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J e a n e t t e T u d o r ,P .

C h e s te r
R a c h e l T. H a r e-M u stin
R o u th M o u lto n , J .B a r r e t
edición a
cargo de Carmen Saez
O Carmen Sáez
O Dédalo Ediciones, S. A.
Bravo Murillo, 3, 2* C
M adrid-3. Teléfono 448 97 30
ISBN: 84-85337-12-3
Depósito Legal: M. 23.766- 1979
Impreso en España - Printed in Spain
AG1SA. Tomás Bretón, 51. M adrid-7
MUJER, LOCURA
Y FEMINISMO

CARMEN SAEZ BUENAVENTURA, VVALTER R. GOVE


y JE A N T T E TUDOR, PA U LIN E BART,
M A RLEN E B O SK IN D LODAHL, ANN W O LB ER T BU R G ESS
y LINDA LYTLE HOLM STROM , CAROL J . BARRET,
PH Y L L IS C H E S L E R , JE A N N E T M ARECEK
y K IA N E KRAVETZ, ROUTH MOULTON,
RA CIIEL T. H A RE-M USTIN
INTRODUCCION

E l presente volum en se ha llevado a cabo con la intención de


atender la necesidad existente tanto en el ám bito del fem inism o,
com o en el de la psiquiatría de nuestro país, de encontrar un
lugar com ún desde donde iniciar el planteam iento de las in te­
rrogantes m ás fundam entales que ocasiona la circunstancia de
la m u jer com o enferm a m ental y com enzar, si es posible, a
proporcionar algunas alternativas al respecto.
S e que, por supuesto, ni este pequeño libro, ni siquiera otro
de m ayor envergadura podría atender, por sí solo, la tarea que
sin duda nos ocupará durante los próxim os años a profesiona­
les, fem in ista s y m ujeres en general, pero sí creo que desde
aquí, puede iniciarse ese trabajo pendiente.
E n la brevedad de estas páginas y a través de los artículos
que en ellas se recogen, he pretendido tocar al m enos, tres as­
pectos del acontecer fem enino, relacionados con el área de la lo­
cura o del enferm ar psíquico: la m u jer com o sujeto que a través
de la historia ha sido víctim a de violencia y alienación a conse­
cuencia de com portam ientos socialm ente intolerables; la m ujer
com o presunta enferm a m ental de síndrom es diversos pero ca
racteristicos para su sexo y tributaria por tanto de un deter­
m inado tipo de tratam iento y la m u jer com o profesional de la
salud m ental y de cuya práctica son beneficiarías otras m ujeres,
y todo ello desde el enfoque que posibilita un punto de vista
fem inista. Dentro de esta triple pretensión, he procurado selec­
cionar aquellos textos que, expresados en un lenguaje asequible,
tanto para legos com o para profesionales, poseyeran la catego­
ría suficiente, desde el punto de vista de un tipo de investiga­
ción riguroso e innovador, capaz de estim ular el interés o satis­
facer la necesidad de inform ación que rebasara el lím ite de la
m era divulgación.
E l hecho de que la casi totalidad de los trabajos recopilados
sean de autoras, /Tone de m anifiesto que al m enos hasta hoy.
son las m ujeres las que se ocupan m ayoritariam ente de estas
cuestiones, que en realidad son las suyas propias. E n cuanto a
la circunstancia de que en ellos se haga referencia a la proble­
mática de las m ujeres de otros países, no creo deba significar
un inconveniente (dado que abordan cuestiones en gran medida
sim ilares y próxim as a las nuestras), sino que, por el contrario
espero sirva de estím ulo a esos esperanzadores atisbos que des­
de diversos pu n to s de nuestra geografía em piezan a expresar
su interés por estos temas, lo que sin duda posibilitará en breve,
un nuevo volum en, en el que puede quedar reflejada la imagen
de la m u jer española, en el am plio y com plejo cam po de la lo­
cura.

C a r m e n S auz B u en aventura
MUJER, LOCURA Y FEMINISMO

Carmen Sdez Buenaventura

H asta ahora, la m u jer no ha contado para nada en las so­


ciedades hum anas. ¿Cuál ha sido el resultado de ésto? Que el
sacerdote, el legislador, el filósofo, la han tratad o como verda­
dera paria. La m u jer (la m itad de la hum anidad) ha sido echada
de la Iglesia, de la ley, de la sociedad (...) El sacerdote le ha
dicho: M ujer, tú eres la tentación, el pecado, el mal (...). Llora
p o r tu condición, echa ceniza sobre tu cabeza, enciérrate en un
claustro y allí m ortifica tu corazón, que ha sido hecho para el
am or, y tus entrañas, que han sido hechas para la m aternidad;
y cuando hayas m utilado de esta form a tu corazón y tu cuerpo,
ofrécelos ensangrentados y resecos a tu Dios, p ara la rem isión
del pecado original com etido por tu m adre Eva. Después el le­
gislador le ha dicho: M ujer, p o r ti m ism a no eres nada, como
m iem bro activo del cuerpo hum anitario: no puedes esp erar en­
c o n tra r lugar en el banquete social. Si quieres vivir, deberás
servir de anexo a tu dueño y señor, el hom bre. Por lo tan to , de
soltera obedecerás a tu padre; casada, obedecerás a tu marido,
viuda y anciana, no se te hará ningún caso. Después el sabio
filósofo le ha dicho: M ujer, ha quedado constatado p o r la cien­
cia que. por tu constitución, eres inferior al hom bre. No tienes
inteligencia, ni com prensión p ara las cuestiones elevadas, ni ló­
gica en las ideas, ninguna capacidad para las ciencias llam adas
exactas, ni aptitu d para los trab ajo s serios, en fin, eres un ser-
débil de cuerpo y espíritu; en un palabra, no eres más que un
niño caprichoso, voluntarioso, frívolo (...) Por ésto m ujer, es
necesario que el hom bre sea tu dueño y tenga toda la autoridad
sobre ti.
He aqui cómo, desde los seis mil años que el m undo existe,
los sabios en tre los sabios han juzgado la raza m ujer.

«Por qué m enciono a las m ujeres»


«La Unión Obrera»

F lora T r is t á n (1843) *

Ya antes de H ipócrates, y hasta nuestros días, ha prevaleci­


do la idea, de que la m u jer es algo así, com o un hom bre mal
acabado, defectuoso, débil e incom pleto. La salud, la fuerza, la
inteligencia y la entereza, están representadas por el varón.
Desde que el patriarcad o se im pone (1) y la m u je r deja de
tener una posición igualitaria al hom bre, m ediante el trab ajo y
las relaciones sociales desarrolladas com unitariam ente, se en­
cuentra considerada y definida, no a través de lo que es. como
persona globalm ente estim ada, sino a través de una sola de sus
capacidades, especialm ente valiosa p ara la perpetuación y con­
solidación de dicho sistem a social: la capacidad reproductiva.
Todo cuan to posibilita y reasegura esta función, se potencia
hasta extrem os de anular, como si jam ás hubieran existido, otras
aptitudes.
A través de la historia, la m u jer ha sido m agnificada y /o
esclavizada, exclusivam ente a través del acontecer de su ciclo
biológico; la m enstruación, los em barazos, el p arto , el puerpe­
rio, la lactancia, la m enopausia, etc., han sido recubiertos por
el hom bre-dueño de la civilización, con tu frondosa mitología,
que se ha conducido a la m ujer, desde cabañas donde se la
excluía, ju n to con o tras m en stru an tes (de todas las cuales se
tem ían m aléficos perjuicios), h asta las fiestas en que se la
enaltecía com o virgen; desde cerem onias en que se le rendía
culto como «gran m adre», o' se las incineraba vivas ju n to a sus
esposos difuntos, etc. (2). Todo ha sido, en fin. un continuo dis­
c u rrir histórico, uncidas al yugo de su peculiar biofisiología.
En tanto que a la m u jer se la om ite, o tan sólo se la con­
sidera com o h em bra hum ana, el hom bre es definido, desde siem ­
pre, como anim al racional e inteligente. Toda n u estra cultura
y civilización se anuncian como obra de esa razón, de esa inte­
ligencia. y se denom inan con su lenguaje. H asta la palabra le
pertenece. A través de ella, somos abarcadas y nom inadas por
un género y un sustantivo: HOM BRE, que no nos corresponde.

* E d it. F o n t a m a r a . 1977.
en el que no nos reconocem os, pero donde el hom bre nos ubica
o nos acoge, cuando se siente patern al, o de donde nos excluye,
las m ás de las veces, cuando cree que, desde ese térm ino ofre­
cido en calidad de préstam o, podem os a te n ta r co n tra su supe­
rioridad (3).
No o b stante todo ello, la m u jer logró en determ inados mo­
m entos históricos una im p o rtan te revalorización, m ediante la
que casi llegó a eq u ip ararse socialm ente al p rim er sexo, si bien
a expensas de los estra to s sociales m ás afortunados. En nuestro
m undo occidental uno de los m om entos m ás espectaculares en
este sentido, es la Rom a de finales del período republicano y
comienzos del Im perio, en que la m ujer, exceptuando el terreno
político-jurídico, tiene acceso y p articip a con un am plio m argen
de libertades, en el cam po de la cultura, las finanzas, el culto
religioso, etc., y ello en un sistem a nada fem inista (4). Pero la
rom ana que puede a d m in istra r sus bienes, co n tratar, divorciar­
se, ab o rtar, cu ltiv ar las arte s o los negocios, regular su descen­
dencia e in fluir en la vida pública, ve p erd erse los logros y con­
quistas de siglos precedentes, a m edida que se expanden y se
enraizan con m ayor fuerza, la m isoginia y el patriarcalism o
judeo-cristianos (5).
Poco a poco, van retrocediendo nuevam ente a los ghettos
fam iliares, donde vuelven a afanarse en sus tareas, con la doci­
lidad de anim ales dom ésticos. Una nueva imagen va im ponién­
dose com o m odelo: la de virgen-madre-de Dios. El patriarcalis­
m o rom ano de la República, en su época m ás p o ten te se ve, no
sólo reforzado, sino consolidado m ediante el concepto tu rb io y
vidriado que p ara el cristianism o rep resen ta la sexualidad, y,
p o r ende, la m u je r «portadora» de la misma.
Las coordenadas lícitas para las cristianas, retro traíd a s a sus
hogares, son escasas y bien delim itadas: por m uros, los m anda­
tos de un solo Dios, hom bre, que nunca tuvo hijas; p o r techo,
la autoridad del esposo; com o recom pensa, la servidum bre y el
sacrificio constantes, hacia aquél y los hijos, p ara quienes su
seno se hallará siem pre disponible, com o receptáculo agradeci­
do, en el que anide la sim iente del ser superior; com o esperanza,
m ás allá de la vida: una resurrección de los m uertos en la que,
en el m ejor de los casos, se le reserva un puesto de segunda cla­
se en el banquete de los santos. E sta es la imagen de m u jer del
cristianism o (depósito de los designios de la divinidad m ascu­
lina) que no sabe de sexo, que no sabe de m undo, que no sabe
de nada que no sea c ria r al hijo y desaparecer de la historia,
cuando éste ha cum plido su ciclo vital. Ese es el m ito que ha
prevalecido d u ran te siglos y que. aún hoy, m arca la pauta del
quehacer fem enino, en gran m edida, en n u estro m undo occi­
dental.
El hecho de que la Iglesia católica decidiese un día conce­
dernos un alm a, no vino a cam b iar dem asiado las cosas. Desde
el Concilio de T rento hasta n u estro s días, el ánim a, el espíritu
o la psique, han experim entado una serie de m atizaciones, en
cuanto a su concepción se refiere, pero ha perm anecido incólu­
m e el hecho esencial de que, ya com o cria tu ra inánim e, ya como
ser psicológico, la m u jer ha continuado considerada, no como
persona individual, sino como p ersonaje consecuencia o refe­
rencia de otro.
La influencia de los padres de la Iglesia ha sido fundam ental
en este sentido. Un San Agustín que, en principio considera a
la m u je r igual al varón, en virtud de «la inteligencia racional
que Dios le h a dado, como al hom bre», afirm a sin em bargo:
«en lo tocante al sexo, está físicam ente subordinada al varón,
lo m ism o que n u estro s im pulsos naturales necesitan e sta r su­
bordinados a las potencias racionales de la m ente, p ara que las
acciones a las q u e puedan conducir, resulten inspiradas por los
principios de la conducta conveniente» (6). Como vemos, el pen­
sam iento agustiniano d iscu rre de m anera tortuosa, en tre la ne­
cesidad de a c a ta r íntegram ente la palabra de la Iglesia y su
propia experiencia vivida y racionalizada com o hom bre, antes
de ab razar el cristianism o.
Si la inteligencia fem enina es considerada de verdad igual
a la del varón, ¿qué es lo que puede im pedir a c tu a r «físicam en­
te» de m anera razonable?; ¿ p o r q u é ha de som eterse necesaria­
m ente, en este aspecto, a la inteligencia m asculina, sino p ara
que el hom bre satisfaga, a su m anera, la sexualidad, a la vez que
ve garantizado el origen de su prole, hered era de sus bienes?
No se desprende del discurso cristiano-agustiniano o tra cosa
(a pesar de la concesión p relim in ar de ex istir una inteligencia
igual p ara am bos sexos), que la rcafirm ación de la idea preva-
lentc hasta nosotros, de q u e la m ujer, a fin de cuentas, es lo
irracional. lo «instintivo», lo anim al, por el hecho de se r consi­
derada, no m ujer, sino h em b ra hum ana. El hom bre la som ete,
la dirige y la vigila, a través del sexo; m arca su destino físico,
bajo el cual, quedarán so terrad as e ignoradas al fin, las capaci­
dades cognoscitivas e intelectivas, que m agnánim am ente se le
concedieron en un tiempo.
De ello se deduce, que al hom b re se le considera como la
razón «más razonable» y a la m u jer como la razón «menos ra­
zonable»; de ah í a considerar que uno es la razón y o tra la sin­
razón y que el prim ero debe co n tro lar a la segunda en todos los
ám bitos, no hay m ás que un paso, dado sin esfuerzo alguno,
hace ya siglos.
La m ujer, concebida tan sólo com o sexo y éste concebido
como estigm a, perviven pues, desde los albores de la cristian ­
dad (7). M ediante este pretexto, se crea el m ito necesario, para
m antener una ideología basada en la negación de las necesida­
des reales, que el individuo posee como tal. Y todo ello, m edian­
te un proceso rep reso r de las m ism as y a costa fundam ental­
m ente de la m ujer. Según ésto, el hom bre íntegro, el ju sto y
tem eroso de Dios, controla, es capaz de refren ar y an u lar sus
apetitos; quien echa a p erd er todo ese cam ino hacia la perfec­
ción es «esa c ria tu ra de m em oria débil, m entirosa p o r n a tu ra ­
leza. toda instintos y sensualidad» que, según los p adres cris­
tianos, es la m ujer. De esta form a, el sexo como pretexto, se
convierte en la pieza clave q u e debe dom inarse, en la co n stru c­
ción de un m undo de hom bres y para hom bres, si se desea que
éste se suceda a sí m ism o de m anera perm anente; en este uni­
verso, la m u jer adquiere la categoría de peón disponible, para
asum ir los erro res de la p u esta en práctica de dicha ideolo­
gía (8).
Así, se ha conducido a la m u jer del brazo de inquisidores,
sacerdotes, proxenetas, p siq u iatras o m aridos: a la hoguera, los
altares, los prostíbulos, los m anicom ios o el scpultam iento en
sus hogares. Los distin to s m om entos históricos y las necesida­
des políticas, económ icas y sociales, han m arcado la p au ta de
este destino su b altern o y «caprichoso».

AQUELLAS «DISIDENTES»

Al hilo de lo que antecede, detengám onos unos instantes


p ara analizar un acontecim iento, de sin igual im portancia en la
historia de n u estro sexo, dada la m agnitud del mismo, y el papel
trágicam ente protagónico de aquéllas, que a lo largo de cu atro
espantosos siglos (tan to en E uropa, como en las colonias am e­
ricanas) fueron víctim as del m ayor sexocidio que recuerdan los
tiem pos. H ablem os de la caza de brujas.
Son m uchos los au to res que han dedicado atención al tem a,
pero pocos los que hayan sentido inquietud o al m enos cu rio ­
sidad, ante dos circunstancias características del mismo: 1) en
todos los países, en q u e sem ejante hecho tuvo lugar, el grupo
perseguido y aniquilado estuvo integrado p o r m ujeres, esencial­
m ente (9); 2) en tales m ujeres, se daban determ inadas caracte­
rísticas, algunas de las cuales todavía hoy prom ueven m alestar,
indignación e incluso persecuciones, en ciertos sectores de nues­
tra sociedad actual.
La caza de bru jas nació de la caza de herejes y los juicios
p o r brujería, de los juicios por herejía (10).
La Edad Media heredaría de la antigüedad (de los ju d ío s y
prim eros cristianos) una tradición profética y apocalíptica, que
adquirió, en este período especial pujanza, vitalizada sin duda,
p o r los deseos y la necesidad de los pobres, desarraigados y
descontentos, de m ejo rar sus condiciones d e vida. Ello debería
cristalizar en la llegada de «El Gran Año» o del «Reino de los
Santos», paraíso terrenal, libre de sufrim ientos y pecado (11).
En el m undo profundam ente religioso de la Edad Media, las
gentes (a excepción de los incrédulos), seguram ente se dividían
en tre los que creían en las b ru ja s y sus actos, como personas
y hechos reales, y los que veían que, am bos, eran producto de la
influencia diabólica (12). En ese m undo convulsionado p o r las
luchas políticas, de religión y de fronteras, sacudido p o r toda
clase de dificultades económ icas y sociales, perseguir y d a r caza
a Satanás y sus secuaces, como prom otores y causantes de las
desgracias y angustias que los pueblos padecían, era el objetivo
prioritario. Ni que decir tiene, que, tanto el poder secular, como
el religioso, consideraban aliados del diablo (y así lo propalaban
sin descanso), a todos aquéllos pertenecientes a grupos políticos
y /o ideologías religiosas que, o bien no había logrado sofocar
el cristianism o todavía, o bien surgían com o respuesta hacia el
mismo.
Un m undo am enazaba con desm oronarse y de él pugnaba
p o r surgir un orden nuevo. La absorventc Iglesia cristiana m e­
dieval, guiada y m odelada p o r la iglesia de Roma, estaba am e­
nazada p o r la disensión, el odio y la violencia; la Reform a se
anunciaba necesaria para renovarla y volverla a sus oríge­
nes (13). El orden feudal com enzaba a a b rir paso al absolutism o
político y a la nación estado.
En este clim a de inseguridad y ansiedades, que se reflejaban
en profecías sobre el fin del m undo, y como solución p reten ­
didam ente definitiva, surge la Inquisición en Francia (1204),
bajo los auspicios del Papa Inocencio, siendo ad optada en ese
m ismo siglo, p o r diversos países europeos (14). Dos siglos más
tarde, comienza la caza de brujas.
Pero, ¿por qué las b ru jas fueron m ujeres, m ayoritariam en-
te? y ¿qué características tenían, las que eran conceptuadas
com o tales? Intentem os co n testar estas preguntas, a pesar de
que la historia de la caza de b ru jas está contada (como buena
historia de m ujeres), no por éstas, sino por quienes fueron sus
ejecutores: los hom bres,
Desde la antigüedad, la historia da fé de la creencia (no tan
sólo popular), de que ciertas m u jeres ejercían la m agia con
especiales habilidades y se relacionaban de m odo m isterioso con
los poderes ocultos: hechiceras, pitonisas, curanderas, tarascas,
pueblan la historia y sirven determ inadas necesidades de los
ciudadanos, arriesgándose tam bién, por aquel entonces a deter­
minados castigos, si con sus poderes acarreaban desgracias o
perjuicios.
Es con el triu n fo del cristianism o, cuando se condenan todas
las creencias y prácticas paganas, asim ilando los antiguos dio­
ses, ritos y costum bres, al diablo y al culto dedicado a él (15).
Y si, como decíam os en páginas anteriores, la nueva doctrina
venia a reforzar, la nada escasa m isoginia de la época clásica,
considerando a la m u jer poco m enos que cria tu ra dem oníaca y
al deseo sexual com o tentación satánica (y estrecham ente ligada
al sexo fem enino), hem os de reconocer, que no podían co rrer
tiem pos peores, p ara las m ujeres.
Por añadidura, en 1486 surge el M alleus M aleficarum , obra
de los dos principales inquisidores p ara Alemania: H einrich
K rám er y Jacobo Sprenger, a su vez, hijos predilectos de In o ­
cencio V III (16). Este, en 1498 y m ediante prom ulgación de la
bula Sum ís desiderantes, declaró la guerra ab ierta a las brujas.
(No obstante, ya en la Biblia se ordena exterm inarlas).
Generaciones y generaciones, form adas y educadas con cri­
terios como los que la Iglesia difundió d u ran te siglos, a través
ele las bulas papales y el refrendo de la actuación de sus trib u ­
nales, contribuyeron a crear el am biente propicio (gracias a la
internalización popular de dichos criterios), para expiar, a tra ­
vés del confinam iento y destrucción de m ujeres, situaciones de
origen político, económico, social y psicológico, que atem oriza­
ban y angustiaban a los ciudadanos (17).
En cuanto a las características específicas que las brujas
exhibieron, es im posible deslindar aquéllas que se les atribuían,
de las que realm ente poseyesen, dado el escaso testim onio p er­
sonal de las interesadas.
De ellas se creía, en general, que pertenecían a una «secta*,
creencia que provenía, seguram ente, de las características co­
m unes entre unas y o tras de estas m ujeres, así como de su
asistencia, real o im aginada a los tan controvertidos sabbats (18).
Del influjo de esta secta, se pensaba proveían la m uerte, las
enferm edades, la pérdida de las cosechas, los malos partos, la
im potencia m asculina, la salud y la vida de los niños, los acci­
dentes m etereológicos, etc. (19).
¿Pero cuáles eran los rasgos que tipificaban a las brujas?
Sin duda, aquéllos que las hacían p arecer d istin tas a las «bue­
nas» m ujeres o m ujeres «normales».
En un sistem a hondam ente cristiano-patriarcal, como el de
la E dad Media, el sitio de la m ujer, seguía siendo la casa (20).
Como esposa, hija o sierva, se hallaba b ajo la custodia y las
órdenes de padre de casa, dueño absoluto de cuantos de él
dependían, tan to desde el p u n to de vista político y económico,
como penal y hasta físico. Las m ujeres de la casa del señor feu­
dal, tan sólo salían de ella para co n tra er m atrim onio o profesar
en los conventos. E n tre el cam pesinado, fuera de éstos y el ca­
sam iento, no existían o tras alternativas para la m ujer, que la
servidum bre, la prostitución o el vagabundeo. Si a ello añadim os,
que el señor impedía el enlace en tre sus siervos y las siervas de
o tro feudo pues ello suponía la pérdida de la fuerza de trabajo
de los hom bres, que pasaban a fo rm ar p arte de la servidum bre
del o tro señor feudal), nos encontram os con que la situación
del cam pesinado era desesperada, en cuanto a u n a vida sexual
regular. Para colmo, el clero extendía el tabú del incesto hasta
los parientes de quinto y sexto grado, de m anera que siendo casi
im posible la endogam ia y tan restringidas las posibilidades de
enlaces extrafam iliares, gran p a rte de los cam pesinos, que veían
cohartadas sus legítim as aspiraciones de em parejam iento, deri­
vaban éstas por cauces «indignos e inconfesables» para sus
dueños, en tan to que las m ujeres que aceptaban o eran sorpren­
didas en prácticas sem ejantes, eran acusadas, no de q u eb ran tar
la ley, sino de e s ta r aliadas con las fuerzas del mal (21). Así pa­
rece, que si a lo largo de la historia fuim os siem pre rechazadas,
en ningún o tro período como éste, fuimos tan enorm em ente abo­
rrecidas (22).
Una persona, nacida m ujer, sólo era bienvenida al mundo
si en la casa donde veía la luz p o r vez prim era, no abundaban
o tras del m ismo sexo; si llegaba a co n traer m atrim onio, gran
p arte de lo trabajado y aprendido en la casa parental, signifi­
caría beneficios sólo para el fu tu ro m arido o el señor de am bos,
y si no casaba, era una boca m ás para m antener y dos brazos
m enos fuertes para labrar; no digamos nada, si llegaba a unos
años o situación, en que el vigor físico com enzaba a extinguirse.
En este desalentador panoram a, las únicas que resultaban
m ejor libradas, eran las casadas, m ás o m enos jóvenes, con una
m ediana situación económ ica, ya que aunque supeditadas al
m andato del esposo y ligadas invariablem ente a los quehaceres
dom ésticos, gozaban de una relativa im portancia en la unidad
de producción, vida y consum o que significaba la casa m e­
dieval (23).
Resum iendo, la m u jer europea, en la E dad Media, era un
siervo m ás, incluso en su propio hogar, tan sólo gozaba de cierto
respeto com o esposa-m adre y fuerza de trabajo, que co n trib u ­
yese al saneam iento de la econom ía dom éstica. El único poder
extraordinario que socialm ente se le atribuía, p ara m ayor des­
gracia suya, era el de tipo sexual, precisam ente en un m edio y
una época, en que tales atribuciones se creían em parentadas
con lo diabólico.
Así las cosas, cualquier m u jer no casada (viuda o soltera),
dedicada a tareas no dom ésticas (máxime, si éstas no le p ropor­
cionaban m edios para ev itar su dependencia económ ica de la
com unidad), y /o de la que se supusiera o sospechase tuviera tra ­
to sexual, fuera del m atrim onio, se convertía antes o después, en
blanco de tem ores y recelos p o r p arte de sus convecinos y au to ­
ridades.
Coincidiendo con ésto, la literatu ra dedicada al tem a, ratifica
que las m ujeres acusadas de b ru jería, eran en gran p arte viejas,
pobres, provenientes del m edio ru ral, carentes de prestigio so­
cial y cuyo com portam iento resultaba «especial», tan to en cuan­
to a sus ocupaciones, como al contacto con la esfera sexual y
productiva (24). En m uchas ocasiones, el hecho de que se diese
una sola de estas circunstancias podía provocar el recelo, tras
el cual, surgían la acusación y la denuncia (25).
Al igual que algunos au to res refieren p ara Inglaterra, en la
m ayor p arte de E uropa solía d arse el hecho de que cualquier
anciana, viuda y carente de m edios propios para subsistir, supo­
nía una carga p ara la ya difícil econom ía de la com unidad; si
ésta le era hostil (circunstancia nada infrecuente), no le queda­
ban otros recursos, que buscarse un medio de vida «peculiar»
(marginal, diríam os hoy), alejarse de las «buenas» gentes y unir­
se quizá a otros-as en su m ism a situación. Una conducta sem e­
ja n te creaba inquietud, provocando fácilm ente las m urm uracio­
nes y las tensiones. No se tardaba mucho en atrib u ir, al perso­
naje en cuestión, todo tipo d e anorm alidades y desgracias de la
vida com unal, quizá com o expresión inconsciente del sentim ien­
to de culpa, por h ab er originado su exclusión y el tem o r conse­
cutivo a posibles venganzas de la persona m arginada (26). Todo
ello, tard e o tem prano, cristalizaba en acusaciones firm es de
b rujería y en las delaciones correspondientes, dadas las exigen­
cias continuas que los tribunales del Santo Oficio hacían a la
población.
Veamos ahora, cuales eran las prácticas a q u e se dedicaban
este tipo de m ujeres.
R esum iendo los hallazgos de los estudiosos del tem a, las
consideradas b ru jas eran ex p ertas magas, hechiceras, p arteras
y sanadoras, prim ordialm ente. Pero p o r paradójico que resulte,
lo cierto era, que estas actividades surgían de u n a serie de ne­
cesidades ap rem ian tes de las capas populares, en tro n cad as so­
bre todo, con el cuidado de la salud, es dccir, con la m edicina,
en sus d istin tas facetas.
Las m agas, b ru jas o cu ran d eras fueron, d u ran te m ilenios, los
únicos m édicos del cam pesinado ru ra l y de los ciudadanos po­
bres (c incluso de m iem bros de las clases poderosas). Sus cono­
cim ientos eran considerables sobre farm acología y rem edios de
diversa índole, basados en el conocim iento exhaustivo de plantas
y hierbas (filtros, ungüentos, pócim as, jarab es, etc.) (27); tra u ­
m atología (reducían luxaciones, com ponían fra ctu ras y a rtic u ­
laciones, aliviaban traum atism os, etc.; ginecología (atendían en­
tuertos, em barazos y partos) c incluso nos atrevem os a decir,
sobre psicología, ya que no puede in terp retarse de o tra m anera,
la utilización y necesidad de los servicios de celestinas y tro ta­
conventos que pueblan la E dad Media, cuyas características
conocerem os perfectam ente hoy, gracias a la lite ra tu ra y que
gozaban de un am plísim o sa b er em pírico sobre las personas, sus
sentim ientos y reacciones, que m anejaban con m aestría indu­
dable.
Pero la m edicina com enzó a ten er un c a rá cte r académ ico ex-
cluivam ente. a p a rtir del siglo Xlli, bajo los auspicios de la Igle­
sia y las clases dirigentes, que exigían q u e los conocim ientos
m édicos fuesen adquiridos en las universidades (28); a ellas,
sólo podían acceder los varones de los estra to s acom odados (29).
Esto, unido al deseo de sofocar la influencia de la práctica m é­
dica y de todo el sa b er que árab e s y m usúlm anes habían alcan­
zado en E uropa, condujo a los Papas Inocencio IV y G regorio IX
a im poner el uso del latín en las universidades francesas, prohi
biendo el rom ance y el hebreo, en general (30). Así. la m ayoría
de los sanadores ju d ío s y m oros com enzaron a ser perseguidos
y discrim inados, en tanto cu ajab a el plan general p ara su expul­
sión. De la m ism a m anera, puede decirse que, e n tre finales del
siglo xiv y com ienzos del siglo xv, quedó concluida toda la cam ­
paña de los m édicos profesionales, co n tra las san ad o ras cultas
de las ciudades (31).
De esta form a, se crearon dos castas bien precisas: la de los
cristianos ricos y cultos, q u e podían acceder a las universidades,
para convertise en m édicos de las clases, asim ism o ricas y cultas
y la de las sanadoras y sanadores, cu ran d eras y hechiceras, que
utilizarían su am plio acervo em pírico en favor de las clases po­
pulares y cam pesinas. Viene a establecerse así la distinción e n ­
tre la m edicina «m asculina», que perm anece en estrech a alianza
con la ley y con Dios, y la magia, la hechicería y la superstición
«femeninas», sum ergidas, de lleno, p o r esas leyes y en nom bre
de ese Dios, en la herejía. Y au n q u e la caza de b ru jas no eii-
minó p o r en tero a los sanadores, los desacreditó p o r com pleto
an te la incipiente clase media, com o gentes ligadas a prácticas
sospechosas e ilegítim as.
Pero aún hay m ás: esta clase m édico-m asculina, nacida me­
diante o gracias al ejercicio del poder, tuvo tam bién un papel
protagonista en los procesos de b ru jería. Al e n tra r a dirim ir
como expertos y a petición de los jueces del S anto Oficio, qué
enferm edades estab an provocadas p o r m edios n atu rales o no
naturales (hechicería, etc.), eran los que, en últim o extrem o, de­
cidían el destino de infinidad de m u jeres. Pasados los siglos,
decidirán sobre el destino de infinidad de enferm as m entales.
E n cuanto a las m u jeres jóvenes, procesadas p o r b ru jería,
la m ayor p arte de los relatos de juicios que han quedado tra n s­
critos, vienen a referirse a aquéllas que hacían uso de la sexua­
lidad «indebidam ente» (32); m u jeres so lteras q u e habían coha­
bitado, casadas que lo hicieron fuera del m atrim onio, o tra s que
habían m antenido tra to con casados o habían concebido sin
e sta r desposadas, o ab o rtad o (fuese cual fuese su estado civil),
significaban el grueso de las que unas veces fueron considera­
das posesas, y o tra s b ru jas, sin que los lím ites e n tre am bas de­
nom inaciones se m antuviesen claros jam ás. C ontra las prime-
ras, sólo se disponía del exorcism o, co n tra las segundas y las
posesas «dudosas», la horca y la hoguera eran la única solución
(a no ser que an tes hubieran perecido p o r ahogam iento tra s una
ordalía del agua (33). Y en un as y o tra s ocasiones, los tales ju i­
cios no hacían sino serv ir de co b ertu ra a in tereses de índole
muy diversa (34).
Teniendo en cuenta el p an o ram a de la época, descrito h asta
el m om ento, no es difícil im aginarse, au n q u e sea de m anera
aproxim ada, el significado, naturaleza y función de los sabbats.
Sin duda, y au n q u e puedan ex istir o tro s m uchos m atices,
eran el em ergente de una serie de necesidades sexuales, políti­
cas, religiosas e incluso culturales, que la rígida e stru c tu ra so­
cial im perante, obligaba a expresar, de m anera clandestina. No
es tem erario suponer, que sem ejantes fiestas o conciliábulos
fuesen utilizados p o r los disidentes y /o m arginados, gentes de
d istintas razas, confesiones, creencias y tendencias políticas,
p ara d a r culto a su s dioses, d isc u tir e in tercam b iar inform ación
de todo tipo, e incluso organizar revueltas; es posible que cu­
randeras y magas acudiesen, ju n to con sus «parroquianos» y
«parroquianas», p ara sanar, proporcionar filtros, p ro cu rar abor­
tos de niños concebidos en adulterio, incesto o pobreza, a la par
que hom bres y m ujeres de la com arca diesen rienda suelta a su
sexualidad (35).
La im aginación, la envidia, el rencor y la angustia, que, m e­
diante sus proclam as, encendía la Inquisición en las alm as de
los «buenos» ciudadanos, ju n to con los m étodos q u e sus trib u ­
nales auspiciaban, p ara provocar la delación y llevar a cabo el
castigo de los inculpados, com pletaban el m onstruoso cuadro
de caza de herejes y b ru jas, que asoló E u ro p a d u ran te cientos
de años (36).
E n resum en, el scxocidio que supuso la caza de b ru jas, no
fue, sino una inm ensa cam paña terro rista, o rq u estad a p o r el
poder civil y eclesiástico, que culm inó en la m asacre de cientos
de m iles de m ujeres. Estas, sirvieron de chivos expiatorios a
una sociedad em inentem ente sexista, im buida de la infalibilidad
de sus esquem as y que atra p ad a p o r la inadecuación de los m is­
mos. descargó el peso de sus erro res sobre las espaldas de aque­
llas infelices, que, con su conducta, ponían en entredicho la in-
cuestionabilidad de las reglas del juego. El odio que despertaron,
no sólo de cara al poder, sino incluso respecto a sus coetáneos
se basaba en cinco pilares fundam entales: 1) eran m ujeres, en
una sociedad que despreciaba a la m ujer; 2) p o r su edad, habían
perdido su encanto físico, su posibilidad de p ro crear y de repo­
n e r la fuerza de trab ajo en el ám b ito del hogar; 3) hicieron uso
de su sexualidad, fuera de los lím ites prescritos y aprobados
socialm ente; 4) se reunían y form aban grupos, y 5) lograban
vivir autonóm am ente, dedicándose a actividades no dom ésticas.
Pero todo ello, que h ubiera podido ser el germ en de una
autén tica revolución social, fue ahogado en sangre. Algo m ás
tard e los m iem bros de este m ism o grupo hum ano, no lo b astan ­
te aniquilado, al parecer, fueron retom ados por la h isto ria m as­
culina recibiendo el nom bre de «locas» en lugar del de «brujas».
Y así como la creencia en las b ru jas, incitaba y favorecía, no
sólo su persecución y caza, sino su «aparición», andando el tiem ­
po y con el auge del concepto de enferm edad m ental, irá abun­
dando el núm ero de conductas, que se hacen sospechosas de
su frirla, y surge la necesidad de reconocerlas, tra ta rla s de form a
especial y excluirlas socialm ente.
DE LA BRUJERIA A LA PSICOPATOLOGIA

La nueva organización social, surgida de la Edad Media, creó


el am biente propicio para canalizar, p o r o tras vías, las in q u ietu ­
des individuales y sociales.
No o b stante p ersistir la caza de b ru jas h asta el siglo x v iii ,
ya en el siglo xvn, se habían alzado voces, como la de Girolano
Cardano. que consideraban a las b ru ja s com o viejas m endigas,
cuya conducta estaba m otivada p o r la m iseria, las privaciones
y el ham bre (37).
A m edida que a finales del siglo xvii, la nueva actitu d cien­
tífica había com enzado a incidir en el estudio de la b ru je ría y
la demonología, y los m édicos recogían detalladas histo rias clí­
nicas de endem oniados, com enzó a hablarse de fisiología y pato­
logía de estos casos. O tras voces, las m ás, fueron pronuncián­
dose en el sentido de Johan W eyer (consideraba a las b ru jas
como a viejas de escasa o p ertu rb ad a inteligencia, a las que el
diablo engañaba) y com enzaba a tran sm u tarse el significado de
«bruja», p o r el de «enferm a m ental». Asi se expresaron Tuke y
más adelante O tto Snell y K irchoff, quienes afirm aban que
eran la paranoia, la histeria, la dem encia senil, la epilepsia y la
melancolía, los procesos q u e padecieron las m ujeres acusadas
de b ru jería (38). En la actualidad, dicha teoría todavía encuen­
tra determ inados portavoces (39).
Una m itología sucedía a o tra, una interpretación su stitu ía a
la anterior, y m ientras tan to , continuaban olvidándose los con­
dicionantes que m otivaban sem ejantes actitudes, diversas a las
del com ún de las gentes, así com o se ocultaba el significado de
las m ism as, de cara a la com plejidad y características que eran
peculiares de la época y la sociedad en que surgían. Confundi­
das de esta m anera las consecuencias (tratam ientos sim ilares,
aplicados a unas y o tras m ujeres), con las causas, hom ologáron­
se, burdam ente, unos casos y otros.
No debem os olvidar que, a lo largo del Renacim iento y a fi­
nales de la Edad Media, el concepto y el tratam ien to de la en­
ferm edad m ental derivan, todavía, de las ideas de la antigüedad
clásica, m odificadas a lo largo de gran p arte del período m edie­
val. a consecuencia de los dogm as teológicos y las creencias
populares, prim ordialm ente. De esta m anera, los m édicos sus­
tentaban aún la idea de que, las causas de los trasto rn o s psíqui­
cos podían se r tanto natu rales, com o sobrenaturales. Una en­
ferm edad a la q u e se le aplicaban rem edios natu rales, p o r creer
que natu ral era su etiología (basada ésta en los conceptos de la
teoría hum oral), era considerada, al cabo de cierto tiem po de
p ersistir y sobre todo si tom aba un curso o evolución descono­
cidos, como enferm edad de causa sobrenatural, en cuyo caso
corría una su erte sim ilar, en cuanto a su terapéutica, que los
casos de posesión o em brujam iento. Para unos y otros, los re­
m edios últim os eran el exorcism o y /o las peregrinaciones a de­
term inados santuarios, prom ovidas y costeadas con frecuencia,
p o r las autoridades civiles y religiosas.
En últim o extrem o, la horca y la hoguera, debieron recibir
sin duda un cierto núm ero de locas y locos pobres, como tantos
o tro s com pañeros de infortunio y m iseria, no porque b ru jas y
herejes fueran enferm os m entales, sino porque los prejuicios
inarginadores sobre todos ellos eran sim ilares, los medios para
discernir, en tre unos y otros, escasos, y porque, a fin de cuentas,
iodos ellos pertenecientes a la casta de los desposeídos, resul­
taban víctim as propiciatorias, para prom over catarsis y escar­
m ientos populares, que aliviasen las tensiones m últiples de la
época y m antuviesen las riendas firm es en m anos del poder.

LA RAZON SE CONVIERTE EN MEDIDA


DE TODAS LAS COSAS

Es a m ediados del siglo xvn, aproxim adam ente, cuando co­


mienzan a crearse, en E uropa, los prim eros hospitales genera­
les (40). Como afirm a Foucault, el nacim iento de éstos, surge
como respu esta a la crisis económ ica que afectaba al mundo
occidental en su conjunto: desempleo, escasez de m oneda, des­
censo de salarios (41). El ejército de parados y de pobres, al­
canzaba en las ciudades, del diez al veinte por ciento y en los
principados eclesiásticos, o en m om entos de crisis, h asta el
treinta por cien, o m ás (42).
Nos encontram os en los albores de la época de la «razón»,
del capitalism o y del absolutism o. C ualquier form a de irracio­
nalidad. que en la Edad M edia hubiera sido incluida en un m un­
do divino-demoníaco, queda ahora excluida del m undo del co­
m ercio, la m oralidad y el trabajo. A la vez que la razón se erige
en m edida de todas las cosas y la locura se convierte en trasunto
de la irracionalidad y /o anim alidad de los seres hum anos, las
instituciones hospitalarias han ¡do pasando de m anos de la Igle­
sia, a m anos del estado absolutista, si bien religiosos y religio­
sas continúan participando en la gestión de los m ism os y eje r­
ciendo las funciones de custodia y vigilancia de los asilados (43).
La figura del Papa va siendo su stitu id a por la del soberano abso­
luto, quien rige a los ciudadanos como una gran fam ilia de la
que él fuera padre y p atriarca y de cuyos m iem bros exige la
obediencia m ás estricta; quien osara violarla m erece ser som e­
tido con toda severidad, h asta que reconozca su conducta erró ­
nea, irracional (44). Razón y sinrazón se contem plan como actos
dependientes de la voluntad (virtud m oral), de ahí la prescrip­
ción de castigos y sanciones, con que reforzar la voluntad de
aquellos que exhibieran una conducta extravagante o antisocial,
dado que sinrazón venía a ser sinónim o de inm oralidad.
No o b stante ser el m ism o el nivel de irracionalidad, de im ­
productividad, y por tan to de inm oralidad, el destino de unos
y otros locos difería, com o siem pre, según el e stra to económico
del cual procedían.
El cuidado de los enferm os m entales, en este período, corría
a cargo de sus fam iliares y parientes, por lo general, ocupán­
dose de ellos los m unicipios, tan sólo en caso de que 110 existie­
sen allegados, o los locos vagasen por las calles, creando escán­
dalo o significando un peligro p ara la com unidad. Así, los que
poseían bienes, perm anecían con los suyos, m ás o m enos pró­
ximos al ám bito fam iliar, pero cuidados y vigilados p o r perso­
nas, a las que se rem uneraba con tal fin, m ientras que los ca­
rentes de medios, eran enviados a los hospitales o expulsados
a sus países de origen, si no eran naturales del lugar donde se
les capturaba. La com unidad co rría con los gastos de su tras­
lado, siendo trám ite previo y casi siem pre obligado, la cárcel
y los azotes, como m edidas necesarias, desde el punto de vista
correctivo y disciplinario (45).
E sta situación propiciaba que las gentes acogidas en los hos­
pitales, no diferían apenas, en cuanto a sexo y extracción social,
de las que poblaron las m azm orras de la Inquisición. Sírvanos
como ejem plo, los datos que arro ja el H ospital de París, a los
cinco años de su creación: en la S alpétriére se encontraban
1.460 m ujeres y niños de tiern a edad; en la Pitié, 98 m uchachos,
896 m uchachas entre siete y diecisiete años y 95 m ujeres; en
Bricétre, 1.615 hom bres adultos; en la Savonnerie: 305 m ucha­
chos, en tre ocho y trece años; en Scipion, 530 personas (m ujeres
embarazadas, m adres lactantes con sus pequeños). De estas ci­
fras, que significaban en aquella época el 1 p o r 100 de la pobla­
ción. resulta que, casi el sesenta por ciento, estaba representado
por m ujeres y niños. Añadir que, tanto unas como otro s, p e rte ­
necían a los estra to s m ás bajos, resulta innecesario. Aquellas
m ujeres y niños, cuyos destinos perm anecían fundidos (como
ha ocurrido siem pre a través de la historia) era la m asa de po­
blación sobre la que m ás incidía la crisis económica, dado su
com pleto alejam iento de los medios de producción y la nueva
estru c tu ra fam iliar, que iba perfilándose poco a poco.
En este nuevo orden de cosas, la casa, como unidad de pro­
ducción y consum o, que era en la Edad Media, así com o las re­
laciones, el núm ero y com etido de sus distintos m iem bros, va
constituyéndose en fam ilia y adquiriendo los perfiles burgueses,
que serán característicos ya en los siglos x v ili y x ix (46).
En contraposición a la form a medieval, que in ten tab a la di­
fícil com posición de un universo fam iliar autosuficientc, la fa­
milia burguesa va em ergiendo de la disolución de la com unidad
dom éstica; frente a la antigua com unidad de gestión, va inicián­
dose la separación en tre econom ía in tern a (dom éstica) y econo­
m ía externa (de m ercado), en tre espacio fam iliar y espacio de
los negocios, en tre lo público y lo privado (47).
A lo largo de toda la etap a preindustrial, en la fam ilia agríco­
la, artesana, textil, etc., el padre de casa se convierte, adem ás,
en patró n del resto de fam iliares consanguíneos, así como de
los aprendices y aún de los pocos siervos que pudiera tener,
em pleados todos ellos, en labores auxiliares de la tarca sobre
la que se sustenta la econom ía fam iliar. No poca im portancia
tiene, en todo este proceso, el papel representado p o r la Iglesia
a través del Concilio de T rento, en el que se sanciona la legiti­
m idad de la elección libre, la sacram entalidad del m atrim onio y.
por tanto, la indisolubilidad del mismo; con ello se funda el
contenido ético y m etahistórico de la fam ilia, en tan to que el
m atrim onio posee, en realidad, un c a rá cte r contractual, de cara
a acrecen tar unos bienes económ icos, que engrosan, sobre todo,
a p a rtir de la «inversión» que significa la dote de la esposa. En
cuanto a la libertad de elección, en tre los fu tu ro s cónyuges, ésta
era una p u ra ficción ideológica de principio a fin. La fam ilia así
fundada (casi siem pre a p a rtir del com prom iso previo en tre las
fam ilias de los contrayentes), tendía a la acum ulación de bienes
transm isibles hereditariam ente, y proporcionaba al hom bre una
autonom ía de m arido-padre-propietario, que ejercía despótica­
m ente su au to rid ad y negaba autonom ía alguna a la esposa e
hijos, dependientes de él social y económ icam ente (48). En este
tipo de form ulación fam iliar, la m u jer se veía cada vez más
constreñida a un papel de esposa y m adre. Ni que dccir tiene,
que, sem ejante evolución, afectaba a las clases más depaupera­
das. no en cuanto al cam bio de estru cu ra fam iliar (pues la ausen­
cia de bienes convertía en superflua sem ejante sofisticación),
sino en cu an to al concepto absolutam ente negativo, que sobre
éstas poseían y expresaban, cada vez con m ayor fuerza, las ca­
pas sociales m ás aventajadas (49). No obstante, incluso a los ni­
veles m ás precarios, la figura m asculina era sinónim o de au to ­
ridad.
En este tiem po pues, en que los com portam ientos consecuti­
vos a los conflictos sociales, políticos y económ icos, se definen
m ediante adjetivos de significado ético, la m u jer puede resu ltar
asilada p o r tres m otivos fundam entales: 1) cuando se revela
contra el orden fam iliar-patriarcal im perante; 2) cuando se ve
excluida de pod er p artic ip ar en el m ism o y, 3) cuando sufre, en
si m ism a, el desequilibrio de poder fam iliar que la victima
especialm ente. En el p rim er sentido, va encam inando el edicto
del 20 de abril de 1690, en París (50); en el segundo, se dirige
la orden de encarcelar (en la m ism a época) a las p ro stitu tas y a
las m ujeres que gobernaban burdeles y que deberían ser reclui­
das en una sección especial de la Salpétridre (51). Respecto al
tercero, nos referim os m ás am pliam ente en páginas suce­
sivas (52).
Cierto, que en Francia se fraguaba la revolución de fin de
siglo, pero tam bién es cierto, que en la Proclam ación de los
Derechos del H om bre no hubo sitio para conceder derecho al­
guno a la m ujer. Rousseau, cuyas ideas ilum inarían a los ges­
tores del proceso revolucionario y trascenderían a través de
todo el siglo xix (y aún hoy perduran), a la p ar que proclam aba
la libertad originaria del hom bre, afirm aba en el Em ilio: «Ha­
brán de se r educadas (las m ujeres), p ara so p o rtar el yugo desde
el principio, para que no lo sientan; para dom inar sus propios
caprichos y som eterse a la voluntad de los dem ás»; al m ismo
tiempo, reforzaba y ju stificab a la exclusión de la m ujer, de todo
tipo de tarcas intelectuales y de toda clase de educación supe­
rior: «la búsqueda de las ideas ab stractas y especulativas, de
los principios y axiom as científicos, de todo lo que tiende a la
generalización, queda fuera del alcance de la m ujer; su s estu­
dios han de ser, com pletam ente prácticos (...) los pensam ientos
de la m u jer (...) deben ser orientados al conocim iento del hom ­
bre (...) pues las obras geniales no están a su alcance» (53).
Y así, aunque la contribución de las m ujeres francesas du­
rante la revolución y sus preparativos, fue innegable y decisiva
a través de todas las clases sociales, en 1793, la Convención Na-
cinal les negaba todos los derechos políticos, a la vez que su­
prim ía los clubs, centros de encuentro y sociedades de m u­
jeres.
En este estado de cosas, no es de extrañar, que, a finales del
siglo x v m , la situación de la S alpétriere (v. gr.) fuera la siguicn
te: «este hospital es, al m ism o tiempo, una casa p ara m ujeres
y una prisión. Acoge m ujeres y m uchachas em barazadas, am as
de leche con sus niños; niños varones desde la edad de siete u
ocho meses, h asta cu atro o cinco años; niñas de todas las eda­
des; ancianos y ancianas casados; locos furiosos, im béciles, epi­
lépticos. tiñosos, lisiados, incurables (...) En el cen tro del hos­
pital hay una prisión para las m u jeres que com prende cuatro
cárceles diferentes: la com ún, p ara las jóvenes disolutas; la co­
rrectiva, p ara las que no se consideran irrem ediablem ente de­
pravadas; la prisión, reservada a las personas detenidas por
orden del Rey; y la «grande forcé» para las m ujeres m arcadas
p o r orden de los tribunales (54).
Cuando a p a rtir de la Proclam ación de los Derechos del Hom­
bre (1790), se da libertad a los ciudadanos internados, quedan
íecluidos, en estrecho y peculiar m aridaje, reos y dem entes:
«(en la Salpétriére) las habitaciones eran aún m ás funestas
(que en Bicétre, asilo p ara h om bres)... ya que en invierno suben
las aguas del Sena (...), las situadas a nivel de las alcantarillas,
se volvía refugio de grandes ratas (...) se han hallado locas con
los pies, las m anos y el ro stro desgarrados por m ordiscos (...).
Las locas atacadas p o r accesos de fu ro r, son encadenadas, como
perros, a la p u erta de su cu arto y separadas de los guardianes
p o r una reja de hierro; se les pasan, en tre los b arro tes, la co­
m ida y la paja, sobre la cual se acuestan. Por m edio de un ras­
trillo. se retira p arte de la suciedad que las rodea» (55).
Pero tam poco parecían gozar de m ejor su erte las m ujeres de
o tro s países y de o tra escala social, que, al parecer, se encon­
traban expuestas al encierro, h a rto frecuentem ente, si tenem os
en cuenta lo que Daniel Defoe escribía en 1728 (56): «Todo me
lleva a denunciar la vil práctica, tan en boga en tre la llam ada
buena clase social (la peor, realm ente), de enviar a sus esposas
a m anicom ios al m enor capricho o disgusto, a fin de verse más
libres en su libertinaje. S em ejante práctica se ha hecho tan
frecuente, q u e el núm ero de m anicom ios privados ha crecido
considerablem ente en Londres y sus alrededores, en los últim os
años (...) Si no están locas, cuando llegan a esas casas horribles,
pronto pasan a estarlo, a consecuencia del sufrim iento y del
b árb aro tra to que allí reciben (...) ¿No es p ara enloquecer a
una persona, dejarla privada de todo, encerrada y tratad a a
golpes repentinam ente, sin ningún motivo p ara ello, sin e sta r
acusada de ningún crim en, ni tener acusador al que en fren tar­
se? (...) ¿C uántas podrán ser todavía sacrificadas, si no se pone
fin rápidam ente a esta m aldita práctica? Tiem blo al pen sarlo ^
Y no o bstante, podem os a firm ar que el siglo x v m , desde el
punto de vista histórico-m édico, representó una cen tu ria espe­
cialm ente coherente y significativa.
Recogiendo los inapreciables hallazgos del siglo an terio r, en
que aparecieron las aportaciones fundam entales de los prim eros
m icroscopistas, asi com o los no m enos im p o rtan tes de Marvey
(sobre el sistem a nervioso), Sydenham y Willis, en tre otros
m uchos pueden considerarse dicho siglo, como aquél en que se
sientan las bases de la m edicina m oderna o científica. En él, se
crea asim ism o el térm ino «neurosis», p o r el m édico escocés
VVilliam Cullen (57), a la vez que en la patología de la segunda
m itad de esta centuria, aparece ya, claram ente form ulado, el
concepto de «enferm edad nerviosa», cuyos antecesores fueron
precisam ente Thom as Willis y Thom as Sydenham . E ste últim o
publicó p o r prim era vez en 1862, un texto esencial sobre la
histeria, en el que realizó la aportación clínica fundam ental de
que, la citada enferm edad, era una especie m orbosa que afec­
taba, tanto a hom bres (hipocondría), como a m ujeres (histeria,
sensu stricto) y ésta, no como consecuencia de trasto rn o s u teri­
nos, sino del funcionalism o nervioso (58). Dicha concepción
tiene, en efecto, un carácter específicam ente m oderno, porque
su form ulación y p o sterio r desarrollo dependió, directam ente,
de los fundam entos típicos de la m edicina «moderna»: la idea
de un principio unitario, regulador del fisiologismo y la nueve,
nosografía inductiva y notativa (59).

LO OUE EL SIGLO XIX TRAJO CONSIGO


A LA MUJER

Muy a grandes rasgos, cu atro acontecim ientos decisivos ja ­


lonan el siglo xix y significan hitos, cuya influencia en la histo­
ria de las m ujeres, perd u ra hasta n u estro s días: 1) la aparición
del Código Napoleónico; 2) el desarrollo de la Ciencia Médica;
3) la incorporación de la m u jer al trab ajo asalariado y 4) la
aparición del M ovimiento Fem inista.
El Código Napoleónico aparece en 1805 y fue adoptado rápi­
dam ente por un sinnúm ero de países, no sólo europeos, sino
tam bién am ericanos, an te los cuales aparecía com o la propia
esencia de la revolución, no o b stan te su contenido absoluta­
m ente lesivo p ara las m ujeres. E n tre o tras circunstancias, éstas
pasaban, una vez m ás. a ser consideradas propiedad privada del
m arido, determ inándose taxativam ente su inferioridad, desde el
punto de vista político, económ ico y social. En v irtu d de que
éste códice sostenía como fundam ental, la prem isa de «una
fam ilia fuerte, en un estado fuerte», tra jo consigo un reforza-
m iento d rástico del poder m arital y una rein terp retació n de la
vida de la m ujer, a través de su función fam iliar, p o r enésim a
ocasión a través de la historia (60). La figura social fem enina,
ritualizada en el Código, es la de la cam pesina o el am a de casa,
esposa del m ilitar de c a rre ra o del propietario burgués; en todo
caso se proclam a: «el m arido debe p o d er decir a su m ujer:
señora, m e pcrteneceis en cuerpo y alm a; ... señora, no saldréis,
no iréis al teatro , no podeis ver a tal o cual persona...» (61).
La ciencia médica. No en vano se ha considerado el siglo XIX
como aquél donde el desarrollo m édico científico se ha dado
con m ás rapidez; sin em bargo, la aceleración sin precedentes
de dicho progreso, no fue sino la continuación del poderoso im ­
pulso iniciado 150 años an tes. Pero la nueva esperanza de la
hum anidad, creada gracias al descubrim iento de las causas bac­
terianas e infecciones de determ in ad as enferm edades, del m ejor
conocim iento sobre la función de los sistem as circulatorio y
nervioso, de la aparición de nuevas especialidades como v. gr.:
la psiquiatría, etc., etc., resu ltó un arm a de doble filo para la
m ujer y en absoluto csclareccdora de su situación. Por el con­
trario. al servicio del sexo y la clase dom inantes, no hizo más
que rein te rp rctarla con nuevos m étodos, pero p artien d o de las
m ism as prem isas ya tradicionales de inferioridad, minusvalía,
etcétera, logrando reforzar gracias a una serie de hallazgos que
debieron s e r liberadores, los viejos prejuicios de siem pre.
No en vano, es el siglo xix, cuando tra ta de fundam entarse,
«científicam ente» la inferioridad fem enina, basándose en deter­
m inadas características cerebrales. E s el período en el que se
encuentra en pleno auge la teoría evolucionista d an v in ian a, a
p a rtir de la cual, surgió de nuevo la tentativa de ju stific a r la
dom inación m asculina, a p a rtir de la superioridad «natural» del
hom bre (62), de m anera que la dependencia creada en la m ujer,
respecto al sab er médico, a lo largo de los siglos, a costa de
m antenerla pendiente de su acontecer biológico (como si éste
fuera patológico) y convencida de que su destino e ra consecuen­
cia de los av atares ocultos de su organism o, logra cotas insos­
pechadas, a través del desarrollo de la ncurofisiología. A ello
debe añ adirse el hecho de que com o quiera que en una sociedad
laica el m édico había venido a su stitu ir, en gran m edida, las
funciones del sacerdote y confesor, asim ism o se había conver­
tido en guía y consejero de gran núm ero de m ujeres, no sólo
desde el pu n to de vista de la salud, sino incluso de la m oral y
su com portam iento en general.
E sta opresión, a través de la tecnocracia científica, aún se
ejercería m ás poderosa, pero m ás sutilm ente, gracias a dos nue­
vas ram as q u e surgidas de la Psicología, vinieron a significar
nuevos elem entos q u e proporcionaron a la conciencia oficial
«garantías»* en cu an to a la inferioridad fem enina: la psicología
médica y la psicología diferencial.
Los térm ino s «psicosis» y «psiquiátrico» fueron introducidos
en un sentido m oderno p o r p rim era vez, en la o b ra de E rn st
von Feuchtersleben The Principéis o f M edical Psychology (1847),
a la vez que aparecían diferenciadas, psicosis y neurosis (63).
Asimismo, los m édicos con p ráctica psiquiátrica, fueron deno­
m inados p o r el a u to r como «médicos psicológicos», o «médicos
psiquiátricos» y «médicos psicopáticos» (64). Sin duda, Feuch­
tersleben fue un adelantado de su tiem po; en tre o tra s cosas,
creía que el su je to nunca d uerm e sin so ñ ar y que estab a segu­
ro de que los sueños poseían con frecuencia un significado psi­
cológico, en ta n to que sus contem poráneos pensaban sobre los
sueños en el sentido de adivinación y superstición. T anto sus
aportaciones, com o las de G riesinger, Pinel, Laennec. Virchovv,
etcétera, hicieron del siglo pasado el vivero científico del actual,
de las enferm edades m entales una de las áreas de m ayor interés
y de la h isteria (adem ás de la hipocondría y la m elancolía) la
enferm edad rein a en tre la neurosis (*), en tan to que C árter,
W erner, C harcot, Jan et, B reucr y otro s, sus m áxim os paladines,
servirían de puente h asta Freud y el psicoanálisis.
La psicología diferencial. La psicología experim ental, sea su
su jeto el hom bre o el anim al, es esencialm ente u n a psicología
general: busca «leyes» válidas p ara toda la especie hum ana y
hasta p ara el co n ju n to de los seres vivientes. Pero si se consi­
deran grupos diferentes de individuos (por ejem plo los hom bres
y las m ujeres), y aún individuos diferentes, se advierte que to­
dos los grupos o todos los individuos, no se ad ap tan de un m odo
igual, a un m ism o cam bio de las condiciones del m edio. La
«ley», la relación válida, en su form a general p ara toda la es­
pecie, se diversifica e n tre ciertos lím ites, cuando se consideran
sucesivam ente individuos particulares. El estudio de esas dife­
rencias individuales constituye el o b jeto de la psicología dife­
rencial (65).

(é) E n ta n to q u e la a c titu d d e S y d en h am fue h acia la h is te ria , com ­


p ren siv a y la d e F eu ch tersleb en d e e m p a tia li a d a los p a c ie n te s, en los
e sc rito s d e G risin g er se a d v e rtía la c e n su ra c o n s ta n te fre n te a los trazo s
q u e el co n sid era b a neg ativ o s, en q u ien es p a d e c ía n la e n ferm ed ad : m alicia,
envidia, ten d en cia al p ecad o y la d ecepción, etc. Al m ism o tie m p o la
idea ex p resad a en el siglo x v m d e q u e la h iste ria e ra u n a en ferm ed ad
nerviosa fue d esap arec ien d o y ced ien d o lu g a r n u ev am en te a la etio lo g ía
u te rin a o genital q u e en el siglo x ix , c o n ta b a co in o m ay o ría a s u s ad ep to s.
( I i.z a V e i t h : Ob. cit.)
A mi juicio, los m étodos psicom étricos, surgidos de ella, no
vinieron a m o strar, en cu an to a las características diferenciales
en tre am bos sexos, nada que todos no tuvieran ya de tiempo
a trá s an te su vista, creando no o b stan te la ilusión y /o la certe-
za, de que se asistía gracias a la exactitud y concisión de sus
resultados, en cifras m atem áticas, al descubrim iento de la «esen­
cia» y el «eterno femenino», inm utables.
«Niego que nadie pueda conocer la naturaleza de los dos se­
xos, en tanto en cuanto, sólo han sido estudiados en su relación
recíproca actual», escribía J. S tcw art Mili hace cien años (66).
Pero m ejo r era acallar las deficiencias del m étodo, creado por
la cu ltu ra y el sexo dom inantes, asi com o las voces de quienes
se oponían a la co rrien te m ayoritaria, que a d m itir resultados
que cuestionasen las prem isas, sobre las q u e seguir basando el
statu-quo, establecido en tre los sexos.
Las p ru eb as psicom étricas m ostraban, que, la m u je r tenia
m enos capacidad creadora, iniciativa, autocontrol, agresividad,
capacidad de abstracción, independencia, etc., a la vez que po­
seía una m ayor intuición, com prensión, paciencia, afectividad,
sensibilidad, q u e el hom bre; ¿y qué o tra cosa cabía esperar,
después de u n a socialización de siglos, p ara o b ten er estos re ­
sultados? P or añadidura, p ara los psicólogos que identifican las
«normas» de la conducta hum ana, con la conducta m asculina, la
m ujer siem pre ofrecerá anorm alidades peculiares en algún sen­
tido.
Pero los bienpensantes de la época, que, com o los de siem ­
pre, son los carentes de ideas propias y en consecuencia se
adhieren al pensam iento hegcmónico, aplaudieron entusiasm a­
dos an te el hallazgo, que confirm aba incuestionablem ente (para
ellos) su s sospechas, y ratificaba una vez m ás su convencim ien­
to, respecto a la subvalía fem enina. Para ello, desoyeron in­
cluso, las observaciones de los propios pioneros del m étodo psi-
com étrico:
Ribot, había afirm ado: «Es una ilusión creer, que porque
se utilicen procedim ientos m atem áticos, se llegue a una certeza
m atem ática.»
Jan et, advertía: «las cifras son lo que ha causado la pérdida
de los tests».
«La estadística no da nada, que no sea mediocre», añadía
B inet (67).
El psicoanálisis. Son infinidad los artículos, capítulos, libros,
ensayos y conferencias que se han expuesto, desde q u e Freud
comenzó a publicar sus observaciones, h asta n u estro s días.
Com oquiera que asim ism o, tam bién yo he referido en algún
otro lugar mi opinión sobre el tem a (68). dedicaré unas breves
puntualizaciones sobre el m om ento histórico de aparición e in­
fluencia, así como su relación m ás directa en cuanto a la m ujer.
liza V eith en su libro Histeria, refiere que: «R obert Bru-
denell C árter (1828*1918), un contem poráneo de G riesinger (...)
escribió sobre las enferm edades m entales, en general, y la his­
teria, en particu lar, con ideas de tipo psicodinám ico, tan estre­
cham ente sem ejantes a las de Freud (antes de que éste naciera),
que la m era coincidencia e n tre un as y o tras, resu lta b astan te
alarm ante (69). A parte esta posible fuente de influencia, tras la
m uerte de C harcot (1893) su d o ctrin a sobre la h isteria y el hip­
notism o, se enco n traro n en una situación critica. Al d em o strar
B em heim , el origen puram ente sugestivo de la semiología adu­
cida p o r la S alpétriére, aparecía com o insostenible la teoría
de Charcot, de red u cir el hipnotism o a una m anifestación pato­
lógica de c a rá c te r histérico. Todo ello obligó a una revisión re s ­
pecto a la concepción teórica de las neurosis, de su clínica y de
su tratam ien to (70). Dos figuras se destacaron fundam entalm en­
te: una a causa de sus aportaciones en el cam po de la neurolo­
gía: Babinski; y otra, en el de la psicología: Janet; (Paul Du-
bois y Jules-Joseph D ejerine, pasarían a la historia, a conse­
cuencia de sus aportaciones sobre la renovación en el tra ta ­
m iento de estas afecciones en Francia). Fue precisam ente P ierre
Janet, quien encabezó la nueva concepción de las neurosis, desde
el punto de vista psicogénico y sus estudios fueron lo bastante
lejos, como p ara que percibiese como u n a confirm ación de los
mism os, los E studios sobre la histeria, publicados en 1895, en
Viena, p o r J. B reu er y Freud (71); no obstante, el fundador del
psicoanálisis siem pre rechazó la posible influencia de Janet, si
bien consideró q u e tanto B reuer, com o él mismo, eran discípu­
los de Charcot.
No es mi intención, negar la contribución decisiva q u e p arte
de la teoría freudiana significó, p ara una m ejor com prensión de
los procesos psíquicos, tan to norm ales como patológicos y cómo
su técnica vino a posibilitar un ab o rd aje de ro stro hum ano (ya
iniciado p o r sus predecesores) en cuanto a los problem as de
determ inados enferm os m entales, pero p o r lo que se refiere a la
m ujer, no hizo sino in te rp retar, psicologizándolos, co m p o rta­
m ientos y características fem eninas atrib u id as a la biología, ex­
clusivam ente, si bien todos conocem os, que Freud fue un fiel
defensor del determ inism o biológico (72). De una lectura bioló­
gica, pasam os pues, a una lectura psicológica; en tanto, el texto
de «lo femenino» perm anece intacto.
No recuerdo cuantas veces habré leído la frase de que:
«Freud fue un hijo de su tiempo» o «consecuencia de su época»,
pero lo cierto es que, siem pre, sem ejante aseveración m e ha
producido desde un cierto m alestar, h asta un decidido rechazo.
Son afirm aciones esgrim idas en general p o r los pusilánim es o
los reaccionarios, pues todos sabem os que una época, no es un
período de tiem po absolutam ente lineal, homogéneo e idéntico
en su desarrollo, sino una sucesión de acontecim ientos, una
relación dinám ica y com pleja e n tre situaciones y condiciona­
m ientos heredados, que unas veces llegan a extinguirse y otras,
antes de hacerlo, dan vida o enlazan con el nacim iento de descu­
brim ientos nuevos o aportaciones originales.
Cuando insistentem ente se apela a la era victoriana, como
caldo de cultivo que perm itió el nacim iento del germ en psico-
analitico, ni estam os siendo precisos, desde el punto de vista
histórico, ni tenem os en cuenta que las ideas de F reud no n a­
cieron p o r generación espontánea, ni querem os asu m ir que den­
tro de su época, Freud. com o cualquier ser hum ano en la suya,
asum ió una postura determ inada, que en su caso fue conserva­
dora, en lugar de crítica o progresiva. Enfocó la vida, las gen­
tes, y sus problem as p o r tanto, desde el patriarcalism o burgués
y desde el sexismo consecutivo a ellos y desde esc m ism o punto
de referencia, analizó las consecuencias negativas que sem ejante
sistem a producía, proponiendo m edios para ad ap tarse m ejo r al
mismo.
Aunque ya en 1908, A dler había expresado que el com plejo
de Edipo, era culturalm ente específico del capitalism o (73). la
idea del padre y el hom bre au to ritario (patriarca) era tan fuerte
en Freud, que no fue capaz de concebir una sociedad altern ati­
va, a p esar de que an te sus o jo s desfilaban a d iario las fu ertes
contradicciones surgidas e n tre hom bres y m ujeres que rep re­
sentaban. respetuosam ente, los roles sexuales tradicionales.
C onscientem ente de espaldas al m arxism o (74) y al fem inis­
mo (75), pujantes en la Viena en que él perm aneció la m ayor
p arte de su vida, creó u n a ciencia que, como cualquier o tra que
investiga aspectos parciales del sistem a hegemónico, dejando in­
tactas las estru ctu ras básicas, vino a convertirse en un in stru ­
m ento m ás de la clase y el sexo en el poder, proporcionando a
am bos, los m edios p ara su b san ar ciertos aspectos deficitarios
del mismo, prestándole de este modo la posibilidad de m ejo rar
una imagen, tras la cual, co n tin u ar ejerciendo u n a opresión
incluso m ás intensa, pero m ás sutilm ente encauzada, facilitando
así la perpetuación de ese sistem a de clases y sexos.
A m ayor abundam iento, a lo largo de toda su vida, el funda­
d o r del Psicoanálisis se consideró incapaz de com prender en
profundidad a la m ujer (76). Esa afirm ación disculpa, en cierta
medida, su torpeza respecto a ella, aunque por supuesto agrava
su petulancia al in sistir una y o tra vez en in terp retarla. Cuando,
a consecuencia de la especial ceguera que le caracterizó para
los fenóm enos sociales y culturales, creía e s ta r encontrando la
«auténtica» psicología fem enina, el hallazgo no era o tro que el
de las características im presas p o r las norm as y las condiciones
de una determ inada cultura, y cuando creía e s ta r «curando» a
sus pacientes histéricas, lo que llevaba a cabo, en realidad, era
<.limar las aristas de esa estaca cuadrada que e ra la m ujer,
para poderla in tro d u cir en el orificio circu lar que es la civili­
zación» (según la gráfica y significativa expresión freudiana).
De esta m anera, la visión de Freud, reforzadora de la ideología
dom inante, vino a significar un nuevo cepo, en que la m ujer
cayó atrap ad a, sufriendo sus consecuencias h asta nuestros
días (77).
l a Revolución Industrial. Las condiciones de vida creadas
por la industrialización, trajero n consigo cam bios profundos y
decisivos, que afectaron a las m ás fundam entales e stru c tu ras
de la sociedad. Dentro de la fam ilia p atriarcal y a nivel de pro­
letariado y pequeña burguesía, los nuevos condicionam ientos
económicos, obligan a salir a la m u jer del ám bito dom éstico y
a ganar un salario (si bien p ara gran p arte de las m ujeres de
las clases populares, ello no constituyó una novedad en sí), con
lo que la imagen y la au to rid ad m asculinas sufren un golpe de­
cisivo. Una nueva dinám ica se inicia im posible de retro traerse
nunca m ás, a su punto de p artid a : la m u jer accede al m undo
del trab ajo rem unerado.
Las fam ilias pequeño burguesas, muy oprim idas p o r el enca­
recim iento de la vida diaria, se encontraron incapaces de equi­
lib rar el lastre que suponían varias bocas fem eninas a la mesa,
más alguna que o tra dote para la boda o el convento, y así,
la «señoritas» com enzaron a salir de casa, no sólo a m isa o la
visita, sino hacia las oficinas y los em pleos, eso sí, un tanto
despreciados ya por los hom bres (m ecanógrafas, institutrices,
telefonistas, em pleadas de biblioteca, etc.), pero que perm itían
m antener con cierta dignidad, la apariencia a que su statu s les
obligaba.
A nivel del proletariado, las m ujeres ju n to con los niños (a
p a rtir de los 6 años), pasan a o cu p ar m asivam ente el puesto de
obreras en las fábricas, trab ajan d o d u ran te catorce o quince ho­
ras, salvajem ente explotadas p o r los patronos, con salarios de
ham bre, que, en el m ejor de los casos, alcanzaban el 20 ó 30
p o r ciento del conseguido p o r los trab ajad o res hom bres y de-

\
jando su vida, no pocas veces, al pie de los telares o en el banco
de costura.
Por encim a de las m ujeres de am bos estrato s, va perfilándo­
se, cada vez con m ayor nitidez, la «señora» de la alta burguesía,
la esposa del rico, q u e vive u n a existencia vacía y p arásita, gra­
cias a la plusvalía que los negocios de su m arido extraen de
sus herm anas de sexo, y en to rn o a todas ellas, la doble m oral
de clase y de sexo, se introduce p o r todos los rincones, abarcan­
do incluso los conceptos de salud y enferm edad, ya no sólo entre
hom bres y m ujeres, sino e n tre las m ujeres pertenecientes a los
distintos estra to s socioeconómicos.
Ya hem os advertido en páginas anteriores, cómo la clase
m édica ha estado al servicio, cuando no aliada, a las clases do­
m inantes y cóm o las nuevas aportaciones científicas incidieron
en la vida de las m ujeres, reforzando los criterio s de inferiori­
dad fem enina no sólo a nivel físico, sino psíquico.
Es el siglo xix, en el que, según los escritos y docum entos
legados p o r esos m édicos y esos científicos, las m u jeres p erte­
necen a dos castas, tam bién diferentes, a la hora de enferm ar.
La biofisiología fem enina vuelve a ser fuente etiológica de
todo disturbio. Las m ujeres de la burguesía, viven encam adas
los dos tercios de su vida p o r consejo médico, dado que éste
considera, que sólo el reposo puede aliviar las indisposiciones
constantes a que la m enstruación, el em barazo, los p arto s, la
lactación, y la m enopausia, som eten a esas frágiles, delicadas y
tontas m u jercitas, sem ejantes a m uñecas enjauladas en tre ba­
rro tes dorados (78). A costa de éstas infelices hundidas entre
encajes, perfum es, jaquecas, pócim as, desmayos, ad u lterio s m a­
ritales, frigideces y m aternidades obligadas y placer prohibido,
un enjam b re de doctores cazan al vuelo hipocondrías e histerias
sin fin (79). En qué m edida estas m ujeres de las clases a fo rtu ­
nadas estuvieron realm ente enferm as, es im posible saberlo des­
de n uestra perspectiva, a consecuencia de la en m arañada red
tejida en tre las enferm edades iatrogénicam cntc adquiridas y los
peligros reales a que p arto s y puerperios las som etían realm en­
te, am én de los estragos que la tuberculosis causaba (80). Char
lotte P erkins Gilman, fem inista y econom ista norteam ericana,
llegaba a la am arga conclusión de que sus co m p atrio tas «habían
generado una raza de m ujeres, lo b astan te débiles p ara ser con­
ducidas com o inválidas, o lo b astan te estúpidas, como p ara apa­
re n ta r serlo» (81).
Además y como quiera q u e en el siglo xix, las m ujeres m é­
dicos todavía no tenían acceso a la práctica hospitalaria, la ac­
titud de los m édicos varones reforzaba toda clase de prejuicios
sobre el sexo fem enino, con lo cual, las m antenían alejadas de
toda com petencia posible y se afianzaba en la cúspide de un
poder que se sustentaba sobre las m ujeres, ya como pacientes,
ya como auxiliares de su práctica (82).
Dos poderes m asculinos fundam entales se confabulaban en
tom o a las m ujeres ricas (el m arido con su dinero y el médico
con su avidez de ganarlo), p ara no p o d er salir de ese círculo
vicioso de enferm edades o pseudoenferm edades físico-psíquicas,
que en el peor de los casos acababan o hacían un alto obligado
en el cirujano, siem pre dispuesto a ex tirp ar aquel ú tero o aque­
llos ovarios (o am bos dos) de los q u e provenían los disturbios,
que hacían languidecer a las pobres señoras, y que podían con­
ducirlas hasta la locura. De paso, tam poco estaba de m ás ex tir­
par el clítoris, fuente de excitación y voluptuosidades peligro­
sas (83).
Las indicaciones de las ovariectom ías eran de lo m ás diver­
sas: alim entación excesiva, carácter quejum broso, m asturbación,
intento de suicidio, tendencias eróticas, m anía de persecución,
am enorrea o sim ple tendencia a la coquetería o el enredo am o­
roso, o fuerte ap etito sexual. Según el Dr. B attey, cuando aque­
llas indisciplinadas m u jeres eran devueltas a sus esposos, un
cam bio total se había producido en ellas; gracias a la interven­
ción, se habían vuelto: tratables, ordenadas, industriosas y lim­
pias. E sta nueva caza de b ru jas no quem ó ni ahogó, sino que
castró, a m iles y m iles de m ujeres a lo largo de 30 años.
Y m ientras tanto, ¿cuál era la vida y la enferm edad de las
m ujeres pobres, de las obreras?
«Hay que h ab er visto de cerca los hogares o breros, para
hacerse una idea de la desgracia que sufre el m arido, del sufri­
m iento que padece la m ujer. De los reproches, de las injurias,
se pasa a los golpes, después a los lloros, al desaliento y a la
desesperanza. Después de las agudas tristezas causadas p o r el
m arido, vienen los em barazos, las enferm edades, la falta de tra ­
bajo y la m iseria, la m iseria que siem pre está clavada en la p u er­
ta, como una cabeza de Medusa. Añadid a todo ésto, la irrita ­
ción perm anente causada p o r cu atro o cinco niños chillones,
revoltosos, que están dando vueltas alrededor de la m adre, y
esto en la pequeña habitación del obrero , donde no hay lugar
p ara moverse» (84).
Por m uy enferm as o desfallecidas que pudieran e sta r las
m ujeres del proletariado, no tenían ni tiem po, ni dinero para
ren d ir culto a la invalidez. Los em pleadores jam ás concedían
días libres p ara el em barazo, el cuidado de los hijos y menos
para el m enstruo; un día de ausencia en la fábrica significaba
el despido (85). Los médicos, solícitos y benévolos para las en­
ferm edades de las acom odadas, no tenían tiem po que dedicar
a las trabajadoras, que m orían de tuberculosis, disentería, en­
ferm edades venéreas, peste, ham bre, extenuación y toda clase
de epidemias.
Sin em bargo, y de m anera fraudulenta, la burguesía afirm aba
que las m ujeres trab ajad o ras (al servicio de los ricos en sus ca­
sas, talleres, em presas o haciendas) eran m ás sanas y robustas
que las señoras, debido a su «constitución» y a las virtudes del
trabajo, aunque, p o r o tra parte, su torpeza y su ignorancia «na­
turales» nunca les perm itían salir de su situación de servidum ­
bre y pobreza (86). Mil contradicciones, ensartadas unas tras
otras, 110 eran suficientes p ara d a r una explicación lógica al h e­
cho, vergonzoso y aberrante, del tipo de existencia de las clases
oprim idas, pues no o b stan te la supuesta salud popular, la casta
privilegiada veía a los obreros e indigentes como fuente de en­
ferm edades y contagios, como si ello fuese una perversión más,
de las m uchas que com ponían su carácter. El descubrim iento
del origen m icrobiano de diversas enferm edades, hacía espe­
cialm ente sospechosos a los pobres de engendrar tales organis­
mos, en lugar de com prender que eran los prim eros que los
padecían, por culpa de sus condiciones de vida. La única aten­
ción a su salud de que disponían los pobres, venía dispensada
por curanderos, barberos, p arteras, boticarios y rem edios ca­
seros. A los hospitales, en condiciones sanitarias absolutam ente
pésim as, se iba p o r lo general a m orir, una vez que las fuerzas
para seguir sobreviviendo fallaban p o r completo.
La selección natural y la herencia servían de explicación a
los conflictos sociales e individuales, a la vez que algo resulta
evidente ante nuestros ojos: la histeria bien pudo ser la estrella
de las neurosis de la época, ya que, m ediante ella, las m ujeres
de los distintos estrato s sociales expresaron la opresión y la
alienación a la que se encontraban som etidas, partiendo unas
del exceso de bienes m ateriales y otras, de la carencia m ás abso­
luta de los mismos, pero coincidiendo am bas, en la negación
com pleta p o r p arte de la sociedad inachista, a reconocerles la
categoría de personas.
Contem poráneam ente, y en íntim a ligazón con estos aconte­
cim ientos, de la m ano en E uropa de los socialistas utópicos pri­
m ero y de los socialistas científicos a continuación y unida en
N orteam érica al movimiento anticsclavista, se inicia ¡a lucha por
la liberación de la m ujer, o fem inism o (87). En ella y desde sus
comienzos hasta nuestros días, han participado, adem ás de al­
gunos hom bres, tanto las m ujeres de las clases populares, como
o tras de la pequeña y m ediana burguesía que h an puesto sus
conocimientos y más com pleta formación, al servicio de la lucha
unitaria. Lo que en una prim era etapa cristalizaría en el tan
ridiculizado y controvertido sufragism o, daría lugar, m ás ade­
lante, a un m ovim iento internacional, con m atices diversos se­
gún los países y sus circunstancias históricas, con aceleraciones
y retrocesos en su ritm o, pero desde cuya perspectiva es necesa­
rio enfocar hoy m ultitud de aspectos del acontecer hum ano y
social, si no deseam os perm anecer observando el m undo y sus
realidades, a través de la óptica equívoca, de un solo sexo y de
una sola clase. E n tre estos aspectos, dos de ellos adquieren es­
pecial relevancia ante nosotros: el de la salud y el de enferm e­
dad mental.

