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Duodécima edición
Créditos:
Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2018. Duodécima
edición
Textos:
Hugo Gastón Irigaray, Francisco J. Jariego, José Ignacio Ceberio Sainz de
Rozas, Adriana Silvia Vaninetti, Pablo Loperena López, William Antonio
Argüello Bernal, Jesús Carlos Ruiz Suárez, Javier Álvarez, Adolfo Eloy
Villafuerte Caicedo, Mercedes Duarte Alvarado, Benito Pastoriza Iyodo, Mar
Correa , José Manuel Fernández Argüelles, Anahí Almasia, Mariana Sández,
Eduardo Fernán-López, Juan Ángel Cabaleiro, Jorge Rafael Castagna, Cintia
Mannocchi, Estefanía Bernabé Sánchez y Salomé Guadalupe Ingelmo.
Todos los textos publicados en esta antología son propiedad de sus respectivos autores.
Queda, por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta
publicación en cualquier medio sin el consentimiento expreso de los mismos. Los
interesados en reproducir esta antología deberán contar también con la aprobación del
certamen convocante. Puede ponerse en contacto con nosotros en el siguiente correo
electrónico: concursoliterarioaganivet@gmail.com
La patria del escritor es su lengua.
Francisco Ayala
Índice
Prólogo ____________________________________________________________ - 9 -
La flor del paraíso, Hugo Gastón Irigaray (Argentina) _____________________ - 15 -
El informe Belmonte, Francisco J. Jariego (España) _______________________ - 23 -
Huida de la Isla del Diablo, José Ignacio Ceberio Sainz de Rozas (España) ____ - 33 -
Estaba escrito, Adriana Silvia Vaninetti (Argentina) _______________________ - 39 -
El tiempo nunca es igual para Elisa, Pablo Loperena López (España) _________ - 43 -
El cazador de cartas, William Antonio Argüello Bernal (Colombia) ___________ -49 -
No dejes que me entierren, Jesús Carlos Ruiz Suárez (México) ______________ - 57 -
La sirenita, Francisco Javier Álvarez Amo (España) _______________________ - 65 -
Encarnado, Adolfo Eloy Villafuerte Caicedo (Venezuela) __________________ - 73 -
Eterno retorno, Mercedes Duarte Alvarado (Venezuela) ____________________ - 81 -
El perfume, Benito Pastoriza Iyodo (Puerto Rico) _________________________ - 89 -
Narciso, Mar Correa (España)_________________________________________ - 95 -
La última llamada del padre, José Manuel Fernández Argüelles (España) ______ - 99 -
Un tren de España a Buenos Aires, Anahí Almasia (Argentina) _____________ - 105 -
Queridas mías, Mariana Sández (Argentina) ____________________________ - 113 -
La última noche de Benito Ayala, Eduardo Fernán-López (España) __________ - 123 -
Los ruidos molestos, Juan Ángel Cabaleiro (Argentina) ___________________ - 131 -
La pajarita, Jorge Rafael Castagna (Argentina) _____________________________ - 141 -
Roberfelo, Cintia Mannocchi (Argentina)_______________________________ - 145 -
El día de la noche en llamas, Estefanía Bernabé Sánchez (España) __________ - 153 -
Arder en la hoguera literaria. «El día de la noche en llamas»: vida y obra de Clarice Lispector,
Salomé Guadalupe Ingelmo ___________________________________________ - 161 -
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Prólogo
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos
de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del
viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos,
fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta
pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se
enciende.
Eduardo Galeano, El mundo
Sostenía Víctor Hugo: “Aprender a leer es encender un fuego, cada sílaba que
se deletrea es una chispa”. Creo que lo mismo se podría afirmar de aprender a escribir.
El escritor enciende un fuego, y con esa llama, voluntariamente o no, ilumina. Pero a
cambio de ese privilegio, en esa misma llama, esté dispuesto a sumirlo o no, también se
consume. Cuanto más se da quien se dedica a esta disciplina, más crece. Y sin embargo,
paradójicamente, al tiempo, más se desgasta y mengua. Escribir implica, en cierto
modo, una ofrenda de carne y sangre; en el proceso, uno ha de cortar, calculando
cuidadosamente qué le permitirá tardar más en desangrarse, pedazos de sí mismo.
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inspiradas en maestros del género fantástico como Lovecraft, homenajes a otros padres
de la literatura como Borges —creador (o tal vez descubridor) del ineludible libro
divino en el que todo está escrito y notorio admirador del modelo de masculinidad
encarnado por el pendenciero y jugador gaucho— o guiños a autores tan respetados
como Henri Charrière, el mítico Papillon.
Porque el escritor, en busca de claves que le permitan dar con la piedra filosofal
de su oficio y también comprender mejor a los seres humanos que contribuyeron a
engrandecerlo, a falta de una codiciada cuanto imposible correspondencia con los
autores consagrados ya difuntos, entabla una suerte de diálogo interior con sus
predecesores, un debate que en la fértil mente del narrador puede tomar la quimérica
forma de un íntimo cuanto inverosímil intercambio epistolar con los próceres de la
disciplina.
Y es que el escritor, con sus permanentes relecturas y correcciones, con su
meticulosa elección del léxico preciso, es obsesivo por naturaleza. Casi tanto como un
contumaz jugador de ajedrez, para el que cada pieza ha de encontrar su posición exacta.
En cierto modo, afronta una experiencia religiosa o cuanto menos espiritual. Sus dedos
ansían el papel como el alma anhela reunirse con Dios. El escritor vive por y para su
obra. Y con ella, convertido en grafito que impregna la página, se funde: ¿Cómo
asegurar dónde acaba el autor y dónde comienza el personaje, cuánto es autobiográfico
y cuánto ficción; qué porcentaje de cada autor ha ardido en la pira sacrifical con la
redacción de cada texto?
El escritor hurga insistentemente dentro de sí, como un Narciso perturbado que
no se cansa de observar el amasijo humeante de vísceras y tendones que se refleja en el
inflexible espejo. Vive su particular infierno, que nada envidia al de Dante. Uno del que,
como de las peores maldiciones, no puede escapar ni con ayuda de la más potente
magia, ya sea negra o blanca: una pesadilla que se repite una y otra vez hasta el infinito,
como un libro escrito dentro del libro en un borgeano juego de espejos.
Porque las fronteras entre la realidad y la ficción, al menos para un escritor, se
revelan extremadamente sutiles.
La nuestra, como la de músico, es una profesión exigente y absorbente, poco
dispuesta a compartirnos siquiera con nuestras parejas, que no siempre logran superar
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los inevitables celos. Los celos, ese sentimiento quizá execrable, pero sin duda
poderosamente humano. Y, como todo lo humano, jamás ajeno al escritor.
En efecto, entre nuestros galardonados abundan las historias que retratan lo
mejor y lo peor de nuestra especie; argumentos que a todos afectan y preocupan
recorren estas páginas. Se tratará a veces de perversos o sencillamente frustrantes
vínculos familiares, porque las relaciones humanas son —convendría no olvidarlo— tan
delicadas e insidiosas como una exótica flor parásita convertida, por su desmedido
apetito, en feroz planta carnívora; dispuesta, como Saturno, a devorar sin
remordimientos a sus hijos. Unos hijos que, en ocasionas, viciadas las relaciones
intergeneracionales e instaurada de por vida la más ponzoñosa incomunicación, solo
alcanzan a comprender, quizá ya demasiado tarde, las motivaciones de sus padres —seres
humanos imperfectos, con virtudes y defectos—, sus circunstancias vitales, con la
perspectiva indulgente de los años.
Un tiempo subjetivo, que pasa cada vez más rápido a medida que maduramos.
Hasta que, finalmente, llega el día y, con la inevitable defunción, nuestro mecanismo se
para. Como en un claustrofóbico relato de ciencia ficción que nos aterroriza. Aunque,
por fortuna, aún estamos a tiempo de aprender a bien morir, a morir serenamente, sin
amarguras ni temores, en compañía de quienes quisimos y nos quisieron. Morir siendo
conscientes de que atrás dejamos un igual, un gemelo —quizá al otro lado del mundo,
con mejor o peor suerte que la nuestra—, al que, aunque desconocido, nuestro destino
final está inevitablemente asociado. Porque, como el cosmos, la humanidad es toda una,
pues el temor y la indefensión ante lo inescrutable también nos hermana con solidarios
lazos.
En este mundo hostil, el escritor, a menudo apátrida, emigrante forzado por las
circunstancias —por todo tipo de regímenes, pasados y presentes, que coartan libertades
y violentan de múltiples formas, desterrando a territorios suburbiales de desigualdad,
marginación, explotación social y de género, desarraigo y franca delincuencia—,
despojado incluso de la infancia, mucho menos cándida, mucho más oscura de lo que
pareciera a simple vista —porque las turbadoras fábulas infantiles, esos cuentos de
hadas o brujas imaginarias solo en apariencia, suelen ocultar una brusca y sórdida,
aunque inevitable, iniciación a la edad adulta—, se ve obligado a refugiarse en su obra
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En efecto, recio ha de ser el creador en los tiempos que corren. Pero, como la
vida y la obra de Clarice Lispector nos enseñan, la literatura ofrece una oportunidad de
victoria final, pírrica o no. Mediante su fuerza de voluntad y profunda convicción, el
escritor consigue alzarse de sus propias cenizas y regresar de esa muerte que parecía su
único destino posible. Porque, gracias al milagro de la literatura, todos podemos escribir
nuestra historia como queramos e, incluso, sobrevivir, a través de nuestras obras, a la
propia muerte.
El escritor, superadas todas las pruebas, afrontados todos los trabajos, tras las
extenuantes tareas que lo ponen duramente a prueba durante su vida terrena, cual
Hércules triunfante, arde en una pira que lo consagra. En una sagrada apoteosis, el
escritor, audaz héroe convertido en inmortal bola de fuego incandescente, es aceptado
por fin, tras todas las penalidades, en la Isla de los Bienaventurados y alcanza su
pequeño pedazo de gloria, su pequeña parcela de cielo.
Escribir nos hace imperecederos. Decía Lispector: “Escribir es prolongar el
tiempo, dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida
insustituible”.
El universo entero, como nos sugiere Borges, está escrito en un libro, en el
Libro. Os invitamos, por tanto, a recorrer las páginas que siguen, y a descubrirlo.
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fuera a la ciudad. Convencerlo de volver a ser el de antes. Pero era inútil intentar
razonar con Dionisio. La razón la había perdido el día que se fue a vivir a “El Paraíso”.
Una quinta construida sobre una tierra desamparada y llena de cuevas con alimañas.
Alimañas y cuerpos. Toda la zona era el cementerio de tres pueblos indígenas.
Tehuelches, mapuches y querandíes habían sido exterminados en La Pampa. Todo para
convertir la región en un criadero de vacas. Con mi hermana nos cansábamos de
desenterrar boleadoras y puntas de lanzas. Y en muchas ocasiones, fragmentos de
huesos con los que hacíamos collares.
Pero eso ya era el pasado.
Esa noche no pude dormir. La casa me inducía recuerdos nostálgicos. Tenía
preguntas y dudas que disipar. Pero nadie podía respondérmelas. Del día de la muerte de
Miriam, no recordaba nada. Un psiquiatra me había dicho que ciertos traumas de la
niñez producen amnesias parciales. Esa era otra de las tantas cosas que no me atrevía a
hablar con mi padre. ¿Para qué había ido a “El Paraíso”? ¿Qué esperaba encontrar de
diferente en la actitud de Dionisio? ¿Qué le había ido a reclamar? No tenía idea.
Mi ánimo se había vuelto sombrío. Un olor invasivo y dulce llegaba a la
habitación. Horacio, como de costumbre, roncaba sin percatarse de lo que me pasaba.
Luego de agarrar un cigarrillo de mi cartera, segura de que mi marido no me observaba,
decidí dar una vuelta por los alrededores de la casona. Cuando pasé por la cocina, me
asombré al no ver indicios de que hubieran preparado una torta. Sin embargo, el
perfume empalagoso persistía en el ambiente. Lo más seguro es que viniera de afuera.
Mi padre había quitado las puertas de la casa. ¿Por qué? No tenía idea.
Di vueltas buscando alguna rayita de señal. Quería encontrar un vórtice en el
espacio-tiempo que me permitiera conectarme con la civilización. En aquella ocasión
me di cuenta de cuán apegada estaba a la tecnología. Mi internet. Mi vida virtual. La
posibilidad de acallar mis pensamientos escuchando música a todo volumen vía
bluetooth. Me hubiera sido imposible llevar la vida de mi padre en esa tapera sin
ventanas ni puertas. En la casa solo tenían una computadora con un monitor de rayos
catódicos. Destellaba en un rincón de la casa, los niños jugaban en ella a un Tetris tan
obsoleto como aburrido. Un juego que habíamos instalado Miriam y yo de niñas. Me
parecía increíble que aún funcionara. La falta de vestimenta de los niños era otra de las
cosas que me inhibía. Hasta había llegado a ver a Galatea sin blusa, con los senos
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colgando sobre una palangana llena de agua jabonosa mientras le lavaba la ropa a
Dionisio. Parecía que en “El Paraíso” no existía la vergüenza o la intimidad. La falta de
puertas era otro ejemplo. Cuando le pregunté a mi padre por qué las había sacado, me
miró con unos ojos turbios y distantes que parecían apagarse, y no insistí. Había una
distancia infranqueable. En esa y en otras varias oportunidades tuve ganas de decirle
“papá”, pero la palabra se me anudaba dolorosamente en la garganta y al final lo
llamaba por su nombre.
Di las últimas pitadas a mi cigarrillo y exhalé el humo hacia una luna rojiza. El
jardín estaba abandonado y crecía un yuyal. En aquel lugar había unos tambores de
aceite cortados por la mitad con unas cúpulas enrejadas. Dionisio los usaba para tener
en cautiverio algunas alimañas de campo. Iluminé los tambores con mi celular y entre
ellos descubrí una flor que había crecido gracias al estiércol de los animales y a la
cercanía de una bomba de agua. Era blanca, con solo dos pétalos gigantes entrecruzados
que formaban su corola. Por fuera me pareció similar a una cala, pero más retorcida y
algo deforme. De su centro salía un pistilo largo y delgado que me hizo recordar la
lengua bifurcada de una serpiente. En sus extremos había unos estigmas anaranjados
salpicados por un polen verde que no parecía lo suficientemente maduro como para
desprenderse. Tuve la sensación de haberla visto antes, pero no recordaba dónde.
Realmente era imponente. No se asemejaba a nada que pudiera haber encontrado en una
florería. Al acercarme un poco más, los galgos, atados a un palenque, empezaron a
ladrar desesperados como si hubieran visto un animal. Decidí volver a la casa.
Con mi marido dormimos hasta el mediodía. Yo, porque estaba agotada. La casa
me desgastaba emocionalmente. Y Horacio, simplemente por pereza. Cuando bajamos
al comedor, nos encontramos con la mesa preparada para el almuerzo. El día anterior mi
padre había cazado una mulita, un pariente del armadillo al que los indígenas llamaban
“El siete carnes” porque sabía a pollo, cerdo, vaca, pescado, ciervo, lagarto y oveja.
Cuando me lo dijo, intenté imaginarme el sabor de todos esos animales juntos. Pero me
fue imposible degustar mentalmente la carne de esa quimera. Por desgracia, al bajar al
living nos encontramos con el cuerpo cocido de ese diminuto animal, rodeado de papas.
Para la ocasión, Galatea había cocinado tres de esos bichos, adobados con tantas hierbas
que parecían haber sido arrastrados por el pasto. El olor era nauseabundo, la mezcla de
todas las carnes en un puchero fermentado y grasoso. Quizás el aroma dulce que había
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sentido por la noche provino de la maceración de esos animales. Mi padre y los niños se
abalanzaron sobre la fuente y desmembraron las mulitas. Vi sorprendida cómo Horacio
extendió su plato para que le sirvieran. Estoy segura de que comió para quedar bien con
mi padre. Desde que habíamos llegado, lo había querido impresionar.
—Yo voy a comer papas, Galatea —le dije—. No te ofendas, por favor. Parece
exquisito. Pero la verdad es que no estoy acostumbrada a los sabores fuertes.
Dionisio levantó su cabeza y vi cómo sus ojos incomprensibles y lejanos volvían
a esquivar mi mirada. ¿Cuánto habría del hombre que me crió en ese ser frente a mí?
Probablemente, solo un dolor en común. Quizás él también quería hacerme preguntas
sobre Miriam. Pero no se atrevía a mencionar el tema. Había pasado el tiempo sin
piedad y, sin embargo, la muerte de mi hermana seguía presente como el primer día.
¿Por qué? ¿Por qué ninguno de los dos habíamos podido superar su desaparición? No lo
sabía.
Luego de comer, mi padre y Horacio salieron a cazar.
Apenas los vi marcharse, le pedí a Galatea que me acompañara hasta el jardín.
Le mostré la planta que había visto durante la noche. El capullo ya se había cerrado.
Aun así, sus pétalos blancos y aterciopelados eran imponentes. Me dijo que en diez años
no había visto crecer en el jardín nada parecido. No quise seguir preguntando. Un
espasmo me recorrió el cuerpo, por la flor y por enterarme de los años que Galatea vivía
en la casona. Cuando al fin pude detectar una fugaz señal con mi teléfono, le tomé una
foto a la planta y se la envié a mi madre con un mensaje de texto. Ella sabía un poco
más de cultivos. De hecho, ella había cuidado ese espacio de plantas cuando íbamos de
vacaciones.
No sé por qué me obsesioné con la flor. Había algo en ella que me atraía. Me
quedé en el jardín observándola. Me pareció raro que no hubiera insectos
sobrevolándola. La quinta estaba llena de colibríes y abejorros. Y ninguno la rondaba.
Luego de un momento de observarla, me pareció que hasta la esquivaban. Que se
cerrara de día era otra cosa que me inquietaba. Quizás su polinizador fuera algún insecto
nocturno. De alguna manera debía arreglárselas para encontrar un pasajero que llevara
su polen a otra planta macho o hembra. La verdad es que sabía poco de plantas. Pero
estaba segura de que para su reproducción necesitaban un insecto u otro animal. Un
tercero que les permitiera conectar sus sexos. Había escuchado también, por ejemplo,
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que algunas mariposas llegan a tener una lengua extremadamente larga para poder
tomar el néctar. Otras veces, la flor se adapta para atraer a su simbionte.
Luego de un rato dejé el jardín. No quería seguir mirando toda la tarde ese
capullo hipnótico. Volví a la sombra del alero en el frente de la casa. Me senté en la
mecedora mirando un claro donde jugaban los hijos de Galatea. Eran tres niños y
peleaban por montar dos triciclos. El más pequeño de los hermanos siempre quedaba
excluido. Cuando vi con mayor detenimiento, descubrí que los carritos de tres ruedas
habían pertenecido a Miriam y a mí. Estaban carcomidos por el óxido. El paso del
tiempo los había deformado. Por un instante me sentí triste y cansada. Estar en “El
Paraíso” era como abrir un arcón de recuerdos y una caja de Pandora. No me molestó
que los niños jugaran con nuestras cosas, pero no dejaba de causarme nostalgia. El
tiempo iba arrasando nuestras huellas por la estancia y convirtiéndolas en polvo. Un
polvo que, junto a los huesos de los indígenas, alimentaba la tierra y su vegetación. Me
pregunté si habría otros juguetes nuestros por la casa. Pensé que debería recolectarlos
todos y llevármelos a mi casa. Pero luego me di cuenta de que solo arrastraría a mi
hogar un relicario de añoranzas. Comencé a hamacarme en la reposera hasta que me
quedé dormida pensando en Miriam. Éramos gemelas y dicen que un gemelo siempre
siente lo que el otro. Yo no sentí nada cuando ella murió. Ningún dolor físico, quiero
decir; sí una tristeza indescriptible con el paso del tiempo. El día de su accidente, yo
estuve presente. Pero una niebla cubría toda mi memoria.
Como era de esperar, cuando cerré los ojos, soñé con Miriam. En el sueño subía
las escaleras de la habitación donde dormíamos juntas de niñas. Cuando abría la puerta
me encontraba con un pequeño altar. En una de las esquinas del cuarto, sobre una mesa
de luz, había una foto de mi hermana rodeada de velas, guirnaldas y luces de árbol de
Navidad. Todo el piso estaba cubierto de pétalos de la flor extraña que crecía en el
jardín. Me despertaron los gritos de los niños que corrían a mi alrededor. Había dormido
casi toda la tarde en la reposera. Realmente me agotaba el lugar. Vi a Horacio y a mi
padre regresar a la casa. Mi marido cargaba un aro con algunas liebres colgando.
Abrieron la tranquera y se acercaron. Me sorprendió ver una sonrisa en el rostro de
Dionisio. Hablaban casi a los gritos entre ellos, como si los disparos de escopeta los
hubieran dejado medio sordos. Entre sus alaridos les escuché decir que cuerearían las
liebres bajo el ombú que estaba frente a mí y, ahí mismo, desplumarían también unas
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perdices. Por puro acto reflejo volví a mirar mi celular. En otra fugaz recepción de señal
me había entrado un mensaje de mi madre con una pregunta que me hizo sobresaltar:
“¿No plantaste una flor idéntica en la tumba de tu hermana?”. Por un instante creí seguir
soñando. Horacio se acercó hasta mí con sus liebres chorreando sangre y me preguntó si
estaba bien. Le dije que sí para sacármelo de encima. Ver a esos pobres conejos salvajes
ensartados en un gancho me revolvió el estómago.
La pregunta me había conmovido. Intentar una aclaración con esa débil señal de
teléfono que iba y venía cada tres o cuatro horas era una locura. Tenía que tomármelo
con calma. Probablemente, mi madre se había confundido con una cala o algún
heliotropo blanco que alguna vez había dejado en un jarrón. Aunque había escrito
“plantado”. Me daba a entender que había crecido desde la tierra, volví a pensar.
Horacio y mi padre prendieron un fuego y arrastraron un caldero hasta el árbol. Volví a
leer el mensaje como si no creyera lo escrito, esperando que fuera un resabio de mi
pesadilla. Esos lapsos fugaces en los que algún elemento de un sueño se cuela en la
realidad. Una percepción falsa que nos hace dudar. Pero estaba ahí. Me inquietaba y
empezaba a anochecer. La sensación de malestar no se esfumaba y me odié por haber
extendido tanto mi estadía en “El Paraíso”. ¿Qué había ido a hacer a aquel lugar en los
márgenes del mundo? ¿Qué esperaba encontrar? ¿Acaso no me era suficiente con ver un
día a mi padre convertido en un salvaje? Las manos comenzaron a sudarme y mi
corazón empezó a latir irregularmente como un cascanueces en las manos de un niño
hiperactivo. Estaba inquieta y mis nervios me obligaron a ir por uno de los cigarrillos
escondidos en mi cartera. Oficialmente había dejado de fumar hacía un año, pero en
realidad me había vuelto una fumadora de pasillos solitarios y terrazas frías. Estaba tan
nerviosa que no me importó que Horacio pudiera verme. Atravesé la casona y salí al
jardín. Galatea colgaba la ropa con una pereza prodigiosa mientras los niños corrían
desnudos alrededor de ella, peleando por quitarse un cuero negro que vaya a saber Dios
de dónde habrían sacado. Un poco más allá, en línea recta al umbral de la puerta en
donde me había detenido a fumar, la flor comenzó a abrirse con somnolencia, a pelarse
a sí misma, a desnudar su estigma. Los movimientos de sus pétalos me recordaron los
de una cajita de música a media cuerda. Se extendió hasta que el pistilo de su lengua
bífida quedó al descubierto. El polen estaba maduro. Lo supuse por su color vívido.
Jamás me perdonaré no haber reaccionado de otra manera.
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La planta segregó un olor dulce como a caramelo quemado. Paralizada por un terror
indecible, vi al niño más pequeño correr hacia la flor. Al fin, y desgraciadamente, pude
recordar lo que le había pasado a Miriam. Otra vez quise gritar con todas mis fuerzas
“papá”, pero la palabra se me anudó a la garganta y quedé muda.
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El informe Belmonte
Francisco J. Jariego (España)
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y antisocial. A juzgar por sus escritos, el ideal de Juan Belmonte en estos años de
juventud habría sido el anacoreta, el hombre que se separa de sus semejantes para
descubrir y experimentar la vida por sí mismo, totalmente al margen de los
convencionalismos y los protocolos. En alguno de sus cuentos, Juan Belmonte llega a
realizar una apología del suicidio, entendido como única forma posible de
comportamiento ético. Para Juan Belmonte, el hombre enfrentado a la sociedad es —nótese
lo tópica que resulta esta metáfora usada por el mismo autor— “una gota de agua
bandeada por las fuerzas incontrolables de las corrientes oceánicas”. Por consiguiente,
nada puede hacerse por evitar la injusticia y nada puede hacerse para evitar participar de
ella, si no es quitarse de en medio mediante la autoinmolación, única forma de
redención posible.
En el primer capítulo de su novela, Juan Belmonte comienza el relato de la vida
de Claudio, su alter ego, presente también en algunos de los cuentos. Claudio es un
antropólogo que, tras numerosos años consagrados al estudio del Homo erectus, decide
adoptar la forma de vida y los que, presume, habrían sido hábitos de sus más pretéritos
ancestros. Juan Belmonte nos presenta a un hombre que resuelve vivir al margen de la
sociedad, de su terrible afectación, y reivindica como forma de vida aquello que
constituye lo más primigenio de la especie humana. En cuatro de las seis versiones, el
narrador es una voz femenina, la mujer que habría compartido los últimos días de la
vida de Claudio. En las otras dos, se trata del propio Claudio. La narración de la voz
femenina comienza tras la muerte de Claudio, con la descripción de los últimos y
terribles días de su vida. Por el contrario, las otras dos versiones adoptan la forma de
diario, comenzando el relato cuando Claudio se da cuenta de la amarga contradicción
que supone escribir para quien ha decidido optar por la forma de vida de un Homo
erectus.
Es curioso constatar cómo estos mismos temas serán algunos de los que Juan
Belmonte desarrollará de un modo magistral en su obra postrera. Sin embargo, en esta
última, parecen haberse sublimado la frustración e incluso la beligerancia antisocial del
primer Belmonte, y nos encontramos ante un escritor que avasalla con la sencillez de su
prosa y lo ineluctable de sus argumentos, que no solo no precisa ya, sino que parece
huir de unos personajes tan atormentados y de unas situaciones tan forzadas; personajes
y situaciones que confieren a la obra de juventud de Juan Belmonte su carácter de
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escasa credibilidad y una notable fragilidad estructural. De hecho, parece como si fuera
la propia ofuscación de Belmonte, provocada por una vehemente necesidad de
comunicar, de utilizar la literatura como un arma arrojadiza contra la sociedad o incluso
contra él mismo, la que le impide continuar dando forma a sus escritos y concluir
alguno de los proyectos que inicia.
No debe descartarse la posibilidad de que al menos parte de lo que escribió Juan
Belmonte entre los veinte y los treinta años se haya perdido y de que, por tanto, solo
podamos acceder a una visión muy parcial de su obra a través de lo que se ha
conservado. Juan Belmonte vive esos años en un casi continuo peregrinar entre su
pueblo natal y la capital, donde se hospeda en diferentes pensiones y alguna que otra
casa de alquiler. Muchos de estos domicilios han podido ser conocidos gracias a la
correspondencia que Belmonte mantenía con sus más allegados. Resulta curioso
constatar cómo Juan Belmonte siempre escribía el remite en el reverso de los sobres,
con independencia de que, en el propio cuerpo de los mensajes que enviaba, solía
comunicar con detalle sus cambios de residencia y su dirección en vigor. Aunque lo más
probable es que se tratara simplemente de un hábito, parece como si a Juan Belmonte le
preocupara que sus cartas pudieran llegar a extraviarse. Alguno de los psicólogos que se
han aproximado a su obra ha apuntado que Belmonte habría visto en aquellas cartas el
único nexo que le mantenía aferrado a una sociedad de la que, muy a su pesar, temía
quedar desligado. Pero Belmonte no se muestra celoso solo de su correspondencia, sino
de todas sus pertenencias en general. Sabemos por ejemplo que, durante todos estos
años, utiliza siempre la misma máquina de escribir, por lo que, sin duda, debió
acarrearla en sus múltiples desplazamientos. Lo cierto es que poco o nada ha podido ser
hallado en estos domicilios de un Juan Belmonte que no parece el tipo de persona
dispuesta a abandonar los cuadernos y carpetas en los que se habrían ido acumulando
sus borradores. Todo parece, por tanto, apuntar a que los escritos que se han conservado
y recuperado en la casa de sus padres, en su pueblo, constituirían el grueso de la
producción de Belmonte en este periodo, lo cual nos lleva a concluir que Juan Belmonte
es inconstante, que no termina prácticamente nada de lo que empieza, y que, casi con
seguridad, ese capítulo que ha llegado hasta nosotros es el único de la novela que llegó a
desarrollar.
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Siento los dedos rígidos y, al tiempo, frágiles, quebradizos. Además, noto como
si exudaran un polvillo negro. Parece como si se estuvieran volviendo de grafito.
Carmen ha insistido tanto en que fuera a visitar a un médico, que he acabado
claudicando y han estado realizándome diversas pruebas. Aparentemente, no existe
causa orgánica.
En esa misma carta, Belmonte anuncia a su amigo que va a ser padre. Dos meses
más tarde, en una nueva carta dirigida también a José Ramón, Belmonte parece
desahogarse al manifestar:
Me paso los días, prácticamente completos, encerrado entre las cuatro paredes
de la habitación que he convertido en mi despacho. Escribir es un torpe consuelo, y
me cuesta cada vez más. Tengo los dedos casi completamente rígidos. Pero salir de
aquí es como abandonar el purgatorio e ingresar en el infierno. Las disputas con
Carmen son casi continúas. Ella está también muy deprimida y entiendo que no es la
situación más favorable para su embarazo. Me siento culpable, terriblemente culpable;
pero me niego a visitar más médicos o a tomarme las píldoras con las que pretenden
atiborrarme para convertirme en una sumisa marioneta. No sé si estoy mal de la
cabeza, aunque sin duda acabaré estándolo. Lo creas o no, voy a firmar con el dedo.
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1
Agustín Jáuregui, La Metamorfosis de Juan Belmonte, 1994.
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Alberto López de Ganglio, La literatura fallida de la España postfranquista, 1997.
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Puede que haya alguien para quien la literatura resulte un oficio liviano, capaz
de vivir de ella sin grandes padecimientos. Luego estamos aquellos para quienes la
literatura no es un oficio sino una pasión, los que nos dejamos la piel. No creo que
nadie tenga más derecho que yo a decir que ese es su caso. No creo que jamás nadie se
haya dejado tan literalmente la piel como yo, que se haya entregado a una pasión tan
en cuerpo, que no en alma, día tras día y noche tras noche. Siempre quise escribir y
siempre estuve dispuesto a renunciar a todo por conseguirlo. Habría vendido mi alma
al diablo a cambio si hubiera podido hallarlo en alguna parte. No tuve tanta suerte.
Aunque, tal vez, después de todo, sea él quien se encuentra detrás de esta broma de
mal gusto en que ha venido a concluir mi vida. Cada frase que he escrito con mis
manos, con mis brazos luego, con las piernas, ha resultado perfecta. Perfecto su encaje
con las otras frases que la precedieron y con las que la sucederían luego. No hubiera
querido decir otra cosa que lo que he dicho, ni haberlo hecho de otro modo. Pero con
cada una de ellas me he ido extinguiendo visiblemente: cada una se ha llevado una
parte de mí proporcional a su longitud, y lo ha hecho de manera irremediable, sin que
hubiera un remordimiento que pudiera invertir el proceso. No me arrepiento.
Únicamente lamento no poder dar más de mí, no haber tenido los brazos y las piernas
más largos. Sin embargo, a medida que se va acercando el final, siento que, de alguna
manera, nada se quedará en el tintero, que acabaré diciendo todo lo que tenía que
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Juan Belmonte Trías falleció el día 6 de octubre de 1995, en circunstancias que nunca
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Abro los ojos y despierto en medio de una pesadilla. Tengo la extraña sensación
de que siempre es el mismo día, de que vivo un hoy recurrente. Miro el tosco calendario
clavado en la pared de la celda —una tortura rebuscada del cabo Clément— y
compruebo que hoy es veinticuatro de abril de 1934; el día de mi ejecución.
Respiro con dificultad, arrítmicamente. Una tromba de agua azota los muros de
la penitenciaría. Gotas caldosas penetran por entre los barrotes de la ventana
desprotegida embarrando el suelo. Tiemblo, y no es de frío; es el terror, que me domina.
Una pequeña salamanquesa de cabeza amarillenta repta confiada junto al
camastro. La pisoteo, me ensaño con ella. ¿Acaso tiene más derecho que yo a la vida?
