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Introducción A El Capital de Karl Marx PDF
Introducción A El Capital de Karl Marx PDF
César Rendueles
Ningún autor en la historia de las ideas ha tenido una influencia política tan explosiva e
inmediata como Karl Marx (1818-1883). La onda expansiva de su legado intelectual
sólo puede compararse al efecto de los textos de las grandes religiones monoteístas. La
recepción de sus ideas es un componente esencial de la gran falla ideológica que
configuró la geología política de los siglos XIX y XX, un período de cambios sociales y
culturales de proporciones neolíticas. El nombre de Marx ha sido invocado asidua e
inflamadamente, por sus partidarios lo mismo que por sus detractores, en los procesos
de conquista de derechos sociales que hoy consideramos irrenunciables, pero también
como justificación del despliegue de armamento nuclear suficiente para volar el planeta
en mil pedazos; en las experiencias artísticas más arriesgadas y sublimes, pero también
como enemigo a batir por toda clase de oscuros proyectos reaccionarios.
Y, sin embargo, también hay algo justo, tal vez poéticamente justo, en esta recepción
tan convulsa. Porque Karl Marx es uno de los fundadores de las ciencias sociales pero,
además, es un autor crucial para comprender la modernidad. Ambos aspectos se traban
en sus textos inextricablemente. Marx es tan característicamente moderno como la
penicilina, la radio, el arte abstracto o el alumbrado de las calles. Su diagnóstico y
explicación de la sociedad industrial están profundamente imbricados en una percepción
de su época, común a sus contemporáneos, como un momento épico y de aurora,
contradictorio y conflictivo pero también esperanzador; un tiempo en cierto sentido
atroz, pero con el que, en cualquier caso, había que comprometerse, sobre el que no se
podía renunciar a intervenir. Lo característicamente marxista no es tanto ese
evolucionismo historicista que la crítica contemporánea ha subrayado ad nauseam,
cuanto la idea de que existe un futuro que proyectar, que hay grandes transformaciones
que afectan a dimensiones cardinales de la vida social que merece la pena emprender.
Marx forma parte de una constelación de sentido fáustica en la que los disparos de la
Comuna parisina resuenan en las novelas de Dostoyevski, versos de Leopardi
musicados por Stravinski se convierten en himnos sufragistas y grandes murales
constructivistas adornan los edificios de acero y cristal de una ciudad jardín. Marx
resulta impenetrable desde el melancólico cinismo postmoderno, para el que es al
mismo tiempo demasiado optimista y demasiado pesimista. Por un lado, no creía que el
ser humano fuera lo suficientemente virtuoso como para que la mera voluntad moral
pudiera dar lugar a un mundo justo. La mejora de las condiciones materiales a través de
un uso colectivamente inteligente del desarrollo tecnológico es una condición de
posibilidad de una igualdad política no heroica, es decir, factible. Por otro lado,
confiaba en que no seríamos tan necios como para seguir soportando indefinidamente
un uso socialmente subóptimo de la tecnología que nos impide desplegar nuestros
mejores potenciales como personas. Creyó que los desheredados tendrían el empeño,
del que la burguesía carecía, para aprovechar las oportunidades que nos ofrece la
marcha atronadora de la razón científica y política. Es esta mezcla de análisis
sociológico, crítica radical, agudeza filosófica y esperanza milenarista la que ha
convertido el legado de Marx en protagonista, y no sólo testigo, de su época, sea o no
aún la nuestra. Por muy necesaria que resulte su recepción académica forense, con ella
también se pierde algo fundamental. Por eso hay algo profundamente verdadero en la
imagen de un guerrillero estudiando economía política en medio de la jungla.
El capital recoge enteramente esta tensión del pensamiento marxista. Así, ha dado pie a
lecturas tan opuestas que resulta difícil creer que se refieran a la misma obra: tratados de
economía matemática exquisitamente formales, vehementes libelos políticos, análisis
literarios, ensayos de metafísica… El capital contiene esas perspectivas y otras muchas.