EN EL PRESENTE

En nuestro m undo occidental, el presente siglo, es heredero


de los progresos, descubrim ientos, contradicciones y errores,
em anados del siglo xix, a la vez que creador de nuevos procesos
y estructuras, descubridor de hechos ignorados y generador de
nuevos errores y contradicciones.
En lo político y económico, a la vez que se asiste a un desa­
rrollo del capitalism o industrializado, sin precedentes, presen­
ciamos el éxito de revoluciones obreras y la im plantación y desa­
rrollo de los prim eros regím enes socialistas. E n lo técnico y lo
científico a la p a r que se alcanza a pisar c investigar nuevos
planetas de n uestra galaxia, se crean órganos o elem entos de
repuesto, con que alarg ar la vida o im pedir la m uerte, en deter­
minados m om entos del devenir individual; la natalidad cuenta
con medios de control y evitación; la supervivencia, crianza y
educación infantiles han experim entado cam bios notables; la
gravidez se considera como un hecho natural cuya atención, sin
embargo, ha m ejorado y cuyos riesgos han dism inuido (todo
ello, desde luego, a nivel de ciertos sectores urbanos, prim or-
dialm cnte). Desde el punto de vista jurídico, a finales del segun­
do cuarto de siglo, las m ujeres adquirieron por fin en nuestro
hem isferio, el derecho al voto; de 1945 a 1950, quince países
europeos (a los que se fueron adhiriendo sucesivam ente la m a­
yor parte de los restantes), m odificaron sus constituciones, en el
sentido de reconocer el derecho de igualdad entre los sexos (88).
Socialm ente, a la vez que la m ayor p arte de las instituciones
han sufrido im portantes cambios, los sistem as de asistencia,
em brionarios a finales del siglo xix han ¡do extendiéndose y
progresando (no sin grandes desigualdades) en los países más
desarrollados. Finalm ente, casi 40 años libres de guerras, algo
nunca visto antes en n u estro continente, introducen variables
im portantes, en el acontecer vital de los seres hum anos, o al
m enos de determ inados seres hum anos, pues dos hechos su stan ­
ciales no se han m odificado de form a m ayoritaria y continúan
siendo evidentes: la explotación de clases y la explotación de
sexos.
No o b stan te aparecer en el seno de nuestro siglo, una im por­
tante corriente de pensam iento e investigación, que, en contra
del biologicismo, basa el origen de la evolución de los com por­
tam ientos, en los hechos fundam entales del aprendizaje y la
influencia del medio y h aber com enzado esta tendencia a reco­
lectar sus fru to s en cam pos diversos, los viejos m itos proyectan
su som bra sobre las nuevas realidades, difum inando sus contor­
nos y asem ejándolas a fantasm as.
Hace ya unos cincuenta años, Havelok Ellis escribía: «Te­
nem os que reconocer, que nuestro actual conocim iento del hom­
bre y de la m ujer, no pueden indicam os lo que podrían o de­
berían ser, sino lo que actualm ente son, bajo determ inadas con­
diciones de civilización. Pero al m o stram o s que, en circunstan­
cias diversas, tanto el hom bre como la m ujer, dentro de unos
límites, son indefinidam ente m odificables, un claro conocimien­
to de la realidad de la vida cultural de los hom bres y de las
m ujeres, nos im pide dogm atizar rígidam ente, en cu an to a las
respectivas esferas» (89).
Pero aún así, el statu s social, en que determ inadas gentes
han nacido y el sexo con el que vienen a m undo, les sigue con­
dicionando de m anera que, en nada o muy poco, participan de
las conquistas antes m encionadas, ya que sus vidas se realizan
en gran parte, al dictado de las categorías que ostentan el po­
der, luchando contra ellas, p o r establecer una nueva dinámica,
más favorecedora, en el m ejo r de los casos.
En este orden de cosas voy a dedicar la últim a p arte de este
escrito a in te n ta r puntualizar cuál es la situación actual de los
conceptos de salud y enferm edad m ental en la m ujer, de la fre­
cuencia y tratam iento de las alteraciones psíquicas en el sexo
femenino, así como las alternativas posibles que vienen a surgir,
a la hora de contem plar estos acontecim ientos, desde la pers­
pectiva de una intervención fem inista.
Si p o r salud entendem os la posibilidad de u tilizar al máximo
las aptitudes físicas y psíquicas del organism o, es decir, las
posibilidades de utilizar la propia persona de m anera óptim a,
debemos reconocer que el disfru te de sem ejante situación, tan
sólo es posible, hoy p o r hoy, a cierto núm ero de personas, per­
tenecientes a los estrato s sociales privilegiados, pero que inclu­
so a estos niveles, suele resu ltar menos accesible a las m ujeres,
en tanto que para las pertenecientes a la capas populares, este
concepto se encuentra prácticam ente al nivel de elucubración
mental.
Insistíam os en páginas anteriores, en que, tam bién los con­
ceptos de salud y enferm edad se rigen en n u estra cultura, m e­
diante un barem o clasista y sexista y si la m u jer ha venido sien­
do concebida a través de la historia, como un ser referido a
o tro en sus aspectos fundam entales, tam poco deja de en co n trar­
se igualm ente involucrada, a la hora de ser considerada sana
o enferm a. Desde la antigüedad y hasta este m om ento, no es
dueña de una salud que le sea propia y característica, sino con­
feccionada p o r y como reflejo de la salud del hom bre, y ello
tanto en lo físico com o en lo psíquico.
La influencia transm itida p o r la psicología diferencial y la
psicología dinám ica (psicoanálisis), que antes m encionábam os,
aún perduran en el presente cu arto de siglo, a pesar de que las
pautas de com portam iento y espectativas fem eninas, si bien se
hallan en un m om ento de transición, se encuentran experim en­
tando un cam bio acelerado y sorprendente a ten o r de la m udan­
za. asim ism o ráp id a e insospechada, de la sociedad en general.
El concepto de norm a de tan difícil establecim iento aún hoy, es
no o b stante aplicado unilateralm ente al varón, en el sentido
de que él se convierte en «norm a vigente», a p a rtir de la cual,
establecer una norm ativa p ara los dem ás; en una sociedad capi
talista-patriarcal com o la nuestra, la norm a será la que em ane
del hom bre, que se com porte de acuerdo con las expectativas que
respecto a él tiene la sociedad.
M últiples experiencias, ratifican la creencia de que tanto a
nivel de los profesionales, como de legos en la m ateria, los
caracteres psicológicos en tre am bos sexos difieren; pero lo h a­
cen, en el sentido de que el estereotipo femenino carece de una
serie de «cualidades», sólo atribuiblcs al estereotipo masculino,
y de que cuando algunas de ellas se reconocen en am bos, son
a tribuidas de m anera cuantitativam ente d istin tas (menor, infe­
rior) a la m ujer. Pero adem ás son las propias m ujeres quienes,
por lo general, ratifican dichos estereotipos (subestim ándose
colectivam ente, en consecuencia); de m anera que si se les pide
describan los estereotipos de un sexo y del sexo opuesto, no
sólo encuentran mayor núm ero de rasgos para describir al hom­
bre. sino que entre éstos, abundan más los de valoración social­
m ente positiva. En este sentido, resultan dem ostrativos los tra ­
bajos de la Dra. Igne Brovcrman (90), Bianka Za/zo (91), Roscn-
crantz (92), Rosemberg (93). y otros (94), que vienen a señalar,
sin lugar a dudas, cómo el concepto utilizado aún, para tipificar
a las m ujeres norm ales (menos independientes, competitivas,
agresivas, felices, objetivas, menos interesadas por las cien­
cias y las m atem áticas, más fácilmente em ocionables c influen-
ciables, más excitables con menos estímulos, m ás preocupadas
por su apariencia física y carentes por lo general de proyectos o
expectativas para el futuro), es el equivalente al de un adulto
u hom bre sano, «no del todo normal»; es decir, es como si se
aceptase que la m ujer dispone de una «salud m ental patológica»
o de una «normalidad anormal».
Pero aún hay más: lo que se ha denom inado y aún se deno­
mina feminidad, engloba una porción de «pequeñas locuras»,
no sólo tolerables, sino incluso deseables en la m ujer y aplau
didas p o r el sexo masculino, al considerarlas ingrediente indis­
pensable del llamado «encanto femenino». Por lo general, suelen
ser actitudes que tienen mucho de infantiles, imprevisibles, tea­
trales y /o irreflexivas, ya se produzcan espontáneam ente, ya
sean falseadas por la interesada, consciente de la utilidad de
estos resortes para «resultar» femenina, a la hora de querer o
necesitar «encantar» (95).
Pero si resulta que la m ujer goza de una salud tan poco
saludable ¿dónde comienza su enferm edad?; y si estando cuer­
da. resulta ya un poco loca, ¿cuándo puede decirse que se aden­
tra realm ente en la locura? (96).
Esa m ujer sana y encantadora que permanece m anteniéndo­
se en una especie de infantilism o o inmadurez perpetuos, si
desea continuar su carrera de fémina saludable, deberá optar
por el m atrim onio y perm anecer en él (solteras, viudas, divor­
ciadas o separadas, resultan siem pre sospechosas) (97); parirá
algunos hijos, tenga o no deseo de ellos, m ediante los cuales
da fe de su «instinto maternal» y a pesar de sus escasas capa­
cidades para luchar p o r sí misma, algo o cu rrirá de improviso
(eso le dicen), para que, a p artir del día en que se incorpora
al escalafón de «madre», no sólo sea capaz de ser autosuficiente,
sino tam bién guía y conform adora de los nuevos seres que trae
al mundo, sin que en ningún momento, pueda perm itirse ante
ellos, la m enor transparencia de sus emociones, ansiedades, ne­
cesidades, etc., ya que entonces, en lugar de ser una buena
madre, pasará a ser a la vista de todos, y m ás que nadie de los
técnicos, la clásica madre ansiógena, sobreprotectora, castrado
ra, o incluso esquizofrenógena (98). Por añadidura, debe satis­
facer las espectativas sexuales del marido, las com parta o 110 ;
debe m antenerse alegre y equilibrada, cuando después de pasar
la mayor parte de su vida como valedora de sus hijos (que en
muchas ocasiones son su único vínculo afectivo) y trabajadora
de hogar (sin rem uneración, vacaciones, bajas por enfermedad,
jubilación, etc.), estas funciones dejan de tener un significado,
pues los hijos se independizan y la casa es una cárcel, donde
pasa sola la mayor parte del tiempo. Si el m arido fallece antes
que ella, como sucede con harta frecuencia, deberá llevar digna
y resignadam ente este estado «normal» de la vida, hasta el fin
de sus días (99).
Pero este planteam iento, necesario sin duda para el m ante­
nimiento de las estructuras burguesas-patriarcales, resulta ser
teóricam ente útil para este cometido, pero peligroso en la prác­
tica, para quienes lo asum en como program a a cum plir inde­
fectiblem ente y ello, sobre todo, para el sexo femenino.
Los distintos autores que han incidido en el estudio de la
frecuencia de trastornos psiquiátricos específicos según el sexo,
afirm an una predom inancia femenina en las neurosis (en rela­
ción 3/1, con los hombres); en las depresiones (de 2/1 a 3/1);
en las psicosis seniles (debido sin duda a que aum entan en am ­
bo sexos, dado el envejecimiento progresivo de la población en
los últim os años y la mayor supervivencia de las m ujeres sobre
los hombres), en tanto que tam bién los intentos de suicidio son
más frecuentes entre el sexo femenino (3-5/1); la anorexia ner­
viosa es un afección, que los hom bres padecen la décima parte
que las m ujeres( si bien hoy se tiende a in terp retar este tras­
torno. en estrecha dependencia de alteraciones de la función
neuro-transm isora del hipotálamo, no obstante, sus implicacio­
nes psiquiátricas y psicológicas) (100). En contrapartida, existe
una predom inancia masculina, de 5/1, en las toxicomanías y los
trastornos sociopatológicos, y de 2/1, en las hospitalizaciones
por retrasos mentales, en tanto que no aparece diferencia sig­
nificativa entre los sexos, respecto a la esquizofrenia. Hemos de
trn er en cuenta, sin embargo, en cuanto a estos datos generales
y para su más ju sta com prensión, los problem as de metodología
y definición que aún tiene planteados la psiquiatría.
Basándonos en estos datos, la apreciación que a «grosso
modo» se infiere de ellos, es que la m ujer está más am pliam en­
te representada que el hom bre, tanto en el grupo de las neurosis
como en el de las psicosis (a expensas en estas últim as, de la
depresión). Ello podría explicarse en base a dos aspectos funda­
m entales: 1) no es extraño el desplazam iento hacia las altera­
ciones psíquicas en la m ujer, si partim os de una idea de salud
un tanto patológica, para ella; 2) habría que pensar que la ma­
yor presencia femenina tanto en las neurosis como en las psico­
sis, podría deberse a las alteraciones que provocan en su inte­
gridad, la aceptación del papel com únm ente adm itido para ella,
como saludable, teniendo en cuenta el origen generalm ente
aceptado de las alteraciones neuróticas y la escasa o nula inci­
dencia que en la etiología de la depresión, han dem ostrado po­
seer las distintas fases de la biofisiología femenina (101). En
este sentido se pronuncian en la actualidad un im portante nú­
m ero de investigadores, que ponen énfasis en los aspectos psi-
cosociológicos y de statu s social desventajoso para la m ujer,
prim ordial mente.
En la línea de algunos au to res (Szasz, Sherff, Jervis, etc.),
podem os decir, que la locura m ás que una característica intrín­
seca a una persona, es un juicio de valor que se expresa sobre
su com portam iento, un juicio de desviación; en sum a, es el
nom bre que en la práctica reciben algunas violaciones de las re­
glas de la vida social. En todos los casos, la presencia de un
«estado de dolencia psicológica», de «locura» o de «enfermedad
mental» se deduce indirectam ente del com portam iento del in­
teresado o bien, en el m ejor de los casos, de la descripción que
él ofrece, sobre su propio estado de ánimo.
En este sentido, aquellas m ujeres que han rechazado las
norm as al uso, por considerarlas lesivas c incapacitadoras para
su progreso individual, aquéllas que han iniciado el tránsito ha­
cia o tro tipo de vida, quizá de m anera no claram ente predeter­
m inada, pero sí con un sentim iento sólido de rechazo hacia
pautas de com portam iento, que viven como alienantes y embru-
tecedoras, se encuentran expuestas a su frir distintos tipos de
tensiones; las creadas p o r la conciencia de ser artífices de su
destino día a día e ir haciendo cam ino hacia un fin no in stitu ­
cionalizado; las que traen consigo la lucha interna, más o menos
intensa, entre la tentación de acom odarse a la tan odiada trad i­
ción o continuar hacia adelante y asum ir los riesgos inevitables,
que siem pre trae consigo lo desconocido; y la no menos dura,
de la crítica adversa, que las nuevas actitudes generan en el
ám bito social entorno, hasta el extrem o de que, p o r p arte de
los m ás reacios al cam bio, dichas actitudes se homologan fácil­
m ente con las de la locura (102). Para las que han conseguido
trasp asar la b arrera del estereotipo y m antenerse en un equili­
brio estable, el recelo y la suspicacia generales siguen vigentes,
si bien term inan adm itiendo, de m ejor o peor grado, que tales
m ujeres son «excepcionales» o «extraordinarias por naturaleza»,
con lo cual la ideología dom inante pretende extraerlas de su
origen (el de m ujeres), negando a las restantes, aquellas de sus
miem bros que confirm an las categorías y capacidades que todas
poseen y que son mucho m ás am plias y ricas que las puram ente
anim ales y /o sexuales (103).
Cierto, que algunas de las em peñadas en la tarea de «perso­
nalización» pueden llegar a la crisis, cuando la tensión en tre las
necesidades individuales y las im puestas p o r el control social
se m uestren tan contradictorias e irreconciliables, que hagan
saltar el equilibrio del sujeto en lucha, pero ello no ha de signi­
ficar que necesariam ente éste haya de cejar en su em peño, sino
que deberá, quizá con cierta ayuda, reform ar el cam ino ensa­
yando tácticas nuevas. Lo fundam ental en este caso es quién
puede servir de ayuda y qué medios pueden ser útiles para
reem prender la m archa con m ejor acierto.
A la tendencia a la medicalización de los problem as en ge­
neral y de los femeninos en p articu lar (según veíamos en pá­
rrafos anteriores) asistim os a la psicologización y psiquiatriza-
ción de los mismos, una vez que psicología y psiquiatría se con­
vierten en presuntas adelantadas, entre las ciencias dedicadas
al com portam iento humano. El sab er médico, sustituyó en gran
parte el saber religioso; hoy psicólogos y psiquiatras son, en
gran m edida, confesores y guías de gran núm ero de gentes y a
la par, quienes dictan los lím ites entre cordura y locura (104).
El sexo a que pertenecen m ayoritariam ente, la clase social
de la que proceden en general y las co m en te s ideológicas que
más influyen hoy día en la form ación de estos técnicos, preco­
nizan un tipo de psicólogo o psiquiátra, com únm ente sexista y
regresivo, cuya práctica profesional se halla m ás próxim a al
ejercicio jurídico que al científico, dado su escaso interés por
investigar y tra ta r de com prender los nuevos fenómenos, ante
los cuales continúa em pecinado en distinguir, para sep arar «lo
bueno de lo malo». Todos estos factores, les conducen a menudo
a tom ar la parte p o r el todo, llegando en ocasiones, a peripecias
t cálm ente preocupantes, como dem uestran las experiencias ya
clásicas de Roseham (105) y Tem crlin (106).
Desde este enfoque, aún las m ujeres que han actuado trad i­
cionalm ente. han sido las que han venido a tener que ser «nor­
malizadas» al expresar las consecuencias patológicas de la asun­
ción del rol sexual estereotípico: en lugar de ser su papel el que
haya venido a m odificarse y adecuarse a las personas, para
evitar su patogeneidad. E sto ha exigido: 1) la psiquiatrización
de los problem as y /o conflictos femeninos, 2) el tratam iento
de la faz visible o em ergente de los mismos, consistente en bo­
rra r su huella (erradicar el síntom a) para negar así la existencia
de aquéllos.
E sta práctica, la m ás generalizada en psiquiatría, de hacer
desaparecer el síntom a y devolver al sujeto supuestam ente «sa­
no», al circuito donde se enferm ó, no es o tra cosa que la utili­
zación de las pautas que el sistem a capitalista posee para el tra ­
tam iento tanto de los medios de producción, como de la fuerza
de trab ajo (hombres), como de quienes reponen esa fuerza y
form an un ejército de reserva de la misma (m ujeres), con el
único interés de que el sistem a continúe intacto.
¿Qué o tra cosa se hace si no, cuando aquellas am as de casa,
respetuosas del rol asum ido y socialm ente preconizado se de­
prim en? La asistencia de la que son subsidiarias, en su mayoría,
es aún de tipo manicomial y el tratam iento biológico y /o farm a­
cológico. Desaparecida la sintomatología, son dadas de alta para
reincorporarse a sus hogares, convencidas de que p o r esta vez.
la enferm edad ha pasado y de que su vida, al fin y al cabo,
es bastante aceptable; creen ser ellas las que con su mala salud
o su escaso equilibrio, la echan a perder. Si pertenecen a la
m ediana o alta burguesía, podrán o p tar seguram ente a una asis­
tencia privada e individualizada en la que, com binada o separa­
dam ente, recibirán un tratam iento farmacológico y psicotera-
péutico; en las sesiones terapéuticas analíticas, de corte más o
menos freudiano, irán quedando atrás las distintas etapas de su
desarrollo infantil (incluido por supuesto el casi ininteligible
edipo femenino, que el terapeuta se ve en la obligación de en­
casquetarle. su envidia del pene, etc., para term in ar enrolándose
en su hogar y adm itiendo, con mayor resignación, sus tarcas
de esposa, m adre y em pleada dom éstica gratuita, ahora que,
gracias a la psicoterapia ha logrado su diplom a de m aduración.
El mismo proceso ha podido seguirse si ha asistido a terapias
grupales o fam iliares, pues en cualquiera de estos ám bitos, se
ha intentado hacer volver a la oveja al redil.
Así. la familia patriarcal, esa institución un tanto desacredi­
tada y en entredicho en nuestros días, puede seguir funcionando
algún tiem po más, para continuar siendo el filtro y el espejo
de las contradicciones sociales. Poco im porta que siga dañan­
do a sus miem bros y que éstos vivan culpabilizándose m utua­
m ente a sí mismos, por considerarse incapaces de m antenerla
saludable y d ifru tar de sem ejante sinecura. De cualquier m a­
nera, siem pre es posible parchearla nuevamente, reparando y
rem endando aquéllos de sus elem entos que atentcn contra su
frágil estabilidad.
Pero hace ya tiempo, las m ujeres dijeron no. Lo dijeron en
Estados Unidos, en Inglaterra, en Francia y en el resto de Euro­
pa. por algo que parecía tan anodino y peligroso, a la vez, como
el voto, y continuaron diciendo no, incluso a las especulaciones
ideológicas de una serie de nuevas ram as del saber, de cuyos
representantes recibieron los peores insultos en lenguajes difí­
ciles y alambicados; y algunas se retro trajero n intim idadas ante
la afirm aciones de algunos sesudos señores, que decían ser ca­
paces de conocer sus m ás íntim os resortes y sus más escondidos
sentim ientos (para ellas ignorados), a través de complicados
artilugios ideológicos. Pero o tras no cejaron, continuaron ne­
gando estas teorías y o tras tantas de genios sim ilares, fieles a su
propio sentir, atentas a sus más urgentes necesidade, con los
pies bien puestos en el suelo y los ojos de p ar en p ar abiertos,
para que no les cam uflasen la realidad. Incluso accedieron a
trabajos y profesiones, que tan sólo habían ostentado los hom ­
bres. cuando ellos partieron a la guerra y de alguna form a con­
tinuaron insistiendo, cuando aquéllos regresaron y los que go­
bernaban las naciones las m andaron una vez más a sus casas,
a procrear y cuidar de los trabajadores.
Hay que reconocer que su terquedad no tuvo lím ites y que
comenzaron a infiltrarse por todos los rincones, al igual que la
mala hierba.
En el ám bito parcial que nos ocupa, el de la locura, la infil­
tración ha comenzado ya a d ar sus frutos, sobre todo en aque­
llos países de más antigua andadura fem inista. Allí, algunas
«disidentes» com enzaron y continúan negándose a ad m itir beata
y sum isam ente la teoría y la práctica de quienes detentan el
poder profesional, aún a riesgo de com eter «herejía».
Esta saludable postura crítica va cundiendo poco a poco, a
la vez que las propias m ujeres, cada vez más sujetos (y no
objetos) del quehacer diario, van interrogándose a sí m ism as y
com unicándose entre sí sus nuevas experiencias, constatando
poco a poco, que no constituyen excepciones, sino que son cada
día más, las que dan nuevas respuestas y contestan las viejas
fórm ulas que se les asignaron.
De esta m anera, lentam ente, va creándose un tejido entre
m ujeres, de solidaridad y apoyo m utuo, en que las profesionales
de la salud m ental, cualquiera que sea su cualificación, cons­
tituyen hilos fundam entales del entram ado. Procedentes m uchas
de ellas o en estrecha conexión con el movimiento liberador de
la m ujer, por haber sido testigos o partícipes del m ismo pro­
ceso de individuación y autonom ía, que m uchas o tras herm anas
de sexo, proporcionan una ayuda técnica al servicio de las ne­
cesidades de aquellas, que en distintos m om entos de la bús­
queda de identificación ya no se verán forzadas a introducirse
nuevam ente, en los viejos m oldes de los q u e pugnan p o r salir.
M omentos coyunturales de su crecim iento como personas no se
verán negados o cercenados, con la excusa de la etiqueta «lo­
cura», sino alentados y sim plificados en lo m ás doloroso, para
que la nueva m ujer, pueda nacer con el m enor sufrim iento
posible.
Pero este com prom iso, político sin duda, no debe q u ed ar re­
ducido exclusivam ente a las m ujeres, aunque éstas sean hoy las
pioneras. El análisis de las relaciones de poder y explotación
e n tre lo sexos, posibilita el acercam iento y com prensión de los
m ás sutiles m ecanism os en la dinám ica de la interrelación per­
sonal y a nivel de conflictos individuales, fam iliares y /o grupa-
les, pudiendo co n trib u ir a esclarecer sin duda, la problem ática
tanto de uno, como de otro sexo. Por ello, es necesario que to­
dos aquellos trab ajad o res de la salud m ental que luchan por
una práctica m ás am plia y progresiva, hagan suya ésta, como
ta n tas o tras herram ientas de trab ajo , que posibiliten una com ­
prensión m ejor y una ayuda m ás fructífera, p ara todos los en­
ferm os m entales.

M adrid, 5 de abril de 1979.

Carmen Sáez Buenaventura


(1) A p o rtacio n es recien tes, su g ieren la h ip ó te sis del m a tria rc a d o com o
u n a concepción m a ch ista, o rie n ta d a a in te rp re ta r q u e el p a tria rc a lism o
se ría la v icto ria m a scu lin a so b re u n siste m a o rg an izad o y g estio n ad o p o r
m u jeres.
(2) E n la recien te C o n feren cia In tern a cio n al d e la O M S, celeb rad a
liace fech as recien tes, con m otivo d el «Año In te rn a c io n a l del Niño», se
in fo rm ó d e q u e tre in ta m illo n es d e m u jeres, e n su m ay o ría n iñ as d e 9 a
12 añ o s, son so m e tid a s a m u tilacio n es sexuales d e tip o ritu a l, q u e tra e n
consigo, am én del a tro z su frim ie n to físico, la an u lació n co m p le ta d e tales
m u je re s p a ra el d is fru te sexual a lo la rg o d e to d a s u vida (D iario «El
País», m a rz o 1979, M adrid).
(3) La co n d ició n h u m an a, asig n ad a ú n ic am en te al v aró n , co n stitu y e
algo h ab itu a l, en las lenguas in d o e u ro p e as. P o r el c o n tra rio , a lg u n as o rien ­
tales, corno el ja p o n é s, poseen u n a p a la b ra p a ra d e sig n a r el h o m b re
(otóko), o tr a p a ra d esig n ar a la m u je r (ónna) y o tr a p a ra d e sig n a r al ser
h u m a n o (ningen), sien d o in su stitu ib le s, ta n to la p rim e ra com o la segun­
da, p o r la te rc e ra . (E n «Sexual politics». K a t e M h x e t . H ay trad u cció n
c a ste lla n a e n A guilar, 1975).
(4) A rcadlo d el C astillo: «La em an cip ació n d e la m u je r ro m a n a en el
s.I.D.C.» (U niversidad d e G ran ad a, 1976).
(5) E n realid ad , la h is to ria h a sid o u n a larg a lu c h a d e la s m u je re s p o r
su em an cip ació n . E n este sen tid o , no p o d em o s d e ja r d e c o m e n ta r cóm o,
h a s ta en los te x to s esco lares d e n u e s tra in fan cia, se n o s d ecía q u e un
régim en o u n p aís llegaban al o caso d e su hegem onía, a co n secu en cia de
«la re la ja c ió n y afem in am ien to d e la s co stu m b res* (lo q u e e ra equivalen
te a m o m en to s d e esp len d o r d e la s a rte s , las cien cias y la c u ltu ra en
general). Lo q u e siem p re s e o b v iab a, e s q u e ta les co sas su ced ían a co n ­
secuencia d e la co rru p c ió n , las lu ch as asesin as, p o r la o b te n ció n del p o d e r
político e n tre los h o m b res, en general.
(6) S an A gustín, «Confesiones».
(7) E n tien d o e l té rm in o «estigm a* en el se n tid o de E. G o f f m a n : « atri­
b u to indeseable, en ta n to q u e re s u lta in c o n g ru e n te con n u e stro estere o tip o ,
acerca d e có m o d eb e se r, d e te rm in a d a especie d e individuos. M ediante
dicho térm ino, se h ace referen cia a u n a trib u to p ro fu n d a m e n te d esacre­
d ita d o r (...) Un a trib u to q u e estig m atiza a u n tip o d e p o seed o r, p u ed e
c o n firm a r la n o rm a lid a d d e o tro , y, p o r co n siguiente, no es h o n ro so ni
ignom inioso en sí m ism o». (E. G o f f m a n : E stig m a . Ed. A m o rro rtu , 1970).
(8) R o w n t B u iffa u i.t: I* $ M adres (E d. S iglo X X . Bs. As., 1974); ver
c ap ítu lo 26: «La m o ralid ad cristian a* .
1.a su p erp o sició n do m in ació n s c x u a ld o m in a d ó n económ ica, se re p ite
en casi to d a s las c u ltu ra s , p o r p a rte d e la clase y el sexo d o m in an tes. V er
en este sentido: M. Kay M a rtin y B. V o o r h ie s : La m u jer, un enfoque
antropológico (F.d. A nagram a, 1978. cap. 3 y 4).
(9) B a r b a r a B h r b n r Ei c h an d D h i r d r e E n g l i s i i : Witchc$ M idw ives and
N urses (W riters and R cadcrs. Publlshlng Coop. London, 1973): «Hacia fin a ­
les del siglo xv y xvi, se re g istra ro n m iles y m iles d e ejecuciones; la
m ayoría, co n d en as a m u erte en la hoguera, en A lem ania, Italia y o tro s
países (...) Algún a u to r h a calculado el n ú m ero d e la s víctim as, según una
m edia d e 600 al año, en alg u n as ciu d ad es alem anas (...). 900 b ru ja s fueron
quem ad as, en un solo año en el á re a de W ertzberg y 1.000, en los alrede­
d o res de Como. E n T oulouse, fu ero n enviadas a la m u erte 400, en un
solo d ía (...) N um erosos escrito res han calculado, en m illones, el núm ero
de tales victim as».
H. Kambn en La In q u isició n Española (Alianza Edit., 1973) d a cifras
sim ilares.
(10) N ic o u u E y m e ric h : M anual de Inquisidores (Ed. F o n tam ara.
1974). E n la n o ta del tra d u c to r Don J. M archena, en las Adiciones al cap í­
tu lo IX se Ice: «Son indicios d e o tra s h erejías s e r b ru jo o bruja.» En
las A diciones a l cap ítu lo ú ltim o , se lee: «El S a n to Oficio, en E sp añ a, tiene
dos ju risd iccio n es, p o ntificia y real; en v irtu d d e la p rim era, conoce de
los d elito s d e h erejía, ju d a ism o y g eneralm ente d e cu an to s so n en agravio
d e la fé. A .esto se añ ad en los d e profanación de sacram en to s y. com o
tales, los d e bigam ia; los d e b estialid ad y sodom ía; los d e blasfem ia; los
de u su ra; los d e hechiceros, h ip ó c ritas y em b u stero s...» En definitiva.
|q u é bu en cajó n d e sa stre el d e la herejía!
II. Kamen (Ob. citada): «Aunque sólo h ab ía sido crea d a (la In q u isi­
ción) p a ra c o m b a tir los d elito s d e h erejía (...) a p rin cip io s del siglo xvi
se las había arreg lad o , p a ra o b te n e r ju risd icció n so b re casi todos los de­
litos, q u e en un3 ¿poca u o tra , hab ían estad o al cu id ad o de los trib u n ales
eclesiásticos.»
(11) G f.orgf R o s e n ’: M adness a n d Society: C hapters in lite H istorical
Sociology o f M ental Iln ess (H arp cr and Row, New Y ork, 1968). H ay trad u c­
ción castellan a: Locura y sociedad (Ed. Alianza, 1974).
(12) J ui-i o C a r o B a r o j a : Las brujas y su m u n d o (Alianza Ed.. 1966).
(13) G. R o s e n (Ob. citada).
(14) En E sp añ a no fue in sta u ra d a , d e m an era general, h a s ta el ú ltim o
tercio del siglo xv, si bien h ab ía hecho su ap arició n en C atalutla, en 1232.
No fue abolida, h asta el 4 d e diciem bre d e 1808, en q u e N apoleón I con­
q u istó M adrid con sus tro p as: La In q u isició n y los españoles. J . A. L l ó ­
r e n t e (Ed. C astellote. 1973).

(15) J . C . B a r o j a (Ob. cir.).


(16) H e i n r i c h K r a m e r y J a c o b S p r e n c c r : «M alleus M aleficarum *. 1486,
en W itch cra ft in E urope (1110-1700). A D ocum enlary H isto ry (U niversitv
of Pcnnsylv. Press. Philadclp. 1976): «... lo m ism o q u e a cau sa del d efecto
original d e su inteligencia, son m ás p ro p en sas (las m u jeres) a a b ju ra r de
su fe. a sí tam bién debido a su o tro d efecto d e d eso rd en pasional y afec­
tivo, bu scan c inflingen am en azas bien p o r b ru je ría , bien p o r o tro s m e­
dios (...) no es de e x tra ñ a r que este sexo haya d ad o ta n ta s b ru ja s (...)
to d a b ru je ría tiene su origen en la lu ju ria carn a l, que en las m u jeres es
insaciable .. P ara satisfacerla, se unen a los dem onios. E stá suficientem en­
te claro , que sean m ás m u jeres q u e h o m b res las co n tam in ad as p o r la
h erejía d e la lujuria».
(17) B aste reco rd ar, en este sentido, la p erip ecia h istó rica de Ju an a d e
Arco: co n sid erad a p o r los teólogos de P o itiers co m o «virginal, m o d esta y
devota», en feb rero d e 1429, m o ría en la hoguera, com o «relapsa» en m ayo
de 1431. p a ra s e r reh ab ilitad a en ju lio d e 1456, y to d o ello, a te n o r de las
contingencias del rein ad o d e C arlos V II en F rancia. F ue b eatificad a en
1909 y canonizada, p o r fin, en 1920. D iccionario de M ujeres Célebres {Ed.
Plaza y Jantís, 1970).
(18) E l in q u isid o r B ern ard o de Como, estab lecía la ap arició n de esta
secta, hacia la m itad del siglo XIV, com o iniciativa del diab lo y a n te la
eficacia con que la Inquisición venía m erm an d o su s poderes. (C itado p o r
G. ROSEN.)
(19) «De M alleus M aléfica rum»», en W itchcraft in E uropa (1110-1700).
(20) C uando con sid eram o s a la sociedad m edieval com o «hondam ente
cristian a* (católica o p ro te sta n te ), no en ten d em o s que, a lo larg o d e los
siglos q u e la co nstitu y en , la m ayoría d e las gentes p ro fesab an esta doc­
trin a. E s obvio que. d u ra n te una p rim era e ta p a y, a p a r tir d e las clases
dirigentes, el b au tism o d e la población fue m asivo, sin que el pueblo p a r­
ticipase realm ente, en la adopción d e su nueva fe. No o b sta n te , todo ciu­
d ad an o q u e estuviese bautizado, debía re n d ir cu en tas so b re su conducta,
lo entendiese o no, d esd e u n a ó p tica cristian a.
(21) E s m uy p robable, que la v ertien te org iástica d el sab b at, ta n ta s
veces d e sc rita , co rresp o n d iese a fiestas o en cu e n tro s q u e d ab an cabida a
las necesidades sexuales d e lo s/las, q u e a aq u ello s co n cu rrían y el sa c ri­
ficio d e niños, in sisten tem en te alu d id o p o r diversos a u to re s, co rresp o n ­
diese a la elim inación d e aquellos y so b re to d o de «aquellas» nacidas en
circu n stan cias inaceptables p o r la sociedad. La Sorciere, J . MtCHEUrr, ci­
tad o p o r W. Lxdf.rer, en II ntassacro delle donne, en Fam iglla e m a trim o n io
nel capitalism o europeo (II M ulino. Bologna, 1974).
(22) S o b re infan ticid io en la E. M edia, so b re to d o a c o sta d e las niñas,
co n su lta r el tra b a jo d e EMILy COLSMaN: « Infanticide in th e F.arly M iddlc
Age» en W om en in M edieval S o c ie ty (Susan M osher S tu a rt E d it. Univ.
Pcnnsylv., Press, 1976).
(23) C h i a r a S aracf . n o : A natom ía delta fam iglta (De D onato. B ari, 1976).
(24) A. MacFERlane: W itch cra ft in T u d o r a n d S tw a rt E ssex. citad o p o r
C. G a r r e t en W om en a n d W itches («SIGNS* W intcr, 1977).
(25) K. T h o m a s: Religión a n d th e Declive o f Magic (C harles S crib n er's.
N. Y ork, 1971).
(26) C. G a rre t, en el a rtic u lo c itad o d e «SIGN» (W intcr, 1977): «En
los Abruzzos (Italia), cu an d o un n iñ o caía m isterio sam en te enferm o. Ja
m adre echaba un p u ñ ad o de sal en la chim enea y acu sab a d e b ru ja cau ­
san te de la dolencia a la p rim era m u je r q u e llam ase a su puerta» (L. M oos:
Folklore and M edicin in a italian village.)
(27) C uando Paracelso «padre de la farm acología* fue obligado en Bale,
a a rro ja r al fuego to d as sus o b ras, d eclaró h a b e r ap ren d id o de las b ru ja s
todo c u a n to sabía. (C itado p o r W. L e u e r e r en II m assacro...) Son varios los
a u to re s que han tra ta d o el te m a d e b ru je ría , q u e in te rp re ta n el relato
d e los viajes sabb ático s, com o p ro d u c to d e u n g ü en to s o pócim as que
podían p ro d u c ir síntom as alu cin ato rio s, estad o s d e som nolencia, etc.
(28) En poco m enos d e un siglo y m edio (1249-1364), se a b re n 15 u niver­
sidades: U niversidad de Pavía (1205); Colegio Q uirúrgico d e P arís (12é0):
las escuelas de m edicina d e P adua (1222); N ápoles (1224); V icna (1364);
O xford (1289); Lyon (1223); Avígnon (1303); Pisa (1339); Cracovia (1364);
H cildcrberg (1346), y P raga (1348). C itado p o r GRKORy Z ilb o o rg en: H istory
o f M edical Psichology (W. N orton L ibrary, 1967).
(29) El caso d e Jacoba Felice, ilu stra de qué m an era se im pedía a las
m u jeres el acceso a las u niversidades, o bien la p ráctica de las que h u b ie­
ra n tenido ocasión d e tal aprendizaje: Jaco b a fue llevada a juicio en 1322,
acu sad a de p rácticas ilegales. M ujer cu lta, q u e había seguido cu rso s espe­
ciales de m edicina, fue acu sad a, no d e h ace r m al su com etido, sino, p o r el
c o n tra rio , de ten er m á s éxito s q u e ¡os m édicos varones. Así m ism o, u n o
de los m ás fu rib u n d o s cazad o res d e b ru ja s de In g la te rra , afirm ab a: «... no
sólo consid eráb am o s b ru ja s , a las q u e asesin an y a to rm e n ta n , sino a todas
la adivinas, sab io s y sab ias... S ería m il veces m e jo r p a ra el m undo, que
todas las b ru ja s , y en p a rtic u la r las q u e ocasionan beneficios en vez de
p erju icio s, p u d ie ra n m orir». (C itado p o r B. E h r e n r e i c i i y D. E n g u s h :
Ob. cit.)
(30) E n el siglo x tii, so n q u em ad o s los escrito s de A ristóteles, p o r o rden
d e la Inquisición, así com o la o b ra d e A vcrroes (G. Z ilb o o rg : Ob. citada).
(31) S o b re la repercusión d e iguales m edidas en E sp añ a, ver: H istoria
Social d e la M cdtcitia en la E spaña d e los siglos X I I I y XI V. L u is G a r c ía
B a i j .l s t e r (Akal ed ito r, 1976). E ste a u to r su b ray a com o: «a finales del si­
glo xiv y p rim ero s del xv, los servicios d e las m u jeres m o ras, q u e p ra c ti­
caban la m edicina, e ra n req u erid o s p o r los M unicipios y la m ism a C orte,
oficio q u e tam b ién p racticab a n las ju d ía s (cinco de las cu ales fueron p a r­
te ra s en la p ro p ia C orte de la C orona d e Aragón) y las cristia n a s (...) Así.
p o r ejem plo, en 1391, el M unicipio d e C astellón acu erd a so licitar la p re ­
sencia d e u n a «m etgessa» (m édica) m o ra especializada en la c u ra de e n fer­
m edades d e los o jo s, reco rd an d o q u e «ya h ab ía e sta d o h acía alg ú n tiem po
en la ciudad y h ab ía realizad o allí g ran d es curas"...*.
(32) Com o ejem plo, sirv a el siguiente: E n 1956 fu ero n d eten id as en
H arsb u rg o (Alemania) d o s m u jeres acu sad as d e b ru je ría . H abían solicitado
a o tr a m u je r, un m edio p a ra a tra e r d e nuevo a dos estu d ian tes, d e quienes
e sta b a n em b arazad as. F ueron acu sad as, ad em ás d e p ro stitu ció n , d e in citar
a o tra s m u je re s a secu n d arlas en su s fechorías; p o r fin, fu ero n ejecu ta­
das. En o tr a ocasión, u n a m u je r se negó a ir a la Iglesia cu an d o el p asto r
se lo m andó; co m o fuese ya d e an tes, sospechosa de b ru je ría , fue deten id a
c in terro g ad a b ajo to rtu ra : en tales circu n stan cias, confesó h a b e r com etido
a d u lte rio con su cuitado, b a jo cu y a form a, vino a ella el diablo. Fue a ju s ­
ticiada. (G. R osen en M adness in Socicty.)
(33) R ecordem os, en este sen tid o , los célebres p ro ceso s de Loudon,
M attain co u rl, del C onvento d e S. P lácido de M adrid, d e S alem , etc.
(34) F.n 1656, en K appcl (A lem ania), fue acusada d e b ru je ría Eiizabcth
Leip. Su m arid o a firm a b a q u e e ra una m u je r h o n rad a y q u e. adem ás,
h ab ía denu n ciad o varios crím en es en o tra s ocasiones y que la acusación
h ab ía sido inventada p o r enem igos, com o venganza. Un cam p esin o que
acu sab a de b r u ja a E iizabcth. a firm a b a que el m arid o d e é s ta le debía
80 gulden y q u e, a l in te n ta r re c u p e ra r su d in ero , su h ijo había caído en ­
ferm o (G. R o s e n ) .
(35) En 1553 Miguel S erv et pu b licab a su d escu b rim ien to d e la circu la­
ción p u lm o n ar, p a ra O ccidente (parece que fue d escrita, en el siglo x m p o r
Ibu-An-Nafis, em in en te m édico á ra b e nacido en D am asco); en 1600 e ra que­
m ado vivo en la hoguera, en G inebra, tra s p o n er en d u d a la trip erso n alid ad
de la D ivinidad y la vida e te rn a d e Jesús («De T rin ita tis E rroribus»), a la
p a r q u e se co n v ertía en convencido d efen so r d e la teo ría copernicana. Gior-
d an o B run o m o ría quem ado, el m ism o añ o en Italia, acu sad o d e herejía.
Galileo, m édico, físico y m atem ático m oría en 1642, tra s casi diez añ o s de
c u sto d ia p erp etu a, p o r p a rte d e la Inquisición, d esp u és d e a b ju ra r d e sus
creencias, tra s el fam oso p ro ceso d e todos conocido.
(36) Los a u to re s m ás p restig io so s coinciden en a firm a r, q u e allá donde
ap are cían los secuaces del S a n to O ficio, las b ru ja s su rg ían p o r doquier,
en ta n to q u e, cu an d o exccpcionalm ente, p erso n as razonables y sen satas
fu eron las com isionadas p o r la In quisición, en d iv erso s lugares, p a ra va­
lo ra r la situ ació n d e b ru je ría , é stas sólo hacían referen cia a u n a m ayoría
d e gentes (atem orizad as y concienciadas p o r las p réd icas de los dom inicos
y la s am enazas en los in q u isid o res), cad a u n a d e las cu ales rep resen tab a
ingenuam ente su pap el, en el m ito q u e el p o d e r h a b ía llegado a crear.
E s significativo en este sen tid o , cóm o la m ayor p a rte d e los d elato res o
acu sad o res e ra n niños y adolescentes.
V er a trav és d e J. C aro B a ro ja en Im s B ru ja s y su m u n d o e In q u isi­
ción, brujería y C rip to ju d a lsm o Jos resu ltad o s de la actu ació n critica del
in q u isid o r Alonso d e S alazar y F rías, en los p ueblos d e la cuenca del
E zcu rra (valle del B azlán y N avarra) y el p roceso d e L ogroño (1609),
asi com o las tesis del h u m an ista P edro de V alencia, silenciadas p o r los
propios trib u n ales d u ra n te siglos.
(37) G. R osen (Ob. cit.). E s in teresan te c o n s ta ta r q u e en el siglo x v m ,
S an Bonifacio, el evangelizador inglés d e A lem ania, d eclaró q u e la creencia
en las b ru ja s no e ra c ristia n a y en H u n g ría, en el siglo XI, las leyes del
Rey Salom ón n o h acían ninguna referen cia a las b ru ja s «dado q u e no
existen» (T. Sazsz en T h e M a n u fa ctu re o f M adness, H a rp e r an d Row, Publ.
1970. H ay trad u cció n castellan a en Ed. K airos, 1974).
(38) G. R osen (Ob. citada).
(39) G reg o ry Z jlu o o rc , se ha distin g u id o com o el m ás a rd ie n te d efen ­
so r actu al d e sem ejan te p u n to de vista cu A Ilis to r y o f M edical Psychology
(W. W. N o rto n Comp., 1967).
(40) En A lem ania, fue en 1620, cu an d o se inició el com ienzo de la
construcción d e refo rm a to rio s, co rreccionales, casas d e tra b a jo , etc. En
In g laterra, h ab ía em pezado en 1575, la creació n d e re fo rm a to rio s (houses
of co rrectio n ) q u e n o lo g raro u te n e r éxito; en E scocia llegaron a v etarse
y en general, vinieron a s e r u n a m ezcla resp ecto a las cárceles existentes.
Las casas d e tra b a jo (w ork houses). se iniciaron en 1697 y h asta finales
del siglo x v m , so b re to d o en las regiones de in cip ien te industrialización.
En F ran cia e s en 1656. cu an d o a b re sus p u e rta s el H ó sp ital G énéral d e
P arís (K. D o r n e r; C iudadanos y Locos. T aurus, 1974).
(41) M. FotCAULT: H istoria d e la locura en ¡a ¿poca clásica (Fondo de
C u ltu ra E conóm ica, México, 1967).
(42) K. D o rn k r (Ob. citada).
(43) G. R osen (Ob citada).
(44) M. F o l ' c a u l t (Ob. cit.).
(45) G. R osen (Ob. cit.).
(46) A. M akoukian: In tro d u cció n a F a m ilia e m a trim o n io nel capi­
talism o europeo (II M ulino, Bologna, 1974).
(47) A. M akoukm n (Ob. citada).
(48) E stas p a u ta s d e estru c tu ra c ió n e institucionalización fam iliar, si
bien eran m ucho m ás llam ativas a nivel d e la clase a risto c rá tic a , fueron
pren d ien d o en la b u rg u esía, a la p a r q u e é s ta com enzó a sig n ificar la po­
sibilidad d e in tercam b io e n tre títu lo s nobiliarios y cap ital. E n este sen tid o ,
ver: «II m atrim o n io aristo crático » de L. S to n e en Fam iglia e m a trim o n io
ticl capitalism o..
(49) «Cuando el Board o f T rad e publicó un inform e so b re los po b res
(...), se p recisó que el o rigen d e la pobreza no e sta b a ni en lo exiguo de
los ingresos, n i en el desem pleo, sin o en el d eb ilitam ien to d e la disciplina
y el rela jam en to d e las co stu m b res (...). 1.a experiencia ha h ech o conocer
q u e. m uchos d e ellos (los pobres) d e u n o y o tro sexo viven ju n to s sin
h ab erse casado, que m uchos d e sus h ijo s e stá n sin b a u tiz a r y q u e viven
casi to d o s en la ig n o ran cia d e la religión, el d esp recio d e los sacram en to s
y el h á b ito co n tin u o d e to d a clase d e vicios». C itad o p o r M. F o u c a u lt en
H istoria d e la locura...
(50) lis te e d icto d isp o n ía que: «los h ijo s de a rte sa n o s y o tro s h a b ita n ­
tes p o b re s d e P arís, m en o res de 25 añ o s, q u e tr a ta r a n m al a su p ad res,
o q u e se n eg aran a tr a b a ja r p o r p ereza, o en el caso de las m uchachas,
¡as q u e hub iera n sid o seducidas, o estu viera n en peligro e v id en te d e serlo,
d e b erían s e r e n c e rra d o s, los m u ch ach o s en B icétre y la s jó v en es en la
S alp é triere . D ebería to m a rse e s ta m ed id a a p etició n d e los p a d re s, o si
ésto s h u b ie ra n m u e rto , de los p a rie n te s pró x im o s o del p árro co » (G. Ro
s e n e n M adttcss in S o ciety. (E l su b ray ad o es mío.)
(51) N o rm a s se m e ja n te s se to m aro n no sólo en F ran cia, sin o en E u ro ­
p a en general. La p ro stitu c ió n , o b v iam en te, e ra u n o d e los m edios de
vida m ás frecu en tes p a r a las m u jeres, q u e veían d e stru id o su m atrim o n io
p o r la m iseria, la m u e rte del esposo, la m a rc h a d e éste a la g u e rra , etc., o
bien no po d ían o p ta r p o r fu n d a r u n a fam ilia, al p ro v e n ir d e o tra p o b re o
a rru in a d a , en la cual no valía la p en a sa lv a g u a rd a r la v irg in id ad d e las
h ijas, ya q u e é s ta s carecían d e v alo r co m o o b je to d e in te rc a m b io en el
m ercado m a trim o n ia l. En este asp ecto ver: A natom ía della fam ifilia (Ch.
S araceno. De D onato, B arí, 1976).
(52) E n to d o s e s to s caso s, y e n F ran cia en p a rtic u la r, h a y q u e añ ad ir
q u e co n tin u a ro n vigentes h a s ta el siglo x v m las « le ttres d e cachet», sim i­
lares a n u e s tra «orden d e in g reso forzoso» actu ale s. E ste do cu m en to
p e rm itía el in te m a m ie n to d e la p e rso n a o p erso n as q u e e n él co n stab an ,
sin juicio previo. E ste aval, «adem ás d e se rv ir a l gobierno, c o n tra los
a d v e rsa rio s po lítico s o e sc rito re s p eligrosos y com o m ed io d e c a stig a r a
los d elin cu en tes d e a lto lin aje, sin r e c u r r ir al escán d alo , e ra u tilizad o p o r
la policía c o n tra las p ro s titu ta s y los lu n ático s (...). A m e n u d o , los cab e­
zas d e fam ilia las u tiliz ab an co m o m e d io d e co rrecció n , p a ra p ro te g e r el
h o n o r fa m ilia r (...) d e la co n d u cta d eso rd en ad a o crim in al d e los hijos;
las esp o sas valíanse d e ellas p a ra c o n tro la r la d iso lu ta p ro m iscu id ad de
su s m a rid o s y viceversa». (C itado p o r T. S azsz en M a n u fa ctu re o f Mad-
ness). D ada la je ra rq u iz a c ió n p a tria rc a l-a u to rita ria , el «viceversa», debía
ser, sin d u d a , p o co frecu en te.
(53) E va F iges (Ob. citad a).
(54) TEXNON: M em ó ires s u r les h ó p ita u x d e París. (P arís, 1778), C itado
p o r G. R ossen {Ob. citada).
(55) M. F o u c a u lt (Ob. citada).
(56) A rtícu lo p u b licad o p o r el a u to r, en el d ia rio «A ugusta T riu n p h an s»
y q u e titu la b a : «D em and P ublic c o n tro l o f th e M ad-houses», c ita d o p o r
T. S z a s z en T h e Age. o f M adness (R outlodge an d K egal P au l, London,
1975).
(57) W. C ullen u tilizó el té rm in o «neurosis», p rim e ro en «Synopsis
nosologicae m ethodicae» (1769) y m á s ta rd e en « F irst lin es o f th e P ractice
of Physick» (1777). (C itado y a p o r J. M.* López P i/íe ro y J . M* M o ra le s
M bseguer en N eu ro sis y P sicoterapia (E sp asa C alpe, 1970). V er tam b ién :
Ilz a V e ith : H ysteria : th e H isto ry o f a Desease (Phoneix Books Univ. Chic.
P ress. 1965).
(58) E s in te re s a n te n o ta r lo efím ero q u e re s u lta la v id a d e e s te c o n ­
cepto, y a q u e casi to d o el siglo x ix lo d io p o r olvidado.
(59) J . M.* López P in e ro y J. M • M o ra le s M eseguer (Ob. citada).
(60) E n F ran cia re p re se n tó u n reg reso , resp ecto a la legislación y a
los p rim e ro s pro y ecto s d e código, d e la fase rev o lu cio n aria e incluso del
d irecto rio : am p lia lib e rta d de d ivorcio, adopción, eq u ip aració n d e h ijo s
n a tu ra le s y legítim os, exclusión d e la au to rizació n m a rita l, generalización
d e la co m u n id ad d e bienes, la p a tria p o te sta d so b re los h ijo s c o m p a rtid a
p o r am b as fig u ras p arcn tales, etc. P a o l o U n g a r i en Fam iglia e m a trim o n io
n el capitalism o europeo (II M oulino. B ologna, 1974).
(61) P. U n g a r i (Ob. citada).
(62) F ue H avelock E llis, fiel crey en te del p ro ceso ev o lu cio n ista, com o
fo rm a d e cam bio h acia lo « n a tu ra lm e n te b u en o y conveniente», el que
hizo n o ta r, q u e si la ten d en cia al cam b io biofisológico. s e m a n ifestab a
p o r u n a m ayor frag ilid ad del sistem a óseo y m u scu lar, asi co m o p o r una
d ism inución d e la p ilosidad c o rp o ra l y un a u m e n to del p eso c e re b ra l, en
relación a las m ed id as y p eso c o rp o rales, la m u je r e ra u n an im al m ucho
m ás evolucionado q u e el h o m b re (E. Fices, Ob. citada).
(63) E r s 'S T F E u c h t e r SLEBSN: T h e P rincipies fo M edical Psycology. being
th e o u tlm e s o f a co u rsc o f le c tu re s (I.ondon: S y d cn h am Socicty, 1847).
O riginalm ente, se p u b licó com o: L ehrbuch d era rztlich en S e e le k u n d e (Vic-
na, 1845). C itado p o r I l z a V e ith e n H ysteria. T h e h is to r y o f a Desease
(Phoenix Books. Univ. Chicago P ress, 1965).
(64) E l té rm in o «p siq u iatría» , en la fo rm a d e «Psychiatcria». ap arece
p o r vez p rim e ra en 1808, en los escrito s d e Jo h a n n C h ristian Reil (Ilza
V e ith , Ob. citada).
(65) M aurice R b u c h lin : H isto ria d e la Psicología (B iblioteca del h o m ­
b re co n tem p o rán eo , 1973).
(66) E v a F i c e s (Ob. citada).
(67) M aurice R e u c iiltn (Ob. citada).
(68) C arm en SAez B u en av en tu ra: Im m u je r en la p ro fesió n psiquiátrica.
en l.ucha y C o n flicto s p siq u iá trico s en E spaña (D édalo, Edic.). De la m is­
m a a u to ra : «M ujer, salu d m en tal y m a rg in ació n social», tra b a jo p resen ­
tad o en las « Jo rn ad as d e P siq u iatría A ltern ativ a y M arginación Social*.
(Oviedo, d iciem b re 1978).
(69) «On th e P athology and T re a tm c n t o í H ysteria» (L ondon). J . Chur-
chill, 1853 ( I l z a V e i t h : Ób. citada.)
(70) J . M .* L ó p e z P i l e r o y J . M.‘ M o r a l e s M e s e g u e r : «N eurosis y
P sico terap ia: u n estu d io histórico». (B ernheim . p ro fe so r de la C línica M é ­
dica d e N ancy. llevó a c a b o la dem o lició n d el b lo q u e co n ce p tu al edificado
p o r C harcot, en c u a n to al h ip n o tism o y la histeria.)
(71) E n tre sus o b ra s m erecen d estac arse: « L 'E tat m en tal d es hysteri-
ques» (1892); «N euroses c t idées fixes» (1898); «Les ob sessio n s et la psychas-
ténie» (1903); «Les ncvroscs» (1909); «Les M edications psychologiques*
(1919); «De l ’angoisse á I’extasc* (1926); «I.‘ ev o lu tio n d e la m e m o ire ct
d e la n o tio n d u tem ps» (1928). • L 'intelligence av an t le langage» (1936).
(M. R e u c h lin : Ob. citada.) E n L 'E ta t m e n ta l d es h ysteriq u es. d ecía Jan et:
«C elebram os q u e v ario s a u to re s y esp ecialm en te B rc u e r y F reu d . h ay an
verificado recien tem en te n u e s tra in te rp re ta c ió n , ya an tig u a, d e las ideas
fija s inconscientes d e los histéricos». (J. M.* López P iS k ro y J. M.* M ora-
ie s M esecubr: Ob. citada.)
(72) Si bien F reu d en la p rim e ra época, p arecía a c e p ta r la influencia
d e la c u ltu ra en las a c titu d e s h u m a n as, u n balan ce global d e su o b ra,
le convierte en d e fe n so r a c é rrim o del d c tc rm in isin o biológico. N o o b s ta n ­
te. ad m itim o s la co rrecció n d e J . M itchell en c u a n to a q u e el té rm in o
«determ inism o» no ap a ra c c en la o b ra d e F reu d , sin o el d e «sobredeter-
m inación», en el se n tid o d e «poli-determ inación o m ulti-causación». ( J u l i e t
M i t c h e l l : P sychoanalisis a n d F em in ism . P an fh eo n B ooks, R u n d o n H ouse,
N ew Y ork. 1975). Ila y trad u c ció n caste lla n a (E d. A nagram a, 1976).
(73) P au l R oazen: Freud y su s d iscíp u lo s (Alianza, 1978). S em e jan te
p o stu ra d e A dler. co rresp o n d ía a su época de fidelidad to ta l a F reud;
éste, dos añ o s m ás ta rd e y en reconocim iento d e su valia, le n o m b ró
p re sid e n te d e la Sociedad de V icna; en 1911, sob rev in o la escisión y la
expulsión d e A dler y s u s seguidores.
(74) T ra s la g u e rra del 14, V icna e ra u n a ciu d ad donde se h ab ía ins­
talad o y ex ten d id o el au stro -m arx ism o , com o u n a p ráctica y u n a teoría,
d istin ta s a la política y al sin d icalism o d e o rien tació n e s ta ta l d e la social-
dem o cracia d e p rin cip io s d e siglo.
(75) E n 1SS0, F reud tra d u jo del alem án S o b re el so m e tim ie n to d e las
m u je re s d e J . S t e w a r t M i l i ., co n sid eran d o a su a u to r co m o u n idealista
y u to p ista ( F r e u d : O bras co m pletas. T om o II). Y a en la p rim e ra década
de siglo, ex istía en V icna un p o te n te m ovim iento fem in ista (integrado
p o r m u je re s ju d ía s, fu n d am en talm en te) y en 1913, se celeb ró en el vecino
B u d ap est, u n C ongreso In tern a cio n al d e M ujeres F em in istas (J. M i t c m e l l :
Ob. citada).
(76) S. F r e u d : La fe m in id a d (O bras co m pletas, to m o II. E d. B iblioteca
Nueva. M adrid, 1948). V er asim ism o , en su s O bras C o m p leta s: «La p sico ­
logía de la s m ujeres».
(77) E n c u a n to a la p o stu ra d e d iv ersas a u to ra s fem in istas, respecto
a F reud y el psicoanálisis: S i m o n e de B l a u v o j r : E l seg u n d o sexo (Ed. Si
glo X X , B. A ires, 1975); Eva Fices: A ctitu d es patriarcales (Alianza E., 1972);
B. F rie ra n : Im m ística d e la fe m in id a d (F.d. J ú c a r, 1974); K. MtLLer: Po­
lítica S exu a l (E. Aguilar, 1975); S. FyRESTONR: La dialéctica de1 sexo (Ed.
K airos, 1976); J . M itc h fjll: P sicoanálisis y fe m in ism o (Ed. A nagram a. 1976),
e n tre o tro s.
(78) M ary P u tn am Jaco b í, m édico em inente, escribía en 1895 « ...se
co n sid era n a tu ra l y, p o r lo ta n to laudable, estrem ercerse a n te cu alq u ier
tip o d e esfuerzo; un poco de can san cio en invierno, un p ro b lem a con la
serv id u m b re, u n a d is p u ta con u n a am iga, p o r no m en cio n ar o tro s m otivos
m ás im p o rta n te s... Las m u je re s tienen la obligación d e a c o sta rse cuando
m e n stru a n , se sien ten en la obligación de desvanecerse, si p o r casualidad
deben p erm a n ecer en p ie, d u ra n te algún tiem po. C o n stan tem en te p reo cu ­
p a d a s p o r su s nervios, d eb id o a los cuidados d e to rp e s co n sejero s, se
convierten, bien p ro n to , en un m a n o jo d e esos m ism os nervios* (B. E h r k n -
r e i c h y D. E n c i . i s h : W itches M idw ives a n d N urses...)

