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Introducción a El Capital de Karl Marx.

Una antología (Madrid, Alianza, 2013)

César Rendueles

Ningún autor en la historia de las ideas ha tenido una influencia política tan explosiva e
inmediata como Karl Marx (1818-1883). La onda expansiva de su legado intelectual
sólo puede compararse al efecto de los textos de las grandes religiones monoteístas. La
recepción de sus ideas es un componente esencial de la gran falla ideológica que
configuró la geología política de los siglos XIX y XX, un período de cambios sociales y
culturales de proporciones neolíticas. El nombre de Marx ha sido invocado asidua e
inflamadamente, por sus partidarios lo mismo que por sus detractores, en los procesos
de conquista de derechos sociales que hoy consideramos irrenunciables, pero también
como justificación del despliegue de armamento nuclear suficiente para volar el planeta
en mil pedazos; en las experiencias artísticas más arriesgadas y sublimes, pero también
como enemigo a batir por toda clase de oscuros proyectos reaccionarios.

Paradójicamente los especialistas se muestran casi unánimes –y el campo de los


estudios marxistas no es precisamente proclive al consenso–, a la hora de cuestionar
cualquier relación entre la obra de Marx y los actos y las doctrinas de buena parte de
quienes se declararon sus herederos, por no hablar de las atribuciones de sus críticos.
Por supuesto, resulta absurda la idea de que Marx –un pensador riguroso y jaranero,
comprometido y bohemio, de erudición enciclopédica y pronunciada sensibilidad
artística– guarde la más remota relación con el medioambiente intelectual oficial de lo
que se dio en llamar “socialismo real”, una excrecencia cultural freudianamente
siniestra desde su nacimiento. Pero incluso en aquellos casos en los que sus tesis se
utilizaron como arma política en causas de nobleza incuestionable es muy probable que
el entusiasmo y la urgencia hayan podido al rigor. La edición y el estudio de los textos
de Marx ha estado tradicionalmente a cargo de activistas y ha sido una empresa ardua,
peligrosa o incluso clandestina, que ha tenido más que ver con la militancia política que
con la actividad académica al uso. La ideologización de la difusión de las doctrinas
marxistas ha contribuido a que la vehemencia y la impaciencia, cuando no el puro
dogmatismo, caractericen algunas de sus interpretaciones dominantes. En este contexto,
no es raro que disputas menores en torno a asuntos extremadamente técnicos den pie a
graves acusaciones cruzadas de reformismo (o radicalismo utopista), sintonía con los
intereses del capital (o con el estalinismo), economicismo (o voluntarismo) y un largo y
exasperante etcétera.

Y, sin embargo, también hay algo justo, tal vez poéticamente justo, en esta recepción
tan convulsa. Porque Karl Marx es uno de los fundadores de las ciencias sociales pero,
además, es un autor crucial para comprender la modernidad. Ambos aspectos se traban
en sus textos inextricablemente. Marx es tan característicamente moderno como la
penicilina, la radio, el arte abstracto o el alumbrado de las calles. Su diagnóstico y
explicación de la sociedad industrial están profundamente imbricados en una percepción
de su época, común a sus contemporáneos, como un momento épico y de aurora,
contradictorio y conflictivo pero también esperanzador; un tiempo en cierto sentido
atroz, pero con el que, en cualquier caso, había que comprometerse, sobre el que no se
podía renunciar a intervenir. Lo característicamente marxista no es tanto ese
evolucionismo historicista que la crítica contemporánea ha subrayado ad nauseam,
cuanto la idea de que existe un futuro que proyectar, que hay grandes transformaciones
que afectan a dimensiones cardinales de la vida social que merece la pena emprender.
Marx forma parte de una constelación de sentido fáustica en la que los disparos de la
Comuna parisina resuenan en las novelas de Dostoyevski, versos de Leopardi
musicados por Stravinski se convierten en himnos sufragistas y grandes murales
constructivistas adornan los edificios de acero y cristal de una ciudad jardín. Marx
resulta impenetrable desde el melancólico cinismo postmoderno, para el que es al
mismo tiempo demasiado optimista y demasiado pesimista. Por un lado, no creía que el
ser humano fuera lo suficientemente virtuoso como para que la mera voluntad moral
pudiera dar lugar a un mundo justo. La mejora de las condiciones materiales a través de
un uso colectivamente inteligente del desarrollo tecnológico es una condición de
posibilidad de una igualdad política no heroica, es decir, factible. Por otro lado,
confiaba en que no seríamos tan necios como para seguir soportando indefinidamente
un uso socialmente subóptimo de la tecnología que nos impide desplegar nuestros
mejores potenciales como personas. Creyó que los desheredados tendrían el empeño,
del que la burguesía carecía, para aprovechar las oportunidades que nos ofrece la
marcha atronadora de la razón científica y política. Es esta mezcla de análisis
sociológico, crítica radical, agudeza filosófica y esperanza milenarista la que ha
convertido el legado de Marx en protagonista, y no sólo testigo, de su época, sea o no
aún la nuestra. Por muy necesaria que resulte su recepción académica forense, con ella
también se pierde algo fundamental. Por eso hay algo profundamente verdadero en la
imagen de un guerrillero estudiando economía política en medio de la jungla.

El capital recoge enteramente esta tensión del pensamiento marxista. Así, ha dado pie a
lecturas tan opuestas que resulta difícil creer que se refieran a la misma obra: tratados de
economía matemática exquisitamente formales, vehementes libelos políticos, análisis
literarios, ensayos de metafísica… El capital contiene esas perspectivas y otras muchas.
Es una gigantomaquia teórica que trata de encontrar núcleos estables de inteligibilidad
en el caos del proceso de industrialización, una dinámica histórica acelerada que
simultáneamente trastocó de arriba abajo regularidades culturales milenarias y sacó a la
luz la densidad y la potencia misma del vínculo social. El capital se enfrenta a una
experiencia novedosa y ubicua en el mundo moderno: por primera vez en la historia de
la humanidad, de forma generalizada las grandes cuitas colectivas no pertenecen al
orden de la necesidad natural –como las sequías, las epidemias o los terremotos–, sino
que son consecuencia de una organización social y cultural manifiestamente contingente
que admite no sólo la explicación racional sino, sobre todo, la innovación práctica.

