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Antología del Concurso Literario Internacional

Ángel Ganivet 2018

Duodécima edición
Créditos:
Antología del Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet 2018. Duodécima
edición

Primera Edición: febrero 2019

Textos:
Hugo Gastón Irigaray, Francisco J. Jariego, José Ignacio Ceberio Sainz de
Rozas, Adriana Silvia Vaninetti, Pablo Loperena López, William Antonio
Argüello Bernal, Jesús Carlos Ruiz Suárez, Javier Álvarez, Adolfo Eloy
Villafuerte Caicedo, Mercedes Duarte Alvarado, Benito Pastoriza Iyodo, Mar
Correa , José Manuel Fernández Argüelles, Anahí Almasia, Mariana Sández,
Eduardo Fernán-López, Juan Ángel Cabaleiro, Jorge Rafael Castagna, Cintia
Mannocchi, Estefanía Bernabé Sánchez y Salomé Guadalupe Ingelmo.

Portada: Guido Reni, Hércules en la pira (1617). Louvre, París


Contraportada: Detalle de Hércules en la pira
Maquetación y diseño: Salomé Guadalupe Ingelmo
Corrección y Prólogo: Salomé Guadalupe Ingelmo

Edición: Concurso Literario Internacional Ángel Ganivet


https://sites.google.com/site/concursoliterariointernacional/

Todos los textos publicados en esta antología son propiedad de sus respectivos autores.
Queda, por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta
publicación en cualquier medio sin el consentimiento expreso de los mismos. Los
interesados en reproducir esta antología deberán contar también con la aprobación del
certamen convocante. Puede ponerse en contacto con nosotros en el siguiente correo
electrónico: concursoliterarioaganivet@gmail.com
La patria del escritor es su lengua.
Francisco Ayala
Índice

Prólogo ____________________________________________________________ - 9 -
La flor del paraíso, Hugo Gastón Irigaray (Argentina) _____________________ - 15 -
El informe Belmonte, Francisco J. Jariego (España) _______________________ - 23 -
Huida de la Isla del Diablo, José Ignacio Ceberio Sainz de Rozas (España) ____ - 33 -
Estaba escrito, Adriana Silvia Vaninetti (Argentina) _______________________ - 39 -
El tiempo nunca es igual para Elisa, Pablo Loperena López (España) _________ - 43 -
El cazador de cartas, William Antonio Argüello Bernal (Colombia) ___________ -49 -
No dejes que me entierren, Jesús Carlos Ruiz Suárez (México) ______________ - 57 -
La sirenita, Francisco Javier Álvarez Amo (España) _______________________ - 65 -
Encarnado, Adolfo Eloy Villafuerte Caicedo (Venezuela) __________________ - 73 -
Eterno retorno, Mercedes Duarte Alvarado (Venezuela) ____________________ - 81 -
El perfume, Benito Pastoriza Iyodo (Puerto Rico) _________________________ - 89 -
Narciso, Mar Correa (España)_________________________________________ - 95 -
La última llamada del padre, José Manuel Fernández Argüelles (España) ______ - 99 -
Un tren de España a Buenos Aires, Anahí Almasia (Argentina) _____________ - 105 -
Queridas mías, Mariana Sández (Argentina) ____________________________ - 113 -
La última noche de Benito Ayala, Eduardo Fernán-López (España) __________ - 123 -
Los ruidos molestos, Juan Ángel Cabaleiro (Argentina) ___________________ - 131 -
La pajarita, Jorge Rafael Castagna (Argentina) _____________________________ - 141 -
Roberfelo, Cintia Mannocchi (Argentina)_______________________________ - 145 -
El día de la noche en llamas, Estefanía Bernabé Sánchez (España) __________ - 153 -
Arder en la hoguera literaria. «El día de la noche en llamas»: vida y obra de Clarice Lispector,
Salomé Guadalupe Ingelmo ___________________________________________ - 161 -
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Prólogo

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos
de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del
viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos,
fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta
pasión que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se
enciende.
Eduardo Galeano, El mundo

Poned el dedo por un momento en la llama de una bujía y sentiréis el


dolor del fuego. Pero el fuego de la tierra ha sido creado por Dios para
beneficio del hombre, para mantener en él la centella de la vida y para
ayudarle en las artes útiles, mientras que el fuego del infierno es de otra
calidad y ha sido creado por Dios para torturar y castigar al impenitente
pecador. Nuestro fuego terrenal consume también, más o menos rápidamente,
según que el objeto al cual ataca es más o menos combustible…
James Joyce, Retrato del artista adolescente

Sostenía Víctor Hugo: “Aprender a leer es encender un fuego, cada sílaba que
se deletrea es una chispa”. Creo que lo mismo se podría afirmar de aprender a escribir.
El escritor enciende un fuego, y con esa llama, voluntariamente o no, ilumina. Pero a
cambio de ese privilegio, en esa misma llama, esté dispuesto a sumirlo o no, también se
consume. Cuanto más se da quien se dedica a esta disciplina, más crece. Y sin embargo,
paradójicamente, al tiempo, más se desgasta y mengua. Escribir implica, en cierto
modo, una ofrenda de carne y sangre; en el proceso, uno ha de cortar, calculando
cuidadosamente qué le permitirá tardar más en desangrarse, pedazos de sí mismo.
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Aunque, a diferencia de lo que sucede en El mercader de Venecia, el fin no es en


absoluto mezquino. Porque, como recompensa a su sacrificio, cuanto más se secciona y
reparte el escritor en esa suerte de sagrada comunión, también más se concentra y
condensa: más se convierte en médula y corazón, en síntesis y esencia del hecho
literario. Ese menguar no significa, por tanto, marchitarse, agotarse y fenecer; sino
devenir en núcleo seminal y promesa de nueva vida. Pues el tamaño o la cantidad no
corren necesariamente parejos con la calidad.
El mordaz Oscar Wilde afirmaba: “La única ventaja de jugar con fuego es que
aprende uno a no quemarse”. Si bien la aseveración parece acertada respecto a nuestra
vida cotidiana, difícilmente podría aplicarse al oficio literario. El escritor, de hecho,
tercamente, aproxima su mano desnuda a la llama una y otra vez. No solo no
escarmienta con la experiencia, sino que persiste en quemarse a pesar del dolor. A
veces, incluso, en busca de ese dolor mediante el cual logra aproximarse a sus
semejantes, en el que el lector se reconoce de inmediato: al fin y al cabo, qué ser
humano no carga con su podría dosis de padecimiento. De ahí, interpreto yo, la a
menudo tan mal comprendida frase de Pessoa: “El poeta es un fingidor. Finge tan
completamente que hasta finge que es dolor el dolor que en verdad siente”.
Inducida o no, esa experiencia catártica nada tiene de artificiosa: en ella la
sinceridad se sublima, pues el escritor pone al descubierto, a veces en clave simbólica y
hermética, su propia intimidad para hacerla útil al resto o cuanto menos para,
generosamente, compartirla con sus semejantes. Quizá, para buscar comprensión y
autoafirmarse. Y es que el escritor, el artista en general, como persona sensible e
impresionable que es, necesita sentir una mano en el hombro de vez en cuando. Porque
el escritor, como individuo contradictorio que es, se siente recio y frágil a un tiempo.
A menudo, quien entrega su vida a la literatura busca entre sus predecesores guía
y consuelo, confirmación a sus intuiciones y, cuando la humildad —cualidad
indispensable para alcanzar la excelencia— permite reconocer el talento ajeno, esa
iluminación que sólo los maestros pueden conceder. De ahí la esencial importancia de la
lectura, de la lectura reflexiva y crítica.
Muchos de nuestros participantes parecen haber llegado a la misma conclusión,
pues se han decantado por la metaficción. Esa elección me parece signo de madurez, de
un afán responsable por indagar sobre la propia disciplina. Encontramos, así, reflexiones
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inspiradas en maestros del género fantástico como Lovecraft, homenajes a otros padres
de la literatura como Borges —creador (o tal vez descubridor) del ineludible libro
divino en el que todo está escrito y notorio admirador del modelo de masculinidad
encarnado por el pendenciero y jugador gaucho— o guiños a autores tan respetados
como Henri Charrière, el mítico Papillon.
Porque el escritor, en busca de claves que le permitan dar con la piedra filosofal
de su oficio y también comprender mejor a los seres humanos que contribuyeron a
engrandecerlo, a falta de una codiciada cuanto imposible correspondencia con los
autores consagrados ya difuntos, entabla una suerte de diálogo interior con sus
predecesores, un debate que en la fértil mente del narrador puede tomar la quimérica
forma de un íntimo cuanto inverosímil intercambio epistolar con los próceres de la
disciplina.
Y es que el escritor, con sus permanentes relecturas y correcciones, con su
meticulosa elección del léxico preciso, es obsesivo por naturaleza. Casi tanto como un
contumaz jugador de ajedrez, para el que cada pieza ha de encontrar su posición exacta.
En cierto modo, afronta una experiencia religiosa o cuanto menos espiritual. Sus dedos
ansían el papel como el alma anhela reunirse con Dios. El escritor vive por y para su
obra. Y con ella, convertido en grafito que impregna la página, se funde: ¿Cómo
asegurar dónde acaba el autor y dónde comienza el personaje, cuánto es autobiográfico
y cuánto ficción; qué porcentaje de cada autor ha ardido en la pira sacrifical con la
redacción de cada texto?
El escritor hurga insistentemente dentro de sí, como un Narciso perturbado que
no se cansa de observar el amasijo humeante de vísceras y tendones que se refleja en el
inflexible espejo. Vive su particular infierno, que nada envidia al de Dante. Uno del que,
como de las peores maldiciones, no puede escapar ni con ayuda de la más potente
magia, ya sea negra o blanca: una pesadilla que se repite una y otra vez hasta el infinito,
como un libro escrito dentro del libro en un borgeano juego de espejos.
Porque las fronteras entre la realidad y la ficción, al menos para un escritor, se
revelan extremadamente sutiles.
La nuestra, como la de músico, es una profesión exigente y absorbente, poco
dispuesta a compartirnos siquiera con nuestras parejas, que no siempre logran superar

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los inevitables celos. Los celos, ese sentimiento quizá execrable, pero sin duda
poderosamente humano. Y, como todo lo humano, jamás ajeno al escritor.
En efecto, entre nuestros galardonados abundan las historias que retratan lo
mejor y lo peor de nuestra especie; argumentos que a todos afectan y preocupan
recorren estas páginas. Se tratará a veces de perversos o sencillamente frustrantes
vínculos familiares, porque las relaciones humanas son —convendría no olvidarlo— tan
delicadas e insidiosas como una exótica flor parásita convertida, por su desmedido
apetito, en feroz planta carnívora; dispuesta, como Saturno, a devorar sin
remordimientos a sus hijos. Unos hijos que, en ocasionas, viciadas las relaciones
intergeneracionales e instaurada de por vida la más ponzoñosa incomunicación, solo
alcanzan a comprender, quizá ya demasiado tarde, las motivaciones de sus padres —seres
humanos imperfectos, con virtudes y defectos—, sus circunstancias vitales, con la
perspectiva indulgente de los años.
Un tiempo subjetivo, que pasa cada vez más rápido a medida que maduramos.
Hasta que, finalmente, llega el día y, con la inevitable defunción, nuestro mecanismo se
para. Como en un claustrofóbico relato de ciencia ficción que nos aterroriza. Aunque,
por fortuna, aún estamos a tiempo de aprender a bien morir, a morir serenamente, sin
amarguras ni temores, en compañía de quienes quisimos y nos quisieron. Morir siendo
conscientes de que atrás dejamos un igual, un gemelo —quizá al otro lado del mundo,
con mejor o peor suerte que la nuestra—, al que, aunque desconocido, nuestro destino
final está inevitablemente asociado. Porque, como el cosmos, la humanidad es toda una,
pues el temor y la indefensión ante lo inescrutable también nos hermana con solidarios
lazos.
En este mundo hostil, el escritor, a menudo apátrida, emigrante forzado por las
circunstancias —por todo tipo de regímenes, pasados y presentes, que coartan libertades
y violentan de múltiples formas, desterrando a territorios suburbiales de desigualdad,
marginación, explotación social y de género, desarraigo y franca delincuencia—,
despojado incluso de la infancia, mucho menos cándida, mucho más oscura de lo que
pareciera a simple vista —porque las turbadoras fábulas infantiles, esos cuentos de
hadas o brujas imaginarias solo en apariencia, suelen ocultar una brusca y sórdida,
aunque inevitable, iniciación a la edad adulta—, se ve obligado a refugiarse en su obra

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En efecto, recio ha de ser el creador en los tiempos que corren. Pero, como la
vida y la obra de Clarice Lispector nos enseñan, la literatura ofrece una oportunidad de
victoria final, pírrica o no. Mediante su fuerza de voluntad y profunda convicción, el
escritor consigue alzarse de sus propias cenizas y regresar de esa muerte que parecía su
único destino posible. Porque, gracias al milagro de la literatura, todos podemos escribir
nuestra historia como queramos e, incluso, sobrevivir, a través de nuestras obras, a la
propia muerte.
El escritor, superadas todas las pruebas, afrontados todos los trabajos, tras las
extenuantes tareas que lo ponen duramente a prueba durante su vida terrena, cual
Hércules triunfante, arde en una pira que lo consagra. En una sagrada apoteosis, el
escritor, audaz héroe convertido en inmortal bola de fuego incandescente, es aceptado
por fin, tras todas las penalidades, en la Isla de los Bienaventurados y alcanza su
pequeño pedazo de gloria, su pequeña parcela de cielo.
Escribir nos hace imperecederos. Decía Lispector: “Escribir es prolongar el
tiempo, dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida
insustituible”.
El universo entero, como nos sugiere Borges, está escrito en un libro, en el
Libro. Os invitamos, por tanto, a recorrer las páginas que siguen, y a descubrirlo.

Salomé Guadalupe Ingelmo


Coordinadora del Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet”

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La flor del paraíso


Hugo Gastón Irigaray (Argentina)

Otra vez era de noche.


Dionisio no me miraba a la cara. Tal vez porque le recordaba la ausencia de
Miriam. Habíamos sido dos gotas de agua. Idénticas.
Un silencio incómodo nos distanciaba a todos.
Mi padre se desprendió la camisa. La cicatriz de su operación resplandeció ante
la luz del velador. La marca estaba seca y marchita. Quizás su corazón también.
Levantó su vaso. Su pareja, una morena con cadera abundante y edad indefinida, le
sirvió vino. La mujer dijo llamarse Galatea. No me atreví a preguntarle si era un
seudónimo. Tal vez mi padre la había rebautizado con ese nombre. Era capaz de hacer
esas cosas. Galatea tenía tres hijos. Una turba de niños desnudos que iban y venían por
la casa como un malón. Mugrientos como ellos solos. Tenían los pelos como nidos de
carancho. Las pocas veces que se cruzaban con mi padre lo llamaban “Tati”, lo cual me
producía un escalofrío y me angustiaba. Tampoco me atreví a preguntar si alguno de
ellos era su hijo.
—Mañana vamos a cazar unos bichos —le ordenó a mi marido.
Horacio asintió. Cómo mi padre se había vuelto un cazador y un criador de
galgos, no podía entenderlo. Me hubiera gustado sugerirle que vendiera la hacienda y se

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fuera a la ciudad. Convencerlo de volver a ser el de antes. Pero era inútil intentar
razonar con Dionisio. La razón la había perdido el día que se fue a vivir a “El Paraíso”.
Una quinta construida sobre una tierra desamparada y llena de cuevas con alimañas.
Alimañas y cuerpos. Toda la zona era el cementerio de tres pueblos indígenas.
Tehuelches, mapuches y querandíes habían sido exterminados en La Pampa. Todo para
convertir la región en un criadero de vacas. Con mi hermana nos cansábamos de
desenterrar boleadoras y puntas de lanzas. Y en muchas ocasiones, fragmentos de
huesos con los que hacíamos collares.
Pero eso ya era el pasado.
Esa noche no pude dormir. La casa me inducía recuerdos nostálgicos. Tenía
preguntas y dudas que disipar. Pero nadie podía respondérmelas. Del día de la muerte de
Miriam, no recordaba nada. Un psiquiatra me había dicho que ciertos traumas de la
niñez producen amnesias parciales. Esa era otra de las tantas cosas que no me atrevía a
hablar con mi padre. ¿Para qué había ido a “El Paraíso”? ¿Qué esperaba encontrar de
diferente en la actitud de Dionisio? ¿Qué le había ido a reclamar? No tenía idea.
Mi ánimo se había vuelto sombrío. Un olor invasivo y dulce llegaba a la
habitación. Horacio, como de costumbre, roncaba sin percatarse de lo que me pasaba.
Luego de agarrar un cigarrillo de mi cartera, segura de que mi marido no me observaba,
decidí dar una vuelta por los alrededores de la casona. Cuando pasé por la cocina, me
asombré al no ver indicios de que hubieran preparado una torta. Sin embargo, el
perfume empalagoso persistía en el ambiente. Lo más seguro es que viniera de afuera.
Mi padre había quitado las puertas de la casa. ¿Por qué? No tenía idea.
Di vueltas buscando alguna rayita de señal. Quería encontrar un vórtice en el
espacio-tiempo que me permitiera conectarme con la civilización. En aquella ocasión
me di cuenta de cuán apegada estaba a la tecnología. Mi internet. Mi vida virtual. La
posibilidad de acallar mis pensamientos escuchando música a todo volumen vía
bluetooth. Me hubiera sido imposible llevar la vida de mi padre en esa tapera sin
ventanas ni puertas. En la casa solo tenían una computadora con un monitor de rayos
catódicos. Destellaba en un rincón de la casa, los niños jugaban en ella a un Tetris tan
obsoleto como aburrido. Un juego que habíamos instalado Miriam y yo de niñas. Me
parecía increíble que aún funcionara. La falta de vestimenta de los niños era otra de las
cosas que me inhibía. Hasta había llegado a ver a Galatea sin blusa, con los senos
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colgando sobre una palangana llena de agua jabonosa mientras le lavaba la ropa a
Dionisio. Parecía que en “El Paraíso” no existía la vergüenza o la intimidad. La falta de
puertas era otro ejemplo. Cuando le pregunté a mi padre por qué las había sacado, me
miró con unos ojos turbios y distantes que parecían apagarse, y no insistí. Había una
distancia infranqueable. En esa y en otras varias oportunidades tuve ganas de decirle
“papá”, pero la palabra se me anudaba dolorosamente en la garganta y al final lo
llamaba por su nombre.
Di las últimas pitadas a mi cigarrillo y exhalé el humo hacia una luna rojiza. El
jardín estaba abandonado y crecía un yuyal. En aquel lugar había unos tambores de
aceite cortados por la mitad con unas cúpulas enrejadas. Dionisio los usaba para tener
en cautiverio algunas alimañas de campo. Iluminé los tambores con mi celular y entre
ellos descubrí una flor que había crecido gracias al estiércol de los animales y a la
cercanía de una bomba de agua. Era blanca, con solo dos pétalos gigantes entrecruzados
que formaban su corola. Por fuera me pareció similar a una cala, pero más retorcida y
algo deforme. De su centro salía un pistilo largo y delgado que me hizo recordar la
lengua bifurcada de una serpiente. En sus extremos había unos estigmas anaranjados
salpicados por un polen verde que no parecía lo suficientemente maduro como para
desprenderse. Tuve la sensación de haberla visto antes, pero no recordaba dónde.
Realmente era imponente. No se asemejaba a nada que pudiera haber encontrado en una
florería. Al acercarme un poco más, los galgos, atados a un palenque, empezaron a
ladrar desesperados como si hubieran visto un animal. Decidí volver a la casa.
Con mi marido dormimos hasta el mediodía. Yo, porque estaba agotada. La casa
me desgastaba emocionalmente. Y Horacio, simplemente por pereza. Cuando bajamos
al comedor, nos encontramos con la mesa preparada para el almuerzo. El día anterior mi
padre había cazado una mulita, un pariente del armadillo al que los indígenas llamaban
“El siete carnes” porque sabía a pollo, cerdo, vaca, pescado, ciervo, lagarto y oveja.
Cuando me lo dijo, intenté imaginarme el sabor de todos esos animales juntos. Pero me
fue imposible degustar mentalmente la carne de esa quimera. Por desgracia, al bajar al
living nos encontramos con el cuerpo cocido de ese diminuto animal, rodeado de papas.
Para la ocasión, Galatea había cocinado tres de esos bichos, adobados con tantas hierbas
que parecían haber sido arrastrados por el pasto. El olor era nauseabundo, la mezcla de
todas las carnes en un puchero fermentado y grasoso. Quizás el aroma dulce que había
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sentido por la noche provino de la maceración de esos animales. Mi padre y los niños se
abalanzaron sobre la fuente y desmembraron las mulitas. Vi sorprendida cómo Horacio
extendió su plato para que le sirvieran. Estoy segura de que comió para quedar bien con
mi padre. Desde que habíamos llegado, lo había querido impresionar.
—Yo voy a comer papas, Galatea —le dije—. No te ofendas, por favor. Parece
exquisito. Pero la verdad es que no estoy acostumbrada a los sabores fuertes.
Dionisio levantó su cabeza y vi cómo sus ojos incomprensibles y lejanos volvían
a esquivar mi mirada. ¿Cuánto habría del hombre que me crió en ese ser frente a mí?
Probablemente, solo un dolor en común. Quizás él también quería hacerme preguntas
sobre Miriam. Pero no se atrevía a mencionar el tema. Había pasado el tiempo sin
piedad y, sin embargo, la muerte de mi hermana seguía presente como el primer día.
¿Por qué? ¿Por qué ninguno de los dos habíamos podido superar su desaparición? No lo
sabía.
Luego de comer, mi padre y Horacio salieron a cazar.
Apenas los vi marcharse, le pedí a Galatea que me acompañara hasta el jardín.
Le mostré la planta que había visto durante la noche. El capullo ya se había cerrado.
Aun así, sus pétalos blancos y aterciopelados eran imponentes. Me dijo que en diez años
no había visto crecer en el jardín nada parecido. No quise seguir preguntando. Un
espasmo me recorrió el cuerpo, por la flor y por enterarme de los años que Galatea vivía
en la casona. Cuando al fin pude detectar una fugaz señal con mi teléfono, le tomé una
foto a la planta y se la envié a mi madre con un mensaje de texto. Ella sabía un poco
más de cultivos. De hecho, ella había cuidado ese espacio de plantas cuando íbamos de
vacaciones.
No sé por qué me obsesioné con la flor. Había algo en ella que me atraía. Me
quedé en el jardín observándola. Me pareció raro que no hubiera insectos
sobrevolándola. La quinta estaba llena de colibríes y abejorros. Y ninguno la rondaba.
Luego de un momento de observarla, me pareció que hasta la esquivaban. Que se
cerrara de día era otra cosa que me inquietaba. Quizás su polinizador fuera algún insecto
nocturno. De alguna manera debía arreglárselas para encontrar un pasajero que llevara
su polen a otra planta macho o hembra. La verdad es que sabía poco de plantas. Pero
estaba segura de que para su reproducción necesitaban un insecto u otro animal. Un
tercero que les permitiera conectar sus sexos. Había escuchado también, por ejemplo,
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que algunas mariposas llegan a tener una lengua extremadamente larga para poder
tomar el néctar. Otras veces, la flor se adapta para atraer a su simbionte.
Luego de un rato dejé el jardín. No quería seguir mirando toda la tarde ese
capullo hipnótico. Volví a la sombra del alero en el frente de la casa. Me senté en la
mecedora mirando un claro donde jugaban los hijos de Galatea. Eran tres niños y
peleaban por montar dos triciclos. El más pequeño de los hermanos siempre quedaba
excluido. Cuando vi con mayor detenimiento, descubrí que los carritos de tres ruedas
habían pertenecido a Miriam y a mí. Estaban carcomidos por el óxido. El paso del
tiempo los había deformado. Por un instante me sentí triste y cansada. Estar en “El
Paraíso” era como abrir un arcón de recuerdos y una caja de Pandora. No me molestó
que los niños jugaran con nuestras cosas, pero no dejaba de causarme nostalgia. El
tiempo iba arrasando nuestras huellas por la estancia y convirtiéndolas en polvo. Un
polvo que, junto a los huesos de los indígenas, alimentaba la tierra y su vegetación. Me
pregunté si habría otros juguetes nuestros por la casa. Pensé que debería recolectarlos
todos y llevármelos a mi casa. Pero luego me di cuenta de que solo arrastraría a mi
hogar un relicario de añoranzas. Comencé a hamacarme en la reposera hasta que me
quedé dormida pensando en Miriam. Éramos gemelas y dicen que un gemelo siempre
siente lo que el otro. Yo no sentí nada cuando ella murió. Ningún dolor físico, quiero
decir; sí una tristeza indescriptible con el paso del tiempo. El día de su accidente, yo
estuve presente. Pero una niebla cubría toda mi memoria.
Como era de esperar, cuando cerré los ojos, soñé con Miriam. En el sueño subía
las escaleras de la habitación donde dormíamos juntas de niñas. Cuando abría la puerta
me encontraba con un pequeño altar. En una de las esquinas del cuarto, sobre una mesa
de luz, había una foto de mi hermana rodeada de velas, guirnaldas y luces de árbol de
Navidad. Todo el piso estaba cubierto de pétalos de la flor extraña que crecía en el
jardín. Me despertaron los gritos de los niños que corrían a mi alrededor. Había dormido
casi toda la tarde en la reposera. Realmente me agotaba el lugar. Vi a Horacio y a mi
padre regresar a la casa. Mi marido cargaba un aro con algunas liebres colgando.
Abrieron la tranquera y se acercaron. Me sorprendió ver una sonrisa en el rostro de
Dionisio. Hablaban casi a los gritos entre ellos, como si los disparos de escopeta los
hubieran dejado medio sordos. Entre sus alaridos les escuché decir que cuerearían las
liebres bajo el ombú que estaba frente a mí y, ahí mismo, desplumarían también unas
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perdices. Por puro acto reflejo volví a mirar mi celular. En otra fugaz recepción de señal
me había entrado un mensaje de mi madre con una pregunta que me hizo sobresaltar:
“¿No plantaste una flor idéntica en la tumba de tu hermana?”. Por un instante creí seguir
soñando. Horacio se acercó hasta mí con sus liebres chorreando sangre y me preguntó si
estaba bien. Le dije que sí para sacármelo de encima. Ver a esos pobres conejos salvajes
ensartados en un gancho me revolvió el estómago.
La pregunta me había conmovido. Intentar una aclaración con esa débil señal de
teléfono que iba y venía cada tres o cuatro horas era una locura. Tenía que tomármelo
con calma. Probablemente, mi madre se había confundido con una cala o algún
heliotropo blanco que alguna vez había dejado en un jarrón. Aunque había escrito
“plantado”. Me daba a entender que había crecido desde la tierra, volví a pensar.
Horacio y mi padre prendieron un fuego y arrastraron un caldero hasta el árbol. Volví a
leer el mensaje como si no creyera lo escrito, esperando que fuera un resabio de mi
pesadilla. Esos lapsos fugaces en los que algún elemento de un sueño se cuela en la
realidad. Una percepción falsa que nos hace dudar. Pero estaba ahí. Me inquietaba y
empezaba a anochecer. La sensación de malestar no se esfumaba y me odié por haber
extendido tanto mi estadía en “El Paraíso”. ¿Qué había ido a hacer a aquel lugar en los
márgenes del mundo? ¿Qué esperaba encontrar? ¿Acaso no me era suficiente con ver un
día a mi padre convertido en un salvaje? Las manos comenzaron a sudarme y mi
corazón empezó a latir irregularmente como un cascanueces en las manos de un niño
hiperactivo. Estaba inquieta y mis nervios me obligaron a ir por uno de los cigarrillos
escondidos en mi cartera. Oficialmente había dejado de fumar hacía un año, pero en
realidad me había vuelto una fumadora de pasillos solitarios y terrazas frías. Estaba tan
nerviosa que no me importó que Horacio pudiera verme. Atravesé la casona y salí al
jardín. Galatea colgaba la ropa con una pereza prodigiosa mientras los niños corrían
desnudos alrededor de ella, peleando por quitarse un cuero negro que vaya a saber Dios
de dónde habrían sacado. Un poco más allá, en línea recta al umbral de la puerta en
donde me había detenido a fumar, la flor comenzó a abrirse con somnolencia, a pelarse
a sí misma, a desnudar su estigma. Los movimientos de sus pétalos me recordaron los
de una cajita de música a media cuerda. Se extendió hasta que el pistilo de su lengua
bífida quedó al descubierto. El polen estaba maduro. Lo supuse por su color vívido.
Jamás me perdonaré no haber reaccionado de otra manera.
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La planta segregó un olor dulce como a caramelo quemado. Paralizada por un terror
indecible, vi al niño más pequeño correr hacia la flor. Al fin, y desgraciadamente, pude
recordar lo que le había pasado a Miriam. Otra vez quise gritar con todas mis fuerzas
“papá”, pero la palabra se me anudó a la garganta y quedé muda.

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El informe Belmonte
Francisco J. Jariego (España)

La obra de Juan Belmonte Trías es desigual, fragmentaria y manifiestamente


inconclusa. Escribió poco y parte de lo que escribió se ha perdido. Murió
prematuramente, aún en plena juventud. Sin embargo, sería difícil citar un autor más
influyente entre los de su generación y, a medida que pasan los años, casi podría
afirmarse que, también, entre los autores de la segunda mitad del siglo XX. Lo mejor de
su producción —un variado conjunto de escritos fechados en torno al último año o año
y medio de su vida— posee un vigor narrativo, una textura descriptiva, una fuerza y una
calidad tan fuera de lo común que, a pesar de los numerosos autores que, manifiesta o
soterradamente, han imitado su estilo, puede afirmarse que su técnica aún no ha sido
igualada y que su legado literario todavía no ha sido plenamente asimilado por la
sociedad. Algunos críticos particularmente entusiastas han llegado a defender que Juan
Belmonte Trías, con la única referencia que el autor vio publicada en vida bajo el
pseudónimo por el que es internacionalmente conocido, una obra difícilmente
catalogable en alguno de los géneros tradicionales, debería haber recibido el premio
Nobel de literatura. Algunos van incluso más lejos, al afirmar que esta obra bastaría
para situar a Juan Belmonte entre las cimas de la literatura universal, equiparándolo a

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Shakespeare o Cervantes. Aunque este juicio es prematuro y solo la historia podrá


sustentarlo con verdadero fundamento, no les falta razón a estos críticos al otorgar a
dicho trabajo una autonomía y una singularidad que permiten compararlo con el Cantar
de Mío Cid, Amadís de Gaula o el Lazarillo de Tormes, por citar solo algunas de las
obras maestras anónimas de la literatura en lengua castellana. Pero, dejando a un lado la
controversia sobre el valor literario de su legado, lo que nos interesa aquí es profundizar
en la personalidad de Juan Belmonte, así como en las circunstancias individuales que
propiciaron una creación sin parangón en la literatura de nuestro pasado más reciente.
Juan Belmonte comenzó a escribir a una edad muy temprana, conservándose
cartas y breves poemas de amor que el autor dedica, cuando tan solo contaba catorce o
quince años, a una joven desconocida. Cartas y poemas de amor constituyen el grueso
de la producción del adolescente Belmonte y de la primera juventud del autor. El único
valor de estas obras es el meramente documental, revelándonos la inequívoca voluntad
creadora de un Juan Belmonte que, por lo demás, apenas si merecería ser catalogado
como un simple escritor aficionado. El carácter intrascendente de estas primeras
composiciones poéticas y epistolares continuará siendo la nota dominante en toda su
producción posterior, a pesar de que, tras cumplir el servicio militar, Juan Belmonte
deja de lado la poesía y se centra, casi exclusivamente, en la prosa. Una novela, en
concreto, parece ser el proyecto al que Juan Belmonte consagrará la mayor parte de sus
esfuerzos durante los ocho años siguientes. Se trata de un texto que Juan Belmonte
reelabora constantemente, como ponen de manifiesto los seis borradores diferentes
conocidos del material que habría constituido el primer capítulo y las numerosas fichas
con descripciones de los personajes. Se conservan también de esta época algunos
cuentos, la mayor parte de ellos inconclusos, y unas cuantas cartas de las que
intercambiaba, al parecer muy esporádicamente, con algunos de sus amigos más
íntimos, y con una mujer a la que siempre se refiere por medio de pretenciosas
paráfrasis, incluso en los encabezamientos, y con la que, a tenor del contenido de la
correspondencia, mantiene una tormentosa relación que se prolonga por espacio de casi
cinco años.
Se sabe muy poco de las relaciones personales de Juan Belmonte anteriores a su
traslado definitivo a la capital; pero, tanto las cartas como los cuentos y, desde luego,
los borradores de la novela nos revelan un hombre introvertido, completamente retraído
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y antisocial. A juzgar por sus escritos, el ideal de Juan Belmonte en estos años de
juventud habría sido el anacoreta, el hombre que se separa de sus semejantes para
descubrir y experimentar la vida por sí mismo, totalmente al margen de los
convencionalismos y los protocolos. En alguno de sus cuentos, Juan Belmonte llega a
realizar una apología del suicidio, entendido como única forma posible de
comportamiento ético. Para Juan Belmonte, el hombre enfrentado a la sociedad es —nótese
lo tópica que resulta esta metáfora usada por el mismo autor— “una gota de agua
bandeada por las fuerzas incontrolables de las corrientes oceánicas”. Por consiguiente,
nada puede hacerse por evitar la injusticia y nada puede hacerse para evitar participar de
ella, si no es quitarse de en medio mediante la autoinmolación, única forma de
redención posible.
En el primer capítulo de su novela, Juan Belmonte comienza el relato de la vida
de Claudio, su alter ego, presente también en algunos de los cuentos. Claudio es un
antropólogo que, tras numerosos años consagrados al estudio del Homo erectus, decide
adoptar la forma de vida y los que, presume, habrían sido hábitos de sus más pretéritos
ancestros. Juan Belmonte nos presenta a un hombre que resuelve vivir al margen de la
sociedad, de su terrible afectación, y reivindica como forma de vida aquello que
constituye lo más primigenio de la especie humana. En cuatro de las seis versiones, el
narrador es una voz femenina, la mujer que habría compartido los últimos días de la
vida de Claudio. En las otras dos, se trata del propio Claudio. La narración de la voz
femenina comienza tras la muerte de Claudio, con la descripción de los últimos y
terribles días de su vida. Por el contrario, las otras dos versiones adoptan la forma de
diario, comenzando el relato cuando Claudio se da cuenta de la amarga contradicción
que supone escribir para quien ha decidido optar por la forma de vida de un Homo
erectus.
Es curioso constatar cómo estos mismos temas serán algunos de los que Juan
Belmonte desarrollará de un modo magistral en su obra postrera. Sin embargo, en esta
última, parecen haberse sublimado la frustración e incluso la beligerancia antisocial del
primer Belmonte, y nos encontramos ante un escritor que avasalla con la sencillez de su
prosa y lo ineluctable de sus argumentos, que no solo no precisa ya, sino que parece
huir de unos personajes tan atormentados y de unas situaciones tan forzadas; personajes
y situaciones que confieren a la obra de juventud de Juan Belmonte su carácter de
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escasa credibilidad y una notable fragilidad estructural. De hecho, parece como si fuera
la propia ofuscación de Belmonte, provocada por una vehemente necesidad de
comunicar, de utilizar la literatura como un arma arrojadiza contra la sociedad o incluso
contra él mismo, la que le impide continuar dando forma a sus escritos y concluir
alguno de los proyectos que inicia.
No debe descartarse la posibilidad de que al menos parte de lo que escribió Juan
Belmonte entre los veinte y los treinta años se haya perdido y de que, por tanto, solo
podamos acceder a una visión muy parcial de su obra a través de lo que se ha
conservado. Juan Belmonte vive esos años en un casi continuo peregrinar entre su
pueblo natal y la capital, donde se hospeda en diferentes pensiones y alguna que otra
casa de alquiler. Muchos de estos domicilios han podido ser conocidos gracias a la
correspondencia que Belmonte mantenía con sus más allegados. Resulta curioso
constatar cómo Juan Belmonte siempre escribía el remite en el reverso de los sobres,
con independencia de que, en el propio cuerpo de los mensajes que enviaba, solía
comunicar con detalle sus cambios de residencia y su dirección en vigor. Aunque lo más
probable es que se tratara simplemente de un hábito, parece como si a Juan Belmonte le
preocupara que sus cartas pudieran llegar a extraviarse. Alguno de los psicólogos que se
han aproximado a su obra ha apuntado que Belmonte habría visto en aquellas cartas el
único nexo que le mantenía aferrado a una sociedad de la que, muy a su pesar, temía
quedar desligado. Pero Belmonte no se muestra celoso solo de su correspondencia, sino
de todas sus pertenencias en general. Sabemos por ejemplo que, durante todos estos
años, utiliza siempre la misma máquina de escribir, por lo que, sin duda, debió
acarrearla en sus múltiples desplazamientos. Lo cierto es que poco o nada ha podido ser
hallado en estos domicilios de un Juan Belmonte que no parece el tipo de persona
dispuesta a abandonar los cuadernos y carpetas en los que se habrían ido acumulando
sus borradores. Todo parece, por tanto, apuntar a que los escritos que se han conservado
y recuperado en la casa de sus padres, en su pueblo, constituirían el grueso de la
producción de Belmonte en este periodo, lo cual nos lleva a concluir que Juan Belmonte
es inconstante, que no termina prácticamente nada de lo que empieza, y que, casi con
seguridad, ese capítulo que ha llegado hasta nosotros es el único de la novela que llegó a
desarrollar.

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Cumplidos ya los treinta años, tras la muerte de su madre, Belmonte se instala


de manera definitiva en la capital, y no regresara a su pueblo más que,
circunstancialmente, para visitar a su padre, con el que se piensa que siempre mantuvo
unas relaciones muy tensas. Este alejamiento definitivo de su pueblo y su asentamiento
en la ciudad se reflejan en un nuevo cambio en la orientación de su producción literaria.
Belmonte abandona los personajes de su etapa anterior y retoma la poesía. La temática
de sus poemas ya no es amorosa, aunque sabemos que, coincidiendo también con su
llegada a la capital, se inicia su relación afectiva con la que acabará siendo su esposa,
Carmen Dávila. La mayor parte de su creación poética, que se concentra en los dos años
siguientes a su llegada a la capital, tiene un carácter muy intimista y especulativo, que
se refleja en el uso sistemático del verso libre. Se aprecia que Belmonte, sin duda bajo la
influencia positiva de Carmen, intenta superar algunos de sus traumas y suavizar su
rígido esquema de valores. También ha madurado su estética literaria, a pesar de lo cual
su producción poética tiene un más que dudoso valor literario, está plagada de tópicos y
lugares comunes, y sigue sin servirle como vehículo de expresión para esos temas que,
sin duda, lleva dentro de sí en un estado larvario, y que pugnan por abrirse camino.
Durante esta época se acercará también al periodismo y el ensayo. No se descarta que
Juan Belmonte colaborase como articulista eventual en alguno o varios de los
periódicos de la localidad, aunque este hecho no se ha podido confirmar, dado que
Belmonte, siempre celoso de su intimidad y temeroso del prójimo, habría utilizado
diversos pseudónimos. Tampoco los artículos periodísticos y ensayos atribuibles con
certeza a él que se han conservado revelan todavía al Belmonte merecedor del premio
Nobel.
Lamentablemente, solo la desgraciada enfermedad contraída por Belmonte hacia
los treinta y cinco, que acabaría con su vida en poco menos de dos años, convertiría al
escritor de segunda, condenado a la penuria económica y moral, en un coloso de la
literatura que, como una supernova, aportaría en ese breve espacio de tiempo un
material suficientemente brillante para iluminar la literatura en los siglos venideros. La
primera alusión a su enfermedad la encontramos en una carta dirigida a su amigo de
toda la vida y albacea testamentario, José Ramón Bustamante. En esa carta, fechada en
enero, dice Belmonte:

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Siento los dedos rígidos y, al tiempo, frágiles, quebradizos. Además, noto como
si exudaran un polvillo negro. Parece como si se estuvieran volviendo de grafito.
Carmen ha insistido tanto en que fuera a visitar a un médico, que he acabado
claudicando y han estado realizándome diversas pruebas. Aparentemente, no existe
causa orgánica.

En esa misma carta, Belmonte anuncia a su amigo que va a ser padre. Dos meses
más tarde, en una nueva carta dirigida también a José Ramón, Belmonte parece
desahogarse al manifestar:

Me paso los días, prácticamente completos, encerrado entre las cuatro paredes
de la habitación que he convertido en mi despacho. Escribir es un torpe consuelo, y
me cuesta cada vez más. Tengo los dedos casi completamente rígidos. Pero salir de
aquí es como abandonar el purgatorio e ingresar en el infierno. Las disputas con
Carmen son casi continúas. Ella está también muy deprimida y entiendo que no es la
situación más favorable para su embarazo. Me siento culpable, terriblemente culpable;
pero me niego a visitar más médicos o a tomarme las píldoras con las que pretenden
atiborrarme para convertirme en una sumisa marioneta. No sé si estoy mal de la
cabeza, aunque sin duda acabaré estándolo. Lo creas o no, voy a firmar con el dedo.

Esta última frase ha sido origen de las más variadas interpretaciones y


especulaciones por parte de diversos investigadores. La firma de la carta, que se
conserva hoy en el Museo Belmonte, está prácticamente borrada y, desde luego, se ha
constatado que fue escrita a lápiz, mientras que el resto del documento, relativamente
bien conservado, está escrito con bolígrafo. Sorprende a algunos investigadores que
Belmonte recurriese a una patochada como la de firmar a lápiz, dando pruebas de un
sarcasmo muy poco acorde con las circunstancias personales que se describen en la
carta, y que no se corresponde con el tono franco con que se dirige en ella a su amigo.
Otros, en cambio, ven en ese sarcasmo, en esa burla cruel y despiadada a la que está
sometiendo a su propia persona y a todo su entorno más íntimo y familiar, "la necesaria
crisálida en la metamorfosis que está experimentando el autor y ha de llevarle desde la

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grandilocuencia tragicómica, casi patética, de su creación de juventud, a la fina ironía


que impregna toda su obra de culto"1.
Al margen de las especulaciones a las que ha dado lugar la firma de Belmonte,
lo cierto es que la práctica totalidad de los manuscritos que se conservan de fechas
posteriores a esa carta y ya hasta el final de sus días, están escritos con lápiz, siendo
esta, por cierto, la principal razón de que una parte significativa de su obra se haya
perdido de manera irremediable. Hasta ese momento Belmonte había empleado
usualmente la máquina de escribir portátil que, como ya se ha indicado, llevaba consigo
donde quiera que fuese. Cuando escribe a mano, Belmonte utiliza la pluma o el
bolígrafo, como atestiguan las numerosas páginas manuscritas que nos ha legado, entre
ellas la práctica totalidad de sus cartas personales, páginas que, por cierto, todavía hoy
son objeto de numerosos estudios grafológicos. En la época inmediatamente anterior a
su enfermedad, Belmonte llegaría incluso a utilizar un ordenador personal para redactar
alguno de sus artículos y ensayos. De hecho, entre sus posesiones se encontraba un buen
número de disquetes, que han sido rastreados como si se tratase de filones de oro; pero
entre los que no se ha hallado ni una sola página digna de ser publicada. Y de pronto,
Belmonte comienza a escribir a lápiz. Y lo más sorprendente es que, a partir de ese
momento, todo lo que escribe, ya se trate de prosa o verso, realidad o ficción, y con
independencia del tema que aborde, posee una riqueza incomparable e incomprensible a
la luz de su obra precedente. De hecho, existe plena unanimidad al considerar que son
los manuscritos a lápiz y solo esos manuscritos los que constituyen “la obra” de Juan
Belmonte Trías, una verdadera joya de la literatura.
Esta excentricidad de Belmonte ha dado pie a otra de las grandes controversias
sobre su personalidad: la de su estado de salud mental y la influencia que este ha tenido
en su obra creativa. Aunque realmente se desconoce la enfermedad que padeció
Belmonte, según la opinión más comúnmente aceptada, se trataría de una degeneración
neuroaxonal que habría favorecido el desarrollo paralelo de un síndrome de tipo
maníaco depresivo con una componente esquizoide. Algunos de sus detractores han
tratado de desmitificar su obra, haciendo de ella una lectura sumamente sesgada, en
busca de “las incoherencias propias de quien escribe de un modo azaroso y cuyas

1
Agustín Jáuregui, La Metamorfosis de Juan Belmonte, 1994.
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mejores imágenes habrían sido alumbradas por asociaciones irracionales completamente


fortuitas”2. Sus más fieles admiradores se niegan, por contra, a admitir que Juan
Belmonte fuera un enfermo mental en modo alguno. Y, francamente, al llevar a cabo
una lectura reposada y cabal de su obra, resulta difícil sostener el punto de vista de los
detractores. Entonces, incluso el hombre atormentado que sin duda fue Belmonte parece
esfumarse. Y es más bien el conocimiento de su producción previa, lo único que puede
inducir al investigador a formular una hipótesis tan poco creíble. Sin embargo, conviene
admitir que buena parte del interés despertado por este autor, tanto en el erudito como
en el simple lector ocasional, por no citar a aquellos para quienes su obra es casi un
objeto de culto esotérico, se ha derivado del estigma de locura que tiñe la figura de Juan
Belmonte Trías.
Este debate sobre la lucidez del creador, que personalmente consideramos
superfluo e incluso espurio, ha supuesto en cierta medida un obstáculo para que se
profundizara en los motivos que pudieron inducir a Juan Belmonte a comenzar a
escribir a lápiz y, lo que es más importante, a continuar haciéndolo hasta el final de sus
días. Porque es un hecho incontrovertible que, únicamente al comenzar a escribir a
lápiz, parece Belmonte capaz de superar su bloqueo anterior. Es decir, que su
impedimento para expresarse como una de las voces mayores de la literatura universal
no parece guardar relación alguna con el género literario, la adopción de un punto de
vista o, simplemente, su necesidad de madurar, sino más bien, y por muy ridículo que
pueda parecer, con el mero instrumento físico que Belmonte utiliza para materializar su
obra. Probablemente resultaría frívolo pretender avanzar siguiendo esta línea de
razonamiento, y cabría la tentación de considerar que tal vez por ello los estudios han
derivado con frecuencia hacia temas más ortodoxos, incluyendo la teoría de la locura,
de no ser porque el propio Belmonte viene a avalar abiertamente dicha hipótesis con su
propio testimonio.
Hay una extensa referencia a este respecto en una de las últimas cartas de
Belmonte a su amigo José Ramón:

2
Alberto López de Ganglio, La literatura fallida de la España postfranquista, 1997.
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Prácticamente he dejado de utilizar mi vieja Olivetti y, una y otra vez, recurro a


mis propias manos para que pueda fluir el caudal que tanto tiempo ha permanecido
retenido dentro de mí. He descubierto que solo de esta manera es posible y, aunque me
resulta físicamente mucho más penoso, poder expresarme sin el impedimento que
siempre había supuesto para mí el lenguaje, casi diría que con absoluta libertad,
proporciona un placer tan intenso, tan subyugante, que apenas si puedo sustraerme a la
tentación de volver a experimentarlo no bien he dejado de hacerlo. Sin duda, al leer
estas líneas pensarás que, efectivamente, me estoy volviendo loco, aunque espero que
el examen del capítulo que te envío en sobre adjunto te haga cambiar de opinión. Con
él doy casi por concluida la que será mi primera publicación, pues has de saber que ya
he llegado a un acuerdo con el editor.

Pero, probablemente, donde más explícitamente se manifiesta el convencimiento


de Belmonte sobre el particular, es en este párrafo hallado entre algunas notas sueltas:

Puede que haya alguien para quien la literatura resulte un oficio liviano, capaz
de vivir de ella sin grandes padecimientos. Luego estamos aquellos para quienes la
literatura no es un oficio sino una pasión, los que nos dejamos la piel. No creo que
nadie tenga más derecho que yo a decir que ese es su caso. No creo que jamás nadie se
haya dejado tan literalmente la piel como yo, que se haya entregado a una pasión tan
en cuerpo, que no en alma, día tras día y noche tras noche. Siempre quise escribir y
siempre estuve dispuesto a renunciar a todo por conseguirlo. Habría vendido mi alma
al diablo a cambio si hubiera podido hallarlo en alguna parte. No tuve tanta suerte.
Aunque, tal vez, después de todo, sea él quien se encuentra detrás de esta broma de
mal gusto en que ha venido a concluir mi vida. Cada frase que he escrito con mis
manos, con mis brazos luego, con las piernas, ha resultado perfecta. Perfecto su encaje
con las otras frases que la precedieron y con las que la sucederían luego. No hubiera
querido decir otra cosa que lo que he dicho, ni haberlo hecho de otro modo. Pero con
cada una de ellas me he ido extinguiendo visiblemente: cada una se ha llevado una
parte de mí proporcional a su longitud, y lo ha hecho de manera irremediable, sin que
hubiera un remordimiento que pudiera invertir el proceso. No me arrepiento.
Únicamente lamento no poder dar más de mí, no haber tenido los brazos y las piernas
más largos. Sin embargo, a medida que se va acercando el final, siento que, de alguna
manera, nada se quedará en el tintero, que acabaré diciendo todo lo que tenía que

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decir, y que solo cuando haya concluido, concluirá mi vida. Porque,


sorprendentemente, yo soy lo que tenía que decir y también el instrumento, el único a
través del cual podía hacerlo. He vivido momentos de terribles dudas, como cuando
había consumido casi por completo mi brazo derecho y escribía ya con el muñón del
hombro. Una mañana me contemplé horrorizado en el espejo. Miré luego hacia fuera,
hacia atrás, y sentí que aún podía detenerme, que manco aún sería útil en otras
batallas; pero me bastó releer parte de lo que ya había escrito, me basto comprobar
cómo, aun sin poder trazar correctamente las letras, la mano izquierda era capaz de
expresarse con tanta o más perfección que la derecha, para tomar la decisión de
continuar.

Juan Belmonte Trías falleció el día 6 de octubre de 1995, en circunstancias que nunca

han podido esclarecerse con exactitud. El certificado de defunción, firmado por su

médico de cabecera, recogía escuetamente como causa de la muerte: “caquexia”.

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Huida de la Isla del Diablo


José Ignacio Ceberio Sainz de Rozas (España)

Y me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.


Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno

Abro los ojos y despierto en medio de una pesadilla. Tengo la extraña sensación
de que siempre es el mismo día, de que vivo un hoy recurrente. Miro el tosco calendario
clavado en la pared de la celda —una tortura rebuscada del cabo Clément— y
compruebo que hoy es veinticuatro de abril de 1934; el día de mi ejecución.
Respiro con dificultad, arrítmicamente. Una tromba de agua azota los muros de
la penitenciaría. Gotas caldosas penetran por entre los barrotes de la ventana
desprotegida embarrando el suelo. Tiemblo, y no es de frío; es el terror, que me domina.
Una pequeña salamanquesa de cabeza amarillenta repta confiada junto al
camastro. La pisoteo, me ensaño con ella. ¿Acaso tiene más derecho que yo a la vida?
El tiempo se acaba, Dios mío. Trato de pensar con calma; queda apenas una
hora antes de que vengan a buscarme. ¿Y si ese miserable ha mentido? No, por la cuenta
que le traía. Debo recordar el conjuro, lo repito mentalmente una y otra vez; es la llave
que abre la puerta de la libertad.

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Meses atrás, mientras nos dedicábamos a talar y acarrear árboles de caoba, trabé
amistad con un negro cimarrón llamado Lothaire. Aquel trabajo era inhumano. Desde el
amanecer hasta el ocaso aserrábamos troncos del color de la sangre seca para
arrastrarlos después como animales a través de trochas abiertas por nosotros en la selva.
El calor húmedo, los mosquitos e infinidad de otros insectos repelentes se cebaban en
los cuerpos desnudos, pues nos despojaban de la ropa para dificultar las fugas.
Al oscurecer éramos llevados de vuelta a los barracones donde, entonces sí, nos
permitían vestir una camisa y unos pantalones mugrientos antes de derrumbarnos
exhaustos en el suelo. Lothaire y yo éramos vecinos obligados de alcoba, pues por las
noches nos engrillaban en hileras y pasaban una barra por las argollas para más
seguridad. El cansancio dificultaba el sueño, así que nos pasábamos horas cuchicheando
en voz baja.
Mi tema favorito era la evasión, pero no encontraba en mi compañero un buen
interlocutor; se tornaba silencioso cuando insistía sobre ello. Y no era por cobardía, que
fui testigo de cómo se enfrentaba a otros presos, o incluso a guardianes, cuando le
buscaban las cosquillas.
Con el paso de las semanas se abrió más a mí. Todos queremos contar nuestra
versión de la historia, que alguien nos comprenda. Y si nos dan la razón mejor que
mejor. Como soy un experto adulador, pronto gané su confianza. Confesó que no quería
escapar, estaba conforme con la pena, la merecía. Había degollado a su mujer e hijos en
un arrebato de celos, y eso era un gran pecado, así que aceptaba el castigo. A mí, en
cambio, me parecía excesivo que, por despachar a un socio que metía la mano en las
cuentas del burdel que regentábamos en Lorient, me hubiesen caído treinta años en la
Guayana. Cierto es que no debía haber llegado a ese extremo con el idiota de Dudú,
pero tengo un pronto muy malo, difícil de dominar.
Una noche, harto ya de oírme, Lothaire confesó que conocía un medio infalible
para salir de la isla. El plan consistía, resumiendo, en morir… y resucitar con otro
cuerpo.
Se enojó al escuchar mis carcajadas. A lo que se ve, le había tocado la fibra.
Explicó iracundo que antes de su desgracia fue un gran bokor, y recordaba paso a paso
los rituales de la reencarnación; para él, el asunto carecía de secretos.

