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RL "Reflexión" Nº 103

Valle de Osorno

El concepto de trabajo
en la Edad Media

Trabajo efectuado por: Manuel Contreras Seitz, CM


Fecha : 27 de julio de 2004, ev

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Valle de Osorno

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El concepto de trabajo en la Edad Media

Introducción
“La Iglesia jamás glorificó el trabajo, como se ha dicho a
menudo; más bien se inclinó a reforzar el carácter
penitencial del trabajo manual. Este constituye una
disciplina necesaria para debilitar lo terrenal y promover la
humildad y la espiritualidad. El carácter punitivo, más bien
que el ennoblecedor, del trabajo fué lo predominante a los
ojos de la Iglesia medieval; por tanto, puede ser considerada
como una precursora de las opiniones de Calvino, Ruskin,
Morris y Tolstoy”.
(Barnes, 1955:138).

Cuando se quiere dilucidar el alcance de una idea, significado o concepto, podemos optar por
dos vías: examinar la materialidad a la cual hace referencia para desprender de allí su uso, o realizar
un ejercicio hermenéutico a partir de los campos semánticos en los cuales se inserta este concepto.
La primera opción nos lleva a los hechos históricos; la segunda, a la dimensión filosófica. En todo
caso, la orientación del tema es, precisamente, la discusión respecto de la evolución que dicho
concepto –el de trabajo– ha experimentado a través del tiempo, en los diez siglos en los cuales
convencionalmente se establece el período medieval; etapa que no corresponde, desde el punto de
vista del desarrollo de los pueblos, a un período homogéneo ni mucho menos, sino que es, quizá
como ninguna otra, una etapa meramente cronológica. De hecho, Oriente, Bizancio y Europa
muestran aspectos diametralmente opuestos, inclusive, en el nivel de desarrollo que alcanzan dichas
civilizaciones, incluso en el período de la llamada Baja Edad Media (siglos VI al X).
Retomando lo dicho, este trabajo tratará de responder al objetivo desde la perspectiva
filosófica. Con todo, en un primer término, se esbozará una contextualización genérica de la época,
en relación con el tema; en segundo lugar, se perfilará una definición de la filosofía medieval y
luego se examinará la perspectiva ontológica de los principales pensadores de dicho período para
derivar –en caso que el punto no se trate directamente– la dimensión semántico-axiológica que se le
otorga al concepto de trabajo, dentro de ese marco de referencia. Finalmente, la síntesis no sólo
presentará un resumen conceptual, sino también un proceso de reflexión y análisis del tema en
comento.

***

A pesar de que, como hemos dicho, la vida de Europa se desarrolla por derroteros diferentes
a los de otras culturas que abarcan el mismo período cronológico, haré una breve referencia a las
culturas más relevantes tanto en Oriente como a la bizantina, para ilustrar lo que sucede en el
momento.

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Uno de los ejemplos más patentes será, acaso, el de Imperio Sasaní, que dominó lo que hoy
conocemos como Irán, desde los siglos IV al VII. Bajo una administración fuertemente centralizada,
su base económica era la agricultura, de tradición mesopotámica. Como señala Claramunt
(2001:49),

Los latifundios, en manos de la nobleza y de los grandes templos del fuego,


configuraban el modo de explotación más corriente. Los esclavos, según parece,
estaban en un proceso de emancipación, si bien los campesinos llamados libres
estaban sujetos a la tierra como los siervos de la gleba. Las leyes dictadas por varios
soberanos protegieron a los campesinos frente a los nobles, pero ninguna les eximió
del pago de impuestos de capitación y de los que gravaban la tierra. En las llanuras
fértiles de Mesopotamia, la irrigación estaba meticulosamente reglamentada y la
prosperidad del mundo agrícola fue lo que permitió el desarrollo urbano.

Este desarrollo urbano, como sabemos, está estrechamente ligado al comercio, actividad
fundamental de esta sociedad, no sólo a manera de subsistencia, sino como forma de relacionarse de
manera global (China, Oriente en general, mundo mediterráneo), lo que permitió no sólo formar
alianzas estratégicas, sino también desarrollar tecnología ad hoc, por ejemplo, para las flotas
marítimas. Este sustento comercial hace que el denar (oro) y el direm (plata) se hallen entre las
monedas “fuertes” del comercio internacional.
Con todo, los mayores beneficiarios del comercio y de la riqueza agrícola son los nobles y la
clase sacerdotal. En tanto, el pueblo común sigue cargando con el peso de la mayoría de los
impuestos.
Otro gran hito en este período es el surgimiento del Islam, a comienzos del siglo VII, el que
de manos de los califas llega a expandirse, conquistando buena parte de los territorios bizantinos,
específicamente los de Palestina, Siria y Egipto, además de anexar el Imperio Persa. Esta expansión
político-religiosa trae como consecuencia, eso sí, la revitalización económica de los territorios
conquistados. Contrario a lo que se pudiera pensar, la economía musulmana había heredado las
tradiciones romano-bizantinas, observable en los sistemas de acuñación de moneda y en el
desarrollo de las ciudades y de la vida urbana, en general.
Para el Islam, en efecto, el centro de su accionar son las ciudades y en éstas su principal
signo es el económico: constante intercambio, establecimiento permanente de mercados, centro de
redistribución de productos y punto neurálgico de arribo en las rutas comerciales. El Islam, al unir
los extremos meridionales del mundo conocido, estableció una red comercial entre el Mediterráneo
y el Índico, entre Oriente y Occidente. Por ello, la actividad comercial estaba fuertemente regulada,
sujeta a normas y fiscalizaciones bastante estrictas. En todo caso, nos recuerda González (2001:59)
que
(...) a pesar de la importancia del comercio y de las actividades urbanas, la economía
del Islam se basaba en la agricultura. En este campo, como en muchos otros, se
mantuvieron las tradiciones anteriores y hubo pocos cambios./.../ En la mayoría de
los territorios conquistados, la vieja aristocracia latifundista se integró pronto en el
Islam, al tiempo que la aristocracia árabe se beneficiaba de los repartos de tierras
fiscales auspiciados por los omeyas. Ello quiere decir que la condición tradicional
del campesinado siguió siendo la misma después de la conquista. Ésta, como ha
escrito R. Mantran, «no representó para el campesinado no propietario mejora alguna
de su condición». Y por lo que hace a los pequeños propietarios libres, fueron