(79) P a ra q u e las m u je re s d e la b u rg u esía p u d ie ra n s e r c a sta s en su


m atrim o n io , la d o b le m o ral p o sib ilitab a que las d e clases m ás d esp ro te­
gidas se p ro stitu y a n m ás q u e nunca. A finales del siglo x ix la p ro stitu ció n
conoció u n auge sin p reced en tes en E u ro p a.
(80) F.n 1865: (EEU U ), el 5 p o r 100 d e m u je re s de 20 años m o rían de
tuberculosis, a n te s de cu m p lir los 30, y m ás del 8 p o r 100 an tes d e llegar
a los 40. (B. E h r e k r e i c h y D. E n g lis h : Ob. citada.)
(81) De esta época es el lib ro d e P. M o d j i v s : S o b re la debilidad fisio­
lógica e in telectu a l de. la m u jer.
(82) P a ra u n a exposición m ás am p lia so b re el p a rtic u la r ver: C a r m e n
SXez B u k n a v p .n t u r a : «La m u je r en la p ráctica médica*, en C onflictos y
luchas p siqu iá trica s en E spaña (D édalo E d., M adrid, 1978).
(83) De 1860 a 1890 se p ra c tic a ro n m iles d e o v ariecto m ías en E stados
U nidos, v B en B arker-B cufield describ e en su a rtíc u lo «L’cconom ía sper-
m ática», la interv en ció n de la o v ariecto m ía n o rm al p a r a en ferm ed ad es no
ováricas (su invención fue llevada a cabo, en 1872, p o r el Dr. R. B attcy,
d e G eorgia). B. F . i i r e n r e i c h y D. E n g l i s h (Ob. citada). B. E h ren reich y
D. E nglish refieren que hace 25 años, fue p racticad a en EE.UU. la ú ltim a
clito rid ecto m ía d e la q u e se tien e noticia.
(84) F i.o ra T ristX n ; La Unión Obrera. A F lo ra T ristá n tam b ién se
debe la reflexión: «Siem pre hay alg u ien m ás ex p lo tad o q u e el o b rero :
su m ujer*.
(85) «Aún recu e rd o las escaleras ru in o sas de aq u ella q u e llam ab a n
fáb rica, las pocas v en tan as y tan sucias q u e ra ra vez, los ray o s del sol
lograban p e n e tra r e n el in terio r; el su elo d e m ad era, q u e se freg ab a una
vez al año. N ingún v estu ario , salv o el re tre te su cio y p estilen te en la
lóbrega e n tra d a . N i gota d e agua fresca p a ra b eb er, sólo la gaseosa que
el viejecillo am b u la n te vendía p o r d o s c u a rto s, ta llere s d o n d e los rato n e s
y los escarab a jo s, fo rm ab an p a rte del am b ien te, co m o las m áq u in as y las
fig u ras hum anas...» (R elato d e u n a o b re ra tex til, a fin ales d e siglo
B. E u r b n r e ic h y D. E x c u s h : Ob. citada.)
(86) Una vez m ás, el evolucionism o d arw in ista venia com o an illo al
dedo a la b u rg u esía, p a ra ex p licar «civilizadam ente* la división cad a vez
m ás aguda e n tre las clases sociales. P o r aq u ella ¿p o ca n o h u b ie ra re s u l­
ta d o «científico», co n sid e ra r la pobreza co m o la consecuencia d e la In ju s­
ticia social, sino en v irtu d d e q u e la supervivencia y su p erab u n d an cia
co rresp o n d ía n a los m e jo r d o ta d o s p o r la naturaleza.
(87) El concep to de fem inism o u tilizad o en e s te e sc rito es el d e fem i­
nism o-socialism o, o fem inism o-lucha d e clases.
(88) A lbania, A lem ania F ederal, A u stria. Bélgica, B ulgaria, F ran cia, G re­
cia, H ungría. Israel. Ita lia , Polonia, R epública D em ocrática d e A lem ania.
R um ania, C hecoslovaquia. Y ugoslavia (E. S u lu ir o t: E l h ech o fem en in o ).
(89) II. E l lis : M an a n d W otnan, L ondon, C o n tcm p o rary Scicncie Se­
ries 1894. C itado p o r S l t n i u R o w b o tiia v y J. Weeks en Dos pio n ero s d e la
liberación sexual. E d w a rd C arpenter y H avelock Ellis.
(90) I. K. B r o ve ra ía n y col.: S c x R ole S te reo typ es a n d ClínicaI Juüge-
m en ts o f M ental H ealth (Jo r, o f cónsul, an d clin. Psychology, vol. 34, 1970).
C itado p o r P h . C h e r l e r en P atient a n d Patriarch en el p re se n te volum en.
(91) B. Z azzo: Psychologie d ifferen tielle d e l'adolescence (P ress. Univ.
France, 1972). C itad o p o r E. S u i.le r o t en E l h ech o fem enino.
(92) P. S. R o s e n c r a n t z , H. Bee, S. R. V ogel, I. K. B ro v t.rm an y
D. M. B ro v h rm an : «Sex ro le ste re o tip e s an d sclf-concepts in college
studentes» (Jour. o f C onsult. and Clin. Psychol. 32: 287-295, 1968). C itado
p o r Suzan'nk K e u .fr en W om en in T h era p y (B runner/M azel, P u b lish ers,
N. Y ork. 1974).
(93) Rosem berc. M o r r is : S o c ie ty a n d th e A dolescent S d f-In ta g e (Prin-
ceton. N. Y ork P rince, Univ. P ress, 1965). C itad o p o r Suzan.se K e lle r (Ob.
citada). Los hallazgos que d ifieren e n tre los resu ltad o s d e los d istin to s
tra b a jo s, se refieren p rin cip alm en te en q u e el g rad o d e au to -estim a p arece
e s ta r m ás influid o p o r el sexo, en algunos d e ellos, en ta n to q u e en o tro s
lo d e te rm in a n te p arec e s e r la clase social.
(94) V er asim ism o , so b re esto s asp ecto s: Lo m a sctd in o y lo fem en in o
en la sociedad contem poránea, A. M. RochebI-Ave-Spenle (Ed. Ciencia
Nueva, 1968).
(95) E s la clásica asunción, m ás o m enos consciente, d e ro les sexuales
estere o tip a d o s, q u e con ta n ta facilidad so n capaces d e a d o p ta r las p e r­
so n as de un o y o tr o sexo, q u e se distin g u en p o r tina a c titu d d e «conquista»
inveterada: re p re se n ta n el pape!, q u e el o tr o necesita ver a n te sí, p a ra
cerc io rarse d e h a b e r en co n trad o el h o m b re o la m u je r «ideales».
(96) E n to rn o a esta p reg u n ta clave, se ex p resab a u n a A sistente So­
cial, p artícip e e n el d eb ate, q u e siguió a la m esa red o n d a: «M ujer y lo­
cura». org an izad a p o r n o so tra s e n ju n io d e 1978, en el Colegio d e M édicos
d e M adrid. In sistió razo n ab lem en te, en q u e la am b ig ü ed ad q u e envuelve
a la m u je r, incluso a la h o ra de s e r co n sid erad a en ferm a (física o p síq u i­
ca). le condu ce en m uchas ocasiones (sobre to d o a nivel d e p ro letaria d o
y su b p ro lctariad o ) a situ acio n es ex trem as, que no son v istas p o r quienes
les rodean com o patológicas, sin o co m o «m aneras d e ser» d e la p ersona
en cu estió n , que p o r ta n to se ve p riv ad a de ay u d a adecu ad a. En la expe­
riencia d e todos n o so tro s, existen esto s casos, n ad a in frecu en tem en te.
(97) M a rg a re t AdamS: Sin g le B lesscdness (H einem an E d u catio n al
Books, I.ondon, 1976).
(98) C. S te z B u e n a v e n t u r a : Un com entario a locos a desatar (E dil.
A nagram a, 1977). E n dicho co m en tario , incido m ás am p liam en te en la
«madre» del p ro le ta ria d o y su b p ro lc ta ria d o d e los países ind u strializad o s.
(99) V er el artícu lo : «La m u je r en la viudez» d e C arol J . B arret, en
el p resen te volum en.
(100) S ob re algunos de esto s tran sto rn o s, a p a rte los tra b a jo s en este
volum en d e Ph. C hessler; W. R. Gove y J. T udor; P. B art; J. M arececk
y D. K ravetz; C. J . B arret y M. B askind-Lodahl, ver: M. M. W eisman y
G. L. K lerm an : «Sex diferences and th e epidiraiology o f depression» (A rch .
o f (¡en. Psyc., vol. 34, 1977); L. ElSEMBBRC: «La d istrib u ció n diferencial de
los tra s to rn o s p siq u iá trico s según el sexo» (El hecho fe m en in o . Argos Ver-
g ara. 1978); Wbisman, Fox. K lürm an: «H ostility an d d ep ressio n associated
w ith suicide attem p ts» (Am er. Jour. Psych. 130: 450-55, 1973); K eum an,
Coi.UNS, NHL&0N, Trooi* (N eurosis and m arital intcraction: ¡. Personality
an d sim ptom s» (Brit. Jour. Pych. 117; 33-46. 1970).
(101) E n el estu d io d e M yrna M. Weisman y G erald L. K u.rm an: Sex
D iffcrences a n d th e E pidem iology o f D epression, re su lta ev id en te com o
carecen d e consistencia los ejem p lo s d e in terrelació n e n tre la situación
clínica y la endocrinología. La ten sió n p rem en stru al y los anticonceptivos
o rales, parecen a u m en tar las ta sa s, p ero los efectos so n d e escasa m ag­
nitud. T am bién en el p o stp a rto p arecen a u m e n ta r las cifra s de depresión,
en cam bio y e n c o n tra d e c u a n to se creía, la m enopausia no tiene efecto
alguno so b re dichas cifras. A to d o ello, a ñ ad iría yo, q u e las apreciaciones
llevadas a cab o resp ecto al p rem e n stru o , p o stp a rto y ad m in istració n de
an tico n cep tiv o s o rales, m enopausia, etc., y su relación con la depresión,
se lim itan a u n estu d io d e los facto res p u ram e n te h orm onales (biológi­
cos). en ta n to q u e carecen de u n a v ertien te de ap roxim ación d e tipo psi­
cológico, a b so lu tam en te indispensable, p ara e n ju ic ia r etap as d e la vida de
la m u je r ab so lu tam en te co n d icio n ad as y m itificad as a lo largo d e la h isto ­
ria en general y de s u educación en particu lar.
(102) Todos tenem os en n u e stra p ráctica d iaria, las ad o lescen tes q u e su>
fam iliares llevan a co n su ltar, p o r la su p u esta lo cu ra q u e vienen o b sei’van-
do: h o ra rio s p o r en cim a de los p rescrito s, arreg lo perso n al fuera d el ha­
b itu al en la clase social d e d o n d e proviene, c o m p o rtam ien to sexual libe­
ral, etc.; o la m u ch ach a lesbiana, tra íd a p o r su s p ad res o fam iliares, con­
vencidos d e te n e r una en ferm a m en tal en la fam ilia, desde q u e lian o b ser­
vado cóm o el co m p o rtam ien to d e la chica en cu estió n se va haciendo
m ás explícito o lo h a com unicado a b iertam en te a la fam ilia; o la m u jer
casad a desde h ace v ario s añ o s y m a d re d e h ijo s q u e «sin faltarle nada»
según el esp o so (que se refie re siem p re a situaciones m ateriales) no ceja
en su em peño de sep ararse, etc.
(103) «La d iferencia d e sexos ha p restad o a la d iscu sió n del m ism o
(el p roblem a de cóm o de la b isex u alid ad in fan til su rg e la sexualidad d e la
m u jer) u n a tra c tiv o p eculiar, p u es cad a vez que u n a com paración resu l­
ta b a desfav o rab le a su sexo, n u e stra s an alíticas se a p re su ra b a n a ex p resar
sus sospechas, d e que n o so tro s, su s colegas m asculinos, no h ab íam o s su-
p crad o p reju icio s p ro fu n d am e n te arraig ad o s c o n tra la fem inidad, p re ju i­
cios q u e p o r parciales, invalidaban n u e stra s investigaciones. E n cam bio,
a n o so tro s la tesis de la bisexualidad nos h acía facilísim o ev ita r to d a d es­
cortesía. pues llegado el caso , salíam os del ap u ro , diciendo a n u estras
antagonistas: E sto no va con usted, u sted es una excepción, p ues en este
p u n to concreto es u ste d m á s m asculina que fe m en in a ». S. F reu d : La fe ­
m in id a d (Tom o II, O bras C om pletas). El su b ray ad o es mío. A m i juicio,
estos casos p rete n d id am en te excepcionales, no co n firm an , sin o q u e niegan
ro tu n d am en te la regla.
(104) «Este juicio d e lo cu ra es siem p re u n ju ic io de v alo r y va ligado
a una valoración m o ral: a h o ra bien, este ju ic io puede s e r in ju sto , pero
no tiene p o r qué s e r n ecesariam en te a rb itra rio , G. J e rv is : M anuale critico
d i psiquiatría (E d. F eltrinelll, 1975. H ay trad u cció n caste lla n a en Ed. Ana­
gram a. 1977). V er del m ism o a u to r y en el m ism o volum en: «Los in ten to s
d e llegar a re d u c ir el p ro b lem a d e la locura» (Ap. 3.°), cu y o contenido
suscribo am pliam ente.
(105) D. ROSE HAN: «On being sa n e in insane places» (Science, 179:
256-258. 1973), La experiencia se realiza a p a r tir d e la e n tra d a d e una serie
d e individuos norm ales en in stitu cio n es p siq u iátricas, q u e se hacen p a sa r
p o r enferm os m en tales, sien d o d iagnosticados y tra ta d o s com o si lo fue­
ra n , p o r el p erso n al técnico de las m ism as. La experiencia se co m p letab a
con el aviso d e q u e «enferm os falsos», h acían a cto d e p resen cia en las
co n su ltas a m b u lato rias, llegada q u e n u n ca se p ro d u jo , a p e sa r d e lo cual,
los técnicos co n sid eraro n «sim uladores» a una serie d e a u té n tic o s pa­
cientes.
(106) M. K. TEMeRUN: «Suggcstion E ffects in P sychiatric Diagnosis»
(Journal o f N erv. a n d M ental Desease). C itad o p o r PH . CHeSleR en Wornan
an d M adness (D oubleday an d Co. Inc. G ardcm City, N ew Y ork. 1972). 1.a
experiencia d escrita p o r Tem erlin en 1968 y llevaba a cab o en O klahom a,
d em o strab a cuan frecu en tem en te e ra la tendencia, e n tre pro fesio n ales de
la Psicología y la P siq u iatría, llev ar a cabo el diagnóstico d e «patológico»
en com paración con los no profesionales. La p ru e b a tu v o com o protago­
n ista a un acto r, que h ab ía co m p u esto un p erso n aje según la s c ara cterís­
ticas d e lo q u e el se n tir general co n sid era «norm al» o «sano» y cuya
actuación fue televisada. Se co n tó con un g ru p o d e p siq u ia tras, psicólogos
clínicos y e stu d ia n te s d e psicología recién g rad u ad o s, a qu ien es an tes de
p resen ciar la actu ació n , «una p restig io sa figura» del m ism o se c to r p ro ­
fesional les expresó su opinión, d e q u e «el h o m b re e ra m uy in teresan te,
!>orque debió s e r un n eurótico, p e ro en la actu alid ad e sta b a b a sta n te
psicótico». El sesen ta p o r ciento de los p siq u ia tras de este gru p o , así
com o el veintiocho p o r ciento d e los psicólogos clínicos, y el once por
cien to de los e stu d ia n te s d iag n o sticaro n «psicosis». Del g ru p o d e co n tro l,
integrado p o r profesionales a quienes n o se les había hecho ninguna su­
gerencia previa a la actu ació n , n inguno diagnosticó psicosis. Lo decisivo
fue, q u e en el g ru p o in teg rad o p o r no profesionales, elegidos al a za r e n tre
los m iem bros d e u n ju ra d o , todos co n sid eraro n «sano» a l h o m b re.
ROLES SEXUALES ADULTOS Y ENFERMEDAD
MENTAL (1)

Por W alter R. Gove


(V andcrbilt University)

Jeannete F. Tudor
(C entral M ichigan U niversity)

La enferm edad m ental ha sido objeto de innum erables estu­


dios, m uchos de los cuales se han centrado en la relación entre
variables sociológicas y trastornos psicológicos. Se ha esta
blecido que existe una relación inversa entre clase social y en­
ferm edad m ental (v. gr.: Hollingshead y Redlich, 1958; Dohren-
wend y Dohrenwcnd, 1969; Rushing, 1969), aunque la causa de
esta relación aún está en debate. Sin em bargo, las relaciones
entre enferm edad m ental y m uchas o tras variables, permanecen
sin esclarecer.
E ste artículo pretende investigar la relación entre los roles
sexuales adultos y la enferm edad m ental. Los anteriores inten­
tos de clarificar esta relación han producido resultados contra­
dictorios c inconsistentes (ver v. gr.: Dohrenwend y D ohm wend.
1965, 1969; Manis, 1968). Creemos que el hecho de que la enfer­
medad m ental haya sido tratada con frecuencia como una ca­
tegoría residual, en la cual se han agrupado trastornos diversos
y no relacionados, supone una razón im portante para que estos
resultados aparezcan en estudios sobre personas en tratam iento
psiquiátrico (Scheff, 1966). En este artículo, la enferm edad men­
tal será tra ta d a como un fenómeno totalm ente específico: un
trastorno que engloba m alestar personal (fatiga, ansiedad, etc.)
y /o desorganización m ental (confusión, bloqueo de la mente,
enlentecim iento motriz y en los casos m ás extrem os, alucina­
ciones e ilusiones) que no está provocado por una causa orgánica
o tóxica. Los trastornos neuróticos y las psicosis funcionales son
dos grandes categorías diagnósticas, que se adecúan a nuestra
definición. La característica principal de los trastornos neuró­
ticos, en ausencia de desorganización psicótica, es la ansiedad.
las psicosis funcionales (esquizofrenia, reacción psicótico-depre-
siva y reacción paranoide) son trastornos psicóticos sin causa
orgánica (conocida) (American Psychiatric Association, 1968).
Las o tras dos grandes categorías de diagnóstico, las caracte-
ropatías y los trastornos cerebrales crónicos y agudos, no se
adecúan a nuestra concepción de enferm edad m ental. I-as perso­
nas con trastornos caracteriales no experim entan m alestar p er­
sonal, no se sienten ansiosas ni fatigadas, ni sufren ningún tipo
de desorganización psicótica. Se las considera enferm os men­
tales, porque no se ajustan a las norm as sociales y se ven for­
zadas a som eterse a tratam iento habitualm ente, porque su con­
ducta resu lta agresiva, impulsiva y am biciosa, lo cual resulta
antisocial o asocia!. (American Psychiatric Association, 1968;
Rowe, 1970; Klein y Davis, 1969). Los síntom as asociados a los
trastornos de personalidad, no sólo son diferentes a los asocia­
dos a la enferm edad m ental (tal y como la estam os definiendo),
sino que las form as de terapia que norm alm ente son efectivas
en el tratam iento de la enferm edad m ental, dejan de serlo en
el tratam iento de los trasto rn o s de la personalidad. En realidad,
sólo recientem ente se ha llegado a considerar que los trastornos
de la personalidad en tran en el terreno de la psiquiatría (v. gr.:
Robbins, Í966, pág. 15). Los trastornos cerebrales (los síndrom es
cerebrales agudos y crónicos) tienen una causa física (lesión ce­
rebral o tóxica) y no son un trastorno funcional. Como las alte­
raciones de la personalidad y del cerebro no se adecúan a nues­
tra concepción de la enferm edad m ental y en este artículo no
serán tratados como tales.
Casi todos los pacientes psiquiátricos están clasificados den­
tro de las categorías de diagnóstico ya com entadas. Tres de las
categorías restantes «deficiencia mental», «sin trasto rn o men­
tal* y «sin diagnóstico» se explican suficientem ente por sí mis­
mas, no se utilizan norm alm ente y no son relevantes para el
presente trabajo. O tras dos categorías pueden tener interés.
El trasto rn o de personalidad transitorio es un síntom a agudo
de respuesta ante una situación insoportable, en el que no
existe ninguna perturbación esencial de la personalidad (3).
Cuando el stress situacional disminuye, tam bién lo hacen los
síntom as. Esta categoría de diagnóstico se aplica sobre todo a
niños y adolescentes, y tam bién se utiliza ocasionalm ente con
adultos. Quizá debiéram os incluir en nuestra concepción de en­
ferm edad m ental algunas personas diagnosticadas de esta for­
ma, pero no estam os seguros de ello. En la o tra categoría, están
incluidos los trastornos psicosomáticos, caracterizados por sín­
tomas som áticos, que aparecen como consecuencia de una ten­
sión emocional, si bien el sujeto no es m uchas veces consciente
de esa tensión.
Dicho esto, pasam os a exponer las características de los ro ­
les sexuales adultos que, según creemos, se relacionan con la
enferm edad mental. Queda im plícito en nuestro análisis, que el
stress puede conducir a enferm ar psíquicam ente. Queremos su­
brayar asim ism o que nuestra exposición estará lim itada a los
países industrializados m odernos de Occidente, especialm ente a
los Estados Unidos. Después de considerar la relación entre ro ­
les sexuales adultos y enferm edad m ental (neurosis y psicosis
funcionales, como habíam os indicado) veremos brevem ente
otros trastornos en los que prácticam ente es innegable la exis­
tencia de un alto grado de angustia o ansiedad, es decir, los
llamados trastornos de la personalidad transitorios, los tras­
tornos psicosom áticos y el suicidio.

ROLES SEXUALES

En la sociedad occidental, como en otras sociedades, el sexo


actúa como determ inante fundam ental del status, canalizando
al individuo hacia roles específicos y determ inando la calidad
de su propia interacción con los dem ás (Hughes, 1945; Angrist,
1969). Hay ciertas razones que perm iten suponer que las m uje­
res, a causa de los roles que desem peñan norm alm ente, están
más predispuestas que los hom bres a tener problem as em ociona­
les. En p rim er lugar, la m ayor p arte de las m ujeres están limi­
tadas a un único rol social principal —am a de casa— m ientras
que la mayoría de los hom bres ocupan dos roles, cabeza de fa­
milia y trabajador. De este modo, un hom bre posee dos fuentes
principales de gratificación, su familia y su trabajo, m ientras
que la m ujer sólo posee una, su familia. Si un varón encuentra
que uno de sus roles es insatisfactorio, puede m uchas veces
cen trar su interés y atención en el otro. Por el contrario, si una
m ujer encuentra que su rol de familia es insatisfactorio, nor­
m alm ente no posee o tra fuente de gratificación alternativa (Ber-
nard, 1971, págs. 157-63; tam bién Lopata, 1971, pág. 171; Langner
y Michael, 1963).
En segundo lugar, parece lógico suponer que un am plio nú­
m ero de m ujeres encuentran que la m ayoría de sus actividades
instrum entales —criar a los hijos y cu id ar la casa— resultan
frustrantes. S er am a de casa no requiere una especial habilidad,
ya que, prácticam ente todas las m ujeres, educadas o no. pare­
cen ser capaces de llevar a cabo tal actividad con m ayor o me-
ñor eficacia. Además, se trata de una posición poco prestigiosa.
Y como la pertenencia a un status tan bajo no requiere espe-
cialización técnica, no se encuentra en consonancia con las ex­
pectativas intelectuales y educativas de una buena parte de las
m ujeres de nuestra sociedad, lo cual hace suponer que tales
m ujeres están descontentas con su rol (4).
En tercer lugar, el rol de am a de casa es relativamente invi­
sible y carente de estructura. Al am a de casa le es posible dejar
las cosas para después, no ocuparse de ellas, en resum en, traba­
ja r mal. 1.a ausencia de estructura y de visibilidad le permiten
cavilar sobre sus preocupaciones, y de ese modo, su ansiedad va
alim entándose a sí misma. Por el contrario, el que posee un em­
pleo, debe responder de forma conveniente y satisfactoria a las
exigencias que le fuerzan a implicarse con su entorno continua­
mente. La obligación de satisfacer estas exigencias estructuradas
le hace ap artar la atención de sus propios problemas, contribu­
yendo a evitar que llegue a obsesionarse con los mismos (5).
En cuarto lugar, incluso cuando una m ujer casada trabaja,
se encuentra, normalm ente, en una posición menos satisfactoria
que el varón casado. Desde 1940. ha habido un persistente des­
censo en el status relativo de las m ujeres, respecto a la ocupa­
ción, ingresos c incluso educación (Knudsen, 1969). Las m ujeres
sufren una discriminación laboral, por la cual, muchas veces
mantienen una posición que no corresponde a su nivel educa­
tivo (Harrison, 1964); Knudsen, 1969; Epstein, 1970; Kreps, 1971).
Además, las casadas que trabajan norm alm ente piensan, al igual
que piensan los demás, que el producto de su trabajo no es
más que un suplemento a los ingresos familiares y esto hace
que adquieran un compromiso poco serio con su carrera (H arri­
son. 1964, pág. 79; Epstein, 1970, págs. 3-4; Hartley, 1959-60).
Y lo que tal vez sea más im portante; la m ujer casada que tra ­
baja, presenta un estado de agotamiento mayor que el de su
marido; además de su empleo aparente, norm alm ente realiza
la mayor parte de las tareas domésticas, lo que significa que
trabaja una cantidad de horas diarias considerablem ente mayor
que la de su cónyuge (6).
En quinto lugar, diferentes observadores han señalado que
las diferentes expectativas con las que se enfrentan las m ujeres
son poco claras y difusas (Goode, 1960; Parsons, 1942:; Angrist.
1969; Rose, 1951; Epstein. 1975; muchos han sostenido que esta
falta de especifidad les crea problemas (7) (ver csp. Rose, 1951;
Parsons, 1942; y Cottrell, 1942). Rose (1951), Angrist (1969), Eps­
tein (1970). y Bardwick (1971), señalan que el rol de las m ujeres
se caracteriza por una adaptación y una preparación para afron­
tar las contingencias. Rose (1951), por ejemplo, descubre que
las m ujeres tienden a concebir su carrera en térm inos de «lo
que los hom bres harán» en tanto que los hombres conciben sus
carreras en térm inos de sus propias necesidades. En el mejor
de los casos, probablemente, muchas m ujeres se sienten inse­
guras y carentes de control sobre su frustrante futuro.
Muchos autores (Koinarovsky, 1950; McK.ee y Sherrifs, 1959;
Friedan, 1963; Mead, 1949; Gavron, 1966; Rossi, 1964; Hartley,
1970), han considerado las dificultades con las que se enfrentan
las m ujeres como un resultado de los diferentes cambios en el
rol de la m ujer, en las sociedades industrializadas. Según este
argumento, anteriorm ente el rol de las m ujeres tenía más sen­
tido. Las familias eran num erosas y durante gran parte de su
vida adulta las m ujeres eran responsables del cuidado de los
niños. Sin las comodidades de la vida de la sociedad industrial
moderna, el trabajo doméstico requería más tiempo y más téc­
nica, y se valoraba mucho. Desde el momento en que el sostén
económico de la familia estaba frecuentem ente asegurado por
la em presa familiar, la esposa desempeñaba un papel en el
mantenim iento de la familia. Con el desarrollo de la industria­
lización y de la pequeña familia nuclear se acortó el tiempo de
crianza de los niños, sus habilidades domésticas fueron reem­
plazadas en gran parte por los adelantos modernos y ya no to­
maba parte en la empresa familiar, manteniendo a la familia.
Durante esta etapa, ambos sexos recibían una educación más
amplia; para el varón la educación suponía un ascenso y una
diversidad ocupacional, para la m ujer la educación estaba unida
a un papel de reducida importancia. Estos cambios en los roles
de las m ujeres se acompañaban de cambios en la estructura
legal e ideológica, que defendían la aplicación de los mismos
modelos para hombres y m ujeres. Sin embargo, en lugar de con­
seguir que se les tratase como iguales, ellas seguían mantenien­
do su antigua situación, institucionalizada. Si este análisis es
correcto, gran parte de los supuestos stress de las m ujeres son
un fenómeno relativam ente reciente.
En resumen, existen bases sólidas para suponer que las m u­
jeres consideran que su posición social es más frustrante y me­
nos gratificante que los hom bres y ésto puede constituir un fe­
nómeno relativam ente reciente. Por tanto, respecto a este punto,
postularem os que, debido a las dificultades asociadas al rol fe­
menino, en las sociedades occidentales modernas, un número
mayor de m ujeres que de hombres enferman mentalmente.
N uestro análisis de los roles se ha centrado, principalm ente,
pero no exclusivamente, en los papeles de hombres y m ujeres
casados, y es en este grupo, donde se puede esp erar descubrir la
m áxim a diferencia en los porcentajes de enferm edad m ental en­
tre unos y otras. D esgraciadam ente, la m ayoría de los datos exis­
tentes están diferenciados según el sexo y no según el sexo y el
estado civil.
Antes de e n tra r un un análisis de los datos acerca de la en­
fermedad m ental, podríam os señalar dos tipos de pruebas, que
parecen apoyar nuestro esquem a de trabajo. En prim er lugar,
hay un gran núm ero de pruebas de que las m ujeres tienen una
imagen de si m ism as más negativa que la que los hom bres tie­
nen de sí mismos (McKee y S herriffs, 1957, 1959; S h e n ifs y
McKee, 1957; Gurin, VerofF y Feld. 1960; pág. 70; Rosenkratz.
Vogel, Bee, Broverm an y B roverm an, 1968). En segundo lugar,
la evidencia palpable respecto a la depresión indica, de un modo
uniform e, que las m ujeres están más predispuestas a deprim irse
que los hom bres (v. gr,; Silverm an, 1968).

TASAS DE ENFERMEDAD MENTAL PARA HOMBRES


Y MUJERES ADULTOS
Para valorar tas tasas de enferm edad m ental, p ara hom bres y
m ujeres, nos fijarem os en estudios epidemiológicos, prim eras
adm isiones en hospitales psiquiátricos, adm isiones psiquiátricas
en hospitales generales, atención psiquiátrica am bulatoria, aten ­
ción psiquiátrica a pacientes privados, así como en el predo­
minio de la enferm edad m ental en la práctica de los médicos
generales. El N ational In sth u te of Mental H ealth (7) (NlMH)
proporciona datos de prim eras adm isiones en hospitales psi­
quiátricos. adm isiones psiquiátricas en hospitales generales y
atención psiquiátrica am bulatoria, en todos los E stados Unidos.
Como quiera que estos datos son mucho más globales que cua­
lesquiera que estén proporcionados por la investigación indi­
vidual, n uestra exposición de este tratam iento se lim itará a tales
datos. En cuanto a los estudios epidemiológicos y la atención a
pacientes externos privados, por supuesto tendrem os que de­
pender de resultados de estudios individuales (y de nuestra ca­
pacidad para encontrarlos).
E studios epidem iológicos.—De acuerdo con nuestro interés
por los roles sexuales, en tas m odernas sociedades industriali­
zadas, expondrem os únicam ente estudios epidemiológicos que
se llevaron a cabo después de la Segunda G uerra Mundial (8).
Pudimos recopilar 21 trabajos llevados a cabo en este período,
que tratab an sobre la relación entre el sexo y la enferm edad
m ental. Tres de estos estudios, investigaban una población que
consideram os poco relevante para nuestros objetivos (9). Y un
cuarto trabajo, sólo ofrecía una inform ación m uy lim itada (10).
Quedaban o tros 17 que sí resultaban interesantes y aprovecha­
bles. Tales estudios abarcan desde la prevalencia en un momen­
to determ inado (v. gr.: Essen-Moller, 1956), la incidencia en un
período de liem po concreto e incluso el intento de identificar
la aparición de un episodio de enferm edad m ental, en cualquier
m om ento de la vida del sujeto examinado, h asta el m om ento
del estudio (Leígthon, Hardin. M atklin y MacMíllan, 1963). La
m ayoría de los trabajos se ceñirán principalm ente, aunque no
de form a exclusiva, en la p rev alenda dura m e el tiem po del es­
tudio. En todos aquellos en los que no aparece un diagnóstico
de crisis nerviosas, los criterios de determ inación de enferm edad
mental encajan perfectam ente con los nuestros. En el cuadro I
«c exponen los resultados de estos trabajos. En todos los casos,
es m ayor e! núm ero de m ujeres enferm as que el de hom bres.
Prim eros ingresos en hospitales psiquiátricos*—En los Esta-
dos Unidos exiten tres tipos de hospitales psiquiátricos: públi­
cos (federales y estatales), privados y hospitales psiquiátricos
del V. A.*frl NI MU inform a anualm ente d e lo?» prim eros ingre­
sos en hospitales públicos y privados. Según su definición, los
prim eros ingresos incluyen solam ente a personas que no tienen
experiencia anterior como pacientes internos^ De este modo, no
sóio se excluye a personas que han estado previam ente en un
hospital psiquiátrico, sino tam bién a lus que han estado ínter*
nados, bajo tratam iento psiquiátrico, en un hospital general
(NIMH, 1967 a, pág. 16). Utilizando estos inform es (JSJIMH 1967 ü.
1967 Jj) hemos calculado las tasas de adm isiones en tos hospi-
tales psiquiátricos públicos y privados d e E stados L'nidos, a
p a rtir de los 18 años de edad (II), Estas cifras se basan en las
estim aciones, para 1967, del núm ero de personas civiles in ter­
nadas (12) a p a rtir de los 13 años, siendo aju stad as p o r edades
(standardizadas) (13). La inform ación más relevante de Jos cen­
tros psiquiátricos del V.A. es el núm ero total de ingresos (tanto
prim eros ingresos como readm isiones) sin diagnóstico de crisis
nerviosas (A dm inislrator of V eleransh Affairs. 1967, pág. 207).
Por L an ío , tuvimos que calcular ei núm ero de prim eros ingresos
en estos hospitales. Como los pacientes del V. A. son en su m a­
yoría hom bres, y hemos pronosticado que habrá m ás m ujeres
que hom bres enferm os m entales, estam os prácticam ente segu­
ros, de que las estim aciones que hemos realizado son muy am ­
plias y, por tanto, no hay peligro de que distorsionen favorable­
m ente nuestros resultados (14).
* V etcran 's A ffairs.
C u a d r ü 1

P O R C E N T A JE S 0 fc H O M B R E S Y M U JE R E S M E N T A L M E N T E
E N F E R M O S S E G U N E S T U D IO S E P ID E M IO L O G IC O S

T árti& k?
d e la
FUENTE H om bres M u je r e s m u e s tr a

A. T a s a s h a w d s s ú n ic a m e n te e n la s
respuestas a Lirifl en trevista
estructurada

M a rtín . B r o th e r s f o n y C h a v e
(1957, pág. 200) .............................. 25 40(üpros.) 750
Phillips y Sega] {m % pí-
Erna 61} ■■l h-- F»j — i h j 21,2 35r5 ÍTC
Phillips C1WS6>....................... 21 34 eoo
tirad bu rn y O plovilz (J965,
página 30) ....................... 31 54 2.006
Tauss U967, pág. 122) ......... 1M 33,0 707
Taylor y Chave (1^64, pá­
gina 50) ............ ............ .... 11 43 422
Gtirin y otros {1^60, Pagi­
na í '» i * ............................................. 22 40 2.460
Habemian (1969):
Washington Heights........ l&J 25,3 1.365
Hew Yorfc City .............. 14,9 3# 706
Haré y Shniv (1965. pág. 25 Jí
Ntiw A d am ............................ 15,6 22,9 1.015
Oíd QulC r- ■ --L Jl- JLL uu 13.1 26,3 m
Public Hcail Service (1970,
página 2 1 ) ............................. l4r9 34.2 6,672
Bradbum (1969, p ág . 119) ... 203 33.9 2379
Melle y Iftüse (1969. pági­
na 239) .................................................... — § 5.498

ee
E. Tasas basadas sobre la EvalucJdu
Clínica (Psicosis y Nctinssis)

PasamanLck y otros (1959,


p á g in a íd-Sí ... ... hr. f2 1A $09
P rim ro s e (1962, p a g s, 13-24) r V 14.7 tm
E s s e n - M d lk r {195&r p á g in a s
i 4 t « > ..................................... 1.7 3.7 2550
H a g n c ll (1% 6. p ig s , 93-J03) 6,0 15.6 2.550

C. T a s a s b a s a d a s e n d iv e rs a s
f u e n te s * ■ (P sic o s is y N e u ro s is }

I x ig h to n y o tr o s (I9&3, pfr
g in a s 265-67) ........................ 45 M IJOIO

Los datos sobre los prim eros ingresos en hospitales m entales


$e m uestran en el cuadro 2, Como hemos subestim ado los ingre­
sos de los V.A.j la tasa verdadera se sitúa más o memos entre la
tasa com binada para hospitales públicos y privados, y la presen­
tada para tocios los hospitales.

Incluso si nos fijam os en la tasa para todos los hospitales,


que increm ente artificial meo Le la tasa para los hombres, es
obvio que en Jos hospitales psiquiátricos ingresan más m ujeres
que hombres.
Aíetioión psiquidiriai en tos hospitales generales.—En los hos­
pitales generales reciben t¡atam iento psiquiátrico en régimen de
intem am lento casi tantas personas como en los hospitales psi­
quiátricos. Por regla general, s$te tratam iento es bastante corto
y Ea m ayoría de los enferm os vuelven a integrarse en la com u­
nidad, si bien unos pocos continúan ingresados hasta convertir­
se en pacientes de Jos centros psiquiátricos. El NJMJH inform a
anualm ente, acerca del núm ero y de las características de los
pacientes dados de alta en huspiLales genci'ales con servicios
psiquiátricos. E ste inform e no Incluye a los hospitales generales
bajo control federal. Utilizando el Informe del NIMH (1967 d )
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hemos calculado las tasas de pacientes de 18 años o más dados
de alta en 1967, en E stados Unidos (15). Al igual que antes
(U.S., Bureau of the Census, 1970), estas tasas se han stan d ar­
dizado p o r edades. Debido a la rotación continua existente en
los hospitales generales, las tasas de ingresos psiquiátricos (tan­
to prim eros ingresos como reingresos) y las tasas de pacientes
dados de alta, deberán ser prácticam ente equivalentes. En cuan­
to a los hospitales del V. A., conocemos el núm ero total de in­
gresos, pero carecem os de más información (A dm inistrator of
V eteran’s Affairs, 1967, pág. 20). Por tanto, para calcular estas
tasas, hem os tenido que realizar estim aciones para dos pará­
m etros í 16). Del Public H ealth Service (1967) hemos obtenido los
datos sobre los pacientes dados de alta en todos los hospitales
generales de salud pública, según su sexo y diagnóstico. Al
igual que antes, hemos utilizado estos datos para calcular tasas
standardizadas p o r edades. H allam os como resultado, que se tra ­
ta a más m ujeres con enferm edad m ental, y la diferencia entre
hom bres y m ujeres es incluso mayor que en los hospitales psi­
quiátricos (Cuadro 3).

C uadro 3

ATENCION PSIQUIATRICA EN LOS HOSPITALES GENERALES


DE ESTADOS UNIDOS

(PERSONA POR 100.000)

Hospitales Hospitales Todos los


no Generales Hospitales Hospitales Proporc.
Federales del VA públicos generales MfH

Psicosis
Funcional:
Hombres 816 109 6 931
1,44
Mujeres 1.334 3 0 1.337
Neurosis:
Hombres 959 128 II 1.098
Mujeres 4 4 1,89
2 .0 6 8 2.076
Total
Hombres 1.775 237 17 2.029
3.402 7 4 1,68
Mujeres 3.413
C u a d r o 4

TRATAMIENTO EN CLINICAS PSIQUIATRICAS


EN LOS ESTADOS UNIDOS

(PERSONAS POR 100.000)

TASAS BASADAS EN CASOS TERMINADOS

Todas
las clínicas Clínicas
de pacientes de pacientes Todas Propor­
ambulatorios ambulatorios las ción
(Except. V.AJ del V.A. clínicas M/H

Psicosis
Funcional:
Hombres 573 114 687 j
Mujeres 832 2 834 1 U1

Neurosis:
Mujeres 956 3 959
Hombres 433 122 555 ¡ 1.73

Total:
Mujeres 1.788 5 1.793 ,
Hombres 1.006 236 1.242 '¡ 1.44

Atención psiquiátrica ambulatoria (con exclusión de la prác­


tica privada).—El NIMH (1967 e) dirige tam bién un estudio
anual sobre los casos de atención psiquiátrica am bulatoria.
En su inform e anual, presenta una inform ación sobre tratam ien­
tos concluidos ordenada según la edad, el sexo y el diagnóstico.
Como anteriorm ente, hem os utilizado esta inform ación para cal­
cular las tasas standardizadas por edad y basadas en una po­
blación civil de 18 años en adelante, en el año 1967 (17).
En estas clínicas, las tasas para hom bres y m ujeres son muy
sem ejantes respecto a las de hospitalización psiquiátrica: tam ­
bién existen más m ujeres que hom bres con enferm edad mental
(Cuadro 4). Debe señalarse, que el inform e del NIMH no incluye
los casos de atención médica en los que un profesional que no
sea psiquiatra, dirige el program a de salud m ental y asum e la
responsabilidad de los pacientes. Sin embargo, un estudio de
Zolik y Marches (1968) indica que las porciones de hom bres y
m ujeres, tratados como enferm os m entales en estos casos, son
muy sem ejantes a las aquí presentadas.

C uadro 5

CONTACTO CON’ UN PSIQUIATRA:


TRASTORNOS MENTALES DE TODO TIPO

FUENTE Hombres Mujeres Pacientes


(%) (%) (N)

Práctica en consultas privadas:


Gordon y Gordon (1958, pági­
na 544)
Condado de Bergen .............. 41 59 (746)
Condado de U lster................. 34 66 (264)
Condado de Cattaraugus........ 37 63 (239)
Bahn, Gardner, Alltop, Knat-
terud y Solomon (1966. pá­
gina 2.046).......................... — <*) (270)

Referencia a un psiquiatra:
Watts, Caute y Kuenssberg
(1964. pág. 1355)
Referencias.............................. 39 61 (4.452) +
Inees y Sharp (1962, pág. 499)
Referencia a partir de la po­
blación general en un año
d a d o .................................... 0,5 0.6 (2.003)

Pacientes externos ±:
Hagnell (1966, pág. 46) ........ 2.9 7.6 (2550)

(*) Las mujeres tenían tasas más altas.


( + ) Basado en un estudio de 261 prácticas generales.
( ± ) Personas de la población general que estuvieron acudiendo
a un psiquiatra, como pacientes, durante un período superior a
diez años.
Atención psiquiátrica externa privada.—Para averiguar las
proporciones correspondientes a hom bres y m ujeres enferm os
m entales, en atención psiquiátrica externa privada, debemos
acudir de nuevo a estudios dirigidos por diversos investigado­
res. Por desgracia, sólo hemos podido localizar un reducido nú­
mero de estudios basados en la práctica de determ inados psi­
quiatras. que indican la distribución por sexo. Como se indica
en el cuadro 5. todos estos estudios establecen que existen más
m ujeres tratadas p o r psiquiatras que hombres. La m agnitud de
esta relación puede estar un tan to oscurecida, por el hecho de
que todos estos estudios, incluyen trastornos c o n o las caracte-
ropatias.
La mayoría de las personas que reciben tratam iento por en­
ferm edad m ental son tratad as por médicos que, por lo regular,
carecen de una preparación psiquiátrica especial. Estos médi­
cos juegan, asimismo, un papel fundam ental en la canalización
de las personas hacia un tratam iento psiquiátrico m ás especia­
lizado (ver Susser, 1968; pág. 246). La mayoría de los enferm os
m entales, tratados por médicos generales, padecen un trastorno
psiconeurótico. En el cuadro 6 presentam os algunos hallazgos
respecto a la proporción de hom bres y m ujeres tratados de en­
fermedad m ental por médicos generales (18). Todos los estudios
que han observado esta relación, han descubierto que son más
m ujeres las que reciben este tipo de tratam iento. El descubri­
miento de Shepherd, Cooper, Brown y Kalton (1964, pág. 1.361)
de que los trastornos psiquiátricos ocupaban el tercer lugar
entre los presentados por las m ujeres y el séptim o entre los
hom bres siguiere, que esta relación no puede ser explicada, me­
diante !a sim ple suposición de que las m ujeres van al médico
con más frecuencia que los hom bres.
En resum en, toda la inform ación existente acerca de indivi­
duos tratados psiquiátricam ente, indica que hay más m ujeres
que hom bres m entalm ente enferm as. E sta inform ación se co­
rresponde exactam ente con los datos proporcionados por los
estudios epidemiológicos, de modo que es coherente con nues­
tra form ulación de que la m ujer adulta, en la sociedad indus­
trial m oderna, está m ás predispuesta a padecer trastornos psí­
quicos.
O tros trastornos psiquiátricos im portantes.—Anteriorm ente,
cuando discutíam os la relación existente entre las diferentes ca­
tegorías de diagnósticos y la enferm edad m ental (tal y como la
hem os identificado), observam os que había dos diagnósticos que
se utilizaban con relativa poca frecuencia: los trasto rn o s de per-
C u a d r o 6

TRATAMIENTO POR ENFERMEDAD MENTAL DE HOMBRES


Y MUJERES POR MEDICOS GENERALES

Hom Muje- Prácticas


FUEN T E bres res Pacientes estudiadas
(%) (%) (N) (N)

I lare y Staw (1965, pág. 26):


A. Porcentaje en la población específica
tratada
New A dam ................ 3,0 15 (990) —

Oíd Bute .................... 3.4 7.4 (875) —

Taylor y Chave (1964, pá­


gina 118) .................... 5,5 9,4 (2.926) —

B. Porcentaje de pacientes enfermos


mentales en tratamiento
Fry (1960. pág. 86) ........ 7.1 16.3 (5.471) (1)
Ryle (1960. pág. 324)....... 1.4 7.1 (2.400) (1)
I.ogan y Cushion (1958,
páginas 69-70)............. 3,0 6.4 (114.294) (106)
Kessel (1960, pág. 18) ... 11.1 15,8 (670) (1)
Martín y otros (1957. (pá­
gina 199)...................... 3,5 15 — -----
Shepherd y otros (1964.
página 1.361) .............. 5.9 12,6 (14.697) (40)
Cooper (1966, pág. 9) ... 17.4 27,2 (7.454) —

Cooper, Brown v Kalton


(1962) ........................... 6,9 15,6 (743) — •

C. Distribución por sexos de los pacicn


tes que reciben tratamiento
por enfermedad mental
Watts y otros (1964, pá­
gina 1.355).................. 32,0 68,0 (6.123)
Mazer (1967).................. 31,8 68,2 (154)
sonalidad transitorios y ios trastornos psicosomáticos, que pa­
recen reflejar un alto grado de ansiedad o angustia.
Como ya hemos señalado, los trastornos de personalidad tran­
sitorios están caracterizados por un síntom a agudo de respues­
ta, ante una situación abrum adora, seguido de la desaparición
de los síntom as, una vez que la tensión desaparece. Utilizando
las m ism as fuentes y técnicas que antes, hem os calculado las
tasas de tales trastornos en E stados Unidos, para personas de

C uadro 7

TRATAMIENTO PSIQUIATRICO DE LOS TRASTORNOS


SITUACION ALES EN ESTADOS UNIDOS
(PERSONAS POR 100.000)
Tipo de Hospital Hombres Mujeres
Primeros ingresos
en hospitales mentales

Federales y provinciales................... 26 23
Privados............................................... 5 6
VA (alta estimación) ...................... 5 0

Total ..................... 36 29
Atención psiquiátrica
en hospitales generales

No federales (*) ................................ 65 120


VA ( + ) ................................................. 9 0
Seguridad S o cial.................................

Total ... ••• 74 120


Atención en Clínicas
Psiquiátricas externas (± )

Todas excepto las del VA ............. 166 271


V A ......................................................... 0 0

Total ..................... 166 271

(*) Tasas basadas en pacientes dados de alta.


(•f) Tasas basadas en ingresos.
( ± ) Tasas basadas en conclusiones (terminación tratamiento).
C uadro 8

TRASTORNOS PSICOF1SIOLOGICOS Y PSICOSOMATICOS

A. TRATAMIENTO PSIQUIATRICO DE TRASTORNOS


PSICOSOMATICOS EN ESTADOS UNIDOS

(PERSONAS POR 1000.000)

Tipo de Hospital Hombres Mujeres

Primeros ingresos
en Hospitales Mentales
Federales y provinciales..................... 2 2
Privados............................................... 2 2
VA (alta estim ación).......................... 2 0

Total ..................... 4 4
Atención Psiquiátrica
en Hospitales Generales
No federales ( * ) .................................. • 70 137
Hospitales generales del VA ( + ) ....... 9 0
Seguridad Social ................................. 2 0

Total ..................... 81 137


Atención en Clínicas
Psiquiátricas externas ±
Todas excepto las del V A .................. 20 27
V A ...................................................... 6 0

Total ..................... 26 27

(*) Tasas basadas en pacientes dados en alta.


+ ) Tasas basadas en todo tipo de ingresos.
± ) Tasas basadas en conclusiones.

dieciocho años en adelante, y ello a p artir de: 1) prim eros in­


gresos en centros psiquiátricos; 2) tratam iento psiquiátrico en
hospitales generales y, 3) altas de clínicas para pacientes
am bulatorios. T anto en hospitales generales como en clínicas am ­
bulatorias hay m uchas m ás m ujeres en tratam iento a causa de
trastornos de personalidad transitorios (cuadro 7). Sólo unas
pocas personas con tales alteraciones ingresan en hospitales psi­
quiátricos, en este caso, las tasas para hom bres y m ujeres son
aproxim adam ente las m ismas. Estos datos, tom ados en conjun
to, indican que un núm ero considerablem ente m ayor de m uje­
res que de hom bres experim entan un trastorno de personalidad
transitorio.

B. ESTUDIOS DE COMUNIDAD

Hombres Mujeres Tamaño


FUENTE (%) (%) de la muestra

Pasamanick. Roberís, Lem-


kau y Kreuger (1959, pági
na 188) .............................. 18,9 52,4 809
Essen-Móller (1956, páginas
148-49 ( § ) ............................ 18,2 30,7 2.550
Lewellyn-Thomas (1960. pági­
na 201) .............................. 31.0 59.0 274
Leighton y otros (1963, pá
gina 264) .......................... 65.0 71,0 1.010

C. ESTUDIOS SOBRE LAS PRACTICAS DE MEDICOS


GENERALES

Tamaño Prácticas
Hombres Mujeres de ¡a estudiadas
FUENTE (%) (%) muestra (N)

Shepherd y otros
(1964. pág. 1.361X11) 2,5 15 14.697 (46)
Mazur (1967) (+ ) ... 41.6 58,4 89(**) (5)
Watts (1962, pág. 40 ( ± ) — 114,294 (106)

(§) Personas de quince años en adelante.


(II) Proporción de personas de quince años en adelante con
trastornos psicosomáticos.
(**) Pacientes con trastornos.
(•f) Distribución por sexos de pacientes con trastornos psicoso­
máticos.
( ± ) Tres mujeres cada dos hombres.
Las afecciones psicosom áticas se caracterizan por un trasto r­
no som ático, que aparece como resultado de la tensión emo­
cional. Algunos autores han supuesto (v. gr.: Ilagnell, 1966, pá­
gina 155) que los hom bres tienden a reaccionar ante el stress,
desarrollando un trastorno psicosomático, m ientras que las m u­
jeres. en situaciones sem ejantes, enferm an m entalm ente y esto
podría explicar el hecho de que la tasa de enferm edades m enta­
les sea más elevada en las m ujeres. Al igual que antes, hemos
calculado la tasa de trastornos psicosom áticos en Estado Unidos
para personas de dieciocho años en adelante, a p a rtir de: 1) p ri­
meros ingresos en instituciones psiquiátricas; 2) tratam iento
psiquiátrico en hospitales generales, y 3) conclusiones de clíni­
cas externas (cuadro 8). Algunos de los estudios epidemiológicos
y tres de los llevados a cabo sobre la práctica de médicos gene­
rales m uestran la proporción de hom bres y m ujeres que pade­
cen algún trasto rn o psicosomático. Tanto los datos sobre tra ta ­
m iento psiquiátrico (19), como la práctica de m édicos generales
y los resultados de los estudios epidemiológicos indican que
hay m ás m ujeres que hom bres con una alteración psicosomáti-
ca (cuadro 8). De este modo, tales datos continúan apoyando
el descubrim iento an terio r de que las m ujeres tienen una p re­
disposición m ayor que los hom bres a la enferm edad mental.
Suicidio.—Si bien no es una form a de enferm edad m ental, el
suicidio refleja un alto grado de m alestar. Los hom bres se sui­
cidan m ás que las m ujeres (Farberow y Schneidm an, 1965;
Stengel, 1969; M aris, 1969), lo que podría h acer pensar que los
hom bres sufren más. Sin em bargo, «el núm ero de intentos de
suicidio es de seis a diez veces mayor que el de suicidios, al me­
nos en las com unidades urbanas» (Stengel, 1969, p. 89), y son
las m ujeres las m ás predispuestas a intentar el suicidio (Stengel,
1969; Farberow y Schneidm an, 1965). De m odo que si nos fija­
mos en los intentos de suicidio (incluyendo los logros) conclui­
rem os afirm ando que las m ujeres están más angustiadas que
los hom bres. No obstante, una simple com paración de la con­
ducta suicida de hom bres y m ujeres proporciona resultados
ambiguos y nos induciría a generalizar. Sin em bargo, *mo se
ha dem ostrado en otros trabajos (Gove 1972 a), un análisis más
detallado parece apoyar n u estra hipótesis de trabajo acerca del
rol. Para c ita r solam ente un ejemplo, en Inglaterra y en el país
de Gales (Stengel, 1969, pág. 26) y en los E stado Unidos (Maris,
1969, pág. 7) las tasas de suicidio en tre las m ujeres se han in­
crem entado notablem ente en los últim os años, m ientras que
entre los hom bres ésto no ha ocurrido. Evidentem ente, esto es
coherente con los cam bios en el rol de la m ujer occidental, de
los que ya hemos hablado.
Todos los datos acerca de la enferm edad m ental (tal y como
la hemos definido) indican que hay más m ujeres que hom bres
que la padecen. Es muy im portante señalar que este descubri­
miento no depende de quién hace la selección. Por ejemplo, si
nos fijam os en los ingresos en las instituciones psiquiátricas
donde la respuesta social aparecería como un factor de prim era
im portancia, las tasas de las m ujeres son m ás altas y si tenemos
en cuenta el tratam iento realizado p o r los médicos generales,
donde el factor de prim era im portancia sería la autoselección,
y los estudios epidemiológicos, donde hay un intento de elim inar
los procesos selectivos, las m ujeres siguen teniendo las tasas
más altas.
Antes de valorar otras explicaciones sobre la diferencia de
sexos respecto a tasas de enferm edad m ental, expondrem os bre­
vemente algunos datos que sugieren que esta diferencia es pro­
ducto de las características del rol m asculino y femenino en la
sociedad moderna.

PRUEBAS PARA LA EXPLICACION


A PARTIR DEL ROL

Si el lector revisa nuestra argum entación de p o r qué las m u­


jeres son más propensas que los hom bres a la enferm edad m en­
tal, observará que nos hem os centrado principalm ente en los
roles de la m ujer y del hom bre casados, que, como ya hemos
indicado, son muy diferentes. Por el contrario, los roles de sol­
teros parecen m ás sem ejantes en los dos sexos. De este modo,
nuestro análisis del rol plantea que la principal diferencia en
las tasas de enferm edad m ental entre hom bres y m ujeres apa­
rece entre los casados.
En otro trabajo. Gove 1927 b) ha revisado estudios llevados
a cabo en países m odernos industrializados, después de la Se­
gunda G uerra Mundial, que m uestran la relación entre estado
civil y trastorno mental.
Desgraciadamente, estos estudios utilizan definiciones de
trastorno m ental muy diferentes. Sin em bargo, todos ellos indi­
can que las m ujeres casadas tienen una mayor predisposición
a los trastornos m entales que los hom bres casados. Los resulta­
dos obtenidos con no casados fueron totalm ente diferentes.
Cuando se com paraba a solteros con solteras, o a divorciados
con divorciadas y a viudos con viudas, unos estudios indicaban
que las tasas de los hom bres eran m ás altas y otros indicaban
lo contrario. A pesar de todo, si existía un rasgo com ún entre
estas categorías, éste consistía en que los hom bres estaban más
predispuestos que las m ujeres a la enferm edad m ental, pues en
cada una de estas categorías de no casados un mayor núm ero
de estudios dem ostraba que las tasas de enferm edad mental
eran m ás altas en los hom bres.
Como la posición de la m ujer en nuestra sociedad ha expe­
rim entado cambios fundam entales en un pasado relativam ente
reciente, podríam os esperar algunos cam bios a través del tiem ­
po. en la proporción de enferm edad m ental entre los dos sexos.
De hecho existen pruebas de cierto cam bio en el período cer­
cano a la Segunda G uerra Mundial. Por ejemplo, en el período
anterior a ella en los hospitales psiquiátricos ingresaron más
hom bres que m ujeres con trastornos psicóticos (Landis y Page,
1938, pág. 40; Goldham er y M arshall, 1953, p. 65; U.S., Bureau
of the Census, 1930, 1941). Por o tra parte, los estudios epidemio­
lógicos citados por Dohrenwcnd y Dohrenwend, que, según su
opinión, indican que las diferencias entre los sexos en las tasas
de enferm edad m ental, son inexistentes sugieren un movimien­
to hacia tasas relativam ente más altas de enferm edad mental
en las m ujeres. Doce de los trabajos citados p o r ellos y realiza­
dos en Europa Occidental o N orteam érica, después de la Se­
gunda G uerra Mundial, presentaban cifras más altas para las
m ujeres, m ientras que en ninguno aparecían tasas más altas
en los hom bres (Dohrenwend y Dohrenwend, 1969. pág. 15).
El estudio de com unidad de Leighton y otros (1963, págs. 322-
353) tam bién proporciona una serie de datos que dem uestran
que el núm ero tan desproporcionado de m ujeres con enferm e­
dad m ental es un producto del sistem a social. Al igual que en
otros estudios de com unidad, se encontraron con que en gene­
ral existían más m ujeres con enferm edad m ental que hom bres,
y lo que es más im portante, descubrieron dos tipos de com uni­
dades con resultados opuestos: un grupo de tres com unidades
con una crisis económica muy fuerte y un pueblo francés de
Acadia que estaba perfectam ente integrado. Como era de espe­
rar, las com unidades depauperadas económicamente tenían una
tasa de enferm edad m ental mayor que otras. Lo interesante del
caso es que en estas com unidades las tasas de enferm edad men­
tal que presentaban los hom bres eran algo m ás altas que las
de las m ujeres. Esto es lógico teniendo en cuenta que una si­
tuación de bajo nivel de empleo tiene más repercusiones sobre
los hom bres. La com unidad francesa de Acadia (integrada) p re­
sentaba tasas de enferm edad m ental muy bajas, siendo las de
las m ujeres sensiblem ente m ás bajas que las de los hombres.
E sta com unidad era un pueblo totalm ente homogéneo, tradicio­
nal, centrado en la familia, aislado culturalm ente del resto de
la sociedad. Es probable que en esta sociedad el rol de la m ujer
se aproxim ara más al de una sociedad preindustrial occidental.

PERSPECTIVAS ALTERNATIVAS

La perspectiva de la reacción por parte de la sociedad.—Du­


rante la década anterior, esta perspectiva supuso uno de los
enfoques m ás penetrantes y de m ayor influencia del com porta­
m iento desviado (v. gr.: Becker. í 963: E rikson, 1964; Schcff.
1966; Schur, 1969). Scheff (1966), sobre todo ha utilizado este
enfoque para explicar la estabilización de la enferm edad m en­
tal. Según su perspectiva, la causa principal de que una persona
llegue a ocupar el rol de enferm o m ental es la form a de actu ar
de los que le rodean. La form ulación de Scheff (1966) es la
siguiente: 1) prácticam ente todo el mundo, en algún momento
de su vida, realiza actos que corresponden al estereotipo públi­
co de enferm edad m ental; 2) si estos actos llegan al conocimien­
to público, dependiendo de diversas contingencias el individuo
puede ser puesto en m anos de profesionales adecuados; y 3) esta
persona será procesada rutinariam ente como enferm o m ental y
colocada en una institución psiquiátrica. En pocas palabras,
una persona se convierte en enferm a m ental principalm ente
porque los dem ás le perciben como tal y actúan en conse­
cuencia.
Hay pruebas suficientem ente contundentes de que. si bien
tanto las m ujeres como los hom bres realizan acciones indicati­
vas de enferm edad mental, los hom bres están mucho más pre­
dispuestos a ser considerados como tales ya que se reacciona
ante ellos como ante enferm os psíquicos. Por ejem plo, Phillips
(1964), utilizando descripciones de casos hipotéticos de enfer­
medad m ental, com probó de form a consistente que los hom­
bres eran rechazados con m ás fuerza que las m ujeres, aun cuan­
do en am bos casos la conducta fuera la misma. La discrepancia
entre los dos sexos alcanzaba su grado más alto, en el caso de
un sim ple esquizofrénico caracterizado principalm ente por el
incum plim iento de roles instrum entales. D escubrim ientos muy
sem ejantes han sido expuestos p o r Larsosn (1970) y Fletcher
(1969). Además, las descripciones de estos casos parecen refle­
jar procesos reales. Por ejemplo, los psicóticos son hospitaliza­
dos a una edad más tem prana que las psicóticas (v. gr.: Gove,
1972c) y un im portante trab ajo de Raskin y Galob (1966) indica
que el hecho de que los hom bres sean hospitalizados a una edad
más joven, no se corresponde con una m anifestación más tem ­
prana de los síntom as, sino que se debe a una respuesta más
rápida p o r p a rte de la sociedad respecto a ellos.
Si las tasas de angustia m anifiesta y de desorganización fue­
ran iguales para hom bres y m ujeres, el hecho de que tales sín­
tom as estén en desacuerdo con el rol m asculino, lleva a la gen­
te a percibir y responder ante los hom bres como an te los enfer­
mos m entales, con m ás frecuencia que en cuanto a los del sexo
contrario. La perspectiva de la reacción p o r p arte de la socie­
dad conduce (al m enos en su form a m ás pura) a la predicción
de que m ás hom bres que m ujeres serán tratados como enfer­
mos m entales (20). Como hem os visto, esta predicción es inco­
rrecta, pues, según todos los indicadores, sucede todo lo contra­
rio. Además, no creem os que pueda utilizarse esta perspectiva
para explicar las variaciones fijas expuestas en el ap artad o an ­
terior. Por tanto, concluim os afirm ando que la perspectiva de
la reacción por p arte de la sociedad no ofrece una explicación
satisfactoria de los datos expuestos en este trabajo. E sta con­
clusión com plem enta o tras pruebas (Gove, 1970b), que indican
que la reacción por p arte de la sociedad no constituye p o r sí
sola una teoría válida para explicar la enferm edad m ental.
Las m ujeres son expresivas.—Phillips y Segal (1969) señala­
ron recientem ente que los estudios de com unidad acerca de la
enferm edad m ental basados en síntom as relatados por las pro­
pias afectadas dem uestran que las m ujeres poseen una tasa de
perturbación m ental m ás elevada que los hom bres Sin em bar­
go, piensan que ésto no se debe a «diferencias sexuales reales
en cuanto a la frecuencia del trasto rn o sino m ás bien a una m a­
yor dificultad p ara ad m itir sensaciones y sentim ientos desagra­
dables por p arte de los hombres», ya que éstos creen que tal
conducta no es m asculina (Phillips y Segal, 1969, pág. 69). En
otras palabras, es más «apropiado y aceptable, culturalm ente,
que las m ujeres sean m ás expresivas acerca de sus conflictos»
(Phillips y Segal. 1969, p. 59). Sin em bargo, no piensan que el
sim ple hecho de expresar síntom as lleve a las personas a buscar
ayuda especializada, pues observan que cuando o tras variables
relevantes perm anecen controladas, la expresión de tales sínto­
mas no está relacionada con la búsqueda de ayuda m édica y
opinan que «los propios pacientes probablem ente no interpreten
en m uchos casos tales síntom as como indicadores de una enfer­
medad física o psicológica que pudiera beneficiarse de una
ayuda especializada» (Phillips y Segal, 1969. pág. 65).
La explicación de Phillips-Segal se basa en los diferentes ro­
les culturales de am bos sexos. Ya que el espacio de que dispo­
nem os p ara el presente trab ajo no nos perm ite valorar de form a
sistem ática todas las elaboraciones posibles de este tipo de ex­
plicación, señalarem os solam ente algunas áreas que sugieren
que este enfoque no sirve com o una explicación general de la
diferencia entre las tasas de enferm edad m ental, p ara hom bres
y m ujeres. E n p rim er lugar, los hom bres no casados presentan
cifras de enferm edad m ental tan altas, si no m ás, que las m u­
je re s no casadas. E n segundo lugar, el hecho de que las lasas
de los hom bres hayan sido m ás altas antes de la Segunda Gue­
rra Mundial parecería contradecir la explicación de que «las
m ujeres son expresivas». En tercer lugar, no vemos la form a en
que esta explicación puede ab o rd ar el hecho de que las m ujeres
tengan una tasa de ingresos en los hospitales m entales más alta,
pues norm alm ente la hospitalización no es voluntaria. En cuarto
lugar, todos los estudios epidemiológicos basados en una eva­
luación clínica que (es de suponer) no están influidos por la
expresividad de las m ujeres, descubrieron tasas de enferm edad
m ental tam bién m ás altas p ara éstas.
Aunque opinam os que la explicación de la expresividad no
da cuenta deí significado fundam ental de los datos presentados
en este artículo, aceptam os provisionalm ente la hipótesis de
que las m ujeres son m ás expresivas que los hom bres, y nos
gustaría co n tar con algunos datos consistentes acerca de la for­
m a en que este rasgo in tcractú a (si es que lo hace) con los
diversos m edios de identificación de la enferm edad m ental.

RESUMEN

Hemos afirm ado que el rol de la m ujer, en las sociedades


m odernas industrializadas, posee una serie de características
que pueden favorecer la enferm edad m ental y hem os explorado
la posibilidad de que, en tales sociedades, las tasas de enfer­
medad de las m ujeres sean m ás elevadas que la de los hom bres.
En nuestro análisis, hem os utilizado una definición muy precisa
de la enferm edad m ental, lim itándola a trastornos funcionales
caracterizados p o r la ansiedad (neurosis) y /o desorganización
m ental (psicosis). La inform ación acerca de los prim eros ingre­
sos en hospitales m entales, del tratam iento psiquiátrico en hos­
pitales generales de pacientes am bulatorios, de la atención psi­
quiátrica a pacientes privados, adem ás de los datos que arro ja
la práctica de los médicos generales y los estudios cpidemioló-
gicos indican que hay m ás m ujeres que hom bres, enferm os
m entales. El estudio de la inform ación existente acerca de las
otras dos categorías diagnósticas, q u e pueden reflejar enfer­
medad m ental (tal y como la hem os definido) —los trastornos
de personalidad transitorios y los trasto rn o s psicosom áticos—
revela esta m ism a tendencia. Las variaciones fijas en las tasas
de enferm edad m ental, en tre hom bres y m ujeres, sugieren que
el ordenam iento de estas tasas no es m ás que un reflejo de la
posición que hom bres y m ujeres ocupan en la sociedad. Sin
em bargo, nos gustaría insistir en el hecho de que necesitam os
saber m ucho m ás acerca del m odo en el que el rol de la m ujer
produce esas cifras más elevadas de trasto rn o s psíquicos, pues
sin la ayuda de o tras m uchas investigaciones, que aparecen como
abolutam ente necesarias, correm os el riesgo de especular, como
todavía hoy nos sucede.
(1) En la reu n ió n de sep tiem b re d e la A m erican Sociological Associa­
tion se p resen tó u n a versión resum ida de este tra b a jo . Q uerem os d a r las
gracias a S . F ra n k M iyam oto p o r a n im a m o s a c o n tin u a r investigando
algunas sugestivas relaciones d escu b iertas a lo largo del tra b a jo realizado
b a jo su valiosa supervisión (ver Gove, 1967), y a A ntonina Gove, William
R ushing, Jam es T hom pson, B ru ce D ohrcnw cnd y M ayer Zald p o r sus
c ritic a s del p rim e r b o rra d o r de este trab a jo . Las investigaciones que
hem os utilizad o aq u í fu ero n p ro p o rcio n ad as p o r el V anderbilt U niversity
R esearch Council.
(2) N os g u staría In sitir en el hecho d e que según n u e stro p u n to de
v ista existen u n a serie de razones p a ra lim ita r la categ o ría d e enferm edad
m ental a las n eu ro sis y las psicosis funcionales. Y, lo q u e es m ás im p o r­
tante. creem os q u e si definirnos d e este m odo la en ferm ed ad m en tal, es
posible d e sa rro lla r u n a teo ría general so b re ella. Ya se h a n realizad o al­
gunos esfuerzos en este sen tid o (Gove. 1968, 1970a). P o r ejem plo, se ha
d em o strad o que el m a le sta r ag u d o p u ed e ace lerar el d esarro llo d e la des­
organización psicótica en los en ferm o s m entales. R econocem os que no
todos los lecto res e sta rá n de acu erd o con n u e stra definición de enferm e­
dad m ental. S o b re este p u n to n o s g u staría señ ala r que u n o d e los p ro b le­
m as m ás caóticos p a ra el d esarro llo d e u n a teo ría viable es la d elim ita­
ción del fenóm eno a explicar. C om o y a sabem os p o r la h isto ria d e las
revoluciones científicas, los in ten to s de realizar u n a delim itació n d e este
tipo siem p re so n co n tro v ertid o s, incluso cu an d o llevan a sín tesis nuevas
an te rio rm e n te inexistentes (K hun, 1970). Si m ed ian te n u e stra concepción
d e enferm ed ad m ental som os capaces de d e sc u b rir m odelos d e en ferm e­
d ad m en tal q u e te ó ricam en te p arecen ten er sen tid o (com o pensarnos que
o c u rre en la ú ltim a p a rte del tra b a jo ), co rresp o n d e a los que critica n
n u e stra definición apoyar su c rític a con u n a d em o stració n sistem ática
de lo co n tra rio .
(3) H asta 1968, añ o en que fue rev isad o el D iagnostic a n d Statistical
M anual on m en ta l D isordcrs (ver A m erican P sy ch riatric A ssociation, 1968),
los tra s to rn o s tran sito rio s e ra n denom inados tra sto rn o s tra n sito rio s d e la
personalidad.
(4) M uchos a u to re s su p o n en q u e el ro l d e am a d e casa tiene poco p res­
tigio (v. g.: H arriso n , 1964; Rossi. 1964; Friedan, 1963; B ardw ick. 1971;
B ern ard , 1971); sin em bargo, n o hem os p o d id o localizar ninguna ju stific a ­
ción sistem ática d e esta suposición.
(5) A unque este an álisis en cie rto m odo es especulativo, L angner y
M ichael (1963. pp. 301-57), Phillips y Segal (1969). Gove (1967). y sobre
todo B rad b u rn y Caplovitz (1965, pp. 95-127) pro p o rcio n an un g ran n ú m ero
de p ru eb as q u e lo fu ndam entan.
(6) I-as p ru eb as indican que é s te es el caso d e E u ro p a (Haavio-M anila.
1967; P rudcnski y K olpakov, 1962; D ahltrom y L iljestrom , 1971), y tam bién
parece s e r el caso de los E stad o s U nidos (H artlcy, 1959-60).
(7) A lgunos investigadores (v. g.: M ead. 1949; K om arovsky, 1946; Fríe-
d an , 1963; S tein m an n y Fox, 1966; B ardw ick, 1971) h an p o stu lad o que Jas
expectativas con q u e se en fren tan las m u jeres, no so lam en te son difusas,
sino de hecho co n tra d icto rias y que las m u jeres e stá n situ a d as en u n grave
doble vinculo (double bind).
(8) E xisten u n a serie d e razones p a ra elegir el p erio d o cercan o a la
S egunda G u erra M undial com o p u n to de p a rtid a . Nos estam o s ocupando
de ad u lto s y g ran p a rte de su m arco d e referen cia e sta rá d eterm in ad o
p o r el tip o d e m u n d o en el q u e se h an educado. I.as m u je re s ob tu v iero n
el derecho al voto en 1920 y las p erso n as q u e nacieron en aq u ella época
solo tenían 25 años d e edad al final de la S egunda G u erra M undial. Es
m ás, el gran im p acto de la indu strializació n no em pezó verd ad eram en te
h asta la P rim e ra G u erra M undial. De este m odo, las p erso n as que so b rep a­
saban con m u ch o los 25 años al fin al de la S egunda G u erra M undial cre­
cieron en u n a situ ació n en la que los ro les y las ex p ectativas eran muy
d ifere n tes a ah o ra. Q uizás u n o d e los m ejores in d icad o res del cam bio
o p erad o en el rol de la m u je r es la p roporción de m u jeres casad as que
tienen tra b a jo ; h asta la S egunda G u erra M undial m uy pocas m u je re s tr a ­
b ajab an.
(9) I.os estu d io s se d eb en a E ato n y Weil (1955). q u e investigaron la
enferm edad m en tal en los h u te ritas; a Bellin y H a rd t (1958), q u e investi­
garon la enferm ed ad m ental en las p erso n as de ed ad y a H eígason (1964),
que investigó la en ferm ed ad m ental en todas las p erso n as n acid as en
Islandia e n tre 1895 y 1897. S e d io el caso d e q u e en todos ellos se dem os­
tró que las m u jeres tenían ta sas d e en ferm ed ad m ental m ás a lta s q u e los
hom bres.
(10) I.os inform es del estu d io de M idtow n (Srole. Langner, Michacl
O pler y R ennie en 1962; I-angner y M ichacl en 1963) n o p re se n ta n variacio­
nes estad ística s según el sexo. De los estud io s de com unidad acerca d e la
enferm edad m ental, que no la p arcelan en en ferm ed ad es d e diagnóstico,
es éste el único cuyos a u to re s incluyen los tra sto rn o s de p erso n alid ad
d e n tro d e su definición operacional d e en ferm ed ad m ental. P o r ta n to , su
concepción d e la en ferm ed ad m en tal no co rresp o n d e a la n u estra. Según
su m edida de la en ferm ed ad m ental, dicen no h a b e r en co n trad o d iferen ­
cias significativas e n tre los sexos en c u a tro niveles d e edades. S in em b ar­
go, las m u je re s p resen ta b an m ás sín to m as psiconeuróticos y psicofisioló-
gicos que los h om b res (Lagner y M ichacl, 1963. p. 77). Como la m ayoría
d e los tra s to rn o s d e p ersonalidad se d an en los h o m b res, p arec ería (aun­
que no podem os a firm arlo con seguridad) que había m ás h o m b res con un
tra sto rn o d e la p erso n alid ad y m ás m u jeres con tra sto rn o s p siconeuró­
ticos y que tendían a eq u ilib rarse e n tre sí.
(11) Los in fo rm es d e los ho sp itales no son co m pletos; fa lta el 9.1 p o r
ciento d e los hosp itales p ú blicos y el 11.1 p o r 100 de los privados. Al cal­
c u la r las ta sa s, hem os co rregido la ausencia de esto s hospitales, su p o ­
niendo que las ta sas eran ¡guales a la m edia del resto.
(12) Al to m a r la población civil hem os inflado ligeram ente la tasa
m asculina que. desde n u e stro p u n to d e vista sesga d esfavorablem ente los
resu ltad o s. Debe ten erse en cu en ta q u e la población m ilita r h a recibido
u n a ad ap tació n p siq u iá trica que hace que el n ú m ero de civiles enferm os
m entales sea desproporcionado.
(13) Las ta sa s d e edades especificas se calcu laro n u tilizan d o las e s ti­
m aciones del U.S. B u reau o í th e C ensus (1970) d e la población de 1967
E n to n ces e s ta s ta sa s estab a n tip ificad as so b re la población d e 1966 (U.S.,
B ureau of th e C ensus, 1966).
(14) Los p ro ced im ien to s específicos q u e hem os seguido p a ra realizar
e s ta s estim acio n es, así co m o su s b ases lógicas se h an to m ad o de los au to re s
solicitándolo prev iam en te. Sólo q u erem o s re s e ñ a r aq u í los d a to s p re s e n ta ­
dos p o r Pollack, R adick, B row n W u rster y G orw itz (196*, p. S il) ya que
L ousiana y M aryland in d ican q u e n u e s tra s estim acio n es so b re los ingresos
en los h o sp itales del V. A. son d e d o s a c u a tro veces ex ag erad as.
(15) Los in fo rm es so b re los h o sp itales g en erales con sen-icios d e in ­
tercam b io p siq u iá trico no e stá n co m pletos; fa lta n el 31,4 p o r 100. Al cal­
c u la r las ta sa s h em o s co rreg id o la au sen cia d e esto s h o sp ita les su p o n ien d o
q u e su s ta sa s d e pacien tes d ad o s d e a lta eran eq u iv alen tes a la m edia del
re s to d e los hospitales.
(16) P a ra e s tim a r la p ro p o rció n d e h o m b res y m u je re s d ad o s d e alta
utilizam os la p ro p o rció n de h o m b res y m u je re s in te rn a d o s com o psiquia-
trizad o s en los h o sp itales del V. A., en 1967 (N IM H , 1967c). P a ra e s tim a r
la d istrib u c ió n de los diag n ó stico s d e los in g resad o s en esto s h o sp itales,
utilizam os la d istrib u ció n d e los diag n ó stico s de h o m b res y m u je re s d ad o s
d e a lta en los h o sp itales g en erales no federales.
(17) L os in fo rm es so b re las clín icas e x tern as no aso ciad as con el V.A.
no e stán co m p leto s. F altan el 27,2 p o r 100 d e e s ta s clínicas. Al calcu lar
las ta sa s h em o s co rreg id o su au sen cia su p o n ien d o q u e las conclusiones
d e las clínicas so b re las q u e n o ex iste in fo rm ació n e ra n equ iv alen tes a la
m ed ia d e las re stan tes. Las ta sas d e las clínicas del V. A. e stán b asad as
e n estim acio n es realizad as p o r el N IH M so b re todas las conclusiones
del V.A.
(18) E l c u a d ro 6 no incluye todos los estu d io s relevantes. Se lim ita
a aquellos q u e so n rela tiv a m en te recien tes y q u e se p u ed en o b te n e r sin
dificultades. P a ra u n a exposición de los estu d io s a n te rio re s y m en o s lo­
c a liz a b a s, v e r R yle (1960) y W atts (1962).
(19) Sólo e n los h o sp itales g en erales recib en tra ta m ie n to p siq u iá trico
p o r tra s to rn o s psico so m ático s un g ra n n ú m e ro d e p erso n as y sólo en
ellos existe u n a d iferencia e n tre las ta sa s m ascu lin as y fem eninas.
(20) E sta predicción re s u lta ev id en te en el te rre n o d e la h o sp italiza­
ción p siq u iá trica , d o n d e la resp u esta social ju eg a el papel m á s im p o rta n ­
te a la h o ra d e llev ar a cabo el inicio del tra ta m ie n to . L os teó rico s de
la re sp u e sta social no h an a b o rd ad o la cu estió n de los caso s en q u e éste
se h a iniciad o v o lu n tariam en te. S in em b arg o (y, q u izás, discu tib lem en te)
n o so tro s arg u m e n tam o s q u e los h o m b res d eb erían e s ta r m ás in clinados
q u e las m u je re s a p e rc ib ir la m an ifestació n d e sín to m a s p siq u iá trico s
com o u n a indicación d e su en ferm ed ad m en tal, p u es ta les sín to m as e stán
m ás en d esacu e rd o co n el e ste re o tip o m asculino q u e con el fem enino.
DEPRESION EN MUJERES DE MEDIANA EDAD

Por Pauline B. Barí

Un joven le pide a su madre el corazón, porque


su prom etida deseaba que se lo regalase; después
de arrancarlo violentam ente del pecho que le ofre­
cía su m adre, sale corriendo con él; tropieza y el
corazón cae al suelo. Entonces, oye una voz pro­
tectora que le pregunta: «¿Te has hecho daño,
hijo mío?». CUENTO POPULAR JUDIO.

Me alegro de que Dios m e concediera... el pri­


vilegio de ser una m adre... los quería m ucho. De
hecho, m i am or estaba com pletam ente dedicado
a ellos... E stoy agradecida a m i marido, ya que
si no fuera por él, los niños no existirían. Consti­
tuían toda m i vida. Toda m i vida era esto, porque
yo no tenía vida con m i marido; los niños tendrían
que haberm e hecho feliz... pero no fu e así.— UNA
MUJER DE M EDIANA EDAD DEPRIMIDA.

Todos hem os leído num erosas historias de casos en los que


la neurosis o la psicosis del niño se ha atribuido a la conducta
de la m adre. Sólo recientem ente la fam ilia equizofrenógena ha
sustituido al dem onio del doble vínculo con la m adre esquizo-
frenógena en las teorías acerca de las causas de la esquizofrenia.
E sta investigación tra ta de la situación inversa: cómo, dado el
rol tradicional femenino, la form a de actu ar de los hijos puede
tener consecuencias en las neurosis o las psicosis de la m adre.
Este estudio tra ta sobre las m ujeres de m ediana edad en hos­
pitales psiquiátricos. La siguiente historia es la de una de estas
m ujeres.
UNA SUPERMADRE Y SU COMPROMISO

La señora Gold es una joven am a de casa judía, de unos cua­


renta años. Su hija está casada y vive a unas veinte m illas; su
hijo, de trece años, hiperactivo y con una lesión cerebral, fue
enviado m ás lejos todavía, a un colegio especial. Después de que
éste se m archara, la señora Golid cayó en una depresión con
¿deas de suicidio y fue ingresada en un hospital psiquiátrico.
Le pregunté en qué había cam biado ahora su vida, y res­
pondió:

«Llevo una vida m uy solitaria desde que me puse


enferm a y creo que ahora estoy afrontando problem as
que no afronté antes porque estaba muy ocupada, es­
pecialm ente teniendo un niño enferm o en casa. Me limi­
taba a cu id ar de las necesidades de mi familia, mi m a­
rido y inis hijos, sobre todo de mi hijo enferm o. Pero
ahora m e he dado cuenta de que tam bién quiero algo
para mí. Soy un ser hum ano y m e preocupo de mí
misma.»

No se sentía satisfecha de su m atrim onio. La total preocu­


pación p o r su hijo m antuvo a la pareja unida, pero cuando éste
ingresó en una institución psiquiátrica se perdió este vínculo,
aunque le visitaban todos los domingos. «Mi m arido se preocu­
pa tan sólo de una cosa, que es cómo ganarse la vida. Pero un
m atrim onio es algo más que ésto (pausa) no sólo se vive de
pan». La señora Gold afirm a que ella no es como o tras m ujeres
para las que el divorcio resulta fácil, pero está pensando en di­
vorciarse de su m arido si sus relaciones no m ejoran. A pesar
de ello, o tra paciente a la que entrevisté m ás tarde, m e contó
que la señora Gold había estado llorando d urante toda la noche
anterior, después de que su m arido viniera al hospital para de­
cirle que iba a divorciarse de ella.
A pesar de creer que su vida era «más com pleja, m ucho más
com pleja, sí, m ucho más com pleja» antes de que sus hijos se
hieran, tenía crisis de llanto:

... pero a la m añana siguiente me levantaba y me daba


cuenta de que m uchas cosas dependían de mí, y no que­
ría que mi hijo se deprim iera por ello o tuviera alguna
neurosis, lo que podía h aber ocurrido de h ab er seguido
con aquella actitud. De m anera que como tengo un ca­
rá c te r obstinado y fuerza y voluntad, conseguía su p erar­
lo. Desde hace poco, sin em bargo, no consigo superarlo;
pienso que si alguien m e necesitara quizá pudiera supe­
rarlo, pero creo realm ente que no hay nadie que me
necesite ahora.