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Había que estar loco para hacerle caso. Pero quién no lo estaba en aquel islote
maldito. Además, yo soy un espíritu refinado; mi condición de macró no ha impedido
que cultive artes como la literatura o la música. Y acostumbrado a degustar los manjares
más exquisitos y vestir trajes de paño inglés, la reclusión en condiciones tan
abominables, rodeado por una chusma embrutecida, se me hacía insoportable. No iba a
poder aguantar mucho más, de modo que me agarré desesperado a aquel clavo ardiendo.
Las preguntas que le hacía recibían contestaciones lógicas. No, no iba a tomar la
forma de un animal, sino la de un humano. Sí, sería yo mismo, pero con otra apariencia
externa. Antes de reencarnarme mi viejo organismo debía morir. No, no sufriría durante
el proceso de la transformación.
Existía un problema —siempre lo hay—: iba a mantener mi carácter, mi propia
esencia, pero apenas recordaría algo de la vida anterior. Aunque existían casos en que
los individuos recobraban por completo la memoria, confesó Lothaire. Él mismo
conoció a un marinero inglés que juraba y perjuraba haber sido el difunto tenor Enrico
Caruso; aquel hombre tenía poca voz, pero cantaba con gusto, sobre todo arias de
Puccini. No sé qué me sorprendió más, si la historia en sí, o la afición de mi camarada
por la ópera.
Yo iba a ser uno de aquellos elegidos que no olvidaría un detalle de su antigua
existencia, estaba seguro. El poder del amor hace milagros, y ansiaba tanto volver a
tener entre mis brazos a la dulce Marguerite… Ah, cómo borrar del corazón a aquella
muchacha. Imposible, nada volvería a separarnos.
¿Que por qué Lothaire no había utilizado la brujería en su propio beneficio?
Porque debía expiar su crimen, aclaró el negro. Tras doce años de sufrimientos, le
quedaba poco para ser perdonado por los espíritus familiares. Dentro de tres meses —a
saber qué clase de cálculos utilizaba—, acabaría con su vida para reunirse con ellos por
fin en paz.
Pasaba los días con un único pensamiento enroscado en mi cabeza, qué fácil es
convertirse en creyente cuando no hay otra elección. Ahora era un firme defensor de la
metempsícosis. Si tantas personas creían en ella por algo debía de ser; más difícil era
seguir a un dios crucificado hijo de una virgen, que se da como alimento a sus
seguidores, y millones en la tierra lo hacían. Y, claro, lo de reencarnarse explicaba los

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bruscos cambios de naturaleza en algunos individuos. Todo adquiría una coloración


coherente.
Las noches las dedicaba a trabajarme al cimarrón. Por lo que había dado a
entender, el ritual era sencillo. Bastaba una frase para abrir las puertas de la vida y de la
muerte que custodiaba Mariwara.
Pero, inesperadamente, de la noche a la mañana, Lothaire se cerró en banda.
Razoné, supliqué, incluso le hablé de Marguerite; todo en vano. No sabía por qué, pero
ahora recelaba de mí.
Se acercaba la estación de las lluvias, pronto dejaríamos los barracones junto a
los bosques para volver tras los muros de la prisión, y allí nos alojaríamos en edificios
diferentes. También faltaba menos para que se quitara de en medio. Comencé a
ponerme nervioso.
Después de una jornada especialmente despiadada, exploté. Por la mañana, un
corso menudo se había internado en la espesura dando alaridos. A las tres horas lo
trajeron arrastrándolo por los pies, con la cabeza colgando, como si fuera un mono
muerto. Antes de la pausa de la comida me picó un escarabajo dejándome el tobillo
inflamado y toda la extremidad acalambrada. Los guardias no lo consideraron motivo
suficiente para eximirme de las tareas. Por si fuera poco, mientras regresábamos, cayó la
primera tormenta de la temporada.
Cuando nos anillaron y cerraron la puerta, no podía más. Agarré por el cuello a
Lothaire conminándolo a revelar el sortilegio. Era el doble de grande que el negro y
tenía la mitad de edad que él. Me retorcí como una culebra; lo había inmovilizado con el
brazo izquierdo, mientras que con el derecho apretaba, asfixiándolo lentamente. Si
quería ver a los suyos en el más allá debía revelar las palabras mágicas. Prometí, juré
por mi alma que lo dejaría vivir si hablaba.
Lothaire, asustado, lo hizo. Lo obligué a repetir el hechizo, iba mi vida en ello.
Después continué apretando. Los dedos de la mano pensaban por sí mismos e iban
penetrando en la carne, destrozando tendones y arterias; es el genio que tengo, no lo
puedo remediar. Dejó de respirar. Procuré dormir hasta la salida del sol, sabía la paliza
que me esperaba antes de visitar a la Viuda. Soñé que me atracaba de ostras de Bélon.

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El momento ha llegado, ya abren la puerta de la celda. El comandante lee la


sentencia esperada; en la colonia cualquier crimen significa la muerte. Clément,
vengativo, me guiña el ojo y salgo escoltado por dos guardianes.
Ha dejado de llover, el sol abrasa y endurece el barro blancuzco del patio.
Camino entre varias filas de presos que, arrodillados, van a presenciar una condena
ejemplarizante. Ninguno levanta la cabeza; sus cuerpos exudan miedo, el mismo que yo
siento, pues, por mucho que me envalentone, no sé lo que va a suceder.
En el centro del rectángulo se alza el esbelto artefacto de madera coronado por el
diente de acero asesino: la guillotina, la Viuda, como la llamamos con respeto.
Bardamu, el verdugo, ha colocado un trapo protegiendo los bordes del semicírculo que
se abre en la madera donde tengo que apoyar el cuello por última vez. Un detalle
ridículo y enternecedor.
Me falta el aire, los pulmones presienten que están cumpliendo su última
función y actúan desordenados. Bardamu cierra el yugo. Tengo la garganta seca. Ahora
o jamás. Mi boca pronuncia con dificultad las palabras sagradas.
—¡Ulodei m’sundu Mariwaraya tsombo!
Abro los ojos y despierto en medio de una pesadilla. Tengo la extraña sensación de que

siempre es el mismo día, de que vivo un hoy recurrente. Miro el tosco calendario

clavado en la pared de la celda…

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Estaba escrito
Adriana Silvia Vaninetti (Argentina)

Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare.
J.L. Borges, Tlon, Uqbar, Orbis Tertius

A los cincuenta y cinco años, Tadeo Isidoro Carranza, soltero de profesión, se


consideraba a sí mismo un hombre afortunado. Empleado desde los veinte en una
descolorida oficina pública donde el gris de los trajes reflejaba el de las almas
aprisionadas en esos cuerpos, había logrado crear un tenue espacio protector a su
alrededor. Para atravesar el tedio del día a día, ese devenir circular como rueda de
molino en las siestas del campo, le bastaba con franquear con la imaginación una grieta
en el tiempo y el espacio. Se transformaba entonces en un escritor famoso. Contaba,
para nutrirse, con la biblioteca del Centro de Empleados Municipales de su barrio. Allí
acostumbraba repantigarse en un sillón para leer hasta que la encargada le avisaba con
una sonrisa que era hora de cerrar. Nunca llevaba los libros a su casa. Ese acto mágico y
minucioso de revisar los anaqueles, de tantear suavemente los lomos con la punta de los
dedos, de sentir las vibraciones invitantes hasta que uno era el elegido, ese acto casi
iniciático, pertenecía a un solo lugar. Allí no entraba la opaca rutina de solterón.
Desde mayo de 1977 fue García Márquez. Por más de un año los gallos del
coronel Buendía cantaron sobre el escritorio mientras largas filas masticaban

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impaciencia y se deshacían en protestas nunca registradas por él. Una de las vecinas que
puntualmente acudía a pagar sus servicios de Alumbrado, Barrido y Limpieza se
transformó en la desalmada abuela de la cándida Eréndira. Entre visita y visita a la
biblioteca le pareció comenzar a sentirse desmemoriado. Pegó en lugares de la oficina
que solo él veía pequeños cartelitos que decían “escritorio”, “sellar el recibo del
contribuyente” o “esta es la puerta por la que se sale hacia el baño: hay que regresar”.
Antes de que la peste del insomnio y del olvido contagiara al barrio, una oportuna lluvia
torrencial como las de Macondo limpió la atmósfera y, cuando escampó, Tadeo Isidoro
Carranza volvió a la biblioteca a renovar el ritual transformador.
Cerca de octubre de 1978 pasó a ser Mujica Láinez y luego Sábato. Hizo así
deambular por los descarnados pasillos carnales personajes furiosos de hambre, de
celos, de lujuriosa demencia, de rebullir de antigua sangre. Cerca del invierno de 1979
más de un atónito transeúnte de esos laberintos burocráticos sintió erizarse la piel,
rozado por frío hálito fantasmal, atribuido generalmente al deficiente sistema de
calefacción.
La niebla de junio fue el escenario para ser Borges. Tadeo Isidoro Carranza
encontró su propio Aleph en el rincón de siempre de la biblioteca, invadido por la
semipenumbra suburbana. Semana tras semana, la otredad, los mundos superpuestos,
los enigmas. Un minucioso pulso lo conducía por bifurcados senderos, sutiles y
atrapantes. Lo escribía y lo reescribía. Empezó a trasladar sus fantasías a la despojada
pieza de su vivienda. Un día ya no soportó el espejo, que parecía burlarse al reflejar su
flaca figura solitaria, siempre huérfana de la cópula —esa reproductora de seres
humanos como el espejo mismo—. Lo astilló en mil pedazos y salió para la biblioteca, a
devorar sin prisa pero sin pausa más de las Obras completas.
Nunca supo si ese día soñó, fatigado como estaba después del exabrupto. Lo
cierto es que en sus manos tuvo un libro de Borges cuyo séptimo cuento le reveló de la
manera más profunda secretos impronunciables, pero tan identificados con su ser íntimo
que se prometió no leer otra cosa en su vida. Rompiendo su costumbre de años, solicitó
a la bibliotecaria el préstamo. Transitó las calles casi tropezando con los gatos
noctámbulos que maullaban en el crepúsculo espectral y se precipitó a su cama. Sin
cenar, sin sacarse más que los botines, intentó saborear una y otra vez la lectura. Inútil
fue su búsqueda. El cuento ya no aparecía en el volumen, a pesar de que estaba seguro
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de no haberlo soltado de sus manos en ningún momento. Comprendió oscuramente que


esa desaparición era como una paradoja: la promesa de que, solo si volvía a leerlo, él
sería Borges.
Transido de urgente esperanza, convencido ya de que en la Biblioteca del Centro
de Empleados Municipales no quedaba una sola obra de Borges que él no hubiese leído,
Tadeo Isidoro Carranza renunció a su empleo. Puso en una mínima valija un par de
prendas y los ahorros de toda su vida y salió para la estación de ferrocarril.
Fue el inicio de una búsqueda exhaustiva, estéril y casi interminable por todas y
cada una de las bibliotecas de todos y cada uno de los pueblos más remotos y de las
populosas urbes. Con el andar cada vez más lento y cauteloso de quien se va metiendo
paulatinamente en las brumas de la ceguera —tal vez para despertar a una íntima
iluminación—, continuó registrando palmo a palmo profusas páginas ya casi aprendidas
de memoria. Intentaba rescatar ese cuento. Intuía que era la clave para su definitiva
transformación. Como un inútil escape a la tensión que la ansiosa incertidumbre le
producía, comenzó a fumar a escondidas entre el olor a tinta de los rincones. En cuanto
alguien advertía el humo, apagaba rápidamente el cigarrillo y lo escondía en un bolsillo
del amplio sobretodo.
Por siete años su peregrinación obstinada lo fue llevando cada vez más hacia el
sur. Una mañana de junio de 1986, después de una noche de zarandeado insomnio en un
desvencijado coche de clase turista, bajó del tren en una estación de carteles borrosos.
Transitó, como en una pesadilla de fiebre, calles de arena que terminaban en suburbios
de perros flacos. Sin preguntar a nadie, bien entrada la tarde, dio al fin con la Biblioteca.
La mujer le abrió la puerta como si lo esperara, como entendiendo. En un acuerdo
tácito, lo guió hasta un viejo mueble de roble lustrado con puertas de cristal biselado,
exquisitamente decorado con signos misteriosos. Le señaló un lugar donde ubicarse y lo
dejó solo. No habían cruzado una sola palabra.
Tadeo Isidoro Carranza encendió el cigarrillo. Aspiró con fruición. Se relajó.
Abrió el libro en medio de una suave neblina azulada. Exactamente en la página
indicada. Cada vez más seguro y tranquilo. Cada vez más blando y sosegado todo su
cuerpo, cuanto más alerta su intuición. Era el lugar, era el momento, era la página. Leyó
con toda su alma, aprovechando los últimos resquicios de visión que le quedaban,
sintiendo solo con alguna parte remota de su ser el calor que lo iba envolviendo. Leyó.
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En las primeras horas de la noche del 14 de junio de 1986, sumido en una


especie de lúcido sopor, comprendió que, inevitable y definitivamente, él jamás sería
Borges. Que Tadeo Isidoro Carranza era solo un sueño soñado por el ilustre ciego, un
personaje jamás terminado de plasmar. Que el destino marcaba puntillosamente el día,
la hora, el minuto inexorable en el que ambos morían: uno en Ginebra y el otro en el
incendio de la Biblioteca Pública del pueblo de Las Arenas.

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El tiempo nunca es igual para Elisa


Pablo Loperena López (España)

Elisa se levanta adormilada y se dirige al baño con parsimonia. Se sienta en la


taza y, sin despertarse del todo, comienza a orinar. Debía de tener más ganas de las que
creía, porque el alivio dura tanto rato que la hace sentir incómoda. Tarda demasiado en
acabar, le extraña que el asiento no se temple y que no logre despejarse.
Cuando por fin termina, abre el grifo y se lava la cara al mismo ritmo pausado.
Entonces advierte que el agua mana más despacio que de costumbre.
Alarmada, recorre el pasillo hacia el cuarto de estar. Su cuerpo no le responde a
la velocidad habitual y tarda horrores en llegar. Descuelga y llama al centro de salud,
marcando un número tras otro con exasperación. El sonido del tono es más largo de lo
que recordaba. Tiene que armarse de paciencia pero, por fin, cuando ya empieza a
desesperar, una voz le responde desde el auricular.
Cuando era pequeña, parecía que el tiempo apenas avanzaba. Al salir de casa
para ir al colegio lo pasaba mal, porque no estaba segura de cuándo volvería a ver a sus
padres. Las clases eran eternas: secuencias incalculables de números en Matemáticas,
perífrasis sin final en Lenguaje, información inagotable en Ciencias Sociales y cascadas
de datos en Naturales. Durante cada recreo, las amistades nacían y morían, conocía
gente nueva, disfrutaba de juegos interminables, imperios enteros se levantaban y caían.

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Recorrer el patio era una fuente constante de aventuras, siempre había algo que la
sorprendía.
Elisa se queda de piedra. La operadora habla tan despacio que cuesta entenderla.
Y, sin embargo, no parece consciente de su chocante forma de actuar. Elisa le pide hora,
contestando con la misma lentitud a pesar de su esfuerzo. La mujer la cita a media
mañana del día siguiente. Elisa cuelga aturdida, sin saber qué pensar.
Decide acallar la ansiedad con un buen desayuno. Cruzar el pasillo para entrar
en la cocina le cuesta más de lo que le ha llevado recorrerlo desde el baño al salón, en
toda su longitud. Sin paciencia para preparar nada, se sirve un vaso de leche fría y coge
una magdalena del bote que hay sobre la mesa. Al mojarla, ve con claridad cómo
absorbe el líquido, poco a poco, hasta empaparse.
En verano, sus padres la llevaban al pueblo y su vida se transformaba. Su zona
de seguridad crecía, el sol estaba tanto rato en el cielo que, en un solo día, podía
explorar las calles viejas, visitar a sus tías, bajar a la Alameda, chapotear en la charca,
acercarse a los corrales y jugar al pañuelo con sus vecinos. Cuando el curso empezaba
de nuevo, había pasado tanto tiempo que sus compañeros se habían vuelto extraños.
Tenía que volver a conocerlos porque habían cambiado demasiado. Toda una vida había
transcurrido de un curso al siguiente; edades enteras se sucedían.
Se la lleva a la boca en un intervalo eterno. Cada masticación dura demasiado
como para saber cuánto. A pesar de su blandura de bizcocho mojado, ese primer bocado
permanece tanto rato en su lengua que el sabor acaba por resultarle repulsivo. Cuando al
fin la traga, sin apenas masticarla, baja por el esófago durante un periodo incalculable.
Elisa, antes de comprender que su cuerpo necesita el aire de una manera distinta, con
inspiraciones y pausas que se alargan más allá de lo razonable, se angustia porque no
puede respirar.
Si comer un trozo de magdalena empapada le produce esa impresión, no quiere
saber lo que sentiría al beber la leche. Con un retardo imposible, se levanta sin recoger
el desayuno. El movimiento es tan lento que durante mucho rato cree que caerá hacia
atrás. Hasta que se da cuenta de que la gravedad no la afecta como antes y la inercia la
llevará a erguirse en algún momento lejano.

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Su síndrome de tiempo dilatado empeora. No soporta la idea de esperar a que el


médico la examine al día siguiente, así que decide llamar a urgencias para que le envíen
una ambulancia.
La pubertad fue un época confusa. No avanzaba hacia algo concreto, ni la
recordaba en orden, sino que todo se mezclaba en su memoria. Demasiados cambios en
su cuerpo, nuevas experiencias, enfrentarse a sus padres, romper límites, probar lo
prohibido, recrearse en la culpa, estar siempre enfadada, querer demostrar que era adulta
aunque sintiese terror de madurar. Demasiado para asimilar.
Se encamina de nuevo hacia el salón en un periodo más allá de toda medida. Su
cuerpo apenas consigue atravesar la atmósfera que se ha coagulado a su alrededor. En
cada paso cree que va a perder el equilibrio debido al tiempo que permanece sobre un
solo pie. Pero continúa adelante determinada a no rendirse, instigada por el temor de
que si se detiene no será capaz de desplazarse de nuevo. Su mirada baila levemente:
cada vez que se cansa de observar lo que tiene delante, sus ojos se mueven tan despacio
que pierde el interés antes de que acaben su recorrido.
Cuando está en medio del salón, siente un picor en el antebrazo izquierdo. Poco
a poco, gira la cabeza en esa dirección. Supone que su mano derecha se dirige hacia la
zona para rascarla pero, como se encuentra fuera de su vista, no puede estar segura. El
picor le resulta insoportable. Aunque siempre tiene la misma intensidad, lleva tanto
sufriéndolo que la está volviendo loca. Empieza a preocuparle que sus dedos no vayan
en la dirección correcta y, conforme las estaciones se suceden, la preocupación da paso
al miedo, y este al pánico. Su mente se bloquea, solo le queda espacio para el constante
picor. Se esfuerza por sentir la mano derecha para ser consciente de lo que hace, para
predecir si conseguirá alcanzar su destino. Pero su cuerpo no reacciona al horror: no
suda, su corazón no late más deprisa; todavía no le ha dado tiempo. Hasta que, tras una
angustia que no tiene principio ni final, su mirada, sus uñas y el picor del antebrazo
confluyen en una catarsis mágica y, con una lentitud inconcebible y paciencia infinita,
rasca para que desaparezca.
Y llegó el día en que, por fin, el tiempo se calmó. Conoció a alguien y construyó
una vida. Trató de recobrar el contacto con el pueblo, perdido durante la adolescencia,
aunque ya era tarde: Elisa era una persona distinta. Los años fueron pasando, uno tras
otro, cada vez más deprisa. Hablaban a menudo de tener hijos, fundar una familia; pero
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siempre había algo que hacer, que esperar, que mejorar. Un viaje, un trabajo, un
ascenso, coche nuevo, apartamento en la costa… Y tenían todo el tiempo del mundo.
Elisa se acordaba del colegio de un modo difuso, atrás, muy lejos, como si le hubiera
ocurrido a otra. Sin embargo, el instituto podía haber sucedido ayer. Solo cuatro cursos,
tan intensos que resultaban más cercanos que sus largos años de felicidad estancada en
el transcurrir de las horas.
Entonces lo perdió todo.
Y el tiempo volvió a detenerse.
Los restantes pasos hasta el sofá son un tormento. Dentro de su cabeza grita de
desesperación, suplica e insulta a partes iguales al universo y a Dios. Mientras, su
cuerpo permanece inalterable, concentrado tan solo en su tarea. Cuando al fin llega, no
puede creerlo. Lloraría de alivio y felicidad, si las lágrimas se desplazaran en su misma
dimensión. Arriesgándolo todo, coge el teléfono y se sienta en un único movimiento
eterno de equilibrio imposible.
El mundo se funde en negro. El pánico regresa de golpe, acompañado de la
incomprensión y un amasijo inidentificable de emociones. Se ha vuelto ciega. Ahora, no
solo su cuerpo no le responde, no solo el tiempo avanza más despacio, sino que además
está encerrada en su cabeza, sola para siempre. Trata de encontrar alguna solución, se
encoleriza, promete una y otra vez que cambiará; que, si consigue superarlo, no se
dejará arrastrar de nuevo por los fantasmas del pasado, será mejor persona. Desespera
en la negrura imperecedera hasta que, de pronto, sus párpados se abren devolviéndole,
lentamente, la vista.
Despertaba y se quedaba en la cama. Miraba el techo, cambiaba de postura, tan
cansada que apenas era capaz de pensar. El teléfono sonaba pero nunca lo cogía. En
ocasiones se levantaba y comía con desgana una lata de conservas o algo frío de la
nevera. El timbré del portal sonó un par de veces, pero lo ignoró como si no existiera.
Los días pasaron, cada uno igual al anterior, congelados en un tiempo sin dirección.
La estupefacción hace que le cueste entenderlo. Solo ha parpadeado. Resuelve
no hacerlo nunca más. Mantendrá los ojos abiertos aunque se le sequen en las órbitas,
pero jamás volverá a perderse en la oscuridad.

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Con toda la fuerza de su voluntad puesta en conservar la cordura, marca el


número de urgencias. Tres dígitos que suponen una vida entera de alegrías y
lamentaciones.
Vuelve a ser una niña, revive sus aventuras en el patio del colegio, piensa en los
amigos que dejó atrás. Con gran esfuerzo, relaciona hechos, repasa vivencias una vez
detrás de otra, desentierra recuerdos que no sabía que tenía, hasta el punto de no estar
segura de qué parte de su niñez es auténtica y cuál inventada. Por mucho que lo intente,
los huecos son demasiado grandes, jamás logrará recomponer por completo su infancia.
Rememora su adolescencia, cada experiencia y sentimiento, reflexiona sobre
cómo era el mundo y cuáles fueron sus reacciones. La observa desde tantos ángulos, la
analiza tanto, que consigue recordarla en orden por primera vez. Se comprende a sí
misma como nunca antes, la clase de persona que ha sido, por qué ha llegado a ser quien
es, los efectos que sus acciones han tenido sobre los demás y las de estos sobre ella.
Llega a la conclusión de que, en su entorno dado, con su carácter y el de la gente que la
ha rodeado, su vida no podría haber sido de otra manera. Y lo más triste es que nadie
tiene la culpa. Todo su sufrimiento, su pérdida, eran el único resultado posible, el modo
en que son las cosas.
Presiona la tercera tecla y, tras un lapso inconmensurable, el teléfono comienza a
sonar. Un primer tono de llamada que comprende todas las eras, con un final demasiado
lejano para ser abarcado por la razón.
Rememora los largos años de felicidad junto a su pareja sentimental. Uno tras
otro, en una sosegada masa de alegre ignorancia. Más allá de las horas, sin preocuparse
por el mañana, creyendo que su dicha y su estupidez durarían para siempre. Pero el
recuerdo se solapa con la nostalgia. Revivir aquellos años, dentro de su tiempo estanco,
es el peor sufrimiento de todos. Acaba por aceptarlos, los asimila en su interior para
desterrarlos de su mente y no pensar en ellos nunca más.
Un suave crujido se desliza desde su oído y crea ecos que se arrastran durante
eones en su cabeza vacía. El silencio absoluto de la no existencia le sigue solitario, en
un lugar donde la demencia se confunde con la desesperación. Una voz contesta al otro
lado del auricular. Pero Elisa es incapaz de entenderla, los fonemas se estiran demasiado
para resultar comprensibles. El lenguaje ha quedado más allá de su capacidad. Ya nunca
podrá comunicarse con nadie ni volver a hablar. Pronunciar una palabra, una sola letra,
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le costaría demasiado para mantener simultáneamente el hilo de sus pensamientos. Una


vez empezara a articularla, sería incapaz de conservar la concentración el tiempo
suficiente para darle fin.
Se percata de que su mano no sujeta el teléfono, que cae de un modo casi
imperceptible. Todavía escucha ese primer fonema extendido hasta límites insanos,
apenas menos audible que cuando ha comenzado.
Ha perdido la facultad de mover la cabeza. O acaso lo hace tan despacio que le
resultaba imposible saber si lo está haciendo, tanto da. No ha inspirado ni cerrado los
ojos desde que regresó, en tiempos inmemoriales, de la oscuridad. Y, sin embargo, no se
le han secado lo más mínimo. Aunque su perspectiva permanece fija, de manera
paulatina aprende a centrar su atención en diferentes puntos de su mirada. Absorbe cada
detalle del salón, arruga del mantel de la mesa y mota de la pantalla de televisión.
Interioriza el patrón de un tapete de ganchillo, como si fuera su nuevo mapa del mundo.
Llega a conocer cada objeto a un nivel más íntimo que cualquier otra cosa en su vida. Es
volver a ver ese microcosmos por vez primera, es traspasar la barrera de los sentidos y
aprehender ese pequeño fragmento de realidad.
En el rabillo del ojo, hay una diminuta mancha al otro lado de la ventana. Con el
paso de innumerables eternidades, es capaz de entrenar su concentración hasta distinguir
una golondrina. Admira su forma grácil de sostenerse en el aire, cuenta sus plumas,
busca un brillo de complicidad en sus ojos. Aquel pájaro es toda su compañía, el único
ser vivo que comparte su mundo. Conforme los infinitos se suceden y el primer fonema
del teléfono se atenúa, Elisa dedica más y más tiempo a buscar rasgos de su avance. Lo
estudia y registra cada pulgada de progreso en su vuelo. Hasta que se para.

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El cazador de cartas
William Antonio Argüello Bernal (Colombia)

Se afirma que la identidad es el punto de confluencia entre aquello que se desea


ser y lo que el mundo permite ser. Si esto es cierto, ilustraría mi caso. Pero en defensa
propia esgrimiría que de una imposición nació una vocación, por no decir una fijación.
Comencemos por aclarar que, como hijo de marino, crecí bajo la ausencia de mi
padre. Permaneció la mitad de mis primeros quince años de vida alejado de casa.
Nuestro contacto fue su correspondencia.
Resultaba una dicha encontrarla al llegar del colegio: una vez aprendí a leer, mi
madre me la dejaba en la cama, inmovilizada bajo Excalibur, mi abrecartas en forma de
espada medieval. Gozaba con cada misiva, porque iban más allá de las lacónicas
postales de viaje.
No está de más añadir que me fui convirtiendo en un experto en la jerga náutica.
Tarquina, limera, abarloar y línea de crujía, comenzaron a formar parte de mi léxico
como hogar, madre, comida y tristeza. Mi padre incluía esos vocablos en sus cartas para
que yo, a trompicones, peleara con su etimología y semántica. Y, de paso, para menguar
su cargo de conciencia por mi precaria formación integral.
Al contrario de lo que se acostumbra al recibir una misiva, cuando llegaba carta
de mi padre no la abría de inmediato para sentarme a leerla de un tirón; más bien,

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convertía el acto en un ritual tan laborioso como gratificante, sagrado como la Magha
Puja de los monjes tibetanos.
Lo primero que hacía era interiorizar lo referente al matasellos. Por medio del
Diccionario Enciclopédico Quillet —comprado ex profeso por mi padre antes de que yo
naciera—, averiguaba lo que podía respecto al puerto de timbrado. Después, me
concentraba en la estampilla. Y aunque no he sido amante de la filatelia —me parece
soporífera como la numismática, la entomología y la esgrima—, puedo certificar,
pasadas tres décadas, que poseo quinientos cuarenta y ocho sellos de correo, uno por
cada carta.
Como primera medida, analizaba el diseño de la estampilla. Lo hacía con una
lupa de lentes aplanáticos que trajo mi padre de Hamburgo para mi cuarto cumpleaños.
Intentaba establecer si su impresión fue por tipografía, huecograbado, litografía o
fotograbado. Luego estudiaba ya no la geografía, sino la historia del país emisor del
sello postal.
A continuación, seguía el paso más emocionante por el inevitable misterio que
desprende la magia de la filigrana, conocida con el apelativo romántico de “letras de
agua” desde que los italianos la inventaron hace ochocientos años como medida para
garantizar la autenticidad de un manuscrito o un impreso.
Para ello, comenzó a formar parte de nuestras vidas don Gregorio. Mi madre lo
contactó al azar por el anuncio de sus servicios filatélicos en el directorio telefónico, sin
imaginarnos que a aquel republicano exiliado de setenta y cuatro años lo adoraría como
a un tercer abuelo.
Su oficina —si así se podría llamar a la habitación trasera de la casa en la que
vivía—, se convirtió en el rincón más fascinante de la ciudad. Allá, aprendí a identificar
las partes de la estampilla y la importancia que los iniciados le conceden, cuando se
trata de tasar el valor filatélico, a la línea de borde, el dentado, la viñeta y el pie de
imprenta. Pero ante todo, descubrí que el encanto de un sello de correo se refugia en su
parte posterior.
Enajenado, fui testigo de cómo —al igual que las imágenes que en los cuartos
oscuros aparecían como por arte de nigromancia sobre el papel fotográfico— surgían en
el anverso de la estampilla, gracias a las gotitas de bencina, toda clase de símbolos
nacionales.
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Finalmente, procedía a rescatar la estampilla. Recortaba el extremo donde venía


adhería para sumergirlo en salmuera durante media hora. Una vez separada, enjuagaba
la estampilla con agua fría para retirar los restos de goma y la prensaba entre dos
papeles secantes. Encima le colocaba los tomos del Quillet que había consultado. Al
cabo de dos días, ni un día más ni un día menos, clasificaba la estampilla en mi álbum
organizado por continente, país, ciudad y fecha.
Cumplida aquella ineluctable ceremonia, estaba listo para leer la carta de turno.
Debo insistir en que jamás se trató de misivas prosaicas, sino de intrincados relatos de
aventuras protagonizadas por lobos de mar, que podían alcanzar las doce hojas por
ambos lados, y conformaban un bazar de traiciones, naufragios, tabernas ultramarinas,
enajenados y marginados.
Hoy, a mis cuarenta y ocho años, soy consciente de que mi padre bebió, por no
decir que se embriagó, de Conrad, Stevenson, Marryat, Graves, Salgari y del Dirk Pitt
engendrado por Clive Eric Cussler. Aunque en un principio sus espeluznantes historias
se me asemejaron más a las andanzas de Tintín y Milú. De ninguna otra manera podría
haberme contado con tanta soltura los avatares del contramaestre Maravedís, que creó
para mí como una fusión de Sandokán, John Silver, Ahab, Simbad y Marlow.
Maravedís era un marinero impredecible y displicente de mediados del siglo
XIX —cuando reinaban los veloces clíperes de tres mástiles— que, cansado de ser el
diligente segundón de a bordo, sometido a los desplantes del capitán y las
arbitrariedades del primer oficial, decide transformarse en el inescrupuloso comandante
de una maltrecha goleta de velacho para contrabandear té desde la China.
Por sí sola, la situación planteada por mi padre convocaba a impredecibles
correrías mercantiles por los siete mares de seguro interesantes para muchos; sin
embargo, no fue hasta los once años cuando vislumbré que podría convertirse en una
fuente de ingresos para mí.
Era octubre cuando mi madre me propuso que mecanografiara y fotocopiara
varias historias entrelazadas —como capítulos por entregas de una novela de folletín— para
venderlas a mis abuelos, tíos y primos, y así hacerme con el Walkman Sony TPS-L2
que anhelaba para navidad.
La tarea resultó trabajosa por la cantidad de misivas: trescientas sesenta y dos.
Con la ayuda de un mapamundi, intenté trazar un recorrido coherente para cada paquete
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de cartas. Por ejemplo, que en el Mar Amarillo se zarpara de Shangai y, previo fondeo
en Pyongyang, se recalara en Kagoshima. Recuerdo que denominé a esa ruta oriental
—cuyas epístolas más me costó concatenar— Mareas del Dragón Azul.
En resumidas cuentas, para mediados de enero, era el orgulloso propietario,
además del Walkman Sony TPS-L2, de un Betamax Sony SL-5000 y de un par de tenis
blancos Adidas Superstar.
Con el retorno a casa de mi padre, que asumió el cargo de práctico de puerto,
murió el contramaestre Maravedís. Pero no lo hizo en su ley: ahorcado en una pocilga,
relleno de balas, por decapitación, envenenado en un ventorrillo del camino o arrojado
por la borda de un bajel. No. Prefirió hacerlo en su momento y a su manera: de un
resbalón en la ducha.
Desde entonces, comenzó una pertinaz contienda contra el tiempo. Iba a cumplir
dieciséis, había decidido ser escritor y no quería ingresar a la universidad dando palos
de ciego. Por fortuna, el profesor Valencia me sirvió de abnegado lazarillo. De su mano,
algo me quedó del estructuralismo francés, el realismo ruso, la corriente de la
conciencia, la epopeya griega, el boom latinoamericano y hasta de la estética de la
recepción.
Por supuesto, el profesor Valencia no se prestó así como así. Había sido por años
un paciente espectador en barrera no solo de la saga del contramaestre Maravedís, sino
de mi incipiente evolución como crítico literario. Sí, como lo leen: de crítico literario.
Desde que mi padre envió la primera carta —en su defecto, el primer episodio
ambientado en el Estrecho de Ormuz, una guarida de piratas desde el siglo VII a.C.—,
le solicitó a mi madre que me ayudara a redactar mis apreciaciones sobre cada lectura.
Con los años, no solo mi madre dejó de ser parte del caprichoso proceso, sino que mis
exégesis se hicieron extensas e incisivas, por no decir mordaces.
Pero no fue hasta cuarto semestre de Filología, durante el Seminario de
Semántica, que supe qué diablos podría hacer por el resto de mis días. El docente, un
defensor a ultranza de que estudiar la vida privada es fundamental como estudiar la obra
pública, insistió en que no deben disgregarse ambas como lo sugirieron los formalistas.
Recuerdo que comentó que la misiva que delata la relación homosexual del autor
de El retrato de Dorian Gray con el hijo del marqués de Queensbury, no solo conserva
un valor literario —denominado estudio referencial—, sino uno comercial. Un mercado
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que se mueve constantemente y puede resultar muy lucrativo para quien sepa
entenderlo. Hace unos años, por ejemplo, pagaron treinta y cinco mil dólares por una
carta del lunes 29 de octubre de 1888 atribuida a Jack el Destripador.
Aquel día en la universidad, para cuando ya tenía claro que carecía del don de la
creatividad, entendí que de los tres tipos de inferencias —la deducción, la intuición y la
especulación—, yo estaba mentalmente incapacitado para la primera y relegado
socialmente a la tercera. Lo mío era “el placer del texto”, del que nos advierte Barthes.
Próximo a los cincuenta, se me considera una eminencia en el género
referencial, que le ha permitido a la humanidad enterarse de que Tolstoi aprendió a
montar en bicicleta a los 69 en las calles de Moscú, que J.D. Salinger se bebía su orina y
manifestó tendencias pedófilas, y que Víctor Hugo tenía que desnudarse para escribir.
A simple vista, estoy capacitado para distinguir entre una treintena de letras
cursivas. Diferencio al instante la Longobarda de la Saxónica y la Gótica de la Ulfilana.
Palabras más, palabras menos, en un pacto no pactado, me convertí en un descarado
voyerista de los escritores, en un redomado husmeador de sus cartas.
No está de más agregar que aunque mis honorarios corresponden al diez por
ciento de la transacción, nunca he pujado por las epístolas subastadas. El único original
que poseo es un telegrama en alemán. Para anunciarle al suegro el nacimiento de su
primogénito a mediados del siglo XIX, el matemático Gustav Lejeune Dirichlet, más
conocido como el padre de la función, le escribió: 1 + 1 = 3.
Queda claro que todos pretendemos más que sobrevivir. En mi caso, me gasté
media vida en pos de misivas de otros. Sin embargo, pese a mis aportes al género
referencial, y haciendo a un lado los reconocimientos prodigados desde Tokio hasta
Vancouver, pasando por Barcelona, me sigo catalogando como un vulgar propalador de
confidencias póstumas, un trivial profanador de la intimidad de los difuntos.
Mi remordimiento empeoró hace cinco años, cuando recibí la ESQUELA. Se las
introduzco así, en mayúscula sostenida, porque aquella misiva cumplió cabalmente con
lo que se entendía por una: “carta breve que antes solía cerrarse en forma triangular”.
Digamos, para iniciar, que resultó inusual que llegara a mi casa. La
correspondencia de trabajo la manejo a través de la oficina que tengo habilitada desde
hace diecinueve años en la calle de Los Herreros, en el casco antiguo, donde vivieron el

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virrey y los oidores de la colonia. Pero fue la rimbombancia del remitente lo que me
dejó perplejo: Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos.
En ella, el supuesto bardo del Siglo de Oro y excelso caballero de la Orden de
Santiago imploraba a bocajarro una relación epistolar. Por supuesto, terminé de leer el
comunicado y lo destruí.
A las dos semanas, llegó otra esquela. El maestro barroco indagaba por la suerte
de la primera. En esta ocasión, reparé en ella. Se correspondía con una carta en papel
pergamino de más de trescientos años. Pese a lo descabellado, conservé el segundo
documento. Fue su tercera esquela la que me hizo entrar en acción. El autor de La vida
del Buscón se excusaba por su impertinencia y recalcaba que no insistiría.
Sin perder tiempo, rebusqué en mi biblioteca el ejemplar del Epistolario
completo de don Francisco de Quevedo y Villegas, una edición crítica que el ensayista
Luis Astrana Marín publicó en Madrid en 1946. ¡La caligrafía resultó idéntica a las de
las tres esquelas recibidas! Atribulado, sometí las últimas dos al juicio especializado de
mi perito grafotécnico de confianza. Apenas se las envié con una notica: “¿Qué opinas
tú?”.
A la vuelta de cuatro días, recibí el dictamen solicitado. En efecto, se trataba de
un característico papel de mediados del siglo XVII, obtenido mediante el encolado de
cáñamo. Eso fue todo.
No se hizo mención a otros aspectos discrecionales, como las tintas empleadas,
los giros idiomáticos y la distribución de la caja tipográfica. Puesto que el tacto es un
requisito sine qua non del negocio en que me muevo, el asunto quedó saldado.
A la semana siguiente, llegó una esquela más. En esta ocasión, su expedidor fue
Pedro Calderón de la Barca. La firmaba bajo el cargo cortesano de Capellán Mayor de
Carlos II.
El creador de La vida es sueño me congratulaba por mi excelsa labor de
preservador epistolar y me encomendaba que no bajara la guardia en mi conservación
de la memoria ajena, porque yo era el ungido. Me alentaba, también, a nunca más
incriminarme como profanador de la conciencia ajena: “Sepa usted, muy afectuoso
señor mío, que cuando se remesa una misiva autógrafa, se debe ser del todo consciente
de que ella asume la anodina subsistencia de las botellas de mar”.

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De nuevo, recurrí a mi biblioteca para confrontar la publicación de la


Universidad de Valencia en torno a las escritos personales del dramaturgo madrileño,
otro de los caballeros de la Orden de Santiago. La caligrafía recibida resultó también
original: una variante catalogada como procesal de cadenilla, que desplazó a la
cortesana.
Esperé con angustiante prudencia, igual que los telegrafistas por su clave; pero
dado que no llegaron otras esquelas, puse la más reciente en manos de mi experto con
idéntica notica: “¿Qué opinas tú?”.
A la vuelta de dos días, su respuesta fue similar: me reconfirmaba que consistía
en un papel de lino de finales del siglo XVII. Nada más. En síntesis: soy el único que ve
lo manuscrito en ellas, como en una especie de tinta invisible, exclusiva para mí.
A partir de entonces, desde el fondo del tiempo, empezaron a llegar esquelas de
Iberoamérica entera, un asunto no baladí para el cartero de la comuna, que tuvo que
redoblar su esfuerzo. La más etérea resultó la del autor de Pedro Páramo; la más sentida
fue timbrada en Argentina, y llevaba la preciosa letra de Alfonsina Storni.
Todas se abrazan, como ánimas en pena, a la confidencia. José Asunción Silva
me habla de Elvira y la élite bogotana con la que compartió su hermana en orgías
incestuosas, mientras Federico García Lorca me desvela —con fechas, lugares y
nombres— las personalidades que llevó a la cama, incluidos obispos y un cardenal de
radical corte monárquico alfonsino.
Desde hace año y medio, no estoy seguro si para bienestar de mi salud mental, el
espectro de los rumores delatores se amplió. En un abrir y cerrar de ojos, con una voz
antigua, el mundo literario, en una especie de súplica de indulgencias imposibles de
otorgar, comenzó a compartir conmigo las vilezas que no lo dejan descansar en paz. Ya
no puedo con tantos diccionarios bilingües: Austen, Kavafis, Woolf, Hess, Kawabata,
Pushkin, Yourcenar, Brecht.
Por supuesto, no he comentado con nadie mi peculiar situación. ¡Mal haría! Para
el resto de los mortales, aquellas esquelas no serían más que un acervo de ajados
papeles sin uso, tan inútiles como el puerto que los barcos decidieron abandonar.
Y aunque esto esté menoscabando de manera irreparable mi reputación, por estar
destapando como un sonámbulo la perenne correspondencia, sé que persevero en la

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lucidez. Reconozco, por ejemplo, que mi entrañable contramaestre Maravedís no fue


más que la mera licencia poética de un padre para el hijo al que no vio crecer.
Además, carezco de tiempo y disposición para dispensar explicaciones. En tres
días me llega la visita de Cervantes, el primero de mis remitentes que inquiere
conocerme en persona.
Las cosas están a su gusto, según me solicitó en su última esquela el alcalaíno:
un San Francisco de Asís en la habitación; una buena dosis de sus irrenunciables porros
de maría; sopita de nabos a medio calentar para las noches; agua para su inextinguible
sed, que apenas la medicina contemporánea pudo diagnosticar como diabetes, y, por
supuesto, ingentes cantidades de papel de trapo, tinta de negro de humo y plumas de oca
sin estrenar.
Hasta dispuse mi versión de 1780 del Quijote, publicada en Madrid en cuatro
tomos, con tapas en piel y textos corregidos por la Real Academia Española. A pesar de
su horrenda caligrafía, le imploraré al maestro de maestros su dedicatoria. ¡No faltaba
más!

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No dejes que me entierren


Jesús Carlos Ruiz Suárez (México)

En los cinco segundos que le tomó al médico carraspear para aclarase la


garganta y tallarse los ojos, lo adivinó todo. Vanesa se observó a sí misma en la
infancia, la adolescencia, la edad adulta, en el futuro precario que tenía por delante. Sus
recuerdos desfilaron en un carrusel tan nítido que sintió náuseas por la claridad con la
que veía pasar los episodios de su vida. Después de informarle sobre los detalles
técnicos de los análisis que le habían realizado, el médico le recomendó regresar a casa.
Con voz pausada le dijo que en sus condiciones lo mejor era tomarse las cosas con
tranquilidad y recibir a sus amigos y seres queridos en la paz del hogar.
Vanesa hizo un gesto amable para agradecer al médico su sinceridad y después
cerró los ojos.
Una ambulancia la trasladó del hospital Lariboisiere a la casa de su tía Julia.
Vanesa le había pedido a la hermana menor de su padre que la dejase morir allí. No será
por mucho tiempo, le dijo. Y la tía, que vivía sola, aceptó con valentía tal pesar.
Tomando turnos, sus amigos nos pusimos de acuerdo en quién iría a verla
primero y quién último; qué decir, qué callar; qué recordar, qué dejar en el olvido.
Vanesa detestaba las reuniones de muchos, así que una plática a solas con ella era lo

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mejor que podíamos ofrecerle. Con cada uno bromearía como si nada ocurriera y a cada
uno lo tomaría de la mano para decir el adiós final.
Fui el último en verla. Estaba claro que era el más importante de sus amigos.
Vanesa había sido mi compañera por cinco años y al terminar esa relación seguimos
viéndonos aun cuando ambos teníamos otra pareja. Fue una de esas relaciones que
duraban a pesar de haber terminado. Aunque ella me lo decía con otras palabras: “lo
nuestro, Ricardo, nunca va a terminar porque no nos duró para siempre”.
Al dirigirme hacia la casa de su tía pasé a Les Papillons, mi bar preferido en mi
calle preferida: la Rue Mouffetard. Caminar por esa callecita de Paris, que en las
cercanías del Panteón se convertía en Rue Descartes, era de lo poco que me quedaba en
mi rutina diaria. Ya no existían aquellos años en que todas las calles de Paris eran el
simulacro de mi existencia, el laberinto donde encontraba mis sentidos y las ganas de
vivir. Ahora la ciudad, o mi vida, se reducían a esa corta dimensión lineal.
Pedí una cerveza Grimbergen Tripel y me senté cerca de una ventana para ver a
la gente que pasaba. Recurría a esa cerveza cada vez que enfrentaba una situación
difícil. Al primer trago, era como si a mis venas entrara una sustancia que me barnizaba
el pericardio. Y entonces me ponía filosófico, meditabundo, estoico. Una pequeña
sonrisa de desprecio y burla hacia la vida, que reducía a la nada a un ser querido, se
dibujaba en mi boca.
Olía a lluvia ligera, y ese olor de agua con tierra entraba al bar y se mezclaba
con mis pensamientos. Estos no eran claros y definidos, más bien eran imágenes que
llegaban como en un sueño, comprimidas a través de un embudo. El cristal mojado de la
ventana distorsionaba mis recuerdos con Vanesa. Los destellos de su sonrisa, de su
belleza, de su energía, danzaban dentro de mí. Recordaba el amor que le tuve y luego el
desgano que me invadió. Y ante la situación de su enfermedad, ambos sentimientos,
pasados y en apariencia encontrados, se mezclaban para traerme una nostalgia difícil de
entender.
Sabía bien que al llegar a la casa de su tía Vanesa me iba a contar algo, un
cuento o una historia divertida. Pero aunque yo riera con sus ocurrencias, la cerveza me
ayudaba más. Me tomé dos y pagué la cuenta.
Su tía, una mujer amable pero distante, que había llegado a Paris años atrás con
el único hijo que la dictadura de Videla en Argentina no le arrancó, me abrió la puerta.
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La tristeza de la señora era una tristeza añeja; aún así, la inminente muerte de su sobrina
se le notaba en el rostro. La abracé y sentí su cuerpo quebrarse en mis brazos.
Antes de caer enferma de gravedad por un tumor en el hígado, Ernesto Messil
la dejó. “No me hace caso, Ricardo —me decía decepcionado y agotado—. Se lo está
buscando y yo no voy a ser su cómplice”. Nadie lo criticó, bien sabíamos que la verdad
era esa. Vanesa iba directo a la tumba que ella misma se estaba cavando. En los años
que estuvimos juntos trabajaba como si le quedaran meses de vida. Dormía poco, se
levantaba en las noches a escribir y nunca tomaba vacaciones. Cuando enfermaba, yo le
llevaba las muestras al laboratorio, le compraba las medicinas, y hasta se las daba.
Ernesto no tenía la misma paciencia.
Cuando entré a su habitación estaba de espaldas a la puerta. Pensé que dormía,
pero apenas habían transcurrido unos segundos, dijo con una voz apenas audible:
—Se me hizo eterna tu ausencia.
Con esfuerzo giró su cuerpo hacia mí y abrió los ojos. Y frente a ella,
mirándonos uno al otro, sentí la malta belga bloqueándome el llanto. Miré su rostro
escuálido, empequeñecido, cubierto de débil tristura y dije:
—No iba a dejar que te fuese así, muy oronda, sin darte un beso.
—Y yo no iba a irme sin verte por última vez. ¿Sabes? Si te hubieras tardado
un año en venir, habríamos burlado a la muerte. Yo aquí esperando por ti y ella
esperando por mí.
Sus ojos me recorrían de arriba abajo con una mirada tranquila y sin reclamos.
No sabía qué decir, nunca estuve tan cerca del lecho de muerte de nadie. Tratando de
seguirle el juego, al final dije:
—Ni con un pie en la tumba se te quita lo ocurrente.
—Y a ti no se te quita lo incrédulo.
—¿Cómo estás?
Me miró con resignación y respondió:
—Bien. ¿Qué más te puedo decir? Me faltan cuatro minutos para morirme y es
cierto, estoy bien. No me duele nada, o ya me acostumbré al dolor, y no estoy
espantada. Lo único que me asalta es esa duda que tienen los moribundos. ¿Dónde
queda la muerte, Ricardo? ¿Dónde está ese valle al que todos llegan tarde o temprano?

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Siento que me voy a ir volando hacia él sin saber el rumbo. Mínimo nos deberían dar
una brújula para orientarnos y llegar bien.
Le tomé una mano y la apreté con suavidad. Me miró muy bien a los ojos y
añadió:
—Te estaba esperando para que me dieras mi beso de despedida y además para
pedirte algo...
Hizo una pausa y su respiración, cercana a expirar, envolvió el silencio de la
habitación. Me quedé quieto, tratando de adivinar lo qué iba a pedirme. Me asomé por
la ventana y vi los tejados de las casas vecinas, dos o tres aves, un gato durmiendo.
Todo en su lugar.
Vanesa tomó fuerza y dijo:
—Te quiero pedir que me protejas de mi familia, que no les des oportunidad de
que me entierren. Prométeme que no les dejarás. Salvo mi tía Julia, todos son muy
religiosos. Si les dejas hacer y deshacer, me enterrarán en el cementerio más cercano.
—El Montparnasse es bonito. Además ahí están enterrados muchos de tus
escritores preferidos.
—No me provoques. Estoy a punto de irme de este mundo y quieres pelear
conmigo.
La miré con una mezcla de burla y pena. Tomó una profunda bocanada de aire
y continuó:
—Sé que lo han estado planeando desde que me enfermé. Casi les veo el gusto
en sus rostros porque me darán cristiana sepultura. Prométeme.
—¿Yo qué puedo hacer? No soy de la familia. Además, ya muerta qué te
importa. Da lo mismo.
—A mí no me da lo mismo. No seré creyente, pero soy congruente. Mi cuerpo
es mío y será mío aun cuando me vaya al más allá. No quiero que me salgan los gusanos
que traigo dentro, quiero que se quemen conmigo. Me quiero vengar de ellos.
—No seas tonta, los gusanos nacen cuando ya estás muerta.
Vanesa extravió su mirada como si regresara al pasado y dijo:
—Eso es lo que todos piensan, pero no es así. Nos inculcan esa creencia
durante la infancia. De niña, cuando mi madre me llevaba a vacunarme, el médico me
decía: “no tengas miedo Vanesa, este piquito que ves es como un mosquito que te va a
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picar”. “¿Y el líquido de la jeringa?”, le preguntaba yo muerta de miedo. “Ah, es un


líquido especial para protegerte contra las enfermedades”, respondía. Era mentira,
Ricardo. Yo pienso que en esas inyecciones estaban las larvas de gusano.
Cuando Vanesa me contaba algo cercano a lo ridículo, mejor callaba y la
escuchaba. Aprendí, en los años que duré con ella, que esos cuentos la ayudaban a
aceptar la realidad. Lo que tenía que hacer en ese momento era seguir escuchando.
Contara lo que contara, Vanesa le iba a dar un giro tragicómico a su historia. Siempre
fue así, nunca dejaba de reírse de la fatalidad.
—Aun cuando me entierren en un ataúd de metal, sellado y estéril, mi cuerpo
se llenará de gusanos.¿Y de dónde vendrán estos, Ricardo? ¿Aparecerán por generación
espontánea? ¡Ja! Ya los traemos dentro, como si fuéramos una manzana infectada.
Morimos, brotan de nuestro cuerpo y nos despachan. Somos su pulpa, terminan con
nuestra carne en un dos por tres. Y oye esto: cuando acaban con nosotros se espantan,
entran en pánico. ¿Sabes por qué?
—Ni idea.
—Porque se dan cuenta que están atrapados en el ataúd. Por más que lo
recorren con la panza llena, no encuentran la salida y entonces ellos mueren también.
De asfixia. Pero la muerte sigue su curso hasta el final, y al morir, esos gusanos se
agusanan. Son pulpa de otros gusanitos más pequeños. Qué risa me da. Y cuando esos
gusanitos terminan, lo mismo. Están atrapados y por eso mismo mueren. ¿Y sabes qué
pasa?
—No.
—¿Estás muy triste y la tristeza no te deja pensar? ¿O de plano no lo sabes?
—No estoy triste y tampoco lo sé.
—Eres un mentiroso y desde que vives con esa mujer te has vuelto un tonto.
—¿Te dan celos?
—¿Para qué me servirían ahora? Te hiciera el teatro que te hiciera, no la
dejarías por mí. Además ya me voy de este mundo. ¿Sabes qué ocurre con los gusanitos
que se comieron a los gusanos que nos comieron a nosotros?
—Parece esa canción flamenca que tanto te gustaba, en el disco de Estrella
Morente que te regalé en un cumpleaños. ¿Recuerdas? La canción del perro que se
come la sopa, o algo así.
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—No te salgas por la tangente. ¿Sabes qué les pasa a los gusanitos?
—Te dije que no.
—Entonces salen los microbios. Todos los ingredientes los traemos dentro. Así
nos preparan en los hospitales. Los microbios se despachan a los gusanitos, que se
comieron a los gusanos que nos comieron a nosotros. Pero todavía no he acabado.
—Me lo imagino.
—¿Y los microbios? ¿Son el último eslabón? ¿Son los que finalmente se llevan
el alma a cuestas? Claro que no. Del ataúd no sale nadie. No señor. Los hacen muy bien.
Cuando su fiesta termina y ya no queda que comer, entonces de los microbios brotan las
bacterias. Otra vez, bien merecido se lo tienen. De niña, mi madre me aterrorizaba con
eso de los microbios. “Lávate las manos, niña sucia”, me gritaba y pegaba. “Porque si
comes con las manos llenas de tierra, te comerás los microbios”. Y yo me ponía a
pensar que los microbios eran como piojos chiquititos y feos. Soñaba con ellos, me
despertaban en las noches, andaban por todo mi cuerpo y ni con un baño caliente me los
quitaba. ¿Tú no les tienes miedo?
—No.
—Tú no tienes miedo de nada, ¿verdad?
—De perderte, de que me dejes solo. ¿Quién me va a contar cuentos ahora?
—Me dejaste porque les hacía más caso a ellos que a ti. Esa niña con la que te
dio por vivir, ¿no te cuenta nada? Quién te manda, estás aburrido porque quieres.
—¿Quién se come a los microbios? No te vayas a ir y me dejes con la duda.
—Déjame tomar aire, apenas puedo seguir. ¿Te ha ofrecido mi tía algo de
tomar?
—Sí, pero no te preocupes. Antes de llegar acá pasé a tomarme unas cervezas.
—Lo supuse. Eres tan predecible.
La tarde se esfumaba con lentitud y ahí estaba, en medio de una ansiedad
asfixiante. Quería irme de allí, desaparecer de esa escena de golpe. Mi vida, sin esa
mujer frágil que se extinguía contándome un cuento, no tendría mucho sentido. Me
sentía culpable; dejarla por celos a sus cuentos me hacía sentir ruin y egoísta. Pero ya
nada se podía hacer.
—Te decía, Ricardo, que los microbios están llenos de bacterias. Y cuando
mueren, y no encuentran la salida del ataúd, las bacterias se los comen a ellos.
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Microbios zánganos. Si mi madre lo hubiera sabido. Las bacterias se dan un festín.


