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FILOSOFÍA DE LA PSICOLOGÍA
Colección Manuales Universitarios
Pedro Chacón Fuertes, Víctor Luis Guedán Pécker,
José Antonio Guerrero del Amo, Juan Hermoso Durán,
Juan Ignacio Morera de Guijarro,
Mariano Rodríguez González

FILOSOFÍA DE LA PSICOLOGÍA

BIBLIOTECA NUEVA
Cubierta: A. Imbert

2ª Edición: 2009

© Los autores, 2001, 2009


Biblioteca Nueva S.L., Madrid, 2001, 2009
Almagro, 38 - 28010 Madrid (España)
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ISBN: 978-84-7030-990-8
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ÍNDICE
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Capítulo Primero.—La noción de paradigma y su aplicación a la psicolo-
gía, por Víctor Luis Guedán Pécker ............................................................ 11

I
LA RELACIÓN MENTE-CUERPO

Capítulo II.—Aproximación histórica al problema mente-cuerpo, por Juan


Ignacio Morera de Guijarro .......................................................................... 49
Capítulo III.—El dualismo interaccionista de Popper y Eccles, por Juan
Ignacio Morera de Guijarro........................................................................... 65
Capítulo IV.—El conductismo filosófico, por Mariano Rodríguez Gon-
zález ............................................................................................................... 83
Capítulo V.—Fisicalismos, por Pedro Chacón Fuertes y Mariano Rodríguez
González......................................................................................................... 97
Introducción, por Pedro Chacón Fuertes .................................................... 97
5.1. La Teoría de la Identidad, por Pedro Chacón Fuertes ..................... 100
5.2. El Materialismo Eliminativo, por Mariano Rodríguez González ..... 109
Capítulo VI.—Funcionalismo, por Pedro Chacón Fuertes ............................ 117
Capítulo VII.—La computadora como metáfora, por Víctor Luis Guedán
Pécker ............................................................................................................ 135
Capítulo VIII.—El naturalismo biológico, por José Antonio Guerrero del
Amo ............................................................................................................... 153

II
CONCIENCIA Y PERSONA

Capítulo IX.—Perspectivas actuales sobre la conciencia, por José Antonio


Guerrero del Amo ......................................................................................... 171
Capítulo X.—Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett, por
Juan Ignacio Morera de Guijarro ................................................................. 205
10 Índice

Capítulo XI.—Intencionalidad y contenido mental, por Mariano Rodrí-


guez González ............................................................................................... 221
Capítulo XII.—La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor, por
Juan Hermoso Durán .................................................................................... 245
Capítulo XIII.—El problema de la identidad personal, por Mariano Rodrí-
guez González ............................................................................................... 279

Bibliografía ......................................................................................................... 303


Capítulo primero

La noción de paradigma
y su aplicación a la psicología
Víctor Luis Guedán Pécker

Basta una rápida mirada al panorama de la psicología para percibir un


universo rico, pero caótico, de ámbitos, enfoques, escuelas, metodologías,
teorías, etc. Esa condición proteica hace que, más que ninguna otra ciencia,
la psicología presente serias dificultades para precisar sin ambigüedades res-
puestas a preguntas de naturaleza filosófica, que, sin embargo, determinan la
orientación en el trabajo de los psicólogos. ¿Qué puede esperarse de la evolu-
ción actual de esta ciencia? ¿Puede confiarse en la unificación futura de la psi-
cología bajo una única teoría general? ¿Qué características debe ofrecer una teo-
ría para ser aceptada como parte de esta ciencia? ¿Qué relación debe guardar la
psicología con otras ciencias tales como la medicina, la biología o la sociología?
¿Hasta qué punto debe tomar en cuenta la voz de la filosofía o de otros saberes
no científicos? La contestación rigurosa a estas y otras preguntas básicas refe-
ridas a la ciencia psicológica es difícil. Ahora bien, sean cuales sean esas res-
puestas, habrán de armonizar, siempre, con nuestra comprensión de la natu-
raleza de la ciencia, en general, entendiendo las garantías racionales en que se
asienta, y que la diferencian de las demás formas de saber, y reconociendo los
mecanismos que gobiernan su evolución y aseguran su progreso.
Casi desde los mismos momentos de la fundación de la psicología como
ciencia, y, por lo menos, hasta mediado el siglo xx, dominó todas estas cuestio-
nes un modelo explicativo conocido bajo la denominación de «positivismo». El
positivismo tenía respuestas aparentemente satisfactorias para la mayor parte
de esas preguntas, concediendo al psicólogo los fundamentos necesarios para
precisar el objeto de sus investigaciones, y los métodos adecuados y legítimos
12 V. L. Guedán Pécker

para alcanzarlos. Un resumen lo más económico posible, del ideario positivis-


ta, esperando a mejor momento para poder exponerlo con más detalle, se con-
densa en las siguientes palabras de David Hume (párrafo citado por Ayer, con
un propósito similar al mostrado aquí, en Ayer, 1959-1986, 15):
Tomemos en nuestra mano, por ejemplo, un volumen cualquiera de teo-
logía o de metafísica escolástica y preguntémonos: ¿Contiene algún razona-
miento abstracto acerca de la cantidad y el número? ¿No? ¿Contiene algún
razonamiento experimental acerca de los hechos y cosas existentes? ¿Tampo-
co? Pues entonces arrojémoslo a la hoguera, porque no puede contener otra
cosa que sofismas y engaño.

Aún hoy, muchos científicos se mantienen anclados en el positivismo, ori-


llando cualquier saber que no verse sobre «cantidades y números», o «expe-
rimentos acerca de los hechos y cosas existentes», y asumiendo, en definitiva,
que hay un tipo de saber —y sólo uno— capaz de progresar, acumulando
conocimiento de modo constante y seguro: la ciencia. Y ello a pesar de que
cabe hacer dos objeciones poderosas a este marco explicativo positivista:

a) Su visión de la historia de la ciencia como un proceso ininterrumpido


de acumulación progresiva de conocimiento bien fundamentado racional-
mente, choca con las conclusiones que se derivan de los estudios más riguro-
sos llevados a cabo por los propios historiadores.
b) Las garantías filosóficas sobre las que el positivismo pretende fundar
el valor del conocimiento científico no resisten una crítica filosófica rigurosa.

En las últimas décadas, la historiografía de la ciencia ha ofrecido una


visión alternativa de la evolución histórica de las distintas disciplinas científi-
cas, apoyándose, de modo más o menos explícito, en la noción de paradigma.
Y, a su vez, en torno a esta nueva categoría historiográfica, una nueva filoso-
fía de la ciencia ha llevado a cabo la crítica de los supuestos filosóficos en que
se asentaba la visión positivista de la ciencia, alumbrando una nueva forma de
concebir el conocimiento científico y sus relaciones con otros saberes. No es,
desde luego, ésta la única trinchera desde la que se ha disparado contra el
positivismo; pero sí la que ha mostrado una mayor influencia en los científi-
cos, en general, y en los psicólogos, en particular1.
El propósito de este trabajo es introducir al alumno en los dos marcos
explicativos citados, haciéndole conocer las causas de la entronización, pri-
mero, y del fracaso, después, del positivismo como visión dominante de la
naturaleza de la ciencia; así como las consecuencias que la nueva filosofía de

1
Así, por ejemplo, uno de los ataques más tempranos y enérgicos contra el positivismo se
debe a la pluma de Lenin, que en su obra Materialismo y empiriocriticismo hacía frente a las
tesis de Avenarius —amigo y colaborador de Wundt— y de Mach, las dos principales figuras
del positivismo en las últimas décadas del siglo xix y primeras del xx. Desde la aparición de esa
obra en 1908, la posición antipositivista del marxismo ortodoxo ha sido constante.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 13

la ciencia tiene para la comprensión de la psicología, su naturaleza, historia y


expectativas. Para la primera de estas dos tareas, se adoptará aquí una pers-
pectiva diacrónica, mostrando los jalones más significativos en la historia del
positivismo. Para la segunda, se abordará el estudio sistemático de la noción
de paradigma y se mostrarán algunas de las principales consecuencias que
dicha noción conlleva, por lo que atañe a la psicología.

1.1. PRIMERA PARTE: DEL POSITIVISMO


A LA NUEVA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

1.1.1. El positivismo decimonónico

Es un dato significativo que el positivismo se constituyese en filosofía domi-


nante en el ámbito científico en uno de los momentos de mayor esplendor del
desarrollo de las ciencias: la primera mitad del siglo xix. Desde que los grandes
astrónomos renacentistas, Copérnico, Képler y Galileo, parece que encontra-
ron un «camino seguro» para la ciencia, es decir, el método científico2, la física
había mostrado una capacidad de progresión inmensa. De hecho, sólo siglo y
medio después, Newton pudo publicar sus Principios matemáticos de la filoso-
fía natural (1687), obra que venía a consumar la primera gran síntesis de la cien-
cia moderna; capaz de mostrar la estructura y leyes del universo. A partir de
ahí, el Método promovió el desarrollo igualmente espectacular de otras ramas
de la física: óptica, hidrodinámica, electricidad… No es, pues, de extrañar que,
tomando a la física como modelo, otros saberes buscasen su transformación en
ciencias empíricas. A lo largo del s. xviii, aparecieron figuras relevantes para
la ciencia, en ámbitos distintos a los de la física; por ejemplo, Linneo, para las
ciencias naturales, y Lavoisier, para la química. Pero es el siglo xix el que verá
la definitiva instauración y el despliegue poderoso de un gran número de cien-
cias nuevas: química, botánica, zoología, bacteriología, termodinámica, biolo-
gía y un largo etcétera en el que hay que incluir, en las postrimerías de esta cen-
turia, a la psicología. No es, por tanto, errada la consideración de este siglo xix
como el verdadero comienzo de la era científica3.
Pues bien, el positivismo es una corriente filosófica pujante en ese siglo y
que participó, al mismo tiempo, de características del empirismo inglés y del
idealismo alemán, adaptándolas a esa buena nueva del desarrollo espectacu-
lar de las ciencias decimonónicas:

a) Al igual que el empirismo, sostuvo que sólo debe ser considerado


como verdadero conocimiento acerca de la realidad (esto es, como saber posi-
tivo) aquel que esté anclado en la experiencia sensible; y éste no es otro que
la ciencia. Ninguna otra forma de saber es, pues, aceptable.

2
Ése es precisamente el significado etimológico de «método»: «camino seguro».
3
Cfr. W. C. Dampier, Historia de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 227.
14 V. L. Guedán Pécker

b) De manera semejante al idealismo, entendía la historia como el desen-


volvimiento progresivo del Espíritu, desde las formas más arcaicas de inter-
pretar la realidad y de organizar la vida humana hasta las más avanzadas; aun-
que ahora el Espíritu no estará encarnado principalmente —como para los
idealistas— en la metafísica, con su sucesión inútil de sistemas y escuelas, sino
en la fundación y desarrollo de las distintas ciencias.

La figura principal del positivismo decimonónico es el filósofo francés


Augusto Comte. Su interpretación de la naturaleza de las relaciones entre
religión, metafísica y ciencia está expuesta en las páginas de su Curso de filo-
sofía positiva (1830-1842), como una ley que rige la evolución de la historia:
la Ley de los tres estadios. La idea de Comte es que el progreso está marcado
por la sucesión de tres estadios, en cada uno de los cuales el espíritu humano
ha ido adquiriendo un nivel superior de comprensión de la realidad:

1. Estadio teológico.—Corresponde al nivel en el que se explican las cau-


sas últimas de las cosas recurriendo a agentes sobrenaturales. Estas explica-
ciones se fundan más en la imaginación que en la razón. Dentro de este esta-
dio es posible, con todo, la distinción de tres subestadios que revelan un
proceso de desarrollo racional de las religiones: fetichismo, politeísmo y mono-
teísmo.
2. Estadio metafísico.—En este estadio se explican las causas últimas sus-
tituyendo los agentes sobrenaturales por realidades abstractas, tales como el
ser, la sustancia, la esencia… Si bien supone un avance respecto del estadio
teológico, al abandonar el recurso a causas trascendentes al mundo, y ofrece,
él mismo, su propio desarrollo interno, aún prima, según Comte, la imagina-
ción sobre la razón crítica.
3. Estadio positivo.—En este estadio se reconoce la imposibilidad de
explicar racionalmente la realidad por sus causas últimas y se sustituye ese
tipo de explicación por el establecimiento de leyes, es decir, de relaciones
entre variables. Dicho de otro modo: se abandona el empeño por explicar por
qué ocurren las cosas, para conformarse con mostrar cómo suceden los fenó-
menos observados.

Para Comte, este último estadio, que es el originado tras la aparición de


la ciencia moderna a partir del Renacimiento, representa el definitivo. A su
juicio, el espíritu humano habría descubierto, al fin, la vía segura hacia el
conocimiento, una vez desembarazado de pretensiones que exceden sus fuer-
zas (aspiraciones tales como el descubrimiento de las causas últimas); pudien-
do desplegar, así, todas las capacidades de su razón crítica. Dentro del estadio
positivo puede observarse, de todos modos, un cierto progreso, pues las cien-
cias han ido independizándose de la metafísica a lo largo de los siglos, empe-
zando por aquellas ciencias que investigan lo más simple, y terminando por
las que estudian lo más complejo. Este proceso de constitución de las cien-
cias presenta, según Comte, las siguientes etapas, en la búsqueda de leyes
naturales universales: fundación de las matemáticas (base de las demás cien-
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 15

cias), siguiendo con la de la astronomía, la física, la química y la biología, hasta


llegar a la más compleja de todas, la sociología, de la que Comte será su prin-
cipal inspirador.
El éxito de las tesis positivistas fue incontestable entre los científicos. Las
razones de este triunfo no son ajenas a una larga disputa, iniciada a principios
del siglo xix, entre filosofía y ciencia, en la que la primera se presentaba a sí
misma como capaz de establecer síntesis de la máxima generalidad, tomando,
para ello, como materiales los conocimientos fragmentarios que ofrecían las
distintas ciencias particulares, y desechando, de entre ellos, como espurios
aquellos que ofrecieran inconsistencia lógica con la síntesis establecida4. Sin
embargo, el conocimiento científico iba aumentando a tal velocidad que era
prácticamente imposible que nadie pudiera estar al tanto del mismo, en todas
sus ramas. Por eso no es de extrañar que el empeño descomunal de Hegel,
procurando plasmar en una síntesis general todos los saberes, diera unos
resultados que muchos científicos consideraron poco menos que absurdos5.
Por el contrario, el positivismo era una filosofía que venía a sancionar la defi-
nitiva mayoría de edad de las ciencias respecto de la metafísica, y su consi-
guiente derecho a desarrollarse sin la tutela de ésta. Así, durante buena parte
del siglo xix, mientras que la filosofía académica era dominada por el hege-
lianismo, el positivismo se constituyó en el marco filosófico abrazado por los
científicos para establecer las relaciones entre ciencia, filosofía y religión.
¿Y la psicología? ¿Cuál era la posición del positivismo respecto de ella?
Comte había rechazado sus pretensiones de constituirse, también ella, en
saber positivo: la psicología, a su juicio, ni era una ciencia ni podría llegar a
serlo. Para empezar, Comte negaba la existencia de un núcleo de la vida psí-
quica, un soporte de los fenómenos mentales, una sustancia mental que
pudiera ser el objeto de estudio de la psicología. La postulación de ese «yo»
sustancial le parecía una hipótesis indemostrable y científicamente superflua;
resto de las representaciones teológicas del alma. Sólo existe, en definitiva,
una corriente de fenómenos mentales; pero, aun asumiendo esto, para Comte
no hay modo de observarlos científicamente, dado que la introspección resul-
ta una vía incompatible con los criterios de objetividad del método científico:
El individuo pensante no puede dividirse en dos, uno de los cuales
razonaría mientras que el otro lo vería razonar. Siendo el órgano observado
y el órgano observador, en este caso, idénticos, ¿cómo podría realizarse la
observación?6

4
El concepto alemán Weltanschauung, que suele ser traducido inadecuadamente por cos-
movisión, recogía esas aspiraciones de la filosofía sobre las ciencias.
5
Se cita a menudo, como señal del desencaminamiento de la filosofía idealista de la
época, que en su tesis de habilitación como profesor extraordinario en la Universidad de Jena,
titulada De orbitis planetarum (1799), Hegel criticó agresivamente la visión newtoniana de la
ciencia; al tiempo que defendía la imposibilidad lógica de que hubiera algún cuerpo estelar
entre Júpiter y Marte… justo unos meses antes de que científicos «newtonianos» descubrieran
precisamente en esa localización el asteroide Ceres.
6
Cfr. A. Comte (1830-1842), Curso de filosofía positiva, París, vol. I, pág. 32.
16 V. L. Guedán Pécker

La única aproximación científica, aunque indirecta, al estudio de los fenóme-


nos mentales estaría, a juicio de Comte, en la frenología de Gall, según la cual,
pueden establecerse interrelaciones entre las formas craneanas, las características
anatómicas del cerebro y las capacidades intelectuales y morales del individuo.
En este contexto tan poco propicio para ella, la psicología, siguiendo la
estela de la física, pugnó, durante la segunda mitad del siglo xix, por consti-
tuirse en un saber positivo, perfilando un objeto de estudio que le hiciera
hueco entre la biología y la sociología, y buscando procedimientos para con-
vertir la introspección en un método riguroso, objetivo y fiable7. Nombres
como los del alemán Wilhelm Wundt, el inglés Edward Titchener y todos los
miembros del estructuralismo están ligados a ese empeño8.
Esa adopción de la física como modelo, tanto por parte de la psicología
como por la de las demás ciencias, ha propiciado, a la postre, que la filosofía
de la ciencia haya sido tradicionalmente, y antes que nada, una filosofía de la
física, de la que, con posterioridad, se han derivado concepciones aplicables
al resto de las ciencias, dato importante para comprender la presencia, en las
próximas páginas, de referencias constantes a la historia de la física.

1.1.2. El positivismo lógico

El rechazo del hegelianismo entre los científicos tuvo una consecuencia


indeseable. Tal y como escribía ya en 1862 el gran físico y naturalista alemán
Hermann von Hemlholtz:
los filósofos acusaban a los científicos de estrechez mental, y los científicos
a los filósofos de locos. Con esto los hombres de ciencia empezaron a
comentar la conveniencia de desterrar de su trabajo toda clase de influen-
cia filosófica; y algunos, incluso entre los talentos más agudos, llegaron a
condenar totalmente a la filosofía, no sólo como inútil, sino como positiva-
mente dañina, además de fantástica. El resultado fue, fuerza es confesarlo,
que no contentos con repudiar las pretensiones ilegítimas que quería arro-

7
El problema de la autonomía de la psicología respecto de la biología subsiste aún hoy,
cuando determinadas posiciones materialistas respecto de la naturaleza de la mente (el llama-
do materialismo eliminativo) postulan que, tarde o temprano, las neurociencias terminarán por
desvelar todos y cada uno de los secretos de la mente, haciendo, así, de la psicología una reli-
quia del pasado.
8
No todo el mundo estuvo de acuerdo en que la psicología siguiera esa senda. Así, filó-
sofos como Franz Brentano o Wilhelm Dilthey criticaron, desde los primeros momentos, estos
empeños de «naturalización» de la psicología, que a juicio de ambos eran incompatibles con
la naturaleza peculiar de los fenómenos psíquicos respecto de los fenómenos físicos. Por otra
parte, las críticas marxistas al positivismo, a las que ya hemos hecho referencia en una nota
anterior, habían de afectar necesariamente al propósito de transformar la psicología en «cien-
cia positiva». La objeción fundamental era que tal empresa presuponía la descontextualización
histórica de los fenómenos psíquicos y, en consecuencia, la alteración irremediable de su sig-
nificación. Sin embargo, ni estos ni otros ataques posteriores consiguieron alterar dicho pro-
ceso de naturalización.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 17

garse el sistema hegeliano sobre todas las demás ramas del saber, preten-
diendo que todas se subordinasen a él, cerraron también sus oídos a las
reclamaciones justas de la filosofía, es decir, a su derecho a criticar las fuen-
tes del conocimiento y la definición de funciones del entendimiento9.

Lo peor es que esas «reclamaciones justas de la filosofía» se refieren a pro-


blemas que el propio científico no puede soslayar en el ejercicio de su activi-
dad. Como escribiría un siglo después Rudolf Carnap, uno de los principales
filósofos positivistas del siglo xx,
Aunque siempre sea necesario distinguir la labor del científico empíri-
co de la del filósofo de la ciencia, en la práctica habitualmente las dos se
confunden. Un físico activo constantemente se enfrenta con cuestiones
metodológicas. ¿Qué tipo de conceptos usar? ¿Qué reglas gobiernan estos
conceptos? ¿Mediante cuál método lógico puede definir sus conceptos?
¿Cómo puede unir los conceptos en enunciados y éstos en un sistema, o
teoría, lógicamente conexo?10

Pues bien, para la física, este tipo de cuestiones se hizo acuciante en las
primeras décadas del siglo xx, con la aparición de la Teoría de la Relatividad
y de la Mecánica Cuántica. Así, por ejemplo, el empeño generalizado en los
positivistas decimonónicos por eliminar de las ciencias conceptos que hicie-
ran referencia a realidades inobservadas, bajo sospecha de tratarse de nocio-
nes metafísicas —lo que para ellos no era algo muy distinto de los mitos reli-
giosos—, se vio truncado en la física con la aparición de estas teorías. En
efecto, mientras que, por ejemplo, la psicología iba, poco a poco, arrumban-
do nociones tales como «mente», «conciencia» o «intencionalidad»11, los físi-
cos introducían las de «átomo», «electrón» o «fotón», sin disponer de verda-
deros fundamentos empíricos para sostener su existencia real, y sólo porque
tales conceptos permitían resolver cuestiones importantes para su ciencia.
Ahora bien, una vez postulados tales conceptos teóricos, ¿debía pensarse que
correspondieran a realidades aún inobservadas, de manera que fuera tarea de
la física la de llegar a constatar empíricamente su existencia?, ¿o bien se tra-
taba de meros constructos teóricos con valor instrumental y destinados a ir
desapareciendo, conforme las teorías fueran ajustándose más a «lo dado» por
los sentidos? En esa época, se defendieron ambas posturas por parte de los
más prestigiosos físicos; y la cuestión no era intrascendente para establecer el
valor de una teoría, así como las líneas de investigación futuras12.

9
Cfr. W. C. Dampier, Historia de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 318.
10
Cfr. R. Carnap (1966), Fundamentación lógica de la física, Buenos Aires, Editora Suda-
mericana, 1969, pág. 250.
11
En un artículo de 1913, Angell, maestro de Watson, pronosticaba que la conciencia
estaba a punto de desaparecer del ámbito de la psicología científica. Con ello se hacía eco de
su paulatina pérdida de peso en la explicación psicológica, y profetizaba el advenimiento cer-
cano del conductismo.
12
Así, por ejemplo, el gran físico positivista Ernst Mach dudaba de que los átomos exis-
18 V. L. Guedán Pécker

No era éste el único problema epistemológico al que se debían enfrentar


acuciantemente los físicos13. Así lo entendió Moritz Schlick, un físico intere-
sado por las repercusiones filosóficas de estas teorías, que en 1922 ocupó la
Cátedra de Ciencias Inductivas de la Universidad de Viena, uno de los focos
positivistas más importantes de Europa, desde hacía casi tres décadas. En
torno a Schlick se reunieron científicos, lógicos y filósofos, en lo que se ha
venido en llamar el Círculo de Viena; y en su seno, principalmente, se gestó
el positivismo lógico, que habría de imperar en la filosofía de la ciencia de la
primera mitad del siglo xx. Idea rectora de los componentes del Círculo de
Viena fue la de utilizar los impresionantes avances en lógica, ocurridos en
torno al cambio de siglo, para desentrañar la naturaleza racional de las teo-
rías científicas y para anclar empíricamente las nociones científicas cuyo refe-
rente real era problemático (de ahí el calificativo de «lógico», para esta ver-
sión novedosa del positivismo decimonónico).
Advirtiendo de que las avenencias entre los miembros del positivismo
lógico no fueron nunca totales, las principales tesis defendidas en su seno
pueden ser resumidas en los puntos siguientes:

a) La unidad de análisis para la filosofía de la ciencia es la teoría, enten-


dida básicamente como un conjunto de enunciados referidos a las leyes que
gobiernan un ámbito concreto de la realidad, e interaccionados de modo más
o menos rígido.
b) La filosofía de la ciencia debe tener como propósitos el de desentrañar
la estructura lógica de las teorías científicas, así como el de descubrir su fun-
damentación racional.

• Dicho de otro modo: lo importante no es cómo se ha llegado a imagi-


nar y postular una teoría (problemas que constituyen el contexto de des-
cubrimiento), sino qué hace de ella una teoría científica y qué garantías

tieran; y fue Albert Einstein quien demostró en 1906 su existencia. Ahora bien, los modelos
diseñados acerca de la estructura del átomo proponían la existencia de partículas subatómicas,
ante el escepticismo del no menos genial Erwin Schrödinger, quien, a mediados de los años 20,
disponía de argumentos para poner en duda su existencia. El límite, en la introducción de este
tipo de «realidades» subatómicas, está hoy en la noción de «supercuerda», con la que algunos
teóricos se refieren a lo que sería el componente básico de toda la materia: a menos que haya
algún gran descubrimiento tecnológico, a día de hoy, y para poder disponer de instrumentos
capaces de comprobar o no la existencia de supercuerdas, se necesitaría construir un acelera-
dor de partículas de dimensiones mucho mayores que el sistema solar. Como eso es, obvia-
mente, imposible, ¿es legítimo que los físicos de la materia sigan usando esas nociones? Cfr.
J. Horgan (1994), «La metafísica de las partículas», publicado en Investigación y Ciencia, abril
de 1994.
13
Por ejemplo, la teoría relativista y, en mayor grado aún, la mecánica cuántica ofrecen
una visión del mundo natural contraintuitiva, hasta el punto de que, en muchos aspectos, es
incomprensible incluso para los mismos científicos. De este modo, la presunción clásica de que
las teorías científicas debían ayudar a comprender la realidad se vio truncada: ahora se podía
esperar de ellas que permitieran medir, prever, controlar; pero no comprender.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 19

racionales ofrece, en su condición de científica (cuestiones que forman


el contexto de justificación)14.
• De esta manera, lo que ahora caracteriza a la ciencia no es tanto el uso
de un determinado método (asunto que corresponde al contexto de
descubrimiento y por el que se guiaban los antiguos positivistas para
discriminar la ciencia de lo que no lo es) cuanto la fundamentación
lógico-empírica de sus teorías (problema que atañe al contexto de jus-
tificación y que será usado por los positivistas lógicos para llevar a cabo
esa discriminación).
• Un presupuesto del positivismo lógico es que las distintas ciencias com-
parten, en lo esencial, métodos de investigación, estructuras lógicas y
fundamentos filosóficos.

c) Esa estructura de las teorías científicas, investigada en el contexto de


justificación, permite distinguir en ellas los componentes siguientes:

• Existe siempre una base observacional independiente y previa a la for-


mulación de la teoría, y con respecto a la que ésta debe quedar ajusta-
da. Esa base observacional queda fijada en la teoría a través de un len-
guaje observacional y unos enunciados protocolares, construidos a partir
de ese lenguaje y que se refieren a los hechos que acaecen en el ámbito
de observación propio de cada ciencia.
• Las teorías incluyen, además, términos sin referencia observacional
directa, que constituyen el lenguaje teórico de la teoría y mediante los
cuales se construyen sus enunciados teóricos.
• Las teorías científicas establecen conexiones lógicas, llamadas reglas de
correspondencia, entre los términos teóricos y los términos observacio-
nales. Estas reglas de correspondencia dotan de significación empírica
a los conceptos y enunciados teóricos15.
• El ideal de una teoría científica madura es que permita la axiomatización de
todos sus enunciados, es decir, la deducción lógica de todos sus enuncia-
dos a partir de unos axiomas, y mediante el mero recurso a reglas lógicas16.

14
Esta distinción entre contextos de descubrimiento y de justificación fue propuesta, por
primera vez, por Hans Reichenbach, en un trabajo de 1938, Experience and Prediction. An
Analisis of the Foundations and Structure of Knowledge, Chicago University Press.
15
Según Carnap, un ejemplo de regla de correspondencia sería éste: «La temperatura
(medida por un termómetro, por lo cual se trata de un observable…) de un gas es proporcio-
nal a la energía cinética media de sus moléculas». De ese modo, se liga el concepto teórico
«energía cinética media de las moléculas» a un término observacional.
Un ejemplo de lo que debería ser considerada una regla de correspondencia, en psicolo-
gía, es la afirmación siguiente: «A partir de un cociente intelectual medido de menos de 70 se
considerará al individuo deficiente intelectual». De este modo, ‘deficiente intelectual’, que es
un término teórico, queda, mediante esta regla, dotado de contenido empírico, siempre que
existan procedimientos objetivos y rigurosos para medir el CI.
16
El modelo clásico de axiomatización es la geometría euclidiana, en la que, a partir de
cinco únicos axiomas, se derivan matemáticamente todos los teoremas de esta geometría.
20 V. L. Guedán Pécker

d) Respecto del problema de la fundamentación racional de las teorías


científicas, el positivismo lógico sostiene la existencia de un criterio de demar-
cación, que permite distinguir las teorías científicas de las que no lo son.

• Este criterio consiste en reconocer que los enunciados teóricos de las


ciencias se caracterizan principalmente porque ofrecen predicciones
que pueden ser comprobadas observacional o experimentalmente.
A esta tesis se la conoce como teoría verificacionista, por cuanto sostie-
ne que sólo las teorías cuyos enunciados están sujetos a verificación
empírica son teorías científicas17.
• A juicio del positivismo lógico, la teoría verificacionista fundamenta
filosóficamente el valor racional de las teorías científicas, por cuanto
descubre los mecanismos por los que sus enunciados teóricos se ajus-
tan a «lo dado» por los sentidos; última fuente de garantías racionales,
para todo positivista.
• Los enunciados teóricos que no permiten verificación, en los términos
descritos, carecen, para el positivismo lógico, de verdadero significado;
son, en realidad, pseudo-enunciados, cuyo único peligro radica en que
se los pueda tomar en cuenta, al confundirlos con enunciados científi-
cos. Entre ellos estarían los que constituyen la metafísica y la religión18.
• La sucesión de teorías científicas verificadas supone un progreso cons-
tante y por acumulación en el conocimiento de la realidad, de manera
que las teorías sustituidas, por ofrecer un menor poder explicativo y
predictivo, podrán ser interpretadas ahora como casos particulares de
estas nuevas teorías más generales. A este proceso de inclusión de las
viejas teorías en las nuevas se le denomina reducción teórica19.
• En último término, cualquier teoría científica, sea cual sea la ciencia en
que se dé, podría ser reducida a una teoría física, de manera que los
diferentes dominios científicos han de considerarse como partes de una
única ciencia unificada. Esta tesis, que, entre otras cosas, predice la

17
Ejemplo de verificación fue la predicción de Einstein de que la teoría de la relatividad
predecía que los rayos de luz curvaban su trayectoria al pasar cerca de un cuerpo estelar, pre-
dicción que fue verificada por Eddington.
18
Precisamente por no permitir la verificabilidad de los enunciados en los que aparecían,
nociones tales como ‘Conciencia’, ‘Inconsciente’ o ‘Intencionalidad’ fueron rechazadas por los
conductistas.
19
En una de sus obras más importantes, el filósofo Karl Popper cita a su buen amigo
Albert Einstein: «No puede haber mejor destino para una… teoría que el de señalar el cami-
no hacia otra teoría más vasta, dentro de la cual viva la primera como un caso límite» (K. Po-
pper [1963], El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, Buenos Aires,
Paidós, 1967, pág. 56). El concepto de reducción teórica es de una extrema complejidad y
fuente de debates entre los filósofos de la ciencia, desde hace más de medio siglo. Una versión
canónica del mismo es la de Ernst Angel: la reducción entre dos teorías se da cuando a) exis-
te un lenguaje común para ambas teorías y b) los teoremas de la teoría reducida pueden ser
deducidos de los teoremas de la teoría reductora (E. Nagel [1961], La estructura de la ciencia,
Barcelona, Paidós, 1981, cap. XI).
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 21

futura —aunque no próxima— reducción de las teorías psicológicas a


la neurobiología, se conoce como fisicalismo20.

Mientras el Círculo de Viena desarrollaba las líneas maestras del positi-


vismo lógico, se estaba produciendo un cambio radical de orientación en el
ámbito de la psicología científica: los empeños del estructuralismo por cons-
truir una ciencia positiva de la conciencia y la introspección habían fracasa-
do. En su lugar, el conductismo de Watson se abrió camino, mediante la
estrategia de eliminar términos mentalistas del vocabulario de la psicología.
Los positivistas lógicos vieron en el conductismo la constitución de una teo-
ría psicológica acorde con sus propios postulados epistemológicos: estableci-
miento de una base observacional exenta de cualquier tipo de distorsión teó-
rica; introducción de conceptos teóricos con significación empírica bien
delimitada; ausencia de prejuicios metafísicos, como los que parecen ligados
a términos tales como «conciencia» o «intencionalidad»; aplicación de pro-
cedimientos observacionales y experimentales propios de las ciencias más
rigurosas; sustituciones de unas teorías por otras más rigurosas y abarcantes,
según las prescripciones reduccionistas; etc.21.
Durante algunas décadas, tanto por parte de los filósofos positivistas
como de los propios psicólogos conductistas, se tuvo la confianza de haber
situado definitivamente a la psicología en el camino seguro de las ciencias
positivas. Cuando las condiciones teóricas establecidas por Watson resulta-
ron estrechas para explicar toda la complejidad de la conducta humana, psi-
cólogos como Clack Hull y Edward Tolman, siguiendo el ejemplo de la física
y atendiendo a los postulados epistemológicos del positivismo lógico, intro-
dujeron, junto a las categorías clásicas conductistas de «estímulo» y «res-
puesta», otras entidades teóricas no directamente observables, pero ligadas a
aquellas dos por reglas de correspondencia precisas, dando lugar a lo que se
conoce como neoconductismo.

1.1.3. El racionalismo crítico de Popper

Las tesis epistemológicas positivistas —y, consecuentemente, las conduc-


tistas— no estaban exentas de dificultades. Desde el mismo seno de ambas
corrientes se pugnó denodadamente por corregir las insuficiencias, que se
iban multiplicando en todos y cada uno de los puntos del programa positi-

20
Cfr. R. Carnap (1932-33), «La psicología en lenguaje fisicalista», publicado en A. Ayer
(comp.) (1959), El positivismo lógico, México, FCE, 1965.
21
Puede leerse a Carnap las palabras siguientes: «La posición que defendemos aquí coin-
cide, en sus líneas generales, con el movimiento psicológico llamado conductismo, siempre que
prestemos atención a sus principios epistemológicos y no a sus métodos especiales ni a sus
resultados.» Cfr. R. Carnap (1934), «La psicología en lenguaje fisicalista», en A. Ayer (1959),
El positivismo lógico, México, FCE, 1986, pág. 186.
22 V. L. Guedán Pécker

vista pergeñado más arriba. Pero, por lo que respecta a la concepción del pro-
greso científico, las objeciones más poderosas —dirigidas contra la validez
lógica de la teoría verificacionista— procedieron de Karl Popper, filósofo
austriaco cercano al mundo intelectual del Círculo de Viena, pero no coinci-
dente con algunas de sus tesis más significativas.
Ya en el año 1919, Popper se había planteado el problema de establecer
un criterio de demarcación capaz de determinar el estatus científico de una
teoría. En contra de las tesis del Círculo de Viena, a Popper le parecía que la
verificabilidad de una teoría no servía como criterio, porque, en el fondo, es
muy fácil aportar datos que confirmen cualquier teoría, por absurda que ésta
sea. Así, por ejemplo, la astrología se apoya en una «enorme masa de datos
empíricos basados en la observación, en horóscopos y en biografías», lo que,
sin embargo, no se considera razón suficiente para equipararla a las cien-
cias22. Fijándose, en cambio, en la Teoría de la Relatividad, Popper descubrió
que lo que la dotaba de garantías científicas no eran tanto los datos que la
confirmaban cuanto que Einstein derivaba de su teoría predicciones tan pre-
cisas que existía un gran riesgo de que pudieran ser refutadas por la expe-
riencia y, en consecuencia, de que la teoría tuviera que ser abandonada. Que
se cumpliese cada una de esas predicciones puede decirse que constituía
«pruebas de fuego» superadas por la teoría. En contraste con ello, las pre-
dicciones de la astrología son habitualmente tan vagas que es prácticamente
imposible demostrar su falsedad. A esta cualidad de las teorías científicas la
denominó Popper falsabilidad, y fue propuesta por él como el verdadero cri-
terio de demarcación de las teorías científicas. De ello se deducía que la veri-
ficabilidad de una teoría sólo es valiosa, desde el punto de vista lógico, si
antes ha existido la posibilidad de que dicha teoría sea falsada por los hechos,
gracias al establecimiento de predicciones lo suficientemente precisas como
para poder demostrar de manera inequívoca su cumplimiento o incumpli-
miento.
Adoptando la falsación como criterio de demarcación entre la ciencia y las
pseudo-ciencias, Popper creyó poder demostrar que, por lo que respecta a la
psicología, ni el psicoanálisis freudiano ni la psicología del individuo de Adler
—de moda, ambas, en los años en que Popper, Freud y Adler eran conveci-
nos de la cosmopolita Viena— podían ser catalogadas de disciplinas científi-
cas; y ello porque las predicciones de ambas teorías son tan generales que
todo suceso psíquico puede ser explicado por cualquiera de las dos, sin que
exista la menor posibilidad de falsación de ninguna de ellas. Esta crítica fue
tomada en consideración para mantener ambas teorías psicológicas al margen
de los ámbitos universitarios, bajo acusación de pseudo-cientificidad. Ahora
bien, hay que indicar que Popper rechazaba también la tesis positivista de
que sólo los enunciados científicos tienen verdadero significado. A su juicio,
muchas teorías metafísicas habían anticipado ideas que tiempo después se

22
Cfr. K. Popper (1963), El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutacio-
nes, Buenos Aires, Paidós, 1967, pág. 58.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 23

demostraron científicamente correctas, por lo que carecía de sentido acusar a


las primeras de meros sinsentidos23. En virtud de ello, la crítica popperiana al
psicoanálisis no debía entenderse como la negación total de valor al trabajo
teórico de Freud, de Adler y de sus respectivos discípulos, sino sólo como su
caracterización fuera del estrecho marco de las ciencias, establecido por el
criterio de falsabilidad.
Por otra parte, una cosa es que una teoría sea admitida como científica, y
otra muy distinta que se acepte como correcta. Así, por ejemplo, la teoría que
relaciona el tamaño del cerebro con el grado de inteligencia es una teoría
científica, por cuanto ofrece predicciones precisas, pero es falsa, como se ha
comprobado al investigar si se cumplen o no tales predicciones. Pues bien,
para Popper, una teoría merece ser aceptada sólo en la medida en que vaya
superando los empeños falsadores propuestos por los científicos. De ello se
derivan consecuencias metodológicas importantes: una tarea constante de la
comunidad científica debe consistir no tanto en buscar confirmaciones empí-
ricas para las teorías —como propugna el positivismo lógico— cuanto en
buscar medios ingeniosos de falsar las teorías bien asentadas, de manera que
sus reiterados fracasos supongan el mantenimiento de la confianza que haya
de otorgársele a la teoría. Y uno de esos medios consistirá en la propuesta de
teorías alternativas, con, al menos, igual poder explicativo y predictivo. En
tales circunstancias, se le plantea a la comunidad científica el problema de
decidir racionalmente a favor de alguna de las teorías. El procedimiento que
se debe seguir —siempre según Popper— consistirá en diseñar un experi-
mento crucial, mediante el cual se puedan poner a prueba, simultáneamente,
predicciones contrarias de las teorías rivales24.

1.1.4. La noche de «paradigma»

A finales de la década de los 50, las críticas dirigidas contra todos y cada
uno de los postulados del positivismo lógico eran tan poderosas que se hacía
urgente la concepción de un nuevo modelo explicativo de la naturaleza de la
ciencia. Además del propio Popper, son varios los autores en los que se puede
rastrear este empeño (Hanson, Quine, Toulmin, Lakatos, Feyerabend), pero

23
Uno de los últimos libros de Popper, publicado antes de morir, reúne artículos escritos
a lo largo de varias décadas, en los que se muestra el importante papel precursor de los filóso-
fos griegos, respecto de las propuestas actuales de muchas ciencias. Cfr. K. Popper (1998), El
mundo de Parménides. Ensayos sobre la ilustración presocrática, Barcelona, Paidós, 1999.
24
Un conocido experimento crucial fue diseñado en el ámbito de la etología, para cono-
cer el alcance de las tendencias innatas en un animal, frente a las tesis reflexológicas que daban
primacía al aprendizaje sobre el instinto. El experimento consistió en aislar a un ave rapaz —un
alimoche—, desde su nacimiento, esperando a que creciese en aislamiento respecto de su espe-
cie, para comprobar si, llegada la edad adulta, era capaz de poner en práctica la sofisticada téc-
nica que usa esta especie para romper huevos de otras aves, con el objeto de alimentarse. El
resultado fue positivo, de manera que el experimento crucial confirmó las tesis innatistas, fren-
te a las reflexológicas.
24 V. L. Guedán Pécker

ninguna propuesta consiguió atraer más la atención de científicos, historia-


dores de la ciencia, lógicos y filósofos que la ofrecida por el filósofo norte-
americano Thomas Kuhn, en su obra La estructura de las revoluciones cientí-
ficas, publicada el año 1962, y modificada con una Posdata, en 1969, cuya fun-
ción primordial era aclarar algunos malentendidos detectados en la primera
edición.
Hay que hacer constar que Kuhn no era un filósofo académico, sino un
doctor en ciencias físicas, interesado por la historia de su ciencia y que, desde
ese ámbito, había llegado a plantearse cuestiones filosóficas acerca de la natu-
raleza de la física, en particular, y de la empresa científica, en general25.
La primera constatación que extrajo Kuhn de sus investigaciones histo-
riográficas fue que el modo de actuar de los científicos, a la hora de decidir
la sustitución de una teoría científica por otra, en nada se asemejaba a los dic-
tados del positivismo lógico ni a los del racionalismo crítico popperiano: oca-
siones muy relevantes en la historia de la ciencia indicaban que teorías muy
contrastadas empíricamente y con un alto poder predictivo eran sustituidas
por otras con no mayores méritos de esa naturaleza, así como también que
teorías enfrentadas a hechos que las contradecían de modo radical no eran
abandonadas por ello26. Dicho de otro modo, los científicos no hacen uso,
exclusivamente, de procedimientos lógicos de decisión para resolver el pro-
blema de la pertinencia de adoptar una teoría u otra rival, sino que en seme-
jante toma de decisiones entran en juego importantes factores profesionales,
históricos, psicológicos, culturales, económicos, sociales, etc., que el contex-
to de justificación desatendía, dejando en manos del contexto de descubri-
miento su estudio. Los libros de texto, así como las historias oficiales de la
ciencia, se las arreglan para orillar todos esos aspectos extra-lógicos, mos-
trando el desarrollo de la actividad científica como gobernado por estrictos
procedimientos lógicos y empíricos; pero nada hay más lejos de la verdad
para un historiador meticuloso. La nueva filosofía de la ciencia, más que una
lógica de la ciencia, se aproxima a una sociología de la ciencia.

25
Con Kuhn, así como con la mayoría de los restantes críticos del positivismo lógico, de
nuevo será la física el ámbito privilegiado de investigación para la filosofía de la ciencia.
26
Un ejemplo clásico de esta situación lo representa la llamada «revolución copernicana».
El sistema cosmológico de Tolomeo, en el que el sol ocupaba el centro del universo, tenía un
poder notable para predecir sucesos estelares. Es verdad que había datos astronómicos que no
encajaban en el mismo, pero, como reconoce Kuhn, en uno de los estudios más importantes
acerca de esta revolución científica, ningún otro sistema astronómico podía hacerlos encajar,
porque, simplemente, eran erróneos. Por otro lado, el sistema heliocéntrico de Copérnico no
era el que mostraba mayor poder predictivo: Tycho Brahe, con un tercer modelo, en el que la
Tierra seguía ocupando el centro, realizó portentosas hazañas de medición astronómica, no
igualadas por ningún otro astrónomo renacentista. ¿Qué hizo, a la postre, que triunfase el
modelo copernicano? No fue ajeno a ese triunfo algo tan poco «empírico» como que Copér-
nico, Kepler, Galileo y otros astrónomos renacentistas abrazaban determinados postulados
neoplatónicos acerca de las cualidades del universo: la simplicidad y la armonía; cualidades
presentes en el modelo heliocéntrico, pero no en el egocéntrico de Brahe. Cfr. T. S. Kuhn
(1957), La revolución copernicana, Barcelona, Orbis, vol. II, cap. 5.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 25

La unidad de análisis de esa nueva teoría de la ciencia ya no puede ser la


estructura lógica conocida como teoría, por cuanto en ella quedan ocultos
todos esos factores antedichos, impidiendo comprender la verdadera natura-
leza del cambio científico. Kuhn propone, para salvar esa insuficiencia, la
noción de paradigma. Como el propio Kuhn reconoció en la Posdata de 1969,
al concepto de paradigma lo dotó de una significación ambigua. Quizás la
mejor manera de comprender el sentido de tal término es mostrando el modo
en que explica Kuhn la constitución de toda ciencia.
Las ciencias comienzan con una etapa pre-paradigmática, en la que diver-
sas escuelas pugnan por el dominio, en el seno de un determinado campo de
investigación. Esta etapa —que podríamos considerar como de formación de
la propia ciencia como tal—, en la que no hay verdaderos avances en el cono-
cimiento, sino más bien una intensa disputa por precisar los objetivos y méto-
dos, suele terminar con el triunfo de uno de esas escuelas, una vez que la
mayoría de la comunidad científica asume que se trata del enfoque más pro-
metedor —y no necesariamente porque cuente con un número mayor de
datos empíricos en su favor. Se aceptan, entonces, los compromisos básicos
que ha defendido con éxito la escuela triunfante, y que son de cuatro tipos:

— Las leyes o principios fundamentales de esa ciencia, avaladas por logros


empíricos que se atribuyen a su aplicación (explicaciones de sucesos pasados,
predicciones acertadas de sucesos futuros, desarrollos tecnológicos derivados
de la aplicación de esas leyes, etc.). Esas leyes van inevitablemente acompa-
ñadas por todo un sistema de categorías, es decir, de conceptos básicos que
articularán todo el entramado teórico futuro.
— Compromisos ontológicos, acerca de lo que existe y debe ser objeto de
investigación en el campo científico de que se trate. Estos compromisos aco-
tan el tipo de preguntas que es pertinente que se haga esa ciencia.
— Compromisos epistemológicos y metodológicos, en virtud de los cuales
se precisa cómo debe ser llevada, de modo adecuado, una investigación.
Entre ellos, está la apreciación de determinados valores tales como simplici-
dad, precisión, consistencia teórica o fecundidad, valores que variarán de
unos paradigmas a otros y que servirán para juzgar el valor de las teorías y de
los métodos de investigación.
— Ejemplos paradigmáticos, mediante los que se enseñan, a los científicos
en ciernes, todos y cada uno de los demás compromisos que constituyen el
nuevo marco de esa ciencia. Kuhn rechaza la idea tradicional de que los cien-
tíficos estudian fundamentalmente la teoría, y de que la práctica es sólo un
mecanismo para ilustrar lo aprendido; a su juicio, sólo en la práctica se com-
prenden el significado y el alcance de una teoría.

Pues bien, al conjunto de estos cuatro tipos de compromiso lo denomina


Kuhn paradigma.
A partir del momento en que se configura el primer paradigma, puede
hablarse de que esa ciencia ha alcanzado su madurez como tal ciencia. Los
científicos tienen bien delimitado su campo de investigación, los problemas
26 V. L. Guedán Pécker

que han de ser resueltos, los métodos que se deben utilizar y las leyes funda-
mentales que gobiernan dicho campo. La actividad que, siguiendo tales cau-
ces, lleva a cabo la comunidad científica es denominada por Kuhn ciencia nor-
mal. En ella, nunca se ponen en cuestión ninguno de los compromisos del
paradigma. La teoría que lo gobierna es aceptada universalmente en sus leyes
fundamentales, y los problemas científicos se reducen, en último término, a
completarla mediante la formulación de leyes adicionales, darle apoyo empíri-
co mayor al representado por los ejemplos paradigmáticos, desarrollar proce-
dimientos tecnológicos que permitan mayor precisión en las medidas, explo-
tar todas las posibilidades de esa teoría, tanto para explicar sucesos pasados
como para predecir futuros, etc. Mientras esas tareas vayan siendo cumplidas
de forma paulatina, el paradigma se mostrará prometedor, y nada inducirá a
los científicos a plantearse su validez. Es más, si alguno de esos problemas que
plantea el marco paradigmático se resiste a ser resuelto, no se considerará tal
fracaso como inherente al paradigma, sino, en todo caso, como signo de la
impericia profesional de los científicos que trabajan en el mismo. Y si algún
dato experimental no encaja en las predicciones teóricas, o bien contradice
abiertamente la teoría, no por ello se abandona ésta; antes bien, se deja al mar-
gen ese dato, como un enigma, confiando en que el desarrollo futuro del para-
digma termine por dar explicación del mismo. En contra de lo propugnado
por Popper, no hay, pues, falsación de los paradigmas, aunque sí pueda haber-
la de las leyes y teorías con que se hayan pretendido completar éstos.
Imre Lakatos ha expresado, quizás, con mayor precisión que Kuhn, la
naturaleza de los períodos de ciencia normal, al proponer la noción de «pro-
yecto de investigación», en vez de la de «paradigma»: la ciencia normal con-
sistiría en el proceso de sustitución de una teorías por otras, en todas las cua-
les permanecería inmutable un núcleo de leyes fundamentales, así como un
conjunto de compromisos ontológicos y metodológicos —al igual que en los
paradigmas kuhnianos—. Las teorías que se vayan sucediendo habrán de
tener un mayor poder explicativo y predictivo del campo que se vaya a inves-
tigar en cuestión, ajustándose al ideal positivista de la reducción teórica.
Mientras se cumpla esa condición, podrá afirmarse que el proyecto de inves-
tigación es progresivo, y nada inducirá a los científicos a pensar en su sustitu-
ción por uno nuevo27.
Ahora bien, puede llegar un momento en que el progreso, dentro del para-
digma (o del programa de investigación) aceptado, se ralentice e, incluso, lle-
gue a detenerse. Entonces, los científicos empiezan a dudar del propio para-
digma y a cuestionarse los compromisos que implica. Se trata, pues, de un

27
Cfr. I. Lakatos (1970), «La falsación y la metodología de los programas de investigación
científica», en I. Lakatos y A. Musgrave (eds.) (1970), La crítica y el desarrollo del conocimien-
to, Barcelona, Paidós, 1974. Hay que hacer constar aquí que la interpretación que Lakatos
hace del progreso científico no es totalmente coincidente con la de Kuhn. Lakatos es mucho
más proclive a buscar criterios lógicos que expliquen los cambios de una teoría por otra, así
como los de un proyecto de investigación por otro; frente a la disposición de Kuhn a dar pre-
ponderancia a criterios de tipo sociológico.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 27

período en el que la actividad científica es muy diferente a la que corresponde


a los períodos de ciencia normal, etapa en la que, según Kuhn, los científicos se
preocupan, de manera muy especial, por los fundamentos filosóficos de su dis-
ciplina. Kuhn ha detectado, en su trabajo como historiador, que la comunidad
científica no abandona nunca un paradigma en crisis, a menos que haya elabo-
rado antes uno alternativo que parezca más prometedor. Precisamente, lo que
Kuhn denomina período de ciencia extraordinaria tiene como meta la constitu-
ción de ese nuevo paradigma, su confrontación con el antiguo y la decisión de
sustituir éste por aquél. Realizada semejante tarea, se vuelve a un nuevo perío-
do de ciencia normal, sólo que en un marco paradigmático nuevo28.

1.1.5. La noción de «inconmensurabilidad»

Las ideas más polémicas del pensamiento de Thomas S. Kuhn son las que
se refieren a los mecanismos que gobiernan los cambios de paradigma, en los
períodos de ciencia extraordinaria. En contra de lo postulado por el positi-
vismo lógico y por Popper —y que, en definitiva, es un lugar común entre los
mismos científicos—, la comunidad científica no lleva a cabo la sustitución de
un paradigma por otro mediante la aplicación mecánica de un algoritmo, sea
éste la comparación de los respectivos respaldos observacionales de ambas
teorías o bien el establecimiento de experimentos cruciales que permitan fal-
sar algunas de las teorías competidoras.
No sólo Kuhn niega que esto ocurra de facto, tal y como atestiguan sus
estudios sobre historia de la ciencia. Si ése fuera el caso, entonces, por ejem-
plo, Popper podría proponer la falsación como una nueva estrategia meto-
dológica para la ciencia futura. Lo que en verdad sostiene Kuhn es la impro-
babilidad de que pueda llegar a ocurrir nunca una toma de decisión en torno
a dos paradigmas competidores, mediante la consideración exclusiva de los
respectivos respaldos observacionales o bien mediante el establecimiento de
experimentos cruciales.
Por inconmensurabilidad entiende Kuhn precisamente la imposibilidad de
establecer un criterio lógico que permita decidir racionalmente entre dos
paradigmas en competencia. De ser cierta la tesis de Kuhn, supondría una cri-
sis en el modo tradicional de entender la racionalidad científica, y según la
cual los científicos, armados con determinadas herramientas experimentales

28
Un asunto sobre el que han discrepado Thomas S. Kuhn y Stephen Toulmin es acerca
de la frecuencia y del alcance con que, en una ciencia, se presentan las crisis paradigmáticas.
Inicialmente, Kuhn tendió a pensar que esas crisis se daban muy de tarde en tarde (de ahí su
calificación de «extraordinaria» para la ciencia que se hacía en semejantes momentos) y que
suponían «giros copernicanos» en el modo de concebir las ciencias en que se daban. Sin
embargo, con el tiempo vino a aceptar la presencia de revoluciones paradigmáticas más fre-
cuentes y de menor alcance, de ahí que Toulmin acuñase la expresión de «microrrevoluciones»
y que prefiriese hablar más de «evolucionismo» que de «revolucionarismo». Cfr. S. Toulmin
(1972), La comprensión humana, Madrid, Alianza, 1977, págs. 122-124.
28 V. L. Guedán Pécker

y lógicas, pueden establecer siempre, de modo objetivo y universal, la prefe-


rencia de una teoría sobre sus competidoras. Todo se reduce —según siem-
pre los defensores de esta tesis— a darles los medios y el tiempo suficiente
para que lleven a puerto esa tarea de aplicación de algoritmos. Este ataque
contra la noción clásica de racionalidad científica ha traído como reacción la
de tachar, a la filosofía de Kuhn, de relativismo y de irracionalismo.
Las razones que aduce Kuhn en defensa de la inconmensurabilidad de
paradigmas pueden resumirse en las siguientes:

— La idea de que existan algoritmos que permitan juzgar entre teorías


rivales se fundamenta en el presupuesto de que existe una base observacional
previa a, e independiente de, las teorías (más atrás, vimos que éste era uno de
los postulados del positivismo lógico, respecto de la estructura de las teorías
científicas): si esa base es común a teorías rivales, entonces podrán estable-
cerse experimentos cruciales que permitan saber cuáles de las predicciones
observacionales hechas por las teorías rivales se cumplen y cuáles no.
— Esa suposición de la existencia de una base observacional indepen-
diente de la teoría se asienta, a su vez, en la tesis empirista de que nuestros
sentidos son capaces de captar la realidad, sin producir alteración ni defor-
mación alguna. Ahora bien, ya Kant, en el siglo xviii, reprochó al empirismo
su ingenuidad a la hora de concebir lo dado a los sentidos como mero refle-
jo de algo independiente del sujeto que lo percibe. En la misma línea abun-
darán los filósofos idealistas, durante el siglo siguiente; hasta que, ya en pleno
siglo xx, estas objeciones sean recogidas por filósofos como Wittgenstein y
Hanson, lingüistas como Sapir y Whorf, o psicólogos como Wertheimer.
— Kuhn se adhiere a esas críticas —cuyo desarrollo vamos a obviar aquí.
Su tesis es que toda percepción posee carga teórica, es decir, que está mediati-
zada por las expectativas que posee en ese momento el observador en cues-
tión. Aun cuando los estímulos sensoriales sean iguales en dos individuos, es
frecuente que sostengan que ven cosas diferentes; y ello es, a juicio de Kuhn,
consecuencia de que lo que perciben lo hacen desde distintas «teorías». Para
ilustrar esta idea aparentemente paradójica, Wittgenstein y Hanson usaban las
figuras reversibles popularizadas por los psicólogos de la Gestalt. Pero el
ejemplo más famoso, al respecto, fue propuesto por Hanson: afirmaba que,
cuando a las afueras de Praga, los astrónomos Tycho Brahe, defensor de la tie-
rra como centro del universo, y Johanes Kepler, partidario del heliocentrismo,
contemplaban juntos el cielo al amanecer de un día cualquiera a comienzos del
siglo xvi, mientras que el primero sostendría ver moverse al sol, el segundo
afirmaría, con igual rotundidad, ver girar a la tierra en torno a él29.
— Ahora bien, si toda percepción tiene carga teórica, la base observa-
cional de una teoría no es independiente de ésta; y, en consecuencia, no hay
una base observacional común a teorías radicalmente distintas, como son las

29
Cfr. N. R. Hanson (1958), Patrones de descubrimiento. Observación y experimentación,
Madrid, Alianza, 1977, págs. 79 y sigs.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 29

que constituyen paradigmas diferentes. En definitiva, Kuhn sostiene que todo


paradigma configura un mundo propio de experiencias, de manera que
observadores situados en paradigmas distintos verán la realidad de forma
diferente.
— Y si no hay base observacional común, entonces no es posible esta-
blecer un algoritmo del tipo de los experimentos cruciales que permita deci-
dir, de modo automático, qué paradigma debe ser abandonado y cuál, asu-
mido. Y ésta es, precisamente, la tesis que se esconde bajo la noción de
inconmensurabilidad30.

¿Cómo deciden, entonces, los científicos, en las situaciones de ciencia


extraordinaria, qué paradigma abrazar? Kuhn dedicó muchos de sus esfuer-
zos posteriores a su obra de 1962 a precisar los procedimientos por los que
se orientan. Lo que Kuhn vino a defender es que la noción clásica de racio-
nalidad, según la cual las decisiones racionales tienen que fundarse en algo-
ritmos, es demasiado estrecha para explicar la ciencia. Pero que es posible
reconstruir esa idea de racionalidad, con objeto de que se ajuste con mayor
precisión a un tipo de empresa, la científica, que es el mejor modelo de racio-
nalidad que conocemos los seres humanos.
Para empezar, la inconmensurabilidad afecta no solamente a las leyes
básicas de dos paradigmas, sino también al resto de compromisos que cons-
tituye un paradigma. Científicos que actúen en paradigmas distintos pueden
aceptar o no determinados compromisos ontológicos (por ejemplo, que exis-
ta el inconsciente, o que no); pueden sostener la idoneidad de modelos dis-
tintos de investigación (que las computadoras sirvan para interpretar adecua-
damente los procesos cognitivos humanos, o que no sirvan); pueden
discrepar en los métodos (como en el caso de la introspección controlada
experimentalmente); pueden diferir en los valores metodológicos (como en la
importancia que se le conceda al uso sistemático de la estadística); pueden
variar su valoración de determinados logros experimentales (por ejemplo, la
conducta de personas hipnotizadas, considerada como clave para sostener la
existencia de un inconsciente activo); etc.
Sin embargo, entre todos los tipos de inconmensurabilidad que pueden
detectarse entre paradigmas rivales, a Kuhn le interesa muy especialmente,
por el alcance que tiene, la inconmensurabilidad entre los respectivos lengua-
jes científicos. A su juicio, la inconmensurabilidad no permite la traducción
de todos y cada uno de los conceptos, de uno de estos lenguajes al otro; por-
que todo concepto recibe su significación a partir del entramado de relacio-

30
La noción de inconmensurabilidad ha sido desarrollada paralelamente por Paul Feye-
rabend, con un sentido más radical aún que el que adquiere en la filosofía de Kuhn. Para Fe-
yerabend, la inconmensurabilidad entre teorías hace imposible la ciencia normal. Todo en la
ciencia es, pues, una revolución permanente, en la que unas teorías sustituyen a otras, respec-
to de las que son necesariamente inconmensurables. Cfr. P. Feyerabend (1970), Contra el Méto-
do, Barcelona, Ariel, 1981.
30 V. L. Guedán Pécker

nes que guarda con todos los demás conceptos de un campo semántico; de
manera que si éste varía —y ése es el caso entre lenguajes pertenecientes a
paradigmas distintos—, entonces variará necesariamente su significado31. La
consecuencia de este tipo de inconmensurabilidad es que, inevitablemente,
siempre que un paradigma sea sustituido por otro, hay determinadas pérdidas
teóricas, porque el nuevo paradigma, aun siendo más prometedor que el anti-
guo, no puede hacerse cargo de todo cuanto explicaba aquél. En definitiva,
Kuhn rechaza la posibilidad de que pueda darse una verdadera reducción
teórica entre teorías que pertenezcan a paradigmas distintos.
Los ejemplos sacados de la historia de la física, por Kuhn, son muy con-
vincentes32. Pero podría haberse inspirado igualmente en la historia de la psi-
cología, que hemos esquematizado más arriba. Así, por ejemplo, si bien el
conductismo supuso indudables ventajas respecto del estructuralismo, hubo
también significativas pérdidas teóricas en la sustitución de un proyecto de
investigación por otro, pérdidas tales como una teoría más o menos rigurosa
de la mente humana, y que se fueron haciendo más patentes cuanto mayor fue
resultando su estancamiento como proyecto de investigación dominante. No
es de extrañar, por ello, que, como ya indicamos en otro lugar, el cognitivis-
mo terminara por sustituir al paradigma conductista, con la significativa con-
signa de recuperar la mente. De este modo, en las últimas décadas, puede
seguirse un empeño general en volver a introducir en el lenguaje psicológico
determinadas categorías que el conductismo había desechado, pero sin las
cuales no parece posible esa recuperación. Nos referimos a «conciencia»,
«intencionalidad», «qualia», etc. Pero el sentido que adquieren ahora estos
conceptos no es exactamente el mismo que poseyeron, por ejemplo, a finales
del siglo xix. Baste, por ejemplo, con pensar que muchos cognitivistas están
dispuestos a admitir la posibilidad de que una máquina pudiera llegar a tener
conciencia33.
Ahora bien, si no es posible disponer de una base observacional común,
para comparar empíricamente las leyes y predicciones pertenecientes a dos
paradigmas distintos, y si tampoco es posible traducir los términos y enun-

31
Cualquier traductor sabe la imposibilidad de traducir determinados términos de una
lengua a otra sin que ello suponga una pérdida de sentido. Así, es imposible traducir adecua-
damente del español al inglés la palabra «trapío», porque no hay en inglés un campo semánti-
co equiparablemente tan rico al que hay en español para hablar de toros de lidia.
32
Por ejemplo, aunque la teoría de la relatividad y la de la mecánica de Newton presen-
tan determinadas fórmulas matemáticamente tan similares que parecen permitir la idea de la
reducción teórica, si se interpretan los significados de las variables en una y otra se verá que
no concuerdan. Así, para Newton el espacio era homogéneo, mientras que para Einstein es
heterogéneo. Para aquél, la materia era invariante en los cuerpos; mientras que, para éste, varía
con su velocidad.
33
Es famosa la anécdota según la cual preguntaron en cierta ocasión a Claude Shannon si
una máquina podría llegar a pensar. Su respuesta fue que, puesto que el ser humano es una
máquina, y piensa, entonces es obvio que una máquina puede llegar a pensar. Naturalmente,
muchos no admitirían la respuesta de Shannon, porque el significado que conceden a la pala-
bra «máquina» no les permite incluir al ser humano como referente de ese concepto.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 31

ciados establecidos en uno de ellos, al lenguaje del otro, para poder compa-
rarlos dentro de un mismo marco paradigmático, entonces, ¿cómo puede
mantener Kuhn la naturaleza racional de la toma de decisiones de los cientí-
ficos en épocas de ciencia extraordinaria? Hay que recordar que Kuhn sos-
tiene que dos científicos, cada uno de los cuales se encontrase instalado en un
paradigma distinto, estarían inmersos en «mundos diferentes»; y de ello pare-
cería deducirse que su comunicación sea imposible, y los acuerdos entre ellos,
mera quimera. La solución está, sin embargo, en la capacidad que, según
Kuhn, tiene el científico para poder comprender más de un paradigma a la
vez. Usemos una analogía: de igual modo que en las figuras reversibles pode-
mos percibir en un primer momento una determinada figura, para pasar a un
segundo momento en que percibimos otra diferente, a partir de los mismos
estímulos visuales; y ese cambio de percepción podemos controlarlo a volun-
tad, una vez conseguido por primera vez; de modo similar, un científico que
se ha formado en el seno de un paradigma puede, no sin un serio esfuerzo por
su parte, llegar a comprender los valores y compromisos pertenecientes a un
paradigma rival. Esta capacidad le permite al científico comparar ambos
paradigmas. No se trata de una comparación concepto a concepto (porque se
ha convenido que es imposible la traducción radical), ni ley a ley (porque no
es posible establecer experimentos cruciales). Kuhn cree que esa compara-
ción es de naturaleza global: consiste en comparar los valores globales del pri-
mer paradigma con los correspondientes al segundo; y decidir, después, el
paradigma que parezca presentar globalmente mayores ventajas34.
Según este procedimiento, cada científico establecerá un veredicto personal
acerca del paradigma preferible, veredicto que dependerá, por ejemplo, del
grado de importancia que dé a la pérdida teórica que suponga el cambio, o a
los nuevos valores metodológicos, respecto de los antiguos. Ello no conduce,
sin embargo, a convertir la ciencia en una mera actividad subjetiva. Para Kuhn,
el protagonista de la actividad científica no es el investigador individual, sino la
comunidad científica. Es ella quien decide los cambios paradigmáticos. Y lo
hace gracias a que, por esa capacidad que tienen sus miembros de poder situar-
se simultáneamente en más de un paradigma, pueden mantener un diálogo
racional acerca de las ventajas e inconvenientes de cada alternativa.
Kuhn advierte de que, a pesar de que los científicos puedan discutir racio-
nalmente acerca de las ventajas de dos paradigmas, puede que no lleguen a
acuerdos. Se trata de una idea insólita para la noción clásica de racionalidad,
según la cual, si dos investigadores actúan racionalmente, es necesario que
coincidan en las conclusiones. Pero Kuhn cree que, aunque ambos científicos

34
Fue Quine quien, en 1951, llamó la atención acerca de la imposibilidad de juzgar una
a una la validez de los enunciados pertenecientes a una teoría científica. A su juicio, era éste
un dogma del empirismo, que debía ser repudiado. Por el contrario, proponía como único cri-
terio posible la consideración de las teorías como totalidades que debían ser consideradas,
aceptadas o rechazadas en pleno. Esta visión holista de las teorías científicas influyó más tarde
en Kuhn. Cfr. W. v. O. Quine (1951), «Dos dogmas del empirismo», en W. v. O. Quine (1953),
Desde un punto de vista lógico, Barcelona, Ariel, 1962.
32 V. L. Guedán Pécker

comprendan los valores respectivos de cada paradigma, pueden tener prefe-


rencias personales distintas acerca de cuáles de esos valores merecen mayor
atención. Puede ser, por ejemplo, que uno prefiera la coherencia teórica inter-
na a la eficacia práctica, mientras que otro muestre las preferencias contra-
rias. Estos desacuerdos, sin embargo, lejos de representar una deficiencia de
la racionalidad científica, Kuhn los percibe como una ventaja: la sustitución
de un paradigma por otro es una empresa muy arriesgada, por el alcance que
entraña, y cuya corrección puede tardar mucho tiempo en poder compro-
barse (algunas de las revoluciones científicas estudiadas por Kuhn se des-
arrollaron a lo largo de varias décadas). Por ello es bueno que el desacuerdo
entre científicos les haga trabajar, a unos en el paradigma antiguo y a otros en
el nuevo, hasta que resulte evidente si la decisión de sustituir uno por otro ha
sido la más acertada35.

1.2. SEGUNDA PARTE: LA PSICOLOGÍA A LA LUZ


DE LA NUEVA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA

1.2.1. La Psicología: ¿ciencia de la naturaleza o ciencia social?

La nueva filosofía de la ciencia ha modificado la consideración de tres


problemas que guardan relación entre sí y que fueron muy importantes en el
pasado: a) el establecimiento de un criterio de demarcación entre ciencias y
no-ciencias; b) la distinción precisa entre las ciencias de la naturaleza (física,
química, biología, etc.) y otro bloque de disciplinas que, para resumir, deno-
minaremos con la expresión ya clásica de ciencias sociales (historia, sociolo-
gía, etc.); y c) el encuadramiento de la psicología y de sus distintos paradig-
mas y escuelas dentro, o no, de las ciencias, y su consideración ya como
ciencia natural, ya como ciencia social.
Respecto a lo que Popper denominara criterio de demarcación entre las
ciencias y otras formas de saber, la historia del empeño por establecerlo ha
tenido varios episodios. Inicialmente, se asumió el uso del método experi-
mental, creado por los grandes físicos renacentistas, como ese criterio demar-
cador buscado. La filosofía positivista se esforzó, entonces, por precisar los
caracteres esenciales de ese método (conceder primacía epistemológica a los
hechos sobre las teorías —éstas serán aceptadas o no, en virtud de su grado
de ajuste a los hechos objetivos e independientes—; recurrir a los experi-
mentos, como procedimiento fundamental para la contrastación de la validez

35
Larry Laudan ha mantenido que en las propuestas de Kuhn subsisten elementos que
permiten catalogarlas de relativistas. A su juicio, la mejor vía para huir de los peligros del rela-
tivismo, manteniendo el grueso de las aportaciones de la nueva filosofía de la ciencia, consiste
en mostrar que la inconmensurabilidad de teorías no impide la existencia de procedimientos
rigurosos para la comparación de dos paradigmas rivales. Esos procedimientos tienen que ver
con la tarea fundamental que Laudan adjudica a las teorías científicas: la de resolver proble-
mas. Cfr. L. Laudan (1990), La ciencia y el relativismo, Madrid, Alianza, 1993.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 33

de las hipótesis; entender que «explicar» consiste, a la postre, en establecer


conexiones causal-deterministas; conceder relevancia sólo a lo que es suscep-
tible de tratamiento matemático; etc.). Los positivistas defendían, por lo
tanto, un monismo metodológico: el método de las ciencias, sean cuales sean,
es uno y el mismo. Toda disciplina que pretendiese quedar constituida como
ciencia debería, por lo tanto, «naturalizarse», desembarazándose de aquellos
aspectos que la hacían incompatible con el método experimental.
El problema que ofrecía ese criterio de demarcación era que incluso en la
misma física se terminó por hacer patente que las prescripciones metodoló-
gicas establecidas por los positivistas eran poco seguidas por los físicos de
mayor capacidad36. La constatación de semejante hecho condujo a la filoso-
fía de la ciencia a modificar el criterio de demarcación: ya no se referiría tanto
al método o estrategias aplicadas por el científico en busca de la construcción
de hipótesis y teorías (lo que sería objeto de estudio del contexto de descu-
brimiento) cuanto a los mecanismos justificadores de la validez de las teo-
rías propuestas (contexto de justificación). En las primeras décadas del
siglo xx el debate se centró en si esas garantías procedían de los mecanismos
para la verificación de las teorías (positivismo lógico) o bien de los empeños
de falsación realizados por los científicos contra ellas (racionalismo crítico de
Popper). En todo caso, tanto los positivistas lógicos como Popper mantuvie-
ron cierta forma de monismo: sólo era ciencia aquella actividad racional que
hiciera uso de uno y el mismo procedimiento de justificación para la validez
de sus teorías.
Ahora bien, ya desde el mismo siglo xix se había constituido una oposi-
ción a cualquier forma de monismo metodológico en las ciencias. Pensadores
de la talla del filósofo Dilthey o del sociólogo Weber llamaron la atención
sobre la inadecuación de la física matemática para ser usada como modelo
para determinadas ciencias que estaban emergiendo y cuyos objetos de inves-
tigación (el ser humano, su historia, su mente, la sociedad, etc.) distaban
sobremanera de los propios de las ciencias naturales. A juicio de estos auto-
res, era necesario reconocer la especificidad de tales ciencias, así como el
desarrollo de métodos propios para la investigación en esos ámbitos distintos
de los de las ciencias naturales: reconocer, en estas ciencias, la no primacía
epistemológica de los hechos respecto de las teorías —se consideran relevan-
tes, por ejemplo, no todos los datos a disposición del historiador, sino sólo los
hechos históricos que parecen apoyar determinadas hipótesis explicativas de
un acontecimiento—; el peso mucho menor de los experimentos; la necesi-
dad de hacer uso de explicaciones finalistas, y no sólo causal-deterministas
—los seres humanos actúan buscando determinadas metas, y no sólo movi-

36
Por ejemplo, Mach sostenía que la historia de las ciencias enseñaba que lo que condu-
ce a las soluciones de los problemas científicos es la aplicación ora de unos determinados tru-
cos, ora de otros; y no tanto el ejercicio de un presunto método universal. Einstein, por
su parte, estaba tan convencido de ello que se declaraba un oportunista epistemológico.
Cfr. P. Feyerabend (1980), ¿Por qué no Platón?, Madrid, Tecnos, 1985, pág. 176.
34 V. L. Guedán Pécker

dos por determinadas presiones—; el reconocimiento y valoración de todo


aquello no susceptible de tratamiento matemático; etc. Hay que subrayar que
estas posiciones dualistas no ponían en duda la interpretación positivista de
las ciencias naturales, sino que pretendían conceder a otras disciplinas no sus-
ceptibles de encajar en semejante modelo de ciencia la consideración de
auténticas ciencias.
No hay aquí lugar para exponer en detalle el complejo y largo debate que
se ha producido, a lo largo de siglo y medio entre las posiciones monistas y
las dualistas37. Cabe, sin embargo, referir cómo queda la situación tras las
aportaciones de Kuhn a la historia de la ciencia. Como él mismo expone, los
análisis de Dilthey, Weber y otros, mostrando las especificidades propias de
las ciencias sociales y defendiendo su valor como tales ciencias, son profun-
dos y adecuados, pero estaban hechos dando por válida la visión que sobre
las ciencias naturales ofreciera el positivismo. Una vez que esa visión positi-
vista ha quedado desenmascarada, se comprueba que la posición adecuada en
estos asuntos es, de nuevo, la del monismo; pero no porque haya que aceptar
finalmente que las ciencias sociales hayan de «naturalizarse», sino porque, en
resumidas cuentas, son las ciencias naturales las que, a la postre, resultan no
ser tan diferentes a las ciencias sociales como se creía38. Kuhn ha abierto la
brecha para que se descubra, por ejemplo, la importancia de los factores
sociales, culturales, ideológicos y profesionales, incluso en las ciencias natu-
rales más «duras»; y no sólo en la historia o la economía, por poner dos ejem-
plos especialmente sensibles de ciencias sociales.
¿En qué medida afecta esto a la consideración de la psicología? Recorde-
mos que el padre del positivismo, Augusto Comte, creía incompatible la psi-
cología con el ideal positivista de la ciencia, pero, también, que fue Wundt
quien fundó el primer laboratorio de psicología experimental, haciendo de
esta disciplina una más entre las ciencias naturales. Los empeños de autores de
la relevancia de Brentano, Dilthey o Husserl por mantener a la psicología den-
tro del ámbito de las ciencias sociales fracasó ante el empuje de la psicología
americana (especialmente, con la aparición del paradigma conductista); y con
ello, por ejemplo, la Fenomenología quedó al margen de la psicología oficial;
todo lo más, como una rama de la psicología filosófica (y recuérdese que Comte
consideraba a la especulación filosófica como un estadio anterior e inferior al
propio de las ciencias). Por otra parte, las dificultades del Psicoanálisis freudia-
no o de la Psicología individual de Adler para hacer uso canónico del método
experimental de las ciencias naturales y, en definitiva, para permitir la falsación
de sus hipótesis, fueron un argumento de peso para el destierro de ambas, más
allá del estrecho redil que los positivistas concedían a la ciencia39.

37
Una exposición detallada de dicho debate puede encontrarse en J. M. Mardones (1982,
1991), Filosofía de las ciencias sociales, Barcelona, Anthropos.
38
Cfr. T. S. Kuhn (1991), «Las ciencias naturales y humanas», en Acta sociológica, núme-
ro 19, UNAM, México, 1997, págs. 11-19.
39
Eysenck ha señalado, por ejemplo, que Freud no concedió especial atención a dos pro-
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 35

Ahora bien, si las tesis de Kuhn acerca de la naturaleza de las ciencias


apuntan en la buena dirección, los límites entre ciencias naturales y sociales
se difuminan, y, consecuentemente, la psicología debería tender a establecer
puentes entre posiciones teóricas y paradigmas que hasta hace poco parecían
excluyentes: entre sus ramas más experimentales y las que muestran una pro-
pensión más racionalista y especulativa; entre aquellas que conceden un peso
fundamental a la matematización y formalización y las que muestran una
valoración mayor por lo cualitativo; o entre las que muestran predisposición
hacia esquemas explicativos causal-deterministas y aquellas otras que se
decantan más por las explicaciones teleológicas y funcionales40.

1.2.2. Los paradigmas en la Historia de la Psicología

Tal y como ya se ha indicado más arriba, el pensamiento de Thomas Kuhn


se ha convertido en el eje principal de la filosofía de la ciencia, a lo largo de
las últimas décadas, hasta el punto de que si bien las reflexiones de algunos
filósofos de la ciencia fueron independientes respecto de la teoría kuhniana
de la ciencia, y las de muchos otros resultaron críticas, unos y otros pueden
ser encuadrados sin dificultad dentro del debate suscitado por la filosofía de
Kuhn. Excede los límites de este trabajo ni siquiera mostrar en líneas genera-
les los hitos principales de la filosofía de la ciencia en los últimos cuarenta
años. Sin embargo, hay que hacer constar la centralidad de las nociones kuh-
nianas para los investigadores empeñados en perfilar una historia veraz de las
distintas ciencias y, entre ellas, de la psicología41. El uso de la noción de para-
digma ha servido para clarificar la compleja historia de esta ciencia, permi-

cedimientos muy frecuentes para los investigadores de las ciencias naturales: pruebas clínicas
con grupos experimentales de control y experimentación con modificación meticulosamen-
te controlada de las variables independientes (cfr. H. Eysenck y G. Wilson [1973], El estu-
dio experimental de las teorías freudianas, Madrid, Alianza, 1980). Por su parte, Popper ha
llamado la atención acerca de la imposibilidad de falsar las hipótesis del Psicoanálisis y de la
Psicología Individual (cfr. K. Popper [1965], Conjeturas y refutaciones, Barcelona, Paidós,
1982, cap. I).
40
Algunos empeños, en tal sentido, ya llevan produciéndose tiempo. Por ejemplo, Sherry
Turkle ha mostrado las concomitancias entre dos ámbitos tan aparentemente alejados como el
psicoanálisis y la Inteligencia Artificial, gracias al desarrollo en ésta de un nuevo paradigma: el
conexionismo. Y ha defendido, consecuentemente, que el reconocimiento de tal paralelismo
puede ser de gran utilidad para el psicoanálisis (cfr. S. Turkle [1988], «Inteligencia Artificial y
Psicoanálisis: una nueva alianza», publicado en S. R. Graubard [1988], El nuevo debate sobre
inteligencia artificial, Barcelona, Gedisa, 1993).
41
Cabe citar, entre otros, a A. R. Buss, quien, en 1978, publicó un artículo con evidentes
resonancias, en él, de la obra maestra de Kuhn, «The structure of psychological revolutions»,
en Journal of the history of the behavioral sciences, 14, págs. 57-64. También debe ser mencio-
nado D. S. Palermo (1971), «Is a scientific revolution taking place in Psychology?», en Scien-
cie Studies, 1, págs. 135-155. En España, ha sido muy interesante la labor realizada, en este sen-
tido, por Antonio Caparrós, del que es ineludible su Introducción histórica a la psicología
contemporánea, Barcelona, Rol, 1979.
36 V. L. Guedán Pécker

tiendo distinguir una línea más o menos precisa de evolución en medio del
maremagnum de escuelas y teorías.
Siguiendo a Caparrós, suele aceptarse como primer paradigma, en la his-
toria de la psicología científica, el sistema teórico diseñado por Wundt,
durante el último tercio del siglo xix, y culminado por Titchener; sistema
conocido como estructuralismo. Como ya se ha indicado más arriba, nociones
como las de ‘conciencia’ o ‘introspección’ formaban parte de los compromi-
sos ontológicos y metodológicos del estructuralismo, que, como indica Anto-
nio Caparrós, resultó, a la postre, un callejón sin salida para la psicología,
debido a la constatación en él de serias deficiencias:
Contradicciones en los resultados experimentales de los distintos labo-
ratorios, insuficiencias metodológicas y expectativas excesivas en torno a las
posibilidades de la introspección, deficiencias teóricas en la concepción
subyacente de la conciencia, falsedad de los presupuestos fisiológicos, con-
fusión en torno a los niveles teórico-metodológico y fenomenológico, artifi-
ciosidad experimental y analítica, ausencia de sentido funcional y diferen-
cial, ciertos compromisos filosóficos y lógicos, etc.42.

En la segunda década del siglo xx, el estructuralismo se vio sustituido por


una nueva forma dominante de entender la psicología: el conductismo. Los
rasgos paradigmáticos del conductismo muestran una radical novedad res-
pecto del paradigma anterior: negación de todo valor a la conciencia, como
responsable de la dirección de la conducta humana; renuncia consecuente al
uso de nociones mentalistas; negación de todo valor metodológico a la intros-
pección; adopción, como esquema explicativo universal, para todo tipo de
conducta, del reflejo condicionado E-R, descubierto por Pavlov en sus tra-
bajos de psicología animal; adopción del atomismo (las conductas complejas
no son sino la suma de conductas más simples), el externalismo (sólo serán
objeto de atención científica los estímulos exteriores al sujeto y las respuestas
detectables por un observador en tercera persona), el periferismo (se niega
protagonismo al sistema nervioso central en el control de la conducta, de
manera que carece de interés psicológico su estudio) y el positivismo; y, en
fin, consideración, como ejemplos paradigmáticos, de los experimentos de
Pavlov con perros o del experimento con Albert B., realizado por Watson,
entre otros.
En las décadas siguientes, el conductismo —enfrentado a problemas que
el modelo teórico inicial no permitía resolver— fue evolucionando, desde las
tesis iniciales de Watson hasta las elaboraciones neoconductistas más com-
plejas y estructuradas —bajo la inspiración de las ideas dominantes entonces
en filosofía de la ciencia, acerca de la estructura de las teorías científicas y de
los procedimientos de confirmación de las teorías. Los principales responsa-
bles de esa transformación fueron Tolman, Hull, Skinner o Guthrie. Hasta

42
Cfr. A. Caparrós (1979, 30 y 31).
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 37

que, finalmente, se produjo la crisis conductista de los 50, como consecuen-


cia de la incapacidad del conductismo para dar cuenta satisfactoria de con-
ductas tan complejas como, por ejemplo, las del aprendizaje de la lengua
materna. Y allí estaba preparado para tomar el relevo un tercer paradigma
emergente, conocido como cognitivismo, empeñado en la recuperación de la
mente43, y construido en colaboración de la psicología con otras disciplinas
científicas que van desde la Teoría de la Información, a la Inteligencia Artifi-
cial, y desde la Semántica, a las neurociencias. Indicar con más precisión los
rasgos principales de este paradigma resulta una empresa imposible en los
estrechos márgenes asignables en este trabajo. Baste, para justificar omisión
semejante, que en la actualidad hay extendida la duda de si todo cuanto ha
sido subsumido bajo la denominación de «cognitivismo» puede y debe ser
considerado como parte de un único paradigma científico, o bien si esa eti-
queta sirve para confundir en una aparente unidad paradigmas distintos (y
pertenecientes a varias ciencias), aunque temporalmente coexistentes y con
algunos rasgos generales comunes44.
A lo largo de esta serie de paradigmas sustituyéndose en un siglo largo de
historia de la psicología científica, aparecieron otras opciones teóricas que,
pese a su valor, sin embargo, no llegaron a concitar el suficiente consenso en
su entorno como para poder ser catalogadas de paradigmas. Tales son los
casos del funcionalismo de William James, o de la Psicología de la Gestalt.
Ahora bien, además de la psicología general, cuya evolución histórica aca-
bamos de señalar, Caparrós indica que la psicología diferencial ha contribui-
do al desarrollo de la ciencia psicológica desarrollándose en paralelo con
aquélla, pero sin que pueda decirse que en su seno haya habido ninguna revo-
lución paradigmática, desde su constitución en las obras de Galton o Binet.
Un caso parecido ocurre con la psicología de lo profundo: se trata de un ámbi-
to que Freud propuso como complementario al de la psicología científica
centrada en la conciencia, y que, desde sus inicios, ha sido dominado por un
único paradigma, el psicoanálisis, quedando teorías como la adleriana o la
jungiana en una situación parecida al funcionalismo o la Gestalt en la histo-
ria de la psicología general. Hay, en fin, otras orientaciones teóricas que no
encajan totalmente en el esquema presentado, pero que participan de muchas
de sus aportaciones (Caparrós, por ejemplo, cita las distintas teorías acerca de
la personalidad).
Este panorama tan complejo, de una historia tan breve, plantea una cuestión
importante, a la hora de valorar a la psicología como ciencia natural: dado que las
ciencias maduras han conseguido, según el modelo explicativo de Kuhn, un con-

43
Cfr. J. Bruner (1990), Actos de significado, Madrid, Alianza, 1995, págs. 20-22.
44
Para resolver este tipo de cuestiones, se han propuesto ciertas modificaciones en las
categorías kuhnianas, con objeto de hacer de la noción de paradigma un instrumento más útil
para el análisis de la compleja historia de las ciencias cognitivas. Cfr. T. Lachman, N. J. Lach-
man y E. C. Butterfield, Cognitive Psychology and Information Processing: an Introduction,
Hillsdale, N. J., Erlbaum, 1979.
38 V. L. Guedán Pécker

senso general en torno a un único paradigma, ¿habrá de aceptarse que la psico-


logía está aún en el período pre-paradigmático de su constitución como ciencia?
El propio Kuhn responde afirmativamente a esta pregunta, en 1962; y esa misma
postura ha sido defendida por algunos importantes historiadores de la psicolo-
gía45. Sin embargo, si volvemos la vista hacia la física actual, contemplaremos la
existencia de, al menos, dos grandes marcos teóricos universalmente aceptados
por la comunidad científica: en lo que atañe a la física de las partículas, la mecá-
nica cuántica; y por lo que respecta a la cosmología, la teoría relativista. Pero a
nadie se le ocurre poner en duda la condición madura de esta ciencia. El mismo
Einstein, que obtuvo el Premio Nobel de física por sus aportaciones a la mecáni-
ca cuántica, fue el creador de la teoría de la relatividad; y sentía una clara inco-
modidad con esta bicefalia, hasta el punto de que tuvo como propósito en sus
últimos años de vida, y propuso como una meta prioritaria para los teóricos que
le sucediesen, la tarea de construir una teoría unificada, bajo la que quedasen
reducidas ambas teorías actuales. Siguiendo, pues, el paralelismo, puede soste-
nerse la madurez de la psicología como ciencia, aun cuando se trate, al igual que
la física actual, de una ciencia multiparadigmática (lo que no ocurre, por ejemplo,
en la biología, donde el paradigma neoevolucionista impera de modo absoluto).
Por último, al igual que hay físicos que desesperan del proyecto einsteniano de
una ciencia unificada, en virtud de las sensibles diferencias existentes entre las
teorías cuántica y relativista, que llegan a ofrecer visiones del mundo totalmente
contradictorias46, hay psicólogos que tienden a postular como un empeño inútil
el de unificar la psicología, proponiendo, más que una ciencia psicológica, la exis-
tencia de varias ciencias psicológicas.

1.2.3. El método en la Psicología

En cualquier manual clásico acerca del método en las ciencias naturales,


podemos encontrarnos una caracterización del mismo en términos más o
menos parecidos a los siguientes47:
— El punto de partida de toda ciencia natural —incluida la psicología
científica— lo constituye la acumulación de diversos enunciados protocolares,
esto es, enunciados acerca de fenómenos, que cumplen determinadas condi-
ciones metodológicas48.

45
Cfr. R. J. Watson (1967), «Psychology: A prescriptive science», en American Psycholo-
gist, 22, págs. 435-443.
46
El principal escollo radica en que la teoría relativista ofrece una visión causal-determinis-
ta del universo, mientras que la interpretación más defendida del oscuro significado ontológico
ligado a la mecánica cuántica muestra a la materia como gobernada por un dinamismo esencial-
mente azaroso. A Einstein le resultaba tan escandalosa esta interpretación que se ha hecho famo-
sa su objeción al respecto, espetándole a su colega Niels Bohr: «¡Dios no juega a los dados!»
47
Cfr. I. M. Bochenski (1954), Los métodos actuales del pensamiento, Madrid, Rialp, 1988,
págs. 191 y sigs.
48
La denominación de enunciado protocolar tiene que ver con el hecho de que siguen las
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 39

— Como los enunciados protocolares forman una clase no ordenada y


con tendencia a aumentar en número, los científicos se ven en la necesidad de
ordenarlos, así como de dar una explicación de los fenómenos a que se refie-
ren. Surge, así, un segundo nivel de enunciados científicos:

• La hipótesis es un enunciado de mayor grado de generalidad que los


enunciados protocolares que intenta agrupar y explicar (a menudo se
trata de un enunciado universal), y de la que éstos pueden ser deduci-
dos lógicamente. De ella se derivan, además, predicciones acerca de la
naturaleza de otros fenómenos aún no observados, pero similares a los
que han dado pie a la constitución de dicha hipótesis.
• Cuando se ha alcanzado un grado suficiente de confirmación de la hipó-
tesis, se habla de leyes.

— A su vez, puede sentirse la necesidad de ordenar y explicar las leyes.


En un proceso similar al anterior, pero de mayor alcance, surgen así las teo-
rías de menor o mayor grado de generalidad, en función de las leyes, hipóte-
sis y enunciados protocolares que sean capaces de subsumir.

Hasta aquí, hay un acuerdo general acerca del método de las ciencias
naturales. Ahora bien, los problemas filosóficos comienzan cuando es nece-
sario precisar el significado y alcance de algunos de los conceptos que hemos
usado para exponer la naturaleza del método. Y esos problemas se multipli-
can en el caso de ciencias cuyo objeto de investigación es tan complejo y deli-
cado como el que corresponde a la psicología. Repasaremos, a continuación,
algunos de esos problemas, a la luz de la nueva filosofía de la ciencia, y cen-
trándonos en el caso específico de la psicología.

1.2.3.1. La observación empírica

Para comenzar, ¿qué condiciones deben darse para que un hecho concre-
to sea considerado por una ciencia como un fenómeno, y acerca del cual esa
ciencia en cuestión deba construir enunciados protocolares? Las ciencias
naturales, en virtud de la necesidad de establecer mecanismos de control res-
pecto de la validez de los datos empíricos, consideran fenómenos sólo aque-
llos susceptibles de ser observados por un número lo suficientemente amplio
de investigadores. Esto suele implicar dos cosas: que sean observaciones rea-
lizadas a través de nuestros cinco sentidos externos y que, preferentemente,
el suceso observado sea repetible. Pero, naturalmente, ello arroja una sombra

normas de los registros de datos establecidos por los protocolos diseñados para los laborato-
rios, la recogida de informes de campo, etc. Habitualmente, tales protocolos suelen recoger los
datos siguientes: coordenadas espaciales y temporales de la observación, circunstancias y des-
cripción del fenómeno, y nombre del observador.
40 V. L. Guedán Pécker

de duda sobre los informes introspectivos, debido a la inaccesibilidad que pre-


sentan para la percepción directa por parte de otros sujetos (y la psicología
académica ha tomado en cuenta estas reservas, para desembarazarse de todo
interés por el estudio y control de la introspección). Y otro tanto ocurre con
informes referidos a sucesos excepcionales. ¿Puede, sin embargo, la psicolo-
gía permitirse el lujo de ignorar unos y otros informes, sin que ello suponga
una pérdida irreparable? La fenomenología y el psicoanálisis, por poner dos
ejemplos muy significativos, responden negativamente. ¿Es posible establecer,
entonces, mecanismos de control que, sin cumplir estrictamente las prescrip-
ciones del método experimental, den garantías racionales acerca de los datos
que proporciona la introspección? El método fenomenológico y el método
psicoanalítico pretenden ser, entre otros, mecanismos de esa naturaleza.

1.2.3.2. La explicación

Un segundo problema filosófico consiste en precisar la noción de explica-


ción. Aristóteles distinguía cuatro tipos distintos de «causas», esto es, cuatro
modos diferentes de justificar un hecho acaecido a un ente particular: cau-
sa material, que atiende a la naturaleza de la que está constituido el ente; causa
formal, que refiere a la forma y a la funcionalidad de que está dotado el ente;
causa eficiente, que remite al agente que ha desencadenado el hecho en cues-
tión; y causa final, que señala hacia los propósitos que han inducido al agen-
te a desencadenar el hecho. Según Aristóteles, una explicación es adecuada
sólo cuando ofrece los cuatro tipos de causas49. Ahora bien, la aparición de la
física renacentista mostró que, en la explicación de los hechos que le concer-
nían, podía prescindirse de las causas finales50. El éxito de la física desacre-
ditó también, entre las disciplinas aspirantes a ciencias, todo tipo de explica-
ciones teleológicas (es decir, referidas a causas finales). El rechazo de la
psicología académica, durante décadas, hacia nociones tales como voluntad,
propósito, intención, etc., y la primacía de esquemas explicativos como el
E(stímulo)-R(espuesta), propio del conductismo, o los propios de las neuro-
ciencias, son reflejo de tal descrédito. Sin embargo, junto a la impresión de
que negar la propositividad al sujeto humano constituye una forma de des-
naturalizarlo, el tiempo parece haber demostrado la incapacidad de las expli-
caciones causal-deterministas (es decir, explicaciones que prescinden de las

49
Por ejemplo, se explica el movimiento de una pelota porque está fabricada de un mate-
rial elástico y resistente a la patada de un niño (causa material), porque es esférica y, por lo
tanto, posee la capacidad de rodar (causa formal), porque un niño concreto la ha golpeado
(causa eficiente) y porque la patada del niño tiene como propósito hacer que la pelota entre en
la portería (causa final). Sólo la combinación de las cuatro causas explica suficientemente el
movimiento de la pelota.
50
Conociendo la fuerza aplicada a una pelota y la dirección de la misma, así como su
naturaleza material y su forma, puede predecirse el movimiento de la misma, sin tener que
tomar en cuenta el propósito del niño.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 41

causas finales) para dar cuenta por sí solas de la complejidad asociada a la


conducta humana. De hecho, tal y como ha demostrado Jerry Fodor (1968),
las explicaciones propias de la psicología —que deben ser, necesariamente,
leyes intencionales— son lógicamente irreductibles a explicaciones de tipo
causal-mecanicista; es decir, que lo que explican las primeras no puede ser
explicado con igual grado de adecuación por las segundas. Si a ello añadimos
que el filósofo británico David Hume ya demostró, en el siglo xviii, que no
puede asegurarse que la causalidad sea una propiedad básica de los fenóme-
nos que estudiamos, de manera que, en el fondo, parece ser sólo un procedi-
miento intelectual mediante el cual intentamos comprender las cosas, ¿qué
justificación podemos encontrar para excluir otros procedimientos intelec-
tuales que, como las explicaciones finalistas, podrían ayudarnos a compren-
der determinados fenómenos concernientes al ámbito de la psicología? El
hecho es que la psicología cognitiva ha recogido finalmente el guante, rein-
troduciendo formas de explicación que desbordan el marco causal-determi-
nista y que siempre fueron reivindicadas por corrientes al margen de los para-
digmas dominantes.

1.2.3.3. La confirmación de hipótesis

Un tercer aspecto problemático del método en las ciencias naturales se


refiere a la confirmación de hipótesis de las cuales se derivan predicciones
observacionales. Ya hemos indicado más atrás las diferencias, al respecto,
entre la verificación, propuesta por el positivismo lógico, y la falsación del
racionalismo crítico. Lo que tiene de importante esta cuestión es, entre otras
cosas, la forma distinta de orientar la investigación que supone uno u otro
procedimiento confirmador:

— Mientras que los positivistas lógicos proponen que el investigador


prepare cuidadosamente sus hipótesis, a partir de la acumulación meticulosa
de un número significativo de enunciados protocolares, los racionalistas crí-
ticos proponen adoptar una posición mucho más creativa en la formulación
de hipótesis, tomándolas en consideración no tanto por el apoyo empírico
con que se ha contado previamente cuanto por el valor heurístico que, en
principio, parezcan ofrecer para la actividad subsiguiente en esa ciencia.
— Mientras que los positivistas lógicos sostienen que es tarea primordial
del científico respaldar las hipótesis formuladas, buscando datos empíricos
que coincidan con las predicciones que de ellas se derivan, para el racionalis-
ta crítico se trataría más bien de adoptar una postura eminentemente crítica
frente a dichas hipótesis, incitándonos a encontrar argumentos empíricos
descalificadores de las mismas y a proponer constantemente hipótesis alter-
nativas.
42 V. L. Guedán Pécker

1.2.3.4. El experimento

Sea como fuere, la falsación o la verificación de hipótesis requieren, a


menudo, del establecimiento de experimentos. Debe entenderse por ‘experi-
mento’ toda observación controlada mediante la cual se pretende comprobar
la veracidad de las predicciones observacionales que se derivan de una hipó-
tesis científica. Ahora bien, la ciencia ha ido estableciendo ciertos cánones
metodológicos cuyo propósito es, precisamente, el control riguroso de lo
observado; y la psicología parece una ciencia especialmente problemática a la
hora de cumplir con dichos cánones.
Aquellas condiciones que se consideran relevantes para la comprobación
de las hipótesis científicas reciben la denominación de variables. Pongamos
un ejemplo sencillo, para comprender algunas características del método
experimental, ligadas a la naturaleza de las variables: para la medición del
peso (p) de un cuerpo, los físicos consideran variables su masa (m) y la cons-
tante gravitacional correspondiente al punto geográfico en que se mide dicho
peso (g). Puesto que el peso depende de la constante gravitacional y de la
masa, y no a la inversa, se dice que el peso es la variable dependiente, mien-
tras que masa y constante gravitacional son variables independientes; o, de
otro modo, que el peso es función (f) de la masa y la gravedad (p = f[m,g]).
La hipótesis que los físicos pueden proponer es que la relación entre las varia-
bles la establece la fórmula siguiente: p = mxg. Se trata de una relación inme-
diata y simple entre una variable dependiente y dos variables independientes,
que el experimentador intentará demostrar, llevando a cabo un control expe-
rimental exhaustivo de los parámetros matemáticos correspondientes a cada
variable medida y comprobando si se ajustan a la fórmula propuesta. Si,
como es el caso, las mediciones se ajustan a la hipótesis propuesta, estaremos
en condiciones de considerar que p = mxg es una ley científica.
Veamos ahora qué ocurre cuando el experimento se da en el ámbito de la
psicología, y no en el propio de ciencias que, como la física, tienen objetos de
estudio más simples.

— Con respecto a la detección de variables: el número de condiciones


potencialmente significativas para un experimento en psicología es, muchas
veces, tan grande que no es anormal que los experimentadores dejen sin con-
siderar, involuntariamente, algunas variables relevantes51.

