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DE ORIENTALES A URUGUAYOS.
(Repaso a las transiciones de la identidad)
Carlos Demasi
5 Centro de Estudios Interdisciplinarios Uruguayos
Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación

1) ¿De qué estamos hablando?


10 “Había, hace muchos años, en la calle Sarandí, una botica en la cual me encontré un
día con que los botellones, que eran entonces de uso en el mostrador como adorno,
habían sido sustituidos por dos grandes tarros de loza blanca que lucían,
respectivamente, el uno el escudo de armas de la patria del farmacéutico y el otro el
escudo de armas de Turquía. Como manifestase un caballero su extrañeza más
15 justificada por ese singular homenaje otomano, díjole a mi presencia el dueño de casa:
“Quite usted: sólo se trata de una torpeza de mi comisionista en París; le pedí el escudo
de armas oriental y me ha mandado eso que ve”. Y concluía el cronista: “…los
uruguayos quedamos como en la Banda Oriental de la época del Virreinato,
denominados en el concepto de ser gentes del Este, vale decir, los turcos de la América
20 meridional...” “(1) El desconcierto del “torpe comisionista” puede ser comprensible si se
piensa que para un europeo del siglo XIX el “oriente” era el Imperio Turco y un “Estado
Oriental” debía despertar reminiscencias exóticas pero poco vinculadas al Nuevo
Mundo.
La anécdota muestra un caso clásico de confusión entre nombres y cosas. La
25 expresión “Estado Oriental” tenía significados completamente diferentes según el
contexto cultural en el que se manejara; por lo tanto la confusión en nada afectaba
nuestra existencia, aunque (curiosamente) hiriera el sentimiento patriótico del cronista.
En definitiva el nombre del país (sea “Estado Oriental” o “Uruguay”) poco dice sobre lo
que es, y si fuéramos “los turcos de la América meridional” no sería por el nombre sino
30 por las características del país; pero es frecuente que la “identidad última” de los objetos
(si es que tal cosa existe) se identifique con las palabras que los denominan. Cuando
mucho el “nombre” sólo da cuenta de un aspecto, considerado esencial, de aquello que

1() Melián Lafinur, Luis: “La acción funesta de los partidos tradicionales en la reforma constitucional” (Montevideo, Claudio García, 1918, pág.245) .

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se desea nombrar; por lo tanto en el caso de entidades complejas como los países, que
son generalmente el resultado de la reunión de diferentes partes, el nombre implica la
elección de una entre varias posibles. La designación refleja aquella de las partes que ha
logrado imponerse como determinante o hegemónica sobre el conjunto. Para el caso, el
5 “Estado Oriental” y la “República del Uruguay” serían dos países diferentes que han
ocupado sucesivamente el mismo territorio.
Esto nos puede servir como punto de partida para acercarnos a uno de los debates
actuales: aquel que tiene por centro el tema de la “crisis de la identidad” uruguaya. En el
concepto corriente parece estar la idea de que existe una determinada “forma de ser”
10 compuesta de hábitos, imágenes, actitudes, juicios, fórmulas verbales o conductuales
que nos diferencian del resto de los mortales, y se supone que tal repertorio estaría
pasando por algún tipo de transformación que implica el riesgo de su existencia.
Antes de cualquier abordaje del problema, no podemos eludir un dato
proporcionado por la misma realidad: la sola existencia del debate y de un auditorio que
15 lo atienda y amplifique, representaría en sí mismo una prueba de la existencia de esa
identidad. Aunque, bien es cierto, con cierta “malaise” de espíritu que parece propia de
nuestro tiempo; es difícil resistir la tentación de reconocer a ésta como la vertiente
particular por la que los uruguayos ingresamos al postmodernismo, si no fuera porque
en esa afirmación estaría implícita una toma de partido frente al problema de la
20 identidad.
Quizá se pueda iniciar un camino de análisis partiendo de la modificación en el
planteo del tema. Aparentemente, suponer una “crisis de identidad” (entendida ésta
como “identidad nacional”) implicaría aceptar algunos supuestos: que esa identidad
existe, que ha tenido un desarrollo progresivo y creciente a lo largo del tiempo (por lo
25 menos desde la época colonial) y que luego de una etapa de gran solidez y estabilidad
ahora se encontraría, inesperadamente, ante el acoso sin precedentes de elementos
extraños que la amenazan con la extinción. Sin embargo, esta idea no se corresponde en
absoluto con la evidencia histórica; asimila el sentimiento de identidad de una
comunidad con el de un individuo, cuando en realidad en una sociedad cualquiera
30 siempre encontramos muchos sujetos históricos. Sobre este aspecto, H.Achugar ha
traído a colación una cita de Prasenjit Duara que expresa bastante claramente la
situación: las historias nacionales tienden a “privilegiar la gran narrativa de la nación
como un sujeto histórico colectivo. El nacionalismo es escasamente el nacionalismo de

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la nación, en cambio representa el lugar donde diferentes concepciones de la nación


disputan y negocian entre sí”(2) .
Podríamos hacer el intento de poner en claro nuestros propósitos en este artículo,
enunciando lo siguiente. En nuestra sociedad han coexistido varias “concepciones de
5 la nación” que se han enfrentado a lo largo del tiempo y no una sola. Por lo tanto,
la idea de “nación” ha sufrido cambios durante nuestra historia, de acuerdo con
los diferentes equilibrios entre estas concepciones; desde su ámbito concreto la
historiografía ha contribuido a fundamentar una idea de la nación, eclipsando las
otras. En estos tiempos finiseculares los equilibrios que fundamentaron esta
10 concepción de la nación se han modificado sensiblemente; entonces, lo que por
momentos parece una crisis de carácter terminal, no sería sino el resultado de una
demanda de “renegociación” de los componentes del discurso de la nación.
A partir de este planteo, podemos aceptar con cierta cautela algunas de las
afirmaciones que repasábamos más arriba, y rechazar concretamente otras: aceptemos la
15 existencia de una “identidad”, y rechacemos en cambio la idea de su estabilidad en el
tiempo. Por el contrario, propongamos otros predicados: supongámosla el resultado de
un persistente trabajo de creación que arranca desde los comienzos de nuestra historia
(cualquiera que sea ese momento); aceptemos entonces que ese trabajo apuntó a
resultados diferentes según el reparto de poder de las distintas fuerzas sociales en cada
20 circunstancia; entonces veremos que la forma que hoy identificamos como “nuestra”
atravesó un momento “fuerte” alrededor de mediados de este siglo, y que ese estado de
equilibrio “clásico” no fue más que una determinada configuración en la acción
persistente de las fuerzas históricas, que al continuar su movimiento terminaron por
descompensar la base que lo fundamentaba. Si todo esto fuera verdad, podemos concluir
25 que volvemos a una etapa más “plástica” (como habían sido las anteriores) sólo que
ahora tenemos un pasado para idealizar.
Aunque la imagen del desarrollo de la nacionalidad como un proceso de vaivén
parece más ajustada al testimonio de los documentos que a la idea del crecimiento
progresivo y constante, nuestro relato de la nación siempre se ha empeñado más en
30 fundamentar la segunda imagen que la primera. Esto no tiene en sí mismo mucho de
particular: si consideramos a la idea de la nación en historiografía como un paradigma
científico, entonces debemos aceptar que el mismo construye las condiciones de su

2() P.Duara citado por H.Achugar: “Apuntes sobre el discurso nacional en América Latina”. Montevideo, Cuadernos
de Marcha 3ª época Nº93, p.9. La traducción es de H.Achugar.

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invisibilidad(3). Por lo tanto, el mismo relato ha elaborado su propio pasado de manera


de presentarse como el único posible, eludiendo no sólo la eventualidad de “los
desarrollos frustrados” que preocupaba a Real de Azúa, sino opacando otros relatos
históricos igualmente “verdaderos”, pero estructurados sobre ejes diferentes de los
5 admitidos. En el caso de los relatos que involucran al pasado de nuestra comunidad, la
tarea de la historiografía ha contribuido a justificar la actual distribución del poder
social presentándola como si fuera un objetivo permanente a lo largo del tiempo, un
“destino” al que apunta cada uno de los hechos “históricos” registrados.
Esto se complementa con una característica que parece ser resultado de las
10 condiciones de la producción historiográfica. En nuestro pasado, la elaboración del
relato se ha hecho generalmente en un contexto conflictivo en el que (como observó
alguna vez con cierto exceso Rodríguez Monegal) la polémica se parece más al pugilato
que a la esgrima. El sarcasmo, el adjetivo descalificador, o a veces insidioso, impiden
absolutamente que del enfrentamiento de tesis opuestas (o a veces complementarias)
15 pueda surgir una explicación más rica.
Así se ha generado una forma de ver el pasado que no admite matices. En el estudio
de los momentos más conflictivos de nuestra historia encontramos lo que Le Goff llama
“la profecía sobre el pasado”(4). Así la construcción de un futuro deseable era presentado
a través de la continuidad con un pasado creíble: en definitiva, el relato del pasado ha
20 servido de fundamento para proyectos políticos. Esto ha contribuido a que el repaso de
este relato haya resultado siempre una experiencia tranquilizadora, y muchas
generaciones de uruguayos lo han aceptado sin dificultades: lo que queremos que sea no
es otra cosa diferente de lo que siempre fue; nada hay que temer, no hay novedades que
asumir ni riesgos que correr, ni tampoco tiene sentido oponerse a su materialización.
25 Aunque (como advierte el mismo Le Goff), esto transforma inmediatamente a la historia
en un arma política al servicio de una “causa”.
Quizás el más importante de los elementos implícitos en el relato sea la idea de la
permanente identidad a través del tiempo del “Uruguay” tal como lo conocemos hoy,
con su capital, sus habitantes, sus partidos políticos, su estructura económica, sus
30 características sociales...; por esto, si en nuestra época alguno de estos datos se
modifica, nos haríamos responsables de dilapidar una herencia “histórica” frustrando los
esfuerzos de nuestros antecesores. Tal vez se están confundiendo el nombre con el
3() Al respecto, ver T.S.Kuhn: “La estructura de las revoluciones científicas” (Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 1990), especialmente cap.XI.
4() J.Le Goff: “Pensar la historia”. Barcelona, Paidós Básica, 1991, p.63

