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La sociedad feudal estaba organizada sobre la base de las relaciones de los

señores (nobles) entre ellos y con el Rey y, al mismo tiempo, sobre las relaciones
entre los señores y los campesinos, que eran quienes trabajaban las tierras. En
la Alta Edad Media (2da de las tres etapas en las que dividimos la Edad Media
para su estudio), a partir del siglo IX, se difundió la creencia de que el orden feudal
respondía a la “voluntad de dios”. Teólogos, obispos y sacerdotes afirmaban que
para lograr la armonía entre los hombres, “Dios había asignado a cada uno un
trabajo, una función, que debía realizar desde su nacimiento hasta su muerte”. Así,
los integrantes de la sociedad se dividían en “los que guerreaban” (en
latín, bellatores), “los que oraban” (oratores) y “los que trabajaban” (laboratores).
Todos los trabajos eran igualmente importantes y necesarios para el conjunto de la
sociedad, y cada uno de sus integrantes debía realizarlo de la mejor manera, ya
que la recompensa estaría en la vida tras la muerte. Claramente, al naturalizar las
relaciones sociales, naturalizaban la profunda desigualdad que existía en la
sociedad medieval y de alguna manera daban consuelo y propósito a quienes les
tocaba integrar el tercer orden. Georges Duby, en “Guerreros y campesinos”,
describe al orden feudal, de la siguiente manera:
La iglesia se situaba en el mas alto escalos de los tres ordenes, por esta razón no
solo debía estar exenta de la fiscalidad y el pillaje, sino que parecía necesario que
una parte considerable de la producción llegara a sus manos para ser ofrecida, por
intermedio, a Dios y ganar así los favores de la divinidad. La idea de sacrificio y
consagración se instalan en la conciencia colectiva, coincidiendo con limosnas
abundantes. Nunca en la historia de la cristiandad las limosnas fueron tan
abundantes como el los cinco o seis decenios que rodean al año 1000. Los fieles
daban limosnas con cualquier motivo, y entre estas estaba la tierra. Este enorme
trasvase de bienes raíces puede ser considerado el movimiento más importante
entre los que animaron la economía europea del momento. Este movimiento de
riquezas produjo el crecimiento sin cesar, durante los siglos XI y XII, de monjes y
clérigos.
Estos hombres no estaban totalmente alejados de la producción. El clero rural
permaneció en su mayor parte al nivel del campesinado. Sin embargo, un numero
considerable de los hombres de Iglesia, los mas ricos, los que recibían las mayores
ofrendas, eran puros consumidores. Vivian con comodidades señoriales próximas
a loas de los laicos mas poderoso, especialmente los que Vivian alrededor de las
iglesias catedralicias.
Con la riqueza recibida, se daba a los pobres limosnas y hospitalidad, de esta
manera contribuyo a reducir la extensión de la miseria en una sociedad siempre
desprovista. Sin embargo la redistribución era de importancia secundaria si la
comparamos con la exigencia fundamental, la de celebrar el oficio divino con el lujo
mas resplandeciente. El mejor uso que los dirigentes creían poder hacer de sus
riquezas era embellecer el lugar de plegaria, reconstruirlo, adornarlo. La consigna
era: gastar para mayor gloria de dios.
La misma actitud tenían los miembros del segundo orden de la sociedad. También
gastaban, pero para su propia gloria y en los placeres de la vid. Esta categoría
social, que proporcionaba a la iglesia los equipos dirigente, que tenia la fuerza y
que la utilizaba duramente a pesar de las prohibiciones levantadas por la moral de
dios, debe ser considerada la clase dominante de este tiempo. La teoría de los tres
ordenes y las instituciones de paz fueron elaboradas y forjadas en función del
poder del grupo militar, y su situación y su comportamiento rigen en los siglos XI y
XII toda la economía feudal.
Este grupo posee la tierra, excepto la parte que por el temor que la muerte le
obliga a ceder a dios. Vive en la ociosidad y cree indignas las tareas productivas.
Dado que la disolución de la autoridad, monárquica a colocado a estos en una
situación de independencia, la clase guerrera no acepta ningún tipo de limitación.
Por consiguiente no acepta a despojarse de sus bienes sino a trabes de
donaciones gratuitas y de generosidades mutua. Su vocación es la guerra, y el
primer uso que hace de sus riquezas, es procurarse los medios más eficaces para
combatir. En la economia domestica de los hombres de este grupo se destina una
gran parte de sus ingresos a perfeccionar su potencia militar. Los gastos en guerra
no son todo en este grupo social; también esta el gasto en el lujo, el derroche es
una de las virtudes primordiales. Las fiestas y reuniones en las que los bienes de la
tierra son colectiva y alegremente distribuidos en competencias de ostentación,
son junto a la guerra, el punto fuerte de la existencia aristocrática. El medio
económico que representa, en la sociedad de la época, el grupo de los caballeros
es, por vocación profesional, el de la rapiña. Por sus hábitos, es el del consumo.
