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ROSTROS
Ensayo antropológico
11 INSTITUTO
DELA
MASCARA
Le Breton, David
ISBN 978-950-649-281-6
CDD301
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ture/le de li\mbassade de France en Argentine.
Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, cuenta
con el apoyo de Culturesfrance, operador del Ministerio Francés de Asuntos Extranjeros y Europeos,
del Ministerio Francés de la Cultura y de la Comunicación y del Servicio de Cooperación y de Acción
Cultural de la Embajada de Francia en Argentina.
A mis padres
A Hnina
«El rostro humano es realmente como el
de un dios de alguna teogonía oriental, un
racimo de rostros yuxtapuestos en planos
distintos y que nunca se ven a la vez».
MARCEL PROUST
Índice
INTRODUCCIÓN . • . . . . . • • . 15
Quedéme y olvidémr.
el rostro recliné sobrt· el amado;
cesó todo, y dejé.me
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
SAN JUAN DE LA CRUZ
En estas páginas el autor rastrea el rostro humano, no sólo como los rasgos
que sP. cl0stacan en la identidad de cada ser, sino que va detrás de sns marcas a
lo largo de la historia de la humanidad.
Como el historiador, el psicoanalista o el arqueólogo que anda levantando (el
hueso) para develar el misterio de la carne viva. O porque no pensa1 que David
Le Breton es uno de los detectives de la escuela de Sherlock Holmes que de cada
rastro va sacando un rostro y de cada rostro un sendero que lo lleva a otro y así,
con esa rigurosidad científica y didáctica que lo caracteriza va demostrando que
el rostro es la construcción simbólica donde cada cultura dejó su marca.
Los rostros son enigmas que esconden pasiones y emociones, vertJades y
mentiras que a veces lava una sonrisa. Son el poder de la mirada fija en la mira
da del otro que es su doble, su cómplice o enemigo.
Lo:: temas que desarrolla; como la invención del rostro, o la pasión por las
tip olo gías, o el rostro es Otro o el "cara a cara" entre otros, hilvanan un texto
que juega con los enmascaramientos y des enmascaramientos que se suceden
en cada acto como un despliegue de máscaras, que resultan el "mediodecir" de
la cultura .
Cita. el autor: "El rostro encama una ética, exige responder por sus propios
actos, de allí que la máscara no es una simple herramienta para asegurarse el in
c ógnito, sino que revela incógnitas, sorpresas. Querer escurrirse a hurtadillas
11
de los propios rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro es
cambiar de existencia. [ . . . ]
El rostro es una cifra, en el sentido hermético del término, un llamado a resol
ver el enigma. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orien
taciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas':
¿Por qué su libro comenta sobre el rostro de Dios en las diversas religiones
monoteístas? Porque el rostro, en la tradición judeo - cristiana funda la unici
dad, es decir la invisibilidad en las tradiciones religiosas que generan el imagi
nario del rostro. Se refiere a Moisés y a Jesús y va construyendo o deconstru
yendo el modo en que el rostro se constituye en el orden de la cultura en rela
ción al cuerpo y a los otros.
Es que ia mirada del rostro del otro sobrepasa los prejuicios fisiognomistas,
más allá de las.características anatómicas, para poder encontrarse con la inten
sidad del rostro y con el otro que tiene que ver con el uno. Es aquello que Le
vinas mencion·a en su libro como "Ética e infinito': la libertad de encontrarse
con el otro sin trabas, abre el ser a lo infinito; al desocultar el rostro deja apare
cer máscaras de vida y de muerte. El ocultamiento del rostro ¿sería homólogo
al ocultamiento del ser por el ente del que hablaba Heidegger y la filosofía con
temporánea?
. No podemos dejar de mencionar, el capitulo de la Shoá y las exclusiones y dis
criminaciones raciales que siguen marcando este nuevo siglo. ''.Así como el racis
mo- dice Le Breton- es la manifestación de la negación del rostro en el otro':
Es imposible ignorar al arte, especialmente a la pintura, cuando va dejando
los testimonios en los retratos, este período es una revolución dentro de las con
sideraciones de lo humano, "ya que el cosmos es expulsado del cuerpo humano.
La carne que el escalpelo revela es la única posesión de un hombre integrado y
separado del mundo por su cuerpo. É ste se volvió el límite de su persona [ . . . ]
Se desacraliza la naturaleza, se la percibe como radicalmente diferente al hom
bre': La individuación renacentista y en las capas sociales sobre todo burguesas
este proceso se desarrolla paralelamente a una desilusión con respecto a la na
turaleza. Es el retrato, una unidad de medida, quien pertenece a una clase social
o quien es excluido carece de rostro en los atriles, es un corte entre una huma
nidad y otra que aflora con potencia y que reina en todo su esplendor y destruc
ción en la sociedad contemporánea.
De allí que el autor se plantee la importancia de las paradojas del rostro. Be
lleza-fealdad. Maquillar. Ocultar el rostro, poder transitar de la impasibilidad
de la "caracrimen" y enfrentarse al poder o la atracción y seducción de rostros
máscaras-objetos.
12
PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLA.iVA
13
Introducción
15
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
entre un rostro y otro, conviene moverse con un «espíritu refinado» antes que
con un «espíritu de geometría». La sensibilidad de aproximación demanda una
antropología atenta, curiosa de lo único más que de lo repetitivo, pero que no
excluye la evidencia. Desde el rostro del niño hasta el del anciano, hay una con
tinuidad inquietante, una semejanza jamás desmentida. Y sin embargo, cuán
tos rostros se suceden a lo largo de las estaciones, de las pruebas de la vida, o in
cluso simplemente a lo largo de la vida cotidiana. La continua metamorfosis de
un rostro permanece fiel a un «aire», a una forma evanescente que nada puede
captar pero que habla de la singularidad de un hombre.
La palabra francesa visage (rostro) viene del latín visus, participio pasado sus
tantivado de videre: «lo que es visto». Etimológicamente, la mayoría de los tér
minos que han designado al rostro en las lenguas del antiguo mundo occiden
tal hacían alusión al aspecto visible del rostro, a su forma, a su posición privile
giada en el cuerpo humano. 1 El rostro (y las manos) se dejan ver desnudos, sin
el telón de las vestiduras. A partir de un puñado de referencias como ojos, na
riz, frente, se ofrecen al mundo miles de millones de rasgos a través del espa
cio y del tiempo. Los rostros son variaciones al infinito sobre un mismo esque
ma simple. Asombra tal diversidad de formas y expresiones cuando los mate
riales que las modelan son tan reducidos en número. La estrechez del escenario
del rostro no impide en nada la multitud de combinaciones. El decorado sigue
siendo el mismo, pero permite innumerables figurantes. Todo hombre lleva su
rostro, pero nunca el mismo. La ínfima variación de uno de los elementos que
le dan forma deshace su orden y significación.
El rostro traduce en forma viva y enigmática lo absoluto de una diferencia
individual, aunque ínfima. Es una cifra, en el sentido hermético del término, un
llamado a resolver el enigma. Es el lugar originario donde la existencia del hom
bre adquiere sentido. En él, cada hombre se identifica, se encuentra nombrado e
inscripto en un sexo. La mínima diferencia que lo distingue de otro es un suple
mento de significación que da a cada actor la sensación de soberanía de su pro
pia identidad. El rostro único del hombre responde a la unicidad de su aventu
ra personal. No obstante, lo social y lo cultural modelan su forma y sus movi
mientos. El rostro que se ofrece al mundo es un compromiso entre las orienta
ciones colectivas y la manera personal en que cada actor se acomoda a ellas. Las
mímicas y las emociones que lo atraviesan, las puestas en escena de su aparien
cia (peinado, maquillaje, etc.) revelan una simbología social de la que el actor se
sirve con su estilo particular.
1. Renscn. Jean. Les dénnminations du visage en franryais et dans les autres tangues romaines, 2
vol., París, Les Bclks Lettres, 1 962.
16
INTRODUCCIÓN
El hombre no es el único que habita sus rasgos, también está allí el rostro de
lo s otros, en transparencia. Pero el niño salvaje, el autista o el ciego de nacimien
to dan cuenta de un rostro mudo que sólo la intervención de un entorno atento
p uede socializar. El rostro es pues el lugar del otro, nace en el corazón del lazo
so cial, cl•:sde el cara a cara original del niño y de su madre (el primet.rostro), y
durante los innumerables contactos que la vida cotidiana entabla y desentabla.
El rostro es materia de símbolo. Pero para el propio hombre, a menudo es un
lugar problemático, ambiguo. En ese sentido, podría decirse que el «yo es otro»
de Rimbaud encuentra su expresión corporal más sorprendente en el hecho de
que el rostro es Otro. En él nace la pregunta: ¿por qué estos rasgos? ¿qué rela
ción tienen conmigo? Y son pocos los individuos que aceptan sin resistencia ser
filmados o captados en video. Algunas sociedades erigen tabúes ante cualquier
retrato, rechazan las fotografías. Temen que la imagen sea el propio hombre y
o torgue al que se lo apropia un poder mortal o malintencionado sobre el inge
nuo que se deja atrapar por el ojo del objetivo.
También hay una relación problemática con el tiempo que pasa y deja sus
huellas en un rostro notoriamente vulnerable. Aunque en �ie1tas sociedades, el
envejecimiento que marca los rasgos y blanquea los cabellos aumenta el presti
gio y la dignidad, no es el caso en nuestras sociedades occidentales marcadas por
un imperativo de juventud, vitalidad, salud y seducción, donde la vejez es casi
siempre objeto de una poderosa negación. Envejecer, para muchos occidentales,
es perder poco a poco su rostro, y verse un día con rasgos extraños y la sensa
ción de haber sido desposeído de lo esencial. «Morimos con una máscara», dice
el príncipe Salina, de Lampedusa. Y sin embargo, palpita el recuerdo de un ros
_tro perdido, el rostro de referencia. Aquel al cual el actor se aferra con más fuer
za, el que en el pasado conoció el amor. El rostro interior que atiza la nostalgia
y muestra sin ambigüedades la precariedad de cualquier vida. Quizás es el mis
mo que el maquillaje o la cirugía estética buscan embellecer, incluso restaurar,
fij ar en una eterna juventud.
¿Y qué sucede cuando provisoriamente el hombre se despoja de su rostro
a través de la máscara o de la caracterización? ¿A qué metamorfosis se pres
ta «cambiando de cara»? El rostro encarna una ética, exige responder por los
propios actos. El hecho de ya no temer «mirarse de frente» porque se han mo
dificado los rasgos abre un gran abanico de perspectivas. No obstante, la más
cara no es una simple herramienta para asegurarse el incógnito, sino que reve
la recursos secretos, sorpresas. Suele tomar las riendas, apoderarse del hombre,
quien creía dominar, orientar su acción. Querer escurrirse a hurtadillas de los
propios rasgos no es una intención libre de riesgos. Cambiar de rostro impli-
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
2. La Bruyere, Les caracteres ou les maurs du siécle, Folio, pág. 283. [En español: Los caracteres
o las costumbres de este siglo, Barcelona, Edhassa, 2004, 1 2:3 1 ] .
18
INERODUCCJÓN
19
l. La invención del rostro
El rostro de Dios
El rostro es el privilegio del hombre. Dios, que está más allá del hombre, está
también más allá del rostro. Son numerosas las tradiciones religiosas que seña
lan la imposibilidad del hombre de sostener la mirada de Dios y de discernir su
improbable rostro. De él emana una luz resplandeciente que hace imposible toda
percepción. Incluso los serafines se velan el rostro cuando están cerca de esa glo
ria y su cuerpo se adapta curiosamente a tal efecto, pues tienen «seis alas; con dos
cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban». (Isaías, 6-2).
Cuando Jehová aparece por primera vez ante Moisés, lo hace «en una llama
de fuego en medio de una zarza . . . -y dice-: Yo soy el Dios de tu padre, Dios
de Ab raham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro,
p orque tuvo miedo de mirar a Dios» (Éxodo, 3-6). En el momento de concluir
la alianza, Moisés asciende a la montaña para estar con Dios. «Y la gloria de Je
hová reposó sobre el monte Sinaí, y la nube lo cubrió por seis días; y al séptimo
día llamó a Moisés de en medio de la nube. Y la apariencia de la gloria de Jeho
vá era como un fuego abrasador en la cumbre del monte, a los ojos de los hijos
de Israel». (Éxodo, 24-16/17).
Dios no posee la forma del rostro, la luz que irradia de esa imposibilidad re
bota en los rasgos de Moisés como señal evidente del enc11entro del hombre con
lo divino. « . . al descender del monte, no sabía Moisés que la piel de su rostro
.
resp landecía, después de que hubo hablado con Dios. Y Aarón y todos los hijos
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11
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1. LA INVENCIÓN DEL RO�TRO 1 El rostro de Dios
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
ras también son objeto del mismo cuidado pues esconden un fragmento de di
vinidad, para los cristianos que admiten la divinidad de Cristo, la encarnación
modifica al Antiguo Testamento y vuelve lícita la imagen, incluso la de Cristo,
bajo las formas canónicas dadas por la tradición para los ortodoxos y bajo una
forma más libre para los católicos.
Nos detendremos un poco más sobre la figuración ortodoxa donde el ros
tro de Dios es oración.1 Según la tradición, el rey Agbar de Edessa era leproso y
buscaba en vano la cura. Un día, escuchó hablar de Jesús y de los milagros que
el enviado de Dios sembraba a su paso. El rey Agbar delegó un emisario ante
él con una carta en la que le rogaba venir a su reino. Temiendo que la multitud
fuera demasiado densa alrededor de Jesús y que se hiciera imposible el contac
to, recomendó al hombre hacer un retrato fiel del mesías y traérselo. En efecto,
demasiada gente se apiñaba alrededor de Jesús y solicitaba su atención, por lo
que el emisario no pudo acercársele. Montó entonces sobre una protuberancia y
comenzó el retrato de Jesús. Éste, al percibirlo, pidió agua, se lavó y secó su ros
tro con un género en el cual sus rasgos quedaron milagrosamente plasmados.
Llamó al emisario y le tendió el paño preguntándole la razón de su presencia.
El hombre transmitió a Jesús el mensaje del rey Agbar. Después de haber escu
chado su pedido, le prometió enviar un discípulo al soberano para curar su en
fermedad, lo cual sucedió más tarde. De ese modo, el primer retrato que la me
moria conservó más allá de él fue sin duda el de Jesús. Tal es, al menos, el senti
do de la tradición ortodoxa de la «Imagen de Edessa», «la imagen que no hizo la
mano del hombre», una de las fuentes de legitimidad de su liturgia para la im
portancia que le otorga al ícono. Si Dios se hizo hombre, ofreció a la vista de to
dos un rostro discernible a través del cual podían dirigirse las oraciones. La en
carnación suspende en la tradición cristiana la prohibición de representar. Al
hacerse hombre, Jesús se encarna también en un rostro. Es la «imagen de Dios
invisible», según la fórmula de San Pablo. El precedente de la Imagen de Edessa
abría la posibilidad de la representación.2
El original de la Imagen de Edessa se habría perdido en medio de un primer
milenio agitado por incontables peripecias. Pero se realizaron numerosos íconos
a partir de ella que nutrieron la tradición ortodoxa. Incluso durante la vida de Je
sús, se admite que se hizo cierto número de retratos que sirvieron luego de mo-
1. Nos basamos en la obra de Ouspensky, L. ., Essais sur la théologíe de l'icdne Dans l'Eglise or
thodoxe, París, Cerf, 1980; también en Evdokimov, Paul, I.árt de l'icdne, París, Desclée de
Brouwer, 1 9 72.
2. La tradición ortodoxa atribuye a San Lucas los primeros íconos de la Virgen, cf. Ouspensky L.,
op. cit., págs. 7 1 y sqq.
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i. l.A INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 El rostro de Dios
3. Los iconoclastas asimilan la imagen a una imitación de lo divino, por lo tanto, a una irrisoria
limitación de la trascendencia. Por eso piensan que la oración, en este caso, no se dirige a Dios
sino a la propia imagen a modo de idolatría.
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ROSTROS. EnJayo antropal6gico 1 David Le Breton
sus propias formas. Eso implica seguir la Tradición sagrada en la que vivimos ya
no separados, individualmente, sino en el cuerpo de Cristo». En la tradición or
todoxa, Dios está en el ícono, como está en el corazón de la piedra o de la Igle
sia, sin que se confunda con la materia pintada, con el sonido o con la piedra. El
rostro de Dios que representa Jesús en el ícono es la señal espiritual de su pre
sencia, conmemora su misterio, no la materialidad de un rostro. La relación del
hombre que ora ante el ícono no reside en la visibilidad de éste, sino en el viaje
en que el hombre de fe se embarca a través de él.
De un modo similar, la tradición católica del Santo Sudario, conservado en
San Pedro de Roma afirma también la posibilidad de un grabado del rostro de
Cristo que atravesó los siglos. Santa Verónica está asociada a la leyenda. La iden
tidad de esta santa no está claramente elucidada por la hagiografía. Pero la histo
ria cuenta que, de entre la multitud que acompaña a la Pasión, emocionada por
los sufrimientos de Cristo, se abre camino hacia él y seca su rostro manchado de
sudor y sangre con un paño. De tal modo, los rasgos de Jesús quedan grabados
en el sudario. Ligado tardíamente a la leyenda del Santo Sudario, el nombre de la
santa, cuyo culto nace hacia el siglo XV, vendría de la contracción de « Vera Iko
n a», la «Verdadera imagen». El sudario conservado en San Pedro hoy ya no reve
la la menor huella de un rostro. Pero esa evanescencia revela mucho más que una
presencia trivial y sin ambigüedad, y en la cual podría reconocerse la precisión de
los rasgos. El rostro de Jesús, rostro humanizado de Dios, resplandece más allá del
ícono. Está en el imaginario del católico confrontado a las innumerables imágenes
de Jesús o de la Virgen que la historia de la pintura ha diseminado a través de los
siglos. El rostro se capta a través de la imagen «con los ojos del corazón».
R. Callois relató la historia singular de Hakim Al-Moqanna, el profeta con
velo de Korasan que mantuvo a raya al ejército del Califa del año 160 al 163 de
la Hégira. Su rostro permanecía cubierto por un velo de color verde o por una
máscara de oro. Pretendía ser Dios y afirmaba que ningún hombre podía verlo
sin volverse ciego. Pero los cronistas de la época propusieron una versión más
profana de la leyenda. Calvo, tuerto y de una fealdad extrema, Hakim Al-Mo
quanna actuaría de ese modo para sublimar su personaje y salvar las aparien
cias. Inquietos por la propagación de tales rumores, sus discípulos le rogaron
que probara su divinidad, a pesar de los peligros que corrían si el profeta era un
impostor. Un día, cincuenta mil soldados de sus tropas se reunieron en la puer
ta del castillo y exigieron verlo. Él les dijo: «Moisés me pidió ver mi rostro, pero
no pude aceptar presentarme ante él, pues no hubiera podido soportar verme.
Y si alguien me ve, morirá al instante». Pero los soldados, luego de un momen
to de temor, no se dejaron intimidar por ese argumento y Moqanna debió ceder.
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i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la i11dividualizaci611 del cuerpo a la del rostro
Les pidió venir al día siguiente. Con las cien mujeres y el servidor que vivían con
él en su castillo, el profeta montó una estratagema: «Ordenó a cada una tomar
un espejo y subir al techo del castillo . . . sostener el espejo de modo que estuvie
ran unos frente a otros. Y esto fue en el momento en que los rayos del sol que
m an . . . Es así que los hombres se reunieron, y cuando el sol se reflejó en los es
p ejos, los alrededores del lugar, por efecto de tal reflejo, se bañaron de luz». Los
soldados aterrorizados vieron emanar la luz y se prosternaron. La divinidad del
profeta estaba probada. Más tarde, cuando su ejército fue derrotado, Moqanna
quiso desaparecer sin dejar rastro. Mató a su servidor y a sus cien mujeres y se
tiró desnudo a una fosa de cal viva.4
Del mismo modo, otras tradiciones religiosas colocan el rostro de Dios en el
centro de una luz enceguecedora.5 El sol es, sin duda, la imagen más simple del
infinito al alcance de la mano. Ni la carne ni los ojos pueden alcanzarla sin que
marse o volverse ciegos. Así como el hombre está hecho a imagen y semejanza
de Dios, como dice la Biblia, la diferencia es la imposibilidad para los ojos hu
manos de percibir los rasgos de Dios. Sólo existe rostro, enfrente, cara a cara,
para los hombres de igual condición, para quienes no hay disparidad de poder
que los separe. Está en la naturaleza de Dios o de los dioses prescindir de la li
mitación del rostro, propio del hombre.
4. Cf. Callois, Roger, Les jeux et les hommes, París, Gallirnard, 1967, págs 205 y sqq. [En espa
ñol: Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo, México, Fondo de Cultura Económica,
1986].
5. Acerca de las teofanías luminosas que superan aquí nuestro propósito, remitimos al estudio
de Eliade, Mircea, «Lexpérience de la lumiere mystique» en Méphistophéles et lándrogyne, Pa
rís, Gallimard, 1962, págs. 21-1 1 O. [En español: «Experiencias de la ll!z mística» en Mefistófe
les y el andrógino, Barcelona, Editorial Kairós, 2001]; Véase también ·oavy, M. M.; Abecassis,
A.; Mokin , M, y Renneteau, J.-P., Le theme de la lumiere dans le Judai'sme, le Chrithianisme et
l'Islam, París, Berg International, 1 976.
27
· ROSrims. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
6. Duby, Georges, «Lemergence de l'individu», en Aries, P.; Duby, G. (bajo la dirección de), His
toire de la vie privée, t. 2, París, Seuil, 1985, pág. 504. [En español: Historia de la vida privada,
Tomo 11: De la Europa Feudal al Renacimiento, dirigido por Duby, Georges. Madrid, Taurus,
1 987 y 1 988) .
28
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la individualización del cuerpo a la del rostro
7. Ba kh tine , Mikhai1, I..áuvre de Franfois Rabelais et la culture pnpulaire au Moyen áge et sous la
rennaissance, París, Gallimard, 1970, pág. 35.
8 . Le Breton, David, Antropologie du corps et modemité, París, PUF, 1990. [En español: Antropo
logía del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visióñ, 2004].
29
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
30
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 De la individualización del cuerpo a la del rostro
el cuerpo es relieur, 10 alía al hombre con el cosmos, con el grupo y con Dios (o
con el mundo invisible de los espíritus y los dioses), a través de una red de co
rrespondencias. Esto es justamente lo que abandonan las capas privilegiadas de
la sociedad que comienzan a prestar al cuerpo y a sus manifestaciones una aten
ci ón minuciosa. 1 1 El individuo ya no es el miembro de una comunidad en el sen
tido en que podía entenderlo el hombre medieval, se volvió solamente un cuer
p o. El cuerpo es «factor de individuación» (Durkheim). La definición moderna
del cuerpo implica una triple retracción: el hombre se separa de los otros (es
tr uctura individualista), de sí mismo (dualismo hombre-cuerpo), y del cosmos
( que se convierte simplemente en «medioambiente» del hombre). El cuerpo es
un resto. Pero ese resto da rostro al individuo.
El mismo período histórico ve apagarse la «espiritualización» (Jean Renson)
del rostro. El siglo XVI y, sobre todo, el XVII completan el proceso que ya había
comenzado en el siglo XIII. La historia de las palabras ilustra cuánta importan
cia adquiere socialmente el individuo. El rostro, percibido al comienzo esencial
mente «como una simple parte del cuerpo, muy a menudo descripto sin embargo
por su belleza», a lo largo del tiempo se vuelve cada vez más «el espejo de los mo
vimientos del alma». 12 Los cada vez más numerosos adjetivos implican a nivel de
la lengua la psicologización que afecta al individuo y define su rostro otorgándo
le una supremacía especial. J. Renson cita el vocabulario ya premoderno de Mar
garita de Navarra, que puede ver el rostro «Bueno, extraño, pálido y rancio, con
tento, enfadado, alegre y tranquilo, constante, gracioso, vergonzoso, furioso, frío».
Montaigne, por su parte, asocia los epítetos «infantil, sereno, franco, taciturno y
afligido, burlón y risueño, impúdico, afectado, inflamado de ira y de crueldad, bo
nachón, severo . . . » El rostro cobra vida gracias a una conciencia individual. En la
misma época, esta palabra adquiere en su sentido figurado cada vez más acepcio
nes. En este aspecto, Montaigne juega un papel preponderante y otorga un rostro
a la muerte, al mal, al discurso, a la fortuna, a las costumbres, al mundo, etc.
La geografía del rostro se transforma. La boca deja de estar abierta, glotona, lu
gar del apetito insaciable o de la exclamación de gritos en la plaza pública, tal como
la describe Mijaíl Bajtín. Se vuelve entonces tributaria de significaciones psicoló
gicas, expresiva, del mismo modo que las otras partes del rostro. De modo sig
nificativo, a partir del siglo XVI, la fisiognomía renace con vigor y multiplica los
1 0 . N. de T.: (Las itálicas son del autor) . Relieur, en francés, significa encuadernador, persona que
encuaderna, que une las hojas de un libro o cuaderno. El autor utiliza las itálicas para destacar
el juego de palabras con relier (unir, enlazar). Las itálicas son del autor.
1 1. Cf. Elias, Norbert, La civilisation des maurs, París, Pluriel.
1 2. Renson, Jean, op. cit., págs. 1 88 y sqq.
31
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
32
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebración social del roslTo: el retrato
1 3· Véase acerca de los retratos de papas (en vidrierías doradas, mosaicos o frescos) Ladner, Ghe
rardo B., l. ritrati dei papi nell'antichita en el medioevo. Citta del vaticano, Pontificio Istituto di
Archeologia Christiana, 1 94 1 .
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ROSTROS. Ensayo antr'opol6gico 1 David Le Breton
En el siglo XIV, aparecen otros soportes para los retratos: retablos, frentes de
altares y las primeras pinturas de caballete. En ellos, el donante está representa
do a menudo en compañía de santos, pero a veces, y especialmente en los pane
les exteriores, suele estar pintado aisladamente como en la Adoración del corde
ro ( 1425-1432) de Van Eyck, donde el donante y su mujer ocupan, cada uno, un
panel exterior del políptico. Luego, la figura del donante adquiere importancia
creciente en el soporte, lo que se ilustra claramente en La Virgen del canciller Ro
lin (1435) de J. Van Eyck que pone frente a frente, a modo de una conversación
tranquila entre esposos, a la Virgen con su niño en brazos y al donante. Como
fondo, una ciudad atravesada por un río. La topografía de la tela no distingue
con ningún realce a la Virgen ni al niño Jesús. Los personajes están en un plano
de igualdad. «El cuadro -observa Galienne Francastel- tal como es concebido,
sólo puede querer decir lo siguiente: hice hacer un cuadro que me representa a
mí y a mi ciudad, y tengo sobre esta ciudad un poder que iguala al de la Reina
de los cielos». 14 Poco a poco, la celebración religiosa se atenúa ante las crecien
tes prerrogativas que se adjudican quienes encargan cuadros.
Hacia 1380, Girard d'Orléans inicia el camino firmando uno de los prime
ros cuadros de caballete donde, sin otro pretexto, aparece solamente la figura de
perfil de Juan el Bueno. En el siglo XV, el retrato individual se vuelve de modo
significativo una de las primeras fuentes de inspiración de la pintura. Como ci
fra de la perso n a, el rostro es objeto de una celebración dirigida, a través de él,
al individuo que encarna ante los ojos del mundo.
Un símbolo de esos tiempos: en la segunda edición de sus Vite de piu eccellen
ti pittori, scultori et architettori . . . {1568), Giorgio Vasari inaugura cada una de
sus biografías de pintores, escultores o arquitectos con un retrato o, preferente
mente, un autorretrato. Tarea difícil pues el grabador de Venecia de quien con
trató los servicios está demasiado lejos como para que su trabajo pueda ser con
trolado. «Si estos retratos representativos que incluí en la obra, -escribe- ( . . . )
no sie!11pre son muy fieles ni poseen el don del parecido más que con la vivaci
dad que aporta el color, también es cierto que el dibujo de los rasgos fue toma
do del modelo y no carece de naturalidad. El alejamiento del artista también tra
jo aparejado inconvenientes; si no, llegado el caso, se podría haber puesto más
cuidado».15 Algunos errores y transposiciones afectan el propósito y Vasari se
siente obligado a justificarse nuevamente. Explica que a pesar de sus esfuerzos,
ciertos retratos no logran su cometido. «Si alguien no encontrara estos retratos
14. Francastel, Galienne; Francastel, Pierre, Le portrait, Hachette, 1 969, pág. 68.
1 5. Vasari, Giorgio, Les vies des meilleurs peintres, sculpteurs et architectes (edición comentada bajo
la dirección de André Chastel), t. l , París, berger-Levrault, 1 98 1 , pág. 44.
34
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebración social del rostro: el retrato
exactamente parecidos a los que pudiera ver en otra parte, quisiera que conside
re que un retrato hecho a los dieciocho o veinte años siempre es diferente de un
re trato ejecutado quince o veinte años después. Agregaría que los retratos dibu
ja dos nunca son tan parecidos como los pintados. El dibujo inferior de los gra
ba dos siempre quita algo a las figuras. No pueden ni saben reflejar minuciosa
mente los refinamientos que le dan calidad». 16 Tales propósitos son reveladores
de un interés muy ajeno a los artistas de los siglos precedentes, para quienes la
estilización del rostro es una necesidad evidente que no merece comentario. En
un mundo unificado en el cuerpo místico de la Iglesia, donde las diferencias so
ciales se perciben como parte de un orden de las cosas del que nadie soñaría sa
lir, la individualidad del hombre queda culturalmente insignificante en el senti
do de que es absorbida por el conjunto. La semejanza del retrato con el modelo
es contemporánea de una toma de conciencia más aguda de la individualidad
del hombre. Para Vasari, ese recurso al retrato es esencial, traduce su voluntad
de captar fielmente la singularidad del modelo, y tal actitud exige pasar por el
rostro, que hace de aquel un individuo tributario de un nombre y de una histo
ria propia. Más allá de su obra, el rostro de cada artista es su atributo más per
sonal, y el retrato, la huella más resistente al tiempo para conservar su memoria
de hombre. Vasari encuentra así una de las virtudes antropológicas de la efigie
antigua, incluso estilizada: la de legar a la posteridad el recuerdo de un hombre
a través de la reproducción de sus rasgos. «A fines de reavivar mejor el recuer
non, Florencia, Padua y en muchas otras partes del mundo» según las palabras
de Dante retomadas por Vasari. 17 A imagen de Dante, Giotto es un uommo uni
versale, desprovisto del estricto sentimiento de pertenencia a una comunidad, y
consciente de su individualidad de artista y de hombre. El hecho de que intro
duzca en la historia del arte los primeros retratos impregnados de una sensibi
lidad «moderna» no tiene nada de sorprendente.
En La Trinidad de Masaccio ( 1 401 -1428) de Santa María Novella, las figuras
de los dos donantes arrodillados al pie de bellas columnas tienen el rostro mar
cado por un individualismo preciso, totalmente independiente de la influencia
flamenca. Aunque Masaccio pinta pocos retratos, los que aparecen en sus fres
cos suscitan admiración y ejercen su fascinación sobre los pintores que buscan
personalizar los rasgos de sus modelos. En la Capilla Branacci, Masaccio conti
núa una Vida de San Pedro comenzada por Masolino: «En uno de los apóstoles,
el último, se reconoce el retrato de Masaccio hecho con ayuda de un espejo, tan
logrado que parece vivo» escribe Vasari.
Luego de las medallas o los bustos, el rostro tiene un lugar de honor en la pin
tura. Desde la primera mitad del Quattrocento, los más grandes pintores floren
tinos van a hacer retratos: Paolo Uccello, Andrea del Castagno, Piero della Fran
cesca, Pisanello, etcétera. La estilización desaparece en beneficio del interés por
la semejanza. Los rasgos de los contemporáneos invaden los frescos murales de
las iglesias o capillas. Filippo Lippi, Ghirlandajo, Botticelli, por ejemplo, pueblan
sus frescos con grandes figuras de su tiempo. Ese entusiasmo por el rostro tam
bién favorece, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XV, al retrato de
caballete, más propicio para captar la individualidad del modelo: Antonello da
Messina, Ghirlandajo, Pollaiuolo, etcétera. A partir de Botticelli y de Leonardo
Da Vinci, penetra además una preocupación por la verdad psicológica en la res
titución pictórica del modelo. En el Trattato di pintura, Leonardo escribe: «Harás
rostros de tal modo que su espíritu se revele a través de ellos. Si no, tu arte es in
digno de elogio». Entre los retratos de Leonardo, la que fascina sobre todo a sus
contemporáneos es Mona Lisa del Giocondo. Vasari da una descripción embelesa
da: «Ante ese rostro, quien quiera saber lo que puede hacer la imitación de la na
turaleza lo comprenderá fácilmente; los mínimos detalles que permitía la sutile
za de la pintura estaban allí representados. Sus ojos límpidos tenían el brillo de la
vida; con ojeras rojizas y párpados pesados, estaban bordeados de pestañas cuyo
dibujo supone la mayor delicadeza. Las cejas, con implantaciones más espesas o
más escasas según la disposición de los poros, no podían ser más verdaderas . . .
El modelado de la boca con el pasaje fundido de pintura de labios al encarnado
17. Sobre la importancia de Giotto para Vasari, véase Vasari, G., op. cit, t. 2 págs. 99- 125.
,
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Celebraáón social del rostro: el retrato
del ro stro no estaba hecho de color sino de carne . . . Había [en ese retrato] una
son risa tan atrayente que daba al espectador la sensación de algo divino más que
humano, se lo consideraba una maravilla pues era la vida misma».18
En el siglo XV, el retrato individual, desprovisto de toda referencia religio
sa to ma impulso en la pintura, tanto en Florencia y Venecia como en Flandes,
,
Alem ania, España y Francia. En Flandes, sobre todo, hay que evocar la pintura
de un tal Jan Van Eyck: Retrato del Cardenal Albergati ( 1430), Retrato del orfebre
Leeu w ( 1436), y muchas otras telas igualmente famosas. Por sí solo, el retrato, es
de cir, la celebración inequívoca del hombre a través de su rostro, se convierte en
u n cuadro, sin otra justificación que la de poner en evidencia la efigie de un in
dividuo que puede pagar el talento de un pintor para representarlo. El tema del
retrato es uno de los capítulos más ricos en la historia del arte. No abordaremos
aquí todas sus inflexiones pues nuestro propósito es otro. Sólo importa aquí el
valor simbólico de una puesta en evidencia del rostro que señala el camino ha
cia el individualismo. 19
En el siglo XVI se observa el uso corriente de «crayones» en los pintores que
retrataban las clases privilegiadas. Catalina de Médicis escribe en junio de 1552 a
Mme. d'Humieres: «Nefauldrez pas defaire peindre au vifpar le painctre que vous
a urez par dela, tous mes dicts enfants, tantfils que filles avec la roine d'Écosse, ain
si qu 'ils sont sans ríen oublier dans leurs visaiges; mais il suffit que ce soit au créon
pour avoir plus tostfaict». 20 Enrique 11 dice, por su parte: «A ce que j'ai vu par leurs
pourtraictures mes enfants sont en tres bonne estat, Dieu mercy».21 El retrato eje
cutado rápidamente con crayón sobre un soporte liviano vale como certificado
de salud, como ayuda para la memoria; a menudo, acompaña un pedido oficial
de matri monio. Le sirve al pintor para fijar algunos rasgos en vistas de un futu
ro cuadro. Los crayones tienen la ventaja de no demandar demasiado tiempo a
lo s co rte sanos avaros de esos tiempos y poco afectos a mantener mucho la pose
a n te el maestro. «Los "cayers':2 2 tan a la moda bajo los Valois -escribe F. Cour-
gracias».
2 2. N. de T.: ldem: «cuadernos».
37
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
38
1. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 El espejo
rá neos que consagran su sagacidad en este tema. Le Brun describe y dibuja una
s erie de emociones como una serie de estados inequívocos, independientes de
to da situación vivida realmente por actores individuales, fuera de contexto, uni
versales, pues son causados por el alma y ésta no puede prestar la menor atención
a la posible diferencia de culturas. Para el autor, el inventario de las pasiones no
El e spej o
39
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11
40
1. LA INVENCIÓN DEL ROS1'RO 1 La fotografía: la democracia del rostro
y compara ese reflejo con tu obra y mira bien si el original corresponde a la copia».
El espejo favorece al autorretrato y se considera símbolo de fidelidad al realizar el
retrato de un rostro. «Ustedes, pintores -continúa Leonardo- reconozcan en la su
perficie del espejo al maestro que enseña lo claro y lo oscuro, y la síntesis de cada
objeto . . . Entonces, pintor, haz las pinturas semejantes a las de los espejos». Tam
b ién el espejo es a menudo utilizado por los pintores como alegoría de la vanidad
p ara recordar la precariedad de la existencia de quien hoy se jacta y mañana será
estragado por la vejez. Se hace memento mori, el rostro no es más que un reflejo
sobre el río del tiempo y su contemplación debe recordar la muerte que acecha.
Hacia mediados del siglo XVI, los talleres de Murano inventan la técnica del
espejo moderno por la compresión de una capa de mercurio entre una de vi
d r i o y una de metal. El descubrimiento del vidrio revoluciona la historia del es
p ejo y la relación del hombre con su rostro. En toda Europa se crean cristalerías.
Lentamente, el espejo se difunde en la trama social privilegiando las clases más
acomodadas. De instrumento de uso íntimo y de prestigio, se transforma gra
cias a la extensión de la superficie de reflejo que permite el vidrio. Puede apo
yarse contra un muro o encastrarse en las boiseries, como un cuadro, y acompa
ñar la vida cotidiana. En las viviendas aristocráticas, los espejos anulan a veces
la opacidad de los muros. Las galerías o gabinetes de espejos viven un gran im
pulso en los siglos XVII y XVIII.28
En las clases populares, la penetración del espejo en la intimidad de la vida co
tidiana se produce a un ritmo mucho más lento. El único que suele poseer uno es
el barbero, para afeitar o peinar a los hombres. Ningún espejo adorna los muros
antes de fines del siglo XIX o comienzos del XX. El descubrimiento del propio ros
t ro en la vida cotidiana en los medios populares es contemporáneo de la democra
tización del rostro que la fotografía permite. Los hombres comienzan a vivir en un
univers o con reproducciones de su propia imagen, que se le hace familiar. 29
28. Cf. Roche, Serge, Miroirs, galeries et cabinets de glaces, París, Hartmann, 1956.
29 . Sob re l as incidencia de la banalización del espejo en la relación estética con uno mismo, véa
se Nahoum,Véronique, «La Belle femme ou le stade du miroir en histoire», Communications,
n º 3 1 , 1979.
41
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
42
l. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 La fotografía: la democracia del rostro
3 1 . N . deT.: La carte de visite cumplía las funciones de nuestra actual tarjeta personal o de presen
tació n.
3 2· El cin ematógrafo sublimó el rostro y revolucionó a los primeros espectadores. Mostraba gran
des planos del rostro, y de ese modo lo sacralizó. Roland Barthes nota, por ejemplo, que «Gar
bo aún pertenece a ese momento del cine en que el encanto del rostro humano perturba enor
memente a las multitudes, cuando uno se perdía literalmente en una imagen humana como
dentro de un filtro, cuando el rostro constituía una suerte de estado absoluto de la carne que
no se podía alcanzar ni abandonar. Algunos años antes, el rostro de valentino producía sui
cidios . » . Barthes, Roland, Mythologies, París, Seuil, 1 957, pág . 70. [En español: Mitologías,
. .
43
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
go. La cámara de video está hoy en la mayoría de los hogares y las parejas o las
familias se acostumbraron a filmar los momentos significativos de su intimidad.
