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Plomería filosófica

Mary Midgley

La filosofía es el saber que subyace bajo otros saberes y los interconecta. Sin embargo,
la gran red comunicante puede obstruirse e incluso puede hacer explosión. En el
siguiente ensayo, la veterana filósofa explica, llave inglesa en mano, cuál sería el
camino para desbloquear los vasos comunicantes.

¿Es la filosofía como la plomería? He hecho esta comparación en varias ocasiones,


queriendo recalcar con ello que el filosofar no es sólo admirable, elegante y difícil, sino
además necesario. No es opcional. Esta idea causó alguna sorpresa e incluso ha sido
considerada más bien indigna. La cuestión de la dignidad es muy interesante y volveremos
a ella al final de este escrito. Pero primero me gustaría explorar la comparación de una
forma más completa.

La plomería y la filosofía son actividades que surgen debido a que culturas desarrolladas
como las nuestras tienen bajo su superficie un sistema bastante complejo que usualmente
pasa inadvertido, pero que en algunas ocasiones no funciona como es debido. Esto puede
tener graves consecuencias en ambos casos. Cada sistema abastece las necesidades básicas
de aquellos que viven encima de él. Cada sistema es difícil de reparar cuando tiene fallas,
porque ninguno fue conscientemente planeado como un todo. Ha habido muchos intentos
ambiciosos por reformarlos. Pero, para los dos sistemas, las complicaciones existentes
usualmente están muy difundidas como para permitir un nuevo comienzo radical.

Ninguno de los dos sistemas tuvo nunca un diseñador especializado que supiera
exactamente qué necesidades tendría que satisfacer. Por el contrario, los dos han crecido
imperceptiblemente a través de los siglos en la misma forma en la que crecen los
organismos. Están siendo alterados gradualmente, aunque de forma constante, para
satisfacer las exigencias cambiantes de los estilos de vida que se ramifican encima de ellos.
En consecuencia, ambos sistemas son ahora muy complejos. Cuando surge un problema, se
requiere un conocimiento especializado si es que ha de haber esperanza de localizar la falla
y corregirla.

Aquí, sin embargo, nos topamos con la primera diferencia notable entre los dos casos. En
cuanto a la plomería, todo el mundo acepta la necesidad de especialistas preparados. En
cuanto a la filosofía, muchas personas —especialmente los ingleses— no sólo dudan de su
necesidad, sino que con frecuencia son escépticos, incluso respecto a la existencia misma
del sistema subyacente, el cual está oculto de manera más profunda. Cuando los conceptos
con los que vivimos fallan, normalmente no gotean del techo o inundan la cocina.
Simplemente distorsionan y obstruyen nuestro pensamiento de forma silenciosa.

Nosotros con frecuencia no notamos de manera consciente esta oscura disfunción, así como
notamos la incomodidad ante un constante mal olor o ante una gripa que se desarrolla poco
a poco. Podríamos lamentarnos diciendo que nuestra vida va mal, que nuestras acciones y
relaciones no resultan como nos lo proponemos; pero puede ser muy difícil ver el por qué
de lo que está pasando y qué hay que hacer al respecto. Encontramos mucho más simple
buscar la fuente del problema fuera y no dentro de nosotros. Es notoriamente difícil ver
errores en nuestra propia motivación o en la estructura de nuestros sentimientos. Pero es de
alguna manera más complejo —incluso menos natural— enfocar nuestra atención hacia
aquello que puede estar mal en la estructura de nuestro pensamiento. La atención se dirige
de manera natural hacia fuera, hacia posibles faltas externas del mundo a nuestro alrededor.
Cambiar la dirección del pensamiento dirigido hacia fuera para mirarse críticamente a sí
mismo es algo bastante complicado. Es por eso que, en cualquier cultura, la filosofía es un
desarrollo relativamente tardío.

Sin embargo, cuando las cosas fallan, tenemos que mirarnos críticamente. Entonces
debemos, de algún modo, reajustar de nuevo nuestros conceptos subyacentes, debemos
cambiar el conjunto de supuestos con los cuales crecimos. Debemos reformular aquellos
supuestos —los cuales normalmente se encuentran desordenados e inarticulados— para así
encontrar la fuente del problema. Y esta nueva formulación debe ser puesta a disposición
de todos en una forma tal que los cambios necesarios sean vislumbrados como cambios
posibles.

¿Disputas entre filosofía y poesía?

La necesidad de replantear nuestros conceptos es precisamente la necesidad para cuya


satisfacción existe la filosofía. Y ésta no es una necesidad sentida sólo por personas con un
alto grado de educación. Es una necesidad que incluso puede estropear la vida de personas
que tienen muy poco interés en el pensamiento, y su fuerza puede ser vagamente sentida
por cualquier persona que intente pensar. Cuando esta fuerza se torna más impetuosa, las
personas que están decididas a pensar de una forma particularmente rigurosa se las ingenian
para crear remedios contra su oscura molestia; así fue como comenzó la filosofía. Una y
otra vez en el pasado, cuando los esquemas conceptuales comenzaron a fallar, alguien
encontró el medio para sugerir un cambio que retirara el obstáculo, permitiéndole al
pensamiento fluir hacia donde fuera necesario.