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víctimas del proceso irreversible de formación de grandes propiedades por parte de


los ricos comerciantes de las ciudades.

En Occidente, en tanto, con las invasiones germánicas del siglo V se da paso a la caída del
Imperio Romano, sufriendo las más importantes consecuencias, precisamente, la actividad
comercial. Desde ese momento, cada región debió ingeniar maneras de subsistencia autónomas, en
lo posible, llegando inclusive a un nivel similar al de la Edad de Hierro, a consecuencia del
decaimiento del desarrollo material. O como nos recuerda Pounds (1992:131): “Las técnicas que los
romanos habían perfeccionado, sobre todo en la construcción, el urbanismo y las artes gráficas y
plásticas, cayeron primero en desuso y luego en el olvido. Había miedo e inseguridad en todas
partes”. Esto unido a la fragmentación del Imperio en provincias trae un proceso de ruralización de
la sociedad, la privatización del ejercicio de las funciones públicas, el establecimiento de una red de
relaciones basadas en los vínculos personales y, por ende, la crisis de la noción centralizada de
Estado. Estamos en el inicio del desarrollo político, social y económico que definirá a este período
de la historia occidental: el feudalismo (cfr. Mitre 2001:20). Antes de entrar en la caracterización del
pensamiento medieval, daré breve cuenta de este sistema social.
El sistema feudal es, ante todo, un cambio en la estructuración del poder. La monarquía
clásica de desmorona frente al poder de los príncipes regionales, en primer lugar, para pasar a
continuación a los que detentan el poder inmediato: condes y castellanos, quienes tienen en derecho
de mando, la capacidad de la administración de la justicia y la utilización de las tierras y las
exigencias fiscales en beneficio propio. Asimismo, el sistema de relaciones internas se modifica
hacia el mayorazgo, en detrimento de mujeres y segundones (criterio agnaticio), con el fin de
concentrar la propiedad y asegurar la transmisión del poder. La sociedad comienza a ordenarse,
según el sistema teórico propuesto por los obispos del norte de Francia, en oratores, bellatores y
laboratores, esto es, como explica muy bien Portela (2001:132):

Se trata de un programa ideológico, elaborado por los eclesiásticos cultos para


su difusión en el cuerpo social, para uso del pueblo, al que se quiere obediente,
resignado, convencido de los méritos de su trabajo y persuadido también de que los
servicios son mutuos y de que sus esfuerzos son compensados por los esfuerzos de
los otros dos órdenes, de las otras dos funciones, que, de este modo, justifican sus
privilegios. Lo que se busca impulsar es, en definitiva, la nueva dependencia del
campesinado, atrapado en las redes del señorío banal o jurisdiccional, bajo la
autoridad de los dirigentes eclesiásticos y de los dueños de los castillos.

En este esquema, como dice Knox (1999), los primeros eran los que rezaban; los segundos,
los que luchaban, y los últimos, los que trabajaban manualmente. La autoasignada importancia de
los oratores era que realizaban el trabajo de Dios (opus dei), que acompañaba al trabaho del hombre.
Se creía, y se fomentaba esta creencia, que no había nada que fuese más fundamental que el servicio
de Dios y, en este sentido, el que tenía por profesión la oración tenía la primera prioridad. En todo
caso, no debe olvidarse que el alto clero, además, poseía privilegios extraordinarios por ser de
origen noble. Los bellatores eran los caballeros de la Edad Media: nobles, con un patrón de valores,
un castillo, un conjunto sofisticado de armamentos y armas de acero de gran calidad. A este grupo

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social dominante se le exigía bravura, honor, liberalidad, gloria, lealtad y cortesía. En tanto, los
laborares, hacían el trabajo pesado, no el intelectual porque eso implicaba la realización de una
opus magna. Esta clase trabajadora, a su vez, estaba constituida por agricultores (peasants) y
villanos (townsmen), dedicados a las labores del campo y a las tareas comerciales de la ciudad
(herrería, minería, etc.).
Este era el esquema histórico-económico, en breves líneas, de la sociedad medieval, tanto en
Oriente como en Occidente. Trataremos, a continuación, de entregar un análisis hermenéutico, a
partir de la concepción ontológica medieval, de lo que sería el concepto de trabajo en este período.

Desarrollo
“La cosmovisión medieval se caracteriza por su carácter
teocéntrico, por hacer de la afirmación de la fe en Dios el
elemento central en el ordenamiento del mundo. Las cosas
ocupan el lugar que su relación y referencia con Dios les
confiere y, de esta forma, adquieren sentido y valor”.
(Echeverría, El búho de Minerva).