Es una gigantomaquia teórica que trata de encontrar núcleos estables de inteligibilidad
en el caos del proceso de industrialización, una dinámica histórica acelerada que
simultáneamente trastocó de arriba abajo regularidades culturales milenarias y sacó a la
luz la densidad y la potencia misma del vínculo social. El capital se enfrenta a una
experiencia novedosa y ubicua en el mundo moderno: por primera vez en la historia de
la humanidad, de forma generalizada las grandes cuitas colectivas no pertenecen al
orden de la necesidad natural –como las sequías, las epidemias o los terremotos–, sino
que son consecuencia de una organización social y cultural manifiestamente contingente
que admite no sólo la explicación racional sino, sobre todo, la innovación práctica.
Por paradójico que resulte para cualquiera que se haya topado con las miles de páginas
que componen las obras completas de Marx, a menudo se dice, no sin razón, que es el
autor de una única obra inconclusa: El capital. Fue un ensayista prolijo y brillante, pero
escribió de forma poco sistemática y a menudo motivado por urgencias políticas o
enfrentamientos personales. El capital, en cambio, es la obra de una vida, el resultado
de un esfuerzo intelectual continuado que se prolongó a lo largo de más de tres décadas
de frecuentar la filosofía, la economía, la sociología, la estadística, la historia o la teoría
política e implicó tanto una transformación intelectual personal como una intervención
profundamente innovadora en esas disciplinas.
Karl Marx nació en 1818 en Tréveris (Alemania), en el seno de una familia de origen
judío que se había convertido al protestantismo para escapar a la discriminación
religiosa. Tras un breve y turbulento paso por la Universidad de Bonn, en 1836 se
trasladó a la Universidad de Berlín, donde entró en contacto con un fogoso círculo
reformista muy influenciado por la herencia de Hegel y políticamente cercano a la
burguesía demócrata. La actividad antagonista alemana del momento consistía en una
irrepetible mezcla de especulación bíblica, nacionalismo romántico y preocupaciones
morales estetizantes que, aunque hoy resulte extravagante, era observada con recelo por
las autoridades prusianas. Durante algún tiempo Marx coqueteó con la idea de dedicarse
a la poesía pero, por fortuna para las ciencias sociales y la literatura (se conservan
algunos de sus poemas juveniles), pronto se decantó por la prosa y en 1842 empezó a
publicar en la Gaceta Renana, un periódico progresista del que ese mismo año se
convertiría en director. A través del periodismo Marx se interesó por cuestiones
políticas mucho más mundanas y urgentes que las que ocupaban a la izquierda
hegeliana. Se formó en un estilo de investigación y escritura directo e incisivo con el
que en las décadas posteriores, y destacadamente en algunas páginas de El capital, dio
lo mejor de sí mismo. Además, inició una evolución desde posiciones reformistas y
liberales –se mostraba preocupado por los desfavorecidos pero poco proclive a
considerarlos sujetos políticos activos–, a la defensa del uso cooperativo de los recursos
económicos y la democracia radical, elementos de consenso del magma de doctrinas
que entonces se denominaban socialismo o comunismo.
El estado prusiano clausuró la Gaceta Renana en 1843 y Marx, tras casarse con Jenny
von Westphalen, su amor de juventud, se trasladó a París a finales de año con el
proyecto de fundar una nueva revista: los Anuarios Francoalemanes. La capital
francesa era el epicentro de la actividad revolucionaria europea y contaba con una
amplia representación de trabajadores emigrantes alemanes. Los meses que Marx pasó
allí resultaron arrebatadores y decisivos. Fue entonces cuando Marx se declaró
abiertamente comunista, trabó contacto con las organizaciones obreras clandestinas –en
especial con la Liga de los Justos, una sociedad secreta de artesanos alemanes– e inició
su decisiva amistad con Friedrich Engels, con el que escribió La sagrada familia
(1844), un ajuste de cuentas con los hegelianos de izquierdas. Tan sólo logró editar un
número de los Anuarios, que incluía un artículo sobre la filosofía del derecho de Hegel
en el que por primera vez se presenta al proletariado como artífice de la emancipación
social. De estos años datan también un conjunto de escritos incompletos conocidos
como Manuscritos de París (1844) que permanecieron inéditos hasta 1932 y que
constituyen el primer testimonio de su interés por la economía política y el trabajo
asalariado. Es el inicio de un itinerario teórico que se prolongará durante el resto de su
vida y culminará con El capital.