Es incapaz de ad m itir ningún tipo de anim adversión hacia


sus hijos y se hace exigencias perfeccionistas a sí misma. «Era
sum am ente agotador y creo que es ahora cuando m e doy cuenta
de ello. Muy agotador. Nunca creí que tuviese tanta paciencia.
F ste niño nunca oyó una voz m ás alta que otra.»
A pesar de que está orgullosa de su hija y le gusta su yerno,
en sus observaciones aparece un elem ento de am bivalencia.
«N aturalm ente, desde el punto de vista de m adre, sientes mucho
que la hija tenga que irse de casa. Quiero decir que esto supuso
un vacío, pero, sé que es feliz.» Como había utilizado a su hija
com o confidente cuando ésta era jo v e n a lla (pauta tam bién p re­
sente en o tras m ujeres entrevistadas por mí), con la m archa de
su hija perdió tam bién una amiga. La señora Gold decía que
no quería ab ru m a r a su hija con sus propios problem as, porque
estaba estudiando magisterio. La intim idad que ahora m ante­
nían era «diferente», desde que la vida de su hija «se centró en
su m arido y en el m agisterio y esto tenía que ser así.» Se llam a­
ban por teléfono todos los días y se veían aproxim adam ente
una vez a la semana.
Al igual que la m ayoría de los depresivos tenia sentim ientos
de inadecuación: «No tengo ganas de nada, no soy nada.» Desde
que se m archó su hijo se pasaba la m ayor p arte del tiem po en
la cam a y, en contraste con su conducta anterior, descuidaba
la casa.» E ra una m u jer b astan te enérgica, tenía una gran casa
y tenía a mi familia. Mi hija decía, «Mamá no servía ocho co­
m idas, sino diez». Mi cocina... m e sentía muy orgullosa de mi
cocina y de mi casa. Y era muy, muy limpia. Creo que casi
fanática». Se consideraba a sí m ism a m ás seria que o tras m u­
je re s y no podría llevar una «existencia inútil», jugando a las
cartas como hacen otras. Se dedicaba, activam ente, a recoger
fondos para la institución de su hijo, pero al parecer, sin el
rol de m adre, el rol que le daba su sentido de utilidad, recoger
fondos no era suficiente. Antes, su hijo «ocupaba cada m inuto
de nuestras vidas» p o r lo cual no hizo «ninguna de las cosas
que hacen las m ujeres norm ales, nada». «Me puedo perdonar
a mí m ism a el haberle metido en un colegio, porque cuidé de
él durante 12 años, en los cuales m ostraba una gran hiperacti-
vidad. Me resultaba sum am ente agotador ... nunca creí que tu­
viese tan ta paciencia.»
Al igual que la m ayor p arte de las m ujeres que entrevisté,
la señora Gold es puritana y se siente incóm oda al hablar de la
sexualidad.

Pienso que cualquier cosa que te proporcione placer o


satisfacción, es buena m ientras sea decente, y..., pero
no entre nosotras (ligera turbación), m e imagino que
algunas m ujeres hacen cosas que no deberían hacer,
pero no me estoy refiriendo a algo de este tipo. Sim ple­
mente, yo no pertenezco a esa clase de m ujeres.

Su situación psicológica y sociológica aparece dram ática­


m ente reflejada en su respuesta a una pregunta, en la que tenía
que clasificar, p o r orden de im portancia, los siete roles propios
de las m ujeres de m ediana edad. Unicamente señaló un rol:
«ayudar a m is hijos, no porque ellos necesiten realm ente mi
ayuda, pero si la necesitaran, creo que lo intentaría con todas
mis fuerzas». De este m odo ella podría desem peñar por más
tiempo el papel que había dado sentido a su vida, el único papel
que consideraba im portante para ella. Su psiquiatra le había
dicho, y ella estaba de acuerdo, que un trab ajo rem unerado
haría que aum entase su propia estim a. Pero, ¿qué empleos exis­
ten disponibles para una m u jer de cuarenta años, sin una
preparación especial y que no ha trabajado d urante otros
veinte?
La señora Gold reúne la m ayor p arte de los elem entos pre­
sentes en las m ujeres con depresión a las que entrevisté, ele­
m entos que, según los médicos, constituyen la personalidad
previa a la aparición de la enferm edad, en las depresivas de
m ediana edad: una historia de m artirio sin com pensación (y los
m ártires siem pre esperan una com pensación en algún momen­
to), p o r los años de sacrificio; incapacidad de tener sentim ien­
tos agresivos, rigidez; necesidad de sentirse útiles; conducta
obsesiva y com pulsiva de superm adre y de superam a de casa; y
generalm ente, actitudes convencionales.

LA RAZON DE ESTUDIAR A LA SEÑORA PORTNOY


Y SUS MALES

Algunos de mis amigos hippies me preguntan, «Pauline Bart,


¿qué haces estudiando m ujeres de m ediana edad deprimidas?».
La propia pregunta, al sugerir que el tem a no es lo suficiente­
m ente interesante e im portante como para que m erezca la pena
estudiarlo, indica la desgraciada situación en que se encuentran
estas m ujeres. Pero el hum anitarism o de una nación puede me­
dirse p o r el modo en que tra ta a sus m ujeres y sus ancianos, al
igual que p o r el modo en que tra ta a sus m inorías religiosas y
raciales. Una sociedad en la que el hecho de envejecer o de ser
m ujer, así como la combinación de am bos, constituye una situa­
ción patética, no puede ser buena. Actualmente, las m ujeres
viven m ás tiem po y el periodo en que tienen hijos es m ás corto,
que en el siglo pasado. En o tras palabras, actualm ente es más
probable que las m ujeres alcancen la etapa del «hogar-vacío» o
postparental (térm ino utilizado por los investigadores que no
consideran que esta etapa del ciclo vital sea especialm ente di­
fícil). La depresión es el síndrom e psiquiátrico más frecuente
en la edad adulta, pero, como sucede con la m ediana edad, tam ­
bién ésto ha sido ignorado por los sociólogos, en general (1).
E ste estudio es im portante, desde el punto de vista teórico,
por varias razones. En p rim er lugar, puede esclarecer un con­
cepto sociológico tan im portante como el de rol —el concepto
que liga al individuo con la sociedad— porque, en esta etapa, la
m ujer pierde ciertos roles y gana otros; algunos roles pierden
im portancia m ientras que se desarrollan otros. Por otra parte,
respecto a la cuestión de si la m ediana edad constituye un pro­
blema para las m ujeres, los datos existentes son contradicto­
rios. El conocimiento de las condiciones, bajo las cuales apare­
ce la depresión en estas m ujeres, nos ayuda a aclarar estas teo­
rías contradictorias. Por qué razón, una m u jer después de que
su hijo se «fuese» dice, «no me siento como si hubiera perdido
un hijo; me siento como si hubiera ganado un refugio», mien­
tras que o tra piensa que lo peor que la había sucedido ja ­
mas fue

cuando tuve que levantarm e, existir p o r mí m ism a y es­


ta r sola, y en esto no miento —en realidad siento que
mis propios hijos no solam ente no me quieren, sino que
a veces ni siquiera les gusto— entonces com enzaron a
respetarm e. Si... si no son capaces de decir cosas agra­
dables, ¿por qué, por qué han de sentirse m ejo r cuando
hieren mis sentim ientos? Me hacen llorar, y entonces
me llaman llorona o m e dicen que debería ser más in­
teligente o algo así. Lo peor que m e sucede es que estoy
sola, que nadie me necesita, nadie se interesa p o r m í ...
nadie me cuida.
Los m ejores m om entos de su vida tran scu rriero n cuando
estaba em barazada y cuando sus hijos eran bebés.
Una explicación de los diferentes puntos de vista sobre la
m ediana edad es: a) que m uchos de los estudios que la consi­
deran un problem a en sí m ism a, estén escritos por médicos
clínicos, que generalizan a p a rtir de sus pacientes; b) que los
estudios que dem uestran que el estadio postparental, para la
m ayoría de la gente, no resu lta más conflictivo que cualquier
o tro estadio del ciclo vital y que a m ucha gente le gusta «que­
darse libre», proceden de investigaciones y entrevistas dirigidas
p o r científicos conductistas.
Los pacientes que los m édicos clínicos ven, no constituyen
una m uestra seleccionada al azar; en su m ayor p arte son de
clase m edia o judíos. Se tra ta , precisam ente, del grupo en el
que es de esp erar que la em ancipación de los hijos produzca
stress, puesto que dicha em ancipación, es m ás conflictiva para
las m ujeres cuyo rol principal es el de m adre y ésta es la situa­
ción que se da en la familia tradicional judía. Si esta hipótesis
es válida, la diferencia en tre los dos enfoques de la m ediana
edad, puede provenir de las generalizaciones de los médicos
clínicos, a p a rtir de una población que es m ás susceptible al
stress de la m ediana edad: la m adre judía.

NO EX ISTE BARETZA PARA LA MENOPAUSIA

Emile Durkheim arro ja luz sobre las ansiedades que una


m adre puede su frir cuando sus hijos la abandonan. Sus concep­
tos de suicidio egoísta y anóm ico resultan relevantes respecto a
los problem as del «hogar-vacío». Según Durkheim , el m atrim o­
nio no protege a las m ujeres frente al suicidio egoísta, a dife­
rencia de lo que ocurre con los hom bres; m ás bien al contrario,
el nacim iento de los hijos reduce la tasa de suicidios en las
m ujeres y la inm unidad al suicidio crece paralelam ente a la
«densidad» de la familia. La «densidad» dism inuye a m edida
que los hijos van creciendo y abandonan el hogar. La relación
en tre una m u jer y sus hijos adultos se rige por muy pocas nor­
mas fijas y, p o r tanto, la situación de la m ujer, cuando sus hi­
jos se m archan del hogar, está caracterizada p o r la ausencia de
norm as o anom ia. Este estado de ausencia de norm as, es una
de las respuestas evidentes a la pregunta que planteo: «¿Qué
espera la gente que haga una m ujer, después de que sus hijos
han crecido?». La señora W est decía que m ientras una m ujer
casada tiene que crear un hogar para su m arido, no sabía lo
que se esperaba de u n a m u jer divorciada como ella. «No creo
que esperan nada especial... si tu te ocupas de tu s asuntos, que
ellos se ocupen de los suyos...» O tra m u jer decía: «mi misión
en la vida ha term inado. Ño tengo donde ir». Todas las m ujeres
negaban de palabra las obligaciones de los hijos adultos hacia
sus padres. Cuando se les preguntaba sobre lo que sus hijos les
debían, todas las m ujeres repondían «nada», aún a p esar de que,
en realidad, estaban claram ente insatisfechas con su situación
actual y desearían m ás atención p o r p arte de sus hijos. Por más
que algunas m adres deseen vivir con sus hijos, no pueden m a­
nifestarlo abiertam ente, como una exigencia legítima.
Del m ism o m odo que las crisis económicas conducen a los
suicidios anóm icos, porque los individuos han de cam biar sus
expectativas, las m ujeres cuyos hijos abandonaron el hogar tam ­
bién deben cam biar las suyas. El problem a no reside, solam en­
te, en que estas expectativas hayan sido legitim adas a través
de años de interacción, sino que adem ás no existen pu n to s de
referencia, no existen riles de passage para que la propia m a­
dre pueda guiarse a través de esta operación. No hay baretza
para la menopausia.
David Riesman, siguiendo la tradición durkheim iana, señala
que las personas autónom as no tienen problem as cuando enve­
jecen, pero tanto los muy «adaptados», que encuentran un sen­
tido a su vida realizando tareas definidas culturalm ente, como
los anóm icos, a quienes la cu ltu ra ha ido «arrastrando» hasta
que de repente se desm oronan, tienen dificultades cuando se
hacen viejos y estos «apoyos» externos dejan de ser aprovecha­
bles. De este modo, la posición de la m u jer cam bia dram ática­
m ente; de estar totalm ente integrada en la sociedad, a través de
los apoyos que constituyen los roles dom ésticos y de m adre,
pasa a estar no integrada o ser anóm ica. E s cierto que, como
afirm a M arvine Sussm an, existen redes fam iliares urbanas y
que el concepto de la fam ilia nuclear, aislado, es falso, desde el
m om ento en q u e los parientes se reagrupan en las épocas difí­
ciles. (2). Pero debido precisam ente a que en los períodos de
desgracia se puede llam ar a los fam iliares, es dccir, a los hijos,
la depresión posibilita la obtención de un beneficio secundario.
Cuando una m u jer se deprim e, recupera la atención, sim patía y
control sobi'e sus hijos que poseía an tes de que éstos partieran
del hogar.
Durkheim construyó una teoría acerca del control social y los
efectos patológicos de su deterioro. La base del control social
está en las norm as, los factores que controlan y constriñen. Sin
em bargo a Durkheim le faltó una psicología social explícita, la
postulación de la existencia de un m ecanism o que pudiera dar
cuenta de la form a en que se internalizan estas coacciones. La
teoría dei rol nos proporciona este mecanismo.

ROL
Los roles más im portantes, existentes en esta sociedad, para
las m ujeres son el de esposa y m adre. Por ejem plo, una m ujer
afirm aba que lo único que consiguió hacer y que sus padres
consideraron valioso, com parándola con su herm ano médico,
fue casarse. El rol de esposa puede perderse, en cualquier mo­
m ento del ciclo vital adulto, a través de la separación, el divor­
cio o la viudedad, aunque esta últim a es más com ún durante la
vejez. Sin em bargo, entre los cuarenta y los cincuenta y nueve
años, el rol de m adre es el que se pierde con m ás frecuencia.
Resultan reveladores dos postulados de la monografía de
Ralph Tu raer. Role Theory: A Series o f Propositions (Teoría
del rol algunas propuestas). La expectativa de casi todo rol es­
tabilizado, contiene algunos elem entos de la sensación latente
de que el prójim o debería continuar con el m ism o rol y con la
m ism a conducta de rol que an tes... Hay una tendencia a asignar
a los roles estabilizados el carácter de expectativas legitimas (3).
Aunque una m adre ideal debería ser flexible y transform ar sus
expectativas sobre los hijos, cuando éstos van m adurando, si la
personalidad de una m ujer es rígida, como ocurre con la per­
sonalidad de estas m ujeres, posiblem ente espere que sus hijos
adultos, aunque estén casados, se com porten prácticam ente
como lo hacían cuando eran niños y dependían de ella. En la
m edida en que ya no siguen com portándose de este modo, es
probable que se siente resentida; desde el m om ento en que,
como sugiere Yehudi Cohén, a una m u jer no se le «permite»
ser hostil hacia sus hijos, el resentim iento se vuelve hacia sí
m ism a y cae en un estado depresivo (4). El segundo postulado
de T urner afirm a: «El grado en el que el yo puede exigir legí­
tim am ente los privilegios de su rol, tiende a ser una función
de su grado de adecuación al rol», desde el m om ento en que el
«actor que representa su papel de form a m ás adecuada de lo
que legítim am ente podría esperarse, aum entan, p o r esta razón,
las expectativas legítimas de otros actores. La m adre, por ejem ­
plo, al ser más paciente o tra b a ja r m ás de lo que pudiera es­
perarse, se crea una deuda m oral respecto al m arido y los hijos,
que éstos no consideran satisfecha, cuando ella ejerce su capa­
cidad normal».
(*) Baretza: R ito tic p aso o d e iniciación d e la co m u n id ad ju d ia (algo
así com o la com unión en las co m u n id ad es cristian as). (N. d e T.)
KLAINE KINDER, KLAINE TSURUS; GRAYSE KINDER,
GRAYSE TSURUS *

Ya que las m ujeres que, según m i pronóstico, quedarán más


afectadas p o r la p artid a de sus hijos son las superm adres, las
m ártires, las m ujeres sacrificadas que han dedicado su vida a
sus hijos, éstas pueden esp erar legítim am ente que sus hijos se
dediquen m ás a ellas, que sean más considerados con ellas y les
proporcionen m ejores satisfacciones de lo que cabría suponer
en otros. La literatura sobre la m adre judía, la retrata con su­
ficiente claridad, como perteneciente a un tipo de superm adre.
E sta superm adre, está especialm ente predispuesta a sentirse
muy afectada si sus hijos no responden a sus necesidades, ya
sea por no realizar lo que ella considera «buenos» m atrim onios,
o por no hacer la carrera que am biciona para ellos, o hasta
por no telefonearla todos los días. La deuda moral, de la que
habla T um er, produce un sentim iento de culpabilidad en el
niño. Por esta razón, si su m adre cae en un estado depresivo,
será especialm ente vulnerable y podrá expiar su culpa, volvien­
do a ser el niño «bueno» de antes. La sátira m ás vendida de
Greenberg: H ow to be a jew ish ntúther (Cómo ser una m adre
judía) cita la culpa, como el principal m étodo de control social
que posee la m adre (6), y no es casual, que su segundo libro
H ow to m ake yourself miserable (Cómo sentirse desgraciado),
empiece con la siguiente frase: «Usted, como podem os suponer
sin riesgo de equivocam os, es culpable».
La m adre judía tradicional, no sólo está excesivamente com­
prom etida e identificada con sus hijos, obteniendo de ellos una
gratificación narcisista, sino que, adem ás, éstos son vistos, al
mismo tiempo, como desam parados sin las instrucciones de su
m adre y como poderosos: capaces de m atar a su m adre con
«alevosía». Como dice una m ujer deprim ida, en la situación de
hogar-vacío: «Mis hijos m e ha absorbido por completo». En un
test de frases incom pletas, rellenó el espacio en blanco, situado
detrás de «sufro», con las palabras: «por mis hijos».
La sobreprotección y la identificación excesiva, aparecen, con
toda claridad, en el caso de otra m ujer ju d ía deprim ida. La se­
ñora Berg, se había trasladado de Chicago a Los Angeles con su
marido, cuatro meses después de que su hija, yerno y nieta lo
hicieran «porque mi hija y su única niña se vinieron» y se sen­
tía sola «y m e imaginé que no teníam os a nadie aquí» excepto
un herm ano y «usted ya sabe lo que son estas cosas. Mi nieta
(*) Pequeños niños, pequeños pro b lem as; g randes niños, g ran d es p ro ­
blem as.
estaba en Los Angeles. Los había perdido a todos». La señora
Berg y su hija son «inseparables». «No sería capaz de com prar
un p a r de m edias sin mí». Sin em bargo, la h ija había escrito
al hospital; en su carta decía que, aunque quería mucho a su
m adre, su necesidad de estar continuam ente ocupada estaba
destruyendo su propia vida priv ad a/ hasta el punto de que ella
m ism a se veía obligada a seguir una psicoterapia.
La señora Berg pensaba que lo peor que podía sucederle a
una m ujer de su edad, era que sus hijos abandonaran el hogar.
«Para mí es terrible que los hijos se vayan de casa, pero la mía
no lo hizo, esperó hasta casarse». En las noches en que su hija
no tenía ningún com prom iso, esta superm adre era capaz de decir
a su m arido: «Vaya, no m e siento muy bien esta noche», para
que am bos se quedaran en casa, si su h ija se encontraba sola.

«Era una de esas m adres anticuadas y pensaba que de­


bía quedarm e en casa y cu id ar de mi hija, o, si ella
tenía un com prom iso, averiguar con qué tipo de per­
sona salía... hoy en día las m adres son un poco distin­
tas. Ahora es como si adm inistráram os un edificio; po­
dríam os escribir un libro, un relato acerca de nuestra
vida en él. Sobre cómo a los veinte, veintiuno o vein­
tidós años los hijos dejan el hogar. O incluso antes y se
van a Hollywood a co m p artir un ap artam en to con otros
jóvenes. D ebería... debería escribir un libro sobre esto,
cuando tenga tiem po y recupere la salud.»

Pensaba que la m ejor época de la vida de una m adre iba,


desde la infancia, h asta que el hijo tenía once o doce años
«porque después se vuelven un poco egocéntricos... piensan en
pasarlo bien y, ya sabe, se van a ju g ar a los bolos, van de aquí
para allá.» Lo m ejor que puede hacer una m ujer, cuando sus
hijos crecen, es trabajar.» M antenerse ocupada en algo. No
pensar dem asiado. Sólo estar ocupada.» Lo que m ás le interesa
es su nieta. «Cuando mi nieta encuentre a alguien y se case me
llevaré la m ejor alegría de mi vida».

EL ROL Y EL YO

El rol y el concepto de sí m ismo están estrecham ente inter-


relacionados. Cuando se pasa el test de «¿Quién es usted?», para
averiguar el auto-concepto de la persona, la gente, norm alm ente,
responde en térm inos de sus diferentes roles: esposa, doctor.
m adre, m aestro, hijo y así sucesivam ente. Cuando una persona
pasa a un estadio diferente de su ciclo vital o cam bia su situación
personal, él o ella deben tran sfo rm ar el concepto de sí mismos,
porque tam bién cam bian las personas con que se relacionan,
con quienes intcractúan. La pérdida de relaciones significativas
puede p roducir lo que Arnold Rose denom inó un «Yo-mutila-
do» (7). Ciertos roles, juegan un papel m ás decisivo que otros
en la autoim agen; la autoestim a procede de la adecuación a
estos roles m ás destacados. Para la mayoría de la gente la es­
tru ctu ra social determ ina qué roles son éstos. Como, en nuestra
sociedad, los roles m ás im portantes que existen para las m uje­
res son los de esposa y m adre, la pérdida de cualquiera de ellos
puede provocar una pérdida de la auto-estim a ju n to con el sen­
tim iento de inutilidad e infravaloración que caracteriza a los
depresivos. Por ejemplo, una m u jer decía:

«Siento que no me aprecian. Siento que no hago falta.


Que no me necesitan en absoluto. Sencillam ente, siento
que no soy nada. Que nadie se preocupa de mí, ni se
interesa por mí, ni les preocupa si me siento bien o no.
Soy totalm ente inútil... Tengo ganas de que alguien me
com padezca, pero nadie lo hace.»

O tra m ujer declaraba: «Siento que no estoy haciendo nada.


Que lo único que hago es perm anecer en pie, sin dirigirm e h a­
cia ninguna parte.»
Puesto que la salud m ental, o un sentim iento de bienestar,
depende de un auto-concepto positivo, depende por lo tanto de
los roles que el individuo considera asequibles. Las m ujeres
cuya identidad, cuya conciencia de sí m ism as se deriva, princi­
palm ente, de su rol de m adres, antes que de su papel de espo­
sas y trabajadoras, las m ujeres cuyas «relaciones significativas»
están lim itadas a sus hijos, se encuentran en una difícil situa­
ción cuando éstos las abandonan. Su auto-concepto debe cam ­
b iar y algunas de ellas no pueden realizar este cambio. Están
excesivamente entregadas a su papel de m adres y, en la mediana
edad, sufren las «consecuencias involuntarias» de esta entrega.

INTEGRACION DE LA TEORIA PSIQUIATRICA


Y SOCIOLOGICA

Tanto la teoría psiquiátrica, como la sociológica, son im por­


tantes para llevar a cabo una discusión acerca de la depresión.
Por regla general, se considera que la depresión constituye una
respuesta an te una pérdida. Según la orientación psicoanalitica,
se tra ta de la pérdida de u n a persona, am ada de una m anera
am bivalente. Para la psicología del Yo, se trata de la pérdida de
una m eta o de la auto-estim a y para algunos existencialistas,
tales como E m est Becker, se tra ta de una p érdida de senti­
do (8). El concepto de la pérdida de rol, es com patible con todos
estos enfoques.
Una form a posible de com binar la posición freudiana, que
considera que la depresión es agresividad interiorizada, la po­
sición cxistencialista respecto a la pérdida de sentido y la teoría
sociológica que estoy exponiendo, es la siguiente: las personas
intrapunitivas, que interiorizan la agresividad dirigiéndola con­
tra sí m ism os en lugar de m anifestarla, actúan de acuerdo con
las norm as culturales, sobre todo si son m ujeres. Ya que han
sido «buenas» esperan ser recom pensadas. Por ello, cuando sus
m aridos o sus hijos viven sus propias vidas, puede parecer
que su m undo deja de «tener sentido». De este modo, la agre­
sividad introyectada provoca una conducta «correcta»», que a
su vez produce esperanzas de recom pensa cuando ésta no se
m aterializa y, por el contrario, se presenta la tragedia, las m u­
jeres experim entan una pérdida de sentido y caen en la de­
presión.
Clínicamente, se utiliza la expresión «mecanismos de defen­
sa», p ara describir el m odo característico en que un individuo
hace fren te a los problem as de la existencia. E sta idea puede
afinarse, m ediante la adición de factores socioculturales. Exis­
te una relación en tre la utilidad de una defensa y el estadio del
ciclo vital en que se encuentra el sujeto. Utilizar la retirada
com o una defensa, en una sociedad que valora el activism o efi­
caz, probablem ente causará problem as, muy pronto, en la vida
de una persona. Sin em bargo, si esta persona se defiende ac­
tuando, puede arreglárselas muy bien en nuestra sociedad —sal­
vo en el caso de enferm edad física— hasta el m om ento del
retiro p ara los hom bres, o la pérdida de los hijos para las m u­
jeres. Datos que obtuve en las entrevistas, así como algunos
com entarios de los inform es del hospital, como por ejemplo,
«necesitaba e s ta r ocupada todo el tiempo», indican que, m uchas
de las m ujeres poseían este sistem a de defensa, sistem a que
había sido recom pensado por la sociedad en los prim eros esta­
dios del ciclo vital de la m ujer. Sin em bargo, cuando más tarde
m uchas de ellas enferm aron físicam ente y no podían hacer m u­
chas cosas, este estilo de vida dejó de ser eficaz.
METODOS: TRANSCULTURALES, EPIDEMIOLOGICOS
Y ENTREVISTAS

Al realizar este estudio, utilicé tres tipos de datos: antropo­


lógicos, epidemiológicos y entrevistas con tests proyectivos. En
prim er lugar, pensé poner a prueba la hipótesis de que la de­
presión en las m ujeres de m ediana edad estaba producida por
los cam bios horm onales en la m enopausia; hice un estudio trans-
cultural sobre trein ta sociedades, utilizando los H um an Rela-
tions Arca Files, y estudié seis culturas de form a intensiva, u ti­
lizando las m onografías antropológicas originales (que después
se convirtieron en las de M argaret Mead acerca de la meno­
pausia).
Después com pleté este trab ajo transcultural de los roles ase­
quibles a las m ujeres cuando dejaban de tener hijos, y examiné
los historiales de 533 m ujeres, entre los cuarenta y cincuenta
y nueve años, que no habían sido hospitalizadas anteriorm ente
por enferm edad m ental. Utilicé cinco hospitales de distinta ca­
tegoría: desde un hospital privado, para la clase alta, h asta los
dos hospitales estatales, para la gente del condado de Los An­
geles. Com paré m ujeres que habían sido diagnosticadas de «de­
presión» (utilizando los siguientes diagnósticos; depresión invo-
lutiva, depresión psicótica, depresión neurótica, m aníaco de­
presivas deprim idas, con m ujeres que tenían otros diagnósticos
de tipo funcional (no orgánicos).
P ara su perar los prejuicios diagnósticos se utilizaron cinco
m étodos. En p rim er lugar, la m uestra que se utilizó fue extraída
de cinco hospitales. En segundo lugar, se mezcló a las «neuró­
tico-depresivas» con las «involutivas». «psicóticas y «maníaco-
depresivas», ya que sospechaba que las pacientes consideradas
como «neurótico-depresivas» en un hospital para la clase alta,
en un hospital de clase baja serían consideradas como «depresi­
vas involutivas», sospecha que fue confirm ada. En tercer lugar,
en el análisis de los datos, se utilizó una lista de control de sín­
tom as y averigüé que las pacientes deprim idas diferían signifi­
cativam ente, en todos los síntom as, de aquéllas que tenían otros
diagnósticos. En cu arto lugar, se distribuyó entre los internos
de psiquiatría del hospital docente la historia clínica de una mu
je r con rasgos depresivos y paranoides, para que se realizara un
diagnóstico «a ciegas». En la m itad de los casos, las m ujeres
fueron clasificadas como «judías» y, en la o tra m itad, como
«presbiterianas». Los resultados dem ostraron que no existían
diferencias en tre «judías» y «presbiterianas» en cuanto al nú­
m ero de diagnósticos estigm atizadores, ya que el m ás grave y
el más leve de ellos (esquizofrenia y depresión neurótica) fueron
dados a las «presbiterianas». En quinto lugar, se obtuvieron
treinta y nueve perfiles de IMMPI (*) en un hospital y se entre­
garon a un psicólogo para que diagnósticara «a ciegas». Los re­
sultados apoyaron la decisión de com binar a las depresivas psi-
cólicas, involutivas y neuróticas, puesto que la proporción entre
leves y m oderadas, y graves y muy graves, fue la misma para
todos estos grupos. Pero todas las esquizofrénicas fueron clasi­
ficadas como graves o muy graves.
A continuación, llevé a cabo veinte entrevistas intensivas, en
dos hospitales, para obtener la información que no podían pro­
porcionar las historias de las pacientes y pasé a las m ujeres
cuestionarios utilizados con m ujeres de m ediana edad «norm a­
les», pasándoles también el tests proyectivo de la biografía, con­
sistente en dieciséis láminas, en las que aparecían m ujeres en
diferentes estadios de su ciclo vital y en diferentes roles. Estas
entrevistas proporcionaron una fuente de inform ación especial­
m ente rica. No leí el m aterial hasta después de realizar las en­
trevistas, para que mi percepción no se viera influida por las
valoraciones de los psiquiatras o asistentes sociales.
Se registraron como pérdida de rol de m adre los casos en
los que p o r lo m enos uno de los hijos vivía fuera de casa. Con­
sideré que existía una relación sobreprotectora, o excesivamente
envolvente, cuando en el inform e de la m ujer aparecía una afir­
mación del tipo: «mi m arido y mi hija constituían toda mi
vida», o cuando una m u jer ingresaba en el hospital después
de que su hijo se com prom etiera o se casara. Las apreciaciones
de la pérdida de rol y de la relación con los hijos y m arido se
hicieron a p a rtir de la historia de casos que om itían referencias
sintom atológicas, étnicas o de diagnóstico; se obtuvo una eleva­
da fiabilidad en la codificación de estas variables (se realizó
un descubrim iento interesante: los codificadores judíos, se in­
clinaban m ás a codificar una relación partenofilial como insa­
tisfactoria que los no judíos). Para evitar esta diferencia, se
afinaron las categorías. Se consideró que una m u jer era judía,
fuera o no religiosa, si había tenido una m adre judia, ya que
las actitudes y valores que estoy investigando no proceden ne­
cesariam ente de una conducta religiosa. Por ejemplo, la señora

(*) M innesota M ultiphasic P crso n ality In v en to ry (M M PI): In v en tario


M ultifásico d e Personalidad d e M innesota, d e H ath aw ay y McKinley.
{N. de T.)
Gold no asistía a los servicios religiosos, no estaba segura de
tener fe en Dios, pero enseñó a su hija que «nosotros no nos
tratam os con chicos gentiles» y se consideró siem pre «judía has­
ta la médula».

CONCLUSIONES: NO HACE FALTA SER JUDIA PARA SER


UN MADRE JUDIA. PERO AYUDA

Antes de em barcarm e en los estudios transculturales y epi­


demiológicos, y en las entrevistas y tests proyectivos, formulé
una serie de hipótesis. Algunas fueron confirm adas, otras fue­
ron refutadas.
Las depresiones que sufren las m ujeres de m ediana edad
se deben a la carencia de norm as im portantes y a la consiguien­
te pérdida de autoestim a, y no a los cam bios horm onales de la
menopausia. Los estudios transculturales dem ostraron que, en
esta fase del ciclo vital, las m ujeres m uchas veces ascendían de
status. I-as dos sociedades en las que ésta descendía, eran seme­
jan tes a la nuestra. Por otro lado, y ya que no se consideraba
la mediana edad como un período especialm ente lleno de ten­
sión para las m ujeres, podrían rechazarse las explicaciones que
se basan en los cam bios biológicos de la m enopausia para ex­
plicar esta tensión (9).
La pérdida de rol está asociada a la depresión. E ntre las
m ujeres de mediana edad, las deprim idas tienen m ayor proba­
bilidad. que las no deprim idas, de h ab er sufrido la pérdida del
rol de m adre. Desde el m om ento en que somos criatu ras sim ­
bólicas, para quienes el pasado y el fu tu ro siem pre están pre­
sentes, incluso una pérdida de rol inm inente puede causam os
depresión.
Formulé la hipótesis de que ciertos factores —ocupaciones
intrínsecam ente satisfactorias, m atrim onios satisfactorios, la
perm anencia de algunos hijos en el hogar o el hecho de que
su lugar de residencia sea cercano al de la m adre— hacen más
llevadero a la m adre el abandono de sus hijos. Incluso he no­
tado que las m ujeres que sufrían otra pérdida de rol además
del de m adre, o cuyas relaciones eran insatisfactorias, encon­
traban mucho más difícil de soportar esta pérdida de rol cuan­
do sus hijos se m archaban. Sin em bargo, ninguna de estas
hipótesis ha sido confirm ada. Aparentem ente, la pérdida de rol
es un fenóm eno del todo o nada, ya que las predicciones basa­
das en la suposición de que esta pérdida es gradual y puede ser
com pensada p o r la am pliación de otro tipo de roles no se cum ­
plieron (10).
Se ha com probado que ciertos roles favorecen cstructural-
m ente la pérdida de otros (ver cuadro 6-1).

C u a d r o 6-1

CONDICIONES BAJO LAS CUALES LA PERDIDA DE ROL ESTA


ASOCIADA DE FORMA CRECIENTE A LA DEPRESION

Porcentaje
de N Total
Condición depresiones (Base)

Pérdida de r o l ............................................ 62,0 369


Pérdida de rol de madre ......................... 63,0 245
Amas de casa con pérdidas de rol de
m a d re ..................................................... 69.0 124
Amas de casa de clase media con pér­
dida de rol de m a d re ......................... 74,0 69
Mujeres con pérdida de rol de madre
que mantenían relaciones sobrepro­
tectoras o excesivamente envolventes
con sus h ijo s ........................................ 76,0 72
Amas de casa con pérdida de rol de
madre que mantienen relaciones so­
breprotectoras o excesivamente envol­
ventes con sus hijos .......................... 82,0 44

Por ejem plo, las m ujeres que m antienen relaciones sobre­


protectoras o excesivamente envolventes con sus hijos tienen
una probabilidad m ayor de su frir depresión en el período post-
parcntal que las m ujeres que no m antienen este tipo de relacio­
nes (ver Cuadro 6-2).
C u a d r o 6-2

INFLUENCIA DE LAS RELACIONES SOBREPROTECTORAS


O EXCESIVAMENTE ENVOLVENTES CON LOS HIJOS
EN LA DEPRESION DE LAS MUJERES CON PERDIDA
DE ROL DE MADRE

Porcentaje
de N Total
Condición depresiones (Dase)

Sobreprotectora ............................. .......... 76.0 72


No sobreprotectora .................... ........... 58.0 88

NOTA: Falta información sobre 83, de las cualcs 47 sufrían depre-


sión.

Las am as de casa tienen una tasa de depresión m ás alta que


las m ujeres que trabajan ya que, como dice Parsons, la del ama
de casa es una «pseudo-ocupación* (11). Las am as de casa no
sólo tienen más oportunidades que las m ujeres que trabajan de
dedicarse por com pleto a sus hijos, sino que adem ás su rol
queda reducido una vez que hay menos gente para quien hacer
la com pra, cocinar y lim piar. Las am as de casa de clase media
tienen una tasa de depresión m ás elevada que las de clase tra ­
bajadora, y las am as de casa que m antienen relaciones sobre­
protectoras con sus hijos alcanzan la tasa m ás elevada de todas
cuando los hijos abandonan el hogar.
La depresión en tre las m ujeres de m ediana edad con per­
dida de rol m aternal se relaciona con la estructura fam iliar y
con los modelos de interacción típicos de los grupos étnicos a
los que pertenecen. Cuando se com paran los diferentes grupos
étnicos se com prueba que la tasa m ás alta de depresión se da
entre los judíos, la interm edia entre los anglosajones, y la más
baja entre los negros. Ya que el vínculo más im portante exis­
tente en la familia judía tradicional es el que une a la m adre con
sus hijos, y ya que ésta se identifica estrecham ente con ellos,
no es de extrañar que la tasa más elevada de depresión se dé
entre las m adres judías en el m omento en que sus hijos aban­
donan el hogar. El cuadro 6-3 dem uestra que el núm ero de
m ujeres judías con diagnóstico de depresión es, aproximada-
C u a d r o 6-3

RELACION ENTRE ETNIA Y DEPRESION

P o r c e n ta je
de JV T o ta l
C o n d ic ió n d e p r e s io n e s (B a se)

Judías ........ ........... 84,0 122


No-Judías ........... 47,0 383

m ente, el doble que el de las no judías; adem ás, existía un m a­


y o r índice de depresión, frente a o tras enferm edades m entales,
e n tre las m ujeres ju d ías que en tre las demás.
Sin em bargo, cuando se controlan los modelos de interac­
ción fam iliar, la diferencia e n tre ju d ías y no ju d ías dism inuye
bruscam ente (cuadro 64). Aunque las frecuencias verticales de­
m uestran que la sobreprotección o las relaciones excesivamente

C u a d r o 6-4

RELACION ENTRE DEPRESION Y SOBREPROTECCION


O COMPROMISO EXCESIVO CON LOS HIJOS,
PARA AMAS DE CASA JUDIAS, Y NO JUDIAS CON PERDIDA
DEL ROL DE MADRE

J udías N o- J udías

P o r c e n ta je P o r c e n ta je
de N T o ta l de N T o ta l
R e la c ió n d e p r e s io n e s (B a se ) d e p r e s io n e s (B a se)

Sobreprotectora........ 86,0 21 78,0 23


No sobreprotectora ... 75,0 8 60,0 25

NOTA: Falta información sobre 8 judías, todas ellas con depresión,


y sobre 38 no judías, de las cuales 21 sufrían depresión.

estrechas con los hijos son m ucho más frecuentes e n tre las
judías, resu lta evidente que n o h a c e f a l t a s e r j u d í a p a r a s e r u n a
m a d r e j u d í a . Por ejem plo, una m u jer negra divorciada, a la que
le habían practicado una histeroctom ía, cayó en un estado de­
presivo cuando su única h ija se trasladó a Orcgón: la depresión
desapareció cuando fue a visitarla y volvió a aparecer cuando
regresó a Los Angeles.
El reducido grupo de m ujeres ju d ías cuyas m adres habían
nacido en E stados Unidos poseía u n a tasa de depresión situada
a medio cam ino en tre la de las m ujeres ju d ías con m adres na­
cidas en E uropa y la de las m ujeres anglosajonas. Una de mis
hipótesis, la de que la p artid a de un hijo estaría m ás estrecha­
m ente asociada a la depresión que la partida de una hija, no
pudo com probarse porque en todos los casos en que la m ujer
ju d ía tenía hijos varones, éstos vivían todavía con su m adre.
Como decía una de estas m ujeres: «Mi hijo es m i m arido y mi
m arido es mi hijo». No era éste el caso de las h ija s de judías
sin hijos varones, ni de los hijos o h ijas de fam ilias no judías.
(Debido a un fallo en la perforación de las ta rje tas, la hipótesis
tuvo que ser com probada con hijos únicos.)
Las m ujeres negras tenían una tasa de depresión m ás baja
que las blancas. Las pautas de conducta de rol fem enino que
desem peñaban las m ujeres negras raras veces term inaban en
depresión en la edad m edia de la vida. M uchas veces vivía con
la fam ilia una «abuela», o u n a «tía», q u e se ocupaba de los ni­
ños cuando la m adre trabajaba. De este modo, la m u jer más
anciana no sufre la pérdida del rol m aternal. En segundo lugar,
ya que las m ujeres negras tradicionalm ente trab ajan , es m enos
probable que desarrollen una extrem a identificación, o un vivir
continuam ente dedicadas a sus hijos, característico de las m a­
dres judías. Además, para la cultura negra, no existe u n equiva­
lente del prejuicio puritano, que poseen las cu ltu ras anglosajo­
na y judía, de que el sexo es algo malo y. ante todo, ligado a la
reproducción, o de que no es conveniente q u e las m ujeres m a­
yores tengan relaciones sexuales. Las fam osas can tan tes negras
de blues —m ujeres como Bessie S m ith— alcanzaron la cum bre
de su popularidad cuando llegaron a la m ediana edad.
Por supuesto, no se puede d escartar la posibilidad de que la
baja tasa de depresión refleje únicam ente la existencia de una
m enor inclinación, p o r p a rte de la com unidad negra, a hospita­
lizar a las m ujeres deprim idas. Los depresivos no suelen atraer
la atención de la policía, a m enos que intenten suicidarse. Por
tanto, si una m u jer o su fam ilia no definen su situación como
psiquiátrica, perm anecerá en casa. Cualquier hipótesis respecto
a la fam ilia negra sólo p o d rá ser com probada definitivam ente
tras un estudio de sus costum bres.
Por desgracia, había muy pocas fam ilias m ejicanas en la
m uestra p ara poder com probar m i hipótesis acerca de que las
m ujeres m ejicanas tendrían u n a tasa de depresión inferior por­
que sus familias son m ás num erosas y las fam ilias grandes
desarrollan una gran actividad: además, al acercarse a la m e­
diana edad, el poder se traslada, aunque no form alm ente, del
padre a la m adre.

ENTREVISTAS

Las entrevistas disiparon por com pleto mis dudas acerca de


la validez de las conclusiones extraídas de los inform es del hos­
pital de que estas m ujeres eran sobreprotectoras, convenciona­
les y m ártires. A pesar de que ellas eran enferm as y yo una en­
trevistadora, es decir, una extraña, una m u jer ju d ía me obligó
a com er un bombón diciéndom e: «No me diga que no». Otra
me aconsejó, sin que yo se lo pidiera, acerca de si debía volver
a casarm e y con quién y una tercera dijo que d aría una fiesta
en m i honor cuando saliera del hospital. O tro ejem plo de esta
actitud m aternal extrem a fue el de una cu arta paciente, que,
m ientras yo la entrevistaba, insistía en cuidar a o tra (que aca­
baba de volver a un shock) c incluso trató de proporcionarm e
otra m ujer para la entrevista. La serie de m otivos invocados
por las m ujeres judías para explicar su enferm edad se refería,
por lo general, a sus hijos. Se quejaban de no verlos con sufi­
ciente frecuencia. Las m ujeres no-judías eran m ás m oderadas
y decían que querían que sus hijos fueran independientes. To­
das las m ujeres que tenían hijos, cuando se les preguntaba que
de qué se sentían más orguliosas, respondían: «de m is hijos»
y, sólo algunas veces y en segundo lugar, m encionaban a sus
m aridos. Ninguna m encionó algún logro propio, excepto el de
ser una buena m adre.
Dos de las m ujeres judías habían vivido con sus hijos y que­
rían volver a vivir con ellos; su enferm edad se había precipita
do cuando éstos las obligaron a vivir solas. Sin em bargo, vivir
con sus hijos no suponía un arreglo satisfactorio para las m u­
jeres de la m uestra epidemiológica, ya que las pocas que habían
llegado a este acuerdo se encontraban deprim idas. Por ejemplo,
una m u jer se quejaba: «¿Por qué mi hija es tan fría conmigo?
¿Por qué me excluye? Se une a su m arido... y me deja fuera.
No le quiero decir lo que debe hacer, pero me gustaría saber
que necesita mi opinión».
El cuadro 6-5 dem uestra el convencionalism o y la rigidez de
las m ujeres entrevistadas. Cuando se llega a la m ediana edad
es necesario ser flexible p ara poder ad o p tar nuevos roles. El
rol de m adre, «cuidar a mis hijos», se clasifica la m ayoría de
las veces en prim er o en segundo lugar, aunque sólo una de las
siete m ujeres, cuyos hijos estaban todos en casa, lo clasificó
en prim er lugar y o tra lo clasificó en segundo lugar. Como cuan­
do no se está en casa es difícil cuidar de los hijos, las m ujeres
que dan m ás valor a esta conducta que a cualquier o tra se en­
cuentran ante un problem a: están fru strad as p o r su conducta
en el terreno que para ellas es más im portante. Resulta igual­
m ente interesante observar los item s que no fueron selecciona­
dos. Sólo una m ujer escogió en p rim er lugar «cuidar a mis
padres». Fue hospitalizada cuando su m adre se m archó a Chi­
cago después de arreg lar su piso, para que su m adre pudiera
habitarlo. Ninguna m u jer clasificó en p rim er lugar «ser una
com pañera sexual para mi marido», y sólo una m u jer lo clasi­
ficó en segundo lugar. Tres de las m ujeres casadas no lo in­
cluyeron en su clasificación, dem ostrando la poca im portancia
que concedían a este rol o bien el m alestar o rechazo que les
producía. Resulta interesante que, aunque ocho de las m ujeres
trabajaban no consideran im portantes los roles ocupacionales
V sí los de am a de casa y m adre, que son precisam ente aquéllos
que dism inuyen al llegar a la m ediana edad. A la inversa, no
consideran im portantes los roles que podrían desarrollar en
este período: el rol de com pañera sexual, el rol ocupacional y el
rol organizativo (participar en la iglesia, en un club y en acti­
vidades colectivas).

C u a d r o 6-5

FRECUENCIAS POR ORDEN DE ELECCION


Rol 1 2 3 4 5 6 7

Ser ama de casa ....................................... 5 — 3 2 2 — —

Participar en la iglesia, en un club o en


actividades colectivas ....................... — 1 3 4 1 — —
Compañera del esposo (*) .................... 2 2 1 — 1 — 1
Cuidar a los padres ................................. I 1 — 1 1 — —
Compañera sexual ..................................... — 1 2 — — 1 —

Empico remunerado ................................ I 3 — — — 1 —


Cuidar a los hijos .................................... 4 5 2 1 1 — —

(*) No están incluidas las dos mujeres solteras, que escogieron


este ítem en primer lugar.
A las m ujeres entrevistadas se les aplicó un test proyectivo
biográfico: consistía en dieciséis láminas en la que aparecen
m ujeres en diferentes roles y en diferentes estados de su ciclo
vital. E! psicólogo clínico que ideó el test analizó los protoco­
los «a ciegas», sin conocer más hipótesis. Dijo que se trataba
de «madres consumadas», que m ostraban una identificación
total con el rol de m adre. Me limité a analizar las respuestas a
la lám ina en la que aparecía una escena sexual, la lám ina en la
que aparecía el em barazo, la lám ina referente a la vejez y la
referente a la ira. En el cuadro 6-6 aparecen las respuestas a la
lámina referente a la vejez.

Cuadro 6-6

RESPUESTA A LA LAMINA DE LA VEJEZ

Respuesta En el relato En tas preguntas

Positiva ......................................... 1 1
Negativa ........................................ 6 4
No reconocimiento ..................... 2 —

Neutral .......................................... 2 1
No utilizada en la respuesta ... 9 —

La lámina de la vejez m uestra a una anciana sentada en una


mecedora y situada frente a una chimenea. Las nueve m ujeres
que no incluyeron esta lámina en sus relatos de la vida de una
m ujer no quieren convertirse en viejas o inactivas. Sólo una m u­
je r utilizó esta lámina en el relato y respondió de form a posi­
tiva ante ella. Dos la utilizaron, pero sin reconocer los aspectos
relativos a la vejez. La siguiente respuesta es un ejemplo de
este no reconocimiento: «Aquí está sentada frente a la chimenea
y ha girado la cara, supongo que el bebé se ha dorm ido y está
descansando.» Esta m ujer interpretó todas las láminas refirién­
dose a un bebé.
A seis m ujeres no les gustó la lámina (dos de las respues­
tas eran incodificables). Una m ujer que había utilizado la lámi­
na en el relato dijo: «No puedo soportar esta escena, estar sen­
tada sola y sin hacer nada y vieja, sentarse ju n to al fuego sin
tener a nadie (pausa) convertirse en algo así. Yo no podría es­
ta r ya sola. Todo el m undo tiene que reducir la m archa en
algún m omento de su vida y sentarse, pero yo seguiría siendo
activa aunque fuera vieja, no m e gustaría vivir dem asiado tiem ­
po y que llegara un m omento en que no tuviera o tra cosa que
hacer en la vida que sentarm e sola, ya sabe lo que quiero
decir, ... así, en una mecedora». O tra m ujer que estaba divorcia­
da y cuyos dos hijos vivían fuera de casa dijo: «Esta podría
ser yo. Estoy sentada, soñando, me siento melancólica.» Al elegir
esta lám ina como la que no le gustaba dijo: «Esta es la que
menos me gusta, no me gusta nada. Se parece dem asiado a lo
que yo hacía. E star sentada y preocuparm e y pensar...»
En la fase de las preguntas, una m ás dio una respuesta posi­
tiva, cuatro dieron respuestas negativas y una respuesta era
incodificable. Una m ujer, en la situación de hogar vacío, que
se había divorciado y vivía sola no utilizó la lámina en su relato.
Después de enum erar o tras ocho lám inas que se parecían a su
vida, dijo: «No quiero fijarm e en ésta». A o tra fue la lámina
que más le gustó, pero no se dio cuenta de que la m ujer era
vieja; en cambio, seis m ujeres incluyeron esta lám ina en tre las
que menos les gustaban.

QUE SUCEDE CON LOS HOMBRES

¿Explica esta teoría la depresión en los hom bres? Pienso


que sí. Los hom bres con psicosis involutivas norm alm ente han
llegado a los sesenta, la edad de la jubilación; se trata proba­
blem ente de hom bres cuyos roles ocupacionales les ofrecían
«apoyos». Los hom bres cuya identidad proviene de su rol pro­
fesional, tam bién se deprim en al jubilarse. En este sentido, el
director de ingresos en el hospital docente inform ó de que no
era insólito que los oficiales del ejército sufrieran depresiones
involutivas al jubilarse. El estudio de Rafael Moses y Debora
Kleiger, sobre las depresiones involutivas en Israel, dem ostró
que la pérdida de significación es un factor existente entre los
antiguos pioneros, que pensaban que los valores que les eran tan
queridos, estaban desapareciendo rápidam ente. Las aspiraciones
y expectativas actuales les eran extrañas y el sentido del deber
y del sacrificio que ellos habían conocido parecía h aber dejado
de existir. Se sentían diferentes, aislados e inútiles» (12).

QUE SE DEBE HACER

Resulta muy fácil reírse de estas m ujeres, ridiculizar lo orgu-


llosas que se sienten de sus hijos y la inquietud que m uestran
por su bienestar. Pero no supone ningún signo de progreso
su stitu ir a Mollie Goldberg por Stepin Fetchit en el repertorio
de actrices cómicas. E stas m ujeres son víctim as de n u estra so­
ciedad, del m ism o m odo que lo son los niños de H arlem , cuyo
CI dism inuye cada año de m ás que perm anecen en la escuela.
H acían lo que se les había dicho que debían hacer, lo que sus
familias, sus amigos y los «mass media» esperaban de ellas; si se
hubieran desviado del rol que le estaba asignado habrían sido
ridiculizadas (y si no pregunten a cualquier m u jer que desem ­
peñe una profesión). N uestra tarea consiste en hacer que se les
paguen los sacrificios que han realizado, aunque de m odo dife­
rente al que ellas esperaban. El relato de sus vidas puede servir
para que o tras m ujeres tom en conciencia de la inutilidad de
este tipo de vida.
Dos psicoanalistas, Thcrese Bencdek y H clcnc D eutsch, afir­
m an que la m enopausia es m ás conflictiva para las m ujeres
«masculinas» o «pseudomasculinas». Benedck describe a la m u­
je r «masculina» como una m u jer cuya «economía psíquica estuvo
dom inada —de form a muy parecida a lo que ocurre con los
hom bres— por la oposición del yo, m ás que por las gratifica­
ciones em ocionales prim arias de la m aternidad» (13). Deutsch
afirm a que las m ujeres «fem eninas am orosas» tienen m enos pro­
blem as d u ran te el clim aterio que las «masculinas agresivas».
Aunque piensa que. adem ás de las cualidades eróticas y m ater­
nales, son deseables «sublim aciones positivas», cree que «si sus
intereses sociales y profesionales se adueñan excesivam ente de
ellas; en el clim aterio están am enazadas por el peligro de lo que
yo denom ino Pseudom asculinidad» (14). Sin em bargo, los datos
que he presentado dem uestran que las m ujeres que asum en el
rol femenino tradicional (amas de casa que se dedican a sus
m aridos, que no exteriorizan la agresividad, es decir, que acep­
tan las norm as tradicionales) son las que responden deprim ién­
dose, cuando sus hijos abandonan el hogar. Incluso, las p u n tu a­
ciones respecto a masculinidad-fem inidad que obtuvieron las
m ujeres de un hospital en el MMPI eran la m itad de la desvia­
ción típica m ás fem enina que el prom edio. E stos resultados son
coherentes con la teoría de la depresión de Cohén. Considera
que la depresión, al contrario de lo que sucede con la esquizo­
frenia. es una «enfermedad» que aparece en las personas dem a­
siado integradas culturalm ente. (15).
La teoría de la depresión existcncial en las m ujeres de me­
diana edad, form ulada p o r E rn est Becker. se apoya en el hecho
de que estas m adres m ártires contaban con que sus sacrificios
serían recom pensados algún día. Al com probar que esto no era
así, su vida parecía no h aber tenido ningún sentido. Como de­
cía una de estas m ujeres:

«Sentí que había confiado en ellos y que ellos en cam ­


bio se habían aprovechado de mí. Soy muy sincera pero
fui tonta. Les quería m uchísim o y confiaba en ellos,
pero fui tonta. Me entregaba a los dem ás y creía que
tenía derecho a que ellos hicieran lo m ism o conmigo.
No pensaba que actuaran de o tra form a, pero lo hicie­
ron y, ya ve, todo eso m e hizo m ucho daño. Y cuando
pienso que no quiero estar sola, pero que voy a estarlo,
y que m is hijos seguirán su cam ino y se casarán ... es­
toy deseando que lo hagan, pero entonces m e quedaré
sola. Cada vez m e siento más sola, m ás sola.»

Según las norm as im perantes en n u estra sociedad, una m u­


je r no «se realiza» m ediante su trabajo, sino desem peñando los
roles femeninos tradicionales de esposa y m adre. Es m ás, ni
siquiera se le perm ite hacerlo. Las m ujeres sufren una gran
discrim inación profesional: se las considera «pedantes», se iro­
niza cruelm ente sobre ellas, no se les tom a en serio, sus salarios
son los m ás bajos, su trabajo es invisible (literal y m etafórica­
m ente). Todo esto hace que la idea de que una m u jer tra te de
d a r sentido a su vida m ediante el trab ajo resulte suicida. Se
dice que las m ujeres no son contratadas porque anteponen su
vida personal al trabajo, y cuando consiguen en co n trar un hom ­
bre lo abandonan. A m i me parece que el proceso es a la in­
versa. Después de que com prenden cuál es su situación y de
no haber sido tratad as como personas se refugian en el rol más
tradicional, si tienen la suerte de poder hacerlo.
H asta hace muy pocos años, un tem a com ún de la literatu ra
de las m ujeres, inspirador tanto de seríales radiofónicos como
de revistas fem eninas, consistía en que sólo se podía alcanzar
la «felicidad auténtica» dedicándose al m arido y a los hijos, lo
que significa vivir a través de la vida de otros. Si la satisfac­
ción y el sentim iento de utilidad individuales provienen de otros
y no de uno mismo, cuando éstos se van, en lugar del yo queda
el vacío. E ste p u n to queda totalm ente oculto en gran p arte de
la literatu ra polém ica sobre la pretendida pérdida de la fem i­
nidad, de la dom inante castradora m u jer norteam ericana.
Después de todo, las únicas que desem peñan los roles trad i­
cionales son las m ujeres fem eninas, no las m ujeres profesiona­
les que dom inan a sus hijos y a su marido. No o bstante, esta
dom inación puede ad o p tar form as m ás tradicionales, como la
m anipulación sutil y el recurso al sentim iento de culpa. Si, a
pesar de todo, una m u jer no asum e el rol tradicional femenino
y no espera que sus necesidades de realización —o de «gratifi­
cación narcisista» com o la denom inan los psiquiatras— se cum ­
plan a través de los logros ajenos, es decir, de su m arido y de
sus hijos, en esc caso no tiene ninguna necesidad de dom inar­
los, ya que su b ienestar no depende de ellos. En una sociedad
basada en el éxito personal, no es razonable suponer que todo
un sexo carezca de estas necesidades.
Por todo ello, el m ovim iento de liberación de la m ujer, al
ofrecer alternativas a este m odo de vida, al proporcionar la
ayuda m oral necesaria p ara desviarse de los roles sexuales tra ­
dicionales, y al su b ray ar la im portancia de las m u jeres y de su
propia personalidad, contribuyendo a la realización de sus pro­
pias potencialidades, puede co n trib u ir al desarrollo de la dig­
nidad personal, tanto de los hom bres como de las m ujeres.
(1) Ve r mi pró x im o c ap itu lo so b re «La Sociología d e los T ra sto rn o s
D epresivos», en C u rrcn t P erspectives in P sychiatric Sociology, cd s Paul
R om án y H a rris o n T rice (Science H ouse, 1971) si se q u ie re te n e r u n a vi-
s ió n m á s am p lia so b re este p u n to .
(2) M ar v i n e B. Sussm an: « R elationships o í A dult C h ild rcn w ith T h eir
P a rc n ts in T he U nited S tates* , e n So cia l S tr u c tu r e a n d th e F am ily: G eneral
R ela tio n s d e E th e l S h a n a s y G ordon S tre ib (cds.). E ngelw ood C liífs. N. J.:
P rentice-H all. 1965.
(3) R a l p h TURNER: -R o le Theory- A S eries o f P ropositions», Encyclo-
pedia o f th e Socia l S cien ces (N ew Y ork: M acm illan an d th e F rc e Press,
1968). E s ta s ideas e stán in c o rp o ra d as en «Role: Sociological Aspects*,
E n cyclo p ed ia o f T h e So cia l Sciences.
(4) Y e h u o i A C o h é n : «The Sociological R elcvance of S chizo p h ren ia
a n d D epression». en S o cia l S tr u c tu r e a n d P erso n a lity (New Y ork: H olt,
R in eliart an d W inston, 1961), pp. 477-485.
(5) TURNER, op. cit.
(6) Dan G rfe x g u rg : H o w lo B e a J e w ish M o th cr (Los A ngeles, Price,
S te m . S lo an , 1964).
(7) A rn o ld R o s e : «A Social-Psychological T heory o f N eurosis», en
H u m a n B eh a v io u r a n d Social Processes (B oston: H o u g h to n M ifflin, 1962),
pp. 537-549.
(8) E r n e s t BECKER: T h e R evo lu tio n in P sych ia try (G lencoc: T h e Free
P ress. 1964).
(9) E s ta s conclu sio n es ap are cen d e fo rm a m á s d e ta lla d a en m i tr a b a ­
jo : «Why W om cn’s S ta tu s C hangos in M iddte Age: T he T u m s o f th e
Social F erris Role», Sociological S y m p o s iu m 1 (o to ñ o 1969).
(10) P a ra u n a elab o ració n d e esto s re su lta d o s y o tro s p o ste rio re s, ver
S o ciety, C u ltu re an d D epression (C am bridge: p ró x im o S ch en k m an ).
(11) T a i .c o t t P a r s o n s : «Age a n d Sex in th e Social S tru c tu re o f th e
U nited States», A m erican Sociological R ev icw 7 (1942): 604-606.
(12) R a fa e l M o s e s y D e b o r a S . K l e i c e r : «A C o m p arativ e A nal y sis o f
th e In s titu tio n a liz a tio n o f M ental H ealth V alúes: T h e U nited S ta te s and
Israel», m a n u sc rito in éd ito p re se n ta d o en el e n c u e n tro de la A m erican
P sy ch iatric A ssociation e n N ew Y ork, 1965.
(13) T h e r e s i BexFDEK y B o r is B. R u b en ste is: «Psychosexual Fuñe-
tio n s in W om en», en P sych o so m a tic M edicine (N ew Y ork: R o n ald Press.
1952).
(14) H blexe D s u ts c h : T h e P sychology o f W om en: a P sychoanalytic
In tc rp rc ta tio n (New Y ork: G ru ñ e & S tr a tto n , 1945). vol. 2.
(15) C o h é n : op. cit.
LAS HERMANASTRAS DE CEN ICIEN TA :
UNA PERSPECTIV A FEM IN IST A DE LA ANOREXIA
N ERV IO SA Y DE LA BULLMIA (*)

Por Marlene Boskittd-Lodahl (**)

La literatu ra existente acerca de la socialización femenina


recuerda la imagen fam iliar de las herm anastras de Cenicienta,
esforzándose por encoger los pies para ponerse el zapato de
cristal (la clave para ganarse el corazón, un tanto enigmático,
del príncipe) y, p o r supuesto, sin que ninguna de ellas pudiera
lograrlo (1).
D urante los prim eros meses de mis prácticas, como médico
residente en la sección de salud m ental de un hospital docente,
me encontré con Anne, una joven de dieciocho años, alegre,
atractiva y esbelta. Durante tres años había atravesado un ciclo
de polifagia y anorexia, que se había sucedido sin interrupción.
Se sentía desesperada y fuera de control.
Anne encabezaba una lista de 138 sujetos que padecían pér­
dida y aum ento repentino de apetito, a los que yo debía tratar.
Se hizo evidente, que la polifagia y anorexia presentadas por
estos pacientes, form aban p arte de un síndrom e de conserva­
ción del yo y que este problem a se daba, fundam entalm ente,
entre m ujeres (2). Las que yo entrevisté se consum ían en cons­
tantes intentos destructivos para el yo, de cam biar sus cuerpos
de m anera que se adaptaran al zapato de cristal. Anne había sido
bien inform ada acerca de la naturaleza de sus síntom as. Incluso
me recom endó algunos libros al respecto. Para com prender su
problem a, estudié la literatu ra tradicional que existía sobre el
tema. Bruch, que ha escrito extensam ente sobre los trastornos

(•) A rtículo ex tra íd o de Sigas: Journal o f W om en in C ulture a n d So-


ciety, 1976, voL 2, n ú m . 23.
(**) E ste tra b a jo e s tá dedicado a m i g ru p o original d e pacien tes, el
p rim ero q u e tuve de h e rm a n a stra s d e C enicienta.
del apetito, es quien ofrece un diagnóstico m ás claro del aspec­
to anoréxico de este síndrom e. Según esta autora, las caracte­
rísticas habituales en la anorexia nerviosa son: 1) Fuerte p er­
dida de peso; 2) trastornos en la imagen corporal (que Bruch
califica de «ilusorios»); 3) perturbación de la interpretación cog-
nitiva de los estím ulos corporales, com binada con incapacidad
de reconocer los signos de necesidad nutritiva; 4) hiperactivi-
dad sin aparición de fatiga; 5) un sentim iento paralizador de
inutilidad; 6) una vida fam iliar, en la que no se estim ulaba ni
reforzaba la autoexpresión, a) la m adre estaba frustrada, con
respecto a sus aspiraciones profesionales, som etida a su m ari­
do y, p o r regla general, m antenía una actitud escrupulosa y so­
breprotectora; b) el padre se preocupaba p o r las apariencias
exteriores, adm iraba el atractivo y la belleza y esperaba que
sus hijos se com portaran bien y realizaran progresos nota­
bles (3). La mayoría de los autores, han tratado la falta de ape­
tito y la bulim ia como enferm edades distintas y separadas, aun­
que algunos investigadores han señalado de pasada, la com pul­
sión que sufren los individuos que no comen o comen excesi­
vamente.
El propósito de este trabajo es proporcionar el núcleo de un
nuevo enfoque, en cuanto a la anorexia y la bulim ia. También
puede servir, para estim ular terapias eficaces para las m ujeres
que, a p a rtir de ahora, denom inaré bulim aréxicas.

INTERPRETACION PSICOANALITICA
DE LA ANOREXIA Y LA BULIMIA

La concepción de la anorexia como un rechazo de la fem ini­


dad, que m uchas veces se m anifiesta como un tem or al contacto
oral, está am pliam ente difundida (ver esquem a 1). Szyrynski
observa que:

«Parecen tener miedo de crecer y m ad u rar y les resulta


difícil aceptar ... su identidad sexual. En el caso de las
chicas, el tem or al em barazo a m enudo dom ina el cua­
dro; el em barazo está simbolizado p o r la comida, en­
gordar significa quedarse em barazada. En muchas oca­
siones estas fantasías tam bién se traducen en el con­
tacto oral. Las chicas, después de besar a un chico, por
prim era vez, tienen pánico ante el tem or de quedarse
em barazadas. Conceden una im portancia especial al h e­
cho de engordar y, m uchas veces, las observaciones ca-
sualcs de un visitante, un fam iliar o un amigo, de que
tienen buen aspecto y que probablem ente han engorda­
do, precipitan catastróficam ente el ritual de la pérdida
de apetito (afagia)» (4).

RIVALIDADES PREEDIPICAS E IMPULSOS


ORALES SADICOS

Identificación un Padre Bondadoso y Pasivo


Hospitalidad hacia una m adre Agresiva y C astradora

>y
CONFLICTO RESPECTO AL ROL SEXUAL

ANOREXIA NERVIOSA BULIM1A


Rechazo de la Feminidad Identificación Excesiva con
Tem or al Contacto Oral la Feminidad
Deseo de Em barazo

Esquem a 1.
Modelo psicoanalitico de la anorexia nerviosa y btilimia.

Se dice que, tras estos tem ores, existe un odio inconsciente


hacia la m adre, que es ineficaz, quejum brosa y castradora. Al
principio de los años 1930, W ulff describe esta psicodinám ica:

E sta neurosis está caracterizada por la lucha que


m antiene la persona contra su sexualidad, la cual, a
través de la represión previa, se ha vuelto ávida c insa­
ciable... Se trata de una sexualidad de orientación pre-
genital y la satisfacción sexual se percibe como una
«comida em pachosa». Los períodos de depresión, en
que los pacientes se atib o rran y se sienten «gordos»,
«empachados» o «em barazados»... alternan con perío­
dos «buenos», de ascetism o, en que se sienten delgados
y se com portan norm alm ente... El psicoanálisis revela
que el contenido inconsciente del síndrom e, es un com­
plejo precdípico con la m adre, que puede quedar en­
cubierto p o r un conflicto edípico sádico-oral. Los pa­
cientes experim entan un odio intenso, inconsciente, con­
tra sus m adres y co n tra la fem inidad (5).

Lindner, en su descripción del caso de Laura en «The Eifty


M inute Hour» (La sesión de cincuenta m inutos), se convierte
en un exponente m oderno de la teoría tradicional (6). Laura, su
paciente, se quejaba de los m ism os síntom as de atracones y
ayuno que mi paciente, Anne. Pero la interpretación q u e hace
de tales síntom as, difiere totalm ente de la mía. Introduce cla­
ram ente a Laura dentro de un rol femenino esteriotipado, m an­
teniendo que sus síntom as constituyen una resistencia neurótica
e insana co n tra este rol. Para él. la curación supone poner fin a
este odio hacia la feminidad, ayudando a la m u jer a que apren­
da a acep tar y a rep resen tar el rol femenino tradicional, fre­
cuentem ente descrito com o acom odaticio, receptivo o pasivo.
Según Lidner, lo que Laura quería era quedarse em barazada.
O bserva sus deseos desesperados hacia un hom bre, pero presu­
pone que es saludable p ara una m u jer sentirse desesperada sin
un hom bre, así como sentirse com pletam ente realizada, una vez
que ya posee esta relación.
Bruch se m uestra m ás crítico acerca de la interpretación de
la contam inación o im pregnación oral. Afirma que «actualm en­
te. el pensam iento psicoanalítico m oderno ha abadonado este
enfoque m eram ente simbólico, a m enudo analógico y etiológico,
para centrarse, desde el principio, en la naturaleza de las rela­
ciones padre-hijo». Sin em bargo, confirm a que «incluso hoy en
día, el tem or al contacto oral constituye uno de los problem as
psicodinám icos, sobre los que se ha investigado con m ás insis­
tencia» (7). El hecho de que la m ayoría de las m ujeres anoré-
xicas sufren am enorreas, es decir, interrupción del ciclo mens­
trual, se considera com o una prueba m ás de que tales m ujeres
rechazan su «feminidad» (8). Sin em bargo, los datos médicos
han dem ostrado que la am enorrea se observa con m ucha fre­
cuencia en m ujeres con un peso corporal anorm alm ente bajo,
C u a d r o 17-2

DISTRIBUCION DE PORCENTAJES DE PREFERENCIAS


POR TERAPEUTAS. ESTADO CIVIL. EDAD Y RELIGION

Mujeres Hombres
( « s 159) (n a 99) TOTAL

Preferencia
por el terapeuta
Hombre.................. 49 96 (n = 77) 40% (n = 40) 4 5 % (n » 1 1 7 )
Mujer ••• ••• ••• ••• 31 % (n = 49) 25 % (n = 26) 23%(n=*75)
No preferencia ... 20% (n = 49) 25% (n = 2o) 23%(n=*75)
Estados civil
Soltero ... ••• ... ... 69 % (n = 109) 63 % (n = 62)
Casado / conviviendo
con Divorciado/se­
parado .*• ... ... ... 14 % (n = 23) 13% (n = 13)
otra per-tona ........ 17% (n = 27) 24% (n b 24)
Edad
Menos 3 0 .............. 75% 69%
Más de 3 0 ............. 25% 31%
Religión
Judía Catól. Prot. Ninguna Judia Cató!. Prot. Ninguna
40% 19% 16% 25% 41% 22% 1496 23%

C u a d r o 1 7 3

RELACION ENTRE PREFERENCIA POR EL TERAPEUTA


Y ESTADO CIVIL

.Mu j e r e s H ombres

Estado civil Preferencia Preferencia

Hom• Muje- Ninguna I/onu Muje■ Ninguna


bres res bres res

Soltero ............... 54% 30% 16% 44% 28% 29%


Casado/convivien­
do con otra per-
$on«t ••• mi •(« 41 % 37% 22% 25% 25% 50%
Divorciado ......... 35% 26% 39% 53% 23% 23%
que no tienen síntom as de anorexia prim aria. E sto hace pensar
que el facto r clave, a la hora de iniciar los cam bios horm onales
asociados con la am enorrea, es el bajo peso corporal (9).

Las m ujeres que se vuelven bulimaréxicas

Mi experiencia con bulim aréxicas, contradice la teoría psico-


analítica típica (ver esquem a 2). Lejos de rechazar el estereo­
tipo de la fem inidad (el de la m u jer acom odaticia, pasiva y de­
pendiente) éstas jóvenes nunca se han cuestionado el supuesto
de que estar casada, la m aternidad y la intim idad con los hom ­
bres, son los com ponentes fundam entales de la fem inidad. Lle­
gué a com prender que su obsesión por adelgazar no sólo cons­
tituye una aceptación de esta ideas, sino un esfuerzo exagerado
p o r alcanzarlo (10). Los intentos de controlar su aspecto físico,
dem uestran una preocupación desproporcionada p o r agradar a
los dem ás, especialm ente a los hom bres, una búsqueda de se­
guridad con respecto a los dem ás, para validar su sentim iento
de valía (11). Han consagrado su vida a desem peñar el rol feme­
nino. en lugar de realizarse como personas individuales. Ningu­
na de ellas ha desarrollado un sentim iento básico de capacidad
personal o autoestim a.
Bruch dice que estas m ujeres tienen una ilusión básica de
ano poseer una identificación propia, ni de siquiera ser dueñas
de sus cuerpos y sus sensaciones, con una incapacidad específi­
ca para reconocer el ham bre, como un signo de necesidades nu­
tritivas». E n tre o tras cosas, lo atribuye a «la im posición de la
m adre sobre la hija, de su propia concepción de cuáles son las
necesidades de ésta» (12). De este modo, la niña, al creer que
tiene ham bre porque así lo dice su m adre, posee una escasa
com prensión de lo que el ham bre significa internam ente. A lo
largo de mi experiencia con estas m ujeres, el sentim iento de no
tener una identidad no es una ilusión o una m ala percepción,
sino una realidad que no tiene que estar necesariam ente provo­
cada, de form a exclusiva, por el estereotipo de m adre protec­
tora. sino tam bién por o tras presiones culturales, sociales y
psicológicas.
Anne, p o r ejem plo, era una buena chica, generalm ente sum i­
sa. Había vivido «como es debido» y precisam ente aquí, residía
su problem a. Se había socializado en la creencia, im buida por
sus padres, de que la sociedad recom pensaría su atractivo: «Al­
gún día los chicos se volverán locos por ti.» «jCon esa cara
nunca tendrás que preocuparte por b uscar un empleo!». Dócil
INFANCIA

M adre Carente de Poder y D om inante -f Padre «Héroe»

i
Exigencias Asfixiantes de Conform idad

I
Niña que se Define a Sí Misma p o r las Reacciones
que Percibe de los Demás

l
ADOLESCENCIA

Nivel de Auto-estima A norm alm ente Bajo + Necesidad


de Validación p o r p arte de los H om bres

Adolescente mal equipada en cuanto a su socialización respecto


a los hom bres

i
Rechazos Reales o Percibidos


Preocupación excesiva Sentim entos Intensos
por el Aspecto y el Cuerpo de Inadecuación y Tem or
a los H om bres

Dicta sin O btener Recompensas

^
Anorexia Nerviosa BULIMAREXIA
I N»
Obesidad Adolescente

Esquem a 2.
Desarrollo de la Conduela Bulimaréxica.
y dependiente, era incapaz de verse a si m ism a como alguien
con personalidad propia. N uestras prim eras sesiones se desarro­
llaron en un clima de irrealidad. Intenté encontrar algún indicio
de carácter individual, pero Anne no poseía ningún sentim iento
de su propia identidad, m ediante el cual proyectar una persona
leal. Su dependencia hacia los demás, impidió cualquier desa­
rrollo de su personalidad. La mayoría de las m ujeres de mi
estudio habían sido recom pensadas por su atractivo físico y su
«bondad» sumisa, m ientras que características como indepen­
dencia, confianza en sí m ism as y energía, generalm ente eran
sancionadas por los padres, abuelos, profesores y allegados.
Peggy decía, «siempre fui un chicazo. De hecho, a la edad de
10 a 12 años era más fuerte y más rápida que cualquier chico.
Después de ganar una carrera a uno de ellos, todos los demás
chicos de mi clase me volvieron la espalda. Las chicas se b u r­
laban de m í y mis padres m e aprem iaron para que «empezara
a com portarm e como deben hacerlo las chicas». Lo hice, con lo
cual dejé de divertim e tanto como antes».
Wulff atribuye a estas m ujeres un odio intenso e inconscien­
te hacia la m adre. Por el contrario, en mi experiencia, eran
dolorosam ente conscientes de su desprecio hacia sus m adres,
la mayoría de las cuales eran descritas como débiles y desgra­
ciadas; m ujeres que habían abandonado sus carreras, con el fin
de educar a sus hijos. «Mi m adre quería ser abogado, pero lo
dejó cuando se casó con mi padre». Aunque generalm ente se
describe a las m adres como inútiles, ejercen poder en un te­
rreno limitado: sobre sus hijos. Aquí, como si estuvieran com­
pensando su sufrim iento en otros terrenos, suelen ser afixiantes,
dom inantes y m anipuladoras. En vez de rechazar la conducta
pasiva y agresiva de sus m adres, y con ella, sus resultados más
destructivos, las m ujeres que entrevisté describían su lucha por
una aceptación social, que les perm itiría desem peñar el papel
de su m adre. La mayoría tam bién se identificaban profunda­
m ente con sus padres, a pesar de que muchos de ellos dedica­
ban poco tiem po a su familia, concentrándose en intereses aje­
nos al hogar. Algunas m ujeres decían, que los padres insistían,
más que las m adres, en sus exigencias de gracia y com porta­
miento femenino. Estos eran adorados como héroes, aún cuan­
do m antuvieran una actitud distante, preocupada y de rechazo
emocional.
Una concepción deform ada del volumen del cuerpo, carac­
terística de las anoréxicas descritas por Bruch, y de las bulima-
réxicas que yo estudié, está relacionada con las expectativas
por parte de los padres y de la sociedad en cuanto al aspecto
físico. En la prim era sesión con Anne, me llamó la atención la
total deform ación de su cuerpo. Se quejaba a m enudo de lo
gorda que estaba; yo la veía sum am ente delgada.
M.B.-L.: ¿Por qué no te levantas y m e m uestras por dónde
te sientes gorda?
ANNE: Aquí... aquí... por todas partes. (Se palpaba todo el
cuerpo.)
En aquella sesión observé que «la imagen deform ada del
cuerpo» de Anne, estaba ligada a una total ausencia de confian­
za en su propia capacidad de controlar su conducta. Decía que
se sentía incapaz como m ujer y que nunca había logrado m an­
tener una relación am orosa con un hombre.
Además de esforzarse por perfeccionar y controlar su aspec­
to físico, las bulim aréxicas m anifestaban una necesidad de
realización. Todas las m ujeres habían conseguido altos resulta­
dos académicos y estaban por encim a de la m edia intelectual.
Sin em bargo, en la mayoría de los casos, el trabajo, hasta obte­
ner el éxito, tenia como objetivo com placer a los padres y ca­
sarse «bien». Los continuos éxitos académicos eran esenciales
para el sentim iento de su propia valía, pero esperaban que la
presión por alcanzar el éxito quedaría olvidada y oculta a
cambio de las satisfacciones que podrían ap o rta r el m atrim onio
y la educación de los niños. E stas m ujeres consideraban el éxito,
principalm ente en térm inos de recom pensas quo podrían obte­
ner de los demás. Por ejemplo, lo más probable es que un
médico conozca y desee, como com pañera, a una m u jer edu­
cada; una m ujer tiene m ás posibilidades de conocer a este
hom bre en una universidad. La realización no se consideraba
en térm inos de recom pensa intrínseca para sí mismas.
Obviamente, las m ujeres que se han educado, luchando para
perfeccionar el rol femenino, esperan que esta perfección sea
recom pensada por la satisfacción de conseguir realizarse. Sus
expectativas se basan en las expectativas y modelos que —a su
modo de ver— tiene el resto de la sociedad respecto a ellas. Las
m ujeres entrevistadas por m í se habían hecho lam entablem ente
vulnerables al rechazo, por causa de estas espectativas. En la
adolescencia, empiezan a buscar ansiosam ente su recompensa,
en el sentido de que los hom bres las vean como ellas han lu­
chado para ser vistas. Pero, en lugar de encontrarse con una
m ultitud de príncipes apuestos, esperando para cortejarles,
m uchas m ujeres en esa época, experim entan el rechazo mascu­
lino. Para otras, el rechazo, más que real, era percibido (estas
adolescentes se sentían rechazadas, si no se veían perseguidas
por los hom bres y socialm ente activas). La experiencia del re­
chazo m asculino precipita a m enudo un régimen de adelgaza­
m iento. La m uchacha cree que su aspecto físico está relaciona­
do de alguna form a con la razón del rechazo. B ruch describe a
una joven que podía d eterm in ar el comienzo de su conducta
anoréxica, con respecto a un incidente que había experim entado
como rechazo.

