Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
1
No hay ningún sentido que el hom bre no tenga en común
con los animales. Sin embargo, es bien evidente que el desarro
llo filogenético y, dentro de la historia del hom bre, el desarrollo
técnico, han modificado (y seguirán modificando) la jerarquía
de los cinco sentidos. Los antropólogos han observado que los
com portam ientos nutritivos del ser vivo están relacionados con
el tacto, el gusto y el olfato, y los com portam ientos afectivos
con el tacto, el olfato y la visión; la audición, por su parte, pa
rece esencialmente ligada a la evaluación de la situación espa
cio-temporal (a la que el hom bre añade la vista, y el animal el
olfato). La escucha, constituida a p a rtir de la audición, es, para
el antropólogo, el sentido propio del espacio y el tiempo, ya que
capta los grados de alejam iento y los retornos regulares de la
estimulación sonora. Para los mamíferos, su territorio está ja
lonado de ruidos y olores; p ara el hom bre —fenómeno a me
nudo desestimado— tam bién es sonora la apropiación del espa
cio: el espacio doméstico, el de la casa, el del piso (el equiva
lente aproximado del territorio anim al) es el espacio de los rui
dos familiares, reconocibles, y su conjunto form a una especie
de sinfonía doméstica: los diferentes golpeteos de las puertas,
las voces, los ruidos de cocina, de cañerías, los rum ores exte
riores: en una página de su diario, Kafka describe con exactitud
(¿acaso la literatura no es una reserva de saber incomparable?)
esta sinfonía familiar: «Estoy sentado en mi habitación, es de
cir, en el cuartel general del ruido de todo el piso; oigo los gol
pes de todas las puertas, etcétera»; y harto sabemos la angustia
del niño hospitalizado que ya no oye los ruidos familiares del
245 EL ACTO DE E S C U C H A R
refugio materno. La escucha se yergue sobre este fondo auditi
vo, en el ejercicio de una función de inteligencia, es decir, de
selección. Cuando el fondo auditivo invade por completo el es
pacio sonoro (cuando el ruido ambiental es demasiado fuerte),
la selección, la inteligencia del espacio, ya no es posible, la es
cucha resulta perjudicada; el fenómeno ecológico que llamamos
hoy día la polución —y que lleva camino de convertirse en un
mito negativo de nuestra civilización mecánica— no es nada más
que una alteración insoportable del espacio humano, en la me
dida en que el hom bre exige reconocerse en él: la polución le
siona los sentidos que sirven al ser humano, del animal al hom
bre, para reconocer su territorio, su hábitat: la vista, el olfato,
el oído. Respecto a lo que ahora nos interesa, existe una conta
minación sonora, sobre la que todo el mundo, del hippy al ju
bilado, está de acuerdo (merced a los mitos naturalistas) en
afirmar que atenta contra la misma inteligencia del ser vivo, in
teligencia que, stricto sensu, no es sino su capacidad de comu
nicarse adecuadamente con su U m welt: la polución impide es
cuchar.
Como m ejor captamos la función de la escucha es sin duda
a p a rtir de la noción de territorio (o espacio apropiado, fami
liar, doméstico, acomodado). Esto es así en la medida en que
el territorio se puede definir de modo esencial como el espacio
de la seguridad (y como tal, necesitado de defensa): la escucha
es la atención previa que perm ite captar todo lo que puede
aparecer para tra sto rn a r el sistem a territorial; es un modo de
defensa contra la sorpresa; su objeto (aquello hacia lo que está
atenta) es la amenaza o, por el contrario, la necesidad; el ma
terial de la escucha es el índice, bien porque revela el peligro,
bien porque prom ete la satisfacción de una necesidad. Todavía
quedan huellas de esta doble función, defensiva y predadora, en
la escucha civilizada: m uchás son las películas de terror, cuyo
resorte está en la escucha de lo extraño, en la enloquecida es
pera del ruido irregular que llega y trastorna la comodidad
sonora, la seguridad de la casa: en este estadio, la escucha tiene
por compañero esencial a lo insólito, es decir, el peligro o lo
foráneo; y, a la inversa, cuando la escucha está dirigida al apa
ciguamiento del fantasma, fácilmente sufre alucinaciones: cree
mos oír realmente lo que nos produciría placer oír como pro
mesa del placer.