Tras innumerables retrasos, reescrituras y dudas Marx se decidió a centrar sus esfuerzos
en la publicación del primer volumen de El Capital antes de concluir los siguientes. La
tercera semana de septiembre de1867, salía de la imprenta una humilde tirada de mil
ejemplares del Libro I de El capital. Crítica de la economía política. Marx tenía 49 años
y llevaba casi 25 trabajando en la obra. El texto se publicó en alemán en la editorial
Wigand y su repercusión inmediata fue modestísima: la primera edición tardó cuatro
años en agotarse. Antes de la publicación del Libro I Marx ya había trabajado en los
borradores de los libros II y III. Durante los diez años siguientes Marx siguió
investigando desesperadamente con vistas a completar ambos volúmenes y tomó más de
tres mil páginas de notas. Fue en vano, en parte a causa de su mala salud y en parte por
una creciente incapacidad para sintetizar los resultados de sus estudios. A modo de
ejemplo, llegó a aprender ruso para estudiar la evolución de la agricultura en ese país y,
tras su muerte, se encontraron en su estudio enormes pilas de papeles que únicamente
contenían estadísticas rusas. El retraso se explica también en parte porque desde 1864
Marx volvió a la política activa, desempeñando un papel protagonista en la Asociación
Internacional de Trabajadores. En los últimos años de su vida escribió La guerra civil
en Francia (1871) –un texto muy difundido sobre el levantamiento revolucionario de
París de 1871–, la famosa Crítica del programa de Gotha (1875) y se interesó por la
etnología y las posibilidades de cambio político en las sociedades tradicionales. Marx
confió a Engels la hercúlea labor de, tras su muerte, en 1883, destilar un texto coherente
a partir de su caótica montaña de apuntes para los siguientes volúmenes de El capital.
Así, el Libro II vio la luz en 1885, mientras el Libro III requirió nueve años de trabajo
más y se publicó en 1894.
En cierta ocasión Marx, con envidiable optimismo, describió El capital como un “obús
dirigido al estómago de la clase capitalista”. Incluso sus intérpretes más caritativos
estarán de acuerdo en que, al menos algunas de sus páginas, apuntan mayormente a la
cabeza de sus lectores. El capital es un análisis de las relaciones de producción
capitalistas que pretendía servir a la causa de la clase obrera; sin embargo, una lectura
cabal de la obra requería conocimientos de los clásicos grecolatinos en sus lenguas
originales, historia, economía, filosofía, literatura, política internacional y varios
idiomas modernos. Además, algunos de los ejemplos numéricos de El capital parecen
elaborados cuidadosamente con el único propósito de sembrar el desconcierto. En sus
momentos más inspirados, Marx es uno de los mejores ensayistas de su tiempo,
brillante, ingenioso y conmovedor; en otras ocasiones es oscuro, pomposo y repetitivo.
Desde muy joven adoleció de una incapacidad manifiesta para evaluar el tiempo y la
dedicación que merecían ciertos temas. La teoría de la historia queda ventilada en pocos
párrafos, el ataque a Karl Vogt, un político alemán del que apenas queda recuerdo, le
obsesionó casi dos años y mereció cientos de páginas vitriólicas. A veces también El
capital se desliza peligrosamente hacia el ajuste de cuentas. La exposición inicial de la
teoría del valor, por ejemplo, tiene algo de alarde teórico dirigido a poner de manifiesto
la indigencia filosófica de los economistas de la época.
Por si esto fuera poco, ni siquiera está completamente claro qué escritos componen El
capital. El proyecto de la obra fue variando mucho a lo largo del tiempo, lo que ha dado
pie a un largo y escasamente interesante debate. En su última, aunque no
necesariamente definitiva, versión, Marx proyectó El capital en cuatro libros, de los
cuales sólo editó y revisó exhaustivamente el primero. Es más que discutible si hubiera
aceptado las versiones de los libros II y III en el estado en que Engels decidió que
vieran la luz. Las Teorías de la plusvalía, que Kautsky publicó como Libro IV, nunca se
incluyen en las ediciones de El capital y sólo sirven para dar una idea de los materiales
de trabajo de Marx. Todo ello hace altamente recomendable focalizar la atención en el
Libro I de El capital como la exposición más depurada de la teoría marxista.