1. La obra de una vida

Por paradójico que resulte para cualquiera que se haya topado con las miles de páginas
que componen las obras completas de Marx, a menudo se dice, no sin razón, que es el
autor de una única obra inconclusa: El capital. Fue un ensayista prolijo y brillante, pero
escribió de forma poco sistemática y a menudo motivado por urgencias políticas o
enfrentamientos personales. El capital, en cambio, es la obra de una vida, el resultado
de un esfuerzo intelectual continuado que se prolongó a lo largo de más de tres décadas
de frecuentar la filosofía, la economía, la sociología, la estadística, la historia o la teoría
política e implicó tanto una transformación intelectual personal como una intervención
profundamente innovadora en esas disciplinas.
Karl Marx nació en 1818 en Tréveris (Alemania), en el seno de una familia de origen
judío que se había convertido al protestantismo para escapar a la discriminación
religiosa. Tras un breve y turbulento paso por la Universidad de Bonn, en 1836 se
trasladó a la Universidad de Berlín, donde entró en contacto con un fogoso círculo
reformista muy influenciado por la herencia de Hegel y políticamente cercano a la
burguesía demócrata. La actividad antagonista alemana del momento consistía en una
irrepetible mezcla de especulación bíblica, nacionalismo romántico y preocupaciones
morales estetizantes que, aunque hoy resulte extravagante, era observada con recelo por
las autoridades prusianas. Durante algún tiempo Marx coqueteó con la idea de dedicarse
a la poesía pero, por fortuna para las ciencias sociales y la literatura (se conservan
algunos de sus poemas juveniles), pronto se decantó por la prosa y en 1842 empezó a
publicar en la Gaceta Renana, un periódico progresista del que ese mismo año se
convertiría en director. A través del periodismo Marx se interesó por cuestiones
políticas mucho más mundanas y urgentes que las que ocupaban a la izquierda
hegeliana. Se formó en un estilo de investigación y escritura directo e incisivo con el
que en las décadas posteriores, y destacadamente en algunas páginas de El capital, dio
lo mejor de sí mismo. Además, inició una evolución desde posiciones reformistas y
liberales –se mostraba preocupado por los desfavorecidos pero poco proclive a
considerarlos sujetos políticos activos–, a la defensa del uso cooperativo de los recursos
económicos y la democracia radical, elementos de consenso del magma de doctrinas
que entonces se denominaban socialismo o comunismo.

El estado prusiano clausuró la Gaceta Renana en 1843 y Marx, tras casarse con Jenny
von Westphalen, su amor de juventud, se trasladó a París a finales de año con el
proyecto de fundar una nueva revista: los Anuarios Francoalemanes. La capital
francesa era el epicentro de la actividad revolucionaria europea y contaba con una
amplia representación de trabajadores emigrantes alemanes. Los meses que Marx pasó
allí resultaron arrebatadores y decisivos. Fue entonces cuando Marx se declaró
abiertamente comunista, trabó contacto con las organizaciones obreras clandestinas –en
especial con la Liga de los Justos, una sociedad secreta de artesanos alemanes– e inició
su decisiva amistad con Friedrich Engels, con el que escribió La sagrada familia
(1844), un ajuste de cuentas con los hegelianos de izquierdas. Tan sólo logró editar un
número de los Anuarios, que incluía un artículo sobre la filosofía del derecho de Hegel
en el que por primera vez se presenta al proletariado como artífice de la emancipación
social. De estos años datan también un conjunto de escritos incompletos conocidos
como Manuscritos de París (1844) que permanecieron inéditos hasta 1932 y que
constituyen el primer testimonio de su interés por la economía política y el trabajo
asalariado. Es el inicio de un itinerario teórico que se prolongará durante el resto de su
vida y culminará con El capital.

En febrero de 1845 las autoridades francesas, presionadas por el gobierno alemán,


expulsan del país a Marx, que se traslada a Bruselas. Allí redobla su actividad. Escribe
las famosas y unánimemente sobreinterpretadas Tesis sobre Feuerbach (1845) y una
evaluación crítica del socialismo utópico bastante injusta, aunque importante en algunos
de sus aspectos propositivos, titulada Miseria de la filosofía (1847). Entre 1845 y 1846
trabaja con Engels en La ideología alemana, una continuación de La sagrada familia
que puede considerarse el escrito fundacional del materialismo histórico.
Desgraciadamente, este texto prometedor en el que se perciben destellos filosóficos de
gran calado quedó inacabado –sólo vio la luz pública en 1926– y plantea importantes
problemas de interpretación que obligan a utilizarlo con muchas precauciones. Además,
en Bruselas Marx asume su primer compromiso editorial para publicar una obra de
economía política. No cumplirá el encargo, iniciando una dinámica significativa. La
dilación en la conclusión de la obra de economía, que el propio Marx creía que apenas
le ocuparía unos meses, se irá mostrando sintomática de un problema de orden
científico. Es cierto, no obstante, que son años políticamente tumultuosos, en los que
Marx y Engels crean el Comité de Correspondencia de Bruselas –una organización de
coordinación de la política antagonista europea–, cultivan las relaciones con el cartismo
británico e impulsan la conversión de la Liga de los Justos en la Liga Comunista, que
les encarga la redacción del Manifiesto comunista (1848), una obra maestra del ensayo
político y posiblemente el panfleto más eficaz de la historia. La revolución parece
inminente y la naturaleza de las asociaciones obreras está experimentando un cambio
profundo. Los clubes de trabajadores, las sociedades secretas, los proyectos utópicos y
las organizaciones ecuménicas que buscan la armonía social van dando paso a
organizaciones proletarias formales, públicas y abiertamente partidistas que, además,
cultivan la investigación social como herramienta de innovación política.

En 1848 una oleada de insurrecciones populares y procesos revolucionarios


conmocionó Europa. Fue el resultado –largamente temido por los gobiernos de todo el
continente– de los graves desequilibrios que había generado el proceso de
industrialización, hasta el punto de que se suele considerar la derrota de estas
sublevaciones como el punto final de la fase inaugural del capitalismo. Tan pronto
como la revuelta estalla en París, Marx abandona Bruselas en dirección a la capital
francesa para, pocos meses después, emprender viaje a Colonia. Allí se pone al frente de
la Nueva Gaceta Renana, un periódico con el que Marx trata de consolidar la presencia
pública de las ideas radicales incidiendo sobre un público demócrata más amplio. Tras
el triunfo de la reacción, en mayo de 1849, Marx se exilia en Londres, donde
permanecerá hasta su muerte, y abandona la política activa durante tres lustros. En los
primeros años londinenses escribió algunos análisis históricos importantes sobre los
acontecimientos posteriores a 1848 –por un lado, los textos que Engels recopiló en 1895
bajo el título de La lucha de clases en Francia (1850) y, por otro, El dieciocho de
brumario de Luis Bonaparte (1852)– a los que seguirán una gran cantidad de
colaboraciones en la prensa, entre las que destacan sus artículos como corresponsal
europeo del periódico estadounidense New York Daily Tribune entre 1852 y 1862. Sin
embargo, lo más relevante de este período es su atormentada entrega al estudio de la
economía política, jalonada por innumerables achaques y desventuras pecuniarias y
familiares, que ha pasado a la historia como una auténtica epopeya ilustrada. En junio
de 1850, Marx consiguió un permiso para acceder a la Sala de lectura del Museo
Británico, donde los siguientes quince años pasó una cantidad portentosa de horas de
estudio que se plasmaron en miles de páginas manuscritas quintaesenciadas en El
capital.

Los esfuerzos de Marx se pueden observar a través de varios escritos de transición. En


primer lugar, entre 1857 y 1858 Marx redacta los Elementos fundamentales para la
crítica de la economía política (más conocidos como Grundrisse), un pantagruélico
manuscrito inacabado que, cuando se dio a conocer en Occidente en los años sesenta del
siglo XX, desencadenó un torrente de comentarios. En los Grundrisse Marx utiliza un
lenguaje más especulativo y menos contenido que en El capital y, aunque de lectura
muy farragosa, a menudo resultan iluminadores y muy sugerentes. En segundo lugar,
Marx publicó en 1859 una Contribución a la crítica de la economía política, que fue
recibida con justicia como una obra decepcionante y poco enjundiosa que de ningún
modo cumplía las expectativas que se habían depositado en sus investigaciones. De
hecho, es un ensayo más conocido por su prólogo, donde Marx expone la formulación
canónica de su teoría de la historia. En tercer lugar, entre 1861 y 1863 Marx redactó un
manuscrito descomunal compuesto por más de veinte cuadernos de notas dedicados en
su mayor parte al análisis de las doctrinas económicas. Karl Kautsky publicó una parte a
principios del siglo XX bajo el título de Teorías de la plusvalía como Libro IV de El
capital que, según el plan de Marx, debía estar dedicado a cuestiones relacionadas con
la historia de la economía. Por último, en 1865 Marx escribió un texto titulado
Resultados del proceso inmediato de producción pensado para servir de nexo entre el
Libro I y el Libro II de El capital, pero que en el último momento prefirió no publicar.