51
Así, por ejemplo, la contemplación de alimentos es un estímulo (variable independien-
te) del que puede depender la activación del apetito (variable dependiente), cuando hace tiem-
po que no se alimenta un sujeto, pero siempre que no tenga una preocupación intensa por
algo, que no esté excesivamente cansado, que no tenga un gran interés por atender a un suce-
so determinado, que no sufra algún dolor… ¿Puede estar seguro el experimentador de haber
tomado en cuenta el cúmulo de variables que concurren en una situación natural como ésta,
fuera del laboratorio?
Un caso clásico respecto de este tipo de dificultades para la psicología es el que se refiere
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 43

— Con respecto a la inmediatez y simplicidad del vínculo: el ideal experi-


mental implica que el vínculo entre las variables independientes y las depen-
dientes sea inmediato (en el ejemplo propuesto antes, ese vínculo lo refleja el
producto de las variables independientes). Y a ese ideal se adscribió el esque-
ma E-R del conductismo clásico. Sin embargo, conductistas de renombre ter-
minaron por reconocer que dicho esquema era insuficiente, postulando,
entonces, la existencia entre el E(estímulo) y la R(respuesta) de variables
ocultas. Con ello, la inmediatez del vínculo se hizo problemática, no tanto por
la introducción de dichas variables cuanto porque las mismas no eran sus-
ceptibles de observación directa.
— Con respecto a la inocuidad de las condiciones experimentales: uno de
los presupuestos del empirismo, y, por lo tanto, del método experimental
desarrollado bajo su influjo, era el de que el mismo acto de observar un pro-
ceso inducido en laboratorio no puede ser un factor que influya sobre las
variables experimentales. Sin embargo, en psicología resulta especialmente
difícil de cumplir este precepto52. Los etólogos, por ejemplo, han llamado
repetidamente la atención acerca de las distorsiones sutiles, pero importan-
tes, que provoca un entorno experimental sobre los animales, aun cuando
éste sea tan cuidadoso en la reproducción de las condiciones ambientales
naturales como lo pueda ser un zoológico53.
— Con respecto al control experimental: Todos los aspectos señalados en
los puntos anteriores se refieren, en definitiva, a las dificultades que tiene el
psicólogo para manejar adecuadamente las condiciones experimentales: la
necesidad de controlar un número elevado de variables —aun si, como ya es
difícil de por sí, todas las condiciones relevantes han sido tomadas en consi-
deración—; la existencia, entre las variables, de variables ocultas; y el impac-
to que las propias condiciones experimentales puedan ejercer sobre el expe-
rimento, cuando el sujeto paciente es un animal o un ser humano.
— Con respecto a la repetibilidad de los experimentos: si un mecanismo de
control de los resultados de un experimento consiste precisamente en la posi-
bilidad de repetirlo a voluntad, el mismo resulta problemático en psicología.
En primer lugar, porque es difícil reproducir con exactitud el cúmulo, gene-
ralmente muy grande, de condiciones experimentales del experimento origi-
nal. En segundo, porque los objetos de experimentación (seres humanos o
animales) son afectados por el mismo experimento, de manera que ya no son
los mismos tras éste y, por tanto, no pueden volver a formar parte de una
repetición del mismo, sin que ello suponga una distorsión en las condiciones

al problema histórico de llegar a establecer el número, la naturaleza y las interrelaciones de los


factores que deban ser tomados en consideración para caracterizar y medir la inteligencia
humana.
52
Semejante aspiración quedó ya desmantelada en física con el descubrimiento, en 1927,
del famoso Principio de Incertidumbre, por obra de Heisenberg.
53
La dificultad de la reproducción en cautividad de determinadas especies parece ser un
reflejo de ese impacto.
44 V. L. Guedán Pécker

experimentales54. En tercer lugar, porque la naturaleza única de estos seres


hace imposible, en sentido estricto, su sustitución por otros que no hayan
pasado aún por el experimento.
— Con respecto a las restricciones éticas: Un límite evidente a la aplicación
del método experimental en psicología lo constituye la condición de persona
atribuible al ser humano. La experimentación no puede atentar contra los
derechos que dimanan de esa condición, por más que ello pudiera suponer
un paso adelante para el conocimiento.
Ahora bien, en los últimos años se está generalizando la idea de que también
otras especies animales son sujetos de derechos y, consecuentemente, que los tra-
bajos experimentales deben detenerse igualmente ante la posible violación de
los mismos. Estas prevenciones se hacen mayores precisamente ante las especies
animales que, por su proximidad en el árbol evolutivo, al lugar ocupado por el
ser humano, podrían aportar mayor conocimiento acerca de nuestra propia
naturaleza. Hablamos de los grandes simios (gorilas, orangutanes, chimpancés y
bonobos), para quienes se reclama, incluso, su condición de personas55.

Las dificultades que tiene la psicología para hacer efectivos los cánones
del método experimental, tal y como se establecen en las ciencias naturales, y
las restricciones teóricas a las que se ve sometida en virtud de la naturaleza de
su objeto de estudio, han inducido a que los psicólogos busquen nuevos pro-
cedimientos para la confirmación de las hipótesis teóricas. El más importan-
te de éstos es, probablemente, el de la construcción de modelos. Para ello ha
sido de gran ayuda la introducción de las computadoras. Con ayuda de las
mismas, la psicología cognitiva se ha lanzado a la construcción bien de mode-
los de la mente (tarea encomendada a la Inteligencia Artificial de sistemas sim-
bólicos), bien del cerebro (propósito final del conexionismo).
Pero este recurso de las ciencias topa con la dificultad de justificar la ido-
neidad del modelo propuesto, entre los muchos posibles que pueden ser cons-
truidos. Así, por ejemplo, ¿por qué la computadora es un mejor modelo de la
mente humana que el representado por un sistema hidráulico constituido por
fluidos, canales, presas, compuertas, etc., modelo que inspiró a Sigmund Freud?

1.2.3.5. La comparación de teorías

Los experimentos no sirven sólo para confirmar una hipótesis científica,


sino que, en el modelo positivista de la ciencia, deben ser usados como pro-
cedimiento para la elección entre teorías rivales. Sin embargo, tal y como ha
mostrado Kuhn, las teorías científicas están íntimamente ligadas a compro-
misos ontológicos, epistemológicos y metodológicos. Si dos teorías ofrecen

54
Un sujeto, por ejemplo, que haya realizado una prueba psicotécnica determinada es
esperable que, de repetírsela, no reproduzca exactamente las pautas originales.
55
P. Cavallieri y P. Singer (eds.) (1998), El proyecto «Gran simio». La igualdad más allá de
la humanidad, Madrid, Trotta.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 45

compromisos distintos, hablamos entonces de paradigmas diferentes, y, tal y


como han mostrado Kuhn y otros autores, se hace imposible el estableci-
miento de experimentos cruciales que permitan decidir de modo forzado
entre una y otra.
Ahora bien, la diferencia de compromisos abrazados por teorías diferen-
tes en psicología es algo muy frecuente. Veamos, a modo de ilustración, algu-
nas de esas diferencias:

— Respecto de los compromisos ontológicos: una de las cuestiones funda-


mentales para la psicología es la de establecer una solución al problema
mente-cuerpo: ¿se trata de dos sustancias distintas, tal y como cree el dualis-
mo? ¿O bien «cuerpo» y «mente» son conceptos que se refieren a una misma
realidad ontológica, como sostienen los materialismos? Para comprender el
alcance de estas cuestiones, piénsese, por ejemplo, que un materialista elimi-
nativo cree perjudicial el uso de nociones mentalistas en la ciencia, de mane-
ra que rechaza como fenómenos susceptibles de estudio por la psicología
todos aquellos ligados de una u otra forma a tales nociones (‘conciencia’,
‘inconsciente’, ‘voluntad’, ‘intencionalidad’, etc.), y espera que las neurocien-
cias, por sí solas, puedan desentrañar, más pronto que tarde, todos los secre-
tos de la conducta humana; mientras que para un dualista —y no sólo para
él— los datos aportados por las neurociencias, sin carecer de importancia, no
son los únicos que merecen atención como fenómenos para la psicología.
— Respecto de los compromisos epistemológicos: es fuente de disputas el
valor que deba o no concederse a la metáfora computacional («la mente no es
sino el programa informático que corre en el cerebro»), porque de ese deba-
te depende que se conceda crédito o no a los modelos computacionales de la
mente, puestos a punto por la Inteligencia Artificial.
Otro asunto de importancia consiste en la postura que se adopte respec-
to de la naturaleza de la verdad: el realista pretenderá que la ciencia aspire a
desvelar la naturaleza última de la realidad, mientras que para el pragmatista
las teorías científicas sólo tienen que mostrarse eficaces en la resolución de
problemas pertinentes a esa ciencia. Así, por ejemplo, mientras que éste se
sentirá a gusto con una mera definición operacional de la inteligencia, según
la cual ha de entenderse por inteligencia aquello que miden los test de inteli-
gencia, aquél aspirará a poder establecer una definición esencial para esa
noción, esto es, a desvelar qué es verdaderamente la inteligencia, y no sólo
cómo se mide.
También es relevante el problema de establecer la verdadera naturaleza de
las explicaciones científicas, aceptándose sólo las de corte causal-determinis-
ta, o ampliando ese espectro con las explicaciones funcionales.
— Respecto de los compromisos metodológicos: es clave la valoración o no
de los métodos empeñados en controlar los datos ofrecidos por la introspec-
ción, porque quienes niegan la validez de toda forma de introspección recha-
zarán, por fuerza, tomar en consideración informes que, por el contrario,
serán significativos para los psicólogos que admiten la validez de algunas de
tales formas.
46 V. L. Guedán Pécker

Otro tanto ocurre con el valor que se conceda a las matemáticas en el


campo de la psicología. Ya Pitágoras sostuvo que la naturaleza estaba gober-
nada por leyes matemáticas. Semejante tesis metafísica fue abrazada por los
físicos renacentistas y, sorprendentemente, resultó ser muy fructífera para la
ciencia. Sin embargo, de ella se deriva el desinterés hacia todo cuanto no sea
cuantificable. La psicología ha procurado sustituir nociones no susceptibles
de matematización (entendimiento, razón, imaginación) por otras que se ajus-
tan a ese precepto metodológico (inteligencia, creatividad), pero esas sustitu-
ciones no son siempre inocuas. Adoptar, pues, o no una postura «pitagórica»
es relevante a la hora de tomar en consideración o no determinados aspectos
de la realidad humana.

Como es fácil deducir, dos psicólogos que, en los problemas que acaba-
mos de citar, adoptan posiciones distintas dispondrán de conjuntos también
distintos de enunciados protocolares sobre los que fundar sus hipótesis y res-
pecto de los que contrastar sus experimentos; aceptarán como válidos méto-
dos de investigación diferentes y se sentirán comprometidos con modos de
explicación diversos. Por lo tanto, los experimentos cruciales y la reducción
teórica serán, simplemente, aspiraciones inútiles.
La contemplación del galimatías paradigmático en que se desenvuelve la
psicología actual, si no nos dejamos engañar por la relativa coherencia aca-
démica alcanzada a base de situar al margen de las instituciones oficiales a
corrientes minoritarias, se ajusta bastante a ese diagnóstico derivado de la
aplicación a la psicología de las tesis kuhnianas acerca de la naturaleza de las
ciencias. Resta sólo esperar que la prescripción hecha por Kuhn para salva-
guardar la racionalidad en la ciencia, es decir, el esfuerzo sincero por consi-
derar simultáneamente posturas distantes, se imponga en la psicología.
I

LA RELACIÓN MENTE-CUERPO
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Capítulo II

Aproximación histórica
al problema mente-cuerpo
Juan Ignacio Morera de Guijarro

2.1. EL MUNDO ANTIGUO: GRECIA

2.1.1. Alternativas iniciales

Dado el interés que despierta en nuestros días la cuestión de la relación


cuerpo-mente, conviene aludir a aquellos planteamientos que son significati-
vos como precedentes de ese pensamiento actual. Un análisis general sobre
las distintas concepciones dualistas y materialistas pone en relación mundos
tan diferentes como el antiguo y el moderno, siendo este último, con el
incuestionable Descartes como referencia básica, el antecedente típico de las
alternativas actuales. Pero veamos la secuencia histórica de algunos hechos.
El tema del cuerpo y del alma o el espíritu está presente en todas las cul-
turas, en sus mitos y en sus religiones. Las creencias religiosas, en su sentido
más amplio, tienen que ver con concepciones animistas, dentro de las cuales
la existencia de un alma inmaterial establece el dualismo como la teoría de
mayor antigüedad y de mayor asentamiento en la tradición cultural, y por eso
mismo muy acorde con el sentido común y el lenguaje corriente. El materia-
lismo es más tardío y está asociado a concepciones que pretenden dar una
visión naturalista y empírica de la realidad. De cualquier modo, en tanto que
la relación entre un cuerpo y un alma, espíritu o mente, afecta, por un lado,
a la constitución e identidad del hombre, a su capacidad cognoscitiva, y, por
otro, a su posible inmortalidad o destino, al sentido de la vida y de la muer-
te, ha sido objeto permanente de referencia en la reflexión filosófica.
50 J. I. Morera de Guijarro

Dentro del mundo griego se dan las líneas fundamentales que configuran
las alternativas que hasta la actualidad se debaten. En un fondo incuestiona-
ble de reconocimiento al valor del cuerpo y sus atributos, de «culto al cuer-
po», conviven interpretaciones naturalistas o materialistas con concepciones
dualistas radicales y moderadas. Una valoración sobre el cuerpo preside la
cultura griega, desde el antropomorfismo de la religión oficial hasta el campo
de la expresión artística. Salud, belleza y juventud eran los bienes supremos
para el griego clásico, a pesar de la consideración negativa que Platón realiza
en alguno de sus diálogos, como Laín Entralgo nos recuerda en su libro El
cuerpo humano. Oriente, Grecia Antigua (Madrid, Espasa Calpe, 1987).
El término ‘alma’, ‘psique’, es el principio vital aplicable a todo ser vivien-
te, desde los vegetales al hombre. En tanto principio biológico podrá ser
interpretado, con distintos matices, o bien como identificable con la realidad
corpórea o bien como elemento inmaterial distinto del cuerpo. Originaria-
mente, al igual que en otras culturas, el término ‘psique’ es entendido como
aliento, soplo, respiración sin la cual sobreviene la muerte, al igual que cuan-
do se le asocia con el fuego, con el calor vital, que contrasta con la falta del
mismo, con la frialdad que caracteriza al cuerpo muerto. Junto a esta con-
cepción se da, con frecuencia, la del alma como sombra, como doble de cada
individuo.
En Homero se encuentran, por ejemplo, las dos significaciones: la psique
como soplo, aliento, y la psique como sombra, como simulacro. En este autor
todavía no hay distinción entre cuerpo y alma. La psique no es entendida en
oposición al cuerpo, ni implica la individualidad del yo. Lo anímico tiene que
ver con el carácter mortal del hombre, es el aliento que se detiene con la
muerte al igual que se detiene la sangre. Tampoco existe un concepto unita-
rio de cuerpo: el término ‘soma’ no es el cuerpo por oposición al alma, sino
el cadáver, la figura inerte que queda en el momento en que se pierde la vida.
Cuando Homero alude al cuerpo lo es a sus diversas partes y órganos y a la
actividad o pasividad de los mismos.
Según los poemas homéricos, la psique huye al mundo de los muertos, al
Hades, lugar sin luz ni vitalidad, donde las distintas almas, imágenes con apa-
riencia de seres vivos, no son más que evanescencia, meras sombras sin valor.
No se puede hablar, por tanto, de vida auténtica tras la muerte. La muerte, y
sólo ella, es fin. Lo único que queda en este mundo es el recuerdo en los que
sobreviven y la fama, si se consiguió, como reconocimiento social.
Entre Homero y Platón se desarrolla una literatura que habla ya de un jui-
cio a los muertos y que atribuye distintas moradas según el comportamiento
del hombre en vida. El Tártaro, como lugar de castigo, y los Campos Elíseos
y la Isla de los Bienaventurados, como premio, son retomados para estable-
cer una sanción moral según las acciones realizadas. Aquí, no estamos ya ante
sombras impersonales, sino ante auténticas almas singularizadas. En este tras-
fondo mítico-religioso es donde se plantea, por tanto, el sentido de las cosas,
de la existencia en general y de la procedencia y el destino del alma humana.
Sobre todo, una marcada distinción cuerpo-alma se da en las llamadas reli-
giones de los misterios, que recogían concepciones orientales y cultos cha-
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 51

mánicos y que implicaban ritos de iniciación, purificaciones y éxtasis, entre


otras actividades. En concreto, la religión del orfismo afirmaba que el cuerpo
representaba un impedimento para el alma, la cual debía liberarse mediante
una serie de acciones purificadoras. Autores significativos como Pitágoras,
Empédocles y el mismo Platón se vieron influidos por esta doctrina de gran
calado ético.
Junto a este dualismo mítico-religioso se desarrolló una línea de pensa-
miento naturalista y materialista, que se hace presente en la medicina desde
Hipócrates a Galeno y en la interpretación atomista de Demócrito y Epicuro.
Coincidiendo con el planteamiento de Leucipo, del que no tenemos tes-
timonio suficiente de sus escritos, Demócrito despliega toda una teoría sobre
los átomos y el vacío. Los átomos, entidades indivisibles, son infinitos en
número y de formas diferentes. Entre los átomos existe algún espacio vacío
que hace posible el movimiento, permitiendo las agrupaciones de átomos, el
surgimiento de diversos mundos, la variedad de la naturaleza así como el
nacimiento y la muerte. El cosmos surge a partir de un torbellino en el caos
de los átomos cuyo principio es el que lo semejante busca lo semejante. La
mezcla de lo lleno y de lo vacío permite, pues, explicar cualquier tipo de rea-
lidad. El alma no constituye ningún misterio, resulta ser una conjunción de
átomos muy sutiles y móviles que coincide con el hecho mismo de la respira-
ción. En concreto, forman el alma átomos esféricos, como los que configuran
el fuego, que se encuentran en el cuerpo al igual que un elemento fluido o
gaseoso puede estar en un determinado recipiente. Con la muerte el alma,
que no es inmortal, se dispersa al no haber nada que mantenga unidos los áto-
mos. Sin entrar en la negación de los dioses, el atomismo niega cualquier
intervención de los mismos en la realidad cósmica. Las representaciones que
los pueblos tienen de lo divino, las creencias religiosas, se explican mediante
el impacto que los fenómenos de la naturaleza producen en el hombre, fuen-
te principal, junto con las apariciones que se dan en los sueños, de toda clase
de mitos y supersticiones.
En la misma línea argumental se va a manifestar Epicuro y, más tarde, el
autor latino Lucrecio. Para Epicuro afirmar que el alma es incorpórea es
hablar neciamente porque, si así lo fuera, no habría modo de actuar ni sufrir.
Coincidiendo con todo esto, Lucrecio defiende que el alma está constituida
por cuerpos minúsculos y está sujeta a la disolución.

2.1.2. El hombre entre los trascendente y lo físico


en Platón y Aristóteles

Contrapunto de las ideas atomistas, la relación cuerpo-alma en Platón se


inserta en un dualismo más amplio, el que existe entre el mundo aparente de
la experiencia sensible y el mundo de la verdadera realidad, el mundo de las
ideas. Mientras el cuerpo humano pertenece al mundo de lo sensible, de lo
limitado y cambiante, el alma pertenece al mundo de lo inteligible, por lo que
tiende a lo inmortal y a lo divino. El alma se mueve, pues, entre los dos mun-
52 J. I. Morera de Guijarro

dos: su naturaleza le hace encuadrarse en el mundo de las ideas, aunque se


encuentre caída en el mundo sensible, inmersa en un cuerpo.
El Fedón representa el diálogo donde se da una separación más tajante
entre cuerpo y alma. Esta obra gira en torno al tema de la muerte y de la
inmortalidad, describe las reflexiones que Sócrates, en los últimos momentos
de su vida, mantiene con sus amigos en la prisión. «Es a lo divino, inmortal,
inteligible, uniforme, indisoluble y constante en su identidad a lo que más se
asemeja el alma, mientras, por el contrario, es a lo humano, mortal, multifor-
me, no inteligible, soluble, no constante en su ser a lo que más se asemeja el
cuerpo» (Fedón, 80b). Esta contraposición posee un profundo carácter
moral, que se manifiesta en la misma actitud ejemplar de Sócrates ante la
muerte: su serenidad y su adecuada preparación para la definitiva liberación,
lo que implica un alejamiento de quienes son amigos y simples servidores del
cuerpo frente a los amigos del saber, a los que se ejercitan en pensar y con-
templar la verdad. «¿Y no te parece que es indicio suficiente de que un hom-
bre no era amante de la sabiduría, sino del cuerpo, el verle irritarse cuando
está a punto de morir? Y probablemente ese mismo hombre resulte también
amante del dinero, o de honores; o de ambas cosas a la vez» (Fedón, 67d).
La unión alma-cuerpo es, pues, accidental, siendo el fin del alma la con-
templación de la auténtica realidad que sólo conseguirá desembarazándose
del cuerpo mediante un proceso purificador. Las etapas de este proceso se
ponen de relieve en el mito de la caverna (República, VII, 514a-519d). Si, por
el contrario, el alma es sometida por el cuerpo, no podrá conseguir su desti-
no. En todo esto queda de manifiesto el conflicto que tiene el hombre entre
lo racional y lo irracional, entre razón y pasión. El ideal de la vida humana
reside, de modo general, en tratar de alcanzar el predominio de la razón como
medio para conseguir trascender el nivel de lo sensible y de lo corpóreo. En
el mito del carro alado (Fedro, 246a-249b) Platón expresa el hecho de que el
alma en un determinado momento, al no controlar a los caballos, se precipi-
ta en el mundo sensible y queda atrapada en un cuerpo. La triple partición
del alma está presente en este mito, en el que el cochero, el auriga, simboliza
la razón, el caballo blanco simboliza lo irascible y el negro lo concupiscible.
En el ámbito humano, el alma ejerce, por un lado, su dominio sobre el cuer-
po, lo instrumentaliza, y por otro lado, en relación a sí misma, el gobierno
corresponde al alma racional e inmortal, que se encuentra en la cabeza, mien-
tras el alma irascible, situada en el pecho, despliega los sentimientos nobles, y
el alma concupiscible, situada en el vientre, alberga los apetitos y las pasiones.
Junto a una teoría en la que el cuerpo es valorado negativamente, tam-
bién Platón, acorde con la mentalidad griega general, desarrolla una con-
ceptualización más moderada en la que pone de relieve la importancia de lo
corporal, de la armonía cuerpo-mente, de la necesaria colaboración del cuer-
po mediante la gimnasia, y del alma mediante la música y la filosofía. Con
este adiestramiento se trata de alcanzar el ideal de salud, belleza y bondad.
Ciertamente, el concepto de salud moral sería el exponente de todas las vir-
tudes personales y sociales. Sin embargo, históricamente, el Platón que ha
trascendido y ha tenido máximo peso en el pensamiento posterior, sobre
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 53

todo en el pensamiento medieval y renacentista, ha sido el Platón del dua-


lismo más radical.
El planteamiento de Aristóteles, al contrario que el de Platón, es natura-
lista y biológico. El alma pertenece al campo de la física, al campo de los seres
naturales dotados de vida, es el principio vital de un cuerpo físico orgánico.
Cuerpo y alma no son dos sustancias distintas, sino una sola, la que constitu-
ye al ser vivo. Aun cuando podamos hacer distinción entre lo corporal y lo
anímico, éstos no son separables. Al igual que en cualquier ámbito de la rea-
lidad, también aquí se pueden aplicar las categorías aristotélicas de materia-
forma y acto-potencia: el alma es la forma, el acto vital de un organismo, lo
que le permite llevar a cabo sus funciones vitales. «Si el ojo fuera un ser vivo
—nos dice el autor—, su alma sería la vista, pues ésta es la sustancia del ojo
según su noción. El ojo es la materia de la vida, y si ésta falta ya no habría ojo,
a no ser en un sentido equívoco como cuando hablamos de un ojo de piedra
o de un ojo pintado… Así como la pupila y la vista constituyen el ojo, tam-
bién el alma y el cuerpo constituyen un ser vivo» (Acerca del alma, II, 1).
Desde la época arcaica, como ya dijimos, el alma ha sido considerada
principio de vida, asociada a la respiración y a la sangre, e incluso a nivel cós-
mico se ha defendido un alma del mundo similar a un organismo. En esta
misma línea, Aristóteles trata de dar a la perspectiva biológica la máxima con-
sistencia científica, para lo cual será prioritario el valor de los hechos obser-
vados con el fin de alcanzar una suficiente descripción de las propiedades de
los seres vivos, a la vez somáticas y psíquicas.
La vida se caracteriza por las actividades básicas de nutrición, crecimien-
to, reproducción y muerte. En la naturaleza se dan las funciones vitales de un
modo cada vez más complejo y desarrollado, lo que permite distinguir una
serie de grados cuyos referentes esenciales son las plantas, los animales y el
hombre. La complejidad creciente implica una especie de escala natural en la
que los peldaños más superiores engloban las funciones de los inferiores y las
suyas propias. En este sentido, el hombre representa el esquema de toda la
naturaleza y, dada su complejidad, la unidad cuerpo-alma puede tornarse más
problemática. Así, vemos que se da indudable conjunción cuando hablamos
de funciones vegetativas, nutritivas y sensitivas, y también cuando tratamos
de la memoria, la imaginación y las emociones. Sin embargo, la cuestión se
torna distinta si nos preguntamos sobre la existencia de un intelecto puro, de
un pensamiento como actividad exclusiva del alma. En el comienzo de su tra-
tado Acerca del alma nos dice: «Si el pensar es una especie de imaginación o
no puede darse sin la imaginación, el pensar no se dará sin el cuerpo. Pero, si
hay una función del alma que sea propia y peculiar de ella, entonces podría
ser separada del cuerpo».
La teoría de un doble entendimiento, pasivo y activo, nos lleva a un terre-
no ambiguo y oscuro, en donde Aristóteles afirma que solamente es separa-
ble e inmortal el entendimiento activo o agente, mientras que el pasivo es
perecedero. Así pues, a pesar de todo, junto a un monismo sustancial subsis-
te en este autor un cierto dualismo que entronca con una etapa inicial de su
pensamiento marcada por la influencia platónica. La interpretación sobre el
54 J. I. Morera de Guijarro

entendimiento agente ha sido objeto de controversia en épocas posteriores.


Así, por ejemplo, una línea interpretativa que parte del comentarista del s. II
Alejandro de Afrodisia, y que recogerá más tarde el pensamiento árabe con
Averroes, considera a dicho entendimiento como único para todos los hom-
bres, dándose en él la unidad de todas las mentes. Por su parte, Tomás de
Aquino y la escolástica, en abierta contienda con las tesis averroístas, afirman
que el entendimiento agente no es otra cosa que el alma que defiende el cris-
tianismo.

2.2. EL MUNDO MODERNO

2.2.1. Panorámica general

En el pensamiento antiguo y medieval la imagen que prevaleció sobre la


realidad completa, sobre el universo, fue la de un organismo, un modelo
dinámico-vitalista con su intencionalidad, propósito y fines.
En el mundo moderno las explicaciones teleológicas y causales, el por qué
una cosa se comporta de la manera que lo hace, qué sentido u orientación
tiene, pasan a segundo plano: lo esencial al definir algo será saber cómo actúa.
No se trata ya de fuerzas internas, vivas y animadas, sino de fuerzas mecáni-
cas. Desde el siglo xv se viene dando un incremento en el número y variedad
de las máquinas, que incluye la construcción de autómatas que parecen seres
vivos, lo que favorece el desarrollo de teorías científicas y filosóficas que giran
en torno al modelo de máquina como válido para el estudio de cualquier rea-
lidad y del propio hombre. Incluso en el campo religioso, los autores de los
siglos xvii y xviii aplican ya esta idea y hacen referencia a Dios, metafórica-
mente, como el supremo relojero que puso en marcha y sincronizó todo el
universo.
Mecanicismo, por tanto, será la doctrina que considera que cualquier
campo real posee una estructura similar a una máquina y puede explicarse
según un modelo mecánico. El desarrollo de la ciencia renacentista, con su
punto más destacado en Galileo, configuró una teoría mecanicista de la natu-
raleza que habría de culminar en Newton. La cuestión será ver hasta qué
punto el hombre entra dentro de ese sistema explicativo del mundo. Para
algunos autores, como el propio Newton, las cuestiones filosóficas están muy
alejadas de sus intereses científicos. Para Descartes, sin embargo, el mecani-
cismo se aplica en el ámbito de la física, la sustancia extensa, pero no en el
ámbito anímico, la sustancia pensante. En esta misma línea, el racionalismo
de Malebranche, Spinoza y Leibniz se moverá en torno al problema del para-
lelismo, de cómo se relacionan no causalmente el cuerpo y el alma. Por otro
lado, dentro de la concepción materialista, de autores como Hobbes, el meca-
nicismo se aplica a todos los ámbitos, estando el hombre en su totalidad
sometido a las mismas leyes que los otros cuerpos. Dentro también de la
interpretación materialista, a mediados del siglo xviii, La Mettrie pone a una
de sus obras el título de El hombre máquina, con lo que defiende al máximo
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 55

este modelo como apto para la comprensión de los procesos físicos y psíqui-
cos humanos.
En la filosofía del empirismo inglés, sobre todo en Locke y en Hume, hay
un gran interés por cuestiones psicológicas, por cuestiones que afectan al fun-
cionamiento de la mente humana, pero no se detienen en la problemática de
la relación mente-cuerpo. Son críticos con el planteamiento racionalista de
Descartes, con su innatismo y sustancialismo, centrándose en la capacidad de
la mente para conocer, en el origen de las ideas, en su relación o asociacio-
nismo y, en suma, en la necesidad de desarrollar una ciencia de la naturaleza
humana basada en la experiencia. Tienen como punto en común con el pen-
samiento cartesiano el tomar en cuenta el campo de las representaciones
mentales, el campo de la llamada «experiencia interna». En este sentido, Ber-
keley, como exponente de una teoría mentalista, va a ir más lejos que el pro-
pio Descartes al reducir el mundo de las cosas materiales a las sensaciones
que tenemos de ellas: la mente es una sustancia espiritual, mientras que los
cuerpos quedan a nivel de sensaciones de las mentes. Racionalismo y empi-
rismo convergen a finales del siglo xviii en Kant, para quien el sujeto es el yo
pienso, la conciencia o autoconciencia que determina y condiciona toda acti-
vidad cognoscitiva. Sin embargo, la metafísica carece de las condiciones nece-
sarias para ser una ciencia y lo mismo le ocurre a la psicología, que vive una
situación de ilusión o de autoengaño al hacer del yo una sustancia. Adelan-
tándose a alguna de las tesis de Comte, afirma Kant la insuficiencia de la
introspección: nuestra experiencia interna, el yo pienso, el yo que juzga, no
puede ser a un tiempo juez y parte. Si bien los límites al conocimiento, esta-
blecidos por el empirismo y por Kant, no son aceptados por el idealismo de
Fichte, Schelling y Hegel, en ningún caso se retoma el concepto cartesiano de
sustancia y la problemática que ello conlleva.
En el paso a la época contemporánea, nos encontramos con una orienta-
ción cientificista típica del siglo xix, dominada por el positivismo y el evolu-
cionismo, que sientan las bases para el posterior desarrollo del conductismo,
eminentemente hostil a cualquier tipo de dualismo. Sin embargo, ese mismo
campo de influencia también permite que subsistan planteamientos dualistas,
como es el caso de la concepción epifenoménica de la relación mente-cuerpo
que defienden Huxley y Ribot entre otros. Según esta teoría la conciencia es
un efecto consecutivo de los procesos fisiológicos. Se le niega a dicha con-
ciencia el carácter de fenómeno, pero queda reconocida de algún modo como
epifenómeno o sobre-fenómeno, un fenómeno secundario o accesorio que
acompaña al ámbito corpóreo, algo que no es capaz de causar ninguna
influencia en la realidad fenoménica, al igual que la sombra no actúa sobre el
objeto que la produce. Por su parte, el surgimiento de la psicología científica
en Alemania mantiene la doble consideración de lo mental y lo corporal,
como es el caso de la teoría psicofísica de Fechner, también aceptada por
Wundt y que más tarde también está presente en el isomorfismo de la escue-
la de la Gestalt, cuyos precedentes filosóficos nos llevarían al paralelismo de
las teorías racionalistas posteriores a Descartes. De igual modo, en el ámbito
americano, nos encontramos con un autor como William James, que afirma
56 J. I. Morera de Guijarro

un paralelismo en la relación mente-cuerpo y aconseja a los psicólogos que


defiendan una correspondencia total entre la sucesión de estados de con-
ciencia con la sucesión de los procesos del cerebro. En el caso de Freud la
orientación inicial y básica fue materialista, aunque luego conpatibilizó ese
materialismo con su teoría sobre la psique y la pretensión de usar conceptos
esencialmente psicológicos. Por otro lado, subsiste también un pensamiento
filosófico tradicional abierto a los aportes científicos y crítico con los reduc-
cionismos materialistas, como es el caso de Bergson en Francia. En esta línea,
y bajo la influencia de Brentano, Husserl inaugura la fenomenología, una de
las corrientes de pensamiento más importantes del siglo xx. En ella se recu-
pera al máximo el campo de la conciencia a la vez que se revaloriza el papel
del cuerpo como frontera entre lo interno y lo externo, como mediación de
la conciencia con el mundo, del sujeto con su entorno.
Pero será en 1949 cuando la publicación de la obra de Ryle El concepto de
lo mental inaugure, simbólicamente, el inicio de una reflexión actual sobre la
relación mente-cuerpo. En esta obra se critica la teoría de Descartes, a la que
se tilda de «dogma del fantasma en la máquina». En el siguiente epígrafe ana-
lizaremos, al margen de Ryle, lo esencial del pensamiento de Descartes y su
inmediata influencia.

2.2.2. El dualismo cartesiano y su legado controvertido

El reconocimiento de la subjetividad humana y de su relación con el


entorno, tema que surge con fuerza en el Renacimiento, va a alcanzar un
nuevo rumbo y una nueva profundización en Descartes. Interesado en encon-
trar un criterio de certeza recurre al deliberado procedimiento de la duda, lo
que le permitirá conseguir el punto clave del conocimiento indudable: el yo
como pensamiento y existencia, con su bagaje de ideas innatas, ideas adqui-
ridas e ideas que nosotros mismos elaboramos imaginativamente. Dado que
el ser humano es imperfecto, la idea de perfección nos viene de Dios, el cual
será la garantía que anule los efectos de la actitud dubitativa inicial.
En tanto que ese yo se identifica con el propio sujeto y se le otorga auto-
nomía respecto del cuerpo, se entra en una dinámica de contrastes, en una
conceptualización dualista del ser humano. «Comprendí —nos dice— que yo
era una sustancia, cuya esencia y naturaleza no es sino pensar, y que no nece-
sita lugar alguno para ser ni depende de cosa material alguna. De suerte que
ese yo, es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es enteramente distinta del
cuerpo y más fácil de conocer que él» (Discurso del método, IV). En princi-
pio, sobre la existencia de la mente no cabe dudar, mientras que sobre el
cuerpo incluso cabría imaginar que no existiera. El mismo Descartes consi-
dera que esta afirmación se encuentra sujeta a objeciones y limitaciones, por
lo que no cabe considerarla como una distinción suficientemente adecuada.
Más decisivo es considerar que los objetos físicos son extensos, medibles,
cuantificables, mientras la mente no lo es. En realidad, ésta es la distinción
esencial: los cuerpos, las cosas, la sustancia física es extensa, en cambio, el
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 57

alma, la conciencia, la sustancia mental es pensamiento. El concepto tradi-


cional de sustancia tiene que ver con lo que es soporte de propiedades o
características sin ser ella propiedad o característica, y, también, sustancia es
lo que no necesita de otra cosa para existir, que posee autonomía o indepen-
dencia. Ambos sentidos son aplicables al cuerpo y al alma, aunque el último
significado conviene matizarlo, pues Dios es la única sustancia que no nece-
sita de ninguna otra para su existencia, mientras que el cuerpo y el alma, sien-
do sustancias, dependen o necesitan de Dios.
El cuerpo es una máquina «que habiendo sido hecha por las manos de
Dios, está incomparablemente mejor ordenada y tiene en sí movimientos más
admirables que ninguna de las que pueden ser inventadas por los hombres»
(Discurso del método, V). Se trata de una máquina muy compleja que en su
conjunción con el alma se convierte en instrumento de ella, pero también la
interfiere y distorsiona en las intenciones del pensamiento a la vez que le pro-
paga ideas confusas. El cuerpo, como objeto físico y como máquina, está regi-
do por las leyes generales de la mecánica: la extensión, el reposo y el movi-
miento. No es adecuado creer que el alma es lo que otorga calor y
movimiento al cuerpo: las funciones vitales son autónomas respecto al alma.
Con ello, el cuerpo pasa a ser plenamente objeto para la ciencia, quedando al
margen de lo científico el concepto del alma, siempre discutible y compro-
metido religiosamente. Estamos, pues, muy alejados de la concepción antigua
del alma asociada al concepto de vida y presente en todos los niveles de la
misma.
Establecida la diferenciación del cuerpo y la mente como dos campos
independientes, como dos sustancias, queda quizá el problema más difícil, el
de saber cómo se comunican, cómo interactúan. Si el yo consiste en ser su
alma, también consiste en estar unido a un determinado cuerpo. «Yo no sólo
estoy presente en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que estoy unido
a él muy estrechamente y de tal manera mezclado que formo un solo todo con
él» (Meditaciones metafísicas, VI). Para Descartes ambos interactúan causal-
mente, pero el cómo tiene lugar la interacción representa un límite de su filo-
sofía. Supone el autor que el punto de conexión es una parte determinada del
cerebro que no es par: la glándula pineal. La sangre se compone de elemen-
tos vitales, de los cuales se forman unos fluidos muy sutiles, «sublimes y ga-
seosos», que se filtran en el cerebro y se ponen en contacto con el alma: son
los llamados «espíritus animales».
¿Qué repercusiones inmediatas tuvieron estos planteamientos? Motivo de
amplias controversias, la filosofía de Descartes tuvo un puntual y amplio eco
en Europa con acaloradas discusiones entre defensores y detractores. Uno de
los temas más debatidos fue el de la escisión dualista entre la sustancia pen-
sante y la sustancia extensa, y en concreto el de la comprensión de su influjo
recíproco. Las respuestas dadas desde dentro del racionalismo tienen como
referencia la idea de la divinidad y la función que a ésta le otorgan en el
mundo y en el propio hombre. Autores como Melebranche, Spinoza y Leib-
niz son los más representativos: todos ellos defienden, desde distintas pers-
pectivas, la existencia de un paralelismo entre la mente o alma y el cuerpo.
58 J. I. Morera de Guijarro

Nos detendremos más en el sistema de Spinoza, en su modelo de paralelismo


por considerar que posee aspectos significativos para la época contemporánea.
Malebranche acentúa el polo espiritualista de la concepción cartesiana
mediante la teoría del ocasionalismo, según la cual la única causa de todo es
Dios, por lo que cualquier otro tipo de causa es derivada, es sólo la ocasión
de que se vale el ser divino para expresarse. El hombre toma como causas lo
que, en realidad, no son más que ocasiones con las que se manifiesta la volun-
tad divina. No hay, pues, entre cuerpo y alma interrelación causal, como
defendía Descartes, sino que es el mismo Dios quien con ocasión de una
acción corpórea produce una impresión psíquica y con ocasión de un evento
psíquico produce un movimiento corpóreo. Esta interpretación tan poco filo-
sófica fue criticada ya por Leibniz, quien consideró que con ella Malebran-
che exigía un continuo milagro. En Leibniz el «milagro» se reduce a la crea-
ción del mundo. En este autor tenemos un concepto activo y pluralista de la
sustancia: el universo está formado de infinitas sustancias, las hay simples,
indivisibles, que son las mónadas, los verdaderos átomos de la naturaleza o
los elementos de las cosas, y las hay compuestas, que son combinaciones de
las simples. Las mónadas son, pues, los principios que construyen cualquier
realidad, poseen individualidad, no son iguales, son como mundos aparte, sin
ventanas, teniendo como ley que rige su interdependencia la doctrina de la
armonía preestablecida por la divinidad. En el caso de la relación cuerpo-
alma, y a diferencia de Malebranche, no se exige de Dios una intervención
continua, sino que en el momento de la creación es cuando se da ya una
armonía perfecta. La hipótesis de la armonía preestablecida permite a Leib-
niz alcanzar una relación de concordancia mutua entre el cuerpo y el alma,
por medio de la cual y siguiendo ambos sus propias leyes coinciden en los
mismos fenómenos. El propio autor lo explica con una metáfora. Si imagina-
mos dos relojes que marchan perfectamente, el ocasionalismo supondría un
relojero que los cuide, que los ajuste de forma continua, mientras que lo pro-
puesto por Leibniz es que el relojero hizo una maquinaria tan perfecta que
los dos marcharán siempre en armonía.
Spinoza contrasta con los otros racionalistas al defender un monismo pan-
teísta: no hay más que una única sustancia, identificada con la naturaleza y
con Dios. Los atributos que conocemos de esta sustancia son el pensamiento
y la extensión. El hombre, como parte también de dicha sustancia, posee dos
modos paralelos de los atributos de pensamiento y extensión que son la
mente y el cuerpo, dos aspectos de una misma realidad. Esta interpretación
se opone al dualismo de Descartes, no dándose en ella interacción causal
entre la mente y el cuerpo, ni reducción de ningún tipo de una al otro, ni
superioridad jerárquica. La relación entre ellos es la existente entre una idea
y su propio objeto. La mente para Spinoza es como el espejo del cuerpo, es
la idea del cuerpo. Esto no hay que tomarlo en el sentido de que el cuerpo
sea una mera representación o imagen inerte. La idea en este autor es princi-
pio de acción y potenciación por lo que, en relación al cuerpo, significa asu-
mirlo en su dinámica plena, tanto en su actividad como en su pasividad. La
mente no es un principio distinto del cuerpo, sino la expresión del propio
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 59

cuerpo, del mismo modo que un círculo que se da en la naturaleza y la idea


de ese círculo son una y la misma cosa, explicada desde dos dimensiones dis-
tintas. La mente humana es la idea de algo existente y real, es la idea del cuer-
po, y a través suyo supone la idea de todas las modificaciones que son pro-
ducidas en el propio cuerpo por los otros cuerpos. Junto a la idea hay que
poner todo el campo de las afecciones del ánimo, las cuales forman con el
campo de las afecciones corporales dos órdenes paralelos y coincidentes.
Frente a quienes dan a la mente el privilegio de una independencia del cuer-
po, Spinoza afirma que nuestras ideas dependen de la capacidad de nuestro
cuerpo. «Por lo general —nos dice— cuanto más apto que los demás es un
cuerpo para obrar o padecer muchas cosas al mismo tiempo, tanto más apta
es su mente que las demás para percibir muchas cosas a la vez» (Ética, II, 13,
escolio). Por ello es necesario un conocimiento del cuerpo lo más completo
posible, aunque sus procesos y modificaciones sobrepasan a menudo la capa-
cidad de conceptualización y clasificación de la mente.
La igualdad y autonomía del pensamiento y la extensión es lo que ha per-
mitido que Spinoza haya sido interpretado de idealista o materialista, aun-
que la vinculación entre los dos atributos hace que ninguna de las alternati-
vas sea válida por separado. Una de las claves del paralelismo en este autor
es que asume lo idéntico y lo diverso, lo uno y lo múltiple, sin caer en reduc-
cionismos. Así, mente y cuerpo son una y la misma cosa expresada de dos
maneras distintas. No se da, como ya apuntamos, superioridad de la mente
sobre el cuerpo, sino diferenciación entre lo pensado y lo percibido. El poder
que posee el cuerpo en el sentir y en el obrar impulsa la función mental y, a
su vez, el poder de la mente en el conocer la impulsa a obrar. «La idea de
todo cuanto aumenta o disminuye, favorece o reprime la potencia de obrar
de nuestro cuerpo, al mismo tiempo aumenta o disminuye, favorece o repri-
me la potencia de pensar de nuestra mente» (Ética, III, 11). El hombre es
cuerpo y mente al unísono, por lo que su esencia viene constituida por la
relación entre ambos, y, de forma más concreta e individual, esa esencia
humana se perfila en el deseo, exponente de la unión del conocer y del sen-
tir. El fundamento del deseo gira en torno al esfuerzo de autoconservación
personal. El concepto de esfuerzo o ímpetu (conatus) está presente en cual-
quier realidad. «El esfuerzo con el que cada cosa intenta perseverar en su ser
no es sino la esencia real de la cosa misma» (Ética, III, 7). Se trata de la gene-
ralización del principio de la inercia y del principio de la identidad. Las
cosas tienen una tendencia automática a perdurar. Los objetos físicos se
modifican, cambian o permanecen de modo no consciente, siguiendo el
principio de conservación de sus energías. La mente, por su parte, se mueve
también hacia la realización de sus potencialidades, pero es consciente de su
esfuerzo, de su cuidado o amor a sí misma y de su autodeterminación. Cuan-
do el esfuerzo tiene que ver sólo con la mente, se llama voluntad; si combi-
na lo mental y lo corporal, se llama apetito; o, si somos conscientes de él,
deseo. «No hay diferencia alguna —nos dice— entre apetito y deseo, excep-
to que el deseo compete generalmente a los hombres en cuanto que son
conscientes de sus apetitos» (Ética, III, 9, escolio). Por consiguiente, lo que
60 J. I. Morera de Guijarro

caracteriza al hombre es su constante esfuerzo por ser, vivir, conocer, actuar,


evitando el dolor y acrecentando la alegría, todo lo cual tiene que ver con el
poder y la aptitud del cuerpo y de la mente.

2.2.3. Planteamientos materialistas

La misma distinción de Descartes entre realidad pensante y realidad


extensa facilita una gama de respuestas muy amplia, dentro de las cuales la
intensificación de la perspectiva mecanicista y la reducción de lo mental o
anímico a lo corpóreo nos sitúa ante posiciones materialistas. Algunos auto-
res, como Gassendi y Hobbes, a los que aludiremos de inmediato, inician
estos planteamientos, pero serán los autores de la Ilustración francesa los más
representativos, en especial La Mettrie, en cuya exposición nos detendremos.
Naturalismo, mecanicismo y escepticismo también los encontramos en la
Enciclopedia, bajo la dirección de Diderot y D’Alambert, y de modo concre-
to en autores abiertamente materialistas que se mueven en ese contexto cul-
tural, como Helvetius y el barón de Holbach.
El materialismo de Gassendi es bastante moderado por cuanto corrige de
la filosofía de Epicuro aquellos aspectos que estaban en contra de la fe cris-
tiana. En polémica con el dualismo sustancial de Descartes realiza el intento
de explicar el surgimiento de los eventos mentales desde la materia. Para ello
habla de una doble alma: una material, sensible, constituida por átomos, y
otra racional, intelectual, incorpórea, típica del hombre. Critica al innatismo
cartesiano, defendiendo que todo conocimiento deriva de los sentidos. Por su
parte, en Hobbes tenemos una clara interpretación materialista antitética a la
de Descartes. Aplica el mecanicismo de la época a toda la realidad, de tal
manera que el mundo físico es el mundo de las interacciones mecánicas de los
cuerpos y no cabe ninguna otra realidad que la corpórea. Por consiguiente, la
naturaleza humana al completo debe ser analizada con los mismos elementos
que el resto del campo físico. Los eventos mentales, los procesos psíquicos,
son explicables según las categorías de cuerpo y movimiento. La noción de
una sustancia incorpórea se torna una contradicción en sí misma, pues signi-
ficaría «un cuerpo incorpóreo». El yo como cosa pensante de Descartes es
para Hobbes el propio cuerpo, todas las operaciones del pensamiento no son
otra cosa que movimientos corpóreos. Podemos hablar del alma y de Dios
siempre que los consideremos como materia, materia sutilísima, que por ello
mismo no es perceptible, pero materia al fin.
A mediados del siglo xviii La Mettrie, en quien confluyen el mecanicismo
cartesiano y las teorías de Gassendi y de Hobbes, publicó El hombre-máqui-
na. El título resulta por sí solo bastante explícito, y la obra provocó en su
momento gran impacto y escándalo. Su formación científica como médico y
naturalista se deja notar en relación a los otros autores. Su lenguaje es preci-
so, directo, sin ambigüedades y con abundantes ejemplos y comparaciones.
«El hombre —nos dice— es una máquina tan compleja que, en un principio,
es imposible hacerse una idea clara de ella y, por consiguiente, definirla. Con
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 61

lo cual todas las investigaciones que los mayores filósofos han hecho a priori,
es decir, queriendo servirse de las alas del espíritu, han sido vanas. Así, sólo
a posteriori, o tratando de discernir el alma a través de los órganos del cuer-
po, se puede, no digo descubrir con evidencia la naturaleza misma del hom-
bre, pero sí alcanzar el mayor grado de probabilidad posible a este respecto»
(El hombre-máquina, en Obra filosófica, Madrid, Editora Nacional, 1983,
210). Sus escritos están bajo el prisma de evitar las complicaciones, bajo un
principio de economía que aplicado a la relación mente-cuerpo se concreta-
ría en el hecho de que si tenemos cerebro nos sobra el alma.
La conexión de los términos «hombre-máquina» expresa un concepto de
la naturaleza humana en analogía con un conjunto o caja de resortes, median-
te los cuales se explican funciones y acciones sin intervención ajena, en espe-
cial sin el recurso a la divinidad. Con ello se pretende borrar las característi-
cas que Descartes otorgaba al alma. La fisiología y la anatomía prueban que
los pretendidos estados del alma no son más que aspectos del cuerpo. Sin
embargo, se puede conservar y utilizar el término ‘alma’ siempre que lo
entendamos en la línea descrita, como un principio de movimiento o parte
material sensible, incluso el resorte principal de toda la maquinaria, algo
equivalente al instinto de los animales. «¿Hace falta más —se pregunta—
para probar que el hombre no es más que un animal o un conjunto de resor-
tes, que se montan unos sobre otros, sin que pueda decirse por qué punto del
círculo humano empezó la naturaleza? Si estos resortes difieren entre sí, sólo
se debe a su situación y a algunos grados de fuerza, y nunca a su naturaleza.
Por consiguiente, el alma no es más que un principio de movimiento o una
parte material sensible del cerebro» (240-241). Mientras Descartes afirmaba
que el cuerpo era una máquina a la que le era ajeno el pensamiento, La Me-
ttrie es partidario de que el conjunto de las funciones y actividades del hom-
bres es producto de esa máquina.
Ante la cuestión de cómo puede pensar la materia confiesa que no está en
condiciones de dar una respuesta suficiente, pero mucho menos lo está de
concebir una sustancia espiritual que además piense. Por ello, le parece más
adecuado operar a nivel material, considerando que en la misma materia se
encuentra desde el origen el poder del pensamiento. La única realidad acep-
tada es la naturaleza, y todas las posibilidades están en ella. El paso de los ani-
males al hombre es progresivo, es un despliegue sucesivo sin saltos bruscos. La
única diferencia con los animales es un mayor grado de desarrollo que, sobre
todo, se manifiesta en el lenguaje. Por lo tanto, y al igual que el mundo animal,
el hombre es una máquina cuyas actividades son el resultado de sus órganos
corpóreos. «Puesto que todas las facultades del alma dependen a tal punto de
la propia organización del cerebro y de todo el cuerpo, ellas visiblemente son
esta organización misma» (235) ¿Cómo es posible —se interroga La Mettrie—
que el hombre caiga en la orgullosa presunción de creer que posee una fun-
ción anímica, la inteligencia, radicalmente distinta del resto de los animales?
El ejemplo del comportamiento individual y social de las abejas podría valer
por sí solo para dejar las cosas en su sitio. Es obvio que en la naturaleza la inte-
ligencia está en cada especie animal en proporción a sus necesidades. Lo que,
62 J. I. Morera de Guijarro

a nivel humano, la tradición denomina alma no es más que una serie de fun-
ciones que nuestro organismo necesita. El mismo cerebro humano, sede del
pensamiento abstracto, de las funciones intelectuales y de la memoria, es una
pequeña máquina que opera dentro de otra máquina mayor que es el organis-
mo general o cuerpo de la persona. «Concluyamos osadamente —afirma al
final de su libro— que el hombre es una máquina, y que en todo el universo
no existe más que una sola sustancia diversamente modificada» (250).
El eco de la teoría sobre el hombre-máquina de La Mettrie ha seguido
activo hasta la actualidad, en donde, con el desarrollo de la inteligencia arti-
ficial y los modelos computacionales, ha recibido un nuevo auge y una nueva
orientación. La cuestión no es ya si los hombres son máquinas o son como
máquinas, se trata ahora de si las máquinas o algunas de ellas pueden realizar
funciones similares a las realizadas por el hombre.
Un último apunte. El siglo xix representa un auge del materialismo, pro-
piciado por el positivismo, el evolucionismo y el desarrollo de las ciencias
sociales, siendo Alemania uno de los focos más significativos, a partir de la
llamada izquierda hegeliana y con exponentes de la talla de Feuerbach y
Marx. En el tema que nos ocupa, el monismo materialista más radical lo
defienden autores como Vogt, Büchner, Moleschott, entre otros. En concre-
to, algunas afirmaciones de Karl Vogt se hicieron muy populares y fueron
muy debatidas. La más impactante fue la que consideraba que el pensamien-
to era secreción del cerebro al igual que la bilis lo es del hígado y la orina de
los riñones. El escándalo y la polémica se desataron, siendo contestada tal
sentencia incluso desde las propias filas materialistas. Así, para Büchner la
comparación no es exacta por cuanto la inteligencia o el pensamiento no son
una secreción, materia que unos determinados órganos segregan o expulsan,
sino actividad o fuerza producida por el cerebro.

2.4. A MODO DE CONCLUSIÓN

Una breve reflexión de la síntesis realizada pone de manifiesto que las teo-
rías que se dan a lo largo de la historia, en su condición fundamental de mode-
los clásicos, aportan elementos y posicionamientos que subsisten en el trata-
miento que los autores realizan en la actualidad. Hemos visto que las
tendencias oscilan entre interpretaciones que otorgan prioridad al ámbito cor-
poral, fisiólogico o material, y aquellas otras que reconocen un valor de equi-
librio, contraste o autonomía entre lo mental y lo corpóreo. Materialismo y
naturalismo, por un lado, a la par que dualismo y mentalismo, por el otro, son
los polos en los que se concretan las distintas posiciones con sus variados nive-
les de tratamiento. Como nos dice Priest en el prefacio a Teorías y filosofías de
la mente: «algunos filósofos piensan que tú, lector, y yo somos sólo objetos físi-
cos complicados. Según otros somos almas inmortales, tenemos tanto caracte-
rísticas mentales como físicas o fundamentalmente no somos nada físico ni
mental. Ciertos filósofos se inspiran en la religión, en las ciencias naturales o
en el enigma total representado por nosotros mismos y el universo».
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 63

A medida que avanzamos en el tiempo hacia análisis más actuales, resul-


ta en ocasiones muy difícil y comprometido resolver con un simple término
la índole de las teorías que se exponen, ya sea por su propia complejidad o
bien porque el mismo autor varía su enfoque de una obra a otra, o, sobre
todo, por la cantidad de autores que, con variaciones a menudo mínimas,
encaran el problema desde planteamientos distintos. Esto, que se hace más
patente en nuestros días, tendremos oportunidad de verlo a lo largo de los
próximos capítulos1.

1
Para la referencia a las fuentes me remito a las obras citadas en el propio texto. Junto a
la consulta de los manuales de historia de la filosofía y de historia de la psicología, lo más reco-
mendable sería la utilización del Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Algunos autores, al
afrontar la problemática actual de la relación mente-cuerpo, dedican algún capítulo o aparta-
do a los antecedentes históricos. Así, por ejemplo, Bechtel, Filosofía de la mente; Bunge, El pro-
blema mente-cerebro; y, especialmente, Priest, Teorías y filosofía de la mente.
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Capítulo III

El dualismo interaccionista de Popper y Eccles


Juan Ignacio Morera de Guijarro

3.1. INTRODUCCIÓN

En la actualidad la cuestión no resuelta de las relaciones mente-cuerpo o


cerebro tiene un auge considerable por cuanto, desde distintos ámbitos cien-
tíficos y distintas metodologías, se intenta aportar soluciones. Los avances
obtenidos en neurociencia sobre la actividad cerebral han servido de acicate
para intentar desarrollar interpretaciones que, no pudiendo ser todavía defi-
nitivas, nos aproximen a una clarificación cada vez mayor del problema. Sin
embargo, la discrepancia entre teorías y autores, que en ocasiones se mueven
con diferencias de matices, pone de manifiesto el campo especialmente difi-
cultoso en el que nos encontramos. En este sentido, la reactualización del
dualismo, en su versión interaccionista, representa un intento más por resol-
ver dicha problemática, integrando en este caso los últimos avances científi-
cos con los valores humanistas del pensamiento tradicional.
Comenta Bechtel que «aunque Descartes se contempla a menudo como
el dualista paradigmático, ha habido muchos otros desde su época. Brentano
y William James son dos prominentes dualistas del siglo xix. En nuestros días
el filósofo Karl Popper y el neurofisiólogo John Eccles han avanzado conjun-
tamente una versión del dualismo (en realidad un tri-ísmo) que prefieren
denominar ‘interaccionismo’» (Bechtel, 1991, 114). Este enfoque interaccio-
nista, si bien coincide con las tesis clásicas del dualismo de sustancias, des-
pliega una teoría emergente fundada en los aportes de la biología, en concre-
to del evolucionismo y de la neurofisiología. Defiende que la mente, siendo el
resultado de un complejo y largo proceso evolutivo de organización de la
materia, no puede confundirse con lo físico. No se trata aquí de aludir a sim-
66 J. I. Morera de Guijarro

ples rasgos configuradores de lo físico, con lo que las tesis materialistas esta-
rían de acuerdo, sino de auténticas novedades, irreductibles a lo físico y con
poder para llevar a cabo efectos causales sobre el cerebro y la conducta.
Desde planteamientos materialistas, la crítica general que se hace a los
dualismos es la de que duplican la problemática, cuando no la complican del
todo, y no aportan suficientes ventajas explicativas. Como nos dice Paul M.
Churchland en relación al carácter irreductible de lo mental o de ciertas pro-
piedades mentales: «postular simultáneamente la aparición evolutiva y la irre-
ductibilidad física es prima facie algo abstruso» (Churchland, 1992, 32).
Mario Bunge (Bunge, 1985, 37 y 11), desde un planteamiento emergentista
pero materialista, que él mismo denomina «monismo psiconeural emergen-
tista», asegura que el dualismo es completamente estéril y que, concretamen-
te, el emergentismo de Popper incurre en una posición idealista al defender
su teoría de los tres mundos. Bechtel, al tratar las variadas perspectivas de la
filosofía de la mente, recoge diversas críticas al dualismo y afirma que «el
género más común de objeción que se ha planteado en contra del dualismo,
ya sea de objetos o de propiedades, es que resulta extravagante. Se interpre-
ta como violando ‘la navaja de Occam’, el principio de que… si podemos dar
cuenta de todos los fenómenos sin postular entidades o propiedades menta-
les adicionales, deberíamos hacerlo así». Y comenta, a continuación, que «Po-
pper presenta al dualismo como una posición que estaremos llevados a acep-
tar como resultado de los fallos de la investigación física a la hora de explicar
los fenómenos mentales, no como una posición que debería guiar nuestra
investigación» (Bechtel, 1991, 120).
En contraste con estas críticas, Pinillos expresa una actitud positiva en
relación a una interpretación emergentista de la realidad opuesta a los reduc-
cionismos fisicalistas. O dicho de otro modo, propone la recuperación actua-
lizada del importante campo de la experiencia interna. «Simpatizo —nos
dice— con la postura de quienes piensan que ha llegado la hora de ir más allá
del reduccionismo. Ese ir más allá no significa, por lo demás, la vuelta a nin-
gún dualismo dogmático…, significa, muy al contrario, como ha señalado
recientemente Popper y otros han sugerido antes, que el materialismo se tras-
ciende a sí mismo, y que un monismo que acepte la condición evolutiva de la
realidad se ve forzado a aceptar con Teilhard de Chardin que el camino hacia
adelante es un camino hacia arriba en el que surgen formas y grados de rea-
lidad genuinamente inéditos». Dejando de lado los dualismos radicales, al
modo del paralelismo psicofísico de Wundt, Pinillos opta por un interaccio-
nismo emergentista que recupere el campo mental para el propio desenvolvi-
miento de la psicología científica. «El progreso de la ciencia psicológica ha
terminado por poner al descubierto la insuficiencia de los reduccionismos, y
por exigir de forma imperiosa la recuperación de unos eventos mentales
imprescindibles para el desarrollo armonioso de la disciplina» (Pinillos, 1983,
156 y 160).
Pero demos ya la palabra a los autores más directamente implicados.
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 67

3.2. POPPER: METODOLOGÍA CIENTÍFICA


Y VALOR DE LA FILOSOFÍA

Los trabajos de Popper responden a una preocupación creciente en temas


y ámbitos que tienen como centro de referencia el estudio del conocimiento
científico. Ello le permitirá, como él mismo reconoce, elaborar un conjunto
de teorías al hilo de un criticismo o realismo crítico que culminará en una
interpretación cosmológica, a partir de la cual cobra máximo relieve el pro-
blema de las relaciones entre el cuerpo y la mente.
Su concepción científica inicial se encuentra a la base de la posterior evo-
lución de su pensamiento y de su interés por combinar la ciencia con los plan-
teamientos de la filosofía. El tema que va a posibilitar la convergencia es ya,
desde sus años de formación, el de las posibilidades, logros y limitaciones del
conocimiento. Se trata de comprender al máximo el mundo, la realidad natu-
ral y social, y de comprendernos mejor a nosotros mismos. «Lo que queremos
conocer, comprender, es el mundo, el cosmos. Toda ciencia es cosmología. Es
el intento de aprender algo más acerca del mundo, acerca de átomos, de
moléculas, acerca de organismos vivos y acerca de los enigmas relativos al ori-
gen de la vida en la Tierra, al origen de pensar, de la mente humana y de su
funcionamiento» (Popper, 1992, 21-22). Tanto la ciencia como la filosofía res-
ponden a un reto y a un interés coincidente, lo cual no obsta para que exista
entre ambos considerables diferencias. Lo que no hay entre ellas son barreras
infranqueables. Frente a los criterios neopositivistas del Círculo de Viena
defenderá una concepción de la filosofía libre de prejuicios excluyentes y de
descalificaciones globales. Esto no significa ninguna posición de preeminen-
cia de la filosofía, ni siquiera de equivalencia. Lo fundamental es la ciencia,
pero una ciencia que admite en determinados puntos el aporte valioso de las
interpretaciones filosóficas. El despliegue de la misma filosofía actual no
puede llevarse a cabo si actúa de espaldas al campo científico. Así pues,
teniendo competencias distintas, ambas están sometidas al método de la argu-
mentación, de la crítica: ninguna está «en posesión de la verdad», por lo que
las dos deben llevar a cabo una relación fructífera.
Popper pone en cuestión algunos de los pilares esenciales del neopositi-
vismo, como son el criterio de verificación y el procedimiento inductivo. Con-
sidera, además, que la crisis del Círculo de Viena se debió en gran parte al
desinterés por los grandes problemas y al hecho de centrarse en cuestiones
específicas que le llevaron a una escolástica de las palabras. Al rechazar toda
metafísica el neopositivismo cerraba, a su vez, importantes posibilidades de
revitalización. La defensa que hace Popper de que los enunciados científicos
no se reducen a lo observable, por cuanto cualquier enunciado trasciende la
experiencia, introduce un valor prioritario a la función de las hipótesis, expec-
tativas e interpretaciones. Siendo la observación el referente básico para dejar
de lado las hipótesis inadecuadas, no es ella, sin embargo, la clave del progre-
so y de la creatividad. Son las mismas hipótesis, que van siendo sustituidas y
perfeccionadas, las que determinan qué tipo de observaciones deben hacerse.
68 J. I. Morera de Guijarro

Popper utiliza un modelo o esquema tetrádico para dejar constancia de


que la ciencia comienza y acaba con problemas, teniendo que ver necesaria-
mente con contextos teóricos:

P1 TT EE P2

En todo planteamiento científico se parte de un problema (P1), se trata


en general de un problema práctico, aunque también podría ser teórico, al
cual se le intenta dar una solución provisional o teoría tentativa (TT). Esta
teoría es sometida a crítica para tratar de eliminar los errores (EE), con lo que
llegamos a una situación en la que se alcanzan nuevos problemas (P2). No se
trata de un proceso de tipo circular o cíclico, sino de un proceso de retroali-
mentación en el que, incluso cuando se evidencia la incapacidad para solven-
tar un problema, se nos enseña algo nuevo sobre las dificultades, los límites y
las condiciones mínimas que cualquier solución debe cumplir.
Frente al rigorismo neopositivista que afirma que carecen de sentido los
enunciados que no se prestan a una absoluta verificación empírica, Popper
propone el criterio de falsabilidad: la labor del científico está en evitar la bús-
queda de certezas absolutas para dedicarse a elaborar teorías que sean capa-
ces de ser contrastadas, falsadas, si colisionan con los datos de la experiencia.
En oposición al método inductivo que defiende el positivismo, la ciencia se
caracteriza por el empleo de un método hipotético-deductivo: una hipótesis
será científica cuando nuestras deducciones puedan ser confrontadas con la
experiencia. Creatividad y crítica se combinan en esta propuesta. La creativi-
dad posibilita el avance científico, establece hipótesis que serán controladas
por la crítica. «No hay fuentes últimas de conocimiento. Debe darse la bien-
venida a toda fuente y a toda sugerencia; y toda fuente, toda sugerencia,
deben ser sometidas a un examen crítico… La función más importante de la
observación y el razonamiento, y aun de la intuición y la imaginación, consis-
te en contribuir al examen crítico de esas audaces conjeturas que son los
medios con los cuales sondeamos lo desconocido» (Popper, 1981, 51-52). La
refutación de hipótesis y teorías no se entiende como un signo de fracaso,
sino de superación del error y de apertura a mejores planteamientos para des-
cribir la realidad. Es decir, estamos ante un modelo pluriteórico y no mono-
teórico de la ciencia que no se centra en la mera refutación de una teoría, sino
en la sustitución de unas teorías por otras que se muestran más aceptables.
Sin caer en el relativismo y en el irracionalismo, este autor apuesta por una
concepción científica que, como la teoría de la relatividad de Einstein, intro-
duzca novedades importantes y no se reduzca a los meros datos empíricos.
A partir de 1960 Popper se interesa de modo creciente por la biología, lo
que le permite, sin abandonar los tema iniciales de su obra, el acceso a nue-
vas cuestiones, entre las que se encuentra la problemática de las relaciones
cuerpo-mente. Junto a los logros de la investigación del mundo físico, basa-
dos en la interpretación de la mecánica cuántica y de la teoría de la relativi-
dad, se añade ahora todo un campo de cuestiones de tipo antropológico. La
realidad física, entendida en términos indeterministas, conecta con el evolu-
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 69

cionismo biológico, completando de este modo su tesis de un universo abier-


to. La teoría cosmológica mantiene una fidelidad máxima a la metodología
científica y a los aportes actuales de las diversas ciencias, conectando todo
ello con ciertos aspectos de la tradición filosófica. En este sentido, uno de sus
objetivos será la convergencia de las ciencias físicas y biológicas en una ima-
gen cosmológica general, lo cual coincide con la aspiración propia de la filo-
sofía. La misma idea de un universo abierto relaciona la cosmología con la
antropología, la naturaleza física con la humana, el indeterminismo físico con
la libertad del hombre. Este universo abierto está en continuo devenir, en
continuo cambio posibilitante de novedades relativas: no hay orden intrínse-
co que determine los fenómenos físicos, éstos deben ser entendidos como
ámbitos de propensiones dentro de un campo de conocimiento probabilísti-
co. Se trata de sustituir «las ideas clásicas de posibilidad o potencialidad, o
capacidad o fuerza, por su nueva versión: por probabilidad o propensión.
Como hemos visto, la primera emergencia de una novedad como la vida
puede cambiar las posibilidades o propensiones del universo. Podríamos
decir que las entidades nuevamente emergentes, tanto micro como macro,
cambian las propensiones, micro y macro, en sus inmediaciones…, crean nue-
vos campos de propensiones, del mismo modo que una estrella crea un nuevo
campo gravitatorio» (Popper-Eccles, 1980, 34). Se da, con todo, una cierta
liberalización del futuro respecto del presente y del pasado, esto es, una
dependencia relativa de fases precedentes que no suponen un precontenido
estático. Esto permite compaginar una base física general con la aparición de
elementos cada vez más complejos y con estructuras muy diferenciadas res-
pecto a aquella estructura física.
Este carácter emergente es para Popper lo que mejor define la identidad
del universo, en tanto nos permite explicar el surgimiento de la vida en gene-
ral y, especialmente, de la vida humana y de toda su empresa cultural. El tér-
mino ‘emergente’ significa lo que no se puede predecir del todo desde la pers-
pectiva de lo conocido, de lo precedente. En suma: es aquello que escapa a
una predeterminada dependencia causal. Popper compara este concepto con
la producción de obras artísticas: se utilizan elementos preexistentes, pero el
resultado no es reducible a esos productos ni predecible desde ellos. En este
sentido, lo abierto, lo emergente, es a su vez «creativo»: dándose continuidad
con lo anterior se da al mismo tiempo un nivel de discontinuidad. La vida, al
igual que el arte, no se reducen a la pura explicación racional. «Parece así que
en un universo material puede emerger algo nuevo. La materia muerta pare-
ce poseer más potencialidades que la simple reproducción de la materia
muerta. En particular, ha producido mentes —sin duda en lentas eta-
pas— terminando con el cerebro y la mente humana, con la conciencia de sí
y con la conciencia humana del universo» (Popper-Eccles, 1980, 12).
70 J. I. Morera de Guijarro

3.3. EVOLUCIONISMO EMERGENTE


Y TEORÍA DE LOS MUNDOS

El análisis del progreso científico se hilvana de forma explícita con los


planteamientos del evolucionismo de Darwin. Desde los organismos más sim-
ples hasta las teorías más audaces y complejas de la ciencia actual, la cons-
tante es la necesidad de resolver problemas. Es una dinámica que no tiene fin:
las teorías que sobreviven a la falsación, a la contrastación con los hechos,
están más cerca de la verdad, aunque ésta resulta siempre inalcanzable. Toda
la serie de tentativas de solución de problemas, y el enfrentamiento a nuevas
situaciones problemáticas que exigen nuevas tentativas de respuesta eficaz,
tienen a la base el resultado del proceso evolutivo. Mutaciones, selección
natural, adaptación mediante cambios que representan éxito…, son elemen-
tos que configuran este proceso que no es totalmente aleatorio: el organismo
aprende en función de los errores, estableciendo controles que le permitan la
eliminación o la reducción de la frecuencia de dichos errores. La evolución
no es, pues, reducible a determinismos ni a relativismos extremos, estando
significada más bien por un carácter abierto, creador, emergente. «Hoy día,
algunos de nosotros hemos aprendido a usar de modo distinto el término
‘evolución’, pues pensamos que la evolución —la evolución del universo y
especialmente la coevolución de la Tierra— ha producido cosas nuevas: nove-
dades reales» (Popper-Eccles, 1980, 16). Este carácter encuentra su punto
definitorio con la aparición del hombre y, en concreto, con el consiguiente
desarrollo de las funciones del lenguaje. Es precisamente el lenguaje el que se
configura como el elemento más poderoso de la adaptación biológica, posi-
bilitando el surgimiento de la razón, la conciencia del yo y el desarrollo del
conocimiento científico. «Uno de los primeros productos de la mente huma-
na —nos dice— es el lenguaje humano. De hecho, conjeturo que fue él el pri-
mero de estos productos, evolucionando el cerebro y la mente humana en
interacción con el lenguaje» (Popper-Eccles, 1980, 12).
La misma evolución de la vida lleva a Popper a distinguir entre un mundo
de objetos físicos, un mundo subjetivo de capacidades y facultades mentales
y un mundo de producciones humanas. La división propuesta no es estricta,
es una clasificación de conveniencia, un modo de expresar algo que podría
utilizar otro sistema clasificatorio o, incluso, otro modo de expresión al mar-
gen de cualquier clasificación. Lo más positivo de la enumeración elegida de
Mundo 1, el campo físico, Mundo 2, el ámbito psicológico, y Mundo 3, los
productos de la mente humana, es que su secuencia queda justificada desde
la biología, desde el evolucionismo. El Mundo 1 preexiste al surgimiento de
la vida orgánica, mientras el Mundo 3 se desarrolla con los logros del lenguaje
humano. El autor propone el siguiente esquema de algunos estadios de la
evolución cósmica:
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 71

Mundo 1. El mundo de los objetos físicos


(0) Hidrógeno y helio
(1) Los elementos más pesados: líquidos y cristales
(2) Organismos vivos

Mundo 2. El mundo de las experiencias subjetivas


(3) Sensibilidad (conciencia animal)
(4) Conciencia del yo y de la muerte

Mundo 3. Los productos de la mente humana


(5) Lenguaje humano. Teorías acerca del yo y de la muerte
(6) Obras de arte y de ciencia (incluyendo la tecnología)

Quizá a partir de una primera explosión se originó el Mundo 1, el cual fue


pasando por sucesivas fases hasta llegar a ser como lo conocemos. Este
Mundo 1 engloba ya, a partir del campo físico-químico, el inicio de la vida.
El Mundo 2 se configura con la formación de la conciencia animal y la auto-
conciencia humana, siendo el Mundo 3 el campo cultural por excelencia:
mitos, teorías científicas y filosóficas, obras de arte… El Mundo 1 resulta ser
un mundo abierto en un sentido doble, ya que posibilita la emergencia de
novedades y, a su vez, permite recibir influencias causales de los otros dos
mundos, con lo que se varía la futura evolución de la realidad. Los organis-
mos vivos establecen campos de influencia y de posibilidad que antes de su
surgimiento no existían. El universo se configura así como ámbitos o niveles
estructurales en mutua implicación y retroalimentación, sobre una base con-
ceptual indeterminista, dinámica y emergente.
Con la teoría de los tres mundos Popper pretende dar una solución a la
problemática general del hombre y, en concreto, a las respuestas que tradicio-
nalmente se han dado en la relación entre el yo y el cerebro. Frente a los reduc-
cionismos materialistas y al dualismo típico del pensamiento tradicional filo-
sófico, su planteamiento aporta un pluralismo que otorga, según el autor, una
clarificación importante. La división del mundo en «tres sub-mundos ontoló-
gicamente distintos» pone énfasis en que estamos ante una diferenciación en
tres niveles con rango y autonomía propios y no reducibles entre sí. Su con-
traste con el dualismo tradicional reside también en la apoyatura científica y
en el carácter emergente del universo al que venimos aludiendo. Veamos más
detenidamente la caracterización que hace de cada uno de los mundos.
El Mundo 1 es el mundo de la física, el mundo esencialmente material: de
las rocas, árboles, campos físicos de fuerza, energía, es también el mundo de
la química y de la biología. Es el mundo material en que vivimos, la tierra,
todo el conjunto de cuerpos materiales incluyendo los cuerpos celestes. Tam-
bién forman parte de este Mundo 1 los cuerpos vivos, los organismos en
cuanto tales.
El Mundo 2 es el mundo mental, de las experiencias subjetivas, tanto
conscientes como inconscientes, de las disposiciones para actuar, de los
estados psicológicos en general. Es el mundo de la sensibilidad y de la con-
72 J. I. Morera de Guijarro

ciencia, tanto animal como humana en lo que tiene de coincidencia con lo


animal.
Dado que en el Mundo 2 está presente el ámbito animal, el Mundo 3 se
configura como un nivel estrictamente humano. El Mundo 3 es el mundo de
los productos de la mente humana, que incluye obras de arte, teorías cientí-
ficas, mitos, valores éticos, instituciones sociales, relaciones lógicas… Tiene
como punto de arranque y fundamento la evolución del lenguaje humano,
cuya función más específicamente humana es la argumentación. Estamos en
el ámbito de la autoconciencia humana, la cual, según hipótesis de Popper,
«sólo surge con el Mundo 3 y en su interacción con él. Me parece que la auto-
conciencia o la mente autoconsciente tiene una función biológica definida: a
saber, construir el Mundo 3, entender el Mundo 3 y anclarnos a nosotros mis-
mos en el Mundo 3» (Popper-Eccles, 1980, 497).
A partir de estos tres niveles, la comprensión de la realidad cobra sentido
merced al interaccionismo. Junto a una relación de emergencia entre los tres
mundos se da también una comunicación causal entre ellos. El Mundo 2 se
relaciona de forma directa con el Mundo 1 y con el Mundo 3, pero estos últi-
mos sólo se relacionan entre sí a través del Mundo 2. Desde otro punto de
vista, los objetos pueden pertenecer a más de un mundo. Así, por ejemplo, un
libro o una escultura son objetos tanto del Mundo 1 como del Mundo 3, pues
son objetos físicos a la vez que creaciones humanas. El Mundo 1 no puede
dar cuenta de lo real por sí solo, necesita ser completado por el Mundo 2 y
especialmente por el Mundo 3. «El Mundo 1 suministra un trasfondo gene-
ral: sin duda eso es verdad. Sin la memoria del Mundo 1 no podríamos hacer
lo que hacemos; pero el nuevo problema particular que deseamos plantear lo
concibe el Mundo 2 directamente en el Mundo 3» (Popper-Eccles, 1980,
605). Este último es el que permite al máximo la manifestación del carácter
abierto del universo. Aun existiendo el indeterminismo, si los respectivos
mundos fueran cerrados la emergencia sería insuficiente. «El indeterminismo
no basta: para entender la libertad humana necesitamos más; necesitamos la
apertura del Mundo 1 hacia el Mundo 2; y del Mundo 2 hacia el Mundo 3, y
la autónoma e intrínseca apertura del Mundo 3, el mundo de los productos
de la mente humana y, especialmente, del saber humano» (Popper, 1984,
152). Esta interrelación tiene su mejor símil en el hombre, en la conexión
existente entre su cuerpo y su mente, que poseyendo su propia autonomía
conforman una unidad completa en cada sujeto humano.
El Mundo 3 como específicamente humano es el más interesante a la vez
que el más problemático. El primer problema que cabe plantearse es el de su
propia realidad, es decir, hasta qué punto posee consistencia propia y no se
encuentra «dividido» en los otros dos mundos, hasta qué punto es irreducti-
ble. Popper rechaza de entrada la reducción de la psicología a la biología y a
la física, aunque esta última posea la clave del concepto de realidad. Algo es
real en tanto sea capaz de interactuar con el Mundo 1, con el campo de los
cuerpos físicos. El principio que rige el término realidad es que «podamos
explicar cambios en el mundo material ordinario de las cosas por los efectos
causales de entidades que conjeturamos como reales». Es decir, «aceptamos
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 73

las cosas como ‘reales’ si pueden actuar causalmente o interactuar con cosas
materiales reales ordinarias» (Popper-Eccles, 1980, 10 y 11). Con esto, el
Mundo 3 queda validado porque interactúa causalmente con el mundo físico.
En cuanto al Mundo 2, como mediador entre el 3 y el 1, también queda justi-
ficado: hay que captar y entender una teoría del Mundo 3 antes de usarla sobre
el Mundo 1, lo que es competencia del Mundo 2. En el caso de la «produc-
ción de una teoría científica, su discusión crítica, su aceptación provisional y
su aplicación…, el científico productivo parte de un problema. Tratará de
comprender el problema, lo que constituye usualmente una tarea intelectual
prolongada: un intento procedente del Mundo 2 que pone en conexión
Mundo 3 y Mundo 1» (Popper-Eccles, 1980, 44 y 45). Cabría objetar que el Mun-
do 3 no es más que una parte, todo lo privilegiada que se quiera, del Mundo 2.
Popper no duda en afirmar su autonomía, su dinámica peculiar, sus propias
leyes de funcionamiento: «Hay que admitir, por supuesto, que las teorías son
producto del pensamiento humano (o, si se quiere, de la conducta humana: no
discutiré acerca de las palabras). Sin embargo, poseen determinado grado de
autonomía: objetivamente, pueden tener consecuencias en las que nadie ha
pensado todavía y que pueden ser susceptibles de descubrimiento… Las teo-
rías, una vez que existen, comienzan a tener una vida propia: producen con-
secuencias anteriormente invisibles y producen nuevos problemas» (Popper-
Eccles, 1980, 45). Cuando el autor habla de «determinado grado de
autonomía» quiere expresar que no se da una autonomía absoluta: los tres
mundos interactúan y ninguno es reducible al otro. La misma dinámica evo-
lutiva e histórica impide hablar de autonomía absoluta.
Los objetos que configuran el Mundo 3 son de diversa índole. Ante todo
nos encontramos con objetos que pertenecen tanto al Mundo 1 como al 3
(libros, computadoras, aeroplanos…, la mayoría de las obras de arte). Otro
tipo de objetos conecta con el Mundo 2, ya que lo peculiar suyo es un deter-
minado estado mental o psicológico, «poemas, quizá, y teorías pueden exis-
tir también como objetos del Mundo 2, en forma de recuerdos, quizá también
codificados como huellas mnémicas en ciertos cerebros humanos (Mundo 1),
con los que perecen» (Popper-Eccles, 1980, 47). A continuación se pregunta
Popper si existen o no objetos propios del Mundo 3 y qué grado de autono-
mía detentan. Veamos, al respecto, algunos ejemplos y argumentaciones:

— En primer lugar, se dan objetos del Mundo 3 cuyas propiedades obje-


tivas no han sido descubiertas o cuyos problemas no han sido resueltos. La
matemática aporta multitud de ejemplos: «con la invención (¿o descubri-
miento?) de los números naturales (cardinales) tomaron existencia los núme-
ros pares e impares, incluso antes de que alguien señalara el hecho o llamara
la atención acerca de él. Lo mismo se puede decir de los números primos…».
Ello le lleva a concluir que «la búsqueda no se puede comprender sin com-
prender la existencia objetiva (o tal vez la inexistencia) de métodos y solu-
ciones incorpóreos todavía sin descubrir». Muchas veces el mismo fracaso en
la resolución de un determinado problema nos lleva a un problema como es
el de «demostrar la imposibilidad objetiva de resolver el viejo problema (en
74 J. I. Morera de Guijarro

las condiciones dadas)… Un ejemplo que parece haber atraído la atención de


Platón es el problema de cuadrar el círculo: su imposibilidad (en las condi-
ciones admitidas) no fue demostrada hasta 1882 por Lindemann» (Popper-
Eccles, 1980, 47 y 48).
— Por otra parte, dado que el Mundo 3 posee los registros de la evolu-
ción de la cultura, la herencia cultural de la humanidad, sugiere Popper lle-
var a cabo dos experimentos mentales (Popper, 1974, 107). En el primero,
debemos imaginar que toda nuestra tecnología, máquinas y herramientas se
han perdido, así como todo nuestro aprendizaje y conocimiento. Sobreviven,
sin embargo, las bibliotecas y nuestra capacidad de aprender en ellas, por lo
que, con gran esfuerzo, nuestro mundo sería reiniciado. En el segundo expe-
rimento, como antes, el aprendizaje subjetivo, las máquinas y las herramien-
tas se han destruido, pero en esta ocasión las bibliotecas también han des-
aparecido. El hombre volvería a la prehistoria, en un punto que necesitaría
milenios para evolucionar.
— Si nos detenemos ahora en el ámbito literario o en el de las composi-
ciones musicales, constatamos, por ejemplo, que no hay una sola representa-
ción de Hamlet que sea idéntica a la obra de Shakespeare. Sus distintas repre-
sentaciones pertenecen tanto al Mundo 1 como al 3, pero la obra de Hamlet
en sí misma es exclusiva del Mundo 3. Igual podemos decir de una de las Sin-
fonías de Mozart o de cualquier otro compositor. El Mundo 3 se nos revela,
pues, como un mundo de objetos reales e ideales que existen incluso como
meras posibilidades de reinterpretación por la mente humana.
— Por último, resulta interesante la comparación que hace Popper de su
teoría con la de Platón. Especialmente, el Mundo 3 es un producto de origen
humano frente a la naturaleza divina que le concede Platón: se ocupa de pro-
blemas, mitos, teorías científicas no asimilables al mundo platónico. Este
autor no hubiera admitido en su mundo inteligible entidades tales como pro-
blemas, hipótesis, errores y conjeturas falsas. El Mundo 3 no está a la altura
del mundo ideal platónico que proporcionaba la posibilidad de explicaciones
definitivas de las cosas, y cuyas tres ideas de Bien, Belleza y Justicia son inmu-
tables, atemporales y eternas. El Mundo 3 es histórico, cambiante, sometido
a todo un proceso dinámico de aumento y crecimiento del conocimiento, en
concordancia con la tesis de un universo abierto. Con todo, Platón resulta ser
un antecedente, un descubridor del Mundo 3, si dejamos al margen las dife-
rencias señaladas.

3.4. CARACTERIZACIÓN DE LA MENTE

Popper reconoce en El yo y su cerebro que el estudio del Mundo 3 ahon-


da en un objetivo central del libro: arrojar nueva luz sobre el viejo problema
de las relaciones entre el cuerpo y la mente. Al respecto de tal problemática
desarrolla sus argumentos.
Ante todo, tomando en cuenta algunas consideraciones básicas de su teo-
ría de los tres mundos, afirma que los objetos del Mundo 3 son abstractos,
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 75

pero reales por cuanto son capaces de transformar el Mundo 1. Esta actua-
ción sobre el Mundo 1 la realizan los objetos del Mundo 3 por medio de la
intervención humana, a través de un proceso mental del Mundo 2 o, mejor,
de un proceso en el que interactúan los Mundos 2 y 3. Esto conduce a la
admisión y reafirmación de la realidad tanto de los objetos del Mundo 3
como de los procesos del Mundo 2. Partiendo de la interacción y realidad de
los tres mundos, el modelo de la mutua relación entre los mundos 2 y 3, que
entendemos hasta cierto punto, puede ayudarnos a comprender mejor la
mutua relación entre los mundos 1 y 2, donde se sitúa la problemática cuer-
po-mente.
Por otra parte, la misma condición del lenguaje humano resulta para Po-
pper un ejemplo importante. Mientras la capacidad de aprender una lengua
nos conecta con la dotación genética, el aprendizaje concreto de un lenguaje
determinado, aunque esté influido por motivos y necesidades innatas e incons-
cientes, es un proceso cultural regulado por el Mundo 3. «Así pues, el apren-
dizaje del lenguaje constituye un proceso en el que disposiciones con base
genética, evolucionadas por selección natural, se imbrican en cierta medida e
interactúan con procesos conscientes de exploración y aprendizaje, basados en
la evolución cultural. Todo esto apoya la idea de una interacción entre el
Mundo 3 y el Mundo 1 y, a la vista de nuestros argumentos anteriores, apoya
la existencia del Mundo 2». A pesar de la base genética, el aprendizaje del len-
guaje implica para el niño considerables esfuerzos, esfuerzos que inciden
sobre la personalidad infantil, sobre sus relaciones con los demás y con su
entorno material. «El yo, la personalidad, emerge en interacción con los otros
yoes y con los artefactos y demás objetos de su entorno. Todo ello queda pro-
fundamente afectado por la adquisición del habla: especialmente cuando el
niño se hace consciente de su nombre y cuando aprende a nombrar las distin-
tas partes de su cuerpo, y, más importante aún, cuando aprende a usar pro-
nombres personales» (Popper-Eccles, 1980, 55 y 56). Llegar a ser persona, en
el sentido de sujeto responsable de sus actos, exige un proceso de maduración:
así, «un bebé es un cuerpo —un cuerpo humano en desarrollo— antes de que
llegue a ser una persona, una unidad de cuerpo y mente» (Popper-Eccles,
1980, 130). En este proceso, la adquisición del habla juega un papel esencial:
aprendemos a percibir y a interpretar las propias percepciones a la vez
que aprendemos a ser un yo, una persona.
La toma de posición de Popper sobre el problema que nos ocupa la rea-
liza a partir de la descripción de cuatro planteamientos principales (Popper,
1984, 176):

1. El inmaterialismo, de autores como Berkeley y Mach, que desde una con-


cepción espiritualista o idealista radical niega la existencia de la materia,
del Mundo 1 de los estados físicos. Es una forma fácil de solventar el pro-
blema mente-cuerpo defendiendo que sólo existen sensaciones, y que lo
material se reduce a un puro ‘constructo’ de sensaciones.
2. Ciertas concepciones materialistas, fisicalistas, conductistas o de auto-
res que defienden la identidad entre cerebro y mente, no consideran la
76 J. I. Morera de Guijarro

existencia de los estados o sucesos mentales del Mundo 2. Al igual que


el anterior, resulta un planteamiento demasiado fácil al negar entidad
a uno de los elementos de la relación.
3. El dualismo que afirma un paralelismo absoluto entre estados menta-
les y cerebrales cuya teoría, defendida entre otros por Spinoza, Male-
branche y Leibniz, surgió para solucionar las dificultades de la inter-
pretación cartesiana.
4. El dualismo clásico de Descartes que considera la interacción entre
estados mentales y estados físicos, y que para muchos autores fue
reemplazado por el planteamiento anterior.

Popper se considera más próximo al dualismo cartesiano, aunque sin


hablar acerca de sustancias como haría Descartes. En lugar de preguntarnos
qué es la mente, mejor es preguntar qué hace la mente. «Por supuesto, sólo
en el cerebro puede haber una interacción entre el Mundo 1 y el 2, y en este
punto hemos de decir que Descartes fue realmente un precursor. Aunque sea
revolucionaria para la ciencia moderna, lo único que hacemos es retomar de
un modo u otro la idea fundamental de Descartes de que el Mundo 1 (que
para Descartes era el mundo mecánico) está abierto, en el cerebro, al Mundo 2»
(Popper-Eccles, 1980, 606). Frente a Descartes, las convicciones de Popper
son más bien pluralistas y defiende la tesis de que el Mundo 1 físico no está
causalmente cerrado, sino abierto al Mundo 2, abierto a los estados mentales
y a los sucesos mentales. «Ésta es, quizá, una tesis poco atractiva para el fisi-
calista, pero creo que está apoyada por el hecho de que el Mundo 3 (inclui-
das sus regiones autónomas) actúa sobre el Mundo 1 a través del Mundo 2»
(Popper, 1984, 177).
En su autobiografía refiere su distancia frente al materialismo radical y lo
que podíamos denominar el punto de arranque de su formulación previo a la
propuesta de solución, que sólo logrará consistencia con su teoría de los tres
mundos. «También me pareció bastante obvio que somos mentes, o almas, o
yoes encarnados. Pero ¿cómo puede ser entendida racionalmente la relación
entre nuestros cuerpos (o estados fisiológicos) y nuestras mentes (o estados
mentales)? Me pareció que esta cuestión formulaba el problema
mente-cuerpo; y hasta donde a mí se me alcanzaba, no había esperanza de
hacer nada que lo acercara a una solución» (Popper, 1977, 252). La intro-
ducción del Mundo 3 representa la clave del aporte de Popper al problema
que nos ocupa, «porque puede ayudarnos a desarrollar, al menos, los rudi-
mentos de una teoría objetiva —una teoría biológica— no sólo de los estados
subjetivos de consciencia, sino también del yo». Apelando a la biología, como
única apoyatura para enfrentar tan difícil cuestión, propone considerar a la
mente humana como un órgano corporal altamente desarrollado, «como un
órgano que produce objetos del hermano Mundo 3 (en el sentido más gene-
ral) e interactúa con ellos. Así propongo que contemplemos a la mente huma-
na como el productor del lenguaje humano, respecto del cual nuestras acti-
tudes básicas son innatas; y como el productor de teorías, de argumentos
críticos y de muchas otras cosas, tales como errores, mitos, historias, dichos,
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 77

utensilios y obras de arte» (Popper, 1977, 253-254). Ante esta diversidad de


ámbitos y objetos resulta difícil poner orden, pero se inclina a considerar que
fue el lenguaje lo que vino primero. Es una conjetura con cierto valor expli-
cativo, aunque resulte difícil de contrastar. Junto a las funciones de expresión
y de comunicación, que se dan también en los animales, la función descripti-
va y la argumentativa son características del hombre y las que permiten el
establecimiento y desarrollo del Mundo 3. «Con la invención del lenguaje, se
produce también la invención de excusas, de falsas excusas, y de explicacio-
nes falsas producidas para ocultar algo que no está del todo bien y que hemos
hecho, etc. Con ello surge la necesidad de distinguir la verdad de la false-
dad… y eso, según creo, explica cómo surgió de hecho originariamente la crí-
tica en el desarrollo del lenguaje y del Mundo» (Popper-Eccles, 1980, 508).
La base fisiológica de la mente debe buscarse en el centro del habla y, al igual
que Descartes buscara un asiento para el alma, Popper, consciente de resuci-
tar ese antiguo problema, se inclina por ese «único centro de control del habla
en los dos hemisferios del cerebro». Haciendo una distinción entre concien-
cia y autoconciencia, afirma, en la misma línea de Eccles, que «la autocon-
ciencia es de algún modo un desarrollo superior de la conciencia y que quizá
el hemisferio derecho sea consciente, pero no autoconsciente, si bien el
izquierdo es tanto consciente como autoconsciente. Es posible que la función
principal del cuerpo calloso sea, por decirlo así, la de transferir las interpre-
taciones conscientes, pero no autoconscientes del hemisferio derecho al
izquierdo y, por supuesto, la de transmitir algo también en la otra dirección»
(Popper-Eccles, 1980, 544).
Así pues, el problema cuerpo-mente engloba, al menos, dos cuestiones
diferentes: el de las relaciones entre estados fisiológicos y determinados esta-
dos de conciencia, y el de la emergencia del yo y su relación con el cuerpo.
Junto a esto, hay que tener en cuenta que numerosas actividades mentales son
inconscientes, una gran parte es disposicional y otra gran parte es fisiológica.
«Una teoría de este tipo, concluye Popper, es claramente interaccionista: hay
una interacción entre los diferentes órganos del cuerpo, como también entre
esos órganos y la mente. Pero más allá de esto, pienso que la interacción con
el Mundo 3 requiere siempre a la mente en sus estadios relevantes, aun cuan-
do, como muestran los ejemplos de aprender a leer y a escribir, una gran parte
del trabajo más mecánico de codificación y decodificación puede ser asumi-
da por el sistema fisiológico, que realiza un trabajo similar en el caso de los
órganos sensoriales» (Popper-Eccles, 1980, 258-259).

