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CAPÍTULO 2: EL OJO CONSTRUCTOR

LA ILUSIÓN DE «ILUSIÓN» (P.W.)

En el campo de estudio de la psicología y de la psiquiatría, el término ilusión se


refiere a una interpretación distorsionada de la percepción objetiva. Esta definición
diferencia alas ilusiones de las alucinaciones, delirios y pseudopercepciones, de
objetos objetivamente no existentes, un tema específicamente tratado por
Frederick Burwick.

Lo que reviste una importancia básica es que ambos conceptos, tanto la ilusión
como el delirio, deberían ser insignificantes, a menos que se contrasten con la
asunción de uña realidad que existe objetiva e independientemente de un
observador o percibiente.

Aceptar la existencia de tal realidad es la base del objetivismo. De esta


aceptación, numerosas, engañosamente simples y convincentes conclusiones
parecen continuar afirmando la existencia de una realidad real; por ejemplo, la
meta de la ciencia es el descubrimiento de la forma en que las cosas realmente
son, como la búsqueda de la verdad. En el terreno clínico se habla de la
adaptación a la realidad de una persona como el baremo para afirmar que goza de
salud mental o que está enferma. Las personas normales (y especialmente los
psicoterapeutas) ven el mundo como realmente es, mientras que los individuos
mental o emocionalmente perturbados poseen una visión distorsionada de la
realidad.

En una primera instancia nada puede ser más obvio que esta creencia en una
realidad objetivamente existente. Pero esto es todo lo que es: una creencia.

Podemos señalar algunas consecuencias negativas y hasta inhumanas de esta


creencia a la que me refiero. Por ejemplo, un evento que se celebra en Francia
con gran repercusión como es el aniversario de la Revolución Francesa, es
fundamental. Su filosofía de la Ilustración es de una seductora simpleza, que se
sintetiza en tres comprensibles suposiciones:

1. El mundo está gobernado por principios no racionales.


2. El espíritu humano es capaz de codiciar estos principios.
3. La voluntad humana es capaz de actuar de acuerdo con estos principios.

Sin embargo, en lugar de conducir a la humanidad a una racionalidad final


ocasionó la invención de la guillotina, como un recurso para ahorrar tiempo
-verdaderamente racional- para el asesinato de unos 40.000 seres humanos y
eventualmente despacharse para la reintroducción, aún, de otra monarquía.
En total oposición al objetivismo, existe otra perspectiva de la realidad (y
nuevamente, eso es todo lo que es: otra perspectiva) conforme a que la realidad
no está descubierta, sino inventada, construida.

Para los filósofos, esta aseveración es un viejo cuento.

Las primeras referencias del Constructivismo pueden ser encontradas en los


fragmentos de los pre-socráticos: proposiciones claras e inequívocas, conforme a
que de la realidad real solamente podemos tener una imagen, una interpretación;
estos desarrollos se observan luego en los escritos de Kant, Hume, Schopenhauer
y otros.

Kant señalaba que todo error consiste en tomar el camino de determinar, dividir o
deducir conceptos para las cualidades de las cosas en y de sí mismas.

Por otra parte, Schopenhauer en The Will in Nature (La voluntad en la naturaleza),
escribe:

«Este es el sentido de la gran doctrina de Kant, el que la teleología es introducida


en la naturaleza a través del intelecto, que así se maraville ante un milagro que se
ha creado así mismo, en primer lu gar. Es [...] lo mismo, que si el intelecto se
asombrara de encontrar que todos los múltiplos de nueve producen nuevamente
nueve, cuando sus cifras son sumadas; o por otro lado, a un número cuyas cifras
sumen nueve. Ya se ha preparado así mismo este milagro en el sistema decimal».

Especialmente esta cita eleva más que las cejas, mientras que amenaza a lo que
se supone la naturaleza sacrosanta de la verdad matemática. Pero incluso en las
transparentes salas del olimpo matemático, la controversia ha sido especialmente
furiosa con relación a la pregunta de si las leyes matemáticas están descubiertas o
inventadas.

Así es como el matemático Gabriel Stolzemberg resume este dilema:

«Una vez que un matemático ha visto que esta percepción de la corrección


evidente de la ley [...] no es más que la lingüística, equivalente a una ilusión
óptica, ni esta práctica de las matemáticas, ni su entendimiento, pueden alguna
vez ser lo mismo».

Pero los matemáticos no son los únicos descubridores objetivos, infectados por el
virus de la relatividad de todo pensamiento científico -los físicos son aún más
francos (humanos). En su libro Mind and Matter (1958) (Mente y materia),
Schrodinger manifiesta:
«Todo hombre dibuja una imagen del mundo, que es y siempre permanece como
una construcción de su mente y no puede probar que tenga existencia alguna».

Heinsenberg sobre el mismo tema señala:

«La realidad de la que podemos hablar nunca es la realidad a priori, sino una
realidad conocida, a la cual le damos forma. Tomando en cuenta esta última
formulación, puede objetarse que, después de todo, existe un mundo objetivo e
independiente de nosotros y de nuestro pensamiento, que funcione o pueda
funcionar sin nuestra intervención, que es lo que efectivamente deseamos
significar cuando investigamos; esta objeción tan convincente a primera vista,
debe advertir que incluso la expresión hay se origina en el lenguaje humano, y no
puede revelar algo que no se relacione con nuestra comprensión. Para nosotros
hay sólo un mundo en donde la expresión hay tiene significado.»

Heinz Von Foerster es uno de los científicos que insiste con más énfasis en la
inseparabilidad del observador con respecto de lo observado, así, va más allá de
la advertencia de Heinserberg acerca del efecto de cualquier observación sobre el
objeto, en función de que siempre la distinción que se traza de un universo
involucra a un percibiente que la ejecuta, con lo cual, es importante conocer la
teoría del descriptor.

Y hasta el más radical (en el sentido original de ir a las raíces), el biólogo chileno
Francisco Varela, en su Calculus for Self-Reference (1975) (Cálculo por
autorreferencia), señala:

«El punto de inicio de este cálculo [...] es el acto de indicación. En este acto
primordial, separamos formas que se nos aparecen como el mismísimo mundo.
Desde este punto de inicio, afirmamos la su premacía del rol del observador que
arrastra distinciones donde lo desee. Así, las distinciones trazadas que generan
nuestro mundo revelan precisamente eso: las distinciones que efectuamos, y
estas distinciones tienen que ver más con una revelación de donde está parado el
observador, que con una constitución intrínseca del mundo que aparece, por este
gran mecanismo de separación entre observador y observado, siempre fugaz.
Encontrando el mundo que nosotros hacemos, nos olvidamos de todo lo que
realizamos para encontrarlo como tal, y cuando lo recordamos, volviendo sobre
nuestros pasos a la indicación, encontrarnos poco más que un reflejo de la imagen
de nosotros mismos y del mundo. En contraste con lo que es comúnmente
asumido, una descripción, cuando se inspecciona cuidadosamente, revela las
propiedades del observador. Nosotros, observadores, nos distinguimos
precisamente distinguiendo lo que aparentemente no somos, el mundo.»
Los pensadores constructivistas modernos tienen un importante precursor en la
persona del filósofo alemán Hans Vaihinger. En 1911, Vaihinger publicó su obra
principal, Die Philosophie des Als Ob (Filosofia del como sí), que tuvo un gran
impacto en sus contemporáneos, incluyendo Alfred Adler y Sigmund Freud.

En no más de 800 páginas y sobre la base de numerosos ejemplos prácticos,


desarrolla la tesis de que trabajamos, siempre e inevitablemente, con suposiciones
puramente ficticias, que, sin embargo, pue den conducir a resultados prácticos,
después de que la ficción se retira. Uno de sus ejemplos es el juez que usa la
ficción de la libre voluntad, en función de llegar a una sentencia:

«La premisa, si el hombre es realmente es libre, no es examinada por el juez. De


hecho, esta premisa es actualmente una ficción que sirve para la deducción de la
conclusión foral; pues sin la posibilidad de castigar a los hombres, de castigar a
los criminales, no habría gobierno posible. La ficción teorética de la libertad ha
sido inventada para este propósito práctico.»

Otro de los ejemplos de Vaihinger, al que ya anteriormente hice referencia pero


que es apropiado mencionarlo, es el llamado número i, que nace de una ecuación
cuyo resultado está en total contradicción con la regla básica de la aritmética,
según la cual ningún número positivo, negativo o cero multiplicado por sí mismo
puede dar como resultado un número negativo.

Así, mientras que en mi terreno, escribimos y elaboramos libros acerca de cómo


evitar las desastrosas consecuencias de las paradojas en la vida humana, fisicos,
ingenieros, expertos en computación, etc., han incluido descuidadamente el
número ficticio i, en sus cálculos y han llegado de ese modo a resultados prácticos
y concretos (el terreno entero de la electrónica moderna, por ejemplo, sería
imposible de otra manera).

No tengo claro si Vaihinger conocía la obra de Robert Musil, quien en su última


novela Young Torless (El joven Torless), describe a un héroe que se confronta por
primera vez con las cualidades sobresalientes del número i, y que comenta a un
compañero de estudios:

«Mira, piénsalo de esta forma, en un cálculo comienzas con números ordinarios


sólidos, representando medidas de longitud, peso, o de alguna otra cosa que sea
lo suficientemente tangible, en cualquier nivel son números reales y al final
obtienes números reales. Pero estas dos partes de números reales están
conectadas por algo que simplemente no existe. ¿No es eso como un puente,
donde los pilotes están sólo al principio y al final, sin ninguno en el medio, y sin
embargo uno lo cruza con absoluta tranquilidad como si estuvieran a lo largo? Esa
clase de operación me hace sentir un poco mareado, como si condujera parte del
camino, Dios sabe dónde. Pero lo que realmente siento de tan extraordinario, es la
fuerza que yace en un problema de este tipo, que te mantiene tan aferrado, que
permite que al final llegues con seguridad al otro lado.»

La típica objeción del sentido común a todo esto es: «puede ser, pero existe un
mundo real allí afuera, puedo verlo, olerlo, agarrarlo...». A lo cual, el constructivista
replica: «hay colores ahí afuera, sólo porque tenemos ojos»; ahí afuera, los fisicos
nos enseñan que hay solamente ondas electromagnéticas, y éstas son reales.

Pero entonces, sin duda, uno puede objetarle al fisico que con la misma lógica que
existen ondas electromagnéticas ahí afuera, los fisicos han agrupado artilugios
que reaccionan a algo allí afuera, a los que llaman ondas electromagnéticas y así
en un retroceso infinito. Recordemos la advertencia de Heisenberg: «Existe un
mundo...» que pertenece a la lingüística, no al dominio real.

Pero las proposiciones que pertenecen al dominio lingüístico no son meramente


de una naturaleza ilusoria, poseen un fascinante potencial de crear una realidad,
que durante el proceso de recursión prueban su propia verdad. En el sentido de
Karl Popper son «autocerradas e infalsificables».

Por ejemplo, en lo que a mi área compete, se pueden observar diferencias y en


parte contradicciones en las escuelas clásicas de psicoterapia. Éstas tienen un
supuesto básico en común, a saber: el cambio en el presente solamente puede
ser logrado por un análisis del origen y la evolución de la patología del paciente en
el pasado.

La creencia en el poder curativo de insight no es más que una teoría improbada e


improbable, en la cual se crea una situación en donde únicamente existen dos
resultados posibles, y ambos confirman la exactitud de dicho supuesto:

1. Si como resultado del análisis del pasado el paciente mejora, esto demuestra
claramente la acertividad de la suposición.

2. Si el paciente no evoluciona, se prueba que la búsqueda de las causas en el


pasado no han ido demasiado lejos y profundo en el inconsciente.

Como vemos, el supuesto es reivindicado por ambas posibilidades, tanto en el


éxito como en el fracaso de su aplicación práctica. Friedrich Von Spee (1591-
1635), el famoso autor de Cautio Criminalis (Sobre los juicios de las brujas),
muestra horrorosos ejemplos de realidades creadas por la naturaleza autocerrada
en una creencia incuestionable. Spee fue un sacerdote que tuvo fluidos contactos
con hombres y mujeres acusados de brujeria, y presenció las más inhumanas
escenas de tortura. Escribió su libro con la finalidad de convencer a la corte que
con la base de su procedimiento de juicio y reglas de evidencia, nadie jamás
puede ser encontrado inocente. En primer lugar, no había duda en la mentalidad
de los jueces de que Dios con su sabiduría y amor protegería al inocente, con lo
cual los que no fuesen salvados por él, darían cuenta, por consiguiente, de una
prueba evidente de su culpabilidad. Además, una vida considerada sospechosa
podía ser honrada o no; si no lo era, ésta era una prueba adicional de culpabilidad,
y si lo era, constituía una razón para una sospecha adicional, puesto que es bien
sabido que las brujas son capaces de crear la impresión de ser virtuosas y
honorables.

Una vez en prisión, los sospechosos podían ser temibles o no. Si eran tildados de
temibles, esto en sí mismo era una prueba de culpabilidad; si en cambio,
resultaban calmos y confidentes, tal actitud también era sospechosa, ya que es
sabido que las brujas más peligrosas son capaces de parecer inocentes y
tranquilas.

Éstos solamente son algunos de los aspectos más destacados pero de ningún
modo todos. En esta situación, cualquier comportamiento en defensa propia, como
las reacciones frente a la tortura, confesiones, tentativas de escape, etc.,
constituyen una evidencia adicional.

Desdichadamente, las construcciones de realidad, mediante supuestos ilusorios,


no están de algún modo limitadas a tan ignorantes períodos de la historia. Son,
como Vaihinger demostró tan convincentemente, la esencia de nuestro ser en el
mundo, usando una terminología existencialista.

A fines de abril de 1988, la edición local del diario italiano La Nazione comunicó un
extraño incidente que tuvo lugar en el Hospital General de la ciudad toscana de
Grosetto. Una mujer esquizofrénica aguda fue admitida de urgencia, y debía ser
llevada nuevamente a su Nápoles nativo para someterse a un tratamiento
psiquiátrico. Cuando los asistentes de la ambulancia fueron a recogerla y
preguntaron dónde estaba, les dijeron: «Ella está ahí adentro».

Al entrar en la habitación encontraron a la paciente sentada en su cama,


totalmente vestida y con su cartera lista. Cuando le pidieron que se fuera con
ellos, comenzó rápidamente a descompensarse, gritó, se resistió violentamente, y
sobre todo, mostró los bien conocidos síntomas de despersonalización. Tuvo que
ser forzosamente tranquilizada, antes de ser llevada abajo.

Alrededor de dos horas más tarde, mientras la ambulancia llegaba a Roma, fue
detenida por un automóvil de la policía y le dijeron al conductor que llevara a la
mujer de vuelta a Grosetto. En lugar de la paciente, habían recogido a una mujer
que estaba esperando para pagar una consulta de un pariente, quien
recientemente había sido sometida a una cirugía menor.
La importancia de este incidente radica en que una vez que se cometió el error, se
creó una realidad de este modo, en donde cualquier intento por parte de la rriujer
de corregir este error constituye una prueba adicional de su insania. Por supuesto,
ella esta despersonalizándose, pretendiendo ser otra persona, etc.

En la primera mitad de la descripción de este incidente, he intentado, en un estilo


muy aficionado, recrear en la mente del lector la misma ilusión bajo la cual los
asistentes de la ambulancia habían es tado trabajando. Indudablemente no es una
ilusión estética, pero sin embargo una ilusión que, hasta su denuncia, parece ser
la representación escrita de una realidad específica.

La esencia de tales ilusiones encuentra su expresión más artística en muchas de


las tragedias clásicas. En sus contribuciones semanales a este tema, Rolf Brewer
ha mostrado como en Edipo Rey y en Otelo profecías autocumplidas (que por
definición son de una naturaleza ilusoria) pueden crear realidades rígidas.

En Otelo, a través de las palabras de la mujer de lago, Emilia, Shakespeare, da su


definición del autocumplido y autorreferencial modo en que los celosos ven el
mundo:

«Ellos nunca son celosos por una causa,


Son celosos porque son celosos. Es un monstruo
engendrado sobre sí mismos, nacido sobre sí mismos».

Que el mundo real es una construcción y así resulta una ilusión, es hermosamente
presentado por Hesse en Steppenwolf (El lobo estepario). Hacia el final de la
novela, el protagonista, Harry Haller, se siente como un lobo estepario, como «el
animal perdido en un mundo extraño e incomprensible para él, que ya no
encuentra su patria, su aire y su alimento». Una tarde de vuelta a su triste
habitación, el lobo estepario tiene una vivencia fantástica. En un muro viejo, en
una callejuela desierta del casco antiguo de la ciudad, ve de repente letras de
colores en movimiento: «Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. ¡Sólo para
locos!».

Este saludo de otro mundo le lleva a buscar el teatro. Finalmente, después de un


baile de máscaras, es llevado por su psicopombo al teatro mágico: «mi teatrito
tiene tantas puertas de palcos adentro como quieras, diez, cien o mil, y detrás de
cada puerta, exactamente te espera lo que buscas».
En uno de estos palcos en los que entra el lobo estepario y de los que cada uno
contiene una realidad libremente elegida, se presenta un maestro de ajedrez,
quien, en alemán original, es referido como un Aufbankunstler (un artista de la
construcción).
Él explica: «La ciencia tiene (...) razón en cuanto es natural que ninguna
multiplicidad pueda dominarse sin dirección, sin un cierto orden y agrupamiento.
Pero en cambio es errónea, en la medida que crea que sólo es posible un orden
único, obligatorio y para toda la vida (...). Este error de la ciencia tiene muchas
consecuencias desagradables, y la única ventaja es la de simplificar el trabajo de
los pastores y dueños, designados por el Estado, ahorrándoles las labores del
pensamiento original. La consecuencia de este error es que muchas personas
pasan por normales y, por cierto, como miembros altamente valiosos de la
sociedad, quienes están incurablemente locos; y muchos, por otro lado, son
mirados como locos y son genios. Por eso es que suplimos la psicología
imperfecta de la ciencia, por la concepción que llamamos el arte de componer el
alma. Le demostramos a alguien cuya alma ha quedado en pedazos, que puede
ordenar de nuevo las piezas de un previo ser en un orden que él desee, y así
llegar a una multiplicidad sin fin de movimientos en el juego de la vida. Como el
dramaturgo moldea el drama de un puñado de caracteres, así nosotros, de las
piezas del ser desintegrado, construimos siempre nuevos grupos con un nuevo
interjuego y suspenso, y nuevas situaciones que son eternamente inagotables.
¡Mira!. [...].»

«Él suavemente barrió las piezas en una pila; y meditando, con la habilidad de un
artista, armó un nuevo juego de las mismas piezas con algunos otros grupos,
relaciones y enredos. El segundo juego te nía una afinidad con el primero, era el
mundo construido con el mismo material, pero la clave era diferente, el tiempo
cambió, el motivo fue dado de una manera diferente.»

«Y en este estilo, el inteligente arquitecto construyó un juego después del otro, a


partir de las figuras, donde cada uno era un poco de mí mismo, y cada juego tenía
un parecido distante con cada otro. Cada uno pertenecía reconocidamente al
mismo mundo y con desconocimiento de un origen común. Sin embargo, cada uno
era enteramente nuevo.»

«Este es el arte de la vida», dijo a la manera de un maestro, «puedes develar el


juego de tu vida y otorgarle animación. Puedes complicarlo y enriquecerlo como
desees.»

Esencialmente, la misma autosuficiente profecía parece subyacer en la realidad


que el señor K, el protagonista de la novela de Kafka, The Trial (El proceso), ha
construido para sí mismo.

En su sed por la certeza y seguridad busca constantemente claves, pero todo lo


que encuentra no es más que incertidumbre. Y así, hacia el final de la novela, en
su conversación con el párroco en la catedral, el último le da la llave que
posibilitaría a K dejar la trampa de la ilusión: «La corte no quiere nada de ti. Te
recibe cuando vienes y te despide cuando te vas». En otras palabras, es el mismo
K quien ha construido esa ilusión de la corte, la persecución y el juicio inminente.

La última conexión entre la realidad supuesta y la ilusión es el tema básico de otra


obra maestra de la literatura, la novela de John Fowles The Magus (El mago).

El mago es un griego rico, Conchis, quien está dejando pasar su tiempo en la


imaginaria isla de Phraxos, jugando con lo que llama «juego de Dios». Este juego
consiste en crear intrincadas situaciones, que socavan totalmente las
construcciones de realidad de los jóvenes que van a Phraxos, desde Gran
Bretaña, durante un año a enseñar inglés en la escuela local.

Como Conchis explica a su víctima, Nicolás, él lo llama «juego de Dios», porque


Dios no existe y el juego no es juego. En su revisión de la novela, Ernst Von
Glasersfeld, uno de los exponentes líderes del Constructivismo Radical, señala lo
siguiente:

«Fowles llega al punto máximo de la epistemología constructivista cuando permite


a Conchis explicar la idea de la coincidencia. Dos historias dramáticas son
contadas a Nicolás, una sobre un coleccionista rico, cuyo castillo en Francia se
incendió una noche con todo lo que poseía; la otra sobre un granjero de Norwey,
obsesionado, que ha pasado años como un ermitaño, esperando la llegada de
Dios. Una noche tiene la visión que ha estado esperando. Conchis agrega que fue
la misma noche que el fuego destrozó el castillo.»