247 EL ACTO DE E S C U C H A R
cuenta del nacimiento del lenguaje es la historia del niño freu-
diano, que remeda la ausencia y presencia de su m adre con un
juego que consiste en a rro jar y recoger un carrete atado a un
cordel: está creando así el prim er juego simbólico, pero tam
bién está creando el ritm o. Imaginémonos a este niño vigilando,
escuchando los ruidos que podrían anunciarle la vuelta deseada
de su madre: ésta es la prim era escucha, la de los índices; pero
cuando deja de vigilar directam ente la aparición del índice y
se pone por su cuenta a rem edar sus retornos regulares, convier
te el índice esperado en un signo: pasa así a la segunda escu
cha, la del sentido; entonces lo escuchado no es lo posible (la
presa, la amenaza o el objeto del deseo que pasa sin avisar), es
lo secreto: lo que, sumergido en la realidad, no puede advenir
a la conciencia hum ana sino a través de un código, código que
es, a la vez, cifrador y descifrador de esa realidad.
A p a rtir de ese momento, la escucha queda sujeta (bajo mil
formas diversas, indirectas) a una herm enéutica: escuchar es
ponerse en disposición de decodificar lo que es oscuro, confuso
o mudo, con el fin de que aparezca ante la conciencia el «re
vés» del sentido (lo escondido se vive, postula, se hace intencio
nal). La comunicación que esta segunda escucha implica es de
carácter religioso: es la que relaciona al sujeto de la escucha
con el oculto mundo de las divinidades, que, como es sabido,
hablan en una lengua de la que sólo ciertos enigmáticos deste
llos alcanzan a los hombres, m ientras que, ¡cruel situación!,
para éstos es vital entenderla. Escuchar es el verbo evangélico
por excelencia: la fe se obtiene en la escucha de la palabra di
vina, puesto que en esta escucha el hom bre se relaciona con
Dios: la Reforma (luterana) se ha llevado a cabo, en gran parte,
en nom bre de la escucha; el templo protestante es exclusiva
m ente un lugar para escuchar, y la misma Contrarreform a, para
no ser menos, situó el púlpito del orador en el centro de la
iglesia (en los edificios jesuítas) y convirtió a los fieles en «es
cuchado res» (de un discurso que, por su parte, resucita a la an
tigua retórica en cuanto arte de «forzar» la escucha).
Esta segunda m anera de escuchar es, a la vez, religiosa y des
cifradora: se hace intencional al unísono lo sagrado y lo secre
to (escuchar para descifrar científicamente: la historia, la so
ciedad, el cuerpo, aún hoy, es, aunque bajo coartadas laicas,
una actitud religiosa). Entonces, ¿qué es lo que pretende des
249 EL ACTO DE E S C U C H A R
ción eclesiástica: entre los m onjes, sucesores de los m ártires
por encima de la Iglesia, por así decirlo, o entre herejes como
los cátaros, y tam bién en religiones poco institucionalizadas,
como el budismo, en las que la escucha privada, «de herm ano a
hermano», se practica con regularidad.