3.5. EL PLANTEAMIENTO DE ECCLES

Junto con Popper, con el que escribió en 1977 El yo y su cerebro, Eccles,


premio Nobel de Medicina en 1963, representa otro de los autores significa-
tivos en la defensa de un interaccionismo entre la mente y el cerebro. Su
interpretación combina el uso de datos paleontológicos y neurológicos con la
teoría de los tres mundos de Popper. El Mundo 2 se compone de las percep-
78 J. I. Morera de Guijarro

ciones externas que vienen a través de los sentidos, de las percepciones inter-
nas que forman los pensamientos, recuerdos, representaciones, sentimientos,
etcétera, y el yo como centro de la identidad personal. El cerebro forma parte
del Mundo 1, en donde no se encuentran como tales los componentes del
Mundo 2, y es entendido como una máquina neuronal de complejidad ilimi-
tada que se encuentra abierta a la interacción con el mundo de la experiencia
consciente.
Dando por supuesto que una exposición completa del nivel de compren-
sión actual del cerebro humano es una tarea que desborda cualquier plantea-
miento, Eccles limita su propósito a «suministrar una explicación inteligible
de los principios de operación cerebrales en las diversas manifestaciones que
hacen referencia a la autoconciencia y al yo» (Popper-Eccles, 1980, 254). Los
trabajos de Sperry y de Penfield se encuentran en esta misma línea y, como
veremos enseguida, son utilizados por el propio Eccles para apoyar su teoría.
La visión filogenética del género humano, que desde Darwin a nuestros
días domina la comunidad científica, pone de manifiesto, según Eccles, las
diferencias cualitativas existentes entre la actividad psíquica del hombre y los
animales. Esto le va a permitir postular la posibilidad de caracterizar la mente
autoconsciente en términos supraorgánicos. «Al alcanzar el cerebro un alto
nivel de complejidad surgió finalmente una mente autoconsciente, probable-
mente durante la evolución de los homínidos. Esta mente autoconsciente
proporcionó los mecanismos necesarios para la síntesis de las variadas y
sumamente complejas pautas espaciotemporales de la actividad neuronal del
cerebro. Pero con el cerebro y la mente humana surgió también la posibili-
dad de trascender el mundo hasta entonces incuestionable de la materia y la
energía. Esta mutación fue la novedad trascendental que inició la progresiva
transformación, relatada por la historia, del planeta tierra» (Eccles-Zeier,
1985, 166).
Frente a las teorías materialistas, Eccles defiende una «hipótesis dualista
fuerte» basada en la interacción entre el Mundo 1 y el Mundo 2 que tiene
lugar en el cerebro, en las áreas asociativas del neocórtex. La causación bidi-
reccional mente-cerebro culmina en el papel de control y de intérprete que
lleva a cabo la mente autoconsciente sobre los eventos cerebrales. La mente
autoconsciente interpreta activamente lo que se manifiesta en el nivel supe-
rior de la actividad cerebral, las áreas de relación del hemisferio cerebral
dominante o izquierdo, siendo el cuerpo calloso un potente nexo entre casi
todas las regiones de los hemisferios cerebrales. En torno a esto, Eccles apela
con detalle a las investigaciones realizadas por Sperry y colaboradores (1974)
sobre la distinción funcional existente entre el hemisferio izquierdo y el dere-
cho del cerebro humano, a partir de los experimentos realizados con pacien-
tes a los que se les había aplicado la comisurotomía (corte del cuerpo calloso
que une los dos hemisferios). Estos experimentos se dieron a partir de inter-
venciones quirúrgicas en individuos que sufrían ataques epilépticos conti-
nuos y que eran refractarios a una intensa medicación. Considerando que los
ataques tenían lugar en un hemisferio cerebral y afectaba al otro a través del
cuerpo calloso, se seccionó éste para mantener libre de los ataques al menos
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 79

uno de los hemisferios. A la vez que se lograba una notable disminución de


los ataques en ambos hemisferios se trabajó también en orden a suministrar
información sobre los hemisferios escindidos. Los procedimientos experi-
mentales llevados a cabo sobre estos sujetos investigados, los pacientes afec-
tados de comisurotomía, pusieron de manifiesto que tenían los centros del
lenguaje en el hemisferio izquierdo o dominante. Lo que resultó más signifi-
cativo es el hecho de que las actividades neuronales desplegadas por el hemis-
ferio derecho o subordinado son desconocidas para el sujeto, el cual se rela-
ciona sólo con las del izquierdo. El lenguaje y la conciencia de sí mismo se
dan en el hemisferio izquierdo. Se proporcionó, por ejemplo, información
visual que dio como resultado que las percepciones en el hemisferio derecho
no fueran comunicadas verbalmente por el sujeto, mientras las percepciones
en el izquierdo sí lo fueran. El derecho es una parte muy desarrollada del
cerebro, pero no puede expresarse verbalmente ni manifestar experiencias
conscientes, por lo que se ignora si existe alguna forma de conciencia. Así
pues, según los aportes de Sperry cabe distinguir entre una conciencia de sí
mismo asociada con el hemisferio izquierdo y una conciencia hipotética aso-
ciada con el hemisferio derecho. En condiciones normales, ambos hemisfe-
rios se complementan, se comunican y se hacen conscientes.
Estudios paralelos se desarrollaron por parte de Penfield y colaboradores,
en el Instituto Neurológico de Montreal, sobre las afasias y los centros del
lenguaje humano. Para Penfield el sustrato de la conciencia se encuentra
fuera de la corteza cerebral, probablemente en el diencéfalo (tronco cerebral
superior). Este autor, desde planteamientos monistas iniciales, llegó a defen-
der un dualismo fuerte merced a los trabajos realizados con pacientes epilép-
ticos, a los cuales operaba en el cerebro con anestesia local. Les aplicaba un
electrodo a distintas áreas cerebrales y el paciente respondía sobre las posi-
bles sensaciones experimentadas. La conclusión resultó ser que no había
nada en el cerebro que refiera a la actividad mental. «Si existiera en el cere-
bro un mecanismo —nos dice— capaz de realizar lo que hace la mente,
podría esperarse que ese mecanismo delatara su presencia convincentemente
por una mayor evidencia de la activación epiléptica o eléctrica. Pero debe
aceptarse que nada de eso ocurre». A partir de ahí, Penfield va a considerar
a la mente como una esencia distinta. «Por mi parte —afirma— tras un
esfuerzo de varios años por intentar explicar la mente basándome tan sólo en
la acción cerebral, he llegado a la conclusión de que es más simple (y más lógi-
co) aceptar la hipótesis de que nuestro ser consta de dos elementos funda-
mentales» (Penfield, 1977, 116-117). La actividad cerebral es la base física de
la mente, pero ésta despliega una actividad espiritual que permite el ejercicio de
un cierto grado de iniciativa y de libertad que nos singulariza como humanos.
Dentro de este contexto, las experiencias de la mente autoconsciente
poseen para Eccles un carácter unitario que se manifiesta en el fenómeno de
la atención. La acción de dicha mente consiste en escoger y en integrar los
mensajes de los distintos centros cerebrales según la orientación de su aten-
ción y de sus intereses. En palabras de Eccles: «Nuestra actual hipótesis con-
sidera la maquinaria neuronal como un complejo de estructuras radiantes y
80 J. I. Morera de Guijarro

receptoras: la unidad experimentada no procede de una síntesis neurofisioló-


gica, sino del propuesto carácter integrador de la mente autoconsciente»
(Popper-Eccles, 1980, 407). En este sentido, cabe destacar la función selecti-
va de la mente, la cual evita la sobrecarga de información suministrada por
los sentidos y ha sido factor clave de la evolución humana. En lo que atañe a
la distinta actividad cerebral y a los niveles de conciencia, toma Eccles ejem-
plos como el caso de las convulsiones, la situación de coma, el efecto de la
anestesia quirúrgica, el sueño…, y afirma que «para la hipótesis del dualis-
mo-interaccionismo existe una explicación plausible, a saber, el bajo nivel de
la actividad cerebral durante el coma y la anestesia, y un nivel excesivo en las
convulsiones. En tales situaciones, pueden deteriorarse o desaparecer por
completo los vínculos entre la mente autoconsciente y los patrones espa-
cio-temporales de actividad modular, llevando a la pérdida de conocimiento.
Pero no es tan sencilla la explicación de la inconsciencia durante el sueño. Es
posible que la responsabilidad sea de la alteración del patrón temporal de la
actividad neuronal. Cuando hay cambios en ese patrón se producen los sue-
ños» (Eccles, 1986, 152). En el estado de sueño, la mente autoconsciente se
encuentra privada de datos, sin nada que interpretar, lo que equivale a la
inconsciencia. Sin embargo, el sueño no significa el cese de actividad, sino
una actividad desordenada que le permite algún tipo de acción. «Pienso que
todo esto ha de interpretarse como si la mente autoconsciente hubiese esta-
do probablemente, por así decir, sondeando o escudriñando la corteza cere-
bral a lo largo de todo el sueño, en busca de algunos módulos que estuviesen
abiertos, pudiéndose utilizar para una experiencia. También sabemos que
una buena porción de ‘sueños’ se producen en la mente autoconsciente, la
cual sin duda está escudriñando continuamente y con efectividad el cerebro
de relación, por más que no se recuerden al despertar» (Popper-Eccles, 1980,
417).
Con todo ello, el carácter activo de la mente no se limita a su función
selectiva de síntesis, integración o control, sino que va más allá, en el senti-
do de ser capaz de influir en los acontecimientos neuronales. Junto a la
investigación selectiva de la actividad neuronal, se da la posibilidad de
modificación de esas actividades de acuerdo con su deseo o interés, todo lo
cual redunda en un protagonismo máximo de la mente autoconsciente en
cuanto que es capaz de conferir al yo unidad en todas sus experiencias. Esta
marcada autonomía de lo mental lleva a Eccles a plantearse qué ocurre con
la muerte, con el hecho de que toda actividad cerebral cese permanente-
mente. La teoría interaccionista —reconoce el autor— se abre entonces a
un campo de creencias personales y religiosas en donde el creacionismo y la
inmortalidad de la mente cobran sentido. Cuando las teorías materialistas
fracasan al intentar dar una explicación de nuestra experiencia de unicidad
del yo, el interaccionismo dualista atribuye esta unicidad a una creación
sobrenatural. Respecto a la muerte, el interaccionismo no garantiza una
inmortalidad, pero sí deja lugar para la esperanza. Por supuesto, en estos
planteamientos la ciencia, como algo limitado, deja paso a la teología, como
lo ilimitado por excelencia.
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 81

Sería conveniente, para terminar este breve recorrido, retomar las pala-
bras que el propio Popper y Eccles expresan al comienzo de su obra conjun-
ta El yo y su cerebro y que nos dan la situación actual de la problemática que
hemos abordado. «El problema de la relación entre nuestro cuerpo y nuestra
mente resulta en extremo difícil, especialmente por lo que respecta al nexo
existente entre las estructuras y procesos cerebrales por una parte y las dis-
posiciones y acontecimientos mentales por otra. Sin pretender ser capaces de
prever futuros desarrollos, los autores de este libro consideran improbable
que el problema llegue a resolverse algún día, en el sentido de que vayamos a
comprender realmente dicha relación. A nuestro entender, tan sólo podemos
tener la esperanza de progresar un poco aquí y allá, y es con esa esperanza
con la que hemos escrito este libro. Somos plenamente conscientes del carác-
ter considerablemente hipotético y modesto de lo que hemos llevado a cabo:
somos conscientes de nuestra falibilidad. Con todo, creemos en el valor
intrínseco de todo esfuerzo humano por profundizar en la comprensión de
nosotros mismos y del mundo en que vivimos» (Popper-Eccles, 1980, IX).
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Capítulo IV

El conductismo filosófico
Mariano Rodríguez González

4.1. GILBERT RYLE

El concepto de lo mental, aparecido en 1949, constituye la exposición más


representativa y conocida del Conductismo Lógico o Filosófico. Sus orígenes
se retrotraen al famoso principio de verificabilidad del Positivismo Lógico1,
y a los ensayos de Wittgenstein de disolver los problemas filosóficos anali-
zando el uso efectivo de nuestro lenguaje cotidiano.
La obra de Ryle nos ofrece una teoría de la mente cuya peculiaridad resi-
de en que no pretende proporcionarnos nueva información sobre cosas que
hasta ahora ignoráramos: atiende antes bien a rectificar la «geografía lógica»
del rico conocimiento común del que disponemos sobre la vida mental, rec-
tificar su ordenación conceptual, por tanto. Y es que el dualismo, ese «dogma
del fantasma en la máquina», habría venido contaminando nuestra utilización
de los principales conceptos psicológicos. Nos hallamos aquí ante un gran

1
Precisamente para convencernos de que el conductismo lógico constituye una aplica-
ción de la filosofía neopositivista al caso concreto del lenguaje psicológico, un autor como
Priest inicia su estudio de este movimiento con la exposición del escrito de uno de los repre-
sentantes más tardíos, pero también más egregios, del Positivismo Lógico, Hempel, precisa-
mente el que lleva por título «The Logical Analysis of Psychology», en el que se afirma, entre
otras cosas, que la psicología es una parte de la física (Priest, 1991/1994, 57-64).
Tenemos que advertir que la clase de conductismo en que nos vamos a centrar en este
estudio es la del llamado conductismo filosófico, semántico o lógico: en psicología la expresión
«conductismo lógico» se suele venir aplicando, en cambio, a la variante de conductismo psi-
cológico que buscó aplicar a la ciencia de la conducta la metodología hipotético-deductiva, ins-
pirada también en el neopositivismo, que va unida al nombre de Hull.
84 M. Rodríguez González

«error categorial», es decir, la doctrina oficial representa los conceptos men-


tales como si pertenecieran a una categoría o tipo lógico, cuando en realidad
pertenecen a otra2. Ryle nos quiere convencer de que el dualismo es un mito
filosófico que ha echado a perder completamente nuestra comprensión del
lenguaje psicológico.
Es cierto que la mente y el comportamiento de las personas no se pueden
describir sólo en el lenguaje de la física, la química y la fisiología. El vocabu-
lario psicológico, reconoce Ryle, no puede interpretarse haciendo referencia
al acaecimiento de procesos mecánicos. Pero la época moderna se deja llevar
por la «metáfora paramecánica de la mente», de forma que pasa a suponer
que la vida psicológica habrá de describirse en términos análogos: «Como el
cuerpo humano es una unidad compleja organizada, la mente humana tam-
bién debe ser una unidad compleja organizada, aunque constituida por ele-
mentos y estructura diferentes. Como el cuerpo humano, al igual que cual-
quier trozo de materia, está sujeto a causas y efectos, también la mente debe
estar sujeta a causas y efectos, pero (Dios sea loado) de tipo no mecánico»
(Ryle, 1949/1967, 21).
Es decir, las diferencias entre lo físico y lo mental, que el dualismo tanto
subraya, se representaron bajo un marco idéntico de conceptos, extraídos en
lo fundamental de la revolución física moderna. Las mentes son cosas, aun-
que cosas distintas de los cuerpos, y las leyes de lo mental deberán dar cuen-
ta de las operaciones mentales a partir de operaciones mentales anteriores,
por supuesto no mecánicas. Las características de las cosas mentales se obten-
drían simplemente negando las características de las cosas físicas. ¡Como si
así lográsemos entender algo! En realidad, nada sabemos sobre el funciona-
miento del fantasma, y mucho menos sobre cómo rige y regula el funcio-
namiento de esa máquina enigmática que es el cuerpo humano.
Pero hay que ir con cuidado: no se está negando la existencia de procesos
mentales, se está negando que «Existen procesos mentales» se halle al mismo
nivel que «Existen procesos físicos», y, por tanto, que se trate de dos afirma-
ciones que puedan ensamblarse mediante las conectivas lógicas. Sería como
decir que existe la Facultad de Psicología, y la de Filosofía…, y el Rectorado,
y la Universidad Complutense. Lo cual implica que Materialismo e Idealismo
son ambos respuestas a un problema, el de la Mente y el Cuerpo, que en rea-
lidad es un pseudoproblema: las dos reducciones, la de los estados mentales
a procesos físicos y la de los estados físicos a procesos mentales, se funda-
mentan en una confusión lingüística de la que sólo salimos analizando el uso
efectivo del lenguaje psicológico y su estructura lógica.

2
Cada categoría contiene el conjunto de todos los modos posibles de utilizar correcta-
mente un concepto, y viene constituida por un repertorio de reglas de uso peculiares. Come-
tería un error categorial aquel visitante que nos pidió que le enseñáramos la universidad, y que,
después de que le hubiésemos mostrado las diferentes facultades, aún siguió insistiendo en que
dónde estaba la universidad, que él no la había visto: el término «universidad» no pertenece a
la misma categoría que los términos «edificio» y «facultad».
El conductismo filosófico 85

Ryle intentará alcanzar la representación correcta de los procesos psicoló-


gicos a través de la exposición de los absurdos que se seguirían si la doctrina
oficial fuese verdadera. Así, los partidarios del mito del fantasma en la máqui-
na no tienen otra opción que suscribir la leyenda intelectualista que pretende
explicar la conducta inteligente a partir de una operación interna anterior que
consiste en planear qué hacer: «Si somos tontos nuestro plan será tonto y si
somos astutos nuestro plan será astuto» (Ryle, 28). La mente sería el lugar en
el que se llevan a cabo los pensamientos secretos. Calificativos como «habili-
doso», «sagaz» e «ingenioso» son predicados mentales que no pueden refe-
rirse simplemente a procesos musculares públicos. Ahora bien, los mismos
que están prisioneros de la leyenda intelectualista han de admitir que nadie
conoce aún las leyes que rigen las supuestas operaciones de la mente, y que
resulta de todo punto imposible explicar la interacción que se afirma entre
ellas y los movimientos físicos. Tales interacciones ni son físicas ni son men-
tales, con lo cual no les podemos aplicar ningún tipo de ley conocida. Lo que
Ryle nos está diciendo es que el reconocimiento de nuestra enorme ignoran-
cia es el punto de llegada necesario del mito del fantasma en la máquina.
Hablar de «voluntad» y «voliciones» representa, por otra parte, una
extensión inevitable del mito que se busca destruir. Y por aquí llegamos de
nuevo al absurdo, porque resulta inconcebible el que los actos mentales pue-
dan hacer que los músculos se contraigan. El lenguaje de las voliciones es jus-
tamente el de la metáfora paramecánica de la mente (Ryle, 57). De forma
parecida, se nos presentan como «mitos paramecánicos» los impulsos emo-
cionales que nos llevan a actuar, entendidos como antecedentes ocultos de las
acciones. Las emociones no son sucesos internos de los que sea testigo su titu-
lar y no las demás personas: «no son episodios, y, por lo tanto, no son el tipo
de cosas de las que se pueda ser testigo» (Ryle, 97).
Además, los supuestos objetos de la conciencia y la introspección serían
asimismo míticos. Simplemente, tales objetos no existen. «Nada tiene lugar
en un segundo mundo, ya que no existe tal mundo y, por consiguiente, no es
necesario postular formas especiales de relacionarse con los habitantes in-
existentes del mismo» (Ryle, 144). El autoconocimiento se despliega al mismo
nivel que el conocimiento del otro, no hay acceso privilegiado de ningún tipo.
Cualquiera puede estar equivocado acerca de sus estados de ánimo, de lo que
sabe e ignora, de si está despierto o soñando.
La teoría de los sense-data forma parte muy importante del mito, y se
basa, como denuncia Ryle, en la confusión de los conceptos de sensación y
observación. En realidad carece de sentido decir de las sensaciones que son
observadas por mí o por los otros. Se puede observar un pájaro, pero no un
escozor. No hay, en definitiva, dos mundos, el de los objetos comunes de
observación pública y el privado de mis sensaciones u observaciones privile-
giadas. La expresión «dato sensorial», en conclusión, carece de empleo.
Hemos, por otro lado, de guardarnos de malentender el concepto de ima-
ginación: imaginamos cosas, es cierto, este concepto tiene un uso, pero no
vemos imágenes o cuadros en la galería privada de la mente. Tales cuadros,
sencillamente, no existen.
86 M. Rodríguez González

Por último, Ryle arremete contra la idea de que procesos intelectuales


ocultos causan y dan sentido a las expresiones lingüísticas que componen teo-
rías, razonamientos, conferencias públicas y trabajos impresos. Como se com-
prende fácilmente, estamos aquí ante otra versión de la concepción parame-
cánica de la mente, quizás la más difícil de erradicar. La alternativa que se nos
propone nos sitúa ya inmediatamente en la senda de la tesis positiva del filó-
sofo: «Pensar cosas supone decirse cosas a sí mismo o decirlas a los demás
con un propósito instructivo. La afirmación de cada proposición pretende
equipar y preparar al que escucha para su utilización futura, por ejemplo,
como premisa o como una máxima de procedimiento» (Ryle, 269-270). Saber
una teoría significa estar preparado para hacer un gran número de cosas con
ella, y hacerlo de determinada manera.
Para caer en la leyenda de los dos mundos resulta casi imprescindible ser
adicto a la superstición de que todas las oraciones en indicativo, para tener
sentido, tienen que describir objetos existentes o informar sobre aconteci-
mientos (Wittgenstein, ya lo veremos, también denunció la tiranía de la forma
enunciativa). «Fulano sabe francés» nos pondría al corriente de un suceso
peculiar, de la misma manera que «Fulano está hablando francés». Pero para
descubrir que Fulano sabe francés no necesitamos descubrir en absoluto algo
que ocurre tras el telón de acero de su fuero interno. Porque los enunciados
disposicionales no pueden ser interpretados como enunciados categóricos
singulares, sino como enunciados hipotéticos abiertos: no son informes de
estados de cosas, observables o inobservables. «Fulano sabe francés» signifi-
ca, entre otras muchas cosas, que, si alguien se dirigiera a él en francés, Fula-
no le contestaría en el mismo idioma. Que estoy sediento significa, entre otras
muchísimas cosas, que si hubiese a mi alcance un vaso de agua me lo bebería.
Cuando decimos de alguien que es habilidoso no estamos informando de nin-
gún acontecimiento oculto, sino haciendo explícita una disposición o conjun-
to de disposiciones, «y una disposición es un factor de tipo lógico tal que no
puede ser visto o no visto, grabado o no grabado» (Ryle, 33).
Poseer una propiedad disposicional, entonces, se parece mucho a ser
incluido en una ley: «ser un fumador no implica que en este o aquel instante
esté fumando, sino que soy propenso a fumar cuando no estoy comiendo,
durmiendo, leyendo, atendiendo un funeral, o cuando ha transcurrido algún
tiempo después del último cigarrillo» (Ryle, 41). El conductismo lógico va
más allá del comportamiento para explicarlo, pero no hacia un comporta-
miento oculto y fantasmal, sino hasta las inclinaciones y aptitudes de las que
la conducta viene a ser la actualización. Los predicados mentales se refieren,
en definitiva, a los poderes e inclinaciones de los cuales el comportamiento
constituye la realización. «Descubrir que la mayoría de la gente tiene una mente
(aunque los idiotas y los recién nacidos no la tengan) consiste simplemen-
te en descubrir que es capaz y está dispuesta a hacer ciertos tipos de cosas.
Este descubrimiento lo hacemos observando los tipos de cosas que hace»
(Ryle, 55). Un análisis semejante tendría la consecuencia inmediata de hacer
aparecer todo el tradicional problema de las relaciones entre la mente y el
cuerpo como un absoluto sinsentido, algo parecido a preguntar «¿qué rela-
El conductismo filosófico 87

ciones existen entre la Cámara de los Comunes y la Constitución inglesa?»


(Ryle, 150). Porque «mi mente» no significa sino mi actitud a hacer determi-
nado tipo de cosas. Y «entender algo» se refiere a que alguien habría hecho
o dejado de hacer algo si se hubiesen dado tales y cuales condiciones.
Se ha criticado a Ryle por la escasa relación que su proyecto de traducción
de términos mentales a términos disposicionales ha tenido con la psicología
científica (Martínez Freire, 1995). Es cierto que su obra tiene que ver con la
psicología natural o del sentido común, pero sería una injusticia pasar por
alto que el filósofo inglés fue perfectamente consciente de las relaciones de su
pensamiento con la psicología de su época, así como de las consecuencias que
para la psicología científica se derivarían de la destrucción del mito cartesia-
no: entre otras, abandonar la idea de que la psicología es una investigación
única o un conjunto de investigaciones íntimamente conectadas.
Pero el programa semántico que es el conductismo filosófico ha de
enfrentar problemas mucho más serios. Bechtel, por ejemplo, señala tres
de ellos (Bechtel, 1988/1991, 125-126): el problema de la imposibilidad de
aprender el significado de los términos mentales, el problema del círcu-
lo de lo mental y el de la nueva orientación de la filosofía de la ciencia. Si los
términos mentales son equivalentes a listas potencialmente infinitas de enun-
ciados condicionales, ¿cómo podría un niño aprender su significado a partir
de la experiencia? En segundo lugar, el análisis de un término mental en tér-
minos disposicionales llega por lo general, más tarde o más temprano, a un
nuevo término mental: estamos atrapados en un círculo de términos menta-
les3. Por último, tras la crisis de la teoría verificacionista del significado, uno
de los fundamentos más notorios del conductismo lógico, los filósofos de la
ciencia han llegado a reconocer que es preciso aceptar en nuestro vocabula-
rio científico términos teóricos que serían irreductibles a términos observa-
cionales. Ahora bien, esto legitimaría la introducción en psicología de térmi-
nos mentales en calidad de términos teóricos, sin necesidad de hacerlos
equivaler a términos conductuales. El mismo Ryle reconoció que el conduc-
tismo psicológico había alentado la constitución del conductismo filosófico.
En la era de la psicología cognitiva parece natural pensar que la validez de
este último se halla seriamente puesta en cuestión.

4.2. LUDWIG WITTGENSTEIN

La finalidad de la filosofía de la psicología, para el filósofo austriaco, sería


el esclarecimiento de los conceptos psicológicos cotidianos, o la representa-
ción sinóptica de la gramática de las palabras psicológicas. La aplicación
correcta de verbos psicológicos tales como «pensar» no es tan clara como la

3
«En el ejemplo de mi creencia de que tengo una cita a las diez en punto, he usado una
oración condicional sobre lo que sucedería si me doy cuenta de la hora que marca mi reloj. El
término me doy cuenta es también un término mental, al que se le debe dar a su vez una tra-
ducción en oraciones condicionales» (Bechtel, 125).
88 M. Rodríguez González

de los términos de la mecánica, por ejemplo. A través de esto se conseguiría


el objetivo final: disolver los problemas filosóficos de la naturaleza de la
mente, en especial el eterno problema de la relación de la mente y el cuerpo,
pues éstos surgen de nuestra confusión en el uso del vocabulario psicológico.
En efecto, Wittgenstein no nos propone en realidad una solución determina-
da que añadir a las tradicionales, porque su idea es que el problema mismo
carece de sentido. Hemos olvidado que lo que pensamos y decimos sólo
puede ser entendido en su contexto cotidiano, en nuestro uso ordinario de
las palabras. Pues bien, el problema de la mente no aparece jamás cuando
usamos el lenguaje, es decir, cuando no dejamos de hallarnos insertos en una
forma de vida. Sólo al hacer abstracción del contexto ordinario puede surgir
la perplejidad ante la relación entre la conciencia y el cerebro. Encontramos
en Wittgenstein, sobre todo, declaraciones acerca de lo que la mente no es,
mucho más que tesis positivas (Moya, 1993, 126). Vamos a pasar revista apre-
surada a su crítica del dualismo y a sus dudas sobre el fisicalismo. A conti-
nuación veremos hasta dónde está justificado clasificar a Wittgenstein como
conductista lógico.
El ataque a la primacía del propio caso, y el argumento contra la posibili-
dad de un lenguaje privado4, se dirigen directamente contra la línea de flota-
ción del dualismo cartesiano, la posición que fascinaba a nuestro autor hasta
el punto de que algunos estudiosos lo han llegado a considerar un dualista.
El significado de las palabras no puede estar determinado por mis experien-
cias o estados de conciencia: a partir de ahora las alioadscripciones van a pre-
valecer sobre las autoadscripciones (Gil de Pareja, 1992, 62), es decir, consi-
deraremos primario el juego del lenguaje en el que atribuimos estados de
conciencia a los demás, con lo que no se intenta negar la existencia de las
experiencias internas, sino plantear una alternativa metodológica que reco-
noce la superioridad de un punto de partida objetivo, de tercera persona, en
psicología (Schulte, 1993, 60). Dejar fuera de consideración a los objetos pri-
vados no significa pronunciarse acerca de su existencia, sino simplemente
estar convencido de que el estudio de la experiencia interna sólo puede lle-
varse a cabo en el terreno de su expresión y sus consecuencias públicas.
«Líbrate siempre del objeto privado asumiendo: está cambiando continua-

4
Con el célebre argumento del lenguaje privado, Wittgenstein pensaba haber demostra-
do que un lenguaje necesariamente privado, es decir, referido a objetos y sucesos a los que sólo
yo puedo tener acceso, es de todo punto imposible. Ésta es la formulación que hace del argu-
mento Alvin Goldman, algo simplificadora, pero creemos que útil: «Supón que intentas con-
ferir significado al término ‘W’ asociándolo con alguna sensación puramente privada. Más
tarde, tras sentir una sensación, quizás digas: ‘Se trata de otra W’. Pero, ¿cómo puedes estar
seguro de estar usando el término correctamente en esta ocasión? ¿Tal vez estás siguiendo la
regla de significado que fijaste para ‘W’ originalmente? Quizás no recuerdas bien la primera
sensación y por eso tampoco eres capaz de recordar la regla que te diste a ti mismo. Así que,
como no hay manera de distinguir un uso correcto de un uso incorrecto de ‘W’ (y nadie más
puede ayudarte puesto que, por hipótesis, nadie más tiene acceso a los sucesos en cuestión), el
término no tiene en realidad significado alguno. Las únicas reglas de significado legítimas son
las que invocan objetos y sucesos públicos» (Goldman, 1993, 70).
El conductismo filosófico 89

mente; pero tú no lo notas, porque tu memoria te engaña continuamente»


(Wittgenstein, 1958/1988, 475). Para decirlo una vez más: hablar de un
mundo interno sólo tendría sentido en la medida en que pudiera ser explica-
do por referencia a hechos externos y públicamente accesibles.
Lo que se ha llamado «tiranía de la forma enunciativa» nos ha llevado a
malentender el uso de los verbos psicológicos. Pensamos que las palabras
adquieren significado cuando se refieren a objetos, prejuicio que también
denunciaba Ryle, como vimos. Y es evidente que las declaraciones en la pri-
mera persona del presente de los verbos psicológicos tienen sentido. Por lo
tanto… se referirán a objetos internos de naturaleza sumamente especial (y
decimos «sumamente especial» porque no tenemos ni idea de cuál puede ser
ésta: «cuando no se encuentra el objeto que da sentido al término nos inun-
da una perplejidad que proviene de la falta de comprensión ante el uso de
esta palabra. Cuando esto sucede, el pensamiento ‘se interpreta como expre-
sión de un proceso extraño’»[Gil de Pareja, 189]). Pero Wittgenstein consta-
ta una asimetría entre la primera y la tercera persona de los verbos psicológi-
cos. En relación con otras personas, podemos intentar verificar si lo que
dicen es verdadero cuando dicen «creo que va a llover», por ejemplo. Pero
en mi propio caso, la cuestión de la verificación no puede surgir: cuando yo
expreso mis propios pensamientos no estoy dando información de nada
(Wittgenstein, 1967/1979, 87). No es que goce de un acceso privilegiado a
ellos y a sus objetos, es que son expresiones, y no informaciones acerca de lo
que ocurre en un presunto mundo fantasmal (Budd, 1989, 15). Wittgenstein
denuncia la concepción de mi estado de conciencia como la observación de
un objeto, que entonces sería «privado», concepción hecha posible por el
modelo de la observación de objetos materiales.
De lo que se trata es de minar la idea tradicional de que la mente tiene
carácter sustancial5: lo mental no puede existir ni ser conocido independien-
temente de sus relaciones con otras entidades no mentales. Por eso la intros-
pección no será nunca suficiente: la vida mental no podría concebirse al mar-
gen de un contexto público de objetos, personas, instituciones y actividades,
porque, entre otras cosas, la normatividad del lenguaje, que es la de nuestras
formas de vida, es constitutiva de la mente (Moya, 133).
Wittgenstein cuestiona con intención polémica, en segundo lugar, lo que
tantas veces damos por supuesto: que nuestra vida psicológica sea expresión
de, o esté causada por, la fisiología del sistema nervioso. Si de repente reco-
nozco a una persona a quien no había visto hace años, ¿por qué estamos tan
seguros de que en mi cerebro ha debido ocurrir algo que se corresponda con
ese reconocimiento? El concepto de memoria no requiere que cuando recor-
damos el nombre de una persona nuestro cuerpo tenga que estar en una con-

5
Moya nos recuerda que «lo que caracteriza a aquello que puede ser considerado como
sustancia es su independencia ontológica y conceptual» (127), y llega después a la conclusión
de que «Frente a la concepción sustancial de la mente encontramos en Wittgenstein lo que
podríamos denominar una concepción contextual de la misma» (127).
90 M. Rodríguez González

dición que sea el resultado de nuestra experiencia previa con esa persona
(Budd, 30). Los textos de nuestro autor que siguen esta línea han servido a
algunos intérpretes para dirigir contra él la acusación de dualismo6, olvidan-
do así, en primer lugar, que han de ser interpretados en el contexto polémi-
co de la crítica del fisicalismo y, en segundo lugar, que lo que a Wittgenstein
le interesa propiamente es el empleo de los predicados psicológicos: lo que se
nos quiere decir es que no hay nada en el concepto de memoria, por ejemplo,
que nos lleve a asegurar a priori una especie de almacenamiento físico de
información en el cerebro: «sea lo que sea lo que el suceso deja en el orga-
nismo, eso no es la memoria» (Wittgenstein, 1980, 220). Hay una dimensión
creativa en el recordar que permanece completamente inasequible para la
noción materialista de la memoria como banco de datos.
No tenemos ninguna razón, razón de tipo conceptual, para pensar que
tiene que haber algo en la estructura del sistema nervioso del organismo que
se corresponda con la estructura de determinados fenómenos psicológicos: el
árbol procede de la semilla, pero no hay nada en la semilla que nos permita
predecir la estructura del árbol, a no ser la historia del desarrollo de la semi-
lla. Wittgenstein nos muestra que la derivación de la causalidad psicológica a
partir de la causalidad cerebral no es una derivación en absoluto necesaria:
desde el punto de vista conceptual, ¿por qué no íbamos a poder pensar en
regularidades legaliformes psicológicas a las que no correspondiera ninguna
regularidad en la fisiología cerebral? Subrayemos otra vez que nuestro autor
se sitúa en los juegos de lenguaje psicológicos: por ejemplo, el juego del len-
guaje del dolor, como tal, no establece requisito alguno sobre lo que tiene que
ocurrir en el interior del cuerpo de las personas, no exige que cada experien-
cia particular de dolor sea idéntica a un suceso físico determinado en el cuer-
po de una persona. La autonomía de la esfera psicológica se hallaría garanti-
zada para Wittgenstein ya en el propio plano conceptual y lingüístico.
En definitiva, pues, tanto los dualistas como los materialistas se hallarían
atrapados en confusiones lingüísticas, en ficciones gramaticales. Parece que
Wittgenstein lanza sus observaciones contra toda especie de reduccionismo.
Pero ya es hora de decir que se le ha venido considerando mayoritariamente,
hasta hace algún tiempo, un conductista lógico. Vamos a terminar formándo-
nos una opinión en este importante punto, si bien su crítica al dualismo, por
no hablar de su propia concepción de la filosofía de la psicología, habrá con-
tribuido ya a aclarar algunas de nuestras ideas al respecto.
Hoy muchos niegan tajantemente la idea de un Wittgenstein conductista.
Insisten en que el pensador austriaco no se habría propuesto jamás eliminar
la vida interna (hay juegos de lenguaje perfectamente autónomos para ella).

6
Incluso un autor como M. Bunge ha llegado a calificar la filosofía wittgensteiniana de la
mente de «autonomista», posición que sin duda resulta del todo ininteligible (Bunge, 1987/1988),
y se hace merecedora del escarnio del que se la ha inventado. El autonomismo no sería sino un
extraño dualismo no interaccionista, que Bunge cree que se desprende de la lectura de un par
de parágrafos de los Zettel.
El conductismo filosófico 91

Pero está claro que esto lo único que establece es que Wittgenstein no avaló
con sus reflexiones a una determinada clase de conductismo: negar los esta-
dos de conciencia supondría el resultado de otro error semántico como los
que él mismo denunciaba en el dualismo o en el fisicalismo. Y lo que nunca
se cansó de repetir es que la base sobre la que todos nuestros conceptos se
vienen a apoyar, en último término, es la actividad, el comportamiento.
¿Aspira el conductista lógico a sustituir nuestro vocabulario psicológico
completo por un equipo práctico de términos referidos directamente a con-
ducta observable? Si su propósito fuera tan simple en realidad, Wittgenstein
no sería un conductista lógico, sin duda: él mismo lo negó en más de una oca-
sión, como se sabe, y se refería exactamente a esto. Pero las cosas casi nunca
son tan fáciles. Lo que tenemos que indagar es el nuevo modo que Wittgens-
tein nos ofrece de entender los términos psicológicos. ¿La referencia al com-
portamiento es un elemento importante en este nuevo entendimiento? Ésa
sería la pregunta clave.
Y la respuesta es desde luego afirmativa: en su aclaración de los concep-
tos psicológicos, Wittgenstein concede un papel absolutamente decisivo a la
idea de conducta. En concreto, para determinar si un predicado psicológico
resulta aplicable a un sujeto cualquiera, lo único que podemos hacer es obser-
var el comportamiento de ese sujeto. Los términos psicológicos sólo pueden
ser regidos en su uso por criterios comportamentales (Budd, 17)7. El con-
ductismo de Wittgenstein se condensa en la negación de la concepción car-
tesiana y del sentido común según la cual los términos psicológicos (‘ver’,
‘visualizar’, ‘dolor’, ‘intención’, ‘alegría’, ‘creencia’…) se refieren a estados,
eventos o procesos que causan la conducta en la cual «ver», «visualizar»,
«dolor», etc., se manifiestan. Para dar cuenta de la armonía entre pensa-
miento y realidad, así lo descubre Wittgenstein, hemos de referirnos a las dis-
posiciones del sujeto, a lo que el sujeto haría, y no a sus estados de concien-
cia. Como vimos antes, el contexto público es constitutivo de la vida mental:
pues bien, el elemento crucial de este contexto sería sin duda la actividad cor-
poral y las circunstancias en que se produce. El comportamiento no es efecto
de un proceso mental, sino un elemento del concepto mismo de ese proceso
mental.
Según Chihara y Fodor, la base de este conductismo lógico sería un aná-
lisis operacionalista del lenguaje, es decir, la doctrina para la cual las opera-
ciones relevantes para determinar si un predicado se puede aplicar a un suje-
to se hallan conceptualmente conectadas con el predicado (Chihara y Fodor,
1965/1991, 139a). Pero en el caso del lenguaje psicológico las operaciones

7
Budd añade a esto la concepción wittgensteiniana de la psicología: «Se mantiene que el
psicólogo se dedica a observar y describir los fenómenos de la vida mental; pero como Witt-
genstein se refiere con el término ‘fenómeno’ a algo que puede ser observado, esto significa
que el psicólogo observa la conducta (exclusivamente). Sobre esta base distingue Wittgenstein
la psicología de la física» (17). Más adelante Budd nos advierte de que el que la psicología se
ocupe de la conducta no quiere decir en absoluto, según las coordenadas wittgensteinianas,
que se desinterese de la mente, sino tal vez todo lo contrario.
92 M. Rodríguez González

relevantes se refieren siempre a la observación y manipulación de la conduc-


ta. La conducta de dolor es un criterio para la aplicación de «dolor», y, mien-
tras los síntomas se descubren por observación, los criterios vienen dados por
las reglas del juego del lenguaje (en un partido de baloncesto, que el equipo
de casa enceste sirve de criterio para que el público grite y aplauda). En suma,
Wittgenstein deja muy claro que los estados internos requieren criterios
externos, y que los criterios conductuales son los únicos plausibles.

4.3. B. F. SKINNER

La complejidad de las relaciones del conductismo lógico con la psicología


conductista se pone bien de manifiesto en la obra de Skinner. A veces hasta
parecen confundirse, como cuando Skinner establece que el conductismo no
ha sido más que «un cumplido análisis operacional de los conceptos menta-
listas tradicionales» (Skinner, 1945/1975, 415)8. Porque ambos tendrían la
misma meta: proporcionar una definición operacional para cada término
mentalista de la psicología tradicional.
El Skinner de los 40 aparece preocupado por lograr la traducción de los
«términos subjetivos». Su planteamiento es en esencia el siguiente: estos tér-
minos son respuestas verbales a estímulos privados, y la acción reforzante de
la comunidad verbal desempeña un papel decisivo en el establecimiento y el
mantenimiento de la relación entre unas y otros. Nada hay de misterioso en
esto: cada persona posee un mundo de estímulos que le es particular. Si con-
siguiéramos determinar las condiciones internas que controlan la respuesta
«estoy deprimido», podríamos obtener los grados de control y predicción
que son posibles con estímulos externos. Skinner estudia, en definitiva, los
medios de los que se vale la comunidad verbal para generar una conducta
verbal como respuesta a un estímulo privado de un individuo9. Sería la comu-
nicación pública, por tanto, la que hace posible el acceso y la misma consti-
tución de ese mundo «privado». «Tengo hambre» es una respuesta verbal
que la comunidad lingüística me ha hecho enlazar a condiciones como «no he
comido desde hace mucho tiempo» o «este manjar me hace la boca agua», y
que describiría simplemente una tendencia a comer.
Pero en otros textos Skinner rechaza que el psicólogo deba ocuparse de
los análisis operacionales que definen conductualmente los términos menta-

8
Insistimos en que el operacionalismo, del que Skinner señala sus beneficios para la psi-
cología a pesar de no estar libre de deficiencias, vendría a resumirse en la célebre frase de
Bridgman: un concepto es sinónimo del correspondiente conjunto de operaciones que lleva-
mos a cabo para aplicarlo. Desde luego, no resulta descabellado considerar la filosofía opera-
cionalista como el fundamento del conductismo lógico.
9
Estos medios se reducen a cuatro: reforzamiento basado en concomitantes públicos;
reforzamiento basado en consecuencias públicas; reforzamiento de la respuesta cuando ésta se
hace a estímulos públicos; inducción del estímulo privado cuando es semejante al público
(Skinner, 1945/1975, 419-420).
El conductismo filosófico 93

listas. A la psicología científica no le hace falta la redefinición de lo subjetivo,


le basta con su abandono. Definir conductualmente ‘voluntad’, por ejemplo,
supondría conceder a la voluntad un lugar en la ciencia de la conducta. Pero
no lo tiene, como no lo tiene el término ‘flogisto’ en la química. Skinner pare-
ce pasar con esto del conductismo metodológico u operacionalista al con-
ductismo radical o metafísico. «Mi dolor de muelas es tan físico como mi
máquina de escribir», en definitiva.
Y en los años 70 el psicólogo americano volvería con un ensayo mucho más
ambicioso de traducción conductual de los términos psicológicos tradicionales.
Todos los análisis skinnerianos acabarán esta vez en el mismo punto de llegada:
la denuncia de la inversión explicativa de la que sería culpable la psicología del
sentido común. «Escucho discos de Brahms porque Brahms me entusiasma»
nos hace creer que los sentimientos son causa del comportamiento, cuando lo
que el psicólogo científico descubre es que la historia de los refuerzos del suje-
to es lo que determina su conducta, y que sus sentimientos y estados internos
no pasan de ser efectos colaterales de esos refuerzos. Hay una elevada proba-
bilidad de que la respuesta reforzada en el pasado se vuelva a emitir, y eso es
todo. La ciencia del comportamiento operante, a diferencia del conductismo
primitivo, es capaz incluso de desmontar y traducir todo el discurso tradicional
de la voluntad y la libertad de la voluntad: «la aparente falta de una causa inme-
diata en el comportamiento operante ha llevado a la invención de un hecho ini-
ciador» (Skinner, 1974/1975, 57). Al llegar a eso tan extraño, la «volición»,
parece que nos damos por satisfechos y dejamos de preguntar.
Skinner se muestra particularmente orgulloso del hecho de que su con-
ductismo, a diferencia del de la fórmula estímulo-respuesta, sea capaz de aco-
modar, mediante la pertinente traducción, todo el ámbito de la intención y el
propósito: por su propia naturaleza, el comportamiento operante se dirige al
futuro. Pero no debe sorprendernos que la traducción sea aquí exactamente
la misma: los motivos y los propósitos serían efectos de los refuerzos y no, de
ningún modo, la causa del comportamiento. «Cuando la persona es cons-
ciente de su propósito, está sintiendo u observando introspectivamente una
condición producida por el refuerzo» (Skinner, 1974/1975, 60). No es correc-
to decir que una persona ha dejado de ir a su trabajo porque está deprimida.
Es el hecho de no ir, junto con el desánimo que siente, el efecto de la falta de
refuerzo en el trabajo o en otro ámbito de su vida.
Es importante saber distinguir, finalmente, entre conductismo filosófico y
conductismo metodológico, y la obra de Skinner nos ofrece una gran opor-
tunidad en este sentido. Como hemos ido viendo, el conductismo filosófico
está comprometido principalmente en la aclaración semántica de los términos
mentalistas. En cambio, para hacernos una idea del valor del conductismo
metodológico, tendríamos que partir de los objetivos que para la psicología
señalan los científicos conductistas. La ciencia de la conducta se debería
orientar, según ellos, a la determinación de sus causas10, aspirando por enci-

10
Hay que tener en cuenta que, para Skinner, «causa» equivale a un cambio en la varia-
94 M. Rodríguez González

ma de todo la explicación psicológica así lograda a posibilitar la predicción y


el control del comportamiento. Es decir, si estudiamos la conducta es porque
queremos hacer algo con ella, modificar las condiciones de las personas para
que sean menos agresivas, por ejemplo.
El mentalismo y la folk psychology deberán entonces ser juzgados a tenor
de la ayuda que nos puedan prestar en la consecución de este objetivo supre-
mo. Desde este punto de vista, Skinner nos presenta cuatro objeciones con-
tra la psicología tradicional. En primer lugar, las explicaciones mentalistas
caerían en el error de suponer la existencia de un agente mental privado para
dar cuenta de los hechos públicamente observables (el organismo hace algo
porque su mente hace algo). Podemos llamar a esta crítica la objeción del
homúnculo: para Skinner estaríamos ante un proceder auténticamente ani-
mista que, desde luego, no consigue explicar absolutamente nada. Como el
conductor del coche que pisa a fondo el acelerador, mi agente interno de
repente me impulsaría a llevar a cabo tales y cuales actos.
En segundo término, los introspeccionistas asumen que los eventos y esta-
dos mentales son los antecedentes causales del comportamiento. Ahora bien,
el modo de establecer e identificar estos hechos subjetivos invalida toda pre-
tensión de que sean tenidos por causas. Y es que los mismos mentalistas reco-
nocen que estos hechos no poseen las características exigidas por las ciencias
físicas. Sobre todo: no pueden someterse a observación pública. Ésta sería la
objeción epifenomenista: en los términos skinnerianos, los hechos internos
no tendrían más que un carácter puramente deductivo, es decir, sólo se pue-
den establecer de forma y manera que su observación pública resulta imposi-
ble. Y parece extraño que algo estrictamente privado genere efectos pública-
mente observables. Aun si los generara, ¿cómo íbamos nosotros a saber
establecer las correlaciones pertinentes?
Las explicaciones conductuales que parece posibilitar la dimensión de lo
mental, en tercer lugar, no pasarían de ser descripciones redundantes absolu-
tamente inservibles. La causa interna mental es ficticia porque es aducida
enteramente «ad hoc». «Actúa brillantemente porque es muy inteligente»,
«no soporto los ascensores ni los féretros porque padezco claustrofobia» son
afirmaciones que se limitan a referir dos veces la misma cosa. Ésta es la obje-
ción de la circularidad: toca muy bien el piano porque tiene mucho sentido
musical, pero sabemos que tiene mucho sentido musical exclusivamente por-
que toca muy bien el piano.
Por último, el eslabón mental o intermedio de la cadena de la conducta
puede ser puesto entre paréntesis sin la más mínima pérdida en la predicción
o en el control. Skinner pone como ejemplo: Privación de Agua-Sed-Hecho
de Beber. Podemos prescindir de la sed para dar cuenta del hecho de beber
exclusivamente a partir de la privación de agua. Es más, debemos prescindir
de la sed porque, en tanto fenómeno mental, resulta imposible de manipular.

ble independiente, y «efecto», a un cambio en la variable dependiente, de manera que la rela-


ción de causalidad la entiende simplemente como relación funcional (1953/1977, 53).
El conductismo filosófico 95

Y sin manipular las variables no podemos llegar a las relaciones funcionales,


a las leyes, a las que aspira el psicólogo. Es la objeción de la simplicidad.
En definitiva, el conductismo metodológico consiste en la doctrina que,
sin negar la existencia de los estados internos, afirma, en primer lugar, que no
son importantes en un análisis funcional, y, en segundo término, que si les
damos entrada en la psicología científica, nos encontraremos con graves difi-
cultades a la hora de explicar la conducta (1953/1977, 64).
Por muy saludables que en cierto momento de su historia hayan sido para
la psicología las restricciones del conductismo metodológico, y por mucho
que tengamos que celebrar la limpieza conductista de las pseudoexplicacio-
nes psicológicas del sentido común, hay que decir que la concepción de la
ciencia que formaba el núcleo de este movimiento no es ya la de nuestro pre-
sente: como nos enseña la física teórica, y como ya dijimos a la hora de criti-
car a Ryle, no todos los términos teóricos de una ciencia han de estar conec-
tados directamente con los observacionales (y los términos mentalistas
pueden hacer una labor en psicología muy parecida a la que desempeñan
«neutrino», «protón», etc.). Son legítimas las entidades inferidas, cuando los
procesos de inferencia se han controlado cuidadosamente, y cuando toleran
predicciones independientes de las que las generaron. En este sentido, las
bases mismas de la postura que conocemos con el nombre de «conductismo
metodológico» nos aparecen hoy seriamente dañadas por la evolución de la
filosofía de la ciencia: la misma observación de la acción humana podría exi-
gir la postulación de estados y eventos mentales, por lo menos si nuestra aspi-
ración es la de explicarla (más que predecirla y controlarla).
En definitiva, no parece que hoy sea científicamente razonable ignorar la
existencia de fenómenos internos. Justamente porque pensamos que sí
desempeñan algún papel en la producción de la conducta.
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Capítulo V

Fisicalismos
Pedro Chacón Fuertes
Mariano Rodríguez González

INTRODUCCIÓN

Las concepciones materialistas del ser humano y de sus actividades men-


tales se remontan al pensamiento griego (Leucipo y Demócrito), pero las for-
mas de materialismo que nos limitaremos a analizar aquí son aquellas que se
forjan a partir de la formulación moderna de la noción de «mente» y que
intentan resolver el problema de sus relaciones con la materia, sea física u
orgánica. A la dimensión ontológica de este problema (¿existe algo mental
independiente de lo material?) están estrechamente unidos los problemas
semánticos (¿el significado de nuestros términos psicológicos es traducible al
de los términos físicos?) y los problemas epistemológicos (¿las explicaciones
de la psicología son reducibles a las de la física o la neurología?). Sobre cada
uno de ellos se han planteado respuestas que abogan por una concepción
dualista o por un monismo materialista.
De nuevo, es el dualismo de raíz cartesiana, con su radical separación entre
la «res extensa» y la «res cogitans», quien está a la base de las formulaciones
modernas del materialismo en filosofía de la mente, pues los materialistas ven-
drán, con argumentos diversos, a negar el dualismo defendiendo bien la in-
existencia de entidades mentales, bien la posibilidad de identificarlas con enti-
dades, cualidades y procesos materiales, bien la necesidad de traducir nuestro
lenguaje mentalista a un lenguaje físico, bien la posibilidad de reducir las
explicaciones psicológicas sobre lo mental a explicaciones físicas y orgánicas.
Pero el dualismo cartesiano no es sólo el adversario natural de todas las
teorías materialistas del problema mente-cuerpo. Paradójicamente, Descartes
98 P. Chacón Fuertes

puede ser también considerado como el punto de partida, al menos históri-


co, de su planteamiento. Como es bien sabido, Descartes creyó legítimo esta-
blecer la línea divisoria entre lo físico y lo mental en el «Cogito», en el pen-
sar, colocando en el ámbito de la materia extensa tanto a nuestro propio
cuerpo orgánico como a los animales. Las actividades de estos organismos no
son, a su juicio, más que el resultado de una compleja maquinaria. Pues bien,
la alternativa estaba servida: ¿por qué la mente humana no podría ser expli-
cada basándose en los mismos principios de las ciencias físicas? ¿Acaso los
procesos y los productos cognitivos del hombre no podrían constituir más
que un caso particular de los procesos y de productos materiales? ¿No será
aquella mente independiente una realidad fantasmal pues sólo nos está acre-
ditada la existencia real de cuerpos y estados de la materia física? Las res-
puestas materialistas al problema mente-cuerpo en el pensamiento moderno
surgen, así, de una radical confrontación con el dualismo cartesiano: no exis-
te la mente o, de forma más atenuada, deben identificarse y concebirse sus
relaciones como relaciones entre sistemas físicos y/o orgánicos. Estas alterna-
tivas materialistas ya fueron defendidas, entre otros, en el siglo xvii por
Hobbes y en el siglo xviii por La Mettrie.
La teoría de la evolución, el progreso de las ciencias positivas en el siglo xix
y, en particular, la aplicación de su metodología al ámbito de ciencias huma-
nas y sociales comportaron un fuerte apoyo empírico a las concepciones mate-
rialistas de la mente humana. Los avances en el estudio fisiológico del sistema
nervioso, en las localizaciones cerebrales, y los progresos tanto de la psicolo-
gía animal como de la psicología experimental en estudios realizados con
métodos de las ciencias naturales sobre procesos superiores de la conducta
humana parecían cerrar la brecha, o, al menos, aproximar las dos orillas men-
tal y física establecidas por Descartes. La mayor parte de los psicólogos cien-
tíficos se adscribieron a posiciones materialistas, o bien, a fin de legitimar la
autonomía de la psicología como ciencia, defendieron formas atenuadas del
dualismo como el paralelismo psicofísico o el epifenomenismo. Sin embargo,
justo es reconocer que el debate estaba (y sigue estando en nuestros días) muy
lejos de quedar cerrado. Así, por ejemplo, todo el movimiento o «paradigma»
de la psicología fenomenológica, que se remonta a la obra de Brentano, siguió
defendiendo la radical distinción entre fenómenos físicos y fenómenos psíqui-
cos, identificados estos últimos por su carácter intencional.
Como señala Ferrater Mora, «el término ‘fisicalismo’ puede entenderse en
cuatro sentidos. 1) Como la doctrina según la cual los procesos psíquicos
pueden reducirse a procesos físicos. 2) Como la doctrina según la cual los
procesos psíquicos pueden explicarse en términos de procesos físicos. 3) Como
la doctrina según la cual la física constituye, o debe constituir, el modelo para
todas las ciencias, cuando menos de las ciencias naturales. 4) Como una solu-
ción dada, dentro del Círculo de Viena, a los problemas de verificación inter-
pretada en sentido radical». (Ferrater Mora, 1979, 1262). En efecto, los lógi-
cos, filósofos y científicos agrupados en el llamado Círculo de Viena en torno
a los años 30 se interesaron por el problema de establecer con nitidez un cri-
terio de demarcación entre proposiciones científicas y no científicas, y un
Fisicalismos 99

criterio de verificación de las proposiciones empíricas de toda ciencia no for-


mal. Al menos en los inicios del Círculo de Viena, estos autores soñaban con
el ideal de una Ciencia Unificada, que utilizando un método común se apli-
cara a distintos ámbitos de objetos. La Física representaba para ellos el ejem-
plar modélico de explicación que el resto de las ciencias debía imitar.
Surgió así el programa epistemológico del fisicalismo defendido por los
neopositivistas del Círculo de Viena. Dos de sus más insignes representantes,
Neurath y Carnap, se encargaron de establecer su ampliación a las ciencias
humanas, Neurath a la sociología y Carnap a la psicología. Las tesis de este
fisicalismo fueron claramente enunciadas por Carnap al comienzo de su artí-
culo del año 1932 «Psicología en lenguaje fisicalista»: «nos proponemos
explicar y fundamentar la tesis de que toda proposición en psicología puede for-
mularse en lenguaje fisicalista. Para decir esto en el modo material de hablar:
todas las proposiciones de psicología describen acontecimientos físicos, a saber,
la conducta física de los humanos y de otros animales. Ésta es una tesis parcial
de la tesis general del fisicalismo, que reza que el lenguaje fisicalista es un len-
guaje universal, esto es, un lenguaje al cual puede traducirse cualquier pro-
posición» (Carnap, 1932, 171). Se trata, pues, de una tesis de identidad lógi-
ca entre proposiciones psicológicas y proposiciones conductuales externas.
Los motivos que llevan a Carnap a defender esta posición son los siguien-
tes: la verdad de cualquier proposición molecular o compuesta depende de la
verdad de sus proposiciones atómicas o protocolares. Pero, en el caso de la
psicología, éstas no pueden adquirir su significado objetivo a partir de los
datos sensoriales de la experiencia subjetiva, pues ésta es privada e incomu-
nicable. Por tanto, no consisten en descripciones de ningún mundo interno,
sino que se refieren a acontecimientos físicos públicos. Los predicados men-
tales deben ser traducidos a predicados físicos. Carnap concluye que la psi-
cología es una rama de la física y que sus proposiciones, tanto si se refieren a
la mente de otros como a la propia, sólo describen comportamientos físicos
o disposiciones conductuales. Por ejemplo, la proposición «el señor A está
excitado ahora» puede y debe verificarse del mismo modo que una proposi-
ción del tipo «este soporte de madera es muy firme», pues, en ambos casos,
sólo se pretende informar de que existe una entidad física caracterizada por
la propensión a reaccionar de una determinada manera a determinado estí-
mulo físico.
Resulta fácil apreciar la estrecha relación que guarda esta formulación del
fisicalismo en psicología realizada por Carnap en 1932 con las tesis metodo-
lógicas del conductismo radical. Pero el propio Carnap modificó en 1956 su
primitivo planteamiento indicando que, si bien podía seguir resultando cier-
ta para los términos psicológicos del lenguaje cotidiano, con respecto a los de
la psicología científica consideraba ahora más acorde con los procedimientos
científicos generales entenderlos no como conceptos meramente disposicio-
nales, sino como conceptos teóricos o constructos hipotéticos. Este nuevo
planteamiento guarda, en cambio, más estrecha relación con la tesis de la lla-
mada «concepción heredada» neopositivista de la ciencia y con los presu-
puestos metodológicos asumidos por los psicólogos neoconductistas.
100 P. Chacón Fuertes

Todo ello, sin embargo, se corresponde en cierta medida con la «prehis-


toria» de las concepciones materialistas en filosofía de la mente al igual que
en psicología. Tanto las tesis verificacionistas del Círculo de Viena como los
supuestos básicos del modelo neopositivista de ciencia entraron en crisis, del
mismo modo que, en psicología empírica, el conductismo fue revelando sus
insuficiencias como modelo explicativo del conjunto de las actividades huma-
nas. A partir de los años 60, la alternativa fisicalista del problema mente-cuer-
po tomó nuevas formas y se apoyó en nuevos argumentos para sostener su
rechazo al dualismo psicofísico. De dos de ellas pasamos a ocuparnos en la
páginas siguientes: la teoría de la identidad y el materialismo eliminativo.

5.1. LA TEORÍA DE LA IDENTIDAD

5.1.1. Las tesis de la teoría de la identidad

En 1956, un filósofo australiano, U. T. Place, publicaba en el British Jour-


nal of Psychology un breve artículo que puede considerarse el acta oficial de
nacimiento de la teoría de la identidad. El nombre del artículo era «Is Cons-
ciousness a Brain Process?» («¿Es la conciencia un proceso cerebral?»). Place
comenzaba reconociendo que el fisicalismo moderno, a diferencia del mate-
rialismo de los siglos xvii y xviii, era conductista pues venía a identificar los
estados mentales con determinadas conductas o con disposiciones conduc-
tuales, y mostraba su acuerdo en que podría ser correcto un análisis con-
ductual del significado de conceptos psicológicos como «conocer», «creer», «recor-
dar» y «querer». Pero, para otro gran conjunto de conceptos psicológicos,
todos aquellos que se refieren a la conciencia, por ejemplo, la experiencia de
un determinado dolor o de una sensación auditiva o de un sentimiento o de
una imagen mental, le parece más correcto admitir que se refieren a procesos
internos del propio sujeto que tiene tales experiencias. El artículo se propo-
ne defender «que la aceptación de procesos internos no implica dualismo y
que la tesis de que la conciencia es un proceso cerebral no puede ser negada
con argumentos lógicos» (Place, 1956, 43).
Place tiene buen cuidado en matizar que lo que resulta identificado por
la teoría de la identidad psicofísica no son las descripciones que podemos
ofrecer de nuestros estados de conciencia y de nuestros procesos cerebrales.
Esta tesis sería evidentemente falsa: podemos describir los primeros sin saber
nada de los segundos y ambos tipos de descripciones se comprueban o veri-
fican de modo muy diferente. Lo único que afirma es que aquello de lo que
hablan, aquello a lo que se refieren ambos tipos de descripciones, la psicoló-
gica y la neurológica, es una misma realidad, un mismo estado de cosas. No
existiría algo «mental» además de lo «cerebral». La teoría de la identidad
propone un monismo materialista, aunque admita descripciones diferentes
de un mismo hecho.
En segundo lugar, Place tiene también buen cuidado en subrayar que la
afirmación de que las experiencias psicológicas se identifican con estados
Fisicalismos 101

cerebrales no es una verdad necesaria ni tampoco se trata de una identidad


lógica del tipo «un cuadrado es un rectángulo equilátero». Se trataría de una
hipótesis científica que expresa una verdad contingente: negarla no implica
cometer ninguna contradicción lógica; pero, de hecho, las experiencias psí-
quicas se identifican con procesos cerebrales. Y, en tercer lugar, Place sostie-
ne que la tesis defiende una identidad en sentido estricto, no de una mera
semejanza, ni de un paralelismo: las experiencias psicológicas de nuestros
estados internos no son paralelas ni están correlacionadas con determina-
dos estados cerebrales: son lo mismo, se identifican con éstos.
A juicio de Place, los rechazos que provoca esta hipótesis se fundamentan
o bien en una confusión lógica o en una falacia fenomenológica. La confusión
lógica consiste en no distinguir el «es» de la definición con el «es» de la com-
posición. Así, la afirmación «un cuadrado es un rectángulo equilátero» es ver-
dadera por definición, necesariamente. Por el contrario, la afirmación «esta
mesa es un antiguo cajón de sastre» es una verdad de hecho, contingente.
Aunque en ambos casos «es» indica identidades, son de distintos tipos. La
teoría de la identidad sólo se comprometería con el segundo tipo. Por tanto,
se trata de una tesis empírica, de una hipótesis científica que no puede ser
negada por meros argumentos lógicos.
La segunda confusión que provoca rechazos a admitir como verdadera la
teoría de la identidad es la llamada «falacia fenomenológica»: el error de creer
que cuando describimos nuestras experiencias psíquicas, como sensaciones o
sentimientos, estamos describiendo propiedades literales de determinados
objetos mentales internos; creer, por ejemplo, que cuando describimos una
imagen verde estamos admitiendo la existencia de un objeto mental, no físi-
co, coloreado de verde. Si esto fuera así, efectivamente la experiencia feno-
ménica no podría ser identificada con ningún proceso cerebral. Pero, a juicio
de Place, podemos liberarnos de esta falacia: «cuando describimos la imagen
como verde, no estamos diciendo que haya algo, la imagen, que sea verde;
estamos diciendo que estamos teniendo la clase de experiencia que normal-
mente tenemos cuando, y que hemos aprendido a describir cuando, miramos
a una parcela verde de luz» (ibíd., 50).
Este «materialismo reduccionista» fue calurosamente acogido, aunque,
como veremos a continuación, también suscitó fuertes críticas. Entre los
autores que defendieron la teoría de la identidad psicofísica cabe destacar a
H. Feigl (1958), J. C. Smart (1959) y D. M. Armstrong (1965, 1968). El pro-
fesor Herbert Feigl, de la Universidad de Minnesotta, en un extenso estudio
(«The ‘Mental’ and the ‘Physical’»), tras analizar las insuficiencias de las res-
tantes respuestas ofrecidas al problema mente-cuerpo, concluye afirmando
que los estados de experiencia directa que tenemos los seres humanos y que
atribuimos a algunos animales superiores son idénticos a ciertos aspectos de
los procesos neuronales de sus organismos, o, dicho en otras palabras, que
«aquello de lo que se tiene experiencia y (en el caso de los seres humanos) es
conocido experiencialmente (by acquaintance) es idéntico al objeto del cono-
cimiento por descripción (knowledge by description) proporcionado en pri-
mer lugar por la teoría de la conducta molar, y éste a su vez es idéntico con
102 P. Chacón Fuertes

lo que la ciencia de la neurofisiología describe (o, más bien, describirá cuan-


do haya alcanzado un progreso suficiente) como procesos que ocurren en el
sistema nervioso central, quizás especialmente en el córtex cerebral» (Feigl,
1958, 446).
Por su parte, J. C. Smart, tan sólo dos años después de publicarse el artí-
culo fundacional de Place, se ocupó en rebatir ocho objeciones que se habí-
an planteado a la teoría de la identidad. Las más importantes son aquellas que
defendían la existencia, no de procesos independientes, sino de propiedades
mentales irreductibles a las propiedades neuronales, o que afirmaban que las
imágenes no son espaciales como lo son los procesos cerebrales, o, en fin, que
las sensaciones son privadas mientras que los procesos cerebrales son públi-
cos. A todas ellas cree encontrar respuesta Smart: la cualidad de «amarillo»
no sería de la imagen, sino del objeto percibido; la teoría de la identidad no
afirma que sean procesos cerebrales las imágenes, sino las experiencias de
tenerlas; y, en fin, sólo el progreso de la neurología nos permitirá informar
con un lenguaje público lo que hasta ahora sólo puede informarse a través de
un lenguaje introspectivo privado. Smart concluye su artículo de 1958 mati-
zando que la tesis de la identidad psicofísica no puede considerarse, en rigor,
como una tesis empírica, pues no existen experimentos que puedan decidir a
favor de ella o del epifenomenismo. Se trata, más bien, de una hipótesis teó-
rica que debe ser asumida por acomodarse con más fidelidad que sus rivales
a los principios de parsimonia y simplicidad.
En fin, D. M. Amstrong generalizó el alcance de la teoría de la identidad
inicialmente propuesto por Place. No sólo los términos relativos a sensacio-
nes como «dolor», sino también los términos disposicionales, como «inteli-
gente» o «adicto al tabaco», debían ser identificados con estados neurológi-
cos de los organismos. Al fin y al cabo, no existe duda alguna respecto a lo
que sucede con términos físicos equivalentes como «fragilidad»: la aptitud
para romperse ante un ligero golpe está causada por y se identifica con una
determinada composición fisicoquímica del objeto al que atribuimos esta
cualidad. Del mismo modo, todo el lenguaje psicológico relativo a creencias,
deseos o aptitudes mentales tendría también como referente a los estados y
procesos del sistema nervioso central. La teoría de la identidad podía ser pre-
sentada como una «teoría materialista de la mente» (Armstrong, 1968).
La identificación entre lo mental y lo cerebral ha recibido diversos nom-
bres: tesis de la identidad, teoría de la identidad, teoría de la identidad psico-
física, teoría de la identidad mente-cuerpo, teoría materialista del estado cen-
tral, materialismo, fisicalismo o, por la razones que indicaremos más adelante,
fisicalismo de tipos. Aunque las formulaciones comportaran ligeras diferen-
cias, quienes las propugnaban compartían una misma convicción materialis-
ta y se vieron obligados, desde el principio, a analizar y precisar las relaciones
que tal teoría tendría tanto con la llamada psicología natural o psicología del
sentido común (folk psychology) como con las ciencias empíricas, en particu-
lar las neurociencias.
A fin de explicar la compatibilidad de este monismo materialista con el
dualismo mentalista inserto en el lenguaje cotidiano y en las explicaciones de
Fisicalismos 103

la psicología natural, sus defensores solían recurrir a algunos otros ejemplos


del tipo de identidad psicofísica: nuestra experiencia fenoménica y nuestra
descripción psicológica de una nube o de un rayo son bien distintas de la que
sobre esos mismos objetos pueda llevar a cabo un físico: la nube percibida es
blanca o gris, mientras que la explicación física no incluye estas propiedades,
sino que la define como masa de gotas de agua y otras partículas en suspen-
sión, con propiedades como la de estar cargada eléctricamente. Nada se
opone, sin embargo, a que las dos descripciones se refieran a una misma rea-
lidad: no se corresponden con la existencia de dos objetos en el mundo, sino
con la de uno solo. Del mismo modo, nuestras descripciones de las experien-
cias psicológicas son diferentes de las que un neurólogo pueda dar de los pro-
cesos cerebrales, pero ello no impide que podamos afirmar la identidad onto-
lógica entre ambos.
Asimismo, los teóricos de la identidad suelen recurrir a una importante
distinción establecida por el lógico Frege y utilizada por H. Feigl para expli-
car el alcance de su hipótesis. Según Frege, en el significado de los términos
habría que distinguir entre Sinn (sentido) y Bedeutung (referencia). Dos tér-
minos pueden tener distinto sentido, es decir, implicar distintas connotacio-
nes en su significado, y, sin embargo, compartir un mismo referente, es decir,
pueden referirse a un mismo objeto. Por ejemplo, las expresiones «el lucero
del alba» y «la estrella vespertina» tienen indudablemente sentidos diferen-
tes, pero no por ello denotan dos entidades diferentes, sino que ambas se
refieren a un mismo objeto físico, el planeta Venus. Del mismo modo, afir-
man los teóricos de la identidad, los términos, proposiciones, explicaciones y
teorías psicológicas tienen un sentido distinto al de los términos, proposicio-
nes, explicaciones y teorías de la neurología, pero tienen una idéntica refe-
rencia, denotan un solo acontecimiento en el mundo: un determinado estado
del sistema nervioso.
Al presentarse como una hipótesis empírica (Place) o como una teoría
cuya aceptación frente a otras rivales está justificada por su congruencia con
los datos científicos y por su fecundidad como programa de investigación
(Smart), la teoría de la identidad implica que el progreso en las neurociencias
será el encargado de mostrar las correlaciones biunívocas entre los términos
psicológicos y los términos físicos y de establecer la reducción de las explica-
ciones mentalistas a explicaciones neurológicas, en forma similar a como el
progreso de la bioquímica permitió reconocer la identidad entre los genes y
las moléculas del ADN. Como argumentos a favor, los teóricos de la identi-
dad subrayan tanto su congruencia con los datos obtenidos por la biología
evolutiva y la neurología, como su mayor simplicidad con respecto a las teo-
rías dualistas: utilizando la navaja de Ockham, no habría necesidad de postu-
lar la existencia de dos clases de procesos distintos cuando una sola (la neu-
rológica) es suficiente para explicarnos las actividades psíquicas de los seres
humanos y de algunos animales.
En el ámbito hispano, ha sido sin duda Mario Bunge quien con mayor
ardor ha defendido la identidad ontológica entre estados mentales y cerebra-
les, combatiendo militantemente en contra del dualismo del mismo modo
104 P. Chacón Fuertes

que lo hace contra el psicoanálisis y los modelos computacionales de la


mente. Dada la difusión que sus obras han tenido en nuestro país, resulta
necesario hacer una breve referencia al parentesco y diferencias que guarda
su posición sobre el problema mente-cuerpo con la teoría de la identidad que
venimos analizando. Según sus propias y reiteradas afirmaciones, «el mate-
rialismo emergentista» que propugna se diferenciaría del «materialismo
reductivo o fisicista» de la teoría de la identidad en rechazar que todos los
eventos son reducibles a la realidad física. A su juicio, en el proceso evoluti-
vo habrían surgido seres orgánicos con propiedades distintas e independien-
tes de las que son propias de la materia física. Su materialismo no sería reduc-
cionista. Sin embargo, debe tomarse en cuenta que la teoría de la identidad,
en sentido estricto, se limita a afirmar, tal como venimos exponiendo, la iden-
tidad entre procesos mentales y procesos cerebrales, sin plantear directa-
mente el ulterior problema de si estos últimos, a su vez, son reducibles e iden-
tificables con procesos físico-químicos. Con todo, similares razones a las que
nos llevan a concluir la identidad entre propiedades mentales y estados neu-
rológicos podrían llevarnos a concluir en la identidad entre las propiedades
del sistema nervioso y estados determinados de su composición material físico-
química.
En cualquier caso, los teóricos de la identidad no tendrían objeción algu-
na en suscribir las tres tesis que Mario Bunge establece como constitutivas de
su «monismo psiconeural emergentista»: «1) todos los estados, sucesos y pro-
cesos mentales son estados, sucesos o procesos en los cerebros de los verte-
brados superiores. 2) Estos estados, sucesos y procesos son emergentes con
respecto a los componentes celulares del cerebro. 3) Las relaciones denomi-
nadas psicofísicas (o psicosomáticas) son relaciones entre subsistemas dife-
rentes del cerebro, o entre alguno de ellos y otros componentes del organis-
mo» (Bunge, 1980, 42).

5.1.2. Las dificultades de la teoría de la identidad

Como ha indicado Dennett, la identificación estricta entre procesos men-


tales y procesos cerebrales «divide a la gente de una manera curiosa. Para
unos parece obviamente verdadera (aunque el expresarla apropiadamente
pueda suponer pequeñas exigencias con los detalles), y para otros parece falsa
de manera igualmente obvia. Los primeros tienden a ver todos los intentos de
resistir a la teoría de la identidad como motivados por un miedo irracional al
avance de las ciencias físicas, una especie de hylefobia humanista, mientras
que los últimos tienden a descalificar a los teóricos de la identidad como
cegados por una equivocada adoración a la ciencia para no ver el absurdo
manifiesto de la tesis de la identidad» (Dennett, 1981, 206).
Esta misma sensación de perplejidad ante la tesis de la identidad psicofí-
sica es reconocida por Th. Nagel, quien, en un artículo dedicado precisa-
mente a mostrar las insuficiencias de las críticas que se le habían dirigido,
acaba reconociendo que el fisicalismo le repele «a pesar de estar convencido
Fisicalismos 105

de su verdad» (Nagel, 1965, 25). La razón de este desasosiego no es otra que,


por un lado, se le presenta como la teoría más coherente con la explicación
científica del mundo, pero, por otra, el fisicalismo dejaría sin explicar la sub-
jetividad esencial de los estados psicológicos, nada más y nada menos que al
propio yo.
Una cosa, sin embargo, resulta innegable y es reconocida hasta por los
propios enemigos de la teoría de la identidad: su fecundidad. No sólo ha
dado lugar a un amplio desarrollo de estudios en los que se intenta preci-
sarla y corregirla, estudios que han sido recogidos en diversas antologías
(O’Connor, 1969; Borst, 1970; Rosenthal, 1971; cfr. también MacDo-
nald, 1985), la teoría de la identidad también ha provocado la profundización
en problemas teóricos fundamentales como el de la identidad y el problema
mente-cuerpo. En cualquier caso, gran parte de la filosofía de la mente con-
temporánea no sería comprensible sin la polémica suscitada por la teoría de
la identidad y, en no escasa medida, es heredera de ella. Puede ser paradóji-
co, pero no inexacto, afirmar que la «fracasada» teoría de la identidad de los
años 60 y 70 constituyó un gran éxito.
Las dificultades con las que se encontró la tesis de la identidad mente-
cerebro son de diversos tipos. A fin de ordenar las críticas que en ellas se sus-
tentan, nosotros las dividiremos en tres clases: críticas referidas a la identidad,
críticas referidas a su extensión y críticas referidas a su realización.

5.1.2.1. Críticas referidas a la identidad

El primer y más amplio grupo de objeciones que se levantaron contra la


teoría de la identidad tiene como fundamento la llamada Ley de Leibniz o el
principio de indiscernibilidad de los idénticos. Dado que se defiende una
estricta identidad entre lo mental y lo cerebral, debería cumplirse que todo lo
que pudiera afirmarse de uno pudiera afirmarse del otro. A es idéntico a B si
y sólo si el contenido de las expresiones que se refieren a A y son verdaderas
con respecto a A pueden referirse y son verdaderas respecto de B, y vicever-
sa. Únicamente si se cumple esta condición, podemos afirmar que dos enti-
dades son idénticas, aunque las expresiones puedan ser diferentes; única-
mente si se cumple esta condición, podemos afirmar que los sucesos y estados
mentales son idénticos a sucesos y estados cerebrales, aunque sean bien dis-
tintas las formas lingüísticas de la psicología y de la neurología que podemos
utilizar para referirnos a esa entidad única.
Ésa es la condición que, según sus críticos, la teoría de la identidad no
cumple de manera evidente. Seleccionamos algunos de los argumentos que
esgrimen: en primer lugar, los estados mentales, si bien son temporales, no
son espaciales, mientras que los cerebrales siempre ocurren en determinado
espacio; en segundo lugar, sería absurdo atribuir las propiedades fenoméni-
cas (tales como «rojo», «agradable» o «enojado») que son propias de las imá-
genes o de los procesos mentales a procesos y estados del cerebro; en tercer
lugar, sería igualmente absurdo atribuir las propiedades intencionales de los
106 P. Chacón Fuertes

procesos y contenidos mentales a ningún tipo de estado físico: Una determi-


nada idea puede ser calificada de «ingeniosa» al igual que una determinada
creencia (por ejemplo, Pedro cree que sus alumnos leen pocos libros de Psi-
cología) puede ser verdadera o falsa, pero carecería de sentido atribuir la pro-
piedad de «ingenioso» o de «falso» a un evento neuronal. En cuarto lugar, los
fenómenos mentales serían «privados» y tendrían un acceso «subjetivo» a
ellos, mientras que los cerebrales serían «públicos», podrían ser conocidos
objetivamente. En fin, la tesis de identidad sólo podría cumplirse si pudiéra-
mos atribuir propiedades mentales a eventos neurológicos, lo que, a juicio de
sus críticos, resulta del todo punto imposible.
Los partidarios de la teoría de la identidad han intentado, desde Smart,
replicar a estas críticas con diversas estrategias: subrayando que no identifi-
can los contenidos mentales, sino sólo sus procesos con estados cerebrales,
negando la existencia real de «objetos mentales» y reconociendo sólo la de la
experiencia de tales objetos, afirmando que las diferencias en el modo de
conocer no implican diferencias en el modo de ser de lo conocido y, en fin,
confiando en que el progreso de las neurociencias consiga eliminar algunas
de nuestras reticencias a la teoría de la identidad, reticencias que sólo se fun-
damentarían en las concepciones heredadas de una precientífica psicología
popular. Las ciencias han obligado, en no pocas ocasiones, a modificar los
supuestos de una cultura, al igual que los significados de términos del len-
guaje cotidiano. Atribuir propiedades intencionales y semánticas a los proce-
sos cerebrales nos resulta extraño en nuestros días, pero sólo los progresos en
la investigación empírica conseguirán revelar el carácter ilusorio de esa extra-
ñeza, o, al menos, promoverán su debilitamiento.
Con todo, subsiste el problema de cómo una concepción materialista
pueda dar cabal cuenta de los «qualia» o cualidades psicológicas de nuestra
experiencia fenoménica. Un sordo de nacimiento podría conocer a la perfec-
ción los procesos cerebrales involucrados en una determinada audición, pero
seguiría «siendo» radicalmente sordo, incapaz de acceder, por ejemplo, a las
cualidades sensoriales que suscita escuchar una pieza musical de Mike Old-
field o un «quejío» de Camarón. Como afirma Rabossi, el problema de los
qualia es el «talón de Aquiles» de toda teoría de la mente materialista, tanto
de la teoría de la identidad como del funcionalismo. Pero también las posi-
ciones contrarias parecen tener problemas insolubles: «La mención de las
dificultades que también afectan al funcionalismo y al dualismo sustancialis-
ta es pertinente a la hora de evaluar los méritos de la Teoría de la Identidad.
Respecto de los qualia, la teoría de la Identidad tiene las mismas dificultades
que afectan al funcionalismo. Y respecto al dualismo sustancialista, la versión
física de los qualia que proporciona la Teoría de la Identidad es más creíble,
menos ad hoc, que la historia interaccionista, paralelista o epifenomenista»
(Rabossi, 1995, 27-28).
Un fundamento distinto tiene la crítica que, a partir de sus análisis lógi-
cos de las categorías de identidad y necesidad, dirigió Kripke a la teoría de la
identidad psicofísica. Según se dijo, sus defensores la expusieron desde el
principio como una tesis de identidad contingente, es decir, no necesaria. Se
Fisicalismos 107

trataría de una identidad de hecho, aunque reconocían que la tesis contraria


no era contradictoria lógicamente. Pues bien, Kripke defendió que una tesis
de identidad, en sentido estricto, sólo es posible establecerla entre lo que él
denominó «designadores rígidos», es decir, nombres que designaran las mis-
mas entidades en cualquier mundo posible. Pero, en ese caso, las identidades
no son contingentes, sino necesarias. Por lo que respecta a la identidad entre
estados mentales y estados cerebrales no cumpliría las condiciones lógicas de
una tesis de identidad: al no ser necesariamente verdadera, no puede ser ver-
dadera en absoluto (cfr. Kripke, 1971). El destino de la teoría de la identidad
no ha dependido, sin embargo, del tipo de argumentos lógicos como el de
Kripke, sino del aspecto en que sus defensores más confiaban: el de ser una
teoría, guía para un programa de investigación, que sería ratificada por los
progresos de las ciencias empíricas, en especial las ciencias neurológicas.

5.1.2.2. Críticas referidas a la extensión

El segundo grupo de críticas que suscitó la teoría de la identidad, tal


como fue formulada originariamente, se refiere a la extensión en que cabe
entenderla, o, si se prefiere, al problema de su generalización. En efecto,
puede entenderse que lo que defienden los teóricos de la identidad es un lla-
mado fisicalismo de tipos (type): cada clase o tipo de un evento o de un pro-
ceso mental se identificaría con un tipo o clase de evento cerebral. Así, cuan-
do varios sujetos o un mismo sujeto en distintas ocasiones realizaran una
misma actividad mental (por ejemplo, calcular que la suma de 5 más 7 es igual
a 12), sus estados neurológicos serían también idénticos y tendrían, por tanto,
unas mismas características. Pero, planteada de esta forma, la teoría de la
identidad estaría muy lejos de ser una hipótesis plausible. Es fácilmente con-
cebible y muy probable que una misma actividad mental no requiera corres-
ponderse con idénticas características de un mismo proceso orgánico. Hasta
es sensato pensar que los defensores de la teoría de la identidad nunca lo cre-
yeron ni lo necesitan creer para mantener su propuesta. Surge, así, una for-
mulación más débil de la teoría de la identidad, el llamado fisicalismo de casos
o de instancias, que se limita a defender que cada caso particular, cada ins-
tancia en que se realiza un estado mental, se identifica con un determinado
estado físico. Lo que sucede es que, formulada de esta manera, la teoría de la
identidad es perfectamente compatible con otras propuestas materialistas
como pueden ser el funcionalismo (véase tema correspondiente). De hecho,
así ha sucedido tanto en el caso del funcionalismo analítico o causal (llamado
también teoría de la identidad del rol causal) defendido por D. K. Lewis
(1966 y 1972) como en el funcionalismo computacional de Putnam y Fodor.
A su vez, teóricos de la identidad como Smart y Armstrong afirman la com-
patibilidad de su posición con la funcionalista, pues en ningún momento
resulta esencial para ella la identificación biunívoca de cada tipo de estado
mental con un tipo de estado físico: lo esencial es que se reconozca que en
cada caso será realizado por un estado físico.
108 P. Chacón Fuertes

5.1.2.3. Críticas relativas a su realización

Como se ha venido indicando, los teóricos de la identidad psicofísica


confiaron en que su teoría sería confirmada, a la vez que completada, por las
tesis particulares de identidad que las neurociencias fueran estableciendo
entre estados mentales específicos y sus correspondientes estados de activa-
ción cerebral. La propia teoría comportaba un programa de investigación y
una hipótesis de trabajo orientados a estimular la búsqueda de tales identi-
dades y a extraer sus consecuencias. Como afirma Bechtel, las afirmaciones
de identidad se hacen al principio de la investigación científica y no al final
de la misma. Su fecundidad se revela cuando los investigadores creen que
podría haber identidad entre entidades que previamente se habrían investi-
gado de manera separada entre campos diferentes de investigación, y pueden
aprovecharse de lo alcanzado en cada uno de ellos. Así sucedió, por ejemplo,
con la identificación entre los genes y los cromosomas. «Aplicar la misma
perspectiva al caso mente-cerebro exigiría tratar la Teoría de la Identidad
como una hipótesis de trabajo que ha de ser investigada posteriormente. Si,
sobre la base de las afirmaciones de identidad psicofísicas, podemos usar lo
que se conoce sobre los eventos mentales para hacer avanzar nuestra com-
prensión de los procesos neurales y viceversa, entonces estará justificada una
afirmación de identidad más bien que una afirmación de correlación» (Bech-
tel, 1988, 136). Similares ventajas pueden obtenerse cuando son posibles
«identificaciones interteóricas» en los casos en que un nuevo marco concep-
tual viene a sustituir con ventaja a otro antiguo, aunque éste siga funcionan-
do adecuadamente dentro de sus límites. Se produciría así una «reducción»
de una teoría a la otra; en nuestro caso, una reducción de la psicología a la
neurología. Pero para ello sería preciso, como ha indicado P. M. Churchland,
que «alguna neurociencia con una buena capacidad explicativa se desarrolla-
ra hasta el punto de que se pudiese elaborar una ‘imagen refleja’ adecuada de
los supuestos y principios que constituyen nuestro marco conceptual corrien-
te para los estados mentales, una imagen en la que los términos referidos a
estados mentales ocuparan el lugar que tenían los términos referidos a esta-
dos mentales en supuestos y principios relacionados con el sentido común»
(P. S. Churchland, 1988, 52). Pero ¿es acaso ello posible?
Resulta aventurado afirmarlo con rotundidad, y la historia del pensa-
miento está plagada de fracasados intentos a la hora de predecir lo que el pro-
greso científico pueda o no alcanzar. Pero si la teoría de la identidad fue sus-
tituida en la filosofía contemporánea de la mente por otras formas de
materialismo fue, en gran medida, por los límites y dificultades inherentes a
la realización del programa por ella propugnado. No sólo los filósofos de la
mente y científicos cognitivos, sino también los neurofisiólogos empíricos, se
negarían a aceptar como realizable una identificación estricta entre tipos de
eventos mentales y tipos de eventos cerebrales. Por otra parte, los críticos
de la teoría de la identidad han negado reiteradamente que una tal identifi-
cación teórica pudiera desprenderse de los hallazgos de la bioquímica y fisio-
Fisicalismos 109

logía del sistema nervioso: a su entender, el aumento cuantitativo de esos


hallazgos no modificaría cualitativamente sus implicaciones teóricas para el
problema mente-cuerpo. Conoceríamos con más detalle y en mayor número
los procesos físico-orgánicos que subyacen a las actividades mentales y el
estricto paralelismo entre unos y otros, pero nada nos forzaría intelectual-
mente a reconocer su identidad. Esta tesis seguiría formando parte de una
teoría no exigida de forma necesaria por los datos empíricos.
En fin, desde el propio bando materialista la teoría de la identidad ha sido
criticada por las consecuencias teóricas que cabría extraer de la realización de
su programa. El progreso neurocientífico comportará un final bien distinto
del que se había supuesto: en lugar de la identificación entre lo mental y lo
cerebral, su desaparición. La teoría de la identidad es una teoría materialista
que no niega la existencia de estados y sucesos mentales. Gran parte de las
dificultades con las que tuvo que enfrentarse derivan justamente de este res-
peto a la existencia de lo mental. Quien la asuma tendrá graves e, incluso,
insolubles problemas, tanto en el presente como en el futuro, para poder
identificarla con lo cerebral. A pesar de constituir un monismo ontológico, la
teoría de la identidad fue acusada por adalides más radicales del materialis-
mo de seguir admitiendo un dualismo de propiedades. A su juicio, seguiría
siendo una tesis conciliadora y demasiado indulgente con el valor teórico del
lenguaje ordinario y de la psicología popular. Por el contrario, afirman, el
progreso científico puede solucionarnos el problema en una dirección dife-
rente: la eliminación de las entidades mentales de nuestro catálogo de cosas
existentes y la traducción de todas nuestras engañosas explicaciones menta-
listas a explicaciones proporcionadas por la neurociencia. Ésta es la posición
defendida por el «materialismo eliminativo» que será analizado en el siguien-
te capítulo. Pero, antes de concluir, quizá sea oportuno, a manera de aviso
para navegantes materialistas, recordar que «a decir verdad, explicar cómo se
relacionan las propiedades psicológicas con las propiedades físicas, tratando
de ser fiel a las presuposiciones del fisicalismo, sigue siendo un misterio»
(Rabossi, 1995, 39).

5.2. EL MATERIALISMO ELIMINATIVO

Podemos decir que, si la consideramos como programa de investigación,


la Teoría de la Identidad, a los ojos de muchos, terminó en un estrepitoso fra-
caso, puesto que la neurociencia no consiguió demostrar una correlación
estricta y precisa entre procesos mentales y procesos cerebrales. Ni qué decir
tiene que los dualistas intentaron sacar partido de la decepción, pero lo que
nos importa ahora es que el fracaso también hizo nacer la variedad más radi-
cal del materialismo contemporáneo. Su conclusión se enuncia con pocas
palabras: no existen ni los estados ni los procesos mentales; pensar lo contra-
rio es seguir en un error de milenios. Feigl nos ilustró la consecuencia de este
fracaso al abandonar la Teoría de la Identidad para defender al Materialismo
Eliminativo (en adelante ME).
110 M. Rodríguez González

Pero es Feyerabend el que, aparte de los frustrantes resultados de la inves-


tigación neurocientífica, nos pone de manifiesto dónde se localizó exacta-
mente la ruptura. Lo que define al teórico de la identidad es la defensa de la
siguiente tesis, que él entiende, en realidad, como de valor hipotético: «X es
un proceso mental de la clase A» = «X es un proceso cerebral de la clase
alfa». Pues bien, esta hipótesis comprometería, para Feyerabend, la verdade-
ra pretensión del materialista, pues no sólo implica que los procesos menta-
les tienen rasgos físicos, sino también que los procesos cerebrales poseen ras-
gos mentales, o sea, no físicos (leamos la identidad de derecha a izquierda y
nos daremos cuenta de ello). De manera que la teoría de la identidad quiere
acabar con el dualismo de eventos, pero lo que consigue a cambio es instau-
rar un dualismo de rasgos que en todo caso legitimaría el discurso mentalista
(1963/1991b, 266a). Nos encontramos entonces con que, además de naufra-
gar en cuanto hipótesis empírica, la teoría de la identidad ha fracasado por-
que el mismo modo en que está formulada contradice su talante monista,
obligando a sus partidarios a suscribir el dualismo1.

5.2.1. Contra la psicología natural

Decirlo es muy fácil, pero muy difícil entenderlo o darle sentido. ¿Cómo
que no hay estados mentales? ¿Acaso no he tenido miedo, no he estado ena-
morado, no he deseado irme de vacaciones? Al argumento de la introspec-
ción, el más obvio, estos materialistas responden con una acusación de peti-
ción de principio. Pero hay algo más que surge inmediatamente: si no hay
estados mentales, ¿de qué demonios hemos estado hablando estos miles de
años, a qué se referían los poetas y los novelistas? ¿Cómo es posible hablar de
la nada, en suma? Para solucionar esta inevitable perplejidad, los materialis-
tas eliminativos recurren a diversas comparaciones, extraídas sobre todo de
la historia de la ciencia. Así esperan, por lo menos, que les comprendamos.
Feyerabend, por ejemplo, nos recomienda el abandono del lenguaje
mentalista estableciendo el paralelismo con las posesiones demoníacas de los
tiempos premodernos. ¿A qué se referían los medievales cuando aseguraban
que los ataques epilépticos eran el signo de que el diablo se había adueñado
del alma del enfermo? Sencillamente a nada, era una teoría coherente con la
visión medieval del mundo, una visión que hemos dejado atrás con la cien-
cia moderna. Y la teoría científica de la epilepsia es la teoría verdadera, sin
duda (1963/1970).

1
Años más tarde, Quine intentaría llevar la paz a la familia del materialismo al insistir en
que no hay ninguna diferencia entre identificar los estados mentales con los estados neurona-
les y rechazar los primeros para admitir sólo los segundos. Y es que en ambos casos se elimi-
naría de los estados mentales todo lo que, supuestamente, no fuese físico. Parece entonces
que Quine entiende la afirmación de la identidad en un sentido diferente del de Feyerabend
(1985/1991, 287b-288a).
Fisicalismos 111

Rorty ve una gran ventaja en el hecho de descubrir que hemos estado


hablando de nada, porque así no tenemos que embarcarnos en dudosos aná-
lisis de los términos mentales a fin de ajustarlos a los términos neurales de los
que tanto se diferencian en significado. «[No es que] hayamos estado lla-
mando erróneamente ‘sensaciones’ a los procesos neurales, sino simplemen-
te que no hay sensaciones» (1979/1983, 114). La gente habla del cielo, pero
en realidad el cielo no existe; como todos sabemos, es sólo la apariencia de
una cúpula azul provocada en nosotros por la refracción solar. No hay hechos
mentales, y lo que hemos venido considerando hechos mentales son en reali-
dad hechos físicos: vemos que el sol se levanta por encima del horizonte, pero
en realidad se queda quieto2.
En el escrito que ya hemos citado, Quine, por su parte, comparaba los
estados mentales, entendidos como estados neuronales, con enfermedades
infecciosas: una enfermedad de este tipo puede ser diagnosticada a partir de
signos observables, a pesar de que la bacteria o el virus culpable sean aún des-
conocidos para la ciencia, sin olvidar, además, que lo que el paciente dice de
su estado tiene también valor sintomático. Es decir, incluso si la neurociencia
no ha identificado aún el estado central para el que usamos un término men-
tal, sigue siendo legítimo suponer para este último un referente neurológico.
Cuando hablamos de estamos mentales estamos hablando de estados neuro-
nales, y de nada más. Lo sepamos o no. Y lo que controla nuestro discurso
acerca de lo desconocido serían los síntomas, observables, de lo desconocido.
P. M. Churchland, en nuestros días, se limita a caracterizar la buscada
desaparición del lenguaje mentalista en los términos de la simple sustitución
de una ontología avalada por una teoría caduca, por una ontología mucho más
satisfactoria, introducida por la nueva teoría de la neurociencia3. No habría
ninguna dificultad en entender este cambio, esta revolución conceptual, pues
ya hemos asistido a muchos del mismo carácter a lo largo de la historia: pen-
semos en el «fluido calórico» comparado con la actual teoría corpuscular-
cinética del calor; en el papel que antes desempeñaba el «flogisto» y ahora
juega el oxígeno en la explicación de la combustión y la oxidación; en la
«esfera estrellada del cielo» frente a la astronomía moderna; en las «brujas» y
la psicosis… Como ahora es evidente a todos, ni el calórico, ni el flogisto, ni
la esfera estrellada del cielo, ni las brujas… existen en absoluto (1984/1992).
La polémica del ME tenemos que enmarcarla, a tenor de estos paralelos
históricos, en el espacio filosófico abierto por el impacto del progreso cientí-
fico en nuestras intuiciones de sentido común, en nuestras formas de vida, en
el esquema conceptual de nuestro lenguaje corriente. Para decirlo en los tér-

2
R. Rorty fue uno de los más vigorosos eliminativistas, sobre todo durante los años 60,
pero en este texto que comentamos ya se había despedido definitivamente del materialismo
radical.
3
La teoría caduca, que se ha revelado como inadecuada y falsa a golpes de investigación
científica, es, desde luego, la de la psicología natural, o popular, o tradicional, o del sentido
común. Más abajo nos referimos muy brevemente a ella.
112 M. Rodríguez González

minos de Sellars (1962/1971), el ME representa la agudización psicológica


del enfrentamiento de la imagen científica con la imagen manifiesta del hom-
bre en el mundo. La ciencia natural nos ha hecho acceder a un universo muy
diferente del cotidiano4, de forma que tenemos que decidir si imagen cientí-
fica e imagen manifiesta son dos descripciones diferentes de lo mismo (Ryle,
1954), o si, por el contrario, son rivales y debemos declarar falsa, sin más, a
la imagen manifiesta, como defiende el propio Sellars. Los eliminacionistas
han decidido continuar hasta el final la campaña cientificista: sólo la ciencia
tiene derecho a establecer «lo que hay». Pero ocurre, como veremos al final,
que en el caso de la psicología la eliminación tendría un coste elevadísimo: las
personas y sus acciones son ingredientes esenciales de la imagen manifiesta
que se quiere erradicar.
La psicología natural sería entonces el candidato a la eliminación. Casi
todos entienden que este tipo de psicología folk incorpora una teoría que nos
ha venido sirviendo para explicar la conducta humana por medio del entra-
mado mentalista de las actitudes proposicionales. Para hacernos una idea más
ajustada del objetivo que hay que eliminar por este materialismo, vamos a
examinar la postura que defiende esa variante del funcionalismo denomina-
da precisamente «funcionalismo de la psicología popular», tal y como ha sido
expuesta, entre otros, por D. Lewis (1972). Términos clave como ‘deseo’,
‘creencia’… nos vendrían definidos por la mencionada teoría natural, defini-
ción que se hace posible al determinarse el lugar que ocupan los deseos y las
creencias en el entramado de las relaciones causales que conectan a estados
mentales con estímulos y respuestas5. Pero el ME arremeterá contra el núcleo
mismo de la psicología natural, tal y como nos lo resalta Lewis: «Cuando
alguien está en tal-y-tal combinación de estados mentales y recibe estimula-
ción sensorial de tal-y-tal clase, él tiende con tal probabilidad a ser llevado
por ello a pasar a tales-y-tales estados mentales y a producir tales-y-tales pro-
cesos motrices» (Lewis, 1972/1980, 212), argumentando que, simplemente, la
ciencia no ha reconocido la carta de naturaleza de los deseos y las creencias,
por lo que no hay nada que se corresponda con estos constructos antiguos.
Y no le impresiona al ME el aspecto venerable de la psicología natural, de
hecho no le tiene ningún respeto. Porque se podría pensar que nuestro esque-
ma lingüístico de actitudes proposicionales ha sido seleccionado a lo largo de
mucho tiempo, y ha demostrado entonces ser el más apto. Pero que la vida
social e institucional de la comunidad lingüística haya seleccionado la psico-
logía natural no implica de ningún modo que las entidades con las que ésta
da cuenta de la acción humana se correspondan con lo que realmente hay. Así

4
¿Cuál de las dos mesas que el físico Eddington tiene en el despacho de su laboratorio es
la mesa real? ¿Esa tabla rectangular marrón, sólida y pesada en la que escribe sus notas o ese
enjambre de electrones que giran a velocidades inimaginables, entre los cuales se extienden
grandes zonas de vacío?
5
La psicología natural sería compatible, entonces, con el funcionalismo, al menos el de la vieja
escuela, y hasta le podría servir de punto de partida, como también sostiene Fodor (1987/1994).
Fisicalismos 113

responde el ME. Entre las dos teorías, la natural y la neurocientífica, no


habría, entonces, reducción posible.

5.2.2. La eliminación neurológica

En nuestros días, Patricia y Paul Churchland han retomado la tesis eli-


minativista, extremándola, si cabe, desde el terreno de la neurociencia
(P. S. Churchland, 1986; P. M. Churchland, 1984-1992). El razonamiento se
hace ahora más rotundo. Y es que los eliminacionistas de los 60, como vimos,
deducían la inexistencia de los estados mentales del hecho de que la ciencia
del cerebro había fracasado en su empeño de dar con correspondencias
biunívocas entre tales estados y procesos nerviosos. Paul Churchland impri-
me a esta argumentación un giro muy peculiar, que casi equivale a una inver-
sión del planteamiento histórico inicial, aunque el resultado, por supuesto,
venga a ser el mismo: si no se ha logrado efectuar una reducción interteórica
de la psicología popular es porque ésta constituye una concepción absoluta-
mente falsa de la conducta y de la actividad cognitiva humanas. Lo que que-
remos señalar con todo esto es que en la actualidad el ME no es ya la conse-
cuencia del fracaso de ningún materialismo anterior, tal vez menos radical,
sino una convicción filosófica por derecho propio. La nueva explicación neu-
rocientífica no podrá encajar jamás en las categorías de la psicología natural,
pero porque se parte del convencimiento de que esta última es falsa e inade-
cuada. Y para descubrir esto no habríamos tenido que esperar al resultado de
la investigación empírica: hubiera bastado con el estudio de las explicaciones
psicológicas del sentido común.
De modo que el fracaso de la teoría de la identidad se podría haber pre-
visto. Porque la psicología natural, por ejemplo, no sabe qué hacer con asun-
tos psicológicos tan cruciales como el soñar, el aprendizaje, las diferencias de
inteligencia, el funcionamiento de la memoria, la naturaleza de la enfermedad
mental… a pesar de que lleva milenios enfrentada a ellos. Incluso limitándo-
nos a esto deberíamos haber presentido hace mucho tiempo su total inade-
cuación. Además, Paul Churchland nos recuerda que el fenómeno de la cons-
ciencia es el más complejo de todos los fenómenos naturales, así que sería un
verdadero milagro que una teoría tan antigua y rudimentaria como la de la
psicología popular hubiera dado con la clave del enigma hace ya más de dos
mil años. Y finalmente, desde el punto de vista del experto, parece que resul-
taría mucho más fácil desarrollar una neurociencia que no se preocupe de
reflejar las estructuras de la psicología del sentido común que lo contrario…
(P. M. Churchland, 80-82).
No por evidente podemos pasarlo por alto: el programa de la eliminación
neurológica forma parte esencial del progresismo cientificista. O sea, a nadie
se le ocurre que, a estas alturas de la historia y la investigación, la neurocien-
cia vaya a ser capaz de hacerse cargo de la totalidad de los menesteres expli-
cativos de la psicología natural. Por muchas que sigan siendo sus deficiencias,
la necesitamos todavía para entender a los demás y a nosotros mismos. Pero
114 M. Rodríguez González

el futuro nos lo dibujan con nitidez los partidarios de la eliminación: cuando


las explicaciones neurocientíficas hayan progresado lo suficiente, nuestro jui-
cio del comportamiento ajeno será mucho más afinado (sobre la base de
nuestro conocimiento neurofarmacológico y del saber que dispongamos
sobre la actividad nerviosa en los diferentes subsistemas del cerebro). Hasta
la introspección personal será más profunda y precisa (P. M. Churchland, 78).
¿El resultado? Un enorme beneficio para la humanidad: «la totalidad de la
desdicha humana podría disminuir mucho», porque la comprensión mutua
se habría incrementado espectacularmente (79).
Por el momento, muchos estarían dispuestos a aceptar que determinados
conceptos de la psicología natural habrían de ser sustituidos por otros pro-
venientes de la investigación del sistema nervioso, lo cual es compaginable
con la idea de que hay en la psicología del sentido común un «núcleo duro»
que resistirá a todos los zarpazos de la ciencia: fundamentalmente, el par per-
cepción/acción. Los materialistas eliminativos más extremistas, los que están
fascinados por las neurociencias, hacen, sin embargo, la apuesta más fuerte:
con el paso del tiempo, la investigación acabará con la totalidad de la psico-
logía natural.

5.2.3. La eliminación computacional

Desde la filosofía de la ciencia cognitiva se han alcanzado también, recien-


temente, conclusiones muy cercanas al ME, lo cual no deja de resultar sor-
prendente, pues bien es verdad que con la llegada del cognitivismo a la psi-
cología muchos filósofos y psicólogos habían saludado con entusiasmo lo que
para ellos iba a ser la definitiva reunificación de la imagen científica y la ima-
gen manifiesta del hombre en el mundo6.
La brecha la abriría Stich al presentarnos una teoría de la mente, sintácti-
ca, pero no representacional. Frente a la concepción clásica fodoriana, Stich
iba a investigar las posibilidades de negar que la computación exija un medio
de computación (1983): la mente lleva a cabo operaciones formales, seme-
jantes a las de una teoría lingüística, pero los objetos sobre los que recaen
estas operaciones no tendrían por qué tener contenido, es decir, representar
algo7, por mucho que esta idea desafíe las convicciones del sentido común.
Pues bien, siguiendo esta línea de trabajo, Stich llegaría a la conclusión de
que en la mente computacional no hay en absoluto nada que se corresponda
con nuestro concepto de creencia. Así nos expone este autor la intención
básica de su obra capital: «En las páginas que siguen me voy a centrar en el

6
La concreción de esta esperanza la iba a constituir el llamado funcionalismo de la psi-
cología popular, al que nos hemos referido ya.
7
Y Stich insiste en que el trabajo real de la inteligencia artificial y del psicólogo cogniti-
vo se halla desde luego orientado a dar cuenta de la conducta a partir de las operaciones sin-
tácticas de la mente, pero que no asume el supuesto de las representaciones.
Fisicalismos 115

concepto folk-psicológico de creencia, y mi tesis central será que este con-


cepto no debe jugar ningún papel significante en una ciencia que tenga como
objetivo la explicación de la cognición y la conducta humanas» (1983, 5).
El camino abierto por Stich a comienzos de los 80 se vio reforzado nota-
blemente por la popularización de los modelos conexionistas. Pues bien, los
eliminacionistas han vuelto a desafiar en la actualidad a la psicología natural
—y tal vez pueda ser este último el desafío más comprometido para ella—
afirmando que el conexionismo tendría efectos letales para nuestros esque-
mas psicológicos de sentido común. El mismo Stich nos presenta el siguien-
te argumento, que a su juicio supondría el punto final para la psicología
natural.
Las creencias, los deseos, los temores… sólo pueden funcionar como el
sentido común dice que funcionan si se acepta el principio de modularidad
proposicional 8, cuyo sentido básico sería más o menos éste: los estados men-
tales que representamos como actitudes proposicionales tienen eficacia cau-
sal (en la conducta, en otros estados mentales), únicamente en virtud de sus
propiedades semánticas, en virtud de que representan algo, en virtud de su
contenido. O sea, una creencia que yo tenga influye en mi comportamiento,
o en otras creencias o deseos míos, sólo porque es la creencia de que p. Mi
miedo influye en mi conducta en la medida en que es miedo a volar en avión,
o miedo a la muerte, o miedo a las arañas venenosas.
Pues bien, si la mente humana encajara en los modelos conexionistas, lo
cual es algo que sólo decidirá la investigación futura, entonces el principio de
modularidad proposicional quedará excluido terminantemente, puesto que
en el procesamiento distribuido de la información no se representa nada de
forma localizada (Ramsey, Stich y Garon, 1991)9. En una palabra, las actitu-
des proposicionales, los estados mentales, carecen de existencia.

5.2.4. Dos críticas

Si nos pusiéramos en el lugar del eliminacionista, comprenderíamos su


esperanza en que el desarrollo de los modelos conexionistas neutralice la crí-
tica que el funcionalismo de la vieja escuela ha venido dirigiendo contra su
propuesta: la de que si el ME estuviera en lo cierto, entonces la investigación
cognitiva tendría que ser abandonada (Bechtel, 1988/1991, 141). Porque el
conexionismo avalaría, al parecer, la posibilidad de una ciencia cognitiva no
mentalista.

