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D.

HUME (1711-1776)
Historia de la Filosofía 2023-2024
1.-Vida de Hume.

En los siglos XVII y XVIII se da en el Reino Unido lo que se suele conocer como la “ilustración inglesa”,
un movimiento que, sobre todo con la influencia de uno de sus grandes filósofos, John Locke, va a
suministrar una serie de ideas básicas que posteriormente van a constituir el trasfondo del modo de pensar
anglosajón. Se buscaba defender la razón y el pensamiento, buscando liberar a la ciencia y la moral de las
creencias religiosas. Por ello, la filosofía anglosajona adoptó los rasgos iniciales de un “empirismo” (postura
filosófica que remite a los sentidos como fuente de verdad y certeza) que en el plano moral derivará en un
emotivismo.
Hume nació en 1711 en Edimburgo y murió allí mismo en 1776. Fue un pensador eminentemente
autodidacta y uno de los máximos representantes de la ilustración británica. Al ser acusado de herejía y
pese a ser absuelto, le fue negada la cátedra de filosofía de la universidad de Glasgow, por lo que nunca
llegó a ejercer. Trabajó de bibliotecario y publicó trabajos muy importantes de historia y diferentes
ensayos. Es el representante más destacado del empirismo inglés, que influirá muy notablemente en el tipo
de filosofía y pensamiento del mundo anglosajón en los siglos siguientes.
El empirismo es aquella corriente filosófica que, al contrario que el racionalismo (cuyo representante es
Descartes), sostiene que las certezas que tenemos los hombres proceden de los sentidos. Otros empiristas
serán John Locke o George Berkeley. El empirismo moderno será continuado en la época contemporánea
por el positivismo, que influirá en el pensamiento de Ludwig Wittgenstein. Cabe destacar también la
influencia que ejercerá Hume sobre Inmanuel Kant, que dirá de él que fue quien le despertó de su “sueño
dogmático”.
2.-Metafísica y epistemología: realidad y conocimiento