Antes de entrar en la hermenéutica filosófica para derivar la conceptualización de trabajo en


este arbitrario período de la existencia humana, situaremos brevemente el marco filosófico en que
pretendemos desarrollar las ideas de este trabajo.
Cabe decir que el entorno medieval, tal como se ha señalado en incontables ocasiones, es un
universo de absolutos, estructurado sobre la base de un eje binomial entre Dios-Creador y el
hombre-creatura. En este constructo relacional, el universo físico se concibe de manera cerrada y,
dado que el hombre sería la principal de las creaciones, la Tierra ocuparía el centro de esta creación.
En el plano social, esto no deja de tener consecuencias, ya que, al igual que en el sistema de castas
hindú, la sociedad medieval occidental es fundamentalmente estamentaria, con escasísisima
movilidad interna; esto porque el lugar que el ser humano ocupa en esta construcción viene
predefinido desde su origen y de acuerdo a un orden “natural” de las cosas –la misma tesis que
sostendría siglos después el protestantismo a través de Calvino y que le valdría una fuerte censura de
Roma. En este contexto no extraña la estaticidad social y que cualquier tentativa de subvertir este
orden sea condenado éticamente. De ahí que, también, el principal sentido de la vida no se halle en
esta vida, sino más allá, procurando la salvación en otra vida, más allá de la muerte, lo que trae
como consecuencia algo que es de obviedad absoluta: la figura del religioso se transforma en el
ideal más elevado de la cultura medieval (cfr. Echeverría 1997).
En todo caso, ya Nietzsche nos advierte respecto de esta figura y su concepción relativa al
trabajo, cuando señala en La genealogía de la moral que

Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de la


capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante todo
coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual», empléase contra los estados
de depresión un training [entrenamiento] distinto, que es, en todo caso, más fácil: la
actividad maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así

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aliviada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco


insinceramente, «la bendición del trabajo». El alivio consiste en que el interés del
que sufre queda apartado metódicamente del sufrimiento, –– en que la conciencia es
invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en
consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa
cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal y lo que con ella se
relaciona ––como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva, la
adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiempo,
una cierta autorización, más aún, una crianza para la «impersonalidad», para
olvidarse a––sí––mismo, para la incuria sui lei [descuido de sí]––: ¡de qué modo tan
profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha
contra el dolor! Justo cuando tenía que tratar con personas sufrientes de los
estamentos inferiores, con esclavos del trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las
cuales son, en efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del
trabajo y prisioneros), el sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una
pequeña habilidad en cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de
ese momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: ––el
descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por los
sacerdotes. –– Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión consiste
en prescribir una pequeña alegría, que sea fácilmente accesible y pueda convertirse
en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con la antes mencionada. La
forma más frecuente en que la alegría es así prescrita como medio curativo es la
alegría del causar––alegría (como hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar,
persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); al prescribir «amor al prójimo», el
sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulación de la pulsión más
fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una estimulación
de la voluntad de poder. (pág. 18).

La filosofía de la Edad Media irá conformando este cuadro, desde sus inicios con Agustín de
Hipona, pasando por los bizantinos, hasta llegar a Buenaventura, como veremos a continuación (cfr.
Luetich 2002 para el esquema de filósofos que se sigue en este trabajo).
La filosofía agustiniana situará, como motor de su accionar, la búsqueda esencial de la
verdad en dos planos: conocer a Dios y al alma. Nada más importa. Para Agustín (354-430) la
verdad era eterna y necesaria, lo que corresponde a un contenido ideal sin relación con el
conocimiento sensorial, particular y circunstancial, esto es, los sentidos no son fuente de
conocimiento, más aún, la experiencia sensible se posibilita gracias a que el alma la conduce por
medio de reglas e ideas. Pero no sólo la verdad ontológica está presente, sino que, más
terrenalmente, el enfrentamiento en el plano político con el donatismo lo lleva a aceptar y promover
la utilización de la fuerza por parte del Estado, con tal de imponer la “religión verdadera”. A partir
de aquí ya encontramos configurado el panorama ideológico que, con una u otra variante, llevará el
hilo conductor del medioevo: iluminación y teocentrismo. Lo natural, sensorial, en dfinitiva, lo
humano, quedará relegado a los confines de la nada en el modelo ideológico de este Padre de la
Iglesia. Esto se ve ratificado por las palabras de Agustín en su obra Il lavoro dei monaci, donde dice:
“Essi sostengono che le parole dell’Apostolo [San Pablo]: Chi non vuol lavorare non deve nemmeno
mangiare, non debbono intendersi del lavoro manuale /.../. Le parole: Chi non vuol lavorare non
deve nemmeno mangiare debbono, conseguentemente, essere riferite ai lavori d’ordine
spirituale /.../”.1 En todo este texto, el autor confirma con diversos argumentos la supremacía del
“trabajo espiritual” sobre el material.

1
“De esta manera sostengo que la cita del Apóstol [San Pablo]: Quien no quiera trabajar, no debe comer, no tiene que
entenderse en el sentido del trabajo manual /.../ La cita: Quien no quiera trabajar, no debe comer, consecuentemente,
debe entenderse referido al trabajo de orden espiritual /.../”. [Nota del traductor].

