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Lo extraño es que la primera parte fue tan maravillosa como el hacerlo con
tu chica de la secundaria. Ya saben a qué me refiero, ¿no? Como cuando estás
realmente enamorado y lo haces tanto para expresar tus sentimientos como para
satisfacer tus necesidades… Su cabello olía tan bien como su perfume, y su
carne era suave y hermosa y en su cuerpo había curvas y oquedades tan
maravillosas que casi se me saltaron las lágrimas. Nos lo tomamos con mucha
calma. Su aliento era tan fresco y agradable como el de un bebé y la caricia de
los dedos que se deslizaron sobre mi espalda no podía ser más suave. Sus manos
consiguieron que tuviera la sensación de que era alguien, y de que me quería.
—Ahora voy a pedirte que me ay udes —dijo cuando rodamos sobre nosotros
mismos hacia el otro lado de la cama.
Y el tono de voz en que pronunció aquellas palabras… Entonces sí que me
puse realmente muy nervioso.
—¿Ay udarte?
Estaba oscuro, pero no lo suficiente para impedirme ver su asentimiento de
cabeza.
Intenté tomármelo a broma.
—¿Y qué ocurrirá si no te ay udo?
No se movió. No dijo nada. Vi el movimiento de sus senos que acompañó al
suspiro.
—Entonces te mataré —dijo—, y estarás tan muerto como y o.
Tardó unos diez minutos en llegar, tal y como ella había dicho que haría.
Ahora sabía quién fumaba aquellos puros.
La chica me había entregado la grabadora y me hizo sentar en una silla.
También tenía una Smith and Wesson del 38 —un arma de policía—, para que la
sostuviera en mi mano.
Me quedé inmóvil en la oscuridad oy endo crujir la gravilla del sendero
mientras su coche se acercaba lentamente al remolque. La portezuela del coche
se abrió con un chirrido y un motor muy potente se detuvo con un último
estremecimiento. Oí el sonido de sus pasos sobre el suelo helado. Metió la llave
en la cerradura, entró en el remolque y encendió la luz.
—¡Cristo! ¿Quién diablos es usted?
Era alto y muy corpulento, y debía tener unos sesenta y cinco años. Su rostro
estaba salpicado por las manchas rojizas que produce el beber demasiado. Olía a
frío y a alcohol. Vestía una chaqueta deportiva barata bastante arrugada y unos
pantalones igual de baratos y arrugados.
—Quiero que se siente ahí —dije.
—Oiga, ¿ha entrado a robar o qué?
—Quiero que se siente ahí y que me hable de la noche de Halloween de hace
dos años en que usted y su amigo Frank Campion violaron y mataron a esa chica.
—¿De qué diablos está hablando?
—Ya sabe de qué estoy hablando.
—Yo no he violado a ninguna chica.
Le apunté con el arma.
—Ella me lo contó todo.
—Eh, amigo, está loco… ¿Toma drogas o qué?
—Ella me lo contó todo. La chica a la que mataron… Esto es cosa suy a.
Quiero decir que está controlando mi mano, ¿comprende? Puede hacerme
apretar el gatillo cuando le dé la gana.
—Está loco.
Le disparé en la pierna.
Nunca había visto a nadie más sorprendido. Supongo que mi forma de hablar
—todas esas locuras sobre la chica y lo de que podía hacerme apretar el gatillo—
había hecho que empezara a tener la sensación de que controlaba la situación y
de que quizá tuviera alguna posibilidad de quitarme el arma.
Pero ella estaba en mi mente, y sentí como volvía a tensar mi dedo sobre el
gatillo.
—Quiero que me hable de esa noche y que me cuente todo lo que hicieron —
dije.
Se arrastró hacia atrás y empezó a gritar. No paraba de mirarse la pierna,
como si esperara descubrir que pertenecía a otra persona.
—No he violado a ninguna chica —dijo.
Le disparé en el brazo derecho.
Esta vez vomitó. No estoy seguro del porqué. Quizá fuese culpa del miedo.
Pero funcionó. Empezó a hablar.
—Frank y y o estábamos borrachos —dijo.
Después lo soltó todo. La verdad es que su historia no tenía nada de particular
o especialmente interesante, ni tan siquiera al final cuando me contó que habían
echado el cadáver en el fondo de un silo, allí donde nadie lo encontraría jamás.
Desconecté la grabadora, rebobiné la cinta y la puse en marcha. Su voz se oía
perfectamente. La chica y a tenía lo que deseaba.
El hombretón estaba llorando. Sangraba mucho, se iba debilitando y no
paraba de llorar.
—Ya no puedo gritar —dijo—. Llame a una ambulancia, ¿de acuerdo? ¿De
acuerdo?
Me puse en pie, fui hacia el teléfono y cogí el auricular. Empecé a marcar el
número, pero la chica me hizo girar bruscamente sobre los talones.
Comprendí lo que iba a ocurrir y logré mover el brazo hacia la izquierda lo
suficiente para que la bala se incrustara en la pared.
La chica salió del dormitorio y el hombretón empezó a gritar nada más verla.
Nunca había oído unos gritos tan terribles.
Me arrancó el arma de la mano, fue hacia él y se detuvo a unos centímetros
de distancia. Le disparó cuatro veces en la cara.
Cuando hubo terminado me arrojó el arma. La cogí al vuelo en un acto
reflejo.
Vi dos lágrimas deslizándose por sus mejillas. Parecían dos gotitas de
mercurio.
Y un instante después y a no estaba allí. El viento hacía oscilar la puerta del
remolque, y la silueta de la chica se recortó un momento contra el horizonte
iluminado por la luna antes de desaparecer colina abajo.
Me quedé inmóvil contemplando el cadáver que y acía en el suelo y el arma
que sostenía entre los dedos. El primer vecino metió la cabeza por el hueco de la
puerta y se volvió hacia el segundo vecino.
—Mira —dijo—. ¡Este hombre acaba de matar a John!
En 1987 St. Martin’s Press publicó Dirty Money, la novela más divertida que
se ha editado en muchos años. Ray Russell lleva décadas siendo uno de los
escritores más originales, elegantes y versátiles con que contamos, y el hecho de
que se le considere uno de los autores más ingeniosos de la nación no sorprenderá
a nadie que haya leído sus relatos «God Will Provide», «The Hell You Say» (dos
supercortos de lo más inteligente) o el hilarante y aterrador «American Gothic»
publicado en el segundo volumen de esta serie de antologías.[1]
Una de las explicaciones del éxito conseguido por los relatos cortos de este
antiguo redactor en jefe de la revista Play boy es su forma particularmente
perversa de observar nuestra época. Su mirada es capaz de captar y resumir todo
lo que se ha hecho con varios temas clásicos del terror (o de la ciencia ficción; o
la fantasía; o lo que sea). Ray se concentra en los elementos que le habían pasado
por alto a todo el mundo, incluyendo uno tan familiar como el que encontrarán en
su relato más reciente, el que están a punto de leer. Sólo el autor de Sardonicus y
Dirty Money podía haber escrito algo semejante.
Esta ciudad gastada por el tiempo en la que vivimos tiene muchas tiendas y
comercios. Más de una vez he pensado que son como sirenas voluptuosas que nos
atraen con las fascinantes mercancías y artículos que nos hacen guiños tras los
cristales impolutos de sus escaparates. Una persona puede pararse delante de la
pastelería Alecu —tal y como hice y o anoche— y entretenerse contemplando
los pasteles y golosinas que te hacen la boca agua y, al mismo tiempo, el reflejo
de tu rostro lamiéndose los labios ante una exhibición tan deliciosa. Hay horas en
que los escaparates de esas tiendas pueden compararse con cualquier espejo.
Muchas son las ocasiones en que me han ay udado a ponerme bien el sombrero o
alisarme el bigote antes de acudir a una cita con mi amada.
La noche anterior la esperé delante de la pastelería. El local estaba cerrado.
El interior era una masa de oscuridad y cada escaparate se había convertido en
un perfecto espejo negro. La combinación de ray os que brotaban del farol de la
esquina y la luna llena me permitía ver reflejado al médico respetado y anfitrión
elegante que todos consideran un pilar de la sociedad. Todos esos atributos y
cualidades parecían estar reflejados en la imagen, y me permití la pequeña
fantasía de que podía verlos con toda claridad.
Pero… ¿vería a mi amada en cuanto llegara?
Empezaba a temer que no. Temía que mis sospechas más mórbidas no
tardarían en quedar confirmadas. Me estremecí, y no sólo a causa del frío.
Pronto sabría la verdad. Le había tendido una trampa y le había pedido que se
reuniera conmigo delante de la pastelería a medianoche.
Los tañidos de una campana distante perdida en el frío y la oscuridad dieron
esa hora, y oí el delicado chasquido de sus tacones que se aproximaban. Le di la
espalda a ese sonido y contemplé el escaparate de la pastelería. El chasquido de
sus tacones se fue acercando…
Y vi su hermoso reflejo en el cristal. Sentí como el alivio invadía todo mi ser
y me dispuse a darle la bienvenida.
—Buenas noches, Ioan —dijo mi amada con su voz suave como el visón.
Me volví hacia ella.
—Querida mía… —empecé a decir, pero se me quebró la voz.
—¿Te ocurre algo? —me preguntó—. Pareces preocupado.
—Soy un ingrato y un estúpido —repliqué—. Te había juzgado mal. ¿Podrás
perdonarme? Estaba casi convencido de que eras…
—¿Una vampira? —exclamó ella.
Sus labios se tensaron en una horrenda sonrisa y revelaron unos colmillos
espantosos.
La incredulidad y el horror me hicieron retroceder.
—¡No! —grité—. ¡Es imposible! —Manoteé locamente señalando el
escaparate—. Tu reflejo…
—Ah, sí —dijo ella mientras admiraba su hermosa imagen en el cristal.
—Un vampiro no tiene reflejo —dije y o—. Todo el mundo lo sabe.
—Eres un gran erudito de las artes curativas, Ioan, pero me temo que no has
estudiado lo bastante cuanto se refiere a mi especie.
—Lo he estudiado a fondo —insistí.
—Si lo hubieras hecho —replicó ella con voz burlona—, te habrías enterado
de que nuestras formas pueden reflejarse en muchas cosas. Podemos reflejarnos
en el agua, en las ventanas, en una porcelana lo bastante lisa y reluciente… —
Empezó a venir hacia mí—. Pero no en la plata o en aquellos espejos detrás de
los que hay a una capa de plata.
—Conozco el poder letal de las balas de plata —murmuré—, pero…
—Las monedas que Judas recibió por traicionar a vuestro Señor eran de plata
—ronroneó mientras seguía acercándose lentamente—, y las viejas ley endas
afirman que la plata recibió el poder de repeler al mal para compensarla por el
uso vil al que había tenido que rebajarse. Cuando una criatura de mi especie se
coloca delante de un espejo en el que hay a plata, ésta se niega a devolver su
reflejo. Pero un escaparate detrás del que no hay plata…
—Comprendo —dije y o.
—Lo has comprendido demasiado tarde, mi pobre Ioan.
Volvió a enseñarme los colmillos y se lanzó sobre mí. Saqué la jeringuilla que
llevaba oculta debajo de la capa. Estaba llena de un fluido iridiscente.
Se echó a reír.
—¿Veneno? No te servirá de nada.
—No es veneno —dije y o con voz entristecida—. Es una medicina. La
prescribimos en casos de epilepsia.
—No estoy enferma de epilepsia —dijo ella, y volvió a reír.
—No, querida mía. Tu enfermedad es mucho más terrible, y esta medicina
te curará.
Cay ó sobre mí como una pantera. Clavé la aguja en la lisa y blanca piel de su
garganta y apreté el émbolo.
—Argenti oxidum —murmuré, y vi como caía muerta a mis pies—. Oxido de
plata… Adiós, amor mío. Espero que puedas conocer la paz que te ha sido
negada durante tanto tiempo.
El escaparate reflejó mi rostro angustiado y las lágrimas que corrían por él.
La familia feliz
MELISSA MIA HALL y DOUGLAS E. WINTER
Los profesores suelen tener mala reputación. Al igual que ocurre con las
suegras o las madrastras, sólo nos acordamos de los que tenían la voz chillona o
nos reñían continuamente. Pero si le está gustando el libro que tiene en las manos,
quizá debería interrumpir la lectura un momento para rendir un breve homenaje
mental al viejo Fulano o Fulana de Tal que hicieron posible el que ahora disfrute
de la lectura. Otros escritores-profesores presentes en esta antología son Castle,
Ramsland, Anderson, Kisner y yo mismo, pero el mejor «maestro» que he visto en
acción desde que la señorita Jean Grubb me enseñó todo lo que hay que saber
sobre la diligencia, la integridad y el cumplir con los plazos es el que ha escrito
el
relato que leerán a continuación.
Tuve la ocasión de ver a David Taylor y sus estudiantes del Moravian College
(Pennsylvania) mientras trabajaban, y eso me impulsó a creer que el futuro de los
Estados Unidos quizá esté en mejores manos de lo que creía. Los estudiantes
siguen sonriendo y teniendo buenos modales, y aún leen y escriben…, al menos
eso es lo que hacen quienes han escuchado a este profesor apasionado y paciente
que sabe hacerles pensar y es capaz de contagiarles su amor a la buena literatura
y la decencia personal. El esposo de Diane Taylor, que también debuta en esta
antología, está a punto de cumplir los cuarenta veranos y la primera novela que ha
escrito tiene la fuerza que la mayoría de autores del género sólo consiguen en la
quinta.
Quizá recuerden sus estudios y críticas del género en Horrorstruck. Si han
leído sus relatos de Gorezone y la antología Scare Care recopilada por Masterton
estoy seguro de que le recordarán. « El albergue Gota de Rocío» no tiene nada
que envidiarles.
Diez horas en la carretera y Rick y a no se acordaba de cómo era el día. La
noche había caído sobre la autopista como un manto de polvo surgido de la
tumba, y lo único que podía pensar era en seguir adelante, adelante, adelante y
en devorar la distancia y endo más deprisa. Jonesboro 46, adelante; 35 más hasta
Johnson City, mantén el pie encima del acelerador y no aflojes. Sí, ése era el
sistema de los camioneros. Se dejaban fascinar por el ritmo de la carretera y el
movimiento continuo. Ciento diez, ciento veinte kilómetros por hora. El BMW era
una bala de plata. No importaba. Los polis también son seres humanos, y todo el
mundo tenía prisa. Era Navidad.
—Quiero oír a Madonna. ¿Por qué no intentas encontrar algo de Madonna?
La irritación se abrió paso por el organismo de Rick como si fuera una
corriente eléctrica y acabó acumulándose en sus empastes. Durante el año que
estaba a punto de terminar Chrissy había logrado perfeccionar un gemido
quejumbroso que le ponía los nervios de punta. Rick estaba seguro de que ella y
sus amiguitas de segundo curso practicaban durante el recreo, experimentaban
con versiones distintas en cuanto llegaban a casa y comparaban notas al día
siguiente. Habían perfeccionado el arte de quejarse hasta dar con la queja
perfecta capaz de hacer vibrar un empaste. Oh, sí, ese tonillo era capaz de
conseguir que un hombre hiciera cualquier cosa. Rick había oído las risitas de los
pequeños demonios triunfantes cuando se reunían en el campo de juegos de la
Academia. El campo de juegos de aquella carísima Academia… ¿Y esto era lo
que conseguía a cambio de su dinero?
—Cristo, cariño, ¿no puedes hacer algo para conseguir que se calle?
Rick lanzó una rápida mirada de soslay o a su esposa. Mary Beth estaba
deslizando la aguja de la sintonía a lo largo de los números de las frecuencias. La
movía muy despacio y con una vaga expresión de esperanza en el rostro, con
toda la paciencia de una maldita santa.
—Vosotros siempre escucháis lo que queréis y y o nunca puedo escuchar lo
que quiero.
Absolutamente perfecto. Las vocales infantiles se prolongaban lo justo y se
mezclaban con un leve gangueo nasal creando un canturreo que siempre parecía
estar a punto de convertirse en llanto.
—Madre de Dios… Date prisa, ¿quieres? Me está volviendo loco.
Nada, sólo chirridos y toses ahogadas. Voces del espacio exterior que salían
de la radio. El mapa de carreteras decía que estaban en algún lugar de
Tennessee, ese Estado en forma de hoja de sierra con una tira azul llamada
Interestatal 40 serpenteando igual que una vena por su parte central. La nada, tío.
Cuando habías dejado atrás Bristol y te faltaba un poco para llegar a Knoxville
las estrellas y la vegetación eran tu única compañía. Mala suerte, viejo amigo…
Mary Beth hizo cuanto pudo, pero sólo consiguió encontrar una emisora de
música soul con Ray Charles cantando villancicos. « Los pastores tiemblan…, oh,
vamos, ¿no oís cómo tiemblan al verle?» .
Rick estaba seguro de lo que iba a ocurrir.
—Eso no es Ma-don-na.
—Mary Beth, haz algo con tu hija. Haz algo ahora mismo, ¿quieres?
Mary Beth se inclinó hacia el asiento de atrás pegando el trasero al parabrisas
y empezó a hablar con su voz-de-mamaíta al rostro arrugado en un mohín y la
boquita convertida en una línea de carne tensa.
—Papá está intentando conducir, cariño. ¿Por qué no…?
Dios, ¿qué había sido de los buenos viejos tiempos? Rick y Mary Beth y endo
al sur a visitar a los padres de Mary Beth para pasar la Navidad con ellos, y luego
quizá unos cuantos días en Florida… Iban a donde les daba la gana y compraban
lo que querían cuando les apetecía, y de repente las salidas nocturnas
desaparecieron y el caminador Aprica se adueñó de la casa. Y desde el
nacimiento de la bestia Rick no recordaba nada salvo la sucesión interminable de
pañales sucios, noches sin pegar ojo y esa presencia constante a la que tenía la
impresión de estar unido por cadenas invisibles. Cuando estaba en casa era su
esclavo, cuando estaba en el despacho trabajaba para ganar el dinero con que
alimentarla y en los escasos momentos de libertad tenía que ver a Mary Beth
desviviéndose por la maldita niña.
Rick sabía muy bien cuál había sido el momento en que todo cambió. Mary
Beth estaba en la mesa de partos con los pies metidos en aquellos estribos y el
camisón subido hasta la cintura. Le estaba agarrando del brazo y tenía el rostro
cubierto de sudor mientras le lanzaba miradas suplicantes, y de repente su boca
se contorsionó formando un óvalo de dolor tan grotesco como horrible y todo el
mundo clavó la mirada entre sus piernas una fracción de segundo antes de que la
mano enguantada se deslizara dentro de ella.
Algo crujió y se rompió. Rick no tenía ni idea de qué podía ser, pero daba
igual. Su Mary Beth, la Mary Beth esbelta y sexy con el cabello rubio que le
cubría los hombros, la chica a la que esperaba delante de la residencia estudiantil
viendo como bajaba la escalera flotando igual que si fuera un ángel, la chica que
le dejó sin aliento cuando entró por primera vez en la clase…, esa Mary Beth
desapareció de repente. Puf. Así de fácil. Ya no era suy a. La bestia se la llevó y
la destruy ó, y ahora había momentos —oh, sí, desde luego, sólo momentos— en
los que deseaba que las dos estuvieran muy lejos. Un poco de paz, un poco de
silencio… Contempló las estrellas que parpadeaban en el cielo salpicándolo de
promesas y sus labios se movieron sin hacer ningún ruido « Estrellita, estrellita…
Concédeme un deseo…» .
—No puede evitarlo, Rick. Llevamos diez horas de viaje… ¿Por qué no
paramos a cenar? Son casi las seis.
—Estupendo. ¿Y por qué no lo has dicho antes de que dejáramos atrás Bristol?
Estamos en pleno centro de la nada.
Crissy estaba canturreando en el asiento de atrás. « Como una virgen…» .
¿Qué podía saber una niña de ocho años de las vírgenes? Rick ni tan siquiera se
había fijado en que Annette Funicello tenía pechos debajo de aquella insignia de
Mickey Mouse hasta que cumplió diez años, y en cuanto a especular sobre qué
tipo de relación sexual podía mantener con Frankie Avalon… Ni soñarlo. ¿Qué
extraño poder ejercía esa maldita Madonna sobre los críos? Esos calcetines
caídos y los guantes con los dedos cortados hacían que su hija pareciese una
vagabunda en miniatura.
—Debió de ser cosa de mi subconsciente —dijo Mary Beth—. Moriré si he
de poner los pies en otro Pizza Hut.
—Oy e, ¿qué tienen de malo los Pizza Hut? Al menos sabes lo que te ponen en
el plato…
Rick comprendió su error antes de acabar la frase.
—No es la comida, es la gente.
Mary Beth empezó a endilgarle su discurso « son-tan-horribles» . El discurso
era una de sus especialidades, e incluía descripciones detalladísimas. Las
mujeres gordas que hacían cola trasero contra trasero delante del mostrador
coma-todo-lo-que-quiera, los hombres que se llenaban los platos como si fuesen
faraones y estuvieran construy endo una pirámide, una ración entera de todo lo
que había en el menú, montañas de comida que devoraban como si estuvieran
convencidos de que era lo último que podrían engullir en el resto de sus vidas…
Su esposa terminó el discurso añadiéndole una pequeña variación estacional.
—Me ponen enferma, sobre todo en Navidad.
Le había servido la réplica en bandeja.
—De acuerdo, de acuerdo… ¿En qué sitio te gustaría ver cómo los patanes de
la comarca se atracan hasta reventar?
Pero Mary Beth había aprendido a hacer caso omiso de las preguntas
malintencionadas.
—Oy e, tenemos que parar en algún sitio, ¿no? Prometiste llamar a tu madre
antes de que desconectaran la centralita a las siete. Ya sabes lo mucho que se
preocupa si no la llamas…
Era un contraataque de lo más obvio, pero resultó efectivo. Antes de que
hubiera acabado de hablar Rick y a se estaba imaginando a su madre en su
habitación de la residencia de Bronxville con el cuerpo encorvado en la silla de
ruedas y los ojos clavados en el teléfono, las manos artríticas reposando sobre el
regazo como un montón de raíces retorcidas. Una punzada de culpabilidad hizo
que todas las mentiras con que se defendía de su conciencia se pusieran en
posición de firmes y empezaran a desfilar. Era el sitio más adecuado para ella.
¡Dios santo, pero si su artritis reumatoide había llegado a tal extremo que apenas
podía levantarse de la silla de ruedas o alimentarse sin ay uda! Y con él y Mary
Beth trabajando fuera de casa prácticamente todo el día habrían tenido que
contratar a alguien para que cuidara de ella, ¿no? Estaba mejor con gente de su
edad.
Y entonces recordó la conversación que habían mantenido junto al árbol de
Navidad el año pasado, la mano fría y nudosa de su madre rodeándole el brazo
como había hecho la de Mary Beth en la sala de partos, la presión de sus dedos
obligándole a mirarla hasta que le hizo prometer que nunca la internaría en una
de esas residencias. « Hijo, me volvería loca. Hijo, por favor…» .
—Rick, mira. Albergue Gota de Rocío. ¿Qué te parece? Mary Beth se deslizó
hasta quedar en el borde del asiento. La cabeza de Chrissy asomó entre los dos
respaldos como por arte de magia.
—Quiero parar. ¿Podemos parar? Por favor, ¿podemos parar?
Justo en su oreja. Los empastes volvieron a vibrar.
Habían recorrido esta carretera un mínimo de cinco o seis veces y no
recordaba haber visto jamás un « Albergue Gota de Rocío» , pero el edificio
estaba allí. Los neones rojos se encendían y se apagaban interrumpiendo la
oscura curva de una colina. « Albergue Gota de Rocío» , decían encendiéndose y
apagándose una y otra vez… Estaba claro que la típica cursilería de Tennessee
había vuelto a atacar, y esta vez se trataba de un auténtico caso terminal.
—Sólo porque mi trasero suplica misericordia —dijo Rick—, pero no me
culpéis si después de comer descubrimos que el albergue debería llamarse
« Muérete» en vez de « Gota de rocío» .[4]
Rick enfiló el coche hacia la rampa de salida y Chrissy lanzó un grito de
alegría.
El aparcamiento estaba desierto, pero había luces encendidas dentro del
edificio. Qué extraño… Esta época del año era temporada alta para todos los
locales de la 1-40, y sus aparcamientos estaban repletos de rancheras con la
parte de atrás llena de regalos que amenazaban con salirse por las ventanas y los
techos atiborrados de paquetes en un glorioso tributo a la locura compradora
norteamericana.
—Debemos habernos perdido el aviso de intoxicación por ptomaína que han
dado en la radio. Parece que y a se han ido todos… —Rick estaba empezando a
disfrutar—. Oh, mira, está hecho de troncos, igual que en los viejos tiempos…
Precioso, ¿verdad? Chrissy, creo que esto puede ser una experiencia educativa
muy valiosa para ti.
—Aparca, papá.
Maldita mocosa… Ya se las haría pagar todas juntas después. Chrissy estaba
absorta en la delicada tarea de arreglar su traje de vagabunda para impresionar a
cualquier posible rival relegándola al segundo puesto. Dejar muertas de envidia a
esas campesinas sería lo más sencillo del mundo. Probablemente creían que
Madonna tenía algo que ver con la Navidad.
El interior estaba decorado en el más puro estilo « Primitivo Davy Crockett» .
Había toneles de roble y mostradores imitación de tronco, así como estantes
llenos de cabañitas de juguete con puertecitas minúsculas que revelaban los
mejores ejemplos de humor escatológico imaginables; conchas-cenicero con un
mapa de Tennessee pintado en el centro y montones de pipas hechas con
mazorcas de maíz y camisetas con dibujos y motivos de la Confederación. Todas
las mercancías expuestas a la venta pertenecían a la variedad carísima y hortera
que sólo se puede encontrar en esa clase de locales.
Pero Rick no podía entender cómo era posible que todos los reservados y
mesas del restaurante estuvieran llenos, especialmente teniendo en cuenta el
aparcamiento desierto donde había dejado el coche. Todos los clientes tenían
aspecto de viajeros, y su indumentaria y apariencia dejaban bien claro que no
eran patanes de la zona. Había una morena muy delgada con uno de esos
horrendos trajes de ejecutiva gracias a los que cualquier mujer adquiere el
aspecto de la típica empollona, un tipo vestido con un traje de poliéster que
parecía un vendedor, un caballero muy elegante de cabellos canosos e incluso un
camionero con sus robustos antebrazos formando un arco sobre la taza de café.
No había niños —« Lo siento, Chrissy » —, sólo adultos sentados en silencio, uno
por mesa con los ojos perdidos en la nada sin hablar con nadie, ni tan siquiera con
la camarera enana que iba de una mesa a otra moviéndose con andares de pato.
Rick sonrió para sí. La camarera era clavada a la madre Teresa de Calcuta.
Tenía un rostro anguloso de anciana con grandes pliegues de carne y su tronco
era tan ancho que casi parecía llegar al suelo, o por lo menos hasta las rodillas.
Sus hombros subían y bajaban a cada paso. Cuando llegó a su reservado Rick y a
se había dado cuenta de que una pierna rechoncha era más corta que la otra.
—Buenas noches, amigos. ¿Qué van a tomar?
Tenía una voz ronca que parecía brotar de una garganta llena de gravilla y te
hacía sentir deseos de carraspear. Los tres la contemplaron en silencio, como
hipnotizados. Su mentón quedaba justo al nivel de la mesa y la superficie de
madera ocultaba todo el resto de su persona dejando sólo una cabeza decapitada,
como si Juan el Bautista hubiera vuelto a la vida para encararse con Salomé y
afearle su conducta. La camarera fue repartiendo los menús en el más absoluto
silencio. Sus manecitas eran tan marrones y frágiles como un par de hojas secas.
—Vuelvo enseguida. Tómenselo con calma. No hay ninguna prisa… —
Estaba utilizando todas las frases hechas típicas de las camareras, pero el filo
cortante de aquella voz tan reseca como una galleta casera dejada a la
intemperie hacía que resultaran un poco condescendientes…, quizá incluso
vagamente amenazadoras—. Qué traje más mono, encanto —dijo la cabeza
parlante.
Los labios de Chrissy empezaron a curvarse en el comienzo de una sonrisa,
pero la mueca burlona de la enana la congeló antes de nacer. Chrissy se apresuró
a clavar los ojos en su menú infantil.
« ¡Bravo!» , pensó Rick. ¡La había dejado de piedra! Aquella pequeña
gárgola que atendía las mesas estaba empezando a caerle muy bien. Quizá
pudiera enseñarle unos cuantos trucos. Una parte de truculencia y dos partes de
sarcasmo… Sí, tendría que probar la receta.
—La odio… ¡Es fea! —balbuceó Chrissy en cuanto la enana se hubo alejado.
Estaba tan ofendida y enfadada que le faltaba poco para perder el control. El
mohín amenazaba con transformarse en una auténtica rabieta que incluiría llanto
y gritos.
—Vamos, Chrissy, a veces las personas no quieren…
Mary Beth dio comienzo a su numerito maternal sobre el comprender a los
demás, el que algunas personas son distintas, lo necesaria que es la tolerancia y
todo el bla-bla-bla. Chrissy era un monstruo incorregible. ¿Realmente creía que
aquello podía hacerla cambiar?
Iba siendo hora de usar el soborno.
—Aquí tienes veinticinco centavos, cariño —dijo Rick—. ¿Por qué no vas al
tocadiscos a ver si encuentras alguna canción que te guste?
Eso debería servir para que Chrissy pasara por lo menos diez minutos
buscando en vano el único nombre que Rick estaba totalmente seguro no
aparecería entre los de Loretta Ly nn y Mel Tillis…, no en este tugurio dejado de
la mano de Dios. Rick vio como Chrissy se alejaba haciendo ondular su pequeño
trasero. « Lo siento, Chrissy …» . Nadie la siguió con la mirada. El resto de la
clientela continuó con los ojos clavados en los platos o en la oscuridad que se
acumulaba contra las ventanas sometiéndolas a una presión tan palpable como la
de una mano negra, los rostros igual de inexpresivos que si estuvieran sumidos en
un trance mientras las bocas masticaban lentamente.
—Esa maldita bruja enana… ¿Cómo se le ocurre decirle algo así a una niña?
—¡« Maldita bruja enana» ! Vay a, santa Mary Beth debía de estar realmente
furiosa…—. ¿Qué ponía en su placa de identificación? ¿« Ida» ? ¡Ten cuidado,
Ida, o acabarás con una pierna partida! No estaba mal, no estaba nada mal…
—La clientela sí que es realmente rara —dijo Rick—. Mira a tu alrededor.
Todo el mundo está solo, nadie habla, nadie sale del local… ¿Y dónde están sus
coches? Cuando llegamos el aparcamiento estaba vacío. —Se inclinó hacia
adelante para dar más énfasis a sus palabras—. No cabe duda de que esto no es
un Pizza Hut.
Ida se materializó de repente junto a la mesa. Rick pensó que el ser enana
también tenía sus ventajas… ¡Aquella bruja era capaz de pillar por sorpresa a
cualquiera! La expresión de su rostro hizo que Rick se sintiera como un prisionero
al que han descubierto justo cuando estaba planeando la fuga. Quizá había oído a
Mary Beth… Pero la camarera clavó los ojos en el rostro de Rick observándole
con tanta atención como si fuera la única persona sentada a la mesa.
—¿Ya saben qué van a tomar? —rechinó aquella voz de grava y arena.
Ah, el encanto-sureño había vuelto…
—Sí, y a lo sabemos —dijo secamente Mary Beth—. Vamos a tomar café…,
sólo café. Y un batido de chocolate para mi hija. Y dése prisa, por favor.
Golpeó la mesa con el menú como si estuviera jugando una carta imbatible y
se volvió hacia la ventana. ¡Eso le enseñaría a no meterse con Chrissy !
—Eh… Querría preguntarle una cosa, si no le importa. —Rick necesitaba
saberlo—. ¿He aparcado en el sitio correcto? Se lo pregunto porque… Bueno, veo
a mucha gente pero no hay ningún coche fuera. Es por si volvemos en alguna
otra ocasión, ¿comprende?
Sonrió. Era increíble lo deprisa que podías adaptarte. Hablar con una cabeza
decapitada que apoy aba el mentón sobre la mesa casi empezaba a parecerle
normal.
—Son gente que va a pasar la noche aquí. Los coches están en el
aparcamiento permanente. Nunca se es demasiado cuidadoso, sobre todo en
Navidad… —La camarera empezó a alejarse con toda la anchura de sus feos
hombros subiendo y bajando a cada paso e inclinándose ligeramente hacia
estribor, pero se volvió de repente hacia la mesa—. Si quieren quedarse a pasar
la noche aquí pueden hacerlo.
—Oh, gracias, qué amabilidad por su parte… —dijo Rick con la esperanza de
que la pulla no resultara demasiado obvia, pero le debía una a Chrissy y Mary
Beth—. Me temo que tenemos demasiada prisa.
El rostro de la enana se iluminó con una sonrisa especialmente repulsiva. ¡Le
encantaba! Era justo el tipo de cosas que le servían de alimento. Ida parecía
invulnerable a esos ataques. No importaba con qué calibre le dispararas, siempre
querría más.
Chrissy esperó a que Ida hubiera desaparecido para volver al reservado.
Ahora sí que estaba realmente deprimida. No había ninguna canción de Madonna
disponible, sólo brujas enanas. Mary Beth y Chrissy fueron al lavabo y Rick
aprovechó que no estaban para dejar una propina debajo del platillo de su taza de
café antes de levantarse. Si lo hubiese descubierto Mary Beth habría soltado el
segundo taco de su vida, pero Rick se dijo que cuando estabas entre paletos debías
hacer todo lo posible por actuar con clase. Y aparte de eso la vieja enana daba un
poco de miedo…
Volver a estar dentro del BMW y colocarse el cinturón le hizo sentir una
extraña sensación de alivio. La bala plateada de la 1-40 estaba lista para ponerse
en marcha.
Nada.
Hizo un nuevo intento y lo único que consiguió fue volver a sentir ese vacío en
el estómago, como si estuviera cay endo por un precipicio, y oy ó una voz que
resonaba en lo más profundo de su cabeza —« ¡No, no, no!» —, mientras el
motor gruñía una y otra vez en una ausencia de vida tan recalcitrante como
inexplicable.
—Maldito hijo de puta.
Rick golpeó la funda de cuero que cubría el volante con la palma de la mano,
tragó una honda bocanada de aire y volvió a intentarlo repitiéndose que aquello
no podía ser verdad mientras el motor seguía gruñendo y tosiendo.
—Vamos, vamos, vamos…
Mary Beth y Chrissy no habían movido ni un músculo. Estaban escuchándole
y observándole, y su silencio le repetía machaconamente que dependían de él.
Los ruidos del motor se fueron haciendo menos estrepitosos a medida que la
batería se agotaba. Rick acabó rindiéndose. Dio un puñetazo en el salpicadero
justo sobre la combinación de AM/FM, estéreo y compacto y dejó que su
espalda se fuera relajando hasta quedar apoy ada en el respaldo anatómico del
asiento.
—¡Jodido trasto de mierda! —le anunció al frío y el silencio de la noche que
les rodeaba por todas partes.
Mary Beth esperó a que se hubiera calmado un poco antes de abrir la boca.
—Rick —dijo en voz baja y muy, muy cautelosa—, creo que quizá nos
hay amos quedado sin gasolina. Fíjate en la aguja.
No podía ser. Siempre llenaba el depósito en cuanto la aguja llegaba un
poquito por debajo de la posición central. Cuando entraron en el aparcamiento
tenían gasolina más que suficiente. Se acordaba de que lo había comprobado,
pero la agujita roja estaba acostada debajo de la gran « V» , dormida o muerta.
Rick volvió a probar suerte con el interruptor de ignición. El motor siguió sin dar
señales de vida.
Albergue Gota de Rocío. Bien, no tendrían más remedio que pasar la noche
allí…
Los haces de luz que se deslizaban entre las tablillas de la persiana caían sobre
la habitación haciendo pensar en los barrotes de una celda y proy ectaban una
débil claridad grisácea sobre las paredes, el suelo de madera y debajo de los
muebles, donde quedaba atrapada por las pelusas casi invisibles que se ocultaban
en esos huecos.
Rick se apretó los ojos con las y emas de los dedos durante unos segundos,
apartó las manos y parpadeó mientras la habitación cobraba forma a su
alrededor. Una cómoda de madera marrón y un galán de noche, las camas de
hierro forjado, un viejo armario que se alzaba junto a él igual que un centinela.
No había ceniceros ni teléfono. El maldito cuchitril ni tan siquiera tenía una
Biblia
de la Sociedad Gideon con que pasar el rato.
Y Chrissy y Mary Beth no estaban.
« ¡Maldición, debe de ser tardísimo!» . Y, naturalmente, ninguna de las dos
había querido despertarle para enfrentarse a su mal humor, así que lo más
probable era que estuviesen desay unando. Ahora tendría que ir de un lado a otro
corriendo como una… ¿Cuál era esa frase ridícula que solía utilizar la madre de
Beth? Sí, como una gallina con la cabeza recién cortada. Una imagen
encantadora, desde luego… ¿O sería una vaca? Tenía que dejar de hacerse un lío
con los malditos animales de la granja.
Rick levantó una tablilla de la persiana, pero sólo consiguió ver una mancha
borrosa de color naranja y blanco antes de que el sol le obligara a cerrar los ojos
y volverse de espaldas. Volvió a subir la tablilla más despacio con los párpados
entrecerrados y vio una ambulancia aparcada junto a la entrada del albergue.
Las puertas traseras de la ambulancia estaban abiertas como dos manos en un
gesto de bienvenida y los enfermeros acababan de meter una camilla dentro del
vehículo. Los contornos familiares y predecibles de un cuerpo tensaban la gruesa
tela que lo cubría desde la cabeza hasta los pies. « Cristo —pensó Rick—, eso
parece un cadáver» .
Y entonces vio a Mary Beth y Chrissy. Estaban al lado del BMW junto a un
tipo alto y flaco que llevaba chaqueta y pajarita. El tipo sostenía en sus manos
las
malditas maletas. Le dijo algo a Mary Beth. Mary Beth meneó la cabeza sin
apartar los ojos del suelo. Chrissy alzó la mirada hacia la ventana.
Rick tiró salvajemente del cordón que hacía subir la persiana y la habitación
quedó inundada de luz. Agarró las dos asas de la ventana y tiró de ellas.
Atascada, naturalmente. Tiró otra vez…, y ahora con todas sus energías y toda la
furia que había estado acumulando. Maldita ventana. El hombre alto y flaco
estaba metiendo el equipaje en el maletero del BMW. Mary Beth y Chrissy
seguían inmóviles junto al coche. ¿Qué demonios estaban haciendo?
Rick alzó la mano y golpeó el cristal con su anillo de boda tan fuerte que
temió romperlo, pero Mary Beth y Chrissy siguieron donde estaban sin enterarse
de nada, alzando los ojos de vez en cuando hacia la ventana para bajarlos
enseguida sin dar señal alguna de que le hubieran visto.
—¡Mary Beth! ¡Chrissy !
Nada. Estaban observando la ambulancia, y parecían esperar algo.
—No pueden oírte, Ricky.
La voz de arena y gravilla era como un gruñido impregnado de paciencia
frotándole la espalda. Rick giró bruscamente sobre sí mismo, pero sabía lo que
vería antes de haber completado el movimiento. Un cuerpo parecido a un muñón
cubierto por el traje blanco de la madre Teresa, los hombros deformes que
aborrecían la compasión…
—No pueden oírte. Y tampoco pueden verte.
Los labios de Ida se curvaron en una sonrisa repugnante, pero esta vez la
mueca no iba dedicada a Chrissy. No, esta vez era toda para él.
—¿Qué infiernos…?
—Ya sabes lo que dicen, Ricky. « Ten cuidado con tus deseos…, porque
podrían convertirse en realidad» .
El acento de las montañas había desaparecido. La enana había pronunciado
las vocales de forma perfecta. Y cruel. Y su voz parecía muy, muy vieja.
—¡Maldita puta! ¿Se ha vuelto loca? Quiero salir de aquí.
Intentó ir hacia ella, pero el dolor le taladró el pecho y se extendió a sus
brazos y su garganta con la rapidez de un incendio forestal imposible de controlar.
Ricky sintió como todo su cuerpo era recorrido por una agonía que parecía tener
vida propia. Abrió la boca para gritar, pero sólo consiguió emitir el jadeo
ahogado de un animal caído en la trampa que suplica ser dejado en libertad.
—¿Qué se siente, Ricky ? ¿Duele? ¿Quieres gritar pidiendo ay uda a quienes te
aman? ¿Por qué no vienen a salvarte?
El dolor se esfumó tan de repente como había llegado dejándole doblado
sobre sí mismo con los ojos cerrados. Rick sintió un alivio tan inmenso que no
pudo hacer nada salvo respirar muy despacio y con mucha cautela.
—Un ataque cardíaco es algo terrible —dijo la enana en un tonillo de burlona
compasión—. Eras tan joven, estuviste tan espantosamente solo en tu dolor…
Alargaste la mano, pero no había nadie para cogerla.
Rick se fue incorporando poco a poco y examinó el rostro de la enana y el
hambre aterradora que había en su sonrisa. Se volvió hacia la ventana y se apoy ó
en el alféizar. El dolor le había debilitado, pero también había dejado detrás de
sí
una extraña tensión que le impedía desplomarse. Vio como los enfermeros
cerraban las puertas y subían a la ambulancia. Chrissy y Mary Beth estaban
entrando en el BMW.
—Por favor… Déjeme marchar. —Su voz se había convertido en un
murmullo suplicante—. Van a irse sin mí.
—No puedo hacer nada, Ricky. No soy más que la jefa de enfermeras,
¿comprendes? —La irritación hizo que el gruñido se volviera más ronco—. Y, de
todas formas, ¿a qué vienen tantas quejas? ¿No es lo que deseabas? ¿No querías
estar solo? Querías disfrutar en paz de tu pequeño mundo privado, ¿no?
El tonillo burlón y despectivo había vuelto.