Hume parte del horizonte epistemológico con que arranca la Edad Moderna. La verdad consiste en la
certeza de nuestra facultad de conocer. Descartes y Hume comparten este mismo punto de partida: la
preocupación por asentar nuestro conocimiento de un modo firme y seguro. Pero aquí empiezan ya las
diferencias. El empirismo de Hume se va a oponer en un aspecto muy concreto al racionalismo cartesiano,
pero esa oposición va a suponer una diferencia completa. El empirismo de Hume no se opone al
racionalismo en que rechace a la razón; el empirismo no es irracionalismo. El punto en el que se van a
oponer es en el de si nuestra razón tiene por sí misma (de manera innata) una serie de contenidos o no. Al
contrario de lo que defendía Descartes, Hume va a partir más bien de la constatación de que nuestra
mente es una tabula rasa, una tabla en blanco, que carece de contenidos que no sean externos a ella
misma. Dicho de otra forma, que al nacer no sabemos nada, no tenemos ningún tipo de conocimiento;
será al crecer y al ir teniendo experiencia del mundo que se va aprendiendo y conociendo las cosas. Lo que
implica que todo nuestro conocimiento viene de nuestro contacto con el mundo, de la experiencia. De lo
contrario habría que suponer que habría una serie de conocimientos o de ideas que todo ser humano
tendría por el hecho de ser humano y las diferencias entre las creencias en distintas sociedades, e incluso en
individuos de la misma sociedad, muestran que esto no es así. No hay, pues, ideas innatas. Todo nuestro
conocimiento proviene de la experiencia (que se dice “empeiría” en griego, de ahí: “empirismo”). Esto no
implica un rechazo de la razón, pero sí que supone señalar unos límites muy precisos de su aplicación, que
necesitará asentarse sobre la única fuente de certeza para ser válida. Como vemos a ver, todo aquello que
no provenga de los sentidos, que no pueda remitirse a algún dato de los sentidos, va a carecer de cualquier
fundamentación.
Nuestra mente, pues, se halla vacía en un primer momento (al nacer), pero en ella comienzan a darse
distintas percepciones que Hume va a tratar de diferenciar. Los datos primarios de los sentidos,
caracterizados por su viveza, son denominados por Hume impresiones. En su forma simple, se trata de
unidades mínimas de información: un color, un sabor, un olor, etc. Pueden ser externas, si vienen de los
cinco sentidos, o internas, como el dolor o el placer. Estas impresiones simples, a su vez, forman
conglomerados (ya veremos cómo) que se denominan impresiones complejas (el caballo que vemos, la
mesa, etc.). Es decir, las cosas que vemos se constituyen a partir de agrupaciones de impresiones simples
(percibir un caballo o una mesa es percibir un conjunto de colores, olores, formando esa figura). Pero las
impresiones no es lo único que se forma en nuestra mente. De esa primera clase de percepciones
(impresiones) se deriva la otra clase: las ideas. Cuando no vemos la mesa, por ejemplo, podemos traerla de
nuevo a nuestra mente por medio de la memoria. A estos contenidos mentales los denomina Hume ideas.
Las ideas son una presencia menos vivaz, más pálida, de las impresiones, y surgen a causa de la memoria
(que vuelve a traer las impresiones a la mente) o de la imaginación (que las trae a la mente
recombinándolas o asociándolas con otras). Las ideas pueden ser a su vez simples (que remiten a una
impresión simple, por ejemplo, la idea de color azul) y complejas. Las ideas complejas pueden remitir a
una impresión compleja, es decir, a un conjunto de impresiones simples (por ejemplo, la idea de un caballo
remite a la impresión del caballo), o a un conjunto de ideas, en cuyo caso nos hallamos con un producto
de la imaginación: la idea de centauro, por ejemplo, se reduce a las ideas de hombre y caballo, que pueden
remitirse a impresiones; no así la idea compleja de su mezcla.
El conocimiento, como no puede ser de otro modo, es un asunto de ideas, no de impresiones. Pero esto no
quiere decir que las impresiones no jueguen un papel importante en el conocimiento. Al contrario, la
impresión es la medida de la idea, su criterio de validez: sólo aquella idea que remita a una impresión es
una idea válida. La tarea del filósofo, según Hume, será la de analizar (recordemos la segunda regla de
Descartes) los términos filosóficos y hacerles pasar la prueba de la impresión: si tras el análisis no podemos
remitir ninguno de esos términos a ninguna impresión, entonces el término será un término vacío, que no
remite a nada, una fantasía. Por ejemplo, la idea de ciervo puedo remitirla a una impresión compleja, por
lo que será una idea con sentido, pero no puedo hacer lo mismo con la idea de centauro, que se demuestra
así ficticia. Las impresiones son así el criterio último de nuestro conocimiento, que solo tiene sentido si
remite en última instancia a ellas.
Esta necesidad de remitir a la impresión a las ideas no se aplica, sin embargo, a las ciencias formales, como
las matemáticas. Estas ciencias tratan puramente con relaciones entre ideas y se basan en el principio de
no contradicción como criterio de validez. 2+2=4 es verdad con independencia de la experiencia y lo
mismo el resto de verdades matemáticas o lógicas. Simplemente, si no nos contradecimos, es correcto el
razonamiento que hagamos en este terreno. Como este ámbito es independiente de la experiencia contiene
una absoluta necesidad y universalidad, características de las que, como veremos, carecerán los
conocimientos que tengan que ver con la experiencia. Fuera de estas relaciones de ideas, en efecto, nos
encontramos con las cuestiones de hecho. Este tipo de conocimiento se caracteriza por basarse en la
experiencia y en este sentido por ser literalmente indeducible. Sus ideas dependen de unas impresiones
previas para ser válidas. Necesitamos del hecho para hacernos cargo de él, para saber lo que es. Antes de
que veamos el color azul, por ejemplo, es imposible hacerse una idea de lo que es el color azul. Este
conocimiento es, por lo tanto, siempre a posteriori, siempre viene después de la experiencia, no tiene un
carácter anticipatorio. En este contexto se inserta la crítica humeana de la causalidad, que veremos un poco
más adelante. Las cuestiones de hecho constituyen el ámbito de las ciencias reales o empíricas, de las
ciencias que se ocupan de objetos del mundo. Un hecho es verdadero o falso, ocurre o no, pero no es
nunca lógicamente contradictorio y por tanto no es deducible por la mera razón (es falso que el Sol gire en
torno a la Tierra, pero no es algo absurdo o imposible). Está claro que nada de la experiencia puede ser
contradictorio y en este sentido el principio de no-contradicción señala los límites amplísimos de la
experiencia posible, pero, por ejemplo, la idea de centauro no es lógicamente contradictoria y, sin embargo,
es falsa empíricamente.
De esta forma, Hume va a criticar la efectividad del conocimiento que nos dan las ciencias empíricas. Estas
ciencias basan sus explicaciones de los hechos en relaciones causales. El hecho A, entendido como la causa,
produce el hecho B, que sería el efecto. Por ejemplo, el agua se calienta (hecho A) y hierve (hecho B); entre
estos dos hechos hay, según nuestros conocimientos, una relación causal: el agua hierve (efecto) porque el
agua se calienta (causa). La idea de causa es la de una conexión necesaria: si el agua se calienta
necesariamente llegará a hervir (si alcanza X temperatura). La causalidad implica una relación que siempre
se produce. Ahora bien, ¿de dónde sale esta idea de causa? ¿Es una idea válida, con sentido, esto es, una
idea que pueda remitirse a alguna impresión? Según Hume, cuando contemplamos dos hechos
conectados causalmente no percibimos nunca la conexión necesaria (lo que llamamos causalidad) que se
produce; más bien, vemos dos hechos que son sucesivos, es decir, que están contiguos temporalmente.
Vemos la luz del sol, tocamos la piedra y está caliente. Vemos el agua calentándose, después vemos el agua
hirviendo. Pero nunca vemos la causalidad, es decir, una suerte de relación necesaria. Vemos un hecho,
después otro. Esta percepción, aislada, no nos dice nada acerca de la relación entre los dos hechos. Pero
nosotros sostenemos que lo uno es “causa” de lo otro, es decir, que siempre que se dé lo uno se dará lo
otro. ¿Siempre? ¿Dónde hemos podido percibir nosotros algo que se dé siempre? Es imposible captar por
los sentidos, que ofrecen sensaciones individuales, algo que tenga un carácter universal. ¿De dónde sale
nuestra idea de causalidad entonces? Según Hume, esa conexión empezamos a intuirla cuando vemos que
los dos hechos se producen conjuntamente repetidas veces. Es decir, cuando vemos que, reiteradamente,
tras calentarse, el agua se pone a hervir. Nótese que seguimos viendo un hecho y después otro, es decir,
nada ha cambiado en los hechos, pero sí en nosotros. En efecto, la repetición de la contigüidad entre esos
dos hechos genera en nosotros una expectativa de que en el futuro ambos hechos se darán también
conjuntamente. Dicho de otra forma, al ver que después de darse el hecho A (calentarse el agua) se da el
hecho B (hervir), cuando se produzca de nuevo el hecho A esperaremos que se produzca el hecho B. No
hay nada nuevo en nuestras impresiones, no vemos la conexión entre el hecho A y el B, pero al ver el hecho
A anticipamos el hecho B. Esta expectativa crea un hábito de regularidad que fortalece la conexión entre
ideas por medio de la creencia. No lo sabemos con certeza (porque no hemos visto la causalidad) pero
creemos que después de que el agua se caliente hervirá, tal y como ha hecho hasta ahora. Y esta creencia
(subjetiva) la asignamos a aquello que vemos, como si fuera una propiedad (objetiva) de las cosas, diciendo
que el primer hecho es causa del segundo. Pero, en rigor, la conexión entre un hecho y el otro la aportamos
nosotros con nuestra expectativa, con el hábito que se nos ha generado al ver siempre combinados un
fenómeno y otro. La conexión causa-efecto es, por tanto, una asociación imaginaria por contigüidad,
basada en la creencia de que lo que ha ocurrido volverá a ocurrir. Pero recordemos que la causalidad era el
concepto central de las ciencias empíricas. Las ciencias empíricas, por tanto, no son ciencias exactas, que
gocen de universalidad y necesidad, como las ciencias formales. Su carácter empírico las sitúa en el ámbito
de la probabilidad. Estamos más o menos seguros de que el efecto sucederá a la causa puesto que creemos