8
Este principio combina las tres tesis siguientes:
1.ª Las actitudes proposicionales son discretas desde el punto de vista funcional.
2.ª Son interpretables semánticamente.
3.ª Son estados que tienen un papel causal en la producción de la conducta y de otras
actitudes proposicionales.
9
Para decirlo un poco más al modo técnico: los sistemas conexionistas codifican la infor-
mación holísticamente, a nivel subsimbólico.
116 M. Rodríguez González

A la objeción de la introspección, mencionada antes, es comprensible que


el eliminativista responda como responde, es decir, que dar por sentado que
tenemos sensaciones de rojo y deseos de irnos de vacaciones no supone un
argumento, sino una petición de principio. Tampoco es posible rechazar
a priori la posibilidad de que los progresos de la ciencia cognitiva y la neuro-
ciencia incrementen en el futuro la probabilidad teórica de la desaparición de
la psicología popular.
Pero el ME pasa por alto los innegables éxitos de nuestros esquemas psi-
cológicos de sentido común. Aun sin ser realistas en lo referente a la atribu-
ción de estados y procesos mentales a los sistemas que llamamos intenciona-
les, autores como D. Dennett reivindican y demuestran la eficacia predictiva
de la actitud intencional 10 (Dennett, 1987/1991).
Y lo más importante: los partidarios de la eliminación de la psicología
natural nos deben la demostración de cómo podríamos vivir sin ella una exis-
tencia propiamente humana. El discurso de las creencias y los deseos no es
otro que el discurso de la acción, aquel en el que trazamos planes deliberan-
do sobre fines y medios. Es decir, el plano científico de la neurofisiología y de
la ciencia cognitiva es puramente descriptivo-explicativo, mientras que el
plano de la acción implica necesariamente normas y valoraciones, normas y
valoraciones que únicamente la psicología natural hace posibles. Y, como es obvio,
la descripción nunca podrá reemplazar a la valoración (J. Kim, 1985, 386).
Por muy espectaculares que sean sus avances en el futuro, la neurociencia
nunca podrá integrar en su cuerpo teórico el fenómeno de un agente actuan-
do según una norma, o haciendo valoraciones de racionalidad.
Para decirlo de otro modo: la revolución conceptual de la ciencia cogni-
tiva, para perpetuarse, habrá de ser compatible con el marco social e históri-
co en que se inserta la práctica humana. No podrá desafiarlo (Donagan, 1987,
17), a no ser que nos pueda proporcionar un marco alternativo. Y esto es
impensable por razón de la inconmensurabilidad de descripción y valoración.
Y, como nos descubría Wittgenstein, de aquí ya no se puede pasar; en este
punto termina necesariamente la cadena de argumentos porque hemos dado
con la roca viva de la forma de vida humana: «Pero la fundamentación, la jus-
tificación de la evidencia, llega a un punto final; —Y este punto final, sin
embargo, no consiste en que determinadas proposiciones nos parezcan inme-
diatamente verdaderas, como si se tratase por tanto de una especie de ver por
parte nuestra, sino en nuestro actuar, que se encuentra en el fondo del juego
de lenguaje» (1969, 204).

10
«La gente tiene verdaderamente creencias y deseos en mi versión de la psicología popu-
lar del mismo modo que tiene centros de gravedad y la Tierra tiene un Ecuador» (Dennett,
1987/1991, 58).
Capítulo VI

Funcionalismo
Pedro Chacón Fuertes

6.1. ¿QUÉ ES FUNCIONALISMO?

El término «funcionalismo» estuvo asociado en la Historia de la Psicolo-


gía con un movimiento que a finales del siglo xix reivindicó la necesidad de
insertar el estudio científico de la conducta humana en su dimensión biológi-
ca, como conducta adaptativa a un medio y orientada a la satisfacción de sus
necesidades. El estudio de los actos humanos como función de un organismo
vivo vendría así a superar las limitaciones del análisis atomista de los conte-
nidos de conciencia, tal como había sido planteado inicialmente por los pri-
meros psicólogos experimentales. Representantes insignes de esta psicología
«funcionalista», opuesta a la «estructuralista», cuyas raíces se remontan al
propio Darwin y que enraizó con fuerza en Inglaterra y Estados Unidos, fue-
ron William James, James Ward, G. Stanley Hall y J. R. Angell.
Sin embargo, a partir de los años 70, el término ha venido a asociarse con
una teoría general sobre la naturaleza de la mente, cuya validez está sometida
en nuestros días a un amplio debate. Como tal teoría, pretende dar respues-
ta a los problemas epistemológicos y ontológicos de la psicología ofreciendo
un planteamiento novedoso de su autonomía como saber explicativo y de las
relaciones de lo psíquico con su infraestructura material. Se presenta como
una alternativa, coherente con los nuevos desarrollos de la orientación cogni-
tiva de la psicología, que vendría, a juicio de sus promotores, a sustituir con
ventaja la concepción de lo mental sustentada tanto por el dualismo como
por el conductismo y por los materialistas que propugnan la identidad mente-
cerebro.
118 P. Chacón Fuertes

Si en la historia de toda ciencia y, en particular, en la historia de la psico-


logía las metáforas subyacentes han cumplido un papel fundamental en la
comprensión que en cada momento otorgaban a su objeto, en la formulación
de sus problemas y en la orientación de sus respuestas (Leary, 1990), sin duda
es la metáfora del ordenador la que se encuentra hoy día determinando gran
parte de la investigación científica en psicología. No se trata tan sólo de que
los espectaculares progresos tecnológicos en el campo de la informática
hayan revolucionado en pocos años el modo de trabajo de los científicos del
mismo modo en que han modificado también el mundo ecológico de nuestra
existencia diaria y presumiblemente comporten en un futuro más amplias
modificaciones (Terceiro, 1996). Ni siquiera se trata de las ventajas obtenidas
en el estudio científico de los procesos psicológicos por la posibilidad, cada
día más incrementada, de programar y simular actividades mentales en los
ordenadores, haciendo posible la comprensión de mecanismos cuyo acceso
objetivo nos estaría imposibilitado por introspección. La aportación teórica
característica del funcionalismo implicada en la llamada «metáfora computa-
cional» se deriva de la tesis según la cual el ordenador sería un adecuado
modelo para la comprensión de la mente humana al compartir ambos la
común característica de ser procesadores de información y poder identificar-
se en la ejecución de determinadas tareas una idéntica organización funcional.
Esta propuesta funcionalista ha sido, sin embargo, formulada de diversos
modos por sus representantes, lo que ha provocado que el «funcionalismo»
como teoría de la mente abarque hoy una amplia variedad de planteamientos.
Sin exageración podríamos decir de él casi lo mismo que, como ha subraya-
do Rivière, podemos afirmar de la noción de «mente»: se trata de un conjun-
to borroso de límites difusos (1991, 40). No es de extrañar, pues, que sea
usual distinguir entre distintos tipos de funcionalismo. Si bien todos concor-
darían en identificar los estados mentales con sus roles funcionales e interac-
ciones causales, existen profundas divergencias en la forma como se especifican
tales funciones e interacciones. Así, Bechtel (1988) nos propone distinguir
entre las siguientes variedades del funcionalismo: 1) Funcionalismo de la Psi-
cología Popular (Folk Psychology), representado por David Lewis. 2) Fun-
cionalismo de Tabla de Máquina, representado por Putnam. 3) Funcionalis-
mo Computacional, representado por Fodor y Pylyshyn y 4) Funcionalismo
Homuncular, representado por Dennett.
Esta diversidad no impide identificar rasgos coincidentes, del mismo
modo que tampoco ha impedido el éxito de la propuesta funcionalista en
amplios ámbitos de la filosofía contemporánea de la mente, de la psicología
y, en general, de las ciencias cognitivas. En cuanto a las características comu-
nes del funcionalismo, puede afirmarse que «según el funcionalismo, el rasgo
esencial o definitorio de todo tipo de estado mental es el conjunto de rela-
ciones causales que mantiene con 1) los efectos ambientales sobre el cuerpo,
2) otros tipos de estados mentales, y 3) la conducta del cuerpo» (Churchland,
1984, 64). Pero no es del todo cierto, pues el funcionalismo no precisa para
su caracterización ninguna referencia a los cuerpos orgánicos. El único rasgo
común que le caracteriza, diferenciándolo de las propuestas conductista y
Funcionalismo 119

fisicalista, es la identificación de los estados mentales de un sistema, orgánico


o inorgánico, con las relaciones funcionales que mantiene con los inputs, con
otros estados internos del sistema y con los outputs. Por ello, resulta más ade-
cuada la caracterización ofrecida por N. Block (1978): «Una caracterización
de funcionalismo que sea lo suficientemente vaga como para ser aceptada por
la mayoría de los funcionalistas es la siguiente: cada tipo de estado mental es
un estado que consiste en una disposición a actuar de ciertas maneras y a
tener ciertos estados mentales, dados ciertos inputs sensoriales y ciertos esta-
dos mentales». Esta identificación de lo mental con determinados estados
funcionales de un sistema, que podrían ser compartidos por seres humanos,
máquinas y espíritus incorpóreos, a pesar de su carácter antiintuitivo y de eli-
minar la rica variedad cualitativa de nuestra experiencia fenoménica, se ha
revelado en nuestros días como el fundamento de una provechosa línea de
investigación tanto en psicología empírica como en filosofía de la mente.
El presente tema no pretende analizar todas las variedades de «funciona-
lismo» anteriormente mencionadas ni valorar todas las implicaciones de la
«metáfora computacional» en psicología. Nuestro objetivo se centra en el
análisis de las tesis funcionalistas sobre la naturaleza de lo mental defendidas
por el funcionalismo computacional, es decir, aquel que entiende las funcio-
nes mentales como cómputos sobre representaciones. Analizaremos las ven-
tajas que, a juicio de quienes lo propugnan, comporta la propuesta funciona-
lista tanto para la autonomía de las explicaciones científicas de la psicología
como para la comprensión del secular problema mente-cuerpo, así como las
críticas más relevantes que ha suscitado.
H. Putnam, lógico y filósofo de la ciencia de la Universidad de Harvard,
puede ser reconocido como el inicial promotor del funcionalismo, aunque
posteriormente él mismo haya rechazado la validez de la teoría computacio-
nal de la mente humana (Putnam, 1988). En estudios como «Minds and
Machines» (1960), «The Mental Life of Some Machines» (1967) y «The
Nature of Mental States» (1967) criticó las insuficiencias teóricas del con-
ductismo lógico así como la identificación materialista entre estados mentales
y estados cerebrales. Diez años antes (1950), el lógico Turing había publica-
do en la revista Mind un artículo («Computing Machinery and Intelligence»)
en el que provocativamente respondía de forma afirmativa a la pregunta de si
pueden las máquinas pensar, al sostener que un computador digital podía
ganar la partida en su «juego de imitación» de las actividades inteligentes, no
pudiendo un observador externo diferenciar sus respuestas de las de un ser
humano.
Putnam asumió el modelo de la máquina de Turing para sustentar su teoría
de la naturaleza funcional de los estados mentales. El significado de los térmi-
nos que los designan no podría ser reducido al de las disposiciones conductua-
les. «Sentir dolor» no se identifica con el conjunto de conductas mediante las
que puede manifestarse. Del mismo modo, tampoco resultaba legítima la iden-
tificación materialista entre «dolor» y un determinado estado del sistema ner-
vioso humano. Lo mental podía y debía ser comprendido funcionalmente, con
independencia del soporte material que ejecute esa función. Un ángel, un mar-
120 P. Chacón Fuertes

ciano, una máquina o un hombre desarrollan una misma actividad mental si


y sólo si sus estados funcionales son idénticos, aunque su realidad material
sea bien diferente. «Lo que sugiero es esto: parece que saber con certeza
que un ser humano tiene una creencia particular, o una preferencia, o lo que
sea, implica saber algo acerca de la organización funcional de este ser
humano. Aplicada a las máquinas de Turing, la organización funcional está
dada por una tabla de máquina. Una descripción de la organización fun-
cional de un ser humano bien podría ser algo diferente y más complicado.
Pero lo importante es que las descripciones de la organización funcional de
un sistema son de una clase lógicamente diferente de las descripciones de
su composición físico-química, así como de su conducta efectiva y poten-
cial» (Putnam, 1967, 28).
Esta inicial caracterización del funcionalismo de Putnam ha sido denomi-
nada «funcionalismo de tabla de máquina» al postular la identificación fun-
cional de cada estado mental con un posible estado de una máquina de
Turing. Por ejemplo, «dolor» no sería idéntico a un determinado estado del
sistema nervioso de un organismo vivo, sino que vendría a identificarse con
un estado de un sistema, que a partir de determinados inputs produjera deter-
minados efectos, de acuerdo con las instrucciones recogidas en su tabla de
máquina, en otros estados internos del propio sistema y determinados
outputs. Como indica García Carpintero, «la propuesta de Putnam es consi-
derar que un estado mental es simplemente uno de los estados intermedios
especificados por una descripción funcional capaz de dar cuenta de compor-
tamientos detrás de los cuales característicamente suponemos una mente.
Ésta es una propuesta revisionista: no se trata de pretender que el concepto
habitual de lo mental sea funcional, sino más bien de proponer que se entien-
da así. No cabe otro modo de entenderla cuando pensamos en las descrip-
ciones funcionales pertinentes bajo el modelo de los programas propuestos
por los psicólogos cognitivos para explicar la percepción del color o la com-
prensión del lenguaje» (García Carpintero, 1995, 58).
Sin embargo, no todos los que siguieron la senda abierta por Putnam
están de acuerdo con su inicial identificación de un estado mental con estado
de la máquina de Turing. Uno de los máximos representantes del «funciona-
lismo computacional» en nuestros días, J. Fodor, ya afirmaba en 1968 que la
prueba de Turing, correctamente interpretada, no proporciona una condi-
ción suficiente para la simulación satisfactoria de la conducta cognitiva huma-
na, ya que tal prueba podría ser superada por máquinas que son realmente
incapaces de llevar a cabo múltiples actividades que abarca la capacidad nor-
mal de los seres humanos. El criterio de que jueces competentes no supieran
discriminar entre las respuestas de una máquina y de una persona no basta
para atribuir a ambos la misma conducta ni el mismo estado mental. Al igual
que dos máquinas pueden tener diferencias físicas y, sin embargo, realizar
idénticas tareas, también una máquina y una persona, con independencia de
su diferente composición física o biológica, pueden ejecutar la misma activi-
dad mental. Pero para ello es preciso, además de la capacidad de indiscrimi-
nación de sus respuestas, que la ejecuten de un modo similar siguiendo pau-
Funcionalismo 121

tas algorítmicas comunes. Se trata, en fin, de una identidad en la forma de


computar sus representaciones: hombre y máquina comparten mente si com-
parten software.
El problema es importante para la psicología empírica, pues lo que está en
juego es la capacidad explicativa de la simulación de la conducta humana en
ordenadores. Para que una simulación exitosa sea realmente explicativa, hay
que asegurarse de que responde al funcionamiento de dos sistemas que utili-
zan los mismos procedimientos internos en el manejo de sus reglas y compu-
tación de sus símbolos. El interés del funcionalista computacional se centra-
rá justamente en reconstruir de forma inferencial cuál sea, según la expresión
de Pylyshyn (1980), «la arquitectura funcional» de las máquinas virtuales,
artificiales u orgánicas, capaces de ejecutar tareas mentales. Su enfoque, al
igual que el del psicólogo cognitivo que se sirve de la estrategia heurística de
la simulación, difiere del que puede ser compartido por otros investigadores
en Inteligencia Artificial. Como ha indicado Bechtel (1988, 158), «un enfo-
que que ha tomado el nombre genérico de inteligencia artificial considera que
su tarea es simplemente diseñar máquinas que realicen funciones cognitivas
sin preocuparse demasiado por la cuestión de si la realizan de alguna manera
semejante en alguna medida a como los humanos la realizan. El otro, que ha
adoptado el nombre de simulación cognitiva, considera como un objetivo
principal el desarrollo de máquinas que realicen funciones cognitivas del
mismo modo en que las realizan los humanos. Esta distinción es importante
para el Funcionalismo Computacional. Si el Funcionalismo Computacional
ha de ser una explicación de la cognición humana, entonces la meta debe ser
una simulación cognitiva donde los programas de computador efectúen las
mismas operaciones que los seres humanos».
Como afirma Rivière, los funcionalistas computacionales se toman en
serio el juego de Turing contestando afirmativamente a su desafiante pregun-
ta acerca de si las máquinas pueden pensar. Al fin y al cabo mentes humanas
y ordenadores compartirían la propiedad de computar representaciones sim-
bólicas de acuerdo con un sistema de reglas y ellos se habrían limitado a
extraer coherentemente las consecuencias abriendo las posibilidades de una
nueva ciencia con un objeto propio: los sistemas o entidades que realizan acti-
vidades cognitivas mediante la computación de representaciones. «Ese rigor
conceptual, unido a la evidencia de los avances en las tecnologías del conoci-
miento, proporciona una gran fuerza, y coherencia, a sus argumentos y per-
mite hablar de la existencia de un paradigma unitario e interdisciplinar al
mismo tiempo, de explicación del conocimiento» (Rivière, 1991, 89). El pro-
blema es si tal ciencia puede identificarse con la psicología y sus análisis de
los procesos cognitivos pueden ser considerados una adecuada aproximación
al estudio de la mente humana.
De sus ventajas y limitaciones nos ocuparemos, en parte, a continuación,
pero no sin antes añadir una precisión a lo ya dicho sobre la significación del
juego de Turing. La importancia revolucionaria que tiene no radica en lo que
aparentemente viene designado de forma directa en la pregunta acerca de si
las máquinas piensan. Tampoco se trata de un mero cambio en el uso de nues-
122 P. Chacón Fuertes

tras expresiones lingüísticas cotidianas que viniera forzado por los avances
científicos y tecnológicos. Lo que el funcionalismo computacional subraya y
lo que gran parte de la psicología contemporánea ha heredado de él se deja
apresar con un cierto juego de palabras: las máquinas piensan, no porque ten-
gan mente humana, sino que las mentes humanas piensan porque son máqui-
nas. Bien es cierto que máquinas especiales, formales y abstractas. No son físi-
cas, sino biológicas, pero si son capaces de sumar, resolver un problema,
aprender un lenguaje… es porque, al igual que sus «compañeras de clase»,
las máquinas artificiales, pertenecen a la misma categoría de sistemas compu-
tacionales de conocimientos. Pensar sería una actividad mecánica, en contra
de lo que afirmara Descartes, pero no sería una actividad física, tal como Des-
cartes había sostenido, a lo que vendría a añadirse la afirmación de que sólo
de este modo, sólo a partir de esta profunda revisión del concepto de lo men-
tal, podría encontrar la psicología un nivel explicativo, autónomo con res-
pecto a otras ciencias y objetivo, de las actividades cognitivas. Sólo así podría
constituirse en una ciencia, mentalista y objetiva, de la mente.

6.2. VENTAJAS DEL FUNCIONALISMO

Las últimas afirmaciones nos ponen ya en la pista para reconocer las razo-
nes que han llevado al funcionalismo computacional a convertirse en una exi-
tosa teoría de la mente, que cuenta con numerosos adeptos, y fuente de
fecundas investigaciones empíricas. Al igual que sucede en otros ámbitos,
también en psicología y en filosofía de la mente la elección entre alternativas
teóricas viene guiada por criterios de fecundidad explicativa. Así, el éxito del
funcionalismo sólo puede ser comprendido analizando histórico-teóricamen-
te sus ventajas con respecto a las otras alternativas de las que se diferencia y
frente a las que se levanta: en concreto, frente al dualismo mentalista, frente
al conductismo lógico y frente a la teoría de la identidad. Nuestro análisis se
limitará a la contraposición de las tesis mantenidas por el funcionalismo con
las de sus oponentes sobre la naturaleza de lo mental en dos ámbitos de pro-
blemas: la posibilidad de una ciencia psicológica autónoma y la comprensión
de las relaciones entre lo psíquico y lo físico, es decir, el problema mente-
cuerpo.
El dualismo mentalista es, sin duda, la concepción más difundida, pues
está inserta en nuestro lenguaje cotidiano y forma parte de ese fecundo marco
explicativo de las conductas propias y ajenas que constituye la psicología del
sentido común o psicología popular (folk psychology). Que una parte signifi-
cativa de nuestros comportamientos se manifiesten referidos de forma direc-
ta a nuestras creencias, deseos y motivaciones internas parece justificar la
necesidad de una explicación psicológica de tales comportamientos, a la vez
que parece implicar una causalidad recíproca entre lo psíquico y lo orgánico.
Descartes creyó necesario establecer una neta separación entre dos sustan-
cias: la res extensa, que abarcaría todas las realidades materiales, incluido
nuestro propio cuerpo orgánico, y la res cogitans inespacial característica de
Funcionalismo 123

la mente humana. Este dualismo sustancial se comprometería con la existen-


cia de dos mundos, el externo y el interno, cada uno de ellos regido por leyes
propias, con dos modos de acceso distintos, experiencia externa y experien-
cia interna, y objetos de saberes diferentes, física y psicología. A pesar del
abismo ontológico y epistemológico existente entre ambas, las dos sustancias
se influirían recíprocamente entre sí. Se trata, por tanto, de un dualismo inter-
accionista en el que la mente tiene influencia causal sobre el cuerpo y el cuer-
po sobre la mente.
Pero el dualismo mentalista no necesita comprometerse con el dualismo
sustancial cartesiano. De hecho, gran parte de la psicología experimental
que surge a mediados del siglo xix se adscribe a un dualismo de propiedades,
es decir, admite la radical diferencia entre propiedades psicológicas, aque-
llas propiedades fenoménicas que son objeto de nuestra experiencia inter-
na, y propiedades físicas que son objeto de nuestra experiencia externa,
entre fenómenos psíquicos y fenómenos físicos. Lo mental es identificado
con el ámbito de la conciencia y su vía privilegiada de acceso es la intros-
pección. El dualismo interaccionista ha seguido teniendo, por otra parte,
insignes representantes en la filosofía y en la ciencia del siglo xx, como Pop-
per y Eccles.
Los funcionalistas argumentan, por el contrario, que el dualismo debe ser
descartado como una legítima teoría de la mente, pues ni ofrece una real posi-
bilidad de desarrollo a la psicología como ciencia objetiva ni aclara satisfac-
toriamente las relaciones causales entre lo mental y lo físico. El fracaso de la
psicología mentalista del siglo xix habría mostrado la imposibilidad de aco-
meter un estudio científico de la vida mental a partir de la introspección sub-
jetiva y, en todo caso, como afirma Fodor (1981, 62), «el dualismo es incom-
patible con las prácticas usuales del trabajo psicológico. El psicólogo aplica
repetidamente al estudio de la mente métodos experimentales de las ciencias
físicas. Si los procesos mentales fueran de otra especie que los físicos, no
habría motivo para esperar que estos métodos fueran eficaces en el ámbito de
lo mental». En este punto los funcionalistas están de acuerdo con el rechazo
de los conductistas al dualismo introspeccionista al mostrarse impotente para
garantizar una psicología como ciencia natural y objetiva.
La impotencia explicativa del dualismo se muestra de nuevo en su inca-
pacidad para aclararnos, una vez establecida la distinción entre fenómenos
físicos y fenómenos psíquicos, la posibilidad de una interacción causal entre
ellos. Su respuesta al problema mente-cuerpo constituye un enigma aún
mayor, convierte el problema en un misterio. En efecto, si se trata de sustan-
cias distintas o de fenómenos heterogéneos, resulta ininteligle cómo puedan
influirse mutuamente. Si la mente es algo no espacial, parece difícil admitir
una causalidad mental sobre algo físico como es nuestro propio cuerpo sin
vaciar de contenido preciso a nuestro concepto de causalidad y sin violar leyes
bien establecidas como la de conservación de la energía. De nuevo, el funcio-
nalista computacional firmaría los reproches al dualismo interaccionista for-
mulados tanto por el conductismo lógico con su denuncia del «fantasma en la
máquina» como la acusación de materialistas como Churchland (1988, 42): «el
124 P. Chacón Fuertes

dualismo no es tanto una teoría de la mente sino un vacío que aguarda que se
lo llene con una auténtica teoría de la mente».
No resulta, pues, extraño que, como reacción ante este ineficaz dualismo
mentalista, surgiera la alternativa teórica del conductismo, o, mejor dicho,
los conductismos. En primer lugar, el conductismo radical o metodológico
propugnado por Watson y Skinner. Su propuesta no es otra que la elimi-
nación de la referencia a estados o procesos internos, de carácter mental,
en la explicación científica de la conducta. La psicología puede ser una
ciencia natural si y sólo si se atiene estrictamente a los requisitos metódi-
cos de un análisis funcional que persigue el establecimiento de relaciones
objetivas entre estímulos y respuestas. Aunque Skinner declare que el con-
ductismo no niega la existencia de estados mentales, éstos no pueden inte-
grarse en el cuerpo explicativo de la psicología. Si forman parte de la cade-
na causal, la referencia a ellos resulta inútil y perjudicial al constituir
pseudoexplicaciones que pueden sustituirse con ventaja y sin pérdida de
poder explicativo por la constatación de relaciones objetivas entre los esla-
bones anteriores (estímulos) y posteriores (respuestas). Si ello fuera ver-
dad, la psicología se vería liberada del problema de la causalidad mental y,
en todo caso, ya no podría pretender ser ciencia de la mente, sino ciencia
de la conducta. Si ello fuera verdad y nos atuviéramos a los criterios de
nuestros «compromisos ontológicos» formulados por Quine, podríamos y
deberíamos eliminar de nuestro catálogo de seres existentes a las fantas-
males entidades mentales.
Pero los funcionalistas replican que el propio desarrollo de la psicología
científica se ha encargado de mostrar las deficiencias del programa conduc-
tista radical. En contra de lo que ellos esperaban, la eliminación de los esta-
dos y procesos internos mentales del organismo sí comporta una merma en el
poder explicativo de las teorías que la asumen. La psicología cognitiva se
habría encargado de poner de relieve la necesidad y la fecundidad de intro-
ducir en las explicaciones psicológicas tales referencias. Ni la causalidad men-
tal ni el mentalismo han de ser desterrados por imperativos metodológicos,
pues, como el propio funcionalismo propugna, existe una posibilidad de que
la psicología sea mentalista y a la vez objetiva.
Mayor respeto y atención le merecen a los funcionalistas el conductismo
lógico, tal como fuera propugnado filosóficamente por Ryle a partir del aná-
lisis del lenguaje psicológico y desarrollado en la psicología científica por
neoconductistas como Hull y Tolmann, que asumieron los postulados epis-
temológicos del positivismo lógico. Los conductistas lógicos proponían una
teoría semántica de lo mental, es decir, una teoría acerca del significado legí-
timo de los términos mentales. Afirmaban que expresiones del tipo «me
duele la cabeza» o «deseo viajar a Florencia» no son expresiones que deno-
ten directamente estados internos cuyo significado derive de una privada
experiencia interna. Si fuera así resultaría imposible la introducción de tales
eventos en las explicaciones de la conducta. Pero, al igual que sucede en las
ciencias físicas, resulta legítima la utilización de términos teóricos y la refe-
rencia a entidades inobservables siempre que se cumpla la exigencia de una
Funcionalismo 125

precisa definición operacional de ellas y sin que ello suponga el compromi-


so de aceptar la existencia de propiedades internas. Así, la «flexibilidad» de
un material o la «solubilidad» de un sólido no designan ninguna misteriosa
cualidad interna, sino la disposición a comportarse de una determinada
manera en unas determinadas condiciones. De igual modo, los términos de
la psicología referidos a eventos o cualidades mentales debían ser traducidos
operacionalmente a enunciados conductuales del tipo «si… entonces». De
nuevo, en palabras de Fodor (1981, 64), «Al equiparar términos mentales
con disposiciones conductuales, el conductismo lógico ha situado los térmi-
nos mentales al mismo nivel que las disposiciones no conductuales de las
ciencias físicas. Éste es un paso prometedor, ya que el análisis de las dispo-
siciones no conductuales tiene una base filosófica relativamente sólida. Atri-
buir la ruptura de un vidrio a su fragilidad es una explicación que, sin duda,
puede aceptar hasta el materialista más acérrimo. Al hacer ver que términos
mentales y disposicionales son sinónimos, el conductista lógico ha ofrecido
algo que el conductista radical no podía: una explicación materialista de la
causalidad mental».
Pero, de nuevo, el conductismo lógico se revela a los ojos del funcionalis-
ta como una teoría de la mente incapaz de proporcionar un marco explicati-
vo adecuado a la psicología científica y de ofrecer una plausible respuesta a
las relaciones mente-cuerpo. No es necesario recordar aquí las insuficiencias
del programa conductista de traducir los términos mentales a disposiciones
conductuales, tanto por la remisión casi al infinito de las condiciones hipoté-
ticas que comportan como por la imposibilidad real de eliminar la referencia
a otros términos mentales. Como un materialista como Churchland afirmó
gráficamente, «tener un dolor, por ejemplo, no parece meramente algo que
nos lleve a lamentarnos, sobresaltarnos, a tomar una aspirina, etc. Los dolo-
res también tienen una cualidad intrínseca (espantosa) que se pone de mani-
fiesto en la introspección, y cualquier teoría de la mente que ignore o niegue
tales qualia simplemente no cumple con su deber».
Para el funcionalista, sin embargo, la falla fundamental del conductismo
lógico es que sigue sin ofrecer una satisfactoria explicación de la causalidad
mental. Al reducir la significación de los términos psicológicos a las disposi-
ciones conductuales, no sólo nos priva de la comprensión de las relaciones
internas entre estados mentales, sino también nos escamotea la posibilidad de
que la psicología pueda ofrecer explicaciones causales del tipo acontecimien-
to-acontecimiento, como las implicadas en las expresiones «el rayo partió el
árbol» o «el recuerdo del amigo muerto le hizo llorar». En rigor, afirma el
funcionalista computacional, el conductismo lógico no mejora nuestra posi-
ción sobre el problema mente-cuerpo, pues sigue sin ofrecernos una adecua-
da respuesta a la causalidad mental. Su referencia a estados y procesos men-
tales es meramente heurística. «Lo que no existe realmente no puede causar
nada, y el conductista lógico, al igual que el radical, está profundamente con-
vencido de que no existen causas mentales» (Fodor, ibíd.).
Los materialistas reduccionistas o defensores de la llamada teoría de la
identidad se encuentran en una mejor posición que los conductistas lógicos
126 P. Chacón Fuertes

respecto al problema mente-cuerpo, puesto que ofrecen una explicación de la


causalidad mental que se atiene al modelo más general de causalidad físi-
ca, incluido el tipo de causalidad acontecimiento-acontecimiento. Su tesis
fundamental se limita a reconocer la existencia de estados, propiedades y
sucesos mentales identificándolos estrictamente con estados y sucesos del
sistema nervioso superior de hombres y animales. No identifican el signi-
ficado de los términos psicológicos con el significado de los términos neu-
rológicos, pero afirman la identidad numérica entre cada evento psíquico
y un evento cerebral: ambos lenguajes se refieren a una misma entidad y
sólo cabe esperar que los avances de la neurociencia nos permitan conocer
empíricamente tales identidades e ir traduciendo nuestro mentalista len-
guaje psicológico por el físico-biológico. El viejo problema de cómo pue-
dan influirse recíprocamente lo mental y lo corporal quedaría resuelto,
pues se trata en verdad tan sólo de interacciones entre el cerebro y otra
parte de nuestro cuerpo, o entre determinados subsistemas de ambos que
compartirían una misma existencia material sujeta a las leyes de la causali-
dad física.
Pero esta propuesta fisicalista tampoco satisface al funcionalismo, que en
gran medida es, histórica y conceptualmente, una reacción contra la hipoté-
tica identificación entre la composición física de un organismo y su funcio-
namiento mental. El funcionalismo en general, y en particular el funcionalis-
mo computacional del que nos ocupamos, rechaza frontalmente, al menos, el
llamado fisicalismo de tipos (type), es decir, aquella formulación de la teoría
de la identidad, originalmente presentada por Feigl, Place y Smart, según la
cual cada tipo o clase de suceso mental (un dolor, la percepción de un color,
la resolución de un problema etc.) se identifica ontológicamente con un tipo
o clase de suceso cerebral. Para un teórico de la identidad resultaría imposi-
ble atribuir estados mentales, por tanto, a otros seres cuya constitución física
fuera diferente a la que caracteriza a los seres orgánicos superiores y, en par-
ticular, a los seres humanos.
Por el contrario, el funcionalismo sería compatible con un fisicalismo de
casos o de instancias (token). A juicio de los funcionalistas, resulta difícil ima-
ginar que en todos y cada uno de los casos de dolor o de percepción esté pre-
sente un mismo e idéntico estado cerebral, aunque están dispuestos a admi-
tir que cada realización efectiva de un tipo de estado mental se identifique
con un estado físico concreto. Sería lógica y realmente posible que un mismo
estado mental se correspondiera en cada caso con diferencias en la activación
efectiva de nuestras neuronas. Del mismo modo, es fácil imaginar, mediante
un sencillo experimento mental, la existencia de seres extraterrestes cuya com-
posición material fuera el silicio y que, sin embargo, manifestaran comporta-
mientos mentales idénticos a los de los seres humanos dotados de neuronas.
A fortiori, resulta justificado para el funcionalista la atribución de estados
mentales a determinadas máquinas, aunque su forma de realización física sea
bien diferente a la nuestra. Como afirmara ya en 1967 H. Putnam: «No pode-
mos descubrir leyes en virtud de las cuales sea físicamente necesario que un
organismo prefiera A a B si y sólo si está en un cierto estado fisicoquímico.
Funcionalismo 127

Pues sabemos de antemano que tales leyes serían falsas. Serían falsas porque,
aun a la luz de nuestros conocimientos actuales, podemos ver que una máqui-
na de Turing cuya realización física sea factible puede serlo de una multitud
de maneras totalmente diferentes. Por tanto no puede haber una estructura
fisicoquímica cuya posesión sea necesaria y suficiente para preferir A a B, aun
si tomamos «necesario» en el sentido de físicamente necesario y no en el sen-
tido de lógicamente necesario» (1967, 19-20).
El funcionalismo computacional, interesado en la constitución de las cien-
cias cognitivas, también rechaza la teoría de la identidad como una teoría que
pueda servir de fundamento para una psicología como ciencia autónoma de
la mente, o que pueda ser compatible con ella. El programa fisicalista propo-
ne hipotéticamente la paulatina traducción y reducción de los términos psi-
cológicos a términos neurológicos. Si los referentes objetivos de nuestros con-
ceptos mentales son físicos, si lo mental se identifica con lo neurólogico, la
psicología tendría que dejar todo su campo abierto a los avances de las neu-
rociencias en la explicación del conocimiento. Vendría a carecer de un nivel
explicativo autónomo y las explicaciones psicológicas se verían condenadas a
ser sustituidas por explicaciones neuronales.
La situación es muy diferente, a los ojos del funcionalista. Al identificar
cada tipo de estado mental con un tipo determinado de estado funcional
—y no con un determinado estado físico— el funcionalista no sólo abre la
posibilidad de atribuirlos a seres naturales o artificiales distintos del ser
humano, sino que establece un nivel de explicación autónomo independien-
te de sus realizaciones físicas. La psicología cognitiva en particular se podría
constituir en un saber independiente, pues su objeto sería el resultado de un
proceso de abstracción mediante el que atenderíamos tan sólo a la organiza-
ción funcional de los sistemas capaces de generar actividades cognitivas. En
palabras de Johnson-Laird, «la mente puede estudiarse con independencia
del cerebro. La psicología (el estudio de los programas) puede hacerse con
independencia de la neurofisiología (el estudio de la máquina y del código
máquina). El sustrato neuro-fisiológico debe proporcionar una base física
para los procesos de la mente, pero, con tal de que dicho sustrato ofrezca el
poder computacional de las funciones recursivas, su naturaleza no impone
restricciones a las pautas de pensamiento» (1983, 9).
La legitimidad e independencia de las explicaciones funcionalistas con
respecto a las físicas se aprecian con toda claridad en el ejemplo de la máqui-
na de Coca-Cola tan repetido desde que fuera expuesto en 1975 por Nelson:
las máquinas que expenden de forma automática estos productos pueden
tener y de hecho tienen muy diferente configuración física y constitución
material. Pero si queremos explicarnos su funcionamiento, que es idéntico en
todos los casos en que se comporten de similar forma, no necesitamos con-
vertirnos en ingenieros, abrirlas y desmenuzar sus conexiones mecánicas y
eléctricas, es decir, no precisamos conocer exhaustivamente su hardware.
Podemos desvelar su comportamiento y funcionamiento interno atendiendo
a su software, a la forma como está programada. Así, por ejemplo (en un caso
simplificado), podemos distinguir en máquinas materialmente diferentes una
128 P. Chacón Fuertes

identidad funcional abstrayéndonos de sus realizaciones físicas de la forma


siguiente: inferir de su comportamiento la existencia de dos estados internos
(E1 y E2). Si la máquina se encuentra en el estado E1 y se le introduce una
moneda de 50 Ptas., no emite ninguna salida (no expide una Coca-Cola) y
pasa a E2. Si se encuentra en E1 y se le introduce una moneda de 100 ptas.,
expide una Coca-Cola y permanece en E1. Si está en E2 y se le introduce una
moneda de 50 ptas., expide una Coca-Cola y pasa a E1. Y, en fin, si está en E2
y se le introduce una moneda de 100 ptas., expide una Coca-Cola, devuelve
una moneda de 50 ptas. y vuelve a E1.
Las ventajas de estas explicaciones funcionalistas para una teoría de la
mente no radican tan sólo en que, a diferencia de las conductistas, puedan
hacerse cargo de los estados internos de un sistema y que, a diferencia de la
teoría de la identidad, su nivel de explicación sea independiente del físico. Es
que, según los funcionalistas computacionales, sólo así se abre la posibilidad
de un mentalismo que sea a la vez objetivo y mecánico. La psicología puede
seguir utilizando legítimamente términos referidos a estados internos del
sujeto sin la falta de objetividad que acarreaba el dualismo mentalista basado
en la introspección. No hay, por otro lado, nada de misterioso ni de inmate-
rial en una máquina de Turing ni en un programa de ordenador. La psicolo-
gía puede ser mentalista sin dejar de ser materialista. Y puede ser materialis-
ta sin verse condenada a ser reduccionista.
Si el funcionalismo, como teoría de la mente, es incompatible con un
fisicalismo de tipos a quien considera probablemente como una teoría falsa,
es compatible con un fisicalismo de casos. De hecho, la mayor parte de los
funcionalistas lo consideran probablemente verdadero. A diferencia del
anterior, el fisicalismo de casos se limita a afirmar que cada caso particular
de un estado mental (este dolor de cabeza, este cálculo matemático o este
recuerdo de un nombre) se identifica con un caso particular de un estado
físico. Podría ser posible que los sucesos cerebrales fueran, de facto, los úni-
cos sucesos capaces de tener aquellas propiedades funcionales que caracte-
rizan a los estados mentales, pero cabe la posibilidad, en contra de lo que
afirma el fisicalismo de tipos, que no sean los únicos. Lo mental y lo cere-
bral pueden ser coextensivos, pero no son idénticos. En todo caso, el fun-
cionalismo se opone al reduccionismo, no al materialismo, puesto que, al
admitir que los casos particulares de sucesos mentales pueden ser (y muy
probablemente lo sean) físicos, la causalidad mental sería un tipo de causa-
lidad física.
«La tesis es, en suma, que existe un nivel mental autónomo, cuya des-
cripción puede realizarse con completa independencia de la descripción del
sistema que percibe, piensa, recuerda etc., como sistema biológico.
«El dualismo funcionalista ha tenido, como mínimo, un efecto positivo
en psicología: ha sido decisivo para la diferenciación de ese nivel autóno-
mo, no reductible, de descripción que versa sobre representaciones (con-
ceptos, proposiciones, esquemas, guiones, modelos mentales, estructuras
profundas, etc.). Junto con la garantía de explicación clara y cientificidad
que brinda el carácter mecanicista de las explicaciones computacionales,
Funcionalismo 129

ha sido un papel decisivo para deshacer las viejas y profundas aprehensio-


nes de los psicólogos sobre la posibilidad de una psicología científica»
(Rivière, 1991, 69-70).
Pero, ¿es oro todo lo que reluce en el funcionalismo? ¿Su identificación
de lo mental con estados funcionales no deja fuera de la mente aspectos deci-
sivos que siempre han ido asociados a ella? ¿Acaso su respuesta al problema
mente-cuerpo no viene a plantearnos un nuevo problema, tan difícil de resol-
ver como aquél, el de las relaciones entre la mente abstracta computacional
con la encarnada mente humana? En fin, ¿en cuanto teoría de la mente, no
elimina de la psicología demasiados temas relevantes? ¿No es excesivo el
coste de adscribirnos a la propuesta funcionalista? A estas dudas se han diri-
gido las numerosas críticas que contra el funcionalismo computacional se han
levantado en la filosofía de la mente y en la psicología contemporánea, una
selección de las cuales pasamos a exponer a continuación.

6.3. LAS CRÍTICAS AL FUNCIONALISMO

La batería de argumentos desplegados contra el funcionalismo está muy


bien surtida y ha disparado desde distintos frentes contra diversos flancos de
esta teoría. En general se ha criticado que una explicación de carácter mecá-
nico y meramente formal de las actividades mentales, como es la propuesta
por el funcionalismo computacional, pueda dar cabal cuenta de la mente
humana.
Un primer grupo de objetores ha reprochado al mecanicismo funciona-
lista una deshumanización inadmisible del sujeto de tales actividades men-
tales. Abstrayendo de su realidad sólo aquellas propiedades funcionales que
comparte con una máquina, el funcionalista dejaría de lado justamente lo
que le caracteriza y distingue como humano. Del mismo modo, se ha repro-
chado a los funcionalistas que se aparten de forma ilegítima del significado
que los términos psicológicos tienen en nuestro lenguaje cotidiano. Ambas
objeciones encuentran fáciles respuestas por parte del funcionalismo: al fin
y al cabo, nuestra integración en una clase con otros objetos no humanos no
atenta a nuestra dignidad ni debe ser considerada un ataque a nuestro nar-
cisismo. De hecho, la ciencia nos ha hecho ver la fecundidad de tal integra-
ción con seres físicos o con monos a la hora de explicarnos muchos acon-
tecimientos de nuestra realidad física u orgánica. En todo caso, la
homologación a los ordenadores nos debiera resultar menos desagradable
por cuanto viene a reconocer la existencia y eficacia causal de nuestros esta-
dos internos (Boden, 1981). Del mismo modo, como tantas veces en el pasa-
do, nada tiene de extraño que una ciencia obligue a la rectificación del sig-
nificado de los términos del lenguaje cotidiano, ligado a concepciones
precientíficas. Así, la psicología cognitiva podría otorgar una significación
a términos como «pensar» o «dolor» diferente a la que tienen en la psico-
logía popular sin que ello pueda considerarse una objeción a la validez de
sus teorías. El criterio seguiría siendo el de fecundidad explicativa y ésta
130 P. Chacón Fuertes

está siempre a favor de una ciencia que cada día más se aleja del mundo del
sentido común y de las experiencias fenoménicas.
Mayor calado tienen las objeciones planteadas al funcionalismo que vie-
nen a criticarle que su modelo de mente sea un modelo de mente sin con-
ciencia. Las actividades computacionales de un sistema inteligente pueden
ser cognitivas, pero el sistema no es consciente de tales actividades. La mente
funcionalista es una mente inconsciente. En todo caso, el funcionalismo no
otorga ningún poder explicativo a la conciencia ni resulta fácil cómo puede
otorgar esta propiedad a sus sistemas mecánicos y formales de cómputos de
representaciones. El funcionalismo es mentalista, como Descartes, pero radi-
calmente anticartesiano al dejar fuera de su teoría de la mente lo que para el
autor del Discurso del Método constituía el rasgo distintivo de lo mental fren-
te a lo físico. Tampoco resulta fácil entender cómo la conciencia habría emer-
gido y permanecido en el proceso de evolución biológica sin tener ninguna
virtualidad ni eficacia causal para los seres humanos.
Es cierto que, en los últimos años, diversos autores se han esforzado por
hacer comprensible una teoría de la conciencia compatible con las tesis fun-
cionalistas (cfr. Baars, 1988; Jackendoff, 1987 y Johnson-Laird, 1988), pero
no es menos cierto que el problema de la conciencia sigue siendo la gran asig-
natura pendiente no sólo del funcionalismo computacional, sino de la psico-
logía cognitiva que navega bajo el paradigma del procesamiento de la infor-
mación y de la contemporánea filosofía de la mente. Al viejo problema de las
relaciones entre mente y cuerpo viene a añadirse uno nuevo: el de las rela-
ciones entre la mente computacional abstracta y la mente fenoménica cons-
ciente. Y las alternativas abiertas para la comprensión del nuevo problema
son casi tan numerosas como las que se abrieron para la comprensión del
antiguo. Suscribimos, por tanto, las palabras de García Carpintero (1995, 74)
cuando afirma que «el gran tema pendiente, sin embargo, es el de la cons-
ciencia… Parece muy difícil que la maquinaria funcionalista, con su apela-
ción para la definición de lo mental a una ingente suma de relaciones causa-
les, científicamente establecidas o folk, pueda acomodar las intuiciones sobre
ese peculiar conocimiento de sí, con sus características de inmediatez y certi-
dumbre, que es constitutivo de lo que paradigmáticamente llamamos estados
conscientes… Formular una explicación satisfactoria del concepto de cons-
ciencia, dentro o fuera del marco funcionalista, es la tarea a la vez inaplaza-
ble e ingrata para esa aspiración a saber de qué se habla que, desde Sócrates,
anima la empresa filosófica».
Al concebir la mente como una máquina cognitiva que combina símbolos
mediante reglas sintácticas estrictas, el funcionalista tiene, también, graves
problemas para integrar en su sistema explicativo a las imágenes mentales. En
contra de los resultados de psicólogos cognitivos empíricos (Paivio, 1977 y
Kosslin, 1980), los funcionalistas no pueden otorgar funcionalidad alguna a
nuestras representaciones por imágenes y, como reconoce el propio Pylyshyn
(1988, 8): «No sabemos qué hacer con ellas». Sin conciencia y sin imágenes,
el funcionalismo computacional se ve en dificultades para presentarse como
una válida teoría general de la mente humana.
Funcionalismo 131

Estrechamente vinculada con lo anteriormente dicho se encuentra la


objeción que quizá ha sido más reiterada contra el funcionalismo y a la que
los funcionalistas han sido más sensibles: la objeción de los qualia. Consis-
ten éstos en esas cualidades sensoriales que se nos presentan de forma
directa en nuestras experiencias psíquicas, por ejemplo, al percibir un color
o al sentir un dolor. Con ellas se ha identificado tradicionalmente, y no sin
buenas razones, nuestro psiquismo. Pues bien, el modelo computacional de
la mente humana tiene limitaciones internas para poder integrarlas, como
lo muestran tanto el fenómeno de los qualia invertidos como el de los qua-
lia ausentes. Es perfectamente imaginable, tal como Block y Fodor (1972)
nos invitan a hacer, imaginar dos sistemas conductual y funcionalmente
equivalentes y que, sin embargo, tuvieran diferentes cualidades sensoriales
en su experiencia psíquica ante un mismo objeto. Así, en el caso del espec-
tro invertido, podían dos sujetos humanos reaccionar de igual forma y estar
funcionalmente igual dispuestos en sus estados internos ante una manzana,
viéndola uno de ellos verde y el otro roja. Al menos, una descripción fun-
cional no podría hacer discriminación entre ellos y les atribuiría un mismo
estado mental. Igualmente, podemos imaginar, tal como Block (1978) nos
propone en un experimento mental, un robot gigantesco, o un cerebro
compuesto de homúnculos u hombrecillos en miniatura, o un número
inmenso de ciudadanos chinos conectados entre sí causalmente de modo
que cada uno de ellos cumpliera una función concreta y cuyo sistema glo-
bal simulara perfectamente el funcionamiento de una mente humana. Ese
robot o ese cerebro homuncular cumplirían los requisitos del funcionalis-
mo para la atribución de estados mentales, pero en ellos estaría ausente
cualquier estado cualitativo. El propio Fodor (1981, 72) reconoce que «tal
como están las cosas, el problema del contenido cualitativo constituye una
seria amenaza a la afirmación de que el funcionalismo pueda presentar una
teoría general de la mente».
Otro frente por el que el funcionalismo computacional ha sido tradicio-
nalmente atacado es el del contenido intencional o semántico de nuestros
estados mentales. Al proponer un modelo estrictamente formal y sintáctico,
el funcionalismo dejaría fuera un aspecto esencial de lo mental, como es el
de estar referido a un contenido: pensar en algo, recordar algo, querer a
alguien. Por otro lado, este contenido mental parece insoslayable en las
explicaciones de nuestras actuaciones cognitivas tanto con el medio como en
la relación entre estados mentales: me enojo porque entiendo el significado
insultante de una palabra dirigida a mí y cojo el paraguas porque entiendo
el significado del término «lluvia» emitido por quien pronostica el tiempo.
Dreyfus (1979) ya consideró inviable el programa de la Inteligencia Artificial
de reproducir los procesos mentales humanos fundándose en este carácter
intencional de la mente que Husserl había subrayado. Pero, sin duda, ha sido
el experimento mental de Searle sobre la «habitación china» el más divulgado
para criticar las pretensiones funcionalistas que identifican estados mentales
con estados funcionales y la mente con un sistema de cómputo de representa-
ciones simbólicas.
132 P. Chacón Fuertes

Imaginemos, nos propone Searle (1980), que se me encierra en una habi-


tación a mí, que no entiendo el idioma chino, con numerosas tarjetas llenas
de caracteres chinos y una tabla de instrucciones en las que se me indica por-
menorizadamente los pasos que he de seguir para combinarlos con otra serie
de símbolos chinos que tengo a mi disposición. Imaginemos que, fuera de la
habitación y sin posibilidad de verme, se encuentra un experto conocedor del
chino que plantea preguntas en ese idioma que se me entregan por escrito.
Siguiendo fielmente las instrucciones, mi tarea consiste en combinar los
caracteres, aunque ignoro absolutamente su significado, y tras haberlos selec-
cionado remitirlos como respuesta que es entregada al experto chino. Éste
comprueba la corrección de tales respuestas escritas en su idioma y extrae la
conclusión, de acuerdo con el modelo funcionalista de mente, de que la per-
sona que se encuentra dentro de la habitación sabe chino, cuando en realidad
sigo sin comprender absolutamente nada de este idioma. Carece de sentido
alguno, afirma Searle, atribuirme la comprensión del chino porque me he
limitado, como el ordenador del cual soy ahora metáfora, a combinar signos
que carecen de significado para mí. De igual manera, resulta ilegítimo atribuir
estados mentales a los ordenadores y afirmar que las máquinas piensan, pues-
to que sus sintácticos procesos de computación de símbolos carecen de cual-
quier significación semántica o de contenido para el sistema. En fin, dentro
del propio campo de la psicología cognitiva han surgido críticas sobre la
capacidad del modelo de cómputos de representaciones para representar la
mente humana real. Al fin y al cabo, la «máquina» cognitiva que interesa a los
psicólogos está limitada y condicionada por su integración en un sistema ner-
vioso compuesto de neuronas. Al hacer abstracción del hardware, el funcio-
nalismo computacional se aleja en sus explicaciones funcionales de aspectos
relevantes de la mente, a lo que habría que añadir las insuficiencias del mode-
lo de computación adoptado, que no es otro que el del ordenador digital, tipo
Von Neumann, capaz sólo de procesar símbolos en forma serial, aunque sea
a grandes velocidades. Características relevantes de la forma que tiene la
mente humana de procesar información (como la flexibilidad, resistencia a la
degradación, capacidad de afrontar múltiples tareas de forma simultánea o de
poder realizarlas sin contar con todos los elementos lógicos necesarios, etc.)
no se acomodan a los modos de proceder de un ordenador digital.
Ya en 1943, W. McCulloch y W Pitts, en su artículo «Un cálculo lógico
inmanente en la actividad nerviosa», propusieron un modelo computacional
de las redes neuronales que mostraba la posibilidad que éstas tenían de incor-
porar principios lógicos en sus actividades, una línea de investigación que fue
proseguida por el neuropsicólogo Hebb y, sobre todo, F. Rosenblatt en su
obra Principios de Neurodinámica (1962). Por diversas razones, esta línea de
investigación fue abandonada durante años, en beneficio del funcionalismo
computacional que hemos analizado, hasta resurgir con fuerza a partir de los
trabajos de D. Rummelhart y Jc. MacClelland junto con el grupo de investi-
gación del PDP (Parallel Distributed Processing). Este nuevo enfoque que
lleva el nombre de conexionismo se propone una reproducción más realista
del funcionamiento cognitivo de nuestro sistema nervioso: el procesamiento
Funcionalismo 133

sería en paralelo, no serial, fruto de la activación y conexión simultánea de


redes neurales; un modelo en el que, en contra de lo afirmado por el funcio-
nalismo computacional, no sería preciso para explicar el conocimiento apelar
a cómputos de representaciones ni a símbolos inconscientes, pues bastarían
los cambios cuantitativos en la activación y en la conexión de las redes neu-
ronales. En el enfoque conexionista están hoy día depositadas muchas espe-
ranzas de la psicología cognitiva en encontrar un modelo abstracto del fun-
cionamiento mental de nuestro sistema nervioso. Pero eso es ya otra historia,
aunque sea una muy actual y prometedora.
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Capítulo VII

La computadora como metáfora


Víctor Luis Guedán Pécker

El filósofo norteamericano John Searle (1984, 51) comenta lo siguiente,


respecto de la irrupción de las computadoras en la investigación psicológica:
Puesto que no entendemos muy bien el cerebro, estamos tentados cons-
tantemente a usar la última tecnología como modelo para intentar enten-
derlo. En mi niñez se nos aseguraba siempre que el cerebro era una centra-
lita telefónica. («¿Qué otra cosa podía ser?») Me divertía ver que
Sherrington, el gran neurocientífico británico, pensaba que el cerebro fun-
cionaba como un sistema telegráfico. Freud comparaba a menudo el cere-
bro con los sistemas hidráulicos y electromagnéticos. Leibniz lo comparaba
con un molino, y alguien me dijo que alguno de los antiguos griegos pensa-
ba que el cerebro funcionaba como una catapulta. En la actualidad, obvia-
mente, la metáfora es el computador digital.

El influjo de la computadora como metáfora de la mente y de su sustrato


material, el cerebro, no es, sin embargo, sólo una cuestión de modas, como
parece sugerir este texto. Por un lado, hay algo de arcano en la atracción que
las máquinas han ejercido en la fantasía de los hombres, quienes desde antiguo
han imaginado la posibilidad de dotarlas de cuanto es más propio del ser huma-
no: alma, mente, inteligencia… Por otro, hay razones filosóficas y científicas
que explican esa apropiación de la computadora como metáfora, por parte de
la psicología. En verdad, el empeño por hacer de las computadoras máquinas
inteligentes se ha convertido no sólo en un interesante foro para la investiga-
ción científica y tecnológica, sino también en un contraste para la operatividad
y validez de muchas teorías filosóficas; en especial, de aquellas que se baten
entre sí, empeñadas en la tarea de resolver el problema mente-cerebro.
136 V. L. Guedán Pécker

La mejor manera de desvelar los lazos que hoy ligan a la psicología con los
modelos computacionales puede que sea el relato del proceso histórico por el
que se ha llegado a este punto. Relato tras el cual será pertinente desvelar los
presupuestos filosóficos que subyacen a dichos modelos, así como un análisis
crítico de su validez. Sólo entonces se estará en condiciones de hacer un jui-
cio acerca del valor que pueda tener para la psicología el uso de las compu-
tadoras como metáforas de los procesos cerebrales y mentales.

7.1. HISTORIA DE LAS METÁFORAS COMPUTACIONALES


EN PSICOLOGÍA

Como es sabido, las primeras décadas del siglo xx representaron el auge


arrollador del conductismo como paradigma dominante en la psicología. En
consonancia con la corriente epistemológica más en boga en la época, el neo-
positivismo, los conductistas desterraban de la psicología científica todo el
vocabulario que se refiriese a realidades o procesos no observables, de mane-
ra que el objeto de estudio de la psicología científica no podía ser otro, a jui-
cio de Watson, que la conducta. Fuera de ese campo, la conciencia quedaba
relegada a un pseudo-problema del que la psicología había conseguido
desembarazarse al fin, al haber quedado constituida como un saber positivo.
Pero el paso del tiempo vino a demostrar las graves insuficiencias explicati-
vas del conductismo, en su versión primigenia. Algunos autores como Hull
propusieron entonces una serie de modificaciones en el modelo explicativo
conductista, asumiendo la relevancia científica de variables mediacionales no
observables, pero que constituirían una «correa de transmisión» causal entre
el estímulo exterior y la respuesta observable. Sin embargo, en último térmi-
no, tampoco la postulación de esas variables fue suficiente, de manera que
Tolman sugirió salvar las dificultades más recalcitrantes admitiendo de nuevo
el carácter intencional del sujeto humano. El conductismo había derivado,
así, hacia la postulación de tesis contrarias a las que le fueron dotadas por su
fundador: se asumían de nuevo conceptos mentalistas, y se sustituía una con-
cepción del sujeto humano como ser reactivo por otra en la que aparecía
como un ser activo. A pesar de unos últimos esfuerzos por salvar el paradig-
ma, como los realizados por Skinner, a mediados de la década de los 60 era
ya evidente la crisis de todo el paradigma, y la necesidad de su sustitución1.

1
Cfr. J. L. Fernández Trespalacios (1986, 35).
La computadora como metáfora 137

EVOLUCIÓN DEL CONDUCTISMO

PARADIGMA CONDUCTISTA (1.ª versión)


Estudio de la conducta observable, orillando todo cuanto ocurre «tras la piel» (Watson)

DIFICULTADES para el paradigma conductista


Incapacidad para explicar adecuadamente las conductas más complejas

PARADIGMA CONDUCTISTA (versiones sucesivas)


Introducción de variables mediacionales (Hull) y de consideración
del carácter intencional del sujeto (Tolman)

CRISIS definitiva del paradigma conductista


Persistencia de las dificultades para explicar adecuadamente las conductas más complejas

Según Bruner (1990, 20-21), el propósito inicial de la psicología cogniti-


va, a finales de los años 50, era posibilitar a la psicología científica la «recu-
peración de la mente», en un proyecto revolucionario que desbordaba el afán
reformador de psicólogos como Hull o Tolman. Y esa recuperación debía
venir dada por la instauración del significado como objeto de investigación.
Los nuevos problemas sobre los que habría de gravitar la psicología en ade-
lante eran del tipo siguiente: ¿de qué modo construye el ser humano un
mundo de significaciones, y cómo se maneja en ese entramado simbólico? Sin
embargo, pronto se dio un giro en la orientación a ese proyecto original, y del
estudio del significado en sí mismo, de su constitución, se transitó hacia la
cuestión algo diferente de la naturaleza de los procesos de transmisión de los
contenidos significativos. La causa principal fue el valor heurístico que algu-
nos psicólogos descubrieron en la teoría de la información, propuesta por
Norbert Wiener y desarrollada por Shannon: mientras que la comprensión de
la naturaleza de los símbolos —tarea en la que estaban empeñadas muchas
disciplinas diferentes— resultaba muy problemática, Wiener (1948) había
mostrado que no ocurría lo mismo a la hora de investigar el procesamiento
de la información contenida en los símbolos. Así pues, frente al hombre como
animal simbólico —óptica originaria que proponía inicialmente el cognitivis-
mo—, los psicólogos cognitivos comenzaron, entonces, a contemplarlo bajo
otra de sus facetas: como uno más entre los sistemas capaces de procesar
información.
En este punto en el que la psicología había reorientado su ámbito de
intereses, vino en su ayuda una nueva disciplina, la inteligencia artificial
(IA), que inicialmente era sólo una rama tecnológica empeñada en conse-
guir computadoras capaces de realizar tareas que tradicionalmente se han
asignado a la inteligencia humana y que, en muchos casos, por su carácter
engorroso, sería muy benéfico que hiciesen las máquinas2. Cómo llegó a

2
«El diseño de computadoras es una rama de la ingeniería (incluso cuando lo que se dise-
ña es software y no hardware), y la IA es una subrama de esa rama de la ingeniería. Si vale la
138 V. L. Guedán Pécker

darse esta colaboración y de qué modos fue entendida ésta tiene su propia
historia.
En gran medida, la historia de la IA comienza en el año 1937, fecha en la
que el lógico inglés Allan Turing demostró que un determinado prototipo
ideal de máquina, la Máquina Universal de Turing, era capaz de realizar cual-
quier «operación computable», es decir, resoluble mediante la aplicación de
un número finito de algoritmos3. Ahora bien, como toda máquina es, en rea-
lidad, un sistema capaz de resolver determinadas tareas mediante la aplica-
ción de un número limitado de algoritmos, la máquina universal de Turing
podía, en principio, duplicar las capacidades de cualquier otra máquina. Se
trataba, en definitiva, de un modelo lógico universal de toda máquina posi-
ble; y esa condición hacía de la máquina de Turing un instrumento muy esti-
mulante.
A esos desarrollos científicos hay que ligar determinada concepción meta-
física, para comprender el interés que la máquina universal de Turing pudo
despertar entre los psicólogos: en el siglo xviii el médico francés Julien Offray
de La Mettrie había sostenido que la naturaleza humana no se diferenciaba
en esencia de la de las máquinas, sino, a lo sumo, en el grado de complejidad4.
Esta tesis, de corte materialista, no pasó desapercibida a los primeros investi-
gadores interesados en explorar las aplicaciones de posibles realizaciones
materiales del modelo de máquina propuesto por Turing; no en balde, si la
máquina universal de Turing era un modelo lógico de cualquier máquina,
también podía suponerse modelo de una máquina tan especial como el ser
humano.
Llegados a este punto, el uso de las computadoras como apoyo para la
investigación psicológica adquirió, a mediados de siglo, dos modalidades:
por un lado, se intentó establecer modelos computacionales de las estructu-
ras cerebrales, con la esperanza de que, de la realización física de tales mode-
los, pudieran emerger cualidades mentales. Por otro, se buscó atacar direc-
tamente el problema de la naturaleza de las propiedades mentales,
procurando crear modelos de las mismas. La primera de esas alternativas,
por avatares que serán citados más adelante, fue abandonada a finales de la
década de los 60, en beneficio de la segunda, y sólo resurgió tras el progre-
sivo cúmulo de dificultades con que fue topándose ésta. Veremos, pues, en
el orden de exposición de este trabajo, primero los empeños por simular las
capacidades mentales (a lo que denominaremos IA de sistemas simbólicos),
así como la naturaleza de sus límites, para pasar sólo después al estudio de

pena decir esto, es porque la IA se ha hecho notoria por formular reivindicaciones exageradas;
reivindicaciones en el sentido de ser una disciplina fundamental e incluso de constituir ‘epis-
temología’. El objetivo de esta rama de la ingeniería es desarrollar software que permita a las
computadoras simular o duplicar los logros de lo que intuitivamente reconocemos como ‘inte-
ligencia’.» Cfr. H. Putnam, «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard, 1988, 307.
3
Cfr. A. Turing (1937), «On Computable Numbers with an Application to the Entschei-
dungsproblem», en Proceedings of London Mathematical Society, núm. 42.
4
Cfr. J. O. La Mettrie (1747), El hombre máquina.
La computadora como metáfora 139

los modelos computacionales de las estructuras cerebrales (corriente a la que


llamaremos conexionismo).
El primero de esos programas de investigación, la IA de sistemas simbó-
licos, arranca con la invención, a principios de la década de los 40, de la pri-
mera computadora digital, por obra de John von Neumann. Pronto se hizo
evidente que este tipo de máquina —denominado también máquina de von
Neumann— poseía todas las características que Turing había imaginado para
su Máquina Universal. Así pues, las computadoras de von Neumann resulta-
ban ser igualmente modelos físicos capaces de duplicar cualquier capacidad
que presentase otra máquina. En los primeros momentos, estas computado-
ras sólo habían sido utilizadas como operadoras de cantidades aritméticas.
Fueron Newell, Simon y Shaw quienes tuvieron el mérito, hacia 1956, de pro-
gramar este tipo de máquinas para la manipulación de símbolos, actividad
que, por lo demás, es básica en la mente humana5. Faltaba un elemento para
reforzar la legitimidad del uso de computadoras en el estudio de los procesos
mentales de manipulación de símbolos; y ese elemento lo había donado
Turing, quien, en un famoso artículo publicado el año 1950, propuso un test
mediante el que podrían establecerse equivalencias funcionales entre deter-
minadas máquinas universales de Turing —y, a fortiori, computadoras digita-
les— y las mentes humanas. Así pues, lo que venía a establecer el «test de
Turing» era, en definitiva, el cúmulo de condiciones bajo las que sería legíti-
mo el uso de una homología funcional entre mentes y máquinas, sobre esa
base de su común carácter como procesadores de información. El valor de
esta vía de investigación radicaba en que la psicología podría construir modelos
computacionales efectivos de las hipótesis formuladas acerca de los procesos
cognitivos —entendidos desde la perspectiva de la teoría de la información—,
y ver en qué medida tales hipótesis producían los mismos resultados conduc-
tuales en una computadora que en un ser humano. Las computadoras eran,
pues, un instrumento muy prometedor para la verificación de hipótesis acer-
ca de la naturaleza de los mecanismos de procesamiento de información
humanos.
La propuesta de interpretar los procesos mentales a la luz de las compu-
tadoras recibió críticas desde el principio. Éstas, sin embargo, no fueron tan
concluyentes como para frenar un proyecto de investigación al que se dedi-
caban muchos esfuerzos y medios. En realidad, la mayor objeción levantada
contra dicho programa ha sido, a la postre, su estancamiento, después de una
época inicial en la que, quizás, se desbordaron las expectativas. Ese agota-
miento aparente de la metáfora computacional de sistemas simbólicos ha pro-
piciado en los últimos años un renacimiento del conexionismo, aunque, en
verdad, el conexionismo no reduce el número ni la virulencia de las objecio-
nes contra la colaboración entre IA y psicología, y los resultados prácticos,
respecto de las expectativas que algunos psicólogos hayan podido poner en

5
El Teórico Lógico era un programa para computadora digital, capaz de demostrar teore-
mas lógicos de los Principia Mathematica, de Russell y Whitehead.
140 V. L. Guedán Pécker

él, son aún muy escasos6. De hecho, en cierto sentido, todo el prestigio sobre
el que se sustenta la posible colaboración entre la IA y la psicología, bien sea
en la simulación de sistemas simbólicos, bien en la de redes neuronales, pro-
cede de la IA como mera rama técnica sin relevancia en la comprensión de la
mente humana y sus mecanismos: son los denominados sistemas expertos,
programas diseñados para realizar tareas muy engorrosas para la mente
humana, por la gran cantidad de información manejada y la complejidad de
los algoritmos aplicados, pero que difícilmente pueden considerarse inteli-
gentes.

EVOLUCIÓN DEL CONDUCTISMO

PARADIGMA COGNITIVISTA (1.ª versión)


Investigación de los mecanismos de formación de los significados construidos
por la mente, así como del ser humano como animal simbólico (Bruner)

DIFICULTADES de la 1.º versión del paradigma cognitivista


Dificultad de establecer un tratamiento científico riguroso y productivo,
en el estudio de la naturaleza de los símbolos

PARADIGMA COGNITIVISTA (2.ª versión)


Investigación de los mecanismos por los que el ser humano procesa información

INSTRUMENTOS para el desarrollo de la 2.ª versión del paradigma cognitivista

Teoría de la Máquina de Turing Test de Turing


Información

Computadora digital Redes neuronales artificiales

IA de sistemas simbólicos Conexionismo

7.2. PRESUPUESTOS FILOSÓFICOS


DE LA IA DE SISTEMAS SIMBÓLICOS

El artículo que Allan Turing hiciera público en 1950 ha recibido en


español un título que no es el que le dio su autor, pero que se corresponde
a la perfección con el asunto que trata: «¿Puede pensar una máquina?»
Comenzaba Turing su famoso trabajo indicando la dificultad de definir los
términos ‘máquina’ y ‘pensar’, a pesar de que de esas definiciones depende
uno de los procedimientos posibles de plantear rigurosamente la pregunta

6
Cfr. H. Putnam (1988), «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard, 1988.
La computadora como metáfora 141

de si puede pensar una máquina. Sin embargo, a juicio de Turing, es posi-


ble redefinir la pregunta de manera que pueda orillarse ese escollo; porque
la nueva pregunta, que Turing creía equivalente a la de si piensa una máqui-
na, se expresa en términos de un tipo de máquina muy concreto —una com-
putadora digital—, y sustituyendo el término ‘pensar’ por el nombre de un
criterio capaz de comprobar si un ente piensa o no: juego de imitación. El
juego de imitación consiste en que una máquina y un ser humano respon-
dan anónimamente a preguntas formuladas por un segundo ser humano. Si
se diera el caso de que el interrogador experto fuera incapaz de distinguir,
a través únicamente de las respuestas, entre la máquina y el humano, debe-
ría concluirse, a juicio de Turing, que la máquina piensa, en los mismos tér-
minos en que usemos la palabra ‘pensar’ con el ser humano. No necesita-
mos, por ello, aclarar en qué consista pensar. El juego de imitación,
convertido en un test para determinar la capacidad de una máquina para
pensar, se conoce como test de Turing. Ahora bien, para saber si alguna
máquina puede llegar a salvar el test de Turing, basta con estudiar si lo
puede hacer la máquina ideal imaginada por Turing, su máquina universal,
toda vez que esta máquina es capaz de hacer toda tarea realizable por cual-
quier otra máquina. Y resulta que el computador digital es, con diferencias
prácticamente inapreciables, la realización material de una máquina uni-
versal de Turing. De modo que el problema de si pueden pensar las máqui-
nas se puede concretar finalmente del siguiente modo: ¿Puede jugar eficaz-
mente al juego de imitación una computadora digital?
Éstos fueron los términos en que Turing transformó la pregunta inicial de
si puede pensar una máquina. Las dos preguntas, sin embargo, son sólo equi-
valentes si se asumen como válidos determinados presupuestos filosóficos:

— El computador digital es una máquina electrónica que materializa la


máquina universal de Turing; pero la Máquina Analítica, que es un ingenio
mecánico diseñado por el matemático inglés Charles Babbadge en el siglo xix,
de haber sido construida, también hubiera materializado la máquina univer-
sal de Turing. En resumidas cuentas, para el test de Turing no es la naturale-
za material de una máquina — su hardware — lo relevante a la hora de esta-
blecer si se trata o no de una máquina universal de Turing y, en consecuencia,
de si puede pensar. Lo que viene a sostener este presupuesto funcionalista es
que se da la misma relación entre cerebro y mente, en el ser humano, que
entre hardware y software (programa) en las máquinas; y que el problema de
si las máquinas piensan ha de estudiarse únicamente a nivel de las capacida-
des funcionales del software.
— El test de Turing se desentiende de la naturaleza de los procesos
«internos» que pudieran permitir a una computadora salvar con éxito el
juego de imitación. Tanto si esos procesos se ajustan en algún sentido a los
correspondientes mediante los que una mente humana procesa información,
como si son totalmente disímiles, esta consideración carece aquí de relevan-
cia. En el fondo, se trata de una postura clásica en el seno del paradigma con-
ductista: tal y como expresara Skinner, a la psicología le ha de resultar irrele-
142 V. L. Guedán Pécker

vante cuanto acontece «tras la piel»7. Al test de Turing le subyace, pues, un


presupuesto conductista.

El conjunto de esos dos presupuestos se conoce como funcionalismo de


tabla de máquina. Ya Jerry Fodor (1968, 163-164) indicó en su día las insufi-
ciencias de este tipo de funcionalismo y la necesidad de completar el test de
Turing con una restricción: que los procesos computacionales que llevan en
la máquina y en el humano a conductas indistinguibles sean equivalentes, esto
es, que operen con software semejante. El resultado de esta modificación pro-
puesta por Fodor es lo que se conoce como funcionalismo computacional.
Dos son los principales tipos de crítica que se han dirigido contra la vali-
dez del funcionalismo computacional dentro de lo que se conoce como el pro-
blema hombre-máquina, es decir, en lo relativo a la posibilidad de que una
máquina llegase a duplicar las facultades mentales de un hombre:

— Aun en el caso de que haya máquinas capaces de imitar el comporta-


miento humano hasta el punto de superar con éxito el test de Turing, gober-
nándose por procedimientos paralelos a los que parecen gobernar los proce-
sos mentales, hay razones para sostener la invalidez del juego de imitación
como test acerca de la posesión de mentes en las máquinas.
— Aun aceptando la validez del test de Turing, bajo las restricciones del
funcionalismo computacional, hay razones para sostener la incapacidad lógi-
ca de las computadoras digitales para salvar con total garantía dicho test y,
por lo tanto, para ser funcionalmente equivalentes a la mente humana.

Los argumentos más conocidos dentro de estas líneas de crítica son, respec-
tivamente, el argumento de la sala china y el argumento matemático. A continua-
ción, se revisarán ambos argumentos, sobre los que recae el peso de desmontar
filosóficamente el proyecto de modelar computacionalmente la mente humana.

7.3. EL ARGUMENTO DE LA SALA CHINA

En el artículo de 1950, Turing ya hizo referencia a algunas posibles obje-


ciones dirigidas contra la validez del juego de imitación, concebido como test.
La más importante es el «argumento de la conciencia», que podría rezar así,
según Turing:
Sólo cuando una máquina sea capaz de escribir un soneto o componer
un concierto por haber experimentado pensamientos y emociones, y no por
una conjunción casual de símbolos, admitiremos que pueda ser igual al

7
Esta expresión hace referencia al modo en que Skinner denomina todo lo que, pertene-
ciendo a la interioridad del sujeto, carece de importancia desde el punto de vista de la psico-
logía científica. Cfr. B. F. Skinner (1953), Ciencia y conducta humana, Barcelona, Martínez
Roca, 1986, págs. 284-292.
La computadora como metáfora 143

cerebro —es decir, que no solamente escriba, sino que conozca que escri-
be. Jamás mecanismo alguno podría experimentar placer en sus éxitos (y no
sólo dar artificialmente señal de sentirlo, que es treta fácil), sentir pena
cuando sus válvulas se fundiesen, excitación por el halago, entristecerse por
sus errores, percibir el encanto del saxo, estar irritado o deprimido cuando
no pudiese conseguir lo que deseara.

El argumento de la conciencia despertó desde un principio gran polémi-


ca, agudizada, en especial, tras la versión que le diera el filósofo norteameri-
cano John Searle en el año 1980, mediante la propuesta de un experimento
mental, el «argumento de la sala china»:
Tomemos un idioma que no comprendemos; en mi caso, tal idioma
puede ser el chino […]. Supongamos ahora que me instalan en una habita-
ción que contiene cestas repletas de símbolos chinos. Supongamos también
que me proporcionan un libro de instrucciones en español, con reglas que
estipulan cómo han de emparejarse unos símbolos chinos con otros. Las
reglas permiten reconocer los símbolos puramente por su forma y no
requieren que yo comprenda ninguno de ellos […]. Imaginemos que perso-
nas situadas fuera de la habitación y que sí comprenden el chino me van
entregando pequeños grupos de símbolos, y que, en respuesta, yo manipu-
lo los símbolos de acuerdo con las reglas del libro y les entrego pequeños
grupos de símbolos. Ahora, el libro de instrucciones es el ‘programa infor-
mático’; las personas que los escribieron son los ‘programadores’ y yo soy el
‘ordenador’. Los cestos llenos de símbolos constituyen la ‘base de datos’,
los pequeños grupos que me son entregados son ‘preguntas’ y los grupos
que yo entrego, las ‘respuestas’. Supongamos ahora que el libro de instruc-
ciones esté escrito de modo tal que mis ‘respuestas’ a las ‘preguntas’ resul-
ten indistinguibles de las de un chino nativo […]. Estoy superando el test de
Turing en lo que a comprender el chino concierne. Y, al mismo tiempo,
ignoro totalmente el chino. Y en el sistema que estoy describiendo no hay
forma de que yo llegue a comprender el chino, pues no hay forma de que
yo pueda aprender los significados de ninguno de los símbolos. Estoy mani-
pulando símbolos lo mismo que un ordenador, pero sin adscribir significa-
do a los símbolos […]. Si yo no comprendo el chino basándome solamente
en el funcionamiento de un programa informático para comprender el
chino, tampoco lo comprende entonces, con ese mismo fundamento, nin-
gún ordenador digital. Los ordenadores digitales se limitan a manipular
símbolos de acuerdo con las reglas del programa8.

Desde un punto de vista lógico, el argumento de la sala china pretende


refutar la metáfora computacional de sistemas simbólicos apoyándose en tres
axiomas:

8
Cfr. J. Searle (1990), «¿Es la mente un programa informático?», en Investigación y Cien-
cia, año 1990.
144 V. L. Guedán Pécker

Axioma 1. Los programas informáticos son formales (sintácticos).


Axioma 2. La mente humana posee contenidos mentales (semánticos).
Axioma 3. La sintaxis, por sí misma, no es constitutiva ni suficiente para la semántica.

Conclusión 1. Los programas ni son constitutivos de mentes ni suficientes para ellas.

Las principales críticas que ha recibido el argumento de la sala china se


dirigen contra el axioma 3, y el debate sobre el mismo ha derivado hacia ya
viejos temas de la filosofía del lenguaje, disciplina en la que John Searle es una
de sus más eminentes figuras9. Así, por ejemplo, el matrimonio Churchland
ha argumentado que, mediante el recurso a «las nuevas tecnologías en para-
lelo, inspiradas y basadas en las redes neuronales», existen posibilidades de
acelerar la capacidad de procesamiento de las computadoras de un modo tan
excepcional que, a partir de determinado punto crítico, es posible que el
mero cálculo sintáctico produjera la emergencia de semántica en las compu-
tadoras10. Se trata de una hipótesis holista, según la cual el oleaje de cálculos
ciegos, pero extremadamente veloces, produciría la aparición de un epifenó-
meno, la «espuma de esas olas»: la semántica y la conciencia en la que ésta se
asienta.
Dificultades del estilo de las presentadas por Searle le han llevado final-
mente a Fodor (1975) a sostener que los cerebros deben poseer de modo
innato unos determinados contenidos semánticos, como condición necesaria
para que en ellos el procesamiento de información devenga mente. Obvia-
mente, si esos contenidos semánticos brillan por su ausencia en las computa-
doras, no debería esperarse la emergencia de mente en ellas.

7.4. EL ARGUMENTO MATEMÁTICO

Siendo posible interpretar al ser humano como procesador de informa-


ción, ¿en dónde radica la diferencia con los computadores digitales para que
en el primer caso podamos hablar de mentes y en el segundo no? ¿No sería
posible encontrar algún modo de equivalencia funcional entre mente y
máquina, que permitiese hablar de ‘inteligencia artificial’, sin que este térmi-
no comportase sólo una metáfora? Hemos visto poner como condiciones
para esa equivalencia tanto el test de Turing como el paralelismo entre el soft-
ware de la máquina y los procesos de la mente humana. ¿Son estas condicio-
nes suficientes para poder confiar en la emergencia futura de inteligencia arti-
ficial? ¿En nada resulta relevante la diferencia entre el cerebro y el hardware

9
El filósofo austriaco Rudolf Carnap representa, con su trayectoria intelectual, el fraca-
so de intentar reducir la semántica a sintaxis. Sus posiciones iniciales, durante las primeras
décadas del siglo xx, fueron paulatinamente corregidas por él mismo, hasta venir a reconocer
la validez de lo que el tercer axioma de Searle defiende.
10
Cfr. P. M. Churchland y P. Smith Churchland (1990), «¿Podría pensar una máquina?»,
en Investigación y ciencia, 1990.
La computadora como metáfora 145

de la computadora? Hemos visto también que Searle rechaza la suficiencia de


tales condiciones, porque, aun cuando se salven ambas con éxito, la diferen-
cia está en que mientras el cerebro procesa información comprendiendo, la
computadora procesa sin comprender lo que hace. Pero hay otra línea de crí-
tica a la inteligencia artificial: sostener que, simplemente, alguna de las con-
diciones antedichas, aunque sobre el papel sea correcta, es imposible de ser
cumplida satisfactoriamente por una computadora, y que, por lo tanto, la
equivalencia funcional a la que se aspira no llegará a alcanzarse nunca; que
cerebro y máquina tienen características funcionales irremediablemente dis-
tintas. También esta línea de crítica fue tomada en consideración por Allan
Turing (1950), quien precisamente la denominó argumento matemático; pero
el filósofo que ha intentado convertirla en una refutación rigurosa de la inte-
ligencia artificial es J. R. Lucas (1964). La base de esta crítica es un famoso
teorema matemático: el teorema de la incompletud, o teorema de Gödel, y
mediante el mismo Lucas cree posible demostrar la invalidez de toda expli-
cación mecanicista de los procesos mentales.
Expresado de forma muy poco técnica, el teorema de incompletud
demuestra que determinados sistemas lógicos son, precisamente por su cohe-
rencia interna y su poder deductivo, incapaces de demostrar la verdad de
algunas fórmulas que, sin embargo, son verdaderas a los ojos del matemático
que trabaja con esos sistemas. Como afirma Hofstadter (1987, 21), «lo que
demostró Gödel fue que la demostrabilidad es un concepto más endeble que
la verdad, independientemente del sistema axiomático de que se trate».
Ahora bien, basta con tener presente que los programas de las computadoras
son sistemas axiomáticos como los analizados por Gödel, para deducir que
también ellos sufren las consecuencias del teorema de incompletud, y que,
por lo tanto, diseñados para trabajar en un ámbito específico, se encontrarán
inevitablemente con algunos enunciados acerca de cuya verdad o falsedad no
es posible que se pronuncien. Y, sin embargo —aquí está el punto principal
de apoyo de la argumentación de Lucas—, un ser humano sabe que esos
enunciados indecidibles en un sistema axiomático son verdaderos. Así pues,
parece haber una capacidad de la mente humana que escapa a toda compu-
tadora. Con el argumento matemático no se quiere afirmar que el hombre sea
más infalible que toda máquina, sino sólo que hombre y máquina son natu-
ralezas esencialmente distintas, al menos en aquello a lo que se refiere el teo-
rema de incompletud; que mientras que la máquina se encenaga ante la inde-
mostrabilidad de determinados teoremas, para el hombre es obvia la verdad
de los mismos. «De ello se infiere —concluye Lucas— que ninguna máquina
puede ser modelo exacto o adecuado de la mente, y que las mentes son fun-
damentalmente distintas a las máquinas.»
El argumento matemático está, al igual que el de la sala china, muy lejos
de haber conseguido una aceptación universal. Desde que lo propusiera
Lucas ha sido fuente de una larga polémica en la que, a lo largo del tiempo,
han intervenido matemáticos como Turing, filósofos como el propio Lucas,
expertos en inteligencia artificial como Hofstadter, e incluso físicos de pri-
mera línea como Penrose. De hecho, Penrose, a través de obras muy atracti-
146 V. L. Guedán Pécker

vas y llenas de erudición en distintos campos de la ciencia, se ha convertido,


en los últimos años, en uno de los principales enemigos de la metáfora como
modelo de la mente.
Básicamente, su argumentación viene a generalizar la de Lucas:

1. Las computadoras, en tanto que realizaciones materiales de la máquina de Turing, sólo pueden
resolver problemas mediante procedimientos algorítmicos.
2. Existen problemas cuya solución no es posible alcanzarla mediante procedimientos algorítmi-
cos (tal es el caso de las fórmulas de Gödel).
3. La mente humana sí es capaz de resolver muchos de estos problemas.

4. Por lo tanto, la mente y las computadoras no son identificables.

A partir de aquí, Penrose (1989) se ha preocupado de investigar las cau-


sas que hacen posible que el cerebro disponga de un software capaz de hacer
uso de procedimientos no algorítmicos, mientras que a las computadoras
parece estarles vedado un programa de tal naturaleza. Como hipótesis, apo-
yada en ciertos indicios aparecidos en el estudio del sistema nervioso, propo-
ne que la diferencia puede estar en que en el cerebro son significativos, de
alguna manera no comprendida bien aún, ciertos fenómenos cuánticos, mien-
tras que en las computadoras no lo son.

7.5. EL NEO-CONEXIONISMO

Las críticas filosóficas no fueron las responsables principales de la deca-


dencia de la inteligencia artificial de sistemas simbólicos. Antes bien, fue la
incapacidad de este programa de investigación para cumplir con las expectati-
vas despertadas lo que indujo a los científicos a buscar otros derroteros. En
efecto, suelen distinguirse tres etapas en el desarrollo de la creación de sistemas
simbólicos en computadoras: entre 1955 y 1965, el propósito fue diseñar para
las máquinas procedimientos de representación y de búsqueda; entre 1965
y 1975, se trataba de construir modelos computacionales de parcelas restringi-
das de actividad intelectual, y este empeño dio como fruto la aparición de los
sistemas expertos; por fin, a partir de 1975, se propuso una meta mucho más
ambiciosa: crear modelos eficaces del sentido común de los humanos; y hay que
reconocer que, a día de hoy, tal empeño se ha saldado con un rotundo fracaso,
que ha tenido embarrancada a la IA en un aparente callejón sin salida11. El
diagnóstico dado por los investigadores destaca las siguientes causas:

1. Los programas escalan muy mal, es decir, podría esperarse que un pro-
grama que ofrece indicios de una conducta inteligente la pudiera des-

11
Cfr. H. L. Dreyfus y S. E. Dreyfus (1988), «Fabricar una mente versus modelar el cere-
bro: la inteligencia artificial se divide de nuevo», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 44-45.
La computadora como metáfora 147

arrollar con tal de dotarlo de una capacidad significativamente mayor


para procesar información. Sin embargo, esta suposición se ve des-
mentida por los hechos: a menudo, a partir de cierto grado de com-
plejidad, el aumento en la velocidad de procesamiento no supone un
aumento significativo de las capacidades de la máquina. Por otra parte,
el aumento de la velocidad de procesamiento tiene un límite en la
máquina de von Neumann, derivada de la velocidad de la luz y de la
complejidad del «cableado» utilizado; de manera que no puede ser
aumentada indefinidamente.
2. Los programas no saben buscar objetivos insuficientemente definidos:
el estilo de programación en que se basan requiere dotar a la compu-
tadora de una información exhaustiva, para que ésta pueda tomar
decisiones. Y no es ésta la naturaleza del sentido común, quien puede
suplir a menudo las insuficiencias de una información sólo parcial.
3. Los programas no saben reaccionar ante circunstancias cambiantes del
entorno, tales que hagan inútiles algunas de las reglas que han sido
establecidas en los mismos. Los programas informáticos son, en este
sentido, rígidos en exceso. Y, de nuevo, la adaptabilidad a nuevas coor-
denadas es una de las características más interesantes del sentido
común de los humanos12.

Estas dificultades de naturaleza no circunstancial en la IA de sistemas


simbólicos indujeron, a mediados de la década de los 80, a volver la vista
hacia el antiguo proyecto conexionista, que había permanecido en el limbo
durante tres lustros y cuya historia relataremos a continuación brevemente13.
Ya en 1943, el mismo año en que se diseñaban y construían las primeras
computadoras digitales, McCulloch y Pitts consiguieron establecer un mode-
lo matemático del comportamiento de una neurona. En principio, pues, pare-
cía factible la modelización computacional de las redes neuronales del cere-
bro, y con ello, una vía de acceso nueva para el estudio del cerebro y —en la
medida en que las tesis fisicalistas fueran acertadas— de la mente. Algunas
voces muy autorizadas mostraron recelos a hacer operativa la semejanza indi-
cada por McCulloch y Pitts, porque les parecía que las diferencias tanto entre
las neuronas cerebrales y las neuronas formales cuanto entre una red neuro-
nal del cerebro y las llamadas, desde entonces, redes de McCulloch-Pitts eran
demasiado significativas como para obviarlas14. Aun así, nuevos descubri-
mientos dieron vida al programa conexionista de simulación computacional
de las estructuras cerebrales. En 1949, Donald O. Hebb indicó que los pro-

12
Cfr. D. L. Waltz (1988), «Perspectivas de la construcción de máquinas verdaderamen-
te inteligentes», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 221-224.
13
El texto fundacional del neo-conexionismo es D. E. Rumelhalt, J. L. McClelland y el
PDP RESEARCH GROUP (1986), Parallel Distribuited Processing, Cambridge, MIT Press.
14
Cfr. Von Neummann (1951), «The General and Logic Theory of Automata», en
L. A. Jeffress (ed.) (1951), Cerebral Mechanisms in Behavior, Nueva York, Wiley.
148 V. L. Guedán Pécker

cesos de aprendizaje de un organismo se traducen en modificaciones en las


conexiones sinápticas; y una década después, Frank Rosenblatt (1958) dise-
ñó un dispositivo computacional denominado perceptrón, que no era sino una
red neuronal artificial con conexiones modificables. El perceptrón podía con-
siderarse, al igual que la computadora digital, una realización material de la
máquina de Turing, pero presentaba una sorprendente ventaja frente a las
máquinas de von Neumann: podía ser «entrenado» para realizar determina-
das tareas de naturaleza muy simple y para las que no había sido programa-
do específicamente. Dicho de otro modo, frente a la programación de tareas
concretas, como estrategia de la IA de sistemas simbólicos, ahora se imponía
el aprendizaje. Los perceptrones no eran programados, sino sólo sometidos a
un proceso sistemático de ensayo y error, tan querido por los conductistas,
mediante el cual se iban modificando sus conexiones, hasta adquirir el tipo
de conducta adecuado al caso.
El año 1969 supuso un cambio radical en la consideración de esta vía para
la investigación científica: un trabajo de Marvin Minsky y Seymour Papert
parecía demostrar la incapacidad del perceptrón para la tarea de simular ade-
cuadamente las redes neuronales. El influjo de este estudio fue tal que el
programa diseñado por Rosenblatt, y que hoy denominamos conexionismo,
quedó congelado durante casi dos décadas. Sin embargo, a raíz del estanca-
miento de la IA de sistemas simbólicos, el antiguo programa conexionista fue
revisado; y, entonces, se descubrió que las objeciones vertidas contra él sólo
eran pertinentes para un cierto tipo de perceptrones, los más simples (per-
ceptrones de una sola capa), mientras que eran inoperantes, por el contrario,
frente a diseños más complejos (perceptrones de varias capas, y otros tipos de
redes neuronales artificiales).
Los perceptrones de varias capas, para cuyo entrenamiento sólo a partir
de 1985 se dispuso de métodos eficaces, tienen la naturaleza de pequeños sis-
temas expertos que, a la manera de redes neuronales locales, son capaces de
realizar tareas muy específicas y, a menudo, extremadamente simples15. ¿De
qué manera podían ser utilizados para la duplicación de facultades mentales?
Una de las tesis básicas del conexionismo, propuesta precisamente por quien
fue uno de sus primeros críticos, Marvin Minsky, es que la inteligencia es el
resultado de la interacción de un número muy elevado de redes neuronales,
cada una de las cuales tiene unas capacidades funcionales específicas y no
necesariamente «inteligentes». De manera que quizás podrían ser duplicados
los poderes de la mente haciendo interaccionar, a su vez, a un número signi-
ficativo de perceptrones, cada uno de los cuales habría de ser entrenado para
la realización de un tipo particular de tarea. Esas interacciones en masa de
distintas redes artificiales son compatibles con otra característica de los
modelos conexionistas, la programación en paralelo: al igual que en el cere-

15
Cfr. D. L. Waltz (1988), «Perspectivas de la construcción de máquinas verdaderamen-
te inteligentes», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 231.
La computadora como metáfora 149

bro, el input (estímulo que desata el procesamiento de la máquina) dispara


simultáneamente varios sistemas, que operan en paralelo e interactúan entre
sí, antes de emitir un output (respuesta al estímulo).
Las redes neuronales artificiales ofrecen otras características que le ase-
mejan al cerebro, además de su capacidad de aprendizaje o su naturaleza
masivamente paralela: disponen de una memoria asociativa, capaz de recu-
perar contenidos a partir de fragmentos; e, igualmente, de tolerancia a fallos
en el hardware. Además, su programación en paralelo ha permitido aumentar
de modo muy notable la capacidad de procesamiento de información, res-
pecto de las computadoras von Neumann.
A pesar de todo ello, no son pocas las objeciones que se le han puesto al
programa conexionista. Para empezar, hay serias limitaciones de orden pura-
mente técnico, para la realización de redes neuronales artificiales de las que
pudiera esperarse la emergencia de facultades mentales. Por ejemplo, es
impensable que las redes neuronales artificiales puedan llegar a constituir
estructuras tan complejas como las cerebrales, en donde se estima que están
interconectadas diez mil millones de neuronas. En el mejor de los casos, los
sistemas conexionistas no alcanzarán, a medio plazo, más allá del uno por
cien de la capacidad del cerebro. Pero también hay objeciones provenientes
del ámbito de la neurobiología: las redes de McCulloch-Pitts son simplifica-

EVOLUCIÓN DEL NEO-CONEXIONISMO

PRIMEROS DESARROLLOS TEÓRICOS

Redes de McCulloch-Pitts Descubrimiento de la relación entre el


modelo matemático de las neuronas aprendizaje y las modificaciones
en las conexiones sinápticas

PERCEPTRÓN DE UNA CAPA

Paradigma CONEXIONISTA
Simulación de las redes cerebrales, haciendo uso de perceptrones
de una capa o de máquinas equivalentes

DIFICULTADES DE CONEXIONISMO
Los perceptrones de una capa no pueden simular adecuadamente las redes neuronales

NUEVOS DESARROLLOS TEÓRICOS Y TÉCNICOS

Perceptrones de varias capas La mente como una sociedad (Minsky)


capaces de simular redes neuronales

Paradigma NEO-CONEXIONISTA
Simulación de las redes cerebrales, haciendo uso de perceptrones
de varias capas, o de máquinas equivalentes, conectados en paralelo
150 V. L. Guedán Pécker

ciones excesivas de la complejidad de las redes neuronales. Así, por ejemplo, el


modelo matemático considera a todas las neuronas como funcionalmente
equivalentes, lo que está muy alejado de la realidad. Por último, hay objecio-
nes de tipo filosófico, pero, antes de indicar las más significativas, es conve-
niente indicar qué supuestos filosóficos soportan el programa conexionista.

7.6. CONDUCTISMO Y HOLISMO

Es habitual contraponer dos formas de concebir las relaciones entre las


partes de un todo y la totalidad misma: los atomistas sostienen que el todo no
es sino la suma de sus partes, mientras que los holistas afirman que el todo
excede a la suma de sus partes y que, por lo tanto, no puede esperarse cono-
cerlo a partir del análisis por separado de todas y cada una de las partes que
lo componen. En la historia de la psicología, esa oposición se concreta en el
conductismo, por un lado, cuya postura es inequívocamente atomista, y las
interpretaciones gestálticas de los sucesos mentales, por otro, en donde el
holismo es el marco interpretativo adoptado. La novedad que, en este senti-
do, supone el conexionismo es que resulta atractivo tanto para conductistas
como para holistas, en la medida en que es capaz de reinterpretar aportacio-
nes significativas de cada uno de esos bandos. Desde el punto de vista con-
ductista, se hace hincapié en que la fuerza del proyecto conexionista descan-
sa sobre la posibilidad de que las máquinas puedan aprender por sí mismas
lo que no se sabe cómo programar de modo adecuado, entre otras razones
porque carecemos de un conocimiento profundo de ello: determinadas capa-
cidades intelectuales. Y ese aprendizaje se ajusta a pautas conductuales que,
como el ensayo-error, son del más puro estilo skinneriano, bajo la denomina-
ción de condicionamiento operante. Por otra parte, la presunción de que las
redes neuronales artificiales puedan llegar a producir inteligencia se sustenta
sobre una visión holística del problema mente-cerebro: ya hemos indicado
que, según Minsky, la mente es el resultado de la interacción continua entre
estructuras cerebrales que, en sí mismas y consideradas una a una, pueden
carecer de todo rastro de cualidad mental. Trataré, pues, de las objeciones
filosóficas al conexionismo, agrupándolas en, primero, las que atacan el bar-
niz conductista que lo tiñe y, segundo, las que encuentran de dudosa mane-
jabilidad la noción de holismo.
El uso con las máquinas del procedimiento de ensayo y error, como estra-
tegia para su aprendizaje, recuerda el debate clásico entre Chomsky y Skinner
acerca de la capacidad infantil de adquisición del lenguaje: algo similar ocu-
rre cuando se comparan las capacidades de un niño y un chimpancé, que
cuando se hace con una red neuronal cerebral y una red neuronal artificial: la
reiteración y la eficacia del aprendizaje por ensayo y error son tan significati-
vamente distintas en el hombre y en los simios y las máquinas que se hace
necesario postular la diferente naturaleza entre uno y otros. Para que, por
ejemplo, una red artificial aprendiera a distinguir, con cierta eficacia, entre las
formas gráficas de las letras T y C, cualesquiera que fueran las posiciones de
La computadora como metáfora 151

las mismas, fue necesario realizar entre 5.000 y 10.000 representaciones de los
patrones T y C, lo que, indudablemente, excede con mucho lo que necesita
un cerebro humano para satisfacer igual tarea16. Por casos así, tanto el mismo
Chomsky como Fodor han propuesto la existencia en el cerebro de un pre-
cableado: de naturaleza básicamente sintáctica, en el caso de Chomsky, y de
naturaleza semántica, en el de Fodor; y ambos han considerado la existencia
de esas estructuras innatas como un objeción muy seria a la IA. La diferencia
podría ser reducida integrando, si es que ello es posible, sistemas simbólicos
—que representarían el precableado— y redes neuronales artificiales —que,
a partir de ese precableado, serían capaces de aprender—. Con esta alterna-
tiva se abre un camino para la colaboración entre los dos paradigmas de la IA
con la que sueñan muchos investigadores en este campo. Pero, ¿cómo hacer
efectivo ese propósito de colaboración? ¿En qué ha de consistir el precablea-
do necesario para que sea factible la emergencia de capacidades mentales?
Esto resulta especialmente inconcebible si la tesis de Fodor es correcta, por-
que ya vimos que la IA de sistemas simbólicos cree posible crear inteligencia
sin necesidad de tener que vérselas con la semántica.
La segunda fuente de dificultades para el conexionismo es su postulación
de la naturaleza holística de las facultades mentales, a partir de la interacción
de diferentes estructuras cerebrales significativamente «no-inteligentes». El
filósofo norteamericano Daniel Dennett ha profundizado en esta idea, postu-
lando el funcionalismo homuncular como la teoría que, a su juicio, explica de
un modo más adecuado el problema mente-cerebro. Por «homúnculo»
(hombrecillo) entiende Dennett un ente no inteligente, capaz de realizar ta-
reas sencillas, al modo de las llevadas a cabo por los perceptrones. A su jui-
cio, la integración de varios homúnculos en estructuras posibilita la emer-
gencia de niveles paulatinamente más ricos, desde el punto de vista cogniti-
vo, hasta el punto de que la mente no será sino el poder funcional de una
compleja estructura de redes neuronales conectadas a muy diversos niveles de
organización. Por ejemplo, podría explicarse así la aparición de la intencio-
nalidad, cualidad básica de muchos procesos mentales, a partir de procesos
cerebrales no intencionales. Así pues, el conexionismo parece adecuado, a
primera vista, para corroborar y, a la vez, beneficiarse de, las tesis del funcio-
nalismo homuncular.
Ahora bien, aun en el caso de que el funcionalismo homuncular triunfara
frente a las críticas que pudieran hacérsele, desde un punto de vista filosófi-
co (y está lejos su llegada a ese estatus de solución definitiva del problema
mente-cerebro), sigue presentando serias dificultades para su aplicación en la
construcción de inteligencia artificial. Y ello, básicamente, porque el concep-
to de «holismo» es en exceso ambiguo: entendemos lo que se quiere decir
cuando se sostiene que la construcción de una estructura funcional hace
emerger propiedades inexistentes a nivel de sus elementos separados, pero

16
Cfr. J. D. Cowan y D. E. Sharp (1988), «Redes neuronales e inteligencia artificial», en
S. R. Graubard (comp.), 1988, 126.
152 V. L. Guedán Pécker

esa idea no nos orienta en absoluto hacia el modo de construir las estructu-
ras adecuadas para la emergencia de propiedades específicas. Podemos asu-
mir que la intencionalidad es una cualidad emergente a partir de la extrema-
damente compleja estructura cerebral; ahora bien, ¿cómo organizar nuestras
redes neuronales artificiales, para hacer que emerja finalmente la intenciona-
lidad? ¿Cómo descubrir el orden de prevalencia de los distintos homúnculos
diseñados por separado? Esta línea crítica ha sido fuente de polémica entre
el mismo Dennett y Hilary Putnam17, mientras la IA sigue imperturbable su
marcha por proveernos de magníficos logros tecnológicos, al tiempo que nos
mantiene en un ayuno ya algo incómodo y prolongado, respecto de los pro-
metidos manjares que prometía a la cofradía de los psicólogos y filósofos de
la mente.