Celia (núm. 12) había em pezado a d e ja r de com er el


segundo año de facultad, cuando su novio com entó que
pesaba casi tanto como él. Se tratab a de un chico de
constitución débil, que sólo pesaba 130 libras y estaba
preocupado por ello, pensando que su virilidad estaba
en peligro. M anifestó su deseo de que ella perdiera unos
kilos y ella, esforzándose p o r com placerle, comenzó a
seguir un régimen de aldelgazatniento. No obstante, la
ofendía que él hubiera «fijado» su relación en un peso
determ inado. La prim era vez que habló del tem a decía:
Perdí totalm ente el apetito», m ás tarde se lo negaba a
sí m ism a... Cuando em pezó a p erd er peso, experim entó
un gran sentim iento de fuerza c independencia (13).

Algunas m ujeres decían que, en realidad, en aquella época


estaban un poco gordas, pero o tras se describían a sí m ism as
como delgadas, pero no lo suficiente, según su imagen ideal, de
lo que era un cuerpo herm oso. Ju n to con estos esfuerzos por
adelgazar, algunas veces se intentaban otros m edios p ara em be­
llecerse: tres m ujeres dijeron que se habían operado de la
nariz. No obstante, estos intentos p o r adelgazar, tampoco les
producían gratificaciones anticipadas (es decir, atención por
p arte de los hom bres).
Cuando las expectativas de estas m ujeres tenían de ser de­
seadas y perseguidas p o r los hom bres, no se m aterializaban, se
creían sin atractivo, feas y sin valor. E stas creencias reforzaban
su ya presente sentim iento de inadecuación. Entonces el tem or
al rechazo, se convertía en una fuerza m otivadora esencial de
la conducta. El rechazo, real o percibido, rom pe la autoim agen
de la persona, que la ha construido en torno a las expectativas
de los dem ás. La persona adopta una conducta, que la protegerá
contra un rechazo futuro. Lee. m antiene la siguiente opinión:
Existe una preocupación insoportable p o r el peso y una tenden­
cia a ver a los dem ás, según su peso, como una form a de defen­
derse contra los sentim ientos de inadecuación y el tem or a ser
rechazada p o r los dem ás. La lucha consiste en una «persecución
sin descanso de la delgadez» (14).
El tem or al rechazo, como núcleo de los síntom as de Anne,
aparecieron un día de form a m ás bien dram ática. Después de
tres meses, no había sido capaz de recordar su p rim er atracón
de com ida o las circunstancias que Jo habían provocado. Aquel
día, estaba describiendo un atracón que se había dado la noche
anterior. Utilizando las técnicas de la Gestalt, le propuse que
intentara rep resen tar una fantasía, hecho al que ya estaba ha­
bituada.

M.B.-L.: Bueno: en esa silla está tu cuerpo. La silla


en la que estás sentada, es la comida. Ahora «tú coges la
com ida» y le dices a tu cuerpo qué estás haciendo y
por qué.
Anne: Soy tu com ida y ahora voy a e n tra r dentro
de ti... inflándole... haciéndote sen tirte incómoda. Soy
tu vergüenza y te hago intocable. Ahora nadie te tocará.
Eso es lo que quiere... que nadie te toque. (Levantó la
vista sorprendida.)
M.B.-L.: ¿E stás sorprendida por algo de lo que aca­
bas de decir?
A n n e : S í . P or lo de que no me toquen... (silencio).
M.B.-L.: ¿Crees que es algo de lo que puedes ponerte
a hablar ahora?
A n n e : S í , creo que podría ser im portante... Cuando
tenía quince años (hace tres) estaba haciendo un viaje
p o r el río Snake. Decidí, im pulsivam ente, que no quería
seguir siendo virgen y como m e gustaba el'h o m b re que
llevaba el barco, decidí dejarle que hiciera el am o r con­
migo. Me em borraché, salí y en ese m om ento él lo hizo.
Al día siguiente no recordaba nada excepto que m e sen­
tía desgraciada y disgustada conmigo m ism a. Y lo peor
fue que el tío no quiso saber nada de mí después de
aquello. Después de que ésto sucediera perdí algo de
peso porque pensé que quizá estaba dem asiado gorda
y p o r eso me había rechazado. Poco después de adelga­
zar, tuve mi p rim er atracón y así he seguido desde en­
tonces.

Muchas veces el p rim er rechazo se convierte en modelo.


Muchas m ujeres adquieren una conducta dependiente, lo que
asegura la repetición del rechazo. Anne se encontraba con un
hom bre, «se enam oraba» y éste acababa abandonándola, al ha­
cerse cada vez m ás posesiva y dócil. Entonces intentaba com­
pensar lo que percibía como un fallo, intentando transform arse
a sí m ism a ayunando, para acom odarse a algún m isterioso m o­
delo de perfección, m antenido p o r los hom bres. O tras m ujeres
se volvían excesivamente críticas, con la m ayoría de los hom bres
que encontraban, elim inando así la posibilidad de relaciones
de cariño y am or.
O tra de mis pacientes, Linda, pequeña, de hablar dulce y en­
cantador, decía de su p rim er atracón:

Bueno, m i m adre piensa que todo empezó después


de que fuera rechazada p o r un chico el p rim er año de
la escuela superior ... (silencio) ... e ra mi p rim er novio
y la verdad, es que estaba loca por él. Un día m e dejó
sin más, sin d a r ninguna explicación... Nunca supe qué
había hecho yo... E ra tan raro ... E staba verdaderam en­
te deprim ida. Poco después me operé de la nariz y co­
mencé a hacer régimen de adelgazam iento. No estaba
gorda, pero era la época de Twiggy y. aunque no lo
puedo recordar con exactitud, em pecé a com er mucho
p o r entonces, pero la verdad es que no sé si existe al­
guna relación.

LA PSICODINAMICA DEL BANQUETE Y LA PURGA

El ciclo sufrido p o r la bulim aréxica puede ser físicamente


perjudicial (ver fig. 3). Las m ujeres dicen que ayunan, que se
fuerzan a vom itar habitualm cnte y abusan de las anfetam inas
y laxantes como form a de co n trarrestar un atracón. No obstan­
te, p ara estas jóvenes que han sido «buenas chicas» y que temen
la desaprobación paterna y el rechazo que podría resu ltar de
la actividad sexual, la com ida es uno de los pocos elem entos,
dentro de sus vidas, rígidam ente reguladas, que pueden elegir
para entregarse con exceso. Para la persona que está luchando
p o r alcanzar m etas no realistas, im ponéndose un control severo
y ascético, com er desaforadam ente constituye una liberación.

A nne: Cuando me encuentro en una fase de com er


desaforadam ente, da igual que acabe por hacerlo... Sen­
cillam ente, me vuelo loca... totalm ente fuera de control.
Como todo lo que encuentro... dulces... helados. Si es­
toy en una cafetería, lleno el plato de todo tipo de co­
sas. Cuando lo acabo pido otro, y o tro ... Como, hasta
que me pongo enferm a. Después me doy asco y empie­
zo a ayunar. No como nada, excepto líquidos, d urante
unos días. N orm alm ente, perm anezco en esta actitud
toda una semana.

Es m ás, el banquete establece una unión en tre m ente y cuer­


po. En ese m om ento, el yo se entrega por com pleto a la comida.
Se da una pérdida total del control (Yo). Es una experiencia
absoluta de aquí y ahora, una especie de éxtasis.
No obstante, abandonar el yo a este tipo de experiencias
provoca la vergüenza y la culpa. La socialización y las presio­
nes culturales, introducen la iniciación de los ritos de purifica­
ción: com er con exceso o ayunar. El yo, al revivir el pasado,
es como una niña indefensa, recom pensada por su belleza y
pasividad femeninas, y castigada p o r m ostrarse afirm ativa y re­
belde. Al anticip ar el futuro, el yo se preocupa p o r las rep er­
cusiones de la obesidad en la cultura am ericana, que provocará
el rechazo masculino. Para las bulim aréxicas, el yo se m anifies­
ta en sím bolos sociales (es decir, cuerpo herm oso = aprobación
masculina-autovalidación). Como la glotonería trae, como con­
secuencia, un cuerpo feo, conlleva la am enaza de disolución del
yo y de humillación social. Al dedicarse a com er, el yo se separa
del cuerpo, p ara centrarse en la vergüenza de estar fuera de
control.
Un rasgo del ayuno, que alim enta la persistencia del síndro­
me, es el falso sentim iento de poder, que deriva del hecho de
pasar ham bre. La m ujer se siente «buena», «controlada» y «dis­
ciplinada», cuando su vida se ha reducido a la negación de sí
misma. Bruch se refiere a la anorexia, como «una lucha p o r el
control, p o r un sentim iento de identidad, com petencia y efica
cia». Según esta autora, m uchas de estas jovencitas «han lucha
do, durante años, para superarse a sí mismas y ser perfectas a
los ojos de los demás» (15). Su interpretación del síndrom e sería
aceptable, si no fuera porque no tiene en cuenta el hecho de
que, en él la conducta de ayuno tam bién representa un esfuerzo
por poder lograr poder y control sobre la conducta bulímica.
De este modo, la bulim aréxica se ve envuelta en una lucha
contra una parte del yo, y no una lucha p ara conseguir una
identidad. En los prim eros estadios del síndrom e, es posible
que la adolescente afirm e que su cuerpo es suyo y que puede
hacer con él lo que quiera. Tam bién es posible que utilice esta
conducta como una reacción pasivo-agresiva hacia su m adre, a
la cual percibe como dom inante y asfixiante. El rechazo de la
comida, ju n to con la m asturbación compulsiva, com erse las
DIETA

Esfuerzo por lograr la perfección


Lucha por el control
Expectativas insatisfechas sobre los resultados de la Dieta
Resultados de la Dieta

1
BANOUETE

Unión Mente-Cuerpo
Placer de Perder
el Control.
Total Inm ersión en el
Presente.
Disodlución del

VERGÜENZA y IRA
AUTODESPRECIO NO MANIFESTADA

PURGA 1

Separación
Mente-Cuerpo.
Afirmación
del Conrtol (Yo).
Preocupación
por la perfección.
Temor al Banquete
Anterior y a Engordar.

Esquem a 3.
Psicodiiiámica de la Bulimarexia.
uñas, etc., son conductas que los padres no pueden controlar
totalm ente. La niña elige la intim idad y el aislam iento para su
acting-out. Sin embargo, la prim era vez que aparece la bulimia,
la naturaleza del síndrom e experim enta una transform ación.
Las ideas peyorativas hacia una misma («soy antipática, poco
atractiva e incapaz») son muy profundas y hacen que la m ujer
se vuelva extraordinariam ente sensible, a las reacciones de los
dem ás hacia ella. El más pequeño e insignificante desprecio,
está exagerado y distorsionado, creando un autodesprecio m a­
sivo, y se utiliza como una excusa para la «glotonería». La rabia
que siente la m ujer, hacia sus enemigos im aginarios no es del
iodo consciente, y asi esta rabia inexpresada se vuelve hacia ella,
aum entando el énfasis y la furia de su «glotonería».
El ciclo «glotón* de las bulim aréxicas es lim itado. Consume
suficiente energía, como para im pedir a la m u jer calcular sus
consecuencias o hacerlo aum entar aún más. Sirve para m ante­
nerla socialm entc aislada. E sta «glotonería», protege a la gente
que se sabe gorda. Es una form a de autoabastecerse sin nece­
sitar a otros. Un típico y conocido ejemplo, sacado del caso de
Anne, m antiene esta hipótesis. Anne fue invitada a com er por
un chico que le gustaba mucho; ella quería ir, pero estaba en
fase «glotona» de su ciclo. Ella encaró la situación y se metió
de lleno en una fuerte situación de angustia, intentado contro­
lar su glotonería y vacilando entre salir o quedarse en casa. Por
aquel entonces, logró com er m oderadam ente y tuvo una época
más bien tranquila. Sin embargo, cuando el hom bre la dejó,
ella se puso a comer de nuevo, excesiva y grotescamente.
El hecho de que esta conducta es secreta y llevada en p ri­
vado, aisla aún más a la bulimaréxica. Para ella, la comida es
un «fetiche», en el sentido en que Becker usa este térm inp en
«Fetichismo como baja auto-estima».
«Inactividad general», «baja auto-estima» y «senti­
miento de inadecuación», indican que el fetichista es
una persona que se ha sentenciado a si misma a vivir
en una especie de mundo objetual. Un mundo superfi­
cial, si nos atenem os a la com plejidad y riqueza de sus
objetos, un estrecho compromiso, en vez de otro ancho
y flexible; y aun así puede ser un segmento del mundo
que acarrea y conlleva una gran significación vital. En
otras palabras, el fctichihsta será una persona pobre en
cuanto a su com portam iento con la peculiar tarea de
tener que construir un mundo rico y denso. Como diji­
mos, el registro de esta ingeniosa m aquinación es la
conducta fetichista en sí (16).
UNA PERSPECTIVA FEMINISTA

Ninguna de las m ujeres de este estudio había experim entado


nunca una relación am orosa satisfactoria, a p esar de su atrac­
tivo y de su gran inteligencia, pero todas deseaban tenerla. I-a
mayoría eran vírgenes. O tras se volvían frías cuando les hacían
proposiciones sexuales o desarrollaban una profunda ansiedad
o depresión, d urante o después de una relación sexual. Los con­
flictos sexuales, evidentes en estas m ujeres, no reflejan un re­
chazo de la fem inidad o un extraño tem or al contacto oral (17).
Más que nada, habían aprendido, de sus padres y de su cultura,
a tener una actitud an te la vida, pasiva y acom odaticia. Esta
acomodación, se com bina con dos tensiones opuestas: el deseo
desesperado de autorealización a p artir de un hom bre, y un des­
m esurado «tem or al hombre» y a su posibilidad de rechazo.
Dado que la mayoría de las m ujeres han experim entado un re ­
chazo real o percibido, por p arte de uno o varios varones, ésto
perpetúa, aún más, la creencia fuertem ente arraigada en el po­
der y la im portancia de los hom bres. Los tem ores sexuales de
estas m ujeres, se asocian a menudo con el coito, que se concibe
como un acto de rendición en el que su vulnerabilidad está ex­
puesta al rechazo. Más que una obsesión con extrañas fantasías
(contacto o impregnación oral), m e encontré con una preocupa­
ción, por el tem or al rechazo en la relación sexual, al no ser
capaces de com placer a un hombre.
Si la m u jer es capaz de en co n trar un com pañero que la ame,
puede producirse una rem isión de los síntom as. E sta relación,
aunque alivia superficialm ente el problem a de la bulim aréxica
puede resultar, en últim a instancia, todavía más destructiva. Si
la m ujer no ha fortalecido su sentim iento del yo. de auto-valía,
el futuro de la relación puede ser en el m ejor de los casos, in­
seguro; el fracaso de esta relación puede resu ltar devastador.
¿Por qué las bulim aréxicas conceden al hom bre la posibili­
dad de que las rechace? ¿Por qué abandonan su propio poder,
para que los hom bres se sientan m ás ufanos todavía? Una res­
puesta razonable, más directa que la proporcionada p o r la teo­
ría de que la psicología femenina es innata, descansa en nuestra
herencia de una desigualdad sexual. Como dice Miller, «nuestra
sociedad dom inada por hom bres, crea un sistem a de valores
en el cual tanto los hom bres como las m ujeres tienden a creer
que las únicas relaciones que tienen significado, son las relacio­
nes con los hom bres. Los hom bres intentan ganar estim a me­
diante sus logros y su atención se centra en la esfera exterior
a la familia. Y dado que las m ujeres se definen a sí mismas
en térm inos de su éxito, para m antener el am or de los hom bres,
se desarrolla un sistem a de frustración m utuo, en el que los
hijos son los depositarios» (18). E ntre los 13 y los 17 años, estas
adolescentes encuentran que la sociedad en general y los hom ­
bres en particular, no les recom pensan como Ies han hecho
esperar la educación parental y social. Obviamente, esta imagen
de los hom bres influye en la m ujer, no sólo como hija, sino
tam bién como m adre. Estoy convencida de que las m adres de
estas m ujeres llegan a ser lo que son p o r las m ism as razones
por las que sus hijas llegan a ser bulim aréxicas. La m ayoría de
las m ujeres han sido socializadas para la dependencia en algún
grado. Laws, ha descrito las form as en que esto afecta a las
m ujeres:

La dependencia social, como una fórm ula de res­


puesta, tiene num erosas consecuencias... En p rim er lu­
gar, la confianza en las recom pensas por p arte de los
demás, hace que la m u jer sea muy flexible y adaptable,
dispuesta a m odificar su com portam iento (o a sí mis­
ma) en respuesta a las am enazas de palabra o de hecho.
En segundo lugar, su única fuente de gratificación pro­
cede de los dem ás, p o r dos razones: 1) la necesidad de
ser servicial y sim pática, opera en contra del desarrollo
de un sentim iento del yo, que podría oponerse a las
exigencias de los demás, y 2) cualquier evidencia de
desarrollo del yo. como un motivo de probación, o de
elección alternativa, es sancionada p o r los demás. La
«simpatía» y la confianza exclusiva en el apoyo de la so­
ciedad, vuelve a la m u jer extraordinariam ente vulne­
rable al rechazo (que significa fracaso) (19).

Muchos enfoques tradicionales de la terapia con m ujeres,


consideran a los hom bres como la solución al problem a de una
baja autoestim a. Szyrisnsky exagera estas suposiciones, cuando
sugiere que, «dado que la inm ensa m ayoría de estas pacientes
eran adolescentes, un terapeuta m asculino probablem ente sería
más eficaz que una m ujer» (20). Creo, por el contrario, que las
terapeutas pueden proporcionar modelos de rol femenino posi­
tivos para estas m ujeres, que supongan un m arcado contraste
con las experiencias negativas de la relación con sus m adres.
Además, no es lógico suponer que la presencia de un hombre,
o de cualquier o tra persona, puede com pensar un sentim iento
de identidad inexistente. Es igualm ente poco realista, esperar
que un hom bre quiera cum plir esta función. No puedo ofrecer
más que un pronóstico pesim ista, para la m ujer que busca el
acceso a un hom bre aprobador, como la solución a sus conflic­
tos psicológicos (21). Ya que la anorexia nerviosa y la bulimare-
xia cada vez aparecen con m ás frecuencia (22), sólo puedo es­
p erar que el creciente núm ero de m ujeres que sufren estos sín­
drom es, puedan servirse de un tipo de terapia hum ana, que les
ayude a aliviar el bajo grado de autoestim a, que se encuentra
en la raíz de sus problem as.
(1) Ju d itm Long Laws: «Wonian a s O bject», T h e S ecó n d X X (New
York: E lsevier Publishing Co.).
(2) T am bién se tr a tó a c u a tro h o m b res q u e p resen ta b an p érd id a y
au m en to rep en tin o de ap etito . Vi a tre s d e ellos en te ra p ia individual.
A p a r tir d e la redacción de este tra b a jo , he realizado intervenciones
terap éu ticas c investigaciones d estin a d a s a c o m p ro b a r algunos de estos
arg u m en to s teóricos. A provechando la v e n ta ja de un nuevo m ovim ien­
to filosófico c in n o v ad o r en n u e stra clínica d e salu d m en tal, realicé un
p ro g ram a extensivo, d estin ad o a ro m p e r con el aislam ien to y se n tim ie n ­
to d e vergüenza ex p erim en tad o p o r las m u je re s q u e com en excesivam ente.
E n sep tiem b re d e 1974, se añ ad ió un anexo en el p erió d ico d e n u estra
universidad, describ ien d o el sín to m a y o frecien d o u n a experiencia d e grupo
de o rien tació n fem in ista q u e u tilizaría técnicas c o n d u c tista s y d e la
G estalt. R espondieron sesen ta m u jeres, q u in ce de ellas fu ero n ad m itid as
en el grupo. Algunas d e las m edidas q u e se a d m in istra ro n an tes, d espués
y d u ra n te el proceso fueron: cu estio n ario s específicam ente cen trad o s en
la co n d u cta d e polifagia y ayuno y la form ación en la p rim e ra infancia:
u n te st d e las catex ias d el cu erp o (P. S e c o r d y S . J o u r a r d : «The A ppraisal
o f Body-Cathcxis: Body C athcxis a n d th e Sclf», Journal o f C onsulting
Psychology) y el cu estio n ario d e los Dieciséis F actores de la Personalidad
(R. B. C vrnax, T he 16 P-F [C ham paing, II.: In s titu te fo r P erso n ality an d
Ability T esting, 19721). T ra s el éxito d e este g ru p o inicial se h iciero n d o s
gru p o s m ás. recogiendo los d ato s. N u e stro p ro g ram a extensivo, pro y ectad o
com o u n a intervención p reventiva, rev elab a u n a población m ucho m ayor
q u e m an ifestab a e s ta co n d u cta que lo q u e h ab íam o s sospechado. D espués
d e v e r a 138 m u je re s y c u a tro h o m b res d u ra n te d o s añ o s en n u e stro h o s­
p ital y d e e s tu d ia r sistem áticam en te a o ch en ta con u n a v aried ad d e tests
y o tr a s m edidas, actu alm en te estam o s tra b a ja n d o p a ra d e s a rro lla r una
definición operacional del sín d ro m e d e la bulim arexia. rev isan d o n u estro s
d a to s p a ra u n a publicación y esb o zan d o un nuevo en fo q u e te ra p éu tico del
problem a.
(3) H jlua B r u c h : Fating D isorders (New Y ork. B asic Books, !973\
pp. 82, 251-254.
(4) V. S z y r y n s k i : «Anorexia N ervosa a n d Psychoteray». Am erican
Journal o f P sychoterapy, 27. no. 2 (o ctu b re 1973): 492-505.
(5)) M. W rtJT: «U ebcr cinen in teressan ten oralen Sym ptom cnkom plex
un d seine Beziehung z u r sucht», en T h e P sychoanalytic T h co ry o f Neuso-
ses, ed. O tto Fcnichel (N ew Y or, W. W. N o rto n & Co., 1945), p. 241.
(6 ) R o b e r t L i n d n e r : «The Case of Laura», T he F ifty M inute H our (New
York H olt. R in eh art & W inston, 1955).
(7) B r u c h , p. 217.
(8) J . V. W a lle r. R. M . K a u fh a n y F. D e u tsc h : «A norexia N ervosa:
A P sychosom atic Entity», P sychosom atic M edicine 2 (sep tem b er 1940): 3 16
(9) R. M. BOYER y otros.: «Anorexia N ervosa: In m u tu rity o f th e 24-Hour
Luteinizing Horxnone S ecreto ry P attern», N e w Ungíand Journal o f Medi­
cine 291 (O ctubre, 24, 1974), 86Í-65.
(10) Me en cu en tro en d eu d a con el Dr. Ronald Leifcr p o r su com pren­
sión de las im plicaciones d e la co n d u cta bulim aréxica y con Jan et Snoycr
y Holly Bailey p o r su ayuda.
(11) Los c u a tro h o m b res polifágicos que en trev isté exhibían los siguien­
tes rasgos n o tab lem en te com unes con las m u jeres del estudio: 1) tocios
se q u ejab an d e sen tim ien to s de inadecuación e in utilidad y m o strab an
u n a au to estim a an o rm alm en te baja; 2) to d o s e ra n individuos ex trem ad a­
m e n te dependientes y pasivos que tra b a ja b a n con em peño p ara ag rad a r
a sus p ad res con éxitos académ icos; 3) todos m an ifestaro n te n e r senti­
m ientos d e inadecuación, p o rq u e n u n ca hab ían sido capaces de m antener
relaciones con m u jeres y, p o r supuesto, todos hab ían sido rechazados p o r
e stas en la adolescencia, lo que les hizo tem erlas y p o sterio rm en te esti
m uló su aislam iento; 4) todos d escrib ían a sus p ad res com o excesivam ente
represivos. A d iferencia de las m u jeres del estu d io , los h o m b res se iden­
tificaban fu ertem en te con su s m a d re s y m an ifestab an h o stilid ad hacia sus
p ad res, a los q u e veían com o exigentes y a u to rita rio s. Si bien ninguno h a ­
bía pesado excesivam ente en su infancia y algunos e ra n de constitución
débil, em pezaron a p reo cu p arse p o r el peso, p o r su deseo de m an ten er
un cu erp o delgado y atlético.
(12) H iloa B rüC H : «C hildren w ho S tarv e Them selves», T he N ew Y ork
T im es M agazine (10 de noviem bre d e 1974),p.70.
(13) B r u c h : F.ating D isorders, p. 268.
(14) A. O. L ee: «D isturbance o f Bod Im age in O besity an d Anorexia
N ervosa», S m ith College S tu d ie s in Social W ork 44 (1973): 33-34.
(15) B r u c h : E ating D isorders, p. 251.
(16) B r n e s t Beckgr, A ngel in A rm or (New Y ork: Frce Press, 1969.'.
páginas 18-19.
(17) Ibldem .
(18) J e a n B. M i i x e r , «Sexual In-Equality: M en's Dilem m a; a N ote on th e
D epipus Complex, Paranoia, and O th er Psychological Concepts», Am erican
Journal o f Psychoanalysis 32, n® (April 1972): 140-55.
(19) Law s (n. I).
(20) Szrynski (n. 4), pág. 502.
(21) K a t h r y n L y n c h , Danger «You Can O verdo Dieting», Seventoen 24.
(M arch 1974), pág. 107.
(22) May Dudóle, A n fn crea se o f Anoreixa N ervosa in a U niversity Po-
pulation, B ritish Jo u rn al o f P sychiatry 123 (D ecem bcr 1973) pág. 71I-Í2.
Por Antt W olbert Burgess D.N.S.C. y
Linda Lytle H olm stron PH.D.

Las autoras entrevistaron y siguieron la evolución de 146 pa­


cientes ingresadas durante el período de un año a través del
departam ento de urgencias de un hospital, que m anifestaron
haber sido violadas. Basándose en el análisis de una m uestra
de 92 m ujeres adultas, víctimas de violación, docum entan la
existencia de un síndrom e del traum e de violación y esbozan
su sintomatología, así como la de dos variantes: la reacción
combinada y la reacción silenciosa o inhibida. Cada uno de
estos tres cuadros clínicos requiere técnicas terapéuticas espe­
cíficas. La utilización del asesoram iento en situación de crisis,
es efectiva en el síndrom e típico del traum a de violación: en
el caso de la reacción com binada se necesita ayuda profesional
adicional y la reacción de silencio o inhibida, ante la violación,
significa que el psiquiatra clínico tiene que estar alerta. A veces
surgen indicaciones de la posibilidad de una violación, incluso
aunque la paciente no mencione en ningún m om ento este tipo
de ataque.
Cada año, la vida de miles de m ujeres se ve afectada por la
violación. Los Uniform Crime Reports del Federal Bureau of
Investigation indicaban, en los inform es de violación entre 1960
y 1970, un aum ento del 121 por 100. En 1970 se denunciaron más
de 37.000 casos en Estados Unidos (1). Una agrupación de fuer­
zas del distrito de Columbia, dedicadas a estudiar el problem a
en el área de la Capital, afirm ó que la violación era el delito
que crecía a mayor velocidad (2).
La literatura existente acerca de las agresiones sexuales, in­
cluyendo la violación, es muy extensa (3-5), pero en ella no se

(*) E x traíd o del A m erican Journal o f Psychiatry, sep tiem b re 1974.


tiene en cuenta a la víctima. Existe muy poca inform ación acer­
ca de los efectos físicos y psicológicos de la violación, el tra ­
tam iento de la vítim a y las m edidas para protegerla de poste­
riores alteraciones psicológicas (6-9).
En respuesta al problem a de la violación en el área más ex­
tendida de Boston, se proyectó el Victim Counscling Program ,
como un esfuerzo de colaboración entre el Boston Collcgc
School of N ursing y el Boston City Hospital para proporcionar
asistencia d urante las 24 horas a las víctim as de violación en
situación de crisis, y p ara estu d iar los problem as que éstas ex­
perim entaban como secuencia de la agresión sexual.
El objetivo de este trab ajo es inform ar sobre los efectos in­
m ediatos y a largo plazo de la violación, tal y como la víctima
la describe.

METODO

E studio de la población

I-a población estudiada está integrada por todas las personas


que pasaron p o r el departam ento de urgencias del Boston City
H ospital, d u ran te el período que va desde el 20 de julio de 1972
hasta el 19 de julio de 1973, m anifestando h ab er sido violadas.
Hemos dividido estas 146 pacientes en 3 categorías principa­
les: 1) víctim as de violación p o r la fuerza (tanto en el caso de
violación consum ada como en el de intento, siendo el prim ero
el m ás frecuente): 2) víctim as de situaciones sexuales en las que
han tom ado p arte en co n tra de su voluntad; y 3) víctim as de
situaciones en las que hubo violencia sexual (relaciones sexuales
a las que accedieron en un p rim er m om ento, pero que luego
fueron m ás allá de sus expectativas y capacidad de control).
El síndrom e del traum a de violación consiste en una fase
lo, deriva del análisis de los síntom as de una m uestra de 92
m ujeres adultas, víctim as de violación por la fuerza. O tros in­
form es posteriores sirvieron para analizar los problem as de
o tras víctimas. Si bien no se han incluido directam ente en este
artículo, tam bién se recogieron datos suplem entarios a p artir
de 14 pacientes, datos proporcionados al Victim Counscling
Program por o tras instancias y de las consultas de otros mé­
dicos que trabajaban con víctim as de violación.
La principal ventaja para la investigación, que supuso el he­
cho de que el proyecto se llevara a cabo en el Boston City Hos­
pital, consistió en que éste proporcionaba una heterogénea
m uestra de victimas. E stas se encontraban en tre las m ás diver­
sas clases sociales. En cuanto a los grupos étnicos, había el m is­
mo núm ero de m ujeres blancas que negras, y un núm ero m enor
de m ujeres orientales, hindúes y de habla española. Con respec­
to al statu s profesional, las victim as eran licenciadas, am as de
casa, estudiantes y m ujeres que disfrutaban de b ienestar econó­
mico. La edad media era de 17 a 73 años; el grupo incluía a m u­
jeres solteras, casadas, divorciadas, separadas y viudas, asi
como m ujeres que vivían con hom bres por acuerdo m utuo (ver
cuadro 1). Com prendía una gran variedad de ocupaciones labo­
rales: m aestras de escuela, m anager de em presa, investigadora,
trabajadora de una cadena de m ontaje, secretaria, am a de casa,
cam arera y trabajadora de sanidad. Había víctim as sin hijos,
m ujeres em barazadas de ocho meses, m ujeres en el post-parto
y m ujeres con hijos (desde uno hasta diez). Con respecto al
atractivo físico, había desde m ujeres muy guapas hasta m ujeres
muy vulgares y el estilo de vestir oscilaba, desde la alta costura
hasta la ropa hippie.

C uadro 1

DISTRIBUCION DEL ESTADO CIVIL POR EDADES (N = 92)

Estado Civil Edad (en años)

17-20 21-29 3039 4049 50-73

S o lte ra .................................... 29 25 0 2 I
Casada ... ... ... ... ... ... ... 2 1 2 2 0
Divorciada, separada o viuda 2 6 7 2 2
Conviviendo con un hombre
por acuerdo mutuo ........ 4 5 0 0 0

M étodo de entrevista

Cada vez que ingresaba una víctim a de violación en el depar­


tam ento de Urgencias del Boston City H ospital, se telefonaba
a los entrevistadores (coautores de este artículo); tardábam os
30 m inutos en llegar al hospital. D urante un período de un año,
entrevistam os a todas las víctimas que ingresaran, sin tener en
cuenta la hora del día o de la noche. La entrevista se realizaba
asesorando a las víctimas por teléfono o m ediante visitas a casa.
Este m étodo de estudio suponía una proporción del 85 por 100
de entrevistas directas. Además, un 5 por 100 de las víctimas
fue entrevistado indirectam ente, a través de sus fam ilias o de
inform es de la policía u otros interm ediarios (que las conocían).
Después se analizaron los informes detallados de las entrevis­
tas, las llam adas telefónicas y las visitas desde el punto de vista
de los síntom as aparecidos, así como las alteraciones en las
opiniones, sentim ientos y com portam ientos. En los casos de
denuncias, las acom pañábam os al juzgado, tom ando nota deta­
lladam ente de todos los procedim ientos legales. También gra­
bam os las reacciones de las víctimas a lo largo de estas ges­
tiones (10, 11). Parte del procedim iento de evaluación y segui­
miento se llevaba a cabo m ediante el contacto con las familias
y con otros miem bros del entorno social de la víctima.

MANIFESTACIONES DEL SINDROME


DE TRAUMA DE VIOLACION

El síndrom e del traum a de violación consiste en una fase


aguda y un proceso de reorganización a largo plazo, que apa­
rece como consecuencia de una violación p o r la fuerza o un
intento de violación. Este síndrom e, con trastornos de com por­
tam iento, som áticos y psicológicos, constituye una reacción agu­
da de stress ante una situación de amenza a la propia vida.
En este trabajo se definará la violación por la fuerza como
el conocimiento carnal de una m ujer realizado por un asaltan­
te, m ediante la fuerza y en contra de su voluntad. La cuestión
fundam ental es que la violación no constituye, prim ordialm en
te, un acto sexual. Por el contrario, tanto nuestros datos, como
los de investigadores que estudian la violación, indican que.
antes que nada, se trata de un acto de violencia utilizando como
arm a el sexo (5). De este modo, no es de ex trañ ar que la víctima
presente un síndrom e con una sintom atología específica, como
consecuencia del ataque sufrido.
H abitualincnte, dicho síndrom e consta de dos fases. La pri­
m era de ellas es la fase aguda: en este período hay una gran
desorganización en el modo de vida de la m ujer como conse­
cuencia de la violación; son especialm ente evidentes los sínto­
mas físicos y uno de los sentim ientos destacados que se han
observado es el pánico. La segunda fase comienza cuando la
m ujer empieza a reorganizar su modo de vida. Aunque el mo­
m ento de comienzo varía según las víctimas, la segunda fase
suele iniciarse alrededor de dos o tres sem anas después del ata­
que. Durante esta etapa aparecen cam bios en la actividad m oto­
ra y son especialm ente frecuentes las fobias y las pesadillas.
El tratam iento médico para la víctima incluye la prescrip­
ción de métodos anticonceptivos y m edicam entos para prevenir
las enferm edades venéreas, tras un examen físico y ginecológico.
Norm alm ente, el procedim iento consiste en recetar de 25 a
50 mg. de diethylstilbestro! al día, d urante cinco días, como
protección contra el em barazo y 4,8 millones de unidades de
penicilina procaina, por vía intram uscular, como protección con­
tra las enferm edades venéreas. E n tre los síntom as referidos por
la paciente es preciso diferenciar los efectos secundarios de la
medicación y las alteraciones secundarias a la agresión sexual.

FASE AGUDA: DESORGANIZACION

Reacciones de im pacto

En las horas inm ediatam ente posteriores a la violación, las


m ujeres pueden experim entar una am plia gama de emociones.
El im pacto de la violación puede ser tan fuerte que se expre­
sen sentim ientos de shock o de incredulidad. Las m ujeres de
este estudio, entrevistadas unas pocas horas después de la vio­
lación. m ostraron principalm ente dos estados emocionales (12):
el de tipo expresivo, en el que aparecían sentim ientos de pánico,
ira y ansiedad a través de conductas tales como: llanto, sollo­
zos. risas, insomnio y tensión; y el de tipo controlado, en el que
los sentim ientos estaban enm ascarados u ocultos y se obser­
vaba un aspecto tranquilo, sosegado o deprim ido. Prácticam en­
te el mismo núm ero de m ujeres presentaron cada uno de los
dos estados.

Reaccio)ies somáticas

Durante las prim eras sem anas posteriores a la violación, apa­


recían con toda claridad m uchas de las siguientes m anifesta­
ciones som áticas agudas:
1) Trauma físico. En general com prendía m agulladuras y
contusiones provocadas p o r el ataque físico en varias partes del
cuerpo como la garganta, cuello, pecho, muslos, piernas y bra­
zos. Especialm ente, las m ujeres que había sido obligadas a re­
laciones sexuales orales, presentaban irritación y traum atism o
de garganta.
2) Tensión de la musculatura esquelética. Los dolores de
cabeza y la fatiga, provocados por la tensión, ju n to con los
trastornos del sueño, eran los síntom as más comunes. Las mu­
jeres, o bien eran incapaces de dorm ir, o se dorm ían para des­
pertarse en seguida y no poder volver a conciliar el sueño. Aque­
llas que habían sido despertadas bruscam ente durante su des­
canso por el agresor, solían despertarse todas las noches a la
misma hora en que había tenido lugar el ataque. A veces, la víc­
tima lloraba y gritaba m ientras soñaba. También se producía
una reacción de alarm a como era inquietarse y asustarse ante
incidentes sin importancia.
3) Irritabilidad gastrointestinal. A veces, las m ujeres se que­
jaban de dolores en el estómago. El apetito puede quedar afec­
tado y la victima afirm a no poder comer, que la comida no
tiene sabor o que los anticonceptivos le provocan náuseas. Al­
gunas sentían náuseas al pensar en la violación.
4) Trastornos genitourinarios. Los síntomas ginecológicos
tales como contracciones vaginales, prurito, escozor al orinar y
dolor generalizado, eran muy comunes. Un núm ero determ inado
de m ujeres desarrollaron infecciones vaginales crónicas tras la
violación. Las m ujeres que habían sido forzadas a relaciones
sexuales anales, se quejaban de sangrar y de dolores en el
recto.

Reacciones emocionales

Las víctimas expresaron una am plia gama de sentimientos


cuando empezaron a enfrentarse con las consecuencias de la
violación. Dichos sentim ientos iban desde el temor, la hum illa­
ción y la vergüenza, hasta la ira, el deseo de venganza y la
autoculpabilización. El sentim iento principal era el tem or a la
violencia y a la m uerte. Las víctimas afirm aban que lo que les
inquietaba no era tanto la violación, sino sobre todo el senti­
miento de que después de la agresión les iban a m atar. Una
m ujer decía: «Estoy realm ente loca. Mi vida está trastornada
por completo. Y todavía tengo que d ar las gracias, porque no
me hayan matado. Creí que me asesinarían».
La autoculpabilización era o tra reacción descrita por algunas
m ujeres y debida en parte a que en su proceso de socialización
habían existido actitudes de «culpar a la víctima». Por ejemplo,
una m u jer joven entraba una tarde, después de salir de com-
C uadro 2

GRAVEDAD DE LOS SINTOMAS DURANTE EL PROCESO


DE REORGANIZACION, POR EDADES (N = 92) (•)

Edad (en años)

Gravedad de ¡os síntomas 17-20 21-29 30-39 4049 50-73

Ausencia de síntomas: mujeres que


no relataron ningún síntoma o
que negaron tenerlos, al pregun­
tarles sobre una área específica ...7 4 2 0 0
Síntomas leves: malestar ligero res-
pecto a la sintomatología descrita:
capacidad de hablar del malestar
y sensación de control sobre el
síntom a..................................................... 12 16 0 2 1
Síntomas desde moderados, a agudos:
sintomatologia ansiosa, como reac­
ciones fóbicas): capacidad para
actuar, pero con trastornos en
el modo de vida actual ............. 12 5 1 1 2
Síntomas combinados: síntomas re­
lacionados directamente con la
violación, más reactivación de sín­
tomas relacionados con situacio­
nes anteriormente existentes, tales
como adicción a la bebida o a las
drogas ............................................ 7 5 3 3 0
Ausencia de datos disponibles ........ 0 5 4 0 0

(*) En el período de investigación telefónica.

pras, en el edificio en que vivía. Cuando se paró en el vestíbulo


para coger las llaves del bolso, fue asaltada por un hom bre que
la obligó a entrar en el piso. Ella luchó hasta el punto de qui­
tarle el cuchillo para utilizarlo contra él y en el transcurso de
la pelea fue golpeada y violada, sufriendo heridas bastante gra­
ves. Más tarde decía:
«Sigo pensando que quizá si hubiera hecho otra
cosa, cuando lo vi por prim era vez aquello no habría
sucedido: ni a él ni a mí nos habría pasado nada. Quiz¡á
fue por mi culpa. Ya ve, eso es lo que pienso cuando
ine acuerdo de lo que pasó. Mi padre siempre decía
que, hiciera lo que hiciera un hom bre a una m ujer,
ésta siem pre era la provocadora.»

PROCESO A LARGO PLAZO: LA REORGANIZACION

Todas las víctim as de la m uestra sufrieron alteraciones en


su form a de vida después de la violación y su presencia en el
departam ento de urgencias del hospital lo atestiguaba. Diversos
factores influyeron en su m anera de enfrentarse al traum a: for­
taleza del yo, tipo de apoyo social y form a en que la gente las
trataba en cuanto víctimas. Este proceso comenzó en momentos
diferentes, según cada una de ellas.
No todas experim entaron los mismos síntom as, ni fue el
mismo su orden de aparición. Sin em bargo, en todos los casos
se daba una fase aguda de desorganización; muchas incluso ex­
perim entaron síntom as leves o m oderados durante el proceso
de reorganización, como lo dem uestra el cuadro 2. Muy pocas
víctimas no tuvieron síntom as. El núm ero de víctimas de más
de 30 años era pequeño, pero los datos indican que, posible­
mente, estas m ujeres estaban más expuestas a las reacciones
com binadas que las más jóvenes.

Actividad motora

Los efectos, a largo plazo, de la violación consistían general­


m ente en un aum ento de la actividad m otora, evidente sobre
todo en el cambio de residencia. Este traslado, destinado a ga
rantizar la seguridad y la capacidad de la víctim a para vivir
norm alm ente, era muy frecuente. Cuarenta y cuatro de las no­
venta y dos víctimas cam biaron de residencia en un corto plazo
de tiempo después de la violación. También aparecía una fuerte
necesidad de salir de viaje y algunas m ujeres viajaron a otros
estados o países.
Una reacción general consistía en cam biar de núm ero de te­
léfono. A menudo, se cam biaba por otro que no apareciera en
el listín. Esto se hacía como m edida de precaución o después
de llam adas am enazadoras u obscenas. La víctim a vivía acosa­
da por el tem or de que el agresor supiera dónde vivía y vol­
viera.
O tra respuesta general era buscar apoyo en miem bros de la
familia que norm alm ente no se frecuentaban. Cuarenta y ocho
m ujeres realizaron viajes con tal motivo, m uchas veces a otra
ciudad. En muchos casos, la víctima refirió a sus padres lo que
le había sucedido, pero pocas veces contaba con ellos para bus­
car apoyo, ni les explicaba su repentino interés por hablar o
estar con ellos. Veinticinco m ujeres buscaron ayuda entre sus
amigos. De este modo, setenta y tres de las noventa y dos m u­
jeres encontraron algún tipo de apoyo hacia el cual dirigirse.

Pesadillas

Los sueños y pesadillas podían llegar a ser muy inquietantes.


Veintinueve de las víctimas describieron espontáneam ente sue­
ños de terror. Un ejem plo de ello, lo proporciona el siguiente
relato:

«Tuve una pesadilla terrorífica que me inquietó du­


rante dos días. Estaba en el trabajo y aquel maniaco
asesino tam bién estaba en la tienda. Mató a dos de las
vendedoras, degollándolas. Yo había ido a poner en hora
el reloj y cuando volvía, las dos chicas estaban m uertas.
Pensé que me tocaba a mí. Tenia ganas de irm e a casa.
En el cam ino m e encontré con dos chicas que conocía.
Estábam os andando y nos encontram os con el maníaco
asesino que era el mismo que me había atacado: se le
parecía. Una de las chicas se paró y dijo: «No, me
quedo aquí.» Yo dije que le conocía y que iba a luchar
con él. En ese m omento me desperté sobresaltada con
el terrible tem or de que iba a m orir inm ediatam ente.
Creí que el cuchillo era real porque era el mismo cu­
chillo que el hom bre había acercado a m i garganta.»

Las m ujeres contaban dos tipos de sueños. Uno de ellos se­


m ejante al ejem plo anterior; en él. la víctima desea hacer algo,
pero se despierta antes de actuar. A medida que transcurría el
tiempo, se daba el segundo tipo: el material del sueño cambiaba
un tanto y m uchas veces la m ujer decía que, en el sueño, había
sido capaz de dom inar y hace huir al agresor. Una joven refirió
el siguiente sueño un mes después de ser violada:
«Tenía un cuchillo y estaba con el chico, fui a apu­
ñalarle y el cuchillo se dobló. Lo volví a hacer y empezó
a sangrar hasta que se murió. Entonces me fui riéndo­
me. con el cuchillo en la mano.»

E ste sueño despertó a la víctima; estaba llorando tanto que


su m adre entró para ver lo que ocurría. La chica afirm aba no
llorar nunca cuando estaba despierta.

Traumatofobia

S andor Rado acuñó el térm ino «traumatofobia» para definir


la reacción fóbica a una situación traum ática (13). E ste mismo
fenómeno, que Rado había encontrado en las víctimas de gue­
rra, fue descubierto por nosotros en las victim as de violación.
La fobia se desarrolla como una reacción de defensa ante las
circunstancias de la violación. Las reacciones que aparecieron
con m ayor frecuencia en nuestra m uestra fueron las siguientes:
Miedo a estar dentro de casa. Se daba en las m ujeres que
habían sido atacadas m ientras dorm ían en sus camas. Como
decía una de las víctimas: «Me siento m ejor cuando estoy fuera
de casa. Puedo ver si viene alguien. Dentro de casa me siento
cogida en una tram pa. Tengo miedo a estar dentro de casa, no
fuera.»
Miedo a estar fuera de casa. Se daba en las m ujeres que
habían sido atacadas fuera de sus casas. Estas m ujeres se sen­
tían a salvo deqtro de ellas y sólo querían salir bajo la protec­
ción de o tra persona o cuando era estrictam ente necesario.
Como decía una de ellas: «Cada paso que doy m e produce au­
téntico terror. El tiem po que transcurre hasta que llego a casa
y m e siento segura, me parece interminable.»
Miedo a estar sola. Casi todas las víctimas decían sentir mie­
do cuando estaban solas, después de la violación. Muchas veces,
la víctima había sido atacada estando sola y nadie había podido
acudir en su ayuda. Una de ellas decía: «No puedo soportar
estar sola. Al m enor ruido, por ejemplo, si crugen las ventanas,
me convierto en un m anojo de nervios.»
Miedo a las m ultitudes. Muchas víctimas tenían gran apren­
sión a las m ultitudes o a los transportes públicos. Una m ujer
de 41 años decía:

«Todavía me pongo nerviosa cuando la gente se me


acerca demasiado, por ejemplo, cuando tengo que cru ­
zar la parada del autobús. Las m ultitudes son peligro
sas. Cuando me encuentro entre la m ultitud me vuelvo
mal pensada. Cuando me encuentro con un chico que
tiene un aspecto extraño deseo que le suceda algo
malo.»

Miedo a tener a alguien detrás. Algunas víctimas dijeron que


tenían miedo a la gente que andaba detrás de ellas. Esto se daba,
sobre todo, en los casos en que habían sido atacadas repetíntí­
m ente por detrás. Una de ellas decía:

«No puedo so p o rtar tener a alguien detrás. Cuando


m e doy cuenta de que efectivam ente hay alguien, me
empieza a latir el corazón. La semana pasada me di
cuenta de que un chico iba detrás de m í y esperé hasta
que me adelantó. No lo podía soportar.»

Tem ores sexuales. Muchas m ujeres experim entaron una cri­


sis en su vida sexual como consecuencia de la violación. Su
com portam iento sexual norm al se había trastornado. El inciden­
te era especialm ente turbador para las m ujeres que no habían
tenido ninguna actividad sexual anterior. En las m ujeres sexual-
mente activas, el m alestar aum entaba cuando su m arido o no­
vio les hacían enfrentarse con la reanudación de las relaciones
sexuales. Una de ellas decía:

«Mi novio pensaba que (la violación) podía provo­


carm e una opinión negativa del sexo y quería asegurar­
se de que esto no era así. Aquella noche, tan pronto
como llegamos al piso, quiso que hiciéram os el amor.
Yo no tenía ganas, especialm ente aquella noche... Tam­
bién adm itió que quería saber si sería capaz de hacer el
am or conmigo o si sería rechazado por mi parte y no
lo podría hacer.»

Esta víctima y su novio tuvieron unas dificultades conside­


rables, para volver a asum ir muchos aspectos de su relación,
aparte del aspecto sexual. Muchas m ujeres fueron incapaces de
recuperar su com portam iento sexual normal durante la fase
aguda y seguían teniendo dificultades después. Una de ellas,
cinco meses después del ataque, contaba: «Algunas veces me
pongo histérica con mi novio. No quiero que esté a mi lado; me
produce pánico. La sexualidad está muy bien, pero yo todavía
sigo teniendo ganas de gritar.»
IMPLICACIONES CLINICAS

Existen una serie de consideraciones básicas que ponen el


acento sobre la im portancia del modelo de intervención en la
crisis que utilizamos para asesorar a la víctima:
1) La violación representaba una crisis en la que el modo
de vida de la victima quedaba trastornado.
2) A nteriorm enie a la situación de crisis, la víctima era con­
siderada como una m ujer norm al, que actuaba de forma ade­
cuada.
3) El tratam iento elegido para hacer volver a la m u jer lo
más rápidam ente posible a su nivel an terio r de actuación fue
el asesoram iento d urante la crisis. Se proporcionaba un trata­
miento orientado hacia ese problem a. En ningún m omento de
la intervención se consideraban p rioritarios otros problem as
anteriores; de ningún m odo se consideraba que el consejo o ase-
soram icnto constituyese una psicoterapia. En todo caso, si apa­
recían o tro tipo de problem as de mayor gravedad que requerían
otro tipo de tratam iento, y la m ujer lo solicitaba, se le orientaba
en esc sentido.
4) Interveníam os activam ente para iniciar el contacto tera­
péutico, de m anera contraria a como suele hacerse tradicional-
m ente (esperando que sea el paciente el que inicie la relación);
íbamos al hospital para visitar a la víctima y después nos po­
níamos en contacto con ella por teléfono.

Tratam iento de la reacción combinada

Algunas victimas, adem ás del síndrom e de violación, poseían


una historia, pasada o presente, en la que aparecían conflictos
físicos, psiquiátricos o sociales. Una m inoría de las m ujeres de
nuestra m uestra eran representativas de este grupo. Se apre­
ciaba claram ente que estas m ujeres necesitaban algo más que
el consejo durante la crisis. Respecto a este grupo, que ya había
sido tratad o p o r otros terapeutas, médicos u otros interm edia­
rios, m anteníam os un papel secundario. Se proporcionaba ayu­
da en lo que se refería al incidente de la violación, especial­
m ente si la m u jer denunciaba al agresor, pero el consejero tra­
bajaba en estrecha relación con las dem ás instancias. Se obser­
vó que este grupo desarrollaba síntom as adicionales, tales como
depresión, conducta psicótica, trastornos psicosomáticos, con­
ducta suicida y actings outs relacionados con alcoholismo, uso
de drogas y actividad sexual.
Ya que una proporción significativa de m ujeres no cuentan
que han sufrido una violación, los médicos clínicos deberían
estar alerta ante la aparición de un síndrom e que nosotros de­
nominamos «reacción silenciosa o inhibida a la violación». Esta
reacción se da en la víctima que no ha hablado a nadie acerca
de la violación, que no ha resuelto la situación de sus sentim ien­
tos y reacciones ante el hecho y que soporta u n a trem enda
carga psicológica.
La prueba de la existencia de tal síndrom e aparece entre
nosotros como consecuencia de los datos de la historia de la
vida de la paciente. Cierto núm ero de m ujeres de la m uestra
declararon haber sido violadas o atacadas en una época ante­
rior, m uchas veces de niñas o adolescentes. A menudo, estas
m ujeres no habían hablado con nadie de su violación y habían
soportado esta carga a solas. La violación actual, reactivó su
reacción a la experiencia anterior. Se pudo com probar con toda
claridad, que al no haber hablado a nadie de su agresión an­
terior, el síndrom e había seguido desarrollándose y estas m uje­
res habían arrastrad o problem as sin resolver d u ran te años. Tan­
to hablaban de la violación an terio r como de la actual.
Debería considerarse el diagnóstico de este síndrom e cuando
el médico observa cualquiera de los siguientes síntom as, duran­
te una entrevista de evaluación:
1) Aumento de los signos de ansiedad, a medida que avan­
za la entrevista, tales como largos silencios, bloqueo para reali­
zar asociaciones, tartam udeo leve y m alestar físico.
2) La paciente inform a de que de m anera repentina sufre
una gran irritabilidad o que, de hecho, evita las relaciones con
los hom bres o que su conducta sexual ha experim entado un
marcado cambio.
3) Cuando en la historia aparece una súbita arrem etida de
reacciones fóbicas y miedo a estar sola, salir o quedarse sola
en casa.
4) Pérdida persistente de la confianza en sí misma y de la
autoestim a, actitud autoculpabilizadora, sentim ientos paranoi-
des o sueños de violencia y /o pesadillas.
Los médicos que sospechan que la paciente fue violada en
el pasado deben realizar preguntas referidas a la conducta se­
xual de la m ujer, en la entrevista de exploración, y preguntarle
si alguien ha intentado atacarla alguna vez. Tales dem andas pue­
den proporcionar un m aterial reprim ido de gran im portancia,
referente a la actividad sexual a la que se ha forzado a la víc­
tima.

DISCUSION

La crisis que se produce cuando una m ujer ha sido atacada


sexualmcnte, tiene una función de autopreservación. Las vícti­
mas de nuestra m uestra, pensaban que era m ejor vivir que
m orir y habían realizado esta elección. Las reacciones de las
víctim as ante una amenaza inm iente a sus vidas, constituyen
el núcleo en torno al cual puede observarse una pauta de adap­
tación.
La conducta de enfrentam iento por p arte de los individuos
ante situaciones que am enazan sus vidas, ha sido descrita en
la obra de autores como G rinkcr y Spiegel (14), Lindemann (15),
Kübler Ross (16) y H am burg (17). Kübler Ross describió el pro­
ceso que atraviesan las pacientes para llegar a una reconcilia­
ción con el hecho de la m uerte. H am burg se refiere a la capaci­
dad de recursos que poseen los pacientes al enfrentarse con
noticias catastróficas y expone una variedad de estrategias im ­
plícitas, m ediante las cuales los pacientes hacen frente a las
amenazas contra su vida. E sta am plia secuencia de: fase aguda,
apoyo grupal y resolución a largo plazo, descrita por estos
autores es perfectam ente com patible con el trabajo psicológico
que la victim a de violación debe llevar a cabo durante todo el
tiempo.
La mayoría de las victim as de nuestra m uestra pudieron re­
organizar su form a de vivir después de la fase aguda, m ante­
nerse alerta ante posibles am enazas en esta forma de vida y
procurarse protección en cuanto a otros posibles ataques. Esto
últim o era difícil, porque después de la violación el mundo se
percibía como un entorno traum atizante. Como decía una de
las víctim as: «Por fuera estoy perfectam ente, pero por dentro
(siento que) todos los hom bres son violadores.»
La víctima de una violación es capaz de m antener cierto equi­
librio. En ningún caso apareció desintegración del yo, ni con­
ducta extraña o autodestructiva, durante la fase aguda. Como ya
se ha indicado, fueron pocas las víctimas que regresaron a un
nivel an terio r de actuación desorganizada, una vez que habían
transcurrido cuatro o seis sem anas desde la agresión.
Con el aum ento de las denuncias de violación ya no nos
encontram os ante un síndrom e privado. Este hecho debería
constituir una preocupación social y su tratam iento, una tarea
pública. Y es de esperar que cada vez se recurra m ás a m e­
nudo a profesionales para asistir a la víctima, tanto en los pro­
cesos agudos como en los de reorganización a largo plazo.
(1) F ederal B u reau o f In v e stig a ro n : U niform C rim e R ep o rts fo r the
U nited S tates. W ashington. DC, US D epartam ento d e Ju sticia, 1970.
(2) R cport o f D istrict o f C olum bia T ask Forcé on R ape. W ashington
DC, D istrict of C olum bia City Council, 1973, pág. 7.
(3) A m ir, M.: P a tten is o f Forcible Rape. Chicago U niversity o f Chicago
P ress. 1971.
(4) MacDONALD. J.: Rape: O ffen d crs and T h eir V ictvn s, S príngfield. III,
C harles C. T hom as, 1971.
(5) COHEN, M .; C aro falO , R.; BOLCher, R., y o tro s: «The psycology
o í rapists», Sem inara in P sychiatry 3: 307, 327, 1971.
(6) SVTItERUND, S.; Se HERI., D.: «P attens o f responso am ong victim s
of rape», A m erican Journal o f O rtliopsychiatry 40: 503-511, 1970.
(7) Hayman, C.; Lanza, C.: «Sexual Assault on w om en an d girls», Am .
J. O bste!. Gynecol. 109: 480486, 1971.
(8) H a l l e c k , S.: «The physician's role in m anagem entes o f victim s of
sex offenders», JAM A 180: 273-278, 1962.
(9) F a c t o r , M .: «A w o m an 's psychoiogicol reacción to a tte m p te d rape»
Psychoanal. G. 23: 243-244, 1954.
(10) HOLMSTROM, L. L.; B urcess, A. W.: Rape: th e victim goes on trial
Leído en el 68 en cu en tro anual de la A m erican Sociological A ssociation
N ew Y ork, 27-30 agosto 1973.
(11) H o lm s tro m , L. L.; B urcess, A. W.: Rape: th e v ictim an d th e e n
m inaI ju stic e system . l-eido en el P rim er Sim posio In tern acio n al d e Vic
tim ología, Jeru salén . 2-6 d e sep tiem b re de 1973.
(12) B urcess, A. W.; H o lm stro m , L. L .:*T he ra p e victim in th e em er
geney w ard», A m erican Journal o f N ursing 73: 1741-1745, 1973.
(Í3) Rado, S.: «P athodynam ics an d trc a tm c n l o f tra u m a tic w a r neu
ro sis (trau m ato p h o b ia)» , P sychosom atic M edicine 4: 362-368, 1948.
(14) G rin k e r, R. R : Spiecel. J. P.: M cn V nder S tress, Philadelphia
B lakiston, 1945.
(15) LiNOeMANN, H.: «Sym ptom atology and m anagem ent o f a c u te grief»
Am . J. o f Psychiatry 101: 141-148, 1944.
(16) KÜBLFR-ROSS, E.: «On d eath and dying», JAM A, 221: 174-179, 1972
(17) H am burc, D.: «A p crspcctivc on coplng behavior», Arch. Gen
P sychiatry 17: 277-284, 1967.
LA MUJER EN LA VIUDEZ

Por Carol J. Barret

En nuestro país existen cerca de 10 millones de viudas, que


constituyen prácticam ente el 5 por 100 de la población total (1).
Su edad media es de 64 años (2). Como grupo m inoritario se
encuentran discrim inadas sexualmcnte a causa de la edad y, en
algunos casos, a causa de su raza (3). Todas ellas sufren, por el
hecho de que se les considera portadoras y transm isoras de la
realidad de la m uerte. E stán expuestas a malos tratos, por par­
te de la burocracia y de profesionales insensibles; a que sus
fam iliares y antiguos amigos les vuelven la espalda, a que los
chantajistas y Don Juanes les exploten, a ser discrim inadas por
ios patrones y censuradas por otras personas, que se encuen­
tran en circunstancias sem ejantes. Pertenecen a una subcultura
cuyos miem bros viven relativam ente olvidados, sumidos en la
desesperación de la soledad, acusándose m utuam ente para que
se les compadezca, deseando individualm ente una vía de escape,
y sucumbiendo, colectivamente, a una actitud de desesperanza.
La mayoría de las «viudas» odian este térm ino. Muchas me
han contado, que la gente reacciona ante ellas como si pade­
cieran una enferm edad contagiosa: sus preguntas hacen pensar
en el modelo de una enferm edad om nipresente. Quieren saber
cuándo se repondrán de ella —si es lo que lo harán alguna
vez—. Quieren saber si existe alguien que se «recupere total­
mente», si existe alguien que se haya «curado* alguna vez.
La m uerte de un cónyuge se considera lógicamente como la
fuente principal de stress, que requiere un esfuerzo de readap­
tación mayor que cualquier otro acontecim iento en la vida. Este
descubrim iento ha sido ratificado con sujetos de diferentes
edades y diversos medios culturales, por un grupo de investi­
gadores que intentaban determ inar los cambios vitales; asocia­
dos con la susceptibilidad hacia la enferm edad (4).
E l duelo

El prim er stress con que se enfrenta una viuda, es el dolor


por la m uerte del cónyuge. El proceso de duelo ha sido descrito
por un gran núm ero de autores, en especial M arris, Lindcmann
y Parkes (5). El estudio de M arris sobre 72 viudas británicas,
de clase social baja, reconocía los siguientes fenómenos más
recientes: sentim iento de inutilidad y convencim iento de que
nada en la vida m erece la pena; incapacidad para com prender
la pérdida; sentim iento de injusticia an te el propio destino; re ­
viviscencia de experiencias com partidas y necesidad de culpa-
bilizar. Se presentaba una am plia gam a de síntom as físicos que
la propia viuda, o su médico, creían estar causados o agravados
por el shock de la m uerte del marido. El m ás frecuente de
ellos era el insomnio. En la batalla inicial por la aceptación de
la m uerte, algunas eran asaltadas por recuerdos obsesivos de
las circunstancias en las que ésta se había producido o p o r ilu­
siones de la presencia del marido. Algunas viudas cultivaban el
sentim iento de su presencia, por ejemplo, hablando con su foto­
grafía e imaginando que él les aconsejaba. Cualquier otro detalle
que recordara al difunto, reavivaba el duelo. M arris también
descubrió que las viudas tenían tendencia a ap artarse de los
dem ás y rechazar el consuelo.
En un artículo, que ha m arcado un hito dentro del estudio
del duelo, Parkes relataba la experiencia de 22 viudas londinen­
ses de 65 años, estudiadas longitudinalm ente, d urante trece
meses, después de la pérdida. La mayoría, se había negado a
aceptar las advertencias de que su m arido podría m orir en cual­
quier momento. La reacción inm ediata ante la m uerte era una
fase de insensibilidad, seguida p o r una fase de ansiedad en la
que aparecían las «punzadas» del duelo. Muchas veces, se evi­
taba o negaba el m ismo hecho de la pérdida. También se obser­
vaba intranquilidad y un deseo de ir al encuentro del marido.
Algunas viudas tendían a actu ar o pensar, como lo haría el es­
poso, desarrollaban síntom as muy parecidos a la últim a enfer­
m edad del marido, o sentían como si el m arido estuviera den
tro de ellas m ism as o de alguno de los hijos. Suele o cu rrir que
las personas que se encuentran a la m itad del «duelo» sienten
que «se están volviendo locas», como lo atestiguan muchos de
los libros no especializados en esta m ateria (6).
Una cuestión im portante, consiste en averiguar si las dife­
rencias de las reacciones en el duelo, pueden predecir la adap­
tación p osterio r a la viudez. En un estudio retrospectivo, sobre
m ujeres am ericanas de edad, que citaban la m uerte de una per­
sona am ada como el stress m ás im portante que habían sufrido,
Anderson descubrió que, aquéllas que después fueron conside­
radas psiquiátricam ente deterioradas, tendían a ser incapaces d^*
actuar en el m om ento del stress, com parándolas con un grupo
m ás norm al, que tomó la iniciativa de afro n tar el stress (7). El
estudio retrospectivo de Maddison y W alter sobre m ujeres de
Boston que habían enviudado tres meses antes, confirm a que
las que gozaban de m ejor salud, experim entaban menos necesi­
dades personales no satisfechas d urante el duelo (8).
Algunos escritores han postulado que el dolor producido pol­
la m uerte del ser querido es m ás llevadero en culturas que
sancionan dem ostraciones públicas, elaboradas, del duelo. Ma-
rris, p o r ejem plo, ha señalado la superficialidad del luto en las
culturas occidentales, y G orer lo describe como un luto desins­
titucionalizado (9). La am bigüedad respecto a lo que significa
un luto «adecuado», en Estados Unidos, probablem ente aum enta
las dificultades en los prim eros m om entos de la viudez.

El agobio económico
Prácticam ente, todos los estudios sobre las viudas han hecho
observaciones acerca de la escasez de recursos característica tras
la m uerte de un marido. Aparte de la pérdida de los ingresos
proporcionados por el empleo del m arido, y la posible conge­
lación de cuentas bancarias, en algunos estados, lo m ás proba­
ble es que haya que pagar fuertes sum as debido a una enfer­
medad prolongada y los gastos del funeral. En un am plio estu­
dio de fam ilias de viudas que percibían subsidios de supervi­
vencia (realizado en 1962), Pal more y sus colaboradores averi­
guaron que gastaban una p arte mucho m ayor de sus ingresos
en com idas y en m antener la casa que la m edia de las fam i­
lias (10). Por tanto, a muy pocas les quedaba dinero suficiente
para o tras necesidades, incluyendo seguros de vida, de salud
o automóviles. Las viudas que trabajaban, m uchas veces pedían
a otros fam iliares que acudieran a su casa a cu id ar de sus hijos,
pero o tras tenían que abandonar a los hijos en edad escolar,
sin nadie que les cuidara m ientras ellas trabajaban (el 15 por
ciento de los niños, de 6 a 11 años, no eran vigilados p o r na­
die). Las ganancias m edias de la viudas con un empleo, supo­
nían únicam ente alrededor de tres cuartas p arte de la media de
las ganancias de todas las trab ajad o ras femeninas. Una cuarta
parte de estas familias percibía ingresos inferiores al salario
minino establecido por la Administración de la Seguridad So­
cial.
En un estudio m ás reciente, Nucklos describía la situación
financiera de 1.744 m ujeres que habían enviudado «prem atura­
mente», es decir, cuyos m aridos habían m uerto antes de los
65 años (11). Las sujetos de la m uesta, de las cuales el 5 por 100
se había vuelto a casar, se consiguieron a p a rtir del certificado
de defunción de su esposo, registrado en Boston, H ouston. Chi­
cago o San Francisco y habían sido entrevistadas, aproxim ada­
m ente dos años después de la m uerte del marido. La viuda
típica, afrontaba unos gastos finales de 2.860 dólares; el prom e­
dio de gastos finales era de 3.900 dólares. Más de la m itad de
las que se beneficiaban de un seguro de vida, cobraron el pri­
m er cheque dentro de un plazo de dos sem anas después de
rellenar una instancia, m ientras que los pagos de la seguridad
social, norm alm ente, tardaban m ás de tres meses en hacerse
efectivos. Pocas viudas tenían alguien con quien hablar sobre
las posibilidades de reclam ar la liquidación de un seguro de
vida y m uchas ni siquieran sabían que tenían tales posibilida­
des. Es más, la m ayoría de los m aridos (el 71 por 100) habían
m uerto sin hacer testam ento. El prom edio de ingresos m ensua­
les per cápita, obtenidos de todas las fuentes, era de 155 dóla­
res únicam ente. Los ingresos fam iliares se veían reducidos a un
prom edio del 44 por 100, de los niveles anteriores al falleci­
miento. El cam bio variaba desde un aum ento del 4 p o r 100,
en tre las fam ilias acostum bradas a ingresos m enores de 3.000
dólares, hasta una reducción del 57 p o r 100 entre las familias
que anteriorm ente percibían más de 15.000 dólares. Aproxima­
dam ente, la m itad de las viudas eran capaces de m antener su
nivel de vida, pero sólo una cu arta p arte vivían cóm odam ente,
de una form a agradable y libres de preocupaciones financieras.
Las restricciones más frecuentes eran en la ropa, actividades
sociales y recreativas y alim entación. La mayoría de los ingresos
percibidos p o r las viudas estaban constituidos p o r sus propias
ganancias (el 40 por 100). M ientras el 47 por 100 de estas m uje­
res trabajaban antes de la m u erte de su m arido, dos años des­
pués, trab ajan el 56 por ciento.
Las viudas presentan una tendencia mucho mayor a trab ajar
que las m ujeres casadas de su m ism a edad. Tam bién tienen una
m ayor tendencia a trab ajar, a dedicación plena sem anal, d u ran ­
te todo el año (12). (Los viudos tienen menos probabilidades de
ser contratados que los casados de su misma edad, pero en el
caso de las viudas, la probabilidad es m enor tadavía.) En con­
junto, el 26,9 por 100 de las viudas blancas tienen un empleo;
y de las viudas de color, lo tienen el 35,5 p o r 100 (13). La m a­
yoría de las viudas que se encuentran en las edades en que m ás
se trabaja, tienen un empleo. Las m adres que recibían subsi­
dios de supervivencia tenían una probabilidad de tra b a ja r dos
veces m ás alta que las m adres con m aridos, incluso teniendo
en cuenta la edad y el núm ero de hijos. Ahora bien, su tasa de
desempleo es aproxim adam ente tres veces m ás alta que la del
resto de m ujeres (14). Un estudio reciente sobre las pautas de
empleo en una m uestra de viudas de Chicago, dem ostró que
la fuente de inform ación más frecuente para conseguir urt em ­
pleo la constituían los propios amigos de la viuda. O tras fuen­
tes, incluidas las agencias de empleo, han proporcionado una
ayuda mucho m enor (15).

Factores sociales

La soledad es el problem a más im portante y del que m ás se


quejan las viudas. Lopata ha conccptualizado diez form as de
soledad, basándose en las entrevistas que realizó con 300 viudas
de! área de Chicago 16); 1) echar de m enos al com pañero, con
el que ya no es posible seguir m anteniendo una interacción;
2) ausencia del sentim iento de ser am ada; 3) ausencia de al­
guien a quien querer; 4) deseo de una relación en profundidad
con otro ser hum ano; 5) echar de m enos la presencia del otro
en la unidad de vivienda; 6) ausencia de otro, con quien com­
p artir el trabajo; 7) añoranza de determ inada form a de vida;
8) caída en el statu s de m u jer sin acom pañante; 9) tirantez en
o tras relaciones y, 10) incapacidad para hacer nuevas amis­
tades.
En un período m ás reciente, Lopata ha descrito la viudez
como un acontecim iento que señala la reducción de los roles
sociales (17). Aquellos que tienen tendencia a ser interrum pidos
y eliminados con la m uerte del m arido, incluyen; los roles ante­
riores de com pañero sexual, padre de familia, com pañero en
actividades de ocio o vividas como pareja, contribuyente en la
dirección del hogar y copartícipe en grupos de afiliación volun­
taria. Su m uerte puede elim inar el vínculo que une a la esposa
con sus parientes, con sus com pañeros de trabajo, sus amigos
m utuos y la com unidad en general.
La mayoría de los datos dem uestran que la viudez no con­
duce, necesariam ente, al aislam iento social Los libros no espe­
cializados en la m ateria abundan en las dificultades para en­
co n tra r acontecim ientos sociales satisfactorios, de los que las
viudas pueden disfrutar. Las relaciones con los amigos casados
pueden llegar a deteriorarse. Los datos de las entrevistas indi­
can que la viuda, de hecho frecuenta mucho m enos a los fa­
m iliares de su m arido, que antes de su m uerte (18). El estudio
de M arris dem uestra que el contacto con los propios fam iliares
de la viuda tam poco aum entaba tras la m uerte del cónyuge.
E ntre las explicaciones que tom a en consideración se encuentra
el deseo de independencia de la viuda, su resentim iento hacia
las actitudes com pasivas, la apatía social característica del due­
lo, la frustración fam iliar al intentar consolar a alguien que no
puede ser consolado y los efectos subsiguientes de la pobreza,
tales como la restricción en los fondos destinados al transporte
y a las diversiones. Un estudio más detallado de Adams, en el
que se com paraba a 263 adultos de m ediana edad, con sus m a­
dres viudas o casadas, indicaba que el contacto de la viuda con
sus hijos dism inuía, m ientras que aum entaban las visitas con
sus hijas. Adams tam bién ha estudiado la interacción en tre las
viudas y sus hijos; las hijas tendían a aum entar, en casi todos
los tipos de interacción (19). Sin em bargo, el único aum ento que
experim entaban los hijos se daba en el sentido de ayuda filial.
Igualm ente, Lopata dem ostró que las hijas de viudas les apo­
yaban, cm ocionalm ente, con m ás frecuencia que los hijos (20).
La cuarta p arte de todas las viudas de m ás de cincuenta años,
de una am plia m uestra obtenida en Chicago, no tenían hijos
que vivieran (21), y casi la totalidad de las m ujeres de la m ues­
tra vivían solas (22). Los hijos de la mayoría de las viudas h a­
bían dejado de ser dependientes.
El principal punto de disensión con respecto a la hipótesis
de que la viudez aum enta el aislam iento social, proviene de un
estudio realizado por Lowenthal (23). Un am plio grupo de pa­
cientes m entales y una m u estra aleatoria estratificada de los
residentes de San Francisco, de más de sesenta años, fueron
clasificados como individuos aislados o interrelacionados. ba­
sándose en sus inform aciones acerca del núm ero de contactos
con am igos o parientes, en un período de dos sem anas. Propor-
cionalm ente, había m ás viudas y viudos en tre los interrclacio-
nados que en tre los aislados tan to en grupos del hospital, como
en los grupos de fuera del hospital.
Un nuevo m atrim onio puede considerarse como una solu­
ción al aislam iento aparente de la viudez. En general, los segun­
dos m atrim onios son tan felices com o los prim eros (24). Ahora
bien, los viudos no se vuelven a casar con tan ta frecuencia como
los divorciados. Sólo la cu a rta p arte de las viudas se vuelven a
casar en un plazo de cinco años (la m itad de los viudos y
tres cu artas partes de todas las personas divorciadas lo hacen).
La probabilidad de casarse p o r segunda vez desciende b rusca­
mente, a m edida que avanza la edad de viudos y viudas.
Gran núm ero de estudios han dem ostrado que la mayoría
de las viudas no desean volverse a casar (25). M arris ha des­
crito el sentim iento de culpa asociado con el de duelo, y el con­
siguiente sentim iento de lealtad hacia el difunto, como un obs­
táculo para un nuevo m atrim onio. M ardscn ha señalado aguda­
m ente que el m atrim onio podría suponer un riesgo financiero
para la viuda, pues ésta perdería los beneficios que percibe del
gobierno, aun reconociendo que son escasos (26). La habitual
negativa, por p a rte de la viuda, de que esté interesada en un
nuevo m atrim onio, posiblem ente no refleja con fidelidad sus
deseos, sino que refleja la ausencia de oportunidades para ha­
cerlo; los hom bres se m ueren de siete a ocho años an tes que las
m ujeres, y los novios, norm alm ente, son mayores que las novias.
El núm ero de viudas es m ás de cu atro veces m ayor que el de
viudos. El problem a de la insatisfacción de las necesidades se­
xuales se debatió de buen grado, en tre las viudas de la m uestra
de Los Angeles con la que trabajé, divididas en grupos pequeños
de discusión, cuando se ofrecía la oportunidad de hacerlo (27),
pero todavía tenem os muy poca inform ación sobre esta situa­
ción concreta, experim entada p o r las m ujeres viudas.