El tiempo se acaba, Dios mío. Trato de pensar con calma; queda apenas una
hora antes de que vengan a buscarme. ¿Y si ese miserable ha mentido? No, por la cuenta
que le traía. Debo recordar el conjuro, lo repito mentalmente una y otra vez; es la llave
que abre la puerta de la libertad.
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Meses atrás, mientras nos dedicábamos a talar y acarrear árboles de caoba, trabé
amistad con un negro cimarrón llamado Lothaire. Aquel trabajo era inhumano. Desde el
amanecer hasta el ocaso aserrábamos troncos del color de la sangre seca para
arrastrarlos después como animales a través de trochas abiertas por nosotros en la selva.
El calor húmedo, los mosquitos e infinidad de otros insectos repelentes se cebaban en
los cuerpos desnudos, pues nos despojaban de la ropa para dificultar las fugas.
Al oscurecer éramos llevados de vuelta a los barracones donde, entonces sí, nos
permitían vestir una camisa y unos pantalones mugrientos antes de derrumbarnos
exhaustos en el suelo. Lothaire y yo éramos vecinos obligados de alcoba, pues por las
noches nos engrillaban en hileras y pasaban una barra por las argollas para más
seguridad. El cansancio dificultaba el sueño, así que nos pasábamos horas cuchicheando
en voz baja.
Mi tema favorito era la evasión, pero no encontraba en mi compañero un buen
interlocutor; se tornaba silencioso cuando insistía sobre ello. Y no era por cobardía, que
fui testigo de cómo se enfrentaba a otros presos, o incluso a guardianes, cuando le
buscaban las cosquillas.
Con el paso de las semanas se abrió más a mí. Todos queremos contar nuestra
versión de la historia, que alguien nos comprenda. Y si nos dan la razón mejor que
mejor. Como soy un experto adulador, pronto gané su confianza. Confesó que no quería
escapar, estaba conforme con la pena, la merecía. Había degollado a su mujer e hijos en
un arrebato de celos, y eso era un gran pecado, así que aceptaba el castigo. A mí, en
cambio, me parecía excesivo que, por despachar a un socio que metía la mano en las
cuentas del burdel que regentábamos en Lorient, me hubiesen caído treinta años en la
Guayana. Cierto es que no debía haber llegado a ese extremo con el idiota de Dudú,
pero tengo un pronto muy malo, difícil de dominar.
Una noche, harto ya de oírme, Lothaire confesó que conocía un medio infalible
para salir de la isla. El plan consistía, resumiendo, en morir… y resucitar con otro
cuerpo.
Se enojó al escuchar mis carcajadas. A lo que se ve, le había tocado la fibra.
Explicó iracundo que antes de su desgracia fue un gran bokor, y recordaba paso a paso
los rituales de la reencarnación; para él, el asunto carecía de secretos.
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Había que estar loco para hacerle caso. Pero quién no lo estaba en aquel islote
maldito. Además, yo soy un espíritu refinado; mi condición de macró no ha impedido
que cultive artes como la literatura o la música. Y acostumbrado a degustar los manjares
más exquisitos y vestir trajes de paño inglés, la reclusión en condiciones tan
abominables, rodeado por una chusma embrutecida, se me hacía insoportable. No iba a
poder aguantar mucho más, de modo que me agarré desesperado a aquel clavo ardiendo.
Las preguntas que le hacía recibían contestaciones lógicas. No, no iba a tomar la
forma de un animal, sino la de un humano. Sí, sería yo mismo, pero con otra apariencia
externa. Antes de reencarnarme mi viejo organismo debía morir. No, no sufriría durante
el proceso de la transformación.
Existía un problema —siempre lo hay—: iba a mantener mi carácter, mi propia
esencia, pero apenas recordaría algo de la vida anterior. Aunque existían casos en que
los individuos recobraban por completo la memoria, confesó Lothaire. Él mismo
conoció a un marinero inglés que juraba y perjuraba haber sido el difunto tenor Enrico
Caruso; aquel hombre tenía poca voz, pero cantaba con gusto, sobre todo arias de
Puccini. No sé qué me sorprendió más, si la historia en sí, o la afición de mi camarada
por la ópera.
Yo iba a ser uno de aquellos elegidos que no olvidaría un detalle de su antigua
existencia, estaba seguro. El poder del amor hace milagros, y ansiaba tanto volver a
tener entre mis brazos a la dulce Marguerite… Ah, cómo borrar del corazón a aquella
muchacha. Imposible, nada volvería a separarnos.
¿Que por qué Lothaire no había utilizado la brujería en su propio beneficio?
Porque debía expiar su crimen, aclaró el negro. Tras doce años de sufrimientos, le
quedaba poco para ser perdonado por los espíritus familiares. Dentro de tres meses —a
saber qué clase de cálculos utilizaba—, acabaría con su vida para reunirse con ellos por
fin en paz.
Pasaba los días con un único pensamiento enroscado en mi cabeza, qué fácil es
convertirse en creyente cuando no hay otra elección. Ahora era un firme defensor de la
metempsícosis. Si tantas personas creían en ella por algo debía de ser; más difícil era
seguir a un dios crucificado hijo de una virgen, que se da como alimento a sus
seguidores, y millones en la tierra lo hacían. Y, claro, lo de reencarnarse explicaba los
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siempre es el mismo día, de que vivo un hoy recurrente. Miro el tosco calendario
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Estaba escrito
Adriana Silvia Vaninetti (Argentina)
Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
J.L. Borges, Tlon, Uqbar, Orbis Tertius
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impaciencia y se deshacían en protestas nunca registradas por él. Una de las vecinas que
puntualmente acudía a pagar sus servicios de Alumbrado, Barrido y Limpieza se
transformó en la desalmada abuela de la cándida Eréndira. Entre visita y visita a la
biblioteca le pareció comenzar a sentirse desmemoriado. Pegó en lugares de la oficina
que solo él veía pequeños cartelitos que decían “escritorio”, “sellar el recibo del
contribuyente” o “esta es la puerta por la que se sale hacia el baño: hay que regresar”.
Antes de que la peste del insomnio y del olvido contagiara al barrio, una oportuna lluvia
torrencial como las de Macondo limpió la atmósfera y, cuando escampó, Tadeo Isidoro
Carranza volvió a la biblioteca a renovar el ritual transformador.
Cerca de octubre de 1978 pasó a ser Mujica Láinez y luego Sábato. Hizo así
deambular por los descarnados pasillos carnales personajes furiosos de hambre, de
celos, de lujuriosa demencia, de rebullir de antigua sangre. Cerca del invierno de 1979
más de un atónito transeúnte de esos laberintos burocráticos sintió erizarse la piel,
rozado por frío hálito fantasmal, atribuido generalmente al deficiente sistema de
calefacción.
La niebla de junio fue el escenario para ser Borges. Tadeo Isidoro Carranza
encontró su propio Aleph en el rincón de siempre de la biblioteca, invadido por la
semipenumbra suburbana. Semana tras semana, la otredad, los mundos superpuestos,
los enigmas. Un minucioso pulso lo conducía por bifurcados senderos, sutiles y
atrapantes. Lo escribía y lo reescribía. Empezó a trasladar sus fantasías a la despojada
pieza de su vivienda. Un día ya no soportó el espejo, que parecía burlarse al reflejar su
flaca figura solitaria, siempre huérfana de la cópula —esa reproductora de seres
humanos como el espejo mismo—. Lo astilló en mil pedazos y salió para la biblioteca, a
devorar sin prisa pero sin pausa más de las Obras completas.
Nunca supo si ese día soñó, fatigado como estaba después del exabrupto. Lo
cierto es que en sus manos tuvo un libro de Borges cuyo séptimo cuento le reveló de la
manera más profunda secretos impronunciables, pero tan identificados con su ser íntimo
que se prometió no leer otra cosa en su vida. Rompiendo su costumbre de años, solicitó
a la bibliotecaria el préstamo. Transitó las calles casi tropezando con los gatos
noctámbulos que maullaban en el crepúsculo espectral y se precipitó a su cama. Sin
cenar, sin sacarse más que los botines, intentó saborear una y otra vez la lectura. Inútil
fue su búsqueda. El cuento ya no aparecía en el volumen, a pesar de que estaba seguro
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Recorrer el patio era una fuente constante de aventuras, siempre había algo que la
sorprendía.
Elisa se queda de piedra. La operadora habla tan despacio que cuesta entenderla.
Y, sin embargo, no parece consciente de su chocante forma de actuar. Elisa le pide hora,
contestando con la misma lentitud a pesar de su esfuerzo. La mujer la cita a media
mañana del día siguiente. Elisa cuelga aturdida, sin saber qué pensar.
Decide acallar la ansiedad con un buen desayuno. Cruzar el pasillo para entrar
en la cocina le cuesta más de lo que le ha llevado recorrerlo desde el baño al salón, en
toda su longitud. Sin paciencia para preparar nada, se sirve un vaso de leche fría y coge
una magdalena del bote que hay sobre la mesa. Al mojarla, ve con claridad cómo
absorbe el líquido, poco a poco, hasta empaparse.
En verano, sus padres la llevaban al pueblo y su vida se transformaba. Su zona
de seguridad crecía, el sol estaba tanto rato en el cielo que, en un solo día, podía
explorar las calles viejas, visitar a sus tías, bajar a la Alameda, chapotear en la charca,
acercarse a los corrales y jugar al pañuelo con sus vecinos. Cuando el curso empezaba
de nuevo, había pasado tanto tiempo que sus compañeros se habían vuelto extraños.
Tenía que volver a conocerlos porque habían cambiado demasiado. Toda una vida había
transcurrido de un curso al siguiente; edades enteras se sucedían.
Se la lleva a la boca en un intervalo eterno. Cada masticación dura demasiado
como para saber cuánto. A pesar de su blandura de bizcocho mojado, ese primer bocado
permanece tanto rato en su lengua que el sabor acaba por resultarle repulsivo. Cuando al
fin la traga, sin apenas masticarla, baja por el esófago durante un periodo incalculable.
Elisa, antes de comprender que su cuerpo necesita el aire de una manera distinta, con
inspiraciones y pausas que se alargan más allá de lo razonable, se angustia porque no
puede respirar.
Si comer un trozo de magdalena empapada le produce esa impresión, no quiere
saber lo que sentiría al beber la leche. Con un retardo imposible, se levanta sin recoger
el desayuno. El movimiento es tan lento que durante mucho rato cree que caerá hacia
atrás. Hasta que se da cuenta de que la gravedad no la afecta como antes y la inercia la
llevará a erguirse en algún momento lejano.
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siempre había algo que hacer, que esperar, que mejorar. Un viaje, un trabajo, un
ascenso, coche nuevo, apartamento en la costa… Y tenían todo el tiempo del mundo.
Elisa se acordaba del colegio de un modo difuso, atrás, muy lejos, como si le hubiera
ocurrido a otra. Sin embargo, el instituto podía haber sucedido ayer. Solo cuatro cursos,
tan intensos que resultaban más cercanos que sus largos años de felicidad estancada en
el transcurrir de las horas.
Entonces lo perdió todo.
Y el tiempo volvió a detenerse.
Los restantes pasos hasta el sofá son un tormento. Dentro de su cabeza grita de
desesperación, suplica e insulta a partes iguales al universo y a Dios. Mientras, su
cuerpo permanece inalterable, concentrado tan solo en su tarea. Cuando al fin llega, no
puede creerlo. Lloraría de alivio y felicidad, si las lágrimas se desplazaran en su misma
dimensión. Arriesgándolo todo, coge el teléfono y se sienta en un único movimiento
eterno de equilibrio imposible.
El mundo se funde en negro. El pánico regresa de golpe, acompañado de la
incomprensión y un amasijo inidentificable de emociones. Se ha vuelto ciega. Ahora, no
solo su cuerpo no le responde, no solo el tiempo avanza más despacio, sino que además
está encerrada en su cabeza, sola para siempre. Trata de encontrar alguna solución, se
encoleriza, promete una y otra vez que cambiará; que, si consigue superarlo, no se
dejará arrastrar de nuevo por los fantasmas del pasado, será mejor persona. Desespera
en la negrura imperecedera hasta que, de pronto, sus párpados se abren devolviéndole,
lentamente, la vista.
Despertaba y se quedaba en la cama. Miraba el techo, cambiaba de postura, tan
cansada que apenas era capaz de pensar. El teléfono sonaba pero nunca lo cogía. En
ocasiones se levantaba y comía con desgana una lata de conservas o algo frío de la
nevera. El timbré del portal sonó un par de veces, pero lo ignoró como si no existiera.
Los días pasaron, cada uno igual al anterior, congelados en un tiempo sin dirección.
La estupefacción hace que le cueste entenderlo. Solo ha parpadeado. Resuelve
no hacerlo nunca más. Mantendrá los ojos abiertos aunque se le sequen en las órbitas,
pero jamás volverá a perderse en la oscuridad.
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El cazador de cartas
William Antonio Argüello Bernal (Colombia)
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convertía el acto en un ritual tan laborioso como gratificante, sagrado como la Magha
Puja de los monjes tibetanos.
Lo primero que hacía era interiorizar lo referente al matasellos. Por medio del
Diccionario Enciclopédico Quillet —comprado ex profeso por mi padre antes de que yo
naciera—, averiguaba lo que podía respecto al puerto de timbrado. Después, me
concentraba en la estampilla. Y aunque no he sido amante de la filatelia —me parece
soporífera como la numismática, la entomología y la esgrima—, puedo certificar,
pasadas tres décadas, que poseo quinientos cuarenta y ocho sellos de correo, uno por
cada carta.
Como primera medida, analizaba el diseño de la estampilla. Lo hacía con una
lupa de lentes aplanáticos que trajo mi padre de Hamburgo para mi cuarto cumpleaños.
Intentaba establecer si su impresión fue por tipografía, huecograbado, litografía o
fotograbado. Luego estudiaba ya no la geografía, sino la historia del país emisor del
sello postal.
A continuación, seguía el paso más emocionante por el inevitable misterio que
desprende la magia de la filigrana, conocida con el apelativo romántico de “letras de
agua” desde que los italianos la inventaron hace ochocientos años como medida para
garantizar la autenticidad de un manuscrito o un impreso.
Para ello, comenzó a formar parte de nuestras vidas don Gregorio. Mi madre lo
contactó al azar por el anuncio de sus servicios filatélicos en el directorio telefónico, sin
imaginarnos que a aquel republicano exiliado de setenta y cuatro años lo adoraría como
a un tercer abuelo.
Su oficina —si así se podría llamar a la habitación trasera de la casa en la que
vivía—, se convirtió en el rincón más fascinante de la ciudad. Allá, aprendí a identificar
las partes de la estampilla y la importancia que los iniciados le conceden, cuando se
trata de tasar el valor filatélico, a la línea de borde, el dentado, la viñeta y el pie de
imprenta. Pero ante todo, descubrí que el encanto de un sello de correo se refugia en su
parte posterior.
Enajenado, fui testigo de cómo —al igual que las imágenes que en los cuartos
oscuros aparecían como por arte de nigromancia sobre el papel fotográfico— surgían en
el anverso de la estampilla, gracias a las gotitas de bencina, toda clase de símbolos
nacionales.
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de cartas. Por ejemplo, que en el Mar Amarillo se zarpara de Shangai y, previo fondeo
en Pyongyang, se recalara en Kagoshima. Recuerdo que denominé a esa ruta oriental
—cuyas epístolas más me costó concatenar— Mareas del Dragón Azul.
En resumidas cuentas, para mediados de enero, era el orgulloso propietario,
además del Walkman Sony TPS-L2, de un Betamax Sony SL-5000 y de un par de tenis
blancos Adidas Superstar.
Con el retorno a casa de mi padre, que asumió el cargo de práctico de puerto,
murió el contramaestre Maravedís. Pero no lo hizo en su ley: ahorcado en una pocilga,
relleno de balas, por decapitación, envenenado en un ventorrillo del camino o arrojado
por la borda de un bajel. No. Prefirió hacerlo en su momento y a su manera: de un
resbalón en la ducha.
Desde entonces, comenzó una pertinaz contienda contra el tiempo. Iba a cumplir
dieciséis, había decidido ser escritor y no quería ingresar a la universidad dando palos
de ciego. Por fortuna, el profesor Valencia me sirvió de abnegado lazarillo. De su mano,
algo me quedó del estructuralismo francés, el realismo ruso, la corriente de la
conciencia, la epopeya griega, el boom latinoamericano y hasta de la estética de la
recepción.
Por supuesto, el profesor Valencia no se prestó así como así. Había sido por años
un paciente espectador en barrera no solo de la saga del contramaestre Maravedís, sino
de mi incipiente evolución como crítico literario. Sí, como lo leen: de crítico literario.
Desde que mi padre envió la primera carta —en su defecto, el primer episodio
ambientado en el Estrecho de Ormuz, una guarida de piratas desde el siglo VII a.C.—,
le solicitó a mi madre que me ayudara a redactar mis apreciaciones sobre cada lectura.
Con los años, no solo mi madre dejó de ser parte del caprichoso proceso, sino que mis
exégesis se hicieron extensas e incisivas, por no decir mordaces.
Pero no fue hasta cuarto semestre de Filología, durante el Seminario de
Semántica, que supe qué diablos podría hacer por el resto de mis días. El docente, un
defensor a ultranza de que estudiar la vida privada es fundamental como estudiar la obra
pública, insistió en que no deben disgregarse ambas como lo sugirieron los formalistas.
Recuerdo que comentó que la misiva que delata la relación homosexual del autor
de El retrato de Dorian Gray con el hijo del marqués de Queensbury, no solo conserva
un valor literario —denominado estudio referencial—, sino uno comercial. Un mercado
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que se mueve constantemente y puede resultar muy lucrativo para quien sepa
entenderlo. Hace unos años, por ejemplo, pagaron treinta y cinco mil dólares por una
carta del lunes 29 de octubre de 1888 atribuida a Jack el Destripador.
Aquel día en la universidad, para cuando ya tenía claro que carecía del don de la
creatividad, entendí que de los tres tipos de inferencias —la deducción, la intuición y la
especulación—, yo estaba mentalmente incapacitado para la primera y relegado
socialmente a la tercera. Lo mío era “el placer del texto”, del que nos advierte Barthes.
Próximo a los cincuenta, se me considera una eminencia en el género
referencial, que le ha permitido a la humanidad enterarse de que Tolstoi aprendió a
montar en bicicleta a los 69 en las calles de Moscú, que J.D. Salinger se bebía su orina y
manifestó tendencias pedófilas, y que Víctor Hugo tenía que desnudarse para escribir.
A simple vista, estoy capacitado para distinguir entre una treintena de letras
cursivas. Diferencio al instante la Longobarda de la Saxónica y la Gótica de la Ulfilana.
Palabras más, palabras menos, en un pacto no pactado, me convertí en un descarado
voyerista de los escritores, en un redomado husmeador de sus cartas.
No está de más agregar que aunque mis honorarios corresponden al diez por
ciento de la transacción, nunca he pujado por las epístolas subastadas. El único original
que poseo es un telegrama en alemán. Para anunciarle al suegro el nacimiento de su
primogénito a mediados del siglo XIX, el matemático Gustav Lejeune Dirichlet, más
conocido como el padre de la función, le escribió: 1 + 1 = 3.
Queda claro que todos pretendemos más que sobrevivir. En mi caso, me gasté
media vida en pos de misivas de otros. Sin embargo, pese a mis aportes al género
referencial, y haciendo a un lado los reconocimientos prodigados desde Tokio hasta
Vancouver, pasando por Barcelona, me sigo catalogando como un vulgar propalador de
confidencias póstumas, un trivial profanador de la intimidad de los difuntos.
Mi remordimiento empeoró hace cinco años, cuando recibí la ESQUELA. Se las
introduzco así, en mayúscula sostenida, porque aquella misiva cumplió cabalmente con
lo que se entendía por una: “carta breve que antes solía cerrarse en forma triangular”.
Digamos, para iniciar, que resultó inusual que llegara a mi casa. La
correspondencia de trabajo la manejo a través de la oficina que tengo habilitada desde
hace diecinueve años en la calle de Los Herreros, en el casco antiguo, donde vivieron el
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virrey y los oidores de la colonia. Pero fue la rimbombancia del remitente lo que me
dejó perplejo: Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos.
En ella, el supuesto bardo del Siglo de Oro y excelso caballero de la Orden de
Santiago imploraba a bocajarro una relación epistolar. Por supuesto, terminé de leer el
comunicado y lo destruí.
A las dos semanas, llegó otra esquela. El maestro barroco indagaba por la suerte
de la primera. En esta ocasión, reparé en ella. Se correspondía con una carta en papel
pergamino de más de trescientos años. Pese a lo descabellado, conservé el segundo
documento. Fue su tercera esquela la que me hizo entrar en acción. El autor de La vida
del Buscón se excusaba por su impertinencia y recalcaba que no insistiría.
Sin perder tiempo, rebusqué en mi biblioteca el ejemplar del Epistolario
completo de don Francisco de Quevedo y Villegas, una edición crítica que el ensayista
Luis Astrana Marín publicó en Madrid en 1946. ¡La caligrafía resultó idéntica a las de
las tres esquelas recibidas! Atribulado, sometí las últimas dos al juicio especializado de
mi perito grafotécnico de confianza. Apenas se las envié con una notica: “¿Qué opinas
tú?”.
A la vuelta de cuatro días, recibí el dictamen solicitado. En efecto, se trataba de
un característico papel de mediados del siglo XVII, obtenido mediante el encolado de
cáñamo. Eso fue todo.
No se hizo mención a otros aspectos discrecionales, como las tintas empleadas,
los giros idiomáticos y la distribución de la caja tipográfica. Puesto que el tacto es un
requisito sine qua non del negocio en que me muevo, el asunto quedó saldado.
A la semana siguiente, llegó una esquela más. En esta ocasión, su expedidor fue
Pedro Calderón de la Barca. La firmaba bajo el cargo cortesano de Capellán Mayor de
Carlos II.
El creador de La vida es sueño me congratulaba por mi excelsa labor de
preservador epistolar y me encomendaba que no bajara la guardia en mi conservación
de la memoria ajena, porque yo era el ungido. Me alentaba, también, a nunca más
incriminarme como profanador de la conciencia ajena: “Sepa usted, muy afectuoso
señor mío, que cuando se remesa una misiva autógrafa, se debe ser del todo consciente
de que ella asume la anodina subsistencia de las botellas de mar”.
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mejor que podíamos ofrecerle. Con cada uno bromearía como si nada ocurriera y a cada
uno lo tomaría de la mano para decir el adiós final.
Fui el último en verla. Estaba claro que era el más importante de sus amigos.
Vanesa había sido mi compañera por cinco años y al terminar esa relación seguimos
viéndonos aun cuando ambos teníamos otra pareja. Fue una de esas relaciones que
duraban a pesar de haber terminado. Aunque ella me lo decía con otras palabras: “lo
nuestro, Ricardo, nunca va a terminar porque no nos duró para siempre”.
Al dirigirme hacia la casa de su tía pasé a Les Papillons, mi bar preferido en mi
calle preferida: la Rue Mouffetard. Caminar por esa callecita de Paris, que en las
cercanías del Panteón se convertía en Rue Descartes, era de lo poco que me quedaba en
mi rutina diaria. Ya no existían aquellos años en que todas las calles de Paris eran el
simulacro de mi existencia, el laberinto donde encontraba mis sentidos y las ganas de
vivir. Ahora la ciudad, o mi vida, se reducían a esa corta dimensión lineal.
Pedí una cerveza Grimbergen Tripel y me senté cerca de una ventana para ver a
la gente que pasaba. Recurría a esa cerveza cada vez que enfrentaba una situación
difícil. Al primer trago, era como si a mis venas entrara una sustancia que me barnizaba
el pericardio. Y entonces me ponía filosófico, meditabundo, estoico. Una pequeña
sonrisa de desprecio y burla hacia la vida, que reducía a la nada a un ser querido, se
dibujaba en mi boca.
Olía a lluvia ligera, y ese olor de agua con tierra entraba al bar y se mezclaba
con mis pensamientos. Estos no eran claros y definidos, más bien eran imágenes que
llegaban como en un sueño, comprimidas a través de un embudo. El cristal mojado de la
ventana distorsionaba mis recuerdos con Vanesa. Los destellos de su sonrisa, de su
belleza, de su energía, danzaban dentro de mí. Recordaba el amor que le tuve y luego el
desgano que me invadió. Y ante la situación de su enfermedad, ambos sentimientos,
pasados y en apariencia encontrados, se mezclaban para traerme una nostalgia difícil de
entender.
Sabía bien que al llegar a la casa de su tía Vanesa me iba a contar algo, un
cuento o una historia divertida. Pero aunque yo riera con sus ocurrencias, la cerveza me
ayudaba más. Me tomé dos y pagué la cuenta.
Su tía, una mujer amable pero distante, que había llegado a Paris años atrás con
el único hijo que la dictadura de Videla en Argentina no le arrancó, me abrió la puerta.
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La tristeza de la señora era una tristeza añeja; aún así, la inminente muerte de su sobrina
se le notaba en el rostro. La abracé y sentí su cuerpo quebrarse en mis brazos.
Antes de caer enferma de gravedad por un tumor en el hígado, Ernesto Messil
la dejó. “No me hace caso, Ricardo —me decía decepcionado y agotado—. Se lo está
buscando y yo no voy a ser su cómplice”. Nadie lo criticó, bien sabíamos que la verdad
era esa. Vanesa iba directo a la tumba que ella misma se estaba cavando. En los años
que estuvimos juntos trabajaba como si le quedaran meses de vida. Dormía poco, se
levantaba en las noches a escribir y nunca tomaba vacaciones. Cuando enfermaba, yo le
llevaba las muestras al laboratorio, le compraba las medicinas, y hasta se las daba.
Ernesto no tenía la misma paciencia.
Cuando entré a su habitación estaba de espaldas a la puerta. Pensé que dormía,
pero apenas habían transcurrido unos segundos, dijo con una voz apenas audible:
—Se me hizo eterna tu ausencia.
Con esfuerzo giró su cuerpo hacia mí y abrió los ojos. Y frente a ella,
mirándonos uno al otro, sentí la malta belga bloqueándome el llanto. Miré su rostro
escuálido, empequeñecido, cubierto de débil tristura y dije:
—No iba a dejar que te fuese así, muy oronda, sin darte un beso.
—Y yo no iba a irme sin verte por última vez. ¿Sabes? Si te hubieras tardado
un año en venir, habríamos burlado a la muerte. Yo aquí esperando por ti y ella
esperando por mí.
Sus ojos me recorrían de arriba abajo con una mirada tranquila y sin reclamos.
No sabía qué decir, nunca estuve tan cerca del lecho de muerte de nadie. Tratando de
seguirle el juego, al final dije:
—Ni con un pie en la tumba se te quita lo ocurrente.
—Y a ti no se te quita lo incrédulo.
—¿Cómo estás?
Me miró con resignación y respondió:
—Bien. ¿Qué más te puedo decir? Me faltan cuatro minutos para morirme y es
cierto, estoy bien. No me duele nada, o ya me acostumbré al dolor, y no estoy
espantada. Lo único que me asalta es esa duda que tienen los moribundos. ¿Dónde
queda la muerte, Ricardo? ¿Dónde está ese valle al que todos llegan tarde o temprano?
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Siento que me voy a ir volando hacia él sin saber el rumbo. Mínimo nos deberían dar
una brújula para orientarnos y llegar bien.
Le tomé una mano y la apreté con suavidad. Me miró muy bien a los ojos y
añadió:
—Te estaba esperando para que me dieras mi beso de despedida y además para
pedirte algo...
Hizo una pausa y su respiración, cercana a expirar, envolvió el silencio de la
habitación. Me quedé quieto, tratando de adivinar lo qué iba a pedirme. Me asomé por
la ventana y vi los tejados de las casas vecinas, dos o tres aves, un gato durmiendo.
Todo en su lugar.
Vanesa tomó fuerza y dijo:
—Te quiero pedir que me protejas de mi familia, que no les des oportunidad de
que me entierren. Prométeme que no les dejarás. Salvo mi tía Julia, todos son muy
religiosos. Si les dejas hacer y deshacer, me enterrarán en el cementerio más cercano.
—El Montparnasse es bonito. Además ahí están enterrados muchos de tus
escritores preferidos.
—No me provoques. Estoy a punto de irme de este mundo y quieres pelear
conmigo.
La miré con una mezcla de burla y pena. Tomó una profunda bocanada de aire
y continuó:
—Sé que lo han estado planeando desde que me enfermé. Casi les veo el gusto
en sus rostros porque me darán cristiana sepultura. Prométeme.
—¿Yo qué puedo hacer? No soy de la familia. Además, ya muerta qué te
importa. Da lo mismo.
—A mí no me da lo mismo. No seré creyente, pero soy congruente. Mi cuerpo
es mío y será mío aun cuando me vaya al más allá. No quiero que me salgan los gusanos
que traigo dentro, quiero que se quemen conmigo. Me quiero vengar de ellos.
—No seas tonta, los gusanos nacen cuando ya estás muerta.
Vanesa extravió su mirada como si regresara al pasado y dijo:
—Eso es lo que todos piensan, pero no es así. Nos inculcan esa creencia
durante la infancia. De niña, cuando mi madre me llevaba a vacunarme, el médico me
decía: “no tengas miedo Vanesa, este piquito que ves es como un mosquito que te va a
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—No te salgas por la tangente. ¿Sabes qué les pasa a los gusanitos?
—Te dije que no.
—Entonces salen los microbios. Todos los ingredientes los traemos dentro. Así
nos preparan en los hospitales. Los microbios se despachan a los gusanitos, que se
comieron a los gusanos que nos comieron a nosotros. Pero todavía no he acabado.
—Me lo imagino.
—¿Y los microbios? ¿Son el último eslabón? ¿Son los que finalmente se llevan
el alma a cuestas? Claro que no. Del ataúd no sale nadie. No señor. Los hacen muy bien.
Cuando su fiesta termina y ya no queda que comer, entonces de los microbios brotan las
bacterias. Otra vez, bien merecido se lo tienen. De niña, mi madre me aterrorizaba con
eso de los microbios. “Lávate las manos, niña sucia”, me gritaba y pegaba. “Porque si
comes con las manos llenas de tierra, te comerás los microbios”. Y yo me ponía a
pensar que los microbios eran como piojos chiquititos y feos. Soñaba con ellos, me
despertaban en las noches, andaban por todo mi cuerpo y ni con un baño caliente me los
quitaba. ¿Tú no les tienes miedo?
—No.
—Tú no tienes miedo de nada, ¿verdad?
—De perderte, de que me dejes solo. ¿Quién me va a contar cuentos ahora?
—Me dejaste porque les hacía más caso a ellos que a ti. Esa niña con la que te
dio por vivir, ¿no te cuenta nada? Quién te manda, estás aburrido porque quieres.
—¿Quién se come a los microbios? No te vayas a ir y me dejes con la duda.
—Déjame tomar aire, apenas puedo seguir. ¿Te ha ofrecido mi tía algo de
tomar?
—Sí, pero no te preocupes. Antes de llegar acá pasé a tomarme unas cervezas.
—Lo supuse. Eres tan predecible.
La tarde se esfumaba con lentitud y ahí estaba, en medio de una ansiedad
asfixiante. Quería irme de allí, desaparecer de esa escena de golpe. Mi vida, sin esa
mujer frágil que se extinguía contándome un cuento, no tendría mucho sentido. Me
sentía culpable; dejarla por celos a sus cuentos me hacía sentir ruin y egoísta. Pero ya
nada se podía hacer.
—Te decía, Ricardo, que los microbios están llenos de bacterias. Y cuando
mueren, y no encuentran la salida del ataúd, las bacterias se los comen a ellos.
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—Hay mil cosas que puedes hacer. Las puedes lanzar al aire en aquella
callecita de Venecia donde nos conocimos, las puedes guardar en un cofre, las puedes
poner dentro de un bote de pintura y pintar las paredes de tu estudio, o las puedes
endulzar con un poco de miel y dejarlas en el jardín para que se las lleven las hormigas.
¿Sabes?
—¿Qué?
—A las hormigas no les tengo miedo.
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La sirenita
Francisco Javier Álvarez Amo (España)
El mar ejerce invariablemente un efecto hipnótico sobre las personas, que con
frecuencia son capaces de pasarse las horas muertas contemplando enajenadas su
extensión azul, el oído atento a la cadencia rítmica del oleaje. Baudelaire supo ver que
el mar tenía algo, o mucho, de espejo: es, igual que las personas, tenebroso y profundo,
y, en consecuencia, quien observa el mar se examina verdaderamente a sí mismo.
Los más vulnerables a la atracción de las aguas abismales son, según parece,
quienes han crecido a sus orillas. Y es que nadie se engancha a la droga que no ha
consumido. Igual que los súbditos del rey Wangchuk de Bután echan de menos, cuando
salen de su país, la omnipresencia del Himalaya en el paisaje, quienes nacen en pueblos
marítimos y en algún momento los abandonan, son conocidos por su condición
nostálgica. La nostalgia es, etimológicamente, el dolor que nos provocan las ganas de
regresar a cualquier sitio, y este sentimiento es el que obligaba a Santiago Salazar a
pasar la mitad de sus vacaciones veraniegas en Villanueva de Arosa, pueblo de sus
mayores.