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objeto: la forma como “se llama” al país no “es” el país; identificar este espacio como
“Uruguay” implica el riesgo de caer en la trampa nominalista y asimilar un rótulo (con
lo que significa de jerarquización de una visión por sobre otras) con las condiciones de
existencia de esta comunidad histórica. Necesariamente debemos suponer que detrás del
5 relato existe un pasado “olvidado” por el relato tradicional, pero que manifiesta sus
efectos en el presente.
Para intentar el rastreo de los aspectos ocultos del pasado deberemos hurgar en el
subsuelo del relato clásico, buscando aquellas “líneas de falla” que nos revelan los
rastros de aquellos cataclismos pasados, que permanecen ocultos bajo la superficie. En
10 este sentido podemos realizar el inventario de las diferentes denominaciones utilizadas a
lo largo del tiempo para designar el espacio que ocupa este país. Aceptemos entonces
que la manera de autodesignarnos es también una forma indirecta de decir algo sobre
nosotros mismos, lo que implica una determinada mirada sobre zonas de nuestro pasado
a las que difícilmente accedemos de otra forma; concretamente, se trata de un canal
15 privilegiado para observar los grupos que se han disputado la hegemonía en nuestro
país. El “nombre” ha sido como una etiqueta que ha encerrado todo un complejo
ideológico que supone una interpretación global de nuestro pasado íntimamente
vinculada con un proyecto de futuro, sustentado todo eso a partir de determinada lectura
de su realidad presente.
20 La curiosidad por nuestro nombre como objeto de estudio ya ha sido planteada por
otros autores. G.Verdesio(5) ha definido al Uruguay como “un constructo producido por
el acto de referir: es una creación discursiva”; en una Contratapa de “Brecha”, Carlos
Liscano planteaba el mismo problema desde otro ángulo: la duda nacional del uruguayo
comienza “ya desde el nombre”. [...] “El país no tiene nombre propiamente dicho.
25 Adoptó el geográfico”(6).
Ni tanto ni tan poco, aparentemente. Quizá la afirmación de Verdesio peque de
exagerada, así como la de Liscano parezca excesivamente simplificadora: aunque esté
fuera de duda que se trata de “un constructo”, el “Uruguay” es algo más que el resultado
del “acto de referir”. Correlativamente, aunque la denominación del país sea equivalente
30 de un “nombre geográfico” como propone Liscano, eso no implica en sí mismo ningún
conflicto. No cabe duda que nombres como “Alemania” o “Italia”, efectivamente

5() G.Verdesio: “La República Arabe Unida, el maestro soviético y la identidad nacional” en Achugar-Caetano
(comp): “Identidad uruguaya: ¿mito, crisis o afirmación?”. Montevideo, ed.Trilce, 1992, pp.98-99.
6() Carlos Liscano “Acerca del ser”; Brecha nº489, 13/abril/1995, Contratapa

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corresponden a denominaciones geográficas (incluso “Austria” a su manera equivale a


“Oriental”), sin que eso provoque ninguna crisis aparente en sus imaginarios nacionales.
Pero más allá de sus diferencias, en algo coinciden ambos trabajos: los dos definen
la nación como un concepto dinámico: “en movimiento” (Liscano) o “en continua
5 formación” (Verdesio), y este carácter transformista se ha reflejado en la denominación
con la que hemos designado a nuestro propio territorio.
“El territorio que hoy llamamos y conocemos como Uruguay, no es otra cosa que un
objeto en disputa; las diferentes formas de concebirlo, de pensarlo, de imaginarlo, se
arrogan el derecho y la virtud de ser la forma de imaginarlo, pensarlo, concebirlo”, dice
10 Verdesio en el artículo citado(7). Su afirmación se encuentra fuertemente ratificada por la
prueba documental. Al repasar los testimonios nos encontramos con la evidencia de la
lenta y laboriosa construcción del Uruguay, a través de sucesivos procesos de
incorporación y descarte; lo que implica que el país, tal como lo conocemos
actualmente, sería un avatar más en ese proceso. Vamos a tratar de repasarlo
15 rápidamente.

2) Denominaciones y territorios.
Comparada con la instalación de los españoles en México o en Perú, la dominación
española en la costa norte del Río de la Plata es muy tardía y sin interés especial. Estos
territorios no pudieron competir con la deslumbrante riqueza de otras regiones, o con la
20 aparentemente inagotable disponibilidad de mano de obra indígena.
Aunque este es un hecho aceptado por casi todos los historiadores, la historiografía
uruguaya parece haberse negado a aceptar las consecuencias que derivan de él; la más
importante, que el desinterés en el territorio implica la ausencia de identidad. En sí
mismo, sólo se trataba de una región dominada por indígenas bravos, y a la que se
25 aludía burocráticamente como un apéndice de alguna otra unidad administrativa mayor.
Este magma fundacional de nuestra historia se manifiesta documentalmente en una
confusión de autoridades, jurisdicciones y denominaciones en la que sólo una visión
diacrónica puede descubrir los gérmenes del Uruguay actual.
Recién cuando el ganado comenzó a valorizarse la situación cambió, si no para la
30 Corona por lo menos para las autoridades administrativas de la región. Desde entonces,
los documentos nos muestran una realidad en la que el enfrentamiento era la norma
habitual: cualquiera de los centros de poder locales se consideraba con títulos o

7() Verdesio, cit. p.100.

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derechos de valor equivalente para reclamar el dominio de un territorio que presentaban


como vacío de pobladores (los indígenas no elevaban peticiones ni demandas) pero que
disfrutaba de una enorme cantidad de ganado cimarrón. El enfrentamiento se jugaba en
todos los planos: legal, administrativo o militar, y se cruzaban los reclamos y las
5 apelaciones dirigidas a las autoridades que parecían más proclives a adoptar una
decisión favorable al demandante. Los Cabildos y las Audiencias eran requeridos por
reclamaciones y solicitudes que a veces llegaban hasta el mismo Monarca, aunque para
todos fuera evidente que el contencioso debía resolverse sobre el territorio mismo y por
la vía de los hechos.
10 Efectivamente, fueron los hechos los que resolvieron el conflicto. La persistente
presión española y portuguesa fue desalojando a los indígenas; la valorización de los
cueros en el mercado mundial fue dando identidad al territorio (y elevando el interés de
la Corona española), por lo que se planteó abiertamente la lucha contra la presencia
portuguesa. Por entonces ya las Misiones habían iniciado su decadencia: la
15 malquerencia de la autoridad española sumó la guerra guaranítica primero, la expulsión
de los jesuitas luego, el acoso de los portugueses y la guerra que estos llevaron adelante
a comienzos del siglo pasado (donde fue arrasada Yapeyú). Todo esto trajo como
consecuencia la decadencia de los antes prósperos establecimientos religiosos y, por
consiguiente, la desaparición de quien era visto como un peligroso competidor por las
20 autoridades españolas.
Desde mediados del siglo XVIII existe un conflicto entre tres fuerzas: Buenos Aires
y Montevideo (los “españoles”) contra la penetración portuguesa. Los portugueses no
tenían el papel de “bête noire” que nuestra historiografía les asigna: los documentos
respaldan cómodamente la afirmación de que tenían la posibilidad de plantear sus
25 pretensiones con tanto fundamento como los españoles, ya que los derechos de éstos no
eran para nada “incontestables”, como nuestra historiografía acostumbra presentarlos.
Sería completamente incomprensible que la Corona española pudiera argumentar
derechos indiscutibles y permanentes por un territorio por el que no manifestó interés
durante más de doscientos años. La indefinición jurídica y la tenacidad de los brasileños
30 de la frontera ambientaron el progresivo acercamiento del poder portugués a la costa del
Río de la Plata.
Sin embargo, la expansión portuguesa parece alcanzar su límite en la primera
década del s.XIX; a partir de entonces comenzaron a chocar con el “núcleo duro” de
población hispana, y su avance, hasta entonces tan rápido, se frenó hasta detenerse. Las

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experiencias de la guerra de independencia evidenciaron esa realidad, y el imperio del


Brasil (heredero de los portugueses) debió conformarse con las últimas esquirlas del
territorio, aquellas que permanecían casi despobladas de españoles. Fue el poblamiento
efectivo entonces, y no la letra de los tratados, lo que le dio a España el dominio en
5 ambas márgenes del bajo Uruguay.
Cuando la velocidad del avance portugués comenzó a reducirse, se perfilaron cada
vez con más fuerza las aspiraciones de Montevideo y de Buenos Aires para el dominio
del territorio; y es recién por esa época que el territorio adquiere nombres de sugestiva
vaguedad.
10 La dinámica de estos enfrentamientos influye directamente sobre la imaginaria
configuración espacial del territorio designado. Desde fines del siglo XVIII se utiliza
indistintamente la expresión “campos de Montevideo” o “Banda Oriental”, según cual
sea la autoridad que genera la designación. Es claro entonces, que la denominación del
territorio dependerá de la idea que el designante tenga de la entidad a quien corresponde
15 el dominio legítimo o, dicho con palabras de Verdesio, “cada nombre refleja, [...] una
opción diferente desde el punto de vista geopolítico”(8). Montevideo, con una
jurisdicción claramente definida desde su fundación y que apenas alcanzaba a un rincón
del territorio, y Buenos Aires, que debía atravesar varios ríos para llegar hasta estas
tierras, tuvieron necesariamente que inventar alguna forma de designación que
20 reivindicara sus derechos señalizando a “la autoridad legítima” en un espacio tan
elusivo: de allí que Buenos Aires generara la expresión “la otra banda” utilizada al
principio, y luego “banda oriental”; por su parte “campos de Montevideo” es un reflejo
de la vocación del puerto por controlar el territorio. Las pocas referencias que
encontramos en los documentos bonaereses a la expresión “campos de Montevideo”
25 parece evidenciar la resistencia a aceptar la posibilidad de un dominio montevideano del
territorio. En opinión de Buenos Aires la circunscripción de Montevideo era un limitado
espacio de territorio definido en el momento de la fundación, que apenas se alejaba de la
costa y carecía de “frontera” con las posesiones de Portugal; en cambio, “la otra banda”
designaba una ampliación del propio territorio, donde regían las normas dictadas por sus
30 autoridades.
La denominación del territorio no implicaba la de sus habitantes; los documentos de
finales del s.XVIII denominan “pueblos orientales” a los de las Misiones. A la vista de
la historia posterior no deja de ser irónico que los primeros “orientales” fueran los
8()Verdesio, cit. p.102.