El valor otorgado al rostro por nuestras sociedades está bien ilustrado por la foto
de identidad incluida en los documentos que hoy en día llevamos con nosotros
para probar a los ojos de la ley nuestro buen comportamiento ciudadano. El ros
tro y el nombre reunidos: los dos polos de la identidad social e íntima. Foto del
rostro, por supuesto, no de otra parte del cuerpo ni del hombre entero. Sólo el
rostro basta para certificar la identidad. «Quizás -dice Simmel con su habitual
perspicacia-, los cuerpos se distinguen tan bien como los rostros por ojos entre
nados, pero no explican la diferencia como lo hace un rostro».33
Ben Maddow, en su historia del retrato fotográfico, lo comprueba a su ma
nera: «Estoy seguro de que la mayoría de las fotografías ya tomadas o que se to
marán son y seguirán siendo los retratos. Esto no sólo es una verdad, sino tam
bién una necesidad. No somos mamíferos solitarios como el lobo o el tigre, so
mos seres fundamentalmente sociales, como el elefante, la ballena o el mono.
Lo que sentimos profundamente unos por otros, lo queramos o no, reaparece
en nuestros retratos».34 Rodeados por espejos, estamos hoy en día en el centro
de una exuberancia de rostros. También confrontados casi permanentemente
con el propio, porque somos una sociedad de individuos, es decir, de hombres
conscientes de su valor personal y relativamente autónomos en sus acciones y
relaciones mutuas.
Antropometría
33. Simmel, Georg, «La signification esthétique du visage, en La Tragédie de la culture et autres es
sais, París, Rivages, 1 988, pág. 40. «Lo que llamamos rostro -dice E. Levinas- es precisamen
te esa excepcional presentación de uno por uno mismo», Levinas, Emmanuel, Totalité et infi
ni: essai sur l'extériorité, La Haye, Martinus Nijhoff, 1 96 1 , pág. 1 77.
34. Madoww, Ben, Visages. Le portrait dans /'histoire de la fotograpie, París, Denoel, 1 982, pág. 1 8 .
44
1. LA lN Vl:lNUUN Ul!.L l<U:l J KU 1 iinrropomerna
45
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
marcar a los detenidos con hierro candente. El acceso a una mayor eficiencia de
la fotografía judicial exige un ordenamiento diferente, una utilización más ri
gurosa del procedimiento. Bertillon es el artesano meticuloso de tal idea. Entra
a la prefectura de policía en 1878 como encargado de los registros. Se sorpren
de ante el desorden que reina entre las decenas de miles de fichas y fotos toma
das desde ángulos diferentes, sin método e imposibles de clasificar. En esas con
diciones, se comprende la impotencia de los agentes para servirse de ese mate
rial y tratar de identificar a los eventuales reincidentes entre los sospechosos. En
1882, Bertillon pone en marcha su sistema antropométrico: el establecimiento
de una ficha para cada detenido, lo identifica a partir de la anotación de una se
rie de medidas de su cuerpo.
La fotografía constituye una pieza maestra de la antropometría. Pero la ca
beza también recibe los honores. Se la mide a lo largo y a lo ancho. La oreja de
recha se beneficia con el mismo tratamiento. Bertillon se interesa también en el
largo del pie izquierdo, de los dedos mayor y meñique izquierdos y del antebra
zo izquierdo. Observa igualmente la altura, la envergadura de los brazos y del
busto. Fundamenta la rigurosidad de esos registros en la permanencia del es
queleto humano cuando el individuo pasa los veinte años, en la diversidad infi
nita de las medidas de un hombre a otro, y en la facilidad con la que todo el pro
cedimiento puede ponerse en práctica.
La fotografía de frente y de perfil del detenido corona el dispositivo en el in
tento de fijar lo inasible del rostro y dar a la identificación más grosera de las
- mediciones del cuerpo un carácter de necesidad. En 1 888, ante la eficiencia es
pectacular de la antropometría en las tareas de la policía, le confían a Bertillon
el trabajo de dirigir el servicio de fotografía judicial. É ste la establece como una
puesta en escena del rostro que, lejos de beneficiar al individuo, busca obtener
la mayor cantidad de información sobre él. Se trata de obtener el registro más
completo: todas las marcas del rostro deben aparecer a plena luz: lunares, cica
trices, arrugas, etcétera. Una serie de instrucciones técnicas muy precisas pre
siden a las tomas, las mismas en todos los talleres de fotografía judicial.36 No se
puede hacer ningún retoque para restituir al sujeto una apariencia mejor. Ade
más, los rostros se captan en una expresión neutra, el individuo no puede son
reír ni mostrar un aire de desafío. Parece así carente de sentimientos, lo que evi
ta efectos de simpatía al observarlo. Sometido a tal régimen, nadie se libra de
su ventaja. «Las reglas de la fotografía judicial, no sólo prohíben toda elimina
ción de las arrugas, sino que n� temen acentuarlas colocando al sujeto a ple-
36. Bertillon, Alphonse, y el contexto social del establecimiento de la antropometría, cf. Christian
Phéline, «L image accusatrice», Les cahiers de la photographie, nº 1 7, 1 985.
46
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 Antropometría
47
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
en que aquella describe con palabras, con la única ayuda de la observación, sin
recurrir a instrumentos». El retrato hablado selecciona los rasgos más signifi
cativos de un hombre, y especialmente lo que distingue su rostro. «En el fondo
-dice- en sus Instrucciones de señalización, este procedimiento es el mismo que
aquel al que recurrimos cada día en el lenguaje cotidiano, cuando naturalmen
te, sin ninguna preocupación de método, queremos dar rápidamente a uno de
nuestros amigos la descripción de una persona ausente. Instintivamente, elimi
namos todas las características sin valor, indiferentes o normales, las que justa
mente por causa de su banalidad escapan a nuestra memoria, mientras que los
rasgos típicos, realmente de señalización, en un número de dos o tres a lo sumo,
sobresalen en la confusión de nuestros recuerdos».
El retrato hablado se parece un poco a la caricatura del individuo retratado,
sólo pone en evidencia los rasgos salientes, excesivos. Es una especie de descrip
ción exagerada del rostro y de las características físicas del individuo. La ambi
valencia del rostro, evidentemente, no es problema de la policía. El identikit es
otro método, más tardío, donde se manifiesta un abordaje positivista del ros
tro, en el que sólo queda la figura. No por eso se debilita la eficiencia en las in
vestigaciones, pues la caricatura del rostro es a menudo el mejor medio de rete
ner su Gestalt. Pero la cuestión crucial que se presenta entonces, a modo de ob
jeción, es la de la semejanza.
48
i. LA INVENCIÓN DEL ROSTRO 1 La invención del rostro
38 . Naipul, V.-S., «Un parmi d7autres», en Dis-moi qui tuer, París, Albín Michel, 1983, pág. 42.
39. Ibídem, op. cit., pág. 68.
49
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
ladón que se establece con su rostro iluminado de un modo nuevo, ese cuerpo
adquiere una significación inédita. El sentimiento ya experimentado de indivi
dualidad, aunque aún vago, floreció al adquirir un rostro.
En nuestras sociedades occidentales de estructura individualista, la preemi
nencia del rostro es clara, allí donde el reconocimiento de uno mismo o del otro
se realiza a partir de la individualidad y no de la pertenencia a un grupo o de la
posición en el seno de un linaje. La singularidad del rostro recuerda la del hom
bre, es decir, la del individuo, átomo de lo social, indivis, consciente de sí mis
mo, amo relativo de sus elecciones, que se plantea como «yo» y ya no más como
«nos otros». La distinción individual hace del rostro un valor. El rostro implica
el individuo y el individuo, la singularidad del rostro. Uno y otro se sostienen
estrechamente. Para que el individuo adquiera sentido, social y culturalmen
te, hace falta un lugar para distinguirlo con suficiente fuerza, un lugar del ser lo
necesariamente variable en sus desinencias para significar sin ambigüedades la
diferencia entre un hombre y otro. Hace falta el cuerpo como marca del lími
te de uno mismo con el mundo exterior y con los otros, el cuerpo como cer
cado, como frontera de la identidad. Y hace falta el rostro como territorio del
cuerpo donde se inscribe la distinción individual. Desde el principio, el rostro
es sentido. Ningún espacio del cuerpo es más apropiado que ese para marcar la
singularidad del individuo y señalarla socialmente. «Fuera del rostro humano
-dice Simmel-, no hay en el mundo figura alguna que permita a una multipli
cidad tan grande de formas y de planos penetrar en una unidad de sentido tan
absoluta».40 Lugar de expresividad permanente y de la diferencia infinitesimal,
el rostro es el medio privilegiado para demarcar al individuo y traducir su uni
cidad. Mientras más importancia le otorga la sociedad a la individualidad, más
crece el valor del rostro.
40. Simmel, Georg, «La signification esthétique du visage», op. cit., pág. 1 38.
50
Del rostro a la figura:
2.
las marcas de la fisiognomía
El rostro es sin duda una anamorfosis del individuo. Pero no existe ninguna
pos ición ideal para devolverle la forma y establecer en una figura simple y co
herente la cartografía de una historia o de un porvenir esperado, menos el ex
tracto inequívoco de un carácter. Todo eso está solamente sugerido, en transpa
re nc ia, a veces presentido, pero inaccesible en su contenido. El rostro es un me
dio decir, un susurro de la identidad personal, no una afi rmación caracterológi
ca exe nta de toda ambigüedad. Además, qué más vago que la noción de carác
te r en que se apoya la fisiognomía y la morfopsicología. El rostro esconde tanto
co m o revela. Lo imprevisible en él predomina demasiado sobre lo probable. La
le ct ura semiológica realizada sobre él se parece un poco a un juego de azar. La
s up erficie del rostro es de una profundidad alarmante. La evidencia de las co
s as albe rga fácilmente el misterio. Todo hombre se cruza cotidianamente con lo
m á s inasible de su ser en el cara a cara con el espej o.
Po r lo tanto, aunque el rostro señale al individuo, permanece mudo sobre lo
que se puede esperar de éste. La maleabilidad de sus rasgos, de su forma, con
fron
ta con un enigma. La variación infinita de un detalle en un rostro revolucio
n a l a exp resión general que se desprende él. Como remite tanto a la semejanza
51
como a la diferencia infinitesimal - que a la vez identifica y distingue al indivi
duo, marcando su singularidad al tiempo que lo entronca con los otros-, el ros
tro ha suscitado la tentación de clasificar sus rasgos. Se intentó fij ar en una figura
simple la multiplicidad de sus formas. Y como parece haber una turbadora ana
logía entre las maneras de ser de los hombres y la estructura de sus rostros, fue
ron numerosos los intentos a lo largo de la historia de clasificar, un poco como
en botánica, los diferentes brotes que se encontraban en un mismo grupo so
cial, dando a cada término el reverso de una psicología: tal nariz implica tal ras
go de carácter, tal forma de mentón, otro rasgo, etcétera. El alma escondida de
cada hombre tendría así en el rostro su espacio de revelación.
52
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Los tratados de fisiognomía
1 . Citado en Baltrusaitis, Jurgis, Aberrations. Essai sur la légende des formes, París, Flammarion,
1 983, pág. 10. Para este repertorio histórico, además de la consulta de tratados, nos apoyamos
tamb ién en Marie, Gisele, Les «Fragments» de Lavater et leur place dans l'histoire de la physio
nomonie, 1 986, tesis de la universidad de Bordeaux; Mourad, Youssef, La physiognomonie ara
be et le Kitab Al-Firasa de Fakhr al Din al Razi, París, Librairie Orientaliste Geuthner, 1 939;
Haroche, Courtine y Haroche, Claudine, Histoire du Visage, XVl'-début XIX', París, Rivages,
1 988; Delaunay, Paul, «De la physiognomonie a la phrénologie, histoire et évolution des éco
les et des doctrines», Le progres médica[, nº 29-30-3 1 , 2 1 -28 de julio y 4 de agosto de 1 928; Du
mont, M., «Le succes mondain d'une fausse science: la physiognomonie de Lavater», Actes de
la recherche en sciences sociales, nº 54, 1 984.
53
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
2. Al-Firdsa, Kitab, (El libro de la fisiognomía) está traducido íntegramente al francés en la obra
de Mourad, Youssef, op. cit.
54
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Los tratados defisiognomía
en res onancia con el lenguaje supuesto de las estrellas. La carne del hombre y la
del mundo no experimentan ninguna separación y se inscriben en la trama de
un a necesidad mutua. El cuerpo todavía no es una realidad separada del mun
d o, de los hombres y del hombre en sí, a quien le presta su rostro. 3 Como subra
ya Youssef Mourad, «En la antigüedad y en la Edad Media, esos cuatro perso
najes que a menudo no eran más que uno, el médico, el fisiognomista, el astró
logo y el mago, jugaron un papel social preponderante: eran respetados por to
dos , incluso por los reyes».4
Por supuesto que esas formas de adivinación no siempre son unánimes. La
Iglesia no tiene hacia ellas una mirada favorable. Hombres como Albert le Grand
( 1 1 9 3 - 1280) se oponen a la influencia de la astrología y destacan a cambio la im
portancia de la fisiognomía en tanto que determinación del carácter. Robert Ba
con ( 1 2 14- 1294 f muestra una posición idéntica en los comentarios que acom
pañan su traducción de Secretum Secretorum, la obra apócrifa de Aristóteles. El
propio Rabelais, en su Tercer libro ( 1 546) se burla copiosamente de la fisiogno
mía, la metoscopía (que siguiendo el modelo de la quiromancia, consistía en leer
en las líneas de la frente los lineamientos de la existencia del individuo) y toda
una serie de métodos adivinatorios.
En 1 533, aparece De occulta philosophia de Cornelius Agripa, uno de los gran
des textos kabalísticos del Renacimiento. A lo largo del siglo, se suceden otros nu
merosos tratados. Acompañan el crecimiento aún discreto del individualismo y
son contemporáneos del florecimiento de los retratos. Pero los fisiognomistas to
man, con respecto al retrato, una actitud inversa a la de los pintores. Confronta
dos al misterio que implica la singularidad de cada individuo, en el ocaso de so
ciedades más bien comunitarias y rurales, éstos se concentran en reconstruir la
diferencia infinitesimal que distingue a un hombre de otro. Aceptan lo inasible de
una existencia de la que son conscientes que no pueden fijar más que un reflejo
ambiguo. Por el contrario, los fisiognomistas huyen ante la complejidad infinita
del mundo y la diversidad de rostros que se dejan ver, y clasifican las singularida
des bajo rúbricas generales. De cierto modo, retoman los marcos sociales de las
antiguas comunidades, en las que el hombre se colocaba en una categoría ligada
a su condición social. El artista pinta al individuo en busca de libertad, y por lo
tanto, de una soledad relativa. Los fisiognomistas tratan categorías generales, ya
no sometidas a las clases sociales sino a clases de caracteres. Continúan subordi
nando lo singular a lo general, como en las sociedades comunitarias.
3. Cf. Le Breton, David, Antropologie du corps et modernité, op. cit. [En español: Antropología del
cuerpo y modernidad, op. cit.].
4. Mourad, Youssef, op. cit., pág. 30.
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
56
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Los tratados deftsiognomía
j
las estrellas para consagrarse con fervor a la psicología.
El interés por identificar al otro con la misma precisión, puesto que ya no e
deducible de su posición social sino individuo antes que miembro de un grupo,
la inquietud por reducir la parte de misterio que encarna, la racionalidad tran
quilizadora que quisiera hacer del cuerpo humano un banal reflejo de lo que es
el hombre «interior», tales son las razones que llevan al redescubrimiento de la
tradición fisiognomista. Ülrt de connaitre les hommes ( 1 653), de Cureau de la
Chambre, marca un primer intento, sin duda poco feliz, de distanciarse de las tra
diciones ocultas precedentes. Para Cureau, el cuerpo es un lenguaje natural que
debe descifrar quien posee su hermenéutica, una especie de teatro donde actúa
una dialéctica de lo manifiesto y de lo oculto. Pero «Coureau piensa las relaciones
entre el alma y el cuerpo en términos de órganos y funciones -dice F. Azouvi-,
y en ese principio va a basarse su fisiognomía».8 Fiel a la estética del siglo XVII,
en busca de la moderación, del equilibrio justo, Cureau hace de la mesura, de
la templanza, el ideal de su fisiognomía. En otros términos, erige su visión del
mundo y su situación social y cultural como la norma ideal para evaluar al con
junto de los hombres. En su conferencia del 28 de marzo de 1671 sobre La fisiog
n omía del hombre en sus relaciones con la de los animales, Charles Le Brun reto
ma la puesta en relación de los rasgos de los animales y los del rostro del hom-
6. Cf. Ellas, Norbert, La civilisation des mreurs, op. cit.
7. Cí Foucault, Michel, Surveiller et punir, Gallimard, 1 975. [En español: Vigilar y castigar, Méxi
co, Siglo XXI, 1 976] .
8. Azouvi, Fran�ois, «Remarques sur quelques traités de physiognomonie», Les études philoso
phiq ues, nº 4, 1 978. Véase también Riese, Walter, La théorie des passions a la lumiere de la pen
sée médicale du XVI/< siecle, Bale-New York, Karger, 1 965.
57
ROSTilOS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
58
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOM.1A 1 Los tratados de fisiognomía
con una consulta fisiognómica con el maestro, es el pasaje obligado de todo via
jero que pasa por Suiza. Lavater influye profundamente en muchos de sus con
temporáneos y en su posteridad: L. S. Mercier, Nodier, Eugene Sue, Grandville,
etcétera. Gerorge Sand es una adepta a Lavater. En la séptima de sus Cartas de
un viajero, ella escribe: «Estoy convencida, por mi parte, que ese sistema es bue
no y que Lavater debe ser un fisiognomista casi infalible. Pero pienso que un li
bro, por excelente que sea, no puede ser una correcta iniciación a los misterios
de la ciencia. Sería deseable que Lavater haya formado discípulos dignos de él y
que la fisiognomía, tal como él logra dominarla, pueda ser enseñada y transmi
tida como la frenología».
Balzac descubre a Lavater en los años veinte, en una época en que la obra
de éste ya está muy difundida, especialmente los resúmenes de divulgación. En
1 820 se reedita, bajo la égida de un médico, Maygrier, el Lavater concebido por
Moreau de la Sarthe en 1807, con seiscientos grabados que ilustran el texto. Bal
zac compra los diez volúmenes en 1822 y encuentra en ellos una materia pri
ma casi inagotable para elaborar la fisiognomía de sus personajes. Una reserva
no sólo de rostros, sino de datos anatómicos, análisis detallados de caracteres y
pasiones. «Los análisis lavaterianos -dice A. Prioult- son extremadamente ri
cos y, lejos de tratar únicamente sobre la forma del rostro, el color de los ojos y
la pigmentación del cabello, establecen también entre sentimientos, pasiones y
signos, relaciones que el autor de las palabras de Alain no se negaría a aceptar
como verdaderas».1 1 Todas las figuras de Balzac son vigorosos estudios de ca
racteres, son de entrada un mapa de identidad moral sobre el que borda el rela
to. Un ejemplo extraído de Ursule Mirouet, la descripción del personaje de Mi
ronet-Levrault: «Si usted reúne todas las condiciones de la mula, obtiene a Lah
ban, que, en efecto, es importante. Allí donde la forma domina, el sentimien
to desaparece. El director de correo, prueba viviente de este axioma, presentaba
una de esas fisonomías en que el pensador difícilmente percibe la huella de un
al ma baj o la violenta encarnación que produce un brutal desarrollo de la car
n e . . . »; la de Goupil: «Su rostro parecía ( . . . ) pertenecer a un jorobado cuya jo
rob a e stuviera adentro. Una singularidad de ese rostro agudo y pálido confir
mab a la existencia de esa invisible gibosidad. Encorvada y retorcida como la de
mucho s joro bados, la nariz se dirigía de derecha a izquierda, en lugar de dividir
1 1. Prioult, A., Balzac avant La Comédie humaine ( 1 8 1 8- 1 829), París, Jouve et Cie, 1 936, págs. 207
Y sqq. M. Bardeche, aunque reconoce la in fl uencia de Lavater en Balzac, busca minimizar su
alcance, cf. Bardeche, M., Balzac romancier, Pion, 1 940, págs. 554 y sqq . Véase igualmente Bal
densperger, Fernand, «Les théoríes de Lavater dans la líttérature fram;:aise», Études d'histories
li ttéraires, 2• serie, París, Hachette, 1 9 1 0. Vannier, Bernard, Linscription du corps: pour une sé
rniologie du portrait balzacien, París, Klíncksíeck, 1 972.
59
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
La impresión fisiognómica
60
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA RSIOGNOMlA 1 La impresión jisiognómica
1 2. Montaigne, Essais, Livre III, Garnier- Flammarion, págs. 268 y sqq. [En español: Edición digi
tal b asada en la de Ensayos de Montaigne seguidos de todas sus cartas conocidas hasta el día, Li
bro III, Cap. XII, París, Casa Editorial Garnier Hermanos, 1 9 1 2, 2° vol. Localización: Bibliote
ca de Magisterio de la Universidad de Alicante, sig. ED FA/ 1 /0 1 00. Traducción de Constanti
no Román y Salamero, en La biblioteca virtual del español, Biblioteca Virtual Miguel de Cer
vantes, en http://www. cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref= 1 844] .
1 3. Sim mel, G., «Essai sur la sociologie des sens», Épistémologie e t sociologie, París, PUF, 1 98 1 , pág.
228.
#> 1
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
14. Loux, Frarn¡:oise, Richard, Philippe, Sagesses su corps. La santé et la maladie dans les proverbes
franfais, París, Maisoneuve et Larose, 1 978 .
62
:z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 La impresión fisiognómica
miembro»; «boca abierta, risa franca». La visión del hombre que así se dibuja
da la impresión de un mundo finito, cuyos elementos están distribuidos de ma
nera disímil según los individuos y su suerte. Pero a menudo, como observan F.
Loux y P. Richard, una especie de desconfianza, de voluntad de matizar los de
cretos del destino, exige una compensación de rigor. Si un individuo muestra
una cualidad moral, su físico no está a la altura de esa suerte o, a la inversa, se
amp uta la cualidad física con un defecto moral: no se puede tener belleza, inte
lige nc ia o coraje sin padecer alguna falla: «bonito animal, fea cola»; «a los quin
ce añ os, el diablo era bello». La lista sería larga.
co ns ag rada. Por otra parte, como hemos dicho, los proverbios se contradicen a
m enu do, dan nombre a la sinuosidad d el mundo y a algunas d e sus re gularida-
63
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 5. Almanach des bergers, i n Robert Mandrou, De la culture populaire e n France aux XVII' et
XVIII' siecles. La Bibliotheque bleue de Troyes, París, Stock, 1 973. [N. de T.] : En francés antig-
64
, . DEL R OSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 ¿ Una ciencia de los rostros?
uo e n e l original: «Ceulx qui ont le visage petit e t court e t qui ont gres/e col, e t le nez gresle, long
et délié signifient personne de mou!t grand cueur, hastive et ireuse. ltem le nez long et hault par
nature signifie proueusse et hardiement et estre entrepreneur. Le nez bague qui descent jusques
a la levre de dessus signifie personne malicieuse, décevante, desloyale et de moult grande luxure
plein e. ltem personne que a le visaige roux et les yeuls chassieulx et aussi les dentes jaunes est
. .
perso nne peu loyale et traistre a puante aleine. ltem personne qui a long col et gresle est cruelle
et sans pitié, hastive et escerveelée. Personne qui a le col court est plain defraud et de barat et de
toute malvaistié et déception et de malice et ne se doit on nullement fier en telle personne» ..
1 6 · En psiquiatría, los diagnósticos se establecen la mayoría de las veces desde los primeros minu
tos de la entrevista. Al respecto, Cyrulnik, B., plantea una pregunta plena de consecuencias: «¿Se
trata de diagnósticos o de adjetivos que califican la impresión que produce un enfermo en su
psiquiatra?» en Cyrulnik, Boris, (ed.), Le visage: sens et contresens, París, Eshel, 1 988, pág. 1 7.
1 7· Cf. Gin zburg, Cario, «Signes,
traces et pistes. Racines d'un paradigme de !'indice», Le Débat,
n° 6, l 980.
65
ROSTROS. En.sayo antropológico 1 David Le Breton
siognomías entran en él, hacen como si el rostro fuera la síntesis del alma, una
fórmula psicológica que la vida desplegaría luego en toda su envergadura. Un
inventario sistemático de signos físicos remite metódicamente a una suma de
categorías morales preestablecidas.18 Los fisiognomistas hacen del rostro un pa
limpsesto a descifrar y no quieren aceptar la idea de que el rostro puede no sig
nificar. Y como esas significaciones les parecen demasiado ambiguas, constru
yen sistemas laboriosos que eliminan el rostro para considerar sólo la serie de
sus componentes: una frente angosta o ancha, labios delgados o carnosos, nariz
puntiaguda o redonda, etc. Un hombre exterior revela de manera un poco con
fusa, como un negativo, a un hombre interior.
Los fisiognomistas quieren establecer una cartografía precisa de los rasgos
que unen la conformación del rostro con el carácter del hombre. «La fisiogno
mía -dice claramente Lavater- es la ciencia, el conocimiento de la relación que
une el exterior con el interior, la superficie visible con lo que cubre de invisible.
En una concepción estrecha, se entiende por fisonomía el aspecto, los rasgos del
rostro, y por fisiognomía, el conocimiento de los rasgos del rostro y de sus signi
ficaciones ... Aquel que, a la primera impresión que produce en él el exterior de
un hombre, juzga bien su carácter o una parte de éste, es naturalmente un fisiog
nomista; lo es científicamente cuando sabe ordenar y exponer de manera precisa
los rasgos y signos observados; finalmente, el fisiognomista filósofo es aquel que,
al inspeccionar tal o cual rasgo, tal o cual expresión, está en condiciones de de
ducir sus causas y dar las razones internas de sus manifestaciones exteriores».19
De manera más contemporánea, L. Corman, el fundador de la morfopsicología
(término que no hace más que revestir con nuevos atavíos la vieja fisiognomía),
de la que se conoce el éxito en los métodos de reclutamiento de ejecutivos en las
empresas, la define como «la ciencia de las relaciones entre los rasgos de la for-
18. En un texto reciente, F. Dagonet celebra una «antropología decididamente física» e intenta re
habilitar la fisiognomía de Lavater: «Nuestro cuerpo no puede situarse y encerrarse en las pro
fundidades de la carne, se mostrará en su superficie. Intentaremos descubrir en él las marcas
de individualidad, estigmas, cicatrices, arrugas, en resumen, una multitud de signos, por otra
parte, menos físicos que psíquicos. El hombre exterior casi cutáneo y gestual nos propone un
texto delicado, variable y bastante proteiforme, realmente difícil de descifrar. Tal es justamen
te nuestro programa, aprender a leerlo». Según Dagonet: «Más importante que impugnar a
Lavater, es prolongarlo y superarlo». �l mismo observa la singularidad de tal proyecto: «Tan
retrógrado que se lo creía perimido», pero no puede evitar ceder al positivismo biológico. El
hombre no sería nada más que su cuerpo o, más exactamente, lo que algunos pretenden hacer
decir a su cuerpo. Cf. Dagonet, Faces, surfaces et interfaces, París, Vrin, 1982, págs. 89-131.
19. Lavater, J. G., La physiognomonie et tart de connaftre les hommes dapres les traits de leur physio
nomie, leurs rapports avec les divers animaux, leurs penchants, etc., Laussane, La.ge de l'homme,
1979, pág. 6.
66
:.z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Tripartición del rostro
111 a y lo s rasgos del carácter, en tanto que ciencia fundada en la percepción vi
s u al de dichas formas, pero también en una percepción constantemente sosteni
da p or una intuición directa de los valores dinámicos del hombre interior. [Es]
u n me dio para estudiar a los hombres, descubrir su diversidad, despertar nues
t ro interés por los rostros y las almas que éstos revelan».2º
2º· C o rman, L., Manuel de morphopsychologie, París, Stock, 1 985, págs. 1 0 - 1 1 . La primera obra de
Co rm an, L., Visages et caracteres, data de 1 932.
2 1 · C orman, L., Caractérologie et morphopsychologie, París, PUF, 1 983, pág. 29.
2 2· Lavater, J. G., op. cit. , pág. 5.
67
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
68
2• DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior
El rostro y su interior
69
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
70
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior
s ó lo éste «comprende la lengua más bella, más elocuente, más justa, más simple
y exp resiva de todas . . . la comprende en las fisonomías de aquellos que ignoran
. �
que 1 as comumcan».
Lavater parece no suponer por un solo instante que el uso de este método
p ue da ser erróneo o dudoso. Un método que consiste en juzgar al hombre no a
p a rt ir de sus obras, sino de las disposiciones deducidas de un sistema semioló
g i c o que se erige sobre las apariencias del cuerpo. «Formar, guiar, corregir el co
r a zó n humano»,29 tal es el objetivo pedagógico que propone; indultar «cuando
el más bienintencionado de los desconocedores de los hombres está obligado a
co ndenar». 30 Según Lavater, la fisiognomía «favorece el amor por la humanidad».31
«H a blo por experiencia, el bien que como fisiognomista observo en el prójimo
me ofrece más de una compensación por la cantidad de mal que estoy igual
m e n te forzado a encontrar y sofocar. Mientras más observo a los hombres, más
descubro en todos cierto equilibrio de fuerzas, más encuentro que la fuente del
m a l e n las almas es buena: es decir que, precisamente lo que las vuelve malas, la
fuerza, la irritabilidad, la elasticidad, es siempre en sí mismo algo bueno, posi
tivo, útil y cuya ausencia habría vuelto imposible, en verdad, una cantidad in
fi n ita de mal, pero al mismo tiempo, también una cantidad infinita de bien; su
presencia hace efectivamente mucho mal, en efecto, pero refuerza en compen
sació n la posibilidad de una cantidad de bien mucho más considerable».32 En
contramos en L. Corman la misma simpleza. «A medida que el lector adquiera
una experiencia más amplia de los signos morfopsicológicos -dice-, verá acre
ce nta r su conocimiento del hombre. Pero, paralelamente, hay que ampliar su in
t u i ció n , entrar en simpatía profunda con cada uno de los seres que estudia». Sin
percibi r la menor contradicción, escribe unas líneas más adelante: «Es necesa
ri o que t odo rostro de niño, de mujer, de hombre, sea en adelante para el adep
to un p roblema para resolver. Hay que dedicarse a ello con un ardiente deseo de
co m p ren der, de penetrar en los secretos del hombre».33
La m irada del fisiognomista se desliza sobre el rostro del otro, ve allí una su
pe rfi cie y una configuración, un objeto para descifrar librado a su perspicacia.
� sc r uta como juez indulgente la ingenuidad del rostro de quienes lo rodean. A la
i n ve rs a de la propagada en los proverbios, la fisiognomía erudita no teme mos-
2 8 · Ibídem, p ág . 24.
;9· Ibídem, pág. 25.
O. Ibídem, p ág . 73 .
3 l . Ibídem,
p ág . 1 1 4.
3 2· Ibídem,
p ág . 72.
33· Co rm an, L., op. cit., p ágs. 1 0- 1 1 .
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
34. Courtine, J.-J., y Haroche, C., Histoire du visage, op. cit., pág. 34.
35. Cf. Le Breton, D., Anthropologie du corps et modernité, op. cit. [En español: Antropolog{a del
cuerpo y modernidad, op. cit. ] .
72
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMlA 1 El rostro y su interior
caciones como asesino, ladrón, bondadoso, íntegro, etc., pero no bastan, ni mu
cho menos, para el fin que se persigue, que es el enunciar el ser supuesto o la
i n dividualidad singular, como no bastan las descripciones de la figura qae van
más allá de la frente achatada, la nariz larga, etc».36 Hegel denuncia la inanidad
de l a correspondencia de una serie de indicios un poco irrisorios con una se
rie d e categorías del espíritu no menos reduccionista. Otro defecto es lo arbitra
rio d e esa relación que lo lleva a una ironía mordaz: « . . en cuanto al contenido,
.
-di c e-, tales observaciones en nada difieren de estas otras: "Siempre que hay fe
ri a, ll ueve", dice el tendero; "y también siempre que tiendo la ropa a secar': dice
el ama de casa». La fisiognomía, que pretende develar la intimidad del hombre,
de duci r su interioridad únicamente de la observación de sus rasgos, es una psi
co lo g ía ilusoria. La vida interior no se deja leer en la forma de la nariz o en la
s up erficie de la frente. Toda observación fundada de ese modo es una conjetu
ra que se arriesga enormemente a recibir la refutación de la experiencia concre
t a Y caer en el ridículo.
La cr ítica de Hegel no se detiene allí, apunta con sutileza otro límite de la fi
s i o gn om ía :
la indiferencia ante las obras del individuo, ante la existencia real. No
se
i n teresa e n el hombre viviente, sino en el hombre teórico, el de un carácter de
te rm i n ado por una serie de indicios. La realidad afectiva está, sin embargo, en
ot a par
r te. Y el examen de sus obras es el único fundamento para conocer me-
73
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
jor lo que él es. A través de esa actividad de collage que asocia un rasgo del ros
tro con una particularidad psicológica, la fisiognomía construye sobre la conje
tura y la abstracción el retrato de un hombre virtual que sin duda jamás existi
rá. Se basa en el postulado de que el carácter es algo dado por la naturaleza, un
ser en sí que el propio hombre puede ignorar toda su vida que lo tiene, pero no
por eso carece de él. La disposición al robo marcada por tal forma de la nariz y
de la frente prima sobre la realidad afectiva de la existencia concreta del hom
bre. Hegel cita a Lichtenberg: «Si alguien dijera que obras como un hombre hon
rado, pero que yo veo por tu figura que te constriñes y que en el fondo de tu co
razón eres un granuja, no cabe duda de que a estas palabras cualquier persona
decente replicaría hasta el fin del mundo con una bofetada». Paradoja molesta,
en efecto, que no detiene en nada las ambiciones de la fisiognomía: el ladrón no
es aquel que pasa al acto y se apropia de algún bien, sino el que, quizá sin haber
robado nunca nada, tiene, sin embargo, la disposición a hacerlo como lo sugie
re tal indicio de su rostro. El ladrón no es pues necesariamente el que uno pien
sa, y quizás el propio juez que envía al delincuente en prisión es aquel a quien la
naturaleza ha marcado más con el sello de la disposición a robar o a perjudicar
a otro, mientras que el ladrón, llevado posiblemente por circunstancias exterio
res, está a salvo de esos signos.
La fisiognomía hace de la figura un destino psicológico, aun cuando la con
ducta real del hombre sea una irónica desmentida a esos presupuestos. Hace del
rostro una confesión. La disposición al robo es el hecho insoslayable que capta
la atención después de la puesta en evidencia de tal signo en el rostro. Para ac
tuar como ciencia, la fisiognomía pretende detenerse allí, observar solamente lo
observable, sustraer lo contingente, es decir al hombre inmerso en sus condi
ciones de existencia. Un poco a la manera del hombre que perdió sus llaves y las
busca debajo de un farol porque sólo hay luz en ese lugar.
Finalmente, el hombre es para él mismo un perfecto desconocido si no so
licita el saber de un fisiognomista; no puede tomar conciencia de sí ni modi
ficarse, pues la disposición que está en él es el único criterio apropiado para
evaluar qué es. Una ilustración asombrosa de la propensión a establecer una
supremacía de los signos sobre la existencia realmente vivida aparece en una
anécdota legendaria que ofrece tantos argumentos a los fisiognomistas como
a sus adversarios más encarnizados. Los hechos son relatados por Cicerón:
«Zopiro se jactaba de percibir el carácter de las personas con base en su fiso
nomía; que, en una reunión, habiendo Zopiro atribuido a Sócrates toda una
serie de vicios, suscitó con ello la risa de los demás, los cuales no reconocían
en Sócrates tales vicios, pero que el propio Sócrates fue en su ayuda dicien-
74
z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior
d o que esos vicios habían estado insitos en él, pero que los había alejado de sí
con ayu da de la razón».37
Pero justamente, si la fisiognomía no está en condiciones de ofrecer la reali
dad efectiva del individuo, si pone en evidencia pretendidas disposiciones que
n un ca se manifiestan, no es más que una conjetura sobre el «aspecto», abierta al
más dis cutible absurdo. Su uso social suscita numerosas objeciones. Bajo la plu
m a de R. Mucchielli, por ejemplo, se lee esta inquietante definición del carácter:
« E l carácter es una estructura constitucional, a nivel somatopsíquico, compues
ta de p ropiedades, una estructura funcional cuya dinámica condiciona las for
m as de comportamientos posibles. No se lo capta inmediatamente, pero se de
du c e a partir de sus propiedades fundamentales».38 Unas páginas más adelan
t e, el mismo autor especifica su pensamiento y afirma que «el análisis morfoló
gic o parece el único capaz de evitar la incidencia de componentes históricos y
c ulturales de la personalidad, con el fin de aislar mejor el nivel caracterológico
propiamente dicho, según el objetivo buscado aquí». La empresa se vuelve real
mente dudosa. Es difícil ver el interés de disolver a ese punto la noción ya ambi
gua de «personalidad»; separada de sus raíces históricas y sociales, pierde toda
realidad. La abstracción del método caracterológico, y más específicamente fi
siognómico, está aquí claramente reivindicada. El hombre concreto se diluye en
la determinación de un carácter puro, unificado a partir de un puñado de ras
gos c o rporales, indiferentes a la singularidad del hombre como al medio social
y cultural en los cuales está inmerso. Sólo el hombre teórico parece tener impor
t an cia a los ojos del fisiognomista.
Sucede lo mismo con la craneoscopía, la frenología de Gall o las diversas ca
rac te rol ogías fundadas en la observación del cuerpo que pululan en el siglo XIX.
P a ra G all, las cualidades del alma están, cada una, alojadas en una morada del
cereb ro accesible a la palpación. Enumera veintisiete localizaciones que alber
gan ve i ntisiete facultades morales, entre las cuales aparecen: espíritu metafísico,
s en ti d o de la mecánica, amor por la procreación, sentido de los colores, instin
t o c a rn ívoro, astucia. Su discípulo Spurzheim, más inspirado, encuentra trein
t a Y cinco. Crooke y Hoppe agregan el instinto de nutrición. Dumontier, al ob
s � r va r que una saliente del cráneo falta en algunos suicidas, agrega una más: la
biofilia. Hegel ironiza también copiosamente acerca de la ambición de Gall de
que re r h ace r del espíritu «algo como un hueso». «La replica a semejante juicio
me d iante u na bofetada -dice-, a que nos referíamos a propósito de la fisiognó-
:;---
7· Cicerón, Tusculanus, Les Selles Lettres, IV,
pág. 37. [En español: Del Hado, México D. F., UNAM,
2005, pág. LXI.)
38 · M ucchielli, R., Caraceres et visages, París, PUF, 1 963, pág. S.
7i:;
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
mica, hace, ante todo, que las partes blandas pierdan su prestigio y sean despla
zadas de su situación y sólo demuestra una cosa: que estas partes no son un en
sí verdadero, no son la realidad del espíritu -aquí, la replica debería ir, en rigor,
hasta hundir el cráneo de quien así juzga, demostrando así de un modo tan de
bulto como lo es su sabiduría que un hueso, para el hombre, no es nada en sí, y
menos aún su verdadera realidad afectiva».39 A través de esta crítica, Hegel re
cuerda substancialmente que si el cuerpo es el hombre, el hombre es también
otra cosa además de su cuerpo. Éste no es la superficie de proyección inequívo
ca de una psicología o de sus inclinaciones. Tampoco el rostro. El cuerpo es un
lugar de ambivalencia para el hombre, a quien le presta su consistencia, y de de
bate permanente con el medio social y cultural que lo modela.40
Sin embargo, la pereza del pensamiento que querría hacer de un rostro, de un
cuerpo o de un color de piel la señal pura y simple de una psicología o de una in
teligencia está lejos de haber cedido. Las viejas teorías evolucionistas basaron en
la observación del rostro y del cuerpo su despreocupada certeza de la superiori
dad moral e intelectual del hombre blanco, aquel que colonizaba en nombre del
«progreso» de las sociedades que juzgaban poco evolucionadas o inferiores. Los
«arios» justificaron su derecho de supremacía sobre los «semitas» por una idén
tica mística del cuerpo, y todavía hoy, el racismo cotidiano se apoya en lo que se
ha llamado el «delito de portación de cara» o en la búsqueda de «facies».41
A imagen del racismo, la fisiognomía hace del hombre un producto dedu
cible de la conformación de sus rasgos y su cuerpo. Naturaliza diferencias so
ciales e individuales, las desigualdades entre clases sociales o entre pueblos. La
vater también naturaliza las oposiciones de sexo. No tiene una opinión eleva
da de ellas y confiesa, además, que las frecuenta poco: «Muy pocas veces tengo
la ocasión de conocer a las mujeres allí donde deberían ser estudiadas y conoci
das, es decir en el espectáculo, el baile o el juego. En mi primera juventud, casi
huía de las mujeres y nunca estuve enamorado».42 Diserta durante varias pági-::
nas, no obstante, sobre la inferioridad innata de las mujeres: «Son como el refle-
39. Hegel, op. cit. Sur la phrénologie: Georges Lanteri-Laura, op. cit. [En español: La frenología.
Fenomenología del espíritu, op, cit.] .