Efectuado el cambio, los que lo presencian tienden a lanzar profundos suspiros y decir:
“Claro, yo ya lo sabía. ¿Por qué no se me ocurrió decirlo antes?”. (Algunas veces, de
hecho, piensan que en realidad ya lo habían dicho...). Las nuevas sugerencias usualmente
provienen en parte de sabios que no son filósofos de tiempo completo, especialmente de
poetas u otros artistas. Shelley tenía razón al decir que los poetas están entre los
legisladores no reconocidos de la humanidad. Ellos pueden mostrarnos una nueva visión;
pero desarrollar a cabalidad las nuevas ideas es, no obstante, un tipo diferente de trabajo.
Sin importar quién lo haga, siempre se trata de un trabajo filosófico. No sólo se necesita
una nueva visión, sino también la articulación cuidadosa y disciplinada de sus detalles y
consecuencias.

La mayor parte del trabajo filosófico es tedioso y algunas veces puede convertirse en algo
sorprendentemente largo y difícil, pero es indispensable. Cualquier idea nueva y poderosa
exige una gran cantidad de cambios y entre más útil vaya a ser, más necesidad hay de
desarrollar tales cambios hasta el fondo. Para hacerlo, es de gran ayuda estar enterado de
otras visiones y de otras clases de cambios y así tener alguna preparación sobre los
antecedentes de la forma en la que esos desarrollos conceptuales anteriores han funcionado.
Claro que ha habido algunos filósofos autodidactas que no han contado con la ventaja de
esos antecedentes —Tom Paine fue uno—, pero para ellos el trabajo es mucho más arduo.

Los grandes filósofos, entonces, necesitan una rara combinación de dones. Deben ser
abogados así como poetas. Deben tener tanto la nueva visión que señale el camino hacia
donde debemos ir como la tenacidad lógica que separe lo que es de lo que no es necesario
para llegar. Es este difícil acto de equilibrio el que los ha hecho merecedores de respeto, el
cual es diferente del respeto del que se goza por cada una de las labores por separado. Lo
anterior da cuenta del prestigio del que aún goza la filosofía, incluso entre personas que
tienen nociones extremadamente vagas frente a lo que es o frente al por qué podrían
necesitarla.

Mantener unidas estas dos funciones es difícil. Donde la filosofía se hace por salario y está
profesionalizada, las habilidades de abogado están destinadas a predominar, ya que es
posible examinar a las personas para evaluar su competencia lógica y su laboriosidad; pero
es imposible evaluar su creatividad. Así, estas habilidades ya no son usadas para aclarar
ninguna visión nueva y especialmente importante. La filosofía se vuelve escolástica, un
asunto para plomeros expertos que hacen buena plomería y, algunas veces, la hacen en sus
propios laboratorios. Esto ocurrió en la Baja Edad Media, parece haber sucedido en China y
le ha pasado a la filosofía angloamericana durante la mayor parte del siglo XX.

El asunto de la visión
La filosofía escolástica autosuficiente sigue siendo una hazaña impresionante, algo que bien
vale la pena perseguir por sus propios méritos. Es cierto que debería haber pensamiento
profundamente especializado como, por ejemplo, en algunas partes de las matemáticas que
para la mayoría de nosotros resultan impenetrables. Pero, si los filósofos tratan esta área
esotérica como su principal asunto, dejan un vacío muy peligroso en la escena intelectual.
Semejante trabajo no puede, por supuesto, hacer que el otro aspecto, el aspecto visionario
de la filosofía, deje de ser necesario o que su necesidad deje de encontrar respuestas. El
rebaño de corderos hambrientos, a los que no se les ofrece este tipo de visión creativa,
buscan pero no encuentran su alimento. Entonces tienden a vagar sin rumbo fijo buscando
nuevas visiones hasta que las encuentran en otro lugar. Así, una buena parte del filosofar
visionario ha sido importado últimamente de Europa continental y de Oriente, de las
ciencias sociales, de los evangelizadores, de la crítica literaria y de la ciencia ficción, así
como de filósofos del pasado. Pero ello no necesariamente trae consigo la reflexión
disciplinada y detallada que es necesaria para aplicar la visión a la vida diaria.

La corriente de agua fluye, pero no es encauzada hacia donde se necesita. Moja todo
alrededor, con frecuencia produciendo inundaciones, y al final se establece en pozos donde
reina el azar, porque los practicantes de la filosofía en la localidad no se ocupan de ella. De
hecho, la presencia de semejantes corrientes extrañas por lo general simplemente los
exaspera. Sospechan que no es oficio de los ciudadanos preguntar por visiones y que
ciertamente no es oficio de los mercaderes sin licencia proveerlas.