17
Cfr. D. C. Dennett (1988), «Cuando los filósofos se encuentran con la inteligencia arti-
ficial» y H. Putnam (1988), «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard (comp.), 1988.
Capítulo VIII

El naturalismo biológico*
José Antonio Guerrero del Amo

8.1. EL MITO DE LOS ORDENADORES QUE PIENSAN

En 1980, John Searle, un pensador procedente de la filosofía del lengua-


je, publicaba un artículo que convulsionó la filosofía de la mente1. El artícu-
lo se titulaba «Mentes, cerebros y programas» y en él su autor se enfrentaba
directamente a la Inteligencia Artificial (IA) fuerte2 o funcionalismo de

* Este trabajo se ha realizado con el apoyo del proyecto de investigación PB96-0586 de


la DGICYT.
1
Con sus propias palabras, lo que llevó a Searle de la filosofía del lenguaje a la filosofía de
la mente es que «un supuesto básico que subyace a su enfoque de los problemas del lenguaje es
que la filosofía del lenguaje es una rama de la filosofía de la mente. La capacidad de los actos
de habla para representar objetos y estados de cosas del mundo es una extensión de las capaci-
dades biológicamente más fundamentales de la mente (o cerebro) para relacionar el organismo
con el mundo por medio de estado mentales como la creencia o el deseo, y especialmente a tra-
vés de la acción y la percepción» (Searle, 1983/1992, 13). En consecuencia, cualquier estudio
completo del habla o del lenguaje requiere dar cuenta de cómo la mente/cerebro relaciona el
organismo con la realidad. A esta tarea es a la que se ha dedicado nuestro autor desde mediados
de los 70, y se ha visto reflejada en múltiples artículos, entre los que destaca el que comentamos
y tres libros importantes: La intencionalidad. Un ensayo en filosofía de la mente (1983/1992);
Mentes, cerebros y ciencia (1984/1985); y El redescubrimiento de la mente (1992/1996).
2
Searle distingue entre IA fuerte e IA débil. La IA fuerte es el punto de vista según el cual
«el cerebro es sólo un ordenador digital y la mente es solamente un programa de ordena-
dor» (1984/1994, 33). Por el contrario, para la IA débil los ordenadores son meras herra-
mientas con las que formular y comprobar hipótesis de modo más riguroso en el estudio de la
mente. Dicho de otra manera, para un defensor de la IA fuerte un ordenador puede pensar
—duplicar el pensamiento—, mientras que para un defensor de la IA débil simplemente
podría simular el pensamiento.
154 J. A. Guerrero del Amo

ordenador (o computacional), una de las corrientes más en boga de la dis-


ciplina; aunque, indirectamente, su enfrentamiento se extendía también al
conductismo, al dualismo y, en general, a la psicología cognitiva que acep-
taba la tesis de que «la mente es al cerebro lo que un programa al ordena-
dor». Su posición era que mientras el funcionamiento de una máquina
—un ordenador— se defina sólo en términos de procesos computacionales
de elementos definidos formalmente, no será capaz de reproducir la inten-
cionalidad y la comprensión humanas. Esta tesis general se basaba, a su vez,
en otras dos:
1) Los programas de ordenador son puramente formales y, en consecuen-
cia, carecen de semántica, esto es, carecen de contenido, por lo que son inca-
paces de producir comprensión e intencionalidad. Esta afirmación la apoya-
ba con el conocido experimento de pensamiento de la habitación china.
Supongamos que me encuentro encerrado en una habitación con un fajo de
tarjetas escritas en chino, idioma que no entiendo. Además, se me propor-
ciona un segundo fajo de tarjetas también en chino junto con las instruccio-
nes en inglés, que sí entiendo, para relacionarlas con las del primer fajo. Ima-
ginemos, por último, que alguien que se encuentra fuera de la habitación y
que conoce el chino perfectamente va introduciendo tarjetas con caracteres
chinos a las que yo debo responder con otras tarjetas. Para hacerlo, debo
seguir una segunda serie de instrucciones, que se me han dado también en
inglés, y que me indican cómo correlacionar esas tarjetas que me van introdu-
ciendo con tarjetas de los dos fajos primeros y así poder responder. Aunque
yo no lo sé, las tarjetas que me van introduciendo son preguntas sobre una
historia, que sería encarnada por el segundo fajo, representando el primer
fajo un conjunto de informaciones semejantes al conocimiento que tienen los
seres humanos acerca de una determinada área de su actividad, que serviría
de trasfondo a la historia. Según Searle, yo sería capaz de ir respondiendo a
las preguntas como lo haría alguien que dominara el chino y el experto cono-
cedor del chino no se daría cuenta de que no sé nada de ese idioma. Por
tanto, de acuerdo con el funcionalismo, se debería concluir que yo compren-
do chino. Pero esto es absolutamente falso, yo me he limitado a combinar
símbolos que no tienen significado para mí. Y eso mismo es lo que hace un
ordenador cuando ejecuta un programa.
Esta crítica de Searle implicaba el rechazo de dos de los, según él, supues-
tos fundamentales de la IA fuerte: a) la creencia de que el ordenador proce-
sa información como lo hacen los seres humanos; b) la idea de que basta con
criterios operacionales o conductistas para atribuir inteligencia o compren-
sión. Ni una cosa ni otra son ciertas. El ordenador se limita a manipular sím-
bolos formales, pero en ningún caso es capaz de utilizar esos símbolos for-
males para reemplazar objetos del mundo como hace el programador y el
usuario del mismo. La insuficiencia de los criterios operacionales o conduc-
tistas es puesta de manifiesto porque «Searle en la habitación china» supera-
ría el test de Turing (1950), pero carece en absoluto de comprensión.
2) Sólo un sistema que posea los poderes causales del cerebro puede pro-
ducir intencionalidad (o comprensión). La intencionalidad es un fenómeno
El naturalismo biológico 155

biológico y como tal es dependiente de su bioquímica como lo es la fotosín-


tesis o la lactancia de la suya. Searle no negaba que esos poderes causales los
pudieran poseer otros procesos y otras sustancias físico-químicas distintas de
las de nuestro cerebro. Esto —sostenía— es un problema empírico. Sin
embargo, ésta es sólo una parte del problema. La distinción entre el progra-
ma y su realización implicaba, de hecho, el prescindir de los poderes causa-
les del hardware en el que se produce dicha realización. Un mismo programa
se puede procesar en ordenadores hechos de distintos materiales y, por tanto,
a priori se prescinde del poder causal de dichos materiales. En última instan-
cia, en la base de la separación entre un programa y su ejecución estaba implí-
cita una forma de dualismo —«dualismo conceptual», lo ha llamado después
Searle (1992/1996, 40)—, la bestia más odiada de los funcionalistas.
Las réplicas al artículo de Searle, en conjunto hostiles, no se hicieron
esperar3 y han continuado hasta la actualidad. Éstas han adoptado, siguiendo
en parte la línea argumentativa del propio Searle, tres formas distintas: 1) Las
que atacaban la tesis de que un programa de ordenador es algo puramente
formal; 2) las que cuestionaban la tesis de que es necesario que algo tenga los
poderes causales del cerebro para producir la intencionalidad —o la com-
prensión—; 3) las que sostenían que el diseño del experimento mental de
Searle no era el adecuado para representar la propuesta de la IA fuerte y el
modo de funcionamiento del cerebro que ésta tenía.
1) Entre los autores que han negado que un programa de ordenador sea
algo puramente formal cabe hacer dos grandes grupos. El primero de ellos
rechaza que sea cierto que «Searle en la habitación china» carece totalmente
de comprensión, bien porque al menos debe comprender las reglas —en
inglés o en cualquier otro idioma que entienda— para poder manipular los
símbolos (Boden, 1988/1994, 114), bien porque «la comprensión tiene tanto
que ver con estructuras como con palabras individuales, y, mientras ejecuta
algoritmos de este tipo, uno podría perfectamente empezar a percibir algo de
la estructura que forman los símbolos sin comprender el significado real de
muchos de los símbolos individuales» (Penrose, 1989/1996, 43), bien porque
la comprensión del ordenador vendría dada en el conjunto de reglas del pro-
gramador que el ordenador ejecuta (Abelson, 1980, 424). El segundo grupo
no comparte la idea de que algo puramente sintáctico no pueda generar
semántica: es algo que no podemos afirmar ahora dados nuestros pocos cono-
cimientos de los fenómenos semánticos y cognitivos (Churchland y Churchl-
and, 1990, 22).
2) El segundo tipo de objeciones dirigidas contra la necesidad de poseer
poderes causales semejantes a los del cerebro para tener intencionalidad ha
utilizado los dos argumentos siguientes:

3
Además de que ya en el cuerpo del artículo Searle recogía y trataba de responder algu-
nas de esas críticas, en el mismo número de The Behavioral and Brain Sciences en que se publi-
có el trabajo aparecían, como es habitual en dicha revista, veintisiete comentarios al mismo, la
mayoría de los cuales adversos, y la respuesta del propio Searle a dichos comentarios.
156 J. A. Guerrero del Amo

a) Searle no ha demostrado que sólo los sistemas que poseen poderes


causales semejantes a los del cerebro humano puedan producir intencionali-
dad (Carleton, 1984; Fodor, 1980). Searle comete la falacia de la negación del
antecedente al razonar que, dado que los procesos equivalentes a los proce-
sos cerebrales producen intencionalidad, cualquier entidad que no tenga esos
procesos equivalentes no posee intencionalidad (Carleton, ibíd.). Pero es
claro que la intencionalidad podría ser producida de otra forma. Dicho con
otras palabras, el tener poderes causales semejantes al cerebro es condición
suficiente, pero no necesaria para producir intencionalidad.
b) La intencionalidad no es comparable con la fotosíntesis, como preten-
de Searle. Mientras en ésta conocemos perfectamente todo el proceso, sabe-
mos cómo se produce y entendemos por qué es así, no ocurre lo mismo con la
intencionalidad. En este caso, ni siquiera tenemos la certeza de poder recono-
cerla cuando la vemos, sin contar la imposibilidad de ponernos de acuerdo
sobre sus características (Boden, 1988/1994, 108-9; Bechtel, 1988/1991, 98).
3) El experimento mental de Searle no representa la propuesta de la IA,
porque se basa en programas como el Schank (en los que las entradas y las
salidas son de tipo lingüístico), que ya están superados (Dennett, 1980, 429;
Carleton, 1984, 224; Rey, 1986, 170), y en ordenadores que funcionan serial-
mente, que no son los más adecuados según nuestros conocimientos de neu-
rofisiología (Churchland y Churchland, 1990). Además, representa falsamen-
te el tipo de reglas necesarias para entender el lenguaje y eso produce la
impresión de que el individuo en esa situación no entiende chino (Bechtel,
1988/1991, 97; Rey, 1986, 172)4.
Por todo esto, hay muchos que no creen que sea imposible para una
máquina tener significado intrínseco o contenido. Piensan que Searle, en su
ataque a la IA, limita ésta a programas formales y, puesto que por éstos
entiende programas que carecen de parámetros o datos empíricos que los
relacionen con el mundo, es evidente que, en ese caso, no hay comprensión.
Pero no ocurre lo mismo si proporcionamos al ordenador los datos necesa-
rios o medios para que él los adquiera, como hacen los niños. Entonces sería
difícil negar que el ordenador tiene comprensión. Así, por ejemplo, de un
piloto automático que discrimina estímulos de muchas clases y toma decisio-
nes basadas en datos, podríamos decir, con toda corrección, que tiene signi-
ficado o contenido intrínseco, aunque limitado (Gregory, 1987, 240-3; Bridgeman,
1980, 427; Fodor, 1980, 431; Haugeland, 1980, 432-433; Carleton, 1984, 224-6;

4
Para Bechtel, «Searle exige una regla separada para cada pregunta y para cada historieta,
para la que se ha de dar una respuesta. [Pero] tal conjunto de reglas no podría, en principio, pro-
porcionar respuestas a la infinita variedad de preguntas e historietas a las que un chino podría res-
ponder. Si pudiésemos habérnoslas con un conjunto de reglas que efectivamente pudiesen bastar
para llevar a cabo el género de conversación que Searle ha imaginado, está lejos de ser claro que
Searle pudiese convencernos de que el sistema no entiende chino» (1988/1991, 97). Para Rey, el
tipo de reglas adecuado sería aquel que estableciera conexiones entre los símbolos del lenguaje y
algunas percepciones, creencias, deseos, etc. (1986, 172).
El naturalismo biológico 157

Bynum, 1985). Esta comprensión intrínseca se podría lograr, como ha propues-


to la réplica del robot (Searle, 1980/1994, 91; Haugeland, ibíd.; Bynum, 1995;
Rey, 1986, 172), construyendo un ordenador dentro de un robot, que haga algo
parecido a percibir, desplazarse, actuar, comer, etc. El robot podría disponer de
una cámara de televisión para «ver», de unos brazos y unas piernas para
«actuar», etc., y todo controlado por su «cerebro» de ordenador. A todo esto
habría que añadir que el tipo de ordenador que habría que usar, de acuerdo con
los conocimientos actuales de fisiología, debería ser uno que funcione en paralelo,
de modo analógico y con sus componentes elementales conectados en forma de
estructura reticular (Churchland y Churchland, 1990, 22).
Por otra parte, la interpretación que hace Searle del experimento de la
habitación china es incorrecta. Searle en la habitación china no entiende
chino, pero él, junto con las reglas y los fajos de símbolos chinos, sí. Es la répli-
ca de los sistemas. Dicho de otra manera, él es sólo un elemento del sistema
y, aunque él no entienda chino, el sistema del que forma parte sí lo entiende.
Searle estaría cometiendo la falacia formal de la «composición»: de que una
parte del sistema no tiene semántica, concluye que el sistema en su totalidad
no la posee (Carleton, 1984, 221). La respuesta de Searle ha consistido en
decir que bastaría con que el individuo en la habitación absorbiera todos los
elementos del sistema, esto es, bastaría con que memorizara las reglas y los
símbolos chinos y realizara los cálculos necesarios mentalmente, para que nos
encontráramos en la misma situación que al principio: el individuo sigue sin
entender chino (1980/1994, 88). Esta respuesta no ha convencido a sus opo-
nentes. Así, Hofstadter ha señalado que la pretensión de Searle de que el indi-
viduo dentro de la habitación pueda memorizar todo el sistema resulta difí-
cilmente aceptable, ya que es la pretensión de que pudiera memorizar
millones e incluso billones de páginas de símbolos abstractos y, además, tener
toda esta información disponible cuando fuera necesaria, sin problemas de
recuperación (1981, 375). Otros muchos argumentan en una línea semejante
al señalar que es el no hacer una exposición detallada de lo que ocurre, y
especialmente el prescindir de los problemas que implicaría la complejidad
de un programa que igualara la comprensión humana —podría existir un
punto crítico de complejidad tal en un algoritmo, para que presente cualida-
des mentales, que no pudiera concebiblemente ser ejecutado a mano por nin-
gún ser humano de la manera imaginada por Searle—, lo que hace pensar que una
persona en la habitación china no entiende chino (Hofstadter, 1980, 433-4;
1981, 373; Penrose, 1989/1996, 43-44; Dennett, 1980, 429; 1987/1991, 293;
1991/1995, 447-452). En cualquier caso, muchos creen que una vez interiori-
zadas las reglas, es difícil negar que el individuo dentro de la habitación china
carece de comprensión (Carleton, 1984, 229, n. 8; Rey, 1986, 173).
La respuesta de Searle a este tipo de objeciones es que, para obtener el
mismo resultado que con el experimento original, bastaría reemplazar al
inquilino único de la habitación china por el número necesario de individuos
que manipularan símbolos y, además, que dichos individuos estuvieran orga-
nizados en forma de red en paralelo (1990, 13). Evidentemente esta solución,
una vez más, no ha dejado satisfechos a sus oponentes, que, además de seña-
158 J. A. Guerrero del Amo

lar el número ingente de personas que se necesitarían, no ven en principio


imposible que hubiera «un “entendimiento” incorpóreo asociado a las per-
sonas que ejecutan el algoritmo» (Penrose, 1989/1996, 45) o que se produje-
ra pensamiento (Churchland y Churchland, 1990, 24).
En el fondo lo que estas últimas objeciones vienen a poner de manifiesto
es que Searle no ofrece un criterio claro para establecer una línea divisoria
entre sistemas que tengan significado y sistemas que carezcan de él (Hofstad-
ter, 1981, 74; Bridgeman, 1980, 427).
Junto a estos argumentos elaborados en torno al experimento mental de
la habitación china, Searle ha propuesto en los últimos años (1992/1996;
1997) otro argumento contra el funcionalismo computacional que considera
tan importante como aquéllos. Dicho argumento pretende demostrar que el
cerebro no es un ordenador. Si «los ordenadores se definen sintácticamente
en términos de asignaciones de ceros y unos», «la física es irrelevante, excep-
to en cuanto que admite asignaciones de ceros y unos y la transición de unos
estados a otros». «La realizabilidad múltiple [que defienden los funciona-
listas computacionales] no es consecuencia del hecho de que el mismo efec-
to físico pueda lograrse en diferentes sustancias físicas, sino del hecho de que
las propiedades relevantes son puramente sintácticas» (1992/1996, 212). Por
tanto, la sintaxis no es intrínseca a la física, sino que depende del observador.
El que algo lo consideremos como un proceso computacional no depende de
rasgos físicos del sistema, sino de que un agente desde fuera dé una interpre-
tación en ese sentido. Ahora bien, las consecuencias de esto son desastrosas
para la IA fuerte: cualquier cosa podría ser un ordenador y no hay, por tanto,
ningún hecho objetivo, intrínseco a los cerebros, que los convierta en orde-
nadores. Sólo en el sentido irrelevante de que cualquier cosa es un ordenador
lo es también el cerebro.
Al hilo de estas y otras discusiones Searle ha ido construyendo toda una
propuesta alternativa a la filosofía de la mente de los últimos cincuenta años.
Pasemos, pues, ya a analizar dicha propuesta.

8.2. EL NATURALISMO BIOLÓGICO


Y EL PROBLEMA MENTE-CUERPO

La posición de Searle con respecto a los hechos y fenómenos mentales


cabe calificarla de realista. Piensa que hay realmente procesos y estados
mentales que no pueden reducirse a ninguna otra cosa o eliminarse. «Los
estados y procesos mentales son fenómenos biológicos reales en el mundo»,
tan reales como los estados y procesos físicos (neurofisiológicos)
(1987/1995, 423); ambos «interactúan, esto es, los fenómenos mentales son
causados por los procesos cerebrales y éstos, a su vez, pueden causar proce-
sos físicos, pero no son cosas diferentes, puesto que los fenómenos mentales
son solamente rasgos del cerebro» (1984b/1994, 31). A primera vista puede
parecer difícil conciliar las dos afirmaciones que acabamos de hacer, a saber,
que los procesos mentales están causados por los procesos neurofisiológicos
El naturalismo biológico 159

(cerebrales) y que los fenómenos mentales son características del cerebro.


Veamos cómo es posible esto.
Searle piensa que la dificultad para conciliar ambas afirmaciones deriva
de que actuamos con una idea de causación inadecuada, que debe ser susti-
tuida por un tipo de causación más sofisticado. Y ese modelo más sofisticado
de causación que nos va a permitir explicar las relaciones mente-cuerpo lo va
a proporcionar la física.
En física es habitual distinguir entre micro y macropropiedades de los sis-
temas. Cada sistema está compuesto por micropartículas y éstas tienen carac-
terísticas en el nivel de las moléculas, los átomos y las partículas subatómicas.
Pero, además, cada sistema tiene también ciertas propiedades, como la soli-
dez de la mesa en que estoy trabajando, que son macropropiedades o pro-
piedades de superficie de los sistemas físicos. Algunas de estas macropropie-
dades, pero no todas, se pueden explicar causalmente por el comportamiento
de los elementos en el micronivel. Por ejemplo, la solidez de la mesa se expli-
ca (causalmente) por la estructura reticular de la que la mesa se compone. En
estos casos en que las macropropiedades son explicadas causalmente por el
comportamiento de los elementos en el micronivel, tenemos un modelo ade-
cuado para explicar las relaciones entre la mente y el cerebro. En el caso de
la solidez no tenemos ninguna dificultad en decir que los fenómenos de
superficie son causados por el comportamiento de los elementos del micro-
nivel y, al mismo tiempo, que esas propiedades de superficie sólo son rasgos
(físicos) del sistema. Si aplicamos este modelo de causación al estudio de la
mente, no parece que haya tampoco ninguna dificultad en aceptar que los
procesos mentales son causados por los procesos neurofisiológicos y, al
mismo tiempo, que los procesos mentales son rasgos (físicos) de esos proce-
sos físicos.
La cuestión que surge en este momento es ¿por qué, si el problema
mente-cuerpo era tan simple, ha traído de cabeza a tanta gente durante tanto
tiempo? La respuesta de Searle es que la asunción implícita de la filosofía de
la mente de los últimos cincuenta años ha sido que la única manera de evitar
el dualismo consistía en eliminar de algún modo los fenómenos mentales o,
en caso contrario, nos encontraríamos con unas entidades que escapaban al
dominio de la ciencia y con el problema de cómo relacionarlas con el mundo
real (1983/1992, 267). Dicho de otra manera, si no eliminábamos de alguna
forma los procesos mentales, nos enfrentaríamos de nuevo al dualismo carte-
siano y todos los problemas que acarrea. Lo paradójico del caso, según Sear-
le, es que en la base de esa asunción tácita está la aceptación de ese dualismo
conceptual cartesiano que se quiere evitar, esto es, la aceptación de un siste-
ma categorial que se constituye en torno a la oposición físico-mental: si algo
es mental no puede ser físico y, si es físico, no puede ser mental (1984a, 8-9;
1992/1996, 40). Esa asunción tácita ha sido hecha no sólo por los dualistas,
sea su dualismo de sustancias o de propiedades, sino también por los mate-
rialistas de todo tipo.
La solución general del problema mente-cuerpo que acabamos de ver le
va a permitir a Searle resolver el problema que aparentemente suponen para
160 J. A. Guerrero del Amo

una concepción científica del mundo, las que considera, siguiendo al sentido
común, como las cuatro características más propias de la mente, a saber, la
conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causación intencional.

8.2.1. La conciencia

La conciencia hace referencia al hecho de que algunos de nuestros esta-


dos mentales son conscientes. Esto parece circular, y posiblemente lo es,
como admite el propio Searle. Por eso prefiere ilustrar lo que entiende por
«conciencia» por medio de ejemplos:
Cuando me despierto, después de dormir sin haber soñado, paso a estar
consciente, un estado que continúa tanto tiempo como estoy despierto.
Cuando voy a dormir, o me ponen bajo una anestesia general, o muero, mis
estados conscientes cesan. Si sueño mientras duermo, adquiero de nuevo
conciencia, aunque las formas de conciencia en el sueño son, en general, de
un nivel de intensidad mucho menor que la conciencia ordinaria mientras
estamos despiertos. La conciencia puede variar en grado, incluso durante las
horas de vigilia, como, por ejemplo, cuando pasamos de estar completa-
mente despiertos y atentos a estar dormidos y relajados, o, simplemente, can-
sados y poco atentos. (…) La conciencia es como un mecanismo de encen-
dido y apagado: un sistema es consciente o no lo es (Searle, 1992/1996, 95).

La existencia de la conciencia le va a resultar a Searle un hecho evidente,


y no sólo eso, sino que, además, la va a concebir como «el hecho central de
la existencia específicamente humana, puesto que sin ella todos los demás
aspectos específicamente humanos de nuestra existencia —lenguaje, amor,
humor y así sucesivamente— serían imposibles» (1984b/1994, 20). Sin ella el
universo carece de significado. Además, también es la noción mental central,
ya que todas las demás nociones mentales sólo pueden ser completamente
entendidas a través de sus relaciones con ella. Ahora bien, al mismo tiempo
es difícil ver cómo puede encajar en nuestra visión científica del mundo:
¿cómo un sistema físico puede tener conciencia?
Esa dificultad habría llevado a muchas corrientes de la filosofía de la
mente contemporáneas a negar la existencia de la conciencia o, cuando
menos, a intentar separarla de la intencionalidad y prescindir de ella (Searle,
1991, 48). Searle cree que no hay necesidad de ninguna de las dos cosas, ya
que la conciencia encaja perfectamente en la concepción que la ciencia nos da
del mundo. «La conciencia es un rasgo biológico de los cerebros humanos y
de ciertos animales. Está causada por procesos neurobiológicos y es una parte
del orden biológico natural como cualquier otro rasgo biológico, como lo son
la fotosíntesis, la digestión o la mitosis» (1992/1996, 102). Dicho de otra
manera, la conciencia es una macropropiedad (física) del sistema que es el
cerebro, que puede explicarse causalmente por los elementos del micronivel
del propio sistema, esto es, por los procesos neurofisiológicos del cerebro.
Ciertamente todavía no entendemos completamente el proceso, admite Sear-
El naturalismo biológico 161

le, pero entendemos su carácter general, entendemos que hay ciertas activi-
dades electroquímicas específicas que se desarrollan entre las neuronas o los
módulos de las neuronas y quizás otros rasgos del cerebro, y esos procesos
causan la conciencia. El único obstáculo para aceptar esto es el supuesto
materialista —de raíces cartesianas— antes aludido de que el carácter mental
de la conciencia le impide ser una propiedad física.
No vamos a insistir otra vez en las discrepancias de otros autores (Bo-
den, 1988/1994, 108/9; Bechtel, 1988/1991, 98) respecto de la comparación
que hace Searle de los estados mentales con la fotosíntesis o la digestión,
puesto que ya han sido señaladas más arriba. Pero sí queremos apuntar lo que
parece ser un problema importante en el planteamiento searleano. Si, como
reiteradamente señala (Searle, 1991; 1992/1996), pretende argumentar con-
tra aquellas corrientes de la filosofía de la mente —especialmente el funcio-
nalismo— que han intentado una separación entre conciencia e intencionali-
dad, no se ve cómo se puede sostener, sin caer en cierta inconsistencia, que
hay estados mentales inconscientes y que son, al mismo tiempo, intenciona-
les (Searle, 1991). Esto sólo es posible si separamos la conciencia de la inten-
cionalidad (González-Castán, 1992).
Por otra parte, su recurso a la disputa entre vitalismo y mecanicismo para
ilustrar la situación actual y la resistencia a aceptar sus puntos de vista (Sear-
le, 1984b/1994, 28) recuerda mucho a lo que él ha denunciado en sus opo-
nentes como la maniobra de la «edad-heroica-de-la-ciencia», esto es, recurrir
cuando uno «se encuentra en una dificultad profunda a establecer una ana-
logía entre su propia afirmación y algún gran descubrimiento científico del
pasado» que no se aceptó durante algún tiempo (1992/1996, 19).

8.2.2. La intencionalidad

El segundo rasgo que atribuimos a la mente es la intencionalidad. Con


este término nos referimos a la característica de muchos de nuestros estados
mentales —no todos— consistente en «estar dirigidos a» o «ser acerca de»
objetos y estados en el mundo distintos de ellos mismos. La intencionalidad
es una característica intrínseca de los estados mentales frente al lenguaje, los
programas, etc. que sólo tienen intencionalidad extrínseca o derivada. En los
estados intencionales5, a su vez, hay que distinguir entre el contenido repre-
sentativo y el modo psicológico en que se tiene ese contenido representativo.
Por ejemplo, yo puedo desear que mis alumnos aprueben, puedo creer que
van a aprobar o puedo esperar que aprueben. En los tres casos tenemos un
mismo contenido representacional, que es «que mis alumnos aprueben»,

5
Todas las nociones que vamos a exponer brevemente a continuación Searle las había
desarrollado para los actos de habla y ahora las va a aplicar a los estados intencionales. Para
ese primer desarrollo puede verse (1975/1976, 46-48).
162 J. A. Guerrero del Amo

pero distintos modos psicológicos: deseo, creencia, esperanza. Además, los


estados intencionales tienen una dirección de ajuste y unas condiciones de
satisfacción. La dirección de ajuste, que viene determinada por su modo psi-
cológico, hace referencia a la «responsabilidad» de que el contenido repre-
sentacional represente algo del mundo o se ajuste a él, para que los estados
intencionales se cumplan o no se cumplan. Por ejemplo, si yo tengo la creen-
cia de que hoy es lunes, es mi mente —el contenido de mi creencia— la que
se debe ajustar al mundo para que mi creencia sea verdadera. Su dirección de
ajuste es, pues, de mente-a-mundo. Si, por otra parte, yo deseo ganar mucho
dinero, es mi sueldo el que se debe adaptar a mi deseo para que éste se cum-
pla. La dirección de ajuste, en este caso, es de mundo-a-mente. También hay
estados intencionales que carecen de dirección de ajuste. Por ejemplo, si a mí
me apena que mis alumnos suspendan la asignatura, mi pena carece de
dirección de ajuste, aunque contiene la creencia de que suspenderán y el
deseo de que no lo hagan, y tanto las creencias como los deseos tienen
direcciones de ajuste. Lo que hace que un estado intencional tenga direc-
ción de ajuste son las condiciones de satisfacción. Éstas son las condiciones
que se han de cumplir para que un estado intencional sea satisfecho o tenga
éxito. Así, por ejemplo, si yo creo que el PP es un partido de derechas, para
que mi creencia sea satisfecha, esto es, para que sea verdadera, el PP tiene
que ser un partido de derechas. Todos los estados intencionales con direc-
ción de ajuste representan sus condiciones de satisfacción bajo un cierto
aspecto y para que sean satisfechos no sólo es necesario el objeto intencio-
nal, esto es, aquello a lo que el estado mental está dirigido, sino que éste
satisfaga el contenido intencional, esto es, las condiciones de satisfacción,
bajo ese cierto aspecto (Searle, 1981/1987; 1983/1992).
De nuevo el problema que se plantea con respecto a la intencionalidad es:
«¿cómo pueden ser acerca de algo procesos en mi cerebro que, después de
todo, consisten finalmente en ‘átomos en el vacío’? ¿Cómo pueden átomos en
el vacío representar algo? Uno se inclina a decir: las cosas y los procesos en el
mundo simplemente son. (…) ¿Cómo puede el acerca de algo ser un rasgo
intrínseco del mundo?» (1987/1995, pág. 422).
El modo de abordar este problema ha consistido, según Searle, en inten-
tar naturalizar el contenido intencional, esto es, explicar la intencionalidad en
términos de procesos no mentales, en términos de procesos físicos. Esto es lo
que se habría propuesto el funcionalismo en unión con las teorías externalis-
tas y causales de la referencia. Se pensaba que el contenido semántico, es
decir, el significado, no puede estar en el interior de nuestras cabezas, ya que
lo que hay en las cabezas no basta para determinar cómo el lenguaje se rela-
ciona con la realidad, pues, además, se necesita un conjunto de relaciones rea-
les causales con los objetos del mundo (Putnam, 1975b/1984). Aunque estas
ideas se desarrollaron originalmente en filosofía del lenguaje, sus consecuen-
cias se extienden a los contenidos mentales en general. Dicho con palabras
del propio Searle, «si el significado de la oración “El agua es húmeda” no
puede explicarse en términos de lo que sucede en el interior de las cabezas de
los hablantes del castellano, entonces la creencia de que el agua es húmeda
El naturalismo biológico 163

tampoco puede ser sólo asunto de lo que sucede en sus cabezas» (1992/1996,
63).
Para Searle, estos intentos de naturalizar el contenido (y algunos otros a
los que no hacemos referencia) no han dado una explicación que sea ni
siquiera plausible del contenido intencional6. (La objeción técnica más
importante a la que se enfrentan es el problema de la disyunción [Fodor,
1987/1994]. Si cierto concepto es causado por cierto tipo de objeto —por
ejemplo, una vaca—, ¿cómo podemos dar cuenta de casos de identificación
errónea? —creo que es un caballo). Él pronostica, además, que fracasarán,
porque todos dejan a un lado la intencionalidad. La razón es que «no es posi-
ble reducir los contenidos intencionales a algo más, porque, si fuera posible,
serían algo más, y no son algo más» (Searle, 1992/1996, 65).
Frente a estos puntos de vista, Searle cree que, como en el caso de la con-
ciencia, la manera de aclarar el misterio de la intencionalidad es describir con
todo el detalle que podamos cómo los fenómenos son causados por procesos
biológicos, al mismo tiempo que se realizan en sistemas biológicos. Consi-
deremos, siguiendo al propio Searle, un caso concreto de estado intencional,
como es la sed:
Hasta donde sabemos, al menos ciertos tipos de sed son causados en el
hipotálamo por secuencias de disparos de neuronas. Estos disparos son a su
vez causados por la acción de la hormona peptídica angiotesina II en el
hipotálamo, y la angiotesina II, a su vez, es sintetizada por la renina, la cual
es secretada por los riñones. La sed, al menos la de estos tipos, es causada
por una serie de eventos en el sistema nervioso central, principalmente en
el hipotálamo, y se realiza en el hipotálamo (1989/1995, 434).

Algunos de los problemas que presenta esta concepción de la intencionalidad


como un rasgo biológico ya han sido señalados más arriba. No obstante, por
repetirlo en pocas palabras, el problema es que «la intencionalidad sigue siendo
un misterio de acuerdo con el análisis de Searle» (Bechtel, 1988/1991, 98). Como
señalábamos antes, no explica cómo el cerebro produce intencionalidad y esto lo
reconoce hasta el propio Searle (1980b, 452).

8.2.3. La subjetividad

Un tercer rasgo difícil de acomodar en nuestra concepción científica del


mundo es la subjetividad de los estados mentales. Que yo puedo sentir mis
dolores y tú no puedes parece evidente. Yo veo el mundo desde mi punto de
vista y tú lo ves desde el tuyo. Yo soy consciente de mí mismo y de mis esta-

6
Para un seguimiento pormenorizado de la discusión técnica entre Searle y Putnam puede
verse, además del citado Putnam (1975b/1984), Searle (1985, 206-214) y Putnam, (1988/1995,
55-60).
164 J. A. Guerrero del Amo

dos mentales internos, como algo completamente distinto de los yoes y los
estados mentales de otras personas. Por otra parte, la concepción científica
de la realidad nos lleva a pensar que ésta tiene que ser objetiva, es decir, igual-
mente accesible a todos los observadores competentes. ¿Cómo es posible que
la subjetividad sea una parte real del mundo?
Parte de la dificultad de este problema deriva, según Searle, de los dife-
rentes sentidos del término ‘subjetividad’ y la confusión de unos con otros. El
sentido de subjetividad del que estamos hablando sería un sentido ontológi-
co y no epistemológico. Es a la forma de ser de los estados mentales y no al
modo de conocerlos a lo que se refiere Searle de una forma preponderante,
aunque es evidente que, debido a esta subjetividad ontológica, los estados
mentales no son igualmente accesibles a todo observador. Todo estado men-
tal es siempre un estado de alguien, que tiene un relación privilegiada con él,
que no posee con los estados mentales de otras personas. La ontología de la sub-
jetividad es una ontología de la primera persona. Pretender lo contrario, esto
es, pretender un planteamiento de tercera persona, es lo que nos ha llevado a
no poder encajar la subjetividad dentro de nuestra imagen científica del
mundo. Por decirlo con palabras del propio Searle, «encontramos difícil
explicar satisfactoriamente la subjetividad, no sólo por haber sido educados
en una ideología que dice que, en último término, la realidad ha de ser com-
pletamente objetiva, sino porque nuestra idea de una realidad objetivamente
observable presupone la noción de observación que es en sí misma inelimi-
nablemente subjetiva, y que no puede convertirse en el objeto de la observa-
ción, como sí pueden serlo los objetos y estados de cosas objetivamente exis-
tentes» (1992/1996, 109). Pero este problema es ficticio y su respuesta viene
por sí misma con aceptar los hechos: «si ‘ciencia’ es el nombre del conjunto
de verdades objetivas y sistemáticas que podemos enunciar acerca del
mundo, entonces la existencia de la subjetividad es un hecho científico tan
objetivo como cualquier otro» (1989/1995, 435). Una explicación científica
del mundo que intenta describir cómo son las cosas debe explicar la subje-
tividad como uno de los rasgos de los estados mentales.
Todo lo dicho aparentemente disuelve el problema, pero en realidad plan-
tea una serie de cuestiones de difícil solución. ¿Cómo puede ser la subjetivi-
dad un hecho científico tan objetivo como cualquier otro si se nos acaba de
decir que tiene una ontología de primera persona frente al resto de los hechos
físicos que tienen una ontología de tercera persona, lo cual lleva aparejado un
acceso privilegiado que no tenemos a los otros hechos físicos? ¿En qué con-
siste esa objetividad bajo la que se pueden agrupar tanto fenómenos físicos
no mentales como fenómenos físicos mentales (subjetivos)? ¿Cuáles son los
rasgos que hacen que consideremos algo como objetivo?
Seguramente Searle respondería a estos interrogantes diciendo, de un
modo insistente, que lo que subyace a ellos es que no nos hemos desprendido
del dualismo conceptual de raíces cartesianas que nos lleva a ver como incom-
patibles los rasgos físicos y los rasgos mentales (1983/1992, 267; 1992/1996,
40), y que los rasgos mentales son macropropiedades físicas del cerebro y, por
tanto, igualmente accesibles al estudio científico. Pero veamos lo que signifi-
El naturalismo biológico 165

ca esto más detenidamente. Los estados mentales, en el nivel microfísico, esto


es, en el nivel neurofisiológico, serían estados que tendrían una ontología de
tercera persona, es decir, su existencia sería independiente de cualquier
forma de subjetividad, y serían, por tanto, perfectamente accesibles al méto-
do objetivo de la ciencia. Sin embargo, en el nivel macrofísico, dichos estados
tendrían una ontología de primera persona, es decir, su existencia no es inde-
pendiente de la subjetividad de quien son estados mentales, y no serían, en
consecuencia, accesibles al método objetivo de la ciencia, ni siquiera aunque
éste fuera un método introspectivo (1992/1996, 109). Pero esto nos cierra
cualquier salida. Por una parte, habría que cambiar nuestro concepto de cien-
cia para dar cabida a la subjetividad (1984b/1994, 30). Por otra, parece impo-
sible hacerlo, puesto que la propia subjetividad «es ineliminablemente subje-
tiva y no puede convertirse en objeto de observación» (1992/1996, 109).

8.2.4. La causación mental

Un cuarto componente de nuestra concepción de sentido común sobre la


mente es que los procesos mentales tienen un efecto causal sobre el mundo físi-
co, o, más concretamente, sobre nuestro cuerpo. Yo decido, por ejemplo, cami-
nar y mis pies empiezan a moverse. El problema que se plantea en este caso es:
¿cómo algo mental, nuestros pensamientos y sensaciones, por ejemplo, puede
tener influencia en algo físico, como es nuestro cuerpo? La respuesta, una vez
más, es bastante simple para Searle. Cuando se tienen estados mentales, se está
realizando actividad cerebral. «La actividad cerebral causa movimientos cor-
porales por medio de los procesos fisiológicos. Ahora bien, puesto que los esta-
dos mentales son rasgos del cerebro, tienen dos niveles de descripción: un nivel
superior en términos mentales y un nivel inferior en términos fisiológicos. Los
mismos poderes causales del sistema pueden ser descritos en cualquiera de los
dos niveles» (1984b/1985, 31). En el nivel superior de descripción, la intención
de levantar mi brazo causa el movimiento del brazo. Pero, en el nivel inferior
de descripción, una serie de activaciones neuronales comienza una cadena de
eventos que da como resultado la contracción de los músculos. La misma
secuencia de eventos tiene dos niveles de descripción. Ambos son causalmente
reales, y los rasgos causales del nivel superior están a la vez causados por y rea-
lizados en la estructura de los elementos de nivel inferior.
En resumen, la mente y el cuerpo interactúan, pero no son dos cosas dife-
rentes, puesto que los fenómenos mentales son solamente rasgos del cerebro.
La pretensión de Searle de seguir un modelo de causalidad semejante al de
la física no está nada claro que sea aceptable. Una consecuencia que parece
seguirse del planteamiento searleano de la subjetividad es que la distinción de
niveles que presupone ese modelo no es semejante a la distinción que se hace
habitualmente en física entre el nivel de las micropropiedades y el nivel de las
macropropiedades (1984b/1994, 25-26; 1987/1995, 431-3). En física tanto las
micropropiedades como las macropropiedades son accesibles al método obje-
tivo de la ciencia; en el caso de la mente, al ser irreductiblemente subjetiva, no.
166 J. A. Guerrero del Amo

8.3. PLURALISMO DE PROPIEDADES, EMERGENTISMO


Y SUPERVENIENCIA

La filosofía de la mente de Searle ha sido calificada por sus críticos de las


más diversas formas: dualismo de propiedades (Bridgeman, 1980, 427), emer-
gentismo, teoría de la superveniencia, etc. Searle se resiste a aceptar estas
denominaciones e insiste en que el modo adecuado de denominar su teoría es
llamarla naturalismo biológico. No obstante, en alguna ocasión (1989/1995 y
1992/1996), se ha detenido a considerar cada una de estas evaluaciones de su
teoría, con vistas a lograr una mayor clarificación de su posición. Veamos,
pues, sus reparos a las mismas.
«Si por ‘dualismo de propiedades’ —nos dirá— se entiende, simplemen-
te, el punto de vista de que el mundo contiene rasgos físicos que son menta-
les —mi actual estado de conciencia, por ejemplo— y algunos rasgos físicos
que son no-mentales —el peso de mi cerebro, por ejemplo—, entonces mi
punto de vista puede describirse correctamente como un dualismo de pro-
piedades» (1989/1995, 437). Sin embargo, Searle cree que esta caracteri-
zación de su teoría puede inducir a error, puesto que al hablar de ‘dualismo
de propiedades’ se suele implicar que existen dos y sólo dos tipos de propie-
dades en el mundo, a saber, el físico y el mental, tesis con la que él, como
hemos visto, no está en absoluto de acuerdo. Su punto de vista sería descrito
mucho mejor como polismo o pluralismo de propiedades, esto es, aceptando
que «hay cantidades de tipos diferentes de propiedades de sistemas de alto
nivel y que las propiedades mentales están entre ellas» (1989/1995, 438).
Dicho de otra manera, lo mental y lo físico no se opondrían entre sí, porque
lo mental forma parte de lo físico —las propiedades mentales son una clase
de propiedades físicas—, sino que la oposición sería más bien entre propie-
dades físicas y propiedades lógicas o éticas, por ejemplo.
Por lo que respecta a la denominación de emergentismo, su posición es muy
semejante. Acepta dicha denominación, si por emergentismo se entiende la teo-
ría que sostiene que las propiedades mentales son propiedades emergentes al
modo en que lo son las características de alto nivel de los sistemas, como, por
ejemplo, la solidez. La conciencia, pongamos por caso, es una propiedad causal
emergente del cerebro y puede, en consecuencia, ser explicada por las interac-
ciones causales de los elementos del cerebro en el micronivel. A esto es a lo que
Searle denomina «emergente 1». Por el contrario, si por emergentismo se
entiende una teoría que acepta que hay algo misterioso en la existencia de las
propiedades emergentes, en este caso, de las propiedades mentales, como ha
ocurrido con frecuencia históricamente, y que ese algo escapa al alcance de las
ciencias físicas o biológicas, entonces rechaza tal denominación. Dicho de otra
manera, Searle rechaza lo que denomina «emergente 2», que sería cuando un
rasgo emergente 1 tiene, además, poderes causales que no pueden ser explicados
por las relaciones causales de los elementos del micronivel (1992/1996, 122).
En cuanto a la superveniencia, su posición es muy clara: dicha denomi-
nación es correcta, si entendemos la doctrina de la superveniencia de lo men-
El naturalismo biológico 167

tal en lo físico de un modo causal7, sosteniendo que «no puede haber dife-
rencias mentales sin las correspondientes diferencias físicas», ya que los esta-
dos físicos son causalmente suficientes (aunque no necesarios), para los es-
tados mentales correspondientes. Y esto «es una consecuencia de la tesis de
que los fenómenos mentales son causados por el cerebro y realizados en él,
porque, si los efectos son diferentes, las causas tienen que ser diferen-
tes» (1989/1995, 439). En cualquier caso, la superveniencia de lo mental no
es nada más que un caso particular del principio general de la superveniencia
de las macropropiedades físicas en las micropropiedades físicas.

8.4. ALGUNOS PROBLEMAS DEL NATURALISMO BIOLÓGICO

En las secciones 8.1. y 8.2. ya hemos ido señalando los principales pro-
blemas de las propuestas concretas de Searle. No es nuestra pretensión, por
tanto, volverlos a repetir ahora. No obstante, no queremos finalizar nuestra
exposición sin referirnos, aunque sea brevemente, a los que consideramos
problemas más generales de fondo en su planteamiento.
Empezando por lo más general, la propuesta searleana, con frecuencia,
presenta como hechos evidentes e incuestionables lo que sólo son interpreta-
ciones, por supuesto, discutibles, o, cuando menos, hechos aceptables sólo
sobre el fondo de una teoría que los constituye y les confiere su estatus como
tales hechos. Su apelación frecuente a que los estados mentales o sus pro-
piedades como la conciencia, la intencionalidad, etc., son hechos evidentes e
incuestionables sería el caso más llamativo de esta tendencia. Dicho de otra
manera, Searle defendería, al menos para los estados mentales, un realismo
ingenuo y una independencia de los hechos con respecto a las teorías ya supe-
rados en epistemología hace tiempo.
Un segundo problema del planteamiento de Searle consiste en que pre-
tende conciliar una concepción materialista de la mente —los estados menta-
les son rasgos físicos del cerebro— y, al mismo tiempo, seguir manteniendo
como características de los estados mentales las que tradicionalmente se les
habían atribuido dentro de una concepción dualista de la mente (a saber, la
conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causación intencional) y
eso es difícilmente alcanzable, ya que esos rasgos de sentido común de la
mente presuponían una radical distinción entre lo mental y lo físico. Como
hemos visto, el propio Searle insiste en que los rasgos mentales son irreducti-
bles. Dicho de otra manera, no pensamos que se puedan seguir aceptando
esos rasgos tradicionales de la mente y rechazar al mismo tiempo el dualismo
que subyace a los mismos. De este modo, Searle se vería obligado a aceptar

7
La superveniencia en ética ha tenido un sentido constitutivo distinto del señalado por
Searle. Según dicho sentido, las propiedades morales sobrevienen a las propiedades naturales,
de manera que, si dos objetos difieren en su bondad, debe existir algún otro rasgo en virtud
del cual se produce esa diferencia. Pero esos rasgos que hacen que un objeto sea bueno no cau-
san su bondad, sino que la constituyen.
168 J. A. Guerrero del Amo

un dualismo implícito entre rasgos físicos no mentales y rasgos físicos menta-


les mucho más profundo del que él está dispuesto a admitir.
Por último, una de las ideas centrales de su teoría de la mente es que sólo
algunos sistemas biológicos tienen intencionalidad intrínseca, pero Searle
nunca nos dice qué rasgos de los sistemas biológicos les hacen ser intencio-
nales (Bechtel, 1988/1991, 94). Ahora bien, si se sostiene que los modelos
computacionales son incorrectos para representar los procesos internos que
ocurren en nuestros cerebros, que hacen posible los estados intencionales
que atribuimos a los seres humanos y a otros animales, parece lógico que se
dé una explicación de lo que capacita a esos sistemas para mostrar intencio-
nalidad. La respuesta de Searle de que «se debe a que soy cierta clase de orga-
nismo con una cierta estructura biológica (esto es: química y física)» lo que
me permite tener intencionalidad, deja sin contestar el problema que plante-
ábamos de por qué mi sistema biológico sí la posee y otros sistemas no. Dicho
de otra manera, Searle pretende presentar hechos en lugar de explicaciones.
Pero ni los hechos son independientes de las explicaciones, ni pueden, en
ningún caso, sustituir a aquéllas.
II

CONCIENCIA Y PERSONA
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Capítulo IX

Perspectivas actuales sobre la conciencia*


José Antonio Guerrero del Amo

Al pensar sobre la conciencia, la perplejidad en la que uno a


menudo se encuentra es bastante semejante al enigma de San
Agustín en sus meditaciones sobre la naturaleza del tiempo: cuan-
do no se le pregunta sabe lo que es, pero si se le pregunta enton-
ces no lo sabe.
Güzeldere, 1997, 1

9.1. LA RAÍZ CARTESIANA DEL PROBLEMA1


En este tema, como en otros muchos de la filosofía de la mente contem-
poránea, va a ser Descartes el primero en plantear gran parte de las cuestio-
nes que todavía se discuten en la actualidad. Según el pensador francés, la
propiedad fundamental del pensamiento es la conciencia:
Tocante a la cuestión de si puede haber algo en nuestro espíritu, en
cuanto que es una cosa pensante, de lo cual nuestro espíritu no sea cons-
ciente, me parece muy fácil resolverla: pues bien vemos que nada hay en él,
así considerado, que no sea un pensamiento, o que no dependa por com-
pleto del pensamiento; de otro modo, eso no pertenecería al espíritu, en
cuanto éste es una cosa pensante, pues bien: no puede haber en nosotros pen-

* Este trabajo se ha realizado con el apoyo del proyecto de investigación PB96-0580 de


la DGICYT.
1
En esta parte histórica, como se verá por las referencias, somos especialmente deudores
de los planteamientos de Villanueva (1995).
172 J. A. Guerrero del Amo

samiento alguno del que no tengamos consciencia actual, en el mismo momen-


to en que está en nosotros (Descartes, 1641/1977, 197-198. La cursiva es
nuestra).

Por tanto, para Descartes, nada se puede considerar como mental a


menos que sea consciente. Mente y conciencia se identifican2. Así, para el
pensador francés, no se puede hablar de estados mentales inconscientes, ya
que sería una contradicción3. La conciencia se manifiesta en la experiencia y
por eso Descartes no ofrecerá nunca un análisis de la misma. La conciencia
es una propiedad transparente, inmediata, con acceso epistemológico privile-
giado e inanalizable (Villanueva, 1995, 385-386).
Al ser la conciencia la propiedad esencial de la mente, y ser ésta radical-
mente distinta del cuerpo, la conciencia no podrá ser una propiedad natural
del tipo de las propiedades que explican las ciencias de la naturaleza (la físi-
ca o las ciencias neurológicas, por ejemplo). La conciencia, por tanto, será,
para Descartes, «una propiedad irreductiblemente no-natural, no-física»
(ibíd.). Eso, para él, no implica, sin embargo, ningún problema, ya que al
darse en la experiencia inmediata, todo lo que podemos saber de ella se nos
muestra en ese contacto intuitivo en que consiste la experiencia consciente.
Éste es el verificacionismo mentalista cartesiano (ibíd.)4.
Aunque no se trata de escribir la historia del problema desde Descartes,
sí parece conveniente citar algunos hitos importantes en su planteamiento y
discusión, que se vuelven a repetir en el debate actual. Será Leibniz quien,
poco tiempo después, cuestione la identificación que Descartes realiza entre
pensamiento y conciencia:
Hay signos a millares que hacen pensar que en todo momento existen
en nosotros infinidad de percepciones, pero sin apercepción y reflexión, es
decir, cambios en el alma misma de los cuales no nos damos cuenta… (Leib-
niz, 1765/1977, 46).
…Hace falta considerar que pensamos simultáneamente en cantidad de
cosas, pero sólo tenemos en mente los pensamientos más llamativos: y no

2
Hay que tener en cuenta que Descartes excluía a las sensaciones de lo mental y las asi-
milaba a lo corporal. En consecuencia, las afirmaciones que acabamos de hacer no se deben
entender como si establecieran una identidad entre la conciencia (fenomenológica) y los esta-
dos psicológicos en el sentido en que los entendemos habitualmente.
3
Esta concepción tendrá una consecuencia epistemológica importante, a saber, si la esen-
cia de lo mental es ser consciente, entonces no podemos explicar lo que convierte a un estado
mental en consciente apelando a algo mental anterior, ya que cualquier fenómeno mental al
que apelemos presupone la conciencia (Rosenthal, 1986, 330 y 340-341).
4
Quizás sea conveniente indicar que Descartes también va a sugerir otra idea que no es
tan conocida, pero que vamos a encontrar de nuevo en los debates actuales, y es la idea de
construir la conciencia como toma de conciencia (percatación/reflexión) de un orden más alto:
«Cuando un adulto siente algo y simultáneamente percibe que no lo sentía antes, llamo a esta
segunda percepción reflexión, y la atribuyo al entendimiento solo, a pesar de estar unida de tal
manera a la sensación que las dos ocurren juntas y parecen ser indistinguibles la una de la otra»
(Carta a Arnauld, 29 de julio de 1648, A. T. V., 221 —citado por Güzeldere, 1997, 12—).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 173

podría ser de otra manera, pues si tuviésemos todo en cuenta habría que
pensar con atención en infinidad de cosas al mismo tiempo… (Leibniz,
1765/1977, 121).

Para Leibniz, por tanto, existen percepciones y pensamientos inconscien-


tes, con lo cual se podrá llevar a cabo una investigación empírica del pensa-
miento y de otras propiedades mentales, que no dependa de la experiencia
consciente y que, por lo tanto, sea similar a la física5. La teoría paralelista que
va a defender respecto de las relaciones mente-cuerpo se concreta «en la tesis
empírica de que nada hay en la mente que no se encuentre en el cuerpo, de
manera que toda la investigación de los estados y procesos mentales se puede
llevar a cabo en el cuerpo» (Villanueva, 1995, 387). Por otra parte, la razón
última para defender la existencia de semejantes componentes mentales es,
sin duda, el papel causal que ejercen los mismos (Leibniz, 1765/1977, 46).
Dos siglos más tarde, Freud, en una línea que guarda ciertas similaridades
con la inaugurada por Leibniz, sostendrá que muchas actividades de la mente
son inconscientes y que hay cosas como creencias y deseos inconscientes.
También Freud, aunque no de un modo completamente explícito, hará una
interpretación causal de estos elementos inconscientes. Así, el deseo es nor-
malmente interpretado como la clase de estado que causa un cierto tipo de
conducta asociada con el objeto del mismo. Y algo similar cabe decir de las
creencias. La accesibilidad a la conciencia no es, por tanto, esencial para la
relevancia de un estado en la explicación de la conducta. El factor determi-
nante es su papel causal.
Mientras tanto, otros autores en la corriente cartesiana, como Franz Bren-
tano o William James, van a ir proponiendo nuevos elementos para la elabo-
ración de una teoría de la conciencia. Así, el primero va a señalar que la inten-
cionalidad es una propiedad necesaria de la conciencia y, en consecuencia, va
a añadir otro de los ingredientes fundamentales del debate actual. Para Bren-
tano, «toda conciencia es intencional y toda intencionalidad es consciente o
transparente. Toda conciencia tiene un objeto intencional el cual determina el
contenido de esa conciencia» (Villanueva, 1995, 387). Eso hace que toda
investigación de la conciencia haya de tener en cuenta esa dependencia de la
intencionalidad y, al mismo tiempo, todo estudio de la intencionalidad requie-
re investigar la conciencia. Brentano entiende la conciencia como conciencia
representacional, aunque mantenga la tesis cartesiana de que la con-
ciencia es algo intrínseco a todo estado mental, tesis que está unida a una
concepción fenomenológica de la misma (véase esta distinción más abajo). Por
su parte, William James, mientras intenta mantenerse dentro del planteamien-
to cartesiano de que la conciencia es experiencia, señalará también la necesi-
dad de que aquélla sea estudiada empíricamente.

5
Un planteamiento semejante será el que dará lugar en la actualidad a los enfoques natu-
ralistas, de los que luego hablaremos.
174 J. A. Guerrero del Amo

9.2. CLASES DE CONCIENCIA

En esta breve introducción histórica que acabamos de hacer, aparecen ya


apuntados dos conceptos de conciencia claramente diferenciados, que se van
a seguir manteniendo, e incluso acentuando, en el debate actual y que se han
denominado conciencia fenomenológica y conciencia representacional, pro-
posicional, de contenido, de acceso (Block, 1995) o incluso psicológica (Chal-
mers, 1996/1999, 35). Esta multiplicidad de denominaciones para esta segun-
da clase de conciencia pone de manifiesto que no hay unanimidad en la forma
de entender la clasificación que acabamos de hacer6.
La conciencia fenomenológica se refiere al «darse cuenta subjetivo», a la
experiencia (consciente) (Block, 1995, 228 y 230). «Sus propiedades son las
de «la forma en que las cosas nos aparecen», «el carácter cualitativo», «los
qualia», «las cualidades fenomenológicas inmediatas», «el cómo qué es ser x»
(perspectivístico)» (Villanueva, 1995, 391). Ejemplos de estados de concien-
cia fenomenológica son ver, oír, oler, gustar o tener penas. Una característica
de esta clase de conciencia, que a menudo se pasa por alto según Block, es
que las diferencias en el contenido intencional llevan con frecuencia a dife-
rencias en la conciencia fenomenológica. En consecuencia, este tipo de con-
ciencia muchas veces tiene contenido y es representacional, pero sus propie-
dades son distintas de cualquier propiedad cognitiva (esto es, que supone de
un modo esencial pensamiento), intencional (propiedad en virtud de la cual
un estado o representación es sobre algo) o funcional (propiedad definible en
términos de relaciones causales). La experiencia de oír un sonido que viene
de la izquierda es diferente de la experiencia de oír un sonido que viene de la
derecha, aunque su contenido representacional pueda ser el mismo (Block,
1995, 230). Algunos autores, además, frente a la que ha sido la opinión más
común, que consideraba que era la conciencia representacional la que se
debía explicar desde una perspectiva funcional, creen que esta clase de con-
ciencia cumple un importante papel adaptativo en la vida mental de los suje-
tos, esto es, defienden un funcionalismo teleológico para la misma (Flanagan,
1992). Para una gran parte de los interesados en el tema, sin embargo, la
naturaleza de la conciencia fenomenológica resulta enigmática, aunque ten-
gamos una acceso inmediato a ella, produciéndose aquí lo que se ha denomi-
nado un hiato explicativo (Levine, 1983; Block, 1992/1997, 175). Eso llevará
a dos planteamientos radicalmente diferentes de la misma: o bien se intenta

6
Otras distinciones de los diferentes sentidos de conciencia pueden encontrarse en
Lycan, 1997; Goldman, 1993b; Natsoulas, 1983, 1986 y Rosenthal, 1997. Sin embargo, posi-
blemente ha sido el artículo de Block «On a confussion about a function of consciousness»,
publicado como artículo diana en Behavioural and Brain Sciences, uno de los que más ha
fomentado el debate en torno a esta cuestión. Como es habitual en esta revista, se publicó
junto con un gran número de críticas.
Perspectivas actuales sobre la conciencia 175

deshacerse de ella por cualquier medio (es lo que ha hecho una gran parte de
la filosofía de la mente contemporánea, como luego veremos), o bien se trata
de encontrarle un difícil acomodo en la ciencia psicológica (es lo que hacen
autores como Searle o Chalmers, por ejemplo), como una realidad irreducti-
ble a lo físico.
La conciencia representacional se caracterizaría por proporcionarnos
acceso a los contenidos o informaciones de los estados mentales. Es una
característica fundamental de este tipo de conciencia su papel causal en la
explicación de la conducta (Chalmers, 1996/1999, 35) o, en palabras de
Block (1995, 231), que su contenido representacional se pueda usar como
premisa en el razonamiento y en el control racional de la acción y del len-
guaje. Por ejemplo, cuando yo veo la luz del semáforo en rojo, yo experi-
mento una sensación del color rojo (conciencia fenomenológica), que me
transmite la información de que me debo parar (conciencia representacional)
(Villanueva, 1995, 392)7.
En principio parece que no debería haber ningún tipo de competencia
entre ambos conceptos, ya que aparentemente son conceptos complementa-
rios que se refieren a diferentes fenómenos de los estados mentales y que inter-
actúan entre ellos. Sin embargo, por desgracia, es frecuente que, en los deba-
tes sobre la conciencia, se dé lo que Güzeldere ha denominado «la intuición
segregacionista», consistente en pensar, implícita e inadvertidamente, que «si
la caracterización de la conciencia es fenomenológica, entonces ésta es esen-
cialmente no causal, y si es causal, entonces es esencialmente no fenomeno-
lógica» (1997, 11). Quizás lo que se deba hacer, como propone este autor, es
adoptar una «intuición integracionista», en la que «lo que la conciencia hace
no pueda ser caracterizado en ausencia de cómo se siente (experimenta) y,
más importante aún, que el modo como se experimenta no pueda ser con-
ceptualizado en ausencia de lo que hace» (ibíd.).

7
Las diferencias, por tanto, entre los dos tipos de conciencia serían, según Block (1995,
232), las tres siguientes:
1) «El contenido de la conciencia fenomenológica es fenomenológico, mientras que el
contenido de la conciencia de acceso es representacional. La esencia del contenido de la con-
ciencia de acceso es jugar un papel en el razonamiento y sólo el contenido representacional
puede realizar ese papel. Muchos contenidos fenomenológicos son también representaciona-
les, sin embargo, es mejor decir que es por su contenido fenomenológico por lo que un esta-
do es consciente-fenomenológico, mientras que es por su contenido representacional por lo
que un estado es consciente-de acceso (...).
2) Una segunda diferencia es que la conciencia de acceso es una noción funcional, por
tanto, el contenido de ella es relativo a un sistema: lo que hace a un estado consciente-de acce-
so es lo que una representación de su contenido hace en un sistema (...).
3) Una tercera diferencia es que los estados de la conciencia fenomenológica son de un
tipo o una clase de estado. Por ejemplo, la sensación de un dolor es consciente fenomenológi-
co de un tipo: cualquier dolor tiene que tener esa sensación. Sin embargo, cualquier pensa-
miento particular que es consciente-de acceso en un tiempo dado puede dejar de ser accesible
en otro tiempo determinado», con lo cual dejaría de ser consciente-de acceso.
176 J. A. Guerrero del Amo

La división que acabamos de establecer, aunque es un lugar común en


filosofía de la mente, no es, sin embargo, aceptada por todos los autores,
ya que algunos no creen que se pueda hablar de distintas formas de con-
ciencia, bien porque estiman, como Searle (1992/1996, 139; 1999, 74-76),
que ésta posee una forma unificada en la que no cabe hacer diferenciacio-
nes, o bien porque piensan, como Dennett (1995a), que la distinción entre
conciencia fenomenológica y conciencia de acceso es sólo una distinción
gradual entre distintos estados de una sola clase de conciencia. Evidente-
mente, los defensores de la distinción en cuestión, con Block a la cabeza,
critican los planteamientos de todos aquellos autores que no la han tenido
en cuenta, entre los que se encuentran, por supuesto, Searle (1992), Den-
nett (1986; 1991) o Baars (1988), por caer en una confusión entre los dos
tipos.

9.3. EL ESTADO ACTUAL DE LA CUESTIÓN:


ENFOQUES CARTESIANOS Y ENFOQUES NATURALISTAS

Los términos en los que se plantea el debate actual sobre la conciencia


son, pues, en consonancia con lo que venimos diciendo, si ésta tiene, como
proponía Descartes, un carácter experiencial y no-natural, o, por el contrario,
tiene un carácter empírico, no-experiencial y natural. Los planteamientos del
primer tipo han recibido la denominación de cartesianos (a veces neocarte-
sianos) o de primera persona, y los del segundo, de naturalistas o de tercera
persona. Pero, mientras estos últimos son los que más abundan, los plantea-
mientos cartesianos en estado puro son hoy difíciles de encontrar. Por eso, a
los enfoques naturalistas puros, en la actualidad, hay que unir todos aquellos
que pretenden ser cartesianos y naturalistas al mismo tiempo, esto es, aque-
llos que pretenden que la conciencia tiene un carácter experiencial, subjeti-
vo, de primera persona y, a la vez, natural, como es el caso de Searle (1999,
54) y Chalmers (1996/1999); y aquellos otros que, aun admitiendo todo eso,
esto es, que la conciencia existe, e incluso es un fenómeno natural como cual-
quier otro, sugieren que es imposible tener un conocimiento científico de la
misma (Nagel, 1974; Jackson, 1983; McGinn, 1991)8. Por último, hay que
citar el planteamiento de los que radicalizan el naturalismo hasta negar que la
conciencia exista y sea una propiedad de las personas y del mundo (los

8
Quizás cabría situar también en este grupo a Levine (1983, 1988), aunque difiere en
muchos aspectos de los otros autores citados. Así, señala: «La hipótesis de los qualia ausentes
e invertidos son experimentos mentales que dan una expresión concreta a lo que llamará,
siguiendo a los Churchland, la intuición ‘proqualia’. Ésta es la intuición de que hay algo espe-
cial sobre la vida mental consciente que la hace inexplicable dentro del marco teórico del fun-
cionalismo, y, más general, del materialismo» (1988, 272).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 177

Churchland, a la cabeza del materialismo eliminativo, serían en la actualidad


los representantes más destacados de este planteamiento)9.
En el estudio que vamos a hacer a continuación de estos distintos enfo-
ques, nos ocuparemos tanto del planteamiento epistemológico, esto es, del
modo que se propone para abordar el tema de la conciencia, como de la pro-
puesta ontológica, esto es, de las tesis que se defienden acerca de su existen-
cia y su naturaleza.

9.3.1. Enfoques naturalistas puros

Como acabamos de sugerir, el enfoque que predomina, sin lugar a dudas,


en los estudios sobre la conciencia que se han realizado en los últimos años
es el enfoque naturalista. Dicho enfoque consiste en sostener que la concien-
cia es un fenómeno natural como cualquier otro que se refiere a fenómenos
de tercera persona, públicamente observables y, en consecuencia, con ella
habría que adoptar el mismo método de estudio que con los demás fenóme-
nos de la naturaleza, esto es, se defiende que la conciencia se refiere a fenó-
menos de tercera persona, públicamente observables y, por tanto, accesibles
desde un planteamiento científico, objetivo. Este enfoque, según sus propo-
nentes, debería despojar a la conciencia de cualquier aura de misterio y solu-
cionar el problema de una vez por todas. Sin embargo, algunos creen que la
consecuencia lógica que parece que se debería extraer de este planteamiento
es, más bien, que la conciencia fenomenológica no existe, ya que se refiere a
estados mentales de primera persona, cualitativos, subjetivos e internos (Sear-
le, 1992/1996, 21). No obstante, son pocos los que se atreven a dar ese paso
tan radical10. Este enfoque ha sido adoptado por una gran parte de los filó-
sofos funcionalistas, por los psicólogos cognitivos y, en general, por todos los
materialistas. Algunos de los filósofos más representativos dentro de él
son Armstrong (1968, 1980a), Lewis (1966, 1972, 1980, 1995), Shoe-
maker (1975, 1991, 1994), Dennett (1986, 1991/1996), Rosenthal (1986, 1997),
Lycan (1987, 1997), Van Gulick (1988, 1989, 1993), Flanagan (1992) y, desde

9
Evidentemente cabe hacer otra clasificación distinta a la propuesta por nosotros de los
diferentes enfoques de la conciencia. Por ejemplo, Chalmers (1996/1999) distingue entre enfo-
ques cognitivos, enfoques neurobiológicos, enfoques basados en la nueva física y enfoques evo-
lucionistas. Pero, además de que todos estos planteamientos son de tipo naturalista, dados
nuestros propósitos de tratar las cuestiones epistemológicas y ontológicas de la conciencia, nos
parece más adecuada nuestra clasificación. También Güzeldere ha propuesto una división en
tres grupos: los misteriosos, los escépticos y los naturalistas. Aunque esta clasificación se apro-
xima más a la nuestra, difiere, sin embargo, sustancialmente de ella, ya que sitúa a McGinn (y
al resto de los escépticos moderados) dentro de los misteriosos, a los eliminativistas dentro del
grupo de los escépticos y a los naturalistas cartesianos junto con los naturalistas puros dentro
del grupo de los naturalistas (1997, 3-6).
10
Georges Rey (1983, 1988) parece que es una excepción, ya que no tiene ningún incon-
veniente en hacer explícita dicha afirmación.
178 J. A. Guerrero del Amo

un planteamiento más psicológico, Baars (1988). Dado que dentro de un


planteamiento naturalista general caben propuestas muy diferentes, nos
detendremos a analizar dos de ellas que consideramos representativas de lo
que se está haciendo dentro de dicho planteamiento. Éstas son la de Baars y
la de Rosenthal.

9.3.1.1. Una teoría cognitiva de la conciencia

La concepción de la conciencia que vamos a exponer a continuación per-


tenece al grupo de teorías que pretenden realizar una modelización cogniti-
va, esto es, tratan de presentar «un modelo de la dinámica causal implicada
en los procesos cognitivos, que explique las causas de la conducta de un agen-
te cognitivo» (Chalmers, 1996/1999, 153). La propuesta de Dennett y la de
Baars son posiblemente las más características de este grupo, aunque nos-
otros, como acabamos de indicar, nos centraremos sólo en el segundo11.
La idea de la que parte Baars en su trabajo es que la experiencia cons-
ciente, cuya comprensión y explicación son sumamente problemáticas, debe
ser considerada como «un constructo teórico que puede ser inferido de evi-
dencia segura» (1988, 9). Este autor sugiere, en primer lugar, como método
de aproximación, contrastar estados y procesos conscientes y no conscien-
tes, que sean comparables, esto es, que parecen diferir sólo en que unos son
conscientes y otros no, siempre que las propiedades de ambos se puedan
inferir con base en evidencia pública. Esta comparación es posible, porque
hoy los estados conscientes e inconscientes en psicología tienen el mismo sta-
tus que otros constructos científicos. Este método, por tanto, se podría
denominar «análisis comparativo» y proporcionaría la base empírica para el
desarrollo teórico (1988, XVI-XVII y 18-19; 1997, 187). Además, Baars pro-
pone partir de los casos más simples y no de los más complejos, como la
visión ciega, por ejemplo, que es lo que se ha estado haciendo hasta ahora
(1988, XVIII). El planteamiento, por otra parte, debería ser global, inten-
tando lograr una teoría integradora basada en los datos concretos acumula-
dos, de manera que éstos restrinjan el tipo de hipótesis global que formule-
mos (1988, XIX). Por último, Baars propone que se utilice el lenguaje del
procesamiento de la información, que es un lenguaje neutral respecto a la
experiencia consciente y así nos permitirá libertad para hablar sobre proce-
sos mentales inferidos sean conscientes o inconscientes (1988, 13). Dado
este enfoque naturalista, Baars cree que su teoría puede cambiar en el futu-

11
No se ha elegido la propuesta de Dennett, que es quizás la más conocida desde la publi-
cación de La conciencia explicada (1991), por una parte, porque ya se expone en otro capítulo
de este volumen, y, por otra, porque los destinatarios primeros, aunque no los únicos, de este
libro son los alumnos de psicología y la propuesta de Baars está hecha desde el campo de la
psicología.
Perspectivas actuales sobre la conciencia 179

ro en función de la evidencia nueva que vaya apareciendo y de los cambios


que se produzcan en el pensamiento.
La definición de conciencia de la que parte Baars es una definición ope-
rativa:
Consideraremos que la gente es consciente de un evento si: 1) puede
decir inmediatamente después que es consciente de él, y 2) podemos verifi-
car independientemente la exactitud de su informe (Baars, 1988, 15).

El partir de esta definición operacional no supone, sin embargo, que no


existan otras experiencias conscientes que no cumplan estos criterios.
Formarían parte de la conciencia, por una parte, la experiencia conscien-
te de los perceptos e imágenes y, por otra, los conceptos abstractos, aunque
en este caso Baars propone que hablemos de acceso consciente en vez de expe-
riencia consciente.
Baars cree que el problema de la conciencia es un problema real, cuyo
debate ha sido evitado hasta ahora en psicología cognitiva utilizando eufe-
mismos científicos como «atención», «percepción», «exposición al estímu-
lo», «informe verbal», «control estratégico» y otros semejantes. Pero nin-
guno de estos eufemismos expresa de un modo exacto lo que significa
«experiencia consciente» (1988, 27). Para comenzar a explicar la concien-
cia, piensa que es necesario, en primer lugar, de acuerdo con su método de
análisis comparativo, tener una concepción clara de los fenómenos incons-
cientes. Un fenómeno inconsciente es el resultado del funcionamiento de
un sistema especializado. Todos podemos observar a diario cómo, a medi-
da que dominamos una destreza o un conocimiento, éste deviene cada vez
más inconsciente en sus detalles (por ejemplo, conducir). Esos sistemas
especializados trabajan con representaciones. «Una representación es
un objeto teórico que tiene una semejanza abstracta con algo fuera de
ella» (1988, 44). Estas representaciones pueden sufrir cambios a través de
procesos y, a su vez, «un conjunto de procesos relativamente unitario y organi-
zado que trabajan juntos al servicio de una función particular» (1988, 50) forma
un procesador. El sistema nervioso contiene muchos procesadores especia-
lizados que operan en gran medida inconscientemente. Estos procesadores
se pueden ver como destrezas especializadas que han llegado a ser alta-
mente prácticas, automáticas e inconscientes. La percepción y otros fenó-
menos conscientes como comprender un enunciado son descomponibles y
pueden verse como el producto de numerosos sistemas altamente especia-
lizados o módulos, interactuando unos con otros para crear una experien-
cia consciente integrada, que es diferente de la suma de las partes. Esto sig-
nifica que «el procesamiento detallado a lo largo de todo el sistema es
ampliamente descentralizado o distribuido. Cada módulo puede ser com-
puesto o descompuesto variablemente, dependiendo de los objetivos perse-
guidos y de los contextos. Los procesadores especializados pueden ser
capaces de adaptarse a una nueva entrada, pero sólo dentro de unos límites
estrechos» (1988, 64).
180 J. A. Guerrero del Amo

En contraste con los fenómenos inconscientes se halla la experiencia cons-


ciente, que está asociada a lo que Baars denomina un Espacio de Trabajo Global
(ETG), que sirve de base a la misma. Los fenómenos conscientes son simple-
mente aquellos que tienen lugar en el ETG. Ese ETG es el órgano de publici-
dad del sistema nervioso. «Es semejante a una pizarra en una clase o a una esta-
ción de transmisión de televisión en una comunidad humana». En él se produce
«un intercambio de información que permite a muchos procesadores especiali-
zados (inconscientes) diferentes interactuar unos con otros» (1988, 74). Los con-
tenidos del ETG, que corresponden aproximadamente a la experiencia cons-
ciente, son distribuidos ampliamente por todo el sistema. Así, el cerebro es
concebido como una vasta colección de procesadores automáticos especiali-
zados, algunos de ellos encajados y organizados dentro de otros. Los proce-
sadores pueden competir o cooperar para ganar acceso al espacio de trabajo
global que sirve de base a la conciencia, permitiéndoles este acceso enviar
mensajes globales a cualesquiera otros sistemas interesados. Cualquier expe-
riencia consciente emerge de la cooperación y la competición entre muchos
procesadores de entrada diferentes. En un sistema distribuido como el que
estamos describiendo «no hay un ejecutivo central, esto es, un sistema único
que asigne los problemas a los especialistas específicos o los dirija para reali-
zar la tarea. Para diferentes trabajos diferentes procesadores pueden com-
portarse como ejecutivos, ejerciendo unas veces unos y otras veces otros el
control ejecutivo de un modo muy flexible. El control es esencialmente des-
centralizado» (1988, 87). Son los propios procesadores inteligentes los que
«deciden» a qué informaciones atienden y a cuáles no. Sería como una eco-
nomía de mercado en la que se deja actuar libremente a los distintos agentes,
sin que haya un gobierno que adopte decisiones. Pero, incluso en esta situa-
ción, aún se necesita de un espacio central de intercambio de información
entre los distintos especialistas. Una consecuencia de esto es que un mensaje
global debe ser internamente consistente, o, en caso contrario, se degradará
muy rápidamente debido a la competición interna entre sus componentes.
Además, la experiencia consciente requiere que los sistemas receptores se
adapten o actúen para alcanzar cualquier información que sea transmitida en
el mensaje consciente global. Cualquier mensaje consciente también debe ser
globalmente informativo. Finalmente, la adaptación a un mensaje informati-
vo tiene lugar dentro de un contexto estable, pero inconsciente.
Mientras los procesadores conscientes trabajan serialmente, los incons-
cientes lo hacen en paralelo. Además, aquéllos son computacionalmente
menos eficientes que éstos. Sin embargo, el espectro de sus posibles conteni-
dos es mucho más amplio y poseen una mayor flexibilidad y una mayor capa-
cidad relacional para tratar con nuevos contextos en contraste con la relativa
limitación, rigidez, aislamiento y autonomía de los procesadores inconscien-
tes. Asimismo, los procesadores conscientes poseen una «sensibilidad de con-
texto», entendiendo por ésta «la forma en que los fenómenos conscientes son
conformados por factores inconscientes» (1988, 79).
Las experiencias conscientes son conformadas por estructuras relativa-
mente duraderas, que no son conscientes, aunque pueden evocar y ser evo-
Perspectivas actuales sobre la conciencia 181

cadas por eventos conscientes. A estas estructuras las denomina Baars con-
textos. Podemos tratar los contextos como un grupo de procesadores espe-
cializados cooperando con acceso real al espacio de trabajo global. El con-
junto de contextos operativos en el presente es la Jerarquía de Contexto
Dominante Actualmente. Ese Contexto Dominante es una mezcla coherente
de contextos perceptuales, conceptuales y de objetivos, que controlan nues-
tra experiencia e imponen constricciones inconscientes a lo que puede con-
vertirse en consciente. Los contenidos conscientes y los contextos incons-
cientes se entremezclan así para crear una corriente de conciencia. La
interacción entre ellos es útil para resolver una gran variedad de problemas,
en los que los componentes conscientes son utilizados para acceder a nuevas
fuentes de información, mientras los contextos y los procesadores incons-
cientes se ocupan de los detalles rutinarios. Finalmente, parece que una de las
funciones más importantes de la experiencia consciente es obtener, modificar
y crear nuevos contextos que luego conformarán la experiencia consciente
posterior.
Otra noción clave en la propuesta de Baars es el concepto de información.
Ésta debe ser entendida en el sentido ya clásico establecido por Shannon de
reducción de la incertidumbre. «Somos conscientes de un suceso sólo cuan-
do existe en un contexto estable, pero no cuando es tan predecible que no
hay alternativas concebibles» (1988, 178). De este modo, la experiencia cons-
ciente del mundo no es una función directa de la estimulación física, sino que
dependerá de la información real que aporte (la cantidad de incertidumbre
que reduzca). En general, la probabilidad de que cualquier suceso sea cons-
ciente se incrementa con su valor informativo y disminuye con su redundan-
cia. En resumen, la informatividad es una condición necesaria de toda expe-
riencia consciente de un suceso.
Relacionada con la información está la adaptación. Aquí entendemos por
adaptación «el proceso de aprender a representar algún input, hasta el punto
de poderlo predecir automáticamente. Cuando hay una correspondencia per-
fecta entre el input y su representación, el input es redundante con respecto
a su representación. Así la redundancia es el producto final de una adapta-
ción exitosa» (1988, 183). El ciclo de adaptación ante una nueva tarea que
se ha de aprender estaría formado por tres etapas: 1) la primera, en la que se
comienza sabiendo sólo que hay algo que aprender, consiste en la creación
del contexto, en el que los elementos que van a ser aprendidos son defini-
dos; 2) la segunda etapa consiste en entender el nuevo material dentro del
contexto creado, de manera que ahora sea informativo; y 3) una vez que nos
hemos adaptado completamente, en la tercera etapa, perdemos acceso cons-
ciente al material aprendido. La experiencia consciente correspondería prin-
cipalmente a la segunda etapa (1988, 184).
Esta teoría de la conciencia que acabamos de exponer es ampliada por
Baars hasta intentar explicar desde ella nociones como la del control volun-
tario o del yo. Así, el control voluntario es considerado como el resultado de
objetivos concretos (o intenciones) que son realizados de forma consistente
con el contexto de objetivos dominantes. Una acción voluntaria es «aquélla
182 J. A. Guerrero del Amo

cuyos componentes conscientes han sido editados antes de ser llevada a


cabo» (1988, 266), esto es, una acción cuyos componentes han sido revisados
previamente, como hace el editor con las pruebas para evitar errores en las
publicaciones. Así, en estas acciones hay oportunidad de cambiarlas antes de
su ejecución, frente a las acciones involuntarias en las que no sería posible
hacerlo, al no producirse una edición previa. De modo semejante, el yo es
entendido como el más alto y duradero de los niveles de la Jerarquía de Con-
texto Dominante, que crea una continuidad a lo largo del flujo cambiante de
los sucesos. Así, el yo sirve para organizar y estabilizar experiencias a través
de muchas situaciones diferentes.
Por último, Baars cree que la evidencia neurofisiológica de la que dispo-
nemos apoyaría el modelo que él está proponiendo (1988, cap. 3). Expuesto
de un modo simplificado:
1) El sistema nervioso es visto por muchos neurocientíficos como un sis-
tema distribuido en paralelo, con muchos procesadores especializados dife-
rentes. Asimismo, las estructuras más importantes del cerebro, especialmen-
te el córtex, pueden considerarse como una colección de módulos
distribuidos especializados.
2) Algunos de estos módulos pueden cooperar o competir para acceder a
lo que Baars denomina Sistema de Activación Reticular-Talámico Extendido
(SARTE), que sería la parte del sistema nervioso que realiza las funciones que
venimos atribuyendo al ETG. El SARTE estaría compuesto por la Formación
Reticular, que recibe información de todas las estructuras importantes del
cerebro, y se extiende hacia arriba para incluir los núcleos no específicos del
tálamo; además, se debe incluir en este amplio sistema el Sistema de Proyec-
ción Talámico Difuso, que envía numerosas fibras a todas las partes de la cor-
teza, y, posiblemente, también deban ser incluidas las conexiones corticales.
3) La información que gana acceso puede ser transmitida globalmente a
otras partes del sistema nervioso, especialmente al enorme manto cortical del
cerebro.
Para terminar con este tipo de enfoques, una reflexión crítica. El proble-
ma fundamental de estos planteamientos es que parece que se dejan fuera lo
que hemos denominado conciencia fenomenológica. En la mayoría de los
casos no es que la nieguen explícitamente, incluso en algunos se parte de su
admisión explícita, pero luego, a medida que se va avanzando en su explica-
ción, durante el camino, sin saber cómo, se convierte en conciencia repre-
sentacional, olvidándose del concepto del que se partía. Dicho de un modo
más explícito, estos modelos cognitivos explican muy bien el acceso del suje-
to a la información, la atención, la informatividad de la conciencia, las capa-
cidades introspectivas, etc., pero no proporcionan una explicación de por
qué esos procesos deberían estar acompañados por una experiencia cons-
ciente (Chalmers, 1996/1999, 153-154). Creo que tanto la teoría cognitiva de
Baars que hemos expuesto como La conciencia explicada de Dennett son
ejemplos paradigmáticos de lo que estamos diciendo. El modelo de Baars,
por ejemplo, no explica por qué la información del ETG es experimentada.
«¿Por qué, en palabras de Chalmers, la accesibilidad global debería dar ori-
Perspectivas actuales sobre la conciencia 183

gen a la experiencia consciente?» (ibíd.). Planteado desde otra perspectiva, es


el viejo problema de los qualia, al que ni los fisicalismos (teoría de la identi-
dad y materialismo eliminativo) ni el funcionalismo parecen capaces de res-
ponder (véanse los capítulos correspondientes). Los enfoques naturalistas-
cartesianos, de los que hablaremos un poco más abajo, son precisamente un
intento de solucionar ese gran problema de la conciencia fenomenológica, sin
renunciar por ello al naturalismo.

9.3.1.2. La conciencia como pensamiento de orden superior monitorizador

Dentro de los planteamientos naturalistas ha habido otras propuestas que


son de un tipo completamente diferente del de la que acabamos de exponer,
que representa el paradigma dominante de los mismos. Nos referimos a aque-
llas concepciones que defienden que la conciencia sería un pensamiento de
segundo orden o una representación que tiene como objeto los estados men-
tales de primer orden. Se trataría de construir la conciencia en términos de
«toma de conciencia» (percatación). David Armstrong (1981), David Rosen-
thal (1986, 1997), William Lycan (1990) y Carruthers (1989 y 1996) han
defendido esta concepción, aunque con diferencias considerables. Mientras
Armstrong y Lycan caracterizan esta representación de un orden más alto
como semejante a la percepción, Rosenthal y Carruthers asumen que la con-
ciencia es una forma de pensamiento de orden superior.
Como hemos hecho en el punto anterior, expondremos la posición de
Rosenthal como ejemplo representativo de estas concepciones, ya que es
una de las más debatidas en la actualidad. La idea de la que parte este autor
es que ha habido dos concepciones diferentes de la mente, una de tipo car-
tesiano, que identifica lo mental con lo consciente, con la consecuencia que
eso tiene de imposibilitar una explicación de la conciencia desde lo mental
(si lo mental se identifica con lo consciente, cualquier recurso a lo mental
supone la conciencia), y otra, naturalista, que arrancaría de Aristóteles, que
niega la identificación de lo mental con lo consciente y que sostiene que lo
mental se puede estudiar como cualquier otro fenómeno natural y, a partir
de ello, explicar la conciencia. Según este planteamiento lo que definiría los
estados mentales es que tengan propiedades intencionales o propiedades
fenomenológicas (o ambas a la vez), siendo la conciencia una característica
externa a los mismos. Evidentemente, Rosenthal se sitúa en este segundo
planteamiento, pero cree que eso no le va a impedir explicar muchas de las
intuiciones del sentido común que están en la base del planteamiento car-
tesiano.
«Los estados conscientes, para Rosenthal, son estados mentales de los que
somos conscientes de estar en ellos. Y, en general, ser consciente de algo con-
siste en tener un pensamiento de alguna clase sobre ello. De acuerdo con
esto, es natural identificar el ser consciente de un estado mental con tener un
pensamiento simultáneo de que uno está en ese estado mental. Cuando un
estado mental es consciente, la conciencia que tenemos de él es, intuitiva-
184 J. A. Guerrero del Amo

mente, inmediata de alguna manera. Por tanto, podemos estipular que el pen-
samiento simultáneo que tenemos no está mediado por ninguna inferencia ni
por ninguna entrada sensorial… [Pero,] dado que un estado mental es cons-
ciente si está acompañado de un pensamiento de orden superior adecuado,
podemos explicar el ser consciente de un estado mental por medio de la hipó-
tesis de que ese estado mental causa que ese pensamiento de orden más alto
ocurra» (1986, 335-336).
La conciencia, por tanto, para esta concepción, «es una propiedad rela-
cional, la propiedad de ser acompañado por pensamientos de orden superior
y, en consecuencia, ciertos procesos causales deben mediar entre los procesos
mentales y nuestra conciencia de ellos. Y puesto que los estados mentales pue-
den estar conectados causalmente a diferentes pensamientos de orden supe-
rior, nosotros podemos ser conscientes de esos estados mentales de un modo
diferente en distintos momentos. La apariencia de los estados mentales, por
tanto, no coincide automáticamente con su realidad» (1986, 354-355).
Lo que acabamos de decir no debe llevarnos, sin embargo, a pensar que
todos los pensamientos de orden superior deben ser conscientes. Para que un
pensamiento sea consciente, como decíamos, debe tener su correspondiente pen-
samiento de orden más alto. Esto quiere decir que para que un pensamiento
de segundo orden sea consciente debe ir acompañado de un pensamiento de
tercer orden de que uno tiene ese pensamiento de segundo orden. Esto, ade-
más, nos lleva a esperar que sean pocos los pensamientos de segundo orden
que llegan a ser conscientes, frente a lo que se pudiera pensar en un primer
momento. Por eso es importante distinguir entre ser consciente de un estado
mental y ser introspectivamente consciente de ese estado. Sólo cuando somos
conscientes introspectivamente de un estado mental somos conscientes tam-
bién de nuestros pensamientos de orden más alto sobre ese estado mental.
Pero no todos los pensamientos de orden más alto son automáticamente
conscientes. Esto que estamos diciendo evidentemente choca con el punto de
vista cartesiano de que ser consciente de un estado mental es lo mismo que
ser introspectivamente consciente de él. Esperar que todos los pensamientos
de orden superior fueran conscientes, como sostiene la concepción cartesia-
na, supondría que deberíamos tener infinitos pensamientos en cualquier
momento que fuéramos conscientes de un estado mental.
Aunque esta concepción que acabamos de exponer cree Rosenthal que «no
implica una teoría materialista o naturalista de la mente, ya que de hecho es
totalmente compatible incluso con un dualismo de sustancias cartesiano», no
por eso deja de señalar que «encaja muy bien con los puntos de vista materialis-
tas, ya que lo que hace a los estados mentales conscientes de que sean conscientes
es su causar pensamientos de orden superior de que uno está en esos estados
mentales. Además, los materialistas pueden sostener razonablemente que esta
estructura causal es debida a las conexiones neuronales adecuadas» (1986, 339).
Esta concepción, como decíamos, puede explicar los datos fenomenoló-
gicos de los que disponemos fácilmente. Por ejemplo, explica perfectamente
la conexión estrecha que hay entre estar en un estado consciente y ser cons-
ciente, a la vez, de uno mismo. Para atribuir conciencia de un estado mental
Perspectivas actuales sobre la conciencia 185

particular, el pensamiento de orden superior correspondiente debe ser sobre


ese estado mental, y la única forma de que un pensamiento sea sobre un esta-
do mental particular es ser sobre alguien estando en ese estado.
No obstante, puede resultar más difícil aceptar el intento de explicar la
conciencia de los estados sensoriales por medio de un pensamiento de orden
superior. La conciencia parece casi inseparable de las cualidades sensoriales
de un modo que no lo es de las propiedades intencionales. Este vínculo ínti-
mo entre las cualidades sensoriales y la conciencia parece alcanzar a todos los
estados sensoriales, pero parece más fuerte con las sensaciones somáticas,
tales como el dolor. Estas apariencias fenomenológicas, sin embargo, también
pueden ser explicadas sin dificultad en términos de pensamientos de orden
superior: si el ser consciente de un estado sensorial es su ser acompañado por
el pensamiento de orden superior adecuado, este pensamiento será sobre la
cualidad de la que somos conscientes, será un pensamiento de que uno está
en un estado que tiene esa cualidad. En consecuencia, será imposible descri-
bir esa conciencia, sin mencionar la cualidad. Por eso nos parece que las cua-
lidades de nuestras experiencias conscientes son inseparables de nuestra con-
ciencia de ellas12.
Tampoco estos planteamientos se han librado de críticas. Además de la
parte que les es aplicable de las objeciones hechas al grupo anterior (la con-
fusión conceptual y la falta de explicación de algunos aspectos de la concien-
cia), ha habido otras específicas para ellos. Así, por ejemplo, Dreske (1993),
basándose en una distinción entre conciencia de cosas y conciencia de
hechos, argumentará, a través de una serie de ejemplos concretos, que puede
haber conciencia sin que haya un pensamiento de segundo orden13.

9.3.2. Enfoques naturalistas-cartesianos14

Lo que caracteriza a estos enfoques, como ya adelantábamos, es que sos-


tienen que la conciencia tiene un carácter experiencial, subjetivo, de primera
persona, pero que esto no impide que sea un rasgo natural de nuestros cere-
bros, y que, en consecuencia, se pueda estudiar de un modo científico, esto
es, desde un planteamiento objetivo, de tercera persona. Los autores más
representativos de este enfoque son Searle y Chalmers. Igual que hemos

12
Para una argumentación más amplia de esta cuestión puede verse Rosenthal (1991a).
13
Para abundar más en estas críticas específicas véase también Dretske (1995) y Shoema-
ker (1994).
14
Puede parecer contradictoria la denominación de enfoques naturalistas-cartesianos,
pero la expresión pretende recoger las dos ideas fundamentales de este planteamiento, que son
hacer un planteamiento naturalista de la conciencia y sostener, al mismo tiempo, que ésta tiene
carácter experiencial (fenomenológico). Por tanto, la contradicción sería del propio plantea-
miento.
186 J. A. Guerrero del Amo

hecho anteriormente, dado que la posición de Searle se expone en otro tra-


bajo de este volumen, nos centraremos en la propuesta de Chalmers.
Chalmers sostiene que la conciencia fenomenológica es algo irreductible a
lo físico. La razón fundamental es que la conciencia no superviene lógicamen-
te a lo físico, esto es, todos los hechos microfísicos del mundo no implican los
hechos de la conciencia y, por tanto, ninguna explicación reductiva de la
misma puede tener éxito, es decir, no es posible que una explicación realizada
totalmente en términos físicos pueda dar cuenta de la experiencia consciente.
La batería de argumentos que utiliza para apoyar dicha tesis está com-
puesta por los cinco siguientes. El primero se basa en la conceptibilidad, esto
es, en la posibilidad de concebir que existan los zombis fenoménicos, seres
idénticos físicamente a mí (o a cualquier otro ser consciente), pero que carez-
can por completo de experiencias conscientes. Esta posibilidad lógica nos
lleva a que la experiencia consciente no está lógicamente implicada por la
organización funcional de los seres conscientes. En consecuencia, si sólo
hablamos de la organización funcional, aún nos queda por explicar el com-
ponente fenomenológico de la conciencia.
El segundo argumento está basado en la posibilidad del espectro inverti-
do. Si podemos establecer «la posibilidad lógica de un mundo físicamente
idéntico al nuestro, en el cual los hechos acerca de la experiencia consciente
son diferentes de los hechos en nuestro mundo», entonces la conciencia no
es lógicamente superviniente (1996/1999, 139). La posibilidad de imaginar
de una forma coherente un mundo físicamente idéntico, en el cual las expe-
riencias conscientes están invertidas (cuando yo tengo una experiencia de
rojo, otros tienen una experiencia de azul, aunque todos digamos que esta-
mos viendo algo rojo), mostraría esa posibilidad lógica y, en consecuencia,
pondría de manifiesto que la conciencia no superviene a lo físico (ibíd.).
La tercera clase de argumentos se basa en la asimetría epistémica. Las
razones para creer en la conciencia tienen su origen únicamente en la expe-
riencia subjetiva que cada uno tenemos de ella. Ningún conocimiento objeti-
vo que pudiéramos tener del mundo físico, por muy grande que fuera, nos lle-
varía a postular su existencia. Es mi experiencia de primera persona lo que
me lleva a afirmarla. En consecuencia, es esa asimetría epistémica con res-
pecto a otros fenómenos lo que nos hace sostener su existencia.
Una cuarta clase de argumentos está basada en el experimento mental
propuesto por Jackson (1982) sobre la neurofisióloga María, que, a su vez,
seguía argumentos propuestos anteriormente por Nagel (1974):
María es una brillante científica que, por alguna razón, es forzada a
investigar el mundo desde una habitación en blanco y negro a través de un
monitor de televisión en blanco y negro. Se especializa en neurofisiología de
la visión y adquiere, supongamos, toda la información física que se puede
obtener sobre lo que ocurre cuando vemos tomates maduros, o el cielo, y
usa términos como «rojo», «azul», y otros (…).
¿Qué ocurriría cuando María es liberada de su habitación en blanco y
negro o se le da un monitor de televisión en color? ¿Aprenderá alguna cosa
o no? Parece obvio que aprenderá algo sobre el mundo y nuestra experien-
Perspectivas actuales sobre la conciencia 187

cia visual de él. Pero entonces es ineludible que su conocimiento previo era
incompleto. Sin embargo, tenía toda la información física. Por tanto, hay que
tener más que esto, y el Fisicalismo es falso (Jackson 1982/1990, 471-472).

De este experimento mental se deduce, por tanto, que los hechos sobre la
experiencia subjetiva del color no están implicados por los hechos físicos.
Por último, Chalmers sostiene que, si todos estos argumentos aún no
resultaran del todo convincentes para los defensores del reduccionismo,
éstos, al menos, nos tendrían que dar alguna idea de cómo la existencia de la
conciencia podía estar implicada por los hechos físicos. Ahora bien, cualquier
intento de demostrar una implicación semejante está condenado al fracaso, ya
que, para llevarlo a cabo, necesitaríamos algún tipo de análisis de la noción
de conciencia, pero no parece haber ningún análisis de esta clase.
La consecuencia que va a sacar Chalmers de todos estos argumentos es
que el materialismo es falso, porque en el mundo hay características físicas y
características no físicas (la conciencia fenomenológica), que no supervienen
lógicamente a aquéllas. Esto le lleva, pues, a defender un dualismo de pro-
piedades. Este dualismo de propiedades no es, sin embargo, incompatible
con una superveniencia de tipo natural: aunque los hechos físicos no impli-
can lógicamente los hechos sobre la conciencia, sí es plausible que la con-
ciencia surja de una base física y, de hecho, eso es lo que parece que ocurre.
«La conciencia surge a partir de un substrato físico en virtud de ciertas leyes
contingentes de la naturaleza que no están ellas mismas implicadas por las
leyes físicas» (1996/1999, 169).
Esta variedad de dualismo es totalmente científico y naturalista al mismo
tiempo. Por una parte, es científico, porque está en armonía y complementa a
la teoría física. La idea de Chalmers es que la física nos da una concepción del
mundo consistente en una red de propiedades fundamentales, relacionadas
por leyes básicas, que no pueden explicarse en términos de propiedades y
leyes más básicas, sino que deben ser tomadas como primitivas y de las que
surge todo lo demás. Sin embargo, al no supervenir lógicamente la conciencia
a las características físicas, necesitamos introducir nuevas propiedades y leyes
fundamentales. Estas nuevas leyes, que serán leyes psicofísicas (de superve-
niencia natural) y nos explicarán cómo surge la experiencia a partir de los pro-
cesos físicos, no interferirán con las leyes físicas, ya que éstas forman un siste-
ma cerrado, sino que las complementarán, al ampliar el inventario de leyes (y
propiedades) de la teoría física. Por otra parte, este enfoque es totalmente
naturalista, porque permite explicar la conciencia en términos de leyes natu-
rales básicas. Por eso Chalmers propone llamarlo dualismo naturalista.
La piedra angular de esa teoría será, pues, un conjunto de leyes psicofísi-
cas que gobiernen la relación entre la conciencia y los sistemas físicos. Dados
los hechos físicos acerca de un sistema, estas leyes nos permitirán inferir qué
tipo de experiencia consciente estará asociada con el sistema. Igual que ocu-
rre con las teorías de la física, esta teoría no nos dirá por qué existe la con-
ciencia, pero sí nos explicará instancias específicas de la misma en términos
de la estructura física subyacente y las leyes psicofísicas. La elaboración de
188 J. A. Guerrero del Amo

esta teoría, sin embargo, tiene un problema que no tienen las teorías físicas, a
saber, cómo podemos obtener datos objetivos de la conciencia15.
Llegados a este punto, veamos cuáles son esas leyes psicofísicas. En pri-
mer lugar, estarían los principios de coherencia. Estos principios se basan en
la notable coherencia que se observa entre la experiencia consciente y la
estructura cognitiva. Una y otra están relacionadas de un modo sistemático.
El mejor modo de aprehender esta relación es centrarnos en los juicios feno-
menológicos. Estos juicios representan un puente entre la psicología y la
fenomenología, ya que, aunque pertenecen a aquélla, están estrechamente
ligados a ésta. Entre estos principios se pueden citar los siguientes:
— El principio de fiabilidad, que indica que nuestros juicios de segundo
orden sobre la conciencia son, por lo general, correctos.
— El principio de la detectabilidad, que dice que «cuando ocurre una
experiencia, por lo general tenemos la capacidad de formar un juicio de
segundo orden sobre ella» (1996/1999, 280).
— El principio de coherencia entre la conciencia y la percatación16, que
establece que, cuando tenemos una experiencia, nos percatamos del conteni-
do de la misma. Obsérvese que el principio no es que cada vez que tenemos
una experiencia consciente nos percatamos de la misma —eso sería un juicio
de segundo orden—, sino del contenido de la misma —juicio fenomenológi-
co de primer orden—. Igualmente este principio se puede formular en direc-
ción contraria, donde hay percatación, en general hay conciencia.
— El principio de coherencia estructural, que señala que «diversas caracte-
rísticas estructurales de la conciencia corresponden directamente a característi-
cas estructurales que están representadas en la percatación» (1996/1999, 285) y
viceversa.
El proyecto que acabamos de esbozar lo presenta Chalmers como una
concepción funcionalista de la conciencia, no reductiva. Es funcionalista en
el sentido de que propone criterios funcionales de cuándo aparece la con-
ciencia. Es no reductiva, en cuanto que no dice que el desempeño de algún
papel funcional sea todo lo que hay. Es muy discutible, sin embargo, que este

15
Chalmers intenta soslayar este problema sosteniendo que «cada uno de nosotros tiene
acceso a una rica fuente de datos en nuestra propia persona» (1996/1999, 276) y que «la evi-
dencia empírica no es todo lo que tenemos para proceder a la formación de teorías»
(ibíd., 277), sino que existen otros principios como el de plausibilidad, simplicidad, estética,
etc. Pero, evidentemente, la respuesta no es del todo satisfactoria. Y el propio Chalmers admi-
te que «una teoría de la conciencia tendrá un carácter especulativo no compartido por las teo-
rías de la mayoría de los dominios científicos», debido a que la verificación intersubjetiva rigu-
rosa es imposible.
16
La percatación, para Chalmers, es el correlato psicológico de la conciencia fenomeno-
lógica, esto es, «un estado en el que alguna información es directamente accesible y está dis-
ponible para el control deliberado de la conducta y para su información verbal. El contenido
de la percatación corresponde al contenido de los juicios fenoménicos de primer orden, es
decir, a los estados con contenido que no son acerca de la conciencia, sino paralelos a ella»
(1996/1999, 281).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 189

planteamiento no sea reductivo, al menos en la media en que lleva a que «si


damos por sentado la coherencia entre la estructura de la conciencia y la
estructura de la percatación, entonces para explicar algún aspecto específico
de la primera sólo necesitamos explicar el aspecto correspondiente de la
segunda. El principio puente hace el trabajo» (1996/1999, 300)17.
El paso siguiente que va a dar Chalmers consiste en proponer como hipó-
tesis que los principios de coherencia sean leyes psicofísicas de la naturaleza.
Las razones para aceptar unas leyes semejantes provienen de la evidencia
básica proporcionada por las correlaciones familiares en nuestro propio caso.
Leyes de este tipo harán una contribución significativa a una teoría de la con-
ciencia, porque nos darán una respuesta parcial al problema de en virtud de
qué propiedades físicas surge la conciencia: lo hace en virtud de la organiza-
ción funcional del cerebro asociada a ella. Así, pues, Chalmers argumentará
en favor de un principio de invariancia organizacional, que sostiene que,
«dado cualquier sistema que tenga experiencias conscientes, cualquier otro
sistema que tenga la misma organización funcional de grano fino [en un nivel
lo suficientemente detallado como para determinar las capacidades conduc-
tuales] tendrá experiencias cualitativamente idénticas» (1996/1999, 317). La
conciencia sería, por tanto, una invariante funcional, una propiedad que per-
manece constante en todos los isomorfos funcionales de un sistema dado,
independientemente de que la organización funcional se realice en chips de
silicio, en latas de cerveza, en neuronas o en la población china.
El problema con las leyes de coherencia y el principio de invariancia orga-
nizacional es que ninguno de ellos es un candidato plausible para una ley fun-
damental de una teoría de la conciencia, ya que expresan regularidades en un
nivel relativamente alto y dejan sin responder cuestiones importantes sobre la
conexión psicofísica (por ejemplo, ¿qué clase de organización da origen a la
experiencia consciente?). Para una teoría completa de la conciencia necesita-
mos, pues, un conjunto de leyes psicofísicas fundamentales análogas a las leyes
fundamentales de la física, que conectan las propiedades básicas de la expe-
riencia con características simples del mundo físico (1996/1999, 350-351). Para
formular esas leyes psicofísicas fundamentales, Chalmers recurre a un con-
cepto de información semejante al de Shannon (1948). Este autor se concen-
tró en una noción formal o sintáctica de información, en la cual la clave es el
concepto de un estado seleccionado a partir de un conjunto de posibilidades.