40 . Le Breton, D., Corps et sociétés, París, Méridiens-Klincksieck, 1985; Sociologie du corps, París,
PUF, 1992 . [En español: La sociología del cuerpo, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002) .
4 1. N. de T.: El término médico francés •ifacies» («facies» en español) designa originalmente, como
en español, el aspecto del semblante en cuanto revela alguna alteración o enfermedad del or·
ganismo. Pero se lo utiliza vulgarmente en francés con la misma connotación segregaci oni sta
que «portación de cara»: «délit de facies» (que lleva en el rostro las señas del «Otro», del « dife·
rente»). (Las itálicas son mías) .
42. Lavater, J. G . , op. cit. pág. 1 86.
76
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 El rostro y su interior
jo del hombre, presa del hombre, para ser sometidas al hombre, para consolarlo
co mo los ángeles, para aliviar sus penas; su felicidad es tener hijos y criarlos en
la fe, la esperanza y el amor».43
Lavater toma como testigo al lector: «Examina, tú que quieres estudiar al
h ombre, examina la superioridad de una figura humana sobre otra. Aunque el
padre de todos haya formado toda la raza de los hombres con la misma sangre,
la igualdad natural de los hombres es uno de los prejuicios más imperdonables
de un frío entusiasmo y que no hace más que afectar a la bondad».44 Esas des
igualdades entre los hombres tienen una base natural, y Lavater denuncia a los
hombres de su tiempo que priorizan la educación en la formación individual.
A sus ojos, el hombre no se construye socialmente, es el puro producto de una
esencia biológica de origen. «Conozco pocos errores más groseros, más palpa
bles, que aún hoy son sostenidos y alimentados por espíritus superiores, que el
de hacer depender todo en el hombre de la educación, de la instrucción, de los
ejemplos, y no de la conformación primitiva; y el de creer, en consecuencia, que
ésta es la misma en todos los individuos . . . Los rasgos y las configuraciones, las
disposiciones morales, se transmiten por sucesión. Después de las proposicio
nes que hemos demostrado hasta ahora, ¿quién puede aún dudar que hay ar
monía entre los rasgos y configuraciones hereditarias y las disposiciones mora
les recibidas por la misma vía?».45 La fisiognomía se plantea como uno de los ca
pítulos de una antropología decididamente física que acosa al hombre a través
de los signos que dispensan sus rasgos, su ángulo facial, sus antropometrías, su
índice cefálico o la forma de su cráneo. El siglo XIX se caracteriza por una ob
sesión de clasificar que disimula mal su voluntad de discriminar abiertamente
Y de justificar en nombre de la ciencia las desigualdades sociales o los empren
di mientos coloniales.
Al querer basarse únicamente en la observación, los científicos privilegian
criterios mesurables a los que otorgan una importancia decisiva, y los dotan de
u n im aginario al que todos los prejuicios de la época concurren para celebrar la
p erfe cció n del hombre blanco. Más aún los escrúpulos de las clases cultivadas
del viej o mundo que dan vida a tales teorías y celebran interiormente una pro
vid en cia que los depositó en la cima de la jerarquía social y racial, dotándolos
de tod as las virtudes físicas y morales. De ese modo, Lavater explica sin falsos
p u d o res que «nadie será buen fisiognomista si no está bien hecho . . . Así como
l os ho mbres más virtuosos juzgan mejor la virtud y los más justos, la justicia,
77
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
El Otro siempre es indiscutiblemente feo. A falta del apoyo de una teoría más
erudita, el prejuicio fisiognomista funciona y describe a los hombres de otros es
pacios con los rasgos más grotescos, como si la naturaleza se hubiera encarniza
do en desacreditar su obra más allá de las fronteras. Los relatos de viajeros abun
dan en retratos poco halagüeños. F. Bernier, un «buen hombre», habiendo reco
rrido un poco el mundo, propone en Le fournal Des Scavants del 24 de abril de
1648, una tipología de las razas humanas que pudo conocer, sin duda una de las
primeras de una siniestra posteridad. La primera especie incluye a los hombres
46. Ibídem, pág. 1 1 .
78
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 La cara del Otro
del viejo continente y de una parte de África y Asia. La segunda es la de los afri
canos : «Lo que da lugar a establecer una especie diferente, es: 1) sus labios grue
s os y nariz aplastada . . . 2) La negrura que les es esencial y cuya causa no es el
cal or del sol, como se piensa . . . 3) Su piel, que es como aceitosa, lisa o pulida. 4)
sus tres o cuatro pelos de barba. 5) Sus cabellos, que no son propiamente cabe
llos, sino más bien una especie de lana que se acerca al pelo de alguno de nues
t ros perros Barbet . . . ». La tercera especie es la de los japoneses: « Verdaderamente
blancos: pero tienen espaldas anchas, el rostro plano, la nariz aplastada, peque
ños ojos de cerdo, alargados y hundidos, y tres pelos de barba». Luego vienen los
lapones: «Son feos animales». Y finalmente, los americanos, que aunque tengan
«el rostro formado de una manera diferente al nuestro», F. Bernier no encuentra
ninguna razón para hacer de ellos una raza diferente a la primera.47
Mientras menos se valorizan la «especie» o la «raza», menos se define la fi
gu r a humana en la descripción de esos hombres que a los ojos de tales obser
vadores parecen usurpar su nombre por su fealdad y características bestiales.
Otro ejemplo es Buffon, adversario de la fisiognomía, sin embargo, ya que juz
ga absurda la reducción de lo moral a lo físico, pues «el alma no tiene forma que
pueda ser relativa a ninguna forma material, no se la puede juzgar por la figu
ra del cuerpo ni por la forma del rostro». Pero su pluma trata a los hombres de
sociedades alejadas con el prejuicio fisiognómico que aún ahora es el hilo con
ductor de las percepciones racistas para describir al Otro a través de atributos
físicos que también son juicios de valor. Las líneas de Buffon no están descon
textualizadas cuando describe, por ejemplo, a esos hombres «cuya fisonomía es
tan salvaje como sus costumbres. Esos hombres que parecen haber degenerado
de la especie humana, siguen siendo numerosos y ocupan vastas comarcas ( . . . )
Los salvajes que están al Norte de los esquimales ( . . . ) se parecen a esos groen
l an d eses ( . . . ) su rostro es ancho y plano; tienen la nariz aplanada, pero sus ojos
son más grandes que los de los lapones. Esos pueblos no sólo se asemejan por la
fe al dad , la baja estatura, el color del cabello y de los ojos, sino que también tie
ne n más o menos las mismas inclinaciones y costumbres. Todos son igualmen
t e groseros, supersticiosos, estúpidos». Son todas observaciones que confortan
ª Lavater y se suceden bajo la pluma de Buffon desde el momento en que habla
de co mu nidades humanas distantes en todos los aspectos del modelo europeo.
P ara dar una razón a una fealdad a tal punto generalizada, evoca una teoría de
l a de ge
ne ración según la cual la proximidad de los polos o del ecuador sería ne
fa st a para los hombres y alteraría su naturaleza. En su descripción del hotento
t e l a ani
, malidad del rostro compite con la de su humanidad. A Buffon le cuesta
4 7 Texto citado en Poliakov, León, Le mythe aryen, Bruxelles, Complexe, 1 987, pág. 1 64.
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79
ROSTROS. Ensayo antropológico j David Le Breton
creer que el europeo tenga el mismo origen que ese hotenote cuya infinita feal
dad está en armonía con su existencia bestial: «La cabeza cubierta de cabellos o
de una lana crespa, el rostro cubierto por una larga barba y más arriba, por dos
crecimientos de pelo todavía más groseros que, por ser largos y salientes, acor
tan la frente y le hacen perder su carácter augusto, y no sólo ocultan los ojos en
la sombra, sino que también los hunden y redondean como los de los animales;
labios gruesos y prominentes, nariz plana, mirada estúpida y hosca, las orejas,
los miembros y el cuerpo velludos, la piel dura como cuero negro o curtido, uñas
largas, gruesas y mugrientas, la planta de los pies callosa y córnea, y por atribu
to sexual, mamas largas y colgantes hasta las rodillas; los niños se revuelcan en
la basura y se desplazan en cuatro patas; padre y madre sentados sobre sus talo
nes, horribles, cubiertos de una costra apestosa. Y este esbozo del salvaje hote
note es todavía un retrato piadoso, pues hay hombres en un estado de naturale
za más lejano a nosotros que el del hotenote».48
La cabeza simiesca del hotenote, a los ojos de Buffon, impide el privilegio de
un rostro del que, a la inversa, puede enorgullecerse el europeo. Sin embargo,
aunque el propio Buffon percibe una semejanza entre el hotenote y el simio, no
llega a concluir que pertenecen a la misma especie. «El intervalo que los separa
-escribe- es inmenso, porque su interior está ocupado por el pensamiento, y su
exterior, por la palabra». Por mucho tiempo, en el transcurso de los siglos XVII
y XVIII, el debate será apasionado acerca de la humanidad o de la animalidad
del simio y del hombre africano, en el momento en la exploración del Nuevo
Mundo y de África disipa las antiguas leyendas, pero confronta la vieja Europa
a pueblos infinitamente más cercanos, pero en las antípodas, cuyo origen pare
ce ambiguo y marca para los contemporáneos una especie de lazo entre el hom
bre y el animal.49 El simio y el africano reunidos, según los observadores, por la
conformación horrorosa de su cara, suscitan la pregunta sobre si hay que colo
carlos en los límites de la humanidad o de la animalidad o separarlos, como lo
hace Buffon, en nombre de la palabra y del pensamiento, que alejan al segundo
de ese dudoso parentesco. En el Nouveau dictionnaire de l'histoire naturelle . . . .
editado entre 1816 y 1819, Virey, en el artículo «Hombre», también escribe so
bre el africano que «SU conformación se acerca inclusive un poco a la del oran
gután. Todo el mundo conoce esta especie de hocico que tienen los negros, esos
cabellos lanosos, esos gruesos labios tan inflados, esa nariz ancha y plana, ese
48. Buffon, G., Histoire naturelle, générale et particuliere, París, 1 833, t. 1 4, págs. 22-23 (primera
edición: 1 749- 1 788).
49. Véase para este tema Tinland, Frank, I:homme sauvage. Homoferus et homo sylestris, París, Pa
yot, 1 968.
80
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 La cara del Otro
mentón retraído, esos ojos redondos y salientes que los distinguen y que los ha
rían reconocibles a primara vista aunque fueran blancos como los europeos. Su
frente es corta y redonda, la cabeza se comprime hacia arriba, los dientes están
d ispuestos oblicuamente hacia fuera . . . Todas estas características muestran real
mente un matiz hacia la forma de los simios, y así como es imposible ignorar
la en lo físico, también se percibe en lo moral». (Tomo XV, pág. 167). La Enci
clopedia de Diderot y D'.Alembert incluye los mismos estereotipos en el artículo
«Negro»: «No sólo su color los distingue, sino que también difieren de los otros
h ombres por todos los rasgos de su rostro, nariz ancha y plana, labios grues9s
y lana en lugar de cabello. Parece que constituyen una nueva especie de hom
bre. Si uno se aleja del ecuador hacia el polo antártico, la negrura se aclara pero
la fe aldad persiste . . . ».
Podría hacerse el inventario interminable de tales descripciones edificantes
que sólo ven en el rostro humano del Otro una «trompa» marcada por huellas
difusas de animalidad, ya sea que hablen de «negros», japoneses, chinos, lapo
nes. Y sobre todo, el hotenote, espantajo absoluto de esa humanidad triunfante
que denomina al mundo a su gusto. El rostro es un atributo que debe merecerse,
y pocas comunidades humanas pueden estar orgullosas de poseerlo. Una espe
cie de escala creciente de fealdad y bestialidad divide las «razas» a medida que se
alejan del hombre blanco europeo. El rostro es el revelador más significativo de
una condición que jamás se percibe como común entre los grupos humanos di
ferentes y similares, sino que procede más bien de la degeneración de un mode
l o planteado como ideal irrefutable. En definitiva, el Otro, más que Otro, es una
degradación física y moral, una deformación progresiva del modelo original que
l o hace cada vez más irreconocible. La jerarquía racial se basa paradójicamente
en esas tipologías, sirviéndose de una escala de deterioro de la semejanza.
En su obra, Lavater cita varias páginas de Buffon sobre Winckelman, muy
edifi cantes al respecto, quien piensa que «la boca sobresaliente y abultada que
lo s neg ros tienen en común con los simios en su país es un crecimiento exage
rado y un tumor ocasionado por el calor de su clima . . . »; dice Paw que se asom
b ra «de la vehemencia de los americanos por hacerse feos y desfigurarse . . . Se
h an visto allí salvajes con cabeza piramidal o cónica, cuya cima se terminaba en
p unta; otros con cabeza plana, con una frente ancha y la parte trasera aplasta
d a . . . Se vieron canadienses que tenían la cabeza perfectamente esférica: aun
que la forma natural de la cabeza del hombre se acerca más a la figura redonda;
e s os salvajes de los que hablamos, a causa de su monstruosidad, de sus cabezas
de h ola, no dejan de ser chocantes por tener esa parte demasiado redondeada.
Tal e s monstruosidades violan el plan original de la naturaleza, al que no se pue-
81
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
de quitar ni agregar nada sin que resulte un defecto esencial que desluzca toda
la estructura del animal. Lavater también cita a Lenz, quien encuentra singular
«que los judíos lleven en ellos, en cualquier lugar del mundo, la característica
de Oriente, su parte en común; quiero decir, el cabello corto, negro, crespo y la
tez oscura . . . Creo que los judíos tienen en general más amargura que los otros
hombres. Considero también la característica nacional del rostro judío: el men
tón puntiagudo y labios gruesos con la línea central bien marcada».5º
La fisiognomía erudita de Lavater tampoco deja de lado los prejuicios de su
tiempo con respecto a los otros del interior (obreros, campesinos) y a los otros
más lejanos. Las «fisiognomías nacionales» que construye no se distinguen en
nada de las descripciones de los viajeros o de los naturalistas de su época. Inclu
sive los cita con regularidad para apoyar sus demostraciones. «En efecto, el sen
tido común se rebela -dice- contra quien quiere sostener que Leibniz y Newton
tuvieron quizás la fisonomía de uno de esos imbéciles de nacimiento que no
pueden caminar con paso firme, fijar una mirada observadora, comprender, ni
siquiera enunciar razonablemente la menor proposición abstracta; que uno de
esos hombres ilustres concibió la Teodicea en un cerebro parecido al del lapón,
y que el otro sopesó los planetas y dividió los rayos del sol en una cabeza como
la del esquimal, que no puede contar más allá de seis, y que le parece innumera
ble todo lo que supera esa cifra».51 Con respecto a los franceses, dice que los re
conoce por los dientes y la risa; al italiano «por su nariz, ojos pequeños y men
tón saliente; al inglés por su frente y sus cejas; al holandés, por la redondez de
su cabeza y sus cabellos lacios; al alemán por los surcos y pliegues que rodean
sus ojos y marcan sus mejillas; al ruso por sus labios rechonchos, su cabellera
blanca o negra».52
Como hemos visto con Gall, la cara, la cabeza, fueron en el siglo XIX objeto
de mediciones incesantes par clasificar, jerarquizar los grupos sociales o las co
munidades humanas dispersas a través del mundo o del tiempo, y transforma
das en «razas». Camper calcula el ángulo facial que deduce de la intersección de
una línea que parte del orificio de la oreja hasta la base de la nariz y otra que par
te de la frente y llega a la parte más avanzada del mentón. El ángulo que resulta
82
:z, DEL ROSTRO ALA FIGURA: LASMARCASDELA FISIOGNOMIA 1 Los estigmas del «criminal innato»
de la unión entre esas dos líneas, visto el rostro de perfil, es proporcional, según
campe r, a la inteligencia y dignidad del hombre. Tal ángulo disminuiría nega
tivam ente del hombre griego al africano. «Parece -dice Camper- que la propia
naturale za se hubiera servido de ese ángulo para marcar los diversos grados en
el reino animal y establecer una especie de escala ascendente, desde las especies
i n fe rio res hasta las más bellas formas que se encuentran en nuestra especie. De
es e m odo, se verá que los pájaros ofrecen el ángulo más pequeño, y que ese án
g u l o se hace cada vez más amplio a medida que el animal se acerca más a la for
ma humana. Por ejemplo, entre los simios, hay una especie en la cual el ángulo
facial es de 42º, en otro de la misma familia, que es uno de los simios más pare
cido s al hombre, ese ángulo es de 50º. Inmediatamente después, viene la cabeza
del ne gro africano que, como la del calmuco, presenta un ángulo de 70°. Final
mente, en la cabeza de los hombres de Europa, el ángulo es de 80º. De esa dife
rencia de 10º depende la belleza más grande del europeo, lo que se puede llamar
belleza comparativa. En cuanto a esa belleza absoluta que nos asombra tanto de
algunas obras de la estatuaria antigua (como la cabeza de Apolo y la Medusa de
Sisocles), resulta de un ángulo que, en ese caso, alcanza más de 100º».53 Muchos
ot ros «eruditos», preocupados por no perder el tren y dejar su nombre a la pos
t eridad, se dedican a proponer su propio cálculo del ángulo facial: Blumenbach,
Cuvier, Broca, Geoffroy Saint-Hillaire, Daubenton, Owen, etcétera. Llegan a re
sultados similares, disminuyendo o aumentando, según los casos, el número de
razas consideradas y la jerarquía en la que estas entran. Otros miden la capaci
dad física del cráneo, el índice cefálico (medida del cociente a partir de la parte
más ancha por la más larga de la cabeza), etcétera.54
53. C i t ad o
por Kremer-Marietti, Angele, «l.anthropologie physique et morale en France et ses
i mplic ations idéologiques», en Britta Rupp-Eissenreich, Histoire de lánthropologie, XVI'-XIX'
siécle, París, Méridiens-Klincksieck, 1 984, págs. 328-329.
54· Ace rca de esta
obsesión por medir y clasificar, remitimos al artículo de A. Kremer-Marietti ya
c itado; a Fresco, Nadine, «Aux beaux temps de la crinioscopie», Le Genre Humain, nº l , 1 98 1 ;
Poli akov, León, muestra e n L e mythe Aryen, op. cit., las apuestas políticas nacidas de esas teo
rí as que se fundaron en el crecimiento de un imaginario de la raza y de un imaginario bioló
gico.
83
ROSTROS. Ensayo antropológica 1 David Le Breton
84
z. DEL ROSTROA LAFIGURA:LASMARCASDELAFISIOGNOMIA I Losestigmasdel«criminalinnato»
sos autores de la época, que lo lleva a acosar hasta las células del criminal, prue
ba última de la fatalidad que lo ha llevado al vicio. Si bien lo refutan numerosos
investigadores de su tiempo, como Tarde, Baer y Manouvrier, que le reprochan
espe cialmente el hecho de fundar sus teorías en hechos aislados y ocultar la in
fluencia de la educación y del contexto social y cultural en la historia de los in
divi duos, su pensamiento goza en esa época de un prestigio considerable.
En el prefacio de Ehomme crimine[, Lombroso matiza una afirmación que
rep ite frecuentemente: la presencia de numerosos estigmas en el rostro y en el
cuerpo del delincuente. Dice, un poco como Lavater para olvidar igualmente
rápido tales complicaciones en su sistema, que el criminal puede tener un ros
tro agradable, del mismo modo que un ciudadano honesto puede tener rasgos
marcados. Sin embargo, las estadísticas para él son formales, la probabilidad de
encontrar estigmas en el delincuente es grande. «En resumen -dice-, la fisiog
nomía típica de los criminales se encuentra por excepción en el hombre hones
to, y casi regularmente en el deshonesto. Ciertos individuos que yo creía hones
tos, o que debían parecerme tales, y que tenían más de una característica crimi
nal, luego de algunos años de observación, me revelaron en ellos una <.:riminali
dad latente que necesitaba sólo la ocasión para desarrollarse».59
Para Lombroso, la anomalía social, por ejemplo el hecho de robar, matar, pros
tituirse o vagabundear, se desdobla en las anomalías físicas: los estigmas que se
gún él se diseminan profusamente en el cuerpo del criminal. La conducta está
completamente trazada en la conformación del rostro. Si la criminalidad es na
tural, está inscripta en la biología. Cada órgano, comenzando por el rostro, es
un indicio inevitable de ello. Lombroso se enorgullece de develar las señales de
criminalidad en el niño pues se anuncian sin ninguna discreción en su rostro,
p ara gran alivio del criminólogo cuyos sentimientos, de este modo, casi no aflo
ran. ¿Cómo reconocer a un ladrón de un asesino, a un vagabundo de un tram
p oso? Lombroso propone retratos. Su pasión biológica, suavizada en las prime
ras líneas, como siempre, lo lleva al extremo de una lógica absurda: «Acerca de
la fisiognomía de los criminales -dice primero- circulan ideas en su mayoría fal
s a s . Los novelistas muestran hombres de aspecto horroroso: barba hasta en los
ojos y la mirada fulgurante y feroz. Otros observadores, por ejemplo Casper, van
d e un exceso al otro y no encuentran ninguna diferencia entre ellos y el hombre
normal. Unos y otros se equivocan».60 Lombroso construye con algunos ras
go s cho cantes la imagen de una humanidad criminal dividida en varias especies
bi oló gica y, sobre todo, visualmente muy bien diferenciadas: «En los violadores
85
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
(cuando no son imbéciles), casi siempre los ojos son salientes, de fisonomía de
licada, con labios y párpados voluminosos. La mayoría son frágiles, raquíticos y
a veces jorobados . . . Los asesinos, los ladrones violentos tienen el cabello crespo,
el cráneo deformado, mandíbulas fuertes, cigomas enormes y frecuentes tatua
jes; están cubiertos de cicatrices en la cabeza y en el tronco. Los homicidas habi
tuales tienen la mirada vidriosa, fría, inmóvil, a veces sanguinaria e inyectada;
la nariz a menudo ganchuda como en las aves de presa, siempre voluminosa; las
mandíbulas son robustas, las orejas largas, los pómulos anchos, cabello crespo,
abundante y oscuro. Frecuentemente, la barba es escasa, los dientes caninos es
tán muy desarrollados, los labios son muy finos. A menudo tienen nistagmos y
contracciones en un lado del rostro, que muestran el nacimiento de los dientes
caninos, como en señal de amenaza. Una gran cantidad de falsificadores y esta
fadores que he podido estudiar tenían una fisonomía que mostraba una bondad
singular, algo de clerical. . . con rostro pálido, mirada azorada u ojos muy peque
ños, nariz atravesada, a menudo con pérdida precoz de cabello y cara de mujer
anciana . . . En general, muchos criminales tienen orejas sobresalientes, cabello
abundante, barba escasa, seno frontal y mandíbulas enormes, mentón cuadra
do y saliente, pómulos anchos, gesticulación frecuente. En suma, del tipo de los
mongoles, y a veces, de los negros».61 La monstruosidad física refleja la mons
truosidad moral. Lombroso está obsesionado por la idea de una degeneración
del criminal y la de una división no menos equívoca de las «razas».
Como muchos contemporáneos de Lombroso, Gabriel Tarde también hace
del rostro un elemento convincente que el policía no debe despreciar. «Dado un
hombre que presenta el característico tipo físico criminal, ¿diremos que eso bas
ta para arrogarnos el derecho de imputarlo de un crimen cometido en el vecin
dario? Ningún antropólogo serio se ha permitido tal burla. Pero hay que hacer
una reserva a título de indicio quizás, pero sólo de indicio: los rasgos acusadores
deben tomarse en consideración».62 En su voluntad de identificar lo inasible del
hombre con la fatalidad de un signo positivo de lo que moralmente es él a tra
vés del rostro y de la forma del cuerpo, la antropología física del siglo XIX (to
davía hoy en ciertas formas del racismo) no duda en encerrar al hombre en una
armazón de carne donde basta verlo para conocerlo; lo físico es el simple calco
de lo moral. Hace un inventario de categorías abstractas: las diferentes «razas»,
el «hombre criminal» o el «hombre inteligente» de Lombroso, con las que de
termina especies biológicas cuyas reglas de funcionamiento se leen en los rasgos
del rostro, la conformación del cráneo o el índice cefálico. Esa fantasía de con-
86
.z. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FlSIOGNOMlA 1 Bajo la figura, el rostro
trol sobre el otro no escapa a Balzac que formula, siguiendo la huella de Gall y de
Lavater, una prefiguración de los trabajos que serán una moda en la última par
te del siglo, especialmente en torno a la escuela de Lombroso: «Las leyes de la fi
siognomía son exactas -escribe en las primeras páginas de Un asunto tenebroso
no sólo aplicadas al carácter, sino también por lo que respecta a la fatalidad de la
existencia. Hay fisonomías proféticas. Si fuera posible (y esta estadística viviente
es de gran importancia para la sociedad) tener un dibujo exacto de los que pere
cen en el patíbulo, la ciencia de Lavater y de Gall probarían incontestablemen
te que había en la cabeza de todos estos individuos, hasta en la de los inocentes,
extraños signos. Si, ¡la fatalidad pone su sello en el rostro de quienes tienen que
m orir de cualquier muerte violenta!».63 Se trata de una asociación entre la belle
za y la virtud o entre la fealdad y la degeneración, según representaciones pro
pias de esos hombres de la burguesía que dirigen hacia los «salvajes» o hacia las
clases más pobres una mirada de entomólogo poco interesado en la compren
sión sociológica por la suerte que les ha tocado. Se naturaliza la diferencia so
cial o cultural, encuentra sus raíces en alguna inferioridad biológica nativa que
no deja otra opción que la miseria o el vicio. Esta fisiognomía bien pensante se
acerca a la caricatura, pero es inconsciente de tal afinidad.64
63 . De B alzac, Honoré, Une ténébreuse affaire, La Plédiade, t. 7, París, Gallimard, pág. 448. [En es
pañol: Un asunto tenebroso, Buenos Aires, Salvat, 1 969) .
6 4. H izo además al destino de la historieta, cf. Corbeau, Jean-Pierre, «Crises sociales et stigmati
sati on du visage, Le visage dévisagé: de la séduction humanie a la représentation divine», Art
et thérapie, número especial, n º 40-4 1 , 1 99 1 .
87
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
rienda. A partir del siglo XIX, el racismo se funda en creencias biológicas emi
nentemente cambiantes de una época a otra, e incluso de un «teórico» a otro,
pero obtiene así una fuerza de convicción más afirmada, y un aspecto de legiti
midad apoyado en su relación con la fantasía. El racismo 'erudito no se distin
gue en nada del racismo que repite los prejuicios de la «impresión fisiognomis
ta». Lo hemos visto. El racismo procede de una fantasmática del cuerpo y del
rostro. La «raza» (o el «criminal» en Lombroso) es un don gigantesco que hace
de cada uno de los miembros que supuestamente la componen, un eco incansa
blemente repetido. La historia, la cultura, la diferencia individual son borradas
en provecho de la fantasía de un cuerpo colectivo subsumido en el nombre de
raza. Es un pensamiento esencialista, reacio a la experiencia, que lleva a un ab
solutismo de sus categorías (el judío, el árabe, etcétera.) y rechaza toda confron
tación a la complejidad infinita del mundo.
El método de denigración se apoya en un ejercicio perezoso de clasificación
según rasgos físicos fácilmente identificables (al menos para los racistas) a los
que se asocia inmediatamente una serie de calificativos morales. La diferencia
muta en estigma. El cuerpo extranjero se vuelve cuerpo extraño. La presencia
del Otro desaparece tras la más i�ntificable de su cuerpo y su rostro. Ese Otro
es un artefacto de su cuerpo. La anatomía es su destino. El ser del hombre res
ponde únicamente al despliegue de su carne. Cartesiano disidente, el racista ya
no otorga sus títulos de nobleza al espíritu sino al cuerpo y al rostro. Allí donde
los signos físicos no aparecen para operar las discriminaciones, despliega cau
dales de ingenio. De ese modo, durante el período nazi, para identificar a los ju
díos, los médicos proceden a eruditas mediciones de la nariz, de la boca, de la
dentición, del cráneo. La estrella amarilla que llevaban a la vista de todos lleva
esta lógica a su fin. El «judío», que difícilmente se reconoce por lo físico a pesar
de las caricaturas y descripciones antisemitas, es señalado inequívocamente ante
los otros por una marca exterior. Al racista le gusta esa evidencia que lo confir
ma en su certeza de que el mundo es simple y transparente, y de que una perte
nencia racial se inscribe en la carne del rostro (más bien en el aspecto).
La denigración del Otro conlleva la imposibilidad de verlo a través de su ros
tro, es decir, ver su singularidad de hombre: hay una «cara fea», «Un cabeza de
turco», «una trompa», «un hocico», «un cara de culo», «un facies». El envileci
miento del Otro lleva consigo la bestialización de un rostro degradado al rango
de estigma. Al hombre que sólo es merecedor del desprecio del racista, se le re
húsa la dignidad elemental del rostro. Una categoría negativa lo define en hue
co, y ya indica la conducta a observar con respecto a él. Primero, hay que supri
mir la humanidad de su rostro para autorizarse a despreciarlo, a la vez que la
88
2. DEL ROSTRO A LA FIGURA: LAS MARCAS DE LA FISIOGNOMIA 1 Bajo lafigura, el rostro
p os ibilidad del desprecio quita al otro la oportunidad del rostro. El racismo po
d ría definirse casi de modo elemental por la negación del rostro del Otro, en la
medid a en que a este se lo priva de su diferencia infinitesimal para transformar
se en representante anónimo cristalizador en sí mismo de una categoría odiada.
El O tro es de otra orilla, de otra especie, de otra naturaleza, su trompa obede
ce a un tipo. Y el individuo, privado de rostro para decir su diferencia, se redu
ce a su categoría. Una indeterminación deliberada lo instala bajo rasgos siempre
i dé nticos, le prohíbe aparecer con su rostro singular. Sólo se le otorga, como en
un a especie de caridad interesada, esa figura hueca, ese antirrostro, esa máscara
a veces ya funeraria (así fue en la Alemania nazi): el retrato-robot. Eso es lo que
representan las caricaturas antisemitas, por ejemplo. El racista es también un fi
siognomista, teje su discurso con términos eruditos o con una metodología que
busca mantener más allá de toda sospecha. Tranquilamente, hace del prejuicio
su razón principal de pensar, sin una emoción en particular. Difiere no obstan
te del fisiognomista en que busca las «razas» a través del rostro, mientras que la
fisiognomía, en su versión moderna, busca más el «carácter», pero uno y otro
proceden con la misma lógica de inferir lo moral de lo físico, y con la misma eli
minación radical del rostro.
La irrupción del rostro marca en principio el reconocimiento del Otro y de su
igual humanidad. En su Carta a un rehén, A. de Saint- Éxupery observa que los
anarquistas que lo habían hecho prisionero cuando realizaba un reportaje sobre
la guerra de España, tienen el cuidado de no mirar nunca su rostro, de evitar su
mirada. Y la prueba termina finalmente cuando uno de los anarquistas, aprove
chando un intercambio de cigarrillos, cruza la mirada del cautivo y esboza una
sonrisa. Aún más perturbadora es la dificultad de oponerse al racista, aunque sea
un ene migo mortal, si uno continúa discerniendo en él la presencia de un rostro.
Un ep isodio de la obra de André Schwarz-Bart evoca, en efecto, en el otoño de
1 9 38, el peligro que implica para los niños judíos continuar yendo a la escuela
don de son maltratados por los docentes y por los otros alumnos a la vez. Ernie,
un adolescente judío, busca motivos de odio contra los jóvenes alemanes que lo
p ers iguen, pero es más fuerte que él, no logra hacer de ellos una categoría abs
t racta y despreciable con la cual podría defenderse con toda la fuerza necesaria.
«Uno a uno, enumeró todos los motivos pasados y presentes para detestar a los
Pirnpfe ; pero, le pareció que, aunque esos motivos fueran tan numerosos como
l as estrellas del cielo, no producirían el sentimiento buscado. Hasta llegó a repe
ti rse que los Pimpfe eran bestias con figura humana, y llegó a creerlo. Pero siem
pre, un p equeño detalle venía a arruinar el bello edificio construido: el brillo in
fantil de una mirada, el movimiento de unos labios, o simplemente un pedazo
89
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
de cielo que se colaba entre los combatientes. Utilizó una estratagema . . . plegó
ligeramente los ojos, para distinguir todas las cosas como a través de la bruma,
pero resultó que no podía odiar ninguna silueta».65
En realidad, nunca hay en el hombre un rostro susceptible de objetivar. El au
torretrato es una ilustración cautivante de esto en la historia de la pintura, y es
pecialmente en la obra ejemplar de Rembrandt al respecto. De ella, se despren
de más bien una impresión de rostro. Una sensación del rostro a causa del ca
rácter un poco ambiguo que marca tal término, y porque toda percepción del
rostro es una proyección afectiva. No hay una percepción neutra de él, objeti
va, libre de una emoción o de un juicio. Hay una impresión o sensación del ros
tro porque éste es una gestalt. No es, y aquí está la ilusión de los fisiognomistas,
la adición de una frente, de una nariz, de una mirada, de una boca. Es un todo
y es percibido como tal en la vida real. La razón analítica aplicada al rostro es
un pensamiento de la sospecha, del que hemos visto la arbitrariedad, los prejui
cios y las fantasías sobre el otro, objeto de su recelo. El rostro no es una proyec
ción geométrica susceptible de una división en sus diferentes partes, si no, deja
de ser rostro y se vuelve figura, es decir, un ensamblaje de rasgos. Ni una más
cara, es decir, una conformación inmóvil que desmiente en permanencia el ros
tro real, de infinita expresividad. El rostro no es una naturaleza, un espacio bio
lógico acabado que calca sin reservas una psicología también acabada, un poco
como se ensamblan las piezas de un rompecabezas sobre un modelo; está afec
tado por la tercera dimensión de la cual la fisiognomía hace una resultante de
la proyección de su forma y de su relieve: la del tiempo que pasa, la relación del
hombre con la duración, con su historia, con la educación que recibe. Eso es lo
que oculta la caracterología del rostro. Y la historia del hombre se teje con la ma
teria del tiempo. ¿Se puede hablar del hombre separando el tiempo de su vida,
de la forma de su nariz, o de su frente?
Todos esos trabajos de reabsorción de lo moral por lo físico revelan sobre
todo una vasta prueba proyectiva en la que se precipitan los prejuicios, los ima
ginarios de un hombre y de una época. El método dice más acerca del hombre
que lo elabora que sobre los rostros que descompone en caracteres.
65. Schwarz-Bart, André, Le dernier des justes, París, Seuil, 1 959, págs. 242 -243.
90
3. El otro del rostro: el orden simbólico
l. Simmel, Georg. «La signification esthétique du visage», La tragédie de la culture, París, Riva
ges, 1 988, págs. 1 37 y 143.
92
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Simbología del rostro
prolonga con sus señales valiosas las ya procuradas por la voz y las otras partes del
c uerp o. Pero, de manera privilegiada, el cara a cara es un rostro a rostro. En los in
te rcambios entre actores, el rostro es la capital, el lugar y el tiempo donde se crista
l iza el cuerpo de la comunicación, de donde se libran sus signos más manifiestos.
In clus o, si la palabra enmudece, el rostro permanece y da testimonio de las signi
ficaciones inherentes a la presencia compartida de los actores. Los rostros actúan
como reguladores de los intercambios. Afirman un «orden expresivo» ( Goffman),
dan indicios valiosos que permiten una sutil modulación del encuentro.
El rostro se vuelve fácilmente un escenario en la medida en que se leen en
s us ras gos los signos que expresan la emoción. Con respecto a lo que se mues
t ra so cialmente, se presta también al juego, a la duplicidad, varía según un gra
do de sinceridad que va hasta la paradoja del comediante que actúa en horas fi
j as las angustias de un dolor que deforma sus rasgos o una hilaridad de carcaja
das desencadenada por una réplica escuchada ya mil veces. En efecto, el come
diante dispensa a los espectadores los signos sociales de la emoción que encar
n a provisoriamente, sean cuales fueren sus estados de ánimo. En el escenario,
su rostro traduce un amor apasionado por la protagonista, el desprecio ante un
rival, la felicidad de haber sido elegido finalmente, pero el arte del comediante o
del m imo se basa en la ritualidad del cuerpo y sobre todo en la del rostro del que
no podría desplazar los signos sin cambiar la significación del espectáculo. Bajo
el registro expresivo del personaje, borra lo que siente como hombre que piensa
e n su vida personal. La duplicidad es la condición característica del comediante
que cada noche rehace profesionalmente el rostro de su personaje sin tener en
cuenta los problemas o las alegrías vividas en el transcurso del día.
La relativa facilidad para controlar esas manifestaciones, para retenerlas o
ex age rarl as, y el conocimiento de los rituales que animan el rostro llevan a ve
ce s a presum ir significaciones que el individuo supuestamente «expresa». Una
il u sió n de la psicología de la voluntad incita a creer en una transparencia de la
em oción en la fisonomía y, al mismo tiempo, a suponer a veces una duplicidad
en el c op artícipe que teóricamente debe esconder con más o menos destreza sus
ve rd ad ero s sentimientos. Como lo hemos dicho, el rostro es siempre el del Otro,
no posee más claridad que la que le falta al actor en la comprensión se sí mismo.
El m iste rio del rostro, en ese sentido, duplica al de la persona. 2 Así como nadie
2· N. de T.: El autor subraya aquí la palabra latina persona pues tanto en sus orígenes griegos (y
en el contexto del teatro griego), como en su uso en latín, designaba la máscara del actor. Más
tarde, refirió al personaje o al papel que éste jugaba en el escenario. «Persona» y sus derivados
provienen de ella. Por otra parte, Carl Gustav Jung retoma este término alrededor de 1 920 para
nombrar una instancia psíquica de adaptación del ser humano singular a las normas sociales.
93
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
3. Kis, Danilo. Un tombeau pour Ivan Davidovitch, París, Gallimard, 1 979, pág. 1 3.
4. Darwin, Charles. Il?xpression des émotions chez l'homme et les animaux, 1 890, Reinwald and
Lie (Réédition Complexe, 1 98 1 ) . [En español: La expresión de las emociones en el hombre y en
los animales, 2 tomos, F. Sempere y Cía.; Ed. Valencia, 1 903] .
5 . Ibídem, pág. 1 2.
94
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones
6· Ibídem , pág. 1 7.
7 Ibídem, pág. 1 8.
95
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
te, una capa superficial de diferencias sobre una base ancestral ampliamente re
conocible. En el sistema de Darwin, la reducción operada por el postulado de la
universalidad de las emociones y de sus expresiones no suscita objeciones pues
se plantea de antemano que «ciertas expresiones de la especie humana, el cabe
llo que se eriza bajo la influencia del terror extremo, los dientes que se descubren
cuando invade la furia, son casi inexplicables si no se admite que el hombre ha
vivido antes en una condición muy inferior y próxima a la bestialidad».8 El mé
todo es lógico: al suprimir la dimensión simbólica de las manifestaciones de la
emoción, al subestimar las significaciones sociales y culturales que ellas pueden
tomar en diferentes contextos, dejando completamente de lado la dimensión hu
mana, Darwin oculta desde la raíz lo que hace a la especificidad del hombre. A
partir de allí, una ciencia natural puede abarcar en el mismo movimiento el es
tudio del hombre y del animal. Así procede a menudo la etología.
Darwin plantea la universalidad de las emociones y de su expresión. Por lo
tanto, el rostro es para él un espejo de la especie y no el lugar y el tiempo de un
sistema simbólico del que se valen los miembros de un grupo social para tradu
cir sus emociones y comunicar con otros. Tres principios generales, válidos para
el hombre y para el animal, explican para Darwin la selección de las modalida
des expresivas de la emoción.