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En esta misma postura encontramos a Anselmo de Canterbury (1033-1109) –lo sitúo acá por
ser continuador de la filosofía agustiniana– para quien “el reino de este mundo” es apenas un
“tumulto”. Dice este autor en su Proslogium, donde continúa con las ideas manifestadas antes en su
Monologium,2
¡Oh hombre, lleno de miseria y debilidad!, sal un momento de tus ocupaciones
habituales; ensimísmate un instante en ti mismo, lejos del tumulto de tus
pensamientos; arroja lejos de ti las preocupaciones agobiadoras, aparta de ti tus
trabajosas inquietudes. Busca, a Dios un momento, sí, descansa siquiera un momento
en su seno. Entra en el santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo
que puede ayudarte a alcanzarle; búscale en el silencio de tu soledad.

Estas ideas ya habían sido anticipadas por Boecio (480-524) quien señala en su De
Consolatione Philosophiae que cuando los hombres buscan los diversos bienes de la fortuna lo
hacen impulsados por un deseo del bien, ya que lo bueno es lo único deseable. Ahora, debido a la
ignorancia del bien supremo, el ser humano desvía su atención hacia los bienes particulares, uno por
uno, en vez de aspirar al bien del cual todos los demás derivan. Boecio recalca en este texto la
inestabilidad de la Fortuna y, por ende, la falta de valor de los bienes terrenales, de ahí, también, la
insistencia en la búsqueda de la felicidad en la vida interior, es más, señala que el hombre debe
contentarse con lo que le da la Naturaleza y que la “buena Fortuna” es perjudicial para el hombre,
mientras que la “mala Fortuna” le beneficia, puesto que le permite descubrir los verdaderos valores
y a los verdaderos amigos. Este conocimiento haría libres a los hombres y los conduciría a Dios.
Está claro, a primera vista, que los frutos del trabajo manual, el del común del pueblo o
“estado llano”, no entra en esta categoría de perfección, sino en aquellos bienes despreciables que le
pueden hacer perder el camino y de los cuales es preferible deshacerse –tal vez en favor de los
señores y sacerdotes, dedicados a la “obra de Dios”.
Aunque de tradiciones diversas, sabemos que los grandes difundidores de la cultura greco-
latina fueron los árabes. Sin ellos, Occidente jamás habría accedido a ese rico espacio intelectual. En
ese contexto señalamos a dos grandes del pensamiento medieval: Abu Nasr Muhammad ibn al
Farabi (Alfarabi) y Abu ‘Ali al Husayn ‘Abd Allah ben ‘Ali ben Sina (Avicena). El primero de ellos
(870-950), al tratar de la ciencia política –en el Catálogo de todas las ciencias–, dice de ésta que

(...) se ocupa de las diversas clases de acciones y costumbres voluntarias, de los


hábitos, caracteres, inclinaciones y disposiciones naturales, de los cuales derivan
aquellas acciones y costumbres; de los fines por los cuales se obra; de cómo
conviene que existan en el hombre, y cuál es la manera de ordenarlos en la dirección
que conviene que existan en él, y la manera de conservarlos. Distingue entre los fines
por los cuales se realizan las acciones y se usan las costumbres; demuestra cuáles de
ellas producen en realidad la felicidad, y cuáles se supone que son causa de felicidad,
sin que realmente la produzcan; y que aquellas que en realidad son la felicidad, no es
posible que existan en esta vida, sino en otra vida después de esta, que es la vida
futura. Las cosas en las que se supone la felicidad son, por ejemplo, la riqueza, los
honores, los placeres cuando se les toma como único fin en este mundo.

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“Parece seguirse necesariamente de lo que precede que la criatura racional no debe tener otro deseo más ardiente que el
de expresar por una imitación voluntaria esa imagen que el poder de la naturaleza ha impreso en ella. Porque,
independientemente de que debe al Creador lo que ella es, se ve fácilmente también que su destino principal es el de
recordar, comprender y amar al soberano bien; se puede aún probar que no debe desear nada con más ardor.”