El tercer orden, el de los trabajadores, la capa formada por la gran masa del
pueblo, debe proporcionarle a los que rezan y a los que combaten los medios para
mantener su ocio y alimento para sus gastos. Otros ganan para el su salvación,
otros están encargados de defenderlo contra las agresiones. Como precio de estos
favores, las capacidades de producción del campesinado están totalmente presas
en el marco del Señorío.
“La razón de ser de los corderos es proporcionar leche y lana; la de los bueyes,
trabajar la tierra; la de los perros, defender de los lobos a los corderos y a los
bueyes. Si cada especie de esos animales cumple su oficio, Dios los protege […].
Igual hace con los órdenes que ha establecido con vistas a los diversos oficios que
se han de realizar en este mundo. Ha establecido a los unos –los clérigos y los
monjes– para que rueguen por los otros y para que llenos de dulzura como los
corderos, los empapen con la leche de la predicación y les inspiren con la lana del
buen ejemplo un ferviente amor de Dios. Ha establecido a los campesinos para
que hagan vivir –como los bueyes con su trabajo– a sí mismos y a los otros. A
otros, en fin –a los guerreros– los ha establecido para que manifiesten la fuerza, en
la medida de lo necesario, y para que defiendan de los enemigos, como de los
lobos, a los que ruegan y los que cultivan la tierra.”
acques Le Goff
No nos cansaremos de decir que la Edad Media es un período rico en detalles y
matices, alejado de los estereotipos que muchos le atribuyen. No fue, en
absoluto, una fase oscura y tenebrosa supeditada a la superstición y a la
autarquía. Especialmente la Baja Edad Media es uno de los períodos más
interesantes de estudiar porque será entonces cuando empiecen a construirse
los cimientos que luego sostendrán al Renacimiento. Tampoco se deben obviar
los rasgos que “oscurecen” a esta época cuya generalización ha ensombrecido,
sin embargo, a otros elementos que poco a poco empiezan a ser puestos en
perspectiva.

Entre los trabajos que ayudan a mostrar con mayor claridad el carácter
poliédrico del Medievo encontramos la (ya clásica) obra de Jacques Le
Goff, Mercaderes y banqueros de la Edad Media* en la que, a partir del examen
de un grupo social muy específico, el autor nos describe un mundo mucho más
complejo del que podríamos imaginar.
El protagonista indiscutible del libro no tiene rostro pero sí unas características
bien definidas que el propio historiador francés reconoce en la introducción:
“Así pues, a quienes queremos presentar es a los negociatores, a los mercatores.
Hombres de negocios, se les ha llamado, y la expresión es excelente, puesto que
manifiesta la amplitud y la complejidad de sus intereses: comercio, propiamente
dicho, operaciones financieras de todo orden, especulación, inversiones
inmobiliarias y en bienes raíces. Para nombrarles nos hemos limitado aquí a evocar
los dos polos de su actividad: el comercio y la banca“. Precisa a continuación Le
Goff las limitaciones de su estudio: centrado en la Europa cristiana; analiza no
el “comercio” como actividad sino las personas dedicadas a él; sacrifica a los
pequeños mercaderes en detrimento de los personajes de primera magnitud;
mayor atención a la Baja Edad Media y exposición sistemática de las
características más destacadas de los protagonistas de la obra.
El autor, representante destacado de la tercera generación de la Escuela de los
Annales, la denominada “nueva historia” (cuyo objetivo es integrar lo individual
con lo colectivo, lo político con lo social, económico y cultural), busca situar
“[…] entre las figuras que permiten comprender a la cristiandad medieval, entre
esos “estados del mundo” que el pesimismo de la Edad Media moribunda
arrastrará a la Danza Macabra, y al lado del caballero, del monje, del universitario,
del campesino, al mercader que hizo historia como ellos y con ellos, y también con
otros, que esperamos que un día obtengan el ‘derecho a la historia’, según la
acertada expresión de Lucien Febvre“.