17
Ante la acusación de reduccionismo, Chalmers se defiende diciendo, primero, que este
método no explica la naturaleza intrínseca de una experiencia…; y segundo, que «ninguna
explicación de la estructura de la percatación explica en absoluto por qué existe una expe-
riencia acompañante, precisamente porque no puede explicar, en primer lugar, por qué el prin-
cipio de coherencia estructural es válido. Al tomar el principio como supuesto ya nos hemos
movido más allá de la explicación reductiva: el principio simplemente supone la existencia de
la conciencia y no hace nada por explicarla» (1996/1999, 300). Si aceptamos esta defensa,
entonces Chalmers no cae en un reduccionismo, pero da por supuesto, sin explicación, lo espe-
cífico de la conciencia, con lo cual no se sabe qué es peor.
190 J. A. Guerrero del Amo

Las posibilidades (o los estados) entre las que se puede elegir constituyen el
espacio de información. La cantidad de información de un estado viene deter-
minada por los estados posibles que constituyen el espacio de información y
entre los cuales se puede elegir. Los espacios de información y los estados de
información son espacios y estados abstractos. Sin embargo, ambos los pode-
mos encontrar realizados en el mundo tanto física como fenoménicamente.
«Es natural suponer, piensa Chalmers, que esta doble vida de los espacios de
información corresponde a una dualidad en un nivel más profundo. Podría-
mos así sugerir que esta doble realización es la clave de la conexión funda-
mental entre los procesos físicos y la experiencia consciente. [De este modo,]
podría ocurrir que los principios concernientes a la doble realización de la
información pudiesen especificarse en un sistema de leyes básicas que conec-
ten los dominios físico y fenoménico» (1996/1999, 361). Se podría, pues, pro-
poner «como principio básico que la información tiene dos aspectos, uno físi-
co y otro fenoménico: allí donde hay un estado fenoménico, éste realiza un
estado de información, que también se realiza en el sistema físico del cerebro.
De modo recíproco, al menos para algunos espacios de información física-
mente realizados, cada vez que un estado de información en ese espacio se
realiza físicamente, también se realiza fenoménicamente» (ibíd.). Este princi-
pio todavía no proporciona una teoría completa de la conciencia, pero sí pro-
pone un marco general dentro del que formular leyes más detalladas. Este
planteamiento lleva a que allí donde hay información realizada debería haber
experiencia consciente (por ejemplo, en un termostato). Ahora bien, dado
que, según la definición de información, la hay en todo lugar (donde hay
alguna diferencia, que tiene efectos causales, habría información), la expe-
riencia consciente está en todas partes, es decir, desembocamos en un pan-
psiquismo. Esta denominación no le gusta a Chalmers, pero en líneas gene-
rales creo que es acertada.
Por último, la ontología a la que esto nos lleva es una ontología de doble
aspecto. Tanto la física como la ontología exigen estados de información,
pero a la primera sólo le importan sus relaciones, mientras que a la segunda
lo único que le preocupa es su naturaleza intrínseca. Este enfoque, por tanto,
unifica aquellos dos, al sostener que hay un solo conjunto de estados básicos
de información. O dicho de otra manera, los aspectos internos de los esta-
dos de información son fenoménicos, mientras que los aspectos externos son
físicos.
De nuevo, una reflexión crítica para terminar. El gran problema de los
enfoques naturalistas cartesianos, a mi juicio, es cómo lograr que la concien-
cia fenomenológica, que es subjetiva, se pueda constituir en un objeto de
estudio de la ciencia que es objetiva. Tanto los intentos de Searle por lograr-
lo (véase el trabajo correspondiente) como los del propio Charmers creo que
fracasan. Esto se concreta en el caso de este último, en que no basta con limi-
tarse a señalar que hay correlaciones entre los estados cerebrales y los estados
mentales. Como indica McGinn (1991), esas correlaciones son un hecho
bruto que hay que explicar y no algo último a lo que hay que llegar. En ese
sentido nos parece totalmente insuficiente un planteamiento, como el pro-
Perspectivas actuales sobre la conciencia 191

puesto por Chalmers, que se limitara a establecer las leyes psicofísicas que
conectan ambos campos18. Quizás ha sido la toma de conciencia de esa impo-
sibilidad la que ha llevado a algunos autores a adoptar el planteamiento
escéptico moderado del que hablaremos a continuación.

9.3.3. Enfoques escépticos moderados

Los enfoques escéptico-moderados guardan bastante parentesco con los


naturalistas cartesianos en el sentido de que también sostienen que la con-
ciencia tiene un carácter experiencial, subjetivo, irreductible, y, al mismo
tiempo, es una propiedad natural del cerebro (McGinn, 1991, 2), pero difie-
ren de ellos en que creen que aquélla, o mejor el vínculo que mantiene con el
cerebro, por ahora al menos, es difícilmente accesible a un estudio científico.
Nagel (1974), Jackson (1982) y el citado McGinn (1991) han sido los defen-
sores más destacados de esta corriente. Como hemos hecho en casos anterio-
res, expondremos la propuesta de McGinn como ejemplo paradigmático de
este tipo de planteamientos.
La idea central del planteamiento epistemológico de McGinn es la idea de
clausura cognitiva:

Un tipo de mente M es cognitivamente cerrada con respecto a una pro-


piedad P (o teoría T) si y sólo si los procedimientos de formar conceptos a
disposición de M no pueden extenderse a una captación de P (o una com-
prensión de T) (1991, 3).

Esta idea de clausura cognitiva nos lleva a que puede haber mentes equi-
padas de diferentes maneras, con distintos poderes y limitaciones, de modo
que determinadas propiedades sean accesibles a unas, pero no a otras. Esto
parece un hecho claro, ya que diferentes especies son capaces de perci-
bir diferentes propiedades del mundo y no todas las especies pueden percibir
cada propiedad que puedan tener las cosas.
Por otra parte, eso no significa que esas propiedades, que algunas men-
tes no son capaces de captar, se vean afectadas en su realidad (ontología)
por esa incapacidad. Una propiedad no es menos real porque haya mentes
que no son capaces de percibirla y conceptualizarla. «La clausura cognitiva
con respecto a P no implica irrealismo sobre P. Que P es (como podemos
decir) noumenal para M no muestra que P no ocurra en alguna teoría cien-
tífica naturalista (T) —muestra sólo que T no es cognitivamente accesible

18
Una discusión más amplia de los problemas del planteamiento de Chalmers puede
encontrarse en nuestro trabajo «¿Mente consciente o mente sin conciencia?», Anábasis (en
prensa).
192 J. A. Guerrero del Amo

para M» (1991, 3-4). La incapacidad de la mente de los monos para captar


la propiedad de ser un electrón ilustraría esta posibilidad.
Volvamos ahora al problema de la conciencia. Según McGinn, hay tres
tesis que resumirían su posición (1991, 5-6):
1) «Existe alguna propiedad del cerebro que explica de un modo natu-
ralista la conciencia.
2) Nosotros estamos cognitivamente cerrados con respecto a esa propie-
dad.
3) Luego no hay problema filosófico mente-cuerpo (como opuesto al
científico)».
Evidentemente el peso del argumento recae sobre la premisa 2, y a fun-
damentarla va a dedicar McGuinn sus mayores esfuerzos. Parece innegable
que los organismos son conscientes en virtud de alguna propiedad natural del
cerebro. Por tanto, debe de haber alguna teoría que explique las correlacio-
nes psicofísicas que observamos entre los estados cerebrales y los estados
mentales y la dependencia de éstos con respecto a aquéllos. El problema, en
consecuencia, es ver si una teoría semejante es accesible a nuestro conoci-
miento y si, así, podemos entender la naturaleza de esa propiedad que vincu-
la la conciencia con el cerebro.
Parece que hay dos vías abiertas para llegar al conocimiento de la citada
propiedad: bien investigamos directamente la propia conciencia por medio
de la introspección, o bien realizamos un estudio empírico del cerebro. Evi-
dentemente, la primera vía sería la adoptada por los enfoques cartesianos y la
segunda, la seguida por los materialistas. Ni una ni otra, piensa McGinn, nos
lleva a la solución del problema.
Por medio de la primera vía, esto es, por medio de la introspección,
tenemos acceso inmediato a las propiedades de la conciencia. El problema
es si entre esas propiedades que nos revela la introspección está la propie-
dad del cerebro en virtud de la cual aparece la conciencia. La respuesta es
no. Por medio de ella tenemos «acceso a uno de los términos de la relación
mente-cerebro, pero no podemos tener acceso a la naturaleza del vínculo,
[ya que] la introspección no nos presenta los estados conscientes como
dependiendo del cerebro en alguna forma inteligible» (1991, 8). Además,
parece imposible que ampliemos nuestro número de conceptos con el
correspondiente a dicha propiedad por medio de «una sostenida y cuida-
dosa introspección». Tampoco parece posible extraer el concepto de la
susodicha propiedad por medio de un análisis conceptual a partir de los
conceptos de la conciencia que tenemos ahora. Pero aún hay más. «Nues-
tros conceptos referentes a la conciencia están inherentemente constreñidos
por nuestra propia forma de conciencia, de tal manera que cualquier teoría
comprensiva de la misma que nos exija trascender esas constricciones sería
ipso facto inaccesible para nosotros» (1991, 9). Es decir, que aun suponien-
do que tuviéramos la capacidad de comprender el vínculo entre lo físico y
lo mental en nuestro caso, no podríamos tener una teoría comprensiva
general de otros tipos de conciencia diferentes como, por ejemplo, la de los
murciélagos.
Perspectivas actuales sobre la conciencia 193

También la vía que se centra en el estudio empírico del cerebro parece


cerrada con respecto a la propiedad que vincula mente y cerebro. Aunque la
neurociencia parece el lugar adecuado para buscar esa propiedad, ésta no
puede proporcionarnos una comprensión de la misma. La razón principal es
que «la propiedad de la conciencia misma no es una propiedad observable o
perceptible del cerebro» (1991, 10). Tenemos acceso perceptivo a las distin-
tas propiedades de un cerebro consciente, como el tamaño, la forma, etc.
Pero no a los estados conscientes, en cuanto estados conscientes. Dependen
del cerebro, pero no pueden ser observados en el cerebro. En otras palabras, «la
conciencia es noumenal con respecto a la percepción del cerebro» (1991, 11). El
argumento para esta clausura perceptual es que «nada que podamos imagi-
nar percibiendo en el cerebro nos convencería de que hemos localizado el
nexo inteligible que buscamos» (ibíd.). Cualquier propiedad que observemos
en el cerebro siempre nos planteará el interrogante de cómo puede dar lugar
a la conciencia. La raíz de este problema se halla en que los sentidos están
adaptados para representar un mundo espacial, en el que los objetos son pre-
sentados con propiedades espaciales, pero «estas propiedades son precisa-
mente las que inherentemente son incapaces de resolver el problema mente-
cuerpo: no podemos vincular la conciencia al cerebro en virtud de
propiedades espaciales del cerebro» (ibíd.). Podría objetarse que clausura
perceptual no implica clausura cognitiva, ya que podemos proponer hipóte-
sis en las cuales objetos o fenómenos inobservables son conceptualizados. Sin
embargo, dichas hipótesis, a juicio de McGinn, nunca recurrirían a la con-
ciencia en sus explicaciones, ya que si los datos del cerebro captados por los
sentidos no nos proporcionan ninguna información sobre los estados cons-
cientes, entonces las propiedades teóricas necesarias para explicar esos datos
tampoco incluirán referencias a los estados conscientes. «Cualquier cosa físi-
ca tiene una explicación puramente física.» Por tanto, la propiedad del cere-
bro que da cuenta de la conciencia y, en consecuencia, el vínculo entre con-
ciencia y cerebro «está cognitivamente cerrado con respecto a la introducción
de conceptos inferidos por la mejor de las explicaciones de los datos obser-
vados sobre el cerebro» (1991, 13).
Una objeción que se podría hacer a lo que llevamos dicho es que efecti-
vamente ni la percepción sola ni la introspección sola nos llevan a captar la
dependencia de la conciencia y el cerebro. Pero sí podría ser captada por las
dos facultades juntas. Lo que ocurre es que, al reconocer la peculiaridad de
la situación epistemológica, detenemos nuestra búsqueda de encontrar un
sentido a ese nexo psicofísico como lo hacemos con otros nexos. Incluso aun-
que tuviéramos conceptos para las propiedades del cerebro que explican la
conciencia, todavía tendríamos un sentimiento residual de ininteligibilidad
debido al salto que hay que hacer de una facultad a otra. Este salto es lo que
produce una ilusión de inexplicabilidad. Pero, de hecho, continúa la obje-
ción, podemos explicar ese vínculo, aunque bajo la ilusión de que no pode-
mos. La respuesta de McGinn es que la objeción se basa en la asunción de
que, según nuestro sentido intuitivo de inteligibilidad, ésta se alcanzaría por
una sola facultad. Pero no hay por qué hacer esa asunción: «¿Por qué los
194 J. A. Guerrero del Amo

hechos van a parecer inteligibles sólo si podemos concebir su aprehensión


por una sola clase de facultad? ¿Por qué no permitir que podamos reconocer
conexiones inteligibles entre conceptos (o propiedades) incluso cuando esos
conceptos o propiedades son necesariamente adscritos usando diferentes
facultades?» (1991, 15). Parece mejor, por tanto, rechazar la sugerencia de la
objeción y suponer que estamos permanentemente bloqueados para formar
conceptos de lo que da cuenta de ese vínculo.
La tesis que se está proponiendo no es una tesis radical de una clausura
cognitiva absoluta, sino de una clausura relativa, esto es, no es que no haya
ninguna mente capaz de resolver el problema, sino que algunas lo podrían
resolver y otras no. Evidentemente la condición para que se produzca este
segundo caso es que aceptemos que puedan existir mentes que formen sus
conceptos del cerebro y la conciencia de un modo independiente de la per-
cepción y la introspección. Esas mentes, por supuesto, serían bastante dife-
rentes de las nuestras. En ese caso, el problema mente-cuerpo sería soluble
fácilmente.
La posición de McGinn, de acuerdo con lo que venimos diciendo, es, por
una parte, pesimista y, por otra, optimista. «Es pesimista en cuanto a que
podamos llegar a una solución constructiva del problema mente-cuerpo, pero
es optimista por lo que respecta a aclarar la perplejidad filosófica del proble-
ma» (1991, 16). La naturaleza de la conexión psicofísica, piensa él, tiene una
explicación completa y no misteriosa en una cierta ciencia, pero ésta es inac-
cesible para nosotros como una cuestión de principio. Ahora bien, eso no sig-
nifica que haya ninguna dificultad conceptual o metafísica intrínseca en cómo
la conciencia depende del cerebro. No debemos confundir nuestras limita-
ciones cognitivas con el misterio objetivo. «Esto hace desaparecer el proble-
ma filosófico porque nos asegura que las entidades mismas no poseen difi-
cultad filosófica inherente» (1991, 17). «No hay nada misterioso sobre cómo
el cerebro genera la conciencia. No hay problema metafísico» (1991, 18),
aunque nosotros no podamos tener ese conocimiento. Los límites de nuestras
mentes no son los límites de la realidad.
Esta clausura cognitiva de la que venimos hablando no es, sin embargo,
total. Afecta de modo completo al vínculo de dependencia entre la concien-
cia y el cerebro, como hemos venido explicando, pero afecta sólo parcial-
mente a la intencionalidad de los contenidos conscientes (al hecho de que
éstos se refieran a algo distinto de ellos mismos). Más explícitamente, «la
naturaleza de la intencionalidad (en qué consiste para una criatura tener esta-
dos intencionales) es cognitivamente cerrada para nosotros, pero no lo es la
individuación del contenido (lo que da cuenta de la identidad y diferencia de
los contenidos de los estados mentales conscientes)» (1991, 37). Las teorías
teleológicas, según McGinn, habrían aclarado aspectos importantes acerca de
las condiciones de individuación de los estados mentales, al decirnos qué es
lo que diferencia unos estados mentales de otros, qué es lo que hace que ten-
gan un contenido específico. Además, también nos dicen algo sobre los ante-
cedentes naturales de la intencionalidad consciente. La conciencia construye
la relación intencional sobre estados preconscientes, que tienen ciertas fun-
Perspectivas actuales sobre la conciencia 195

ciones que los relacionan con las cosas del mundo. Ciertamente el «arco
intencional» no se reduce a ese fundamento, pero tiene su origen en él. Aquí
habría, pues, espacio para la especulación naturalista más modesta de estos
tópicos sin necesidad de emprender la tarea de explicar totalmente la inten-
cionalidad reduciéndola a algo que podamos entender, algo físico en sentido
amplio. De hecho, algo semejante a esta perspectiva está ya implícito en
mucho del trabajo actual sobre la referencia y el contenido.
El planteamiento que acabamos de hacer es un planteamiento que pre-
tende ser naturalista. Sin embargo, el naturalismo que propone es de un tipo
diferente, más modesto en palabras de McGinn, que el naturalismo que ha
predominado hasta ahora en filosofía de la mente. Este naturalismo se ha
caracterizado por intentar explicar las relaciones que mantiene la conciencia
con el mundo físico, es decir, la emergencia de la misma y la intencionalidad,
por medio de conceptos que ya se han aplicado a otros aspectos de la natu-
raleza y que hay acuerdo en que son incontrovertiblemente naturales. La
noción de causalidad se ha presentado como el concepto que llevaría a cabo
esa labor de naturalización (véase el tema correspondiente al funcionalismo).
Así, «la encarnación de un estado consciente consiste en el acto de que un
cierto estado neuronal exhiba una estructura particular de causas y efectos
(físicos)». Igualmente la relación intencional se ha explicado como «una
clase especial de dependencia causal de los estados mentales de condiciones
en el mundo externo» (1991, 49). La noción de causalidad, por tanto, per-
mitiría introducir la conciencia de un modo armónico en la imagen general
del mundo. Este naturalismo causal, sin embargo, no funciona, según
McGinn. Especialmente por lo que respecta al problema de la intencionali-
dad. La razón es que «presupone una solución al problema de la encarna-
ción, que se halla lejos de estar resuelto. Los dos problemas son de hecho
interdependientes y la naturalización de uno necesita de la naturalización del
otro» (1991, 50). Para McGinn, no podemos esperar una explicación de
cómo una experiencia con contenido tiene una base física sin explicar cómo
tiene ese contenido. Y viceversa, no podemos dar una teoría explicativa de
la intencionalidad de los estados conscientes sin aventurar un tratamiento
naturalista de su encarnación. Las pretensiones actuales de separar las teo-
rías causales de la intencionalidad del problema de la encarnación en su
intento de naturalizar aquélla fallan, porque es necesario que los relata
envueltos en la relación causal puedan ellos mismos ser naturalizados, es
decir, es necesario que se pueda naturalizar la conciencia, para tener una teo-
ría naturalista de la intencionalidad. Y eso por ahora parece difícil. (Lo
dicho de la noción de causalidad se puede extender a la noción de función
de las teorías teleológicas.)
La posición de McGinn, por tanto, sería de rechazo hacia lo que él llama
naturalismo efectivo y de aceptación de un naturalismo existencial, esto es, de
rechazo de «la tesis de que seríamos capaces de construir una explicación
naturalista para cada fenómeno en la naturaleza» (incluida la conciencia), y
de aceptación de «la tesis, de carácter metafísico, de que nada de lo que ocu-
rre en la naturaleza en inherentemente anómalo, hecho por Dios, o resultado
196 J. A. Guerrero del Amo

de una abolición de las leyes básicas, independientemente de que podamos o


no podamos comprender esos procesos que se producen» (1991, 87). Ade-
más, la rama del naturalismo que se refiere a la conciencia, por todo lo dicho,
cabría calificarla de trascendental: «los hechos naturales que hacen que la
conciencia sea lo que nosotros conocemos que es, un fenómeno natural,
trascienden nuestra capacidad para averiguarlos» (1991, 88).
Dado lo que llevamos dicho, ¿se puede afirmar algo positivo desde este
planteamiento acerca de la conciencia? La respuesta de McGinn es que
debemos admitir que «la conciencia tiene una estructura natural oculta que
media entre sus propiedades de superficie y los hechos físicos de los cuales
ella depende constitutivamente» (1991, 100). Frente a la idea tradicional-
mente aceptada de que la naturaleza de la conciencia era completamente
transparente y de que nada sobre su carácter intrínseco estaba escondido y
oculto para nosotros (en la introspección), McGinn cree que ésta tiene,
como cualquier otro fenómeno en la naturaleza, propiedades de superficie y
una estructura oculta que explica esas propiedades de superficie. «Las pro-
piedades de superficie no son suficientes por ellas mismas para vincular los
estados conscientes de una forma inteligible con el mundo físico, por eso
necesitamos postular propiedades profundas que proporcionen la conexión
necesaria» (ibíd.). En caso de no hacerlo no se entendería cómo los estados
conscientes pueden ser gobernados físicamente de la forma en que lo son y,
al mismo tiempo, no tener ningún vínculo con lo físico. Esa estructura natu-
ral oculta explicaría también, además de la dependencia de la conciencia con
respecto al cerebro, las propiedades lógicas de los pensamientos conscientes
(el hecho puesto de manifiesto, por ejemplo, por Russell y Wittgenstein, de
que la forma manifiesta de las proposiciones no coincide con su forma lógi-
ca) y ciertos datos empíricos como la visión ciega (los estímulos externos
activarían sólo las propiedades profundas, que no harían al sujeto ser cons-
ciente de ellos, mientras que no serían capaces de activar las propiedades
superficiales).
Una objeción importante que se puede hacer es que esa estructura oculta
no pertenece a la conciencia. Pero McGinn cree que del hecho de que el suje-
to no sea consciente de ella no se sigue que ese nivel no pertenezca intrínse-
camente a los mismos estados conscientes. Sin embargo, el mayor obstáculo
para aceptar un punto de vista semejante, piensa nuestro autor, es la reticen-
cia a abandonar un empirismo radical con respecto a la conciencia, un senti-
miento de que a la conciencia no se le puede atribuir una estructura oculta.
Para terminar, creo que la crítica fundamental que se le puede hacer a este
tipo de planteamientos es que no demuestran de una forma definitiva que el
nexo que la conciencia tiene con el cerebro sea incognoscible. Es cierto que
ahora mismo ninguna de las teorías propuestas es capaz de dar una respues-
ta totalmente satisfactoria al problema mente-cuerpo y al problema de la con-
ciencia. Pero eso no significa que en principio sea incognoscible el vínculo
entre lo mental y lo físico. Ciñéndonos a McGinn, la respuesta que da a la
objeción, que se plantea él mismo, sobre la posibilidad de que se pueda con-
cebir dicho vínculo a partir de la unión de las facultades de la introspección
Perspectivas actuales sobre la conciencia 197

y de la percepción es totalmente elusiva, ya que deja sin responder lo que


plantea la misma. Podría ocurrir que en el futuro seamos capaces de des-
arrollar otras formas de conceptualizar las cosas, sin necesidad de facultades
nuevas, que nos permitieran comprender ese vínculo entre lo mental y lo físi-
co. De hecho, históricamente creo que ya ha ocurrido eso con la polémica
entre mecanicistas y vitalistas. Y, por supuesto, también cabe otra alternativa
que es simplemente postular que la conciencia se reduce a sus bases neurofi-
siológicas y cualquier otra cosa distinta de éstas es pura fantasía. No hay nada
más allá de la neurofisiología que tengamos que conocer. Es la posición de los
enfoques eliminativistas que expondremos a continuación.

9.3.4. Enfoques eliminativistas


Los enfoques eliminativistas se caracterizan por proponer la sustitución y,
en el futuro, la desaparición, de las explicaciones basadas en la conciencia,
y, en general, en los fenómenos mentales, en favor de explicaciones neurofi-
siológicas. Los autores que en la actualidad más se han destacado en la defen-
sa de esas tesis han sido, sin lugar a dudas, Paul M. y Patricia S. Churchland.
Tanto uno como otra han argumentado hasta la saciedad que la teoría de la
mente basada en el sentido común (la psicología popular) carece de valor
explicativo y su lugar debe ser ocupado por teorías neurofisiológicas (véase el
tema del materialismo eliminativo). Evidentemente, este planteamiento lleva
consigo la desaparición de los fenómenos mentales en general y de la con-
ciencia en particular. Nos centraremos, por tanto, en la propuesta de ellos.
Los Churchland parten del convencimiento de que la estrategia para enten-
der las capacidades psicológicas, entre las que se halla la conciencia, es una
estrategia reduccionista consistente en entender los mecanismos neurobiológi-
cos que las realizan19. Esta asunción, que lleva consigo el rechazo de un alma
cartesiana o espíritu, se propone como una hipótesis empírica altamente pro-
bable, basada en evidencia corriente disponible en física, química, neurocien-
cia y biología evolutiva. Adoptar esta estrategia reduccionista significa intentar
explicar los niveles macro (propiedades psicológicas) en términos de los nive-
les micro (propiedades de la red neuronal) (P. S. Churchland, 1997, 127).
La naturaleza de la conciencia, según P. M. Churchland, nos resulta mis-
teriosa y nos parece algo permanentemente inaccesible para los estándares de
la ciencia debido a nuestra ignorancia y a nuestra pobreza conceptual

19
En la actualidad creo que los Churchland han suavizado sus posturas eliminativistas
radicales de hace unos años y defienden, al menos como estrategia, una reducción de los esta-
dos mentales y no una eliminación. Por eso puede haber una pequeña diferencia entre lo dicho
aquí, que se centra en los trabajos más recientes, y el capítulo dedicado al materialismo elimi-
nativo, que se ocupa de los trabajos más clásicos de ambos.
198 J. A. Guerrero del Amo

corriente, y no porque la conciencia misma posea un estatus metafísico espe-


cial (1995, 189). Nuestra incapacidad actual de imaginar modos de explicar
la conciencia desde la neurofisiología no significa que eso no sea posible. A lo
largo de la historia ha habido múltiples fenómenos con los que nos hemos
encontrado, en determinados momentos, en situaciones similares a la que
estamos ahora con la conciencia. Piénsese, por ejemplo, en la luz o en la vida.
Sin embargo, en todos ellos el progreso de la ciencia ha ido deshaciendo lo
que parecían misterios. Igualmente, el desarrollo de las neurociencias nos
debe conducir a ver la conciencia como un fenómeno más de los que expli-
can dichas ciencias, es decir, nos ha de llevar a poder hacer una reducción de
la misma en términos neurofisiológicos. Todavía no podemos reconstruir
todos los fenómenos mentales en esos términos, pero no existen razones para
pensar que eso no pueda hacerse en el futuro (1995, 208-211)20. Más bien,
hay razones positivas que nos llevan a pensar que eso será así.
En primer lugar, se pueden citar algunos hechos que apoyarían la hipóte-
sis de que los fenómenos mentales sean «la expresión sistemática de fenóme-
nos físicos organizados sistemáticamente» (1995, 211): el que los seres huma-
nos seamos el resultado de un proceso evolutivo puramente físico y biológico
o el que cada individuo tenga su origen en unas moléculas de ADN a través
de un proceso largo y complicado, pero puramente físico, serían dos de los
más destacados de esos hechos. Estos apoyos, sin embargo, aunque de peso,
sólo nos llevan a tener una presunción de que la reducción debe ser buscada.
Pero, ¿hay alguna base más firme para las aspiraciones reductivas de la neu-
rociencia? La respuesta de Paul Churchland es positiva. Hay muchos fenó-
menos mentales que ya han sido reconstruidos en términos puramente fisio-
lógicos como pueden ser algunas modalidades sensoriales, las sensaciones de
los colores, de los sabores, de las caras, la coordinación senso-motora, etc.
Todo esto hace pensar que los fenómenos mentales son justo fenómenos cere-
brales. Sin embargo, muchos pueden argumentar que la conciencia, que es el
corazón de la verdadera mentalidad, escapa a cualquier reconstrucción plau-
sible en términos neurocomputacionales. Todos los fenómenos citados antes
pueden ser realizados en alguna red puramente física o electrónica y, sin
embargo, no estar todavía claro que tal red, con todas sus capacidades sofis-
ticadas, pueda por ello ser consciente. Todos esos éxitos no significan nada
mientras no pueda ser reconstruida la conciencia, que es el misterio central,
en términos físicos.
La conciencia, por tanto, deber ser considerada como una de las metas
explicativas importantes de la neurociencia. Para alcanzar la explicación de la
misma, Paul Churchland cree que es necesario comenzar identificando algu-
nas de las características más importantes de ella, para así tener claro qué es
lo que la neurociencia tiene que reconstruir. Una vez que tengamos esas

20
Consideraciones semejantes pueden encontrarse en P. S. Churchland (1997, 127).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 199

características, se tratará de reconstruirlas con los recursos de la neurociencia


computacional21. Veamos, pues, en primer lugar, esas características22:
1. La conciencia implica la memoria a corto plazo.
2. La conciencia es independiente de las entradas sensoriales.
3. La conciencia exhibe atención dirigible.
4. La conciencia tiene la capacidad de realizar interpretaciones alternati-
vas de datos complejos o ambiguos.
5. La conciencia desaparece en el sueño profundo.
6. La conciencia reaparece al soñar, al menos en una forma cambiada o
deslavazada.
7. La conciencia encubre modalidades sensoriales básicas distintas en
una experiencia singular unificada.
Según Churchland, el modelo que resulta relevante para llevar a cabo la
reconstrucción de esas características desde la neurociencia es un modelo
basado en las propiedades especiales de la redes recurrentes, esto es, redes en
las que una información es enviada de un lugar a otro y éste a su vez la envía
de vuelta. Desde un punto de vista empírico, se trata de investigar «los com-
portamientos de un importante sistema de vías neuronales que conectan casi
todas las áreas del córtex cerebral, y también las áreas subcorticales, con el
área central del tálamo llamado núcleo intralaminar. (…) [Este núcleo intra-
laminar] proyecta largos axones que salen hacia fuera a todas las áreas de los
hemisferios del cerebro. Al mismo tiempo, él también recibe proyecciones
axonales sistemáticas retornando de esas mismas áreas, aunque las vías de
retorno se originan en un nivel neuronal más bajo del córtex» (1995, 215).
Este circuito de información se completa con las neuronas corticales y sus
muchas conexiones interniveles. Tal conjunto de vías neuronales forma así
una gran red recurrente que rodea todo el córtex cerebral y tiene «un cuello
de botella» en el núcleo intralaminar.
Hecho este planteamiento general, pasemos ya a ver la reconstrucción de
cada una de las propiedades por separado. La primera de ellas era que la con-
ciencia implica memoria a corto plazo. Cuando observamos el funcionamien-
to de una red recurrente elemental, lo primero que notamos es que sus vías
recurrentes traen, de vuelta a su segundo nivel, información procesada sobre
estados anteriores a ese mismo nivel y así continuamente. Este sistema con-
tiene, por tanto, una forma elemental de memoria a corto plazo. Además, su
captación del pasado comprende información de dos o tres ciclos anteriores
que todavía puede estar implicada en el vector de activación. Esta capacidad

21
En la identificación de esas características de la conciencia y su reconstrucción en tér-
minos de la neurociencia, debido a su carácter especialmente técnico, seguimos, en algunos
casos con bastante proximidad al texto original, la exposición que aparece en Churchland
(1995, 213-226).
22
Una visión completamente distinta de los rasgos de la conciencia puede verse en Sear-
le (1992/1996, 137-150).
200 J. A. Guerrero del Amo

es una característica automática e inevitable de cualquier red recurrente. No


sabemos todavía si un proceso semejante subyace realmente a nuestra memo-
ria a corto plazo, pero es una hipótesis explicativa plausible.
La segunda característica era que la conciencia es independiente de las
entradas sensoriales. Una red recurrente puede generar vectores de activa-
ción continuos sin necesidad de entradas sensoriales. «Los vectores cifra-
dos, llegando a su segundo nivel por medio de vías recurrentes, pueden ser
suficiente para sostener actividad continua en la red libremente y el resul-
tado es una secuencia continua de vectores de activación en el segundo
nivel» (1995, 217). Así la actividad cognitiva continua (como soñar des-
pierto, fantasear o deliberar pasivamente, por ejemplo), que es la concien-
cia a la que estamos tratando de aproximarnos, en una red recurrente no
depende de una corriente ininterrumpida de entradas sensoriales externas.
Esta actividad cognitiva puede ser autogenerada.
La tercera característica era que la conciencia exhibe atención selectiva.
«En una red neuronal, incrementar las posibilidades de un reconocimiento
específico que se está haciendo es incrementar la probabilidad de que el vec-
tor prototipo apropiado sea activado por entradas sensoriales. Las vías recu-
rrentes pueden influir, y de hecho influyen, en tales probabilidades activacio-
nales por medio de una preactivación ligera del nivel neuronal relevante en la
dirección específica de algún vector prototipo u otro» (1995, 218). Por ejem-
plo, la madre preocupada por su niño enfermo en la habitación próxima
preactivaría sonido asfixiante, de manera que aumentan las probabilidades de
reconocer cualquier sonido asfixiante para el niño frente a cualquier otro
ruido. El vector prototipo específico temporalmente favorecido de esta forma
es, por tanto, el foco corriente u objeto de atención de la red. Y tal atención
es dirigible por la propia actividad cognitiva de la red, dado que diferentes
manipulaciones recurrentes de los niveles relevantes producirán diferen-
tes preactivaciones parciales.
La cuarta característica se refería a que nuestra conciencia puede realizar
distintas interpretaciones de datos ambiguos o complejos. «Una red recurren-
te —nos dice Churchland— tiene la capacidad, una vez más a través de la mani-
pulación recurrente de su proceso cognitivo, de hacer interpretaciones cogniti-
vas diferentes de una y la misma situación perceptual» (ibíd.). Esta capacidad,
además, es complementaria de nuestra capacidad de atención dirigible.
Las siguientes características son la desaparición de la conciencia en el
sueño profundo y la reaparición de la misma cuando soñamos, aunque de una
forma cambiada y deslavazada. Para explicar este hecho Churchland recurre
a las investigaciones de Rodolfo Llinás y sus colaboradores. Este investigador
ha desarrollado una nueva técnica no invasiva, denominada magnetoencefa-
lografía (MEG), para «escuchar» la actividad colectiva de billones de neuro-
nas en toda la corteza cerebral. Lo primero que descubrió es que «hay una
pequeña, pero constante, oscilación en el nivel de actividad neuronal en cual-
quier área del córtex, una oscilación en torno a 40 ciclos por segundo» (1995,
219). Además de que encontró esta suave oscilación con la misma frecuencia
en todas las áreas de la corteza, parecía que las distintas áreas mantenían una
Perspectivas actuales sobre la conciencia 201

conjunción entre ellas como si fueran dirigidas por un director de orquesta


común. «Esta actividad conjuntada indica que de alguna manera todas ellas
deben formar parte de un sistema causal común» (ibíd.). La hipótesis de
Churchland es que ese sistema conector común podría ser el sistema de vías
neuronales constituido en torno al núcleo intralaminar, sobre todo porque se
ha descubierto de forma independiente que éste tiene una tendencia intrín-
seca a emitir ráfagas de actividad a los 40 Hz requeridos. No obstante, duran-
te los períodos de conciencia normal en la vigilia, se producen grandes varia-
ciones no periódicas en el nivel de la actividad neuronal, que reflejan la
actividad codificada del cerebro, y que encubren esa oscilación constante de
fondo de 40 Hz. El carácter del flujo resultante de esas variaciones es único
para cada área, y, además, dichas variaciones están fuertemente correlaciona-
das con los cambios en el entorno perceptual del sujeto, tales como luces
encendiéndose o apagándose, tonos que se están escuchando, etc. De esta
manera, la actividad cognitiva detectada en el córtex es representacional, al
menos en parte, del entorno perceptual.
Cuando la técnica MEG se utiliza con seres humanos mientras duermen
y, por tanto, mientras el sujeto está inconsciente, Llinás encontró que, en el
sueño profundo, la oscilación de 40 Hz se sigue produciendo, aunque su
amplitud es mínima. Por el contrario, en ese estado, las ráfagas encubridoras,
resultantes de la actividad representacional en los períodos de conciencia,
desaparecen por completo. Igualmente, las neuronas en el núcleo intralami-
nar están inactivas durante el sueño profundo. No obstante, en los períodos
de sueño REM, la fuerte actividad representacional vuelve a aparecer, de
manera que la representación visual del MEG es semejante a cuando el suje-
to está consciente. Sin embargo, la actividad representacional del cerebro, en
el sueño REM, no está correlacionada con los cambios en el entorno del suje-
to. Son factores internos, y no la percepción externa, los que generan cual-
quier historia representacional que se cuente dentro del cerebro que sueña.
Es importante también mencionar que el daño producido en el núcleo
intralaminar produce, según afecte a una cara o las dos del mismo, desde
deterioro de todo lo que tenga que ver con el lado conectado del cuerpo,
tanto sensorial como motor, esto es, agnosia y apraxia, hasta coma profundo
e irreversible, con pérdida completa de conciencia. Por tanto, concluye
Churchland, «parece que el núcleo intralaminar es esencial para que se pro-
duzca actividad cognitiva consciente» (1995, 221-222).
Finalmente, la última característica de la conciencia era que ésta encubre
modalidades sensoriales básicas distintas en una experiencia singular unifica-
da. La explicación de ese hecho sería que el sistema recurrente extendido, del
que venimos hablando, tiene un cuello de botella de información en el núcleo
intralaminar. «Información de todas las áreas corticales sensoriales es sumi-
nistrada al sistema recurrente y es representada conjunta y colectivamente en
vectores codificados en el núcleo intralaminar y en la actividad axonal que
sale hacia fuera desde allí. La representación en este sistema recurrente debe
ser por tanto de carácter polimodal» (1995, 222). Todo esto, además, es con-
sistente con el hecho conocido de que, por medio de la privación de oxígeno
202 J. A. Guerrero del Amo

o de anestesia, uno puede perder la conciencia visual mientras conserva


durante un poco de tiempo, por ejemplo, la conciencia auditiva o somato-
sensorial. Lo que podría ocurrir, en este caso, es que el sistema recurrente está
todavía funcionando, pero el circuito que incluye el córtex visual lo ha deja-
do de hacer poco antes que otros circuitos.
Todo lo expuesto, según P. M. Churchland, nos daría «una comprensión
en términos neurocomputacionales de cómo cada una de esas características
puede ser alcanzada en una estructura física real dentro de nuestro propio
cerebro». La sugerencia que se está haciendo es que «una representación cog-
nitiva es un elemento de nuestra conciencia ordinaria, si y sólo si es una repre-
sentación —un vector de activación o una secuencia de vectores, dentro del
amplio sistema recurrente constituido en torno al núcleo intralaminar. Nues-
tro cerebro tiene otras muchas representaciones, naturalmente, pero la histo-
ria que acabamos de resumir implica que ellas no forman parte de nuestra
conciencia activa» (1995, 223). Esta teoría, además, es contrastable y puede
ser o no correcta. Pero lo que es importante para P. Churchland es que «la
historia que acabamos de contar es una explicación neurocomputacional lógi-
ca posible del fenómeno de la conciencia» (ibíd.).
Para concluir, se puede decir, una vez más, que este planteamiento, a jui-
cio de muchos, en vez de explicar la conciencia la hace desaparecer, con las
consecuencias negativas que eso tiene para nuestra manera habitual, de sen-
tido común, de ver las cosas. En cualquier caso, aunque nos resulte difícil
imaginar un mundo humano sin conciencia, podría suceder que en el futuro
ésta se llegara a explicar (reductivamente) sobre bases materialistas (neurofi-
siológicas), como ha ocurrido con otros fenómenos anteriormente. No esta-
mos pretendiendo defender una postura eliminativista, sino sólo señalar que
no es tan fácilmente rechazable como algunos, entre los que se encuentra
Searle (1992/1996, 62), pretenden. Será el futuro, no sólo de las ciencias neu-
rológicas, como dicen los eliminativistas, sino también del desarrollo concep-
tual, el que decidirá la cuestión en un sentido u otro.

9.4. RECAPITULACIÓN FINAL Y CONCLUSIONES

El repaso que acabamos de hacer a los principales enfoques sobre la con-


ciencia, a mi juicio, sugiere varias conclusiones:
1.ª El concepto de conciencia que se maneja en la literatura sobre el tema
no es casi nunca unívoco, sólo en algunos casos análogo, y en una gran parte
de ellos, mucho más frecuentemente de lo que cabría esperar, equívoco. Por
poner dos ejemplos extremos, tómese el concepto de conciencia que tiene
Searle y compárese con el que tienen los Churchland. Se verá que los ele-
mentos comunes son nulos. Esto lleva a menudo a que sea muy difícil el diá-
logo entre los estudiosos del tema. Ahora bien, mientras no se logre un acuer-
do sobre aquello de lo que se está hablando, difícilmente se podrá encarar el
problema. Por otra parte, cabría plantearse si los distintos sentidos de con-
ciencia a los que hemos aludido tienen algo en común, que justifique el que
Perspectivas actuales sobre la conciencia 203

se agrupen bajo un mismo concepto. La respuesta a esta cuestión conceptual


también creo que es necesaria si queremos progresar en el tema.
2.ª Donde sí parece que hay una cierta unanimidad es en el método que
hay que seguir en el estudio de la conciencia. A pesar de las divergencias, casi
todos los autores estudiados aceptan un planteamiento general naturalista,
esto es, pretenden estudiar la conciencia como cualquier otro fenómeno de la
naturaleza. A mi juicio, ése es el planteamiento correcto. Ahora bien, lo que
no está tan claro es cómo llevar a cabo esa naturalización. Por ahora, no pare-
ce que las propuestas materialistas reductivas sean el camino adecuado, pero
tampoco los enfoques neo-cartesianos parecen solventar el tema satisfacto-
riamente.
3.ª También desaparece esa unanimidad que, en líneas generales, hay en
el método, a la hora de explicar la naturaleza de la conciencia. Pero esto es
consecuencia necesaria, por una parte, de la falta de acuerdo en el concepto,
y, por otra, del estado de desarrollo de la ciencia. Creo que ambas dificulta-
des son subsanables y por eso pienso que hay que ser optimistas y esperar que
el futuro nos dé explicaciones mucho mejores de la conciencia.
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Capítulo X

Una revisión funcionalista


de la conciencia: Dennett*
Juan Ignacio Morera de guijarro

10.1. UN INTENTO DESMITIFICADOR

Dennett defiende un enfoque científico de la conciencia, algunas de cuyas


influencias más significativas son el conductismo filosófico de Ryle, que fue
maestro del mismo Dennett en su estancia en Oxford, Wittgenstein, autor
muy admirado desde su época de estudiante, y sobre todo el ámbito funcio-
nalista, dentro del cual se muestra crítico con algunos planteamientos para
fijar más nítidamente sus propias concepciones. De forma general, cabría
caracterizar su línea de trabajo, dentro de la Inteligencia Artificial, como fun-
cionalismo homuncular, es decir, los eventos mentales se abordan como el
resultado de la labor conjunta de múltiples mecanismos a diferentes niveles
(homúnculos), dotados cada cual con su respectiva tarea o propósito. La
mente será entendida como un objeto de diseño analizable en términos de
funciones. Nacido en Boston (1942), se doctoró en Oxford (1965), y de regre-
so a los Estados Unidos impartió clases en varias universidades. En la actua-
lidad es catedrático de filosofía en la Tufts University de Massachussets,
donde dirige el Center for Cognitive Studies, y es miembro de la American
Academy of Arts and Sciences.
Su punto de partida es el mundo objetivo, naturalista, tal como lo ve la
perspectiva de tercera persona de las ciencias físicas. En este ámbito los mis-
terios no han desaparecido, pero no nos aprisionan porque han sido en su

* Este trabajo se ha realizado con el apoyo del proyecto de investigación PB96-0580 de


la DGICYT.
206 J. I. Morera de Guijarro

mayor parte domesticados. Sin embargo, para muchos autores, la conciencia


sigue siendo un misterio, por lo menos provisional, un ámbito resistente a la
desmitificación. Los misterios son la sal de la vida, algo emocionante y provo-
cador, por eso mismo se multiplican los intentos de solucionarlos. En el caso
de la conciencia, tanto en otras épocas como en el momento actual, estamos
ante un campo fértil en confusiones. ¿Hasta qué punto puede esclarecerse y
desmitificarse?, ¿a qué precio? Ése es el reto que asume Dennett, y lo asume
desde el optimismo y la confianza que tiene en su orientación epistemológica.
De hecho, una de las críticas más generalizadas que se le hace es la de su
exceso de optimismo al llevar a cabo, al inicio de sus temas, unos plantea-
mientos metodológicos desde los que se anuncian efectos de gran alcance. Lo
frecuente es que, al final, las expectativas creadas al lector no sean satisfechas
y las mismas conclusiones alcanzadas se canalicen entre ambigüedades y posi-
bilidades de solución abiertas al futuro. Ante nosotros, con un estilo vibran-
te y sugestivo, sus preguntas y sus respuestas, sus críticas, sus múltiples ejem-
plos y metáforas mueven, de continuo, las alternativas realizadas y las por
realizar. Entre las objeciones que se le hacen, con mayor o menor razón, pare-
ce excesiva la frontal descalificación realizada por Searle (Searle, 1997-2000)
de que Dennett no explica la conciencia, sino que la niega. En un tema tan
complejo y polémico tal interpretación debería ser más moderada y quedar-
se en el nivel de confrontación, es decir, en el hecho de que al defender De-
nnett un tipo de conciencia «niega» el tipo de conciencia que Searle defiende.
Sobre la cuestión de si el campo científico, por su carácter minucioso,
puede empobrecer el tratamiento que haga de la conciencia, puesto que ésta
conlleva aspectos decisivos sobre la identidad de las personas, Dennett es
rotundo al afirmar que eso no ocurrirá, y cualquier pérdida o menoscabo que
hubiera sería compensada por las ganancias que se lograsen. En cierto senti-
do, lo que pasa con la conciencia es comparable a lo ocurrido con el amor.
Hubo un tiempo en que se potenció la idea y la práctica del amor caballeres-
co, pero en la actualidad, al margen del género de novela rosa, la actitud de
la persona adulta dista mucho de un referente en exceso idealista, o en exce-
so simplificado como se da en la infancia o en los comienzos de la pubertad.
Sabemos que hay diversidad de modalidades de amor y que la complejidad es
un ingrediente esencial. También sabemos que la misma cultura impone cam-
bios en la sensibilidad, que ciertos sentimientos que en otro período apasio-
naron no se viven actualmente de la misma manera. Volviendo a la concien-
cia, quizá hoy en día la ilusión de considerarla, como el amor, una cosa única,
preciosa y genuina se encuentra bajo sospecha.
A pesar del contexto materialista existente, el tema de la conciencia no es
fácil, por cuanto el dualismo tradicional conlleva una serie de conceptos y de
contextos que forman parte de nuestro lenguaje y de nuestro modo de pen-
sar. Precisamente, uno de los aportes más interesantes de Dennett reside,
como él mismo nos confiesa, en tratar de desmontar esos hábitos tradiciona-
les: esa tarea clarificadora es objetivo prioritario de su obra. Su misma forma
de expresión, con frecuentes interrogantes y ejemplos, nos conduce a plan-
tearnos el alcance de esos hábitos, al margen de que estemos o no de acuer-
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 207

do con los hilos argumentales que se manejan, y al margen también de que los
logros finales colmen, como ya hemos hecho notar, las expectativas creadas.
La crítica al dualismo es radical por ser el causante de dificultar el pro-
blema y oscurecer las soluciones. En tanto que no parece aportar teoría algu-
na que explique el funcionamiento de la mente fomenta al máximo su condi-
ción de cosa misteriosa. Frente a él está justificado para Dennett asumir la
postura dogmática de evitarlo a toda costa. «No es que yo piense —nos
dice— que soy capaz de ofrecer una prueba definitiva de que el dualismo, en
todas sus formas, es falso e incoherente, sino, simplemente, que, atendiendo
a la forma en que el dualismo se refugia en el misterio, considero que aceptar
el dualismo equivale a darse por vencido» (Dennett, 1991-1995, 49). Se trata
de buscar, por tanto, una sustitución adecuada a esos modos de pensar tan
arraigados. Para lograrlo, Dennett se moverá en el marco de la ciencia actual,
poniendo cuidado en evitar otro peligro: el de la omisión, el de operar como
si la conciencia no existiera, lo que él denomina «anestesias fingidas», o sea,
el hecho de fingir estar ajenos a las experiencias de la conciencia y así evitar-
nos tener que enfrentarnos a ella.
Cuando aludimos, como acabamos de hacer, a las «experiencias de la con-
ciencia», a ese ámbito que nos es tan familiar e íntimo, ¿a qué nos estamos
refiriendo? A principios del siglo xx, el método fenomenológico desplegado
por Husserl abrió un camino descriptivo del mundo de nuestra experiencia
consciente, muy en consonancia con los planteamientos cartesianos y la psi-
cología popular. El campo de la conciencia aparece, entonces, formado por
experiencias del mundo exterior (imágenes, sonidos, colores, sensaciones de
calor y frío…), experiencias del mundo interior (fantasías, recuerdos, sueños,
corazonadas…) y experiencias emotivas (dolor, felicidad, odio, asombro,
temor…). Para Dennett esta clasificación tripartita, aunque nos sea muy fami-
liar, resulta superficial y poco favorable al análisis objetivo. La razón princi-
pal de su inconsistencia reside en la autoridad que se le confiere a la intros-
pección. En la época moderna, un autor como Descartes escribía en primera
persona, esperando la coincidencia de sus lectores con sus observaciones. Lo
mismo ocurrió desde el empirismo inglés con autores como Locke y Hume.
En la época contemporánea, la fenomenología ha reactivado el ámbito de las
descripciones introspectivas. Para Dennett la tendencia general de quienes
han tratado el tema de la conciencia ha sido la de incurrir en «la presunción
de la primera persona del plural: sean cuales sean los misterios que esconde
la conciencia, nosotros (usted, mi querido lector, y yo) podemos hablar tran-
quilamente sobre conocidos mutuos, aquellos con los que nos encontramos
en nuestras respectivas corrientes de conciencia. Con la excepción de algunas
voces rebeldes, los lectores siempre han sido cómplices de esta conspiración»
(Dennett, 1991-1995, 79-80). Aunque sea innegable que tenemos un acceso
privilegiado a nuestra propia experiencia, lo cierto es que las controversias
surgen de inmediato y ponen de manifiesto que somos muy limitados respec-
to a dicho privilegio y que somos más proclives al error de lo que creemos.
Por el contrario, sin caer en los extremos, sin llegar a negar los eventos
mentales, como hizo el conductismo, es necesario, según Dennett, dar a los
208 J. I. Morera de Guijarro

mismos la mayor consistencia científica. Esta consistencia varía desde los


datos físicos constatables hasta las teorías, también científicas, sobre los agu-
jeros negros o los genes. Para operar dentro de los datos utilizados por el
método científico es preciso que una teoría sobre la conciencia se construya
a partir del punto de vista de tercera persona, es decir, desde la perspectiva
objetiva, por medio de una descripción neutral de los datos que se manejen.
Un enfoque con esos presupuestos deja de ser fenomenológico, se torna,
como él dice, «heterofenomenológico». Coincidiría, en parte, con la labor
descriptiva que hacen los antropólogos al estudiar de forma neutral, por
ejemplo, el campo mental de las creencias religiosas de los individuos de una
determinada cultura. Aunque todo fuera una ficción, al igual que las novelas
o los relatos sobre zombis, nos están mostrando cómo es y cómo se compor-
ta una persona creyente, cómo es y cómo se comporta un determinado colec-
tivo. Los textos, extraídos de los sujetos, las ficciones a partir de esos textos,
nos abren a la investigación empírica de los fenómenos de los que una teoría
científica de la mente debe dar cuenta.

10.2. LOS APORTES DE LA TEORÍA EVOLUCIONISTA

En los trabajos de Dennett se tiene presente en todo momento las opor-


tunas referencias a las teorías evolucionistas, desde Darwin hasta la sociobio-
logía, la psicología evolutiva y la etología. Cuerpo, mente, conciencia, perso-
na… son términos que nos colocan en niveles temporales diversos, que nos
hacen preguntarnos por sus orígenes, por el surgimiento de la vida y de sus
variadas formas. Son términos que nos llevan hacia el contraste con las plan-
tas y los animales, y a preguntarnos también hasta qué punto podemos decir
de cualquier cosa que tiene o no tiene mente.
Para ser más precisos, la cuestión debe formularse en un doble sentido:
¿qué tipos de mentes hay y cómo las conocemos? Con ello nos situamos en
un terreno en el que se nos hace patente lo limitado del conocer humano. No
hay acuerdo a nivel científico sobre qué especies poseen mente y qué tipo de
mente es. Las teorías que defienden el carácter consciente de los animales no
han sido confirmadas o están en punto de controvertidas argumentaciones.
En realidad, no estamos en condiciones de trazar una línea divisoria de seres
con mente y seres que no la tienen. Quizá deberíamos reformular la pregun-
ta: ¿desde cuándo mentes? Se trata de ir tanteando los caminos con el fin de
conseguir herramientas que nos permitan avanzar en la investigación. Las
mentes humanas son complejas, similares en algunos puntos a las de los ani-
males y muy diferentes en otros aspectos. La evolución nos clarifica la diná-
mica de las distintas formas, pero no hallamos una secuencia sencilla, unili-
neal, de lo más simple a lo más complejo. Por ello, hay que operar de
continuo con el criterio de complejidad comparativa para lograr, desde el
nivel humano, reconocer sus diferencias.
«Hemos evolucionado a partir de seres con mentes más sencillas (si es que
eran mentes) que evolucionaron a su vez de seres con presuntas mentes aún
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 209

más simples. Y hubo un momento, hace cuatro o cinco millones de años, en


que no había mente alguna, ni simple ni compleja… o, por lo menos, no en
este planeta. ¿Cuáles fueron los cambios, en qué orden se dieron y por qué?»
(Dennett, 1996-2000, 30). Dennett habla del surgimiento del «agente» en
aquellas macromoléculas que tienen ya posibilidad de llevar a cabo acciones.
Dicho agente no sabe lo que hace, no es consciente, pero es la base de nues-
tro modo de ser agentes. Nosotros sabemos lo que hacemos, deliberamos
sobre nuestras acciones, somos intencionales. Esto es algo que sólo es posible
a partir del origen y del fundamento de esas macromoléculas agentes, con
capacidad para duplicarse desde hace tres millones de años. Pero, además del
referente genealógico básico, seguimos hoy en día estando compuestos por
esas macromoléculas, auténticos robots naturales. «Nuestras moléculas de
hemoglobina, nuestros anticuerpos, nuestras neuronas, nuestra maquinaria
de reflejo ocular-vestibular… en cualquier escalón de análisis de moléculas
para arriba, nuestro cuerpo (incluyendo nuestro cerebro, por supuesto) se
compone de una maquinaria que lleva a cabo estúpidamente una tarea mara-
villosa y elegantemente concebida» (Dennett, 1996-2000, 35). Si nos queda-
mos a nivel celular no encontramos mente, pero al juntar el suficiente núme-
ro de agentes, los por sí solos «estúpidos» homúnculos, el resultado es una
mente, una persona con conciencia. Estamos, por tanto, hechos de robots,
aunque nos diferenciemos de ellos, porque hay en cada uno de nosotros un
contingente inmenso de «máquinas» macromoleculares con capacidad de
duplicarse.
La evolución nos habla de una máxima simplicidad originaria a partir de
la cual, en niveles de complejidad variable y ascendente, multitud de formas
y principios de organización se concretan. A estos principios de organización,
incluidos los más simples, con poder de adaptar la información que les con-
viene y de tener unos objetivos, los designa Dennett con el nombre de siste-
mas intencionales, y la estrategia que los aborde será el enfoque intencional.
Para caracterizarlo conviene contrastarlo con el enfoque físico y con el enfo-
que de diseño, aunque los tres están interrelacionados. El enfoque físico es el
que estudia la constitución física de las cosas y sus leyes; se ocupa tanto del
nivel microfísico como del astronómico (la gravedad, la energía solar, las
peculiaridades del agua hirviendo, etc.). Las predicciones sobre el enfoque de
diseño son más arriesgadas. El diseño nos pone en contacto con objetos fabri-
cados, en relación a los cuales tenemos que dar por supuesto que sean lo que
parecen, que no estén mal diseñados, que no se estropeen, que funcionen
según los objetivos para los que fueron construidos: pensemos en los apara-
tos eléctricos, los ascensores, los coches, los relojes digitales, etc. Un enfoque
todavía más arriesgado es el intencional. Se puede entender como variante del
enfoque de diseño, pero en el que el objeto diseñado es una especie de agen-
te. Utilizar este enfoque es útil, casi imprescindible, cuando entramos en rela-
ción con mayores grados de complejidad. En él hay un antropomorfismo sub-
yacente, existe la tendencia a interpretar lo ajeno poniéndonos en su
situación, como si fuera igual que nosotros: la pregunta sería similar a ¿qué
haría yo si estuviese en tal contexto o circunstancia? En la vida cotidiana,
210 J. I. Morera de Guijarro

planteamos de continuo si determinados actos de una persona fueron inten-


cionados o no lo fueron. Ejemplos de sistemas intencionales los tenemos,
también, en los programas de ordenador, los termostatos, las plantas, las ame-
bas, etc. En concreto, en el caso de un programa de ordenador para jugar al
ajedrez predecimos su conducta en términos racionales: se predice en tanto se
supone que sus movimientos sólo serán inteligentes. El enfoque intencional
consiste, pues, en interpretar cualquier objeto investigado (artefacto, animal o
persona) «como si fuera un agente racional que rigiera la elección de sus actos
teniendo en cuenta sus creencias y sus deseos» (Dennett, 1996-2000, 40). En
relación a la teoría evolutiva, tendríamos la posibilidad de predicción de los
organismos basándonos en los ensayos de búsqueda de lo que juzgan que les
beneficia y que constituye el campo de sus objetivos y necesidades.
Quizá lo más sorprendente de la evolución sea la capacidad de la naturale-
za, en su variado despliegue, por reflejar algunas propiedades de la mente huma-
na mientras se priva de otras. Sin que exista representación alguna en el proce-
so de selección natural se puede, sin embargo, hablar de sus razones de ser a la
vista de las elecciones realizadas en el diseño de rasgos. Y puestos a considerar
alguna intencionalidad original, no derivada de ninguna otra, ésa sería la de la
«madre naturaleza», una combinación de azar y necesidad, en la que la necesi-
dad ostenta el carácter de sentido racional. «El matrimonio entre el azar y la
necesidad —nos dice Dennett— es la marca característica de las regulaciones
biológicas: A la gente, a menudo, le gustaría preguntar: ¿Es simplemente un
hecho contingente sólido que las circunstancias sean como son, o podemos leer
alguna necesidad profunda en ellas? La respuesta casi siempre es ésta: ambas
cosas. Pero el tipo de necesidad que se acomoda tan bien con el azar de la ciega
generación aleatoria es la necesidad de razón» (Dennett, 1995-1999, 204).
Como hemos señalado, el punto inicial del proceso evolutivo partiría del
surgimiento de los límites y de las intenciones de los replicadores simples.
Éstos, para sobrevivir, deben contar con un entorno de condiciones propicias,
con lo que entramos en la posibilidad de clasificar los acontecimientos del
mundo en favorables, desfavorables y neutrales. Hacia unos se tiende, mien-
tras a los otros se los evita: estamos ante un incipiente juego de intereses, ante
un modo primario de afrontar los problemas, en suma, ante un modo de auto-
conservación. La misma lucha por la autoconservación establece los límites y
las estrategias para el desarrollo de un egoísmo primordial, un egoísmo bioló-
gico que protege lo que está dentro de unos límites de todo lo que está en el
mundo exterior (piénsese, por ejemplo, en la labor de defensa del cuerpo rea-
lizada por el sistema inmunológico). Lo interesante es que dentro de esos lími-
tes de defensa no tiene que existir un centro al estilo de un alto mando.
La tarea de lo que llamamos mente es la de fabricar futuro, anticiparse,
generar expectativas. En este sentido, el lento proceso de selección natural ha
ido formando seres con previsión. Mayor capacidad informativa y mayor
rapidez serían las dos características de los mejores cerebros. La estrategia
comportamental de conseguir mayor grado de información es propia de los
mamíferos, en especial de los primates. Con ello entramos en el nivel más
alto, en el que la curiosidad permite a los organismos mostrarse insaciables
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 211

con la información del entorno, de cualquier realidad del mundo y, sobre


todo, en relación a sí mismos. Entramos ya en el ámbito de la especie huma-
na. El cerebro del homo sapiens poseía una complejidad y una plasticidad
incomparables, similares a las nuestras en tamaño y forma. El gran avance de
los últimos diez mil años afecta al aprovechamiento de la plasticidad de sus
cerebros desplegando algo similar a un software que potencia las facultades
subyacentes, posibilitando el aprendizaje y la transmisión cultural de sus pro-
ductos merced al desarrollo del lenguaje. Dennett recoge de Richard Daw-
kins el término «meme» como análogo cultural de la noción biológica de gen.
Según esta controvertida teoría, mientras la evolución biológica se lleva a
cabo a través de los genes, la cultura transcurriría a través de los memes, uni-
dades de transmisión cultural mediante un proceso de imitación. El mismo
Dawkins, en su obra El gen egoísta, nos lo describe así (citado por Dennett):
«Ejemplos de memes son: tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuan-
to a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos. Al igual que
los genes se propagan en un acervo génico al pasar de un cuerpo a otro
mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el
acervo de memes al pasar de un cerebro a otro mediante un proceso que, con-
siderado en un sentido más amplio, puede llamarse de imitación» (Dennett,
1991-1995, 214). Por consiguiente, la mente, y con ella la conciencia huma-
na, debe entenderse como el diseño llevado a cabo a través de tres medios: la
evolución genética, la plasticidad fenotípica y la evolución memética; esta
última es un fenómeno reciente y restringido a la especie humana.
Llegados a este punto, Dennett considera que debemos utilizar un nuevo
nivel descriptivo que sea capaz de darnos acceso a la estructura funcional de
la mente. Ese nivel nos lo proporciona la perspectiva cognitiva, el símil com-
putacional. La invasión de memes configura a la conciencia con unos conteni-
dos y, sobre todo, unos efectos, cuyo funcionamiento es equiparable a una
máquina virtual, según el diseño de la llamada arquitectura de von Neumann.
Los ordenadores fueron concebidos en un principio como grandes calculado-
ras, pero el despliegue de las nuevas máquinas virtuales ha generado nuevos
poderes extraordinarios. «De forma similar, nuestros cerebros no fueron dise-
ñados (con la excepción de algunos órganos periféricos muy recientes) para
procesar textos, pero ahora una gran porción —quizá incluso la parte del
león— de las actividades que tienen lugar en los cerebros humanos adultos se
dedica a una especie de procesamiento de textos: la producción y la com-
prensión del habla, así como el ensayo serial y el reajuste de los elementos lin-
güísticos, o mejor, sus sustitutos neuronales» (Dennett, 1991-1995, 238).

10.3. UN MODELO COGNITIVO DE CONCIENCIA

En el artículo «Hacia una teoría cognitiva de la conciencia», publicado en


una obra colectiva en 1978, Dennett llama la atención ante el hecho decisivo
del desarrollo alcanzado por la psicología cognitiva a la vez que advierte de la
poca atención que a los psicólogos cognitivos les merece la conciencia. En rea-
212 J. I. Morera de Guijarro

lidad, se evita el tema como cuestión propia de filósofos, con lo que se crea un
vacío entre los modelos de dicha psicología y cualquier teoría sobre la con-
ciencia. Precisamente, el esfuerzo de Dennett va encaminado a llenar ese
vacío. Siguiendo a Nagel, la pregunta que sintetiza el problema que nos ocupa
es: «¿Qué se siente siendo algo?» La pregunta es útil, al margen de que exis-
tan otras más pertinentes, en tanto se manifieste capaz de asumir nuestro tema.
Hay cosas que nos suceden de las que no somos conscientes y otras, en
cambio, de las que sí lo somos. De estas últimas podemos decir que tenemos
acceso personal, que las abarcamos desde la propia conciencia. Este tipo
de acceso se diferencia del llamado acceso computacional y del acceso públi-
co, ambos muy significativos en ciencia cognitiva. La comparación con la
operatividad del ordenador a nivel de subrutinas —el que una subrutina enla-
ce informativamente con otra— no sería adecuada como acceso directo a la
conciencia. Con mucho, estaríamos en paralelo con el hecho de las operativi-
dades del sistema nervioso a las que tampoco tenemos acceso. Por otro lado,
la noción de acceso público, la que tiene el usuario o el programador para
saber lo que el ordenador está haciendo en cada momento, nos aproxima más
al acceso personal, aunque siempre existe la diferencia de que los distintos
sujetos no son el yo que posee acceso a sus propios contenidos.
En principio, el propósito de Dennet es esbozar un diagrama cognitivo
del flujo subpersonal que prepare los puntos de conexión, a diferencia de las
otras psicologías cognitivistas, para un tratamiento posterior de la concien-
cia personal. «El diagrama de flujo —nos dice— será la producción prime-
riza de un filósofo, sobresimplificada en varias dimensiones, pero creo que
quedará bastante claro cómo podrían irse agregando complicaciones» (De-
nnett, 1986-1989, 13). Por nuestra parte, aludiremos a la estructura básica
de dicho diagrama y a sus consecuencias para la conciencia. Ante todo, se
trata de descubrir el modo como la información circula a través de los diver-
sos módulos: partiendo de los sentidos la información pasa a ser procesada
por un conjunto de cajas negras de control, memoria y solución de proble-
mas, todo lo cual revierte en el lenguaje y en las subrutinas motoras de la
acción. Los detalles del esquema no aportan novedad en relación a los
modelos con los que operan las ciencias cognitivas, por lo que es mejor
situarse en el momento en el que Dennett recupera la pregunta de Nagel: si
suponemos una entidad que realizara el proceso previsto en el diagrama,
¿qué sentiría (si es que siente algo)? Desde el exterior somos proclives a con-
siderar que sí sentiría, pero en realidad no tenemos acceso directo a esa
estructura de sucesos con contenido que acontecen en nosotros. «Todo el
sistema ha sido diseñado para operar en la oscuridad, por así decirlo, cada
uno de sus diversos componentes cumpliendo sus tareas sin ser percibidos y
sin percibir… También en el interior del cráneo de usted todo es oscuridad,
y cualesquiera que sean los procesos que ocurren en su materia gris, ocurren
sin ser percibidos y sin percibir» (Dennett, 1986-1989, 28-29). Sin embargo,
a partir del tipo básico de organización funcional, previo al tratamiento
explícito de la conciencia, ésta se manifiesta como un nivel avanzado de
desarrollo evolutivo y social.
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 213

El modelo descrito es válido para explicar los circuitos de la información


que manejamos, pero se muestra insuficiente para describir la función propia
de la conciencia. El mismo Dennett realizó autocrítica al respecto recono-
ciendo la poca especificidad de su primera aproximación. Consecuencia de
ello fue el desarrollo de un segundo modelo, en el que la función de la con-
ciencia consiste en la elaboración de diversos esbozos de lo que sucede en la
mente, sin considerar a ninguno como único. Todo esbozo es aproximativo y
revisable: se trata de una serie de estados de información que acontecen en el
cerebro como si fueran múltiples borradores de un artículo.
Con el fin de alejarnos de los hábitos de pensamiento de la «psicología del
sentido común», en los que estamos instalados por la tradición, Dennett rea-
liza una revisión del dualismo cartesiano al tiempo que lo compara con los
aportes funcionalistas y va desarrollando su teoría de las versiones múltiples.
La metáfora del «teatro cartesiano» nos facilita la comprensión de lo que sería
la mente alojada en el cerebro, como un preceptor privilegiado ante el que se
representa todo el espectáculo, lo visto y lo por ver, «un espectáculo de luz y
de color ante una audiencia solitaria pero poderosa, el ego o el ejecutor cen-
tral» (Dennett, 1991-1995, 241). Para Dennett no hay más referente que el
cerebro, y carece de todo fundamento suponer un cuartel general, una espe-
cie de santuario interior, clave de las experiencias conscientes. La idea de ese
centro especial en el cerebro es sumamente persistente y reaparece bajo
diversas formas, incluso en planteamientos pretendidamente materialistas. La
misma ciencia cognitiva, desde la neurociencia hasta la inteligencia artificial,
atiende de modo específico a los sistemas periféricos de la mente-cerebro, lo
que da lugar a un impreciso e imaginario «centro» consciente y experimen-
tal, que no resulta muy alejado del existente en el teatro de Descartes.
En el modelo de Dennett las variedades de la percepción y del pensa-
miento, de toda la actividad mental, se llevan a cabo en el cerebro a través de
procesos de elaboración e interpretación de los estímulos activados. «Los pro-
cesos de detección de rasgos o de discriminación tan sólo tienen que efec-
tuarse una vez. Es decir, cuando una porción especializada y localizada del
cerebro ha llevado a cabo la «observación» de un rasgo determinado, el con-
tenido informativo queda fijado y no tiene por qué ser enviado a alguna otra
parte para ser rediscriminado por un «maestro» discriminador. En otras pala-
bras, el proceso de discriminación no conduce a una representación del rasgo
discriminado en beneficio de los espectadores del Teatro Cartesiano porque
no hay ningún Teatro Cartesiano» (Dennett, 1991-1995, 126-127). El proce-
so de fijación de contenidos, aunque sea localizable en el cerebro, no marca
el inicio de la experiencia consciente que siempre es indeterminada o confu-
sa. Las discriminaciones de contenidos no se sabe cuándo pueden llegar a la
conciencia, son como un flujo o secuencia narrativa sujeta a un proceso de
edición en distintos niveles y abierto al futuro, una especie de relato con múl-
tiples versiones o fragmentos en diferentes puntos del cerebro. No hay, por
tanto, un único relato canónico, una sola línea de meta, y siempre será arbi-
trario fijar un instante del procesamiento en el cerebro como el instante de la
conciencia. Ésta, como campo cognitivo y de control, se distribuye por el
214 J. I. Morera de Guijarro

cerebro sin ser necesario considerar el instante o instantes en que se produce


un determinado evento consciente.
Algunos ejemplos nos servirán para insistir en las tesis de Dennett en con-
traposición al planteamiento cartesiano. Supongamos —nos dice Dennett—
que mientras una persona está parada en una esquina pasa corriendo delante
de ella una mujer con pelo largo. De inmediato, el recuerdo oculto de otra
mujer, con pelo corto y gafas, contamina el recuerdo de lo que acaba de pre-
senciarse. Y al tratar de recordar algún detalle de la mujer vista se la repre-
senta ahora, de forma sincera pero errónea, con gafas. Estamos ante una
«revisión orwelliana», término utilizado por Dennett en referencia a la nove-
la de Orwell 1984, donde el pasado real se rescribe para que no sea accesible
a las próximas generaciones. En este caso, a partir de la experiencia real de
una mujer de pelo largo y sin gafas se ha pasado, mediante una revisión post-
experiencial, a su contaminación por medio de la memoria. Pero no acaba ahí
la cosa, también es posible generar un proceso falso en la experiencia, una
situación de ilusiones previas inconscientes o preconscientes. Esta revisión
preexperiencial será denominada «estaliniana» por referencia al período
soviético presidido por Stalin, en el que era práctica habitual la utilización de
falsos testimonios, falsas pruebas y confesiones. En el caso que nos ocupa: se
alucina en el momento en que la mujer transita, y se recuerda después con
claridad el hecho gracias al registro de la memoria.
En Descartes hay un sujeto para quien el cerebro organiza la representa-
ción teatral y rellena cualquier laguna. Lo que allí ocurre posee entidad real
al margen de que con posterioridad sea recordado correctamente: es el orden
subjetivo de la experiencia quien fija el orden temporal de las discriminacio-
nes. La distinción orwelliana y estaliniana poseen sentido desde esta perspec-
tiva escénica en la que apariencia-realidad, falsedad-certeza, experiencia-
memoria… son los referentes de un campo de conciencia presidido por un
sujeto-observador. Para Dennett el teatro cartesiano en su conjunto debe ser
rechazado porque se halla bajo la extravagante categoría de lo objetivamente
subjetivo. Pretender, por tanto, fijar un momento en el cerebro como el ins-
tante de la conciencia es arbitrario: la actividad se despliega por múltiples
vías, en tiempos fugaces, a partir de los cuales se producen añadidos y correc-
ciones en niveles distintos. Por ejemplo, en el mundo editorial se distingue
entre la revisión de errores previa a la publicación de un determinado texto
y lo que es la corrección posterior de las erratas. En el mundo académico, con
las posibilidades de los programas de ordenador, a menudo se da el caso de
que circulen a la vez versiones distintas de un artículo que el autor corrige y
revisa a medida que le llegan las sugerencias. Pretender fijar una versión
resulta arbitrario, pues sus efectos se reparten entre las distintas versiones del
mismo. Incluso la versión que termine publicada puede quedar como simple
material de archivo, por cuanto muchos lectores solamente leen la primera
versión.
Cualquier evento en el cerebro —nos dice Dennett— posee una localiza-
ción espacio-temporal definida, pero preguntarse por el momento exacto en
que alguien es consciente de un estímulo resulta excesivo. Es como si nos
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 215

planteamos en qué momento exactamente quedó informado el imperio bri-


tánico de la tregua en la guerra de 1812. Podemos aludir al abanico de unos
determinados días, al momento en que los funcionarios y dirigentes fueron
informados, a los protocolos que se llevaron a cabo en tal fecha, a la llegada
de la noticia a Londres… Hasta que se oficializa todo, hasta que se entera el
imperio británico, subsiste la dispersión. Así, se da la circunstancia de que la
firma del acuerdo es algo oficial e intencionado por parte del imperio a la vez
que también lo es la participación de las tropas británicas en la batalla de
Orleans, lo cual se llevó a cabo por desconocimiento de que se había firma-
do la tregua. En correspondencia con el tema mental, «dado que la cognición
y el control —y, por tanto, la conciencia— se distribuyen por el cerebro, nin-
gún momento puede ser considerado como el instante preciso en que se pro-
duce un evento consciente determinado» (Dennett, 1991-1995, 183).
La descalificación de los qualia o propiedades subjetivas de las sensacio-
nes —las llamadas por Locke cualidades secundarias— que realiza Dennett
también resulta sintomática de su desmarque del pensamiento tradicional. En
opinión de este autor, dichas cualidades secundarias (colores, sonidos, gus-
tos…) no son especiales frente a las primarias (solidez, extensión, figura,
movilidad), por lo que carecen de la condición que se les atribuye de ser sub-
jetivas, privadas, inefables, de acceso inmediato y constitutivas de la manera
en que a nosotros nos parece que percibimos las cosas. Una formulación tal,
incluyendo la cuestión de los qualia invertidos, sólo es comprensible en el
supuesto de que existiera un teatro cartesiano, un lugar determinado donde
se diese escenificada la experiencia consciente. La explicación naturalista de
Dennett, desde el modelo de versiones múltiples que defiende, convierte a los
qualia en simples sucesos neurofisiológicos acontecidos en el cerebro en inte-
racción con el entorno. Afirmar un determinado quale no es otra cosa que
aludir a un complejo idiosincrásico de disposiciones del sujeto que lo posee.
No podemos, por ejemplo, hablar de la «idea de rojo» que afirmaba Locke,
sino de estados discriminativos cuyo contenido es: rojo. La formación de
estos estados discriminativos o de preferencia poseen también su componen-
te evolutivo, pudiéndose haber formado por un proceso de presiones selectivas.
En suma, la propuesta de Dennett, como venimos indicando, es la de un
modelo de «pandemonio» en el que los pequeños y diversos agentes (homún-
culos) compiten por ser protagonistas. No hay, por tanto, cuartel general cen-
tral o mando único de control, sino diversidad de canales con influencia
simultánea. En este sentido, lo que el propio Dennett llama «celebridad cere-
bral» sería la conciencia misma, aquellos contenidos que al perseverar son
conscientes, es decir, son notorios, adquieren celebridad, porque monopoli-
zan recursos de forma continuada y logran efectos sobre la memoria, el control
de la conducta, etc. En opinión de nuestro autor, la referencia hecha al con-
cepto de homúnculos o agentes, lugar común en inteligencia artificial, es muy
útil por su carácter neutral y sus amplias aplicaciones. Las controversias pue-
den surgir sobre el modo de entender las relaciones de los homúnculos entre
sí. En contra de aquellas teorías que los organizan en jerarquías prediseñadas,
la interpretación del pandemonio defiende, como hemos visto, «mucha
216 J. I. Morera de Guijarro

duplicación de esfuerzos, derroche de movimientos, interferencias, períodos


de caos y muchos gandules sin un trabajo definido. En estas teorías, llamar
homúnculos (o demonios, o agentes) a estas unidades es casi tan poco signi-
ficativo como llamarles simplemente… unidades» (Dennett, 1991-1995, 275).

10.4. EL YO ENTRE LO BIOLÓGICO Y LO NARRATIVO

El objetivo de la desmitificación de la conciencia que se propuso Dennett


se ha cumplido, a su modo de ver, al considerar la dinámica de su formación
y su continua dependencia de distintos elementos. La mente, y con ella la
conciencia, resulta ser el producto de un complejo sistema de selección natu-
ral a la vez que un diseño cultural de grandes proporciones. Es el momento,
quizá, conveniente para plantearnos la cuestión de la identidad personal, la
cuestión del cuerpo y del yo o los yoes.
Mientras el yo en Descartes es un punto de partida absoluto, referente
básico de cualquier otra realidad, en Dennett es algo que exige una progresi-
va conquista, es un ámbito descriptivo y empírico al que se llega a través de
caminos diversos, y donde el valor del cuerpo encuentra adecuado reconoci-
miento. A menudo, el modo estándar de afrontar las cosas nos lleva a cen-
trarnos en el cerebro y la mente dejando de lado la labor lenta, sorda, pero
constante del resto del cuerpo. Si no asumimos una visión integradora, si no
dejamos que la mente y el cerebro se extiendan a las otras partes del cuerpo,
no alcanzaremos a hacer justicia a la realidad de la persona.
En nuestro cuerpo hay ya una sabiduría que utilizamos cotidianamente: a
veces esa sabiduría está a nuestro servicio, pero otras nos evita o nos traiciona
(nos hace sonrojarnos, sudar, o considerar que el momento para tener una rela-
ción sexual no es el más adecuado). Dennett nos recuerda que fue Nietzsche
quien tuvo al respecto las ideas más claras cuando dijo en Así habló Zaratustra:

El cuerpo es una gran razón, una multiplicidad con un sentido, una gue-
rra y una paz, un rebaño y un pastor. También es instrumento de tu cuerpo
tu pequeña razón a la que llamas espíritu. Tú dices «yo», y te enorgulleces
de esa palabra. Pero lo más grande, aunque no lo creas, es tu cuerpo y su
gran razón… En tu cuerpo hay más razón que en tu mejor sabiduría.

Si nuestros cuerpos poseen sus razones, si son ellos mismos razón, si poseen
ya sus propias mentes, «¿por qué, se pregunta Dennett, tuvieron que
adquirir mentes adicionales… nuestras mentes? ¿Es que no basta con una
mente por cuerpo? No siempre» (Dennett, 1996-2000, 99). Las mentes cor-
porales han trabajado bien en el proceso evolutivo a lo largo de millones de
años, pero resultan lentas, con limitada capacidad discriminativa y siendo su
intencionalidad de corto alcance. Por ello, para las relaciones más complejas
con el mundo se precisa de una mente más veloz y mejor preparada, una
mente que pueda prever y asegurar el futuro. Esta mente, a la que el dualis-
mo ve como diferente, es un elemento más del cuerpo, un ingrediente que el
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 217

mismo cuerpo ha integrado. Lo que somos es una organización de múltiples


actividades competitivas entre los propios elementos que ha desarrollado
nuestro cuerpo.
Ahora estamos en condiciones de intentar asumir una aproximación al
tema del yo, con la necesaria distancia del modo de pensar tradicional. Ante
todo, es conveniente distinguir un yo biológico, del que partimos, y un yo
narrativo o psicológico, al que llegamos. El primero nos conecta con el con-
cepto de los límites existentes entre ese algo, al que denominamos yo, y el
resto del mundo. El yo biológico no es una cosa concreta, es un principio de
organización que al ahondar en él nos desvela algunas características signifi-
cativas. De modo primordial, conlleva una noción de protección frente a
cualquier otro, que viene asociada a su carácter diferenciador, presente en la
más simple ameba. Sin embargo, a medida que la complejidad del organismo
aumenta, los límites del yo biológico se tornan porosos e indefinidos. Por
ejemplo, dentro de los propios cuerpos humanos habitan muchos intrusos,
desde bacterias y virus hasta parásitos, siendo algunos miembros imprescin-
dibles para nuestra vida y otros enemigos mortales. También resulta signifi-
cativo el hecho de lo que Richard Dawkins llamó el fenotipo ampliado: las
arañas tejen telas, el caracol produce una concha dura, los castores constru-
yen presas en equipo, el cangrejo ermitaño utiliza una concha prefabricada,
etc. «Pero las construcciones más extrañas y maravillosas de todo el mundo
animal son las increíbles y complejas construcciones que levanta un primate,
el Homo sapiens. Todo individuo normal de esta especie construye un yo.
A partir de su cerebro teje una tela de palabras y de actos, y, como las demás
criaturas, no tiene por qué saber qué está haciendo; sólo lo hace» (Dennett,
1991-1995, 426). Ese entramado de discursos es un producto biológico com-
parable a las construcciones que se dan en el mundo animal. Lo mismo sería
aplicable a nuestros vestidos y a otros objetos, como los coches. Con todos
ellos ensanchamos o reducimos nuestros límites.
En el hombre, el elemento diferenciador por excelencia es el habla, es la
herramienta mental más importante de nuestros cerebros. Continuamente
nos estamos presentando a los demás, nos representamos, nos protegemos,
nos autodefinimos… Se trata de controlar el diseño emitido, a las otras per-
sonas y a nosotros mismos, sobre quiénes somos y lo que pretendemos. Ela-
boramos historias a la vez que somos elaborados por ellas, por el entramado
de nuestras historias y las ajenas. En este contexto, es fácil inclinarse a defen-
der la existencia de un centro de gravedad narrativo. Dennett lo postula
dejando claro que ese centro, como el yo biológico, es una abstracción, no es
una cosa en el cerebro, aunque sea un referente necesario de propiedades y
registros. «Un yo, de acuerdo con mi teoría, no es un viejo punto matemáti-
co, sino una abstracción que se define por la multitud de atribuciones e inter-
pretaciones (incluidas las autoatribuciones y las autorepresentaciones) que
han compuesto la biografía del cuerpo viviente del cual es su centro de gra-
vedad narrativo» (Dennett, 1991-1995, 437). Cualquier otro modelo mental
que se construya no tendrá la enorme importancia que tiene el modelo que el
agente tiene de sí mismo. Todos los organismos están diseñados en términos
218 J. I. Morera de Guijarro

de autoconservación, pero su posible yo es sumamente rudimentario en com-


paración con el nuestro. En la configuración de ese diseño, los seres huma-
nos poseen más opciones que los demás animales: los procesos de aprendiza-
je y maduración les convierte en adultos autoconscientes. Ahí radica el hecho
de la posible libertad de acción y de la capacidad de asumir responsabilida-
des, aspectos clave en todo proyecto social y educativo.
Las características más conocidas sobre el concepto de persona apuntan
a que es un ser racional, intencional, que implica reciprocidad, capacidad de
comunicación verbal, y que desarrolla un tipo especial de conciencia o auto-
conciencia que es básica para su cualidad moral. Dennett aborda este con-
cepto a partir de uno más amplio: el de sistema intencional. Un sistema inten-
cional procura explicar y predecir cualquier realidad por medio de la
atribución de creencias, deseos, expectativas, percepciones, esperanzas, etc.
Así definido, es aplicable, por ejemplo, a los animales o a ciertos ordenado-
res, como ya dijimos con anterioridad. Para aplicarlo al concepto de persona
se necesita pasar de un sistema intencional de primer orden, en el que las
creencias, los deseos y las tendencias más simples se relacionan con muchas
cosas, pero no revierten sobre sí mismas, no son objeto de autocuestiona-
miento, a un sistema de segundo orden, en el que las creencias, los deseos y
demás intenciones se relacionan con creencias y deseos tanto propios como
ajenos.
El modo de pensar que nos caracteriza «tuvo que esperar a que surgiera
el habla, que, a su vez, tuvo que esperar a que surgiera la capacidad de guar-
dar secretos, que a su vez tuvo que esperar a que surgiera la adecuada com-
plejización del entorno conductual. Nos sorprendería descubrir el pensa-
miento en cualquier especie que no hubiera llegado al final de esta cascada de
cribas» (Dennett, 1996-2000, 155-156). Cuando actuamos sobre un deseo de
segundo orden actuamos sobre nosotros mismos como si lo hiciéramos sobre
otras personas: nos autopreguntamos, utilizamos argumentos, persuasiones,
sobornos… Hay interrelación, por tanto, entre el desarrollo de la autocon-
ciencia y el interés que demostramos por las mentes de los otros. Lo destaca-
ble es que tenemos la facultad de pensar acerca de nuestras creencias y, en
especial, de plantearnos si son lo que deben ser, poniendo de manifiesto la
cualidad normativa que poseen las personas: todo un mundo de valores,
ideales, obligaciones, metas, etc. En consecuencia, lo definitorio para el yo,
como ya aludimos antes, es el control, el autocontrol, como producto de todo
un proceso de adquisición, y, por ello, un punto de llegada muy distinto del
punto de partida defendido por Descartes. Somos, pues, a nivel de especie y
a nivel de individuo, la suma total de lo poco o mucho que logramos contro-
lar directamente, lo que nos desvela como limitados, imperfectos y fluctuan-
tes. Por esos cauces tortuosos caminan, precisamente, las posibilidades de la
libertad.
A modo de conclusión, le cedemos la palabra al propio Dennett para que
haga balance: «Mi explicación de la conciencia dista mucho de ser completa:
podría decirse que no es más que el principio… No puede decirse que haya
sustituido una teoría metafórica, el Teatro Cartesiano, por una teoría no meta-
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 219

fórica (literal, científica). La verdad es que lo que yo he hecho no es más que


sustituir una familia de metáforas e imágenes por otra, cambiando el teatro,
el testigo, el Significador Central, por el software, las máquinas virtuales, las
Versiones Múltiples, el pandemonium de homúnculos. Así que no es más que
una guerra de metáforas, me dirán ustedes, pero las metáforas no son «sólo»
metáforas; las metáforas son herramientas de pensamiento. Nadie puede pen-
sar sobre la conciencia sin ellas, de modo que es importante equiparse con el
mejor juego de herramientas posible» (Dennett, 1991-1995, 466).
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Capítulo XI

Intencionalidad y contenido mental


Mariano Rodríguez González

11.1. EL PROBLEMA DE LA INTENCIONALIDAD

Cuando Brentano quiso recuperar, a fines del siglo xix, la temática de la


intencionalidad de las viejas discusiones escolásticas, lo hizo sin duda con el
propósito de conseguir la pieza esencial de su programa dualista. Porque la
meta no era otra que distinguir tajantemente, ontológicamente, entre «fenó-
menos psíquicos» y «fenómenos físicos», y la llamada inexistencia intencional
de los estados mentales no se puede encontrar por ningún lado en los fenó-
menos físicos: «Todo fenómeno psíquico contiene en sí algo a título de obje-
to, por más que cada uno lo contenga a su manera. En la representación se
trata de algo que es representado, en el juicio de algo que es admitido o recha-
zado, en el amor de algo que es amado, en el odio de algo que es odiado, en
el deseo de algo que es deseado, y así en los demás casos. Esta presencia
intencional pertenece exclusivamente a los fenómenos psíquicos. Ningún
fenómeno físico presenta nada semejante. Podemos, pues, definir los fenó-
menos psíquicos diciendo que son los fenómenos que contienen intencional-
mente en ellos un objeto» (Brentano 1874/1944, 102).
La intencionalidad sería entonces la propiedad de estar dirigido a un
objeto (aboutness, dicen en inglés): en un principio el término latino intentio
venía a significar algo así como dirigir la atención hacia algo. Y lo que hace
patente el sentido de lo que Brentano llamaba inexistencia intencional es el
hecho de que ese objeto al que va dirigido el estado mental no necesita exis-
tir (por eso los escolásticos tuvieron que distinguir el esse intentionale del esse
naturale). Es decir, los estados mentales representan las cosas como si fueran
de tal y de cual manera, pero esto no implica en aboluto que sean en efecto
222 M. Rodríguez González

así. Para formar parte del pensamiento, en suma, los contenidos no tienen
que existir fuera del pensamiento, como objetos o sucesos del mundo. Justa-
mente por eso hay un «problema de Brentano» en la filosofía de la mente de
nuestro tiempo, por eso algunos filósofos han considerado la intencionalidad
como un obstáculo para obtener explicaciones científicas de los estados y los
procesos mentales. Ocurre que a través de nuestras actividades mentales nos
conectamos con otros estados de la naturaleza, pero esto no se produciría, al
parecer de muchos, en ningún sentido meramente causal, al modo en que se
conectan habitualmente los eventos naturales. Además, por si todo esto fuera
poco, la información que contienen los estados mentales es una información
en perspectiva, viene interpretada en todo caso desde un cierto punto de
vista: no importa cuánto sepa yo de algo, mi saber estará limitado a ciertas
descripciones e interpretaciones.
Un siglo después de Brentano1 toda esta doctrina ocupa un lugar prefe-
rente en la reflexión actual sobre la mente y en las discusiones en torno a la
explicación psicológica. Pero se la enuncia de forma diferente. Los estados
mentales son relaciones entre sujetos psicológicos y contenidos; las creencias,
los deseos, expectativas y recuerdos son actitudes proposicionales, o sea, acti-
tudes o modos psicológicos para con proposiciones o contenidos. Y así, un
autor de nuestra hora define de la siguiente manera el concepto de «inten-
cionalidad» tal y como lo emplea hoy la filosofía: «La intencionalidad cubre
aquellas características de las actividades mentales para dar razón de las cua-
les decimos tanto que tales actividades tienen un contenido que contiene
información acerca de algo más allá del contenido y la actividad, como que
implican una clase particular de actitud hacia ese contenido. Además, es una
peculiaridad del contenido mental el hecho de que sea necesariamente ‘pers-
pectivístico’»2 (Lyons 1995, 1).
Para ponerlo en la terminología de Searle, distinguiríamos entre conteni-
do representativo y modo psicológico para poder hacernos una idea cabal de
esa «direccionalidad» de los estados y eventos mentales en cuya virtud pode-
mos decir de ellos que representan objetos y estados de cosas (Searle, 1983-
1992, 20). El contenido representativo o proposicional determinaría un con-
junto de condiciones de satisfacción bajo ciertos aspectos, mientras que el
modo psicológico, una dirección de ajuste del contenido proposicional (las
creencias pueden ser verdaderas o falsas, con dirección de ajuste mente-a-

1
Conviene recordar aquí, aunque sólo sea de pasada, que Husserl, en una tradición filo-
sófica que no es en la que en este trabajo nos hemos situado, iba a recoger de su maestro Bren-
tano esta idea de la intencionalidad, para a partir de ella sentar las bases de la Fenomenología
en las «vivencias intencionales» de las que trata ya a partir de sus Investigaciones Lógicas. Asi-
mismo, la intencionalidad llegó por esta misma vía a caracterizar radicalmente a la conciencia
—«la conciencia es lo que no es y no es lo que es»— en planteamientos existencialistas al esti-
lo del sartreano.
2
Y, en la misma línea, leemos un par de páginas después: «La estructura básica de los
actos mentales paradigmáticos parece consistir en una actitud que opera sobre contenidos que
contienen información sobre algo más allá de ellos mismos de una manera perspectivística».
Intencionalidad y contenido mental 223

mundo; los deseos pueden cumplirse o no, con dirección de ajuste mundo-a-
mente…).
Searle mismo mantiene la tesis de que la intencionalidad forma parte de
la biología humana, en la misma media que la digestión o la circulación de la
sangre. Pero esto quiere decir, entre otras muchísimas cosas, que no podremos
reducir jamás la intencionalidad a otras nociones más simples con el objetivo
de entenderla y hacerla manejable. Sería una propiedad primaria de la mente.
Con ello pretendemos señalar una de las coordenadas más importantes en el
problema actual de la intencionalidad, el proyecto de naturalización, que
buscaría precisamente incluir la intencionalidad en la naturaleza (aun a costa
de reducirla, en esto contra Searle, a otros elementos más básicos). Pero el
problema nos viene de que la inexistencia intencional de lo mental, como ya
adelantamos, no está nada claro que pueda encajar o ser respetada por este
programa naturalista. ¿Qué es lo que en definitiva persigue éste? Pues nada
más y nada menos que «mostrar que hay un conjunto de condiciones físicas
necesarias, y globalmente suficientes, tales que, si un agente se halla en un
estado corporal sujeto a esas condiciones, ese estado corporal tiene un cierto
contenido», de forma que «descubriendo esas condiciones, se demostraría
que lo intencional es parte de lo natural» (Acero, 1995, 177). Pero, entre
otros, ahí está el problema del error o de la disyunción, el problema del con-
tenido incorrecto en definitiva, para hacernos vislumbrar la limitación inhe-
rente al programa naturalista3.
La otra gran cuestión debatida que da forma hoy al problema de la inten-
cionalidad es sin duda la que se refiere a las condiciones de individuación del
contenido mental, cuestión que enfrenta a internistas y externistas. Vienen a
defender los primeros que el contenido de los pensamientos no dependería
de circunstancias externas, sino de rasgos intrínsecos del cuerpo o la mente
de los agentes (lo que es perfectamente compatible con la admisión de que
los pensamientos pueden venir causados por circunstancias externas), mien-
tras que para el externismo, por el contrario, el contenido mental sería esen-
cialmente dependiente del contexto natural y social, de forma que un cambio
de entorno implicaría un cambio de contenido. Los dos últimos apartados de
este trabajo estarán dedicados a profundizar en la polémica, dada la impor-
tancia de la misma para nuestra propia idea de mente.
Aunque como bien advertía Searle conciencia e intencionalidad no son
exactamente lo mismo (hay estados conscientes que no son intencionales, y
estados intencionales que no son conscientes), no negaremos que se da una
íntima relación entre ambas. Pues bien, es el caso que en las discusiones con-
temporáneas se ha seguido por regla general la estrategia de pasar por alto
esta relación, tratando la intencionalidad completamente al margen de la con-

3
En suma, ¿cómo se podría dar cuenta en términos exclusivamente naturalistas del hecho
de que una actitud proposicional tenga un contenido incorrecto? En este problema de la dis-
yunción, como veremos, que con tanto tesón ha tratado Fodor, entre muchos otros, vendría a
cobrar cuerpo, como es fácil de ver, lo más específico de la inexistencia intencional brentaniana.
224 M. Rodríguez González

ciencia porque pareció el único modo de hacerla tratable. Por eso hay auto-
res, los que se han negado a seguir la estrategia mencionada, que nos ase-
guran que la naturaleza de la intencionalidad se halla cognitivamente cerra-
da para nosotros (en la medida en que la intencionalidad se vincula
esencialmente a la conciencia y la conciencia sigue siendo hoy por hoy un
enigma irresoluble), mientras que el problema de la individuación de los
contenidos intencionales sería, en cambio, cuestión que nos resulta accesible
(McGinn, 1991, 37).
En definitiva, reparar en la unión de intencionalidad y conciencia acre-
cienta la dificultad del programa naturalista.
Y finalmente, volviendo de nuevo a la terminología searleana, todo esta-
do intencional tiene un contorno de aspecto, es decir, todas las representacio-
nes representan sus objetos bajo aspectos (lo cual a lo mejor nos serviría para
distinguir la intencionalidad intrínseca de la derivada o «como si»). Y sucede
que estos aspectos tienen que importar al agente, por eso en el caso de los
actos mentales conscientes el contorno de aspecto es más evidente4. Parece
entonces que la intencionalidad tendría un componente subjetivo que tam-
bién haría valer sus derechos ante las presiones del programa naturalista y de
la polémica entre internistas y externistas.

11.2. LA RELACIÓN INTENCIONAL

Lo que ante todo nos ha saltado a la vista como núcleo constitutivo de la


intencionalidad es que se trata de una relación con la peculiaridad, sin duda
curiosa, de que el segundo relatum, el segundo de los dos elementos unidos
por la relación que justamente llamamos intencional, no necesita existir. Pues
bien, justamente en esto se centró Chisholm cuando emprendió la tarea de
poner la tesis de Brentano en términos lingüísticos5 (Chisholm, 1957): las
relaciones que describimos en nuestras declaraciones psicológicas son de un
tipo muy particular desde el momento en que uno de sus términos puede no
existir. Podemos estar intencionalmente relacionados con algo que no existe.

