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Las ambiciones del cuento

Por Steven Millhauser

El cuento, ¡Qué modesto su porte!


¡Qué despreocupada su manera! Se
sienta ahí, tranquilo, la mirada
baja, casi como si quisiera no ser
notado. Y si de alguna manera
llama tu atención, te dice
rápidamente, con una vocecilla
valiente y despreciativo de sí
mismo, despierta a todas las
posibilidades de la decepción:
“Sabes, no soy una novela. Ni
siquiera una corta. Si eso es lo que
buscas, no me quieres a mí.” Rara
vez una forma ha dominado tanto
sobre la otra. Y lo entendemos,
asentimos con nuestras cabezas en
señal de complicidad: aquí en los
Estados Unidos [pero creo que se
aplica a cualquier parte del mundo.
N. del Trad.] tamaño es poder. La
novela es la Wal-Mart, el Hombre
Increíble, el jumbo jet de la
literatura. La novela es insaciable:
quiere devorarse al mundo, ¿Qué
le queda por hacer al pobre
cuento? Puede cultivar su jardín,
practicar meditación, regar los
geranios en la macetilla cerca de la
ventana. Puede tomar un curso en
escritura creativa de no ficción.
Puede hacer lo que quiera, siempre
y cuando se mantenga calladito y
sin obstruir el paso. “¡Úuuuuja!”
grita la novela, “¡Ahí les voy!” El
cuento siempre se agacha para
resguardarse. La novela compra las
tierras, corta los árboles, construye
los condominios. El cuento
corretea en el césped, se apretuja
por debajo de los cercos.
Claro, hay virtudes asociadas a la
pequeñez. Incluso la novela
concede esto. Las cosas grandes
tienden a ser poco manejables,
torpes, burdas; la pequeñez es el
ámbito de la gracia y la elegancia.
También es el ámbito de la
perfección. La novela es
exhaustiva por naturaleza; pero el
mundo es inagotable; por lo tanto,
la novela, esa luchadora faustiana,
jamás puede lograr lo que desea.
El cuento, por el contrario, es
inherentemente selectivo. Al
excluir casi todo, puede darle una
forma perfecta a lo que queda. Y el
cuento incluso puede reclamar una
suerte de completitud que elude a
la novela –después del acto inicial
de exclusión radical, puede incluir
todo lo poco que queda. La novela,
cuando llega a recordar al cuento,
se place de ser generosa. “Te
admiro,” le dice, colocando su
enorme mano áspera en su
corazón. “En serio. Eres tan –eres
tan…¡Tan bonita! ¡Tan esbelta!
¡Tan high class!” E inteligente
también. La novella difícilmente
puede contenerse. Después de
todo, ¿qué caso tiene? No es nada
más que habladurías. Lo que le
importa a la novela es la vastedad,
el poder. Muy dentro de su
corazón, desdeña al cuento, que se
conforma con tan poco. No
encuentra utilidad en la austeridad
del cuento, la supresión de su
apetito, sus rechazos y renuncias.
La novela quiere cosas. Quiere
territorio. Quiere al mundo entero.
La perfección es el Consuelo de
aquellos que no tienen nada más.
Y así pues las cosas con el cuento.
Modesto en sus pretensiones,
tímidamente orgulloso de sus
pequeñas virtudes, un poco ansioso
en relación con su extrovertido
rival, se contenta con recostarse y
dejar que la novela se haga cargo
del gran mundo. No obstante, no
obstante. Esa pose modesta –¿me
equivoco o no resulta un poco
sobreactuada? Esas miradillas a la
lejanía –¿no contienen acaso un
toque de malicia? ¿Podrá ser acaso
que el pequeño cuento se atreve a
tener sus propias ambiciones? Si es
así, nunca lo admitirá
abiertamente, debido a un agudo
instinto de autoprotección, un
largo hábito de mantenerse secreto,
que nace de la opresión. En un
mundo regido por novelas que se
pavonean de serlo, la pequeñez ha
aprendido a hacerse un lugar
cautelosamente. Tendremos que
intuir su secreto. Imagino que el
cuento protege un deseo. Imagino
que el cuento le dice a la novela:
Puedes tenerlo todo –todo—lo
único que pido es un solo grano de
arena. La novela, con toda
despreocupación, una
despreocupación tanto feliz como
despectiva, le concede el deseo.
Pero ese grano de arena es el
camino de salida del cuento. Ese
grano de arena es la salvación del
relato. Tomo la indicación de
William Blake: “All the World in a
grain of sand”. Piénsenlo: el
mundo en un grano de arena; lo
cual quiere decir, cualquier parte
del mundo, por más pequeña que
sea, contiene al mundo por entero.
O para ponerlo de otro modo: si
concentras tu atención en una
porción aparentemente
insignificante del mundo, te
encontrarás, muy en su interior,
nada menos que al mundo mismo.
En ese simple grano de arena
descansa la playa que contiene al
grano de arena. En ese simple
grano de arena descansa el océano
que se estrella contra la playa, el
barco que navega en el océano, el
sol que brilla sobre el barco, los
vientos interestelares, una
cucharadita en Kansas, la
estructura del universo. Y ahí
tienes la ambición del cuento, la
terrible ambición que descansa
detrás de su falsa modestia: arrojar
de cuerpo entero al mundo. El
cuento cree en la transformación.
Cree en los poderes ocultos. La
novella prefiere las cosas a la vista
de todos. No tiene paciencia para
lidiar con granos individuales de
arena, los cuales brillan pero son
difíciles de ver. La novela quiere
barrer todo en su abrazo poderoso
–costas, montañas, continentes.
Pero jamás puede lograrlo, porque
el mundo es más vasto que una
novela, el mundo corre de prisa
hacia todos los puntos. La novela
salta sin descansar de lugar en
lugar, siempre hambrienta, siempre
insatisfecha, siempre temerosa de
llegar a un final –porque cuando se
detiene, agotada pero nunca en
paz, el mundo se le habrá
escapado. El cuento se concentra
en su grano de arena, en la
creencia implacable de que ahí –
justo ahí, en la palma de su
mano—se encuentra el universo.
Busca conocer ese grano de arena
de la misma manera que un amante
busca conocer el rostro de su
amada. Busca el momento en que
el grano de arena revela su
verdadera naturaleza. En ese
momento de expansión mística,
cuando la flor macrocósmica
explota de la semilla
microcósmica, el cuento siente su
poder. Se vuelve más grande que sí
mismo. Se vuelve aun más grande
que la novela. Se vuelve tan
grande como el universo. Y ahí es
donde se encuentra la inmodestia
del cuento, su agresión secreta. Su
método es la revelación. Su
pequeñez es la agencia de su
poder. La masa pesada de la
novela la golpea como la imagen
risible de la debilidad. El cuento
no se disculpa de nada. Exulta en
su condición de ser corto. Quiere
ser aun más corto. Quiere ser una
sola palabra. Si pudiera encontrar
esa palabra, si pudiera musitar esa
sílaba, el universo entero surgiría
de él como una llamarada
esplendorosa y rugiente. Esa es la
exorbitante ambición del cuento,
esa es su más profunda fe, esa es la
grandeza de su pequeñez.

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