En su intento por abarcar todo el universo que rodea a los grandes mercaderes
y banqueros de la Edad Media, Jacques Le Goff divide su libro en cuatro
secciones, cada una de las cuales aborda una cuestión específica relacionada
con aquéllos, sin abandonar en ningún momento la visión de conjunto. El
primer apartado corresponde a la actividad profesional de estos personajes y
en él son tratadas cuestiones tan importantes como los instrumentos que
utilizaban en su quehacer diario (la contabilidad, los seguros o la letra de
cambio), nacidos al albur de la revolución comercial del siglo XIV y XV e
imprescindibles para gestionar un entramado de relaciones y negocios ya
extendido por todo el continente europeo. También se abordan las figuras del
mercader itinerante (y sus rutas comerciales) y del mercader sedentario (quien
fomentará la aparición de nuevos modelos de negocio y contratos). Concluye
esta apartado respondiendo a la pregunta: ¿Ha sido el mercader medieval un
capitalista?
La segunda parte ahonda en los vínculos de los mercaderes con el resto de
grupos sociales y destaca la importancia política que aquéllos tuvieron durante
la Edad Media. Para Le Goff, “sean cuales fueren los orígenes de los grandes
mercaderes, una cosa es cierta: su poderío económico está vinculado al desarrollo
de las ciudades, centros de sus negocios. Es también en el marco urbano donde se
establecen su dominio social, su poder político“. La ciudad se convierte en el
centro neurálgico de las redes mercantiles cuyos dirigentes van a surgir de
entre las grandes familias de comerciantes. Las conexiones con la nobleza irán
aumentando a medida que incrementan su fortuna, de forma casi paralela a la
progresiva lejanía del campesinado. También analiza en estos capítulos la
participación de algunos banqueros en las revueltas ocurridas durante la Edad
Media.
La tercera sección estudia la complicada relación entre la Iglesia medieval y los
mercaderes. El historiador francés afirma que el trato con las autoridades
eclesiásticas no siempre fue fácil pues éstas veían con malos ojos los intereses
y el afán de lucro. La mentalidad fue evolucionando y la Iglesia acabó por
aceptar las actividades comerciales de los mercaderes, quienes también
supieron camuflar su métodos de trabajo para hacerlos más acordes con los
preceptos morales católicos. A medida que nos acercamos a la revolución
comercial de los siglos XIV y XV las conexiones entre unos y otros se vuelven
más estrechas e incluso algunos papas protegerán e incentivarán
determinados monopolios.

En la última sección del libro Le Goff


destaca el papel cultural que
desempeñaron los mercaderes y
banqueros en la Edad Media,
describiendo su incidencia en las
distintas ramas artísticas, como
mecenas o como inspiradores de
una nueva iconografía. Subraya
asimismo la importancia que
tuvieron en la construcción de una
nueva mentalidad ajena a la que hasta entonces había impuesto la Iglesia.

Esta nueva edición del libro de Jacques Le Goff es una excelente oportunidad
para quienes traten de aproximarse a la Edad Media, pero también para los
especialistas que quieran recuperar uno de los clásicos que abrió el camino al
estudio de esta época. Concluimos con las últimas palabras de la obra del
historiador francés “Ahí, en ese escenario urbano que ha llegado hasta nosotros,
es donde tenemos que representarnos al gran mercader de la Edad Media.
Despidámonos de él viéndole atravesar una plaza de Florencia en el célebre fresco
de la capilla Brancacci. Vestido con suntuosidad, se adelanta orgullosamente entre
el monumental decorado de la Florencia del Quattrocento que tanto le debe y el
edificante grupo de san Pedro curando a Tabitha. Ahí es donde tenemos que
saludarle por última vez, entre su gloria y su vanidad“.
Jacques Le Goff, (Toulon, 1924), historiador de la Edad Media, vinculado en su
carrera docente a la École des Hautes Études en Sciences Sociales, ha abordado
en su obra los temas fundamentales del medievo desde todos los puntos de
vista posibles. En sus escritos combina historia, antropología y sociología con la
historia de la cultura y de los sistemas económicos. Entre sus trabajos más
importantes destacan
El libro que se va a comentar, Las ciudades de la Edad Media, es un fragmento
de la obra más general de Pirenne, Las ciudades y las instituciones urbanas,
publicada póstumamente en 1939. Henri Pirenne (1862-1935) inició su
trayectoria como historiador con investigaciones sobre historia social y política
de los Países Bajos. Sólo en los años 30, cercano a la muerte, publica su obra
principal, Mahoma y Carlomagno, un clásico de la historiografía del siglo XX. En
ella sostiene que la Edad Media no comienza con las invasiones bárbaras sino
con las islámicas. El motivo es que sólo con la aparición del Islam se produce el
“cierre del Mediterráneo”. Hasta entonces, a pesar de las invasiones de los
bárbaros y de la destrucción política del Imperio Romano de Occidente, el
Mediterráneo había sido un espacio cultural y económico unitario. Sólo con la
llegada de los árabes tiene lugar la división del Mediterráneo en tres grandes
áreas: el Sur, ocupado por el Islam; el Este, en el que se mantienen los vestigios
del Imperio Bizantino y el Oeste, del que surge la cultura medieval occidental a
partir del Imperio Carolingio. Por eso, según la célebre frase de Pirenne,
“Carlomagno resulta inconcebible sin Mahoma”. Este punto de vista es decisivo
en la interpretación que hace Pirenne de la génesis de la ciudad medieval.