—Vamos, Ricky, deja de mirar por la ventana. Ahí fuera no hay nada que
pueda interesarte. Renunciaste a todo eso hace mucho tiempo, cariño. —Oh, sí,
se lo estaba pasando en grande y había utilizado la palabra « cariño» como si
fuese un cuchillo—. Éste es el mundo que tanto deseabas, el mundo que tú y los
que son como tú habéis creado, y y o voy a encargarme de que lo disfrutes al
máximo… Es mi trabajo, ¿sabes?
Ricky siguió observando a las dos personas que amaba más que a su vida, los
dos seres humanos a los que quería abrazar y acariciar para sentir el consuelo de
sus brazos y el suave roce de sus cabellos en su rostro, y supo que todo aquello se
había perdido para siempre, que lo había rechazado para dejar que se convirtiera
en polvo como algo pisoteado por el tacón de una bota.
—No me llamo Ricky —dijo en voz baja, como un niño avergonzado de
haber cometido una travesura—. Nadie me llama así.
El gruñido que brotaba del cuerpo diminuto de la enana estaba por toda la
habitación, y se había vuelto mucho más real que la vida cada vez más lejana y
marchita que estaba observando por la ventana.
—A partir de ahora tu nombre será el que y o quiera que sea.
Y esas últimas palabras se convirtieron en objetos horrendos a los que se dio
libertad para revolotear por toda la habitación y chocar contra el techo hasta que
acabaron posándose en un rincón desde el que le observaron con la maligna
fijeza de enemigos jurados. « A partir de ahora…» .
Lo que sintió entonces fue mucho peor que ese arder y romperse por dentro
de antes. Nunca había imaginado que el dolor pudiera ser tan insondable y que la
soledad fuese como vagar a la deriva por un cosmos nocturno frío y desprovisto
de fe. La oscuridad y el hielo se adueñaron de su corazón mientras veía como su
esposa y esa hija más preciosa que la misma vida se alejaban envueltas en los
primeros ray os de sol del día de Navidad.
Se apartó lentamente de la ventana y supo que aquel gesto se repetiría una y
otra vez, que llegaría a ser un movimiento tan viejo como el de los planetas y
estrellas a las que había cometido la imprudencia de rezar; y el rostro de la
eternidad le devolvió la mirada, y la eternidad vestía de blanco, tenía los hombros
deformes y sus labios estaban curvados en una sonrisa torcida.
Refracciones
THOMAS MILLSTEAD
Cuando compras un relato del que no puedes hablar sin estropear la sorpresa
no te queda más remedio que hablar de la persona que lo ha escrito, y en el caso
de un amigo al que conozco desde hace mucho tiempo eso es un gran placer. (Que
ha sido bastante frecuente mientras recopilaba esta antología).
Millstead es el hombre que escribió una novela de misterio tan ingeniosa como
Behind You (Dell) pocos años antes de que Dial publicara esa novela infantil que
encantó a los adultos, Cave of the Moving Shadows. Pero la primera novela de
Tom, hace ya bastantes años de eso, fue una novela del oeste titulada Commanche
Stallion, y también es lo bastante versátil para haber escrito un capítulo sobre
los
nombres de los personajes («¡Oh, llamadme Cuthbert!») en How to Write Tales of
Horror, Fantasy and Science Fiction.
Disfruten de «Refracciones»…, y cuando hayan terminado de leerlo estarán de
acuerdo conmigo en que Thomas Millstead tiene un talento tan grande como
original.
Sheila se limpió unas cuantas lágrimas de la comisura del ojo. Las nuevas
lentillas la molestaban un poco, pero creía que podría soportarlas hasta que
anocheciera.
Se sentía un poco incómoda. Ningún miembro de la sociedad Aura de Luz la
había visto nunca sin sus gafas. Al principio se había sentido tan conspicua como
si estuviera desnuda, pero cuando pasó por delante del espejo de Millicent
descubrió que le gustaba lo que veía.
Sabía que todo era psicológico, claro está. La ausencia de esas bifocales
sostenidas por una gruesa montura no la hacía ni más ni menos atractiva. No
había rejuvenecido y seguía pesando lo mismo, pero estaba claro que las lentillas
habían sido el equivalente emocional a un estiramiento de piel.
—¡Querida, nunca me había fijado en lo hermosos que son tus ojos!
Millicent la abrazó con su exuberancia de siempre y le presentó al orador de
aquella noche, un tal doctor Negruni.
—Sí, tiene unos ojos preciosos.
El doctor Negruni la contempló en silencio durante unos segundos y acabó
inclinándose para besarle la mano.
Sheila pensó que iba a marearse. ¿Cuánto tiempo hacía que no la piropeaban,
fuera quien fuese y fuera cual fuese el piropo?
¿Cuánto hacía desde la última vez en que Russell le dijo algo agradable?
Muchísimo. Demasiado… Russell la había visto con las lentillas puestas por
primera vez aquella tarde antes de ir a esa reunión de compras de la que no
volvería hasta el día siguiente. Había fruncido sus delgados labios en una mueca
despectiva y había dejado escapar un silbido burlón.
—¡Vay a! ¡Una auténtica belleza! ¡Todo un monumento!
—Bueno, no intento parecer un…, un…
—¿Un monumento? Oh, y a lo sé. Créeme, lo sé.
Sheila se sintió tan herida que le dio la espalda.
—No. No pretendo ser como una de esas…
—¿Una de esas qué?
—Una de esas mujeres a las que conoces en tus reuniones de ventas. Esas…,
esas mujeres de los hoteles a las que pagas para que…
—¿A las que pago para qué? ¡Dilo! ¡Es una palabra de lo más sencilla y fácil
de pronunciar!
—Para…, para que mantengan relaciones carnales contigo.
—¿Relaciones carnales? —Russell lanzó una áspera carcajada y sus gruesas
mejillas temblaron espasmódicamente mientras cerraba la maleta dando un
golpe seco—. Dios, no me extraña que tú y y o no hay amos mantenido…
relaciones carnales desde hace un montón de años.
Su voz bajó bruscamente de tono hasta convertirse en un murmullo
enronquecido donde había más perplejidad que amargura.
—Dios mío, lo que me asombra es que hay a sido capaz de aguantar esta…,
esta farsa durante tantísimo tiempo. ¿Por qué lo he hecho?
« ¿Y por qué lo he hecho y o?» , se preguntó Sheila mientras Millicent
precedía a los miembros de la sociedad hasta la salita donde llevarían a cabo el
período de meditación. Sheila se concentró en la pregunta. Todos esos años de
hostilidad, las infidelidades de Russell, incluso alguna que otra paliza… ¿Por qué?
No se le ocurrió ninguna respuesta. El orador se dispuso a iniciar su
disertación.
El doctor Negruni había viajado mucho y había estudiado las doctrinas de los
místicos orientales en la India, el Nepal e incluso el Tíbet. Tenía un acento
extraño y una voz muy relajante que subía y bajaba suavemente de tono como
el murmullo hipnótico de un arroy o de las montañas. El doctor Negruni les habló
con gran elocuencia del karma, la kundalini y los chakras.
« Posee un gran magnetismo personal» , pensó Sheila. No tenía ni idea de
cuál podía ser su edad, pero debía de ser muy anciano pues gran parte de sus
viajes habían tenido lugar en las primeras décadas del siglo. Y sin embargo su
rostro apenas si tenía arrugas y estaba lleno de energía. Aquel hombre de piel
aceitunada y ojos lustrosos y penetrantes le recordaba a un gorrión.
Cuando hubo terminado de hablar le estrechó la mano y le agradeció
efusivamente el que hubiera estado con ellos, pero no se quedó a tomar el ponche
y los croissants. Sus lentillas le estaban resultando más y más insoportables a
cada momento que pasaba, y no quería que el doctor Negruni la viera haciendo
muecas y parpadeando como una loca.
Cuando estaba en la acera esperando un taxi sintió un apretón muy suave en
su antebrazo.
—Siempre es un placer conocer a quienes aspiran a aprender los secretos de
los antiguos —dijo el doctor Negruni con aquella voz tan peculiar que hacía
pensar en un ronroneo—. Espero que no me tome por un presuntuoso, pero y o he
conseguido tener acceso a una buena parte de esos secretos… Ya sabe que la
fusión del Siva y el Shakti, los principios masculino y femenino, es la que genera
el prana, ¿no? Y el prana es la mismísima energía de la vida… Es usted muy
hermosa, si me permite el atrevimiento. La cultura occidental no sabe apreciar
como se merece la belleza de la madurez. ¡Ah un taxi!
Alfred Hitchcock dijo que Adobe James, escritor y viajero incansable, era «un
maestro de la literatura moderna y uno de los mejores narradores con que
contamos en la actualidad». James ha publicado más de quinientos relatos…,
¡pero yo no había leído ni uno solo! En el año ochenta y seis edité un libro de
consejos prácticos para quienes desean convertirse en escritores y tuve que
preguntar a muchos profesionales cuál era su relato de terror favorito. «The Road
to Mictlantecutli» fue uno de los más citados.
Empecé a preguntarme quién diablos era Adobe James… ¡y justo entonces su
agente me envió el primer relato que había escrito desde 1970! Me bastó con
leerlo para comprender que ese arte maravilloso de contar una historia pura y
simplemente por el placer de hacerlo que a veces damos por perdido aún cuenta
con algunos practicantes. No me quedó más remedio que entablar
correspondencia con «Adobe» para descubrir su verdadera identidad, que me
reveló sin hacerse rogar demasiado.
Durante quince años el erudito oxfordiano James Moss Cardwell ha sido
(simultáneamente) el fundador de la Academia del Fuego de California;
coordinador de una comisión para el entrenamiento de los agentes de la ley e
instructor de escritura creativa, periodismo y psicología. Conocido como «Jamie
McArdwell» por sus «relatos más líricos», Adobe/Jim ha escrito seis relatos para el
Vanity Fair inglés, todos ellos adaptados a la radio y lo televisión por la BBC. Ha
vivido en Palma de Mallorca, Montecarlo, París, Zermatt y Carmel, y cuando me
carteé con él se disponía a volver a Oxford para «terminar una novela de
suspense» titulada Death in a Walled Garden.
«El compilador de esta serie de antologías me ha dado tantos ánimos que voy a
escribir unos cuantos relatos más», escribía Cardwell/James en su carta. Quizá ése
sea el mayor logro del que puede enorgullecerse ese tal Williamson… Dejaré que
ustedes lo decidan después de haber leído «El concurso», un relato
verdaderamente asombroso.
Gabe y y o estábamos jugando al ajedrez en el jardín cuando vimos llegar a
Pete, el hombre que se ocupa de la seguridad.
—Tenemos compañía —anunció, y parecía algo nervioso.
Nos volvimos hacia donde estaba mirando y vimos la nube de polvo del
autobús Grey hound que viene dos veces por semana deslizándose lentamente
colina abajo como si fuera un escarabajo de plata.
Decidimos suspender la partida. Fui a la tienda para esperar la llegada del
autobús.
El autobús se detuvo al otro extremo de la única calle de Oasis —que cruza en
perpendicular el asfalto descolorido por el sol de la carretera—, y un hombre
alto, elegante y bastante may or bajó de él. Permaneció inmóvil hasta que el
autobús volvió a ponerse en marcha y se alejó hacia el desierto. Después vino
hacia nosotros. La tarde estaba a punto de terminar, y el sol que se cernía sobre
el horizonte proy ectaba una sombra de nueve metros de longitud que se deslizaba
delante del recién llegado como una mamba negra a punto de lanzarse sobre su
presa.
Había pasado mucho tiempo desde nuestro último encuentro, pero cuando oí
la campanilla y vi entrar a Trancredi supe para qué había venido.
Trancredi charló un poco conmigo mientras me tomaba las medidas.
—No has cambiado ni pizca —dijo—. Ni un día más viejo…
Contuve el impulso de replicar que no podía decirse lo mismo de su persona.
El pobre diablo daba la impresión de haber recorrido todo el infierno…, ¡un par
de veces seguidas!
—¿Tanto te sorprende? —dije—. Bueno, Trancredi, eso no tiene nada de raro.
Mira a tu alrededor. Oasis es un lugar muy apacible. Aquí no hay tensiones de
ninguna clase. Nadie compite con nadie.
Se limitó a sonreír.
Esperé. Vivir en un pueblecito como Oasis me había convertido en un
auténtico campeón de la espera. Esperar es lo que sé hacer mejor…, después de
deletrear, claro.
—Eras el número uno —dijo.
Su tono de voz no podía ser más sincero. Era la verdad, claro, así que no dije
nada aunque tomé nota del tiempo verbal que había empleado.
Sus ojos no se habían apartado ni un momento de mi cara. Si estaba buscando
señales de incertidumbre o debilidad no iba a encontrar ni la más mínima.
—¿Estás preparado para aceptar un nuevo desafío? —preguntó por fin.
—¿Tengo elección?
Dejó escapar un bufido y se rió.
—Oh, sí. ¡Claro que sí! El Comité se limitaría a nombrar un nuevo campeón.
Ya conoces las reglas.
Conocía las reglas, pero aun así… Tardé un poco en responder. Habían pasado
años desde mi última competición seria. Oh, los aficionados no me duraban nada,
pero no me había enfrentado a ningún desafío reciente de un profesional y no
estaba muy seguro de si me encontraba en condiciones de vencer a Trancredi.
—¿De cuánto tiempo dispondré para prepararme? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Una semana.
—Quince días —repliqué.
Trancredi sonrió.
—Diez.
Volví a quedarme callado durante unos momentos. Supongo que estaba
intentando ganar tiempo. Diez días era más que suficiente. O recuerdas las
palabras, la fonética, los matices, prefijos, sufijos y orígenes…, o se te han
borrado de la memoria. Es así de sencillo. Acabé asintiendo con la cabeza para
indicar que aceptaba.
—¿Quién me ha desafiado?
—Una chica recién salida de la secundaria. —Entrecerró los ojos—. Es capaz
de deletrear cualquier palabra. —Una leve sonrisa y sus ojos se encontraron con
los míos—. Tiene un talento natural… Igual que tú, pero aún más grande. Y es
mucho más joven, por supuesto.
Era mi turno de sonreír.
—La última vez que apostaste contra mí las cosas no te fueron nada bien,
Trancredi.
—Estoy convencido de que la chica me permitirá recuperar todo lo que
perdí. Lo recuperaré todo… ¡Y con intereses! Llevo mucho tiempo esperando.
Te aseguro que acabará contigo.
—Es posible. Ya lo veremos.
Los novicios nos preocupan tanto como a los jugadores de tenis, los políticos,
las estrellas de cine y los pistoleros porque siempre perturban el status quo e
intentan destronar a los campeones reconocidos. Parafraseando lo que alguien
dijo en una ocasión refiriéndose a la historia, « la competición no es más que el
sonido de los zuecos de madera de los recién llegados subiendo los peldaños que
llevan a la entrada mientras las zapatillas de seda salen sin hacer ruido por la
puerta de atrás» .
—Notificaré al Comité que has accedido a defender tu título. Algunos de
ellos… —Me obsequió con una sonrisita muy desagradable—. Bueno, estaban
seguros de que renunciarías a él.
—¿Cómo? ¿Y negarte la ocasión de que recuperes todo lo que has perdido?
Trancredi cerró los ojos lentamente, sonrió y acabó echándose a reír. Cuando
la campanilla tintineó anunciando su marcha aún seguía expresando su diversión
con una especie de ladridos entrecortados.
Los diez siguientes no fueron muy agradables. No me quedó más remedio
que cerrar la tienda. Durante los últimos diez años nuestro idioma había adquirido
tal cantidad de palabras nuevas que me vi obligado a pasar las veinticuatro horas
del día ley endo e investigando en todas las fuentes disponibles.
Casi todos los deportes competitivos cuentan con legiones de fanáticos cuy o
único medio de expresión es la hipérbole, y el deletrear palabras no se diferencia
demasiado de ellos. Una reportera de una revista dedicada al deletreo que
también es una fanática seguidora mía empezó su artículo con esta frase: « La
semana próxima los ojos de todo el Universo no se apartarán de Oasis…» .
Exageró un poquito, pero eso no era nada comparado con la publicidad que hizo
el grupo de Trancredi.
Cuando llegó la noche de la prueba estaba preparado. Fui al sitio donde se
celebraría en mi convertible con la capota baja para disfrutar del cálido aire del
desierto mientras el sol se ocultaba detrás de los riscos y las estrellas empezaban
a aparecer una por una.
Habían levantado una gran carpa de circo, y una banderola blanca en la que
se leía campeonato de deletreo ondulaba sin demasiado entusiasmo a la luz de las
antorchas.
Los doce miembros del Comité y a estaban en el Palco del Jurado.
Fui por el pasillo de tierra apisonada que llevaba hasta el escenario
improvisado con barriles de petróleo y tablones de madera. El público se quedó
callado en cuanto aparecí. Había dos pequeños estrados con micrófonos
separados por unos tres metros de distancia. Una jovencita delgada de cabellos y
ojos oscuros que parecía recién salida de la infancia ocupaba uno de los estrados.
La jovencita iba totalmente vestida de blanco. Subí al otro estrado y contemplé al
público. El acontecimiento había congregado a unos quinientos espectadores, eso
sin contar a los treinta y cinco jugadores que iban de camino a Las Vegas cuy o
autobús había perdido los frenos al bajar una pendiente y había chocado con el
lateral de un puente antes de acabar deteniéndose justo allí donde empezaba el
pueblo. La may oría de ellos parecían bastante disgustados pero, por decirlo en su
jerga, el deletreo era « el único juego disponible» en Oasis. Estaban dispuestos a
apostar su dinero en lo que fuese, y muchos y a habían apostado. Por la chica,
claro… ¡Cómo ganadora!
Seguí recorriendo los graderíos con la mirada. Identifiqué a mis seguidores,
reconocí a otros que darían cualquier cosa por verme derrotado y vi a un
considerable número de indecisos que, tradicionalmente, acaban optando por uno
de los bandos durante las primeras etapas del concurso. Mis ojos llegaron a las
primeras filas. Trancredi y su gente estaban allí. Parecía muy relajado,
tranquilísimo y absolutamente intocable, y sin embargo… Había algo extraño,
una especie de aura de cautela flotando a su alrededor. Nos jugábamos mucho,
claro está. Me pareció que casi estaba empezando a arrepentirse de haberme
transmitido el desafío. ¡Estupendo! Aún podía retirarlo y escabullirse como un
chacal en la noche, pero no lo haría. El orgullo siempre había sido uno de sus
puntos débiles.
Me volví hacia la joven que me había desafiado. Me devolvió la mirada con
mucha calma, evaluando al contrincante con el que debería enfrentarse. Era
bastante guapa. Vestía una blusa de campesina muy holgada, y la tela iridiscente
se pegaba a los pechos libres de toda sujeción que había debajo. ¡El roce de la
tela sobre su piel desnuda había hecho que tuviera los pezones erectos! La falda
era de una tela tan delgada que parecía muselina, y la sombra casi imperceptible
de su vellocino de Eva formaba un triángulo perfecto realzado por la falda que se
acomodaba elegantemente a los contornos y líneas de su cuerpo. Estaba
clarísimo que no llevaba nada debajo de la blusa y la falda. Trancredi había
cometido su segundo error. Los encantos físicos de la chica no conseguirían
distraerme, aunque casi todos los jugadores de Las Vegas parecían estar
apreciando mucho lo que creían ver.
Había llegado el momento de empezar. La primera palabra —KEFERA—,
fue para la aspirante. La chica la deletreó sin ningún esfuerzo y consiguió
arrancar unos cuantos aplausos corteses al público…, salvo a los jugadores,
naturalmente, quienes a juzgar por sus expresiones y a estaban empezando a
desear hallarse en cualquier sitio que no fuera éste.
—ANGRA MAYNIU.
La voz del moderador invisible pronunció mi palabra.
La repetí y la deletreé. Aplausos, un poco más sonoros que los obtenidos por
la chica.
—ARIMÁN.
La segunda palabra de la aspirante resonó en la oscuridad. La chica hizo una
pausa melodramática, tragó aire para que sus pechos volvieran a tensarse como
en una ofrenda —todo eso con la intención de distraerme, evidentemente—, y la
deletreó. El Comité volvió a otorgarle la puntuación máxima. Trancredi fue el
primero en aplaudir.
Las palabras llegaron en rápida sucesión. SHAITÁN, ARALU, BELILI, MICTLANTECUTLI,
ABADÓN, APOLIÓN… La chica parecía sentirse a sus
anchas, como si cobrara confianza con cada nueva palabra que deletreaba. Cada
éxito le proporcionaba unos cuantos seguidores más entre los indecisos, lo cual
era bastante comprensible. Tenía talento, desde luego, y su forma de pronunciar
las palabras y deletrearlas poseía una indefinible cualidad sensual.
Al final del primer período el apretujamiento del público había hecho que la
temperatura en el interior de la carpa subiera considerablemente, y fue entonces
—durante la prolongada salva de aplausos que obtuvo la chica— cuando me fijé
en dos cosas. La primera era que los jugadores estaban comportándose de una
forma intolerable, por lo que habría que hacer algo con ellos; y la segunda que la
aspirante había cometido su primer error, y no en el deletreo de una palabra sino
porque acababa de hacer un gesto típicamente femenino. —Mi rival había
apartado un mechón de cabello caído sobre su frente cubierta de sudor. ¿Vanidad?
¿O falta de concentración en lo que estaba haciendo? ¡Cualquiera de las dos cosas
podía ser fatal para ella!
Trancredi se dio cuenta del movimiento, puso cara de irritación y se levantó
para hacerle señas. La chica no entendió lo que intentaba decirle, frunció el ceño
y se inclinó hacia adelante para verle mejor. Se me había concedido una
oportunidad que no esperaba. No era la clase de situación en la que me siento
más cómodo, pero decidí aprovecharla. La oscuridad regurgitó mi próxima
palabra, MALEBOLGE. Y me lancé al ataque.
Hay algo que deberían saber, y es que en cualquier gran competición de
deletreo como la que estábamos celebrando resulta relativamente sencillo crear
un hechizo que hará aparecer una manifestación concreta de Angra May niu,
Apolión, Belili, Kefera, Mictlantecutli, Shaitán o cualquier otra de las 2.063
formas de Satanás, pero entonar un hechizo que haga manifestarse a toda la
región subterránea del Malebolge —más conocida como el octavo círculo del
Infierno— exige una considerable concentración y mucho poder.
—Malebolge —canturreé, utilizando poderes más viejos que el tiempo—.
Tempera scelerisque… —Sentí como el mundo subterráneo se iba plegando a mi
voluntad—. Asmodeus semper…
Y el Malebolge empezó a cobrar forma bajo nosotros. La tierra se fue
abriendo, las llamas sulfurosas salieron disparadas hacia lo alto y nuestros ojos
pudieron contemplar el infierno.
Los jugadores lanzaron gritos de terror.
—Scelerisque… —exclamé.
Les señalé con la mano y los gritos de los jugadores se convirtieron en
alaridos que se interrumpieron bruscamente para volverse gruñidos. Los
jugadores se transformaron en cerdos y empezaron a luchar entre ellos
fracturando patas de frágiles huesos y perdiendo orejas y ojos bajo el impacto
de las pezuñas afiladas como navajas de afeitar que se debatían frenéticamente
intentando escapar al precipicio que se estaba abriendo debajo de ellos.
Trancredi se dio cuenta de que iba a ser derrotado y se dejó dominar por el
pánico. Intentó adquirir su auténtica forma, pero le llevaba demasiada delantera.
Su cabeza se fue convirtiendo lentamente en la de un escarabajo gigante
mientras su torso aumentaba de tamaño y se volvía de un repugnante color
blanquecino. El cuerpo de Trancredi acabó transformándose en un gigantesco
gusano que empezó a alimentarse consigo mismo mientras su cabeza de
escarabajo lanzaba horribles gritos de agonía.
Las llamas se habían adueñado de todo el recinto. Estaba tan seguro de mi
victoria que dejé marchar a mis seguidores y vi como se alzaban moviendo sus
inmensas alas blancas para abrirse paso por el techo de la carpa en llamas.
La chica no había perdido la calma, y estaba haciendo acopio de fuerzas en
un último intento de controlar la situación. Trancredi tenía razón. Jamás había
visto tanta astucia y tales poderes en alguien tan joven, pero la había pillado
desprevenida y y a no podía hacer nada contra mí. Sabía cuál era su punto débil.
¡La vanidad!
No hay ninguna debilidad más terrible…, salvo, quizá, el orgullo.
Me volví rápidamente hacia ella y alcé un gran espejo de plata delante de su
rostro. El espejo le mostró la imagen de una anciana desdentada cubierta de
llagas goteantes. Un agujero leproso había consumido la totalidad de su ojo
derecho. Sus ropas habían desaparecido, y se le había caído el pelo. Aquellos
pechos que se habían alzado tan orgullosamente tensando la tela blanca de la
blusa no eran más que montones de carne grisácea que le llegaban hasta más
abajo del ombligo. Mi rival gritó y siguió gritando mientras su vientre se hinchaba
en un embarazo putrefacto que acabó con un terrible estallido. Un millón de
gusanos blancos salieron despedidos hacia el público. Bastó una fracción de
segundo para que cada gusano creciera hasta alcanzar un tamaño increíble y
exhalara la pestilencia del azufre y la muerte antes de aferrarse a su nuevo
anfitrión y empezar a alimentarse con su carne.
Los gemidos y gritos de los seguidores de Trancredi eran ensordecedores y
podían oírse incluso por encima del estruendo de los truenos y llamas que
llegaban de las profundidades y el salvaje gruñir de los cerdos enloquecidos por
el terror que corrían ciegamente de un lado a otro pisoteando los cuerpos de los
jugadores caídos.
—Malebolge —canturreé.
Y los mares del mundo se calentaron hasta alcanzar el punto de ebullición y
emitieron lenguas de ciento cincuenta kilómetros de longitud y cien metros de
altura que calcinaron todo cuanto se hallaba a su alcance. La Tierra se
estremeció en su órbita, retrocedió lentamente y el malévolo ojo rojizo del sol
volvió a aparecer sobre el horizonte mientras diez mil volcanes llegaban a un
orgasmo simultáneo y se convertían en fuegos artificiales anunciadores de la
muerte.
Mis poderes y a casi habían llegado al punto máximo, y había acumulado
tanta energía que si lo hubiese deseado habría podido destruir toda la creación.
Me volví hacia el Comité. Acabar con ellos habría sido casi ridículamente
sencillo. Me bastaba con desearlo para enviarles a un lugar aterrador del que sólo
podría sacarles alguien mucho más potente que y o…, suponiendo que semejante
criatura exista.
Pero no soy vengativo.
Les dejé marchar y me volví hacia la vieja arpía que gritaba y se retorcía
devorada por una agonía insoportable sobre los barriles de petróleo al rojo blanco
que estaban empezando a derretirse. Un pestilente manantial de saliva verdosa
brotaba de su boca y sus fosas nasales, y las uñas de sus manos estaban creando
surcos ensangrentados en su carne cubierta de llagas y tumores. El hechizo que
había convocado al Malebolge no se desvanecería hasta pasados veinte años de
su tiempo, y agravé el suplicio a que estaba sometida haciendo que cada segundo
de esos años tuviera la duración de un siglo. Naturalmente, ese marco temporal
también era aplicable a Trancredi, cuy os tormentos se habían vuelto tan terribles
que ni y o podía contemplarlos. Pobre diablo… No aprendería nunca.
Me preparé para abandonar aquel lugar.
—Sigues siendo el campeón —anunció el moderador invisible con voz llena
de respeto.
Me volví hacia el Comité y le hice una pequeña reverencia. La cortesía fue
aceptada con lo que me pareció era un considerable alivio.
Dejé atrás los gritos, las súplicas lastimeras, la pestilencia, las llamas y los
gruñidos y salí al fresco aire de la noche. Las alas de mis seguidores habían
ennegrecido el cielo.
Hice el gesto que pondría fin al hechizo y el suelo tembló y se alzó como una
multitud de cobras gigantescas alrededor de la carpa…, ¡y atacó! La tierra
tembló y la carpa y cuanto había en su interior fueron devorados.
El planeta Tierra había vuelto a su órbita normal. El tiempo que había huido
de él regresó como si nunca se hubiera marchado. Una luna a la que le faltaba un
cuarto para estar llena empezaba a asomar por el este. Un meteoro cruzó el
firmamento trazando un sendero luminoso de aprobación.
La noche era tan hermosa que decidí unirme a mis seguidores y volver
volando a casa…
Mejor que uno
PAUL DALE ANDERSON
Uno de los secretos que más intrigados tenían a los aficionados al terror
contemporáneo —sobre todo debido a la gran cantidad de seudónimos que ha
utilizado para escribir relatos y novelas cortas tan inolvidables como Claw
Hammer, Effigies y Sy nergism—, no era tal para los miembros de los Escritores
de Terror de los Estados Unidos, que no se dejaron despistar por seudónimos tan
dispares como GustafKarl, Paul Andrews, Irwin Chapman y A. A. Pavlov y
nombraron a Paul Dale Anderson primer vicepresidente de la organización.
Aunque quizá obraran así porque respetaban el talento que se ocultaba detrás de
todos y cada uno de ellos…
Anderson ha sido periodista especializado en temas militares y actualmente es
profesor, redactor de textos publicitarios, poeta y editor de 2AM.Está casado con
Gretta y es padre de una hermosa estudiante llamada Tammy Jeanne. Paul Dale
—así le llaman sus amistades—, sabe evaluar una historia bien contada con la fría
capacidad de juicio del crítico, es modesto y apoya entusiásticamente a todas las
pequeñas editoriales. Él y su esposa Gretta prepararon la antología The Best of
the Horror Show (1988), que recoge relatos publicados en la excelente revista de
Dave Silva. El relato que nos ofrece está a la altura de los que componen las dos
recopilaciones que ha publicado hasta la fecha —The De vil Made Me Do It
(1985) y The Devil Made Me Do It Again (1988)—, y consigue unir un final
absolutamente deslumbrante a unas cuantas variaciones asombrosamente
originales. Sea cual sea el seudónimo bajo el que se publique, su obra supera a la
de casi toda la competencia.
Bob se esfuerza tozudamente por recuperar el control. Ordena a su mano que
se mueva hacia adelante, pero la mano vuelve a quedarse inmóvil y los dedos
tiemblan incontrolablemente como si fuesen cinco gusanos atravesados por el
afilado extremo de otros tantos anzuelos.
—Ríndete —insiste la voz—. Ríndete, ríndete, ríndete.
Bob está asustado, pero no piensa rendirse. Se siente como una rata
acorralada. Sabe que su adversario prefiere jugar a liquidarle, y piensa que quizá
pueda ganar algo de tiempo hablando.
—Tendrás que matarme —dice—. Ya mataste a Laura. Tendrás que
matarme.
—Sabes que eso es imposible, Bob. Tu esposa no me servía de nada, pero
tú… Te necesito. ¿Qué haría sin ti?
—Pudrirte en el infierno —sugiere Bob.
—No necesito matarte. Puedo castigarte. Quizá quieras que te dé una muestra
de lo que puedo hacerte…
Un dolor insoportable desgarra toda la parte inferior de su cuerpo. Bob cae de
rodillas y sus ojos se llenan de lágrimas. « Esto no es real —se dice—. Nada de
todo esto es real» .
Siente como si le estuvieran arrancando los intestinos centímetro a
centímetro. Un clavo al rojo vivo entra por su uretra y se va abriendo paso hasta
llegar a su vejiga. Bob grita. Pierde el conocimiento, pero el dolor sigue y sigue.
« ¡Basta! —grita su mente—. ¡Oh, por favor, basta!» .
—¿Has aprendido la lección? —pregunta la voz.
« ¡Sí, haré todo lo que quieras! ¡Cualquier cosa!» .
—Estupendo —dice la voz.
El dolor se desvanece y Bob se queda dormido.
Desde que publicó The Manitou los aficionados al terror de todo el mundo han
confiado en ese inglés llamado Graham Masterton para que siguiera
proporcionándoles argumentos ingeniosos, sólidamente originales y llenos de
imaginación. A diferencia de otros autores no estadounidenses, Graham Masterton
no estaba obsesionado por sofisticados temas sociopolíticos y no se conformaba
con el exceso y la repugnancia. Masterton se convirtió en un narrador
excepcional y hubo momentos en que la discreción con que siempre ha tratado
todo lo referente a su persona alcanzó extremos de auténtica invisibilidad. En su
obra el equivalente literario a los efectos especiales y la sangre siempre han
ocupado una posición secundaria con respecto al argumento, y siempre la
ocuparán.
Después Masterton escribió Night Warriors, Mirror —de la que My stery
Scene dijo poseía «un ritmo implacable…, astuto y sutil»—, Feast y Picture of Evil,
la primera novela de un autor no francés que fue galardonada con el prestigioso
Prix Julia Verlanger, y en 1989 recopiló con auténtico cariño y dedicación Scare
Care (TOR), una antología cuyos beneficios están destinados a combatir los malos
tratos a la infancia en Inglaterra y los Estados Unidos. Cuando Bill Pronzini le
preguntó si envidiaba el éxito de Stephen King, la respuesta publicada fue «No».
Su auténtica respuesta, bastante más seca, fue: «Ya hablaremos de eso dentro de
unos años».
Están a punto de leer «Por siempre jamás» y les envidio, porque ése es
precisamente el lapso de tiempo durante el que recordarán este relato.
La carretera estaba resbaladiza; había poca luz y los pilotos de freno del
camión estaban cubiertos de tierra. Robbie lo vio aparecer delante de él sólo tres
metros demasiado tarde, pero esos tres metros bastaron para que un poste
metálico atravesara el parabrisas del Porsche y se le incrustara en el pecho.
El forense me dijo que ni tan siquiera se había enterado de lo ocurrido.
—Lo siento mucho, señor Deacon, pero no puede haberse enterado de lo que
ocurrió.
Muerte instantánea e indolora.
Indolora para Robbie, claro está. Pero no para Jill; y no para mí y para todos
los que le conocían. Jill llevaba trece semanas casada con él; y o llevaba treinta
y
un años siendo su hermano, y su humor y su vivacidad le habían ganado un
número incontable de amistades.
No quité la foto de Robbie de mi escritorio hasta un mes después del
accidente. Rasgos pronunciados y fuertes, cinco años más joven que y o y mucho
más parecido a papá que y o, riendo a carcajadas de alguna broma y a
olvidada… Una mañana de comienzos de octubre entré en mi despacho y guardé
la foto en el cajón del centro de mi escritorio. Ése fue el momento en que
realmente comprendí que todo había terminado y que Robbie había desaparecido
de mi vida para siempre.
Jill me telefoneó la tarde de ese día, como si hubiera experimentado aquella
misma sensación de separación definitiva que me invadió apenas hube guardado
la foto de Robbie en el cajón.
—¿David? ¿Podemos vernos cuando hay as salido del trabajo? Tengo ganas de
hablar.
Estaba esperándome en el vestíbulo de la entrada de la Avenida de las
Américas. Las aceras y a estaban llenas de gente que volvía a casa y no había
forma de encontrar un taxi libre. Hacía mucho frío, y el aire olía a castañas y
bagels.
Jill parecía cansada y estaba un poco pálida, pero seguía tan hermosa como
siempre. Su madre era polaca y su padre sueco, y había heredado los rasgos de
ella y el cabello rubio y la piel blanca como la nieve de él. Era muy alta —le
faltaba poco para el metro ochenta—, aunque su abrigo de visón ocultaba la
may or parte de su silueta tan eficazmente como el sombrero de visón negro que
dejaba su cara sumida en las sombras.
Me besó. Olía a Joy, y a las frías calles de octubre.
—Me alegra mucho que hay as podido venir… Creía que estaba empezando a
volverme loca.
—Bueno, conozco esa sensación —dije y o—. Cuando despierto tengo que
recordarme que está muerto y que nunca volveré a verle.
Fuimos al Brew Burger que había al otro lado de la calle para tomar una
copa. Jill pidió un zumo de tomate y y o pedí un Four Roses sin hielo y sin agua.
Nos sentamos junto a la ventana y contemplamos a la gente que pasaba
apresuradamente al otro lado del cristal.
—Ése es mi gran problema —dijo Jill mientras se contemplaba las uñas
recién pintadas—. Estoy triste y no paro de llorar, pero… No consigo
convencerme de que ha muerto.
Tomé un sorbo de mi whisky.
—¿Sabes a qué solíamos jugar él y y o cuando éramos pequeños? Nos
imaginábamos que éramos brujos, y que los dos viviríamos eternamente. Incluso
inventamos un hechizo.
Jill me miró fijamente. Sus grandes ojos verdigrises brillaban a causa de las
lágrimas.
—Siempre estuvo lleno de sueños. Quizá tuvo la mejor muerte posible… No
se enteró de nada.
—« Inmortís, inmortás…, ¡inmortales por siempre jamás!» —canturreé—.
Es el hechizo que inventamos. Lo recitábamos siempre que estábamos asustados.
—Le amaba, ¿sabes? —murmuró Jill.
Terminé mi whisky.
—¿No has hablado de esto con nadie más?
Jill meneó la cabeza.
—Ya conoces a mis padres. Cuando empecé a salir con Robbie dejaron de
considerarme hija suy a porque él seguía estando casado con Sara. Intenté
explicarles que él y Sara y a no podían seguir viviendo juntos, que Robbie no la
soportaba y que se habrían divorciado de todas formas aunque no me hubiera
conocido, pero… No sirvió de nada. Oh, no, todo era culpa mía. Destrocé un
matrimonio que gozaba de una salud perfecta. Lapidad a la adúltera…
—No sé si te servirá de consuelo, pero nunca vi a Robbie más feliz que
cuando estaba contigo —le dije.
La acompañé hasta su apartamento en Central Park South. El eco de los
truenos se estrellaba contra los rascacielos de la Sexta Avenida; las banderas
aleteaban locamente y estaba empezando a llover. La zona era muy elegante,
pero el piso que Jill y Robbie habían compartido era muy pequeño. Se lo habían
alquilado a un abogado llamado Wiley que pasaba la may or parte del tiempo en
Minnesota por algo relacionado con las cañerías de aluminio.
—¿Quieres subir? —me preguntó.
Estábamos en el vestíbulo, un lugar muy iluminado adornado con un elegante
portero negro que vestía un uniforme color champiñón y un gran jarrón lleno de
gladiolos.
—No creo que no —dije y o—. Tengo mucho trabajo atrasado que terminar
esperándome en casa.
Estábamos rodeados de espejos. Había cincuenta Jill que se alejaban en una
curvatura terminada en el infinito, cincuenta porteros, cincuenta y o y mil
gladiolos que parecían lanzas.
—¿Estás seguro? —insistió.
Meneé la cabeza.
—¿Para qué? ¿Para tomar un café o un whisky ? ¿Para que sigamos
torturándonos y dándonos golpes en el pecho? Jill, no podíamos hacer nada por
salvarle. Cuidaste de él como si fuera un bebé y y o le quise como al hermano
que era. Ninguno de los dos podía haberle salvado.
—Pero morir de esa forma… Tan deprisa, y sin ninguna razón…
Le cogí la mano.
—Nunca he creído que todo deba tener una razón.
El portero estaba sosteniendo la puerta del ascensor para que entrara. Jill alzó
su rostro hacia mí y comprendí que esperaba que la besase, así que la besé. Su
mejilla era muy suave y estaba algo fría por haber caminado tanto rato
soportando el viento. Aún no sé qué fue, pero ocurrió algo extraño, algo que nos
hizo quedamos inmóviles durante un momento mirándonos el uno al otro sin decir
nada mientras nuestros ojos escrutaban el rostro del otro.
—Te llamaré —dije—. ¿Quieres que cenemos juntos alguna noche?
—Me encantaría.
Puede que Robbie aprobara el que nos casáramos desde el Paraíso, pero
nuestras familias no lo aprobaron. Nos casamos en Providence, Rhode Island, un
día frío y ventoso del mes de marzo siguiente. Las únicas personas que asistieron
a la ceremonia aparte de nosotros fueron el juez de paz, los dos testigos que
reclutamos en la librería local y una anciana de cabellos grises que tocó la
Marcha Nupcial y Escenas de la infancia.
Jill llevaba un traje color crema y un sombrero de ala ancha con cintas, y
estaba preciosa. La anciana tocaba y sonreía, y los ray os del sol se reflejaban en
los cristales de sus gafas convirtiéndolos en dos monedas de cobre colocadas
sobre los ojos del rostro color marfil de un cadáver.
Desperté a mediados de nuestra noche de bodas y descubrí que Jill estaba
llorando. No dije nada, y no llegó a enterarse de que me había despertado. Jill
tenía derecho a su dolor, y y o no podía estar celoso de Robbie. Mi hermano
llevaba seis meses muerto.
Pero la escuché en silencio, sabiendo que al casarse conmigo había admitido
por fin el hecho de que Robbie y a no estaba entre los vivos. Jill lloró durante
casi
veinte minutos. Después se inclinó sobre mí, me dio un beso en el hombro y se
quedó dormida con sus cabellos esparcidos encima de mi brazo.
Nuestro matrimonio no tardó en quedar perfectamente organizado. Jill dejó
su apartamento en Central Park South y se trasladó a mi espacioso ático de la
calle Diecisiete. Teníamos mucho dinero. Jill trabajaba como directora creativa
para la agencia publicitaria Palmer Ziegler Palmer, y por aquel entonces y o
llevaba la contabilidad de la editorial Henry Sparrow. Cuando llegaba el fin de
semana comparábamos nuestras agendas y procurábamos exprimir el tiempo al
máximo para estar juntos todas las horas posibles aunque sólo fuera para
almorzar un bocadillo en el Stars de la Avenida Lexington o tomar una taza de
café en Bloomingdale’s.
Jill era bonita, inteligente y alegre y mi amor por ella fue aumentando a cada
día que pasaba. Supongo que se nos podría haber criticado el que fuéramos dos
estereotipos ambulantes de la generación del agua mineral Perrier, pero la
may or parte del tiempo no nos tomábamos demasiado en serio. En julio cambié
mi viejo BMW por un Jaguar XJS convertible de color verde y a partir de
entonces fuimos casi cada fin de semana a Connecticut recorriendo la autopista a
ciento setenta kilómetros por hora con Beethoven sonando al máximo de volumen
por los altavoces.