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La idea es confirnada por otro célebre filósofo musulmán como es Avicena (980-1037), al
señalar que todos los seres tienden a la perfección, moviéndose hacia aquellos seres, o mejor, hacia
aquellas inteligencias que se encuentran por sobre ellos, esto es, hacia Dios en última instancia. El
enemigo de esta perfección es la materia, origen del mal, a la cual hay que superar con la libre
voluntad guiada por el conocimiento racional. Si el alma ha vivido rectamente en esta vida o no,
tendrá su recompensa en la otra: ver al Ser Necesario o no verlo. Recordemos que el “trabajo del
espíritu” lo efectúan los sacerdotes y que, ya en el Concilio de Nicea, con la construcción de la
Biblia, se ha condenado el trabajo como el mayor castigo frente al pecado del humanismo: “ganarás
el pan con el sudor de tu frente”, nos dice el Génesis. En términos similares se expresa Salomon Ben
Jehuda Ibn Gabirol (Avicebrón, 1020-1059), filósofo judeo-español, cuya doctrina hace hincapié en
que el hombre se acerca a Dios no sólo por la ciencia, sino por la piedad, acompañada de la
purificación moral y la abstracción de todo lo corpóreo por las prácticas religiosas, la meditación yel
entusiasmo místico. Evidentemente, quien debe trabajar la tierra todo el día para obtener el fruto de
sus obras materiales poco espacio tendría para realizar estas prácticas. Si nos adentramos un poco en
la ideología tripartita expuesta con anterioridad, podremos apreciar que la “compensación” por ello
se traducirá en alimentar y tributar a las clases que tienen el privilegio de la “conexión divina”.
Esta manifestación llega, a mi entender, a sus últimas consecuencias en John Duns Scotus
(1266-1308) quien señala la importancia de la búsqueda de la causa del ser, en su sentido unívoco, y
no la causa del ser sensible, operando en el nivel de lo posible, universal y necesario. Creo que esta
preocupación es una marcada evidencia de que el “mundo sensible”, esto es, de lo terrenal, de lo
percibido y construido por los sentidos ni siquiera merece la reflexión filosófica. En último término,
se desprende necesariamente que lo que más nos acerca al mundo de lo sensible es lo que más nos
alejaría del camino hacia Dios, o sea, el trabajo, que es lo que más directamente nos relaciona con
las preocupaciones cotidianas, la sensible, la generación de la materia y los ciclos de la Naturaleza.
Llegado a este punto, hagamos un paréntesis para situarnos en lo que está sucediendo en otra
tradición medieval: Bizancio. Aquí nos referiremos brevemente a 6 filósofos bizantinos: Leoncio de
Bizancio (475-543), Juan Filopón (490-566), Juan Damasceno (674-749), Juan Clímaco (579-650),
Máximo “El Confesor” (580-662) y Miguel Psellos (1018-1078).
Los filósofos bizantinos dedican sus esfuerzos, principalmente, a la discusión teológicamente
pura, es decir, pone los ojos en los cielos, sentando las bases de la nueva ortodoxia, pero dejando de
lado la preocupación directa, al menos a través de los escritos conocidos más relevantes, sobre la
cotidianeidad del ser humano: Leoncio, por ejemplo, dedica gran parte de su obra a aspectos
cristológicos, mientras Filopón asegura –anticipándose a Leibnitz– que “en el mundo no puede
haber más ni mejores cosas que las que hay” (De aeternitate mundi), con lo que perpetúa la
inmovilidad de lo creado, incluyendo el sistema socio-económico, que relega nuevamente la
materialidad del trabajo a los confines de la relación con la divinidad. El Damasceno afirma, por su
parte: “Malo es aquello que, no teniendo su causa en Dios, se debe a nuestra propia invención, a
saber: el pecado”. Como sabemos, la Biblia instituye el trabajo como fruto directo del pecado de

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desobediencia a Dios y, por ende, de la pérdida de la naturaleza paradisíaca de la creación; con todo,
la naturaleza corporal del ser humano le permite hacer penitencia y, por medio de ella, alcanzar la
redención. Esto traería como consecuencia que el sufrimiento en esta vida, mientras más arduo,
traería mayores posibilidades de perdón y de recompensa en la eternidad, última aspiración natural
de retorno al Creador por parte de su creatura, en la filosofía cristiana imperante. De allí que el
trabajo manual, considerado denigrante por las clases dominantes de la sociedad, fuese estimado
como una buena vía de expiación para el “estado llano”.
El ascetismo de Clímaco y de Máximo vienen sólo a reforzar más estas ideas. El primero de
ellos dice en la Escala al Paraíso que

Quien se encuentra protegido por la oración no deberá tener miedo de la sentencia


del Juez divino, como le sucede al condenado aquí en la tierra. Por eso, si eres sabio
y no corto de vista, al recuerdo de ese juicio podrás fácilmente alejar de tu corazón
las ofensas recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los negocios terrenos y
los sufrimientos que se derivan; la tentación de las pasiones y de todo género de
maldad. Con la súplica constante del corazón prepárate a la oración perenne de los
labios, y rápido avanzarás en la virtud (...).

El misticismo de Máximo corrobora lo dicho por su antecesor, cuando afirma que la


naturaleza humana tienen un deseo natural de Dios, sin embargo, el pecado original desvió esta
tendencia natural del hombre, llevándolo a buscar su felicidad en las cosas sensibles; así, el hombre
perdió su armonía y cayó en el desorden y el error. De esta manera, ambos filósofos nuevamente
valoran lo metafísico-teológico, dejando de lado la propia naturaleza humana. Es más, se nos
recomienda alejar el corazón de los negocios terrenos y los sufrimientos que se derivan. Por ello las
clases privilegiadas son los oratores y bellatores.
Finalmente, Psellos, de corte más platónico y racionalista, señala que el movimiento de los
seres en el mundo orgánico se debe a la naturaleza y al alma y, en los seres libres –como el hombre–
se agrega la inteligencia. Para el ser humano, más que la vida contemplativa, se adecua más a su
naturaleza el dedicarse a una vida centrada en la parte sensible del alma, por ser la que convive con
el cuerpo y relaciona al hombre con los demás. Si bien este autor está más cercano a un enfoque
humano, llega sólo hasta la manifestación del alma humana, sin llegar a poner el énfasis en la acción
diaria, sino en lo perenne, trascendente.
Volviendo a Occidente, el neoplatónico irlandés Juan Escoto Erígena (810-877), acusado en
algún momento de panteísta, niega la existencia de la condenación eterna y sostiene que todos los
seres humanos serán al final purificados, ya que afirmar lo contrario sería admitir la victoria del
pecado en un mundo que ha sido redimido por Cristo. Con todo, al referirse al mundo sensible, el
irlandés es bastante drástico en cuanto a su condición, tal como lo sintetiza magistralmente
Foussard, al decir que
El pecado original es orgullo y produce la ceguera del hombre. No se ve más la luz
divina en la aparición, que se transforma desde ese momento en cosa. Pero Dios
permite una segunda creación, la del mundo visible y del hombre corporal /.../ [que]
es simultáneamente la consecuencia y la expresión del pecado común, la ocasión del
pecado de cada uno, su castigo, y el punto de posible salida de la salvación. /.../
Consecuencia del pecado: el mundo sensible es, en efecto, la acción de sacar fuera