Así llegamos a una nueva versión de la vieja “querella entre filosofía y poesía” que inquietó
a Platón en la República, una discusión de demarcación agravada por la moderna
territorialidad profesional y la especialización académica. Los filósofos están tentados a
imitar a otros especialistas académicos reduciendo defensivamente su temática. Copian
tanto a los científicos especializados, quienes sostienen que nada se puede considerar
“ciencia”, excepto los resultados negativos de los experimentos de control realizados en
laboratorios, como a los historiadores especializados, quienes insisten en que sólo los
pedazos de información no interpretados y carentes de juicios de valor pueden considerarse
historia. Ignorando los desaciertos filosóficos que son tan obvios en tales pretensiones,
dichos filósofos igualmente establecen que tan sólo el trabajo técnico y puramente formal,
publicado en diarios eruditos y dirigido a sus colegas, puede ser considerado “filosofía”.

¿Aún hacen esto? Pienso que mucho menos de lo que lo hacían hasta hace poco tiempo. En
las últimas décadas, mucha gente ha notado lo absurdo de la sobreespecialización, el vacío
de la fortaleza académica fuertemente defendida. Pero, desafortunadamente, semejantes
absurdos forman parte estructural de los procedimientos de contratación, despido y
promoción que tomará mucho tiempo cambiar, incluso cuando la necesidad de cambio sea
ampliamente entendida. Mientras tanto, necesita ser dicho en alta voz y con frecuencia que
tal parcelación de territorios, la disputa defensiva entre profesionales por la demarcación,
no sólo está descarrilada; es perniciosa y nada profesional.

El conocimiento no es un campo de recreo privado para los sabios. Es algo que nos
pertenece y nos afecta a todos. Ya que somos una cultura que valora altamente el
conocimiento y el entendimiento, la parte de todo estudio que puede ser entendida por
todos —la parte general, interpretativa, o sea la ideología— al final siempre se fuga de su
encierro hermético y nos atañe a todos. Los esquemas conceptuales que subyacen en todo
estudio no son estanques privados, son corrientes que se nutren de nuestro pensar diario,
son alteradas por los sabios y eventualmente regresan, influyendo en nuestras vidas.

Lo anterior es cierto no sólo en filosofía. En historia, por ejemplo, las ideas sobre la
naturaleza del origen de lo social, sobre la importancia o la insignificancia de los actos
individuales o de los factores sociales o económicos, están cambiando constantemente. Los
historiadores no pueden ser neutrales frente a estas cuestiones, ya que ellos tienen que
escoger lo que consideran que vale la pena investigar. La selección siempre muestra
preferencias y este hecho trae consecuencias. Todo lo que los estudiosos especializados
logran al no tomar en cuenta esta pequeña porción de filosofía en su trabajo es ignorancia
sobre su propio pensamiento, ignorancia sobre su propio compromiso y sobre las
responsabilidades que ello entraña. Lo mismo es aplicable a la ciencia. Sólo hay que pensar
en el gran papel que han desempeñado en nuestra vida diaria conceptos como “relatividad”
o “evolución” durante el siglo XX para verlo.

Pero, por supuesto, la filosofía es la clave del asunto porque es el saber cuyo oficio es
concentrarse en los vacíos que existen entre los demás saberes y entender sus relaciones
mutuas. Los esquemas conceptuales como tales son el interés de la filosofía y tales
esquemas con frecuencia se descomponen. La confusión conceptual es mortal y una gran
parte de ella aflige nuestra vida diaria. Esto necesita ser atendido, y si los filósofos
profesionales no lo atienden, no hay nadie más cuyo oficio sea hacerlo.

La opción de la autoayuda

¿Debería cada uno de nosotros ser capaz de hacer esto por sí mismo sobre la base de
“hágalo usted mismo”? Esta atractiva idea posiblemente descansa en el corazón del
antiintelectualismo británico. Algunas veces logramos realizar este filosofar privado y, por
supuesto, hay mucho qué decir a favor de este intento. Pero es extremadamente complicado
empezar. Y en efecto, como dije antes, a menudo encontramos muy difícil imaginar que
algo determinado marcha mal con nuestros conceptos.
He aquí la paradoja crucial. ¿Por qué no somos más conscientes de nuestras necesidades
conceptuales? La dificultad radica en que (como ya lo he mencionado) una vez que tal tipo
de trabajo se termina, las cuestiones conceptuales se pierden de vista y se olvidan. Es por
esto que la gente piensa que la filosofía nunca ha resuelto ningún problema. Los sistemas
de ideas que están funcionando sin tropiezos se vuelven más o menos invisibles. (Por
supuesto, lo anterior fue lo que me condujo a la comparación original con la plomería, otro
servicio por el cual estamos menos agradecidos de lo que deberíamos). Hasta que estallan,
asumimos que las ideas que estamos usando son las únicas ideas posibles. Pensamos que o
todo el mundo usa estas mismas ideas o que, si hay personas que no las usan, simplemente
no son cultos, son “primitivos”, están desinformados, perdidos, son malvados o
extremadamente estúpidos.