Mega-pretencioso, n ’est-ce pas? Pero nunca había sido tan feliz.
Era el último día de julio y estábamos sentados en el viejo porche estilo
colonial del hotel de Alien’s Corner donde solíamos hospedarnos cada fin de
semana que pasábamos en Connecticut. Jill se reclinó en su silla de mimbre y me
miró.
—Algunos días deberían ser eternos —dijo con voz adormilada.
Hice tintinear los cubitos de hielo de mi vodka con tónica.
—Éste debería serlo.
Hacía bastante calor, con un viento tan imperceptible que no llegaba a la
categoría de brisa. Resultaba difícil recordar que estábamos a menos de dos
horas en coche del sur de Manhattan. Cerré los ojos y me dediqué a escuchar los
trinos de los pájaros, el zumbar de las abejas y todos los sonidos típicos de un
apacible verano en Connecticut.
—¿Te había dicho que Willey me llamó el viernes? —preguntó Jill.
Abrí un ojo.
—¿Te refieres al señor Willey del apartamento donde vivíais? ¿Qué quería?
—Sólo quería decirme que me había dejado olvidados unos libros. Iré a
recogerlos mañana. Me explicó que aún no había vuelto a alquilar el apartamento
porque no ha conseguido encontrar otra inquilina igual de hermosa.
Me reí.
—¿Cómo he de tomarme eso? ¿Cómo una gilipollez o como una gilipollez?
—Ni como una cosa ni como la otra —dijo Jill—. Es puro halago.
—Estoy celoso —dije y o.
Me besó.
—Vamos, no puedes tener celos de Willey … Debe de estar a punto de
cumplir los setenta y parece un koala con gafas.
Se puso muy seria y me miró.
—Sólo te quiero a ti —añadió—, y nunca querré a nadie más.
Al día siguiente hubo una tormenta con muchos ray os y truenos. Las calles de
Nueva York se convirtieron en oscuros pasadizos mojados y las aceras se
llenaron de paraguas rotos. No almorcé con Jill porque había quedado con
Morton Jankowski, mi abogado (Morton era un tipo muy divertido y tenía un gran
repertorio de chistes lituanos), pero le había prometido que prepararía mi famoso
pesce spada al salmoriglio para cenar.
Fui a casa tapándome la cabeza con un periódico. Coger un taxi en pleno
centro de la ciudad a las cinco de la tarde de un martes lluvioso era un sueño
imposible. Compré el pez espada y una botella de Orvieto en el colmado italiano
de la esquina y fui por la calle Diecisiete canturreando una ópera de Verdi. Ya les
había dicho que llevábamos una existencia mega-pretenciosa, ¿no?
Jill salía de su trabajo una media hora antes que y o y esperaba encontrarla en
el piso cuando llegara, pero me llevé la sorpresa de ver que no estaba. Encendí
las luces de la elegante y más bien austera sala de estar y fui al dormitorio para
ponerme algo seco.
A las seis y media Jill seguía sin haber regresado. Ya casi había oscurecido, y
los truenos retumbaban continuamente en el cielo. Llamé a la agencia donde
trabajaba, pero y a no había nadie. Me instalé en una silla de la cocina con mi
delantal a ray as y me dediqué a ver las noticias mientras tomaba sorbos de mi
copa de vino decidido a no empezar los preparativos de la cena hasta que Jill
hubiera vuelto a casa.
Hacia las siete y a estaba francamente preocupado. Jill había tenido tiempo
más que suficiente para volver a casa caminando aun suponiendo que no hubiera
logrado encontrar ningún taxi, y nunca había vuelto más tarde que de costumbre
sin telefonearme previamente para avisarme de ello. Llamé a su amiga Amy,
una chica que vivía en SoHo. Amy no estaba en casa, pero su compañero me
dijo que se encontraba en casa de su madre y me aseguró que Jill no estaba con
ella.
Oí girar la llave en la cerradura cuando y a pasaban quince minutos de las
ocho. Jill entró en el piso. Los hombros de su abrigo estaban mojados, tenía el
rostro bastante pálido y se la veía muy cansada.
—¿Dónde te habías metido? —le pregunté—. Me estaba volviendo loco de
preocupación.
—Lo siento —murmuró Jill, y fue a colgar su abrigo.
—¿Qué ha pasado? ¿Tuviste que quedarte a trabajar hasta tarde?
Jill frunció el ceño. Su flequillo rubio estaba tan mojado que se le había
pegado a la frente.
—Ya te he dicho que lo siento. ¿Qué es esto, un interrogatorio de tercer grado?
—Estaba preocupado por ti, nada más.
Jill fue hacia el dormitorio conmigo detrás.
—He conseguido sobrevivir en Nueva York durante bastantes años antes de
conocerte —dijo—. Ya no soy una niña, ¿sabes?
—No he dicho que fueses una niña. Lo único que he dicho es que estaba
preocupado.
Jill empezó a desabotonarse la blusa.
—¿Quieres hacer el maldito favor de salir de aquí y dejarme sola para que
pueda cambiarme?
—¡Quiero saber dónde has estado! —exigí.
Jill me dio con la puerta del dormitorio en las narices sin la más mínima
vacilación y cerró con llave cuando intenté hacer girar el picaporte.
—¡Jill! —grité—. ¡Jill! ¿Qué diablos te ocurre?
No contestó. Me quedé inmóvil junto a la puerta del dormitorio un rato
preguntándome qué había podido trastornarla hasta ese extremo, acabé y endo a
la cocina y me dispuse a preparar la cena.
—No hagas nada para mí —la oí gritar cuando estaba empezando a trinchar
las cebollas.
—¿Ya has cenado? —pregunté con el cuchillo inmóvil sobre la tabla de
trinchar.
—He dicho que no me hagas nada de cenar.
—¡Pero tienes que comer!
Jill abrió de un manotazo la puerta del dormitorio. Se había recogido el pelo
en la nuca y llevaba un albornoz.
—¿Eres mi madre o qué? —gritó.
Volvió a cerrar la puerta dando un golpe seco.
Clavé el cuchillo en la tabla de trinchar y me quité el delantal. Estaba muy
enfadado.
—¡Oy e, he comprado el vino, el pez espada y todo lo demás! —grité—. ¡Y tú
llegas dos horas tarde y no se te ocurre nada mejor que ponerte a chillar!
Jill volvió a abrir la puerta del dormitorio.
—Fui al apartamento de Willey. ¿Qué, estás satisfecho?
—Ah, así que fuiste al apartamento de Willey … ¿Y qué se suponía que tenías
que hacer en el apartamento de Willey ? Tenías que recoger tus libros, si no me
falla la memoria. Bueno, ¿dónde están esos dichosos libros? ¿Te los has dejado en
el taxi?
Jill me miró fijamente. Nunca le había visto esa expresión, esa mirada fría y
distante y, al mismo tiempo, tan confusa y perdida como si acabara de tener un
accidente y su mente aún no se hubiera recuperado del shock.
—Jill… —dije en un tono de voz mucho más suave.
Di dos o tres pasos hacia ella.
—No —murmuró—. Ahora no. Quiero estar sola un rato.
Esperé hasta las once de la noche haciendo algún que otro viaje hasta el
dormitorio para llamar suavemente con los nudillos a la puerta, pero Jill se negó a
abrirme. No sabía qué hacer. Ay er todo iba de maravilla y hoy … El día se había
convertido en un horrible rompecabezas que no conseguía descifrar. Me puse el
impermeable, fui hasta la puerta del dormitorio y le grité que iba a las Campanas
del Infierno para tomar una copa. No obtuve ninguna respuesta.
El primer cuento publicado por Rodgers, «The Boy Who Came Back from the
Dead»[5] , fue nominado para un Premio Mundial de fantasía y compartió el
Premio Bram Stoker de los Escritores de Terror de los Estados Unidos para la
categoría de relato el primer año en que fueron concedidos.
Después el antiguo editor de Night Cry escribió una novela titulada The
Children que fue aceptada por la Editorial Bantam. También consiguió que Bantam
se comprometiera a publicar su próxima novela. The Voice of Armaggedon en la
que está trabajando actualmente.
Rodgers utiliza su versatilidad para lanzar una original mirada poética sobre
esa historia ya clásica que se halla en las raíces de toda la ficción
frankensteiniana. Debo observar que Rodgers es Leo, el único signo astrológico
regido por el sol, y dudo de que nuestro dotado «Alano» tenga que esperar la
ayuda de Hércules para que sus talentos queden libres de alcanzar toda su
plenitud.
Los diez mil años
que pasé encadenado
sobre esta montaña del Cáucaso,
cuando me despertabas cada día
con tu pico en mi vientre,
desgarrándome las entrañas
para saciarte con mi hígado
sirvieron para que acabara amándote.
Creo
que siempre has
entendido nuestro amor
mucho mejor que y o…
No hubo un solo instante en el que no te aborreciera y te odiase e hiciera planes
contra ti
(pero acabé
identificándote al primer roce,
sabiendo lo que pensabas
sólo por el contacto
de tu saliva en mis venas…
Y llegué a sentir celos,
aunque entonces
no podía confesarlo,
de la carroña
que olía
a veces en tu aliento), y vi como la luz del sol hacía brillar esa lágrima
[que cay ó de tu ojo
el día en que Hércules me liberó.
Aún recuerdo esa lágrima
y ese recuerdo me obsesiona.
Oh, Devorador de mi Hígado:
ven conmigo,
ven con el amante
que ha vuelto a ti,
sígueme
por los pasillos
de la luz, el amor y el dolor
que son el mundo.
Y vive conmigo.
El «nuevo» terror
Alguien con quien he trabajado creía que no me gustaría lo que The Twilight
Zone Magazine proclamó era el « nuevo» terror y lo que otros han llamado
« splatterpunk» . Le dije que Rex Miller me parecía estupendo y que su novela
Slob me había gustado mucho, y que y o mismo había escrito relatos más o
menos « splatterpunk» como « The Book of Webster’s» (Night Cry) y « Public
Places» (Pulphouse). También le dije que lo que no podía aguantar era los
relatos que no son tales relatos, la sangre o la violencia aisladas, las pesadillas
o
los ensueños producidos no por la musa sino por las drogas o el alcohol y la
premisa de que basta con la sorpresa para crear suspense o que el
encadenamiento improbable de circunstancias pueda sustituir al argumento. O la
idea de que el año 1989 (o el 1999, o el 2189) tiene que ser mejor o peor que los
años anteriores y de que la historia es un montón de basura. O el dar por sentado
que esas palabras con las que trabé conocimiento gracias a las borracheras de mi
tío deben sustituir a las aceptadas por la inmensa may oría de personas y, además,
escandalizarnos. No me gusta la idea de que todos los tipos guapos y elegantes
siempre vay an de cama en cama, o de que los locos radicales están « en la
onda» porque han desplumado a sus padres, frecuentan las galerías de tiro, se
unen a bandas criminales, pasan por alto cualquier tipo de atrocidad
justificándola e insultan a la bandera de su nación en vez de identificar los
defectos de los Estados Unidos y corregirlos.
Pero tampoco me gustan los escritores que juegan al avestruz y fingen que
seguimos estando en el período de Stoker, Lovecraft o el primer Stephen King, los
que enarbolan viejos prejuicios como si acabaran de ser reivindicados por una
parte considerable de la opinión pública, los que escriben sobre chicos de la calle
que dicen « maldición» cuando lo que realmente quieren decir es « mierda» y
los que no tienen ni la más mínima intención de averiguar lo que está ocurriendo
porque eso podría contaminar sus delicadísimas sensibilidades.
Si el « nuevo» terror es realmente nuevo —y no un mero reciclaje de la
primera etapa de la brillante obra de Harlan Ellison (quien afortunadamente aún
sigue deleitándose con sus relatos)—, lo más probable es que guarde relación con
el ejercicio de la libertad y el poner al descubierto otra lacra que clama al cielo
pidiendo ser revelada por un escritor. El « nuevo» terror debe estar narrado de
una forma directa y sincera, y a veces esa sinceridad debe provocar más risas
que lágrimas. El humor que encierra pertenece a esa variedad inquietante y casi
ofensiva típica de las personas que albergan la esperanza de que consiga poner
fin como por arte de magia a la pesadilla de esta semana. En el peor de los casos
el « nuevo» terror puede ser tosco o estar impregnado de cierta beligerancia y
vulgaridad. En el mejor de ellos, es una forma maravillosa de utilizar la libertad
para decir o hacer aquello con lo que el escritor alberga la esperanza de
conseguir que una cagada social particularmente monstruosa se esfume para
siempre de nuestras tristes vidas.
De vez en cuando el « nuevo» terror señala o expresa ideas que no han sido
proclamadas en voz alta con anterioridad o, al menos, que no lo han sido con
tanta claridad o que llevan mucho tiempo sin ser oídas. Nos alerta avisándonos de
dónde están los grandes problemas, injusticias y mentiras, y aunque realmente
no tenga nada de « nuevo» eso tampoco tiene nada de malo. Interroguen a
cualquiera de los profesores presentes en este libro sobre los fascinantes e
inolvidables creadores de clásicos que empezaron sus carreras de esa forma o
que las culminaron con obras maestras tan inquietantes como reveladoras.
Los relatos del « nuevo» terror no deben ser excluidos, y tampoco tienen que
excluir a otras variedades de relatos. Los relatos que emocionan y entretienen
jamás deben ser excluidos de nuestras vidas…, al igual que tampoco deberían
serlo las personas.
Labios largos
R. PATRICK GATES
—¿Qué tenemos?
El capitán ladró la pregunta mientras salía del coche patrulla. Tenía la voz
enronquecida por haber fumado demasiados cigarrillos y haber pasado
demasiados años en aquella húmeda ciudad costera. Era bajito y muy
corpulento. Si hubiera medido unos cuantos centímetros más habría podido ser un
excelente jugador de rugby. Tenía el rostro curtido por el viento y la intemperie,
y su piel morena y llena de surcos hacía que pareciera más un pescador de
langostas que un policía. Su cabellera estaba empezando a llenarse de canas. No
se la peinaba nunca, y el viento hacía que los mechones oscilaran locamente de
un lado a otro.
—Un…, un homicidio. Más o menos… —dijo un teniente muy alto llamado
Hedstrom intentando que sus labios no se curvaran en una mueca lujuriosa.
—¿De veras? Vay a, Dick Tracy, pues y o estaba convencido de que nos
enfrentábamos a un caso de conducción temeraria.
Hedstrom no logró contener la risa.
—¿Cuál es el modus operandi? —preguntó el capitán frunciendo el ceño y
y endo hacia el callejón.
Hedstrom volvió a reír y su rostro se puso tan rojo como una cereza. El
capitán pasó junto a él sin hacerle caso. La prostituta muerta había sido tapada
con una vieja manta de lana y el cuerpo y acía junto a un cubo de basura. El
capitán se arrodilló, levantó la sábana que cubría el cuerpo y estuvo a punto de
saltar hacia atrás. Había visto muchos cadáveres, pero nunca había visto nada
semejante. Disimuló su repugnancia y asombro —era demasiado profesional
para permitir que se le notara—, pero siguió sintiendo como aquellas emociones
se agitaban en sus entrañas roy éndole por dentro.
La mujer estaba medio desnuda, pero el capitán apenas si se dio cuenta de
ello. No podía apartar la mirada de su rostro. La mujer tenía los ojos abiertos.
Sus
pupilas saturadas por el horror de la muerte le miraban fijamente. Quizá hubo un
tiempo en el que fue bonita, pero los estragos de su profesión y la violencia de su
muerte la habían afeado hasta extremos increíbles. Largas hebras de un fluido
lechoso colgaban de ambas fosas nasales. La mandíbula estaba rota y había
quedado apoy ada sobre la parte superior del torso. Su rostro y su cuello se
hallaban salpicados de moretones.
El capitán estaba mirando por la ventana. Tenía los pies apoy ados sobre su
viejo escritorio y un cigarrillo colgaba de sus labios. El teniente Hedstrom el
forense y el fiscal del distrito estaban sentados al otro lado del escritorio.
—Esto no puede ser real —murmuró el capitán. El fiscal del distrito tosió y el
capitán apartó los ojos de la ventana—. ¿Hay alguna forma de que…? Bueno,
¿puede ser un montaje?
Hedstrom soltó una risita.
—Lo que quiero decir —prosiguió el capitán después de haber lanzado una
mirada de irritación al teniente—, es si existe alguna forma de crear la impresión
de que estamos ante…
El capitán se calló. No lograba encontrar las palabras adecuadas.
—¿Una felación letal? —sugirió Hedstrom—. ¿Un caso de oralicidio o
pollicidio?
—¡Basta y a! —ladró el capitán, y se volvió hacia el forense—. ¿Hay alguna
forma de fingir…, de crear la impresión de que la mató de esa forma?
El forense suspiró.
—No en este caso. Las abrasiones en la parte de atrás del cuello y el semen y
las células de piel encontradas en la boca de la víctima y en sus dientes
demuestran sin lugar a dudas que las circunstancias de la muerte fueron las que
he descrito.
El capitán tragó una honda bocanada de aire.
—Bien, parece que nos enfrentamos a un asesino con un modus operandi
muy poco corriente.
—No debería ser demasiado difícil de capturar —comentó Hedstrom—. Lo
único que debemos hacer es encontrar a un tipo que tenga tres piernas.
El capitán le contempló en silencio.
—La verdad es que no anda muy desencaminado —se apresuró a decir el
forense—. He medido los moretones que hay en el cuello de la víctima y
basándome en ellos y o diría que el asesino tiene un pene de cincuenta
centímetros de longitud…, y unos dieciocho de circunferencia.
—Madre de Dios… —murmuró el fiscal del distrito—. Si cogemos a ese
bastardo no podremos llevarle ajuicio. ¡Sería un auténtico circo! Si le atrapamos
habrá que quitarle de la circulación lo más discretamente posible. Si los
periódicos llegan a enterarse de esto… ¡Qué el cielo nos ay ude!
—Llevarle a juicio es lo último que me preocupa en estos momentos —
replicó el capitán—, pero le aseguro que y o tampoco quiero que los periódicos se
enteren de esto. Emitiremos un comunicado diciendo que el tipo la estranguló sin
dar mas detalles. —Alzó el brazo y señaló a Hedstrom—. Haga circular una
descripción de la…, eh…, la anatomía del asesino entre las prostitutas de los
barrios bajos, pero sea lo más discreto posible. Ah, también quiero que repase los
archivos de todos los médicos y hospitales en un radio de cien kilómetros. Unas
dimensiones tan fenomenales no pueden haber pasado desapercibidas hasta
ahora.
Hedstrom asintió.
—Y que doblen las patrullas nocturnas de los barrios bajos. Vamos a ponerle
la vida muy difícil a la clientela hasta que atrapemos a ese tipo. Cualquiera que
solicite los servicios de una prostituta será detenido y examinado.
Hedstrom estuvo a punto de reír, pero el capitán le lanzó una mirada tan feroz
que la carcajada no llegó a nacer.
El capitán se sorprendió al ver lo alta y rubia que era, y durante una fracción
de segundo se preguntó si sería rubia natural. Le sacaba casi nueve centímetros
de ventaja, y el capitán medía un metro ochenta de altura. Era guapa, y no tenía
el aspecto acosado y prematuramente envejecido de casi todas las reinas del
porno. Las arruguitas que había alrededor de sus ojos y junto a las comisuras de
sus labios indicaban que y a no era ninguna jovencita, pero esos pequeños
defectos resultaban fáciles de olvidar cuando contemplabas sus enormes y
límpidos ojos azules. Aquellos ojos eran casi hipnóticos, y capturaban la mirada
reteniéndola sin ninguna dificultad. Tenía una boca opulenta y sensual, y la nariz
era delgada y de líneas nobles. El mentón se confundía elegantemente con un
cuello largo y aristocrático. Los hombros eran anchos y sostenían unos senos
inmensos, dos montículos de carne muy firme que tensaba las costuras de su
blusa.
El capitán la acarició con los ojos y descubrió que le resultaba difícil apartar
la mirada. La estrella del porno le sonrió y ladeó las caderas. Los pantalones
cortos le quedaban tan ceñidos que parecían haber sido pintados sobre su piel. La
tela subía por sus muslos y se tensaba en su ingle y alrededor de sus sólidas
nalgas. El capitán se lamió unos labios repentinamente resecos.
—Encantado de conocerla, señorita Lipps.
—Ya lo veo —dijo ella sonriéndole y aprovechando toda la ventaja que le
proporcionaba su estatura para observarle.
—Supongo que el teniente Hedstrom le ha dado cierta idea de lo que
pretendemos hacer —dijo el capitán con voz nerviosa mientras cruzaba las
piernas.
—Oh, sí, estuvo muy hablador…, aunque no nos limitamos a hablar —dijo
ella.
—Tendría que habérmelo imaginado —murmuró el capitán.
—No se preocupe —dijo ella colocando una bolsa de viaje sobre el escritorio
—. También me ha contado lo que se supone que debo hacer.
Abrió la bolsa de viaje y sacó de ella unos pantalones de satén negro y una
blusa transparente de estilo campesino que colocó sobre el escritorio alisando
cuidadosamente la tela.
—Empecemos por el principio… Creo que tiene algo de dinero que darme,
¿no?
El capitán sacó un sobre de su bolsillo con dedos temblorosos y se lo entregó a
Lorna Lipps lo cogió y lo metió dentro de la bolsa de viaje.
—¿Por que no me cuenta los detalles de la operación mientras me pongo la
ropa de trabajo?
Deslizo la blusa sobre su cabeza. Sus pechos subieron y se tensaron hasta
quedar libres de la tela que los había ocultado. Cuando volvieron a entrar en
contacto con su cuerpo hicieron una especie de suave chasquido. Tenía unos
senos increíbles. Los pezones de un color entre rojo y rosado eran bastante
pequeños, y estaban en perpetuo estado de erección.
El capitán no podía apartar los ojos de ella. Lorna Lipps le sonrió y se pasó las
manos por los pechos. Se quitó el cinturón y deslizó los apretados pantalones
cortos por sus muslos ondulando seductoramente las caderas. El capitán tragó
aire y se dio cuenta de que no llevaba ropa interior. Sonrió.
Lorna Lipps era rubia natural.
Hedstrom desconectó la radio y volvió la cabeza hacia la esquina en que
Lorna Lipps se exhibía con sus pantalones de satén negro y su blusa transparente.
Sonrió y lanzó una rápida mirada al capitán, quien se sostenía la cabeza con las
manos como si le doliera.
—Si se lo pide estoy seguro de que ella sabrá curarle ese dolor de cabeza,
capitán —dijo acompañando sus palabras con una risita.
El capitán frunció el ceño, pero no por lo que había dicho Hedstrom. La idea
de hacer el amor con Lorna Lipps le había pasado por la cabeza, evidentemente.
Se daba cuenta de que y a había tenido una ocasión cuando Lorna se desnudó en
su despacho, pero a diferencia de Hedstrom el capitán debía resolver a un
pequeño problema antes de acostarse con ella. El problema se llamaba
matrimonio. Su esposa y a había cumplido cuarenta y cinco años y se le notaba
hasta el último de ellos, pero el capitán creía que jamás sería capaz de ensañarla.
Aunque la tentación había sido casi irresistible…
—¿Dónde se ha metido? —preguntó Hedstrom de repente.
El capitán alzó la cabeza. La esquina estaba desierta. Lorna se había
esfumado.
El capitán tomó un sorbo de café y echó un vistazo al reloj. Eran las tres de la
madrugada, y llevaban cinco horas sin tener noticias de Lorna Lipps. La batida
no había logrado dar con ninguna pista que pudiera conducirles hasta su paradero.
El capitán estaba empezando a temer que se hubiera convertido en otra víctima
del asesino, y lo que le preocupaba era que Lorna Lipps no sería considerada
como una víctima más. Lorna era una especie de celebridad y sus superiores le
harían responsable de lo que le hubiese ocurrido.
El teléfono empezó a sonar y le sobresaltó. El capitán cogió el auricular.
—¿Diga?
La voz sonaba muy débil y lejana. El corazón del capitán se saltó un latido.
Era Lorna Lipps.
Cuando se graduó en la Writer’s Digest School con una de las nada frecuentes
matrículas que concedí durante cuatro años de sufrir y maltratar a los estudiantes
Ralph Rainwater era oficial de las Fuerzas Aéreas y estaba licenciado en ciencias
políticas y literatura rusa. Ralph, Katie Ramsland, D. W. Taylor, Jeannette Hopper
y Mark McNease eran jóvenes promesas que habían sacado el máximo provecho
posible a sus estudios en la WDS. Todos tenían en común el deseo de ganarse la
vida escribiendo…, y mucho talento.
Rainwater tiene muchas ideas y una gran capacidad de observación, y admite
que sus personajes «están enraizados en la tradición y el lugar» y que «les
obsesiona la religión». El verano pasado me mandó una carta para anunciarme
que había decidido volver a la Fuerza Aérea, y la razón que dio para justificar esa
decisión me dejó realmente asombrado. Ralph creía que «debía escribir más y
mejor» y había dejado de creer que eso fuera posible en la vida civil.
Ralph es un hombre y un escritor muy poco corrientes.
Siempre había admirado la forma en que David sabía unir el intelecto a la
acción, pero me parecía que su último acto de terrorismo iba demasiado lejos.
Volví a hacer acopio de valor mientras nuestras bicicletas corrían por los
desiertos caminos rurales de Georgia y se lo dije.
—Oy e —replicó—, pareces un disco ray ado. Sigues repitiendo una y otra vez
las mismas dudas de siempre, pero nunca consigues convencerme de que estén
justificadas.
—Eso no es justo —protesté—, y tú lo sabes. ¡Tú siempre ganas las
discusiones incluso cuando soy y o quien tiene razón!
—Bueno, en ese caso supongo que deberías aprender a discutir mejor, ¿no te
parece? Pero si no te gusta lo que vamos a hacer, y date cuenta del énfasis que
pongo en ese « vamos» , ¿qué haces pedaleando a mi lado?
—Porque eres mi hermano may or —me limité a decir.
Nuestro historial familiar era tan penoso que tenía la seguridad de que esa
respuesta bastaría para ablandarle.
Estaba bastante oscuro, pero le vi asentir con la cabeza y me imaginé la
sonrisa que suavizaría sus rasgos.
—De acuerdo… Intentaré volver a explicártelo aunque sólo sea porque eres
mi hermano menor.
Guardó silencio durante unos momentos para poner algo de orden en sus
pensamientos.
Los únicos sonidos que rompían el silencio de aquella noche tranquila y
húmeda eran los que hacían nuestras bicicletas rodando sobre el maltrecho
camino campestre y los millones de grillos que entonaban sus cánticos de
apareamiento. No había luna, y las débiles luces de nuestros manillares apenas
iluminaban un metro y medio escaso del terreno que teníamos delante, por lo que
resultaba bastante difícil esquivar los abundantes baches y agujeros y los restos
de animales aplastados con que nos encontrábamos de vez en cuando.
La bolsa de lona que contenía un esqueleto humano de plástico que David
había pedido por correo después de verlo en un catálogo que ofrecía artículos de
terror colgaba alrededor de su cuello y se apoy aba en su espalda. Dentro de ja
bolsa había unos cuantos accesorios más, desde el martillo con lengüeta especial
para arrancar clavos hasta los clavos, pasando por los tres trozos de cuerda que
habíamos cortado antes de salir (por si descubríamos que usar los clavos
resultaba demasiado ruidoso o difícil).
David tardó bastante en romper el silencio.
—Estamos de acuerdo en que toda esta zona se ha quedado atascada en el
pasado porque sus habitantes están decididos a seguir sumidos en la ignorancia,
¿de acuerdo?
—De acuerdo —dije y o.
—Y de todas las ataduras que les impiden llevar una existencia digna del siglo
veinte la más importante es esa religión primitiva a la que están tan apegados, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo —repetí.
—De lo cual se desprende que cualquier cosa que sirva para desacreditar la
religión es buena. Piensa en todo lo que conseguimos con nuestro librito.
« Nuestro librito» era una parodia del Nuevo Testamento escrita por David en
la que había sustituido a todos los seres humanos por perros y a la que había
puesto por título El Nuevo Testamento Condensado del Criador. Yo me había
limitado a proporcionarle unas cuantas ideas y le ay udé a distribuirlo dejando
ejemplares en puntos estratégicos de nuestro pueblo…, de noche, naturalmente.
La parodia impresa en nuestro ordenador había creado un revuelo que tardó
semanas en calmarse. El periódico local había recibido montones de cartas
enviadas por líderes cívicos y devotos asistentes a la iglesia que expresaban su
escandalizada indignación.
Al principio la idea de parodiar un texto sagrado no me había hecho
demasiada gracia, pero las vehementes reacciones causadas por los anónimos
autores de nuestra parodia nos encantaron. Los fieles habían revelado su
inseguridad, tal y como David estaba seguro de que ocurriría.
—Sí, esa vez tenías razón, pero… ¿no crees que esto es ir un poco demasiado
lejos? —pregunté.
—Quizá lo sea, pero esos fanáticos van igual de lejos. Es un claro caso de
« ojo por ojo» , Mark.
—Estamos hablando de clavar un esqueleto en su cruz. ¡Se volverán locos de
furia!
—Puede que no. Piensa un poco en cuáles son las bases sobre las que se
sostiene su fanatismo. Están convencidos de que han visto a Dios. Dios vive entre
ellos y habita dentro de su iglesia. —Se quedó callado durante unos momentos
como si esperara algún comentario por mi parte y siguió hablando al ver que y o
no abría la boca—. Vamos, piénsalo bien… ¿Quién puede creerse semejante
tontería? Sólo la gente más pobre e ignorante, y ésa es justamente la clase de
gente que acude a esta iglesia perdida en el campo. Ya les has visto en el pueblo
y sabes qué aspecto tiene su congregación. El chiflado de esta mañana era un
ejemplo perfecto.
No quería pensar en él. El tipo flaco y mal vestido que se había plantado en el
centro de la plaza del pueblo para sermonear a todos los que pasaban instándoles
a unirse a la « Iglesia del Dios Iracundo» me había parecido demasiado extraño
e inquietante. Sus ojos brillaban con una luz que no era natural y su forma de
mover los brazos en círculos resultaba demasiado frenética para mi gusto. Aún
podía oír sus gritos… « ¡Alabado sea Dios! ¡Ya ha llegado! ¡Venid y pisotead a
los que nos han pisoteado! ¡La venganza es Suy a!» .
—Bueno, y a que estás tan seguro de que no van a ponerse violentos… ¿Qué
crees que ocurrirá? —pregunté.
—Imagínate a todos esos fanáticos presentándose mañana en la iglesia para
adorar a su dios. —Mi hermano parecía un poco más excitado—. Estamos
hablando de personas que ahorran el dinero que les da la seguridad social para
comprarse un Cadillac, recuérdalo. Para ellos ese coche es un símbolo sagrado
de la « buena vida» . ¡Es un objeto religioso! Esos tipos de mentes perpetuamente
precientíficas entran en la iglesia y alzan los ojos hacia su cruz. En vez de
imaginarse a Jesús… ven a esa cosa clavada en la cruz. ¡Un esqueleto! Eso les
dejará bien claro lo muerta que está realmente su religión.
» Vamos, ¿no puedes oírles? —siguió diciendo David—. “Oh, Señor, Señor…
¡Alguien ha entrado aquí para hacer esta obra del Diablo!”. ¿No lo entiendes? ¡Si
conseguimos colocar este esqueleto en la cruz toda la congregación pensará que
Dios jamás habría debido permitir semejante blasfemia!
—Lo cual quiere decir que nunca estuvo allí —asentí, comprendiendo adonde
quería llegar.
—Exactamente —replicó David—. ¿No crees que poner fin a todo ese
fanatismo justifica sobradamente lo que vamos a hacer?
No. No lo justificaba. Las extrañas travesuras de David siempre habían ido en
contra de los dictados de mi naturaleza más profunda. Su intelecto era demasiado
agudo y su condena de la ceguera ajena demasiado hosca e inflexible. Nunca
había poseído el coraje de sus convicciones.
Pero aquí estaba de nuevo tomando parte en sus planes y diciendo que sí a
todo en mi eterno papel de ay udante fiel aunque lleno de dudas. ¿Por qué?
Porque David era la única persona de nuestro retrasadísimo pueblo natal a la que
resultaba concebible admirar. Porque los dos éramos inteligentes y lo único que
veíamos a nuestro alrededor eran cerebros obtusos que nunca habían funcionado
demasiado bien. Porque tenía que seguir a mi hermano fuera adonde fuese.
Era así de sencillo.
Nuestro pedaleo nos había llevado a una comarca muy pobre que se
encontraba a unos treinta kilómetros del pueblo en que vivíamos. Las casuchas
medio en ruinas esparcidas aquí y allá estaban ocupadas por familias de parados
o, en el mejor de los casos, por familias que sólo encontraban trabajos
estacionales muy mal pagados.
A la luz del día esas cabañas eran una auténtica vergüenza. Los porches
delanteros se combaban, los tejados tenían agujeros y las ventanas que habían
perdido los cristales estaban cubiertas con papel de periódico. El patio que
rodeaba a cada una de esas chabolas cochambrosas estaba repleto de basuras y
adornado con los restos oxidados de viejos Cadillacs. Cualquier persona que
cruzara esta parte del país en coche durante el crepúsculo podía ver a esas
familias numerosísimas sentadas en sillas oxidadas o en peldaños a punto de
romperse. Los adultos fumaban y los niños parloteaban entre ellos.
Esas personas habían renunciado a la prosperidad en esta vida y se aferraban
a la promesa de obtener un premio en el más allá con la robusta fe en la
recompensa y la retribución otorgada por un Dios personal típica de los
campesinos. Para ellos Dios no era una Divinidad abstracta que —suponiendo
que existiera— llevaba la vida incomprensible de una masa de energía que
jamás se había encarnado en un cuerpo. No, su Dios era un viejo irascible de
barba larguísima que jamás había perdonado a la humanidad el que matara a Su
hijo. Esperaban oír de un momento a otro el sonido de Sus gigantescos pies
moviéndose sobre la tierra… Creían que Dios era un coloso omnipotente que
acabaría con todas las injusticias.
Y durante el último mes el mensaje escuchado por la congregación había
sido muy claro y lacónico: la espera ha terminado.
La iglesia se encontraba en el centro de toda aquella pobreza y era el núcleo
alrededor del que giraba la existencia de todas esas familias. No tardamos en ver
el cuadrado encalado de su silueta que parecía hacernos señas desde la oscuridad
que la envolvía.
Escondimos nuestras bicicletas en un matorral de kudzu a unos cuantos metros
de la entrada principal. La iglesia y sus alrededores estaban desiertos, pero tenía
la sensación de que había alguien observándonos. Se lo dije a David, pero él se
encogió de hombros y no me hizo ningún caso.
Habíamos estado preparados para romper una ventana y entrar por ella si no
había más remedio, pero el picaporte de la puerta principal giró sin oponer
ninguna resistencia. Entramos en la iglesia vacía sin hacer ruido con David
llevando la bolsa de lona. Al principio no me pareció que hubiera nada inusual.
Los bancos de madera que esperábamos encontrar estaban allí, así como las
vidrieras baratas y el podio sobre un estrado en la parte delantera.
Lo que sí nos sorprendió fue ver un Cristo de tamaño natural sobre la enorme
cruz de roble que había detrás del podio. Las iglesias fundamentalistas suelen
rechazar ese tipo de representaciones tan gráficas de la divinidad, y sus
congregaciones no son muy aficionadas a ellas.
No me di cuenta de que había otra cosa extraña hasta que estuvimos bastante
cerca de la cruz. Lo normal es que la cabeza de Jesucristo esté inclinada y que
tenga los ojos cerrados, pero esta figura tenía la cabeza erguida y los ojos
abiertos, y había algo todavía más desconcertante. Sus labios estaban curvados en
lo que no cabía duda era una sonrisa burlona.
—Qué apropiado —dijo David.
—¿Apropiado? ¡Pero si pone los pelos de punta! —exclamé y o.
—Bueno, por lo menos ahora podemos estar seguros de que no nos hemos
equivocado de iglesia —replicó. Dio un par de pasos hacia adelante, pero se
detuvo en cuanto se dio cuenta de que no le seguía—. Oy e, esa estatua debe
pesar bastante. Necesitaré que me ay udes a bajarla de la cruz.
No podía apartar la mirada de los ojos del Cristo. Quienquiera que los hubiese
pintado había conseguido que parecieran los ojos de un ser vivo.
—Estoy un poco asustado —admití—. Parece como si nos estuviera
observando.
David frunció el ceño.
—Mark, a veces no consigues disimular que todavía eres un niño… Venga
date prisa. No debemos perder el tiempo charlando. Sólo hay un peligro real, y
es que nos sorprenda algún grupo de beatos aficionado a las plegarias nocturnas.
La idea de que un grupo de fanáticos nos pillara profanando su iglesia me
asustó lo suficiente para correr junto a David y sostenerle la bolsa de lona. Mi
hermano cogió el martillo y empezó a luchar con el enorme clavo que
atravesaba la mano izquierda del Cristo mientras y o volvía la mirada hacia la
puerta principal, esperando ver como se abría en cualquier momento y revelaba
una turba de hombres blandiendo las horcas que habían traído para atravesarnos
con ellas.
—Quizá necesitemos más tiempo de lo que había calculado —dijo David con
voz pensativa—. Los clavos están casi al mismo nivel que el y eso, y tendré que
hurgar en la mano de la estatua para poder agarrar la cabeza del clavo. —Me las
arreglé para asentir con la cabeza. David tardó un minuto en volver a hablar y
cuando lo hizo en su voz había una emoción con la que no estaba nada
familiarizado: la incertidumbre—. Mark… Mira esto.
Alcé la cabeza. David había logrado arrancar unas cuantas escamas de y eso
con el martillo y lo que había debajo no era blanco sino rojo…, rojo como la
sangre.
—Parece que les encanta el realismo, ¿eh? —David sonrió. Había recobrado
su gélida compostura de siempre—. ¿Quieres apostar algo a que el Cristo sangra
en cuanto saque el clavo?
Meneé la cabeza.
—¡David, no lo hagas!
—Sólo bromeaba —dijo David.
Sujetó firmemente la gruesa cabeza del clavo entre las lengüetas del martillo
y tiró. El clavo se movió un centímetro. Volvió a tirar. El clavo salió casi del
todo.
Y un hilillo de sangre se deslizó por la mano de la estatua. La sangre siguió
brotando del agujero y empezó a caer sobre el suelo.
—Oh, mierda —dijo David.
Yo no dije nada porque mis pies estaban moviéndose a toda velocidad sobre
la alfombra que cubría el pasillo llevándome hacia el exterior de la iglesia y las
bicicletas. « Si David es lo bastante idiota para seguir adelante con esto tendrá
que
hacerlo solo» , pensé.
Pero David no era ningún estúpido. Oh, no, nunca lo fue. Echó a correr y no
tardó en pisarme los talones.
Intenté hacer girar el picaporte para salir lo más deprisa posible de la iglesia,
pero la puerta que se había abierto tan obedientemente para dejarnos entrar
estaba inexplicablemente cerrada y la inercia hizo que mi cuerpo chocara contra
el duro panel de madera y rebotara en él. Cuando logré recuperar el equilibrio
David y a estaba tirando frenéticamente del picaporte…, pero la puerta se negaba
a abrirse.
El tintineo del metal al chocar con el suelo hizo que los dos giráramos en
redondo. Lo que vi hizo que me orinara en los pantalones.
La cabeza de la estatua se estaba moviendo hacia atrás y hacia adelante
como si estuviera tensando los músculos del cuello. La sonrisa burlona de sus
labios se convirtió en una mueca maligna. Los músculos de y eso de sus brazos y
sus piernas se flexionaron y los clavos que los aprisionaban salieron despedidos.
Oí el alarido que brotó de mis labios. Estoy seguro de que David tenía tanto
miedo como y o, pero aún conservaba el control de sí mismo suficiente para
hablar.
—¡No te acerques! ¡Si lo haces te arrancaré tu maldita cabeza! —gritó. Tenía
los nudillos muy blancos, y no había soltado el martillo.
La estatua dio un paso hacia adelante. Se movía muy despacio y de una
forma vacilante, como si no confiara demasiado en su capacidad de mantener el
equilibrio, pero cuando empezó a hablar su voz parecía provenir de la misma
iglesia y no de aquella boca llena de y eso. La voz era adecuadamente grave, y
estaba impregnada de autoridad…, y de amenaza.
—La profundidad insondable de su odio me creó —dijo—. El sufrimiento de
mis hijos y su necesidad de vengarse de los más afortunados y los que gozan de
la vida me ha traído a este mundo. Fui creado a su imagen y semejanza, y es su
fe la que me sostiene.
La estatua siguió avanzando mientras hablaba con los brazos extendidos como
en un abrazo de bienvenida. David arrojó el martillo con toda la fuerza de su
juventud cuando estaba a unos tres metros de nosotros. El martillo rebotó en la
estatua desprendiendo un trozo de y eso rojizo…, y la estatua siguió avanzando.
—Soy un dios débil. Mis hijos son poco numerosos y sus mentes son muy
simples. Necesito una ira alimentada por el conocimiento. —La cabeza giró
lentamente hacia mi hermano—. Te… necesito —dijo, y clavó los ojos en David.
Mi hermano me cogió por la cintura con el vigor fruto de la histeria y corrió
hacia la ventana más próxima. Estaba tan aturdido que no le opuse ninguna
resistencia. Aterricé sobre la hierba un instante después envuelto en una nube de
cristales rotos. Había logrado escapar y sólo había sufrido unos cuantos cortes sin
importancia…
Pero estaba solo.
Me levanté de un salto, corrí hacia la ventana y descubrí la razón de que
David no me hubiera seguido.
El dios le había atrapado. Mi hermano se debatía entre sus brazos y mis ojos
contemplaron lo imposible. Vi como David se retorcía frenéticamente…, y vi
como su cuerpo empezaba a volverse borroso y como se iba confundiendo lenta
e inexorablemente con el de la estatua.
Hasta que los dos cuerpos fueron uno solo.
David estaba de espaldas a mí, y eso me evitó ver el terror incalculable que
debía de haber en los rasgos de su joven rostro.
La masa confusa en que se habían convertido los dos cuerpos desapareció.