Ya le iban quedando muy pocos familiares en el municipio. Sus padres habían
muerto algunos lustros atrás, con escaso intervalo, y Santiago se había negado a vender
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su casa natal, de la que solo disfrutaba durante dos semanas estivas, y cuyo cuidado
encomendaba a los vecinos, amigos inmemoriales de la familia, el resto del tiempo. En
sus quince días de retiro gallego, acometía reparaciones menores y dejaba encargadas
las mayores. Si bien es cierto que consagraba la mayor parte de la jornada a dar
cabezadas en la playa, arrullado por el vaivén de las olas. Aunque la población de
Villanueva de Arosa se incrementa sensiblemente con la llegada del verano, no deja de
ser un pueblo tranquilo, con puntuales eventos multitudinarios, de los que solo la
verbena en honor de San Cibrán, el patrón del municipio, coincidía con las vacaciones
de Santiago.
La verbena en cuestión era más bien rudimentaria. Con algunos tablones se
levantaba un escenario en la plaza central del pueblo, y los bares de las inmediaciones
sacaban barras a la calle para surtir de cervezas y combinados a los vecinos que se
acercaban atraídos por el exotismo foráneo del cartel artístico, que anunciaba, en letras
mayúsculas, alguna orquesta de las especializadas en versiones, a la que acompañaban,
en calidad de teloneros, solistas y grupos de la más diversa laya. Santiago solía acudir
después de su frugal cena, pedir dos o tres cervezas, saludar a los conocidos, sonreírse
para sus adentros por la rusticidad del evento y volver a dormir a casa no demasiado
tarde. Aquella vez, sin embargo, fue diferente.
Hastiado de la música criminal de la orquesta y sus teloneros, Santiago se había
dejado caer sobre la barra. Estaba a punto de pedir la cuenta y retirarse cuando, de
repente, una voz extrañamente aguda y melodiosa proveniente del escenario atrajo su
atención. Si hubiese tenido que describir el canto que llegaba a sus oídos, se habría visto
en la obligación de aludir a los tan característicos sonidos de ballenas y otros mamíferos
acuáticos a los que nos han acostumbrado los documentales de La 2 Su sorpresa fue
mayor una vez localizada la fuente de música vocal. Una joven y hermosa soprano se
encontraba sobre el escenario, con el micrófono entre las manos, y, muy quieta,
desgranaba pausadamente la letra de su canción, sin acompañamiento alguno. Su
indumentaria contrastaba con la nitidez y pureza de su estilo musical. Iba vestida
completamente de negro, con pantalones ajustados y camiseta de tirantes. Sus brazos
desnudos estaban minuciosamente tatuados con lo que, desde lejos, parecían símbolos o
palabras de algún lenguaje arcano o ritual, más parecidos a las runas de la Tierra Media
que a cualquier sistema de signos con el que Santiago pudiese estar vagamente
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los abrazos a los besos y se desnudaron torpemente. Marina, que solo conservaba puesta
su venda o gargantilla, lo que evocaba ciertas latentes fantasías fetichistas de Santiago,
propuso que entrasen en el agua y ahí, como Paz Vega y Tristán Ulloa en la célebre
película de Julio Medem, echaron un polvo del que Santiago tardaría aproximadamente
un quinquenio en arrepentirse.
Un lustro después, en efecto, Santiago estaba entregado, según su costumbre, a
la vida corriente y capitalina. Recién llegado a casa del trabajo, rezongaba en el sillón
de leer cuando su móvil tuvo a bien comenzar a vibrar. La pantalla mostraba un
larguísimo número, de los que, utilizados comúnmente por instituciones administrativas
y bancarias, jamás presagian nada bueno. Cariacontecido, contestó, y la conversación
que vino después lo dejó estupefacto. Una voz masculina con deje ligeramente gallego
le conminaba a personarse en Pontevedra para hacerse cargo de su hija. En un principio,
Santiago se esforzó por disipar el malentendido. Era soltero y, desde luego, no tenía
ninguna hija o cosa que se le pareciese. La voz del otro lado de la línea, pacientemente,
le fue sacando de su error. Resulta que Marina, entonces un borrón en la memoria de
Santiago, se había quedado embarazada después de su singular encuentro; había dado a
luz y criado a Marina como madre soltera, sin avisar jamás de las novedades a Santiago,
a pesar de que, antes de despedirse la noche de autos, habían intercambiado sus datos de
contacto. El caso es que Marina madre no se encontraba en condiciones de cuidar de su
hija, según misteriosamente argumentaba la voz desconocida, y era de todo punto
necesario, por tanto, que Santiago se personase en Pontevedra y se hiciese cargo de la
chiquilla. Sin palabras y en estado de shock, Santiago dijo a todo que sí. Vistas las
circunstancias excepcionales, le dieron varios días de permiso en el trabajo y, sin perder
tiempo, pues le atormentaba la idea de que su hija, ¡su hija!, pasase más tiempo del
necesario en el centro de menores en que había sido acogida provisionalmente, se puso
en camino el día después de la llamada, muy de mañana.
A mediodía llegaba a Pontevedra y, de inmediato, le dejaron ver a su hija. Era
pálida y hermosa como su madre, y lo miraba, tácita, con ojos azules, serenos y
sonrientes. Los responsables del centro de menores se ofrecieron a recoger en una
maleta las escasas pertenencias de Marina; en tanto que cumplían con su cometido,
Santiago tenía que resolver la cuestión del papeleo con Gustavo, el propietario de la voz
que tan sorpresivamente había puesto su vida del revés el día anterior. Gustavo era
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de rodillas a sus espaldas para examinarla mejor. Los cortes, efectivamente, estaban ahí.
Latían y mostraban el contenido sanguinolento de su garganta. Santiago tuvo que
asumir la verdad. No había duda. A su hija le estaban saliendo branquias.
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Encarnado
Adolfo Eloy Villafuerte Caicedo (Venezuela)
Cortarse las uñas era un fastidio. Cada vez que se estiraba para alcanzar un pie,
su espalda parecía lanzar un grito. Una punzada que lo hacía rodar hacia un costado y
quedarse ahí quieto hasta que pasara. Si levantaba la rodilla para acercar el pie pasaba lo
mismo: como si le pegaran un tiro en un riñón. La situación de José, realmente, era
bastante incómoda.
Héctor levantaba cosas pesadas. Su fuerza era prodigiosa, sobre todo en el
abdomen y la espalda baja. Trabajó buena parte de su vida como soldador en México,
pero al poco tiempo de emigrar cambió de oficio y se dedicó a las mudanzas. “Jéctor” le
decían los gringos, con la hache sonora, a pesar de que él seguía presentándose como
“Éctor”, sin nada.
Cuando pasaron a Héctor por la frontera no había una sola nube sobre el desierto
tejano; era verano, y las treinta y pico personas embutidas en el tráiler sudaban
profusamente. No tenían cara de alivio, mucho menos de alegría. Iban a empezar desde
cero. Héctor mantenía los ojos cerrados y sentía la sudoración y el silencio —salvo por
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el ruido del motor— como una purificación. Sentía, otra vez, que al final nada era
importante.
José odiaba ir al médico. Pero también odiaba el dolor de espalda; tanto que, al
final, se convenció de pedir cita con el quiropráctico.
Héctor perdió mucho peso soldando y sudando durante aquel primer verano en
el norte. Cuando llegó el otoño y luego el invierno sintió un gran alivio. Decidió
prepararse para trabajar en otra cosa el siguiente verano, tal vez jardinería. Algo que no
añadiera más grados centígrados a los por encima de cuarenta que normalmente se
sentían durante esa estación.
José se había divorciado en 2005. Su ex esposa se fue con la hija de ambos a
Santiago de Chile, donde pronto se casó de nuevo.
El cuerpo de la esposa de Héctor fue encontrado en una cuneta en 2008, en muy
mal estado. Nada le había importado mucho desde entonces.
José había dejado de adecentar su apartamento, pero lo deprimían el desorden y
la suciedad. Tanto que no lograba hacer acopio de fuerzas para limpiar. Y si bien odiaba
que tocaran sus cosas, detestaba la cochinada aún más, de modo que contrató una señora
para que aseara una vez por semana.
“Mira, mis chamaquitos”. Héctor miró la fotografía borrosa que el otro le
presentaba, impresa en papel bond. Dos niños gordos, uno de unos doce años y el otro
de unos cinco menos. Héctor le dijo que él nunca había tenido hijos y le habló un poco
de su esposa. En eso, el camión paró. Varios pasajeros, incluyendo Héctor, se bajaron.
El cielo estrellado resultaba abrumador Eso, sin dudas, era ya otro mundo. No habían
cruzado únicamente una línea imaginaria trazada de forma arbitraria, sino un limen
sideral. No sólo el cielo, sino también el aire actuó como una bomba sobre los sentidos
de Héctor, recién salido del sofocante tráiler, dejándolo aturdido mientras caminaba
hacia la destartalada Chevrolet que se encontraba a pocos metros. Solo cinco personas
subieron al balde de la camioneta, cubierta por una cúpula de plástico resquebrajada en
la que se colaba el aire desértico. Sintió, sin emoción, que iba a inaugurar un mundo
junto con esos cuatro inmigrantes sudorosos. Miró hacia donde quedaba México: no se
veía un alma, solo un abismo escarpado, imposible de desandar. Exhausto, casi
deshidratado, Héctor dormitó y sintió que se desprendía de su cuerpo, que se
transfiguraba en otro. Tal vez otro hombre solo a quien tampoco nada importaba, pero
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otro. Al mismo tiempo, más de cuatro mil kilómetros hacia el sur, en la furiosa noche
bogotana —que compartía huso con la desértica—, un hombre llamado José
consideraba por primera vez seriamente la idea del suicidio.
José pensaba en matarse porque no le gustaba su vida, ni quien era. Lo más
trágico, sentía él, era que no ansiaba cambiarse por otra persona, alguien reconocido,
exitoso, sino por sí mismo en otra época de su vida, antes de perder todo lo que había
perdido.
José escribía, como hacían tantos abogados antes. Había empezado y
abandonado tres novelas. Siempre meditaba sobre cómo su hija, con la edad que ya
tenía, considerando lo impecable de su redacción y su comprensión lectora ya desde los
primeros años de escuela, habría sido la correctora ideal para sus textos. Este
pensamiento lo desalentaba de seguir escribiendo.
La ciudadana estadounidense que se enamoró de Héctor, con tal de mantenerlo
cerca, se habría casado con él. Quería un Héctor legal y con un trabajo más digno y
menos desgastante, que viviera en casa de ella o en un apartamento solo para él, pero
que la visitara casi a diario, al menos cuatro veces por semana. La primera vez que ella
lo vio fue cuando se lo enviaron para su mudanza a un sitio más espacioso y cómodo:
un mexicano más alto y magro que los que acostumbraba encontrar por ahí, con la
misma piel tostada y las mismas facciones aztecas —un adjetivo que, producto de una
simplificación romántica, usaba erróneamente—, pero con una mirada ausente que le
resultaba fascinante; en su expresión, un estoicismo insólito a la hora de levantar
chécheres. Además, no parecía conocer más de quince palabras del inglés, y tampoco
daba la impresión de estar interesado en aprender más. A pesar de sus dos años
estudiando español, la mujer no se sentía muy segura a la hora de hablarle; aún así,
decidió arriesgarse. Obtuvo respuestas parcas y formales. La despedida fue cordial pero
seca. Después de pensar en él durante días, buscó entre sus amigos alguien que
necesitara una mudanza y, cuando lo encontró, lo convenció para que llamara a la
misma compañía y pidiera que Héctor hiciera el trabajo. El nombre de esta ciudadana
era Laura, pero se pronunciaba Lora, con esa erre rarísima del inglés, especialmente del
de Estados Unidos, para la que se curva la lengua como si la punta de esta quisiera
zambullirse garganta abajo: /ˈlɔɹə/. Aunque cuando se presentaba ante un nuevo grupo
en sus clases de español decía Laura, así, como lo dice uno.
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Oscuridad total. Un destello. Luego una estela como de lava que iba quedando
mientras el fulgor cosía la oscuridad. Una oscuridad caliente, vaporosa, venenosa, que
pronto volvió a sumirse en la totalidad, pues Héctor sintió un fortísimo dolor en el
pulgar de su pie derecho. Un dolor que lo sobresaltó e hizo que la varilla tocara el metal
y se quedara pegada, dejando de generar chispas. Se subió la visera y lo golpeó el
resplandor y la mirada perpleja de sus compañeros. “¿Qué te pasó?”, preguntó uno.
“Creo que se me metió un alacrán en la bota”, respondió Héctor, aún encorvado por el
dolor, cojeando hacia el banco de madera para sacarse el calzado y ver. En ese
momento, José rodaba por el piso de su apartamento agarrándose el pie con las dos
manos, profiriendo todo el repertorio de improperios e insultos que conocía, sobre todo
contra sí mismo, por haber cometido la estupidez de darse con el marco de la puerta del
baño en el pulgar derecho, mientras, recién levantado, trataba de satisfacer la necesidad
de drenar su resaca. Si José hubiera intuido que en aquel momento se manifestaba por
primera vez algo verdaderamente asombroso de lo cual nunca llegaría a enterarse, tal
vez hubiese maldecido un poco más.
¿Era intermitente la influencia de una uña sobre la otra —de seguro Héctor ya se
había cortado las uñas en el periodo entre el incidente mientras soldaba y la víspera de
su cita con Laura—? Más inquietante: Si José se hubiese estado mirando la uña en ese
momento, ¿el efecto habría sido el mismo? La pregunta ya se ha formulado de modo
más general3; cuando se haya dado respuesta a esta incógnita universal, quedará
respondida nuestra duda concreta. Mientras tanto, José y Héctor tratan de sobrevivir
como mejor pueden, como todos, y sus historias se cuentan a sí mismas de la única
manera en que pueden hacerse legibles. Ojalá.
3
Como en “El controvertido gato de Schrödinger”, el capítulo 11 de El enigma cuántico, de Rosenblum y
Kuttner.
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en los globos oculares de otra persona. Había visto bastantes ojos claros en su país, pero
nunca ese particular azul cielo. En México los iris azules eran escasos; en Estados
Unidos rara vez miraba a alguien a los ojos, si acaso a sus compañeros de trabajo, que
los tenían igual de oscuros. Los ojos fueron lo primero en un largo itinerario sensorial,
que siguió con la textura su piel, el olor de su sexo y todo lo demás: el dorado denso del
sutil vello de su cuerpo, contrastando con el rojizo que tomaba su carne en los lugares
donde la sujetaba con pasión, y un largo etcétera. Laura, menos metonímica, no llevó a
cabo semejante desglose, ni durante ni después. Sentía un placer macizo y homogéneo.
Y se sentía feliz.
Era la primera persona con la que estaba desde Clara. Clara... Sentía a Laura
viva dentro de sí. Las pocas palabras, el poco trámite, la pragmática urgencia de dos
personas de cierta edad que no se molestaban en fingir lo opuesto de su soledad y
desesperación, había inscrito en el cuerpo de cada uno apenas lo más superficial del
otro, que es quizá lo más universal y —a no ser que se viva y muera juntos, como ellos
nunca podrían hacerlo— lo más verdadero.
Héctor murió dos días después de su primera noche con Laura, un día antes de la
que habría sido la segunda. Tenía un sofá de una plaza encima de la cabeza: no solo era
más fácil cargarlo así, sino que se cubría parcialmente de ese antagónico sol de verano.
Antes de empezar a subir los pocos escalones que lo conducirían a la entrada del
edificio, lo sintió y lo supo: su corazón. Bajó el sofá sin premura, sin dejarlo caer. Lo
puso con cuidado en la acera y se sentó en él. Su compañero estaba arriba, en el
apartamento, con la joven pareja cuyas pertenencias estaban trasladando, cuadrando la
nevera. Lo encontrarían muerto al bajar. Mientras tanto, Héctor sentía que su corazón de
desmadejaba con parsimonia, con menos dolor y miedo de lo que hubiera imaginado.
Sentado en el mullido sillón de una pareja libanesa que ese día empezaba una nueva
vida, miraba la limpia, bien planificada y desierta calle de barrio residencial de primer
mundo, donde expiraba. No se veía un alma. Pero incluso si alguien se hubiera asomado
por una ventana, habría sido difícil adivinar que aquel mexicano grande moría ahí
sentado; la escena solo parecía evidenciar un breve reposo en el camino cotidiano de un
ser gris cualquiera. Héctor escrutó el cielo en busca de algún ave agorera, no sabía bien
por qué. Encontró en su lugar una antena de televisión parabólica que le señalaba el
cielo despejado. Ese azul era Laura mirándolo desde dentro. Sí, Laura habitaba dentro
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de él; pero sin desplazar a Clara, sino avivándola. Aunque llevaba años viviendo con el
alma suspendida al borde de un abismo, el fondo de este, supo entonces, no lo
representaba la muerte, sino la vida que había estado llevando hasta ese momento.
Laura fue la mano que lo rescató del borde y lo condujo hacia la muerte, una muerte
habitable, respirable y clara.
José había ido al hospital ese día. En el pulgar de su pie derecho parecía haberse
manifestado una necrosis espontánea. Habían programado una cita prioritaria para el día
siguiente y le habían suministrado una copiosa ración de antibióticos. Un enfermero le
dijo que posiblemente se tratara de una diabetes ocasionada por su alcoholismo. José se
contemplaba los pies otra vez. Las uñas estaban cortas —el quiropráctico había
ayudado—, pero tenía ese dedo amoratado. No le dolía. Tampoco podía dejar de
contemplarlo, pues ahí, pensaba él, estaba su vida entera, representada por un rollo de
carne en probable descomposición. Y nuestros cuerpos son una amenaza que tarde o
temprano se cumple. Pero no pudo seguir recreándose en ejercicios de pesimismo,
porque sentía miedo, mucho. Recordó cómo, cuando él era niño, los doctores
empezaron a picar lentamente a un tío suyo. En cada estadía en el hospital, a lo largo de
los años —hasta bien entrada la adolescencia de José— su tío perdía algo. Primero una
pierna; un tiempo después, ya ciego, la otra... Y así. Pánico, horror. Trató de levantarse
del sillón, no sabía para qué, si para salir corriendo a algún lado, si para empezar a
escribir la primera gran novela latinoamericana del siglo, o si para pegarse un tiro. Pero
no pudo terminar de ponerse en pie. Se dejó caer de vuelta y se abandonó al
ensordecedor barullo de los objetos arrumados y en desuso y de los espacios vacíos que
ahora eran los verdaderos habitantes de ese apartamento donde alguna vez había vivido
con ellas. Miró las botellas de licor que no podría tocar durante su tratamiento y que
seguramente lo estaban matando. Esa noche la existencia fue un monstruo. A la mañana
siguiente, lo abrumó la verdadera fragilidad de aquella bestia nocturna. Después de su
cita médica haría algunas llamadas telefónicas, decidió, y trataría de comunicar
humildad con su tono de voz. No tanto el temblor y espanto que sentía.
Laura tuvo una vida larga y, como aceptó poco antes de morir, rica. Pasó sus
últimos años en una casa en Galveston, Texas. Compartía los gastos con una amiga
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cuya familia numerosa adoraba a las dos. Los abundantes obsequios de personas a las
que ayudó a lo largo de su carrera reforzaron su pensión de enfermera lo suficiente para
permitirle vivir cerca del mar, como siempre había soñado. Aunque su apariencia física
nunca fue extraordinaria, cuidó de sí misma casi tanto como de los demás, y mantuvo
algunos amoríos, cada vez más mesurados y premeditados, hasta una edad avanzada.
Nunca se casó ni tuvo una relación que durara más de dos años. No hubiera creído el
papel que desempeñó durante la última exhalación de Héctor. O tal vez, incluso
creyéndolo, no le habría importado demasiado. Lo más probable es que —en la medida
en que su carácter apacible se lo permitiera— hubiese reaccionado con algún grado de
hostilidad ante tal noticia, por haberle hecho exhumar un recuerdo tan triste. La mitad
de las cenizas de Laura se esparcieron en el mar, la otra mitad está en una urna sobre la
chimenea, bajo un retrato de ella pintado por la hija menor de su amiga.
La noche en el desierto de Texas estaba muy nublada. Por una grieta en el celaje
se asomó una luna menguante, como una uña rascando el espeso pelaje del cielo. Abajo,
sin una persona a varios kilómetros a la redonda, un ejemplar de alguna de las lagartijas
residentes en aquella árida vastedad, por primera vez en la larguísima historia de su
especie, levantaba la cabeza en perfecto ángulo de noventa grados, y contemplaba las
dimensiones cósmicas.
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Eterno retorno
Mercedes Duarte Alvarado (Venezuela)
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que terminar con sus vidas tránsfugas; con las huidas nocturnas; con el desconcierto
perpetuo que los acorralaba…
No lo sabían. La realidad era otra cosa y el horror apenas comenzaba… La mujer
volvió a escuchar el rumor clandestino del hombre que pregonaba insistente: “Yo no sé
repetir cómo entré en ella / pues tan dormido me hallaba en el punto / que abandoné la
senda verdadera”.
Ella prefirió apartarse de nuevo de él para poder conjugar alternativas
imaginables y sus evidentes contradicciones. Y escogió creer que de noche era cuando
ocurría la anunciación del fin. Aunque parecía evidente que no resultaría sencillo puesto
que acechaban “los otros” por doquier, y no podían permitirse el lujo de seguir
perdiéndose.
Bonito eufemismo para expresar la muerte. Morir es perderse, cavilaba la
mujer. El que muere se-pier-de… Pero en este estado de cosas, la muerte es salvación.
El lujo que las sombras diurnas y nocturnas nos reparten a cuentagotas y con crueldad.
El modesto y desalmado acto de caridad del destino ante la bestialidad que nos rodea,
nos embiste y nos atemoriza…
Cuando meditaba sobre esas cuestiones, algo en su cabeza la espetó: “No tienen
estos de muerte esperanza, / y su vida obcecada es tan rastrera, / que envidiosos están
de cualquier suerte”.
¡Pero no queremos morir —ripostó para sí— No queremos!
**
El hombre, que cojeaba al caminar, les exhortaba cada tanto. Por alguna razón,
los seducía y obnubilaba. Y era el único que hablaba, en realidad, porque todos habían
sobreentendido el pacto y asumieron dóciles los votos de silencio, como aceptando una
garantía otorgada por la nada, que les concedía prorrogar un poco más sus infelices
existencias. Por eso el hombre, cuando se dirigía a ellos, lo hacía entre susurros.
“Hay que seguir —dijo—, pero tendremos que llegar a la costa si queremos
salvarnos. Por otra vía y otros puertos —canturreó discreto— a la playa hemos de ir,
no por aquí; / mas leve leño tendrá que llevarnos”.
Así fue como les reveló, profético, que la luz era real y la salida posible… Oír
eso, desde luego, aguijoneó su confianza, y en acuerdo tácito continuaron… como
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autómatas, porque necesitaban alguien o algo en quién creer… Y todo estaba decidido,
aunque no develado para ellos, que no podían entender.
De inmediato resolvieron proseguir en dos direcciones. Y puede que fuese el
hombre quien designó los grupos, o que cada quien, sometidos como estaban a sus
propias pulsiones impúdicas, seleccionase su rumbo. De cualquier suerte, algunos
tomaron la autopista bajo el peligroso techo nocturno, a pesar de que aquella senda
escondía la posibilidad más inminente de chocar con “los otros”. Para todos era
indudable que el decantarse por esa opción los forzaría a aguzar los sentidos. Deberían
ser firmes. No flaquear y aguantar, porque se trataba de una competencia desigual por
rutas del averno. Transitarían por derroteros siniestros y no tendrían defensas salvo la
confianza en sus intuiciones. Resistencia habría de imponerse como palabra necesaria
cada noche…
El resto de los trashumantes deberían avanzar por el subsuelo. Bajo las
alcantarillas. Atravesando las cloacas. El camino sería más largo, pero el riesgo menor.
Aunque tendrían que arrastrarse serpenteando, buscando luz, y chapotear entre los
meandros asquerosos que componían los acueductos subterráneos de la ciudad.
Anduvieron tales caminos por algún tiempo, abajo unos, arriba los otros,
buscando la salida, la luz, o la salida hacia la luz.
***
El hombre tomó la superficie mientras que la mujer prefirió andar con los topos-
reptiles.
Esto es mejor, dijo ella para sí al cabo de un rato. Y estaba segura de que no la
movía el temor, sino más bien un inusitado estímulo que le daba la seguridad de poder
sondear los laberintos viscerales de la ciudad, la inmundicia proscrita de aquellos
andamios desvencijados que “los otros”, entronizados y eternizados, habían deshecho,
laboriosos, con el propósito expedito de arruinar sus vidas, de defenestrarlos y
sentenciarlos a las sombras por las que debían deslizarse ahora, huyendo siempre,
desconfiando de todo y con miedo.
Por eso, se dijo a sí misma con determinación, “debes aquí dejar todo recelo; /
debes dar muerte aquí a tu cobardía”… Aún más, continuó en silencio, es preferible
mantenerse lejos de ese hombre. No es de fiar. No es grato en lo más mínimo y no será
bueno seguir tras sus pasos como hasta ahora.
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porque se aferraba a la esperanza de hallar luz al final del túnel… Pero no hubo
acuerdo.
La encrucijada era una metáfora de la indecisión y la mujer solo pensaba en la
vacuidad irónica de la frase: la luz al final del túnel… Sin embargo, a ella le pareció
plausible encontrar la salida a la costa a través de ese túnel “de luz”, y concentrada en
esa probabilidad, se replegó sobre sí misma para aferrarse a sus certidumbres pueriles,
infundadas, lo que la hizo sentirse más cerca del fin. Se dejó llevar por la súbita
confianza recobrada, y subió mientras los otros seguían discutiendo.
Refulgieron los ojos del primero que sugirió el túnel como alternativa al ver a la
mujer determinada sobre las escalerillas. La sombra de alguien fue tras ella y no se supo
nunca si el dueño de aquella voz de hipogeo, del que en principio apostó por el túnel,
era el mismo que seguía a la mujer.
Poco antes de acceder al último peldaño, y como si se anticipara al horror de lo
que conseguirían al otro lado, la mujer menguó el paso. El hombre-sombra también, y
era como si se comunicaran sin decir palabra. Pero la mujer se sintió sola y creyó que la
presencia de aquel a sus espaldas era producto de su imaginación, porque, ahora sí, el
miedo había anidado en ella, y era tarde para dudar. Aun así eligió creer otra vez en el
hombre-sombra detrás suyo, porque imaginario o no, sin emitir sonido alguno, la
animaba y la empujaba a que siguiera… Y así lo hizo.
Después de asaltar la escalerilla, la luz que apenas se atisbaba desde abajo se
veía con mayor nitidez. La mujer se asomó con sigilo y descubrió que el túnel no era tal,
sino una habitación roñosa, atestada de trastos viejos y trapos sucios. En el medio, un
sofá de color indefinido y roto frente a un televisor, un viejo aparato de otro siglo que
profería blasfemias remotas.
La mujer decidió que el miedo la hacía creer que alguien allí la miraba. Pero
estaba sola. Con su sombra… y la del hombre a sus espaldas. Asomó la cabeza un poco
más para mirar mejor desde el ducto y pudo distinguir la verdadera luz. Era un
resplandor violáceo, sucio, pero claridad al fin. Esa era la forma en la que se hacía el
milagro con variaciones de aquella frasecilla cursi: era “la luz al final del túnel” a través
de un gran boquete que daba a la calle, mientras que el televisor oteaba y mediaba entre
el exterior y el mueble repugnante. En ese momento fue cuando pudo escuchar el
estruendo de un tropel alelado que parecía esperar algo… Un signo… Alguna señal…
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“El ruido lo causaba la pena sin tormento / que sufría una grande muchedumbre / de
mujeres, de niños y de hombres”.
Se resolvió y entró furtivamente en la habitación. El hombre-sombra detrás de
ella dejó la escalinata de un salto y se incorporó también, como para asegurarse de que
se materializara el designio. Sólo estaban ellos…, pero se podía sentir “la presencia”
entre los cachivaches viejos. Entonces, por primera vez en toda la travesía, ella pensó en
invocar esa fuerza taumatúrgica de la que no solía acordarse…, aquella entelequia de la
que había abjurado mucho antes. Procuró recobrar la fe… Intentó convencerse…
*****
Y allí estaba él… Echado… Yacía revolcándose en su propia porquería.
Simulando atención ante las maldiciones lanzadas desde el mal sintonizado televisor
anacrónico. Con su doble mirada de espejos observaba a la mujer detrás de sus hombros
y, al mismo tiempo, veía frente a sí, traspasando con sus ojos abisales el televisor, y
calibrando a sus anchas la masa iracunda que gritaba violenta desde el otro lado, al pie
de la abertura de la malhadada habitación.
Desde la oscuridad profunda que lo envolvía, se levantó despacio del sofá y se
dejó ver en todo su portento. La mujer se mantuvo serena porque el tsunami de miedo le
devolvió de golpe, como a una niña pequeña y como nunca antes, la confianza en su
superioridad de demiurgo. Creyó con determinación absoluta que esa repentina fe
pondría de su parte a ese dios en el que nunca creyó y al que, por terror, acababa de
resucitar. Pero el flagelo impuro, heraldo abominable del abismo nocturno, sin titubear
la tomó por el cuello. Y ella, como durmiente aterrorizada que de pronto toma
conciencia de su pesadilla, ya no tenía miedo y no admitía lo que veía. En pocos
segundos volvió a elegir y creyó que, al igual que en los sueños, bastaría con negar lo
que sucedía para extirpar la fuerza onírica y demoníaca que la asfixiaba. Y mientras
trataba de pensar, casi ajena a la situación que la estrangulaba, el negro la levantó de
modo que la caterva observara bien… Y ella muda. Cianótica. Sufriendo en calma
desorbitada ante la turba… Sus extremidades se agitaron ingrávidas y algo como un
gemido intentó salir de su garganta por el dolor, mientras las manazas alrededor del
cuello lo iban fracturando despacio.
El hombre torvo, el que cojeaba, en ese fatídico instante apareció entre el gentío
que bramaba porque eran “avaricia, soberbia y envidia / las tres antorchas que ardían
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en sus pechos”. Y pudo ver con claridad impasible cuando las descomunales manos,
contraídas y negras, terminaron de partir el cuello de la mujer. Y el monstruo, con el
mismo desdén de antes, echó el cuerpo flácido y exánime a la cáfila, que como hienas se
abalanzó sobre la mujer muerta.
De tal guisa, “cada cual volvió a su triste tumba / a retomar su carne y su
apariencia / y a escuchar aquello que truena por siempre”.
Cabal se cumplió el sino: una pesadilla que se incorporó con obscenidad a la
vigilia, prodigando en ese acto el sacrificio necesario para honrar su propia felonía…
Como si “el eterno reloj de arena de la existencia se invirtiera siempre de nuevo, y
cada quien con él, granitos de polvo”…
Ahora, absorta, la mujer observa de lejos el tozudo retorno de las mismas
escenas. Una y otra vez. Por toda la eternidad. Desde otra orilla… Con otros nombres…
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El perfume
Benito Pastoriza Iyodo (Puerto Rico)
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pequeñas y sueltas migajas de amor o de lo que él cree que es amor. Quedo rendida
como todas las mañanas, logrando solo recobrar el aire para buscar en la temprana
oscuridad unas chanclas desvencijadas que me lleven a la cocina. Arrastro el sueño por
los pisos, perdida en la alucinación que acabo de vivir, y no me acuerdo si aquello fue
una pesadilla o la mera labor diaria de abrirme, entregarme para apagar el desasosiego
temprano de este hombre fantoche que tengo a mi lado. Qué asco, qué asco. Pero no me
olvido, el camión de la basura llega a la diez de la mañana. Yo nunca me olvido. El
camión de la basura llega a las diez de la mañana.
Entre tactos y olores, por fin logro llegar a la cocina, donde cuelo el negrísimo
café. El café que parece tinta. El oscuro y humeante líquido me inicia al orden del
universo. Me regala un poco del paraíso. Ahora sí que estoy despierta, ahora sé por qué
existo. A la distancia, lo veo llegar con una segunda intención. Sale mojado de la ducha,
oliendo a pino y a macho, con su eterna erección a medias. Se acerca, pero no quiero. Se
restriega contra mi cuerpo y me aprieta los senos con fuerza, con una fuerza brutal,
pidiéndome un anticipo de la noche, porque solo yo le doy la vida, solo yo lo sostengo
en la cuerda floja de la vida. Solamente yo lo mantengo sano.
“Nene, ahora no. Papi, ahora no. Papito, cosa chula, ahora no. Pipo, que no.
