en contacto con el pueblo. En los teatros, los
guardianes debían controlar que los nobles llevaran bien colocada la bautta sobre
el rostro, pero una vez que entraban en la sala, la conservaban o se la quitaban a
gusto. Cuando los patricios se reunían por razones de Estado con embajadores,
el ceremonial prescribía igualmente el uso de la bautta para ambas partes».33
Esos trozos de tela de confección simple pero ingeniosa disminuían en un
tercio cualquier riesgo de reconocimiento del intrigante. Los antifaces de seda o
terciopelo introducían un suplemento de misterio en el encuentro y le agregaban
una pizca de inquietud favorable a la voluptuosidad. Los amantes adquieren el
aspecto de ladrones y disfrutan sin riesgos del temor que se inventan. En el bai­
le, con el rostro disimulado, las parejas pueden abandonarse a las fantasías m ás
halagadoras y a las intrigas más opuestas al orden moral oficial de su clase, pe ro
respetando las conveniencias. Pues, en ciertas circunstancias, la transgresió n tie­
ne su área de acción legitimada y delimitada por un simple trozo de tela.
Ese suplemento de turbación y de imaginario que da la máscara está en el o ri­
gen de la aventura de Amaril y Semira en el Cuarteto de Alejandría, de Lawre n-

33. Comisso, Giovanni, 1-es llgents secrets de Venise au XVIII' siecle, París, 1 944, pág. 37, citado en
Callois, Roger, Les jeux et les hommes, París, Gallimard, 1 967, pág. 370.

208
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Anonimato

ce Durrell. En el anonimato del carnaval, enmascarados, ellos se enamoran per­


didamente, y se citan para el año siguiente. Pero Amaril es un hombre de edad
avanzada, poco seductor. Semira está desfigurada por una enfermedad. Uno y
otro, llevados por sus sueños de perfección, ignoran aún su mutuo infortunio.
Mientras espera a esa mujer desconocida que lo fascinó el año anterior, Amaril
piensa en la prueba de la verdad que intentará haciendo caer el disfraz: «No se
atrevía a desenmascararse por miedo a que la vista de su rostro fuera repulsiva
para ella o que la decepcionara si volvía ese año como lo había prometido. Ena­
morarse de una máscara estando también enmascarado . . . ¿quién tendrá el co­
raje de quitársela primero? Quizás, los amantes deberían seguir su camino con­
servando sus máscaras».34 El peso del imaginario hizo de lo desconocido la ima­
gen misma del deseo infinito. Ese trozo de tela que tiene en la mano posee un
don que se ofrece con una extraña avaricia.
«Máscara: todo lo que queda del culto del bandido», escribe Henri Michaux.
La máscara es metamorfosis y/o incógnito para quien la reviste, sin saber to­
dos los riesgos que corre al ponerse a su merced. Para la víctima, o simplemen­
te para el hombre confrontado al rostro que se le oculta, es un instrumento que
pone distancia, ausencia de reciprocidad, incitación al miedo. El rostro descu­
bierto deviene el lugar de vulnerabilidad. En tales condiciones, el uso de la más­
cara impone la desigualdad de la relación. Traduce una toma de poder sobre el
otro escondiendo a sus miradas toda información sobre la identidad del hom­
bre disimulado y todos los indicios de los gestos o las emociones que lo atravie­
san. En lugar de un rostro expresivo, la víctima sólo ve un modelado inmóvil de
cera o cartón, un trozo de tela, propicio a las proyecciones de inquietud o angus­
tia. La máscara introduce turbación por el mutismo que conserva celosamente
acerca de lo que esconde. «Como es imposible leerla normalmente -dice E. Ca­
netti-, uno supone y teme lo desconocido que encubre».35 La máscara enarbo­
la el secreto. Dice en voz alta que no dirá nada, y orgullosa de esa actitud per­
versa, irradia el malestar.
Por esa inconveniencia calculada, la máscara deviene un instrumento de te­
mor e intimidación. Ya no es, como en la sociedad mundana, el modo conven­
cional de romper por un instante el orden moral o político. Su recurso señala
aquí una voluntad anunciada de ruptura con la trama de las leyes y usos colecti­
vos: asesinato, robo, agresión, etcétera. El hombre escondido se sustrae pruden­
temente a la mirada de los otros, los priva de la posibilidad ulterior de identifi­
carlo, en primer lugar, para protegerse de la policía. Aquel que intenta un asal-
34 . Durrell, Lawrence, op. cit., pág. 353.
35. Canetti , E1ias, Masse et puissance, París, Gallimard, 1 966, pág. 399.

209
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

to, raramente lo hace a rostro descubierto por temor a ser reconocido luego, y
también quizás, porque el registro del rostro obliga a cierto comportamiento, a
cierta exigencia consigo mismo y con los otros. A menos que ya esté endureci­
do. La máscara no sólo asegura el anonimato, también favorece la licencia y el
levantamiento de prohibiciones. Con el rostro oculto, como en el sueño, el indi­
viduo se atreve a acciones que no podría emprender con el rostro desnudo por
el temor a no poder luego mirarse de frente. Pero, en primer lugar, se trata de
realizar un acto reprobable con toda impunidad, fuera del marco legal o ritual
de la sociedad. Las largas capuchas del K.K.K. son una ilustración siniestra de
ello. Otras instituciones, por razones que les son propias, también protegen el
anonimato de sus miembros.
La tradición de los árabes nómadas, anterior al Islam o contemporánea, ejem­
plifica un uso social del velo con fines de protección personal. En esas socieda­
des, donde el individuo no se identifica en tanto valor propio, el hombre se asi­
mila simbólicamente a su rostro: wajh, un término utilizado en el Corán que
vale para la totalidad del ser, la persona en su sentido genérico. J. Chelhold ex­
plica la confusión cultural de la cara y la persona remontando la historia árabe
y recordando que la costumbre de velarse el rostro no sólo es propia de los Tua­
reg, sino que también pertenece a los nómadas y a los antiguos árabes. Sobre
todo en ocasión de las grandes reuniones tribales, donde conviene ponerse al
abrigo de cualquier posibilidad de ser reconocido. En esas sociedades suscepti­
bles, donde la venganza es una regla imperativa que sumerge al actor en la res­
ponsabilidad con respecto a su grupo, la búsqueda del anonimato es una nece­
sidad vital. El uso del turbante, impuesto por una parte por condiciones ecoló­
gicas particulares, especialmente para protegerse del calor y del polvo, «también
está dictado por el temor a ser reconocido y convertirse así en objeto de repre­
salias o venganzas de sangre».36 El árabe nómada cubre su boca y su nariz con
el extremo del turbante para envolverse. Mostrarse con el rostro descubierto es,
por lo tanto, una señal indiscutible de coraje del cual son dignos los valerosos
guerreros. Mostrar públicamente el rostro sin temer a las eventuales represalias
siempre en suspenso sobre cada representante de un grupo es una actitud noble
y valiente. Es la de los jefes. A la inversa, preocuparse por el anonimato, eclipsar
el rostro, es la actitud común.

36. Chelhold, J., Introduction a la sociologie de l'Islam, Beson-Chantemerle, 1 958, págs. 33-34 ; «La
face et la personne chez les arabes», Revue d'Histoire des religions, 1 957, nº 24, págs. 231 -24 1 .

210
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Modificar

Modificar

En la cirugía estética, hay que distinguir la intervención que restaura con


más o menos fidelidad y éxito un rostro arruinado después de un accidente o
enfermedad (hablaremos de este tema más adelante), de la intervención estéti­
ca que tiene como objetivo crear una forma nueva modificando el aspecto del
rostro a pedido de un actor que desea ofrecer otra «figuración» de sí. Numero­
sos estudios han mostrado que quienes recurren a la cirugía estética son a me­
nudo individuos en crisis (divorcio, desempleo, envejecimiento, fallecimiento
de un allegado) que encuentran en ese recurso la posibilidad de dejar de mirar
de frente las propias preocupaciones. Quieren cambiar bruscamente la orienta­
ción de su existencia cambiando los rasgos de su rostro o el aspecto de su cuer­
po. A lo inasible de su vida, oponen lo perceptible de su cuerpo y le cambian la
forma, seguros de que de ese modo van a actuar sobre su relación con el mun­
do. Allí donde todo desaparece a lo largo de la vida, el cuerpo es el único aside­
ro susceptible de asegurar al actor una posesión de sí. Es más cómodo cambiar
el cuerpo que la existencia, sobre todo si el actor está convencido de que una
cosa lleva necesariamente a la otra. Isabelle Faivre, autora de varios estudios so­
bre la psicología de los clientes de la cirugía estética, muestra que la emergen­
cia de la voluntad de modificar los rasgos del rostro o las formas del cuerpo, es
a menudo contemporánea del fin de la adolescencia y está ligada a relaciones
familiares difíciles donde la semejanza con alguno de los parientes se vive de
modo dificultoso. Modificar una nariz, por ejemplo, puede demostrar una vo­
luntad de desprenderse de una fuente de identificación materna o paterna asu­
mida en el malestar.37 El recurso de la cirugía estética es pues un intento sim­
bólico de ponerse uno mismo en el mundo rompiendo con una filiación de­
masiado evidente. Hacer que la carne del ser en el mundo ya no esté en deuda,
por una semejanza demasiado neta, con un padre o una madre del cual ahora
se quiere borrar toda huella.
Las estadísticas muestran que las mujeres recurren más que los hombres a
las cirugías. Ellas tienen más necesidad de adaptarse a los modelos normativos
de la modernidad: juventud, vitalidad, seducción. En las representaciones so­
ciales, el ocaso de la seducción es para la mujer el equivalente de una pérdida de
feminidad y una disminución de su razón de ser. Las categorías sociales más fa­
vorecidas se inclinan más a la cirugía estética que las categorías más populares,
donde la seducción no está tan regida por normas imperativas. Las poblaciones
que la utilizan más asiduamente son aquellas en que las relaciones con los otros
37. Cf. Faive, lsabelle, Psychologie et chirurgie esthétique, París, Maloine, 1 985.

21 1
ROSTROS. Ensayo antropal6gico 1 David Le Breton

dependen más de criterios de apariencia. Allí donde el look está cerca de ser lo
más determinante en el reconocimiento social.
Numerosos pedidos de cirugías están ligados también a trastornos de la ima­
gen del cuerpo que afectan sensiblemente a la existencia. Una nariz que parece
demasiado larga o demasiado corta, labios demasiado carnosos o mal dibujados,
etcétera. Frecuentemente, esa preocupación revela en profundidad la dimensión
imaginaria de la relación con el propio cuerpo. El rasgo físico percibido con dis­
gusto adquiere un lugar preponderante en la existencia e impide investir realmen­
te el propio ser como totalidad. Esa característica obsesiona al actor. Ya no ve más
que esa estridencia, que él asocia a todas las desgracias que complican su vida.
Allí donde, a los ojos de todos, la seducción es evidente y el rostro armonioso, el
individuo está convencido de que todo encanto está excluido de su persona por
su culpa. La fantasía es una de las modalidades de la relación del hombre con el
mundo, y la cirugía estética se aprovecha abundantemente de ella. En efecto, a ve­
ces, la operación es para el individuo la oportunidad de un nuevo comienzo en
la existencia, no por causa del rasgo físico rediseñado, sino porque el anterior re­
presentaba a sus ojos la fuente de todos sus males. A partir de entonces, se siente
otro hombre. La operación de cirugía estética no está lejos de la eficacia simbó­
lica. La búsqueda del cliente no consiste sólo en asumir una nueva forma de su
rostro o de su cuerpo, sino que adquiere realmente toda su dimensión en las con­
secuencias sociales, relacionales y personales esperadas de la intervención: una
mejor seducción, un nuevo comienzo en la vida o la esperanza de relaciones más
propicias con los otros. La voluntad se basa en el interés por modificar su propia
mirada y la de los demás sobre uno mismo y finalmente, restaurar una plenitud
de la mirada con el objetivo de sentirse existir plenamente.
En la apelación a la cirugía estética, se percibe la conjunción de una exigen­
cia normativa propia de un grupo social, en un momento dado de su historia, y
la singularización de esa norma en un individuo particular que se ha forjado un
ideal y busca, equivocado o no, realizarse concretamente. La operación quirúr­
gica que apunta a enderezar una nariz o un mentón, a suprimir arrugas o b olsas
bajo los ojos, es un intento de suprimir la ambivalencia de la relación con el ros­
tro haciendo deslizar los aspectos simbólicos de tal relación en lo real inm ediato
del cuerpo. A veces, es la peor manera de tomar la metáfora al pie de la letra y de
confundir el fantasma con su pretexto, para corregir en la carne una imperfección
que se sitúa en otra parte, en la historia del actor y en su relación con el mundo.
Modificación sin matices, brutal, de una imagen del cuerpo, que corta la car­
ne viva del sujeto ignorando el sentido figurado de la queja. La cirugía estética
funciona la mayoría de las veces sobre la negación del inconsciente, op era p o r

212
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Modificar

interpretación ingenua directamente sobre el cuerpo. Algo así como si un psi­


quiatra aconsejara a un paciente paranoico que desconfíe aún más y se proteja
con más eficacia de sus enemigos. Responder sin distancia a una demanda que
subraya esencialmente un sufrimiento en la relación con el mundo, donde el in­
consciente se implica con fuerza, puede hacer correr al paciente un importan­
te riesgo de desestructuración de la personalidad. Es un caso relativamente fre­
cuente. Allí también, tocar el rostro es afectar la existencia del actor, modificar
su trazado, trastornar su tonalidad.
Se trata de plasmar el ideal, de tomarlo al pie de la letra y arraigarlo en uno a
través de un acto de dominio. Aunque el imaginario sea la tela donde se borda
el nuevo motivo, el proyecto del actor es estimulado por la certeza de que para
modificar una existencia que no le aporta lo que merece, le basta con transfor­
mar las apariencias de su rostro y de su cuerpo para que aquella responda así a
sus deseos. Para cambiar de vida, primero hay que «cambiar de cara», con la se­
guridad de que el resto continuará. Si el rostro es la encamación más significati­
va de uno mismo, la metamorfosis de una vida decepcionante puede construir­
se por derecho propio gracias a la intervención plástica sobre aquel; evitando
así desarrollar una disciplina y una paciencia que supera la voluntad. La nariz
para enderezar, las arrugas para borrar o los labios que se desean mejor dibuja­
dos son planteados como «objetos negativos», responsables de los fracasos per­
sonales o profesionales de los cuales el individuo es la víctima.
La supresión del objeto malo, igual que el reemplazo de una pieza defectuo­
sa en una máquina, supuestamente pone en marcha, con todas sus funciones,
un cuerpo ahora purificado, provisto de accesorios específicos para ejercer la se­
ducción. La imagen se impone a través de la actitud de examen que caracteriza
en ese contexto lo esencial de la relación con el cuerpo y el recurso a una cirugía
normativa. El actor está en posición de mirar y juzgar ante su corporeidad que
reduce a un objeto y a una máquina mal concebida, culpable de vicios de forma
y de la cual conviene reemplazar las piezas conflictivas.
La resolución de las dificultades existenciales se funda completamente en la
corrección de la zona rechazada del rostro o del cuerpo: la soledad, la timidez, el
fracaso, la juventud que se va. Una operación sobre la apariencia física pondrá fi­
nalmente la suerte del lado del actor y hará realidad el encuentro con la vida y el
ideal. El rasgo que hay que modificar es la metonimia de la suma de contrarieda­
des encontradas. Se ve aquí en qué concierne de hecho la eficacia simbólica de la
operación quirúrgica y recuerda los procedimientos del chamanismo. Todo el mal
está puesto por transferencia en un órgano que se extrae o del que se modifica la
apariencia. De esa purificación se espera una existencia nueva y más propicia.

213
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Con la operación terminada y el objeto malo eliminado, el individuo puede


perder la sensación de su desgracia, verse completamente distinto y modificar
radicalmente su actitud ante los otros y ante su existencia.
Frecuentemente, el resultado de la operación es un aliento de sentido y, por
sobre todo, de vitalidad, que revierte profundamente el sentimiento de subesti­
mación que el individuo tenía de sí. Pero la eficacia simbólica puede fracasar con
facilidad y es posible que el resultado de la intervención no cambie nada, incluso
que suscite otra contrariedad. Por ejemplo, a causa de una mala relación con el
cirujano o con el equipo de atención médica o de una estructura neurótica de­
masiado arraigada para que la autoestima sea restaurada con tan poco o por una
reacción decepcionante del entorno luego de la operación. De igual modo, a me­
nudo, la modificación del rostro moviliza los fundamentos originarios del senti­
miento de identidad, aunque éste no haya sido vivido de un modo gratificante, y
perturba así profundamente las bases de la identidad. El operado resulta enton­
ces enormemente angustiado pues pensaba con ingenuidad que accedería final­
mente a su ideal y que ya no se reconocería. La cirugía estética no es la extirpa­
ción trivial o el agregado de un carácter físico sobre un rostro o un cuerpo, ope­
ra primero en el imaginario y, sobre todo, hace eco en el sentimiento de identi­
dad. Tiene una incidencia inmediata en la relación del actor con el mundo. Una
operación en el rostro no se compara con una operación en el brazo o la pierna,
pues afecta a las raíces del hombre, a menudo sin que él lo sepa. La relación es­
tablecida por el cliente con el cirujano y el equipo médico que lo atiende es un
elemento decisivo de la manera en que aquel vive y asume la intervención qui­
rúrgica luego de las primeras confrontaciones con el espejo. El cirujano no está
lejos del terapeuta, debe captar la significación de la demanda y acompañar a su
paciente durante el tiempo que precede y el que sigue a la intervención.
La cirugía estética o reconstructiva ha sido utilizada a veces en los estableci­
mientos penitenciarios, en Estados Unidos especialmente, con pacientes volun­
tarios que tienen un físico ingrato, con el objetivo de favorecer su rehabilitación.
Las operaciones más solicitadas son las intervenciones correctivas de la forma de
la nariz (rinoplastias) y del tabique nasal (septoplastias), revisiones de cicatrices
demasiado visibles y de tumores en el cuello o en el rostro. Aunque la apariencia
física no juegue un papel determinante en la elección de una actividad marginal,
es probable que, para ciertos pacientes, una operación de ese tipo pueda tran s­
formar su existencia y hacer menos problemática su reinserción. Una experien­
cia llevada a cabo en las prisiones de Texas muestra que sólo el 1 7% de los pri­
sioneros que se hicieron una cirugía correctiva fueron condenados nuevamente
poco después de su liberación, mientras que la población de reincidentes, en el