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indios misioneros y que los habitantes de este territorio que hoy forma el Uruguay, no
tuvieran una designación específica.
La Corona nunca decidió a quien le correspondía el dominio del territorio, en parte
porque entendiera que el conflicto entre ambas ciudades reforzaba su poder, o tal vez
5 porque los sucesos que desembocarían en la independencia se precipitaron antes de que
cada ciudad pudiera encontrar los argumentos que volcaran la decisión a su favor. Desde
la perspectiva montevideana, si el poder de su elite no era bastante para imponer el tipo
de organización que pretendían, en cambio sí tenían suficiente capacidad de veto como
para bloquear aquellas soluciones que no contaban con su aprobación, como ocurrió
10 algunas veces a fines de la colonia. Pero ¿acaso el ostentar capacidad de bloqueo no es,
también, una muestra de que se carece de margen para negociar y hacer aceptar a los
demás en todo o en parte la solución que se desea?

3) ¿Orientales o montevideanos?
15 Las guerras de independencia incorporaron a nuestra historia la tradición “oriental”
y la “cisplatina”. El surgimiento del “orientalismo”, a fines del año 1811, sería la
primera “crisis fundante” de nuestra identidad; y la misma se produce en el marco del
conflicto que se plantea entre la Junta de Buenos Aires y los habitantes de este territorio,
luego de la firma del armisticio de octubre. Aparentemente, el documento más antiguo
20 que incluye esa designación es una comunicación de Artigas a la Junta de Buenos Aires
fechada el 13 de noviembre de 1811: “...la interesante perspectiva de ver continuar su
marcha a los ciudadanos orientales cargados de sus familias y llenos de su propia
grandeza”(9), es una frase que ya trasluce una identidad propia y que prefigura los
términos utilizados en la célebre nota que un mes después enviara a la Junta de
25 Paraguay. Para los guerreros artiguistas, la expresión “Banda Oriental” los incluía como
integrantes de un movimiento que tenía por centro a Buenos Aires, mientras que
“campos de Montevideo” implicaba reconocer los derechos de las odiadas autoridades
de la plaza fuerte. De allí, “orientales”, expresión de una nueva situación que define a
los integrantes de una entidad política autónoma. Esta situación se definirá con más
30 precisión cuando surja la Provincia Oriental como cuerpo político integrado
voluntariamente a un conjunto de provincias; y en lo sucesivo, “tropas orientales”,
“pueblo oriental”, serán denominaciones habituales para la comunidad social radicada

9( )Comisión Nacional Archivo Artigas: “Archivo Artigas” T. Quinto, pp.26-27.

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en este territorio, “Periódico Oriental” el órgano de prensa que los exprese, en 1815 y
“Jefe de los orientales” será la designación de quien los dirija.
La “cisplatinidad”, en cambio, tuvo menos continuidad. Fue la decisión de un grupo
dirigente radicado en Montevideo (ni siquiera de toda la clase dirigente montevideana)
5 sin tiempo ni posibilidades de arraigar en la masa de habitantes. Luego de la expedición
de Lavalleja la designación tomó un carácter peyorativo, y aunque la etapa
independiente recicló a muchos de los personajes que había ocupado un papel destacado
en el Montevideo de Lecor, lo hizo a condición de que sepultaran toda referencia a ese
“período negro” de nuestro pasado. Debieron transcurrir muchas décadas antes que
10 A.F.Costa reivindicara y defendiera la denominación y el orden político que ella
implicaba.
La Asamblea Constituyente debió crear un Estado que unificara la comunidad que
compartía este pasado conflictivo, a partir de una realidad que era vivida como impuesta
desde el exterior. Tal lo manifiesta J.Ellauri en su intervención como miembro
15 informante: “Para expresarme con más propiedad diré que es ya una obligación forzosa
de que no podemos desentendernos: nos ha sido impuesta por una estipulación solemne
que respetamos, y en la que no fuimos parte a pesar de ser los más interesados en ella.
Apresurémonos, pues, Señores, a cumplir de un modo digno los votos de nuestros
comitentes, llenos de ese fuego sagrado, que inspira el verdadero amor a la Patria,
20 desprendámonos de todo sentimiento, que no sea el del bien y felicidad de los pueblos,
cuyo pacto social vamos a establecer en su nombre”(10).
Cuando comenzaba nuestra vida institucional se tenía clara conciencia de la
importancia fundacional de la Constitución: en la intervención de Ellauri es permanente
la insistencia en mostrarla como un pacto social y como elemento fundante de la
25 Nación. Para todos parece claro que del respeto a la Constitución derivará la viabilidad
del nuevo Estado, como lo dice claramente el Manifiesto de la Asamblea General
Constituyente: “...si no tenemos bastante virtud para resignarnos, y sujetar [las
pretensiones personales] a los Poderes constituidos, nuestra Patria no existirá, porque su
existencia depende del sacrificio que hacen todos los individuos de una parte de su
30 libertad, para conservar el resto”(11).
En todo el Manifiesto, así como en el discurso de Ellauri, se percibe claramente la
sensación de inseguridad que domina al autor y, probablemente, a la Asamblea. Es
10( ) “Discurso del miembro informante Dr. Don José Ellauri” en “Constitución de la República Oriental del
Uruguay”. Montevideo, Tip. a vapor de La Nación, 1887, p.27.
11() “Manifiesto de la Asamblea General Constituyente...” en “Constitución...” cit, pp.12-13.

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comprensible, si se tiene en cuenta la debilidad de la elite dirigente montevideana,


incapaz de mantener bajo su control al Estado que estaba surgiendo, y que temía verse
dominada por sectores sociales que eran tradicionalmente sus enemigos; concretamente,
los que tenían por base el medio rural. Las continuas exhortaciones de Ellauri
5 significaban en definitiva una forma (tal vez poco eficaz pero la única posible por
entonces) de obtener la sumisión de esos sectores indóciles; en último término, la
existencia del Estado dependería en mucho de que el conjunto de sus sectores dirigentes
persistieran en la voluntad de mantenerlo. Esto inscribe la creación del Estado como una
forma del nacionalismo “clásico” con el sentido de “comunidad libremente asumida”,
10 tan característico del período de la ilustración que encuentra su expresión en los
comienzos la revolución francesa; según esta concepción, la nación sería el resultado
del pacto voluntariamente aceptado entre sus integrantes, desvinculada con sus
antecedentes históricos(12).
La vocación iluminista del planteo aparece como ineludible, habida cuenta la
15 endeblez de los fundamentos “románticos” de nuestra “nación”. El “Manifiesto...”
señala el origen de la Nación simultáneamente con el del Estado: “Vuestro brío
nuevamente inflamado por el amor a la libertad [...] salvó por segunda vez al País, y fijó
el momento en que por un Tratado de Paz entre la República Argentina y el Gobierno
del Brasil, debía elevarse al rango de Nación libre e independiente” (13). El carácter
20 virtual de la nación no es ignorado por los representantes, quienes manifiestan su
confianza en el respeto a la ley y a las instituciones como el medio capaz para su
“engrandecimiento”. Las referencias al pasado son breves y marginales: desde la
primera frase el “Manifiesto...” alude al pasado como una experiencia negativa (“Veinte
años de desastres, de vicisitudes y de incertidumbres...”); menciona la fecha de 1810
25 como el inicio de la revolución en nuestro país, y señala que las armas fueron
empuñadas “de nuevo en 1825”(14) dejando un sugestivo hiato entre ambas fechas.
Señala, al pasar, la historia “sabida de cuantos me oyen” (15) y en la cual no quiere
abundar; pero al llegar “al día grande de nuestra Nación” no puede dejar de rendir “el
justo homenaje de mi gratitud a esos ínclitos ciudadanos, que supieron comprarnos con
30 su ilustre sangre un bien tan inapreciable: ellos serán, sin duda, tan firmes defensores de

12() Así lo plantea R.Pérez en “El Quinto Centenario y la identidad nacional” en Achugar-Caetano (cit), Nota 5
pp.120-121.
13() “Manifiesto...” cit, p.2
5 14() Id. pp.2-3.
15()Id. p.19

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la Constitución y las leyes, como lo fueron de la Independencia y de la libertad”, y


termina la frase con una inquietante observación: “Sin éstas, no hubiera nacido la Patria;
sin aquéllas, su existencia sería tan precaria como la de un meteoro”(16).
Repasando los documentos se aprecia claramente la intención de eludir toda
5 referencia concreta al pasado (remoto o reciente) y a cualquier antecedente local en los
trabajos de la Comisión redactora. Los constituyentes fueron conscientes del carácter de
la tarea que realizaban, y dejaron expresamente de lado todo aquello que implicara la
memoria de la sociedad, espacio donde se mantenían vivos los conflictos; la opción
iluminista de la Asamblea, “seguir la senda que otros pueblos trillaron para llegar a su
10 prosperidad y hacer felices a sus ciudadanos”, como lo dice expresamente Ellauri,
dejaba de lado todos los antecedentes locales así como toda la carga conflictiva que
éstos involucraban. Sin embargo, hubo un punto donde naufragaron todas las
precauciones: para los constituyentes significó un dato ineludible la referencia a la
experiencia reciente cuando fue necesario elegir una denominación para el nuevo
15 Estado. La construcción de un Estado en este territorio implica adjudicarle una
denominación, y ésta conlleva necesariamente una elección, lo que supone un juicio
sobre el pasado y un replanteo de todos sus aspectos conflictivos; entre ellos, el estatus
de Montevideo con relación al conjunto.
Esto fue un tema de animada discusión en la Asamblea. La Comisión propuso
20 “Estado de Montevideo” y así lo designa en muchos documentos oficiales; Solano
García propuso “Estado del Nord-Argentino”; Lázaro Gadea propuso “Estado Oriental”,
“Estado Oriental del caudaloso Río de la Plata” o “Estado Oriental del Uruguay” dando
como argumento que el nombre propuesto por la Comisión podía provocar rechazo en
los demás departamentos. Miguel Barreiro fundamentó históricamente la denominación
25 definitiva: “Creo que el nombre de Oriental que ha tenido hasta ahora la Provincia es el
que debe conservarse, porque cualquiera de las razones que se han expuesto en
oposición no pueden pesar con lo que sus guerreros han llevado siempre este nombre,
como en el Rincón, Sarandí e Ituzaingó”(17).
El debate suena distante al lector de hoy, que puede considerar absolutamente sin
30 sentido argumentar por una denominación o por otra. Sin embargo, analizando
someramente el contexto surge claramente su intención: los nombres propuestos
(“Estado Oriental” o “Estado de Montevideo” como fueron las posibilidades que se
16( )Id, p.20
17() Versión tomada de A.Castellanos: “La Cisplatina, la Independencia y la república caudillesca”. Montevideo,
EBO, 1975, p.88.