«Nicolás pregunta: "No estás sugiriendo... ". Conchis lo interrumpe, "No estoy
sugiriendo nada. No hubo conexión entre ambos sucesos. No hay conexión
posible. O más bien yo soy la conexión, soy cualquier significado que posea la
coincidencia". Esta es una paráfrasis corriente de la revolucionaria idea de
Einstein referida a que en el mundo físico no hay simultaneidad sin un observador
que la cree.»

En la perspectiva constructivista, entonces, el mundo es creado por el que cree


estar observándolo. ¿Pero esto no es simplemente una versión acomodada del
nihilismo de la edad antigua? ¿Cómo uno puede negar que existe un mundo ahí
afuera, a cuyas condiciones y reglas se debe adaptar como ser viviente?

A estas preguntas del sentido común, el Constructivismo responde: de la realidad


real -si existe- sólo podemos conocer lo que no es. Dice Von Glasersfeld, en su
introducción al Constructivismo radical:

«Una vez que conocer ya no es más entendido como la búsqueda de una ¡cónica
realidad ontológica, pero en cambio sí como una búsqueda de modos apropiados
de comportamiento y pensamiento, el problema tradicional desaparece. El
conocimiento puede ser visto ahora, como algo que el organismo construye, en el
intento de ordenar tal amorfo flujo de experiencia, estableciendo experiencias
repetibles y relaciones confiables entre ellas. Las posibilidades de construir ese
orden están determinadas y perpetuamente constreñidas por los pasos
precedentes en la construcción. Esto significa que el mundo real se manifiesta
exclusivamente, ahí donde nuestras construcciones se derrumban. Pero podemos
describir y explicar estos derrumbes sólo con los conceptos que hemos utilizado
para construir las estructuras fracasadas; este proceso nunca puede producir un
diseño del mundo, que podríamos juzgar como responsable del fracaso».

¿La conclusión?: no hay ilusión, porque hay solamente ilusión.

EL OCASO DE LA OBJETIVIDAD

Alguna vez los técnicos en salud mental nos preguntamos, cuando frente a
nuestros ojos se dibujan las tradicionales nosografías psiquiátricas, que describen
como fenómeno característico de la psicosis la alteración del juicio de realidad,
¿qué se quiere decir con esto?, ¿a qué se llama realidad?

Las epistemologías tradicionales, en las cuales se involucran las ciencias clásicas,


han considerado que la percepción o el acto perceptivo refleja una realidad
independiente del observador. La mayoría de las investigaciones científicas se han
propuesto descubrir determinados hechos, adjudicando a dicho evento la
calificación de objetivo. Pero el término descubrir supone la existencia de una
realidad allí afuera, que debe apresarse a través de los sentidos y en ese acto
convertirla en patrimonio de nuestro conocimiento.

El ser humano en su desarrollo evolutivo, como parte del proceso de adaptación al


medio ambiente, intenta edificar una estructura mental que le permita ordenar esa
tendencia a la entropía de su experiencia y, a través de este proceso, irá
estableciendo experiencias repetibles y relaciones más o menos confiables,
construyendo así un mundo al cual llama realidad.

Surgiendo de la Cibernética de segundo orden, el Constructivismo nace como un


modelo teórico del saber y de la adquisición de conocimiento. Su planteamiento
radical se basa en que la realidad es una construcción individual que se co-
construye (en sentido interaccional) entre el sujeto y el medio. Como escuela de
pensamiento, estudia la relación entre el conocimiento y la realidad y dentro de
una perspectiva evolutiva se refiere, en su significado más extremo, a que un
organismo nunca es capaz de reconocer, describir o remedar la realidad, y sólo
puede construir un modelo que se acerque de alguna manera a ella. De esta
manera, el efecto de la comunicación hace que dos o más sujetos, que se
relacionan y se acoplan estructuralmente en la coordinación de sus conductas,
construyan un mundo conjuntamente. Este acoplamiento da lugar a la vida social,
siendo el lenguaje una de sus consecuencias.

El objeto observable se relativiza y la impregnación de significado -inherente al


observador- que lo cubre convierte al acto cognoscitivo en subjetivo y
autorreferencial.

Cabría cuestionarse acerca de cómo y en qué punto el conocimiento puede estar


relacionado con la realidad (en el sentido de dar cuenta fiel de una realidad
objetiva), si uno toma consciencia de que ese conocimiento es en sí mismo parte
de esa realidad. Esta pregunta desafía a la lógica, puesto que inevitablemente
termina por generar paradojas.

Desde el Constructivismo se trata de comprender, cómo se construyen los


modelos que tienen de por sí diversas finalidades pragmáticas. Se supone que
hay una finalidad pragmática prioritaria en todos, que es la supervivencia.

La diversidad está en las diversas maneras de luchar por ella según las
características de movilidad, alimentación, desarrollo sensorial, entorno, etc.

Este modelo, como corriente epistemológica, fue introducido por el psicólogo Jean
Piaget, ha sido desarrollado en su forma más radical por Ernst von Glasersfeld
(1984, 1987, 1992) y cuenta con algunos investigadores que han llevado este tipo
de pensamiento a su campo particular de estudio, como el antropólogo Gregory
Bateson, el cibernético Heinz Von Foerster, el neurofisiólogo Mc Culloch, los
biólogos Humberto Maturana y Francisco Varela y el lingüista Paul Watzlawick,
entre otros.

Pero la preocupación por la relación entre la realidad -el mundo óntico- y el


conocimiento de ella ya fue objeto de estudio de los filósofos, como Inmanuel Kant
(1781), quien a finales del siglo XVIII, en su Prolegómeno a toda metafísica futura,
expone que todos los seres humanos estamos limitados por nuestro aparato
perceptivo y que tanto nuestra experiencia como los objetos de la misma son el
resultado de nuestra forma individual de experienciar, o sea, están estructurados y
determinados por nuestras categorías de espacio y de tiempo y nunca es posible
captar la cosa en sí.

En este sentido podríamos utilizar la distinción sartreana del ser en sí -la cosa en
sí misma, en su propia esencia- y el ser para sí -la cosa para el que capta, para el
que percibe-, ya que desde esta perspectiva, el conocimiento o el acto de conocer
supone que existe, en el exterior del ser humano, una realidad absolutamente
externa, con ciertas características particulares e inherentes a la misma. Pero ésta
sería imposible de reconocer, puesto que dichas características no resultarían
descripciones puras del objeto, sino atribuciones de significado provenientes del
sistema de creencias que posea el observador. La descripción del objeto es una
descripción del descriptor y no la propiedad de la cosa en sí misma.

La cosa es, como confirmación de su existencia, para el sujeto que la captura en


el acto perceptivo, y ese dato o capto que se obtiene en el proceso forma parte no
de una característica específica del objeto, sino de la atribución de sentido que el
observante delimita y otorga.

La selectividad perceptiva permite la mirada, admitiendo solamente algunas


particularidades del objeto que son relevantes para el observador y nada más que
para él, o en última instancia para un gru po de personas que comparten una
percepción similar por medio de un código común. Esta impronta se tiñe de
intencionalidad, y no es ingenua, a través de la constitución de engramas
asociados a significaciones, convirtiendo al acto de conocimiento en
autorreferencial. Por lo tanto, ¿cómo conocer la cosa en sí?

De pronto el imposible, la incertidumbre inunda la mirada observante, hundiendo


en el caos al sujeto, incrementando la inseguridad, ya que eso que presupongo
que es, es para mí y no necesariamente es para el otro, sólo existen parámetros y
códigos compartidos, de los cuales es factible que emerjan construcciones
similares, pero no iguales.

La suposición de que existe una realidad última se anula frente a la posibilidad de


conocerla. Por ende, se relativizan los juicios aserradores de verdad, que
claudican ante esta perspectiva que propone suprimir las afirmaciones categóricas
y terminantes.

Giambattista Vico (1710), considerado el primer genuino constructivista, planteaba


que el ser humano solamente puede conocer una cosa que él mismo crea; así
sabemos cuáles son sus componentes, su estructura, y cuáles sus características,
que no son patrimonio del objeto, sino distinciones que traza el observador.

En el transcurso de su vida, una persona interactúa proporcionando y recibiendo


información en forma permanente con su medio, y ya desde su nacimiento, co-
construye con otros generando estructuras particulares, a veces compartidas,
acerca de la realidad. En esta gesta interactiva, elaborará la constitución de una
escala de valores, pautas de intercambio, normas que regularán sus procesos, un
sistema de creencias, en síntesis, una historia que delimitará el perímetro de
determinados patrones, inherentes a ese sujeto y no a otros. Y este proceso es
indefectible: generará la producción de significaciones y atribuciones de sentido
que conformarán la selectividad de sus construcciones, que serán a su vez,
expresadas a través del lenguaje, como su base constitutiva y simultáneamente, el
lenguaje como el inventor, por así llamarlo, de realidades.

Será el lenguaje, entonces, su entrada al mundo, la creación de un universo de


significados que pautarán un estilo, moldearán una interacción y producirán
situaciones que construirán una realidad.

«El sujeto, sujeto al lenguaje aseverará su verdad...»

Todo este bagaje es el que se pone en juego en el momento de la observación,


resultando tendenciosa y de apariencia ingenua. Pero la constitución de engramas
individuales, socioculturales y psicofamiliares, que la revisten, favorecen la
creación de un determinado recorte o mapa de lo que llamamos realidad, que nos
posibilita ver eso y no otra cosa.

Versa el dicho popular «nada es verdad o es mentira, todo es según el color del
cristal con que se mira»...

LA CONSTRUCCIÓN DE LA PARADOJA OBSERVANTE

El epistemólogo Jean Piaget, en La construcción de la realidad en el niño (1937),


señaló, acerca del desarrollo genético de la inteligencia, que en el proceso de
constitución de la realidad, el niño no adquiere una representación fiel del mundo
externo (realidad objetiva), sino que lo construye, y que esta construcción se
realiza a través de acciones de exploración. Es decir, por medio de sus
percepciones no se forma primero una imagen del mundo, sino que la va
construyendo poco a poco a través de exploraciones parciales.

Entre los tres y seis meses, el niño comienza a coordinar su universo visual y
táctil: por ejemplo, puede tomar objetos y llevárselos a la vista, que desaparecerán
una vez que los ha dejado. Paulatinamente, estas imágenes de las cosas
comienzan a tener cierta permanencia en su mente cuando no están en su campo
visual, pero se desvanecerán en corto tiempo, puesto que espera encontrarlas
nuevamente en el lugar donde estaban y en un perímetro que delimita, cuando
vuelva a observarlas. Esta permanencia está conectada directamente con la
acción y no implica todavía la idea de independencia de una actividad orgánica.

«Todo lo que el niño supone es que, si continúa girando la cabeza o bajándola,


podrá ver cierta imagen que acaba de desaparecer, que bajando la mano
encontrará de nuevo la impresión táctil que poco antes ha experimentado, etc.»
(Piaget, 1965).
El universo del niño es, hasta esta etapa, solamente una cantidad de imágenes
indiferenciadas que surgen de la nada a la acción y cuando ésta concluye, vuelven
a la nada. En la medida que evoluciona, las imágenes persisten más tiempo que
antes, puesto que el niño intentará hacer permanecer las acciones durante un
lapso más prolongado:

«[...] al extenderlas, o bien redescubre las imágenes desvanecidas, o bien supone


que se hallan a su disposición en la misma situación en que comenzó la acción
que se desarrolla» (Piaget, 1965).

De esta manera, Piaget demuestra, en principio, que el mundo externo (la


realidad), causalidad y tiempo, son el resultado de acciones exploradoras, con lo
cual de esta afirmación se infiere que si un niño puede realizar una gama de
acciones variadas, entonces es factible que se construyan diferentes realidades.

En su libro Epistemología genética e investigación psicológica (1963), Piaget


distingue dos tendencias en el organismo cuando se enfrenta con el ambiente: la
asimilación y la acomodación.

La construcción de la realidad se opera sobre la base de la experiencia, mediante


mecanismos de organización -ya que todo organismo, desde el unicelular hasta el
más complejo, se organiza para mantener su identidad- y de adaptación, que
dependerán de los procesos de asimilación y acomodación de lo experimentado.

El niño acomodará sus experiencias, que surgen de las interacciones con el medio
ambiente, a esquemas estructurados en su mente para poder asimilarlas, pero
dichos esquemas a la vez son el producto de experiencias previas, o sea, la
construcción de la realidad se organiza de manera recurrente: el infante asimilará
los sucesos externos que atrae para sí y estructurará lo que llamaremos la
conformación experiencial de engramas (construcción de mapas), que provocará
las posteriores acomodaciones a nuevos estímulos y recreará la selectividad
perceptiva, que posibilita nuevas asimilaciones y así recursivamente.

En un supranivel, los procesos de adaptación y organización operan, también


recurrentemente, en relación directamente proporcional con los inputs que
proporcionan las correlativas acomodaciones y asimilaciones. No obstante, las
reglas del pensamiento operativo se desarrollan como resultado de la interacción
del organismo con su ambiente, con antelación a que se confirmen, anulen o
rectifiquen con los procesos del pensamiento abstracto.

Este proceso llevará a la creación de una simbología, elementos cliché aunados


en significancia y significado, constituyendo un nivel de abstracción que se pondrá
en juego en los diversos ensayos y errores que el transcurso experiencial supone,
con lo cual el mapa interno será el producto de las diferentes interacciones
pasadas, que pautarán, indefectiblemente, las interacciones futuras de manera
circular, puesto que el proceso acumulativo de experiencia genera tal nivel de
abstracción, que permite realizar analogías y efectuar isomorfismos.

En este pivote recurrente, las estructuras orgánicas y cognitivas evolucionan de


una manera similar y los procesos de selección se efectúan por el método de
ensayo y error.

Conviene detenernos en este punto del análisis y realizar una convergencia


clínica. El método de ensayo y error es un procedimiento heurístico, que le
posibilita a un sistema buscar modificaciones conductuales cuando se encuentra
en un medio desconocido, para asegurar su adaptación y regularidad. La
epistemología se construye gracias a la aplicación de este método.

Esto se observa claramente en las familias migrantes. Por ejemplo, pensemos en


un sujeto que emigra hacia un país muy diferente al de su origen; con la finalidad
de sobrevivir en el nuevo medio será necesario que busque y experiencie nuevos
métodos para arribar a dicho objetivo. Este sujeto lleva consigo un bagaje de
submapas, conformados por elementos socioculturales, códigos extra e
intrafamiliares, una serie de normativas y pautas que rigen sus condiciones de
interaccioner. Estos submapas constituyen un mapa general, que representa su
sistema de creencias y la atribución de significados a las cosas, expresados por
medio del lenguaje. Desde allí construye su realidad.

Si el objetivo que persigue es lograr establecerse en ese país -que en el comienzo


de su estancia le resultará extraño-, será necesario para adaptarse, realizar
desestructuraciones que generen la ruptura de sus parámetros significacionales
originales.

Recurrentemente, deberá aplicar el mismo método de ensayo y error que efectuó


en su país natal, pero este segundo proceso resultará de mayor complejidad,
puesto que se trata de alterar y modificar atribuciones de sentido ya instauradas
en su cognición. Si bien en el proceso original existen modificaciones de
significados, éstos se construyen, elaboran y acumulan cotidiana y
permanentemente bajo el mismo esquema sociocultural. Este segundo paso le
exigirá tal vez desarticular total o parcialmente significados de construcción de
mapas muy básicos en su estructura, y sólo permanecerán en pie aquellos que
coinciden con la nueva amalgama social que debe producir, y de este modo son
retenidos.

Cuando señalamos la tarea de deconstruir y reestructurar significados, no implica


que se anulen las viejas significaciones; éstas no se abandonan, sino que, por el
contrario, quedan ancladas y a su lado se colocan (por señalarlo gráficamente) las
nuevas.

Este mecanismo se refleja en el lenguaje, en la distinción de lo metafórico y lo


literal (fundamentalmente en la migración a países del mismo idioma), en donde
ciertas frases adquieren una significación alternativa; también se observa en las
palabras, que en algunos países poseen una doble y hasta triple significación. Por
ende, el cambio de contexto-aunque en éste se hable la misma lengua-producirá
modificaciones en la significación que tendrá sus implicaciones en la pragmática,
construyendo realidades alternativas a las originales constituidas en el lugar de
origen.

Ashby describió el proceso investigado por Piaget, permutando los términos


ensayo y error por búsqueda y fijación, considerándolos conceptos más
adecuados. De esta manera, un sistema, a través

de su complejo conductual, desarrolla su estructura adaptativa que no está


preestablecida y en cambio es determinada en gran parte por la casualidad, pero
que por medio de la reinterpretación se define como causalidad.

Como hemos señalado en el capitulo anterior, resulta dificil hablar de casualidad desde
una perspectiva sistémica. Cada uno de los hechos del universo contribuye al equilibrio
del ecosistema. Un hecho casual obedece a la esfera de lo fortuito e imprevisible.
Desde un nivel lógico inferior, es factible hablar en estos términos: existen hechos
(constituidos en eventos para la persona) fuera del cálculo de posibilidades de
aparición, tildados como casuales. Pero en un orden lógico superior, en donde operan
mecanismos correctores (negentrópicos), estos hechos se someten a una
reinterpretación, encontrando un porqué circular que construye o colabora a la
homeodinamia del sistema. Parece ser, entonces, más apropiado hablar de
causalidad.

Tal vez se trata de recuperar, desde esta perspectiva, la analogía con la tabla rasa
-página en blanco donde se construyen los significados- en la cual el ser humano
en su historia, deberá colocar varias fe de erratas...

Desde una óptica cibernética, este método no es ni más ni menos que un circuito
de retroalimentación, en donde las rectificaciones -a través de la introducción de
información nueva- permiten corregir los ángulos de desviación (los errores) y sólo
de esta manera es posible el aprendizaje.

En lo que respecta al conocimiento, entonces, todo nuevo pensamiento deberá


adaptarse a un diseño previo de estructuras conceptuales, de tal forma que la
abstracción que se realiza no genere una contradicción con lo aprendido (que fue
transformado en modelo conceptual) y si ésta se produce, o se cambia el nuevo
pensamiento o bien deberán modificarse las viejas estructuras.

Piaget perfeccionó esta idea hasta llegar a convertirla en una teoría del desarrollo
cognitivo, concluyendo que la cognición es una actividad adaptativa.

E. von Glasersfeld señala que solamente es posible entender a Piaget de forma


coherente cambiando la concepción de lo que significa conocer y conocimiento, lo
que implica pasar de lo representacional a lo adaptativo.

Desde esta visión, no puede concebirse que el conocimiento nos proporciona una
imagen «objetiva» del mundo, sino más exactamente, un determinado mapa de lo
que podemos hacer en ese ambiente en donde se experiencia. Lo que conocemos
entonces es un recorte, una construcción, que se adapta a un modelo conceptual
previo, al cual, otras construcciones de posteriores actos cognitivos se adaptarán y
lo enriquecerán, y así recursivamente.

En este sentido, es interesante citar la diferencia que plantea Ronald Laing acerca
del término dato.

«Aquello que la ciencia empírica denomina datos, para ser más honestos
deberíamos llamarlos captos, ya que en un sentido muy real son seleccionados
arbitrariamente por la índole de las hipótesis ya formadas» (citado por Spencer
Brown, 1973).

Dato significa lo que es dado. Esta definición es coherente con la antigua


concepción del conocer, la representacional; por lo tanto, desde esta perspectiva
se puede afirmar que el mundo externo ofrece un sinnúmero de datos
observables.

Capto se refiere a lo que es captado, y se aplicaría al concepto del conocimiento


adaptativo, con lo cual podríamos capturar de ese sinnúmero de datos solamente
algunos. Pensar en términos de datos implica pensar utópicamente que nuestro
aparato cognitivo tiene la posibilidad de percibir objetivamente y en forma pura (sin
atribuciones de significado) los elementos a describir que ofrece el mundo externo.
Las estructuras conceptuales solamente le permiten al observador captar algunos
de esos datos, de acuerdo con el modelo epistemológico con que se construya,
mientras que el resto aparecen como puntos ciegos ante sus ojos.

Para el observador no existirían una cantidad de datos, sino sólo algunos factibles de
captarse por calzar con sus estructuras conceptuales.
Y allí está el conocimiento como autorreferencial y constitutivo de una realidad
única (la del observador). Esta realidad podrá ampliarse cuando en la interacción,
tal vez desde otra perspectiva, otro observador ofrezca su mapa (compuesto por
estructuras conceptuales diferentes, que poseen captos diferentes) y en este acto
co-constructivo, esa realidad se redefina.

Este mismo esquema de pensamiento nos lleva a relativizar la frase que señala
«el mapa no es el territorio», puesto que ¿de acuerdo con qué óptica se realiza
dicha afirmación? Para el observador el mapa es, desde su captación, el territorio,
es la confirmación de la verdad de una realidad única (la de su propia
construcción).

Desde un metanivel más reflexivo, podríamos pensar que existe un territorio


compuesto por otros elementos a captar, pero nuestro conocer nos permite
obtener tan sólo un mapa de lo que vemos; o desde la confrontación con el acto
cognoscitivo de otro observador que tiene la cualidad de captar otras propiedades
del objeto observado -o sea de elaborar otras construcciones-, que cotejadas con
las nuestras arrojan diferencias de perspectivas, por lo tanto, el mapa no es el
territorio. La pregunta sería entonces, ¿cuál es el territorio?, cuestionamiento dificil
de responder, pues nunca lo llegaremos a conocer en su totalidad.