en ello. Pero no hay certeza en ello. Este papel de la creencia, vamos a ver, se extiende más allá de la relación
causal.
En sus fundamentos, el mundo consta de impresiones aisladas (colores, olores, sabores, etc.), como hemos
visto. Las unidades empíricas (las “cosas”) se van formando y constituyendo por medio de una propiedad
natural de nuestra imaginación que consiste en realizar asociaciones entre ideas. Hume reduce las leyes
de asociación de ideas en un principio a tres (luego veremos que la última puede ser a su vez reducible a las
otras): contigüidad espacio-temporal, semejanza y causa-efecto. En base a estas tres leyes de asociación
se constituye el mundo que percibimos. La experiencia (entendida en el sentido de recepción de datos
sensibles, como cuando se dice “es una experiencia única, tienes que hacerlo”) se basa en nuestra
experiencia (entendida en el sentido de nuestras costumbres y el paso del tiempo en nosotros, como
cuando se dice “es un hombre con mucha experiencia”). Al nacer vamos rellenando nuestra tabula rasa
mediante impresiones simples que, por acumulación y agrupación, nos llevan a hablar de percibir cosas,
más que colores, olores, sabores, etc. Los objetos que percibimos no son impresiones disgregadas y
separadas sino unidades objetivas que suponemos que existen más allá de nuestras percepciones. Yo no veo
una forma rectangular y colores negros y marrones; veo una pizarra. Pero en rigor lo que veo es lo primero:
un conjunto de impresiones que se encuentran así agrupadas. Si decimos, sin embargo, que vemos una
pizarra eso se debe a que hemos visto muchas veces esas impresiones simples agrupadas de ese modo. Para
Hume las unidades que vemos, las cosas, se forman por medio de las asociaciones naturales que va
realizando nuestra imaginación y nuestra memoria. Son asociaciones subjetivas, pero involuntarias:
simplemente, nuestra mente asocia aquello que aparece en contigüidad con frecuencia. Así, por ejemplo,
nuestra percepción “cierta” de una pizarra es el cúmulo de colores y formas y datos sensibles de que se
compone, sin que en un primer momento estemos en condiciones de atribuir esas impresiones dispersas a
un objeto más allá de ellas. La repetición, sin embargo, de esas impresiones que se hallan contiguas nos
hace asociarlas a un objeto que las soporta y que explica la unidad de esa colección de impresiones. De este
modo surge la idea de sustancia, según Hume, es decir, la idea de algo que existe más allá de nuestras
percepciones (recordemos la definición cartesiana: “aquello que subsiste por sí mismo”). Si “sustancia”
quiere decir eso, es decir, algo que está más allá de nuestros sentidos, la sustancia es así imperceptible. Por
lo que debemos preguntarnos: ¿de dónde hemos sacado la idea de sustancia? Hume dirá que la idea de
sustancia, y con ella la idea de que las cosas existen más allá de nuestras percepciones, no es más que el
efecto que produce en nuestra imaginación la constante contigüidad de cúmulos de impresiones, a las que
de un modo natural les asignamos una existencia objetiva e independiente de nuestras percepciones. Es
decir, yo imagino que el árbol que veo al salir de mi casa existe más allá de mis percepciones porque
siempre que paso por ahí lo veo igual, sin cambiar, es decir, veo siempre las mismas impresiones agrupadas
del mismo modo; de ahí deduzco que el árbol seguirá igual cuando yo no lo mire pero, en rigor, no tengo
experiencia de ello, ni puedo tenerla. No hay ninguna impresión de la sustancia de algo, más bien la
sustancia es aquello que sostiene, que está por debajo, a las impresiones, por lo que es por definición
imperceptible. A medida que vamos percibiendo más impresiones contiguas vamos formando nuestras
ideas de las cosas, que se nos presentan entonces en la experiencia como objetos complejos, compuestos de
varias impresiones simples. Pero se trata de un hábito, no de una certeza: la idea de sustancia no tiene
justificación filosófica, es decir, no se puede remitir a ninguna impresión, más allá de este hábito
imaginario de suponer un correlato objetivo para las colecciones de impresiones que se nos presentan
contiguas. De este hábito surge nuestra creencia en la existencia de un mundo externo, que es un
conocimiento que, por definición, es imposible de saber con certeza (el mundo externo es ajeno a nuestras
percepciones, pero nuestras percepciones son nuestro único acceso al conocimiento).
Tampoco la “sustancia pensante” se librará de la crítica humeana. Entre nuestras impresiones internas
(sentimientos, placer, dolor, etc.) no hallamos nunca una impresión que corresponda a nuestro “yo”, a
nuestra propia mente. Yo percibo en mí, por ejemplo, un sentimiento de aversión hacia algo, o de
atracción, pero no tengo ninguna impresión de algo que pudiera denominar “yo mismo”. Percibo mis
sentimientos, mis emociones, pero no el sujeto de esas impresiones, es decir, a mí mismo. Por lo tanto, la
idea de sustancia pensante es también una idea de la imaginación, que asigna esos contenidos mentales a
una cosa más allá de ellos. El “yo”, pues, no es algo diferente de las percepciones internas, el yo es un haz o
una colección de impresiones.
De un modo semejante, las ideas de cosas generales (los conceptos) se forman por asociación. En efecto,
¿de dónde sacamos las ideas generales sobre las cosas? ¿De dónde extraemos la idea de hombre en general,
por ejemplo, o la de caballo? La experiencia es siempre individual, es siempre este caballo o esta mesa lo
que vemos (incluso deberíamos decir más bien que lo que vemos es este color, este olor, etc.).
Consecuentemente con ello, nuestras ideas son también en un principio individuales, es decir, son
recuerdos de impresiones anteriormente percibidas. Ahora bien, ciertas colecciones de impresiones, que
imaginamos objetivas, se parecen, guardan semejanzas notables. Asi, el árbol que veo al salir de casa y el
que veo más adelante se parecen entre sí: tienen un tronco marrón, ramas, hojas, etc. Cuando recuerdo la
idea del uno y del otro puedo señalar muchas semejanzas entre ellas. Por medio de esta semejanza, la
imaginación asocia unas ideas con otras (por ejemplo la idea de aquel árbol con la idea del otro árbol), y de
esa asociación surge una idea abstracta, general, que representa la unión de rasgos generales que existe
entre esas ideas (la idea de árbol en general, aplicable a cualesquiera árboles). Las ideas abstractas son
imaginarias, puesto que nadie ve un árbol en general, como tampoco ve al ser humano, sino que siempre
vemos un árbol u otro, un hombre u otro. De estas ideas abstractas no hay, por lo tanto, impresiones, de
modo que no tienen ninguna certeza. No existe el árbol en general, ni el hombre en general; estas ideas
imaginarias son sólo herramientas útiles que empleamos para abordar la experiencia de un modo más
simplificado (si nuestro lenguaje no usara ideas abstractas tendríamos que tener una palabra para cada cosa
individual, una para este árbol, otra para el otro, etc., lo que haría imposible que nos comunicáramos). No
hay ningún problema en proceder así, salvo que la imaginación se exceda en esta tarea y asigne a estas ideas
abstractas unos correlatos objetivos, que serían algo así como las ideas platónicas, las esencias de las cosas.
De todo esto, por descontado, no hay experiencia y no es más que nuestro hábito basado en las semejanzas
el que nos hace suponer la existencia de esas esencias.
La última asociación de ideas ya la hemos examinado: es la relación causa-efecto. Para Hume, en última
instancia, esta relación puede reducirse a las otras dos. Así, cuando vemos el hecho A y el hecho B que se
dan contiguamente en el tiempo (esto es, uno después del otro), asociamos sus ideas (por contigüidad) y
esto genera la expectativa en la que se basa la causalidad. Es decir, nuestra idea de causalidad se basa en que
los dos hechos se dan constamente de manera próxima en el tiempo. Primero vemos calentarse el agua,
después la vemos hervir. La causalidad puede reducirse a contigüidad.
Para Hume, pues, el hombre se mueve en un mundo esencialmente incierto; lo único auténticamente
evidente son los razonamientos matemáticos. Lo que vemos se halla transformado por nuestras
costumbres y nuestros hábitos, de suerte que la mayoría de las cosas de las que estamos seguros no son más
que imaginaciones nuestras. De lo único que podemos estar realmente seguros es de que vemos ciertas
impresiones simples (colores, olores, sabores, etc.), pero más allá de este reconocimiento no tenemos
certeza alguna. Lo que consideramos cosas objetivas son en realidad proyecciones imaginarias nuestras que
postulan la existencia de los cúmulos de impresiones que vemos más allá de nuestras percepciones. La
causalidad no es más que la expectativa que se genera en nosotros debido al hábito de ver dos hechos que
hasta ahora se han producido juntos. El mundo consiste en una gran proyección imaginaria de los
hombres que permite predecir con cierta probabilidad los hechos futuros a partir de los pasados. Pero no
podemos tener certeza de ello. Hume llegará a decir que no se puede afirmar con absoluta certeza que el sol
vaya a salir al día siguiente.
La posición humeana, pues, concluye en una posición escéptica, una posición que concibe nuestro
conocimiento como insuficientemente fundamentado. No podemos tener certeza alguna sobre el mundo.
Pero Hume, a su vez, sostiene que las razones filosóficas no tienen la misma fuerza que nuestras creencias,
antes bien, son más débiles; de modo que, pese a los razonamientos que podamos establecer, nuestras
creencias permanecerán firmes. Por más que razonemos sobre la inexistencia de las sustancias, por ejemplo,
el mundo nos seguirá pareciendo formado por cosas que subyacen a las sensaciones que tenemos. Nuestras
creencias dominan nuestra mirada (nos hacen creer, con la mayor de las evidencias, que vemos cosas,
cuando solo vemos cúmulos de impresiones, por ejemplo), y esa inercia a la que nos someten no puede
alterarse. La reflexión y la crítica duran en cuanto estamos alerta, filosofando, pero al relajarnos vuelven a
afirmarse las creencias que tenemos. La teoría, así, no puede con la creencia, pero al menos sirve para
ponerle límites. La posición humeana será, pues, la de un “escepticismo mitigado”, esto es, desarrollará
un escepticismo en el plano teórico que, sin embargo, no tendrá repercusiones en la vida cotidiana.
3.-Ética y moral