El contrato social

Es hora de mencionar algunos ejemplos, pero tratar de encontrar los correctos es difícil. La
ya mencionada falta de atención a nuestros esquemas conceptuales es tan fuerte, tan natural
que, para elegir un ejemplo acerca de lo que estoy hablando, necesitamos escoger una
noción que realmente esté creando demasiados problemas como para poderla pasar por alto.
Consideré discutir aquí el modelo de la máquina, pero está ahora inmerso en muchos tipos
de dificultad como para ocuparme de él en este lugar. En su defecto, permitámonos abrir
una ventana parecida y miremos la idea de “contrato social”.

Tal idea fue el instrumento conceptual usado por los profetas de la Ilustración para explicar
la obligación política desde abajo y no desde arriba. En vez de decir que se debe obedecer a
los reyes porque ellos fueron elegidos por Dios, los filósofos sugirieron que la única razón
para obedecer cualquier tipo de gobierno es el hecho de que él sea el representante de la
voluntad de las personas gobernadas y que sirva a sus intereses. Por fin, los inaceptables
reyes eran sacrificables. El deber civil nació únicamente del acuerdo tácito entre
ciudadanos racionales, cada uno preocupado por sus propios intereses, un acuerdo puesto a
prueba regularmente a través del voto.

Después de violentas disputas y de mucha sangre derramada, la excitante idea del contrato
social fue aceptada ampliamente. Una vez se aceptó, las preguntas acerca de ella por lo
general cesaron de ser vistas y se desvanecieron en los fundamentos de muchas
instituciones occidentales. En términos generales, ahora en Occidente damos por sentado
los términos contractuales; y en ello no estamos solos. La autoridad del contrato, por
ejemplo, es vista como obvia por las tantas personas oprimidas y mal gobernadas que
alrededor del mundo están exigiendo algo llamado “democracia”. Aún surgen dificultades
sobre este concepto y, de hecho, aumentan. Últimamente han aparecido algunas manchas
de descomposición y ha habido algunos olores muy extraños.

Por ejemplo —si confiamos profundamente en la noción de contrato—, tenemos que


preguntar: ¿cuáles son los intereses de los grupos no votantes? Para empezar, ¿qué hay en
cuanto a los reclamos de los niños, de los sordomudos, de los locos y de las personas que
aún no han nacido? ¿Qué se puede decir sobre algo que hasta hace poco tiempo nuestros
moralistas apenas si mencionaban, a saber, el mundo no humano o no hablante —las
necesidades de los animales y de las plantas, del océano, de la Antártida y de los bosques
húmedos? Aquí hay un gran rango de preguntas que ahora vemos como vitales, pero las que
encontramos bastante difíciles de tratar simplemente porque nuestra cultura ha estado
obsesionada con los modelos centrados en el contrato. De nuevo, incluso dentro del grupo
de posibles contratistas, debemos preguntarnos: ¿Quién está habilitado para tener voz sobre
qué? ¿Qué pasa con los intereses de las personas en un país democrático que sufren por los
actos acordados democráticamente en otro? ¿Qué hay en cuanto a las minorías de un país,
minorías que deben vivir de acuerdo con decisiones por las que no votaron? (Una pregunta
por la cual Mill se preocupó mucho en su Ensayo sobre la libertad). Y así sucesivamente.

La idea de contrato social sencillamente no es una guía adecuada para construir de modo
global el sistema político y social. Es, en realidad, un recurso vital de protección frente a
ciertos tipos de opresión, una defensa esencial contra la tiranía. Pero no debe ser tomada
como una base segura para todo tipo de instituciones, de manera garantizada y sin
reflexión. Necesita ser siempre vista como algo parcial y provisional, como una imagen que
puede causar problemas y es posible que tenga que ser alterada. Es una herramienta para ser
usada, no un edicto final del destino ni un ídolo que adorar. Es, de hecho, sólo una útil
analogía entre muchas. Siempre debe equilibrarse en relación con otras analogías que
revelan distintos aspectos de la compleja verdad.

Esta cualidad provisional es, de hecho, una característica común de los esquemas
conceptuales. Ninguno de ellos está aislado, ninguno de ellos está exento de la posibilidad
de chocar con otros. Cuando tienen éxito, siempre tienden a expandirse y eventualmente a
ser usados en cuestiones inapropiadas. (Uno puede ver cómo sucede ello todo el tiempo al
observar las modas intelectuales). El conjunto de ideas entrelazadas que se centra en la
imagen del contrato ha sido muy expansivo, generando así ideas poderosas sobre derechos,
autonomía, intereses, competencia, racionalidad, interés propio, y demás. Ha influido
fuertemente en todos los aspectos de nuestra idea de lo que es un individuo —de nuevo
algo que damos por sentado y que rara vez pensamos alterar cuando nos metemos en
problemas.
El lado destructor del individualismo

El pensamiento contractual hace que los individuos parezcan estar mucho más aislados y
separados de lo que la mayoría de las culturas ha pensado, más separados, ciertamente, de
lo que están en realidad. Este pensamiento dice que en realidad no existe la sociedad como
tal y que el Estado es sólo una construcción lógica hecha a partir de sus miembros. En
contraste con metáforas orgánicas más antiguas tales como “somos miembros unos de
otros”, el discurso del contrato retrata a las personas como seres esencialmente distintos —
bolas de billar sobre una mesa—, cada una libre para realizar sólo los contratos que desee y
de ignorar todos los demás.