El capital es, además, una obra hondamente íntima. Refleja el periplo intelectual de
toda una vida, una pelea conceptual con un amplio conjunto de disciplinas y una
exploración de sus límites. Si El capital se entiende como una obra de economía, de
sociología, de teoría política o de historia, no deja de ser una pieza de museo de la época
heroica de las ciencias sociales. Lo que le proporciona su potencia paradigmática es el
modo en que organiza todas esas perspectivas de un modo no rapsódico, es decir, no
como una yuxtaposición de puntos de vista, sino como un recorrido coherente por un
programa de investigación simultáneamente articulado y abierto. El carácter inconcluso
de la investigación social es sintomático de su carácter sui generis, del modo en que
requiere una transformación gnoseológica, un proceso de disolución de las ficciones
ideológicas que vedan el acceso al conocimiento, y no sólo una exposición positiva.
Marx no se limita a presentar una teoría alternativa a las dominantes, sino que desarrolla
sus puntos de vista a través de una crítica dialógica que parte del léxico interno de los
saberes hegemónicos para subvertirlos. Así, no tiene nada de trivial el aire kantiano de
los títulos de sus obras, que a menudo incluyen la palabra “crítica”. En cierto sentido, El
capital es un ejemplo consumado de obra de arte total y permite una gran cantidad de
lecturas distintas (aunque no cualquier lectura). Siempre que se privilegia alguno de los
hilos que propone no se pierde tanto algún aspecto concreto cuanto la estructura
profunda de la obra. No obstante, cabe hacer un puñado de puntualizaciones básicas que
pueden ayudar a evitar algunas interpretaciones frecuentes basadas en malentendidos
agotadores e infecundos.
Marx sí propuso una teoría materialista de la historia. La versión más fuerte y coherente
de esta doctrina es un determinismo tecnológico que afirma que el progreso de las
fuerzas productivas y en última instancia de la ciencia útil explica el desarrollo de las
relaciones de producción. Esta teoría reaparece ocasionalmente en El capital, pero de
forma marginal. Marx nunca sobreestima la capacidad de este marco general como
instrumento de investigación y, de hecho, hay otros escritos donde plantea concepciones
del cambio histórico literalmente opuestas. Más bien lo utiliza con una finalidad crítica,
como reacción contra nuestra tendencia ideológica a exagerar la potencia y libertad del
individuo. En ningún caso consideró insignificante el papel histórico de los factores
culturales o espirituales, como a veces se mantiene (“en el curso de la producción
capitalista se desarrolla una clase trabajadora que por educación, tradición y costumbre
reconoce como leyes naturales evidentes las exigencias de ese modo de producción”,
escribe en el capítulo 24 del Libro I de El capital). También es completamente
rechazable, pues el propio Marx se molestó en aclararlo, la tesis de que El capital
postula una concepción metafísica de la historia basada en una sucesión inevitable de
modos de producción.
3. El Libro I de El capital
Así, El capital comienza con una descripción de las sociedades modernas como
comunidades en las que desempeñan un papel preponderante las reglas del intercambio
de mercancías. La supervivencia material de la sociedad contemporánea no se produce,
como en épocas pasadas, a través de la solidaridad familiar o de la coerción abierta de
un estamento sobre otro, sino mediante el intercambio generalizado y voluntario de
bienes y servicios equivalentes en el mercado. Vivimos entre continuas compras y
ventas. Las jornadas laborales, la alimentación, el tiempo de ocio, el mundo
simbólico… gran parte de nuestra cotidianeidad se recorta sobre el telón de fondo de los
intercambios monetarios (lo cual no significa que se reduzca a ellos o se deduzca de
ellos). En ese sentido, una clave importante de El capital es la idea de que es difícil
sobrestimar la exoticidad de nuestra sociedad. Frente al evolucionismo ambiente de su
época, Marx subraya la discontinuidad entre el intercambio ocasional propio de las
sociedades tradicionales –los mercados medievales, por ejemplo, tenían lugar en fechas
y lugares señalados– y el mercado universal moderno, que se presenta como el correlato
de una estructura política, también históricamente insólita, basada en la democracia y el
respeto de los derechos individuales.