Salud m ental y física

Se ha dem ostrado repetidam ente en el pasado, que la salud


m ental y física de las viudas, en com paración con las m ujeres
casadas, es m ucho más débil. Las razones de esta discrepancia
no están tan claras. Woolsey docum entó la existencia de tasas
m ás altas de enferm edad incapacitadora en tre las m ujeres no
casadas que entre las m ujeres casadas (28).
E sto se em pieza a n o tar claram ente hacia los trein ta años y
continúa hasta los sesenta. Tam bién, las m ujeres viudas, divor­
ciadas o separadas m uestran un m ayor núm ero de días de inca­
pacidad p o r persona y una frecuencia y duración de hospitali­
zación, mayores que las m ujeres casadas (29). Confrey y Godstein
llegaron a la conclusión de que la enferm edad entre las m ujeres
no casadas, principalm ente las viudas, constituye una gran p a r­
te del problem a general de la enferm edad, en la últim a fase
de la vida (30).
Dos estudios han probado la existencia de una salud más
débil en tre las viudas jóvenes que entre un grupo equivalente
de m ujeres casadas (31). Tanto en Boston como en Australia,
las m ujeres viudas padecen m ás enferm edades físicas. Sin em ­
bargo, Hcyman y G ianturco, en un estudio longitudinal de cua­
renta y una personas mayores que habían enviudado, dem ostra­
ron que el deterioro de la salud no estaba asociado con la pér­
dida del cónyuge (32).
Aún más im presionante que la discrim inación de la salud
en las viudas jóvenes, resulta el hecho de que las viudas mueren
antes que las m ujeres casadas. Las tasas de m ortalidad de las
personas viudas, de cualquier tipo de m uerte, para todos los
grupos de edades, para am bos sexos y tanto para blancos como
para personas de color, son m ás elevadas que las de las perso­
nas casadas, la tasas de las personas divorciadas son aún más
altas.) El relativo exceso de m ortalidad en los grupos de no
casados es m ayor en edades bajas. Las personas no casadas,
entre veinte y treinta y cuatro años, tienen una probabilidad
de m o rir superior al doble, que la de las personas casadas de
la m ism a edad, sexo y raza. La tasas de m ortalidad, atribuibles
a las veinte causas principales de m uerte, en el grupo de edad
de 20 a 44 años, se calcularon según el estado civil. En todos
los casos, la tasa era m ás elevada entre los individuos viudos
que en tre los casados.
K raus y Lilienfield describen varios factores, que pueden d ar
cuenta de las elevadas tasas de m ortalidad alcanzadas por las
personas viudas (34). Uno de ellos es el hecho de que las per­
sonas de poca salud pueden tender a casarse entre sí. En segun­
do lugar, un individuo viudo puede haber com partido un medio
desfavorable con el cónyuge fallecido, lo que contribuiría a la
m uerte de am bos. Por últim o, está la hipótesis de que las con­
secuencias de la propia viudez son tan nocivas que tienen como
resultado una excesiva tasa de m ortalidad. Las tensiones de la
viudez, aquí esbozadas, podían hacer pensar que esta hipótesis
es plausible. Ju n to a las dificultades ya descritas, la viudez pue­
de provocar una dicta menos nutritiva y niveles Inferiores de
higiene personal. Frank ha dem ostrado la existencia, en otras
culturas, de un fenómeno p o r el cual las m uertes se producen
literalm ente por la presión del grupo y la decisión individual de
m orir (35). Quizá exista cierta sim ilitud entre las presiones de
la viudez, en esta sociedad, y las circunstancias de estas m uer­
tes «inexplicables», en o tras culturas.
Tam bién se ha observado una relación entre la enferm edad
mental y la viudez (36). Los suicidios se dan con más frecuencia
en tre las personas viudas que en tre las casadas (37). E ntre las
viudas m enores de 60 años se ha registrado un aum ento de los
síntom as psiquiátricos tales como la ansiedad, depresión, in­
somnio y fatiga (38). Las viudas de mayor edad volvían a esca­
par a este fenómeno. I-a elevada proporción de viudas in tern a­
das en hospitales psiquiátricos es muy conocida, pero es nece­
sario un análisis com plem entario de la enferm edad m ental se­
gún el estado civil, para controlar la influencia de variables
como la edad y el nivel de ingresos económicos.

Variación individual

No todas las viudas experim entan las m ism as tensiones, ni


responden ante ellas del mismo modo (39). La edad en que so­
breviene la viudez puede ser una variable im portante. Las inves­
tigaciones realizadas hacen pensar que las más jóvenes se ven
abrum adas p o r resultados más negativos (40), quizá debido a
que la m uerte del esposo rara vez ha sido prevista y la prepa­
ración em ocional para afro n tarla es mínima. Además, las de
mayor edad tienen la oportunidad de desarrollar una red de
relaciones sociales entre o tras viudas de su misma edad. Cuan­
do entraron en contacto por prim era vez con el program a tera­
péutico que yo dirigía, estas m ujeres se conocieron m ejor a si
mismas (41). Wyly, discernía diferentes necesidades entre las
viudas de m ediana edad y m ás viejas, entrevistadas en el estado
de Nueva York (42), y Ábrahams descubrió tasas diferenciado-
ras, en las razones por las que los viudos, jóvenes y viejos, acu­
dían a la La Cadena de Asistencia a la Viudez, una cadena de
ayuda p ara la intervención en la crisis (43). A pesar de estas
diferencias, las viudas de diversas edades pueden p articipar
intensam ente en la discusión (en mi experiencia había m ujeres
desde 29 años hasta 74) y la mayoría de los profesionales reco­
miendan agrupam ientos por edades en los program as futuros
para viudas (44).
El nivel educativo de las viudas está relacionado con su con­
siguiente participación en una am plia gama de roles sociales;
el mayor índice de aislam iento social se da entre las m ujeres
que poseen menos educación (45). El statu s profesional actual
y la presencia o ausencia de hijos en el hogar, tam bién puede
asociarse con los diferentes estilos de vida que llevan las viu­
das. Las que tienen un empleo, tienen una mayor tendencia a
preguntar cómo encontrar a gente (46), y las que no tienen
hijos en casa tienen una m ayor tendencia a quejarse de la so­
ledad (47). El estudio de Nuckol y mi propia experiencia clínica
indican que las viudas están más afectadas por las dificultades
que conlleva ser un sólo progenitor, cuando existen hijos varo-
nos de por medio; a m enudo se sienten m ás com petentes en la
relación con las hijas. El origen étnico y la afiliación religiosa
tam bién pueden ser determ inantes im portantes de la reacción
ante la viudez, pero existen pocos datos em píricos relevantes.

IMPLICACIONES SOCIO-POLITICAS

Las consecuencias profundam ente negativas de la m uerte del


cónyuge exigen cam bios en nuestra política social, tanto en lo
que se refiere a la viudez, como en lo que se refiere a nuestro
estilo de vida an terio r a la viudez.

Educación

Es necesaria una am plia escala de educación pública que


afronte la viudez de una m anera realista, como un estadio ine­
vitable del ciclo vital para la m ayoría de las m ujeres. Tanto las
hijas de 6 años como las viudas de 60, deben darse cuenta de
que, en tanto que m ujeres, vivirán sólas d u ran te un período
considerable de sus años adultos. N orm alm ente, las viudas que
no se vuelvan a casar y que m ueran de m uerte natural, pasarán
18 años y medio en este estadio final de la vida (48). Para m u­
chas m ujeres, este tiem po es m ayor que el periodo total de vida
que va desde la enseñanza prim aria h asta el m atrim onio. (El
período equivalente para los viudos es de 13 años y medio.) La
tom a de conciencia de este hecho, puede d ar lugar a una prepa­
ración eficaz. El shock de la viudez puede evitarse con una pre­
paración para la m uerte. Pueden cultivarse las habilidades p re­
cisas p ara un estilo de vida sin com pañero antes de que sea
necesario ponerlas en práctica. Los m atrim onios pueden hacer
planes para la vida posterior a la m uerte de uno de los cón­
yuges.
A lo largo de mi investigación, pregunté a algunas viudas
qué aconsejarían a las m ujeres cuyos m aridos viven todavía.
Sus sugerencias son abundantes, pero dom inan dos tem as. Uno
se refiere a la preparación económica para la viudez, el o tro a
la preparación emocional. Las viudas incitan a las dem ás m uje­
res a que aprendan a organizarse económ icam ente y a que se
fam iliaricen con todos los docum entos y transacciones finan­
cieras relacionados con su vida presente y futura. Aconsejan a
las m ujeres que desarrollen sus capacidades profesionales y
que las practiquen durante el m atrim onio. Recomiendan que
se hagan seguros de vida y testam entos y que se ah o rre dinero.
Dentro de una segunda categoría aparecen sugerencias diri­
gidas al desarrollo de intereses y recursos independientes del
m atrim onio. Algunas aprem ian a las esposas para que consigan
un empleo, o tras les aprem ian para que m antengan m etas y
hobbies individuales. Las viudas han aprendido el duro camino
que Lopata predijo: cuantos m ás cam bios de la vida personal
dependan de la participación del cónyuge, m ayor será la discon­
tinuidad del rol de la viudez (49). Las viudas piensan que una
corriente de intereses autónom os y /o asociados, proporcionaría
una base perm anente de identidad, cuando se experim enta la
pérdida de algún ser amado.
Por últim o, la educación pública puede corregir los estereo­
tipos de las viudas, enseñam os cómo afro n tar de form a eficaz
nuestros propios duelos y los de los dem ás y ayudar a d estruir
la estigm atización de las m ujeres viudas, como si se tra ta ra de
leprosas. Podemos hacer mella, en los tem ores y acusaciones
nacidas de la ignorancia, acerca de las reacciones norm ales ante
el duelo. Los amigos y los fam iliares pueden aprender cuál es
la explicación de los desaires con que, posiblem ente, se reciban
sus ofrecim ientos iniciales de ayuda; si son capaces de com pren­
derlo, pueden ser capaces de prolongar su ayuda hasta seis me­
ses más tarde, m om ento en el que m uchas personas viudas se
volverán a sentir abandonadas.

Ayuda gubernam ental

Las políticas federales pueden facilitar la transición hacia la


viudez de tres form as: m ediante la provisión de subsidios de
supervivencia adecuados; patrocinando investigaciones y me­
diante la ayuda directa para la m ejora de los program as de
asistencia.
Los recientes artículos y revisiones de la Ley de Seguridad
Social dem uestran una progresiva tom a de conciencia de la in­
suficiencia de los subsidios actuales. Pero no se pasa de ahí. La
mayoría de las personas ancianas son m ujeres y la mayoría de
las viudas ancianas viven en la pobreza. Debemos proporcionar
com pensaciones económicas p o r los años de trabajo dedicados
al hogar y asegurarnos de que las nuevas políticas no estén
afectadas p o r prejuicios sexuales (50).
La viudez debería co n stitu ir un problem a p rioritario en la
financiación de investigaciones sobre la edad y sobre los roles
de las m ujeres. Necesitam os saber m ucho m ás acerca de la
m anera de predecir las diferentes reacciones psicológicas ante
la viudez. E s necesario investigar un serie de variables demo­
gráficas interpersonales y de la personalidad. Necesitam os co­
nocer la m ejo r form a de facilitar el proceso de duelo y de
p rep arar a los viudos para sus consecuencias. Y necesitam os
estu d iar este estadio del ciclo vital, intensam ente, desde un
punto de vista evolutivo p ara au m en tar n u estra com prensión
de la experiencia de las personas que han enviudado, ya que evo­
luciona a través de un período de meses y años.

Ayuda institucional

Silverm an ha realizado una investigación sobre las agencias


de salud m ental existentes en Estados Unidos y ha llegado a lo
conclusión de que no son plenam ente utilizadas por las personas
que enviudan (51). Los servicios no están orientados hacia las
necesidades de este grupo específico. La ignorancia de los pro­
fesionales, en este cam po, puede llegar a ser escalofriante. La
intensa depresión, que con tan ta frecuencia se experim enta en
la viudez puede se r atrib u id a a la existencia de graves proble­
mas psicopatológicos. Las ilusiones, bastante com unes, de la
presencia del m arido d urante los prim eros estadios del duelo,
pueden in terp retarse como «alucinaciones visuales» sintom áti­
cas de esquizofrenia. Se utilizan drogas psicotrópicas para tra ­
ta r la soledad, cuya com plejidad quizá nunca sea desentrañada.
Las instituciones religiosas ra ra vez han actuado m ejor que
las instituciones de salud m ental. Las viudas pocas veces des­
criben a su pastor, sacerdote o rabino como una ayuda especial.
Más bien se sienten inclinadas a b uscar consuelo en su concien­
cia religiosa por sí m ismas. Pocas organizaciones religiosas pa­
trocinan program as especiales p ara los viudos. Una organiza­
ción católica denom inada NAIM,y Theos, una organización es­
piritual no sectaria fundada en P ittsburgh (52), constituyen dos
excepciones.
El Program a de Asistencia a la Viudez de Boston inspiró una
serie de program as de servicio voluntario, utilizando a perso­
nas viudas para acom pañar a las que acababan de su frir recien­
tem ente la pérdida de un cónyuge (53). El patrocinicio de estos
program as puede incluir la American Association of Retires
Persons (Asociación Americana de Personas R etiradas) (54). ca­
sas funerarias (55), la YWCA (*) u o tras organizaciones comu­
nitarias. El New York W idowhood Consultation C enter (Centro
de Consulta p ara la Viudez de Nueva York) proporciona dife­
rentes servicios de asesoram iento sobre la base de una cuota
por servicio. Los program as de continuidad en la educación han
empezado a au m en tar los cursos sobre la viudez, con resultados
terapéuticos (56).
Yo desarrollé un program a de intervenciones de grupo, para
viudas de todas las edades y p ara cualquier duración de la viu­
dez, en el área de Los Angeles (57). Se evaluaron tres tipos de
composición p ara los grupos: grupos de self-help, grupos feme­
ninos de concienciación para viudas y grupos «de confidentes»,
inspirados en las investigaciones de Lowenthal y Haven acerca
de la relación en tre intim idad y salud m ental en la vejez (58).
Las participantes de los grupos de concienciación, proporciona­
ron claram ente las clasificaciones m ás elevadas de utilidad y
valor educativo del program a, si bien todas las respuestas en
general fueron positivas. Presentaron tam bién, los cam bios de
vida m ás positivos d urante el período de seguim iento, de cinco
a seis meses. Los índices de contacto en tre los m iem bros fueron
muy altos en todos los grupos, pero especialm ente en uno de
los grupos de confidentes. Cuatro, de los seis grupos, eligieron
seguir reuniéndose incluso después del período de tratam iento.
Evidentem ente, el enorm e stress provocado p o r la viudez
exige un com prom iso social que req u erirá la participación de
una serie de instituciones. Las necesidades son excesivamente
num erosas para nosotras, como p ara desestim ar, prem atura-
m ente, cualquier modelo de ayuda que pueda desarrollarse. En
la planificación de estos program as deberán incluirse m edidas
de evaluación.

Cambio social

Muchas de las tensiones de la viudez pueden evitarse. Si nos


hacemos m ás flexibles en nuestros modelos de intim idad, po­
demos ofrecer alternativas a la prolongada desolación de la viu­
dez. Si las actividades tradicionalm ente orientadas hacia las
parejas, se hicieran m ás inclusivas, el fenómeno de «la quinta
rueda» (o persona molesta) podría d ar lugar a diversas expe­
riencias sociales im portantes. (La viudez puede evitarse tanto

(*) YWCA: Y oung W om en C h ristian A ssociation (Asociación d e Jóve­


nes M ujeres C ristianas).
si la m ujer se casa con un hom bre m ás jóven, como si perm a­
nece soltera durante toda la vida), el hecho es, que hay más
m ujeres adultas que hom bres. A m edida que la sociedad se
vaya volviendo más tolerante hacia diferentes tipos de vida en
todas las edades, la viuda o la viuda potencial tendrá m ás op­
ciones viables.
La m itad de la m uestra de personas viudas de Lopata, descri­
bieron ventajas específicas de su statu s (59). E n tre ellas: el
placer de vivir sólo, ten er menos trab ajo (por ejem plo, trabajo
dom éstico) y ser independiente. Una viuda de mi estudio estaba
exultante con su libertad y su sentim iento de desarrollo per­
sonal, recién estrenados. La viudez puede suponer el prim er
m om ento de la vida de una m u jer en que ésta vive sóla. Es un
m iem bro m ás de un grupo, que podría m anejar un gran poder
político. Posee la capacidad de ser dueña de sí m ism a y realizar
descubrim ientos en un m om ento de la vida, en que puede m an­
tener roles sociales nuevos.

D epartam ento de Psicología


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P A f 'I F M T F Y P A T R IA R C A -
LAS M UJERES EN LA RELACION PSICOTERAPEUT1CA

Por Phyllis Chester (*)

Como todas las ciencias y todos los sistem as de va­


loración. hasta ahora la psicología de las m ujeres se
ha venido considerando, únicam ente, desde el punto de
vista de los hom bres. Es inevitable que de la posición
de ventaja del hom bre, se siga la atribución de validez
objetiva a sus relaciones subjetivas y afectivas hacia
la m ujer... La cuestión se cifra, pues, en averiguar has­
ta qué punto cae tam bién la psicología analítica, cuan­
do sus investigaciones tienen a la m u jer por objeto,
bajo el hechizo de esta m anera de pensar.

Karen H o m ey (1)

Aunque K aren H om ey escribió estas palabras en 1926. muy


pocos psicólogos y psiquiatras parecían estar de acuerdo con
ella y utilizar sus trabajos como guía. La psicología de la mu­
jer, todavía sigue siendo considerada bajo un punto de vista
masculino. Tanto la teoría como la práctica psiquiátrica y psi­
cológica contem poránea reflejan e influencian nuestro brutal
tratam iento de las m ujeres, desde el punto de vista emocional.
El hecho de que las m ujeres se sientan desgraciadas se con­
sidera y se «trata» como un problem a de la patología indivi­
dual, sin ten er en cuenta cuántas o tras pacientes (o no pacien­
tes) se sienten igualmente infelices, y los que actúan así son

(*) T ra b a jo p resen ta d o en la C onvención an u al de la A m erican Psycho-


loftical A ssociation en sep tiem b re d e 1970. M iam i Beach.
hom bres que p o r lo general, han evitado cuidadosam ente el
contacto con la realidad objetiva de la opresión femenina. La
incapacidad de las m ujeres para adaptarse o afirm arse en sus
roles sexuales se ha considerado como una desviación de la psi­
cología femenina «natural» y no como una crítica a tales roles.
No deseo llegar a la conclusión de que la infelicidad de las
m ujeres es un m ito creado por los hom bres. Uno de los medios
utilizados por las m ujeres am ericanas blancas de clase media
para intentar controlar su infelicidad es la psicoterapia. Asumen
la terapia privada como asum en el m atrim onio: con un senti­
miento de urgencia y desesperación. Además, las m ujeres blan­
cas y negras de todas las clases sociales, particularm ente las no
casadas, constituyen el grupo m ás am plio de psiquiatrizados e
individuos en «tratam iento» de Estados Unidos. E ste trabajo
expondrá las siguientes cuestiones:
1) Que, por m uchas razones, las m ujeres «se vuelven locas»
con m ucha más facilidad y frecuencia que los hom bres; que su
«locura» es principalm ente autodestructiva y que son castiga­
das p o r su conducta autodestructiva, ya sea m ediante el cuida­
do brutal e impersonal que les ofrecen en los asilos mentales,
o m ediante sus relaciones con la mayoría de los médicos (aun­
que no todos), que las estim ulan im plícitam ente a culpabilizar-
se o a hacerse responsables de su «infelicidad» p ara poder «cu­
rarse».
2) Oue tanto la psicoterapia como el m atrim onio, las dos
instituciones que gozan de mayor aprobación social para las
m ujeres blancas y de clase media, funcionan de modo sem ejan­
te, es decir, como vehículos para la «salvación» personal, a
través de la presencia de una autoridad (masculina) com prensi­
va y benevolente. Dentro de la cultura femenina, no e s ta r casa­
da o no estar contenta con el m atrim onio se experim enta como
una «enfermedad» que, por suerte, la psicoterapia puede llegar
a curar.
En este artículo se debatirán algunas de las realidades acer­
ca de las m ujeres am ericanas como pacientes psiquiátricas o
en psicoterapia y los síntom as que presentan. También se estu­
diará la razón de que estén m ás implicadas, voluntaria o invo­
luntariam ente, con los profesionales de la salud mental que los
hom bres, y veremos quiénes son los psicoterapeutas en América
y cuáles son sus opiniones acerca de las m ujeres. Por últim o, se
exam inarán las implicaciones prácticas que tiene este debate
para la m ujeres que se encuentran en relación psicoterapéutica.
ESTADISTICAS GENERALES

Un estudio publicado en 1970 por el U. S. D eparim ent of


Health, Education and Welfare (D epartam ento de Sanidad, E du­
cación y B ienestar de Estados Unidos) (2) indicaba que. tanto
en la población blanca como en la negra, había un núm ero sig­
nificativo de m ujeres mayor que el de hom bres que habían su­
frido crisis nerviosas (o sentían su inminencia», apatía psicoló­
gica y vértigo. También, tanto las blancas como las negras, al­
canzaron tasas más altas que los hom bres, en los síntom as si­
guientes: nerviosismo, insomnio, tem blor en las manos, pesadi­
llas, desmayos (3) y jaquecas (ver cuadro 17.1). La m ujeres blan­
cas, que nunca habían estado casadas, presentaban menos sín­
tomas que las blancas casadas o separadas. Todos estos descu­
brim ientos están de acuerdo, en lo fundam ental, con un estudio
anterior publicado en 1960 por la Joint Comission of Mental
Healt and Illness (Comisión Mixta de Salud Mental y Enferm e­
dad). La comisión presentó la información siguiente: 1) las m u­
jeres presentan un mayor m alestar y un m ayor núm ero de sín­
tom as que los hom bres en tareas de adaptación. Presentan más
trastornos en la adaptación general, en la auto-percepción y en
su funcionamiento conyugal y como padres. E sta diferencia en­
tre los sexos es más acusada en los intervalos de edades más
jóvenes. 2) El presentim iento de una crisis inm inente aparace
con más frecuencia entre las divorciadas y separadas que entre
cualquier otro grupo de am bos sexos. 3) Los no casados (solte­
ros, separados, divorciados o viudos) tienen una predisposición
al m alestar psicológico m ás fuerte que los casados (4). Si bien
los dos sexos no difieren en cuanto a la frecuencia de casos de
infelicidad, las m ujeres se quejan más de estar preocupadas,
tener crisis y necesitar ayuda.
Lo que estos estudios no aclaran es cuántas de estas m uje­
res que sufren «m alestar psicológico» están implicadas en cual­
quier form a de tratam iento psiquiátrico o psicológico. Otros
estudios lo han intentado. William Schocfield (5) descubrió que
los psiquiatras ven a más m ujeres que a hom bres proporcio­
nalmente. Un estudio publicado en 1965 inform aba de que el nú­
mero de m ujeres pacientes sobrepasaba al de hom bres en una
proporción de 3 a 2, en los tratam ientos privados (6). Existen
estadísticas sobre la hospitalización pública y privada en Amé­
rica y, por supuesto, los datos son controvertidos. Sin embargo,
sí aparecen ciertas tendencias generales (7). El National Insti-
tute of M ental Health inform a de que, entre 1965 y 1967, había
102.241 m ujeres más que hom bres implicadas en las siguientes
C u a d r o 17-1

TASAS DE SINTOMAS SEGUN I.A EDAD. SF.XO Y EDAD Y SEXO Y RAZA (POR 100)

TOTAL EDAD RAZA

18-79 18-24 25-34 3544 4554 55-64 65-7475 79 Blanca Negra


Síntoma y sexo Años Años Años Años Años Años Años Años

Crisis nerviosa

Hombres ........................... 32 13 1.8 3,5 3.0 5.4 5.4 1.5 3.2 2.8
M u je re s.............................. 6.4 1.0 3.6 5.0 7.3 12.7 10.7 13.1 6.0 10.4

Sentimiento de crisis nervio­


sa inminente

Hombres ............................ 7.7 6.9 7,4 8.6 11,7 6.4 3.1 2.2 7.7 8.2
M ujeres.............................. 17.5 14.6 21,6 19,3 18.8 14.5 13.8 10.2 17.8 16.1

Nerviosidad

Hombres ........................... 45.1 435 47.5 51.9 48.1 37.7 36.6 30.2 47.2 313
Mujeres ............................. 70.6 61.4 74.4 75.0 725 72.6 62.9 65.6 73.2 55.2

Inercia

Hombres ........................... 16.8 17,2 16,1 17,6 16,3 16.9 18.2 12,1 16.9 17.1
Mujeres .............................. 325 31.0 34.0 35,2 31.1 29.7 31.9 35,6 33.1 295

Insomnio

Hombres ........................... 235 20,4 16.7 20,8 26,8 27,0 35,9 265 24,1 20,4
M u je re s.............................. 40,4 28,0 335 33,7 42,8 53,8 59,0 51,0 40.9 38.9

Temblor en las manos

Hombres ........................... 7.0 7.6 65 5.4 5.7 8.8 10,0 85 6,9 7.1
M u je re s.............................. 10.9 10.4 12.2 12.1 10.6 93 9.2 13,0 10,6 12.3

Pesadillas

Hombres ........................... 7.6 5.7 9.4 7.7 7.7 8.2 5.8 65 6.9 13.0
M u je re s.............................. 12.4 12.8 15.8 14.7 9.9 75 11.6 11,8 12,3 143

Sudor en ¡as manos

Hombres ........................... 17.0 23.2 24,9 17,7 14,7 11,0 7,9 3.0 17,0 16.8
M u jeres.............................. 21.4 28.6 27.7 24.2 19.6 15,0 9,2 5.9 22,2 16.0
C u a d r o 17-1

TASAS DE SINTOMAS SEGUN EL SEXO. EL SEXO Y LA EDAD Y EL SEXO (POR 100) (Continuación)

TOTAL EDAD RAZA

Síntoma y sexo Años Años Años Años Años Años Años Años
18-79 18-24 25-34 3544 45-54 55-64 65-7475-79 Blanca Negra

Desmayos

Hombres ........................... 16.9 17,6 15,7 15.7 18.1 17,3 17,8 17,2 17,5 13,8
M ujeres............................. 29,1 28.5 33,2 29.9 27.0 262 29.7 24,8 30.4 20.5

Jaquecas

Hombres ........................... 13,7 13,0 12,8 13,8 15,2 15,6 113 10.0 13,8 11,9
M ujeres.............................. 27,8 24,0 31.6 29.6 29,5 25.9 24,2 19,3 27,5 30.9

V é rtig o
Hombres ........................... 7,1 6,3 3.0 5.0 7,6 10,7 12,8 14,3 6.9 9.2
M ujeres............................. 10.9 8,4 93 8,5 10.1 14,3 16.9 16,6 103 15,7

Taquicardia

Hombres ........................... 3.7 3,3 2,0 2,1 3.9 7,2 6.4 13 3.6 4.8
Mujeres ............................. 5.8 1.7 3,1 4,7 6,2 9.7 10.4 14.8 5,7 6,4

Escala de valoración (1)

Hombres

B lan co s......................... 1.70 1.72 1.70 1.72 1,78 1,69 1,66 1,19 1,70 —
Negros ......................... 135 1,25 1.03 1,37 1.79 1,87 2,23 2,99 — 1.55

Mujeres

Blancas ........................ 2.88 2,61 3,07 2.93 2,89 2,86 2.82 2,80 2,88 —
Negras .......................... 2,65 1,91 2.61 2.60 232 3.27 3.79 2,62 — 2.65

(1) Escala de 0 a 1 1 .
F u e n t e : Estudio del U.S. Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos.
especialidades psiquiátricas: hospitales psiquiátricos privados,
hospitales psiquiátricos federales y provinciales, unidades de
internam iento psiquiátrico en hospitales generales y de la Vete-
rans A dm inistraron y servicios de atención psiquiátrica externa
de los hospitales generales y de la V eterans A dm inistration.
E stas cifras no incluyen el núm ero de am ericanos que siguen
diversas form as de tratam iento privado. O tros estudios más
antiguos inform aban de que las tasas de ingresos tanto en hos­
pitales públicos como en privados son significativam ente más
elevadas para las m ujeres que para los hom bres (8). I.os no
casados (solteros, divorciados o viudos) de am bos sexos están
representados desproporcionadam ente entre los hospitalizados
psiquiátricos (9). De este modo, aunque según el inform e del
HEW de 1970 las m ujeres blancas solteras de la población ge­
neral denuncian menos que padecen m alestar psicológico que
las blancas casadas o separadas (10), las m ujeres (y los hom­
bres) hospitalizadas en psiquiátricos tienden a ser no casadas.
La psicoterapia privada, al igual que el m atrim onio form a
una p arte integral de la cultura femenina de la clase media. Las
pacientes que acuden a psicoterapia privada revelan actitudes
significativam ente diferentes hacia los terapeutas según se trate
de hom bres o m ujeres. Gran núm ero de ellas indican que según
su opinión el sexo es un facto r im portante dentro de la relación
terapéutica, ya que solicitan de form a voluntaria un terapeuta
de un sexo determ inado.
Recientem ente, com pleté un estudio de 1.001 pacientes exter­
nos cuyos ingresos económicos eran m edianos (538 m ujeres y
463 hom bres) que acudieron a tratam iento psiquiátrico en la
ciudad de Nueva York en tre 1965 y 1969. Las variedades del pa­
ciente, tales como el sexo, el estado civil, la edad, la religión,
la ocupación, etc., estaban relacionadas con las solicitudes de
un terapeuta m asculino o femenino en el m om ento de la en­
trevista inicial. Estos descubrim ientos se basan en una m uestra
de 258 personas (158 m ujeres y 99 hom bres) que eligieron vo­
luntariam ente el sexo del terap eu ta o que afirm aron volunta­
riam ente no tener ninguna preferencia al respecto. El 24 p o r 100
de las 538 m ujeres y el 14 por 100 de los 463 hom bres especifi­
caron el sexo del terapeuta que preferían. Los resultados fueron
los siguientes:
I. La m ayoría de los pacientes eran solteros (el 66 por 100)
y m enores de trein ta años (el 72 p o r 100). Ambos sexos pidieron,
insistentem ente, que el terapeuta fuera un hom bre en lugar de
una m ujer. En el caso de las m ujeres, esta preferencia estaba
significativam ente relacionada con el estado civil, pero no así
en e! de los hom bres (cuadros 17-2 y 17-3). Esto hace pensar
que, posiblem ente, las m ujeres acuden a la terapia por razones
muy diferentes a las de los hom bres y que tales razones gene­
ralm ente tienen relación con, o están estrictam ente determ ina­
das, por sus relaciones (o ausencia de ellas) con un hom bre. El
núm ero de solicitudes de terapeutas fem eninas era aproxim ada­
m ente el m ismo que el de solicitudes «sin especificar preferen­
cia», tanto para las m ujeres como para los hom bres.
2. Las m ujeres solteras, p o r encim a o por debajo de los
treinta años y de cualquier religión, pedían terapeutas m asculi­
nos con más frecuencia que las casadas o divorciadas. Las ca­
sadas pedían terapeutas femeninas, con más frecuencia que cual­
quiera de los otros grupos de la m uestra.
3. A pesar de que todos ¡os pacientes m asculinos, cualquie­
ra que fuera su estado civil, preferían a hom bres como te ra ­
peutas, existían algunas tendencias diferenciadoras. El porcen­
taje de hom bres divorciados que preferían terapeutas m asculi­
nos era m ayor que el de m ujeres divorciadas (un 53 p o r 100,
frente a un 35 por 100), casadas (un 53 p o r 100, frente a un 41
por 100), hom bres casados (un 53 por 100, frente a un 25 por
ciento) y hom bres solteros (un 53 p o r 100, frente a un 44 por
ciento). Tam bién se daba una relación significativa entre la
elección de terapeutas m asculinos, por p arte de los hom bres y
la edad (m enos de 30 años) y la religión: concretam ente, el
63 por 100 de los pacientes m asculinos ju d ío s (que com ponían
el 40 por 100 de la m uestra total de hom bres) y el 73 por 100
de los que tenían menos de 30 años de edad, solicitaron que los
terapeutas fueran hom bres; un porcentaje m ás alto que el de
cualquier otro grupo.
4. Algunas de las razones m ás frecuentem ente aducidas para
explicar esta preferencia eran: un m ayor respeto hacia la m en­
talidad masculina; descontento general y desconfianza, con res­
pecto a las m ujeres; turbación específica al «blasfemar» o dis­
cu tir tem as sexuales, tales com o la im potencia con una mu­
je r (11). Algunas de las razones más frecuentes, p o r p arte de las
pacientes femeninas, para solicitar que el terapeuta fuera un
hom bre eran: un m ayor respeto y una mayor confianza hacia
la com petencia y autoridad m asculinas; por regla general, sen­
tirse m ás a gusto y conseguir una m ejor relación con un hom ­
bre que con una m ujer y tem or específico y desconfianza hacia
las m ujeres, como autoridad y com o personas. A veces, esta
últim a razón se com binaba con afirm aciones de disgusto hacia
la propia m adre de la paciente (12). En general, tanto los hom ­
bres como las m ujeres, afirm aban que respetaban y confiaban
más en los hom bres —como autoridad y como personas— que.
en las m ujeres. N orm alm ente desconfiaban de estas últim as y
las temían.
Las pacientes que solicitaban que la terapeuta fuera una m u ­
jer razonaban menos esta preferencia; una de ellas de m ás de
30 años afirm aba que «sólo una m u jer es capaz de com prender
los problem as de otra» y o tra decía que consideraba a todos
los hom bres como «alguien a conquistar» y que era «más difícil
ser franca con ellos». Casi todos los pacientes que dieron ra ­
zones para solicitar una m u jer como terapeuta eran homose­
xuales (13). Las razones principales se basaban en la suposición
de que se sentirían «atraídos sexualmente» p o r el terapeuta, si
éste era un hom bre y pensaban que esto les distraería y les
perturbaría. Un paciente, no homosexual, pensaba que no podría
evitar la «competitlvidad» con el terapetua (14).
5. E ntre los pacientes, el 36 por 100 de los hom bres y el
37 p o r 100 de las m ujeres, presentaron síntom as, por regla ge­
neral inclasificables, d urante la entrevista clínica inicial. El
31 p o r 100 de las m ujeres y el 15 p o r 100 de los hom bres dijeron,
que la razón que les había llevado a hacer terapia era la de­
presión; el 25 por 100 de los hom bres y el 7 p o r 100 de las m u­
jeres hablaron de homosexualidad activa; el 15 por 100 de las
m ujeres y el 14 por 100 de los hom bres sufrían ansiedad; el
8 p o r 100 de las m ujeres y el 7 por 100 de los hom bres se
quejaban de im potencia sexual y, por último, el 4 por 100 de
los hom bres y el 3 por 100 de las m ujeres inform aron de adi­
ción a las drogas y al alcohol. El hecho de que la depresión se
diera el doble de veces en las m ujeres que en los hom bres y
de que el núm ero de pacientes homosexuales fuera casi cuatro
veces mayor, en el caso de los hom bres que en el de las m uje­
res, está de acuerdo con investigaciones anteriores.
6. La terapia duraba aproxim adam ente el mismo tiempo
para los pacientes de am bos sexos (una m edia de trein ta y una
sem anas para los hom bres y veintiocho para las m ujeres). Sin
em bargo, los hom bres que solicitaban un terapeuta masculino
perm anecían más tiem po en la terapia que el resto de grupos de
pacientes: una m edia de cuarenta y dos sem anas en com para­
ción con una m edia de trein ta sem anas en el caso de las m uje­
res, que tam bién solicitaban un terapeuta masculino. En cuanto
a los que solicitaban que la terapeuta fuera m ujer, la media de
duración de la terapia para los hom bres era de treinta y cuatro
sem anas y, p ara las m ujeres, de treinta y una. En los casos de
«no preferencia», la m edia para los hom bres era de doce sema­
nas y para las m ujeres de diecisiete.
En o tras palabras, los pacientes que solicitaban (y general­
m ente lo conseguían) un terapeuta masculino, perm anecían du­
rante más tiem po en la terapia que las pacientes. Posiblemente,
una de las razones sea que m uchas veces las m ujeres, al casarse,
se vuelven hacia sus m aridos (o novios) como autoridad o como
protectores, m ientras que, p o r regla general, los hom bres no
hacen lo m ismo con sus esposas o novias, sino que m ás bien las
consideran como su stitu tas m aternas que cuidan de ellos, hoga­
reñas, objetos sexuales y, en todo caso, amigas. Norm alm ente,
no les piden consejo: cuando deciden que necesitan ayuda ex­
perta, tienden a hacer terapia con un terapeuta masculino. Las
pacientes, pueden tran sferir sus necesidades de protección o
salvación de un hom bre a otro. En últim o caso, si la paciente
o esposa no está satisfecha con la ayuda o los cuidados de su
m arido o terapeuta, continuará la búsqueda de su salvación en
otra parte pero a través de un hom bre.

SINTOMAS PRESENTADOS

A p a rtir de historias clínicas, estudios psicológicos, novelas,


revistas y de nuestras propias vidas, sabemos que las m ujeres
a m enudo sufren fatiga y /o depresión crónicas, frigidez, histe­
ria y síntom as paranoides. Además, padecen jaquecas y senti­
m ientos de inadecuación.
Los estudios sobre los problem as del com portam iento en la
infancia, han dem ostrado que, la m ayoría de las veces, los niños
ingresan en clínicas de orientación infantil debido a una con­
ducta agresiva, destructiva (antisocial) y com petitiva. Las niñas
ingresan p o r problem as de personalidad, tales como excesivos
tem ores y preocupaciones, reserva, timidez, falta de confianza
en sí m ism as y sentim ientos de inferioridad (15). E sto debería
com pararse, con la sintom atología psiquiátrica m asculina y fe­
menina: «Los síntom as de los hom bres tienen una tendencia,
mucho mayor, a reflejar una hostilidad agresiva hacia los de­
más (16), asi como una indulgencia hacia sí mismos de carácter
patológico... Por otra parte, los síntom as de las m ujeres expre­
san una serie de actitudes severas, autocríticas, autolim itado-
ras y, a m enudo, autodestructivas (17). En un estudio de
E. Zigler y L. Phillips, en que se com paran los síntom as de pa­
cientes de am bos sexos en los hospitales m entales, se dem os­
tró que los hom bres eran significativamente más agresivos que
las m ujeres y se inclinaban m ás a d a r rienda suelta a sus im­
pulsos m ediante conductas socialm ente desviadas, como el robo,
la violación, la bebida y la hom osexualidad (18). Por el co n tra­
rio. las m ujeres se autom enospreciaban con mucha más frecuen­
cia, o sufrían depresiones, confusión, ideas de suicidio o inten­
tos de suicidio auténticos (19).
Según T. Szasz, tales síntom as constituyen «formas indirec­
tas de comunicación» y, p o r regla general, indican una «psicolo­
gía de esclavitud»:
«Las form as y manifestaciones de la opresión social
son variadas, entre ellas tenem os... la pobreza... la dis­
crim inación racial, religiosa o sexual... por tanto deben
ser consideradas como los determ inantes principales de
todos los tipos de com unicación indirecta (por ejem plo:
la histeria) (20) (*).
En un ap artad o de The M yth o f M ental lllness Szasz se re­
fiere al «miedo a la felicidad» que parece afligir a todas las
personas implicadas en la ética «judco-cristiana*. Aunque no
habla de las m ujeres en particular, su análisis nos parece espe­
cialm ente relevante, para nuestra exposición de la sintomato-
logia psiquiátrica femenina:
«En general, el reconocim iento abierto de la satis­
facción sólo se teme en situaciones de relativa opresión
(ejemplo: una esposa muy tolerante con un m arido do­
m inante). Las experiencias de satisfacción (alegría, con­
tento) se inhiben, para que no provoquen un aum ento
de la carga de trab ajo ... el tem or a reconocer la satis­
facción es un rasgo característico de la psicología del
esclavo.
El esclavo "debidam ente explotado", está obligado a
tra b a ja r hasta que m uestre signos de fatiga o agota­
m iento. El hecho de haber com pletado su tarca no sig­
nifica que su trabajo haya term inado y pueda descan­
sar. Al mismo tiempo, incluso aunque su tarea no esté
term inada, puede ser capaz de influenciar a su amo
para que deje de hacerle trab a jar —y le perm ita des­
cansar— si da señales de colapso inm inente. Tales seña­
les pueden ser auténticas o inventadas. Independiente­
m ente de que sean auténticas o sim uladas, tales señales
probablem ente inducirán un sentim iento de fatiga o
agotam iento en el actor. Creo que es éste el mecanismo
responsable de la gran mayoría de los denom inados es­
(•) T h e M yth o f M ental llln e ss (El M ito d e la E n ferm ed ad M ental),
T hom as S . Szasz. C opyright p o r H o cb cr M edical División o f H a rp e r ¿
Row, P u b lish crs, Inc. 1961.
tados de fatiga crónica. A muchos de ellos anteriorm en­
te se les denom inaba "neurastenia”, un térm ino raram en­
te utilizado hoy en día. La fatiga crónica o un sentim ien­
to de flojedad y agotam iento, todavía aparecen con mu­
cha frecuencia en la práctica clínica.
El psicoanálisis los considera "síntom as del carác­
ter". Muchos de estos pacientes están realizando, in­
conscientem ente, una "huelga” contra personas (reales
o internas) con las cuales m antienen una relación de su­
bordinación y contra las cuales libran u n a interm inable
c infructuosa rebelión secreta» (21) (*).

La analogía entre «esclavo» y «m ujer* es, desde todos los


puntos de vista, perfecta. Probablem ente las m ujeres son el
prototipo de esclavos (22); probablem ente constituyeron el pri­
m er grupo de seres hum anos esclavizado por otro. En cierto
sentido, el «trabajo» de una m u jer consiste en exhibir los sig­
nos y «síntomas» de esclavitud: tra b a ja r como una esclava en
la cocina, con los niños y en la fábrica (23).

¿POR QUE HAY MAS PACIENTES .MUJERES?

Psiquiatras y psicólogos han descrito, tradicionalm ente, como


enferm edad m ental signos y síntom as de varios tipos de opre­
sión vivida y real. Las m ujeres m uchas veces m anifiestan tales
síntom as, no sólo porque están oprim idas objetivam ente, sino
tam bién porque el rol sexual (estereotipo) al que están condi­
cionadas, se com pone de tales signos. Por ejem plo, Phillips y
Segal dicen, que cuando el núm ero de enferm edades m entales
se m antenía constante para un grupo de m ujeres y hom bres de
Nueva Inglaterra, las m ujeres tenían una tendencia mucho m a­
yor a buscar atención m édica y psiquiátrica. Sugieren que las
m ujeres buscan ayuda psiquiátrica porque su rol social feme­
nino Ies perm ite dem ostrar su m alestar físico y emocional con
mucha más facilidad que los hom bres. «La conducta sensible o
emocional se tolera más en las m ujeres, aunque llegue h asta la
aberración, m ientras que entre los hom bres se toleran m ás las
dem ostraciones autoafirm ativas, agresivas y de energía físi­
ca» (24).
Es posible que haya m ás m ujeres que hom bres que realizan
psicoterapia (25), porque ésta —ju n to con el m atrim onio— es

(*) T. S zasz. op. cit.


una de las dos instituciones reconocidas, socialm ente, para las
m ujeres de clase media. Es muy significativo el hecho de que
estas dos instituciones guarden una estrecha sem ejanza entre
sí. Para la m ayoría de las m ujeres la relación psicoterapéutica
constituye un ejem plo m ás de relación desigual, u n a oportuni­
dad m ás de ser recom pensadas por expresar su m alestar y de
ser «ayudadas» m ediante u n a dom inación (especializada). Tanto
la psicoterapia como el m atrim onio aíslan a las m ujeres entre
sí; ponen el acento en soluciones individuales y no colectivas a
su infelicidad; se basan en la inutilidad de las m ujeres y su
dependencia de una figura au to ritaria m asculina; en realidad,
am bas pueden ser consideradas como representaciones de la
relación de una niña pequeña con su padre, en u n a sociedad pa-
trialcal (26). Las dos controlan y oprim en a las m ujeres de for­
m a sem ejante, ahora bien, al m ism o tiempo, son los dos refu­
gios m ás seguros p ara las m ujeres, en una sociedad que no les
ofrece otros.
Tanto la psicoterapia como el m atrim onio, perm iten a las
m ujeres expresar y difundir su ira sin peligro, experim entándo­
la como una form a de enferm edad m ental, traduciéndola en
síntom as: frigidez, depresión crónica, fobias y otros por el es­
tilo. Toda m ujer, en tanto que paciente, piensa que estos sín­
tom as son exclusivos y que ella es la única culpable. M ás que
oprim ida, es neurótica. Busca en el terap eu ta lo que busca, y
m uchas veces no puede obtener, en un m arido: atención, com ­
prensión, ayuda benevolente, una solución personal (en los b ra­
zos del m arido adecuado, en el diván del terap etu a adecua­
do) (27). Las instituciones de la terapia y del m atrim onio no
sólo se reflejan m utuam ente, sino que se soportan m utuam ente.
Probablem ente no se tra ta de u n a coincidencia, sino de una
expresión de la necesidad de movilidad geográfica y psicológica
del sistem a económico am ericano, es decir, la necesidad de que
las «parejas» jóvenes en ascenso «sobrevivan», permanezcan
más o menos intactas, en una sucesión de ubicaciones urbanas
ajenas y anónim as, m ientras llevan adelante la función de so­
cializar a los niños.
La institución de la psicoterapia puede ser utilizada por las
m ujeres, como una form a de m antener unido un m atrim onio
que funciona mal. Algunas m ujeres, especialm ente las jóvenes y
solteras, pueden utilizar la psicoterapia como una form a de
aprender cómo cazar a un m arido, practicándola con el tera­
peuta. D urante la sesión de terap ia las m ujeres probablem ente
em plean m ás tiem po en h ab lar de sus m aridos o novios, o de
su ausencia, que en h ab lar de su carencia de identidad indepen­
diente o sus relaciones con o tras m ujeres.
Las instituciones de la psicoterapia y el m atrim onio estim u­
lan a las m ujeres a hablar, m uchas veces sin p arar, en lugar de
a c tu ar (excepto dentro de sus roles, socialm ente predeterm ina­
dos, de m u jer pasiva o paciente). Dentro del m atrim onio a m e­
nudo se habla de form a indirecta y m ás bien inarticulada. Las
m anifestaciones ab iertas de rabia son dem asiado peligrosas e
ineficaces para las m ujeres aisladas y económ icam ente depen­
dientes. La m ayoría de las veces, tales declaraciones «caseras*
term inan en lágrim as, autoculpabilización y el m arido term ina
concediendo, que «no era ella m isma» la que así se m anifesta­
ba. Para la m ayoría de las m ujeres resulta imposible, hasta con­
trolar una conversación simple, pero seria, cuando varios hom ­
bres, incluyendo a su m arido, están presentes. Las esposas h a ­
blan en tre ellas o escuchan en silencio cuando hablan los hom­
bres, m uy raram ente, o nunca, los hom bres escuchan en silencio
a un grupo de m ujeres hablando; incluso si éstas son varias
y el hom bre sólo es uno, éste h ará preguntas n las m ujeres,
a veces pacientem ente, pero siem pre p ara controlar, en últim a
instancia, la conversación desde una posición de superioridad.
En la psicoterapia se estim ula, de hecho se dirige, a la pa­
ciente para que hable, y ésto lo hace un terap etu a al que se
considera, o p o r lo m enos se espera que sea, su p erio r u objetivo.
Se puede considerar que el terap eu ta tradicional, controla a
fin de cuentas lo que dice la paciente a través de un sistema
sutil de recom pensas (atención, interpretaciones, etc.), o m edian­
te la negación de ellas; pero, sobre todo, la controla en el sen­
tido de ponerla de acuerdo con el rol femenino de aceptación de
la dependencia.
El psicotcrapcuta ha ignorado tradicionalm cnte las realida­
des objetivas de la opresión femenina. Así, en todos los senti­
dos, la paciente sigue sin tener una conversación «real», ya sea
con su m arido o con el terapeuta. Pero ¿cómo es posible m ante­
ner una conversación «real» con aquéllos que se benefician di­
rectam ente de su opresión? Se reirían de ella, la considerarían
tonta o loca y, si persistiera en su actitud de hablar, la echarían
de su trabajo: como secretaria o esposa o incluso, quizá, como
paciente.
La conversación psicoterapéutica es indirecta en el sentido
de que no com prom ete a la m ujer, de form a m ediata ni inm e­
diata, en ningúna confrontación con ella m ism a, basada en la
realidad. Tam bién es indirecta, en tan to que las palabras, cual­
quier palabra es adm itida y en cambio ciertas acciones se evi­
tan por completo como consecuencia (tales como pagar las pro­
pias facturas).

¿QUIENES SON LOS PSICOTERAPEUTAS Y CUALES


SON SUS OPINIONES SOBRE LAS MUJERES?

Los psicoterapeutas contemporáneos, como los maestros de


los ghettos, no se analizan a sí mismos, ni se cuestionan sus
propias motivaciones y valores, con la misma facilidad y fre­
cuencia con que estudian a sus pacientes neuróticos o a sus
incultos alumnos. Sin embargo, en un estudio realizado en
1960, Schoefield descubrió que el 90 por 100 de los psiquiatras
eran hombres; que los psicólogos eran predom inantem ente hom­
bres, en una proporción de dos contra uno y que los asistentes
sociales (de las tres categorías profesionales, la menos presti­
giosa y la peor pagada) eran predom inantem ente m ujeres, en
una proporción de dos contra uno. La edad de psicólogos y psi­
quiatras era aproxim adam ente la misma, una media de cuarenta
y cuatro años; la edad media de los asistentes sociales era de
treinta y ocho años. Menos del 5 p o r 100 de los psiquiatras eran
solteros; el 10 por 100 de los psicólogos, el 6 por 100 de los asis­
tentes sociales y el 1 por 100 de los psiquiatras eran divorcia­
dos. En otras palabras, la mayoría de los psiquiatras y psicólo­
gos eran hombres casados, de mediana edad, probablemente
blancos, cuyos trasfondos personales, según Schoefield, se ca­
racterizaban por «una pasión hacia la movilidad social» (28).
En 1960, la American Psychiatric Association estaba compuesta
por un total de 10.000 hom bres y 983 mujeres.
Lo que debe tenerse en cuenta, más allá de ésto, es que
dichos profesionales, predom inantem ente masculinos, están im­
plicados en una: a) institución política, que b) ha adoptado
determ inada opinión tradicional acerca de las mujeres. Se ha
escrito mucho acerca de los valores y técnicas de la psicote­
rapia secreta o abiertam ente patriarcal, autocrática y coerciti
va (29). Frcud creía que la relación psicoanalista-paciente debe
ser una relación «entre un superior y un subordinado» (30).
Se ha considerado al terapeuta, tanto por parte de sus críticos
como de sus pacientes, como un sustituto de la figura parental
(padre o madre) salvador, am ante, experto y profesor, roles to­
dos ellos que fomentan la «sumisión, dependencia e infantilis­
mo» en el paciente, que implican la omnisciencia y superioridad
benévola del terapeuta y la inferioridad del que recibe trata­
miento (31). Szasz ha llamado la atención, sobre el dudoso valor
que un rol de este tipo tiene para el paciente, y el «innegable*
valor que tiene para el «auxiliador». Se ha criticado la práctica
de algunos psicoterapeutas. que tratan la infelicidad como una
enfermedad (cuando se acompaña de una producción verbal y
económica suficientemente alta), por com portarse como si la
filosofía o método psicoterapéuticos pudieran cu rar problemas
éticos y políticos; por enseñar a la gente, que su infelicidad (o
neurosis) puede aliviarse a través de esfuerzos individuales, en
lugar de colectivos; por estim ular y legitimizar la tendencia de
las clases medias urbanas, hacia la irresponsabilidad moral y
hacia la pasividad; por desalentar a las personas con deficien­
cias emocionales, a buscar «aceptación, dependencia y seguri­
dad en los canales de la am istad, más norm ales y accesi­
bles* (32). Finalmente, la institución de la psicoterapia se ha
considerado como una forma de control social y político, que
ofrece a los que pueden pagarla un consuelo tem poral, la ilu­
sión del control y una form a indulgente de autorreconocimiento;
condenando, a los que no pueden pagarla, mediante la cataloga­
ción de su infelicidad como psicótica o peligrosa y contribu­
yendo, por tanto, a que la sociedad los envíe a asilos donde,
más que proporcionarles ilusiones terapéuticas, se les custodia.
Por supuesto, estas críticas se refieren a los pacientes de
ambos sexos. Sin embargo, la institución de la psicoterapia afec­
ta a la m ujeres de forma diferente y adversa, en la medida en
que se asem eja al m atrim onio y en tanto en cuanto sus bases,
fuertem ente socializadas, se encuentran en Freud y sus discí­
pulos y discípulas (Helcne Deutsch, M ane Bonaparte, Marynia
Fam ham , Bruno Bettelheim, Erik Erikson, Joseph Rheingold)
que consideran a las m ujeres, esencialmente, como «paridoras
y criadoras», criaturas potencialmente afectuosas pero, más a
menudo, simples niños inseguros con útero, que se lamentan
eternam ente de la pérdida de los órganos e identidad masculi­
nos. La realización de la m ujer se ha identificado, inevitable y
eternam ente, en términos de m atrim onio hijos y orgasmo vagi­
nal (33).
En su ensayo de 1926 titulado «The Flight from Womanhood»
(La huida de la feminidad) Karen Homey dice:

La imagen analítica actual del desarrollo femenino


(independientemente de que sea correcta o no), no di­
fiere, en ningún caso, de las ideas típicas que el niño
tiene de la niña.
Ya conocemos las ideas del niño. Por lo tanto, me
lim itaré a esbozarlas en unas cuantas frases sucintas y
a efectos de com paración, colocaré en una colum na pa­
ralela nuestras ideas sobre el desarrollo de las m ujeres.

Las ideas del niño Nuestras ideas psicoanalíticas


del desarrollo fem enino

Suposición ingenua de que Para am bos sexos, lo que cuen­


tanto las niñas como los niños ta es únicam ente el órgano ge­
poseen pene. nital masculino.

Constatación de la ausencia T riste descubrim iento de la


del pene. ausencia del pene.

Idea de que la niña es un niño Creencia de la niña, de que an­


castrado, mutilado. tes poseía pene y lo perdió por
castración.

Creencia de que la niña ha su­ La castración se concibe como


frido un castigo, que tam bién aplicación de un castigo.
le am enaza a él.

Se ve a la niña como inferior. La niña se considera a si m is­


ma, inferior. Envidia del pene.

El niño es incapaz de imagi­ La niña no supera nunca la


nar cómo puede la niña llegar impresión de deficiencia e in­
a su perar esa pérdida o en­ ferioridad y constantem ente ha
vidia. de volver a dom inar su deseo
de ser hombre.

El niño teme la envidia de la La niña desea, d urante toda


niña. su vida, vengarse del hom bre
por poseer algo de lo que ella
carece (34).

El tema de la m ujer parece a tra e r los pronunciam ientos más


extraordinarios, c incluso autoritarios, p o r p arte de muchos
psicoanalistas «sensibles».
Sigmund Freud:
•¡(Las m ujeres) se niegan a aceptar el hecho de su
castración y tienen la esperanza de obtener algún día
un pene, a pesar de todo... No puedo reh u ir la idea
(aunque dude en darle una expresión), de que para las
m ujeres el nivel de lo éticam ente norm al es diferente
que para los hom bres. No debem os d ejam o s ap artar
de estas conclusiones, p o r las negativas de las feminis­
tas, ansiosas p o r forzarnos a m irar a los dos sexos co­
mo poseedores de una posición y un valor com pleta­
m ente iguales (35).
También decimos de las m ujeres que sus intereses
sociales son más débiles que los de los hom bres y que
su capacidad para sublim ar sus intereses es m enor... el
difícil desarrollo que conduce a la feminidad (parece)
agotar todas las posibilidades del individuo» (36).

F.rik Erikson:
«Para el estudioso del desarrollo y partidario del
psicoanálisis, el estadio de la vida, crucial p ara la com ­
prensión de la feminidad, es el paso de la juventud a la
madurez, la etapa en que la joven abandona el cuidado
recibido de la familia paterna y el am plio cuidado de
las instituciones educativas, para entregarse al am or de
un extraño y a la atención que dedicará a los vástagos
de am bos... las jóvenes, m uchas veces, preguntan si pue­
den "tener una identidad", antes de saber con quién
se casarán y para quién form arán un hogar. Dado que
parte de la identidad de la joven debe m antenerse abier­
ta a las peculiaridades del hom bre a quien se unirá,
pienso que, gran p arte de la identidad de una joven,
ya está definida en su tipo de atractivo y en la selecti­
vidad de su búsqueda del hom bre (u hom bres) por el
que desea ser solicitada» (37).

Bruno BeltteJheim:
« ...S i bien las m ujeres desean ser buenas científicas y
buenos ingenieros, en prim er lugar y antes que nada,
desean ser com pañeras de los hom bres y madres» (38).

Joseph Rheinglod:
«... la m u jer es crianza... la anatom ía determ ina la vida
de una m u jer... Cuando las m ujeres crezcan sin tem or
a sus funciones biológicas y sin ser subvertidas por las
doctrinas fem inistas, penetrando p o r tanto en la m ater­
nidad con un sentim iento altruista de realización, al­
canzarem os el objetivo de una vida sana y un mundo
seguro en el que vivir» (39).

Todas estas opiniones sobre las m ujeres son conocidas. Pero,


al ser afirm adas por expertos, se consolidan indirectam ente
entre los hom bres, tiranizando directam ente a las m ujeres, en
particular a las m ujeres am ericanas de clase media, a través de
la institución de la psicoterapia y de la tiranía de la opinión
«experta» im presa, subrayando la im portancia de la m adre,
p ara un desarrollo saludable del hijo. Desde su punto de vista,
la ausencia o la superabudancia del am o r m aterno produce ni­
ños neuróticos, crim inales, piscóticos y psicópatas (!). Rara­
m ente se atribuye la culpa a la ausencia de un padre o la
insoportable lucha por el poder, que tiene lugar en el seno de
la mayoría de las fam ilias monógamas: entre el hijo y el padre,
entre la esposa y el m arido, entre la totalidad de la unidad eco­
nómica y la lucha por la supervivencia, en un medio capitalista
urbano.
La investigación en to m o al desarrollo infantil y el control
de la natalidad se ha centrado sobre todo en las m ujeres, se
trata de «tareas de m ujeres», de las que ellas son totalm ente
responsables, que «nunca se terminan» y por las que nunca se
Ies paga directam ente, en una economía en la que el trabajo
se recom pensa con un salario. Según los escritos de Freud y
sus seguidores, las realizan por am or y obtienen de ellas una
am plia compensación.
Las jaquecas, fatiga, depresión crónica, frigidez, «paranioa»
y sentim ientos traum atizantes de inferioridad que los terapeu­
tas han registrado en sus pacientes fem eninas no se han ana­
lizado, ni siquiera rem otam ente, en térm inos correctos. La opre­
sión real (y represión sexual) de las m ujeres sigue siendo des­
conocida p ara la mayor p arte de los analistas. Estos síntom as
no se han considerado como «comunicaciones indirectas» que
reflejan una «psicología de esclavitud». En lugar de ello, se han
considerado como producciones histéricas y neuróticas, opre­
siones dom ésticas clandestinas, fabricadas por m ujeres renco­
rosas, autoconm iserativas y, por regla general, desagradables,
cuya incapacidad para ser felices com o m ujeres proviene, pro­
bablem ente. de una envidia del pene no resuelta, un complejo
de E lectra no resuelto (o Edipo femenino) o de la general e
intratable obstinación femenina.
Tras una segunda lectura de algunos de los prim eros casos
de Freud con m ujeres «histéricas», particularm ente el «Caso
Dora», lo que llama la atención, no es su brillante o su relativa
sim patía hacia las m ujeres «histéricas» (40). sino m ás bien su
tono frío, intelectual, de estilo detectivesco, represivo y propio
de una sexualidad victoriana. Realmente, su «inteligente* pa­
ciente de dieciocho años, no le gusta. Por ejemplo, dice: «Du
ran tc varios días, p o r fin se identificó con su m adre m ediante
leves síntom as y peculiaridades en la actitud, lo que le p ropor­
cionó la oportunidad de hacer progresos realm ente notables en
elsentido de una conducta insufrible» (41). Freud, sin haber
visto a la m adre, le había diagnosticado de «psicosis de ama
de casa» (42).

L. Simón revisa el com prom iso de Dora:

«... su padre la había llevado a Freud para que la tra ta ­


ra por «... tussis nervosa, aphonia, depresión y tedium
vi tac”. A pesar del sonido ominoso de tales latinismos,
debería tenerse en cuenta que, en la época en que fue
llevada a la consulta de Freud, Dora no se encontraba
en m edio de una crisis de síntom as o al menos cabe
argum entar que quizá aquellos síntom as no podían des­
cribirse legítim amente, como tales, en absoluto. Si ha­
bía alguna crisis, ésta era claram ente la del padre. No
obstante, Freud relacionó el desarrollo de aquellos "sín­
tom as" con dos experiencias sexuales traum áticas que
Dora había tenido con el señor K., un amigo de la fam i­
lia. Evcntualm cnte llegó a explicar los síntom as como
expresiones de su deseo sexual disfrazado hacia el se­
ñor K., derivado a su vez de los sentim ientos que abri­
gaba hacia su padre. Por medio de las interpretaciones.
Freud intentaba poner a Dora en un contacto más cer­
cano con sus propios impulsos inconscientes.
... Realmente el estudio del caso podría seguir cons­
tituyendo un esfuerzo ejem plar, si no fuera por un pro­
blema sencillo, pero m ás im portante, que tiene que ver
con las realidades de la vida de Dora. Pues, a través del
examen terapéutico del inconsciente de Dora, Freud
tam bién llegó a saber que ésta estaba apresada p o r un
m onstruoso contrato sexual urdido por su padre. Este
hombre, que en un período an terio r de su vida había
contraído la sífilis, infectando aparentem ente a su mu
je r... estaba ahora envuelto en una relación con la es-
posa del señor K. Hay pruebas claras de que el padre
utilizaba a Dora para aplacar al señor K y de que Freud
era totalm ente consciente de ello... En un m om ento de­
term inado Freud afirm a: "Su propio padre era respon­
sable, en parte, del peligro que ella corría, ya que la ha­
bía entregado a aquel extraño, en interés de su propio
asunto am oroso." Pero a pesar de esta realidad, a pesar
de su total conocimiento de las prcdileciones del padre,
Freud insistió en exam inar los conflictos de Dora, des­
de un punto de vista estrictam ente intrapsíquico, igno­
rando la form a en que su padre la estaba utilizando y
negando que la correcta percepción de la situación que
ella poseía fuera adecuada.
... Freud parece aceptar, por com pleto, la disposi­
ción de estos hom bres a explotar sexualm ente a las m u­
jeres que se encuentran a su alrededor. Uno llega a
encontrar el conjunto de imágenes del capitalism o des­
lizándose p o r debajo de su metapsicología. El trabajo
de Freud con Dora puede considerarse como un intento
de trata r, m ediante la explotación de las m ujeres, que
caracterizaba aquel período histórico, sin adm itir siquie­
ra, el hecho de su existencia. Podemos concluir que el
fracaso de Freud con Dora estuvo en función de su in­
correcto nivel de conceptualización e intervención. Vio
que ella sufría, pero en lugar de in te n ta r enfrentarse a
las condiciones de su vida decidió, porque era partícipe
de su explotación, trab a jar dentro de los lím ites de su
yo (43).
Aunque, eventualm ente, Freud llegó a reconocer
(aunque no a Dora) que su com prensión de la situación
fam iliar eran correcta, a pesar de todo seguía insistien­
do en que tal penetración no la hacía "feliz". Freud te­
nía la esperanza de que sus propias apreciaciones (ba­
sadas en la autoculpabilización de Dora y no de los que
la rodeaban) le ayudarían a descubrir su propia envidia
del pene y com plejo de Electra; de alguna form a, ésto
le induciría, mágicamente, a adaptarse a su única al­
ternativa en la vida, o por lo menos a aceptarla: "psi­
cosis de am a de casa.”. Si Dora no hubiera abandonado
el tratam iento (lo que Freud considera como un acto de
venganza), probablem ente la cura habría implicado la
recuperación, a través de la desesperación y la autohip-
nosis, de un respeto agradecido hacia su padre-patriar­
ca, am ándole y quizá sirviéndole en los años futuros o
casándose y cum pliendo esas m ism as funciones, para
un m arido o patriarca sustituto.»
Szasz com enta los síntom as «histéricos» de o tra de las pa­
cientes fem eninas de Freud. Anna O., que cayó «enferma» mien­
tras cuidaba a su padre:
«De este modo, Anna O. comenzó a representar el
juego histérico desde una posición de sumisión desagra­
dable: funcionaba como una enferm era sin sueldo,
oprim ida, obligada a ser útil, dado el gran desam paro
de un paciente corporalm cntc enfermo. Las m ujeres
que se encontraban en la posición de Anna O. no eran
(al igual que sus com pañeras de hoy que se sienten
atrapadas de forma sem ejante por sus hijos pequeños)
suficientem ente conscientes de su valor en la vida y de
hasta qué punto, las ideas que abrigaban con respecto
a su valor, influían en su conducta. Por ejemplo, las
m ujeres jóvenes de clase media, de la época de Freud,
consideraban que era su deber cuidar a los padres en­
fermos. C ontratar a una criada o enferm era profesional,
para realizar esta tarea, les habría creado un conflicto,
porque, tanto para ellas, como para las demás, hubiera
significado que no am aban (''cuidaban”) a sus padres.
Es im portante p restar atención, a la gran semejanza
que eso guarda con el dilema en que se encuentran m u­
chas m ujeres en nuestros días, no con relación a sus
padres, sino más bien con relación a sus hijos peque­
ños. Hoy se espera, por regla general, que las m ujeres
casadas cuiden de sus hijos y no deleguen esta tarea
en o tras personas. En cambio, se puede m eter a "los
viejos” en un asilo: está totalm ente adm itido co n tratar
a alguien para que se encarge de cuidarlos. Se trata
de una situación social totalm ente inversa a la existen­
te en la clase media alta de los círculos europeos, hasta
la Prim era G uerra M undial, e incluso después. Por en­
tonces, se confiaba con frecuencia el cuidado de los
niños a personas contratadas para ello, m ientras que
los padres eran cuidados por sus hijos, una vez que
éstos ya habían crecido» (44) (*).
Según Freud, a Anna «no le perm itieron seguir cuidando al
paciente, muy a pesar suyo».
Podemos preguntarnos hasta qué punto los psicotcrapeutas
(* ) T h om as S. S zasz, op cit.
contem poráneos (45) siguen viendo a las m ujeres como Freud
lo hacia; por qué creen en sus teorías o /y p o r qué, en prim er
lugar son hom bres y sólo en segundo lugar supuestos profesio­
nales objetivos. Es posible, incluso, que tengan un interés perso­
nal y profesional (sin que esto suponga un planteam iento m a­
licioso) en m antener una orientación «freudiana» en su tra ta ­
m iento de las m ujeres. Existen dos estudios que tratan esta
cuestión.
Una p a n e del estudio de Schofield, realizado en 1960, con­
sistió en pedir, a cada uno de los psicoterapeutas, que indicaran
las características de su paciente «ideal», es decir, «el tipo de
paciente, con el cual usted se siente eficiente y eficaz en la te­
rapia». Schofield dice, que «en el caso de los psicoanalistas
que expresaron una preferencia de sexo, en los tres grupos pro­
fesionales preferían predom inantem ente a las m ujeres» (46).
El m argen de preferencia por pacientes de sexo femenino fue
m ás am plio en la m uestra de psiquiatras, cerca de dos tercios
de este grupo elogiaron a las pacientes fem eninas como «idea­
les». Del 60 al 70 por 100 de cada grupo de terapeutas, situaron
la edad ideal del paciente entre los veinte y los cuarenta años.
Los representantes de cada una de las tres disciplinas rara vez
m anifestaron una preferencia por pacientes con un título uni­
versitario (Licenciado en Arte, Doctor en Medicina o Doctor en
Filosofía).
Resumiendo sus resultados, Schofield indica que los esfuer­
zos de la mayoría de los médicos se «limitan* a los pacientes
que presentan el síndrom e de Yavis: «jóvenes, atractivos, con
facilidad de expresión, inteligentes y triunfadores». Y. pode­
mos añadir, a poder ser, m ujeres (47).
Un reciente estudio, realizado por Broverman y otros, apoya
la hipótesis de que la mayoría de los médicos clínicos siguen
viendo asus pacientes fem eninas del mismo modo en que lo
hacía Freud (48). Se presentó un cuestionario de roles sexuales
estereotipados, que fue rellenado por sesenta y nueve médicos
(cuarenta y seis hom bres y treinta y tres m ujeres). El cuestio­
nario consiste en 122 item s bipolares, cada uno de los cuales
describe un rasgo o una conducta particular. Por ejemplo:
muy subjetivo ------ muy objetivo
nada agresivo ------ muy agresivo