Comerse un microbio ha de ser una de las cosas más detestables que uno pueda hacer,
pero para las bacterias son una delicia.
—Cada quien disfruta a su manera.
Vanesa me miró con una sonrisa y dijo:
—Ven, acuéstate conmigo. Quiero recargar mi cabeza en tu hombro mientras
me muero. Ya no tengo energías de contarte nada, estoy desvariando. Si no estuviera
muriendo te habría contado algo mejor. ¿Cómo hizo Leonard Cohen para componer,
días antes de morir, las más hermosas canciones que uno pueda escuchar de un
moribundo?
Hice lo que me pedía y me acomodé a su lado. Sentí el ritmo lento de su
corazón; su adiós, su entrega pacífica a lo desconocido. Le di un beso en la mejilla y si
mis labios no se hundieron en su piel débil fue porque reduje la presión al máximo para
posarme sobre ella, como un ave fantasma. Mi pena crujió como los resortes de esa
cama que sostenían su inminente muerte.
—Traes la loción que te regalé hace años, gracias por el detalle. Me iré
perfumada de este mundo. ¿Sabes qué es el alma?
—No.
—No, no, no. Te haces el ignorante porque estás ante una moribunda.
—¿Qué es el alma?
—Yo tampoco lo sé, pero siento que me está dejando. Como el gas helio que
sale de un globo. ¿No te da risa de sólo pensarlo? Tanta alharaca que hacen del alma y a
mí me parece que es un gas ligero e inerte. ¿Qué interesante, no? Somos polvo y gas.
Por eso cuando abren los ataúdes tiempo después, solo se ve un polvo esparcido
alrededor de los huesos. ¿Te has fijado en las películas?
—Sí.
—Vaya, finalmente dices un sí. Arrancarte uno vaya que es difícil. Prométeme
que no vas a dejar que me entierren. Prométeme que me harás cenizas.
—Te lo prometo.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro. ¿Y qué quieres que haga con ellas?

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—Hay mil cosas que puedes hacer. Las puedes lanzar al aire en aquella
callecita de Venecia donde nos conocimos, las puedes guardar en un cofre, las puedes
poner dentro de un bote de pintura y pintar las paredes de tu estudio, o las puedes
endulzar con un poco de miel y dejarlas en el jardín para que se las lleven las hormigas.
¿Sabes?
—¿Qué?
—A las hormigas no les tengo miedo.

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La sirenita
Francisco Javier Álvarez Amo (España)

El mar ejerce invariablemente un efecto hipnótico sobre las personas, que con
frecuencia son capaces de pasarse las horas muertas contemplando enajenadas su
extensión azul, el oído atento a la cadencia rítmica del oleaje. Baudelaire supo ver que
el mar tenía algo, o mucho, de espejo: es, igual que las personas, tenebroso y profundo,
y, en consecuencia, quien observa el mar se examina verdaderamente a sí mismo.
Los más vulnerables a la atracción de las aguas abismales son, según parece,
quienes han crecido a sus orillas. Y es que nadie se engancha a la droga que no ha
consumido. Igual que los súbditos del rey Wangchuk de Bután echan de menos, cuando
salen de su país, la omnipresencia del Himalaya en el paisaje, quienes nacen en pueblos
marítimos y en algún momento los abandonan, son conocidos por su condición
nostálgica. La nostalgia es, etimológicamente, el dolor que nos provocan las ganas de
regresar a cualquier sitio, y este sentimiento es el que obligaba a Santiago Salazar a
pasar la mitad de sus vacaciones veraniegas en Villanueva de Arosa, pueblo de sus
mayores.
Ya le iban quedando muy pocos familiares en el municipio. Sus padres habían
muerto algunos lustros atrás, con escaso intervalo, y Santiago se había negado a vender

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su casa natal, de la que solo disfrutaba durante dos semanas estivas, y cuyo cuidado
encomendaba a los vecinos, amigos inmemoriales de la familia, el resto del tiempo. En
sus quince días de retiro gallego, acometía reparaciones menores y dejaba encargadas
las mayores. Si bien es cierto que consagraba la mayor parte de la jornada a dar
cabezadas en la playa, arrullado por el vaivén de las olas. Aunque la población de
Villanueva de Arosa se incrementa sensiblemente con la llegada del verano, no deja de
ser un pueblo tranquilo, con puntuales eventos multitudinarios, de los que solo la
verbena en honor de San Cibrán, el patrón del municipio, coincidía con las vacaciones
de Santiago.
La verbena en cuestión era más bien rudimentaria. Con algunos tablones se
levantaba un escenario en la plaza central del pueblo, y los bares de las inmediaciones
sacaban barras a la calle para surtir de cervezas y combinados a los vecinos que se
acercaban atraídos por el exotismo foráneo del cartel artístico, que anunciaba, en letras
mayúsculas, alguna orquesta de las especializadas en versiones, a la que acompañaban,
en calidad de teloneros, solistas y grupos de la más diversa laya. Santiago solía acudir
después de su frugal cena, pedir dos o tres cervezas, saludar a los conocidos, sonreírse
para sus adentros por la rusticidad del evento y volver a dormir a casa no demasiado
tarde. Aquella vez, sin embargo, fue diferente.
Hastiado de la música criminal de la orquesta y sus teloneros, Santiago se había
dejado caer sobre la barra. Estaba a punto de pedir la cuenta y retirarse cuando, de
repente, una voz extrañamente aguda y melodiosa proveniente del escenario atrajo su
atención. Si hubiese tenido que describir el canto que llegaba a sus oídos, se habría visto
en la obligación de aludir a los tan característicos sonidos de ballenas y otros mamíferos
acuáticos a los que nos han acostumbrado los documentales de La 2 Su sorpresa fue
mayor una vez localizada la fuente de música vocal. Una joven y hermosa soprano se
encontraba sobre el escenario, con el micrófono entre las manos, y, muy quieta,
desgranaba pausadamente la letra de su canción, sin acompañamiento alguno. Su
indumentaria contrastaba con la nitidez y pureza de su estilo musical. Iba vestida
completamente de negro, con pantalones ajustados y camiseta de tirantes. Sus brazos
desnudos estaban minuciosamente tatuados con lo que, desde lejos, parecían símbolos o
palabras de algún lenguaje arcano o ritual, más parecidos a las runas de la Tierra Media
que a cualquier sistema de signos con el que Santiago pudiese estar vagamente
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familiarizado. Llevaba el pelo muy corto y, alrededor de la garganta, lucía a modo de


complemento una especie de choker o gargantilla, también de color negro. Santiago se
vio arrastrado hasta las cercanías del escenario y, extático, fue incapaz de apartar la
mirada de la solista hasta que, después de interpretar tres o cuatro temas, dio las gracias
a los circunstantes, hizo la consabida reverencia y, sin apenas aplausos, fue invitada a
abandonar el tablado y ceder el micrófono a los siguientes artistas.
El extravagante tenor de la melodía, más cercano a las excentricidades de los
dodecafonistas que a la música popular de ninguna tradición, provocó que Santiago se
angustiase sobremanera. Para tranquilizarse, se hizo fuerte en la barra; dos o tres
cervezas después, en tanto que su mente dibujaba construcciones prehistóricas y
ciclópeas por completo vacías, atravesadas solamente por el sonido de melodías
impropias del mundo que conocemos y sus categorías, alguien le puso la mano sobre el
hombro derecho y dijo:
—¿Tienes fuego?
Para su sorpresa, la responsable de la petición era precisamente la soprano que
tanto le había seducido y atemorizado con su otredad. Santiago tuvo que disculparse:
había dejado de fumar a comienzos del anterior verano. Amablemente, le dio la
enhorabuena por su actuación a la chica, que dijo llamarse Marina. Como a todas luces
se encontraba sola, Santiago no tuvo reparos en trabar conversación con ella. Pensaba,
vanidoso, que Marina le había visto desde el escenario y que, con la excusa clásica de
encender el cigarrillo, solo pretendía conocerle y, quizá, seducirle. La conversación
pudo durar sus buenas dos o tres horas, pero resultaría complicado reproducirla, pues
estuvo regada por botellines y botellines de cerveza. Marina parecía simpática, aunque
algo tímida: siempre daba la impresión de encontrarse fuera de su medio natural. El
timbre de su voz era muy particular. Distinto de cualquier otro que Santiago hubiese
escuchado, y seguramente habría dado lugar a que Marina fuese objeto de bromas
pesadas a lo largo de su infancia.
Las actuaciones musicales iban concluyendo y el honrado pueblo fue a buscar
refugio a la barra. Marina y Santiago sintieron que el ambiente se estaba volviendo
irrespirable y, de común acuerdo, abandonaron la plaza en busca del aire salino de la
playa, que se encontraba a escasos metros de distancia. Como iban tambaleándose por
efecto del alcohol, tuvieron que caminar abrazados; llegados a las sombras, pasaron de
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los abrazos a los besos y se desnudaron torpemente. Marina, que solo conservaba puesta
su venda o gargantilla, lo que evocaba ciertas latentes fantasías fetichistas de Santiago,
propuso que entrasen en el agua y ahí, como Paz Vega y Tristán Ulloa en la célebre
película de Julio Medem, echaron un polvo del que Santiago tardaría aproximadamente
un quinquenio en arrepentirse.
Un lustro después, en efecto, Santiago estaba entregado, según su costumbre, a
la vida corriente y capitalina. Recién llegado a casa del trabajo, rezongaba en el sillón
de leer cuando su móvil tuvo a bien comenzar a vibrar. La pantalla mostraba un
larguísimo número, de los que, utilizados comúnmente por instituciones administrativas
y bancarias, jamás presagian nada bueno. Cariacontecido, contestó, y la conversación
que vino después lo dejó estupefacto. Una voz masculina con deje ligeramente gallego
le conminaba a personarse en Pontevedra para hacerse cargo de su hija. En un principio,
Santiago se esforzó por disipar el malentendido. Era soltero y, desde luego, no tenía
ninguna hija o cosa que se le pareciese. La voz del otro lado de la línea, pacientemente,
le fue sacando de su error. Resulta que Marina, entonces un borrón en la memoria de
Santiago, se había quedado embarazada después de su singular encuentro; había dado a
luz y criado a Marina como madre soltera, sin avisar jamás de las novedades a Santiago,
a pesar de que, antes de despedirse la noche de autos, habían intercambiado sus datos de
contacto. El caso es que Marina madre no se encontraba en condiciones de cuidar de su
hija, según misteriosamente argumentaba la voz desconocida, y era de todo punto
necesario, por tanto, que Santiago se personase en Pontevedra y se hiciese cargo de la
chiquilla. Sin palabras y en estado de shock, Santiago dijo a todo que sí. Vistas las
circunstancias excepcionales, le dieron varios días de permiso en el trabajo y, sin perder
tiempo, pues le atormentaba la idea de que su hija, ¡su hija!, pasase más tiempo del
necesario en el centro de menores en que había sido acogida provisionalmente, se puso
en camino el día después de la llamada, muy de mañana.
A mediodía llegaba a Pontevedra y, de inmediato, le dejaron ver a su hija. Era
pálida y hermosa como su madre, y lo miraba, tácita, con ojos azules, serenos y
sonrientes. Los responsables del centro de menores se ofrecieron a recoger en una
maleta las escasas pertenencias de Marina; en tanto que cumplían con su cometido,
Santiago tenía que resolver la cuestión del papeleo con Gustavo, el propietario de la voz
que tan sorpresivamente había puesto su vida del revés el día anterior. Gustavo era
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trabajador social de Ayuntamiento, y a Santiago no le vino mal conocer la verdad del


asunto por medio de su voz reconfortante y solidaria.
Según parece, Marina había comenzado a comportarse de forma extraña desde el
mismo momento del nacimiento de su hija. Todavía siendo prácticamente un bebé,
Marina se había presentado en un establecimiento de tatuaje y había solicitado a los
dependientes que le realizaran a su hija un dibujo monstruosamente profundo y
minucioso. Estos, horrorizados, dieron aviso a las autoridades y, desde entonces,
encargaron a Gustavo que realizase un seguimiento de la familia. La pequeña no estaba
bautizada, pues su madre manifestaba un desprecio irónico hacia las supersticiones de la
religión católica, que, según ella, eran solo burdas deformaciones de antiquísimos ritos
paganos. La niña únicamente había sido registrada en el registro civil con el objeto de
percibir algunas ayudas económicas de las instituciones públicas, ya que a Marina
madre no se le conocía empleo, salvo algunos bolos como solista que le generaban
escasos o nulos ingresos. El caso es que la chica fue creciendo y, llegada la edad en que
la mayoría de los muchachos comienzan a acudir a la guardería, ella seguía sin moverse
de la vera de su madre, quien, además, solía provocar altercados de mayor o menor
importancia cada cierto tiempo. Uno de los más recientes había tenido lugar en una de
las zonas de baño de la ría. Marina madre tomaba el sol despreocupadamente, mientras
su hija jugaba, sola, muy cerca de la orilla. Los socorristas advirtieron peligro y le
recriminaron su actitud. La respuesta de Marina les hizo sospechar que no se encontraba
en sus cabales, pues vino a decir algo así como que su hija no tenía nada que temer del
agua; que, mucho después de que los socorristas estuviesen muertos y enterrados, la
pequeña Marina seguiría buceando entre los pilares de la hermosa ciudad submarina de
R’lyeh, velando el sueño del gran Cthulhu, e incoherencias por el estilo. Las autoridades
se vieron en la obligación de retirarle la custodia en favor de algún pariente cercano, y
resulta que no había ninguno, excepto, precisamente, Santiago. Marina se había negado
a facilitar el nombre del padre de su hija hasta que, ingresada contra su voluntad en un
hospital de neuropsiquiatría de Vigo, creyó preferible que su hija creciese junto a su
padre, y no en orfanatos y centros de menores. En el hospital, apartada de su hija, la
salud mental de Marina se fue terminando de quebrar. Se pasaba los días y las noches en
un rincón de su habitación, en posición fetal y visiblemente desmejorada, susurrando
rítmicas jaculatorias sin sentido aparente en idioma alguno, tales como “Ph’nglui
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mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn” y similares. Gustavo, dadas las


circunstancias, desaconsejaba que Santiago visitase a Marina y le ofrecía su ayuda y los
recursos del centro de acogida para ayudarle en sus primeras semanas de padre bisoño.
Y bien que le vino la ayuda, pues, efectivamente, los comienzos de su
convivencia con Marina fueron muy estresantes. Acostumbrado a vivir solo, sin padre
ni madre ni perro que le ladrase, la vida de Santiago había dado un completo vuelco. Sin
embargo, con el correr paulatino de los días, las semanas y los meses, el tándem se fue
consolidando hasta tal punto que Santiago dio en pensar que el nacimiento inesperado
de Marina había sido lo mejor que le había pasado, o le había podido pasar, en la vida.
Tampoco a Marina le supuso demasiado esfuerzo adaptarse a su nueva existencia, a
pesar de no ser, precisamente, un bebé cuando la cordura de su madre se eclipsó. Poco a
poco, sin embargo, se fue olvidando de ella, y los días de su infancia gallega se
acabaron convirtiendo en un mal sueño, del que Santiago, su entregado padre, había
conseguido despertarla a tiempo. Acudía con la regularidad preceptiva a la escuela, hizo
buenas migas con varias de sus compañeras de clase y asistía con aprovechamiento a las
innumerables horas de actividades extraescolares del impúber contemporáneo. La que
más le gustaba era la natación. Era capaz de soportar entrenamientos inusualmente
largos y exigentes en chicas de su edad, y el entrenador, entre bromas y veras, hablaba
de ella como de la nueva Mireia Belmonte.
La serenidad en las vidas de Santiago y Marina, conseguida a pesar de
tantísimos inconvenientes, vino a concluir un día como cualquier otro, a la hora de la
cena. A pesar de las continuas reconvenciones de su padre, Marina se encontraba
sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, muy cerca de la televisión. Embelesada,
contemplaba la larga cabellera pelirroja de la sirenita de la factoría Disney y cantaba la
banda sonora de la película, que se sabía mejor que la tabla de multiplicar. Santiago,
quien había llegado a aborrecer la película después de la enésima reproducción,
resignado, preparaba unos sándwiches sobre la barra de la cocina americana. De vez en
cuando, levantaba la cabeza para echarle un vistazo a Marina, que, absolutamente
entregada, imitaba con sus manos los gestos de la protagonista femenina. En una de sus
rápidas ojeadas, Santiago vio algo inusual en el cuello de su hija. Eran o parecían ser
varias heridas horizontales en forma de rasguños o arañazos. Atemorizado por la
posibilidad de que su hija hubiese sufrido algún tipo de agresión en el colegio, se puso
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de rodillas a sus espaldas para examinarla mejor. Los cortes, efectivamente, estaban ahí.
Latían y mostraban el contenido sanguinolento de su garganta. Santiago tuvo que
asumir la verdad. No había duda. A su hija le estaban saliendo branquias.

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Encarnado
Adolfo Eloy Villafuerte Caicedo (Venezuela)

Cortarse las uñas era un fastidio. Cada vez que se estiraba para alcanzar un pie,
su espalda parecía lanzar un grito. Una punzada que lo hacía rodar hacia un costado y
quedarse ahí quieto hasta que pasara. Si levantaba la rodilla para acercar el pie pasaba lo
mismo: como si le pegaran un tiro en un riñón. La situación de José, realmente, era
bastante incómoda.
Héctor levantaba cosas pesadas. Su fuerza era prodigiosa, sobre todo en el
abdomen y la espalda baja. Trabajó buena parte de su vida como soldador en México,
pero al poco tiempo de emigrar cambió de oficio y se dedicó a las mudanzas. “Jéctor” le
decían los gringos, con la hache sonora, a pesar de que él seguía presentándose como
“Éctor”, sin nada.
Cuando pasaron a Héctor por la frontera no había una sola nube sobre el desierto
tejano; era verano, y las treinta y pico personas embutidas en el tráiler sudaban
profusamente. No tenían cara de alivio, mucho menos de alegría. Iban a empezar desde
cero. Héctor mantenía los ojos cerrados y sentía la sudoración y el silencio —salvo por

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el ruido del motor— como una purificación. Sentía, otra vez, que al final nada era
importante.
José odiaba ir al médico. Pero también odiaba el dolor de espalda; tanto que, al
final, se convenció de pedir cita con el quiropráctico.
Héctor perdió mucho peso soldando y sudando durante aquel primer verano en
el norte. Cuando llegó el otoño y luego el invierno sintió un gran alivio. Decidió
prepararse para trabajar en otra cosa el siguiente verano, tal vez jardinería. Algo que no
añadiera más grados centígrados a los por encima de cuarenta que normalmente se
sentían durante esa estación.
José se había divorciado en 2005. Su ex esposa se fue con la hija de ambos a
Santiago de Chile, donde pronto se casó de nuevo.
El cuerpo de la esposa de Héctor fue encontrado en una cuneta en 2008, en muy
mal estado. Nada le había importado mucho desde entonces.
José había dejado de adecentar su apartamento, pero lo deprimían el desorden y
la suciedad. Tanto que no lograba hacer acopio de fuerzas para limpiar. Y si bien odiaba
que tocaran sus cosas, detestaba la cochinada aún más, de modo que contrató una señora
para que aseara una vez por semana.
“Mira, mis chamaquitos”. Héctor miró la fotografía borrosa que el otro le
presentaba, impresa en papel bond. Dos niños gordos, uno de unos doce años y el otro
de unos cinco menos. Héctor le dijo que él nunca había tenido hijos y le habló un poco
de su esposa. En eso, el camión paró. Varios pasajeros, incluyendo Héctor, se bajaron.
El cielo estrellado resultaba abrumador Eso, sin dudas, era ya otro mundo. No habían
cruzado únicamente una línea imaginaria trazada de forma arbitraria, sino un limen
sideral. No sólo el cielo, sino también el aire actuó como una bomba sobre los sentidos
de Héctor, recién salido del sofocante tráiler, dejándolo aturdido mientras caminaba
hacia la destartalada Chevrolet que se encontraba a pocos metros. Solo cinco personas
subieron al balde de la camioneta, cubierta por una cúpula de plástico resquebrajada en
la que se colaba el aire desértico. Sintió, sin emoción, que iba a inaugurar un mundo
junto con esos cuatro inmigrantes sudorosos. Miró hacia donde quedaba México: no se
veía un alma, solo un abismo escarpado, imposible de desandar. Exhausto, casi
deshidratado, Héctor dormitó y sintió que se desprendía de su cuerpo, que se
transfiguraba en otro. Tal vez otro hombre solo a quien tampoco nada importaba, pero
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otro. Al mismo tiempo, más de cuatro mil kilómetros hacia el sur, en la furiosa noche
bogotana —que compartía huso con la desértica—, un hombre llamado José
consideraba por primera vez seriamente la idea del suicidio.
José pensaba en matarse porque no le gustaba su vida, ni quien era. Lo más
trágico, sentía él, era que no ansiaba cambiarse por otra persona, alguien reconocido,
exitoso, sino por sí mismo en otra época de su vida, antes de perder todo lo que había
perdido.
José escribía, como hacían tantos abogados antes. Había empezado y
abandonado tres novelas. Siempre meditaba sobre cómo su hija, con la edad que ya
tenía, considerando lo impecable de su redacción y su comprensión lectora ya desde los
primeros años de escuela, habría sido la correctora ideal para sus textos. Este
pensamiento lo desalentaba de seguir escribiendo.
La ciudadana estadounidense que se enamoró de Héctor, con tal de mantenerlo
cerca, se habría casado con él. Quería un Héctor legal y con un trabajo más digno y
menos desgastante, que viviera en casa de ella o en un apartamento solo para él, pero
que la visitara casi a diario, al menos cuatro veces por semana. La primera vez que ella
lo vio fue cuando se lo enviaron para su mudanza a un sitio más espacioso y cómodo:
un mexicano más alto y magro que los que acostumbraba encontrar por ahí, con la
misma piel tostada y las mismas facciones aztecas —un adjetivo que, producto de una
simplificación romántica, usaba erróneamente—, pero con una mirada ausente que le
resultaba fascinante; en su expresión, un estoicismo insólito a la hora de levantar
chécheres. Además, no parecía conocer más de quince palabras del inglés, y tampoco
daba la impresión de estar interesado en aprender más. A pesar de sus dos años
estudiando español, la mujer no se sentía muy segura a la hora de hablarle; aún así,
decidió arriesgarse. Obtuvo respuestas parcas y formales. La despedida fue cordial pero
seca. Después de pensar en él durante días, buscó entre sus amigos alguien que
necesitara una mudanza y, cuando lo encontró, lo convenció para que llamara a la
misma compañía y pidiera que Héctor hiciera el trabajo. El nombre de esta ciudadana
era Laura, pero se pronunciaba Lora, con esa erre rarísima del inglés, especialmente del
de Estados Unidos, para la que se curva la lengua como si la punta de esta quisiera
zambullirse garganta abajo: /ˈlɔɹə/. Aunque cuando se presentaba ante un nuevo grupo
en sus clases de español decía Laura, así, como lo dice uno.
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¡Maldita postrera humillación del destino que no permite que un hombre al


borde del abismo encuentre el más mínimo alivio mediante una tan cotidiana actividad
de acicalamiento! José estaba repantigado en el sofá, adolorido, las piernas estiradas
hacia delante con el peso en los talones, contemplando sus garras bestiales.
No se descubren las cosas, sino la propia mirada incorporándolas en la
consciencia. El mundo entero se manifiesta a gritos, y la humanidad, aturdida,
lentamente va tomando nota. Por ejemplo, las abejas, que durante miles de años nos han
parecido bichos extravagantes que se agitaban y andaban en círculos por sus panales.
Más de medio siglo después del “descubrimiento”, no salimos del asombro: todo ese
caótico tumulto resultó ser uno de los más complejos esquemas lingüísticos que se
hayan encontrado en la naturaleza. Se podría decir entonces que no son subyacentes las
formas, sino su lectura.
Podrían habérselo dicho a José, especialmente el día que vio cómo la uña del
pulgar de su pie derecho había sido cortada en exceso: una de las calcificaciones
resquebrajadas y amarillentas que prorrumpían de la extremidad de su miembro inferior
se había convertido en un mero semicírculo que ya no sobrepasaba el dedo. Consideró
varias posibilidades: tal vez un cachito de la uña se había enredado en la media y, al
sacarse esta, había sido cercenado con afortunada precisión y juicio estético. O tal vez,
en la madrugada, durante uno de sus tránsitos casi sonámbulos y etílicos hacia el baño,
tropezó y, del sopor que lo embargaba, ni se dio cuenta. No hubiera sido razonable
esperar que José atribuyera la circunstancia al hecho de que, la noche previa, antes de su
cita con una mujer llamada Laura, un hombre que no conocía, más de cuatro mil
kilómetros hacia el norte, se había cortado las uñas de los pies, incluyendo el pulgar
derecho, que de alguna forma estaba conectado con el suyo. A pesar de que esa era,
precisamente, la razón de todo.

José no volvió a considerar el misterio de la uña. Ya había aceptado que el pie


derecho iba más cómodo que el izquierdo dentro de su zapato. La verdad es que nunca
le preocupó demasiado el asunto. Hay problemas mucho más serios que requieren
atención.

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Oscuridad total. Un destello. Luego una estela como de lava que iba quedando
mientras el fulgor cosía la oscuridad. Una oscuridad caliente, vaporosa, venenosa, que
pronto volvió a sumirse en la totalidad, pues Héctor sintió un fortísimo dolor en el
pulgar de su pie derecho. Un dolor que lo sobresaltó e hizo que la varilla tocara el metal
y se quedara pegada, dejando de generar chispas. Se subió la visera y lo golpeó el
resplandor y la mirada perpleja de sus compañeros. “¿Qué te pasó?”, preguntó uno.
“Creo que se me metió un alacrán en la bota”, respondió Héctor, aún encorvado por el
dolor, cojeando hacia el banco de madera para sacarse el calzado y ver. En ese
momento, José rodaba por el piso de su apartamento agarrándose el pie con las dos
manos, profiriendo todo el repertorio de improperios e insultos que conocía, sobre todo
contra sí mismo, por haber cometido la estupidez de darse con el marco de la puerta del
baño en el pulgar derecho, mientras, recién levantado, trataba de satisfacer la necesidad
de drenar su resaca. Si José hubiera intuido que en aquel momento se manifestaba por
primera vez algo verdaderamente asombroso de lo cual nunca llegaría a enterarse, tal
vez hubiese maldecido un poco más.
¿Era intermitente la influencia de una uña sobre la otra —de seguro Héctor ya se
había cortado las uñas en el periodo entre el incidente mientras soldaba y la víspera de
su cita con Laura—? Más inquietante: Si José se hubiese estado mirando la uña en ese
momento, ¿el efecto habría sido el mismo? La pregunta ya se ha formulado de modo
más general3; cuando se haya dado respuesta a esta incógnita universal, quedará
respondida nuestra duda concreta. Mientras tanto, José y Héctor tratan de sobrevivir
como mejor pueden, como todos, y sus historias se cuentan a sí mismas de la única
manera en que pueden hacerse legibles. Ojalá.

Héctor cumplió, de forma perfunctoria pero también de lo más cálida posible,


con las convenciones necesarias para llevar el proceso a su término. Sabía que esa
parquedad que inicialmente podía generar el interés de una mujer, también podía repeler
en un contexto más íntimo. De todas maneras, no era difícil sentirse conmovido por los
encarecidos esfuerzos de Laura para comunicarse en español. A pesar del tiempo que
llevaba en Estados Unidos, era la primera vez que realmente veía ese color estampado

3
Como en “El controvertido gato de Schrödinger”, el capítulo 11 de El enigma cuántico, de Rosenblum y
Kuttner.
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en los globos oculares de otra persona. Había visto bastantes ojos claros en su país, pero
nunca ese particular azul cielo. En México los iris azules eran escasos; en Estados
Unidos rara vez miraba a alguien a los ojos, si acaso a sus compañeros de trabajo, que
los tenían igual de oscuros. Los ojos fueron lo primero en un largo itinerario sensorial,
que siguió con la textura su piel, el olor de su sexo y todo lo demás: el dorado denso del
sutil vello de su cuerpo, contrastando con el rojizo que tomaba su carne en los lugares
donde la sujetaba con pasión, y un largo etcétera. Laura, menos metonímica, no llevó a
cabo semejante desglose, ni durante ni después. Sentía un placer macizo y homogéneo.
Y se sentía feliz.
Era la primera persona con la que estaba desde Clara. Clara... Sentía a Laura
viva dentro de sí. Las pocas palabras, el poco trámite, la pragmática urgencia de dos
personas de cierta edad que no se molestaban en fingir lo opuesto de su soledad y
desesperación, había inscrito en el cuerpo de cada uno apenas lo más superficial del
otro, que es quizá lo más universal y —a no ser que se viva y muera juntos, como ellos
nunca podrían hacerlo— lo más verdadero.
Héctor murió dos días después de su primera noche con Laura, un día antes de la
que habría sido la segunda. Tenía un sofá de una plaza encima de la cabeza: no solo era
más fácil cargarlo así, sino que se cubría parcialmente de ese antagónico sol de verano.
Antes de empezar a subir los pocos escalones que lo conducirían a la entrada del
edificio, lo sintió y lo supo: su corazón. Bajó el sofá sin premura, sin dejarlo caer. Lo
puso con cuidado en la acera y se sentó en él. Su compañero estaba arriba, en el
apartamento, con la joven pareja cuyas pertenencias estaban trasladando, cuadrando la
nevera. Lo encontrarían muerto al bajar. Mientras tanto, Héctor sentía que su corazón de
desmadejaba con parsimonia, con menos dolor y miedo de lo que hubiera imaginado.
Sentado en el mullido sillón de una pareja libanesa que ese día empezaba una nueva
vida, miraba la limpia, bien planificada y desierta calle de barrio residencial de primer
mundo, donde expiraba. No se veía un alma. Pero incluso si alguien se hubiera asomado
por una ventana, habría sido difícil adivinar que aquel mexicano grande moría ahí
sentado; la escena solo parecía evidenciar un breve reposo en el camino cotidiano de un
ser gris cualquiera. Héctor escrutó el cielo en busca de algún ave agorera, no sabía bien
por qué. Encontró en su lugar una antena de televisión parabólica que le señalaba el
cielo despejado. Ese azul era Laura mirándolo desde dentro. Sí, Laura habitaba dentro
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de él; pero sin desplazar a Clara, sino avivándola. Aunque llevaba años viviendo con el
alma suspendida al borde de un abismo, el fondo de este, supo entonces, no lo
representaba la muerte, sino la vida que había estado llevando hasta ese momento.
Laura fue la mano que lo rescató del borde y lo condujo hacia la muerte, una muerte
habitable, respirable y clara.

José había ido al hospital ese día. En el pulgar de su pie derecho parecía haberse
manifestado una necrosis espontánea. Habían programado una cita prioritaria para el día
siguiente y le habían suministrado una copiosa ración de antibióticos. Un enfermero le
dijo que posiblemente se tratara de una diabetes ocasionada por su alcoholismo. José se
contemplaba los pies otra vez. Las uñas estaban cortas —el quiropráctico había
ayudado—, pero tenía ese dedo amoratado. No le dolía. Tampoco podía dejar de
contemplarlo, pues ahí, pensaba él, estaba su vida entera, representada por un rollo de
carne en probable descomposición. Y nuestros cuerpos son una amenaza que tarde o
temprano se cumple. Pero no pudo seguir recreándose en ejercicios de pesimismo,
porque sentía miedo, mucho. Recordó cómo, cuando él era niño, los doctores
empezaron a picar lentamente a un tío suyo. En cada estadía en el hospital, a lo largo de
los años —hasta bien entrada la adolescencia de José— su tío perdía algo. Primero una
pierna; un tiempo después, ya ciego, la otra... Y así. Pánico, horror. Trató de levantarse
del sillón, no sabía para qué, si para salir corriendo a algún lado, si para empezar a
escribir la primera gran novela latinoamericana del siglo, o si para pegarse un tiro. Pero
no pudo terminar de ponerse en pie. Se dejó caer de vuelta y se abandonó al
ensordecedor barullo de los objetos arrumados y en desuso y de los espacios vacíos que
ahora eran los verdaderos habitantes de ese apartamento donde alguna vez había vivido
con ellas. Miró las botellas de licor que no podría tocar durante su tratamiento y que
seguramente lo estaban matando. Esa noche la existencia fue un monstruo. A la mañana
siguiente, lo abrumó la verdadera fragilidad de aquella bestia nocturna. Después de su
cita médica haría algunas llamadas telefónicas, decidió, y trataría de comunicar
humildad con su tono de voz. No tanto el temblor y espanto que sentía.

Laura tuvo una vida larga y, como aceptó poco antes de morir, rica. Pasó sus
últimos años en una casa en Galveston, Texas. Compartía los gastos con una amiga
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cuya familia numerosa adoraba a las dos. Los abundantes obsequios de personas a las
que ayudó a lo largo de su carrera reforzaron su pensión de enfermera lo suficiente para
permitirle vivir cerca del mar, como siempre había soñado. Aunque su apariencia física
nunca fue extraordinaria, cuidó de sí misma casi tanto como de los demás, y mantuvo
algunos amoríos, cada vez más mesurados y premeditados, hasta una edad avanzada.
Nunca se casó ni tuvo una relación que durara más de dos años. No hubiera creído el
papel que desempeñó durante la última exhalación de Héctor. O tal vez, incluso
creyéndolo, no le habría importado demasiado. Lo más probable es que —en la medida
en que su carácter apacible se lo permitiera— hubiese reaccionado con algún grado de
hostilidad ante tal noticia, por haberle hecho exhumar un recuerdo tan triste. La mitad
de las cenizas de Laura se esparcieron en el mar, la otra mitad está en una urna sobre la
chimenea, bajo un retrato de ella pintado por la hija menor de su amiga.

La noche en el desierto de Texas estaba muy nublada. Por una grieta en el celaje
se asomó una luna menguante, como una uña rascando el espeso pelaje del cielo. Abajo,
sin una persona a varios kilómetros a la redonda, un ejemplar de alguna de las lagartijas
residentes en aquella árida vastedad, por primera vez en la larguísima historia de su
especie, levantaba la cabeza en perfecto ángulo de noventa grados, y contemplaba las
dimensiones cósmicas.

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Eterno retorno
Mercedes Duarte Alvarado (Venezuela)

Hay algo escondido dentro de nosotros: nuestra propia muerte.


Pero algo más está oculto, al acecho […]: el olvido de la muerte
[…] Es habitual hablar de la lucha de la vida contra la muerte,
pero hay un peligro inverso. Y tenemos que luchar contra
la posibilidad de que no muramos... Ciegamente soñamos con
vencer la muerte a través de la inmortalidad, cuando la inmortalidad
es siempre el más terrible de los posibles destinos.
Jean Baudrillard. La ilusión vital

Todo acontecía en la oscuridad. El clarín de fuga había interrumpido las


silenciosas sombras diurnas y el rumor de la noche empezó a esparcirse como migas.
Hacía mucho que nadie dormía. El día y la noche transitaban erráticos por las calles
iluminadas con la precariedad de unos bombillos apolillados que, ridículos, empujaban
algo invisible que se les oponía y les impedía seguir alumbrando. El cambio fue sutil.
Las gradaciones imperceptibles, mudas, enervaron la ciudad hasta que, apenas un día,
casi por descuido, solo unos pocos se dieron cuenta de la pesadilla. Pero no pudieron
hacer nada para impedirlo, y las cosas se fueron dando como si aquello no fuese un
despropósito; como si no hubiera sido un desafío a la cordura. Todo se volvió ceguera y

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penumbra. Y paso a paso se fueron acostumbrando a reptar como la manera posible ya


no de vivir, sino de permanecer.
En medio del claroscuro, que de tanto obstinarse ya era eterno, y solo cuando
tenían que moverse, notaban que había llegado la noche otra vez. Silente. Con nueva
sotana renegrida y suntuosa. Otra vez aparecía como un pleonasmo, exigiendo su tributo
de tinieblas y exilio, confirmando el anatema que pesaba sobre ellos:
Por mí se va a la ciudad doliente,
por mí se va al dolor eterno,
por mí se va entre la perdida gente.
En su cabeza resonaron esas palabras al recordar la profecía. No sabía bien si las
había leído o escuchado. Entre tanto, y a pesar de su confusión, los contó y pudo notar
que ahora eran quince. El clarín de la alarma de fuga había ahogado el silencio minutos
atrás, y todos se pusieron en guardia como correspondía. Cada uno a cargo de su
sombra… También ella. Y mientras hacía su censo visual y evocaba la dantesca
sentencia, se recomponía y ajustaba para poder seguir andando.
Todas las noches son iguales, pensó. Despertar consiste siempre en esta
ambigüedad maldiciente, entre el desahucio y un desenlace que parece acercarse en la
medida en que seguimos nuestro peregrinaje… Y a veces nada ocurre, aunque pase de
todo… Sabemos que, en alguna parte, pasa de todo… Aunque nadie lo diga…, lo
sabemos… En la ficticia quietud a nuestro alrededor, las cosas cambian… Y
cambiamos nosotros, que nos movemos. Puede que no todo sea un engaño… Y es que si
todo fuera un sueño y nada real, nosotros seguiríamos siendo… Y “los otros”, también.
Pensando en estas cosas, percibió al hombre siniestro muy cerca de ella, que por
lo bajo le dijo: “A mitad del camino de la vida, / en una selva oscura me encontraba /
porque mi ruta había extraviado”.
Aquellas palabras la erizaron, aunque no las comprendió. Por eso, o tal vez por
otro motivo oculto, quiso alejarse con disimulo del hombre, y optó por conjeturar que
de noche emergía la promesa original, una esperanza impalpable cuya vaguedad se
extinguía mientras crecía la certeza del escape posible. La noche era el principio y el fin
del círculo vicioso que alimentaba la ilusión de poder despertar de un mal sueño. Y esa
seguridad de encontrarse más cerca de la luz era guiada por un presagio intempestivo
que de costumbre la colmaba, y la hacía pensar que, sin lugar a dudas, pronto tendrían
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que terminar con sus vidas tránsfugas; con las huidas nocturnas; con el desconcierto
perpetuo que los acorralaba…
No lo sabían. La realidad era otra cosa y el horror apenas comenzaba… La mujer
volvió a escuchar el rumor clandestino del hombre que pregonaba insistente: “Yo no sé
repetir cómo entré en ella / pues tan dormido me hallaba en el punto / que abandoné la
senda verdadera”.
Ella prefirió apartarse de nuevo de él para poder conjugar alternativas
imaginables y sus evidentes contradicciones. Y escogió creer que de noche era cuando
ocurría la anunciación del fin. Aunque parecía evidente que no resultaría sencillo puesto
que acechaban “los otros” por doquier, y no podían permitirse el lujo de seguir
perdiéndose.
Bonito eufemismo para expresar la muerte. Morir es perderse, cavilaba la
mujer. El que muere se-pier-de… Pero en este estado de cosas, la muerte es salvación.
El lujo que las sombras diurnas y nocturnas nos reparten a cuentagotas y con crueldad.
El modesto y desalmado acto de caridad del destino ante la bestialidad que nos rodea,
nos embiste y nos atemoriza…
Cuando meditaba sobre esas cuestiones, algo en su cabeza la espetó: “No tienen
estos de muerte esperanza, / y su vida obcecada es tan rastrera, / que envidiosos están
de cualquier suerte”.
¡Pero no queremos morir —ripostó para sí— No queremos!
**
El hombre, que cojeaba al caminar, les exhortaba cada tanto. Por alguna razón,
los seducía y obnubilaba. Y era el único que hablaba, en realidad, porque todos habían
sobreentendido el pacto y asumieron dóciles los votos de silencio, como aceptando una
garantía otorgada por la nada, que les concedía prorrogar un poco más sus infelices
existencias. Por eso el hombre, cuando se dirigía a ellos, lo hacía entre susurros.
“Hay que seguir —dijo—, pero tendremos que llegar a la costa si queremos
salvarnos. Por otra vía y otros puertos —canturreó discreto— a la playa hemos de ir,
no por aquí; / mas leve leño tendrá que llevarnos”.
Así fue como les reveló, profético, que la luz era real y la salida posible… Oír
eso, desde luego, aguijoneó su confianza, y en acuerdo tácito continuaron… como

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autómatas, porque necesitaban alguien o algo en quién creer… Y todo estaba decidido,
aunque no develado para ellos, que no podían entender.
De inmediato resolvieron proseguir en dos direcciones. Y puede que fuese el
hombre quien designó los grupos, o que cada quien, sometidos como estaban a sus
propias pulsiones impúdicas, seleccionase su rumbo. De cualquier suerte, algunos
tomaron la autopista bajo el peligroso techo nocturno, a pesar de que aquella senda
escondía la posibilidad más inminente de chocar con “los otros”. Para todos era
indudable que el decantarse por esa opción los forzaría a aguzar los sentidos. Deberían
ser firmes. No flaquear y aguantar, porque se trataba de una competencia desigual por
rutas del averno. Transitarían por derroteros siniestros y no tendrían defensas salvo la
confianza en sus intuiciones. Resistencia habría de imponerse como palabra necesaria
cada noche…
El resto de los trashumantes deberían avanzar por el subsuelo. Bajo las
alcantarillas. Atravesando las cloacas. El camino sería más largo, pero el riesgo menor.
Aunque tendrían que arrastrarse serpenteando, buscando luz, y chapotear entre los
meandros asquerosos que componían los acueductos subterráneos de la ciudad.
Anduvieron tales caminos por algún tiempo, abajo unos, arriba los otros,
buscando la salida, la luz, o la salida hacia la luz.
***
El hombre tomó la superficie mientras que la mujer prefirió andar con los topos-
reptiles.
Esto es mejor, dijo ella para sí al cabo de un rato. Y estaba segura de que no la
movía el temor, sino más bien un inusitado estímulo que le daba la seguridad de poder
sondear los laberintos viscerales de la ciudad, la inmundicia proscrita de aquellos
andamios desvencijados que “los otros”, entronizados y eternizados, habían deshecho,
laboriosos, con el propósito expedito de arruinar sus vidas, de defenestrarlos y
sentenciarlos a las sombras por las que debían deslizarse ahora, huyendo siempre,
desconfiando de todo y con miedo.
Por eso, se dijo a sí misma con determinación, “debes aquí dejar todo recelo; /
debes dar muerte aquí a tu cobardía”… Aún más, continuó en silencio, es preferible
mantenerse lejos de ese hombre. No es de fiar. No es grato en lo más mínimo y no será
bueno seguir tras sus pasos como hasta ahora.
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La popularidad del hombre la perturbaba. Y por lo mismo, por la abstrusa


admiración de la que disfrutaba aquel, prefirió callar y reservarse toda la incomodidad
que le producía. Para no levantar sospechas. Porque a esas alturas ya no tenía
pretensiones de polemizar, sino de sobrevivir...
De cualquier manera, el desenlace se daría para ella tal y como lo había
dispuesto el azar. Y no había vuelta atrás.
****
Para los subterráneos el tiempo transcurrió inclasificable —horas, puede que
días enteros—, sin saber nada los unos de los otros. Después de atravesar varias lagunas
cavernosas de excrementos, entre vapores mefíticos que les hacían vomitar, surgió del
lóbrego acueducto una repentina intersección que, indolente, los confrontó obligándoles
a detener la marcha; eran sólo dos las oportunidades: subir por unas endebles escalinatas
hacia lo que parecía un túnel, o seguir la ruta que los había llevado hasta allí. La
iluminación transitoria, procedente de unos focos que parpadeaban, quería brillar sobre
sus rostros con poca convicción. De repente, en el mismo centro del camino bifurcado,
los topos encendieron sus ojos porque supieron, en ese instante, que alguien tendría que
tomar la decisión, y el hombre que aparentaba tener todas las respuestas ya no estaba
entre ellos.
En medio de aquel trance, la mujer presintió que esa decisión los llevaría a la
salida, o los perdería. Y el destino ya estaba escrito…
—¡Es algo sencillo! —dijo uno de los topos-reptiles, terminando con la
convención de cautela, justo cuando el guía sobrevenido estaba ausente. Habló con la
naturalidad que apresura el miedo, porque al igual que los demás, no quería pensar ni
verse comprometido—. Sigamos el mismo camino —dijo—, y quizás el pequeño
sumidero nos conduzca hasta alguna parte. Es lo que hemos hecho hasta ahora.
Luego, se escuchó otra voz rastrera que venía del fondo, remarcando con
decisión cada sílaba:
—Podemos subir por la escalerilla y ver qué hay a través del túnel que está
arriba. Después, decidiríamos qué hacer.
Alguien, enseguida, advirtió que el túnel podría esconder a “los otros”. Que
subir ahí los pondría en alerta; que ascender era la muerte, que significaba estar más
cerca de su asechanza. Terció una nueva voz que se alzó quejosa desde las sombras
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porque se aferraba a la esperanza de hallar luz al final del túnel… Pero no hubo
acuerdo.
La encrucijada era una metáfora de la indecisión y la mujer solo pensaba en la
vacuidad irónica de la frase: la luz al final del túnel… Sin embargo, a ella le pareció
plausible encontrar la salida a la costa a través de ese túnel “de luz”, y concentrada en
esa probabilidad, se replegó sobre sí misma para aferrarse a sus certidumbres pueriles,
infundadas, lo que la hizo sentirse más cerca del fin. Se dejó llevar por la súbita
confianza recobrada, y subió mientras los otros seguían discutiendo.
Refulgieron los ojos del primero que sugirió el túnel como alternativa al ver a la
mujer determinada sobre las escalerillas. La sombra de alguien fue tras ella y no se supo
nunca si el dueño de aquella voz de hipogeo, del que en principio apostó por el túnel,
era el mismo que seguía a la mujer.
Poco antes de acceder al último peldaño, y como si se anticipara al horror de lo
que conseguirían al otro lado, la mujer menguó el paso. El hombre-sombra también, y
era como si se comunicaran sin decir palabra. Pero la mujer se sintió sola y creyó que la
presencia de aquel a sus espaldas era producto de su imaginación, porque, ahora sí, el
miedo había anidado en ella, y era tarde para dudar. Aun así eligió creer otra vez en el
hombre-sombra detrás suyo, porque imaginario o no, sin emitir sonido alguno, la
animaba y la empujaba a que siguiera… Y así lo hizo.
Después de asaltar la escalerilla, la luz que apenas se atisbaba desde abajo se
veía con mayor nitidez. La mujer se asomó con sigilo y descubrió que el túnel no era tal,
sino una habitación roñosa, atestada de trastos viejos y trapos sucios. En el medio, un
sofá de color indefinido y roto frente a un televisor, un viejo aparato de otro siglo que
profería blasfemias remotas.
La mujer decidió que el miedo la hacía creer que alguien allí la miraba. Pero
estaba sola. Con su sombra… y la del hombre a sus espaldas. Asomó la cabeza un poco
más para mirar mejor desde el ducto y pudo distinguir la verdadera luz. Era un
resplandor violáceo, sucio, pero claridad al fin. Esa era la forma en la que se hacía el
milagro con variaciones de aquella frasecilla cursi: era “la luz al final del túnel” a través
de un gran boquete que daba a la calle, mientras que el televisor oteaba y mediaba entre
el exterior y el mueble repugnante. En ese momento fue cuando pudo escuchar el
estruendo de un tropel alelado que parecía esperar algo… Un signo… Alguna señal…
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“El ruido lo causaba la pena sin tormento / que sufría una grande muchedumbre / de
mujeres, de niños y de hombres”.
Se resolvió y entró furtivamente en la habitación. El hombre-sombra detrás de
ella dejó la escalinata de un salto y se incorporó también, como para asegurarse de que
se materializara el designio. Sólo estaban ellos…, pero se podía sentir “la presencia”
entre los cachivaches viejos. Entonces, por primera vez en toda la travesía, ella pensó en
invocar esa fuerza taumatúrgica de la que no solía acordarse…, aquella entelequia de la
que había abjurado mucho antes. Procuró recobrar la fe… Intentó convencerse…
*****
Y allí estaba él… Echado… Yacía revolcándose en su propia porquería.
Simulando atención ante las maldiciones lanzadas desde el mal sintonizado televisor
anacrónico. Con su doble mirada de espejos observaba a la mujer detrás de sus hombros
y, al mismo tiempo, veía frente a sí, traspasando con sus ojos abisales el televisor, y
calibrando a sus anchas la masa iracunda que gritaba violenta desde el otro lado, al pie
de la abertura de la malhadada habitación.
Desde la oscuridad profunda que lo envolvía, se levantó despacio del sofá y se
dejó ver en todo su portento. La mujer se mantuvo serena porque el tsunami de miedo le
devolvió de golpe, como a una niña pequeña y como nunca antes, la confianza en su
superioridad de demiurgo. Creyó con determinación absoluta que esa repentina fe
pondría de su parte a ese dios en el que nunca creyó y al que, por terror, acababa de
resucitar. Pero el flagelo impuro, heraldo abominable del abismo nocturno, sin titubear
la tomó por el cuello. Y ella, como durmiente aterrorizada que de pronto toma
conciencia de su pesadilla, ya no tenía miedo y no admitía lo que veía. En pocos
segundos volvió a elegir y creyó que, al igual que en los sueños, bastaría con negar lo
que sucedía para extirpar la fuerza onírica y demoníaca que la asfixiaba. Y mientras
trataba de pensar, casi ajena a la situación que la estrangulaba, el negro la levantó de
modo que la caterva observara bien… Y ella muda. Cianótica. Sufriendo en calma
desorbitada ante la turba… Sus extremidades se agitaron ingrávidas y algo como un
gemido intentó salir de su garganta por el dolor, mientras las manazas alrededor del
cuello lo iban fracturando despacio.
El hombre torvo, el que cojeaba, en ese fatídico instante apareció entre el gentío
que bramaba porque eran “avaricia, soberbia y envidia / las tres antorchas que ardían
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en sus pechos”. Y pudo ver con claridad impasible cuando las descomunales manos,
contraídas y negras, terminaron de partir el cuello de la mujer. Y el monstruo, con el
mismo desdén de antes, echó el cuerpo flácido y exánime a la cáfila, que como hienas se
abalanzó sobre la mujer muerta.
De tal guisa, “cada cual volvió a su triste tumba / a retomar su carne y su
apariencia / y a escuchar aquello que truena por siempre”.
Cabal se cumplió el sino: una pesadilla que se incorporó con obscenidad a la
vigilia, prodigando en ese acto el sacrificio necesario para honrar su propia felonía…
Como si “el eterno reloj de arena de la existencia se invirtiera siempre de nuevo, y
cada quien con él, granitos de polvo”…
Ahora, absorta, la mujer observa de lejos el tozudo retorno de las mismas

escenas. Una y otra vez. Por toda la eternidad. Desde otra orilla… Con otros nombres…

Desde otros sueños.