Un cuento clásico sufi, Los ciegos y la cuestión del elefante, a través de la versión
de Hakim Sanai (1150), ilustra las diferentes construcciones que pueden realizarse
acerca de la misma cosa. Se trata de una ciudad en donde todos sus habitantes
eran ciegos. Un cierto día acampa en las afueras un rey con su cortejo, que tenía
un elefante que usaba para atacar e incrementar el temor de la gente.

La población estaba ansiosa por ver aquel animal, y algunos ciegos se


precipitaron hacia él con el fin de describirlo. Como no tenían idea sobre su forma,
trataron de reunir información, palpando alguna parte de su cuerpo. Cuando
regresaron a la ciudad, cada uno creyó que sabía algo sobre la bestia. Las
personas se apiñaron a su alrededor, ansiosos por saber y buscando
equivocadamente la verdad en boca de aquéllos; preguntaron, entonces, por la
forma y el aspecto del elefante.

«Al hombre que había tocado la oreja le preguntaron sobre la naturaleza del
elefante. Él dijo: "Es una cosa grande, rugosa, ancha y gruesa como un felpudo".

Y el que había palpado la trompa dijo: "Yo conozco los hechos reales, es como un
tubo recto y hueco, horrible y destructivo".

El que había tocado sus patas dijo: "Es poderoso y firme como un pilar".
Cada uno había palpado una sola parte de las muchas. Cada uno lo había
percibido erróneamente. Ninguno conocía la totalidad. [...].» (ldries Shah, 1967).

Tal vez, este sea el punto en cuestión, cómo conocer la totalidad, acción que
desde las ciencias de la complejidad resulta utópica. Podríamos preguntarnos si
cada uno de los ciegos percibió erróneamente, o sería más acertado reformular la
frase, señalando que cada uno construyó una imagen del mundo y para cada uno
esa construcción era su verdad.

En el campo de la interacción humana, la disputa por la obtención y


reconocimiento de la posesión de la verdad se pone en juego, por ejemplo, en la
controversia de dos mapas diferentes; esto quiere decir que cuando dos personas
litigan en función de la verdad acerca de algo y poseen opiniones diferentes sobre
ese algo, si uno le dice al otro «esto no es así», en realidad le está diciendo «tú
tienes una construcción diferente a la mía».

Si la estructura conceptual del observador capta solamente algunos aspectos del


objeto observado, su propio mapa, entonces, veda la posibilidad de describir lo
que sería la totalidad del objeto, o la cosa concreta en toda su magnitud. Descubrir
el territorio, como búsqueda de la verdad y de una realidad última, resulta la
acción utópica que postulaban las ciencias clásicas.

«The name is not the thing» (el nombre no es la cosa), sentencia la frase que Paul
Watzlawick recrea con el ejemplo del, proverbial esquizofrénico que, apoyándose en
lo literal, termina comiéndose la carta del menú del restaurante en lugar de la comida
(además de quejarse por su mal sabor), y comienza a sospechar que alguien conspira
contra él y desea envenenarlo.

Este mapa es expresado a través del lenguaje, y es este mismo el que muestra la
subjetividad y autorreferencialidad en la mirada, por medio de los significados que
son atribuidos a la cosa observada. En el plano sintáctico, por medio de las
convenciones lingüísticas, en los sustantivos y adjetivos calificativos
principalmente, es donde se ponen de manifiesto las expresiones más claras de
las atribuciones semánticas individuales a los objetos del mundo externo, por lo
tanto el nombre no es la cosa que se nombra. El nombre es el convenio por el cual
llamamos a algo de una determinada manera, es el que nos permite, a través de
un código lingüístico, comunicarnos e intercambiar, saber acerca de lo que se
habla; la atribución de valor se observa más en las adjetivaciones.

La analogía que plantea el término mapa sugiere una representación mental


(representación como construcción) de la cosa observada. Si pensamos
literalmente acerca de esta palabra, el mapa de un país no es el país, es una
escala convencional que nos permite orientarnos, por ejemplo, cuando estamos en
un terreno desconocido. Todos compartimos esa imagen, pero si recorremos el
territorio concreto del país, las vivencias de los observadores, a través del
experienciar, serán diferentes, cada uno recortará y verá lo que su cognición le
permite ver; de ahí la concordancia y divergencia de opiniones acerca de lo
observado.

Esto podemos llevarlo al ámbito clínico, cuando observamos a familias o a


pacientes individuales, que llegan con su sintomatología o con problemas
sostenidos por una construcción determinada (recordemos que un problema es
una atribución de sentido sobre una dificultad): para ellos el mapa es el territorio
(el problema es su realidad) y así, enquistados en esta visión, auto-perpetúan la
patología y el dolor.

Las posibilidades de redefinir o reformular esa realidad permiten ampliar su mapa


(sus alternativas de solución). Así, un terapeuta constructivista parte del supuesto
de que lo que llamamos realidad proporciona numerosas posibilidades de
descripción y, dada la experiencia clínica, posee una gama más prolífica de
construcciones que llevan a depositar en el percibiente nuevas captaciones.

MAPA NOMBRE

≠ ≠

TERRITORIO COSA

No obstante, se transita la vida, aseverando que lo que veo es que la realidad que
observa es una fiel representación del mundo, y nuestros juicios de valor se
acercan a opiniones objetivas acerca de las cosas: para el observador, entonces,
el mapa es el territorio.

Piaget señala que no existe ninguna construcción si no hay algún tipo de reflexión.
Las reflexiones que práctica el niño sobre sus operaciones con el mundo
constituyen la base de la llamada abstracción reflexiva, y es la que produce las
conceptualizaciones, que no pueden derivarse en forma directa de la experiencia
sensorial.

Los conceptos abstractos u operativos ubicados en un nivel superior a los


figurativos, ya que estos ese extraen directamente del material que ofrece la
experiencia sensorial. E. von Glasersfeld (1983) señala que la reflexión comienza
a ejecutar construcciones a partir de dos herramientas indispensables: la
semejanza y la diferencia. Partiendo del concepto de Spencer Brow (1973) acerca
de las distinciones, remarca que toda distinción es producto de una comparación,
especificando el tipo de comparación cuyo resultado no es una diferencia sino que
podría arrojar una semejanza, con lo cual se llega a la conclusión de que dos
cosas son iguales o son la misma cosa.

La posibilidad de describir cosas se en a directamente relacionada con las


características que se distinguen en la descripción. Si partimos de la tipificación
lógica que realizan Whitehead y Russell (1910), cuyo postulado central señala «los
miembros de una clase no son iguales a la clase de los miembros», se puede
afirmar que todos los integrantes de una categoría son iguales, teniendo en cuenta
que las categorizaciones son conceptos de segundo orden, o sea, atribuciones
emergentes del descriptor.

A este tipo de igualdad, Glasersfeld la llama equivalencia, y constituye un punto


relevante en la construcción de conceptos, puesto que hace posible elaborar
clasificaciones, permitiéndonos crear una imagen intelectual del mundo.

El otro sentido de igualdad que establece el autor introduce la variable de la


temporalidad en el acto de conocer, es decir, que no sólo podemos señalar que
una cosa es igual a otra porque pertenece a la misma categoría (es igual o
equivalente), sino por que además es posible afirmar que es la misma cosa que
hemos observado el día anterior; a este fenómeno lo llama identidad individual y
es un concepto importante en la construcción del mundo porque introduce la
noción de permanencia.

Por lo tanto, la equivalencia y la identidad individual son los resultados de un


proceso de abstracción, que permiten establecer comparaciones que ejecutan
distinciones del orden de la similitud o igualdad, ya sea porque pertenecen a la
misma clase o porque introducen la variable temporal y nos llevan a decir que algo
es la misma cosa.

«Pero atribuir a algo una identidad individual no está exento de problemas.


Supongamos que yo estuve en esta misma conferencia ayer y, como ahora, tenía
un vaso con agua delante de mis ojos. Hoy entro y digo: "iOh, es el mismo vaso,
es idéntico al vaso que ayer estaba aquí!" Si alguien me preguntase cómo puedo
saber si es idéntico o no, tendría que buscar alguna característica particular que lo
distinga de los demás vasos» (E. von Glasersfeld, 1994).

Pero si nos situamos en una posición extremista, resultaría difícil, apoyándonos en


estas conceptualizaciones, describir dicho objeto, distinguiéndolo como idéntico y
afirmando que es el mismo. El acto de observación nos llevaría a discriminar una
serie de características como, por ejemplo, lugar de ubicación, tipo de textura y
conformación, peso, algunas particularidades del diseño, etc.; en fin, serían
infinitas las corroboraciones, pero en última instancia, la conclusión que se arroja
es incierta, ¿es el mismo objeto?

En principio es factible afirmar que ese objeto es equivalente al de ayer, en el


sentido que reúne las características que lo aúnan a un rubro o categoría
determinado, permitiéndonos decir que ese objeto es similar al visto con
anterioridad.

Esta dificultad conceptual fue resuelta muy tempranamente (entre los 18 meses y
2 años) y Piaget la llamó externalización; o sea, que la posibilidad de afirmar que
ese objeto es el mismo que el que hemos observado ayer radica en que a pesar
de no haber formado parte de nuestra experiencia sensorial durante el período de
no-observación, el objeto ha mantenido algún tipo de continuidad en el tiempo
fuera del mundo de nuestra experiencia. Debe haber, entonces, un sitio más allá
del campo de la experiencia en el que el objeto pudo ser, mientras nos
ocupábamos de experimentar otras cosas.

Von Glasersfeld llama este lugar «protoespacio», lugar que conforma una especie
de almacén en donde pueden guardarse las representaciones de las cosas, con el
fin de que mantengan su identidad individual en el tiempo en que uno no las
experiencia. Cada sujeto posee un topos uranos individual, en donde guarda las
diferentes construcciones que le posibilitarán realizar los distingos pertinentes,
cuando sus sentidos tomen contacto con el objeto.

Mientras no las experienciamos, el ser de las cosas se mantiene en ese depósito y


se extiende hasta que uno vuelve a experimentarlas, con lo cual están disponibles
cuando la atención sea dirigida hacia ellas.

«A este paralelismo de dos extensiones -el flujo de la experiencia del sujeto y la


permanencia de las identidades individuales extendidas durante intervalos desde
su depósito- lo llamo Prototiempo». (E. von Glasersfeld, 1994).

La diferencia entre los conceptos de protoespacio y prototiempo está en que en


este último están presentes las nociones de antes y después y en el primero la de
mientras y durante. En síntesis, durante el tiempo que experimentamos otras
cosas de nuestro mundo, en nuestro almacén quedan momentáneamente fijadas
las representaciones de las cosas, hasta que nuestra atención en el acto de
conocimiento vuelva a recuperarlas.

La noción de permanencia permite el mantenimiento de la identidad individual y


conjuntamente con el flujo de la experiencia, extendidos en un lapso determinado,
conforman el prototiempo. El antes y el después es construido, dice el autor, por la
proyección de las experiencias del sujeto sobre las cosas del depósito que no se
encuentran en su campo experiencial.

Por lo tanto, el paralelismo entre el flujo de la experiencia y la permanencia de la


identidad individual es el que nos posibilita seleccionar cualquier experiencia y
realizar abstracciones e inferencias sobre ella, proyectándola a otra secuencia
experiencial.

«Para mí, entonces, tal como dijo Prigogine, el tiempo no es una ilusión. Si llamara
ilusión a la construcción del tiempo, también tendría que llamar ilusión a todo el
mundo que conozco, el mundo en que vivo; y yo no quisiera caracterizarlo de ese
modo. Si bien todo mi mundo es una construcción, aún puedo establecer en él una
distinción útil entre ilusión y realidad. Pero recuérdese que para mí la realidad
remite siempre a la realidad de la experiencia, no a la realidad ontológica de la
filosofía tradicional. Si queremos construirnos una realidad racional, el tiempo y el
espacio son elementos indispensables, y yo más bien llamaría ilusión a cualquier
pretensión de conocer lo que esté más allá del campo de nuestra experiencia»
(von Glasersfeld, 1994).

Desear conocer más allá del campo de la experiencia de los sentidos, es partir de
la suposición que debe descubrirse una realidad objetiva, una verdad última, como
señalamos anteriormente.

Tal vez lo que resulte posible es ampliar la gama de perspectivas con que el
observador describe la realidad. La redefinición de ópticas se desarrolla en forma
espontánea en las co-construcciones de la vida cotidiana y con objetivos
prefijados en el espacio de la consulta psicoterapéutica, pero de ahí a pretender
encontrar la realidad, existe un largo camino que implica hablar de otro paradigma.

Por esto, es importante remarcar lo que señala von Glasersfeld acerca de la


construcción de realidades; no nos estamos remitiendo a la realidad de la filosofía
clásica, sino a la de la experiencia sensorial. Construir realidades alternativas en la
psicoterapia constituye el objetivo básico para la resolución de problemas.

En términos de temporalidad, estamos presos de nuestra historia, el pasado no


puede cambiarse y menos volverse a vivir; pero sí es factible redefinirlo,
encontrando perspectivas nuevas que posibiliten entenderlo de una manera
diferente, construyendo una historia diferente.

Un adulto que se queja de su infancia, en donde se vio hiperexigido por un padre


que no admitía el mínimo error en sus actividades, podría reformularse
connotando positivamente cuánto llegó a crecer, a progresar y todos los proyectos
que desarrolló en su vida, impulsado por las presiones del padre, y cuánta energía
ha tenido para lograr cosas con éxito, a pesar de la frustración que implicaba el
veredicto del padre.

Entonces, a este padre no lo vamos a cambiar, y al menos las historias


relacionales infantiles con sus sufrimientos concomitantes lograrán redefinirle,
modificando las percepciones que se tienen acerca de las mismas en el tiempo
presente, construyendo una historia alternativa. Inevitablemente, este giro
perceptivo permite comenzar a gestar nuevas interacciones, a partir de
significados nuevos atribuidos al recuerdo, y son estas mismas interacciones las
que refuerzan los nuevos marcos semánticos con que se revisten los vínculos y
las situaciones.

Si pensamos las tres instancias temporales de pasado, presente y futuro, de


manera recursiva, se desestructura la diacronía lineal clásica. Los tres tiempos
tienen una correlación directa y proporcional, en donde se impregnan y
superponen significados, influyéndose de manera continua; por lo tanto, no
pueden verse como compartimientos estancos, sino bajo el dominio de un
dinamismo constante: en el presente, centrípetamente, oscilan el pasado y el
futuro; las acciones presentes en la medida que transcurren se convierten en
históricas y las próximas inmediatas a realizar son las futuras.

La frase que estamos escribiendo ahora ya se ha transformado en pasada y la


próxima es futura, que cuando se escriba será presente, convirtiéndose en pasada
una vez terminada.

Si se construyen realidades caóticas en el presente, se acumularán en el pasado,


generando un recuerdo caótico; entonces, si constituimos nuestra historia a través
de estas significaciones presentes, el futuro no ofrecerá grandes posibilidades de
cambio, puesto que es factible desarrollar profecías que se autocumplen.

Son numerosas las personas, por ejemplo, que en su relación de pareja


construyen realidades dolorosas. Sienten no estar convencidas de la relación, se
muestran inseguras y están rumiando permanente mente acerca del futuro, «¿será
éste el hombre con quien forme una familia...?», «¿esta es la mujer que yo
deseo...?».

Fijados en el futuro, descuidan absolutamente las interacciones presentes (¿quién


puede disfrutar el presente si vive adelantándose?, no puede sentirse el aquí y
ahora si uno desvía la atención hacia el fu turo). Este descuido generalmente
arroja resultados negativos: si el pasado es el resultado de la sumatoria de
presentes, y el presente no se capitaliza en poder aprovechar cada momento
intensamente, se labrará una historia deplorable y comienza a percibirse y a
contarse desde esta perspectiva.
En la medida que se perpetúe este estilo de interacción, se encontrarán en la
historia que se cuenta la pareja los motivos suficientes para generar incertidumbre
en el futuro de la relación, con lo cual se incrementará la duda y se continuará
pensando «¿qué pasará más adelante...?», descuidando el presente, y así
recurrentemente la pareja se enquistará, vedando su posibilidad de crecimiento y
confirmando en su realidad de caos que la única solución es la separación.

Como hemos señalado, la historia no es el pasado. El cuento que uno se cuenta


acerca de su pasado no es el equivalente fehaciente de lo sucedido (¿quién
conocerá la verdadera versión?), son relatos de segundo orden en función de los
investimentos semánticos, con los cuales nos aproximamos a las situaciones.
Entonces, una adecuada reformulación permuta esas atribuciones de significado,
creando un relato alternativo. Si bien el pasado permanece inmutable, al menos se
modifica el sentido con que se construye la historia de ese pasado, con lo cual los
hechos, personajes, situaciones, etc., son los mismos, pero la mirada sobre ellos
es diferente y este cambio, indefectiblemente, tendrá sus implicancias en la
pragmática presente, y por ende en la futura.

YO DISTINGO, TÚ DISTINGUES

La reflexión que desarrolla el niño sobre sus operaciones genera los procesos de
abstracción, que dan como resultado la constitución de una realidad, que, a su
vez, influenciará a las futuras abstracciones que mediatizan, en el experienciar,
nuevas construcciones y así recursivamente.

Pero todas las construcciones son elaboradas en el acto de percibir, a partir de


distinciones que se ejecutan por medio de la comparación. En este sentido, la
acción pilar de la epistemología consiste en crear una diferencia, y en la distinción
que se traza, radica la posibilidad de conocer el mundo (obviamente nuestra
construcción de él).

En su libro Laws of the form (Las leyes de la forma, 1973), G. Spencer Brown, a
través de la lógica y la matemática, enunció que trazar una distinción es la premisa
básica de las acciones, descripciones, percepciones, pensamientos, teorías y
hasta la misma epistemología, tomando como base que «un universo se genera
cuando se separa o aparta un espacio», y por ende, los límites del mismo pueden
ser trazados en el perímetro que se desee. Esto producirá-de acuerdo con las
distinciones individuales- la construcción de universos diferentes o a veces
compartidos. La realidad, por lo tanto, se constituye a partir del establecimiento de
«diferentes distingos que marcan la diferencia».

Las teorías pautan la mirada, dirigiendo los recortes que se trazan en la


observación y que se llevan a la pragmática, construyendo acciones que se
vuelven a mirar desde esa perspectiva; de ahí, que se elaboren hipótesis, en
donde se esbozan lecturas lineales o recurrentes. O sea, el ojo del conocer del
observador, en un mismo hecho, podrá trazar una distinción, tanto desde una
como desde otra epistemología.

Una situación de la práctica clínica servirá como ejemplo para realizar las dichas
distinciones.

Supongamos a un terapeuta, un paciente y una determinada intervención, por


ejemplo la paradójica (no obstante, no es relevante el tipo de intervención en este
caso); la secuencia de acciones que im pone el punto de vista clásico sería pensar
que el terapeuta diagramó, desde su modelo, una intervención determinada -frente
a la problemática planteada por su paciente- que consideró más adecuada para
inducir al paciente a una crisis, con la finalidad de reformular esa construcción que
lo hace sufrir. Esta distinción señala la actitud del terapeuta que influye en el
cliente.

A la vez, como plantea B. Keeney (1983), podría estructurarse el proceso inverso


de acciones a través de las mismas distinciones, o sea pensar que el paciente se
comportó de una determinada manera y con esta intervención (su
comportamiento) hacia el terapeuta generó la producción de una técnica, que
desenvuelta en el espacio terapéutico, lo induzca a una crisis que lo lleve al
cambio, o sea, la actitud del cliente que influye en el terapeuta (la conducta del
terapeuta podrá convertirse en un problema si no logra ayudar a su cliente).

Tanto la primera como la segunda secuencia obedecen a una premisa de


linealidad.

La epistemología cibernética cambiará esta suposición y bajo los mismos distingos


(paciente, terapeuta, problema, intervención) impondrá una pauta de recurrencia
en dicha secuencia. De esta manera, el circuito se transforma en interactivo,
donde paciente y terapeuta, como en el juego dialéctico, se necesitan
recursivamente.

«Cabría concebir la situación terapéutica como organizada de una manera más


compleja: en tal caso las conductas del terapeuta y cliente serían intervenciones
destinadas a alterar, modificar, transformar o cambiar las conductas del otro, de un
modo que resuelva el problema de éste. Dicho de otro modo, no solamente el
terapeuta trata a los clientes, sino que al mismo tiempo los clientes tratan al
terapeuta» (B. Keeney, 1983).

De esta manera, la situación terapéutica se constituye en un espacio de


aprendizaje de doble juego: después de interactuar en cada sesión, ni el terapeuta
ni el paciente son los mismos, ambos han resuel to situaciones en la relación, han
pasado por una experiencia de aprendizaje, han ejecutado, entonces, una acción
de crecimiento. La epistemología sistémica muestra cómo circularmente se
colocan sobre el escenario de la psicoterapia las interacciones que llevan a que un
terapeuta realice determinadas intervenciones con un paciente y no con otro;
estas intervenciones son pautadas por la interacción y viceversa.

En general los terapeutas aducen, respaldados por su modelo, por medio de


justificaciones racionales, intelectuales y de aval diagnóstico, el por qué
implementaron ciertas estrategias en un caso determinado. Desde la Cibernética,
la razón es más cercana pero más compleja: el terapeuta y el cliente accionan con
conductas recursivas, donde se producen efectos por medio de sus intervenciones
hacia el otro, provocando ciertos resultados que a la vez tiene sus implicancias en
la interacción.

Este entrecruzamiento de conductas producen resolución en ambos; en el cliente


el problema por el cual consulta, en el terapeuta el problema de poder resolver el
problema de su cliente.