Macho, ahora no. Cosa linda, ahora no. Aquí tienes tu café, fuertecito como te gusta.
Mira que rico. Mira que suave”. Pero él me quiere seguir queriendo, o continuar lo que
él piensa es querer. Ahora, por desgracia, no es sueño ni pesadilla. Estoy muy despierta,
más que despierta, con los pies bien plantados sobre el piso frío de esta cocina
minúscula. Recuerdo cuánto drama hago, cuánta mentira sostengo, para salir de este
embrutecido momento, para zafarme del cumplimiento. Él parece adivinar mi rechazo
encariñado y, con un abrupto empujón, me tira hacia el lado como descartándome, como
diciéndome: “Soy yo quien no te quiere, ni te creas tan importante poca cosa de mujer,
poca cosa de invento humano”. Por fin me siento liberada, suelta, y vuelvo a recordar
que el camión de la basura llega a las diez de la mañana. Esta hora me brinda tanta
magia que no puedo contener mi felicidad.
Ahora se viste de mala gana entre insultos y amenazas, porque él es el macho del
mundo y así no son las cosas.
“¿Qué se cree ésta? Yo la mantengo. Le doy de comer. Le doy casa y comida.
Era una muerta de hambre en Pinar del Río. Una crápula. Una cualquiera. Sí eso eras,
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una crápula. ¿Acaso se cree que yo no sé que, por un crayón de labios, por unas medias,
cedía a una acostada al primer turista que se le presentara en la calle? Libertina de
mierda. Llegó a La Habana con una mano al frente y otra atrás. Al primer gringo cabrón
le abría las piernas. Puta, mil veces puta. Hija de mil y una putas. Por eso no me caso
con ella, ni me casaré, ni loco. Crápula. Cien mil veces crápula de mierda. ¿Qué se cree
ésta? Mañana mismo la echo a la calle. Que se enteren todos. Las mujeres me sobran.
Están a cinco por un centavo. ¿Qué se está creyendo ésta, que la tiene de oro?”.
Los insultos me los sé de memoria. Sólo varían el tono y la inflexión de la voz.
Pero no importa, porque ya lo veo salir por la puerta. El odio, con toda su humanidad
despreciable, sale por la puerta. No importa el desprecio porque el camión de la basura
llega a la diez de la mañana y me apresuro para recibir los verdaderos placeres de la
vida, el regocijo inexplicable que le da significado a mi existencia.
Ahora sí me puedo preparar para las labores del día. Comienzo con un riguroso
inventario de lo que hace falta en la casa: sartenes, tazas, un horno de microondas, una
lámpara, una mesita, una alfombra, toallas, una cortina de baño, fundas, una frazada, un
edredón. A ver, para mi persona: un perfume —¡ay, sí, un perfume!—, esmalte y unas
bragas. Para Pepe: calcetines y unos zapatos. Para el hijo de Pepe, una camiseta de las
que traen logogrifos imposibles de descifrar. Para el jardín, unos tiestos. Pensándolo
bien, mejor unas canastas para que el barrio completo se entere de lo feliz que vivo.
El vecino también me dijo que si encontraba algo bonito, que se lo trajera. Para
Cuba tengo que enviar: desodorante, rasuradoras, pasta dental, jabón, aspirinas, cremas,
champú, un tinte, una colonia y un cepillo. Por ahora. Ya veré más tarde; en Cuba
siempre hace falta de todo. Pero yo, como la canción linda esa que ponen en la radio,
pasito a pasito, voy poniendo mi granito.
Irse de shopping es una cosa maravillosa. Así mismo: irse de shopping, y no de
compras. Porque la palabrita shopping me hace sentir que he llegado; que por fin he
aterrizado en el planeta de los billetes. Estoy en Miami. En Miami, mi amor. A veces ni
yo misma lo puedo creer. Y me siento fuera de este mundo. La felicidad del anticipo me
da el permiso para ponerme bonita, arreglarme, ser femenina. ¡Ay, Dios mío!, estoy en
Miami. Vivo con este desgraciado de mierda, pero por lo menos estoy en Miami.
Primero, me pongo un rímel ligero, nada de escándalos. No vayan a creer que
soy cosa barata. Si te creen barata, ya no te quieren y estás perdida. Porque yo soy muy
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fina, sí señor, muy fina. Un crayón de labios suave y sutil, como vi en las revistas. Un
poco de colorete, no me hace falta mucho porque estoy saludable, gordita dirían algunas
envidiosas. Unos pantalones cortitos, color crema, bien ceñidos, y una blusa blanquita
más o menos apretadita para que sepan que soy blanca. Mejor dicho, para que no se
olviden que soy blanca, blanquísima. Porque también aquí, en Miami, subes de
categoría si eres blanca.
Por fin me pongo unas gotitas del perfume exclusivo que me regaló Pepe del
bazar y estoy lista como una modelo en pasarela parisiense. Me estudio ante el espejo y,
caballero, qué tremenda mujer. Con razón la gente me mira tanto; todas estas carnes
voluptuosas no van al desperdicio. Me despido del gato, de los pajaritos y de las plantas.
Un besito por aquí y otro besito por allá. Estos sí que me quieren. Dejo la casa linda y
limpia como siempre, de puerca nadie me puede acusar. Ya lista y hermosa, afuera me
espera el palo, la escalerita, la escoba y el carrito para irme de shopping.
Todo en la vida lleva un proceso. No hay por qué apresurarse, porque lo tuyo
siempre será tuyo. Lo primero es examinar el contenedor más lleno, porque así el
shopping será más fácil, más placentero. Ayer me fijé que los argentinos ricos que se
mudaban botaron un montón de cosas nuevas. Primera parada, el recipiente del edificio
B, como bonito, bueno y barato. Allí, la sorpresa del día: la lámpara y la mesita. Paso al
C contoneando mi hermoso cuerpo, y me encuentro con los sartenes y unas tazas un
poco viejas, pero a caballo regalado no se le mira el colmillo. Me voy trotando como
yegua de paso fino al A, porque las diez se me están echando encima. Está medio vacío,
pero uso mi escalerita y el palo largo, para mayor extensión, y, santo milagro de las
alturas: el edredón y las toallas.
En el E y el F, unas muestras gratis que dieron por la vecindad de jabones,
pastas dentífricas, enjuagues y desodorantes. Los vecinos parecen no haber querido los
regalos de promoción de las compañías, y había suficiente para surtir una caja grande de
envíos para Pinar del Río. Por fin, termino con el D y allí, en el fondo del latón, después
de excavar como una loca y ensuciarme como una puerquita, encuentro mi gran tesoro:
una botella de Beautiful, de Estée Lauder, a medio usar. Si te digo que irse de shopping
es una maravilla. En el anuncio de la televisión, la muchacha que usa Beautiful se ve
bella, regia, misteriosa, un encanto. Más feliz no se podía ver. Ya me imagino cuando
me lo ponga, la transformación, la metamorfosis: yo beautiful, yo primorosa como una
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novia en sus nupcias de junio primaveral. Así, como la novia que se ve en la televisión.
A lo mejor hasta Pepe quiere casarse conmigo. El frasco es una preciosidad.
No entiendo por qué Pepe dice que soy fea, gorda, apestosa y ordinaria. En
Cuba, en la escuela de medicina, los internos me pedían que me desnudara para
estudiarme de cerca. Que caminara por aquí, que me fuera por allá. Que subiera este
brazo, que levantara aquella pierna. Y yo, haciéndome la tonta para que me vieran bien,
para que se dieran el gustazo de sus vidas. Me entraba una astenia que para qué te
cuento. Hasta a papi parecía yo gustarle. De muy de niña me decía que le dejara ver la
cosa bonita, que quería tocarla, jugar con ella. “La nena es tan bonita. La nena es tan
preciosa. ¿Qué tiene aquí la nena, entre las piernas, para su papi? ¿Qué cosa bella tiene
la nena?”. Y la nena no entendía, porque aquel era su padre, su papi del corazón. Pero
luego me enteré de que mi papi quería otra cosa. Que el papi era un pervertido.
Pero la nena tiene ahora su Beautiful, y nadie se lo quita. Mi bello pomo de
perfume. Pepe se levantará todas las mañanas palpándome, buscándome para desahogar
y descargar su rabia de macho agraviado. Como siempre, no mirará mi rostro, no besará
mis labios, no habrá una caricia. Porque soy fea. Porque soy gorda. Asquerosa y
apestosa. Solo un profundo y constante golpe en mis adentros, un remolino, un río
desbocado en fuego castigará mi cuerpo. Un odio que no se entiende. Y yo seré sumisa,
me abriré porque no quiero problemas, porque no quiero recordar Cuba, porque no
quiero recordar a papi. Pero allí, a la distancia, sobre el tocador, podré ver mi hermoso
pomo de perfume y me recordará que sí, que soy beautiful, siempre beautiful.
Eternamente beautiful.
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Narciso
Mar Correa (España)
Era de costumbres ordenadas y rituales. Todos los días, aunque fuera fin de semana,
se levantaba a las siete. Desayunaba, leía los titulares de los periódicos y entraba en el
baño. Su rutina en este sagrado santuario de la intimidad se prolongaba cada día un poco
más. Se observaba en el espejo con tanta atención y persistencia que conocía a la
perfección cada intersticio de su cuerpo, cada poro, cada oquedad, cada surco, cada pelo.
No buscaba nada en especial, no le interesaba reconocer si había o no belleza en sus
hombros, sus muslos o en la curva sutil de su vientre; ni si el iris de sus ojos era grisáceo,
pardo o azulado; tampoco si tenía más cantidad de pelo a un lado que al otro de la cabeza o
si el puente de su nariz era más o menos imperfecto según los cánones griegos de la
estética más equilibrada. Tampoco le interesaban su altura o los defectos de su piel.
Simplemente le embelesaban sus curvas y hendiduras, las arrugas de sus codos o el blanco
y suave reverso de las rodillas.
Un día le pareció escasa la luz que entraba por la puerta del balcón que había junto
a la ducha, y se le ocurrió rodear el espejo del lavabo con luces esféricas como la que
utilizan los actores en los camerinos. Con la nueva iluminación, la contemplación de su
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cuerpo se hizo más intensa. Vislumbró nuevos dobleces y pliegues, desconocidas estrías y
coloraciones recónditas, y eso lo mantuvo atento a su reflejo con mayor enajenación.
Pero necesitaba explorar caminos inéditos, así que poco después mandó colocar un
enorme espejo que cubría por entero la pared frente al lavabo. De ese modo podría escrutar
todas aquellas áreas ocultas que quedaban libres del barrido de su mirada. La luz se
multiplicó al reflejarse y aquella mañana tuvo una nueva visión de su cuerpo: por delante,
por detrás, por los costados. Incluso esclareció el misterio de su nuca y de ese espacio
enorme entre los omóplatos que le sugirió un páramo de piel. Le divirtió el juego de
frunces al final de sus nalgas y la idéntica hermandad de los dos tendones de Aquiles. E
invirtió más de una hora en averiguar los secretos que ocultaban sus axilas.
Cada vez empleaba más tiempo en estudiarse y empezaron a llamarle la atención en
el trabajo por retrasar su entrada, algo insólito dada la pulcritud, entrega y profesionalidad
de que siempre hizo gala.
Consideró espléndida su idea e hizo caso omiso de las caras de asombro de los
albañiles que fueron a cambiarle el suelo del cuarto de baño para colocarle unas losetas de
espejo. La perspectiva de su propia complexión desde un escenario tan diferente le robó
horas de sueño. Lo embargaba la emoción de recorrer territorios ignotos y recónditos de su
ser, y la primera inspección aquella mañana de sábado no lo defraudó: ¡Qué diferente y
apasioante su universo corpóreo visto desde el abismo! Procuró no gesticular ni hacer
movimientos bruscos; ni saltar ni encorvarse. Fascinantes las ondulaciones de la planta del
pie a cada pisada, impresionantes los repliegues de los músculos gemelos observados
desde todos los ángulos, admirable retaguardia oculta, analizada desde la quilla de su carne
mientras navega por un océano abisal mil veces reflejado. Le pareció flotar en un espacio
infinito y eterno en el que su sustancia era lo único vivo y tuvo un inmenso orgasmo de
placer nunca conocido.
Aquel fin de semana no salió del cuarto de baño, no se vistió, no comió. Descubrió
nuevas posibilidades de estudio en función de la luz natural o artificial y exploró otras
perspectivas de análisis en diferentes posturas. Definitivamente, cambiaría el techo del
baño para que reflejase su naturaleza desde un enfoque apocalíptico y audaz.
Ni siquiera se preocupó, aquel lunes, de llamar al trabajo para anunciar que
abandonaba; simplemente no acudió. Ni aquel día, ni el siguiente, ni el otro.
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El día que enterré a mi padre el sol lamía con saliva tórrida el rostro de los
presentes. Salimos los deudos del cementerio con sudor y un silencio de miradas
resignadas. Despedidas, apretones de manos, abrazos, besos en las mejillas. Pronto
tomamos los coches para huir y recogernos en la sombra de nuestras casas. Fin del
ajetreo, la zozobra y ese regusto amargo que deja la muerte de los allegados.
Mientras conducía hacia mi hogar sobrellevaba esas sensaciones de
incertidumbre y pena, pero también algo más que no se desea reconocer; ese algo
llamado alivio espurio. Logré no divagar sobre ello, pues me parecía una indignidad
hacia el padre recién fallecido. Me concentré en la conducción. Incluso encendí la radio
y no me importó que sonara música alegre. Estaba relajado, hasta experimentaba una
deshonrosa sensación de bienestar. Esta nueva idea me empujó a subir el volumen y
redoblar la atención puesta sobre la carretera. Así me evadí de los pensamientos.
Ya en mi domicilio aspiré una bocanada de aire, después lo solté con un bramido
como si hubiese dado fin a un arduo trabajo y llegase entonces el tiempo del relax. Me
serví un vaso de vino. No tenía hambre a pesar de haber comido con frugalidad a
mediodía. Aún resbalaba por la piel la viscosidad del calor, pero el frescor momentáneo
del vino mitigaba el asco. Después me daría la ducha reparadora. Que el agua llevase
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por el desagüe la pegajosa baba del sol, que se alejara por el sumidero ese día y también
los recuerdos y las sensaciones dañinas de una mente que se negaba a conjeturar el
porqué del fastidio. Me encontraba bien, o al menos cómodo, relajado, con el alivio de
quien se ha desprendido de una carga. Así era, de tal forma advertía la ausencia paterna.
¿Por qué negarlo? ¿Por qué me perturbaba esa verdad?
Me arrellané en el sillón de la sala de estar. Los ojos, anclados en la pared de
enfrente, dejaron de funcionar. La mente se hizo vacía. Me encontraba casi bien. Casi.
Terminé el vino. Codiciaba otro. Me apetecía uno más. Pero debería comer algo antes
de achisparme y que llegase el ardor en el estómago. Fui hacia la nevera, algún
condumio habría dentro. Pasé junto al teléfono fijo en la pared y desvié hacia él la
mirada. La luz del chivato parpadeaba sobre su teclado.
Ya no uso el teléfono fijo de la pared; con el móvil es suficiente. Llevaría
semanas sin prestarle atención. Era un objeto pretérito, enganchado en un azulejo como
un calendario del año anterior, e igualmente olvidado. Y ahora, a dos pasos de la nevera,
mi atención se depositaba en su intermitente luz roja, que anunciaba un mensaje
telefónico. ¿Publicidad? ¿El pésame de algún conocido que llamó a la casa vacía?
Olvidé la obligación de comer. Me serví más líquido que después me escociese. Deseé
volver al sillón y a la pared de enfrente. Pero deposité el vaso en la mesa de la cocina,
descolgué el teléfono y marqué la tecla de recuperación de mensajes grabados.
Primero un silencio, aunque también ruidos indeterminados. El del otro lado no
hablaba. No se trataba de publicidad. Tampoco era un conocido fingiéndose ausente. La
grabación insistió en la mudez unos segundos más. Después, una voz:
—¿Estás ahí?… ¿Me oyes?
Silencio de nuevo. Más ruidos, como si el de la llamada rozase su teléfono con
algún objeto metálico. Era la voz de mi padre.
—Esto no funciona. ¿Me oyes? ¿Por qué no contestas?... Copié el número
bien… ¿No dices nada?
Silencio otra vez. Una respiración ansiosa, algo entrecortada. Persiste el silencio
de la voz; continúa la respiración. Por fin, sigue la palabra:
—Es que aquí estoy mal… ¿Me has traído tú?
Silencio. Respiración. Un quejido. Otro. Y después sigue hablando:
—¿Me escuchas? ¿Eres tú?
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Cierto día realicé una pintura que me habían encargado en el colegio. Se trataba
de dibujar algo sobre la solidaridad entre las personas. Pinté una mano acercándose a
otra. Me esforcé mucho en los detalles. Mi madre quedó admirada. Él miró la
composición unos segundos, sonrió con los labios apretados y dijo que no estaba
demasiado bien.
Mi padre siempre sonreía con los labios apretados. Nunca era violento. Cuando
tiré el dibujo al suelo, junto a sus pies, se agachó, lo recogió y lo puso sobre la mesa;
después se fue a no sé dónde. No me miró. Supongo que el dibujo era una puta mierda.
También recordé, debido a esos giros que da la memoria instigada por el alcohol,
que en varias ocasiones me llevó, en cortos recorridos, sentado en la parte trasera de su
moto. Me decía que me agarrase a su cintura, no fuese a caer, y lo repetía cada pocos
minutos. “¡Sujétate bien!”. Una y otra vez, esa frase. La recuerdo, aún la retengo:
“¡sujétate bien!”. Y yo odiaba esa reiteración dirigida a un imbécil que no sabe
agarrarse. Aunque lo cierto es que me desagradaba el contacto con la cintura de mi
padre, y todavía no sé por qué. Por eso apenas me asía a su cuerpo.
Cierto día me levanté de la cama y fui al salón, donde estaban mis padres con la
televisión encendida. Los sorprendí abrazados. Miraban las imágenes en blanco y negro.
Dije algo así como que no podía dormir. Mi madre sé que permaneció inmóvil; en
cambio, mi padre despegó el brazo con el cual se aferraba a ella y se apartó como dando
un salto. Mi madre sonreía. Mi padre preguntó muy serio si me ocurría algo. Yo, ahora,
siempre pienso que la agarraba y no en la caricia. Después ella se levantó y me metió en
la cama. Tardé en dormirme. Un profundo sentimiento de usurpación no me dejó
conciliar el sueño. No sabía determinar si yo había separado a la mujer del abrazo de mi
padre o si él la apartaba de mí. ¿Y por qué el salto, esa huida del abrazo? ¿Por estar yo
presente? ¿Era yo el culpable de nuevo?
El vaso otra vez vacío, lleno del aire de la sed falsa. Me encontraba sudoroso,
con la ropa soldada a la piel como tras doce horas de esfuerzo doblando el cuerpo para
lanzar paladas de carbón a una cinta transportadora acabada en un alto horno. Se
imponía una ducha que quebrase la soldadura, que limpiase la tontuna del alcohol y los
recuerdos. Tras el agua en el cuerpo, los dos primeros deseos se cumplieron, mas no así
el tercero.
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Regresé al sillón con un nuevo vaso colmado. El hambre, ahora sí, reclamaba
cierta urgencia, pero el muro del teléfono aún imponía su impedimento. Otro sorbo
largo. ¿Miedo a un teléfono colgado de la pared? Sí, hube de reconocer. Miedo a la voz
borrada de mi padre, grabación suprimida del aparato, pero conservada en mi cabeza y
dispuesta a activarse en cuanto me acercase a su origen.
“¿Me has traído tú?”.
Nunca me faltó dinero. Él siempre fue generoso. Para los estudios, para los
gastos de ocio, cuando, ya con trabajo, las monedas no alcanzaban hasta los últimos días
de la hoja del calendario. Mi padre, en un momento aparte, solos él y yo, me tendía unos
billetes mientras sus ojos, como siempre, no me miraban, sino que parecía desviarlos
unos metros más allá de donde me encontraba. Lo convertía en un acto vergonzoso. Así
cada mes, en los días finales, cuando yo procuraba toparme con él a solas y miraba los
billetes y, después, el rostro paterno.
De lo que no conservo memoria es de un arrumaco suyo, tampoco un halago. De
mi madre sí, pero él esquivaba el roce y nunca apreciaba mis logros en los estudios, en
el trabajo, ni siquiera en los pequeños aciertos literarios. Cuando más cerca lo tuve fue
en los viajes en moto: “¡sujétate bien!”.
La laxitud del sillón me inducía al sueño, mas no deseaba dormir; temía las
fantasías de la inconsciencia. A veces sueño con mi padre. Siempre aparece joven y yo
niño, aunque en otras ocasiones soy adulto. Él casi siempre se representa divertido,
como nunca fue, con los labios separados en risa franca. En casi todas las ilusiones
oníricas se halla realizando cosas ajenas a mi intervención, distante de mi presencia. Yo
tampoco preciso de él, pero está ahí riendo. Son sueños.
¿Por qué sueño más con mi padre que con mi madre, a la que de verdad quise?
No tengo ninguna respuesta, quizá por eso estoy escribiendo sobre él. Y sigo sin
contestaciones, en cambio hago muchas preguntas.
Vuelvo a la remembranza del entierro. Otro trago de vino. Noto la mente difusa.
La ducha no sirvió para disipar la bebida. Pienso con poca claridad. Relleno de líquido
el recipiente.
No quiero el recuerdo, pero la estulticia del vino me lleva a él. A cuando el
médico dijo: “Este hombre no puede vivir solo”. Demencia senil, alzhéimer, desvaríos,
lo que fuese que dañó su cabeza. Y la mía, quizás.
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El último otoño que estuve en Galicia hacía frío. En ese tiempo helado, un tren
me llevó a Buenos Aires. Ya sé que es imposible, que entre Galicia y Buenos Aires hay
demasiado mar. Pero yo recuerdo el tren, del barco solo me hablaron.
Al momento de partir, ni siquiera me despedí de mis padres. Nadie me había
dicho lo que habían planeado para mí, apenas una niña de trece años. Unos días antes,
habían llegado por correo dos pasajes de barco y uno de ellos llevaba mi nombre. Los
había enviado desde Argentina mi hermano Federico, a quien yo casi no conocía. Solo
recuerdo que una noche, escondida detrás de la leña y temblando de frío y soledad,
escuché a mis padres discutir.
—La niña no. No quiero que se vaya, deberíamos cambiar el pasaje.
—Imagínate cuánto me cuesta a mí. En Argentina, Finita podrá estudiar y sus
hermanos cuidarán de ella. No tendrá necesidad de trabajar, y además yo…
—¿Tú qué?
—Mi tos. No sé hasta cuándo…
Silencio. Papá sabía que mamá no estaría allí para verme crecer.
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No dudé que Manolo me había dejado en el tren para que me fuera sola a
América. Comprendí esa sombra que pesaba sobre mis recuerdos, la de mi hermana
mayor Josefa, que llevaba mi mismo nombre y había muerto antes de que yo naciera.
Podría decirse que yo nací como homenaje a ella. Entonces, ¿quién era yo? Si me
detenía un instante a pensar, llegaría a la conclusión de que en algún lado había un
certificado de defunción con mi nombre y apellido, lo que bastaba para dejarme sin
esperanzas: nadie vendría por mí.
Mientras tanto, Manolo se habría enamorado de aquella muchacha y de seguro
se casaría con ella en breve. Ya no volvería a verlo, como a mis padres, como a mis
amigos de la escuela, como a mis hermanas. El frío penetraba los huesos y las lágrimas
caían por mis mejillas. A pesar del descubrimiento, no pude hacer otra cosa que
aguardar por él. No había más opciones: no pasaba por allí ningún otro tren y, para
colmo de males, carecía de dinero para comprar pasaje alguno, ni de ida ni de vuelta.
Había pasado todo el día en esa espera, sin hambre ni sed. Anocheció. Un tren
en sentido contrario resonó con un eco de kilómetros y entonces, como salida de la
nada, una señora se me acercó y dijo que alguien había telefoneado a la estación. Me
prometió que un tal Manolo Álvarez, mi hermano, vendría por mí en el siguiente tren;
en tanto, yo podía entrar a la cafetería y aguardar allí. ¿Acaso él no me había
abandonado? Dudé en dejar la plataforma, pero aquella mujer me aseguraba que hasta el
día siguiente no pasaría ningún otro tren y, en medio de la angustia, es difícil
desobedecer.
Esa noche dormí como pude, con la cabeza sobre la valija y el estómago caliente
por el caldo que me acercó la señora. Al amanecer corrí al andén con mi pesada carga, y
la espera fue aún mayor. No me movería de allí por ningún motivo: si mi hermano
llegaba, yo estaría lista para abordar.
Al fin el tren resonó en la estación y temí que Manolo no estuviera en él, a pesar
de verlo enseguida, a pesar de su cabeza asomando por la ventanilla. La cara
desencajada, los ojos rojos. La máquina se detuvo y mi hermano, atolondrado, bajó la
escalerilla y se acercó hasta mí.
—Me quedé sola —dije.
—Es mi culpa, no volverá a pasar, perdóname –dijo Manolo.
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Pareció aliviado al notar que yo conservaba su maleta, que tomó con una mano
mientras con la otra me ayudaba a subir al tren.
Acomodé la espalda recta, rígida contra el respaldo de madera brillante. Los
pies, colgando en el aire.
—No importa, cuando volvamos a casa… —dije como un susurro, pero me
interrumpí.
En sus ojos vidriosos descubrí que estaba encerrada en ese tren, atrapada en el
traqueteo de las vías irregulares, de cada unión de metal, de cada alma que compartía mi
destino. Necesitaba que alguien me dijera qué pasaba; pero Manolo, en silencio, miraba
a través del vidrio de la ventanilla y cada tanto abría su valija marrón para leer los
papeles alargados con letras negras de imprenta. Yo seguía enojada con él. Se merecía
que no le hablara, que sintiera lo sombrío del silencio: ni siquiera le pregunté qué
significaba ese pasaje a América.
A pesar de que esta vez Manolo no se apartó de mi lado, ya no parecía él mismo
y yo, por imposible, por impensable, estaba lejos de entender lo que sucedía. Al llegar a
Vigo, esa ciudad llena de automóviles y de personas, el tren disminuyó la marcha con
un chillido de freno. Cuando el controlador abrió la puerta, Manolo se transformó: tiró
de mí hasta conducirme a la salida, y así corrimos quién sabe cuánto. “¡Vamos! Es
tarde”, decía, y apretaba mi mano con tanta fuerza que dolía.
¿Qué sucedía? Yo me dejaba llevar lejos, cada vez más lejos. Cuando quedé
exhausta, y para seguir su loca carrera, mi hermano me cargó sobre sus hombros.
En el puerto, una multitud de gente subía a los barcos y otros ensayaban
despedidas con sus pañuelos al viento. Una sirena ensordecedora y el mareo me aturdían
los sentidos. Manolo, bajándome de sus hombros, me guió hasta la escalera que
conducía a aquel barco. Enormes marineros retiraban la pasarela; Manolo les gritó y
ellos se detuvieron para esperarnos. Yo miraba alrededor, sin creerlo del todo, hasta que
Manolo me hizo ascender por aquella escalinata que llevaba hasta el barco inmenso, una
ciudad sobre el agua, repleta de desconocidos. Ya no habría para mí ni casa, ni hórreo,
ni nuestros nombres grabados en la madera, uno por cada hermano. Ni castaños, ni
molino de piedra, ni padres. De pronto comprendí que subiría a una altura infinita, por
lo que, aterrada, tironeé hacia el lado contrario, hasta que Manolo tomó mi rostro y me
obligó a mirarlo a los ojos.
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—Todo estará bien —dijo—. Federico nos espera del otro lado.
Su mirada tenía algo de súplica. Me abandoné y aflojé los brazos —débiles—,
dispuesta a dejarme llevar por ese destino que no había elegido. Mis padres habían
pensado que me enviaban lejos del hambre; yo sentía que era el fin de mi vida.
Dicen que lloré todo el viaje, en silencio, encerrada en la pesadilla de no haberle
dicho adiós a mis padres; con el dolor de que mi muñeca —hecha con los recortes del
único vestido de flores de mi madre—, hubiese quedado en casa, y de no escuchar más
palabras en gallego. En Buenos Aires la gente habla con otra música, y aún hoy me
cuesta entenderlo.
Dicen también que al llegar a la Argentina yo todavía lloraba, que de tanto no
comer había quedado enflaquecida como durante la guerra. Por eso no me dejaban salir
del puerto de Buenos Aires. Primero quisieron estudiar mi salud, y solo al comprobar
que estaba delgada pero sana, avisaron a mis hermanos que una niña como yo no podría
partir bajo la responsabilidad de un hombre, que únicamente saldría del hotel de
inmigrantes cuando una mujer fuera por mí. Pero ¿quién?, me preguntaba, si mis
hermanas estaban en España. De modo que volví a llorar hasta que una prima, Alicia,
que vivía en Buenos Aires, acudió en mi rescate.
Nos instalamos en una pequeña pensión del barrio de La Paternal y seguí
llorando durante el siguiente mes. Mis hermanos temían que yo muriese, que me secara
de tantas lágrimas. Pero un día, sin ningún motivo, como la lluvia se detiene después de
la tormenta, dejé de llorar, y me hice la promesa de que no habría más lágrimas para mí.
Y cumplí con ella durante cincuenta años en los que crecí, estudié, hice amigos, me
casé, tuve tres hijos que ahora son mayores y fui feliz. Cada semana hablo en mi idioma
con mis compatriotas del Centro Gallego, y cantamos las canciones que se cantan en
Galicia. Hace unos meses nos reunimos con Manolo y su familia para festejar el
cincuenta aniversario de nuestro viaje a Buenos Aires. Unos días después, falleció Muti,
mi marido, y no pude evitar volver a llorar.
Por eso, a pesar de que detesto viajar porque cada viaje me recuerda el primero,
decidí volver: en Galicia está mi música y mis hermanos, los que no tuvieron pasaje y
quedaron a cuidar de mis padres, los que me escriben cartas aún hoy y son padres de
esos sobrinos que vi crecer por fotografías.
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Vuelvo en este tren tan nuevo que no lo reconozco, que avanza veloz
deshaciendo los kilómetros de los que vengo. Ya no de Vigo, sino de Madrid a Lugo, de
Argentina a Madrid. Y esta vez después de un avión, no antes de un barco. Pasaremos
por Monforte, donde había quedado el vagón con mi hermano, y veré la estación de la
amable señora que me hospedó, y esta vez parecerá más pequeña. Quizás tampoco
pueda evitar las lágrimas.
Me pregunto quién estará del otro lado de las vías, quién se acordará de mí,
quién me espera. Me duele y me regocija la promesa de lo que encontraré. Y temo que
este temblor que siento ahora en las piernas me acompañe todo el viaje, como los
recuerdos. El tren huele a equipaje, a polvo y a gente. Expresiones arañadas a cualquier
día, algún suspiro, bostezos. Intento leer en los rostros a quién ese viaje le cambiará la
vida.
Mi hija, junto a mí, observa y sonríe. Ella, ahora que creció y tiene una hija de
trece años, comprende todo. Decidió acompañarme para que yo pueda viajar. Sin ella no
lo habría logrado; no podría escuchar ahora la voz que por altoparlante anuncia la
siguiente estación. El tren se detiene. Le pregunto al controlador si nuestro vagón llega
hasta Lugo, y él me responde que sí, que los que quedaron atrás son los últimos
vagones. Ya lo sabía, solo quise asegurarme.
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Queridas mías
Mariana Sández (Argentina)
Volvieron sin ganas pero ilusionados de la luna de miel. En el dúplex que por fin
alquilaban juntos, ordenaron las cosas que habían llevado de sus respectivos
departamentos. Nicolás armó su estudio en el altillo de arriba, le daba privacidad. Con
dedicación, como si fueran nuevos, acomodó el teclado, la guitarra criolla, el saxo alto y
el tenor, la flauta traversa, un bongó más bien de adorno, un par de atriles, dos
banquetas y el bergère heredado para los ratos de leer o descansar. Desde la puerta,
miró, conforme, cómo había quedado y eligió dónde pegar los pósters: John Coltrane,
Miles Davis, Charlie Parker. En unos estantes ubicó los libros de introducción al jazz de
la A a la Z, armonía clásica, manual de acordes para guitarra, Jazz Para Dummies,
historia de la bossa nova, letras de tango junto a temas de Sting y David Bowie, tratados
musicales y biografías que ya casi no usaba pero quería tener a la vista —le daba
volumen a su carrera como músico—. Laura disfrutó al verlo tan entusiasmado y lo
ayudó con los detalles finales. En el living, abajo, había lugar de sobra para el trabajo de
ella: una mesa redonda —la que usaban para comer— donde desparramar papeles, la
mesita de la computadora al lado y la biblioteca con los diccionarios y los manuales de
gramática.