Tras innumerables retrasos, reescrituras y dudas Marx se decidió a centrar sus esfuerzos
en la publicación del primer volumen de El Capital antes de concluir los siguientes. La
tercera semana de septiembre de1867, salía de la imprenta una humilde tirada de mil
ejemplares del Libro I de El capital. Crítica de la economía política. Marx tenía 49 años
y llevaba casi 25 trabajando en la obra. El texto se publicó en alemán en la editorial
Wigand y su repercusión inmediata fue modestísima: la primera edición tardó cuatro
años en agotarse. Antes de la publicación del Libro I Marx ya había trabajado en los
borradores de los libros II y III. Durante los diez años siguientes Marx siguió
investigando desesperadamente con vistas a completar ambos volúmenes y tomó más de
tres mil páginas de notas. Fue en vano, en parte a causa de su mala salud y en parte por
una creciente incapacidad para sintetizar los resultados de sus estudios. A modo de
ejemplo, llegó a aprender ruso para estudiar la evolución de la agricultura en ese país y,
tras su muerte, se encontraron en su estudio enormes pilas de papeles que únicamente
contenían estadísticas rusas. El retraso se explica también en parte porque desde 1864
Marx volvió a la política activa, desempeñando un papel protagonista en la Asociación
Internacional de Trabajadores. En los últimos años de su vida escribió La guerra civil
en Francia (1871) –un texto muy difundido sobre el levantamiento revolucionario de
París de 1871–, la famosa Crítica del programa de Gotha (1875) y se interesó por la
etnología y las posibilidades de cambio político en las sociedades tradicionales. Marx
confió a Engels la hercúlea labor de, tras su muerte, en 1883, destilar un texto coherente
a partir de su caótica montaña de apuntes para los siguientes volúmenes de El capital.
Así, el Libro II vio la luz en 1885, mientras el Libro III requirió nueve años de trabajo
más y se publicó en 1894.

2. El capital: dificultades de interpretación

En cierta ocasión Marx, con envidiable optimismo, describió El capital como un “obús
dirigido al estómago de la clase capitalista”. Incluso sus intérpretes más caritativos
estarán de acuerdo en que, al menos algunas de sus páginas, apuntan mayormente a la
cabeza de sus lectores. El capital es un análisis de las relaciones de producción
capitalistas que pretendía servir a la causa de la clase obrera; sin embargo, una lectura
cabal de la obra requería conocimientos de los clásicos grecolatinos en sus lenguas
originales, historia, economía, filosofía, literatura, política internacional y varios
idiomas modernos. Además, algunos de los ejemplos numéricos de El capital parecen
elaborados cuidadosamente con el único propósito de sembrar el desconcierto. En sus
momentos más inspirados, Marx es uno de los mejores ensayistas de su tiempo,
brillante, ingenioso y conmovedor; en otras ocasiones es oscuro, pomposo y repetitivo.
Desde muy joven adoleció de una incapacidad manifiesta para evaluar el tiempo y la
dedicación que merecían ciertos temas. La teoría de la historia queda ventilada en pocos
párrafos, el ataque a Karl Vogt, un político alemán del que apenas queda recuerdo, le
obsesionó casi dos años y mereció cientos de páginas vitriólicas. A veces también El
capital se desliza peligrosamente hacia el ajuste de cuentas. La exposición inicial de la
teoría del valor, por ejemplo, tiene algo de alarde teórico dirigido a poner de manifiesto
la indigencia filosófica de los economistas de la época.

Por si esto fuera poco, ni siquiera está completamente claro qué escritos componen El
capital. El proyecto de la obra fue variando mucho a lo largo del tiempo, lo que ha dado
pie a un largo y escasamente interesante debate. En su última, aunque no
necesariamente definitiva, versión, Marx proyectó El capital en cuatro libros, de los
cuales sólo editó y revisó exhaustivamente el primero. Es más que discutible si hubiera
aceptado las versiones de los libros II y III en el estado en que Engels decidió que
vieran la luz. Las Teorías de la plusvalía, que Kautsky publicó como Libro IV, nunca se
incluyen en las ediciones de El capital y sólo sirven para dar una idea de los materiales
de trabajo de Marx. Todo ello hace altamente recomendable focalizar la atención en el
Libro I de El capital como la exposición más depurada de la teoría marxista.

El capital es, además, una obra hondamente íntima. Refleja el periplo intelectual de
toda una vida, una pelea conceptual con un amplio conjunto de disciplinas y una
exploración de sus límites. Si El capital se entiende como una obra de economía, de
sociología, de teoría política o de historia, no deja de ser una pieza de museo de la época
heroica de las ciencias sociales. Lo que le proporciona su potencia paradigmática es el
modo en que organiza todas esas perspectivas de un modo no rapsódico, es decir, no
como una yuxtaposición de puntos de vista, sino como un recorrido coherente por un
programa de investigación simultáneamente articulado y abierto. El carácter inconcluso
de la investigación social es sintomático de su carácter sui generis, del modo en que
requiere una transformación gnoseológica, un proceso de disolución de las ficciones
ideológicas que vedan el acceso al conocimiento, y no sólo una exposición positiva.
Marx no se limita a presentar una teoría alternativa a las dominantes, sino que desarrolla
sus puntos de vista a través de una crítica dialógica que parte del léxico interno de los
saberes hegemónicos para subvertirlos. Así, no tiene nada de trivial el aire kantiano de
los títulos de sus obras, que a menudo incluyen la palabra “crítica”. En cierto sentido, El
capital es un ejemplo consumado de obra de arte total y permite una gran cantidad de
lecturas distintas (aunque no cualquier lectura). Siempre que se privilegia alguno de los
hilos que propone no se pierde tanto algún aspecto concreto cuanto la estructura
profunda de la obra. No obstante, cabe hacer un puñado de puntualizaciones básicas que
pueden ayudar a evitar algunas interpretaciones frecuentes basadas en malentendidos
agotadores e infecundos.