Los médicos recibieron instrucciones para que m arcaran los


rasgos que representaban una conducta de hom bre sano, de m u­
je r sana o de adulto sano (sin especificar el sexo). Los resulta­
dos fueron los siguientes:
1. Existía un alto grado de acuerdo entre los médicos, en
cuanto a los atrib u to s que caracterizan a los hom bres adultos
sanos, a las m ujeres adultas sanas y a los adultos sanos, sin
especificar el sexo.
2. No existían diferencias, en cuanto al sexo, entre los mé­
dicos.
3. Los médicos poseían diferentes standards de salud, para
hom bres y m ujeres. Su concepción acerca de los hom bres sa­
nos, no difería, significativam ente, respecto a su concepción de
los adultos sanos, pero su concepción de las m ujeres sanas dife­
ría, significativamente, de la que tenían acerca de los hom bres
y acerca de los adultos. Los m édicos tendían a sugerir que Jas
m ujeres difieren de los hom bres sanos en que son: m ás sumi­
sas, menos independientes, m enos aventureras, m ás fácilmente
influenciables, menos agresivas, menos com petitivas, m ás exci­
tables con estím ulos menores, m ás fácilm ente susceptibles, más
sentim entales, más presum idas en cuanto a su aspecto físico,
menos objetivas, y menos interesadas en las m atem áticas y las
ciencias.
Por últim o, lo que los profesionales consideraron saludable
para los adultos, sin especificar el sexo, y p ara los hom bres
adultos en general, estaba altam ente correlacionado con estu­
dios previos acerca de las cspectativas sociales de sujetos no
profesionales.
Es evidente que para ser sana, una m ujer debe «adaptarse»*
y aceptar las norm as de conducta de su sexo, aún a pesar de
que tales conductas, generalm ente, se consideran menos desea­
bles socialmcnte. Como los propios autores observan: «este con­
junto de aspectos parece una form a más bien poco corriente
para describir a cualquier individuo sano y maduro».
Evidentem ente, la ética de la salud m ental en nuestra cultura
es masculina. La mayoría de los terapeutas m asculinos perciben
a las m ujeres como si se tra ta ra de niños o las consideran in­
fantiles, ajenas a ellos. Por esta razón, cobra un interés especial
el hecho de que m uchos médicos, especialm ente los psiquiatras,
prefieren pacientes femeninas. Quizá su preferencia tenga un
sentido. Es posible que un terapeuta reciba, en realidad, «ayuda»
psicológica de su paciente femenina: es decir, la experiencia de
controlar y sentirse superior a una m ujer, sobre la cual pro­
yecta muchos de sus propios deseos prohibidos de dependencia,
sentim entalism o y subjetividad y de la cual, en tanto que espe­
cialista y, en tanto que doctor, está protegido como no puede
estarlo por su m adre, esposa o novia. ¡Y encima recibe dinero
p o r ello!
El psicoanálisis o la psicoterapia privada es un lujo ase­
quible a las m ujeres que pueden pagarlo, es decir, a las m u­
jeres cuyos padres, m aridos o novios pueden ayudarles a
pagarlo (49). Como los elegidos calvinistas, las m ujeres que pue­
den perm itirse el lujo de pagar un tratam iento ya están «salva­
das». Incluso, aunque nunca lleguen a ser felices, ni a ser libres,
tardarán en rebelarse co n tra su dependencia psicológica y eco­
nómica respecto a los hom bres. Basta una ojeada a la situación
de sus herm anas menos privilegiadas (pobres, negras y /o no ca­
sadas). para m antenerse en silencio y, m ás o m enos agradecida­
mente, conformes. Las m ujeres más oprim idas no tienen acceso
a ninguna com odidad real o psicológica que les tranquilice, dis­
frazando su infelicidad. Ninguna clase está «peor» que ellas.
Cuando se sientan frente a la pared, en las fábricas, en las ofi­
cinas, en las casas de prostitución, en los pisos de los ghettos,
y en los asilos m entales, se ven obligadas ad m itir p o r lo menos
una cosa: que la felicidad está en venta en América, pero no a
un precio asequible p ara ellas. Son pobres. No hace falta sobor­
narlas con ilusiones: únicam ente, controlarlas.
Las m ujeres de clase b aja y de clase media, no casadas, tie­
nen acceso a clínicas g ratuitas o sem i-gratuitas, donde, como
norm a, se encontrarán una vez a la sem ana con psicoterapeutas
cuya experiencia es m ínima. Con esto no quiero decir que los
terapeutas de máxima experiencia hayan adquirido algún tipo
de m aestría en una ayuda que pueda beneficiar a las m ujeres
pobres y /o casadas. Unicamente señalo que la m u jer pobre
recibe lo que se considera, generalm ente, como un tratam iento
«inferior».
Dados estos hechos: que la psicoterapia es un articulo de
consumo que pueden com prar los ricos y es im puesto a los po­
bres; que, en tanto que institución, controla socialm entc los
cuerpos y m entes de las m ujeres de clase m edia a través de la
adaptación al m atrim onio ideal, y la m ente y los cuerpos de las
m ujeres pobres y solteras, por medio del encarcelam iento psi­
quiátrico; y que la m ayoría de los médicos, como casi todo c!
m undo en una sociedad patriarcal, poseen perjuicios fuertem en­
te arraigados contra las m ujeres, es difícil para m í ofrecer in­
dicaciones prácticas para «m ejorar» el tratam iento psiquiátri­
co. Si el m atrim onio, dentro de una sociedad patriarcal, es ana­
lizado como la principal institución para la opresión femenina,
resulta extraño (50) p resen tar indicaciones útiles para que los
médicos consigan hacer «más felices» a las m ujeres. No obstan­
te, hay esposas, pacientes privadas y psiquiatrizadas en grandes
cantidades. Ofreceré, por tanto, algunas indicaciones críticas
referentes a las m ujeres, la «enfermedad mental* y la psicote­
rapia.
Los psicólogos, psiquiatras y asistentes sociales masculinos
deben reconocer que, como científicos, no saben nada acerca
de las m ujeres; su pericia, sus diagnósticos c, incluso su sim pa­
tía, son perjudiciales y opresivos p ara ellas. Los médicos debe­
rían cesar de tra ta r a las m ujeres, p o r mucho que esto pueda
perjudicar a su economía y /o sentim iento de benévola autori­
dad. Para la mayoría de las m ujeres, la relación psicoterapéuti-
ca es una relación de poder más, en la que el som etim iento a
una figura autoritaria dom inante es un hecho. Me pregunto,
cómo puede estim ular una estru ctu ra de este tipo la indepen­
dencia o sana dependencia en una m ujer. Me pregunto, lo que
puede aprender una m ujer de un terapetua masculino (aunque
tenga buenas intenciones), cuyos propios valores son sexistas.
¿H asta qué punto, una m u jer puede m antenerse libre como p a­
ciente, frente a los m andatos de una sociedad sexista, con tera­
peutas masculinos? ¿H asta qué punto puede «sintonizar» el
terapeuta m asculino con su paciente femenina?
M aster y Johnson, en Hum an Sexual Inadequacy (Inadecua­
ción Sexual Humana) afirm an que su investigación apoyaba, de
forma inequívoca la prem isa de que «ningún hom bre será capaz
de com prender plenam ente la función a disfunción sexual de
una*m ujer... (y esto m ismo se puede aplicar a las m ujeres)...
para una esposa relativam ente desequilibrada o emocionalmen-
te inestable que sufre, supone una ayuda inconm ensurable con­
tar con una co-tcrapeuta femenina, que interprete lo que dice,
e incluso lo que intenta expresar a su incomprcnsivo m arido o
al co-terapeuta masculino». Aquí yo avanzaría un paso más y
preguntaría: ¿Y qué sucede si la co-terapcuta tiene una orienta­
ción m achista y tan sexista como su colega? ¿Qué sucede, si la
terapeuta nunca se ha dado cuenta de que está oprim ida como
m ujer? ¿Qué sucede, si la terapeuta considera que el m atrim o­
nio y los hijos bastan para la realización de una m u jer que no
sea ella?
Todas las m ujeres, tanto las médicos como las pacientes,
deben reflexionar, seria y profundam ente, en el m ovim iento de
liberación de la m ujer. Las pacientes femeninas deberían acudir
a médicos femeninos y feministas. Las m ujeres terapeutas, ju n ­
to con todas las dem ás m ujeres, deberían crear una nueva o
prim era psicología de la m ujer, y en conjunto actu ar en conse­
cuencia. E sto podría incluir una educación política y un apoyo
a las m ujeres recluidas en los manicomios y otros ghettos de la
mente. Quizá puedan ponerse en practica com unidades tera­
péuticas femeninas, como una alternativa transitoria y necesa­
ria a la independencia económica y psicológica de las m ujeres,
insertas en estru ctu ras patriarcales como el m atrim onio, la psi­
coterapia y los manicomios. En un m arco com unitario de este
tipo, no es im probable que la am istad, la com prensión y la ob­
jetividad se deseen, partiendo de una base privada, y que este
intercam bio pueda erigirse sobre un «conocimiento* o práctica
psicoanalítica o psicoterapéutica. No se puede determ inar quié­
nes serán, o si lo será alguien, los especialistas de esta com ­
prensión; quiénes serán, o si lo será alguien, considerados como
«enferm os mentales» y som etidos a un tratam iento de aisla­
m iento y ostracism o.
(1) K a r k n H o r n e y : «The Flight fro m W oraanhood» (1926), en F em inine
Psycology. cd. H aro ld K elm an (New Y ork: W. W. N o rto n . 1967) (H ay tra d .
española: Psicología F em enina, Alianza E d ito rial. S. A., M adrid, 1977).
(2) «Selected S y m p to m s o f Psychological D istress», U.S. D ep artm en t
of H ealth, E d u ca tio n an d W elfare. P ublic H ealth Services, H ealth Services,
an d M ental H ealth A dm in istratio n . E ste estu d io está b asad o en los d ato s
recogidos en 1960-1962 d e u n a m u e stra d e p ro b ab ilid ad d e 7.710 p erso n as,
seleccionada p a ra re p re s e n ta r los 111 m illones d e ad u lto s d e la población
no institucional d e E stad o s U nidos e n tre los 18 y 79 años.
(3) Un d escu b rim ien to fascin an te e im previsible d e e s te estu d io fue
q u e los h om bres con ingresos salariales b a jo s y las m u je re s con ingresos
elevados p re se n ta b a n la ta sa d e desm ayos m á s elevada.
(4) G. G u rin , J. V e r o f p y S. Fhld: A m ericans V iew T h eir M ental H ealth
(New Y ork, B asic B ooks, 1960).
(5 ) W i i l i a m S c h o f i e l d : P sychoterapy: T he Purchase o f F riendship
(Englew ood Cliffs, N. J.: P ren tice H all, 1963).
(6) A. K. B a h n , M. C o nw eu. y P. H u rlh y : «Survey o f P sychiatric
Practicc». A rchives o f G eneral P sychiatry? Vol. 12 (1965). E sto s d a to s se
recogieron en N ueva Y ork, W ashington. D.C., W isconsin, K cntucky y
C alifornia.
(7) «R efercnce T able on P a tie n ts in M ental H e a lth Facilities, Age, Sex
an d Diagnosis», U.S. D ep artm en t o f H ealth , F.ducation an d W elfare. H ealth
Services an d M ental H ealth A dm in istratio n . U nited S ta te s, 1965, 1966, 1967.
Las esta d ístic a s nacionales so b re «en ferm ed ad m ental» son excesivam ente
incóm odas. Ix>s d ato s p resen ta d o s acerca d e la p red o m in an cia m asculina
en los hospitales del VA re p re se n ta n u n a proyección del 100 p o r 100, b a­
sad a en u n m u c stre o aleato rio del 30 p o r 100 d e los h o sp ita les del VA,
sin em bargo, los d ato s p resen ta d o s p a ra todas las d em ás especialidades
son d a to s ap ro x im ad o s b asad o s en el n ú m e ro d e h o sp itales q u e ofrecen
inform es en el añ o co n sid erad o . D esde 1965 h a s ta 1967, 1.627 d e las consul­
tas am b u la to ria s d e p siq u a tría conocidas, 115 d e los h o sp itales federales
v provinciales conocidos. 121 d e los h o sp itales p riv ad o s conocidos y 959 de
•os hospitales generales conocidos no o freciero n n in g u n a estad ística acerca
de sus pacientes. A unque en cad a u n o de los inform es de h o sp itales hay
m ás m u je re s pacien tes q u e h o m b res, especialm ente en los privados, ge­
nerales y servicios ex tern o s, no hay n in g ú n m edio d e re g is tra r los índices
según el sexo en los ho sp itales que no o frecen in fo rm es. H ay o tra serie
de d ificu ltad es referen tes al hecho de que los criterio s de algunas e s ta ­
d ísticas, ta les com o «prim eros ingresos» o «residentes a final de año»:
1) cu en tan d o s veces al m ism o p aciente en el añ o considerado; 2) posible­
m en te excluyen a algunos pacien tes (la «invisible» am a d e casa alcohólica
o a d ic ta a las dro g as y a la p ro stitu ció n ); 3) posiblem ente no reflejan
ad ecu ad am en te los fenóm enos d e las frecuentes read m isio n es a c o rto o
largo plazo y las estan cias d e larga du ració n q u e m uchas veces c ara cte­
rizan a la s pacientes; 4) n o se b asan en el índice según el sexo d e la
población am erican a en g en eral p a ra el año considerado; o , lo que es
m ás im p o rtan te; 5) no se b asan en la población «real* d e la q u e procede
el paciente, p o r ejem plo: la «población» de m u jeres blancas divorciadas
q u e tra b a ja n y tienen h ijos, los em ig ran tes e x tra n je ro s o nativos, etc. F.n
o tra s p a la b ra s, las ca ra c te rístic a s d em ográficas relev an tes, tales com o
ed ad , raza, e sta d o civil, lu g a r d e nacim iento, clase social, educación, e tc .
n o se to m an en cu en ta donde se p resen tan an álisis d e población p o r
100.000 (excepto en estu d io s m ás pequeños que in ten tan hacerlo). S in estas
variables dem ográficas n o podem os d a r resp u esta a cuestiones tales com o
«¿Cuál e s la p ro b ab ilid ad d e q u e u n a m a d re n eg ra q u e tra b a je , ingrese
en u n a u n id a d p siq u iá trica co m p arad a con un p a d re n egro q u e tra b a ja
o con una m a d re b lan ca q u e no tra b a ja , o con u n p ad re negro que no
trabaja?*.
(8) Benjam ín M altzbhrC: « Irn p o rtan t S ta tistic a l D ata A bout M ental
Illncss», A m erican H a n d b o o k o f P sychiatry, vol. I, ed. Silvano A rieti
(N ew Y ork: Basic B ooks, 1959).
(9) M. A. P a y to n : N e w Facts on M entid D osorders (Springfield,
Illinois, C harles C. Tilom as, 1940); E. ZtctXR y L. P h t i u p s : «Social Effecti-
veness an d S y m p to m atic Behaviors», Journal o f A bnortnal a n d Social
Psychology (1960), págs. 231-235; M altzbkrc: op. cit.; S r o le y o tro s: M ental
H ealth in th e M etrópolis: M idtow n M anhattan S tu d y (New Y ork: McGraw-
H ill, 1962).
(10) Un estu d io so b re la «salud» p siq u iá trica d e la C om unidad de
M an h attan , llevado a cab o p o r S ro le y o tro s en 1962, en co n tró u n « deterio­
ro» p siq u iá trico m ás elevado e n tre los so ltero s cu an d o se co m p arab an con
los casad o s q u e e n tre las so lte ras cu an d o se c o m p arab an con las casadas
E n tre todas las p erso n as casad as no h ab ía d iferen cias según los sexos en
c u a n to a las p ro p o rcio n es de «deterioro» p siq u iátrico .
(11) Nos p reg u n tam o s p o r qué las m u je re s n o se sien ten igualm ente
«azaradas» cu an d o hab lan de su im potencia (frigidez) con te ra p e u ta s m as­
culinos.
(12) E sto, así com o la p referen c ia fem enina, significativam ente m ayor
p o r un te ra p e u ta m asculino, ap o y a los d escu b rim ien to s de G oldberg de
1968 acerca d e los p reju icio s fem eninos c o n tra las m u jeres. V er P. Gou>-
berc: «Are W omen P reju d iced ag ain st Women», Trans-Action, ab ril 1968,
págs. 28-30.
(13) E xiste u n a tendencia definida, p ero no significativa, h acia la ho­
m osexualidad (tan to activ a com o latente) en el g ru p o d e h o m b res q u e soli­
c ita ro n a m u jeres com o terap eu tas. E sto casi puede h acer p en sar q u e la
preferen cia p o r una m u je r —sea com o figura a u to rita ria o com o figura
m a tern al ex p erta— req u iere cierta ru p tu ra con los estereo tip o s d e roles
sexuales d o m in an tes en n u e s tra sociedad.
(14) A proxim adam ente al 18 p o r 100 d e los h o m b res y el 76 p o r 100 de
las m u je re s q u e estab leciero n una p referen cia p o r el sexo del te ra p eu ta
se les asignó un te ra p e tu a del sexo preferido.
(15) Jean MACFARi-AKt! y o tro s: A Develo pm en tal S tu d y o f th e Bchavior
P roblem s o f N o rm a l C hildren b etw ecn T w c n ty O ne M o n th s a n d T hirteen
Ycars (Bcrkclcy: U niversity o f C alifo rn ia P ress, 1954); L. P h i l l i p s : «Cultu­
ral v ersu s In tra p sy sic F acto rs in C h i ld h o o d B ehavior P roblem s Referrals»,
Journal o f Clinical Psychology 12 (1956): 400401; G . M. G il bk r t : «A Survey
of "R eferral P roblem s in M etropolitan C hild G uidanee C en ters” *. Journal
o f Clinical Psychology 13 (1957): 3742; D. R. P k t e r se x : «B ehavior Problem s
of M iddlc Chilhood»», Journal o f C onsulting Psychology 25 (1961): 205-209;
I„ M. T e r m a s y L e o n a E. T y l e r : «Psychological Sex D ifferences», en
L. C i i a r m i c h a e l , ed. M anual o f child Psychology (N’cw Y ork; Jo h n Wilcy
& Sons, 1954).
(16) Podem os señ ala r q u e casi se com eten cinco m illones de delitos
p o r añ o en E sta d o s U nidos, d e los cu ales el 87 p o r ciento son d elito s de
p ropiedad y el resto , d elito s de violencia. Los ad u lto s am erican o s poseen
ta sas significativam ente m ás altas de a rre s to s p o r actividad crim in al; so­
b re p a sa n a las m u je re s en una p ro p o rció n m ay o r d e 6 a 1.
(17) L esuk P h i l u p s : «A Social View o f Psychopatology», en A b n o n n a l
Psychology (New Y ork: H o lt, R in e h art & W inston. 1969).
(18) Z ieclxr y P h i l l i p s : op. cit.
(19) Un folleto ed itad o p o r el g o bierno y titu lad o S u icid e A m ong Y o u th
(1970), señala q u e los in ten to s d e suicidio son m ucho m ás frecu en tes e n tre
Jas chicas que e stá n estu d ian d o , q u e e n tre los chicos. Los chicos realizan
m enos in te n to s d e sucidio, p ero los com p letan en una p ro p o rció n m ayor
q u e las chicas. Ix>s h o m b res no blancos, e n tre q u in ce y veinticinco años,
tienen la ta sa m ás a lta d e suicidios consum ados. A unque es in fru ctífero e
irrelevante in te n ta r decidir cuál es el fa c to r d e te rm in a n te de la vida en
A m érica, si el racism o, los conflictos d e clase y /o el sexism o. podem os, no
o b stan te, h acer un p arén tesis y p reg u n ta rn o s si hay m ás h o m b res p o b res v
negros en la cárcel y en los ho sp itales p siq u iátrico s p o r actividad crim inal
(una m edida del racism o y el conflicto de clase) q u e m u je re s p o b res de
clase m edia y d e clase a lta en ho sp itales p siq u iátrico s y en tra ta m ie n to
p sico terap éu tico priv ad o (una m ed id a del sexism o). E n m uchos aspectos
(físicos, económ icos y psicológicos) los pacien tes y ex-pacientes m entales
su fren m ás q u e los crim in ales en carcelad o s o ex-convictos (E. G o f f m a n :
A syh tm s, N ew Y ork: D oubleday-A nchor. 1961). Sólo p o r esta razón —es
decir, el g ran castigo q u e supone e s ta r catalo g ad o com o en ferm o m ental—
sin m ira r ninguna estad ística tengo la sospecha personal de q u e las m u ­
je re s reciben la catalogación d e en ferm as m en tale s y no crim in ales con
m ás frecuencia que los hom bres. Y que los tip o s de co n d u ctas co n sid era­
dos com o crim in ales o d e en ferm ed ad m en tal, e stán tip ificad as según el
sexo, condicionand o co n siguientem ente a cad a uno d e ellos. E s m ás. lo
q u e consideram os «locura» —ap arezca en m u je re s o en h o m b res— es o bien
a) u n actin g o u t de la experiencia fem enina o b) el rechazo del estereo tip o
d e rol sexual d e u n a persona.
(20) T. T. Szasz: T he M yth o f M ental U lness (New Y ork: H arp er &
Row, 1961).
(21) Ibid. E l su b ray ad o es mío.
(22) F r e d er ic k E n g e ls : T he O rigins o f F am ily Prívate Propcrty, and
th e S ta te (N ew Y ork: In tcrn a tin o a l P u b lish ers, 1943).
(23) K o n rad Loren/., un n o tab le estu d io so d e la co n d u cta anim al dijo:
•sólo existe u n a clase d e gente q u e se e n c u e n tra hoy en d ía en d esv en taja
social —toda u n a clase d e gente q u e es tra ta d a com o esclavos y q u e es
explotada sin p u d o r— las jóvenes esposas. Son ed ucadas com o los hom ­
bres y en el m om ento en q u e dan a luz un bebé, se co n v ierten en escla­
vas y en el m om ento. Su jo m a d a lab o ral d u ra 22 h o ras, n o tienen vaca­
ciones y n o pueden c a e r enferm as.» «New Y ork Times*, e n tre v ista de
15 de ju lio d e 1970.
(24) D. L. P h i l l i p s y B. E. S egal: «Sexual S ta tu s an d Psychiatric
Sym ptom s», A m erican Sociological R evicw (1969): vol. 34.
(25) De fo rm a activa y v o lu n taria o bien, h o spitalizadas in v o lu n taria­
m ente.
(26) M tC H E L F o u c a u l t c i i M adness a n d C ivilization (New York: M entor
Boods, 1967), un b rillan te ensayo so b re la h isto ria d e la lo cu ra en el
m undo occidental que caracteriza la organización de los hospitales psi­
q uiátricos: «Toda la existencia de la locura, en el m u n d o que actualm ente
está p rep arad o p a ra ella, fue envuelta en Jo que podem os lla m a r an tici­
padam ente, u n com plejo p aren tal. El prestigio del p atriarcad o se revive
en to m o a la locura... d e aq u í en adelan te... el d iscu rso d e la sinrazón
e s ta rá ligado a ... la dialéctica d e la Fam ilia... el h o m b re sigue siendo un
m en o r y d u ra n te m ucho tiem po: la razó n m a n ten d rá p ara él el aspecto del
Padre... (Tuke, un p siq u iatra) aislab a la e s tru c tu ra social de la fam ilia
burguesa reconstituyéndola sim bólicam ente en el asilo (m ental) y po­
niéndola a m erced de la historia.» T am bién Freud, en su ensayo de 1931
titu lad o Sexualidad Fem enina (en .In te rn a tio n a l Jo u rn al of Psychoanali-
sis» 13, 1932), señalaba la d iíicu ltad que ex p erim en tab a p o r «reavivar la
vinculación de la p aciente a la m adre., pero posiblem ente he recibido
esta im presión, p o rq u e he analizado a m ujeres, y ellas han sido capaces
d e a fe rra rs e a la m ism a vinculación al p ad re, en la q u e se refugiaron
a p a r tir d e la p rim era fase (de vinculación a la m adre)».
(27) G l o r i a S t e i n e m : «L aboratory o f Love S ty le s » , N e w Y o rk Maga-
zine, febrero de 1970. cita u n a discusión d e la clase inedia sobre p sico ­
analistas:
Los p siq u ia tras son las geishas m asculinas de n u estro tiem po,
q u iero decir. las m u jeres van a los an alistas norm alm en te porque
no tienen nada que h acer d u ra n te el d ía ¿no es cierto? P o r tan to
esto s an alistas tienen en su s co n su ltas a m uchas m u jeres a tra c ­
tivas y las an im an a h a b la r de su vida sexual, bueno, una cosa
lleva a la o tra . Los p o b res b astard o s q u e surgen de allí no rm al­
m ente son ab an d o n ad o s p o r las m u jeres que los d ejan d e cu al­
q u ie r fo rm a en los hospitales, ya sabes lo que q u iero decir.
A hora bien, la p a rte b o n ita d e todo esto es que p a ra las m u je­
res es p erfecto. Tienen relaciones sexuales y alguien que Ies escu­
ch a con un poco d e sim p atía —p ro b ab lem en te carece d e am bas
cosas en el m atrim onio. Una com pañía inteligente d u ra n te el día.
¿Qué p o d ría o b je ta r el m arido h acia e stas visitas d e su m u je r ni
médico?
(28) Schhofield envió cu estio n ario s de inform ación básica a los m iem ­
b ro s seleccionados al azar, d e la A m erican Psychiatric A ssociation. la
A m erican Psychological A ssociation y la N ational A ssociation o f Social
VVorkers. S e ob tu v iero n contestaciones com pletas d e 140 p siq u iatras, 149
asisten tes sociales y 88 psicólogos clínicos.
(29) GofpmaN: op. cit.; Szasz: op. cit.; SCHOPIELO: op. cit.; Fol-cault:
op. cit.; T. J. S c h e ff: Being M tn ta lly III: A Sociological T heory (Chicago.
Aldine, 1966).
(30) StGMUND Freud: <On the H istory o f the Psychoanalitic Movement»
(1914), en C ollected Papers o f S ig m u n d o Freud, Vol. I (New Y ork B asic
Books, 1959).
(31) S zasz: op. cit.
(32) S c h o fie ld : op. cit.
(33) Las teo rías psicoanalíticas tradicionales so b re las m u jeres, sobre
to d o las d e F reu d . han sid o criticad as exhaustivam ente p o r K aren H oraey,
Sim one de B eauvoir, C lara T hom pson, N atalio Shainess, B etty Friedan,
A lbcrt Adler, Thom as Szasz y H arry Stack Sullivan.
(34) Kakis- H orn b y : «The F light fro m W om anhood» en F em enine
Psychology, cd. p o r H arold K clm an (N. Y ork. W. W. N orton, 1967). I-a
respuesta indirecta de Freud en el ensayo de 1931 titu lad o La Sexualidad
Fem enina es la siguiente:
C abe an ticip a r q u e los an alistas con sim p a tía s fem inistas, asi
com o n u estro s an alistas del sexo fem enino, e sta rá n en desacuerdo
con estas consideraciones. S eg u ram en te o b je ta rá n q u e tales no­
ciones son in sp irad as p o r el «com plejo d e m asculinidad» del
hom bre, estan d o destin ad as a ju stific a r teóricam en te su in n ata
propensión a d esp reciar y o p rim ir a la m u jer. Tal su erte d e a rg u ­
m entación psicoanalítica, em pero, nos recuerda en este caso, com o
en ta n to s o tro s, a la fam osa «arm a de doble filo» de Dostoyevski.
Los adversario s d e quienes así razonan h allarán com prensible,
p o r su p a rte , q u e el sexo fem enino se niegue a a d m itir cu an to
parezca c o n tra ria r la tan an h elad a equip aració n con el hom bre.
Es evidente que el em pleo del análisis com o a rm a d e controversia
no lleva a decisión alguna.
(35) SlGMUND Freud: «Sonic Psychological C onsequences o í th e A nató­
mica! D istinction B etw een Sexcs*. C ollected Papers, Vol. 5 (London. llo-
g arth Press, 1956), págs. 196-197.
(36) S ig m ü n d F r e u d : N e w In tro d u cto ry fa c tu r e s in Psychoanalysis
(New Y ork. W. W. N o rto n . 1963).
(37) F.. H. ER1KS0N: «Inner and O u ter Space: R eílections o n W om an
hood», Deadalus 93 (1964): 582-606.
(38) B. B e tte lh b im : «The C om m itm cnt R equired o f a W om an E ntering
a S cientific Profession en Present Day Am erican Society», en W om an and
the S cien tific Professions, S im posio sobre las M ujeres A m ericanas en Ja
Ciencia c Ingeniería (Cam bridge. M assachussets, 1965).
(39) J . R h h in c o l d : T h e Fear o f Being a W om an (New York: G ruñe &
S tra tto n . 1964).
(40) S. Freud: Case o f Dora: An Analysis o f a Case o f H ysleria (New
Y ork, W. W. N orton, 1950). E n su época tem p ran a, al re la ta r este caso
dice: «Las exigencias q u e la h isteria hace al m édico sólo pueden s e r sa­
tisfechas con un gran esp íritu de sim p atía e investigación y no con una
actitu d d e su p erio rid ad y m enosprecio. «D esgraciadam ente F reu d no siem ­
p re m an tien e esta actitud*.
(41) Como S herlock Ilolm es, cu an d o Freud tiene una p ru eb a *no deja
de utilizarla c o n tra Dora». Dice: «Cuando m e p lan teo la ta re a d e sacar a
la luz lo q u e los seres h u m an o s m an tien en escondido, no m ed ian te el
poder com pulsivo de la hipnosis, sino m ediante la observación de lo que
dicen y m u e stran ... ningún m o rtal puede conservar un secreto. Si su s la­
bios están en silencio, h ab la con la s yem as d e los dedos: se traiciona p o r
cad a un o d e los p o ro s de su piel.»
(42) F reud no era el único que desagrado a Dora. V eintidós años m ás
tard e, cu ando ya e ra u n a m u je r casad a d e c u a re n ta y dos, D ora fue en ­
viada a o tro psicoanalista. Félix D eutsch, debido a sín to m as «histéricos».
P erm ítanm e c ita r la descripción q u e hace d e ella:
La paciente com enzó en to n ces una serie de q u ejas y ofrecim ien­
to s y acerca de lo desgraciada que había sido en su vida con­
yugal... e sto la con d u jo a h a b la r so b re su p ro p ia vida am orosa
fru s tra d a y su frigidez... expresó con resen tim ien to su convicción
d e que su m arido le había sido infiel... con lág rim as en los ojos
denunció a los hom bres en general com o egoístas, exigentes pero
de su in fan cia d esg raciad a p o r la ex ag erad a m anía de su m a d re
p o r la lim pieza... y la fa lta de c a riñ o hacia ella... p o r ú ltim o ha-
sin d a r n a d a a cam b io ... (recordó que) su p a d re había sid o infiel
a su m ad re... liabló p rin cip alm en te d e su relación con la m adre,
b ló con o rg u llo d e la c a rre ra d e su herm ano, p e ro tenía pocas
esp eran zas d e q u e su h ijo siguiera los m ism os p aso s... hab ían
tra sc u rrid o m ás d e tre in ta añ o s desde m i v isita al lecho d e dolor
d e D ora... su p e p o r u n a p erso n a los hechos adicionales p e rtin e n ­
te s so b re la su e rte d e D ora., se a fe rró a su h ijo , con las m ism as
exigencias y rep ro ch es q u e h ab ía hecho a s u m arid o , el cu al había
m u e rto d e u n a en ferm ed ad co ro n aria —d eb ilita d o y to rtu ra d o p o r
una co n ducta casi paranoide d e ella, cu riosam ente p referid m o ­
rir... en lugar d e divorciarse. S in ninguna duda sólo u n h o m b re
d e este tipo podría haber elegido Dora co m o m arido. E n la época
d e su tra ta m ie n to analítico había a firm a d o in eq uívocam ente que
los h o m b res so n tan d etesta b les q u e p referiría no casarse. ¡Esta
es m i venganza/ De este m odo, su m a trim o n io habla servid o sólo
para en cu b rir s u aversión hacia tos hom bres. Im m u e rte (de
Dora) debida a u n cáncer d e colon, diagnosticado dem asiado tarde
para p o d er in te n ta r una operación con éxito, fu e recibida com o
una bendición por los q u e la rodeaban. S eg ú n las propias palabras
d e la persona q u e m e in fo rm ó : habla sid o •u n a de las histéricas
m á s repulsivas» con las q u e se h u b o encontrado ja m á s (el su b ­
ray ad o es m ío). F e u x D e ü t s c h : «A F ootnote to F rcu d 's "F ragm cnt
o f Analysis o f a C ase o f H isteria», T h e Psychoanalytic Q uarterly
26 (1957).
(43) L. J. S im ó n : «The Political U nconscious o f Psychology: Clinical
Psychology an d Social Change*. m an u scrito in édito, 1970.
(44) S zasz: op. cit.
(45) La m ay o ría d e los cuales, a d iferencia d e E rikson o B ettelheim
(citados m ás a rrib a ) so n pro fesion ales que se d edican a la p ráctica y no
teóricos q u e han pub licad o trab a jo s.
(46) M enos d e la te rc e ra p a rte d e los p siq u ia tra s y u n a c u a rta p a rte
d e los psicólogos esp ecificaro n u n a p referen cia d e sexo en lo q u e se refiere
al paciente ideal.
(47) lb ld .
(48) I. K. B ro v e rm a n y o tro s: «Sex Role S tereo ty p es and Clinical
Ju d m e n ts o f M ental H ealth*. Journal o f C o nsulting a n d Clinical Psychology
34 (1970): 1-7. El p resen te resu m en d e este estu d io lo realizó Jo-Ann
GARDNEK: T he Race across th e B re a k fa st Table (P ittsb u rg h : K now , Inc.,
1970).
(49) M uchas m u jeres g astan u n a p a rte d e su salario en sí m ism as y
p a ra p o d e r h acerlo viven con h o m b res o con sus p ad res, siem p re en con
dicioncs infan tiles. Me p reg u n to c u á n ta s m u jeres, ex actam en te, pueden
p ag ar un psicoanálisis o un tra ta m ie n to p sico terap éu tico p riv ad o —tr a ta ­
m ien to q u e en cu alq u ier p a rte cu esta de q u in ce a cincuenta d ó la re s p o r
sesión, d e d o s a cinco veces p o r sem ana y que d u ra d e d o s a cinco años—
Sólo u n a pequeña m in o ría u rb a n a , en el m e jo r d e los casos, p u ed e co s­
te arse este tip o de tratam ien to .
(50) P ero m u y h um ano, especialm ente p o rq u e m u ch a gente e s tá p i­
dien d o a veces ay u d a y los «ayudadores* necesitan sobrevivir económ ica­
m ente.
MUJER Y SALUD MENTAL:
UN ANALISIS DE LOS INTENTOS FEMINISTAS DE CAMBIO

Por Jeanne M arecek y


Diane K ravetz (*)

Una preocupación fundam ental del m ovim iento fem inista ha


sido el perjuicio que las ideas tradicionales sobre las m ujeres
y la fem inidad han ocasionado en el bienestar psicológico de
éstas. E n el presente trabajo se analizarán algunos de los efec­
tos negativos de los factores sociales en el bienestar psicológico
de las m ujeres y se expondrán cuatro sectores en los que las
fem inistas están luchando para transform ar el sistem a de sa­
lud mental.

to s roles sexuales rígidamente estereotipados lim itan la li­


bertad de las m ujeres para elegir el modo de vida que m ás se
adecúe a sus necesidades y capacidades. Las fem inistas han se­
ñalado que confinar a las m ujeres en roles estereotipados puede
conducir a la depresión, la culpabilidad, la apatía y o tras con­
ductas autodestructivas (Adams, 1972; Bart, 1971; Bernard, 1971,
1972; Friedan, 1963). Además, la sociedad impone castigos a las
que no eligen estos roles; p o r ejem plo, las m ujeres divorciadas,
solteras o que no tienen hijos posiblem ente tienen que enfren­

(*) Jeanne M arccek, D octora en Filosofía, p erte n ece al D ep artam en to


d e Psicología de! S w a rth m o re Cóllege, S w a rth m o re. Pcnnsylvania. Diane
K ravetz, D octora en Filosofía, p erten ece a la School o f Social W ork y al
W om en’s S tudies P rogram , U niversidad de W isconsin-M adison.
P a rte d e este a rtíc u lo fue p re se n ta d a p o r Jean n e M arecek en la A m eri­
can Pschological A ssociation C onvention (Convención d e la Asociación
A m ericana de Psicología). M ontreal, 1973, y p o r D iane K ravetz y Jeanne
M arecek en el e n c u e n tro d e la A ssociation fo r W omen in Psychology
(Asociación d e m u jeres psicólogas), en C arbondale, Illinois, 1975.
tarse con frecuencia a una actitud social de ostracism o y de
recelo.
El segundo aspecto perjudicial de la concepción tradicional
de las m ujeres es la desvalorización del sexo femenino. Por
regla general, se enseña a las personas a considerar que las
caracteríticas, actividades y em presas masculinas, son superio­
res a las femeninas (Goldberg, 1968; McKee y Sherriffs, 1957;
Miller y MacReynolds, 1973); al internalizar esta devaluación
las m ujeres pueden llegar a un concepto inferior de sí m ism as
y puede descender su auto-estima.
La tercera fuente de perjuicios es el sexism o institucional,
alim entado por las actitudes negativas de la sociedad, p o r la
discrim inación en el campo legal, educativo, económico y polí­
tico, y que crea profundos conflictos en las m ujeres respecto a
su rol. (Epstein, 1970; Poloma y Garland, 1971; Roby, 1972;
Theodore, 1971). De este modo, las condiciones sociales resul­
tantes de las concepciones culturales tradicionales de la m ujer
han producido un efecto de deterioro en la salud psicológica
de ésta y en su desarrollo personal.
La organización social designada para aliviar el m alestar psi­
cológico es el sistem a de salud mental. Sin em bargo, existen
serias dudas de que este sistema pueda responder a las nece­
sidades de tratam iento de las m ujeres que son víctimas de roles
estereotipados, de prejuicios sexuales o de la discriminación
institucional. Los mismos prejuicios im perantes en nuestra cul­
tura tam bién aparecen en las teorías clínicas de la personalidad
y en la literatura m édica contem poránea. Si las actitudes y las
prácticas de tratam iento reflejan estos prejuicios, los médicos
se m ostrarán indiferentes hacia las quejas de sus pacientes con­
tra el statu s quo. Es más, m uchas m ujeres que han estado en
tratam iento dicen que el sistem a de salud m ental está orientado
fundam entalm ente a ad ap tar a las m ujeres a la realidad social
existente. La relación causal entre las circunstancias sociales,
económicas y políticas de las m ujeres y sus problem as psicoló­
gicos parece ser am pliam ente ignorada por los ejem plos de la
práctica y el tratam iento.
El psicoanálisis es el su strato teórico principal de la prác­
tica clínica actual. La teoría psicoanalítica específica que la
naturaleza «innata» de las m ujeres es pasiva, dependiente y
m oralm ente inferior a la de los hom bres. La m aternidad se con­
sidera como un requisito universal para la realización femenina
y el deseo de tener un hijo se interpreta como un signo de sa­
lud m ental (cf. Gilman, 1971; Miller, 1973; Schafer, 1974). Otras
teorías clínicas de la personalidad participan en algunos de cs-
tos prejuicios y estereotipos. Las teorías clínicas proporcionan
standards para evaluar la conducta del paciente, p ara determ i­
nar su salud o enferm edad m ental y para form ular objetivos
de tratam iento. Si las teorías refuerzan las concepciones este­
reotipadas acerca de las m ujeres, la práctica clínica puede muy
bien servir para perpetuar tales concepciones.
Los estudios sobre la práctica clínica y las actitudes de los
médicos confirm an nuestras sospechas, en lo que se refiere a
los prejuicios sexuales y la estereotipación de ios roles de los
sexos. Una investigación realizada a escala nacional sobre m u­
jeres psicólogos dedicadas a la práctica psicoterapéutica, ofre­
ció pruebas anecdóticas del sexismo existente en la psicoterapia
en cuatro aspectos: fom ento de los roles sexuales tradicionales
y disuasión con respecto a la innovación en este sentido; m an­
tenim iento de prejuicios en las expectativas hacia las m ujeres e
infravaloración de éstas; utilización de interpretacines psico-
analíticas de form a sexista; y reacción ante las m ujeres como
objetos sexuales, incluyendo el contacto sexual en la terapia.
(Inform e del Task Forcé on Sex Bias and Sex Roles Stereoty-
ping in Psychoterapeutic Practice, 1975) (*). Los estudios reali­
zados sobre las actitudes de los médicos respecto a las m ujeres
(ejemplo: Broverman y otros, 1970; Fabrikant, 1970; Nowacki
y Poe, 1973, Maslin y Davis, 1975) y sobre la conducta de los
terapeutas hacia ellas, confirm an la prevalencia de roles sexua­
les estereotipados y de prejuicios sexuales. Se ha dem ostrado
que los prejuicios influyen en el proceso de referencia (Barocas
y Black, 1974; Fcinblatt y Gold, 1976), en algunos aspectos de
las evaluaciones diagnósticas (Masling y H arris, 1969) en los
criterios seguidos para la hospitalización (Howard y Howard,
1974; Gros y otros, 1974) y en el curso de la terapia (H arris.
1974; Parker, 1967). Sin em bargo, todavía no han sido som etidos
a un escrutinio em pírico muchos otros cam pos de la práctica
clínica para dem ostrar la existencia en ellos de prejuicios se­
xuales. Como consecuencia, las m ilitantes fem inistas se levan­
taron contra esta situación en el sistem a de salud m ental. En
este artículo expondrem os cuatro cam pos fundam entales, en los
que se han concentrado los esfuerzos de esta lucha:
1. Formulación de teorías correctoras sobre la salud y los
trastornos psicológicos de las m ujeres.
2. Aportación de orientación y psicoterapia feministas.
3. Estim ulación de grupos de self-help femeninos.

(*) A grupación de F uerzas p ara el F.studio d e los P rejuicios Sexuales


y la E stc ro tip ia d e los Roles Sexuales en la P ráctica P sico terap éu tica. 1975.
4. Educación de los médicos encargados de la salud m ental
p ara que adopten actitudes y conductas no sexistas en su tra ­
bajo profesional.

TEORIAS CORRECTORAS E INVESTIGACIONES SOBRE


LA SALUD MENTAL Y LOS TRASTORNOS PSICOLOGICOS
DE LAS MUJERES

Las investigaciones fem inistas, han sacado a la luz los pre­


juicios de los que adolecen gran p arte de las teorías e investi­
gaciones tradicionales acerca de la m ujer. Un aspecto im portan­
te de su análisis es la dem ostración de hasta qué punto los
debates tradicionales sobre las m ujeres definen la «feminidad»
como la ausencia lam entable de «masculinidad». La conducta
masculina ha proporcionado tradicionalm ente el modelo frente
al cual se juzga la conducta femenina. La exposición de Freud
acerca de la envidia del pene y el com plejo de Edipo femeninos
proporciona un buen ejem plo de esta percepción llena de pre­
juicios. Desde la perspectiva fem inista, este enfoque es inade­
cuado y lleva a conclusiones erróneas. Las experiencias de las
m ujeres no son un m ero com plem ento de la experiencia m ascu­
lina; son im portantes p o r derecho propio.
El fem inism o ha servido tam bién para afianzar las concep­
ciones de los investigadores acerca de la intervención de las
fuerzas biológicas, psicosociales y políticas que moldean la con­
ducta individual. Las teorías de la personalidad fem enina que se
rem iten a la biología para explicar sus sentim ientos y conduc­
tas han sido refutadas. En lugar de la biología, las fem inistas
subrayan la im portancia de la socialización de las m ujeres, de
las norm as culturales y valores sociales que les afectan, y de
sus respuestas sociales. Las investigaciones biosociales recien­
tes apoyan el excepticismo de las fem inistas respecto al ingenuo
determ inism o biológico. Por ejemplo, el trab ajo de John Moncy
y Ankc E h rh ard t (1972) sobre los com ponentes biológicos y so­
ciales de la identidad sexual y la conducta que se adecúa al rol
sexual, indica que la diferenciación y la identidad sexuales se
establecen a través de procesos sociales y no de la program ación
biológica. El trabajo de Mary Brown Parlee (1973, 1974) contra­
dice las creencias tradicionales de que los ciclos m enstruales de
las m ujeres determ inan fuertem ente su actitudes y su com por­
tam iento. Por últim o, el trabajo de William M asters y Virginia
Johnson (1966) corrobora la aseveración fem inista de qué cate­
gorías como «inmaduro» y «perverso» no deberían aplicarse a
las m ujeres porque su actividad sexual no se adecúa a las indi­
caciones psicoanalíticas y falocéntricas.
Los datos obtenidos a p a rtir de los estudios epidemiológicos
y sociológicos dem uestran que Ia(s) situación(es) social(es) de
las m ujeres juegan un papel determ inante en su salud psico­
lógica (Bart, 1967, 1968; Chesler, 1972; Radloff, 1975; Dohrcn-
wend, 1973). En muchos casos, los trastornos psicológicos de las
m ujeres pueden atribuirse, más que a factores psíquicos, a con­
diciones sociales (Merecek, 1976). Tales descubrim ientos indican
que la relajación de las rígidas exigencias de los roles sexuales,
la abolición de la discrim inación sexual institucional e inter­
personal, y la introducción de una m ayor flexibilidad en los
roles conyugales y fam iliares constituyen cam bios sociales que
podrían beneficiar la salud psicológica de la m ujer. Con estos
cam bios es posible que las m ujeres se sientan m enos deprim i­
das, frustradas, im potentes y culpables; a p a rtir de ellos puede
reducirse el riesgo de trastornos psicológicos (Marccek, 1976).
Paralelam ente a las teorías correctoras descritas anterior­
m ente ha surgido un im portante desarrollo de investigaciones
acerca de tópicos anteriorm ente ignorados p o r las disciplinas
de la salud mental: em barazo, m enstruación, viudez, lcsbianis-
mo, y o tro s p o r el estilo. Los estudios realizados por el W omen's
Research of Boston (ejemplo: Brandwein y otros, 1974) sobre
las experiencias de padres y m adres solteras constituyen un p ro ­
totipo de dichas investigaciones. Estos estudios ofrecen infor­
mación precisa sobre la experiencia de las m ujeres contem porá­
neas, in terpretad a siguiendo hipótesis de trabajo no sexistas.
Es un ejem plo más de los intentos de co n trarrestar los mitos
y equívocos que en gran p arte de la literatu ra actual de la salud
m ental aparecen sobre las m ujeres.

REVISION FEMINISTA DE LAS PRACTICAS


DE ASESORAMIENTO Y TERAPIA

Todos los médicos llevan a su profesión una visión de la


realidad basada en su socialización, sus experiencias persona­
les y su form ación profesional. E stas visiones de la realidad se
acom pañan de sistem as de creencias y valores. Dentro de este
sistem a de creencias, las referencias a los roles y diferencias
sexuales constituyen una p arte significativa. Se tra ta de creen­
cias profundam ente arraigadas, no del todo conscientes, casi
nunca articuladas y rara vez puestas en duda. Por esta razón, el
prim er objetivo de las fem inistas que desean tran sfo rm ar la
conducta de los terapetuas es cuestionar este sistem a de creen­
cia. Los médicos deben reconocer cuáles son sus ideas acerca de
las m ujeres y los roles sexuales para lograr form arse una idea
de cómo afectan estas creencias a su conducta profesional. La
exitencia del sexismo en la psicoterapia ha provocado continuos
debates entre las fem inistas. Si bien existe una gran unanim i­
dad entre ellas en la consideración de que debe erradicarse el
sexismo de las prácticas terapéuticas, la unanim idad es menor
en cuanto a la postura política más conveniente a adoptar en el
tratam iento. Pensamos que se puede establecer una distinción
significativa entre la terapia no exista y la terapia feminista. La
distinción es análoga a la que se da entre la terapia tradicional
y la terapia radical. En la terapia no sexista (como en las tera­
pias tradicionales) el núcleo del tratam iento es el cambio indi­
vidual y la modificación de la conducta personal. En la terapia
fem inista (como en la terapia radical), la crítica de la sociedad
y de las instituciones sociales constituye un elem ento de prim er
orden. Se considera que el cambio social es la contrapartida
necesaria para el cambio individual. A continuación examina­
rem os con más detenim iento el contraste entre estas dos filo­
sofías de tratam iento.

Terapia tío sexista

Los elementos clave de la terapia no sexista son los si­


guientes:
1) Reconocimiento del alcance y sutileza del sexismo en
nuestra sociedad. Los terapetuas no sexistas investigan sus pro­
pias creencias y conducta a favor del sexismo. cubierto o explí­
cito. Se autosensibilizan respecto a las consecuencias negativas
de la discriminación sexual en los sentim ientos, conducta y
participación social de las mujeres.
2) Conocimiento de las recientes investigaciones sobre las
diferencias entre los sexos, sobre los roles sexuales y la psico­
logía de las m ujeres, así como una toma de conciencia de las
diferencias existentes en la socialización y las experiencias vita­
les de am bos sexos.
3) Reconocimiento de la estrecha relación existente entre
los problem as personales de las m ujeres y su situación social,
económica, legal y política. El funcionam iento del rol en el
hogar, en el trabajo y en la com unidad debe evaluarse a la luz
de las norm as y las prácticas discrim inatorias que caracterizan
a los roles de los sexos.
4) Reconocimiento de que la carencia de poder social de las
m ujeres puede generar pasividad, dependencia, sumisión y apa­
tía. En respuesta a este reconocimiento, los terapeutas no sexis­
tas seleccionan estrategias terapéuticas que estim ulen la activi­
dad y autonom ía de las pacientes femeninas.
5) Compromiso de considerar a cada paciente como un in­
dividuo, no como un hom bre o una m ujer. Los juicios del te-
rapetua no sexista acerca de las necesidades, capacidades, pro­
blemas y objetivos personales del paciente descansan sobre una
comprensión individual y no sobre las exigencias tradicionales
de los roles sexuales.
Un médico no sexista se esfuerza por adquirir una base de
conocimientos libre de prejuicios, p o r incorporar al tratam ien­
to concepciones igualmente positivas de los hom bres y las m u­
jeres y por aceptar una am plia gama de conductas y roles apro­
piados y beneficiosos tanto para unos como para otros. Los te­
rapeutas no sexistas com parten un sistem a de creencias y no
una serie de estrategias especificas para dirigir la terapia. Los
principios de la terapia no sexista han sido incorporados en
gran núm ero de escuelas de psicoterapia, incluyendo las tera
pias hum anistas, conductistas y psicodinámicas. La tarea del
terapetua sigue siendo: clarificar e in terp retar las experiencias
del paciente; em itir juicios acerca de los orígenes biológicos,
psicológicos y sociales— de sus problem as y colaborar con el
plan de paciente, llevando a cabo cambios en su estilo de vida
y en su conducta.
Una perspectiva no sexista no sustituye el conocimiento de
las teorías e investigaciones relevantes, ni la destreza adquirida
a través de la experiencia clínica supervisada, sino que la inten­
sifica. También am plía la visión del médico, de los posibles fac­
tores que intervienen en los problem as de los pacientes, a la
vez que aum enta la gama de soluciones y cam bios vitales ase­
quibles para hom bres y m ujeres en la sociedad contem poránea.

Terapia fem inista

Para m uchas fem inistas, los principios del tratam iento no-
sexista son esenciales, pero no suficientes. El desarrollo de la
terapia fem inista refleja la convicción de que el cam bio personal
y el cambio socio-político están indisolublemente ligados. De
este modo, en la terapia fem inista, la identificación del sexismo
y sus consecuencias sobre la paciente y otras m ujeres constitu­
ye un im portante y activo ingrediente del proceso de tratam ien­
to. La relación e n tre los objetivos del tratam iento y el cam bio
social se pone de relieve a través de la discusión de las form as
en que los roles sociales y los derechos de la m u jer influyen
en las experiencias personales de ésta. Se entiende que un cam ­
bio social trascendente es un su stra to necesario en m uchos as­
pectos del cam bio individual.
O tra característica distintiva de la terapia fem inista es su
com prom iso con los principios fem inistas, incluyendo el «self-
help», la utilización de e stru c tu ras colectivas, en lugar de je rá r­
quicas y un rep arto igualitario de los recursos, el p o d er y la
responsabilidad. Se eligen estrategias terapéuticas en consonan­
cia con estos principios, porque se da por sentado que ayudar
a las m ujeres a tran sfo rm ar los aspectos opresivos de sus vidas,
fuera de la situación terapéutica, exige elim inar tam bién los
aspectos opresivos de la terapia. Por ejem plo, las form as de
terapia que sitúan a la paciente en papeles subordinados a un
terapeuta au to ritario no hacen sino rep etir la situación de infe­
rioridad que las m ujeres poseen en la sociedad. Por esta razón,
las terap eu tas fem inistas seleccionan deliberadam ente estra te­
gias que pongan de relieve el poder y la responsabilidad de la
paciente. La utilización de co n trato s es una estrategia p ara igua­
la r el equilibrio de poder e n tre tra ta n te y tratado. O tra estra te­
gia que sirve p ara reforzar el poder de la paciente consiste en
a b rir expedientes y reg istra r actas p ara su inspección y evalua­
ción, tam bién se utiliza la terapia de grupo p ara dism inuir la
autoridad del terap eu ta (los m iem bros del grupo asum en m u­
chas funciones de las q u e norm alm ente se encarga el terap eu ­
ta). Dichos grupos, p o r regla general, están com puestos única­
m ente p o r m ujeres, p ara ayudarlas a co m p artir experiencias que
les han afectado com o individuos y com o m ujeres y p ara facili­
ta r el resp eto y la confianza en tre ellas.
Las terap eu tas fem inistas se definen a sí m ism as como p ro ­
fesionales de la salud m ental y como p articip an tes del movi­
m iento fem inista. La form a de d irig ir la hora de terapia tiene
m ucho en com ún con o tras psicoterapias. La terap ia fem inista,
al igual que las terapias «de conversación» en general, no ofrece
curas para los trasto rn o s psicológicos con un su stra to fisioló­
gico o bioquím ico. Sin em bargo, los problem as de un gran nú­
m ero de pacientes no tienen un origen físico. Las fem inistas
afirm an que la m ayoría de los problem as de las m ujeres po­
drían ser com prendidos m ejo r si se in te rp retaran d en tro de un
m arco socio-político. La aportación de un análisis de este tipo
com plem enta las dem ás tareas de la relación terapéutica. Por
últim o, los objetivos de la terap ia fem inista —ayudar a las m u­
jeres a descubrir su fuerza personal, a lograr un sentim iento de
independencia, a considerarse a si m ism as, como iguales a los
dem ás en las relaciones interpersonales y a resp etarse y confiar
en sí m ism as y en el resto de las m ujeres— están de acuerdo
tanto con los objetivos de o tras psicoterapias como con los
principios políticos del fem inism o.

ESTIMULACION DEL SHELF-HELP PARA MUJERES

Una característica im p o rtan te del m ovim iento fem inista ha


sido el desarrollo de alternativas a la psicoterapia y a los servi­
cios sociales establecidos. A lternativas que consisten en grupos
de «self-help», grupos de concienciación, centros de orientación
p ara m ujeres, servicios de inform ación respecto al aborto, cen­
tros p ara a te n d e r las situaciones de crisis provocadas p o r vio­
laciones y colectivos de salud.
Los sistem as de ayuda alternativas difieren de los sistem as
de salud m ental establecidos en varios aspectos. E n prim er
lugar, norm alm ente están orientados hacia el desarrollo p erso ­
nal y no hacia la recuperación de la enferm edad. Muchos gru­
pos de «self-help», disuaden explícitam ente a las m u jeres con
problem as psicológicos, que les incapacitan p ara e n tra r en ellos.
En segundo lugar, estos sistem as de ayuda alternativos con­
centran el poder en tre sus m iem bros, no en el terap eu ta o en
un líder profesional; los grupos, en lugar de organizarse a p a rtir
de principios jerárq u ico s, lo hacen a p a rtir de principios colec­
tivos. Una tercera característica de los grupos de «self-help» es
que, a m enudo, están orientados hacia la situación de crisis.
La intervención fem inista en la crisis se en fren ta con aquéllas
que sólo se dan en las m ujeres o en las que afectan a las m uje­
res de form a especial: violación, em barazos no deseados, crisis
conyugales, malos tratos p o r p arte del m arido, vuelta al trabajo
en el caso de m ujeres m aduras, etc. Por últim o, se tra ta de
grupos constituidos de uno m odo inform al, y q u e trab ajan al
m argen del sistem a de salud m ental establecido.
Existe poca inform ación acerca de la am plitud con que se
utilizan los grupos de «self-help» y de su resultado. Los datos
anecdóticos indican que la m ayoría de los particip an tes consi­
deran que sus experiencias son útiles; p o r o tro lado, su popu­
laridad hace pensar que ofrecen una ayuda valiosa. No o bstan­
te, es necesario llevar a cabo una investigación sistem ática que
identifique la naturaleza y resultados de esta experiencia y que
proporcionaría una valiosa inform ación, tanto para los m édicos
que trabajan en m arcos tradicionales, como para los que tra­
bajan en «self-help». Los «insights» obtenidos, pueden llegar a
provocar una modificación de la asistencia de la salud mental.

EDUCACION Y TRANSFORMACION
DE LOS PROFESIONALES DE LA SALUD MENTAL

El fin últim o de las fem inistas no es desarrollar un sistema


de asistencia paralelo, separado del sistem a tradicional, sino
transform ar este últim o, de m anera que los sistem as alterna­
tivos lleguen a ser superfluos. Según esto, la educación de los
trabajadox-es de la salud m ental constituye una preocupación
central para las fem inistas. Los esfuerzos educativos se reflejan
en los simposios presentados en convenciones profesionales
(ejemplo: Marecek y Katz, 1973; Brodsky, 1974; Waskow, 1975);
en libros, artículos y ensayos dirigidos a profesionales y al pú­
blico en general y en m ateriales de form ación y conferencias
acerca de las m ujeres en tratam iento. En el caso de las femi­
nistas que se dedican a supervisar a los principiantes, utilizan
esta relación para fom entar la sensibilidad hacia los problem as
de las m ujeres (Brodsky, 1973, 1976). Muchas de las que se de­
dican a esta tarca educativa consideran que su prim er objetivo
es dem ostrar a sus colegas la existencia del problema. Algunos
psicoterapeutas no son conscientes de que el rol de las m ujeres
está cam biando y, muchos de ellos, no conocen la extensa lite­
ratu ra existente, que docum enta el perjuicio socio-cultural oca­
sionado a las m ujeres y sus consecuencias en la salud m ental de
éstas.

CONCLUSION

Las actividades de las fem inistas relacionadas con el sistem a


de salud m ental han tenido lugar en el campo de la teoría, de
la investigación, de la práctica y de la educación. Sus esfuerzos
se han centrado fundam entalm ente en la construcción de una
teoría y en el desarrollo y la práctica de la terapia fem inista.
Se ha producido un increm ento de la actividad en el campo de
la investigación y una proliferación de los sistem as de ayuda
alternativos, pero en am bos casos el progreso se ha visto lim ita­
do por la escasez de fondos. El hecho de prom over un cambio
en el sistem a de salud m ental ha supuesto todo un desafío.
¿Qué queda p o r hacer? La eliminación total del sexismo en
el sistem a de salud m ental supone una tarea enorme. Ya hemos
aludido a los prejuicios sexuales en el diagnóstico, en la con­
sulta y en la psicoterapia. Tam bién pueden darse o tras form as
de sexismo: prejuicios a la hora de conceder la baja en el trata­
m iento; ausencia de asistencia adecuada para las m ujeres que
son objeto de malos trato s (Gomberg, 1974); infravaloración
de las profesionales fem eninas (Fabian, 1972) y elección de roles
sexuales estereotipados como modelos de conducta ofrecidos a
las m ujeres hospitalizadas.
Además, los valores culturales que culpabilizan indiscrim i­
nadam ente a las m ujeres de los problem as de sus hijos y de
toda la desorganización de la vida fam iliar deben modificarse.
Las actitudes populares que sostienen que todas las m ujeres
están «un poco locas» o que «sim plem ente sufren una depresión
natural» deben ser transforam adas. E stas reform as perm itirán
a las m ujeres que necesiten y deseen un tratam iento y que po­
drían beneficiarse de él, aprovechar todas las ventajas que el
sistem a de salud m ental les podría ofrecer. Por últim o, el desa­
rrollo personal en cuanto a seguridad, independencia y respeto
hacia una mismo, ayudará a las m ujeres a llevar a cabo la trans­
form ación de la sociedad.

Psychiatry, Vol. 40, noviem bre 1977


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of M ental Health»
ALGUNAS CONSECUENCIAS DEL NUEVO FEMINISMO (*)

Por Ruth M oulton M.D. (**)

La autora establece una comparación entre las enfermeda­


des o dificultades de las m ujeres tratadas por ella en la década
de 1950, dentro de las cuales incluye frigidez, problem as para
encontrar marido y dificultades en la educación de los niños y
las enferm edades de las pacientes de la década de los 70: con­
flictos entre identidad profesional e identidad individual, divor­
cio y relaciones extramatrimoniales y en m uchas ocasiones evi­
tación del matrimonio, por considerarlo com o una trampa. El
hecho de asum ir nuevos em pleos produce en las m ujeres an­
siedad respecto a su rendim iento y autoafirmación, ya que no
saben cóm o luchar en un m undo de hombres. Por otra parte,
las exigencias sexuales de las m ujeres «liberadas» crean ansie­
dad entre los hom bres y esta ansiedad puede llegar a producir
impotencia y otros síntom as sexuales. De este modo, la nueva
libertad ha traído consigo, tanto un aum ento de oportunidades,
com o una serie de problem as en el marco laboral, sexual y fa­
miliar, y tínicamente Se alcanzará un equilibrio estable tras una
adecuación individual y social a la nueva situación, producida
por este rápido cambio cultural.

(*) V ersión revisada d e un a rtíc u lo p resen ta d o en el 129 en cu en tro


anual d e la A m erican Psychiatric A ssociation. Miami B cach, Florida.
Mayo 10-14, 1976, en u n a sesión c o n ju n ta con la A m erican Academy of
Psychoanalysis.
(**) La D octora M oulton es A sistente Clinico. T am bién es p ro feso ra
d e P siq u iatría en la U niversidad de C olum bia y A nalista Pedasófiica y de
C ontrol en la William Alanson W hite In s titu te y en la C olum bia Psycho
an alitic Clinic.
En los últim os 20 años, se han producido grandes cambios
en las costum bres y estereotipos sexuales, así como entre las
diferencias en tre los sexos. Se han prom ulgado nuevas leyes,
las cuales elim inan m uchos de los obstáculos que im pedían una
cierta igualdad, perm itiendo a la m ujeres una m ayor libertad
en la elección de su ca rrera y en su form a de vida. Actualmen­
te, la m u jer tiene m ás oportunidades para ascender de posición
social y de trabajos poco rem unerados a altos cargos en socie­
dades jurídicas o bancarias y en grandes sociedades in d u stria­
les (1). En las facultades de m edicina, en tre 1900 y 1965 (2), no
había más de un 5 p o r 100 de m ujeres en tre los alum nos, mien­
tras que hoy en día constituyen aproxim adam ente el 24 por 100
de los estudiantes de p rim er curso. El feminismo, ju n to con la
conciencia de superpoblación, ha producido una serie de cam ­
bios en las pautas de la pareja y de la familia. Actualmente,
existe una m ayor tendencia por p aite de las m ujeres a tener
pocos hijos, a no tenerlos o a perm anecer solteras, p o r decisión
propia. S er soltera cada vez equivale menos a h ab er fracasado
como m ujer, como sucedía antiguam ente, y las m adres que tra ­
bajan se han liberado, en gran medida, de su incapacitadora
carga de culpabilidad.
De m om ento, tanto estas como o tras nuevas opciones, pare­
cen no h aber conducido a una m ayor felicidad, si bien la pro­
m eten para el futuro. Por ejem plo, el índice de divorcios en
este país, ha alcanzado el 50 por 100. Hay m uchos indicios de
que las nuevas libertades han traído consigo ansiedades nuevas.
Por ejem plo, aunque ha descendido la influencia de la frigidez
fem enina, han aum entado las relaciones cxtram atrim oniales y
los grupos sexuales interpersonales. Además, ahora las m ujeres
esperan m ás de las relaciones sexuales y ésto ha tenido p ro ­
fundas consecuencias en los hom bres.
Tales ansiedades personales y la tensión producida por el
esfuerzo de adaptación al rol son inevitables, ya que los cambios
culturales rápidos alteran el equilibrio psicológico establecido.
El inconsciente queda rezagado, lo que dificulta el reaju ste em o­
cional (3). La resistencia y la flexibilidad del yo individual son
puestas a prueba. Aunque am bos sexos resultan afectados, me
centraré prim eram ente en las m anifestaciones de las m ujeres,
no sólo porque su caso llam a m ás la atención, sino también
porque las veo m ás a menudo.
C uatro grandes síndrom es destacan por su progresiva fre­
cuencia. E stos síndrom es, que a veces inciden parcialm ente,
son: 1) ansiedad de reinserción cuando una m u jer que ha per­
m anecido encerrada en casa vuelve a tra b a ja r fuera de ella;
dicha ansiedad puede llegar a convertirse en pánico e incluso
en huida o negativa a rean u d ar el trabajo; 2) ansiedad de acción,
expresada como dificultad de autoafirm ación en público, o te­
m or ante el resultado de su actuación; 3) la dificultad que en­
cuentran las «buenas chicas» para m antenerse p o r sí mismas, o
p ara luchar p o r sus derechos, cuando se encuentran en un me­
dio hostil (ejem plo de lo cual se halla habitualm ente tipificado
en las batallas libradas para conseguir un cargo académ ico), y
4) conflicto entre el sentido de identidad personal y profesional,
donde el m atrim onio es considerado m uchas veces como una
am enaza a la autonom ía.
El cam bio social da lugar a problem as caracteriológicos, cuyo
origen se rem onta a la infancia de las pacientes, pero que po­
drían haberles obligado a seguir un tratam iento si éstas no se
hubieran propuesto una nueva m eta de realización personal. Las
m ujeres a las que m e voy a referir recurrieron a la terapia
psicoanalítica para lograr un m ejor conocim iento de sus ante­
cedentes personales y de los obstáculos intrapsíquicos que difi­
cultaban su éxito en el m undo exterior. Algunas se psicoanali-
zaron durante cuatro o cinco años, otras, menos problematiza-
das, alcanzaron sus objetivos en períodos más breves.

COMPARACION ENTRE LA SINTOMATOLOGIA FEMENINA


DE LOS AÑOS CINCUENTA Y LA DE LOS SETENTA

Después de hacer una com paración aproxim ativa de 50 pa­


cientes, de las cuales la m itad habían sido tratad as entre 1953
y 1956. y la o tra m itad, en tre 1973 y 1976, descubrí que los sín­
tom as de las m ujeres habían cam biado extraordinariam ente.
Los problem as que llevaron al prim er grupo a solicitar un
tratam iento, giraban en to m o a la sexualidad, el m atrim onio y
la crianza de los niños. Los problem as sexuales eran los más
im portantes,: de las 25 m ujeres, 10 tenían miedo a las relacio­
nes sexuales y. para 8 de ellas, la principal fuente de conflicto
conyugal era la repugnancia que éstas les producían. Todas ellas
padecían frigidez en diferentes grados (4). En 10 de las pacien­
tes, el síntom a más destacado era una necesidad desesperada
de encontrar un marido. Los siguientes ejem plos, ilu stra r la
am plitud de la inhibiciones de aquellas m ujeres: una de ellas
no se casó, a pesar de que deseaba hacerlo, debido al «culto»
que profesaba a la virginidad; una m adre de tres hijos no con­
sintió a su m arido ningún contacto sexual d u ran te años, pero
se negaba a considerarlo un problem a; una médico, con varios
hijos, no podía tocar sus propios genitales debido al asco que le
producían; o tra m ujer, que llevaba ocho años casada, tenía una
fobia de penetración que le ocasionó un vaginism o de tal grado,
que el m atrim onio no h ab ía podido consum arse.
En los años 70, casi nunca aparecieron dilem as de esta na­
turaleza y las actitudes de las m ujeres que estudié eran mucho
m ás libres. La m ayoría de las que buscaban un m arido ya esta­
ban divorciadas; o tras habían rechazado el m atrim onio y sólo
buscaban un com pañero sexual. E n el grupo de 1950, sólo una
m ujer m antenía relaciones extram atrim oniales; ocho de las
m ujeres trata d as 20 años m ás tarde, las habían tenido una o
m ás veces. En el p rim er grupo, quince m ujeres eran incapaces
de alcanzar el orgasm o con ningún m étodo, sin em bargo, en el
segundo, ésto sólo sucedía con dos m ujeres. El sexo jugaba un
papel m ucho m enos im p o rtan te en los conflictos conyugales de
ios casos tratados en los años 70.
Tam bién encontré m arcadas diferencias en tre las pautas de
trab ajo de los dos grupos. Sólo diez de las m ujeres trata d as en
los años 50 trabajaban fu era de casa: cu atro de ellas eran asis­
tentes sociales; tres, escrito ras y editoras; dos, m édicos y una,
secretaria adm inistrativa. Sólo dos de ellas tenían poder de de­
cisión en su trabajo. Las asistentes sociales, p o r ejem plo, acep­
taban su papel de «ayudantes», bajo la supervisión de hom bres,
em ulando a las fem inistas de los prim eros tiem pos que inten­
taban apaciguar el fu ro r que provocaba el sufragio femenino
dem ostrando su utilidad social, es decir, no asustando a los
hom bres: se tra ta de la llam ada «postura de Jan e Addains» (5).
E xperim entaban un conflicto m enor en tre trab ajo y m atrim o­
nio, debido a que sus am biciones profesionales eran m ás limi­
tadas (2). En el grupo de 1950, había nueve m ujeres sin h ijo s o
sin m arido, pero, por lo general, ésto era involuntario. En la
últim a serie de casos hubo diez m ujeres que no se habían ca­
sado o no habían tenido h ijo s p o r decisión propia. E stas m uje­
res preferían ser autónom as y daban m ayor prioridad a las rea­
lizaciones profesionales que a las m ateriales.
Antes, las m ujeres consideraban el m atrim onio tradicional­
m ente como una fuente de seguridad y deseaban ese tipo de
vida. En la actualidad, tras un sorprendente cam bio de ac­
titud, algunas lo consideraban como una tram pa, sentim iento
que hasta ahora se había atrib u id o exclusivam ente a los hom
bres. B ernard (6) ilustra los aspectos sociológicos de este cam ­
bio señalando que los hom bres evitaban tradicionalm entc el
m atrim onio, pero después, obtenían beneficios de él; por el con
trario, las m ujeres buscaban en el m atrim onio una respuesta
a sus necesidades de seguridad, pero se encontraban con que,
en realidad, m ás que seguras, acababan «sintiéndose enfermas».
En los años 50 m uchas m ujeres padecían verdadera fobia
hacia la afirm ación o autosuficiencia (7). E n el p rim er grupo
que estudié, diez m ujeres se encontraban seriam ente bloquea­
das hacia el trabajo. P or el con trario , dentro del grupo tratad o
en los años 70, veinte m ujeres eran profesionales bien estable­
cidas. De cuatro m ujeres de este grupo, que se sentían «atadas»
en su casa, tres se inscribieron en cursos de educación para
adultos y una volvió a trab ajar.

ANSIEDAD DE REINSERCION

Las m ujeres trata d as p o r mí, en los años 70, descubrieron


que el proceso de reinserción en el m undo exterior requería
un esfuerzo trem endo y dedicaron mucho tiem po a la terapia
analítica p ara com prender sus «barreras interiores». A causa
de sus tem pranos m atrim onios habían abandonado el m undo
laboral o la universidad, olvidando de este m odo su s tem ores
acerca de su capacidad de ser independientes o la convicción
fuertem ente arraigada de su incom petencia intelectual. Pero al
volver a uno u o tro de estos ám bitos, después de un lapso de
quince o veinte años, tuvieron que en fren tarse de nuevo a estos
tem ores. Las que padecieron «ansiedad an te los exámenes» tem ­
blaban al p en sar en las pruebas de licenciatura o en las prue­
bas que debían p asar para conseguir un empleo. T ras esta difi­
cultad p ara el estudio, se escondían m uchas causas coincidentes.
Un ejem plo de ésto lo constituye el caso de u n a chica, cuyo
padre era un estím ulo para ella. La depresión, seguida de años
de apatía, que le produjo su m uerte prem atu ra, p rep aró el te­
rreno para que se opusiera a las am biciones intelectuales de su
m adre, abandonando los estudios y m ostrando una actitud ne­
gativa y pasiva. Su fracaso en los estudios suponía, una ven­
ganza y la confirm ación de que era estúpida. El hastío, el enojo
y la depresión que com enzaron, cuando sus hijos fueron al co-
íegio, la llevaron a solicitar un tratam iento. D urante el análisis,
logró m ovilizarse a sí m ism a y com pletar sus estudios, pero
incluso la obtención de la máxima calificación le producía tanto
pánico como el propio examen. Pensaba que no sería capaz de
responder y p o r tan to le atem orizaba d a r el paso siguiente. Su
tem or al fracaso se intensificaba con cada ascenso (8). En otros
casos, la insistencia de la m adre en el éxito social y en la «po­
pularidad» iba m inando, poco a poco, la autoestim a inestable
de una hija solícita, en vista de lo cual, ésta se encerraba en
los libros aceptando su fracaso sexual, o bien tratab a de ser
atractiva para agradar a los hom bres y corresponder a las ex­
pectativas de su m adre. En cualquiera de los dos casos, existía
una interferencia en el desarrollo de un concepción de sí mis­
mas como m ujeres atractivas y además inteligentes.
Cada vez acuden a visitarm e un mayor núm ero de m ujeres
con hijos en institutos de enseñanza media o en la universidad,
que se quejan de sentir depresión, hastio y resentim iento como
consecuencia de las limitaciones causadas p o r sus propios blo­
queos para actuar, su tem or a volverse «rancias» o a perder a
sus maridos. Algunas, habían llegado a depender de las necesi­
dades de sus m aridos e hijos para seguir adelante y raras veces
pensaban en térm inos de sus propias necesidades. Muchas ve­
ces, el prim er obstáculo que surgía para la liberación, era el
sentim iento de culpa por no «atender» a los demás, pero en
realidad, el tem or más profundo de estas m ujeres se encontra­
ba ligado a su necesidad de dependencia.
Durante el desarrollo de la terapia, las m ujeres deprim idas
que han llegado a los cincuenta años, evocan m uchas veces las
elecciones cruciales que realizaron anteriorm ente como causan­
tes de los sentim ientos que abrigan de haberse perdido a sí
m ism as en algún m omento de su vida. Por ejemplo, muchas
m ujeres casadas habían renunciado a sus propias carreras de
medicina para vivir, no p o r sí mismas, sino a través de sus m a­
ridos. Algunas pacientes, cuyas m adres habían trabajado fuera
de casa, rechazaron este modelo de actuación. Estaban resenti­
das por Ja ausencia de su m adre y habían decidido dedicarse
exclusivamente a cuidar a sus propios hijos. Así como las mu­
jeres muy activas profesionalm ente pueden em pujar a sus hijas
a dedicarse totalm ente al trabajo doméstico, las m adres serviles
pueden em pujar a sus hijas a salir de casa, para escapar a un
destino sem ejante. Es verdad que la m adre ejerce una poderosa
influencia, pero el aspecto crucial no es la utilización que hace
de su tiempo, sino la calidad de su relación con su hija.
También se ha puesto de relieve el papel que desempeña el
padre a la hora de incitar a su hija a recu rrir a sí misma y a
desarrollar sus capacidades (9). La retirada del apoyo paterno
en un m omento crucial, es un factor que muchas veces precipita
a la hija a abandonar el deseo de auto-realización. Si se le priva
del apoyo que necesita, puede desertar y conform arse con la
• seguridad» de un trabajo de poca im portancia o de un m atri­
monio mediocre.
Muchas de las pacientes llegan a darse cuenta de que deci­
dieron tener un tercer o cuarto hijo en un m omento crucial y
que, de no haberlo hecho, les habría sido posible term inar o
continuar una carrera. Más tarde, se arrepienten de esta deci­
sión (la mayoría de las veces cuando el m enor de los hijos llega
a la enseñanza secundaria). Comprenden que su actitud fue
infantil y que estorbaron la independencia de sus rebeldes hijos,
así como la propia.

ANSIEDAD DE ACTUACION

Actualmente, las m ujeres profesionales dem uestran con fre­


cuencia angustia al actuar, cuando se les invita a hablar en
público. En algunas ocasiones, esta ansiedad llega a ser tan
traum ática, que sufren m areos y se ven obligadas a abandonar
la habitación. Aunque ninguna de las m ujeres tratad as por mí
llegaba a perder el conociincnto, su sentim iento de incompe­
tencia salía de pronto a la superficie, impidiéndoles pronunciar
una sola palabra o provocándoles timidez y turbación. A veces,
aunque con menos frecuencia, se ruborizaban y lloraban. Estos
síntom as comenzaban a surgir incluso en el trabajo. En lugar
de autoafirm arse en el trato con los colegas masculinos que ocu­
paban un puesto igual al suyo o superior, las m ujeres se ven
paralizadas muchas veces por tem ores infantiles de castigo y
agresión por parte de los hom bres, por no adecuarse a las no­
ciones inculcadas por sus padres de lo que debe ser una con­
ducta «femenina».
Llegué a darm e cuenta del tem or que experim entaban las
m ujeres al hablar en público, una vez que estaba preparado un
programa para un encuentro profesional. Había dado por sen
tado que si m uchas m ujeres com petentes no daban conferen­
cias ésto se debía a que no se les había ofrecido la oportunidad
de hacerlo; sin embargo, recibí una gran cantidad de respuestas
fóbicas por parte de las m ujeres a las que invité a participar.
Examiné entonces un grupo de 200 analistas graduados (150
hom bres y 50 mujeres) y averigüé que el 50 por 100 de las mu­
jeres se negaba a hablar en público, m ientras que ésto sólo su­
cedía con el 20 por 100 de los hombres. El 20 por 100 de las
m ujeres y el 25 por 100 de los hom bres eran buenos oradores,
y entre ellos, el 80 por 100 de las m ujeres y el 50 por 100 de
los hom bres eran conferenciantes conocidos a escala nacional.
En otras palabras, las m ujeres que eran buenas oradoras, eran
extraordinariam ente com petentes; se trataba de todas aquellas
que no tenían tendencia a perm anecer escondidas o a relegarse
a la esfera privada. En la adm inistración, el 20 por 100 de las
m ujeres, frente al 33 p o r 100 de los hom bres, eran consideradas
como buenos ejecutivos. Se decía que los hom bres eran desapa­
sionados, racionales y fríos, m ientras que algunas m ujeres te­
nían fam a de emocionales, volubles o «rencorosas», lo que, al
parecer, refleja inseguridad en el ejercicio de la autoridad.