Pirenne presenta el siglo de Carlomagno como una época de renacimiento
religioso, cultural y político, pero de profunda crisis económica, provocada por
la inestabilidad de los mares. El Mediterráneo había sido “cerrado” por el Islam
y el Atlántico por vikingos y escandinavos. Las antiguas ciudades costeras,
como Marsella, entran en declive y comienzan a fundarse núcleos urbanos
interiores. La vida cultural también se repliega desde el Mediterráneo hacia el
interior. Si aún en tiempos de las invasiones bárbaras los principales
pensadores (Boecio, Isidoro de Sevilla) continuaban siendo mediterráneos, en
los siglos VIII y IX las grandes figuras intelectuales (Alcuino, Bonifacio, Eginardo)
son hombres del continente. El Imperio Carolingio es, pues, un “estado
continental sin salidas”, que, debido a la imposibilidad de un comercio
marítimo fluido, está sujeto a una economía agrícola de subsistencia. Es esta
crisis económica la que implica la crisis definitiva de la ciudad antigua, que
había sobrevivido a las invasiones bárbaras. Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de
Pensamiento Político Hispano Esteban Ruiz Serrano, La ciudad medieval en
Henri Pirenne. La transición entre esa ciudad antigua, que desaparece con las
invasiones islámicas, y la ciudad medieval propiamente dicha tiene lugar con la
emergencia de la “cité” y el burgo, dos estructuras urbanas que podrían ser
consideradas “protociudades” medievales, aunque Pirenne no utilice este
término. Pirenne distingue el término “cité”, que el traductor mantiene en
francés en la versión española, del término “ville”, traducido por “ciudad” en el
texto español. “Cité” sería una agrupación urbana que no puede identificarse
con la ciudad medieval pero que con frecuencia está en su origen histórico, de
ahí la condición de “protociudad” que se la asigna en esta nota. “Ville” sería la
ciudad medieval propiamente dicha, resultado de la “cité” como se verá más
adelante. Las cités eran, en principio, ciudades antiguas dotadas de una
organización municipal propia del Imperio Romano. Con la crisis final del
Imperio y el triunfo del cristianismo las cités empiezan a identificarse con las
sedes episcopales, capitales de diócesis que se organizan en torno a una
catedral. La sociología de una cité es relativamente sencilla: está habitada por
diferentes estamentos clericales (obispo, autoridades diocesanas, sacerdotes,
monjes del entorno, miembros de las escuelas religiosas) y por el personal
dedicado a los servicios que necesita la comunidad (principalmente
alimentación y vestido). Es frecuente que las cités acojan mercados en los que
se desarrolla una actividad comercial muy rudimentaria, que no genera clases
mercantiles consolidadas. El ejemplo supremo de cité es, sin duda, Roma, que
pasa de ser capital política del Imperio a centro predominantemente religioso.
A diferencia de la cité, que hunde sus raíces en la ciudad antigua, el burgo es
un resultado de la fragmentación del Imperio Carolingio. La falta de una
autoridad imperial firme hizo frecuentes los conflictos de jurisdicción entre los
señores feudales. El burgo fue en su origen una fortaleza dispuesta para
defender territorios en litigio. Estaba habitada por un destacamento militar y
gobernada por un alcalde, con pleno poder delegado por el señor feudal.