El horror y la adrenalina me dieron las energías necesarias para regresar a
casa pedaleando como un loco. Volví a la iglesia hora y media después
acompañado por mi incrédula y bastante irritada madre, su último amiguito —un
tipo llamado Max— y un policía muy enfadado que no creía ni una sola palabra
de cuanto había oído.
No encontramos nada que pudiera corroborar mi historia. La estatua volvía a
estar en la cruz, pero ahora con la cabeza gacha y los ojos cerrados. La ventana
estaba intacta, y hasta los trocitos de cristal caídos sobre la hierba habían
desaparecido. La bicicleta de David y la bolsa que había llevado al interior de la
iglesia también se habían esfumado.
Todos pensaron que David se había escapado de casa y que y o había utilizado
su desaparición para inventarme esa historia increíble en un intento de salir del
obvio apuro en que estaba metido.
Pero hay una cosa que se les pasó por alto a todos, y sobre la que guardé
silencio. Los rasgos de David estaban como incrustados en el rostro de la estatua,
paralizados para siempre en una mueca del terror más aby ecto que se pueda
imaginar.
El desayuno del domingo
JEANETTE M. HOPPER
Empecemos con los detalles cotidianos y digamos que Hopper es una joven
esposa y madre que vive en la soleada California, y con eso terminan los lugares
comunes porque Jeannette es más dura que un clavo. Pertenece a ese contingente
cada vez más numeroso de mujeres que escriben relatos y novelas donde no hay
temas o situaciones prohibidas y a las que nada gustaría más que presenciar la
desaparición de los lugares comunes relacionados con su sexo. En How to Write
Tales of Horror, Fantasy and Science-Fiction, un libro práctico recopilado por un
servidor, Jeannette escribía lo siguiente: «Hay ciertas cosas que impedirán el que
veas tu nombre y tu apellido en letra impresa, como por ejemplo el
apresuramiento o el descuido, un estilo poco elaborado, las ideas trilladas o poco
interesantes y los personajes demasiado familiares». Tiene toda la razón, y eso se
aplica tanto a los escritores como a las escritoras.
J. M. ya es conocida gracias a un relato muy interesante que se publicó en el
primer número de Pulphouse, otro recogido en 14 Vicious Valentines (Avon,
1988), la antología compilada por los Greenberg, y a su antología Expiration
Dates (1987) y rara vez la encontrarán culpable de los errores que citaba más
arriba. «El desayuno del domingo» quizá sea uno de esos relatos que sólo pueden
ser escritos por una mujer…, siempre que sea una mujer interesante, sardónica y
ampliamente familiarizada con la vida, y que tenga un considerable talento, claro
está.
Carlotta Pierce llevaba casi diez meses en cama porque sufría una lista
impresionante de dolencias tanto reales como imaginarias, y encontrarse a
Carlotta sentada en la mesa de la cocina aureolada por los dorados ray os del sol
de primera hora de la mañana sorprendió considerablemente a su nuera
Maureen. El telón de fondo verde y azul de la parte de la bahía de Monterrey
visible a través de las puertas del patio hacía que la ondulada cabellera blanca de
Carlotta casi pareciera de color violeta. Carlotta no le prestó ninguna atención y
siguió masticando con expresión pensativa.
—Mamá, ¿qué está comiendo? —preguntó Maureen mientras se apoy aba con
una mano en el mostrador de la cocina.
La sorpresa de descubrir a la anciana enferma repentinamente capaz de
moverse por sí sola se añadía a la de verla desay unando carne cruda. Maureen la
observó con más atención y se dio cuenta de que Carlotta parecía estar
devorando la carne de diez dólares el kilo que había comprado el día anterior
para la barbacoa del domingo.
Carlotta daba la impresión de no haber oído la pregunta. La anciana siguió
absorta en la tarea de arrancar sistemáticamente los trozos de músculo y tendón
pegados al enorme hueso en forma de T, ablandarlos entre sus encías
desprovistas de dientes y engullirlos con una garganta que llevaba mucho tiempo
acostumbrada a una dieta compuesta de cereales y purés de verdura.
Maureen se rascó el cuero cabelludo y su mano hizo caer un dosel de rizos
pelirrojos sobre su mejilla. Se lo echó hacia atrás mientras se recordaba que
debía dejarse un poco de tiempo libre para lavarse el pelo antes de ir a la
iglesia.
Echó un rápido vistazo al reloj y calculó el tiempo necesario para preparar el
desay uno, ducharse, levantar a Trida, bañarla y vestirla, dar de comer a
Carlotta… ¿O no haría falta después del atracón de carne que se estaba dando?
Maureen volvió la cabeza y miró por encima del hombro a la anciana inmóvil
junto a las puertas vidrieras.
—Madre, ¿querrá unos cereales cuando hay a terminado? —Carlotta gruñó y
meneó la cabeza—. De acuerdo… Bueno, siga desay unando. Supongo que a
Andrew no le importará. La verdad es que no le importa nada de lo que usted
hace o deja de hacer.
Vista desde atrás Carlotta tenía el aspecto propio de cualquier octogenaria que
se las está viendo con un bistec bastante grueso. Sus hombros estaban encorvados,
la cabeza oscilaba espasmódicamente a causa del esfuerzo y las orejas parecían
deslizarse velozmente a un lado y a otro de su cada vez más calva cabeza. Sus
mandíbulas emitían chasquidos ahogados y los delgados haces de músculos se
hinchaban y volvían a relajarse. Maureen no estaba muy segura de si la anciana
disfrutaba con aquel desay uno improvisado o de si, sencillamente, estaba
satisfecha porque había vuelto a salirse con la suy a.
Llenó la cafetera eléctrica, la enchufó y se quedó inmóvil junto a las piletas
contemplando la curva del patio trasero que bajaba hasta confundirse con las
cabrilleantes aguas del Pacífico. « Esto debería ser el Paraíso —pensó—, pero
tengo que cuidar a una inválida senil que pide, pide, pide y nunca devuelve nada
que no sea orina, mierda y vómitos. Lo que, naturalmente, no es ninguna
novedad en el caso de Carlotta Pierce… Parece a punto de estirar la pata, pero
con mi suerte seguro que no se muere nunca» . Maureen dejó escapar un lento
suspiro impregnado de cansancio. Andrew entró en el comedor y rompió el
silencio.
—Dios —gimió—, he dormido fatal. Esos malditos chavales de la play a
estuvieron levantados hasta muy tarde bebiendo y haciendo de las suy as.
Malditas sean las ley es de acceso y … Mamá, ¿qué infiernos estás comiendo?
Andrew interrumpió su retahíla de quejas y se quedó inmóvil con el trasero a
medio metro del almohadón que cubría la silla sobre la que iba a sentarse. Su
negra cabellera parecía pegada al cráneo con cola, pero sus ojos eran de un
color azul eléctrico y la perplejidad los volvía aún más azules que de costumbre.
El que ninguna de las dos mujeres le respondiera hizo que repitiese la pregunta
absteniéndose de utilizar la palabra malsonante.
—Creo que está desay unando —dijo Maureen.
Andrew Pierce contempló en silencio a su esposa durante unos momentos.
—¿Y vas a dejar que coma… eso?
—Se ha levantado, ¿no? Está tomando la primera comida sólida que se ha
metido en la boca desde hace meses, y aparte de eso no podemos llamar al
doctor Patterson sólo porque de repente a mamá se le ha metido en la cabeza
comer carne cruda. —Maureen llenó dos tazas de café y las llevó a la mesa del
comedor dejando una delante de su esposo. Conservó la otra entre sus manos y
fue hasta la silla que había delante de la que ocupaba Andrew—. Se limitaría a
repetir lo que ha dicho las otras veces: « Vigílenla y asegúrense de que no se hace
daño» . Ya sabes que hace esas cosas sólo para llamar la atención, ¿no?
—Bueno, pues no cabe duda de que lo ha conseguido. —Andrew se apartó un
mechón de cabello de la frente y sopló sobre su café. Tomó un sorbo bastante
cauteloso y torció el gesto al comprobar que estaba demasiado caliente—. ¿Y
Tricia? —preguntó—. Espero que y a hay a desay unado y esté lista para ir a la
iglesia.
—¿Bromeas? He dejado que duerma un poco. Anoche estaba muy nerviosa,
y supongo que no querrás que vuelva a saltarse la escuela dominical.
Andrew puso su taza de café sobre la mesa y parpadeó.
—Pero… Acabo de entrar en su habitación y no estaba allí.
—Estará en el cuarto de baño. Ya sabes como son las niñas de seis años…
—No, he mirado en los dos cuartos de baño. Pensaba que estaría aquí contigo.
—Oh, Dios —murmuró Maureen.
La taza estuvo a punto de caérsele de la mano y el café se derramó sobre el
mantel. Maureen se puso en pie y recorrió rápidamente el pasillo metiendo la
cabeza por el hueco de cada puerta y pronunciando el nombre de su hija.
Andrew la siguió.
—Ya te lo he dicho —murmuró como si hablara con la espalda del albornoz.
—. He mirado en los cuartos de baño, en la habitación de mamá y …
—Oh, maldición, maldición, maldición —canturreó Maureen mientras seguía
abriendo las puertas de los armarios y apartaba las cortinas—. Tricia Eileen
Pierce, como te estés escondiendo… ¡Te aseguro que voy a dejar tu pequeño
trasero igual que un mapa!
No hubo ninguna contestación, y pasados unos instantes Maureen entró
corriendo en su dormitorio.
Se puso unos tejanos y una camiseta y metió los pies en unas play eras.
Olvidó que su suegra estaba en la cocina y bajó a toda velocidad los peldaños que
llevaban a la entrada aplastando unos cuantos caracoles que gozaban de la
sombra bajo sus talones.
—¡Tricia! —gritó mientras corría hacia la puerta principal. El atronar del
oleaje casi ahogó su voz—. ¡Tricia! —Apartó unos zarcillos de cabellos rojizos de
su boca y gritó unas cuantas órdenes a Andrew, quien estaba levantando la lona
que cubría su embarcación para echar un vistazo dentro—. Baja a la play a y
mira si hay algún rastro de ella por ahí. ¡Yo iré hasta la carretera para
inspeccionar las dunas!
Volvieron a encontrarse en la puerta principal. Ninguno de los dos había
tenido éxito en su búsqueda y Maureen se apoy o en la pared de roca.
—¿Y si se ha ahogado? Te dije que deberíamos haberla matriculado en el
cursillo de natación, pero oh, no, tu madre no quería ni oir hablar de eso… ¡Y
Tricia es tan ingenua que la palabra de tu madre es ley para ella!
Los pies de Andrew se removieron nerviosamente sobre la gravilla y sus ojos
fueron hacia las dunas.
—Oy e, no me eches toda la culpa tener que cuidar de mamá no me hace
ninguna gracia, pero si intentara ingresarla en una residencia armaría un jaleo de
mil diablos.
Andrew dejó de mover los pies y metió las manos dentro de los bolsillos.
—Tu madre… —dijo Maureen con voz burlona—. Lo más probable es que
acabara comiéndose a su compañera de cuarto.
Andrew se volvió hacia ella. Tenía el entrecejo fruncido y sus labios se
habían convertido en una delgada y tensa línea recta.
—Eso es cosa del pasado, y tú lo sabes. Mamá nunca llegó a comerse a
nadie. —Dejó escapar un resoplido impregnado de amargura—. Diablos, ¿crees
que habría permitido que viniera a vivir con nosotros si existiera algún peligro de
que hubiese heredado la maldición?
—¿Es que y a no te acuerdas de lo de tu hermana? ¡Sammy le arrancó un
pezón cuando sólo tenía dos meses!
Andrew tragó saliva y desvió la mirada.
—Es algo que puede ocurrirle a cualquiera.
—Pero cuando ocurre en tu familia…
—Sammy nunca ha vuelto a hacer nada parecido.
—Sólo tiene dos años. Dale un poco de tiempo.
Andrew se apartó de la pared y echó a caminar hacia la casa.
—Esto no nos lleva a ninguna parte. Voy a llamar a los Adams y los
Henderson. Puede que Trida hay a decidido visitar a Judy o a Dway ne.
Maureen se alejó en dirección opuesta y endo hacia el campo que había al
otro lado de la carretera. Trida podía haberse caído y estar inconsciente entre los
tallos de hierba, o haberse extraviado en la arboleda que había más allá. Maureen
se negaba a pensar en la posibilidad de que su niña hubiera sido… secuestrada.
Veinte minutos después había registrado el campo y la arboleda y sólo había
conseguido encontrar los restos mutilados de un gato. Decidió volver a la casa.
Cuando estaba cerca de la puerta oy ó la voz de Andrew gritando en el interior.
Parecía muy enfadado.
Le encontró de pie en el centro de la cocina contemplando a Carlotta con
cara de incredulidad. La anciana y a había terminado con el bistec y estaba
atacando un montón de hígado crudo.
—Primero Trida desaparece, y ahora esto —chilló Andrew—. ¿Qué diablos
está pasando aquí?
Maureen fue lentamente hacia su suegra con las manos extendidas delante
del cuerpo.
—Vamos, madre, vamos… —dijo como si hablara con una niña. Tenía las
mandíbulas tan tensas que le dolían los dientes—. Nunca comemos esas cosas
crudas, ¿verdad? ¿Por qué no me lo da para que se lo cocine? —Sonreír suponía
un esfuerzo terrible. Sabía que si no lograba quitarle ese órgano ensangrentado a
la anciana perdería el control de sus nervios y acabaría metiéndolo por la fuerza
en su flaco y arrugado cuello—. Por favor, madre… Démelo.
Carlotta se llevó el trozo de hígado al pecho y lo sostuvo junto a él como si
estuviera acunándolo. Hilillos de un líquido que parecía tabaco masticado
empezaron a fluir entre sus huesudos dedos. La anciana meneó la cabeza
vehementemente y sus acuosos ojos marrones se encontraron con los de
Maureen. Su boca se movía tan frenéticamente como la de un mono senil
intentando conseguir que las encías trituraran el hígado. Andrew y Maureen
vieron cómo arrancaba otra tira de hígado y se la tragaba sin masticarla.
—No puedo aguantarlo —gimió Andrew—. ¡Hay un límite a lo que un
hombre puede soportar…, incluso de su propia madre!
Maureen clavó los ojos en su espalda mientras se alejaba tambaleándose por
el pasillo en dirección al sótano. Podía sentir la oleada de calor que iba
adueñándose de sus facciones haciéndolas enrojecer. El cosquilleo de la ira
deslizó por sus hombros y sintió deseos de gritar. Después de todo la anciana era
la madre de Andrew, no la suy a…
Se inclinó hacia adelante y logró arrancar el hígado de las manos de Carlotta.
La anciana se enfureció y sus largas uñas arañaron los brazos de Maureen
haciéndole sangre. El líquido rojo de aquellas heridas se mezcló con los viscosos
jugos marrones del hígado, y el órgano se tensó durante un momento entre las
dos mujeres estirándose como si fuese un gigantesco pedazo de regaliz.
Y se rompió.
Carlotta salió despedida hacia atrás y chocó con las puertas del patio
abombando el cristal de seguridad. Unas grietas minúsculas que parecían
telarañas se extendieron por las puertas creando un extraño ribeteado junto al
marco de aluminio, pero la anciana rebotó y se estrelló contra Maureen, que
había caído sobre la alfombra del comedor. Las dos mitades del hígado habían
salido disparadas por los aires y habían acabado encima del mostrador de la
cocina. Una de ellas se había deslizado hasta caer en la pileta más próxima al
triturador de basuras, y la otra estaba incrustada en la rendija que había entre la
nevera y el microondas.
Maureen apartó a Carlotta de un empujón y logró incorporarse.
—Vaca asquerosa —gruñó.
Retrocedió apartándose de las manos tensas como garras que seguían
amenazándola y buscó refugio en el comedor.
La revelación fue como un puñetazo que la obligó a pegarse al canto de la
mesa.
—¡No! —gritó agitando los brazos para alejar al horror que avanzaba hacia
ella—. No…, ella no…, no ha podido…, ¡es imposible! —Esquivó a Carlotta,
corrió hacia la nevera y acarició la masa roja incrustada entre ésta y el
microondas—. Trida… —gimió—. Oh, mi pobre niña…
Maureen se limpió la cara con la manga y se volvió para encararse con su
suegra.
—¿Qué has hecho con el resto? —preguntó en un tono de voz tan gélido y
controlado que casi resultaba tranquilo—. No puedes haberte comido los huesos,
¿verdad? No, no lo creo…
La mano de Maureen se posó sobre el cuchillo de cortar el pan.
Los ojos legañosos de la anciana siguieron el movimiento de la mano de
Maureen y vieron como los dedos se curvaban sobre el mango de palo rosa. Sus
labios se tensaron y se aflojaron produciendo un chasquear casi líquido.
Maureen fue hacia la frágil silueta que tenía delante con el cuchillo en la
mano.
—Tu propia nieta —gimió—. ¡Y un domingo!
La larga hoja del cuchillo se abrió paso por el rostro y el pecho de Carlotta
con tanta facilidad como si estuviera hendiendo el aire. Un diluvio de gotitas
rojas
cay ó sobre la cabeza de Maureen confundiéndose con el rojo un poco más claro
de su cabellera y se deslizó por sus brazos para acumularse en los codos y caer al
suelo. Las nudosas manos recubiertas de venas azules de Carlotta se alzaron
rígidamente hasta sus mejillas para esparcir sangre por el cabello algodonoso y
los ojos que y a habían dejado de ver. La hoja volvió a bajar y cercenó los dedos
de su mano derecha antes de hundirse hasta la empuñadura detrás del esternón.
Maureen no intentó sacar el cuchillo.
Maureen retrocedió tambaleándose.
—Muere —murmuró.
El sonido de la puerta principal al abrirse y el eco de unos pasos que cruzaban
el vestíbulo hicieron que Maureen girara sobre sí misma. Vio a su hija inmóvil en
el umbral del comedor y dio un respingo de horror e incredulidad.
—¡Cariño! —gritó.
La anciana se había ido inclinando hasta quedar de rodillas sobre el suelo y
seguía en esa posición. Tenía los ojos abiertos, pero estaban velados por una
gruesa película rojiza. Carlotta clavó la mirada en el linóleo y las y emas de sus
dedos empezaron a explorar el mango del cuchillo.
Maureen corrió hacia Tricia y la rodeó con los brazos. La atrajo hacia su
pecho y la meció violentamente hacia atrás y hacia adelante durante unos
momentos antes de incorporarse y alzar a la niña en vilo. La llevó hasta el
mostrador de la cocina sin prestar ni la más mínima atención a la mirada vidriosa
de su suegra.
—¿Qué ha ocurrido, cariño? —preguntó con voz suplicante mientras limpiaba
la sangre que había en el rostro de la niña—. ¿Quién te ha hecho esto? ¿Dónde
estabas?
Andrew apareció en el umbral, se quedó inmóvil durante unos segundos y fue
corriendo hacia su madre.
—Estaba segura de que se había comido a Tricia —dijo Maureen mientras
seguía intentando limpiar las manchas carmesíes que cubrían el rostro y los
brazos de su hija—. ¡Hice lo que cualquier madre habría hecho en la misma
situación!
Andrew acostó a su madre sobre el linóleo y alargó una mano hacia el
teléfono.
—¿Crees que debo llamar a la policía? Yo… ¿Qué les diremos?
—No me importa. —Maureen cogió a Tricia por los hombros, la hizo erguirse
y la observó—. No veo ninguna herida, cariño. ¿Puedes contarle a mamaíta lo
que ha ocurrido? —Sus manos temblorosas alzaron las manecitas de Tricia y les
dieron la vuelta para inspeccionar cuidadosamente cada dedo. Contempló los
ojos azul oscuro de la niña y se sobresaltó al ver la fijeza con que la observaban
—. Cariñito, ¿qué ha ocurrido?
—Quizá hay a tenido una hemorragia nasal —jadeó Andrew sin soltar el
auricular.
Maureen retrocedió unos centímetros. La niña bajó del mostrador dando un
salto, contempló en silencio a su abuela con aquella misma mirada dura e
inexpresiva de antes y alzó los ojos hacia sus padres. Tricia dio unos cuantos
pasos hacia la anciana caída en el centro del charco de sangre que iba
haciéndose más grande a cada segundo que pasaba. Ninguno de los dos adultos se
movió, y cuando se inclinó sobre el cadáver de Carlotta y le arrancó la nariz,
para metérsela en la boca ninguno de ellos intentó detenerla.
Andrew colocó el auricular sobre su soporte y fue hacia Maureen.
—Carlotta siempre fue su abuela favorita —dijo.
—Sí —murmuró Maureen viendo cómo su hija masticaba lentamente—.
Bueno, por lo menos la vieja zorra habrá servido de algo al final…
La escalera
WAYNE ALLEN SALLEE
Los originales y osados relatos de Wayne Allen Sallee ya han sido escogidos
para figurar en tres antologías anuales de la serie Year’s Best Horror Stories
publicada por DAW. En el número de diciembre de 1988 de la revista Fangoria el
crítico David Kuehls analizaba su relato «Take the A Train» y concluía diciendo
que «aunque el estilo resulta un poco artificioso, la energía e intensidad del
relato
es casi palpable».
Lo mismo puede afirmarse de casi todos los cincuenta y cinco relatos y setenta
y cinco poemas publicados por este residente en Chicago al que Sandberg puede
reconocer y, simultáneamente, apartar del género. El mundo observado por
Wayne es tan implacable y aterrador como el peor de los paisajes descritos por
Nelson Algren. La obra de Sallee es dura y real. Es «nuevo» terror y, al mismo
tiempo, es tan viejo como la muerte.
Clohessy permaneció inmóvil durante unos momentos viendo como la
cabellera blancoazulada de Raine se alejaba hacia la rampa de Kennedy.
Después se dio la vuelta y se subió la cremallera de la chaqueta mientras bajaba
los peldaños de la escalera mecánica de dos en dos para llegar a la explanada
que conducía hasta el tren elevado. El viaducto Kennedy estaba desierto y estuvo
varios minutos contemplando las ocho calzadas de tráfico del fin de semana,
cuatro a cada lado de la vía rápida Jefferson Park/Congress/Douglas.
Fue entonces cuando vio a la chica.
Antes de mirarla por segunda vez Clohessy obedeció a sus instintos de viajero
experimentado siempre pendiente del horario, se volvió en dirección norte y
comprobó que el tren no era visible por parte alguna. Cuando cruzaba el
aparcamiento se había quedado helado, pero la chica que tenía debajo sólo
llevaba unos tejanos y un suéter blanco ceñido a la cintura. Un cinturón dorado
completaba la imagen. Clohessy no pudo resistir la tentación del lugar común, y
pensó que parecía haber nacido para llevar esa ropa. Las mangas del suéter
estaban subidas hasta los codos. Bueno, quizá le ofreciera sus guantes cuando se
hubiera ocupado de los detalles preliminares…
Clohessy fue rápidamente por el pasillo de cristal y acero inoxidable hasta
llegar a la escalera mecánica que terminaba en la plataforma del elevado. Eran
más de las diez de la noche y la taquilla estaba cerrada. No le quedaría más
remedio que pagar en el tren y perdió un segundo asegurándose de que aún le
quedaban algunos billetes pequeños. El conductor no tendría cambio de veinte.
Clohessy nunca llevaba encima un peine, por lo que se alisó su no muy
abundante cabellera rubia con la mano (aunque el viento de finales de
septiembre hacía que el gesto resultara totalmente inútil), empujó la puerta y fue
hacia la escalera mecánica de bajada. Cuando estaba a medio camino de la
plataforma tuvo un fugaz atisbo del jersey de la chica y vio una cremosa
rebanada de brazo. Hacía un frío terrible, pero el vello casi invisible de su brazo
parecía bailar…
Clohessy no quería dejar a Raine tan pronto, pero tenía por delante dos horas
de viaje hasta el Southwest Side en un medio de transporte público. La compañía
de Raine y Peg le resultaba muy agradable y lo más probable era que no
volviera a estar con ellos hasta la fiesta que Lilah Chaney daría en Virginia el
mes de febrero próximo, pero el ver a la chica hizo que se olvidara
momentáneamente de las últimas horas.
Los zapatos de Clohessy repiquetearon sobre el cemento y la chica se volvió
hacia él. Los ojos de Clohessy se encontraron con los suy os y la chica desvió
rápidamente la mirada. No parecía estar muy pendiente de si llegaba el tren.
Clohessy no logró captar ni la más mínima impaciencia en sus movimientos y
después de llevar cinco minutos observándola por el rabillo del ojo le sorprendió
que la chica no hubiera alargado el cuello ni una sola vez para escrutar las vías
tal
y como hacía la may oría de la gente, él mismo incluido.
Echó un vistazo al reloj digital que coronaba el edificio del Northern Trust
Bank al otro lado del Kennedy. Las once y nueve minutos y once grados de
temperatura. El tren llegaría un poco después de las once y cuarto, por lo que si
quería trabar conversación con la chica tendría que ser ahora.
Clohessy dio los diez o doce pasos que le separaban de ella con los puños
tensos dentro de los bolsillos, y cuando y a estaba muy cerca se dio cuenta de que
llevaba puesta la chaqueta de primavera y de que ofrecerle sus guantes le haría
quedar como un auténtico imbécil porque se los había dejado en el estante del
perchero de su apartamento. Giró sobre sí mismo y se alejó de la chica.
La plataforma vibró y Clohessy miró hacia el norte. No era más que un avión
despegando de O’Hare, a un kilómetro y medio de distancia. Clohessy silbó unas
cuantas notas inconexas y fue torciendo el cuello para seguir su ascenso. El
letrero que tenía encima de la cabeza decía COJA AQUÍ LOS TRENES PARA
EL LOOP Y EL WEST SIDE. Los neones de un blanco sucio parpadeaban. El
reloj del banco indicaba que eran las once y once y que la temperatura había
bajado a diez grados. Un gigantesco camión cisterna trazó una amplia curva para
entrar en el aparcamiento de Dominick’s y ocultó durante unos momentos los
neones rojos del restaurante Mona Koni.
Clohessy dejó escapar un suspiro y empezó a buscar señales de vida en uno
de los pisos superiores de un edificio de oficinas situado al otro lado de las
calzadas de la 1-90. Cuando apartó la mirada de aquellas luces la chica había
desaparecido. Clohessy alzó los ojos hacia las escaleras. Su posición actual le
permitía ver los últimos quince peldaños de las dos escaleras de caracol que
flanqueaban la escalera mecánica. Los tramos de peldaños acababan
esfumándose detrás de las vallas publicitarias de Camel Filters y Salem Lights. El
excelente estado de conservación de aquella parada y la ausencia de pintadas
nunca dejaban de sorprenderle.
Clohessy vio una mancha borrosa de color.
La chica estaba deslizándose por una de las cintas negras de la escalera de
subida. Clohessy la contempló asombrado y sonrió. La chica se dejaba resbalar
hasta casi el final de la escalera y volvía a subir. Clohessy vio como repetía la
maniobra media docena de veces y la contempló mientras volvía a subir
moviéndose tan fluidamente como si nadara. Era una auténtica preciosidad.
El suéter se le había subido un poco y dejaba al descubierto algo más de
carne. Los mechones de cabello casi le ocultaban la cara.
La chica se volvió hacia Clohessy y le guiñó el ojo. Clohessy se llevo una
mano al cuello de la camisa y volvió a echar un rápido vistazo al reloj del banco,
pero estaba tan excitado que ni se enteró de la hora. Volvió la cabeza hacia la
escalera. La chica había desaparecido de nuevo.
Clohessy oy ó silbidos y gritos que venían de arriba. Voces masculinas Las
voces se fueron aproximando acompañadas por el roce de unas play eras
moviéndose sobre los peldaños de cemento. Clohessy calculó que había cuatro
voces distintas y empezó a preocuparse por la chica. Cuando llegaron al final de
la escalera vio que los cuatro hombres llevaban el pelo echado hacia atrás y
alisado con brillantina. Los cuatro vestían cazadoras de color verde y cada uno
llevaba una bolsa más o menos grande. Los hombres se acercaron un poco más.
Clohessy vio como la chica volvía a deslizarse por detrás de ellos. La chica miró
a los hombres, pero en sus ojos sólo había aburrimiento.
Clohessy comprendió por qué la chica no les tenía miedo en cuanto llegaron a
la zona de claridad proy ectada por los faroles de sodio y volvió a pensar que era
un imbécil rematado, cosa que llevaba ocurriéndole toda la noche. Los cuatro
hombres no eran miembros de ninguna pandilla. En sus cazadoras se leía
« Taberna de Szostak» .
Eran un equipo de bolos polaco.
El tren del sur llegó unos minutos después y los jugadores de bolos subieron a
él. Clohessy estaba seguro de que debían ir a la Avenida Milwaukee. Echó un
vistazo al reloj: las once y dieciocho minutos. Aún tenía tiempo para coger el
autobús de la Archer. Esperaría a ver qué hacía la chica. No parecía tener
ninguna prisa por marcharse. Quizá estaba esperando a que fuese Clohessy quien
diera el primer paso.
El tren del sur y a se había perdido en la lejanía. La chica no había vuelto a la
escalera mecánica desde que el tren entró en la estación. Clohessy se fue
acercando lentamente a la escalera y a la chica, y oy ó un sonido de pasos
ahogados que llegaba desde arriba. Probablemente su novio…
Vio algo blanco que y acía sobre uno de los peldaños de la escalera que
llevaba hasta la plataforma. Algo blanco con manchas rojas.
Que bajaba.
Uñas rojas en una mano de chica.
Venas rojas en la muñeca.
Bajando. Enganchándose en la rejilla donde empezaba la plataforma y
moviéndose rítmicamente. Era la mano de la chica cercenada a la altura de la
muñeca y convertida en un objeto horrendo por el resplandor verdoso que
emanaba de las amañas de la escalera mecánica. Las venas muertas y las
articulaciones de los dedos creaban sombras fantasmagóricas.
Después llegó el lento descenso de su cadáver y el metal cromado quedó
manchado por los regueros de sangre. Sus ojos abiertos para siempre aún
conservaban aquella expresión de aburrimiento con que había contemplado a los
jugadores de bolos.
Y después, bajando también hacia Clohessy, llegó el hombre del cuchillo.
Cuchi-cu
MARK McNEASE
Escribir un buen relato corto que tenga suspense e interés es un logro que
nunca se reconoce en todo lo que vale, y lo que hace todavía más asombrosa la
siguiente joya terrorífica que van a leer es que fue escrita para el curso de la
Writer’s Digest School en el que di clases. Este relato es uno de los debuts de la
antología, pero apuesto lo que quieran a que si no se lo hubiese dicho jamás lo
habrían adivinado.
Mark McNease es un joven californiano que utilizó parte de lo que aprendió en
el curso (y un considerable talento natural) no sólo para escribir dos obras de un
solo acto sino para verlas representadas en Los Ángeles —ah, y también dirigió
una de ellas—, obteniendo críticas absolutamente delirantes. «Brand New Walker»
y «Ribbons» fueron ofrecidas una detrás de otra con el título común One Axe y un
crítico escribió que eran «magníficas y merecían que se les prestara atención»,
mientras que otro afirmó que «McNease abre el tenso vientre de la existencia
familiar y saca de él todas las entrañas cubiertas de sangre psicológica». Richard
Labonte, el crítico de Update, añadió a esos elogios que las dos obras teatrales de
cincuenta minutos cada una eran «inquietantes, absorbentes y fascinantes».
Abrir vientres, tensión, horror psicológico y argumentos inquietantes son la
materia prima ideal del terror. Ya sea escribiendo obras de teatro o relatos, creo
que Mark McNease dejará una cicatriz imborrable en el vientre de nuestra familia
humana.
Cuando abrió los ojos Eddy descubrió que le ardían: Cada iris marrón parecía
flotar en un charco de sangre. Inclinó la cabeza hacia adelante como si la
pesadilla que estaba desvaneciéndose de su cerebro le hubiera agarrado por los
hombros o hubiera taladrado su columna vertebral con las imágenes horrendas
que contenía. Sus músculos siempre alertas y preparados se tensaron de repente
y le obligaron a incorporarse en su asiento. El sudor hacía que las ropas se le
pegaran a la piel, y la atmósfera cálida y asfixiante del autobús no aliviaba en lo
más mínimo la sensación de incomodidad.
Escuchó los sonidos que le rodeaban con el nerviosismo de un conejo
acosado. Nada, sólo el zumbido del motor…
El tiempo había seguido moviéndose, y a juzgar por el número de asientos
vacíos debía de haber estado durmiendo mucho rato. Sólo quedaba otro pasajero,
una mujer sentada justo delante de él con un bebé contemplándole por encima
del hombro en que estaba apoy ado.
Un bebé muy extraño con unos húmedos ojos azules.
Un bebé gordo y sin un solo pelo en la cabeza que se chupaba el pulgar. Y que
le miraba fijamente.
Los otros pasajeros habían desaparecido.
El inquieto sopor de Eddy se había visto turbado por un sueño intermitente que
le había impedido descansar. Era más un recuerdo que una pesadilla. La
cuchillada en la estación de autobuses de Portland, estar acorralado en el retrete
de hombres por otro ladrón al que clavarle una navaja por una discusión sin
importancia le parecía lo más natural del mundo… Era un negro muy flaco con
los dientes amarillos, y Eddy recordaba la mano que blandía la navaja con tanta
claridad como si no fuese un sueño. Aún podía sentir aquel pulgar y los tres dedos
que se movían dentro de sus entrañas.
Sumergiéndose.
Hurgando.
Tiró de los faldones de su camisa subiéndolos hasta revelar su abdomen.
« Dios, no quiero morir, no me dejes morir…» . Pasó la palma de su mano sobre
la piel sin mirar hacia abajo esperando sentir el contacto de la sangre seca
mezclándose con el de las gotas de sudor. « En un autobús no por favor, en un
autobús no…» . Nada. Había sido un sueño.
Dejó escapar una ruidosa bocanada de aire a la que siguió una risa que hizo
añicos el profundo silencio del autobús. Se dio una sonora palmada en el muslo.
—Joder. Eddy —dijo en voz alta como para convencerse de que seguía vivo
—, eres un tipo muy afortunado. ¡Oh, sí, no cabe duda de ello!
Se frotó cautelosamente los ojos intentando eliminar el alfilerazo de dolor que
acompañaba a cada parpadeo. El olor de sus manos le hizo torcer el gesto. Era el
olor resultado de haber pasado días y noches interminables en la carretera, el
acre aroma del sudor y la suciedad del viaje que va aumentando de grosor hasta
que la casi impalpable película inicial se convierte en una capa tangible de
mugre. Eddy olisqueó el aire. Estaba familiarizado con todos los lugares de los
que procedía aquel olor. Picaportes, bancos, colillas recogidas codiciosamente de
la acera… Su mueca se transformó en la sonrisa de un niño que ha logrado
encontrar el camino de regreso a su hogar.
Eddy se reclinó en el asiento y se limpió las palmas de las manos sobre los
tejanos sumergiéndose en aquella cálida sensación de hogar. Viajar por una
autopista del desierto con una docena de posibles destinos entre los que escoger…
Eso era vida. No permitiría que le echaran a patadas o que le encerraran en una
celda con un montón de borrachos. No consentiría que le aplastaran bajo el peso
de sus reglas o que agitaran el dedo ante la nariz del niño malo con sus caras de
santurrones. « ¿Por qué no puedes ser como tu hermano? —habían dicho—. Él ha
logrado abrirse camino en el maravilloso y fascinante mundo del procesado de
datos y conoce gente interesante cada día. Pero tú, Eddy Brisk… Tú eres un
inútil. Eres un cero a la izquierda» .
Los recuerdos hicieron que se encogiera sobre sí mismo. No le servían de
nada. Eran tan inútiles como el amor o el seguir sintiendo que tenía alguna
obligación hacia la familia con la que había cortado toda relación cinco años
antes, una familia que se conformaba con ser esclava del aburrimiento mientras
que él, Eddy Brisk, insistía en ser libre. Quería la libertad absoluta y sin
condiciones, y no pensaba renunciar a ella.
Algunos agentes de la ley estaban convencidos de que no conseguiría seguir
siendo libre durante mucho tiempo. Decían que robar no era un acto de libertad,
sino un crimen. « Bueno —pensó Eddy mientras sonreía con los dientes que le
habían dejado—, aún no me han atrapado. Tengo suerte. No cabe duda de que
tengo mucha suerte…» . Saber que era un tipo afortunado le hizo sentirse lo
bastante seguro de sí mismo para inclinarse hacia adelante y escupir en el suelo.
Cuando alzó la cabeza se dio cuenta de que el bebé le estaba observando. Tenía
los deditos hundidos en el algodón gris de la blusa de su madre. Eddy le guiñó el
ojo y, no conforme con eso, le sacó la lengua mientas bizqueaba.
Al bebé no pareció gustarle ni pizca.
Eddy asintió.
—Me llamo Brisk y me encanta correr riesgos, ¿sabes? —dijo.
Se echo a reír convencido de que la madre se daría la vuelta para lanzarle
una mirada de irritación. La madre no se movió, y Eddy supuso que estaría
dormida. « Esa puta estúpida no se ha enterado de nada —pensó complacido—.
Mejor… Esa mamá no apartará a su mocoso de mí por miedo a que le
contamine» .
Curvó su dedo índice y lo movió hacia adelante y hacia atrás varias veces
como si fuera un gusano que asoma de una manzana.
—Cuchi-cu —dijo.
Su voz era más un rechinar que un murmullo.
El bebé siguió mirándole fijamente. Aquellos redondos ojos azules parecían
demasiado grandes para su cara. Eddy pensó que un bebé tan pequeño no habría
debido tener unos ojos tan espabilados.
Ojos que no parpadeaban y que le observaban con lo que de repente Eddy
estuvo seguro era un profundo desprecio.
Pegó la espalda al asiento. No tenía ganas de seguir jugando.
—Eres muy raro —dijo—. No puedes tener más de un año y y a eres
jodidamente raro.
Se pasó una mano mugrienta por la frente preguntándose por qué estaba
cubierta de sudor, pero se olvidó del enigma con una risita enronquecida a causa
de las mucosidades y concentró su atención en el paisaje que desfilaba al otro
lado de la ventanilla.
El cristal estaba cubierto de polvo. La may or parte se había acumulado en el
exterior, pero también había bastante dentro. Eddy limpió el cristal con la manga
para observar la oscuridad. Clavó los ojos en la ventanilla esperando distinguir
las
colinas de la parte norte de California por las que debían estar bajando. Pensar
que debían encontrarse a cientos de kilómetros de aquel bastión de paletos
llamado Oregón hizo que sintiera un gran alivio. Eddy sonrió y acercó la nariz
hasta escasos centímetros del cristal.
Su sonrisa se esfumó enseguida y los labios se le entreabrieron en una mueca
de incredulidad. Desierto. Eddy volvió a limpiar frenéticamente el cristal. Un
desierto frío e interminable.
Se reclinó en el asiento sudando más que nunca y maldiciéndose por haber
bebido tanto. « Maldición —pensó—. ¡He subido al autobús equivocado! ¿Cuánto
tiempo he estado durmiendo?» . Cerró los ojos e intentó respirar más despacio.
Necesitaba calmarse un poco. Tenía que pensar. Acabó decidiendo que el autobús
debía ir a Las Vegas. Claro. ¿Qué otro destino podía habérsele ocurrido a su
mente embotada por el alcohol? Oh, sí, beber siempre le ponía a cien. Siempre se
le ocurrían grandes planes.
Dejó que su cuerpo se derrumbara contra el respaldo del asiento. Abrió y
cerró los ojos varias veces apretando los párpados con todas sus fuerzas en un
intento de eliminar la tensión que se iba acumulando lentamente dentro de su
cráneo. No quería ir a Las Vegas. Si iba allí tendría problemas. « Tranquilo…» .
Alguien podía acordarse de él. « Eres un tipo afortunado» . Quizá no ocurriera
nada. Quizá estaba en plena racha de éxitos. Su miedo empezó a desvanecerse.
Y el bebé seguía mirándole fijamente.
Eddy se percató de que el bebé había estado mirándole desde que despertó.
« Mierdecita asquerosa…» . Apartó la mirada y observó los asientos que había al
otro lado del pasillo. « ¿Dónde está todo el mundo?» . Parecía que nadie tenía
muchas ganas de ir a Las Vegas. « Este autobús está demasiado oscuro…» .
Volvió la cabeza hasta su posición original…, y descubrió que el bebé seguía
mirándole. Le devolvió la mirada sintiendo como su ira empezaba a mezclarse
con una vaga aprensión.
—Mirar fijo es de muy mala educación —dijo.
El bebé no le hizo ningún caso. Se había quitado el pulgar de la boca y
empezó a usar sus manos para trepar por el hombro de la mujer. Un poquito más
cerca de Eddy …
Un poquito más.
Observando al hombre cuy o sudor mezclado con el olor del miedo iba
impregnando la atmósfera del autobús.
Mirándole.
Dos manecitas rechonchas se tensaban y se relajaban sobre el hombro en el
que estaban apoy adas.
Mirándole.
El mono unisex de color amarillo que vestía habría tenido que ser alegre, pero
no lo era.
Mirándole.
Eddy se removió en su asiento. Dejó escapar una risita nerviosa y pensó en lo
ridículo que era dejarse afectar hasta ese extremo por un simple bebé. Aun así,
no cabía duda de que el bebé tenía los ojos más extraños que había visto en toda
su vida… Aquellos ojos parecían saberlo todo. Sabían dónde había estado y
adonde iba, sabían todo lo que había hecho en sus treinta y dos años de existencia
y estaban enterados de todas las empresas en las que había fracasado. Eddy
descubrió que aquella mirada que nunca parpadeaba le tenía atrapado, y empezó
a sentirse adormilado. Los párpados le pesaban cada vez más.
Logró salir de su creciente estupor con una brusca sacudida. Tenía que pensar
en otras cosas. Pensaría en cualquier cosa que no fuera el autobús y el bebé.