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manejaron en un primer momento) implican tomas de posición antagónicas respecto al


rol de la capital, ya sea como centro dominante (como es el caso de la última), ya como
espacio subordinado (“Estado Oriental”). La tradición “oriental” muestra a Montevideo
como un foco de tenaz oposición al resto del país (centro españolista primero, apoyo de
5 los portugueses y brasileños después) y siempre contrario a la independencia si ésta
implicaba el predominio rural. Por todo esto, la denominación, “Estado de Montevideo”
era completamente inaceptable para la población rural; recuérdese que Montevideo fue
el último lugar del territorio en ser abandonado por las fuerzas imperiales y el que
concentraba la mayor cantidad de partidarios de su dominación(18).
10 Estos hechos, demasiado frescos por entonces, vetaban completamente cualquier
intento de incluir la palabra “Montevideo” en el nombre. Por eso, la discusión sobre la
designación del país se manejó principalmente entre la búsqueda de un nombre “nuevo”
(“Estado de Solís” o “Estado del Nord-Argentino” forman parte de ese intento) y la
definición de una frase que incluyera la palabra “oriental”, un claro referente histórico
15 pero carente de significación en sí misma. Finalmente el nombre oficial, “Estado
Oriental del Uruguay”, concedía una victoria completa a los partidarios de uno de los
bandos, hasta el punto que el mismo Ellauri consideró del caso justificar la capitalidad
de Montevideo: “Ninguna sociedad puede conservar la paz interior, sin un centro de
autoridad que reuniendo alrededor de sí la opinión pública del País, el mismo interés
20 común la haga obedecer y respetar [...] el espíritu de partido, la ambición, la codicia, la
venganza, las pasiones todas se han reunido para desconocer ese centro común, que
decidiendo las cuestiones que motivan las crisis políticas, habría siempre conservado la
tranquilidad”(19).
Si como dice P.Duara, “el nacionalismo [...] representa el lugar donde diferentes
25 concepciones de la nación disputan y negocian entre sí”, la historia de nuestra
denominación no tiene mucho de negociación. El triunfo de las fuerzas rurales fue tan
absoluto que la palabra “Montevideo” no figuró ni siquiera como referente secundario
en el nombre del país. Pero con premonitoria intuición, el editorialista de “El Universal”
escribía en 1829: “...tomar el nombre de un río notable o de cualquier otro accidente de
30 la naturaleza, que por su magnitud sea a propósito para servir de distintivo, parece muy
racional; pero buscarlo en la posición, y en una posición relativa, no parece bien

18() Lateralmente podemos recordar que la demolición de la muralla de la ciudad, que siempre había servido para
detener a las fuerzas del medio rural y nunca para frenar a los invasores del exterior, se creyó condición necesaria
para esta conflictiva integración de Montevideo y el interior en una misma entidad política.
5 19() “Manifiesto...” cit, pp.11-12.

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calculado; y mucho menos cuando para caracterizarlo se hace preciso formar un nombre
compuesto de una frase demasiado larga. Nos parece que siguiendo el mismo espíritu,
se le llamase República Uruguaya...”(20).
El sometimiento de la opinión montevideana a los dictados de la campaña no sería
5 permanente: muy rápidamente el nombre comenzó a derivar hacia el toponímico
“Uruguay” en vez de centrarse en la denominación “Oriental” como deseaba Barreiro.
Si bien en la región platense la denominación “Estado Oriental” corría con cierta
fortuna, los documentos europeos comienzan a destacar la palabra “Uruguay” en la
denominación opacando la designación “Oriental”. A veces este viraje no se percibe en
10 las transcripciones de los textos, sino en la disposición tipográfica sólo visible en las
reproducciones facsimilares. Así, gracias a la copia facsimilar de las carátulas de los
folletos publicados en 1835 y 1836 por Alfredo G.Bellemare, súbdito francés muy
vinculado a nuestro país por su relación con la casa Lafone y por su actividad en tareas
de colonización, vemos que las palabras “de l’Uruguay” aparecen con un destaque
15 mayor (gracias a la diagramación de la portada y a la tipografía empleada) que el resto
del nombre del país(21). Mientras el Cónsul francés en el Río de la Plata, R.Baradère, en
un informe redactado en Montevideo en 1834, todavía designaba al país solamente
como “República Oriental”(22), en el texto de Bellemare ya se le designa
sistemáticamente como “la República del Uruguay” (23). El mismo Dr. Ellauri, que como
20 vimos fuera participante del debate del que surgió el nombre oficial del país, también lo
llama “República del Uruguay” en su correspondencia diplomática desde Europa a
partir de 1839(24). Tal parece que tiene razón el Dr.E.Acevedo cuando atribuye el origen
de la denominación de “Uruguay” a “la opinión extranjera”(25).
Es fácil comprender el por qué de esa denominación adoptada tan rápidamente por
25 los europeos. A partir del segundo cuarto del siglo pasado, el “oriente” designaba
predominantemente a un ámbito geográfico que implicaba una situación fuertemente
conflictiva: la disgregación política de la península balcánica y su estatus con relación al
Imperio Turco, vinculado con el problema de la salida al mar de Rusia y la influencia

20() Citado por J.E.Pivel Devoto: “Las ideas constitucionales del Dr. José Ellauri”, Revista Histórica (en lo sucesivo,
RH) T.XXIII. Montevideo, 1955, p.175.
21() RH T.XXVIII pp.384-385.
5 22() RH T.XXVIII p.390.
23() RH T.XXVIII p.509
24() “Correspondencia diplomática del Dr. José Ellauri 1839-1844” Montevideo, Instituto Histórico y Geográfico del
Uruguay, 1919.
25() E.Acevedo, “Anales...” T.I p.331: “Sobre denominaciones”

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inglesa en el Mediterráneo oriental. Tal es la persistente “cuestión de oriente” europea


que aconsejaba (para eliminar equívocos) la adopción de denominaciones más
claramente individualizantes para cualquier otra realidad política (26). Por esto, para
designar la ignota República Oriental se usaría su referente geográfico hasta
5 transformarlo en denominación permanente. Ésta coincidiría, además, con las
tendencias reveladas por algunos grupos sociales en nuestro país, para quienes la
denominación oficial les resultaba especialmente molesta. Como ya vimos, a comienzos
de este siglo L.Melián Lafinur trasmitía el dolor de la autoestima patriótica frente a este
equívoco.
10 Aparentemente, la expresión “Uruguay” (a secas) para designar al país, y el adjetivo
“uruguayos” para aludir a sus habitantes) comenzaron a adquirir radicación en nuestro
país (ya que no todavía la ciudadanía) a mediados de la década de los 50 del siglo
XIX(27). En 1853 aparece en Montevideo el diario “La Prensa Uruguaya”, que parece ser
el primero que incluye ese adjetivo en su nombre. Pero ni en las notas de su Director y
15 editorialista (el constituyente Ramón Massini, según E.Acevedo) (28) ni en las de los
demás redactores aparece mencionado el nombre del país; por el contrario, parece aludir
a una imprecisa región que abarcaba ambas márgenes del Río Uruguay. “Prensa
uruguaya” sería la dedicada a informar sobre los acontecimientos ocurridos en ese
ámbito geográfico, en especial la guerra civil argentina. Dicho sea de paso, las personas
20 que mandan cartas a la Redacción se firman preferentemente como “Un Oriental” o
“Unos Orientales”, sin utilizar en ningún caso la denominación “uruguayo”.
En 1856 aparece “El Mercurio Uruguayo”, publicado por Juan J.Soto, donde
aparece en una oportunidad el nombre de “República del Uruguay”. Pero será al año
siguiente, cuando Heraclio Fajardo publique “El Eco Uruguayo” que el Uruguay
25 designado como tal aparecerá sistemáticamente: en esta publicación el país aparece
denominado muchas veces como “la región del Uruguay” y aunque no falta el adjetivo
“oriental”, ya en el número 1 se lee la siguiente exhortación: “¡Adelante, novel

26() El primer artículo referente a la “cuestión de oriente” se publicó en la “Revue des Deux Mondes” ya en 1837.
Ver “Revue des Deux Mondes. Table Générale. 1831-1874”. París, Bureau de la Revue des Deux Mondes, 1875,
p.352.
5 27() El adjetivo aparece en el año 1835, en la obra de Luciano Lira: “El Parnaso Oriental” que lleva como subtítulo
“Guirnalda poética de la República Uruguaya”. En este caso la palabra está empleada en sentido poético y no se
encuentra en ninguno de los poemas transcriptos en el primer tomo; sí aparece en el segundo tomo, en dos poemas
publicados originalmente en la prensa montevideana el 18 y el 19 de mayo de 1835. En este caso parecería que la
circulación de la palabra habría comenzado con la publicación del 1er. tomo. (Luciano Lira: “El Parnaso Oriental o
10 Guirnalda poética de la República Uruguaya”. reimpresión facsimilar. Montevideo, Biblioteca Artigas, 1981. Tomo
II, pp. 145 y 149.)
28() E.Acevedo: “Anales...” T.II p.392.