No estamos capacitados para responder el interrogante de «¿quién deberá pagar


a quién?», el tema del honorario es complejo y extenso, y no es el objetivo del
presente capítulo, pero la pregunta vale...

La dinámica de la psicoterapia, entonces, podría pensarse en términos circulares: en


donde las intervenciones terapéuticas pautan una secuencia de interacción, pero a la
vez recursivamente, es esta misma secuencia interaccional la que pauta el
surgimiento de las intervenciones.

Desde el Constructivismo, sería posible inferir que la razón de que algunos


terapeutas se especialicen en el tratamiento de ciertas patologías, no solamente
radica en el interés teórico o clínico (aunque

por otra parte la elección de un modelo teórico no es casual), sino porque además
la dinámica interactiva, que emerge de la tipología de interacción de estos casos,
es coincidente con sus características de personalidad (y cuando nos referimos a
los términos características o tipología, es obvio que de éstas surgen
determinadas construcciones), que los llevan a intercambiar fluidamente,
resultando notablemente eficaces -consecuencia que fortalecerá
experiencialmente su efectividad-, tanto para el plano del profesional como para el
del paciente.

Podríamos hipotetizar (dentro de los miles de distingos que podemos trazar) que
un terapeuta con ciertos rasgos de rigidez en el sentido general de sus
interacciones, por la similitud de códigos, podrá comprender e interactuar
fácilmente con la rigidez de su paciente. El problema puede presentarse cuando el
cliente posee características de gran plasticidad; la rigidez de uno será el
problema del otro y la flexibilidad de uno será el problema para el otro, aunque, no
obstante, ambos podrían favorecerse con esta experiencia merced a una
realimentación en donde cada uno aprende del otro (ya que los opuestos pueden
reformularse como complementarios).

También puede construirse la hipótesis contraria: el problema de rigidez de un


paciente en un terapeuta rígido puede ser un obstáculo, ya que se empasta con su
misma construcción, terminando sin saber cuál es el problema que tiene que
aclarar, si el suyo o el del cliente, si descubriendo el del cliente resuelve el suyo o
¿de quién es el problema? o ¿quién es quién?...

El caso inverso puede suceder cuando los distingos estén trazados por un
terapeuta flexible y creativo, frente a un cliente extremadamente rígido, pero aquí
la ventaja radica en que la creatividad en psicoterapia supone la posibilidad de
amoldarse a situaciones y a un dejarse fluir en las interacciones, generando las
estrategias consideradas como las más adecuadas para la problemática (a menos
que las construcciones que emergen de la plasticidad del terapeuta sean la
barrera para comprender la rigidez de su paciente).

No obstante, es muy dificultoso establecer estas diferenciaciones, porque existe el


riesgo de generalizar situaciones tan particulares corno la relación terapeuta-
paciente, o tratar de tipificar la comunicación que, como proyecto de investigación,
estaría condenado al fracaso. Solamente deseamos mostrar cómo las distinciones
que trazan los terapeutas dependen de los constructos personales que se ponen
en juego en la dinámica de cada sesión y que podrán variar de acuerdo al cliente
con el cual se interaccione: no será el mismo distingo el que establece un
terapeuta hijo mayor soltero frente a una familia, que el de una terapeuta madre de
familia.

Asimismo, cuando planteamos estas hipótesis, nosotros también estamos


trazando distinciones.

Uno de los primeros distingos que elaboró la clínica sistémica con familias fue el
de dejar de centralizar la actividad terapéutica en un miembro con conductas
sintomáticas, para delimitar el perímetro de las distinciones comprometiendo a
toda la familia, cuya primera investigación sobre una teoría de la esquizofrenia
arrojó el primer resultado: El doble vínculo.

En síntesis, el paciente acude a la sesión con un problema, el terapeuta a partir de


ese momento tiene el reto de resolver el problema de su paciente. Pero a través
de sus intervenciones y las de su paciente pautadas ambas por la interacción que
desarrollan y viceversa-, no sólo logra resolver el problema de su paciente, sino su
propio problema -el problema de solucionar el problema-. Con lo cual, ambos, en
la situación terapéutica, resuelven por medio de la interacción (es más, solamente
la simple presencia ya impregna la dinámica) la problemática planteada.

Una hipótesis es una afirmación que conecta entre sí dos o más aseveraciones
descriptivas, que son producto de lo que el observador considera la evidencia de
la realidad. Pero sabemos que es él, el que traza las distinciones, el que elabora
comparaciones y el que describe. La inferencia y deducciones que se realizan
sobre estas premisas también son efectuadas desde la individualidad de su
sistema de creencias.

El evento que se construye sobre el hecho, que aparece como fenómeno frente a
los ojos -la evidencia-, es el resultado de un complejo de abstracciones que
seleccionará al estímulo y cegará algunos aspectos (de lo cual no somos
conscientes). Como señala von Foerster, «no vemos que no vemos», y si bien la
lógica indica que dos negaciones dan como resultado una afirmación, en este
caso no sería aplicable, puesto que no quiere decir que podamos ver otros
aspectos lela cosa (esto se registra con mucha claridad en algunos fenómenos
visuales de la biología).

Si la observación del hecho observable es autorreferencial, cualquier inferencia


descriptiva acerca de lo que vemos seguirá esta mis. d a línea de subjetividad. Los
conoceres del percibiente están sesgados por su mapa y las propias
construcciones que emergen del mismo; uno lee, recuerda y escribe
tendenciosamente (como nosotros en este preciso momento). Esto forma parte del
bagaje de abstracciones y construcciones que se ponen nuevamente en juego,
cuando se aborda la observación de algo nuevo, y que lleva a trazar distingos y
descripciones con sus consecuentes interacciones en la pragmática.

Esta nueva mirada es la que acomoda y corrobora la cosa a nuestra construcción


teórica y es esta misma la que nos permite inferir distinciones, comparaciones y
descripciones acerca de ella.

Por lo tanto, si la observación es autorreferencial, el evento es nuestro producto;


mirando nuestra construcción, nos miramos a nosotros mismos. Como señala
Spencer Brown (1973):

“El universo debe expandirse para escapar de los telescopios a caes de los
cuales, nosotros -que somos el universo- tratamos de pirar ese universo -que
somos nosotros.”
Así como en el mundo existen millones de personas diferentes, un mismo hecho -
como realidad de primer orden- puede ser descrito o sea construido, desde
millones de puntos de vista.

Si una hipótesis es una construcción que surge del sesgo de que nuestro mapa por
medio del trazado de distingos particulares y concomitantes descripciones, la hipótesis
resulta, entonces, un invento autorreferencial. A su vez, si el investigador trata de
mostrar la certeza de su supuesto en el plano práctico experimental, es también su
mapa el que guía su ojo observante y el A, e diseña su método, esto quiere decir que
el subjetivismo está presente. El resultado del proceso será que se puede comprobar
e que se quiere comprobar, o sea: el sujeto en su observación está sujeto a la cosa
observada; pero si la cosa es construida "el sujeto, a su vez, recursivamente, está
sujeta al sujeto.

Desde esta óptica, cualquier intervención en el ámbito de la psicoterapia será


tendenciosa -a pesar que se erige en nombre de la objetividad-, puesto que
dependerá, por una parte, de las hipótesis que el terapeuta construya del caso, de
acuerdo con su complejo de abstracciones resultante de su estructura conceptual,
y éstas contribuirán a crear la realidad del problema o una realidad alternativa.
Pero, por otra parte, estas hipótesis nacen de la interacción que se desarrolla, en
ese día, esa hora y con ese paciente; por lo tanto, dependerán también de sus
estructuras conceptuales, de donde surge el cuento que se cuenta acerca de la
realidad de su problema.

Por ejemplo, las preguntas que se realizarán, si bien son producto de una co-
construcción, van edificando la corroboración o descarte de un esquema
conceptual -que es el resultado del saber adquirido y del mapa del terapeuta en la
interacción con el paciente-, cuyas respuestas encajan o no en el mismo.

De acuerdo con su perspectiva (emergente de su mapa), el terapeuta tenderá a


fijarse más en alguno de los miembros de la familia, o preguntará o enfocará el
diálogo, colocando mayor énfasis en algunos temas; en última instancia, el ciclo
vital, el sexo, las situaciones particulares del momento de vida del terapeuta, etc.,
llevan a un trazado de distinciones que delimita un perímetro de acciones, con los
consecuentes, feed-back por parte de los pacientes, en proceso recursivo.

La labor de un equipo sistémico, por medio del espejo unidireccional, permite


realizar diferencias en el trazado de distinciones y su correlación en las
puntuaciones de secuencia de interacción, y contar, de esta manera, con una
gama más variada de descripciones que posibilitarán construir una hipótesis más
certera (¿más certera?), o por lo menos el resultado de la confluencia de
numerosos puntos de vista, con respecto a lo que sucede. No obstante, las
hipótesis son el producto de la interacción, con lo cual la lectura no es
unidireccional: en el contexto terapéutico, terapeutas y clientes co-construyen una
realidad, a pesar de las diferentes distinciones epistemológicas que establecen.

Keeney plantea un ejemplo que permitirá entender más claramente el concepto de


distinciones y descripciones:

«...es mediante ejemplos tomados del arte culinario y de la música. Observamos


aquí que los documentos escritos (las recetas y notas transcriptas en un
pentagrama respectivamente) son en realidad una secuencia de órdenes que, en
caso de ser obedecidas, dan por resultado una recreación de la experiencia del
inventor. Por ejemplo, si nos guiamos por la receta podemos obtener, al final, la
experiencia multisensorial propia de tener ante nosotros un soufflé. Spencer
Brown hace extensiva esta idea a otros campos, sugiriendo que tanto la
matemática como todas las formas de experiencia proceden de similares series de
órdenes. Quiere decir con esto que la descripción es secundaria respecto de
obedecer una orden, mandato o prescripción de establecer una distinción. La
descripción es siempre posterior al acto de demarcación o deslinde efectuado por
la persona que describe» (Keeney, 1983).

Esto mismo se observa en los libretos de teatro -aquí adquiere mayor complejidad-
, en donde se distinguen no sólo cada uno de los personajes, sino que también se
pautan los distintos movimientos y las acciones; además de describirse el
contexto, sus características y las de la interacción en general; por eso, cada actor
podrá imponer su creatividad y su arte, pero a partir de las distinciones prefijadas.

De la misma manera, sucede con el diagnóstico, es el libreto que ordena el


trazado de distinciones en la observación. Socioculturalmente ocurre el mismo
fenómeno, las experiencias surgen como consecuencias de pautas, normas,
códigos, de libretos determinados, impresos en la cultura misma, o sea, que
nuestra epistemología se ve impregnada tempranamente por la obligación de
trazar ciertas distinciones.

Así, la incertidumbre cubre la lente de la observación; resulta dificultoso decir,


entonces, cuál es la realidad, ya que esta pregunta sugiere referir la existencia de
una realidad absoluta; pero ¿quién sería, entonces, el portador de la verdad?

Si el Misticismo y el Racionalismo, por ejemplo, dieron preeminencia a Dios y a la


Razón, respectivamente, bajo la óptica de la linealidad de pensamiento esto
ofrecía algún tipo de seguridad con pará metros claramente establecidos. La
Cibernética de segundo orden impuso la duda, involucrando al observador en lo
observado, y anuló la atmósfera aséptica con que se concebía la percepción. El
modelo constructivista, por su parte, planteó la subjetividad y relatividad de los
juicios acerca de lo que se observa, por lo tanto, se desestructuró la rigidez del
referente corrector de desviaciones, ¿qué nos resta por decir si no existe una
verdad única y una realidad universal? Afirma Spencer Brown (1973) que «nuestra
comprensión de dicho universo no es el resultado de descubrir su aspecto actual,
sino de recordar lo que hicimos originalmente para engendrarlo».

La tarea epistemológica, entonces, radica en descubrir las distinciones primarias


que muestran cómo conoce un observador, pero es factible sumergirse en
recurrencias de orden superior cuando la pregunta se vuelve autorreferente:
«¿cómo llega un epistemólogo a conocer la forma de conocer de un observador?
o ¿cómo conoce el epistemólogo?...».

LA LÓGICA DE LOS TIPOS LÓGICOS

La forma de conocer y construir el mundo, pues, se estructura de manera


recursiva: es el resultado de un complejo proceso perceptivo que dependerá de
abstracciones y de prescripciones (órdenes, pautas) de trazar distingos, que
conllevarán a describir y acentuar tales distinciones, que a su vez pautarán
secuencias de interacción, que tendrán su efecto sobre las abstracciones que se
infieren a través de la acción de experienciar. Esta abstracción que se realiza
nuevamente impregna el hecho de establecer distinciones, desenvolviéndose la
recurrencia en el acto epistemológico.

El mundo se representa frente a la mirada y, a través de esta construcción, se


producirá, en el marco de lo pragmático, el despliegue de algunas acciones. Estas
acciones en la interacción nos llevarán a establecer nuevos distingos, por efecto
de la experiencia, en otros actos perceptivos, ya que el observador observa
trazando distinciones y así recursivamente.

Nuevamente se confirma el imperativo estético: «si quieres ver aprende a actuar».

Las distinciones en el acto perceptivo son el producto del mapa del observador,
por lo tanto, la percepción es el resultado de realizar diferentes distingos, con lo
cual, lo que se observa puede ser descrito. Este es el primer proceso que lleva a
gestar la circularidad en el acto de conocer: las distinciones que se establecen en
la observación conllevan descripciones, que consisten en acentuar distinciones
acerca de lo observado.

Entonces, realizamos distinciones a fin de poder observar (como acto de


conocimiento) y las descripciones tienen como finalidad describir lo distinguido,
ratificando las distinciones, estableciendo, así, un circuito sin fin.
Observación Distinción Descripción Distinción

«Esta operación recursiva de establecer distinciones en las distinciones vuelve a


apuntar al mundo de la Cibernética, donde la acción y la percepción, la descripción
y la prescripción, la representación y la construcción, están entrelazadas»
(Keeney, 1983).

El hecho de trazar distinciones -sea en la epistemología, teoría, lenguaje, etc.-


también implica la discriminación en función de la diferencia de niveles, estratos o
jerarquías. Esto se observa cuando, cibernéticamente, hablamos con nuestro
lenguaje del lenguaje o comentamos una teoría acerca de las teorías.

Fueron Whitehead y Russell, en 1910, quienes describieron en los tomos de


Principhia Mathemática la Teoría de los tipos lógicos, que G. Bateson, a posteriori,
utilizó con algunas modificaciones.

Esta teoría surge a partir de las complicaciones que la conformación de paradojas


ofrecían a los filósofos, hasta tal punto que se convirtió en una regla de la lógica.

Su postulado central señala: «Los miembros de una clase no son iguales a la


clase de los miembros», de esta manera, estableciendo la distinción de niveles
lógicos se lograba desestructurar el callejón sin salida que generaban las
paradojas.

La confusión que suscita la paradoja radica en la superposición de dichos niveles,


provocando, así, una autorreferencia en la construcción de la frase. Se define
como una contradicción que resulta de una deducción correcta de premisas
coherentes, y se distinguen tres tipos:

• Paradojas lógico-matemáticas (antinomias).

• Definiciones paradójicas (antinomias semánticas).

• Paradojas pragmáticas (instrucciones y predicciones paradójicas).

Estas tres clases corresponden al campo de la teoría de la comunicación, en sus


áreas principales: la sintaxis lógica, la semántica y la pragmática; el último tipo
surge como resultado de las dos primeras.

El ejemplo que más se ha utilizado para explicarla es el de la sentencia de


Epiménides de Creta «Todos los cretenses mienten» (si miente dice la verdad, si
dice la verdad miente), que como enunciado autorreferencial oscila entre ser un
enunciado y un marco de referencia sobre sí mismo en calidad de enunciado. Con
la diferenciación de estos niveles lógicos, se evitaba que el discurso fuese
autorreferencial, anulando así las construcciones paradójicas.

Para desestructurar esta paradoja, si tomamos en cuenta el postulado de los


autores, la delimitación jerárquica llevaría a establecer sobre la afirmación del
cretense, entre todas las distinciones posibles, dos: un nivel de rubro que integra
una clase y otro nivel del marco de referencia o clase, indistintamente (para evitar
la autorreferencia, el observador ha de discriminar qué nivel lógico posee el
enunciado).

Un enunciado referido a una clase manifiesta un nivel superior de abstracción, es


por lo tanto de un tipo lógico superior, en comparación con un enunciado referido a
los elementos de una categoría o su conjunto que competen a un orden lógico
inferior.

El hecho de que los enunciados se incluyen en diferentes tipos lógicos, y pueden


remitirse tanto a una clase como a cada uno de los rubros que la componen revela
el sentido autorrecurrente de los mismos. Cuando un enunciado pertenece a una
clase es válido para cualquier integrante de la misma, es decir, la tipificación lógica
efectúa una jerarquía de afirmaciones, en las que el tipo lógico inferior es
contenido por un tipo lógico de orden superior.

En cambio, su viceversa no corresponde: nunca un enunciado de un tipo lógico


inferior puede contener al enunciado de la clase. Esta conceptualización ofrece
dificultades cuando el nivel de validez de las afirmaciones emerge de tipos lógicos
que se combinan entre sí o cuya discriminación es confusa, o cuando en dos
enunciados es difícil diferenciar si se hace referencia a una clase o a sus
miembros.

Es el caso del término hombre, que puede tomarse como un integrante de una
categoría, o como la categoría en sí misma (de la clase de los seres humanos).
Siempre los niveles superiores implican un plano más elevado de abstracción,
pero cuando los tipos lógicos se combinan entre sí, el nivel de validez no será
distinguible, produciendo entonces la paradoja.

Esto puede evitarse con la paradoja de Epiménides, diferenciando una


enunciación concreta y, a la vez, una enunciación sobre todas las enunciaciones,
que corresponde a un tipo lógico superior. Por lo tanto, si el enunciado «Todos los
cretenses mienten» (o sea yo también) es válido, la afirmación concreta, la oración
en sí misma, como tipo lógico inferior, carece de validez. La paradoja es generada
por el hecho de que la clase (el enunciado respecto de todos los enunciados) es
un elemento de sí mismo, con lo cual es autorreferente.

Pero si un observador siempre está involucrado en el campo de observación y su


mirada impregna al objeto que distingue, todos los enunciados que se postulan
acerca de las cosas son autorreferencia les. Cuando emitimos un juicio sobre algo,
esta opinión habla de cómo pensamos, cuál es nuestro sistema de creencias y
escala de valores; por lo tanto, esta recurrencia en la construcción de la realidad
evidencia la autorreferencialidad, pero esto no quiere decir que sea una paradoja,
puesto que no necesariamente en la construcción se superponen niveles lógicos.

Bateson, con otra finalidad, utilizó la Teoría de los tipos lógicos como una forma de
demarcar distinciones. Así, constituye un instrumento descriptivo que sirve para
discriminar las secuencias de las pautas interaccionales.

Una confusión de niveles lógicos bastante frecuente se produce cuando no


distinguimos entre los niveles del lenguaje verbal y analógico, según expresa uno
de los axiomas de La pragmática de la comunicación humana, generando
entrampes comunicacionales. Es allí donde nos encontramos envueltos en
situaciones paradojales, respondiendo a un nivel lógico diferente al que nos refiere
nuestro interlocutor. Por ejemplo, ella le dice a él, «querido, ¿vamos al cine esta
noche?», él hace un gesto frunciendo su boca, bufa, evidenciando un notable
disgusto y responde con tono de resignación: «bueno, vamos...». Ella le dice
«¡mira, si no tienes ganas no vamos nada, siempre lo mismo!»; por lo cual él se
enfurece y la agrede «¿no ves que estás loca?, te digo que sí y ¡escucha lo que
me contestas!».

Este diálogo podría ser el comienzo de una clásica escalada simétrica; la pareja
responde al nivel lógico de lo paraverbal, mientras que él transita por el canal de lo
verbal propiamente dicho; este entrecruzamiento de niveles convierte la
conversación en un verdadero diálogo de sordos, donde ambos responden a
elementos diferentes de la comunicación: comienzan a levantar el tono de voz
como si estuviesen a kilómetros de distancia, y tratan de imponer su construcción
al otro -enquistados en su propia construcción-, disputando acerca de quién es el
poseedor de la razón.

De la misma manera, la distinción entre el contenido y la relación posibilita


destrabar y poder comprender las numerosas oportunidades en que las personas
coinciden en puntos de vista, pero sin embargo discrepan. O sea, a un nivel de
contenido existe el acuerdo, pero a otro (el relacional) mantienen una
conversación áspera, descalificatoria, poblada de agresiones, que provoca tal
discordancia en la interacción que no permite registrar el acuerdo en términos de
contenido.

Un ejemplo claro es el diagnóstico psicopatológico (que desarrollaremos más


adelante). En las nosografias psiquiátricas se establecen diferentes distinciones:
los signos y síntomas comprenderían un orden lógico inferior, mientras que la
categoría (rótulo psicopatológico) respondería a un orden lógico superior. La
confusión surge en la estructuración del diagnóstico. Cuando el profesional
traspola ambos niveles, por la aparición de algún signo significativo (miembro de
una clase), se rotula categorizando la patología (la clase), en detrimento del resto
de los síntomas.

En referencia a la Teoría de los sistemas generales, podríamos distinguir que


todos los elementos de un sistema, por ejemplo los subsistemas, competen a un
nivel lógico inferior, ya que pueden considerarse como los integrantes de una
clase (sistema) que se encontraría en un supranivel; por lo tanto, aquí también
realizamos una tipificación lógica. Es obvio que esta clasificación (como trazado
de distinciones) es inherente al observador y no es un patrimonio del sistema en sí
mismo.