El principio de la asociación de hábitos útiles: en una situación dada, carac
terizada por una tensión, se realiza una serie de actos para procurar alivio o sa
tisfacción. Esos mismos actos se repiten luego por la «fuerza de la costumbre»,
aunque ya no se haga sentir su necesidad.
El principio de la antítesis: confrontado a una situación inversa de la prece
dente, el hombre o el animal se ve impulsado a realizar movimientos opuestos,
fuera de toda utilidad práctica.
El principio de los actos que dependen únicamente de la constitución del sis
tema nervioso (decoloración del cabello bajo el efecto del terror, temblores mus
culares, etcétera).
Darwin aplica el principio de la selección natural a las manifestaciones de
las emociones. Puesto que tienen un valor de supervivencia, ciertas modalida
des de expresión se han fijado perdurablemente en el patrimonio de la especie,
mientras que otras de menor valor desaparecieron. La panoplia de las emocio
nes que caracteriza a una sociedad, y su expresión simbólica, no deben nada a
la educación, son para él parte de una herencia de la especie sobre la que las so
ciedades humanas no tienen control. La herencia y lo innato definen las man i
festaciones características de un puñado de emociones inmutables y en número
8. Ibfdem, pág. 12.
96
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones
¡ ¡ mit ado, semejantes a las experimentadas por los primeros hombres y, más aún,
a p es a r de algunas sutilezas, a las de numerosos animales. Por eso, Darwin tra
t a el espanto en los siguientes términos: «En los tiempos más remotos, el espan
t o se expresó de una manera casi idéntica a la que conocemos todavía hoy en el
h ombre: quiero decir que el temblor, el cabello erizado, el sudor frío, la palidez,
los ojos que permanecen abiertos, la relajación de un gran número de músculos
y la te ndencia que experimenta el cuerpo a ovill arse y a mantenerse inmóvil.9
D en tro de esa visión naturalista, la especie humana recibe instintivamente un
rep ert orio de emociones llamadas a reproducirse a través del espacio y del tiem
po gracias a su capacidad de adaptación. Esas figuras continúan conmoviendo
a lo s h ombres del mismo modo, y traduciéndose por los mismos signos faciales
y co rp orales, participan de una sola realización de un destino de la especie en el
que se disgrega todo rasgo individual y social.
Un gran escritor, E. A. Poe, a través de un personaje que es el modelo cabal
del rigor y de la inteligencia, Dupin, muestra sin querer, por la burla involun
t aria del cuerpo, cuán vacía de sentido es la teoría biológica de las emociones:
«Si quiero saber si alguien es inteligente o tonto, bueno o malo, y conocer cuá
les son sus pensamientos en ese momento, adecuo lo más que puedo la expre
sión de mi cara con la suya, y luego espero para ver qué pensamientos o senti
m ientos surgen en mi mente o en mi corazón, y se emparejan con la expresión
de mi cara» . 1º Es una correspondencia exacta de la composición de los múscu
los del rostro con la emoción experimentada, fuera de todo contexto, indiferente
al in d iv i duo y a su origen social y cultural: no es un razonamiento del que Du
pin se pueda enorgullecer.
Otros métodos de pensamiento, contemporáneos a los de Darwin, conti
núa n con el descarte de la dimensión simbólica y se aferran a una misma obje
tivació n de las emociones por vías semejantes, complementarias; diseñan ma
tr ices de perspectivas que todavía hoy no se cansan de identificar las emocio
n es fuera de toda significación individual y social, y continúan queriendo afir
ma r su u niversalidad a pesar de las evidencias. Especialmente los de Duchenne
d e B oulogne y de Spencer, cuyos ángulos de coincidencia G. Dumas trata de re
l aci o nar
más tarde, en 1948.
E n 1 8 62, Duchenne de Boulogne publica Mécanisme de la physiologie humai
97
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11
siones no requieren más que dos o tres músculos, electroliza aisladamente los
músculos faciales de ciertos pacientes del hospital psiquiátrico donde él ejerce,
apoyando un electrodo sobre el punto de unión del nervio y del músculo. Según
sus propios términos, se sirve de las «propiedades de la corriente eléctrica para
provocar la contracción de los músculos del rostro para hacerle hablar el len
guaje de las pasiones». Igual que para Le Brun, la expresión de la pasión está en
«el cambio de los músculos»; reside en la arbitrariedad de la contracción mus
cular de tal modo que una estimulación eléctrica aplicada en el momento jus
to, según el punto de carga y la intensidad, produce los signos tangibles de una
pasión (alegría, tristeza). Duchenne ilustra su obra con fotografías que impre
sionan a Darwin, las de sus pacientes faradizados, con el rostro crispado según
afectos más o menos reconocibles.
En 1 948, Dumas experimenta a su vez sobre sus propios pacientes, materia
prima un poco reacia, y también busca provocar por una estimulación eléctri
ca el signo facial de la sonrisa. 1 1 Concluye: «La sonrisa puede recibir una expli
cación mecánica; esla reacción más débil del rostro a cualquier excitación li
gera de lo facial. No tenemos necesidad de apelar aún a hipótesis psicológicas
puesto que las leyes del equilibrio, de la dirección del movimiento en el sentido
de la menor resistencia y otras leyes análogas nos alcanzan». 12 Critica a Darwin
por haber dado a su principio de asociación de los hábitos útiles una extensión
exagerada cuando «la simple fisiología, la mecánica del cuerpo humano», 13 bas
tan según él para explicar ciertas manifestaciones de la emoción. Especialmen
te la sonrisa.
En 1 855, Spencer cree discernir una correlación entre la intensidad de un
movimiento y la descarga motriz que afecta especialmente a los músculos del
rostro. «Desde el ligero estremecimiento causado por una caricia en una perso
na dormida -observa-, hasta las contorsiones de la angustia y los saltos de ale
gría, hay una relación reconocida entre la cantidad de sentimiento y la suma de
movimientos engendrados. Si dejamos de lado por un momento las diferencias,
vemos que, a causa de las descargas nerviosas que todos los sentimientos impli
can, éstos tienen la característica común de causar una acción corporal cuya vio
lencia está en proporción con su intensidad». Asimismo, el pasaje de la sonrisa
1 1 . Dumas, Georges. Le sourire, París, PUF, 1 948.
12. Ibídem, pág. 34.
1 3. Herbert Spencer ejerce igualmente una in fluencia importante en Darwin, quien cita pasajes
de sus Essays scientific, political and speculative ( 1 863), especialmente «la sensación que supe
ra cierto grado se transforma habitualmente en acto material» o también «Un fl ujo de fuerza
nerviosa no dirigido toma primero, de modo manifiesto, las vías más habituales, y si éstas n o
alcanzan, desborda luego hacia las otras vías menos usadas» .
98
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones
a la risa se explica por un aumento progresivo del placer, un poco como las vir
t ud es adormecedoras del opio, que alcanzan para provocar el sueño. «Una con
tracción muy ligera de esos músculos, con un pliegue en los ángulos exteriores
de los ojos, unido quizás a un movimiento apenas perceptible de los músculos
que alargan la boca, implican una onda débil de sentimiento agradable . . . el pla
cer aumenta, la sonrisa se adivina y si éste continúa creciendo, la boca se entre
ab re, los músculos de los ojos y de las cuerdas vocales se contraen: y al poner
se en juego los músculos que gobiernan la respiración, relativamente tensos, la
r isa aparece». Spencer no dice qué sucede si el placer aumenta aún más, tampo
co dice lo que mide la intensidad del placer. En el mismo terreno de una fisio
logía mecánica, que deja en suspenso la cuestión de las diferencias individua
les y culturales, o más bien que las reabsorbe en los esquemas de la especie, Du
m as completa el sistema de Spencer agregando «que un músculo se contrae más
en la medida que encuentra en el organismo más aliados y menos adversarios.
También se trata de mecánica, pero un poco más complicada que la de Spencer
e igualmente conforme a la ley de la dirección del movimiento en el sentido de
la menor resistencia».14
Siguiendo el mismo modo analítico, Dumas se interroga luego acerca de
l as razones que han llevado al hombre «a transformar un simple reflejo mecá
n ico en un signo tan usual como la sonrisa voluntaria». 15 La respuesta de Du
mas en un poco corta, es «en virtud de un principio de economía, de menor
acc ión, y finalmente, de mecánica simple». 16 La sonrisa es pues para él «la re
acción más fácil de los músculos del rostro a una excitación moderada; se ma
n ifiesta especialmente en esos músculos a causa de su extrema movilidad, pero
en realidad, la reacción que expresa es general y parece evidenciarse más o me
nos en todo el sistema musculan>. 17 Planteada tal definición, Dumas explica
qu e la sonrisa dibujada sobre el rostro de un hombre podría expresarse tam
bi én, según las especies y la movilidad de los músculos, en cualquier otra par
te d el cue rpo. Fiel a la hipótesis darwiniana de una continuidad entre el hom
b re y cie rtos animales en lo que concierne a la expresión de las emociones, pero
ll e vando e sa lógica hasta el absurdo, Dumas plantea que para el simio, la cara
tamb i é n es el lugar de aparición de la sonrisa. En el gato y el perro, aparece un
e quivale nte de sonrisa, aunque atenuado, y que se prolonga con una expresivi
da d más clara en la cola, especialmente móvil. Dumas ignora la existencia del
99
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
gato de Cheshire que encuentra Alicia, del que Lewis Caroll dice que sólo su
cara sonreía. Participa en la misma medida de una visión franciscana del ani
mal, la que suscita la justificada sonrisa del lector: «La urraca, y los pájaros en
general, también me dieron la impresión de sonreír con los músculos erécti-.
les de las plumas de su cola, órgano naturalmente muy móvil y mucho más vi
sible cuanto más largo». 18
Dumas, sin embargo, no desconoce la influencia del lazo social y cultural en
el desarrollo de la simbología facial. Uniendo biología y psicología, sugiere que
«como las excitaciones moderadas son casi siempre agradables, hemos podido,
felizmente y sin forzar los hechos, tomar a la sonrisa como el signo natural del
placer». Pero esa expresión opera luego como signo social que puede ser repro
ducido y reforzado en el niño a través de la educación, recibiendo así todos los
matices propios de los grupos sociales o del estilo de los actores. Observa inclu
so que los ciegos congénitos no pueden reproducir voluntariamente una mími
ca como la sonrisa. Su rostro permanece igual en el transcurso de la interacción,
aunque se les pida que expresen voluntariamente la alegría, la tristeza u otras
emociones. Con agudeza, Dumas declara que la vista ejerce un papel mediador
en la adquisición de las mímicas, sin presentir no obstante la influencia de los
padres, su afecto por el niño, y menos la imagen que ellos tienen de su ceguera.
Pues el aprendizaje de la simbología del rostro y del cuerpo puede ser asumido
de otra manera por padres solícitos y amorosos. Finalmente, al citar numerosas
observaciones antiguas de Lafcadio Hearn sobre Japón, recuerda que la sonrisa
puede ser una convención social independiente de toda connotación de alegría
o placer. Por eso, cuando un japonés anuncia la muerte de un allegado a un ter
cero, lo hace sonriendo, lo que traduce especialmente el respeto por la intimi
dad del otro, el rechazo ritualizado a implicarle en un dolor que no le concier
ne. En ese trabajo, G. Dumas estudia la sonrisa desde un ángulo fisiológico su
mándose a un debate permanente con Darwin, Wundt y Spencer. No ignora la
dimensión simbólica del rostro, especialmente de la sonrisa, la subraya al pasar,
pero sin detenerse realmente en ella.
Las tesis darwinianas de un lenguaje natural del cuerpo, seleccionado en fun
ción de la supervivencia de la especie, son ampliamente discutidas por la antro
pología a través de las primeras réplicas de Mauss, Klineberg, Sapir, La B arre,
Efron o, más recientemente, R. Birwhistel y muchos otros. 19 Para la ciencias so-
1 00
J. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociotie.s
Mouton, 1 972 ( 1 94 1 ); La Barre, Weston. «The cultural basis of emotions and gestures», /our
nal ofpersonality, nº 1 6, 1 947.
2º· E km an, Paul, «I.hpresion des émotions», La recherche, nº 1 1 7, 1 980, pág. 1 4 1 5. Para más de
talles, cf. Ekman, P. y Friesen, W. «La mesure des mouvementes faciaux», en Cosnier, J. y Bros
sard, A. La communication non verba/e, Delachaux et Niestlé, 1 984, págs. 1 0 1 - 1 24. Para una
revisisión detallada de trabajos sobre la expression de las emociones y que abordan especial
mente el rostro, cf. Feyereisen, P. y De Lannoy, J. D., Psychologie du geste, Bruxelles, Mardaga,
1 985; Jacques Corraze, Les communications non verbales, París, PUF, 1 980.
101
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
ferior del rostro, veintiuno de los ojos y trece de las cejas y de la frente. Algo así
como sacar un pez fuera del agua para estudiar la manera en que nada contan
do el número de sus escamas.
Inspirándose en los trabajos de Duchenne que estimulaban eléctricamente
los músculos faciales de un individuo para descubrir las solidaridades muscula
res que dan forma a las mímicas, esos investigadores completamente indiferen
tes a las interacciones reales entre los sectores, pasan un año ante espejos contra
yendo sus músculos faciales de la manera más precisa, ayudándose a veces con
pequeños alfileres. Recurren también a la estimulación eléctrica para determi
nar con exactitud los músculos implicados en la totalidad de los movimientos
del rostro. Una forma surrealista de la investigación científica, pero sin humor,
pretende dar así las claves universales de los movimientos del rostro en los inter
cambios con otros. Animados por la certeza de un lenguaje natural de las emo
ciones que sería anatómica y fisiológicamente identificable, Elonan y Friesen se
esfuerzan por suprimir toda inferencia individual en el estudio de la expresión
de las emociones. Inferencia a sus ojos tanto más inoportuna para la elabora
ción de su botánica cuanto que esta se basa en un dualismo que opone emocio
nes objetivas, por una parte, y el individuo por otra, por el que ellas transitan y
se «expresan». «El conocimiento de las bases musculares de la actividad y la im
portancia otorgada al diagnóstico preciso de los movimientos permite evitar el
escollo de las diferencias individuales».21
En concordancia lógica con el dualismo contenido en el término: «expresión
de las emociones», el individuo es excluido, es una cantidad descartable perju
dicial para el esbozo de la emoción que conviene poner en evidencia a través de
la serie muscular utilizada por el lenguaje natural. El rostro desaparece detrás de
la cara. La piel también se suprime en la investigación. El individuo considerado
de tal modo se parece mucho a un desollado que acaba de escaparse de la sala de
anatomía y está dispuesto, sin rencor, a «expresar» su alegría, su interés o su sor
presa con las fibras musculares que le quedan. También se descartan los matices
de la mirada, los movimientos del cuerpo, los gestos de las manos, de los hom
bros, la posición del torso, la dirección del rostro, elementos que se entrecruzan
con toda emisión de palabra o acompañan el silencio, y sin los cuales no po dría
concebirse la existencialidad humana. La dimensión simbólica que atravies a las
pulsaciones del rostro se neutraliza en beneficio de un modelo biológico que no
nos enseña nada acerca del modo en que el actor experimenta afectivame nte l os
episodios de su vida y los traduce a los demás. Ekman y Friesen olvidan que al
mirar al otro, no vemos una serie de contracciones musculares, sino a un h om-
2 1 . Ibídem, pág. 1 1 0.
1 02
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones
;:--
2· « ara Ekman, el rostro se lee como un diccionario de traducción, término por término», cf.
P
Yves Wi nkin, «Croyance
populaire et discourse savant, "lan gage du corps" y "communication
non verb ale"», Actes de la recherche en sciences sociales, n• 60, 1 985, pág . 77.
103
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
cobraba una peculiar expresión, de placer más que de dolor; lanzaba unos chi
llidos -yo no podía menos que pensar: como a raíz de unas voluptuosas cos
quillas-, su rostro enrojecía, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos, su
tronco se arqueaba hacia atrás».23 El psicoanálisis, al mostrar la parte del in
consciente en la relación del hombre con el mundo, puso fin, a su nivel, a esa
visión orgánica que ignoraba radicalmente la dimensión simbólica del com
portamiento humano.
Apenas más indicadoras que una clave de los sueños, de grosera evidencia si
se adopta su lógica de historieta, recortadas de toda interacción social, esas cla
ves de las mímicas cumplen la misma función social, la de exorcizar la comple
jidad infinita del mundo ordenándolas en unas pocas figuras simples. Reducen
lo individual al tipo y subestiman la comprensión de la singularidad a expen
sas de lo colectivo. Su preferencia las conduce a evitar el desorden de lo vivo y a
apostar más bien a la confortable regularidad de las figuras teóricas.
A lo largo de la vida cotidiana, la emoción no es un estado, sino una suce
sión de momentos, un mosaico inasible, ambiguo, transitorio, una manera viva
de ser en el mundo, perecedera como el flujo de los encuentros y pensamien
tos que atraviesan el transcurrir de las horas, con la resonancia notoria que pro
duce la presencia de otro. La emoción es el hecho de un hombre inmerso en el
seno del mundo y no de una colección de músculos. No hay una expresión de
la emoción sino innumerables matices del rostro y del cuerpo que dan testimo
nio de la afectividad de un actor social en un contexto dado. No hay un hombre
que expresa la alegría, sino un hombre alegre, con un estilo propio, sus ambiva
lencias, su singularidad. Por otra parte, los movimientos del cuerpo y del ros
tro no son aleatorios ni están sometidos al arbitrio individual, brotan del inte
rior del simbolismo social. Plantear la universalidad de las emociones y enume
rarlas es tan vacío de sentido como hablar de la universalidad de su expresión .
La condición humana en su variedad no se reconoce en el inventario del puñ a
do de emociones que sirve como base de trabajo a investigadores como Ekman
23. S. Freud, J. Breuer, Études sur l'hystérie, PUF, 1 956, pág. 1 08. [En español: «La señorita Elisabe
th Von R.», en Estudios sobre la histeria (J. Breuer y S. Freud) en Obras completas de Sigmund
Freud, Volumen 11, Buenos Aires, Amorortu Editores, 1 978, pag. 1 53) .
1 04
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 La botánica de las emociones
(alegría, tristeza, rabia, miedo, asco, sorpresa), Tomkins (alegría, interés, sorpre
sa, rabia, asco, miedo, tristeza, vergüenza), Izard (las mismas, más culpabilidad
y desprecio), entre otros.
Es evidente, incluso para los investigadores, que la simple identificación de
las emociones supuestamente universales plantea una dificultad significativa.
¿ Cómo podrían ponerse de acuerdo sobre sus manifestaciones físicas? El museo
de las emociones tiene sus curadores, pero éstos se pelean por saber qué convie
ne exponer. No llegan a entenderse ellos mismos acerca de ese objeto plantea
do no obstante a la manera de una naturaleza irrefutable. Lo más insólito en la
afirmación de la universalidad de las emociones consiste en conceder que cier
tos grupos sociales ignoran tal expresión de una emoción que sin embargo exis
te en el absoluto. ¿Por qué? Porque esos grupos la «reprimen». La mejor prueba
de ese absoluto consiste justamente en el esfuerzo llevado a cabo por ciertas co
lectividades . . . ¡para que la expresión no aparezca!
Si bien Ekman, por ejemplo, señala las variaciones susceptibles de caracteri
zar la manifestación de una emoción, las investigaciones realizadas en la posteri
dad darwiniana tropiezan con el dualismo (el hombre por una parte, la emoción
por la otra), la ambigüedad de la noción de expresión (¿quién expresa qué?), la
exageración de los rostros que supuestamente «expresan» la emoción. La emo
ción está naturalizada (en el doble sentido del término), está clavada como una
mariposa bajo la etiqueta de su especie. Y se buscan las mímicas faciales que le
corresponden, como si la emoción fuera una cantidad finita e inequívoca, sepa
rable del actor social. Por otra parte, esos trabajos distinguen de la manera más
arbitraria el rostro del resto del cuerpo, como si la risa de un actor no implica
ra ningún movimiento del torso, brazos, manos, miradas, etcétera. Eso explica
la predilección por las fotografías y, sobre todo, los trabajos de laboratorio a los
que se libran encantados tales investigadores, más calificados en botánica de las
emoc iones que en operación de la vida real, y que agregan un capítulo inédito a
una rama fecunda de la literatura fantástica.
P. E kman distingue el «método de los componentes», a través del cual re
c opila a través de fotografías o películas, «muestras de las expresiones mani
fe st adas, en una situación precisa, por individuos que pertenecen a culturas
d iferentes y la medida de los movimientos musculares faciales». Compara así
exp res ion es faciales de actores sociales de orígenes culturales diferentes que
s up uest amente «expresan las mismas emociones». Otra técnica es el «método
d e lo s juicios», que consiste en mostrar fotografías de expresiones faciales y
Pregu ntar a corresponsales de diferentes culturas qué emociones expresan su
p ues tamente para ellos. Pero la emoción no se deja aislar en laboratorios. Ha-
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
cer surgir la alegría o el dolor fuera de todo contexto (incluso teatral) no tiene
sentido, sino el de naturalizar la emoción y reducir a la insignificancia la mul
titud de signos y símbolos que se entrecruzan en el sentimiento experimenta
do por el hombre gozoso o sufriente (voz, entonación, gesticulación, miradas,
porte, distancia del otro, contactos). Si se las quiere fijar en un esquema sim
ple, en una especie de retrato-robot que elimina al extremo todas las objecio
nes posibles, las emociones no se encuentran en ningún lado. Abstractas, des
pojadas del rostro que las dibuja, las emociones son irrisorias como un cro
quis que pretende mostrar el paisaje o como una caricatura que intenta susti
tuir al hombre vivo.
Los sentimientos nacen en un individuo preciso, en una situación social y
en una particular relación con un acontecimiento. La emoción es a la vez ex
presión, significación, relación, regulación de un intercambio. El tono afectivo
de la relación del actor con el mundo es siempre simultáneo a una relación con
otro, se simboliza a través del lazo social, implica la modulación introducida
por los otros y, por lo tanto, la actividad de pensamiento del actor. Penetra en la
simbología social y en las ritualidades vigentes. No es una naturaleza descripti
ble fuera de todo contexto ni independiente del actor. La emoción experimen
tada se destila en el transcurso del tiempo, dura más o menos y se traduce por
una serie de manifestaciones físicas. En ningún momento, el rostro o el cuerpo
dejan de moverse, de dar señales, salvo en la muerte. Aquietar la emoción en la
estructura de un rostro caracterizado a imagen de una máscara implica perder
la existencialidad del actor. Esas investigaciones ignoran el rostro, aíslan un ar
tefacto: la fisonomía.
El efecto Koulechov
1 06
J. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓLICO 1 El efecto Koulechov
exis tía. Pero se hizo un animal puro porque lo amaron y le hicieron siempre es
pac io. [ . ] levantó ligeramente la cabeza y apenas necesitó ser», G. Bateson plan-
. .
1 07
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 08
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 El rostro sin el Otro
educación y de identificación que liga al autor con sus allegados. Por el contra
rio, aislado, librado a sí mismo, privado deliberadamente o no del contacto con
los otros -que alentaría en él la simbolización de su relación con el mundo-, el
niño, si sobrevive a tal situación, desarrolla una simbología propia cuyo valor
de intercambio, sin embargo, difícilmente permite la comunicación. Salvo que
h aya un esfuerzo de atención y una gran paciencia de parte de su interlocutor
(que puede tener la función de devolverlo a un mundo de simbolización menos
singularizado). Esa fue la situación que conocieron los niños llamados «salva
jes», la de los autistas de hoy, la de ciertos esquizofrénicos. En un grado menor,
los ciegos congénitos, que no rechazan en absoluto su integración social, sufren
en su relación con otro de una falta de educación de su rostro, lo que lo hace en
parte inexpresivo. Los diferentes rostros del niño llamado «salvaje», del autista o
del ciego congénito no son inertes, sino que simplemente son sin el Otro.
La sonrisa o la risa, por ejemplo, son expresiones que no se transparentan ja
más en el rostro de un niño aislado originariamente de todos los lazos sociales,
como lo recuerda la historia de algunos niños «salvajes», observados de cerca
en su época por testigos atentos. A pesar de su amplia difusión cultural, no se
trata de automatismos inscriptos de una vez y para siempre en la naturaleza del
hombre y llamados a desplegarse un día, a su tiempo, a modo de las flores japo
nesas al contacto con el agua. La sonrisa o la risa son las expresiones de una ri
tualidad que proviene de una simbología corporal adquirida con la presencia
de los otros y que se renueva permanentemente por los innumerables lazos que
se anudan a cada instante entre los actores. Pertenecen a un universo de signifi
caciones. No sólo modelan los rasgos sino también las manifestaciones corpo
rales propias (expresión verbal y gestual, dirección de la mirada), sobre un mo
delo unánimemente reconocible por los actores de un mismo grupo social. Del
mismo modo, su aparición no depende del azar, sino que se basa en condicio
nes sociales y culturales precisas. La risa o la sonrisa son los elementos de una
simbología, del mismo modo que el hombre triste o disgustado ha aprendido
de larga data las figuraciones que se le imponen en ciertas condiciones y se le
hacen carne. El niño llamado «salvaje», mantenido por mucho tiempo fuera del
contacto social -el que, sin embargo, necesariamente ha debido conocer al me
nos los primeros años de su existencia- ofrece un rostro indescifrable a los tes
ti go s, un rostro que ignora la sonrisa y a fortiori la risa, del mismo modo que ig
no ra las lágrimas . 26
2 6. Cf. Malson, Luden, Les enfants sauvages, París, UGE, p ágs. 1 0- 1 8 . Esta obra contiene en anexo
el escrito ( 1 80 1 ) y el informe ( 1 806) redactados por Jean Itard; Frank Tinland, J:homme sau
vage, París, Payot, 1 968; Le Breton, David, op. cit. , págs. 5 1 -66; M. Tournier, a través de la pan -
1 09
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
No abordaremos aquí los debates suscitados por los niños salvajes. Recor
demos solamente que hay que distinguir, por una parte, los niños como Victor
de Aveyron, privados precozmente del contacto con otro, abandonados o per
didos, pero que adquirieron previamente las suficientes defensas para asegu
rarse la propia supervivencia y crearon una relación con el mundo original en
cada uno de ellos; y por otra, los niños adoptados por un animal, como Amala
y Kamala, las niñas lobo de Midnapore, que encontraron en los animales mode
los de comportamiento para asegurar su supervivencia. Evocaremos aquí bre
vemente, a través de Victor de Aveyron, Amala y Kamala, y Gaspar Hauser, las
vicisitudes del rostro privado del espejo que el Otro impone permanentemen
te ante nuestros ojos.
La simbolización de los rasgos del rostro o de los movimientos corporales de
Victor no es la prioridad de Itard, discípulo de Condillac, para quien la educa
ción sensorial es el camino real de entrada en el lazo social. Por eso, las observa
ciones de Itard al respecto son poco numerosas. Sin embargo, ve a Victor «des
provisto de todo medio de comunicación, sin darle expresión ni intención a los
gestos y movimientos de su cuerpo». En su Mémoire sur les premiers développe
ments de Victor de lí1veyron ( 1 80 1 ) , redactado menos de dos años después de la
captura de Victor, en Aveyron, cuenta cómo, excedido por la mala voluntad de
Victor para seguir con los ejercicios que él le prodiga para socializarlo, y cono
ciendo el temor de vértigo que siente el niño, lo toma, abre la ventana y lo sus
pende un momento en el vacío: « Era la primera vez, al menos que yo supiera,
que vertía lágrimas -escribe Itard. La circunstancia que ya describí, en la cual la
tristeza de haber dejado a su gobernanta o el placer de reencontrarla lo hizo llo
rar, es posterior a ésta». En el informe que publica en 1 806, donde anota el len
to camino de Victor hacia el simbolismo social, Itard atribuye una atención es
pecial a las primeras manifestaciones de alegría de Victor. Luego de una fuga en
que el niño es capturado por la gendarmería y separado más de dos semanas de
sus tutores, la señora Guérin, su madre adoptiva de alguna manera, encuentra
talla de una ficción, recuerda el arraigo del Otro al poner en juego el cuerpo y el lenguaje, y
muestra los efectos destructivos que produce poco a poco su ausencia. Robinson descubre un
día que ya no sabe sonreír. Su rostro olvidó los rasgos de la sonrisa a falta de la posibilidad de
descubrir una sonrisa idéntica en el rostro de otro hombre. «Comprendió que nuestro rostro
es esa parte de la carne que la presencia de nuestros semejantes modela y remodela, alimen
ta y anima sin cesar. Un hombre que acaba de dejar a alguien con quien tuvo una conversa
ción animada: su rostro conserva por un tiempo una vivacidad remanente que se apaga poco
a poco y que se reavivará con la llegada de otro interlocutor [ ... ] en verdad, había algo de con
gelado en su rostro [ . ] Únicamente la sonrisa de un amigo podría haberle devuelto su propia
..
sonrisa»; cf. Tournier, Michel, Vendredi ou les limbes du Pacifique, Folio, 1 972.
1 10
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 El rostro sin el Otro
al niño en la prisión del Templo donde los guardias lo cuidan. «Apenas divisó
a su gobernanta, Victor palideció y perdió el conocimiento por unos instantes;
pero al sentirse abrazado, acariciado por la señora Guérin, se reanimó de inme
d iato y manifestó su alegría con gritos muy agudos, apretando convulsivamen
te sus manos, y con los rasgos alegres de un rostro radiante, se mostró ante to
dos los asistentes . . . como un hijo afectuoso que, con sus propios movimientos
se lanzaba a los brazos de quien le había dado la vida». «Los rasgos alegres de
una figura radiante», lentamente el rostro de Victor se despliega a las ritualida
des del espacio social en que vive.
Las niñas lobo de Midnapore son rescatadas en 1 920 por el pastor Singh, quien
se las quita a los animales con los que vivían. Amala y Kamala, las dos pequeñas,
tienen los movimientos de sus rostros (como el resto de sus cuerpos) modelados
p or el espejo que les ofrecían los lobos. Sus comportamientos, adquiridos en el
contacto con el animal, eran los siguientes: «si nos aproximábamos, hacían mue
cas y a veces mostraban los dientes como si rechazaran nuestro contacto o nues
tra compañía»;27 «Si tratábamos, a veces, de atraer su atención tocándolas o se
ñalándoles alguna cosa, se contentaban con otorgar una mirada obligada, como
si miraran en el vacío y se apresuraban a desviar los ojos»;28 [los niños del orfa
nato] «hacían lo mejor que podían para llevarlas a jugar con ellos, pero ellas lo
tomaban muy mal y los aterrorizaban abriendo las mandíbulas, mostrando los
dientes y abalanzándose a veces sobre aquellos con un extraño ruido ronco»;29
«cada vez que olisqueaban algo, para distinguir el objeto, animal u hombre, re
torcían generalmente la nariz y trataban de encontrar su dirección aspirando el
aire».3º Kamala olíó la carne servida en la cocina «con una mirada feroz, inten
tó tomarla, moviendo los ojos, las mandíbulas, y chasqueó sus dientes con un
gruñido aterrador»;31 «tenían la costumbre de beber y comer en el mismo plato,
como los perros, bajando la boca. Así comían los alimentos sólidos tales como
arroz, carne, etc., sin usar las manos; en cuanto a los alimentos líquidos como el
agua o la leche, los tomaban con la lengua como los cachorros».32 «¿Cuáles po
dían ser sus emociones? Nunca reían. Aunque Kamala tenía un rostro sonrien
te, el sentimiento de alegría estaba ausente. No la vi. reír ni sonreír durante los
tres primeros años . . . fuera de los signos exteriores de alegría o satisfacción que
27. Singh, J. A. C.; R.M. Zingg, Ehomme en friches: de lenfant-loup a Gaspar Hauser, Bruxelles,
Complexe, 1 980, pág. 38.
28.Ibídem, pág. 37
29 .
Ibídem, pág. 38.
3 0.
Ibídem, pág. 45.
3 1 . Ibfdem.
32. Ibídem, pág. 48.
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 12
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 El rostro sin el Otro
comportamiento de los lobos, a entrar poco a poco, con ayuda del pastor y su
mujer, en la simbología social. Su rostro comienza a adquirir expresividad. Un
proceso ejemplar, lejos de ser el único, en los anales de los niños llamados «sal
vajes». En noviembre de 1 929, Kamala muere aún muy joven.
En 1 928, en Nuremberg, descubren a Gaspar Hauser, de aproximadamente
dieciséis años, caminando vacilante por las calles. Retenido hasta entonces en
una torre oscura, privado de toda relación social, alimentado únicamente a pan
y agua por un carcelero invisible, sin haber aprendido nunca a hablar, Gaspar fue
liberado por una razón desconocida y conducido a las puertas de una ciudad,
provisto de un papel con unas frases garabateadas. No nos detendremos en su
historia que hizo correr mucha tinta sin librar jamás su secreto. Después de un
intento de homicidio que fracasa por poco, Gaspar es asesinado en 1933. Mien
tras tanto, protegido por un tutor, Daumer, Gaspar Hauser adquiere los signos y
símbolos de la comunicación social, aprende a hablar y a escribir. Conocemos su
historia gracias a un relato de Anselm von Feuegbach, un jurista que conoció a
Gaspar de cerca y se apasionó por su historia. Acerca de su rostro, A. von Feuer
bach escribe: «Su rostro era en ese entonces muy común: en reposo, era casi to
talmente inexpresivo y su parte inferior, un poco prominente, le daba un aspec
to animal. La mirada bovina de sus ojos claros y luminosos tenía también una
expresión de falta de inteligencia animal. Su fisonomía se modificó íntegramente
en unos meses: la mirada se hizo expresiva y animada, los rasgos prominentes de
su rostro se atenuaron poco a poco y Gaspar se volvió casi irreconocible».36 Lue
go de su primer encuentro con el adolescente, apenas lo descubrieron, Feuerba
ch dijo haber tenido la intuición de que la fisonomía de Gaspar probablemente
se modificaría. Lamentó más tarde que ningún retratista hubiera pensado en
tonces en fijarla en la tela para apreciar más tarde su evolución.
Pocos meses después de su descubrimiento en las calles de Nuremberg, el ros
tro de Gaspar perdió la disimetría de sus rasgos y la prominencia de su mandí
bula. Como si el contacto con los otros y la educación recibida no sólo hubieran
restituido su fisonomía a la significación compartida en la comunicación social,
sino también hubieran modelado su forma para darle una apariencia suaviza
da, más común. Es un fenómeno conocido en las familias que los rostros se in
fl uyen unos a otros en el interior de un grupo, sobre todo en aquellas en que un
niñ o adoptado comienza a «parecerse» a sus padres adoptivos.
El lazo social no modela sólo los rasgos y los signos que se inscriben en el ros-
3 6. Von Feuerbach, Anselm. «Histoire d'un individu sequesté dans un donjon et privé de toute
communication avec le monde depuis sa tendre enfance jusqu'a l'áge de dix-sept ans» ( 1 832),
retomado en Singh, J.A.C. y Zingg, R. M.; op. cit., pág. 284. Véase también pág. 309.
1 13
ROSTROS. Ensaya antropológico 1 David Le Breton
tro, los niños salvajes muestran que también contribuye de modo singular a mo
delar su forma. Al respecto, las modificaciones espectaculares que experimen
tan los rostros de Victor, Kamala o Gaspar, entre otros ejemplos privilegiados
aquí, recuerdan la maleabilidad del cuerpo, la amplitud a veces insospechada de
sus recursos que nuestra sociedad descubre casi inesperadamente, y sin hacerlos
fructificar, mientras que en otras partes son cultivados (yoga, etcétera). Obser
vemos además, para tomar estos dos ejemplos confirmados, uno por Bonnete
rre y el otro por Feuerbach, que ni Victor ni Gaspar identifican su reflejo en el
espejo en el período que sigue a su acogida social. Pero es admisible que su pro
gresión en la simbología de aquellos con quienes viven los llevarán un día a re
conocerse, a distinguir, llegado el momento, la singularidad de sus rasgos. Esa
percepción, igual que para el niño autista, implica, sin embargo, la formación de
un «yo» para captarla, es decir, la entrada activa en un mundo de significación
donde el rostro tiene una importancia, donde la identidad está constituida y ya
no mezclada con la de los otros, sin referencias de la propia individualidad. Im
plica también su capacidad adquirida para discernir, en adelante, los rostros di
ferentes de los otros, para nombrarlos en su unicidad.
Rostro autista
1 14
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Rostro autista
le s, modos de uso para vivir y situarse ante otro, cargados de valores a sus ojos
( a tal punto que si los otros no los respetan, puede poner su existencia en peli
gro deliberadamente), pero cuya significación sólo le pertenece a él. No obstan
te, se trata de ritos abiertos a la paciencia del desciframiento, a la sagacidad de
quien sepa revelar su enigma.
La ritualidad del rostro del niño autista no es menor que la de un actor bien
in te grado a su grupo social, sólo que es individual, única, marcada por la ausen
cia de la simbología facial común. Cada uno de esos niños habla un idioma cor
p oral que sólo tiene sentido para él, y en los cuales ciertos rasgos que rechazan
la simbología de su comunidad se parecen a los de otros. Algo queda aparente
m ente sin cultivar y, sin embargo, se evidencia que son ritualidades íntimas, re
currentes e indexadas a las mismas situaciones las que modelan los rasgos del
n iño, atraen sus manos sobre la boca y los ojos como para prolongar con una
segunda piel un rostro demasiado expuesto, temiendo la exposición al desnudo
que la mirada de otro opera. Un rostro para descifrar donde parpadea una au
sencia que no es un vacío ni una demanda.
Por el hecho de que la referencia es la norma común del grupo, es decir, la sim
bolización corporal, especialmente facial, la ritualidad íntima que modela los mo
vimientos del rostro autista se describe según un vocabulario denigrante que de
muestra un juicio normativo más bien brutal: tics, estereotipos, muecas, amane
ramientos, parasitismos. La literatura psiquiátrica abunda en esos términos poco
afables. Lejos de percibirse como el esfuerzo ritualizado por separarse de los otros,
el comportamiento autista se describe como una incapacidad de establecer la co
municación. La actividad de pensamiento del niño está oculta por la tarea fami
liar que lo empuja a jalonar su relación con el otro a través de un filtro de gestos,
mímicas, posturas, desplazamientos, balanceos utilizados con método.
Inventiva paradójica para evitar al Otro, no ser penetrado por él, volverse
ause nte a sus ojos, observar cuando nadie lo advierte, disimular sus ojos detrás
de los dedos para ver sin develar sus rasgos. El niño autista tamiza los estímu
l os surgidos de su entorno o de su universo fantasmático, ámbitos cuya fronte
ra , por otra parte, es confusa para él. En ese niño, todo tiene sentido, y no me
n os su rostro. Traduce a su manera sus miedos, angustias, rechazos, desconfian
za s, o a la inversa, sus conveniencias, su apertura. Su rostro no señala en absolu
t o un déficit, sino otro uso facial d� la comunicación, una diferencia significati
va en el establecimiento de la relación con el mundo y con los otros.
La desorientación en el rostro del niño autista es la marca de haber tomado
u n atajo en el camino, distinto para cada uno, pero que no deja de ser camino y
p o s ibilida d de encontrar un día la ruta común. En el acompañamiento terapéu-
1 15
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
tico que se le propone, el niño debe leer en el rostro de quienes lo tratan el aco
gimiento de quien es él y la suspensión de pantallas culturales; debe experimen
tar los intentos de aquellos de re-conocerlo aceptando la imagen de una fisono
mía cuyas significaciones a menudo se ocultan, engañan. El respeto de la am
bivalencia que muestra es esencial. En ese sentido, el rostro de los terapeutas es
impermeable a la resignación, al aburrimiento o a la indiferencia. Hace siempre
del niño un sujeto reconocido. Si el niño autista se siente objetivado, negado en
la mirada del otro, vuelve a su sistema de defensa, cierra su rostro a los signos de
contacto que dejaba ver y se vuelve poco a poco inaccesible.
Es un largo y lento trabajo de acercamiento y de modelado simbólico que lo
lleva a soportar la mirada del otro, a admitir el encuentro, a responder sin miedo
al cara a cara. El autista inscribe entonces al Otro en el ser de su rostro. Descui
da sus ritos íntimos para entrar en los del intercambio. El rito ya no es un exor
cismo, un esfuerzo de resistencia, se transforma y se vuelve apertura al mundo.