Marx no es el autor de ninguna teoría o metodología denominada materialismo


dialéctico o, al menos, no la expone en El capital. Es objeto de discusión (y el propio
Marx es muy ambiguo al respecto) si alguna clase de lógica no convencional –dialéctica
o de cualquier otro tipo– puede enriquecer la lectura de El capital. Lo que es
incuestionable es que la obra se puede entender acabadamente sin necesidad de recurrir
a esos dispositivos conceptuales idiosincrásicos. Las palabras “dialéctica” y
“contradicción” aparecen en ella esporádicamente, pero siempre aluden a un dilema
práctico o a alguna clase de conflicto material o ideológico, como cuando un empresario
desea al mismo tiempo que sus propios obreros cobren salarios bajos y que los ajenos
tengan un alto poder adquisitivo que aumente la demanda de sus productos.
Lo más característico de la epistemología de Marx es, en realidad, poco emocionante,
por mucho que algunos especialistas se empeñen en exponerlo con alharacas filosóficas.
En primer lugar, Marx utiliza sistemáticamente una distinción entre esencia y fenómeno
que es más o menos común a cualquier práctica científica al menos desde el nacimiento
de la física moderna. Implica que los elementos estables y, así, cognoscibles de la
realidad que la investigación científica revela no son sus aspectos inmediatamente
perceptibles, sino regularidades de otro orden que, idealmente, pueden expresarse a
través de un instrumental matemático. En segundo lugar, Marx recurre insistentemente a
la diferencia entre materia y forma, es decir, a la idea de que las relaciones sociales
organizan diferencialmente los contenidos fácticos: el trabajo de un teleoperador y el de
un peón de la construcción no tienen materialmente nada que ver, pero su forma social
similar –trabajo asalariado no cualificado– los dota de una homogeneidad muy intensa
que puede tener repercusiones prácticas importantes, como intereses compartidos o
elementos culturales comunes.

Marx sí propuso una teoría materialista de la historia. La versión más fuerte y coherente
de esta doctrina es un determinismo tecnológico que afirma que el progreso de las
fuerzas productivas y en última instancia de la ciencia útil explica el desarrollo de las
relaciones de producción. Esta teoría reaparece ocasionalmente en El capital, pero de
forma marginal. Marx nunca sobreestima la capacidad de este marco general como
instrumento de investigación y, de hecho, hay otros escritos donde plantea concepciones
del cambio histórico literalmente opuestas. Más bien lo utiliza con una finalidad crítica,
como reacción contra nuestra tendencia ideológica a exagerar la potencia y libertad del
individuo. En ningún caso consideró insignificante el papel histórico de los factores
culturales o espirituales, como a veces se mantiene (“en el curso de la producción
capitalista se desarrolla una clase trabajadora que por educación, tradición y costumbre
reconoce como leyes naturales evidentes las exigencias de ese modo de producción”,
escribe en el capítulo 24 del Libro I de El capital). También es completamente
rechazable, pues el propio Marx se molestó en aclararlo, la tesis de que El capital
postula una concepción metafísica de la historia basada en una sucesión inevitable de
modos de producción.

3. El Libro I de El capital

El capital contiene un conjunto de explicaciones de algunos fenómenos particularmente


persistentes y relevantes de las sociedades industriales, hasta el punto de que
constituyen sus rasgos de identidad y condicionan sus posibilidades de evolución
coherente. Marx denomina a esas explicaciones, un tanto bombásticamente, “leyes de la
producción capitalista”. Conviene no dejarse impresionar por esta terminología, muy
del estilo de la sociología de la época, y concentrarse en la letra de Marx, en el fondo
más compleja e interesante. El Libro I de El capital, subtitulado “El proceso de
producción del capital”, propone nada menos que una estrategia general y de largo
alcance para el análisis de los efectos en la organización social del modelo productivo
característico de la modernidad.

3. 1. La teoría laboral del valor


Los primeros capítulos de El capital están dedicados a exponer la teoría del valor, esto
es, a explicar la naturaleza del intercambio mercantil, que es la forma pública –o, si se
prefiere, ideológica– que adopta la economía en nuestro tiempo.

Todas las sociedades organizan su supervivencia material, la creación de los bienes y


servicios que necesitan para reproducirse, a través de entramados de normas sociales
que, por lo general, exceden el entorno productivo y tienen declinaciones en los ámbitos
simbólicos, familiares, afectivos… Estas reglas no se limitan a ordenar fenómenos ya
existentes, como las señales de tráfico regulan los desplazamientos, sino que instituyen
en alguna medida las colectividades: no hay sociedades al margen de esas normas,
como no hay ajedrez al margen de las reglas del ajedrez.

Así, El capital comienza con una descripción de las sociedades modernas como
comunidades en las que desempeñan un papel preponderante las reglas del intercambio
de mercancías. La supervivencia material de la sociedad contemporánea no se produce,
como en épocas pasadas, a través de la solidaridad familiar o de la coerción abierta de
un estamento sobre otro, sino mediante el intercambio generalizado y voluntario de
bienes y servicios equivalentes en el mercado. Vivimos entre continuas compras y
ventas. Las jornadas laborales, la alimentación, el tiempo de ocio, el mundo
simbólico… gran parte de nuestra cotidianeidad se recorta sobre el telón de fondo de los
intercambios monetarios (lo cual no significa que se reduzca a ellos o se deduzca de
ellos). En ese sentido, una clave importante de El capital es la idea de que es difícil
sobrestimar la exoticidad de nuestra sociedad. Frente al evolucionismo ambiente de su
época, Marx subraya la discontinuidad entre el intercambio ocasional propio de las
sociedades tradicionales –los mercados medievales, por ejemplo, tenían lugar en fechas
y lugares señalados– y el mercado universal moderno, que se presenta como el correlato
de una estructura política, también históricamente insólita, basada en la democracia y el
respeto de los derechos individuales.

Las cosas que habitualmente se compran y venden en el mercado, las mercancías, son
“valores de uso”, lo que significa sencillamente que poseen alguna utilidad con
independencia de que se intercambien. El mercado es una institución que habilita los
valores de uso para ser intercambiados por ciertas cantidades de otros bienes útiles, una
propiedad que Marx denomina “valor de cambio”. El comercio esporádico antiguo
podía responder a criterios más o menos arbitrarios, pero la universalización de los
intercambios implica su articulación regular: el mercado iguala las mercancías en algún
sentido, las convierte en generalmente equiparables entre sí. Por eso, Marx cree que el
valor de cambio de una mercancía es una propiedad relativa –cada mercancía tiene
muchos valores de cambio– a la que subyace una magnitud absoluta o “sustancia” social
común: el valor. El valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo
directo e indirecto que se necesita para producirla.

¿Por qué el trabajo es la sustancia del valor para Marx? Por un lado, el trabajo es el
único aspecto real de todas las mercancías razonablemente universal y cuantificable.
Existen mercados en los que el valor de los productos no depende del tiempo de trabajo
–el mercado del arte es el ejemplo recurrente–, pero en nuestras sociedades son
marginales. Otros criterios alternativos presentes en cualquier mercancía, como su
utilidad subjetiva, son muy difíciles de medir (no tenemos utilímetros). Por otro lado,
para que un conjunto de contactos mercantiles no organizados permitan la subsistencia
colectiva, tiene que guardar una relación coherente con el tiempo de trabajo global del
que dispone una sociedad. Marx hizo dos puntualizaciones importantes a esta teoría, en
buena medida heredada de la economía política clásica. En primer lugar, la substancia
del valor no es el trabajo efectivamente cristalizado en una mercancía concreta, sino el
trabajo socialmente necesario para su producción. Es decir, el trabajo que genera valor
es el que se requiere para crear una mercancía para la que existe demanda social en
condiciones de productividad media: los trajes de los sastres torpes y caprichosos que
dedican mucho tiempo a fabricar piezas extravagantes que nadie vestiría no valen más
que los del sastre medio. En segundo lugar se trata de trabajo abstracto y simple, por
oposición al trabajo concreto y cualificado.