La implementación de los tipos lógicos en el campo de la terapia familiar se


desarrolló en una de las primeras investigaciones del grupo de Palo Alto: la teoría
del doble vínculo. En las familias con un miembro esquizofrénico se observaba
cómo se transmitían mensajes y conductas excluyentes simultáneamente, a
niveles lógicos diferentes. Es una comunicación que a un nivel puede expresar un
requerimiento manifiesto para que en otro se contradiga o anule.

La dinámica del doble vínculo implica a dos o más personas, una de las cuales es
considerada como la víctima. Bateson y su grupo opinaban que a un individuo que
haya sido sometido en varias oportunidades a este tipo de interacción le resultará
muy difícil permanecer sano, y sostenían también la hipótesis que siempre que se
presente una situación de esta clase se producirá un derrumbamiento en la
capacidad de cualquier individuo para discriminar niveles lógicos.

Un ejemplo que hace referencia a este tipo de mecanismo es el conocido chiste de


la madre judía y las dos corbatas. Una madre regala a su hijo dos corbatas, una
azul y otra roja. El primer día, el hijo estrena la azul, se la muestra a la madre-
haciendo ostentación del regalo-, que le pregunta «¿cómo querido, no te gustó la
corbata roja?». Frente a tal comentario, inmediatamente, para satisfacerla, se
coloca la roja; enfrentando a su madre nuevamente, en busca de aprobación,
encuentra de nuevo una pregunta «¿pero cómo querido, entonces no te gustó la
azul?». La repetición de este manejo comunicacional termina generando una
trampa en la cual la única respuesta posible es una conducta incoherente, o sea,
el hijo acabará colocándose las dos corbatas al mismo tiempo, siendo un
comportamiento de este género rotulado como loco.

Ronald Laing (1960) señala: «Una persona comunica a otra que debe hacer tal
cosa y al mismo tiempo, pero a otro nivel, que no debe hacerla o que debe hacer
otra incompatible con la primera. Esta situación tiene su remate para la víctima, en
la imposición ulterior que le prohíbe salir de la situación o diluirla, haciendo
comentarios sobre ella, y de este modo la víctima es colocada en una posición
insostenible, en la cual no puede hacer un solo movimiento sin que sobrevenga la
catástrofe».

En este punto, es importante que realicemos una pequeña reseña histórica que
muestra, por medio del doble vínculo, la aplicación de los tipos lógicos a la
comunicación.

Los investigadores de Palo Alto, más allá de clasificar la comunicación en tres


niveles (de significado, de tipo lógico y de aprendizaje) y de analizar los
comportamientos de animales, e indagar acerca de la hipnosis y las paradojas, se
dedicaron a observar las pautas de transacción esquizofrénica.

Entre las hipótesis que plantearon, se preguntaban si estas pautas aparecían a


través de la dificultad de diferenciación de tipos lógicos, como en el lenguaje
verbal, en la discriminación de lo literal y lo metafórico, puesto que los
considerados locos en oportunidades utilizan metáforas concretizándolas, o lo
literal se metaforiza.

Según el grupo, una persona con esta problemática podría aprender a aprender,
en un contexto donde esta dificultad fuese adaptativa; si se comprendía el
contexto, se comprenderían también los neologismos o las nuevas construcciones
de sintaxis, etc., por lo tanto, el comportamiento esquizofrénico cobraría sentido.

Si tomamos a la familia como el contexto básico donde se desarrolla el


aprendizaje de un ser humano, quiere decir que la familia de un esquizofrénico
moldeó esa forma peculiar por vía de los peculiares segmentos de comunicación
que se le imponen a un sujeto, y descubrieron que en tanto el paciente designado
mejoraba, otro miembro de la familia empeoraba.

Así, desde lo que a posteriori se denominó el modelo sistémico, se observó que la


familia necesitaba una persona que encarnara al síntoma. Bateson no sólo
encontró pruebas de esta suposición, sino que quedó impresionado por el punto
en que la familia fomentaba y aun exigía que el paciente mostrara una conducta
irracional. Este mecanismo opuesto al cambio (a la mejoría del paciente
identificado), llevó a D. Jackson a acuñar el término homeóstasis familiar.

Por último, investigaron lo que llamaron doble atadura o Double Bind en la


comunicación del esquizofrénico. En un artículo llamado Hacia una teoría de la
esquizofrenia (1962), Bateson, Jackson, Haley y Weakland describen cuáles son
los ingredientes básicos para su constitución:

1. Dos o más personas. De ellas designamos a una, para los fines de nuestra
definición, como la víctima. No suponemos que el doble vínculo sea infligido sólo
por la madre, sino que puede ser realizado por la madre sola y por una
combinación de madre, padre, y/o hermanos.

2. Experiencia repetida. Suponemos que el doble vínculo es un tema recurrente en


la experiencia de la vida de la víctima. Nuestra hipótesis no invoca una sola
escena traumática, sino experiencias tan repetidas que la estructura del doble
vínculo llega a ser una expectativa habitual.

3. Un mandato negativo primario. Puede tener una de dos formas: a) «No hagas
tal cosa, o te castigaré», o b) «Si no haces tal y cual cosa, te castigaré». Aquí
elegimos un contexto de aprendizaje basado en la evitación del castigo, antes que
un contexto de búsqueda de recompensa. Quizá no exista una razón formal para
esta elección. Suponemos que el castigo puede ser el retiro del amor o la
expresión de odio o cólera, o -cosa más devastadora- el tipo de abandono que
resulta de la expresión de extremo desamparo por parte de los padres.

4. Un mandato secundario que choca con el primero en un plano más abstracto, y


puesto en vigor, como el primero, por castigos o señales que ponen en peligro la
supervivencia. Este es más difícil de describir que el anterior, por dos razones.
Primero, el mandato secundario es comunicado al niño, por lo general, por medios
no verbales. Para transmitir este mensaje más abstracto se puede usar la postura,
el gesto, el tono de voz, la acción significativa y las inferencias ocultas en el
comentario verbal. Segundo, el mandato secundario puede ejercer su impacto
sobre cualquier elemento de la prohibición primaria. Por consiguiente, la
verbalización del mandato secundario puede incluir una amplia variedad de
formas; por ejemplo: «No veas esto como un castigo», «no me veas como el
agente del castigo», «no te sometas a mis prohibiciones», «no pienses en lo que
no debes hacer», «no pongas en duda mi cariño» -del cual la prohibición primaria
es (o no es) un ejemplo-, etc. Resultan posibles otros ejemplos cuando el doble
vínculo se inflige, no por un solo individuo, sino por dos. Por ejemplo, un padre
puede negar, en un plano más abstracto, los mandatos del otro.
5. Un mandato terciario negativo que prohíbe a la víctima que escape del terreno.
En un sentido formal, quizá sea innecesarío establecer este mandato como un
elemento separado, pues el reforzamiento en los otros dos planos implica una
amenaza para la supervivencia, y si los dobles vínculos son impuestos durante la
infancia, la fuga, por supuesto, resulta imposible. Pero parece que en algunos
casos la fuga de ese terreno es imposibilitada por ciertos recursos que no son
puramente negativos, por ejemplo, caprichosas promesas de cariño, y cosas por el
estilo.

6. Por último, el conjunto de los ingredientes ya no es necesario, cuando la víctima


ha aprendido a percibir su universo en pautas de doble vínculo. Casi cualquier
parte de una secuencia de doble vínculo puede ser suficiente, entonces, para
precipitar el pánico o la cólera. El esquema de mandatos en pugna puede llegar a
ser reemplazado por voces alucinatorias.

El grupo de Bateson no sólo observó que esta situación ocurre entre el


preesquizofrénico y su madre, sino también que puede aparecer en personas
normales. Siempre que un sujeto es atrapado en una situación de doble vínculo,
responderá de un modo defensivo y en forma similar a la esquizofrenia.

En otras áreas, algunos autores han subrayado la importancia de los errores de


tipificación lógica, demostrando que el humor, la poesía, y la creatividad en
general, se caracterizan por la constitución intencional de errores de tipificación,
«si pretendiéramos eliminarlos nos quedaríamos con un mundo chato y
estancado», señala Keeney (1983).

M. C. Escher tendía, en su estilo, a realizar obras que desafiaran el orden de la


lógica visual. Su obra está compuesta por diseños e imágenes que alteran las
leyes de la forma, generando paradojas en la observación; principalmente en las
litografiar arquitectónicas en donde traspola planos, tanto figura-fondo, anterior-
delante, superiorinferior. Holfstadter (1979), acerca de su obra, remarca que
cuando suponemos que distinguimos niveles jerárquicos claros nos toman por
sorpresa, puesto que violan dicha jerarquía.

En la litografia Manos dibujando, la aparente paradoja y autorreferencia en la cual


una mano dibuja a la otra se quiebra cuando se adjunta un nivel lógico superior
invisible y externo a la obra; o sea la mano de Escher que las diseña, «somos
presa de la ilusión porque olvidamos la existencia de Escher» (Simon y
colaboradores, 1984).
El trazado de distinciones perceptivas, la descripción, la tipificación lógica
consecuente, y la pauta interaccional que establece la secuencia entre los
distintos elementos del sistema que observamos nos remite a que en numerosas
ocasiones nuestro universo experiencial se estructura a través de jerarquías. Esta
diagramación no implica exclusión de los distintos niveles, al contrario, un nivel
superior comprende al inferior, de la misma manera que la muñeca rusa o las
cajas chinas, que encierran distintos tamaños en el interior de cada una.

Así la noción de contexto, incorporada por la clínica sistémica, puede suponer un


nivel lógico superior; un sistema, subsistemas y sus integrantes podrían ser
tomados como niveles lógicos inferiores que se van conteniendo sucesivamente.

Contexto

Sistema

Subsistema

Miembros
Si bien podemos puntuar nuestras distinciones a través de diferentes categorías
lógicas, la organización de esta jerarquía no es lineal, sino que está diagramada
en forma recursiva, puesto que la relación entre niveles es absolutamente
interactiva. La importancia radica en que cada ciclo de recurrencia indica una
diferencia y es ésta la que demarca nuevos distingos; con lo cual, nuestras
distinciones son siempre trazadas sobre otras distinciones y en estos distintos
órdenes recursivos se establece una tipificación lógica diferente.

Clasificar las descripciones

Si pudiéramos discriminar el proceso de la construcción de la realidad, restaría


preguntarnos ¿de qué manera y bajo qué patrones, el observador traza
distinciones en su acto perceptivo? Bateson, en su obra Espíritu y naturaleza
(1979), señala que sus métodos de indagación estuvieron determinados por la
alternancia entre lo que llamó la clasificación de la forma y la descripción del
proceso.

La clasificación de la forma, corresponde a la categorización que se le atribuye a


las acciones simples; es el rótulo que se le adjudica a una acción determinada,
que, en la medida en que se obtenga res puesta y que alcance complejidad,
cobrará el status de interacción o coreografía. Lo que se efectúa es una
abstracción organizadora que categoriza la descripción de una serie de acciones
identificándolas bajo un nombre. Por ejemplo, si decimos trabajo, estudio,
gimnasia, juego, terapia, estamos aludiendo a rubros de acciones.

Es obvio que muchas acciones pueden compartirse con diversas categorías: la


acción de leer puede estar en relación con la categorización estudio o trabajo,
pero esto depende del contexto en que se desarrolle la acción, junto con los
consecuentes distingos que trace el observador.

Cuando Bateson habla sobre descripción del proceso se refiere a la observación


pura de las acciones propiamente dichas, o sea, sin marcos semánticos que la
integren a un rubro y sin atribuciones de significado. Corresponde a las acciones
simples, aisladas, por así decirlo, como, por ejemplo, gestos, movimientos, tonos
de voz, expresiones, palabras, frases, etc..

Cuando una descripción de acciones se organiza secuencialmente por medio de


un rubro, estamos en el concepto de clasificación de formas; si se discrimina que
un hombre da un paso manteniendo rec ta su pierna, con su cuerpo firme y su
cabeza erguida, y en esa misma posición da otro y otro, estamos describiendo una
acción; si señalamos que está haciendo una marcha militar, entramos en el
terreno de la categorización.
Bateson sintetiza lo expuesto en un esquema, donde los distintos órdenes de
recursión van de menor a mayor complejidad, discriminando las acciones simples,
las interacciones, hasta llegar al nivel más complejo de las coreografías, desde
dos niveles lógicos diferentes: las descripciones puras y las categorizaciones.

En la columna de la descripción de proceso, las acciones se convierten en grupos


secuenciales de acciones (interacciones). Estas descripciones de interacción
continúan basándose en los sentidos, sin inferencias de atribuciones de
significado. Cuando se categorizan dan como resultado las pautas de la relación
simétrica o complementaria, por ejemplo: A le dice algo a B, B eleva su tono de
voz y frunce el ceño respondiéndole algo; A responde levantando los brazos y
gritando. Así estaríamos describiendo un proceso de interacción que podríamos
categorizar -si dicha interacción sigue en alza-- como simétrica.

Las categorías de interacción de complementariedad y simetría constituyen para


Bateson lo que llamó visión binocular, que siempre se comprende a través de la
relación, e implica dar un paso más en la abstracción de la conducta al contexto (si
describimos tan sólo comportamientos de uno u otro individuo, quedamos
anclados en el plano de la conducta). Para acreditar las categorías de simetría o
complementariedad, es necesario observar por lo menos tres secuencias de
interacción, ya que con tan sólo dos no es factible acreditar ni una ni otra: es a
partir de la tercera acción cuando comienza a delimitarse el tipo de interacción que
se genera.

En el plano de una abstracción superior (metacontexto), encontramos una trama


más amplia de interacciones llamada descripciones de coreografía, y aquí
observamos cómo se pautan las pautas de interacción, que serán a su vez
categorizadas.

En general, este es el punto en donde una pareja o familia recurren a terapia; la


recurrencia de una determinada interacción, categorizada como simétrica o
complementaria (patológicamente), conlleva una descripción coreográfica que
puede involucrar violencia, agresión o diversas sintomatologías, cuya categoría
coreográfica podría llegar a rotular este proceso como una familia
multiproblemática.

Podemos realizar algunas inferencias sobre la construcción de la realidad,


tomando como base este análisis epistemológico batesoniano. Hemos calificado la
columna de la descripción del proceso como la observación más pura, en relación
con que se acercaría más a los datos que nos ofrecen nuestros sentidos, datos
meramente descriptivos, o sea, lo que se ve sin impregnación de supuestos
racionales.
Parece una acción utópica, principalmente en el plano de la conducta, la
descripción pura de acciones sin atribuciones de segundo orden. En la mayoría de
las relaciones humanas, inmediatamente frente a una acción determinada,
interviene un complejo proceso de abstracciones que lleva a categorizarla.

Esta categorización que realizan las personas sobre las acciones es el soporte
para establecer una tipología de interacción. Por ejemplo, frente al gesto de fruncir
el ceño de su esposa, el marido podrá categorizarlo como desagrado; esta
atribución indefectiblemente remitirá a un tipo de respuesta (simétrica o
complementaria) y así recursivamente.

Pero la cosa no queda allí: no solamente la interpretación de las conductas del


interlocutor llevan a rotular la interacción, sino también confeccionan catastróficas
profecías que se autocumplen, par tiendo de la proyección de significados del
receptor sobre las conductas del emisor, y en esos términos pocas veces se suele
tener la capacidad de metacomunicar.

La proyección de sentido, desde esta perspectiva, es el resultado de una


abstracción que categoriza, en función de una observación subjetiva y
autorreferente. Con lo cual, son pocas las oportunidades en que vemos una
realidad de primer orden, en donde incluiríamos a todas las descripciones del
proceso de las acciones, interacciones y coreografías. Las clasificaciones de
forma son construcciones cargadas de atribuciones de significado, patrimonio de
una realidad de segundo orden.

En el ámbito clínico, algunos errores epistemológicos se basan en entender como


descripciones de proceso a categorizaciones emergentes del sistema de creencias
del terapeuta. Por ejemplo, en el orden de la semántica, son frecuentes las
oportunidades en que escuchamos en las consultas que el paciente dice estar
mal; si no preguntamos qué quiere decir con este término tan abarcativo en
significación, el terapeuta categorizará, ecforiando su propia atribución de sentido
sobre dicha palabra, que no necesariamente deberá coincidir con lo que significa
para el paciente.

Así, en el nivel analógico es más factible realizar la traspolación: los gestos frente
a las verbalizaciones que realicen miembros de la familia, o frente a las
intervenciones del terapeuta, pueden ser categorizados como rabia, alegría,
tristeza, cte., constituyéndose en rubros de acción. que obturan la mirada hacia la
descripción propiamente dicha, y que por lo tanto, tendrán sus implicaciones en
las intervenciones y en la consecuente interacción.

El paciente tija la vista al piso: ¿está triste, reflexiona, se deprime, se concentra,


se aburre, cte.?, son infinitas las categorías factibles de atribuir, pero frente a la
descripción, podría pensarse como más simple preguntar qué nos quiere decir con
ese gesto o esa actitud, o sea, metacomunicar.

Lamentablemente, la complejidad de las relaciones humanas en forma rápida se


transforma en complicada: los terapeutas clínicos como seres humanos no
estamos exentos, siendo pocas las ocasiones en que se confrontan la
experiencia sensorial t, las abstracciones gire se realizan de las mismas. Por lo
tanto sería recomendable preguntar en vez de .suponer...

La suposición no es ni más ni menos que la construcción que lleva a categorizar


las acciones del otro. Es ésta la que confecciona profecías que autodeterminan
realidades y que no permiten la confrontación acerca de qué trató de significar el
otro con su acción. Paradójícamente, a pesar de que puede resultar simple
preguntar sobre dicha acción, al ser humano le suele ser más difícil, apareciendo
como automatismo el afianzarse al supuesto, con lo cual se responde al
imaginario propio y no a la intencionalidad del interlocutor, complicando, así, la
complejidad de las interacciones. Pero de esta construcción cognitiva deviene el
desarrollo de una acción en el plano pragmático, y así se constituyen sendos
circuitos emparentados con lo caótico.

Pero la comunicación se entorpecerá aún más si se categoriza la actitud del otro


en forma lineal, o sea, sin involucrarnos en el sistema y sin preguntarnos ¿qué he
hecho yo para que el otro me responda así?, aislando la respuesta de nuestro
interlocutor, como si nosotros no estuviésemos en el campo de la interacción. La
respuesta que surge entonces será la correspondiente a lo que suponemos que el
otro pensó o sintió, por lo tanto, se contestará a la construcción de uno.

Este efecto se observa cuando en las sesiones se utiliza el recurso de las


preguntas circulares, explorando y haciendo explícito lo que el paciente piensa
que el otro piensa. Por lo general, al cuestionar acerca del plano semántico (las
atribuciones de significado), el emocional (las emociones que producen las
atribuciones), y el político (las acciones), se está metacomunicando, con lo cual la
información nueva que ingresa en el circuito genera diferencias que provocan la
posibilidad de inventar realidades alternativas.

Como señalamos, actuar de acuerdo a los supuestos lleva a construir realidades


que los confirmen. Por ejemplo, si se supone que el gesto de nuestro interlocutor
es de aburrimiento frente a nuestro discurso, se accionará de alguna manera
especial para lograr agradarle, tratar que se distraiga, o para despertarle el interés.
En ninguna de estas posibilidades existe la espontaneidad en el diálogo, lejos
estará de ser una conversación distentida, y cuanto más nos esforcemos para
parecer simpáticos y entretenidos, se correrá el riesgo de transformar la situación
en tensa y desagradable. El diálogo se podrá romper de forma vertiginosa, con lo
cual se podrá confirmar el supuesto inicial, atribuyendo como causa de la
interrupción el aburrimiento del otro.

De la misma manera sucede con las personas que poseen un nivel de baja
autoestima. Transitan por su mundo de relaciones, posicionándose
asimétricamente por debajo de sus interlocutores, construyendo fantasías
autodescalificantes sobre lo que los demás piensan de ellas. Se muestran
inseguros y débiles, delimitando un perímetro de acciones que tiene por finalidad
la búsqueda de afecto y reconocimiento.

Así, tratan de encontrar afanosamente la valorización en el afuera, cuando en


realidad el proceso es inverso: ¿cómo es posible dejar que los otros los confirmen,
si ellos mismos se encuentran tan alejados de su propia valoración? Este
mecanismo termina por arrojar paradojas en lo pragmático. Cuando se intenta
hacer cosas para ser reconocido por el otro, más se ejecutan dichas acciones,
más dependiente se torna el sujeto en la relación, por lo tanto, mayor es la
inseguridad que aparece en el vínculo, y el rótulo emergente de inseguro o débil
no favorece el elevar la autoestima, que era el objetivo inicial.

Durante la primera entrevista con una familia, un terapeuta mientras realizaba el


trabajo de joining, jugando con el significado de los nombres de los integrantes de
la familia, observó que la hija adolescente, desde los comienzos de la sesión,
realizaba un gesto de subir el extremo de su labio hacia arriba y fruncir la nariz.

Supuso que frente al buen clima y las sonrisas del resto de los miembros, por
contraposición, el gesto de la joven mostraba desagrado o que algo no le gustaba.
Le preguntó acerca de ese rictus, «Ana, ¿qué me dice ese gesto..., estás
interesada en lo que se está hablando, o no te gusta algo de lo que se dijo?»; ella
respondió con una sonrisa, afirmando que no, que «al contrario, que se estaba
enterando de cosas que jamás hubiese imaginado...».