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de su posición el objeto y el sujeto. /.../ Pero el mundo sensible es también ocasión


de pecado. Separándose de la luz divina que por su irradiación en el intelecto /.../
desciende hasta las apariciones y permite religarlas a su fuente escondida, el espíritu
se expone a tomar la aparición por la realidad. /.../ Vuelta vanidad por la perversión
de su voluntad, el hombre pecador, el carnal, se debate en un mundo de falsas
substancias, de apariencias engañosas, de bienes ilusorios cuya caducidad misma es
el castigo de su falta.

Poco más queda por decir. Los frutos del trabajo material son, por esencia, caducos. Esta
misma caducidad, como lo expresa Escoto Erígena, representa el castigo humano por el pecado
original, por tanto, podemos colegir que el desprecio de oratores y bellatores por el trabajo manuel,
y por quienes lo ejercen, viene precisamente de esta idea sobre la concepción y creación del mundo
y del hombre. La misoginia propia de la época, que hemos heredado a través del cristianismo, se
debería al rol que le habría cabido a la mujer en esta “falta”.
Una ruptura con esta forma de pensar la constituye el filósofo musulmán Abu-I-Walid
Muhammad ibn Ahmad inb Muhammad Ibn Rusd, conocido como Averroes (1126-1198) 3, cuyas
doctrinas serán luego condenadas por el cristianismo. No es extraño, pues en su concepción
gnoseológica, en el orden de la praxis, postula que el hombre conoce de un modo tan natural como
vive, crece o se reproduce; la diferencia entre los diversos procesos humanos es formalmente de
grado. De esta manera, el conocimiento humano representaría la culminación natural de todas las
acciones y operaciones del hombre; la verdad, por tanto, sólo puede conseguirse por medios
humanos y naturales, concepción válida tanto en el orden individual como en el social. Queda de
manifiesto el porqué de la condena. Esta postura iguala a los hombres en el proceso cognitivo,
validándolo por medio de su experiencia sensible, lo que en términos de nuestro objeto de estudio
querrá decir que la verdad es igualmente alcanzable a través del saber alcanzado por medio de la
labor manual y sus afanes, como por medio de la acción del gobierno o de la vida contemplativa y
de la oración, lo cual destruye el esquema socio-político medieval, la concepción religiosa del
momento y, por ende, el entender el mundo y, particularmente el trabajo, como la consecuencia de
un castigo divino que merece desprecio.
Ideas que corroboran el pensamiento de Averroes son las del judeo-español Moisés Ben
Maimón (Maimónides, 1135-1204) quien nuevamente pone de relieve al hombre, anticipando el
humanismo renacentista. Insigne filósofo, médico y rabino, aparte de sus numerosos escritos
médicos nos deja una compilación de toda la legislación talmúdica, la Mishne Torá o Yad Hazaká
(Segunda Ley o La Mano Fuerte), donde se describen las reglas sobre la supremacía y nobleza de la
vida humana. Según el filósofo judío, el hombre debe tender a mantener su salud física y su vigor
para que su espíritu se mantenga enhiesto, en condición de conocer a Dios, puesto que es imposible
entender las ciencias y meditar sobre ellas cuando se está enfermo o hambriento. Extrapolando esta
concepción del hombre, el trabajo le serviría a éste, precisamente, para mantener adecuadamente su

3
Si bien constituyen hitos en la filosofía medieval, me excuso de tratar a Pedro Abelardo (1079-1142), Nicolás de Cusa
(1401-1464) , Alberto Magno (1200-1280) y a Guillermo de Ockam (1280-1349) por ser autores que dedican sus
escritos a la filosofía pura, a la teología y a otras ciencias pero no a desarrollar una concepción sobre el hombre en
particular.