2 14
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Modificar

mismo período, alcanzó el 3 1 ,6%. Es probable que la atención de la que es obje­


to el prisionero desde que su demanda es aceptada y el hecho de ser liberado de
un rostro inconveniente (juzgando por las fotos que acompañan el relato de la
experiencia) hayan ayudado al prisionero liberado para una mejor integración
social, pero sólo hasta cierto punto. 38
El modelado quirúrgico del rostro contribuye ampliamente a la negación de
la edad. El lifting, por ejemplo, es un antídoto radical para la metamorfosis de
la piel sometida al proceso de envejecimiento. A la inversa de la máscara o del
maquillaje que se ponen en juego en la turbulencia y en el más allá de sí, la ciru­
gía estética aplicada al paso del tiempo sobre el cuerpo y el rostro del hombre da
testimonio de una voluntad de detener el flujo del mundo, de fijarlo sólidamen­
te de una vez y para siempre, protegiéndose a bajo costo de un porvenir juzga­
do aterrador. De ese modo, el lifting es una operación que consiste en hacer des­
aparecer las arrugas extendiendo la epidermis. Una experiencia renovable cada
cierta cantidad de años, pero que limita poco a poco la movilidad de los rasgos
y fija una especie de máscara. El lifting es una operación que se realiza de modo
selectivo en las capas privilegiadas de la población, las que están más atentas a
la seducción que pueden emanar, o aquellas cuya profesión impone salvar las
apariencias durante el mayor tiempo posible: artistas, hombres políticos, per­
sonajes públicos; grupos sociales en los cuales el rostro y el cuerpo son los va­
lores cardinales de la relación con los otros. Se libran a esta cirugía más muje­
res que hombres, aunque el imperativo de juventud de la modernidad también
empuja a éstos a hacerlo. Pero, más que el hombre, la mujer es vulnerable al en­
vejecimiento a través de las representaciones sociales que la tienen en la mira,
y debe combatir esa depreciación para seguir siendo «mujer», suscitar todavía
en su entorno un encanto que cada vez éste controla más. Una comediante con­
fiesa que el hecho de parecer vieja la perjudica más que serlo realmente. El tra­
tamiento desigual del envejecimiento en el hombre y en la mujer es una reali­
dad social muy conocida. De un hombre «de cierta edad» se puede decir toda­
vía que es un «seductor con canitas»; la sociedad es menos indulgente con una
mujer de la misma generación. El endurecimiento de los imperativos de juven­
tud o de seducción de las sociedades contemporáneas lleva a numerosas muje­
res hacia la cirugía estética para salvaguardar la imagen que tienen de sí y, so­
bre todo, su valor simbólico en la mirada de los otros. Sin duda, es una manera
de conjurar la muerte imponiendo al rostro una disciplina que modifica su na­
turaleza, pero ese es el precio que paga el actor por el sentimiento de que su se-

38. Spira, M., Chizen, J., Gerow, F., Baron Hardy, S., «Plastic surgery in the Texas prison system»,
British fournal of Plastic Surgery, 1 966, 1 9, 4, págs. 364-37 1 .

215
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ducción no ha sido afectada a pesar de su edad, de que la vejez está lejos, y más
aún la muerte. Se imita la juventud a través de algunos signos ostensibles: una
piel aparentemente intacta o una cabellera abundante. El lifting, más allá de la
deuda que paga a la necesidad de permanecer vivo a los ojos del entorno o del
público, es también una medida de seguridad ontológica que toma el actor. Al
modificar las apariencias del rostro, lugar donde se cristaliza el sentimiento de
identidad, el actor opera igualmente repercutiendo en éste y se procura un se­
gundo aliento. La cirugía aplicada a la lucha contra el envejecimiento es una de­
tención brutal de la metamorfosis del cuerpo, pero al mismo tiempo, mantiene
una ilusión más o menos eficaz de vitalidad.
La cirugía estética es también el campo de un comercio próspero donde los
factores relacionales propicios a dinamizar la eficacia simbólica están lejos de
ser prioritarios. Es una actividad peligrosa y a veces se traduce en desagradables
sorpresas para pacientes demasiado confiados. Una periodista de Le Monde, en
una encuesta que hizo acerca del ambiente desigual de los profesionales de la ci­
rugía estética, cuenta su periplo por varias clínicas, donde pide hacerse una ri­
noplastia. En un solo lugar, un médico la interroga sobre la necesidad de una
operación como esa en un rostro que le parece armonioso. Es también el único
que le presenta los riesgos de la operación que implica, en efecto, una anestesia
general. Los demás interlocutores, en varias clínicas, acceden enseguida a la de­
manda, sin sopesar jamás la significación de la cirugía para la paciente ni adver­
tirle sobre los riesgos que corre. 39
El éxito de la operación, además de la competencia del cirujano que no siem­
pre es la mejor, como lo han demostrado ciertas encuestas, también depende de
la investidura de la que es objeto de parte del paciente. Al respecto, el consenti­
miento frecuente del cirujano puede ser perjudicial. Numerosas secuelas posto­
peratorias están ligadas a la ceguera de un cirujano que responde con simpleza
a una demanda, sin preguntar por el sentido que ésta reviste para el paciente, y
para quien «rehacer» un rostro es un acto tan banal como modificar la tapice­
ría de una casa. Actitud de Pigmalión, que dice tanto sobre el cirujano compla­
ciente como sobre los pacientes que solicitan su ayuda. Intercambio de fantas­
mas, de algún modo, donde cada uno sirve al otro, pero donde el paciente es a
menudo el más perjudicado, aprendiendQ a costa de su propio cuerpo que mo­
dificar las estructuras del inconsciente no es tan simple como cortar por lo sano
la carne viva. Penetrando en la piel, el cirujano desestabiliza las bases de la iden­
tidad, sobre todo si se trata del rostro.

39. Thivent, Agnes, «Les mauvaises surprises de la chirurgie esthétique», Le Monde Dimanche,
27-7- 1 980.

216
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 De la impasibilidad a la 'caracrimen»

De la impasibilidad a la "caracrimen"

El grado cero de la expresividad del rostro es sin duda inalcanzable. La estra­


tagema jocosa imaginada por Philippe Halsman queriendo captar en los mode­
los que fotografiaba una «verdad profunda» haciéndolo saltar muy alto no pare­
ce una solución seria. Halsman pensaba ingenuamente que el condicionamien­
to social y el control ejercido sobre el rostro serían eliminados por el esfuerzo
físico. Del mismo modo, el hombre dormido no es seguramente el sujeto ideal
para sostener una tarea como esa. El cadáver, con el rostro totalmente tapiado
por el mutismo, nos muestra la distancia que lo separa de la expresividad de lo
cotidiano, que se alimenta no sólo con la presencia de los otros, sino también
con la ilusión permanente que acompaña al hombre en todas las circunstancias
de su vida. «El rostro muerto -dice E. Levinas- deviene forma, máscara mor­
tuoria, se muestra en lugar de dejarse ver, pero precisamente así, ya no aparece
como rostro».40 Tampoco se puede hacer del hombre impasible un hombre que
roza una especie de ausencia de expresividad.
La inexpresividad es, en efecto, un esfuerzo sobre sí mismo, fuertemente ri­
tualizado. Implica una especie de velo que el hombre coloca sobre su rostro para
guardar para sí sus sentimientos, una cortina simbólica que lo protege del jui­
cio de los otros. Al hacer de la superficie de su rostro, un motivo plano donde
no destella ninguna revelación, donde hasta la sombra de un indicio se rehúsa
a aparecer, el actor muestra a los testigos, que a menudo comparten la misma
actitud retraída, que la situación en la que está inmerso no le concierne, que no
tiene nada que ver ni decir al respecto. No hay nada que agregar. Algo ha suce­
dido que sin duda merece más atención, pero él no desea involucrarse. Y, para­
dójicamente, muestra ostensiblemente su indiferencia, la impone a los ojos de
todos. La impasibilidad es el esfuerzo ritual que consiste en suspender delibera­
damente los hábitos rituales del rostro y del cuerpo, para sólo dejar ver el gra­
do menos revelador de la expresividad. Es ese atrincheramiento que provee una
protección personal dentro del intercambio social, ofreciendo a los demás el sig­
no de la menor implicación posible, lo que salva las apariencias y permite man­
tener a minima el lazo social.
La impasibilidad del rostro es una astucia del individuo colocado en una si­
tuación delicada y que debe acallar sus sentimientos para no descubrirse ni lla­
mar la atención. Los casos característicos de impasibilidad son numerosos: el
culpable puesto en situación difícil; el ladrón de comercios que no debe traicio­
nar sus malas intenciones y se esfuerza en dar la impresión de estar ausente, de
40. Levinas, Emmanuel, Totalité et infini, op. cit., pág. 239.

217
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

que no le conciernen las miradas que se posan en él, y busca hacerse transpa­
rente entre los movimientos de la multitud. Todo su ser muestra una inocencia
que nadie le pide todavía que pruebe; el hombre que se reprocha interiormente
una acción que acaba de resurgir en su conciencia por un acontecimiento ines­
perado; el que teme una acción hostil hacia él, por ejemplo, racista, y busca pasar
inadvertido; el testigo involuntario de una acto delictivo que, por alguna razón,
teme por su vida o su tranquilidad y muestra ostensiblemente que no se siente
implicado por lo que vio; el niño autista que hace de la impasibilidad una ten­
sión constante, la ética aparente de su relación con los otros, el refugio del que
es difícil liberarlo. Pero el esfuerzo de impasibilidad puede romperse fácilmen­
te, en perjuicio del actor que no supo contener su emoción.
La inexpresividad es un movimiento ritual provisorio, pero que puede deve­
nir una constante de la relación con los otros, especialmente en las sociedades
totalitarias donde el espacio público está considerablemente restringido por la
falta de una zona suficientemente confiable para que cada uno pueda expresar
realmente lo que piensa o siente. Si la vigilancia está a la vez en todas partes y
en ninguna, inasible en sus manifestaciones, pero terriblemente peligrosa para
la libertad o la vida de quien desgraciadamente se exponga, entonces, la impasi­
bilidad se vuelve una exigencia permanente, una estrategia para sobrevivir, una
forma de autismo controlado en el propio núcleo del lazo social. Sin duda, E.
Canetti piensa en esas sociedades cuando escribe que «la costumbre no adquie­
re en todas partes la misma posición con respecto al libre juego de la fisonomía.
Muchas civilizaciones limitan fuertemente la libertad del rostro. Mostrar inme­
diatamente la pena o la alegría pasa por inconveniente, esas expresiones se guar­
dan, el rostro permanece calmo».41 No hay que confundir la expresión de la in­
diferencia con el sentimiento de indiferencia: la primera es un refugio, un me­
dio de preservarse de la indiscreción de los demás -de los cuales, con o sin ra­
zón, hay que desconfiar-; es necesaria en las sociedades totalitarias donde la ma­
nifestación franca de una emoción puede engendrar la sospecha de los testigos.
Ese imperativo de control apunta a tratar de hacerse transparente, insignifican­
te, sin relieve de ninguna clase en el espacio.
La experiencia política de ciertos países muestra que la impasibilidad puede
romperse en parte y transformarse en un rostro unánime de resignación. Mircea
Dinescu, poeta rumano, habla así de su país durante algunos meses durante la
dominación de Ceaucescu: «No existe discurso presidencial en que la palabra

4 1 . Canetti, Elias, op. cit., pág. 3 1 7. C( también Cochart, Dominique y Haroche, Claudine, «lm­
passibilité, isolement et indifférence dans les sociétés totalitaires», Cahiers Internationaux de
Sociologie, vol. LXXXI V, 1988.

218
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 De la impasibilidad a la "caracrimen"

"felicidad" no se machaque en distintos tonos. Basta con mirar a los miembros


del partido, esos rostros eternamente sombríos y hoscos que no han sido rozados
por la brisa ligera de esa palabra; basta con observar a la gente común que llena
las estaciones ferroviarias con su aire inquieto y preocupado, sus bolsas llenas
de pan, sus ropas grises que traducen tan bien su estado de ánimo . . . No somos
nórdicos, y nos reíamos fuerte entre nosotros, con estruendo, lo que nos valía a
veces el hecho de ser tildados de "balcanismo': pues nuestro sentido del humor se
extendía a todas las cosas, incluso a veces, a cosas trágicas. Hoy en día, la sonrisa
se ha vuelto un producto escaso en Rumania» (Libération, 1 7-3- 1 989 ) .
Después de tres semanas de encuestas en el sudeste de Estados Unidos, ca­
racterizado como negro y asumiendo su amarga condición, John Griffin obser­
va en el espejo de los baños cómo la metamorfosis de su rostro se ha producido
no sólo en su forma, sino en su modulación: «Noté también que mis rasgos se
habían vuelto estáticos. En reposo, mi figura estaba marcada por una expresión
tensa, taciturna, que es la de tantos negros en el sur».42 El personaje que actúa se
impone al hombre que es; el miedo que experimenta en esa situación modifica
sin saberlo la expresividad de su rostro.
«Esconder los sentimientos -dice G. Orwell-, controlar la expresión, hacer
lo que hacían los otros eran reacciones instintivas»43 acompañadas por la obse­
sión de develar algo sin querer, de dejar entrever un indicio que no escapará a
los innumerables ojos del poder. Y un día, Winston vive un momento de des­
cuido antes de descubrir que una mujer lo observa. El terror lo invade: «No sa­
bía desde cuándo lo miraba. Quizás, ella estaba allí desde hacía unos cuantos
minutos y posiblemente Winston no hubiera controlado completam ente la ex­
presión de su rostro. [ . . . ] Lo más insignificante podía traicionar. Un tic nervio­
so, una inconsciente mirada de ansiedad, el hábito de murmurar para sí, todo lo
que pudiera sugerir una anormalidad, que había algo que esconder. En cualquier
caso, mostrar en la cara una expresión inapropiada (parecer incrédulo cuando
se anunciaba una victoria, por ejemplo) era por sí misma una ofen sa punible.
Incluso había en neolengua una palabra para designar esa ofensa. S e la llama­
ba caracrimen».44
Solzhenitsyn, en su testimonio sobre los campos soviéticos, da un ejemplo
asombroso del "caracrimen': Evoca la instrucción férrea de la que un hombre
es objeto, a punto de ser condenado a diez años de cautiverio. El inquisidor lee
a la víctima aturdida el inventario meticuloso de sus hechos y gestos de los días

42. Griffin, John, op. cit.


43. Orwell, George, 1 984, Folio, pág. 3 1 . [En español: 1 984, Destino, 1 949] .
44. Orwell, G., ib{dem, pág. 93.

219
ROSTROS. F.nsayo antropológico 1 David Le Breton

anteriores: «Luego, usted fue visto con alguien: ambos se quedaron media hora
en medio del frío y tenían el entrecejo fruncido, una expresión de descontento.
Mire, incluso fueron fotografiados durante el encuentro».45 Solzhenitsyn cuenta
otra anécdota no menos sorprendente. Al final de una conferencia del Partido,
se propone una moción de fidelidad al camarada Stalin. Todos los delegados se
levantan y aplauden con entusiasmo. Un minuto, dos, tres, cuatro. Nadie se atre­
ve a dar la señal de interrupción. El tiempo pasa. Diez minutos, «¡Están muer­
tos! ¡Agotados! ¡Ahora ya no pueden detenerse, hasta que caigan muertos por
una crisis cardíaca!... ¡Es la locura! ¡La locura colectiva! Se miran unos a otros
con una débil esperanza, pero el entusiasmo está pintado en sus rostros, los di­
rigentes del estrado aplaudirán así hasta caer, hasta que haya que llevarlos en urr
ataúd En el minuto onceavo, el director de la fábrica de papel adopta el aspecto
de ocuparse en algo y se sienta en su lugar. ¡Oh milagro! ¿Adónde se fue el in­
descriptible e irresistible entusiasmo general? Todos se detienen como un solo
hombre, en el mismo golpe de manos, y se sientan a su vez». La falta hacia la re­
gla del entusiasmo del director al sentarse, aunque haya sido marcada sutilmen­
te por el aspecto de estar ocupado, sella su perdición. Rompió la unanimidad de
los rostros y el imperativo de alegría que debía inscribirse en ellos. Esa misma
noche, lo detienen. «No les resulta difícil darle diez años por otro motivo».46
No sólo la impasibilidad es de rigor, sino también el entusiasmo, si lo conve­
nido es mostrarlo, o la tristeza, si está a la orden del día, como por ejemplo, lue­
go de la muerte del «guía». El temor de develar algo de los pensamientos ínti­
mos, de la singularidad de cada uno, es también un imperativo vital en los cam­
pos de concentración nazis (injra). La neutralidad exhibida penetra todas las es­
tructuras de la vida cotidiana, e incluso a veces, dentro de las familias, allí don­
de la moral que se vive en el sistema hace del vecino un probable delator. Y la
caracrimen es fácil de fabricar, sobre todo si se la mezcla con la tortura y las pri­
vaciones. Por lo tanto, efectivamente, la impasibilidad es uno de los caminos de
la providencia.

45. Solzhenitsyn, Aleksandr, ll:lrchipel du goulag, t. l, París, Seuil, 1974, pág. 93. [En español: Ar­
chipiélago Gulag, Tusquets, 1973) .
46. Ibidem, pág. 58.