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generación uruguaya, vigorosa juventud sedienta de laureles!”. En números sucesivos, y


ya con más audacia, se leen expresiones como “la República Uruguaya” o “la juventud
literaria del Uruguay”. En los años siguientes se agregarán empresas como el
“Ferrocarril Central del Uruguay”(29), organizaciones como la “Asociación Rural del
5 Uruguay” en octubre de 1871(30) o en 1878 el “Club Uruguay”(31). Sugestivamente, en
ninguno de estos dos últimos casos parece haberse sostenido la necesidad de que la
palabra “Oriental” figurase en el nombre.

4) Uruguayos.
Aunque aún en la década del 80’ encontramos que “Oriental” y “Uruguay” aparecen
10 con similar frecuencia, el gran viraje enunciativo se produjo en la década anterior y
esconde la que tal vez sea la primera crisis “transformista” de nuestra identidad: aquella
que coincide con la desaparición de la generación que había protagonizado la revolución
artiguista y la independencia. Quizá en ningún lado se exprese el sobrio dramatismo
implícito en ese relevo generacional como en una breve frase que E.Acevedo Díaz
15 incluyó en la necrológica que dedicó a la muerte de su abuelo, el Gral A.Díaz, en 1869:
“recuerdo con las lágrimas que deja correr la tradición animada, la expresión magnífica
del noble octogenario, cuando (escuchaba) el sonido de su voz (...) recuerdo cuando yo
tomaba la pluma y él me dictaba las glorias uruguayas”(32).
Si aceptamos, como propone Hobsbawm, que “Las naciones no construyen estados
20 y nacionalismos, sino que ocurre al revés”(33), debemos afirmar entonces que en el
Uruguay, como parece ser el caso general en Latinoamérica, el Estado antecede al
nacionalismo y este es anterior a la “Nación”. Por lo tanto, el acto de “crear la
Nación” consistió en fundamentar la existencia del Estado tal como pre-existe, con
su organización y su funcionamiento. Es la defensa de la “nación realmente
25 existente” contra cualquier otro proyecto diferente. Así, como se ha dicho, en la
historia uruguaya fundar la nación y fortalecer el Estado son equivalentes. Y esto
implica consolidar un centro político y un grupo social que ejerza el poder; pero los
grupos sociales que habían hegemonizado la “construcción del Estado”, en 1830, no

29() En las acciones se lee: [título] “República Oriental. [Destacado:] Ferrocarril Central del Uruguay” Ver “Nuestra
Tierra” Nº41. Montevideo, Ed. Nuestra Tierra, 1969, p.8.
30() “Cien años de la Asociación Rural del Uruguay” Montevideo, 1971, pp.5-6.
5 31( )”Centenario del Club Uruguay”; “El País”, 12 de diciembre de 1978, p.12.
32() El Siglo, Montevideo, 18/IX/1869, citado por Rocca, P: “Eduardo Acevedo Díaz y el destino nacional”. Brecha,
“La Lupa” 13/IV/1995, p.16.
33() Citado por G.Caetano: “Identidad nacional e imaginario colectivo en Uruguay. La síntesis perdurable del
Centenario” en H.Achugar-G.Caetano (cit.), p.81.

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eran exactamente los mismos que lo controlaban cincuenta años después. Por lo tanto,
había que replantear aquellos problemas que en la hora fundacional habían quedado
arbitrados de una forma que no se adaptaba a la nueva distribución de fuerzas.
Era ya evidente que el país había cambiado en los años transcurridos desde el fin de
5 la Guerra Grande, y que los valores de aquel grupo fundacional no daban cuenta del
progreso material del país. La modesta aspiración de sobrevivencia manifestada por
aquella generación sonaba demasiado tímida en el contexto de un país que había
logrado multiplicar su riqueza ganadera y transformarse en un importante centro
financiero, que recibía oleadas de inmigrantes europeos y que estaba viendo aparecer las
10 primeras empresas industriales. La independencia ya no debía ser un estado transitorio
sino una forma definitiva, un valor a defender en un contexto que se presentaba poco
favorable para tales aspiraciones. Pero para que eso fuera viable había que crear una
“realidad nacional”, una comunidad imaginaria que se presentara como posible, incluso
deseable, para quienes integraban (y se integraban) al país.
15 Podemos asumir sin dificultad que los fundadores de nuestra historiografía
consideraban que lo que estaba en juego era demasiado valioso y su conquista era
todavía muy insegura, para permitir que los adversarios pudieran argumentar y darles la
posibilidad de quedarse sin más con el favor del auditorio. En definitiva, todo relato
histórico lleva implícita una propuesta de futuro (un “prospecto” diría Real de Azúa) (34)
20 de enunciación no siempre explícita pero cuya concreción resulta esencial para el autor;
todo aquello que contribuyera a debilitar su credibilidad era visto como la obra de un
enemigo. El empeño tiene entonces un curioso resultado: el “proyecto” no es sino la
prolongación indefinida de algunas características de la situación presente que al
proponente le parecen especialmente valiosas o positivas. Así, la “historia” escrita en
25 nuestro país a finales del siglo XIX responde a determinado patrón característico:
reproduce casi exactamente la realidad de su momento y construye un relato que
proyecta esa realidad al principio de los tiempos, aunque para todos fuera evidente que
había sido construida sólo en las últimas décadas.
Dentro de esa “realidad” a justificar se encontraba, como uno de sus elementos
30 fundamentales, la posición de Montevideo como centro político. Como ya vimos, el
dominio de la ciudad sobre el territorio había sido el centro de un conflictivo proceso
que se inició ya en la época colonial y que se prolongó a lo largo del siglo XIX.

34() G.Caetano: “Notas para una revisión histórica de la “cuestión nacional” en el Uruguay”, en H.Achugar (Editor):
“Cultura(s) y nación en el Uruguay de fin de siglo”. Montevideo, ed.Trilce, 1991, p.22.

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Entiéndase que no se discutía la “capitalidad” de Montevideo sino su “centralidad”; y


por eso, en las deliberaciones de la Constituyente, no se discutió sobre el lugar donde se
ubicaría la capital del nuevo Estado, sino que se rechazó la denominación “Estado de
Montevideo”. Pero ya en la bisagra de los dos siglos, con la experiencia de varias
5 décadas de vida independiente (y la política centralizadora de Latorre), Montevideo
estaba sumando a su propia e indiscutible gravitación el reciente dominio que imponía
por la vía de los hechos sobre todo el país. La centralización impulsada por la capital
implicaba desde el punto de vista económico la necesidad de que Montevideo rompiera
materialmente los antiguos lazos que unían (desde la colonia) a algunas localidades del
10 interior con centros que ahora habían quedado más allá de las fronteras (Rivera y Melo
con Brasil, Salto con Corrientes, el litoral uruguayo con Buenos Aires, etc.), y los
religara con el centro político del país. Aunque ese proceso se haga contra la voluntad
de los implicados (“La unidad se hace siempre brutalmente”, recordaba Renán en 1882)
siempre permanecerá incompleto: “...ni otrora ni hoy el Estado uruguayo y
15 montevideano [...] ha llegado a disponer de un ámbito económico, fiscal, político y
cultural no compartido”(35).
Pero la dominación basada en la fuerza tiene bases endebles; por ello, Montevideo
también debía legitimar ideológicamente su situación fundamentándola en alguna forma
especial del “destino manifiesto”, y borrar de la memoria hasta la misma existencia de
20 un estado anterior, diferente. En esta tarea la función del relato histórico es muy
importante, siempre y cuando logre crear una versión creíble del pasado; y esto chocaba
fuerte con los datos de la realidad. Si efectivamente Montevideo “debía” gobernar el
territorio, tal dominio debió haber sido considerado “natural”. Pero nada era más lejos
de eso y todos eran conscientes de ello. Por lo tanto, había que “renegociar los olvidos”
25 reconstruyendo un relato del pasado que ocultara los aspectos más chocantes del
conflicto, resignificara los que eran indisimulables y resaltara los más convenientes.
Buena parte de nuestra historiografía puede incluirse como afiliada a este propósito; y

35() C.Real de Azúa: “Montevideo: el peso de un destino” Montevideo, Ediciones del Nuevo Mundo, s/f (1987?)
p.49. Desde la perspectiva capitalina, Real de Azúa resume así los factores de la centralidad montevideana:
“...Montevideo estructuró en buena proporción el ámbito geográfico que tras sus suburbios comenzaba; debe
5 admitirse que, en términos uruguayos, un “proceso de montevideanización” y un “proceso de nacionalización” se
aproximaron hasta confundirse. Circuidos estuvieron primitivamente al medio montevideano los alcances materiales
de la autoridad estatal, la efectividad de la norma jurídica, la ordenación administrativa, la existencia regular, en
suma, de una colectividad. El abrupto discontinuo estructural interior-capital sólo comenzó a amortizarse a nivel
político administrativo hacia los tiempos de la dictaduras militares: el ferrocarril, el telégrafo, las nuevas armas
10 -desde el remington estrenado en Perseverano (1875) hacia adelante- que consolidaron la hegemonía- si bien harto
precaria- de un Estado nacional, afirmaron con ella la primacía montevideana”. La óptica fuertemente capitalina del
discurso de Real de Azúa hace que el resto del país sólo cobre existencia cuando se subordina a Montevideo.