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cuerpo y cubrir sus necesidades básicas, esto es, el trabajo sirve al hombre para llegar a Dios. Muy
diferente de la idea cristiana de castigo.
Otro de los grandes pensadores de la época es Tomás de Aquino (1224-1274) quien, entre los
conceptos que desarrolla está el de fin último, el cual no puede ser alcanzado por el hombre de
manera estable y definitiva, sino al término de su existencia en la tierra, o sea, en una vida
puramente espiritual; y la idea de obligación, esto es, la progresión del fin último la realiza el
hombre en el mundo en una vida de prueba, en cuyo transcurso construye su destino. Si bien la obra
de este pensador es vasta e influyente, no deja de ser menos cierto que su concepción de mundo es
que el paso por esta vida implica dolor y sufrimiento. El centro de su atención en el ser humano
sigue siendo el alma, en términos aristotélicos, pero sin ninguna referencia a los trabajos de la
corporeidad. Si esta vida es una prueba, entonces el trabajo será, sin lugar a dudas, el mejor medio
de purificación para la vida siguiente, no terrenal. Y cuanto más agobiante, mayor sería la
recompensa celeste. Al menos para quienes no tenían la suerte de estar en directo contacto con la
divinidad.
Contemporáneo en cronología y en pensamiento a Tomás de Aquino es Giovanni Fidanza,
conocido como Buenaventura (1221-1274), de quien destaco dos tesis: en primer lugar, el pecado ha
provocado la ignorancia del espíritu y la concupiscencia de la carne, así es que el camino a la
sabiduría comienza por la oración, pidiendo a Dios su gracia y su luz. En segundo término, la
existencia de un conocimiento sensible, relacionado con lo exterior y lo inferior, y la de un
conocimiento inteligible, referido a lo interior y superior. Su primera tesis valida el esquema
imperante, donde el trabajo espiritual era el más codiciado –y el menos esforzado, en términos
prácticos– por constituir una fuente de sabiduría para alcanzar a Dios. En tanto, el conocimiento
derivado de los hechos y de la praxis cotidiana, es objeto vano y de apariencias. De ahí que al
trabajo, como agente de dicha praxis, se le dedique apenas una referencia pasajera, y siempre desde
la perspectiva del constructo teológico.

***
Esta ha pretendido ser una síntesis panorámica del pensamiento medieval en cuestiones
atingentes al tema de este trabajo. Trataremos de efectuar un ejercicio hermenéutico en las próximas
líenas que permitan conformar un perfil del estado del arte de la discusión durante la época,
llegando a extrapolar algunas ideas-fuerza respecto del concepto de trabajo imperante en el
medioevo.

Conclusiones
“La «Gran Obra», a la cual nos convida la Franc-Masonería,
implica, en efecto, participación efectiva de nuestra parte en
la empresa más sublime que se pueda concebir, puesto que
se trata nada menos que de la creación del Mundo o de su
perfección, lo que viene a ser exactamente lo mismo.
Estamos llamados a conocer la marcha del Progreso, a
adivinar las intenciones de lo que se quiere hacer, a

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descifrar, en otros términos, el plan de la Inteligencia


constructiva del Universo, a fin de poder intervenir
útilmente con el fin de favorecer en todas partes la aparición
de lo mejor”.
(Wirth, El Libro del Compañero)

Como señalamos en un comienzo, la Edad Media es un constructo temporal más que


ideológico o histórico, ya que el proceso de desarrollo de los diversos pueblos es dispar, lo que se
comprueba a través de este breve recorrido de autores que hemos realizado. Claramente esta etapa
tiene su pensamiento escindido en dos grandes tipos de pensadores: los de origen cristiano y los de
origen no-cristiano.
Son precisamente autores como Avicena, Averroes y Maimónides los que ponen en
perspectiva una conceptualización distinta del ser humano, con las implicancias que ello trae en el
eje de la relación hombre – trabajo.
Con todo, para realizar un proceso realmente interpretativo, se estructurará esta reflexión en
torno a 4 puntos centrales, respecto de la conceptualización de trabajo, siguiendo en este sentido a
Noguera (2002); éstos son:
(a) Valorización v/s desprecio del trabajo.4
(b) Concepto amplio v/s concepto reducido de trabajo.5
(c) Productivismo v/s antiproductivismo en relación con el trabajo.6
(d) Centralidad v/s no centralidad del trabajo.7
Dentro de la primera categoría, como hemos visto a través de los filósofos cristianos –y me
referiré principalmente a éstos, ya que se trata de la concepción dominante, que condena y persigue
a otras tradiciones, y de cuyo pensamiento es heredera nuestra sociedad– el trabajo está claramente
despreciado y subvalorado (entiéndase el trabajo manual). No podía ser de otro modo, pues todos los
filósofos medievales son eclesiásticos que siguen al pie de la letra los Evangelios oficiales.

4
“Este eje, como su propio nombre indica, se refiere a si el trabajo es dignificado y revestido de valor social y cultural
positivo o si, por el contrario, es despreciado como una actividad innoble.” (Noguera 2002:144).
5
“Denominaremos concepto amplio de trabajo al que considera que una actividad laboral puede tener recompensas
intrínsecas a la misma, y que por tanto el trabajo no necesariamente consiste en una actividad pura y exclusivamente
instrumental, sino que puede ser —al menos parcialmente— autotélica (tener en ella misma su propio fin). Por el
contrario, un concepto reducido de trabajo sería aquél que sólo considera posibles recompensas extrínsecas a la
actividad en cuestión (recompensas que pueden tomar formas muy distintas: dinero, supervivencia, reconocimiento
social, salvación religiosa, etc.); según el concepto reducido, el trabajo es una actividad puramente instrumental, que no
puede dar lugar a autorrealización personal alguna, y que supone necesariamente una coerción para la libertad y la
autonomía del ser humano.” (Noguera 2002:145).
6
“Un concepto de trabajo se inscribe, por tanto, en una óptica productivista cuando se considera el trabajo y la
producción, en sí mismos, como fines compulsivos de la existencia humana, o cuando se toma un modelo «laboral» de
acción como punto arquimédico de la existencia humana, o cuando se reduce el trabajo únicamente a la realización de
actividades económicas valorables en términos mercantiles; y sería antiproductivista cuando no realiza tales
suposiciones. Nótese, a este respecto, que no cabe confundir «producción» y «productivismo»: la producción material
siempre será necesaria y básica para cualquier sociedad; el productivismo, la producción por la producción sin importar
los objetivos, la glorificación de la producción como tal, es un fenómeno cultural y social específico de una determinada
etapa histórica.” (Noguera 2002:147).
7
“La centralidad normativa, por su parte, se refiere a la cuestión política y ética de si el trabajo debe tener esa
importancia sociocultural, y de si debe existir un vínculo claro entre trabajo y beneficios sociales diversos (ingresos,
supervivencia, ciudadanía, estatus, etc.). /.../ Así, una concepción de la ciudadanía será «trabajocéntrica» cuando asocie
normativamente al trabajo la obtención de beneficios sociales como los ingresos económicos, la subsistencia material, el
prestigio social, etc. Por el contrario, se prescinde de la centralidad normativa del trabajo cuando se aboga por una
disociación entre trabajo y subsistencia, u otro tipo de beneficios.” (Noguera 2002:148)