Este individualismo es, por supuesto, particularmente revolucionario si es aplicado a


relaciones personales, y para esto fue hecho. La defensa de los individuos contra la
interferencia externa ha sido tanto personal como política; ha sido vista como una
emancipación deliberada de las obligaciones no escogidas, notablemente de la obediencia a
los padres y del matrimonio permanente. Debido a que estas instituciones habían sido
utilizadas en realidad con propósitos tiránicos, también causaron alarma. El pensamiento
contractual sistemático hizo posible decidir que las relaciones personales, como las
políticas, sólo pueden nacer por vía de contratos libremente negociados, y lo que es
libremente negociado puede ser libremente anulado en cualquier momento.
Este movimiento conceptual ciertamente hizo posible una libertad social mucho mayor, y
así, una gran autorrealización. No obstante, tiene algunas consecuencias muy extrañas.
Desafortunadamente hay que confiar en que las relaciones personales, tales como la
amistad, sean duraderas, ya que implican una cierta unión real de las partes. Los amigos
comparten sus vidas; ya no son entes totalmente separados. No son piezas de un Lego que
han sido unidas por conveniencia.

El Lego no es como la vida

Las personas no son como un Lego. Si hemos sido amigos por muchos años, esa amistad
nos ha cambiado a los dos. Ahora dependemos profundamente el uno del otro; hemos
intercambiado algunas funciones, compartimos elementos de la vida de cada uno. Somos,
en forma apropiada, mutuamente dependientes, no debido a alguna vergonzosa debilidad,
sino en proporción a lo que hemos puesto en esta amistad y a lo que hemos hecho de ella.
Obviamente, toda amistad puede terminar si tiene que hacerlo, pero semejante final será un
infortunio. Nos herirá. Un modelo orgánico, que dice que todos somos miembros de cada
uno, describe esta situación mucho mejor que el modelo del Lego. Y lo que es cierto en la
amistad es aún más cierto en aquellas relaciones personales que son de gran importancia
para la conformación de nuestras vidas, a saber, las relaciones con nuestros padres y con
nuestros hijos. Nosotros no escogimos ni a nuestros padres ni a nuestros hijos, nunca
hicimos un contrato con ellos, pero ciertamente estamos ligados a ambos de manera
profunda.

¿Significa lo anterior una violación trágica a nuestra libertad? Algunos teóricos del siglo
XX como los existencialistas han dicho que sí lo es, que cualquier dependencia mutua,
cualquier fusión entre vidas individuales es un acto de mala fe. La libertad misma (como
nos dijo Sartre) es el único valor inamovible, el ideal a partir del cual todos los demás
deben ser juzgados. Aquí, por supuesto, el concepto de libertad en sí ha sido radicalmente
transformado. No aparece más como la condición necesaria para conseguir otros ideales,
sino como el único ideal posible. Ya no se percibe como la facultad para hacer cosas, las
cuales, independientemente, sabemos que son importantes, sino simplemente como una
soledad heroica. De hecho, en esta nueva visión la libertad en sí misma se convierte casi en
un sinónimo de soledad, la imperturbable vida de la pieza de Lego que se ha aislado debajo
del sofá, existiendo allí según sus propios principios, sin interferencia de nadie.

Ahora bien, éste es un ideal posible, sin duda alguna. Hay eremitas que parecen vivir de
acuerdo con él, aunque no son muchos y no es muy fácil descubrir si es eso lo que
realmente están haciendo. Esta inexpugnable soledad es ciertamente un ideal muy raro y no
parece haber razón alguna para que el resto de nosotros debamos adoptarlo. Lo que lo ha
hecho parecer impresionante es, de seguro, algo que ocurre con mucha frecuencia con los
esquemas conceptuales. Un modelo de ideas ha sido extendido desde el campo político —
donde fue muy apropiado y exitoso— al campo privado, sólo por su éxito en el primero.

La resistencia a la tiranía y la resistencia a la mano muerta de la tradición han resultado ser


causas muy relevantes en el contexto público. Obviamente tenían también alguna
aplicación en el contexto privado, así que empezaron a parecerse a un remedio aplicable
universalmente en lo privado. Innumerables novelas parricidas se escribieron en torno a
ellas, de El camino de la humanidad de Samuel Butler y las novelas de protesta de la
Primera Guerra Mundial hasta nuestros días. Pero la finalidad negativa y destructiva
siempre necesita complementarse con algo más positivo si es que simplemente las personas
no han de abandonarse a la desesperanza.