220
7. Rostro y valor

«Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A


lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de
provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de
islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de
caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese
paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara».
JORGE Luis BoRGES, Epílogo a El Hacedor

Poder de atracción

Lo desconocido no tiene rostro para nadie, se funde en el anonimato de la


multitud sin relieve personal. Por el contrario, ser conocido significa beneficiar­
se con el re-conocimiento de los otros, ofrecerles un rostro que ya contiene una
calidad de investidura, de emociones, de recuerdos en común. Conocer a otros
implica darles a ver y comprender un rostro investido de sentido y de valor, y en
resonancia, hacer del rostro de aquéllos un lugar igual de significación y de in­
terés. De todas las zonas del cuerpo humano, el rostro es la que condensa los va­
lores más altos: matriz de identificación donde destella el sentimiento de identi­
dad, donde se instalan la seducción, las sutilezas innumerables de la belleza y de
la fealdad. Un valor tan elevado que la alteración del rostro por una huella visi­
ble de lesión es vivida como un drama, como una privación de identidad.
Numerosas tradiciones occidentales asocian el rostro a una revelación del
alma. El cuerpo encontraría allí la vía de su espiritualidad, sus títulos de noble­
za. El valor a la vez social e individual que distingue el rostro del cuerpo, su su­
perioridad en la captura de la identidad, se traducen claramente en los juegos
amorosos, al menos en nuestras sociedades occidentales, por la atención que él
recibe de parte de los amantes. La literatura abunda en ejemplos en ese sentido.
«Uno de los signos del amor -dice A. Ph ilippe- es nuestra pasión por mirar el

22 1
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

rostro amado; la primera emoción, lejos de disminuirla, la prolonga, la aumen­


ta con estremecimiento. Una mirada se convierte en el hilo de Ariadna que nos
conduce hasta el corazón del otro».1 «Su cuerpo bajo mis caricias se vuelve todo
rostro», dice A. Finkielkraut.2 Michel Tournier responde a esta idea convirtien­
do al rostro en el lugar mayor del deseo. «Hay un signo infalible para recono­
cer que uno ama a alguien de verdad -escribe-; es cuando su rostro nos inspi­
ra más deseo físico que ninguna otra parte de su cuerpo».3 Los amantes pueden
perderse así en una larga contemplación, en la que la palabra suspendida sobre
los labios reviste con más brillo la intensidad de la visión del rostro del otro. El
rostro siempre parece el lugar donde la verdad está a punto de develarse. He­
mos analizado profundamente la tentación de la fisiognomía de romper el mis­
terio construyendo un cuadro de equivalencias rígidas de las características fí­
sicas y morales. Pero la experiencia del amor desmiente tal voluntad de control,
pues las largas miradas dirigidas al rostro del otro se quedan siempre en el um­
bral de la revelación y se nutren de esa expectativa.
Y, sin duda, el final de una relación amorosa en una pareja demuestra tam­
bién la banalidad mutua que se ha apropiado de los rostros y la imposibilidad, a
partir de ese momento, de entrever en los rasgos del otro la irrupción del miste­
rio. Pero, mientras la intensidad del sentimiento permanezca, el rostro se entre­
ga como una llave para entrar en el goce del otro. Ese resplandor hace del rostro
un hechizo en el que se presiente la revelación. «Mientras le hablaba, continua­
ba revolviendo la sopa ... Ernie, afligido, bebía con los ojos el rostro de su ma­
dre sin poder captar el reflejo de su cara interior. Pero de pronto, tuvo la intui­
ción enceguecedora del alma de la señora Blumenthal, que era a la vez un fino
pez plateado y temeroso, una fuga perpetua baj o las olitas gastadas de su rostro
de aguas grises y poco profundas».4
El rostro como lugar elegido del alma, la imagen es bella y común, traduce en
términos religiosos el carácter singular e inefable del rostro. Por eso, la emoción
que surge al mirar retratos fotográficos o pictóricos aunque representen perso­
nas desaparecidas ya hace mucho tiempo. El rostro es una potencia de atracción.
En un artículo insólito sobre Leonardo Da Vinci, Freud mostró cómo un rostro
puede atravesar el tiempo e imponerse un día con emoción, luego de toda una
vida, en un encuentro o acontecimiento que reaviva la fascinación, sin que eso le

l . Philippe, Anne, Miroirs, op. cit., pág. 1 46.


2. Finkielkraut, Alain, La sagesse de lamour, París, Gallimard, 1 984, pág. 59.
3. Tournier, Michel, La goutte dor, París, Gallimard, 1 986, pág. 20. [En español: La gota de oro,
op. cit.] .
4. Schwarz-Bart, André, op. cit., pág. 1 68.

222
7. ROSTRO Y VALOR 1 Poder de atracción

permita ser reconocido en su verdad. Freud, siguiendo el itinerario personal de


Leonardo, trata de remontarse a los orígenes de la famosa sonrisa de la Giocon­
da, «la singular sonrisa, fascinadora y enigmática, que tanto nos encanta en los
labios de sus figuras femeninas».5 Una sonrisa captada en el rostro de Mona Lisa
del Giocondo, cuando rondaba los cincuenta años, y que le abre quizás a Leo­
nardo la puerta estrecha de retorno a la infancia, si no en recuerdos precisos, al
menos en el inconsciente de una memoria, quizás con una intensidad más pode­
rosa aún. Al final de un análisis más convincente por su emoción contenida que
por el razonamiento que la pintura le produce, llega por supuesto al rostro de su
madre. « [ . . . ] que su madre [ . . . ] -dice Freud- poseyera esa sonrisa enigmática,
perdida luego para el artista y que tanto le impresionó cuando volvió a hallarla
en los labios de la dama florentina. [ . . . ] A partir de este momento, los pintores
italianos mostraron la humilde inclinación de la cabeza y la bienaventurada son­
risa singular de la pobre Catalina, madre del magnífico artista florentino».
Así como el amor es el lugar privilegiado de la respuesta al atractivo que sur­
ge del rostro, el arte es otro. Es conocida la importancia que da Proust, por ejem­
plo, al rostro en En busca del tiempo perdido.6 Ciertos fotógrafos, Lewis Hine,
por ejemplo, o algunos cineastas como Tod Browning, Carl Dreyer, l. Bergman
o F. Fellini, buscaron en cada película captar el aura del rostro de su comedian­
te. Incluso, F. Fellini hizo de ello la línea directriz de su obra: «Al comenzar cada
una de mis películas -dice-, en una gran pizarra que tengo colgada detrás de
mi escritorio, clavo las fotografías de todos los que, en un momento dado, po­
drían tener un papel en ella, aunque sea ínfimo. Poco a poco, invaden el espacio,
se amontonan, se superponen, conquistan su derecho de ciudadanía. De allí en
más, mi vida está condicionada por ese gran tapiz de rostros» (Le Monde, 9-2-
1 990). En un lenguaje casi religioso, Carl Dreyer hace del rostro «una tierra que
uno jamás se cansa de explorar. No hay experiencia más noble, en un estudio,
que la de grabar la expresión de un rostro, sensible a la misteriosa fuerza de la
inspiración, de verlo animarse desde el interior y cargarse de poesía».
Orgullosas de su soberanía, las representaciones del rostro toleran difícilmen­
te las imperfecciones que marcan sus rasgos al natural. La superioridad del ros­
tro en la axiología corporal se demuestra también en las precauciones que ro­
dean al tratamiento pictórico, fotográfico, cinematográfico o televisivo del que

5. Freud, Sigmund, Un sourire d'enfance de Léonard de Vinci, París, Gallimard, 1 927, pág. 98. [En
español: «Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci», en Obras Competas de Sigmund Freud,
volumen XI, Cinco conferencias sobre Psicoanálisis, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci,
y otras obras ( 1 9 1 0), Buenos Aires, Amorrortu Editores, pág. 3 1 ) .
6. Schlatter, Christian, «Le livre des regards», en Boudinet, M.-J. y col. Du visage, op. cit.

223
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

es objeto. El video, igual que la fotografía familiar o periodística, todavía esca­


pa a esa necesidad casi ontológica. Los pintores raramente desobedecieron a esa
ética en la captura de los retratos que realizan para quienes lo encargan. Supri­
men arrugas, verrugas, disimetrías, aplanan los rasgos o suavizan su forma, bo­
rran las marcas demasiado visibles de la edad. El pintor es el artesano de la re­
conciliación de una imagen real con una imagen socialmente soñada y su fuer­
za testimonial aumenta gracias al paso del tiempo y a la precariedad de la con­
dición humana.
Desde que el perfeccionamiento de las técnicas lo permite, los fotógrafos pro­
fesionales proceden cuidadosamente a eliminar cualquier defecto que pueda en­
sombrecer el rostro del hombre y arruinar su distinción simbólica. En 1 849, por
ejemplo, Southworth formula un credo del fotógrafo que todavía vale hoy en
día, sobre todo si la notoriedad del modelo está bien establecida. Su representa­
ción no debe transgredir en nada la imagen ideal que desea dar. «Hay que des­
cubrir todo el carácter de aquel que hace un guiño -dice Southworth-. Hay que
captar de entrada todo lo que tendrá que aparecer en la imagen, y en los meno­
res detalles, par darle una unidad. Los defectos naturales o accidentales deberán
ser separados de las perfecciones naturales y posibles, y los primeros no debe­
rán ocultar sistemáticamente a los segundos. No hay que representar la natura­
leza tal cual es, sino como debería ser o habría podido ser. El objetivo del artis­
ta fotógrafo debe ser reproducir tal o cual rostro, tal o cual silueta, con el mayor
carácter y las más bellas expresiones posibles. Pero, en el resultado, la represen­
tación de la belleza, de la expresión y de la personalidad no pueden alejarse en
nada de la verdad».7 Del mismo modo, el maquillaje del comediante en el cine,
el ángulo de las tomas o la disposición de los invitados en un estudio de televi­
sión proceden de una necesidad de embellecimiento o de una mejor represen­
tación de los rostros y las apariencias.
El mismo tratamiento de la imagen se realiza en la historia oficial, donde el
rostro del héroe, puesto que es la expresión simbólica más acabada de la comu­
nidad a la que pertenece, debe ser perfecto, sin ninguna clase de defectos. Al me­
nos, tal es la preocupación de los asesores en comunicación que lo rodean. Su
mirada debe manifestar sinceridad, fervor y calma, inocencia o fuerza de carác­
ter, según las cualidades que importa destacar según las circunstancias. T. Wol­
fe, en su narración de la conquista espacial americana, evoca la sorpresa de las
esposas de los primeros cosmonautas, a comienzos de los años sesenta, cuando
ellas toman conocimiento del reportaje realizado sobre ellas por la revista Lije.
En primer lugar, les cuesta identificar su propia fotografía, luego compren den la
7. Citado en Madow, Ben, op. cit., t. l , pág. 70.

224
7. ROSTRO Y VALOR 1 Las paradojas delpredominio del rostro

razón de esa vaga familiaridad que liga a cada una de ellas con su imagen. «To­
dos los granitos, hematomas, espinillas, puntos negros y otros comedones, her­
pes, marcas de acné, huellas de forúnculos, pústulas debidas a orgías de choco­
late, manchas de urticaria, protuberancias por las prótesis dentales y otras im­
perfecciones habían sido borradas por el fotógrafo y [ ... ] daba la impresión de
que hubiéramos salido de las manos del cirujano plástico».8 A esas mujeres ne­
cesariamente perfectas, encarnaciones del modelo ideal de la mujer norteame­
ricana, amas de casa, plenas de abnegación junto a sus valerosos maridos, no les
puede tocar un rostro banal, marcado con defectos tan comunes. Una correc­
ción meticulosa borra, retoca, acentúa o minimiza caracteres que alejan a la re­
producción del modelo original, pero la acercan al estereotipo esperado por la
multitud de lectores (o al menos según la opinión que Lije se hace de la opinión
de la multitud). Ellas se ven confrontadas nuevamente con esa especie de cari­
dad de los fotógrafos de escuela llevados a captar en una breve eternidad un pu­
ñado de adolescentes con acné y que no pueden resistir de purificar a su mane­
ra rasgos tan ingratos.
El rostro es un escenario donde el público no debe percibir los defectos sus­
ceptibles de manchar la ilusión de la mirada, a la inversa de la toma antropo­
métrica que apunta a poner en evidencia los rasgos más crudos, pues en ellos se
encuentra justamente una fuente inequívoca de identificación. En cuanto a las
fotografías de aficionados, reveladas industrialmente en los laboratorios, sin re­
toques, suscitan en torno a la mesa familiar una mezcla de júbilo y decepción,
asociada a la frecuente sensación de no ser «fotogénico». El periodista es igual­
mente escrupuloso en tomar las imágenes más fieles de los acontecimientos en
los que está inmerso. En sucesos policiales, accidentes, incendios, guerras, pro­
cede a una toma cruda de los rostros donde el dolor, las arrugas, la fatiga, el su­
dor, las muecas son signos de una verdad humana que toma cuerpo.

Las paradojas del predominio del rostro

La posición ventajosa del rostro en el resto del cuerpo humano se equilibra,


no obstante, con algunos inconvenientes. Los términos de la jerga popular y fa­
miliares para designar el rostro abundan e ironizan sobre tal privilegio. J Renson
hizo un inventario: los mofletes (alusión peyorativa de los abazones de los roe­
dores), la bocha (por la forma redonda de la cabeza), el morro, la trompa (desig­
na primero la nariz, luego el rostro), bobina, chaveta, bocho, tetera (se compara
8. Wolfe, Tom, Utoffe des héros, París, Gallimard, 1 982, pág. 1 9 1 .

225
ROSTROS. F.nsayo antropológico 1 David Le Breton

al rostro con una jarra o una vasija), coco, cara de ángel, bolsa de piedras, zapa­
llo, gaita, cabeza de marmota, facha, frasco, cara de culo, antifaz, careta, caripe­
la, jeta (equivalente de cara en la jerga de los delincuentes), mamarracho, adefe­
sio, pico, esperpento, espantajo, quijada, hocico (lamerse el hocico: besarse), ca­
chete, trompita, napia, naso, sandía, durazno, calabaza, manzana, figura, retrato,
farol, tasa, cacerola, cabeza, alcancía, tomate, pinta, figurita, crisma.9
Algunos de esos términos han caído en desuso, otros están más vivos que
nunca. Las grandes matrices de denominaciones irónicas del rostro vienen de
un vocabulario inicialmente aplicado a los animales: mofletes, trompa, quijada,
hocico, trompita, pico.
La depreciación del rostro pasa aquí por su animalización. En la intención
de denigrar al Otro, además, hemos percibido frecuentemente tal transferencia.
Guiada por una vaga analogía de forma, otra matriz deriva de términos de ve­
getales: coco, zapallo, sandía, durazno, calabaza, manzana, tomate. Una tercera
matriz tiene origen en términos que designan recipientes: frasco, tetera, tasa, ca­
cerola, alcancía. Y una última proviene de la forma esférica del rostro y lo rela­
ciona con objetos: bocha, bocho, morro, bobina, bolsa de piedras, gaita, farol. 1º
Expresiones siempre vivas de una «cultura cómica popular» en vías de extin-
9. N. de T.: No todos los términos enumerados por J. Renson tienen su equivalente en español
para aludir al rostro o a la cabeza, sobre todo porque algunos ya han caído en desuso. Hemos
tratado de encontrar algunos con connotaciones o sentidos aproximados, como «morro» para
«binette» -del cual el autor comenta que significó primero una peluca al estilo Luis XIV, luego
una cara ridícula. «Coco» para «Caillou» (piedra, coco), que en la jerga popular francesa de­
signa una cabeza calva, y el autor explicita que la expresión «Se sucer le caillou» significa be­
sarse. «Chérubin» (querubín}, término que el autor supone derivado de una antigua palabra
francesa, «chere» (rostro}, y que podemos trasladarlo a «cara de ángel». No aparecen términos
con connotaciones similares en español en los siguientes casos: «Bouille, bouillote, boule, cas­
se noisette» (cascanueces) -cuyo uso en este contexto Le Breton explica a través de Delveau:
«figura grotesca donde la nariz y el mentón están a punto de casarse desde su nacimiento»-,
«choujlier, citron, coconas, cornemuse, figurement, fraise, groigne, groignet, ma rgoulette, marron
scupté, pipe, pipet, poire, rond, shnesse,trogne, tronche, trompette». El autor expone variantes
para nuestros «cachetes» ( «moujle» y «mufle>•). para «trompita» ( «mouvre» y «moreille» ), para
«napia» ( «mouse, muse, museau, musequin, musequinet» ). «Cara de culo», por su parte, po­
dría corresponder a «frume» -que para el autor es el equivalente antiguo de «mine» (pinta}-,
palabra derivada del francés antiguo •ifaire frume» (manifestar mal humor). «Mamarracho»
podría reflejar la idea de «gouache» (acuarela), término del que el autor se pregunta si alude a
los retratos a la acuarela o si es una extensión de «coueche» (marmota) .
10. Sobre este punto, cf. Renson, Jean, Les dénominations du visage, op. cit., t. 2, págs. 445-485. N.
de T.: Otros términos que el autor transcribe, que provienen de características animales, sin
correspondencias en el español para aludir al rostro o a la cabeza: «gargarousse, groin, gueule.
hure, margoulette, morveau»; de frutas: «citron, coconas, fraise, poire»; de objetos: «bille, boui­
lle, bouillotte, boule, caillou, rond, trogne [y] tronche».

226
7. ROSTRO Y VALOR 1 Las paradojas del predominio del rostro

ción, y de la que M. Bajtín, en su obra sobre F. Rabelais, captó el movimiento en


su dinamismo aún intacto. «El rasgo sobresaliente del realismo grotesco es la de­
gradación, o sea, la transferencia al plano corporal y material [el de la tierra y del
cuerpo en su indisoluble unidad,] de lo elevado, espiritual, ideal y abstracto».11 M.
Bajtín da un ejemplo de esa inversión en el episodio de los elementos para lim­
piarse el trasero que pone en escena Grandgousier con su hijo Gargantúa. Éste
enumera largamente la naturaleza de los limpiaculos de que se sirvió y cuenta la
experiencia a su padre. Los cinco primeros que evoca: tapaboca, caperuza, bu­
fanda, orejeras de raso y gorra de paje, sirven para cubrir el rostro y la cabeza.
Rabelais invierte aquí los valores asociados al cuerpo, lo superior y lo inferior se
permutan. «Estos cinco limpiaculos forman parte del vasto círculo de motivos e
imágenes que evocan la sustitución del rostro por el trasero, de lo superior por
lo inferior. El trasero es "el envés del rostro'' y "el rostro al revés"».12 Lo caracte­
rístico de la tradición cómica popular consiste en la inversión de las zonas axio­
lógicas más remarcables del cuerpo: por una parte, el rostro, en toda su digni­
dad, que da testimonio de la espiritualidad, de la psicología o incluso del alma
del individuo, y por otra, las nalgas o el trasero, zonas del cuerpo que destacan
lo ridículo, el arraigo del hombre a lo material, a la bajeza, y asociadas corrien­
temente a los insultos o a las parodias. La Sibila de Panzoust muestra su trasero
a Panurgo y a sus compañeros. El gesto es banal, marca un procedimiento sim­
bólico de burla, de degradación de aquel a quien está dirigido. Parece decir que
el patán que uno tiene enfrente ya no es digno del cara a cara, sino del «culo a
cara». Es la única manera de restablecer el equilibrio. He aquí un repertorio de
ejemplos extraídos de la vitalidad del lenguaje popular: mostrar el culo (en lu­
gar de la cara); lamerle el culo a alguien; fruncir la boca como culo de gallina;
quedar culo para arriba; mostrar el culo con altura; cara de culo.
El cortocircuito operado entre lo espiritual y lo material, lo alto y lo bajo, es
uno de los recursos del humor. La jerga popular y las formas banalizadas del len­
guaje evocadas aquí entran en juego en los intercambios de la vida cotidiana, con
una degradación del rostro en provecho del «culo» o de las «nalgas», en home­
naje a su importancia. Hacer de las nalgas o del culo la materia de un rostro en
caricaturas o en la desgracia, es de alguna manera encontrarle otro fundamento
al ser, y reconciliar el cuerpo y el alma otorgándoles la misma nobleza o el mis­
mo ridículo. Octavio Paz metaforiza la oposición del culo y del rostro en la del

1 1 . Bajtín, Mijaíl, Láuvre de Franfois Rabea/is et la culture populaire au Moyen Age, op. cit., pág. 29.
[En español : La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Franfois
Rabelais, Madrid, Alianza, 1 987, pág. 1 1 ] .
1 2. Ibídem, pág. 370. [En español: Ibídem, pág. 309 ] .