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El perfume
Benito Pastoriza Iyodo (Puerto Rico)

Tampoco te entiendo, pero mientras tanto,


ábreme la jaula que quiero escapar.
Hombre pequeñito, te amé media hora,
no me pidas más.
Alfonsina Storni

El camión de la basura llega a las diez de la mañana. Siempre a las diez de la


mañana. Qué puntualidad. Pepe quiere hacer el amor de madrugada, rapidito, bien
rapidito, para sentir que va calentando los motores; para pensar que así le podrá
aguantar las estupideces a la gente que pide reparaciones y milagros para sus
avejentados apartamentos. Ellos sí que son basura. La jefa encargada de su edificio le
reclamará mil veces la lentitud con que ejecuta su trabajo y los compañeros de faenas se
harán los locos para trabajar menos. Sólo este acto apresurado y primitivo lo prepara
para la rabia de la vida, para el desenfreno de la rutina. Si no fuera por esto no podría
sobrevivir. Suavecito y caliente, como me lo pide para salvaguardar la salud mental y
no perder el equilibrio de la existencia.
A veces sí que parece un loco. Yo dándome apresuradamente, corriendo en el
éxtasis de la piel como quien va a perder el último suspiro, el último aliento de vivir.
Llegamos por fin y me mira con esos ojos de gato muerto, de felino agradecido por unas

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pequeñas y sueltas migajas de amor o de lo que él cree que es amor. Quedo rendida
como todas las mañanas, logrando solo recobrar el aire para buscar en la temprana
oscuridad unas chanclas desvencijadas que me lleven a la cocina. Arrastro el sueño por
los pisos, perdida en la alucinación que acabo de vivir, y no me acuerdo si aquello fue
una pesadilla o la mera labor diaria de abrirme, entregarme para apagar el desasosiego
temprano de este hombre fantoche que tengo a mi lado. Qué asco, qué asco. Pero no me
olvido, el camión de la basura llega a la diez de la mañana. Yo nunca me olvido. El
camión de la basura llega a las diez de la mañana.
Entre tactos y olores, por fin logro llegar a la cocina, donde cuelo el negrísimo
café. El café que parece tinta. El oscuro y humeante líquido me inicia al orden del
universo. Me regala un poco del paraíso. Ahora sí que estoy despierta, ahora sé por qué
existo. A la distancia, lo veo llegar con una segunda intención. Sale mojado de la ducha,
oliendo a pino y a macho, con su eterna erección a medias. Se acerca, pero no quiero. Se
restriega contra mi cuerpo y me aprieta los senos con fuerza, con una fuerza brutal,
pidiéndome un anticipo de la noche, porque solo yo le doy la vida, solo yo lo sostengo
en la cuerda floja de la vida. Solamente yo lo mantengo sano.
“Nene, ahora no. Papi, ahora no. Papito, cosa chula, ahora no. Pipo, que no.
Macho, ahora no. Cosa linda, ahora no. Aquí tienes tu café, fuertecito como te gusta.
Mira que rico. Mira que suave”. Pero él me quiere seguir queriendo, o continuar lo que
él piensa es querer. Ahora, por desgracia, no es sueño ni pesadilla. Estoy muy despierta,
más que despierta, con los pies bien plantados sobre el piso frío de esta cocina
minúscula. Recuerdo cuánto drama hago, cuánta mentira sostengo, para salir de este
embrutecido momento, para zafarme del cumplimiento. Él parece adivinar mi rechazo
encariñado y, con un abrupto empujón, me tira hacia el lado como descartándome, como
diciéndome: “Soy yo quien no te quiere, ni te creas tan importante poca cosa de mujer,
poca cosa de invento humano”. Por fin me siento liberada, suelta, y vuelvo a recordar
que el camión de la basura llega a las diez de la mañana. Esta hora me brinda tanta
magia que no puedo contener mi felicidad.
Ahora se viste de mala gana entre insultos y amenazas, porque él es el macho del
mundo y así no son las cosas.
“¿Qué se cree ésta? Yo la mantengo. Le doy de comer. Le doy casa y comida.
Era una muerta de hambre en Pinar del Río. Una crápula. Una cualquiera. Sí eso eras,
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una crápula. ¿Acaso se cree que yo no sé que, por un crayón de labios, por unas medias,
cedía a una acostada al primer turista que se le presentara en la calle? Libertina de
mierda. Llegó a La Habana con una mano al frente y otra atrás. Al primer gringo cabrón
le abría las piernas. Puta, mil veces puta. Hija de mil y una putas. Por eso no me caso
con ella, ni me casaré, ni loco. Crápula. Cien mil veces crápula de mierda. ¿Qué se cree
ésta? Mañana mismo la echo a la calle. Que se enteren todos. Las mujeres me sobran.
Están a cinco por un centavo. ¿Qué se está creyendo ésta, que la tiene de oro?”.
Los insultos me los sé de memoria. Sólo varían el tono y la inflexión de la voz.
Pero no importa, porque ya lo veo salir por la puerta. El odio, con toda su humanidad
despreciable, sale por la puerta. No importa el desprecio porque el camión de la basura
llega a la diez de la mañana y me apresuro para recibir los verdaderos placeres de la
vida, el regocijo inexplicable que le da significado a mi existencia.
Ahora sí me puedo preparar para las labores del día. Comienzo con un riguroso
inventario de lo que hace falta en la casa: sartenes, tazas, un horno de microondas, una
lámpara, una mesita, una alfombra, toallas, una cortina de baño, fundas, una frazada, un
edredón. A ver, para mi persona: un perfume —¡ay, sí, un perfume!—, esmalte y unas
bragas. Para Pepe: calcetines y unos zapatos. Para el hijo de Pepe, una camiseta de las
que traen logogrifos imposibles de descifrar. Para el jardín, unos tiestos. Pensándolo
bien, mejor unas canastas para que el barrio completo se entere de lo feliz que vivo.
El vecino también me dijo que si encontraba algo bonito, que se lo trajera. Para
Cuba tengo que enviar: desodorante, rasuradoras, pasta dental, jabón, aspirinas, cremas,
champú, un tinte, una colonia y un cepillo. Por ahora. Ya veré más tarde; en Cuba
siempre hace falta de todo. Pero yo, como la canción linda esa que ponen en la radio,
pasito a pasito, voy poniendo mi granito.
Irse de shopping es una cosa maravillosa. Así mismo: irse de shopping, y no de
compras. Porque la palabrita shopping me hace sentir que he llegado; que por fin he
aterrizado en el planeta de los billetes. Estoy en Miami. En Miami, mi amor. A veces ni
yo misma lo puedo creer. Y me siento fuera de este mundo. La felicidad del anticipo me
da el permiso para ponerme bonita, arreglarme, ser femenina. ¡Ay, Dios mío!, estoy en
Miami. Vivo con este desgraciado de mierda, pero por lo menos estoy en Miami.
Primero, me pongo un rímel ligero, nada de escándalos. No vayan a creer que
soy cosa barata. Si te creen barata, ya no te quieren y estás perdida. Porque yo soy muy
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fina, sí señor, muy fina. Un crayón de labios suave y sutil, como vi en las revistas. Un
poco de colorete, no me hace falta mucho porque estoy saludable, gordita dirían algunas
envidiosas. Unos pantalones cortitos, color crema, bien ceñidos, y una blusa blanquita
más o menos apretadita para que sepan que soy blanca. Mejor dicho, para que no se
olviden que soy blanca, blanquísima. Porque también aquí, en Miami, subes de
categoría si eres blanca.
Por fin me pongo unas gotitas del perfume exclusivo que me regaló Pepe del
bazar y estoy lista como una modelo en pasarela parisiense. Me estudio ante el espejo y,
caballero, qué tremenda mujer. Con razón la gente me mira tanto; todas estas carnes
voluptuosas no van al desperdicio. Me despido del gato, de los pajaritos y de las plantas.
Un besito por aquí y otro besito por allá. Estos sí que me quieren. Dejo la casa linda y
limpia como siempre, de puerca nadie me puede acusar. Ya lista y hermosa, afuera me
espera el palo, la escalerita, la escoba y el carrito para irme de shopping.
Todo en la vida lleva un proceso. No hay por qué apresurarse, porque lo tuyo
siempre será tuyo. Lo primero es examinar el contenedor más lleno, porque así el
shopping será más fácil, más placentero. Ayer me fijé que los argentinos ricos que se
mudaban botaron un montón de cosas nuevas. Primera parada, el recipiente del edificio
B, como bonito, bueno y barato. Allí, la sorpresa del día: la lámpara y la mesita. Paso al
C contoneando mi hermoso cuerpo, y me encuentro con los sartenes y unas tazas un
poco viejas, pero a caballo regalado no se le mira el colmillo. Me voy trotando como
yegua de paso fino al A, porque las diez se me están echando encima. Está medio vacío,
pero uso mi escalerita y el palo largo, para mayor extensión, y, santo milagro de las
alturas: el edredón y las toallas.
En el E y el F, unas muestras gratis que dieron por la vecindad de jabones,
pastas dentífricas, enjuagues y desodorantes. Los vecinos parecen no haber querido los
regalos de promoción de las compañías, y había suficiente para surtir una caja grande de
envíos para Pinar del Río. Por fin, termino con el D y allí, en el fondo del latón, después
de excavar como una loca y ensuciarme como una puerquita, encuentro mi gran tesoro:
una botella de Beautiful, de Estée Lauder, a medio usar. Si te digo que irse de shopping
es una maravilla. En el anuncio de la televisión, la muchacha que usa Beautiful se ve
bella, regia, misteriosa, un encanto. Más feliz no se podía ver. Ya me imagino cuando
me lo ponga, la transformación, la metamorfosis: yo beautiful, yo primorosa como una
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novia en sus nupcias de junio primaveral. Así, como la novia que se ve en la televisión.
A lo mejor hasta Pepe quiere casarse conmigo. El frasco es una preciosidad.
No entiendo por qué Pepe dice que soy fea, gorda, apestosa y ordinaria. En
Cuba, en la escuela de medicina, los internos me pedían que me desnudara para
estudiarme de cerca. Que caminara por aquí, que me fuera por allá. Que subiera este
brazo, que levantara aquella pierna. Y yo, haciéndome la tonta para que me vieran bien,
para que se dieran el gustazo de sus vidas. Me entraba una astenia que para qué te
cuento. Hasta a papi parecía yo gustarle. De muy de niña me decía que le dejara ver la
cosa bonita, que quería tocarla, jugar con ella. “La nena es tan bonita. La nena es tan
preciosa. ¿Qué tiene aquí la nena, entre las piernas, para su papi? ¿Qué cosa bella tiene
la nena?”. Y la nena no entendía, porque aquel era su padre, su papi del corazón. Pero
luego me enteré de que mi papi quería otra cosa. Que el papi era un pervertido.
Pero la nena tiene ahora su Beautiful, y nadie se lo quita. Mi bello pomo de
perfume. Pepe se levantará todas las mañanas palpándome, buscándome para desahogar
y descargar su rabia de macho agraviado. Como siempre, no mirará mi rostro, no besará
mis labios, no habrá una caricia. Porque soy fea. Porque soy gorda. Asquerosa y
apestosa. Solo un profundo y constante golpe en mis adentros, un remolino, un río
desbocado en fuego castigará mi cuerpo. Un odio que no se entiende. Y yo seré sumisa,
me abriré porque no quiero problemas, porque no quiero recordar Cuba, porque no
quiero recordar a papi. Pero allí, a la distancia, sobre el tocador, podré ver mi hermoso
pomo de perfume y me recordará que sí, que soy beautiful, siempre beautiful.
Eternamente beautiful.

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Narciso
Mar Correa (España)

Era de costumbres ordenadas y rituales. Todos los días, aunque fuera fin de semana,
se levantaba a las siete. Desayunaba, leía los titulares de los periódicos y entraba en el
baño. Su rutina en este sagrado santuario de la intimidad se prolongaba cada día un poco
más. Se observaba en el espejo con tanta atención y persistencia que conocía a la
perfección cada intersticio de su cuerpo, cada poro, cada oquedad, cada surco, cada pelo.
No buscaba nada en especial, no le interesaba reconocer si había o no belleza en sus
hombros, sus muslos o en la curva sutil de su vientre; ni si el iris de sus ojos era grisáceo,
pardo o azulado; tampoco si tenía más cantidad de pelo a un lado que al otro de la cabeza o
si el puente de su nariz era más o menos imperfecto según los cánones griegos de la
estética más equilibrada. Tampoco le interesaban su altura o los defectos de su piel.
Simplemente le embelesaban sus curvas y hendiduras, las arrugas de sus codos o el blanco
y suave reverso de las rodillas.
Un día le pareció escasa la luz que entraba por la puerta del balcón que había junto
a la ducha, y se le ocurrió rodear el espejo del lavabo con luces esféricas como la que
utilizan los actores en los camerinos. Con la nueva iluminación, la contemplación de su

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cuerpo se hizo más intensa. Vislumbró nuevos dobleces y pliegues, desconocidas estrías y
coloraciones recónditas, y eso lo mantuvo atento a su reflejo con mayor enajenación.
Pero necesitaba explorar caminos inéditos, así que poco después mandó colocar un
enorme espejo que cubría por entero la pared frente al lavabo. De ese modo podría escrutar
todas aquellas áreas ocultas que quedaban libres del barrido de su mirada. La luz se
multiplicó al reflejarse y aquella mañana tuvo una nueva visión de su cuerpo: por delante,
por detrás, por los costados. Incluso esclareció el misterio de su nuca y de ese espacio
enorme entre los omóplatos que le sugirió un páramo de piel. Le divirtió el juego de
frunces al final de sus nalgas y la idéntica hermandad de los dos tendones de Aquiles. E
invirtió más de una hora en averiguar los secretos que ocultaban sus axilas.
Cada vez empleaba más tiempo en estudiarse y empezaron a llamarle la atención en
el trabajo por retrasar su entrada, algo insólito dada la pulcritud, entrega y profesionalidad
de que siempre hizo gala.
Consideró espléndida su idea e hizo caso omiso de las caras de asombro de los
albañiles que fueron a cambiarle el suelo del cuarto de baño para colocarle unas losetas de
espejo. La perspectiva de su propia complexión desde un escenario tan diferente le robó
horas de sueño. Lo embargaba la emoción de recorrer territorios ignotos y recónditos de su
ser, y la primera inspección aquella mañana de sábado no lo defraudó: ¡Qué diferente y
apasioante su universo corpóreo visto desde el abismo! Procuró no gesticular ni hacer
movimientos bruscos; ni saltar ni encorvarse. Fascinantes las ondulaciones de la planta del
pie a cada pisada, impresionantes los repliegues de los músculos gemelos observados
desde todos los ángulos, admirable retaguardia oculta, analizada desde la quilla de su carne
mientras navega por un océano abisal mil veces reflejado. Le pareció flotar en un espacio
infinito y eterno en el que su sustancia era lo único vivo y tuvo un inmenso orgasmo de
placer nunca conocido.
Aquel fin de semana no salió del cuarto de baño, no se vistió, no comió. Descubrió
nuevas posibilidades de estudio en función de la luz natural o artificial y exploró otras
perspectivas de análisis en diferentes posturas. Definitivamente, cambiaría el techo del
baño para que reflejase su naturaleza desde un enfoque apocalíptico y audaz.
Ni siquiera se preocupó, aquel lunes, de llamar al trabajo para anunciar que
abandonaba; simplemente no acudió. Ni aquel día, ni el siguiente, ni el otro.

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Salía temprano a encargar nuevos y monumentales espejos y los colgaba


aleatoriamente por toda la casa: en el techo del dormitorio, la pared de la cocina, el suelo
del salón. La luz de las ventanas se lanzaba contra el cristal y aumentaba el fulgor de cada
rincón del apartamento. Y, por ende, cada recoveco de su cuerpo. Dejó de vestirse. No
quería perderse ni por un instante los giros de su envoltura corpórea.
Desconectó el teléfono y se dedicó, con embelesamiento, a analizar cada rasgo de
su rostro con un espejo de aumento que le proyectó una inusitada visión de la cara que
todos veían, pero que tan misteriosa le parecía a él: con sus circunvalaciones, hoyuelos,
bosques de hirsutas cerdas, monstruosas montañas y agujeros rojizos como volcanes.
Un amanecer, el cuerpo helado y maltrecho, se levantó del suelo del baño con la
firme decisión de profundizar en su investigación mucho más allá del mero reflejo de su
aspecto exterior. Asió con fuerza el mango del cuchillo más afilado y lo hundió con
resolución a la altura del mediastino. No le costó mucho trabajo rasgar el cuero hasta el
ombligo; la piel le resultó reseca como una membrana vieja. Sin parpadear, sin sentir, sin
dolor ni pena, sin atender a los ríos de sangre que bañaban el mar de cristal a sus pies, iba
limpiando el corte con agua y, clavando más aún la hoja, abriendo los labios de la herida
para explorar sus adentros. Quería buscar sus pulmones, investigar su estómago y sus
tripas, conocer su páncreas, bucear en sus venas, auscultar su corazón.
Tardaron días en echarlo de menos. Cuando descubrieron su cuerpo apenas pesaba
cuarenta kilos. Estaba desnudo, descuartizado, en un lago de sangre. Parecía dormir
apaciblemente, abrazando su propia imagen despedazada y multiplicada hasta el infinito en
el suelo acristalado del baño.

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La última llamada del padre


José Manuel Fernández Argüelles (España)

El día que enterré a mi padre el sol lamía con saliva tórrida el rostro de los
presentes. Salimos los deudos del cementerio con sudor y un silencio de miradas
resignadas. Despedidas, apretones de manos, abrazos, besos en las mejillas. Pronto
tomamos los coches para huir y recogernos en la sombra de nuestras casas. Fin del
ajetreo, la zozobra y ese regusto amargo que deja la muerte de los allegados.
Mientras conducía hacia mi hogar sobrellevaba esas sensaciones de
incertidumbre y pena, pero también algo más que no se desea reconocer; ese algo
llamado alivio espurio. Logré no divagar sobre ello, pues me parecía una indignidad
hacia el padre recién fallecido. Me concentré en la conducción. Incluso encendí la radio
y no me importó que sonara música alegre. Estaba relajado, hasta experimentaba una
deshonrosa sensación de bienestar. Esta nueva idea me empujó a subir el volumen y
redoblar la atención puesta sobre la carretera. Así me evadí de los pensamientos.
Ya en mi domicilio aspiré una bocanada de aire, después lo solté con un bramido
como si hubiese dado fin a un arduo trabajo y llegase entonces el tiempo del relax. Me
serví un vaso de vino. No tenía hambre a pesar de haber comido con frugalidad a
mediodía. Aún resbalaba por la piel la viscosidad del calor, pero el frescor momentáneo
del vino mitigaba el asco. Después me daría la ducha reparadora. Que el agua llevase

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por el desagüe la pegajosa baba del sol, que se alejara por el sumidero ese día y también
los recuerdos y las sensaciones dañinas de una mente que se negaba a conjeturar el
porqué del fastidio. Me encontraba bien, o al menos cómodo, relajado, con el alivio de
quien se ha desprendido de una carga. Así era, de tal forma advertía la ausencia paterna.
¿Por qué negarlo? ¿Por qué me perturbaba esa verdad?
Me arrellané en el sillón de la sala de estar. Los ojos, anclados en la pared de
enfrente, dejaron de funcionar. La mente se hizo vacía. Me encontraba casi bien. Casi.
Terminé el vino. Codiciaba otro. Me apetecía uno más. Pero debería comer algo antes
de achisparme y que llegase el ardor en el estómago. Fui hacia la nevera, algún
condumio habría dentro. Pasé junto al teléfono fijo en la pared y desvié hacia él la
mirada. La luz del chivato parpadeaba sobre su teclado.
Ya no uso el teléfono fijo de la pared; con el móvil es suficiente. Llevaría
semanas sin prestarle atención. Era un objeto pretérito, enganchado en un azulejo como
un calendario del año anterior, e igualmente olvidado. Y ahora, a dos pasos de la nevera,
mi atención se depositaba en su intermitente luz roja, que anunciaba un mensaje
telefónico. ¿Publicidad? ¿El pésame de algún conocido que llamó a la casa vacía?
Olvidé la obligación de comer. Me serví más líquido que después me escociese. Deseé
volver al sillón y a la pared de enfrente. Pero deposité el vaso en la mesa de la cocina,
descolgué el teléfono y marqué la tecla de recuperación de mensajes grabados.
Primero un silencio, aunque también ruidos indeterminados. El del otro lado no
hablaba. No se trataba de publicidad. Tampoco era un conocido fingiéndose ausente. La
grabación insistió en la mudez unos segundos más. Después, una voz:
—¿Estás ahí?… ¿Me oyes?
Silencio de nuevo. Más ruidos, como si el de la llamada rozase su teléfono con
algún objeto metálico. Era la voz de mi padre.
—Esto no funciona. ¿Me oyes? ¿Por qué no contestas?... Copié el número
bien… ¿No dices nada?
Silencio otra vez. Una respiración ansiosa, algo entrecortada. Persiste el silencio
de la voz; continúa la respiración. Por fin, sigue la palabra:
—Es que aquí estoy mal… ¿Me has traído tú?
Silencio. Respiración. Un quejido. Otro. Y después sigue hablando:
—¿Me escuchas? ¿Eres tú?
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Más silencio. Otra vez los ruidos. De nuevo los quejidos.


—¡Ay, Dios! Me duele. Me duele.
Fin de la llamada.
Borré el mensaje. Colgué el auricular. Agarré el vaso y fui al salón.
Recordé.
Mi padre fue músico en una orquestina de fiestas y salones de baile. Tocaba el
saxofón y algo el violín, pero esto último poco, solo de acompañamiento con cuatro
compases repetidos para los valses. Me lo contó mi madre una vez.
Cuando nací, los dineros de un músico de salón alcanzaban para comer y pedir
con disimulo limosna a los familiares. Un hijo, otra boca. Más gastos. Mi padre dejó la
orquesta y dio con un trabajo de obrero en un alto horno, donde palearía carbón doce
horas al día. Me lo contó mi madre.
Él siguió tocando el saxofón —aunque no el violín— en casa, en la habitación.
El potente sonido del instrumento retumbaba en la pequeña vivienda durante media
hora. Después mi padre salía de la “sala de conciertos” y se dirigía a la cocina, donde mi
madre y yo nos hallábamos. Y él me miraba muy serio, parecía enfadado; yo, como
niño, me asustaba. Esto lo recuerdo por mí mismo, no son palabras maternas. Unos años
más tarde, mi padre guardaría el instrumento musical en su maletín y lo colocaría en lo
alto del armario de su habitación. No lo volvió a tocar jamás. Pero siguió masajeando
los dedos, una mano sobre otra, para que, después de doce horas sujetando una pala, no
perdieran la movilidad necesaria sobre las teclas del saxo.
Volví a la sed mentirosa. La pared de enfrente ya no me calmaba y el vaso
mostraba el vacío. Retorné a la cocina. Precisaba comer algo, y fui hacia la nevera. El
teléfono se interponía, pues habría de pasar a su lado para acceder a la comida. La
botella reposaba en el otro lado del habitáculo. Olvidé la nevera y la comida. Llené, una
vez más, el recipiente y regresé al sillón. Me atemorizaba el teléfono, lo que delataba el
inicio de una borrachera estúpida. El vaso rebosaba. Di un trago muy largo. La pared de
enfrente me pareció amigable.
Mi padre nunca me golpeó. Si no, lo recordaría. Jamás un gesto violento, nunca
una riña. Si hubiera sucedido me acordaría, seguro. Y tampoco conservo en la memoria
de mi infancia un cariño, un elogio, un aprecio, un ánimo, algún impulso, un “¡venga,
que puedes!”.
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Cierto día realicé una pintura que me habían encargado en el colegio. Se trataba
de dibujar algo sobre la solidaridad entre las personas. Pinté una mano acercándose a
otra. Me esforcé mucho en los detalles. Mi madre quedó admirada. Él miró la
composición unos segundos, sonrió con los labios apretados y dijo que no estaba
demasiado bien.
Mi padre siempre sonreía con los labios apretados. Nunca era violento. Cuando
tiré el dibujo al suelo, junto a sus pies, se agachó, lo recogió y lo puso sobre la mesa;
después se fue a no sé dónde. No me miró. Supongo que el dibujo era una puta mierda.
También recordé, debido a esos giros que da la memoria instigada por el alcohol,
que en varias ocasiones me llevó, en cortos recorridos, sentado en la parte trasera de su
moto. Me decía que me agarrase a su cintura, no fuese a caer, y lo repetía cada pocos
minutos. “¡Sujétate bien!”. Una y otra vez, esa frase. La recuerdo, aún la retengo:
“¡sujétate bien!”. Y yo odiaba esa reiteración dirigida a un imbécil que no sabe
agarrarse. Aunque lo cierto es que me desagradaba el contacto con la cintura de mi
padre, y todavía no sé por qué. Por eso apenas me asía a su cuerpo.
Cierto día me levanté de la cama y fui al salón, donde estaban mis padres con la
televisión encendida. Los sorprendí abrazados. Miraban las imágenes en blanco y negro.
Dije algo así como que no podía dormir. Mi madre sé que permaneció inmóvil; en
cambio, mi padre despegó el brazo con el cual se aferraba a ella y se apartó como dando
un salto. Mi madre sonreía. Mi padre preguntó muy serio si me ocurría algo. Yo, ahora,
siempre pienso que la agarraba y no en la caricia. Después ella se levantó y me metió en
la cama. Tardé en dormirme. Un profundo sentimiento de usurpación no me dejó
conciliar el sueño. No sabía determinar si yo había separado a la mujer del abrazo de mi
padre o si él la apartaba de mí. ¿Y por qué el salto, esa huida del abrazo? ¿Por estar yo
presente? ¿Era yo el culpable de nuevo?
El vaso otra vez vacío, lleno del aire de la sed falsa. Me encontraba sudoroso,
con la ropa soldada a la piel como tras doce horas de esfuerzo doblando el cuerpo para
lanzar paladas de carbón a una cinta transportadora acabada en un alto horno. Se
imponía una ducha que quebrase la soldadura, que limpiase la tontuna del alcohol y los
recuerdos. Tras el agua en el cuerpo, los dos primeros deseos se cumplieron, mas no así
el tercero.

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Regresé al sillón con un nuevo vaso colmado. El hambre, ahora sí, reclamaba
cierta urgencia, pero el muro del teléfono aún imponía su impedimento. Otro sorbo
largo. ¿Miedo a un teléfono colgado de la pared? Sí, hube de reconocer. Miedo a la voz
borrada de mi padre, grabación suprimida del aparato, pero conservada en mi cabeza y
dispuesta a activarse en cuanto me acercase a su origen.
“¿Me has traído tú?”.
Nunca me faltó dinero. Él siempre fue generoso. Para los estudios, para los
gastos de ocio, cuando, ya con trabajo, las monedas no alcanzaban hasta los últimos días
de la hoja del calendario. Mi padre, en un momento aparte, solos él y yo, me tendía unos
billetes mientras sus ojos, como siempre, no me miraban, sino que parecía desviarlos
unos metros más allá de donde me encontraba. Lo convertía en un acto vergonzoso. Así
cada mes, en los días finales, cuando yo procuraba toparme con él a solas y miraba los
billetes y, después, el rostro paterno.
De lo que no conservo memoria es de un arrumaco suyo, tampoco un halago. De
mi madre sí, pero él esquivaba el roce y nunca apreciaba mis logros en los estudios, en
el trabajo, ni siquiera en los pequeños aciertos literarios. Cuando más cerca lo tuve fue
en los viajes en moto: “¡sujétate bien!”.
La laxitud del sillón me inducía al sueño, mas no deseaba dormir; temía las
fantasías de la inconsciencia. A veces sueño con mi padre. Siempre aparece joven y yo
niño, aunque en otras ocasiones soy adulto. Él casi siempre se representa divertido,
como nunca fue, con los labios separados en risa franca. En casi todas las ilusiones
oníricas se halla realizando cosas ajenas a mi intervención, distante de mi presencia. Yo
tampoco preciso de él, pero está ahí riendo. Son sueños.
¿Por qué sueño más con mi padre que con mi madre, a la que de verdad quise?
No tengo ninguna respuesta, quizá por eso estoy escribiendo sobre él. Y sigo sin
contestaciones, en cambio hago muchas preguntas.
Vuelvo a la remembranza del entierro. Otro trago de vino. Noto la mente difusa.
La ducha no sirvió para disipar la bebida. Pienso con poca claridad. Relleno de líquido
el recipiente.
No quiero el recuerdo, pero la estulticia del vino me lleva a él. A cuando el
médico dijo: “Este hombre no puede vivir solo”. Demencia senil, alzhéimer, desvaríos,
lo que fuese que dañó su cabeza. Y la mía, quizás.
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Él no podía vivir solo, pero tampoco conmigo, ya mi madre ida, difunta.


“Vas a ir a un centro donde te curarán, padre. Allí te quitarán los dolores y te
devolverán la memoria. Es un lugar muy bueno”.
“¿Me has traído tú?”, decía la grabación telefónica.
Preguntas, inseguridades y más dudas.
¿He sido yo el mal hijo, papá? ¿No me agarré a ti nunca con fuerza? ¿Por qué no
me mirabas?
Apuré el vaso. Trastabillé hacia el teléfono de la pared azulejada. Lo descolgué y
pulsé las teclas de un guarismo que conducía a una casa ya derruida. La voz automática
dijo: “El número por usted marcado no existe”. Te hablé durante muchos minutos como
debiera haberlo hecho antes en tu presencia, antes de dar de baja la línea telefónica,
porque ya no habitabas la casa, antes de venderla para su demolición, pues nadie
moraba en ella, antes de la enfermedad y tu reclusión. Antes de perderte. En el tiempo
cuando parecía que no me escuchabas y disimulabas tu atención en mí.
“¡Sujétate bien!”, decías sin yo entenderte.

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Un tren de España a Buenos Aires


Anahí Almasia (Argentina)

El último otoño que estuve en Galicia hacía frío. En ese tiempo helado, un tren
me llevó a Buenos Aires. Ya sé que es imposible, que entre Galicia y Buenos Aires hay
demasiado mar. Pero yo recuerdo el tren, del barco solo me hablaron.
Al momento de partir, ni siquiera me despedí de mis padres. Nadie me había
dicho lo que habían planeado para mí, apenas una niña de trece años. Unos días antes,
habían llegado por correo dos pasajes de barco y uno de ellos llevaba mi nombre. Los
había enviado desde Argentina mi hermano Federico, a quien yo casi no conocía. Solo
recuerdo que una noche, escondida detrás de la leña y temblando de frío y soledad,
escuché a mis padres discutir.
—La niña no. No quiero que se vaya, deberíamos cambiar el pasaje.
—Imagínate cuánto me cuesta a mí. En Argentina, Finita podrá estudiar y sus
hermanos cuidarán de ella. No tendrá necesidad de trabajar, y además yo…
—¿Tú qué?
—Mi tos. No sé hasta cuándo…
Silencio. Papá sabía que mamá no estaría allí para verme crecer.

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Nadie me había pedido opinión. La idea de partir de mi aldea era tan


inconcebible que las náuseas lo ocuparon todo. Como nuestra casa era demasiado
pequeña para semejante secreto, los siguientes días estuve atenta: no escuché hablar más
del tema y el asco que me subía desde el estómago a la boca fue disminuyendo de a
poco.
Una semana después de aquella conversación, mi hermano Manolo me invitó a
dar un paseo. ¡Qué felicidad! Conocería la ciudad con él, y para llegar viajaría en una de
esas máquinas con locomotora. Una mañana oscura partimos rumbo a Lugo en un viejo
carro; llegamos al amanecer, y casi enseguida Manolo me subió al tren que se dirigía al
puerto de Vigo. Yo no llevaba más que mi abrigo y, no sabía por qué, para el paseo mi
hermano cargaba una pesada y cuarteada valija de cuero marrón.
En ese tren había todo tipo de gente: muchachos con atados de ropa, bellas niñas
que cubrían sus hombros con mantones oscuros, familias enteras que conocerían la
ciudad al igual que yo. Hablaban como se habla en España, todos juntos a la vez.
De pronto, en una estación, mi hermano dejó el asiento que ocupaba junto a mí.
Dijo que iría al baño, pero yo lo había visto mirar a una joven de cabello dorado que se
sentaba en el vagón posterior. Cuando el tren estaba por partir, me asomé para buscarlo
y lo descubrí: conversaba con la muchacha, de pie, sonriente. La vibración del andar del
tren me informó que volvíamos a avanzar, y como mi hermano seguía allí, en el otro
vagón, yo hubiera querido adormecerme, olvidarme del miedo por un rato. Nunca antes
había estado tan lejos de casa. Pasaban los montes, las ovejas, los castaños, las
estaciones.
Pronto me levanté del asiento y caminé hacia el fondo; quería saber dónde estaba
mi hermano. Él tardaba demasiado en regresar a mi lado. Manolo estaría con la chica
del vagón siguiente, por lo que, sin saber cómo mantendría el equilibrio para cruzar de
uno a otro coche, hice fuerza con todo mi cuerpo para abrir la puerta. De pronto, logré
destrabarla, y una ola de viento frío entró prepotente; mareada, trastabillé ante la
inmensidad que veían mis ojos. Unos brazos me atraparon, y cerraron la puerta mientras
me sujetaban con fuerza.
—¡Pequeña! ¿Qué locura haces? Podrías haberte caído.
Imposible creer a mis ojos: el vagón con la muchacha y mi hermano ya no
estaba.
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—Es que… buscaba el vagón.


—No hay más, éste es el último.
—¡No puede ser! En el siguiente estaba mi hermano.
—Pues tu hermano ha quedado en Monforte, allí desengancharon los vagones.
El tren disminuyó su velocidad hasta detenerse en una pequeña estación.
Aterrada, vi que la gente descendía. El hombre que me había sujetado corría a abrazar a
una mujer joven, los bártulos colgados, el gorro en el suelo. Escuché el silbato del
guarda de estación. Las personas apuraban el paso. Con el tren a punto de partir, tomé la
valija de mi hermano y la arrastré hasta la puerta de salida. El andén estaba repleto de
gente, y en mi desesperación yo solo sabía que no quería alejarme más de casa.
Miré hacia todos lados. Manolo tampoco se hallaba en la plataforma, ni me
miraba desde las ventanillas del tren que ya partía; ninguna de esas manos alzadas era la
de él. Y el tren había quedado tan corto...
La gente se retiraba. Y yo, en medio del andén, con la valija en el suelo. Nada ni
nadie. Sola. Un temblor en las piernas y el repentino deseo de ir al baño. ¿Qué hacer con
la valija? Mejor me sentaba en un banco de piedra que recuerdo helado. Únicamente
quedaron por allí los pájaros que picoteaban en las vías.
¿Dónde estaría mi hermano? ¿Vendría a buscarme o se había olvidado de mí? La
duda crecía a medida que pasaban las horas y yo apenas descubría en qué ocupar mi
tiempo. Tiré unas migas que encontré en mis bolsillos a los pájaros, me puse de pie,
volví a sentarme, miré la valija. Si bien sabía lo inapropiado de revisar las cosas ajenas,
una fuerza poderosa me hizo subirla al banco. ¿Por qué Manolo cargaría tanto peso?
Desabroché los ganchos con cuidado, uno a uno. La soledad me disuadía: el
deber de hacer lo correcto, como si mis padres estuvieran allí. Cerré los broches y pasó
media hora durante a cual me debatí conmigo misma. La noche que caía poco a poco, el
silencio inmenso… No necesité nada más para decidirme a abrir la maleta. Dentro, un
sobre que contenía papeles firmados por mis padres y mi hermano; entre ellos había un
pasaje para Buenos Aires a mi nombre, fechado para el día siguiente y con salida del
puerto de Vigo, el destino del tren que yo había dejado partir. Puse el sobre a un lado y
examiné el resto del contenido de la valija: ropa de Manolo, zapatos, papel y lápiz, un
libro y, en el fondo, un montón de pequeñas prendas que me pertenecían, gastadas y
oscuras. No estaba mi muñeca.
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No dudé que Manolo me había dejado en el tren para que me fuera sola a
América. Comprendí esa sombra que pesaba sobre mis recuerdos, la de mi hermana
mayor Josefa, que llevaba mi mismo nombre y había muerto antes de que yo naciera.
Podría decirse que yo nací como homenaje a ella. Entonces, ¿quién era yo? Si me
detenía un instante a pensar, llegaría a la conclusión de que en algún lado había un
certificado de defunción con mi nombre y apellido, lo que bastaba para dejarme sin
esperanzas: nadie vendría por mí.
Mientras tanto, Manolo se habría enamorado de aquella muchacha y de seguro
se casaría con ella en breve. Ya no volvería a verlo, como a mis padres, como a mis
amigos de la escuela, como a mis hermanas. El frío penetraba los huesos y las lágrimas
caían por mis mejillas. A pesar del descubrimiento, no pude hacer otra cosa que
aguardar por él. No había más opciones: no pasaba por allí ningún otro tren y, para
colmo de males, carecía de dinero para comprar pasaje alguno, ni de ida ni de vuelta.
Había pasado todo el día en esa espera, sin hambre ni sed. Anocheció. Un tren
en sentido contrario resonó con un eco de kilómetros y entonces, como salida de la
nada, una señora se me acercó y dijo que alguien había telefoneado a la estación. Me
prometió que un tal Manolo Álvarez, mi hermano, vendría por mí en el siguiente tren;
en tanto, yo podía entrar a la cafetería y aguardar allí. ¿Acaso él no me había
abandonado? Dudé en dejar la plataforma, pero aquella mujer me aseguraba que hasta el
día siguiente no pasaría ningún otro tren y, en medio de la angustia, es difícil
desobedecer.
Esa noche dormí como pude, con la cabeza sobre la valija y el estómago caliente
por el caldo que me acercó la señora. Al amanecer corrí al andén con mi pesada carga, y
la espera fue aún mayor. No me movería de allí por ningún motivo: si mi hermano
llegaba, yo estaría lista para abordar.
Al fin el tren resonó en la estación y temí que Manolo no estuviera en él, a pesar
de verlo enseguida, a pesar de su cabeza asomando por la ventanilla. La cara
desencajada, los ojos rojos. La máquina se detuvo y mi hermano, atolondrado, bajó la
escalerilla y se acercó hasta mí.
—Me quedé sola —dije.
—Es mi culpa, no volverá a pasar, perdóname –dijo Manolo.

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Pareció aliviado al notar que yo conservaba su maleta, que tomó con una mano
mientras con la otra me ayudaba a subir al tren.
Acomodé la espalda recta, rígida contra el respaldo de madera brillante. Los
pies, colgando en el aire.
—No importa, cuando volvamos a casa… —dije como un susurro, pero me
interrumpí.
En sus ojos vidriosos descubrí que estaba encerrada en ese tren, atrapada en el
traqueteo de las vías irregulares, de cada unión de metal, de cada alma que compartía mi
destino. Necesitaba que alguien me dijera qué pasaba; pero Manolo, en silencio, miraba
a través del vidrio de la ventanilla y cada tanto abría su valija marrón para leer los
papeles alargados con letras negras de imprenta. Yo seguía enojada con él. Se merecía
que no le hablara, que sintiera lo sombrío del silencio: ni siquiera le pregunté qué
significaba ese pasaje a América.
A pesar de que esta vez Manolo no se apartó de mi lado, ya no parecía él mismo
y yo, por imposible, por impensable, estaba lejos de entender lo que sucedía. Al llegar a
Vigo, esa ciudad llena de automóviles y de personas, el tren disminuyó la marcha con
un chillido de freno. Cuando el controlador abrió la puerta, Manolo se transformó: tiró
de mí hasta conducirme a la salida, y así corrimos quién sabe cuánto. “¡Vamos! Es
tarde”, decía, y apretaba mi mano con tanta fuerza que dolía.
¿Qué sucedía? Yo me dejaba llevar lejos, cada vez más lejos. Cuando quedé
exhausta, y para seguir su loca carrera, mi hermano me cargó sobre sus hombros.
En el puerto, una multitud de gente subía a los barcos y otros ensayaban
despedidas con sus pañuelos al viento. Una sirena ensordecedora y el mareo me aturdían
los sentidos. Manolo, bajándome de sus hombros, me guió hasta la escalera que
conducía a aquel barco. Enormes marineros retiraban la pasarela; Manolo les gritó y
ellos se detuvieron para esperarnos. Yo miraba alrededor, sin creerlo del todo, hasta que
Manolo me hizo ascender por aquella escalinata que llevaba hasta el barco inmenso, una
ciudad sobre el agua, repleta de desconocidos. Ya no habría para mí ni casa, ni hórreo,
ni nuestros nombres grabados en la madera, uno por cada hermano. Ni castaños, ni
molino de piedra, ni padres. De pronto comprendí que subiría a una altura infinita, por
lo que, aterrada, tironeé hacia el lado contrario, hasta que Manolo tomó mi rostro y me
obligó a mirarlo a los ojos.
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—Todo estará bien —dijo—. Federico nos espera del otro lado.
Su mirada tenía algo de súplica. Me abandoné y aflojé los brazos —débiles—,
dispuesta a dejarme llevar por ese destino que no había elegido. Mis padres habían
pensado que me enviaban lejos del hambre; yo sentía que era el fin de mi vida.
Dicen que lloré todo el viaje, en silencio, encerrada en la pesadilla de no haberle
dicho adiós a mis padres; con el dolor de que mi muñeca —hecha con los recortes del
único vestido de flores de mi madre—, hubiese quedado en casa, y de no escuchar más
palabras en gallego. En Buenos Aires la gente habla con otra música, y aún hoy me
cuesta entenderlo.
Dicen también que al llegar a la Argentina yo todavía lloraba, que de tanto no
comer había quedado enflaquecida como durante la guerra. Por eso no me dejaban salir
del puerto de Buenos Aires. Primero quisieron estudiar mi salud, y solo al comprobar
que estaba delgada pero sana, avisaron a mis hermanos que una niña como yo no podría
partir bajo la responsabilidad de un hombre, que únicamente saldría del hotel de
inmigrantes cuando una mujer fuera por mí. Pero ¿quién?, me preguntaba, si mis
hermanas estaban en España. De modo que volví a llorar hasta que una prima, Alicia,
que vivía en Buenos Aires, acudió en mi rescate.
Nos instalamos en una pequeña pensión del barrio de La Paternal y seguí
llorando durante el siguiente mes. Mis hermanos temían que yo muriese, que me secara
de tantas lágrimas. Pero un día, sin ningún motivo, como la lluvia se detiene después de
la tormenta, dejé de llorar, y me hice la promesa de que no habría más lágrimas para mí.
Y cumplí con ella durante cincuenta años en los que crecí, estudié, hice amigos, me
casé, tuve tres hijos que ahora son mayores y fui feliz. Cada semana hablo en mi idioma
con mis compatriotas del Centro Gallego, y cantamos las canciones que se cantan en
Galicia. Hace unos meses nos reunimos con Manolo y su familia para festejar el
cincuenta aniversario de nuestro viaje a Buenos Aires. Unos días después, falleció Muti,
mi marido, y no pude evitar volver a llorar.

Por eso, a pesar de que detesto viajar porque cada viaje me recuerda el primero,
decidí volver: en Galicia está mi música y mis hermanos, los que no tuvieron pasaje y
quedaron a cuidar de mis padres, los que me escriben cartas aún hoy y son padres de
esos sobrinos que vi crecer por fotografías.
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Vuelvo en este tren tan nuevo que no lo reconozco, que avanza veloz
deshaciendo los kilómetros de los que vengo. Ya no de Vigo, sino de Madrid a Lugo, de
Argentina a Madrid. Y esta vez después de un avión, no antes de un barco. Pasaremos
por Monforte, donde había quedado el vagón con mi hermano, y veré la estación de la
amable señora que me hospedó, y esta vez parecerá más pequeña. Quizás tampoco
pueda evitar las lágrimas.
Me pregunto quién estará del otro lado de las vías, quién se acordará de mí,
quién me espera. Me duele y me regocija la promesa de lo que encontraré. Y temo que
este temblor que siento ahora en las piernas me acompañe todo el viaje, como los
recuerdos. El tren huele a equipaje, a polvo y a gente. Expresiones arañadas a cualquier
día, algún suspiro, bostezos. Intento leer en los rostros a quién ese viaje le cambiará la
vida.
Mi hija, junto a mí, observa y sonríe. Ella, ahora que creció y tiene una hija de
trece años, comprende todo. Decidió acompañarme para que yo pueda viajar. Sin ella no
lo habría logrado; no podría escuchar ahora la voz que por altoparlante anuncia la
siguiente estación. El tren se detiene. Le pregunto al controlador si nuestro vagón llega
hasta Lugo, y él me responde que sí, que los que quedaron atrás son los últimos
vagones. Ya lo sabía, solo quise asegurarme.

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Queridas mías
Mariana Sández (Argentina)

Volvieron sin ganas pero ilusionados de la luna de miel. En el dúplex que por fin
alquilaban juntos, ordenaron las cosas que habían llevado de sus respectivos
departamentos. Nicolás armó su estudio en el altillo de arriba, le daba privacidad. Con
dedicación, como si fueran nuevos, acomodó el teclado, la guitarra criolla, el saxo alto y
el tenor, la flauta traversa, un bongó más bien de adorno, un par de atriles, dos
banquetas y el bergère heredado para los ratos de leer o descansar. Desde la puerta,
miró, conforme, cómo había quedado y eligió dónde pegar los pósters: John Coltrane,
Miles Davis, Charlie Parker. En unos estantes ubicó los libros de introducción al jazz de
la A a la Z, armonía clásica, manual de acordes para guitarra, Jazz Para Dummies,
historia de la bossa nova, letras de tango junto a temas de Sting y David Bowie, tratados
musicales y biografías que ya casi no usaba pero quería tener a la vista —le daba
volumen a su carrera como músico—. Laura disfrutó al verlo tan entusiasmado y lo
ayudó con los detalles finales. En el living, abajo, había lugar de sobra para el trabajo de
ella: una mesa redonda —la que usaban para comer— donde desparramar papeles, la
mesita de la computadora al lado y la biblioteca con los diccionarios y los manuales de
gramática.

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Aunque odiaba enseñar, Nicolás se propuso ganar más plata y la mejor opción
era dar clases. Estuvieron de acuerdo. Con los shows en los bares no alcanzaba, ni con
las traducciones de Laura. Y hasta que grabara el disco y se vendiera y surgieran
contratos… Sobre todo si pensaban tener hijos, no inmediatamente pero más adelante,
había que ir armándose. Repartió cartelitos en el barrio y mandó mails a sus contactos:
ofrecía clases de saxo, teclado y armonía. Laura lo admiró; el hecho de casarse los
obligaba a crecer. Hubo esperas, periodos sin novedades. Semanas enteras en que
Nicolás se acostó y se levantó detestando no poder cambiar la boquilla del saxo o
regalarle a Laura un par de zapatos. Se sentía un desplazado social.
—Fracasado, subnormal, desastre.
—Basta, Nico, terminala. Tené paciencia.
—Un proyecto de artista inútil. ¿Ves que no existo? Soy una basura.
“Un pobre tipo, un masoquista y un parásito”, se autodefinió también cuando
tuvo que pedirle plata al padre, una vez más. Nunca iba a poder mantener una familia
dignamente, como sus hermanos o los amigos “normales” que trabajaban en empresas
con sueldo fijo, aguinaldo, obra social y vacaciones. Auto propio y, algunos, casa
propia.
De a poco —al principio, aislados; después, más continuos— aparecieron los
alumnos. Festejaron cada llamado. Llegó un hippie viejo con una cola de pelo gris y
chaleco de rombos: en su juventud había sido baterista y quería probar saxo. Un
ejecutivo con prescripción homeopática —le sugerían canalizar el estrés por medio de la
música— quiso tomar clases de piano. Una madre llevaba a rastras a su hijo tímido de
once años para que desarrollara una actividad artística, aunque el chico se pasaba la
clase hablando de fútbol. Un instructor de meditación buscaba incorporar la música,
como técnica de relajación, al proceso de concentración oriental. Nicolás daba la clase
sin sentimiento, a fuerza de voluntad.
Hasta que apareció esa primera chica. “Para tocar saxo alto, ya tengo
conocimientos”, explicó. Jovencísima. Hermosa. Recomendada por alguien. Laura le
abrió la puerta. Miró su cuerpo cuando subía la escalera y desaparecía en el hueco
angosto del estudio. Con calzas elásticas, brillosas, adherentes. Las piernas, gloriosas.
Se quedó un rato escuchando mientras la alumna se presentaba a su marido. “Además
canto —agregó—, sobre todo blues”. Y para demostrar lo que sabía, la chica dejó salir
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una voz ronca que a Laura le pareció tan poderosa como las de Cassandra Wilson o
Nina Simone. Una voz que dolía. Con tal de no sentirla más, Laura se puso a traducir
los poemas. No pudo resolver un solo verso: desde arriba le goteaba abrumadora,
sensual, Stella by Starlight, y le impedía razonar.

Adentro había otra mujer. Repetía una por una, en su saxo, las notas que le
marcaba él. Adentro, una mujer hacía sonar el saxo alto sobre las pistas del piano. De a
ratos, desde abajo no se oía nada. Y desde más cerca, apenas se adivinaba algo.
Adentro, esa mujer hablaba entre susurros. Intermitente, partida, la voz de él. Un objeto
golpeó el piso. Risas quedas, roces. Sonidos que no se identificaron bien. ¿Persianas
desenrollándose? ¿La llave en la cerradura? ¿El resorte del viejo bergère?
Adentro, la mujer se dejó conducir hacia una pausa. Hasta que irrumpió el saxo
de él, perturbador, como una voz humana, escalonando y remontando las ondulaciones
del piano que sonaba desde una pista grabada. Hizo la entrada el saxo alto de ella. Se
deslizaron, íntimos, en un diálogo cómplice. En el aire se persiguieron, lamieron,
olieron, fugaron, y se replegaron en una ola antes de romper con un estallido en la
convulsión del alivio final, que se prolongó en una efervescencia lenta de espuma en la
arena. Tocaban Laura.
Tercera clase de la chica. Adentro. Los ejercicios para entrar en calor, seguidos
por una imitación impecable de Ella Fitzgerald o Billy Holiday —Laura no las
distinguía; pero, además, ¿por qué cantaba la chica, si las clases eran de instrumento?—.
A la sexta clase, Laura llamó suave a la puerta del estudio. Tardaron en responder, fue
Nicolás. Dijo “qué”, limpiándose la garganta, sin abrir. Parada en el triángulo de sombra
que se formaba en el descanso de la escalera, Laura vio que la luz se alejaba como las
sílabas. Las pensó con cuidado para no tartamudear: “saber si quieren café o agua”,
llegó a ofrecer. Resoplaron los dos: “no, gracias”. Y emprendieron Maria con una
potencia que le provocó palpitaciones. Lloró sin ruido, apoyada en un haz de sol.
El día en que no pudo más fue cuando los escuchó incendiar la casa con Bess,
You Is My Woman. A la noche se desarmó. Sabía y no pensaba seguir soportando, logró
recriminarle a Nicolás con bastante firmeza.
—Estás enferma, no me vas a desquiciar con tus celos —se defendió él—. Si es
el caso —agregó—, mejor alguno de los dos se alquila una oficina y trabaja afuera.
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No iba a tolerar que le arruinara lo único importante de su vida: la carrera.


—¿Lo único? —preguntó Laura con un hilo de voz, y por unos minutos ninguno
de los dos dijo nada—. No hay plata para alquileres —contestó ella después. Sintió
como nunca cuánto le costaba darle a su voz un tono audible.
Nicolás se cargó al hombro uno de los saxos, metió un porro en el bolsillo y
salió con la pelea abierta a la mitad.
Ella pasó la noche vestida, maquillada, en el sofá. Él volvió a los tres días con la
barba crecida y el sueño totalmente atrasado. Se tomó su tiempo para recuperar las
horas de descanso. Se reconciliaron sin decirlo, empezaba a ser habitual.

Adentro, alguien que estaba con él hizo trepar el saxo alto al saxo tenor,
delicadamente, en Miss Otis Regrets. Improvisaban. Una melodía quebrada, mordida de
a ratos, que después de muchos intentos, mejoraba, salía pulida, más limpia. La pausa,
la llave rascando la cerradura del estudio y el silencio. La amarga dulzura de la
marihuana por debajo de la puerta. Los roces, las risas. Un vaso hecho añicos contra el
piso. Un disco sonó para tapar el aire. Afuera, siguiendo el recorrido de las escaleras,
sentada en el último escalón de abajo, Laura se preguntó cómo sería dejar de comer y de
hablar. Cómo sería morirse. —Tendría que tirarle la puerta abajo—. Enterró la cara
entre los brazos, cruzados sobre las rodillas. No podía. Aunque quisiera, era imposible.
Si al menos intentara hablarle... Sintió la grieta en la boca: las palabras eran teclas que
ya no funcionaban; cuando les ponía el dedo encima, se hundían. A veces iba a rozarlas,
elegía mentalmente el modo exacto en que debía decirlas, el gesto para acompañarlas.
—Voy a dejarte. Me voy—. Inspiraba, exhalaba, se ponía de pie, separaba los labios.
La mujer, otra distinta, salió apurada, con el pelo revuelto y la cara enrojecida, el
estuche largo colgado de un hombro. Al bajar la escalera, se acomodó la ropa, la mirada
prendida al suelo. Laura no la conocía, ¿era nueva? Por costumbre con los alumnos de
Nicolás, la siguió hasta la puerta, mirándola desde atrás con curiosidad, estudiando cada
movimiento. Intercambiaron frases sobre la tormenta de esa mañana y la humedad de
las últimas horas: Laura, ansiosa —es muy linda, y tan segura de sí misma, pero está
incómoda—; la mujer, se mantenía distante, habló poco. Dijo varias veces “chau,
gracias, hasta la próxima”, y se escabulló por la puerta que la dueña de casa sostenía
entreabierta.
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Había oscurecido. Laura no tuvo fuerzas para levantar las persianas del living.
Unas líneas de luz que se filtraban entre las rendijas se posaron sobre el libro de
partituras de Gershwin, en el atril. —Destruirlo, romperlo, hacerlo migas—. Nicolás
adoraba ese libro. Pasó con violencia las hojas sin leer del todo los títulos; las lágrimas
le impedían ver. Buscaba no sabía bien qué. Se quedó en blanco frente a la página del
tema How Long Has This Been Going on: la acomodó sobre los dos cuadrantes de metal
y la dejó a la vista. Esa noche vio a Nicolás con la mirada fija en las partituras. Se
inflaba la boca con grandes sorbos de vino tinto barato. Ninguno dijo nada cuando se
cruzaron en la cocina, mientras preparaban la cena. Él notó la palidez en la cara de
Laura, los ojos brillantes, la nariz congestionada que se limpiaba con un pañuelo
escondido en la manga del pulóver, porque preguntó:
—¿Te resfriaste?
—Un poco.
Durante la cena, dejó que Nicolás hablara. Ella no podía comer ni decir una
palabra. Él, en cambio, devoraba, pinchando la comida del plato, de la fuente, de la
panera, voraz. Gesticulaba de una forma exagerada para remarcar cada frase. —Como si
se dirigiera a un público invisible, o a un jurado—. Aseguraba que su versión del disco
de los Marsalis iba a causar euforia en el ambiente: “es ficha puesta”, dijo. Y siguió
hablando. —De lo mismo. De sí mismo. Se prepara todo el tiempo para una entrevista
con los medios. En pose, escénico—. Se quejó del nivel de sus alumnos.
—Si tocan tan mal, ¿por qué ensayás con ellos Loved Ones?
—A los principiantes les doy el do-re-mi, total no se enteran de nada. Y chau
—contestó, y se sopló el mechón de pelo sobre la frente—. Para interpretar Marsalis
tienen que poder seguirme, como mínimo. Para eso elijo alumnos con preparación y
oído. Tampoco me interesan los que hacen música para lucirse. Esos que se sacan la
foto con el instrumento y la muestran, pero después no te tocan ni una nota. No los
soporto.
¿Habría sido un error casarse tan jóvenes? Todavía no tenían veinticinco.
Nicolás solo esperaba destacarse como músico. No había nada más acá. Ni más allá.
Deliraba con contratos, discográficas, giras, la admiración de sus pares.

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—Y la única razón por la que enseño es porque necesitamos la plata. Como odio
perder tiempo, aprovecho las clases para hacerles tocar los temas que estoy preparando
en el dúo con Martín. Así ajusto detalles, me sirve de ensayo.
—La mujer de hoy…
—Nuestro disco, vas a ver, va a dejar a más de un crítico mudo.
Cuando él se levantó para volver a encerrarse en el estudio, Laura se acercó al
libro para ver si había recibido una respuesta. Prolija, sobre el atril, donde antes estaba
la página que había abierto ella, se leía la partitura de It Ain´t Necessarily so. —Un hijo
de puta, encima lo niega. Niega a todas esas mujeres—. Repasó los títulos, indecisa,
hasta que eligió They All Laughed, que al día siguiente él respondió con Oh, Lady, Be
Good. Y ella decidió cortar el juego de una vez con Let´s Call the Whole Thing off.