4
«Obsérvese, además, que el contorno de aspecto tiene que interesar al agente. Es desde
el punto de vista del agente desde el que él puede querer agua sin querer H2O. En el caso de
pensamientos conscientes, el modo en que importa el contorno de aspecto viene dado porque
constituye el modo en que el agente piensa o experimenta los objetos sobre los que piensa o
experimenta: puedo pensar, estando sediento, sobre las ganas que tengo de un trago de agua
sin pensar en absoluto sobre su composición química. Puedo pensar en él como agua sin pen-
sar en él como H2O» (Searle, 1992/1996, 164-165).
5
Chisholm estaba llevando el estudio de la intencionalidad por un terreno controvertido
cuando procedió a listar las peculiaridades lógicas del lenguaje en que describimos estados
mentales, con la esperanza de llegar a identificar los estados intencionales en términos de las
mismas. Porque mientras que para unos este enfoque tiene el mérito de liberarnos por fin del
enojoso asunto del estatuto ontológico de los objetos intencionales, para pensadores como
Searle no se trataría de hablar del lenguaje, sino de los estados mentales mismos, o sea, de ras-
gos del mundo (1981).
Intencionalidad y contenido mental 225

Pero el aire de insondable misterio parece retirarse aquí por lo menos par-
cialmente si traducimos esto a la manera de Chisholm: «digamos que una ora-
ción declarativa simple es intencional si usa una expresión sustantiva —un
nombre o una descripción— de tal manera que ni la oración ni su contradic-
toria implican ni que hay ni que no hay nada de aquello a lo que la expresión
sustantiva realmente se aplica» (1991, 298a). Podemos utilizar el ejemplo de
Acero: Ernesto puede creer o no que Raúl es un espía, pero ninguna de las
dos actitudes implica que Raúl es un espía ni tampoco que no lo es. Si A es el
portador de un estado mental M con un contenido C, de esto sólo se sigue la
existencia de A. Así, «Ernesto cree que Raúl es un espía» es una oración
intencional si el uso que se hace de la cláusula completiva no lleva consigo ni
la verdad ni la falsedad de lo aseverado en ella (Acero, 1995). Pero hasta aquí
nada más que hemos constatado hechos, otra cosa es hacerlos inteligibles.
En este sentido de la carencia, se podría hablar de un «fracaso» de la
intencionalidad, percatándonos de que hemos escrito la palabra entre comi-
llas. Pues bien, el fracaso de la intencionalidad nos indica que estamos ante
una relación que no sólo es fáctica sino también normativa6. Las creencias
pueden ser verdaderas, pero asimismo falsas; las percepciones normalmente
son verídicas, pero hay casos en que resultan ilusorias; los deseos son muchas
veces consistentes, pero de vez en cuando deseamos cosas incompatibles…
Esa incorrección o carencia del estado mental es el signo entonces de la nor-
matividad de la relación intencional. Hay otra dimensión de la normatividad,
que estaría estrechamente unida al holismo de lo mental: y es que los estados
intencionales forman toda una red, un sistema intencional, de manera que la
existencia de uno tiene implicaciones para la existencia de los demás. Moya
nos presenta esta normatividad de lo mental en términos de compromiso:
tener un estado intencional le compromete a uno a tener muchos otros tam-
bién, en número indefinido, so pena de no tener ninguno, de no tener mente
en absoluto (1990, 63). Así que naturalizar el significado y la intencionalidad
llevaría necesariamente consigo naturalizar las normas en general, algo que
desde luego no parece nada fácil.
Ya hemos tenido ocasión de ver, por otro lado, aquello que haría de una
oración una oración intencional, según el planteamiento de Chisholm. Vol-
viendo ahora a él, recordaremos además cómo se traduce al modo formal la
tesis de Brentano: «Podemos ahora reformular la tesis de Brentano —o una
tesis que se parece a la de Brentano— por referencia a las oraciones inten-
cionales. Digamos entonces 1) que no necesitamos usar oraciones intencio-
nales cuando describimos fenómenos no psicológicos; podemos expresar
todas nuestras creencias sobre lo que es meramente ‘físico’ en oraciones que
no son intencionales. Pero 2) cuando deseamos describir cosas como perci-
bir, asumir, creer, saber, querer, esperar, y otras actitudes por el estilo, enton-

6
¿Y cómo puede ser una relación a la vez fáctica y normativa?, se pregunta Haugeland
en su célebre trabajo del año 90.
226 M. Rodríguez González

ces o bien a) tenemos que usar oraciones que son intencionales o bien b) tene-
mos que usar términos que no necesitamos usar cuando describimos fenó-
menos no psicológicos» (1991, 298b). Y, como sabemos, es en consecuencia
este estrecho vínculo entre lenguaje intencional y fenómenos psicológicos que
el replanteamiento de la tesis de Brentano enuncia lo que nos ha de llevar a
la indagación de las características lógicas que distinguen al lenguaje inten-
cional. Porque no es descabellado albergar la esperanza de que el análisis del
lenguaje psicológico nos ponga en contacto finalmente con cuestiones sus-
tantivas de la psicología misma…
La concepción clásica del lenguaje intencional haría de él un lenguaje
intensional, como opuesto a extensional. El discurso intencional genera
contextos intensionales o referencialmente opacos, con lo que se quiere
decir 1) que en este terreno no sería legítima la generalización existencial (lo
que se corresponde con la inexistencia intencional brentaniana); 2) que el
valor de verdad de la oración subordinada que expresa el contenido inten-
cional no afecta en absoluto al valor de verdad de la oración principal; 3) que
en este terreno tiene lugar, por norma, el fallo de sustitutividad o incumpli-
miento sistemático de la ley de Leibniz (es decir, cuando sustituimos un pre-
dicado por otro coextensivo no queda garantizada la verdad de la oración,
como tampoco podemos sustituir expresiones denotativas correferenciales
manteniéndose invariable el valor de verdad de la oración). «Edipo cree
casarse con Yocasta», pero, desde luego, «Edipo no cree casarse con su
madre», aunque resulte que Yocasta y la madre de Edipo son la misma per-
sona. Nos volvemos a encontrar con que los contenidos mentales son muy
sensibles a la perspectiva o punto de vista del agente. Hasta se podría decir,
con Moya entre otros, que estos rasgos del discurso intencional «correspon-
den, en el aspecto lingüístico, a la importancia central que para el contenido
intencional poseen la perspectiva o el modo de presentación en el marco de
la concepción clásica de la intencionalidad» (2000, 201).
La conclusión a la que parece que hemos llegado es a la de que, al lado de
la normatividad, la subjetividad de lo mental sería la clave para entender la
relación intencional. No en vano, los diferentes rasgos en los que vendría a
tomar cuerpo ésta, y aunque no los consideremos más que en un plano lin-
güístico, parecen dar expresión o modular de formas diferentes a esa subjeti-
vidad. Así que la intencionalidad guarda una referencia esencial al punto de
vista sobre el mundo de un sujeto. Por eso los contenidos intencionales
desempeñarían un papel crucial en la causación, y por tanto en la explicación,
del comportamiento.

11.3. TEORÍAS DE LA INTENCIONALIDAD

11.3.1. Se ha podido retrotraer la aproximación instrumentalista hasta


los intentos carnapianos de traducir el lenguaje psicológico al de la física.
O sea, ni creencias ni deseos describirían lo que realmente está ahí, y por eso
no es posible una ciencia de la intencionalidad. Sólo el lenguaje extensional
Intencionalidad y contenido mental 227

es adecuado para los fines científicos, porque se refiere a lo que hay, sin nin-
gún «slant» o aspecto. Pero los términos psicológicos son muy pobres en
extensión y en cambio ricos en intensión7. Desde este punto de vista, Quine
sería el continuador del programa de Carnap: ¡fuera con los modismos inten-
cionales, creencias y deseos!, aunque no se niegue que puedan resultar útiles,
e incluso indispensables, en la práctica diaria. Pero para fines científicos es
preciso acabar con el mito mentalista del museo según el que habría estados
mentales específicos, como ideas y pensamientos. Y es que ocurre que al
intentar interpretar un contenido mental expresado lingüísticamente nos per-
demos en la más completa indeterminación, de lo que inferimos que las
personas no tienen estados internos con intencionalidad y que hay que lim-
piar la psicología de deseos y creencias.
Pues bien, Dennett distingue muy bien la actitud intencional (intentional
stance) de la «actitud del diseño», para luego emprender una decidida lucha
por la legitimidad de adoptarla tanto en psicología como en las otras ciencias
conductuales (1987). A no dudarlo, la actitud intencional resulta útil y eco-
nómica cuando contempla a los humanos funcionando en términos de mapas
y pinturas del mundo. Y es que nos pone en las manos un dispositivo de pre-
dicción sumamente eficaz. Ahora bien, nada de esto quiere decir que los sis-
temas intencionales tengan realmente deseos y creencias. No hay nada com-
parable a esto que tenga lugar dentro de nuestras cabezas, aunque, una vez
más, pueda resultar útil a los psicólogos atribuir representaciones al cerebro.
Y la contestación realista, como no puede ser de otro modo, siempre nos
hace reparar en que parece demasiada casualidad el que la actitud intencio-
nal rinda tan magníficos servicios si en los sistemas intencionales no hay nada
de lo que ella pone que realmente esté ahí.

11.3.2. Para la teoría computacional de la mente, en cambio, la intencio-


nalidad sería un rasgo real de los estados y procesos mentales, del que en con-
secuencia deberán poder dar cuenta los procedimientos cognoscitivos caracte-
rísticos de las ciencias naturales. Desde esta perspectiva, que un autor como
Haugeland llegó a denominar neocartesianismo, pero que otros se limitan a
encasillar, como mucho, en la gran tradición racionalista, los estados intencio-
nales son una clase natural, puesto que son una clase real de estado en que el
cerebro se encuentra. En un sentido perfectamente literal, «nuestras cabezas»
contienen proposiciones. Los contenidos de los estados mentales se hallan
representados en el Lenguaje del Pensamiento, y son procesados o computados
en ese medio lingüístico (no puede haber computación sin representación).

7
Lyons nos aclara así estos términos que venimos usando desde más arriba: «La extensión
de un término es cualquier cosa real, u objeto, o propiedad o relación, o en general cualquier
situación de hecho que usualmente (es decir, convencionalmente) se recoge o se refiere o se
individúa o se selecciona por el uso de un signo o un símbolo en el lenguaje, código o cálculo
en cuestión. Por otra parte la intensión de un término es su significado, o sentido o relevancia
para cualquier usuario del término, o cómo se podría esperar que una persona tal entendiese
el término» (14).
228 M. Rodríguez González

Resulta entonces que la intencionalidad, la relación de los estados menta-


les con sus contenidos, se generaría a partir de las relaciones sistemáticas recí-
procas entre los símbolos internos del lenguaje del pensamiento. Es decir, lo
que genera la intencionalidad es la actividad semántica del sistema, habiendo
de tenerse en cuenta que aquí lo fundamental es que la sintaxis de estos sím-
bolos refleja «misteriosamente» las relaciones de significado que se estable-
cen entre ellos. Y lo de «misteriosamente» sólo podría eliminarse si se hace
de la mente/cerebro un ordenador digital (Haugeland, 394). Lo que se quie-
re decir con esto es que las proposiciones serían el análogo de los símbolos de
un ordenador digital, y las actitudes el análogo de los modos en que el orde-
nador manipula y almacena configuraciones de esos símbolos (Fodor, 1975).
Pues bien, el paralelismo de sintaxis y semántica apunta a que el cerebro
opera causal e intencionalmente a la vez, de manera que el camino causal de
los procesos cerebrales es el camino del juego racional de los contenidos que
esos procesos cerebrales representan (Fodor, 1987). Dicho de otra forma: la
metáfora computacional nos muestra que las propiedades causales de un sím-
bolo se conectan con las propiedades semánticas vía su sintaxis. En todo
caso, lo decisivo para la intencionalidad de las representaciones mentales
sería su rol conceptual, es decir, la totalidad de sus conexiones con otras
representaciones, con la estimulación sensorial y con las rutinas motoras que
desencadenan la conducta subsiguiente (Acero, 185).
De forma coherente con su teoría, el primer Fodor es internista, partida-
rio, al menos desde un punto de vista metodológico, de estudiar los estados
mentales en su contenido restringido. O sea que para la explicación psicoló-
gica lo que haya realmente en el mundo no importa. Al desafío de Putnam
con el experimento mental de la Tierra Gemela, que ya examinaremos, Fodor
respondería defendiendo una vez más su solipsismo metodológico: lo que el
agente tiene en su cabeza es lo que causa su conducta, y no aquello a que sus
estados mentales se refieren8.
En favor de esta teoría representacional de la mente se acostumbra a ale-
gar que nos permite afrontar con éxito el fallo de sustitutividad, al haberse res-
petado aquí lo que el mismo Fodor llama «la condición de Frege». Nos esta-
mos refiriendo a que el lenguaje del pensamiento permitiría dar cuenta de la
opacidad referencial de creencias y deseos. Edipo se casa con Yocasta, pero él
no tiene la creencia de casarse con su madre, aunque Yocasta y su madre sean
la misma persona. Lo que ocurre es que los contenidos de estas creencias están
representados lingüísticamente, es decir, lo están siempre bajo una descripción
determinada. Edipo, en su caja de creencias, guarda una muestra de #me casé
con Yocasta#, pero le falta la muestra de #Yocasta=mi madre#. Así de fácil.

8
El solipsismo metodológico «equivale a la tesis de que los estados o procesos mentales
son completamente individualizados por referencia a ítems internos al organismo cuyos esta-
dos son, y que la investigación psicológica de los estados o procesos mentales debería reflejar
este hecho» (Lyons, 52). Como es bien sabido, no pasaría mucho tiempo antes de que Fodor
se convirtiera al externismo.
Intencionalidad y contenido mental 229

Pero la teoría computacional no consigue explicarnos la referencialidad


de la mente al mundo, esto es, cómo conectan las representaciones con los
objetos reales. Por eso Fodor cambiaría de estrategia radicalmente a partir
de 1987 (Bechtel, 1988/1991, 84). Por si esto fuera poco, la crítica ha denun-
ciado también la índole antibiológica del innatismo fodoriano, que sería por
completo insensible a consideraciones evolucionistas. Finalmente, utilizar las
actitudes proposicionales para explicar el comportamiento de las personas es
una cosa y otra muy diferente afirmar que lo que dentro de ellas sucede
es una computación de representaciones. Lo primero no implica en absoluto
lo segundo, de manera que hay autores que niegan que la teoría representa-
cional de la mente constituya un refinamiento y una elaboración de la psico-
logía del sentido común (Lyons, 6).

11.3.3. Para el enfoque de la teleología (Millikan, 1984), la intencionali-


dad sería un rasgo completamente natural y objetivo de los organismos huma-
nos, tanto el producto de la evolución como los pulmones o los ojos. Así que
deseos y creencias forman clases naturales, y por lo tanto son los «soportes»
de la intencionalidad, los «contenedores» del contenido, en un sentido per-
fectamente literal ya que biológico. Una mirada que sepa apreciar la índole
natural de la intencionalidad habrá de ver los estados y los procesos mentales
del mismo modo en que nos hemos acostumbrado a contemplar las activida-
des de nuestros órganos, esto es, atendiendo a su función propia, lo que quie-
re decir que intentamos aprehender los efectos para tener los que han sido
diseñados por la evolución, en términos de selección natural. Por ejemplo,
creer sería la actividad de un dispositivo diseñado por la evolución para tener
el efecto de producir creencias verdaderas en el creyente.
Que los estados mentales tengan contenido significa que los efectos de las
funciones que les son propias tienen lugar sobre algo que se halla más allá de
las funciones mismas. En definitiva, los contenidos de nuestros estados inten-
cionales quedan fijados por los efectos de sus funciones biológicas propias en
las circunstancias normales de los sistemas a los que corresponden tales efec-
tos (Lyons, 78). Evidentemente ha sido la evolución la que ha asegurado el
éxito de las creencias humanas cuando funcionan de manera estándar, sin
olvidar que los hombres, a diferencia de los demás animales, pueden com-
probar si sus creencias representan verdaderamente el mundo.
Por otra parte, y como es obvio, la posición de Millikan conlleva un exter-
nismo radical: lo que se teoriza desde el enfoque teleológico es en todo caso
el contenido amplio: «Por lo que nada que se halle meramente en la concien-
cia o meramente ‘en la cabeza’ despliega intencionalidad como tal. Por otra
parte, esto significa que es imposible llevar la mirada sólo a la persona del
momento presente, por ejemplo a sus disposiciones lingüísticas o a los mode-
los de su red neurológica, y que se nos ponga de manifiesto la naturaleza
intencional de las frases que pronuncia o de sus representaciones internas…
Ideas, creencias e intenciones no son tales por causa de lo que hagan o pue-
dan hacer. Son tales por causa de lo que, dado el contexto de su historia, se
supone que hacen y de cómo se supone que lo hacen» (1984, 93). En suma,
230 M. Rodríguez González

son sus funciones biológicas, que se explican en términos de historia evoluti-


va, las que determinan las condiciones de identidad de los estados mentales9.
Entre los méritos del enfoque teleológico se encuentra la aparente facili-
dad con que encaja en la normatividad de lo mental (la correcta realización
de las funciones sería, desde luego, el canon básico de normatividad). En
segundo lugar, haría gala de una gran flexibilidad ante el problema de la dis-
yunción o del error (el de decidir cuál de entre varios contenidos alternativos
corresponde a un estado mental de un organismo). Por cierto que, según
algunos críticos, esta flexibilidad sería en realidad excesiva, y comprometería
la validez de toda la aproximación (Acero, 195).
Por último, habíamos venido a decir que el contenido de un pensamien-
to es aquello que se supone que el pensamiento hace. Por lo tanto, la aproxi-
mación teleológica sería además compatible con la noción brentaniana según
la cual el contenido mental debe poder ser descrito al margen de cómo es el
mundo en realidad aquí y ahora. «Aquello con lo que encaja mi pensamiento
no es con el mundo tal y como es sino como se supone que es (o fuese a ser)
si mi pensamiento fuera verdadero» (Lyons, 81).
Pero ha sido Fodor el que se ha aplicado a la tarea de demoler el enfoque
de la teleología. Para empezar, y en contra de las apariencias, no se habría
logrado resolver el problema de distinguir entre las condiciones causales
externas que generan una creencia verdadera y aquellas que generan una
creencia falsa (el problema de la disyunción o del error, puesto en los térmi-
nos más simples)10. En segundo lugar, Fodor nos hace ver la imposibilidad de
que Darwin se case con Brentano, por lo que apelar a la evolución para dar
cuenta del contenido no pasa de ser un acto de fe (no se puede excluir, por
ejemplo, que nuestros mecanismos generadores de creencias sean en el fondo
inútiles para nuestra supervivencia). En tercer término, para la aproximación
teleológica todo lo que tiene función evolutiva propia tendría que acabar
siendo un poseedor de contenido, de modo que deberíamos atribuir estados
mentales genuinos a los pulmones o al hígado. Por último, el criterio teleoló-
gico no nos permite individuar estados mentales particulares, sino solamente

9
Acero ilustra esta conclusión sumaria con el ejemplo siguiente: habría una íntima cone-
xión entre el mecanismo que lleva a los castores a golpear su cola contra el agua para avisar de
la presencia de peligro, la historia evolutiva de ese mecanismo, y el hecho de que esta conduc-
ta signifique la presencia de peligro (195).
10
De este modo va a señalar Fodor el talón de Aquiles de la teleología en toda esta cues-
tión: «Y esto viene a parar, sin embargo, a que esta asunción clave —la de que cuando la situa-
ción es teleológicamente Normal, las muestras de símbolos ipso facto se aplican a lo que las ha
causado— simplemente no sirve. Lo que es verdad, como mucho, es que cuando las muestras
de símbolos están causadas por aquello a lo que ellas se aplican entonces la situación es de facto
teleológicamente normal. Tal vez sea plausible que cuando todo va bien lo que crees tiene que
ser verdadero. Pero ciertamente no es plausible que cuando todo va bien lo que causa tu cre-
encia tiene que ser la satisfacción de sus condiciones de verdad. Si lo queremos decir todavía
de otro modo, si todo lo que la apelación al funcionamiento Normal te permite hacer es abs-
traer de las fuentes de error, entonces las situaciones Normales no van a identificarse con las
situaciones de tipo uno» (1990, 80).
Intencionalidad y contenido mental 231

tipos como creencia, deseo, etc., así que la evolución resulta ser una herra-
mienta demasiado tosca para llevar a cabo la tarea de especificar el conteni-
do intencional.

11.3.4. La semántica informacional o aproximación del procesamiento


de la información (Dretske 1981, 1988) nace con la pretensión de hacer fren-
te al reto de explicar la intencionalidad de los estados cognitivos desde un
punto de vista radicalmente materialista («Se tiene que dar alguna explica-
ción de cómo un sistema puramente físico podría ocupar estados que tienen
un contenido de esta clase» [Dretske, 1980/1991, 355a]). Así que el proyec-
to de Dretske se dirige, una vez más, a la naturalización de la intencionalidad,
puesto que los ingredientes del enfoque del procesamiento de la información
serían puramente físicos. Por lo demás, que el contenido intencional se
reduzca a información viene a significar, entre otras cosas, que el contenido
de un pensamiento depende de sus relaciones externas, de sus relaciones con
el mundo y no con otros pensamientos (Moya, 1994, 240).
Intencionalidad encontramos por doquier en la naturaleza: sería un rasgo
de toda realidad, mental y física. Las teorías informacionales tratan el conte-
nido intencional como un tipo de significado natural, algo semejante a los
índices naturales (el humo señal del fuego). En todos los casos R se convier-
te en representación de que s, y por tanto en portador de la información de
que s, cuando se establece un vínculo nomológico entre la aparición de R y la
presencia de s (Acero, 196). Lo que entonces diferenciaría a nuestros estados
cognitivos es su intencionalidad «de orden superior». El punto de partida
radica en que la información tiene estructura intencional, una estructura que
se deriva de las relaciones nómicas de que depende: «Cualquier sistema físico,
entonces, cuyos estados internos son dependientes según ley, de algún modo
estadísticamente significativo, del valor de una magnitud externa (del modo
en que un instrumento de medida apropiadamente conectado es sensible al
valor de la cantidad que está diseñado para medir) cualifica como un sistema
intencional. Ocupa estados que tienen un contenido que sólo puede ser
expresado de maneras no extensionales» (Dretske, 1980/1991, 357a).
Así que la relación nómica que se establece entre las propiedades (magni-
tudes) F y G es una relación intencional (y la información sería la medida de
esta dependencia mutua). Pero alguien puede saber que x es F sin saber que
x es G (a pesar de que «F» y «G» son equivalentes extensionalmente) porque
puede recibir información al efecto de que x es F sin recibirla al efecto de que
x es G. La teoría de Dretske pasa por ser capaz de acomodar la llamada con-
dición de Frege, y de hacerlo al hilo de una decisiva consideración acerca de
la índole gradual de la intencionalidad. Porque resulta que según esta teoría
tenemos que decir de un galvanómetro que tiene estados intencionales, mien-
tras que resultaría a todas luces ridículo afirmar por ello que un galvanóme-
tro tiene estados cognitivos. ¿Dónde está entonces el límite? Bueno, el cono-
cimiento sería cuestión de algo más que simplemente tener estados
intencionales: los estados intencionales de un galvanómetro no son capaces
de distinguir entre informaciones diferentes, y por eso no son estados cogni-
232 M. Rodríguez González

tivos, porque no son lo suficientemente intencionales (359b). Para el conte-


nido cognitivo de los estados internos de un sistema no sólo resultaría decisi-
va la información que están diseñados para transportar, sino el modo en que
esa información es codificada o representada: «Según esta explicación de las
cosas, la diferencia entre un sistema que sabe que algo es F y un sistema que
simplemente recibe, procesa y tiene su output controlado por la información
de que x es F es que el primero tiene, mientras que el último carece de, un
sistema representacional o de codificación que es suficientemente rico para
distinguir entre que algo sea F y que sea G, cuando ocurre que nada puede
ser F sin ser G» (360b). Así tenemos respetada la condición de Frege al
mismo tiempo que introducida la distinción crucial entre los grados de inten-
cionalidad que corresponden a la mera información y al conocimiento pro-
piamente dicho. Aquellos mecanismos incapaces de representar de una
manera singular los componentes individuales de la información que están
incorporados en las señales que reciben son intencionales, pero no tanto
como para ser cognitivos.
Claro está que la crítica que por lo menos a primera vista resultaría demo-
ledora para la semántica informacional concluye que la intencionalidad no
puede consistir en información, porque puede haber creencias falsas, pero
jamás informaciones falsas. Nos topamos otra vez con ese grave problema tan
aludido que se interpone en el camino a la hora de concebir el contenido de
las creencias en términos informacionales (por lo demás, en general, ¿qué
sucede con los estados intencionales que no se refieren a nada real?, ¿qué
ocurre en definitiva con la inexistencia intencional brentaniana?) El proble-
ma de la disyunción fue detectado por primera vez por Fodor, y hace refe-
rencia a la dificultad de dar cuenta del carácter exclusivo, no disyuntivo, del
contenido intencional. Estrechamente vinculado a él tenemos el problema del
error o de la representación errónea. Como nos indica Acero, el de Dretske
es un enfoque etiológico: es el origen de los estados intencionales lo que fija
su contenido («pirámide>R» sería una ley causal), con lo que nos hallamos
otra vez ante un planteamiento radicalmente externista. Pues bien, justo a
este tipo de planteamientos se les puede dirigir con toda claridad la objeción de
la Disyunción o el Error: R está claro que puede ser activada por muchas cosas
que carecen de las propiedades pertinentes de las pirámides (Acero, 198)11.

11
Acero nos manifiesta, además, en qué estribaría la importancia del problema: señala la
tensión existente entre dos exigencias que a la mayoría de los autores les resultan insoslayables,
la de respetar la normatividad del contenido y la de naturalizarlo.
Y como es sabido, Fodor pretendió zanjar la cuestión con su propuesta de la dependen-
cia asimétrica (el contenido sería igual a información más dependencia asimétrica): «si bien
muchas cosas que no son pirámides producen ejemplares particulares de #pirámide#, los vín-
culos causales ‘no-pirámide>#pirámide#’ son asimétricamente dependientes del vínculo causal
‘pirámide>#pirámide#’» (Acero, 199). Pero acudamos a las palabras del propio Fodor: «Las
vacas causan muestras de ‘vaca’ y (supongamos) los gatos causan muestras de ‘vaca’. Pero
‘vaca’ significa vaca y no gato ni vaca o gato, porque el que haya muestras de ‘vaca’ causadas por
gatos depende de que hay muestras de ‘vaca’ causadas por vacas, pero no al revés. ‘Vaca’ signifi-
Intencionalidad y contenido mental 233

11.3.5. En el caso de Loar (1981), no sería sino el deseo de dar con una
teoría que nos aporte una explicación naturalizada (en el sentido de que enca-
je con las explicaciones de la ciencia natural) y realista (en el sentido de que
tenga que ver con objetos, propiedades y eventos de los que haya razones
para decir que existen) de las actitudes proposicionales, lo que nos lleva
directamente a una explicación por el papel funcional de las mismas, en lo que
un autor como Lyons (1995, 125) ha denominado la forma más pura de fun-
cionalismo. Se intenta naturalizar la intencionalidad buscando una explica-
ción fisicalista de lo que realmente son las actitudes proposicionales, y es que
para Loar los deseos y las creencias serían estados físicos reales con poderes
causales y papeles funcionales12.
Y nuestras actitudes proposicionales se vertebran en dos formas diferen-
tes: «Son relacionales desde el punto de vista funcional («functionally relatio-
nal»), en la medida en que forman parte de una red de actitudes proposicio-
nales, y son relacionales desde el punto de vista veritativo-funcional
(«truth-functionally relational»), en la medida en que tienen una conexión
con un contenido que es ‘sobre algo’» (Lyons, 130). Así que las actitudes pro-
posicionales tienen un papel funcional (conexiones con entradas sensoriales,
salidas conductuales y otras actitudes proposicionales). Pero también se refie-
ren a un contenido que implica relaciones de correspondencia con cosas
extramentales tales como estados de hecho en el mundo (por eso las actitu-
des proposicionales tienen condiciones de verdad). Loar llama a las primeras
relaciones de una actitud proposicional relaciones horizontales, y a las últi-
mas, relaciones verticales.
Aquí tendríamos el plano completo de la intencionalidad, por así decir.
Pero sucede que el talante básicamente internista de la concepción de Loar
se hace ver cuando descubrimos que es el aspecto horizontal de las actitudes,
el de su papel funcional, el único que nos va a permitir identificar estados al
nivel básico de la neurofisiología. Y es que de lo que ante todo se trata,

ca vaca porque, como diré a partir de ahora, las muestras de ‘vaca’ causadas por no-vacas son
asimétricamente dependientes de muestras de ‘vaca’ causadas por vacas» (Fodor, 1990, 91).
Con esto pretende Fodor haber encontrado el elemento que le faltaba a la información para
convertirse en significado.
12
Y no sólo la intencionalidad, también el significado puede ser naturalizado en virtud de
una explicación por el papel funcional. Porque éste depende de aquélla y no al revés. Se tra-
taría de una teoría fisicalista del significado: lo que da significado a nuestras expresiones sería
justamente la realización física de las actitudes proposicionales «en la cabeza», una teoría del
significado, en suma, hecha con ingredientes en absoluto intencionales, como estados cere-
brales y frases que se describen de un modo puramente sintáctico (Lyons, 135-6).
Por otra parte, en su rechazo del lenguaje del pensamiento «a la Fodor» interviene la con-
vicción de Loar de que la relación de las actitudes con las proposiciones no debe ser tomada
acríticamente al investigar lo que realmente está pasando en el cerebro cuando creemos o dese-
amos esto o lo otro. Porque dentro de nuestra cabeza no hay proposiciones ni tampoco frases
que expresen proposiciones, así que no hay lenguaje del pensamiento a partir del que construir
tales frases.
234 M. Rodríguez González

siguiendo la línea de la naturalización, es de trazar el isomorfismo entre los


niveles intencional y cerebral. En relación con este objetivo es como cobra
toda su importancia el aspecto internista de las relaciones horizontales13.
En cualquier caso, lo importante para nosotros aquí es que las relaciones
funcionales de las actitudes proposicionales seleccionan nuestro modo de con-
cebir las cosas. El contenido restringido de un estado mental de un agente no
representa propiamente un estado de cosas real al que el agente se halle vin-
culado, sino la forma en que el agente concibe ese estado de cosas. No un aspec-
to del mundo real, sino del «mundo nocional» del agente (Acero, 183-4). El
contenido no tiene condiciones de verdad propiamente dichas, pero sí condi-
ciones de realización14. Y, naturalmente, es el rol conceptual del estado men-
tal en cuestión en la psicología general del agente lo que determina que ese
estado mental adquiera tales y cuales condiciones de realización15.
Hay dos críticas bastante comunes que se ponen de manifiesto en la obra
de Lyons. En primer lugar, considerar reales a las creencias y a los deseos no
implica necesariamente tomarlos por piezas materiales dentro de las cabezas
humanas. Por otro lado, ¿es de verdad la naturalización que persigue Loar
una naturalización de creencias, deseos, temores, etc., tal y como nosotros los
conocemos en la psicología del sentido común?16.

11.4. INTERNISMO/EXTERNISMO

No podemos pasar por alto, porque es innegable, el hecho de que el inte-


rés presente por la intencionalidad ha venido de la mano del desafío que las
doctrinas externistas han dirigido contra el más tradicional internismo. No
deja de verse una cierta relación entre las dos coordenadas mayores en la dis-
cusión actual de la intencionalidad, la de la polémica internismo/externismo,

13
En su obra principal Loar procede a depurar las dos dimensiones de la intencionalidad,
precisamente con el mismo objetivo en mente: la dimensión del rol funcional quedaría depu-
rada a través de la imposición de determinadas constricciones como son las de la lógica, la
razón y la de intención-deseo-creencia, sobre toda adscripción de actitudes proposicionales; y
la dimensión vertical se depuraría por la introducción de un lenguaje tarskiano sumamente for-
mal y regimentado, con su teoría de la verdad incorporada.
14
Es decir, «el contenido σ restringido determina un conjunto de mundos posibles: el
conjunto de mundos en los que sería el caso que σ. (El conjunto de los mundos en los que
la creencia de A sería verdadera si M fuese una creencia; el conjunto de los mundos en los que el
deseo de A se vería satisfecho si M fuese un deseo, etc.)» (Acero, 184).
15
«Esto quiere decir que el contenido restringido de M lo determina el rol (o papel) cau-
sal que M ejerce en la psicología de A: es decir, en el sistema de interacciones causales posibles
de M con otros estados mentales del agente A (el rol funcional de M es su rol causal descrito
en términos más abstractos que los de las ciencias del cerebro)» (Acero, 184).
16
Las depuraciones de Loar nos habrían distanciado excesivamente de la psicología natu-
ral. Por ejemplo, las actitudes proposicionales tendrían, dentro de su construcción, un conte-
nido restringido, cuando él mismo acaba reconociendo que nuestras actitudes de sentido
común tendrían un contenido amplio y social (Lyons, 148).
Intencionalidad y contenido mental 235

y la del problema de la naturalización del contenido, relación que un autor


como Heil acierta a situar en una preocupación que incluso pudiéramos lla-
mar humanista por las consecuencias de los nuevos planteamientos radicales:
«En segundo lugar, gran parte de la angustia actual en lo concerniente al
lugar que ocupa la intencionalidad en el mundo natural se puede rastrear
hasta los tan extendidos recelos acerca de las implicaciones del externismo.
Casi con seguridad podemos decir, creo, que si estuviésemos en posesión de
una teoría internista de la mente remotamente plausible, muchos, aunque de
ningún modo todos, de estos recelos se evaporarían» (1992, 13). Cierto que a
muchos les parece ya hoy insostenible el clásico internismo como concepción
global de la mente, pero la aceptación sin más del externismo no deja por eso
de intranquilizarles por las previsibles consecuencias corrosivas que tendría
en relación con capacidades que parecen inseparables de lo que casi todos
entenderíamos por mental, como la causación de la conducta y la autoridad
de la primera persona, o incluso el supuesto apoyo que por lo visto debería
prestar el externismo al anti-realismo en la eliminación de las actitudes pro-
posicionales17.
Lo peculiar del contenido de los estados intencionales es que parece ser,
a la vez, interno y externo, estar al mismo tiempo en el sujeto y en el mundo.
La tradición cartesiana, junto con Brentano, subraya el primer aspecto, mien-
tras que el externismo actual el segundo. Pero desde luego coincidimos con
Moya en que una concepción adecuada de la intencionalidad ha de poder dar
cuenta de ambos aspectos (1994, 235). Otro modo de enmarcar la polémica
consiste en distinguir entre contenido restringido (narrow content) y conteni-
do amplio (wide content), para pasar a preguntarnos a renglón seguido cuál
de los dos sería el concepto central en la explicación psicológica. Si contesta-
mos lo primero, seremos internistas, como el Fodor del solipsismo metodo-
lógico. Si lo segundo, habremos negado el núcleo de la concepción tradicio-
nal de la mente, según la cual la naturaleza del mundo externo no entraría en
absoluto en la constitución del contenido intencional, por mucho que, desde
luego, tuviera influencia causal en el mismo (es el modo en que el sujeto se
representa lo que teme, por ejemplo, lo único que tiene importancia para
determinar la naturaleza del contenido intencional de su temor). «Los exter-
nistas argumentan que los contenidos de nuestros estados mentales, la ‘about-
ness’ u ‘of-ness’ de nuestros pensamientos, dependen no sólo de cómo somos,
sino de cómo son las cosas que hay fuera de nosotros, en nuestro medio
social, biológico y físico. Los internistas imaginan que los pensamientos
toman su significado de nosotros solamente, con independencia de nuestras
circunstancias» (Heil, 35).
A favor del internismo, en primer lugar, ha venido hablando en psicolo-
gía un cierto sesgo fisicalista predominante desde el cual sólo había una

17
Los excelentes trabajos de Toribio (2000) y Moya (2000) plantean cada uno de ellos una
forma original de salir de este atolladero.
236 M. Rodríguez González

manera posible de entender la causación intencional. Y es que el contenido


restringido de un estado mental se caracteriza en términos de las propiedades
intrínsecas a la mente de la persona que se halla en tal estado mental, deno-
minándose entonces internismo «al punto de vista que sostiene que el conte-
nido de un estado mental sobreviene en propiedades intrínsecas de los esta-
dos físicos del sujeto y, por tanto, ha de ser individualizado sin referencia
alguna al contexto físico y social en el que el sujeto se encuentra» (Toribio,
2000, 233). Precisamente porque sobreviene en propiedades físicas del suje-
to, el contenido restringido sería relevante en la explicación y la predicción
de la conducta. Los poderes causales de un suceso estarían, desde luego,
completamente determinados por sus propiedades físicas.
En segundo lugar, no hay que olvidar que el internismo tiene mucho que
ver con la línea de pensamiento iniciada en la semántica fregeana y su con-
cepto de sentido. Necesitaríamos un modo no puramente referencial de indi-
viduar estados mentales, porque, si no, seríamos incapaces de explicar cómo
es posible que un sujeto actúe de manera diferente cuando cree que Fa en
lugar de Fb, dado que a=b (Toribio, 2000, 240). E intuimos que esto tendría
que ver con lo ya comentado acerca del carácter subjetivo de la referencia
intencional. Para Frege, precisamente, los pensamientos o proposiciones que
constituyen el sentido de las oraciones son el contenido de las actitudes pro-
posicionales, mientras que la referencia de una oración o estado de cosas
denotado por ella no forma parte del contenido de una actitud. Pero las lla-
madas teorías de la referencia directa como la de Kripke han supuesto un
importante desafío para la semántica fregeana tradicional, desafío que se ha
acabado por extender también a las teorías de la intencionalidad que podría-
mos llamar clásicas, es decir, las internistas. Así, el significado de los nombres
propios, los demostrativos y los índices consistiría en el objeto denotado por
ellos. Su referencia estriba en una relación externa con un objeto particular,
que se concibe por lo general como una relación causal, y no en las imágenes
o los conceptos que un individuo asocie con ellos. Y para los términos de
clase natural ocurre asimismo que «es la relación con un factor externo,
de cuya naturaleza el individuo puede no ser consciente, la que determina el
significado» (Moya, 2000, 212), y no las descripciones que de ellos un indivi-
duo pueda tener en su mente. Los célebres experimentos mentales de Put-
nam y Burge18 suponen sin duda poderosas herramientas de convicción en

18
En «The Meaning of ‘Meaning’», Putnam (1975) presenta un argumento que llega a la
conclusión de que el significado de los términos de clase natural no depende simplemente de
los estados internos de los hablantes, sino de cómo son las cosas en su entorno. Se trata del
experimento mental de la Tierra Gemela: un planeta en algún lugar del universo que es exac-
tamente como nuestra Tierra, pero con una sola diferencia. Allí, el líquido inodoro, incoloro e
insípido que llena lagos y ríos no es agua, no es H2O, sino una sustancia superficialmente indis-
tinguible, pero de composición química diferente, XYZ. Algunos habitantes del planeta
hablan español: cuando dicen «agua», sostiene Putnam, no significan agua, porque agua es
H2O. Cuando ellos dicen «agua» se refieren a XYZ.
Intencionalidad y contenido mental 237

favor del externismo como concepción general de la naturaleza de la mente.


«De los dos aspectos del contenido que hemos señalado, el aspecto externo
me parece básico. Los argumentos externistas de pensadores como Putnam,
Burge o Davidson muestran, en mi opinión de forma concluyente, que el
entorno de un sujeto contribuye de forma decisiva a determinar el contenido
de sus estados mentales y el significado de sus emisiones» (Moya 1994, 239).
De forma que, desde esta segunda posición, el contenido de los estados
mentales dependería para su individuación del contexto físico (Putnam) y
social (Burge) en el que el individuo se encuentra: el contenido amplio (wide
content) de un estado mental está constituido por propiedades externas al
sujeto que soporta tal estado mental; sería un «objeto abstracto que tiene aso-
ciado un conjunto de condiciones de verdad» (Toribio, 2000, 246 y sigs.), lo
que implica, naturalmente, la negación de la doctrina anterior (la de que el
contenido de un estado mental de un sujeto sobrevenga en propiedades
intrínsecas de los estados físicos de ese sujeto).
Pero los problemas planteados por el externismo son numerosos, y no es
el menos importante el de la desaparición de cualquier sentido en que el
conocimiento que el sujeto tiene de sus propios estados mentales pueda ser
especial en comparación con el que el sujeto tenga de hechos externos o
incluso de los estados mentales de los otros. La tesis externista eliminaría
toda posibilidad, por lo menos así lo parece, incluso para la versión más débil
de acceso privilegiado, aquella que rechaza como mítico el carácter infalible
o incorregible de lo mental, pero sigue reconociendo una cierta inmediatez
epistémica en la valoración de los contenidos mentales, es decir, una cierta
autoridad del sujeto sobre el contenido de sus actitudes. El externismo nos
distanciaría del contenido de nuestros propios pensamientos. Nuestro acceso
al mismo nunca podrá ya ser inmediato.

Burge (1979, 1986) amplió esta línea de ataque al internismo con un experimento de pen-
samiento en que nos presenta a Clara, que padece de artritis en los tobillos y está convencida
de que la enfermedad se le ha extendido a los muslos, acudiendo al médico para informarle del
suceso. Pero el doctor le dice que esto es imposible: la artritis es una inflamación de las arti-
culaciones, por lo que nadie puede tener artritis en los muslos. Clara no ha entendido bien la
naturaleza de la artritis, por eso tiene unas creencias verdaderas y otras falsas acerca de ella.
Imaginémonos ahora a un gemelo físico de la paciente de artritis, o a esta misma trasladada de
repente a otro mundo, que vive en una sociedad en que la palabra «artritis» cubre una gama
más amplia de inflamaciones, incluyendo inflamaciones del fémur del tipo que Clara está
sufriendo ahora. Burge sostiene que, a pesar de todo su parecido, el gemelo no tiene en abso-
luto creencias acerca de la «artritis»: tanto Clara como su gemelo usan la palabra, sin duda,
pero con significado distinto. Y lo que se requiere para dar cuenta de esta diferencia es la intro-
ducción del entorno social.
Concepciones como la de Burge, pero también la semántica de Kripke, han sido critica-
das desde el mismo bando externista por chocar supuestamente con el objetivo supremo de la
naturalización de la intencionalidad. Y es que ambas pondrían en juego nuevos elementos
intencionales para dar cuenta del contenido intencional (Kripke, la intención de preservar el
referente en cada eslabón de una cadena causal de comunicación; Burge, la apelación a nor-
mas sociales e instituciones lingüísticas).
238 M. Rodríguez González

Muchos externistas luchan ahora contra esta objeción, mientras que por
otro lado, en segundo lugar, se han podido descartar otras, como por ejem-
plo la de que el externismo favorecía la eliminación de las actitudes propia de
la postura eliminacionista, o la de que, en las versiones que subrayaban el ori-
gen social de la individuación del contenido, tornaba inviable la empresa
general de la naturalización de la intencionalidad. En el presente, sus defen-
sores pueden hacer compatible al externismo con el realismo intencional y
con el naturalismo, como hemos tenido ocasión de apreciar en algunas de las
teorías del contenido intencional antes examinadas.
Por eso el problema más grave sigue siendo sin duda que el externismo
parece entrar en conflicto con la denominada unidad semántico-causal del
contenido. O sea, un agente puede tener creencias con el mismo contenido,
individuado por sus condiciones de verdad, y estas creencias tener efectos
muy distintos sobre su comportamiento. O al revés, creencias con diferentes
contenidos que tuviesen los mismos efectos sobre el comportamiento. Si
el contenido intencional de mis estados mentales depende, aunque sólo sea en
parte, de cómo están las cosas fuera de mí, de mi posesión de ciertas propie-
dades relacionales, entonces no está nada claro cómo ese contenido puede
tener una influencia causal en lo que yo haga. Parece entonces que lo que yo
creo depende de mi «condición amplia», pero lo que yo hago depende de mi
«condición restringida» (Heil, 37, 41). Por eso el solipsismo metodológico de
Fodor contestaba al experimento mental de Putnam afirmando que allí
donde las características «ser un pensamiento-de-agua» y «ser un pensa-
miento-de-agua gemela» son características diferentes, no implican ninguna
diferencia relevante en las capacidades causales de las condiciones mentales
de los agentes (Heil, 49). De manera que en la explicación psicológica se
debería apelar exclusivamente al contenido restringido. Además, los que bus-
can combatir al externismo sostienen que las propiedades que le dan su iden-
tidad a un estado mental son justamente aquellas que lo convierten en algo
causalmente eficaz19.
A estas objeciones habría que añadir la de que el externismo difícilmente
da cuenta de la opacidad referencial de los contextos intensionales, con lo
que no recogería adecuadamente la subjetividad de la relación intencional.
Pero tampoco podría la concepción opuesta acomodar la normatividad del
contenido, mientras que el externismo, al centrarse en las categorías de refe-
rencia y verdad, sí que nos proporciona un canon externo para evaluar el con-
tenido de nuestros pensamientos. En definitiva, las relaciones que guarda el
agente con su entorno explicarían la normatividad de su pensamiento.
Pero a lo mejor la alternativa no es excluyente. Tal vez podríamos combi-
nar las ventajas respectivas de internismo y externismo en una «teoría del

19
La estrategia de los externistas ha consistido a menudo en negar esto, alegando que son
propiedades diferentes. O también en mantener que el contenido amplio sí que tiene eficacia
causal, como quedaría patente en la psicología natural y en la psicología cognitiva.
Intencionalidad y contenido mental 239

doble factor» que, por poner un ejemplo, nos permita compaginar la dimen-
sión explicativo-causal del contenido restringido con la de las condiciones de
verdad de los estados mentales. Sin duda esto no será fácil porque las intui-
ciones que subyacen a las dos concepciones parecen opuestas (aunque no hay
internismo ni externismo que excluyan absolutamente a la postura rival). Pero
ya se han dado algunos pasos en esta dirección. Con toda claridad nos expo-
ne Acero la situación a este respecto: «Para la gran mayoría de filósofos del
momento actual, el internismo y el externismo subrayan otros tantos aspec-
tos fundamentales del contenido: el aspecto interno, cifrado en el rol causal
de la representación o del estado mental, que captura el modo en que el agen-
te o el organismo ven el mundo y que controla la conducta del primero en el
segundo; y el aspecto externo, que se identifica con su referente o sus condi-
ciones de verdad, responsable de las propiedades normativas del estado (o la
representación). A cada uno le compete un cometido. El aspecto interno de
una representación sería el elemento responsable de su conducta, el externo,
el responsable de que esté con el mundo exterior en las relaciones que de
hecho guarda con él» (200). El contenido mental, por tanto, es «un vector
formado por la parte restringida y la parte amplia»20 (Acero, 201).

11.5. CONCLUSIÓN: LOAR VERSUS BURGE

Para dar fin a este trabajo vamos a introducirnos someramente en la polé-


mica que Loar mantuviera con Burge, para apreciar mejor cómo el debate del
externismo, incluida su variante de anti-individualismo21, concluye de
momento en lo que podríamos considerar una situación de equilibrio o
empate técnico.
En el escrito en que nos vamos a centrar (1988), Burge comienza atacan-
do la idea de que, si asumimos el experimento mental característicamente car-
tesiano según el cual todos nuestros pensamientos presentes sobre el mundo
empírico están en el error, todavía podríamos pensar los pensamientos que
ahora estamos pensando. Lo que se afirma es que si el mundo fuese comple-
tamente diferente de como me lo representan mis pensamientos entonces yo
no podría tener estos pensamientos. Semejante declaración externista no ten-

20
Cuestión importante, pero en la que no entraremos, es la de si las dos dimensiones del
contenido son o no son independientes. El que se debata tanto hoy este asunto daría testimo-
nio de la gran dificultad en la que se hallan los autores a la hora de articular coherentemente
los contenidos amplio y restringido.
21
Un autor como Nelkin caracteriza así la oposición individualismo/anti-individualismo:
«Los anti-individualistas mantienen que el contenido de los estados mentales de un indivi-
duo (…) se determina exclusivamente por referencia a interacciones entre los miembros de
una comunidad de sujetos pensantes (conceivers). Los individualistas niegan esta tesis. Afirman
por el contrario que una persona singular, como si dijéramos un Robinson Crusoe de naci-
miento, puede, en principio, adquirir y poseer conceptos» (1996, 229-230).
240 M. Rodríguez González

dría por qué entrar en conflicto, por otra parte, con una caracterización sen-
sata de la autoridad de la primera persona (ya vimos que aquí se localizaba
una de las críticas más socorridas contra el externismo). Es verdad que nues-
tros pensamientos están determinados a ser lo que son, en parte, por la natu-
raleza del entorno, y que no tenemos ninguna autoridad sobre la índole de tal
determinación. Pero en este punto todo se hace una cuestión de grado: «Al
oponerme al individualismo, sin embargo, me estoy oponiendo a la asunción
racionalista tradicional de que, para tener autoridad acerca de los propios
pensamientos, se tiene que tener autoridad acerca de (o al menos poder cono-
cer a priori) todas las condiciones para determinar o individuar la naturaleza
de esos pensamientos particulares» (Burge, 1988, 68).
Tenemos una especial autoridad en lo que respecta a la naturaleza de nues-
tras percepciones visuales, y, sin embargo, Burge cree ser capaz de demostrar-
nos que el individualismo o internismo no es verdadero por lo menos en este
caso. Para ello parte de tres premisas extraídas del estudio del error percepti-
vo: en primer lugar, nuestra experiencia perceptiva representa objetos, pro-
piedades y relaciones que son objetivos (independientes de las acciones, dis-
posiciones y fenómenos mentales del sujeto), por eso podemos tener
percepciones equivocadas y alucinaciones; en segundo término, tenemos
representaciones perceptivas que especifican tipos particulares y objetivos de
objetos, propiedades y relaciones como tales (es decir, no los especifican sólo
en términos del papel que desempeñan a la hora de causar estados percepti-
vos de una cierta clase, con lo que Burge está, entre otras cosas, rechazando la
teoría representacional de la percepción); por último, algunos tipos percepti-
vos que especifican tipos objetivos de objetos, propiedades y relaciones como
tales lo hacen así en parte a causa de las relaciones que se mantienen entre el
perceptor y casos de estos tipos objetivos (70-1). Y, desde luego, estas relacio-
nes incluyen interacción causal (si no se dieran, el perceptor carecería por lo
menos de algunos de los tipos intencionales de los que ahora dispone). La
representación perceptiva, en suma, se genera de forma empírica.
Pues bien, la primera premisa nos indica la existencia de un espacio en
blanco entre los estados físicos e intencionales de una persona y el estado del
mundo que la persona puede ver, mientras que las dos restantes, que presu-
ponen la primera, ya nos indican en conjunción que los estados perceptivos
intencionales de las personas no se individualizan de hecho al modo internis-
ta o individualista…
Burge diseña como ilustración el siguiente experimento mental. Alguien
podría haber visto ciertas pequeñas sombras, y más tarde percibir falsamen-
te una grieta de similar tamaño como sombra22. Luego se considera una situa-

22
«De acuerdo con la primera premisa, estipulo que ninguna de las representaciones o
habilidades de esa persona podría discriminar esa grieta particular del tipo de sombra que se
representa visualmente. Y asumo, de acuerdo con la segunda premisa, que el estado percepti-
vo de esa persona tiene que ser especificado como versando acerca de una sombra» (94).
Intencionalidad y contenido mental 241

ción contrafáctica: en ella, el entorno del agente nunca incluyó sombras en la


etiología de sus estados perceptivos, ni tampoco en la de sus compañeros. Ese
entorno contrafáctico tendría leyes ópticas diferentes y compensatorias que
permiten que las disposiciones físicas del perceptor sean tan adaptativas en él
como en el actual. Aquí, grietas de tamaño adecuado fueron la fuente de los
estados perceptivos de la persona y sus compañeros (teniendo en cuenta que
la historia física de la misma, descrita al margen del entorno, iba a mantener-
se constante en las situaciones actual y contrafáctica). Pues bien, la conclu-
sión que parece imponerse es que mientras que es muy posible para la per-
sona en cuestión tener estos mismos estados perceptivos intencionales de la
situación contrafáctica en la situación actual (ver grietas como grietas), no es
posible que tenga los mismos estados perceptivos intencionales de la situa-
ción actual en la situación contrafáctica (ver grietas como sombras). De
manera que es el entorno el que determina el contenido perceptivo.
Loar, en el bando contrario, se aplica en un primer momento a desmon-
tar el argumento que Burge había consolidado con su experimento mental de
la artritis (1988). Entonces el anti-individualista quería demostrar que el rol
conceptual de una creencia o un deseo era algo completamente distinto del
contenido psicológico de ese deseo (entendido como la adscripción de con-
tenido de la psicología del sentido común23). Una cosa son los roles concep-
tuales de las creencias de alguien, pongamos por caso, y otra diferente las ads-
cripciones de creencias que en el lenguaje corriente son verdaderas de él.
Pues bien, lo que Loar quiere romper, para invalidar la argumentación tan
aparentemente irresistible del externista, es la asimilación entre la adscripción
de contenido en el lenguaje común y la caracterización del contenido psico-
lógico. Toda su argumentación se va a dirigir contra la tesis siguiente, la tesis
(A): «La igualdad de la ocurrencia oblicua o de dicto de un término general
en dos adscripciones de creencia implica, si todo lo demás se mantiene igual,
la igualdad del contenido psicológico de las dos creencias así adscritas» (102).
Que haya dos términos iguales en un par de adscripciones de creencia no ase-
gura que las creencias que se adscriben se individualicen como la misma
creencia en la explicación psicológica de sentido común.
Loar querrá ilustrarnos esto con una variante del célebre ejemplo de Krip-
ke. En el original, Pierre creció en Francia como un niño monolingüe, y allí
oyó hablar de una hermosa ciudad llamada «Londres», de manera que esta-
ba dispuesto a asentir a la frase «Londres est jolie». Más tarde lo llevaron a
vivir a «London», sin que llegara a saber que era el «Londres» del que tanto
había oído hablar. La zona en la que vivía era bastante fea, y él creía que

23
Cuando el doctor mantiene la creencia de que X tiene artritis en los tobillos y cuando
X piensa que tiene artritis en los tobillos, se trataría en realidad de dos creencias diferentes,
puesto que X cree que no sólo tiene artritis en los tobillos, sino también en los muslos. Pero el
sentido común enmascara este hecho, al atribuir a ambos exactamente la misma creencia
(Loar, 100).
242 M. Rodríguez González

«London is not pretty». Pues bien, nuestros principios ordinarios de ads-


cripción de creencias nos llevan a decir, con Kripke, que Pierre cree que Lon-
dres es hermosa y que Pierre cree que Londres no es hermosa (estas adscrip-
ciones serán verdaderas en lo que hemos llamado una lectura oblicua). Pues
bien, la variante de Loar, diseñada para aportar una razón para rechazar (A),
es más o menos la siguiente. A Pierre le habrían llevado esta vez a una parte
de «London» bastante atractiva, de manera que está dispuesto a asentir
«London is pretty», aun cuando todavía no sepa que se trata del mismo
«Londres» del que tanto había oído hablar. Resulta entonces que «Pierre cree
que Londres es hermosa» es verdadero tanto en virtud de hechos anteriores
como de hechos posteriores acerca de Pierre (dándose esta doble verdad en
una lectura oblicua única). O sea que a la pregunta de que cuántas creencias
tiene Pierre hay que responder que dos, dos creencias totalmente distintas
que interactuarían de forma diferente con otras creencias en las explicaciones
psicológicas ordinarias. Dos creencias también distintas desde el punto de
vista de su contenido: es diferente cómo concibe Pierre las cosas en la una y
en la otra, cómo asume que es el mundo, diferencia que por tanto se inscribe
en una dimensión semántica o intencional. Y, con todo, una y la misma des-
cripción es verdadera de Pierre unívocamente por virtud de esas creencias
que son diferentes en contenido psicológico. Piensa Loar haber derrotado así
a la conclusión anti-individualista para la que el contenido depende de facto-
res sociales independientes24. En una explicación restringida o individualista
de la intencionalidad como la que Loar quiere defender interesaría sobre
todo lo que el sujeto piensa de las cosas, la perspectiva individual25.
En definitiva, las cláusulas completivas de las actitudes proposicionales
(las «cláusulas-que»: that-clauses), y en esto viene a concluir toda la argu-
mentación de Loar, capturarían las condiciones de verdad de las mismas que
están socialmente determinadas, imponiendo así un límite a las excentricida-
des de la psicología individual. Pero cuando atribuyen un contenido a los
estados mentales de un agente las clásulas completivas no son capaces de cap-
tar cómo concibe las cosas ese agente, y por lo tanto no nos pueden ayudar
en la explicación de su conducta. Una cosa es el contenido social y otra el
contenido psicológico26.

24
Porque tal conclusión dependería de (B): que las diferencias en la adscripción oblicua
implican diferencias en contenido psicológico, y a (B) lo rechazamos con la misma intuición
que nos valió para despachar (A), la del caso Pierre (106).
25
Como ya vimos en el apartado anterior, esta perspectiva individual determina un con-
junto de mundos posibles en los que los pensamientos del sujeto serían verdaderos en caso de
no ser representaciones fallidas. Estas condiciones de realización reconciliarían el individua-
lismo con el hecho innegable de que la intencionalidad consista en la «outward directedness
of thoughts onto states of affairs» (108-109).
26
«Esto nos ayuda a indicar extrínsecamente el contenido psicológico, antes de que inves-
tiguemos en qué consiste intrínsecamente. Se trata de ese aspecto del pensamiento similar al
contenido («that content-like aspect of thought»), de cómo conciben las cosas los pensamientos,
Intencionalidad y contenido mental 243

En la polémica internismo/externismo, Loar termina reclamando un


punto de partida muy específico. Se habrá de partir no de las cláusulas com-
pletivas, sino de cómo ven las cosas las personas. No sólo habrá de ser visto
el contenido desde la perspectiva de la tercera persona, porque de lo contra-
rio se impondría inevitablemente la tesis externista (desde esa perspectiva, se
nos advierte, los hechos funcionales, neuronales y bioquímicos no determi-
nan las propiedades representacionales [135]). También habremos de situar-
nos ante los modos de concebir las cosas que son nuestros estados psicológi-
camente explicativos. Y estos modos de concebir las cosas están relacionados
con la conciencia de primera persona que tenemos de nuestras concepciones
y del papel que éstas desempeñan en nuestra conducta27.

por referencia al cual consideramos si combinaciones de ellos son racionales, si motivan una
creencia o una acción dadas, y cosas por el estilo» (127).
27
Y, en general, Loar dirige el mismo reproche a la filosofía de la mente cuando señala
sus excesos antifenomenológicos: «A pesar de toda la tradición del último medio siglo, no
resulta nada terrible reconocer que determinados aspectos de nuestro concepto de dolor se
deben a la ‘definición ostensiva’, es decir, derivan directamente de lo que notamos del dolor
en la experiencia» (135).
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Capítulo XII

La teoría representacional de la mente


de Jerry Fodor
Juan Hermoso Durán

Las primeras obras de Jerry Fodor, sobre temas de lingüística y filosofía,


comenzaron a aparecer en los años 60, coincidiendo con los albores de la lla-
mada «revolución cognitiva». Ya desde entonces, las ideas que Fodor ha veni-
do planteando y desarrollando con incansable rigor han ejercido una desco-
munal influencia en los debates conceptuales sobre la mente y la psicología,
unas veces erigiéndolo como representante de la ortodoxia cognitivista y
otras despertando intensas polémicas en el corazón mismo de la reflexión
sobre lo mental. Por esa razón, adentrarnos en su obra nos ofrece, más allá de
su indudable interés intrínseco, una perspectiva excepcional sobre buena
parte de los quehaceres de la filosofía de la psicología de nuestro tiempo.
Las preocupaciones teóricas de Fodor se concentran en tres grandes áreas
profundamente interrelacionadas: la naturaleza de la explicación psicológica
(¿en qué consiste dar una explicación psicológica de un fenómeno?, ¿cómo
son posibles y cómo funcionan tales explicaciones?, etc.), la arquitectura de
la mente (¿cómo podría estar construida una mente para mostrar las caracte-
rísticas que de hecho muestra la mente humana?), y ante todo la integración
del significado en el orden causal del mundo (¿cómo es posible que nuestros
estados mentales, nuestras creencias, deseos o esperanzas, tengan un conte-
nido —aquello que creemos, deseamos o esperamos— y que sea dicho con-
tenido lo que influye causalmente en nuestras conductas?). A lo largo de las
próximas páginas iremos ahondando en estos tres temas, ampliando la sinté-
tica visión ya ofrecida en otros puntos, y tratando de hacer máximamente
accesible el complicadísimo entramado que constituye el pensamiento fodo-
riano.
246 J. Hermoso Durán

12.1. LA EXPLICACIÓN PSICOLÓGICA

12.1.1. La crisis del conductismo

Cuando Fodor publicó La explicación psicológica, en 1968, no sólo había


caído en desgracia el programa de investigación conductista (a modo de
ejemplo, la demoledora reseña del libro de Skinner Conducta verbal, redacta-
da por Chomsky, apareció en 1957), sino que su sucesor natural, el cogniti-
vismo, estaba en marcha: el Simposio sobre Teoría de la Información del Ins-
tituto de Tecnología de Massachusetts, celebrado en 1956 y al que asistieron
entre otros Newell, Simon, Shannon, Miller y el propio Chomsky, suele acep-
tarse como fecha fundacional 1. Paralelamente, la reflexión filosófica en torno
a lo mental, que desde 1949 llevaba la marca de Ryle 2, había dado un giro
decisivo con las propuestas funcionalistas esbozadas por Putnam (1960,
1967a, 1967b) en su célebre serie de artículos basados en la obra de Turing.
Además, la concepción empirista de la ciencia que había sido articulada por
el positivismo lógico (y de cuya aplicación a la psicología es un claro expo-
nente Hempel) acababa de recibir los durísimos golpes que supusieron tex-
tos como «Dos dogmas del empirismo» (Quine, 1951), Patrones de descubri-
miento (Hanson, 1958/1972) y La estructura de las revoluciones científicas
(Kuhn, 1962/1971), quedando profundamente desacreditada. Pese a ello, la
epistemología de la psicología no parecía haberse hecho eco de tanta agita-
ción, y los modelos de explicación psicológica al uso permanecían anclados
en la psicología (skinneriana), la filosofía de la mente (ryleana) y la filosofía
de la ciencia (hempeliana) de la primera mitad del siglo, es decir, a fin de
cuentas, en las diversas vertientes del conductismo. Es a este subdesarrollo de
la metateoría psicológica a lo que Fodor se dispuso a poner remedio con su
monografía; Chomsky, Putnam y Quine eran sus principales inspiradores.

12.1.2. En defensa de la psicología: cómo no ser reduccionista

Como era de esperar, la elaboración de una epistemología de la psicolo-


gía posconductista conllevaba una cruzada en favor de la legitimidad cientí-
fica de apelar a eventos, estados y procesos mentales3 para explicar la con-
ducta, y no sólo a factores ambientales. Pero antes era necesario hacer frente
a críticas aún más básicas, las que atacaban a la psicología no ya por su expla-

1
Para un interesante relato de los primeros días del cognitivismo, puede verse H. Gard-
ner, (1985/1987), en particular los capítulos 2 y 3.
2
Incluso los teóricos de la identidad presentaban todavía sus tesis fisicalistas no como una
refutación, sino como una forma de completar las de Ryle.
3
De aquí en adelante, diremos en ocasiones «evento(s) mental(es)» para designar genéri-
camente, por mor de la brevedad, a eventos, estados y procesos mentales.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 247

nans (los eventos mentales), sino por la vaguedad de su explanandum (la con-
ducta). A este respecto, Fodor admite que probablemente el término ‘con-
ducta’ no esté definido muy claramente, pero lo atribuye a algo que sucede
en todas las ciencias: en los momentos iniciales, una ciencia se identifica por
el conjunto de fenómenos que le interesa explicar, y sólo según va avanzan-
do ella misma proporciona mecanismos para delimitar qué fenómenos for-
man parte de su ámbito de estudio y cuáles no. En otras palabras, «una cien-
cia tiene, en cierto sentido, que descubrir aquello acerca de lo que versa»
(Fodor, 1968/1980, 37). No tendremos un concepto claro de qué es la con-
ducta hasta que nuestra ciencia de la conducta no haya avanzado lo suficien-
te, pero esto no es una peculiaridad de la psicología que pueda esgrimirse en
su contra, sino algo perfectamente normal.
En todo caso, el grueso del arsenal de argumentos antipsicológicos tenía
que ver con la vaguedad de su explanans, los ‘eventos mentales’: si los psicó-
logos querían hablar de la mente, deberían decirnos qué es, planteando una
alternativa coherente al dualismo cartesiano. Ahora bien, Fodor insiste en
que cuando un psicólogo postula un evento mental en la explicación de una
conducta, en ningún modo se ve forzado a comprometerse con que dicho
evento mental no sea físico (es decir, no se ve forzado a comprometerse con
una ontología dualista); lo único que afirma es que no se trata de un frag-
mento de conducta. El mentalismo, por tanto, es lo contrario del conductis-
mo, pero no lo contrario del materialismo4. Por lo demás, será de nuevo el
propio desarrollo de la psicología lo que nos vaya dando pistas sobre qué son
los eventos mentales, de la misma forma que sólo el desarrollo de la genética
permitió comprender qué eran los genes y cómo transmitían los rasgos here-
ditarios. Como veremos más adelante, Fodor dedicará buena parte de su obra
a tratar de seguir esas pistas.
Claro que para que el psicólogo se salga con la suya no basta con adoptar
esa modesta neutralidad ontológica a la espera del progreso científico: si quie-
re que lo que hace pueda llamarse ciencia, tendrá por lo menos que conven-
cernos de que las entidades que postula son el tipo de cosas que pueden actuar
como causas. La idea de que los eventos mentales pudieran no pertenecer a
ese tipo de cosas se nutría de la acuciante duda que había logrado levantar
Ryle (1949/1967): ¿no será la idea misma de un evento mental fruto de una
gran confusión conceptual?, ¿no será el concepto mismo de evento mental
lógicamente incoherente? Si así fuera, desde luego, no serviría de nada mos-
trarnos neutrales sobre qué son los eventos mentales ni refugiarnos en el futu-
ro progreso de la disciplina, ya que difícilmente podría darse tal progreso, ni
por tanto resolverse los escrúpulos ontológicos, desde un punto de partida tan
radicalmente erróneo. Para salvar a la psicología del reduccionismo conduc-

4
Confundir el mentalismo con el dualismo —o sea, pensar que sólo se puede utilizar un
vocabulario mentalista a costa de caer en el dualismo cartesiano— sería, en síntesis, «el peca-
do original de la tradición wittgensteiniana», es decir, del conductismo filosófico heredero de
Wittgenstein y Ryle (Fodor, 1975/1984, pág. 4).
248 J. Hermoso Durán

tista, por tanto, se hacía necesaria, en primer lugar, una defensa encarnizada
de la idea de evento mental y su papel en la explicación de la conducta.
Los campos en los que se celebrará el duelo entre Fodor y Ryle son los de
la teoría de la percepción y del aprendizaje, pero las conclusiones se preten-
den extensibles a toda la psicología. Veamos, a modo de ejemplo, el caso de
la percepción. La concepción que habitualmente tienen los psicólogos sobre
la teoría de la percepción, y que Fodor defiende, es que ésta debe responder
a preguntas acerca de cómo logra el sistema perceptivo realizar determinadas
tareas, y que la respuesta pasará por precisar determinados procesos internos
(es decir, eventos mentales) responsables de dicho logro. Lo que Ryle denun-
ció, como es sabido, es que esa concepción no es más que una «leyenda inte-
lectualista» que forma parte de la «metáfora paramecánica de la mente» —todo
ello consecuencia, al igual que el «mito del fantasma en la máquina», del ver-
dadero pecado original de la filosofía de la mente y la psicología: el error cate-
gorial cometido por Descartes. Según Ryle, no hay eventos mentales que sub-
yazgan a la conducta, sino que los supuestos eventos mentales son en realidad
aspectos de la propia conducta, o lo que es lo mismo, no hay una relación
causal entre eventos mentales y conducta, sino una relación conceptual. Por
esa razón, las cuestiones paramecánicas (causales) sobre «cómo logra el siste-
ma perceptivo ver tal objeto» deberán ser sustituidas por cuestiones de uso
(conceptuales) sobre «cómo se usan descripciones tales como ‘ver tal obje-
to’». Ahora bien, para responder a esas preguntas basta con hacer referencia
a ciertas disposiciones conductuales del sujeto y a la presencia de tal objeto
en su entorno perceptivo; por tanto, la apelación a procesos internos es
superflua, además de lógicamente confusa.
El embate de Ryle es ciertamente duro, pero Fodor contraataca con con-
tundencia: si nos limitamos a plantearnos cuestiones de uso sobre la percep-
ción, como pretende Ryle, todo lo que conseguiremos será enumerar verda-
des necesarias, juicios analíticos que se derivan del significado del término
«usar», al estilo de «‘X percibió el objeto Y’ se usa cuando había un objeto Y
que fue percibido por X». En definitiva, «cualquier teoría empírica de la per-
cepción quedaría sin objeto y sin poder articular cuerpo alguno de verdades
contingentes» (Fodor, 1968/1980, 46). Y desde luego no es ésa la situación
que le interesa al psicólogo, que aspira precisamente a proporcionar verdades
contingentes —sintéticas, de origen empírico— sobre el sistema perceptivo.
Sencillamente, «cómo funciona algo» y «cómo se usa la expresión ‘funcio-
nar’» (o cualesquiera términos equivalentes) son dos preguntas distintas que
dan pie a respuestas también distintas (sintéticas en el primer caso, analíticas
en el segundo), y Ryle no es quien para imponer a los psicólogos la pregunta
que él considera más adecuada.
Quizás la siguiente analogía (adaptada de Fodor, 1975/1984, 27-29) ayude
a comprender la polémica entre Fodor y Ryle, es decir, entre el mentalismo y
el conductismo filosófico. Consideremos las posibles respuestas a la pregunta
«¿Por qué el Cola-Cao es el alimento de los campeones?» Por un lado, pare-
ce razonable decir que el Cola-Cao es el alimento de los campeones porque un
número significativo de quienes beben Cola-Cao son campeones; ésta es una
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 249

respuesta conceptual. Pero, por otro lado, es obvio que también es razona-
ble responder que determinadas características nutricionales del Cola-Cao
hacen que un número significativo de quienes lo beben sean campeones; ésta
es una respuesta causal. La primera respuesta correspondería a las cuestiones
de uso preconizadas por Ryle: a una pregunta ryleana del estilo de «¿Cómo
se usa la expresión ‘el Cola-Cao es el alimento de los campeones’?» tendría-
mos que responder diciendo que dicha expresión es verdadera cuando un
número significativo de quienes beben Cola-Cao son campeones, y que se usa
para afirmar precisamente eso. La segunda respuesta, por el contrario,
correspondería a la «teoría paramecánica del Cola-Cao», que Ryle supuesta-
mente despreciaría. Sin embargo, el ejemplo deja claro que ambos tipos de
respuestas pueden ser coherentes y verdaderas al mismo tiempo, por lo que
no hay razón para rechazar las cuestiones causales.
Aun después de haber vencido los escrúpulos sobre la vaguedad del
explanandum de la psicología (la conducta), sobre la vaguedad y carácter cau-
sal de su explanans (los eventos mentales), e incluso después de haber logra-
do dar respuesta a los argumentos en favor del conductismo, prácticamente
cualquiera que reflexione sobre el tipo de explicación que nos ofrece la psi-
cología —salvo que parta de fuertes convicciones dualistas— se encontrará
en algún momento con la tentación del reduccionismo fisiológico: en el
fondo, los eventos mentales tienen que ser alguna otra cosa, seguramente even-
tos cerebrales, así que al fin y al cabo la psicología acabará, más pronto o más
tarde, por ser reducida a una ciencia más básica. Conseguir no caer en esta
tentación a la vez que evitamos recurrir al dualismo es tarea más difícil de lo
que parece, pero Fodor puede echarnos una mano.
Para lograr mantener el equilibrio en ese terreno intermedio, sin ceder ni
al dualismo ni al reduccionismo, necesitamos poder sostener que de que
admitamos que los eventos mentales son eventos cerebrales no se sigue que
el vocabulario teórico de la psicología sea reducible al de las neurociencias.
Dicho de otro modo, necesitamos poder sostener que de que el dualismo sea
falso no se deriva que el reduccionismo sea verdadero. El fisicalismo de casos
nos proporciona precisamente —apunta Fodor— una forma de hacer cohe-
rente esa tesis. De hecho, el fisicalismo de casos ofrece las mismas ventajas
que el reduccionismo, pero es preferible a éste porque no supone un reque-
rimiento tan exigente que haga (empíricamente) poco viable la unidad de la
ciencia, como sucede con el reduccionismo. En efecto, lo que exige el fisica-
lismo de casos es sencillamente que cada evento (a fortiori, cada evento men-
tal) sea un evento físico. Pero lo que exige el reduccionismo es que, además
de eso, cada género natural sea un género físico.
Veamos por qué el reduccionismo ha de ceñirse a esa exigencia. En primer
lugar, los géneros naturales de una teoría son (por definición) los rangos de
eventos a los que se aplican las leyes propias de dicha teoría. Segundo, para
reducir una teoría (y en último término una ciencia) a otra, debemos ir redu-
ciendo cada una de las leyes propias de la teoría reducida a una ley propia de
la teoría reductora (por medio de leyes-puente). Tercero, las leyes propias de la
teoría reductora deben aplicarse al mismo rango de eventos al que se aplicaban
250 J. Hermoso Durán

las leyes propias de la teoría reducida, así que los géneros naturales postulados
por la teoría reducida deben ser también géneros naturales de la teoría reduc-
tora y, en último término, de la física. Ahora bien, es bastante improbable que
cada género natural sea un género físico, puesto que parece obvio que algunas
de las generalizaciones más interesantes desde el punto de vista de diversas dis-
ciplinas científicas engloban eventos cuyas descripciones físicas no tienen nada
relevante en común (Fodor, 1975/1984, 36), y desde luego nada que pueda ser
reflejado en una ley (en concreto, en una ley-puente). Luego es bastante impro-
bable que el reduccionismo sea verdadero, y si el reduccionismo es el instru-
mento con que aspiramos a lograr la unidad de la ciencia, es también bastante
improbable que la logremos. O dicho de otra manera, el reduccionismo es tan
exigente que hace poco viable la unidad de la ciencia.
La aparente complejidad de este argumento se diluye si consideramos
el ejemplo favorito de Fodor: ¿es posible reducir la economía a la física?
(Fodor, 1975/1984, 36-38). Sigamos los pasos del argumento. Primero: algu-
nas leyes económicas se aplican a los intercambios monetarios, de modo que
los intercambios monetarios son un género natural de la economía. Segundo:
si tratamos de reducir la economía a la física deberemos reducir dichas leyes
a leyes físicas (por medio de leyes-puente). Tercero: esas leyes físicas deberán
aplicarse a los mismos eventos, los intercambios monetarios; eso sí, bajo una
descripción física. Ahora bien, ¿hay alguna descripción física que englobe (a
todos los posibles y sólo) a los intercambios monetarios? ¿Qué tienen en
común, en términos físicos, entregar unas monedas, entregar unos billetes,
firmar un cheque, cargar a una tarjeta de crédito, y todos los demás sistemas
de intercambio monetario que podamos imaginar? Naturalmente, nada rele-
vante —aunque cada intercambio monetario es sin duda un evento físico. Lo
mismo puede decirse si tratamos de realizar la reducción a través de una cien-
cia intermedia, como podría ser la psicología: ¿qué tienen en común, en tér-
minos de los estímulos, respuestas y eventos mentales implicados (todos los
posibles y sólo) los intercambios monetarios? De nuevo, nada relevante.
Y, por supuesto, lo mismo puede decirse también —al menos en opinión de
Fodor— sobre la reducción de la propia psicología a través de las neurocien-
cias. En efecto, resulta evidente que existen generalizaciones interesantes que
se aplican, por ejemplo, a las intenciones, es decir, que las intenciones son un
género natural de la psicología. Precisamente, una de las tareas que encomen-
damos a la psicología es la formulación de tales generalizaciones. Sin embar-
go, ¿qué tienen en común, en términos neurológicos (todos los posibles y
sólo) los eventos mentales que consisten en una intención? Probablemente
nada relevante5, por lo que dichas generalizaciones no podrán ser recogidas
en un vocabulario neurológico —aun cuando cada intención, al menos en los
seres humanos, sea un evento neurológico y, en último término, físico.

5
Sobre todo si tenemos en cuenta la posibilidad de que existan eventos mentales cuyos
sujetos sean autómatas que carecen de descripciones neurológicas, como desde 1960 venía
sugiriendo Putnam.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 251

En definitiva, parece bastante probable —por lo que sabemos— que el


programa reduccionista no pueda llevarse a cabo. El fisicalismo de casos, en
cambio, tiene visos de ser verdadero. Además, y lo que es más importante,
el fisicalismo de casos es suficiente para garantizar que, aunque las leyes que
se aplican a las intenciones (o a los intercambios monetarios) sean leyes psi-
cológicas (o económicas) irreductibles a leyes físicas, los eventos en cues-
tión (intenciones o intercambios monetarios) son eventos físicos, y, por
tanto, los mecanismos en virtud de los cuales dichos eventos cumplen las
leyes psicológicas o económicas son, en último término, mecanismos físicos.
Así que todo va bien: hemos logrado rechazar el reduccionismo sin caer en
el dualismo.

12.1.3. De la psicología de sentido común a la ciencia cognitiva:


leyes intencionales, mecanismos computacionales

En una primera aproximación, ofrecer una explicación psicológica de un


fenómeno consiste, pues, en mostrar su sometimiento a leyes6 cuyos predi-
cados incluyan (además de estímulos y respuestas) eventos mentales. Esta
forma de explicación queda legitimada por el hecho de que la irreductibili-
dad de tales leyes a leyes físicas es compatible, como hemos visto, con el fisi-
calismo de casos. Pero, para poder hablar propiamente de una explicación
psicológica, parece evidente que los eventos mentales en cuestión deben
intervenir en las leyes en tanto que eventos mentales, es decir, en virtud de
su contenido intencional7. Las leyes psicológicas son, en definitiva, leyes
intencionales.
En este sentido, el marco explicativo en el que según Fodor ha de mover-
se la psicología científica presenta a fin de cuentas una significativa continui-
dad con el marco explicativo de la llamada folk-psychology (psicología popu-
lar o de sentido común, la que usamos cotidiana y espontáneamente), ya que
ésta se rige precisamente por la atribución a los sujetos de eventos mentales,
especialmente de estados intencionales tales como creencias, deseos, inten-
ciones, etc. Aunque Fodor admite, ante los ataques eliminativistas, que la ver-
dad del marco explicativo de la psicología popular seguramente sea una cues-
tión empírica, insiste en considerarla un punto de partida «innegociable en la
práctica» (Fodor, 1994/1997, 4). Así, la defensa de la psicología de sentido
común esgrimida por Fodor se articula en torno a su efectividad (con cuánta
frecuencia funciona), su indispensabilidad (cuánto de nuestro comporta-

6
Al menos en la medida en que toda explicación científica consiste en subsumir fenóme-
nos bajo leyes; véase Fodor (1997, 293).
7
Si no añadiéramos este requisito, cualquier ley científica podría ser una ley psicológica.
La ley de gravitación universal, por ejemplo, se aplica (entre otros muchos objetos) a aquellos
seres humanos que creen que hoy es fiesta, así que podríamos decir que es una ley psicológica
de no ser porque la creencia de que hoy es fiesta no interviene, por supuesto, en su someti-
miento a dicha ley. Lo crean o dejen de creerlo, la caída es la misma.
252 J. Hermoso Durán

miento depende de ella), y el grado de profundidad y complejidad que es


capaz de alcanzar8.
Por otra parte, la continuidad entre la psicología de sentido común y la
psicología científica queda reforzada, en opinión de Fodor, por el hecho de
que en ambos casos tratamos con generalizaciones y leyes que sólo se cum-
plen cuando todas las demás condiciones (no especificadas en la propia ley)
permanecen iguales; en otras palabras, tratamos con leyes ceteris paribus. Por
tomar un ejemplo clásico, consideremos que es una ley psicológica que si un
sujeto S desea que Q y cree que una acción P causa Q, entonces, ceteris pari-
bus, hará P; en este caso, ceteris paribus incluye cosas tales como que S no crea
que P tiene además otras consecuencias indeseadas, o que S no olvide que P
causa Q cuando llega el momento de actuar, etc.
Pero, ¿que las leyes de la psicología sean leyes ceteris paribus no va en
detrimento de su estatus científico? La respuesta de Fodor es tajante: no, por-
que todas las leyes de las ciencias especiales —es decir, todas excepto la físi-
ca— son también leyes ceteris paribus. Que los intercambios monetarios pro-
duzcan determinados efectos en el mercado, o que un vegetal lleve a cabo la
fotosíntesis cuando recibe luz solar, por ejemplo, son leyes de cumplimiento
ceteris paribus —«siendo igual todo lo demás». Tan sólo las leyes de la cien-
cia básica —la física— especifican completamente sus condiciones de cum-
plimiento, por lo que no incluyen cláusulas ceteris paribus.
Además, y muy en relación con esto, las leyes de las ciencias especiales
comparten otra característica importante: como se insinuó al final del punto
anterior, las leyes de las ciencias especiales —a diferencia de las leyes físicas—
requieren mecanismos de implementación, mecanismos que expliquen por
qué (o más bien, cómo) los eventos implicados se ajustan a la ley. Si una ley
afirma que si un sujeto tiene determinadas creencias realizará una determina-
da acción (o que si se producen intercambios monetarios en determinadas
circunstancias se producirán ciertos efectos en el mercado, o que si un vege-
tal recibe luz solar tendrá lugar un proceso de fotosíntesis), es legítimo pre-
guntarnos cómo, por medio de qué mecanismos, se da la relación especifica-
da por la ley. Ante una ley física, por el contrario, ya no quedan más preguntas
que hacer —simplemente el mundo es así.
En general, para describir los mecanismos que implementan las leyes de
las ciencias especiales solemos necesitar apoyarnos en el vocabulario teórico
de niveles explicativos inferiores. Así, la descripción de los mecanismos que
implementan la fotosíntesis recurre al vocabulario de la bioquímica, la des-
cripción de los mecanismos que implementan los intercambios monetarios
probablemente habrá de recurrir al vocabulario de la psicología9… pero, ¿qué

8
Para un desarrollo más a fondo de estos argumentos, veáse el primer capítulo de Fodor
(1987/1994), titulado «La persistencia de las actitudes». En el apartado 12.4.3 veremos, ade-
más, cómo la defensa de la psicología de sentido común encuentra un punto de apoyo en la
arquitectura de la mente propugnada por Fodor.
9
Es fundamental recordar aquí que el hecho de que los mecanismos que implementan las
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 253

vocabulario teórico resulta adecuado para describir los mecanismos que


implementan las leyes intencionales? En la tradición reduccionista, la res-
puesta clásica es que las leyes psicológicas se implementan mediante meca-
nismos neurológicos10. Ahora bien, esta respuesta topa con dificultades si
tenemos en cuenta ciertas características de los eventos mentales, como el
hecho de que tengan tanto propiedades causales (creencias, deseos o inten-
ciones, por ejemplo, pueden causar conductas) como propiedades semánticas
(creencias, deseos o intenciones, por ejemplo, tienen un contenido intencio-
nal que es evaluable como verdadero o falso, satisfecho o insatisfecho, etc), y
sobre todo el hecho de que las propiedades semánticas se conservan a lo largo
de los procesos (causales) de inferencia (es decir, que de las creencias verda-
deras se deducen otras creencias verdaderas y de las creencias falsas otras
creencias falsas —lo que hace posible la racionalidad—). En efecto, uno de
los problemas cruciales con los que nos encontramos si pretendemos defen-
der la existencia de leyes intencionales (y por tanto la existencia de un voca-
bulario teórico autónomo para la psicología) es el de hallar unos mecanismos
de implementación que sean capaces de explicar fenómenos como la conser-
vación de las propiedades semánticas. Los mecanismos biológicos no reúnen,
según Fodor, las condiciones para llevar a cabo esta tarea: es poco plausible
que haya propiedades neurológicas tales que, por ejemplo, si mi creencia
(falsa) de que «Hoy es fiesta» se identifica con un estado cerebral y mi deduc-
ción (también falsa) de que «Está cerrado el mercado», con otro estado cere-
bral, sean dichas propiedades neurológicas las que expliquen el hecho de que
mi deducción es falsa al basarse en una creencia falsa, pero habría sido ver-
dadera si hubiera partido de una creencia verdadera.
La apuesta de Fodor es que, si nos preguntamos qué tipo de mecanismos
podría rendir cuenta de estas características, sólo cabe una respuesta: los
mecanismos que implementan las leyes psicológicas son mecanismos compu-
tacionales. Esta idea constituye la primera piedra del proyecto científico de la
ciencia cognitiva, con el que Fodor se muestra estrechamente comprometido.
De aquí a lo que se ha dado en llamar funcionalismo computacional, el cami-
no es corto: basta con la afirmación de que una forma particularmente ele-
gante y eficiente de presentar —por ejemplo— una teoría de un determina-
do proceso psicológico humano es presentar un programa de ordenador que
realice ese mismo proceso del mismo modo que la mente humana (es decir,
que realice una simulación del proceso); el propio programa constituiría
entonces una teoría (a la vez que una instanciación en un medio físico dife-
rente) de ese proceso psicológico. Pero para entender bien la idea de que las

leyes de una ciencia especial deban ser descritos en el vocabulario de otra ciencia de un nivel
explicativo inferior no implica que las leyes en cuestión sean reducibles a leyes de esa otra cien-
cia, por las razones que se expusieron al diferenciar entre reduccionismo y fisicalismo de casos.
10
O bien que los mecanismos neurológicos implementan las leyes asociativas propuestas
por el empirismo —desde el empirismo británico clásico hasta el conexionismo pasando por
el conductismo—, las cuales a su vez explican la coherencia semántica de los procesos inten-
cionales; veáse Fodor, 1997, 295-296.
254 J. Hermoso Durán

leyes psicológicas se implementan mediante mecanismos computacionales


debemos recordar de nuevo a quien la inspiró, Alan Turing.

12.2. EL LENGUAJE DEL PENSAMIENTO

12.2.1. De las propiedades semánticas a las propiedades causales


vía las propiedades sintácticas

Los estados mentales intencionales no son en realidad lo único que mues-


tra tanto propiedades semánticas como causales: lo mismo sucede con los
símbolos. Cualquiera de estas frases escritas, por ejemplo, tiene un contenido
(y por tanto es semánticamente evaluable: es verdadera o falsa), pero también
tiene propiedades causales (como que refleja la luz de un cierto modo, o que
perdura un cierto tiempo en ciertas condiciones). Esta analogía entre estados
mentales y símbolos cuenta con una larga genealogía filosófica11, pero no
comenzó a perfilarse como una posible solución al problema de la imple-
mentación de las leyes intencionales hasta que a Turing se le ocurrió que tal
vez fuera posible construir una máquina que opere con símbolos, y cuyo fun-
cionamiento esté regido por propiedades sintácticas de los símbolos a la vez
que ajustado de manera que conserve sus propiedades semánticas. Puesto
que la sintaxis no consiste al fin y al cabo más que en propiedades físicas de
orden superior (o sea, configuraciones de propiedades físicas, ya sea la forma
de los símbolos, su conductividad eléctrica, etc.), no era demasiado difícil
lograr que el funcionamiento de la máquina dependiera de dichas configura-
ciones. El reto era ajustar la relación entre las propiedades sintácticas y las
propiedades semánticas para que el funcionamiento de la máquina respetara
las propiedades semánticas de los símbolos —por así decir, para que las pro-
piedades sintácticas hicieran de espejo de las semánticas.
Podemos tratar de entender esto imaginando que tenemos varios cofres,
en el interior de los cuales hay números inscritos, y que tenemos también
varias llaves sobre las que grabamos sencillas fórmulas aritméticas, como
«5+2». Cuidando la correspondencia entre las fórmulas y las llaves, no es difí-
cil conseguir que cada llave abra el cofre en el que está la solución de su fór-
mula —en este caso, el cofre que lleva inscrito «7». Es decir, podremos con-
seguir efectos causales (que el cofre se abra o no) que dependen de la sintaxis
(la forma de las llaves), la cual a su vez se ajusta a la semántica (el significado
de las fórmulas)12; en definitiva, tendremos un sistema, aunque mínimo, que
conserva propiedades semánticas. Si consiguiéramos que la forma de las lla-
ves (y la de los cerrojos) se ajustara automáticamente a las fórmulas (y a los

11
Que Fodor (1997, pág. 299) hace remontarse hasta Platón.
12
La metáfora de las llaves es sugerida por el propio Fodor (1987/1994, 40-41): «La sin-
taxis de un símbolo podría determinar las causas y los efectos de sus muestras de la misma
manera que la geometría de una llave determina qué cerradura abrirá.»
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 255

números), sin que tuviéramos que hacerlo nosotros mismos, tendríamos lo


que Turing soñó: una máquina en la que las propiedades causales de los sím-
bolos se conecten con sus propiedades semánticas a través de sus propieda-
des sintácticas. Si tal máquina era posible, nos daría la clave de qué tipo de
mecanismos podrían implementar las leyes intencionales que gobiernan los
eventos mentales (es decir, las leyes psicológicas): mecanismos igualmente
basados en una conexión de la semántica con la causalidad vía la sintaxis.
Y, como sabemos, tal máquina era en efecto posible —cualquier computado-
ra de las que usamos cotidianamente hoy día es un buen ejemplo—; de ahí la
idea de que los mecanismos que implementan las leyes psicológicas son meca-
nismos computacionales, o dicho de otra forma, de que «postular un nivel
computacional de explicación psicológica proporciona una teoría de imple-
mentación para las leyes intencionales» (Fodor, 1997, 296).

12.2.2. ¿Por qué ha de existir un código interno?:


no hay computación sin representación…

Ahora bien, un punto en el que Fodor tiene especial interés en insistir es


que para que la solución de conectar las propiedades semánticas de los even-
tos mentales con sus propiedades causales a través de su sintaxis pueda fun-
cionar —y ésta es a su juicio la única solución que tenemos—, es imprescin-
dible que nos tomemos muy en serio la analogía entre eventos mentales y
símbolos; más aún, que nos la tomemos literalmente. Para que tenga sentido
postular mecanismos computacionales, tiene que haber símbolos (o, en tér-
minos más generales, representaciones) sobre los que computen dichos meca-
nismos —según el dictum fodoriano: no hay computación sin representación.
Así pues, los eventos mentales consisten en (relaciones del organismo o siste-
ma con) símbolos mentales. Pero para que con dichos símbolos se pueda com-
putar, éstos han de formar un sistema de representación, es decir, un código
o lenguaje. Así pues, los eventos mentales consisten en (relaciones con) sím-
bolos mentales expresados en un código de representación interno. Y decir
que en la mente humana existe un código de representación interno equiva-
le según Fodor a resucitar la idea tradicional13, aunque polémicamente con-
traintuitiva, de que existe un lenguaje del pensamiento.
Es interesante remarcar que el espíritu con que Fodor desarrolla esta
hipótesis en El lenguaje del pensamiento (1975/1984) no es polémico, sino
de consolidación: se trata de analizar y explicitar los presupuestos que
desde años atrás venían cimentando la investigación cognitiva. La estrategia
adoptada por Fodor (1975/1984, 27) consiste en demostrar que la hipóte-
sis del lenguaje del pensamiento está implícita en las teorías cognitivas, ya

13
En una tradición que entronca con los numerosos intentos de crear una lengua perfec-
ta (o a menudo, como en este caso, de descubrirla), que se han dado a lo largo de la historia,
de los cuales el más conocido es el esperanto; véase Eco (1993/1994).
256 J. Hermoso Durán

que «su estructura general presupone procesos computacionales subyacen-


tes y un sistema representacional en el que tienen lugar dichos procesos»
(Fodor, 1975/1984, 28), y que por tanto, dado que éstas son las mejores teo-
rías psicológicas de las que disponemos, nos hallamos comprometidos aun-
que sólo sea provisionalmente con la postulación de dicho sistema represen-
tacional interno o lenguaje del pensamiento.
Veamos cómo se desarrolla esta estrategia. Para acometer la tarea de desve-
lar los presupuestos representacionalistas de la investigación cognitiva, Fodor
elige los modelos al uso de tres dominios psicológicos fundamentales: la deci-
sión racional, el aprendizaje (en particular, el aprendizaje de conceptos) y la
percepción (Fodor, 1975/1984, 28-31, 34-42 y 42-51 respectivamente).
¿Qué sucede cuando cualquiera de nosotros decide llevar a cabo una de
las posibles acciones entre las que puede elegir en una situación dada? A la
vista de que los intentos conductistas de reducir las acciones deliberadas a
meros hábitos resultaron inviables, las teorías cognitivistas de la decisión
racional asumen que el sujeto realiza una serie de computaciones en las que
asigna a cada una de las opciones disponibles en su situación una cierta pro-
babilidad de que acarree unas ciertas consecuencias, ordena dichas conse-
cuencias según su preferibilidad, y decide entonces qué hacer en función de
alguna combinación de probabilidad y preferibilidad. Por ejemplo, decidir
racionalmente qué carrera estudiar conllevaría evaluar las consecuencias per-
sonales y laborales de cada una de las opciones accesibles y la probabilidad
de que de hecho sucedan, determinar cuáles de dichas consecuencias nos
resultan más atractivas, y evaluar entonces qué carrera tiene la mejor relación
entre preferibilidad y probabilidad —ya que inclinarse por, digamos, una
preferibilidad altísima pero con probabilidad muy baja sería una decisión
arriesgada14. Aunque esto es un esquema mínimo, común a múltiples teorías,
muestra claramente que para explicar las decisiones de un sujeto hemos de
recurrir a hechos tales como que el sujeto cuenta con medios para represen-
tar que se encuentra en un determinado tipo de situación, que tiene a su dis-
posición determinadas conductas, que las conductas de tales tipos conllevan,
con determinada probabilidad, determinadas consecuencias, que dichas con-
secuencias son más o menos deseables para él, etc. Y contar con los medios
para representar todo esto supone, desde luego, contar con un sistema repre-
sentacional extraordinariamente rico, tan rico que, desde el punto de vista de
Fodor, sólo puede ser un lenguaje: el lenguaje del pensamiento.
También en el terreno del aprendizaje de conceptos las teorías psicológi-
cas presuponen, según el análisis de Fodor, la existencia de un potente siste-
ma representacional interno. Al aprender un concepto —a diferencia de

14
Por supuesto, esto es una idealización: la teoría no afirma que siempre actuemos así,
sino que cuando actuamos de forma plenamente racional lo hacemos así. La idealización es un
mecanismo crucial en las teorías científicas, no un fallo; es de esperar que la propia teoría espe-
cifique qué condiciones (y de qué manera) pueden alterar las predicciones que se desprenden
de la situación ideal (mediante una especificación completa en el caso de la física y mediante
cláusulas ceteris paribus en las ciencias especiales; véase más arriba).
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 257

otros tipos de aprendizaje, como por ejemplo el implicado en la memoriza-


ción de una lista—, aprendemos algo que va más allá de los datos que recor-
damos: aprender un concepto pasa, precisamente, por aprender una genera-
lización que podamos extrapolar a nuevos casos. Tomemos como ejemplo un
paradigma experimental relativamente simple: tratamos de enseñar a un suje-
to el concepto conífera. Para ello vamos presentándole imágenes de distin-
tos objetos; el sujeto deberá decir en cada caso si es o no la imagen de una
conífera, y le informaremos de si su respuesta es correcta o incorrecta. Natu-
ralmente, sólo diremos que el sujeto ha aprendido el concepto cuando
demuestre ser capaz de aplicarlo a imágenes que no se le habían presentado
anteriormente, o lo que es lo mismo, cuando sea capaz de articular la gene-
ralización relevante y extrapolarla. Todo esto equivale a afirmar que el apren-
dizaje de conceptos es un proceso de formulación y comprobación de hipó-
tesis: la única forma de explicarnos los resultados de este tipo de experimento
es suponiendo que a lo largo de los ensayos experimentales el sujeto va for-
mando y poniendo a prueba hipótesis sobre qué propiedad o combinación de
propiedades debe tener el objeto de la imagen para que una respuesta afir-
mativa resulte correcta (y, por tanto —dada la organización del experimen-
to— para que se trate de una conífera). Sean cuales sean los detalles de nues-
tra teoría del aprendizaje de conceptos, lo que está claro —al menos para
Fodor— es que hará depender las respuestas del sujeto de que los datos con
los que cuenta confirmen o no sus hipótesis. Pero toda teoría en esta línea
sería incoherente salvo que atribuyera al sujeto la capacidad de representarse
los datos, las hipótesis, y las relaciones de confirmación entre ambos, y, de
nuevo, para tener esa capacidad, el sujeto habría de disponer de un código
interno, un lenguaje del pensamiento15.
Por último, Fodor señala que una característica básica de las teorías cog-
nitivistas de la percepción es que entienden ésta como un proceso de solución
de problemas, en el que el problema en cuestión no es sino el de inferir las
características de los estímulos distales (el mundo que percibimos) a partir de
dos fuentes de información: las características de los estímulos proximales (la
estimulación sensorial que recibimos) y los conocimientos previos disponi-
bles (lo que ya sabemos sobre nuestro entorno); una teoría de la percepción
sería entonces una teoría sobre cómo el sistema perceptivo se las ingenia para

15
Un argumento adicional esgrimido por Fodor (1975/1984, 57-60) es que, además de
una métrica de confirmación con la que evaluar qué hipótesis cuenta con mayor apoyo empí-
rico, para poder aprender conceptos es necesario disponer de una métrica de simplicidad, ya
que un número indeterminado de hipótesis más o menos complejas pueden ser igualmente
compatibles con los datos, en cuyo caso es esperable que el sujeto prefiera las más simples.
Ahora bien, la simplicidad de una hipótesis es una cuestión formal, por lo que para evaluarla
el sujeto debe tener acceso a información sobre aspectos formales de las hipótesis que formu-
la (como su sintaxis), y si existe tal información es que existe un lenguaje del pensamiento. De
hecho, es bien sabido que, por ejemplo, los sujetos tienden a preferir hipótesis formuladas
como conjunciones afirmativas (P y Q) frente a hipótesis equivalentes formuladas como dis-
yunciones negativas (P o no-Q).
258 J. Hermoso Durán

resolver este problema. Al menos que sepamos —esto es, al menos salvo que
se demuestre que existen mecanismos extrasensoriales como la telepatía o la
clarividencia—, la estimulación que recibimos del entorno proviene de meca-
nismos sensoriales: mecanismos cuyos patrones de excitación e inhibición
responden específicamente a (y por tanto codifican) determinadas propieda-
des físicas (tales como amplitud, frecuencia, etc.) de los eventos ambientales
con los que interactúan causalmente. Es decir, los mecanismos sensoriales
proporcionan información sobre determinadas propiedades físicas de los
eventos del entorno, información que el sistema perceptivo, apoyándose en
los conocimientos de los que ya dispone, utiliza para construir una descrip-
ción del entorno que no se restringe ni mucho menos a propiedades físicas —lo
que vemos u oímos no son, desde luego, cosas como amplitudes o frecuen-
cias, sino más bien como árboles o palabras. Por supuesto, esta tarea de inte-
grar distintos tipos de información, a la que se enfrenta de continuo el siste-
ma perceptivo, es típicamente una tarea computacional, y —ya sabemos— no
hay computación sin representación… Además, los datos experimentales
parecen indicar que dicha tarea probablemente se lleva a cabo a través de dis-
tintos niveles de redescripción de la información sensorial: en el ejemplo
favorito de Fodor, la percepción del habla, se sucederían redescripciones del
input en términos acústicos, fonológicos, morfológicos, sintácticos, etc., todas
ellas imprescindibles para explicar cómo se produce la percepción; en otros
procesos perceptivos habría otros tipos de redescripciones. Pero, una vez
más, para que un sistema sea capaz de computar con distintas redescripcio-
nes ha de tratarse, indudablemente, de un sistema representacional muy
rico16, tan rico que, en opinión de Fodor, el único candidato con posibilida-
des es un lenguaje: el lenguaje del pensamiento. Una forma más breve de lle-
gar a esta misma conclusión es advertir que, en tanto que proceso de solución
de problemas, la percepción pasa —al igual que el aprendizaje de concep-
tos— por la formulación y confirmación de hipótesis, lo cual requiere la dis-
ponibilidad de un lenguaje.
Una aclaración antes de continuar: naturalmente, el cognitivismo podría
ser radicalmente falso y los procesos psicológicos —ya sea la decisión racio-
nal, el aprendizaje de conceptos o la percepción— podrían no ser procesos
computacionales; esto es una cuestión empírica. En lo que Fodor insiste es
en que si son procesos computacionales —si el cognitivismo es en general
verdadero—, su explicación presupone la existencia de un lenguaje de pen-
samiento.

16
Tanto que debe ser —por lo menos— un sistema representacional capaz de distinguir
entre propiedades de distintos tipos que se aplican al mismo evento: de distinguir, por ejem-
plo, en el caso de la percepción del habla, ciertas propiedades acústicas, otras fonológicas,
otras morfológicas y otras sintácticas, todas las cuales son propiedades, en distintos niveles de
redescripción, de un mismo evento (a saber, la frase que oye el sujeto).
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 259

12.2.3. ¿Por qué el código interno ha de ser un lenguaje?