La película rodada por Bruno Bettelheim sobre la historia de Marcia, una niña
autista que llega a los trece años a la escuela ortogénica de Chicago, muestra la
metamorfosis de identidad de una adolescente que se abre poco a poco a las
significaciones comunes. Solamente el rostro de Marcia a lo largo de su estadía
bastaría para indicar las etapas de su evolución hacia la simbología colectiva.37
La afirmación progresiva del «yo» lleva a la significación inequívoca del rostro.
O más bien, a la polisemia familiar que conocemos en los otros y que ellos leen
en nuestros rasgos. Pero todo rostro humano es legítimo y portador del mismo
enigma de la significación que encierra.
El ciego congénito no puede seguir con los ojos el rostro de su interlocutor
ni ofrecer a éste la referencia de una mirada que señale el grado de compromi
so en el intercambio. Por otra parte, su propio rostro es muy pocas veces expre
sivo, impasible a pesar de las circunstancias. Sus rasgos parecen fijos, sin rela
ción con la gravedad o la liviandad de sus palabras. Su rostro o sus gestos rara
mente están en condiciones de acompañar de manera socialmente inteligible
una interacción. Una de las causas del ostracismo del que son víctimas los cie
gos es la dificultad de descifrar su rostro enigmático, que todavía se está hacien
do, inacabado o modelado torpemente, rostro sin el Otro que turba en propor-
37. En el documental rodado durante varios años por Daniel Karlin para la televisión dentro de
un hospital de día, Frédéric, une autre naissance, el niño es, por el contrario, decepcionado
siempre en su expectativa por la movilidad de quienes se dedican a su tratamiento. Abandona
poco a poco toda confianza en los demás y vuelve a sus ritos íntimos de separación que lo ha
cen cada vez más cuerpo y rostro. Sobre la historia de Marcia, cf. Bettelheim, Bruno. La forte
resse vide, Gallimard, 1 969; y la serie de emisiones rodadas por Daniel Karlin con Bruno, Bet
telheim, Un autre rega rd sur la folie.
1 16
J. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Rostro autista
1 17
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 18
3. EL OTRO DEL ROSTRO: EL ORDEN SIMBÓUCO 1 Significación social del rostro
Cara a cara
121
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 22
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Cara a cara
tica del cuerpo sería cerrada, a modo de una lengua. A partir de ese modelo,
analiza la simbología corporal en términos de kinemas: unidad de base del mo
vimiento, aún no asociado a una significación y equivalente al fonema para las
lenguas (movimiento vertical de la cabeza, etcétera.). Una serie integrada de ki
nemas crea un kinemorfema (equivalente gestual del morfema): por ejemplo,
un guiño o una sonrisa. La combinación de kinemas, entonces, produce senti
do y sostiene la interacción con referencias necesarias para su buen desenvolvi
miento. Únicamente para el rostro, Birdwhistell propone cuarenta y seis unida
des elementales. Recurre a más de veinte unidades descriptivas. El material de
análisis es pesado para manejar (a título de comparación, la fonética de un len
gua se limita a una treintena de sonidos). Birwhistell se topa con el escollo de
una analogía llevada al extremo en detrimento de la especificidad de la simbo
logía que se encarna en el rostro, las posturas o los gestos.
Ciertamente, se pued�n identificar analogías entre esos dos grandes sistemas
de signos que son la lengua y el cuerpo, pero las diferencias no son menos esen
ciales. Los signos emitidos a través del cuerpo dan testimonio de una polisemia
mucho más acentuada que la que caracteriza a una lengua. La zona de ambi
güedad es allí mucho más amplia. La mayoría de los movimientos corporales ya
están atravesados por la hipótesis de una significación, a la inversa del fonema
que sólo accede a ella por la combinación precisa de varios de éstos. Los signos
del cuerpo, y especialmente del rostro, son huidizos, contingentes, propicios a
la proyección imaginaria, ambiguos en su manifestación, contrariamente a los
signos del lenguaje, más arraigados, sujetos a una mínima variación individual,
más accesible al control recíproco. 1
El cuerpo no es un auxiliar de la lengua, que funciona con torpeza siguien
do una estructura igual a la anterior. Es difícil clasificar las regularidades que se
leen en el rotro o en el cuerpo. Ningún diccionario al respecto parece posible.
Únicamente el contexto, como hemos visto, permite a los actores una proyec
ción mutua de significaciones, sustentadas en un orden expresivo que se com
parte entre todos los miembros de un grupo social.
Ese tratamiento del cuerpo en el transcurso de la interacción suscita prohibi
ciones específicas. El rostro y el sexo quedan aparte en las proxemias y gozan de
l. Cf. Birdwhistell, Ray, Kinesics and context, essays on body motion communication, Harmond
sworth, Pinguin books, 1 973. Y Winkin, La nouvelle communication, París, Seuil, 1 98 1 . (Bird
whistell, R.: «Un excercice de kinésique et de lingüistique: la scene de la cigarette•>, págs. 1 60-
1 90); Langages, nº 1 0, junio de 1 968 (artículos de Kristeva, J.; Birdwhistell, R. etc.). Cf. Un en
foque crítico: Feyereisen, P. y De Lennoy, J. D., Psychologie du geste, op. cit., pág. 68 y sqq.; Gui
raud, Pierre, Le langage du corps, París, PUF, 1 980, pág. 71 y sqq.; Le Breton, David, Corps et
sociétés, op. cit.; pág. 67 y sqq.
123
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
una mayor atención en la medida en que el contacto con uno u otro es impen
sable durante el intercambio. Incluso cuando, en nuestras sociedades occiden
tales (o en otras en que los contactos físicos se permiten más), se toca excepcio
nalmente al copartícipe en un gesto de amistad muy furtivo para subrayar un co
mentario, el rostro y el sexo siempre se evitan. Más aún, éstos parecen disponer
de una zona de protección a su alrededor que los aísla del resto del cuerpo a pe
sar de su valor eminentemente social. Se tocan los brazos, las manos, los hom
bros, el pecho, incluso las piernas. La ritualización del contacto, por supuesto,
es diferente en la relación amorosa. Asimismo, cuando se trata de un enfermo o
un moribundo, es frecuente tocarle la frente en un gesto de consuelo o compa
sión. El tratamiento social de la corporeidad del niño también es particular. Si
bien los contactos físicos en nuestras sociedades están orientados netamente en
el sentido de la elusión, el movimiento se invierte cuando se trata del niño. Está
socialmente recomendado tocarlo, mimarlo, acariciarlo, mostrarle el afecto. Su
rostro es el objeto privilegiado de la ternura: besos en la mejilla, la frente, golpe
citos, caricias. Y eso sucede hasta que el niño tiene siete u ocho años. El anun
cio, aunque lejano, de la pubertad hace que se lo someta rápidamente a las re
glas de interacción vigentes en su sociedad.
El rostro y el sexo están asociados en el mismo tabú del contacto, por eso, no
tiene nada de sorprendente que se trate de zonas privilegiadas de los enamora
dos. El recinto sagrado de la persona del que habla Durkheim encuentra allí sus
dos fortalezas, las cuales pueden ser derribadas con una sola mirada cuando se
interpone el amor.
De la cara al hombre
«Perdre la face» (Perder el prestigio), <ifaire bonne figure» (hacer un buen pa
pel), «avoir bonne mine» (tener buena cara), <ifaire pietre figure» (hacer un po
bre papel), «sauver la face» (salvar las apariencias) ... 2 En el lenguaje corriente, la
cara o el rostro valen por el hombre completo, por el sentimiento de identidad
que lo caracteriza y por la estima de la cual goza de parte de los otros. La cara (o
el rostro) es aquí una medida de la dignidad social de la que un actor es objeto.
Sobre este tema, es conocido el trabajo meticuloso llevado a cabo por E. Goff
man para elucidar los «momentos y sus hombres», es decir, los ritos de interac
ción que reúnen a los actores bajo la égida de definiciones sociales a las que de-
2. N. de T.: todas estas expresiones francesas incluyen las palabras ciface» o «figure», que en espa
ñol significan «Cara».
1 24
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 De la cara al hombre
125
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 26
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA j De la cara al hombre
más que un objeto de vergüenza para su comunidad. Su rostro es tanto más pú
b lico puesto que ha <perdu la face» (perdido el pretigio) (equivale aquí a decir
que ha sido despojado de su rostro), ha sido privado de la facultad de sentirse
en una posición igual a la de sus copartícipees.
Del mismo modo, el lenguaje popular asimila al actor a su cara y en especial
al rostro que ofrece a los demás. A quien deroga la conducta esperada por el gru
p o, que pierde «la face» (el pretigio) o está a punto de hacerlo, se opone la ame
naza de «romperle la cara» (o la «jeta») si persiste en su actitud. La decadencia
simbólica del actor así apostrofado reside a priori en la pérdida de la dignidad
del rostro. Ahora no tiene más que una figura o jeta para que los otros rompan.
La misma desfiguración simbólica está en el insulto « ¡Cierra el pico!», también
en el hecho de «tomarle el pelo», de «burlarse de él en su cara». En ciertas socie
dades, perder «la face» (el prestigio) lleva a la necesidad de matarse. Matar para
borrar el ultraje. O dejarse matar. En ese caso, reina la imposibilidad de encon
trar un rostro propio digno de la reciprocidad de los otros. Perder «la face» es
entonces una desfiguración que no deja otra opción que la muerte.
En nuestras sociedades occidentales, intercambios reparadores8 permiten al
alborotador y a su víctima salir de la situación embarazosa que los afecta luego
de una infracción a la regla de discreción y de respeto mútuo que rige los inter
cambios sociales. Al producir excusas, justificaciones o ruegos, el ofensor mo
difica la significación de su acto, anula ritualmente la ambigüedad de éste, afir
ma a ojos de los testigos que su relación con la regla infringida es completamen
te diferente de la que dejaba suponer su primera actitud. Al hacer una enmien
da honorable, evita la creación de un conflicto durable y permite a los protago
nistas mirarse a la cara, con dignidad. A veces, el propio ofendido deshace la si
tuación perturbadora con un rasgo de humor o una risa que le permite mani
festar que mantiene su dignidad y su indiferencia a la ofensiva del otro. Esa acti
tud de desarme debilita la gravedad de los dichos, refuerza la posición momen
táneamente desestabilizada del actor. Del lado opuesto, ante ese rostro tranqui
lo e inmutable, el ofensor es forzado a una mejor disposición o a modificar su
án gulo de ataque.
Como el rostro muestra que toma parte en el intercambio, expone al actor a
respo nder a él en todo momento. Por eso la necesidad de mostrar ritualmente
su reconocimiento del otro a través de la sonrisa, por ejemplo, que señala que
no hay ninguna mala intención en el aire. Una sonrisa de rutina marca a menu
do el rostro de los actores que entran en cantacto, acompaña al recibimiento y
8. Sobre los intercambios reparadores, véase Goffman, E.; La mise en scene de la vie quitidienne,
vol. 2: Les relations en public, París, Minuit, 1 973, p ágs. 1 O 1 - 1 80.
1 27
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Interacción y mirada
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4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Interacción y mirada
cie de barrido. Las cámaras de lectura óptica muestran que «mirar a alguien a los ojos» no es
una expresión correcta. Cf. Cook, Mark. ccRegard et regard réciproque dans les intéractions
sociales», en Cosnier, Jacques et Brossard, Alain. La communication non verba/e, Delachaux et
Niestlé, 1 984, pág. 1 32.
1 29
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
reda, por ejemplo. Vuelven a menudo los ojos uno hacia el otro, en señal de un
compromiso común, pero también por una atención necesaria a las indicacio
nes del rostro. Como regulardoras del intercambio, éstas orientan la continua
ción de los dichos: ya se trate de apoyar una reflexión buscando un reconoci
miento en la mirada del otro, de acechar el momento propicio de tomar la pala
bra a su turno, de demostrar al interlocutor que uno tiene todavía algo que de
cir, de buscar los signos de una sinceridad.
Escapar a la mirada del otro en esas condiciones, disimular sus ojos bajo len
tes oscuros o no mirar a la cara ( expresion cargada de sentido) demuestran una
duplicidad torpe o un trastorno que dificulta la fluidez de la comunicación. Si la
timidez o la emoción no justifican esa actitud embarazosa, el actor no goza de
la estima de sus pares. «Cuando le hablamos, nunca nos mira a los ojos», el que
desvía sin cesar la mirada, que rechaza simbólicamente considerar el rostro del
otro, crea un malestar y se expone a recibir el mismo tratamiento, a experimen
tar la misma indiferencia, pues los otros lo pueden apartar o hacer de él un ob
jeto de sospecha. Así como la mirada nunca es neutral, su ausencia no lo es me
nos. En el imaginario popular o en las historietas, el traidor tiene una mirada
torva, los ojos huidizos, que observan de modo disimulado. En la interacción
cotidiana, quien no mira a su interlocutor crea una disimetría, una desigualdad
en el intercambio, en detrimento del otro, quien se interroga entonces sobre la
supuesta significación de tal actitud. Los ojos huidizos de un actor connotan un
malestar, una voluntad de poner distancia, interrumpen el contacto de los ros
tros. Por eso el grito que busca restablecer una situación tambaleante: « ¡Míra
me cuando te hablo! » El cara a cara implica la mediación del rostro y no pue
de establecerse sin la ayuda de la mirada mutua.10 «Se hace como un vacío -dice
Francis Jacques- desde el momento en que la palabra y la mirada no se confir
man de un rostro a otro, una vacilación que se percibe con más sutileza si la pa
labra desmiente a la mirada». 11
Por la mirada, se toma en consideración al rotro del otro, y en consecuencia,
simbólicamente, también su sentimiento de identidad. En el tratamiento social
de los participantes de la interacción, la mirada del otro sobre uno está fuerte
mente investida. «No me miró», «apenas te mira cuando te habla», son fras es
hechas que expresan la decepción de no haber sido reconocido, de no suscitar
ni siquiera la modesta atención de una mirada que da por un instante la segu
ridad de existir. No haber sido visto cuando uno se dirigía al otro ni siquiera al-
1 O. Acerca de la mirada en la vida social, cf. Cook,M. de Exline, R. de Argyle, M. cf. Argyle, M. et
Cook, M. Gaze and mutual gaze, Cambridge, 1 9 76, Cambridge University Press.
1 1 . Jacques, Francis. Différence et subjectivité, París, Aubier-Montaigne, 1 982, pág. 1 7 5 .
1 30
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Interacción y mirada
131
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Intercambio de miradas
La mirada, dice Simmel, es un lazo «a la vez tan íntimo y sutil que sólo puede
formarse siguiendo el camino más corto: la línea recta de un ojo a otro. La menor
separación, la menor mirada de reojo destruiría completamente su carácter úni
co . . . Todo el comercio entre los hombres, sus simpatías o sus antipatías, su inti
midad o su frialdad, se transformarían de modo invalorable si no hubiera inter
cambio entre las miradas».16 Este intercambio pone en contacto a los rostros de
dos actores. Es una breve palpitación ocular en la que se deja sentir la desnudez
mutua del rostro en una reciprocidad sólo limitada por la duración del contac
to. Aquí, la ritualidad determina solamente este último punto. En el transcurso
de las interacciones de la vida cotidiana, el contacto operado por los ojos es infi
nitamente frágil, pues la reciprocidad depende de un hilo precario que general
mente se rompe enseguida. Uno de los actores, a menudo ambos a la vez, des
vían la mirada y siguen su camino. Ese intercambio furtivo queda en principio
sin incidencias en el desarrollo de lo cotidiano. La interacción, que en nuestras
sociedades occidentales se basa en un borramiento ritualizado del cuerpo, 17 exi-
1 32
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Intercambio de mirada.s
ge que nada detenga esa mirada, que nadie sienta su peso insistente. En la vere
da, en los negocios, o en los cafés, por ejemplo, una especie de concesión social
deja que la mirada de transeúntes o consumidores se cruce sin perjuicios. Una
indiferencia ritual preside en el contacto ocular y disipa la incomodidad que po
dría surgir en esa oportunidad.
De tal modo, la interacción fortuita en los transportes públicos, en las salas
de espera o en los ascensores prohíbe los contactos visuales más allá de la entra
da de un nuevo participante recibido generalmente con una breve sonrisa. La
proximidad física hace mucho más inconveniente la mirada del otro, y la con
vierte eventualmente en signo de provocación o de descaro, un «abuso de la si
tuación». El rostro se ofrece a modo de un recinto sagrado del individuo, la mi
rada del otro no puede fijarse en él sin el riesgo de molestarlo. En la promiscui
dad de los transportes públicos, agrega una amenaza intolerable, la de ver hur
tada momentáneamente la propia intimidad.
Durante una conferencia o representación de teatro, por el contrario, las mi
radas de la asistencia están posadas unánimemente en quien hace la presenta
ción. Pero allí, la reciprocidad de las miradas es impensable. La mirada del con
ferencista flota sobre la sala. Puede detenerse un instante en un rostro, pero está
sometido a la misma regla que en la calle o en los cafés. Si se detiene demasiado
en un rostro de la concurrencia, se presta a confusiones.
En principio, el cruce de las miradas es neutro, los rostros permanecen impa
sibles, nada transparenta un momento de nervios en el contacto. Como está al
inicio de un possible encuentro, de un desborde, de un imprevisto que puede lle
var demasiado lejos, las convenciones sociales limitan cuidadosamente el posible
peligro. Pero a veces, «a primera vista» (en términos de la leyenda), se produce un
encuetro amoroso o amistoso. El imperativo de la «desatención educada» no ha
podido contener la emoción, el rito ha tolerado un suplemento. Con los ojos en
los ojos, el descubrimiento ha operado el encanto. Se ha efectuado un reconoci
meinto mutuo. Un contacto directo con el otro ha sido possible. La apertura del
ro stro a la mirada señalaba ya, en forma metonímica, el encuentro próximo.18
El intercambio de miradas puede desbordar la indiferencia cortés, sin por
ello comenzar una interacción más durable, pero modifica la relación del indivi
duo con el mundo. La mirada es una instancia que da un valor o lo quita. De tal
modo, ese intercambio puede reunir a menudo, para major o para peor, a acto
res e n posiciones asimétricas, puesto que uno de ellos está en una posición difí
cil (e nfermo, marginal, discapacitado, etcétera) y el otro goza de signos aparen-
1 8. Rousset, Jean. Leurs yeux se rencontrerent. La scene de premiere vue dans le roman, París, José
Corti, 1 98 1 .
1 33
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
tes de una identidad social indiscutible. A través de esa mirada cómplice, el ac
tor en situación problemática creyó sentir un reconocimiento de lo que él es. El
sentimiento de identidad vacilante se restaura por la eficacia simbólica de una
mirada que representa sin querer al conjunto de al comunidad que se resiste a
integrar al actor. Eso sucede con el enfermo ansioso acerca de su suerte que bus
ca seguridad en la mirada de quienes lo cuidan, con el hombre que se cree víc
tima de una injusticia y busca una aprobación a su alrededor, o con quien sufre
el racismo y encuentra un reconocimiento de su dignidad. La <iface» (prestigio)
perdida se recupera a través de la captura mutua de los rostros, del tiempo de
una mirada que restituye simbólicamente al actor la consistencia de identidad
de la cual se creía privado. El contacto queda ahí, pero la eficacia actuó y pro
dujo la metamorfosis. El sentimiento de identidad de un actor nunca es un he
cho de objetividad, sino el efecto de una construcción simbólica sometida per
manentemente a la aprobación de los otros.
Al final de la película de F. Fellini, Las noches de Cabiria ( 1 957), la pequeña
prostituta interpretada por Giulietta Masina camina, triste, a orillas del río don
de la arrojó su ultimo amante luego de haber tratado de estrangularla y de robar
sus ahorros. Llevada por la corriente, estuvo a poco de ahogarse. Otra vez en
gañanda, humillada en su existencia y sus sueños, no le queda nada. Su deses
peranza es absoluta. De pronto, aparece ante ella una orquesta callejera, hetero
génea y emocionante, donde parecen mezclarse todos los rostros de la humani
dad popular. Ella los mira pasar, con los ojos empañados en lágrimas. Y alguien
en la multitud le sonríe. En eco, luego de un breve titubeo, el rostro de Cabiria
se ilumina. Había perdido «la face» (prestigio) en el sentido más fuerte en que
la vida en sí misma se reduce a la nada, la enuentra nuevamente en esa fugitiva
complicidad que la reconoce en un afecto generoso, inequívoco. Ella recupera
su dignidad. La orquesta improvisada pasó, pero esa sola mirada metamorfoseó
a la joven mujer. La vida continúa.
A través de una breve interacción, aunque las prohibiciones sociales se sus
pendan, sin que por ello sufra la imagen del actor, la mirada cruzada con el otro
puede ser una fuente de emoción, viva o discreta. El encuentro no tiene necesa
riamente una continuación, puede satisfacerse sólo con la intensidad de ese con
tacto. La desnudez mutua de los rostros, por una vez liberada de la indiferencia
educada, nutre su fuerza con la rareza de esos momentos. La emoción que nace
de esos rostros descubiertos sin utilidad práctica, en el único momento de ce
lebración de un instante de apertura sin ambigüedades al otro, ha sido a menu
do objeto de canciones, por ejemplo, de Georges Brassens (l:A.uvergnant) o de
Yves Montand (L'Étranger).
1 34
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 Intercambio de miradas
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Escudriñar
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4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA j Escudriñar
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
«Mal de ojo»
La mirada es una de las funciones por excelencia del rostro. Pone a la luz la
desnudez de las fisonomías e informa acerca del otro. Los ojos hacen al rostro,
sin duda más que la boca, las orejas, la frente o la nariz, claramente menos di
ferenciadas en la gestalt de los rasgos, menos reveladoras, dignas de menor in
vestidura. En la axiología de los componentes del rostro, donde todo es esencial
para el sentimiento de identidad del actor, los ojos son soberanos.
Independientes del rostro que los envuelve y les da una significación, los ojos
son causa de inquietud. «Los ojos vivos del comediante que nos mira a través de
la máscara producen espanto, no forman parte del comediante ni de la másca
ra . . . »21 El carácter insólito de los ojos y la potencia que mueve a la mirada deben
desvanecerse en parte por la familiaridad de un rostro cuyas mímicas y movi
mientos son reconocibles. Al ignorar el rostro, los ojos queman con una fuerza
que produce miedo, su humanidad está como a la espera, peligrosamente ame
nazada. El cine de terror usó y abusó de eso. Es necesario poder devolver la mi
rada para que la del otro, fijada sobre sí, pierda parte de su carga perturbado
ra. Y la mirada sólo puede intercambiarse con un rostro. «Vendajes que cubrían
capa por capa una cabeza, asta no dejar ver más que un ojo que no pertenecía a
nadie»22 -observa Rilke. La imposibilidad de captar en el otro los movimientos
de su rostro, la irrealización que lo rodea a causa de sus rasgos ahogados bajo
la máscara o el vendaje, hace difícil el encuentro, lo priva de las referencias más
elementales. Por la dificultad de percibir en él el ir y venir de las emociones, la
interacción está desprovista de su sencilla evidencia, se hace más aproximativa
y provoca malentendidos. Y, a veces, angustia.
El hecho de que los ojos no tengan brillo ni rostro suscita terror. Numerosas
tradiciones hacen de ellos la ventana del alma. Pero el surgimiento del alma en
los ojos implica la humanidad del rostro en su conjunto. Si no, la mirada (en el
cine de terror, por ejemplo), separada de los rasgos que la insertan en su expre
sividad, se asocia al mal, incluso a lo diabólico. La fuerza emanada de los ojos se
atenúa por el rostro que los rodea; éste recuerda los límites de la condición hu
mana de quien la lleva en sí. Sin embargo, ciertos individuos no pueden neutra
lizar la violencia que brota de sus ojos. Su comunidad les imputa el poder de ha
cer el mal simplemente por mirar a su víctima. El mal de ojo puede ser el atri
buto involuntario de un hombre con el cual el contacto, incluso ocular, es funes-
2 1 . Krejca, Otomar. «Le regard du masque», en Le masque: du rite au théátre, París, �clitions du
CNRS, 1 985, pág. 206.
22. Rilke, Rainer Maria. Les cahiers de Malthe Laurids Brigge, París, Seuil, 1 966, pág. 5 5.
1 38
4. FIGURACIONF.S SOCIALES: EL CARA A CARA 1 «Mal de ojo»
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ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
deja al niño en sus manos. Golpea al hombre que tiene demasiado éxito en la
caza o en la pesca provocando la envidia de los otros miembros de su comuni
dad. Enferma al ingenuo que no tomó precauciones y atrajo la ira de quien goza
de la reputación de tener «mirada dañina». La envidia es el móvil del contacto
malintencionado que establecen los ojos en el punto más expuesto y más vulne
rable de la víctima, su rostro. El mal de ojo puede matar, enfermar o volver es
téril, debilitar a la víctima, apropiarse de su alma o arruinarla. Envidia, con una
etimología semejante a la de guiño, viene del latín invidere, que significa mirar
con ojos malintencionados. Por la energía malsana que emana, la envidia tie
ne el poder de desestabilizar la existencia del hombre envidiado si puede atacar
uno de sus atributos.
Los ojos de los otros tocan el rostro y, de modo metonímico, alcanzan al indi
viduo completo. En esas circunstancias, la virulencia posible de una mirada sólo
puede ser disminuida por un velo u otro objeto que haga de pantalla escondien
do los rasgos del individuo. La condición del rostro es estar sin defensas, a me
nos que se borre como tal. Simultáneamente, se establece en él el reconocimien
to más absoluto del otro. El hombre está en el mundo por sus rasgos, su mirada,
la piel desnuda de su rostro, y también por eso mismo, su legitimidad de existir
puede serle disputada por otros. Otra coincidentia oppositorum encarnada por
el rostro es esa mezcla siempre precaria de fuerza y vulnerabilidad.
«Medusar»
1 40
4. FIGURACIONES SOCIALES: EL CARA A CARA 1 «Medusar»
senta, más que como un rostro, como una mueca».24 Como figura de pesadilla,
el espanto que reina en la cara de Gorgo golpea en el infortunado que cruza su
mirada, pues queda inmediatamente petrificado.
Medusa es criatura de muerte, posiblemente porque el caos de sus rasgos, esa
desfiguración que no es una sola, pues su naturaleza es ser tal, sólo puede sig
nificar lo obsoluto de la alteridad, el umbral de lo innombrable: la muerte. Pero
sólo su umbral, pues la locura que convulsiona sus rasgos aún contiene elemen
tos reconocibles cuyo orden sólo está confundido. En efecto, Gorgo reina en el
país de los muertos y prohíbe la entrada de los vivos. Ella es el lugar del límite
extremo, del que no se regresa, allí donde ver es morir inmediatamente. La cara
de Medusa anuncia las disoluciones a las que no escapa el hombre atrapado en
el fuego de su mirada. Donde ella habita, desaparecen las referencias que sepa
ran el rostro del desorden que lo invade en la muerte. Ella representa la fronte
ra entre lo vivo y la nada.
Recordemos las grandes líneas del mito: Perseo prometió al rey Polidectes
traerle la cabeza de Medusa. Atenas lo ayuda en su búsqueda y le ofrece un es
cudo de bronce para protegerlo. Como observa J.-P. Vernant, el mito está cons
truido sobre un tema: el de la «mirada, de la reciprocidad de ver y de ser visto».
¿Cómo escapar a la virulencia de la mirada? La pregunta se plantea ya desde el
enfrentamiento con las Grayas, las hermanas de las Gorgonas, tres ancianas que
sólo poseen, entre las tres, un diente y un ojo que utilizan por tumo. Perseo se
apropia del ojo en el momento en que él lo pasa de una a otra y pregunta a las
Grayas cuál es el camino a seguir para encontrar a las Ninfas, pues sólo ellas lo
pueden informar. Cuando sabe dónde buscarlas, tira el ojo al lago Tritonis redu
ciendo a las Grayas a la ceguera para impedirles que prevengan a sus hermanas.
Las Ninfas ayudan a su vez a Perseo y le dan tres objetos necesarios para cumplir
su tarea: el casco de Hades que provee invisibilidad al esconder los rasgos del ser
vivo ante los muertos, las sandalias aladas que lo liberan de su peso, de la distan
cia, y finalmente, la bolsa donde colocar inmediamtamente la cabeza de la Gor
gona luego de haberla cortado, pues los ojos de ésta continuarán produciendo
su poder de muerte. Perseo sabrá más tarde usarla para deshacerse de sus ene
migos. Hermes agrega, por iniciativa propia, una espada de hoja curva. Aunque
invisible, Perseo no debe dejar perder su mirada en la de Medusa pues la muer
te lo atraparía al instante. Con la ayuda de Atenas y muchas precauciones, ha
ciendo uso de su escudo de bronce como un espejo para neutralizar la muerte
24. Vernant, Jean-Pierre. La mort dans les yeux, París, Hachette, 1 985, pág. 32; sobre Gorgo, del
mismo autor, véase L'individu, la mort, lamour: soi-meme et lautre en Grece andenne, París,
Gallimard, 1 989, págs. 1 1 7- 1 29.
141
ROSTROS. Etuayo antropológico 1 David Le Breton
susceptible de brotar de los ojos de Gorgo, Perseo se aproxima a ella sin mirarla,
la decapita con la espada de Hermes y huye inmediatamente con la cabeza en la
bolsa. Se la ofrece luego a Atenas, quien la fija en el centro de su escudo donde
conserva el terrible privilegio de petrificar a quien lo mira. La cabeza de Medu
sa o Gorgoneion sirve como motivo en vasijas, monedas, esculturas monumen
tales. Está dibujada en el escudo de Aquiles. Figura de ambivalencia, protege a
quien la posee y golpea mortalmente a quienes se le oponen.
Fuertemente arraigado en el imaginario colectivo, el tema de Medusa reco
rre todo el arte occidental25 e ilustra el poder de la mirada. Recuerda la ambiva
lencia del hombre ante su propio rostro, siempre apenas vislumbrado, inasible
en su verdad donde se anuncia la lenta progresión de una muerte ineluctable y
en la que se encarna su precariedad y su poder. . . Perséfone convierte a Medu
sa en la guardiana del Hades, pues ser despojado del propio rostro es signo de
muerte. Y ante Gorgo, ningún rostro es posible.
25. Caravaggio, El parmesano, Rubens, Bernin, Lorrain, Klimt, etcétera. Sobre este tema, cf. Clair,
Jean. Méduse, París, Gallimard, 1 989.
1 42
5. El rostro es otro
1 43
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Así como el rostro se desliza con comodidad hacia el registro de la posesión. Si,
para el hombre que se interroga por su identidad, su arraigo al cuerpo se le apa
rece como un misterio, más aún se le escapa el rostro que contempla en el espejo
y del cual ve la fragilidad, las metamorfosis a lo largo del tiempo. Y de esa sepa
ración entre una imagen de sí, en parte inconsciente, estable durante el trascur
so de la vida, y la apariencia que se ofrece a la vista, sometida a las circunstan
cias, nace la sensación de hacer difícilmente uno, de estar dividido entre el ser y
el tener del rostro y del cuerpo; desgarrado entre la evidencia de la carne y el re
chazo a la fragilidad, al envejecimiento y al camino progresivo hacia la muerte.
La relación con el rostro y con el cuerpo se juega en esa ambivalencia, que nun
ca se da sin equívocos.
El rostro es para el hombre el signo de su soberanía y allí donde puede cap
tar de antemano con la mayor fuerza su no coincidencia consigo mismo, su im
posibilidad de existir sin estar dividido. Por la alquimia de una relación con el
mundo que le modela un rostro del cual es el único poseedor, y por el uso per
sonal que hace de los signos que lo destacan socialmente con respecto a las nor
mas del grupo, el rostro es para el hombre el lugar de su soberanía: maquillaje,
cirugía ritual o estética, tratamiento del cabello, del sistema piloso. Y por la alqui
mia de una relación con el mundo, de un estilo propio, que modela un rostro del
cual él es el único poseedor. Pero, simultáneamente, encarna su desposeimiento.
El hombre que contempla detenidamente su rostro, a veces, se siente perturba
do, como el actor de un lapsus repentino confrontado con una significación te
mida. La inquietud perfora, algo de uno mismo permanece inasible. «En el co
razón de la evidencia está el vacío», dice E. Jabes. Sobre todo en la del rostro, en
cuanto la mirada se hace más atenta y busca identifcar el enigma contenido allí.
El rostro es siempre, por sí mismo, el lugar del Otro más próximo. El lugar de las
significaciones ocultas, allí donde la sensación de transparencia del sujeto para
sí, tal como lo formula Descartes en el cogito, encuentra su primera desmenti
da y tropieza con la intuición de un mundo escondido en su propio centro, a la
vez próximo e inaccesible. «No me parezco», piensa el hombre que se detiene
sin complacencias ante el espejo. Su rostro lo interroga; y la turbación que siente
no es de carácter estético (encontrarse feo o algo por el estilo), sino que está más
profundamente en la extrañeza de tener ese rostro en lugar de otro.
Al observar su rostro en un espejo o en una pantalla, por ejemplo a través de
un experimento de autoscopía con ayuda de una cámara de video, o incluso en
una fotografía, el actor siente pocas veces la satisfacción narcisista de encontrarse
plenamente. Son raros los actores, en nuestras sociedades occidentales, que gus
tan de su rostro sin ambigüedades y se reconocen de entrada en él, sin turbarse.
1 44
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Ambivalencia del rostro
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
obra. Culmina en las telas de 1629. Una hace de él un hombre firme, con ros
tro enérgico, refinado, digno representante de una burguesía opulenta y seguro
del porvenir. Otra nos lo muestra con una figura claramente distinta, la de un
holgazán, habituado a las tabernas y a la bebida, con rasgos toscos, iluminados
con una sonrisa grosera que descubre una boca con dientes rotos. Una luz ama
rillenta acentúa aún más tanto la vulgaridad de los rasgos como su vulnerabili
dad. Con unos meses de intervalo nacen en la tela esos dos rostros de Rembran
dt, los dos polos de su existencia unidos por una proximidad vaga y perturba
dora; la imposibilidad para sus ojos de reconocerse en una sola figura. El mis
mo año, Rembrandt pinta tres autorretratos más, con una expresión más gra
ve, soñadora. De una tela a otra, el pintor es el mismo y el otro, se enfrenta sin
descanso al enigma del rostro. Busca parecerse y hacer de la pintura un espejo
del rostro interior. Declara a voz en cuello una íntima inquietud que todos los
hombres sufren en nuestras sociedades, para quienes el rostro es el signo de su
soberanía y fragilidad.
El rostro es Otro
Nuestro rostro nos posee al menos tanto como nosotros lo hacemos nues
tro. Nos posee en el sentido de que nos engaña, se burla de nosotros de alguna
manera. Nos encierra en él y nos condena a una ambivalencia con respecto a
él. Tiene un peso a veces difícil de soportar, pues es el signo más expresivo de la
presencia ante el otro, la marca donde el envejecimiento, la precariedad, inclu
so la fealdad (más bien el sentimiento de fealdad, pues ésta nunca es un hecho
en sí, sino un juicio) inscriben con total evidencia una huella que el hombre oc
cidental desearía más discreta, a causa del sistema de valores de nuestras socie
dades, llenas de terror ante el envejecimiento o la muerte. En lo que nos iden
tifica, el rostro también nos limita, produce destellos en negativo de todos los
rostros que no somos. Eso explica la atracción del disfraz, la máscara, y la ten
dencia que lleva a numeroos actores a cierta denigración de su rostro. El «yo es
otro» toma con facilidad los aspectos de la reticencia ante el propio rostro, col
mado de una perturbadora extrañeza. La figura humana alberga lo inasible del
Otro en el centro del yo.1
1 . Una experiencia mostró, por otra parte, que puestos ante una imagen distorsionada de su pro
pio rostro, a los actores les cuesta reconocerse, y cometen a veces errores de apreciación. En
las mismas condiciones, identifican mejor el rostro de un extraño percibido unas horas antes.
Socialmente reveladoras de la influencia de las representaciones colectivas más valoradas, las
1 46
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro es Otro
Michel Tournier, novelista del rostro si los hay, y Élouard Boubat, el fotógra
fo, se libraron a una experiencia de gran alcance antropológico. En 1 973, soli
citaron a un centenar de escritores que escribieran lo que experimentaban ante
sus retratos fotográficos realizados por Élouard Boubat. De antemano, muchos
de ellos se negaron a prestarse al juego. Unos criticando la firvolidad de la pro
puesta, otros porque se consideraban demasiado ancianos y lamentaban a la vez
no haber participado de una experiencia tal veinte años antes. Actitudes revela
doras. Otros, por el contrario, se prestan al juego con deleite y ceden generosa
mente ante el narcisismo inherente a la tarea. Pero un clima general emana del
comentario de estos escritores, el asombro entristecido de reconocerse en ese
rostro. La sensación de que el Otro tiene más importancia que el yo, y las reti
cencias que el rostro de ese Otro inspira. «La impresión que no dejaba de obse
sionar a E. Boubat -dice Michel Toumier- era la de fotografiar rostros detesta
dos. "Pero, ¡no se gustan a sí mismos!" "¡No se soportan!" exclamaba poniendo
los negativos sobre mi mesa. Y es cierto que no hay sólo pose en el antinarcisis
mo, también está el pensamiento oscuro ante esa máscara inmerecida que en
sombrece el libro en varias páginas».2
El hombre es ambivalente ante el rostro que ofrece al mundo. He aquí algu
nas reflexiones de esos escritores al respecto, no exhaustivas, pero significativas
de una actitud común: «A decir verdad, no me gusto tanto, no me encuentro bo
nito, me evito en los espejos, paso ante ellos como un soplo ... no me quedo ho
ras mirando mi reflejo» (Alphonse Boubard). «Siempre rompí las fotos que me
representaban e hice un principio inmutable de la desconfianza en cualquier re
trato ... Ese doble de mí, ¿seguro es yo? Lo dudo mucho» (Rachid Boujedra). «Si
por azar... un espejo me devuelve mi rostro, esa mirada sorprendida, me face fal
ta un tiempo para admitir que es la mía ... No me parezco a lo que soy» (Michel
Butor). «La totalidad de esa mezcla hirsuta, no puedo captarla sin esforzarme.
Entonces, aparece el impacto. Busco mis ojos, y me río de mí mismo. No puedo
tomar eso en serio -¡Eso, yo! - menos aún en las fotos» (J. -P. Chabrol). «Mirar
me nunca fue un placer para mí. Huyo de los espejos y no me gustan las foto
grafías ... Sin duda es porque mi rostro me recuerda lo que soy y lo que no pude
ser» (B. Clavel). «Con esa facha... , me digo suspirando. No hay tiempo de mo
delar otro, ni de atacar a mis padres por daños y perjuicios» (René Fallet). «Ese
mujeres tienden a identificarse más con un rostro esbelto y delgado, y los hombres, con uno
robusto y ancho, cf. Schneiderman, L. «The estimation of one's body traits», /ournal of social
psychology, 1 956, nº 44, págs. 88-89.
2. Tournier, Michel. en Miroirs: Autoportraits (fotografías de �louard Boubat), Denoel, 1 973, pág.
8. Tomamos de esa obra los comentarios que siguen, hechos por los escritores a propósito de
las fotografías que los representan.
1 47
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
rostro... ¿Mi rostro? No, oh no, absolutamente no. La foto me tira a la cara una
especie de señor gordo paternal, satisfecho de sí mismo, tranquilo, un buen abue
lo ... ¿Yo, eso? ¡Ni cerca!. .. y sin embargo, algo me hace volver a mi pesar hacia
ese rostro que no es el mío y que es el mío ... » (Roger Ikor). «Un rostro medio
cre, sin señas particulares, con asperezas limadas por una cordialidad bien ac
tuada» (Michel Tournier).
La arquitectura infinitamente obligada del rostro, con la sensibilidad a flor
de piel que se lee en ella, es una manera de afirmación inequívoca e inmedia
ta de la fragilidad de la condición humana. El rostro es la parte negativa para el
hombre a quien se le pide pronunciarse. Muy pocos quieren reconocerse en él.
Se diría que es una máscara desafortunada que oculta a cada uno el rostro inte
rior infinitamente más seductor, del cual uno se asombra que nunca aparezca.