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Aunque odiaba enseñar, Nicolás se propuso ganar más plata y la mejor opción
era dar clases. Estuvieron de acuerdo. Con los shows en los bares no alcanzaba, ni con
las traducciones de Laura. Y hasta que grabara el disco y se vendiera y surgieran
contratos… Sobre todo si pensaban tener hijos, no inmediatamente pero más adelante,
había que ir armándose. Repartió cartelitos en el barrio y mandó mails a sus contactos:
ofrecía clases de saxo, teclado y armonía. Laura lo admiró; el hecho de casarse los
obligaba a crecer. Hubo esperas, periodos sin novedades. Semanas enteras en que
Nicolás se acostó y se levantó detestando no poder cambiar la boquilla del saxo o
regalarle a Laura un par de zapatos. Se sentía un desplazado social.
—Fracasado, subnormal, desastre.
—Basta, Nico, terminala. Tené paciencia.
—Un proyecto de artista inútil. ¿Ves que no existo? Soy una basura.
“Un pobre tipo, un masoquista y un parásito”, se autodefinió también cuando
tuvo que pedirle plata al padre, una vez más. Nunca iba a poder mantener una familia
dignamente, como sus hermanos o los amigos “normales” que trabajaban en empresas
con sueldo fijo, aguinaldo, obra social y vacaciones. Auto propio y, algunos, casa
propia.
De a poco —al principio, aislados; después, más continuos— aparecieron los
alumnos. Festejaron cada llamado. Llegó un hippie viejo con una cola de pelo gris y
chaleco de rombos: en su juventud había sido baterista y quería probar saxo. Un
ejecutivo con prescripción homeopática —le sugerían canalizar el estrés por medio de la
música— quiso tomar clases de piano. Una madre llevaba a rastras a su hijo tímido de
once años para que desarrollara una actividad artística, aunque el chico se pasaba la
clase hablando de fútbol. Un instructor de meditación buscaba incorporar la música,
como técnica de relajación, al proceso de concentración oriental. Nicolás daba la clase
sin sentimiento, a fuerza de voluntad.
Hasta que apareció esa primera chica. “Para tocar saxo alto, ya tengo
conocimientos”, explicó. Jovencísima. Hermosa. Recomendada por alguien. Laura le
abrió la puerta. Miró su cuerpo cuando subía la escalera y desaparecía en el hueco
angosto del estudio. Con calzas elásticas, brillosas, adherentes. Las piernas, gloriosas.
Se quedó un rato escuchando mientras la alumna se presentaba a su marido. “Además
canto —agregó—, sobre todo blues”. Y para demostrar lo que sabía, la chica dejó salir
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una voz ronca que a Laura le pareció tan poderosa como las de Cassandra Wilson o
Nina Simone. Una voz que dolía. Con tal de no sentirla más, Laura se puso a traducir
los poemas. No pudo resolver un solo verso: desde arriba le goteaba abrumadora,
sensual, Stella by Starlight, y le impedía razonar.
Adentro había otra mujer. Repetía una por una, en su saxo, las notas que le
marcaba él. Adentro, una mujer hacía sonar el saxo alto sobre las pistas del piano. De a
ratos, desde abajo no se oía nada. Y desde más cerca, apenas se adivinaba algo.
Adentro, esa mujer hablaba entre susurros. Intermitente, partida, la voz de él. Un objeto
golpeó el piso. Risas quedas, roces. Sonidos que no se identificaron bien. ¿Persianas
desenrollándose? ¿La llave en la cerradura? ¿El resorte del viejo bergère?
Adentro, la mujer se dejó conducir hacia una pausa. Hasta que irrumpió el saxo
de él, perturbador, como una voz humana, escalonando y remontando las ondulaciones
del piano que sonaba desde una pista grabada. Hizo la entrada el saxo alto de ella. Se
deslizaron, íntimos, en un diálogo cómplice. En el aire se persiguieron, lamieron,
olieron, fugaron, y se replegaron en una ola antes de romper con un estallido en la
convulsión del alivio final, que se prolongó en una efervescencia lenta de espuma en la
arena. Tocaban Laura.
Tercera clase de la chica. Adentro. Los ejercicios para entrar en calor, seguidos
por una imitación impecable de Ella Fitzgerald o Billy Holiday —Laura no las
distinguía; pero, además, ¿por qué cantaba la chica, si las clases eran de instrumento?—.
A la sexta clase, Laura llamó suave a la puerta del estudio. Tardaron en responder, fue
Nicolás. Dijo “qué”, limpiándose la garganta, sin abrir. Parada en el triángulo de sombra
que se formaba en el descanso de la escalera, Laura vio que la luz se alejaba como las
sílabas. Las pensó con cuidado para no tartamudear: “saber si quieren café o agua”,
llegó a ofrecer. Resoplaron los dos: “no, gracias”. Y emprendieron Maria con una
potencia que le provocó palpitaciones. Lloró sin ruido, apoyada en un haz de sol.
El día en que no pudo más fue cuando los escuchó incendiar la casa con Bess,
You Is My Woman. A la noche se desarmó. Sabía y no pensaba seguir soportando, logró
recriminarle a Nicolás con bastante firmeza.
—Estás enferma, no me vas a desquiciar con tus celos —se defendió él—. Si es
el caso —agregó—, mejor alguno de los dos se alquila una oficina y trabaja afuera.
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Adentro, alguien que estaba con él hizo trepar el saxo alto al saxo tenor,
delicadamente, en Miss Otis Regrets. Improvisaban. Una melodía quebrada, mordida de
a ratos, que después de muchos intentos, mejoraba, salía pulida, más limpia. La pausa,
la llave rascando la cerradura del estudio y el silencio. La amarga dulzura de la
marihuana por debajo de la puerta. Los roces, las risas. Un vaso hecho añicos contra el
piso. Un disco sonó para tapar el aire. Afuera, siguiendo el recorrido de las escaleras,
sentada en el último escalón de abajo, Laura se preguntó cómo sería dejar de comer y de
hablar. Cómo sería morirse. —Tendría que tirarle la puerta abajo—. Enterró la cara
entre los brazos, cruzados sobre las rodillas. No podía. Aunque quisiera, era imposible.
Si al menos intentara hablarle... Sintió la grieta en la boca: las palabras eran teclas que
ya no funcionaban; cuando les ponía el dedo encima, se hundían. A veces iba a rozarlas,
elegía mentalmente el modo exacto en que debía decirlas, el gesto para acompañarlas.
—Voy a dejarte. Me voy—. Inspiraba, exhalaba, se ponía de pie, separaba los labios.
La mujer, otra distinta, salió apurada, con el pelo revuelto y la cara enrojecida, el
estuche largo colgado de un hombro. Al bajar la escalera, se acomodó la ropa, la mirada
prendida al suelo. Laura no la conocía, ¿era nueva? Por costumbre con los alumnos de
Nicolás, la siguió hasta la puerta, mirándola desde atrás con curiosidad, estudiando cada
movimiento. Intercambiaron frases sobre la tormenta de esa mañana y la humedad de
las últimas horas: Laura, ansiosa —es muy linda, y tan segura de sí misma, pero está
incómoda—; la mujer, se mantenía distante, habló poco. Dijo varias veces “chau,
gracias, hasta la próxima”, y se escabulló por la puerta que la dueña de casa sostenía
entreabierta.
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Había oscurecido. Laura no tuvo fuerzas para levantar las persianas del living.
Unas líneas de luz que se filtraban entre las rendijas se posaron sobre el libro de
partituras de Gershwin, en el atril. —Destruirlo, romperlo, hacerlo migas—. Nicolás
adoraba ese libro. Pasó con violencia las hojas sin leer del todo los títulos; las lágrimas
le impedían ver. Buscaba no sabía bien qué. Se quedó en blanco frente a la página del
tema How Long Has This Been Going on: la acomodó sobre los dos cuadrantes de metal
y la dejó a la vista. Esa noche vio a Nicolás con la mirada fija en las partituras. Se
inflaba la boca con grandes sorbos de vino tinto barato. Ninguno dijo nada cuando se
cruzaron en la cocina, mientras preparaban la cena. Él notó la palidez en la cara de
Laura, los ojos brillantes, la nariz congestionada que se limpiaba con un pañuelo
escondido en la manga del pulóver, porque preguntó:
—¿Te resfriaste?
—Un poco.
Durante la cena, dejó que Nicolás hablara. Ella no podía comer ni decir una
palabra. Él, en cambio, devoraba, pinchando la comida del plato, de la fuente, de la
panera, voraz. Gesticulaba de una forma exagerada para remarcar cada frase. —Como si
se dirigiera a un público invisible, o a un jurado—. Aseguraba que su versión del disco
de los Marsalis iba a causar euforia en el ambiente: “es ficha puesta”, dijo. Y siguió
hablando. —De lo mismo. De sí mismo. Se prepara todo el tiempo para una entrevista
con los medios. En pose, escénico—. Se quejó del nivel de sus alumnos.
—Si tocan tan mal, ¿por qué ensayás con ellos Loved Ones?
—A los principiantes les doy el do-re-mi, total no se enteran de nada. Y chau
—contestó, y se sopló el mechón de pelo sobre la frente—. Para interpretar Marsalis
tienen que poder seguirme, como mínimo. Para eso elijo alumnos con preparación y
oído. Tampoco me interesan los que hacen música para lucirse. Esos que se sacan la
foto con el instrumento y la muestran, pero después no te tocan ni una nota. No los
soporto.
¿Habría sido un error casarse tan jóvenes? Todavía no tenían veinticinco.
Nicolás solo esperaba destacarse como músico. No había nada más acá. Ni más allá.
Deliraba con contratos, discográficas, giras, la admiración de sus pares.
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—Y la única razón por la que enseño es porque necesitamos la plata. Como odio
perder tiempo, aprovecho las clases para hacerles tocar los temas que estoy preparando
en el dúo con Martín. Así ajusto detalles, me sirve de ensayo.
—La mujer de hoy…
—Nuestro disco, vas a ver, va a dejar a más de un crítico mudo.
Cuando él se levantó para volver a encerrarse en el estudio, Laura se acercó al
libro para ver si había recibido una respuesta. Prolija, sobre el atril, donde antes estaba
la página que había abierto ella, se leía la partitura de It Ain´t Necessarily so. —Un hijo
de puta, encima lo niega. Niega a todas esas mujeres—. Repasó los títulos, indecisa,
hasta que eligió They All Laughed, que al día siguiente él respondió con Oh, Lady, Be
Good. Y ella decidió cortar el juego de una vez con Let´s Call the Whole Thing off.
Adentro había alguien con él. Otra mujer, o la misma. Ensayaban Louise. Sutil,
provocador, el saxo se coló en los rincones de la casa. Laura cerró los ojos: sintió cómo
se movía por dentro esa cinta de hielo y humillación, entre la garganta y el estómago.
Trató de concentrarse en su trabajo. Agotada, con un libro sobre las piernas, se fue
quedando dormida en el sillón. El clic de la puerta la despertó. Corrió al comedor para
asomarse a la ventana. Descubrir a la alumna que se iba sin saludar, saber cuál de
todas... En la vereda, Martín le tiró un beso con la mano antes de desaparecer adentro de
su auto. Por eso sonaban tan bien, dijo para sí misma.
Arriba, Nicolás tocaba Lulu´s Back in Town solo. El eco del saxo revivió la casa
y le devolvió de a poco a Laura el buen humor. Al día siguiente lograría avanzar a un
ritmo ágil. La editora le reclamaba por tercera vez los últimos capítulos de ese libro
aburridísimo. Por suerte se comunicaban por mail; no tenía energía para discutirlo en
persona. Le alcanzaban pero no le sobraban las palabras; se cuidaba de no gastarlas en
esas cuestiones que, además, requerían potencia para discutir o disculparse de una
manera que sonara coherente. Las guardaba para acercarse a Nicolás.
A Woman Is a Sometime Thing, decía la nueva partitura que abrió Nicolás pocos
días después, porque percibió que el cuerpo de Laura se abandonaba a un mundo sin
sonidos. Fue un intento de humor, algo que la hiciera reaccionar, salir un poco de sí, de
esa seriedad con que juzgaba todo, dio a entender cuando se metieron más tarde entre
las sábanas y ella preguntó qué había querido decir con eso. —¿Te pensás que no me
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duele?—. Ya le había contestado But Not for Me, antes de encerrarse en el baño.
Sentada sobre la tapa del inodoro, juró que renunciaba a esa esgrima de frases
inteligentes que dictaba, superior e imparcial, Gershwin. —¿Pero qué tenía que ver
Gershwin con lo que les estaba pasando?—. Ese juego era su culpa y no lo podían parar.
Nicolás insistió:
Crazy for You.
Y aunque no recibió respuesta, volvió a intentarlo:
I've Got a Crush on You.
Como las páginas de un calendario con tiempos imaginarios, dio vuelta una
detrás de otra, esperando que alguna la conmoviera y que ella volviera a contestar: Our
Love Is Here to Stay, They Can't Take That Away from Me, My One and Only, Nobody
But You, I´ll Build a Stairway to Paradise… Laura no respondió hasta que él exhibió
Somebody Loves Me.
Sin apartar la vista del libro que estaba leyendo en la cama esa noche, apoyada
contra las almohadas, separó apenas los labios para preguntar: “¿quién te quiere?”
Nicolás dejó el control remoto sobre la sábana y la miró. Por esa pregunta suya —esa
pequeña sinuosidad en la gramática impasible de Laura—, interpretó que lo había
perdonado:
—Vos, linda, vos me querés —le respondió contento, agarrando la mano de ella.
—¿Yo? —preguntó ella apenas, como un silbido sin fuerza.
—¿Qué? ¿No estás segura? —Una mueca de terror o furia, o de terror y furia
juntos, deformó la expresión confiada de él. Laura le sostuvo la mirada, triste, pero no
logró responder—. ¿Qué te hice para que dejaras de quererme? ¡Eh, decime qué! —gritó,
y le soltó la mano con rabia.
Saltó de la cama, arrastrando una parte de las sábanas al suelo, se enredó con
ellas, tropezó contra la puerta y pegó un portazo al salir. El espejo se partió. Después de
unos segundos, una punta cayó sobre la alfombra.
—Está bien —dijo ella en un tono casi inaudible mientras lo seguía con cuidado
de no pisar las astillas de vidrio diseminadas—. Te quiero. Pero prome…
—Lo que quieras —contestó él desde el pasillo. La nuca echada hacia atrás, en
señal de rendición. Se dio vuelta para mirarla, con las manos en la cintura—. Lo que
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quieras, Laura. Prometido. Pero vos tenés que dejar de ver fantasmas donde no los hay.
¿Okey? Ella asintió.
De la voz —como si al retirarse la otra, recuperara la suya— mejoró
provisoriamente Laura cuando la alumna del canto animal desapareció sin dar
explicaciones. O al menos eso intuyó: no hubo aclaraciones muy precisas para ella. Una
mañana, durante el desayuno, consiguió preguntarle: “¿Nadia no viene más?”. Nicolás
dijo que no o que no importaba con los hombros, la mirada esquiva. En ese período,
Laura logró ponerse al día con las demoras en las traducciones; los editores estaban
hartos de sus excusas y amenazaban con dárselas a alguien más cumplidor. Pero ahora
se sentía animada, convencida de que empezaba una etapa renovadora para los dos.
Juntos iban a poder sobreponerse a una mala racha. ¿No se trataba acaso de eso el
matrimonio?
Como parte del compromiso, Nicolás aceptó dar las clases a puerta abierta.
Aunque juraba que detrás de los encierros solo se arrinconaban la música, su labor
profesional y los instrumentos, quiso que ella misma lo comprobara. El peligro provenía
de la fantasía de Laura. “¡Sombras, fuera!”, dijo gesticulando burlón. Laura sonrió.
Tuvo la impresión de que los instrumentos, testigos contra la pared, la observaban con
lástima.
Adentro hay alguien con él. Otra mujer, una nueva o la misma.
Tal vez el dúo, arrasando la intimidad de la casa con su portento.
Esa mirada que adivinó en los instrumentos la persiguió y siguió inquietándola
con los meses, mientras se dibujaron otras caderas y se apoyaron otros estuches en el
arco del estudio. Varios. Acaso siempre idénticos o distintos. Para interpretar,
componer, recrear y saturar el mundo con Liza, Nancy, Alice in Wonderland, Sweet
Lorraine, Angelica, Dear Dolores. De nuevo, devastadora, enfermante, cruel Delilah.
Reiniciando el ciclo. Y la puerta se entornaba con lentitud, hasta cerrarse
definitivamente.
Adentro hay alguien con él. Tocan Laura.
Al pie de la escalera, ella escucha abstraída la música. A través de la ventana ve
llegar el taxi que pidió para esa hora y que ya tocó dos veces la bocina. Le hace señas a
través del vidrio: enseguida va a salir. Se apura a elegir la última partitura: Someone to
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Watch over Me. Junto al libro, en uno de los brazos del atril, cuelga su manojo de llaves
y camina hacia la puerta, arrastrando su valija de ruedas. Antes de salir, se frena, como
si recordara algo. Da unos pasos atrás, busca entre las páginas y corrige: Life Is Just a
Bowl of Cherries.
A Big One, quisiera agregar, pero no estaría bien arruinar la partitura.
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―Estaba claro que esto iba a terminar como Los santos inocentes ―aseguró el
cubano ante la televisión―. Como la historia esa que escribió hace muchos años aquel
hombre serio y de orejas grandes.
Siempre decía lo de Los santos inocentes cuando sabía que algo iba a acabar
mal. Era un hábito recurrente en el viejo Alcides, como lo era también el repetir a sus
clientes lo que acabara de escuchar en la radio justo antes de que ellos entrasen en su
tienda. Daba igual el tema; según el día o la hora, el viejo Alcides era experto en teatro
clásico, en cocina Kurda o en fútbol amateur. Sacar a colación siempre que podía el
título del único libro que había leído en su vida era una manera, como otro cualquiera,
de intentar demostrar que era un hombre ilustrado.
Fue por ello que en cuanto vio a la prensa salió a su encuentro como un loco,
para contar a todo el que quisiera escucharlo que el muerto era un comemierda, y que
eso tenía que acabar como lo de Los santos inocentes. Después dio la última calada a un
cigarro de liar sin filtro y escupió al suelo. Espeso y viscoso. Esta última parte no salió
en el informativo de la mañana, lo cortaron por innecesario o por falta de tiempo.
Seguramente por lo segundo, pero era pertinente recordarlo para encuadrar la figura del
cubano, único testigo de todo lo ocurrido frente a su modesta tienda de bebidas.
Mientras la tele tomaba imágenes y declaraciones aquí y allá —ninguna tan
larga y rotunda como la del cubano—, el viento fuerte que soplaba desde el río traía un
constante ruido de sirenas; los controles para dar con los culpables de aquella muerte
fueron tan amplios como inútiles.
Benito Ayala, al que todos conocían como el Pescuezo, por una enfermedad de
la piel que le ocasionaba una especie de costras en esa parte del cuerpo —las cuales él
se rascaba con insistencia como si tuviera la sarna—, había nacido en el barrio de
Estrecho. En una barraca del barrio de Estrecho, para ser más exactos. Desde allí se tuvo
que mudar, con apenas unos años, a la UVA de Hortaleza. La UVA, o Unidad Vecinal
de Absorción, un eufemismo como otro cualquiera, era una serie de barracones
construidos en tan solo tres meses con material de mala calidad y tejados de uralita, en
los que se intentó dar cabida a más de mil familias a las que el gobierno franquista de
los años setenta había expropiado sus casas para construir la —por entonces— flamante
M-30.
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El barrio era humilde, pero tranquilo. Al menos así se mantuvo hasta que
llegaron los ochenta y la zona se convirtió en un punto clave para la venta de heroína.
Los taxistas llegaban hasta las lomas más altas y la gente bajaba a pillar allí, junto a las
casas. El ir y venir de toxicómanos era tan intenso, en horas y personas, que los vecinos
nunca supieron que habían tenido entre ellos a un visitante insigne. Pues cuando Chet
Baker, el trompetista de Oklahoma, viajó a Madrid para actuar en el San Juan
Evangelista, en marzo de 1988, alguien tuvo la feliz idea de acompañarlo hasta el barrio
para que se pusiera el pico que necesitaba antes de ofrecer su magistral último concierto
en el Johny. Aquel exponente del mejor jazz de los años cincuenta y sesenta, tan solo
dos meses después de su visita a la UVA de Hortaleza, aparecería muerto en la acera
más cercana del hotel Prins Hendrik, al final del Barrio Rojo de Ámsterdam.
Sería por aquel entonces cuando la UVA adquiriese ese aspecto de cárcel
colombiana que actualmente conserva. Los vecinos comenzaron a cerrar sus ventanas y
terrazas con rejas que ellos mismos fabricaban utilizando hierros viejos que tenían por
casa, o sisando material de los encofrados en las obras cercanas. Los residentes, que no
tenían prácticamente nada, querían evitar los robos que comenzaban a proliferar en la
zona debido a que muchos de los enganchados se acercaban al barrio sin un duro con el
que pagarse el pico necesario para adormecer el mono que los sometía por dentro de la
piel.
No se sabe si fue por entonces cuando se levantó, o si ya estaba construida de
antes, aquella torre alta rematada en un corredor de metal, que sirvió para que la
Guardia Civil vigilara lo que ocurría en los pasajes interiores del barrio, estrecho,
sombrío y con una sola salida directa a la calle. La misma construcción que desde años
atrás hacía las veces de torre de la iglesia que los vecinos habían levantado a sus pies, y
que esa mañana había vuelto a servir para su primigenia función, cuando la policía, que
se había desplegado en el barrio para registrar unas cuantas casas, la del Pescuezo la
primera, había subido a su parte alta, cubriéndose sus uniformes oscuros de telas de
araña casi centenarias. Restos brillantes en sus solapas, como medallas a algún mérito
profesional olvidado.
El caso fue que, con el asunto de la heroína, Pescuezo Ayala perdió a sus dos
hermanos mayores, marionetas que sucumbieron a la jeringuilla y al descampado. Una
desgracia que vino a rematar a una familia ya tocada por la sombra del diablo, desde
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que a principios de los ochenta el aceite de colza, que hizo estragos entre las familias
pobres del barrio, se llevara también a su madre.
Pescuezo Ayala tenía por aquel entonces dieciocho años y muy malas
compañías.
La última noche que sus vecinos lo habían visto con vida, muchos años
después de que cumpliera su mayoría de edad, la pasó acodado en la barra del bar La
Tapita, único centro neurálgico del vecindario. Esa noche había fútbol y el bar estaba a
tope. A Pescuezo Ayala no le gustaba el fútbol, pero disfrutaba como un gorrino entre el
alboroto y el griterío de sus vecinos. Cuando el partido terminó y la mayor parte de los
clientes se retiraron, Pescuezo siguió tomando Jim Beam con Coca-Cola hasta que el
camarero comenzó a dar la vuelta a las sillas. Entonces Pescuezo Ayala pagó las
consumiciones dejando, como solía, una abultada propina. Salió del local borracho,
también como solía, y se fue a su casa cruzando el solar donde los moros quedaban para
encularse. Durmió muy mal aquella noche, lo que hizo que se levantase con resaca. Tal
vez por eso no supo interpretar lo que los sueños, entre mareos de bourbon, le
predijeron esa noche. Y tal vez por eso mismo al día siguiente le pasó lo que le pasó. A
su edad, las resacas ya no perdonaban a nadie. Ni siquiera a Pescuezo Ayala, el
butronero más respetado del país.
El despertador sonó como un trueno que quebró su cabeza en dos a las siete
treinta de la mañana; por suerte lo había dejado preparado antes de ir al bar la noche
anterior. Aquella mañana Pescuezo Ayala tenía faena, y a pesar del dolor espantoso que
le atenazaba la nuca, se levantó. Bebió una taza de café negro, arañado de las tripas de
una cafetera que llevaba hecha un par de días, y salió de su casa masticando una
magdalena seca y rancia que había encontrado en el fondo de uno de los armarios de la
cocina.
La cita era a las nueve, pero siempre le gustaba llegar antes, dar una vuelta por
el lugar, controlar a la gente y localizar las vías de escape. Pequeños detalles que había
aprendido de memoria cuando no era más que un mocoso que servía de campana a la
banda de los mayores. De esos ya no quedaba ninguno: al que no se lo llevó la
jeringuilla, se lo llevó el sida o la cárcel.
Con ellos había aprendido a usar la fuerza bruta. Pero Pescuezo Ayala
comprendió que, si quería librarse de las rejas, tenía que usar más la técnica y menos los
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fuegos de artificio. Por eso, con el paso de los años, comenzó a hacerse un experto en el
arte del butrón y en el uso de la lanza térmica para reventar cajas fuertes sin apenas
llamar la atención.
Ese procedimiento limpio y sigiloso se había convertido en su modo de actuar,
en su firma particular. Y esa firma había sido la que se había encontrado el inspector
Aranda un mes atrás, cuando acudió a la llamada de los dueños de una exclusiva joyería
de la calle Velázquez. El soplo se lo había dado un madero del barrio, al que el
“segurata” de la joyería le había pasado hasta los planos. En apenas dos horas, Pescuezo
y su banda se habían llevado más de doscientos lingotes de oro de la caja fuerte,
dejando tan solo, como recuerdo, un agujero perfecto en el centro de la puerta, y un
hueco del tamaño de un hombre en la pared del local colindante y abandonado. Un
trabajo fino.
Pescuezo estaba recordando el éxito del golpe de los lingotes mientras esperaba
la aparición de su mano derecha, el único que conocía el lugar donde se encontraba el
último botín. No le preocupó haber pasado una noche tan mala, pues el plan era sencillo
aquella mañana: ir a hacer un estudio de una joyería en la zona del Barrio del Pilar. Esa
iba a ser su última actuación antes de dejarlo todo, antes de comenzar una vida tranquila
en algún paraíso alejado de Madrid.
El Rata se retrasaba como siempre y Pescuezo Ayala, que comenzaba a sentir
el sueño abotargándole la cabeza, decidió bajar la ventanilla de su todoterreno para que
el viento fresco que subía desde el río lo espabilara. Un extraño olor, conocido, se coló
por la mínima abertura de la ventanilla. Miró por todos los espejos del vehículo pero no
consiguió ver a nadie; sin embargo, ese olor dulzón, como de cigarrillo avainillado, se
hizo más potente en el interior del coche. Sin darle mayor importancia, y como su
compinche no aparecía, Pescuezo Ayala se dejó llevar por el cansancio y descabezó un
breve sueño.
Lo despertó el estruendo seco, y la lluvia de cristales diminutos y astillados
golpeándole la cara. Después escuchó una voz que le resultó familiar; aunque era muy
probable que ya confundiera sus últimos recuerdos con la vida pasada, con las nanas
que le cantaba su madre, con los consejos que le daba su padre y a los que nunca hizo
caso, con los gritos de sus hermanos cuando no tenían una dosis a mano y el mono les
roía por dentro... Después, cuando los cristales dejaron de llover, escuchó las dos
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detonaciones. En realidad fueron tres disparos, dos en el pecho y otro en la cabeza; pero
para cuando la tercera bala se incrustó en su cuerpo, Pescuezo Ayala ya no era más que
una masa inerte desangrándose en el interior de un coche de lujo. El sicario, escondido
bajo un casco integral de moto, huía del lugar como alma llevada por el demonio. El
cubano Alcides lo reconoció por los gestos: visitaba a menudo su tienda, y por eso
mismo se iba a cuidar mucho de no contarle nunca a nadie lo que acababa de ver.
Los de la científica sabían perfectamente que, por mucho que buscaran, no iban
a encontrar nada. Que el asesino no se hubiera entretenido en recoger los casquillos, que
ahora reposaban junto a la rueda delantera del coche, les hacía sospechar que lo tenían
todo perfectamente calculado. Con toda probabilidad, esa arma no había sido
disparada nunca antes, y a estas horas ya estará desmontada o destruida, pensó el
agente de la científica, que, enfundado en su traje blanco de cazafantasmas, rondaba el
vehículo haciendo fotos a cada centímetro de la zona.
Un rato después llegaría a la plaza un coche oscuro del que descendieron dos
agentes con chaleco negro y amarillo, sobre los que podía leerse, en letras azules, el
nombre del cuerpo de seguridad del estado al que pertenecían, y un tipo serio, vestido
con vaqueros oscuros y americana desgastada en los codos, que, sin cruzar palabra con
nadie, se plantó delante del cadáver de Pescuezo Ayala.
—Te jodes —dijo en alto el inspector Aranda nada más reconocer al
muerto.
Tras el repentino ataque de sinceridad, el inspector se dio cuenta de que no
tenía mucho más que hacer allí, al menos hasta que apareciera el juez de guardia y
ordenara el levantamiento del cadáver. La mañana, a pesar del sol claro, estaba
desapacible por el viento frío y la baja temperatura. Una típica mañana ventosa en la
meseta. Por ello, el inspector Aranda dejó a cargo del asunto a un subordinado mientras
él se refugiaba en el cercano café Pavón, desde donde podía controlar toda la plaza.
Cuando ya estaba a punto de terminar la segunda cerveza, el teléfono del
inspector comenzó a vibrar en el bolsillo de su americana.
—¿Hiciste lo acordado? —preguntó Aranda nada más descolgar.
—Sí, jefe, no se preocupe —contestó el otro—. Hice lo que me dijo. En el
mismo momento que disparé, le dije que aquello era por no repartir el botín con los
amigos.
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Sabía lo que era dejar a su madre sola en casa para mudarse a un barrio alejado, en
busca de la soledad y del silencio, imprescindibles en su oficio. Había tenido que hacer
las compras y cocinar; era la carga que se había impuesto al vivir solo unos días, para
eludir las interrupciones del timbre, del teléfono, de la televisión y de la madre... Pero
todo eso estaba resuelto ya, y ahora, al declinar de la tarde del sábado, solo le quedaba
encontrar esa jugada maestra, esa combinación que lo colocara en el Olimpo el lunes
siguiente, cerca del mediodía, en la biblioteca, frente a su rival, bajo la mirada atenta de
los espectadores, de las autoridades del municipio —el secretario de deportes en
persona estaría presente para entregar la medalla— y de los jueces del torneo. Y la
jugada se resistía a su empecinada concentración absoluta.
¡Y ocurrió una vez más! En esta ocasión, el golpe venía acompañado del agudo
grito de un niño: alguien que, como él, fantaseaba —seguramente con un gol ilusorio,
marcado a rivales ilusorios, en un partido de fútbol ilusorio—. El ajedrecista, erguido
sobre su paciencia, se asomó una vez más. Desde el quicio del ventanal, alcanzó a ver
una pequeña sombra huyendo del patio por una puerta disimulada en la pared. El balón
había quedado abandonado en la baldosa C5. Un instante después se produjo la jugada:
desde la misma puerta salió una mujer joven en diagonal hacia la pelota —que
recogió— y volvió sobre sus pasos. “Alfil negro toma en C5”, se oyó decir Bazzano en
voz alta. “Pero… ¿por qué?”. Regresó a su silla con paso inquieto y pensativo y se puso
a analizar esa posible respuesta, que no entraba en absoluto en sus planes iniciales. No
oyó más ruidos. Las horas finales del día fueron pasando y le dejaron la conclusión de
que aquella que le regalaba el azar era una jugada posible, un movimiento que abría
alternativas de juego interesantes, pero no acababa de comprender cómo aprovecharlas.
Durante todo el día siguiente —domingo— Bazzano se dejó tentar por esa
opción imprevista: “Alfil negro toma en C5”. Al final, mientras luchaba por encontrar el
hilo oculto de la jugada, vislumbró una idea de índole diferente, más alucinada y
profunda: el mundo seguía un orden racional. El ajedrez no era más que una abstracción
de ese orden. ¿Se dejaría influir por la idea trivial de una conexión entre el juego y el
mundo? ¿Tenía sentido investigarla hasta el final? Es idiota pensar en esas cosas, se
decía Bazzano. Pero, a veces, la genialidad y la estupidez conviven entre límites
difusos. Especulando con una ayuda del destino, se asomó al ventanal y por un
momento tuvo la esperanza absurda de ver allí abajo una continuación de la jugada…
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Las horas siguientes —ya el domingo se deslizaba hacia el final de la tarde— fueron
estériles: la jugada salvadora no surgía en su imaginación. Entonces comenzó a desear
intensamente aquellas interrupciones, aquellos ruidos molestos.
El pelotazo siguiente llegó, por fin, a las siete de la tarde. Bazzano corrió a
asomarse: abajo la mujer joven retaba al niño y lo perseguía por la columna de torre
dama, hasta que lo sacó de una oreja por la puerta trasera del patio. Antes de cerrar la
puerta, la mujer levantó la mirada y lo observó. “Torre A1, ¡jaque!”, se dijo Bazzano,
como si fuera el relator entusiasmado de una partida de ajedrez gigante. Claro, claro,
claro, claro…
Las nuevas jugadas eran, sin dudas, las mejores: tomar en C5 y avanzar luego la
torre con jaque. Bazzano estaba exultante por aquel azaroso descubrimiento. Solo le
faltaba pulir una última opción, que la ansiedad no lo dejaba definir: en lugar de
retroceder con el rey, las blancas —Villegas— podían cubrir con caballo,
sacrificándolo. A las ocho de la noche ya miraba con insistencia hacia el ventanal:
esperaba una nueva interrupción para ver cómo podía rematar aquella sucesión de
jugadas. Pero ya era tarde y aquella interrupción no llegaba. Entonces bajó a intentarlo.