Adentro había alguien con él. Otra mujer, o la misma. Ensayaban Louise. Sutil,
provocador, el saxo se coló en los rincones de la casa. Laura cerró los ojos: sintió cómo
se movía por dentro esa cinta de hielo y humillación, entre la garganta y el estómago.
Trató de concentrarse en su trabajo. Agotada, con un libro sobre las piernas, se fue
quedando dormida en el sillón. El clic de la puerta la despertó. Corrió al comedor para
asomarse a la ventana. Descubrir a la alumna que se iba sin saludar, saber cuál de
todas... En la vereda, Martín le tiró un beso con la mano antes de desaparecer adentro de
su auto. Por eso sonaban tan bien, dijo para sí misma.
Arriba, Nicolás tocaba Lulu´s Back in Town solo. El eco del saxo revivió la casa
y le devolvió de a poco a Laura el buen humor. Al día siguiente lograría avanzar a un
ritmo ágil. La editora le reclamaba por tercera vez los últimos capítulos de ese libro
aburridísimo. Por suerte se comunicaban por mail; no tenía energía para discutirlo en
persona. Le alcanzaban pero no le sobraban las palabras; se cuidaba de no gastarlas en
esas cuestiones que, además, requerían potencia para discutir o disculparse de una
manera que sonara coherente. Las guardaba para acercarse a Nicolás.
A Woman Is a Sometime Thing, decía la nueva partitura que abrió Nicolás pocos
días después, porque percibió que el cuerpo de Laura se abandonaba a un mundo sin
sonidos. Fue un intento de humor, algo que la hiciera reaccionar, salir un poco de sí, de
esa seriedad con que juzgaba todo, dio a entender cuando se metieron más tarde entre
las sábanas y ella preguntó qué había querido decir con eso. —¿Te pensás que no me
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duele?—. Ya le había contestado But Not for Me, antes de encerrarse en el baño.
Sentada sobre la tapa del inodoro, juró que renunciaba a esa esgrima de frases
inteligentes que dictaba, superior e imparcial, Gershwin. —¿Pero qué tenía que ver
Gershwin con lo que les estaba pasando?—. Ese juego era su culpa y no lo podían parar.
Nicolás insistió:
Crazy for You.
Y aunque no recibió respuesta, volvió a intentarlo:
I've Got a Crush on You.
Como las páginas de un calendario con tiempos imaginarios, dio vuelta una
detrás de otra, esperando que alguna la conmoviera y que ella volviera a contestar: Our
Love Is Here to Stay, They Can't Take That Away from Me, My One and Only, Nobody
But You, I´ll Build a Stairway to Paradise… Laura no respondió hasta que él exhibió
Somebody Loves Me.
Sin apartar la vista del libro que estaba leyendo en la cama esa noche, apoyada
contra las almohadas, separó apenas los labios para preguntar: “¿quién te quiere?”
Nicolás dejó el control remoto sobre la sábana y la miró. Por esa pregunta suya —esa
pequeña sinuosidad en la gramática impasible de Laura—, interpretó que lo había
perdonado:
—Vos, linda, vos me querés —le respondió contento, agarrando la mano de ella.
—¿Yo? —preguntó ella apenas, como un silbido sin fuerza.
—¿Qué? ¿No estás segura? —Una mueca de terror o furia, o de terror y furia
juntos, deformó la expresión confiada de él. Laura le sostuvo la mirada, triste, pero no
logró responder—. ¿Qué te hice para que dejaras de quererme? ¡Eh, decime qué! —gritó,
y le soltó la mano con rabia.
Saltó de la cama, arrastrando una parte de las sábanas al suelo, se enredó con
ellas, tropezó contra la puerta y pegó un portazo al salir. El espejo se partió. Después de
unos segundos, una punta cayó sobre la alfombra.
—Está bien —dijo ella en un tono casi inaudible mientras lo seguía con cuidado
de no pisar las astillas de vidrio diseminadas—. Te quiero. Pero prome…
—Lo que quieras —contestó él desde el pasillo. La nuca echada hacia atrás, en
señal de rendición. Se dio vuelta para mirarla, con las manos en la cintura—. Lo que

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quieras, Laura. Prometido. Pero vos tenés que dejar de ver fantasmas donde no los hay.
¿Okey? Ella asintió.
De la voz —como si al retirarse la otra, recuperara la suya— mejoró
provisoriamente Laura cuando la alumna del canto animal desapareció sin dar
explicaciones. O al menos eso intuyó: no hubo aclaraciones muy precisas para ella. Una
mañana, durante el desayuno, consiguió preguntarle: “¿Nadia no viene más?”. Nicolás
dijo que no o que no importaba con los hombros, la mirada esquiva. En ese período,
Laura logró ponerse al día con las demoras en las traducciones; los editores estaban
hartos de sus excusas y amenazaban con dárselas a alguien más cumplidor. Pero ahora
se sentía animada, convencida de que empezaba una etapa renovadora para los dos.
Juntos iban a poder sobreponerse a una mala racha. ¿No se trataba acaso de eso el
matrimonio?
Como parte del compromiso, Nicolás aceptó dar las clases a puerta abierta.
Aunque juraba que detrás de los encierros solo se arrinconaban la música, su labor
profesional y los instrumentos, quiso que ella misma lo comprobara. El peligro provenía
de la fantasía de Laura. “¡Sombras, fuera!”, dijo gesticulando burlón. Laura sonrió.
Tuvo la impresión de que los instrumentos, testigos contra la pared, la observaban con
lástima.

Adentro hay alguien con él. Otra mujer, una nueva o la misma.
Tal vez el dúo, arrasando la intimidad de la casa con su portento.
Esa mirada que adivinó en los instrumentos la persiguió y siguió inquietándola
con los meses, mientras se dibujaron otras caderas y se apoyaron otros estuches en el
arco del estudio. Varios. Acaso siempre idénticos o distintos. Para interpretar,
componer, recrear y saturar el mundo con Liza, Nancy, Alice in Wonderland, Sweet
Lorraine, Angelica, Dear Dolores. De nuevo, devastadora, enfermante, cruel Delilah.
Reiniciando el ciclo. Y la puerta se entornaba con lentitud, hasta cerrarse
definitivamente.
Adentro hay alguien con él. Tocan Laura.
Al pie de la escalera, ella escucha abstraída la música. A través de la ventana ve
llegar el taxi que pidió para esa hora y que ya tocó dos veces la bocina. Le hace señas a
través del vidrio: enseguida va a salir. Se apura a elegir la última partitura: Someone to
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Watch over Me. Junto al libro, en uno de los brazos del atril, cuelga su manojo de llaves
y camina hacia la puerta, arrastrando su valija de ruedas. Antes de salir, se frena, como
si recordara algo. Da unos pasos atrás, busca entre las páginas y corrige: Life Is Just a
Bowl of Cherries.
A Big One, quisiera agregar, pero no estaría bien arruinar la partitura.

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La última noche de Benito Ayala


Eduardo Fernán-López (España)

El mexicano de la esquina, el que trapicheaba con todo lo que caía en sus


manos, decía de él que era un corajudo. Sin embargo, para otros no era más que un
estúpido que tarde o temprano tenía que acabar de esa manera. Se lo estaba buscando
desde hacía mucho tiempo, confirmaron los que lo habían conocido.
Alcides, el cubano de Matanzas que regentaba una tienducha de cervezas y
refrescos situada en un recoveco al otro lado de la plaza de Cascorro, frente a la estatua,
lo definió a la perfección en apenas tres palabras.
—Era un comemierda —dijo ante el camarógrafo de la televisión autonómica,
quien había llegado al lugar del asesinato minutos después de que alguien de la central
del 112 diera el soplo en la redacción.
Todo el mundo escuchó la sentencia del amojamado Alcides, el viejo cubano
propietario de la tienda de cervezas del barrio.
Alcides era un entumido. Vivía entumido, en realidad. Nunca se había
acostumbrado al frío de Madrid y su cuerpo se contraía cada día más, como buscando
un calor interior que sin duda había dejado en el Caribe muchos años atrás.

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―Estaba claro que esto iba a terminar como Los santos inocentes ―aseguró el
cubano ante la televisión―. Como la historia esa que escribió hace muchos años aquel
hombre serio y de orejas grandes.
Siempre decía lo de Los santos inocentes cuando sabía que algo iba a acabar
mal. Era un hábito recurrente en el viejo Alcides, como lo era también el repetir a sus
clientes lo que acabara de escuchar en la radio justo antes de que ellos entrasen en su
tienda. Daba igual el tema; según el día o la hora, el viejo Alcides era experto en teatro
clásico, en cocina Kurda o en fútbol amateur. Sacar a colación siempre que podía el
título del único libro que había leído en su vida era una manera, como otro cualquiera,
de intentar demostrar que era un hombre ilustrado.
Fue por ello que en cuanto vio a la prensa salió a su encuentro como un loco,
para contar a todo el que quisiera escucharlo que el muerto era un comemierda, y que
eso tenía que acabar como lo de Los santos inocentes. Después dio la última calada a un
cigarro de liar sin filtro y escupió al suelo. Espeso y viscoso. Esta última parte no salió
en el informativo de la mañana, lo cortaron por innecesario o por falta de tiempo.
Seguramente por lo segundo, pero era pertinente recordarlo para encuadrar la figura del
cubano, único testigo de todo lo ocurrido frente a su modesta tienda de bebidas.
Mientras la tele tomaba imágenes y declaraciones aquí y allá —ninguna tan
larga y rotunda como la del cubano—, el viento fuerte que soplaba desde el río traía un
constante ruido de sirenas; los controles para dar con los culpables de aquella muerte
fueron tan amplios como inútiles.
Benito Ayala, al que todos conocían como el Pescuezo, por una enfermedad de
la piel que le ocasionaba una especie de costras en esa parte del cuerpo —las cuales él
se rascaba con insistencia como si tuviera la sarna—, había nacido en el barrio de
Estrecho. En una barraca del barrio de Estrecho, para ser más exactos. Desde allí se tuvo
que mudar, con apenas unos años, a la UVA de Hortaleza. La UVA, o Unidad Vecinal
de Absorción, un eufemismo como otro cualquiera, era una serie de barracones
construidos en tan solo tres meses con material de mala calidad y tejados de uralita, en
los que se intentó dar cabida a más de mil familias a las que el gobierno franquista de
los años setenta había expropiado sus casas para construir la —por entonces— flamante
M-30.

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Aquel nuevo barrio, levantado con material de desecho en mitad de un


vertedero convertido en descampado, se había construido, según las noticias de la
época, con visos de ser temporal; un paso intermedio hasta que las familias pudieran ser
reinstaladas en bloques de nueva construcción. Sin embargo, el barrio ha llegado a
nuestros días, quedando varado entre las nuevas torres de Babel de Chamartín y el
aeropuerto de Barajas. Un caramelito para la nueva burbuja inmobiliaria, esa que ya
estaban empezando a inflar los propietarios de los sueños y las pesadillas de la ciudad.
“Antes de meter, prometer. Y después de metido, olvidar lo prometido”, había
escuchado decir a su padre Benito Ayala en incontables ocasiones, cuando se refería a la
situación de sus vecinos en aquellas barracas. Y él, espabilado como era, había asumido
aquello como un mantra para todas las actividades de su vida. Hubiera sido Benito
Ayala, si se lo hubiera planteado en alguna ocasión, un gran político. Al menos un
senador decente.
Allí llegó siendo un crío, acompañado de sus padres y sus dos hermanos
mayores, montados todos en un camión del ministerio que también transportaba los
escasos muebles que poseían. Poco antes, su padre había comprado unos terrenos para
hacer una nueva casa, justo por donde ahora discurría un desvío hacia un centro
comercial. Nadie les dijo que aquella propiedad iba a formar parte del trazado de la
nueva circunvalación de la capital, y cuando quiso pedir explicaciones al vendedor, este
ya se había esfumado. Él sí sabía lo que iba a ocurrir con el terreno —algún soplo de
alguien que trabajaba en el ministerio—, y por ello lo colocó en cuanto pudo, volando
inmediatamente de la ciudad. Semanas después de aquello ocurrió lo del desalojo y lo
del camión con sus muebles, y la familia de Benito Ayala se vio obligada a dejar su
humilde casa y el terreno recién adquirido atrás, libre para el disfrute de los
domingueros que en breve utilizarían esa misma carretera para ir a pasar el fin de
semana a la sierra en sus brillantes coches.
Es cierto que el barrio se convirtió en una fiesta durante los primeros años de
asentamiento. Un vecindario tan amplio de gente como estrecho de viviendas, era un
lugar idóneo para darse a la charla y al barullo, algo que por fuerza tenía que terminar
en amistad o en odio. Esas relaciones humanas, obligadas por la tozudez de un gobierno
obsesionado con la construcción de grandes infraestructuras, habían convertido en
inseparables a un grupo de personas que de otro modo nunca se hubiera conocido.
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El barrio era humilde, pero tranquilo. Al menos así se mantuvo hasta que
llegaron los ochenta y la zona se convirtió en un punto clave para la venta de heroína.
Los taxistas llegaban hasta las lomas más altas y la gente bajaba a pillar allí, junto a las
casas. El ir y venir de toxicómanos era tan intenso, en horas y personas, que los vecinos
nunca supieron que habían tenido entre ellos a un visitante insigne. Pues cuando Chet
Baker, el trompetista de Oklahoma, viajó a Madrid para actuar en el San Juan
Evangelista, en marzo de 1988, alguien tuvo la feliz idea de acompañarlo hasta el barrio
para que se pusiera el pico que necesitaba antes de ofrecer su magistral último concierto
en el Johny. Aquel exponente del mejor jazz de los años cincuenta y sesenta, tan solo
dos meses después de su visita a la UVA de Hortaleza, aparecería muerto en la acera
más cercana del hotel Prins Hendrik, al final del Barrio Rojo de Ámsterdam.
Sería por aquel entonces cuando la UVA adquiriese ese aspecto de cárcel
colombiana que actualmente conserva. Los vecinos comenzaron a cerrar sus ventanas y
terrazas con rejas que ellos mismos fabricaban utilizando hierros viejos que tenían por
casa, o sisando material de los encofrados en las obras cercanas. Los residentes, que no
tenían prácticamente nada, querían evitar los robos que comenzaban a proliferar en la
zona debido a que muchos de los enganchados se acercaban al barrio sin un duro con el
que pagarse el pico necesario para adormecer el mono que los sometía por dentro de la
piel.
No se sabe si fue por entonces cuando se levantó, o si ya estaba construida de
antes, aquella torre alta rematada en un corredor de metal, que sirvió para que la
Guardia Civil vigilara lo que ocurría en los pasajes interiores del barrio, estrecho,
sombrío y con una sola salida directa a la calle. La misma construcción que desde años
atrás hacía las veces de torre de la iglesia que los vecinos habían levantado a sus pies, y
que esa mañana había vuelto a servir para su primigenia función, cuando la policía, que
se había desplegado en el barrio para registrar unas cuantas casas, la del Pescuezo la
primera, había subido a su parte alta, cubriéndose sus uniformes oscuros de telas de
araña casi centenarias. Restos brillantes en sus solapas, como medallas a algún mérito
profesional olvidado.
El caso fue que, con el asunto de la heroína, Pescuezo Ayala perdió a sus dos
hermanos mayores, marionetas que sucumbieron a la jeringuilla y al descampado. Una
desgracia que vino a rematar a una familia ya tocada por la sombra del diablo, desde
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que a principios de los ochenta el aceite de colza, que hizo estragos entre las familias
pobres del barrio, se llevara también a su madre.
Pescuezo Ayala tenía por aquel entonces dieciocho años y muy malas
compañías.
La última noche que sus vecinos lo habían visto con vida, muchos años
después de que cumpliera su mayoría de edad, la pasó acodado en la barra del bar La
Tapita, único centro neurálgico del vecindario. Esa noche había fútbol y el bar estaba a
tope. A Pescuezo Ayala no le gustaba el fútbol, pero disfrutaba como un gorrino entre el
alboroto y el griterío de sus vecinos. Cuando el partido terminó y la mayor parte de los
clientes se retiraron, Pescuezo siguió tomando Jim Beam con Coca-Cola hasta que el
camarero comenzó a dar la vuelta a las sillas. Entonces Pescuezo Ayala pagó las
consumiciones dejando, como solía, una abultada propina. Salió del local borracho,
también como solía, y se fue a su casa cruzando el solar donde los moros quedaban para
encularse. Durmió muy mal aquella noche, lo que hizo que se levantase con resaca. Tal
vez por eso no supo interpretar lo que los sueños, entre mareos de bourbon, le
predijeron esa noche. Y tal vez por eso mismo al día siguiente le pasó lo que le pasó. A
su edad, las resacas ya no perdonaban a nadie. Ni siquiera a Pescuezo Ayala, el
butronero más respetado del país.
El despertador sonó como un trueno que quebró su cabeza en dos a las siete
treinta de la mañana; por suerte lo había dejado preparado antes de ir al bar la noche
anterior. Aquella mañana Pescuezo Ayala tenía faena, y a pesar del dolor espantoso que
le atenazaba la nuca, se levantó. Bebió una taza de café negro, arañado de las tripas de
una cafetera que llevaba hecha un par de días, y salió de su casa masticando una
magdalena seca y rancia que había encontrado en el fondo de uno de los armarios de la
cocina.
La cita era a las nueve, pero siempre le gustaba llegar antes, dar una vuelta por
el lugar, controlar a la gente y localizar las vías de escape. Pequeños detalles que había
aprendido de memoria cuando no era más que un mocoso que servía de campana a la
banda de los mayores. De esos ya no quedaba ninguno: al que no se lo llevó la
jeringuilla, se lo llevó el sida o la cárcel.
Con ellos había aprendido a usar la fuerza bruta. Pero Pescuezo Ayala
comprendió que, si quería librarse de las rejas, tenía que usar más la técnica y menos los
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fuegos de artificio. Por eso, con el paso de los años, comenzó a hacerse un experto en el
arte del butrón y en el uso de la lanza térmica para reventar cajas fuertes sin apenas
llamar la atención.
Ese procedimiento limpio y sigiloso se había convertido en su modo de actuar,
en su firma particular. Y esa firma había sido la que se había encontrado el inspector
Aranda un mes atrás, cuando acudió a la llamada de los dueños de una exclusiva joyería
de la calle Velázquez. El soplo se lo había dado un madero del barrio, al que el
“segurata” de la joyería le había pasado hasta los planos. En apenas dos horas, Pescuezo
y su banda se habían llevado más de doscientos lingotes de oro de la caja fuerte,
dejando tan solo, como recuerdo, un agujero perfecto en el centro de la puerta, y un
hueco del tamaño de un hombre en la pared del local colindante y abandonado. Un
trabajo fino.
Pescuezo estaba recordando el éxito del golpe de los lingotes mientras esperaba
la aparición de su mano derecha, el único que conocía el lugar donde se encontraba el
último botín. No le preocupó haber pasado una noche tan mala, pues el plan era sencillo
aquella mañana: ir a hacer un estudio de una joyería en la zona del Barrio del Pilar. Esa
iba a ser su última actuación antes de dejarlo todo, antes de comenzar una vida tranquila
en algún paraíso alejado de Madrid.
El Rata se retrasaba como siempre y Pescuezo Ayala, que comenzaba a sentir
el sueño abotargándole la cabeza, decidió bajar la ventanilla de su todoterreno para que
el viento fresco que subía desde el río lo espabilara. Un extraño olor, conocido, se coló
por la mínima abertura de la ventanilla. Miró por todos los espejos del vehículo pero no
consiguió ver a nadie; sin embargo, ese olor dulzón, como de cigarrillo avainillado, se
hizo más potente en el interior del coche. Sin darle mayor importancia, y como su
compinche no aparecía, Pescuezo Ayala se dejó llevar por el cansancio y descabezó un
breve sueño.
Lo despertó el estruendo seco, y la lluvia de cristales diminutos y astillados
golpeándole la cara. Después escuchó una voz que le resultó familiar; aunque era muy
probable que ya confundiera sus últimos recuerdos con la vida pasada, con las nanas
que le cantaba su madre, con los consejos que le daba su padre y a los que nunca hizo
caso, con los gritos de sus hermanos cuando no tenían una dosis a mano y el mono les
roía por dentro... Después, cuando los cristales dejaron de llover, escuchó las dos
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detonaciones. En realidad fueron tres disparos, dos en el pecho y otro en la cabeza; pero
para cuando la tercera bala se incrustó en su cuerpo, Pescuezo Ayala ya no era más que
una masa inerte desangrándose en el interior de un coche de lujo. El sicario, escondido
bajo un casco integral de moto, huía del lugar como alma llevada por el demonio. El
cubano Alcides lo reconoció por los gestos: visitaba a menudo su tienda, y por eso
mismo se iba a cuidar mucho de no contarle nunca a nadie lo que acababa de ver.
Los de la científica sabían perfectamente que, por mucho que buscaran, no iban
a encontrar nada. Que el asesino no se hubiera entretenido en recoger los casquillos, que
ahora reposaban junto a la rueda delantera del coche, les hacía sospechar que lo tenían
todo perfectamente calculado. Con toda probabilidad, esa arma no había sido
disparada nunca antes, y a estas horas ya estará desmontada o destruida, pensó el
agente de la científica, que, enfundado en su traje blanco de cazafantasmas, rondaba el
vehículo haciendo fotos a cada centímetro de la zona.
Un rato después llegaría a la plaza un coche oscuro del que descendieron dos
agentes con chaleco negro y amarillo, sobre los que podía leerse, en letras azules, el
nombre del cuerpo de seguridad del estado al que pertenecían, y un tipo serio, vestido
con vaqueros oscuros y americana desgastada en los codos, que, sin cruzar palabra con
nadie, se plantó delante del cadáver de Pescuezo Ayala.
—Te jodes —dijo en alto el inspector Aranda nada más reconocer al
muerto.
Tras el repentino ataque de sinceridad, el inspector se dio cuenta de que no
tenía mucho más que hacer allí, al menos hasta que apareciera el juez de guardia y
ordenara el levantamiento del cadáver. La mañana, a pesar del sol claro, estaba
desapacible por el viento frío y la baja temperatura. Una típica mañana ventosa en la
meseta. Por ello, el inspector Aranda dejó a cargo del asunto a un subordinado mientras
él se refugiaba en el cercano café Pavón, desde donde podía controlar toda la plaza.
Cuando ya estaba a punto de terminar la segunda cerveza, el teléfono del
inspector comenzó a vibrar en el bolsillo de su americana.
—¿Hiciste lo acordado? —preguntó Aranda nada más descolgar.
—Sí, jefe, no se preocupe —contestó el otro—. Hice lo que me dijo. En el
mismo momento que disparé, le dije que aquello era por no repartir el botín con los
amigos.
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—Ya sabes qué hacer a continuación.


—Claro, jefe —confirmó el Rata antes de cortar la comunicación.
Tras guardar el teléfono, el inspector salió del café. Se paró un segundo en el
umbral de la puerta para encender uno de aquellos puros finos a los que estaba
enganchado. Tras ello se encaminó con paso firme, dirigiéndose hasta donde se acababa
de detener el coche del que ya descendía el juez de guardia. A pesar del frío exterior,
uno de los camareros tuvo que abrir la ventana más cercana a la mesa donde el inspector
había estado sentado; no hubo otra manera de disipar el olor meloso a tabaco de vainilla
que aquel extraño tipo había dejado en el local.

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Los ruidos molestos


Juan Ángel Cabaleiro (Argentina)

A Bazzano le gustó enseguida el departamento. Era pequeño y un poco antiguo,


pero contaba con un amplio ventanal que se abría hacia un profundo patio interior lleno
de luz y, al parecer, muy silencioso. Dejó las maletas en el pasillo y fue recorriendo las
dependencias con una vaga emoción: justo frente a la entrada tenía el saloncito con las
estanterías, que inmediatamente colmaría de libros —la mesa de madera recibía
directamente la luz del ventanal—. A un lado del pasillo estaba la habitación con la
cama sencilla de hierro y un armario. Después, el baño, impecable, aunque algo vacío.
Y al fondo, la cocina, que tenía una heladera antigua y baja de líneas redondeadas y una
alacena con viejos tarros de una lata color verde. Alguien —no sabía exactamente
quién— había acertado al pasarle ese dato. Por algún motivo, aquel aire decadente le
sugería a Bazzano la idea de un refugio hogareño y tranquilo, íntimo, ideal para su tarea.
Esa misma tarde salió a recorrer la zona. Se trataba de un barrio de señoras
viudas y parejas de jubilados de manos marchitas, eternamente apoyadas en bastones,
distraídos en la plaza de la otra cuadra, como estatuas otoñales. No vio ni un solo niño;
no oyó gritos. En una tienda cercana compró varias cosas, lo indispensable para no tener
que salir luego durante un buen tiempo. La despachante era una anciana amable y

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blanca que le sonrió y le hizo preguntas convencionales. Enseguida regresó al


departamento por las calles vacías. En el ascensor subió los seis pisos cargando las
bolsas con comida y productos de limpieza. Tampoco se cruzó con nadie en el edificio.
Acomodó todo, como tomando posesión del nuevo espacio, y luego se dio una larga
ducha que lo dejó relajado y sereno. Sobre la mesa del salón colocó la lámpara y luego
el tablero, y fue organizando las piezas. A la derecha tenía su libreta de apuntes y el
bolígrafo. A la izquierda, junto al tablero, el grueso manual de estrategia. La partida se
había suspendido en un momento crítico del medio juego, con una sutil ventaja que
insuflaba en la imaginación de Bazzano la expectativa de derrotar, por fin, a su rival de
siempre. Se jugaba mucho, demasiado: el Premio Municipal, ni más ni menos.
Anochecía cuando se puso a estudiar la primera variante.
Imaginaba la penumbra, el salón de la biblioteca el lunes siguiente, con el mesón
y el tablero detenido, esperando su gran definición, la jugada que destrabara el juego y
lo condujera hasta el final por el pasillo de la victoria. Vislumbraba algo sumamente
arriesgado, pero que podía consolidar la ventaja necesaria para arrebatarle el torneo a
Martínez Villegas: una variante novedosa de la posición Kardosián, jugada alguna vez
por Tarrasch, que debería rediseñar y ajustar en los tres días que le quedaban hasta la
reanudación del juego. Dos días y medio, en realidad. Se encontraba en un punto donde
el vértigo de las alternativas obligaba a una concentración máxima. Bazzano comenzó a
construir en su mente un delicado castillo de naipes —hecho no de cartas, sino de
jugadas y de réplicas y contrarréplicas posibles— que se sostenía con la delicada y
única fuerza de la visualización mental. Cualquier ajedrecista lo entenderá. Bazzano
estaba orgulloso de ese castillo al que tan solo le faltaban los sutiles ajustes finales.
¿Cuál sería el movimiento más conveniente, el que encajaría mejor en este complicado
engranaje de equilibrios? En eso estaba cuando comenzaron los ruidos molestos.
La primera interrupción fue mínima, casi un hecho aislado que apenas rozó la
dura concentración de Bazzano, pero que resultó suficiente para desbaratarlo todo: una
pelota contra la pared del patio, un golpe seco, seguido de lo que parecía una levísima
vibración ascendiendo con esfuerzo por la pared los seis pisos. Esa vez no fue más que
un golpe. Tan solo eso, pero para Bazzano constituía un indicio, un principio de alarma.
El intrincado castillo de naipes se había desmoronado en su mente.

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Quizás, cerrando bien el ventanal…, reflexionó. Su figura blanca y rellena se


asomó un momento y miró hacia abajo: era tarde, pero las últimas masas de luz aún no
acababan de deshacerse en el fondo, entre las baldosas blancas y negras del patio.
Aunque la altura daba un poco de vértigo, Bazzano se quedó unos minutos observando:
no vio a nadie. Un mechón negro se deslizó sobre su frente. Cerró el ventanal y volvió a
su sitio.
Esta vez pudo llegar mucho más lejos: estaba valorando la debilidad de la casilla
C5, para lo cual toda una compleja ramificación de alternativas debía, necesariamente,
mantenerse muy presente en su tablero mental: se trataba de una complicada operación
de cálculo en la que una opción dependía de todas las demás. El salón y el departamento
entero fueron perdiendo consistencia poco a poco, desvaneciéndose en la mente de
Bazzano, donde no cabían más que sus afiladas estrategias. Sobre la mesa, las sólidas
piezas de madera compartían ahora el tablero con innumerables ejércitos fantasma que
solo Bazzano veía: bicolores, entrelazando ataques y defensas en tiempos paralelos, en
múltiples universos bifurcados, como en una realidad cuántica que... ¡Otra vez…!
Bazzano oyó dos golpes: primero uno, más débil, como de alguien que ha dejado caer la
pelota al suelo —no desde demasiada altura, tal vez un niño o una anciana menguada.
¡Pero esto último parecía tan improbable!—; luego, el segundo, posterior a ese rebote
del balón que era impulsado ahora con violencia contra el retumbante muro del patio. El
cuerpo del ajedrecista permaneció tenso, sintiendo el ascenso vertical de la vibración
por la alta pared, a la espera de un tercer golpe, de la previsible caída del balón contra el
suelo, que nunca llegó. Pero así como ese tercer golpe no llegaba, la tensión en el alma
de Bazzano tampoco se iba. Delante de él, el tablero apenas mostraba ahora las piezas
físicas, las de madera, pues nada quedaba ya de todo aquello que con tanto esfuerzo
había construido en su imaginación.
Bazzano colocó la palma de su mano contra la frente y permaneció inmóvil casi
un minuto... Tenía los ojos cerrados y el codo apoyado en la mesa. Al fin se levantó y se
dirigió a la ventana murmurando algo. Abrió con cuidado la gran hoja de vidrio y se
asomó. Ahora, aunque apenas habían pasado unos pocos minutos, todo estaría mucho
más oscuro en el fondo de aquel pozo, de no haber sido por las luces de algunas
ventanas vecinas que mostraban que allí no había más que grandes baldosas absortas. El
silencio y las sombras se mezclaban en el fondo geométrico del patio. Bazzano,
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corrigiendo el mechón negro sobre su frente ancha, quizás inflamado de paciencia,


decidió que estaba cansado por el viaje y por la mudanza; que debía cenar y acostarse
temprano: mañana sería otro día. Con el sábado y el domingo que tenía por delante
bastaría. Fue a la cocina a prepararlo todo. Comió pescado y fruta, que se ajustaba a la
dieta de los torneos, y se metió en la cama.
A la mañana siguiente se levantó algo más tarde que de costumbre. Era extraño
haber dormido tan bien en un lugar al que no estaba acostumbrado, pero reposó
satisfactoriamente. Por la mañana se dedicó a ordenar los libros y la ropa. De pie frente
a la estantería, con un manual de aperturas en la mano, anticipó el disfrute de derrotar a
Martínez Villegas en la final, el lunes siguiente, cuando se reanudara la última partida
del torneo. Por la tarde salió a estirar un poco las piernas. No se cruzó con nadie en la
calle; apenas vio a la anciana portera que lo observaba, mientras regaba macetas, detrás
de una ventana de la planta baja. Todo el barrio parecía estar a la expectativa. Al fondo,
entre los edificios, vio un cielo que le pareció pintado al óleo, o detenido momentos
antes de una tormenta; regresó enseguida al departamento. Durante todo el día lo
acompañó una rara sensación: a cada momento sentía como si algo no estuviera bien. A
última hora, cuando se acercaba el momento que había elegido para preparar la partida,
miró el tablero con recelo. Al fin se decidió y se metió de lleno en el juego: con el
cuaderno de notas al lado, viendo el registro de los últimos triunfos y fracasos jugados
con Martínez Villegas, su alma comenzó a agitarse. La cosa estaba casi equilibrada, con
una leve ventaja a su favor; pero sabía que, con el cambio de estrategia que estaba
programando, esa ventaja abriría un camino seguro hasta el final de la partida. Antes de
comenzar la parte dura de la concentración, se acercó al ventanal y miró hacia abajo:
otra vez eran las luces de las ventanas vecinas las que se debatían en el fondo del patio,
en silencio. Pero Bazzano advirtió algo. Se sorprendió de no haberlo notado desde un
principio: el patio, allá abajo, escondía la forma de un tablero de ajedrez, las ocho
casillas justas por lado, sesenta y cuatro baldosones rodeados por un pasillo blanco y
canteros vacíos. Curioso, pensó, y regresó a su silla.
Levemente inclinado sobre el tablero, la pierna derecha temblándole sin que él lo
notara, debatiéndose su alma entre los arduos análisis posicionales, a Bazzano se le
colaba el ingrato fantasma del miedo, la subyacente y tensa espera de esas
interrupciones que lo habían perseguido la noche anterior como una burla del destino.
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Sabía lo que era dejar a su madre sola en casa para mudarse a un barrio alejado, en
busca de la soledad y del silencio, imprescindibles en su oficio. Había tenido que hacer
las compras y cocinar; era la carga que se había impuesto al vivir solo unos días, para
eludir las interrupciones del timbre, del teléfono, de la televisión y de la madre... Pero
todo eso estaba resuelto ya, y ahora, al declinar de la tarde del sábado, solo le quedaba
encontrar esa jugada maestra, esa combinación que lo colocara en el Olimpo el lunes
siguiente, cerca del mediodía, en la biblioteca, frente a su rival, bajo la mirada atenta de
los espectadores, de las autoridades del municipio —el secretario de deportes en
persona estaría presente para entregar la medalla— y de los jueces del torneo. Y la
jugada se resistía a su empecinada concentración absoluta.
¡Y ocurrió una vez más! En esta ocasión, el golpe venía acompañado del agudo
grito de un niño: alguien que, como él, fantaseaba —seguramente con un gol ilusorio,
marcado a rivales ilusorios, en un partido de fútbol ilusorio—. El ajedrecista, erguido
sobre su paciencia, se asomó una vez más. Desde el quicio del ventanal, alcanzó a ver
una pequeña sombra huyendo del patio por una puerta disimulada en la pared. El balón
había quedado abandonado en la baldosa C5. Un instante después se produjo la jugada:
desde la misma puerta salió una mujer joven en diagonal hacia la pelota —que
recogió— y volvió sobre sus pasos. “Alfil negro toma en C5”, se oyó decir Bazzano en
voz alta. “Pero… ¿por qué?”. Regresó a su silla con paso inquieto y pensativo y se puso
a analizar esa posible respuesta, que no entraba en absoluto en sus planes iniciales. No
oyó más ruidos. Las horas finales del día fueron pasando y le dejaron la conclusión de
que aquella que le regalaba el azar era una jugada posible, un movimiento que abría
alternativas de juego interesantes, pero no acababa de comprender cómo aprovecharlas.
Durante todo el día siguiente —domingo— Bazzano se dejó tentar por esa
opción imprevista: “Alfil negro toma en C5”. Al final, mientras luchaba por encontrar el
hilo oculto de la jugada, vislumbró una idea de índole diferente, más alucinada y
profunda: el mundo seguía un orden racional. El ajedrez no era más que una abstracción
de ese orden. ¿Se dejaría influir por la idea trivial de una conexión entre el juego y el
mundo? ¿Tenía sentido investigarla hasta el final? Es idiota pensar en esas cosas, se
decía Bazzano. Pero, a veces, la genialidad y la estupidez conviven entre límites
difusos. Especulando con una ayuda del destino, se asomó al ventanal y por un
momento tuvo la esperanza absurda de ver allí abajo una continuación de la jugada…
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Las horas siguientes —ya el domingo se deslizaba hacia el final de la tarde— fueron
estériles: la jugada salvadora no surgía en su imaginación. Entonces comenzó a desear
intensamente aquellas interrupciones, aquellos ruidos molestos.
El pelotazo siguiente llegó, por fin, a las siete de la tarde. Bazzano corrió a
asomarse: abajo la mujer joven retaba al niño y lo perseguía por la columna de torre
dama, hasta que lo sacó de una oreja por la puerta trasera del patio. Antes de cerrar la
puerta, la mujer levantó la mirada y lo observó. “Torre A1, ¡jaque!”, se dijo Bazzano,
como si fuera el relator entusiasmado de una partida de ajedrez gigante. Claro, claro,
claro, claro…
Las nuevas jugadas eran, sin dudas, las mejores: tomar en C5 y avanzar luego la
torre con jaque. Bazzano estaba exultante por aquel azaroso descubrimiento. Solo le
faltaba pulir una última opción, que la ansiedad no lo dejaba definir: en lugar de
retroceder con el rey, las blancas —Villegas— podían cubrir con caballo,
sacrificándolo. A las ocho de la noche ya miraba con insistencia hacia el ventanal:
esperaba una nueva interrupción para ver cómo podía rematar aquella sucesión de
jugadas. Pero ya era tarde y aquella interrupción no llegaba. Entonces bajó a intentarlo.
La planta baja la ocupaba el departamento de la portera. La entrada no daba
directamente a la calle, sino que quedaba en el interior del portal, debajo del ángulo de
la escalera. Bazzano tocó el timbre. De alguna manera encontraría la continuación de la
jugada, y sería magistral, porque estaría más allá de la capacidad de deducción de un
simple jugador. Con ese inesperado regalo del destino podría desbancar a Martínez
Villegas, al fin, y conseguiría ese pequeño espacio de gloria. Como vencedor del torneo
merecería el cheque, la noticia segura publicada en La Gaceta, la admiración de los
colegas, un nuevo y decisivo impulso a su carrera…
El ruido de pasos se arrastró sin prisa del otro lado de la puerta. Trabajosamente,
la llave abrió y Bazzano pudo reconocer a la misma anciana que le había entregado las
llaves del departamento. No necesitó presentarse ni inventar ningún pretexto para su
visita. Enseguida la anciana le extendió una mano, como si lo estuviera esperando, y lo
invitó a pasar. Bazzano apretó esa mano blanda y temblorosa, que parecía imposible de
detener, y avanzó hacia una mesa y unas sillas de madera.
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Todo lo que ocurrió allí adentro lo recordaba Bazzano teñido de inquietud y de


una incomprensible nostalgia. Me lo contaba con cierta flojera, como alguien que está
en la sala de un hospital acompañando a un hijo moribundo. Flojo, parecía sentirse
flojo, propicio a aceptarlo todo, a que lo sacrificasen incluso. Pero no estaba en ningún
hospital, sino en el bar La Bernasconi, muchos años después, frente a una taza de café
con leche, respondiendo a mis preguntas. Yo acababa de regresar de España y llevaba
años sin verlo. Ahora tomaba notas de aquellos viejos recuerdos con la pretensión de
escribir un cuento.
—¿Qué pasó después? —dije.
Bazzano balanceaba la cabeza, como agobiado por los recuerdos. Yo necesitaba
los detalles, los datos sueltos, los matices que dieran color a la historia que había
decidido escribir.
—La portera me invitó a tomar un té. Vivía con su hija, Rebeca, la mujer joven,
y con el nieto, el chico de la pelota. Rebeca me deslumbró desde el principio, tengo que
reconocerlo: quedé prendado enseguida de su perfil, tenía una nariz prominente, egipcia,
y de sus ojos negros. Era delgada, un poco abstraída de todo, al estilo de esas actrices de
pueblo cuando suben al escenario a recitar un poema. Hablamos del departamento, les
expliqué que me lo habían prestado por unos días y que buscaba unas horas de máximo
silencio. Rebeca comentó que se estaba largando la lluvia y que una de las bajantes
estaba floja; en un momento salimos al patio a verla. Para salir había que recorrer un
pasillo y atravesar el lavadero de la casa. Afuera sentí que me emocionaba. Estuve
alerta. En el patio, Rebeca se detuvo con cuidado en una de las baldosas y, muy erguida,
miró hacia las cañerías de la bajante. Después retrocedió un paso, se detuvo y señaló
algo, una mancha de humedad, una gotera, no sé…, cualquier cosa. Yo interpreté ese
movimiento como la evidente retirada del rey y creí que esa sería la respuesta que daría
Villegas. Que el caballo no intervendría en la jugada. Ya era tarde, y no tenía tiempo de
analizar la opción del caballo, así que, sencillamente, di por supuesto que Villegas
movería el rey para salir del jaque. Desde esa posición, la partida me era conocida y
estaba ganada para mí.
—¿Y entonces? ¿Qué explicación le das a lo que pasó?
—Ninguna. Podría tratarse de una casualidad absurda, de una coincidencia que
desbancaba cualquier cálculo de probabilidades. Pero ni siquiera eso; la explicación
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correcta es siempre la más simple: todo fue una alucinación mía. Yo me encontraba
muy agobiado por el torneo, por la partida final con Villegas, y empecé a ver cosas que
estaban en mi imaginación. El estrés me hizo proyectarlas a la realidad. Empecé a
perder el control. No te olvides que mi especialidad es la visualización de las jugadas:
las veo con una nitidez extraordinaria, es lo que me permite calcular con más seguridad
sobre el tablero. Bueno, esa capacidad me jugó una mala pasada: se trasladó al patio,
que tenía forma de tablero, y acabé viendo cosas que no existían, pero que yo de alguna
manera deseaba ver. Hasta el punto que los días siguientes a la partida intenté buscar a
Rebeca, pero no la encontré. La portera, al principio se asustó al verme allí otra vez: no
quería atenderme. Después me dijo que no conocía a ninguna Rebeca, que estaba
equivocado, y que allí no había ningún niño. Aceptó que yo había ido a verla, y que
habíamos salido al patio, pero me negó a muerte lo del niño, lo de la pelota y lo de
Rebeca. Todo fue una alucinación mía. Una alucinación provocada por el estrés. Esa es
la explicación que le doy al asunto. Es más, después de la partida creí ver a Rebeca
entre los asistentes, pero esa imagen falsa se escabulló enseguida. Al poco tiempo
descubrí la belleza del bridge y abandoné definitivamente el ajedrez.
Dejé a Bazzano en La Bernasconi y comencé a caminar en dirección a mi casa.
Algo me había quedado resonando en la cabeza de la descripción que había hecho de la
muchacha. Yo recordaba bien aquel lunes, porque había estado entre el público que
presenció la partida. Ante los movimientos de Bazzano, Villegas no mostraba la menor
sorpresa y respondía con una rapidez y una seguridad apabullantes, como si las extrañas
combinaciones que el destino supuestamente le había dictado a Bazzano fueran en
realidad parte un oscuro plan maquinado por su oponente. Villegas, en lugar de retirar el
rey después del jaque —la jugada previsible—, interpuso el caballo, que luego del
sacrificio le allanó, inesperadamente, el camino de la victoria. Bazzano había caído en la
trampa. Era un plan secreta y maliciosamente urdido, una estrategia ensayada por
Villegas que excedía el tablero e involucraba al patio, al departamento, a las dos
mujeres y al niño, como si la partida no se hubiese suspendido nunca, y hubiese
continuado secretamente por los casilleros de la vida. Así acabé por comprenderlo
camino a mi casa, cuando, entre los recuerdos de aquel lunes, surgió la figura de esa
mujercita delgada —¿Rebeca?— junto al grupo de Villegas, como uno más de sus
seguidores. A mí también me había deslumbrado su figura delgada, su nariz prominente,
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sus ojos negros y, después de la partida, la seguí hasta la salida posterior por el solo
placer de verla caminar. Había pensado abordarla en la calle, pero desistí cuando la vi
salir acompañada. Abandonaba la biblioteca del brazo de Villegas, junto al niño,
apretando en la mano la medalla que era también de ella, porque se la había ganado con
su actuación en aquel patio. La medalla que consagraba a su amante como vencedor del
Premio Municipal.

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La pajarita
Jorge Rafael Castagna (Argentina)

Cuando tenía cinco años, mi papá me llevó al hospital para conocer a Laurita.
Todos rodeaban la cama en donde mi mamá le daba la teta, y no me dejaban ver. Me
senté en una silla con el libro. Me atraían mucho las ilustraciones. Algunas palabras
podía entender. Otras las preguntaba en voz alta, pero nadie respondía. Ajena a todo, me
fueron absorbiendo las imágenes.
Las espigas, inclinadas por una brisa que se podía palpar a pesar de la rigidez de
las páginas, resplandecían. En medio, un espantapájaros, atento vigía del pan de
mañana, señoreaba en el trigal. Sombrero de paja desflecado, patas y brazos de palo,
camisa y pantalones demasiado amplios, cara de trapo sin ojos ni boca.
Una bandada de cuervos dudaba entre el coraje de abalanzarse sobre las semillas
maduras o buscar sembradíos menos hostiles. Hasta que una hembra con cara de bruja
se animó. Bajó planeando sobre el sembradío, se posó sobre el sombrero y, picoteando
la cara, inventó una boca que solo se usaría una vez. Después metió el pico en el agujero
y depositó un grano negro, envenenado.

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Papá me sacó el libro, me bajó de la silla y me arrastró de la mano fuera del


hospital. No supe dónde dejó el libro, y en el auto se lo pedí. Me dijo que en otro
momento volveríamos a buscarlo.
Laurita casi nunca dormía. No lloraba, solo parpadeaba. Para recordarles que
debían amamantarla o cambiarla, apenas llorisqueaba. No se retorcía como los demás
bebés.
Algo la fue invadiendo. El invasor anidó primero en sus extremidades y le hizo
perder el movimiento. Luego, la voz. Parecía que Laurita había inventado una nueva
forma de comunicarse, solo con los ojos. Un lenguaje que únicamente mamá entendía.
Le pusieron un sombrerito color crema desflecado en los bordes; se parecía tanto
al espantapájaros que decidí llamarla la Pajarita. Dentro de la tristeza generalizada, la
ocurrencia divirtió a mis padres.
Antes, mis dos tías estaban solo para mí. Como eran más chicas que mamá y no
tenían hijos, yo era la regalona. Jugábamos a las escondidas. Armábamos un
supermercado con las latas y paquetes de la alacena. Yo siempre hacía de cajera: creía
que las que cobraban eran millonarias porque se quedaban con toda la recaudación. Me
dejaban ganar a las casitas robadas y al culo sucio.
Pero desde que llegó Laurita, cuando venían a casa a mí apenas me saludaban.
Se quedaban mirándola muy serias.
Aquella agradable comunión con mis tías se reinventaba dos o tres veces por
semana, cada vez que mis padres llevaban a la Pajarita a los médicos. Ellas me
cuidaban, así volvíamos a recrear ese universo de tres en el que yo era el astro central.
Por las caras que mis padres traían después del médico, se notaba que las cosas
no andaban bien. Decían que tenía un pronóstico de vida de un año.
En esa época pensaba mucho en el final del libro. Imaginaba que el
espantapájaros iba hundiendo su único pie de madera en la tierra. Cuando ya estaba por
ser tragado por completo, miles de gorriones se posaban en sus brazos y lo iban
desenterrando. La cuerva-bruja, arrepentida, le sacaba el grano envenenado de la boca.
Luego lo llevaban volando hasta el confín del firmamento, hasta depositarlo en la
bóveda celeste como una constelación más.
Y Laurita se hundía como el espantapájaros.

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Me quedaba mucho tiempo mirándola; quería entender su idioma como lo hacía


mamá. Una mañana le di un besito en la mejilla y le susurré:
—Si querés que te saque el hechizo, parpadeá dos veces.
Y la Pajarita parpadeó, o al menos es lo que me pareció. Yo tenía en la mano un
chocolate. Había escuchado que el chocolate da mucha energía y vigor, que es mágico y
que un dios de nombre raro se lo había regalado a los hombres. Se lo acerqué a la boca y
ella lo succionó como si fuese su mamadera. Estaba segura de que eso le sacaría el
embrujo. No es que la quisiera tanto; pero si ella se volvía normal, la atención de mis
padres y, sobre todo, la de mis tías, se repartiría mejor. Además, sentía la obligación de
salvarla del grano envenenado que le puso la cuerva-bruja cuando le hizo una boca a
picotazos, porque solo yo conocía ese secreto.
A las dos horas, mamá le cambió el pañal; yo me aguanté el olor y miré.
Rodeada de una caca oscura, había una cosita redonda. Así confirmé que el grano, y por
lo tanto el maleficio, habían salido de su cuerpo. Era solo cuestión de esperar.
Sin embargo, pasaron los días y la Pajarita siguió igual. Mamá y papá también.
Quizás un poco más molestos. Hasta llegaron a discutir, aunque después se abrazaban
sin decirse nada, como quien comparte algo más grande que las palabras. O un misterio
que solo podría develar el libro que se quedó en el hospital o quién sabe dónde.
El último día que vi a Laurita, yo ya tenía seis. Otra vez, todos la rodeaban. Le
pedí a mi papá que me alzara para ver. Estaba con los ojos cerrados, unas alitas de
pluma y una crucecita dorada sobre los labios. Después, unos gorriones blancos se
posaron sobre sus hombros, la llevaron hasta el confín del firmamento y la depositaron
en la bóveda celeste como una constelación más.

Ahora paso los días extrañándola, imaginando lo que hubiera sido. De vez en
cuando, de un hueco, asoma una nena más grande que Laurita. Piso su sombra, está en
un parque hamacándose, la empuja el viento, ella da la vuelta completa y se traga un
mundo.
Las dos desconfiamos de la inocencia de las casas y de las palmadas de papá. A
veces quiere decirme algo, pero no tuve tiempo de descifrar el idioma que inventó. Me
susurra algo sobre las manzanas, o de un descuartizado. De la inmensidad de un
embrión, y de las piernas entreabiertas.
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Otras veces me parece que pide auxilio, entre dientes. La persiguen risas sordas
y sin sentido. Estira los dedos para que la rescate. Me contagia varicela y tos convulsa.
Se me aparece en medio de trámites y de certidumbres. Me grita, pero no hay forma de
que la entienda.
La Pajarita me acecha muda, como un abismo. Yo siempre me quedo cerca, con
el chocolate preparado.

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Roberfelo
Cintia Mannocchi (Argentina)

Robert Fellon se sentó junto a la ventana y sintió cómo el viento de la pampa


despeinaba su cabello rubio, colmándole los pulmones de olores a tierra y bosta seca.
Pidió un sexto vaso de cerveza mientras, con su pañuelo blanco de seda, se secaba la
frente, transpirada por el sol de enero que pegaba sin clemencia sobre el techo de paja y
adobe de unas de las pulperías más reconocidas de la Confederación Argentina.
Jaime llevó a su mesa una botella de ginebra cuyo ancho pico fue colocado en
una pequeña copa que en un movimiento de dos segundos exactos se vio colmada hasta
el borde, sin derramarse ni una gota. “Se acabó la cerveza. Traemos poca porque aquí
no se toma; solo a los gringos les gusta”, explicó Jaime luego de servir la bebida blanca
sin consultar. Hablaba lento a sabiendas de que a Robert le costaba entender el español
cuando sonaba muy criollo y acelerado. Tampoco se acostumbraba el gringo a los
modismos gauchos, aunque después de cuatro años de mandar a los peones de su
estancia, alguna que otra palabra se le había pegado a su vocabulario educado y cortés.
Por eso le pudo preguntar a Jaime, luego de escuchar la desmesurada algarabía de
quienes un poco más allá de su mesa se encontraban jugando a las cartas, por qué
motivo aquel día había tanto achumado junto, es decir tanto borracho. Las excesivas

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temperaturas y las próximas cuadreras habían generado exaltación y una demanda


inusual de ginebra, según el pulpero.
—No saben beber —afirmó Robert en un tono temerariamente alto.
Segovia, un viejo arriero conocido por su carácter fuerte y su recta moral,
escuchó el comentario e, indignado, se acercó a la mesa del inglés para decirle:
—No venga a mis pagos a insultar a su gente. Demasiado achuza ya uste’ con
los sueldos de hambre.
Segovia habló tranquilo; no buscaba cometer ningún acto de violencia.
—No quise maltratar a nadie, simplemente hice una observación —se excusó
Robert, calmado y confiado en que su interlocutor no recurriría a exabruptos.

Un joven, sentado en la punta del local, escuchó desde allí algo de la


conversación mientras sacaba un chorizo frío del saco y se disponía a cortarlo en tajadas
finas que acompañaran la bebida. Observó la frustración en la arrugada cara de Segovia
y no pudo soportarlo. Enseguida se acercó a Robert, increpándolo a los gritos. Este
apenas si tuvo tiempo de articular alguna disculpa confusa al momento que corregía su
postura en la silla, queriendo evitar cualquier gesto que a los ojos de un gaucho pudiera
significar beligerancia.
Un murmullo se adueñó de la pulpería y algún que otro parroquiano tanteó el
facón en la cintura solo por la mala costumbre de la pelea. “No pasa nada, hubo una
confusión de lenguas. El amigo Robert sabe bien que ustedes no son de mala bebida”,
bramó Jaime con intención de apaciguar las aguas y ocasionando el efecto contrario:
una marea incontenible. Quienes, absortos como estaban en sus partidas de truco y en
sus apuestas de cuadreras, no oyeron antes ninguna charla, se abalanzaron sobre Robert
profiriendo insultos contra el que, creían, los había llamado borrachos. Jaime se
interpuso entre los cuerpos sudados pidiendo paz y mesura. Robert era un estanciero de
prestigio, exportador de ganado en pie, que pagaba con bonos de buen respaldo a su
peonada, y al pulpero no le convenía su enojo. En el ajetreo, el flojo chiripá de Jaime se
desajustó, cayendo al suelo y dejando a la vista de todos, dos piernas flacas, lampiñas y
pálidas que asomaban discrepantes con la enorme barriga puntiaguda que estaba un
poco más arriba. La sola imagen extendió las risas, y las bromas de “patas de tero”
frenaron cualquier contienda.
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Robert aprovechó la distracción, se colocó su sombrero de alas anchas que


desentonaba bastante con su chaleco de raso —todo en Robert era de un extraño
sincretismo— y enfiló apurado hacia la puerta sin suerte: el mal tino y los nervios lo
hicieron tropezar con un par de botas olorosas que un gaucho dejó antes reposar junto a
su mesa para “descansar los pieses”. Todas las miradas se volvieron hacia el gringo en
el mismo instante que Jesús, un chasque aficionado a las carreras, dijo entre carcajadas
socarronas: “¡Y éste es el que nos llama borrachos!”. Las risas hicieron retumbar
nuevamente la decena de botellas que descansaba sobre la repisa desvencijada de la
pulpería. Jesús no se detuvo allí:
—Vi que tiene uste’ un alazán nevado muy lindo. Ya que uste’ dice estar tan
fresco y nosotros tan borrachos, se lo juego a una carrera por mi tordillo ¿Qué me
contesta?
Robert se sabía diestro en la monta, todavía más que el mensajero; pero no
estaba dispuesto a ganar y llevarse la herramienta de trabajo del hombre, ganándose así
la antipatía de toda la paisanada, que lo odiaría por tener dinero y codicia. Entonces hizo
otra oferta:
—Quiero mucho a mi caballo; es el único que me acompaña aquí. Ofrezco,
mejor, bebida. Mucha bebida para todos. Y si gano, me quedo con su apero —dijo
Robert señalando a la cabalgadura del muchacho, maltrecha por tantos viajes, y
conociendo a la perfección el escaso valor monetario del elemento y el gran significado
que tiene, a su vez, para la honra del gaucho.

La apuesta fue realizada y otros muchos paisanos se apresuraron a hacer las


suyas. Estiraban los rollitos de billetes de colores fuertes para entregárselos a Don
Segovia, que, por su recta moral, organizaba cada mes las cuadreras —las partidas de
truco y las tabas)— más limpias y justas de la zona. Nadie apostó contra Jesús. Aun
viéndolo tambalearse ebrio y prácticamente tirarse sobre el lomo de su caballo, que,
acostumbrado a llevar al amo casi por inercia, soportó el peso muerto sin relinchar.
Sin que nadie se lo dijera, Robert creyó que lo atinado sería sacarle la montura a
su animal, y montar a pelo como un hombre. “Eso no es así hace mil años, buen señor”,
le explicó don Jaime al gringo, que de algún libro de “curiosidades salvajes” leído en
Europa habría sacado la vetusta idea. Antes de subirse, cuidó que el caballo no estuviera
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sediento y él mismo lamentó que no hubiese más cerveza con la que quitarse la
sequedad y el mal sabor de boca. Segovia, colocándose los rollos de dinero en los
bolsillos de la camisa descosida, dio los trece pasos de rigor antes de disponer el
muñeco a la distancia de ciento treinta metros, una cuadra más o menos. En verdad,
todos en la pulpería sabían que justo entre la entrada al local y el sauce se completaba el
recorrido. De todos modos, Segovia era muy correcto. Algunos jinetes más ya se
preparaban y otros tantos hipaban por la ginebra caliente, voceando como borrachos:
“Mi caballo es el mejor”.
Jesús miró fijo a los ojos del inglés. Sonrió, seguro y pedante, cuando, tirando
firme de las crines ennegrecidas, le demostró a Robert la bravura de su tordillo nevado.
—Si no fuera mío y estuviera bien mansito, cualquiera podría decir que corre
como un salvaje.
Las consonantes sonaban con la cadencia de una afortunada embriaguez, aquella
que te aplasta pero no llega a tumbarte del todo.
—Seguro que su caballo es bueno, pero el mío es único.
Robert acarició el hocico del animal demostrando solamente cariño.