La ambivalencia reina y suscita esa mirada decepcionada o amarga, cada uno
parece decir que merecía algo mejor.3 Michel Leiris escribía de la misma mane
ra: «Me horroriza verme de improviso en un espejo pues, si no me he prepara
do, me encuentro siempre de una fealdad humillante».4
Cualquier fotografía es memento morí, como observa Susan Sontag. Sobre
todo si se trata de la de un rostro. También es, de modo irónico, lo que le permi
te al modelo escapar del olvido. La imagen perdura en el retrato o la fotografía,
continúa atizando los recuerdos y las emociones mucho más allá de la muerte
de quien dejó su efigie. Pero, a medida que envejece, el hombre añora más esa
imagen. Y luego, no queda más que ella.
El rostro de referencia
Parece que cada hombre lleva en él un rostro de referencia con el cual com
para su rostro presente. El primero es el único «envisageable» (digno de ser con
siderado). Un rostro interior que ya no reproduce la realidad actual de los ras
gos. El rostro de referencia aparece en la juventud. Innumerables frases lo reve
lan. Mantiene una especie de existencia fantasmal en la memoria del actor. Mar
ca una imposible coincidencia consigo mismo para quien contempla su retrato
3 . Una de las pocas reflexiones positivas, la de René Barjavel: «Hubiera querido ser su hijo». Un
ejemplo de mirada positiva sobre uno mismo, la de Jacques Lacarriere: «Cuanto más miro mi
rostro, más encuentro que se me parece ... sobre todo porque esa adecuación se ha hecho fa
talmente con los años ... Él ama la luz, el aire, el viento, el sol, la noche estrellada, el horizonte.
Tengo un rostro de aire libre, no de ratón de biblioteca». Lacarriere, J. Sourates, Albin Michel,
1 990, págs. 1 44 - 1 45.
4. Leiris, Michel. Lage de l'homme, Gallimard, 1 939, pág. 26.
1 48
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro de referencia
S. En Miroirs, numerosos escritores evalúan su rostro actual con la mirada del de antaño. Se des
cubren víctimas de una catástrofe íntima, infinitamente lenta, donde poco a poco su «verda
dero» rostro, el único concebible a sus ojos, habría sido aniquilado. P. Gaspar lo dice de ma
nera ejemplar: «De algún modo, no dejamos de tener diecinueve o veinte años, aunque no se
pueda encerrar en una cifra la edad que asumimos plenamente. El resto: las arrugas, el cabe
llo blanco, la redondez, la rigidez de la artrosis, no es más que teatro, adaptación a las conven
ciones» (pág. 94) .
1 49
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
6. Citado en Bonafoux, Pascal. Rembrandt, autoportrait, Skira, Ginebra, 1 985, pág. 1 27.
7. Sperber, Manes. Porteurs d�au, Calmann-Levy, 1 976, pág. 9.
1 50
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro de referencia
de poco a poco, antes de borrarse por completo». Una forma lenta y natural de
desfiguración. El Príncipe Salina, El gatopardo de Lampedusa, anciano, desen
cantado, abandonado ya a la atracción de la muerte, se mira en un espejo con
una melancolía surgida de la falta de compasión de la existencia con respecto al
hombre: «Don Fabrizio se miró en el espejo del armario: reconoció más su ves
tido que a sí mismo: altísimo, flaco, con las mejillas hundidas, la barba larga de
tres días: parecía uno de esos ingleses maniacos que deambulan por las viñetas
de los libros de Julio Veme [ . . . ] Un Gatopardo en pésima forma. ¿Por qué que
ría Dios que nadie se muriese con su propia cara? Porque a todos les pasa así: se
muere con una máscara en la cara».8
En su artículo sobre «Lo ominoso» { 1 9 1 9), Freud evoca un momento difícil
de su existencia, que él asocia a la irrupción del doble en el imaginario, pero que
traduce otro tanto la aparición inesperada e indeseable, sin que ninguna defen
sa haya podido interponerse, de su propio rostro afectado por la alteración de
la que hablamos. «Me encontraba en mi camarote cuando un sacudón algo más
violento del tren hizo que se abriera la puerta de comuniación al toilette, y apa
reció ante mí un anciano señor en ropa de cama y que llevaba puesto un gorro
de viaje. Supuse que al salir del baño, situado entre dos camarotes, había equio
cado la dirección y por error se había introducido en el mío; me puse de pie para
advertirlo, pero me quedé atónito al darme cuenta de que el intruso esa mi pro
pia imagen proyectada en el espejo de la puerta de comunicación. Aún recuer
do el profundo disgusto que la aparición me produjo».9
El desajuste con el rostro de referencia puede ser experimentado como una
conmoción, incluso una destrucción del sentimiento de identidad. Son revela
doras al respecto las primeras líneas del relato autobiográfico de Manes Sper
ber, en las cuales éste cuenta su sorpresa al encontrarse de pronto ante un ros
tro que ya no reconoce: «Acababa de entrar en mis sesenta años cuando el ros
tro que encuentro al menos una vez por día en el espejo se me apareció brusca
mente como extraño».1º Así comienza una larga búsqueda de la memoria de la
que M. Sperberg confiesa con cuánta reticencia había rechazado hasta entonces
la tentación. En el mismo momento, una breve pérdida de conciencia lo confron
ta a la intuición de su muerte. Las páginas de esa larga autobiografía parecen te
ner la función, casi explícita, de llenar el espacio entre el rostro de antaño -en el
8. De Lampedusa, Giuseppe Tomasi. Le Guépard, Livre de poche, pág. 336. [En español, El Gato
pardo, Barcelona, Editorial Argos Vergara, 1 980] .
9. Freud, Sigmund. «I.:inquiétante étrangeté», en Essais de psychanalyse appliquée, Gallimard,
1 933, pág. 204. [En español: «Lo ominoso», De la historia de una neurosis infantil (Caso del
Hombre de los lobos) y otras obras, op. cit.) , Volumen XVII.
1 0. Sperber, Manes. op. cit., pág. 9.
151
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 52
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Las proyecciones del rostro
1 53
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 2. Linard, Monique y Prax, Irene. Images vidéo, images de soi ou Narcisse au travail, Dunod, 1 984,
págs. 96-97.
1 54
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Las proyecciones del rostro
1 3. Aquí, el papel del moderador es esencial: «Lo que hace a la eficacia de la autoscopía también
contribuye a su peligro. No es evidente que para "formar" a un individuo se deba comenzar
por la "autoscopía'', librándolo indefenso a experiencias (por no decir experimentos) salvajes
y descontrolados. La mínima prudencia exigiría que la cámara no se convierta en el monopo
lio de ningún especialista, sino que cada uno en el grupo filme por turnos y que los moderado
res, con un entrenamiento previo sobre sí mismos, estén claramente advertidos de los peligros
que la imagen de video presenta para la integridad del otro, así como de su responsabilidad en
cuanto a las posibles consecuencias de sus observaciones» (pág. 54) . Tales son para M. Linard
e l. Prax, las condiciones deontológicas de la práctica de la autoscopía en los grupos de forma
ción.
1 55
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breto11
1 56
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Las proyecciones del rostro
lación con el rostro vive sus episodios más críticos: los rasgos se modifican brus
camente, el sistema piloso se desarrolla, el cuerpo cambia, al mismo tiempo que
el sentimiento de identidad se establece dificultosamente. El adolescente expe
rimenta a menudo una crisis personal que se hace sentir en la apreciación de
su rostro y le procura el sentimiento de ser feo, de no poder reconocerse en un
rostro que desearía distinto. El acné juvenil, la eritrofobia (el miedo a sonrojar
se) y muchas otras manifestaciones somáticas centradas en el rostro, que nu
tren el malestar experimentado por un joven en búsqueda de identidad, toda
vía incompetente para cristalizar un sentimiento más firme de lo que es, de lo
que puede esperar de su vida venidera. El miedo a ser feo es un indicio o un sín
toma del sentimiento para un joven de no ser integrdo en la sociedad, incluso
de ser más o menos excluido.
De manera significativa, ese miedo a ser feo es mayor, sin duda, cuando el
niño está menos investido por sus padres. En el hogar donde Tomkiewicz y Fin
der realizaron sus experiencias con una treintena de adultos, la dismorfofobia es
más aguda en los adolescentes que vienen de contextos populares y de hogares
disgregados. Más o menos rechazados por sus padres, no han invetido su perso
na puesto que nadie les ha prestado atención realmente. La tarea de los terapeu
tas consiste, entre otras, en reconciliar a los jóvenes con sus rostros y sus cuer
pos, percibidos sólo en el sentimeinto de su imperfección, de su fealdad, de su
ausencia de valor. A partir de 1 952, a través de la fotografía, esos terapeutas lle
van a los jóvenes a verse bajo otra luz, los impulsan a familiarizarse con su pro
pia imagen a través de un apoyo psicológico que los inviste de un valor del que
no se creían depositarios.15
Evidentemente, la «imagen de SÍ» dada por la técnica no basta. Si la experien
cia se hace en un ambiente hostil, dividido, agresivo, refuerza por el contrario
la ambivalencia, confirma la percepción peyorativa de sí. La apropiación favo
rable de la «imagen de sí» está ligada a la calidad receptiva del grupo en el seno
del cual se desarrolla la experiencia. Depende de la calidad de la mirada de los
testigos. La antropología conoce bien la eficacia simbólica que nace de la mira
da del otro y cuyo poder, según su orientación, puede tanto matar como liberar
de un peso de muerte. 16
En ese contexto delicado en el que un actor con dificultades personales se
1 5. Kimelman, M. realizó una ampliación muy positiva del fotodrama sobre una decena de pa
cientes hospitalizados en psiquiatría por trastornos variados que iban del autismo a la depre
sión. Cf. Kimelman, M.; Tomkiewicz, S.; Maffioli, B.; «Le photodrame en institution psychia
trique. Réflexions sur l'image corporelle», I..evocation Psychiatrique, 1 983, 48, 1, pág. 75 y ssq.
1 6. Cf. Le Breton, David. «Corps et antropologie. De lefficacité symbolique», Diogene, nº 1 54,
1 99 1 .
1 57
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
El rostro oculto
1 7. Cf. Una experiencia de videoexploración llevada a cabo durante varias semanas con un gru
po de adolescentes «socialmente inadaptados» y que sufrían de trastornos de personalidad,
bajo la égida de un educador que conocen y de una psicóloga exterior al establecimiento. El
contrato estipulado con ellos destaca que ninguno filmaría, a menos que lo pidieran expresa
mente. Los adolescentes disponen de la cámara de video con libertad en un espacio transicio
nal donde ninguno es juzgado. Luego del desorden de las primeras sesiones, esos adolescen
tes marginalizados, insatisfechos consigo mismos, comienzan a tener en cuenta su apariencia.
Aportan sobre sus rostros y sus personas juicios más favorables, cuidan su aspecto (peinado,
etc.). Por el contrario, el moderador se quiebra, pierde las defensas habituales de su papel, y se
encuentra librado permanentemente a los primeros planos agresivos de los jóvenes. Confron
tado a una imagen de sí que busca reprimir (su edad, su cabello entrecano, etc.), ya no puede
continuar. Y la experiencia termina allí, mostrando con brutalidad las ambivalencias de la he
rramienta video. Cf. Linard, M. y Prax, 1. op. cit., págs. 1 1 0- 1 6 1 .
1 58
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro oculto
y que a menudo las preceden: el «signo del espejo», durante el cual el individuo
examina durante largo tiempo y con mucho detalle su rostro reflejado en el es
pejo, al mismo tiempo que lo palpa en todos los sentidos, ensaya diversas mí
micas, etcétera. El contacto visual y táctil es frecuente, y puede prolongarse por
horas. A menudo, el individuo, consciente de lo insólito de su comportamien
to, se aisla de sus allegados y a escondidas se abandona a la conducta que se le
impone. Pero apenas es descubierto por su entorno, se libra abiertamente y sin
contención a ella, aunque incapaz de darle un significado. P. Abély ve en esa ac
titud fascinada el intento de disipar la inquietud que surge de un sentimiento de
despersonalización. El individuo en crisis se entrega a una búsqueda de límites,
de reaseguro ante una realidad que parece esconderse, y recurre a la señal ma
nifiesta que arraiga el sentimiento de identidad: el rostro. Deja de temer al juicio
irónico de los otros ante la ruptura de una convención social que realiza poses
ante el espejo, en momentos provisorios, sin un fin en sí mismo, y nacen de la
necesidad de arreglarse, higienizarse, afeitarse o peinarse. Un esfuerzo irrisorio,
a pesar de las prevenciones sociales, por aferrarse a la solidez del rostro cuando
el sentimiento de identidad se disgrega. Última defensa presentida por el suje
to antes de la catástrofe que lo amenaza. El «signo del espejo» es un elemento de
diagnóstico muy preocupante. Uno de los enfermos a cargo de P. Abély declara,
para explicar su conducta: «Es para reencontrarme». 18
Otro episodio perturbador surgido de la ambivalencia del rostro: la heauto
scopía. Ésta traduce el desdoblamiento del sujeto que ve con angustia su propia
imagen despegándose de sí y llevando una vida autónoma junto a él. «La aluci
nación heautoscópica -escriben Hecaen y Ajuriaguerra-, se caracteriza en ge
neral por la aparición súbita ante los ojos del sujeto de un verdadero doble de
sí mismo, como si un espejo hubiera sido colocado bruscamente ante él». 19 Se
trata de una visión a menudo efímera que no resiste al esfuerzo del sujeto invo
lucrado por comprenderla mejor y que termina por desaparecer. La aparición
especular tiene todos los signos vitales: se mueve, es expresiva, autónoma. No
concierne sólo al rostro, abarca al sujeto en su totalidad, pero es evidente que
éste juega allí un papel fundamental en la medida en que s ólo él puede identifi
car sin ambigüedad al hombre con toda precisión y suscitar la angustia más in-
1 8. Abély, Paul. «Le signe du miroir dans les psychoses et plus spécialement dans la démence pré
coce», en Corraze, J. lmages spéculaires du corps, Toulouse, Privat, 1 980, págs. 203 -2 1 3 . Véa
se también el texto de J. Corraze sobre este síntoma, pág. 40 y ssq.; Véase asimimsmo Delmas,
André. «Le signe du miroir dans la démence précoce», Annales médico-psychologiq ues, 1929,
n• l, págs. 227-233.
19. Hécaen, H.; De Ajuriaguerra, J.; Méconnaissances et hallucinations corporelles. lntégration et dé
sintegration de la somatognosie, París, Masson, 1 952, págs. 3 1 0-343.
1 59
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
20. En Maupassant se encuentra una serie de novelas cortas que ilustran en un clima de angustia
el tema del doble en formas heautoscópicas: Él ( 1 883), El Horla ( 1 886- 1 887), ¿ Un loco? ( 1 884),
¿Quién sabe? ( 1 890). Inspiración ciertamente relacionada con la progresión que sentía Mau
passant de la parálisis general que debía acabar con él en 1 893, a los 43 años. P. Sollier evoca al
respecto una alucinación heautoscópica vivida por Maupassant y contada a un amigo: «Esta
ba en su mesa de trabajo, cuando le pareció escuchar que la puerta se abría. Su criada tenía or
den de nunca entrar mientras él escribía. Maupassant se volvió y no fue poca su sorpresa al ver
entrar a su propia persona que vino a sentarse frente a él, con la cabeza apoyada en la mano Y
se puso a dictarle todo lo que él escribía. Cuando hubo terminado, se levantó, y la alucin ación
cesó», Sollier, P. Les phénomenes d'heautoscopie, París, 1 903.
2 1 . De Maupassant, G. El Horla (segunda versión). Se puede encontrar la misma imagen angus
tiada en la primera versión del cuento. El miedo al doble que devora al sujeto es un tema re
currente en la obra de Maupassant, de quien se conoce el rechazo a dejarse fotografiar o a de
jar publicar una imagen suya en los periódicos.
1 60
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El rostro oculto
que acompaña a una psicosis o a un estado fronterizo, puede volverse una rea
li dad durable y la mayoría de las veces, definitiva, casi indiferente, en el caso del
arribo progresivo de un anciano hacia lo que la psiquiatría llama demencia or
gánica. Se han realizado muchas observaciones sobre este tema. En un clima de
confianza, Jacques Postel confrontó a su imagen especular a unos cincuenta an
cianos afectados de «demencia tardía», después de haberles pedido que reali
zaran el dibujo de una persona y de haberles preguntado sobre el conocimien
to que tenían de su cuerpo.22 J. Postel distingue diferentes fases en el desconoci
miento progresivo de sí. En los dos primeros grupos, los sujetos reconocen sin
dificultad su rostro, a menudo con un sentimiento de desvalorización ante los
efectos del envejecimiento marcados en sus rasgos. Sólo ligeras amnesias los dis
tinguen de sujetos válidos de su edad. En el tercer grupo, los sujetos se recono
cen pero demuestran cierta indiferencia ante su reflejo especular, al que consi
deran con actitud distante. A menudo, se nombran con su nombre de pila y ha
blan de su rostro en tercera persona: «Es Eugenia -dice una mujer (nombrán
dose a sí misma)-, veo su retrato». A partir del siguiente grupo, el aspecto ope
rador y simbólico de la propia imagen está alterado. Al cuarto grupo pertenecen
ancianos que ya no reconocen su reflejo especular ni pueden identificar su foto
grafía. A través de la desimbolización de su relación con el mundo, han perdi
do la facultad de dar un sentido a su propio rostro reflejado por el espejo, pero
aún distinguen vagamente una forma humana. En el grupo siguiente, los ancia
nos han perdido no sólo la facultad de reconocer su propio rostro, sino también
la de distinguir, aunque sea con dificultad, una forma humana. No obstante, se
observa una especie de fascinación por un punto del reflejo, una especie de afe
rramiento a la imagen de la cual es imposible precisar el significado. En el últi
mo grupo, la alteración es aún más grande pues el lenguaje ha desaparecido, al
igual que las funciones instrumentales en sí mismas. Este estadio es el de la «al
zhe imerización completa» (J. Ajuriaguerra). En la progresión de la demencia, la
identificación del rostro presentado en un espejo es una última forma de resis
tencia, la última oportunidad de asignarle una significación, incluso un valor, a
u n sentimiento de identidad en decadencia.
22. Poste!, Jacques. «Les troubles de la reconnaissance spéculaire de soi au cours des démences tar
dives», en Corraze, J. lmage spéculaire de soi, op. cit., págs. 2 1 5-271 . Véase también De Ajuria
guerra, J.; Rego, A.; Tissot, R.; «A propos de quelques conduites devant le rniroir de sujets at
teints de syndromes démentienls du grand age», Neuropsychologia, 1 963, nº l, págs. 59-74.
161
ROSTROS. Ensayo antropológü:o 1 David Le Breton
El doble
1 62
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El doble
24. Recordemos que para Otto Rank, «la desgracia del héroe es consecuencia de su naturaleza ego
céntrica, de su disposición al narcisismo... En el psicoanálisis, se consideran esas alteraciones
como un mecanismo de defensa en que el individuo se separa de una parte de su Yo de la cual
se defiende, de la cual querría ecapar». El Yo se escinde y proyecta hacia afuera las pulsiones
reprimidas, hasta que éstas se vuelven más fuertes que los mecanismos de defensa e invaden
al Yo del sujeto de modo persecutorio. No abordaremos estos puntos, sensatamente analiza
dos en Rank, Otto; Don Juan et le double, París, Payot, 1 973, pág. 85.
2 5. Una novela de Thomas Tryon (Le visage de lautre, Livre de poche, 1 973. [En español: El Otro,
Madrid, Editorial Ópera Prima, 200 1 ) ), adaptada al cine por Robert Mulligan (El otro, 1 972)
reúne toda la temática del doble con la originalidad de inscribirla en la gemelidad. Holland y
Niles son dos jóvenes gemelos de una semejanza casi absoluta. Pero uno es todo amor, en tan
to que el otro es un criminal. Uno de ellos muere en un accidente, pero ¿cuál? Para el gemelo
que sobrevive, su hermano siempre está allí, cerca de él, y adopta su carácter.
1 63
ROSTROS. En.sayo antropológico 1 David Le Breto11
26. Rank, Otto, op. cit.; Frazar, J.; «Tabou ou les périls de l'ime», en Le rameau dar, París, Lafont,
1 98 1 , págs. 538 y sqq. El mito de Narciso es revelador al respecto.
1 64
5. EL ROSTRO ES 01'RO 1 El doble
su sorpresa al verlo velado como por una bruma y con gotas que se deslizaban
sobre él, semejantes a lágrimas. Conmocionada, anunció la novedad a su ma
rido: «El espejo seguramente tiene algo que no es natural, hemos visto que llo
raba». El hombre se burló de ella. Pero al día siguiente, al escuchar un grito, la
mujer acudió para encontrar a su ahijada aterrorizada ante el espejo: « . . . y fue el
turno de la anciana de retroceder espantada, pues un rostro de mujer aparecía
en el espejo, que no era el suyo ni el de la joven, ni de nadie que conociera. Era
-contaba luego- una figura pálida, con cabellos mojados que chorreaban». En
tonces, el espejo fue tirado al mar.27
El imaginario social es igualmente rico en creencias y relatos relativos a la pér
dida de substancia a la que se expone el hombre que deja que su rostro se des
prenda de él en forma de fotografía o de retrato. Como si el pintor o el fotógra
fo sustrajeran así el alma del modelo. Al librar a cualquiera que llega a esa parte
esencial de su identidad, éste corre el riesgo de manipulaciones susceptibles de
arrancarle la vida. Dar su rostro al otro, más que perder «la face», es arriesgarse
a perder la existencia. En El retrato oval, E. A. Poe cuenta la historia de un pintor
que pone todo su amor en la ejecución del retrato de su mujer mientras que la
abandona, entregado completamente a su arte. En cada avance de la obra, pare
ce que una parcela de vida es arrancada a la modelo y que lentamente su rostro
s e apaga. La pincelada que termina la pintura signa el último suspiro de la mu
jer, en tanto que el retrato se anima extrañamente con lo colores de la vida.
Entre Dorian Gray y su retrato, la identidad es absoluta, y ésta sólo puede pa
sar, justamente, por la similaridad del rostro. Lo que separa al modelo de su efi
gie concierne al desdoblamiento psicológico de Dorian. Él hace un intercambio
con su retrato, el que conserva por siempre el rostro juvenil, de modo que ya no
tiene que temer al desgaste del tiempo, y proyecta en la tela la ejecución de las
tendencias que antes reprimía. Delega en el retrato que lo representa en su rea
lid ad viviente el peso de los crímenes que comete con toda inocencia, sin expe
rimentar jamás remordimientos ni los deterioros del tiempo. Como concien
c ia objetivada de sus conductas, el retrato se altera en cada exacción, envejece,
se degrada a través de una especie de aritmética del mal que se traduce en una
fe ald ad creciente. Es el «mal», es decir lo que el protagonista puede mirar en el
ret rato sólo después de haber proyectado la responsabilidad sobre otro que se le
parece en cada rasgo, pero del que se despega. Independiente de la tela, preser
vado de lo ultrajes de la vejez, si rostro permanece en su eterna juventud mien
tras que sus compañeros envejecen y se asombran de su vitalidad siempre in-
27. Le Braz, Anatole. La légende de la mort chez les Bretons armoricains, París, Honoré Champion,
1 928, t. 2, pág. 1 72.
1 65
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
28. Tournier, Michel, La goutte dor, París, Gallimard, 1 986. [En español: La gota de oro, Madrid,
Alfaguara, 1 988] .
1 66
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El doble
viaje impulsado por una pareja de turistas que le tomó una fotografía sin su con
sentimiento. Le prometieron enviarle la foto. La espera día tras día, reprendido
por su madre: «Una parte tuya ha partido... Si después estás enfermo, ¿cómo te
sanaremos?». Los acontecimientos desfavorables que afectan a Idriss serán ad
judicados desde entonces a ese poder que permite al otro manipular el alma a
través de su reflejo fotográfico. El uso maléfico de la fotografía permite explicar
la desgracia. La creencia es banal y exige preservarse de esa vulnerabilidad, para
no vivir luego en la permanente angustia de estar bajo amenaza.
En esa misma novela, M. Tournier ofrece un bello ejemplo de la obra de crea
ción de los actores cuando manipulan las tradiciones, ritos y creencias de su so
ciedad, desplazándolas o transformándolas a su manera para dar sentido a los
acontecimientos que de otro modo quedarían sin explicación, incluso a veces
contradictorios con las ideas más comúnmente compartidas. Así, Idriss conoce
a un hombre anciano, ex militar del ejército francés en la segunda guerra mun
dial, que considera que en ciertas condiciones, a la inversa, una fotografía pue
de proteger de la desgracia. Ese anciano goza del temible privilegio de ser el úni
co hombre del oasis que posee una fotografía. Expone al niño un singular mes
tizaje de creencias armado a su conveniencia. A la pregunta de Idriss, que quie
re saber si una fotografía puede ser nefasta, responde que para no perjudicar al
hombre que ésta representa, debe estar bien adherida al muro, vigilada para que
no caiga en malas manos. En la foto amarillenta del anciano, se ven tres milita
res: él mismo en su juventud con dos amigos del mismo regimiento. Pocos días
de spués de tomada la fotografía, el amigo de Idriss se entera de la muerte suce
siva de sus dos compañeros. «Pienso que esta foto me dio buena suerte porque
la llevaba conmigo. En cuanto a los otros dos, por supuesto, no era su culpa si
habían dejado partir su imagen. No hay que hacer esas cosas. No puedo evitar
pensar que, si hubiera podido darle su foto a cada uno, quizás nada les hubiese
sucedido». En uno y otro caso, propicio o nefasto, el rostro separado del hom
bre no se presenta como una realidad indiferente, compromete la existencia y
demanda en ese sentido una vigilancia minuciosa. El rostro es demasiado valio
s o y vulnerable para dejarlo en otras manos.
Ciertos fotógrafos no niegan el vértigo experimentado al captar un rostro a
tr avés del objetivo y luego, el de poder contemplarlo a su gusto cuando está en
el p apel. Ben Maddow, por ejemplo, confiesa que «cada uno siente, en sus me
jores retratos ( ... ) no sólo cierta verdad espiritual, sino también algo más: una
e sp ecie de cálida y bienintencionada avidez; la sensación nueva que todo todo
fotó grafo experimenta, si es honesto, en el momento en que presiona el botón:
la exaltación particular que procura poseer la foto. Uno "ha capturado" al suje-
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
to: es de uno para siempre, o al menos hasta que el propio papel se convierta en
polvo».29 La fotografía, sobre todo la del rostro, extrae parte de la substancia del
hombre así expuesto.
29. Maddow, Ben. Visages. Le portrait dans l'histoire de la fotographie, París, Denoel, 1 982, pág.
1 20.
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Disimetría del rostro
30. Abraham, Pierre. «Une figure, deux visages», La nouvelle Revue Franfaise, 1 934.
3 1 . En lo concerniente a la esculturas o retratos pintados, la historia del arte retiene períodos di
ferentes donde alternan simetría y disimetría del rostro. Por supuesto, una obra asimétrica de
muestra la expresividad que irradia el rostro humano. A la inversa, una obra simétrica se aleja
del hombre, le da un aspecto más solemne al personaje representado. Las figuras que se desta
can, por ejemplo, en las cúpula de las iglesias ortodoxas, fundadas en una simetría rigurosa y
un diseño depurado del rostro, dan a los santos una dimensión hierática, una presencia cuyo
magnetismo corresponde a su nivel de abstracción.
169
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
32. En neuropsicología o en psicología cognitiva aprecen trabajos sobre los mecanismos del reco
nocimiento de los rostros. Su lectura deja en el antropólogo una sensación dividida. Por una
parte, a causa de la subordinación del análisis a modelos biológicos que conducen a la elimina
ción pura y simple de todos los aspectos simbólicos y afectivos, aspectos juzgados poco cien
tíficos, sin duda, pero sin los cuales el reconocimiento de los rostros no se distingue en nada
del aprendizaje de las tablas de multiplicar o de las páginas de un calendario. Por otra, ese de
jar de lado lleva a privilegiar experimentos de laboratorio, separados de la existencia real de lo
hombres y de sus preocupaciones cotidianas, y termina haciendo desalentadores y abstractos
tales trabajos. Expuestas estas reservas, para poner en perspectiva dichos trabajos, remitimos
a Bruyer, Raymond. Les mécanismes de reconnaissance des visages, Grenoble, PUG, 1 987.
33. Bruneau, Ch.; citado por Renson, Jean. op. cit, pág. 397.
1 70
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 El reconocimiento de los rostros
Imaginemos por un isntante una sociedad donde esté permitido a cada in
dividuo cambiar de rostro a su antojo, con ayuda de máscaras cuidadosamen
te concebidas. Privados de consistencia y de duración, los rasgos se vuelven va
riables, animados por actores graciosos, embriagados por las posibilidades que
se les ofrecen. Pero a partir de allí, toda institución se vuelve caduca. Imposible
saber quién es quién. No sólo se puede inventar nuevos rostros, sino también
copiar los de otros para revestirse provisoriamente de ellos. La imagen se pier
de en un dédalo de variaciones sabrosas. Asímismo, se puede ampliar este sue
ño en vigilia haciendo desaparecer los relieves del rostro, volviéndolo una su
perficie lisa, puramente funcional, no sólo privada de la nariz, como el persona
je de Gogol, sino de sus otros atributos. La posibilidad de multiplicar el propio
rotro o, a la inversa, de hacerlo desaparecer, lleva a la eliminación del individuo
y, en consicuencia, la de toda institución social incripta en la duración. La in
tracción se hace difícil de considerar, salvo bajo el imperio de la pulsión. Entre
el Mismo y el Otro, ya no hay separación del rostro. La imposibilidad de iden
tificar al otro lleva como corolario, a la identificación de sí. Sin un rostro único
que le dé cuerpo a un individuo único y siempre el mismo, que envejece y mue
re con rasgos idénticos, ninguna relación con otro es pensable, salvo en la esce
na de la fantasía.
No obstante, en el transcurso de la vida cotidiana, el reconocimiento de los
rostros puede prestarse a confusiones, a olvidos, a pesar de las consecuencias
desagradables que de ello derivan, tanto para quien cometió ese enojoso error
como para quien no ha sido reconocido. Una encuesta llevada a cabo con una
veintena de hombres y mujeres durante ocho semanas, que pone el acento pre
cisamente en las dificultades que surgen a veces para identificar con precisión
un rostro, llega a elaborar un inventario de los malentendidos más frecuentes al
respecto: la persona encontrada que por error uno toma por un desconocido, o
bien por otro; o aun, ella evoca una sensación de familiaridad pero es imposi
ble identificarla con más precisión (en realidad, el individuo no la conoce); o fi
nalmente, éste percibe de entrada como conocida a la persona que encuentra,
sin que la memoria, débil, logre sostentar esa sensación. 34 Malentendidos inevi
tables en nuestras sociedades donde las relaciones sociales se amplían mucho
más allá del entorno familiar y abarcan contactos con interlocutores numero
sos, cambiantes, que provienen de instituciones indispensables para el ejercicio
de la vida cotidiana de cualquier actor (escuela, comercios, hospital, banco, co
rreo, médico, dentista) .
3 4. Young, Y.; Hay, D.; Ellis, H.; «The faces that launched a thousand slips: everydeay difficulties
and errors in recognizing people», British Journal ofpsychology, 76, págs. 495-523.
171
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 72
5· EL ROSTRO ES OTRO 1 El reconocimiento de los rostros
ojos ... (señalando su lugar en el aire con el pulgar), la nariz, en el medio, la boca
debajo. Siempre igual. En cambio, si tuvieras los dos ojos del mismo lado de la
cara, por ejemplo.. ., o la boca en la frente ... , eso sí que sería diferente».35 Pero el
rostro, justamente, es una totalidad, una gestalt, y no un conjunto de fragmen
tos o de elementos yuxtapuestos.
Existe sin embargo un trastorno de la personalidad: la prosopagnosia, que se
traduce por la incapacidad de reconocer los rostros a causa de una alteración de
los hemisferios cerebrales. La alteración no afecta solamente la discriminación de
los rostros, sino que más bien señala una impotencia para individualizar, iden
tificar la singularidad del otro. El sujeto percibe una vaga familiaridad al mirar
el rostro de un allegado, o incluso el suyo, aunque sin lograr discernir su origen.
Cuando se mira en el espejo, puede preguntarse si el que percibe es él mismo u
otro, y frecuentemente busca asegurarse de eso haciendo mímicas.
Ese trastorno de la percepción es aislado, no tiene origen en una patología
asociada (esquizofrenia, angustia), ni en una alteración de los sentidos, pues el
sujeto registra los otros stimuli de su entorno, su sensorialidad no está afectada.
Tampoco sufre ningún trastorno intelectual. Ha perdido la significación de su
rostro y la de los otros. A lo sumo, haciendo un esfuerzo de síntesis y apoyándose
en algunos indicios significativos, puede llegar a identificar un rostro particular,
pero lo hace del modo en que se unen los elementos de un rompecabezas para
reconstituir una figura. Y sólo reconoce a quienes ostentan un rasgo distintivo:
una cicatriz, una forma particular de nariz o de labios, un color de cabello, et
cétera. El rostro es para el sujeto afectado una página en blanco, privado de dig
nidad y de investidura. Está ubicado en el mismo plano de cualquier objeto del
entorno. El sentido de su gestalt se ha perdido, sólo persiste la captura de una
suma de detalles que exige un dificultoso esfuerzo de reflexión antes de volver
se el indicio posible del reconocimiento. Incluso, la investidura afectiva no bas
ta para invertir la situación. El hombre que sufre de ese tipo de agnosia no reco
noce a su mujer o a sus hijos más que a sus colegas de trabajo o a su médico. Por
otra parte, ninguna de las informaciones que atraviesan el rostro en el transcur
so de un intercambio le es accesible. Incapaz de descifrar los signos expresivos
sobre los rasgos de sus interlocutores, debe tomar como referencia las modula
ciones de la voz o el tacto para llevar adelante una conversación.
35. Carrol. Lewis. De lautre coté du miroir, París, Aubeir-Flammarion, 1 9 7 1 , págs. 1 67- 1 68. [En
español: Alicia a través del espejo y todo lo que ella encontró allí, Buenos Aires, La página, 2005,
pág. 9 1 ] .
1 7'.\
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Semejanza
1 74
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 SemejanZ4
Cuando nace un niño, los familiares se inclinan sobre su rostro para distin·
guir las señales de semejanza: «El mentón es del padre», «los ojos, exactos a lo:
de su madre», «la frente es la de su abuelo, la tiene igual . . . » El imaginario de h
sangre, de la herencia, intenta sobre todo probar el lazo, fecunda un imagina·
rio de la semejanza entendido como herencia biológica -que la mayoría de la:
veces ignora las apariencias. El rostro del niño se convierte en un collage de loi
rostros de unos y otros. El amor ya lo envuelve con sus exigencias. Y la cuna de:
niño se vuelve un lugar de explicación entre las familias. En El último justo, A
Schwarz-Bart reproduce el debate que se desarrolla alrededor de un recién na
cido de la familia Levy: «¿A quién se parece? La pregunta no se planteó; era evi
dentemente el formato de los Levy, que el pequeño señor Levy padre le habfa
transmitido muy a su pesar. Mutter Judith no se detuvo a examinar los ojos, na
riz, boca, como lo hubiera hecho si la menor duda hubiera aparecido en cuan
to a la "pertenencia" del recién nacido [ . . . ] "Se parece a nosotros': En vano, fa
señorita Blumenthal recordó la fuerza natural de su difunta madre, detalló un
labio cosido con pequeños puntos sintomáticos, se lamentó acerca de una na
riz corta que visiblemente venía del lado Blumenthal: no hubo forma, el niñ(]
no era de su sangre».36 Pero las horas de gracia en que el círculo familiar comul
ga en torno a la semejanza, a veces, sólo duran un tiempo. «Al crecer, el enig
ma viviente puso a las dos partes en conflicto: fue evidente que no era Levy, ni
Blumenthal, sino una cruza desconocida de criatura humana con bestia germa
na. El recién llegado, Moritz, parecía ante todo deseoso de no sobresalir entre
su traviesos compañeros, y lo lograba muy bien, por otra parte, pues lo ayuda
ba un físico apropiado».
En la tradición popular, la semejanza del niño con sus padres vale como con
firmación de la legitimidad de la filiación. Sobre todo la del padre, puesto que
la paternidad nunca está tan asegurada como la maternidad. Elimina la sospe
cha de bastardía y refuerza el sentimiento de identidad familiar. «QuiP.n se pa
rece a padre y madre no es bastardo», «Si el hijo se parece al padre, no hablo mal
de la madre», «de tal palo, tal astilla». A la inversa, «gran vergüenza para la ma
dre que no se parezca al padre». Y sin embargo, como es característico del sa
ber popular el conectar las sinuosidades del mundo y tener una respuesta lista
para todas las situaciones, se dice que «podemos tener hermanos aunque no nos
parezcamos».37 En este caso, la discordancia es a la vez física y moral.
1 75
l<U:il l<W. lmSayo anrropoiogico 1 uav1a u areron
1 76
5. EL ROSTRO ES OTRO 1 Semejanza
en el cual la madre que recibió al niño es ahora aquella cuyo rostro vela su en
trada pacífica a la muerte.
La semejanza es también a veces una voluntad, un deseo de identificarse con
un modelo prestigioso que lleva al admirador a tomar los rasgos de su ídolo. Ade
más de las maneras de ser, los signos copiados son esencialmente los que afectan
al rostro; un estilo de peinado, por ejemplo. La asimilación al otro, el deseo po
deroso de revestir el propio rostro con el de aquel para salvar cualquier distan
cia, llevan a numerosos jóvenes, por ejemplo en Estados Unidos, a recurrir a la
cirugía estética para modelar el rostro de Elvis Presley, Mickael Jackson u otra
estrella. Un procedimiento simbólico de identificación que toma al pie de la le
tra la fantasía para marcarla en la carne. El admirador ya no se contenta con los
recursos del imaginario y pone su cara en el cuerpo del comediante o del cantan
te. La voluntad de metamorfosis por medio de la máscara se expresa aquí clara
mente. Conduce a la sublimación de una vida percibida como mediocre adop
tando sin perjuicios una nueva personalidad, gracias a una operación quirúr
gica en sí y en su propia existencia. El procedimiento no basta quizás para sus
tentar el sentimiento de identidad en el sentido buscado, pero los beneficios se
cundarios no son despreciables en el vecindario o en el grupo de amigos. La es
trella admirada es clonada sin saberlo y reina en innumerables lugares en for
ma de simulacros.
La asimilación al otro puede traducirse también por una ascesis, un ruego di
rigido a un rostro interior para confundirse con aquel. Jacques Lacarriere escri
bió sobre la semejanza de los hombres del monte Athos, en Grecia. Ésta es que
rida, buscada, anticipa ya el designio de Dios: «La semejanza aquí es tan per
fecta entre los rasgos imaginarios de los santos y los rostros reales, que los de
talles exteriores como la barba, el cabello, la indiferencia con respecto al arre
glo personal, no son los únicos responsables. ¿Cómo se plasma en el cuerpo, los
huesos, la carne, ese lenta composición, esas sutiles disposiciones que modelan
poco a poco los rostros vivos sobre los de los muertos?». La identidad del hom
bre por la oración, la comunión en tomo a un mismo ideal: «¿No se trataría aquí
de dar a cada uno el rostro del otro, de conferir a la comunidad rasgos únicos?
Esto explica por qué en tantos frescos bizantinos, los rostros de la multitud se
pa recen. No es la carencia del pintor o la torpeza del pincel, sino la imagen an
ticip ada de las multitudes del otro mundo, de ese gran rostro anónimo que será
el de todos».39 Más tarde, J. Lacarriere encuentra un ermitaño que le explica la
si g nificación de ese parecido: «Es porque en esta vida, su santidad o su ascesis
39 . Lacarriere, Jacques. Eété grec. Une Grece quotidienne de quattre mille ans. París, Pion, 1 975,
p ág. 52.