La teoría del valor no describe la intención consciente de quienes acuden al mercado,


que sólo se rigen por la regla del intercambio de equivalentes y son ciegos a cualquier
otro principio inmanente. El valor no es exactamente una regla de conducta
convencional sino una norma más profunda que se manifiesta mediante la institución
mercantil. Un buen y un mal símil son las reglas lingüísticas que subyacen a las
locuciones pragmáticas cotidianas en cualquier idioma. Es una buena comparación
porque la sintaxis sólo se realiza en las expresiones de hablantes que generalmente
desconocen esa estructura. Es mala porque el problema no es tanto que quienes acuden
al mercado desconozcan la ley del valor, cuanto que, como queda de manifiesto en el
Libro III, ésta entra en conflicto con sus intenciones manifiestas. Un poco como si mi
propósito fuera que el sujeto concuerde con el objeto directo pero una fuerza misteriosa
me obligara sistemáticamente a que concordara con el verbo. La idea de que los
intercambios respetan la ley del valor es una inferencia cuya comprensión implica una
ruptura con la ideología dominante, un corte epistemológico y, en cierto sentido,
político. La legitimidad, la veracidad y el sentido de ese proceso de inferencia es el gran
problema de la teoría social de Marx, que ha ocupado durante un siglo y medio a sus
intérpretes.

3.2. Explotación: la teoría del plusvalor

La exposición de la teoría del plusvalor se concentra en las secciones segunda, tercera y


cuarta de El capital y constituye el núcleo de la obra. Trata de analizar las reglas de la
sociedad moderna en un contexto más realista que el del intercambio mercantil. La
época de Marx es la de la “cuestión social”. Las aporías que produjo la desaparición de
la sociedad tradicional se convirtieron en un desafío ineludible. Capitalistas,
gobernantes, líderes obreros, filósofos, predicadores, poetas y, por supuesto, científicos
sociales asisten desconcertados a la aparición de un nuevo pauperismo muy visible y
conflictivo vinculado a la industrialización y el crecimiento económico. La pobreza y el
deterioro social característicos de los inicios del capitalismo resultaban paradójicos
porque la defensa de la modernización económica había estado históricamente asociada
a las revoluciones burguesas y, en principio, parecía máximamente compatible con la
prosperidad, la libertad, la igualdad e incluso con la fraternidad. Y, en efecto, tiene algo
de misterioso que se produzca una polarización sistemática del beneficio sin violencia,
engaño o sometimiento institucionalizado, a partir de un intercambio de equivalentes
cuya rectitud reconocen todas las partes implicadas. Por eso Marx dice que las reglas
mercantiles se mueven en el nivel de los discursos legitimatorios de la burguesía, en la
“superficie” de la sociedad liberal. El capital pretende descascarillar esa superficie para
analizar cómo el proceso de estratificación social moderno se instituye sin vulnerar un
plano ideológico aparentemente incompatible con él. En otras palabras, Marx trata de
explicar al mismo tiempo –y esta simultaneidad es decisiva para entender la
complejidad de su estrategia expositiva– en qué consiste la sociedad de clases y cuál es
la base de su legitimidad.

Lo característico de las sociedades capitalistas no es tanto la venta de una mercancía


(M) para obtener otra diferente (M’) con la mediación del dinero (D) (un proceso que
Marx esquematiza así: M — D — M’), cuanto la inversión de dinero para comprar
mercancías que permiten iniciar un proceso de producción cuyo resultado se vende para
obtener más dinero del invertido (D — M — D’). Éste es el intercambio dominante en
la sociedad moderna y no alguna clase de trueque generalizado. Marx denomina
“capital” al proceso de valorización, una relación social a través de la cual se
incrementa el valor adelantado inicialmente. Las reglas sociales siguen siendo las
mismas que en el caso del intercambio mercantil, pero el efecto es completamente
distinto y se sientan las bases para que el intercambio se convierta en su propia
finalidad. El paso de un proceso comercial con un objetivo material determinado (M —
D — M’) a otro en el que sólo se busca un incremento cuantitativo potencialmente
ilimitado (D — M — D’) inicia una reacción en cadena. Ahora el objetivo social
dominante es la obtención de dinero que debe ser reinvertido para seguir obteniendo
cada vez más dinero.

¿De dónde surge el incremento del valor o plusvalor? No puede ser de la circulación, de
la compra y venta donde rige el intercambio de equivalentes, así que debe ser del
proceso de producción, del uso de alguno de los elementos que el capitalista compra con
su inversión inicial. No todos los factores productivos son idénticos. Las materias
primas, la maquinaria o las instalaciones que el capitalista adquiere se limitan a
transmitir su propio valor al producto final. Por eso Marx denomina la parte del capital
compuesta por los medios de producción “capital constante”. El empresario también
contrata empleados. No compra directamente el trabajador, como en las sociedades
esclavistas, ni tampoco el trabajo sin más. Lo que adquiere es el derecho a usar durante
cierto tiempo las capacidades que necesita –la “fuerza de trabajo”– de una persona. El
valor de la fuerza de trabajo está determinado, como el de cualquier otra mercancía, por
el tiempo de trabajo necesario para su reproducción, es decir para la creación de los
medios de subsistencia del trabajador, un conjunto de bienes y servicios cambiante a lo
largo de la historia y del espectro social. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los
medios de producción, el capitalista puede prolongar el uso de la fuerza de trabajo para
que produzca más valor del que requiere su reproducción. Por eso Marx denomina la
parte del capital que se destina al pago de salarios “capital variable”. El uso intensivo de
una máquina, dice Marx, tan sólo altera la velocidad a la que traslada su propio valor al
producto final, pero no incrementa el valor total que puede llegar a transmitir. En
cambio, el valor de la fuerza de trabajo y la duración e intensidad de la jornada laboral –
esto es, el uso de la fuerza de trabajo– son magnitudes independientes, la primera
guarda relación mayormente con el desarrollo de las fuerzas productivas, la segunda es
el resultado de la lucha de clases. El plusvalor es la diferencia entre el valor de la fuerza
de trabajo y el valor que esa fuerza de trabajo puede crear, una asimetría que Marx
caracteriza en términos de explotación.

El trabajo asalariado es, por tanto, la fuente del plusvalor y, así, la condición de
posibilidad de una desigualdad económica sistemática que no vulnera las reglas
mercantiles de equidad. La relación salarial es la clave de bóveda de una solidísima
estructura de clases propia de una sociedad que ideológicamente apuesta por la libertad
y cierto tipo peculiar de igualdad. En el feudalismo europeo, por ejemplo, los
campesinos debían dedicar cierto número de días al año a trabajar gratuitamente para su
señor, de modo que la naturaleza de la dominación era manifiesta. El salario, en cambio,
oculta la raíz del plusvalor, es decir, de la desigualdad, a través de un acuerdo
comercial.

Marx establece dos condiciones para que el trabajo asalariado se generalice: la libertad
jurídica individual –por oposición a las relaciones de dependencia personal típicas de
las sociedades tradicionales– y la falta de control de los medios de producción, cuya
propiedad está concentrada en manos de la clase capitalista. Muy groseramente
esquematizado, en las sociedades esclavistas los trabajadores no tienen ni libertad
personal ni dominan los medios de producción, en las sociedades estamentales los
trabajadores controlan los medios de producción y están ligados por relaciones de
vasallaje a las clases dominantes. La combinación de autonomía individual y
expropiación de los medios de producción hace que una gran cantidad de personas se
vean materialmente obligadas a vender su fuerza de trabajo en condiciones formalmente
libres, esto es, no a causa de alguna clase de lealtad, reciprocidad o sometimiento
institucionalizado, sino en el curso de una transacción jurídicamente voluntaria. Se trata
de un fenómeno, y Marx es bien consciente de ello, históricamente inaudito que ha
revolucionado el mundo.