« Voy a Las Vegas…» . Se cubrió el rostro con las manos y olió la mugre. « De
Portland a Las Vegas…» . Se volvió hacia la ventana. La interminable extensión
del desierto por el que avanzaban le aturdía. « Una cuchillada en Portland. Crey ó
que estaba muerto. El hijo de puta se llevó todo mi dinero. Me dejó allí
desangrándome…» . Se llevó las manos al estómago y apretó buscando una
herida. « No hay ninguna herida, pero tampoco hay dinero…» . Se dio unas
palmaditas en los bolsillos. « Voy a Las Vegas y no tengo dinero…» .
Eddy se dejó caer contra el respaldo del asiento. Su respiración se había
acelerado. Podía oír el aire escapando en exhalaciones entrecortadas por sus
fosas nasales. El pánico le había agudizado los sentidos y vio el bolso de la mujer
incrustado entre los asientos. Era un bolso de lo más corriente, tela de algodón
color beige con una letra oscura enmarcada en un óvalo como las que suelen
ponerse en los artículos de marca, aunque en aquel caso estaba claro que se
trataba de una imitación barata. Debía de ser un bolso comprado en cualquier
saldo, y Eddy estaba seguro de que contendría un lápiz de labios, Kleenex, unas
gafas de sol y algo de dinero. « Necesito un poco de dinero» No mucho, pero sí
un poco. « Necesito un poco de dinero» .
Pasó los cinco minutos siguientes discutiendo consigo mismo. Si alargaba la
mano despacio y con mucha cautela podría sacar el monedero del bolso sin
hacer ningún ruido. Pero la mujer podía darse cuenta. Podía despertar y ponerse
a gritar, podía hacer que le arrestaran en la próxima parada del autobús…
Eddy sopesó las posibles consecuencias y se fue inclinando hacia adelante sin
hacer ningún ruido.
Y el bebé siguió observándole.
Deslizó el brazo entre los asientos y su mano tardó lo que le pareció una
eternidad en llegar hasta su objetivo.
Y el bebé seguía sin quitarle los ojos de encima.
Una presión casi imperceptible y el antebrazo acabó de entrar. Los años de
práctica cumplieron con su función cuando sus dedos rozaron el cierre. Eddy
ahogó el ruido con la palma de su mano y abrió el bolso.
Y el bebé le agarró del brazo hundiendo sus deditos rechonchos en la carne.
Eddy dio un respingo y alzó la mirada. Un par de gélidos ojos azules pareció
atravesarle.
—Cuchi-cu —siseó el bebé.
Una risita estridente brotó de su boca. Era un chillido maligno del más puro
placer imaginable.
Eddy intentó sacar el brazo, pero se le había quedado atascado entre los dos
asientos en parte porque lo había movido intentando librarse de la presa del bebé
y, más que nada, porque estaba casi paralizado de pánico.
Captó un movimiento por el rabillo del ojo. Era el torso de la mujer. Eddy
alzó la cabeza sabiendo que la mujer le miraría con odio e irritación, que le
acusaría y empezaría a gritar. Eddy temía lo que iba a ver en su rostro.
Pero no vio nada. No había ojos. Ni nariz. Ni boca. Sólo un cráneo cubierto
por una capa de piel. Eddy volvió la cabeza con el corazón latiéndole a toda
velocidad y vio dónde terminaba la mujer y dónde empezaba el bebé. La
criatura era como un tumor canceroso que brotaba del hombro derecho de la
mujer. Eddy vio como se retorcía y la oy ó reír. Era sus ojos y su boca. Eddy oy ó
su terrible grito de placer cuando la criatura hundió los dedos un poco más en su
carne, atray endo su brazo hacia adelante para clavar los dientes en él.
Eddy sintió el deslizarse del líquido cerca de su cintura. Podría haber sido
orina, pero sabía que era sangre.
El wulgarú
BILL RYAN
Mick subió corriendo por el risco con la mano metida dentro de la camisa.
Los guijarros de granito se dispersaban bajo sus pies y sus rodillas acabaron
llenas de arañazos antes de que una última caída le depositara muy cerca del
jeep y los rifles. Nunca había tenido tanto miedo.
El horror de madera coronó el risco detrás de él. La pestilencia que
desprendía podía captarse incluso desde esa distancia. Pero Mick le estaba
esperando. El impacto de la bala le arrancó una nube de astillas del pecho. Mick
miró a su alrededor buscando algo más útil y empezó a luchar con la llave del
encendido.
El jeep cobró vida con un chirriar metálico. El wulgarú pareció
momentáneamente desconcertado por el engendro que tenía delante. Mick lanzó
un alarido inarticulado e hizo sonar la bocina. Las garras del wulgarú destrozaron
el parabrisas y arrancaron el reposacabezas del asiento del conductor. Mick se
agachó y se pegó al volante oy endo como la madera se rompía bajo las ruedas
traseras.
Pisó el pedal del freno. El wulgarú estaba levantándose. Sus dibujos habían
desaparecido, y la malévola línea de la mandíbula colgaba sobre su pecho. El
monstruo hizo girar el casi amputado brazo izquierdo como si fuese una hoz…
El último verano que pasó en Belfast el cordón de un zapato le había salvado
la vida. Mick se apoy ó en una farola cubierta por una medio descascarillada capa
de pintura verde e intentó atárselo mientras deseaba tener unos cuantos dedos
más o llevar unas cuantas jarras de Guinness menos en el estómago. Cinco
minutos de lucha con el nudo gordiano que se negaba a rendirse permitieron que
los uniformados negros con sus automáticas Heckler-Koch tuvieran tiempo de
acordonar su calle. Uno de ellos empezó a escrutar la multitud buscando el rostro
de la instantánea Polaroid que llevaba en la mano.
Mick podía ver la fachada de su pensión. Estaba inmóvil delante del estanco
de Malone. Si hubiera conseguido escapar Caitlin habría telefoneado a Malone.
¿Estaría escondida debajo de la pasarela metálica que daba acceso al tejado?
¿Con el explosivo plástico?
El silencio duró tanto tiempo que Mick estuvo a punto de creer que se había
rendido…, y de repente el tejado salió disparado hacia los cielos y se desplomó
lentamente sobre la calle.
¡Y la oleada de paz y alivio que le invadió fue tan abrumadora como
vergonzosa! Mick siempre se había imaginado al odio de Caitlin O’Shea como
una entidad separada que llevaba una vida independiente, una especie de
demonio que no tenía nada que ver con ella. ¿Cómo habría podido amarla si no?
Su muerte abrió puertas de su mente que daban acceso a ciertas regiones que
jamás habían amado a Caitlin. ¿Amar al fuego negro que había devorado a Dion
y que acabaría consumiéndole? Su corazón se rebeló contra esa visión helada y
Mick huy ó lo más lejos posible de ella.
Y el odio había acabado logrando encontrarle.
La botella de brandy chocó contra sus talones. Mick desenroscó el tapón y vio
como el monstruo se abría paso por entre los cristales. Nunca llegó a tomar el
sorbo con que deseaba despedirse.
La gasolina y el aceite del jeep se habían esparcido sobre el hombre de
madera…
Mick tuvo una idea. Arrancó con los dientes una tira de tela de su camisa, la
empapó concienzudamente, metió el trozo de tela por el gollete de la botella y
usó el encendedor del jeep para prenderle fuego. Dio gas al máximo en cuanto
pudo oler la pestilencia del wulgarú y arrojó la botella. El monstruo quedó
envuelto en una niebla llameante. Los mechones de cabello chisporrotearon y se
derritieron mientras el wulgarú se agitaba intentando apagar las llamas en una
muda parodia de un hombre ardiendo.
Mick oy ó el golpeteo de las piedras que chocaban con la parte inferior del
jeep. La cuesta era demasiado empinada y las ruedas de la izquierda estaban
girando en el vacío. Mick saltó…, y su camisa se enganchó en la barra metálica.
El demonio de acero cay ó sobre él.
Estar consciente significaba dolor.
La luna derramó una lágrima irisada y Mick sintió el escozor en su labio y su
ojo. Gasolina. La « luna» era el tapón del depósito de gasolina. El jeep había
volcado y estaba atrapado debajo de él.
El faro que no había quedado destrozado por el impacto proy ectaba su luz
cuesta abajo. Parecía un ojo gigantesco sostenido por un par de nervios. El
wulgarú avanzó cojeando a través del haz luminoso. La negrura de su pecho
ondulaba con una frenética multitud de gusanos llameantes.
Lo único que le impedía perder el conocimiento era el torrente de adrenalina
que fluía por su organismo.
—Buenos días, amigo… Sí, y o también estoy fatal —murmuró.
La madera podrida crujió como respondiéndole.
Otra gota de gasolina cay ó en su ojo, pero Mick apenas si se enteró del
escozor. La misma decisión implacable que Caitlin debía de haber sentido cuando
estaba en la pasarela metálica se adueñó de él. Su brazo libre era un montón de
carne insensible. El tapón del depósito de gasolina estaba muy resbaladizo y Mick
y a no tenía la fuerza necesaria para hacerlo girar, pero no era necesario. Sus
cabellos empezaron a chisporrotear entre las garras del wulgarú y Mick siguió
apretando el tapón con una mano tan rígida como la de un cadáver. Ni tan
siquiera sintió el contacto de la gasolina derramándose sobre ellos.
El hombre más afortunado del mundo
REX MILLER
Por primera vez desde que Signet publicó Slob (1978), esa primera novela que
provocó tantas controversias y fue tan elogiada. «Chaingang» Bukowski, la
máquina de matar creada por Rex Miller, vuelve a estar entre nosotros con este
relato cuyo titulo no podía estar mejor escogido.
En el número de junio de 1988 de Midnight Graffiti el crítico Jim van Hise
escribió que «Chaingang» «parece salirse de la página impresa. Los pensamientos
más íntimos de un maniaco no habían sido explorados con tanta fuerza y precisión
desde el Red Dragon de Thomas Harris[10] » .
Slob fue el primer eslabón de lo que Miller, un nativo de Missouri muy jovial
que ha trabajado en la radio y en el mundo del espectáculo, ha llamado su
«sexteto sobre Jake Eichord». Frenzy (editada por Onyx), la segunda novela
protagonizada por ese experto en capturar asesinos psicópatas, fue definida por
Stephen King como «una gran novela de suspense donde la sangre corre a cubos».
Después llegó Viper y estamos esperando el regreso en forma de novela del
mamut asesino llamado «Chaingang». Y ahora, prepárense para esquivar los
chorros de sangre… ¡La bestia se encuentra muy cerca de ustedes!
—Zulú seis, zulú seis…
Casi podía oír el chisporroteo de la estática y la voz hablando por la radio en
tono de aburrimiento.
—Dragón dice que tiene movimiento a cincuenta metros de su Sierra Whisky,
¿recibido? Cierro.
Después vendría el parloteo frenético de los demás. El tipo del helicóptero de
reconocimiento coge su auricular y dice lo que tiene que decir. Oh, qué mal le
caen esos jodidos listillos que vuelan por los aires y que llevan tres generaciones
sin conocer la mierda… Sí, os recibo, Charlie Bulto, Lima Charlie, Pollo Charlie.
Lo que él diga. El pájaro está bajando. Los amarillos se están moviendo junto a
la selva. Provincia de Thua Thien, Cuerpo de Putas del Norte. Por aquel entonces
la bestia mataba en nombre de la paz. Los titiriteros del ejército le sacaron del
talego, igualito que en Doce del patíbulo… Los fantasmas le pusieron en el centro
del escenario y le dejaron suelto, pero todo era muy real.
Le apodaban « Chaingang» [11] , y en todo Vietnam no había un asesino más
gordo que él. El calor de las explosiones y las minas eran su medio natural. Le
sentaban tan bien como si fuera una jodida planta de invernadero. Era la bestia.
Había fabricado más cadáveres que ningún otro ser humano vivo. No solía
pensar en ello, pero creía que y a llevaba más de cuatrocientos. Era una máquina
de matar que caminaba como un pato. Cuando creían que no estaba lo bastante
cerca para oírles le llamaban « Bola de grasa» o « Hipopótamo» , pero él
siempre les oía y no le importaba. Esos niñitos arrogantes que no tenían ni idea de
lo que era la muerte…
Su mente volvió a una espesura muy similar a ésta y a un recuerdo agradable
de hacía y a mucho tiempo. Estaba a unos cuatro kilómetros de la casa—
—¡Allá va Bobby Ray ! —gritó la mujer.
Su esposo estaba acarreando los haces de leña. La mujer siguió con la mirada
a la camioneta que pasó junto a ellos lanzando chorros de gravilla hacia los lados
del camino.
—Nnnn —gruñó el hombre.
Su forma de responder dejaba bien claro que llevaban mucho tiempo
casados.
—Ése es otro que no tiene nada más que hacer que pasarse el día dando
vueltas.
El esposo no dijo nada y siguió acarreando la leña.
—Arriba y abajo, arriba y abajo conduciendo esa dichosa camioneta como
si fuera un millonario…
La mujer tenía una voz seca y estridente que siempre acababa poniendo
nervioso a su marido. El hombre metió un tronco bastante grande dentro de la
estufa.
—Ahora te largarás al pueblo a buscar ese maldito tractor que podrías haber
traído ay er cuando fuiste a la tienda de Harold, pero no, qué va… —La mujer
siempre se estaba metiendo con él—. No podías tomarte esa pequeña molestia.
¿Verdad? —El hombre pensó que la mujer estaba entusiasmándose con la
bronca, acumulando vapor como solía hacer siempre que daba con algo que
podía irritarle. Sabía leer en ella tan bien como si fuese un maldito libro abierto
—. Desperdicias una fortuna en gasolina para esa camioneta y …
El hombre abrió la boca por primera vez en varias horas.
—Ve a buscar al chico.
—Y después esperas que salgamos adelante con una cosecha tan mala como
la del año pasado, y … —La mujer siguió hablando como si él no hubiera dicho
nada. El hombre se volvió hacia ella y la contempló con sus ojillos duros e
inexpresivos. La mujer se quedó callada, pero el silencio duró muy poco—. No
sé dónde está. Volverá enseguida. Además, parece como si no te dieras cuenta de
que…
Empezó a quejarse de que él siempre creía poder deducir todos los gastos de
los impuestos. ¡Cristo bendito! Ya había oído aquella cantinela un millar de
veces…
Muy típico de las mujeres. ¡Se pasaban la vida quejándose de tonterías y te
amargaban hasta acabar contigo! El hombre tomó asiento ante la mesa de la
cocina, sacó su maltrecha cartera del bolsillo y la abrió. La mujer tenía el dinero
para comprar la comida. Él tenía el dinero del último licor que había destilado y
el cheque que le había dado el viejo Lathrop —¿cuánto hacía de eso? ¿Tres
semanas?—, y sería mejor que lo cobrara de una vez…, suponiendo que el
cheque no fuese papel mojado, claro está. Se olvidaría un rato de la mujer y del
chico, iría a cobrar los cheques, ingresaría el dinero y aún le quedaría lo
suficiente para tomarse unas cuantas copas. Ya podía sentir el sabor del alcohol
en su boca. Primero vendría el áspero sabor del whisky, y después la agradable
frescura de la espuma y la cerveza que había debajo…
Aquella maldita boca no paraba de hablar. ¿Es que un hombre ni tan siquiera
podía contar su dinero? Estaba diciendo un montón de tonterías sobre Bobby Ray
Crawford, pero el hombre sabía que el tema no era lo más importante. Hablaba
y hablaba para molestarle, nada más. La haría subir al camión y tendrán un poco
de paz. Cuando iban a algún sitio siempre se callaba. El calor del fuego era tan
agradable que estaba empezando a sentirse un poco adormilado, pero no podía
seguir aguantando aquellos cacareos de gallina ni un segundo más. Se puso en
pie, cogió la chaqueta colgada del perchero y salió de la casa para ir en busca del
chico.
El chico acababa de salir del bosque que había al sur de la casa. La arboleda
empezaba a unos diez metros de los campos que se extendían detrás de la casa, y
el chico y el perro habían estado husmeando por allí buscando rastros de ardillas
o algún otro animal. « Mierda —estaba pensando el chico—, esos jodidos Ader
han matado a todas las jodidas ardillas. Otis y Bucky Ader llevan tanto tiempo
cazando aquí que tardaremos diez años en volver a ver un bicho viviente…» . Los
animales salvajes y a casi habían desaparecido. Hubo un tiempo en el que
abundaban, pero ahora toda la comarca había quedado esquilmada.
El perro era lo que la bestia había oído cuando entró en el bosque por la parte
sur. El ladrido sonaba muy lejano y apenas si podía oírse, pero se había abierto
paso a través de una de sus fantasías asesinas cuando caminaba por el sendero
que estaba claro llevaba hasta el comienzo de un bosque. (La bestia había
captado el débil sonido con otro nivel de su mente, y lo había archivado en su
sistema de almacenamiento de datos para someterlo a un análisis posterior.)
Una gran parte de la vida de la bestia se desarrollaba en el reino de las
fantasías. Pasaba la mitad del tiempo soñando despierto y la otra mitad
convirtiendo las fantasías en realidades. Empezó imaginando fantasías que le
permitieran escapar a su infancia infernal de torturas y degradación, y juegos
mentales que aliviaran el dolor del sufrimiento. Después llegaron los
pensamientos que servían para combatir el aburrimiento claustrofóbico de los
largos períodos encerrado. Avanzar cautelosamente por el bosque perdido en una
fantasía no era nada extraño para la bestia.
El tema de sus fantasías actuales era la muerte —la preocupación que era su
compañera omnipresente, lo que más le gustaba…, la destrucción y el
aniquilamiento de los seres humanos— y el terreno por el que caminaba le había
devuelto unos cuantos recuerdos muy agradables. Atravesar la zona pantanosa
que rodeaba un gran estanque hizo que su mente se pusiera en marcha y su
imaginación creó el suelo repleto de maleza y el verde dosel de la jungla
survietnamita, y las sombras de los árboles y las enredaderas, y el ensueño le puso
en estado de alerta avisándole de un posible peligro.
Siempre era posible encontrar algún que otro paralelismo. Por ejemplo,
ahora estaba en una comarca donde se podía cultivar arroz. La llanura que se
extendía entre los antiguos cauces del río hacía que no resultara difícil
imaginarse
un campo recorrido por el enrejado de los diques que delimitaban las parcelas de
los arrozales. Si hubiera estado en Vietnam habría estado buscando trampas,
hoy os, minas y las huellas de los hombrecitos amarillos, pero aquí le bastaba con
buscar el rastro de los cazadores.
Tropezarse con cazadores armados en pleno bosque era uno de los grandes
placeres de la bestia, y sus fantasías habían estado girando en torno a un padre y
su hijo, el perro y las escopetas con las que se quedaría en cuanto les hubiera
matado. Acabar con el hombre sería de lo más sencillo. Después dejaría aturdido
al chico de un golpe y le utilizaría un ratito antes de acabar con él. Pensar en el
chico bastó para provocar una oleada de excitación que creó un placentero
cosquilleo en su ingle y una sonrisa tan ancha como grotesca que se fue
extendiendo por sus pálidos rasgos. La sonrisa de placer de la bestia era un
espectáculo temible.
Qué fácil y qué agradable sería acabar con el papaíto… Después le quitaría
la escopeta al chico. « Al chaval —pensó—. Quitarle la escopeta al chaval…» .
Después le pondría una mordaza, le vendaría los ojos y le haría daño. Causar el
daño que le proporcionaría el alivio resultaría tan fácil y tan necesario… La
bestia poseía todos los dones necesarios para un asesino y los talentos que le
aseguran la supervivencia, pero había aprendido que esos momentos de apremio
puramente biológico en los que la marea escarlata fluía a través de él eran
precisamente aquellos en que debía actuar con may or cautela. A veces el
apremio de hacer todas esas cosas malas le volvía descuidado y le impulsaba a
cometer imprudencias.
No era un ignorante, y había algunos aspectos en los que se le podía
considerar extremadamente inteligente. El doctor Norman, uno de los hombres
de la prisión donde la bestia estuvo confinada, incluso había afirmado que era una
especie de genio. « Un precognitivo físico que trasciende la normalidad de los
humanos» , le había dicho el doctor Norman. La bestia era una anormalidad, y
serlo no le resultaba desagradable.
La bestia consideraba que era una encarnación viviente de la Muerte, y había
aprovechado los largos períodos de tiempo en que estuvo privada de la libertad
para consumir toda la literatura sobre la muerte disponible. Lo había devorado
todo, desde los textos clínicos hasta las obras de Horacio Quiroga, y nada de
cuanto había leído le afectó en lo más mínimo. La muerte estaba fuera. La bestia
pensaba que las extrañas teorías del doctor Norman quizá tuvieran su parte de
verdad, pero tanto le daba.
¿Poderes paranormales? La bestia no sabía nada sobre ellos. Todo se reducía
a una cuestión de experiencia, preparación, confiar en las vibraciones y los
instintos más recónditos, escuchar los gruñidos que llegaban del interior de tu
cuerpo, mantenerse en armonía con lo que te rodeaba, dejarse llevar por la
marea, mantener las antenas y los sensores desplegados al máximo…
No podía seguir fantaseando porque los gruñidos internos estaban empezando
a interferir los pensamientos que más placenteros le resultaban. Su cuerpo exigía
alimento. La bestia era insaciable y estaba muy hambrienta. Llevaba toda la
mañana hambrienta.
Sabía de una forma instintiva qué especies de animales pequeños había
disponibles a su alrededor. Los latidos de sus minúsculos corazones estaban muy
cerca y la bestia podía seguir el rastro de esas vibraciones con una precisión
infalible, pero no era momento de cazar. Quería comida digna de ese nombre, y
montones de ella. Pensar en el queso y la carne de las enchiladas que había
comido el día anterior hizo que la boca se le llenara de saliva. Tenía HAMBRE.
Las enchiladas eran lo único que había engullido en trece horas o más, y los
gruñidos de protesta de su inmenso estómago y a eran claramente audibles.
La bestia medía unos dos metros de altura y su pecho, su vientre y sus nalgas
estaban cubiertos por una gruesa y dura capa de grasa cuy a consistencia era
parecida a la del caucho. La bestia pesaba ciento setenta kilos de locura y odio.
Su nombre humano era Daniel Edward Flowers Bunkowski-Zandt, aunque
« Zandt» no figuraba ni tan siquiera en los archivos oficiales o en la memoria de
los ordenadores más sofisticados, que también se equivocaban por un año en
cuanto a su edad, pero el hecho de que había nacido pesando siete kilos y medio
era totalmente correcto. Sus dedos eran capaces de abrir en canal un tórax. La
presa de sus manos era increíblemente fuerte, y aún recordaba la vez en que se
irritó lo suficiente para aplastar una pila de linterna.
Decir que la bestia odiaba a los seres humanos resultaría incorrecto. No les
odiaba y, de hecho, disfrutaba estando cerca de ellos. Cazarles le proporcionaba
la misma clase de placer que siente el deportista cuando caza a sus presas del
reino animal. La emoción era muy parecida, y la única diferencia estribaba en
que le gustaba torturar a sus presas antes de matarlas. Practicaba breves juegos
del gato-y -el-ratón con sus capturas y en algunas ocasiones incluso había tiempo
para el sexo, pero cuando el calor y las olas rojizas alcanzaban su máxima altura
les arrancaba el corazón de cuajo. Devoraba los corazones de sus enemigos los
seres humanos, y no conocía un placer may or que ése.
La bestia cuy o nombre humano era Danny deseaba que fuera verano o, por
lo menos, que el macizo de pacanas del oeste tuviera algunas nueces que
ofrecerle. Sabía que el suelo también estaría desierto. « No hay dulces nueces de
pacana para el pequeño Danny …» . Pero no importaba. Pronto saldría del
bosque. La bestia pasó sobre un tronco podrido moviendo elegantemente sus
zapatones, se encontró fuera del bosque y vio las casas y el tráfico. El inmenso
corpachón de la bestia retrocedió con sorprendente rapidez volviendo al refugio
de los árboles.
—Esas jodidas ratas de río han cazado todo lo que había por aquí —protestó el
chico mientras acariciaba distraídamente al perro—. Hola, perro de mierda —
dijo en tono cariñoso.
Su padre le había dicho que las jodidas ratas de río gozaban diez veces más de
la vida que él. El chico había puesto cara de perplejidad y seguía sin entenderlo.
—Vamos —dijo, y subió a la camioneta Ford.
Bunkowski vio salir a la mujer de la casa. Estaba inmóvil detrás de un roble
enorme. La posición era excelente, y le permitía observar aquel cuadro distante
sin ningún problema. Vio como el chico saltaba el lateral de la camioneta y se
acostaba sobre las planchas metálicas. La mujer bajó de la camioneta, hizo algo
que no pudo ver, entró un momento en la casa, volvió a salir y subió a la
camioneta. El chico bajó el panel de atrás y el perro saltó a su lado. La bestia
vio
como la camioneta se ponía en marcha, avanzaba lentamente hasta desaparecer
y volvía a hacerse visible al este de la casa de tejado embreado.
La bestia alzó los ojos y vio que el cielo corroboraba la información de su
reloj interior, que siempre funcionaba con una precisión aterradora digna de una
maquina muy sofisticada. Pasaba muy poco de las nueve y media (en ese
segundo eran las nueve y treinta y dos. La bestia llevaba más de trece horas sin
ver un reloj). Un parpadeo le bastó para comprobar que no había maíz en el
campo y para evaluar los peligros de la carretera que se alejaba hacia el este y
el oeste. Después se dio la vuelta y avanzó por el bosque hacia la valla que había
visto al venir.
Saltó sobre el alambre de espino oxidado, abandonó cautelosamente el
refugio que le proporcionaban los árboles y fue hacia la casa. Sabía unas cuantas
cosas y el impulso de preguntarse cómo había llegado a averiguar que había uno
o varios caballos pastando cerca, que el tráfico sería una presencia no muy
numerosa pero sí continua en la carretera de gravilla y que la casa estaba vacía
no formaba parte de su naturaleza. La bestia avanzó hacia la hilera de árboles
que separaba los dos campos y fue lentamente hacia la casa procurando no
forzar demasiado el tobillo que le dolía.
Detrás de los establos había un tejadillo de madera contra la nieve bajo el que
se pudrían un bote de remos que no parecía en condiciones de flotar y una vieja
letrina. La bestia y a estaba detrás de la valla cuando su sistema de alarma captó
una señal nueva. Se inmovilizó y todas sus constantes vitales se redujeron al
mínimo. La bestia se había quedado como paralizada sin que hubiera ninguna
razón aparente para ello.
—Ho, estupendo —le estaba diciendo el hombre a la mujer.
—Lo siento. No lo he hecho aposta, ¿sabes?
La mujer se había dejado el dinero y la lista de la compra en la cocina.
—Si no hubieras estado hablando todo el rato…
El hombre no completó la frase. Su mano tiró del cambio de marchas y la
camioneta fue retrocediendo lentamente antes de tomar la curva que les habría
ocultado la casa. « No es mi día» , pensó.
—¿Vamos a volver? —gritó el chico mirando a su padre.
El hombre no le hizo ningún caso. Puso la primera e hizo girar el volante para
volver a la casa. Estaba muy disgustado.
La bestia sabía que los seres humanos estaban a punto de regresar. Lo había
presentido y un segundo después vio a la camioneta aproximándose por la
carretera de gravilla. Estaba de muy mal humor, le dolía el tobillo y sabía que se
lo pasaría en grande acabando con ellos. También tenía mucha hambre, lo cual le
facilitaría el hacer cosas feas con toda aquella familia de humanos.
—Voy al retrete —dijo el hombre mirando a su mujer mientras entraban en
la casa—. ¿Estarás lista cuando hay a acabado?
—Estaré lista —dijo ella, y fue a la cocina.
Bunkowski entró en el patio y vio al chico sentado en la parte trasera de la
camioneta. El perro le ladró y el chico le dijo que se callara.
—¿Qué tal? —dijo el hombretón.
—¿De dónde viene? —preguntó el chico.
« Chaingang» pensó en lo fácil que sería ir hasta él y arrancarle la cabeza.
Sería tan fácil como partir un lápiz.
—De bastante lejos —respondió—. ¿Y tus padres? ¿Están en casa?
—Sí —dijo el chico.
—¿Sí?
La mujer asomó la cabeza por el hueco de la puerta de atrás.
—Hola, señora. Estaba haciendo autoestop y el coche del tipo que me recogió
tuvo una avería. Llevo mucho tiempo caminando. Me estaba preguntando si…
¿Les importaría que descansara un poco en su patio?
Abrir la puerta de un tirón y dejarla sin sentido sería facilísimo. Después
entraría y se cargaría al hombre. Luego saldría e iría a por el chico. La bestia se
preparó para hacer el primer movimiento, pero la mujer habló antes.
—Siéntese y descanse. Como si estuviera en su casa…
Y empezó a preguntarle dónde se había averiado el coche y si quería que le
llevaran hasta allí o si quería telefonear a alguien, y las preguntas no le
desconcertaron pero le distrajeron un poco y la bestia fue hasta los peldaños y
acabó sentándose.
—¿Es de por aquí? —preguntó el chico.
La bestia se limitó a menear la cabeza.
Oy ó la voz del hombre dentro de la casa.
—… averiado por allí… —dijo la mujer.
Añadió algo más que no logró entender. La puerta que tenía a la espalda se
abrió con un chirrido.
—¿Necesita que le lleven? —preguntó el hombre.
—Bueno, si no es molestia… No me importaría —dijo Bunkowski con
afabilidad mientras pensaba que había llegado el momento de empezar.
—No es ninguna molestia. Puede venir al pueblo con nosotros. Siempre que
no le importe sentarse detrás con el chico, claro…
El hombre pronunció las palabras sin darles ninguna clase de énfasis.
—Le quedaría muy agradecido.
—No hay problema —dijo el hombre, y pasó junto a la mole de carne que
ocupaba todo el tramo de peldaños.
La bestia recordaba su último encuentro con una familia. No había dejado a
nadie con vida. Tres personas. Hombre, mujer y un hijo…, muy parecido a éste.
El chico se apartó lo más posible y se pegó a la esquina de la camioneta como si
le hubiera leído la mente.
—Perro, ven aquí —dijo el chico. El perro meneó la cola y obedeció—. No
se preocupe —añadió con una sonrisa burlona—. No muerde.
—¿Cómo se llama? ¿Perro?
« Chaingang» se sentó sobre las frías planchas de acero. Cambió levemente
de postura para que su peso no arrancara el panel de atrás y la camioneta osciló
como si acabaran de ponerle una caja fuerte encima.
—Sí. —El chico le rascó la cabeza—. Le encontramos muriéndose de
hambre junto al vertedero. Alguien lo había dejado abandonado. Estaba hecho un
asco. —El perro le lamió la cara y el chico lo apartó—. Perro de mierda…
—Parece un buen perro —dijo el hombretón.
—Oh, no está mal.
—¿Ya? —preguntó el hombre sin dirigirse a nadie en particular.
Él y su esposa subieron a la cabina y la camioneta se puso en marcha con
« Chaingang» Bunkowski en la parte de atrás.
Cuando la bestia era pequeña un perro había sido su único amigo y
compañero. Observar al chico y el perro le había calmado un poco, pero aún no
estaba muy seguro de lo que haría. Quizá acabara decidiendo liquidarlos a todos.
La camioneta llegó a la encrucijada con Doble-J y la carretera que llevaba al
río. « Chaingang» golpeó la ventanilla con los nudillos y le pidió al hombre que
parara. Bajó de la camioneta y fue hasta el asiento del conductor. No se veía
ningún otro vehículo.
—¿No quiere ir al pueblo? —le preguntó el hombre.
Bunkowski acarició el metro de cadena de tractor que llevaba en el bolsillo
especial forrado con lona de su chaqueta, una serpiente asesina guardada a buen
recaudo en la oscuridad. Pensó en lo fácil que sería acabar con ellos.
—No, supongo que no… Me quedo aquí.
Le dio las gracias con un asentimiento de cabeza. El conductor se encogió de
hombros y puso en marcha la camioneta. « Chaingang» se quedó inmóvil y vio
como el hombre más afortunado del mundo se alejaba con su familia.
La muñeca sin huesos
JOEY FROEHLICH
«Escribo lo que siento», dice este poeta y escritor de Kentucky. Lleva dieciséis
años haciéndolo, y explica que «ya no intento imitar a los demás». Joey ha
compilado Violent Legends, una antología altamente original, está trabajando en
una segunda antología titulada Live My steries y cree que «no hay nadie que
escriba como yo. ¡Gracias a Dios!».
Su impresionante relato «Year ofthe Green Eyed Toads» apareció hace poco en
la revista «splatterpunk» Midnight Graffitti codeándose con un relato de Stephen
King. Froehlich termina su carta diciendo que debe volver al trabajo y me alegro
de que lo haga, porque su obra es de las que consiguen ponerle la piel de gallina a
cualquiera.
La muñeca sin huesos
es pequeña y ella la lleva adondequiera que vay a,
oh, sí,
allí donde vay a.
No es más que una niña
feliz porque tiene
a su muñeca sin huesos
(trapo)
nada de carne, tensa y apretada,
retorciéndose
cuando cae
sobre la maleza
de otra existencia
perdida y rota en mil pedazos.
Asuntos de la mente y el espíritu
Este relato trata uno de los problemas más terribles que han salido a la luz
durante la década de los ochenta y lo hace de una forma inquietante, sincera y
totalmente creíble. El hecho de que Diane Taylor nos ofrezca su primera obra
«para adultos» —aunque disfrute de otras carreras como escritora infantil, maestra
y esposa de David Taylor (que también figura en el sumario de este libro)—, hace
que su triunfo sea todavía más notable.
Diane nació el 9 de enero de 1952 en «Helena, Arkansas, un pueblo que está
en el delta del Mississippi» y escribió su primer relato cuando era niña dentro de
un cobertizo para tractores con la lluvia «repiqueteando sobre el tejado de
hojalata» y «el olor de la paja mojada». Pasó mucho miedo, «y me encantó».
Taylor tiene la necesidad compulsiva de comer galletas mientras crea. Suele
trabajar a las cuatro de la madrugada —con «un lápiz sin goma de borrar»—, y
decidió escribir este relato después de que un hombre la abordara en la calle para
pedirle fuego. De repente «se levantó la camiseta para enseñarme sus cicatrices
del Vietnam» y «sus transparentes ojos azules» mostraron heridas «profundas y
horribles». El olor de la loción para después del afeitado barata la mareó y la
hizo
sentirse como si estuviera en el centro de una tormenta, y percibió «otras
cicatrices, mucho más profundas y horribles». Logró escapar y sintió lo mismo que
cuando era niña y estaba en aquel cobertizo, y encontró el valor necesario para
imaginar y escribir «El cráneo».
La verdad es que nunca llegué a vivir con él. Se divorciaron cuando y o tenía
tres años, pero mamá siempre me enviaba a pasar el verano con él. Cuando le
hacía preguntas me decía que aquello era demasiado complicado y que una niña
no podía entenderlo. Cuando cumplí los catorce años empecé a pensar que y a no
era una « niña» .
Le dije a mamá que no quería pasar el verano con él, y le supliqué que me
dejara ir a un campamento juvenil o trabajar en un McDonald’s. Cuando me
preguntó por qué no pude responder. Entonces aún no sabía por qué no quería ir,
así que mamá cogió la maleta que guardaba en la buhardilla y dejó mis billetes
encima de ella.
—Tu avión sale mañana por la mañana —dijo—. Irás en el vuelo de las
nueve.
Siempre había sido una buena madre, pero no era feliz. Sabía que no me
enviaba a pasar el verano con él para librarse de mí. Quería que pasara algún
tiempo con mi padre, nada más. Aún le amaba, y quería que y o también le
amara.
Nunca llegó a decirlo en voz alta y jamás hablaba de él. Pero y o había
comprendido que seguía amándole por la forma en que quitaba el polvo a su foto;
no deprisa con un golpe del trapo como hacía y o, sino pasándolo muy despacio
por los bordes del marco y resiguiendo cuidadosamente la grieta donde se unían
el metal y el vidrio hasta terminar acariciando el rostro que había debajo del
vidrio como si el paño fuera su mano.
Lo único que dijo cuando me llevó al aeropuerto esa mañana fue: « Que lo
pases bien» y : « Dale un beso a tu padre de mi parte» . Me despedí de ella con
un abrazo mientras pensaba que ojalá me tocara un asiento de ventanilla.
El aeroplano se posó en la pista del aeropuerto a última hora de la tarde. Mi
padre estaba esperando delante de la terminal. No es que fuera realmente alto —
tenía una estatura media—, pero se le veía muy fuerte y sólido, como si hubiera
crecido del cemento sobre el que estaba. Seguía teniendo la costumbre de
echarse el cabello hacia atrás con la mano, aunque lo llevaba demasiado corto
para que pudiera molestarle cay endo sobre la cara.
Fui de los primeros en salir del avión. En cuanto me vio bajar los peldaños de
la escalerilla sonrió y me saludó con la mano. Fui corriendo hacia él y nos
abrazamos. En aquellos momentos no se me ocurría ninguna razón por la que no
hubiera querido venir.
—Siento haberte hecho esperar tanto rato, papá. Tuvimos que cambiar de
avión en Denver. Parece que hubo problemas con el sistema hidráulico.
No dijo nada, y se limitó a sostener mi cabeza entre sus manos. Pude sentir
aquellas manos cálidas y enormes cubriendo toda mi cabeza. Las palmas
quedaban sobre mis oídos, las puntas de los dedos me acariciaban la nuca y los
pulgares quedaban encima de mis cejas. Me acordé de un programa televisivo
del predicador Oral Roberts en el que gritaba: « ¡Curaos, curaos!» . Después papá
me besó.
Dio un paso hacia atrás y se apartó el cabello de la frente.
—Me ha costado reconocerte, Ronnie —dijo—. Cada vez que vuelvo a verte
estás más bonita.
—Y tú cada vez te pareces más a Bruce Springsteen —dije y o. Tiré del
pañuelo que llevaba en el bolsillo de la cadera e intenté atármelo alrededor del
cuello—. Esa chaqueta es preciosa. En mi escuela hay algunos chicos que serían
capaces de matar por una chaqueta de cuero como la tuy a.
—Es mi vieja chaqueta de vuelo. Una de las pocas cosas que volvieron
enteras del Vietnam… Llevaba años sin ponérmela.
Su mano empezó a subir hacia su cabeza, pero la detuve antes de que llegara
a tocársela. Fuimos hasta el jeep cogidos de la mano.
El tray ecto desde el aeropuerto hasta la cabaña que papá tenía en las
montañas duraba una hora, pero el tiempo pasó volando. Sintonizamos una
emisora especializada en viejos éxitos del rock y nos dedicamos a cantar las
canciones que estaban programando. « No consigo/satis-fac-ción…» . Nos
reíamos como locos al final de cada canción.
—Oy e, ¿dónde has aprendido todas esas letras? —me preguntó—. Eres
demasiado joven para conocerlas.
—Mamá tiene todos los discos, pero nunca las canta en voz alta como haces
tú. ¿Te sabes todas las letras?
—Esas canciones me mantuvieron con vida mientras estaba allí. Nunca
olvidaré las letras.
Unas canciones más y un noticiario y y a habíamos llegado a la cabaña.
Antes de entrar nos quedamos inmóviles un minuto en el porche y escuchamos
los sonidos de la noche que emanaban del bosque. Papá me rodeó con el brazo y
los olores que desprendía se mezclaron con el aroma del campo. La chaqueta de
cuero, la gasolina del jeep, el jabón…
—¿Hambrienta? —preguntó.
—¡Me muero de hambre! Sería capaz de comerme un caballo.
—¿Crees que podrías conformarte con un bocadillo de queso y unos cuantos
pepinillos?
—Me irán de maravilla.
Su cabaña se reducía a un cuarto de baño y una habitación muy grande que
servía para todo. Papá dejó mi maleta y mi bolsa de dormir en mi rincón.
Él dormía en el sofá puesto en ángulo hacia el televisor. El comedor era un
bloque de madera situado en otro rincón, y la zona dedicada a cocina estaba al
lado.
También había una chimenea y una librería enorme, un equipo estéreo
impresionante y docenas de ojos sin vida que lo contemplaban todo. Ahora y a
casi no prestaba atención a las cabezas de animales. Se habían convertido en una
parte más de lo que me rodeaba. Lo único que seguía sin gustarme era el cráneo
del soldado colgado encima de la chimenea ocupando el sitio de honor. Siempre
que entraba en aquella habitación gigantesca tenía una impresión simultánea de
calor y frío. Me recordaba al laboratorio de química. Adoraba la química pero
siempre tenía miedo de equivocarme en algún experimento y acabar hecha
pedazos por una explosión.
Comimos nuestros bocadillos en platos de cartón y nos acostamos en el suelo
delante del fuego para hablar de la escuela y los chicos, mis citas y último
trabajo. Ya había perdido la cuenta de sus trabajos.
—Papá, ¿por qué no sales nunca? Eres tan guapo…
—No me interesa, Ronnie. Me gustan las cosas tal y como están.
Me miró. Las sombras creadas por el fuego casi ocultaban sus ojos, y me di
cuenta de que estaba empezando a quedarme dormida. Alcé la mirada hacia los
animales y tuve que cerrar los ojos cuando llegué al cráneo.
Aún me acordaba del primer verano en que estuve allí. Yo no podía tener
más de cuatro o cinco años. La habitación estaba muy oscura y nos habíamos
tumbado en el sofá delante del fuego. Papá me estaba ley endo un cuento titulado
« El ruiseñor» . Alcé los ojos y vi el cráneo iluminado por las llamas.
Al principio estaba tan asustada que no pude decir nada, aunque por aquel
entonces ni tan siquiera sabía lo que era un cráneo. Papá me preguntó si me
ocurría algo.
—¿Qué es eso? —murmuré señalando el cráneo con un dedo.
—Oh… Tranquila, no te hará ningún daño. No es más que un trofeo, igual que
los demás. —Alzó el libro que me había estado ley endo—. ¿Crees que el ruiseñor
conseguirá salvar la vida del Emperador?
—No —dije y o sin apartar la mirada del cráneo—. Creo que el Emperador
se ha portado muy mal con el pobre ruiseñor. Debería morir. —Me volví hacia
papá—. Esa cosa… ¿Es de alguien que murió? —le pregunté.
—Eres demasiado pequeña —dijo él.
