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RESUMEN SOBRE LA EDUCACIÓN EN LA ÉPOCA VISIGODA

La instrucción: escuelas y bibliotecas

El periodo isidoriano -siglo VII- representa un puente tendido entre la


educación antigua y la educación medieval.

Comenzando por el fenómeno escolar, durante los siglos VI y VII no


parecen haber existido escuelas de carácter oficial, estatales o municipales. Sólo
las hubo vinculadas con instituciones eclesiásticas, y orientadas, por tanto -no
única, pero sí prioritariamente- a la formación del clero.

Tuvieron una gran implantación las escuelas episcopales, a cuya


constitución venían instando desde antiguo los sucesivos concilios. Son, en
efecto, los padres del II Concilio de Toledo (527) los artífices de lo que J. Fontaine
ha llamado acta de nacimiento de las escuelas episcopales, al prescribir en el
Canon I respecto a los jóvenes oblatos que ... una vez tonsurados y confiados al
ministerio de los elegidos, sean educados en la casa de la iglesia bajo la
inspección del obispo y por una persona encargada especialmente de ellos.
Ulteriores concilios se encargarían a continuación de ir regulando el
funcionamiento de las escuelas diocesanas. Se conminó primero al futuro clérigo
a abandonar las ocupaciones seculares. Y en el curso del IV Concilio de Toledo
que presidiera San lsidoro en el año 633 fueron dictadas tres medidas relevantes:
la adjudicación a cada estudiante de lo que hoy llamaríamos un tutor; la
obligatoriedad para cualquier presbítero de haber pasado por una escuela
episcopal antes de su ordenación; y la exhortación a los obispos para mantener
centros escolares en sus diócesis.

La enseñanza impartida en estas escuelas tenía un marcado carácter


profesional y se orientaba al correcto ejercicio de las funciones pastorales,
articulándose en torno a unas cuantas disciplinas: gramática, canto, liturgia,
dogma, patrística y estudios bíblicos. Materias que se van aprendiendo en
sucesivas etapas -hoy hablaríamos de niveles de enseñanza-, cada una de las
cuales aseguraba la capacitación para recibir una de las órdenes sacras
(lectorado, subdiaconado, diaconado y presbiteriado).

Lo que sí es seguro es que en las escuelas de los monasterios se atendió


a la cultura profana, a la que tuvieron acceso al menos las mentes más
privilegiadas, aunque no como el objetivo básico de una instrucción centrada,
desde luego, en los estudios bíblicos y la literatura ascética.

De la calidad de la enseñanza impartida en estos monasterios dan idea


hechos como que San lsidoro se educara en uno de ellos, el sevillano; que tanto
él como su hermano mayor Leandro hubieran sido monjes antes de acceder al
episcopado, igual que lo fueron obispos de la talla intelectual de un Renovatus
de Mérida o San Martín de Braga; y que, en definitiva, los monasterios se
configuran como la cantera de donde procede lo más granado del clero no sólo
regular sino también secular. No hubo nunca planes de estudio fijos ni criterios
pedagógicos únicos, de manera que el rendimiento depende única y

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exclusivamente de las capacidades personales de maestros y alumnos, no del
sistema educativo.

Dicho esto, conviene hacer una breve referencia al papel de la corte de


Toledo como lugar de formación e irradiación cultural, que lo fue, y mucho. Allí
se educaban los jóvenes aristócratas destinados a las carreras administrativa y
de leyes. Pero, sobre todo, debió de imperar en la capital del reino un clima de
exaltación intelectual y de auténtico amor por la cultura, ambiente que explica la
sucesión de reyes ilustrados en el curso de la séptima centuria

Otro medio de formación, al margen de los centros escolares y de carácter


más personal, eran las bibliotecas. Mejor surtidas en autores cristianos que
paganos

La relación de bibliotecas coincide básicamente con la de centros


educativos de prestigio. Entre las monásticas parecen haber sobresalido las de
los cenobios agaliense (Toledo), servitano (Valencia), caulieino (Mérida) y
dumiense (Braga). En cuanto a bibliotecas diocesanas, en el siglo VI descollaba
la de Cartagena, primacia que en la siguiente centuria disputarían Sevilla, Toledo
y Zaragoza. En la capital debió de haber además alguna biblioteca especializada
en libros jurídicos y temas cancillerescos, sin olvidar la ubicada en palacio.

Tenemos, finalmente, documentada alguna biblioteca de propiedad


privada, como la de un tal conde Laurentius y la de cierto presbitero llamado
Emiliano.

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