El nervio del razonamiento de Marx es su análisis del mercado moderno como un


mecanismo pragmático que homogeneiza relaciones de intercambio extremadamente
heterogéneas. El mercado de trabajo es una depuradora ideológica que permite
considerar ciertas capacidades humanas económicamente útiles como si fueran
mercancías convencionales cuyo comprador adquiere cuando le interesa y puede usar
con toda libertad. Sin embargo, a diferencia de la maquinaria, la fuerza de trabajo no es
una mercancía autónoma que se puede apagar y almacenar cuando el mercado no
precisa de sus servicios, sino que es indisociable de personas con necesidades materiales
continuas, relaciones familiares, tradiciones culturales y que incluso son sujetos de
derecho con aspiraciones políticas. La tensión entre un mercado expansivo y ese macizo
antropológico es una causa sistemática de conflicto social en la modernidad.

3.3. Acumulación e historia

La atomización de la sociedad capitalista, cuya vida económica carece de organización


colectiva, genera una presión competitiva constante sobre las fuentes de beneficio.
Según Marx, los capitalistas disponen de dos vías para incrementar la extracción de
plusvalor. De un lado, la extensión de la jornada laboral y la intensificación del proceso
de trabajo, una estrategia que denomina “producción de plusvalía absoluta”, ya que sus
límites últimos son inamovibles: nadie puede trabajar más allá de cierto número de
horas. De otro lado, el aumento de la parte de la jornada laboral que redunda en
plusvalor mediante la reducción del valor de la fuerza de trabajo. Marx llama a este
procedimiento “producción de plusvalía relativa”. Hay dos formas de desvalorizar la
fuerza de trabajo: el descenso del nivel de vida de los asalariados y el aumento de la
fuerza productiva del trabajo en aquellos sectores que producen directa o indirectamente
medios de vida entendidos en sentido amplio. Este último caso es el que más le interesa
a Marx, pues es el único sostenible a largo plazo y, a diferencia de lo que ocurre con el
plusvalor absoluto, no puede ser una estrategia consciente individual. Es el subproducto
colectivo de la lucha competitiva generalizada y, más concretamente, del proceso
denominado “subsunción real del trabajo en el capital”, que consiste en la mutación
radical de los procesos laborales tradicionales a través de la aplicación de la ciencia y la
racionalización de la producción. El análisis del plusvalor relativo y absoluto es,
además, una reconstrucción teórica y crítica de un conjunto de problemas prácticos poco
moralizantes –sistemática y sintomáticamente obliterados en muchas historias de la
economía– que, al menos desde Mandeville, ocuparon a los primeros economistas
políticos: el mantenimiento en la pobreza de las clases trabajadoras para fomentar su
industriosidad, las estrategias disciplinarias para organizar la vida de los trabajadores
tanto dentro como fuera del taller, la descualificación de los procesos de trabajo…

Marx plantea también algunas elaboraciones derivadas de sus conceptos básicos. Como
el proceso de creación de plusvalor (p) depende sólo de la parte del capital dedicada a
fuerza de trabajo –el capital variable (v)–, se puede medir el grado de valorización
relacionando el plusvalor y el capital variable (p/v), Marx llama a esta proporción “tasa
de plusvalor” o “tasa de explotación”. En segundo lugar, Marx relaciona la parte del
capital dedicada a medios de producción –el capital constante (c)– y el capital variable
mediante la tasa c/v que denomina “composición del capital”. La composición del
capital se puede entender en dos sentidos: desde el punto de vista formal del proceso de
valorización es la “composición en valor”, desde la perspectiva material del proceso de
producción –como relación entre medios de producción y trabajo– es la “composición
técnica”. La interrelación de ambas se refleja en una tercera perspectiva que Marx
denomina “composición orgánica” y que sólo toma en consideración aquellas
alteraciones de la composición en valor que son el resultado de cambios técnicos
relevantes.

La conclusión de la teoría del plusvalor y el análisis del proceso de acumulación –que


Marx enuncia ampulosamente como “ley general de la acumulación capitalista”– es que
la sociedad moderna se caracteriza por una polarización creciente entre, de un lado,
grandes concentraciones de capital y, de otro, una masa creciente de asalariados. Es en
este contexto en el que Marx formula las tesis del “ejército industrial de reserva” –que
establece la incompatibilidad del capitalismo con el pleno empleo– y de la
“depauperización”, que mantiene que la generalización de la oposición entre capital y
trabajo significa acumulación de riqueza en un lado y miseria en el otro. A menudo se
ha utilizado este último argumento para intentar refutar o validar las teorías de Marx a
partir de datos coyunturales relacionados con el aumento o la disminución de la pobreza
en distintos contextos. En realidad, aquí Marx no se refiere tanto al empobrecimiento
material –cuya importancia en ningún caso menosprecia– cuanto a un problema de
orden político. Con independencia de que el capitalismo proporcione unas condiciones
de vida cómodas –como en algunos países europeos– o infernales –como en buena parte
del mundo–, es una fuerza social fuera de control, una potencia colonizadora de la
esfera pública cuya intromisión no debería tolerar una comunidad política ilustrada que
aspira a gobernarse con autonomía.

Un aspecto sorprendente para cualquiera que se asome por primera vez a El capital es el
enorme número de páginas dedicadas a cuestiones históricas muy concretas. No es un
desliz ni tampoco se trata, como a menudo se dice, de meros ejemplos. Esos análisis
constituyen una parte cardinal de la concepción de las ciencias sociales de Marx para
quien, a diferencia de muchos de sus herederos, nociones como “subsunción real” no
son más que abreviaturas de un desarrollo conceptual que requiere de todo el espesor de
la investigación histórica. Él mismo subrayó la influencia de sus escritos periodísticos
en su teoría, y tampoco son casuales las alabanzas que hace de los inspectores fabriles,
que desarrollaron un saber informal pero estructurado, de gran solidez empírica no
esponjada por la especulación académica o la ideología. Aunque la investigación
histórica salpica la totalidad de El capital, hay cuatro episodios destacados en el Libro I:
el análisis de los límites de la jornada laboral (capítulo 8), con el que hace su aparición
en la obra la lucha de clases; los detalles del proceso de racionalización de la
organización del trabajo y de la creciente solidaridad entre ciencia y producción
capitalista (capítulo 13); y la manifestación práctica de la ley general de la acumulación
capitalista (capítulo 23). Mención aparte merece el capítulo 24, dedicado a la
“acumulación originaria”, es decir, a la creación de un mercado de trabajo mediante una
estrategia activa de desposesión de las masas populares, a las que se priva de sus medios
de producción tradicionales a través de un violento juego de alianzas de clase.

4. Los libros II y III

El Libro II de El capital está dedicado al proceso de circulación del capital. Es


extremadamente abstracto, a menudo simplemente abstruso, y ni siquiera sus lectores
más entusiastas pueden negar que es muy reiterativo. Una interpretación crítica y
posiblemente abusiva de las tesis que aparecen en él llevó al desarrolló de las teorías del
imperialismo a principios del siglo XX y, más recientemente, ha despertado el interés de
algunos economistas. Sin embargo, su lectura casi siempre resulta extenuante y cuesta
creer que Marx pensara entregarlo a la imprenta en ese estado.