A lo largo de la sesión se dio cuenta de su aventurada intervención: la adolescente


tenía un tic nervioso que consistía en morderse el labio superior en su extremo
derecho y al mismo tiempo fruncir la nariz...

Entonces, el emergente casi inevitable del supuesto, como construcción de


segundo orden, daría lugar a tres tipos de intervenciones en la relación humana:

1. Esta es una forma que desplaza a la categorización que uno establece, para dar
lugar a preguntar abiertamente acerca de la descripción de lo que se muestra
analógica o verbalmente, «¿qué tratas de expresar con este gesto?».
2. Preguntar sobre la categorización, o sea, sobre el supuesto propiamente dicho,
«¿esto que estamos discutiendo te da bronca?». Si bien se pone en juego la
suposición, se metacomunica en pregunta, por lo tanto equivale a decir «yo
supongo que estás con bronca ¿es así?», para de esta manera poder corroborar o
desconfirmar la categorización.

3. La tercera es la caótica; la opción sería directamente actuar como si nuestro


supuesto fuese el válido, o sea, se tiene la certeza de que lo que uno piensa que
el otro siente es, con lo cual no existe la confrontación del metacomunicar y se
opera en la pragmática de acuerdo a la propia atribución.

Remarcamos: preguntar en vez de suponer...

Ya nos hemos referido a Piaget, que claramente específica cómo a través de las
acciones de ensayo y error, el niño construye su mundo. En este proceso, las
sucesivas abstracciones dan como resultado la internalización de una simbología
que se encarna en el lenguaje por medio de imágenes y significados particulares,
de los cuales algunos se comparten.

Las distinciones que se trazan posibilitan desarrollar comparaciones que lo llevan


a confrontar el mundo con sus sentidos. Entonces, si las abstracciones se
contaminan con la experiencia sensorial es imposible, como señala Bateson, que
los organismos puedan tener una experiencia directa de su objeto de indagación.

Tanto la descripción del proceso, como las clasificaciones de forma, constituyen


un circuito recurrente que da como resultado, que uno dibuja lo que ve y ve lo que
dibuja, con lo cual lo que vemos son mapas de mapas.

Nuestras categorizaciones surgen fundamentalmente de nuestros sistemas


simbólicos y pautarán las distinciones que se establecen en la observación; por
tanto, nuestro mundo experiencial se conforma de acuerdo a una recurrencia que
oscila entre las distinciones que se basan en las descripciones de los sentidos y
las distinciones que afloran de nuestras estructuras simbólicas.

(...) las descripciones basadas en nuestros sentidos nunca difieren de hecho, de


cierto sistema simbólico o manera de trazar distinciones. Análogamente
proponemos que los armazones de relaciones simbólicas

no difieren en realidad de los datos sensoriales. Por ejemplo, los nombres de la


categoría de acción, como exploración, amor, humor, terapia, juego, son
observaciones que un observador traza en sus observaciones de los llamados
datos sensoriales de la acción simple» (Keeney, 1983).
Además, el cuadro diseñado por Bateson representaría una jerarquía de órdenes
de recursión y los tres niveles no implican superioridad o inferioridad, sino
circularidad y recurrencia. Ahora está más claro cómo el autor emplea la
tipificación lógica, no aplicándola a un orden de clase, sino a una jerarquía de
recursividad.

En conclusión, desde distintos órdenes lógicos y su consecuente jerarquía de


recursividad, podríamos pensar que en el aparato cognitivo, el proceso de
constitución del mapa recibe la influencia de diferentes niveles o estratos.

En un supranivel, se encuentran los patrones socioculturales que poseen su


propia estructura con todas las características inherentes a cada nivel de la
misma. Si trazamos distinciones y establecemos diferentes niveles lógicos en este
estrato, habitando en Buenos Aires, diremos que somos sudamericanos, que
estamos en el sur de Sudamérica, que somos argentinos, porteños, de la Capital
Federal, del barrio de Belgrano, del bajo Belgrano, y así sucesivamente. Cada uno
de estos niveles posee sus particularidades que impregnan recursivamente con su
sistema de creencias al inmediato inferior.

En el estrato siguiente encontramos los patrones de nuestra familia de origen, que


a la vez son representantes representativos de lo sociocultural, pero con las
singularidades que competen a su estructura: reglas, normas, códigos, mandatos,
mitos, etc. Estas particularidades también son compuestas por acuerdos,
desacuerdos, convergencias y divergencias de los patrones cognitivos de dos
personas, que en un momento de su historia decidieron conformar una pareja y
una nueva familia, debiendo amalgamar un nuevo código, siendo cada uno
representante total o parcial del código de su familia de origen.

Estos dos niveles arrojan como saldo la construcción de un sistema de creencias,


que involucra por decantación selectividad y reformulación una propia escala de
valores, una lógica personal, el código particular con sus reglas y normas, etc.,
que generan significados particulares en la percepción.

Todo este andamiaje conforma la estructura conceptual que llamamos mapa. Y es


desde este nivel donde le colocamos nombre a las cosas, inventamos el mundo y
construimos realidades.

El mapa es el que posibilita el trazado de distinciones en el acto perceptivo, que


conllevan en proceso simultáneo, descripciones que acentúan las distinciones
delimitadas. Así, de manera recursiva, este perímetro permite establecer
comparaciones por similitud o igualdad y demarcar diferencias.
Una comparación puede efectuarse a través de elementos concretos observables,
como por ejemplo, dos personas, una es más alta que otra; aquí el eje de
comparación remite a un baremo externo. Pero si observamos solamente a una
persona y señalamos que es baja, esto demuestra una medida interna que emana
de nuestra estructura conceptual. De la misma manera, decimos que alguien es
bueno o malo, en función de nuestro sistema de creencias que marca los límites
de uno u otro valor.

Todos estos elementos en el acto de conocer generan la producción de


abstracciones que son el pasaporte a la estructuración de hipótesis, que como
esquemas conceptuales, una vez elaborados, acentúan la realización de nuevas
abstracciones que confirmarán y desconfirmarán, adaptándose a nuestro esquema
conceptual previo, y llevan a desenvolver, en el ámbito de lo pragmático,
secuencias de interacción a partir de las puntuaciones que delimitan su estructura.

La recursividad vuelve a hacer su aparición: estamos observando lo que nosotros


mismos construimos y construimos lo que estamos observando. De allí que
cuando nos proponemos conocer nuestro conocer, cuando nos preguntamos
acerca de nuestra epistemología, se arroja como resultado nuestro modelo de
conocimiento que a la vez es el mismo que nos permite conocer nuestro conocer.

Si conocemos el mundo desde una epistemología circular, es la misma


circularidad la que nos permite conocer que conocemos desde la circularidad.

DISTINCIONES Y CATEGORIZACIONES: CONSTRUYENDO REALIDADES


DIAGNÓSTICAS

El espectro de distinciones que puede realizar un ser humano puede ser infinito.
Un ejemplo representativo en al ámbito de la salud mental son las floridas
nosologías psiquiátricas que, en los distintos períodos de la historia de los
avances científicos en psiquiatría, se han publicado. En ellas se encuentra, de
acuerdo a la época, la evidencia de la investidura sociocultural con que se
establecieron los distingos y en la medida en que se avanza nos encontramos con
distinciones, distinciones de distinciones, distinciones de distinciones de
distinciones, etc. Estas diferenciaciones permiten elaborar clasificaciones,
agruparlas en categorías conceptuales, sistemas operativos, estrategias, etc.

En la Antigua Grecia, se clasificaron y distinguieron con artilugios descriptivos


tanto la depresión y la melancolía, como la manía, encontrando su origen en lo
somático. Se localizaron las causas en los humores del cuerpo, la bilis negra, cte.,
y se desarrollaron formas terapéuticas que constituyeron el trampolín del
pensamiento médico tradicional organicista.

Estos conocimientos se destruyeron cuando la hegemonía del poder eclesiástico


se constituye en el epicentro de las áreas económicas, culturales, políticas y
sociales, observando y también clasificando desde una óptica mística lo que a
posteriori la medicina diagnosticó como histerias o psicosis.

Los monjes Spraenger y Kraemer crean el tratado que se consideró el bastión de


la inquisición: La tesis del Malleus.

La Iglesia, a través de la Inquisición, categorizó como herejes, brujas o magos, a


los que no se sometían a los dogmas y a los perturbados, que siglos más tarde, la
psiquiatría llamó enfermos mentales. Fue una época de violencia, en la que los
tratamientos, por así llamarlos, se remitían a las más increíbles torturas, desde la
reclusión en sótanos y brutales exorcismos, hasta la quema pública.

Este período se caracterizó por las profecías autocumplidoras y dobles vínculos,


que entrampaban en callejones sin salida a los rotulados, en donde cualquier
reacción era la oportunidad para corroborar la alianza con el mal.

Dicha construcción de realidad, confirmaba denodadamente que el desquiciado


era portador del demonio: sus ataques, expresiones, gritos y agresiones eran la
verdadera expresión de la revelación demoníaca; su pasividad y sumisión eran
consideradas las artimañas del diablo, tratando de engañar a los expertos.

Todo llevaba a comprobar el imaginario inicial.

Estos tiempos duran lo que se extiende el medioevo, hasta que el poder


eclesiástico paulatinamente decae y el pensamiento de los griegos recupera su
lugar en la figura del médico, apropiándose del estudio de los fenómenos
mentales, creándose así, la especialidad de psiquiatría.

Pero, mientras que el clínico se recluye en ostentosas bibliotecas, investigando,


los enfermos mentales se asilan en sótanos en las más deplorables condiciones
de vida.

Así surge el diagnóstico psiquiátrico. Brillantes y floridas son las descripciones


semiológicas, que se construyen por medio de grandes clasificaciones y donde la
psiquiatría alemana adquiere su punto cumbre a través de la figura de Kraepelin.

Pero la diversa gama de tratamientos todavía no encuentra la manera de resolver


el problema de las enfermedades mentales: los grilletes, anillas, sótanos, duchas
de temperatura cambiante, baños de inmersión y asfixia, la famosa silla de Darwin,
el único resultado que obtienen es un paciente marginado en celdas con pajas
excretadas, en la más completa reclusión.

A posteriori, la invención de los psicofármacos dio una respuesta parcial a la


sintomatología, mientras que los estudios psicoanalíticos buscaron en los traumas
infantiles, la etiología del síntoma principal de las diferentes patologías.

Cabría reflexionar acerca de cada una de estas etapas, para poder comprender
cómo construye el mundo el observador partícipe de los diversos contextos.
Parece claro que la epistemología del percibiente se ve impregnada por la
vertiente sociopolítica, económica y cultural dominante, en el período que le toca
vivir; a partir de ahí se construye una realidad que tiende a confirmarse en el
ámbito de la pragmática, puesto que desde allí se trazan distinciones, se describe,
categoriza, analiza y confeccionan los métodos de tratamiento terapéutico.

Desde una visión ecosistémica, como ya mencionamos, la casualidad no existe -


cada hecho está ligado en una cadena causal contribuyente a un equilibrio
ecológico- y es factible entonces encontrar un porqué circular al auge de ciertas
patologías. No es casualidad, por ejemplo, que la represión social de la mujer,
principalmente en la esfera sexual, haya tenido su contrapartida en la histeria.
Como tampoco es casual que el ritmo maníaco con que se vive en la sociedad
actual traiga como emergente la depresión, o los ataques de pánico y fobias, como
un intento de freno frente a dicho ritmo, o que las tentativas de sobrevivir en este
mundo produzcan cantidad de manejos psicopáticos en las relaciones.

Es posible que esto nos acerque más a una visión social y ecosistémica del
panorama de los trastornos mentales.

La historia muestra las posturas más disímiles, desde la psiquiátrica organicista


más ortodoxa, cuyo objetivo en si mismo es diagnosticar de acuerdo con los
parámetros científicos vigentes, para aplicar la medicación que corresponde, hasta
las posiciones contraculturales más acérrimas de los 60, como la Antipsiquiatría,
que postulan extremadamente que la enfermedad mental no existe.

Sin situarnos en ninguna de estas posiciones, en términos de epistemología, el


acto perceptivo conlleva el trazado de distinciones, y descripciones que las
acentúan, evidenciando la comparación; el diagnóstico psiquiátrico o psicológico,
por lo tanto, es la orden explícita de demarcación de dicha distinción, que se
establece con la finalidad de categorizar síntomas y signos que, aunados,
conforman un cuadro nosológico determinado.

Podría pensarse que de un acto descriptivo puede surgir la distinción, un


observador recorre la situación y en el acto de describirla, distingue, pero, sin
embargo, el proceso es inverso: un observador primero distingue y luego describe.
De acuerdo a nuestra epistemología, trazamos distinciones en la acción de
percibir el mundo, las descripciones son en tanto y en cuanto se distinga
previamente, produciendo la acentuación de las distinciones establecidas. Se
podrán distinguir en una familia un padre, una madre y dos hijos; las descripciones
de cada uno de ellos (sus características, sus modalidades, sus adjetivaciones)
confirmarán aún más estos distingos, y llevarán a desarrollar, de acuerdo al
modelo teórico, las puntuaciones e hipótesis acerca del cuadro.

Los procesos de distinción y descripción, en el plano terapéutico, son en una gran


relatividad, ¿cuáles son los datos de la realidad que son captados por el terapeuta
para efectuar un diagnóstico? estas captación dependerá, en forma arbitraria, de
las clasificaciones y teorizaciones preestablecidas, que llevarán a construir las
hipótesis que calzarán con el hecho observable.

Esta acomodación entonces dependerá, recursivamente, de la distinción que trace


el observador impregnado por el saber científico (o sea, sus hipótesis
preestructuradas) por lo tanto, el hecho se acomoda a la descripción que marca la
teoría y a su vez, es la teoría la que da estructura al hecho.

Desde esta perspectiva el diagnostico psiquiátrico o psicológico es la explicitación del


trazado de distinciones, es el libreto que indica pautas de demarcación de diferencias y
cuáles son los recortes que deben realizarse en la observación del hecho para luego
categorizar. Pero es esta misma categorización la que pauta una observación. Con la
cual retornamos al punto de inicio.

El profesional posee un marco de referencia teórico, un modelo de conocer que


impregna su observación en el seno terapéutico. Por así decirlo, el lado de esta
epistemología explicita que deviene del modelo teórico se encuentra su
epistemología natural y espontánea construida a lo largo de su experienciar (es
más, desde ésta se elige el modelo teórico)

Desde este doble modelo trazar las distinciones que lo llevan a poner énfasis en
ciertas partes de hecho observable, con lo cual en esta dinámica puntúa lo que su
epistemología le permite ver. De esta manera se construye el hecho observable,
se lo describe, se categoriza y se labra una hipótesis del qué, para qué y por qué
sucede, avalada por el sostén de su teoría. Volvemos así, en forma recursiva, al
comienzo del proceso, de lo que se infiere que uno ve lo que construye y
construye lo que ve.
Pero este es un proceso peligroso, porque dichas categorías son, por ejemplo, las
clasificaciones de diagnóstico que describen signos y síntomas que se aúnan en
un rótulo psicopatológico. Es importante remarcar cómo este saber que moldea el
conocer no es implícito, sino que constituye la explicitación de cómo debe
construirse, el distinguir y el describir al objeto de estudio y de ahí etiquetar de
acuerdo con los parámetros de dicha explicitación.

A través de los cuadros diagnósticos, se trata de ajustar con la teoría, en la mayor


medida de lo posible, las características de personalidad de un sujeto, tratándolas
de hacer coincidir con el esquema conceptual que describe a la patología. La lupa
con que se observan estos rasgos del paciente supone una visión psicopatológica
que involucra al ojo del profesional técnico, que confirma y reafirma en la
pragmática el subjetivismo de su afirmación diagnóstica, a pesar de que se erige
en nombre de la objetividad.

Una clasificación psiquiátrica crea una realidad propia y es determinante de sus


propios efectos. David Rosenhan (1977) señala que cuando se ha clasificado a un
paciente como esquizofrénico, la expectativa es que siga siendo esquizofrénico.
Después de que ha transcurrido un cierto período sin que haya efectuado ningún
hecho esperable de acuerdo a su patología, se cree que está en remisión y se
efectúa el alta: «Pero la clasificación lo persigue más allá de los muros de la
clínica y con la expectativa tácita de que volverá a comportarse como
esquizofrénico».

De la misma forma, puede crearse una patología partiendo del rótulo diagnóstico.
O sea, si se trata a alguien como si fuese un esquizofrénico, se interaccionará
creando respuestas en la persona que confirmen nuestras hipótesis a priori; por lo
tanto, cualquier acto, por normal que pudiese ser (aunque es dificultoso que se
pueda tener una conducta normal cuando una de las partes interacciona como si
uno fuese loco), será interpretado bajo la lente patológica.

Con lo cual, la evaluación diagnóstica, certificada por los técnicos en salud mental,
tiene un radio de influencia sobre el paciente y el círculo afectivo más cercano,
como vecinos, amigos, parientes,

etc., invadiendo y generando en el grupo y en él mismo, un tránsito que marca el


destino y la confirmación del diagnóstico, constituyendo una profecía que se
autocumple, para de esta manera, adaptarse a esta construcción de una realidad
interpersonal.
Estas rotulaciones, que confeccionan realidades absolutas, no se reducen al
ámbito profesional en que se desarrollan, sino que en muchas ocasiones alcanzan
una repercusión social: la población utiliza

confusamente ciertos términos que llevan a incrementar la sintomatología que se


padece. Es el caso de la depresión.

Son numerosas las oportunidades en que se pone la etiqueta de deprimido, a


partir de sensaciones como tristeza, abulia o angustia. La distinción de estas
emociones se categoriza como depresión y se inserta en

el lenguaje no como esto v triste o esto v angustiado, sino como estoy deprimido,
con toda la connotación caótica que posee este concepto. Pero esta patología,
además de los rasgos mencionados, posee otros signos que la conforman, como
apatía, abulia, desgano, inapetencia sexual, estrechez del futuro, de los proyectos,
de las relaciones sociales, inafectividad, etc., hasta llegar a elementos
melancólicos y con tentativas de suicidio, o sea: ¿dónde está la depresión en
estos pacientes, si tan sólo aparece un síntoma de los tantos que componen esta
categoría? Este es uno de los errores que no solamente involucran a la gente en
general, sino a los mismos profesionales.

La confusión entre clase y miembro de la misma parece ser la explicación más


clara de acuerdo con la diferencia de niveles lógicos. La categoría -el rótulo
diagnóstico- compete a un nivel lógico superior

que los signos y síntomas que lo componen. La equivocación radica en fusionar


clase y miembro colocándolo en un mismo nivel, homologando un signo con su
categoría, sin tener en cuenta el resto. De aquí se desprenden lujosas
descripciones dormitivas que explican el síntoma por su categoría, como si
conocer el diagnóstico determinase una evolución en el proceso de curación.

La expresión «estoy deprimido» no sólo compete a la persona, sino al círculo


afectivo cercano que reproduce el mismo término, «mi madre está depresiva... o
mi esposo sufre de depresión», reforzando así la atribución de sentido y
construyendo una realidad coherente con lo atribuido.

En principio, estos marcos semánticos revisten de una significación deplorable al


síntoma de la angustia, pero rápidamente se pasa al plano de la pragmática, en
donde se desenvuelven interacciones que confirmarán el rótulo colocado. Trátese
a una persona triste como deprimida y se construirá la depresión. Este círculo se
reconfrmará con las soluciones intentadas fallidas que incrementarán la
sintomatología; esta retroalimentación negativa lleva a que inmediatamente se
construya el resto de los síntomas que completan el cuadro.
El problema se acrecienta cuando el profesional distingue y categoriza de la
misma manera y no sólo construye el problema, sino que pasa a formar parte de
los fallidos intentos por solucionarlo.

Por ende, el rótulo diagnóstico es limitativo en la relación, pero este efecto no


solamente se remite a la esfera terapéutica, sino también al cartel que el medio
social cuelga a uno de sus integrantes. El grupo coloca la etiqueta a uno de sus
miembros, ya sea por la estereotipación de alguna conducta o características de
personalidad, etc., y el destinatario deberá asumir la función asignada en
contrapartida de la demanda. Si éste se toma cierta licencia temporal el entorno se
encargará de recordarle el rol asignado y que debe volver a él (además él se
encargará de cumplirlo, no permitiendo que los demás varíen la óptica acerca de
él).

Por otra parte, es este rótulo el que impide el reconocimiento y conexión con otras
partes del sujeto, reduciendo la relación tan sólo a un aspecto; por ejemplo, el que
es visto como divertido y bromista en un grupo, está obligado a desarrollar dicha
función y no se le permitirá, por así decirlo, que deje de animar las reuniones, es
más, un sesgo de tristeza podría ser visto como una gran depresión, a partir de la
comparación (y la distinción concomitante) con el humor exaltado que siempre se
le atribuye. Esta posición otorga ciertos beneficios, como un lugar de poder,
liderazgo, goce narcisista, etc., beneficios que sostienen, aunque sea
parcialmente, la función asignada por el grupo.

De este acople complementario -sostenedores (el grupo) y sostenedor (la


persona)-, surge la estereotipación de una función, que adquiere rigidez en el
sistema, y allí está la trampa: cualquier corrimiento de la función delimitada genera
rechazo en el círculo social, o por lo menos no encontrando las respuestas
esperadas.