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(no por casualidad) es en ella donde aparece con más frecuencia la palabra “Uruguay”
para designar el nombre del país.
Para el observador desprevenido, el nombre “Uruguay” parece el arbitraje más
equitativo entre las pretensiones de la campaña y las de Montevideo; concreta la
5 propuesta de un “nombre nuevo” para el nuevo Estado, lo que parece más adecuado a
una realidad también “nueva” en la que se ha modificado la importancia de Montevideo
y equilibrado el peso específico de cada una de las partes. Pero eso sólo ocurre en el
nivel enunciativo. Montevideo logró resignificar la “historia del Uruguay”, utilizándola
para hacer “olvidar” su pasado y justificar su centralidad. El resultado es una “historia
10 de Montevideo” aunque con tal grado de invisibilidad que se puede decir que Latorre
“montevideanizó el Uruguay” sin que sea evidente la tautología.
El primer representante de este giro historiográfico es un historiador de tendencias
conservadoras y clericales. En buena medida podría llamarse a Francisco Bauzá el
fundador de la historiografía “uruguaya”, ya que fue quien primero utilizó el término
15 con su nuevo significado, lo proclamó desafiante desde su título y lo mantuvo a lo largo
de todo el libro. J.A.Oddone caracteriza así los objetivos de Bauzá: “Historiador y
legislador, periodista y hombre de partido, Bauzá encara la creación historiográfica
como vehículo vivificante de la conciencia nacional, urgido por una exigencia espiritual
que le mueve a ahondar en el pasado para explicarse por vía retrospectiva la existencia
20 independiente de su país, en el momento culminante de la controversia sobre la
autenticidad histórica de la República. El preconcepto de la existencia nacional -como
se sabe- dinamizó variadamente la historiografía americana. La hipótesis del trabajo de
Mitre, al “perseguir los orígenes del sentimiento nacional como conciencia de la
comunidad”, es el supuesto que dinamiza en Bauzá la búsqueda atenta de los elementos
25 físicos, geográficos, políticos y sociales que dan cuerpo al ser nacional uruguayo. Por
eso es la suya la primera historia de los orientales”(36).
Cabría decir “de los uruguayos” más que de los orientales, ya que el término
“oriental” es utilizado con muy intencionado acotamiento por parte de Bauzá: recién en
el tercer tomo de la obra aparece la expresión para aludir a una realidad que ya es
30 netamente provincial, un producto de la revolución que sólo durará lo que la etapa
“artiguista” de ésta. Bauzá tiene clara la novedad histórica del nombre “oriental” pero la
aprovecha para retrodatar la denominación “Uruguay” que utiliza durante toda la obra:

36() Oddone, J.A.: “La historiografía uruguaya en el siglo XIX”, en Revista Histórica de la Universidad, Segunda
época Nº1. Montevideo 1959, pp.32-33.

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“Que la población salvaje, descubierta por los españoles sobre el suelo uruguayo,
constituía al tiempo de la conquista una entidad social con aspecto y dominios propios,
es creencia uniforme de los primitivos historiadores de estas regiones, según se sabe.
Pero lo que generalmente ha pasado inadvertido, es que los españoles, al declararse
5 dueños de la tierra, la designaron oficialmente con el nombre de Uruguay, dando
por extensión el de uno de los ríos del país a todo el territorio comprendido entre sus
límites hasta la costa del Paraná, como dieron el nombre de Río de la Plata a todos los
países cuya entrada franqueaba aquel caudal de aguas. Si provino esto, en cuanto al
Uruguay, de que sus primitivos habitantes aplicasen por antonomasia dicho nombre,
10 tanto al río como al país, lo ignoramos, pero es cierto que los gobernadores del Río de la
Plata, se titularon durante muchos años gobernadores del Río de la Plata, Uruguay, Tapé
o Mbiaza. De este modo, el verdadero nombre del país, que muchas veces se ha
pretendido repudiar por creerlo una inventiva del localismo, tiene la más antigua
confirmación histórica”. Y fundamenta su afirmación en una cita: “Pedro Lozano,
15 Historia de la Conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán; Tomo I, Libro I, cap.I
(edic. Lamas)”(37).
El carácter fundacional de Bauzá no solo surge de su rigor lógico y su claridad
expositiva o de su capacidad para alejarse un tanto de su identidad “colorada” y
contribuir a crear un discurso “nacional” (Bauzá se limita a historiar desde el
20 descubrimiento hasta 1820, sin entrar en el repaso de las guerras de divisas), sino que es
también (usando palabras de Oddone) una “frontera historiográfica” ya que define un
conjunto explicativo que puede considerarse como un paradigma en nuestra
historiografía. Casi todo está en Bauzá: en su relato de la colonia vemos la preexistencia
del Uruguay, su carácter “especial”, la comunidad igualitaria que forman sus habitantes,
25 la permanente lucha que mantienen contra los invasores de regiones vecinas bajo la
dirección indiscutida de Montevideo; y en el Tomo III, correspondiente a la revolución,
una defensa tenaz (y muy sugestiva) del principio de autoridad, especialmente la
autoridad “legítima” que es aquella surgida de la “voluntad del pueblo”
institucionalmente expresada, por oposición a la autoridad arbitraria de los caudillos.
30 También es Bauzá el que (reinterpretando la frase de Renán sobre la forma de hacer la
unidad) impone un “estilo argumental” fuertemente agresivo para defender estas
propuestas cuando no le sobraban los argumentos propiamente históricos.

37() F.Bauzá: “Historia de la dominación española en el Uruguay”. Montevideo, 2ª ed. 1895 T.I pp.144-145. Los
subrayados son míos.

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Por consiguiente, es Bauzá quien primero defiende la centralidad de Montevideo,


fundamentándola históricamente: “El Uruguay nació a la civilización cristiana en
concepto de independencia, es decir, bajo el mismo concepto en que había nacido a la
sociabilidad indígena. Jamás se creyó inferior a sus vecinos en nada, y tan cierto es esto,
5 que desde el día de su instalación, comenzó el Cabildo de Montevideo por dirigirse al
Rey exponiéndole sus cuitas y necesidades directamente, y de ahí para adelante fueron
continuadas las correspondencias de este género entre las diversas corporaciones del
país y el monarca. Este espíritu de independencia, deliberado y consciente, se extendía
también a los campos donde moraba la población primitiva. Todos los pueblos formados
10 por los indígenas, habían nacido por sumisión previa al Cabildo de Montevideo, y
después de arreglos y conferencias entre sus caciques o jefes y los magistrados de la
ciudad. De la misma manera, las tierras adjudicadas a los habitantes de las Misiones que
transmigraron al sud del Río Negro, les fueron concedidas por las autoridades del país.
Nadie conocía o acataba en el Uruguay otra autoridad, pues, que la que podría llamarse
15 autoridad nacional; y los colonos que llegaban de España, encontrábanse en el mismo
caso”(38). La referencia final al “acatamiento a la autoridad nacional” forma parte
constitutiva del “principio de centralidad”. En el relato de Bauzá, el eje explicativo de la
historia colonial se encuentra sobre la oposición Montevideo-interior, representando
Montevideo la legalidad (española primero, revolucionaria después), y el interior es el
20 campo de acción de los poderes enemigos: los portugueses, los porteños, y luego los
federales.
En épocas posteriores este eje se mantuvo, aunque se modificó en parte su
contenido. El primer batllismo redefinió la nacionalidad a partir de “la identificación del
país con ideales que los trascendían: la democracia política, la justicia social, la
25 soberanía económica, conceptos universales y no limitados a las fronteras geográficas
de ningún país”(39). lo que implicaba la eliminación de las tendencias xenófobas e
incluso racistas presentes en el relato de Bauzá, pero no justificaba un replanteo desde la
base. El trabajo de historiadores posteriores aportó nuevos elementos que enriquecieron
el esquema original como se ve claramente en la obra de P.Blanco Acevedo y de
30 J.E.Pivel Devoto.
En toda la obra de Pablo Blanco encontramos la presencia de ese paradigma; a
veces el molde se muestra en títulos de neto cuño programático, como en “El gobierno
38() Bauzá cit. T.II pp.660-661. Subrayado mío.
39() Barrán,J.P.; Nahum, B: “Batlle, los estancieros y el Imperio Británico” Tomo 6: “Crisis y radicalización 1913-
1916”. Montevideo, E.Banda Oriental, 1985, p.231.

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colonial en el Uruguay y los orígenes de la nacionalidad” donde se encuentra implícito


el postulado de la fundación de la nacionalidad (inevitablemente “uruguaya”) desde los
mismos orígenes del poblamiento.
Sin embargo, en esta obra el título parece desmedido con relación al contenido. “El
5 gobierno colonial...” es una historia institucional de Montevideo hasta el comienzo de la
revolución; de los veintiún capítulos en que se divide la obra, sólo dos (el Capítulo IV,
con seis páginas, y el Capítulo X, con once páginas efectivas de texto) se ocupan del
medio rural, mientras que dieciséis capítulos se ocupan estrictamente de Montevideo.
Esta distribución no es casual, sino que responde a los confesados criterios
10 interpretativos del autor. P.Blanco comparte aparentemente algunas de las ideas
filosóficas en boga en su época, que destacan especialmente el peso de lo urbano: en su
obra, nación y vida urbana están inseparablemente ligados. “Partimos de un concepto
que es el fundamental: el espíritu localista del núcleo urbano principal, determina la
nacionalidad, cuyo germen vive y se desarrolla durante toda la época española. La
15 legislación fortifica esa idealidad, y en Montevideo las instituciones se moldearon con
un carácter regional. Por eso, después de un análisis preliminar del elemento étnico
primario, examinamos la fundación de pueblos y sus causas, para luego describir el
medio formado, el gobierno y los conflictos locales. Los sucesos producidos en el
último tercio del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX, en su variedad singular,
20 nos permiten la presentación de las fuerzas ya existentes en la ciudad antigua en tres
aspectos diferentes: económico, social y político, haciéndonos factible, además, el
estudio práctico del régimen colonial”(40).
Quizá el aporte principal de P.Blanco al estudio del período colonial esté marcado
por la incorporación de un nuevo eje conceptual: la “lucha de puertos”. De acuerdo con
25 su análisis, los frecuentes enfrentamientos entre los comerciantes de las dos ciudades no
eran episodios ocasionales de la competencia entre grupos específicos sino que
respondían a tendencias permanentes que involucraban al conjunto de la sociedad; de
esa manera al tipificar la conducta se la transforma en categoría analítica eficiente para
incorporarla al complejo explicativo de nuestro pasado.
30 P.Blanco define así el conflicto comercial: “¿Cuál puerto era más conveniente: el de
Montevideo o el de Buenos Aires? He aquí una grave cuestión, difícil de resolver y que
enardeció y exaltó los espíritus de las dos colonias rivales. El pleito era viejo y tenía ya

40() P.Blanco Acevedo: “El gobierno colonial en el Uruguay y los orígenes de la nacionalidad”. Montevideo,
Imp.L.I.G.U. 4ª ed. 1959, pp.XIX-XX.