«BUENAS CHICAS» CON ANSIEDAD DE AUTOFIRMACION

E l inundo de las grandes sociedades

Lo que yo llam o «síndrom e de las buenas chicas», aparece


entre las m ujeres brillantes, trabajadoras y deseosas de agradar,
que han alcanzado puestos de dirección en el mundo m asculi­
no. D urante su vida aprendieron muy pronto a agradar a los
padres y m aestros, m anteniendo una fachada de m odestia y
evitando la envidia y el ridículo, prescindiendo de jactarse por
obtener buenas notas u otros éxitos. Sus problem as com enza­
ron cuando accedieron a puestos de m ayor responsabilidad, don­
de tenían que tom ar decisiones p o r sí m ism as, estaban expues­
tas a que se desaprobaran sus posibles errores y tenían que
defender sus propias opiniones. E stas m ujeres tendían a ser
perfeccionistas e hipersensibles a las criticas. Su reacción ante
las tareas am biguas revelaba su necesidad de recibir órdenes
autoritarias y de conocer exactam ente lo que se esperaba de
ellas. Tenían m ás miedo a tom ar iniciativas que sus colegas
masculinos; su dificultad p ara negarse a realizar tareas extra,
que no les correspondían, les llevaba a m enudo a una situación
insostenible, encontrándose dem asiado sobrecargadas de trab a­
jo como para realizar bien el que le correspondería norm alm en­
te. Alternaban una actitud com placiente, con el resentim iento.
A las m ujeres m uchas veces Ies resultaba difícil aprender
a «defenderse» p o r sí m ism as con dignidad y creer en la cali­
dad de su aportación, porque tienen m enos experiencias en go­
bernar com plejos, grupos políticos y están menos preparadas
para protegerse a sí m ism as que muchos hom bres de su misma
edad y posición. A costum bradas a la protección de éstos y ra ­
ram ente expuestas a la rivalidad sin defensas, o a la violación
salvaje, norm alm ente están mal equipadas para com batir con
colaboradores jóvenes, que las consideran u n a am enaza para su
propio ascenso. (Amenaza que por o tra p arte es real; en m u­
chos casos la «intrusa» no habría conseguido el trabajo si no
hubiera sido más brillante, m ás concienzuda y más exigente con­
sigo m ism a que los candidatos masculinos). Una abogado, que
trabajaba a mayor velocidad que los hom bres de su entorno,
decía que aunque m antuviera un bajo rendim iento le acusaban
de q u erer «destacarse».
Una joven ejecutivo, tras un rom ántico noviazgo, se sorpren­
dió un día ante las furiosas p ro testas de su novio cuando ella
insistió en seguir trabajando con su nom bre de soltera después
de casarse. Más tarde descubrió que ya no com partían el tra­
bajo dom éstico. Surgieron del pasado las tradicionales expec­
tativas m aritales y se sintió «atrapada» en el m atrim onio, del
m ismo m odo que lo había estado su m adre. Acudió a consulta
porque sufría desmayos, especialm ente en los alm uerzos de ne­
gocios, donde parecían e n tra r en conflicto la ética social y la
ética profesional. Cuando empezó a ascender rápidam ente en la
gran em presa donde trab ajab a con su marido, am bos se sintie­
ron am enazados. A él le ofrecieron un alto cargo en Asia, donde
no había trab ajo para ella. El conflicto consiguiente se resolvió
m ediante la aceptación, p o r p arte del esposo, de un puesto de
trabajo en o tra sociedad que hizo dism inuir la posibilidad de
llegar a odiosas com paraciones. Ambos eran perfeccionistas. La
esposa no tenía un deseo consciente de su p erar a su m arido:
pensaba que únicam ente estaba trabajando por su propio bien
y no tenía conciencia de su com petitividad antes de e n tra r en
el tratam iento. Al principio, como era la p rim era m u jer que
había alcanzado un cargo de dirección en su em presa, estaba
muy cohibida y las continuas brom as de sus com pañeros le
m olestaban profundam ente. Poco a poco se fue relajando, pero
tuvo que tra b a ja r mucho en el análisis antes de com prender
la vehemencia de su deseo de autonom ía. En el curso de la te­
rapia se descubrió que su conducta constituía una violenta
reacción ante la total sujeción de su m adre hacia su padre.
Como había sido la h ija predilecta de su padre y la favorita de
los profesores, había conseguido ten er todo lo que deseaba sin
necesidad de luchar p o r ello y, por tanto, estaba mal preparada
p ara defenderse en el m undo de los negocios.

E l m undo académico

A m edida que las m ujeres luchan para poner en práctica las


nuevas libertades, sancionadas legalmente, surgen problem as
particulares de afirm ación. Un ejem plo de ésto lo constituye la
batalla que m uchas veces tienen que lib rar para conseguir la
posesión de un cargo en el mundo académico. Ocho de las
m ujeres tratad as por m í se encontraron an te este dilema: de las
cinco que «triunfaron», dos son actualm ente profesoras nume­
rarias y las o tras tres tienen el cargo prácticam ente asegurado.
A una m u jer le fue garantizado el puesto tras una b atalla de
dos años. Su atractivo sexual, la anim ación de sus clases y su
erudición atra jero n las envidias y los prejuicios. Los hom bres
que ocupaban el poder, anim ales políticos sin talento, hicieron
caso om iso de sus cualidades académ icas e incluso se negaron
a leer sus libros que habían sido reconocidos a nivel inter­
nacional y aum entaban el prestigio del departam ento. Su p ri­
m era reacción an te esta injusticia fue la rabia y la indignación,
que se traslucía en la expresión de su rostro. Entonces intentó
ocu ltar su cólera m ostrándose distante, lo que fue interpretado
como hostilidad. La tim idez le inmovilizó h asta que un «conse­
jero» le anim ó para que se dirigiera al tribunal de quejas, cosa
que anterio rm en te no se había atrevido a hacer. El tribunal
utilizó los servicios de un abogado especialista en derecho civil,
relacionado con la universidad, quien dem ostró inm ediatam ente
que no sólo no existía ninguna escusa razonable para que se
le negara la posesión del cargo, sino que adem ás, la facultad se
ponía en peligro actuando de este modo. M uchas m ujeres no se
atreven a con su ltar a abogados en casos sem ejantes, incluso
cuando la ayuda es posible y legítima. El aislam iento de esta
m u jer e ra tal que desconocía los procedim ientos o m étodos a
utilizar; pero, poco a poco y con ayuda, expuso su propio caso
y conquistó su autonom ía.
E ste incidente, ilu stra la psicodinám ica de las m ujeres pseu-
doindependientes profesionalm ente, cuyo p rem atu ro sentim ien­
to de m adurez personal estaba basado en sus capacidades inte­
lectuales. De niñas, poseían u n a autoestim a muy baja. La apro­
bación m asculina les ayudó a o cu ltar su dependencia y a sen tir­
se femeninas.
En siete de este grupo de ocho m ujeres, en el que todas p re­
sentaban el síndrom e de buenas chicas, la supresión tem prana
de la actividad física se había com binado con la inhibición de
la autoafirm ación norm al. T res habían sido consideradas como
«delicadas» y u n a había padecido anorexia nerviosa. Sólo una
de ellas, había sido u n a adolescente rebelde. Su característica
fachada «agradable» cam uflaba una gran inteligencia y /o com-
petitividad, una rivalidad desviada y atra ía la ayuda de los
hom bres (10).
Seis de ellas tenían relaciones, o bien con hom bres casados
mayores que ellas y que ocupaban un cargo m ás alto en su cam ­
po profesional, o bien con colegas en los que se apoyaban (11).
En sus p rim eras fases, estas relaciones se caracterizaban por
un am biente de estim ulación m utua y colaboración profesional,
pero m uchas veces se d eterioraban debido a las tensiones de
una relación extram atrim onial o de una creciente competitivi-
dad, sobre todo por p arte del m arido. E ste podía hacer de
Pigmalión ante una joven estudiante, pero m ás que recom pen­
sado por el éxito de su m ujer, se sentía dism inuido. Sólo uno
de estos hom bres respondió de form a positiva, cuando su m u jer
«triunfó». E n tre los que reaccionaron de form a negativa, uno de
ellos tuvo su prim era experiencia de im potencia, cuando la
prolongada lucha que su m u jer había m antenido p ara conseguir
el cargo —una lucha que él le había aconsejado y anim ado a
llevar— finalizó en la victoria. O tros dos m aridos desarrollaron
una eyaculación precoz. Y o tro , incluso, aceptó una cáted ra en
otro lugar del país, haciendo que su m u jer se en fren tara ante
la am arga eleción de o bien abandonar una ca rrera promete-
dora p ara com pañarle o co n tin u ar su trab ajo con el riesgo de
rom per su m atrim onio. En los casos en que el m atrim onio esta­
ba subordinado al trabajo, m uchas veces sobrevino el divorcio
o la separación m atrim onial.
Las tres pacientes m ás jóvenes, que situaban el m atrim onio
y los hijos en p rim er lugar, tropezaron con enorm es obstáculos
para lograr el éxito académico. A diferencia de las o tras cinco
m ujeres de las que ya hem os hablado: que habían aprendido a
utilizar las «reglas del juego», tradicionalm ente m asculinas, es­
tas tres m ujeres no se conform aron tan fácilm ente con estas
norm as que consideraban in ju stas o innecesarias. Reaccionaron
con m ás energía an te las desigualdades sexuales y las presiones
excesivas uniéndose a la lucha general p ara o b ten er m ejores
condiciones de trabajo. Veinte años antes, estas m ujeres más
jóvenes se habrían instalado en sus casas, dedicándose a vivir a
través de sus m aridos en lugar de unirse a una batalla com ún
para la posesión de su cargo.

CONSECUENCIAS EN LOS HOMBRES

Una de las consecuencias negativas de la tensión producida


por el esfuerzo de adaptación al rol (12) es el aum ento de la
im potencia secundaria en hom bres jóvenes, síntom a que an te­
riorm ente aparecía sobre todo en hom bres de m ás de 40
años (13). O tro tipo de reacciones son la eyaculación precoz,
abandono de las relaciones sexuales e indiferencia, h asta el p u n ­
to de que el m arido puede llegar a negarse a ellas d u ran te me­
ses o incluso años (nos encontram os de nuevo con un arm a que
en el pasado era m ucho m ás utilizada p o r las m ujeres). Es po­
sible que con ello el m arido m anifieste su profundo resenti­
m iento por la dism inución de atención por p a rte de su esposa.
Muchas veces, no puede o no quiere reconocer su necesidad de
dependencia porque esto h aría peligrar dem asiado la auto-esti­
m a de su m asculinidad. Por tanto, no com unica su m alestar o
sus anhelos a su m u jer y se repliega en sí mismo, sintiéndose
herido, traicionado y desconcertado p o r el cambio. La esposa no
se siente q uerida y ésto puede au m en tar la posibilidad de que
se refugie en am antes.
El hecho de encontrarse con una m u jer m ás activa, más se­
gura puede d esp ertar los tem ores infantiles que estaban ente­
rrados acerca de la m adre devoradora, om nipotente, inm ortali­
zada en los m itos sobre la m aldad fem enina (14, 15), así como
las fantasías de castración y el tem or a m o rir de ham bre. Es
posible que estos hom bres, con sus ocultas inseguridades, pre­
fieran m ujeres fuertes para que se ocupen de ellos, pero nece­
sitan que perm anezcan a su lado. Cuando éstas intentan inde­
pendizarse en una o o tra esfera el m arido empieza a com er con
exceso, engordando y perdiendo el atractivo sexual, o bien se
vuelve dom inante y posesivo. Un hom bre que había adoptado el
papel de consejero de su m u jer la desm oralizaba con críticas
destructivas. O tro se veía a sí m ismo como el «manager» de su
esposa, pero en realidad la controlaba exageradam ente y estor­
baba sus esfuerzos para autonom izarse. A m enudo la rabia y el
odio actúan como form aciones reactivas destinadas a esconder
el reconocim iento consciente de las propias necesidades (16).
Por supuesto, en m uchos casos la esposa que ha conseguido una
m ayor independencia m anifiesta su resentim iento en terrad o du­
ran te largo tiempo, y esto espolea y consolida la conducta de su
esposo. Puede llegar a ser muy difícil desenredar las dos acti­
tudes y en m uchos casos es posible que sea necesario tra ta r a
la pareja al m ismo tiem po para que un observador neutral pue­
da estudiar la interacción existente.
H e tratad o a unas cuantas m ujeres «liberadas» p ara las cua­
les la búsqueda obsesiva de su propia libertad sexual, a pesar
de haberle ayudado a su p erar m uchas inhibiciones, ha tenido
un efecto deshum anizador. E stas m ujeres, que dan la impresión
de q u erer parecerse o im itar a los hom bres, son excesivamente
exigentes con sus com pañeros sexuales. A parentem ente obtie­
nen una satisfacción inm ediata de sus relaciones eventuales, de
una sola noche, con un hom bre tras otro, pero a la larga las
recuerdan con vergüenza y aversión. Al com enzar el tratam ien­
to se sentían deprim idas e insatisfechas; algunas se daban cuen­
ta de que su actitud era una form a de castigar a los hom bres,
a o tras les horrorizaba la idea de com prom eterse o del m a tri­
monio; finalm ente, o tras habían estado poniendo a prueba su
destreza sexual.
Según me han relatado algunos analistas a p a rtir de su expe­
riencia en el tratam ien to de hom bres, algunas m ujeres esperan
seguir teniendo orgasm os m últiples y relaciones muy frecuentes,
como cuando sus com pañeros eran m ás jóvenes. Algunos m ari­
dos que se sienten agobiados p o r sus esposas, se encuentran
con este tipo de m ujeres en bares de «alterne», van a su s casas
y, tras una experiencia sexual satisfactoria, se ven obligados a
m archarse inm ediatam ente. La tern u ra, la afectividad y la inti­
m idad brillan p o r su ausencia. Uno de estos hom bres sólo fue
capaz de rep etir el acto sexual d urante seis veces en una noche
y, por este motivo, la m u jer se negó a citarse o tra vez con él.
Después de ésto, com entaba con incredulidad: «Las m ujeres li­
beradas parecen insaciables, no se cansan de realizar el coito en
toda la noche, son como un pozo sin fondo.»
Aquí hay que señalar que, a pesar de la imagen negativa de
estas anécdotas clínicas, m uchos hom bres han respondido, ante
el nuevo fem inism o con una nueva libertad para reconocer y
expresar una gam a m ás am plia de em ociones, p ara d ar rienda
suelta a su tern u ra sin tem or a p arecer débiles, p ara p articip ar
de una form a m ás intensa en la vida fam iliar y p ara d isfru tar
m ostrándose cariñosos con sus hijos. Además, m uchas m ujeres
activas y com petentes, q u e a la vez son esposas y /o m adres,
son capaces de sentirse satisfechas de su ca rrera sin experim en­
ta r por ella un sentim iento incapacitador de culpabilidad.

RESUMEN Y CONCLUSIONES

El nuevo feminismo, si bien ha abierto nuevos cam inos para


los dos sexos y ha flexibilizado los roles sexuales estereotipados,
tam bién ha desatado ansiedades nuevas. En cada fase del movi­
m iento fem inista se producen avances en la legislación y en las
actitudes culturales, seguidos luego por un período de estanca­
m iento. Las diferentes consecuencias de estos cam bios se expe­
rim entan y se asim ilan lentam ente hasta que p o r fin los indivi­
duos se encuentran en condiciones de afro n tar un nuevo cam ­
bio. Los sociólogos han observado que las m ujeres encuentran
más dificultades que los hom bres p ara dom inar la tensión p ro ­
ducida p o r el esfuerzo de adaptación al rol y la proliferación
de roles. La sociedad exige q u e las m ujeres respondan de una
m anera expresiva, acom odándose y rindiendo al máximo tanto
en el trab ajo dom éstico com o en el m undo profesional. Esto les
im pide lim itar y sim plificar su actividad, o aislarse y delegar
sus m últiples responsabilidades (16).
T anto las niñas como los niños experim entan profundos sen­
tim ientos de envidia, tem or, rabia y vergüenza an te su im poten­
cia y dependencia de la m adre. Estos sentim ientos se ocultan
m ás tarde m ediante la negación de esta dependencia y surge
la necesidad de in frav alo rar el papel de las m ujeres (17, 18).
E sta profunda necesidad interna que sienten tan to los hom bres
como las m ujeres, no sólo constituye uno de los orígenes de la
estereot¡pación de los roles sexuales, sino que tam bién co n tri­
buye a perpetuarla. ¡Con razón los cam bios internos son tan
lentos y provocan tan ta ansiedad! Aún faltán décadas de inves­
tigación antes de que se pueda establecer un equilibrio m ás es­
table, flexible y hum ano p ara am bos sexos. E ntonces la sexua­
lidad p er se dejará de ser un problem a, se hablará m enos de
ella, y será disfrutada de u n a m anera más íntim a.
No es prudente hacer proselitism o en tre las m ujeres para
que abandonen sus hogares si se sienten satifechas o producti­
vas en ellos. La terapia puede ayudar a aquellas que sienten
una profunda necesidad de cam biar su estilo de vida y de rom ­
per con el pasado. Pero básicam ente la m otivación debe proce­
der de la paciente. En cuanto terapeutas, lo único que podemos
hacer es facilitar el cam bio que el paciente vislum bra. Rom per
con el rol a n terio r puede im plicar una vida interesante, crea­
tiva, pero aunque aparentem ente la sociedad ofrece estím ulos,
de hecho resulta m uy difícil lograr el éxito. Cada invididuo debe
ser capaz de afro n tar este desafío con toda la am bigüedad que
conlleva.
(1) E p s t e i n , C. F.: W o m a n ’s Place. O p tio n s and L im its in P rofessional
Careers, B erkeley, U nivcrsity o f C alifo rn ia P ress, 1971.
(2) M o u lto n , R.: «P sychoanaliytic reflcctio n s o n w o m c n 's liberation»,
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(3) M o u l t o n , R.: «Sexual co n flicts in co n tem p o rary w om en», en Inter-
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(4)4 M o u l t o n , R.: «M últiple fa c to rs in frigidity», e n S cien ce a n d Psy­
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(7) S y m o n d s , A.: «P hobias a f te r m arriage», A m erica n Jo urnal o f Psy­
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(10) S y m o n d s , A.: « N eu ro tic dcpcndcncy in successful w om en», Jo urnal
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(11) R o e s k e . N. A.: «W omem in spychiatr>'». A m erican Jo u rn a l o f Psy­
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(12) M i l l e r , J. B.: «Sexual in eq u ality : m c n 's dilem m a», A m erican
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(15) B e i t e l u e i m , B.: S y m b o lic W ounds. P u b erty R ite s a n d th e E n vio u s
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(18) K f r n b e r g , O . F.: « B arrie rs to fallin g an d rem ain in g in love»,
Journal o f th e A m erican P sychoanalytic A ssociation 22: 485-511, l ‘/74.
UN ENFOQUE FEM INISTA DE LA TERAPIA FAMILIAR

Por Rachel T. Hare-Muslin, PH.D. (*) (**)

Aunque la terapia de fam ilia reconoce la im portancia del con­


texto social com o un d eterm in an te de la conducta, los terap eu ­
tas de fam ilia no han exam inado las consecuencias de las prác­
ticas tradicionales de socialización que colocan, especialm ente a
las m ujeres, en una situación de desventaja. La p ráctica de la
terapia fam iliar, a m enudo refuerza los roles estereotipados
para cada sexo sin cuestionarlos; sin em bargo, h ab ría que exa­
m inar las consecuencias de estos estereotipos, así com o el sta­
tus que la sociedad prescribe p ara los hom bres y las m ujeres.
Para ello es necesaria una orientación fem inista en esta p rác­
tica terapéutica. E ste tra b a jo describe la form a en que los te­
rapeutas, tom ando conciencia de sus propios prejuicios y los de
la fam ilia, pueden tran sfo rm ar los m odelos sexistas m ediante
la aplicación de principios fem inistas en diferentes cam pos,
tales como el co n trato , la rotación de tareas d en tro de la fam i­
lia, la com unicación, las b a rre ra s generacionales, u n a nueva de­
finición del com portam iento desviado, el efecto de m odelación
ejercida p o r el terap eu ta, y las alianzas terapéuticas.
Podría su rg ir la pregunta de cuál es la relación existente en­
tre la terapia de fam ilia y la terap ia fem inista, pero ¿no son
acaso la fam ilia y las instituciones que la apoyan la causa p rin ­
cipal de que las m ujeres se m antengan en su rol estereotipado?
Como se ap resu rarían a señalar las fem inistas: «La fam ilia ha
sido el terren o principal de explotación de las m ujeres, y por
muy arraigada que esté esta explotación en la e stru c tu ra social,
su presencia d iaria se hace se n tir a través de la fam ilia (10.
(*) P ro feso ra a d ju n ta y D irecto ra del «C om m unity C ounscling Pro-
gram *, V illanova U niversity, V illanova, P ennsylvania.
(**) Ph. D.: P h ito so p h y D octor.
p. 19). La pregunta de Chase: «¿Qué pide el fem inism o a la te­
rapia?» (10, p. 3). yo la p lan tearía de o tra form a: «¿Qué pide
el fem inism o a la terapia familiar?».
En mi exposición de la terapia fam iliar desde un p u n to de
vista fem inista realizaré en p rim er lugar una breve considera­
ción acerca de los principios de la terapia fem inista y una re­
visión de las estru ctu ras de la familia tal y com o la conocemos
hoy en día. A continuación pasaré a explicar la evolución de la
terapia de fam ilia exam inando algunos aspectos en los que di­
fiere del enfoque fem inista. Por últim o, presentaré de form a
más detallada cóm o se pueden convertir los valores fem inistas
en técnicas p ara tra b a ja r con las familias.

TERAPIA FEMINISTA

La terapia fem inista surge con el nacim iento de la teoría y la


filosofía del conocim iento de sí mismo. Parte de la considera­
ción de dos cuestiones centrales: a) El modelo intrapsíquico
tradicional de la conducta hum ana no tiene en cuenta la im por­
tancia del contexto social com o un determ inante de la conducta,
y b) los roles sexuales y los statu s prescritos p o r la sociedad
para las m ujeres y los hom bres colocan a éstas en una situación
de desventaja (29, 30, 42. 45).
El fem inism o considera que el ideal hum ano es poder res­
ponder a las situaciones de cam bio con el tipo de conducta más
apropiada, sin ten er en cuenta las expectativas estereotipadas
existentes p ara cada sexo. E sta concepción andrógina de la p er­
sonalidad. refleja un abandono reciente de las nociones dualistas
de la personalidad según el sexo (21). En la tarca de ayudar a
que las m ujeres se desarrollen de acuerdo con un modelo an d ró ­
gino, la terapia fem inista ha anim ado a las m ujeres no sólo a
tom ar conciencia de la opresividad de los roles tradicionales,
sino tam bién a ad q u irir una serie de experiencias que han he­
cho au m en tar el respeto hacia sí m ism as en cuanto q u e con ellas
han puesto en práctica conductas nuevas como una form a de
alcanzar una m ayor definición personal. La propia relación te­
rapéutica resultante incorpora estos principios al hacer hinca­
pié en la consecución de una m ayor igualdad en tre el terapeuta
y paciente. I-a terapia fem inista se distingue de la terapia no
sexista o de la hum anista p o r la diferenciación que establece
en tre lo personal y lo ex terio r social. E stos dos enfoques pue­
den estim u lar tam bién un desarrollo individual, libre de conduc­
tas prescritas p o r la pertenencia a un sexo, pero el e rro r reside
en que a) no analizan y b) pretenden cam biar las condiciones
sociales que contribuyen al m antenim iento de tales conductas.

LA FAMILIA

En la fam ilia am ericana, tal y como aparece en la investi­


gación y en la práctica clínica, el m arido d eten ta la responsabi­
lidad principal en cuanto al m antenim iento económico y la es­
posa la detenta en lo que se refiere al trab ajo dom éstico y el
cuidado de los niños. La naturaleza de la familia actual es una
consecuencia de los dram áticos cam bios que tuvieron lugar a
lo largo del siglo diecinueve, en tre los cuales el m ás im portante
fue la separación entre trab ajo y hogar (41). Desde el m om ento
en que la productividad se recom pensaba con dinero, aquellos
que no lo ganaban, como la m adre, los hijos y las personas de
edad, que se quedaban en la casa, ocupaban una posición am ­
bigua en el m undo laboral (22). De esta situación evolucionaron
dos roles diferentes p ara cada sexo; el del hom bre era el rol
profesional y el de las m ujeres el expresivo. Parsons y Bales (40)
consideran estos roles como norm ativos e incluso necesarios
para el bienestar de los individuos que com ponen la familia y
la sociedad.
La realización de tareas fuera del hogar no ha liberado a las
m ujeres del rol expresivo que les había sido asignado y que
acom paña a la responsabilidad del trab ajo dom éstico. En rea­
lidad, aquellas que tienen una profesión, trab ajan m ás que los
hom bres o que las que sólo son am as de casa, pero el hecho de
que las m ujeres que trab ajan com o asalariadas en E stados Uni­
dos no puedan dedicarse m ás a sus hijos, ha reforzado la idea
de que la m ujeres no están p rep arad as para liberarse de sus
obligaciones dom ésticas «por el sólo hecho de tra b a ja r fuera
de casa» (6). Las m odernas pautas de trab ajo fem eninas no son
innovadoras, sino que de hecho son regresivas en térm inos de la
decreciente proporción de m ujeres en cualquier em pleo mal
pagado (44). Se considera que ser m u je r sólo cualifica p ara el
trab ajo dom éstico, cualesquiera que sean sus intereses, a p titu ­
des o inteligencia (5). Las disposiciones igualitarias según las
cuales am bos m iem bros de la pareja com parten p o r igual las
tareas dom ésticas, o que basan las contribuciones a la familia
en las preferencias personales y capacidades individuales, en los
casos en que estas preferencias divergen de las tradicionales ex­
pectativas de rol, prácticam ente no se dan.
Dentro del m atrim onio, el poder del varón en la fam ilia se
refuerza p o r la expectativa social de que tenga m ás edad, más
corpulencia, posea una educación m ás amplia y proceda de una
clase social m ás elevada que su esposa, lo cual tiende a conso­
lid ar que efectivam ente sea él quien posee la fuerza, titulación,
experiencia, conocim ientos especializados y preparación sobre
los que se basa este poder. Los m atrim onios en los que las
cosas no son así, se consideran como u n a desviación de la nor­
ma. El pod er del rol fem enino que se deriva de la responsabili­
dad de organizar el m antenim iento de la casa, de los hijos y del
m arido se basa en que esté casada y tenga esos hijos (22). Con
la pérdida progresiva de im portancia de la familia éste poder
ha dism inuido. La falta de p o d er de las m ujeres ha sido cam u
fiada y atrib u id a al hecho de que su m ayor em otividad las hace
m enos capaces para «m anejar el poder» que los hom bres. A!
igual que o cu rre en o tro s tipos de relaciones desiguales, el gru­
po dom inante define los roles «aceptables» para el grupo do­
m inado, que consisten en actividades (como el trab ajo dom és­
tico) que el grupo hegem ónico no desea realizar. Una serie de
investigaciones dem uestran que la pérdida de p o d er o la inca­
pacidad crónica preceden a m enudo al trastorno psicológi­
co (31).
N orm alm ente el m atrim onio exige que las m ujeres abando­
nen sus actividades o lugares de residencia para aju starse a las
necesidades de los hom bres. Se ha observado que el m iem bro
de la pareja que sacrifica o abandona más cosas para casarse es
necesariam ente aquel que después está m ás com prom etido con
el m atrim onio (37). La m u jer que ha abandonado su ocupación,
su fam ilia o su lugar de residencia se ve obligada m ás tarde a
contar m ucho m ás con el m atrim onio para satisfacer sus nece­
sidades. La expectativa de que las m ujeres se adapten a las
pautas m asculinas conduce a una diferencia, m uchas veces no
reconocida, en el núm ero de acontecim ientos vitales causantes
de stress que afectan a los hom bres y a las m ujeres. D ohren­
wend (11), ha descubierto que las m ujeres están relativam ente
expuestas a un m ayor cam bio o inestabilidad en sus vidas en
com paración con los hom bres, lo que puede considerarse como
una contribución a la aparición frecuente de síntom as psico-
som áticos y /o trasto rn o s en el estado de ánimo.
La desigualdad existente en la familia tradicional, rara vez
es reconocida p o r los terapeutas individuales o de la familia.
Los aspectos de poder ligados a los roles sexuales se pasan por
alto, o se niegan con m ucha facilidad, excepto en el caso de que
el poder lo posean las m ujeres (35). La form ulación «madre
d o m in an te/p ad re débil» como la causa prácticam ente única de
todos los conflictos psicológicos im portantes, no tiene en cuen­
ta la desigualdad de base que conduce a tales situaciones. Muy
pocos terap eu tas reconocen que las exigencias de los roles se­
xuales provocan stress en los m iem bros de la fam ilia, especial­
m ente en las m ujeres, a las que se asigna una posición inferior,
y que ésto es lo que ha llevado a la fam ilia a convertirse en el
escenario de u n a serie de conflictos cuyo origen reside en la
desigualdad justificad a p o r el conjunto de la sociedad (34).

TERAPIA FAMILIAR

En los años 1940 y 1950 algunos investigadores, tales como


Wynne, Lidz y otros, se centraron en la esquizofrenia, identifi­
cando la fuente patológica con la existencia de una m ad re ex­
cesivam ente protectora.
Los acontecim ientos sociales de la época anim aron a las m u­
jeres que habían estado plenam ente im plicadas en actividades
ajenas al trab ajo dom éstico, d u ran te la Segunda G uerra Mun­
dial, a volver a sus ocupaciones «naturales* fem eninas en cali­
dad de esposas y m adres, consagrándose a ellas. En este terreno
se ha observado el profundo im pacto del concepto de Parsons
y Bales (40) de los roles sexuales fijos, según el cual a la m ujer
le pertenecería el rol expresivo y al hom bre el in stru m en tal (24).
Los investigadores y terapetuas utilizaron las observaciones
acerca de la existencia de tales estereotipos en la fam ilia am e­
ricana p ara fun d am en tar la argum entación de que aquellas eran
las condiciones para una vida fam iliar norm al y una educación
adecuada p ara los hijos. En los años 60 se dio un paso adelante
aplicando los principios de sistem as teórico generales p ara la
com prensión de la familia. El cam bio m ás notable en la terapia
de la fam ilia, en los años 70, y q u e adem ás afecta diariam ente
a las m ujeres, es la aceptación creciente del punto de vista del
desarrollo de la fam ilia q u e se desprende del trab ajo de Hill y
otros sociólogos (19).
E sta orientación, basada en el desarrollo de la fam ilia, es
análoga a la perspectiva del ciclo vital individual en cuanto
que se cen tra en los estadios de desarrollo de la fam ilia a lo
largo de toda su duración vital; desde la fase inicial del noviaz­
go hasta la m uerte del últim o m iem bro de la pareja. Los esta­
dios se definen en térm inos de las tarcas dom inantes de desa­
rrollo afro n tad as individualm ente por cada m iem bro, y el fun­
cionam iento de la familia como sistem a an te esta situación. Por
regla general se identifican com o crisis «normales» en el desa­
rrollo de la fam ilia aquellas que sobrevienen cuando ésta gana
o pierde un m iem bro, ya sea de form a real —nacim ientos o
m uertes— o sim bólicos —cam bios de actividad o residencia—.
La im portancia de este m odelo reside en que puede proporcio­
n a r una orientación para la prevención, m ás que de cara a la
patología, prediciendo los m om entos conflictivos. La interven­
ción terapéutica está dirigida a p rep arar a la fam ilia p ara afron­
ta r estos m om entos críticos, así como a ayudar a que el sistem a
salga de la crisis recuperando su funcionam iento característico.
Si el m étodo de enfoque de la terapia fam iliar ha adoptado
un modelo preventivo de salud m ental y ha dejado de centrarse
en el individuo para reconocer que son los sistem as sociales
los que determ inan la conducta, cabría preg u n tarse p o r qué
ésto ha sido descubierto y proclam ado p o r las fem inistas como
terapia ideal p ara las m ujeres. En realidad, los terapeutas de
la fam ilia, a pesar de su adhesión a una teoría que parece a fir­
m ar la igualdad p ara todos los m iem bros de la fam ilia, com par­
ten, en la práctica, los m ism os prejuicios y am bigüedades que
el resto de la sociedad, y la m ayoría de las veces no se han li­
berado de su form ación a n terio r basada en una orientación tra ­
dicional que considera la salud m ental m asculina como equiva­
lente a la edad adulta, pero no la fem enina (9). Por ejemplo,
la Bow en's D ifferentiation of Self Scalc (8) puede definirse
realm ente como una escala sexual estereotipada que m ide la
m asculinidad-fem inidad colocando la fem inidad en el extrem o
m ás desvalorizado. El enfoque de Bowen es análogo a la Ego
Strength Scale, basada en el M innesota M ultiphasic Personality
Inventory (MMPI) que tam bién está sesgado a favor de los hom ­
bres al incluir m ás item s puntuados m asculinos que fem eni­
nos (32). Además, ignora el hecho de que la socialización de
las m ujeres les induce a ser m ás em otivas e intuitivas que ra ­
cionales.
Para restablecer un funcionam iento fam iliar sano, los te ra ­
peutas de la fam ilia suelen reforzar deliberada o involuntaria­
m ente las características estereotipadas de cada rol, es decir, en
el caso de los hom bres la actividad y en el de las m ujeres, la
educación de los niños, dando p o r sentado que los roles trad i­
cionales constituyen la base de un funcionam iento sano. Es in­
negable que a algunas personas les es m ás cóm odo m antenerse
en el rol p ara el que fueron educadas pero, como ya hem os
indicado m ás arrib a, ésto puede co star caro en m uchos casos
en lo que respecta al funcionam iento psicológico. Sólo la con­
sideración de que la incidencia de enferm edad m ental es más
alta en m ujeres casadas que no casadas (25), debería hacer que
los terapeutas cuestionaran los efectos de la estru c tu ra fam iliar
tradicional sobre las m ujeres.
Como terapeutas representativos de la tendencia a considerar
que el m antenim iento de roles sexuales estereotipados es im por­
tante p ara un desarrollo saludable tenem os a Boszormenyi-Nagy
y Spark (7). Señalan que «un grupo (terapéutico) heterosexual
perm ite a cada individuo funcionar m ás cóm odam ente dentro
del rol biológico-emocional que le ha sido asignado p ara toda
la vida... Es necesario que exista un respeto m utuo para acep­
ta r las diferencias en tre m asculinidad y fem inidad* (p. 204).
Critican a las m ujeres que sólo viven a través de sus m aridos
o de sus hijos eludiendo el enfrentam iento con su propia falla
de identidad. Sin em bargo, tam bién critican a las m ujeres que
buscan su identidad fuera del hogar, com o en el ejem plo si­
guiente:

Una joven casada a quien su trab ajo como profeso­


ra le proporcionaba una posición social m ás ventajosa
que la de am a de casa, se negaba a cocinar o a hacer la
com pra considerando que se encontraba p o r encim a de
tales tareas... Parecía esp erar que el terapeuta, así como
su fam ilia, com prendieran y aceptaran por com pleto la
actitu d pasiva y dependiente que adoptaba al conside­
r a r indigno de su categoría la realización de este as­
pecto del rol fem enino (p. 203).

M inuchin (37) reconoce m odelar las funciones ejecutivas


m asculinas, form ando alianzas, por regla general con el padre
de la familia, por medio de la com petitividad, del dom inio y la
dirección de la situación, exigiendo que el padre recupere el
control de la fam ilia y ejerza el liderazgo, de la m ism a form a
que él dirige y controla la sesión. De m odo análogo. F orrcst (12),
dice que la terap eu ta fem enina utiliza su suavidad, sabiduría y
su atracción hacia los hom bres para ap elar a su s instintos m as­
culinos.
E stos ejem plos revelan h asta qué punto se da en la je ra r­
quía fam iliar una aceptación y un reforzam iento de los roles
sexuales estereotipados, sin cuestionarlos, a pesar de las posi­
bilidades de cam bio que podrían surgir inherentes a otros pun­
tos de vista, com o K lapper y K aplan (24) señalan en su investi­
gación acerca de la estereotipación de los roles sexuales; el len­
guaje corriente de la literatu ra sobre terapia de la fam ilia prác­
ticam ente no ha sido influida p o r la conciencia psicológica em er­
gente. «Cualquiera que haya sido form ado como terap etu a fa­
m iliar debería m an ten er u n a estricta vigilancia p ara no caer en
el reforzam iento, m uchas veces sutil, de p au tas de conducta
tan degradantes y hum illantes para las m ujeres» (p. 28).

TECNICAS PARA LA TERAPIA DE LA FAMILIA

A pesar de que no se h a desarrollado un enfoque fem inista


de la terapia de la fam ilia, yo d iría que tal enfoque es posible.
Los obstáculos que lo dificultan se pueden resu m ir en: a) el re ­
forzam iento social de los roles sexuales que existen en la fam i­
lia; b) la experiencia clínica y fam iliar del propio terapeuta,
hom bre o m ujer, que im pide ser consciente y sensible a otras
alternativas p ara estos estereotipos, y c) las pzeocupaciones de
la fam ilia raram en te se consideran relacionadas con las tarcas
tradicional m ente asignadas a los roles sexuales. A p a rtir de aquí,
m i intención no es analizar las técnicas de la terapia de la fam i­
lia en sí, sino m ás bien considerar ciertas áreas de intervención
en las cuales es im p o rtan te u n a orientación fem inista. Dichas
áreas son: el co n trato , la división de tarcas dentro de la fam i­
lia, la com unicación, los lím ites generacionales, una nueva defi­
nición del com portam iento desviado, los modelos sociales, el
sentido de posesión y la soledad y la alianza terapéutica con
diferentes m iem bros de la familia.

EL CONTRATO

Las fem inistas subrayan lo necesario de la igualdad en la


relación entre terap eu ta y paciente como form a de abandonar
el m odelo de m edicina patern alista en el que se supone que el
doctor siem pre es el que sabe m ejo r lo que sucede. Reconocien­
do que la capacidad de in flu ir en la gente se debe en p a rte a
sus propias expectativas (el efecto placebo), las fem inistas
defienden que una relación igual, en la que se da un respeto
m utuo, puede, a p esar de todo, suscitar expectativas beneficio­
sas p ara lograr las m etas propuestas (13). Un m étodo para con
seguir esta igualdad es la utilización de un contrato.
M uchos terap eu tas utilizan un co n trato inform al o de pala­
bra con las fam ilias que acuden a solicitar ayuda, lo cual faci­
lita el acuerdo en las m edidas tom adas p ara el tratam ien to y
en las m etas del m ism o (18). Como señala el grupo N ader, un
co n trato escrito asegura la protección de los derechos del pa­
ciente de form a mucho m ás am plia (19). El co n trato no p reten ­
de ser un vínculo legal pero establece una responsabilidad m u ­
tua en tre el terap eu ta y la fam ilia. Es m ás, la negociación del
co n trato puede co n stitu ir una p arte im portante del propio pro­
ceso terapéutico. El co n trato puede incluir m edidas p ara el
tratam iento, cantidades y tipos de responsabilidad que tienen
que asu m ir el terap eu ta y la fam ilia, asuntos confidenciales, las
m etas de terapia y la form ulación de m edidas p ara su cum pli­
m iento, así com o para u n a nueva negociación del mismo.
Uno de los problem as que surgen al restab lecer un co n trato
con las fam ilias es la necesidad de incluir a todos sus m iem bros
a que algunos de ellos están m ás dispuestos a p artic ip ar que
otros. H iñes y Hare-M ustin (20) han señalado los problem as
éticos que pueden derivarse de exigir a los niños y adolescentes
que participen en una terapia de este tipo cuando se m uestran
poco dispuestos a hacerlo. La m ayoría de las fam ilias acuden
al terap eu ta porque la m adre está inquieta por algo que ocurre
en el seno de la fam ilia. E l padre, desde su posición m enos com ­
prom etida, cree que no hay nada p o r lo que p reocuparse y los
niños participan m uy poco en la decisión. Un apoyo inicial d e­
m asiado fuerte p o r p arte del terap eu ta hacia el p u n to de vista
de cualquiera de los m iem bros de la fam ilia tiene m uchas p ro ­
babilidades de ofender a los dem ás y provocar el sab o taje o la
term inación p rem atu ra del tratam iento. El terap eu ta debe lo­
g rar un acuerdo com partido p o r todos los m iem bros de la fa­
milia.
M ientras sea el padre quien paga las sesiones, es él quien
las controla. Como m uy bien saben la m adre y los hijos, es di­
fícil p ro te sta r co n tra la persona que paga las cuentas. Una p arte
del proceso terapéutico relacionada con el co n trato y el estable­
cim iento de los honorarios, es h acer ab an d o n ar la idea conven­
cional de que la contribución m ás im p o rtan te a la fam ilia la
realiza aquel que ap o rta dinero. Los servicios no rem unerados
del resto de los m iem bros de la fam ilia, principalm ente la m a­
dre, deben considerarse com o una contribución igualm ente im ­
portantes. O tro relacionado con la econom ía, es la rigidez de la
m ayoría de los esquem as de trab ajo que puede sugerirse a la
familia, dados los condicionam ientos de tiem po a que el padre
se encuentra sujeto. Igualm ente, cuando es necesario solucionar
el cuidado de los niños, se debe c e n tra r la atención en el valor
del trab ajo no rem unerado que realiza a m adre, en lugar de
incidir sobre su responsabilidad en en c o n trar a alguien para
que se ocupe de los hijos.
El com enzar el tratam ien to con un co n trato ayuda a que la
fam ilia apren d a lo que supone una negociación y explícita las
«reglas» p ara la terapia. A p a rtir de las discusiones sobre el con­
trato, la familia puede em pezar a com prender qué tipos y n o r­
mas regulan el com portam iento de cada uno de los m iem bros
de la fam ilia. El núcleo de m uchos conflictos fam iliares se cen­
tra en las reglas y en la persona q u e las establece, lo que cons­
tituye básicam ente un problem a de poder.
Acerca de los conflictos fam iliares, Zuk (49) ha señalado que
los débiles se adhieren tradicionalm ente a valores tales como
la justicia, la com pasión y el parentesco, m ientras que los pode­
rosos defienden el control, la racionalidad, la ley y la disciplina.
En cuanto a los conflictos conyugales, las esposas se adhieren
habitualm ente a valores relacionados con la dedicación a los
dem ás y los m aridos defienden los de tipo racional. En los con­
flictos en tre p adres c hijos, los niños se aferran a los valores
de parentesco m ientras que los p adres insisten en el control y
la disciplina.
Teniendo en cuenta todo ello, el terap eu ta puede ay u d ar a
que la fam ilia reconozca los distintos valores q u e acom pañan
a los cam bios de poder en tre los particip an tes del conflicto fa­
m iliar.

ROTACION DE TAREAS DENTRO DE LA FAMILIA

Los terapeutas reconocen que es im posible tran sfo rm ar el


rol de uno de los m iem bros de la fam ilia sin tra sto rn a r los de
los dem ás. No o bstante, la división de tareas y funciones dentro
de la fam ilia a m enudo es considerada desde una perspectiva
muy lim itada. Al p reg u n tar cómo se rep arten los quehaceres
dom ésticos m uchas veces no se reconoce q u e la división del tra ­
bajo en el hogar es, en parte, u n a consecuencia de la separación
en tre trab ajo rem unerado y tra b a jo dom éstico, con la consi­
guiente desvalorización de este últim o. Los terapeutas tradicio­
nales, cuando constatan que algunas m ujeres tienen m ás res­
ponsabilidad y poder en la casa que el hom bre, pasan p o r alto
el hecho de que habitual m ente los hom bres gozan de poder y
prestigio fuera de ella. P or tanto, los terap eu tas de la familia
no deberían «devolver» el p o d er d en tro de la fam ilia al padre,
reduciendo aún m ás la auto-estim a de la m ad re y su lim itada
autoridad. Como ya se ha señalado anteriorm ente, la observa­
ción de que norm alm ente los padres poseen el rol profesional
y las m ujeres el expresivo, ha inducido a los expertos en el tema
de la familia y de la educación de los niños, a d a r p o r sentado
que tales tarcas son necesarias para el funcionam iento norm al,
pero las p ruebas que fundam entan esta suposición, en el m ejor
de los casos, son equívocas.
M uchas p arejas com parten las responsabilidades sin tener
en cuenta los estereotipos tradicionales h asta el nacim iento del
p rim er hijo (43). La llegada de un hijo precipita un cam bio de
poder y de tipo de relación en tre la pareja. E n este m om ento
puede su rg ir el m alestar o el resentim iento en la persona que
tiene que asu m ir las responsabilidades de cu id ar a los hijos:
resentim iento que puede conducir al d eterioro de los vínculos
afectivos establecidos en el período an terio r. Al m ism o tiempo,
una m u je r au to ritaria es considerada, generalm ente, p o r su fa­
m ilia y p o r los terapeutas, com o un m onstruo, ya que esta acti­
tu d se a p a rta del estereotipo habitual, y adem ás, en realidad,
se ha ido produciendo una dism inución del p o d er lim itado que
tiene una m u jer p ara to m ar decisiones y g o b ern ar la vida de
los m iem bros de la fam ilia a m edida q u e ésta ha ido perdiendo
im portancia.
A m enudo, las m ujeres p referirían co m p artir la tom a de de­
cisiones en la fam ilia (36). Las m adres tienen que hacerse cargo
de m uchas decisiones insignificantes, pero el hecho de que los
padres no participen indica, tan to a la m adre com o a los hijos,
que éstas carecen en realidad de im portancia. El terap eu ta debe
ayudar a los m iem bros de la fam ilia a exam inar el proceso de
tom a de decisiones y p o r quién se com parten éstas.
Tam bién debe exam inarse la tendencia de la m adre a agrade­
cer a los dem ás m iem bros de la fam ilia el hecho de q u e le ayu­
den en las tareas dom éstica. M ientras que se m u estra agrade­
cida a los dem ás y éstos esperan su agradecim iento, se entiendo
que ella está realizando su trab ajo y no un tra b a jo que com pete
al conjunto de la familia. Además, es im posible q u e los hijos
participen de buen grado en tareas que el padre, m ediante su
no colaboración, considera degradantes.
¿Qué debería ser antes: el tra b a jo o la fam ilia? La terapeuta
fem inista tiene que hacerse cargo de la com plejidad de esta p re ­
gunta. A m enudo, la decisión se precipita p o r la elevada rem u­
neración de un trab ajo técnico. Como son los h o m bres quienes
traen el dinero, se espera que su m u jer y sus h ijo s se ajusten
a sus necesidades. Ahora bien, cuando u n a m u je r tra b a ja la fa­
milia le sigue exigiendo que an te todo se dedique a ella (6) y se
espera que las m ujeres estén dispuestas en todo m om ento a
in te rru m p ir su actividad p ara aten d er las exigencias fam iliares.
Tuve un caso en el que un p ad re sin em pleo y su h ija ya adoles­
cente esperaban que llegara la m adre del trab ajo para que hi­
ciera la cena. Seguram ente, no todos los terap eu tas habrían
cuestionado este hecho.
Los terap eu tas de la fam ilia tiene q u e ser conscientes de que
las m ujeres poseen las m ism as opciones que los hom bres, y no
deben h acer una propaganda excesiva, p ara que aquellas tra ­
bajen fu era del hogar, cuando los em pleos asequibles son m o­
nótonos y degradantes y están mal pagados. Además, hay m u­
je re s que han sufrido tal tipo de socialización, que se sienten
auténticam ente felices con la «profesionalización» del trab ajo
dom éstico en su vida corriente. E stim u lar a las m ujeres para
que salgan a tra b a ja r sin que se reduzca la carga del trab ajo
dom éstico, no constituye sino un acto punitivo ligeram ente dis­
frazado. La realidad económ ica es tal que aunque los dos m iem ­
bros de la p areja tra b a ja ra n m edia jo rn ad a, o la m u jer trab a­
ja r a d u ra n te la jo rn ad a com pleta en lu g ar del m arido, se p ro ­
duciría una dism inución de los ingresos fam iliares, debida a las
diferencias e n tre la capacidad salarial de los h o m bres y las m u­
je re s, pérdiéndose los ingresos supletorios de un tra b a jo de
m edia jo m a d a. A p esar de estas lim itaciones, el tra b a jo fuera
de casa puede su p o n er u n a intensa experiencia. Los terapeutas
deben co n trib u ir a que la fam ilia reconozca, no sólo los aspec­
tos positivos, sino tam bién las enorm es b a rre ra s sociales que
operan co n tra un cam bio significativo en la fam ilia y no abogar
p o r soluciones fáciles, que posiblem ente tengan pocas posibili­
dades de éxito. P or o tra p arte, aco n sejar a las m ujeres que p e r­
manezcan en sus roles tradicionales puede tra e r repercusiones
p ara su fam ilia en térm inos de rencor, frustración y /o un com ­
prom iso excesivo y sofocante con los hijos (47).
La m adre, al igual que el resto de los m iem bros de la fam i­
lia, tiene que ab an d o n ar la idea de que debería e s ta r totalm ente
disponible an te cu alq u ier exigencia de cualquiera de los o tro s
m iem bros. Si quiere ab an d o n ar p a rte del p o d er asociado al he­
cho de ser fundam ental en la fam ilia, debe relacionarse con
cam pos exteriores al hogar donde puede lograr autonom ía, un
salario y o p ortunidades p ara d esarro llar sus capacidades. La
am bivalencia de las m u jeres y su resistencia a ab an d o n ar la
responsabilidad d en tro de la fam ilia constituye u n a defensa con­
tra el sentim iento de culpa que le produce no o cu p ar su rol
sexual tradicional y co n tra la ansiedad que experim entan cuan­
do se separan de las p au tas fam iliares de esposa y m adre. Algu­
nas m edidas específicas que puede to m ar el terap eu ta son: su­
g erir y poner a prueba nuevos program as de tra b a jo dom éstico,
im plicando al padre en las tareas de la casa, el cuidado de los
niños y tom a de decisiones; exigiendo responsabilidades a los hi­
jo s apropiadas a su edad y ayudando a que la fam ilia desarrolle
una red de apoyos que le an im ará a an ticip arse a los cam bios.
La m adre puede d esarro llar conductas m ás apropiadas p ara
su realización, al m ism o tiem po que aprende a fijarse m etas
m ás realistas. Uno de los p rim ero s indicadores de cam bio puede
ser una dism inución de la tendencia de la m ad re a criticar, lo
que a m enudo constituye u n a consecuencia no reconocida de
su posición inferior. Todos los m iem bros de la fam ilia pueden
beneficiarse del aum ento de la conciencia proporcionado p o r la
terapia. La com prensión de los diferentes roles se desarrolla
cuando se pide a los p adres y a los hijos que analicen q u é es
lo que Ies gusta y lo que no les gusta de ser hom bres y m u­
jeres.

COMUNICACION

M uchos terap eu tas de la fam ilia se ocupan de la com unica­


ción, pero pocos han analizado la relación e n tre los estilos de
com unicación y los roles m asculino y femenino. N orm alm ente
se considera que las m u jeres no tienen nada im p o rtan te que
decir y, p o r tan to , no se las escucha con interés, pues se las
considera com o un accesorio d en tro de la fam ilia o de la rela­
ción conyugal. («Buenos días, S ra. S m ith, ¿qué hace su m ari­
do?»). Al igual que los niños, las m u jeres no son tom adas en
serio, o bien, cuando hablan de tem as serios se les acusa de
im itar a los hom bres (4). Las investigaciones realizadas sobre
la com unicación no verbal d em u estran constantem ente que las
m ujeres son tra ta d a s y se com portan como si fueran inferio­
res (33). E sta ausencia de confirm ación que experim entan las
m ujeres tiene u n a serie de consecuencias de las q u e los te ra ­
p eu tas deberían to m ar conciencia: se las considera m achaconas
porq u e hablan co nstantem ente buscando que se les p reste aten ­
ción. o bien tím idas o despistadas porque se expresan indirec­
tam ente y con cautela p a ra ev itar la desaprobación.
La naturaleza transacional de la terap ia fam iliar revela las
pau tas habituales de com unicación en la fam ilia com o no podría
hacerlo ningún o tro método. P or ejem plo, la p erso n a m achacona
puede ser observada no sólo en función de la reserva y desinte­
rés que m uestra su com pañero y q u e provoca esa conducta in­
sistente, sino tam bién en función de la tercera p erso n a del
triángulo cuya actitu d puede se r la del que recibe u n a lección,
o bien inhibida o distante, ofendida o indiferente, etc.
La transform ación de las p au tas de com unicación en la fa-
mil La es considerada por algunos teóricos com o !a técnica m ás
Im po rtan te p ara lo g rar un cam bio de conductas y de actitu ­
des (16, 48)* La fam ilia puede poner en práctica nuevas formas
de com unicación, como el cambio de roles a trav és de la repre­
sen ración, o la crítica y ejercicios para ap ren d er nuevas form as
de interacción y p ara com prender los aspectos que c)dimitan
los roles tradicionales de cada uno.
Los grupos fem inistas de condcncíacíúQ han desarrollado
reglas de com unicación p ara ayudar a que las m ujeres se ex­
presen y sean escuchadas. Algunas son sem ejantes a las que
utilizan los terap eu tas de la familia, por ejem plo: no evitar
relacionar la experiencia p articu lar con lo universal (gene­
ralización),, conseguir ser específicas {«¿Qué significa ésto p ara
u ste d ?*) y conceder un pape) significativo a las opiniones, no
sólo a los hechos. Todas ellas inducen a descalificar menos frc j
cuenlom ente las experiencias de las m ujeres o su estilo de ex­
presión que el m odo racional en que Ius hom bres han sido so­
cializados. He esta form a, el terapeuta puede reforzar una m ayor
variedad de expresiones em ocionales sinceras y una m ayor sen­
sibilidad hacia tas em ociones por p arte de aquellos hom bres
que han reprim ido o despreciado la expresión de su mundo
em ocional.

BARRERAS GENERACIONALES

M uchas veces se considera que la elim inación de las b a rre ­


ra* generacionales es congL-uenie con un funcionam iento fam i­
liar sano (37), La ru p tu ra de eslas b arreras puede sobrevenir
cuando uno de los padres está aliado, de form a m ás estrecha,
con un h ijo que con el cónyuge. £1 terap eu ta no sensible a las
diferencias de poder en los roles fam iliares puede que no com­
prenda [a alianza que se establece en tre una m ad re y un hijo
con tra una m adre exigente. Algunas veces, parecen no ex istir
b arreras generacionales, sino una unidad am o rfa de padres e
hijos, en la que los padres evitan la carga de to m a r decisiones y
responsabilidades m ediante una falsa igualdad. En el caso de
pací íes excesivamente dependientes se puede llegar incluso a la
situación de que sean los propios hijos los que hacen el papel
Je padres.
Por otro tado, e] terapeuta tiene que ten er presente el bajo
sta tu s que se condene a las personas de edad en n u estra so ­
ciedad, sobre lodo a las m ujeres. P or ejem plo, a veces la m adre
intenta convertirse en una com pañera m ayor para su hija. En
estos casos el terap eu ta debería tra b a ja r en el sentido de res­
ta u ra r la alianza en tre los padres sin llegar tam poco a reforzar
Jas exageradas diferencias de status, que so han desarrollado
entre adultos y niños en los tiem pos m odernas.
Se lift señalado que ios hijos producen un afecto de deterio­
ro en la relación conyugal, en término!» de dism inución de la
com prensión, del am o r y de ta satisfacción en general (19).
E sto podría muy bien ser consecuencia de Ja insatisfacción de
la m adre respecto a Ja carga asignada p o r su nyJ y la falta de
p articipación y de interés sincero por p a rto del padre en el cui­
dado de los hijos. La disponibilidad de la m adre para con los
híj os facilita til estrecham iento de alianzas y ia perpetuación
de los roles sexuales estereotipados. Las m adres tienden a ntt'
íízar a sus hijas {o hijos) com o confidentes porq u e su aislam ien­
to respecto a o tro s adultos las confina a 3as funciones de ama
de casa y de m adre. De este modüj las m ujeres trasladan su
sentim iento de inutilidad y hum illación tan to hacia los hijos
com o hacia las hijas. Por o tro lado, la falta de disponibilidad
del p ad re afecta tan to a los hijos com o a las hijas y a la m adre.
A los hijos, p o rq u e no les proporciona un m odelo p ara ap ren ­
der, y a las hijas, porq u e [es hace d esarro llar una imagen det
hom bre rom án tica y lejana, un ideal irreal que no pueden satis­
facer cuando alcanron la edad ad u lta.
D urante la adolescencia las hijas están p articu larm en te divi­
didas entre la identificación con la m adre y la identificación to n
el padre. Bs en este periodo cuando las jóvenes se dan cuenta
progresiv? m ente de que ciertas trayectorias profesionales Ies
están vedadas. La h ija que m antiene una relación estrecha con
su m a d re h pero está in teresad a en llevar una vida diferente,
puede se n tir que la está traicionando y com pitiendo Con ella.
Si se identifica con su padre y asp ira a una carrera, ésto puede
in terferir en su relación con la m adre, así como en el desarrollo
de los aspectos fem eninos de su identidad (38), Un t e r a p e u t a
sensible a Ta confusión que sufren tas jóvenes d u ran te este p e­
ríodo puede proporcionarEes un apoyo facilitando un m odelo de
identificación que valore al m ism o tiem po la carrera y la fa­
m ilia.
A veces, los herm anos d e s a r r o l l a n un fuerte subsistem a i n ­
dependiente de los padres. Los padres y los te ra p eu ta s pueden
ayudarles a liberarse de los roles sexuales fijos. Con m ucha fre ­
cuencia no se reconoce h asta qué punto los herm anos co n trib u ­
yen entre sí a un m utuo d esarrollo a !ravés de la socialización,
el c o n t r o l y las «operaciones de rescate».
Muchas veces. los padres eligen a los hijos pequeños p ara
satisfacer sus propias necesidades. Los terapeutas deben darse
cuenta de h asta qué punto los hijos ap o rtan entusiasm o y vida
a una fam ilia e incluso se p o rtan mal p ara m an ten er el funcio­
nam iento del sistem a fam iliar. Puede darse el caso de que los
padres estim ulen sutil o inconscientem ente a su hijo p ara que
se p o rte mal cuando lo único que les une entre sí es enfren­
tarse a la m ala conducta del mismo. El rechazo del colegio, así
como o tras conductas subversivas pueden suponer en realidad
un apoyo p ara un progenitor depresivo, especialm ente la m adre.
En la m edida en que el terap euta puede co n trib u ir al desarrollo
de la independencia y autoestim a de la m adre, así como a lo­
g ra r una apreciación favorable p o r p arte del padre, libera a los
hijos de «reforzar» a la m adre m ediante una m ala conducta.

RECONCEPTUALIZACION DE LA DESVIACION

Las categorías de diagnóstico no son útiles p ara un enfoque


de la fam ilia como sistem a porque contienen connotaciones in-
trapsíquicas y de causalidad que no se adecúan a este modelo.
El terap eu ta fam iliar puede seguir los pasos de las terapeutas
fem inistas evitando la utilización de etiquetas que im pliquen
que el a trib u to pertenece al individuo an tes que a la situación.
Las categorías de diagnóstico se cen tran en los individuos en­
m ascarando la existencia de condiciones particu lares en la so­
ciedad que son las q u e producen m alestar en estos individuos.
El hecho de que una determ inada conducta ya se haya convertido
en habitual como resultado del reforzam iento ejercido p o r las
pau tas de socialiación, no significa que el terap eu ta deba a d o p
ta r un m odelo intrapsíquico. P or ejem plo, debería reconocerse
que la infelicidad de las m ujeres en las fam ilias está dem asiado
extendida com o p ara seguir consideránola como una debilidad
o un defecto individual. Como lia subrayado H alleck (41), aquel
tratam iento que no anim e al paciente a exam inar y evaluar la
influencia de su entorno, lo único que consigue es consolidar
el «status quo».
La observación de la utilización del lenguaje es im portante
porque m ediante él pueden exagerarse las diferencias en tre los
sexos, a m enudo con connotaciones despectivas (14). Algunas
de las categorías despectivas que se utilizan están im puestas
p o r la cu ltu ra m asculina dom inante, por ejem plo: «bonita»,
«sexy», «fea», «rubia», «regordeta», y o tras p o r el estilo (23).
O tras reflejan claram ente la existencia de un criterio doble
p ara hom bres y m ujeres. El uso del m asculino de form a gené­
rica niega las experiencias de la m ujer. Considerem os, p o r ejem ­
plo, la utilización de ciertas categorías com o «ausencia de pa­
dre» y «privación m aterina»; el hecho de que cuando es el hom­
b re el que gana el pan la fam ilia sea considerada com o tradicio­
nal, y en cam bio, se hable de familia m atriacal cuando es la
m adre la que lo gana (39). «Débil» es una categoría que se ap li­
ca a las m ujeres; peyorativam ente tam bién se aplica a los hom ­
bres pero, ai igual que ocurre con la categoría «fuerte», su sig­
nificado sólo se puede com prender en térm inos transaccionales.
O curre adem ás que, al m o strarse incom petente, lo que hace la
persona débil de la fam ilia es refo rzar a la fuerte» im pidiendo
que la fragilidad de este últim o salga a la luz. De esta form a, el
am a de casa con sentim iento de inadecuación o la m u jer miedo­
sa consiguen que el cónyuge y el resto de los m iem bros de la
fam ilia aparezcan como fuertes, protegiéndoles de hecho.
Un ejem plo de clasificación peyorativa m uy utilizada en la
sociedad contem poránea es la de «pasivo-agresivo». Lo que tiene
que hacer el terap eu ta es exam inar las condiciones q u e obligan
a los individuos a utilizar m étodos encubiertos e indirectos para
alcanzar sus m etas. Algunas conductas, como las fobias, pueden
in terp retarse como casos extrem os de la dependencia y tim idez
fem inina, o como una consecuencia, bien de la inexperiencia
de las m ujeres, bien de los tabúes en to m o a su capacidad de
afro n tar y vencer obstáculos en un «m undo de hom bres». Los
terapeutas suelen cu lp ar a las m ujeres con dem asiada frecuen­
cia p o r una dependencia que les h a sido im puesta a lo largo
de toda la vida.
Existen toda una serie de m étodos que los terap eu tas sen­
sibles al abuso de calificaciones peyorativas con respecto a las
m ujeres pueden poner en práctica. Por ejem plo, ayudar tanto
a hom bres como a m ujeres a liberarse de las expectativas es­
tereotipada qu e les conducen a esconder cualidades propias que
les han enseñado a considerar inaceptables. P or o tro lado, los
terapeutas pueden a m enudo p ercib ir atrib u to s en los m iem ­
bros de la fam ilia, atrib u to s ocultos, y haciéndolos n o tar pue­
den cam biar la form a de percepción e interacción de estos
m iem bros de la familia. Conceptos como «bueno» o «malo»
m uestran el efecto simplificado)- de las categorizaciones en la
com plejidad de las personas. En el caso de una herm ana mayor
«mala», me fue posible d o tarla de o sustraerle algo de lo «bue­
no» de su herm ano m enor llevando la atención de la familia
hacia la contribución que generalm ente ap o rtan los herm anos
m ayores por ser buenos índices de los lím ites y reglas de la
fam ilia. E sto enfatiza las sim ilitudes, y no las diferencias, en tre
los herm anos.

LOS MODELOS

El fem inism o reconoce que uno tic tos aspecto# m is im por­


tantes de los «grupos de concienciación» es la o p o rtunidad de
que cada m u je r se convierta en un modelo p ara Jas dem ás.
E xisten loda una serie de m údelos m asculinos de é¿¡ito en la
vida pública, en los negocios, en las diferentes profesiones y
en !us m edías de com unicación de m asas; pero las m ujeres ca­
recen de m odelos fem eninos debido a que, com parativam ente,
hay m uchas m enos m ujeres que ocupan posiciones destacadas.
Por o tra parte, a! p erm an ecer en sus casas. las m ujeres se en­
cu en tran aisladas em re sí. La tti'ap ctu a fem inista puede ofrecer
un m odelo gratificante para las pacientes, pero he notado que
h asta a] más liberal de los hom bres le es m uy difícil reconocer
que una terap eu ta puede o frecer algo que él no pueda ofrecer.
Algunos lerap cu tas dicen que es m ejor para una m u je r que Su
terapeuta sea mascnJino, porque así se le puede pro p o rcio n ar un
modelo de identificación diferente a! que la paciente está acos­
tum brada {26), Pero lo que aq u í no se considera es que el te ra ­
peuta, al o frecer un m odelo m asculino diferente, refuerza los
estereotipos tradicionales, ¿lando p o r supuesto que la paciente
necesita un hom bre especial que la trate de m anera diferente
a com o los dem ás hom bres lo han hecho h asta entonces. Lo que
la m ujer tiene que ap ren d er no es que algunos h o m b r e s son
diferentes, sino cóm o co n v ertirse ella en una m u je r diferente.
Al m odelar diferentes conductas, la terap eu ta fem enina pue­
de ayudar a las m ujeres a liberarse de los rasgos de grupo m i­
n o ritario que han desarrolladu debido a su falta de poder y a
su posición secundaria, rasgos tales como sentirse descontentas
de su sexo, poseer una imagen negativa de sí miomas, sentirse
¡elevadas, inseguras, tím idas en sus aspiraciones, exhibiendo
conductas conciliadoras (23). O tra cualidad que las terapeutas
fem inistas pueden p roponer como m odelo a toda la familia es
la com petencia fem enina. Sin em bargo, en la terap ia de familia,
es preciso que el terap eu ta tenga cuidado en no convertir a los
m iem bros de la familia en incom petentes, reforzando sólo a
uno de ellos, el padre o la m adre, com o el m ejor, el más sabio,
el m ás justo* y el que se encarga de todo. La terapia tradicional
ha fom entado con m ucha frecuencia que las m ujeres se consi­
derasen incapaces. El m ejor m odelo pai*t los padres no es el
terapeuta que se considera un superhom bre, o una su p erm u jer,
sino aquel que reconoce su falta de conocim iento en algunos
aspectos.

PROPIEDAD E INTIMIDAD

Del mism o m odo que las terap eu tas de la G cstalt han busca­
do un desarrollo del sentim iento de propiedad de] individuo eon
respecto a sus sentim ientos y actitu d es, haciendo uso de afirm a­
ciones del «yo» p ara este fin, las terap eu tas fam iliares tam bién
pueden estim u lar el sentido üe la propiedad. N orm alm ente las
m ujeres no se sienten seguras respecto a su participación en
los ingresos económ icos fam iliares, y es posible que ¡as te ra ­
peutas necesiten ayudarles a negociar con el resto de los m iem ­
b ro s de la fam ilia para que puedan apropiarse de muchos^ as­
pectos de su vi ti a. Muchas veces las m ujeres no poseen n i si­
quiera los elem entos más esenciales de su propia intim idad,
careciendo incluso de espacio personal; su espacio está asocia­
do con su Trabajo en la casa —p o r ejem plo, la cocina y el cu ar­
to de h co stu ra (28)—. Tam bién carecen de tiem po personal y
se sienten culpables de g astar dinero de form a irve s polis abk-
Un terap eu ta sensible pudría an im ar a una m ujer, d esarro llar
sus ap titu d e s y aficiones así como sus sentim ientos y opiniones.
Al d esarro llar en las m ujeres el sentido de la p ropiedad en o tro s
terrenos se lias ayuda a adueñ arse de sus propios cuerpos. De­
term inadas experiencias tales como la m e n stru ació n la m eno­
pausia, tensiones en torno al período m enstrual, Ha lactancia
y el alum bra miento, suponen situaciones de crisis que las m u­
je re s m inea se atreven a co n tar al terap eu ta sí éste es un hom ­
bre.
O tro problem a es si la solidaridad fam iliar es com patible con
et sentido de la propiedad individual, E! terap eu ta debe señalar
la im portancia de la personalidad de la m adre y de los demás
m iem bros, y explicar que la fam ilia no tiene p o r qué s e r una
fortaleza o una prisión. Desde el m om ento en que las m ujeres
han sido educadas para Creer que su valía personal y su idea­
lidad están indisolublem ente ligadas al hecho de en co n trar un
buen m arido y de cu id ar de su familia, es muy fácil que utilicen
la terapia para h a b la r de su relación con tos hom bres en lugar
de referirse a su propia identidad (3), El terap eu ta de fam ilia
puede tener una im portancia capital al reforzar positivam ente
todos aquellos pasos, que conducen hacia fina concepción de] yo,
que no provenga únicam ente de la identificación can las molas
fam iliares, la dedicación y responsabilidad fam iliar.
ALIANZAS TERAPEUTICAS

Un p roblem a que surge a lo largo de la terap ia fam iliar, y a


través de las intervenciones y alianzas del terap eu ta, es el sexo
del propio terap eu ta. ¿Se in te ra ctú a de form a d iferen te con los
hom bres que con las m u jeres? ¿Puede un hom b re se r terap eu ta
fem inista? P or supuesto, un hom b re no m achista es m ejo r que
una terap eu ta m achista. La diferencia de poder e n tre hom bres
y m ujeres sigue constituyendo un gran obstáculo. Es m ás, ya
que el estereo tip o de m asculinidad exige al hom b re d em o strar
siem pre que es una persona com petente, puede o c u rrir que le
resulte m ás difícil que a las m u jeres id en tificar y reconocer
sus propios p reju icio s sexuales. E sto s p u n to s débiles del te ra ­
p eu ta le llevan a refo rzar la p a u ta s tradicionales, ya sea alián­
dose con un a m u jer p ara «protegerla», lo q u e en realidad cons­
titu iría un acto com petitivo p ara el m arido, o estableciendo una
alianza con el m arido, c o n tra la esposa.
Un asp ecto esencial de la terap ia fam iliar consiste en que el
te ra p eu ta debe e s ta r co m prom etido con todas las perso n as de
la fam ilia (20). E sto significa que la m ayoría de las veces tiene
que estab lecer alianzas con fines terapéuticos. Pero u n a alianza
no significa necesariam ente « estar de acuerdo». Si el terap eu ta
tiene experiencia le es fácil aliarse con un m iem bro de la fa­
milia, bien en cu an to a su atención u opiniones, o bien aprove­
chando los aspectos sintónicos de la personalidad tan to del te­
rapeuta com o del paciente, y sin em bargo ap o y ar m ien tras tan­
to puntos de vista y actitu d es de o tro m iem bro de la fam ilia.
Por ejem plo, es m uy co rrien te q u e al principio se necesite esta­
blecer una alianza de algún tipo con el p a d re que se m u estra
reacio a p a rtic ip a r en la terapia, p ara aseg u rar su asisten cia y
participación en los estadios iniciales de la m ism a.
La terap eu ta fem enina m uchas veces será considerada como
una alianza de la m ad re a causa de su sexo; de la m ism a fo r­
ma, tam bién se cree q u e el te ra p eu ta m asculino establece alian­
zas con el p a d re en m uchos de los casos en los que esto no
es así. A m enudo se da p o r su p u esto que el padre y el terap eu ta
en cuanto q u e son dos personas m ás razonables (poderosas),
poseen una alianza n atu ral. Raw lings y C árter (42) refieren una
sesión con dos terap eu tas, un p siq u iatra y un asisten te social
am bos hom bres, en la q u e la m ad re se sentía com o u n a liebre
acosada p o r u n a m anada de lobos. A veces las m u jeres necesi­
tan el apoyo de una terap eu ta m u jer q u e se oponga a las alian­
zas tradicionales y sea capaz de lib e ra r los sentim ientos re p ri­
m idos de ira, inutilidad y envidia que tienen los h o m bres (25).
M uchas p a re ja s casadas que hacen co-terapia creen que ofre­
cen un m odelo de p areja norm al o liberada, según los casos.
P articipo de la opinión de S ager (46) de que «utilizarse a si
m ism os com o m odelos de un rol supone un procedim iento am ­
biguo, p o r p a rte de la pareja, basado en una idealización de la
im agen propia» (p. 128). P or sí solo, el casam iento de u n a pa­
re ja que está haciendo co-terapia no constituye ninguna g aran ­
tía de efectividad terapéutica (27). Si existen d iferencias en
cuanto a la experiencia, form ación, y esta tu s de los co-terapeu-
tas, aparecerá u n a desigualdad de base que los m iem bros de la
fam ilia percibirán , independientem ente de los roles q u e los co-
terap eu tas im aginen e s ta r rep resen tan d o en las sesiones. Asi­
m ism o, se observa que la terap ia realizada p o r u n a p areja
hom bre-m ujer refuerza las p au tas de co n d u ctas opresivas para
las m ujeres (2); adem ás, casi no existe ninguna p areja co-tera-
péutica en que la m u jer sea m ayor de edad q u e c f hom bre.
Algunos te ra p e u ta s prefieren tra b a ja r en equipo de dos, p o r­
que reconocen q u e la terap ia fam iliar puede ad o p ta r el aspecto
de una com petición, en la q u e cad a cónyuge busca un aliado
p ara g an ar un p artid o de reproches (42). El terap eu ta debe p er­
cibir que las conductas de algunos m iem bros de la fam ilia
tienden a b u sc ar alianzas e in tro d u cir al terap eu ta en un triá n ­
gulo a expensas de o tro s m iem bros de la fam ilia. Aquellos que
esperan y dan p o r sentado que las conductas fem eninas h a d a
los hom bres son básicam ente envidiosas o sedu cto ras, están
encerrados en una form a de p en sar estreo tip ad a que in te rferirá
en su capacidad de ayuda, a la vez q u e debe p asar p o r alio el
enorm e significado em ocional que en n u estra sociedad tienen
los hom bres p o r el hecho de ser hom bres. O rlinsky y Ho-
w ard (39) han señalado q u e sólo la reactividad em ocional del
paciente hacia el sexo del terap eu ta puede an u la r la experiencia,
talento y entusiasm o que éste puede a p o rta r. O tro problem a
p ara el terap eu ta m asculino puede ser el de ten er que en fren ­
tarse a la ira de las m u jeres cu an d o éstas se dan cu en ta de la
irrelevancia y falta de o b jeto d e sus actividades diarias. Por
supuesto, la terap eu ta fem enina se puede e n c o n tra r con el pro­
blem a de la falta de resp eto o de las objeciones que, en cuanto
a su com petencia terap éu tica, pueden su rg ir al nivel de las
m ujeres profesionales com o pacientes. No o b stan te, de igual
m odo que el m arido y los hijos apren d en a tr a ta r con una te ra ­
peuta com petente, ap ren d erán a tr a ta r con la esposa y m adre
de fam ilia de u n a form a nueva.
CONCLUSION

La terap ia fam iliar p roporciona o p ortunidades p ara el cam ­


bio social inasequibles desde o tro s enfoques terapéuticos. El te­
rapeuta se en cu en tra con problem as fam iliares q u e reflejan las
norm as tradicionales y las expectativas que los p ad res traen de
sus propias fam ilias de origen e in ten tan m an ten er en su familia
actual. El enfoque de la terapia de la fam ilia com o un sistem a
es congruente con la terap ia fem inista en cu an to que exam ina
la conducta en térm inos de sus d eterm inantes económ icos y so­
ciales y no basándose en un enfoque centrado en el individuo.
Un terap eu ta de la fam ilia, de orientación fem inista, puede
in terv en ir de m uchas m aneras p ara tran sfo rm ar las consecuen­
cias opresivas de los roles y expectativas estereotipadas. A me­
dida que la conciencia em ergente va ganando terren o en la
fam ilia, los m iem bros van reconociendo las presiones sociocul-
turalcs que p erp etú an los roles sexuales tradicionales y buscan
form as de liberarse de tales presiones. La revisión de las téc­
nicas de la terap ia de la fam ilia, desde una perspectiva fem i­
nista, indica q u e dicha terap ia es perfectam ente posible, sin
favorecer p o r ello los roles sexuales estereotipados.
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Página*

Propósito del libro y presentación de artículos: C. Sáez


B uenaventura........................................................................... 7
Carmen Sáez Buenaventura: Mujer, locura y feminismo ... 9
Walter R. Gove y Jannette Tudor: Roles sexuales adultos y
enfermedad m e n ta l.................................................................. 59
Paulinc Barí: Depresión en mujeres de mediana edad ... 87
Marlene Boskind-Lodahl: Las hermanastras de cenicienta:
Una perspectiva feminista de la nuorexia nerviosa y de
la b u lim ia .......................................................................... ..... ...115
Ann Wolbert Burgess y Linda Lytle Holmstrom: Síndrome
del tráum a de v io lació n ......................................................... 135
Carol J. Barret: La m ujer en la v iu d e z.................................... 151
Phytlis Anesler: Paciente y patriarca: Las mujeres en la rela­
ción psicotcrapéutica.............................................................. 169
Janet Marecek y Kiane Kravetz: Mujer y salud mental: Un
análisis de los intentos feministas de c a m b io ................... 203
Routh Moulton: Algunas consecuencias del nuevo feminismo 215
Rachel T. Hare-Mustin: Un enfoque feminista de la terapia
fa m ilia r...................................................................................... 231

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