227
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

principio de placer y el principio de realidad: «Al reírnos del culo, esa caricatu­
ra de la cara, -escribe- afirmamos nuestra separación y consumamos la derro­
ta del principio de placer. La cara se ríe del culo y así traza de nuevo la raya di­
visoria entre esa dualidad cuerpo-espíritu». 13
El personaje de Baubo, en la tradición helénica, anticipa ese acercamiento in­
congruente. Es ella quien libera a Demeter del duelo de su hija, del cual no tie­
ne consuelo. Levantando su falda, Baubo exhibe su sexo y, manipulándolo, logra
hacer con él un rostro infantil. Demeter estalla de risa y vuelve a la vida. La risa
producida por la broma de Baubo nace de lo ridículo de ver de pronto el perdi­
do rostro reconstruido por «las partes bajas».
Pero el derrocamiento de la supremacía del rostro, lejos de provocar la risa,
también puede hacer perder la cabeza. El lugar sagrado del cuerpo es por exce­
lencia el que se profana con más virulencia cuando el hombre se ha puesto en
una situación complicada en justas de guerra o de política. Suprimirlo pasa a
menudo por el menoscabo del rostro y de la cabeza.
La aniquilación del enemigo no puede ser completa sin la destrucción de lo
que da fundamento a su identidad a los ojos del mundo, sin la desfiguración o
devastación del rostro hasta la muerte. En la Ilíada, Aquiles no se contenta con
su victoria sobre Héctor, ultraja su memoria, corta de raíz la leyenda que pue­
de nacer de ese héroe ya cargado de gloria, quiere borrar su cuerpo, aplastar su
rostro contra las piedras. «Una nube de polvo se eleva alrededor del cuerpo que
así fue arrastrado, sus cabellos oscuros se despliegan, su cabeza yace en el polvo, ·

esa cabeza antaño encantadora».14


El rostro está asociado a la cabeza, al «ch ef» , según la vieja palabra france­
sa. La decapitación es una manera radical de quitar la vida, al eliminar incluso
la dignidad del cadáver, separando el rostro del cuerpo, uno y otro arrojados al
anonimato, en la imposibilidad de la unión. Repetición del gesto de los dioses
cuando encuentran al andrógino, separado en dos mitades obligadas a buscarse
a través del mundo para restaurar la plenitud inicial. Decapitando a un hombre,
se lo priva de su existencia, de modo inapelable. Pero, para muchas tradiciones,
se actúa así sobre la vida póstuma de la víctima para impedirle ganar el repo ­
so eterno. Un rostro vaga en busca de un cuerpo, sostenido aún por una cabeza
ensangrentada. Sutil castigo. Los celtas aterrorizaron por mucho tiempo a otros
pueblos por su costumbre de decapitar a sus enemigos, de momificar sus cabe­
zas, y de conservarlas celosamente para apropiarse de las virtudes de fuerza que

1 3. Paz, Octavio, Conjonctions et disjonctions, París, Gallimard, 1 9 7 1 , pág. 1 1 y ssq. [En español:
Conjunciones y disyunciones, Sebe-Barral, 1 99 1 ] .
14. Cf. Vernant, Jean-Pierre, L'individu, la mort, li:imour, Gallimard, 1989, pág. 72 y sqq.

228
7. ROSTRO Y VAWR 1 Las paradojas del predominio del rostro

supuestamente residían en ellas.15 En tales concepciones del hombre, la cabeza


es una síntesis de la persona, encarna su principio vital. Muy frecuentemente, la
cabeza vale en efecto por el hombre todo. Incluso las estatus de los vencidos se
decapitan o sus rostros se manchan con pinturas en los afiches.
No obstante, la decapitación implica un gesto poco sutil (pues arrancar el
rostro al mismo tiempo que la cabeza revela el acto de un carnicero), y la supre­
ma victoria del rostro es que no se puede borrar completamente. La fértil ima­
ginación del hombre en materia de suplicios nunca llegó a inventar la máqui­
na de destruir rostros: aquella que, como si quitara una prenda de vestir, hur­
ta el rostro al condenado y lo deja simbólicamente muerto (salvo al desfigurar­
lo). Borrar el rostro o separar la cabeza del tronco son maneras sin remisión de
eliminar al hombre, de privar a los sobrevivientes de la memoria del difunto. La
máscara con la mueca de abandono de la víctima conoce el peor de los ultrajes.
La imagen es conmovedora, la que muestra a un hombre que tiene en el extre­
mo de su brazo la cabeza ensangrentada que acaba de arrancar a su adversario,
con un rictus de rabia plasmado en ella: la del joven David sujetando la cabeza
de Goliat, en la pintura de Caravaggio, por ejemplo (donde Caravaggio se pin­
tó a sí mismo en los rasgos de Goliat); El «David vencedor» atribuido a Pous­
sin, la Judith d/\llori o la de Gentilleschi, la estatuaria de Canova: Perseo blan­
diendo la cabeza de Medusa, Fussli (Kriemhild muestra a Hagen la cabeza de
Gunther), etcétera.
La revolución francesa da a esa dramaturgia su punto culminante al hacer
de ella un espectáculo banalizado durante las ejecuciones públicas de la épo­
ca del Terror. La guillotina es, en ese sentido, un instrumento de fulgurante efi­
cacia y sin remisión alguna. Contrariamente al hacha o a la espada de la que se
servía antes el verdugo, menos manejables, más aleatorias en sus resultados, y
que a menudo exigían varios golpes. De un solo trazo, el filo de la guillotina di­
vide al hombre en dos partes, desprende la cabeza del cuerpo y hace del rostro
una cosa incongruente.
El verdugo, con un gesto teatral, balancea desde los cabellos una cabeza que
entrega su rostro a la muerte. En unos segundos, el público pasa de la visión de
un hombre vivo a la de una cara rígida, en una formidable elipsis. Son conoci­
dos los grabados de Villeneuve que muestran la cabeza de Luis XVI, sostenida de
los cabellos por un puño firme, con los ojos cerrados. O la de Custine, grabado
por el mismo artista. Y el gesto espectacular que permite a Dantón lanzarle una

1 5. Cf. Deonna, W., Le symbolisme de lreil, De Boccard, 1 965, págs. 1 7 - 1 8; Lambrechts, G.,
üxaltation de la tete dans la pensée et dans tart des Celtes, Brujas, De tempel, 1 954, págs. 34 y
sqq.; Stahl, Paul-Henri, Histore de la décapitation, París, PUF. 1 986.

229
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

humorada al verdugo quitándole de antemano el prestigio que pensaba ganar:


«No olvides mostrar mi cabeza al pueblo, da gusto verla». Modo extrañamente
elegante de perder la cabeza sin perder el prestigio [ «perdre la face» (la cara)] .

Belleza-fealdad

Ni la fealdad ni la belleza supuestas de un rostro son atributos que escapen al


juicio de una época o de un grupo social. Las características de una y otra varían
según las representaciones colectivas y sólo existen situadas en el gusto de una
comunidad. La belleza asociada a un rostro, puesto que conlleva la seducción, es
socialmente un factor de éxito profesional, y su ausencia, una fuente probable de
dificultades. Es también un motivo de indulgencia que favorece de algún modo
una evaluación «según la cara del cliente». Estudios anglosajones muestran, por
ejemplo, que la evaluación de una obra de arte, si está acompañada por la foto­
grafía del artista, es objeto de un juicio más favorable según el grado de seduc­
ción que ésta emana. En los simulacros de juicios donde se propone a los jura­
dos que examinen el caso de varios acusados, un estudio demuestra que la «be­
lleza» alienta la mansedumbre, mientras que su ausencia incita más a la severi­
dad, aún a pesar de la certeza de los jurados de que hacen una evaluación obje­
tiva de los hechos. No se puede ser bello y culpable, recuerda el imaginario co­
lectivo, inclinado a la comprensión e incluso al perdón por alejarse de las nor­
mas de conducta ante un hombre de físico «favorable».
La belleza o la fealdad, o más bien la cualidad de seducción socialmente re­
conocida del actor, engendra sobre él opiniones más o menos favorables. La es­
cala de seducción es simultáneamente una escala de valores, próxima en ese as­
pecto a las tradiciones de la fisiognomía, que a su vez está inspirada en el senti­
do común. Otros trabajos muestran que las mujeres y los hombres más seduc­
tores son percibidos también como más simpáticos, más cálidos. Se les asocia
una serie de estereotipos favorables. También se los percibe como más inteligen­
tes, deseables, y gozan de una popularidad mayor que los otros. Los estereotipos
funcionan sobre todo en las mujeres, sometidas más que los hombres a un im­
perativo de seducción basado en la belleza, en la juventud. Una mujer conside ­
rada fea o poco seductora está socialmente obstaculizada en su éxito person al Y
profesional. Se observa el mismo magnetismo de estereotipos positivos que fa ­
vorecen a los niños percibidos como «bellos»: sus maestros los juzgan más inte­
ligentes y más aptos para el éxito escolar y se les perdona más fácilmente trans­
gresiones graves que a otros menos beneficiados físicamente que hayan com e-

230
7. ROSTRO Y VALOR 1 Belleza-fealdad

tido las mismas faltas. Para éstos, los estereotipos son negativos, asociados a la
imagen de la reincidencia, de la deshonestidad, etcétera. La belleza del niño pa­
rece alimentar la idealización de las expectativas puestas en él y favorecer el jue­
go de la indulgencia si sus resultados no llegan a satisfacerlas.
Una encuesta llevada a cabo sobre mil sujetos, observados durante tres años,
muestra que el hecho de atribuirse un juicio positivo sobre el propio rostro es
una estructura decisiva de la autoestima. A la inversa, los individuos que se creen
feos o poco seductores, con o sin razón, tienen una tendencia significativa a mi­
nimizar su éxito social, su atracción para los otros, el valor de su existencia. Y
con más razón en las mujeres. El temor al juicio negativo de los otros lleva a es­
tos actores a otorgarse un valor menor en la escenografía de la sociabilidad. 1 6
S. Tomkiewics y J. Finder comprueban que los adolescentes son especial­
mente vulnerables en este aspecto y observan que «el temor a la fealdad está ín­
timamente ligado al temor del sujeto al desprecio de los otros». 17 Es el síntoma
de una ansiedad más amplia que involucra el miedo de no ser recibido con sim­
patía, de ser mantenido a distancia del círculo exigente de las relaciones socia­
les. La fragilidad de la posición psicológica y social del adolescente repercute en
la percepción que tiene de su rostro, tanto más puesto que piensa que se lo juz­
ga esencialmente a través de ese signo, el más tangible de su persona. Su estatus
aún indeciso le hace temer lo peor, sobre todo cuando proviene de una familia
desunida en la cual su lugar nunca se inscribió con un amor propicio para ali­
mentar su autoestima. La depreciación estética de sí puede transformarse ulte­
riormente en una neurosis cuyos efectos sobre la existencia son alarmantes.
Una evaluación de fealdad tiene socialmente valor de estigma, es un obstá­
culo para el libre ejercicio del actor en el seno de su colectivo. «La fealdad -dice
Goffman- actúa primero y esencialmente en el seno de las relaciones sociales,
puesto que amenaza con destruir el placer que podemos experimentar en com ­
pañía de quien la padece. Al mismo tiempo, pareciera que éste, a pesar de su es­
tado, debería guardar toda su competencia para los trabajos que se realizan en
común, aunque pueda suceder que lo dejemos de lado con el único motivo de
los sentimientos que nos inspira al mirarlo». 18 En realidad, la apariencia de un
rostro no nos enseña nada sobre la moral de un actor, ni sobre el placer que se
disfruta junto a él o la estima que hay que prodigarle. Pero el discurso común
1 6. Sobre lo juicios de atribución de belleza y fealdad, y la interacciones sociales que éstos indu­
cen, remitimos a Maisonneuve, J., Bruchon-Schweitzer M., Modeles du corps et psychologic cs­
thétique, París, PUF, 1 98 1 .
1 7. Tomkiewics, S., y Finder, J., «lmages du corps e n foyer de semi-liberté», Bulletin de psycholo­
gie, 1 970- 1 97 1 , 24, 5-6.
1 8. Goffamn, E rving, Stigmate, Les usages sociaux des handicaps, 1 963, París, Minuit, pág. 66.

23 1
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton

que no tolera las incertidumbres susurra de antemano la respuesta. La fealdad,


puesto que resquebraja el agrado inmediato de la relación con el otro, es social­
mente rechazada. A través de esa reticencia, se anticipa el supuesto displacer del
contacto; la belleza, al otorgar de entrada y sin medida el deleite del otro, es so­
cialmente una ventaja.
Como el imaginario social hace más o menos conscientemente del rostro
una emanación sensible del alma, la belleza o la fealdad que afectan su for­
ma corren el riesgo de ser asociadas a valores morales. El rostro aparece pues
a modo de un testimonio. Hay incluso una especie de metafísica de la fealdad.
Las representaciones del diablo entre los siglos XII y XIV en los muros o en
la piedra son típicas en ese sentido. «Del bestiario tetralógico -escribe C. Lo­
ubet- emerge la figura de una especie de fauno con rostro humanoide, velludo,
hipersexuado . . . se ve definirse una imagen del diablo cuya cara es una másca­
ra aterradora con rasgos deformados hasta el límite extremo de lo humano . . .
boca ancha, dientes como ganchos, nariz en forma de hocico, volutas de barba
y de cabello, embriones de cuernos, mirada desorbitada . . . ».19 En la tradición,
la bruja siempre es fea y eventualmente contrahecha, como si el desorden apa­
rente del cuerpo diera ya el testimonio de una villanía innegable que afecta a la
organización del mundo.
Contrariamente a los proverbios populares donde la belleza es materia de
sospecha, Lavater formula el siguiente axioma inapelable: «La belleza y la feal­
dad del rostro están en justa y exacta concordancia con la belleza y la fealdad
de la naturaleza moral del hombre» (pág. 55). Unas líneas más adelante, esta­
blece incluso una relación matemática entre la perfección moral y la holgura
de la belleza, por una parte, y entre la corrupción y la amplitud de la fealdad
por otra. 2° Como sabemos, Lavater no es avaro con las contradicciones y a me­
nudo se pierde en razonamientos tortuosos en los que se esfuerza por justificar
afirmaciones arbitrarias o simplistas. De tal modo, en el párrafo siguiente trata
de refutar los argumentos que no dejan de oponerle sus opositores. En efecto,
no existe «un número infinito de personas virtuosas muy feas ni de bellos jó ­
venes viciosos». Lavater matiza entonces sus palabras conservando la esencia:
«Yo digo solamente: la virtud embellece, el vicio afea». «No digo: es únicamen-
1 9. Loubet, Christian, «Jeu de masques : les diables, les monstres et l'image de "soi" vers 1 500»,
Razo, nº 6, 1 986, pág. 26.
20. La asociación de lo «bello» con lo «bueno» y de lo «feo» con lo «malo» parece comprobada en
numerosas sociedades. Se encuentra la misma inferencia en la fisiognomía árabe. Los fulani
son muy explícitos al respecto: «Para hablar de la fealdad, nosotros decimos: "Ese no es bello.
Tiene maldad''... No hay nada peor que la fealdad» Césaire, Ina, Esthétique des nomades Wo­
dabé, Tesis París-Sorbona, 1 974.

232
7. ROSTRO Y VALOR 1 Belleza-fealdad

te la virtud la que opera toda la belleza del rostro humano, es únicamente el vi­
cio el que afea». Lavater cita aquí y allá la influencia de las «cualidades intelec­
tuales» de «la configuración primitiva en el seno de la madre», las circunstan­
cias, los accidentes, las enfermedades, el clima, etcétera. Pero el vicio y la virtud
siguen siendo a sus ojos los determinantes significativos de los rasgos del ros­
tro. En segundo lugar, Lavater pide a sus detractores que observen a los hom­
bres y a las mujeres de quienes hablan para refutar su axioma. Según él, se verá
entonces aparecer en la belleza del vicioso una fealdad innegable que a prime­
ra vista no se había percibido, y en la fealdad del virtuoso, una belleza secreta
que había escapado a un examen demasiado superficial. «Así como los bellos
rasgos en un rostro feo, esos malos rasgos en un rostro bello son tan pronun­
ciados, tan llamativos, que actúan en nosotros con más fuerza que todo el res­
to, de lo que se deduce que esas líneas características de la belleza son más fi­
nas, más elevadas, más decidoras que las otras líneas y rasgos» (pág. 56) . Otro
argumento: la belleza que reina sobre un rostro y que debería ser el indicio de
una elevada virtud es la de un hombre indigno y tonto. ¿Quién no lo ve diaria­
mente?, replica Lavater, fiel a su gran principio de las excepciones que confir­
man la regla: «Las disposiciones naturales pueden ser excelentes, pero pueden
corromperse por el abuso o la falta de aplicación. Hay facultad, pero facultad
mal empleada» (pág. 46). Lavater hace jura que «de todos los hombres de espí­
ritu y genio distinguido que conozco, no hay uno solo que no se destaque por
los rasgos de su fisonomía, y sobre todo, por la estructura de su cabeza, en pro­
porción a sus facultades intelectuales, sensibles y creadoras». Y agrega, «puedo
felicitarme de conocer personalmente en Alemania y en Suiza a un gran nú­
mero de las mejores cabezas» (pág. 46). Hay finalmente, en imitación a Sócra­
tes, hombres que nacieron con un rostro que demuestra una disposición ha­
cia las pasiones innobles, a las cuales ceden a veces durante algunos años: «Ese
hombre, que parece moderadamente feo, puede finalmente, a partir de cierto
momento, haber emprendido la tarea de perfeccionarse . . . Sus fealdades son,
sin embargo, la expresión fiel de toda la inmundicia moral que se encontraba
en él. . . [Pero] antes de que los efectos de la virtud comenzaran a verse, cuánto
menor era ya la fuerza de su fealdad» (pág. 58). Lavater no es original, tradu­
ce un leitmotiv presente en los rasgos de la fisiognomía desde sus comienzos.
Hemos analizado ya largamente el prejuicio de fealdad aplicado al otro cuan­
do «no se lo puede ver».
La caracterización de fealdad o de belleza implica una moral implícita, una
presuposición de carácter que inclina al hombre bello al bien y aflige al hom­
bre feo con una moralidad dudosa. Pero, en algunas circunstancias, sucede que

233
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

fealdad y belleza no son unívocas y que se aferran a ellas valores contradictorios.