Segovia ajustó el hilo a los palos, cuidó que no existiese desnivel o cascote en el
terreno y les pidió a los corredores que se alejaran un poco. Aunque los paisanos más
jóvenes consideraban que el método “de media vuelta” o “de culata” estropeaba la
velocidad a los animales, nadie convencía al arriero de que se cambiara por otro. Don
Jaime, el segundo juez de raya, acercó su banquito de madera a la sombra del sauce y se
sentó a esperar mientras ataba y volvía a atar un piolín al chiripá blancuzco.
Los parejeros marcharon hacia atrás unos quinientos metros. La paisanada
seguía al paso cansino mientras inspeccionaba las patas de la pareja de caballos.
Alguien llegó a desconfiar de la conveniencia de la apuesta realizada. “El del gringo
está muy bien cuidado”, se dijo uno, intuyendo que no solo se alimentaba a aquel
animal con pasturas naturales, y que la avena y la alfalfa eran sus platos principales.
“No importa, ese matungo tiene la fiereza de mi hermanita”, se convenció otro al
observar la excelente y brillosa musculatura del alazán. Robert, atento a las miradas,
comenzó a cabriolear con el caballo que —como si supiera— movía elegante su cola
clara, limpia y perfectamente cortada.
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“¡Nada de empujones ni de sustos!”, gritó grave Segovia. Y gritó de nuevo:


¡Ahora, las ancas mirando al sur y al lance se tiran!
Los paisanos chillaban mientras una botella de ginebra iba de garguero en
garguero. Cada corredor se deseó suerte y la ese, en las palabras de Jesús, se escuchó
más aguda que nunca. La salida fue explosiva. Los músculos del alazán no le dieron
ventaja al pobre tordillo enmascarado, tan falto de vitaminas como de un jinete sobrio.
La trabilla bajo las patas del caballo de Robert y la ojeada certera de don Jaime no
dejaron lugar a la duda. Nadie festejó. Como buen inglés, Robert ni siquiera sonrió.
Dejó el gesto triunfalista para el alazán, que, llevado de las riendas, hizo su marcha más
distinguida entre la gente hasta llegar a la sombra del tordillo extenuado. Robert saludó
a Jesús, que ya se disponía a retirar el pobre apero, fiel a la apuesta. El cuero estaba fino
y gastado, sin bronce ni decoración. “Bien corrido”, dijo el perdedor, que pareció haber
ganado mesura en la corrida.
Toda la paisanada perdió, menos don Jaime, que estaba muy seguro del buen
cuidado del animal y de la destreza de Robert, quien en las tardes, aburrido de la
soledad y entre cerveza y cerveza traída de Inglaterra, apostaba contra sí mismo,
probando la velocidad de sus caballos.
Las cuadreras continuaron ese día. El gringo se quedó un rato reposando su
cuerpo sobre el alazán, al que le colocó encima la segunda montura, como una corona
de laureles. Cada vez más agobiante, el calor seco —muy inusual en la pampa
húmeda— incitaba a la ginebra, que volvía a los jinetes más borrachos y temerarios. Le
gustaba estar allí: el viento pesado, los gritos, los grillos que anunciaban la lluvia, el
horizonte perdido entre los amarillos y verdes de la llanura. Aun así, existía algo que lo
molestaba bastante: las costumbres en el consumo de alcohol de la gente, las bebidas
fuertes más propias de un duro invierno de la tundra rusa que de un apacible verano de
campo. Robert no lo pensó más de un minuto, montó a su caballo y galopó hacia la
estancia a buena velocidad.
El mayordomo se encontraba dando directivas a los peones en relación a la yerra
del día siguiente. Al ver a su patrón tan apurado, pensó que algo malo había sucedido en
la pulpería. Constantemente, tratando de impedir que fuese por esos parajes colmados
de vagos y mal entretenidos, le daba consejos al gringo. Él no los escuchaba; decía que
no era igual beber solo que beber entre los murmullos, el sudor, las carcajadas sin
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sentido, los enojos ajenos, las peleas que son y las que se simulan, las conversaciones
intrascendentes de los desconocidos... Tampoco le pareció acertada al mayordomo la
idea que traía Robert entre diente y diente, sin embargo su trabajo era obedecer. Con la
ayuda de un peón, subió dos barricas al carro. Robert arrojó después sobre la manta
unas cuantas latas doradas de sardinas.
La vuelta a la pulpería fue en cueros, pensaba en qué decir más que en qué
hacer. Simplemente bajaría las barricas, le pediría a don Jaime unos cuantos vasos e
invitaría a la bebida. Al aproximarse, escuchó el trote furioso de los parejeros y más
gritos y más silbidos. Las risas eran de felicidad: seguramente fue ganador el caballo de
las mayores apuestas. Llegó cuando el dinero se repartía y un gaucho arrogante se
quedaba sin caballo y sin prestigio.
El pulpero no entendió el pedido hasta no ver los toneles bamboleándose sobre
el carro.
—Me estás sacando trabajo, Robert —dijo sonriente y bonachón, retirando las
copitas gruesas del aparador de madera.
—Prometo comprarte pantalones —contestó el gringo mientras tiraba del piolín
del chiripá de Jaime, bien acostumbrado al humor inglés.

Las palabras que tanto le preocupaban al gringo no fueron necesarias. La


espesa bebida de color ámbar oscuro refrescó las gargantas rojas de los gauchos, que
le agradecieron alzando sobre sus cabezas las copitas burbujeantes, sin hablar.
Rápidamente las conversaciones intrascendentes de los desconocidos se convirtieron
en las propias, y las carcajadas fueron las suyas. Se olvidó por un rato de la buena
dicción del español y hasta se animó a hablar de alguna mujer que había dejado en
su tierra lejana. Lo único que parecía no compartir con los gauchos era su gusto por
las sardinas. El gaucho no es hombre de comer pescado ni le agrada lo novedoso.
Robert emprendió el camino a la estancia satisfecho, contento de haber casi
convencido a don Segovia de cambiar el método “de media vuelta” para que los
matungos partiesen mirando al frente. Ya no alumbraba la luz de día. Dobló en el
fondo de la estancia de los Obligado, y medio tomado como estaba, logró esquivar
con destreza un ternero asustado que se le venía al cuerpo. La lanza, no llegó ni a
verla. Se la clavaron de atrás, en el centro de la espalda. El mayordomo hubiese
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querido llorarlo un poco al enterarse de la desgracia, pero se encontraba más herido


porque el malón de indios lo había dejado sin su hija del medio.
Roberfeló —como lo llamaban— fue enterrado bajo ese nombre mal dicho,
sin ceremonia, con las ropas que llevaba puestas, y con sus doradas latas de sardinas
a cada lado del cuerpo. Nadie necesitó simular pena, que siempre cuesta más que
simular simpatía.

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El día de la noche en llamas


Estefanía Bernabé Sánchez (España)

Me llamo Clarice Lispector y estoy en mi casa de Río de Janeiro, tumbada en mi


cama, compartiendo un whisky escocés con mi perro Ulises. Ulises toma, de vez en
cuando, un poquito de alcohol. Un tazón de café con leche con un pingo de cachaça, un
refresco con vodka y unas gotitas de limón, los restos de mis whiskys aguados…
Supongo que lo hace porque no hay Ítaca que lo aguarde, ni Penélope doliente que
suspire por él ante un telar, más que yo. Jamás se embriaga, es duro de pelar. A veces
fuma o, mejor dicho, acompaña el trago con una colilla mía, del cenicero, del suelo o
incluso de mis labios, si le urge mucho. Qué quieren que les diga, son momentos
íntimos entre dos almas afines viciadas por la cotidianidad. Si me muerde, aunque sea
despacito, le grito ¡Odiseo! y se para en seco, porque el griego homérico le impone
tanto como a mí. Reconozco que jamás ningún ser vivo me ha dado muestras de un
amor tan incondicional.
El cenicero está lleno, así que me levanto, me dirijo a la cocina y escojo un
pequeño platillo de colores vivos comprado en la Campania italiana, cerca de Nápoles,
con un mosaico del fondo del mar. Lo dejo en mi mesilla de noche y acaricio a Ulises

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antes de encender un Minister con filtro, seco y fuerte, como me gusta. Lo apoyo en el
platillo. Me olvido de él. Mañana, cuando raye el día, no seré yo, sino un rastro de
cenizas de mí misma.
Tomo también un antidepresivo, más por inercia que por lucro emocional, un
analgésico para mi dolor de espalda y una pastilla para dormir con tal de no despertarme
a las cuatro de la mañana para aporrear mi vieja Olivetti, cosa que molesta sobremanera
a los vecinos y me deja vampirescamente inutilizada para la mayor parte del día solar. Y
pienso. Pienso, si no fuera yo, quién sería. Qué sería. Un pájaro de grandes alas, un tigre
de terciopelo, un gato maullando en algún tejado inhóspito. Una migaja de pan, tal vez.
Pero soy yo. Me llamo Clarice Lispector y estoy soñando en mi cama, despierta. Antes
de que amanezca seré un hogar en llamas, un amasijo de piel, un montón de pavesas al
viento… Es algo por lo que tengo que pasar, que va a dejarme sus secuelas, como todo
en la vida, que va a marcarme indeleblemente. Y, sin embargo, me reafirmo
convencida: para la salud, no hay nada peor que nacer, ni siquiera un incendio fortuito
que te cercene temporalmente cuerpo y alma.
Veo a Ulises apurar la bebida. Cierro los ojos. Estoy preparada para contarles lo
que fue el día de la noche en llamas.
EL DÍA DE LA NOCHE EN LLAMAS. 14 de septiembre de 1966. Miércoles.
Me despierto a las 10 de la mañana. Abro los ojos. El cielo de Río de Janeiro
resplandece, como suele, en mi ventana de la séptima planta de un apartamento que
compré con mis ahorros literarios hace poco menos de un año. Un logro personal, no
crean que he tenido tantos desde que me parieron en una aldea ucraniana y me trajeron
en un periplo oceánico de varios meses hasta el Brasil. Un crítico dijo de mí que tenía la
cabeza fría y seca típica del norte de Europa, gobernada por el savoir vivre carioca,
ardiente y húmedo. Digan lo que digan, las teorías de los humores tienen muchos
matices, como los doshas ayurvédicos. Yo soy Brasil, pero un metaBrasil muy mío,
muy personal.
Dona Siléa me prepara un té negro y me sirve un croissant que acaba de traer de
la panadería de Beto, como todos los días. Me siento en la mesa de la cocina,
resplandeciente con un mantel de puntilla blanca heredado de mi madre; cojo un
cuchillo de sierra, abro ceremonialmente el croissant, lo unto con mantequilla de
verdad, no con sucedáneos, y coloco una fina capa de mermelada de melocotón. Suelo
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tomarla también de naranja amarga o de tomate, pero hoy acabamos de abrir un frasco
de compota casera que mi comadre Mafalda Veríssimo me trajo de la sierra gaucha,
deliciosa. Contrasta con el amargo del té, que tomo sin azúcar ni leche. A las 11 llega
Gilles, mi asistente estético. En realidad, se llama Aloisio da Silva y nació en la favela
de la Rocinha hace poco más de cuarenta años. No le quedó más remedio que cambiarse
el nombre y darle a la denominación de peluquero un giro estimulante cuando se mudó
a Ipanema, por aquellas moderneces del marketing de barrio fino, tan aburridas cuanto
eficaces. Me gusta lo de asistente estético porque, para mí, la proyección de mi imagen,
y su aprobación, van intrínsecamente unidas a la proyección de mi literatura en los
lectores que me eligen para sus momentos de otium. No cabe duda, la estética es el via
crucis del cuerpo y del alma. Empieza Gilles por mis cejas, me las retoca con tinte rubio
oscuro ceniza, ampulosas pero bien delineadas. Sigue por mis pestañas. No he conocido
adicción mayor que las pestañas postizas. Las uso con un placer tan inmenso que suelo
sentir vergüenza ajena por el regocijo interno que me inspiran, el empoderamiento físico
del que me dotan y la felicidad que me aportan. Es cuestión de dar voz a los detalles que
nos proporcionan luz, supongo, y dejar que hablen por nosotros, con dignidad. Yo no
pierdo una sola oportunidad de sentirme plena a base de pequeños detalles como estos.
Después, Gilles me delinea los ojos como si yo fuera Cleopatra VII Filopátor y
estuviera a punto de recibir a Julio César para llevármelo a una barcaza del Nilo y
deslumbrarlo con la grandeza de Egipto, desde Alejandría a Luxor. Me gusta verme así
porque bien podría pasar por un felino en celo, a la espera de la caza y la pasión. A
Marco Antonio lo esperaba Cleopatra en la más absoluta desnudez, imagino, sin
maquillajes ni pelucas que les estorbasen el acto de dar y recibir amor carnal a raudales.
Es comprensible. A esas alturas de complicidad y poder absoluto, lo que más apetece es
despertar a la Kundalini regia que llevamos dentro, y no que se nos corra el rímel con el
sudor de la frente. Gilles me retoca el tinte del cabello, me corta las puntas y me peina
despacio, con el runrún del secador adormeciéndome como una nana. Este insomnio
mío es bastante impertinente, porque me ataca por las noches, mientras que por las
mañanas me envía a su peor enemigo, y yo podría dormirme de pie en cualquier
esquina, a cualquier hora, entre la salida del sol y su puesta. Es demencial. El flequillo
me gusta más hacia la derecha, con movimiento, otro pormenor que me empodera,
cuando muevo la cabeza para acomodarlo. Los pómulos, que ya de por sí los tengo
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como dos montículos afilados desafiando a la gravedad, los contorna Gilles con polvos
del desierto, terracota dorada, arena del Sahara. Y me perfila y pinta los labios en color
nude, sin estridencias, porque me importa más la mirada que el resto. Porque son mis
ojos el yunque, la fragua que va moldeando el metal que es la vida misma. Mis manos y
mi Olivetti son el temple. La literatura, el resto. A la una salgo de casa. Voy hasta la
esquina de la calle Anchieta, y compro el Correio da Manhã. Una vez a la semana
también me traen el Washington Post, que suele llegar con unos diez días de retraso,
pero que me ayuda a mantener el inglés a raya. Llego a la Avenida Atlántica y echo una
moneda al aire. Cara, izquierda, caminar por la playa del Leme, mi barrio, hasta la
Mureta, ver esa luz mágica de mi ciudad, trescientos sesenta grados de conexión
espiritual, tomar un agua de coco helada y llevar a cabo algo de domesticación natural
de mi alma polucionada… Cruz, derecha, caminar por la playa del Leme hasta
Copacabana, cansarme de andar hasta llegar al fuerte, y volver luego muy despacio por
la orla, con parada obligatoria en la Confitería Colombo para un vermut seco, con
aceituna incluida. Cruz. Ulises, como siempre, me acompaña fiel durante todo el
camino, durante el elucubrar todo, a la espera de la aceituna alcoholizada, supongo, que
recibe escrupulosamente. Llego a casa a las dos y algo. Me siento en el sofá. Dona Sileá
me trae agua con hielo y limón. Le pido también una ensalada de atún. Siempre digo
que se debe vivir a pesar de. Y, a pesar de, —a pesar de todo—, se debe comer, aunque
no apetezca, aunque sea frugalmente. A las tres suena el teléfono. Es Nélida Piñón
recordándome la presentación oficial, esta noche, de su nueva parición literaria, Tempo
das frutas. Quiero ir, pero estoy cansada, estoy triste, me duele la espalda. La llamaré
más tarde para rehusar el convite sin mucho tino, alegando razones peregrinas. Ella me
conoce tan bien que me disculpará con la compasión de una madre. Es tan grande,
Nélida, con esos ojos vivos de gallega errante, con su figura de sirena varada en algún
bancal de arena entre Cotobade y el Pan de Azúcar... Me impacta la franqueza con la
que escribe sobre el caos cotidiano, dándole vueltas a la vida como si fuera un paraguas,
tan simple... La venero. Hoy nos ofrece, en papel, sus frutas del tiempo, enteras, crudas.
¿Y quién iba a querer una fruta ya pelada, ya masticada? Pero no, no voy a ir, no puedo
ir, me encuentro rota. El sábado estuvimos las dos consultando a Nadir, nuestra
cartomántica habitual, que vive en la última calle de la Vila Leopoldina, en la última
casa de la última calle, con rejas hasta en el ventanuco del baño. Nos vio llegar y puso
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cara de pánico, otra vez aquí estas dos locas, imaginamos que pensó. Nos regaló una
tirada común porque no tenía más tiempo que para una lectura rápida. Le preguntamos
por el nuevo libro de Nélida. Ella dijo: Veo cenizas. Le preguntamos, con sorna, si
saldrían de las posibles cabezas lectoras. No nos respondió. Clarice, te veo descansando
largo tiempo, sin escribir, sin pensar, te veo inerte. Yo, que siempre he tenido la
sensación de estar muerta, como en una realidad paralela, y de hablar desde el mismo
túmulo, le respondí muy serena que era mi espalda, que me tenía frita. La verdad es que
ha habido en mi vida muchos momentos hiatos, huecos, en los que no he escrito una
sola línea, en los que he vegetado dejándome llevar por el presente, simplemente siendo,
respirando, estando. La vida se impone, no yo, que jamás me he considerado más que
una amateur en esto del escribir. Sin responsabilidades. Salimos Nélida y yo de la Vila
y cogimos un taxi hasta La Fiorentina, en el Leme, cerquita de casa, donde almorzamos
lo de todos los sábados: copa de vino blanco, suprema de pollo con patatas grisette y
sorbete de limón. Nélida se fue sin recordarme lo de hoy, como una premonición del
vacío y del desastre. La llamo y le expongo mis debidas excusas, que a mí me suenan
insubstanciales pero que a ella le deben parecer justas, porque no se enfada, porque no
oigo un reproche de su boca. Me doy una ducha rápida y escribo durante un par de
horas. Me visto para ir a la presentación de Nélida, pero no me calzo ni me peino
porque sé que no iré, pero ritualizo la situación como para hacerla trascendente y darle a
mi amiga la atención que merecería. Vuelvo a mi Olivetti sin releer lo que acabo de
escribir, simplemente saco la hoja mecanografiada hasta la mitad y la coloco junto a
otro montón de hojas mecanografiadas. Si releo lo que escribo, tengo la extraña y
asquerosa sensación de estar comiendo mi propio vómito, y de que todo lo que sale de
mí pueda tener algo de verdad. Solamente una vez volví sobre mis pasos, y fue para
recordar a Mineirinho, aquel malandrín asesinado por la policía con trece tiros, trece,
cuando uno solo hubiera bastado. El resto, siempre lo digo, fue voluntad de matar. No
era un santo, pero considero esas balas como el error de todos, de una sociedad entera.
Quise volver para leer lo que había escrito sobre el segundo y el tercer tiro, el quinto, el
sexto, el noveno… El decimotercer tiro me asesina, había escrito, a mí, que soy el otro.
Esta ráfaga de infinita incertidumbre me hace sentir que vivo en una casa de paredes
podridas, paredes débiles; una casa, sin embargo, que se encuentra en un terreno donde
yo podría edificar otra, más fuerte, más compasiva, incorruptible. Lo lógico sería decir,
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como yo digo, quiero ese terreno, y empezar la nueva obra. Pero, para no pensar, para
no tener que mancharnos las manos, los humanos comunes solemos encerrarnos en el
abstracto. La política y su nebulosa, entonces, toman las riendas de lo concreto y
diseñan sociedades, dan forma a leyes, manipulan y callan bocas en nombre del poder a
ellas otorgado. Yo, insisto, quiero el terreno. A las siete salgo con Ulises hasta la plaza
Júlio de Noronha. Me siento mientras él inspecciona los árboles, los bancos, se reúne
con los amigos, respira, defeca. Cuando termina su periplo me avisa sentándose a mi
lado. Volvemos a casa. Llamo por teléfono a mi hijo Pedro, que ya no está conmigo,
comento con Paulo, mi hijo pequeño, el cansancio extremo que me derrota y,
finalmente, lloro por no estar con Nélida a esa misma hora, acompañándola. Ceno en la
cocina, con Paulo y Dona Sileá. A pesar de, tomo una crema de calabaza que ella hace
con mucho esmero, y un poco de apio, tomate picado, un zumo de manzana. A pesar de.
Así es la vida. A eso de la medianoche, con la luna en el regazo y la casa en silencio,
tomo un antidepresivo que, sinceramente, ya no necesito. En realidad, hace las veces de
un placebo inerte que me dé la sensación de estar temperando mi ansiedad brutal.
Empecé a hacer terapia hace mucho tiempo, con psiquiatras renombrados y sesudos,
aunque siempre he tenido la impresión de que los intríngulis de la psique humana no los
entiende nadie, ni siquiera la divinidad, la energía omnipotente. Es una sensación mía.
Tomo también un analgésico para este dolor de espalda que me mata. Es una punzada
que me sube hasta la coronilla y me baja hasta la planta del pie ofuscándome por
completo. Voy a mi habitación y me pongo el camisón verde de nylon que compré hace
poco en la playa de Paraty, largo hasta los tobillos, con encaje negro en escote y
remates, primoroso. Me cepillo el pelo, me desmaquillo y comienzo el ritual de mis
cremas y lociones, con parsimonia. Bendito via crucis. A la una y media me meto en la
cama, justo bajo la ventana, que siempre mantengo despejada de cortinas para poder
extasiarme con el cielo de la ciudad al despertar. Las cortinas, de lienzo fino y poliéster,
las recojo junto a la pared con una lazada.
Ahora sí, me llamo Clarice Lispector y estoy en mi casa de Río de Janeiro,
tumbada en mi cama, compartiendo un whisky escocés con mi perro Ulises, a la una y
media de la madrugada. Ante la amenaza del insomnio, recurro, como casi cada noche,
a una pastilla de clonazepam de dos miligramos, pero tarda en hacer su efecto. A las dos
sigo leyendo a Machado de Assis y fumando. Antes de las tres estoy dándome un baño
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tibio, escuchando música de Vinicius y de Tom Jobim, en mi bañera de espuma, donde


me siento como si fuera una auténtica dama del bel canto. He visto a Maria Callas
interpretando Tosca dos veces, una en La Scala y otra en París, y puedo asegurar que
para mí es assoluta. Yo la imito creyéndome poderosa. A las tres y diez vuelvo a la
habitación y veo mi viejo cenicero, cuadrado y enorme, lleno de colillas. El whisky está
servido, y el hielo todavía lucha contra su desintegración. Me levanto, me dirijo a la
cocina y escojo un pequeño platillo de colores vivos comprado en la Campania italiana,
cerca de Nápoles. Lo dejo en mi mesilla de noche y acaricio a Ulises antes de encender
un Minister con filtro. Lo apoyo en el platillo, que no tiene ranuras. Me olvido de él.
Apoyo la cabeza en la almohada mientras suspiro. Caigo en el sueño. A las tres y treinta
y cinco ya no soy yo; soy huellas de sangre y un cuerpo que intenta salvar papeles,
libros, retales de vida… Arden mis manos, la cama, el suelo, arde el espejo en el que no
me veo, arde mi camisón primoroso con encajes de blonda… Me sacan de allí en
volandas y me llevan a un hospital donde varios desalmados me lavan las quemaduras
de tercer grado con esponjas que parecen zarzas, espinos de acero, púas de torturas
pasadas. Me desmayo y recupero el sentido varias veces. Estoy sola, desahuciada en un
pedazo de mi mundo que ya nunca volverá a tener luz… quiero gritar pero no hay voz
dentro de mí, estoy vacía. Quien haya experimentado el dolor físico extremo sabe bien
de qué hablo cuando digo que lo inefable queda corto, que las palabras no rozan siquiera
el grado de estremecimiento que deben rozar para expresarlo. Por más que uno lo
intente, es algo que desafía al habla, al cuerpo, al sentir, al hecho mismo de ser…
Sin embargo, estoy aquí, como los restos de un carnaval…
Me llamo Clarice Lispector y sé que había pactado, allá en el universo de los
nonatos, que pasaría por esto, y que saldría invicta. Había pactado que volvería a sentir,
que volvería a escribir, a pesar de…
Y que, a pesar de, mi túmulo, que sigo siendo yo misma, quedaría intacto.

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Arder en la hoguera literaria. «El día de la noche en


llamas»: vida y obra de Clarice Lispector
Salomé Guadalupe Ingelmo

A veces pienso que los dioses deliberadamente siguen empujándome al fuego


sólo para oírme gritar unos buenos versos.
Charles Bukowski, Este tipo de fuego

Los poetas no tienen una biografía. Su obra es su biografía.


Octavío Paz, Fernando Pessoa: el desconocido de sí mismo

Decid cosas maravillosas, ah, vosotros que queréis escribir la vida por más
larga y corta que sea. Es una maldita profesión que no da descanso.
Clarice Lispector, Un soplo de vida

La madrugada del 14 de septiembre de 1966, Clarice Lispector, que debido a su


proverbial insomnio4 tomaba a veces pastillas para dormir, se quedó traspuesta mientras
fumaba y provocó un incendio en su domicilio. Al intentar apagar las llamas, sufrió

4
Compartido con varios de sus personajes y del que también queda rastro en sus textos breves, donde a
menudo la vemos reflexionando y escribiendo durante la madrugada, mientras todos duermen. Quizá el
ejemplo más paradigmático, sobre todo porque allí menciona la tentación de los comprimidos para
dormir, es su crónica “Insomnio feliz e infeliz” (Lispector, Aprendiendo, 105-106).
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graves quemaduras de tercer grado. A consecuencia de ellas, su mano derecha, con la


que escribía, casi fue amputada. Finalmente lograron salvarla; pero, a pesar de los varios
injertos, su aspecto fue para siempre terrible y su movilidad, no obstante la fisioterapia,
quedó mermada. En adelante la autora ya sólo podría escribir a máquina y con esfuerzo.
Permaneció ingresada en el hospital tres meses y salió de allí siendo otra.
Sorprende lo bien que encajó la tragedia, sobre todo porque la intuimos coqueta5.
Probablemente se sentiría aliviada al constatar que las llamas no habían desfigurado
esos rasgos misteriosos, exóticos y felinos tan alabados que, diría yo, delataban sus
orígenes eslavos.
A veces unos pocos segundos pueden marcar o incluso determinar una vida.
Lispector seguramente lo sabía muy bien ya antes del incendio. Ella, mejor que nadie,
era consciente de que un libro siempre se escribe capítulo a capítulo, párrafo a párrafo.
También el libro de una vida. De hecho, en Un soplo de vida confesaba:

Mi vida está hecha de fragmentos y así ocurre con Ángela. Mi propia vida tiene
enredo verdadero. Sería la historia de la corteza de un árbol y no del árbol. Un cúmulo de
hechos que solo explicaría la sensación. Veo que, sin querer, lo que escribo y Ángela
escribe son tramos, por así decir, sueltos, aunque dentro de un contexto de... Así me surge
el libro esta vez. Y, como respeto lo que viene de mí hacia mí, así también lo escribo. Lo
que aquí está escrito, mío o de Ángela, son restos de una demolición del alma, son cortes
laterales de una realidad que se me escapa continuamente. Esos fragmentos de libro
quieren decir que yo trabajo entre ruinas (Lispector, Un soplo, 20).

El día de la noche en llamas, que rememora el funesto accidente sufrido por la


escritora brasileña, recrea una entera existencia partiendo de un detalle biográfico real,
instante suspendido en el tiempo que constituye una invisible frontera: principio y fin
contemporáneamente. El texto de Estefanía Bernabé eleva la circunstancia fortuita a la
categoría de núcleo argumental y eje vertebrador alrededor del cual todo gira, clave
capaz de explicar una vida y una obra. Pero El día de la noche en llamas también
esgrime ese incidente como pretexto para reflexionar sobre algunas de las facetas de la
actividad literaria. El objetivo último de este relato metaficcional, naturalmente,
5
En las cartas a su hermana a menudo se despide deseándole no sólo que siga con buena salud, sino que
se conserve bella y se acicale. C. Lispector. Queridas mías. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2010.
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consiste en hacernos meditar sobre los aspectos más duros de la profesión, sobre las
renuncias que a menudo el escritor ha de afrontar.
En efecto, como afirmaba la propia Lispector en su breve texto “La pesca
milagrosa”, “entonces escribir es como quien usa la palabra como un cebo” (Lispector,
Para no olvidar, 32).
El día de la noche en llamas toma la forma de un largo soliloquio nocturno, de
íntima reflexión6. Una actividad a la que Clarice dedicó buena parte de su vida y de su
obra, pues en sus escritos también se manifiesta constantemente la fascinación por el
monólogo interior.
Mediante esa mirada profunda y sincera, El día de la noche en llamas nos
desvela una mujer duramente puesta a prueba, que sin embargo, a pesar del sufrimiento
o también gracias a él, conserva una férrea determinación y hace una recia declaración
de intenciones. Descubrimos una escritora que no renunciará a seguir compartiéndose
con el resto de sus semejantes, como ser humano que es, mediante el milagro de la
literatura. Esa naturaleza torturada y, no obstante, aún generosa y esperanzada de
Lispector se refleja especialmente bien en el siguiente fragmento de una de sus crónicas:
“[…] pido humildemente existir, imploro humildemente una alegría, una acción de
gracias, pido que me permitan vivir con menos sufrimiento, pido no ser puesta a prueba
por las experiencias duras, pido a los hombres y a las mujeres que me consideren un
ser humano digno de algún amor y de algún respeto. Pido la bendición de la vida”
(Lispector, Aprendiendo, 76).
Paradójicamente, a pesar de la necesidad de los demás que la autora siempre
manifestó, en El día de la noche en llamas echamos en falta un escenario exterior,
prácticamente ausente a lo largo de todo el texto. Por mucho que Clarice declare su
amor por la ciudad, no encontramos verdaderas descripciones de Río de Janeiro. Se
puede decir que, salvo por un par de breves paseos con su perro, el relato se desarrolla
entre las cuatro paredes de su apartamento. El ambiente cerrado, de manifiesto

6
Ciertamente, El día de la noche en llamas evoca algunas reflexiones de Lispector en su crónica
“Brasilia: esplendor” (Lispector, Para no olvidar, 52-71), donde la autora —que escribe a las seis de la
mañana, tras lo que sospechamos debe de haber sido otra de sus noches en vela—, al margen de hablar
sobre la ciudad, nos presenta a su perro Ulises y a su asistenta..
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aislamiento, domina la obra convirtiéndose en un recurso que refleja el propio paisaje


interior de la protagonista, casi impenetrable.
Indudablemente, Lispector es una autora proclive a la introspección, pertrechada
de un lenguaje hermético que refleja un complejo mundo interior plagado de dudas7 y
misticismo. Su obra, que podemos definir existencialista, se adentra sin complejos en la
metafísica.
Así, paso a paso, a través del monólogo que El día de la noche en llamas
propone, vislumbramos indirectamente los trazos que esbozan una vida; intuimos una
rutina diaria que parece definir una existencia bastante sencilla —a uno casi le tentaría
definirla vulgar— y solitaria. De esa desconocida que se nos revela sabemos, en
realidad, bastante poco: que se trata de una mujer de mediana edad con unos hijos que
nunca hacen acto de presencia, que vive acompañada por su perro y parece —como su
can8— aficionada al alcohol; que es frugal, espartana y casi ascética respecto a la
comida, pero disfruta de pequeños placeres mundanos y sensuales como los baños y la
música. Clarice parece un ser, en definitiva, como todos nosotros, contradictorio.
La mujer a la que espiamos a través de El día de la noche en llamas se diría
presa de una poderosa abulia, una abulia convertida en fiel y deseada compañera que la
vinculada indisolublemente a lo más cotidiano. Y en ese perfil, efectivamente, podemos
reconocer a la escritora:

El tiempo pasa demasiado deprisa y la vida es tan corta. Entonces —para no ser presa
de la voracidad de las horas y de las novedades, que hacen pasar el tiempo deprisa—

7
“¿«Escribir» existe por sí mismo? No. Es sólo el reflejo de una cosa que pregunta”, asegura la autora
(Lispector, Un soplo, 116).
8
También, en su novela Un soplo de vida, el perro de Ángela Pralini, que se llama Ulises, es aficionado a
la cerveza (Lispector, Un soplo, 58). El papel de la mascota no resulta intrascendente, pues, como el
Autor explica, Ángela no consigue adaptarse al ser humano, pero la vemos muy compenetrada con su
perro:
Tener contacto con la vida animal es indispensable para mi salud psíquica. Mi perro me reaviva
por entero. Sin hablar de que duerme a veces a mis pies llenando la habitación de cálida vida
húmeda. Mi perro me enseña a vivir. Él sólo está “siendo”. “Ser” es su actividad. Y ser es mi
intimidad más profunda. Cuando se duerme en mi regazo lo veo a él y a su respiración bien ritmada.
E, inmóvil él en mi regazo, formamos un solo todo orgánico, viva estatua muda (Lispector, Un soplo,
58).
Parece que Clarice envidia la irracionalidad del perro, la inconsciencia sobre su propia existencia.
Puede que ella, tan torturada por la imposibilidad de capturar los sentimientos y sensaciones a través del
lenguaje, desease también, como las bestias, no ser esclava de la palabra: “Oh, dulce martirio de no saber
hablar y saber sólo ladrar” (Lispector, Un soplo, 58).
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cultivo una especie de tedio. Saboreo así cada detestable minuto. Y cultivo también el
vacío silencio de la eternidad de la especie. Quiero vivir muchos minutos en un solo
minuto. Quiero multiplicarme para poder abarcar incluso esas áreas desérticas que dan
idea de inmovilidad eterna (Lispector, Un soplo, 14).

Porque no debemos cometer el error de confundir esa actitud con la indiferencia


o el desinterés por cuanto la rodea. Se trata, más bien, de todo lo contrario: Clarice
escoge, consciente y voluntariamente, la contemplación y la reflexión frente a la
actividad. Como también lo hace en su propia obra literaria. Ella, sencillamente, quiere
llegar a conocer en profundidad.
De ese tedio en el que dice vivir instalada la autora —que se manifiesta con
rotunda claridad en Un soplo de vida a través del Autor, alter ego de la propia
Lispector: “Siempre quise encontrar un día a una persona que viviese por mí, pues la
vida está tan plagada de cosas inútiles que solo la soporto con astenia muscular in
extremis, vivir me da pereza moral” (Lispector, Un soplo, 29)— nos rescata la
literatura: “No aguanto lo cotidiano. Debe de ser por ello por lo que escribo. Mi vida
es un único día. Y es así como el pasado me es presente y futuro. Todo en un solo
vértigo. […] Ser cotidiano es un vicio” (Lispector, Un soplo, 18). Porque escribir
también aporta emoción a nuestra existencia: “Escribo porque soy un desesperado y
estoy cansado, no aguanto más la rutina de serme y si no fuese la sempiterna novedad
de escribir, me moriría simbólicamente todos los días” (Lispector, La hora, 18).

De hecho, escribir a veces proporciona sentido a nuestra vida. Asegura el


narrador en La hora de la estrella: “Sólo me libro de ser nada más que un azar porque
escribo, lo que es un acto que es un hecho. Cuando entro en contacto con fuerzas mías
interiores es que encuentro a través mío al Dios de ustedes. ¿Para qué escribo? ¿Lo
sé? No lo sé” (Lispector, La hora, 28). En Un soplo de vida, confiesa el Autor: “Casi
no sé lo que siento, si es que en realidad siento. Lo que no existe comienza a existir al
escribir un nombre. Escribo para hacer y hacerme existir” (Lispector, Un soplo, 92).
Porque, en el fondo, bien pensado, también la creación da sentido al propio Dios —que
tiene en el escritor a su mayor imitador— y confirma su existencia: sin la creación, ni
siquiera Él podría tener la seguridad de ser.
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Pero el escritor —y Clarice— también escribe por otros muchos motivos.


Superar su soledad es uno de ellos: “la soledad, la misma que existe en cada uno, me
hace inventar. ¿Habrá otro modo de salvarse además de crear las propias
realidades?” (Lispector, Un soplo, 19).
En La manzana en la oscuridad, Lispector analiza en profundidad la natural
necesidad de integrarnos en el grupo, de ser aceptado por nuestros semejantes. En esta
novela asistimos a una trabajosa evolución por parte de Martim. Él cree haber perdido
para siempre, a causa de su crimen, el derecho a convivir con los hombres y ser
considerado uno de ellos9, y en consecuencia rechaza violentamente su humanidad
como la zorra de Esopo rechaza las inalcanzables uvas10. Huye de la ciudad, que se
identifica con todo lo humano11, y se adentra en el desierto. Sin embargo, finalmente,
una vez descubre que en realidad no ha matado a su mujer, espera encontrar su
redención en el castigo impuesto por la ley, adopta una actitud sumisa e incluso se
muestra dispuesto a perder la identidad a cambio de la reinserción en la sociedad, que se
ha convertido en su máxima aspiración:

Con los ojos húmedos, él quería preguntarles humildemente como un niño –quería ser
el niño de los hombres y aprenderlo todo de nuevo y obedecer y ser severamente
castigado si no obedeciese, y quería entrar en aquel mundo que tenía la ventaja
eminentemente práctica de existir, ¡¿qué digo?!, ¡una ventaja insustituible! –quería
preguntarles: mi mujer tenía realmente un amante, ¿verdad? Y si ellos decían que no, él
creería: creería en lo que ellos dijeren” (Lispector, La manzana, 331).

9
“Y con un plan frío y calculado decidió que su primera lucha tendría que se consigo mismo. Porque, si
quería reconstruir el mundo, el mismo no servía… Si quería, como último término de su trabajo llegar a
los demás hombres, tendría antes que acabar de destruir por completo su antigua manera de ser. […] Es
cierto que quedaba poco por destruir, porque con el crimen, ya había destruido mucho. Pero no del todo.
Estaba aún… estaba aún él mismo, que era una tentación constante” (Lispector, La manzana, 143).
10
“Él pensó así: que su única forma de ser libre, como un hombre sin vocación tenía derecho a serlo,
había sido cometer un crimen, y hacer que los otros no lo reconociesen ya más como a un semejante y
nada exigiesen de él; pero si esta explicación era cierta, entonces su crimen había sido inútil: mientras él
mismo sobreviviese, los otros lo llamarían” (Lispector, La manzana, 290).
11
“Tenía poco tiempo y debía empezar ahora mismo, por decirlo así. De la reconstrucción del mundo en
su interior, él pasaría a la reconstrucción de la Ciudad, que era una forma de vivir y que él había
repudiado con un asesinato” (Lispector, La manzana, 142). La ciudad construye una identidad humana y
es, además, reflejo de ella, como sucede también en La ciudad sitiada.
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Porque el hombre no puede prescindir de sus semejantes; esa dependencia forma


parte de su propia naturaleza y sólo en comunidad se siente plenamente realizado:

Y soledad es no necesitar. No necesitar deja a un hombre muy solo, totalmente solo.


Ah, necesitar no aísla a la persona, la cosa necesita de la cosa: basta ver al polluelo
caminando para comprender que su destino será lo que la carencia hará de él, su destino
es juntarse como una gota de mercurio a otras gotas de mercurio, aunque, como cada gota
de mercurio, él tenga en sí mismo una existencia totalmente completa y redonda
(Lispector, La pasión, 148).

Sin embargo, la Clarice que retrata El día de la noche en llamas podría llegar a
parecer bastante misántropa. Somos testigos de las malas excusas que inventa para
eludir los actos públicos y rehuir a sus amigas; aunque luego se sienta culpable y la
torturen los remordimientos. Porque, en el fondo, sólo le apetece encerrarse en casa, en
su mundo, a escribir o a explorar los sentimientos y sensaciones sobre los que —o con
los cuales— escribirá en otro momento. Pues, triste o no, los mejores escritores quizá no
sepan hacer otra cosa12. El escritor simplemente escribe porque en eso consiste su
naturaleza. En Un soplo de vida, afirma el Autor: “es curiosa la sensación de escribir.
Al escribir no pienso en el lector ni en mí: en ese momento soy, pero sólo para mí: soy
las palabras propiamente dichas” (Lispector, Un soplo, 90).
No se puede negar que, a pesar de su filantropía, en Clarice florecía una faceta
taciturna y ermitaña13: “El día transcurre a su aire y hay abismos de silencio en mí. La
sombra de mi alma es el cuerpo. El cuerpo es la sombra de mi alma. Este libro es la
sombra de mí” (Lispector, Un soplo, 13). Porque la del escritor, no nos engañemos, es
una las profesiones más solitarias.

12
“Que no, que yo no escribo por querer. Escribo porque lo necesito. Si no, ¿qué haría de mí?”, dice
el Autor en Un soplo de vida (Lispector, Un soplo, 91).
13
En una carta a su hermana escrita desde Berna en diciembre de 1947, reconocía que, tras el aislamiento
de sus primeros años de exilio diplomático y soledad obligada, le había quedado la secuela, incluso en
otros destinos donde llegó a estar rodeada por personas interesantes, de aburrirse pronto con sus
semejantes. “[…] éste es el resultado del aislamiento en Suiza. Aprendí a no querer a nadie. No era
necesariamente eso lo que requería mi carácter, más bien lo contrario. Pero al principio yo sufría mucho
por no tener con quien hablar. Y ahora, aun teniendo con quien hablar y conociendo a más gente, no me
hace falta e incluso las personas interesantes me aburren” (Lispector, Queridas mías, 200).
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Aunque escribir, al tiempo, también puede redimir una vida, incluso una de
aislamiento. Decía la propia Lispector en su crónica “Escribir II”:

Dije una vez que escribir es una maldición. No me acuerdo exactamente por qué lo
dije, y con sinceridad. Hoy lo repito: es una maldición, pero una maldición que salva.
No me estoy refiriendo a escribir para los diarios. Sino a escribir aquello que
eventualmente se puede transformar en un cuento o en una novela. Es una maldición
porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues
nada lo sustituye. Y es una salvación.
Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y
que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es buscar entender, es buscar
reproducir lo irreproducible, y sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que
permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue
bendecida (Lispector, Aprendiendo, 187).

La verdad es que Lispector, no obstante sus contradicciones, fue de todo menos


huraña. Por el contrario, se adivina en ella un ser social necesitado de amar y ser amado,
de aceptar y ser aceptado. A través de sus cartas a la familia, observamos que sufrió
especialmente el desarraigo de los años vividos lejos de la patria. Acusó sobremanera la
frialdad, hipocresía y superficialidad de las relaciones en ámbito diplomático —“Nadie
se relaciona exactamente con un diplomático; con un diplomático se come”, asegura en
una carta escrita desde Berna en 1947 (Lispector, Queridas mías, 196)— y no sentía
ningún pudor en demostrar abiertamente la necesidad de sus hermanas: invariablemente,
en todas sus cartas, sean largas o breves, intensas o casi pueriles, esté ella de buen
humor o desanimada, pide, a veces incluso desesperadamente, que le escriban más a
menudo.
Además, Clarice parece sentir un profundo apego por Brasil, su patria. En
muchas cartas manifiesta su nostalgia14 no sólo de personas concretas, sino también del
propio país en si, de su idiosincrasia y su clima. Un sentimiento tan exacerbado podría
resultar llamativo o incluso paradójico en su caso, pero lo cierto es que Lispector no
tuvo jamás relación con su país de origen y tampoco buscó un especial conocimiento

14
El término “saudade” es, sin duda, uno de los más repetidos en su correspondencia.
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del mismo. Parece como si las experiencias traumáticas que provocaron la huida de su
familia hubiesen generado un rechazo de por vida en ella, que salió de Ucrania con tan
sólo un año de edad15. Sin embargo, la sombra de esos orígenes extraños planeó sobre
Clarice y algunos, a pesar de su fervor por Brasil, la consideraban una extranjera.
Curiosamente, según cuenta Benjamín Moser, esa acusación provocaba en la escritora
reacciones más virulentas que las críticas de contenido realmente literario16.
La intensa necesidad de los afectos, de sentir la pertenencia a una comunidad, en
el caso de Lispector confluirá con un cierto tipo de espiritualidad muy personal. Así se
expresaba en una de sus crónicas:

Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que
ahora no importan, debía de estar siendo que no pertenecía a nada ni a nadie. Nací por
nacer.
Ya en la cuna sentí esta hambre humana y ha seguido acompañándome toda la vida,
como si fuese un destino. Hasta el punto de que mi corazón se contrae de envidia y de
deseo cuando veo a una monja: ella pertenece a Dios.
Precisamente porque es tan fuerte en mí el hambre de entregarme a algo o a alguien
me volví bastante arisca: tengo miedo de revelar cuánto lo necesito y lo pobre que soy. Sí,
lo soy, muy pobre. Solo tengo un cuerpo y un alma. Y necesito más que eso. Quién sabe

15
Efectivamente, no las vivió en primera persona; pero la violación de su madre por soldados rusos —un
hecho del que jamás quiso hablar, aunque en alguna carta a sus hermanas es posible encontrar alusiones
muy veladas—, marcaría su infancia y el resto de su existencia. La sífilis que su madre contrajo provocó
el deterioro progresivo y radical de su salud: ya mucho antes de perderla, las niñas no pudieron disfrutar
de una infancia normal. Además, Clarice arrastró un sentimiento de culpabilidad añadido, pues su
concepción fue programada con la absurda esperanza de que el embarazo curase a la madre —una teoría
no sólo médicamente errada, sino también harto peligrosa: Clarice hubiera podido infectarse de sífilis
congénita, como le pasó por ejemplo a Antonin Artaud—, y por tanto ella sentía, como reconoce en su
texto breve “Pertenecer”, que su objetivo vital no se había alcanzado y que había defraudado a los suyos:
Sin embargo fui planeada para nacer de una manera tan bonita. Mi madre ya estaba enferma y,
según una superstición bastante extendida, se creía que tener un hijo curaba a las mujeres de una
enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada; con amor y con esperanza. Pero no curé a mi
madre. Y hasta hoy siento la carga de esta culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé.
Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y hubiese desertado. Sé que mis padres me
perdonaron haber nacido en vano y haber traicionado su gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono.
Desearía que simplemente se hubiese producido un milagro: nacer yo y curar a mi madre. Entonces
sí: habría pertenecido a mi padre y a mi madre. No podía confiar a nadie esa especie de soledad de no
pertenecer porque, como un desertor, mantenía el secreto de una huida que por vergüenza no podía
ser conocido (Lispector, Aprendiendo, 64-65).
16
B. Moser. Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector. Madrid: Siruela, 2017, pp. 25-26.

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si empecé a escribir tan pronto porque, al escribir, por lo menos me pertenecía un poco a
mí misma, aunque eso sea solo un triste facsímil (Lispector, Aprendiendo, 63).

Esta reflexión de la autora nos revela cómo el escritor conjuga una dimensión
social con otra faceta profundamente introspectiva e incluso individualista, logrando
hacer posible una paradoja inverosímil sólo en apariencia. En apariencia, pues, bien
pensado, únicamente un individuo sólido que ha aprendido a conocerse y aceptarse a sí
mismo —o que al menos intenta avanzar en ese duro proceso—, consciente de su
individualidad, es capaz de convertirse en una pieza realmente valiosa para su
comunidad, para las otras individualidades. Muy significativo al respecto me parece un
texto de Lispector:

Llegué a pensar en la bondad, que es típicamente lo que se quiere recibir de los otros,
y sin embargo a veces sólo la bondad que nos donamos nos libra de la culpa y nos
perdona. Y es también inútil, por ejemplo, recibir la aceptación de los demás, mientras
nosotros mismos no nos donemos la aceptación de lo que somos. […] Recordé otra
donación a uno mismo: la de la creación artística. Porque en primer lugar se intenta sacar
la propia piel para injertarla donde sea necesario, por decirlo de alguna manera. Sólo
después de implantado el injerto viene la donación a los otros. O todo está mezclado, no
lo sé, la creación artística es un misterio que se me escapa, afortunadamente. No quiero
saber mucho (Lispector, Aprendiendo, 178-179).

El escritor, por tanto, vive mucho dentro de sí, rebuscando en sus profundidades;
pero no por ello da la espalda al mundo. En realidad, esa íntima búsqueda individual le
permite integrarse de una forma madura y útil en el grupo: es justamente lo que le
convierte en un ser colectivo. “Junto con el deseo de defender mi privacidad, tengo el
intenso deseo de confesar en público y no a un cura”, aseguraba Clarice17. Sólo ese
proceso le permite erigirse en portavoz de sus semejantes: “Yo soy sí. Yo soy no. Espero
con paciencia la armonía de los contrarios. Seré un yo, lo que significa también
vosotros” (Lispector, Aprendiendo, 76).

17
De su breve crónica “Otra carta” (C. Lispector. A Descoberta do Mundo. Rio de Janeiro: Rocco, 1999,
p. 79).
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El escritor únicamente puede hablar por sus semejantes si recuerda que es un


hombre entre los hombres, sólo un ser humano más, un miembro de la misma especie.
Es decir, en parte despojándose de su propia individualidad:

La despersonalización con la gran objetivación de uno mismo. La mayor


exteriorización a la que se llega. Quien se percibe por la despersonalización reconocerá al
otro bajo cualquier disfraz: el primer paso en relación con el otro es hallar en uno mismo
al hombre de todos los hombres. Toda mujer es la mujer de todas las mujeres, todo
hombre es el hombre de todos los hombres, y cada uno de ellos podría presentarse
dondequiera que se juzgue al hombre. Pero solamente en inmanencia, porque sólo algunos
llegan al punto de reconocerse en nosotros. Y entonces, por la simple presencia de su
existencia, revelar la nuestra (Lispector, La pasión, 151).

Así, en La hora de la estrella, para hablar sobre Macabea, Clarice ha de ponerse


en su lugar: ha de despojarse de su propia idiosincrasia y quedar resumida a una sencilla
y genérica humanidad que le permita ser la desdichada muchacha:

Para dibujar a la muchacha tengo que domarme y para poder captar su alma tengo que
alimentarme frugalmente de frutas y beber vino blanco helado pues hace calor en este
cuartucho en el que me encerré y desde el cual tengo la veleidad de querer ver el mundo.
También tuve que abstenerme del sexo y del fútbol. Sin hablar de que no entro en
contacto con nadie.
¿Volveré algún día a mi vida anterior? Lo dudo mucho. Veo ahora que me olvidé de
decir que por ahora no leo nada para no contaminar con lujos la simplicidad de mi
lenguaje (Lispector, La hora, 19).

Como observaremos más adelante, este lenguaje nos acerca mucho a la


experiencia ascética. De hecho, no es éste el único fragmento en el que Lispector
describe al escritor como una suerte de anacoreta. Quien escribe ha de renunciar a lujos
innecesarios, casi como si hubiese de hacer penitencia. En Un soplo de vida, afirma el
Autor:

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Me hace buena falta vivir con mucha pobreza de espíritu y sin lujos de alma. Ángela
es un lujo y me molesta. Me apartaré de ella, entraré en un monasterio, me volveré pobre.
He elegido el día de hoy para ponerme unos pantalones muy viejos y una camisa rasgada.
Me siento bien en andrajos, añoro la pobreza. Sólo he comido frutas y huevos, he
rechazado la sangre sabrosa de la carne, he querido comer solamente lo que proviene de
las fuentes y nace sin dolor, brotando desnudo como el huevo, como la uva.
Esta noche no he dormido con mi mujer porque la mujer es un lujo y lujuria, y hace
dos de mí, y yo quiero ser solamente uno para no acabar como un número divisible por
otro. He bebido agua en ayunas. Y he entrado despacio en mi desierto inestimable e
infinito. Cuándo en ese desierto la penuria se hace insoportable, creo a Ángela como
espejismo, ilusión óptica y de espíritu, pero tengo que abstenerme de ella porque es
riqueza del alma. (Lispector, Un soplo, 39).

Sólo prescindiendo de lo sobrante, el escritor logrará alcanzar o cuanto menos


aproximarse a la esencia que reside en la verdadera palabra, en la palabra pura y aún no
contaminada o prostituida por el uso espurio que le da el hombre. Advierte Ángela: “No
se debe vivir en el lujo. En el lujo nos volvemos un objeto que a su vez tiene objetos.
Sólo se ve la «cosa» cuando se lleva una vida monástica o por lo menos sobria. El
espíritu puede vivir a pan y agua” (Lispector, Un soplo, 114).
Pero es difícil ese género de recogimiento necesario para escribir, aislarse del
mundo que distrae nuestra atención con futilidades a las que concedemos demasiada
importancia, reconoce la propia Ángela. Por eso al Autor le parece que Dios, ese Dios
en el que no cree, lo ha dejado desamparado en medio de un ambiente totalmente
adverso. “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Lispector, Un soplo, 121), se
pregunta usando la frase atribuida a Jesús al final de su martirio.
Porque Ángela, que es un alter ego del Autor, pero al mismo tiempo es también
su creación como el hombre lo es de Dios, encarna la penitencia que supone para el ser
humano su paso por un universo que le es hostil por incomprensible: “Si no fuese por
mí, Ángela no tendría conciencia. Si no fuese por mí, ella sería diáfana como el
perfume de un sueño. Para que sea más que el perfume de un sueño, espacio aquí y
allá, en su vastedad, otro cactus duro, más adelante otros” (Lispector, Un soplo, 81).
Y, por otro lado, precisamente por su propia condición, el escritor, aun
intuyendo que se enfrenta a un frustrante fracaso, necesita, además, explicar, con la
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única e imperfecta herramienta que conoce, su naturaleza a la comunidad humana de la


que se siente parte y a la cual quiere resultar útil:

Si mi deseo más antiguo es el de pertenecer, ¿por qué entonces nunca he formado


parte de clubes o de asociaciones? Porque no es eso a lo que yo llamo pertenecer. Lo que
yo quisiera, y no consigo, es por ejemplo que todo lo que de bueno surgiese en mi interior
pudiese entregarlo a aquello a lo que perteneciese. Incluso mis alegrías, qué solitarias son
a veces. Y una alegría solitaria puede volverse patética.
Pertenecer no resulta solo de ser débil y de necesitar unirse a algo o a alguien más
fuerte. Muchas veces mi intenso deseo de pertenecer surge de mi propia fuerza, quiero
pertenecer para que mi fuerza no sea inútil y haga más fuerte a una persona o a una cosa.
Aunque tengo una alegría: pertenezco, por ejemplo, a mi país, y como millones de
otras personas pertenezco tanto a él que soy brasileña. Y yo que, muy sinceramente,
nunca he deseado o desearé la popularidad —soy demasiado individualista para poder
soportar la invasión de la que es víctima una persona popular—, me siento sin embargo
feliz de pertenecer a la literatura brasileña por motivos que no tienen nada que ver con la
literatura, porque ni siquiera soy una literata o una intelectual. Soy feliz solo por “formar
parte” (Lispector, Aprendiendo, 64).

Aunque quizá el fragmento donde la autora se muestra más conmovedoramente


gregaria pertenece a su crónica “Las tres experiencias”:

Solo pido una cosa: en el momento de morir quisiera tener a una persona amada a mi
lado para sujetar mi mano. Entonces no tendré miedo y estaré acompañada cuando
atraviese el gran paso. Quisiera que hubiese reencarnación: renacer después de muerta y
dar mi alma viva a una nueva persona. Pero quisiera tener un aviso. Si es verdad que
existe la reencarnación, la vida que llevo ahora no es exactamente mía: a mi cuerpo se le
dio un alma. Yo quiero renacer siempre. Y en la próxima reencarnación leeré mis libros
como una lectora común e interesada, y no sabré que en esta encarnación los escribí yo
(Lispector, Aprendiendo, 198).