En el terreno ético el pensamiento de Hume también se opondrá al racionalismo. El racionalismo en ética


sostenía que el fundamento de nuestras acciones, los motivos por los que hacemos esto o lo otro, podían
explicarse de un modo similar a como desarrollamos los razonamientos matemáticos. Por ejemplo,
recordemos que los filósofos antiguos, caracterizando el alma del hombre como un alma racional y
entendiendo esta racionalidad como lo más elevado, sostenían la necesidad de actuar conforme a la razón.
Esto es, de lo que el hombre es, deducían lo que el hombre debía hacer. Esto es lo que se conoce como la
“falacia naturalista”. Consiste en derivar el deber ser del ser, y el primero en denunciarla fue David
Hume. A partir de lo que algo es no se puede deducir lo que debe ser: del análisis teórico no podemos
extraer ningún precepto moral.
De esta forma, Hume se opone a la idea racionalista de extraer racionalmente los deberes de los seres
humanos. La ética para Hume no es un objeto de la razón, puesto que no trata ni con cuestiones de
hechos (no es una ciencia empírica) ni con relaciones entre ideas (ni una ciencia formal). La razón es
neutra en términos morales, no es capaz de señalar si una acción es buena o mala. La bondad o maldad de
una acción no es describible en términos empíricos, ni es un rasgo que se distingue si comparamos dos
ideas. Por ejemplo, el mismo movimiento del cuchillo es el que corta la carne del filete y el que asesina a un
hombre; decimos que uno es bueno (o neutro) y el otro es malo; pero ambos son idénticos en cuanto a las
acciones llevadas a cabo, ¿qué diferencia hay, pues, entre una cosa y la otra y por qué llamamos a uno
bueno y al otro malo? No hay ningún rasgo característico observable que distinga una acción mala de una
buena. Esto lleva a Hume a sostener que el fundamento de nuestra moral no es la razón. Más bien, lo que
diferencia un acto malo de uno bueno es nuestra diferente apreciación de cada uno de ellos, el diferente
sentimiento que nos provocan. En este sentido, Hume va a exponer una teoría que se denomina
“sentimentalismo moral”.
Hume seguirá sosteniendo que la conducta del hombre es teleológica, es decir, que se dirige hacia unos
fines y pone en juego unos medios para conseguirlos. Los fines son los objetivos de la acción, las metas que
tiene. Los medios son aquello que hacemos para conseguir esos fines. Por ejemplo, yo me propongo ver
una película (= fin); para ello tendré que realizar una serie de acciones (= medios), como salir de casa e ir al
cine, o encender el dvd e introducir el disco, etc., distinta de si me hubiera propuesto leer un libro o
estudiar un examen. ¿Qué papel juega la racionalidad en todo esto? Hume dirá que la razón habla en
términos hipotéticos, esto es, en la forma “si quieres x, entonces tendrás que hacer y”. De esto se desprende
que la razón no nos ayuda a determinar si queremos x o queremos z, es decir, no ayuda a establecer los
fines. La razón ayuda a decidir los mejores medios para conseguir lo que nos propongamos, pero no nos
dice qué es lo que debemos proponernos. Así, la razón nos puede decir qué ruta es la mejor para ir al cine,
por ejemplo, pero no es un mandato racional el que vayamos al cine. El fundamento de la acción, aquello
que establece nuestros fines, es, según Hume, el sentimiento o la emoción. Es decir, si yo quiero ir al
cine, eso se debe a que ver cine en general, o la película en concreto que sea que quiera ver, me gusta,
produce en mí un sentimiento particular que quiero experimentar de nuevo. Por lo tanto, nuestra
conducta quiere esto o aquello en virtud de determinado sentimiento. De esta forma, los medios que
determinamos con la razón se realizan en función de un determinado sentimiento. El sentimiento es así
algo más determinante que la razón. De ahí que Hume llegue a sostener que “la razón es y debe ser la
esclava de las pasiones”.
Pero no queda ahí el papel de los sentimientos en la acción. También la valoración moral (decir si algo es
bueno o es malo) es un asunto de sentimientos. En efecto, cuando decimos que una acción es mala o es
buena el fundamento de esa valoración nuestra no es un peculiar rasgo de esa acción, ni una característica
de esa idea, sino una impresión interna, el sentimiento de desagrado o agrado que nos produce. Yo
considero que una acción es mala (por ejemplo, si alguien me roba) porque eso produce en mí un
desagrado particular; a la inversa, considero que es buena (por ejemplo, cuando alguien me ayuda) porque
me agrada. Este sentimiento de agrado o desagrado es lo que se llama la “utilidad” o no que nos reporta la
acción, es decir, el beneficio o placer (o al contrario perjuicio o dolor) que se obtiene de ella. Me agradan
las acciones que benefician, que causan placer o proporcionan bienestar, mientras que las contrarias me
desagradan. Y a partir de ese agrado o desagrado denomino buenas o malas a esas acciones. Esta postura se
conoce como “utilitarismo”.
En principio la perspectiva de Hume parecería estar condenada al egoísmo moral, puesto que hace
depender nuestras valoraciones del modo como las cosas nos vienen a nosotros, si a nosotros nos viene
bien (es decir: nos produce un sentimiento de agrado) la acción x la llamaremos “buena”, si no nos viene
bien (nos desagrada), diremos que es “mala”. Esta posición sería insostenible desde el momento en que,
primero, no explica toda una serie de fenómenos de nuestra conducta moral que tienen que ver con los
otros sin que tengan relación conmigo (por ejemplo, la vergüenza ajena es un sentimiento que siento por
lo que está pasando otra persona), y, además, anula toda capacidad de valoración moral de la conducta (yo
no podría decirle a alguien que lo está haciendo mal, darle consejo, etc. puesto que depende de si le agrada
o no, si le agrada, y aunque sea algo que me parece mal, eso sería bueno para él).
Pero Hume va a trascender este punto de vista egoísta con una noción de su teoría del conocimiento. En
efecto, los hombres no nos consideramos completamente independientes, sin relación con los demás;
antes bien, tendemos a asociar la idea que tenemos de nosotros con la idea que tenemos de los demás.
Vemos los rasgos y características del vecino, vemos las nuestras, y nos asociamos con él mediante nuestras
semejanzas. De ahí que nos consideremos todos “hombres”. Esta asociación por semejanza constituye la
base para un sentimiento que, según Hume, es universal en todos los hombres: la simpatía. “Simpatía”
(sympathy) en el sentido de “padecer con el otro”, de “ponerse en el lugar del otro”, de empatizar. Por
medio de la simpatía, basada en la asociación por semejanza, podemos imaginar el agrado o desagrado que
el otro pueda estar sintiendo y, en ese sentido, sentirlo nosotros mismos. Este sentimiento hace, por lo
tanto, que no seamos y no podamos ser indiferentes al sufrimiento de los demás y que en ese sentido ese
sufrimiento sea algo que nos desagrade. Por eso, cuando vemos que alguien se porta mal con alguien (por
ejemplo, cuando un hombre mata a su pareja) nos parece mal, aunque ello no nos afecte estrictamente
hablando; y de igual forma, cuando vemos un gesto de generosidad hacia otra persona eso nos agrada y nos
parece una buena acción. De esta forma, la “utilidad” de una acción, el agrado o desagrado que nos
provoque, no ha de medirse con respecto a las cortas miras de mi bienestar sino respecto a la extensión de
ese bienestar a todos mis “semejantes”. De hecho, podemos hacer algo que nos reporte un beneficio y que,
al suponer un mal para los demás, nos parezca mal a nosotros también. Por ejemplo, si yo robo dinero
público eso supone un bien para mí, puesto que tengo más dinero y más capacidad adquisitiva, pero
supone un mal para el resto de ciudadanos, con lo que posteriormente quizá me arrepienta de lo que he
hecho y piense que, a pesar del beneficio individual, he actuado mal. De esta forma, una cosa es más útil, y
por tanto más me agrada, cuanto más favorezca el bien común, esto es, el bien de mis semejantes. De ahí
que incluso cosas que en principio son malas para mí pueda sin embargo entenderlas como buenas, por
cuanto afectan positivamente a más personas.
Temas y conceptos fundamentales:

Temas: Teoría del conocimiento y metafísica, ética.

Teoría del conocimiento y metafísica: empirismo, tabula rasa, impresiones, impresiones simples y complejas,
ideas, ideas simples y complejas, ideas de la memoria, ideas de la imaginación, ciencias formales, ciencias
empírica, relaciones entre ideas, cuestiones de hecho, causalidad, creencia, asociaciones de ideas, contigüidad
espacio-temporal, semejanza, idea de sustancia, ideas abstractas, escepticismo mitigado.

Ética: sentimentalismo moral, teleología, agrado, desagrado, utilitarismo, simpatía, bien común.
TEXTOS DE HUME (EVAU):1

Texto EVAU: Investigación sobre el entendimiento humano, sec. 7, parte 2.

SECCIÓN VII. Segunda Parte. Sobre la idea de conexión necesaria.

1. No obstante, para alcanzar con prontitud una conclusión sobre este argumento, que ya ha llegado
demasiado lejos, hemos buscado en vano la idea de poder o conexión necesaria en todas las fuentes de las
que podríamos suponer que derivara. Aparentemente, en los casos particulares de la operación de los
cuerpos, no podemos descubrir, ni mediante el más celoso examen, nada que no sea que un evento sigue a
otro, sin llegar a identificar ninguna fuerza o poder por el que opera la causa, ni ninguna conexión entre
ésta y su supuesto efecto. La misma dificultad se da al contemplar las operaciones de la mente sobre el
cuerpo, donde observamos que el movimiento de este último se sigue de la volición de la primera pero
somos incapaces de observar o concebir el vínculo que une el movimiento y la volición, o la energía por la
que la mente produce este efecto. La autoridad de la voluntad sobre sus propias facultades e ideas no es ni
un ápice más comprensible. De ahí que, en su conjunto, en toda la naturaleza no aparece ni un solo caso
de conexión que nos sea concebible. Todos los eventos parecen estar completamente sueltos y separados.
Un evento sigue al otro, pero nunca podemos observar ningún vínculo entre ellos. Parecen estar unidos
pero nunca conectados. Y como no podemos hacernos ninguna idea de nada que no haya aparecido nunca
ante nuestro sentido externo o sentimiento interno, necesariamente la conclusión parece ser que no
tenemos idea alguna de la conexión o el poder, y que estas palabras no tienen absolutamente ningún
significado cuando las empleamos tanto en los razonamientos filosóficos como en la vida ordinaria.

2. Sin embargo, aún existe un método para evitar esta conclusión, y una fuente que todavía no hemos
examinado. Cuando se nos presenta cualquier evento u objeto natural, nos es imposible, a pesar de nuestra
sagacidad o capacidad de penetración, descubrir, o siquiera conjeturar, sin la experiencia, qué evento
resultará de ello, y también llevar nuestra previsión más allá del objeto que se presenta de manera
inmediata a la memoria y los sentidos. Incluso después de un caso o experimento donde hemos observado
que determinado evento sigue a otro, no podemos formular una regla general, ni predecir lo que ocurrirá
en casos similares; siendo justo considerar una temeridad imperdonable juzgar el conjunto del devenir de
la naturaleza a partir de un solo experimento, por preciso o infalible que éste sea. Pero cuando una especie
determinada de evento ha estado siempre, en todos los casos, unida a otra, dejamos de tener escrúpulos a la
hora de predecir uno por la aparición del otro, y de utilizar ese razonamiento, el único que puede
confirmarnos cualquier estado de los hechos o de la existencia. Entonces llamamos a un objeto causa y al
otro, efecto. Suponemos que existe alguna conexión entre ellos, algún poder en la una para producir de
manera infalible el otro, y que opera con la mayor de las certezas y la más poderosa de las necesidades.