La planta baja la ocupaba el departamento de la portera. La entrada no daba
directamente a la calle, sino que quedaba en el interior del portal, debajo del ángulo de
la escalera. Bazzano tocó el timbre. De alguna manera encontraría la continuación de la
jugada, y sería magistral, porque estaría más allá de la capacidad de deducción de un
simple jugador. Con ese inesperado regalo del destino podría desbancar a Martínez
Villegas, al fin, y conseguiría ese pequeño espacio de gloria. Como vencedor del torneo
merecería el cheque, la noticia segura publicada en La Gaceta, la admiración de los
colegas, un nuevo y decisivo impulso a su carrera…
El ruido de pasos se arrastró sin prisa del otro lado de la puerta. Trabajosamente,
la llave abrió y Bazzano pudo reconocer a la misma anciana que le había entregado las
llaves del departamento. No necesitó presentarse ni inventar ningún pretexto para su
visita. Enseguida la anciana le extendió una mano, como si lo estuviera esperando, y lo
invitó a pasar. Bazzano apretó esa mano blanda y temblorosa, que parecía imposible de
detener, y avanzó hacia una mesa y unas sillas de madera.
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correcta es siempre la más simple: todo fue una alucinación mía. Yo me encontraba
muy agobiado por el torneo, por la partida final con Villegas, y empecé a ver cosas que
estaban en mi imaginación. El estrés me hizo proyectarlas a la realidad. Empecé a
perder el control. No te olvides que mi especialidad es la visualización de las jugadas:
las veo con una nitidez extraordinaria, es lo que me permite calcular con más seguridad
sobre el tablero. Bueno, esa capacidad me jugó una mala pasada: se trasladó al patio,
que tenía forma de tablero, y acabé viendo cosas que no existían, pero que yo de alguna
manera deseaba ver. Hasta el punto que los días siguientes a la partida intenté buscar a
Rebeca, pero no la encontré. La portera, al principio se asustó al verme allí otra vez: no
quería atenderme. Después me dijo que no conocía a ninguna Rebeca, que estaba
equivocado, y que allí no había ningún niño. Aceptó que yo había ido a verla, y que
habíamos salido al patio, pero me negó a muerte lo del niño, lo de la pelota y lo de
Rebeca. Todo fue una alucinación mía. Una alucinación provocada por el estrés. Esa es
la explicación que le doy al asunto. Es más, después de la partida creí ver a Rebeca
entre los asistentes, pero esa imagen falsa se escabulló enseguida. Al poco tiempo
descubrí la belleza del bridge y abandoné definitivamente el ajedrez.
Dejé a Bazzano en La Bernasconi y comencé a caminar en dirección a mi casa.
Algo me había quedado resonando en la cabeza de la descripción que había hecho de la
muchacha. Yo recordaba bien aquel lunes, porque había estado entre el público que
presenció la partida. Ante los movimientos de Bazzano, Villegas no mostraba la menor
sorpresa y respondía con una rapidez y una seguridad apabullantes, como si las extrañas
combinaciones que el destino supuestamente le había dictado a Bazzano fueran en
realidad parte un oscuro plan maquinado por su oponente. Villegas, en lugar de retirar el
rey después del jaque —la jugada previsible—, interpuso el caballo, que luego del
sacrificio le allanó, inesperadamente, el camino de la victoria. Bazzano había caído en la
trampa. Era un plan secreta y maliciosamente urdido, una estrategia ensayada por
Villegas que excedía el tablero e involucraba al patio, al departamento, a las dos
mujeres y al niño, como si la partida no se hubiese suspendido nunca, y hubiese
continuado secretamente por los casilleros de la vida. Así acabé por comprenderlo
camino a mi casa, cuando, entre los recuerdos de aquel lunes, surgió la figura de esa
mujercita delgada —¿Rebeca?— junto al grupo de Villegas, como uno más de sus
seguidores. A mí también me había deslumbrado su figura delgada, su nariz prominente,
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sus ojos negros y, después de la partida, la seguí hasta la salida posterior por el solo
placer de verla caminar. Había pensado abordarla en la calle, pero desistí cuando la vi
salir acompañada. Abandonaba la biblioteca del brazo de Villegas, junto al niño,
apretando en la mano la medalla que era también de ella, porque se la había ganado con
su actuación en aquel patio. La medalla que consagraba a su amante como vencedor del
Premio Municipal.
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La pajarita
Jorge Rafael Castagna (Argentina)
Cuando tenía cinco años, mi papá me llevó al hospital para conocer a Laurita.
Todos rodeaban la cama en donde mi mamá le daba la teta, y no me dejaban ver. Me
senté en una silla con el libro. Me atraían mucho las ilustraciones. Algunas palabras
podía entender. Otras las preguntaba en voz alta, pero nadie respondía. Ajena a todo, me
fueron absorbiendo las imágenes.
Las espigas, inclinadas por una brisa que se podía palpar a pesar de la rigidez de
las páginas, resplandecían. En medio, un espantapájaros, atento vigía del pan de
mañana, señoreaba en el trigal. Sombrero de paja desflecado, patas y brazos de palo,
camisa y pantalones demasiado amplios, cara de trapo sin ojos ni boca.
Una bandada de cuervos dudaba entre el coraje de abalanzarse sobre las semillas
maduras o buscar sembradíos menos hostiles. Hasta que una hembra con cara de bruja
se animó. Bajó planeando sobre el sembradío, se posó sobre el sombrero y, picoteando
la cara, inventó una boca que solo se usaría una vez. Después metió el pico en el agujero
y depositó un grano negro, envenenado.
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Ahora paso los días extrañándola, imaginando lo que hubiera sido. De vez en
cuando, de un hueco, asoma una nena más grande que Laurita. Piso su sombra, está en
un parque hamacándose, la empuja el viento, ella da la vuelta completa y se traga un
mundo.
Las dos desconfiamos de la inocencia de las casas y de las palmadas de papá. A
veces quiere decirme algo, pero no tuve tiempo de descifrar el idioma que inventó. Me
susurra algo sobre las manzanas, o de un descuartizado. De la inmensidad de un
embrión, y de las piernas entreabiertas.
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Otras veces me parece que pide auxilio, entre dientes. La persiguen risas sordas
y sin sentido. Estira los dedos para que la rescate. Me contagia varicela y tos convulsa.
Se me aparece en medio de trámites y de certidumbres. Me grita, pero no hay forma de
que la entienda.
La Pajarita me acecha muda, como un abismo. Yo siempre me quedo cerca, con
el chocolate preparado.
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Roberfelo
Cintia Mannocchi (Argentina)
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sediento y él mismo lamentó que no hubiese más cerveza con la que quitarse la
sequedad y el mal sabor de boca. Segovia, colocándose los rollos de dinero en los
bolsillos de la camisa descosida, dio los trece pasos de rigor antes de disponer el
muñeco a la distancia de ciento treinta metros, una cuadra más o menos. En verdad,
todos en la pulpería sabían que justo entre la entrada al local y el sauce se completaba el
recorrido. De todos modos, Segovia era muy correcto. Algunos jinetes más ya se
preparaban y otros tantos hipaban por la ginebra caliente, voceando como borrachos:
“Mi caballo es el mejor”.
Jesús miró fijo a los ojos del inglés. Sonrió, seguro y pedante, cuando, tirando
firme de las crines ennegrecidas, le demostró a Robert la bravura de su tordillo nevado.
—Si no fuera mío y estuviera bien mansito, cualquiera podría decir que corre
como un salvaje.
Las consonantes sonaban con la cadencia de una afortunada embriaguez, aquella
que te aplasta pero no llega a tumbarte del todo.
—Seguro que su caballo es bueno, pero el mío es único.
Robert acarició el hocico del animal demostrando solamente cariño.
Segovia ajustó el hilo a los palos, cuidó que no existiese desnivel o cascote en el
terreno y les pidió a los corredores que se alejaran un poco. Aunque los paisanos más
jóvenes consideraban que el método “de media vuelta” o “de culata” estropeaba la
velocidad a los animales, nadie convencía al arriero de que se cambiara por otro. Don
Jaime, el segundo juez de raya, acercó su banquito de madera a la sombra del sauce y se
sentó a esperar mientras ataba y volvía a atar un piolín al chiripá blancuzco.
Los parejeros marcharon hacia atrás unos quinientos metros. La paisanada
seguía al paso cansino mientras inspeccionaba las patas de la pareja de caballos.
Alguien llegó a desconfiar de la conveniencia de la apuesta realizada. “El del gringo
está muy bien cuidado”, se dijo uno, intuyendo que no solo se alimentaba a aquel
animal con pasturas naturales, y que la avena y la alfalfa eran sus platos principales.
“No importa, ese matungo tiene la fiereza de mi hermanita”, se convenció otro al
observar la excelente y brillosa musculatura del alazán. Robert, atento a las miradas,
comenzó a cabriolear con el caballo que —como si supiera— movía elegante su cola
clara, limpia y perfectamente cortada.
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sentido, los enojos ajenos, las peleas que son y las que se simulan, las conversaciones
intrascendentes de los desconocidos... Tampoco le pareció acertada al mayordomo la
idea que traía Robert entre diente y diente, sin embargo su trabajo era obedecer. Con la
ayuda de un peón, subió dos barricas al carro. Robert arrojó después sobre la manta
unas cuantas latas doradas de sardinas.
La vuelta a la pulpería fue en cueros, pensaba en qué decir más que en qué
hacer. Simplemente bajaría las barricas, le pediría a don Jaime unos cuantos vasos e
invitaría a la bebida. Al aproximarse, escuchó el trote furioso de los parejeros y más
gritos y más silbidos. Las risas eran de felicidad: seguramente fue ganador el caballo de
las mayores apuestas. Llegó cuando el dinero se repartía y un gaucho arrogante se
quedaba sin caballo y sin prestigio.
El pulpero no entendió el pedido hasta no ver los toneles bamboleándose sobre
el carro.
—Me estás sacando trabajo, Robert —dijo sonriente y bonachón, retirando las
copitas gruesas del aparador de madera.
—Prometo comprarte pantalones —contestó el gringo mientras tiraba del piolín
del chiripá de Jaime, bien acostumbrado al humor inglés.
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antes de encender un Minister con filtro, seco y fuerte, como me gusta. Lo apoyo en el
platillo. Me olvido de él. Mañana, cuando raye el día, no seré yo, sino un rastro de
cenizas de mí misma.
Tomo también un antidepresivo, más por inercia que por lucro emocional, un
analgésico para mi dolor de espalda y una pastilla para dormir con tal de no despertarme
a las cuatro de la mañana para aporrear mi vieja Olivetti, cosa que molesta sobremanera
a los vecinos y me deja vampirescamente inutilizada para la mayor parte del día solar. Y
pienso. Pienso, si no fuera yo, quién sería. Qué sería. Un pájaro de grandes alas, un tigre
de terciopelo, un gato maullando en algún tejado inhóspito. Una migaja de pan, tal vez.
Pero soy yo. Me llamo Clarice Lispector y estoy soñando en mi cama, despierta. Antes
de que amanezca seré un hogar en llamas, un amasijo de piel, un montón de pavesas al
viento… Es algo por lo que tengo que pasar, que va a dejarme sus secuelas, como todo
en la vida, que va a marcarme indeleblemente. Y, sin embargo, me reafirmo
convencida: para la salud, no hay nada peor que nacer, ni siquiera un incendio fortuito
que te cercene temporalmente cuerpo y alma.
Veo a Ulises apurar la bebida. Cierro los ojos. Estoy preparada para contarles lo
que fue el día de la noche en llamas.
EL DÍA DE LA NOCHE EN LLAMAS. 14 de septiembre de 1966. Miércoles.
Me despierto a las 10 de la mañana. Abro los ojos. El cielo de Río de Janeiro
resplandece, como suele, en mi ventana de la séptima planta de un apartamento que
compré con mis ahorros literarios hace poco menos de un año. Un logro personal, no
crean que he tenido tantos desde que me parieron en una aldea ucraniana y me trajeron
en un periplo oceánico de varios meses hasta el Brasil. Un crítico dijo de mí que tenía la
cabeza fría y seca típica del norte de Europa, gobernada por el savoir vivre carioca,
ardiente y húmedo. Digan lo que digan, las teorías de los humores tienen muchos
matices, como los doshas ayurvédicos. Yo soy Brasil, pero un metaBrasil muy mío,
muy personal.
Dona Siléa me prepara un té negro y me sirve un croissant que acaba de traer de
la panadería de Beto, como todos los días. Me siento en la mesa de la cocina,
resplandeciente con un mantel de puntilla blanca heredado de mi madre; cojo un
cuchillo de sierra, abro ceremonialmente el croissant, lo unto con mantequilla de
verdad, no con sucedáneos, y coloco una fina capa de mermelada de melocotón. Suelo
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tomarla también de naranja amarga o de tomate, pero hoy acabamos de abrir un frasco
de compota casera que mi comadre Mafalda Veríssimo me trajo de la sierra gaucha,
deliciosa. Contrasta con el amargo del té, que tomo sin azúcar ni leche. A las 11 llega
Gilles, mi asistente estético. En realidad, se llama Aloisio da Silva y nació en la favela
de la Rocinha hace poco más de cuarenta años. No le quedó más remedio que cambiarse
el nombre y darle a la denominación de peluquero un giro estimulante cuando se mudó
a Ipanema, por aquellas moderneces del marketing de barrio fino, tan aburridas cuanto
eficaces. Me gusta lo de asistente estético porque, para mí, la proyección de mi imagen,
y su aprobación, van intrínsecamente unidas a la proyección de mi literatura en los
lectores que me eligen para sus momentos de otium. No cabe duda, la estética es el via
crucis del cuerpo y del alma. Empieza Gilles por mis cejas, me las retoca con tinte rubio
oscuro ceniza, ampulosas pero bien delineadas. Sigue por mis pestañas. No he conocido
adicción mayor que las pestañas postizas. Las uso con un placer tan inmenso que suelo
sentir vergüenza ajena por el regocijo interno que me inspiran, el empoderamiento físico
del que me dotan y la felicidad que me aportan. Es cuestión de dar voz a los detalles que
nos proporcionan luz, supongo, y dejar que hablen por nosotros, con dignidad. Yo no
pierdo una sola oportunidad de sentirme plena a base de pequeños detalles como estos.
Después, Gilles me delinea los ojos como si yo fuera Cleopatra VII Filopátor y
estuviera a punto de recibir a Julio César para llevármelo a una barcaza del Nilo y
deslumbrarlo con la grandeza de Egipto, desde Alejandría a Luxor. Me gusta verme así
porque bien podría pasar por un felino en celo, a la espera de la caza y la pasión. A
Marco Antonio lo esperaba Cleopatra en la más absoluta desnudez, imagino, sin
maquillajes ni pelucas que les estorbasen el acto de dar y recibir amor carnal a raudales.
Es comprensible. A esas alturas de complicidad y poder absoluto, lo que más apetece es
despertar a la Kundalini regia que llevamos dentro, y no que se nos corra el rímel con el
sudor de la frente. Gilles me retoca el tinte del cabello, me corta las puntas y me peina
despacio, con el runrún del secador adormeciéndome como una nana. Este insomnio
mío es bastante impertinente, porque me ataca por las noches, mientras que por las
mañanas me envía a su peor enemigo, y yo podría dormirme de pie en cualquier
esquina, a cualquier hora, entre la salida del sol y su puesta. Es demencial. El flequillo
me gusta más hacia la derecha, con movimiento, otro pormenor que me empodera,
cuando muevo la cabeza para acomodarlo. Los pómulos, que ya de por sí los tengo
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como dos montículos afilados desafiando a la gravedad, los contorna Gilles con polvos
del desierto, terracota dorada, arena del Sahara. Y me perfila y pinta los labios en color
nude, sin estridencias, porque me importa más la mirada que el resto. Porque son mis
ojos el yunque, la fragua que va moldeando el metal que es la vida misma. Mis manos y
mi Olivetti son el temple. La literatura, el resto. A la una salgo de casa. Voy hasta la
esquina de la calle Anchieta, y compro el Correio da Manhã. Una vez a la semana
también me traen el Washington Post, que suele llegar con unos diez días de retraso,
pero que me ayuda a mantener el inglés a raya. Llego a la Avenida Atlántica y echo una
moneda al aire. Cara, izquierda, caminar por la playa del Leme, mi barrio, hasta la
Mureta, ver esa luz mágica de mi ciudad, trescientos sesenta grados de conexión
espiritual, tomar un agua de coco helada y llevar a cabo algo de domesticación natural
de mi alma polucionada… Cruz, derecha, caminar por la playa del Leme hasta
Copacabana, cansarme de andar hasta llegar al fuerte, y volver luego muy despacio por
la orla, con parada obligatoria en la Confitería Colombo para un vermut seco, con
aceituna incluida. Cruz. Ulises, como siempre, me acompaña fiel durante todo el
camino, durante el elucubrar todo, a la espera de la aceituna alcoholizada, supongo, que
recibe escrupulosamente. Llego a casa a las dos y algo. Me siento en el sofá. Dona Sileá
me trae agua con hielo y limón. Le pido también una ensalada de atún. Siempre digo
que se debe vivir a pesar de. Y, a pesar de, —a pesar de todo—, se debe comer, aunque
no apetezca, aunque sea frugalmente. A las tres suena el teléfono. Es Nélida Piñón
recordándome la presentación oficial, esta noche, de su nueva parición literaria, Tempo
das frutas. Quiero ir, pero estoy cansada, estoy triste, me duele la espalda. La llamaré
más tarde para rehusar el convite sin mucho tino, alegando razones peregrinas. Ella me
conoce tan bien que me disculpará con la compasión de una madre. Es tan grande,
Nélida, con esos ojos vivos de gallega errante, con su figura de sirena varada en algún
bancal de arena entre Cotobade y el Pan de Azúcar... Me impacta la franqueza con la
que escribe sobre el caos cotidiano, dándole vueltas a la vida como si fuera un paraguas,
tan simple... La venero. Hoy nos ofrece, en papel, sus frutas del tiempo, enteras, crudas.
¿Y quién iba a querer una fruta ya pelada, ya masticada? Pero no, no voy a ir, no puedo
ir, me encuentro rota. El sábado estuvimos las dos consultando a Nadir, nuestra
cartomántica habitual, que vive en la última calle de la Vila Leopoldina, en la última
casa de la última calle, con rejas hasta en el ventanuco del baño. Nos vio llegar y puso
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cara de pánico, otra vez aquí estas dos locas, imaginamos que pensó. Nos regaló una
tirada común porque no tenía más tiempo que para una lectura rápida. Le preguntamos
por el nuevo libro de Nélida. Ella dijo: Veo cenizas. Le preguntamos, con sorna, si
saldrían de las posibles cabezas lectoras. No nos respondió. Clarice, te veo descansando
largo tiempo, sin escribir, sin pensar, te veo inerte. Yo, que siempre he tenido la
sensación de estar muerta, como en una realidad paralela, y de hablar desde el mismo
túmulo, le respondí muy serena que era mi espalda, que me tenía frita. La verdad es que
ha habido en mi vida muchos momentos hiatos, huecos, en los que no he escrito una
sola línea, en los que he vegetado dejándome llevar por el presente, simplemente siendo,
respirando, estando. La vida se impone, no yo, que jamás me he considerado más que
una amateur en esto del escribir. Sin responsabilidades. Salimos Nélida y yo de la Vila
y cogimos un taxi hasta La Fiorentina, en el Leme, cerquita de casa, donde almorzamos
lo de todos los sábados: copa de vino blanco, suprema de pollo con patatas grisette y
sorbete de limón. Nélida se fue sin recordarme lo de hoy, como una premonición del
vacío y del desastre. La llamo y le expongo mis debidas excusas, que a mí me suenan
insubstanciales pero que a ella le deben parecer justas, porque no se enfada, porque no
oigo un reproche de su boca. Me doy una ducha rápida y escribo durante un par de
horas. Me visto para ir a la presentación de Nélida, pero no me calzo ni me peino
porque sé que no iré, pero ritualizo la situación como para hacerla trascendente y darle a
mi amiga la atención que merecería. Vuelvo a mi Olivetti sin releer lo que acabo de
escribir, simplemente saco la hoja mecanografiada hasta la mitad y la coloco junto a
otro montón de hojas mecanografiadas. Si releo lo que escribo, tengo la extraña y
asquerosa sensación de estar comiendo mi propio vómito, y de que todo lo que sale de
mí pueda tener algo de verdad. Solamente una vez volví sobre mis pasos, y fue para
recordar a Mineirinho, aquel malandrín asesinado por la policía con trece tiros, trece,
cuando uno solo hubiera bastado. El resto, siempre lo digo, fue voluntad de matar. No
era un santo, pero considero esas balas como el error de todos, de una sociedad entera.
Quise volver para leer lo que había escrito sobre el segundo y el tercer tiro, el quinto, el
sexto, el noveno… El decimotercer tiro me asesina, había escrito, a mí, que soy el otro.
Esta ráfaga de infinita incertidumbre me hace sentir que vivo en una casa de paredes
podridas, paredes débiles; una casa, sin embargo, que se encuentra en un terreno donde
yo podría edificar otra, más fuerte, más compasiva, incorruptible. Lo lógico sería decir,
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como yo digo, quiero ese terreno, y empezar la nueva obra. Pero, para no pensar, para
no tener que mancharnos las manos, los humanos comunes solemos encerrarnos en el
abstracto. La política y su nebulosa, entonces, toman las riendas de lo concreto y
diseñan sociedades, dan forma a leyes, manipulan y callan bocas en nombre del poder a
ellas otorgado. Yo, insisto, quiero el terreno. A las siete salgo con Ulises hasta la plaza
Júlio de Noronha. Me siento mientras él inspecciona los árboles, los bancos, se reúne
con los amigos, respira, defeca. Cuando termina su periplo me avisa sentándose a mi
lado. Volvemos a casa. Llamo por teléfono a mi hijo Pedro, que ya no está conmigo,
comento con Paulo, mi hijo pequeño, el cansancio extremo que me derrota y,
finalmente, lloro por no estar con Nélida a esa misma hora, acompañándola. Ceno en la
cocina, con Paulo y Dona Sileá. A pesar de, tomo una crema de calabaza que ella hace
con mucho esmero, y un poco de apio, tomate picado, un zumo de manzana. A pesar de.
Así es la vida. A eso de la medianoche, con la luna en el regazo y la casa en silencio,
tomo un antidepresivo que, sinceramente, ya no necesito. En realidad, hace las veces de
un placebo inerte que me dé la sensación de estar temperando mi ansiedad brutal.
Empecé a hacer terapia hace mucho tiempo, con psiquiatras renombrados y sesudos,
aunque siempre he tenido la impresión de que los intríngulis de la psique humana no los
entiende nadie, ni siquiera la divinidad, la energía omnipotente. Es una sensación mía.
Tomo también un analgésico para este dolor de espalda que me mata. Es una punzada
que me sube hasta la coronilla y me baja hasta la planta del pie ofuscándome por
completo. Voy a mi habitación y me pongo el camisón verde de nylon que compré hace
poco en la playa de Paraty, largo hasta los tobillos, con encaje negro en escote y
remates, primoroso. Me cepillo el pelo, me desmaquillo y comienzo el ritual de mis
cremas y lociones, con parsimonia. Bendito via crucis. A la una y media me meto en la
cama, justo bajo la ventana, que siempre mantengo despejada de cortinas para poder
extasiarme con el cielo de la ciudad al despertar. Las cortinas, de lienzo fino y poliéster,
las recojo junto a la pared con una lazada.
Ahora sí, me llamo Clarice Lispector y estoy en mi casa de Río de Janeiro,
tumbada en mi cama, compartiendo un whisky escocés con mi perro Ulises, a la una y
media de la madrugada. Ante la amenaza del insomnio, recurro, como casi cada noche,
a una pastilla de clonazepam de dos miligramos, pero tarda en hacer su efecto. A las dos
sigo leyendo a Machado de Assis y fumando. Antes de las tres estoy dándome un baño
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Decid cosas maravillosas, ah, vosotros que queréis escribir la vida por más
larga y corta que sea. Es una maldita profesión que no da descanso.
Clarice Lispector, Un soplo de vida
4
Compartido con varios de sus personajes y del que también queda rastro en sus textos breves, donde a
menudo la vemos reflexionando y escribiendo durante la madrugada, mientras todos duermen. Quizá el
ejemplo más paradigmático, sobre todo porque allí menciona la tentación de los comprimidos para
dormir, es su crónica “Insomnio feliz e infeliz” (Lispector, Aprendiendo, 105-106).
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Mi vida está hecha de fragmentos y así ocurre con Ángela. Mi propia vida tiene
enredo verdadero. Sería la historia de la corteza de un árbol y no del árbol. Un cúmulo de
hechos que solo explicaría la sensación. Veo que, sin querer, lo que escribo y Ángela
escribe son tramos, por así decir, sueltos, aunque dentro de un contexto de... Así me surge
el libro esta vez. Y, como respeto lo que viene de mí hacia mí, así también lo escribo. Lo
que aquí está escrito, mío o de Ángela, son restos de una demolición del alma, son cortes
laterales de una realidad que se me escapa continuamente. Esos fragmentos de libro
quieren decir que yo trabajo entre ruinas (Lispector, Un soplo, 20).
consiste en hacernos meditar sobre los aspectos más duros de la profesión, sobre las
renuncias que a menudo el escritor ha de afrontar.
En efecto, como afirmaba la propia Lispector en su breve texto “La pesca
milagrosa”, “entonces escribir es como quien usa la palabra como un cebo” (Lispector,
Para no olvidar, 32).
El día de la noche en llamas toma la forma de un largo soliloquio nocturno, de
íntima reflexión6. Una actividad a la que Clarice dedicó buena parte de su vida y de su
obra, pues en sus escritos también se manifiesta constantemente la fascinación por el
monólogo interior.
Mediante esa mirada profunda y sincera, El día de la noche en llamas nos
desvela una mujer duramente puesta a prueba, que sin embargo, a pesar del sufrimiento
o también gracias a él, conserva una férrea determinación y hace una recia declaración
de intenciones. Descubrimos una escritora que no renunciará a seguir compartiéndose
con el resto de sus semejantes, como ser humano que es, mediante el milagro de la
literatura. Esa naturaleza torturada y, no obstante, aún generosa y esperanzada de
Lispector se refleja especialmente bien en el siguiente fragmento de una de sus crónicas:
“[…] pido humildemente existir, imploro humildemente una alegría, una acción de
gracias, pido que me permitan vivir con menos sufrimiento, pido no ser puesta a prueba
por las experiencias duras, pido a los hombres y a las mujeres que me consideren un
ser humano digno de algún amor y de algún respeto. Pido la bendición de la vida”
(Lispector, Aprendiendo, 76).
Paradójicamente, a pesar de la necesidad de los demás que la autora siempre
manifestó, en El día de la noche en llamas echamos en falta un escenario exterior,
prácticamente ausente a lo largo de todo el texto. Por mucho que Clarice declare su
amor por la ciudad, no encontramos verdaderas descripciones de Río de Janeiro. Se
puede decir que, salvo por un par de breves paseos con su perro, el relato se desarrolla
entre las cuatro paredes de su apartamento. El ambiente cerrado, de manifiesto
6
Ciertamente, El día de la noche en llamas evoca algunas reflexiones de Lispector en su crónica
“Brasilia: esplendor” (Lispector, Para no olvidar, 52-71), donde la autora —que escribe a las seis de la
mañana, tras lo que sospechamos debe de haber sido otra de sus noches en vela—, al margen de hablar
sobre la ciudad, nos presenta a su perro Ulises y a su asistenta..
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El tiempo pasa demasiado deprisa y la vida es tan corta. Entonces —para no ser presa
de la voracidad de las horas y de las novedades, que hacen pasar el tiempo deprisa—
7
“¿«Escribir» existe por sí mismo? No. Es sólo el reflejo de una cosa que pregunta”, asegura la autora
(Lispector, Un soplo, 116).
8
También, en su novela Un soplo de vida, el perro de Ángela Pralini, que se llama Ulises, es aficionado a
la cerveza (Lispector, Un soplo, 58). El papel de la mascota no resulta intrascendente, pues, como el
Autor explica, Ángela no consigue adaptarse al ser humano, pero la vemos muy compenetrada con su
perro:
Tener contacto con la vida animal es indispensable para mi salud psíquica. Mi perro me reaviva
por entero. Sin hablar de que duerme a veces a mis pies llenando la habitación de cálida vida
húmeda. Mi perro me enseña a vivir. Él sólo está “siendo”. “Ser” es su actividad. Y ser es mi
intimidad más profunda. Cuando se duerme en mi regazo lo veo a él y a su respiración bien ritmada.
E, inmóvil él en mi regazo, formamos un solo todo orgánico, viva estatua muda (Lispector, Un soplo,
58).
Parece que Clarice envidia la irracionalidad del perro, la inconsciencia sobre su propia existencia.
Puede que ella, tan torturada por la imposibilidad de capturar los sentimientos y sensaciones a través del
lenguaje, desease también, como las bestias, no ser esclava de la palabra: “Oh, dulce martirio de no saber
hablar y saber sólo ladrar” (Lispector, Un soplo, 58).
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cultivo una especie de tedio. Saboreo así cada detestable minuto. Y cultivo también el
vacío silencio de la eternidad de la especie. Quiero vivir muchos minutos en un solo
minuto. Quiero multiplicarme para poder abarcar incluso esas áreas desérticas que dan
idea de inmovilidad eterna (Lispector, Un soplo, 14).
Con los ojos húmedos, él quería preguntarles humildemente como un niño –quería ser
el niño de los hombres y aprenderlo todo de nuevo y obedecer y ser severamente
castigado si no obedeciese, y quería entrar en aquel mundo que tenía la ventaja
eminentemente práctica de existir, ¡¿qué digo?!, ¡una ventaja insustituible! –quería
preguntarles: mi mujer tenía realmente un amante, ¿verdad? Y si ellos decían que no, él
creería: creería en lo que ellos dijeren” (Lispector, La manzana, 331).
9
“Y con un plan frío y calculado decidió que su primera lucha tendría que se consigo mismo. Porque, si
quería reconstruir el mundo, el mismo no servía… Si quería, como último término de su trabajo llegar a
los demás hombres, tendría antes que acabar de destruir por completo su antigua manera de ser. […] Es
cierto que quedaba poco por destruir, porque con el crimen, ya había destruido mucho. Pero no del todo.
Estaba aún… estaba aún él mismo, que era una tentación constante” (Lispector, La manzana, 143).
10
“Él pensó así: que su única forma de ser libre, como un hombre sin vocación tenía derecho a serlo,
había sido cometer un crimen, y hacer que los otros no lo reconociesen ya más como a un semejante y
nada exigiesen de él; pero si esta explicación era cierta, entonces su crimen había sido inútil: mientras él
mismo sobreviviese, los otros lo llamarían” (Lispector, La manzana, 290).
11
“Tenía poco tiempo y debía empezar ahora mismo, por decirlo así. De la reconstrucción del mundo en
su interior, él pasaría a la reconstrucción de la Ciudad, que era una forma de vivir y que él había
repudiado con un asesinato” (Lispector, La manzana, 142). La ciudad construye una identidad humana y
es, además, reflejo de ella, como sucede también en La ciudad sitiada.
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Sin embargo, la Clarice que retrata El día de la noche en llamas podría llegar a
parecer bastante misántropa. Somos testigos de las malas excusas que inventa para
eludir los actos públicos y rehuir a sus amigas; aunque luego se sienta culpable y la
torturen los remordimientos. Porque, en el fondo, sólo le apetece encerrarse en casa, en
su mundo, a escribir o a explorar los sentimientos y sensaciones sobre los que —o con
los cuales— escribirá en otro momento. Pues, triste o no, los mejores escritores quizá no
sepan hacer otra cosa12. El escritor simplemente escribe porque en eso consiste su
naturaleza. En Un soplo de vida, afirma el Autor: “es curiosa la sensación de escribir.
Al escribir no pienso en el lector ni en mí: en ese momento soy, pero sólo para mí: soy
las palabras propiamente dichas” (Lispector, Un soplo, 90).
No se puede negar que, a pesar de su filantropía, en Clarice florecía una faceta
taciturna y ermitaña13: “El día transcurre a su aire y hay abismos de silencio en mí. La
sombra de mi alma es el cuerpo. El cuerpo es la sombra de mi alma. Este libro es la
sombra de mí” (Lispector, Un soplo, 13). Porque la del escritor, no nos engañemos, es
una las profesiones más solitarias.