Pero, naturalmente, ese vivir en los otros que implica la dimensión social del
escritor pasa su terrible factura. En “Al correr de la máquina (I)” leemos:

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Dios mío, ¡cómo el amor impide la muerte! No sé qué es lo que quiero decir con esto:
confío en mi incomprensión, que me ha dado una vida instintiva e intuitiva, mientras que
la comprensión es tan limitada. He perdido amigos. No entiendo la muerte. Pero no tengo
miedo a morir. Será un descanso: por fin una cuna. No la adelantaré, viviré hasta la última
gota de hiel. No me gusta cuando dicen que tengo afinidades con Virginia Woolf […]: es
que no quiero perdonar el hecho de que se suicidara. El horrible deber es ir hasta el fin. Y
sin contar con nadie. Vivir la propia realidad. Descubrir la verdad. Y, para sufrir menos,
embotarme un poco. Porque no puedo cargar más con el dolor del mundo. ¿Qué hacer, si
siento totalmente lo que las otras personas son y sienten? (Lispector, Aprendiendo, 161).

A veces se ha criticado la presunta ausencia de compromiso social en la obra de


Lispector. La acusación en realidad es injusta, pues ella tomó posiciones claras cuando
lo estimó necesario. Lo hizo participando en movilizaciones sociales y dejándose
fotografiar en determinadas manifestaciones, y lo hizo también desde sus crónicas en el
periódico. El 17 de febrero de 1971, Clarice escribía una “Carta al ministro de
educación” en la que se quejaba por la falta de presupuesto para la educación y para el
curso de ingreso a la universidad18. En el marco de su producción narrativa, aunque por
la propia naturaleza de su obra no tenían gran cabida ese género de reivindicaciones, la
novela con mayor implicación social es, sin duda, La hora de la estrella. Allí la autora
manifiesta sin reparos: “Lo que yo escribo es más que invención, es mi obligación
contar sobre esa muchacha, entre miles de ellas” (Lispector, La hora, 13).
En efecto, el escritor comprometido siente sobre sí un enorme peso, una
responsabilidad que carga constantemente sobre sus espaldas19. Todo lo humano —y
también lo que no lo es— le concierne. Lispector ahonda en esa sensación:

Estoy cansada. Mi cansancio viene de que soy una persona extremadamente ocupada,
me ocupo del mundo. Todos los días observo desde la terraza el trozo de playa con mar y
veo la espesa espuma más blanca y que durante la noche las aguas han avanzado
inquietas. Veo esto por la marca que las olas dejan en la arena. Observo los almendros de

18
“Sres. Ministros, impedir que los jóvenes entren a la universidad es un crimen. Perdonen la violencia
de la palabra. Pero es la palabra correcta. […] Que estas páginas simbolicen una manifestación de
protesta de jóvenes y jovencitas”.
19
En Un soplo de vida, confiesa Clarice por boca del Autor: “es incómodo ser dos: yo para mí y yo para
los otros” (Lispector, Un soplo, 28).
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la calle donde vivo. Antes de dormir me ocupo del mundo y observo si el cielo de la
noche está estrellado y azul marino porque algunas noches en vez de negro el cielo parece
azul marino, un color que he pintado en un vitral. Me gustan las intensidades. Me ocupo
del niño que tiene nueve años y que está cubierto de harapos y delgadísimo. Tendrá
tuberculosis, si es que no la tiene ya. Y en el Jardín Botánico me quedo agotada. Tengo
que ocuparme de la mirada de millares de plantas y árboles y sobre todo de la victoria
regia. […] Tampoco se trata de un empleo porque no gano dinero por eso. Sólo aprendo
cómo es el mundo. ¿Qué si me da mucho trabajo ocuparme del mundo? Sí. Por ejemplo,
me obliga a recordar el rostro inexpresivo y por eso atemorizador de la mujer que vi en la
calle. Con los ojos me ocupo de la miseria de los que viven ladera arriba. Me preguntarás
por qué me ocupo del mundo. Es que nací con ese encargo. De niña me ocupé de una
hilera de hormigas; van en fila india cargando un mínimo de hoja. Lo que no impide que
cada una se comunique con la que viene en dirección opuesta. Las hormigas y las abejas
ya no son “it”. Son ellas. He leído el libro sobre las abejas y desde entonces me ocupo
sobre todo de la reina madre. Las abejas vuelan y se relacionan con las flores. ¿Es banal?
Esto lo he constatado yo misma. Forma parte del trabajo registrar lo obvio. En la pequeña
hormiga cabe todo un mundo que se me escapa si no tengo cuidado. Por ejemplo: cabe un
sentido instintivo de organización, un lenguaje ultrasónico y sentimientos de sexo. Ahora
no encuentro una sola hormiga a la que observar. Que no ha habido una matanza lo sé
porque si no ya lo sabría. Ocuparse del mundo exige también mucha paciencia; tengo que
esperar el día en que aparezca una hormiga. Sin embargo no he encontrado todavía
alguien a quien rendir cuentas (Lispector, Agua viva, 57).

Esa última frase de la autora resulta inquietante, pues puede ser interpretada de
múltiples formas. En ella podríamos entender una alusión a su infructuosa búsqueda de
Dios, pero bien podría estar hablando también de la inevitable soledad del escritor,
condenado a sentirse incomprendido por sus semejantes, que difícilmente apreciarán la
magnitud de su empresa. De hecho, se diría muy probable que ambas lecturas convivan.
Dado el desgaste que entraña desempeñar en estos términos la profesión, no
parece extraño que Clarice declarase en varias ocasiones su deseo de abandonar la
literatura20.

20
Lispector era muy consciente de la responsabilidad de la palabra, de no usar la palabra en vano.
También sabía lo afiladas y cortantes, peligrosas, que pueden resultar las palabras a veces. En una de sus
crónicas, titulada “El grito”, anuncia: “No voy a escribir más libros. Porque si escribiese diría verdades
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La tentación de dejar de escribir a veces es alimentada por la sospecha de haber


perdido el rumbo, de haber traicionado los objetivos originales. De haber, en definitiva,
banalizado la disciplina: de estar haciendo literatura vacía, de mero consumo. En una
amarga y sincera crónica, Lispector confiesa:

Qué bueno es el instante en que se necesita, el instante que precede al de tener. Pero
tener fácilmente, no. Porque esa aparente facilidad cansa. ¿Hasta escribir es fácil? ¿Por
qué yo, que escribía con las entrañas, ahora escribo con la punta de los dedos? Es un
pecado, ya lo sé, querer la carencia. Pero la carencia de la que hablo es más plena que esta
especie de abundancia. Simplemente no la quiero. Me voy a dormir porque no soporto
este mundo mío de hoy, lleno de cosas inútiles (Lispector, Aprendiendo, 199).

Esa sensación debía de suponer una tortura especialmente dura para ella, pues la
autora siempre se mostró muy comprometida no sólo con la sociedad, sino también con
la propia disciplina literaria. En su breve texto “Escribir (II)” leemos:

Pero escribir lo que será después un libro exige a veces más fuerza de la que
aparentemente se tiene.
Sobre todo cuando se ha tenido que inventar el propio método de trabajo, como yo y
muchos otros. Cuando conscientemente, a los 13 años, tomé posesión del deseo de
escribir —yo escribía cuando era niña, pero no había tomado posesión aún de un
destino—, cuando tomé posesión del deseo de escribir, me vi de repente en un vacío. Y
en ese vacío no había nadie que me pudiera ayudar.
Yo tenía que erguirme de una nada, tenía que entenderme a mí misma, inventar yo
misma, por decirlo así, mi verdad. Empecé, y ni siquiera fue por el principio. [...] ya
adivinaba una cosa: era necesario intentar escribir siempre, no esperar un momento mejor
porque éste simplemente no llegaba. Escribir siempre me ha sido difícil, aunque partiese
de lo que se llama vocación. La vocación es diferente del talento. Se puede tener vocación

tan duras que serían difíciles de soportar por mí y por los otros: hay un límite de ser. Ya he llegado a ese
límite” (Lispector, Aprendiendo, 202). En otra, cuyo título es “Anonimato”, leemos: “El anonimato es
suave como un sueño. Necesito ese sueño. Asimismo quisiera no escribir más. Escribo ahora porque
necesito dinero. Quisiera estar callada. Hay cosas que nunca he escrito y moriré sin haberlas escrito.
Esas por ningún dinero. Hay un gran silencio dentro de mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis
palabras” (Lispector, Aprendiendo, 203).
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y no tener talento, es decir, se puede ser llamado y no saber cómo ir (Lispector,


Aprendiendo, 187-188).

No obstante, al tiempo, en una de sus crónicas Clarice parece plenamente


consciente de que, de sus vocaciones, la literatura es la que menos posibilidades tiene de
acompañarla hasta el final. Ha llegado a la conclusión de que entre las tres experiencias
para las que nació, escribir, ser madre y amar, sólo la última puede ser permanente:

Siempre me quedará amar. Escribir es muy fuerte pero que me puede traicionar y
abandonar: un día puedo sentir que ya he escrito lo que me tocaba en este mundo y que
debo también aprender a parar. En el hecho de escribir no tengo ninguna garantía.
En cambio puedo amar hasta la hora de morir. Amar no acaba. Es como si el mundo
me estuviese esperando. Y yo voy al encuentro de lo que me espera (Lispector,
Aprendiendo, 197).

Sin embargo, por lo que respecta al amor romántico, en ella se manifiestan,


como en la protagonista de La lámpara, impulsos opuestos: el de anhelar un amor de
pareja idealizado y el de huir de lo que en el fondo se sospecha una artera trampa. “Con
una cólera mudamente violenta lo observó descarada: ¿qué tengo yo que ver con él,
después de todo?, ¿no tengo mi propia habitación?, ¿no duermo mis propias noches?”
(Lispector, La lámpara, 96), dice Virginia —claramente inspirada por Virginia
Woolf—, al pensar en su amante, Vicente, a pesar de amarlo como antes había amado a
su hermano Daniel.
No es de extrañar, por tanto, que El día de una noche en llamas nos muestre
una Lispector independiente. Independiente y, un precio que a cambio habría de pagar,
también bastante solitaria.
Uno de los motivos por los cuales el escritor escribe es, ya lo decíamos antes,
para escapar de su soledad; pero el escritor también escribe, como explica la propia
Clarice en su crónica “Aventura”, para explicarse el mundo:

Mis intuiciones se vuelven más claras con el esfuerzo de transponerlas en palabras.


En este sentido, pues, escribir es una necesidad para mí. Por un lado, porque escribir es
una manera de no falsear el sentimiento (la transfiguración involuntaria de la imaginación
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es sólo un modo de llegar); por otra parte, escribo por mi incapacidad de entender si no es
a través del proceso de la escritura. Si tengo un aire hermético no es sólo porque lo
principal es no falsear el sentimiento, sino porque tengo una incapacidad para
transponerlo de un modo claro sin que se falsee; falsear el pensamiento sería quitar la
única alegría de escribir. Así, muchas veces tengo un aire involuntariamente hermético,
algo que me parece fastidioso en los demás. Después de escribir algo, ¿podría fríamente
hacerlo más claro? Pero es que soy obstinada. Y, por otro lado, respeto una cierta claridad
peculiar del misterio natural, no sustituible por ninguna otra claridad. Y también creo que
las cosas se aclaran solas con el tiempo: así como en un vaso de agua, una vez depositado
en el fondo lo que sea, el agua queda clara. Si alguna vez el agua queda limpia, peor para
mí. Acepto el riesgo. Ya he aceptado riesgos más grandes, corno todos los que vivimos. Y
si acepto el riesgo no es por libertad arbitraria o por inconsciencia, o por arrogancia; cada
día cuando me despierto, hasta por costumbre, acepto el riesgo. Siempre he tenido un
profundo espíritu de aventura, y la palabra profundo aquí quiere decir inherente. Este
espíritu de aventura es lo que me da la aproximación más neutral y real a la vida y,
desordenadamente, a la escritura (Lispector, Para no olvidar, 34).

En Lispector advertimos un hambre voraz de esa manzana a la que nos


aproximamos torpemente, a tientas, en la oscuridad de la ignorancia 21; una insaciable
ansia de conocimiento. “Mientras tenga preguntas y no haya respuestas continuaré
escribiendo”, reconocía (Lispector, La hora, 12). Y ese afán de saber es a menudo
heredado por sus personajes. Así se explica, por ejemplo, la agitación de Martim, el
protagonista de La manzana en la oscuridad, del que se afirma: “Tenía que poseerlo
todo antes del fin y tenía que vivir una vida entera antes del fin. Y para eso el tiempo se
había hecho corto” (Lispector, La manzana, 141).
Porque ese anhelo de un conocimiento superior al tiempo pone de manifiesto la
fugacidad de la vida humana, cuya brevedad dificulta mucho incluso la mera erudición.
Quizá el hombre, en lugar de cultivar aspiraciones imposibles, haya de aprender a
conformarse con entender no mediante un ejercicio racional al uso, sino mediante un
método mucho más intuitivo: a reconocer de forma espontánea un mundo al que en

21
Lapidaria resultan las últimas frases de La manzana en la oscuridad, cuando Martim es finalmente
detenido y espera recibir el merecido castigo por parte de los hombres: “En nombre de Dios, espero que
sepan lo que están haciendo. Porque yo, hijo mío, yo sólo tengo hambre. Y esa manera insegura de coger
en la oscuridad una manzana, sin que se caiga” (Lispector, La manzana, 352).
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realidad él también pertenece o perteneció antaño, aunque haya parecido olvidarlo,


alejándose de él y volviéndose totalmente ciego e insensible a sus maravillas. De hecho,
es el conocimiento, la aproximación intelectual a la realidad, representada por el
quebrantamiento de la restricción de comer la fruta prohibida, la que desencadena la
expulsión del paraíso original de un hombre que ha comenzado a percibir su entorno
con otros ojos, unos mucho más limitados y menos inocentes, y descubre entonces que
está desnudo.
Así Martim, después de un largo y penoso proceso de maduración, comprende
que para lograr ver realmente, para conocer, ha de regresar a sus orígenes. Que
“entender es una manera de mirar. Porque entender, además, es una actitud. Como si
ahora, tendiendo la mano en la oscuridad y cogiendo una manzana, él reconociese en
sus dedos tan deformados por el amor una manzana” (Lispector, La manzana, 311).
Finalmente, el protagonista acepta que el verdadero conocimiento constituye un
acto de fe:

Martim ya no preguntaba el nombre de las cosas. Le bastaba con reconocerlas en la


oscuridad. Y con alegrarse torpemente.
¿Y después? Después, cuando saliese la luz, vería las cosas presentidas con la mano,
y vería esas cosas con sus falsos nombres. Sí, pero ya las habría conocido en la oscuridad
como un hombre que ha dormido con una mujer (Lispector, La manzana, 311).

La esfera sensorial se vuelve entonces eje vertebrador del hombre y clave del
conocimiento.
En consecuencia, el ideal de la palabra, la palabra pura, sería para Lispector
aquella que lograse capturar en el instante las sensaciones; todo lo contrario a la palabra
fríamente razonada. Por eso ella escribe intuitivamente —”a tientas”, como lo denomina
a veces (Lispector, Un soplo, 31)—, o al menos eso sostiene en muchos de sus textos.
También el Autor, su alter ego en Un soplo de vida, declara: “Hago lo posible
para escribir guiado por el azar. Quiero que la frase ocurra. No sé expresarme en
palabras. Lo que siento no es traducible. Yo me expreso mejor en silencio. Expresarme
por medio de la palabra es un desafío” (Lispector, Un soplo, 33).

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Naturalmente, esta indagación de Lispector alrededor de la palabra tiene como


resultado un mayor hermetismo en su lenguaje. Dice el Autor respecto a su personaje
Ángela, también alter ego de la escritora:

Las palabras de Ángela son antipalabras: vienen de un abstracto lugar en ella donde
no se piensa, ese lugar oscuro, amorfo y goteante como una caverna primitiva. Ángela al
contrario de mí raramente razona: ella sólo cree.
Ahora, por miedo escribir, te dejo hablar incoherente como te he creado. Hete aquí,
en tu loco e ininteligible diálogo conmigo (Lispector, Un soplo, 35).

En efecto, en su búsqueda de la vía de expresión mediante la palabra, el escritor


se debate entre la intuición y la lógica, entre la pasión y la contención.
Clarice, en detrimento de la razón, se convierte en paladín de los sentidos
porque ha llegado a la conclusión de que, en realidad, Dios se manifiesta
permanentemente en el mundo, en este mundo material que habitamos; el hombre
habitualmente no lo ve más por cobardía que por incapacidad. Aturdido ante la
magnitud divina, que supera su entendimiento, prefiere embotar sus sentidos y aplazar
la iluminación del conocimiento, fantaseando sobre prometidos paraísos ultraterrenos
como un niño pusilánime, mientras su tiempo pasa y se pierde.

Y esto quiere decir que la esperanza no existe, porque ella no es ya un futuro


aplazado, es hoy. Porque el Dios no promete. Es mucho más grande que eso: Él es, y
nunca deja de ser. Somos nosotros quienes no soportamos esta luz siempre actual, y
entonces la prometemos para después, tan sólo para no sentirla hoy mismo y ya. El
presente es el rostro inmanente del Dios. El horror es que sabemos que estando vivos
vemos a Dios. Con los ojos abiertos incluso vemos a Dios. Y si rechazo el rostro de la
realidad hasta después de mi muerte, es por astucia, porque prefiero estar muerta en la
hora de verLe y así pienso que no Le veré realmente, del mismo modo que sólo tengo
valor para soñar verdaderamente cuando estoy durmiendo
Sé que lo que siento es grave y que puede destruirme. Porque… porque es como si me
estuviese dando a mí misma la noticia de que el reino de los cielos ya existe.
¡Y no quiero el reino de los cielos, no lo quiero, sólo soporto su promesa! La noticia
que estoy recibiendo de mí misma me suena cataclísmica, y nuevamente me acerco a lo

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demoníaco. Pero es sólo por miedo. Es miedo. Pues prescindir de la esperanza significa
que tengo que pasar a vivir, y no sólo a prometerme la vida. Y éste es el mayor miedo que
pudo sentir. Antes esperaba. Mas el Dios es hoy: su reino ya ha comenzado.
Y su reino, amor mío, también es de este mundo (Lispector, La pasión, 129).

Según Lispector, la vida es ésta que vivimos, no hay otra. Por tanto, nuestra
obligación consiste en aprovecharla al máximo y vivirla con alegría.
La íntima y honda reflexión que subyace en toda la producción literaria de
Lispector es responsable de las similitudes entre su obra y la de los místicos, advertida
ya tempranamente por la crítica. El 19 de septiembre de 1970, el periódico Le Monde
afirmaba: “Las novelas de Clarice Lispector a menudo nos hacen pensar en la
autobiografía de santa Teresa”. En efecto, ambas mujeres, la mística laica y la mística
religiosa, gozaron de una intensa espiritualidad y ambas intentaron compartirla
mediante la escritura.
Para Clarice la verdadera vida consiste en mantenerse en íntimo diálogo con el
mundo, lo que equivale a mantenerse en íntimo diálogo con Dios. Por eso la escritora se
ofende cuando, especialmente en las postrimerías de su periplo vital, se la tacha de
ermitaña por preferir una existencia retirada:

¿Cómo se atreven a decirme que vegeto más que vivo? Solo porque llevo una vida un
poco retirada de las luces de la escena. Yo, que vivo la vida en su elemento puro. Tan en
contacto estoy con lo inefable. Respiro profundamente a Dios. Y vivo muchas vidas. No
quiero enumerar cuántas vidas de los otros vivo. Pero las siento a todas, todas respirando.
Y tengo la vida de mis muertos. A ellos les dedico mucha reflexión. Estoy en pleno
corazón del misterio. A veces mi alma se retuerce. Tengo una amiga que tiene cálculos
renales. Y, cuando una piedra quiere pasar, ella vive un infierno hasta que pasa.
Espiritualmente muchas veces una piedra quiere pasar, entonces me retuerzo toda.
Cuando ha pasado, me quedo purificada. Es mentira decir que no se puede ayudar a la
gente. A mí me ayuda la mera presencia de una persona viva. […] Cuando escribo, mi
desnudez es casta. Es bueno escribir: por fin la piedra pasa. Me entrego por completo en
esos momentos. Y poseo mi muerte. Ya echo mucho de menos a los que dejaré. Pero me
siento muy ligera. Nada me duele. Porque estoy viviendo el misterio. La eternidad antes
de mí y después de mí (Lispector, Aprendiendo, 41-42).

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Como entre los místicos, la obra de Clarice manifiesta un deslumbramiento por


el mundo, la autora exalta las maravillas de la naturaleza. Al leer a Lispector asistimos,
al tiempo, a un vital entusiasmo y a una abrumadora angustia vital. Una angustia vital
que, esencialmente, nace de la certeza de no saber. Clarice es un corazón que ama todo
cuanto la rodea, pero también una mente que se tortura porque no puede llegar a
comprende íntimamente el objeto de tanto amor.
En un tiempo donde impera una religiosidad en decadencia y donde la
espiritualidad se encuentra en peligro de extinción, ciertamente, algunas de sus
expresiones nos hacen evocar el éxtasis místico: “Pues el estado de gracia existe
permanentemente: estamos siempre salvados. Todo el mundo está en estado de gracia.
Sólo cuando a una persona la fulmina la dulzura advierte que está en gracia, sentir que
se está en gracia es el don, y pocos se arriesgan a conocer eso en sí mismos. Mas no
hay peligro de perdición, ahora lo sé: el estado de gracia es inmanente” (Lispector, La
pasión, 128).
Por eso la obra de Lispector a muchos pudiera parecer ininteligible y a otros,
sencillamente, un anacronismo. Y lo cierto es que Lispector no viajaba sola: llevaba a
sus espaldas un rico equipaje, un bagaje cultural de siglos transmitido por sus padres.
Conscientemente o no, Clarice se revela heredera de la tradición mística judía, y
por tanto de la cábala. Como en el Antiguo Testamento, en su narrativa abundan las
metáforas y las alegorías —porque lo inefable no se puede decir, pero sí se puede
mostrar de forma indirecta—, una circunstancia a la que podemos atribuir parte de la
fascinación que su prosa ejerce sobre el lector. Desde el punto de vista meramente
estético, sus fórmulas de expresión resultan tan intensas que a menudo, cuando leemos
sus textos, se diría que nos encontramos ante una oración.
Si bien Lispector encarna un misticismo laico, una espiritualidad totalmente
independiente, el liberarse de las estrictas pautas de una religión concreta no significa
que, por cuanto respecta a la comunicación, el lenguaje de la trascendencia no quede
impregnado por los símbolos que utilizan habitualmente las estructuras religiosas. Un
mecanismo que, por otro lado, facilita el entendimiento con el lector, pues hace uso de
un bagaje cultural común. No obstante, esta tendencia natural convive con la inclinación

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opuesta: la búsqueda permanente del artista de nuevos y personales lenguajes que


escapen de encorsetados formalismos y ajadas convenciones.
La autora dio rienda suelta a ese misticismo que la caracterizaba especialmente
en dos obras: Un soplo de vida y Agua viva. En ellas la narrativa fluye hacia la
metafísica y la poesía, adentrándose en ambos territorios. Se observará que los dos
títulos contienen la palabra “vida”, una circunstancia difícilmente fortuita. En efecto,
ambos libros recogen las claves de lo que para Clarice significa vivir.
De hecho, vida y literatura se encuentran indisolublemente unidas en la obra de
Lispector, y naturalmente sus lectores son conscientes de ello. Quizá eso explica que el
escritor João Guimarães Rosa dijese leerla para la vida y no para la literatura (Lispector,
Aprendiendo, 108). Una afirmación que recuerda a la que ella misma hace en La hora
de la estrella: “Lo que te estoy escribiendo no es para leer; es para ser” (Lispector, La
hora, 41).
Como pone de manifiesto Agustina García Manzano, esos dos títulos, Un soplo
de vida y Agua viva, ofrecen una pista importante sobre la influencia recibida por
Lispector de los presocráticos griegos, que buscaban un elemento capaz de explicar el
origen y evolución del mundo. De los cuatro posibles, fuego, tierra, agua y aire, Tales
de Mileto apostó por el agua como principio vital, mientras Anaxímenes de Mileto optó
por el aire, un elemento dinámico que se identifica con el alma22.
Por otro lado, también Santa Teresa de Jesús recurre al agua para explicar,
mediante una metáfora que se inspira en el riego, los diferentes tipos de oración por los
que el alma va pasando: desdel agua de lluvia —que se recibe del cielo
inesperadamente— hasta el agua del pozo —que se extrae con gran esfuerzo y trabajo—,
pasando por el aprovechamiento del agua del río o por el uso de ingenios mecánicos
para extraer el agua del pozo con menos fatiga (Santa Teresa de Jesús, Vida 11-15).
Vital y melancólica a un tiempo, Clarice enarbola, orgullosa y humilde, un
misticismo de la cotidianidad, en el que el misterio se esconde —y promete
revelarse— tras cada insignificante elemento del mundo que ella aspira a comprender.
“¿Dios es una forma de ser? ¿Es la abstracción que se materializa en la naturaleza de
lo que existe? Mis raíces están en las tinieblas divinas. Raíces soñolientas. Vacilando

22
A. García Manzano. Morder estrellas. El misticismo de Clarice Lispector. Salamanca: Luso-Española
de Ediciones, 2014, p. 34.
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en la oscuridad”, escribía (Lispector, Agua viva, 73). Dios está, por tanto en todas
partes; Dios es todo el mundo material que nos rodea. Parece, pues, que en la obra de
Lispector es posible apreciar rasgos panteístas.
Ese panteísmo que se fusiona con una ferviente adoración a Dios es
característico del hasidismo. Este movimiento además propugna la profunda reflexión
del individuo sobre su propia naturaleza, un análisis de su alma —a menudo mediante el
cabalismo, que, combinando contemplación, análisis semántico y sistema teosófico,
pretende conocer a la divinidad mediante el lenguaje, al que se concede un valor místico
en sí— como vía de aproximación a Dios, que está en todo. Lispector, judía, parece
beber de este hasidismo23, alejándose de las corrientes más racionalistas de la ortodoxia
rabínica y del frío academicismo con el que ésta se aproxima a la cábala.
El hasidismo da sus primeros pasos como movimiento místico en el siglo XVIII.
Esta corriente pietista —de hecho su etimología se relaciona con el hebreo hasidut, es
decir “piedad” —, que arraiga entre Polonia y Ucrania, el país de origen de Lispector,
fue perseguida por considerar la comunión con Dios más importante que el estudio de
las Escrituras. En el intento por ahondar en el alma humana, el hasidismo se interesará
más por el análisis de la mente y por la profundización en el otro que por las teorías
generales sobre el cosmos. La transmisión de sus enseñanzas quedará en manos de un
relato oral marcado por un lenguaje vivo y cercano, plagado de epigramas y aforismos.
Pero el movimiento hasídico comparte otro rasgo con la obra de Lispector. El
hasidismo, además de caracterizarse por una piedad profunda y la búsqueda del éxtasis
religioso, practica el culto a Dios mediante la alegría. Clarice, a pesar de todo el dolor
por el que hubo de pasar, jamás dejó de propugnar la alegría como modo de enfrentarse
al mundo, una alegría terca y voluntaria que se manifiesta en sus escritos aquí y allá.
Como consecuencia, en La hora de la estrella, la obra escrita al final de su vida,
Macabea, su protagonista, a pesar de su tremenda miseria, que obviamente la acerca al
ascetismo de los místicos, es profunda y sinceramente feliz.
En Agua viva, Clarice declaraba: “Vengo de lejos, de una fuerte ancestralidad.
Yo, que vengo del dolor de vivir. Y ya no lo quiero. Quiero la vibración de lo alegre. Quiero la
neutralidad de Mozart. Pero también quiero la inconsecuencia. ¿Libertad?, es mi último

23
A. García Manzano, Op. cit., pp. 29-30.
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refugio, me he obligado a la libertad y la soporto no como un don sino con heroísmo: soy
heroicamente libre. Y quiero la fluencia” (Lispector, Agua viva, 19).
Como venimos observando, Lispector encarna una espiritualidad humilde y
sencilla, totalmente sincera e intensamente experimentada. Por ello huye de los grandes
conceptos estereotipados, de una religiosidad impostada y teatralizada.
La abstracción que entraña la eternidad le viene demasiado grande, no se siente a
su altura24; Clarice prefiere buscar lo eterno en lo perecedero e incluso en lo fugaz que
nos rodea, manifestando la grandeza de lo que sin embargo no alcanzamos a percibir.
Esa interpretación holística del universo que la distingue encontrará fiel reflejo
en La manzana en la oscuridad, cuando Martim, huyendo de la ciudad donde se ha
convertido en un asesino, se busca a sí mismo en un desolado desierto, en un diálogo
con los seres animados e inanimados que lo habitan. Significativamente, su
conversación con las piedras se produce en un escenario muy similar al que acogió las
reflexionas de Jesús25. Pues de hecho el desierto, cuya soledad facilita el recogimiento,
es el lugar escogido por la tradición cristiana para practicar la introspección. Aunque
tampoco podemos olvidar que en la tradición proximoriental el desierto está poblado
por espíritus, y por tanto es al tiempo lugar de tentación que pone a prueba nuestra fe o
solidez interior.
Si el hombre prescinde de sus estereotipos y prejuicios, que naturalmente
proceden de su faceta más racional, consigue advertir que está hecho de la misma pasta
que todo cuanto lo rodea26, que comparte mucho más de lo que pudiese parecer a simple

24
Fascinante resulta la parábola del chicle presente en su crónica “Miedo a la eternidad”, en la que cuenta
su desazón ante la bienintencionada afirmación de su hermana de que el chicle puede llegar a durar para
siempre, en una angustiosa masticación perpetua a la que finalmente la autora pone fin fingiendo que ha
perdido la golosina:
Me asusté, no sabría decir por qué. Empecé a masticar y poco después tenía en la boca aquella
cosa pegajosa de goma que no sabía a nada. Masticaba, masticaba. Pero me sentía decepcionada. En
realidad no me gustaba nada el sabor. Y la ventaja de que fuese eterno me daba miedo, como el que
se siente ante la idea de eternidad o de infinito.
No quise confesar que no estaba a la altura de la eternidad. Que solo me producía angustia.
Mientras tanto masticaba obedientemente, sin parar (Lispector, Aprendiendo, 26-27).
25
Naturalmente, la figura de Jesús hubo de resultar muy atractiva a los ojos de Lispector, siempre tan
espiritual. De hecho, su amiga Nélida Piñón, que la acompañó en la hora de su muerte, parece convencida
de que en sus últimos años se hubiese convertido al cristianismo de no ser por la tradición familiar, que la
retuvo dentro del judaísmo (A. García Manzano, Op. cit., p. 80).
26
A la misma concusión llega en Agua viva, donde la gruta, naturalmente, no representa sólo la vida más
primitiva y original, sino también la posibilidad de conocimiento interior, de descubrir nuestra verdadera
naturaleza. Una lectura que contrasta con el significado concedido por Platón a la cueva en su mito de la
caverna:
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vista con la humilde cucaracha, convertida en protagonista de esa particular eucaristía


que tanto sobrecogió a los lectores de La pasión según G. H. en su día:

Pues lo inexpresivo es diabólico. Si la persona no está comprometida con la


esperanza, vive lo demoníaco. Si la persona tiene el valor de abandonar los sentimientos,
descubre la amplia vida de un silencio extremadamente atareado, el mismo que existe en
la cucaracha, el mismo que existe en los astros, el mismo que existe en sí mismo; lo
demoníaco es anterior a lo humano. Y si la persona ve esa actualidad, se quema como si
viese a Dios. La vida prehumana divina es de una actualidad que abrasa. (Lispector, La
pasión, 87).

En La pasión según G. H. Clarice plasma el más refinado misticismo. Allí se


alcanza la máxima unión con el espíritu que se identifica con la vida. Sobrecogida ante
la grandeza de aquello que la supera, la autora comprende que jamás podrá acercarse a
ello con las armas de la razón, y opta entonces, consciente de encontrarse ante lo
sagrado, por adorar con absoluta sencillez y humildad. Es decir que Lispector,
consciente de las limitaciones de esa reflexión a la que tanto tiempo y esfuerzo ha
dedicado, abandona la seguridad del pensamiento racional para aventurarse en los
territorios de la fe. Acepta sin más, dócilmente, la intuición de eso que la supera y que
no logra explicarse:

El mundo no dependía de mí; ésta era la confianza a la que había llegado: el mundo
no dependía de mí, y no comprendo lo que digo, ¡nunca! Nunca más comprenderé lo que
diga. Pues ¿cómo podré decir sin que la palabra mienta por mí? ¿Cómo podré decir, sino
tímidamente: la vida me es? La vida me es, y no comprendo lo que digo. Y entonces
adoro... (Lispector, La pasión, 156-157).

Y si muchas veces pinto grutas es porque ellas son mi zambullida en la tierra, oscuras pero
aureoladas de claridad, y yo sangre de la naturaleza; grutas extravagantes y peligrosas, talismán de la
tierra, donde se unen estalactitas, fósiles y piedras, y donde los animales que aman su propia
naturaleza maléfica buscan refugio. Las grutas son mi infierno. Gruta siempre soñadora con sus
nieblas, ¿recuerdo o nostalgia? Asombrosa, espantosa, esotérica, verde por el limo del tiempo. Dentro
de la caverna oscura centellean colgados esos ratones con alas en forma de cruz, los murciélagos.
Veo arañas peludas y negras. Ratones y ratas corren asustados por el suelo y por las paredes. Entre
las piedras el escorpión. Cangrejos, iguales a sí mismos desde la prehistoria, a través de muertes y
nacimientos, que parecerían bestias amenazadoras si fuesen del tamaño de un hombre. Cucarachas
viejas se arrastran en la penumbra. Y todo eso soy yo (Lispector, Agua viva, 18).

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En el fondo, seguir buscando a un Dios en cuya existencia no se cree, aunque se


desea, constituye el mayor acto de fe. “Siento latir en mí la plegaria que aún no veo“,
afirmaba Clarice (Lispector, Agua Viva, 49).
Ya en la primera página de La pasión según G. H., con tal de alcanzar el
conocimiento, la escritora se muestra dispuesta a prescindir de las falsas certezas en las
que el hombre normalmente cifra su seguridad. Está dispuesta a aceptar que algo puede
permanecer ignoto y al tiempo ser experimentado como intensamente real y presente.
Podemos considerar que en esta obra, escrita en las postrimerías de su vida, Lispector,
que a lo largo de toda su trayectoria literaria se ha mostrado en perpetuo contacto con lo
numinoso, se encuentra al final de un camino. Está preparada para cumplir un acto de fe
y lanzarse al vacío totalmente a ciegas. En esa primera página, la autora declara:

He perdido algo que era esencial para mí, y que ya no lo es. No me es necesario,
como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta entonces me impedía caminar, pero
que hacía de mí un trípode estable. He perdido esa tercera pierna. Y he vuelto a ser una
persona que nunca fui. He vuelto a tener lo que nunca tuve: solo dos piernas. Sé que
únicamente con dos piernas es como puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera
me hace falta y me asusta; era ella la que hacía de mí algo hallable por mí misma, y sin
necesitar siquiera inquietarme por ello (Lispector, La pasión, 11).

La mística intenta hacer comprensible lo que el discurso racional y científico es


incapaz de explicar por sus propios medios, con sus propias palabras. La mística ha de
recurrir, por tanto, a otro tipo de lógica, una que se fundamente en el conocimiento
intuitivo.
Mediante la ingesta de la cucaracha, el ser más inmundo —porque hasta el ser
más inmundo pertenece al mundo27—, la protagonista experimenta el éxtasis y supera
una barrera esencial; se integra en el todo al que en realidad siempre perteneció, aunque
ya no lo recordase. Con ese difícil acto, el personaje se libera de la cárcel que constituye
la propia identidad, el ego, e inicia el camino hacia la despersonalización que le

27
Se pregunta la protagonista de La pasión según G. H.: “¿Por qué la Biblia se ocupó tanto de los
inmundos e hizo una lista de los animales inmundos y prohibidos? ¿Por qué si, como los demás, también
ellos habían sido creados? ¿Y por qué lo inmundo estaba prohibido?” (Lispector, La pasión, 60).
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permitirá penetrar finalmente en el mundo. Sólo así se puede conocer íntimamente, pues
sólo se conoce realmente aquello de lo que se forma parte.
Clarice confiesa, por boca de Ángela, el personaje de Un soplo de vida, su
verdadero objetivo, su fin último: “quiero alcanzar el secreto más íntimo de lo que
existe. Estoy en plena comunión con el mundo” (Lispector, Un soplo, 50).
Dice la protagonista de La pasión según G. H.: “Yo había realizado el acto
prohibido de tocar lo que es inmundo. Y tan inmunda estaba yo, en aquel mi súbito
conocimiento indirecto de mí misma, que abrí la boca para pedir socorro” (Lispector,
La pasión, 61). El acto prohibido claramente consiste en acercarse a la verdad del
conocimiento, a lo innombrable, que es la esencia28, al sentido de la existencia, que nos
rescata de la angustia vital. Así explica el personaje sus conclusiones:

Aprendía que el animal inmundo de la Biblia está prohibido porque lo inmundo es el


origen, ya que hay cosas creadas que nunca han cambiado, y se han conservado iguales
que cuando fueron creadas, y solamente ellas han seguido siendo la raíz, lo esencial. Y
porque son la raíz y no se podía comerlas, el fruto del bien y del mal, comer la materia
viva me expulsaría de un paraíso, y me llevaría para siempre a caminar por el desierto con
un cayado (Lispector, La pasión, 61).

Clarice, que siempre se pregunta lo que es la vida y lo que es ella misma,


reconoce constantemente no haber dado con las respuestas. A pesar de lo cual, no
renuncia a la búsqueda. De hecho, me parece significativo que en el portugués coloquial
se denomine barata tonta a quien se siente desorientado o perdido, y no descartaría del
todo que la autora, en La pasión según G. H., juegue con la polisemia del término
barata (“cucaracha”) para aludir veladamente, no sólo a la penitencia que facilita la
unión con Dios, sino también a su incertidumbre vital.
Este misticismo expresado de una forma tan personal29, mediante la comunión
con la cucaracha, conduce a la superación de convencionalismos profundamente
arraigados. La cucaracha, en efecto, parece representar la escala más humilde de la
28
“Yo soy el que soy”, afirma Yahweh (Éx. 3:14).
29
Si bien podemos encontrar precedentes de la penitencia y purificación mediante la ingesta de alimento
inmundo en la prueba a la que es sometido el profeta Ezequiel, a quien Yahweh impone que consuma pan
horneado sobre rescoldos de estiércol durante los días que pasará junto a los hijos de Jerusalén para
anunciarles la destrucción si no se arrepienten de sus iniquidades y rebeldía (Ez. 4: 9-17).
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creación, pero la repugnancia que muchos sienten hacia ella es producto de un hecho
meramente cultural. De hecho, son los místicos los primeros que nos enseñan que la
belleza puede esconderse en cualquier rincón, incluso en seres que los más ciegos
consideran bichos o alimañas; pues hemos de aprender a apreciar la perfección de la
Creación sin arbitrarios vetos. Fray Luis de Granada, que también sufrió persecución
por parte de la Inquisición a causa de su presunta simpatía hacia las herejías
protestantes, también llega a la experiencia de Dios por medio de la naturaleza y
sorprende su contemplación del mosquito que, posado en su dedo, se esfuerza en
picarle:

Asentóseme uno junto a la uña del dedo pulgar de la mano, y púsose en orden, como
suele, para herir la carne. Mas como aquella parte del dedo es un poco más dura, no pudo
penetrarla con aquel aguijón. Yo de propósito estaba mirando en lo que esto había de
parar. Pues ¿qué hizo él entonces? Tomó el aguijoncillo entre las dos manecillas
delanteras, y a gran prisa comienza a aguzarlo y adelgazarlo con la una y con la otra,
como hace el que aguza un cuchillo con otro. Y esto hecho, volvió a probar si hecha esta
diligencia podría lo que antes no pudo (Obras del Venerable P. Maestro Fr. Luis de
Granada, de la Orden de Santo Domingo. Tomo 5, que contiene la tres primeras partes
de la Introducción al Symbolo de la Fe: En la qual se trata de las Excelencias de la Fe , y
de los dos principales Mysterios de ella; que son la Creación del Mundo y la Redempcion
del Genero Humano, con otras cosas anexas á estos dos Mysterios, Madrid: Imprenta de
don Manuel Martin, 1769, p. 192b-193a).

Dignos beneficiarios de esa lección, varios poetas dieron continuidad a dicha


tradición literaria. Probablemente los dos ejemplos más conocidos son Las moscas, de
Antonio Machado, y Elegía al moscardón azul, de Dámaso Alonso. Tampoco puedo
omitir, fuera de España y ya en el campo de la narrativa, la novela El pobre de Asís, del
griego Nikos Kazantzakis, donde el santo se dirige amorosamente a un musgaño para
pedirle con delicadeza que no le muerda los pies: “Una noche un musgaño entró en la
choza y se puso a lamer y a morder los pies sangrantes de Francisco. Sobresaltado,

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éste le habló dulcemente, como a un niño: «¡Hermano musgaño, me duele! ¡Hermano


musgaño, te lo suplico, vete, me duele!»”30.
No obstante, en La pasión según G. H., si bien no existe ninguna intención
moralizante clara, advertimos también un mensaje veladamente social: en resumidas
cuentas, esta novela narra la experiencia mística que vive una escultora en el cuarto de
la criada, una empleada que acaba de dejar de trabajar para ella —y que,
inesperadamente descubre, no debió de tener muy buen concepto de su patrona—, pero
de la que ni siquiera recuerda su rostro. Así, la ingesta de la cucaracha sirve además
para superar la brecha social que separa a la artista burguesa de su antigua empleada, a
la que nunca se molestó en intentar entender.
Efectivamente, como sugeríamos antes, otra virtud de la obra de Lispector reside
en su capacidad para recrear una mística cotidiana, para hacer el éxtasis, la íntima
comunión con Dios, accesible a cualquiera. En eso consiste precisamente la mística
laica, que, al margen de cualquier oficialidad religiosa, experimenta la presencia de lo
sagrado en lo ordinario. Sin ir más lejos, en La ciudad sitiada, Lucrecia Neves, su
protagonista, alcanza la revelación mientras friega los cacharros:

El agua salía del caño y ella pasaba el paño enjabonado por los cubiertos. Desde la
ventana veía el muro amarillo, amarillo, decía el simple encuentro con el color. Frotando
los dientes del tenedor Lucrecia era una rueda pequeña que giraba rápida mientras otra
más grande giraba lenta, la rueda lenta de la claridad, y dentro de ella una joven
trabajando como una hormiga. Ser hormiga en la luz la absorbía por completo y poco
después, como un verdadero trabajador, ya no sabía quién lavaba y qué se lavaba, tan
grande era su eficiencia. Parecía haber sobrepasado por fin las mil posibilidades que uno
tiene y existía solo en ese mismo día, con tal simplicidad que las cosas se veían
inmediatamente. El regadero Las cazuelas. La ventana abierta. El orden, y la tranquila,
aislada posición de cada cosa bajo su mirada, nada se escapaba (Lispector, La ciudad, 82).

Si bien el éxtasis, es decir la máxima expresión de la mística, de la experiencia


directa de la esencia divina, puede ir acompañado de fenómenos como el ayuno
exageradamente prolongado, la bilocación, la levitación, los estigmas, las lágrimas de

30
N. Kazantzakis. El pobre de Asís. Enrique Pezzoni (trad.). Madrid: Editorial Debate, 1989, p. 336.
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sangre, la anormal resistencia al fuego, la emisión de olores inexplicables, etcétera, el


misticismo no tiene que ir necesariamente acompañado de manifestaciones
extraordinarias. Y en efecto Lispector, normalizando la experiencia del éxtasis,
aproxima la mística al común de los mortales. De hecho, la experiencia del éxtasis
aparece en buena parte de los textos de Lispector, incluso en muchas de sus crónicas
breves.
Dice Jiménez Quenguan sobre la obra de la escritora: “La escritura
lispectoriana es una forma de confesión y entrega al otro, es revelación de la
profundidad mística e infinita que sólo da el amor universal, para esto todos los
elementos de la ficción entran en el duro trabajo del desnudamiento”31.
Está claro que Clarice quiere poner a disposición de sus semejantes, cuantos más
mejor, la revelación que cree haber atisbado. Necesita gritar a los cuatro vientos que la
verdadera comunión mística está, en realidad, al alcance de todos. Por ese motivo La
pasión según G. H. comienza con la autora dirigiéndose abruptamente al lector de un
modo tan curioso: “------estoy buscando, estoy buscando. Intento comprender. Intento
dar a alguien lo que he vivido y no sé a quién…”. Precisamente como quien está tan
preocupado por establecer contacto con su interlocutor que casi se olvida totalmente de
las formas. Incluso esos seis guiones iniciales resultan insólitos, y García Manzano los
compara con golpes de telégrafo, como si la autora estuviese intentando entablar
comunicación y asegurarse la atención del lector32.
Su afán por democratizar esa experiencia trascendente de la comunión con Dios
también aproxima la obra de Lispector al movimiento místico. De hecho, las
sistemáticas persecuciones a las que las tres religiones del Libro sometieron a los
místicos se debieron, sin ninguna duda, al mensaje subversivo que su discurso
entrañaba. Los místicos fueron marginados y castigados, o incluso ajusticiados, por su
resistencia a la oficialidad. Porque el misticismo —desembocando casi siempre en el
panteísmo, o en usa suerte de panteísmo, y siendo mucho más universal que cualquier
religión concreta— propicia la experiencia directa e inmediata con Dios, el diálogo sin

31
M. Jiménez Quenguan. La urgencia creativa para el nuevo milenio. La antropofanía del fragmento en
“Un soplo de vida” de Clarice Lispector. Tesis Doctoral, Universidad Complutense de Madrid, 2007, p.
498.
32
A. García Manzano, Op. cit., p. 186.
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la intervención de una jerarquía intermediaria; una espiritualidad más libre y menos


sometida a normas impuestas por la ortodoxia.
Entre los místicos cristianos, en España contamos con ejemplos
paradigmáticos: Santa Teresa de Jesús tuvo problemas con el Santo Oficio, San Juan
de la Cruz sufrió prisión en Toledo, Miguel de Molinos —fundador del quietismo—
fue torturado y condenado a cadena perpetua en la mazmorra de un monasterio de
Roma —donde permaneció nueve años antes de morir—, Fray Luis de León pasó por
la cárcel a causa de su traducción del Cantar de los cantares… Y lo que hace caer en
mayor desgracia a todos los místicos es, precisamente, escribir: sus libros son
esgrimidos contra ellos en sus respectivos procesos. Al escribir sobre sus experiencias,
las que antes eran individuales y privadas pasaban a convertirse en colectivas, con el
riesgo que eso implicaba para las autoridades eclesiásticas, que no estaban dispuestas a
peder su control absoluto sobre el rebaño.
La interpretación holística del universo sostenida, desde una perspectiva mística
laica, por Clarice se enmarca en una suerte de personal religión que gira alrededor de la
escritura. Afirma Agustina García Manzano33:

Clarice posee una fuerte confianza en el impulso creativo de la escritura, a la que


nunca renunciará. Su fe no se inserta dentro de una práctica religiosa convencional de lo
que se ha llamado religión estática. Nuestra autora representa, vive el absoluto de la
realidad del mundo desde la perspectiva de una mística laica, es decir, de una manera
dinámica. Más allá de la religión tradicional, su construcción literaria representa ese
absoluto. Es capaz de hacer aflorar en sus escritos como mundos secretos a través de las
palabras. Muchas veces parece que alcanza un tono de profeta, a base de eliminar lo
circunstancial y aludir a conceptos prehistóricos y atemporales, incluso su hijo le dice que
cuando lee sus libros le da la sensación de que estuviera leyendo la Biblia o un texto
sagrado, pero que no entiende nada. Para Clarice el comprender no es un acto
simplemente intelectual, intenta una comprensión holística. Clarice comprende a través
del ser en su totalidad, con todo su ser.

33
A. García Manzano, Op. cit., p. 15.
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Para Clarice la literatura entraña una fuerza creadora capaz de acercarnos a lo


oculto y permitirnos el conocimiento. “En cada palabra late un corazón. Escribir es
esa búsqueda de la veracidad íntima de la vida”, sostenía la autora (Lispector, Un
soplo, 17). El ejercicio literario facilita, por tanto, un pensamiento en perpetuo
movimiento, una búsqueda continua de eso que ella ansía y que, como declara, no es la
belleza —entendida ésta como un producto acabado— sino la identidad34, es decir el
ser:

Permite que te diga que Dios no es bello. Y esto porque Él no es ni un resultado ni


una conclusión, y todo lo que la gente considera bello es generalmente sólo porque ya está
terminado. Mas lo que hoy es feo, se considerará dentro de algunos siglos bello, porque
habrá completado uno de sus movimientos.
No quiero ya el movimiento completo que en verdad nunca se completa, y nosotros
somos quienes por deseo lo completamos; no quiero gozar más de la facilidad de gozar
algo sólo porque, siendo aparentemente completo, no me asusta ya, y entonces es
falsamente mío; yo, devoradora que era de las bellezas.
No quiero la belleza, quiero la identidad. (Lispector La pasión, 139).

“Quiero como poder coger con la mano la palabra. ¿La palabra es un objeto? Y a
los instantes les extraigo el zumo de la fruta; tengo que destituirme para alcanzar el
meollo y la semilla de la vida. El instante es semilla viva”, asegura Clarice (Lispector,
Agua viva, 15). Y precisamente porque opta por la indagación sobre la esencia,
Lispector se decanta por un lenguaje sobrio: “Escribo de manera muy sencilla y
desnuda. Por eso hiere” (Lispector, Un soplo, 16). Hay en ella, respecto el propio
lenguaje, una revalorización voluntaria de lo humilde, de lo que pasa desapercibido al
ojo descuidado aun siendo esencial, que de nuevo evoca la mística. Así, en Un soplo de
vida, afirma el Autor: “Para escribir me despojo antes de las palabras. Prefiero las
palabras pobres que sobran” (Lispector, Un soplo, 41). Sin duda, para Lispector la

34
Dicho sea de paso, algunas de sus reflexiones sobre la belleza recogidas en La pasión según G. H., a la
luz del lamentable accidente que tendría lugar dos años después, parecen sobrecogedoramente
premonitorias: “También yo me quemo en este descubrimiento: el de que existe una moral donde la
belleza es de una gran superficialidad medrosa” (Lispector La pasión, 140).
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literatura se encuentra muy lejos de deslumbrantes —y fugaces— ejercicios de


pirotecnia35:

Lo que escribiré no puede ser absorbido por mentes que exijan demasiado y que estén
ávidas de refinamientos. Pues lo que iré diciendo estará casi desnudo. Aunque tenga como
telón de fondo —y ahora mismo— la penumbra atormentada que siempre hay en mis
sueños cuando de noche, atormentado, duermo. Que no esperen, entonces, estrellas en lo
que sigue: no habrá centelleos sino la materia opaca y, por su propia naturaleza,
despreciable por todos. Es que a esta historia le falta la melodía cantabile. Por momentos
su ritmo está descompasado. Y hay hechos. Me apasioné súbitamente por los hechos sin
literatura: los hechos son piedras duras y actuar me está interesando más que pensar, de
los hechos no hay cómo huir (Lispector, La hora, 15).

Su estilo, si de estilo se puede hablar, no es fortuito o accidental, sino una


elección consciente que se ajusta escrupulosamente a sus criterios sobre la disciplina
literaria: “Que nadie se engañe, sólo consigo la simplicidad a través de mucho trabajo”
(Lispector, La hora, 12). Por ese mismo motivo, su lenguaje fundacional, seminal, evoca
la poesía aun cuando escribe prosa.
En efecto, la obra de Lispector platea una constante reflexión sobre el lenguaje y
sobre los límites que impone la palabra36. Un problema irresuelto ante el cual la autora
se muestra, por ejemplo en su breve texto “Escribir, humildad, técnica”, preocupada
pero muy realista:

Esa incapacidad de alcanzar, de entender, hace que yo, por instinto de…, ¿de qué?,
busque un modo de hablar que me lleve más deprisa a la comprensión. Ese modo, ese
estilo (!) ha sido llamado de distintas maneras, pero no lo que real y únicamente es: una

35
De alguna forma, encontramos una declaración de intenciones al respecto también en su breve texto
“Novela”:
Sería más atractivo si yo lo hiciese más atractivo. Usando, por ejemplo, alguna de las cosas que
enmarcan una vida o una cosa o una novela o un personaje. Es perfectamente lícito hacerlo atractivo,
pero existe el peligro de que un cuadro sea un cuadro porque el marco ha hecho de él un cuadro. Para
leer, claro, prefiero lo atractivo, me cansa menos, me arrastra más, me delimita y me define. Para
escribir, sin embargo, tengo que prescindir. La experiencia vale la pena, aunque sólo sea para quien
ha escrito (Lispector, Para no olvidar, 28).
36
E. Losada Soler. “Clarice Lispector: la palabra rigurosa”. Mujeres y Literatura. Àngels Carabí y Marta
Segarra (eds.). Barcelona: PPU, 1994, pp. 123-136.
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busca humilde. Nunca he tenido un solo problema de expresión, mi problema es mucho


más grave: es de concepción. Cuando hablo de humildad, me refiero a la humildad en el
sentido cristiano (como ideal que puede o no ser alcanzado); me refiero a la humildad que
viene de la plena conciencia de ser realmente incapaz. Y me refiero a la humildad como
técnica. Virgen María, hasta yo misma me asusto de mi falta de pudor; pero así es. La
humildad como técnica es lo siguiente: sólo si nos acercamos con humildad a la cosa no
se nos escapa del todo. Descubrí este tipo de humildad, que no deja de ser una forma
curiosa de orgullo. El orgullo no es pecado, al menos no muy grave; el orgullo es algo
infantil en lo que se cae como en las golosinas. Pero el orgullo tiene la enorme desventaja
de ser un error grave y, con todo el retraso que los errores causan a la vida, hace perder
mucho tiempo” (Lispector, Para no olvida, 32-33).

En Un soplo de vida, el Autor, alter ego de Lispector, ha llegado a la conclusión


de que “cada palabra suelta es un pensamiento unido a ella como carne y uña”. E
intuye, aterrado, que “lo peor es que el pensamiento de la palabra ya se ha gastado”
(Lispector, Un soplo, 69). El único modo de hacer que la palabra recupere su verdadero
vigor es, por tanto, buscar nuevas vías de expresión. Concluye el personaje:

Quiero inaugurarme de nuevo. Y para ello tengo que abdicar de toda mi obra y
comenzar humildemente, sin endiosamiento, desde un comienzo en el que no haya
resabios de ningún hábito, malas costumbres o habilidades. Tengo que dejar de lado la
noción de experiencia. Para ello me expongo a un nuevo tipo de ficción, que no sé
siquiera cómo manejar.
Quiero llegar sobre todo asombrarme a mí mismo por lo que escribo (...) Volar bajo
para no olvidar el suelo. Volar alto y salvajemente para extender mis grandes alas
(Lispector, Un soplo, 68-69).