Le supliqué que me lo contara y me puse tan pesada que acabé
convenciéndole. Quizá pensó que se me olvidaría enseguida, o quizá necesitaba
contárselo a alguien…, a quien fuese.
Empezó a hablar en voz baja y en un tono distante que no se parecía en nada
al que usaba cuando me leía un cuento.
—Ocurrió en Vietnam —dijo—. Vietnam es el sitio al que papá fue a pelear,
¿sabes? Yo y Frank, mi copiloto, estábamos volando en nuestro helicóptero para
recoger a unos heridos en la jungla. Era una zona bastante peligrosa. Recibimos
unos impactos en el rotor de cola y tuvimos que hacer un aterrizaje de
emergencia. Yo y Frank logramos salir bien librados, pero todo el mundo se había
dispersado y comprendimos que tendríamos que arreglárnoslas sin ay uda de
nadie. Estábamos intentando volver a la base cuando llegamos a un arrozal.
Teníamos que cruzarlo, ¿entiendes? Un francotirador abrió fuego contra nosotros
apenas salimos de la espesura.
El rostro de papá se fue cubriendo con el sudor de la jungla mientras me
contaba la historia y vi el reflejo de las llamas en sus ojos. Su mano subía una y
otra vez para apartar el cabello de su frente.
—Al principio no oí nada, pero… La cabeza de Frank se desintegró. Sentí el
impacto de las gotitas de sangre cay endo sobre mí, y fue entonces cuando oí
aquel « pop, pop, pop» . Una bala me dio en el hombro y me hizo caer al suelo.
Es curioso, pero aún recuerdo lo que pensé. « Me han herido —pensé— pero no
es tan malo como decían. Escuece, pero eso es todo…» . Me volví hacia lo que
quedaba de la cabeza de Frank y al principio no sentía nada. No podía creer lo
que estaba viendo. Entonces fue como si se rompiera algo dentro de mí. Supongo
que me volví loco…
» Me puse en pie y corrí hacia el francotirador. Crucé todo ese campo
disparando mi pistola y gritando sin importarme mucho si me mataba o si era y o
quien acababa con él. Sólo sabía una cosa, y era que alguien debía morir. Cuando
llegué al otro lado del arrozal vi que estaba inmóvil sobre la hierba. Le había
dado
en la garganta. Pero no podía parar. No quería parar…
Papá se quedó callado y alzó los ojos hacia el cráneo. Estaba jadeando.
—Le clavé mi cuchillo…, una y otra vez. Después le corté la cabeza. —Su
voz estaba totalmente desprovista de emoción—. Su cabeza por la de Frank,
¿entiendes? Para igualar el marcador… Tenía que ser así. —Apartó la mirada—.
Cuando salí de la jungla una semana después aún tenía la cabeza. Me la quedé.
Había tipos que llevaban un collar de orejas. Yo tenía una cabeza, y mientras la
tuviera… Bueno, sabía que no podía ocurrirme nada malo.
Bajó los ojos hacia mí. Volvía a estar en este mundo.
—Y ahora la he colgado en la pared con los otros animales, y eso es todo. No
es más que un recuerdo y los recuerdos no pueden hacerte daño… ¿Verdad que
no, calabacita? —Sonrió y me pasó la mano por el pelo—. Lo entiendes, ¿verdad?
No acabó de leerme « El ruiseñor» , pero la historia que me contó no se ha
borrado jamás de mi memoria. Desde aquella noche han ocurrido muchas cosas
que no entiendo; cosas como el que pudiera quererle tanto y, al mismo tiempo,
tener miedo de aquel hombre que estaba tumbado en el suelo junto a mi saco de
dormir, ese hombre que era mi padre y cuy os ojos reflejaban los destellos del
fuego.
Papá me pasó la mano por el pelo, igual que había hecho la noche en que me
contó la historia del cráneo.
—¿Tienes sueño, Ronnie? —me preguntó.
Sonreí y meneé la cabeza. La forma en que pronunció aquellas palabras me
hizo comprender que me quería mucho. Volvió a pasarme la mano por el pelo
mientras me miraba fijamente a los ojos.
Volví la cabeza y cerré los ojos. Un instante después mi mente empezó a
enviarme mensajes. « No. No quiero que ocurra. Te amo. Vete» .
Y todo empezó a ocurrir, como siempre. Pero no a mí. Nunca me ocurría a
mí. Siempre le ocurría a otra persona. Yo tenía los ojos cerrados y estaba muy
lejos de allí, esperando a que todo terminara.
Recuerdo que cuando fui al cuarto de baño antes de acostarme pensé que el
vapor de la ducha era como lágrimas deslizándose por las paredes. Una cabaña
con paredes que lloraban… Cerré los ojos, me eché el cabello hacia atrás bajo el
chorro de agua caliente e intenté expulsar aquellos pensamientos de mi cabeza.
Cualquier persona que abra una antología, un libro de poesía, una novela o
una revista y se encuentre con algo escrito por Bill Nolan no debería sorprenderse
demasiado. Toda su obra está catalogada en un proyecto que ha necesitado nueve
años de trabajo editado recientemente por Borgo titulado The Work of William F.
Nolan. La lista abarca cien relatos (incluidos los que aparecen en Nightshapes,
una antología que no tardará en ser publicada por la Editorial Avon), y cincuenta
libros, entre los que están su famosa trilogía sobre Logan y su primera novela de
terror, Helltracks (también en Avon), con un total en continuo aumento de más de
mil doscientas creaciones surgidas de su pluma.
Lo que no puede catalogarse es la amistad. O los buenos momentos, como
aquella noche en Ottawa cuando «Wuffin» recitó de memoria casi todos los
papeles de El halcón maltés; o aquella noche en Nashville cuando quiso dejar bien
claro lo mucho que le gustaba Raíces profundas e hizo lo mismo ofreciéndonos sus
mágicas versiones de Alan Ladd, Van Heflin o Jack Palance. Nolan terminó la
representación con un «Shaaaaane» idéntico al grito quejumbroso que lanzaba
Brandon de Wilde al final de la película. El relato de este gran escritor que van a
leer captura los gemidos que salen de cierta calle donde reina el pecado. Les
ofrezco un Nolan distinto con su genio de siempre.
No había estado en Nueva York desde su último año de secundaria. Su regalo
de graduación había sido un viaje a la Gran Manzana. Sus padres llevaban años
oy éndole hablar de Nueva York, de que era el centro de todo y de que no ver
Nueva York era tan horrible como no ver nunca a Dios. De pequeño estaba
convencido de que Nueva York era algo así como el Dios de los Estados Unidos,
y había devorado todos los libros relacionados con la ciudad que pudo encontrar
en la biblioteca pública de Atkin.
Sus padres no quisieron salir de Ohio. Se conformaban con aquel pueblecito
en el que se habían conocido y se habían casado, el mismo en el que había
nacido y donde su padre se ganaba la vida con su pequeña empresa de ferretería
y herramientas. Nunca iban a ninguna parte, y hasta que subió al tren que le
llevaría a Nueva York aquel verano en que cumplió los dieciocho años él
tampoco había salido nunca del pueblo.
La ciudad era muy calurosa y húmeda, pero el tiempo no le molestó en lo
más mínimo. Estaba demasiado ocupado dejándose fascinar por las torres de
Manhattan, el rugido del tráfico, las luces de la Quinta Avenida, el palpitar de la
vida nocturna en Broadway y la verde inmensidad de Central Park que parecía
un trozo de Ohio incrustado en pleno centro de aquel impresionante coloso de
acero y cemento.
Y las personas, claro… Sobre todo en el metro. Nunca había visto a tanta
gente metida en el mismo sitio dándose codazos y empujones, gritando, riendo y
blasfemando. Altos y bajos; ricos y pobres; jóvenes y viejos; negros, morenos,
amarillos y blancos… La diversidad de aspectos era una auténtica agresión a los
sentidos.
—El metro se ha puesto imposible —le habían dicho sus amigos—. Está lleno
de pintadas y hay muchos atracos. Utiliza los taxis. En cuanto te has metido
dentro de un taxi estás a salvo… ¡al menos hasta que sales de él!
Y también le habían advenido de que debía mantenerse lo más alejado
posible de la calle Cuarenta y Dos.
La Cuarenta y Dos está fatal —habían afirmado—. Nueva York ha cambiado
mucho desde que eras joven. Hay sitios donde las cosas pueden ponerse
realmente feas…
Y le habían hablado de los miles de millones de cucarachas y ratas que vivían
debajo de la ciudad y en ella, y de que incluso los apartamentos más elegantes
de la Quinta Avenida tenían problemas con las cucarachas que salían de sus
escondites y empezaban a corretear por las paredes en cuanto se habían apagado
las luces.
Bueno, no tardaría en saber si exageraban… Ben Sutton —treinta y ocho
años, soltero y un poco más calvo cada día que pasaba— ocupaba un asiento en
un avión con destino al aeropuerto Kennedy para volver a la Gran Manzana
representando a la Compañía de Herramientas Sutton de Atkin, Ohio, veinte años
después de su primera y única visita a Nueva York. Ed Sutton, su padre y el
fundador de la compañía, y a llevaba bastante tiempo muerto. Su madre murió un
año después, y Ben se convirtió en el propietario de la empresa. Durante la
última década siempre enviaba a otros para que representaran a la empresa en la
Convención Nacional de Herramientas que se celebraba cada año en Nueva
York, pero este año se había dejado dominar por un impulso repentino y decidió
representarse a sí mismo.
Sus amigos le animaron y se mostraron de acuerdo con su decisión.
—Ya iba siendo hora de que vieras un poco de mundo, Ben —habían dicho—.
Ve a Nueva York. Pon algo de emoción en tu vida, hombre…
Tenían razón. La vida de Ben se había ido convirtiendo en una rutina cada vez
más aburrida, donde los días se sucedían los unos a los otros como si fueran una
hilera de fichas de dominó. El negocio funcionaba prácticamente por sí solo, y
Ben estaba empezando a tener la sensación de que era una mera figura
decorativa. El viaje a Nueva York le haría sentir que estaba vivo y volvería a
ponerle en contacto con las fascinantes realidades de la gran ciudad. Oh, sí, había
llegado el momento de ver « un poco de mundo» …
El aeropuerto Kennedy era un manicomio. Ben había perdido el resguardo
del equipaje, y tuvo bastantes problemas para demostrar que sus dos maletas
eran realmente suy as y no de otra persona. Después el autobús del aeropuerto
que debía llevarle desde Kennedy hasta la estación Grand Central sufrió una
avería y tuvo que esperar en la cuneta de la autopista junto a una docena de
irritados pasajeros. El autobús que vino a recogerles tardó más de una hora en
presentarse.
Cuando llegó a la estación Grand Central un chico muy flaco que llevaba una
chaqueta roja con las palabras « ¡Los muertos viven!» bordadas en la espalda
salió corriendo con una de sus maletas mientras telefoneaba al hotel para
confirmar la reserva que había hecho. Un corpulento policía de la estación logró
detener al chico y le devolvió la maleta.
El policía le preguntó si quería presentar una denuncia, pero Ben meneó la
cabeza.
—Que la presente el propietario de la próxima maleta que intente robar. No
puedo perder el tiempo y endo a comisaría.
El policía frunció el ceño.
—Creo que hace mal, señor —dijo mientras miraba fijamente al chico—.
Ese cabroncete debería estar entre rejas.
El policía acabó dejándole marchar y el chico les hizo un gesto obsceno con
la mano antes de esfumarse entre la multitud.
—¿Ha visto eso? —preguntó el policía poniéndose rojo de rabia—. ¿Ha visto
lo que ha hecho ese mierda? Tendría que ir detrás de él y darle una buena paliza.
¡Y estoy pensando seriamente en hacerlo, créame!
—Eso es cosa suy a, agente —dijo Ben—. Pero y o tengo que coger un taxi y
llegar a mi hotel antes de que anulen mi reserva.
—Oh, claro… Adelante, márchese —dijo el policía—. Haga lo que le dé la
gana. A mí me la suda, ¿sabe?
« Bueno —pensó Ben—, y a me advirtieron que la ciudad ha cambiado
mucho» .
El tray ecto por Broadway fue como un sueño. Ben no podía recordar haber
salido del bar. ¿Habían venido hasta aquí en taxi? Era como si su cabeza estuviera
llena de humo rosado.
—Creo que he bebido demasiado —dijo.
Las palabras sonaron pastosas y casi ininteligibles. Su lengua se negaba a
obedecerle.
—Nunca se puede beber demasiado en una fiesta —dijo Billy Dennis—. ¡Y
eso es justamente lo que vamos a celebrar esta noche!
—Joder, y a lo creo que sí —dijo Jock—. Es hora de pasarlo en grande.
—Tengo que volver al hotel —dijo Ben—. La convención empieza a las diez
de la mañana. Necesito dormir.
—¿Dormir? —Dennis le obsequió con una sonrisa llena de dientes—. Diablos,
y a dormirás cuando estés muerto… Vamos a llevarte a un sitio muy divertido,
Bennie.
—Claro que sí —dijo Jock Kirby —. Hará que te olvides de Ohio y de todo lo
demás.
—¿Adónde vamos? —preguntó Ben.
Le costaba bastante mantenerse a su altura, y los faroles parecían estar
envueltos en halos de niebla.
—A la Cuarenta y Dos —dijo Kirby asintiendo con la cabeza—. La calle de
los polvos…
Ben se detuvo y alzó una mano.
—Es una zona muy peligrosa —dijo con voz pastosa—. Mis amigos me
advirtieron que no debía acercarme a ella.
—Ahora nosotros somos tus amigos —dijo Billy Dennis—. Y nosotros te
aseguramos que es allí donde está la acción. ¿Verdad que sí, Jocko?
—Joder, y a lo creo que sí —dijo Kirby.
Un vagabundo fue hacia ellos extendiendo ante su cuerpo una mano derecha
que más parecía una garra. Ben sacó una moneda de veinticinco centavos del
bolsillo y la dejó caer en aquella palma llena de costras y mugre.
—Que Dios le bendiga —dijo el vagabundo.
—Largo —dijo Kirby.
El vagabundo no le hizo ningún caso y alzó la mano señalando las bolsas de
basura amontonadas sobre la acera. Los desperdicios que contenían tensaban el
plástico negro de las bolsas. Las cucarachas y los insectos iban y venían entre
ellas. El vagabundo movió la cabeza mirando fijamente a Ben.
—No pise los gusanos —dijo.
Y siguió avanzando hacia el norte de Broadway.
—No estoy muy seguro de que sea una buena idea —dijo Ben—. Sigo
pensando que debería coger un taxi y volver al hotel.
—El jodido hotel puede esperar —dijo Kirby. Su pálido rostro parecía brillar
en la oscuridad—. El hotel no se irá a ninguna parte, ¿verdad?
—Claro que no —dijo Billy Dennis—. ¿O es que no piensas salir del hotel?
Para eso más te valdría haberte quedado en Elkins.
—Atkin —le corrigió Ben.
Tenía la sensación de que su cabeza se había desprendido del cuerpo y estaba
flotando a unos cuantos centímetros por encima de él.
—Eh, y a estamos —dijo Jock Kirby, y sonrió—. ¡Bienvenidos a la calle del
pecado!
Acababan de llegar al cruce de la Cuarenta y Dos con Broadway. El tráfico
palpitaba a su alrededor envuelto en oleadas de luces y sonidos. Los neones
chisporroteaban y parpadeaban. El aire olía a cenizas.
Ben parpadeó rápidamente intentando ver con más claridad.
—Creo que estoy borracho —dijo.
—No, hombre, nada de eso —le tranquilizó Jock—. Estás un poquito
animado… Déjate llevar y disfrútalo.
Billy Dennis le cogió por el codo izquierdo y empezó a tirar de él llevándole
hacia la Cuarenta y Dos. Ben tenía la sensación de no pesar nada, como si su
cuerpo estuviera hecho de papel de seda.
—¿Adónde…, adonde pensáis llevarme?
—A un sitio muy especial —dijo Billy —. Te encantará. ¿Verdad que sí, Jocko?
—Joder, pues claro que le encantará —dijo Kirby.
Ben intentó obtener una imagen más clara de lo que le rodeaba. Sus sentidos
captaron un confuso caleidoscopio de colores y sonidos. La acera estaba llena de
chulos y prostitutas, mendigos y porteros que anunciaban espectáculos porno,
turistas y drogadictos en pleno viaje. Las marquesinas de los cines estaban
envueltas en aureolas de luz y los neones parecían una exhibición de fuegos
artificiales. Las tiendas que vendían recuerdos y los locales porno competían
unos con otros intentando atraer la atención de los transeúntes. Ben siguió
caminando y sintió que se hundía en un mar de voces sin cuerpo. Los rostros
pasaban junto a él como si estuviera recorriendo una galería de fantasmas.
—Estoy mareado —dijo—. Necesito sentarme un rato.
—Podrás sentarte en cuanto hay amos entrado —dijo Kirby.
—¿Entrado? ¿Dónde?
—Ya lo verás —dijo Billy —. Ya casi hemos llegado.
Ben y sus acompañantes se detuvieron delante de un edificio muy bien
iluminado. Las serpientes de color de los neones formaban la silueta de una
mujer desnuda que tendría seis metros de alto y se retorcía lascivamente sobre la
fachada. Las bombillas se encendían y se apagaban. CHICAS… DESNUDAS…
CHICAS… DESNUDAS…
Un portero bastante malcarado que vestía una sucia camisa blanca y unos
Levi’s muy gastados les hizo señas con la mano. Tenía los ojos iny ectados en
sangre.
—Entren, caballeros, el espectáculo está a punto de empezar… Nuestras
chicas actúan totalmente desnudas y sin ninguna clase de adornos. Nuestras
chicas les excitarán y les fascinarán, nuestras chicas les asombrarán y les
dejarán deslumbrados…
Los nuevos amigos de Ben le cogieron de los codos y le hicieron entrar en el
edificio. Subieron un tramo de escalones muy anchos pintados de rojo, llegaron a
un rellano iluminado por bandas de neones azules y siguieron por un pasillo que
llevaba hasta una habitación en la que había un círculo de taburetes de plástico.
La impresión de conjunto era entre irreal y onírica…, y vagamente
amenazadora.
Cada taburete estaba pegado a una ventana protegida por una lámina de
metal rojo debajo de la que había una ranura para meter monedas. No había
ningún taburete ocupado, cosa que extrañó bastante a Ben.
—Llega justo a tiempo, amigo —dijo un tipo muy flaco que tenía la piel
repleta de cicatrices y granos—. El espectáculo va a empezar. Diez minutos por
sólo veinticinco centavos… Y no cobramos nada por tocar.
—Pon la mano, Ben —dijo Jock Kirby, y dejó caer unas cuantas monedas de
veinticinco centavos en su palma—. Basta con que eches una por la ranura —
dijo, y sonrió—. Seguro que en Ohio no tenéis nada así, ¿eh?
Ben Sutton le obedeció y metió una moneda en la ranura moviéndose como
un autómata.
La lámina metálica fue deslizándose lentamente hacia arriba y reveló una
gran plataforma circular bañada por la luz que brotaba de una batería de focos
colocados en el techo.
Una mujer de rasgos no muy agraciados y expresión malcarada salió de una
puerta. Vestía un traje de lentejuelas rojas y llevaba puesta una peluca pelirroja
que no podía haber costado mucho dinero. La mujer se volvió hacia Ben.
—Bienvenido al Agujero del Infierno —dijo—. Llegas justo a tiempo.
Tenía una sonrisa horrible.
Ben había supuesto que las otras ventanas se abrirían de un momento a otro,
pero seguía siendo el único cliente. « No creo que ganen mucho dinero con
esto» , pensó distraídamente.
—Les presentamos a la Llama de Arabia.
La mujer pulsó un botón colocado junto a la plataforma y una rubia de
piernas muy largas cruzó el umbral acompañada por un estallido de música
grabada.
Llevaba varios velos casi transparentes que empezó a quitarse rápidamente.
Era joven y bastante opulenta, y sus giros y contorsiones al son de la batería
resultaban muy atractivos, aunque vulgares. Sus ojos no se apartaban de Ben,
quien se había quedado inmóvil delante de la ventana. No podía mover ni un
músculo. Kirby tenía razón. En Ohio no había nada parecido…
El último velo se desprendió de las caderas de la chica y, tal y como había
prometido el portero, la dejó « totalmente desnuda y sin ninguna clase de
adornos» .
Ben Sutton tenía treinta y ocho años y jamás había visto una mujer
totalmente desnuda. Linda Mae Lewis le había enseñado su seno izquierdo a la
tenue claridad de las luces del salpicadero en el viejo Pontiac convertible de Ben
cuando estudiaban en la universidad, y una camarera de la cafetería Taza-Rápida
de las afueras de Atkin le había dejado deslizar una mano debajo de su uniforme
—y Ben había conseguido verle la parte superior de un muslo—, pero la
experiencia sexual de Ben con las hembras no había ido más allá de ese punto.
Las blancas curvas del cuerpo que ondulaba y se retorcía a escasos
centímetros de sus ojos le dejaron deslumbrado.
—Adelante, cariño, toca… —dijo la chica con una voz ronca y sensual
mientras se inclinaba ofreciéndole sus nalgas desnudas—. ¡Vamos, no seas
tímido!
Ben alargó una mano temblorosa para acariciar una de las blancas lunas que
se le ofrecían. La carne era tan lisa como el mármol y pareció vibrar bajo sus
dedos.
Y la pantalla de metal rojo empezó a bajar justo en ese momento. Ben retiró
rápidamente la mano lanzando un gemido de frustración. Sus diez minutos habían
expirado.
Metió veinticinco centavos en la ranura moviéndose tan deprisa que se le
cay eron varias monedas al suelo…, y la pantalla de metal volvió a subir con
idéntica lentitud.
Pero la plataforma estaba vacía.
La chica se había esfumado.
Ya no había música.
Ben giró sobre sí mismo para preguntarle a sus dos amigos por qué había
terminado el espectáculo, pero descubrió que estaba solo.
Ben se puso en pie.
— ¡Eh! ¿No hay nadie?
Silencio, roto sólo por los sonidos ahogados del tráfico de la calle y el gemido
distante de una sirena de la policía.
Ben salió al pasillo.
—¿Kirby ? ¿Dennis? ¿Dónde os habéis metido?
No obtuvo contestación.
Fue hacia la escalera o, al menos, ésa era la dirección que pretendía seguir.
No tardó en comprender que se había equivocado. Las curvas y giros del pasillo
le obligaron, a seguir internándose en el edificio.
El pasillo pareció irse volviendo más angosto y oscuro.
Ben oy ó risas delante de él. Una puerta se abrió de repente y el pasillo quedó
inundado de luz.
Fue hacia la puerta y metió la cabeza por el hueco. La mujer malcarada y la
chica rubia a la que había visto bailar estaban allí, y Jock Kirby, y Billy Dennis…
Reían a carcajadas y cada uno tenía una copa en la…
No eran manos. ¡Dios santo, eso no podían ser manos!
—Hola. Ben —dijo la cosa que se hacía llamar Billy —. Estamos celebrando
una fiesta.
—¿Y sabes quién es el invitado de honor? —preguntó la cosa que se hacía
llamar Jock—. ¡Tú amigo! Carne fresca para la despensa…
—Sí —dijo la rubia. Asintió con la cabeza y la punta rosada de su lengua se
deslizó lentamente sobre sus labios—. Hasta los gusanos tienen que comer.
Ben les miró fijamente y sintió un terrible vacío en el estómago. Las náuseas
se apoderaron de él y le obligaron a retroceder tambaleándose para vomitar en
el pasillo.
Las cuatro criaturas empezaron a quitarse el disfraz. Miembros, orejas,
narices… La carne se desprendía de sus cuerpos fluy endo como trozos de queso
podrido.
Ben se permitió una última mirada hacia atrás mientras giraba sobre sí
mismo para echar a correr.
Las criaturas que vio eran como las cucarachas y los gusanos que hacían sus
nidos en las bolsas de basura que se acumulaban sobre la acera de Broadway,
pero mucho más grandes y mucho más… evolucionadas.
Ben Sutton echó a correr.
No lograba encontrar la escalera. Las curvas y giros del pasillo no parecían
tener fin, pero si seguía corriendo acabaría encontrando una salida.
Estaba seguro de que acabaría encontrando una salida…
A salvo
JOHN MACLAY
Desde 1981 hasta hoy John Maclay ha publicado más de cuarenta relatos que
han aparecido en revistas como Twilight Zone, Night Cry y Crosscurrents.
También ha publicado catorce poemas, una recopilación de relatos titulada Other
Engagements (Dream House, 1987) y una novela escrita en colaboración, Wards
of Armageddon (Leisure, 1986).
Aparte de eso, John —que había trabajado en el campo de la publicidad— ha
editado dieciséis libros divididos entre la historia local de Baltimore y la
ficción,
incluidos los dos primeros volúmenes de esta serie de antologías (1984 y 1987),
ambos nominados para un Premio Mundial de Fantasía. Concibió, recopiló y editó
la antología Nukes (1986) que contenía relatos inéditos de Jessica Salmonson,
Mort Castle, Joe Lansdale y un servidor de ustedes. La antología fue muy bien
acogida por la crítica, que admiró la forma en que utilizaba a los escritores de
terror para abordar «el terror definitivo».
Maclay, un hombre tan bueno como versátil, vive con su esposa Joyce y sus
dos hijos.
Sí, doctor, puede que esto me ay ude. Sé que sus métodos no son demasiado
ortodoxos pero y a he visitado a todos sus colegas y estoy dispuesto a probar lo
que sea. De acuerdo, me quedaré quietecito con el cuaderno y la pluma que me
ha dado y pondré por escrito todo lo que me venga a la cabeza sobre el peor de
mis temores, el que estoy seguro acabará matándome si no consigo ay uda
pronto…
No es claustrofobia en el sentido estricto de la palabra, como y a sabe. Nunca
me ha molestado estar encerrado en una habitación, por pequeña que sea, y el
que hay a luz o no la hay a tampoco parece afectarme. Recuerdo que en una
ocasión estuve más de veinte minutos dentro de un armario esperando a un
amigo que llegó tarde a una fiesta sorpresa sin que me ocurriera nada; y creo
que podría trabajar de minero y pasar media vida encorvado en esos túneles
interminables y de techo bajísimo sin tener ni pizca de miedo. Incluso podría ser
astronauta y viajar en una de esas cápsulas minúsculas, siempre que tuviera una
ventanilla; aunque sólo necesitaría la ventanilla en esa situación, no en el
armario
o en la mina, e incluso entonces no me importaría que hubiera luz o que estuviera
a oscuras, siempre que supiera que podía contemplar el espacio.
Estamos avanzando, ¿verdad, doctor? Parece ser que mi gran temor es el de
quedar encerrado en un lugar pequeño y sin ventanas donde el techo se
encuentre bastante por debajo de la altura de mi cabeza cuando me pongo en pie.
¿He escrito « parece ser» ? Oh, Dios…
La primera vez de la que guardo memoria ocurrió cuando tenía nueve años.
Un niño con el que solía jugar vivía en una casa victoriana donde había montones
de recovecos y sitios para esconderse, y un día me enseñó su nuevo escondite. El
escondite estaba debajo del cobertizo y consistía en un recinto muy pequeño al
que se llegaba mediante una puertecita. Supongo que había sido concebido para
guardar los útiles de jardinería, pero no estoy seguro. Mi amigo había colocado
una bombilla conectada a uno de los enchufes de la casa, había alisado el suelo
de tierra y había adornado las paredes con carteles de coches antiguos. Me
pareció que era un escondite estupendo.
Hasta que me llevó adentro y cerró la puerta.
No fue la falta de aire o el olor a humedad y cerrado…, nunca ha sido por
eso. Yo sabía que podía salir de allí cuando quisiera y es exactamente lo que
tendría que haber hecho, pero los niños pueden ser muy tozudos y aparte de no
querer estropearle la diversión a mi amigo, y o… Bueno, no podía permitir que se
diera cuenta de lo asustado que estaba.
Así que me quedé sentado con las piernas cruzadas sintiendo el roce de la
rugosa superficie del techo en mis cabellos…, y el sudor empezó a acumularse
sobre mi frente. Le oí parlotear alegremente sobre el Modelo A y el Modelo T. Vi
como alzaba la mano para señalar sus carteles…
Hasta que el palpitar desbocado de mi joven corazón ahogó su voz. Hasta que
su imagen se volvió borrosa y mis ojos dejaron de fijarse en él para clavarse en
aquellas paredes que parecían estar cada vez más y más cerca.
Lo último que recuerdo de mi compañero de juegos —no quiso volverme a
ver después de aquello—, fue la expresión de perplejidad que se adueñó de su
rostro cuando me levanté de un salto, abrí la puerta y salí corriendo de allí.
Bien, doctor, ése es el recuerdo infantil, el recuerdo que sus colegas siempre
han intentado arrancarme porque estaban convencidos de que revelarlo rompería
el hechizo. Pero, naturalmente, en mi caso no ha sido así. Continuemos…
Las películas. Adoro las películas. Me han proporcionado una forma de
evasión, y la evasión es algo que siempre he necesitado, especialmente en los
últimos tiempos. Siempre me he sentido muy atraído hacia las películas de
aventuras y acción. Esos hombres duros y valerosos parecían darme fuerzas
para resistir mis temores. Way ne. Cooper. Bogart. Bogart. Lo cual me lleva a
Cagney. Cagney. Y Robinson. Robinson…
Pero… Oh, Dios. Eso hace que recuerde la escena…
Es una de esas películas de prisiones en blanco y negro de los años treinta.
Los fríos bloques de celdas, los comedores espartanos y los prisioneros que
acechan con un cuchillo en ristre detrás de cada esquina…, sí, todo eso es
bastante duro, pero no me asusta porque hallarme entre rejas no me impide estar
de pie, e incluso puedo hacer planes para escapar con Jimmy y Eddie. Hasta
que…
Nos han descubierto. Y que te descubran significa… El Agujero.
Cualquier cosa, cualquier cosa menos eso. Esa jaula minúscula hecha de
planchas metálicas. Esa puerta de acero que se cierra mientras me arrodillo
dentro de la jaula. Esa ventana, sí, que se abre una vez al día para que el
centinela me pase el pan y el agua…, pero no es suficiente, no, ni mucho
menos… Porque mientras tanto, mientras intento incorporarme, incluso mientras
intento estirar mi cuerpo en sentido horizontal fingiendo que estoy de pie…
Voy enloqueciendo poco a poco.
Le ruego que no se ría cuando lea esto, doctor. No debería hacerlo, porque
esa escena fue la culpable de que mi primer amor se me escurriera de entre los
dedos. Se lo explicaré. Estábamos tumbados en el sofá viendo una vieja película
cuando de repente…
La expresión de su rostro era idéntica a la que había visto en el de mi
compañero de juegos infantiles. Cuando volví a gritar y salí corriendo…
Pero también logré superar eso. Conocí a otras mujeres. Sigo y endo mucho
al cine, aunque ahora escojo las películas con mucho cuidado…, incluso evité ver
los trailers de Papillón. Las cosas parecían ir bastante bien. Después de todo, el
mundo es muy grande y los sitios en los que no te puedes poner de pie no son tan
abundantes. El paso del tiempo hizo que casi me crey era capaz de relegar esos
dos momentos horribles al pasado, y me convencí de que era allí donde debían
estar. Pero…
Estaba a punto de terminar la universidad y me había matriculado en el curso
de Apreciación Artística. Era un curso bastante agradable y fácil de aprobar.
Bastaba con asistir a tres conferencias por semana que consistían básicamente en
la proy ección de muchas diapositivas acompañadas por los comentarios del
profesor. Aquel miércoles horrible la conferencia versaría sobre el arte inglés del
siglo dieciocho. Recuerdo que estaba reclinado en mi asiento disfrutando las
obras de Kneller y Constable, medio dormido y medio despierto…, cuando la
pantalla me mostró una imagen muy distinta a las que la habían precedido.
William Blake. La tumba.
Intenté no perder el control, y lo conseguí. No grité, no me levanté de un salto
para echar a correr. Ya era adulto, y tenía mi orgullo. El profesor siguió hablando
y la diapositiva cambió.
Pero cuando volví a mi habitación caminando bajo los ray os del sol descubrí
que no podía quitarme aquella imagen de la cabeza. Decidí que debía hacer algo
para librarme de ella —y a sabe a qué me refiero, ¿verdad, doctor?—, fui a la
biblioteca y salí de ella con un libro sobre Blake debajo del brazo.
La noche de ese mismo miércoles, bastante tarde. Estoy acostado en mi
cama, tan inmóvil como si me hubieran hipnotizado con los ojos clavados en ese
grabado. La fría pesadez del techo de piedra que se curva y que resulta aún más
amenazadora gracias al blanco y negro del grabado, las siluetas humanas
sumidas en una inmovilidad de estatuas y, aun así, tan llenas de vida, tan reales…
Y sus ojos abiertos. El techo que pesa sobre ese espacio opresivo carente de
salidas…, y de repente estoy con ellos, estoy en ese lugar donde no puedo
mantener erguida la cabeza.
Supongo que fui cuesta abajo a partir de entonces, y quizá deba añadir que
mis escasas amistades han sabido leer en mí como si fuera un libro abierto. Tuve
mi primer ataque de nervios, y no conseguí graduarme con el resto de mi clase.
Mi matrimonio no duró demasiado. Estaba solo en nuestra casa de las afueras y
hubo un cortocircuito que provocó un pequeño incendio debajo del porche, unas
llamitas insignificantes que se habrían apagado con sólo una rociada del
extintor…, pero y o no podía meterme allí debajo y permití que nuestra casa
ardiera hasta los cimientos. (Mi esposa se escapó con uno de los bomberos algún
tiempo después. Supongo que debería reírme, pero no creo que tenga ninguna
gracia.) A partir de entonces intenté mantenerme lo más alejado posible de
cualquier… lugar… que reuniera esas características, y he intentado evitar el
verme expuesto a imágenes que lo representen por breve que sea la exposición.
(Hace poco perdí otra amistad porque no podía viajar en la parte trasera de su
camioneta. Su camioneta no tenía ventanillas, ¿comprende?) Y las pesadillas…,
su frecuencia y su intensidad han ido aumentando poco a poco hasta el punto de
impedirme dormir y poner en serio peligro mi salud.
Y… Sí, he acabado convirtiéndome en una de esas personas extrañas que
necesitan… ¿hacer ciertos arreglos especiales? Ya he escogido mi ataúd y he
dado instrucciones de que le coloquen un dispositivo que me permita avisar al
exterior por si se da la eventualidad de que me entierren vivo.
El entierro… Bueno, doctor, puede que por fin estemos llegando a alguna
parte pese a mis fracasos anteriores. Poner todo esto por escrito y lo que me ha
hecho quizá hay a servido de algo. Admito que al principio estaba aterrorizado,
pero saber que le tengo tan cerca me ha ay udado a no perder el control.
El escondite de mi compañero de juegos…, el Agujero en esa película de
prisiones…, la tumba de Blake…, sí, especialmente la tumba…
Es el miedo a estar atrapado, ¿verdad? Estar vivo pero atrapado, sin poder
moverse, incapaz de ver lo que hay fuera, sin poder estar de pie…, la muerte en
vida.
Bien, doctor, creo que y a lo he contado todo. Estoy harto. No puedo seguir
soportando esta especie de muerte en vida, no puedo soportar el que me
consideren un tipo raro y el ir perdiendo todas las oportunidades debido a este
miedo. Creo que voy a concentrarme en el maravilloso mundo que hay ahí
fuera…
Porque pese a todas esas experiencias horribles y a las que puedan
aguardarme en el futuro sé que…
Que cuando hay a muerto y me hay an enterrado estaré… muerto. No podré
saber dónde me encuentro, y no me importará. Y aun suponiendo que lo sepa
creo que esas paredes y ese techo tan cercanos a mi cuerpo harán que me sienta
seguro y protegido. Me envolverán en la nada —sobre todo si no hay luz—, y por
fin podré dormir…
¿Cuánto tiempo ha pasado, doctor? Empiezo a tener ciertas dificultades para
respirar… Pero eso debe de ser por el júbilo que me invade al comprender que
por fin estoy a punto de resolver mi problema, ¿verdad? Y también está la luz…
Me hace daño en los ojos. Pero en ciertas…, en ciertas situaciones… Antes
nunca me había importado su ausencia, ¿verdad?
Creo que y a es suficiente. Sí, es mejor así. Pero tendré que dejar de escribir,
porque y a hace algún tiempo que no veo nada y estoy guiando la pluma sobre el
papel mediante el tacto…
La oscuridad parece estar más cerca…, me está envolviendo…
BALTIMORE (AP) — Los cadáveres de un psiquiatra y su
paciente han sido descubiertos en circunstancias bastante extrañas el
día de hoy.
Según las notas encontradas por la policía, el doctor Bertram
Mankin, de 59 años de edad y bastante conocido en la ciudad por los
métodos poco usuales de terapia que empleaba, encerró a James
Ridgley, de 33 años, dentro de una gran caja fuerte en su consulta del
Edificio Tower.
El paciente estaba aquejado por una rara variedad de claustrofobia.
El doctor Mankin le entregó una linterna, una pluma y papel y le dijo
que escribiera sobre sus temores. Al parecer el doctor Rankin tenía
intención de liberar al señor Ridgley cuando hubiera pasado diez
minutos dentro de la caja fuerte antes de que la falta de aire se
convirtiera en un problema.
Pero cuando su secretaria —Bemice Watson, de 42 años— entró en
la consulta del doctor aproximadamente una hora después le encontró
muerto en su sillón debido a un infarto. La secretaria llamó a una
ambulancia y a la policía. Los agentes ley eron las notas del doctor,
abrieron inmediatamente la caja fuerte y descubrieron que el señor
Ridgley había muerto de asfixia.
—Lo extraño —declaró el enfermero John Magruder—, dejando
aparte el que toda la situación sea bastante rara, es la expresión que
había en el rostro del difunto.
» Cuando una persona muere atrapada en un lugar tan pequeño lo
normal es que sus rasgos estén deformados por el terror al ver que no
podía escapar. Parece como si hubieran muerto gritando. Pero ese
hombre… Estaba sonriendo, y parecía totalmente en paz consigo
mismo.
La señorita Watson estaba tan alterada que fue preciso
administrarle una fuerte dosis de sedantes.
Todo menos los lazos eternos
GARY A. BRAUNBECK
Castle ha definido el relato corto que escribió para esta antología como una
historia de la variedad pájaros-que-vuelven-al-nido, y tiene toda la razón. Castle
es inteligente, elegante y culto, inevitablemente creativo y original y un buen
amigo, y las palabras que preceden a esa última afirmación son las que han
permitido que este maestro de lo macabro pudiera ocupar un nicho literario muy
especial. Mort es uno de los pocos escritores que han estado presentes en todas las
antologías que he editado hasta la fecha, y si eres de los que disfrutan con el
desafío que supone recopilar una antología no haces ese tipo de favores
meramente por complacer a un amigo.
El ultraterreno talento mortiano ha brillado con cegadora claridad estos
últimos años en Twilight Zone, Grue y una antología tan ampliamente elogiada
como Nukes (Maclay, 1986) y ahora brilla de una forma gráfica y aún más
sorprendente en cómics de la Northstar como Omega y Faust. Su novela The
Strangers (1984) fue muy bien acogida por la crítica, y cuando aparezca Alone in
the Darkness estoy seguro de que aún lo será más. La obra del editor de una
revista ilustrada tan interesante como Horror nunca decepciona, y les sugiero que
lean cuanto puedan encontrar de él. Mort debería convertirse en una costumbre…
Lonny estaba observando a Jason y le odiaba con todo el aborrecimiento
egoísta del que sólo es capaz un niño de cinco años. Se suponía que debía estar
contento porque tenía un hermanito. Se suponía que debía quererle mucho. Oh, sí.
Claro que sí. Maldición.
Los ojos de Lonny recorrieron el cuerpecito del bebé de arriba abajo y
estudiaron los deditos rosados que se curvaban formando dos tensos puños
diminutos apoy ados en la manta azul. Clavó la mirada en la zona de piel cubierta
por unos cabellos tan finos que casi resultaban invisibles, bajo la que aleteaba
una
venita que latía al mismo ritmo que el corazón del bebé.
—Maldición —dijo Lonny.
Papá usaba esa palabra montones de veces. La usaba cuando conducía
porque era el único conductor que no se comportaba como si se hubiera vuelto
loco, o cuando estaba intentando arreglar un grifo que goteaba o algo que se
había estropeado.
Y « maldición» era la palabra que Lonny sentía deseos de utilizar cada vez
que contemplaba a Jason. El bebé era un estorbo repugnante que sólo sabía hacer
una cosa: oler mal. Jason siempre apestaba sin importar las veces que mamá lo
bañara al día o las toneladas de polvos de talco que dejara caer sobre él.
¡Jason no servía de nada!
Scott, en cambio… Oh, sí, Scott vivía a unas cuantas puertas de distancia y
era muy afortunado. Scott tenía un auténtico hermano y no un montoncito de
carne que apestaba. Scott tenía a Fred…, el bueno de Fred. Fred era muy
divertido. Podías pegarle todo lo fuerte que quisieras y nunca se quejaba. Y
tampoco era de los que iban corriendo a chivarse, nada de eso. Pero Fred
siempre calzaba botas de vaquero y si le pegabas empezaba a dar patadas como
si se hubiera vuelto loco, y si te acertaba… Bueno, si te acertaba había muchas
probabilidades de que fueses tú el que acabara llorando.
Sí, Fred era el hermano perfecto.
Pero Jason… No, ni soñarlo. Aquel maldito bebé no sabía hacer nada.
¿Y éste era el chico para el que les había ay udado a escoger un nombre?
Jason… Jason era un nombre estupendo para un chico estupendo. ¡Maldición!
Jason… Esta cosita con esa venita en la cabeza que hacía bum-bum-bum-rebum
no podía llamarse Jason. ¡Ni soñarlo!
Alguien tenía que haber engañado a mamá. Lonny estaba seguro de que le
habían dado el cambiazo en el hospital. Se habían llevado al hermano que él
merecía y habían dejado en su lugar aquel mocoso insufrible.