He aquí lo que limita el valor del modelo individualista. Nos dice cómo rechazar las
ataduras que tenemos —lo que puede ser de gran ayuda—, pero no propone ni la más ligera
sugerencia sobre posibles alternativas. En la vida real, nosotros por lo general no seguimos
esos modelos negativos más allá de la rebeldía de la adolescencia, que es la época propia
para estos modelos. Si nos dejan decidir según nuestro propio juicio, sin propaganda
moralista, muy rápidamente descubrimos aspectos de la tradición que no están muertos sino
que son dadores de vida y creamos nuevas relaciones que no son necesariamente tiránicas.

Pero no nos dejan decidir según nuestro propio juicio porque la moralidad de nuestra época
está encauzada con gran fuerza hacia direcciones destructivas que son más apropiadas para
el ámbito de la política. Las ideologías individualistas no tienen nada qué decir acerca de
estos amigables descubrimientos sobre tradiciones benignas y buenas relaciones. Sólo los
denuncian como vergonzosos síntomas de cobardía moral y, como somos susceptibles a
sentimientos de culpa, rápidamente tratamos de creerles. Sin embargo, no es fácil encontrar
modos alternativos de pensamiento para reemplazarlos. Los modelos orgánicos, que
probablemente nos ayudarían, han sido tratados con gran recelo en los últimos tiempos,
puesto que, en la escena política, han sido utilizados de mala fe en defensa de la tiranía.

Con la creciente preocupación por el medio ambiente, este tabú sobre las formas de
pensamiento orgánico posiblemente se esté develando. Debe inclusive volverse posible
para nuestra especie admitir que en realidad no es una variedad sobrenatural de Lego sino
una clase de animal. Tal hecho debe hacer más fácil admitir también que no somos ni
reservados ni autosuficientes, ni como especie ni como individuos, sino que vivimos por
naturaleza en una profunda dependencia mutua. Por supuesto, los modelos orgánicos
también necesitarán supervisión porque también se puede abusar de ellos. Pero si por fin
pudiéramos entender que un modelo es sólo un modelo, si pudiéramos comprender la
necesidad continua de corregir filosóficamente un modelo en relación con otros, entonces
un tipo de vida realmente social empieza a ser posible de nuevo.

Ningún modelo es una isla

¿Adónde nos lleva todo lo dicho? He mencionado el modelo del contrato social como un
ejemplo de los esquemas conceptuales subyacentes en los que confiamos, y he dicho dos
cosas sobre él hasta ahora. Primero, que este modelo es sólo un indicador de estructuras
mucho más amplias y profundas. Es excepcional en cuanto ya está creando problemas
visibles, así que somos más conscientes de él que de muchos otros modelos. Lo más
importante para notar es la considerable masa de cuestiones que se esconde detrás. Lamento
si suena como una exigencia bastante paradójica notar lo que no se está notando, pero esto
realmente tiene sentido —compáreselo con la plomería. El punto es, por supuesto, que
necesitamos recordar qué tan grande y poderoso es el sistema de ideas oculto, y así estar
preparados para señalar cualquier elemento particular de él que cause problemas. Los
empiristas dogmáticos que simplemente no creen que esos poderosos sistemas de
pensamiento existen allí, están en una situación como la de los escépticos que no creen en
los drenajes y en el suministro de agua. La alternativa a obtener una filosofía adecuada no
es evitar la filosofía por completo, lo cual no puede hacerse, sino continuar usando una
mala.

Segundo, he estado diciendo que el modelo del contrato social, como todos los demás
modelos de este tipo, es parcial y provisional. Incluso los modelos de pensamiento más
útiles y más vitales tienen sus límites. Todos ellos necesitan equilibrarse y corregirse el uno
respecto al otro. La fuerte tendencia a la unificación que es natural en nuestro pensamiento
nos mantiene esperanzados de haber encontrado un único patrón que sería una Teoría del
Todo, una llave para todos los misterios, el secreto del universo... Una larga serie de
fracasos nos han mostrado que esto no puede funcionar así. Ser conscientes de estas
limitaciones parece ser el elemento sensible que se encuentra en el centro de la confusión
conceptual conocida como postmodernismo, aunque con frecuencia es opacada por
excursiones mucho menos útiles en las costas más salvajes del relativismo.

El descubrimiento de que la verdad no es monolítica no nos deja, en realidad, con una


amalgama de escepticismo y relativismo, ya que los varios patrones se sobreponen y
pueden relacionarse el uno con el otro. Lo cual significa que debemos comprender
la controversia de una forma muy diferente. Una cantidad inmensa de tiempo académico,
papel y poder de procesadores de palabras es utilizada en batallas entre modelos rivales,
cuando cada uno de ellos tiene su lugar, en vez de resolver tranquilamente cuál sería ese
lugar y cómo hacerlos compatibles. El imperialismo académico constantemente establece
torneos innecesarios. Los intentos para usurpar el poder son muy comunes en sitios en los
que los estudiosos no están especialmente preparados para evitarlos. Obviamente dichos
intentos se ven alentados cuando existe un vacío de teoría amplia y seria. Los filósofos
mismos posiblemente no sigan insistiendo, como lo hizo Hegel, en la construcción de
sistemas que explican todo, pero profetas de otras disciplinas están aún en eso.