Las cosas que habitualmente se compran y venden en el mercado, las mercancías, son
“valores de uso”, lo que significa sencillamente que poseen alguna utilidad con
independencia de que se intercambien. El mercado es una institución que habilita los
valores de uso para ser intercambiados por ciertas cantidades de otros bienes útiles, una
propiedad que Marx denomina “valor de cambio”. El comercio esporádico antiguo
podía responder a criterios más o menos arbitrarios, pero la universalización de los
intercambios implica su articulación regular: el mercado iguala las mercancías en algún
sentido, las convierte en generalmente equiparables entre sí. Por eso, Marx cree que el
valor de cambio de una mercancía es una propiedad relativa –cada mercancía tiene
muchos valores de cambio– a la que subyace una magnitud absoluta o “sustancia” social
común: el valor. El valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo
directo e indirecto que se necesita para producirla.
¿Por qué el trabajo es la sustancia del valor para Marx? Por un lado, el trabajo es el
único aspecto real de todas las mercancías razonablemente universal y cuantificable.
Existen mercados en los que el valor de los productos no depende del tiempo de trabajo
–el mercado del arte es el ejemplo recurrente–, pero en nuestras sociedades son
marginales. Otros criterios alternativos presentes en cualquier mercancía, como su
utilidad subjetiva, son muy difíciles de medir (no tenemos utilímetros). Por otro lado,
para que un conjunto de contactos mercantiles no organizados permitan la subsistencia
colectiva, tiene que guardar una relación coherente con el tiempo de trabajo global del
que dispone una sociedad. Marx hizo dos puntualizaciones importantes a esta teoría, en
buena medida heredada de la economía política clásica. En primer lugar, la substancia
del valor no es el trabajo efectivamente cristalizado en una mercancía concreta, sino el
trabajo socialmente necesario para su producción. Es decir, el trabajo que genera valor
es el que se requiere para crear una mercancía para la que existe demanda social en
condiciones de productividad media: los trajes de los sastres torpes y caprichosos que
dedican mucho tiempo a fabricar piezas extravagantes que nadie vestiría no valen más
que los del sastre medio. En segundo lugar se trata de trabajo abstracto y simple, por
oposición al trabajo concreto y cualificado.
¿De dónde surge el incremento del valor o plusvalor? No puede ser de la circulación, de
la compra y venta donde rige el intercambio de equivalentes, así que debe ser del
proceso de producción, del uso de alguno de los elementos que el capitalista compra con
su inversión inicial. No todos los factores productivos son idénticos. Las materias
primas, la maquinaria o las instalaciones que el capitalista adquiere se limitan a
transmitir su propio valor al producto final. Por eso Marx denomina la parte del capital
compuesta por los medios de producción “capital constante”. El empresario también
contrata empleados. No compra directamente el trabajador, como en las sociedades
esclavistas, ni tampoco el trabajo sin más. Lo que adquiere es el derecho a usar durante
cierto tiempo las capacidades que necesita –la “fuerza de trabajo”– de una persona. El
valor de la fuerza de trabajo está determinado, como el de cualquier otra mercancía, por
el tiempo de trabajo necesario para su reproducción, es decir para la creación de los
medios de subsistencia del trabajador, un conjunto de bienes y servicios cambiante a lo
largo de la historia y del espectro social. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los
medios de producción, el capitalista puede prolongar el uso de la fuerza de trabajo para
que produzca más valor del que requiere su reproducción. Por eso Marx denomina la
parte del capital que se destina al pago de salarios “capital variable”. El uso intensivo de
una máquina, dice Marx, tan sólo altera la velocidad a la que traslada su propio valor al
producto final, pero no incrementa el valor total que puede llegar a transmitir. En
cambio, el valor de la fuerza de trabajo y la duración e intensidad de la jornada laboral –
esto es, el uso de la fuerza de trabajo– son magnitudes independientes, la primera
guarda relación mayormente con el desarrollo de las fuerzas productivas, la segunda es
el resultado de la lucha de clases. El plusvalor es la diferencia entre el valor de la fuerza
de trabajo y el valor que esa fuerza de trabajo puede crear, una asimetría que Marx
caracteriza en términos de explotación.
El trabajo asalariado es, por tanto, la fuente del plusvalor y, así, la condición de
posibilidad de una desigualdad económica sistemática que no vulnera las reglas
mercantiles de equidad. La relación salarial es la clave de bóveda de una solidísima
estructura de clases propia de una sociedad que ideológicamente apuesta por la libertad
y cierto tipo peculiar de igualdad. En el feudalismo europeo, por ejemplo, los
campesinos debían dedicar cierto número de días al año a trabajar gratuitamente para su
señor, de modo que la naturaleza de la dominación era manifiesta. El salario, en cambio,
oculta la raíz del plusvalor, es decir, de la desigualdad, a través de un acuerdo
comercial.