El síndrome de la mujer ambulancia o del bombero voluntario son las


características de los grandes ayudadores, que se rodean de un grupo de
dependientes, carentes de afecto, necesitados de protección, etc. Esta
unidireccionalidad de la ayuda provoca que cualquier movimiento que implique un
paso al costado de la función amenace la homeóstasis del sistema, y el medio
reclame, por artimañas explícitas (en el mejor de los casos) o implícitas (como
artimañas culpógenas, extorsiones, reclamos, etc.), el retorno al rol designado.

No obstante, este corrimiento a veces se acompaña de incoherencias entre lo que


se propone y lo que se hace, o sea, si la propuesta es salir de dicha función, ésta
debe ser coherente con las acciones. La resistencia que ejerce el sistema a
romper esta articulación es poderosa: no es solamente el grupo el que se resiste a
abandonar el encasillamiento, sino que es la misma persona la que sigue
perpetuando su mecanismo de acciones, impidiendo el cambio de la dinámica y
resistiendo la salida de la trampa que implica el rótulo.

En el plano de la actitud del terapeuta con respecto al diagnóstico, el artículo


Acerca de estar sano en un medio enfermo, de David Rosenhan (1977), es un
ejemplo claro sobre cómo el diagnóstico impregna la lente del profesional,
llevándolo a observar y patologizar el objeto de estudio, destacando que la imagen
de las condiciones de vida de un paciente es conformada de acuerdo con el
diagnóstico, cuando en realidad el diagnóstico debe ser construido a partir de las
características de la vida del sujeto.

En su investigación, realiza una experiencia con 8 pseudopacientes que fueron


internados (12 internaciones) en distintas clínicas de Estados Unidos. La mención
de escuchar voces fue el único síntoma que se inventó en los datos de la historia
de cada uno y sirvió de entrada en la institución.

El grupo de pseudopacientes se caracterizó por la diversidad de ocupaciones de


cada uno de los integrantes. Estaba compuesto por una ama de casa, un pediatra,
un psiquiatra, tres psicólogos, un estudiante de psicología y un pintor; tres de ellos
eran mujeres y los otros cinco hombres. Todos usaron pseudónimos, y aquellos
que trabajaban en salud mental, falsearon su profesión, sin alterar en absoluto la
historia de sus vidas, consiguiendo ser admitidos por medios subrepticios en doce
clínicas diferentes.

El trabajo describe los diagnósticos respectivos y detalla las distintas experiencias


de los pseudopacientes en las instituciones psiquiátricas.

Es interesante cómo describe el autor las diversas actitudes con las cuales se
encontraron las distintas personas durante la internación: fue notable el
convencimiento de los profesionales acerca del diagnóstico de estos pacientes,
como se muestra en algunas entrevistas, en donde los informes señalaban
actitudes que pueden ser consideradas como normales en el ciclo vital, y que bajo
la lupa del diagnosticado, fueron tildadas como patológicas.

Paradójicamente, los que dudaron de que estas personas estuviesen realmente


enfermas fueron los mismos pacientes internados, que frente a las notas que
transcribían los pseudopacientes del relato de la experiencia, explicitaban su duda,
«tú no eres paciente..., debes de ser periodista...».

A pesar de la evidencia de la salud mental de cada uno de los integrantes,


ninguno fue descubierto, y las internaciones duraron entre 7 y 52 días con un
promedio de 19 días, tiempo suficiente para realizar una correcta evaluación, de lo
que se deduce que estos pacientes no fueron observados con especial atención.

El resultado de la experiencia arrojó que 11 de las 12 admisiones respondieron a


un diagnóstico de esquizofrenia en remisión salvo uno cuyo diagnóstico fue de
esquizofrenia (la calificación de en remisión responde a una formalidad en función
del alta); el restante, con síntomas idénticos, fue tildado con un diagnóstico de
psicosis maniacodepresiva.

En el ejemplo siguiente, podemos apreciar cómo los elementos preconceptuales


diagnósticos impregnan la interpretación de los datos obtenidos en una entrevista:

«Durante su infancia tuvo una relación cercana con su madre, mientras que sus
relaciones con el padre eran bastante distantes. Durante su juventud y en años
posteriores, su padre se convirtió en amigo entrañable, y la relación con su madre,
en cambio, se enfrió. Su relación actual con su esposa era, en general, cercana y
cálida. Salvo excepcionales discusiones, los roces eran mínimos. Los niños eran
castigados esporádicamente» (Rosenhan, 1977).

Este relato bien puede ser una historia común, que no posee indicios
psicopatológicos; no obstante, los datos obtenidos a partir del mismo refirieron a
una acomodación en función del diagnóstico y a

un contexto de patología mental. Lo que se transcribe a continuación procede del


resumen de la descripción del caso mencionado, que fue redactada después de
dar de alta al paciente:

«Este paciente de 39 años (... ) tiene antecedentes amplios de una fuerte


ambivalencia en sus relaciones cercanas, desde su niñez. La cálida relación con
su madre se enfrió luego, durante su juventud.

Una relación más bien distante con su padre se describe como crecientemente
intensa. Falta estabilidad afectiva. Sus intentos por dominar su irritabilidad frente a
la esposa y los hijos se ven interrumpidos por arrebatos de ira, y en el caso de los
niños, por castigos. Si bien manifiesta tener varios buenos amigos, se siente que
también en este sentido subyacen considerables ambivalencias (...)» (Rosenhan,
1977).

Todas estas características fueron articuladas con la finalidad de llegar al


diagnóstico de una reacción esquizofrénica.

Seguramente, las ambivalencias descritas no distan de las ambivalencias que


posee todo ser humano; cobran significación en tanto y en cuanto son inducidas a
entrar en la constelación de la patología. Y si bien es cierto que la relación del
pseudopaciente con sus padres fue cambiando con el tiempo, todo vínculo sufre
modificaciones, hasta por el mismo ciclo evolutivo. La calificación de ambivalencia
e inestabilidad afectiva -atribuciones del observador- confirmaron el supuesto del
diagnóstico.

La construcción tendenciosa a partir de parámetros de visión psicopatológica


obstaculiza la posibilidad de realizar una correcta evaluación e interpretación de
los rasgos de carácter del paciente.

La utilización incorrecta del diagnóstico implica perder de vista la característica humana


del paciente, para entrar en un planteamiento cosificador en donde la identidad del
sujeto pasa a ser permutada por el rótulo psicopatológico.

Esta experiencia nos demuestra cómo pueden ser interpretadas bajo la lente
psicopatológica, conductas que bajo otro contexto son evaluadas como normales,
pero el libreto del diagnóstico obliga al trazado de distinciones que llegan a
construir realidades que confirman, así, esas hipótesis a priori.

Tal vez, el problema radique en crear la necesidad de un diagnóstico, y creer que


sin él no es posible trabajar terapéuticamente, como si las hipótesis que puedan
construirse en el análisis de un caso obligatoriamente deben arrojar como
resultado el rótulo. Esto coloca sobre el tapete cuestiones diagnósticas en el
ámbito sistémico que de por sí son mucho más complejas de las que se pueden
construir en los tratamientos tradicionales, puesto que éstos dirigen su mirada al
sujeto individual, mientras que desde la óptica sistémica se observa la dinámica de
las interacciones, haciendo más dificil -dada la complejidad de la comunicación-
clasificar una tipología.

Así lo señala G. Bateson en su cuadro del análisis epistemológico: en la medida


que se asciende en grados de complejidad comunicacional resulta más difícil
categorizar. Para una acción .simple, deviene con sencillez el rótulo, pero todavía
en términos de interacción, la clasificación de simetría y complementariedad
parece satisfacer las definiciones de un diagnóstico interaccionel. La cosa
adquiere un tenor de dificultad cuando entramos en la coreografía, en donde son
escasas las posibilidades de tipologizar, dada la complejidad e infinitud de signos
que provee la comunicación.

También cabría preguntarse ¿para qué?, ¿cuál sería el objetivo de diagnosticar


desde esta perspectiva? ¿El rótulo sistémico ayudaría a mejorar los tratamientos?
¿Podría consistir en una guía que orientase al profesional en el diseño de una
estrategia?
Algunos autores, como Juan Linares en su libro Identidad y narrativa (1996), han
creado un diagnóstico sistémico, investigando a través de las combinaciones de
los grados de parentalidad armoniosa y disarmónica, y los niveles de conyugalidad
funcional o disfuncional. Si bien principalmente centra sus estudios en las
diferencias de los pacientes depresivos y los distímicos, y los juegos
interaccionales en el ámbito de la pareja y la familia, utiliza los haremos de
conyugalidad y parentalidad, combinando ambos desarrollos, extendiéndolo a
otras patologías, como la psicosis, neurosis o psicopatías.

Por otra parte, Giorgio Nardone, en Paura, Panico, Fobie (Miedo, pánico, fobias,
Herder 1997, en esta misma selección), toma la base del DSM 111, describiendo,
desde los ataques de pánico, hasta los síndromes obsesivos y fóbicos, pero
capitalizando dichas distinciones para estructurar un modelo de trabajo terapéutico
específico, bajo el soporte de la línea de Terapia breve del MRI de Palo Alto. O
sea, que el cuadro nosológico le proporciona las herramientas para construir un
tratamiento paso por paso, con estrategias y técnicas prefijadas.

Como contrapartida, podría señalarse que la explicitación del trazado de una


distinción por medio de una nografia pauta la mirada del observador,
restringiéndolo a un estrecho mapa, y cercenando la posibilidad de un margen
más amplio de perspectiva.

Pero más allá de este punto de vista, posiblemente el problema no se centre en el


diagnóstico propiamente dicho, sino en su implementación:

 Si el diagnóstico sirve para etiquetar a un paciente y encerrarlo en un


manicomio, o señalarlo como el loco de la familia, resulta ser una aplicación
dormitiva y estigmatizante.
 Si sirve para bajar las ansiedades del profesional, creyendo que conocer el
rótulo ya le otorga la solución a la problemática del paciente, también
resulta un efecto dormitivo.
 Un uso equivocado del diagnóstico consistiría en explicitarle el rótulo al
paciente (aunque podría utilizarse como parte de una estrategia), logrando
enquistar aún más la sintomatología, y más cuando los pacientes traen su
propio rótulo, colgado por otros profesionales, amigos, parientes, etc.,
llevando como resultado sendas profecías autocumplidoras, construyendo y
confirmando el título atribuido, como un paciente obediente.

Posiblemente, la correcta utilización del diagnóstico clínico responde a la


condición de:

Orientador para el profesional, en miras al diseño de la estrategia de tratamiento


adecuada, para arribar a una rápida y efectiva solución.
El diagnóstico como guía de un proceso y no como encasillamiento, ya que en
este sentido, abre caminos y no se encierra en sí mismo.

A la vez, sirve en función de la interconsulta para abreviar las descripciones de


una derivación, siempre y cuando el profesional al cual se deriva no se
sobreinvolucre en la mirada del derivador y limite su propia construcción en la
interacción con el futuro paciente.

Por lo tanto, la finalidad del diagnóstico no debe quedar en la acción de


diagnosticar en sí misma, desde este aspecto es limitante y coartador del trazado
de distinciones alternativas, convocando a en trampar al profesional y al paciente
en un círculo cerrado, del cual resulta difícil escapar.

El diagnóstico como apertura es la vía de entrada para la planificación de un


tratamiento terapéutico eficaz, que lleve a destruir el estigma y no a construir una
realidad que lo confirme.

LAS DOS REALIDADES (P.W. y M.R.C.)

Inevitablemente la acción de trazar distinciones y las descripciones consecuentes


constituirá una secuencia de hechos, cuyas posibilidades de puntuación son
infinitas, creando a su vez diferentes realidades.

La circularidad autorreferencial de los juicios que aseveran verdades se pone en


juego tanto en la vida cotidiana como en la investigación científica, haciendo
necesario el conocimiento de la epistemología del observador:

«...una descripción (del universo) implica a quien lo describe (observador). Aquello


que nos sirve ahora es la descripción del descriptor, en otras palabras, tenemos la
necesidad de una teoría del observador. Desde el momento que sólo los
organismos vivientes pueden calificarse como observadores, parece evidente que
esta tarea involucra al biólogo. Pero él mismo es un ser viviente, lo que significa
que su teoría, no sólo debe dar cuenta de sí mismo sino describir dicha teoría.
Esta es una situación nueva en el discurso científico, porque, de acuerdo con el
punto de vista tradicional que separa al observador de la observación, deberá ser
evitada cada referencia a este argumento. Esta separación no fue efectuada por
excentricidad o locura, sino porque en ciertas circunstancias la inclusión del
observador en sus descripciones puede conducir a paradojas, como en la frase
"yo soy un mentiroso"» (Heinz Von Foerster, 1974).

Paul Watzlawick (1988), en función de este planteamiento, señala que nuestros


órganos de los sentidos nos proporcionan una imagen de la realidad que es
factible comparar con aquella percibida por otras personas, para descubrir
sorpresivamente que son idénticas; esta realidad es la que llamamos realidad de
primer orden, que bajo la aparente simplicidad de concordancia de perspectivas, la
posibilidad de percibirla es producto de procesos neurofisiológicos muy complejos.

Es esta realidad la que nos indica que el cielo es azul, que generalmente la copa
de los árboles es verde, que es de noche o es de día, que una silla sirve para
sentarse, o un cuchillo para cortar (aunque frente a la falta de herramientas se
utilice como destornillador); en principio, todos compartimos estas percepciones,
pero frecuentemente no nos detenemos en el interior del dominio de esta realidad,
casi inevitablemente le asignamos un determinado valor, le atribuimos un
significado.

Por lo tanto, ¿quién será capaz de tener una epistemología tan aséptica que no
involucre marcos semánticos?; pero más allá de esta utopía, ¿quién podrá afirmar
que lo que ve es absolutamente lo que es?, ¿cómo?, si somos portadores de una
historia experiencial que nos lleva a construir significados acerca de las cosas.

Del producto de esta atribución de sentido surge lo que se da en llamar realidad


de segundo orden, realidad que siempre es el resultado de un acto constructivo,
de la ecforiación del valor de nuestro sistema de creencias. Es la que nos impide,
por así decirlo, captar en forma pura sin hacer inferencias de categorizaciones, la
que transforma al acto de conocimiento en subjetivo, la que al ser autorreferencial,
relativiza y particulariza nuestro producto de la observación.

De esta manera, se provocan los problemas humanos: las atribuciones de


significado que le otorgamos a ciertos acontecimientos generan dos niveles de
complicación: la dificultad y el problema. El problema podría ser definido como una
atribución de significado a una dificultad (que a su vez podría ser una atribución
semántica a una situación determinada), que llevaría a bloquear el crecimiento de
una persona.

En la vida en general aparecen situaciones que, como realidad de primer orden,


pueden producir alteraciones en el libre curso de nuestra evolución. Son estos
acontecimientos los que pueden presentarse como dificultades a resolver: por
ejemplo, un huracán en Miami es un suceso que se transformará en problema,
dificultad o algo sin relevancia, como mera noticia, de acuerdo al punto del planeta
donde se resida. Una dificultad es factible de superar, la constitución de la
dificultad en problema, con sus consecuentes intentos de solución fallidos,
obstaculiza la posibilidad de avance.

Un pequeño experimento revela en forma simple la diferenciación de las dos


realidades.
1. Tómese 5 segundos y trate de dibujar una mesa.

2. Ahora imagine cómo es esa mesa y pregúntese para qué sirve. Bien,
seguramente el dibujo que realizó responde al tradicional diseño del cuadrado con
cuatro patas. Como realidad de primer orden, corresponde al diseño convencional
que todos compartimos.

Supongamos que la respuesta a la segunda propuesta fue que «era de cristal,


base de hierro y de forma redonda, sirve para estudiar y comer»; esta atribución
de significado es lo que llamamos realidad de segundo orden.

Esta formulación de segundo orden está conformada por una serie de significados
que corresponden a normas, pautas, escala de valores, creencias internalizadas,
etc., que constituyen nuestro mapa, en las sucesivas percepciones del mundo. Por
lo tanto, por cada nueva estimulación, a través de referentes externos, la
abstracción reflexiva conformará, desconfirmará, o adecuará, determinados
clichés, resultantes del acto experiencial, que llevarán a ampliar o conservar el
perímetro de nuestra estructura conceptual.

En la conceptualización más extrema, el Constructivismo radical señala que es


factible conocer la verdadera realidad, solamente allí, en el momento cuando
experienciamos que algo no es como lo suponíamos.

«E1 saber es construido por el organismo viviente para ordenar en la medida de lo


posible el flujo de la experiencia, que es de por sí amorfo en experiencias
repetibles y en relaciones relativamente organizadas entre sí. La posibilidad de
construir tal orden siempre será determinada por los pasos precedentes en la
construcción. Esto significa que el mundo real se manifiesta exclusivamente en
donde nuestras construcciones fallan. Si todavía podemos cada vez explicar o
describir la falla solamente con aquellos conceptos que hemos utilizado para la
construcción de la estructura fallida, este proceso no podrá nunca formar una
imagen del mundo que podremos hacer responsable de la falla. Una vez que se
ha comprendido esto resultará obvio que el Constructivismo radical no puede ser
interpretado como reproducción o descripción de una realidad absoluta, pero sí
como un modelo de conocimiento posible en seres cognitivos que están en grado
de construir, sobre la base de la propia experiencia, un mundo más o menos
ordenado» (Glasersfeld, 1988).

Watzlawick (1988), en la introducción a la Realidad inventada, expresa el citado


pensamiento a través del siguiente relato: un capitán en una noche oscura y
tormentosa debía navegar por un canal que no estaba señalado en su hoja de
ruta, sin la ayuda de un faro o de otros soportes de navegación como por ejemplo
una brújula. Las opciones que se presentan son dos: o terminará estrellándose
sobre los acantilados o podrá arribar sano y salvo al mar abierto, que se en

cuentra del otro lado del estrecho. Si pierde la nave y la vida, su falla es la
comprobación de que la ruta que eligió era la equivocada, o sea podríamos decir
que ha descubierto que ese pasaje no era (aunque no tuvo la posibilidad de
enterarse).

La otra posibilidad es que supere el estrecho, lo que prueba, simplemente, que


ningún punto de su embarcación ha entrado en colisión con alguna parte del
estrecho. Esto no nos dice nada acerca de la seguridad de las aguas en que
navegaba o cuán cercano estuvo del desastre; él lo atravesó como un ciego. La
ruta elegida previamente se adaptó a una topografía desconocida, calzó, pero esto
no significa que corresponde, si tomarnos el término corresponder en el sentido
que le da von Glasersfeld, o sea que la ruta corresponde a la configuración real
del canal. No debería ser difícil imaginar que la forma real del estrecho podría
ofrecer una cantidad de pasajes más breves y seguros.

En síntesis, como afirma von Glasersfeld, el error o la equivocación es lo que nos


permite conocer la realidad: «donde no es, es».

La idea que remarca el líder del Constructivismo radical es la de encaje o calce


(flt) más que de correspondencia (match). Partiendo de la teoría de Darwin, el
organismo tiene un comportamiento y una forma física que encaja con el medio
que le toca vivir, por lo tanto quien calza con el medio puede sobrevivir al mismo;
esta relación de calce con el ambiente, von Glasersfeld la llama viabilidad. En la
esfera de la antropología y la biología quedó demostrado que tanto la
bipedestación del humano, como el nacimiento del lenguaje, entre otros, fue
producto del calce y la posterior adaptación a las imposiciones del medio que se
plantearon en los distintos períodos de la historia del mundo.

Trasladado al campo del conocimiento, todo nuevo pensamiento, para ser viable,
deberá adaptarse al esquema previo de estructuras conceptuales (como
señalamos anteriormente) de tal manera que no provoque contradicciones. La
tradicional metáfora que lo ejemplifica es la de la cerradura: sabemos que una
llave es la que corresponde a la misma, pero muchos expertos ladrones tienen
ganzúas que calzan para poder abrirla.

De esta manera, creemos haber descubierto una realidad real (en términos de
objetividad), ya que descubrir implica suponer que existe una realidad última,
hasta que eventos externos superan nuestro control, contradicen nuestros
parámetros que no son acordes a nuestra visión del mundo y:
«...cuando esto sucede, nuestra construcción de la realidad cae á pedazos y
entonces es posible que tengamos que afrontar lo que los psiquiatras llamarían
enfermedad mental o emocional, como depresión, ansia, alucinaciones, ideas
suicidas, etc.» (Watzlawick, 1989).

Algunas anécdotas pueden ser ejemplos de resultados caóticos que arrojan las
construcciones de realidades del observador, que, de acuerdo a su sistema de
creencias, se contraponen con la construcción de su interlocutor.

Una psicóloga argentina fue a radicarse al Perú. A las pocas semanas, por medio
de las derivaciones de algunos profesionales que conocía con antelación a su
viaje, comenzó a recibir algunas consultas. Uno de sus primeros pacientes era una
mujer que después de comentar una serie de problemas, hizo alusión a
personajes que estaban en su casa. Estos personajes eran gnomos, algunos
categorizados como buenos, a los cuales, a veces, les dejaba un trozo de
chocolate, y algunos como gnomos malos, que la perturbaban.

De acuerdo a su formación, esta psicóloga comenzó a pensar que estos


comentarios eran fabulaciones delirantes que respondían a la esfera de una
personalidad psicótica, y se dijo: «¡Justo en mi debut en Lima, empiezo con un
caso tan difícil...!».

Después de unas cuantas sesiones en donde se reiteraban en el discurso de la


mujer estas figuras, recurrió, con la finalidad de supervisar su caso, a un psiquiatra
del lugar que gozaba de gran prestigio y experiencia. A esta altura, estaba segura
de su diagnóstico, confiando en su certeza. Deseaba, además, que este
profesional medicara al paciente, puesto que era necesario, conjuntamente con el
tratamiento psicoterapéutico, adjuntar la medicación, con el objetivo de disminuir
los síntomas de la psicosis.