3. Así, aparentemente, esta idea de conexión necesaria entre eventos surge de una serie de casos similares
que se dan por la conjunción constante de dichos eventos; no porque esa idea pueda ser sugerida nunca
por ninguno de estos casos, aunque se examinen bajo todas las luces y posiciones posibles. Sin embargo, en
un número determinado de casos no hay nada distinto de cada caso particular que se suponga que sea
exactamente similar; salvo, únicamente, que tras una repetición de casos similares la mente se deja llevar
por el hábito: ante la aparición de un evento, espera su habitual seguimiento, y cree que existirá. Esta
conexión, por tanto, que sentimos en la mente, esta transición rutinaria de la imaginación desde un objeto

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Los textos en las notas al pie son anotaciones del profesor para que el alumno pueda seguir mejor el texto.
a su normal seguimiento, es el sentimiento o la impresión de la que formamos la idea de poder o conexión
necesaria. No hay nada más en el caso. Contemplemos el tema desde todos los lados; no encontraremos
nunca ningún otro origen a esa idea. Ésta es la única diferencia que existe entre un caso, del que nunca
podemos recibir la idea de conexión, y una serie de casos similares, que la sugieren. La primera vez que el
hombre vio la comunicación del movimiento a través del impulso, como cuando chocan dos bolas de
billar, no pudo decir que un evento estaba conectado al otro; sino tan solo que uno estaba unido al otro.
Tras haber observado varios casos de la misma naturaleza, entonces es cuando dice que están conectados.
¿Qué ha cambiado para que surja esta nueva idea de conexión? Nada, salvo que él ahora siente que estos
eventos están conectados en su imaginación, y que puede predecir al punto la existencia de uno de la
aparición del otro. Así pues, cuando decimos que un objeto está conectado a otro, sólo significamos que
han adquirido una conexión en nuestro pensamiento, y que da lugar a esta inferencia por la que cada uno
se convierte en la prueba de la existencia del otro. Una conclusión un tanto sorprendente, aunque parezca
fundamentada en suficientes pruebas, pruebas que no quedarán debilitadas por ninguna desconfianza
general del entendimiento, o sospecha escéptica relativa a toda conclusión que sea nueva y extraordinaria.
No existen conclusiones más gratas para el escepticismo que aquellas que hacen descubrimientos relativos
a la debilidad y las limitaciones de la razón y la capacidad humanas.

4. Y qué caso más fuerte puede hallarse de la sorprendente ignorancia y debilidad del entendimiento que el
presente. Pues si existe alguna relación entre los objetos que nos importe conocer a la perfección es,
indudablemente, la de causa y efecto. Sobre ella se fundamentan todos nuestros razonamientos relativos a
las cuestiones de hecho o de existencia. Sólo por ella tenemos alguna seguridad relativa a los objetos que no
se encuentran en el testimonio presente de nuestra memoria y sentidos. La única utilidad inmediata de
todas las ciencias es la de enseñarnos a controlar y regular los eventos futuros mediante sus causas. Por lo
tanto, a cada momento, nuestros pensamientos e investigaciones se emplean en esta relación. Y sin
embargo, las ideas que sobre esto formamos son tan imperfectas que es imposible dar ninguna definición
justa de la causa, salvo la que se extrae de algo extraño y ajeno a ella. Objetos similares siempre están unidos
a lo similar. De esto tenemos experiencia. De acuerdo a esta experiencia, por tanto, podemos definir que
una causa puede ser un objeto, seguido de otro, y donde todos los objetos similares al primero son
seguidos por objetos similares al segundo. O en otras palabras, donde, si el primer objeto no se diera, el
segundo nunca habría existido. La aparición de una causa siempre confiere a la mente, mediante una
transición de la costumbre, la idea del efecto. De esto también tenemos experiencia. Podemos, por tanto, y
de acuerdo a esta experiencia, formar otra definición de causa, y llamarla, un objeto seguido de otro, y cuya
apariencia siempre conduce al pensamiento del otro. Pero aunque estas dos definiciones se extraigan de
circunstancias ajenas a la causa, no podemos remediar este inconveniente, ni alcanzar una definición más
perfecta que pueda señalar en la causa la circunstancia que le dé una conexión con su efecto. No tenemos
idea alguna sobre esta conexión, ni siquiera una lejana noción de qué es lo que podemos conocer cuando
nos proponemos averiguar cuál es su concepción. Decimos, por ejemplo, que la vibración de esta cuerda es
la causa de este sonido particular. ¿Y qué queremos decir con esta afirmación? O bien que ésta vibración es
seguida por este sonido, y que todas las vibraciones similares han sido seguidas por sonidos similares; o que
esta vibración es seguida por este sonido, y que por la aparición de una la mente anticipa los sentidos
formando de manera inmediata una idea de la otra. Podemos considerar la relación de causa y efecto bajo
cualquiera de estas dos luces; pero más allá no tenemos idea de ella.

5. Recapitulando, así pues, los razonamientos de esta sección: toda idea está copiada de alguna impresión o
sentimiento que la precede, y allí donde no podamos hallar ninguna impresión, podemos tener la certeza
de que no existirá ninguna idea. En todos los casos particulares de la operación de cuerpos o mentes, no
existe nada que produzca ninguna impresión, por lo que consecuentemente no puede sugerir ninguna
idea de poder o conexión necesaria. Sin embargo, cuando aparecen muchos casos uniformes y el mismo
objeto es siempre seguido por el mismo evento, entonces empezamos a tener la noción de causa y
conexión. Entonces sentimos una nueva emoción o impresión, a saber, una conexión, por costumbre, en
el pensamiento o la imaginación, entre un objeto y su habitual seguimiento; y esta emoción es el original
de aquella idea que estamos buscando. Pues como esta idea surge de una serie de casos similares, y no de
ningún caso único, debe surgir de esa circunstancia en la que la serie de casos difieren de todo caso
individual. Pero esta conexión de la costumbre o transición de la imaginación es la única circunstancia en
que difieren. En todo particular restante son similares. El primer caso que vimos del movimiento
comunicado por el choque entre dos bolas de billar (para volver a este claro ejemplo) es exactamente
similar a cualquier caso que pueda, ahora, ocurrir ante nosotros; salvo tan solo que, no pudiéramos, en un
principio, inferir un evento del otro; lo que sí podemos hacer ahora, después de un devenir tan largo de
experiencia uniforme. No sé si el lector aprehenderá al punto este razonamiento. Temo que, si multiplicara
las palabras, o si lo lanzara bajo una mayor variedad de luces, éste acabaría siendo más oscuro e intrincado.
En todo razonamiento abstracto existe un punto de vista que, si conseguimos dar con él, nos llevará más
lejos a la hora de ilustrar el tema que toda la elocuencia y las palabras del mundo. Es este punto de vista lo
que nos proponemos alcanzar, reservando las flores de la retórica para los temas que se adapten mejor a
ellas.
OTROS TEXTOS DE HUME:

-Asociación de ideas

Como todas las ideas simples pueden ser separadas por la imaginación y pueden ser unidas de nuevo en la
forma que a ésta agrade, nada sería más inexplicable que las operaciones de esta facultad si no estuviese
guiada por algunos principios universales que la hacen en alguna medida uniforme en todos los tiempos y
lugares. Si las ideas existiesen enteramente desligadas e inconexas sólo el azar las uniría, y será, imposible
que las mismas ideas se unan regularmente en ideas complejas (como lo hacen corrientemente) sin que
exista algún lazo de unión entre ellas, alguna cualidad que las asocie y por la que naturalmente una idea
despierte a la otra. Este principio de unión entre las ideas no ha de ser considerado como una conexión
inseparable, pues esto ha sido ya excluido por la imaginación, y además no podemos concluir que sin ésta
el espíritu pueda unir dos ideas, pues nada es más libre que dicha facultad, sino que hemos de considerarlo
como una fuerza dócil que prevalece comúnmente y es la causa de por qué, entre otras cosas, los lenguajes
se corresponden tan exactamente los unos a los otros; la naturaleza, en cierto modo, ha indicado a cada
una de las ideas simples cuáles son más propias para ser unidas en un complejo. Las cualidades de que
surge esta asociación y por las cuales de este modo es llevado el espíritu de una idea a otra son tres, a saber:
semejanza, contigüidad en tiempo y espacio y causa y efecto.

(D. Hume, Tratado sobre la naturaleza humana)

-El empirismo y la filosofía anterior

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si
cogemos cualquier volumen de teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene
algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento
experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede
contener más que sofistería e ilusión.

(D. Hume, Investigación sobre el entendimiento humano)


TEXTOS SOBRE HUME:
(Textos de otros autores para entender mejor a Hume.)

-Del empirismo al escepticismo

¿Cómo se despliega este itinerario? Empieza con la teoría del conocimiento: entre otras cosas, señalando
que la razón por sí misma solo nos lleva a las verdades de las matemáticas, pero que si queremos saber si la
caída de un guijarro en la Tierra puede apagar el Sol o si un hombre puede controlar a voluntad la
trayectoria orbital de los planetas (cosas que a priori podemos concebir perfectamente), debemos acudir a
la experiencia. Esta nos enseña que esos hechos no ocurren, pero no nos indica que no puedan ocurrir. Es
decir, todo lo que nos transmiten los sentidos aparece como algo contingente, así que tendremos que
aprender a vivir con esta contingencia, con creencias basadas en expectativas razonables. Es más, esto tiene
la ventaja de evitar el dogmatismo, de hacer que estemos siempre preparados para aceptar las novedades
que la experiencia nos pueda aportar.

G. López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, Batiscafo, 2015, p. 10

-El empirismo

El empirismo es la decisión de aprender de los datos de la experiencia. Podríamos decir que esto no es muy
novedoso, pues todos lo hacemos (o deberíamos hacerlo) en nuestra vida cotidiana. Pero uno es empirista
cuando piensa que la ciencia ha de utilizar el mismo criterio. En definitiva, cuando piensa que los
procedimientos de la ciencia no son un reino aparte, sino la sistematización rigurosa de ese proceder
cotidiano en el que resulta bastante evidente la primacía de los sentidos y de los datos que nos aportan.

G. López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, Batiscafo, 2015, p. 31

-Impresiones e ideas

Hay que tener en cuenta que esta terminología es propia de Hume, y bastante diferente del uso cotidiano
de estos términos. Para nosotros, una percepción es lo que vemos cuando tenemos los ojos abiertos. En
cambio, para nuestro autor «percepción» es todo lo que está en la mente, y, según esos contenidos
mentales sean fuertes o débiles, se llamarán «impresiones» o «ideas». Así, estar enamorado o rabioso es
para Hume tener una impresión, y recordar que en mi adolescencia experimenté un gran amor es una idea.
También deberíamos caer en la cuenta de que la afirmación de que las ideas son «imágenes débiles» de las
impresiones no debe entenderse al pie de la letra. Una impresión puede ser una imagen (por ejemplo, la de
un cuadro), y la idea correspondiente (cuando recuerde ese cuadro que contemplé en tal museo) será
también una imagen. Pero ¿puede tener uno la imagen de un deseo o de un dolor que experimentó en
algún momento? Parece que no, lo que no resta validez al principio mencionado, el principio de la copia.
Al fin y al cabo, es bastante evidente que recordar haber sufrido un dolor es una experiencia menos vivaz
que la original en su primera aparición.
En todo caso, ¿cuál es la relación entre las impresiones y las ideas? El que Hume describa las ideas -aunque,
como acabamos de decir, de una manera no muy precisa- como «imágenes débiles» ya nos permite
adivinar su respuesta: nuestras ideas son copias de nuestras impresiones, lo cual equivale a decir que nos es
imposible pensar algo que no hayamos sentido previamente con nuestros sentidos externos o internos. Un
ciego no entenderá de colores ni un sordo de sonidos. Simplemente, a esas personas les falta la experiencia
original. De la misma forma, a alguien que jamás hubiera experimentado los celos (o el dolor por la muerte
de un hijo) podría decírsele justamente que no sabe qué significan estos sentimientos. La formulación
técnicamente más correcta que nos ofrece Hume de este principio de que las ideas copian a las impresiones
es la siguiente: «Todas nuestras ideas simples en su primera aparición se derivan de impresiones simples, a
las que corresponden y a las que representan exactamente». Hume, en efecto, reconoce que puedo
imaginarme una ciudad como la Nueva Jerusalén, cuyo pavimento es de oro y cuyos muros están
construidos con rubíes, aunque nunca haya visto tal ciudad. Es decir, se trata de una idea compleja a la que
no le corresponde ninguna impresión compleja. Pero es una idea formada por ideas simples que sí remiten
a sus correspondientes impresiones. En suma, lo que este principio de la copia nos dice es que la
experiencia ha de suministrar todos los materiales del pensar. Por esto calificamos a Hume de empirista.
Lo cual nos lleva a su vez a una pregunta interesante. Acabamos de decir que las ideas provienen de las
impresiones, bien porque son copias débiles de las mismas -com o si hubieran ido perdiendo intensidad-, o
bien porque, si son ideas complejas, se elaboran con otras ideas más simples que a su vez son copias de
impresiones. Pero ¿y las impresiones? ¿De dónde proceden? Las de reflexión no presentan ningún
problema, pues surgen en mi interior (el amor, el odio, etc.). Pero ¿y las de sensación? Hume va a afirmar
tajantemente que desconocemos las causas originarias de las impresiones de nuestros sentidos. Todos
creemos que son el producto en nuestra mente de la actuación de un mundo exterior al que representan.
Pero ¿podemos estar seguros de esto? ¿Quién nos dice que no tienen su origen en una divinidad que las
pone en mi mente? ¿De verdad podemos excluir esta posibilidad, o rechazar que sean un producto de
nuestra misma mente, una especie de alucinación?