Entonces, la belleza ya no se aprecia sin sospecha y detrás de la fealdad, se per­
cibe, como en la Bestia del cuento de Cocteau, una seducción escondida o una
belleza de espíritu injustamente prisionera de un rostro ingrato. Incluso repul­
sivo, como el de El hombre elefante. Las tradiciones rurales muestran abundan­
temente la preocupación por hacer justicia al alma antes de someterla al cuer­
po, uniendo para ello cada vez una multitud de situaciones, sin establecer rela­
ciones demasiado rígidas.
Lejos de suscitar sólo las alabanzas, la belleza es un atributo equívoco. Está
dada por la naturaleza sin que ningún mérito personal la origine, de mane­
ra desigual y por lo tanto injusta puesto que algunos no la poseen. La opinión
tradicional ante ella es de desconfianza. Los proverbios, aunque le reconocen
a pesar de todo la virtud práctica («la belleza lleva su dote en el bolsillo»), se
esfuerzan en matizar la importancia de discutir sus méritos. «Bella por fuera,
triste por dentro», como si hubiera que pagar con algo más grave (la sexuali­
dad, la procreación, la buena relación con la pareja) los magros beneficios de
una cualidad superficial. La belleza exige cualidades de espíritu, si no, es re­
chazada por una especie de ética natural que se rebela contra el privilegio otor­
gado a un individuo que hace de él un mal uso. La buena fortuna del rostro
debe pagarse con una nobleza de conducta que corta de plano toda ambigüe­
dad. «Belleza sin bondad es como un vino picado». Es una especie de insulto
a la naturaleza que ha colmado con sus favores a un individuo que no se hace
digno de ellos. No obstante, querer alcanzar el nivel de la naturaleza es una ta­
rea ardua: «la cara bonita y la intención maldita» y «la belleza y la tontería van
siempre en compañía». Desde esa perspectiva, la fealdad no es forzosamente
una desventaja, menos aún un estigma: «en la oscuridad, todas las mujeres son
bellas», «la fea graciosa vale más que la bonita sosa». Los proverbios relativos
a la belleza o a la fealdad apuntan generalmente a la mujer, y cuando se trata
de un hombre, la belleza no se considera sino como sospechosa: «el hombre y
el oso, cuanto más feo más hermoso», «si el hombre es fino y hermoso, tiene
buen vino y mucho reposo».21
Como hemos visto, la fisiognomía no se complica con matices, ratifica un lazo
fatal que asocia la belleza física con la grandeza del espíritu y la fe al dad con la
suposición de villanía. Nadie corre el riesgo de equivocarse. Gran parte del cine
y de la literatura nos anuncia ya el carácter de los protagonistas y el final del re­
lato únicamente a través de la descripción los rasgos de sus rostros. Es incluso

2 1 . Sobre la belleza y la fealdad a la luz de los proverbios populares, cf. Loux, Fram;:osie et Richard,
Philippe, Sagesse du corps, op. cit., págs. 2 1 -3 1 .

234
7. ROSTRO Y VALOR 1 Belleza-fealdad

una regla de género en la literatura de verano, del estilo de Arlequín. Cada per­
sonaje sigue la pendiente fatal del carácter que exhibe ostensiblemente y da se­
guridad al lector o espectador acerca de la consistencia de un mundo que nin­
guna sorpresa podría desestabilizar, pues cada uno lleva en la frente la etiqueta
que muestra lo que es y no puede actuar en contradicción. Si uno de ellos quisie­
ra escapar a su suerte, lo haría más rápido transformando la forma de su men­
tón o el tono de sus ojos. Si un hombre feo revela su grandeza de espíritu, será
en un último arrepentimiento que limpiará con un gesto todas sus faltas anterio ­
res. ¿Cómo habría podido actuar sin infamia con la cara que tenía? Se le otorga­
ba una naturaleza que sólo existía en el imaginario de los otros, pero que termi­
nó convirtiéndose en verdad a fuerza de insistencia de parte de éstos. Comple­
jo de Quasimodo. Es inmenso pues el mérito de El hombre elefante, víctima de
la injusticia casi metafísica de estar encerrado en un cuerpo y un rostro horri­
bles cuando era todo bondad. Si un hombre «bello» revela, por el contrario, su
oscuridad, la virulencia del destino contra él se desata proporcionalmente a la
transgresión inaudita que él realiza a través de su conducta indigna. Traiciona a
la naturaleza y ésta sabe vengarse por medio de la desfiguración,22 más apropia­
da para definir en el imaginario colectivo lo que es, a menos que lo espere una
muerte ignominiosa, digna del delito cometido. La apreciación de belleza o de
fealdad es pues simultáneamente un juicio estético y moral, implica cierta acti­
tud social con respecto al hombre que es su objeto.
Fiel a la pendiente del prejuicio, Lombroso y la escuela italiana de psiquia­
tría criminal validan la asociación de la fealdad y de las «anomalías» físicas con
la identificación indiscutible del uomo delinquente, encerrado en sus estigmas.
Monstruosidad física y moral caminan a la par. El criminal no puede ser más
que un hombre «degenerado», «con orejas en pantalla, cabellos abundantes,
barba rala, senos frontales prominentes y mandíbulas enormes», etcétera. Aun­
que Lombroso no tuvo suerte en la antropología criminal, marcó con su poder
las historietas y las películas de terror. En una obra singular, El hombre de genio,
donde se dedica a demostrar los límites difusos de la locura y del genio, explica
hasta qué punto el hombre de genio está afectado por características de degene­
ración. «La ley de compensación de las fuerzas que domina al mundo vivo nos
explica otras anomalías más frecuentes, es decir, la calvicie, los cabellos blancos
prematuros, la delgadez del cuerpo, la debilidad genital y muscular, que se en­
cuentran muy a menudo también en los grandes pensadores y en los locos». Re­
trato poco amable del «hombre de genio», el mismo que frecuenta las historie­
tas. Y sin embargo, Lombroso no puede evitar caer en la otra vertiente del pre-
22. Frea/cs ( 1 932), de Tod Browning, es ejemplar.

235
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

juicio: «Un gran hombre» no puede ser feo. «Se observa en primer lugar -escri­
be- que la frecuencia de las características degenerativas en el físico de los hom­
bres de genio sólo puede pasar inadvertida gracias a la belleza de los rasgos de
sus rostros . . . ».23

23. Lombroso, C., I.:homme de génie, París, 1 896, págs. 1 0 y 7.

236
8. Lo sagrado: el rostro y la shoá

«Inicialmente, los SS elegían entre los prisioneros ya matricu­


lados en los Lagers, y se comprobó que la selección no se hacía
solamente por el vigor físico, sino que también se estudiaban a
fondo las fisonomías».
PRIMO LEVI, Los hundidos y los salvados.

Ofrecer la singularidad de su rostro es demostrar a los ojos ajenos la pleni­


tud de la propia existencia.1 Borrar su evidencia, esforzarse a la impasibilidad,
no dar ningún relieve, ninguna aspereza susceptible de atraer la mirada, es imi­
tar la muerte mediante el borrado de sentido que le da vida a la figura humana.
Y privar al otro de su rostro ya es anticipar la muerte por un inequívoco proce­
dimiento simbólico.
Si el rostro es el signo del ser del hombre, la negación del hombre pasa por la
de su rostro. Del mismo modo, si el rostro es el lugar de lo sagrado, una concep­
ción del hombre que procura su envilecimiento se empeñará en profanar su ros­
tro, en humillarlo o negar su identidad. Recordemos -para dar aquí solamente
una ilustración cinematográfica, en El señor Klein de Joseph Losey- la imagen
de la mujer cuyo rostro es medido, etiquetado como un objeto, por un médico
que la somete a un examen antropométrico destinado a evaluar su grado de ju­
daísmo. Sus ojos espantados buscan la mirada de ese hombre, sin suscitar ningu­
na reacción de su parte. Para éste, eso no es una mujer dotada de una identidad
singular simbolizada por un rostro, un nombre, una historia, sino un tipo infe­
rior, evidenciado por el procedimiento analítico al que la somete. Larga empre­
sa de profanación que la despoja de su condición humana y la vuelve indigna, a
sus ojos, de la oportunidad de una mirada. No hay rostro en ella, sino un seña-
1 . Hemos publicado una primera versión de este capítulo: «Lhomme défiguré : essai sur la sacra­
lité du visage», Les Temps Modernes, nº 5 1 0, enero de 1 989.

237
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

lamiento de rasgos, en sentido judicial. Tal es la mirada racista sobre el otro, un


homicidio simbólico a través de la negación a considerarlo en su singularidad
de rostro. Erradicación de la diferencia, que deja presagiar lo peor. Ya se anun­
cia la presa en los ojos del que no tolera que le devuelvan la mirada. El es él úni­
co que reivindica un rostro. El Otro sólo puede tener una «jeta».
Los campos de la muerte realizan de manera metódica una empresa de viola­
ción del rostro. Organizando una destrucción sistemática del hombre, comien­
zan por quitarle toda figura humana, borrar de sus rasgos toda marca de iden­
tidad. Perder el prestigio (perdre la face (cara) ] ya no tiene aquí valor metafóri­
co: arrancado a sí mismo, a su familia, a su comunidad, reducido a ser sólo uno
de los matriculados del campo, un triángulo de color o un nombre despelleja­
do, convertido súbitamente en una suerte de vestigio. 2 Toda esa privación real
del rostro precede de cerca la pérdida de vida que anuncia. Borrar lo inasible
que hace de todo rostro humano un valor y un llamado, limar la diferencia in­
finitesimal que traduce una individualidad, arrancar la piel de sentido que le da
a la faz su unicidad, todo eso lleva a que, finalmente no quede nada más, provi­
soriamente, que un cuerpo prometido al fuego, al gas o a las balas, a las morde­
duras del hambre o del frío.
Borrar al hombre en el hombre es destruir su rostro. Una de las primeras
operaciones del campo consiste en podar la figura humana rapándole el cabello3
después de desnudarla. última etapa del despojamiento de sí. Un paso ritual en
que la promesa de la muerte sólo es anunciada. La fatiga y el miedo prolongan
un trabajo metódico de erradicación. El hambre le añade un toque último, dis­
minuyendo aún más la carne, amarilleando la piel de una figura flaca converti-

2. Del mismo modo que el rostro, aunque se vuelva una especie de fantasma sobre la cara del
deportado, el nombre queda residualmente impregnado de sentido: «Un lagerschutz llama a
los nombres, deformándolos. Mi nombre está en esa lista -dice Robert Antelme-, entre nom­
bres polacos, rusos. Una broma acerca de mi nombre y yo contesto "presente''. Me golpeó en
la oreja como un barbarismo, pero lo reconocí. Un instante, pues, fui designado directamen­
te, se dirigieron sólo a mi, me solicitaron especialmente a mf, irreemplazable. Y aparecí. Al­
guien se encontró para decirle "sf' a ese ruido que al menos era tan ciertamente mi nombre
como que yo mismo estaba allí. Y habla que decir "si' para retornar la noche, a la piedra de la
cara sin nombre», Antelme, Robert, ll!spece humaine, Paris, Gallimard, 1 957, págs. 26-27. [En
español: La especie humana, Santiago, LOM, 1999) .Esta escena puede asociarse, al menos par­
cialmente, con la del espejo que relataremos más adelante.
3. En consecuencia, el privilegio otorgado a una élite del campo de Dachau era el de no ser obli­
gado a raparse la cabeza y poder tener un «corte militar normal». Más adelante evocaremos
a los «tipos con mejilla s» (Robert Antelme), también están los «detenidos con pelo » (Joseph
Rovan), cf. Rovan, J., Cantes de Dachau, Paris, Julliard, 1 987, págs. 68-69. [En español: Cuen ­
tos de Dach au, Turpial, 2008 ) .

238
8. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Bellezafealdad

da en residual. Pero el último aliento del rostro es siempre aliento de vida. En él,
precisamente, reside la resistencia.
Allí donde la diferencia individual se encuentra proscripta, donde modali­
dades de existencia que él no ha elegido se dedican a negarla, de un modo cua­
si anónimo, es donde el hombre es desfigurado. Los campos de la muerte están
construidos a tal efecto. Evocando sus recuerdos, F. Stangl, comandante de So­
bibor ( 1 942) y de Treblinka ( 1 943) , nos dice que no vio a nadie, allí entre los
deportados, que fuera parecido a un hombre.4 «Miraban fijamente a los ojos de
los verdugos SS, dice Phillip Müller, sobreviviente de Auschwitz, pero éstos per­
manecían impasibles, contentándose con mirar».5 Ciertos hombres dicen, gri­
tan su humanidad, pero ante ellos (y no frente a ellos) otros hombres no ven sus
rostros. Ninguna expresión de dolor o simplemente de asombro viene a solici­
tarlos, nada despierta en ellos una solidaridad o un movimiento de compasión.
Los deportados miran fijamente a los ojos de los verdugos, pero la relación es
asimétrica, puesto que los SS no les confieren la dignidad de un rostro que pue­
da afectarlos. Ellos se otorgan el monopolio del rostro, arrancando el de sus víc­
timas. El SS no puede responder a la mirada del deportado a menos que contra­
diga, o más bien aniquile, lo que él es. Si reconoce un rostro al detenido, se ubi­
ca en su nivel, ya no puede destruirlo sin conflictos de consciencia y, en conse­
cuencia, pierde el prestigio (cara) él mismo. Ya no puede sostener su papel; ya
no es SS, no es deportado, no está en ninguna parte.
Interrogado para un examen de debe permitirle entrar en un Kommando que
él cree favorable, Primo Levi expresa la extensión de su estupor ante la mirada
que posa en él el Doktor Pannwitz. Un estupor tal, que después de la liberación
del campo, sintió la necesidad de ir en busca de ese hombre. No para vengar­
se, sino por el asombro experimentado ante una mirada impensable. Los ojos
de ambos hombres se cruzan, pero aunque están el uno frente al otro, no es un
rostro delante del otro. Un abismo los separa. En el campo, el rostro es un es­
tatus, un privilegio, no la condición humana. «Porque su mirada -dice Primo
Levi- no fue la de un hombre a otro hombre, y si yo pudiera explicar a fondo la
naturaleza de esa mirada, intercambiada como a través del vidrio de un acua-

4. «Vea usted, yo los percibí rara vez como individuos. Eran siempre una masa enorme. A veces
yo estaba parado en el muro y los veía en "el corredor': Pero ¿cómo explicarle? Estaban desnu­
dos. Una ola enorme que corría, conducida a latigazos». Sérény, Gitta, Au fond des ténebres, Pa­
rís, Denoel, 1 975, pág. 2 1 5. Sobre el funcionamiento cotidiano de los campos, hay que leer la
obra de Rousset, David, Les jours de notre mort, París, La Découverte, 1 988. Para un enfoque
más sociológico pero igualmente cruel, Kogon, Eugen, EP.tat SS, París, Seuil, collection Point.
5. La escena descripta aquí se sitúa en el umbral del crematorio, en Lanzmann, Claude, Shoah,
Livre de poche, pág. 203.

239
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

rio, entre dos seres que pertenecen a dos mundos diferentes, habría explicado
al mismo tiempo la esencia de la gran locura del Tercer Reich . . . El cerebro que
comandaba esos ojos azules y esas manos cuidadas decía claramente: "este algo
que tengo ahí frente a mí pertenece a una especie que corresponde indudable­
mente suprimir. Pero en este caso, conviene asegurarse previamente de que no
encierra algo utilizable''. Y en mi cabeza, los pensamientos rodaban como semi­
llas en una calabaza vacía: "Los ojos azules y los cabellos rubios son esencial­
mente malignos. Ninguna comunicación posible. Yo soy especialista en quími­
ca mineral. Soy especialista en síntesis orgánica. Soy especialista . . ."».6 De una y
otra parte se ha abolido el rostro, pero en una relación de sujeto a objeto, donde
uno de los protagonistas se reivindica dueño del rostro. La sociedad de los cam­
pos de concentración exige dicha aniquilación para reproducirse sin daño, sin
cuestionamiento moral de parte de sus responsables. Antes de la muerte física,
reina en los campos la liquidación de la individualidad por desmantelamiento
del rostro, por borramiento de los rasgos que sobre la dureza de los huesos re­
cubre una piel privada de carne. La misma flacura, la misma ausencia para to­
dos, que confirma en el verdugo la impresión de que no está tratando con hom­
bres, sino con un residuo que debe ser eliminado y sólo le plantea problemas
administrativos y técnicos.
Una línea de demarcación distingue como una prueba de verdad a los de
«afuera» de los de «adentro». Están de un lado los hombres con rostro, del otro
los que ya no tienen de él más que una sombra. La sociedad de los campos de
concentración se funda en un hombre despojado de su identidad, disuelto por
la designación de una tipología que ordena, con desconcertante simplicidad, el
mundo visto por ojos nazis: el triángulo rojo marcado con una F para los pri­
sioneros políticos franceses, el triángulo verde para los delincuentes comunes,
los triángulos de distintos colores -a veces matizados con otra inicial- para los
judíos, los Testigos de Jehová, los gitanos, los homosexuales, etcétera. Las ma­
trículas asignadas a cada detenido continúan una obra necesaria de identifica­
ción, en reemplazo del rostro que ya no desempeña ese papel, son cifras tatua­
das a veces en el antebrazo izquierdo como en Auschwitz. Otros signos de reco­
nocimiento substituyen a la identidad personal revelada por el rostro. É ste, .ina
vez borrado, negado, se va escurriendo en el anonimato de su delgadez. La de-
6. Levi, Primo, Si cest un homme, Paris, Julliard, 1 987, pág. 1 39 [En español: Si esto es un hom­
bre, Barcelona, Quinteto, 2006) o también: «El coche que los traía a Halmstedt pisó un ganso
al salir de un pueblo. Volaron plumas en la estela de polvo. El LagerKDmmandant sonrió. Al­
bert sonrió también mirándolo. Vio la estupefacción del SS. Se sintió tan molesto que este pe­
queño incidente nunca pudo ser olvidado. ¿Pero de qué era culpable, sino de considerarse un
hombre?» ( David Rousset, op cit. pág. 626).