En primer lugar, se analiza el modo en que la fórmula D — M — D’, que describe el


ciclo del capital, se descompone en tres estadios: capital-dinero, capital productivo y
capital-mercancía. Marx extrae algunas conclusiones interesantes, pero la parte más
sustanciosa del Libro II es la dedicada a los esquemas de reproducción, una teoría del
equilibrio físico que analiza cómo los capitales se entrelazan materialmente entre sí.
Marx divide hipotéticamente la economía en dos sectores, el primero está dedicado a la
creación de medios de producción que son empleados en otros procesos productivos,
mientras que el segundo produce bienes de consumo para obreros y capitalistas. El valor
total de los bienes producidos en cada sector puede descomponerse en la suma
respectiva de capital constante, variable y plusvalor: c1 + v1 + p1 y c2 + v2 + p2. Para que
el capital global se pueda reproducir de forma estable ambos sectores deben mantener
una proporción determinada. Si se supone un estado de reproducción simple –los
capitalistas dedican todo el plusvalor a su consumo personal– y que todo el capital
constante se consume en un ciclo, la producción del primer sector, dedicado a los
medios productivos, debe ser igual al capital constante empleado en ambos sectores: c1
+ v1 + p1 = c1 + c2. Además, la producción del segundo sector tiene que cubrir el
consumo de los obreros (el capital variable) y capitalistas (el plusvalor) de los dos
sectores: c2 + v2 + p2 = v1 + v2 + p1 + p2. Si se despejan, ambas ecuaciones se reducen a c2
= v1 + p1. Para que se produzca una situación de equilibrio material en las condiciones
hipotéticas establecidas, el valor del capital constante utilizado para producir bienes de
consumo debe ser igual al valor del capital variable y el plusvalor del primer sector.

El Libro III, subtitulado “El proceso global de la producción capitalista”, tiene un


aspecto mucho más acabado que el II, aunque carece de la brillantez del Libro I. Aquí
Marx trata de aproximarse a los fenómenos económicos tal y como se manifiestan en la
vida cotidiana, es decir, no como una oposición general entre trabajo y capital, sino
teniendo en cuenta que forma parte de una estructura no coordinada en la que los
distintos capitales compiten entre sí. En el Libro I se establece que el valor de toda
mercancía se puede expresar como c + v + p, pero lo que realmente le interesa al
capitalista es lo que cuesta la producción de la mercancía o “precio de coste”, es decir,
la suma de capital constante y variable: c + v. El capitalista es ciego a lo que Marx
identifica como único origen del plusvalor. Para él, tanto los medios de producción
como el trabajo contribuyen por igual a sus ganancias, que concibe como un excedente
sobre el coste. Marx denomina “beneficio” a esta comprensión ideológica del plusvalor
y “tasa de beneficio” a la relación entre el plusvalor y el precio de coste: p/(c + v).

Resulta evidente que dos capitales con la misma tasa de plusvalor (p/v) pueden tener
tasas de beneficio distintas si su composición de valor (la relación entre capital
constante y variable) es distinta. Es un hecho empírico que los distintos sectores
productivos tienen composiciones de valor muy distintas –algunos requieren mucha
mano de obra, otros muy poca– y, sin embargo, en un entorno competitivo la tasa de
beneficio tiende a nivelarse. Esta contradicción lleva a Marx a plantear un nuevo
concepto, el “precio de producción” (c + v + b), que es la suma del precio de coste (c +
v) y el beneficio medio (b), que viene dado por el precio de coste multiplicado por la
tasa media de beneficio. Así, el beneficio de cada capital no depende del plusvalor que
efectivamente genera individualmente, sino del plusvalor que producen todos los
capitales en conjunto. La idea es que los distintos capitales entregan diferentes
cantidades de plusvalor a una especie de fondo común capitalista del que sólo retiran el
beneficio medio. Marx planteó también un procedimiento de conversión de los valores
en precios de producción que contiene algunos errores conceptuales y ha dado pie a un
larguísimo debate acerca de su posibilidad y sentido, conocido como el “problema de la
transformación”, que ha alcanzado espeluznantes cotas de sofisticación matemática y
filosófica.

Con la teoría de los precios de producción, Marx creyó que podía explicar
simultáneamente la procedencia real del beneficio capitalista y la razón de que la
práctica capitalista competitiva sea necesariamente ciega a ese origen, al tiempo que
sacaba a la luz una formidable raíz de conflictos relacionada con una tensión sistemática
entre los intereses individuales de cada capitalista y sus intereses colectivos como clase.
En efecto, los capitalistas del siglo XIX se enfrentaron con vértigo a un hecho
económico enigmático: una tasa decreciente de beneficio. Marx lo atribuyó a la
tendencia al crecimiento de la composición orgánica del capital, es decir, a la
disminución relativa de la parte variable del capital, que es la única que genera
plusvalor. La competencia obliga a los capitalistas a aumentar sistemáticamente la
productividad a través de la intensificación tecnológica y la reducción de los costes
laborales, pero esta estrategia, perfectamente racional desde el punto de vista individual,
es colectivamente suicida, pues mina la base social de la ganancia. Tradicionalmente se
suele exponer esta idea mediante un desarrollo formal que muestra la relación
conceptual entre la tasa de beneficio y la composición orgánica y la tasa de explotación.
A partir de la tasa de beneficio se divide numerador y denominador por v y se obtiene la
tasa de plusvalor dividida por la composición orgánica más 1:
p/ (c+v) = (p/v) / ((c/v)+(v/v)) = (p/v) / ((c/v)+1)
Marx expone la caída tendencial de la tasa de beneficio como una ley fundamental del
capitalismo. Sin embargo, de nuevo la argumentación de Marx resulta más convincente
si se lee, en términos más mundanos, como la identificación analítica de un dilema
práctico característico de la modernidad, esa extraña civilización empeñada en reducir
al mínimo la carga de trabajo a través de la extensión enfebrecida de la automatización
y que, simultáneamente, condiciona la subsistencia material de sus miembros al trabajo
asalariado.

5. El capital después de Marx: una antología

Pese a su inmensa influencia y difusión, El capital ha sido sorprendentemente poco


leído y menos aún entendido. A diferencia de El manifiesto comunista, que es una obra
universal que ha dejado su impronta en millones de personas, hay muchos pasajes de El
capital que resultan áridos, conceptualmente abigarrados y demasiado extensos incluso
para lectores con muchas tablas académicas. Marx fue consciente de estas dificultades
y, de hecho, colaboró en la elaboración de varios resúmenes de la obra que se
publicaron durante su vida. Desde entonces la antologización y el resumen de El capital
ha sido constante.

En general, la historia del marxismo, es decir, el desarrollo de las doctrinas de Marx tras
su muerte, es un episodio extremadamente interesante de la historia de las mentalidades
y más bien oscuro de la historia de las ideas. Los seguidores de Marx se dividen entre
pensadores brillantes pero no siempre parsimoniosos y otros justamente olvidados pero
que han infligido un daño irreparable a la recepción de su obra. Una tercera facción la
componen egregios partidarios de Marx cuyo vínculo con su doctrina es remoto: de
Lukács a Sartre pasando por Walter Benjamin.