G. López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, Batiscafo, 2015, p. 33-34

-La causalidad

A propósito de la causalidad, es muy importante que analicemos esta idea. Comúnmente se supone que
entre las causas y los efectos hay una relación de conexión necesaria, y que la causa posee algún poder,
fuerza o energía que es responsable del efecto. Pues bien, se pregunta Hume, ¿qué es lo que realmente
observamos en una relación causal? Su ejemplo más famoso es el del movimiento de una bola de billar que
choca con otra que estaba en reposo, que a su vez comienza a moverse a raíz del impacto. Como
observador de este suceso, lo único que puedo descubrir son dos cosas:
1. La prioridad temporal de la causa.
2. La contigüidad en el tiempo y en el espacio de la causa y el efecto.
Es decir, percibo que el movimiento que llamo causa es anterior al movimiento que denomino efecto, y
percibo el contacto entre las bolas y que no hubo intervalo alguno entre el choque y el movimiento de la
segunda bola. Mientras considere un único ejemplo de relación causal -com o este del choque de las bolas
de billar-, no puedo ir más allá de estas dos circunstancias. Pero si repito el suceso con las mismas bolas u
otras del mismo género, y en circunstancias similares, siempre observaré que el movimiento de la segunda
bola sigue al de la primera. En suma, descubriré que hay una conjunción constante entre las causas y los
efectos. Dicho coloquialmente, que en circunstancias idénticas siempre ocurre lo mismo. De acuerdo con
esto -es decir, con lo que percibimos en una relación causal repetida-, Hume propondrá la siguiente
definición de causa:
“Un objeto precedente y contiguo a otro, y donde todos los objetos semejantes al primero están situados
en una relación parecida de precedencia y contigüidad con aquellos objetos semejantes al último”.
Pero entonces resulta que no observamos ningún poder en el objeto que llamamos «causa» que provoque
necesariamente el efecto en cuestión; no percibimos la conexión necesaria entre las causas y los efectos. En
conclusión, no vivimos en un mundo donde percibamos la necesidad como una propiedad de las
relaciones entre los objetos, donde podamos saber que las cosas tienen unos poderes que de manera
necesaria los llevan a producir determinados efectos. Es solo la experiencia la que nos enseña cómo se
comportan las cosas. Antes de lanzarse al agua, un niño no puede saber si flotará o se hundirá.
¿Cuál es, entonces, el origen de nuestra idea de necesidad? Dicho de otra forma, ¿a qué impresión remite?
Puesto que, como ya hemos indicado, la conexión necesaria no es algo que se descubra en los objetos
relacionados como causa y efecto, la única alternativa que queda es remitirnos a alguna impresión radicada
en la mente que percibe ambos objetos; y aquí, precisamente en un sentimiento, va a localizar Hume el
origen de la idea. Cuando aparecen muchos casos uniformes de una misma relación -es decir, a la presencia
de unos objetos similares le sigue siempre la aparición de otros objetos también similares-,
experimentamos una inclinación o propensión a asociar los unos con los otros, y ante la aparición de un
suceso la mente se ve conducida por hábito a la idea de su acompañante usual y a creer que este existirá.
Por consiguiente, afirma Hume, “[...] esta conexión que sentimos en la mente, esta transición
acostumbrada de la imaginación desde un objeto a su acompañante habitual, es el sentimiento o
impresión a partir del que formamos la idea de poder o conexión necesaria”. De acuerdo con esta
conclusión, Hume ofrece una nueva definición de causa: “Un objeto precedente y contiguo a otro, y
unido con él en la imaginación de tal forma que la idea de uno determina a la mente a formar la idea del
otro, y la impresión de uno a formar una idea más vivaz del otro”.

G. López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, Batiscafo, 2015, p. 42-44

-La utilidad como fundamento de la moral

¿Cómo podemos valorar esta teoría moral? ¿Qué problemas presenta? Hume pensaba que un buen
argumento a favor de la misma es que en la vida normal esta idea de que el mérito personal consiste
enteramente en la posesión de cualidades mentales útiles o inmediatam ente agradables para uno mismo o
para los demás se mantiene siempre de forma incondicional; y que «cuando realizamos algún panegírico o
alguna sátira, cuando aplaudimos o censuramos una conducta o acción humana, no se recurre nunca a
ninguna otra consideración de alabanza o censura». La verdad es que parece difícil poner alguna objeción
a sus palabras. Si le preguntamos a una persona por qué hace ejercicio puede contestarnos que porque le
gusta, porque disfruta haciéndolo. Es decir, porque le resulta inmediatamente agradable. Ya tenemos la
razón que buscábamos. O podría respondernos que practica ejercicio porque desea conservar su salud. Si
le preguntamos entonces por qué desea conservar la salud, lo normal es que replique que porque es un
estado inmediatamente agradable, mientras que la enfermedad es dolorosa. En esta segunda respuesta, la
explicación del ejercicio es que resulta útil para un fin, que a su vez es inmediatamente agradable. En suma,
la búsqueda de lo útil y de lo inmediatamente agradable está siempre presente en nuestras vidas.

G. López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, Batiscafo, 2015, p. 85

-La sympathy en la moral

Queremos destacar que en la medida en que aprobamos la presencia de lo útil o lo agradable en muchos
casos que de ninguna manera están relacionados con nuestro bienestar -como, por ejemplo, en una
narración de algo sucedido hace siglos o en un país lejano-, parece que debemos admitir que, además de
amarnos a nosotros mismos, no nos resultan indiferentes los intereses de los demás o su felicidad. Si los
demás lloran, es fácil que yo acabe llorando con ellos. Si los demás se alegran, yo me alegraré con ellos. La
contemplación de la felicidad de otras per­sonas -cuando no hay lugar para la envidia o el deseo de
venganza, esto es muy importante- nos proporciona placer de forma natural, mientras que la visión de su
dolor y tristeza nos comunica desasosiego. Esto parece inseparable de nuestra estructura y constitución.
Otra cosa es que únicamente las mentes más generosas se sienten impulsadas por ello a buscar con
entusiasmo el bien de los demás y a tener una verdadera pasión por su bienestar. En hombres de espíritu
estrecho -vamos a llamarles así-, esta simpatía no irá más allá de una ligera emoción de la imaginación que
solo sirve para provocar sentimientos de complacencia y censura, y hacer que apliquen al objeto términos
honrosos o deshonrosos.

G. López Sastre, Hume. Cuándo saber ser escéptico, Batiscafo, 2015, p. 86

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