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profundas raíces en la corta historia de los dos pueblos. Los argumentos en favor de una
u otra solución eran igualmente fuertes y el tiempo transcurrido no había hecho otra
cosa que enconar y agravar las pasiones.”
Según este planteo, por más que “las dos rivales” se exaltaran y enardecieran por
5 “la grave cuestión”, la disyuntiva parece indecidible; así tenemos postulada en un sólo
párrafo la “permanente rivalidad” (un “pleito viejo” a pesar de la “corta historia” de las
ciudades) y que alcanzará la categoría de “lucha” cuando Buenos Aires trate de abrir un
nuevo puerto. Sin embargo, ya en el párrafo siguiente el propio autor modifica
radicalmente los términos del problema: “Prácticamente, la discusión no resistía un
10 examen serio, ya que el puerto de Buenos Aires, en puridad de términos, no existía para
buques de tonelaje por la escasez de fondos y las dificultades de acceso; Montevideo, al
contrario, tenía su puerto natural y su bahía ofrecíase como resguardo a las naves en los
días tempestuosos”(41). En este marco la “lucha...” cumple una función claramente
instrumental en la tarea de remontar a la época colonial el surgimiento de un país
15 independiente con capital en Montevideo; de aquí surge naturalmente una de las
justificaciones más claras de la independencia del país, en cuanto libera a su puerto del
dominio de un centro rival(42).
Aunque en el planteo de P.Blanco la oposición comercial es notoria y resulta
fuertemente explicativa, ésta pasó desapercibida para F.Bauzá que apenas le dedica un
20 párrafo al problema (esencial para P.Blanco) de la apertura del puerto de la ensenada de
Barragán, e incluso se niega a aceptar la posibilidad de enfrentamientos o rivalidades
entre Montevideo y Buenos Aires. En las diferencias entre las ciudades sólo ve la
prueba de dos destinos diversos: en el concepto “Buenos Aires” distingue claramente
entre el pueblo por un lado, y sus gobernantes, a los que identifica como “lautarinos”,
25 por otro. Esto responde a la idea de la culpabilidad histórica de la masonería, central en
Bauzá pero que luego quedó sin continuadores; la corriente principal de la historiografía
uruguaya prefirió seguir una interpretación diferente.
A la “lucha de puertos” de Blanco Acevedo, Pivel Devoto agregó a mediados de
este siglo el concepto de “problema del arreglo de los campos” como una nueva
30 categoría de análisis. Ésta incorporaba, por vez primera, al medio rural con sus
peculiaridades en el conjunto de la explicación histórica.

41() P.Blanco, cit. p.123.


42() Significativamente esta reivindicación del puerto se estructura cuando ya se ha verificado su virtual desaparición
como centro del comercio de intermediación en la región. Al respecto, O.Mourat: “La crisis comercial en la cuenca
5 del Plata (1880-1920)”. Montevideo, EBO, 2ª ed., 1973.

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El concepto fue desarrollado en los Prólogos al Tomo Segundo y Tomo Tercero del
“Archivo Artigas”(43). Según su autor, la intención de la obra era demostrar la
preexistencia de “la nacionalidad uruguaya” desde “los orígenes de nuestra formación
social”(44). De acuerdo con esto podemos suponer que ambos coinciden con el comienzo
5 de la obra, y ubicar “nuestros orígenes” a mediados del s.XVIII cuando ya se ha
fundado Montevideo y se encuentran en el escenario todos los actores que representarán
luego el conflictivo proceso de la independencia. La elección del momento de inicio
resulta muy funcional ya que minimiza absolutamente el papel desempeñado por dos de
los protagonistas (los indígenas que habitaban el territorio y las autoridades de las
10 Misiones) mientras que jerarquiza excepcionalmente a otro: Montevideo.
El papel hegemónico de Montevideo es presentado por Pivel como una
consecuencia natural de su situación geográfica y administrativa. El centro conceptual
del relato se sitúa en los comienzos del siglo XIX, ya que en ese momento se produce la
combinación de reclamos de diversa índole que muestran (a juicio de Pivel) la madurez
15 ya alcanzada por las fuerzas sociales de la ciudad: “...señala el momento en que la
ciudad y su puerto, a poco de iniciarse el siglo XIX, veían culminar el proceso político y
económico de su evolución. Si razones de buena administración y mejor defensa de las
fronteras, arreglo de los campos y seguridad de sus habitantes eran las que dictaban a
los hombres de gobierno de Montevideo los proyectos mencionados para extender su
20 gobierno a todo el territorio con una mayor jerarquía política y militar, el destino
mercantil a que estaba llamada la ciudad emproada hacia el mar y desafiante desde sus
murallas, acuciaba a sus comerciantes y navieros a reclamar para el puerto la autonomía
económica y el dominio del gran río dentro de la jurisdicción virreinal”(45). El liderazgo
de las elites montevideanas (que aparentemente veían coincidir tan exactamente su
25 beneficio directo con el interés general) era naturalmente secundado por las poblaciones
del interior del territorio: “En el caso de la Banda Oriental, pues, la geografía, el factor
económico y las exigencias de los deberes militares impuestas por su calidad de
limítrofe con el Brasil, despertaron en sus pobladores el instinto de asociación regional

43() Comisión Nacional Archivo Artigas: “Archivo Artigas” Tomo Segundo. Prólogo de Juan E.Pivel Devoto.
Montevideo, Monteverde y Cia. 1951; Tomo Tercero, Prólogo de Juan E.Pivel Devoto, Montevideo, Monteverde,
1951 (en lo sucesivo, AA T.II y AA T.III). Ambos fueron reunidos y publicados luego con el título de “Raíces
5 coloniales de la revolución oriental de 1811”, Montevideo, 1952.
44() J.E.Pivel Devoto: Prólogo a “La independencia nacional”. Montevideo, Biblioteca Artigas Vol.145, 1975, p.VII.
45() AA T.III p.XLV.

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que inspiró las iniciativas autonómicas del Cabildo de Montevideo y de su cuerpo de


Hacendados y Comerciantes”(46).
La mirada del historiador es netamente montevideana, y su definición del
“problema del arreglo de los campos”, refleja también una perspectiva portuaria y
5 centralista. Pivel resume el “problema...” en estos términos: “La pacificación del
escenario rural por las vías represivas no sería nunca remedio para un mal que sólo
podrían solucionar el “arreglo de los campos” como se estilaba decir entonces, la
distribución de la población de manera más ordenada, la reducción de los indígenas, la
ampliación de la jurisdicción de Montevideo a todo el territorio de la Banda Oriental
10 como se había propuesto desde 1769 en varias ocasiones hasta la más reciente de 1797,
y la delimitación definitiva de la frontera”(47).
Como ya vimos, en todo el transcurso de la época colonial Montevideo nunca logró
presentar de manera convincente la relación existente entre lo limitado de su
jurisdicción y el desorden rural; a los ojos de la autoridad española el problema siempre
15 se presentó como poco relevante, y resultado de la escasa vigilancia del territorio. Pero a
los efectos de la construcción de un relato, el “problema...” refundamentaba la
preexistencia de la nacionalidad uruguaya desde la época colonial, ratificaba la vocación
dirigente de Montevideo en el conjunto del país, nos advertía sobre la influencia
negativa del “afuera” (especialmente de los brasileños y los argentinos) y nos
20 reafirmaba en la confiada convicción de nuestra “especialidad”. Reivindicaba así todo el
modelo ideológico clásico del “Uruguay feliz”(48).
Este reforzamiento coincidía con el momento de máxima expansión de esta imagen.
El orgullo de “la Suiza de América”, el país que (según palabras de Luis Batlle) había
tenido la sabiduría de prevenir las revoluciones que convulsionaban al mundo de la
25 guerra fría, tenía un ímpetu ganador que soportaba con comodidad las distorsiones
regionales y cronológicas. Una Historia uruguaya que se remontaba cronológicamente a
la época colonial y se reducía a la ciudad capital y su clase dirigente, respondía a la
imagen que teníamos de nosotros mismos. Todos aquellos elementos “de identidad” que
se incorporaron en este siglo asimilaron sin conflicto el concepto “uruguayo” a una
30 realidad estrictamente montevideana: música “uruguaya” son el tango y el candombe y

46() AA T.III pp.LXXIX-LXXX.


47( )Pivel en AA T.II p.XXXVI.
48() Un estudio más detallado sobre los criterios teórico-metodológicos de Pivel Devoto se encuentra en Carlos
5 Zubillaga: “La segunda época de la “Revista Histórica” (1941-1982). Su significación en la historiografía nacional”.
Montevideo, Departamento de Publicaciones de la Facultad de Humanidades y Ciencias, serie Avances de
investigación, 1987.

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campeonato “uruguayo” de fútbol ha sido durante casi todo el siglo el que se juega en
Montevideo entre equipos de la capital(49), como es también montevideano el carnaval
“del Uruguay” que cantaba una célebre conga de los cuarenta. A pocos les choca que la
“Comedia Nacional” sea una dependencia del municipio de Montevideo.
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5) Hora de repintar la grifa?


Pretendemos que de este desprolijo repaso hayan surgido algunas ideas. Tal vez
permita demostrar que actualmente existe una crisis de identidad en la medida en que ha
variado la realidad que permitía fundamentar nuestra “comunidad imaginada”; pero por
10 otro lado la comprobación se desdramatiza al comprobar que la “identidad nacional” es
un concepto en continuo cambio, que ha vivido otras crisis antes y que las ha resuelto en
forma eficiente y adaptada a las realidades y a las posibilidades de su tiempo.
Cada perfil de “identidad” supo en su momento encontrar el rótulo que lo
diferenciara. Pero el nombre es sólo una palabra que poco nos dice si no la vemos como
15 el emergente visible de una determinada configuración de los equilibrios sociales; la
palabra expresa una determinada hegemonía, que cambia cuando se modifican los
equilibrios que la fundamentaron. En esos casos puede ocurrir que aparezca un nuevo
rótulo, o bien que se resignifique el rótulo anterior. Si el “orientalismo” se adaptaba a la
situación surgida de la revolución independentista, la creación del “Uruguay” responde
20 a la realidad de un país en rápido desarrollo que se veía enfrentado a un contexto
internacional donde se daba por supuesto que los pequeños países estaban destinados a
desaparecer en el mediano plazo.
Igualmente pretendimos poner en evidencia que cada rótulo utilizado como
denominación de nuestra identidad encierra una carga muy grande de significados,
25 muchos de los cuales pasan desapercibidos en el uso cotidiano del término. Así, si la
expresión “Uruguay” fue resignificándose sucesivamente para servir primero de
respuesta al darwinismo social de fines del siglo XIX y luego al triunfalismo
neobatllista de mediados de este siglo, siempre fue el medio de expresión de la
hegemonía de la “clase política” montevideana; por eso mantuvo como un elemento
30 esencial el concepto de la centralidad de Montevideo. El paso de la idea del Uruguay

49() La reciente incorporación de equipos del interior a la 1ª división, especialmente el caso de Frontera de Rivera
que accedió a la categoría por los mecanismos regulares, fue debidamente destacado por el periodismo como una
fractura en la tradición centralista.