Quedó realmente perpleja cuando su supervisor peruano esbozó una sonrisa


acerca de su preocupación, comentándole que los gnomos eran una creencia
popular que la mayoría de la población sostenía.

Ella, como portavoz de una cultura en donde no se involucran este tipo de mitos,
rotulaba como patológica (categorizaba, o sea, una atribución de segundo orden)
una conducta que para dicho medio era absolutamente normal. Evidentemente, de
no haber sido responsable en su trabajo, no recurriendo al apoyo de una
supervisión, la psicoterapia podría haber tomado una dirección catastrófica, donde
cada palabra de la paciente hubiese resultado un indicio que confirmara su
construcción diagnóstica.
Cuentan viejos enfermeros del norte de Italia que en una ocasión llegó a su centro
de salud mental un paciente que no tenía antecedentes en el mundo de la
psiquiatría. Estaba muy ansioso y alterado, diciendo que hacía varios días que no
podía dormir. Frente a la pregunta del equipo médico acerca de qué era lo que le
provocaba semejante insomnio, él respondió, «el elefante no me deja dormir, urla
toda la noche..., lo veo desde mi ventana, la cierro a pesar del calor, pero el
sonido es muy fuerte...».

Esta descripción, conjuntamente con su aspecto desesperado y tenso, fueron la


prueba irrebatible de los síntomas de delirio psicótico. Después de una larga
charla, se le aplicó una inyección con un antipsicótico y se le recetó una
medicación del mismo género por vía oral. No fue considerado de tal gravedad
como para dejarlo temporalmente internado, así que regresó a su casa.

A los tres días volvió más perturbado aún, se mostraba hiperansioso y torpe, su
discurso presentaba signos de gran aceleración y reiteraba que ya no podía tolerar
más al elefante, que el rumor que emitía se le había convertido en una obsesión y
que lo seguía a todas partes de la casa. Nuevamente el grupo ratificó su
diagnóstico, le aplicó una inyección más potente que la anterior, y lo dejó
internado durante un par de días, en los que el paciente reposó tranquilo,
durmiendo toda la noche, sin mostrar signos de ofuscación.

Regresó a su casa con una evidente mejoría, descansado, relajado y en actitud


muy agradecida. En días posteriores fue visitado por un enfermero y un médico
del equipo. En este primer encuentro, los profesionales lo encontraron
nuevamente con su sintomatología fumando desaforadamente, realizando
movimientos bruscos y rápidos, y soltando palabrotas hacia el elefante, por lo que
comentaron: «Sus rasgos psicóticos se están cronificando, se deberá cambiar la
medicación».

Uno de ellos decidió tomar la estrategia inversa a la que el equipo había utilizado,
y en lugar de contrariarle señalando que ésa no era la realidad y que era todo
producto de su imaginación, le preguntó muy interesado dónde estaba el elefante
que lo fastidiaba tanto. El paciente lo tomó de la mano y lo llevó aceleradamente
hacia el otro extremo de la casa, donde se encontraba su dormitorio, se acercó a
la ventana, la abrió y el médico observó un gran parque que era el fondo de la
casa vecina, para ver que además de variadas especies vegetales, pájaros
exóticos y otros animales, había un elefante pequeño que paseaba orondo de
extremo a extremo del terreno, y urlaba por cierto.
El vecino era un excéntrico apasionado por la fauna y la flora, y coleccionaba raras
especies de ambas. El elefante lo había adquirido poco tiempo atrás y se
encontraba en fase de adaptación, de allí que llorase, toda la noche.

El médico quedó petrificado frente a tal descubrimiento.

Es indudable que el ojo constructor partía de un supuesto psicopatológico y sus


consecuentes atribuciones, en el cual cualquier signo que mostrase el paciente,
como la aceleración, perturbación, ansiedad, etc., se constituía en los callejones
sin salida que entrampaban tanto al equipo médico como a la persona,
confeccionando profecías autocumplidoras.

Desde esta óptica, ya no puede afirmarse el dicho popular que dice: «En el país
de los ciegos el tuerto es rey», puesto que es leído desde una construcción que
valida un patrón en el cual se valoriza la vista, mostrando el sistema de creencias
de la persona que la expresa, y polarizando qué considera normal y qué
minusválido, desde su propio mapa.

Pero, ¿quién dijo que los ciegos responderían al mismo tipo de baremo?: en las
creencias y valores de un país de ciegos, la visión tal vez no cobre relevancia, y si
lo normal se confecciona a través de lo estadístico, si la mayoría son no videntes,
la ceguera sería normal; por lo tanto, ¿por qué el tuerto sería rey, si estaría dentro
del grupo de los anormales?

Entonces, ahora, la formulación correcta sería: «En el país de los ciegos tal vez el
tuerto sea considerado loco».

Un ejemplo similar es descrito en la literatura sufí, Cuando las aguas fueron


cambiadas, cuyo supuesto autor es Dhun-Nun (860): en cierta ocasión un maestro
dirigió una advertencia al género huma no: «[...] todas las aguas del mundo que no
hayan sido especialmente guardadas, desaparecerán. Ellas serán renovadas con
diferente agua, la que enloquecerá a los hombres».

Solamente un hombre escuchó la advertencia y almacenó el agua. Cuando los


ríos, torrentes y pozos se secaron, el hombre bebió de su agua guardada, hasta
que las aguas comenzaron a correr nuevamente. Se entremezcló con otros y
descubrió que hablaban de manera diferente, además de haber perdido la
memoria.

«Cuando trató de hablarles, se dio cuenta que ellos pensaban que él estaba loco,
mostrando hostilidad o compasión, en lugar de comprensión. Al principio no bebió
del agua renovada, sino que regresó a su refugio para procurarse su provisión de
todos los días. Pero, finalmente, tomó la decisión de beber la nueva agua porque
no pudo soportar la tristeza de su aislamiento, comportándose y pensando de una
manera diferente del resto del mundo. Bebió de la nueva agua y se volvió como
los demás. Entonces olvidó completamente todo lo referente al agua especial que
tenía almacenada, y sus semejantes comenzaron a mirarle como a un loco que
había sido milagrosamente restituido a la cordura» (ldries Shah, 1967).

Decir que vivimos en un mundo de realidades de primer orden es guarecerse en la


seguridad utópica de la objetividad. Entender que investimos los hechos de
atribuciones propias, navegando en la incertidumbre y lo subjetivo resulta más
atrevido, pero convoca al respeto por las particularidades de nuestro propio mapa
así como al de nuestro interlocutor.

LENGUAJE Y MUNDOS INVENTADOS

Cuando hacemos referencia a las atribuciones de sentido y a las formaciones de


significado que constituyen la realidad de segundo orden, es viable pensar a
través de qué instrumento logramos manifestar dicha realidad, y es allí donde
entramos en el terreno del lenguaje.

Ferdinand de Saussure refiere que el signo lingüístico no une una cosa y un


nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Este último término puede
resultar un poco reduccionista, puesto que al lado de la representación de los
sonidos está el de su articulación, o sea la Cuando hacemos referencia a las
atribuciones de sentido y a las formaciones de significado que constituyen la
realidad de segundo orden, es viable pensar a través de qué instrumento logramos
mani festar dicha realidad, y es allí donde entramos en el terreno del lenguaje.

Ferdinand de Saussure refiere que el signo lingüístico no une una cosa y un


nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Este último término puede
resultar un poco reduccionista, puesto que al lado de la representación de los
sonidos está el de su articulación, o sea la imagen muscular del acto fonatorio; la
imagen acústica es la representación natural de la palabra, al margen de toda
realización por el habla.

«...no es el sonido material, cosa puramente fisica, sino la psíquica de ese sonido,
la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa
representación es sensorial, y si se nos ocurre llamarla material es sólo en este
sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente
más abstracto» (F. Saussure, 1985).

El autor señala que el carácter físico de las imágenes acústicas aparece


claramente cuando observamos nuestro lenguaje: sin utilizar nuestro aparato de
fonación, o nuestra lengua, cuerdas vocales, o la bios, podemos contamos una
historia, cantar una canción o recitarnos un poema, mentalmente, o sea que más
allá de la palabra hablada, existe una imagen interior del discurso, la palabra sería
el dispositivo que acciona la representación mental.

El signo lingüístico, entonces, es una entidad psíquica conformada por dos


estructuras que están íntimamente relacionadas desde la circularidad, puesto que
son indispensables una para la otra.

Pero la definición de signo, en general, no relaciona la combinación de ambas


estructuras, sino que en su uso corriente remite a la imagen acústica sola, como
por ejemplo la palabra mesa, y se pasa por alto que si mesa es considerado un
signo lingüístico, es porque lleva en sí mismo el concepto mesa.

«La ambigüedad desaparecería si se designara a las tres nociones mediante


nombres que se impliquen recíprocamente al tiempo que se oponen. Nosotros
proponemos conservar la palabra signo para designar la totalidad, y reemplazar
concepto e imagen acústica, respectivamente, por significado y significante; estos
últimos términos tienen la ventaja de señalar la oposición que les separa, bien
entre sí, bien de la totalidad de que forman parte. En cuanto a signo, si nos
contentamos con este término es porque, al no sugerirnos la lengua usual ningún
otro, no sabemos por cuál reemplazarlo» (F. Saussure, 1985).

Por lo tanto, el significante sería la resonancia interior de la articulación de la


palabra que inmediatamente contacta con el significado, que es el concepto o
representación mental con que el convenio lingüístico de un idioma determinado,
lo asocia; recursivamente, una parte no funciona sin la otra.

Ahora bien, desde esta perspectiva de análisis nos referimos a los engramas
cliché de un acuerdo sociocultural, estamos hablando acerca de una realidad de
primer orden, ¿qué hay entonces, sobre las significaciones particulares y las
atribuciones de sentido con que el observador reviste cada término?

Así entramos en el mundo de la semántica: cada signo lingüístico (conformado por


un significante y significado) conlleva, en otro nivel lógico, una significación que es
patrimonio de la persona que lo expresa. Puede inducir, entonces, a una confusión
el uso del término significado, puesto que en la acepción de Saussure es tomado
como el engrama asociado con la resonancia acústica, mientras que en esta
perspectiva, es una atribución de sentido que compete al plano de la semántica; el
esquema sería el siguiente:

Cuando nos introducimos en el mundo de la semántica, ya nos estamos refiriendo


a una realidad de segundo orden, con lo cual podemos afirmar que, si bien el
código lingüístico (la convención de una realidad de primer orden) nos proporciona
la posibilidad de comunicarnos y entendernos en términos de sintaxis, la diferencia
se produce en el ámbito de la significación (realidad de segundo orden), puesto
que allí es donde impera el universo de sentido que forma parte de la singularidad
de la persona.

Por lo tanto, entendimiento no es homólogo a comprensión. Podemos entender lo


que el otro nos dice porque hablamos su mismo lenguaje, pero no siempre
comprendemos la significación de qué nos quiere decir, puesto que comienzan a
tallar las atribuciones individuales.

Esto sucede en forma clara, con términos muy amplios como por ejemplo, estoy
bien o estoy mal; ¿qué se quiere decir con esto?, porque estar bien o mal para mí
no implica la misma condición de bienestar o malestar para el otro. El
conocimiento de nuestro interlocutor posibilita la entrada en su universo de
creencias para poder reconocer qué nos está tratando de decir.

Retomando el ejercicio del dibujo frente al término mesa, en principio, poseemos


un determinado diseño mental que alude a su forma (imagen acústica y concepto).
El segundo punto expresa el marco semántico, el significado con que el término
está impregnado. Ambas estructuras son inseparables, puesto que todas las
palabras están investidas por una significación que está determinada por el sujeto,
en tanto receptor o emisor. De ahí el juego de las dos realidades: significante y
significado correspondería a una realidad de primer orden, la realidad de la
convención lingüística, y la significación, a la de segundo orden, la de los marcos
semánticos individuales. No obstante, por esta inseparabilidad frente a la irrupción
de la palabra, en este caso mesa y su representación mental tabla con cuatro
patas, se ve investida por el sentido particular asignado; esta atribución semántica
va superpuesta con la imagen mental que nos resulta familiar, cercana (engrama),
que es la efectora de significación. Isomórficamente esto sucede en el acto de
conocimiento, en la observación será muy difícil recrear la realidad de primer
orden en forma aséptica, sin imprimirle las significaciones que nuestras
construcciones de sentido le atribuyen, transformándola en realidad subjetiva. Así,
una realidad se construye y es el sujeto quien queda atrapado en esa imagen,
encerrado en sus propios significados, de los cuales el lenguaje es una de sus
manifestaciones.

H. von Foerster plantea dos cuestiones con respecto al lenguaje, una confusión
que lleva a suponer que el lenguaje es denotativo. O sea, siguiendo con el ejemplo
anterior, se dice mesa para denotar el objeto mesa.

Pero fueron objeto de estudio de muchos psicolingüistas las propiedades


connotativas del lenguaje: cuando se nombra un objeto, no se refiere ni indica un
objeto determinado, sino que se evoca en cada uno de nosotros el concepto,
tomando en cuenta que compartimos el mismo código sociocultural.

Como señalamos en párrafos anteriores, el estímulo del término evoca las


imágenes y significaciones, patrimonios únicos del sujeto, o sea compartimos
únicamente la concordancia de la realidad de primer orden y eventualmente
ciertas significaciones (como conceptos de segundo orden).

El mismo autor (1994) describe un ejemplo de Margared Mead que narra una
anécdota divertida, ilustrando en forma clara este punto:

«[ ...] en el curso de una de sus investigaciones sobre el lenguaje de una


población aborigen, trató de aprender este lenguaje a través de un procedimiento
denotativo. Señalaba un objeto y pedía que le pronunciaran el nombre; luego otro
objeto y así sucesivamente; pero en todos los casos recibió la misma respuesta:
Chemombo. Todo era Chemombo. Pensó para sí: ¡Por Dios, qué lenguaje
terriblemente aburrido!, ¡todo lo designan con la misma palabra! Finalmente,
después de un tiempo, logró averiguar el significado de Chemombo, que quería
decir... ¡señalar con el dedo! Como se ve, hay notables dificultades aun en la mera
utilización del lenguaje denotativo.»

La otra cuestión, a la que se refiere H. von Foerster, es la posibilidad de


sustantivar, o sea, la transformación de un verbo en sustantivo, aludiendo que
muchas de las dificultades para la comprensión se deben a que constantemente
tratamos como objetos lo que en realidad son procesos. La sustantivación, con
frecuencia, suele colocarse en los análisis y genera confusión, puesto que resulta
difícil captar la esencia de un proceso cuando es tomado como cosa.

Por otra parte, una distinción importante es la que diferencia lenguaje y


comunicación. Esta última se refiere a una noción más amplia, en donde entra una
vasta gama interactiva, que va desde la comunicación entre los seres humanos
hasta la de los animales.

El lenguaje sería un modo específico de la interacción, que posee, siguiendo a von


Foerster, dos aspectos: el funcional -como intercambio social- y otro que tiene que
ver con el lenguaje propiamente dicho (que tratamos al comienzo), que es el
campo de estudio de los lingüistas, basado en sintaxis, semántica, gramática, etc.

Un rasgo característico del lenguaje, como sistema de comunicación, es la


posibilidad de hacer referencia a sí mismo; en el lenguaje es donde uno puede
referirse al lenguaje.

«Existe la palabra lenguaje y la palabra palabra, ésas son nociones de segundo


orden, aparecen en el momento en que se incluye en el proceso reflexivo el propio
proceso, allí tenemos una nueva lógica no aristotélica porque en la lógica
aristotélica uno siempre está afuera. Pero cuando se usa una lógica de segundo
orden, nos incluimos» (Von Foerster, 1993).

Llevado al plano de la terapia tradicional, el lenguaje utilizado responde a la


categoría de indicativo, o sea, el lenguaje de la descripción, interpretación y
explicación; es el lenguaje de la causalidad lineal utilizado en la ciencia clásica.

Watzlawick (1992) señala que, casi entre líneas, Spencer Brown, en su libro Las
leyes de la forma, define el concepto de lenguaje imperativo:

«Puede ser provechoso en esta fase comprobar que la forma primaria de la


comunicación matemática no es la descripción sino la imposición. En este sentido
se puede establecer una comparación con las artes prácticas, como la cocina, en
la que el gusto de un dulce, aunque indescriptible con palabras, puede ser
comunicado al lector en forma de un conjunto de instrucciones, que se denomina
receta. La música es una forma artística similar: el compositor no intenta ni tan
siquiera describir el conjunto de sonidos que tiene en su mente y menos aún el
conjunto de sentimientos por su medio imaginados, sino que describe un conjunto
de órdenes, que si el lector los pone en práctica, pueden conducir al lector mismo
a la reproducción de la experiencia original del compositor» (Watzlawick, 1992).

Este ejemplo aclara y cierra cuando hemos hecho referencia, desde otra
perspectiva de análisis, a las órdenes (lenguaje imperativo) que pautan
distinciones. Spencer Brown discrimina este tipo de lenguaje en el ámbito de la
ciencia, o sea, de la misma manera los pasos del método científico son órdenes
que pautan la secuencia de un proceso. Su utilización, en la clínica sistémica del
modelo de Palo Alto, se desarrolla principalmente en las prescripciones de
comportamiento, en donde se lleva a estructurar una acción alternativa a la serie
de acciones que sostienen el problema, logrando un efecto que desde el lenguaje
indicativo difícilmente se hubiese concretado.

Dicho modelo hereda esta clase de lenguaje de la labor hipnoterapéutica de Milton


Erickson, que como hábil maestro del cambio, utilizaba una técnica que le
resultaba infalible: «hablar el lenguaje del cliente». A través de esta estrategia, no
sólo copiaba los tonos de voz, expresiones y muletillas verbales, sino también todo
lo que responde al lenguaje analógico: gestos, actitudes, posturas, etc.,
penetrando así en el almacén de creencias del paciente, obteniendo los efectos de
cambio buscados.

Erickson se caracterizó por el nivel de sutileza y precisión en los términos. Uno de


sus ejemplos más difundidos es el tratamiento de un hombre negro con problemas
de violencia. Trabajó pocas sesiones y en una, en particular, introdujo el término
african violet (la flor violeta africana) como permutación del término african
Violence (violencia africana); esta superposición, a partir de la similitud de las
palabras, conjuntamente con la habilidad de su retórica, lograba hipnóticamente
cambiar los significados, permutando violencia y agresión por algo bello y pasivo
como una flor.

En hipnoterapia, el terapeuta, aprendiendo a hablar el lenguaje del paciente,


aprende su construcción de la realidad, no resulta un simple calcado de formas,
sino la compresión del mapa del cual emergen sus atribuciones. De esta manera,
impartirá sugestiones y prescripciones, minimizando las resistencias y generando
la efectividad del cambio.

Se confirma, entonces, el imperativo estético que promulga H. von Foerster: «si


quieres ver aprende a obrar».

«Estoy convencido que el lenguaje imperativo adquirirá un papel central en el


ámbito de la estructura de las técnicas modernas. Naturalmente, siempre ha
ocupado este lugar de relieve en la hipnoterapia. De hecho, ¿qué es una
sugestión hipnótica, sino un imperativo a comportarse como si algo hubiera
adquirido realidad por el hecho de haber ejecutado la orden? Pero esto equivale a
decir que los imperativos pueden literalmente construir realidades y que, igual que
acontecimientos causales, pueden tener este efecto no sólo sobre las vidas
humanas, sino también sobre cuanto se refiere a la evolución cósmica o biológica»
(Watzlawick, 1992).

De acuerdo con esta óptica, lenguaje v realidad están íntimamente relacionados, y si


bien el modelo de las ciencias clásicas suele sostener que el primero es la
representación del mundo, o sea el lenguaje como representacional, las ciencias
modernas sugieren lo contrario. el mundo es la imagen del lenguaje, la realidad es
una consecuencia de éste.

Por lo tanto, si pensamos que la realidad se inventa por medio de las atribuciones
de sentido que nos permiten observar trazando distinciones, describiendo,
realizando abstracciones y elaborando hipó tesis, el acto de conocimiento se
transforma en autorreferencial y subjetivo, y es entonces el lenguaje el que crea el
mundo.

Nuestra carga de representaciones, nuestro reservorio del sistema de creencias,


escala de valores, normas, etc., impregnan nuestro lenguaje de los marcos
semánticos de acuerdo con nuestra visión del mundo. Éstos son los que propician,
en el acto de conocimiento, el recortar la observación y expresar lo visto ya sea a
través de descripciones, comparaciones, etc. Entonces si uno ve lo que quiere ver,
si uno es el que inventa o el que crea la realidad, el lenguaje es la vía de dicha
construcción.

Esto se observa en los diálogos humanos: cómo, simplemente, la comunicación


puede tomar giros insospechados, tornando las relaciones en conflictivas,
aumentando o reduciendo la complejidad y transformándola en complicación,
construyendo por vía del lenguaje, realidades diferentes, acuerdos, desacuerdos,
etc. Puntuando una secuencia de hechos de una forma distinta, se genera el
retorno al equilibrio, construyendo a su vez una nueva realidad. Es entonces el
mundo la imagen del lenguaje...

En cambio, si pensamos que debemos descubrir la realidad, suponiendo que


existe una realidad real que debemos desvelar, el lenguaje se reduce tan sólo a
una mera representación del mundo.

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