12
“Que no, que yo no escribo por querer. Escribo porque lo necesito. Si no, ¿qué haría de mí?”, dice
el Autor en Un soplo de vida (Lispector, Un soplo, 91).
13
En una carta a su hermana escrita desde Berna en diciembre de 1947, reconocía que, tras el aislamiento
de sus primeros años de exilio diplomático y soledad obligada, le había quedado la secuela, incluso en
otros destinos donde llegó a estar rodeada por personas interesantes, de aburrirse pronto con sus
semejantes. “[…] éste es el resultado del aislamiento en Suiza. Aprendí a no querer a nadie. No era
necesariamente eso lo que requería mi carácter, más bien lo contrario. Pero al principio yo sufría mucho
por no tener con quien hablar. Y ahora, aun teniendo con quien hablar y conociendo a más gente, no me
hace falta e incluso las personas interesantes me aburren” (Lispector, Queridas mías, 200).
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Aunque escribir, al tiempo, también puede redimir una vida, incluso una de
aislamiento. Decía la propia Lispector en su crónica “Escribir II”:
Dije una vez que escribir es una maldición. No me acuerdo exactamente por qué lo
dije, y con sinceridad. Hoy lo repito: es una maldición, pero una maldición que salva.
No me estoy refiriendo a escribir para los diarios. Sino a escribir aquello que
eventualmente se puede transformar en un cuento o en una novela. Es una maldición
porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues
nada lo sustituye. Y es una salvación.
Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y
que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es buscar entender, es buscar
reproducir lo irreproducible, y sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que
permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue
bendecida (Lispector, Aprendiendo, 187).
14
El término “saudade” es, sin duda, uno de los más repetidos en su correspondencia.
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del mismo. Parece como si las experiencias traumáticas que provocaron la huida de su
familia hubiesen generado un rechazo de por vida en ella, que salió de Ucrania con tan
sólo un año de edad15. Sin embargo, la sombra de esos orígenes extraños planeó sobre
Clarice y algunos, a pesar de su fervor por Brasil, la consideraban una extranjera.
Curiosamente, según cuenta Benjamín Moser, esa acusación provocaba en la escritora
reacciones más virulentas que las críticas de contenido realmente literario16.
La intensa necesidad de los afectos, de sentir la pertenencia a una comunidad, en
el caso de Lispector confluirá con un cierto tipo de espiritualidad muy personal. Así se
expresaba en una de sus crónicas:
Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que
ahora no importan, debía de estar siendo que no pertenecía a nada ni a nadie. Nací por
nacer.
Ya en la cuna sentí esta hambre humana y ha seguido acompañándome toda la vida,
como si fuese un destino. Hasta el punto de que mi corazón se contrae de envidia y de
deseo cuando veo a una monja: ella pertenece a Dios.
Precisamente porque es tan fuerte en mí el hambre de entregarme a algo o a alguien
me volví bastante arisca: tengo miedo de revelar cuánto lo necesito y lo pobre que soy. Sí,
lo soy, muy pobre. Solo tengo un cuerpo y un alma. Y necesito más que eso. Quién sabe
15
Efectivamente, no las vivió en primera persona; pero la violación de su madre por soldados rusos —un
hecho del que jamás quiso hablar, aunque en alguna carta a sus hermanas es posible encontrar alusiones
muy veladas—, marcaría su infancia y el resto de su existencia. La sífilis que su madre contrajo provocó
el deterioro progresivo y radical de su salud: ya mucho antes de perderla, las niñas no pudieron disfrutar
de una infancia normal. Además, Clarice arrastró un sentimiento de culpabilidad añadido, pues su
concepción fue programada con la absurda esperanza de que el embarazo curase a la madre —una teoría
no sólo médicamente errada, sino también harto peligrosa: Clarice hubiera podido infectarse de sífilis
congénita, como le pasó por ejemplo a Antonin Artaud—, y por tanto ella sentía, como reconoce en su
texto breve “Pertenecer”, que su objetivo vital no se había alcanzado y que había defraudado a los suyos:
Sin embargo fui planeada para nacer de una manera tan bonita. Mi madre ya estaba enferma y,
según una superstición bastante extendida, se creía que tener un hijo curaba a las mujeres de una
enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada; con amor y con esperanza. Pero no curé a mi
madre. Y hasta hoy siento la carga de esta culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé.
Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y hubiese desertado. Sé que mis padres me
perdonaron haber nacido en vano y haber traicionado su gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono.
Desearía que simplemente se hubiese producido un milagro: nacer yo y curar a mi madre. Entonces
sí: habría pertenecido a mi padre y a mi madre. No podía confiar a nadie esa especie de soledad de no
pertenecer porque, como un desertor, mantenía el secreto de una huida que por vergüenza no podía
ser conocido (Lispector, Aprendiendo, 64-65).
16
B. Moser. Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector. Madrid: Siruela, 2017, pp. 25-26.
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si empecé a escribir tan pronto porque, al escribir, por lo menos me pertenecía un poco a
mí misma, aunque eso sea solo un triste facsímil (Lispector, Aprendiendo, 63).
Esta reflexión de la autora nos revela cómo el escritor conjuga una dimensión
social con otra faceta profundamente introspectiva e incluso individualista, logrando
hacer posible una paradoja inverosímil sólo en apariencia. En apariencia, pues, bien
pensado, únicamente un individuo sólido que ha aprendido a conocerse y aceptarse a sí
mismo —o que al menos intenta avanzar en ese duro proceso—, consciente de su
individualidad, es capaz de convertirse en una pieza realmente valiosa para su
comunidad, para las otras individualidades. Muy significativo al respecto me parece un
texto de Lispector:
Llegué a pensar en la bondad, que es típicamente lo que se quiere recibir de los otros,
y sin embargo a veces sólo la bondad que nos donamos nos libra de la culpa y nos
perdona. Y es también inútil, por ejemplo, recibir la aceptación de los demás, mientras
nosotros mismos no nos donemos la aceptación de lo que somos. […] Recordé otra
donación a uno mismo: la de la creación artística. Porque en primer lugar se intenta sacar
la propia piel para injertarla donde sea necesario, por decirlo de alguna manera. Sólo
después de implantado el injerto viene la donación a los otros. O todo está mezclado, no
lo sé, la creación artística es un misterio que se me escapa, afortunadamente. No quiero
saber mucho (Lispector, Aprendiendo, 178-179).
El escritor, por tanto, vive mucho dentro de sí, rebuscando en sus profundidades;
pero no por ello da la espalda al mundo. En realidad, esa íntima búsqueda individual le
permite integrarse de una forma madura y útil en el grupo: es justamente lo que le
convierte en un ser colectivo. “Junto con el deseo de defender mi privacidad, tengo el
intenso deseo de confesar en público y no a un cura”, aseguraba Clarice17. Sólo ese
proceso le permite erigirse en portavoz de sus semejantes: “Yo soy sí. Yo soy no. Espero
con paciencia la armonía de los contrarios. Seré un yo, lo que significa también
vosotros” (Lispector, Aprendiendo, 76).
17
De su breve crónica “Otra carta” (C. Lispector. A Descoberta do Mundo. Rio de Janeiro: Rocco, 1999,
p. 79).
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Para dibujar a la muchacha tengo que domarme y para poder captar su alma tengo que
alimentarme frugalmente de frutas y beber vino blanco helado pues hace calor en este
cuartucho en el que me encerré y desde el cual tengo la veleidad de querer ver el mundo.
También tuve que abstenerme del sexo y del fútbol. Sin hablar de que no entro en
contacto con nadie.
¿Volveré algún día a mi vida anterior? Lo dudo mucho. Veo ahora que me olvidé de
decir que por ahora no leo nada para no contaminar con lujos la simplicidad de mi
lenguaje (Lispector, La hora, 19).
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Me hace buena falta vivir con mucha pobreza de espíritu y sin lujos de alma. Ángela
es un lujo y me molesta. Me apartaré de ella, entraré en un monasterio, me volveré pobre.
He elegido el día de hoy para ponerme unos pantalones muy viejos y una camisa rasgada.
Me siento bien en andrajos, añoro la pobreza. Sólo he comido frutas y huevos, he
rechazado la sangre sabrosa de la carne, he querido comer solamente lo que proviene de
las fuentes y nace sin dolor, brotando desnudo como el huevo, como la uva.
Esta noche no he dormido con mi mujer porque la mujer es un lujo y lujuria, y hace
dos de mí, y yo quiero ser solamente uno para no acabar como un número divisible por
otro. He bebido agua en ayunas. Y he entrado despacio en mi desierto inestimable e
infinito. Cuándo en ese desierto la penuria se hace insoportable, creo a Ángela como
espejismo, ilusión óptica y de espíritu, pero tengo que abstenerme de ella porque es
riqueza del alma. (Lispector, Un soplo, 39).
Solo pido una cosa: en el momento de morir quisiera tener a una persona amada a mi
lado para sujetar mi mano. Entonces no tendré miedo y estaré acompañada cuando
atraviese el gran paso. Quisiera que hubiese reencarnación: renacer después de muerta y
dar mi alma viva a una nueva persona. Pero quisiera tener un aviso. Si es verdad que
existe la reencarnación, la vida que llevo ahora no es exactamente mía: a mi cuerpo se le
dio un alma. Yo quiero renacer siempre. Y en la próxima reencarnación leeré mis libros
como una lectora común e interesada, y no sabré que en esta encarnación los escribí yo
(Lispector, Aprendiendo, 198).
Pero, naturalmente, ese vivir en los otros que implica la dimensión social del
escritor pasa su terrible factura. En “Al correr de la máquina (I)” leemos:
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Dios mío, ¡cómo el amor impide la muerte! No sé qué es lo que quiero decir con esto:
confío en mi incomprensión, que me ha dado una vida instintiva e intuitiva, mientras que
la comprensión es tan limitada. He perdido amigos. No entiendo la muerte. Pero no tengo
miedo a morir. Será un descanso: por fin una cuna. No la adelantaré, viviré hasta la última
gota de hiel. No me gusta cuando dicen que tengo afinidades con Virginia Woolf […]: es
que no quiero perdonar el hecho de que se suicidara. El horrible deber es ir hasta el fin. Y
sin contar con nadie. Vivir la propia realidad. Descubrir la verdad. Y, para sufrir menos,
embotarme un poco. Porque no puedo cargar más con el dolor del mundo. ¿Qué hacer, si
siento totalmente lo que las otras personas son y sienten? (Lispector, Aprendiendo, 161).
Estoy cansada. Mi cansancio viene de que soy una persona extremadamente ocupada,
me ocupo del mundo. Todos los días observo desde la terraza el trozo de playa con mar y
veo la espesa espuma más blanca y que durante la noche las aguas han avanzado
inquietas. Veo esto por la marca que las olas dejan en la arena. Observo los almendros de
18
“Sres. Ministros, impedir que los jóvenes entren a la universidad es un crimen. Perdonen la violencia
de la palabra. Pero es la palabra correcta. […] Que estas páginas simbolicen una manifestación de
protesta de jóvenes y jovencitas”.
19
En Un soplo de vida, confiesa Clarice por boca del Autor: “es incómodo ser dos: yo para mí y yo para
los otros” (Lispector, Un soplo, 28).
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la calle donde vivo. Antes de dormir me ocupo del mundo y observo si el cielo de la
noche está estrellado y azul marino porque algunas noches en vez de negro el cielo parece
azul marino, un color que he pintado en un vitral. Me gustan las intensidades. Me ocupo
del niño que tiene nueve años y que está cubierto de harapos y delgadísimo. Tendrá
tuberculosis, si es que no la tiene ya. Y en el Jardín Botánico me quedo agotada. Tengo
que ocuparme de la mirada de millares de plantas y árboles y sobre todo de la victoria
regia. […] Tampoco se trata de un empleo porque no gano dinero por eso. Sólo aprendo
cómo es el mundo. ¿Qué si me da mucho trabajo ocuparme del mundo? Sí. Por ejemplo,
me obliga a recordar el rostro inexpresivo y por eso atemorizador de la mujer que vi en la
calle. Con los ojos me ocupo de la miseria de los que viven ladera arriba. Me preguntarás
por qué me ocupo del mundo. Es que nací con ese encargo. De niña me ocupé de una
hilera de hormigas; van en fila india cargando un mínimo de hoja. Lo que no impide que
cada una se comunique con la que viene en dirección opuesta. Las hormigas y las abejas
ya no son “it”. Son ellas. He leído el libro sobre las abejas y desde entonces me ocupo
sobre todo de la reina madre. Las abejas vuelan y se relacionan con las flores. ¿Es banal?
Esto lo he constatado yo misma. Forma parte del trabajo registrar lo obvio. En la pequeña
hormiga cabe todo un mundo que se me escapa si no tengo cuidado. Por ejemplo: cabe un
sentido instintivo de organización, un lenguaje ultrasónico y sentimientos de sexo. Ahora
no encuentro una sola hormiga a la que observar. Que no ha habido una matanza lo sé
porque si no ya lo sabría. Ocuparse del mundo exige también mucha paciencia; tengo que
esperar el día en que aparezca una hormiga. Sin embargo no he encontrado todavía
alguien a quien rendir cuentas (Lispector, Agua viva, 57).
Esa última frase de la autora resulta inquietante, pues puede ser interpretada de
múltiples formas. En ella podríamos entender una alusión a su infructuosa búsqueda de
Dios, pero bien podría estar hablando también de la inevitable soledad del escritor,
condenado a sentirse incomprendido por sus semejantes, que difícilmente apreciarán la
magnitud de su empresa. De hecho, se diría muy probable que ambas lecturas convivan.
Dado el desgaste que entraña desempeñar en estos términos la profesión, no
parece extraño que Clarice declarase en varias ocasiones su deseo de abandonar la
literatura20.
20
Lispector era muy consciente de la responsabilidad de la palabra, de no usar la palabra en vano.
También sabía lo afiladas y cortantes, peligrosas, que pueden resultar las palabras a veces. En una de sus
crónicas, titulada “El grito”, anuncia: “No voy a escribir más libros. Porque si escribiese diría verdades
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Qué bueno es el instante en que se necesita, el instante que precede al de tener. Pero
tener fácilmente, no. Porque esa aparente facilidad cansa. ¿Hasta escribir es fácil? ¿Por
qué yo, que escribía con las entrañas, ahora escribo con la punta de los dedos? Es un
pecado, ya lo sé, querer la carencia. Pero la carencia de la que hablo es más plena que esta
especie de abundancia. Simplemente no la quiero. Me voy a dormir porque no soporto
este mundo mío de hoy, lleno de cosas inútiles (Lispector, Aprendiendo, 199).
Esa sensación debía de suponer una tortura especialmente dura para ella, pues la
autora siempre se mostró muy comprometida no sólo con la sociedad, sino también con
la propia disciplina literaria. En su breve texto “Escribir (II)” leemos:
Pero escribir lo que será después un libro exige a veces más fuerza de la que
aparentemente se tiene.
Sobre todo cuando se ha tenido que inventar el propio método de trabajo, como yo y
muchos otros. Cuando conscientemente, a los 13 años, tomé posesión del deseo de
escribir —yo escribía cuando era niña, pero no había tomado posesión aún de un
destino—, cuando tomé posesión del deseo de escribir, me vi de repente en un vacío. Y
en ese vacío no había nadie que me pudiera ayudar.
Yo tenía que erguirme de una nada, tenía que entenderme a mí misma, inventar yo
misma, por decirlo así, mi verdad. Empecé, y ni siquiera fue por el principio. [...] ya
adivinaba una cosa: era necesario intentar escribir siempre, no esperar un momento mejor
porque éste simplemente no llegaba. Escribir siempre me ha sido difícil, aunque partiese
de lo que se llama vocación. La vocación es diferente del talento. Se puede tener vocación
tan duras que serían difíciles de soportar por mí y por los otros: hay un límite de ser. Ya he llegado a ese
límite” (Lispector, Aprendiendo, 202). En otra, cuyo título es “Anonimato”, leemos: “El anonimato es
suave como un sueño. Necesito ese sueño. Asimismo quisiera no escribir más. Escribo ahora porque
necesito dinero. Quisiera estar callada. Hay cosas que nunca he escrito y moriré sin haberlas escrito.
Esas por ningún dinero. Hay un gran silencio dentro de mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis
palabras” (Lispector, Aprendiendo, 203).
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Siempre me quedará amar. Escribir es muy fuerte pero que me puede traicionar y
abandonar: un día puedo sentir que ya he escrito lo que me tocaba en este mundo y que
debo también aprender a parar. En el hecho de escribir no tengo ninguna garantía.
En cambio puedo amar hasta la hora de morir. Amar no acaba. Es como si el mundo
me estuviese esperando. Y yo voy al encuentro de lo que me espera (Lispector,
Aprendiendo, 197).
es sólo un modo de llegar); por otra parte, escribo por mi incapacidad de entender si no es
a través del proceso de la escritura. Si tengo un aire hermético no es sólo porque lo
principal es no falsear el sentimiento, sino porque tengo una incapacidad para
transponerlo de un modo claro sin que se falsee; falsear el pensamiento sería quitar la
única alegría de escribir. Así, muchas veces tengo un aire involuntariamente hermético,
algo que me parece fastidioso en los demás. Después de escribir algo, ¿podría fríamente
hacerlo más claro? Pero es que soy obstinada. Y, por otro lado, respeto una cierta claridad
peculiar del misterio natural, no sustituible por ninguna otra claridad. Y también creo que
las cosas se aclaran solas con el tiempo: así como en un vaso de agua, una vez depositado
en el fondo lo que sea, el agua queda clara. Si alguna vez el agua queda limpia, peor para
mí. Acepto el riesgo. Ya he aceptado riesgos más grandes, corno todos los que vivimos. Y
si acepto el riesgo no es por libertad arbitraria o por inconsciencia, o por arrogancia; cada
día cuando me despierto, hasta por costumbre, acepto el riesgo. Siempre he tenido un
profundo espíritu de aventura, y la palabra profundo aquí quiere decir inherente. Este
espíritu de aventura es lo que me da la aproximación más neutral y real a la vida y,
desordenadamente, a la escritura (Lispector, Para no olvidar, 34).
21
Lapidaria resultan las últimas frases de La manzana en la oscuridad, cuando Martim es finalmente
detenido y espera recibir el merecido castigo por parte de los hombres: “En nombre de Dios, espero que
sepan lo que están haciendo. Porque yo, hijo mío, yo sólo tengo hambre. Y esa manera insegura de coger
en la oscuridad una manzana, sin que se caiga” (Lispector, La manzana, 352).
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La esfera sensorial se vuelve entonces eje vertebrador del hombre y clave del
conocimiento.
En consecuencia, el ideal de la palabra, la palabra pura, sería para Lispector
aquella que lograse capturar en el instante las sensaciones; todo lo contrario a la palabra
fríamente razonada. Por eso ella escribe intuitivamente —”a tientas”, como lo denomina
a veces (Lispector, Un soplo, 31)—, o al menos eso sostiene en muchos de sus textos.
También el Autor, su alter ego en Un soplo de vida, declara: “Hago lo posible
para escribir guiado por el azar. Quiero que la frase ocurra. No sé expresarme en
palabras. Lo que siento no es traducible. Yo me expreso mejor en silencio. Expresarme
por medio de la palabra es un desafío” (Lispector, Un soplo, 33).
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Las palabras de Ángela son antipalabras: vienen de un abstracto lugar en ella donde
no se piensa, ese lugar oscuro, amorfo y goteante como una caverna primitiva. Ángela al
contrario de mí raramente razona: ella sólo cree.
Ahora, por miedo escribir, te dejo hablar incoherente como te he creado. Hete aquí,
en tu loco e ininteligible diálogo conmigo (Lispector, Un soplo, 35).
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demoníaco. Pero es sólo por miedo. Es miedo. Pues prescindir de la esperanza significa
que tengo que pasar a vivir, y no sólo a prometerme la vida. Y éste es el mayor miedo que
pudo sentir. Antes esperaba. Mas el Dios es hoy: su reino ya ha comenzado.
Y su reino, amor mío, también es de este mundo (Lispector, La pasión, 129).
Según Lispector, la vida es ésta que vivimos, no hay otra. Por tanto, nuestra
obligación consiste en aprovecharla al máximo y vivirla con alegría.
La íntima y honda reflexión que subyace en toda la producción literaria de
Lispector es responsable de las similitudes entre su obra y la de los místicos, advertida
ya tempranamente por la crítica. El 19 de septiembre de 1970, el periódico Le Monde
afirmaba: “Las novelas de Clarice Lispector a menudo nos hacen pensar en la
autobiografía de santa Teresa”. En efecto, ambas mujeres, la mística laica y la mística
religiosa, gozaron de una intensa espiritualidad y ambas intentaron compartirla
mediante la escritura.
Para Clarice la verdadera vida consiste en mantenerse en íntimo diálogo con el
mundo, lo que equivale a mantenerse en íntimo diálogo con Dios. Por eso la escritora se
ofende cuando, especialmente en las postrimerías de su periplo vital, se la tacha de
ermitaña por preferir una existencia retirada:
¿Cómo se atreven a decirme que vegeto más que vivo? Solo porque llevo una vida un
poco retirada de las luces de la escena. Yo, que vivo la vida en su elemento puro. Tan en
contacto estoy con lo inefable. Respiro profundamente a Dios. Y vivo muchas vidas. No
quiero enumerar cuántas vidas de los otros vivo. Pero las siento a todas, todas respirando.
Y tengo la vida de mis muertos. A ellos les dedico mucha reflexión. Estoy en pleno
corazón del misterio. A veces mi alma se retuerce. Tengo una amiga que tiene cálculos
renales. Y, cuando una piedra quiere pasar, ella vive un infierno hasta que pasa.
Espiritualmente muchas veces una piedra quiere pasar, entonces me retuerzo toda.
Cuando ha pasado, me quedo purificada. Es mentira decir que no se puede ayudar a la
gente. A mí me ayuda la mera presencia de una persona viva. […] Cuando escribo, mi
desnudez es casta. Es bueno escribir: por fin la piedra pasa. Me entrego por completo en
esos momentos. Y poseo mi muerte. Ya echo mucho de menos a los que dejaré. Pero me
siento muy ligera. Nada me duele. Porque estoy viviendo el misterio. La eternidad antes
de mí y después de mí (Lispector, Aprendiendo, 41-42).
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22
A. García Manzano. Morder estrellas. El misticismo de Clarice Lispector. Salamanca: Luso-Española
de Ediciones, 2014, p. 34.
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en la oscuridad”, escribía (Lispector, Agua viva, 73). Dios está, por tanto en todas
partes; Dios es todo el mundo material que nos rodea. Parece, pues, que en la obra de
Lispector es posible apreciar rasgos panteístas.
Ese panteísmo que se fusiona con una ferviente adoración a Dios es
característico del hasidismo. Este movimiento además propugna la profunda reflexión
del individuo sobre su propia naturaleza, un análisis de su alma —a menudo mediante el
cabalismo, que, combinando contemplación, análisis semántico y sistema teosófico,
pretende conocer a la divinidad mediante el lenguaje, al que se concede un valor místico
en sí— como vía de aproximación a Dios, que está en todo. Lispector, judía, parece
beber de este hasidismo23, alejándose de las corrientes más racionalistas de la ortodoxia
rabínica y del frío academicismo con el que ésta se aproxima a la cábala.
El hasidismo da sus primeros pasos como movimiento místico en el siglo XVIII.
Esta corriente pietista —de hecho su etimología se relaciona con el hebreo hasidut, es
decir “piedad” —, que arraiga entre Polonia y Ucrania, el país de origen de Lispector,
fue perseguida por considerar la comunión con Dios más importante que el estudio de
las Escrituras. En el intento por ahondar en el alma humana, el hasidismo se interesará
más por el análisis de la mente y por la profundización en el otro que por las teorías
generales sobre el cosmos. La transmisión de sus enseñanzas quedará en manos de un
relato oral marcado por un lenguaje vivo y cercano, plagado de epigramas y aforismos.
Pero el movimiento hasídico comparte otro rasgo con la obra de Lispector. El
hasidismo, además de caracterizarse por una piedad profunda y la búsqueda del éxtasis
religioso, practica el culto a Dios mediante la alegría. Clarice, a pesar de todo el dolor
por el que hubo de pasar, jamás dejó de propugnar la alegría como modo de enfrentarse
al mundo, una alegría terca y voluntaria que se manifiesta en sus escritos aquí y allá.
Como consecuencia, en La hora de la estrella, la obra escrita al final de su vida,
Macabea, su protagonista, a pesar de su tremenda miseria, que obviamente la acerca al
ascetismo de los místicos, es profunda y sinceramente feliz.
En Agua viva, Clarice declaraba: “Vengo de lejos, de una fuerte ancestralidad.
Yo, que vengo del dolor de vivir. Y ya no lo quiero. Quiero la vibración de lo alegre. Quiero la
neutralidad de Mozart. Pero también quiero la inconsecuencia. ¿Libertad?, es mi último
23
A. García Manzano, Op. cit., pp. 29-30.
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refugio, me he obligado a la libertad y la soporto no como un don sino con heroísmo: soy
heroicamente libre. Y quiero la fluencia” (Lispector, Agua viva, 19).
Como venimos observando, Lispector encarna una espiritualidad humilde y
sencilla, totalmente sincera e intensamente experimentada. Por ello huye de los grandes
conceptos estereotipados, de una religiosidad impostada y teatralizada.
La abstracción que entraña la eternidad le viene demasiado grande, no se siente a
su altura24; Clarice prefiere buscar lo eterno en lo perecedero e incluso en lo fugaz que
nos rodea, manifestando la grandeza de lo que sin embargo no alcanzamos a percibir.
Esa interpretación holística del universo que la distingue encontrará fiel reflejo
en La manzana en la oscuridad, cuando Martim, huyendo de la ciudad donde se ha
convertido en un asesino, se busca a sí mismo en un desolado desierto, en un diálogo
con los seres animados e inanimados que lo habitan. Significativamente, su
conversación con las piedras se produce en un escenario muy similar al que acogió las
reflexionas de Jesús25. Pues de hecho el desierto, cuya soledad facilita el recogimiento,
es el lugar escogido por la tradición cristiana para practicar la introspección. Aunque
tampoco podemos olvidar que en la tradición proximoriental el desierto está poblado
por espíritus, y por tanto es al tiempo lugar de tentación que pone a prueba nuestra fe o
solidez interior.
Si el hombre prescinde de sus estereotipos y prejuicios, que naturalmente
proceden de su faceta más racional, consigue advertir que está hecho de la misma pasta
que todo cuanto lo rodea26, que comparte mucho más de lo que pudiese parecer a simple
24
Fascinante resulta la parábola del chicle presente en su crónica “Miedo a la eternidad”, en la que cuenta
su desazón ante la bienintencionada afirmación de su hermana de que el chicle puede llegar a durar para
siempre, en una angustiosa masticación perpetua a la que finalmente la autora pone fin fingiendo que ha
perdido la golosina:
Me asusté, no sabría decir por qué. Empecé a masticar y poco después tenía en la boca aquella
cosa pegajosa de goma que no sabía a nada. Masticaba, masticaba. Pero me sentía decepcionada. En
realidad no me gustaba nada el sabor. Y la ventaja de que fuese eterno me daba miedo, como el que
se siente ante la idea de eternidad o de infinito.
No quise confesar que no estaba a la altura de la eternidad. Que solo me producía angustia.
Mientras tanto masticaba obedientemente, sin parar (Lispector, Aprendiendo, 26-27).
25
Naturalmente, la figura de Jesús hubo de resultar muy atractiva a los ojos de Lispector, siempre tan
espiritual. De hecho, su amiga Nélida Piñón, que la acompañó en la hora de su muerte, parece convencida
de que en sus últimos años se hubiese convertido al cristianismo de no ser por la tradición familiar, que la
retuvo dentro del judaísmo (A. García Manzano, Op. cit., p. 80).
26
A la misma concusión llega en Agua viva, donde la gruta, naturalmente, no representa sólo la vida más
primitiva y original, sino también la posibilidad de conocimiento interior, de descubrir nuestra verdadera
naturaleza. Una lectura que contrasta con el significado concedido por Platón a la cueva en su mito de la
caverna:
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El mundo no dependía de mí; ésta era la confianza a la que había llegado: el mundo
no dependía de mí, y no comprendo lo que digo, ¡nunca! Nunca más comprenderé lo que
diga. Pues ¿cómo podré decir sin que la palabra mienta por mí? ¿Cómo podré decir, sino
tímidamente: la vida me es? La vida me es, y no comprendo lo que digo. Y entonces
adoro... (Lispector, La pasión, 156-157).
Y si muchas veces pinto grutas es porque ellas son mi zambullida en la tierra, oscuras pero
aureoladas de claridad, y yo sangre de la naturaleza; grutas extravagantes y peligrosas, talismán de la
tierra, donde se unen estalactitas, fósiles y piedras, y donde los animales que aman su propia
naturaleza maléfica buscan refugio. Las grutas son mi infierno. Gruta siempre soñadora con sus
nieblas, ¿recuerdo o nostalgia? Asombrosa, espantosa, esotérica, verde por el limo del tiempo. Dentro
de la caverna oscura centellean colgados esos ratones con alas en forma de cruz, los murciélagos.
Veo arañas peludas y negras. Ratones y ratas corren asustados por el suelo y por las paredes. Entre
las piedras el escorpión. Cangrejos, iguales a sí mismos desde la prehistoria, a través de muertes y
nacimientos, que parecerían bestias amenazadoras si fuesen del tamaño de un hombre. Cucarachas
viejas se arrastran en la penumbra. Y todo eso soy yo (Lispector, Agua viva, 18).
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He perdido algo que era esencial para mí, y que ya no lo es. No me es necesario,
como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero
que hacía de mí un trípode estable. He perdido esa tercera pierna. Y he vuelto a ser una
persona que nunca fui. He vuelto a tener lo que nunca tuve: solo dos piernas. Sé que
únicamente con dos piernas es como puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera
me hace falta y me asusta; era ella la que hacía de mí algo hallable por mí misma, y sin
necesitar siquiera inquietarme por ello (Lispector, La pasión, 11).
27
Se pregunta la protagonista de La pasión según G. H.: “¿Por qué la Biblia se ocupó tanto de los
inmundos e hizo una lista de los animales inmundos y prohibidos? ¿Por qué si, como los demás, también
ellos habían sido creados? ¿Y por qué lo inmundo estaba prohibido?” (Lispector, La pasión, 60).
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permitirá penetrar finalmente en el mundo. Sólo así se puede conocer íntimamente, pues
sólo se conoce realmente aquello de lo que se forma parte.
Clarice confiesa, por boca de Ángela, el personaje de Un soplo de vida, su
verdadero objetivo, su fin último: “quiero alcanzar el secreto más íntimo de lo que
existe. Estoy en plena comunión con el mundo” (Lispector, Un soplo, 50).
Dice la protagonista de La pasión según G. H.: “Yo había realizado el acto
prohibido de tocar lo que es inmundo. Y tan inmunda estaba yo, en aquel mi súbito
conocimiento indirecto de mí misma, que abrí la boca para pedir socorro” (Lispector,
La pasión, 61). El acto prohibido claramente consiste en acercarse a la verdad del
conocimiento, a lo innombrable, que es la esencia28, al sentido de la existencia, que nos
rescata de la angustia vital. Así explica el personaje sus conclusiones:
creación, pero la repugnancia que muchos sienten hacia ella es producto de un hecho
meramente cultural. De hecho, son los místicos los primeros que nos enseñan que la
belleza puede esconderse en cualquier rincón, incluso en seres que los más ciegos
consideran bichos o alimañas; pues hemos de aprender a apreciar la perfección de la
Creación sin arbitrarios vetos. Fray Luis de Granada, que también sufrió persecución
por parte de la Inquisición a causa de su presunta simpatía hacia las herejías
protestantes, también llega a la experiencia de Dios por medio de la naturaleza y
sorprende su contemplación del mosquito que, posado en su dedo, se esfuerza en
picarle:
Asentóseme uno junto a la uña del dedo pulgar de la mano, y púsose en orden, como
suele, para herir la carne. Mas como aquella parte del dedo es un poco más dura, no pudo
penetrarla con aquel aguijón. Yo de propósito estaba mirando en lo que esto había de
parar. Pues ¿qué hizo él entonces? Tomó el aguijoncillo entre las dos manecillas
delanteras, y a gran prisa comienza a aguzarlo y adelgazarlo con la una y con la otra,
como hace el que aguza un cuchillo con otro. Y esto hecho, volvió a probar si hecha esta
diligencia podría lo que antes no pudo (Obras del Venerable P. Maestro Fr. Luis de
Granada, de la Orden de Santo Domingo. Tomo 5, que contiene la tres primeras partes
de la Introducción al Symbolo de la Fe: En la qual se trata de las Excelencias de la Fe , y
de los dos principales Mysterios de ella; que son la Creación del Mundo y la Redempcion
del Genero Humano, con otras cosas anexas á estos dos Mysterios, Madrid: Imprenta de
don Manuel Martin, 1769, p. 192b-193a).