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definido como “la tierra purpúrea” a la “Suiza de América” tiene su correlato en el papel
acordado a Montevideo: “Nueva Troya” al principio, “Atenas del Plata” después.
Creo que es necesario prevenir alguna interpretación extremista. Sin lugar a dudas,
la tradición historiográfica es un logro digno de ser conservado. El trabajo de pesquisa,
5 recopilación, análisis y exposición de toda la dispersa y confusa masa documental
generada durante nuestro pasado, y la elaboración de explicaciones socialmente válidas
a partir de ella, puede presentarse como uno de los resultados más valiosos y
perdurables de nuestra evolución intelectual. Los tres autores que repasamos
brevemente han contribuido a elaborar toda la interpretación histórica en nuestra
10 sociedad. La difusión de este modelo interpretativo ha sustentado los estudios históricos
en nuestro país hasta nuestros días, sin que sea perceptible que ejerciera ninguna acción
que fuera sentida como inhibitoria por la sociedad. Para referirnos sólo a su
representante más reciente, la obra de Pivel Devoto reorientó los estudios sobre nuestro
pasado colonial al proponer un relato que daba sentido a la enorme masa de documentos
15 sobre el medio rural (inorgánicos e inabarcables hasta entonces) y abrió camino a
nuevas investigaciones que profundizaron el conocimiento de la importancia del medio
rural en nuestro desarrollo (la “Historia rural del Uruguay moderno” de Barrán y
Nahum se inscribe en esta línea) o que a partir de la incorporación de una dimensión
social en el análisis (particularmente en los trabajos del equipo integrado por Sala,
20 Rodríguez y de la Torre), promovieron una profunda resignificación de la figura y la
obra de Artigas. Correlativamente, el peso de toda la tradición historiográfica
contribuyó a la eficacia con que la sociedad uruguaya bloqueó el anacrónico culto a la
“orientalidad” que impulsara el gobierno militar.
La imagen de un Montevideo como centro directriz del Uruguay, empeñosamente
25 promovida por nuestra historiografía, tampoco ha resultado demasiado chocante para
los habitantes del espacio supuestamente “postergado”. Si bien es cierto que se han
levantado protestas contra ella, puede admitirse que la centralidad de Montevideo ha
respondido en cierta medida a una imagen del país “deseable” para todos sus habitantes.
También el interior se adaptó a Montevideo: lo tomó como guía y modelo a copiar (el
30 surgimiento de algunos centros industriales del interior reprodujo el esquema de la
industrialización montevideana), y en general prefirió dirigirle sus demandas en vez de
apelar a sus propias energías internas; así se admite generalmente que “lo que hace
Montevideo lo hace luego el resto del país”. A su vez, si los referentes “uruguayos” eran
esencialmente montevideanos, la capital nunca pretendió atribuírselos en exclusividad y

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sus éxitos han sido compartidos y festejados por todo el país. Y eso, como reconoce
Real de Azúa, porque “también es verdad que el país hizo en cierto modo a Montevideo
y ello en el sentido de que el crecimiento de la ciudad hubo de enderezarse hacia la
posesión de medios idóneos reclamados por su condición de capital de una
5 República”(50). Al cabo de más de siglo y medio de capitalidad, nadie podía imaginar a
Montevideo con el estatuto de “ciudad hanseática” (es decir, sin espacio rural) como lo
propuso en algún momento el gobierno inglés a comienzos de la revolución lavallejista.
Todos esos cambios tuvieron su imagen historiográfica, en la medida en que el
relato histórico construía un pasado adecuado a las posibilidades que abría el futuro. El
10 eco social que recibía la propuesta historiográfica, amplificada por las obras de la
comunidad de historiadores, era la prueba de su “sintonía” con la sensibilidad social del
momento. Como cualquier otra obra humana la historiografía es también producto de su
tiempo; y cuando ocurre que esos tiempos cambian, cambia la mirada que se vuelca
sobre los libros de historia.
15 Algunos datos de la realidad parecen indicar que también este esquema está
alcanzando el final de su desarrollo. Desde la sociedad aparecen cada vez con más
insistencia los reclamos de “descentralización”, cuando algunas ciudades del interior
muestran un dinamismo y una capacidad de crecimiento que superan a la propia capital
del país. No está en tela de juicio entonces la validez o la fundamentación de este
20 modelo historiográfico, sino su vigencia. ¿Hasta qué punto es posible seguir
proponiendo tal esquema explicativo a una sociedad que ya no lo ve como eficaz para
dar cuenta de su realidad o responder a sus expectativas? Parece claro que muchos de
los fundamentos que le servían de base se encuentran fuertemente alterados: estas
épocas de Mercosur ya no justifican la definición de la nacionalidad a partir de la
25 enemistad de nuestros vecinos; la centralidad de Montevideo ya no parece tan
inconmovible, y nuestra siempre proclamada “especificidad” y la postulada
ineluctabilidad democrática de nuestro sistema político se han visto fuertemente
cuestionadas por la experiencia de la dictadura militar. El “político” también encuentra
cuestionamientos inéditos: su capacidad directriz se ve ocasionalmente desmentida por
30 el mayoritario voto negativo como ocurrió en 1994 con la “minirreforma”, y su papel
dirigente permanentemente acosado por la apelación a la eficacia del “técnico”. Es
decir: todo aquello que se envolvía con la etiqueta “Uruguay”, se encuentra en crisis de

50() C.Real de Azúa, cit. pp.48-49

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credibilidad. Como dijo A.Methol Ferré(51) cada uno de los elementos que vertebraban
nuestra historiografía “clásica” se ven cuestionados.
La inadecuación de la explicación historiográfica a las demandas sociales no es un
problema que afecte solamente a la comunidad de historiadores; su importancia
5 trasciende ampliamente el ámbito académico para incidir de alguna medida sobre la
sociedad toda. En nuestro país la imagen historiográfica es “la imagen del pasado” de la
sociedad; no tenemos aquí “otras historias”, otras visiones del pasado generadas por la
propia sociedad y que compitan o complementen la historiografía académica. Así lo
afirman también Cosse y Markarian “...parecería que la producción historiográfica
10 nacional ha influido en la formación de concepciones sobre la historia que priman en la
sociedad. Lo ha hecho a través de su receptividad en la escuela, en el liceo, los medios
de comunicación, la actividad política y sindical.” Es claro entonces que todas las
incorporaciones reseñadas tuvieron su respuesta en la sociedad que amplificó y
multiplicó sus conclusiones y las utilizó con otros fines diferentes. “Se ha conformado
15 una conciencia histórica que, desde una perspectiva en la cual el pasado condujo
inevitablemente al presente, aspira a que la historia evidencie de manera racional la
ilación del pasado con “este presente”. De esta forma, la historia aparece en cierta
medida como “maestra de vida”. Por un lado, porque se piensa que permite aprender del
pasado, de sus errores y aciertos. Por otro, porque es usada para habilitar ciertos
20 proyectos de futuro, silenciar otros y argumentar la validez de determinado accionar”(52).
Cuando la producción historiográfica no responde a las demandas de la sociedad,
ésta comienza a manifestar alguna forma de mensaje que expresa su malestar; tal vez
éste sea el lote que corresponde a los historiadores en la postulada “crisis de identidad”.
Posiblemente la aparición en el ámbito académico de otras visiones del pasado puedan
25 leerse como intentos de respuesta a esas nuevas demandas. La actividad historiográfica
muestra abordajes completamente novedosos, ya sea renovando sus temas (como es el
caso de las obras más recientes de J.P.Barrán, o las historias de género), retomando
temas poco estudiados (como la historia religiosa o la inmigración), eludiendo la
elaboración de un relato uniforme en la reconstrucción de momentos de nuestro pasado
30 que se encuentran poco laudados (así como A.Rico presentó las reacciones de la
sociedad ante el golpe de Estado de 1973) o abordando el conjunto de nuestra historia,
aún la que ha sido más estudiada, con la mirada menos normativizadora como en la

51() A.Methol Ferré, 1991? citado por G.Caetano: “Identidad nacional e imaginario colectivo...” cit. pp.90-91.
52() Ambas citas son de I.Cosse-V.Markarian: “Memorias de la Historia”. Montevideo, ed.Trilce, 1994 p.30.

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“Historia contemporánea del Uruguay” de G.Caetano y J.Rilla. Los aportes de otras


disciplinas, como la arqueología, ponen en evidencia las fallas del relato tradicional y
agregan nuevos datos para incluir desde nuevas perspectivas a los indígenas en nuestra
historiografía.
5 Todo esto suena como la convocatoria a nuevas voces para reformular nuestro relato
nacional. Quizás este rescate todavía resulte incoherente o descaminado; tal vez para
quien las mire con ojos críticos suenen un poco a “fin de la historia”. También es
complejo anticipar las características del producto final, aunque probablemente no
volvamos a tener un relato tan integrado y homogéneo como el tradicional. Pero todo
10 esto no es más que la evidencia de que el trabajo de construcción de nuestra identidad
no ha terminado: no lo heredamos ya acabado sino que corresponde recomponerlo para
adaptarlo a una realidad cambiante.

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