240
8. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Belleza-fealdad

signación prima sobre el rostro. «Hiiftling», me enteré que soy un Hiiftling, dice
Primo Levi, mi nombre es 1 745 1 7, hemos sido bautizados así. . . Sólo mostran­
do el número tenemos derecho al pan y a la sopa. Hemos necesitado unos cuan­
tos días y una buena cantidad de cachetadas y puñetazos para acostumbrarnos
a mostrar rápidamente nuestro número y no demorar las operaciones de dis­
tribución de víveres. Hemos necesitado semanas para reconocer su sonido en
alemán».7 Privación de nombre, privación de rostro: las dos operaciones necesa­
rias para la liquidación simbólica del individuo y para su nueva utilización pu­
ramente funcional, en espera de la muerte. Sólo queda un cuerpo que debe ser
numerado. Cuando se suprime lo que hace a la condición humana, su rostro,
su nombre, su historia, sólo queda, efectivamente, el volumen del cuerpo.8 Y se
sabe cuál es el uso que le dará la administración de los campos, en perfecta ló­
gica con su visión del mundo.
Más tarde, una vez liberado el campo -en una especie de tiempo y espacio
sin duración ni lugar, porque todo sigue suspendido y es menester esperar, a cau­
sa de cuarentenas o desórdenes administrativos-, es la plenitud del rostro de los
unos y lo huesudo de la faz de los otros lo que separa a la humanidad en dos po­
blaciones que nada puede acercar. Un «tipo con mejillas»9 frente a otro con ras­
gos aplastados, despojado de su rostro. Más tarde, el retorno: «Súbitamente sa­
len del corredor de entrada dos scouts que cargan a un hombre, el hombre los
tiene enlazados por el cuello . . . El hombre tiene ropa de civil, está afeitado, pa­
rece sufrir mucho. Tiene un extraño color. Debe estar llorando. No se puede de­
cir que es flaco, es otra cosa, queda muy poca cosa de él, tan poca que uno duda
de que esté aún con vida. Y sin embargo, todavía vive, su rostro se convulsiona
en una espantosa mueca, vive. No mira nada . . . Su mueca es quizá que vive. Es
el primer deportado de Weimar que ingresa al centro . . . el segundo que ingre­
só, el anciano, está llorando. No se puede saber si es viejo, a lo mejor tiene vein­
te años, no se puede saber su edad». 1º Así describe Marguerite Duras el retorno
de los primeros deportados. Los rostros son irreconocibles, siguen despojados
de una humanidad significante. Todo es confuso en ellos, ni su edad es identi­
ficable. Caras fuera de la comunicación, vacantes. El retorno al mundo de estos

7. Levi, Primo, op. cit. , págs. 3 1 -32.


8. Cf. Le Breton, David, Anthropologie du corps et modemité, op.cit. [En español: Antropología del
cuerpo y modernidad, op. cit.] .
9. Antelme, Robert, op. cit. pág. 296.
l O. Duras, Marguerite, La douleur, Paris, POL, 1 985, pág. 28. En los campos, el rostro deja de ser
una señal fiel de la edad, los criterios del tiempo íntimo se confunden. Una suerte de eterni­
dad vacía se lee en las facciones: «Tiene treinta años, pero como a cada uno de nosotros, uno
le daría tanto diecisiete como cincuenta». (Levi, Primo, op.cit .pág. 83).

24 1
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

hombres, si logran escapar de la muerte, será un lento renacer a su rostro de an­


taño, ése que se transformó en el de hoy cuando el espanto lo hizo suyo. Robert
L., a quien Marguerite Duras esperaba hasta el punto de no poder vivir, escri­
birá La especie humana, está un día delante de ella. Pero ella no soporta su ros­
tro despojado. Grita y huye. Más tarde, cuando puede reconocerlo, lo mira: «Un
cansancio sobrenatural se muestra en su sonrisa, el de haber vivido hasta este
momento . . . Es una sonrisa de confusión. Se disculpa de estar aquí, reducido a
este desecho. Y luego la sonrisa se desvanece. Y vuelve a ser desconocido».1 1 Un
rostro cuyo sentido ha sido arrancado y que no se ofrece más que en las cica­
trices provisorias que dejan presagiar un último aliento de identidad. Un vesti­
gio de rostro. En las semanas venideras, habrá que vencer el horror del hambre
y restaurar, partícula por partícula de sentido, un rostro identificable, transfor­
mado en el de un hombre que ha superado la muerte y tiene otra cicatriz, más
inasible, la que queda del antiguo despojo, huella de una desfiguración que ha­
brá durado más allá de toda apreciación temporal.12
En el campo, el deportado, si quiere permanecer vivo día tras día, debe so­
brepasar en la necesidad de volverse ausente, de combatir en sí lo infinitesimal
que lo llama la atención de los verdugos. Se despoja más de rostro, se fabrica una
blancura aún mayor, sin mirada, macilenta, en el uniforme físico de la ausencia.
Debe borrarse toda saliente del rostro, todo signo que instaure un suplemento
de sentido en el que se percibiría una identidad personal. «Nadie tenía nada que
expresar -dice Robert Antelme- por el rostro al SS que hubiera podido ser el co­
mienzo de un diálogo y que hubiera podido suscitar en el rostro del SS alguna
otra cosa que esta negación permanente e igual para todos. Así, puesto que no

1 1 . Duras, Marguerite, op. dt. pág. 65.


12. En la película Shoah, de Claude Lanzmann, el contraste sobrecogedor entre los rostros y el ho­
rror evocado por los sobrevivientes abre un abismo. Sus voces también hablan de un crimen
del que uno se pregunta cómo pueden enunciarlo sin perderse. En una sola imagen se mues­
tra, en el misterio del rostro, a la vez todo el horror y todo el amor del mundo. Claude Lanz­
mann logra «expresar lo indecible de los rostros» (Simone de Beauvoir). Sólo un rostro, en
efecto, puede mostrar lo que escapa para siempre al tamiz de la lengua, lo que la palabra ape­
nas roza, porque en aquello se quema como en un fuego. Shoah es una película sobre el carác­
ter sagrado del rostro. Sobre lo que también puede tener de odioso. «Rostros -dice Simone de
Beauvoir en su prefacio- a menudo dicen más que las palabras. Los campesinos polacos ha­
cen gala de compasión, pero la mayoría parecen indiferentes, irónicos o incluso satisfechos.
Los rostros de los judíos concuerdan con sus palabras. Los más curiosos son los rostros ale­
manes. El de Franz Suchomel permanece impasible, salvo cuando canta una canción a la glo­
ria de Treblinka, y sus ojos se encienden. Pero en los demás, la expresión molesta, ladina, des­
miente sus pretensiones de ignorancia, de inocencia», Simone de Beauvoir, «La mémoire de
I'horreur», en Claude Lanzmann, Shoah, op. dt. pág. 7 .

242
8. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Belleza-fealdad

sólo era inútil, sino más bien peligroso, en nuestras relaciones con los SS, había­
mos llegado a hacer cada uno un esfuerzo de negación de su propio rostro, per­
fectamente acorde con el del SS».13
Borrar el propio rostro, difuminar sus rasgos para fundirse en la masa sin
cara de los demás, anónimo entre los anónimos, sin memoria, sin relieve de ser.
Hay que confundirse en la monotonía, ser sin consistencia, sin substancia, para
no suscitar la gana de golpear, de humillar, de castigar o de matar.
Sucede sin embargo que algunos componen su rostro a favor de los SS. Quie­
ren mostrar su buena voluntad, su aptitud a colaborar si la cosa fuera posible,
sobrepasar en disciplina para mostrar hasta qué punto han tomado ya el lugar
que se espera de ellos, cuánto se han desfigurado y cuán dispuestos están a en­
dosar el rostro de los verdugos, aunque no hagan más que remedarlos como lo
indican sus mímicas. Robert Antelme muestra el muy elaborado ritual de esas
situaciones. Se trata de designar a los futuros kapos encargados de vigilar a un
equipo. Un grupo de postulantes se mantiene un poco separado. Los SS inspec­
cionan los edificios. Servilmente, las miradas de los futuros kapos buscan las de
los SS, pues la buena voluntad no sólo hay que mostrarla, también hay que ma­
nifestarla, decirla con exceso. Afirmar así la propia insignificancia, la apatía, re­
bajarse ritualmente a los ojos de los SS para atraerse su buena voluntad. «Tie­
nen pronta una sonrisa para el encuentro de sus ojos con los de los SS . . . Uno
sigue la gimnasia loca de los ojos, esta ofensiva de la intriga por la mímica del
rostro . . . » Mostrando que han perdido su propio rostro más que los otros, acep­
tando no sólo ya no ser nada, sino también endosar por procuración el de los
SS, los futuros kapos dan señal de su lealtad. Han perdido la dignidad (la cara),
pero además, aceptan usar una de repuesto. Consienten en hacer del ultraje la
esencia misma de su vida. A partir de ahora, ya no son ellos quienes deciden so­
bre su rostro. Mendigan en el de los SS las orientaciones que deben adoptar in­
mediatamente. «Uno de los muchachos no está en su lugar, el joven SS pelirro­
jo le grita. Uno de los futuros kapos se acerca al muchacho y sacudiéndolo, le
hace ocupar su lugar. El muchacho reacciona levantando un codo de costado.
El futuro kapo arroja una mirada al joven SS. Los otros futuros kapos están sus­
pendidos. La situación es decisiva. El joven SS insulta violentamente al mucha­
cho. El futuro kapo es kapo».14 La única ultranza de rostro que puede permitir­
se un deportado es la que lo aleja de su situación de deportado, para acercarlo
a la de SS, cuyo simulacro él ansía ser. Ella es lo que lo vuelve parecido al SS, a
modo de una caricatura.

1 3. Antelme, Robert, op. cit. , pág. 5 7 .


14. Ibídem, pág. 37.

243
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

Lo que resta de identidad en un rostro contiene un peligro. En cada instante


hay que obligarse a dar señales de la propia ausencia, de su blancura, a borrarse
ritualmente antes de serlo realmente. «Hay que ser liso, opaco, ya inerte -dice
Robert Antelme. Cada uno lleva en sus ojos como un peligro». El rostro, si per­
manece, aun residualmente, llama a la muerte. Nada debe suscitar la atención.
Hay que parecerse a los demás en la misma ausencia de rostro, en la misma in­
finita discreción. De esa igualdad que sólo se hace en la indigencia de sí, el ra­
quitismo del rostro, el hambre y el desgaste del trabajo son los mejores aliados.
«Nos transformamos, la cara y el cuerpo van a la deriva, los lindos y los feos se
confunden. Dentro de tres meses seguiremos siendo diferentes, pero nos distin­
guiremos aún menos los unos de los otros. Y sin embargo, cada uno seguirá sos­
teniendo la idea de su singularidad, vagamente».15 El rostro, poco a poco, se ha
adelgazado. El deportado se vuelve irreconocible, desprovisto de sí mismo. La
desnudez del rostro es la de la significación: progresivamente, el sentido se re­
tira. En la cara de cada uno está el fantasma de un rostro desaparecido, un ras­
tro de algo que falta, un polvo de ser cuya muerte está al acecho. Robert Antel­
me cuenta la lenta desfiguración de Jacques, el estudiante de medicina: «Su cara
no es la misma que la que conocimos cuando llegamos aquí. Es hueca y corta­
da por dos anchas arrugas y por una nariz puntiaguda como la de los muertos.
Nadie sabe qué cosa extraña podía ocultar esa cara, allá en su casa. Siempre se
mira la misma foto que yo no es de nadie. Los compañeros dicen: "no pueden
saber" y piensan en los inocentes de allá con sus rostros sin cambio que siguen
en un mundo de abundancia y de solidez, con penas limitadas que parecen un
lujo inaudito».16 Jacques, el estudiante de medicina, se desliza lentamente ha­
cia lo innombrable. Ya la blancura de su rostro, su paciente desfiguración, de­
jan aparecer la muerte. último refugio de lo insensato. La indigencia que poco
a poco va ganando su rostro simboliza el borramiento gradual de su presencia.
Ya no hay en él recursos, esperanza. Se va rindiendo poco a poco. Jacques es el
mismo y el otro, vuelto incognoscible, porque está privado de ser. Privado tam­
bién de los demás, dispuestos a reconocerlo: los «compañeros» de quienes Ro­
bert Antelme habla sin cesar, ya no bastan para retenerlo. Necesitaría a los otros,
a los de allá, a los del «mundo de abundancia y de solidez», a los suyos, para de­
volverle vida a su rostro, hacerlo renacer de las cenizas que lo invaden. ¿Cómo
ser sin el otro? Si el otro falta, ¿cómo no volverse uno mismo otro? Entonces, el
rostro de Jacques se ausenta cada día más. Hasta el punto de que ya nadie pue­
de identificarlo. Y Robert Antelme siente él mismo ese vértigo, la tentación irre-

15. Ibídem, pág. 92.


16. Ibídem, pág. 92.

244
B. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Belleza-fealdad

sistible de no luchar más, de dejarse ir, de abandonar en sí toda parcela de senti­


do aún portadora de esperanza. Ceder al desgaste, al extremo cansancio, al ho­
rror. «Tendré otra cara que ahora. La cara que uno tiene cuando no tiene más
ganas. [El compañero] ya no podrá nada por mí y yo caeré».17 La proximidad
de los compañeros, su solidez y su amistad ya no compensan la violencia mor­
tífera del campo, las fuerzas de destrucción se vuelven superiores a las de la es­
peranza. La disgregación del rostro es una señal que no engaña, es el signo de
un camino hacia la muerte que ya ni siquiera el reconocimiento del otro puede
detener. Cicatriz de un rostro despojado, parpadeos cada vez más tenues de un
aliento que enflaquece de su espesor de carne para dejar finalmente sólo la du­
reza anónima de los huesos. Uno puede tener la muerte en el rostro. Una cara
humana en jirones, sin nada reconocible en ella. Acaso porque en ninguna otra
parte que en los campos, la muerte fue hasta ese punto sin rostro.
En el revier, Robert Antelme se encuentra buscando un amigo, K, un maes­
tro de escuela. Mira dentro de la barraca, a todos esos hombres recostados en
sus camas, con la cabeza inmóvil, de aristas agudas y formas huecas que con­
forman sombras en sus rostros. Reconoce algunos, a los que saluda. Pero no lo
ve a K. Le pregunta al enfermero, quien le dice que acaba de pasar delante de él
sin reconocerlo. Asombrado, Robert Antelme se da vuelta y ve a un descono­
cido. «Tenía una nariz larga, huecos en el lugar de las mejillas, ojos azules casi
apagados y un pliegue de la boca, y su boca conservó el mismo pliegue». Ya no
está en el rostro desfigurado de K. el lugar del otro, es demasiado tarde. Robert
Antelme no lo puede creer. Se dirige a un enfermo cerca de él, es realmente K.
el que está ahí, en la derrota de su rostro. En el estupor, escruta rastros de iden­
tidad. En esa faz perdida ya no hay nadie, han desaparecido los últimos crista­
les de sentido, no queda nada identificable. Una suerte de coma del rostro dupli­
ca una inminencia de la muerte. «Yo no reconocía nada, me fijé entonces en la
nariz, uno podría reconocer una nariz. Me aferré a esa nariz, pero no indicaba
nada. No podía encontrar nada . . . Me alejé de su cama. Varias veces me di vuel­
ta, cada vez esperaba que la cara que yo conocía apareciera, pero no encontra­
ba ni siquiera la nariz. Siempre sólo la cabeza abandonada y la boca entreabier­
ta de nadie . . . Eso había sucedido en ocho días».18
«La idea de su singularidad, vagamente . . . » Un rostro interior se presiente
aún, pegado en la memoria o en los ojos de los demás, la vida resiste mientras él
permanece, pero no darse por vencido es un esfuerzo de cada momento. Gra­
cias a un trozo de espejo encontrado en Buchenwald por René, y desde enton-

1 7. Ibídem, pág. 224.


1 8. Más adelante, el vendeano que ya no tenía más que un «muñón de rostro», págs. 278-280.

245
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ces preciosamente conservado, el rostro es accesible.19 En el campo no hay es­


pejo, nada para reconocerse, salvo la mirada de los demás: la de los compañe­
ros, sobre todo, pero precaria, sin consistencia durable, a causa del rigor del tra­
bajo, del miedo, de los riesgos de morir que pesan en cada momento. «Ya mi
cuerpo no es mi cuerpo -comprueba Primo Levi-, tengo el vientre inflado, los
miembros secos, el rostro abotargado a la mañana y hundido a la noche; en al­
gunos, la piel se ha vuelto amarilla, en otros, gris; cuando pasamos tres o cua­
tro días sin vernos, nos cuesta reconocernos».2º Esa sensación del rostro oscila
entre dos imágenes, la que dan los verdugos, aplastante y masiva, y la dada por
los compañeros, tenue y frágil, dolorosa. Según que en el deportado dominen
las fuerzas de vida sobre las de muerte, o a la inversa, según que resista al aplas­
tamiento o ceda a él, esa sensación persiste o desaparece. Pero con ese irrisorio
trozo de espejo, un mundo se restituye, la sumisión a la mirada del otro retro­
cede un paso. Y cuando René lo saca de su bolsillo, los compañeros de la barra­
ca lo rodean y lo acosan. Hay que esperar su turno, a pesar de la creciente im­
paciencia, y tenerlo por fin algunos momentos entre las manos antes de cederlo
a otro que ya lo reclama. Ante el espejo, el deportado vive una especie de surgi­
miento de sentido, el renacimiento de una identidad que descubre súbitamente
que nunca dejó de ser. Ante su imagen que ha regresado de la ausencia, se reavi­
va la mirada de quienes le son más familiares, de los que ama y en quienes nun­
ca dejó de pensar. El espejo restituye los rasgos del rostro interior, un rostro ple­
no que sigue simbólicamente alimentado por la memoria de sus allegados. Por
un instante, el deportado escapa de su cuerpo, de la flacura, del hambre, reen­
cuentra su memoria. Una epifanía de sí. La identidad renace de sus cenizas. Al
hombre desfigurado aún le queda la sonrisa del rostro interior. Ningún verdu­
go puede alcanzar eso. Pero para distinguirlo hay que tener ojos que la muerte
todavía no altera. Puesto que el espejo provee una vía a lo sagrado, se convier­
te en un arma invalorable en la cotidianidad del campo. Le enseña al hombre la
permanencia de su rostro. Indica igualmente que el sentido de lo sagrado en el
hombre se origina en el rostro.