Marx establece dos condiciones para que el trabajo asalariado se generalice: la libertad
jurídica individual –por oposición a las relaciones de dependencia personal típicas de
las sociedades tradicionales– y la falta de control de los medios de producción, cuya
propiedad está concentrada en manos de la clase capitalista. Muy groseramente
esquematizado, en las sociedades esclavistas los trabajadores no tienen ni libertad
personal ni dominan los medios de producción, en las sociedades estamentales los
trabajadores controlan los medios de producción y están ligados por relaciones de
vasallaje a las clases dominantes. La combinación de autonomía individual y
expropiación de los medios de producción hace que una gran cantidad de personas se
vean materialmente obligadas a vender su fuerza de trabajo en condiciones formalmente
libres, esto es, no a causa de alguna clase de lealtad, reciprocidad o sometimiento
institucionalizado, sino en el curso de una transacción jurídicamente voluntaria. Se trata
de un fenómeno, y Marx es bien consciente de ello, históricamente inaudito que ha
revolucionado el mundo.
Marx plantea también algunas elaboraciones derivadas de sus conceptos básicos. Como
el proceso de creación de plusvalor (p) depende sólo de la parte del capital dedicada a
fuerza de trabajo –el capital variable (v)–, se puede medir el grado de valorización
relacionando el plusvalor y el capital variable (p/v), Marx llama a esta proporción “tasa
de plusvalor” o “tasa de explotación”. En segundo lugar, Marx relaciona la parte del
capital dedicada a medios de producción –el capital constante (c)– y el capital variable
mediante la tasa c/v que denomina “composición del capital”. La composición del
capital se puede entender en dos sentidos: desde el punto de vista formal del proceso de
valorización es la “composición en valor”, desde la perspectiva material del proceso de
producción –como relación entre medios de producción y trabajo– es la “composición
técnica”. La interrelación de ambas se refleja en una tercera perspectiva que Marx
denomina “composición orgánica” y que sólo toma en consideración aquellas
alteraciones de la composición en valor que son el resultado de cambios técnicos
relevantes.
Un aspecto sorprendente para cualquiera que se asome por primera vez a El capital es el
enorme número de páginas dedicadas a cuestiones históricas muy concretas. No es un
desliz ni tampoco se trata, como a menudo se dice, de meros ejemplos. Esos análisis
constituyen una parte cardinal de la concepción de las ciencias sociales de Marx para
quien, a diferencia de muchos de sus herederos, nociones como “subsunción real” no
son más que abreviaturas de un desarrollo conceptual que requiere de todo el espesor de
la investigación histórica. Él mismo subrayó la influencia de sus escritos periodísticos
en su teoría, y tampoco son casuales las alabanzas que hace de los inspectores fabriles,
que desarrollaron un saber informal pero estructurado, de gran solidez empírica no
esponjada por la especulación académica o la ideología. Aunque la investigación
histórica salpica la totalidad de El capital, hay cuatro episodios destacados en el Libro I:
el análisis de los límites de la jornada laboral (capítulo 8), con el que hace su aparición
en la obra la lucha de clases; los detalles del proceso de racionalización de la
organización del trabajo y de la creciente solidaridad entre ciencia y producción
capitalista (capítulo 13); y la manifestación práctica de la ley general de la acumulación
capitalista (capítulo 23). Mención aparte merece el capítulo 24, dedicado a la
“acumulación originaria”, es decir, a la creación de un mercado de trabajo mediante una
estrategia activa de desposesión de las masas populares, a las que se priva de sus medios
de producción tradicionales a través de un violento juego de alianzas de clase.