Constituida por la propia historia de la religión cristiana, la
escucha pone en relación a dos individuos; incluso cuando se
tra ta de que toda una m uchedum bre (por ejemplo, una asam blea
política) se ponga en disposición de escuchar («¡Escuchad!»), es
para que reciba el m ensaje de uno solo, que quiere hacer oír la
singularidad (el énfasis) de su m ensaje. La orden de escucha
es la interpelación total de un individuo hacia otro: se sitúa
por encima del contacto casi físico de ambos individuos (con
tacto por la voz y la oreja): crea el transferí: «escúchame»
quiere decir: tócame, entérate de que existo ; en la terminología
de Jakobson, «escúchame» es una expresión fática, un operador
de la comunicación individual; el instrum ento arquetípico de
la escucha moderna, el teléfono, reúne a los dos interlocutores
en una intersubjetividad ideal (a veces intolerable, de tan pura
que es), ya que es un instrum ento que anula todos los sentidos,
excepto el oído: la orden de ponerse a la escucha que inaugura
toda comunicación telefónica invita al otro a introducir todo
su cuerpo en la voz y anuncia que uno se ha m etido ya por
completo en su oreja. Del mismo modo que la prim era form a
de escuchar transform a el ruido en índice, esta segunda m anera
m etam orfosea al hom bre en sujeto dual: la interpelación con
duce a una interlocución en la que el silencio del que escucha
es tan activo como las palabras del que habla: podríam os de
cir que el escuchar habla: en este estadio (tanto histórico como
estructural) es en el que interviene la escucha psicoanalítica.
251 E L ACTO DE E S C U C H A R
dico debe enunciarse así: evitar cualquier influencia que se
pueda ejercer sobre su capacidad de observación y confiarse
por entero a la propia “mem oria inconsciente”, o, dicho en len
guaje técnico sencillo, escuchar sin preocuparse de saber si se
va a retener algo o no.»2
Se tra ta de una regla ideal a la que es difícil, si no imposi
ble, atenerse. El propio Freud se ap arta de ella. A veces, por
m or de la experimentación de una parcela de teoría cuyo des
cubrim iento pretende apuntalar, como en el caso de Dora (Freud,
que quiere probar la im portancia de la relación incestuosa en
tre padre e hija, descuida el papel que representan las relacio
nes homosexuales de Dora con Mme. K....). Una preocupación
teórica ha influido tam bién en el desarrollo de la terapia del
Hom bre de los lobos, caso en que la espera de Freud era tan
imperiosa (necesitaba obtener pruebas suplem entarias en un
debate contra Jung) que todo el m aterial relativo a la escena
prim itiva fue obtenido bajo presión de una fecha límite que él
mismo se había fijado. A veces son sus propias representaciones
inconscientes las que interfieren con la conducta de la terapia
(en la deí Hom bre de los lobos, Freud asocia el color de las
alas de una m ariposa con el de un vestido de m ujer... llevado
por una joven de la que él mismo estuvo enamorado a los die
cisiete años).
La originalidad del modo de escuchar psicoanalítico se cifra
en ese movimiento de vaivén entre la neutralidad y el com pro
miso, el suspenso de ia orientación y la teoría: «El rigor del
deseo inconsciente, la lógica del deseo no se reveían sino al
que respeta de modo simultáneo las dos exigencias, en aparien
cia contradictorias, que son el orden y la singularidad» (S. Le-
claire). De este desplazamiento (que no deja de recordar el
movimiento del que procede el sonido) surge, para el psicoana
lista, algo como una resonancia que le perm ite «aguzar el oído»
hacia lo que es esencial: y lo esencial es no fracasar (ni perm i
tir que fracase el paciente) en «el acceso a la insistencia sin
gular y sobrem anera sensible de un elemento im portante de
su inconsciente». Lo que se considera un elemento im portante
que se ofrece a la escucha del psicoanalista es un térm ino, una
EL C U E R PO DE LA MÚSICA 252
palabra, un conjunto de letras que rem ite a un movimiento del
cuerpo: un significante.
En este hospedaje del significante en que el sujeto puede
ser oído, el movimiento del cuerpo es ante todo aquél por el
que se origina la voz. En relación con el silencio, la voz es como
la escritura (en el sentido gráfico) sobre el papel en blanco.
El acto de escuchar la voz inaugura la relación con el otro: la
voz, que nos perm ite reconocer a los demás (como la escritura
en un sobre), nos indica su m anera de ser, su alegría o su su
frim iento, su estado; sirve de vehículo a una imagen de su cuer
po y, más allá del cuerpo, a toda una psicología (se habla de
voces cálida, de voces blancas, etcétera). A veces la voz de un
interlocutor nos impresiona más que el contenido de su discur
so y nos sorprendem os escuchando las modulaciones y los a r
mónicos de esa voz sin oír lo que nos está diciendo. Esta diso
ciación es, sin duda alguna, responsable en parte del sentimien
to de extrañeza (de antipatía incluso) que todos experim enta
mos al escuchar nuestra propia voz: al llegarnos después de
atravesar las cavidades y las masas de nuestra anatom ía, nos
proporciona una imagen deform ada, como si nos m iráram os de
perfil con ayuda de un juego de espejos.