19. lbíd. págs. 57-58.


20. Levi, Primo, op.cit. pág 45.

246
La desfiguración:
9.
una minusvalía de apariencia

«Es curioso un rostro, no.Cuando se posee uno, no se piensa


en él.Pero cuando deja de tenerlo, siente como si le hubieran
arrancado la mitad del mundo.
»
Koso ABE, El rostro ajeno

Una fuerte ambivalencia caracteriza las relaciones que establecen las socie­
dades occidentales con el hombre que sufre una minusvalía. Ambivalencia que
éste vive cotidianamente. El discurso social le afirma que es un hombre normal,
enteramente miembro de la comunidad, que su dignidad y valor personal no
son en modo alguno disminuidas por su conformación física o sus disposicio­
nes sensoriales. Al mismo tiempo, es objetivamente marginalizado, mantenido
fuera del mercado de trabajo en mayor o menor medida, asistido por los servi­
cios sociales, apartado de la vida colectiva por sus dificultades de movilidad y
por estructuras urbanas inadecuadas. Y sobre todo, cuando se atreve a salir, es
acompañado por incontables miradas, a menudo insistentes, de curiosidad, mo­
lestia, angustia, compasión, reprobación. Las observaciones eventuales de cier­
tos transeúntes. Y la inevitable lección de las madres obligadas a contestar o elu­
dir con discreción las preguntas inoportunas de los niños. Como si el hombre
discapacitado debiera suscitar a su paso el comentario de cada transeúnte. Ese
mismo hombre no ignora el miedo, la ansiedad que suscita en las relaciones so­
ciales, aun en las más corrientes.
Nuestras sociedades han hecho de la «minusvalía»1 un estigma, es decir, un
motivo sutil de evaluación ne gativa de la persona. Por otra parte, no se habla

l. Sobre la historia de la minusvalía, cf. Sticker, Henri-Jacques, Corps infirmes et société, Paris,
Aubier, 1 982.

247
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

tanto de la discapacidad de alguien, como de que es «discapacitado», como si


fuera su esencia la de ser un «discapacitado», más bien que tener una discapa­
cidad. En la relación con él se interpone una pantalla de angustia o de compa­
sión, de la que el actor válido se esfuerza, por supuesto, en no revelar nada. «Se
le pide al individuo estigmatizado -dice E. Goffman- que niegue el peso de su
fardo y que nunca nos permita creer que por llevarlo se haya vuelto diferente de
nosotros; al mismo tiempo, se le exige mantenerse a distancia suficiente como
para que podamos mantener sin esfuerzo la imagen que de él nos hacemos. En
otros términos, se le aconseja aceptarse y aceptarnos, en agradecimiento natural
por una tolerancia básica que nunca le hemos otorgado del todo. Así, una acep­
tación ilusoria está en la base de una normalidad ilusoria».2 Contradicción di­
fícil de superar. El secreto a voces que preside todo encuentro entre un minus­
válido y un hombre «válido» está en el hecho de que ambos acuerdan fingir que
la alteración orgánica o sensorial no crea ninguna diferencia, ningún obstáculo,
cuando en realidad la interacción está secretamente obsesionada por este pun­
to que a veces toma una formidable dimensión.
En las condiciones habituales de la vida social, ciertas etiquetas de puesta en
juego del cuerpo rigen las interacciones. Ellas circunscriben las amenazas sus­
ceptibles de provenir de aquello que no se conoce, jalonan con tranquilizadores
puntos de referencia el desarrollo del intercambio. El cuerpo así diluido en el ri­
tual debe pasar inadvertido, reabsorberse en los códigos, y cada actor debe po­
der encontrar en el otro, como en un espejo, sus propias actitudes y una imagen
que no lo sorprenda ni atemorice. El borramiento ritualizado del cuerpo es so­
cialmente aceptado.3 El que no respeta, deliberada o compulsivamente, estos ri­
tos que regulan la interacción, suscita la molestia o la angustia. Las asperezas del
cuerpo o de la palabra estorban pues la progresión del intercambio. La regulación
fluida de la comunicación se rompe por el hombre tributario de una minusvalía
que salta demasiado fácilmente a la vista. La parte de desconocido se vuelve di­
fícil de ritualizar; la de cómo dirigirse a ese otro sentado en silla de ruedas o con
rostro desfigurado, de cómo reaccionará el ciego a quien uno quiere eventual­
mente ayudar a cruzar la calle, o el tetrapléjico que lucha por bajar con su vehí­
culo de la vereda. Frente a estos actores, el sistema de espera deja de ser conve-
2. Goffman, Erving, Stigmates: les usages sociaux des handicaps, París, Minuit, 1 975, pág. 1 45;
véase también Davis, Fred, «Deviance disavowal: the management of strained interaction by
the visibly handicapped», Social Problems, nº 9, 1 96 1 , págs. 1 2 1 - 1 32; Paicheler, Henri, Beau ­
fils, Béatrice, Edrei, Claudette. «Des comportements vis-a-vis des handicapés phsiques», Les
cahiers du CTNERHI, nº 6, 1 98 1 , págs. 5- 14.
3. Sobre este punto, cf. Le Breton, David, Anthropologie du corps et modernité, op.cit., capítulo 6.
[En español: Antropologia del cuerpo y modernidad, op. cit.] .

248
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUS VALlA DE APARIENCIA 1 Belleza1ealdad

niente, el cuerpo se evidencia súbitamente de modo ineludible, se hace moles­


to, no se deja borrar por la marcha normal del ritual, y en un instante se vuelve
difícil negociar una definición mutua de la interacción fuera de los habituales
puntos de referencia. Un «juego» sutil se inmiscuye en el encuentro, engendran­
do la angustia o el malestar. La incertidumbre sobre la definición de la situación
afecta más al hombre que sufre la discapacidad, quien se interroga en cada nue­
vo encuentro sobre la manera en que será recibido. Cada encuentro es para él
una nueva prueba, una duda sobre la manera en que será recibido en tanto tal y
respetado por el otro en su dignidad. El actor que dispone de su integridad físi­
ca tiende entonces a evitar inflingirse una desagradable molestia.
La imposibilidad de que puedan identificarse físicamente a él está en el origen
de todos los perjuicios que puede encontrar un actor social en su camino: por­
que es viejo o moribundo, inválido, desfigurado, cultural o religiosamente dife­
rente, etcétera. La alteridad es socialmente transformada en estigma, la diferen­
cia engendra el diferendo. El espejo del otro ya no es susceptible de esclarecer el
propio. A la inversa, su apariencia intolerable pone un instante en tela de juicio
la propia identidad, recordando la fragilidad de la existencia humana, la preca­
riedad inherente a toda vida. El hombre portador de una discapacidad recuer­
da, con una fuerza que deriva de su mera presencia, el imaginario de un cuerpo
desmantelado que puebla buen número de pesadillas. Crea una turbulencia en
la seguridad ontológica que garantiza el orden simbólico. Las reacciones al res­
pecto tejen una sutil jerarquía del espanto. Se clasifican según el índice de de­
rogación a las normas de apariencia física. Cuanto más visible y sorprendente
es la discapacidad (cuerpo deforme, tetrapléjico, rostro desfigurado, por ejem­
plo), mayor es la atención social que suscita, desde el horror hasta el asombro, y
más clara la segregación social en las relaciones. Cuando es visible, la discapaci­
dad es un poderoso imán de miradas y comentarios, un operador de discursos
y emociones. En estas circunstancias, la tranquilidad de la que cualquiera pue­
de gozar en sus desplazamientos y desarrollos cotidianos aparece como un ho­
nor, un certificado de buena ciudadanía que otorga el primero que aparece. La
discreción es el privilegio aristocrático de lo banal, el sueño de El hombre elefan­
te. El hombre que sufre una minusválida visible, en cambio, no puede salir de su
casa sin provocar la curiosidad de todos, y si su invalidez es reciente, debe acos­
tumbrarse a vivir y desplazarse atrayendo permanentemente la atención ajena.
Esta curiosidad incansable es una violencia tanto más sutil, cuanto que se igno­
ra y se renueva con cada transeúnte con quien se cruza. El hombre discapacita­
do es un hombre de estatus intermedio, está indefinido. El malestar que engen­
dra está igual mente vincul ado con esa falta de claridad que rodea su definición

249
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

social. No es ni un enfermo, ni un hombre saludable, no está muerto ni plena­


mente vivo, no está fuera de la sociedad ni en su interior.4 Su humanidad no se
pone en duda, pero contraviene a la idea habitual de lo humano. La ambivalen­
cia de la sociedad con respecto a él es una especie de réplica a la ambigüedad de
la situación, a su carácter duradero e inasible. Una situación en la que el ritual
fracasa y se envuelve entonces en un halo de malestar.
Un hombre sale del hospital, avanza con la cabeza gacha, un poco hundido
en su vestimenta, y se dirige a la parada del autobús. No entra y se mantiene fue­
ra del refugio, ni afuera, ni adentro, al lado, disimulado a medias. Llega el trans­
porte, sube con la mirada clavada en el piso, valida su ticket y se sienta en la pri­
mera fila, la que no tiene pasajeros enfrente. Cada trayecto que debe hacer ese
hombre de rostro estropeado le exige las mismas precauciones, para no descu­
brirse y hacerse vulnerable a la curiosidad ajena. Tal individuo, obligado a pesar
suyo a una interacción, busca siempre la discreción, evita cuidadosamente todo
contacto para no encontrarse en situación de dificultad. «No cree que su mirada
y su sonrisa tengan el poder de contrabalancear, de rescatar su aspecto», apunta
Franc¡:ois Flahaut, comentando el esquive de contacto en un hombre cuyo ros­
tro tiene las severas cicatrices de quemaduras. «Para evitar el riesgo de humilla­
ciones, se ha retirado anticipadamente, quisiera aparecerle a los demás sólo por
su silueta (bastante elegante) y volver invisible su rostro».5 Siempre se esfuerza
por engañar, por hacerse paradójicamente invisible, a través de una extrema dis­
creción. La jerarquía del espanto y del rechazo parece poner en primera línea al
hombre de rostro desfigurado, alterado por un accidente o una enfermedad. El
hombre que «ya no tiene figura humana», como lo expresa el dicho popular. La
particularidad de este actor consiste en la carencia simbólica que ofrece al mun­
do a través de sus facciones arruinadas, cuando en nuestras sociedades occiden­
tales el principio de identidad se encarna esencialmente según el rostro. Ningu­
na de sus capacidades para trabajar, amar, educar, vivir, es impedida de ejercer­
se por causa de su estado. Y sin embargo, se lo aparta por una sutil línea de de­
marcación, de la que nace una violencia simbólica tanto más virulenta por ser
a menudo inconsciente. Si bien la desfiguración no es en nada una minusva­
lía, puesto que no invalida ninguna de las competencias de la persona, se vuel­
ve tal a partir del momento en que suscita un tratamiento social del mismo or­
den. La desfiguración es una minusvalía de apariencia. La invalidez que señala
está en la alteración profunda de las posibilidades de relación. No sólo retira al
actor de una amplia parte de las relaciones sociales con que podría beneficiar-

4. Murphy, Robert F., Vivre a corps perdu, París, Pion, 1 987, pág. 1 84.
5. Flahaut, Franc¡:ois, Pace a face. Histoire des visages, París, Pion, 1 989, pág. 43.

250
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVALIA DE APARIENCIA I Belleza-fealdad

se sin su rostro arruinado, sino que además le impone una vida permanente de
candilejas, como si viviera incesantemente en representación, incansable fuente
de curiosidad para la gente que se cruza en su camino. Para el hombre con mi­
nusvalía demasiado visible, y sobre todo para el hombre desfigurado o con ros­
tro contrahecho, la vida social se transforma en un escenario y el menor de sus
desplazamientos moviliza la atención de los espectadores.

El individuo hace de su rostro el foco de su ser, el axis mundi en el cual no


piensa necesariamente a cada instante, pero sin el cual se vería reducido a poca
cosa. El rostro es una cristalización del nombre. «El yo es ante todo un yo cor­
póreo, no solamente un ser de superficie, sino la proyección de una superficie»,
dice Freud. Y el rostro (con el sexo, pero en otro nivel) es ciertamente la matriz
más fuerte del sentimiento de identidad regido por el yo. De entrada, este úl­
timo se percibe como un rostro, aunque sea en el momento jubiloso del esta­
dío del espejo descrito por el psicoanálisis para los primeros años de la vida del
niño. Porque es el signo más poderoso del ser del hombre, la negación del hom­
bre pasa por la de su rostro. El hombre desfigurado es el hombre que, provisoria
o durablemente, vive la suspensión de sí, la privación simbólica de su ser, que
sólo una movilización de toda su voluntad permite reconstituir.
Un hombre que se niega a realizar un acto que reprueba, lo hace por temor
a «no poder después mirarse la cara». Pero este mismo hombre se encuentra fi­
jado a esa imposibilidad, privado para siempre de poder mirarse la cara, por­
que la perdió, física y simbólicamente. Una herida que deja una profunda cica­
triz en un brazo o una pierna, o en el vientre, no pone en tela de juicio con tan­
ta virulencia el sentimiento de identidad del hombre, sobre todo si no acarrea
ninguna secuela funcional. Es una fuente de preocupación quizás, a veces fuer­
te, pero sólo hace superficialmente mella en la relación del actor con el mundo.
El sexo y el rostro, lugares esenciales de la cristalización de la identidad, cuan­
do son tocados, trastornan la personalidad misma del actor, lo sumergen en una
angustia a menudo desproporcionada con la gravedad de la situación. A través
de ellos se juegan la significación y el valor mismo de la existencia. Son los lu­
gares más altos del sentimiento de identidad regido por el yo, e indudablemen­
te los más vulnerables a las fantasías nacidas del inconsciente.
El rostro es un Otro, el Otro más próximo, en quien el hombre se recono­
ce y se da a existir a los ojos ajenos, aquél en que se encarna el nombre que lle­
va. Pero el hombre cuyas facciones están arruinadas, que rara vez pensaba en su
rostro cuando lo veía cada día intacto en el espejo, tiene ahora la sensación de
que su identidad se ha deshecho. Su rostro se ha vuelto Otro, pero un Otro re-

25 1
ROSTROS. Ensayo antropológú:a 1 David Le Breton

pulsivo, señal no sólo de una ausencia sino también del horror de ser prisione­
ro de «eso».
Muchos actores, tras una enfermedad o un accidente que altera sus rasgos,
se sienten excluidos de sí mismos y del mundo. Todo sucede como si su antigua
personalidad hubiera sido borrada al mismo tiempo que su rostro. Esta pérdi­
da es vivida como un duelo de sí. La desfiguración es un homicidio simbólico.
La capacidad para superarla y volver a encontrar en su plenitud el afán de vivir
anterior está ligada a la experiencia propia del actor, a su situación social y cul­
tural, también a las cualidades de su entorno. Pero a veces éste experimenta el
desmantelamiento de su ser, la erradicación brutal de todo lo que era anterior­
mente, y cuya pérdida piensa definitiva. La desfiguración no es una enferme­
dad de la que uno pueda recuperarse marchando suavemente hacia la convale­
cencia o una herida que se encamine hacia una cicatrización sin consecuencias:
es desposesión, arrancamiento. Es el equivalente de una mutilación, aun cuan­
do el actor no pierda ningún miembro y que sólo sus rasgos se vean afectados.
No deja otra opción que la de aceptar su resultado y confiar en la larga prueba
de las operaciones sucesivas de cirugía estética. Le pone una máscara al rostro,
comparable a la de un baño de ácido. Esa máscara acompañará ahora la vida en­
tera del actor y preludia todo encuentro.
La experiencia dolorosa de la desfiguración recuerda al hombre que no vive
solamente en un cuerpo físico. Si así fuera, ninguna herida del rostro, a menos
de ser funcional, podría impedirle vivir como si nada hubiera sucedido. El hom­
bre vive primero en un cuerpo imaginario, investido de significaciones y de va­
lores, con los que integra el mundo en sí y se integra él mismo en el mundo. La
desfiguración introduce una ruptura brutal en el corazón de la alianza siempre
más o menos problemática, pero no obstante soportable, del cuerpo real y de la
imagen que de él se hace el individuo. Antropológicamente, la imagen del cuer­
po se estructura en torno de cuatro funciones simbólicas, mutuamente entrela­
zadas: la forma, es decir, la sensación para el actor de la unidad significante de
las diferentes partes de su cuerpo, de su aprehensión como un todo viviente, de
sus límites precisos en el espacio. La imagen del cuerpo está asimismo construi­
da sobre una función de contenido: el hecho de vivir su carne como un univer­
so coherente y familiar, de identificar como suyas y significantes las estimulacio­
nes sensoriales que la atraviesan. Dos otras funciones se articulan con las pre­
cedentes: la del saber, el recurso para el actor a la teoría del cuerpo (o a una de
ellas) que circula en su colectivo de pertenencia y le explica cómo está constitui­
do el interior invisible de su cuerpo, con qué sustancias. Y finalmente la del va­
lor, es decir, la internalización por el actor del juicio social que lo apunta en sus

252
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVALIA DE APARIENCIA I Belleza-fealdad

atributos físicos, su modo de hacerse cargo de los valores diferenciales atribui­


dos a distintos lugares del cuerpo, etcétera. Este último componente determi­
na en gran parte la estima que el actor tiene de sí mismo y la importancia que le
dará a la lesión que lo afecte.
Estos cuatro componentes simbólicos estrechamente mezclados, de igual im­
portancia, están bajo la dependencia de un contexto social, cultural, relacional
y personal.6 Todas las sociedades humanas favorecen la misma implementación
individual de ese entretejido de significación y valor que permite a cada actor
habitar familiarmente su cuerpo a través de una pantalla de imágenes que sólo
tiene sentido para su propia existencia. Tal estructura antropológica provee las
referencias necesarias de la vida de cada instante. El hombre cuyo rostro ha sido
estropeado conoce una perturbación profunda de su relación con el mundo, al
vivir provisoriamente con una imagen de su cuerpo profundamente oculta den­
tro de sí, la que tenía de sí mismo antes del accidente, mientras su cuerpo actual,
y especialmente su rostro, le devuelve una imagen intolerable. El hombre pierde
la irrigación de esa imagen del cuerpo con la cual vivía hasta entonces, no la re­
conoce más en su función de forma, de contenido, menos aún de valor. Y pues­
to que el rostro junto con el sexo es el lugar del cuerpo más investido, más soli­
dario del yo, la conmoción personal es igualmente potente. Franc¡:ois Flahaut ob­
serva que «los límites de la identidad son también los del sexo. Un rostro agra­
dable, una vez pasada la infancia, es un rostro de hombre o de mujer. Un perso­
naje desfigurado es también un personaje "fuera de sexo"».7
El hombre súbitamente desfigurado encuentra en el espejo o en la mirada aje­
na, una forma irreal de su cuerpo, estropeada, irreconocible, símbolo cada día
reiterado del desarraigo de sí. Tampoco reconoce esos elementos como signifi­
cantes ni susceptibles de ser un día asumidos, esas cicatrices, esos tejidos lesio­
nados que evocan más bien la destrucción, lo insensato, lo intolerable. Y el va­
lor que le daba a su cuerpo está asimismo dislocado a través del horror que sien­
te al verse así, sabiendo además que en todas partes suscita la misma curiosidad
malsana, la misma desconfianza. «El espejo de Narciso diverge de su reflejo sólo
para hacernos aprehender la máscara de Gorgo».8
El duelo del rostro es un emprendimiento de largo aliento, así como lo es el
recurso a la cirugía estética para frenar la excesiva visibilidad de las cicatrices o

6. Tomamos las dos primeras funciones de los trabajos de Gisela Pankow, particularmente de
I:homme et sa psychose, París, Aubier, 1 983. Hemos dado un primer enfoque antropológico de
la imagen del cuerpo en Le Breton, David, op. cit. , capítulo 7.
7. Flahaut, Fram,:ois, op. cit, pág. 78.
8. Clair, Jean, Méduse, Paris, Gallimard, 1 989, pág. 1 64.