Resulta evidente que dos capitales con la misma tasa de plusvalor (p/v) pueden tener
tasas de beneficio distintas si su composición de valor (la relación entre capital
constante y variable) es distinta. Es un hecho empírico que los distintos sectores
productivos tienen composiciones de valor muy distintas –algunos requieren mucha
mano de obra, otros muy poca– y, sin embargo, en un entorno competitivo la tasa de
beneficio tiende a nivelarse. Esta contradicción lleva a Marx a plantear un nuevo
concepto, el “precio de producción” (c + v + b), que es la suma del precio de coste (c +
v) y el beneficio medio (b), que viene dado por el precio de coste multiplicado por la
tasa media de beneficio. Así, el beneficio de cada capital no depende del plusvalor que
efectivamente genera individualmente, sino del plusvalor que producen todos los
capitales en conjunto. La idea es que los distintos capitales entregan diferentes
cantidades de plusvalor a una especie de fondo común capitalista del que sólo retiran el
beneficio medio. Marx planteó también un procedimiento de conversión de los valores
en precios de producción que contiene algunos errores conceptuales y ha dado pie a un
larguísimo debate acerca de su posibilidad y sentido, conocido como el “problema de la
transformación”, que ha alcanzado espeluznantes cotas de sofisticación matemática y
filosófica.
Con la teoría de los precios de producción, Marx creyó que podía explicar
simultáneamente la procedencia real del beneficio capitalista y la razón de que la
práctica capitalista competitiva sea necesariamente ciega a ese origen, al tiempo que
sacaba a la luz una formidable raíz de conflictos relacionada con una tensión sistemática
entre los intereses individuales de cada capitalista y sus intereses colectivos como clase.
En efecto, los capitalistas del siglo XIX se enfrentaron con vértigo a un hecho
económico enigmático: una tasa decreciente de beneficio. Marx lo atribuyó a la
tendencia al crecimiento de la composición orgánica del capital, es decir, a la
disminución relativa de la parte variable del capital, que es la única que genera
plusvalor. La competencia obliga a los capitalistas a aumentar sistemáticamente la
productividad a través de la intensificación tecnológica y la reducción de los costes
laborales, pero esta estrategia, perfectamente racional desde el punto de vista individual,
es colectivamente suicida, pues mina la base social de la ganancia. Tradicionalmente se
suele exponer esta idea mediante un desarrollo formal que muestra la relación
conceptual entre la tasa de beneficio y la composición orgánica y la tasa de explotación.
A partir de la tasa de beneficio se divide numerador y denominador por v y se obtiene la
tasa de plusvalor dividida por la composición orgánica más 1:
p/ (c+v) = (p/v) / ((c/v)+(v/v)) = (p/v) / ((c/v)+1)
Marx expone la caída tendencial de la tasa de beneficio como una ley fundamental del
capitalismo. Sin embargo, de nuevo la argumentación de Marx resulta más convincente
si se lee, en términos más mundanos, como la identificación analítica de un dilema
práctico característico de la modernidad, esa extraña civilización empeñada en reducir
al mínimo la carga de trabajo a través de la extensión enfebrecida de la automatización
y que, simultáneamente, condiciona la subsistencia material de sus miembros al trabajo
asalariado.
En general, la historia del marxismo, es decir, el desarrollo de las doctrinas de Marx tras
su muerte, es un episodio extremadamente interesante de la historia de las mentalidades
y más bien oscuro de la historia de las ideas. Los seguidores de Marx se dividen entre
pensadores brillantes pero no siempre parsimoniosos y otros justamente olvidados pero
que han infligido un daño irreparable a la recepción de su obra. Una tercera facción la
componen egregios partidarios de Marx cuyo vínculo con su doctrina es remoto: de
Lukács a Sartre pasando por Walter Benjamin.
Desde muy pronto, buena parte de las interpretaciones de El capital se han concentrado
en la refutación o demostración de su coherencia. Entre los problemas que más
duraderamente han ocupado a la crítica está la teoría del valor –con algunos episodios
interesantes relacionados con su evaluación empírica cuantitativa– y el “problema de la
transformación”. Las cuestiones de metodología han sido un caladero para escritos
heteróclitos cuyo interés no siempre es proporcional a la exactitud de su interpretación
de los textos de Marx. Las teorías del imperialismo –el germen de las críticas de la
globalización contemporáneas– desarrollaron aspectos de la doctrina marxista básicos
para la comprensión de la evolución del capitalismo en los siglo XX y XXI. Por último,
en el campo de la historia, el problema del paso del feudalismo al capitalismo ha
propiciado al menos dos debates memorables. Más allá de eso, El capital ha sido una
matriz programática constante para un inmenso número de investigaciones concretas en
prácticamente todos los campos, hasta el límite de lo improbable, de las ciencias
sociales.