Además de los establecimientos dedicados a los soldados, un burgo contenía
también algún modesto edificio religioso, dependencias para las personas
encargadas del mantenimiento de la comunidad y almacenes o graneros que
permitían conservar una cantidad suficiente de provisiones. Una cité podía
tener hasta 3000 habitantes; un burgo rara vez llegaba al millar. Tanto la una
como el otro carecían de la actividad económica necesaria para generar una 2
Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de Pensamiento Político Hispano Esteban Ruiz
Serrano, La ciudad medieval en Henri Pirenne. vida urbana pujante. Pero
ambas estructuras se encuentran, según Pirenne, en el origen de la ciudad
medieval. Un impulso decisivo para la constitución plena de las ciudades
medievales vendrá dado por el renacimiento comercial que empieza a
esbozarse en el siglo X y se consolida en el XI. En este proceso Pirenne
considera decisiva la intervención de Génova, que ocupa Cerdeña, Córcega y
Sicilia, hasta entonces en poder de los árabes y recupera para el comercio
cristiano algunas rutas del Mediterráneo. En el Mar del Norte los escandinavos
abandonan la guerra y se dedican al comercio, lo que favorecerá la
prosperidad de los Países Bajos y una mayor relación comercial entre Londres
y Francia. Un factor esencial para la formación de una nueva clase mercantil es
el aumento de la población a partir del siglo X, que provoca una fuerte
emigración del campo a la ciudad. Masas de campesinos desarraigados se
asientan en el entorno de las protociudades (cités y burgos) y constituyen
“portus”. Un portus era, en principio, un almacén de mercancías que daba lugar
a un foco estable de comercio. Los portus estaban situados “extramuros” de
cités y burgos y acabaron por consolidarse como un espacio en el que se
instalaban mercaderes que generaban una vida comercial estable y bien
localizada. Se constituyeron así dos núcleos de población: el originario (cité o
burgo) y el sobrevenido (portus, que en el caso del burgo recibió también el
nombre de “nuevo burgo”) separados inicialmente por las murallas del núcleo
antiguo. Ahora bien, la misma prosperidad de portus y burgos nuevos eran un
reclamo para el pillaje y la delincuencia procedentes del exterior. Fue
necesario, por lo tanto, proteger portus y nuevos burgos con murallas que se
suponían un cinturón añadido al que ya tenían cités y burgos como recintos
amurallados. Así, pues, tanto burgos como cités dan lugar a las ciudades
medievales por procesos de yuxtaposición en los que la parte nueva de la
ciudad va absorbiendo jurídica y económicamente a la vieja. Sólo los
comerciantes, habitantes del “burgo nuevo”, reciben el nombre de burgueses.
Entre los dos núcleos yuxtapuestos de la ciudad medieval hubo pronto
contenciosos de jurisdicción y territorialidad. En las cités, la nueva clase urbana
reivindicó sus derechos ante los obispos y aprovechó para ello conflictos de
naturaleza religiosa o política más que económica. Los burgueses se
enfrentaron al clero dominante, bien denunciando su relajación de costumbres
y su falta de espiritualidad sincera, bien apoyando al bando que más les
favorecía en las luchas 3 Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de Pensamiento
Político Hispano Esteban Ruiz Serrano, La ciudad medieval en Henri Pirenne.
entre el papa y el emperador o entre los reyes y el emperador. Lo cierto es que
los habitantes de las nuevas ciudades van adquiriendo derechos e incluso
generando sus propias instituciones. La principal de ellas es el consulado, que
aparece en el siglo XI. El cónsul era un magistrado municipal que administraba
la ciudad y su cargo era anual y electivo. En el caso de los burgos, la autoridad
del alcalde se extendió en principio tanto sobre el viejo como sobre el nuevo
burgo. Pero la burguesía no se sintió cómoda en este orden y reaccionó
organizándose en asociaciones propias, como hansas y guildas, que elegían a
sus notables. Los alcaldes no se opusieron, en un primer momento, a que los
burgueses solucionasen sus problemas por sus propios medios, de modo que
guildas y hansas tuvieron cada vez más autonomía para organizar sus asuntos
de modo en principio alegal. Pero a partir del siglo XII empiezan a promulgarse
en los burgos de Flandes (Brujas, Gante) constituciones urbanas que reconocen
territorios jurídicos autónomos, provistos de derechos especiales para sus
habitantes. El más fundamental de esos derechos es, naturalmente, el de la
libertad, que libera de la servidumbre a cualquier siervo que vive en una ciudad
durante un año. Otro grupo de derechos está relacionado con la capacidad de
los burgueses para dirimir los contenciosos relativos a sus propios negocios.
Por último, un tercer cuerpo de derechos tiene que ver con la “legislación de la
paz urbana”, toda una serie de disposiciones orientadas a mantener el orden
público mediante un sistema de coacción violenta que incluía los castigos
físicos más atroces (descuartizamientos, muertes, amputaciones y todo tipo de
torturas). Se suponía que esta coacción por el terror garantizaba la condición
de “hombres de paz” (“homines pacis”) de los habitantes de la ciudad. En
cualquier caso, las murallas protectoras del peligro exterior y las leyes de la paz
urbana protectoras del peligro interior sellaban la alianza entre el comercio y la
seguridad que estaba en el origen de la ciudad medieval.

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