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 78
s. EL ROSTRO ES OTRO 1 La gemelidad
La gemelidad
El desconcierto que surge al confrontar dos rostros que parecen una dupli
cación uno del otro se explica porque esa proximidad anula la diferencia ínfima
que calma la inquietud de cada uno acerca de su singularidad. Se introduce una
turbulencia en la regularidad y familiaridad del mundo. Suspende por un ins
tante la seguridad ontológica poniendo en cuestión el principio en sí mismo de
la identidad y de la individualización. ¿Qué garantía resta entonces de ser uno
mismo si los límites pueden ser disueltos a tal punto? La figura del doble toma
cuerpo en la trama de la sociabilidad. De este modo, los gemelos encaman cier
ta repetición de la apariencia. Incluso pueden parecerse en todos los aspectos:
el mismo rostro, los mismos ojos, el mismo color de cabello, las mismas expre
siones. Y ciertas parejas de gemelos sienten también la necesidad interior de ale
jar cualquier sombra de diferencia posible para comulgar en la fusión gemelar,
la societa intrageminale (Luigi Gedda), con el fin de oponerse mejor a las des
gracias «sin igual»40 que pueblan el mundo con su imperfección. La relación es
pecular de los gemelos puede ser a tal punto fina que René Zazzo, al recordar la
disimetría de todo rostro, observó que en muchos de ellos, uno sonríe más bien
hacia la izquierda del rostro y el otro más bien hacia la derecha.41 Sin embargo,
los gemelos suelen ser a menudo los últimos en ver que se parecen a tal punto.
Confrontado al espejo, el gemelo puede tener la sensación de que no es él quien
está allí, sino su hermano o hermana, de quien no se distingue. Hay que hacer
una mímica, por ejemplo, para convencerse de que el reflejo es el suyo. Al obser
var fotografías, debe hacer un esfuerzo de memoria para identificar quién está
40. Cf. Tournier, Michel. Us météores, París, Gallimard, 1 975. [En español: Los meteoros, Madrid.
Ediciones Alfaguara. 1 986] .
4 1 . Zazzo, René. Le paradoxe du juemau, París, Stock, 1 984.
1 79
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
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5. EL ROSTRO ES OTRO 1 La gemelidad
ta el saltamontes en dos y dice: "Mi madre debe morir': La niña hace lo mismo
y dice: "Mi padre debe morir': Por esos dos gestos opuestos y complementarios,
se espera anular las amenazas contrarias que ellos anuncian y actualizan. Pero es
en vano, nos dicen: los gemelos crecen y uno de los padres muere, o uno de los
gemelos muere y los padres viven».43 En la tradición cultural Moundang, la re
ferencia a la semejanza está evocada etimológicamente en el término que desig
na el hecho de la gemelidad. En otras sociedades, especialmente en África occi
dental, la llegada de gemelos es, a la inversa, una señal propicia de fecundidad.
El doble nacimiento o la semejanza excesiva no son planteados como un obstá
culo para la vida en común o como causa de temor. De una sociedad a otra, el
efecto de duplicación creado por la gemelidad suscita la ambivalencia o la bue
na suerte y, a través de las fantasías que despierta, el misterio del doble que deja
ver. En ninguna parte ella es recibida con indiferencia.
4 3. Adler, Alfred. «Les jumeaux sont rois», I:homme, n• 1 -2, 1 973, t. 1 3, pág. 1 76.
6. Ocultando el rostro
Gesticular
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 84
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Gesticular
se sobre la educación que sigue su camino. El niño goza de la mueca que hace o
que percibe en el rostro de otro, así como de una palabra grosera que pronuncia
o que escucha decir. Lo demuestra el fenómeno muy conocido de los niños his
triónicos y gesticuladores, apretujados unos con otros y con sus rostros aplasta
dos contra la ventanilla de un auto, que provocan a un automovilista cómplice
o incómodo según el caso, que sólo tiene una prisa, la de ponerse al abrigo de la
ofensiva infantil contra el orden expresivo.
M. A. Asturias, en Maladrón (Epopeya de los andes verdes),2 cuenta las aventu
ras de un puñado de conquistadores perdidos en los Andes durante la conquista
española. Separados de su Compañía, están en la búsqueda de la unión mítica de
los dos océanos. Adeptos de una secta solidaria con su condición de aventure
ros impiadosos, la de los saduceos gesticuladores, veneran al Maladrón, el «ver
dadero mártir del Gólgota, crucificado como ladrón cuando en realidad había
sido filósofo y escriba, experto en política y descendiente de los «Grandes Sacer
dotes». Devenido en sus mentes como el «Príncipe de los Ladrones», «disimula
mejor las ganancias y los riesgos de la conquista» pues «la religión de Jesucris
to no era conveniente para hombres como ellos, que se dedicaban a lo material,
a la guerra con sangre y a la paz con oro. La paz y la guerra. El oro y la sangre.
El mundo de los demonios y, por añadidura, los placeres carnales». Los adeptos
de la secta oran diariamente en largas sesiones rituales de gesticulaciones desti
nadas a recordar los sufrimientos en la cruz del Maladrón. Una religión de sar
casmo y desafío que hace de la mueca lo esencial de su liturgia. «Esta manera si
lenciosa de orar, sin palabras, a través de muecas burlescas y horribles contor
siones, fue introducida cuando se reformó la ley original de los saduceos, des
pués de la muerte de Nuestro Padre en la cruz. Como han hecho de él la carica
tura más ingrata -hasta llegaron a llamarlo Babu, nombre de triste procedencia
pues viene de babuino... con el fin de desacreditarlo por los siglos de los siglos
atribuyéndole una cara de gigante, de rufián y de réprobo, contraída en el mo
mento de su muerte por las convulsiones de la agonía y la tempestad de sus re
mordimientos-, sus continuadores y discípulos decidieron transformar en rito
la pantomima trágica y homenajearlo con el juego de esa fiesta facial». Asturias
termina así con la significación social de la mueca, mezcla de burla y rebeldía,
de astucia e independencia, al hacer de ella el signo más manifiesto de una li
turgia de bárbaros.
La ruptura operada en el orden habitual de la comunicación es igualmen
te clara en el cine de terror o en la historieta, donde se usa libremente el «rictus
2. Asturias, Miguel Ángel, Le larron qui ne croyait pas au ciel, París, Albín Michel, 1 970 [En es
pañol: Maladrón (Epopeya de los Andes verdes), Madrid, Alianza, 2005) .
1 85
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Caracterizar
1 86
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Camcterizar
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
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6. OCULTANDO EL ROSTRO I Maquilla1
te las ventajas de uno y otro. El actor se crea así un «área transicional» (Winni•
cott) que le permite asumir mejor su condición de migrante y su división entrci
dos culturas. En otros casos, el «maquillaje», puesto que a menudo implica una
intervención nociva en el rostro, es una actitud quizás más ambigua: una bús
queda más dolorosa de identidad puede prevalecer sobre el juego.6
Deshacerse del propio rostro, como quitarse un vestido, con la misma des
concertante facilidad, tal parece ser el sueño secreto. Es lo que nos enseña la ale
gría que nace con el uso de una máscara o con la caracterización, y el deseo de
volver a ellas a través del carnaval o las actividades lúdicas. Recurrir al velo pro
longa también la tentación por la metamorfosis, el juego sutil entre el deseo de
estar allí y en otra parte a la vez, identificado con los rasgos propios e invento11
fascinado de otros rostros. Oscilación entre el Mismo y el Otro que ofrece al ac
tor los numerosos perfiles de su rostro interior.
Maquillar
6. Cf. Los trabajos de Ondongo, Joseph, «Noir ou Blanc? Le vécu du double dans la pratique du
"maquillage" chez les Noirs», Nouvelle Revue d'Ethnopsychiatrie, l 984, nº 2; «La peau, interfa
ce de la pathologie transculturelle. Un exemple: la pratique du Xessal au Congo», en Reverzy,
J.-F., y Carpanin Marimoutou, J.-C., !les etfables, París, I.;Harmattann, 1 989.
1 89
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 90
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Maquillar
7 . Mann, Thomas, La mort a Venise, Livre de poche, pág. 1 23. [En español: La muerte en Vene
cia, Edhasa, 1 9 1 2 ] .
8 . «Visagiste», neologismo derivado de «Visage» (rostro).
9. Burguelin, Olivier, «Promenade cosmétique chez les antiques et les modernes», Traverses, Ma
quiller, nº 7, 1 977.
191
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
1 92
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Maquillar
1 93
ROSTROS. Ensaya antropológico 1 David Le Breton
1 2 . Cf. Le Breton, David, Anthropologie du corps et modemité, op. cit. [En español: Antropología
del cuerpo y modernidad, op. cit. ] .
1 94
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Velar
Velar
Numerosas sociedades imponen el uso del velo que oculta el rostro para di
ficultar el reconocimiento de parte del hombre o ponerlo al abrigo de malas in
fl uencias. Las razones son múltiples y no entraremos en la evocación detallada
de ese uso pues nuestro propósito concierne al rostro y a los efectos de meta
morfosis de la identidad que suscita el juego de velarlo o develado. J. Frazer, en
La rama dorada, describe numerosas sociedades que decretan para algunos de
sus miembros un tabú que les impide mostrar o ver su rostro. Una de las razo
nes invocadas consiste en el temor por la vulnerabilidad del rostro humano que
encarna el poder, objeto de una envidia que lo coloca a merced de la acción de
los espíritus o de la mala suerte. En consecuencia, ciertos dignatarios, más ex-
1 95
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
puestos que los otros miembros de su comunidad, a menudo están velados ante
sus súbditos, e incluso disimulados detrás de una cortina.
El borramiento del rostro vale aquí para el hombre y para la mujer, prote
giendo su intimidad y preservando su identidad. Temor al mal de ojo; distancia
ontológica que separa a un alto dignatario de sus súbditos y lo emparenta con
un estatus en el que realmente no puede ser individualizado a través de su ros
tro pues ya no es reductible a la humanidad corriente; temor a un resplandor
del que debe proteger a quienes lo rodean, como Moisés cuando desciende del
Sinaí después de haber recibido las Tablas de la Ley; indignidad de los súbdi
tos para posar sus ojos en un soberano que participa de una esencia divina; di
simulación de la identidad personal bajo el anonimato del velo cuando se trata
de las mujeres árabes musulmanas. En todos esos casos, el velo opera un retiro
simbólico del actor fuera de la trama de las relaciones sociales que se entablan
cara a cara, es una protección eficaz porque disimula el principio más tangible
de la individuación. El velo es una pantalla que evita el contagio de los rostros y
preserva al dignatario de la envidia de sus súbditos así como protege a éstos de
la fuerza que emana del poder.
En las tradiciones del Magreb, sobre las cuales no nos detendremos demasia
do, el velo es un límite simbólico que se establece entre el ámbito privado, fami
liar, donde la mujer puede estar con el rostro desnudo, y el ámbito público, don
de se cierra a la mirada de la sociedad masculina. La tradición es antigua, ante
rior al Islam, y se pueden encontrar algunas de sus huellas en las tradiciones he
braicas y cristianas. 1 3 No obstante, el Corán la retoma en su provecho: «Vuestras
esposas pueden descubrirse ante sus padres, sus hijos, sus sobrinos y sus mujeres
y ante sus esclavos» (Sura 33:55). También: «¡Oh, Profeta! Dile a tus mujeres, a
tus hijas y a las mujeres de los creyentes que se cubran [todo el cuerpo] con sus
mantos; es mejor para que se las reconozca y no sean molestadas» (Sura 33:59).
Fuera de su casa y de la presencia de los suyos, la mujer es colocada al abrigo de
la codicia de los otros hombres cuando recorre el espacio eminentemente mas
culino de la calle, es decir, el afuera de su casa. El velo simboliza su puesta ent re
paréntesis sociales en beneficio de los primos, en una sociedad fuertemente en
dogámica. Instala un telón para su condición de mujer y su individualidad. Su
espacio es el de la casa, el único donde su rostro puede ser visto, protegido sim
bólicamente por la proximidad de los suyos. «Y di a las creyentes que baje n l a
vista con recato, que sean castas y no muestren más adorno que los que están a
la vista, que cubran su escote con el velo y no exhiban sus adornos sino a sus es-
1 3. Acerca de esos aspectos históricos, remitimos a Tillion, Germaine, Le harem et les cousins, Pa
rís, Seuil, 1 966.
1 96
6. OCULTANDO EL ROSTRO I Velar
posos, a sus padres, a sus suegros, a sus propios hijos, a sus hijastros, a sus her
manos, a sus sobrinos carnales, a sus mujeres, a sus esclavas, a sus criados va
rones fríos, a los niños que no saben aún de las partes femeninas» (Sura 24: 3 1 ) .
Por el velo, la mujer árabe musulmana demuestra su subordinación a la «repú
blica de los primos» (T. Tillion}, a esa sociedad de hombres que la rodea durante
la vida cotidiana, que vela por su conducta, y cuyo honor ella encarna, de cier
to modo. Si deroga las tradiciones y se expone a la codicia saliendo con el rostro
desnudo, en ciertas regiones, puede ser reprendida por su conducta liviana que
pone en peligro el honor de la familia.14
En los lugares donde es conocida por los transeúntes, si no está casada, el de
velamiento de la mujer puede suscitar comentarios hostiles. «En mi ciudad, dice
una mujer, cuando me quito el velo, lo que es muy difícil de soportar es la mirada
acusadora, llena de reproches, acusadora, de primos, hermanos, padres, porque
para ellos, si me descubro, es para pervertirme. El velo protege contra eso».15 El
rostro de la mujer es definitivamente develado sólo en la tumba, por su marido,
uno de sus hijos o hermanos. Si la mujer muere sin que sus parientes estén a su
lado y la descubre un extraño, éste realiza el gesto pidiéndole perdón interior
mente porque las circunstancias lo obligan a hacerlo.
A menudo, la intención del rostro cubierto es la del estremecimiento, la de
suscitar un suplemento de misterio que hace de su presencia, o de la del otro, un
acontecimiento que escapa a lo banal. El velo despierta el imaginario, hace creer
en la multiplicidad de lo posible, deja suspendidas por un momento las referen
cias de identidad. El rostro y el nombre ocultos dejan imaginar la hipótesis más
agradable para el deseo. Pero el espacio de encantamiento y misterio vive entre el
momento en que el velo cubre el rostro y aquel en que lo descubre. Antes y des
pués, todo vuelve al orden de lo real; el otro ya no se permite soñar con el infi
nito de un deseo que no teme ninguna desmentida; también es difícil soñarse a
u no mismo, porque después de todo, cada uno sabe a qué atenerse. El juego en
tre el velo y el rostro atesora la clave de la fascinación. «Obstáculo y signo inter
puesto -dice Jean Starobinski-, el velo de Popea engendra una perfección ocul
ta que, por su carácter evasivo, exige ser recuperada por nuestro deseo. Aparece
así, en virtud de la prohibición impuesta por el obstáculo, toda una profundidad
1 4. A la inversa, el rito del develamiento de la hija del más alto dignatario, cuando el grupo está a
punto de ser vencido por un grupo hostil, es un signo inequívoco, a los ojos de la tribu, del ho
nor que se expone a perder si no rechaza a su enemigo. Crea un fuerte efecto psicológico pro
picio para reavivar las energías. Cf. Allami, Noria, Voilées, dévoilées. Les femmes dans le mon
de musulman, París, CHarmattann, 1 988, págs. 99- 1 27.
1 5. Allami, Noria, Ibídem. , pág. 1 50.
1 97
ROSTROS. Ensaya antropológico 1 David Le Breton
que se hace pasar por esencial».16 Pero, apenas el rostro se descubre, una parte
de la fascinación desaparece. El cara a cara introduce otra forma de ensueño, ya
no se aventura en la sombra sino en la luz. Está regido por los códigos sociales y
las exigencias de la identidad. El rostro velado sigue siendo, por el contrario, un
rostro sin límites, una disponibilidad que el imaginario puede adornar con to
das las virtudes, es el rostro de todos los rostros. Quitar la máscara, en algunas
circunstancias, implica escapar a la ensoñación para recuperar las necesidades
diurnas del principio de identidad.
Ese hecho antropológico que ya hemos descubierto en el uso de la máscara o
en la caracterización también se encuentra en el recurso al velo, especialmente
en el tejido social rigurosamente ritualizado del mundo musulmán. Pues el velo
no sólo es un signo de subordinación cultural de las mujeres a la «república de
los primos», también es un objeto simbólico destinado a proteger a la mujer en
sus desplazamientos fuera de la casa, y también para asegurarle, frente a las re
presentaciones sociales, una zona de libertad, lo cual elige o no aprovechar. Ve
lada, nadie la reconoce y sus movimientos escapan a cualquier control. El hijab
es un objeto ambivalente, equívoco, que le sirve a la mujer como signo de sumi
sión al grupo de los hombres de su familia, pero también le permite liberarse
provisoriamente de su control.17
La experiencia social muestra que, si bien el uso del velo cumple una fun
ción precisa, la práctica es polisémica, y en el seno de la comunidad, se le agre
gan otras inesperadas significaciones individuales y colectivas, a veces clandes
tinas. Toda actividad es susceptible de desvíos posibles, de transformaciones, a
través de la creatividad incansable de los grupos sociales. Signo ostentatorio de
la sumisión al honor familiar, al de los hombres en especial, el velo es simultá
neamente para la mujer la garantía de una posesión virtual del espacio público
que puede transitar sin ser reconocida. La discreción que demuestra le pro cu ra
anonimato, incluso clandestinidad, de la cual necesita para desplazarse a su gus
to y realizar sin problemas lo que le sería ferozmente reprochado por los hom
bres si lo hiciera a rostro descubierto. Ese distanciamiento de los rasgos más lla
mativos de su identidad le permite circular con libertad en la trastienda de la es
cenografía social, sin temor a ser reconocida.
A menudo percibido por los occidentales como un hecho unívoco de op re-
1 98
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Velar
sión de la mujer, el velo no escapa a la regla paradójica que hace de toda regla
un pretexto para destinarla a otros fines. Contra toda suposición, las mujeres
árabes musulmanas, como lo demuestra el estudio de Noria Allami, presentan
el velo frecuentemente como un ornamento erótico por el misterio que envuel
ve al rostro, a la vez que procura el anonimato. «El velo atrae a los hombres-di
ce una joven argelina. Es un problema para ellos, pues buscan a cualquier pre
cio saber lo que hay detrás del velo . . . Si yo estuviera descubierta, sabrían a qué
se enfrentan». Ese testimonio demuestra el equívoco inducido por el velo. Lejos
de ser un simple instrumento de ocultación, es también un atuendo perturbador
que estimula el deseo de los hombres, pero también el de las mujeres que pue
den burlarse de la codicia de la que son objeto, protegidas por supuesto del ries
go del pasaje al acto. Aunque el movimiento del deseo reine en el claroscuro de
la sublimación, no es menos fuerte. «El velo -continúa diciendo- no es más que
una pantalla, de hecho, detrás de la cual pasa una cantidad enorme de cosas. Nos
sirve cuando no queremos ser reconocidas para recorrer las tiendas, hacer nego
cios, visitar a las hechiceras, ver al amante. Entonces, incluso la que no se cubre
va a recurrir al velo para hacer esas cosas». 18 Otra mujer argelina declara que «el
velo es muy excitante y atractivo, y quien sabe velarse bien puede destrozar co
razones. Algunas profesionales del velo, incluso feas, al colocárselo de cierta ma
nera, quedan muy elegantes y atraen enormemente». Otra mujer, más reserva
da, manifiesta también una actitud ambivalente. Destaca las numerosas miradas
que la siguen y percibe en el velo una vestidura que la protege, le asegura el ano
nimato. «El velo es una protección total contra las miradas que investigan, des
nudan, escrutan, persiguen, buscan identificar». A la vez, es fácil descubrir bajo
tales palabras una turbación ambigua ante esas señales de interés de los hom
b res. Y prosigue, con la misma ambivalencia, «es el otro quien interroga, se tor
tu ra por lo que se esconde detrás del velo. Corre, fantasea, sueña e intenta sedu
cirme, quitarme el velo». 1 9 Un imaginario que está lejos de ser neutro, evidente
mente, y que ilustra la erotización del lazo con el otro bajo la protección del velo,
pero permanece dentro del respeto riguroso de las reglas y la sublimación lúdica
del deseo que transforma la prohibición del contacto en un placer permanente
de la vista y de la imaginación. «El único recurso que me queda en mi ciudad es
el velo -continúa diciendo la misma mujer-, aunque no sea más que un pedazo
de tela, mi cuerpo está protegido, mi piel está libre». Estos ejemplos son insufi
c ie ntes para agotar la relación de la mujer árabe musulmana con el velo que lle
va o no, pero muestran la ambivalencia que subyace bajo tales usos.
1 99
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
La fantasía erótica del hombre ante la mujer velada es muy conocida en la lite
ratura árabe musulmana. Un arquitecto de treinta años, interrogado por N. Alla
mi, ofrece un testimonio al respecto. A sus ojos, la mujer velada «crea un ambien
te sexual . . . En la calle, cuando estamos en grupo y pasa una mujer con velo, sea
joven o anciana, madre de familia con un niño en brazos, nada impide la mira
.da. Y si la mujer está completamente velada, es decir que no cuenta más que con
un ojo para guiarla, es terriblemente atractiva. En el exterior, el hombre toma re
vancha del mundo interior, el mundo femenino . . . Afuera, el hombre ya no es el
mismo. Está en su ambiente y da libre curso a sus fantasías, a su imaginación, y
el padre más respetuoso se comporta como cualquier mujeriego».2º Y cuenta un
recuerdo memorable que ilustra el poder de atracción que confiere el velo, al mis
mo tiempo que el anonimato absoluto que procura a la mujer: «Estaba frente a
mi casa, cuando vi de lejos una silueta estilizada y bien envuelta en su velo, con
el paso seguro, y que además, se dirigía hacia mí. Fantaseo enormemente y no
puedo creer en mi suerte, era demasiado hermoso. Pero la mujer se planta ante
. mí y descubre su rostro, era mi madre».21 Confiesa luego que una mujer sin velo
«le interesa mucho menos. Si la mujer está descubierta, le pediría que se vele en
ciertos momentos, para recrear el clima del que hablaba». Un testimonio similar
en un jurista de treinta años, también argelino: «En la gran ciudad, en el anoni
mato, puedo mirar y cuando veo los dos ojos, puedo hacerme preguntas acerca
del cuerpo. Si el rostro está completamente descubierto, mi imaginación se esti
mula aún más. A aquellas que son contrarias a la tradición y a la norma social, y
por lo tanto, de costumbres livianas, las rechazo categóricamente».22
En la interacción social, el hijab está frecuentemente lejos de su función ofi
cial de proteger a la mujer, de alejarla de la codicia masculina al presentarla como
marcada, retirada de la circulación social, bajo la protección de sus hermanos,
primos, padre, y proscripta a cualquier otro contacto en nombre del honor del
grupo familiar de los hombres. Una de las causas antropológicas del velo (o de la
máscara) resurge a pesar de las prohibiciones, favorece la liberación de las fanta
sías en el imaginario del hombre y de la mujer. El velo funciona entonces com o
un vector de erotización de la relación hombre-mujer, pero aleja el peligro del
pasaje al acto. Entre la mujer atenta a las conmociones que despierta y el h om
bre atraído por el misterio de ese rostro velado, se crea una tensión que dura si n
duda un instante, pero introduce una bocanada de picardía y deseo en el propio
núcleo del riguroso dispositivo social y moral.
200
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Enmascarar
Enmascarar
23. Brook, Peter, en Aslan, O. y Bablet, D., Le masque: du rite au théatre, París, CNRS, 1 985, pag.
20 1 . Hablando del carnaval que hechizaba a Alejandría con su vértigo durante tres días y tres
noches, bajo el anonimato del dominó de terciopelo negro, L. Durrell escribe: «Bajo esa trans
formación, el hombre se siente libre de hacer todo lo que quiera sin que ninguna censura se
interponga. Los crímenes más puros de la ciudad, los más trágicos desprecios, son los frutos
anuales del carnaval, mientas que la mayor parte de las aventuras sentimentales comienzan o
terminan en el transcurso de esos tres días y tres noches en los que nos sentimos liberados del
yugo de la personalidad, de la servidumbre a nuestro yo». Durrell, Lawrence, Balthazar, París,
Livre de Poche, 1 959, pág. 332.
20 1
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
202
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Enmascarar
24. Ave, Kobo, La face d'un autre, París, Stock, 1987, pág. 1 05. [En español: El rostro ajeno, Ma
drid, Ciruela, 1994 ) .
203
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
204
6. OCULTANDO EL ROSRO 1 Enmascarar
205
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
29. Rilke , R.-M., Les cahiers de Malte Laurids Brigge, op. cit., pág. 95 y sqq. [En español: Los cua
dernos de Malte Laurids Brigge, Barcelona, Océano, 1999] .
30. Breytembach, Nancy. op. cit, págs. 1 07 y sqq.
3 1 . Bataille, Georges, «Le masque», CEuvres completes: écrits posthumes: 1 922- 1 940, París, Galli-
206
6. OCULTANDO EL ROSTRO j Anonimato
La figura revestida disuelve el rostro en su baño de ácido para liberar los con
tenidos inconscientes y desencadenar el miedo. Al desprenderse de los signos
más sólidos de su identidad, el actor abre en él una vulnerabilidad. Expulsar el
propio rostro implica pues disponerse para otra cosa, a veces desconocida: aban
donar las referencias de identificación para gozar de una libertad sin obstácu
los pero no sin peligro. La máscara es un medio de transgresión al plano social
por el margen de maniobra que le provee, pero también al plano individual por
la sublevación al principio de identidad que suscita. Sin duda, no es sorpren
dente entonces que en numerosas sociedades tradicionales, los mitos del origen
de las máscaras enlacen la invención de éstas con la tentación del incesto o con
la transgresión de su tabú, es decir, la transgresión por excelencia, la que pone
al hombre más allá de los hombres, en un estatus irresoluble.32 Tampoco asom
bra recordar que en numerosas sociedades, una máscara funeraria se coloca so
bre el rostro del cadáver. La máscara ya no es aquí agente de metamorfosis, sino
que, a la inversa, retiene el rostro, recuerda aún su organización perdida. Es un
intento por oponerse al trabajo insistente de la muerte. Bajo la máscara, el hom
bre está entregado a la gran aventura del más allá, pero la forma estática que deja
ver al mundo y que lo esconde a cualquier curiosidad recuerda que ese viaje es
un asunto que sólo le incumbe a él.
Anonimato
mard, 1 970, págs. 403-406. «Como el latín larva que designa el aspecto al mismo tiempo que
el instrumento del disfraz -comprueba André Chastel-, la palabra máscara, y la italiana mas
chera (de la que proviene) debió designar antiguamente una especie de vampiro, una crea
ción fantasmagórica de carácter demoníaco. La noción ha sido asociada por mucho tiempo a
las manifestaciones diabólicas . . » Chastel, André, Fables, formes, figures, París, Flammarion,
.
207
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
33. Comisso, Giovanni, 1-es llgents secrets de Venise au XVIII' siecle, París, 1 944, pág. 37, citado en
Callois, Roger, Les jeux et les hommes, París, Gallimard, 1 967, pág. 370.
208
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Anonimato
209
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
to, raramente lo hace a rostro descubierto por temor a ser reconocido luego, y
también quizás, porque el registro del rostro obliga a cierto comportamiento, a
cierta exigencia consigo mismo y con los otros. A menos que ya esté endureci
do. La máscara no sólo asegura el anonimato, también favorece la licencia y el
levantamiento de prohibiciones. Con el rostro oculto, como en el sueño, el indi
viduo se atreve a acciones que no podría emprender con el rostro desnudo por
el temor a no poder luego mirarse de frente. Pero, en primer lugar, se trata de
realizar un acto reprobable con toda impunidad, fuera del marco legal o ritual
de la sociedad. Las largas capuchas del K.K.K. son una ilustración siniestra de
ello. Otras instituciones, por razones que les son propias, también protegen el
anonimato de sus miembros.
La tradición de los árabes nómadas, anterior al Islam o contemporánea, ejem
plifica un uso social del velo con fines de protección personal. En esas socieda
des, donde el individuo no se identifica en tanto valor propio, el hombre se asi
mila simbólicamente a su rostro: wajh, un término utilizado en el Corán que
vale para la totalidad del ser, la persona en su sentido genérico. J. Chelhold ex
plica la confusión cultural de la cara y la persona remontando la historia árabe
y recordando que la costumbre de velarse el rostro no sólo es propia de los Tua
reg, sino que también pertenece a los nómadas y a los antiguos árabes. Sobre
todo en ocasión de las grandes reuniones tribales, donde conviene ponerse al
abrigo de cualquier posibilidad de ser reconocido. En esas sociedades suscepti
bles, donde la venganza es una regla imperativa que sumerge al actor en la res
ponsabilidad con respecto a su grupo, la búsqueda del anonimato es una nece
sidad vital. El uso del turbante, impuesto por una parte por condiciones ecoló
gicas particulares, especialmente para protegerse del calor y del polvo, «también
está dictado por el temor a ser reconocido y convertirse así en objeto de repre
salias o venganzas de sangre».36 El árabe nómada cubre su boca y su nariz con
el extremo del turbante para envolverse. Mostrarse con el rostro descubierto es,
por lo tanto, una señal indiscutible de coraje del cual son dignos los valerosos
guerreros. Mostrar públicamente el rostro sin temer a las eventuales represalias
siempre en suspenso sobre cada representante de un grupo es una actitud noble
y valiente. Es la de los jefes. A la inversa, preocuparse por el anonimato, eclipsar
el rostro, es la actitud común.
36. Chelhold, J., Introduction a la sociologie de l'Islam, Beson-Chantemerle, 1 958, págs. 33-34 ; «La
face et la personne chez les arabes», Revue d'Histoire des religions, 1 957, nº 24, págs. 231 -24 1 .
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6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Modificar
Modificar
21 1
ROSTROS. Ensayo antropal6gico 1 David Le Breton
dependen más de criterios de apariencia. Allí donde el look está cerca de ser lo
más determinante en el reconocimiento social.
Numerosos pedidos de cirugías están ligados también a trastornos de la ima
gen del cuerpo que afectan sensiblemente a la existencia. Una nariz que parece
demasiado larga o demasiado corta, labios demasiado carnosos o mal dibujados,
etcétera. Frecuentemente, esa preocupación revela en profundidad la dimensión
imaginaria de la relación con el propio cuerpo. El rasgo físico percibido con dis
gusto adquiere un lugar preponderante en la existencia e impide investir realmen
te el propio ser como totalidad. Esa característica obsesiona al actor. Ya no ve más
que esa estridencia, que él asocia a todas las desgracias que complican su vida.
Allí donde, a los ojos de todos, la seducción es evidente y el rostro armonioso, el
individuo está convencido de que todo encanto está excluido de su persona por
su culpa. La fantasía es una de las modalidades de la relación del hombre con el
mundo, y la cirugía estética se aprovecha abundantemente de ella. En efecto, a ve
ces, la operación es para el individuo la oportunidad de un nuevo comienzo en
la existencia, no por causa del rasgo físico rediseñado, sino porque el anterior re
presentaba a sus ojos la fuente de todos sus males. A partir de entonces, se siente
otro hombre. La operación de cirugía estética no está lejos de la eficacia simbó
lica. La búsqueda del cliente no consiste sólo en asumir una nueva forma de su
rostro o de su cuerpo, sino que adquiere realmente toda su dimensión en las con
secuencias sociales, relacionales y personales esperadas de la intervención: una
mejor seducción, un nuevo comienzo en la vida o la esperanza de relaciones más
propicias con los otros. La voluntad se basa en el interés por modificar su propia
mirada y la de los demás sobre uno mismo y finalmente, restaurar una plenitud
de la mirada con el objetivo de sentirse existir plenamente.
En la apelación a la cirugía estética, se percibe la conjunción de una exigen
cia normativa propia de un grupo social, en un momento dado de su historia, y
la singularización de esa norma en un individuo particular que se ha forjado un
ideal y busca, equivocado o no, realizarse concretamente. La operación quirúr
gica que apunta a enderezar una nariz o un mentón, a suprimir arrugas o b olsas
bajo los ojos, es un intento de suprimir la ambivalencia de la relación con el ros
tro haciendo deslizar los aspectos simbólicos de tal relación en lo real inm ediato
del cuerpo. A veces, es la peor manera de tomar la metáfora al pie de la letra y de
confundir el fantasma con su pretexto, para corregir en la carne una imperfección
que se sitúa en otra parte, en la historia del actor y en su relación con el mundo.
Modificación sin matices, brutal, de una imagen del cuerpo, que corta la car
ne viva del sujeto ignorando el sentido figurado de la queja. La cirugía estética
funciona la mayoría de las veces sobre la negación del inconsciente, op era p o r
212
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Modificar
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
2 14
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 Modificar
38. Spira, M., Chizen, J., Gerow, F., Baron Hardy, S., «Plastic surgery in the Texas prison system»,
British fournal of Plastic Surgery, 1 966, 1 9, 4, págs. 364-37 1 .
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
ducción no ha sido afectada a pesar de su edad, de que la vejez está lejos, y más
aún la muerte. Se imita la juventud a través de algunos signos ostensibles: una
piel aparentemente intacta o una cabellera abundante. El lifting, más allá de la
deuda que paga a la necesidad de permanecer vivo a los ojos del entorno o del
público, es también una medida de seguridad ontológica que toma el actor. Al
modificar las apariencias del rostro, lugar donde se cristaliza el sentimiento de
identidad, el actor opera igualmente repercutiendo en éste y se procura un se
gundo aliento. La cirugía aplicada a la lucha contra el envejecimiento es una de
tención brutal de la metamorfosis del cuerpo, pero al mismo tiempo, mantiene
una ilusión más o menos eficaz de vitalidad.
La cirugía estética es también el campo de un comercio próspero donde los
factores relacionales propicios a dinamizar la eficacia simbólica están lejos de
ser prioritarios. Es una actividad peligrosa y a veces se traduce en desagradables
sorpresas para pacientes demasiado confiados. Una periodista de Le Monde, en
una encuesta que hizo acerca del ambiente desigual de los profesionales de la ci
rugía estética, cuenta su periplo por varias clínicas, donde pide hacerse una ri
noplastia. En un solo lugar, un médico la interroga sobre la necesidad de una
operación como esa en un rostro que le parece armonioso. Es también el único
que le presenta los riesgos de la operación que implica, en efecto, una anestesia
general. Los demás interlocutores, en varias clínicas, acceden enseguida a la de
manda, sin sopesar jamás la significación de la cirugía para la paciente ni adver
tirle sobre los riesgos que corre. 39
El éxito de la operación, además de la competencia del cirujano que no siem
pre es la mejor, como lo han demostrado ciertas encuestas, también depende de
la investidura de la que es objeto de parte del paciente. Al respecto, el consenti
miento frecuente del cirujano puede ser perjudicial. Numerosas secuelas posto
peratorias están ligadas a la ceguera de un cirujano que responde con simpleza
a una demanda, sin preguntar por el sentido que ésta reviste para el paciente, y
para quien «rehacer» un rostro es un acto tan banal como modificar la tapice
ría de una casa. Actitud de Pigmalión, que dice tanto sobre el cirujano compla
ciente como sobre los pacientes que solicitan su ayuda. Intercambio de fantas
mas, de algún modo, donde cada uno sirve al otro, pero donde el paciente es a
menudo el más perjudicado, aprendiendQ a costa de su propio cuerpo que mo
dificar las estructuras del inconsciente no es tan simple como cortar por lo sano
la carne viva. Penetrando en la piel, el cirujano desestabiliza las bases de la iden
tidad, sobre todo si se trata del rostro.
39. Thivent, Agnes, «Les mauvaises surprises de la chirurgie esthétique», Le Monde Dimanche,
27-7- 1 980.
216
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 De la impasibilidad a la 'caracrimen»
De la impasibilidad a la "caracrimen"
217
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
que no le conciernen las miradas que se posan en él, y busca hacerse transpa
rente entre los movimientos de la multitud. Todo su ser muestra una inocencia
que nadie le pide todavía que pruebe; el hombre que se reprocha interiormente
una acción que acaba de resurgir en su conciencia por un acontecimiento ines
perado; el que teme una acción hostil hacia él, por ejemplo, racista, y busca pasar
inadvertido; el testigo involuntario de una acto delictivo que, por alguna razón,
teme por su vida o su tranquilidad y muestra ostensiblemente que no se siente
implicado por lo que vio; el niño autista que hace de la impasibilidad una ten
sión constante, la ética aparente de su relación con los otros, el refugio del que
es difícil liberarlo. Pero el esfuerzo de impasibilidad puede romperse fácilmen
te, en perjuicio del actor que no supo contener su emoción.
La inexpresividad es un movimiento ritual provisorio, pero que puede deve
nir una constante de la relación con los otros, especialmente en las sociedades
totalitarias donde el espacio público está considerablemente restringido por la
falta de una zona suficientemente confiable para que cada uno pueda expresar
realmente lo que piensa o siente. Si la vigilancia está a la vez en todas partes y
en ninguna, inasible en sus manifestaciones, pero terriblemente peligrosa para
la libertad o la vida de quien desgraciadamente se exponga, entonces, la impasi
bilidad se vuelve una exigencia permanente, una estrategia para sobrevivir, una
forma de autismo controlado en el propio núcleo del lazo social. Sin duda, E.
Canetti piensa en esas sociedades cuando escribe que «la costumbre no adquie
re en todas partes la misma posición con respecto al libre juego de la fisonomía.
Muchas civilizaciones limitan fuertemente la libertad del rostro. Mostrar inme
diatamente la pena o la alegría pasa por inconveniente, esas expresiones se guar
dan, el rostro permanece calmo».41 No hay que confundir la expresión de la in
diferencia con el sentimiento de indiferencia: la primera es un refugio, un me
dio de preservarse de la indiscreción de los demás -de los cuales, con o sin ra
zón, hay que desconfiar-; es necesaria en las sociedades totalitarias donde la ma
nifestación franca de una emoción puede engendrar la sospecha de los testigos.
Ese imperativo de control apunta a tratar de hacerse transparente, insignifican
te, sin relieve de ninguna clase en el espacio.
La experiencia política de ciertos países muestra que la impasibilidad puede
romperse en parte y transformarse en un rostro unánime de resignación. Mircea
Dinescu, poeta rumano, habla así de su país durante algunos meses durante la
dominación de Ceaucescu: «No existe discurso presidencial en que la palabra
4 1 . Canetti, Elias, op. cit., pág. 3 1 7. C( también Cochart, Dominique y Haroche, Claudine, «lm
passibilité, isolement et indifférence dans les sociétés totalitaires», Cahiers Internationaux de
Sociologie, vol. LXXXI V, 1988.
218
6. OCULTANDO EL ROSTRO 1 De la impasibilidad a la "caracrimen"
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ROSTROS. F.nsayo antropológico 1 David Le Breton
anteriores: «Luego, usted fue visto con alguien: ambos se quedaron media hora
en medio del frío y tenían el entrecejo fruncido, una expresión de descontento.
Mire, incluso fueron fotografiados durante el encuentro».45 Solzhenitsyn cuenta
otra anécdota no menos sorprendente. Al final de una conferencia del Partido,
se propone una moción de fidelidad al camarada Stalin. Todos los delegados se
levantan y aplauden con entusiasmo. Un minuto, dos, tres, cuatro. Nadie se atre
ve a dar la señal de interrupción. El tiempo pasa. Diez minutos, «¡Están muer
tos! ¡Agotados! ¡Ahora ya no pueden detenerse, hasta que caigan muertos por
una crisis cardíaca!... ¡Es la locura! ¡La locura colectiva! Se miran unos a otros
con una débil esperanza, pero el entusiasmo está pintado en sus rostros, los di
rigentes del estrado aplaudirán así hasta caer, hasta que haya que llevarlos en urr
ataúd En el minuto onceavo, el director de la fábrica de papel adopta el aspecto
de ocuparse en algo y se sienta en su lugar. ¡Oh milagro! ¿Adónde se fue el in
descriptible e irresistible entusiasmo general? Todos se detienen como un solo
hombre, en el mismo golpe de manos, y se sientan a su vez». La falta hacia la re
gla del entusiasmo del director al sentarse, aunque haya sido marcada sutilmen
te por el aspecto de estar ocupado, sella su perdición. Rompió la unanimidad de
los rostros y el imperativo de alegría que debía inscribirse en ellos. Esa misma
noche, lo detienen. «No les resulta difícil darle diez años por otro motivo».46
No sólo la impasibilidad es de rigor, sino también el entusiasmo, si lo conve
nido es mostrarlo, o la tristeza, si está a la orden del día, como por ejemplo, lue
go de la muerte del «guía». El temor de develar algo de los pensamientos ínti
mos, de la singularidad de cada uno, es también un imperativo vital en los cam
pos de concentración nazis (injra). La neutralidad exhibida penetra todas las es
tructuras de la vida cotidiana, e incluso a veces, dentro de las familias, allí don
de la moral que se vive en el sistema hace del vecino un probable delator. Y la
caracrimen es fácil de fabricar, sobre todo si se la mezcla con la tortura y las pri
vaciones. Por lo tanto, efectivamente, la impasibilidad es uno de los caminos de
la providencia.