Lonny no comprendía cómo se podía ser tan increíblemente estúpido. Bueno,
mamá era adulta, claro, pero seguía siendo una chica y todo el mundo sabe que
las chicas pueden ser muy tontas si se lo proponen. Pero… ¿cómo se las habían
arreglado para engañar a papá? Papá era muy listo. Maldición.
Lonny metió la mano por entre los soportes de la cuna y pasó lentamente las
puntas de los dedos sobre la venita de Jason. Sintió el palpitar debajo de sus
dedos
y retiró apresuradamente la mano.
Maldición… Aquel bebé no servía de nada.
Salió de la habitación. Tenía que haber alguna forma de librarse de Jason. Le
pediría a mamá que se lo llevara al hospital, le diría que se había equivocado de
hermano. Oh, claro, tendría que decírselo con mucha delicadeza para que no se
pusiera hecha una furia, pero y a se le ocurriría algo. En cuanto la hubiera
convencido mamá le conseguiría un auténtico hermano…, alguien como Fred.
¡Sí! Ya sabía cómo decírselo. Hablaría con mamá ahora mismo.
—¡Mamá! —gritó mientras bajaba corriendo la escalera.
Con un poco de suerte conseguiría despertar al bebé.
Mamá no respondió. Jason no se echó a llorar.
—¡Mamá!
Lonny entró en la cocina. El linóleo zumbó debajo de sus Nikes. Podía oír el
retumbar ahogado de la lavadora del sótano.
Mamá estaba haciendo la colada. Maldición… Hablarle de lo que fuese
cuando estaba haciendo la colada siempre era una forma infalible de meterse en
líos.
Lonny decidió aprovechar que había ido a la cocina para prepararse un
bocadillo. Cogió una silla y la llevó hasta los armarios, se subió a ella y cogió
el
tarro de la mantequilla de cacahuete. Bajó de un salto y fue a coger la bolsa del
pan de molde.
Colocó el pan y la mantequilla de cacahuete sobre la mesa. Esperaba que
sería capaz de abrir la jarra nueva sin ay uda. Mamá estaba haciendo la colada, y
Lonny no quería ponerla furiosa pidiéndole ay uda para abrir la jarra.
¡Estupendo! Ya había conseguido desenroscar la tapa.
—Sí —dijo Lonny —. Tendrá que devolverlo. No sirve de nada y cuando una
cosa no sirve de nada la devuelves.
A veces se preguntaba cómo era posible que un tipo tan listo como papá se
hubiera dejado atrapar por mamá. Papá era muy listo, y no había nadie capaz de
tomarle el pelo.
Lonny aún recordaba la vez en que metió la pata. Se había gastado el dinero
que le habían dado por su cumpleaños en un rifle y … ¡Maldición! Bueno, había
metido la pata. No era un rifle de asalto como el que usaba Rambo. Era un
estúpido rifle Ranger Rock, y Lonny no quería un rifle Ranger Rock. ¿Quién ha
oído hablar de un rifle Ranger Rock?
Papá y él fueron a Toy s-R-Us para devolver el rifle.
—Lo siento, pero ese rifle estaba rebajado y no aceptamos devoluciones de
artículos rebajados.
Aquel idiota de la tienda… ¿Cómo había tenido la cara de decirles eso?
Papá le dijo que ni tan siquiera podías tirar del gatillo, le enseñó las grietas de
la culata y todo lo demás.
¡Y todo fue sobre ruedas! El dependiente le devolvió el dinero que le habían
dado por su cumpleaños, fueron a otra tienda de juguetes y Lonny consiguió su
rifle de asalto.
Y, naturalmente, el idiota de Toy s-R-Us nunca sospechó que papá había
estropeado deliberadamente aquel ridículo rifle Ranger Rock antes de ir a
devolverlo. Sí, papá era el tipo más listo del mundo.
Lonny metió un dedo en la mantequilla de cacahuete, cogió un poco y se la
tragó. Ah, la mantequilla de cacahuete era soberbia… Si le dejaran Lonny se
habría alimentado exclusivamente con mantequilla de cacahuete. Prepararía un
buen bocadillo, y cuando se lo hubiera comido mamá quizá y a habría terminado
con la colada y podría hablar con ella para convencerla de que devolviera a
Jason.
Fue hacia los cajones que había junto al fregadero y abrió el de arriba de
todo.
Mamá siempre esparcía la mantequilla con un cuchillo que no tenía filo.
Y los ojos de Lonny se posaron en los dientes de sierra del cuchillo que había
al lado.
Cuando la pared llora
STANLEY WIATER
Tomás mastica una tortilla rancia, machaca raíces para el desay uno
y cuenta una historia de los indios parakana que gobernaron esta tierra.
Una mañana la esposa del jefe —llama desnuda de bronce
en las aguas de un estanque perdido entre rocas— sucumbió a un ataque
tan brutal como sublime que dejó su cuerpo lleno de cicatrices
que confirmaban el origen bestial de su amante.
Y cada día salimos del campamento para abrir un nuevo sendero inútil,
hasta que nos encontramos con las rutas que otros han trazado
y mantenido, caminos sinuosos que serpentean hacia el interior
llevando a zonas de abandono genético aún más corruptas y lejanas.
Descubrimos una ceiba transfigurada sobre cuy a arrugada corteza
están grabadas las runas recientes de una ideografía primitiva.
Los personajes más utilizados en el pasado del terror —los seres fabricados
por el hombre, los licántropos, los demonios, los vampiros y otras criaturas
capaces de cambiar de forma— eran monstruos, y la tentación de agrupar los
relatos siguientes bajo un encabezamiento del estilo « historias de monstruos» o
« cuentos de fenómenos y entidades varias» es bastante fuerte. Por curioso que
pueda parecer los que se autoconsideran expertos en estos géneros literarios casi
nunca tratan con mucho respeto a la literatura que se ofrece bajo tales etiquetas.
Estos relatos maravillosamente extraños merecen ser respetados, y comparten
otras características.
El hecho de que sean gigantescas, tengan cuernos o colmillos, posean poderes
terribles, o resulten fáciles de identificar porque no se parezcan demasiado a
nosotros no debe hacernos pasar por alto el que estas criaturas simbolizan el
temor más viejo de la humanidad, y me refiero al temor de que exista algo
vagamente humanoide y más sustancial que el pensamiento psicopático que se
encuentre lo bastante cerca de nosotros para inquietarnos. Y hay algo más. Los
seres que pueblan este tipo de literatura pueden poner fin a nuestra existencia con
una facilidad casi insultante, de la misma forma que un camión puede
aplastarnos borrándonos desapasionadamente del mapa sin sentir ni el más
mínimo remordimiento.
Todos adoramos ese tipo de historias incluso cuando nos sentimos
intelectualmente muy superiores a ellas. Nuestra tendencia a la sonrisita
presuntuosa y cargada de suficiencia es una defensa parecida al silbar en la
oscuridad o el soltar una risita nerviosa mientras vemos a Freddy Krueger
preparándose para hacer de las suy as; pero escribir esas historias es mucho más
difícil de lo que pueda parecer a primera vista. En manos de artesanos como
Simmons es algo que se aproxima al arte, y el humor perspicaz de Kisner y la
audacia de Keefauver son capaces de dejarte sin aliento. Me gustaría rogarles
que no lean estos relatos sobre las Criaturas del Terror dando por sentado que y a
saben todo lo que va a ocurrir.
Porque si lo hacen… ¡Puede que una de ellas acabe con ustedes!
Los Willies
JAMES KISNER
El día era bastante ventoso, pero no lo suficiente para que resultara molesto
andar por las calles. El viento había alcanzado el grado de intensidad necesario
para llevar de un lado a otro las cosas que no teman forma ni sustancia.
Las criaturas informes e invisibles que, pese a no poseer forma o sustancia,
tenían un propósito y un objetivo que las guiaba…
El viento jugueteó con los pelos de las orejas de Willie y el vagabundo sintió
el deseo repentino y casi doloroso de beber vino. Ordenó a su mente que enviara
un mensaje a sus piernas explicándoles que había llegado el momento de
moverse. « Es hora de almorzar, chicas… Las calles están llenas de gente y eso
hace que resulte más fácil conseguir unos centavos para comprar una botella» .
Las células del cuerpo de Willie acabaron respondiendo al edicto transmitido por
su mente y el vagabundo se fue incorporando lentamente hasta quedar en
posición vertical. Willie se movía despacio y con una considerable torpeza, como
si fuera un personaje de una vieja película de dibujos animados.
La vida de las personas como Willie tiene muchos momentos que se dirían
sacados de una película de dibujos animados.
Willie estaba intentando mantenerse lo más erguido posible, pero su cuerpo
seguía pareciendo un signo de interrogación. El paso del tiempo le había hecho
comprender que nadie estaba dispuesto a mirarle a los ojos, por lo que había
adquirido la costumbre de ir siempre con la cabeza gacha. La may oría de
personas con las que se encontraba sólo querían librarse de él lo más pronto
posible, y la forma más sencilla de conseguirlo era darle una moneda o un billete
de dólar sosteniendo el dinero lo más lejos posible del cuerpo para no entrar en la
esfera de malos olores que le rodeaba.
Willie se pasó las palmas de las manos por sus descoloridas ropas
deteniéndose unos momentos aquí y allá para alisar una arruga o cambiar la
dirección de un pliegue en la chaqueta de pana que había sido marrón. Hubo un
tiempo y a lejano en el que sus pantalones eran de un gris ceniza, y el color
predominante de su camisa había sido el azul. La corbata de lana que no se ponía
nunca abultaba uno de sus bolsillos, y guardaba un pañuelo obscenamente
incrustado de mucosidades y saliva en otro. El bolsillo trasero de sus pantalones
contenía una maltrecha gorra de fieltro. Willie la cogió, la contempló con
expresión pensativa durante unos momentos y acabó colocándola sobre su
cabeza ligeramente ladeada.
Willie decidió que y a estaba preparado para enfrentarse con su clientela,
salió del callejón y empezó a caminar lentamente por la acera. La calle estaba
llena de gente, y eso siempre ay udaba.
Oiga, señor, ¿le sobra un poco de calderilla? Eh, amigo, ¿puede prestarme un
dólar para echar un trago? Cristo, necesito un trago, se lo juro… ¿Puede darme
una moneda de veinticinco para tomarme una taza de café? Estoy fatal, necesito
unas monedas…
Willie acabó decidiendo que ensay ar no servía de nada. Las palabras no
tenían ni la más mínima importancia. O te daban unas malditas monedas o no te
las daban, y eso era todo.
Fue abriéndose paso por entre la multitud que llenaba la acera moviéndose
con una tranquila falta de prisas, y cuando llevaba recorrida la media manzana
que se extendía desde la boca del callejón hasta la esquina y a había conseguido
setenta y cinco centavos. No estaba mal, pero no era suficiente. Dobló la esquina
y se detuvo junto al puesto de periódicos que exhibía los últimos números de las
revistas para hombres. Acercó la nariz a una portada de Penthouse y parpadeó
lentamente contemplando a la mujer casi desnuda que parecía estar sonriéndole.
El fotógrafo había conseguido ocultar sus obvias características sexuales. Había
hecho un trabajo tan admirable que hasta Willie podía apreciarlo.
Una ráfaga de viento surgió de la nada y la portada aleteó creando una fugaz
impresión de movimiento. El sol arrancó reflejos a la superficie satinada y la
mujer se animó de repente. No estaba viva, simplemente lo parecía. Era una
mujer de dibujos animados para el hombre de dibujos animados en que se había
convertido…
¡Maldición!
La sucia frente de Willie se llenó de arrugas.
Llevaba años sin poseer a una mujer y su degradación había llegado a tales
extremos que hasta las prostitutas más viejas y endurecidas le rechazaban, pero
algo extraño se agitó en las profundidades de su ser mientras contemplaba la
portada de la revista. Quizá fuera un recuerdo borroso o unos miligramos de
hormona extraviados retorciéndose en su cerebro y recordándole lo que había
sido, y el tipo de vida que había llevado cuando era joven antes de convertirse en
Willie, antes de que todas sus emociones y deseos se desvanecieran. Decir que su
personalidad anterior dormía habría sido un error. Lo que había sido y a casi
estaba muerto, y eso era irrefutable. Lo irrefutable y lo absoluto siguen
existiendo incluso en un cosmos de dibujos animados.
Bill y Ron se sentaron el uno delante del otro y empezaron a devorar unos
bocadillos enormes bastante incómodos de comer. Bill y Ron eran casi idénticos.
Los dos llevaban camisas blancas limpísimas en las que no se veía ni una sola
arruga, corbatas de franela roja y pantalones con la ray a justo donde debía estar.
Sus rostros joviales y bien alimentados estaban enmarcados por cabelleras
castañas pulcramente peinadas.
—Pásame el sazonador —dijo Ron.
Bill alargó la mano hacia el sazonador con la mezcla de orégano y pimientos
picantes triturados y se la entregó a Ron.
Ron separó las dos lonchas de pan y echó una buena dosis de mezcla sobre su
humeante contenido.
—Un almuerzo soberbio.
—Creo que tomaré otra taza de té helado.
—¿Quieres postre?
—Desde luego —dijo Bill—. ¿Qué te parece si probamos esos canelloni?
—Sí, tienes razón, ha sido un almuerzo soberbio —dijo Bill cuando él y Ron
salieron de la delicatessen.
—No ha estado mal —dijo Ron—. Pero creo que he comido demasiado…
Esos bocadillos de albóndigas son una auténtica bomba. Y… Dios, ¿qué había
dentro de esos canelloni?
—Un poquito de todo, pero el componente principal era el azúcar. —Bill echó
un vistazo a su reloj—. Eh, y a es más de la una… Será mejor que volvamos a la
oficina enseguida o tendremos auténticos problemas.
—No te lo tomes tan a pecho.
—Esta semana y a hemos llegado dos días tarde.
—Vale, vale. Si vamos por este callejón acortaremos camino.
Willie tenía una mano apoy ada en el muro de ladrillos del callejón. Estaba
orinando. Bajó la vista hacia su herramienta y torció el gesto. Su viejo pene
arrugado era un espectáculo lamentable, un trozo de carne estúpido e insensible
que sólo obedecía los imperativos biológicos más básicos. Willie lo maldijo,
volvió a guardarlo dentro de los pantalones, se subió la cremallera y se fue
doblando lentamente sobre sí mismo hasta quedar acuclillado con la espalda
apoy ada en la otra pared.
La bolsa de papel marrón que contenía la botella de vino barato estaba
firmemente sujeta debajo de su brazo. La había comprado hacía pocos minutos,
pero y a se la había bebido casi toda. Willie se llevó el gollete de la botella a
los
labios y la apuró engullendo ruidosamente el líquido. Cuando la hubo terminado
la sostuvo junto a su pecho durante unos momentos como si pudiera volver a
llenarla por la pura fuerza del deseo, suspiró y acabó arrojándola al otro extremo
del callejón.
Maldición…
No había bebido lo suficiente para perder el conocimiento. Bueno, al menos
había conseguido atontarse un poco y eso era lo único que necesitaba para pasar
la tarde sumido en su sopor habitual.
—La vida apesta —murmuró.
El vino le había dejado manchas púrpura en los labios. Willie sonrió.
La ráfaga de viento recorrió el callejón. Los desperdicios se removieron, el
polvo se entregó a una danza remolineante y Willie sintió un escalofrío no del
todo desagradable.
Algo entró en su interior y Willie lanzó un gemido quejumbroso.
—Oh, diablos —dijo Ron cuando y a estaban cerca del final del callejón—.
Fíjate en eso… Es un maldito borracho.
—¿Y qué? —replicó Bill—. Son inofensivos. Lo único que debes hacer es
pasar junto a él como si no le hubieras visto.
—¡Los borrachos no son inofensivos! Son una carga para la sociedad.
—Venga, Ron, no te lo tomes tan a pecho, ¿quieres? Tenemos que volver a…
—Los borrachos no sirven de nada. Son ruinas humanas. Lo único que hacen
es ocupar espacio. ¡Tendrían que encerrarlos a todos y pegarles un tiro!
—Ron… Ese pobre viejo te va a oír.
—Que me oiga.
Ron se plantó delante de Willie y le contempló con desprecio.
—Qué horror…
Empezó a dar la vuelta para salir del callejón.
Y Willie le cogió por las piernas.
—¡Eh, viejo asqueroso! ¡Suéltame! Suelta antes de que te destroce los dientes
a patadas…
—Yo lo arreglaré.
Bill se inclinó para apartar las manos del vagabundo de las piernas de Ron.
Tiró de aquellos dedos huesudos con todas sus fuerzas, pero no consiguió que
soltaran su presa.
Un instante después estaba volando por los aires.
Cay ó sobre el suelo del callejón a tres metros de su amigo y del vagabundo.
Intentó levantarse y descubrió que su pierna izquierda estaba rota. Lo más
sorprendente era que apenas si le dolía.
Ron seguía contemplando a Willie.
—¿Qué diablos has hecho? —preguntó—. ¿Bill?
—No puedo moverme. —Un jadeo ahogado—. Creo que me he roto una
pierna.
Ron dejó escapar un gruñido gutural.
—Viejo bastardo… Voy a darte un buen repaso.
Willie levantó la cabeza de repente. Sus ojos se clavaron en el rostro de Ron.
Ron intentó apartar la vista, pero no lo consiguió. Los ojos de Willie eran dos
esferas rojas, y la mirada de sus diminutas pupilas amarillas hendidas por una
línea vertical se abrió paso hasta lo más profundo del cerebro de Ron. Reflejados
en aquellos ojos había seres minúsculos que gritaban.
Y tumbas.
Ron estaba a punto de sucumbir al pánico. Intentó librarse de los dedos que le
aprisionaban y se dio cuenta de que los dedos del vagabundo habían cambiado.
Ahora terminaban en garras tan afiladas como navajas que se le estaban
clavando en las pantorrillas. Se inclinó para golpearle el cráneo, pero una fuerza
invisible le empujó hacia atrás. Lo único que le impidió caer fue la presa de
aquellas garras que le rodeaban las piernas.
Ron gritó, pero el sonido murió entre las paredes del callejón tan rápidamente
como si hubiera sido ahogado por una fuerza invisible, y Ron comprendió que no
podía hacer o decir nada que le permitiera escapar a lo que estaba ocurriendo.
Ron tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido y contempló asombrado
la repentina transformación de aquel hombre marchito, observando todo lo que
ocurría con un curioso distanciamiento que la razón no podía alterar.
La parte superior de la cabeza de Willie acababa de abrirse y se había
convertido en una enorme boca ribeteada por hileras de colmillos muy afilados,
y el orificio rojizo dejaba escapar una pestilencia compuesta por los olores del
alcohol, la sangre y la orina. La pestilencia era tan espantosa que las fosas
nasales de Ron empezaron a sangrar unos segundos después de haberla captado.
Pero la boca aún no había acabado de crecer. La hendidura se fue
extendiendo por el cuerpo de Willie y no se detuvo hasta llegar a su ingle. Los
dientes surgieron de la nada, la pestilencia se hizo aún más horrenda y el serboca
empezó a retorcerse obscenamente.
Era hora de alimentarse.
Bill nunca logró recordar si se había desmay ado por el dolor de su pierna rota
o por lo que había visto.
No importaba. Nadie pareció creer su historia, y dejando aparte unas
manchas oscuras en el suelo y la gorra de un viejo vagabundo no había ninguna
prueba de lo que ocurrió en el callejón.
El paso del tiempo quizá haría que la gente se mostrara más dispuesta a
creerle. Habría que esperar a que el número de desapariciones inexplicables
fuera aumentando y a que las verdades irrefutables y absolutas se fueran
encontrando con las víctimas de lo inapelable.
Porque había más cosas informes flotando en el viento, y muchísimos Willies
vagando por las calles y los callejones.
Y todos esos Willies no tardarían en comprender cuál era el propósito de su
existencia.
La apuesta
K. MARIE RAMSLAND
Desperté cuando y a era de día. Estaba medio sumergido en una cuneta llena
de agua fangosa. El esfuerzo de sentarse fue demasiado para mi pobre cabeza.
Luché con las náuseas y perdí. Vomité. Cuando hube terminado solté un gemido
e intenté recordar cómo había llegado hasta allí. Acaricié la hinchazón de mi
nariz y los recuerdos regresaron en una confusa estampida. Leth. Frank. La
apuesta. Volví a sentir deseos de vomitar. Fui recuperando la calma poco a poco,
me erguí y miré a mi alrededor. Tal y como había esperado no encontré ninguna
señal de que hubiera cerca un lago, estanque o río…, ninguna masa de agua de lo
que hubiera podido emerger cuando nadé hacia la libertad. ¿Me lo habría
imaginado todo? Permanecí un buen rato sentado en el fango sin mover ni un
músculo intentando prepararme para todas las posibilidades terribles, repugnantes
e inciertas a las que podía enfrentarme mientras mi mente oscilaba locamente
entre la imagen del rostro suplicante de Frank y mi lamentable historial de
alcohólico.
Me dolía el pie. Había perdido un zapato. Y tenía una herida en el dedo gordo.
Podía haber sido una serpiente, o una tortuga. Podía haberme golpeado la
nariz contra algo en otra pelea de borrachos. Si realmente las deseaba había
montones de explicaciones sencillas. La cuneta llena de agua podía haber
alimentado una alucinación de lo más realista provocada por la neurosis y la
culpabilidad reprimida que llevaba dentro desde que arruiné mi carrera.
Logré levantarme con cierta dificultad. Todo lo que me rodeaba parecía de lo
más normal. Salí del barro y oí un ker-plunk ahogado. Era una rana enfrascada
en su cacería matinal a la que había asustado con la brusquedad de mis
movimientos. Nos contemplamos el uno al otro durante una fracción de segundo.
Ni la rana ni y o sabíamos qué hacer y ambos queríamos seguir nuestro camino y
olvidar la presencia del otro.
La rana. Frank. Todo parecía tan vivido… No podía ser una ilusión provocada
por el alcohol. Pasé todo el día buscando en vano aquella casa horrible, los restos
de Frank…, cualquier cosa que pudiera convencerme de que mi mente no se
había limitado a sucumbir bajo el peso de los reproches y la culpabilidad.
No hubo suerte.
He dejado de beber. Para siempre. Sé que no podría encararme con un
camarero sin preguntarme si tenía otra vida, otra forma…, y si me estaba
contemplando con los ojos de un depredador. Hay momentos en los que todo me
parece ridículamente claro. Fui demasiado lejos y bebí demasiado, así de
sencillo. Vi los temibles « elefantes color rosa de los chistes» . Quizá fuera eso.
No lo sé.
Pero… No he vuelto a ver a Frank.
Elegido
G. WAYNE MILLER
Y, naturalmente, no volvió.
Juró que no saldría de su apartamento hasta no disponer de un plan. En cuanto
al tiempo que necesitaría para trazarlo…, no tenía ni idea. Consagraría cada hora
de vigilia al plan, pero aun así podía necesitar días, incluso meses. Salvar a la
raza
humana era una responsabilidad abrumadora.
Mientras tanto no tenía más opción que pasar al estado de alerta máxima.
Hizo acopio de provisiones y agua embotellada. Protegió el apartamento con una
segunda capa de ladrillos y papel de plata a la que siguieron una tercera y una
cuarta. Decidió que se extraería un cuarto de litro de sangre al día y que la
guardaría en botellas dentro de la nevera que previamente había llenado de hielo
seco. La sangre era una precaución especial por si se producía alguna
contingencia que la hiciera necesaria. Aún no tenía ni idea de cuál podía ser esa
contingencia, pero el exceso de cautela siempre era preferible a la falta de ella.
Cualquier soldado digno de ese nombre habría estado de acuerdo con él.
Eran las dos y cuarto de la madrugada de un martes. Las calles de la parte
sur de Manhattan dormitaban doce pisos por debajo de él.
Kry stal llevaba dos horas y cuarto en antena.
No la había estado escuchando.
El esfuerzo de concentración más increíble que se pueda imaginar le había
revelado que podía mantenerla fuera de su mente durante una hora o dos como
máximo. Había trazado su plan con muchísimo cuidado, y nunca había pensado
en la gran tarea que le aguardaba sin expulsarla antes de su mente. Rezaba para
que sus precauciones hubieran surtido efecto.
Acarició su arma y dio unas palmaditas sobre el chaleco antibalas y la
cartuchera. Cuando estuviera allí dentro las cosas podían ponerse muy feas.
Kry stal le había contado que estaba rodeada por guardias de seguridad armados
con Uzis que la protegían las veinticuatro horas del día. Los guardias tenían
órdenes de disparar primero y hacer preguntas después…, suponiendo que
quedase alguien con vida que pudiera contestarlas.
Volvió a pensar en los riesgos. Había muchas probabilidades de que acabara
con las tripas esparcidas sobre una pared antes de que el sol asomara sobre el
horizonte. Cualquier otro hombre hubiese afirmado que existía un 99,99 por
ciento de posibilidades de que acabara así. Lo que le daba el valor necesario para
seguir adelante era la certeza de que cualquier otro hombre y a se habría dado
por vencido hacía mucho tiempo.
Alguien llamó a la puerta. Una voz le informó de que trabajaba en el equipo
móvil de crisis de la institución mental. ¿Sería una coincidencia? También cabía la
posibilidad de que Kry stal hubiera conseguido leerle los pensamientos. Se
preguntó si el momento de la verdad estaría cerca.
—Sabemos que está ahí dentro —dijo la voz—. Sus vecinos nos han
telefoneado.
No movió ni un músculo.
—Sólo queremos hablar.
No respondió.
—No acudió a la cita que habíamos concertado. Oiga, ¿no podemos hablar?
No le haremos daño. Se lo prometo.
Esperaba oír los primeros disparos en cualquier momento. Acarició la culata
de su arma. No se dejaría capturar sin oponer resistencia.
—Si tenemos que volver con la policía lo haremos.
No respondió.
Oy ó pasos que se alejaban de su puerta. ¿Sería una trampa? Los minutos
fueron transcurriendo lentamente. El palpitar ahogado que resonaba dentro de su
cabeza fue haciéndose más y más fuerte hasta que se convirtió en un trueno
continuo. Tenía calor, y estaba mareado.
No le quedaba otra elección. La noche había decidido por él. Abrió la puerta
y echó un vistazo a uno y otro extremo del pasillo. No había nadie. Salió de su
apartamento moviéndose lo más cautelosamente posible.
Cuando hablas con él por teléfono Joe Citro no te recuerda a los personajes
que se dejan caer por el local de Bob Newhart, pero Joe es nativo de Vermont y el
primer relato que publica tiene el sabor que nos hemos acostumbrado a asociar
con Larry, Darryl y Darryl. Ya saben que el bosque está lleno de bichos raros,
¿no?
Citro ha escrito las novelas Shadow Child y Guardian Angel y ha vendido otras
dos novelas a Warner. Su carrera está yendo rápidamente hacia arriba y empieza
a animarse con opciones para el cine, un puesto en los Escritores de Terror de
Norteamérica y unos cuantos proyectos que aún no están lo bastante maduros para
hablar de ellos. Se encuentra muy lejos de la «familia de tipos flacos y medio
calvos con mechones rubios en las sienes» que dice le sirvió como primera
inspiración para escribir este relato, esa gente «tonta y pobre que siempre acaba
perdiendo». Los bosques de este relato se encuentran en el fondo de su mente, y
en cuanto hayan conocido a los extraordinarios «Snays» también estarán dentro
de las suyas. Espero que disfruten con el monstruo del día que nos ofrece Citro.
Después de que el cáncer acabara con mamá, papá me llevó a Vermont para
que viviera con mis abuelos.
—Volveré a buscarte, Daren —dijo.
Tenía los ojos un poco vidriosos y parecía muy triste. Me mordí el labio de
arriba y el de abajo para no llorar cuando se fuera a casa sin mí. Oh, claro que
volvería a buscarme…, pero no había dicho cuándo.
Apenas si había visto a mis abuelos. Vinieron a Providence para visitarnos
poco después de que mamá se pusiera enferma, pero de eso y a hacía unos
cuantos años y por aquel entonces y o era muy pequeño. Recuerdo que papá y el
abuelo solían hablar en susurros largo rato y que sus conversaciones terminaban
bruscamente si mamá o y o entrábamos en la habitación.
Fue su única visita. Creo que a mamá no le caían demasiado bien, aunque
nunca dijo el porqué. Lo único que le oí comentar al respecto fue que llevaban
una vida muy distinta a la nuestra.
¡Y no se parecían en nada a como y o les recordaba! El abuelo era bastante
extraño y casi me daba miedo. Solía pasarse mucho rato sin decir nada sentado
en su vieja mecedora, miraba por la ventana durante horas o leía libros enormes
de tapas oscuras. A veces repasaba la colección de catálogos que inundaban el
buzón con cada aparición del cartero. Yo tenía que bajar corriendo la cuesta y
recoger el correo del buzón. Siempre había montones de catálogos y unos
cuantos sobres marrones con dibujos extraños. También había facturas, y una vez
a la semana el periódico del abuelo. Pero nunca había carta de papá.
Le pregunté si podíamos llamar a papá. El abuelo se limitó a soltar un bufido
—« Ya sabes que no tenemos teléfono» , decía ese bufido—, me dio la espalda y
volvió a concentrarse en su lectura. A veces se ponía de pie, tragaba una honda
bocanada de aire y se estiraba hasta rozar el techo con las puntas de los dedos.
Después daba unos pasos —puede que hasta la cocina—, se inclinaba y se
frotaba los riñones.
El abuelo no hablaba mucho conmigo, pero la abuela era la más callada de
los dos. Iba de una habitación a otra moviéndose tan silenciosamente como una
corriente de aire. A veces creía estar solo y cuando miraba por encima del
hombro veía a la abuela sentada observándome. Al principio le sonreía, pero no
tardé en dejar de hacerlo. La experiencia me enseñó que la abuela no
correspondería con otra sonrisa, sino con una mirada de preocupación.
A veces me traía un vaso enorme lleno de un té entre marrón y verdoso que
sabía a miel y olía a medicina.
—¿Cómo te encuentras hoy, Daren? —me preguntaba.
—Bien —replicaba y o.
—Anda, bébete esto —decía asintiendo con la cabeza mientras empujaba el
vaso hacia mí—. Hará que te sientas aún mejor.
Cuando apartaba el vaso de mis labios la abuela y a se había esfumado.
—¡No quiero que vuelvas a hacerlo! —El abuelo estaba furioso—. No pienso
consentirlo. ¡No permitiré que pierdas el tiempo con esos malditos Snay calvos!
Ahora no…, no hasta que y o te diga que puedes hacerlo. No sabes nada de ellos,
así que debes mantenerte lo más lejos posible de los Snay. ¿Entendido?
—Pero…
—En cuanto veas a uno de esos Snay ven corriendo a decírmelo, y no quiero
seguir hablando del asunto.
—Pero abuelo…
Nunca le había visto moverse tan deprisa. Su mano subió como si fuera un
martillo y bajó con la rapidez del ray o golpeándome en la mejilla.
La ira se adueñó de mí y un chorro de adrenalina recorrió mi organismo,
pero el miedo no tardó en imponerse a las otras emociones. No podía mirar al
abuelo. La nariz se me había puesto muy caliente. Unas gotas tan rojas como la
cera que se desprende de una vela cay eron sobre los tablones del suelo. Me
mordí los labios y traté de contener las lágrimas.
—Han vuelto —le oí decirle a la abuela un rato después—. El chico ha visto a
uno.
El abuelo parecía bastante excitado…, casi feliz.
Pasé el resto del día intentando fingir que no había visto nada. Sabía que no
podía contárselo a la abuela, por lo que traté de olvidar lo extraño que era el
comportamiento del abuelo. Pero no podía olvidarlo. Le tenía demasiado miedo.
Acabé decidiendo que no bastaba con mantenerme alejado de él. Tenía que
escapar de la granja. Encontraría a mi padre y las cosas volverían a ser como
antes.
La abuela me observó en silencio mientras intentaba tragar un cuenco de
puré de guisantes a la hora de comer. Cuando hube terminado me levanté y fui
hacia la puerta trasera. Iría corriendo a través del bosque hasta llegar a la
carretera y haría autoestop.
Cuando abrí la puerta vi al abuelo en el patio. Tenía las manos apoy adas en
las caderas, y nunca me había parecido tan alto. Estaba muy tieso, y el
encorvamiento artrítico de sus hombros había desaparecido. Su rostro seguía
teniendo la misma cantidad de arrugas, pero parecía brillar como si le hubieran
hecho una transfusión de sangre joven. Seguía sonriendo.
Comprendí que mi expresión de terror le revelaría que lo había visto todo.
—Vístete —me dijo—. Tienes cosas que hacer.
Pensé que me haría enterrar el cadáver de Bobby Snay, pero me hizo bajar
al sótano para que fuese amontonando la leña que me pasaba por la ventana.
Pasamos toda la tarde haciendo eso. Una hora de amontonar leña bastó para que
me doliera la espalda, pero el abuelo seguía pasándomela tan deprisa como
cuando habíamos empezado. De vez en cuando se estiraba y extendía los brazos.
Sonreía, y a veces dejaba escapar una risita.
No me atreví a decirle nada.
Apenas pude cenar. Estaba cansado, me dolía todo y quería dormir. El abuelo
no estaba cansado. Comió montañas de judías y muchas tortitas, e incluso
conversó con la abuela.
—Me siento diez años más joven —dijo.
Steve Tem vive en Colorado, al igual que Dan Simmons (¿qué diablos pondrán
en el agua de ese Estado?) y es uno de esos pocos profesionales cuya obra es
bienvenida en cualquier clase de antología o revista del género. Steve siempre
pone el trabajo bien hecho por delante de cualquier otra consideración y posee el
talento necesario para pasar de un tema fantástico a otro, manteniendo el mismo
nivel de calidad y hablando siempre con una voz propia.
El Barbudo me envió este relato tan original como impresionante el verano
pasado y lo acompañó con una nota diciendo que había vendido relatos a «las
antologías Tropical Chills, Gray stone Bay 3, Post Mortem, Hot Blood, Pulphouse
1, The Book of the Dead y Halloween Horrors II» . Eso quiere decir que Steve
prácticamente ha cubierto todo el gesticulante rostro del terror. Ahora una
antología de esta serie asoma por segunda vez como parte de ese rostro…, que
sonríe.
Joel encontró a Samson en un vagón de carga, o quizá fuera Samson quien le
encontró a él. Sea cual sea la verdad, lo indudable es que tanto el uno como el
otro resultaban bastante difíciles de pasar por alto.
Joel era un fugitivo. Uno de los muchos asistentes sociales que se habían
ocupado de él le dijo que se estaba convirtiendo en un fugitivo « crónico» , fuera
cual fuese el significado de esa palabra. Joel sólo sabía una cosa, y era que se
pasaba la vida huy endo. Tenía que hacerlo. De lo contrario, ¿cómo conseguiría
encontrar a su madre?
La madre de Joel le había abandonado cuando sólo tenía un año de edad, o al
menos eso era lo que le habían dicho los asistentes sociales. Pero todo el mundo
sabe que los asistentes sociales son una pandilla de mentirosos, por lo que Joel no
tenía ni idea de si la historia era cierta o no. Los asistentes sociales parecían
disfrutar mucho cuando le contaban la historia, y eso le había hecho sospechar
que quizá no dijeran la verdad. Siempre se las arreglaban para que sonara como
una gran aventura.
Una mujer de su agencia acababa de bajar del avión después de haber
pasado dos semanas de vacaciones en las Bahamas. La mujer fue a la sala de
espera del aeropuerto y oy ó un llanto ahogado. Miró por todas partes, incluso en
los lavabos, y no encontró nada extraño, pero ella sabía que lo que oía era el
llanto de un bebé que lo estaba pasando realmente mal y siguió buscando.
Al final se le ocurrió levantar la tapa del cubo de la basura…, y allí estaba
Joel envuelto en una manta. Después le contaron que debía de llevar mucho
tiempo llorando porque tenía la cara enrojecida y apenas si podía respirar. Había
llorado con tal desesperación que acabó vomitando sobre la manta.
La mujer llamó a la policía y llevó al bebé a la agencia. Los asistentes
sociales no paraban de repetirle lo encantador que había sido de pequeño y que
todos querían llevárselo a su casa, sobre todo la señora que le había « salvado» ,
pero por desgracia las normas de la agencia prohibían que quienes trabajaban en
ella adoptaran bebés en la situación de Joel.
Lo cual era una gran mentira. Ninguno de ellos le quería. Joel era feo. El
color rojo de su rostro no se debía únicamente al llanto. Tenía una gran marca de
nacimiento en forma de fresa que le cubría todo el lado derecho de la cara.
Parecía como si le hubieran dejado demasiado rato debajo de una lámpara solar
con ese lado vuelto hacia la radiación, y cuando se enfadaba la marca se iba
poniendo más y más roja hasta que todo su rostro parecía estar ardiendo y
quienes le veían en ese estado pensaban que bastaría con tocarle para quemarse.
Joel se había observado en el espejo y había pasado mucho rato pensando en
todas las cosas que le irritaban sólo para ver enrojecer la marca de nacimiento.
No era difícil. Había montones de cosas que le irritaban, y le bastaba con pensar
en cualquiera de ellas.
Había estado en seis o siete hogares y en tres « colocaciones adoptivas» . Esos
tres matrimonios tampoco le habían querido. Decían que le querían porque eso
les permitía presumir ante sus vecinos y amigos alardeando de lo buenos que
eran. Nadie podía querer a un niño con una cara semejante, y Joel se aseguraba
de que las familias que lo aceptaban en su casa acabaran comprendiéndolo sin
lugar a dudas.
Recordaba muy bien la primera casa a la que le habían enviado. Tenía un
hermanito menor, un niño de cinco años. El niño tenía un cachorrito blanco. Los
padres no querían que Joel sintiera celos, por lo que permitían que le diera de
comer de vez en cuando. Joel no sentía celos, pero los adultos siempre creían
saber lo que estabas pensando así que decidió seguirles la corriente y dar de
comer al cachorrito; pero un día añadió una pequeña dosis de cristales molidos a
la comida para perros carísima que compraban.
Cuando hablaba con los asistentes sociales Joel solía decirles que sólo quería
encontrar a su auténtica madre y vivir con ella. Los asistentes sociales siempre le
decían que su madre no debía de estar en condiciones de cuidarle y que por eso
le había abandonado, pero no podían estar seguros. Ni tan siquiera habían hablado
con ella.
A veces Joel se imaginaba a su madre pensando en él y llorando porque no
sabía lo que le había ocurrido. Podía haber estado enferma o haber perdido el
conocimiento… Podían haberle secuestrado dejándole abandonado dentro de
aquel cubo de la basura. Incluso cabía la posibilidad de que la asistente social
que
decía haberle encontrado fuera la que se lo había llevado del patio de la casa de
su madre. Puede que toda la agencia hubiera tomado parte en el crimen. Podían
haber ocurrido tantas cosas…
A veces Joel oía la voz de su madre dentro de su cabeza diciéndole que
escapara de la casa y la familia que le habían asignado los asistentes sociales y
que no parara hasta encontrarla. Su madre le necesitaba. Una madre debe estar
con su hijo, ¿no? Joel se preguntaba si su madre también tendría una gran marca
roja en la cara.
Pero eso era imposible. Joel estaba seguro de que su madre era muy
hermosa.
Joel se había escapado de un hogar infantil. El personal era buena gente —por
lo menos no le habían obligado a escuchar todas esas tonterías sobre el formar
una familia y el estar cerca los unos de los otros—, pero su madre le había dicho
que debía marcharse de allí. Su madre le dijo que fuera a las vías del ferrocarril
y que buscara el lugar por donde pasaban los trenes de mercancías. Quizá se
reuniría con él en ese sitio, o quizá le diría qué tren debía coger cuando llegara
allí.
Su madre le había dicho que se metiera en cierto vagón de carga.
« Duerme» , le había dicho. Obedecerla no le resultó muy difícil. Oír hablar a su
madre dentro de su cabeza siempre hacía que Joel se sintiera muy cansado, y el
bamboleo del tren era la sensación más maravillosa que Joel había
experimentado en toda su vida.
Cuando despertó todo el interior del vagón estaba de color rojo. Joel se llevó
una mano a la cara casi sin pensar mientras se preguntaba qué podía haber
ocurrido. Había estado soñando con llamas y con quemarse en un incendio, y
durante unos momentos se preguntó si aún seguía soñando. Volvió la cabeza poco
a poco en una serie de sacudidas breves y nerviosas.
El vagón de carga estaba lleno de paja y sacos vacíos. La may or parte de los
sacos formaban un gran montón situado al otro extremo del vagón. La puerta
corredera del vagón tenía unas cuantas grietas, y el color rojo venía de allí. Joel
se puso en pie y fue a echar un vistazo.
Era el amanecer más hermoso que podía recordar. El cielo era de un
soberbio color escarlata y parecía estar en llamas, pero las llamas eran hermosas
y no daban miedo. Los ray os de luz hicieron que sintiera un calor muy agradable
en su marca de nacimiento. Se acarició la cara sin poder contener la sonrisa que
sentía nacer en sus labios.
« Bonito, ¿verdad?» .
Joel se envaró.
—¿Madre?
Giró sobre sí mismo y contempló el oscuro interior del vagón. Sus ojos
tuvieron que volver a acostumbrarse a las tinieblas y durante unos momentos
apenas pudo ver nada.
El montón de sacos vacíos empezó a levantarse sobre dos piernas enormes.
—¿Qué estabas diciendo, chico? —Los sacos se separaron para revelar un
rostro barbado—. ¿Te has perdido?
Joel contempló al hombre que acababa de incorporarse entre los sacos. Era
increíblemente alto, tenía el cabello y la barba negros y muy enmarañados y
vestía un colosal abrigo negro que le llegaba hasta más abajo de las rodillas. El
abrigo era tan grande que hacía bastante difícil juzgar su corpulencia, pero Joel
tuvo la impresión de que debía pesar más de cien kilos.
—Te he hecho una pregunta, hijo.
Fuera quien fuese era un adulto, y no debía confiar en él.
—No soy tu hijo —dijo Joel—. Y no me he perdido.
El hombre inclinó la cabeza a un lado lentamente y con cierta dificultad,
como si le doliera el cuello. Joel pensó que quizá estuviera lisiado, pero no sabía
de dónde podía haber sacado esa idea. El hombre dejó escapar una tosecilla
ahogada. Joel se preguntó si estaría riéndose de él.