«...El acto de oír no es el mismo cuando se enfrenta con
la coherencia de la cadena verbal, especialmente con su sobre-
determ inación de cada instante a destiempo de su secuencia,
así como tam bién la suspensión a cada instante de su valor en
el advenimiento de un sentido siempre dispuesto a ser rem i
tido, y cuando se acomoda en el habla a la modulación sonora,
con el fin de analizarlo acústicam ente: tonal o fonéticam ente,
es decir, en cuanto a capacidad musical.»3 La voz que canta, ese
precisísimo espacio en que una lengua se encuentra con una voz
y deja oír, a quien sepa escuchar, lo que podríam os llam ar su
«textura»: la voz no es el aliento, sino más bien esa m ateriali
dad fónica que surge de la garganta, el lugar en que el metal
fónico se endurece y se recorta.
La voz, corporeidad del habla, se sitúa en la articulación
entre el cuerpo y el discurso, y en este espacio interm edio es
donde se va a efectuar el movimiento de vaivén del acto de
escuchar. «Escuchar a alguien, oír su voz, exige, por parte del
253 EL ACTO DE E S C U C H A R
que escucha, una atención abierta al intervalo del cuerpo y del
discurso, que no se crispe sobre la impresión de la voz ni sobre
la expresión del discurso. Entonces, lo que se da a entender al
que así escucha es exactam ente lo que el sujeto hablante no
dice: tram a activa que, en la palabra del sujeto, reactualiza
la totalidad de su historia» (Denis Vasse). E sta es la pretensión
del psicoanálisis: reconstruir la historia del sujeto a través de
su palabra. Desde este punto de vista, la escucha del psicoana
lista es una postura atenta a los orígenes, en la m edida en que
estos orígenes no se consideran históricos. El psicoanálisis, al
esforzarse en captar los significantes, aprende a «hablar» en la
lengua que constituye el inconsciente de su paciente, así como
el niño, inmerso en el baño de la lengua, capta los sonidos, las
sílabas, las consonancias, las palabras, y así aprende a hablar.
Escuchar es ese juego a a tra p ar significantes gracias al cual el
infante se convierte en ser parlante.
Oír el lenguaje que constituye el inconsciente del otro, ayu
darlo a reconstruir su historia, poner al descubierto su deseo
inconsciente: la escucha del psicoanalista tiene como finalidad
un reconocimiento: el del deseo del otro. El acto de escuchar
com porta por tanto un riesgo: no puede realizarse al abrigo de
un aparato teórico, el analizado no es un objeto científico fren
te al cual el analista, desde las alturas de su sillón, pueda pro
tegerse con la objetividad. La relación psicoanalítica se esta
blece entre dos sujetos. El reconocimiento del deseo del otro,
por tanto, nunca podrá establecerse en la neutralidad, la bene
volencia o el liberalismo: reconocer este deseo implica m eterse
en él, perder el equilibrio en él, acabar por instalarse en él. La
escucha no existirá sino a condición de aceptar el riesgo y si
este riesgo se tiene que a p a rtar para que haya análisis, nunca
será con ayuda de un escudo teórico. El psicoanalista no puede,
como Ulises atado a su m ástil, «disfrutar del espectáculo de las
sirenas sin correr riesgos ni aceptar las consecuencias... En ese
canto real, canto común, secreto, en ese canto simple y coti
diano había algo maravilloso que necesitaban de repente reco
nocer... en ese canto abismal que, una vez oído, abría un abismo
en cada palabra e invitaba con fuerza a desaparecer en él».4 El
m ito de Ulises y las Sirenas no explica lo que podría ser una
255 EL ACTO DE E S C U C H A R