Desde muy pronto, buena parte de las interpretaciones de El capital se han concentrado
en la refutación o demostración de su coherencia. Entre los problemas que más
duraderamente han ocupado a la crítica está la teoría del valor –con algunos episodios
interesantes relacionados con su evaluación empírica cuantitativa– y el “problema de la
transformación”. Las cuestiones de metodología han sido un caladero para escritos
heteróclitos cuyo interés no siempre es proporcional a la exactitud de su interpretación
de los textos de Marx. Las teorías del imperialismo –el germen de las críticas de la
globalización contemporáneas– desarrollaron aspectos de la doctrina marxista básicos
para la comprensión de la evolución del capitalismo en los siglo XX y XXI. Por último,
en el campo de la historia, el problema del paso del feudalismo al capitalismo ha
propiciado al menos dos debates memorables. Más allá de eso, El capital ha sido una
matriz programática constante para un inmenso número de investigaciones concretas en
prácticamente todos los campos, hasta el límite de lo improbable, de las ciencias
sociales.

Aunque El capital es una obra científica, Marx también la concibió con una vertiente
política indisoluble de la primera y que, para muchos intérpretes, constituye su legado
más vivo. En última instancia, la clave de lectura de la práctica totalidad de su obra es
una propuesta de democratización radical de la vida humana a través de la denuncia y el
análisis de un desequilibrio entre los dos proyectos emancipatorios modernos: la
liberación política, iniciada por la Revolución Francesa, y la liberación material,
inaugurada por la Revolución Industrial. Marx nunca pensó, como a veces se mantiene,
que el estado de derecho o la libertad de prensa fueran triviales, al contrario, los
consideró como una parte indispensable pero incompleta del proceso racionalizador que
había iniciado la Ilustración. Por eso, también fue receptivo al efecto positivo de la
economía de mercado, a su capacidad de destrucción de los sedimentos opresores de la
tradición. Sin embargo, creía que esa experiencia de liberación mercantil había
fracasado o, al menos, había alcanzado sus propios límites. En sus propias palabras, “la
verdadera barrera de la producción capitalista es el capital mismo, a saber: que el
capital y su autovalorización aparecen como punto de partida y punto final, como
motivo y finalidad de la producción”. Para Marx, la porfía en este proyecto agotado ha
cortocircuitado los procesos de emancipación política y ha sumido la sociedad moderna
en un proceso carcinógeno que genera servidumbres aún más sólidas que las antiguas.

6. Bibliografía

La edición crítica más autorizada de las obras de Marx es la Marx-Engels


Gesamtausbage (conocida como “segunda” MEGA, para diferenciarla de una
publicación precedente del mismo nombre). Se trata de un proyecto de largo alcance
iniciado en 1975 y aún en curso que, tras la caída del Muro de Berlín, dirige la Berlin-
Brandenburgische Akademie der Wissenschaften.

La práctica totalidad de los escritos más importantes de Marx están traducidos al


español, aunque algunos son difíciles de encontrar y otros han sido publicados con
criterios discutibles. El principal proyecto de edición crítica y sistemática de las obras
de Marx y Engels en castellano, dirigido precisamente por Manuel Sacristán, quedó
incompleto. Por lo que toca a El capital, las traducciones españolas más fiables y
utilizadas en los últimos años son la de Pedro Scaron para la editorial Siglo XXI, la de
Vicente Romano para la editorial Akal y la de Manuel Sacristán para la editorial
Grijalbo. De entre las antologías recientes de El capital destaca David McLellan,
Capital. An abridged edition (Oxford University Press, 1995). En castellano es obligado
mencionar las selecciones, que no se limitan a El capital, de Jacobo Muñoz, Marx.
Antología (Barcelona, Península, 1988) y Enrique Tierno Galván, Antología de Marx
(Madrid, Edicusa, 1972).

La bibliografía sobre Marx y El capital es inabarcable y muy irregular, buena parte está
vinculada a coyunturas teóricas y políticas periclitadas o sencillamente de dudoso
interés. Por eso muchas veces resultan más valiosas las sugerencias bibliográficas
sucintas que extensas. Indicamos a continuación un brevísimo elenco de obras
seleccionadas con criterios ampliamente personales. Todas ellas incluyen bibliografía
detallada y han sido utilizadas en esta introducción con tanta liberalidad como merecen.

Como introducción al contexto histórico en el que vivió y escribió Marx, la historia del
siglo XIX en tres volúmenes de Eric Hobsbawm es irremplazable: La era de la
revolución, La era del capital y La era del imperio (Barcelona, Crítica, 1991, 1998,
2003). El principal análisis de la inserción de Marx en la cultura de la modernidad es
Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire (Madrid, Siglo XXI, 1988).
Respecto a las dimensiones prácticas de los análisis pioneros de la economía política
resulta esclarecedor Michael Perelman, The invention of capitalism (Durham, Duke
University Press, 2000).

Seguimos sin contar con una biografía definitiva de Marx. De entre las disponibles, es
muy útil David McLellan, Karl Marx. Su vida y sus ideas (Barcelona, Crítica, 1977).
También merece la pena leer Hans Magnus Enzensberger, Conversaciones con Marx y
Engels (Barcelona, Anagrama, 1974), un divertido y meticuloso centón de comentarios
sobre Marx y Engels procedentes de las personas que los conocieron en vida. Una
introducción general aguda y comprensible a la obra de Marx es Francisco Fernández
Buey, Marx (sin ismos) (Barcelona, El Viejo Topo, 1998). Una brillante aproximación a
la recepción académica actual de Marx es Terrell Carver (ed.), The Cambridge
Companion to Marx (Cambridge University Press, 1991). Buena parte de los ataques a
Marx son de muy baja estofa intelectual. En cambio, en Jon Elster, Una introducción a
Karl Marx (Madrid, Siglo XXI, 1991) se hace una evaluación muy severa del legado de
Marx con la que se podrá estar de acuerdo o no, pero ninguna de sus críticas es trivial o
está basada en una lectura superficial.

Es muy recomendable adentrarse en El capital con la ayuda de una guía de lectura


fiable. Dos excelentes son Diego Guerrero, Un resumen completo de El capital de Marx
(Madrid, Maia, 2008) y, en inglés, Anthony Brewer, A guide to Marx's Capital
(Cambridge University Press, 1984). Respecto a los recorridos por El capital, en las
últimas décadas se han traducido al castellano varias obras de toda confianza, como
Michael Heinrich, Crítica de la economía política. Una introducción a El capital de
Marx (Madrid, Escolar y Mayo, 2008); Duncan Foley, Para entender El capital. La
teoría económica de Marx (México, FCE, 1989); Ernest Mandel, El capital: cien años
de controversias en torno a la obra de Marx (Madrid, Siglo XXI, 1985) o David
Harvey, Los límites del capitalismo y la teoría marxista (México, FCE, 1990).

Para la historia de las doctrinas marxistas, dos fuentes habituales son Eric Hobsbawm
(ed.), Historia del marxismo (Barcelona, Bruguera, 1982) y Leszek Kolakowski, Las
principales corrientes del marxismo (Madrid, Alianza Editorial, 1980). El equivalente
por lo que toca a la historia de los debates económicos relacionados con El capital es la
recopilación de Michael Howard y John King (eds.), A History of Marxian Economics
(Londres, Macmillan, 1989).

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