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Recordemos, en este sentido, lo que señala la Vulgata Latina (Génesis 3:17-19), texto fundamental
de la época:

ad Adam vero dixit quia audisti vocem uxoris tuae et comedisti de ligno ex quo
praeceperam tibi ne comederes maledicta terra in opere tuo in laboribus comedes
eam cunctis diebus vitae tuae / spinas et tribulos germinabit tibi et comedes herbas
terrae / in sudore vultus tui vesceris pane donec revertaris in terram de qua
sumptus es quia pulvis es et in pulverem reverteris.

(Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del
que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga
sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. / Espinas y abrojos te producirá,
y comerás la hierba del campo. / Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta
que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo
tornarás.») [Texto destacado por el autor del paper].

Respecto de nuestro segunda idea-fuerza, podemos apreciar que estamos en presencia de una
concepción reducida de trabajo en el pensamiento medieval, ya que no existe una visión del trabajo
como algo plausible per se, es decir, que tenga un valor como esfuerzo humano o como motor de
conocimiento o de perfeccionamiento. Muy por el contrario, basado en esta noción de castigo, el
trabajo sólo serviría como penitencia para una vida futura, metafísica. La mortificación del cuerpo y
las fatigas en esta vida compensarían el pecado original y, junto con las obligaciones eclesiásticas y
regias impuestas al pueblo, conformarían el contexto que debe ser cumplido para llevar una “vida
cristiana, virtuosa, de servicio a Dios y al Rey, su representante secular en la tierra”.
De aquí se deriva, precisamente, una concepción antiproductivista en el medioevo –nuestra
tercera idea-fuerza–, ya que el trabajo no es un fin en sí mismo, sino que está supeditado a la ética y
teología cristianas, esto es, un medio para alcanzar un objetivo superior más que ser él un fin.
Recordemos que el mercantilismo, como teoría económica, surge más bien con el protestantismo,
para quien es lícito el enriquecimiento por medio del trabajo. Recurramos nuevamente a la Vulgata
(Génesis 4:1-5) para apreciar el tipo de trabajo que es valorado:

Adam vero cognovit Havam uxorem suam quae concepit et peperit Cain dicens
possedi hominem per Dominum / rursusque peperit fratrem eius Abel fuit autem
Abel pastor ovium et Cain agricola / factum est autem post multos dies ut offerret
Cain de fructibus terrae munera Domino / Abel quoque obtulit de primogenitis gregis
sui et de adipibus eorum et respexit Dominus ad Abel et ad munera eius / ad Cain
vero et ad munera illius non respexit /.../

(“Conoció el hombre a Eva, su mujer, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: «He
adquirido un varón con el favor de Yahveh.» / Volvió a dar a luz, y tuvo a Abel su
hermano. Fue Abel pastor de ovejas y Caín labrador. / Pasó algún tiempo, y Caín
hizo a Yahveh una oblación de los frutos del suelo. / También Abel hizo una oblación
de los primogénitos de su rebaño, y de la grasa de los mismos. Yahveh miró propicio
a Abel y su oblación, / mas no miró propicio a Caín y su oblación /.../”)
Está claro, desde un comienzo, que es la vida contemplativa o la de menos acción física la
que es agradable a los ojos del Dios cristiano. No olvidemos que el Paraíso es un constructo de
inacción permanente, al contrario de los pueblos “bárbaros”, cuya existencia en el más allá era tan
activa como era la Naturaleza terrena. Los frutos del esfuerzo físico, por lo demás incruentos, no son

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ofrenda propicia ni para Yahveh ni para sus seguidores, como lo demostrará latamente la historia del
cristianismo.
Finalmente, en la última perspectiva, la centralidad del trabajo, debemos reconocer que
existe una disociación entre los tipos de trabajo: el intelectual y el militar se ven recompensados con
los frutos divinos, culturalmente impuestos y aceptados, ya que, “como las aves del campo” que no
se preocupan de cultivar y a las cuales no les falta Dios, así quienes están autoasignadamente más
cerca de la divinidad reciben lo que otros siembran. En tanto, el trabajo manual tiene una redituación
claramente inferior a los esfuerzos que se realizan por producir. Esta subvaloración económica y
social, desde mi perspectiva, no tiene otra finalidad que la de mantener el modelo sociopolítico de
castas establecidas a partir de la instauración del cristianismo como religión de Estado. A partir de
allí el trabajo y sus frutos se convierten en la penitencia que deben pagar los menos favorecidos de
la mano de Dios.

SFU

Manuel Contreras Seitz, ComM


e-mail: mcontrer@ulagos.cl

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