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El agua salía del caño y ella pasaba el paño enjabonado por los cubiertos. Desde la
ventana veía el muro amarillo, amarillo, decía el simple encuentro con el color. Frotando
los dientes del tenedor Lucrecia era una rueda pequeña que giraba rápida mientras otra
más grande giraba lenta, la rueda lenta de la claridad, y dentro de ella una joven
trabajando como una hormiga. Ser hormiga en la luz la absorbía por completo y poco
después, como un verdadero trabajador, ya no sabía quién lavaba y qué se lavaba, tan
grande era su eficiencia. Parecía haber sobrepasado por fin las mil posibilidades que uno
tiene y existía solo en ese mismo día, con tal simplicidad que las cosas se veían
inmediatamente. El regadero Las cazuelas. La ventana abierta. El orden, y la tranquila,
aislada posición de cada cosa bajo su mirada, nada se escapaba (Lispector, La ciudad, 82).
30
N. Kazantzakis. El pobre de Asís. Enrique Pezzoni (trad.). Madrid: Editorial Debate, 1989, p. 336.
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31
M. Jiménez Quenguan. La urgencia creativa para el nuevo milenio. La antropofanía del fragmento en
“Un soplo de vida” de Clarice Lispector. Tesis Doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2007, p.
498.
32
A. García Manzano, Op. cit., p. 186.
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33
A. García Manzano, Op. cit., p. 15.
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“Quiero como poder coger con la mano la palabra. ¿La palabra es un objeto? Y a
los instantes les extraigo el zumo de la fruta; tengo que destituirme para alcanzar el
meollo y la semilla de la vida. El instante es semilla viva”, asegura Clarice (Lispector,
Agua viva, 15). Y precisamente porque opta por la indagación sobre la esencia,
Lispector se decanta por un lenguaje sobrio: “Escribo de manera muy sencilla y
desnuda. Por eso hiere” (Lispector, Un soplo, 16). Hay en ella, respecto el propio
lenguaje, una revalorización voluntaria de lo humilde, de lo que pasa desapercibido al
ojo descuidado aun siendo esencial, que de nuevo evoca la mística. Así, en Un soplo de
vida, afirma el Autor: “Para escribir me despojo antes de las palabras. Prefiero las
palabras pobres que sobran” (Lispector, Un soplo, 41). Sin duda, para Lispector la
34
Dicho sea de paso, algunas de sus reflexiones sobre la belleza recogidas en La pasión según G. H., a la
luz del lamentable accidente que tendría lugar dos años después, parecen sobrecogedoramente
premonitorias: “También yo me quemo en este descubrimiento: el de que existe una moral donde la
belleza es de una gran superficialidad medrosa” (Lispector La pasión, 140).
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Lo que escribiré no puede ser absorbido por mentes que exijan demasiado y que estén
ávidas de refinamientos. Pues lo que iré diciendo estará casi desnudo. Aunque tenga como
telón de fondo —y ahora mismo— la penumbra atormentada que siempre hay en mis
sueños cuando de noche, atormentado, duermo. Que no esperen, entonces, estrellas en lo
que sigue: no habrá centelleos sino la materia opaca y, por su propia naturaleza,
despreciable por todos. Es que a esta historia le falta la melodía cantabile. Por momentos
su ritmo está descompasado. Y hay hechos. Me apasioné súbitamente por los hechos sin
literatura: los hechos son piedras duras y actuar me está interesando más que pensar, de
los hechos no hay cómo huir (Lispector, La hora, 15).
Esa incapacidad de alcanzar, de entender, hace que yo, por instinto de…, ¿de qué?,
busque un modo de hablar que me lleve más deprisa a la comprensión. Ese modo, ese
estilo (!) ha sido llamado de distintas maneras, pero no lo que real y únicamente es: una
35
De alguna forma, encontramos una declaración de intenciones al respecto también en su breve texto
“Novela”:
Sería más atractivo si yo lo hiciese más atractivo. Usando, por ejemplo, alguna de las cosas que
enmarcan una vida o una cosa o una novela o un personaje. Es perfectamente lícito hacerlo atractivo,
pero existe el peligro de que un cuadro sea un cuadro porque el marco ha hecho de él un cuadro. Para
leer, claro, prefiero lo atractivo, me cansa menos, me arrastra más, me delimita y me define. Para
escribir, sin embargo, tengo que prescindir. La experiencia vale la pena, aunque sólo sea para quien
ha escrito (Lispector, Para no olvidar, 28).
36
E. Losada Soler. “Clarice Lispector: la palabra rigurosa”. Mujeres y Literatura. Àngels Carabí y Marta
Segarra (eds.). Barcelona: PPU, 1994, pp. 123-136.
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Quiero inaugurarme de nuevo. Y para ello tengo que abdicar de toda mi obra y
comenzar humildemente, sin endiosamiento, desde un comienzo en el que no haya
resabios de ningún hábito, malas costumbres o habilidades. Tengo que dejar de lado la
noción de experiencia. Para ello me expongo a un nuevo tipo de ficción, que no sé
siquiera cómo manejar.
Quiero llegar sobre todo asombrarme a mí mismo por lo que escribo (...) Volar bajo
para no olvidar el suelo. Volar alto y salvajemente para extender mis grandes alas
(Lispector, Un soplo, 68-69).
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Poseo a medida que designo; y éste es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo
mucho más en la medida que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el
lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y no
del hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco. El lenguaje es mi
esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por destino regreso con las manos
vacías. Mas regreso con lo indecible. Lo indecible me será dado solamente a través del
lenguaje. Sólo cuando falla la construcción, obtengo lo que ella no logró (Lispector, La
pasión, 153).
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Cada nuevo libro es un viaje. Pero un viaje con los ojos vendados por mares jamás
vistos: con la venda en los ojos, el terror de la oscuridad es total. Cuando siento una
inspiración, muero de miedo porque sé que de nuevo viajaré solo por un mundo que me
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rechaza. Pero mis personajes no tienen la culpa de que así sea y entonces los trato lo
mejor posible. Ellos vienen de ningún lugar. Son la inspiración. Inspiración no es locura.
Es Dios. Mi problema es el miedo a volverme loco. Tengo que controlarme. Existen leyes
que rigen la comunicación. Una condición es la impersonalidad. Separarse e ignorar son
el pecado en un sentido general. Y la locura es la tentación de poderlo todo. Mis
limitaciones son la materia prima que ha de trabajarse mientras no se alcance el objetivo
(Lispector, Un soplo, 16-17).
37
En varias cartas a su familia se lamenta del esnobismo cultivado en ámbito diplomático, que a menudo
considera de mal gusto todo lo ajeno a su círculo, una actitud que parece enojarla especialmente. En una
carta escrita desde Berna en 1947 explica: “En esta carrera se está completamente fuera de la realidad,
en el fondo no se entra en ningún ambiente, y el ambiente diplomático está compuesto de sombras y
sombras. Es considerado incluso de mal gusto tener un gusto personal o hablar de sí mismo o hablar de
otros […] Todo esto —y la comodidad, las facilidades y la inestabilidad— hace que se consideren aparte
y por encima de los otros” (Lispector, Queridas mías, 196).
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Capta esa otra cosa de la que en realidad hablo porque yo misma no puedo. Lee la
energía que está en mi silencio. Ah, tengo miedo de Dios y de su silencio. Me soy. Pero
está también el misterio de lo impersonal que es el “it”: yo tengo lo impersonal dentro de
mí y no es corrupto y putrescible por lo personal que a veces me encharca; pero me seco
al sol y soy un impersonal de semilla dura y germinativa. Mi personal es humus en la
tierra y vive de la podredumbre. Mi “it” es duro como un guijarro. La trascendencia
dentro de mí es el “it” vivo y blando y tiene el pensamiento que una ostra tiene. ¿La ostra
cuando es arrancada de su raíz siente ansiedad? Se inquieta en su vida sin ojos. Yo solía
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escurrir limón sobre una ostra viva y veía con horror y fascinación cómo se retorcía. Y
estaba comiéndome el “it” vivo. El “it” vivo es el Dios. Voy a parar un poco porque sé
que el Dios es el mundo. Es lo que existe. ¿Yo rezo a lo que existe? No es peligroso
acercarse a lo que existe. La plegaria profunda es una meditación sobre la nada. Es el
contacto seco y eléctrico con uno mismo, un uno impersonal. No me gusta cuando
escurren limón en mis profundidades y hacen que me retuerza. ¿Los hechos de la vida son
el limón de la ostra? ¿La ostra duerme? (Lispector, Agua viva, 36-37).
La palabra nos hace comprender el mundo, nos lo desvela; pero esa revelación
puede llegar a ser terrorífica. Esa deslumbradora iluminación, como el contacto directo
con lo divino, puede llegar a enloquecer. Dice el Autor de Un soplo de vida: “por miedo
a la locura renuncié a la verdad. Mis ideas son inventadas. No me hago responsable de
ellas” (Lispector, Un soplo, 43).
En Un soplo de vida, advierte Ángela: “Escribir puede enloquecer a las
personas. Deben llevar una vida apacible, holgada, burguesa. Si no, enloquecen. Es
peligroso. Hay que callarse la boca y no contar nada sobre lo que se sabe, y lo que se
sabe es tanto y tan glorioso. Yo sé, por ejemplo, de Dios. Y recibo mensajes de mí a mí
misma” (Lispector, Un soplo, 53).
No obstante, ni siquiera ella aprende la lección. Porque Ángela —es decir el
escritor honesto y sincero—, como manifiesta abiertamente el Autor, es “una suicida en
potencia” (Lispector, Un soplo, 54). La locura que representa Ángela, constantemente
en efervescencia y cambio, encierra en realidad sensibilidad ante el mundo y valor para
expresar lo que se piensa y siente. Pero a cambio de esa libertad siempre hay que pagar
un precio.
En efecto, Ángela, con su discurso divagante e inconexo, como su propio
creador apunta, parece demente... o poseída por un espíritu superior. Como si a través
de ella hablase una lengua más sabia que conoce esas verdades del mundo que nosotros
no vislumbramos —De hecho, ella disfruta de la vida de una forma de la que su autor
no es capaz—. Este sentido, también nos acercamos a la experiencia del éxtasis: el
escritor se convierte en intérprete de Dios.
Como hemos tenido ocasión de constatar, Clarice entabló un diálogo con lo
numinoso; aunque ella desarrollase una espiritualidad laica, es decir una mística
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relacionada con la gnosis, donde la unión con el todo se alcanza a través del
conocimiento y la aceptación de uno mismo. En Un soplo de vida, propone el Autor:
“tal vez la «unión de Ángela con el Todo» no sea más que el gran conocimiento y la
gran aceptación de sí misma” (Lispector, Un soplo, 133).
En realidad, el diálogo que tiene lugar en Un soplo de vida entre autor y
personaje está muy cerca de parecer fruto de un desdoblamiento de personalidad u otro
problema psiquiátrico. O bien, consecuencia de la manifestación de un ser superior
capaz de ofrecer respuestas y guía, como Dios.
“En la palabra está todo. Ojalá no tuviese, sin embargo, ese deseo errado de
escribir. Siento que soy guiada. ¿Por quién?”, se pregunta Ángela (Lispector, Un soplo,
90), que por supuesto es una creación del Autor y, aun sin saberlo, se ve manipulada por
él.
El proceso de la escritura se puede interpretar, por tanto, también como un
diálogo con lo divino —si bien, como apunta Ángela, “cuando uno habla con Dios no
debe usar palabras. El único modo de contacto es el de una actitud muda y viva, como
la aguja de una brújula sabia e inconsciente” (Lispector, Un soplo, 92)—; como la
aceptación del sino que una mente superior nos ha deparado.
El escritor es, pues, transgresor de un tabú. De alguna forma, viola la frontera
entre lo humano y lo divino al intentar ofrecer a sus semejantes la palabra pura y
desnuda, robada igual que fue robado el fuego por Prometeo, que pagó cara su osadía.
Las consecuencias pueden resultar nefastas, y el padecimiento tan persistente como los
picotazos de un águila. El escritor se aproxima peligrosamente a lo sagrado, de tal forma
que al resto de mortales les resulta casi imposible comprender su situación.
El accidente que Lispector sufrió la fatídica noche del incendio, aunque
infortunado, está cargado de significado, pues, a lo largo de los siglos, el fuego ha ido
adquiriendo un rico contenido semántico.
Santa Teresa de Jesús, la otra gran mística cuyo arrebatamiento inmortalizó
Bernini, se deja poseer por el fuego del éxtasis mientras redacta sus textos. Santa
Teresa, la apasionada Santa Teresa, en el capítulo XVIII del Libro de la vida, describe
el alma y su unión con Dios mediante la llama:
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El cómo es ésta que llaman unión y lo que es, yo no lo sé dar a entender. En la mística
teología se declara, que yo los vocablos no sabré nombrarlos, ni sé entender qué es mente,
ni que diferencia tenga del alma o espíritu tampoco; todo me parece una cosa, bien que el
alma alguna vez sale de sí misma, a manera de un fuego que está ardiendo y hecho llama,
y algunas veces crece este fuego con ímpetu; esta llama sube muy arriba del fuego, mas
no por eso es cosa diferente, sino la misma llama que está en el fuego38.
38
T. de Jesús. “Libro de la vida”. Obras completas. Tomás Álvarez (ed.). Burgos: Editorial Monte
Carmelo, 1994, p. 146.
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Ahora me acordé de que hubo un tiempo en que, para calentar el espíritu, rezaba: el
movimiento es espíritu. El rezo era un medio de llegar hasta mí mismo calladamente y a
escondidas de todos. Cuando rezaba conseguía un hueco en el alma, y ese hueco es lo
único que yo puedo tener. Más que esto, nada. Pero el vacío tiene el valor y la semejanza
de lo pleno. Un medio de obtener es no buscar, un medio de tener es no pedir y solamente
creer que el silencio que yo creo en mí es una respuesta a mi... a mi misterio (Lispector,
La hora, 14).
De hecho, la paradoja es una figura típica del lenguaje místico, que suele hacer
uso de la conciliación entre los contrarios para describir lo inefable.
Así, en el fondo, los místicos consideran el cuerpo, que es fuente de experiencia,
esencial para que exista la sabiduría y la fe. El cuerpo impone una limitación, sí; pero al
tiempo ofrece toda suerte de recursos que incitan a superar las barreras.
Tanto valoran el cuerpo que, en el pasado, los místicos hicieron gala de una
sensualidad que los colocó bajo sospecha. En la obra de Lispector también podemos
encontrar ese tipo de voluptuosidad, recuerdo de la influencia mística y al tiempo
homenaje a esos hombres y mujeres que la precedieron. En Un soplo de vida, hay un
momento en el que las palabras de Ángela nos evocan el Cantar de los cantares, la
unión mística-canal con lo trascendente —que es Dios, pero también el Autor, es decir
el escritor, trasunto del Creador por antonomasia—: “Gris oscuro tus ojos de acero que
me fascinan, tu boca de comisuras más claras que los labios. Sólo me abrazas con
mucha fuerza cuando quieres, pero nunca adivinas cuándo quiero yo. Las uvas, un
racimo de uvas redondas y pulposas y líquidas y falsamente transparentes...”, dice
Ángela refiriéndose a los ojos del amado. Igual que en la tradición bíblica se comparan
las partes del cuerpo deseado con suculentos frutos (Lispector, Un soplo, 76).
También en otras palabras de Ángela resuenan los ecos de místicos del pasado.
Por ejemplo, el reproche “Dios mío, la muerte me llama, muy atrayente y hermosa. Oh,
muerte, ¿por qué no me respondes? Te llamo todos los días. He sido hecha para morir”
(Lispector, Un soplo, 146) nos recuerda intensamente los famosos versos “Venga ya la
dulce muerte / el morir venga ligero / que muero porque no muero”, de Santa Teresa
de Jesús.
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Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo.
Como si éste levitase. Mi espíritu está vacío por tanta felicidad. Tengo ahora una libertad
íntima sólo comparable a un cabalgar sin destino a campo traviesa […] No hay una
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Todo lo que aquí escribo está forjado en mi silencio y en la penumbra. Veo poco,
casi nada oigo. Me sumerjo por fin en mí hasta la matriz del espíritu que me habita. Mi
fuente es oscura. Estoy escribiendo porque no sé qué hacer de mí. Es decir: no sé qué
hacer con mi espíritu. El cuerpo informa mucho. Pero yo desconozco las leyes del
espíritu: él divaga (Lispector, Un soplo, 17-18).
Si este libro saliese a la luz alguna vez, que de él se aparten los profanos. Pues
escribir es recinto sagrado en el que no tienen entrada los infieles. Es estar haciendo a
propósito un libro muy malo para apartar a los profanos que quieren “entretenerse”. Pero
un pequeño grupo verá que ese entretenimiento es superficial y entrarán dentro de lo que
verdaderamente escribo, y que no es “malo” ni “bueno”. La inspiración es como un
misterioso aroma de ámbar. Llevo un trozo de ámbar conmigo. El aroma me hacer ser
hermano de las santas orgías del rey Salomón y de la reina de Saba. Benditos sean tus
amores. ¿Tendré miedo a dar el paso de morir ahora mismo? Cuidarse para no morir. No
obstante, ya estoy en el futuro. Ese futuro mío que será para vosotros el pasado de un
muerto. Cuando acabéis este libro, llorad cantando por mí un aleluya. Cuando cerréis las
últimas páginas de este libro de vida malogrado, impertinente y juguetón, olvidadme. Que
Dios os bendiga entonces y este libro acabará bien. Para que por fin yo consiga reposo.
Que la paz sea entre nosotros, entre vosotros y yo (Lispector, Un soplo, 21).
El escritor explora los límites y por ello, caminando siempre al borde de las
fronteras, fácilmente llega a transgredirlas. Lo mismo le sucede al místico, que
profundizando en lo más íntimo del ser, transita un terreno resbaladizo y peligroso. Tan
peligroso que a veces se confunde con la locura. De hecho, el éxtasis tiene su origen
etimológico en el término griego que designa la demencia. No obstante, el éxtasis —ya
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Uno de los ejemplos más conocidos es el de Santa Teresa de Jesús, para cuyos síntomas se han
propuesto todo tipo de explicaciones médicas: epilepsia, depresión, histeria, cuadro alucinatorio, trastorno
bipolar, catatonía, tuberculosis, paludismo, fibromialgia... La última teoría —sugerida ya desde 1982 por
Avelino Senra Varela, catedrático emérito de Medicina Interna por la Universidad de Cádiz (A. Senra.
Las enfermedades de Santa Teresa de Jesús. Madrid: Ediciones Díaz de Santos, 2005) —, que la mística
se hubiese contagiado de brucelosis o fiebre de Malta, una enfermedad infecciosa crónica, la desarrolla en
2017 Jesús Sánchez-Caro, psiquiatra y médico forense (J. Sánchez-Caro. La enferma Teresa de Ávila.
Burgos; Ávila: Grupo Editorial Fonte-Monte Carmelo; CITeS-Universidad de la Mística, 2017). La
neurobrucelosis que habría sufrido dejó a Santa Teresa en estado de coma durante casi cuatro días y le
causó una parálisis que arrastró durante casi tres años; pero no necesariamente habría alterado sus
facultades mentales de forma definitiva. Se descartaría así, según esta propuesta, cualquier enfermedad
mental o psíquica.
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El ojo con el que había espiado a las arañas le dolía. Durante días le había lagrimeado,
se le había torcido y caído, y por la mañana no podía abrirlo hasta que el calor del sol y de
sus propios sentimientos lo despertaba. Después se hinchó, insensible y sin sangre.
Cuando todo pasó ya no era el mismo, se había vuelto imperceptiblemente bizco y menos
vivo, más lento y húmedo, más apagado que el otro. Y si escondía con una mano el ojo
sano, veía las cosas separadas de los lugares donde se posaban, sueltas en el espacio como
en un hechizo (Lispector, La lámpara, 34).
40
También sugerido por la presumible inspiración del personaje en Virginia Woolf, que en efecto sufrió
abusos por parte de su hermano mayor durante la infancia.
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ciertos inadaptados se refugian en el arte para poder mitigar su dolor y expresarse más
libremente:
Has dicho que no quieres de ninguna manera que Marcia sea artista. Querida, quien
se dedica al arte sufre como los otros, pero tiene un medio de expresión. Si lo dices por
mí, te equivocas. Yo sufro con el trabajo, pero no es sólo por el trabajo, es porque no
soy normal, soy una inadaptada, tengo una naturaleza difícil y sombría. Pero yo misma,
con este temperamento y esta anormalidad a cada instante, si no trabajara estaría peor.
A veces creo que debería dejar de escribir; pero veo también que trabajar es mi
moralidad, mi única moralidad. Es decir, si yo no trabajase, sería peor, porque lo que
me proporciona un cauce es la esperanza de trabajar. Pero quien hace arte no es como
yo, querida. Cualquier persona que escriba, por ejemplo, se reiría de lo que yo soy
porque no tiene nada que ver con el arte. Querida, por favor te lo pido. piensa antes de
quitarle a Marcia esa posibilidad. Déjala estudiar danza sin empujarla (Lispector,
Queridas mías, 137).
Porque escribir, pese a todo, nos salva: “Escribo como si fuese a salvar la vida
de alguien. Probablemente mi propia vida” (Lispector, Un soplo, 13).
El escritor pretende encontrar un refugio de razón en su obra; escribe para hacer
comprensible su mundo. Sin embargo, como descubre con frustración el Autor en Un
soplo de vida, el mundo es insondable y por lo tanto ni siquiera escribir puede aportar
lucidez y volverlo más comprensible. Decepcionado, el escritor se vuelve contra su
propia obra, que ha traicionado sus esperanzas y por tanto, presumiblemente, no sabe
estar a la altura de las expectativas. No obstante, finalmente el Autor comprende que no
puede seguir culpando a Ángela, el personaje que él ha creado, de su fracaso;
sencillamente estaba persiguiendo una quimera. Aunque Lispector mitiga la amargura
de ese descubrimiento, porque al final de Un soplo de vida, el Autor, que como todo
escritor quiere ser útil, descubre que no está todo perdido, que en efecto sí hay algo que
puede dar sentido a la existencia, y ese algo realmente se encuentra en la literatura. Y
así, felizmente, el narrador logra hacer las paces con su obra: “Busco a alguien para
salvarle la vida. La única que me permite esta acción es Ángela. Y al salvarle la vida,
salvo la mía” (Lispector, Un soplo, 152).
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Por eso, porque nuestros personajes son más fuertes que nosotros mismos, nos
sobreviven. “Ángela es más fuerte que yo. Muero antes que ella”, dice el Autor
(Lispector, Un soplo, 153). Y también eso es un consuelo. Un consuelo del que quienes
no escriben carecen.
Un autor difícilmente puede desvincularse de sus personajes, que en cierto modo
no dejan de ser alter ego de él mismo41. Lispector lo manifiesta claramente en Un soplo
de vida, donde asistimos a un particular diálogo entre autor y personaje, un coro de dos
voces que se dirigen por turnos al lector con el fin último, más que de justificarse ante
ojos ajenos, de explicarse y comprenderse a ellas mismas en ese proceso dialéctico.
Porque, como toda la producción de Clarice, está novela es un intento por indagar sobre
la palabra, el hecho literario y especialmente sobre ella misma. Dice el Autor: “Ángela
y yo somos ni diálogo interior: converso conmigo mismo. Ángela es mi interior oscuro:
ella, sin embargo, sale a la luz. La tenebrosa oscuridad de donde emerjo. Oscuridad
pululante, lava de húmedo volcán de fuego intenso. Oscuridad llena de gusanos y
mariposas, ratones y estrellas” (Lispector, Un soplo, 70).
Autor y personaje se revelan cara y cruz de una misma realidad. Se pregunta el
Autor: “¿Habré creado a Ángela para tener un diálogo conmigo mismo? Intenté a
Ángela porque necesito inventarme” (Lispector, Un soplo, 29). Y “¿Hasta dónde soy
yo y en dónde comienzo a ser Ángela? (...) Ángela es mi reverberación y, siendo
emanación mía, ella es yo (...) Ángela parece algo íntimo que se ha exteriorizado.
Ángela no es un «personaje». Es la evolución de un sentimiento. Una idea encarnada
en el ser” (Lispector, Un soplo, 28).
En efecto, muy a menudo son nuestros personajes los que toman la palabra y
hablan por nosotros. Los que revelan más sobre nosotros de lo que nosotros mismos
desearíamos conscientemente. El entablar un diálogo con nuestros personajes, por ello,
41
Naturalmente, el Autor es un alter ego de Clarice; pero también Ángela es un alter ego de Clarice. Lo
vemos especialmente claro cuando el Autor describe la vida de su personaje:
Ángela escribe crónicas para el periódico. Crónicas semanales, pero no se queda satisfecha.
Una crónica no es literatura, es paraliteratura. Los demás pueden juzgar las de buena calidad pero
ella las considera mediocres. Quería escribir una novela pero eso es imposible porque no tiene
aliento para tanto. Las editoriales rechazaron sus cuentos porque, opinaban algunas, están muy
lejos de la realidad. Intentará escribir uno dentro de la “realidad” de los otros, pero eso sería
traicionarse. No sabe qué hacer"... (Lispector, Un soplo, p. 93).
Recordemos que Clarice aseguraba a menudo que no leía sus crónicas, pensamientos y textos breves
porque le parecían horrendos.
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a veces equivale a entablar un diálogo con nosotros mismos, a buscar nuestras huellas
en ellos.
Inevitablemente, si leo El día de la noche en llamas y pienso en la vida de
Clarice Lispector, acuden a mi memoria dos textos de la taciturna Alejandra Pizarnik,
que se enfrentó hasta su muerte a dolencias nerviosas y a una devastadora depresión.
Uno, fechado el 8 de agosto de 1971, dice así:
que alguien busca con ardor. Viviera en otro mundo, viviera en algo más pequeño, sin
nombre, sin lenguaje, no llamado y cuya única característica consiste en su silencio
lujurioso.
—que concede la revancha donde normalmente la vida real nos la veda—, es capaz de
trasmutan las penalidades en grandeza, las derrotas en pírrica victoria. Y si bien la
literatura no necesariamente ha de considerarse terapéutica42, mediante ella también
exorcizamos nuestros demonios: “Yo escribo y así me libro de mí y puedo entonces
descansar”, reconocía Clarice (Lispector, Un soplo, 21).
El escritor arde en un fuego que lo consagra, que lo vuelve eterno como a
Hércules, consumido en la pira y convertido así en inmortal finalmente, tras todas las
pruebas y penalidades impuestas a lo largo de su laboriosa vida humana. En una sagrada
apoteosis, el escritor es aceptado en la Isla de los Bienaventurados y alcanza su pequeño
pedazo de gloria.
Escribir nos hace imperecederos. Decía Clarice en un breve texto: “Escribir es
prolongar el tiempo, dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una
vida insustituible” (Lispector, Para no olvidar, 110).
En efecto, escribimos también, conscientemente o no, para trascender, para
vencer a la muerte. En Un soplo de vida, el Autor afirma: “El cerebro de Ángela queda
incrustado en una capa protectora de plástico que lo vuelve prácticamente
indestructible: después de mi muerte, Ángela seguirá vibrando” (Lispector, Un soplo,
26).
Escribimos para convertirnos en una suerte de Dios. El Autor, inspirado por el
soplo divino hebreo y recordando al tiempo al Pigmalión griego, describe la creación:
“Esculpo a Ángela con piedras de las laderas hasta convertirla en estatua. Entonces
soplo en ella y se anima y me excede” (Lispector, Un soplo, 28).
42
Abordar bajo este prisma una disciplina artística, cuya calidad desde luego puede ser juzgada
objetivamente, me parece reduccionista y peligroso.
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(Lispector, Agua viva, 49), la misma mujer tenaz que en el desenlace de Agua viva
instaba a no morir como fórmula de rebeldía:
43
En sus textos, tantas veces reveladores y premonitorios, curiosamente, aparece con frecuencia el huevo,
elemento alquímico que representa el atanor, símbolo del misterioso origen de la vida desde la Prehistoria
y, por extrapolación, del nacimiento del entero universo en diversas cosmogonías de la antigüedad.
Cosmogonías que, por otro lado, Clarice demuestra conocer muy bien cuando utiliza la imagen del huevo
para explicar que la palabra va íntimamente vinculada a la creación. En Un soplo de vida, afirma Ángela:
“Si nos quedásemos en silencio, de repente nacería un huevo. Huevo alquímico. Y yo nazco y estoy
rompiendo con mi hermoso pico la cáscara seca del huevo” (Lispector, Un soplo, 112).
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escritor. Porque hay quienes, en efecto, logran cruzar las llamas y, aun abrasados, seguir
adelante.
“Lo más importante es saber atravesar el fuego”, afirmaba Charles Bukowski
desde el título de una de sus primeras antologías póstumas publicadas. En ese libro se
recogía el poema Tira los dados, que me permito reproducir aquí:
Ve hasta el final.
Tal vez suponga no comer durante 3 o
4 días.
Tal vez suponga helarte en el
banco de un parque.
Tal vez suponga la cárcel,
tal vez suponga mofas,
desdén,
aislamiento.
El aislamiento es la ventaja,
todo lo demás es un modo de poner a prueba tu
resistencia, tus
auténticas ganas de
hacerlo.
Y lo harás
a pesar del rechazo y las
ínfimas probabilidades
y será mejor que
cualquier otra cosa
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Si vas a intentarlo,
ve hasta el final.
No hay sensación
parecida.
Estarás a solas con los
dioses
y las noches arderán en
llamas.
Hasta el final.
Hasta el final.
Llevarás las riendas de la vida hasta
la risa perfecta,
es la única lucha digna
que hay.
También Clarice nos advertía: “No, no es fácil escribir. Es duro como romper
rocas. Aunque vuelan, como aceros espejados, chispas y astillas” (Lispector, La hora,
17).
La literatura exige un compromiso. Supone una tarea conscientemente asumida
que nada tiene que ver con la inspiración, ese concepto tan ambiguo y esquivo del que
los escritores, creo, desconfiamos. Escribir no implica sólo deseo, sino especialmente
mucho trabajo, una fuerza de voluntad y disciplina férreas para adquirir y pulir las
herramientas que nos permitirán dar forma a la obra44.
44
Lispector, en su crónica “Sumisión al proceso”, asegura:
El proceso de escribir está hecho de errores —la mayoría esenciales— de valor y pereza,
desesperación y esperanza, de vegetativa atención, de sentimiento constante (no pensamiento) que no
conduce a nada; no conduce a nada y de repente aquello que se pensó que era «nada» era el propio
temible contacto con la textura de vivir. Y ese instante de reconocimiento, ese sumergirse anónimo
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Todo el mundo que ha aprendido a leer y escribir tiene ganas de escribir. Es legítimo:
todo ser tiene algo que decir. Pero hace falta algo más que ganas para escribir. Ángela
dice, como miles de personas dicen (y con razón): “mi vida es una verdadera novela; si
escribiese contándola, nadie lo creería”. Y es verdad. (...) ¿Qué deben hacer esas
personas? Lo que Ángela hace: escribir sin ningún compromiso. A veces escribir una sola
línea basta para salvar el propio corazón (Lispector, Un soplo, 98).
Porque escribir es, en efecto, una profesión. Y como toda profesión, aunque
ciertos individuos puedan mostrar una predisposición natural, ha de ser aprendida.
La escritura es un fardo pesado que nos convierte en desheredados. Confiesa el
Autor en Un soplo de vida:
en la textura anónima, ese instante de reconocimiento (igual a una revelación) necesita ser recibido
con la mayor inocencia (Lispector, Para no olvidar, 81).
45
En “Sumisión al proceso” (Lispector, Para no olvidar, 82), Clarice compara la labor del escritor con la
del hortelano, describiéndola mediante dos fuerzas opuestas —que sugieren un proceso dialéctico—: la
impaciencia y la paciencia. Paciencia infinita se requiere para realizar un trabajo meticuloso cuyos frutos,
que aguardamos con expectante impaciencia, tardarán en recompensarnos.
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Yo, a pesar de mi mujer y de mis hijos, soy marginado, marginado porque escribo.
Porque en vez de seguir por la carretera ya abierta mi internet por un atajo. Los atajos son
peligrosos. Mientras que Ángela está bien orientada y el social (...) la diferencia entre
Ángela y yo se puede sentir. Yo, enclaustrado en mi pequeño mundo estrecho y
angustioso, sin saber cómo salir para respirar la belleza de lo que está fuera de mí.
Ángela, ágil, graciosa, llena de un repique de campanas. Yo, parece que amarrado a un
destino. Ángela, con la levedad de quien no tiene un fin. Ángela se está haciendo
continuamente y sin ningún compromiso con la propia vida, con la literatura o con el arte
(Lispector, Un soplo, 30-31).
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