Aunque El capital es una obra científica, Marx también la concibió con una vertiente
política indisoluble de la primera y que, para muchos intérpretes, constituye su legado
más vivo. En última instancia, la clave de lectura de la práctica totalidad de su obra es
una propuesta de democratización radical de la vida humana a través de la denuncia y el
análisis de un desequilibrio entre los dos proyectos emancipatorios modernos: la
liberación política, iniciada por la Revolución Francesa, y la liberación material,
inaugurada por la Revolución Industrial. Marx nunca pensó, como a veces se mantiene,
que el estado de derecho o la libertad de prensa fueran triviales, al contrario, los
consideró como una parte indispensable pero incompleta del proceso racionalizador que
había iniciado la Ilustración. Por eso, también fue receptivo al efecto positivo de la
economía de mercado, a su capacidad de destrucción de los sedimentos opresores de la
tradición. Sin embargo, creía que esa experiencia de liberación mercantil había
fracasado o, al menos, había alcanzado sus propios límites. En sus propias palabras, “la
verdadera barrera de la producción capitalista es el capital mismo, a saber: que el
capital y su autovalorización aparecen como punto de partida y punto final, como
motivo y finalidad de la producción”. Para Marx, la porfía en este proyecto agotado ha
cortocircuitado los procesos de emancipación política y ha sumido la sociedad moderna
en un proceso carcinógeno que genera servidumbres aún más sólidas que las antiguas.
6. Bibliografía
La bibliografía sobre Marx y El capital es inabarcable y muy irregular, buena parte está
vinculada a coyunturas teóricas y políticas periclitadas o sencillamente de dudoso
interés. Por eso muchas veces resultan más valiosas las sugerencias bibliográficas
sucintas que extensas. Indicamos a continuación un brevísimo elenco de obras
seleccionadas con criterios ampliamente personales. Todas ellas incluyen bibliografía
detallada y han sido utilizadas en esta introducción con tanta liberalidad como merecen.
Como introducción al contexto histórico en el que vivió y escribió Marx, la historia del
siglo XIX en tres volúmenes de Eric Hobsbawm es irremplazable: La era de la
revolución, La era del capital y La era del imperio (Barcelona, Crítica, 1991, 1998,
2003). El principal análisis de la inserción de Marx en la cultura de la modernidad es
Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire (Madrid, Siglo XXI, 1988).
Respecto a las dimensiones prácticas de los análisis pioneros de la economía política
resulta esclarecedor Michael Perelman, The invention of capitalism (Durham, Duke
University Press, 2000).
Seguimos sin contar con una biografía definitiva de Marx. De entre las disponibles, es
muy útil David McLellan, Karl Marx. Su vida y sus ideas (Barcelona, Crítica, 1977).
También merece la pena leer Hans Magnus Enzensberger, Conversaciones con Marx y
Engels (Barcelona, Anagrama, 1974), un divertido y meticuloso centón de comentarios
sobre Marx y Engels procedentes de las personas que los conocieron en vida. Una
introducción general aguda y comprensible a la obra de Marx es Francisco Fernández
Buey, Marx (sin ismos) (Barcelona, El Viejo Topo, 1998). Una brillante aproximación a
la recepción académica actual de Marx es Terrell Carver (ed.), The Cambridge
Companion to Marx (Cambridge University Press, 1991). Buena parte de los ataques a
Marx son de muy baja estofa intelectual. En cambio, en Jon Elster, Una introducción a
Karl Marx (Madrid, Siglo XXI, 1991) se hace una evaluación muy severa del legado de
Marx con la que se podrá estar de acuerdo o no, pero ninguna de sus críticas es trivial o
está basada en una lectura superficial.
Para la historia de las doctrinas marxistas, dos fuentes habituales son Eric Hobsbawm
(ed.), Historia del marxismo (Barcelona, Bruguera, 1982) y Leszek Kolakowski, Las
principales corrientes del marxismo (Madrid, Alianza Editorial, 1980). El equivalente
por lo que toca a la historia de los debates económicos relacionados con El capital es la
recopilación de Michael Howard y John King (eds.), A History of Marxian Economics
(Londres, Macmillan, 1989).