Estoy, entonces, usando este paralelo entre la filosofía y la plomería para decir que los
patrones que fundamentan nuestro pensamiento son mucho más poderosos, más intrincados
y más peligrosos de lo que usualmente notamos, que necesitan atención constante y que
ninguno de ellos es una guía universal segura. ¿Qué más debe decirse sobre estos patrones?
Principalmente creo que para entender su poder necesitamos entender su influencia sobre la
imaginación: su relación con el mito.

La imaginación
Los mitos son historias que simbolizan patrones profundamente importantes, patrones que
son muy influyentes pero demasiado vastos, demasiado profundos y demasiado poco
conocidos como para ser expresados literalmente. Algunas veces los mitos son historias
reales —narraciones— y cuando lo son, estas narraciones no necesitan, por supuesto, ser
verdaderas literalmente. Así, el mito del contrato social cuenta una historia de un acuerdo
logrado alguna vez, pero nadie supone que esto haya pasado en realidad. A veces, de hecho,
la historia puede ser una verdadera mentira, como la falsificación de losProtocolos de los
sabios de Sión, y la mentira no será demostrada hasta que la esencia del mito —el
significado que mantiene en su poder la imaginación de la gente susceptible al mito— sea
de alguna manera detectada y desactivada.

Ejemplos como los anteriores llevaron a los pensadores de la Ilustración a censurar todos
los mitos y a proclamar, en un estilo positivista, una nueva era libre de símbolos, una era en
la que todos los pensamientos serían expresados literalmente, usando el lenguaje sólo para
reportar hechos científicos. Pero la noción de tal era es en sí un mito altamente fantasioso,
una imagen que no está relacionada con la forma en la que el pensamiento y el lenguaje
realmente funcionan. La idea de renunciar a los símbolos está destinada al fracaso. Todo
nuestro pensamiento trabaja con ellos. Las nuevas ideas por lo común aparecen en nuestra
mente primero como imágenes y luego son expresadas como metáforas. Incluso cuando
hablamos de cosas ordinarias y concretas de nuestro contexto inmediato usamos estas
metáforas todo el tiempo, y para asuntos de más envergadura y más enigmáticos
necesitamos probar a cada nada nuevas metáforas.

Una conversación estrictamente literal es, de hecho, una actividad bastante rara y
sofisticada, una forma tardía de discurso, difícil de producir y útil sólo para ciertos
propósitos limitados. No es, de ningún modo, el único lenguaje usado en la ciencia. Los
científicos constantemente usan modelos y analogías sacados de otras áreas y necesitan
hacerlo de forma más vigorosa cuando no están en el oficio de la “ciencia normal”, sino
generando nuevas ideas. Se han escrito libros completos sobre las metáforas utilizadas por
Darwin y, probablemente, sobre las utilizadas también por Einstein.

¿Es todo este pensamiento simbólico peligroso? Claro que sí. Todo lo fértil e impredecible
es peligroso. Los discursos imaginativos hacen que sea imposible desinfectar el
pensamiento, confinándolo en bibliotecas para el uso exclusivo de académicos autorizados.
El pensamiento es un elemento incurablemente poderoso y explosivo, que no se encuentra
confortablemente aislado del sentimiento y de la acción, sino que está integralmente ligado
a ambos. Pensamos como personas integrales, no como mentes separadas del cuerpo, no
como computadoras. Todas las ideas que sean del más mínimo interés para alguien pueden
tener consecuencias prácticas y emocionales inesperadas, consecuencias que no pueden ser
descritas con anterioridad. Y, sin este constante flujo de ideas, la vida se estancaría.

Aquí, si me creen, hay otra cosa que me hizo obsesionarme con la imagen del agua como la
apropiada para la filosofía. Aunque el agua es útil y familiar, no es un elemento dócil. Es
dadora de vida y es salvaje. Las inundaciones y las tormentas tienen una fuerza aterradora;
los mares pueden ahogar personas, los ríos pueden horadar valles. El agua trabaja en el
corazón de la vida y lo hace con un movimiento permanente, respondiendo constantemente
a lo que pasa alrededor. Asimismo, el pensamiento debe concebirse de forma dinámica,
como algo que nosotros hacemos y debemos continuar haciendo sin pausa. El modelo
estático, señalado por Descartes, de pruebas finales producidas por la ciencia, pruebas que
dirimen todas las disputas, es un modelo que tiene limitaciones muy graves.

Iguales limitaciones tiene la comparación con el agua. Todas las analogías son imperfectas,
todas tienen fallas, todas sirven a fines limitados. No estoy sugiriendo que ésta sea una
excepción. He tratado de explicar en qué aspectos funciona bien, pero para ser muy claro
sobre este punto, necesitamos mirar (por fin) la pregunta formulada al principio, la pregunta
sobre la dignidad.