—Bueno, debes de ser el hijo de alguien —dijo el hombre—. Te he oído
llamar a tu madre.
—¡No hables de mi madre!
Joel sintió que su marca de nacimiento empezaba a arder.
« No pasa nada, hijo. No te pongas nervioso» .
—¿Qué…, qué has dicho?
Joel alzó los puños. Se sentía confuso, como si aún no hubiera despenado del
todo.
—No he dicho nada… Eh… ¿Cómo te llamas?
Joel se limitó a contemplarle en silencio.
—Joel —dijo por fin, no muy seguro de qué le había impulsado a revelarle su
nombre.
—¿No tienes apellido?
—No. Yo… No tengo un apellido que sea realmente mío.
—Bueno, es igual. Yo me llamo Samson y tampoco tengo apellido. —
Permanecieron en silencio durante unos momentos contemplándose el uno al
otro y sintiéndose bastante incómodos—. Bonito amanecer —dijo Samson, y lo
repitió. Joel se limitó a asentir con la cabeza, después de lo cual acabó
sentándose
sobre la paja y se dedicó a contemplar el paisaje que desfilaba al otro lado de la
puerta—. ¿Tienes hambre…, Joel?
Samson le estaba alargando algo envuelto en un papel marrón.
Joel lo cogió y lo examinó. Era una barra de chocolate al caramelo.
—Gracias —dijo, y empezó a sentirse un poco más relajado.
—De nada.
Samson estaba en cuclillas. Joel se fijó en el abrigo del hombretón se dio
cuenta de que la tela se arrugaba formando unos pliegues bastante raros y desvió
la mirada rápidamente. No se atrevía a mirarle fijo.
Ninguno de los dos abrió la boca durante varios kilómetros. El tren llegó a un
nudo ferroviario y pareció cambiar de dirección. Joel estaba nervioso, aunque no
sabía por qué.
—Es la primera vez que hago una cosa semejante —dijo por fin—. Ni tan
siquiera sé adonde va este tren.
« Cálmate, cariño. Todo saldrá bien» .
Joel clavó los ojos en la barba de Samson buscando alguna señal de
movimiento.
—No hay nada de qué preocuparse, Joel —dijo Samson mirándole a la cara.
Joel vio con toda claridad el movimiento de los labios entre los grasientos
mechones oscuros de su barba—. Llevo años haciendo estas cosas. No corres
ningún peligro. ¿Adónde vas?
—Estoy buscando a mi madre.
Apenas se lo hubo dicho pensó que se había comportado como un niño y que
el hombretón se reiría de él, pero estaba asustado y necesitaba la ay uda de aquel
hombre.
« Estoy aquí. Estoy aquí, cariño» .
Joel se estremeció. Movió la mano a un lado y a otro entre las briznas de
paja. No sabía dónde estaba, pero le habría gustado que su madre se quedara
callada.
—Bueno, me parece muy bien. Las madres son muy importantes, y el viejo
Samson lo sabe.
Joel no lograba entender cómo podía estar tan tranquilo.
« Soy y o, cariño. Mamá está aquí» .
Joel cerró los ojos y volvió a abrirlos. Samson le estaba mirando fijamente Se
preguntó sí su marca de nacimiento estaría muy roja, y bastó con que pensara en
ello para que sintiera que le ardía la cara.
—¿Qué estás mirando? —murmuró con las mandíbulas muy apretadas.
—Nada, Joel… No miraba nada. Tenemos muchas cosas en común, ¿sabes?
Joel sintió deseos de reír.
—¿Como cuáles?
—Como las madres. Los dos somos hijos de nuestra madre, y eso es muy
importante. Y no tenemos apellido… Mi mamá nunca me dijo cuál era su
apellido.
« Ven aquí, cariño» .
Joel se mordió una mejilla por dentro.
—¿Y dónde está tu madre ahora?
Samson sonrió. No tenía dientes.
—Oh… Aquí, allá… Está en todas partes.
« Está en todas partes…» .
Joel se echó a llorar.
« No llores…» .
—Oh, Joel, no llores. No quería que te pusieras triste.
« Cariño, no llores…» .
—Quiero a mi mamá.
—Lo sé. Todos queremos a nuestra mamá. Y es como…, es como si todas las
mamás fueran la misma aunque no lo sean, ¿comprendes a qué me refiero?
—Ella no quería abandonarme. ¡Son unos mentirosos!
Joel empezó a gimotear.
—Claro que sí, hijo. Sólo abren la boca para soltar mentiras. El viejo Samson
sabe todo lo que hay que saber sobre los asistentes sociales.
—Pero ¿cómo…?
—He conocido a montones de asistentes sociales y he acabado más que harto
de ellos.
« Cariño…» .
Joel sintió algo extraño, como una inspiración surgida de la nada. Decidió
arriesgarse a hacer una pregunta estúpida.
—Tu madre y mi madre… ¿son la misma persona?
Samson dejó escapar una risita.
—No, no, no es eso. Tú estás buscando a tu mamá. Mi mamá lo entiende y
sabe lo que sientes. Sí, te aseguro que sabe lo que sientes… Por eso se interesó en
ti y eso es lo que te trajo a este vagón. Como la mariposa que vuela hacia una
llama…
Samson echó la cabeza hacia atrás y sus roncas carcajadas hicieron vibrar el
aire.
Joel vaciló, y cuando empezó a hablar fue como si las palabras surgieran de
sus labios en un chorro incontenible.
—Debía de estar enferma. ¡Tuvo que ocurrirle algo muy malo o no me
habría abandonado!
—Te creo. —Samson se deslizó medio metro sobre el bamboleante suelo del
vagón y clavó los ojos en el rostro de Joel—. Las mamás sufren mucho. Cuando
me dio a luz mi mamá tuvo que soportar que le rajaran el vientre. ¡Y murió!
« Lo hice por ti, cariño. Haría cualquier cosa por ti» .
Joel miró a Samson. Estar tumbado sobre el suelo bamboleante del vagón de
carga hacía que la apariencia del hombretón fuera todavía más grotesca que
antes. Las vibraciones creaban pliegues y movimientos extraños en la tela de su
abrigo, y éste casi parecía tener vida propia.
« Ven, hijo mío. Te estoy esperando» .
Joel retrocedió hasta que su espalda quedó apoy ada en la pared metálica del
vagón. Samson parecía agotado. Tenía la boca abierta y los párpados medio
entornados. El hombretón se movió torpemente y fue acumulando un montón de
paja detrás de él para que le sirviera como almohada.
—Te ay udaré a encontrarla, Joel. Es lo mínimo que puedo hacer por ti… Lo
haré porque sé cómo te sientes.
Uno de los relucientes botones negros del abrigo de Samson y a no estaba
dentro de su ojal.
—Tienes que seguir buscando. Tu mamá se lo merece, ¿sabes?
Algo gris estaba llenando la abertura que había dejado el botón desabrochado.
—Cada día le doy las gracias a mi mamá… Mi mamá hizo mucho por mí.
Me trajo al mundo, ¿entiendes?
La piel grisácea siguió desprendiéndose lentamente del cuerpo de Samson y
los botones fueron saliendo de sus ojales. Joel pudo ver mechones de cabello y la
blancura de un hueso.
« Mi niño…» .
Joel se arrodilló sobre el suelo del vagón y se acercó un poco más a Samson
intentando ver lo que estaba ocurriendo.
—Tu mamá haría cualquier cosa por ti. Lo sabes, ¿verdad?
Joel se puso en pie. El abrigo y a casi estaba abierto del todo. Algo estaba
cay endo de entre sus pliegues y se iba extendiendo sobre el suelo del vagón.
—Mi mamá sufrió mucho.
« Por ti, hijo…» .
Joel se fue inclinando lentamente y acercó la mano al abrigo de Samson.
« Mi bebé…» .
Joel empezó a levantar la gruesa tela del abrigo por una esquina.
—¡No tendrían que haberle hecho eso! ¡Ni tan siquiera la llevaron a un
hospital!
Algo cay ó al suelo y alzó la cabeza hacia él para sonreírle.
« Hijo mío…» .
—¡Esa mujer no era más que una comadrona! ¡No había estudiado
medicina! ¡La operación no sirvió de nada!
Joel no podía apartar los ojos de aquel cuerpo marchito.
« El niño de su mamá…» .
—Pero mi mamá siempre ha estado conmigo. Esa vieja comadrona no pudo
separamos, así que la vieja loca nos dejó juntos. Me crié sin ay uda de nadie en la
buhardilla y nunca he salido de los brazos de mi mamá. Mi mamá me quería
mucho. Tenía que estar conmigo.
« Siempre pegado a su madre…» .
Joel bajó la mirada hacia las caderas de Samson y vio el flaco cuerpo del
hombre confundiéndose con los restos de su madre. Las cuencas vacías de la
mujer y su boca abierta parecían contemplarle.
Joel apenas podía contener su rabia. Sintió el deseo de emprenderla a patadas
con la madre y el hijo. Quería destrozar el punto donde el flaco y deforme torso
de Samson emergía de los esqueléticos muslos femeninos. Quería destrozar todas
las superficies blancas como el mármol donde la carne viva y los huesos se
habían confundido hasta ser una sola cosa. No era justo.
Joel nunca había conocido a su madre. Samson nunca había perdido a la
suy a.
« Madre e hijo…» .
Mata por mí
JOHN KEEFAUVER
Al igual que ocurre con Adobe James y Paul Dale Anderson, John Keefauver
es otro de esos secretos vivientes que los antologistas deberían revelar para que
recibiera los elogios que se merece. Antes de que Ray Russell me confiara su
existencia no conocía a John ni a «James», pero hubo un tiempo en el que tanto
«Madre e hijo» como «Mata por mí» iban a formar parte de una antología
recopilada por un servidor de ustedes que pretendía ofrecer muestras del talento
aún no reconocido de los nuevos grandes, como este californiano cuya obra ha
aparecido en varias antologías de la serie Hitchcock Presents, el Best of the West
de Joe Lansdale y Shadows 4. La ficción y el humor de John también han sido
publicados en OMNI, Play boy, National Review y Twilight Zone. Esa antología
no llegó a publicarse, pero los relatos de escritores como McCammon, Kisner, R.
C. Matheson, Winter, Paul Olson, Castle, Tem y Wiater han visto la luz del día…
¡Y ahora por fin ha llegado el momento de que este relato de terror existencial
la vea también!
El cañón de la pistola le apunta mientras duerme apaciblemente, y lo único
que he de hacer es apretar el gatillo y todo este horror habrá terminado. Todo
habrá terminado de una vez. Ha durado años, pero en cuanto apriete el gatillo
todo acabará y y o seré el único superviviente. No es que lo merezca,
naturalmente, pero si Irene me hubiera contado lo que iba a hacer ella también
habría sobrevivido porque él y a estaría muerto.
Supongo que en cierta forma es ella quien le matará. No le habría gustado,
por supuesto, pero… Sigue resultando irónico. Aún recuerdo la nota que había a
su lado cuando la encontré. « Dile que lo hiciste, dile que fue idea tuy a. Pensará
que soy ese “alguien” y no volverá a hacerlo. Se sentirá satisfecho y todo habrá
acabado» .
¿Satisfecho? ¿Él? ¿El…, detenerse? ¿Qué le hizo pensar que se detendría? ¿Por
qué iba a hacerlo después de todos estos años? No, nada de eso. Estoy convencido
de que apenas ha empezado. Una bala es lo único que puede detenerle.
Pero Irene siempre fue más optimista que y o. Siempre decía que se le
pasaría con el tiempo. Creía que acabaría dándose cuenta de lo que hacía y que
se detendría, y lo que hizo fue darle lo último que le quedaba. Al principio y o
también pensaba como ella, claro está. Creía que era una niñería y que se le
pasaría cuando fuera creciendo. Los bebés siempre acuden a las rabietas para
salirse con la suy a, ¿verdad? ¿Qué bebé no ha tenido por lo menos una rabieta?
Como contener el aliento hasta que les das lo que quieren… Tal y como hizo él,
aunque ahora y a no recuerdo qué deseaba. Pero fue el principio, y supongo que
si no hubiéramos cedido tanto esa vez como todas las otras ahora no estaría en su
dormitorio con el cañón de una pistola apuntando a su cabeza y mi dedo sobre el
gatillo. ¿Seré capaz de hacerlo? Si no lo hubiera vivido pensaría que soy un
monstruo. ¿Podré hacerlo?
No se trata de si podré hacerlo o no, eso está claro. Tengo que hacerlo. He de
hacerlo por Irene, y por todas las personas a las que destruirá si no acabo con él.
No permitiré que vuelva a salirse con la suy a. Si Irene y y o hubiéramos decidido
ser firmes, si hubiéramos dejado que contuviera el aliento hasta que se le pusiera
la cara azul… Sabíamos que no podía hacerse daño a sí mismo, pero nos asustaba
y siempre acabábamos dándole lo que quería. Nos asustaba… ¿Cómo podíamos
imaginar lo que ocurriría en el futuro?
Recuerdo que cuando tenía seis o siete años quiso ver una película, y cuando
nos negamos dijo que si no le llevábamos al cine treparía a un árbol y se tiraría
al
suelo. Le dijimos que no iría al cine y le encontramos poco después con una
pierna rota junto al olmo del patio trasero. No había hecho ningún ruido. No gritó
y no derramó ni una sola lágrima, a pesar de que estuvo no tengo ni idea de
cuánto tiempo y aciendo junto al olmo con una pierna rota. Se limitó a esperar sin
hacer ruido hasta que le encontramos, y lo único que dijo fue: « Exijo que se me
permita ir a ver todas las películas que me apetezcan» . Exijo. Permita. Siempre
ha hablado así, incluso cuando era muy pequeño, como si estuviera ley endo las
palabras impresas en un libro…
Y a partir de entonces le llevamos al cine cada vez que nos lo pedía. ¿No
habrían hecho lo mismo? ¿Están seguros?
Ése fue el comienzo. Nos asustamos mucho, aunque Irene nunca logró
convencerse de que lo había hecho a propósito. Creía que se había caído del
árbol, y se lo preguntó muchas veces. « Billy, fue una caída, ¿verdad?» . Él
siempre daba la misma respuesta. « Salté. Salté deliberadamente» . Y y o le
creía. Después de todo, ¿acaso no nos había estado amenazando con esto o lo de
más allá desde que aprendió a hablar? Como cuando dijo que se quemaría con
las velas del pastel de cumpleaños si no le regalábamos una bicicleta, y no una
bicicleta de niño sino una bicicleta tan grande que no habría podido usarla hasta
que hubieran pasado unos cuantos años. No consiguió la bicicleta, claro está…, y
esperó a que llegara el momento de apagar las velas delante de nosotros para
colocar una mano sobre las llamas y mantenerla allí hasta que Irene se la hizo
apartar. Lo sentí mucho por los pobres críos que habíamos invitado a su fiesta.
Naturalmente, eso ocurrió antes de que dejáramos de invitar a sus amiguitos. No
le importó, y no tardó en quedarse sin amigos. No tenía amigos, ni en la escuela
ni en ningún otro sitio, y no le importaba en lo más mínimo.
Incluso Irene tuvo que admitir que se había quemado la mano
deliberadamente. Había ocurrido delante de nuestras narices. Lo habíamos visto,
¿no? Creo que lo hizo delante de ella para que comprendiera que lo de la pierna
rota no podía haber sido un accidente…, sobre todo teniendo en cuenta que un
año antes cay ó rodando por la escalera del sótano después de que no le diéramos
permiso para ir a patinar sobre hielo. (Estaba bastante resfriado.) Hasta y o pensé
que había sido un accidente. Se enfadó mucho con nosotros porque creíamos que
había tropezado y se había caído. « ¡Ya os advertí de que lo haría!» , gritaba una
y otra vez. Supongo que debió de saltar del árbol cuando se hartó de esperar a
que saliéramos de la casa y le viéramos. Dijo que nos había llamado a gritos
para que « fuéramos a verle» , pero no le oímos.
Consiguió su bicicleta y cuando se cansó de ella y pidió otra, un modelo de
carreras bastante caro, se la compramos enseguida aunque era demasiado
pequeño para montar en ella. Nos dijo que si no conseguía esa bicicleta se
ahogaría. ¿Qué habrían hecho en nuestro lugar? Irene se asustó mucho. No
paraba de repetir que podía « ahogarse accidentalmente» . Yo no quería
comprarle la bicicleta porque empezaba a comprender que si no le parábamos
los pies ahora nuestra existencia se convertiría en un infierno, aunque admito que
nunca pensé que las cosas llegarían a este extremo. Le dije que no había agua
suficiente en kilómetros a la redonda para que se ahogara. ¿Cómo se las iba a
arreglar para ahogarse? (Sólo tenía siete u ocho años.) Irene me miró y dijo que
siempre estaba la bañera.
Me rendí en cuanto le oímos abrir los grifos para su baño nocturno antes de
que hubiéramos subido a ay udarle. Sobre todo teniendo en cuenta que siempre
tenía que llevarle a rastras al cuarto de baño…
A partir de entonces accedimos a todas las peticiones mínimamente
razonables que nos hacía. Cuando poníamos pegas a una demanda que se salía de
lo razonable amenazaba con hacerse daño. La amenaza siempre era la misma.
Cada vez que le veía abrir la boca me estremecía pensando que iba a pedir algo.
Siempre conseguía lo que quería.
Aquella situación duró tres o cuatro años. ¿Que por qué no le llevamos a un
psiquiatra? Lo intentamos. Le dijimos que íbamos a llevarle al médico « para que
le hiciera una revisión» , y logramos convencerle de que era un mero examen
físico hasta que vio el cartelito con la palabra « psiquiatra» colocado sobre la
puerta de la consulta del médico cuando estábamos a punto de entrar. Se soltó de
mi mano, sacó un cortaplumas de su bolsillo y nos dijo que se lo clavaría en el
estómago a menos que prometiéramos no llevarle nunca a la consulta de un
psiquiatra o cualquier otra clase de médico. Era muy listo. Llegó al extremo de
prohibirnos que habláramos de él con ningún médico.
Lo peor hasta aquel momento llegó un año después cuando nos dijo que se
tiraría delante de un coche si no le comprábamos un Volkswagen.
—¡Un coche! —grité—. ¡Pero si sólo tienes doce años!
—Exijo un coche. ¿Crees que soy un niño sólo porque tengo doce años?
Discutimos hasta que perdí los estribos y le dije que podía pasarse el resto de
su vida tirándose delante de los coches porque y o no pensaba comprarle un
automóvil a un niño de doce años.
Salió corriendo de casa apenas hube terminado de hablar. Fui a la puerta, pero
no me di cuenta de que se dirigía hacia la autopista hasta que estuvo lo bastante
lejos para no poder oír mis gritos. Corrí detrás de él gritando que le compraría el
coche. Le vi llegar a la autopista, esperar un momento y tirarse delante de un
automóvil deportivo. Me faltaban unos metros para alcanzarle, y cuando cumplió
su amenaza y o aún seguía gritando.
Cuando salió del hospital el Volkswagen estaba esperándole aparcado delante
de casa tal y como había pedido.
Había pensado que se conformaría con sentarse al volante y fingir que
conducía, pero apenas se hubo recobrado lo suficiente exigió que Irene o y o le
lleváramos donde le diera la gana cuando quisiera. Y lo hicimos. ¿Qué habrían
hecho ustedes? No quería disgustarle. Irene me había dicho que si volvía a hacer
algo que le impulsara a cometer cualquier locura —como la de tirarse delante de
un coche— me abandonaría. No sé si podrán creerlo, pero aparte de eso también
me sentía un poco culpable
Pero no tardó en cansarse de que le lleváramos adonde quería ir y exigió que
le compráramos un trozo de terreno lo bastante grande para que pudiera conducir
el coche por él. Aun le faltaba bastante para cumplir la edad en que podría
conducir un coche por las calles, y el hecho de que insistiera en no infringir la
ley
me divirtió…, hasta que llegue a la conclusión de que no infringir la ley o el
mismo hecho de conducir eran meros pretextos. Lo que quería era enfrentamos
a otra exigencia aún más absurda e irrazonable y salirse con la suy a. Sabía que
no podía permitirme el lujo de comprar un terreno…, pero acabé comprándolo.
El Volkswagen aun no tenía un año cuando dijo que quería un Porsche, y que
se cortaría un dedo si no se lo comprábamos. Tuve que hipotecar la casa para
comprarlo.
Después transcurrió más de un año en el que no hizo ninguna demanda
importante, aunque sí muchas menores, y pensé que estaba empezando a
cansarse del juego, pero un día dijo que si no jurábamos satisfacer todos sus
deseos durante el resto de su vida, fueran los que fuesen…, se suicidaría.
Accedimos —¿qué otra cosa podíamos hacer?—, y dijo que lo primero que
quería era que matáramos a alguien.
Lo dijo durante la cena. Estaba sentado a la cabecera de la mesa y habló con
una voz tan tranquila como si estuviera pidiendo el cuenco con el puré de patatas
(adoraba el puré de patatas, por lo que tomábamos puré cada día), muy seguro
de sí mismo y sin alterarse. Estaba flaco y tenía el rostro lleno de granitos, y
nadie habría dicho que su aspecto fuera demasiado impresionante, pero habló
con el tono firme e imperioso de un Presidente de los Estados Unidos…, un
presidente que se había vuelto loco. Utilizó la misma inflexión impregnada de
seriedad que empleaba cuando pedía que le pasáramos el cuenco con el puré de
patatas.
« Mañana acudiré a las autoridades —pensé—. Haré que le recluy an en una
institución mental» . Aún no era may or de edad.
—¿Quieres que matemos a alguien por ti?
No me atrevía a mirar a Irene.
—Eso es lo que he dicho.
—¿Por qué?
—Porque y o lo exijo.
—Bueno, entonces… ¿A quién hemos de matar?
—A cualquiera. No me importa quien sea. Exijo que matéis por mí.
—¿Cuándo?
Necesitaba tener de plazo hasta mañana como mínimo.
—Dentro de veinticuatro horas. Si no lo hacéis, me suicidaré.
Estaba seguro de que llevaría a cabo su amenaza, y estaba igualmente seguro
de que si hacíamos lo que nos acababa de pedir tarde o temprano exigiría que
matáramos a otra persona, y luego a otra y a otra más. ¿Hasta dónde podía
llegar? ¿Hasta…, hasta exigirnos que matáramos al Presidente de los Estados
Unidos, por ejemplo?
Se puso en pie y salió del comedor.
Cuando fuimos al dormitorio me sinceré con Irene y le conté que acudiría a
las autoridades al día siguiente. De hecho tuve que repetírselo varias veces. Irene
parecía tan aturdida, tan absorta en sí misma…, era como si no comprendiese
mis palabras. No dijo nada. Abrió la boca, pero lo único que salió de ella fue una
especie de gemido ahogado. Intenté conciliar el sueño y la oí lanzar ese mismo
gemido varias veces. No permitió que la abrazara, y no tomó ninguna píldora
para dormir.
Desperté poco antes del amanecer y descubrí que no estaba en la cama. Vi
luz en nuestro cuarto de baño y cuando entré me la encontré muerta en el suelo
con un frasco vacío de somníferos junto a ella. La noche anterior el frasco estaba
casi lleno.
Había una nota junto a la botella. « Dile que lo hiciste, dile que fue idea tuy a.
Pensará que soy ese “alguien” y no volverá a hacerlo. Se sentirá satisfecho y
todo habrá acabado. El shock le hará recobrar la cordura» . Irene había añadido
una posdata: « Esconde el frasco. Di que me asfixiaste con una almohada.
Ponme en la cama» .
Primero llegó el dolor. Después la furia. Llamar a la policía no era suficiente.
Entré en nuestro dormitorio y cogí mi pistola. Después fui a su dormitorio.
El cañón de la pistola apuntando hacia su cabeza… ¿Qué puede resultar más
irónicamente adecuado? Él mismo será ese « alguien» , y morirá dentro del plazo
en el que se debía satisfacer su última exigencia…, y, como siempre, seré y o
quien la satisfaga.
La policía y todos los demás se han ido. Supongo que debería poner un poco
de orden en la casa…, al menos tendría que limpiar las manchas de sangre. Eso
es lo que haría Irene, que Dios la tenga en su gloria. (Oh, Dios, ¿cómo podré
seguir viviendo sin ella?) Conseguí llevarla a la cama antes de que la policía la
viera —no le habría gustado que la encontraran en el suelo del cuarto de baño—,
aunque en todo el resto del día no hice nada salvo esperar a que llegara la hora de
la cena. No tenía fuerzas para moverme, pero pensé mucho. Quizá no sea la
forma de expresarlo más adecuada, pero pensé en lo que ocurriría si no mataba
a nadie por él. Recordé todas sus amenazas, especialmente la última, y la
implacable decisión de cumplirlas que había demostrado poseer. No estaba muy
seguro de si había obrado bien al contarle toda la verdad sobre Irene sin tratar de
ocultarle que se había suicidado.
No me había equivocado. Hizo justo lo que y o pensaba que haría. El plazo de
veinticuatro horas que nos había dado se agotó cuando faltaba poco para cenar, y
en cuanto le hube repetido por enésima vez que no había matado a nadie y que
no pensaba matar a nadie por él cogió la pistola que y o había dejado sobre la
mesa —la misma con la que pensaba dispararle hasta que recobré la cordura,
pensé en su última amenaza y cambié de parecer antes de apretar el gatillo— y
se voló los sesos.
Afeitado y corte de pelo, dos mordiscos
DAN SIMMONS
No hay ningún sonido tan peculiar como el de una navaja al ser afilada con
una tira de cuero. Mis músculos se van relajando poco a poco. Siento el peso de
las toallas calientes sobre mi cara y oigo como el barbero prepara su navaja,
pero no le veo. Recibir un afeitado profesional es un placer que el hombre
moderno y a casi ha olvidado, pero al que sigo siendo fiel y del que disfruto cada
día.
El barbero quita las toallas, me seca las sienes y la parte superior de las
mejillas con un paño limpio y vuelve a concentrar su atención en la tira de cuero
para las últimas pasadas de la navaja. Siento el cosquilleo que las toallas
calientes
han producido en mis mejillas y mi garganta y noto el palpitar de la sangre en mi
cuello.
—Cuando era pequeño un amigo mío logró convencerme de que todos los
barberos eran vampiros —digo.
El barbero sonríe, pero no dice nada. Ya me ha oído contar esa historia en
más de una ocasión.
—Estaba equivocado —añado.
Me siento tan relajado y a gusto que no tengo ganas de seguir hablando.
El barbero se inclina hacia adelante. Su rostro se convierte en la quintaesencia
de la concentración y la sonrisa se va difuminando poco a poco. Coge la brocha
y aplica el jabón para el afeitado cubriendo mi rostro de espuma. Después deja a
un lado el cuenco que contiene el agua jabonosa, alza la navaja y me inclina la
cabeza con un roce casi imperceptible del pulgar y el meñique para que mi
garganta quede arqueada y expuesta al filo de la navaja.
Cierro los ojos y siento el deslizarse del frío acero sobre la carne calentada
por las toallas.
—¡Dijiste que sólo tardarías dos segundos! —murmuré con voz apremiante
—. ¡Ya llevas cinco minutos hurgando en esa maldita cerradura!
Kevin y y o estábamos agazapados en el callejón que había detrás de la calle
Cuarta intentando camuflarnos lo mejor posible entre las sombras de la entrada
trasera de la barbería. El aire de la noche era frío y olía a basura. Los sonidos
de
la calle parecían llegar hasta nosotros desde un millón de kilómetros de distancia.
—¡Vamos! —murmuré.
La cerradura hizo click y clonk y la puerta giró sobre sus goznes revelando
una masa de negrura.
—Voilá —dijo Kevin.
Guardó sus ganzúas, alambres y demás herramientas en su maletín Equipo
Houdini de plástico que imitaba al cuero y sonrió. Después alargó el brazo y sus
nudillos repiquetearon sobre la puerta desgranando las primeras notas de la
canción Afeitado y corte de pelo.
—Cállate —siseé.
Pero Kevin y a había desaparecido entre la oscuridad. Meneé la cabeza y le
seguí al interior del local.
Kevin cerró la puerta en cuanto hube entrado, encendió una linterna de
bolsillo y se la puso entre los dientes tal y como le habíamos visto hacer a un
espía en una película. Me agarré a un faldón de su cazadora y le seguí por un
pasillo que terminaba en la gran habitación que era la barbería propiamente
dicha.
La inspección del local no requirió mucho tiempo. Las persianas de la
ventana y de la puerta principal estaban bajadas, y Kevin pensó que podíamos
usar la linterna sin peligro de que alguien viera la luz. Moverse por ese recinto
oscuro con Kevin delante fue una experiencia muy extraña. La linterna
proy ectaba imágenes de sí misma en los espejos e iluminaba las cosas de una en
una. Un mostrador, los dos sillones de barbero que había en el centro del local,
las
sillas y las revistas para los clientes, dos piletas, un lavabo minúsculo que no
debía
de ser más grande que un armario cuy a puerta daba al corto tramo de pasillo…
Todas las herramientas estaban guardadas en los cajones. Kevin los fue abriendo
y examinó los estantes. Había botellas de tónico capilar, toallas y todas las
herramientas del oficio pulcramente colocadas en los dos cajones de arriba. La
disposición de los dos juegos de herramientas era idéntica. Kevin cogió una
navaja de afeitar y la abrió sosteniendo la hoja de forma que reflejara la luz de
la linterna hacia los espejos.
—Deja de hacer tonterías —murmuré—. Salgamos de aquí.
Kevin dejó la navaja en el cajón asegurándose de que la colocaba en la
misma posición y nos dispusimos a salir de la barbería. El haz luminoso de la
linterna se deslizó sobre la pared del fondo revelando un impermeable que y a
habíamos visto…, y algo más.
—Una puerta —murmuró Kevin mientras apartaba el impermeable que
había ocultado el picaporte. Intentó hacerlo girar—. Maldición… Está cerrada.
—¡Salgamos de aquí! —murmuré.
Llevaba lo que me parecían horas sin oír pasar ningún coche. Era como si
todo el pueblo estuviera conteniendo el aliento.
Kevin volvió a abrir los cajones.
—Tiene que haber una llave —dijo en un tono de voz que me pareció
demasiado alto—. No hay segundo piso, así que esa puerta debe de dar a un
sótano.
Le cogí por la cazadora.
—Vamos —dije con voz sibilante—. Salgamos de aquí. Vas a conseguir que
nos arresten.
—Sólo un momento… —empezó a decir Kevin, y se quedó inmóvil.
Sentí que mi corazón dejaba de latir.
Una llave acababa de entrar en la cerradura de la puerta principal. Vi una
sombra muy alta al otro lado de la persiana.
Giré sobre mí mismo para echar a correr. Quería salir de allí, pero Kevin
apagó la linterna, me cogió por el suéter y se metió debajo de una pileta tirando
de mí con todas sus fuerzas. Apenas había espacio suficiente para los dos. La
parte inferior de la pileta sostenía una cortina de tela oscura, y Kevin tiró de
ella
una fracción de segundo antes de que la puerta se abriera con un crujido y
oy éramos el ruido de pasos moviéndose por la barbería.
Durante un momento sólo pude oír el palpitar de la sangre en mis oídos, pero
no tardé en comprender que había dos personas caminando por la habitación y lo
pesado de sus pasos me indicó que las dos eran hombres. Tenía la boca abierta y
estaba jadeando, pero no conseguía tragar aire. Estaba seguro de que el más
mínimo sonido bastaría para delatarnos.
Uno de los hombres se detuvo junto al primer sillón y el otro fue hacia la
parte de atrás. Oímos abrirse una puerta, el sonido del agua al correr y el de la
cisterna al vaciarse. Kevin me dio un codazo y sentí deseos de golpearle, pero
estibamos tan juntos y apretados en una posición prácticamente fetal que
cualquier movimiento habría hecho bastante ruido. Contuve el aliento y esperé
mientras el hombre salía del lavabo e iba hacia la puerta principal. Ni tan
siquiera
habían encendido las luces. La tela que nos ocultaba no se había iluminado con el
haz de una linterna, por lo que no creía que fuesen policías haciendo su ronda.
Kevin me dio otro codazo y comprendí lo que estaba pensando. Tenían que ser
Innis y Denofrio.
Los dos pares de pies se pusieron en movimiento. Las pisadas fueron hacia la
entrada del local. Oímos el sonido de la puerta abriéndose y cerrándose de golpe
e intenté tragar aire antes de que la falta de oxígeno me hiciera perder el
conocimiento.
Hubo un ruido ensordecedor. Una mano se movió velozmente y apartó la tela
que nos ocultaba. Un par de manos tiró de mí y me hizo salir de nuestro refugio.
Oí gritar a Kevin. Otra silueta oscura estaba obligándole a incorporarse.
Las manos me agarraban por el cuello del jersey y me obligaban a estar de
puntillas. La negrura del local hacía que el hombre que me sujetaba pareciera
medir dos metros de alto, y tuve la impresión de que su puño era tan grande
como mi cabeza. Pude oler el ajo en su aliento, y supuse que era Denofrio.
—¡Déjennos marchar! —gritó Kevin.
Oí el sonido de un bofetón tan potente y seco como el disparo de un rifle y
Kevin no dijo nada más.
Un empujón hizo que me derrumbara en uno de los sillones de barbero. Oí
como Kevin era empujado hacia el otro. Mis ojos se habían acostumbrado a la
oscuridad lo suficiente para distinguir los rasgos de los dos hombres. Eran Innis y
Denofrio. Los trajes oscuros casi se confundían con la negrura, pero pude ver los
rostros pálidos y angulosos que habían convencido a Kevin de que eran vampiros.
Los ojos eran demasiado profundos y oscuros, los pómulos demasiado afilados y
la boca demasiado cruel, y aunque parecían de mediana edad había en ellos algo
que hablaba de una vejez inconmensurable.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Innis.
Habló en voz baja y no parecía enfadado o sorprendido, pero me bastó con
oírle para sentir un escalofrío.
—¡Estamos buscando tesoros! —exclamó Kevin—. Tenemos que robar una
maquinilla de barbero para que nos dejen entrar en el club de los may ores. Oiga,
le juro que lo sentimos mucho…
Volví a oír el seco sonido de un bofetón.
—Estás mintiendo —dijo Innis—. Te pasaste todo el lunes siguiéndome, y tu
amiguito siguió al señor Denofrio hasta que anocheció. Los dos habéis estado
vigilando la barbería. Quiero la verdad. ¡Ahora!
—Creemos que son vampiros —dijo Kevin—. Tommy y y o hemos entrado
aquí buscando alguna prueba.
Sentí que se me aflojaba la mandíbula. Los dos hombres dieron un paso hacia
atrás y se miraron el uno al otro. Estaba tan oscuro que no podía ver si estaban
sonriendo.
—¿Señor Denofrio? —dijo Innis.
—Señor Innis… —dijo Denofrio.
—¿Podemos irnos? —preguntó Kevin.
Innis dio un paso hacia adelante e hizo algo en el sillón de barbero donde
estaba sentado Kevin. Los apoy abrazos de cuero se movieron rápidamente hacia
arriba y hacia un lado creando una especie de canutillos blancos. Las tiras de
cuero que había a cada lado subieron y se unieron a un cierre invisible que las
convirtió en correas. Los brazos de Kevin quedaron inmovilizados. El respaldo
para la cabeza se partió en dos, bajó y rodeó el cuello de Kevin. Ahora parecía
una de esas bandejas que los dentistas te ponen delante de la boca para que
escupas.
Kevin no dijo nada. Pensé que Denofrio haría lo mismo con mi sillón, pero se
limitó a ponerme una mano en el hombro.
—No somos vampiros, chico —dijo el señor Innis.
Fue al mostrador, abrió un cajón y se volvió hacia mí sosteniendo la navaja
con la que Kevin había estado jugando antes de que entraran en la barbería. Vi
como la abría.
—¿Señor Denofrio?
La sombra que había estado montando guardia junto a mi sillón me cogió, me
levantó casi en vilo y tiró de mí llevándome hacia la puerta del sótano. Me
mantuvo inmovilizado con una sola mano mientras usaba la otra para abrirla.
Volví la cabeza antes de que me arrastrara hacia la oscuridad y vi a mi amigo
contemplando con expresión horrorizada como Innis deslizaba lentamente el filo
de la navaja sobre la curva interior de su brazo. La sangre brotó de la herida y se
fue acumulando en el canalillo blanco de lo que había sido el apoy a-brazos.
Denofrio tiró de mí y empezamos a bajar la escalera que llevaba al sótano.
Once días después del Halloween de 1988 los escritores Jim Kisner, Dermis
Hamilton y un servidor asistimos al estreno mundial de un soberbio drama musical
titulado Fahrenheit 451 acompañados por nuestras esposas Carole, Jan y Marx.
También dimos la bienvenida a su autor Ray Bradbury a Indiana y escuchamos
una clase de música muy distinta cuando cayó el telón por última vez y Bradbury
salió al escenario sin dejarse amilanar por la gripe que padecía.
La música que oímos estaba compuesta de visiones asombrosas y prodigios —
una palabra que a veces nos parece haber sido inventada por Ray—, y estaba
llena de emociones como la alegría, la gratitud y el amor. Nunca había oído al
sonido del recuerdo siendo revivido y restaurado para que despertara del sueño.
Hablamos con cariño de las melodías que escuchamos cuando entregamos nuestro
corazón por primera vez; gritamos en silencio al recordar dónde estábamos
cuando empezaron las guerras y cuando cayeron los Presidentes. Cantamos con
cuerpos eléctricos cuando recordamos nuestras primeras lecturas de los relatos,
novelas y poemas de Bradbury, y les hablo de una canción que brota de nuestra
piel y nuestros huesos, de lo más profundo de la mente y de las células famélicas
de nuestras almas en cuanto vemos a quien los creó.
Aquí está, de nuevo entre nosotros, para poner punto final a este libro.
De la ausencia, la oscuridad y la muerte: cosas que no existen.
Cada silueta amorfa se parece
a un alma de la medianoche
que « tiembla con la Nada» .
Cielos ciegos, dimensiones sin nubes;
asfixian a las almas
cuy os temores sin nombre
nunca llegan a nacer; todo es disminución;
no hay fuegos fatuos que anuncien a los espíritus, no hay espectros
que ofrezcan su rostro carente de rasgos desde el cristal
o la ventana.
La lluvia sólo contiene viento, y el viento trae la lluvia,
y cuando el viento nos trae la blancura del invierno
y el hielo sin apariciones, no hay fantasma alguno que se atreva a recorrerlo.
Todas las buhardillas están vacías y todos los caminos desiertos,
no hay sombra inquieta y despojada de su orgullo que deje sus pisadas en
[ellos.
El otoño transcurre sin sueños; no hay sudarios inconsútiles,
no hay palacios de estrellas terribles, no hay nubes de mármol,
los sótanos de la tierra no beben ni una gota de sangre,
todo es como un vecindario limpiado con aspiradora,
y ni tan siquiera hay tinieblas que oscurezcan los castillos o muerte que ocul[te a
la muerte,
y el ciego palpitar de los terrores contiene su aliento.
No hay telón fantasmagórico que caiga desde los cielos.
Todo es ausencia, aquí y más allá.
Pero entonces…, ¿de dónde surge este lago insondable del miedo?
Mi alma se desintegra
como velas sin encender arrastradas por el viento hasta allí donde nada
[tiembla
con la nívea semilla que no tiene sangre o vida
abortada por la sangre y la necesidad de quien no existe.
No hay gemidos, no hay gritos,
no hay ventisca que entone su lúgubre y silencioso lamento
porque sus habitantes sin lengua
nunca han llegado a conocer su muerte en vida.
Pero en lo más profundo de mis huesos hay temores que no recuerdo.
¿Cómo, entonces, olvidarlos? Y aun así…
Ausencia, oscuridad, muerte: cosas que no existen.
Notas
[1] Publicado como « Gótico americano» en Horror 7, Ed. Martínez Roca. (N.
del t.) <<
[2] Escalofríos y Pesadillas, Ed. Grijalbo. (N. del t.) <<
[3] Publicado como « Cine catastrofista» en Horror 7, Ed. Martínez Roca. (N. del
t.) <<
[4] El juego de palabras entre « Dew Drop» (gota de rocío) y « Do Drop Dead»
(muérete) se pierde en la traducción. (N. del t.) <<
[5] Publicado como « El niño que regresó de entre los muertos» en Horror 7.
Ed.Martínez Roca. (N. del t.) <<
[6] « Lips» es « labios» en inglés. (N. del t.) <<
[7] Garrote o bastón irlandés, generalmente de roble. (N. del t.) <<
[8] Los protestantes irlandeses son conocidos como « Orangistas» (Orangemen)
en recuerdo de Guillermo III de Orange, uno de los más fanáticos defensores del
protestantismo. (N. del t.) <<
[9] La comida de los judíos ortodoxos, que sólo consumen carne de animales que
hay an sido sacrificados de determinada manera y previo desangramiento. (N.
del t.) <<
[10] El dragón rojo, Ediciones B. (N. del t.) <<
[11] « Chaingang» es tanto una cuerda de presos unidos por grilletes como, en
argot, las cadenas que utilizan como armas los Ángeles del Infierno. (N. del t.) <<
[12] En castellano en el original, así como el resto de frases en cursiva de este
relato. (N. del t.) <<
[13] Publicado como « La camada» en Horror 7, Ed. Martínez Roca. (N. del t.)
<<
[14] Publicado como « Nada es casual» en Horror 7, Ed. Martínez Roca. (N. del
t.) <<
[15] Publicado como « Borrón y cuenta nueva» en Horror 7, Ed. Martínez Roca.
(N. del t.) <<
[16] Cementerio de animales, Ed. Plaza y Janés. (N. del t.) <<
[17] Fantasmas, Ed. Plaza y Janés. (N. del t.) <<
[18] Visiones nocturnas, Ed. Martínez Roca. (N. del t.) <<
[19] Hiperión y Fases de gravedad, Ediciones B. (N. del t.) <<
[20] « Double Butt» (doble trasero) y « Doubet» tienen cierta similitud fonética
que se pierde en la traducción. (N. del t.) <<