Clarice reflexiona a menudo sobre la incapacidad de la palabra para describir lo


que la realidad es, y más aún para describir lo inefable que tras la realidad se esconde.
Porque una cosa es nombrar sin más, de forma errónea, y otra muy distinta, lograr
capturar la esencia del ser en la palabra. “La palabra es la hez del pensamiento”,
asegura el Autor en Un soplo de vida (Lispector, Un soplo, 90).

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Efectivamente, la filosofía siempre se ha enfrentado al mismo problema: las


carencias del lenguaje e incluso del pensamiento racional. Y en su intento por
superarlas, a menudo ha acabado aproximándose a la poesía y a la mística. Que, a su
vez, por otro lado, también convergen en la filosofía a menudo.
Si bien Clarice es consciente de que el lenguaje resulta insuficiente para expresar
la riqueza del espíritu humano, confía en que el lenguaje literario, un lenguaje original y
subjetivo, despliegue recursos más ricos, capaces al menos de ofrecer un pálido reflejo
de lo mágico y divino.
La decepción por no lograr encontrar una fórmula de expresión totalmente
satisfactoria también, al margen de la sensación de fracaso, da pie para seguir viviendo;
ofrece un motivo para continuar adelante. Dice, en Un soplo de vida, el Autor: “no
rehúyo mi lucha ni mi indecisión ni yo, que soy un gran fracasado, el fracaso que me da
pie para existir. ¿Si fuese un vencedor? Moriría de tedio” (Lispector, Un soplo, 44).
Después de todo, parece que Lispector, con el tiempo, aprendió a manejar su
frustración respecto a las limitaciones del lenguaje y la convirtió en una virtud, en el
motor de una incesante búsqueda, de un complejo proceso que sólo cobra sentido en el
perpetuo movimiento:

Poseo a medida que designo; y éste es el esplendor de tener un lenguaje. Pero poseo
mucho más en la medida que no consigo designar. La realidad es la materia prima, el
lenguaje es el modo como voy a buscarla, y como no la encuentro. Pero del buscar y no
del hallar nace lo que yo no conocía, y que instantáneamente reconozco. El lenguaje es mi
esfuerzo humano. Por destino tengo que ir a buscar y por destino regreso con las manos
vacías. Mas regreso con lo indecible. Lo indecible me será dado solamente a través del
lenguaje. Sólo cuando falla la construcción, obtengo lo que ella no logró (Lispector, La
pasión, 153).

Naturalmente, esa empresa ímproba, afrontada a lo largo de toda una vida, a


pesar de las puntuales alegrías que ofrecen de vez en cuando los pequeños logros, puede
resultar extenuante y descorazonadora. Normalmente la existencia del escritor se
asemeja a una montaña rusa de sensaciones: “Soy feliz a deshora. Infeliz cuando todos
bailan” (Lispector, Un soplo, 13).

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En la novela La hora de la estrella, escrita hasta sus últimos días de vida


simultáneamente a la redacción de Un soplo de vida, Clarice Lispector nos legó lo que
podríamos calificar como testamento literario. Valiéndose de un alter ego masculino,
también escritor, nos describe el cansancio que siente después de toda una vida
buscando las palabras para transmitir algo que muchas veces resulta imposible
comunicar. A pesar de lo cual, mantuvo hasta el final su lucha por encontrar la palabra
precisa, porque la escritura fue siempre su razón de ser: “Estoy absolutamente cansado
de la literatura; sólo la mudez me hace compañía. Si todavía escribo es porque no
tengo nada más que hacer en el mundo mientras espero la muerte. La búsqueda de la
palabra en la oscuridad” (Lispector, La hora, 49). También Un soplo de vida, que
pertenece al género metaliterario, trasciende lo meramente narrativo para ofrecer una
teoría del arte en toda regla.
“Nosotros los que escribimos, apresamos en la palabra humana, escrita o
hablada, un gran misterio que no quiero revelar con mi raciocinio porque es frío”,
aseguraba Clarice (Lispector, Aprendizaje, 83). La escritura, en efecto, se revela una
vivencia religiosa. Una vivencia religiosa a través de la cual se intenta atrapar lo fugaz y
eterno con una herramienta, la palabra, llena de enormes agujeros. Porque esa palabra,
en el día a día, pasando de mano en mano, se ha ido ajando y banalizando, vaciando de
su más puro y primigenio contenido, aquel que de verdad sabía nombrar el mundo. Por
eso debemos volver a dotarla de sentido: “Hay muchas cosas por decir que no sé cómo
decir. Faltan las palabras. Pero me niego a inventar otras nuevas: las que existen
deben decir lo que se consigue decir y lo que está prohibido” (Lispector, Agua Viva,
31).
En el contacto con eso que de sagrado, en mayor o menor medida, aún queda en
la palabra, el escritor se expone. No se puede mirar a los dioses a los ojos y salir
indemne. Como las víctimas de Medusa, uno puede quedar petrificado a la vista de lo
inefable. De hecho, los antiguos pensaban que la enajenación podía ser fruto de esa
experiencia de lo divino, que es tabú.

Cada nuevo libro es un viaje. Pero un viaje con los ojos vendados por mares jamás
vistos: con la venda en los ojos, el terror de la oscuridad es total. Cuando siento una
inspiración, muero de miedo porque sé que de nuevo viajaré solo por un mundo que me
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rechaza. Pero mis personajes no tienen la culpa de que así sea y entonces los trato lo
mejor posible. Ellos vienen de ningún lugar. Son la inspiración. Inspiración no es locura.
Es Dios. Mi problema es el miedo a volverme loco. Tengo que controlarme. Existen leyes
que rigen la comunicación. Una condición es la impersonalidad. Separarse e ignorar son
el pecado en un sentido general. Y la locura es la tentación de poderlo todo. Mis
limitaciones son la materia prima que ha de trabajarse mientras no se alcance el objetivo
(Lispector, Un soplo, 16-17).

Clarice parece perfectamente consciente de que no cumplir con las normas


socialmente establecidas tiene su precio. Como mujer de diplomático37, ha contado con
oportunidades suficientes para comprobar que si uno no desea ser segregado ha de
adecuarse a las reglas del grupo o cuanto menos fingir aceptarlas. Por eso también sabe
que alrededor del artista brotan prejuicios como hongos, y que uno de los más comunes
alude a su supuesta excentricidad o incluso su manifiesta locura. En una carta a su
hermana Elisa, escrita desde Nápoles en 1945, dice:

Los embajadores me respetan… La gente me encuentra “interesante”… Estoy de


acuerdo con todo, también es verdad, nunca disiento de lo que se dice, tengo mucho tacto
y conquisto a las personas necesarias. Como ves, soy una buena esposa de diplomático.
Como la gente sabe vagamente que soy una “escritora”, Dios mío. Seguro que permitirían
que comiese con los pies y que me secase la boca con el pelo. Estoy bromeando, si hiciese
una milésima parte de esos sería expulsada de la sociedad o tolerada con dificultades
(Lispector, Queridas mías, 107).

Afirma Ángela, el personaje de Un soplo de vida: “La diferencia entre el loco y


el cuerdo es que el cuerdo no dice ni hace las cosas que piensa. ¿Me cogerá la policía?
¿Me cogerá porque existo? Paga con prisión la vida: palabra bonita, orgánica,
mañosa, pleonástica, espermática, duróbila” (Lispector, Un soplo, 53). Porque,

37
En varias cartas a su familia se lamenta del esnobismo cultivado en ámbito diplomático, que a menudo
considera de mal gusto todo lo ajeno a su círculo, una actitud que parece enojarla especialmente. En una
carta escrita desde Berna en 1947 explica: “En esta carrera se está completamente fuera de la realidad,
en el fondo no se entra en ningún ambiente, y el ambiente diplomático está compuesto de sombras y
sombras. Es considerado incluso de mal gusto tener un gusto personal o hablar de sí mismo o hablar de
otros […] Todo esto —y la comodidad, las facilidades y la inestabilidad— hace que se consideren aparte
y por encima de los otros” (Lispector, Queridas mías, 196).
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naturalmente, la sociedad impone unas normas que de no cumplirse nos colocan al


margen. Como sucede a veces con los creadores, que a menudo inventan su propio
lenguaje no siempre bien entendido. Se lamenta Ángela: “nunca he visto algo más
solitario que tiene una idea original y nueva. No hay apoyo de nadie y uno apenas cree
en sí mismo. Cuanto más nueva es la sensación-idea, más cerca parezco estar de la
soledad de la locura” (Lispector, Un soplo, 75).
Es, por tanto, la norma social la que decide lo que es sensato y lo que no. Pero
para ver el mundo en su desnuda realidad, quizá el escritor haya de renunciar a esas
estrechas normas sociales impuestas.
El proceso de escritura, a la par que despojamiento, implica introspección y
revelación. Y como quien ahonda en su conocimiento profundiza también en su dolor,
puede convertirse en un camino lleno de punzantes espinas. En Un soplo de vida,
afirma el Autor:

Cuando era una persona, y aún no un riguroso conjunto de palabras, yo me


comprendía menos. Pero me aceptaba totalmente. La palabra fue poco a poco
desmitificándome y obligándome a no mentir. Puedo a veces seguir mintiendo a los otros.
Pero se ha acabado para mí la inocencia y ya estoy frente a una oscura realidad que casi
casi soy capaz de coger con la mano (Lispector, Un soplo, 38).

Aunque la más profunda —y estremecedora— reflexión de Lispector sobre el


dolor que ocasiona la conciencia la encontramos en Agua viva, en un fragmento de que
resume perfectamente sus conclusiones sobre Dios y el mundo, sobre la naturaleza
humana y su pertenencia a ambos, que no dejan de ser uno:

Capta esa otra cosa de la que en realidad hablo porque yo misma no puedo. Lee la
energía que está en mi silencio. Ah, tengo miedo de Dios y de su silencio. Me soy. Pero
está también el misterio de lo impersonal que es el “it”: yo tengo lo impersonal dentro de
mí y no es corrupto y putrescible por lo personal que a veces me encharca; pero me seco
al sol y soy un impersonal de semilla dura y germinativa. Mi personal es humus en la
tierra y vive de la podredumbre. Mi “it” es duro como un guijarro. La trascendencia
dentro de mí es el “it” vivo y blando y tiene el pensamiento que una ostra tiene. ¿La ostra
cuando es arrancada de su raíz siente ansiedad? Se inquieta en su vida sin ojos. Yo solía
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escurrir limón sobre una ostra viva y veía con horror y fascinación cómo se retorcía. Y
estaba comiéndome el “it” vivo. El “it” vivo es el Dios. Voy a parar un poco porque sé
que el Dios es el mundo. Es lo que existe. ¿Yo rezo a lo que existe? No es peligroso
acercarse a lo que existe. La plegaria profunda es una meditación sobre la nada. Es el
contacto seco y eléctrico con uno mismo, un uno impersonal. No me gusta cuando
escurren limón en mis profundidades y hacen que me retuerza. ¿Los hechos de la vida son
el limón de la ostra? ¿La ostra duerme? (Lispector, Agua viva, 36-37).

La palabra nos hace comprender el mundo, nos lo desvela; pero esa revelación
puede llegar a ser terrorífica. Esa deslumbradora iluminación, como el contacto directo
con lo divino, puede llegar a enloquecer. Dice el Autor de Un soplo de vida: “por miedo
a la locura renuncié a la verdad. Mis ideas son inventadas. No me hago responsable de
ellas” (Lispector, Un soplo, 43).
En Un soplo de vida, advierte Ángela: “Escribir puede enloquecer a las
personas. Deben llevar una vida apacible, holgada, burguesa. Si no, enloquecen. Es
peligroso. Hay que callarse la boca y no contar nada sobre lo que se sabe, y lo que se
sabe es tanto y tan glorioso. Yo sé, por ejemplo, de Dios. Y recibo mensajes de mí a mí
misma” (Lispector, Un soplo, 53).
No obstante, ni siquiera ella aprende la lección. Porque Ángela —es decir el
escritor honesto y sincero—, como manifiesta abiertamente el Autor, es “una suicida en
potencia” (Lispector, Un soplo, 54). La locura que representa Ángela, constantemente
en efervescencia y cambio, encierra en realidad sensibilidad ante el mundo y valor para
expresar lo que se piensa y siente. Pero a cambio de esa libertad siempre hay que pagar
un precio.
En efecto, Ángela, con su discurso divagante e inconexo, como su propio
creador apunta, parece demente... o poseída por un espíritu superior. Como si a través
de ella hablase una lengua más sabia que conoce esas verdades del mundo que nosotros
no vislumbramos —De hecho, ella disfruta de la vida de una forma de la que su autor
no es capaz—. Este sentido, también nos acercamos a la experiencia del éxtasis: el
escritor se convierte en intérprete de Dios.
Como hemos tenido ocasión de constatar, Clarice entabló un diálogo con lo
numinoso; aunque ella desarrollase una espiritualidad laica, es decir una mística

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relacionada con la gnosis, donde la unión con el todo se alcanza a través del
conocimiento y la aceptación de uno mismo. En Un soplo de vida, propone el Autor:
“tal vez la «unión de Ángela con el Todo» no sea más que el gran conocimiento y la
gran aceptación de sí misma” (Lispector, Un soplo, 133).
En realidad, el diálogo que tiene lugar en Un soplo de vida entre autor y
personaje está muy cerca de parecer fruto de un desdoblamiento de personalidad u otro
problema psiquiátrico. O bien, consecuencia de la manifestación de un ser superior
capaz de ofrecer respuestas y guía, como Dios.
“En la palabra está todo. Ojalá no tuviese, sin embargo, ese deseo errado de
escribir. Siento que soy guiada. ¿Por quién?”, se pregunta Ángela (Lispector, Un soplo,
90), que por supuesto es una creación del Autor y, aun sin saberlo, se ve manipulada por
él.
El proceso de la escritura se puede interpretar, por tanto, también como un
diálogo con lo divino —si bien, como apunta Ángela, “cuando uno habla con Dios no
debe usar palabras. El único modo de contacto es el de una actitud muda y viva, como
la aguja de una brújula sabia e inconsciente” (Lispector, Un soplo, 92)—; como la
aceptación del sino que una mente superior nos ha deparado.
El escritor es, pues, transgresor de un tabú. De alguna forma, viola la frontera
entre lo humano y lo divino al intentar ofrecer a sus semejantes la palabra pura y
desnuda, robada igual que fue robado el fuego por Prometeo, que pagó cara su osadía.
Las consecuencias pueden resultar nefastas, y el padecimiento tan persistente como los
picotazos de un águila. El escritor se aproxima peligrosamente a lo sagrado, de tal forma
que al resto de mortales les resulta casi imposible comprender su situación.
El accidente que Lispector sufrió la fatídica noche del incendio, aunque
infortunado, está cargado de significado, pues, a lo largo de los siglos, el fuego ha ido
adquiriendo un rico contenido semántico.
Santa Teresa de Jesús, la otra gran mística cuyo arrebatamiento inmortalizó
Bernini, se deja poseer por el fuego del éxtasis mientras redacta sus textos. Santa
Teresa, la apasionada Santa Teresa, en el capítulo XVIII del Libro de la vida, describe
el alma y su unión con Dios mediante la llama:

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El cómo es ésta que llaman unión y lo que es, yo no lo sé dar a entender. En la mística
teología se declara, que yo los vocablos no sabré nombrarlos, ni sé entender qué es mente,
ni que diferencia tenga del alma o espíritu tampoco; todo me parece una cosa, bien que el
alma alguna vez sale de sí misma, a manera de un fuego que está ardiendo y hecho llama,
y algunas veces crece este fuego con ímpetu; esta llama sube muy arriba del fuego, mas
no por eso es cosa diferente, sino la misma llama que está en el fuego38.

De hecho, es bien sabido que algunos místicos manifestaron quemaduras a modo


de estigmas de la pasión. Quizá los casos más conocidos sean San Francisco de Asís y
Santa Catalina de Siena.
En el fuego se funden los contrarios: iluminación y destrucción, gozo y dolor.
Así que el fuego, en el fondo, simboliza el todo. El descubrimiento del fuego cambió
drásticamente la vida del hombre sobre la faz de la Tierra, por tanto no sorprende que el
fuego se identificase con lo divino ya tempranamente. En el Antiguo Testamento, el
propio Yahweh se manifiesta en forma de zarza ardiente (Ex. 3: 2-6). También en el
Nuevo Testamento, el Espíritu Santo toma la forma de lenguas de fuego para descender
sobre los apóstoles (Hch. 2: 1-47).
Por otro lado, algunos de los presocráticos griegos señalaron al fuego como
origen y motor del mundo. Así lo hizo Empédocles de Agrigento, filósofo y poeta, del
que ciertas fuentes dicen que acabó sus días arrojándose al volcán Etna. Y es que quizá
los poetas, los escritores por antonomasia, nazcan siempre bajo el signo del fuego.
Los místicos, cuyo argumento central es la íntima unión con Dios, no sólo se
expresan de forma apasionada, sino que, en contra de lo que pudiésemos conjeturar,
viven de forma apasionada. Ese lenguaje a menudo vehemente es reflejo de un
desbordante amor por cuanto los rodea. Derrochan fervor. Ellos viven con envidiable
intensidad su relación con la naturaleza, que en efecto consideran manifestación de lo
divino. Han descubierto que lo sagrado no es externo al mundo, sino que está en el
mundo y con el mundo.
Aman también profundamente a sus semejantes, que son creación de Dios. Y
como la única forma de amor que el ser humano conoce es la humana, y como la más

38
T. de Jesús. “Libro de la vida”. Obras completas. Tomás Álvarez (ed.). Burgos: Editorial Monte
Carmelo, 1994, p. 146.
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intensa clase de amor de cuantas experimenta el hombre es el amor romántico, los


místicos describen la relación del alma con Dios bajo la forma de una relación sexual,
mediante una metáfora en la que ambos toman los lugares de los amantes. Porque sólo
podemos describir lo que no conocemos con herramientas que sí nos pertenecen:
mediante palabras e imágenes que sí nos resultan familiares. Por ello, el lenguaje
metafórico y alegórico, tan del gusto también de Lispector, es característico de la
mística.
Los místicos se muestran enérgicos y dulces a un tiempo. Desconcertantemente
humanos y, sin embargo, totalmente despegados de lo cotidiano. Sus días transcurren de
espaldas a las cosas mundanas no porque desprecien al hombre, sino porque aspiran a
encontrarse con Dios. El místico se convierte en anacoreta, se aparta de sus semejantes,
únicamente para poder reflexionar, porque la inspiración proviene de esa reflexión. Y
como podemos observar, éste constituye otro elemento en común con la obra de
Lispector. El camino emprendido por los místicos implica un continuo análisis y
autoanálisis, es un proceso dinámico y en perpetua revisión. Pues sólo quien se conoce
realmente puede desarrollar una verdadera espiritualidad.
Los místicos, aun practicando el ascetismo, no repudian el cuerpo, sino más bien
todo lo contrario. Aunque puedan quedar suspendidos en momentos concretos, los
sentidos del místico desarrollan su sensibilidad al límite extremo con el fin de captar el
mundo en su totalidad y sacar todo el partido de él.
No hay un desprecio por los sentidos en la mística. Cuando se castiga el cuerpo,
lo que en realidad se pretende es advertir de forma más viva su presencia. El cuerpo,
con sus necesidades, nos recuerda que somos. La carencia se convierte así,
sorprendentemente, en presencia. Mediante la ausencia que implica el hambre, por
ejemplo, se sienten más presentes las necesidades del cuerpo y, por tanto, su existencia
real. El ayuno constituye, en efecto, una práctica habitual entre los místicos.
Paradójicamente, el vacío facilita la plenitud. Como si cuanto más vacío se quedase el
cuerpo, más dispuesta estuviese el alma para llenarse con cuantas sensaciones y
sentimientos puede ofrecerle el mundo material que la rodea.
Esta contradicción deja también huella en la obra de Lispector. En La hora de la
estrella podemos leer:

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Ahora me acordé de que hubo un tiempo en que, para calentar el espíritu, rezaba: el
movimiento es espíritu. El rezo era un medio de llegar hasta mí mismo calladamente y a
escondidas de todos. Cuando rezaba conseguía un hueco en el alma, y ese hueco es lo
único que yo puedo tener. Más que esto, nada. Pero el vacío tiene el valor y la semejanza
de lo pleno. Un medio de obtener es no buscar, un medio de tener es no pedir y solamente
creer que el silencio que yo creo en mí es una respuesta a mi... a mi misterio (Lispector,
La hora, 14).

De hecho, la paradoja es una figura típica del lenguaje místico, que suele hacer
uso de la conciliación entre los contrarios para describir lo inefable.
Así, en el fondo, los místicos consideran el cuerpo, que es fuente de experiencia,
esencial para que exista la sabiduría y la fe. El cuerpo impone una limitación, sí; pero al
tiempo ofrece toda suerte de recursos que incitan a superar las barreras.
Tanto valoran el cuerpo que, en el pasado, los místicos hicieron gala de una
sensualidad que los colocó bajo sospecha. En la obra de Lispector también podemos
encontrar ese tipo de voluptuosidad, recuerdo de la influencia mística y al tiempo
homenaje a esos hombres y mujeres que la precedieron. En Un soplo de vida, hay un
momento en el que las palabras de Ángela nos evocan el Cantar de los cantares, la
unión mística-canal con lo trascendente —que es Dios, pero también el Autor, es decir
el escritor, trasunto del Creador por antonomasia—: “Gris oscuro tus ojos de acero que
me fascinan, tu boca de comisuras más claras que los labios. Sólo me abrazas con
mucha fuerza cuando quieres, pero nunca adivinas cuándo quiero yo. Las uvas, un
racimo de uvas redondas y pulposas y líquidas y falsamente transparentes...”, dice
Ángela refiriéndose a los ojos del amado. Igual que en la tradición bíblica se comparan
las partes del cuerpo deseado con suculentos frutos (Lispector, Un soplo, 76).
También en otras palabras de Ángela resuenan los ecos de místicos del pasado.
Por ejemplo, el reproche “Dios mío, la muerte me llama, muy atrayente y hermosa. Oh,
muerte, ¿por qué no me respondes? Te llamo todos los días. He sido hecha para morir”
(Lispector, Un soplo, 146) nos recuerda intensamente los famosos versos “Venga ya la
dulce muerte / el morir venga ligero / que muero porque no muero”, de Santa Teresa
de Jesús.

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El misticismo, en definitiva, se podría definir como otra forma de mirar el


mundo, una que permite al místico ver lo que otros no ven. Porque, en lo contemplado,
el místico percibe el reflejo de su propia alma, y esto le permite amar íntimamente
cuanto lo rodea y comprender íntimamente como sólo se puede comprender aquello de
lo que se forma parte, porque la vida es universal. La mirada del místico penetra, pues,
más en profundidad, hasta alcanzar la esencia. En esto consiste la iluminación.
Según el teólogo y místico medieval del siglo XII Ricardo de San Víctor, Dios
creó al hombre con tres ojos: uno corporal —oculus carnis, que percibe la realidad
sensible—, otro racional —oculus rationis, encargado de la realidad que revela la
razón— y un tercero, el ojo de la contemplación —oculus fidei, que nos permite la
visión religiosa y mística—. Sin embargo, al salir del Paraíso quedó debilitado el
primero, perturbado el segundo y ciego el tercero. Estar fuera del Paraíso consiste,
precisamente, en no percibir ya, por culpa de esa ceguera, la presencia de Dios. Por
tanto, quien confía sólo en el ojo de la razón tiene sus facultades mermadas. Decía San
Buenaventura, que nos legó el pensamiento de Ricardo de San Víctor, que“ el ojo de
la contemplación no ejercita perfectamente su acto sino con la gloria; la cual pierde
con la culpa y recupera por la gracia, la fe y la inteligencia de las Escrituras”
(Breviloquium II, XII, n. 5).
Mediante el éxtasis, el místico vislumbra, gracias al entrenamiento de ese tercer
ojo, otra dimensión. Para ello necesita aislarse de todos los estímulos que sus
hiperdesarrollados sentidos reciben del mundo exterior, de tal forma que su percepción
queda temporalmente en suspenso. La visión sigue funcionando, pero de otro modo:
ahora ve más allá de la realidad que perciben sus semejantes.
El éxtasis, por tanto, no sólo no niega los sentidos, sino que produce un gozo
extremo de los mismos.
La descripción que Lispector ofrece del proceso creativo nos recuerda
asombrosamente a la experiencia extática:

Meditación leve y suave sobre la nada. Escribo casi totalmente liberado de mi cuerpo.
Como si éste levitase. Mi espíritu está vacío por tanta felicidad. Tengo ahora una libertad
íntima sólo comparable a un cabalgar sin destino a campo traviesa […] No hay una

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arruga en mi espíritu, que se explaya en espuma fugaz. Ya no me siento acosado. Estado


de gracia (Lispector, Un soplo, 15).

Ciertamente, el escritor puede llegar a parecer poseído por un espíritu o


conciencia superior:

Todo lo que aquí escribo está forjado en mi silencio y en la penumbra. Veo poco,
casi nada oigo. Me sumerjo por fin en mí hasta la matriz del espíritu que me habita. Mi
fuente es oscura. Estoy escribiendo porque no sé qué hacer de mí. Es decir: no sé qué
hacer con mi espíritu. El cuerpo informa mucho. Pero yo desconozco las leyes del
espíritu: él divaga (Lispector, Un soplo, 17-18).

Clarice habla como un místico a ratos y a ratos, incluso, como un profeta. A


veces sus palabras nos evocan incluso la voz del Yahweh del Antiguo Testamento:

Si este libro saliese a la luz alguna vez, que de él se aparten los profanos. Pues
escribir es recinto sagrado en el que no tienen entrada los infieles. Es estar haciendo a
propósito un libro muy malo para apartar a los profanos que quieren “entretenerse”. Pero
un pequeño grupo verá que ese entretenimiento es superficial y entrarán dentro de lo que
verdaderamente escribo, y que no es “malo” ni “bueno”. La inspiración es como un
misterioso aroma de ámbar. Llevo un trozo de ámbar conmigo. El aroma me hacer ser
hermano de las santas orgías del rey Salomón y de la reina de Saba. Benditos sean tus
amores. ¿Tendré miedo a dar el paso de morir ahora mismo? Cuidarse para no morir. No
obstante, ya estoy en el futuro. Ese futuro mío que será para vosotros el pasado de un
muerto. Cuando acabéis este libro, llorad cantando por mí un aleluya. Cuando cerréis las
últimas páginas de este libro de vida malogrado, impertinente y juguetón, olvidadme. Que
Dios os bendiga entonces y este libro acabará bien. Para que por fin yo consiga reposo.
Que la paz sea entre nosotros, entre vosotros y yo (Lispector, Un soplo, 21).

El escritor explora los límites y por ello, caminando siempre al borde de las
fronteras, fácilmente llega a transgredirlas. Lo mismo le sucede al místico, que
profundizando en lo más íntimo del ser, transita un terreno resbaladizo y peligroso. Tan
peligroso que a veces se confunde con la locura. De hecho, el éxtasis tiene su origen
etimológico en el término griego que designa la demencia. No obstante, el éxtasis —ya
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sea místico, religioso, filosófico o poético— se revela un complejo fenómeno espiritual


que no puede reducirse a mero trastorno psicológico.
La propia Lispector, al igual que su hermana Elisa, también escritora, padeció
dolencias nerviosas que combatió en parte mediante el consumo de tranquilizantes. Sin
embargo, que algunos místicos hayan podido sufrir determinadas enfermedades39 no
significa necesariamente que sus experiencias espirituales se debiesen a ellas; bien
pudieran haberse producido a pesar de ellas. La literatura, además, es una disciplina
exigente que necesita de fortaleza física y mental, pues obliga a mucha concentración y
trabajo, objetivos que no se pueden alcanzar en momentos de crisis sino superando la
crisis. En resumidas cuentas, no podemos considerar la mística como simple patología.
El arte, por otro lado, tiene la capacidad de impresionar profundamente y puede
agitar la sensibilidad de sus creadores hasta acercarlos al delirio. El ejemplo más claro
lo tenemos en la música —a la que Lispector se muestra tan aficionada en muchos de
sus textos—, empleada por distintas culturas para propiciar el trance: “Beethoven es la
emulsión humana en tempestad que busca lo divino y solo lo alcanza en la muerte”
(Lispector, Un soplo, 15-16). No obstante, también la poesía posee un gran poder de
sugestión. En el intento de potenciarlo, algunas corrientes hicieron uso de
estupefacientes; aunque atribuir el talento literario a su consumo parecería una necedad.
Igualmente erróneo sería vincular la experiencia mística a las drogas, que pueden
facilitarla pero no lograr su plenitud.
Clarice, que siempre está buscando las respuestas, sin embargo parece
perfectamente consciente de que descorrer el velo que oculta el misterio puede acarrear
graves consecuencias:

39
Uno de los ejemplos más conocidos es el de Santa Teresa de Jesús, para cuyos síntomas se han
propuesto todo tipo de explicaciones médicas: epilepsia, depresión, histeria, cuadro alucinatorio, trastorno
bipolar, catatonía, tuberculosis, paludismo, fibromialgia... La última teoría —sugerida ya desde 1982 por
Avelino Senra Varela, catedrático emérito de Medicina Interna por la Universidad de Cádiz (A. Senra.
Las enfermedades de Santa Teresa de Jesús. Madrid: Ediciones Díaz de Santos, 2005) —, que la mística
se hubiese contagiado de brucelosis o fiebre de Malta, una enfermedad infecciosa crónica, la desarrolla en
2017 Jesús Sánchez-Caro, psiquiatra y médico forense (J. Sánchez-Caro. La enferma Teresa de Ávila.
Burgos; Ávila: Grupo Editorial Fonte-Monte Carmelo; CITeS-Universidad de la Mística, 2017). La
neurobrucelosis que habría sufrido dejó a Santa Teresa en estado de coma durante casi cuatro días y le
causó una parálisis que arrastró durante casi tres años; pero no necesariamente habría alterado sus
facultades mentales de forma definitiva. Se descartaría así, según esta propuesta, cualquier enfermedad
mental o psíquica.
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Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de


hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus
raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el
vacío. Es en este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente
peligroso: de él extraigo sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las
palabras: las palabras que digo esconden otras: ¿cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una
piedra lanzada a lo hondo del pozo (Lispector, Un soplo, 15).

Demasiado conocimiento puede llegar a fulminarnos. Esa certeza espiritual toma


una forma mucho más cotidiana, más profana, en la parábola mediante la cual, en La
lámpara, sugiere la pérdida de la inocencia infantil. Constatamos que el ojo con el que
la pequeña Virginia espía las arañas que su hermano guarda en una caja, alegoría de lo
ominoso y prohibido —en último término, del incesto que el lector comienza a
sospechar tras los juegos morbosos de los dos niños40—, además de perder su belleza y
lozanía, jamás vuelve a percibir el mundo como antes del funesto descubrimiento:

El ojo con el que había espiado a las arañas le dolía. Durante días le había lagrimeado,
se le había torcido y caído, y por la mañana no podía abrirlo hasta que el calor del sol y de
sus propios sentimientos lo despertaba. Después se hinchó, insensible y sin sangre.
Cuando todo pasó ya no era el mismo, se había vuelto imperceptiblemente bizco y menos
vivo, más lento y húmedo, más apagado que el otro. Y si escondía con una mano el ojo
sano, veía las cosas separadas de los lugares donde se posaban, sueltas en el espacio como
en un hechizo (Lispector, La lámpara, 34).

Por si fuese poco, precisamente por su propensión a transgredir, el escritor es


más proclive a quedar excluido, a convertirse en un paria, un marginado. Lispector
parece saberlo muy bien, como se pone de manifiesto cuando, en una carta a su hermana
Tania fechada en 1946, en la que intenta convencerla de que no frustre a priori las
expectativas de su sobrina Marcia de convertirse en bailarina, asegura que no es el arte
el que convierte a los artistas en inadaptados, aunque de su discurso se deduce que quizá

40
También sugerido por la presumible inspiración del personaje en Virginia Woolf, que en efecto sufrió
abusos por parte de su hermano mayor durante la infancia.
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ciertos inadaptados se refugian en el arte para poder mitigar su dolor y expresarse más
libremente:

Has dicho que no quieres de ninguna manera que Marcia sea artista. Querida, quien
se dedica al arte sufre como los otros, pero tiene un medio de expresión. Si lo dices por
mí, te equivocas. Yo sufro con el trabajo, pero no es sólo por el trabajo, es porque no
soy normal, soy una inadaptada, tengo una naturaleza difícil y sombría. Pero yo misma,
con este temperamento y esta anormalidad a cada instante, si no trabajara estaría peor.
A veces creo que debería dejar de escribir; pero veo también que trabajar es mi
moralidad, mi única moralidad. Es decir, si yo no trabajase, sería peor, porque lo que
me proporciona un cauce es la esperanza de trabajar. Pero quien hace arte no es como
yo, querida. Cualquier persona que escriba, por ejemplo, se reiría de lo que yo soy
porque no tiene nada que ver con el arte. Querida, por favor te lo pido. piensa antes de
quitarle a Marcia esa posibilidad. Déjala estudiar danza sin empujarla (Lispector,
Queridas mías, 137).

Porque escribir, pese a todo, nos salva: “Escribo como si fuese a salvar la vida
de alguien. Probablemente mi propia vida” (Lispector, Un soplo, 13).
El escritor pretende encontrar un refugio de razón en su obra; escribe para hacer
comprensible su mundo. Sin embargo, como descubre con frustración el Autor en Un
soplo de vida, el mundo es insondable y por lo tanto ni siquiera escribir puede aportar
lucidez y volverlo más comprensible. Decepcionado, el escritor se vuelve contra su
propia obra, que ha traicionado sus esperanzas y por tanto, presumiblemente, no sabe
estar a la altura de las expectativas. No obstante, finalmente el Autor comprende que no
puede seguir culpando a Ángela, el personaje que él ha creado, de su fracaso;
sencillamente estaba persiguiendo una quimera. Aunque Lispector mitiga la amargura
de ese descubrimiento, porque al final de Un soplo de vida, el Autor, que como todo
escritor quiere ser útil, descubre que no está todo perdido, que en efecto sí hay algo que
puede dar sentido a la existencia, y ese algo realmente se encuentra en la literatura. Y
así, felizmente, el narrador logra hacer las paces con su obra: “Busco a alguien para
salvarle la vida. La única que me permite esta acción es Ángela. Y al salvarle la vida,
salvo la mía” (Lispector, Un soplo, 152).

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Por eso, porque nuestros personajes son más fuertes que nosotros mismos, nos
sobreviven. “Ángela es más fuerte que yo. Muero antes que ella”, dice el Autor
(Lispector, Un soplo, 153). Y también eso es un consuelo. Un consuelo del que quienes
no escriben carecen.
Un autor difícilmente puede desvincularse de sus personajes, que en cierto modo
no dejan de ser alter ego de él mismo41. Lispector lo manifiesta claramente en Un soplo
de vida, donde asistimos a un particular diálogo entre autor y personaje, un coro de dos
voces que se dirigen por turnos al lector con el fin último, más que de justificarse ante
ojos ajenos, de explicarse y comprenderse a ellas mismas en ese proceso dialéctico.
Porque, como toda la producción de Clarice, está novela es un intento por indagar sobre
la palabra, el hecho literario y especialmente sobre ella misma. Dice el Autor: “Ángela
y yo somos ni diálogo interior: converso conmigo mismo. Ángela es mi interior oscuro:
ella, sin embargo, sale a la luz. La tenebrosa oscuridad de donde emerjo. Oscuridad
pululante, lava de húmedo volcán de fuego intenso. Oscuridad llena de gusanos y
mariposas, ratones y estrellas” (Lispector, Un soplo, 70).
Autor y personaje se revelan cara y cruz de una misma realidad. Se pregunta el
Autor: “¿Habré creado a Ángela para tener un diálogo conmigo mismo? Intenté a
Ángela porque necesito inventarme” (Lispector, Un soplo, 29). Y “¿Hasta dónde soy
yo y en dónde comienzo a ser Ángela? (...) Ángela es mi reverberación y, siendo
emanación mía, ella es yo (...) Ángela parece algo íntimo que se ha exteriorizado.
Ángela no es un «personaje». Es la evolución de un sentimiento. Una idea encarnada
en el ser” (Lispector, Un soplo, 28).
En efecto, muy a menudo son nuestros personajes los que toman la palabra y
hablan por nosotros. Los que revelan más sobre nosotros de lo que nosotros mismos
desearíamos conscientemente. El entablar un diálogo con nuestros personajes, por ello,

41
Naturalmente, el Autor es un alter ego de Clarice; pero también Ángela es un alter ego de Clarice. Lo
vemos especialmente claro cuando el Autor describe la vida de su personaje:
Ángela escribe crónicas para el periódico. Crónicas semanales, pero no se queda satisfecha.
Una crónica no es literatura, es paraliteratura. Los demás pueden juzgar las de buena calidad pero
ella las considera mediocres. Quería escribir una novela pero eso es imposible porque no tiene
aliento para tanto. Las editoriales rechazaron sus cuentos porque, opinaban algunas, están muy
lejos de la realidad. Intentará escribir uno dentro de la “realidad” de los otros, pero eso sería
traicionarse. No sabe qué hacer"... (Lispector, Un soplo, p. 93).
Recordemos que Clarice aseguraba a menudo que no leía sus crónicas, pensamientos y textos breves
porque le parecían horrendos.

- 210 -
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a veces equivale a entablar un diálogo con nosotros mismos, a buscar nuestras huellas
en ellos.
Inevitablemente, si leo El día de la noche en llamas y pienso en la vida de
Clarice Lispector, acuden a mi memoria dos textos de la taciturna Alejandra Pizarnik,
que se enfrentó hasta su muerte a dolencias nerviosas y a una devastadora depresión.
Uno, fechado el 8 de agosto de 1971, dice así:

La conciencia del fuego apagó la de la tierra. Mi visión del mundo se resuelve en un


adiós dudoso, en un prometedor nunca.
Culpa por haberme ilusionado con el presunto poder del lenguaje.
Todo es un interior. Por tanto, el poema es incapaz de aludir hasta a las sombras más
visibles y menos traidoras.
Hablar es comentar lo que place o disgusta. Lenguaje visceral constatador de los
fantasmas de las apariencias.
Escribir no es más lo mío. Con sólo nombrar alcoholes temibles, yo me embriagaba.
Ahora –lo peor es ahora, no el miedo a un desastre futuro sino la de algún modo
voluptuosa constatación del presente infuso de presencias desmoronadas y hostiles. Ya no
es eficaz para mí el lenguaje que heredé de unos extraños. Tan extranjera, tan sin patria,
sin lengua natal. Los que decían: “y era nuestra herencia una red de agujeros”, hablaban,
al menos, en plural. Yo hablo desde mí, si bien mi herida no dejará de coincidir con la de
alguna otra supliciada que algún día me leerá con fervor por haber logrado, yo, decir que
no puedo decir nada.

El otro, escrito en 1961, apareció en sus diarios, en un trozo de hoja suelta,


mecanografiada y con correcciones a mano:

Es la noche, en la noche, sucede en la noche, cuando rodar, caer, lágrimas tiritando


bajo los puentes cerca del agua donde fluyen casas iluminadas y seres sin cabeza y horas
sin relojes y mi corazón en una pira, en una piragua letal, mi corazón disuelto en
pequeños soles negros palpita y naufraga hacia donde no hay olvido. No hay olvido y el
esfuerzo de ser es muy grande, el esfuerzo de vestirse de sí misma cada día y remontarse
como a una ciénaga, arrastrarse como a un duro cadáver, bolsa compacta de chillidos y
maldiciones y cosas muertas y puños cortados amenazando el suelo y el cielo. La vía
alcohólica del cielo percute en mi cerebro iluminado como una galería de espanto en la
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que alguien busca con ardor. Viviera en otro mundo, viviera en algo más pequeño, sin
nombre, sin lenguaje, no llamado y cuya única característica consiste en su silencio
lujurioso.

El escritor se consume en la hoguera de su pasión. Se ofrece voluntariamente en


sacrificio con la esperanza de alcanzar, convertido en humo, las narices de Dios; de
tocar el cielo —tal vez, también, para conjurar los peores momentos de crisis, ésa de
valores de la que los telediarios no hablan tan frecuentemente como de la económica—.
Pero, cual temerario Ícaro, sus armas se derriten al acercarse demasiado al sol. Desnudo
e indefenso, se precipita contra la dura tierra.
El artista se inmola en una pira. Asume —a veces con inconsciencia— las
consecuencias de su elección vital y paga el —alto— precio que la sociedad exige como
castigo por su osadía.
De alguna forma, también lo hace el investigador, cuya existencia,
especialmente en las disciplinas más absorbentes, a menudo se vuelve retirada e incluso,
paradójicamente, huraña. Y digo paradójicamente porque tantas veces el investigador no
busca la verdad o el hecho sólo para sí, sino movido, como el artista, por la generosidad
hacia sus semejantes: igual que Prometeo, pretende llevar la luz a los suyos, aunque ese
fuego en ocasiones acabe quemándole.
En Estefanía Bernabé confluyen ambas facetas, la investigadora y la artística.
Por ello, intuimos al leer su obra, ha de conocer de cerca la renuncia. El día de a noche
en llamas consigue plasmar en palabras esa permanente tensión entre el gozo de la
creación y el sufrimiento de la soledad que el arte, como cualquier otra vía de gnosis,
acarrea.
El escritor se ofrece en holocausto a dioses crueles. Y a menudo, como
consecuencia, de él o ella sólo quedan las pavesas. Sin embargo, gracias al milagro de la
literatura, unos pocos elegidos logran sobrevivir a su propia muerte. Entre esos
escogidos se encuentra Lispector. Clarice, resurgida de sus cenizas, retornada del atroz
ritual tocada pero no hundida, definitivamente indestructible.
Lispector, que no tira la toalla a pensar de sus miserias, de sus extravagancias y
su soledad, se convierte en ejemplo y esperanza para todos nosotros, para todos aquellos
que nos enfrentamos al ejercicio literario. Porque el escritor, gracias a su disciplina
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—que concede la revancha donde normalmente la vida real nos la veda—, es capaz de
trasmutan las penalidades en grandeza, las derrotas en pírrica victoria. Y si bien la
literatura no necesariamente ha de considerarse terapéutica42, mediante ella también
exorcizamos nuestros demonios: “Yo escribo y así me libro de mí y puedo entonces
descansar”, reconocía Clarice (Lispector, Un soplo, 21).
El escritor arde en un fuego que lo consagra, que lo vuelve eterno como a
Hércules, consumido en la pira y convertido así en inmortal finalmente, tras todas las
pruebas y penalidades impuestas a lo largo de su laboriosa vida humana. En una sagrada
apoteosis, el escritor es aceptado en la Isla de los Bienaventurados y alcanza su pequeño
pedazo de gloria.
Escribir nos hace imperecederos. Decía Clarice en un breve texto: “Escribir es
prolongar el tiempo, dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una
vida insustituible” (Lispector, Para no olvidar, 110).
En efecto, escribimos también, conscientemente o no, para trascender, para
vencer a la muerte. En Un soplo de vida, el Autor afirma: “El cerebro de Ángela queda
incrustado en una capa protectora de plástico que lo vuelve prácticamente
indestructible: después de mi muerte, Ángela seguirá vibrando” (Lispector, Un soplo,
26).
Escribimos para convertirnos en una suerte de Dios. El Autor, inspirado por el
soplo divino hebreo y recordando al tiempo al Pigmalión griego, describe la creación:
“Esculpo a Ángela con piedras de las laderas hasta convertirla en estatua. Entonces
soplo en ella y se anima y me excede” (Lispector, Un soplo, 28).

Los escritores, menos pragmáticos que el resto de nuestros congéneres,


escribimos, además, porque no queremos dar nuestro brazo a torcer. Porque algo en
nuestro interior nos impele irremediablemente a ello. Incluso cuando sabemos que las
consecuencias pueden resultar nefastas.
Clarice, la mujer vital y contradictoria que aseguraba “quiero morir con vida.
Juro que sólo moriré disfrutando del último instante. Hay una plegaria profunda en mí
que nacerá no sé cuándo. Desearía tanto morir de salud. Como quien explota”

42
Abordar bajo este prisma una disciplina artística, cuya calidad desde luego puede ser juzgada
objetivamente, me parece reduccionista y peligroso.
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(Lispector, Agua viva, 49), la misma mujer tenaz que en el desenlace de Agua viva
instaba a no morir como fórmula de rebeldía:

Denuncio nuestra debilidad, denuncio el horror alucinante de morir y respondo a toda


esa infamia con —exactamente esto que ahora quedará escrito— y respondo a toda esa
infamia con la alegría. Purísima y levísima alegría. Mi única salvación es la alegría. Una
alegría atonal dentro del it esencial. ¿No tiene sentido? Pues tiene que tenerlo. Porque es
demasiado cruel saber que la vida es única y que no tenemos como garantía más que la fe
en tinieblas; porque es demasiado cruel, respondo con la pureza de una alegría indomable.
Me niego a estar triste. Seamos alegres. Quien no tenga miedo de ser alegre y de sentir
por una vez siquiera la alegría alocada y profunda tendrá lo mejor de nuestra verdad. Yo
estoy —a pesar de todo, oh, a pesar de todo— alegre en este instante-ya que pasa si yo no
puedo fijarlo en palabras. Estoy alegre en este mismo instante porque me niego a ser
vencida, y entonces amo. Como respuesta. El amor impersonal, el amor it, es alegría,
incluso el amor que no sale bien, incluso el amor que termina. Y mi propia muerte y la de
los que amamos tiene que ser alegre, no sé todavía cómo, pero tiene que serlo. Vivir es
esto, la alegría del it. Y conformarme no como vencida sino en un allegro con brío.
Además no quiero morir. Me rebelo contra “Dios”. ¿Vamos a no morir como desafío?
No voy a morir, ¿me oyes, Dios? No tengo valor, ¿me oyes? No me mates, ¿me oyes?
Porque es una infamia nacer para morir no se sabe cuándo ni dónde. Voy a estar muy
alegre, ¿me oyes? Como respuesta, como insulto. Una cosa te garantizo: nosotros no
tenemos la culpa (Lispector, Agua viva, 89-90),

la que también se declaraba “preparada para el silencio grande de la muerte”


(Lispector, Agua viva, 49) , falleció de un cáncer ovárico43 el 9 de diciembre de 1977.
Sin embargo, dejó tras ella una huella imborrable. Aún hoy en día, en el mundo
que tanto la había fascinado, siguen resonando sus palabras. Su vida y obra son un
ejemplo de resistencia para el común de los mortales y, muy especialmente, para el

43
En sus textos, tantas veces reveladores y premonitorios, curiosamente, aparece con frecuencia el huevo,
elemento alquímico que representa el atanor, símbolo del misterioso origen de la vida desde la Prehistoria
y, por extrapolación, del nacimiento del entero universo en diversas cosmogonías de la antigüedad.
Cosmogonías que, por otro lado, Clarice demuestra conocer muy bien cuando utiliza la imagen del huevo
para explicar que la palabra va íntimamente vinculada a la creación. En Un soplo de vida, afirma Ángela:
“Si nos quedásemos en silencio, de repente nacería un huevo. Huevo alquímico. Y yo nazco y estoy
rompiendo con mi hermoso pico la cáscara seca del huevo” (Lispector, Un soplo, 112).
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escritor. Porque hay quienes, en efecto, logran cruzar las llamas y, aun abrasados, seguir
adelante.
“Lo más importante es saber atravesar el fuego”, afirmaba Charles Bukowski
desde el título de una de sus primeras antologías póstumas publicadas. En ese libro se
recogía el poema Tira los dados, que me permito reproducir aquí:

Si vas a intentarlo, ve hasta el


final.
de otro modo, no empieces siquiera.

si vas a intentarlo, ve hasta el


final. Tal vez suponga perder novias,
esposas, parientes, empleos y
quizá la cabeza.

Ve hasta el final.
Tal vez suponga no comer durante 3 o
4 días.
Tal vez suponga helarte en el
banco de un parque.
Tal vez suponga la cárcel,
tal vez suponga mofas,
desdén,
aislamiento.
El aislamiento es la ventaja,
todo lo demás es un modo de poner a prueba tu
resistencia, tus
auténticas ganas de
hacerlo.
Y lo harás
a pesar del rechazo y las
ínfimas probabilidades
y será mejor que
cualquier otra cosa

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que pudieras imaginar.

Si vas a intentarlo,
ve hasta el final.
No hay sensación
parecida.
Estarás a solas con los
dioses
y las noches arderán en
llamas.

hazlo, hazlo, hazlo.


hazlo.

Hasta el final.
Hasta el final.
Llevarás las riendas de la vida hasta
la risa perfecta,
es la única lucha digna
que hay.

También Clarice nos advertía: “No, no es fácil escribir. Es duro como romper
rocas. Aunque vuelan, como aceros espejados, chispas y astillas” (Lispector, La hora,
17).
La literatura exige un compromiso. Supone una tarea conscientemente asumida
que nada tiene que ver con la inspiración, ese concepto tan ambiguo y esquivo del que
los escritores, creo, desconfiamos. Escribir no implica sólo deseo, sino especialmente
mucho trabajo, una fuerza de voluntad y disciplina férreas para adquirir y pulir las
herramientas que nos permitirán dar forma a la obra44.

44
Lispector, en su crónica “Sumisión al proceso”, asegura:
El proceso de escribir está hecho de errores —la mayoría esenciales— de valor y pereza,
desesperación y esperanza, de vegetativa atención, de sentimiento constante (no pensamiento) que no
conduce a nada; no conduce a nada y de repente aquello que se pensó que era «nada» era el propio
temible contacto con la textura de vivir. Y ese instante de reconocimiento, ese sumergirse anónimo
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Es eso lo que Clarice pone de manifiesto cuando, en Un soplo de vida, el Autor


acusa a Ángela de ser incapaz de escribir una novela, de apuntar únicamente frases
sueltas, de no estar preparada para lidiar con la redacción de un libro, de tomar sólo
notas dispersas y fragmentarias que luego no sabe elaborar45. Advertimos, por boca del
Autor, la queja de Lispector contra aquellos que no entienden en qué consiste realmente
escribir, ni valoran el enorme esfuerzo que supone: “Lo que siento cuándo terminó un
libro: la pobreza de alma y el agotamiento de las fuentes de energía. ¿Habrá alguien
capaz de decir que escribe el trabajo de perezoso?" (Lispector, Un soplo, 97). De
hecho, esa relación de amor-odio que, en Un soplo de vida, se instaura entre el Autor y
Ángela es reflejo del tedio que puede llegar a generar un personaje demasiado
absorbente en su creador, antes o después obligado a deshacerse definitivamente de él.
Y es que cada escritor se da por completo en cada obra. “Cada libro es sangre,
es pus, es excremento, es corazón recortado, es nervios fragmentados, es choque
eléctrico, es sangre coagulada que se escurre después como lava hirviendo montaña
abajo”, admite el Autor (Lispector, Un soplo, 91). Que añade:

Todo el mundo que ha aprendido a leer y escribir tiene ganas de escribir. Es legítimo:
todo ser tiene algo que decir. Pero hace falta algo más que ganas para escribir. Ángela
dice, como miles de personas dicen (y con razón): “mi vida es una verdadera novela; si
escribiese contándola, nadie lo creería”. Y es verdad. (...) ¿Qué deben hacer esas
personas? Lo que Ángela hace: escribir sin ningún compromiso. A veces escribir una sola
línea basta para salvar el propio corazón (Lispector, Un soplo, 98).

Porque escribir es, en efecto, una profesión. Y como toda profesión, aunque
ciertos individuos puedan mostrar una predisposición natural, ha de ser aprendida.
La escritura es un fardo pesado que nos convierte en desheredados. Confiesa el
Autor en Un soplo de vida:

en la textura anónima, ese instante de reconocimiento (igual a una revelación) necesita ser recibido
con la mayor inocencia (Lispector, Para no olvidar, 81).
45
En “Sumisión al proceso” (Lispector, Para no olvidar, 82), Clarice compara la labor del escritor con la
del hortelano, describiéndola mediante dos fuerzas opuestas —que sugieren un proceso dialéctico—: la
impaciencia y la paciencia. Paciencia infinita se requiere para realizar un trabajo meticuloso cuyos frutos,
que aguardamos con expectante impaciencia, tardarán en recompensarnos.

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Yo, a pesar de mi mujer y de mis hijos, soy marginado, marginado porque escribo.
Porque en vez de seguir por la carretera ya abierta mi internet por un atajo. Los atajos son
peligrosos. Mientras que Ángela está bien orientada y el social (...) la diferencia entre
Ángela y yo se puede sentir. Yo, enclaustrado en mi pequeño mundo estrecho y
angustioso, sin saber cómo salir para respirar la belleza de lo que está fuera de mí.
Ángela, ágil, graciosa, llena de un repique de campanas. Yo, parece que amarrado a un
destino. Ángela, con la levedad de quien no tiene un fin. Ángela se está haciendo
continuamente y sin ningún compromiso con la propia vida, con la literatura o con el arte
(Lispector, Un soplo, 30-31).

Una idea que se sugiere también La hora de la estrella: “Escribo porque no


tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra
de los hombres” (Lispector, La hora, 18).
Así, parece que nuestro compromiso con la literatura nos determina y nos resta
también una parte de libertad; nos aboca a esta vida —solitaria y reflexiva— que
llevamos. Quizá, a cambio, merezcamos al menos un poco de hospitalidad.
“Me obligáis al esfuerzo tremendo de escribir; así que permiso, amigo, déjame
pasar. Soy serio y honesto y si no digo la verdad es porque está prohibida. No aplico lo
prohibido: lo libero” (Lispector, Un soplo, 18).

Obras citadas de Clarice Lispector

C. Lispector. Agua Viva. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2004.


C. Lispector. Aprendiendo a vivir. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2018.
C. Lispector. Aprendizaje o El libro de los placeres. Cristina Sáenz de Tejada y Juan
García Gayo (trad.). Madrid: Siruela, 1994.
C. Lispector. La ciudad sitiada. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2016.
C. Lispector. La hora de la estrella. Gonzalo Aguilar (trad.). Buenos Aires: Ediciones
Corregidor, 2011.

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C. Lispector. La lámpara. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2006.


C. Lispector. La manzana en la oscuridad. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2003.
C. Lispector. La pasión según G. H.. Alberto Villalba (trad.). Barcelona: Ediciones Península,
1988.
C. Lispector. Para no olvidar. Crónicas y otros textos. Elena Losada (trad.). Madrid:
Siruela, 2007.
C. Lispector. Queridas mías. Elena Losada (trad.). Madrid: Siruela, 2010.
C. Lispector. Un soplo de vida. Mario Merino (trad). Madrid: Siruela, 1999.

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