253
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

restaurar una apariencia próxima a la que se perdió. Nadie se salva de la con­


moción de personalidad consecutiva al accidente. La relación con la imagen del
cuerpo no se encuentra solamente bajo la égida del yo, sino que también depen­
de del inconsciente, es decir, de situaciones internas que no están bajo el control
de la voluntad, sino que se imponen con fuerza al actor. Durante todo el tiempo
de duración de ese duelo, el actor está confrontado a una violencia simbólica, a
un dolor íntimo que él mismo engendra por su pérdida y que refuerza la actitud
hacia él de la gente con quien se cruza.
La primera confrontación con el espejo, posterior al accidente, es el momento
clave en que el trauma se inscribe en la conciencia y transforma de un solo gol­
pe el conjunto de referencias de identidad, a la manera de un sismo. Todo actor
que evoca el relato de su infortunio recuerda con dolor aquel momento en que
el accidente corporal adquirió toda su dimensión. La escena primitiva de la alte­
ración del rostro se cristaliza cuando el espejo devuelve al actor lo ineludible de
su estado, con el sentimiento de desamparo que lo acompaña. «Miré el espejo y
quedé espantado, incapaz de reconocerme», dice un hombre. El reflejo del espe­
jo, por la significación que reviste, es de insufrible violencia. El actor toma cons­
ciencia de que su identidad acaba de cambiar, ya no es reconocible, ni siquiera
a sus propios ojos. La capital de su identidad, allí donde se estructuran sus rela­
ciones de sentido y de valor con los demás y con el mundo, acaba de romper sus
amarras y sólo queda un gran vacío donde amenaza la muerte.
Dejar de tener figura humana es una metáfora para decir la muerte. La ima­
gen reflejada que él recibe de frente y no puede admitir que sea la suya, no es
de nadie, y nadie podría consentir en apropiársela. Una enfermera gravemente
afectada en un accidente de auto testimonia, años después: «Y no tuve más que
un solo deseo: encontrarme cara a cara, si se puede decir, con un espejo. La pri­
mera visión no fue particularmente agradable ¿Qué cosa es este horror frente a
mí? Y después, mirándome mejor, encontré algo que se me parecía, una parte
de mi rostro no había sido afectada. Pero el resto estaba lleno de puntos de su­
tura, el ojo cerrado, los párpados negros, los hematomas en todas partes». El re­
conocimiento de una parte intacta del rostro desemboca en la pérdida de rela­
ción consigo misma. Al mismo tiempo, introduce paradójicamente en esta de­
rrota de sentido, un punto de referencia en el cual apoyarse para convencerse
de que no se trata de una pesadilla. A partir de entonces, esta joven multiplica
los contactos con el espejo, de manera un poco obsesiva, en busca de la impo­
sible coincidencia consigo misma, el retorno soñado al estado anterior. Mien­
tras no esté acabado el duelo de esta parte de sí y persista una imagen del cuer­
po en desacuerdo con el cuerpo vivido hoy, la relación con el espejo sólo puede

254
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVALIA DE APARIENCIA 1 Belleza-fealdad

ser un sufrimiento reanimado sin cesar. Antes le bastaba acercarse a un espejo


para que le apareciera su rostro. La operación mágica ya no se reproduce, pero
queda el acecho para sorprender, hora tras hora, el sueño de su restablecimien­
to progresivo. Ella habla de un «duelo con el espejo». «Veinte veces por día, te­
nía delante de mí un rostro deformado en el que me costaba reconocerme. Y yo
tenía veinticuatro años».
Una espera lacerante a que desaparezcan los hematomas, que los rasgos es­
capen progresivamente de la confusión, que la superficie aún agitada del agua
del rostro quede finalmente plana. Pronto comienzan las primeras operaciones
correctoras de cirugía facial. El que las practica es investido por la paciente de
un masivo deseo de restauración de sí, de retorno a la humanidad y a la digni­
dad del rostro. En pocas palabras, ella expresa la gravedad de una apuesta sobre
la que no tiene el control. «Hay que confiar enteramente en el cirujano, que tie­
ne nuestra vida entre sus manos, entre sus dedos, puesto que del resultado de
su trabajo dependerá nuestro lugar en la sociedad».9 Como muchas personas
afectadas de ese modo, ella es sometida a una larga espera, a lo largo de meses
o de años, a series de actos quirúrgicos que alimentan la esperanza de una res­
tauración suficiente como para que la existencia social pueda proseguir sin de­
masiadas trabas. Sin duda, esta demora es también propicia a la elaboración del
duelo, si el actor ha tomado una distancia suficiente y no espera de la cirugía la
restauración integral, mágica, del antiguo rostro. Este duelo es empero difícil de
sostener en una sociedad donde el hombre es su rostro y donde el espejo frag­
menta la identidad al no devolver ya el rostro familiar de su existencia, sino una
máscara que es menester aprender a hacer propia. Una mujer, con el rostro alte­
rado por un accidente, me decía que durante mucho tiempo, cuando se veía así
en el espejo, caía en coma. Son sus palabras.
La desfiguración es privación de ser mientras permanece demasiado vivo el
duelo del rostro perdido, y mientras los allegados mismos no han aprendido a
ver nacer otro rostro en el lugar de la máscara rígida. Perder el rostro, psicoló­
gica y socialmente, es perder, en efecto, la posición en el seno del mundo. De­
pende de los recursos íntimos del actor el «hacerle frente».1º Más que nunca, es
apropiado el término francés «/aire face» para ganar otro lugar o reencontrar el
9. Este testimonio proviene del texto de Gire!, Anne-Marie, «Peut-etre demain ... Aide a la com­
préhension des traumatismes faciaux», en «Les soins infirmiers et le corps», Études sur les soins
et le service infirmier, Cahier nº 5, 1 979. Véase también Alliez, J. y Robion, M., «Aspects psy­
chopathologiques de la défiguration et leur relation avec la dysmorphophobie», Annales mé­
dico-psychologiques, París, 1 969, t. 2, nº 4, págs. 479-494.
1 0 . N. de T. : El autor utiliza aquí la expresión «faire face» , que significa «poner la cara, hacer
frente».

255
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

suyo y acabar con el riesgo de perjuicio. Pero la tarea es difícil cuando cada es­
pejo, cada mirada de los otros, cada titubeo de su parte, remite a un inicio de
estigmatización. Tal es la primera violencia que debe superar, hora tras hora, el
hombre desfigurado, la que suscita en él, inconscientemente, a través de la sen­
sación de su identidad deshecha y de la grave alteración de una imagen del cuer­
po profundamente arraigada que sólo se modifica muy lentamente y le recuer­
da la crueldad del destino.

Otra forma de violencia, que alimenta a la primera, viene de la mirada de los


otros. La visibilidad de la desfiguración es ineludible, peor aún, proclama la in­
dignidad social del actor que, desprotegido, no puede disimularse tras una más­
cara o una apariencia engañosa. Ella no puede ocultarse, salta a los ojos de todos,
provoca la mirada curiosa de los transeúntes y la incomodidad de los interlo­
cutores que se encuentran con él por primera vez. En el sentido etimológico de
la palabra, la desfiguración funciona como un estigma y recuerda su origen: esa
marca en carne viva que en la sociedad griega designaba al hombre mantenido
aparte de la comunidad, el esclavo, el aprosopon (el hombre sin rostro). Más aún
que la fealdad, ella priva al actor de su plena identidad personal y social. El actor
se metamorfosea en un ser residual, problemático, que debe aprender a domes­
ticar la mirada de los demás y a vencer la prevención de ellos respecto de él. Las
figuraciones sociales que presiden a las interacciones son en sí mismas desfigu­
radas cuando ponen en escena a un hombre portador de un rostro estropeado.
Indudablemente, más que la relación con un discapacitado físico o sensorial, la
relación con este actor trae dificultades a causa de la pantalla de los fantasmas,
de los terrores arcaicos que yacen en el corazón del individuo. El hombre des­
figurado, como el hombre amputado, despierta la angustia del cuerpo desman­
telado, que sin duda alguna está presente en todo hombre, y que se expresa de
modo privilegiado a través de las pesadillas: la angustia ante la extrema preca­
riedad de la condición humana.
El estigma de apariencia que es la desfiguración es probablemente una de las
más crueles fuentes de la segregación sutil del actor en los ritos de la interacción.
La primera actitud hacia él es evitarlo. Mientras que en las relaciones sociales,
todo actor puede reivindicar a su favor un resguardo de confianza, el hombre
desfigurado, igual que el hombre afectado por una discapacidad física o senso­
rial, sufre la imposición de una carga negativa, de un a priori en su contra que
hace difícil cualquier acercamiento. Y eso sucede de una manera no dicha, casi
discreta, pero eficaz, a través de la sutileza del vacío que se crea a su alrededor y
de la masiva sucesión de miradas que lo envuelven, a través también de la difi-

256
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVAÚA DE APARIENCIA I Belleza -fealdad

cultad que él experimenta para disfrutar de las relaciones habituales de la vida,


incluso las que tienen un mínimo valor por su banalidad y evidencia, pero que
el hombre desfigurado debe conquistar luchando, y sintiendo la molestia que él
suscita en quienes aún no están habituados a su presencia. Esa alteración, que
en nada modifica las competencias activas o afectivas que de él puede requerir
el colectivo, basta para alimentar la dificultad permanente de su integración so­
cial, a causa del valor simbólico atribuido al rostro. A tal punto, que muchos de
los que la sufren prefieren no salir de su casa y enfrentar esta prueba.
Perder el rostro es aquí más que perder el prestigio [perdre la face (perder la
cara)] , puesto que en esta última circunstancia aún se puede esperar el momen­
to favorable de «hacer un buen papel» [faire bonne figure (hacer buena cara)] ,
hacer buena figura, mientras que el hombre desfigurado está obligado a l a lar­
ga espera de una eventual corrección quirúrgica, pero es raro que éstas no dejan
secuelas. En Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, R. M. Rilke narra una espe­
cie de sueño lleno de angustia. Ve a una mujer pensativa, con el rostro entre las
manos. Camina lentamente. Se oye un ruido: «La mujer se asustó, se arrancó a sí
misma. Demasiado rápido, demasiado violentamente, de modo que su rostro le
quedó en las manos. Yo podía verlo allí, podía ver su forma hueca. Me costó un
esfuerzo inaudito quedarme en esas manos, no mirar lo que había sido despoja­
do. Me estremecía de ansias por ver un rostro desde adentro, pero tenía mucho
más miedo de ver la cabeza desnuda, despellejada, sin rostro».1 1 El rostro desfi­
gurado o quemado es un rostro de terror. Ha perdido la flexibilidad de la carne
original, los músculos están alterados, y las expresiones que se inscriben en sus
rasgos no se relacionan con los afectos que siente el actor. Ya no hace espejo con
el de su interlocutor, no sólo en el plano formal, sino también en el de las signi­
ficaciones. El rostro se vuelve enigmático, casi amorfo, inquietante por la difi­
cultad de captar en él las referencias de identidad que vuelven la comunicación
posible y familiar. Hace falta tiempo para que la alteración del rostro del otro se
borre y que éste sea nuevamente percibido en su humanidad y significación.
El estigma no es algo natural que impone su infortunio al actor, es un agre­
gado netamente social en el núcleo de una relación, una significación y un va­
lor impuestos desde afuera en una característica física. La infamia de su condi­
ción puede impregnarse en él muy precozmente. Por ejemplo, un niño de cua­
tro años y medio, cuyo rostro se quemó profundamente en el pasado, mimado
por sus padres y hasta entonces muy protegido en el seno del círculo familiar,
entra por primera vez al jardín maternal donde lo inscribieron sin que hubie-

1 1 . Rilke, R. M., Les cahiers de Malthe Laurids Brige, op. cit., pág. 14. [En español: Los cuadernos
de Malte Lau rids Brigge, op. cit] .

257
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton

ra tenido contactos previos con los docentes. La llegada de Julián y su integra­


ción en los juegos suscita el terror de los niños. La situación es tal que la direc­
tora de la escuela pide a los padres que lo retiren. 12 Julián acaba de experimen­
tar por primera vez la mirada sin indulgencia de los otros. Aprendió a costa de
su propio cuerpo, por la violencia todavía poco ritualizada de los niños, la con­
sideración de la que puede ser objeto en el transcurso de su existencia. Si bien
más adelante, en las relaciones sociales, su segregación se realice de muchas y
diferentes formas.
La alteración del rostro impone al actor una reserva de su amplitud de ac­
ción y de su campo social. Lo obliga a veces a tomar precauciones para no inco­
modar a las personas que se cruzan en su camino. «En el interés de ayudar a los
otros a demostrar tacto -observa E. Goffman-, se recomienda frecuentemente a
las personas desfiguradas que se detengan un poco en el umbral de un encuen­
tro, para dar a los futuros interlocutores el tiempo de componer una actitud».13
Aproximarse lentamente, como dudando, mirar su reloj, observar algo en los al­
rededores, son algunos de los modos mesurados de acceso al otro que preser­
van las defensas de éste, les dan tiempo para disipar su sorpresa y hacer como si
nada sucediera. Actitud profundamente ritualizada que da al hombre desfigu­
rado la sensación de que permanentemente está a merced de los demás, siem­
pre en la necesidad de manejar las interacciones en las que se encuentra impli­
cado. Aunque en la vida cotidiana, cuando camina por la vereda o toma trans­
portes públicos, no está protegido de las miradas que apuntan a él, se detienen
con insistencia sobre su rostro, lo ponen sin descanso en evidencia, obstaculi­
zando incluso sus intentos por pasar inadvertido. La enfermera accidentada de
la que ya hablamos recuerda con amargura el breve momento en que debió to­
mar el autobús para ir a su trabajo. «Las miradas insistentes de los pasajeros que
me escrutaban de modo repetido eran mus difíciles de soportar».
A la inversa, el hospital le parecía un lugar privilegiado, un remanso don­
de pasa inadvertida, en medio de sus colegas, habituados a tratar con enfermos
mutilados, a asistir al sufrimiento en todas sus formas, allí «nadie me miraba,
es un lugar de trabajo privilegiado en un caso como éste. Los enfermos me hi­
cieron sólo algunos comentarios. Mis compañeros tarp.poco me hablaban del
tema». El hospital es un ghetto social y cultural en el cual una de las ventajas es
proteger a cualquier actor de los riesgos de la adversidad social cuando es víc­
tima de heridas graves y visibles, por ejemplo, una mutilación, hematomas, ci-

12. Lecuyer, Nathalie, <&tre psychologue dans un centre de grands bnilés», /ournal des Psycholo­
gues, marzo, 1 989, nº 65, pág. 57.
1 3. Goffman, Erving, op. cit , pág. 40.
.

258
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVAÚA DE APARIENCIA I Bellezafealdad

catrices o deformaciones. A lo largo del testimonio de la joven, el lector se ente­


ra que ella trabaja ahora en un servicio de cirugía máxilofacial. Otra manera de
fundirse en un paisaje humano donde la mayoría de sus interlocutores sufren
lesiones más o menos graves en el rostro. Allí, ella es una entre otros, comparte
finalmente un destino común.
Otra mujer, con el rostro alterado desde su juventud, habla del «veneno» de
las miradas que la siguen paso a paso desde siempre y no cesan de recordarle su
tormento sin saberlo. Del mismo modo, el personaje de Kobo Abe, gravemen­
te desfigurado por un accidente, es el blanco constante de la mirada de los tran­
seúntes. Sueña con devolver la violencia a quienes lo torturan sin descanso. «¿Y
si me parara ante ellos sin decir nada? ¿Si observando sus reacciones me quitara
los lentes, luego la máscara protectora que tengo sobre la boca y deshiciera mi
vendaje? Su perplejidad se transformaría primero en turbación, luego en súplica
muda, pero yo seguiría deshaciendo mi vendaje, me lo quitaría finalmente para
hacer aparecer mi rostro y arrancaría de un solo tirón, para producir cierto efec­
to, la última venda».14 Ofrecer un rostro espantoso al indiscreto cuya mirada in­
siste, ya no tener que bajar los ojos ni rumiar su dolor, sino hacer de su infortu­
nio un arma para devolver la violencia a quien la pone en práctica. El sueño del
personaje de Kobo Abe es estremecedor, muestra con toda su rigor la violencia
que sufre el hombre desfigurado.

1 4. Abe, Kobo, op. cit.

259
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