45. Solzhenitsyn, Aleksandr, ll:lrchipel du goulag, t. l, París, Seuil, 1974, pág. 93. [En español: Ar
chipiélago Gulag, Tusquets, 1973) .
46. Ibidem, pág. 58.
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7. Rostro y valor
Poder de atracción
22 1
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
222
7. ROSTRO Y VALOR 1 Poder de atracción
5. Freud, Sigmund, Un sourire d'enfance de Léonard de Vinci, París, Gallimard, 1 927, pág. 98. [En
español: «Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci», en Obras Competas de Sigmund Freud,
volumen XI, Cinco conferencias sobre Psicoanálisis, Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci,
y otras obras ( 1 9 1 0), Buenos Aires, Amorrortu Editores, pág. 3 1 ) .
6. Schlatter, Christian, «Le livre des regards», en Boudinet, M.-J. y col. Du visage, op. cit.
223
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
224
7. ROSTRO Y VALOR 1 Las paradojas delpredominio del rostro
razón de esa vaga familiaridad que liga a cada una de ellas con su imagen. «To
dos los granitos, hematomas, espinillas, puntos negros y otros comedones, her
pes, marcas de acné, huellas de forúnculos, pústulas debidas a orgías de choco
late, manchas de urticaria, protuberancias por las prótesis dentales y otras im
perfecciones habían sido borradas por el fotógrafo y [ ... ] daba la impresión de
que hubiéramos salido de las manos del cirujano plástico».8 A esas mujeres ne
cesariamente perfectas, encarnaciones del modelo ideal de la mujer norteame
ricana, amas de casa, plenas de abnegación junto a sus valerosos maridos, no les
puede tocar un rostro banal, marcado con defectos tan comunes. Una correc
ción meticulosa borra, retoca, acentúa o minimiza caracteres que alejan a la re
producción del modelo original, pero la acercan al estereotipo esperado por la
multitud de lectores (o al menos según la opinión que Lije se hace de la opinión
de la multitud). Ellas se ven confrontadas nuevamente con esa especie de cari
dad de los fotógrafos de escuela llevados a captar en una breve eternidad un pu
ñado de adolescentes con acné y que no pueden resistir de purificar a su mane
ra rasgos tan ingratos.
El rostro es un escenario donde el público no debe percibir los defectos sus
ceptibles de manchar la ilusión de la mirada, a la inversa de la toma antropo
métrica que apunta a poner en evidencia los rasgos más crudos, pues en ellos se
encuentra justamente una fuente inequívoca de identificación. En cuanto a las
fotografías de aficionados, reveladas industrialmente en los laboratorios, sin re
toques, suscitan en torno a la mesa familiar una mezcla de júbilo y decepción,
asociada a la frecuente sensación de no ser «fotogénico». El periodista es igual
mente escrupuloso en tomar las imágenes más fieles de los acontecimientos en
los que está inmerso. En sucesos policiales, accidentes, incendios, guerras, pro
cede a una toma cruda de los rostros donde el dolor, las arrugas, la fatiga, el su
dor, las muecas son signos de una verdad humana que toma cuerpo.
225
ROSTROS. F.nsayo antropológico 1 David Le Breton
al rostro con una jarra o una vasija), coco, cara de ángel, bolsa de piedras, zapa
llo, gaita, cabeza de marmota, facha, frasco, cara de culo, antifaz, careta, caripe
la, jeta (equivalente de cara en la jerga de los delincuentes), mamarracho, adefe
sio, pico, esperpento, espantajo, quijada, hocico (lamerse el hocico: besarse), ca
chete, trompita, napia, naso, sandía, durazno, calabaza, manzana, figura, retrato,
farol, tasa, cacerola, cabeza, alcancía, tomate, pinta, figurita, crisma.9
Algunos de esos términos han caído en desuso, otros están más vivos que
nunca. Las grandes matrices de denominaciones irónicas del rostro vienen de
un vocabulario inicialmente aplicado a los animales: mofletes, trompa, quijada,
hocico, trompita, pico.
La depreciación del rostro pasa aquí por su animalización. En la intención
de denigrar al Otro, además, hemos percibido frecuentemente tal transferencia.
Guiada por una vaga analogía de forma, otra matriz deriva de términos de ve
getales: coco, zapallo, sandía, durazno, calabaza, manzana, tomate. Una tercera
matriz tiene origen en términos que designan recipientes: frasco, tetera, tasa, ca
cerola, alcancía. Y una última proviene de la forma esférica del rostro y lo rela
ciona con objetos: bocha, bocho, morro, bobina, bolsa de piedras, gaita, farol. 1º
Expresiones siempre vivas de una «cultura cómica popular» en vías de extin-
9. N. de T.: No todos los términos enumerados por J. Renson tienen su equivalente en español
para aludir al rostro o a la cabeza, sobre todo porque algunos ya han caído en desuso. Hemos
tratado de encontrar algunos con connotaciones o sentidos aproximados, como «morro» para
«binette» -del cual el autor comenta que significó primero una peluca al estilo Luis XIV, luego
una cara ridícula. «Coco» para «Caillou» (piedra, coco), que en la jerga popular francesa de
signa una cabeza calva, y el autor explicita que la expresión «Se sucer le caillou» significa be
sarse. «Chérubin» (querubín}, término que el autor supone derivado de una antigua palabra
francesa, «chere» (rostro}, y que podemos trasladarlo a «cara de ángel». No aparecen términos
con connotaciones similares en español en los siguientes casos: «Bouille, bouillote, boule, cas
se noisette» (cascanueces) -cuyo uso en este contexto Le Breton explica a través de Delveau:
«figura grotesca donde la nariz y el mentón están a punto de casarse desde su nacimiento»-,
«choujlier, citron, coconas, cornemuse, figurement, fraise, groigne, groignet, ma rgoulette, marron
scupté, pipe, pipet, poire, rond, shnesse,trogne, tronche, trompette». El autor expone variantes
para nuestros «cachetes» ( «moujle» y «mufle>•). para «trompita» ( «mouvre» y «moreille» ), para
«napia» ( «mouse, muse, museau, musequin, musequinet» ). «Cara de culo», por su parte, po
dría corresponder a «frume» -que para el autor es el equivalente antiguo de «mine» (pinta}-,
palabra derivada del francés antiguo •ifaire frume» (manifestar mal humor). «Mamarracho»
podría reflejar la idea de «gouache» (acuarela), término del que el autor se pregunta si alude a
los retratos a la acuarela o si es una extensión de «coueche» (marmota) .
10. Sobre este punto, cf. Renson, Jean, Les dénominations du visage, op. cit., t. 2, págs. 445-485. N.
de T.: Otros términos que el autor transcribe, que provienen de características animales, sin
correspondencias en el español para aludir al rostro o a la cabeza: «gargarousse, groin, gueule.
hure, margoulette, morveau»; de frutas: «citron, coconas, fraise, poire»; de objetos: «bille, boui
lle, bouillotte, boule, caillou, rond, trogne [y] tronche».
226
7. ROSTRO Y VALOR 1 Las paradojas del predominio del rostro
1 1 . Bajtín, Mijaíl, Láuvre de Franfois Rabea/is et la culture populaire au Moyen Age, op. cit., pág. 29.
[En español : La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Franfois
Rabelais, Madrid, Alianza, 1 987, pág. 1 1 ] .
1 2. Ibídem, pág. 370. [En español: Ibídem, pág. 309 ] .
227
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
principio de placer y el principio de realidad: «Al reírnos del culo, esa caricatu
ra de la cara, -escribe- afirmamos nuestra separación y consumamos la derro
ta del principio de placer. La cara se ríe del culo y así traza de nuevo la raya di
visoria entre esa dualidad cuerpo-espíritu». 13
El personaje de Baubo, en la tradición helénica, anticipa ese acercamiento in
congruente. Es ella quien libera a Demeter del duelo de su hija, del cual no tie
ne consuelo. Levantando su falda, Baubo exhibe su sexo y, manipulándolo, logra
hacer con él un rostro infantil. Demeter estalla de risa y vuelve a la vida. La risa
producida por la broma de Baubo nace de lo ridículo de ver de pronto el perdi
do rostro reconstruido por «las partes bajas».
Pero el derrocamiento de la supremacía del rostro, lejos de provocar la risa,
también puede hacer perder la cabeza. El lugar sagrado del cuerpo es por exce
lencia el que se profana con más virulencia cuando el hombre se ha puesto en
una situación complicada en justas de guerra o de política. Suprimirlo pasa a
menudo por el menoscabo del rostro y de la cabeza.
La aniquilación del enemigo no puede ser completa sin la destrucción de lo
que da fundamento a su identidad a los ojos del mundo, sin la desfiguración o
devastación del rostro hasta la muerte. En la Ilíada, Aquiles no se contenta con
su victoria sobre Héctor, ultraja su memoria, corta de raíz la leyenda que pue
de nacer de ese héroe ya cargado de gloria, quiere borrar su cuerpo, aplastar su
rostro contra las piedras. «Una nube de polvo se eleva alrededor del cuerpo que
así fue arrastrado, sus cabellos oscuros se despliegan, su cabeza yace en el polvo, ·
1 3. Paz, Octavio, Conjonctions et disjonctions, París, Gallimard, 1 9 7 1 , pág. 1 1 y ssq. [En español:
Conjunciones y disyunciones, Sebe-Barral, 1 99 1 ] .
14. Cf. Vernant, Jean-Pierre, L'individu, la mort, li:imour, Gallimard, 1989, pág. 72 y sqq.
228
7. ROSTRO Y VAWR 1 Las paradojas del predominio del rostro
1 5. Cf. Deonna, W., Le symbolisme de lreil, De Boccard, 1 965, págs. 1 7 - 1 8; Lambrechts, G.,
üxaltation de la tete dans la pensée et dans tart des Celtes, Brujas, De tempel, 1 954, págs. 34 y
sqq.; Stahl, Paul-Henri, Histore de la décapitation, París, PUF. 1 986.
229
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
Belleza-fealdad
230
7. ROSTRO Y VALOR 1 Belleza-fealdad
tido las mismas faltas. Para éstos, los estereotipos son negativos, asociados a la
imagen de la reincidencia, de la deshonestidad, etcétera. La belleza del niño pa
rece alimentar la idealización de las expectativas puestas en él y favorecer el jue
go de la indulgencia si sus resultados no llegan a satisfacerlas.
Una encuesta llevada a cabo sobre mil sujetos, observados durante tres años,
muestra que el hecho de atribuirse un juicio positivo sobre el propio rostro es
una estructura decisiva de la autoestima. A la inversa, los individuos que se creen
feos o poco seductores, con o sin razón, tienen una tendencia significativa a mi
nimizar su éxito social, su atracción para los otros, el valor de su existencia. Y
con más razón en las mujeres. El temor al juicio negativo de los otros lleva a es
tos actores a otorgarse un valor menor en la escenografía de la sociabilidad. 1 6
S. Tomkiewics y J. Finder comprueban que los adolescentes son especial
mente vulnerables en este aspecto y observan que «el temor a la fealdad está ín
timamente ligado al temor del sujeto al desprecio de los otros». 17 Es el síntoma
de una ansiedad más amplia que involucra el miedo de no ser recibido con sim
patía, de ser mantenido a distancia del círculo exigente de las relaciones socia
les. La fragilidad de la posición psicológica y social del adolescente repercute en
la percepción que tiene de su rostro, tanto más puesto que piensa que se lo juz
ga esencialmente a través de ese signo, el más tangible de su persona. Su estatus
aún indeciso le hace temer lo peor, sobre todo cuando proviene de una familia
desunida en la cual su lugar nunca se inscribió con un amor propicio para ali
mentar su autoestima. La depreciación estética de sí puede transformarse ulte
riormente en una neurosis cuyos efectos sobre la existencia son alarmantes.
Una evaluación de fealdad tiene socialmente valor de estigma, es un obstá
culo para el libre ejercicio del actor en el seno de su colectivo. «La fealdad -dice
Goffman- actúa primero y esencialmente en el seno de las relaciones sociales,
puesto que amenaza con destruir el placer que podemos experimentar en com
pañía de quien la padece. Al mismo tiempo, pareciera que éste, a pesar de su es
tado, debería guardar toda su competencia para los trabajos que se realizan en
común, aunque pueda suceder que lo dejemos de lado con el único motivo de
los sentimientos que nos inspira al mirarlo». 18 En realidad, la apariencia de un
rostro no nos enseña nada sobre la moral de un actor, ni sobre el placer que se
disfruta junto a él o la estima que hay que prodigarle. Pero el discurso común
1 6. Sobre lo juicios de atribución de belleza y fealdad, y la interacciones sociales que éstos indu
cen, remitimos a Maisonneuve, J., Bruchon-Schweitzer M., Modeles du corps et psychologic cs
thétique, París, PUF, 1 98 1 .
1 7. Tomkiewics, S., y Finder, J., «lmages du corps e n foyer de semi-liberté», Bulletin de psycholo
gie, 1 970- 1 97 1 , 24, 5-6.
1 8. Goffamn, E rving, Stigmate, Les usages sociaux des handicaps, 1 963, París, Minuit, pág. 66.
23 1
ROSTROS. Ensayo antropol6gico 1 David Le Breton
232
7. ROSTRO Y VALOR 1 Belleza-fealdad
te la virtud la que opera toda la belleza del rostro humano, es únicamente el vi
cio el que afea». Lavater cita aquí y allá la influencia de las «cualidades intelec
tuales» de «la configuración primitiva en el seno de la madre», las circunstan
cias, los accidentes, las enfermedades, el clima, etcétera. Pero el vicio y la virtud
siguen siendo a sus ojos los determinantes significativos de los rasgos del ros
tro. En segundo lugar, Lavater pide a sus detractores que observen a los hom
bres y a las mujeres de quienes hablan para refutar su axioma. Según él, se verá
entonces aparecer en la belleza del vicioso una fealdad innegable que a prime
ra vista no se había percibido, y en la fealdad del virtuoso, una belleza secreta
que había escapado a un examen demasiado superficial. «Así como los bellos
rasgos en un rostro feo, esos malos rasgos en un rostro bello son tan pronun
ciados, tan llamativos, que actúan en nosotros con más fuerza que todo el res
to, de lo que se deduce que esas líneas características de la belleza son más fi
nas, más elevadas, más decidoras que las otras líneas y rasgos» (pág. 56) . Otro
argumento: la belleza que reina sobre un rostro y que debería ser el indicio de
una elevada virtud es la de un hombre indigno y tonto. ¿Quién no lo ve diaria
mente?, replica Lavater, fiel a su gran principio de las excepciones que confir
man la regla: «Las disposiciones naturales pueden ser excelentes, pero pueden
corromperse por el abuso o la falta de aplicación. Hay facultad, pero facultad
mal empleada» (pág. 46). Lavater hace jura que «de todos los hombres de espí
ritu y genio distinguido que conozco, no hay uno solo que no se destaque por
los rasgos de su fisonomía, y sobre todo, por la estructura de su cabeza, en pro
porción a sus facultades intelectuales, sensibles y creadoras». Y agrega, «puedo
felicitarme de conocer personalmente en Alemania y en Suiza a un gran nú
mero de las mejores cabezas» (pág. 46). Hay finalmente, en imitación a Sócra
tes, hombres que nacieron con un rostro que demuestra una disposición ha
cia las pasiones innobles, a las cuales ceden a veces durante algunos años: «Ese
hombre, que parece moderadamente feo, puede finalmente, a partir de cierto
momento, haber emprendido la tarea de perfeccionarse . . . Sus fealdades son,
sin embargo, la expresión fiel de toda la inmundicia moral que se encontraba
en él. . . [Pero] antes de que los efectos de la virtud comenzaran a verse, cuánto
menor era ya la fuerza de su fealdad» (pág. 58). Lavater no es original, tradu
ce un leitmotiv presente en los rasgos de la fisiognomía desde sus comienzos.
Hemos analizado ya largamente el prejuicio de fealdad aplicado al otro cuan
do «no se lo puede ver».
La caracterización de fealdad o de belleza implica una moral implícita, una
presuposición de carácter que inclina al hombre bello al bien y aflige al hom
bre feo con una moralidad dudosa. Pero, en algunas circunstancias, sucede que
233
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
2 1 . Sobre la belleza y la fealdad a la luz de los proverbios populares, cf. Loux, Fram;:osie et Richard,
Philippe, Sagesse du corps, op. cit., págs. 2 1 -3 1 .
234
7. ROSTRO Y VALOR 1 Belleza-fealdad
una regla de género en la literatura de verano, del estilo de Arlequín. Cada per
sonaje sigue la pendiente fatal del carácter que exhibe ostensiblemente y da se
guridad al lector o espectador acerca de la consistencia de un mundo que nin
guna sorpresa podría desestabilizar, pues cada uno lleva en la frente la etiqueta
que muestra lo que es y no puede actuar en contradicción. Si uno de ellos quisie
ra escapar a su suerte, lo haría más rápido transformando la forma de su men
tón o el tono de sus ojos. Si un hombre feo revela su grandeza de espíritu, será
en un último arrepentimiento que limpiará con un gesto todas sus faltas anterio
res. ¿Cómo habría podido actuar sin infamia con la cara que tenía? Se le otorga
ba una naturaleza que sólo existía en el imaginario de los otros, pero que termi
nó convirtiéndose en verdad a fuerza de insistencia de parte de éstos. Comple
jo de Quasimodo. Es inmenso pues el mérito de El hombre elefante, víctima de
la injusticia casi metafísica de estar encerrado en un cuerpo y un rostro horri
bles cuando era todo bondad. Si un hombre «bello» revela, por el contrario, su
oscuridad, la virulencia del destino contra él se desata proporcionalmente a la
transgresión inaudita que él realiza a través de su conducta indigna. Traiciona a
la naturaleza y ésta sabe vengarse por medio de la desfiguración,22 más apropia
da para definir en el imaginario colectivo lo que es, a menos que lo espere una
muerte ignominiosa, digna del delito cometido. La apreciación de belleza o de
fealdad es pues simultáneamente un juicio estético y moral, implica cierta acti
tud social con respecto al hombre que es su objeto.
Fiel a la pendiente del prejuicio, Lombroso y la escuela italiana de psiquia
tría criminal validan la asociación de la fealdad y de las «anomalías» físicas con
la identificación indiscutible del uomo delinquente, encerrado en sus estigmas.
Monstruosidad física y moral caminan a la par. El criminal no puede ser más
que un hombre «degenerado», «con orejas en pantalla, cabellos abundantes,
barba rala, senos frontales prominentes y mandíbulas enormes», etcétera. Aun
que Lombroso no tuvo suerte en la antropología criminal, marcó con su poder
las historietas y las películas de terror. En una obra singular, El hombre de genio,
donde se dedica a demostrar los límites difusos de la locura y del genio, explica
hasta qué punto el hombre de genio está afectado por características de degene
ración. «La ley de compensación de las fuerzas que domina al mundo vivo nos
explica otras anomalías más frecuentes, es decir, la calvicie, los cabellos blancos
prematuros, la delgadez del cuerpo, la debilidad genital y muscular, que se en
cuentran muy a menudo también en los grandes pensadores y en los locos». Re
trato poco amable del «hombre de genio», el mismo que frecuenta las historie
tas. Y sin embargo, Lombroso no puede evitar caer en la otra vertiente del pre-
22. Frea/cs ( 1 932), de Tod Browning, es ejemplar.
235
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
juicio: «Un gran hombre» no puede ser feo. «Se observa en primer lugar -escri
be- que la frecuencia de las características degenerativas en el físico de los hom
bres de genio sólo puede pasar inadvertida gracias a la belleza de los rasgos de
sus rostros . . . ».23
236
8. Lo sagrado: el rostro y la shoá
237
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
2. Del mismo modo que el rostro, aunque se vuelva una especie de fantasma sobre la cara del
deportado, el nombre queda residualmente impregnado de sentido: «Un lagerschutz llama a
los nombres, deformándolos. Mi nombre está en esa lista -dice Robert Antelme-, entre nom
bres polacos, rusos. Una broma acerca de mi nombre y yo contesto "presente''. Me golpeó en
la oreja como un barbarismo, pero lo reconocí. Un instante, pues, fui designado directamen
te, se dirigieron sólo a mi, me solicitaron especialmente a mf, irreemplazable. Y aparecí. Al
guien se encontró para decirle "sf' a ese ruido que al menos era tan ciertamente mi nombre
como que yo mismo estaba allí. Y habla que decir "si' para retornar la noche, a la piedra de la
cara sin nombre», Antelme, Robert, ll!spece humaine, Paris, Gallimard, 1 957, págs. 26-27. [En
español: La especie humana, Santiago, LOM, 1999) .Esta escena puede asociarse, al menos par
cialmente, con la del espejo que relataremos más adelante.
3. En consecuencia, el privilegio otorgado a una élite del campo de Dachau era el de no ser obli
gado a raparse la cabeza y poder tener un «corte militar normal». Más adelante evocaremos
a los «tipos con mejilla s» (Robert Antelme), también están los «detenidos con pelo » (Joseph
Rovan), cf. Rovan, J., Cantes de Dachau, Paris, Julliard, 1 987, págs. 68-69. [En español: Cuen
tos de Dach au, Turpial, 2008 ) .
238
8. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Bellezafealdad
da en residual. Pero el último aliento del rostro es siempre aliento de vida. En él,
precisamente, reside la resistencia.
Allí donde la diferencia individual se encuentra proscripta, donde modali
dades de existencia que él no ha elegido se dedican a negarla, de un modo cua
si anónimo, es donde el hombre es desfigurado. Los campos de la muerte están
construidos a tal efecto. Evocando sus recuerdos, F. Stangl, comandante de So
bibor ( 1 942) y de Treblinka ( 1 943) , nos dice que no vio a nadie, allí entre los
deportados, que fuera parecido a un hombre.4 «Miraban fijamente a los ojos de
los verdugos SS, dice Phillip Müller, sobreviviente de Auschwitz, pero éstos per
manecían impasibles, contentándose con mirar».5 Ciertos hombres dicen, gri
tan su humanidad, pero ante ellos (y no frente a ellos) otros hombres no ven sus
rostros. Ninguna expresión de dolor o simplemente de asombro viene a solici
tarlos, nada despierta en ellos una solidaridad o un movimiento de compasión.
Los deportados miran fijamente a los ojos de los verdugos, pero la relación es
asimétrica, puesto que los SS no les confieren la dignidad de un rostro que pue
da afectarlos. Ellos se otorgan el monopolio del rostro, arrancando el de sus víc
timas. El SS no puede responder a la mirada del deportado a menos que contra
diga, o más bien aniquile, lo que él es. Si reconoce un rostro al detenido, se ubi
ca en su nivel, ya no puede destruirlo sin conflictos de consciencia y, en conse
cuencia, pierde el prestigio (cara) él mismo. Ya no puede sostener su papel; ya
no es SS, no es deportado, no está en ninguna parte.
Interrogado para un examen de debe permitirle entrar en un Kommando que
él cree favorable, Primo Levi expresa la extensión de su estupor ante la mirada
que posa en él el Doktor Pannwitz. Un estupor tal, que después de la liberación
del campo, sintió la necesidad de ir en busca de ese hombre. No para vengar
se, sino por el asombro experimentado ante una mirada impensable. Los ojos
de ambos hombres se cruzan, pero aunque están el uno frente al otro, no es un
rostro delante del otro. Un abismo los separa. En el campo, el rostro es un es
tatus, un privilegio, no la condición humana. «Porque su mirada -dice Primo
Levi- no fue la de un hombre a otro hombre, y si yo pudiera explicar a fondo la
naturaleza de esa mirada, intercambiada como a través del vidrio de un acua-
4. «Vea usted, yo los percibí rara vez como individuos. Eran siempre una masa enorme. A veces
yo estaba parado en el muro y los veía en "el corredor': Pero ¿cómo explicarle? Estaban desnu
dos. Una ola enorme que corría, conducida a latigazos». Sérény, Gitta, Au fond des ténebres, Pa
rís, Denoel, 1 975, pág. 2 1 5. Sobre el funcionamiento cotidiano de los campos, hay que leer la
obra de Rousset, David, Les jours de notre mort, París, La Découverte, 1 988. Para un enfoque
más sociológico pero igualmente cruel, Kogon, Eugen, EP.tat SS, París, Seuil, collection Point.
5. La escena descripta aquí se sitúa en el umbral del crematorio, en Lanzmann, Claude, Shoah,
Livre de poche, pág. 203.
239
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
rio, entre dos seres que pertenecen a dos mundos diferentes, habría explicado
al mismo tiempo la esencia de la gran locura del Tercer Reich . . . El cerebro que
comandaba esos ojos azules y esas manos cuidadas decía claramente: "este algo
que tengo ahí frente a mí pertenece a una especie que corresponde indudable
mente suprimir. Pero en este caso, conviene asegurarse previamente de que no
encierra algo utilizable''. Y en mi cabeza, los pensamientos rodaban como semi
llas en una calabaza vacía: "Los ojos azules y los cabellos rubios son esencial
mente malignos. Ninguna comunicación posible. Yo soy especialista en quími
ca mineral. Soy especialista en síntesis orgánica. Soy especialista . . ."».6 De una y
otra parte se ha abolido el rostro, pero en una relación de sujeto a objeto, donde
uno de los protagonistas se reivindica dueño del rostro. La sociedad de los cam
pos de concentración exige dicha aniquilación para reproducirse sin daño, sin
cuestionamiento moral de parte de sus responsables. Antes de la muerte física,
reina en los campos la liquidación de la individualidad por desmantelamiento
del rostro, por borramiento de los rasgos que sobre la dureza de los huesos re
cubre una piel privada de carne. La misma flacura, la misma ausencia para to
dos, que confirma en el verdugo la impresión de que no está tratando con hom
bres, sino con un residuo que debe ser eliminado y sólo le plantea problemas
administrativos y técnicos.
Una línea de demarcación distingue como una prueba de verdad a los de
«afuera» de los de «adentro». Están de un lado los hombres con rostro, del otro
los que ya no tienen de él más que una sombra. La sociedad de los campos de
concentración se funda en un hombre despojado de su identidad, disuelto por
la designación de una tipología que ordena, con desconcertante simplicidad, el
mundo visto por ojos nazis: el triángulo rojo marcado con una F para los pri
sioneros políticos franceses, el triángulo verde para los delincuentes comunes,
los triángulos de distintos colores -a veces matizados con otra inicial- para los
judíos, los Testigos de Jehová, los gitanos, los homosexuales, etcétera. Las ma
trículas asignadas a cada detenido continúan una obra necesaria de identifica
ción, en reemplazo del rostro que ya no desempeña ese papel, son cifras tatua
das a veces en el antebrazo izquierdo como en Auschwitz. Otros signos de reco
nocimiento substituyen a la identidad personal revelada por el rostro. É ste, .ina
vez borrado, negado, se va escurriendo en el anonimato de su delgadez. La de-
6. Levi, Primo, Si cest un homme, Paris, Julliard, 1 987, pág. 1 39 [En español: Si esto es un hom
bre, Barcelona, Quinteto, 2006) o también: «El coche que los traía a Halmstedt pisó un ganso
al salir de un pueblo. Volaron plumas en la estela de polvo. El LagerKDmmandant sonrió. Al
bert sonrió también mirándolo. Vio la estupefacción del SS. Se sintió tan molesto que este pe
queño incidente nunca pudo ser olvidado. ¿Pero de qué era culpable, sino de considerarse un
hombre?» ( David Rousset, op cit. pág. 626).
240
8. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Belleza-fealdad
signación prima sobre el rostro. «Hiiftling», me enteré que soy un Hiiftling, dice
Primo Levi, mi nombre es 1 745 1 7, hemos sido bautizados así. . . Sólo mostran
do el número tenemos derecho al pan y a la sopa. Hemos necesitado unos cuan
tos días y una buena cantidad de cachetadas y puñetazos para acostumbrarnos
a mostrar rápidamente nuestro número y no demorar las operaciones de dis
tribución de víveres. Hemos necesitado semanas para reconocer su sonido en
alemán».7 Privación de nombre, privación de rostro: las dos operaciones necesa
rias para la liquidación simbólica del individuo y para su nueva utilización pu
ramente funcional, en espera de la muerte. Sólo queda un cuerpo que debe ser
numerado. Cuando se suprime lo que hace a la condición humana, su rostro,
su nombre, su historia, sólo queda, efectivamente, el volumen del cuerpo.8 Y se
sabe cuál es el uso que le dará la administración de los campos, en perfecta ló
gica con su visión del mundo.
Más tarde, una vez liberado el campo -en una especie de tiempo y espacio
sin duración ni lugar, porque todo sigue suspendido y es menester esperar, a cau
sa de cuarentenas o desórdenes administrativos-, es la plenitud del rostro de los
unos y lo huesudo de la faz de los otros lo que separa a la humanidad en dos po
blaciones que nada puede acercar. Un «tipo con mejillas»9 frente a otro con ras
gos aplastados, despojado de su rostro. Más tarde, el retorno: «Súbitamente sa
len del corredor de entrada dos scouts que cargan a un hombre, el hombre los
tiene enlazados por el cuello . . . El hombre tiene ropa de civil, está afeitado, pa
rece sufrir mucho. Tiene un extraño color. Debe estar llorando. No se puede de
cir que es flaco, es otra cosa, queda muy poca cosa de él, tan poca que uno duda
de que esté aún con vida. Y sin embargo, todavía vive, su rostro se convulsiona
en una espantosa mueca, vive. No mira nada . . . Su mueca es quizá que vive. Es
el primer deportado de Weimar que ingresa al centro . . . el segundo que ingre
só, el anciano, está llorando. No se puede saber si es viejo, a lo mejor tiene vein
te años, no se puede saber su edad». 1º Así describe Marguerite Duras el retorno
de los primeros deportados. Los rostros son irreconocibles, siguen despojados
de una humanidad significante. Todo es confuso en ellos, ni su edad es identi
ficable. Caras fuera de la comunicación, vacantes. El retorno al mundo de estos
24 1
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
242
8. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Belleza-fealdad
sólo era inútil, sino más bien peligroso, en nuestras relaciones con los SS, había
mos llegado a hacer cada uno un esfuerzo de negación de su propio rostro, per
fectamente acorde con el del SS».13
Borrar el propio rostro, difuminar sus rasgos para fundirse en la masa sin
cara de los demás, anónimo entre los anónimos, sin memoria, sin relieve de ser.
Hay que confundirse en la monotonía, ser sin consistencia, sin substancia, para
no suscitar la gana de golpear, de humillar, de castigar o de matar.
Sucede sin embargo que algunos componen su rostro a favor de los SS. Quie
ren mostrar su buena voluntad, su aptitud a colaborar si la cosa fuera posible,
sobrepasar en disciplina para mostrar hasta qué punto han tomado ya el lugar
que se espera de ellos, cuánto se han desfigurado y cuán dispuestos están a en
dosar el rostro de los verdugos, aunque no hagan más que remedarlos como lo
indican sus mímicas. Robert Antelme muestra el muy elaborado ritual de esas
situaciones. Se trata de designar a los futuros kapos encargados de vigilar a un
equipo. Un grupo de postulantes se mantiene un poco separado. Los SS inspec
cionan los edificios. Servilmente, las miradas de los futuros kapos buscan las de
los SS, pues la buena voluntad no sólo hay que mostrarla, también hay que ma
nifestarla, decirla con exceso. Afirmar así la propia insignificancia, la apatía, re
bajarse ritualmente a los ojos de los SS para atraerse su buena voluntad. «Tie
nen pronta una sonrisa para el encuentro de sus ojos con los de los SS . . . Uno
sigue la gimnasia loca de los ojos, esta ofensiva de la intriga por la mímica del
rostro . . . » Mostrando que han perdido su propio rostro más que los otros, acep
tando no sólo ya no ser nada, sino también endosar por procuración el de los
SS, los futuros kapos dan señal de su lealtad. Han perdido la dignidad (la cara),
pero además, aceptan usar una de repuesto. Consienten en hacer del ultraje la
esencia misma de su vida. A partir de ahora, ya no son ellos quienes deciden so
bre su rostro. Mendigan en el de los SS las orientaciones que deben adoptar in
mediatamente. «Uno de los muchachos no está en su lugar, el joven SS pelirro
jo le grita. Uno de los futuros kapos se acerca al muchacho y sacudiéndolo, le
hace ocupar su lugar. El muchacho reacciona levantando un codo de costado.
El futuro kapo arroja una mirada al joven SS. Los otros futuros kapos están sus
pendidos. La situación es decisiva. El joven SS insulta violentamente al mucha
cho. El futuro kapo es kapo».14 La única ultranza de rostro que puede permitir
se un deportado es la que lo aleja de su situación de deportado, para acercarlo
a la de SS, cuyo simulacro él ansía ser. Ella es lo que lo vuelve parecido al SS, a
modo de una caricatura.
243
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
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B. W SAGRADO: EL ROSTRO Y LA SHOÁ 1 Belleza-fealdad
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
246
La desfiguración:
9.
una minusvalía de apariencia
Una fuerte ambivalencia caracteriza las relaciones que establecen las socie
dades occidentales con el hombre que sufre una minusvalía. Ambivalencia que
éste vive cotidianamente. El discurso social le afirma que es un hombre normal,
enteramente miembro de la comunidad, que su dignidad y valor personal no
son en modo alguno disminuidas por su conformación física o sus disposicio
nes sensoriales. Al mismo tiempo, es objetivamente marginalizado, mantenido
fuera del mercado de trabajo en mayor o menor medida, asistido por los servi
cios sociales, apartado de la vida colectiva por sus dificultades de movilidad y
por estructuras urbanas inadecuadas. Y sobre todo, cuando se atreve a salir, es
acompañado por incontables miradas, a menudo insistentes, de curiosidad, mo
lestia, angustia, compasión, reprobación. Las observaciones eventuales de cier
tos transeúntes. Y la inevitable lección de las madres obligadas a contestar o elu
dir con discreción las preguntas inoportunas de los niños. Como si el hombre
discapacitado debiera suscitar a su paso el comentario de cada transeúnte. Ese
mismo hombre no ignora el miedo, la ansiedad que suscita en las relaciones so
ciales, aun en las más corrientes.
Nuestras sociedades han hecho de la «minusvalía»1 un estigma, es decir, un
motivo sutil de evaluación ne gativa de la persona. Por otra parte, no se habla
l. Sobre la historia de la minusvalía, cf. Sticker, Henri-Jacques, Corps infirmes et société, Paris,
Aubier, 1 982.
247
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
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9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUS VALlA DE APARIENCIA 1 Belleza1ealdad
249
ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
4. Murphy, Robert F., Vivre a corps perdu, París, Pion, 1 987, pág. 1 84.
5. Flahaut, Franc¡:ois, Pace a face. Histoire des visages, París, Pion, 1 989, pág. 43.
250
9. LA DESFIGURACIÓN: UNA MINUSVALIA DE APARIENCIA I Belleza-fealdad
se sin su rostro arruinado, sino que además le impone una vida permanente de
candilejas, como si viviera incesantemente en representación, incansable fuente
de curiosidad para la gente que se cruza en su camino. Para el hombre con mi
nusvalía demasiado visible, y sobre todo para el hombre desfigurado o con ros
tro contrahecho, la vida social se transforma en un escenario y el menor de sus
desplazamientos moviliza la atención de los espectadores.
25 1
ROSTROS. Ensayo antropológú:a 1 David Le Breton
pulsivo, señal no sólo de una ausencia sino también del horror de ser prisione
ro de «eso».
Muchos actores, tras una enfermedad o un accidente que altera sus rasgos,
se sienten excluidos de sí mismos y del mundo. Todo sucede como si su antigua
personalidad hubiera sido borrada al mismo tiempo que su rostro. Esta pérdi
da es vivida como un duelo de sí. La desfiguración es un homicidio simbólico.
La capacidad para superarla y volver a encontrar en su plenitud el afán de vivir
anterior está ligada a la experiencia propia del actor, a su situación social y cul
tural, también a las cualidades de su entorno. Pero a veces éste experimenta el
desmantelamiento de su ser, la erradicación brutal de todo lo que era anterior
mente, y cuya pérdida piensa definitiva. La desfiguración no es una enferme
dad de la que uno pueda recuperarse marchando suavemente hacia la convale
cencia o una herida que se encamine hacia una cicatrización sin consecuencias:
es desposesión, arrancamiento. Es el equivalente de una mutilación, aun cuan
do el actor no pierda ningún miembro y que sólo sus rasgos se vean afectados.
No deja otra opción que la de aceptar su resultado y confiar en la larga prueba
de las operaciones sucesivas de cirugía estética. Le pone una máscara al rostro,
comparable a la de un baño de ácido. Esa máscara acompañará ahora la vida en
tera del actor y preludia todo encuentro.
La experiencia dolorosa de la desfiguración recuerda al hombre que no vive
solamente en un cuerpo físico. Si así fuera, ninguna herida del rostro, a menos
de ser funcional, podría impedirle vivir como si nada hubiera sucedido. El hom
bre vive primero en un cuerpo imaginario, investido de significaciones y de va
lores, con los que integra el mundo en sí y se integra él mismo en el mundo. La
desfiguración introduce una ruptura brutal en el corazón de la alianza siempre
más o menos problemática, pero no obstante soportable, del cuerpo real y de la
imagen que de él se hace el individuo. Antropológicamente, la imagen del cuer
po se estructura en torno de cuatro funciones simbólicas, mutuamente entrela
zadas: la forma, es decir, la sensación para el actor de la unidad significante de
las diferentes partes de su cuerpo, de su aprehensión como un todo viviente, de
sus límites precisos en el espacio. La imagen del cuerpo está asimismo construi
da sobre una función de contenido: el hecho de vivir su carne como un univer
so coherente y familiar, de identificar como suyas y significantes las estimulacio
nes sensoriales que la atraviesan. Dos otras funciones se articulan con las pre
cedentes: la del saber, el recurso para el actor a la teoría del cuerpo (o a una de
ellas) que circula en su colectivo de pertenencia y le explica cómo está constitui
do el interior invisible de su cuerpo, con qué sustancias. Y finalmente la del va
lor, es decir, la internalización por el actor del juicio social que lo apunta en sus
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6. Tomamos las dos primeras funciones de los trabajos de Gisela Pankow, particularmente de
I:homme et sa psychose, París, Aubier, 1 983. Hemos dado un primer enfoque antropológico de
la imagen del cuerpo en Le Breton, David, op. cit. , capítulo 7.
7. Flahaut, Fram,:ois, op. cit, pág. 78.
8. Clair, Jean, Méduse, Paris, Gallimard, 1 989, pág. 1 64.
253
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ROSTROS. Ensayo antropológico 1 David Le Breton
suyo y acabar con el riesgo de perjuicio. Pero la tarea es difícil cuando cada es
pejo, cada mirada de los otros, cada titubeo de su parte, remite a un inicio de
estigmatización. Tal es la primera violencia que debe superar, hora tras hora, el
hombre desfigurado, la que suscita en él, inconscientemente, a través de la sen
sación de su identidad deshecha y de la grave alteración de una imagen del cuer
po profundamente arraigada que sólo se modifica muy lentamente y le recuer
da la crueldad del destino.
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1 1 . Rilke, R. M., Les cahiers de Malthe Laurids Brige, op. cit., pág. 14. [En español: Los cuadernos
de Malte Lau rids Brigge, op. cit] .
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12. Lecuyer, Nathalie, <&tre psychologue dans un centre de grands bnilés», /ournal des Psycholo
gues, marzo, 1 989, nº 65, pág. 57.
1 3. Goffman, Erving, op. cit , pág. 40.
.
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