Dignidad y dependencia

¿Es la aproximación que he estado sugiriendo indigna? La razón para que esto pueda
parecer así no es, creo, su carácter demasiado familiar y doméstico, sino el hecho de que
postula necesidades. Esta aproximación considera a la filosofía una actividad necesaria —
algo semejante a la comida y la vivienda—, sin la cual estaríamos en grandes problemas. A
lo mejor estemos acostumbrados al pensamiento de que la filosofía es espléndida pero
gratuita, y de que es espléndida porque es gratuita, algo grandioso y elevado (como los
diamantes) que no es útil, pero que debe perseguirse de igual forma. Según esta visión, la
gente inteligente filosofa porque le adjudica un tipo especial de valor supremo al hacerlo, y
posiblemente todo el mundo sea capaz de apreciar este punto de vista. Pero semejante gusto
por la filosofía es visto como algo alejado e independiente del resto de la vida. Sentimos
que nuestra admiración por la filosofía debería ser desinteresada, que hay algo mezquino en
la dependencia.

Los dos discursos tienen puntos a favor y no es fácil equilibrarlos de forma apropiada. La
idea de la independencia desinteresada es, de hecho, importante. El conocimiento puro, el
entendimiento puro, es, ciertamente, un fin en sí mismo, un propósito que es absurdo
describir como “inútil”. Pero el discurso sobre la independencia desinteresada puede ser
engañoso, tanto en el caso del conocimiento como en el del arte, ya que puede sonar con
facilidad como si estuviéramos describiendo un lujo, un pasatiempo, algo suplementario.
Cuando Sócrates dijo que una vida no examinada era invivible para el hombre, no creo que
haya querido decir tan sólo que nuestra especie parece tener un gusto peculiar por el
entendimiento, un impulso inexplicable y noble por filosofar.

Ésa es la forma en la que las personas con frecuencia interpretan este tipo de afirmación y
es particularmente mencionada como una razón para hacer ciencia. Pero Sócrates con
seguridad estaba diciendo algo mucho más poderoso. Estaba diciendo que hay límites al
vivir en el desorden. Estaba señalando que vivimos en un desorden conceptual constante y
creciente y que necesitamos hacer algo al respecto. Él sabía que la presencia de este
desorden, de esta confusión crónica, es algo sobre lo cual no queremos pensar mucho
porque indica el hecho totalmente indigno de que somos seres inherentemente confusos.
Existimos en un conflicto continuo debido a que nuestros impulsos naturales no forman un
sistema claro y coherente. Y las culturas por medio de las cuales tratamos de dar sentido a
esos impulsos usualmente funcionan muy mal.

Entonces —como dijo Sócrates— a menos que reconozcamos las vergonzosas confusiones
resultantes y hagamos algo para solucionarlas, ninguno de nuestros proyectos, sean
grandiosos o mundanos, serán posibles de alcanzar. Lo cual significa que tenemos que
observar las confusiones en el sitio en el que los problemas aparecen realmente, es decir, en
la vida real. El tipo de filosofía que trata de hacer esto es conocida ahora como “filosofía
aplicada”. Lo anterior le sugiere a algunas personas que se trata sólo de un subproducto del
tipo puro, una rama secundaria de procesos más nobles y más abstractos que se llevan a
cabo en torres de marfil. Pero no es así como la filosofía europea se ha desarrollado.

Sócrates inició su desarrollo sumergiéndose, sin rodeos, en los problemas morales,


políticos, religiosos y científicos que se suscitaban en su época. Él se inclinó hacia la
abstracción, no por su propia voluntad, sino porque era necesaria para aclarar las profundas
confusiones subyacentes bajo esos desórdenes primarios. Lo mismo es cierto en relación
con la preocupación de Kant por la libertad, la cual le dio forma a toda su metafísica. Los
buenos metafísicos siempre han sido guiados por consideraciones que son tanto prácticas
como teóricas, tanto sustanciales como formales. Los metafísicos que aseguran estar libres
de aquellas consideraciones ciertamente no las han siquiera entendido. Sólo son
inconscientes de sus motivaciones, lo cual no es, para nada, un logro.

¿Qué debemos hacer?

Si estamos de acuerdo en que las confusiones realmente existen, ¿es la especulación


filosófica abstracta realmente un remedio útil? ¿Los plomeros son útiles? Obviamente, este
tipo de especulación no puede funcionar solo; se necesitan también todos los otros tipos de
funciones y facultades humanas. Pero una vez se tiene una cultura articulada, la
presentación explícita y verbal de los problemas parece necesitarse.

Sócrates vivió, como lo hacemos nosotros, en una sociedad altamente articulada, consciente
de sí misma y fuertemente dependiente del lenguaje. Puede ser que otras culturas, menos
comprometidas con el discurso, encuentren diferentes rutas hacia la salvación, ya que ellas
persiguen una forma de sabiduría menos atada a las palabras. Pero la sabiduría en sí es
importante en todas partes, y todo el mundo debe empezar desde donde está. Yo creo que
valdría la pena estar mucho menos interesados en lo que la filosofía puede hacer por
nuestra dignidad y mucho más conscientes de las chocantes disfunciones para las cuales es
un remedio esencial.

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