Hasta ahora hemos venido dando más o menos por sentado que la pose-
sión de un sistema representacional interno equivale a la posesión de un len-
guaje. Pero, al fin y al cabo, no todos los sistemas representacionales son lin-
güísticos: parece sensato preguntarse si no podría el código interno ser un
sistema representacional de otro tipo, por ejemplo un sistema pictórico basa-
do en imágenes mentales.
El argumento de fondo para defender que el código interno es lingüístico
parte de la idea de que para dar cuenta de ciertas características de los pro-
cesos psicológicos dicho código tendría que ser tan extraordinariamente rico
y potente como sólo un lenguaje puede llegar a ser. Éste es el argumento que
acabamos de esbozar en tres dominios psicológicos fundamentales, pero cabe
tratar de organizar un poco más los datos y ver qué demandas concretas de
riqueza y potencia expresiva plantean los procesos psicológicos humanos
para que el sistema representacional que exigen tenga que ser lingüístico
(Maloney, 1997). Dicho de otro modo, cuando afirmamos que el código inter-
no tiene que ser tan rico y potente como sólo un lenguaje puede llegar a ser,
¿qué quiere decir exactamente «rico y potente»? Además, esto nos irá indi-
cando algunas de las características que deberá tener el lenguaje del pensa-
miento para poder cumplir las tareas que se le encomiendan, es decir, nos irá
proporcionando algunas pistas sobre cómo es el lenguaje del pensamiento.
En primer lugar, no debe olvidarse que la necesidad de postular un códi-
go interno se origina porque los eventos mentales intencionales —las creen-
cias, los deseos…— tienen, además de propiedades causales, ciertas propie-
dades semánticas entre las que destaca la de ser evaluables como verdaderos
o falsos, satisfechos o insatisfechos, etc. en función de su contenido intencio-
nal. Esta misma propiedad es típica de los enunciados lingüísticos (por lo
menos de los afirmativos), así que si el código interno es un lenguaje pode-
mos explicar con relativa facilidad cosas como por qué una creencia tiene
valor de verdad (es decir, es verdadera o falsa): porque consiste en estar en
cierta relación con un enunciado del lenguaje del pensamiento que tiene valor
de verdad. Por el contrario, si el código interno fuera —digamos— pictórico,
la cuestión se complica: no está claro hasta qué punto, en qué sentido ni bajo
qué condiciones podemos decir que una imagen sea verdadera o falsa. En
definitiva, la evaluabilidad semántica que comparten eventos mentales y
enunciados lingüísticos habla a favor del lenguaje del pensamiento.
La razón crucial por la que los enunciados lingüísticos son semántica-
mente evaluables es que son capaces simultáneamente de denotar un objeto
y de atribuirle ciertas propiedades y no otras. Al decir, por ejemplo, «La casa
es roja», emitimos un enunciado que denota la casa y le atribuye la propie-
dad de ser roja —lo cual puede ser verdadero o falso, de ahí la evaluabilidad
semántica—, pero que no dice nada sobre si la casa es grande o pequeña, de
un piso o varios, con tejado plano o a dos aguas, etc. Una imagen de una casa
roja, por el contrario, aunque pudiera también denotar la casa y atribuirle la
260 J. Hermoso Durán

propiedad de ser roja, difícilmente podría hacerlo sin pronunciarse sobre el


tamaño, el número de pisos o el tipo de tejado —intentar dibujar una casa
roja sin atribuirle ninguna otra propiedad sino el color basta para darse
cuenta del problema. Ahora bien, esta capacidad de denotación y atribución
precisa la tienen también los eventos mentales intencionales —sin duda,
podemos pensar o desear cosas atribuyéndoles unas propiedades y no
otras—, lo cual, de nuevo, resulta más explicable si asumimos que el sistema
de representación interno es un lenguaje y por tanto cuenta también con
dicha capacidad17.
El reverso de esa exactitud con que el lenguaje puede atribuir propiedades
a los objetos que denota es lo que conocemos como opacidad referencial. Que
los pensamientos puedan ser opacos —por ejemplo, que uno pueda creer
que Herman Melville escribió Moby Dick y no creer que el tercer hijo de Maria
Gansevoort escribiera Moby Dick, cuando se trata en realidad de la misma per-
sona— se vuelve más comprensible si los pensamientos consisten en que el
organismo esté en cierta relación con una fórmula de un código interno, pero
no con otra, pese a que esta otra denote de hecho al mismo objeto —en este
caso, a Melville. Al menos a primera vista, por tanto, la opacidad referencial
también favorece la hipótesis de que el código interno es lingüístico.
Sin embargo, los argumentos que Fodor considera claves son los que se
derivan de la productividad y, en especial, de la sistematicidad que exhi-
ben tanto los eventos mentales intencionales como los lenguajes. Decimos
que los eventos mentales intencionales son productivos porque hay, en
principio, un número infinito de pensamientos —ya se trate de creencias,
deseos, esperanzas, etc.— que es posible pensar, cada uno con su propio
objeto y su propio papel causal en la vida mental y conductual del sujeto.
Basta tratar de iniciar una enumeración para percatarse de esta potencial
infinitud: entre los pensamientos que alguna vez podrían tenerse están, por
ejemplo, que «Esta piedra es gris», que «Esta piedra es rojiza», que «1 es
un número primo», que «2 es un número primo», que… Naturalmente,
una forma razonable de explicarnos la productividad es asumir que los
pensamientos (al igual que los enunciados lingüísticos) se construyen com-
binando de diversos modos ciertos elementos básicos —en otras palabras,
que se fundamentan en una semántica combinatoria. Pero esto es precisa-
mente lo que afirma la hipótesis del lenguaje del pensamiento: creer algo
es estar en una determinada relación con fórmulas de un código interno
estructuradas sintácticamente bajo una semántica combinatoria. Y, por
supuesto, si un código tiene fórmulas cuya semántica es combinatoria, ese
código es un lenguaje.

17
En la propuesta de Fred Dretske (1981) las representaciones que cuentan con esta
capacidad se denominan «digitales» y las que no, «analógicas». La digitalización es para Dretske
el proceso clave en la generación de estados cognitivos, lo que diferencia a éstos de los estados
puramente perceptivos (que serían representaciones analógicas), y lo que nos permite identifi-
car su contenido.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 261

Con todo, el argumento basado en la productividad tiene un pequeño


problema, y es que requiere una cierta idealización: aunque en principio
podamos albergar infinitos pensamientos distintos, es obvio que existen limi-
taciones prácticas de capacidad y tiempo —sencillamente, nuestros cerebros
y nuestras vidas son limitados— que resultan aquí determinantes. El argu-
mento dejaría de funcionar si, sencillamente, nos negáramos a aceptar esta
idealización. Por el contrario, la sistematicidad es una característica que tam-
bién comparten el pensamiento y el lenguaje, pero que no parece depender
de ninguna idealización, así que el argumento basado en la sistematicidad se
torna decisivo. Decimos que los eventos mentales intencionales son sistemá-
ticos porque la capacidad de pensar determinados pensamientos está, en
principio, intrínsecamente conectada con la capacidad de pensar otros: por
ejemplo, si alguien es capaz de pensar que Maria Gansevoort era la madre de
Herman Melville, entonces sin duda también será capaz de pensar que Her-
man Melville era hijo de Maria Gansevoort. Y lo mismo puede decirse de (la
capacidad de proferir y entender) los enunciados lingüísticos correspondien-
tes. Como puede apreciarse, la sistematicidad del lenguaje está estrechamen-
te ligada a su productividad, y ambas se fundamentan en la semántica com-
binatoria. Y, nuevamente, parece sensato concluir —al menos no existiendo
evidencia contraria— que dado que el lenguaje es sistemático en virtud de
basarse en una semántica combinatoria, y dado que el pensamiento también
es sistemático, es probable que lo sea, también, en virtud de basarse en una
semántica combinatoria, a saber: la del lenguaje del pensamiento.
Pero aun si aceptáramos, convencidos por estos argumentos, que el códi-
go interno en el que se realizan las computaciones que implementan los pro-
cesos psicológicos es un lenguaje, habría una pregunta que surgiría más pronto
o más tarde: ¿por qué no puede ser un lenguaje natural?, ¿por qué el lengua-
je del pensamiento no puede ser simplemente la lengua materna de cada uno?
—¿acaso no pensamos cada uno en nuestro propio idioma? La respuesta de
Fodor es tajante: el lenguaje del pensamiento no puede ser un lenguaje natu-
ral porque, sin lugar a dudas, hay organismos no lingüísticos que piensan
(animales no humanos, niños preverbales), y, desde luego, no podrían hacer-
lo en un lenguaje natural del que carecen.

12.2.4. ¿Cómo ha de ser el código interno?

En definitiva, si queremos legitimar una psicología cuyas leyes intenciona-


les se implementen mediante mecanismos computacionales —y ésa es, según
Fodor, la única psicología disponible por el momento—, no nos queda más
remedio que aceptar, con todas sus consecuencias, la hipótesis del lenguaje del
pensamiento, al que provocativamente se suele denominar «mentalés». Ahora
bien, tal vez sea posible eliminar parte del rechazo que esta hipótesis pueda
suscitar aclarando qué cosas no implica, cuáles no están entre sus consecuen-
cias. Fundamentalmente, el mentalés no es un vehículo de comunicación inter-
personal como son otros lenguajes —no podríamos desentrañarlo y hablar
262 J. Hermoso Durán

unos con otros en mentalés18—, entre otras razones porque no tiene ortogra-
fía ni fonética —sus símbolos son (por lo que sabemos) estados del cerebro,
no inscripciones ni sonidos19—; además, el uso del mentalés por el organismo
no está mediado por convenciones como en los lenguajes naturales, sino por
«la estructura innata del sistema nervioso» (Fodor, 1975/1984, 77-78).
En efecto, un rasgo esencial que Fodor (1975/1984, 58) atribuye al len-
guaje del pensamiento es su carácter innato. La idea es que si tuviéramos que
aprender el lenguaje del pensamiento, su postulación no serviría de nada,
puesto que aprender un lenguaje conlleva, entre otras cosas, aprender con-
ceptos20, y ya sabemos que el aprendizaje de conceptos requiere un medio en
el que se formulen y comprueben hipótesis, etc.: así que para aprender el len-
guaje del pensamiento necesitaríamos otro sistema representacional interno
previo, que a su vez debería ser un lenguaje… La única forma de evitar una
regresión infinita de lenguajes del pensamiento es admitir que el lenguaje del
pensamiento es innato, que no tenemos que aprenderlo.
El carácter innato del mentalés tiene consecuencias de gran calado respec-
to al tipo de lenguajes que podemos llegar a aprender y a la relación misma
entre pensamiento y lenguaje. Por decirlo con rotundidad, el lenguaje del pen-
samiento es (al menos) tan potente como cualquier lenguaje que podamos
aprender. Al menos los elementos básicos de cualquier lenguaje que aprenda-
mos deben estar ya contenidos en el lenguaje del pensamiento; de no ser así, no
seríamos capaces de aprenderlos. Aunque parezca de perogrullo, es innegable
que en el curso de aprender —digamos— inglés, tendremos que aprender en
algún momento cosas como que el enunciado «The house is red» es verdadero
si y sólo si la casa es roja, y, desde luego, sólo podremos aprender esto si ya sabe-
mos qué significa que la casa es roja, es decir, si ya contamos con algún modo
de representarnos la idea de que la casa es roja que no sea el enunciado inglés
en cuestión. Pero lo mismo puede decirse del aprendizaje de la lengua mater-
na: para aprender que el enunciado «La casa es roja» es verdadero si y sólo si
la casa es roja necesitamos una forma de representarnos la idea de que la casa
es roja que no sea ese mismo enunciado: todavía lo estamos aprendiendo, y no
es posible usar los mismos enunciados que estamos aprendiendo para apren-
derlos. Muchos críticos de Fodor han hecho hincapié en lo contraintuitivo de
esta conclusión: o bien conceptos como «motor de dos válvulas» o «neutrino»
son innatos21, o bien son construcciones a partir de elementos innatos.

18
No es, por tanto, la tan buscada lengua perfecta, aunque se le asemeje, porque no
resuelve el Babel de la diversidad lingüística; veáse nota 13.
19
Que un lenguaje carezca de ortografía o de fonética no es, por otro lado, nada raro: así
sucede, por ejemplo, con el lenguaje de signos utilizado por los sordomudos, o con el lengua-
je náutico de banderas. Gestos manuales, banderas o estados del cerebro serían equivalentes
en este sentido —aunque naturalmente con distintos grados de complejidad.
20
Como mínimo, para aprender un lenguaje L es necesario aprender el concepto frase
correcta en l.
21
Mejor dicho: existen predicados del mentalés, y por tanto innatos, que son coextensi-
vos con predicados de lenguaje natural como «motor de dos válvulas» o «neutrino».
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 263

Respecto a la relación entre pensamiento y lenguaje, este fuerte requisito


sobre la potencia del mentalés implica que la idea de que sólo podemos pen-
sar aquellos pensamientos para los que tenemos palabras —idea que constitu-
ye casi una ortodoxia en lingüística desde Whorf (1956)— debe ser en algún
sentido falsa. En realidad, si la hipótesis del lenguaje del pensamiento es ver-
dadera, la historia es justo al revés: sólo podemos entender aquellas palabras
que podamos expresar en mentalés (o que podamos construir usando como
elementos básicos cosas que podemos expresar en mentalés). En otras pala-
bras: según Whorf el lenguaje delimita el pensamiento; según Fodor, es el pen-
samiento el que delimita el lenguaje (Fodor, 1975/1984, 79-87).
Por lo demás, la hipótesis del lenguaje del pensamiento abre un enorme
territorio inexplorado para psicólogos y lingüistas: el proyecto de investiga-
ción consistente en determinar qué características de la estructura interna del
mentalés se derivan de los datos experimentales sobre los procesos psicológi-
cos y lingüísticos. En la parte final de su obra clave de 1975, Fodor deja esbo-
zados unos primeros pasos en esta dirección.

12.3. EL SIGNIFICADO Y EL MUNDO


12.3.1. La necesidad de una semántica naturalizada
La principal tensión que afecta a los planteamientos fodorianos tiene que
ver con el lugar del significado en el orden del mundo, y se articula entre los
polos del realismo intencional y el materialismo. Por un lado, el realismo
sobre los eventos mentales intencionales se perfila como irrenunciable: si
nuestra teoría nos llevase a negar que existen creencias y deseos —como diría
Fodor—, mal asunto para nuestra teoría. Por otro lado, el compromiso con
el materialismo nos fuerza a admitir que la intencionalidad no es una de esas
«propiedades últimas e irreductibles de las cosas» que los físicos incluirán en
el catálogo que a tal efecto vienen confeccionando (Fodor, 1987/1994, 144).
La pregunta crucial, pues, es cómo podemos hacer compatibles ambos extre-
mos: ¿cómo puede la intencionalidad ser una propiedad real de las cosas sin
ser una propiedad básica de las cosas? Dicho de otro modo: ¿en qué con-
siste el hecho de que un sistema físico tenga estados intencionales?, ¿cómo
caracterizar ese hecho de forma naturalista (es decir, usando un vocabula-
rio no intencional)? O más concisamente: ¿cómo naturalizar la intenciona-
lidad? En definitiva, parece claro que para poder dar sentido a la idea de
que los procesos psicológicos son procesos computacionales que tienen
lugar en un lenguaje del pensamiento, así como, en consecuencia, para
poder «tomarse en serio la idea de que la explicación psicológica es inten-
cional» (Fodor, 1994/1997, 4), es imprescindible contar con una semántica
naturalizada, que Fodor ha tratado de desarrollar en obras como Psicose-
mántica y Una teoría del contenido22. Como resulta previsible, esta necesidad

22
Es decir, a partir de 1987, cuando Fodor, convencido de que la intencionalidad de los
264 J. Hermoso Durán

de una semántica naturalizada se encarna, dentro del marco de la teoría fodo-


riana, en la necesidad de una explicación de cómo adquieren significado los
símbolos del lenguaje del pensamiento.

12.3.2. La semántica informacional ante el problema


de la disyunción: Dretske y Millikan

El punto de partida intuitivo en el que se enraíza la estrategia de natura-


lización ensayada por Fodor es el siguiente: el contenido intencional depen-
de en último término de las relaciones causales que se establecen entre el
evento intencional en cuestión (pensamientos o símbolos) y los eventos del
mundo23; desde una perspectiva más o menos inspirada en el sentido común,
«casa» significa casa porque, en general, lo que causa que pensemos (diga-
mos, escribamos…) «casa» son las casas. Por recapitular la historia hasta
aquí: un evento mental intencional como creer que la casa es roja consiste en
estar en una determinada relación con una determinada fórmula del menta-
lés, que dicha fórmula signifique que la casa es roja consiste en una determi-
nada combinación de unos determinados símbolos elementales constituyen-
tes, y —ahora añadimos— que haya uno de esos símbolos del mentalés que
signifique, por ejemplo, casa consiste en que se den ciertas relaciones causa-
les entre (las instanciaciones de) ese símbolo y las casas. El primer paso se
desprende de la hipótesis del lenguaje del pensamiento, el segundo de que el
lenguaje del pensamiento tiene una semántica combinatoria y el tercero —el
que nos ocupa— de asumir, además, una semántica informacional. En una
aproximación básica, decimos que una semántica es informacional cuando
hace depender el contenido de relaciones causales, puesto que, en principio,
cualquier cosa que sea nomológicamente24 causada por otra lleva información
sobre esa otra —el humo sobre el fuego, las nubes sobre la lluvia, etc.25.

estados mentales no puede consistir sólo en las relaciones internas entre símbolos del menta-
lés (es decir, en su rol conceptual), comienza a poner en marcha una estrategia alternativa,
pasando del internismo radical a asumir cierto grado de externismo.
23
Como el propio Fodor ha señalado, esta línea de trabajo alcanza su máximo desarrollo
en la obra de Dretske (1981), si bien es fácil apreciar en ella resonancias que nos llevan hasta
Skinner.
24
Es decir, de acuerdo con leyes que soporten contrafácticos. Para simplificar la exposi-
ción, en lo que sigue se da por sentado que las relaciones causales entre símbolos y cosas de
las que según la semántica informacional depende el significado de los símbolos deben ser
nomológicas. Así, cuando se diga, por ejemplo, que las instanciaciones de «perro» son causa-
das por perros, habrá que sobreentender que es una ley que las instanciaciones de «perro» son
causadas por perros (aunque ninguna de hecho lo haya sido: la semántica informacional se
preocupa de leyes causales, no de historias causales).
25
Así que en la medida en que este tipo de semántica haga equivaler contenido e infor-
mación, traerá consigo planteamientos pansemanticistas: humo significa fuego, nubes signifi-
can lluvia, etc. Es necesario, pues, introducir elementos correctores que maticen la relación
entre contenido e información.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 265

Como sabemos, el gran punto débil de la semántica informacional es su


incapacidad de hacer frente al problema de la disyunción. Podemos tratar de
entender dicho problema siguiendo un ejemplo clásico: supongamos que, en
efecto, «perro» significa perro porque las instanciaciones de «perro» son cau-
sadas por perros. Ahora bien, parece innegable que hay algunas instanciacio-
nes de «perro» que son de hecho causadas por gatos: cada vez que alguien,
por alguna razón, confunde a un gato visto de lejos con un perro su instan-
ciación de «perro» es causada por un gato visto de lejos —negar esto sería
negar la posibilidad del error. Pero dado que el contenido de «perro» depen-
de de sus relaciones causales, y dado que algunas de sus instanciaciones son
causadas por perros y otras por gatos vistos de lejos, ¿no deberíamos concluir
entonces que «perro» significa en realidad (la disyunción) perro-o-gato-visto-
de-lejos?26 La semántica informacional parece obligarnos a esta conclusión,
que resulta a todas luces inadecuada porque no respeta lo que Fodor llama la
robustez del significado: si algo deben tener en común todas las instanciacio-
nes de «perro» es que, sean cuales sean sus causas, siempre significan perro.
El problema de la disyunción se concreta, pues, en que la semántica
informacional no está preparada para distinguir «entre [1] la instanciación
verdadera de un símbolo que significa algo disyuntivo [en el ejemplo pro-
puesto, que «perro» signifique perro-o-gato-visto-de-lejos y su instanciación
sea verdadera cuando lo que la causa es un gato visto de lejos] y [2] la ins-
tanciación falsa de un símbolo que significa algo no-disyuntivo [que «perro»
signifique perro y su instanciación sea falsa cuando lo que la causa es un gato
visto de lejos]» (Fodor, 1990, 59). En el caso de los perros y los gatos vistos
de lejos, el resultado deseable es obviamente el segundo («perro», de eso
podemos estar seguros, significa perro); tal vez en otros casos el resultado
deseable pudiera ser el primero (si se tratara de símbolos cuyo significado
fuera realmente disyuntivo). Da igual: de todos modos, la semántica infor-
macional no logra distinguir un resultado de otro, así que no ofrece una
explicación satisfactoria ni de cómo puede existir el error, ni de cómo puede
haber conceptos disyuntivos, ni, en definitiva, de cómo puede el significado
ser robusto.
A primera vista, cabe pensar que lo que necesitaría la semántica informa-
cional es que en algunos casos (por ejemplo, cuando se trata de perros) la
causa de la instanciación de un símbolo se convirtiera en su significado, pero
en otros no lo hiciera (por ejemplo, cuando se trata de gatos vistos de lejos).
Según el análisis de Fodor, esto es precisamente lo que suele hacer la semán-
tica informacional para afrontar el problema: intenta trazar una distinción

26
Por esta razón, el problema de la disyunción se denomina también en ocasiones «pro-
blema del error». Sin embargo, el error no es lo único que da lugar al problema: cuando, por
ejemplo, alguien está pensando en trineos (o en gatos) y eso le lleva a pensar en perros, pare-
ce claro que el pensamiento «perro» habrá sido causado por el pensamiento «trineo» (o
«gato»), pero no queremos que eso conlleve que «perro» significa (la disyunción) perro-o-pen-
samiento-de-trineo (ni perro-o-pensamiento-de-gato). Así que las cadenas de pensamiento
también suscitan el problema de la disyunción, y desde luego no constituyen errores.
266 J. Hermoso Durán

entre determinadas situaciones (que se etiquetan como de tipo I) en las que


un símbolo adquiere su significado y otras (tipo II) en las que las instancia-
ciones del símbolo ya no influyen en lo que significa. En las situaciones tipo I,
las instanciaciones de «perro» serían causadas por todo perro y sólo por
perros, de forma que el significado quedaría sólidamente asentado, mientras
que en las situaciones tipo II las instanciaciones de «perro» podrían ser cau-
sadas por otras cosas, abriéndose la posibilidad del error y quedando así,
supuestamente, resuelto el problema de la disyunción.
Los dos esfuerzos teóricos por resolver dicho problema más reconocidos,
tanto el de Dretske (1981) como el de Millikan (1986), son diferentes versio-
nes de esta misma estrategia. En la obra de Dretske, las situaciones tipo I serían
situaciones de aprendizaje y las tipo II situaciones de uso. Simplificando al
máximo, la idea es que, cuando estamos aprendiendo, por ejemplo, qué sig-
nifica «perro», la persona que nos enseña cuidará de que todas (y sólo) nues-
tras instanciaciones de «perro» estén causadas por perros, así que una vez
que haya terminado el período de aprendizaje, en las situaciones de uso, no
importará ya si pensamos «perro» al ver un gato de lejos, porque la correla-
ción entre «perro» y los perros habrá quedado firmemente establecida. En la
propuesta teleológica de Millikan, el problema de la disyunción se resolvería
apelando como situaciones tipo I a aquellas situaciones evolutivamente Nor-
males para las que un evento mental intencional ha sido (darwinianamente)
seleccionado, y como tipo II a las situaciones que no son evolutivamente Nor-
males. Es decir: a pesar de que algunas instanciaciones de «perro» sean cau-
sadas por gatos vistos de lejos, «perro» significa perro, y no perro-o-gato-
visto-de-lejos, porque la función propia (natural) de —digamos— la creencia
de que «Ahí viene un perro» es que el organismo disponga de la información
de que ahí viene un perro y pueda actuar en consecuencia según sus necesi-
dades, favoreciendo su supervivencia, etc. Por lo demás, las situaciones que
se alejan de lo evolutivamente Normal, como que «perro» sea causado por un
gato visto de lejos, serían las situaciones tipo II, que no influyen en el signifi-
cado del símbolo.

12.3.3. Fodor ante el problema de la disyunción:


información + dependencia asimétrica = significado

Fodor ha sido implacable tanto con el intento de Dretske como con el de


Millikan de resolver el problema de la disyunción. La sofisticación y comple-
jidad de sus críticas hacen aconsejable eludir exponerlas en un texto intro-
ductorio como éste, pero cabe indicar que, en líneas generales, tienen que ver
con la idea de que ni la distinción entre período de aprendizaje y período de
uso ni la distinción entre situaciones evolutivamente Normales y no Norma-
les son suficientemente sólidas y nítidas para soportar el peso teórico con que
las cargan Dretske y Millikan.
Ahora bien, ¿cómo podríamos hacer frente al problema de la disyunción sin
apelar a estas distinciones? Aunque como él mismo reconoce (1990, 89) casi
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 267

nadie parece estar de acuerdo, Fodor cree haber dado en el clavo: lo que
necesitamos para dotar de robustez a la semántica informacional (es decir,
para que la mera información se convierta en significado) es sencillamente
una condición de dependencia asimétrica. «Perro» significa perro, y no
perro-o-gato-visto-de-lejos, porque el hecho de que algunos gatos causen ins-
tanciaciones de «perro» depende de que haya algunos perros que también lo
hagan (o sea: porque nunca pensaríamos «perro» al ver un gato a lo lejos si
no fuera porque solemos pensar «perro» al ver un perro), pero, por el con-
trario, el hecho de que los perros causen instanciaciones de «perro» no
depende en absoluto de lo que pase con los gatos (aunque los gatos no exis-
tieran, seguiríamos pensando «perro» al ver un perro). Más esquemática-
mente, gato → «perro» depende de perro → «perro», pero no al revés; o lo
que es lo mismo, gato → «perro» depende asimétricamente de perro →
«perro». En general, las instanciaciones de símbolos falsas son metafísica-
mente dependientes de las verdaderas, pero no viceversa27.
La conclusión de Fodor es que, si todo esto es correcto, podemos decir
que información más dependencia asimétrica es igual a significado, y cuando
menos una parte central del proyecto de naturalizar la intencionalidad puede
considerarse misión cumplida28. Así pues, la cuestión de por qué tienen sig-
nificado los símbolos del lenguaje del pensamiento halla respuesta merced a
una semántica informacional matizada por la condición de dependencia asi-
métrica, y con ello alcanzamos por fin los cimientos del edificio fodoriano.

12.3.4. Contra el holismo

Repasemos, de vuelta, el trayecto que hemos recorrido hasta aquí: resol-


ver el problema de la disyunción (presuntamente, mediante una semántica
informacional corregida por la condición de dependencia asimétrica) es la
forma de conseguir una verdadera semántica naturalizada, conseguir una ver-
dadera semántica naturalizada permite dotar de una base sólida a la hipóte-

27
En consecuencia, una de las diferencias cruciales entre el enfoque de Fodor y la semán-
tica informacional es que para Fodor el significado de un símbolo tiene que ver tanto con la
historia potencial (disposicional) de sus relaciones con las cosas como con su historia actual (es
decir, con su historia en subjuntivo —un gato no habría causado «perro» si los perros no cau-
saran «perro», etc.— tanto como con su historia en indicativo —es necesario que algunos
perros causen alguna vez instanciaciones de «perro»), mientras que para la semántica infor-
macional, como se apuntó en la nota 24, sólo cuentan las leyes causales a las que se acoja el
símbolo (es decir, su historia potencial). En este sentido distingue Fodor entre teorías infor-
macionales puras, como la de Dretske, y mixtas, como la suya. Buena parte de Fodor (1990)
se dedica a desglosar las ventajas y desventajas de una semántica mixta; por supuesto, el balan-
ce final es, a juicio de Fodor, favorable.
28
Y de paso, la condición de dependencia asimétrica evita las consecuencias panseman-
ticistas de la semántica informacional (recuérdese la nota 25): no siempre que hay información
hay significado, porque es necesario que haya también dependencia asimétrica. Veáse al res-
pecto Fodor (1990, 92-93).
268 J. Hermoso Durán

sis de que existe un lenguaje del pensamiento, dicha hipótesis posibilita que
los mecanismos que instancian las leyes psicológicas, intencionales, sean
mecanismos computacionales, lo cual a su vez otorga credibilidad a la noción
de que hay un patrón distintivo de explicación psicológica, que es la explica-
ción intencional. Pese a todo esto, Fodor mantiene que disponer de una
semántica naturalizada (es decir, libre de vocabulario intencional) no basta
para fundamentar la explicación intencional; necesitamos además que dicha
semántica sea atomista.
En la filosofía de la mente y en la filosofía del lenguaje contemporáneas,
al igual que en la propia psicología, el holismo es la doctrina imperante: la
mayor parte de los filósofos y los psicólogos asumen que el contenido de un
evento mental (un símbolo, un enunciado lingüístico, etc.) depende, en
mayor o menor grado, de las relaciones que mantenga con todos los demás.
Pues bien, según Fodor, la necesidad de una semántica atomista viene dada
porque el holismo acaba contradiciendo la posibilidad de la explicación
intencional. El argumento que va del holismo a la imposibilidad de la expli-
cación intencional sería algo así como: todas las relaciones de un evento men-
tal con otros eventos mentales influyen, en mayor o menor grado, en su con-
tenido —eso es lo que afirma el holismo—, luego para que dos eventos
mentales tengan el mismo contenido deben hallarse en las mismas relaciones
con la misma red de eventos mentales (puesto que bastaría con que una de
esas relaciones cambiase para que también cambiase el contenido), luego
nunca hay dos eventos mentales que tengan el mismo contenido, luego nunca
hay dos eventos mentales que puedan englobarse bajo una ley intencional (ya
que tales leyes engloban los eventos mentales en virtud precisamente de su
contenido), luego la explicación psicológica mediante leyes intencionales es
imposible. Dado su irrenunciable compromiso con la explicación intencional,
todo esto indica para Fodor que el holismo es falso y, por tanto, debe ser
combatido poniendo en tela de juicio los argumentos que lo sustentan. En
particular, Fodor (1987/1994, cap. 3) señala —y ataca con dureza— tres vías
por las que el holismo ha hecho mella en la filosofía: una vía epistemológica,
que parte de la crítica de Quine (1951) al empirismo29, otra que se origina en
la definición relacional de los eventos mentales típica del funcionalismo, y
una tercera arraigada en la semántica de rol conceptual30. La complejidad de

29
Es importante subrayar aquí que las objeciones de Fodor se dirigen contra una cierta
interpretación holista de los planteamientos epistemológicos de Quine, y no contra dichos
planteamientos. De hecho, el propio Fodor se inspirará en ellos al construir su arquitectura de
la mente (véase el punto 12.4). Por lo demás, Fodor considera irónico que se encuentre preci-
samente en Quine una base para el holismo del significado cuando «Quine no es un holista del
significado. Es un nihilista del significado» (Fodor, 1987/1994, 104).
30
Entre los psicólogos, por otra parte, es probable que la predominancia del holismo tenga
relación más bien con planteamientos epistemológicos como los de Hanson (1958/1972) y
Kuhn (1962/1971), y en último término provenga de la teoría de la percepción, desde la Gestalt
hasta el New Look: la idea clave sería que no hay una distinción clara entre observación e infe-
rencia, es decir, que lo que se ve depende de lo que se cree. Al hablar de la hipótesis de modu-
laridad veremos que Fodor rechaza también este punto (véase el apartado 12.4.3).
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 269

este triple debate hace aconsejable obviar su exposición en unas páginas,


como éstas, de carácter introductorio. En todo caso, el fondo del argumento
de Fodor no podría ser más claro: si el holismo es verdadero, entonces la
explicación intencional es imposible; pero sabemos que la explicación inten-
cional es posible, luego el holismo tiene que ser falso.

12.4. LA MODULARIDAD DE LA MENTE

12.4.1. Módulos y sistemas centrales

Todo el tortuoso camino de argumentos y contraargumentos que venimos


siguiendo no es —recordemos— sino un intento de legitimar con todo rigor
la utilización de un vocabulario mentalista en la investigación psicológica con
el que ésta quede liberada del yugo del reduccionismo. Una vez asentados
estos cimientos, había de dar comienzo la edificación: la labor de dotar de
contenido a la teoría psicológica. Cuando los primeros psicólogos cognitivos
empezaron de hecho a trabajar en esta línea, uno de los primeros temas de los
que se ocuparon fue, naturalmente, la percepción31. Buena parte de la bata-
lla contra el conductismo consistió en mostrar que la percepción es algo más
que respuesta discriminativa, así que para explicarla no bastaba con la teoría
del aprendizaje. Aunque a menudo —en opinión de Fodor— sin distinguir-
las claramente, las características de la percepción a las que los cognitivistas
apelaban para ello eran dos: su inferencialidad y su no-encapsulamiento. Por
inferencialidad se entendía que la percepción es en realidad un proceso men-
tal (computacional) extraordinariamente complejo, cuyo desarrollo es similar
a la resolución de problemas32. Por no-encapsulamiento se entendía que en la
percepción intervienen, condicionando su curso y resultados, eventos menta-
les tradicionalmente considerados de orden superior como las creencias y los
deseos. Este doble presupuesto venía definiendo la investigación sobre per-
cepción cuando en 1983 se publicó La modularidad de la mente —quizás el
texto más polémico e influyente de Fodor, al menos entre los psicólogos—,
donde la concepción cognitivista del sistema perceptivo era sometida a una
dura revisión. El punto de partida, en concreto, era que el cognitivismo esta-
ba en lo cierto sobre la inferencialidad de la percepción, pero que los con-
ductistas tenían razón, después de todo, en que la percepción es un proceso
encapsulado, es decir, que opera aisladamente respecto del resto del sistema

31
La concepción cognitivista de la percepción que Fodor discute en lo que sigue se
corresponde de forma explícita con lo que conocemos históricamente como «New Look». La
controversia es empírica: «De hecho, gran parte del interés empírico de la tesis de modulari-
dad reside en que las predicciones experimentales que de ella se derivan tienden a oponerse
diametralmente a las que proponen los enfoques del New Look» (Fodor, 1983/1986, 100).
32
Recuérdese en este sentido la exposición de cómo las teorías cognitivistas de la per-
cepción presuponen según Fodor la hipótesis del lenguaje del pensamiento, en el aparta-
do 12.2.2.
270 J. Hermoso Durán

cognitivo. Para fundamentar esta postura, Fodor desarrolló toda una teoría
sobre la arquitectura funcional de la mente, cuya piedra angular es la distin-
ción entre módulos y sistemas centrales.
Un módulo es un subsistema cognitivo que presenta (en un grado significa-
tivo) las siguientes características básicas: especificidad de dominio o dedicación
(es decir, está especializado en tareas relativas a un determinado tipo de input o
de output, por ejemplo contenidos de origen visual, o contenidos lingüísticos),
encapsulamiento o impenetrabilidad cognitiva (es decir, no es sensible a la infor-
mación proveniente de subsistemas superiores), autonomía computacional (es
decir, no utiliza los recursos cognitivos globales del sistema, como la memoria o
la atención), carácter innato, carácter compacto (es decir, está asociado a un
mecanismo neural localizado) y carácter no ensamblado (es decir, no está com-
puesto de otros subsistemas cognitivos más elementales, sino que sus funciones
son ejecutadas directamente por su mecanismo neural). Además, otros rasgos
que probablemente compartan los sistemas modulares son un funcionamiento
rápido (en comparación, naturalmente, con los sistemas centrales), obligatorio
(es decir, automático, fuera del control voluntario del sujeto) e inaccesible a la
conciencia, así como pautas específicas tanto de desarrollo ontogenético como
de deterioro. La idea clave es que cuando un subsistema cognitivo es específico
de dominio tiende a manifestar también el resto de estas propiedades.
Por oposición, podemos perfilar la idea de un sistema central diciendo
que se trata de un subsistema cognitivo cuyo dominio es general, que no está
encapsulado, no es computacionalmente autónomo, tiene un fuerte compo-
nente aprendido, no está asociado a mecanismos neurales localizados, está
ensamblado a partir de subsistemas más elementales, es relativamente lento,
puede ser controlado a voluntad, cuyo funcionamiento puede a menudo ser
seguido introspectivamente, y cuyo desarrollo y deterioro siguen pautas más
bien difusas. Pero lo que define fundamentalmente a los sistemas centrales
son las propiedades que Fodor, inspirándose en los planteamientos episte-
mológicos de Quine33, denomina isotropía y quineanismo. La confirmación
de hipótesis científicas es isotrópica en tanto que la información relevante
para la confirmación puede, por decirlo bruscamente, provenir de cualquier
parte —«de cualquier área del universo de verdades empíricas (o, por
supuesto, demostrativas) previamente establecidas» (Fodor, 1983/1986, 148).
Además, la confirmación de hipótesis científicas es un proceso quineano. El
quineanismo consiste en que el grado de confirmación que se atribuye a una
determinada hipótesis «es sensible a […] propiedades del sistema de creen-
cias en su totalidad» (Fodor, 1983/1986, 151) tales como simplicidad, plausi-
bilidad o parsimonia. En la medida en que el funcionamiento de un subsiste-
ma cognitivo sea —como la confirmación de hipótesis científica— isotrópico
y quineano, dicho subsistema es un sistema central, es decir, no es un módu-
lo. Isotropía y quineanismo son, a grandes rasgos, lo contrario de especifici-
dad de dominio y encapsulamiento.

33
Veáse nota 29.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 271

Pues bien, la hipótesis de modularidad afirma que los sistemas de entra-


da (es decir, la percepción y el lenguaje), y probablemente también los siste-
mas de salida (de integración motora), son módulos. Pero de alguna forma
tiene que ser posible que el sistema cognitivo ponga en contacto la informa-
ción relativa a diversos dominios proporcionada por los diversos módulos, así
que si es cierto que los sistemas de entrada, además de ser específicos de
dominio, están encapsulados (es decir, son módulos)34, entonces deben exis-
tir otros subsistemas cognitivos que operen simultáneamente en diversos
dominios y no estén encapsulados (es decir, que no sean módulos). Ése sería
el papel de los sistemas centrales. En efecto, la hipótesis de modularidad afir-
ma también que los procesos psicológicos globales que confluyen en la fija-
ción de creencias (tales como la solución de problemas, o, en general, todo
razonamiento que no sea demostrativo35) son isotrópicos y quineanos: «[…]
el nivel de aceptación de una determinada creencia depende del nivel de
aceptación de cualquier otra [isotropía] y de las propiedades del conjunto
total de creencias del individuo [quineanismo]» (Fodor, 1983/1986, 154).
Ahora podemos ver claramente por qué —a juicio de Fodor— el con-
ductismo tenía parte de razón. Aunque una teoría conductista de la percep-
ción era inviable porque los sistemas de entrada son computacionalmente
complejos —en eso se parecen a la cognición—, lo que sí es cierto es que
están computacionalmente encapsulados —en eso se parecen a los reflejos
(Fodor, 1990, 198). La apuesta de Fodor —claro está— es una psicología
cognitiva que acomode la hipótesis de modularidad.
En otro orden de cosas, es interesante constatar cómo la taxonomía de los
procesos cognitivos propuesta por Fodor entronca con una tradición tan cen-
tral en la historia de la psicología como la psicología de las facultades —no en
vano, La modularidad de la mente se subtitula Un ensayo sobre la psicología de
las facultades—, desde los intentos «poco serios» (Fodor, 1983/1986, 19) de la
frenología de Gall hasta la psicología diferencial. En particular, Fodor refina la

34
Podrían ser específicos de dominio, pero no estar encapsulados y, por tanto, no ser
modulares (o tambien viceversa): «En este sentido, un sistema puede ceñirse a un domino
dado sin necesidad de estar encapsulado (limitándose, por ejemplo, a un ámbito relativamen-
te reducido de problemas, pero sirviéndose de toda la información que esté a su alcance). Por
otra parte, un sistema puede ser inespecífico con respecto a un dominio concreto y a la vez
estar encapsulado (en cuyo caso, emitirá respuestas a cualquier problema que se le presente,
aunque basándose en información muy restringida, sin abarcar toda la información relevante»
(Fodor, 1983/1986, 147). En resumen, especificidad de dominio y encapsulamiento son lógi-
camente independientes, y lo que afirma la hipótesis de modularidad es precisamente que en
el caso de los sistemas de entrada / salida ambas propiedades coinciden, es decir, que dichos
sistemas son módulos. Por eso la modularidad se presenta como una hipótesis empírica, no
como un análisis lógico.
35
Que un razonamiento no sea demostrativo quiere decir que su conclusión no se sigue
necesariamente de sus datos o premisas. Por ejemplo, resolver una ecuación de primer grado
es demostrativo; hacer una quiniela es (muy) no demostrativo (si alguien conociera un método
demostrativo para hacer quinielas, nadie estaría dispuesto a dar dinero por acertarlas). Fodor
defiende que en general la fijación de creencias se parece más a las quinielas que a las ecua-
ciones.
272 J. Hermoso Durán

distinción entre facultades verticales, que corresponderían a los módulos, y


facultades horizontales, que corresponderían a los sistemas centrales. Y tam-
bién es interesante constatar cómo la taxonomía fodoriana se distancia de la
idea tradicional que distingue por un lado las facultades verticales de la per-
cepción y por otro las facultades horizontales del pensamiento y el lenguaje
(Fodor, 1983/1986, 72). De acuerdo con la hipótesis de modularidad, la per-
cepción y el lenguaje forman juntos una clase natural, la de los sistemas de
entrada. Desde luego, eso no implica que el lenguaje no tenga también un papel
crucial en los sistemas centrales, ya que un mismo mecanismo psicológico
puede, en diversos aspectos, pertenecer a varias categorías funcionales.
Por último, una observación que puede a estas alturas parecer algo para-
dójica: según el propio Fodor, es una limitación inherente a la psicología
computacional que los sistemas centrales le resultan intratables. De hecho, lo
que Fodor (irónicamente) aspira a establecer como «Primera ley de Fodor
sobre la inexistencia de la ciencia cognitiva» afirma que «cuanto más global
(cuanto más isotrópico) es un proceso cognitivo, tanto menos se comprende.
Los procesos muy globales, como el razonamiento, no se comprenden en
absoluto» (Fodor, 1983/1986, 151). La razón de que, a pesar de esto, Fodor
haya dedicado la mayor parte de su obra a defender la psicología computa-
cional es que, a su juicio, es la única psicología que por lo menos nos permi-
te comprender algo —aunque sea sólo los subsistemas modulares y una idea
general de cómo funciona la mente.

12.4.2. ¿Por qué debe la mente ser modular?

La cuestión de si la arquitectura de la mente humana es o no modular


deberá resolverse experimentalmente. Sin embargo, cabe buscar apoyo para
la hipótesis de modularidad —aunque no sea un apoyo decisivo— en argu-
mentos que muestren que una arquitectura modular resultaría evolutivamen-
te más ventajosa que una arquitectura no modular. En concreto, cabe pre-
guntarse qué ventajas evolutivas podría aportar que los sistemas de entrada
fueran modulares (y cuáles que no lo fueran). Dicho de otra forma: dada la
función que cumplen los sistemas de entrada, ¿hay alguna razón por la que
un mecanismo modular (o bien uno no modular) esté mejor capacitado para
cumplir dicha función?36
Naturalmente, la respuesta a esa pregunta depende crucialmente de cuál
consideremos que es la función que cumplen los sistemas de entrada. Como
buen cognitivista, Fodor parte de que la función de la percepción tiene que
ver fundamentalmente con la fijación de creencias: percibir sirve para tener
creencias verdaderas37. Más específicamente, «[…] la idea es que ciertos esta-

36
Por supuesto, la misma cuestión podría plantearse respecto a los sistemas de salida
(integración motora).
37
Posteriormente, esas creencias verdaderas sirven —junto con necesidades, deseos…—
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 273

dos orgánicos registran los estímulos proximales por los que son causados, y
que ciertos procesos cognitivos infieren la organización de los objetos dista-
les locales a partir de los efectos orgánicos de dichos estímulos proximales.
[…] La función de los mecanismos perceptivos es ejecutar esas inferencias»
(Fodor, 1990, 209). Así que, en definitiva, la pregunta a la que nos enfrenta-
mos es: cuando se trata de ejecutar esas inferencias, ¿qué ventajas evolutivas
podría conferir hacerlo mediante un mecanismo específico de dominio y
encapsulado?
En cuanto a la especificidad de dominio, Fodor argumenta que en las
inferencias que realiza el sistema perceptivo se da la peculiaridad de que
siempre y cuando la información que el sistema perceptivo tiene en cuenta se
restrinja a los efectos orgánicos de los estímulos proximales, dichas inferen-
cias pueden ser realizadas mediante procedimientos computacionales algorít-
micos (o sea, que —por así decirlo— garantizan que si se parte de «datos»
correctos se obtendrán resultados correctos); pero, si no se respetara esa res-
tricción, tampoco se cumpliría tal garantía. Por ejemplo, nuestro sistema de
percepción del habla es capaz, con una rapidez y seguridad extraordinarias,
de inferir una descripción correcta del contenido de lo que dice un hablante
basándose exclusivamente en los efectos auditivos de los sonidos que emite
—suponiendo, por supuesto, que seamos hablantes de la misma lengua. Pero
si, como de hecho sucede en fases posteriores (no modulares) del análisis, se
empezaran a tener en cuenta otras fuentes de información —lo que uno cree
sobre el hablante, sobre sus intenciones, sobre las circunstancias, etc.—
entonces la rapidez y la seguridad se disiparían, porque para resolver ese tipo
de inferencias no hay algoritmos con los que el sistema cognitivo pueda con-
tar —como cualquiera puede comprobar diariamente. Y lo mismo sería váli-
do para los demás sistemas de entrada. En otras palabras, el precio que hay
que pagar para que los mecanismos perceptivos sean algorítmicos (y por tanto
rápidos y seguros) es que sean insensibles a información ajena a su dominio
específico. O al revés: la ventaja de la especificidad de dominio de los sistemas
de entrada es que permite que dichos sistemas operen algorítmicamente.
Pero si queremos concluir que un sistema modular estaría mejor capaci-
tado que uno no modular para realizar las tareas que realizan los sistemas de
entrada, además de que sea ventajosa la especificidad de dominio, necesita-
mos que también lo sea el encapsulamiento. Quienes han defendido que la
percepción no está encapsulada han apelado a menudo al argumento de que
si las creencias y expectativas del sujeto pueden condicionar sus procesos per-
ceptivos, ello permitirá conclusiones correctas, y más veloces, a partir de estí-
mulos menos claros —al menos cuando dichas creencias y expectativas sean
también correctas. Así pues, el no encapsulamiento evitaría —digamos—

para tomar decisiones que guíen la conducta de forma que se maximicen las posibilidades de
supervivencia, reproducción, etc. Pero la función de la percepción no es, en general, guiar
directamente la conducta; eso equivaldría a reducir el sistema cognitivo a un sistema de refle-
jos. Véase Fodor (1990, 207-208).
274 J. Hermoso Durán

tener que procesar a fondo toda la información estimular. La idea parece


razonable: si en determinadas circunstancias, por ejemplo, un organismo
espera toparse con un depredador, cualquier pequeña pista hará que detecte
rápidamente al depredador sin tener que analizar el estímulo en todos sus
detalles, y eso podría ser una ventaja muy relevante para escapar. Sin embar-
go, Fodor (1990, 217-221) ha señalado que esta línea de argumentación se
basa en dos presupuestos que ni ha demostrado ni puede demostrar: prime-
ro, que el coste computacional (especialmente en términos de velocidad) de
incluir en el procesamiento perceptivo creencias y expectativas sea menor
que el de procesar el estímulo a fondo, y segundo, que para un organismo sea
a fin de cuentas más ventajoso ser rápido cuando sus expectativas son correc-
tas que ser exacto cuando no lo son. Respecto al primer punto, es bien posi-
ble que un sistema perceptivo sensible a las creencias y expectativas del orga-
nismo relevantes en cada circunstancia fuera en realidad un sistema más
lento, puesto que en algún momento habría que resolver el problema de cuá-
les son las creencias y expectativas relevantes de entre toda la red de creen-
cias y expectativas del organismo, dotar al sistema perceptivo de acceso a
ellas, determinar si se ven efectivamente corroboradas por la información que
maneja el sistema perceptivo, etc. Respecto al segundo punto, es bien posible
que para un organismo sea más ventajoso ser algo más lento cuando sus
expectativas son correctas y, a cambio, no equivocarse cuando no lo son, que
ser algo más rápido cuando sus expectativas son correctas pero correr el ries-
go de equivocarse cuando no lo son. Siguiendo con el ejemplo: incluso si
ignoramos el primer punto y concedemos que con un sistema perceptivo no
encapsulado el organismo podría ser muy rápido en detectar un depredador
cuando espera encontrarse con uno, no cabe duda de que sería más lento en
detectarlo cuando no esperara encontrárselo (porque esa expectativa negati-
va también influiría en el procesamiento perceptivo). Y tal vez sea más ven-
tajoso tener un sistema perceptivo encapsulado que tarde un poco más en
detectar un depredador cuando uno espera toparse con él (debido a que esa
expectativa no influye en la percepción —es decir, no la acelera) si ello nos
permite detectarlo también con rapidez y seguridad cuando uno no espera
toparse con él (debido a que la expectativa de no encontrarse con un depre-
dador tampoco influye en los procesos perceptivos —es decir, en este caso, no
los ralentiza—). En definitiva, los argumentos a favor de las ventajas evoluti-
vas del no encapsulamiento (o del encapsulamiento) dependen de cuestiones
empíricas sobre, primero, costes computacionales y, segundo, costes situacio-
nales del acierto y el error para las que no disponemos de respuestas. Mien-
tras que no haya respuestas a esas cuestiones, tampoco habrá argumentos fir-
mes a favor de las ventajas evolutivas ni del encapsulamiento ni del no
encapsulamiento.
En el caso de los humanos, sin embargo, hay un terreno en el que el
encapsulamiento es claramente preferible: la investigación científica. Para ser
un buen científico, la rapidez cuando las expectativas teóricas son correctas
da igual, lo importante es la exactitud cuando son incorrectas, que es lo que
permite revisarlas. Como diría Fodor (1990, 222): si el sistema perceptivo no
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 275

está encapsulado, malas noticias para los científicos. Ahora bien, las condi-
ciones que optimizan la investigación científica son las mismas que optimizan
la fijación de creencias verdaderas en general. Es de perogrullo que si el obje-
tivo es que nuestras inferencias nos lleven a creencias verdaderas —y ése es,
suponemos, el objetivo de la percepción—, entonces nuestras inferencias
deben, por un lado, cumplir un requisito de adecuación observacional (es
decir, ser compatibles con los datos) y, por otro, un requisito de conservadu-
rismo (o sea, alterar lo menos posible el conjunto de creencias previo). Una
buena forma de conseguir respetar simultáneamente ambos requisitos es
hacerlo en dos fases: primero, seleccionar las inferencias que coincidan con
los datos proporcionados por la percepción y después, de entre las seleccio-
nadas, seleccionar la que menos altere el conjunto de creencias previo. Para
que esto funcione, desde luego, en la primera fase no deben intervenir las
creencias previas; o lo que es lo mismo, la primera fase debe estar encapsula-
da —y la primera fase de este proceso es precisamente lo que llamamos «per-
cepción». Así que «si la función de la percepción es su papel en la fijación de
creencias verdaderas, entonces tendríamos razones epistemológicas para pre-
ferir que la percepción estuviera encapsulada (aunque la percepción encap-
sulada fuera lenta y costosa)» (Fodor, 1990, 225). En resumen, un sistema
perceptivo encapsulado está mejor capacitado para cumplir las condiciones
epistemológicas que favorecen la fijación de creencias verdaderas, por las
mismas razones que un científico cuyas observaciones no están sesgadas por
sus teorías está mejor capacitado para desarrollar teorías verdaderas.

12.4.3. Observación e inferencia

La idea de los primeros cognitivistas de que la percepción era un proceso


inferencial y no encapsulado tenía una consecuencia especialmente intere-
sante: no quedaba ninguna diferencia entre el razonamiento (en particular, la
solución de problemas) y la percepción —excepto quizá que en ocasiones el
proceso de razonamiento pueda ser consciente y el proceso perceptivo no. Si
la percepción es un proceso de inferencia en el que pueden intervenir
(mediante procesamiento de arriba abajo) creencias, expectativas, etc., enton-
ces no podemos decir que haya un tipo de creencias que sean puramente
observacionales (es decir, derivadas de la información estimular) y otras que
sean inferenciales (es decir, derivadas de otras creencias ya establecidas):
todas son más o menos inferenciales. En términos epistemológicos, esto equi-
vale a afirmar que no es posible trazar una distinción nítida entre observación
e inferencia, o, en una expresión más célebre, que «toda observación está car-
gada de teoría»38. Y generalmente esto acaba llevando a posiciones escépticas

38
Contra el ejemplo clásico de Hanson (1958/1972), Fodor mantendría que tanto Kepler
como Brahe veían lo mismo al mirar el sol, aunque luego —digamos— lo conceptualizaran de
diferente manera.
276 J. Hermoso Durán

o relativistas: todos los sistemas de creencias, entre ellos los paradigmas cien-
tíficos, son inconmensurables, no es posible otorgar mayor grado de confir-
mación o de verdad a unas creencias frente a otras, etc.
Como hemos visto, la hipótesis de modularidad nos invita a pensar en la
percepción como un proceso inferencial pero encapsulado. En consecuencia,
la hipótesis de modularidad nos permite mantener la distinción entre obser-
vación e inferencia, evitando el escepticismo y el relativismo. Concretamente:
si la percepción es modular, dos organismos con el mismo aparato sensorial-
perceptivo percibirán las mismas cosas y llegarán a las mismas creencias
observacionales dada la misma estimulación, sin importar cuánto difieran sus
otras creencias o las teorías a las que se adhieran (Fodor, 1990, 232-233). En
fin, que si tú crees que lo que va a aparecer detrás de una esquina es un perro
y yo que es un gato, pero resulta ser una gallina, los dos, creamos lo que
creamos, veremos una gallina. Y si es una sombra que tú identificas como un
perro y yo como un gato, lo que habremos visto, creamos lo que creamos, es
una sombra.
Por otro lado, la idea de que el significado es un fenómeno holista39 tam-
bién puede conducir al abandono de la distinción entre observación e infe-
rencia: si el significado de un término depende de sus relaciones con todos
los demás términos, entonces ningún término es puramente observacional (es
decir, no hay ningún término cuyo significado dependa sencillamente de sus
relaciones con una propiedad observada). Pero si no hay términos observa-
cionales tampoco puede haber, desde luego, enunciados construidos con esos
términos que se puedan confirmar mediante la mera observación; ni, por
tanto, puede haber observaciones no condicionadas por teorías, ni una dis-
tinción clara entre observación e inferencia, etc. La lucha de Fodor contra el
holismo y su defensa de la hipótesis de modularidad son, pues, la cara y la
cruz de una misma moneda.
Conviene aclarar, por otro lado, que Fodor no niega que en la forma en
que los científicos hablan habitualmente de observación, la observación sea
relativa a una teoría. Efectivamente, cuando un científico dice que ha obser-
vado tal tiempo de reacción, dicha observación es relativa a una teoría sobre
los instrumentos experimentales (especialmente el cronómetro), sobre las
condiciones experimentales, sobre las variables independientes y dependien-
tes relevantes, etc. Una observación, en este sentido, es relativa a una teoría,
y no se puede distinguir de una inferencia. En este sentido, distintos científi-
cos que tuvieran distintas teorías observarían efectivamente distintos resulta-
dos en el mismo experimento. Sin embargo, hay otro sentido en el que lo que
diríamos que el científico ha observado es tal tiempo de reacción, y eso es
independiente de sus teorías: si en el cronómetro pone «200 ms», todo cien-
tífico que lo mire observará que pone «200 ms», independientemente de sus
teorías; eso es precisamente lo que permite dilucidar cuál de las teorías aco-
moda mejor los datos. Con toda seguridad, también fuera del ámbito cientí-

39
Revísese a este respecto el apartado 12.3.4.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 277

fico, en la vida cotidiana, se dice que se observa algo en distintos sentidos en


distintas ocasiones, pero nada de esto es relevante para los intereses de Fodor.
Lo que es relevante es que hay un sentido básico en el que gracias a la hipó-
tesis de modularidad es posible mantener una distinción entre observación e
inferencia.
Un último apunte. Si fuera cierto que nuestras creencias o nuestras teorías
pueden condicionar nuestras observaciones, probablemente tendríamos que
seguir a Paul M. Churchland (1984/1992) cuando propone que algún día,
cuando la ciencia haya avanzado lo suficiente, en vez de colores veremos lon-
gitudes de onda, y en vez de atribuir a los demás y a nosotros mismos creen-
cias o deseos atribuiremos estados cerebrales. Si, por el contrario, la hipóte-
sis de modularidad es correcta, y al menos en una primera fase de
procesamiento nuestras observaciones no se ven afectadas por nuestras
creencias o teorías, entonces nada de eso sucederá por mucho que avance la
ciencia; en particular, la psicología de sentido común nunca será eliminada en
favor de una teoría neurofisiológica como Churchland pretende. Con ello,
pues, se cierra el círculo: la defensa de la psicología de sentido común, con la
que Fodor se halla radicalmente comprometido a través de toda su obra,
encuentra un apoyo crucial en la hipótesis de modularidad frente a los emba-
tes eliminativistas.
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Capítulo XIII

El problema de la identidad personal


Mariano Rodríguez González

Desde luego que la perplejidad que provoca el que me pueda, y me pue-


dan, considerar básicamente la misma persona a pesar de los múltiples cam-
bios que he ido sufriendo con el paso de los años da pie a un problema que
se enmarca en una compleja historia intelectual, y que es accesible desde muy
diversas perspectivas dentro del ámbito de las denominadas ciencias huma-
nas. Tenemos que empezar recortando drásticamente las expectativas del lec-
tor: en lo fundamental, vamos a prescindir de debatir la cuestión por el pro-
cedimiento de trazar el recorrido histórico de los argumentos que han
intentado resolverla, aun cuando nadie puede negar que el problema de la
identidad personal surge como un enigma, y una preocupación, característi-
camente modernos y occidentales. En segundo lugar, no nos vamos a ocupar
de las perspectivas sociológicas, ni en general de las científicas en psicología
o antropología cultural, por mucho que no haga falta observar, porque es evi-
dente, que nuestro problema es también un problema cultural, y psicológico
y sociológico. Nos limitaremos a la filosofía actual.
Y en este terreno seleccionado nos circunscribiremos al debate que está
teniendo lugar entre los herederos de la tradición anglosajona de la filosofía
analítica, por la razón de que si el asunto de la identidad personal es uno de
los más representativos de la reflexión filosófica del presente lo es precisa-
mente en la medida en que discurre enmarcado en esta tradición tan impor-
tante (además, el planteamiento elegido es el que sigue permaneciendo más
en contacto con las preocupaciones convencionales de la psicología científi-
ca). Somos conscientes de que nuestra elección, obligada en buena medida
por la inmensidad del tema, tiene su lado malo: sobre todo se echa de menos
una discusión del concepto de temporalidad desde la perspectiva de la vida
280 M. Rodríguez González

humana o de la historia. El tiempo de la «identidad personal a través del tiem-


po» queda indeterminado y sin tematizar, en lugar de decírsenos algo de él
para que nos podamos formar una idea más o menos utilizable, sino que sim-
plemente se da por sobreentendido como la temporalidad astronómica neu-
tra que miden los relojes. Pero se podría decir que no es como tal el tiempo
del reloj el que nos va cambiando y envejeciendo. Por eso acabaremos este
trabajo abriéndonos a otro ámbito filosófico diferente, el de la hermenéutica.
De forma que lo que sigue podrá ser considerado al final como una especie
de introducción de tipo básicamente conceptual.

13.1. RECONOCIENDO EL PROBLEMA

Nos vamos a centrar a lo largo de este trabajo en la discusión filosófica


actual de la cuestión de la identidad de las personas a través del tiempo.
Podemos caracterizarla, para empezar, tomando prestadas las palabras de
uno de sus muchos estudiosos, como «el problema de dar una explicación de
las condiciones lógicamente necesarias y suficientes para que una persona
identificada en un tiempo determinado sea la misma persona que una perso-
na identificada en un tiempo diferente» (Noonan, 1989, 2). El asunto estaría,
entonces, relativamente claro: de lo que se trata es de fijar los requisitos que
tendrán que cumplirse para que sea lícito decir, del niño de ocho años
que aparece en la foto del viejo álbum familiar y del barbudo cuarentón que
la contempla con aire de nostalgia, que son la misma persona. O sea que
aquello en lo que consista la identidad personal a través del tiempo habrá que
determinarlo especificando el criterio de la identidad personal a través del
tiempo. Porque, para decir de una persona actual y de otra, pasada o futura,
que son la misma persona, tiene uno que constatar que hay algún tipo de rela-
ción entre ambas: esta relación precisamente es la que las constituye como
uno y el mismo «objeto». En la relación tenemos el criterio que nos autoriza
a identificarlas, y ello es así porque es la que las hace la misma persona.
Pero dar con una relación que se halle libre de objeciones no es nada fácil.
Esgrimiendo la Ley de Leibniz, por ejemplo, la que nos viene a decir que para
que dos cosas sean iguales tienen que compartir la totalidad de sus propieda-
des, tendríamos que acabar de una vez concluyendo que cada cosa es igual a
sí misma y diferente de todas las demás. Está claro que hace treinta y tantos
años yo tenía unas características y ahora tengo otras muy diferentes, así que
¿cómo puede tomarme la gente por la misma persona?; ¿cómo puedo estar
yo seguro de ser la misma persona? Apuntar esta aparente dificultad nos sirve
ahora para distinguir entre identidad cualitativa e identidad numérica: yo y mi
réplica obtenida por clonación seríamos exactamente iguales, siempre y cuan-
do demos por supuesto que hallarse en los mismos estados cerebrales impli-
ca atravesar los mismos procesos psicológicos. Pero somos iguales en el sen-
tido de que somos cualitativamente idénticos, no en el de que somos la misma
persona (numéricamente idénticos). Y lo que nos interesa a nosotros es la
identidad numérica, que se refiere en general al número de objetos indivi-
El problema de la identidad personal 281

duales implicados en determinado contexto (si A y B son idénticos, entonces


sólo hay un objeto implicado), y no la cualitativa, que tiene que ver con simi-
litudes entre objetos diferentes, o entre etapas temporales diferentes en la
vida del mismo objeto. Esta última es una relación que admite grados, mien-
tras que la primera es cuestión de todo o nada. En realidad, la identidad
numérica es una propiedad de una cosa: dos pelotas de goma se pueden pare-
cer en que son rojas, pero la propiedad «ser el mismo que el niño de la foto»
sólo se puede predicar de mí.
Lo que ocurre es que la Ley de Leibniz, si lo pensamos bien, no cuestio-
naría la identidad de las personas a lo largo de su vida porque está claro que
la identidad numérica puede mantenerse no obstante un cambio muy notable
de propiedades a través del tiempo. Cabe identidad numérica sin identidad
cualitativa; en suma, el mismo coche va envejeciendo hasta que empieza a
fallar y llega un momento en que ya no sirve. Sí que es incompatible el cam-
bio con la identidad cualitativa de los estados sucesivos de la cosa que
cambia, desde luego, pero en absoluto impide, sino que hasta exige, que los
estados sucesivos lo sean de una misma cosa, numéricamente hablando.
Como hiciera Shoemaker (1984, 73), tendríamos entonces que perfilar tem-
poralmente el sentido recto de la famosa ley diciendo que, para que A y B
sean idénticos, cualquier propiedad que A tenga en un momento determinado
la tiene que tener B en ese mismo momento. De manera que el que A y B sean
numéricamente idénticos es compatible con el hecho de que A (=B) tenga
diferentes propiedades en diferentes momentos. Las personas cambian man-
teniéndose las mismas, y desde luego la Lógica no puede impedirlo. Pero es
que los enigmas genuinos respetan siempre la lógica. Yo ahora tengo unas
propiedades de las que carecía hace treinta años, eso es todo.
Nos interesa la identidad numérica, entre otras cosas, porque refiriéndo-
nos a ella podemos formular dos tipos diferentes de juicios. Por un lado, los
juicios de identidad propiamente dichos («el objeto A en el momento t1 es el
mismo que el objeto B en el momento t2»: «la persona que está ahora en la
celda es la persona que ayer cometió el asesinato»); por otro, juicios de iden-
tificación («el objeto A en el tiempo t es exactamente el mismo que el objeto
B en el tiempo t»: «la persona más alta de las que están en la habitación es la
persona más vieja de las que están en la habitación»). Y los enigmáticos
serían los juicios de identidad, desde luego, los que nos van a interesar sobre
todo, porque para formularlos necesitamos algo más que la mera igualdad de
propiedades.
Hay una tercera distinción importante —y trazar distinciones sería una de
las tareas del pensar, porque pensamos, sobre todo, para luchar contra la con-
fusión—, la que separa la identidad determinada de la indeterminada. Fue el
obispo Butler (1736-1975) el que más insistió en que la identidad de las cosas
no tiene nada que ver con la identidad de las personas. La primera sería una
identidad blanda, o identidad en sentido popular, porque las cosas físicas
jamás son exactamente las mismas: el mundo de los árboles, los animales y las
casas es un mundo heraclíteo donde nada es idéntico a sí mismo en dos ins-
tantes de tiempo diferentes, aunque por motivos prácticos de mucho peso
282 M. Rodríguez González

nosotros fingimos que esta pluma estilográfica que tengo ahora en mi mano
es la misma pluma sobre la mesa de hace una semana. Las personas, por el
contrario, en opinión de Butler y de otros espiritualistas como él, sí que man-
tendrían su identidad en sentido estricto, por eso todos los que buscaban
oponerse al materialismo triunfante ponían énfasis en esta tercera distinción
para convencernos de que no es posible reducir la persona a su cuerpo: sería
completamente diferente la identidad corporal de la personal. Y es que, como
la vieja historia del barco de Teseo parece mostrarnos, en el caso de los obje-
tos y los artefactos la identidad a través del tiempo vendría fijada por con-
vención1, lo que carecería de sentido suponer que ocurre con las personas.
Para el sentido común, los juicios de identidad personal a través del tiem-
po se emiten y se garantizan desde el criterio corporal, al menos en las condi-
ciones normales de todos los días. Mismo cuerpo misma persona, nadie lo
puede negar. Ahora bien, se utiliza aquí el criterio corporal, propiamente
hablando, como criterio de evidencia, es decir, el que el cuerpo sea el mismo,
normalmente, es indicio de que la persona es la misma. Pero lo que los filó-
sofos buscan en este ámbito es un criterio constitutivo, o sea, un criterio de
tipo semántico y metafísico: no se trata tanto de indagar qué va a contar como
evidencia de mismidad a través del tiempo como de determinar en qué con-
siste la identidad personal, o bien cuál es su significado. Confundir dos clases
tan diferentes de criterios sería como decir que en las huellas dactilares se
resuelve todo el misterio de ser persona. Habría una íntima relación entre el
problema de la identidad personal a través del tiempo y el problema de deter-
minar las condiciones que estimamos necesarias para contar como persona: si
pretendemos explicar en qué consiste ser una persona no tenemos más remedio
que especificar las condiciones de identidad para los miembros de la clase de las
personas2.
Aunque no haya un límite claramente reconocible que separe la ciencia
empírica del estudio filosófico, nuestro problema se ha planteado sobre todo
como cuestión de análisis conceptual. Y es que somos de la opinión, defen-
dida por muchos filósofos en la actualidad, de que ser persona no equivaldría
propiamente a pertenecer a una especie biológica concreta, por lo que no
habría una esencia real de persona cuya consistencia a través del tiempo

1
Teseo ha estado navegando todo un año por los mares del mundo, pero llega el momen-
to en que el estado de deterioro de su barco se hace alarmante, así que lo saca al dique seco y
procede a repararlo. La reparación es más seria de lo que al principio pensó, de forma que,
cuando termina, todas las piezas del barco han sido sustituidas por otras idénticas a las origi-
nales. Teseo se hace al fin a la mar. Pero ocurre que no es el único que lo hace: un rival suyo
ha ido recogiendo las piezas que Teseo desechaba y, tras restaurarlas una a una, las ha ido
ensamblando en un barco exactamente igual al de Teseo, con el que también se hace a la mar
por aquellos días. Pues bien, no hay nada «en los hechos mismos» que nos permita contestar
a esta pregunta: ¿cuál de los dos barcos, el nuevo de Teseo o el del rival, es (numéricamente)
idéntico al barco primitivo? (Sanfélix, 1994, 257).
2
El mismo Noonan parte de la idea de Quine de que preguntar en qué consiste la iden-
tidad de X a través del tiempo incluye pedir una especificación de las condiciones necesarias
para ser un X.
El problema de la identidad personal 283

pudiera explicarse empíricamente y cuyas manifestaciones constituyeran el


objeto de estudio de una ciencia. Esto viene a parar en que el simple hecho
de presentar el problema de la identidad personal en unos términos o en
otros está lejos de ser una opción inocente, que no venga preñada de supues-
tos teóricos: por ejemplo, algunos autores (Perry 1975) nos hablan de «eta-
pas-persona» o «lonchas-temporales» (person-stages, time-slices), haciendo
así de la persona la integral de las extensiones de conciencia que correspon-
derían a cada momento determinado, y que se van sucediendo las unas a las
otras, en vez de presentarla, al modo más tradicional, como alguna suerte de
sustancia que persistiría a la base de esas partes temporales3. De manera que
la relación decisiva en este caso sería la de la unidad entre las diversas partes,
determinada por su pertenencia común a la misma persona-suma: ¿cómo
caracterizaríamos esta relación de unidad que se tiene que dar entre etapas-
persona para que sean las etapas de una y la misma persona? (Shoemaker &
Swinburne, 1984, 74).
Convendría terminar poniendo de manifiesto nuestra convicción de que
el empeño en descubrir los criterios de identidad personal no se reduce a un
mero entretenimiento académico de pensadores que han dejado de pisar el
suelo de la realidad cotidiana. No sólo porque se trata, como decíamos, de
llegar a saber algo relevante acerca de nosotros mismos, que nos tenemos
unos a otros por personas, sino porque, además, las implicaciones prácticas
del problema son evidentemente de enorme importancia, tanto en el ámbito
de la ética como en los del derecho y la política. Basta con que pensemos por
un instante en la noción de responsabilidad, y en casos concretos como el de
los juicios penales por delitos cometidos muchos años antes, o el de la validez
moral de compromisos matrimoniales llevados a cabo por personas en épo-
cas ya lejanas, por ejemplo, para darnos cuenta de ello.

13.2. EL CRITERIO FÍSICO

No cabe duda de que en el ámbito de nuestra vida cotidiana la identidad


de una persona viene a consistir en la identidad de su cuerpo: no establecería-
mos aquí diferencia esencial entre personas y objetos físicos, a pesar de lo
que le pueda repugnar esta situación al obispo Butler. Lo cual quiere decir
que la identidad vendría dada fundamentalmente por la continuidad espacio-
temporal. En efecto, el criterio corporal exigiría algo absurdo si exigiera, para

3
Las nociones de «loncha» y de «integral» están recogidas de las Matemáticas, en con-
creto, del cálculo diferencial e integral. En el siglo xviii, Newton y Leibniz solucionaron un
difícil problema matemático: la medición de áreas limitadas bajo curvas muy diversas, en un
intervalo [a,b]. La idea era convertir esas áreas en la suma de un gran número de áreas infini-
tesimales o «lonchas», que eran, a todos los efectos, rectángulos y, por lo tanto, fáciles de
medir. La palabra «integral» significa, precisamente, la integración de todas las áreas infinite-
simales, su acumulación o sumatorio, hasta establecer el área total bajo la curva estudiada y en
el intervalo establecido [a, b].
284 M. Rodríguez González

considerar que dos personas localizadas en dos tiempos distintos son la


misma persona, la identidad material estricta, porque evidentemente cual-
quier objeto, incluido nuestro cuerpo, está siempre cambiando. Pero de aquí
no hace ninguna falta pasar con Butler al rechazo del criterio, sino simple-
mente a perfilarlo correctamente: lo que se requiere es que las transforma-
ciones tengan lugar de una determinada manera, por pasos más o menos pau-
latinos que podamos reconocer como tales4. No cabe duda de que en
nuestros juicios de identificación nos basamos en el cuerpo, y, aunque se
pueda objetar que al hablar de la identidad personal lo que tiene importan-
cia más que nada son nuestras experiencias conscientes, ocurre que las mis-
mas dependen causalmente del cuerpo, por mucho que pensemos que podría
haber sido de otro modo.
En el interior del sentido común todo es seguridad, pero nos encontramos
con sus límites con sólo imaginar contraejemplos lógicamente posibles, o sea,
no contradictorios. El caso del trasplante de cerebro5 nos lleva a pensar que
lo que se requiere para la identidad de la persona no es propiamente la iden-
tidad del cuerpo completo, sino la identidad del cerebro. Para los defensores
del criterio cerebral no habría nada enigmático en la identidad de las perso-
nas a través del tiempo; misma persona no es otra cosa que mismo cerebro.
Hasta ese sentido de distinción frente al entorno que caracteriza a las perso-
nas traduciría la respuesta del cerebro a sus entradas sensoriales, en la que
trata a sus terminaciones nerviosas como sus límites. Atkins (1987) no duda
de que la ciencia demostrará que el yo «no es más que» un estado del cere-
bro, e incluso Nagel (1986) había proclamado, si bien desde la teoría del
doble aspecto que defendiera el racionalista Spinoza, que as a matter of fact,
el yo es el cerebro. Puedo perderlo todo y seguir siendo yo, todo excepto mi
cerebro.

4
Una vez más la formulación de Noonan: «Según el criterio corporal de identidad per-
sonal, lo que se requiere para la identidad de la persona P2 en el tiempo t2 y la persona P1
en el tiempo t1 no es que P2 y P1 sean materialmente idénticas, sino sólo que la materia que
constituye a P2 haya resultado de la que constituye a P1 por una serie de sustituciones más o
menos graduales, de tal manera que sea correcto decir que el cuerpo de P2 en t2 es idéntico
al cuerpo de P1 en t1» (pág. 3).
5 «Supongamos que en nuestra sociedad la cirugía ha alcanzado un nivel de desarrollo
muy elevado. La técnica habitual para operar tumores cerebrales consiste en extraer el cerebro
del cráneo, separándolo completamente del cuerpo, mantenerlo vivo mientras dura la opera-
ción y colocarlo de nuevo en su sitio, restableciendo las conexiones originales. Cierto día una
clínica quirúrgica descubre que sus cirujanos han cometido un terrible error. Han operado a
dos pacientes, el señor Brown y el señor Robinson, mediante el procedimiento descrito, pero
han reinsertado el cerebro de Brown en el cuerpo de Robinson y el cerebro de Robinson en el
cuerpo de Brown. Uno de estos hombres, el que tiene el cerebro de Robinson y el cuerpo de
Brown, muere inmediatamente. Pero el otro sobrevive y recupera la conciencia. Llamemos a
este hombre ‘Brownson’. Al despertar, Brownson se horroriza al verse en un espejo. No reco-
noce ni su rostro ni el timbre de su voz. Quiere que le llamen Brown, tiene recuerdos aparen-
tes que se ajustan a la vida de Brown y pretende, desde luego, que le lleven a la casa de Brown
con la familia de Brown, no a la casa de Robinson con unas personas que no reconoce» ( Mar-
tín Lozano, 1995, 81).
El problema de la identidad personal 285

Pero la cosa no quedó aquí, porque los estudios experimentales con


pacientes comisurotomizados6 dieron pie a una serie de reflexiones de carác-
ter más o menos filosófico (Sperry, 1968; Puccetti, 1989; Nagel, 1979; Hum-
phrey y Dennett, 1989) de las que surgió la idea de que tampoco se requeri-
ría para asegurar la identidad personal la totalidad del cerebro, sino sólo una
porción suficiente del mismo, suficiente en el sentido de que baste para rea-
lizar la psicología básica que tenemos en común con todos los seres humanos
normales (y muchos subnormales). Habríamos llegado de este modo, al final,
al criterio físico: para que existas en un momento futuro tiene que darse la
existencia, hasta ese momento, de tus capacidades mentales básicas (para lo
que tiene que darse la realización física de esas capacidades en un realizador
físicamente continuo7). Como vemos, el problema de la relación
mente/cerebro se da sencillamente por resuelto, en la forma de la teoría de la
identidad de tipos.
Pero muchos de los que defienden, frente a todo esto, la continuidad psi-
cológica como criterio de identidad personal, al que nos tenemos que referir
ahora pero tan sólo de pasada porque lo estudiaremos en el apartado siguien-
te, se sintieron avalados por la teoría funcionalista de la mente al urdir el
experimento mental de la Transmisión del Estado Cerebral8 (TEC), que nos
pone ante un caso cuya posibilidad lógica bastaría según ellos si no para herir
de muerte al criterio físico, sí al menos para comprometer su supuesto rango
de criterio constitutivo o semántico. Desde este punto de vista todo este reco-
rrido sería una vía cerrada, y tendríamos que pasar ya a la consideración de
la continuidad psicológica, el criterio objetivo rival de los que estamos consi-
derando aquí.

6
Esos casos de bisección cerebral con la consiguiente desconexión de hemisferios en los
que se ha cortado el corpus callosum del cerebro como tratamiento de urgencia de la epilepsia
muy grave.
7
Si lo queremos poner como Unger (1990, 141-142): «La persona X es ahora una y la
misma que la persona Y en algún momento del futuro si y sólo si, desde el realizador físico
actual de la psicología de X en este momento al realizador físico de la psicología de Y en ese
momento futuro, hay realización física suficientemente continua de suficientes aspectos, sufi-
cientemente centrales, de la psicología actual de X».
8
«Imaginemos una sociedad futura en la que las personas están sometidas a la acción con-
tinua de cierta radiación que daña fatalmente sus cuerpos, de manera que apenas sobreviven
unos años. Su avanzada ciencia médica ha ideado un procedimiento para solventar este pro-
blema. A partir de la información genética contenida en ciertas células del cuerpo de cada per-
sona, los médicos crean duplicados exactos de ese cuerpo y los almacenan en un estado que
los protege de la radiación. Cada cierto número de años, toda persona ingresa en el hospital
durante un día para cambiar de cuerpo. Valiéndose del dispositivo de Transmisión del Estado
Cerebral, los médicos reproducen exactamente la estructura cerebral de la persona que ha
ingresado, en el cerebro de sus duplicados corporales. La operación destruye el cerebro origi-
nal; el cuerpo original muere y es incinerado. Del hospital sale al día siguiente un nuevo cuer-
po animado, psicológicamente continuo con la persona original… En esta sociedad nadie duda
de que el dispositivo de transmisión del estado cerebral garantiza la identidad personal, esto
es, nadie duda de que la persona que sale de la clínica es la misma que la que entró» (Martín
Lozano, 1995, 88)
286 M. Rodríguez González

Pero no sólo se sigue insistiendo en que el cerebro es la base de todas


nuestras funciones mentales, y en que por tanto cuando decimos «esta misma
persona» estamos diciendo «este mismo cerebro», sino incluso ocurre que
autores de la talla de B. Williams y de J. Perry han venido resaltando infati-
gablemente el papel determinante de la corporalidad en lo que podríamos lla-
mar la experiencia de nuestra identidad personal, por mucho que el experi-
mento de la TEC nos haya abierto otros horizontes filosóficos diferentes.
Williams (1973, 5) subraya que normalmente el criterio psicológico implica el
corporal: como escribiera Wittgenstein, la mejor imagen del alma humana es
el cuerpo humano, hasta el extremo de que si prescindimos de la referencia
al cuerpo propio no podemos dar sentido a la idea de personalidad indivi-
dual. Sería por tanto inconcebible el intercambio corporal (12).
Además, sólo en el caso de los objetos materiales cabe la distinción entre
identidad propiamente dicha y similitud exacta (Williams: no es lo mismo
decir que dos hombres viven en la misma casa que decir que viven en casas
idénticas, pero si decimos que dos hombres tienen el mismo carácter estamos
diciendo nada más que el carácter del uno es exactamente similar al del otro,
sin implicar nunca que se trate del mismo hombre). Es la vía corporal y no la
psicológica la que nos lleva a la identidad numérica. Como señalara Ayer
(1964, 9-11), la identificación psicológica requiere la base de la identificación
corporal.
Reivindicando el criterio corporal no sólo frente al psicológico (el caso de
la TEC) sino también frente al cerebral, Williams diseñó el experimento men-
tal de la tortura9, con la intención, sobre todo, de contrarrestar el efecto del
caso Brownson, el del trasplante cerebral. El miedo del que va a ser tortura-
do es un miedo racional, por mucho que supuestamente vaya a perder antes
su «identidad», porque nuestra capacidad de sufrir y de sentir dolor parecen
legitimar las pretensiones del criterio corporal. Pero la prueba de las emocio-
nes tiene también su punto flaco: se podría pensar que Williams apela a nues-
tra identidad animal al subrayar que nos identificamos con nuestro cuerpo,
mientras que la cuestión de la identidad humana rebasaría los márgenes de su
planteamiento10.
Perry (1978), por su parte, construye la historia de la filósofa Weibrob
agonizante, que reta a su buen amigo Miller a que le convenza de que la
supervivencia después de la muerte es posible. Para Weibrob la existencia

9
Alguien que me tiene en su poder me dice que voy a ser torturado al día siguiente. Yo
me quedo aterrorizado, pero a continuación se me dice que cuando llegue el momento de la
tortura no recordaré nada de lo que puedo recordar ahora. Pero esto no me consuela porque
me sigue dando miedo el dolor. Entonces añaden que en el momento de la tortura tendré
impresiones diferentes de mi pasado, y que esas impresiones coincidirán exactamente con las
de otra persona que ahora vive (tal vez la información de su cerebro será copiada en el mío).
Pero el miedo seguirá siendo la reacción adecuada porque sé lo que me va a ocurrir, voy a ser
torturado al día siguiente (1973, 52-52).
10
Como advierte Korsgaard (1991, 332a), el problema es que ambas clases de identidad
han de ser integradas en la misma personalidad.
El problema de la identidad personal 287

desencarnada es inconcebible (¿qué nos iba a permitir, por ejemplo, identifi-


car en dos ocasiones a un alma como la misma alma?). Pero también se recha-
za el criterio cerebral: al final, a la protagonista se le presenta la oportunidad
de trasplantar su cerebro a un cuerpo sano, para así sobrevivir como ella
misma. Y el rechazo es contundente: «yo nunca he visto mi cerebro, pero mi
cuerpo me parece todo lo que soy», de forma que Weibrob no quiere ni oír
hablar de la operación. Lo que habría que juzgar a propósito de este relato es
hasta qué punto el apego sentimental al propio cuerpo, por muy decisivo que
nos resulte en la vida cotidiana, puede dar forma a un argumento más o
menos sólido a favor del criterio corporal.

13.3. LA CONTINUIDAD PSICOLÓGICA

La complicada historia de los criterios psicológicos de identidad personal


a través del tiempo comenzó, en la época moderna, con la propuesta de
Locke de la continuidad de consciousness, término este que los autores pos-
teriores interpretaron como la conciencia reflexiva que es característica de ese
tipo especial de memoria y de recuerdo que podemos denominar memoria
experiencial o introspectiva. Se trataría de un «recordar desde dentro» expe-
riencias y acciones pasadas, que implica que, si alguien recuerda algo de ese
modo, entonces ese algo fue una acción o una experiencia de esa persona. No
dudamos de que resulta particularmente convincente la idea de que la memo-
ria se halla involucrada en la identidad personal a través del tiempo, la idea
de que la persona vendría a ser como un objeto consciente de su progreso y
persistencia en el tiempo (un self-recorder, dirían algunos). Por eso un autor
como Wiggins (1976, 140) llegó a decir que toda impugnación del criterio de
la memoria debería ser analizada con lupa.
Locke formuló el criterio intentando determinar el significado de la pala-
bra «persona», en lo que según muchos iba a ser el precedente de lo que
podríamos considerar una concepción funcionalista11. Es su capacidad de
considerarse a sí misma como la misma lo que nos da la clave de la identidad
de las personas a través del tiempo. Mi identidad, y la tuya, llega hasta donde
llega mi conciencia o tu conciencia de acciones y experiencias, o sea, hasta
donde alcanza la memoria. Lo decisivo sería justamente el poder de reiterar
la idea de una acción pasada con la misma conciencia que se tiene de una
acción presente12. Por muy plausible que parezca esta doctrina, las críticas

11
Locke (1975, 338) distinguía entre sustancia, animal humano y persona, llegando a
declarar que si se preserva la misma conciencia mientras se altera la sustancia, entonces la iden-
tidad personal se preserva.
12
Noonan (1989, 12) formula así el memory criterion: «P2 en el tiempo t2 es la misma per-
sona que P1 en el tiempo t1 sólo en el caso de que P2 en t2 se halle unido por continuidad de
memoria experiencial a P1 en t1». Por cierto que esta definición corrige los puntos débiles de
la primitiva formulación lockeana, que veremos ahora mismo.
288 M. Rodríguez González

iban a arreciar contra ella desde el momento de su aparición. Ahí están el


sueño y la amnesia, tenemos además la historia del valiente oficial que Th. Reid
compuso en 178513. Ocurre entonces que la de identidad es una relación tran-
sitiva, mientras que la que se establece por la memoria experiencial no lo
sería. Para resolver el problema, se ha tenido buen cuidado en distinguir entre
continuidad y lo que podemos llamar «conectividad» (connected-
ness/continuity): hay conectividad de memoria cuando tenemos conexiones
particulares directas entre las experiencias de una persona; existe continuidad
de memoria en el momento en que tenemos cadenas de experiencias en las
que cada uno de los eslabones comienza cuando termina el otro, estando
todos ellos vinculados unos a otros por conectividad fuerte (como la que se
daría, por ejemplo, entre una intención y la acción resultante14). El criterio de
identidad personal habría que ponerlo en la continuidad de memoria, no en
la conectividad: aquélla sí sería, como la de la identidad, una relación transi-
tiva. Para que A y B sean etapas de la misma persona, el criterio de la memo-
ria no exige que A contenga un recuerdo de B, sino más bien que A esté
conectada con alguna otra etapa que contenga un recuerdo de B…; el gene-
ral recuerda su acción de cuando era un joven oficial, y el joven oficial recuer-
da que fue azotado por robar en un huerto, luego el general y el muchacho
son la misma persona.
Por otra parte se ha vuelto a insistir en que el criterio de la memoria nece-
sita ser complementado por el corporal, porque por sí solo no funciona dado
que no puede justificar la necesaria distinción que tenemos que hacer entre
recordar algo de verdad y recordar algo sólo aparentemente (Shoemaker,
1975, 124-134). Para identificar a una persona basándome en sus recuerdos
necesito ser capaz de decidir si corresponden o no a la realidad, si son ver-
daderos o falsos. Y la única manera de decidir esta cuestión es echando mano
del criterio corporal, asegurándome de que la persona estuvo físicamente
donde dice haber estado. Quinton (1975, 64) se apresura a bloquear esta
objeción manteniendo que en nuestras relaciones con los demás sus cuerpos

13
Un valiente oficial fue azotado de pequeño en la escuela por robar fruta de un huerto,
más adelante le arrebató el estandarte al enemigo en la primera campaña en que tomó parte, y
pasado el tiempo fue hecho general cuando contaba ya bastantes años. Supongamos que cuan-
do se llevó el estandarte era consciente de que le habían azotado en la escuela, y que, cuando
le hicieron general, era consciente de haberle arrebatado al enemigo el estandarte, pero había
perdido por completo la conciencia de haber sido azotado. Entonces, se seguiría de la doctri-
na de Locke que el que fue azotado en la escuela es el mismo que el que se llevó el estandar-
te, y que el que se llevó el estandarte es el mismo que el que fue hecho general. Pero el gene-
ral no es la misma persona que la que fue azotada. «Por tanto, el general es, y al mismo tiempo
no es, la misma persona que la que fue azotada en la escuela» (Reid, 1975, 114-115).
14
Entre una intención y la acción resultante se daría conectividad; entre la intención de
coger el autobús y el deseo de vengarse de una persona, por ejemplo, podría darse relación de
continuidad si podemos imaginar eslabones intermedios que nos lleven de esa intención a ese
deseo. Por ejemplo, el conductor del autobús se entretuvo charlando con un compañero, y eso
me hizo llegar tarde al trabajo, y eso contribuyó a que mi jefe tomara la decisión de prescindir
de mis servicios, por lo que deseo vengarme del conductor.
El problema de la identidad personal 289

carecen de importancia desde el punto de vista teórico. Sólo servirían de «dis-


positivos de reconocimiento» para anclar el carácter y la memoria de las per-
sonas, que es lo que de verdad nos interesa en la identidad personal. La exi-
gencia planteada por Shoemaker no pasaría de ser una exigencia práctica, sin
relevancia metafísica alguna.
Filósofos como los ya citados Butler o Reid defendieron frente a Locke
posiciones sustancialistas, y le reprocharon no haberse dado cuenta de que la
identidad personal y la conciencia de la identidad personal son dos cosas
diferentes, como la verdad se distingue del conocimiento y lo fundamenta, de
forma que el conocimiento nunca va a poder llegar a constituir la verdad.
Recordar u olvidar acciones y experiencias no tiene por qué afectar a nuestra
identidad personal. Otra cosa es que la memoria sirva en efecto de criterio de
evidencia, es decir, que sea útil para saber que soy yo mismo el que ayer hizo
esto o lo otro. Pero dejaremos este tipo de aproximación sustancialista para
un apartado posterior.
Pero de todas las objeciones tradicionales la que se ha mostrado más
potente ha sido la de la circularidad: la conciencia de la identidad personal
da por sentada la identidad personal, o sea que, como el concepto mismo de
memoria presupone la identidad personal, ésta no puede en absoluto ser defi-
nida desde aquél. Cuando expresamos lingüísticamente un recuerdo estamos
aplicando de antemano la noción de identidad personal; si yo digo que
recuerdo bien la tarde en que un miembro de mi familia me hizo aquella foto
que ahora reposa en la estantería, lo digo dando por supuesto que el perso-
naje de la foto y yo somos la misma persona. Si había algo atractivo en el aná-
lisis de la identidad personal en términos de memoria era precisamente por-
que se trata de conceptos que no son lógicamente independientes. Pero esto
significa que a lo mejor es la memoria la que tiene que ser analizada en tér-
minos de identidad personal.
Los que en la actualidad se confiesan fieles a la línea lockeana no han teni-
do en este punto otra salida que forjar el dudoso concepto de cuasimemoria,
o cuasirrecuerdo, concepto en todo igual a los corrientes de memoria y de
recuerdo, pero con la salvedad de que no implica identidad personal15, con
lo que éstos quedarían convertidos en un caso particular de aquél. Pero no
ocurre sólo que no es nada fácil hacer sitio a este concepto tan antiintuitivo,
es que además nos parece muy poco adecuado dedicarnos a tallar construc-
tos ad hoc, cuya sola motivación radica en la salvaguarda de nuestras teorías
(en efecto, la noción de cuasimemoria resulta crucial para toda la línea reduc-
cionista que encabeza Parfit). Si la noción corriente de memoria parece impli-

15
Carruthers (1986, 81) lo define de este modo:
«Alguien cuasirrecuerda haber tenido la experiencia de E si y sólo si
a) cree que tuvo lugar la experiencia de E, y encuentra natural describir tal experiencia
‘desde dentro’,
b) esta creencia es una creencia verdadera de alguien (no necesariamente él mismo), y
c) esta creencia está causada por una experiencia de E». De forma que es la cláusula b) la
que liberaría al criterio lockeano de la circularidad.
290 M. Rodríguez González

car la identidad personal, no vamos muy lejos decretando que ya no tiene


lugar tal implicación porque hemos fabricado un concepto nuevo, más gene-
ral. Esto se pone de manifiesto en uno de los problemas que el uso de la cua-
simemoria lleva consigo: se trata de una relación que puede ramificarse (sin
duda dos individuos diferentes podrían cuasirrecordar haber tenido la misma
experiencia de E), mientras que esto no puede ocurrir con la de la identidad
personal (dos personas no pueden ser idénticas a una tercera).
No en poca medida fueron razones como éstas las que llevaron a los filó-
sofos a reconocer la necesidad de un criterio psicológico en sentido amplio.
Al lado de la memoria se vendrían a situar, así, «las conexiones de deseo»
(Carruthers, 1986, 83), el carácter, la personalidad, los gustos y las habilida-
des, la relación entre intenciones y acciones… La memoria sigue teniendo
una gran importancia, pero no pasaría de ser un factor psicológico entre
otros. Todas estas continuidades psicológicas, nos dicen los defensores de
este criterio general de identidad a través del tiempo, habrán de tener un fun-
damento causal. Para ponerlo en la terminología de las etapas-persona, podría-
mos decir con Shoemaker (1984, 90): «Dos etapas persona estarán directa-
mente conectadas, desde el punto de vista psicológico, si la última de ellas
contiene un estado psicológico (una impresión de memoria, rasgos de perso-
nalidad, etc.) que se encuentra en la relación apropiada de dependencia cau-
sal con un estado contenido en la anterior; y dos etapas pertenecen a la misma
persona si y sólo si están conectadas por una serie de etapas tales que cada
miembro de la serie está directamente conectado, desde el punto de vista psi-
cológico, con el miembro inmediatamente precedente».
Pero el argumento de la ramificación, como el que Williams construyera
con el caso de Guy Fawkes16 o como el más conocido de la fisión personal,
transformó radicalmente todo este panorama aparentemente tan consolidado
de la continuidad psicológica. Como de costumbre, lo que Williams buscaba
con un experimento de pensamiento que separaba la continuidad psicológica
de la identidad personal era comprometer la posibilidad de todos los criterios

16
Charles sufre un cambio radical de carácter, y además declara recordar cosas que antes
no recordaba en absoluto, mientras que está claro que ahora no recuerda nada de lo que an-
tes del cambio recordaba con claridad. Todas las acciones que afirma haber realizado se corres-
ponden punto por punto con las del personaje de la historia inglesa Guy Fawkes, e incluso
algunas de las cosas que dice, y que los historiadores ignoraban, sirven para explicar aspectos
de su biografía que antes estaban oscuros. Podríamos entonces estar inclinados a decir que
Charles es Guy Fawkes, aunque no podamos entender la posibilidad de esta repentina resu-
rrección. Pero no es necesario que nos dejemos llevar por el criterio de la continuidad psico-
lógica: supongamos, lo que es también lógicamente posible, que Robert, hermano de Charles,
se encontrase en la misma situación. ¡Pero los dos no pueden ser Guy Fawkes!, diríamos, por-
que de lo contrario serían la misma persona, y esto sí que es definitivamente absurdo. Por
tanto, como partimos de la base de que los dos se hallan en exactamente la misma situación,
tendríamos que decir que ninguno de los dos es Guy Fawkes. Ahora bien, visto todo esto, en
el caso de que Charles no tuviera ningún hermano, habría que decir resueltamente que él tam-
poco podría ser Guy Fawkes: ¿qué diferencia puede derivarse para la supuesta identidad de
Charles y Guy Fawkes del hecho de que Charles tenga un hermano que recuerde las acciones
de Guy Fawkes? (Williams, 1973, 7-9).
El problema de la identidad personal 291

diferentes del corporal. Pero lo que encontró amenazaba en el fondo la con-


cebibilidad de cualquier criterio de identidad personal, desde el momento en
que la continuidad psicológica constituye la estación de llegada hasta el
momento última y en apariencia definitiva, y además los cuerpos son eviden-
temente también duplicables. Porque parece claro que la identidad entre dos
individuos sólo puede depender de relaciones intrínsecas entre ellos, en modo
alguno determinarse extrínsecamente, por ejemplo a partir de la existencia de
un tercero. Si aceptamos este «principio de los únicos X e Y», como lo llama
Noonan (1989, 152), el argumento de la ramificación cuestionará radical-
mente el criterio de la continuidad psicológica. Después de la fisión habría
dos individuos psicológicamente continuos con el original, pero no podemos
decir que uno determinado es idéntico a él ni tampoco, desde luego, que los
dos lo son, de manera que una cosa es la continuidad psicológica y otra dife-
rente la identidad personal17. ¡Si en vez de haber dos individuos hubiera sola-
mente un continuador no se le plantearía ningún problema al criterio de con-
tinuidad psicológica! ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede ser que la
identidad de Guy Fawkes con Charles dependa de la existencia de Robert?

13.4. LA IDENTIDAD NO ES LO QUE IMPORTA

De manera que no es absurdo ver en los casos de ramificación una refu-


tación del criterio de continuidad psicológica. En efecto, algunos filósofos
han terminado preguntándose qué es lo que nos importa propiamente en la
supervivencia, si la continuidad psicológica o la identidad personal (pues lo
que los casos mencionados nos han enseñado, en definitiva, es que no son la
misma cosa). La situación consistiría, a su modo de ver, en que hemos descu-
bierto al cabo que no hay criterios verdaderamente válidos para formular
con certeza juicios de identidad personal a través del tiempo, y por lo tanto
haríamos bien en olvidar el concepto mismo de identidad personal, como
concepto confuso e inutilizable.
En este terreno el gran precedente fue Hume, cuando nos presentó la
mente como un teatro en el que se suceden diferentes percepciones, un tea-
tro sin lugar definido ni materiales determinados, por mucho que la inclina-
ción natural nos lleve a fingir identidad (1739/1740, 400-401). Confundimos
la idea de estados sucesivos conectados por diversas relaciones con la de un
sujeto invariable idéntico a sí mismo a lo largo del tiempo, y esta confusión

17
Naturalmente que se ha intentado escapar a esta conclusión: así, unos rechazaron el
principio de los únicos X e Y, lanzando las teorías «del mejor candidato» (Nozick, 1981), mien-
tras que otros (Perry, 1975; Lewis, 1976), manteniendo el principio pero redescribiendo el caso,
pasaron a defender la tesis de la ocupación múltiple: las dos personas que resultan de la fisión
habían existido todo el tiempo, lo único que ocurre es que a partir de ahora serán espacialmente
distintas. Entre otros problemas, sólo vamos a mencionar uno: la índole salvajemente antiintui-
tiva de estas escapatorias. Y también podemos deshacernos de la dificultad estipulando que la
identidad personal consiste en la continuidad psicológica que no se ramifica.
292 M. Rodríguez González

generaría la supuesta idea del yo. La mente es como un estado nacional donde
lo decisivo son las relaciones que se establecen entre los individuos (las per-
cepciones). Como no hay impresión del yo, de verdad no hay idea, el térmi-
no carece de sentido. Una vez más, tomamos la continuidad psicológica por
identidad personal. Y sólo la primera es real, en el sentido de Hume; la
segunda es ficticia.
En nuestros días Parfit daría la bienvenida con entusiasmo al mismo des-
cubrimiento. Según el sentido común lo que importa es preservar nuestra pro-
pia identidad, pero para este filósofo lo único que importa de verdad es la rela-
ción R (conectividad y/o continuidad psicológicas, con el funcionamiento
normal de un cerebro vivo como causa, aunque puedan darse otras posibili-
dades). Y es que para él no se puede negar que sería irracional preocuparse y
atemorizarse, al saber que voy a sufrir un proceso de fisión mañana por la
mañana, en la misma medida que al enterarme de que mañana por la mañana
me van a matar. La extinción absoluta que es la muerte constituye una pers-
pectiva mucho peor, en efecto, que la división de una corriente de conciencia
en dos corrientes de conciencia. Y eso por mucho que no se pueda decir que
ninguno de los dos seres continuantes van a ser yo en sentido estricto.
Se da una cierta unidad y coherencia sincrónica de la experiencia cons-
ciente, así como una relativa unidad biográfica en las acciones y pasiones que
entretejen la vida humana: la explicación más convencional de estos «hechos»
señala que se trata de las experiencias, las acciones y las pasiones de la misma
persona. Parfit defiende que la explicación tiene que proceder de manera muy
diferente, a través de una descripción de las relaciones que se establecen entre
las diversas experiencias y con el cerebro correspondiente, sin mencionar
para nada a la persona «propietaria». Tal mención sobraría (1984, 217).
Y ello por la sencilla razón de que la identidad personal no importa, aparte
de que no tolera ningún criterio constitutivo claro, y porque, además, si lo
asumimos así cambiaría muy positivamente nuestra relación racional y ética
con cuestiones como el envejecimiento y la muerte (215).
Dicho de otro modo: la identidad personal no contiene otra cosa que la
relación R; si nos interesaba era porque en ella se ocultaba la relación R, y los
casos de ramificación han servido para poner fin a este ocultamiento. La bús-
queda del criterio semántico de identidad personal a través del tiempo, con el
método de los experimentos mentales, nos lleva al descubrimiento de dos
cosas que en realidad serían la misma, primero que en el fondo no existe tal
criterio, segundo que la relación de identidad entre personas carece realmen-
te de importancia. Es la relación R más importante y más realista que la de
identidad, lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en el hecho de que esta
relación admita grados, mientras que la de la identidad no: sería perfectamen-
te legítimo decir que la persona que soy ahora es sólo un superviviente parcial
de la que fui de adolescente, mientras que en el lenguaje de la identidad per-
sonal esto quedaría evidentemente fuera de lugar. Y nos resulta incontestable
que soy un superviviente parcial de la persona que fui de adolescente…
Así, desde el pragmatismo conceptual que propugna un autor como
Carruthers (1986, 217), el innegable interés que por lo común nos tomamos
El problema de la identidad personal 293

en todo lo que concierne a nuestro futuro, y al de las personas que de verdad


nos importan, se entendería mucho mejor si al manejar conceptos como los
de supervivencia personal o existencia personal a través del tiempo excluyé-
ramos por completo la identidad que damos por sentada cuando los emplea-
mos en la actualidad. Con un cariz más dramático, Martin (1991, 300b), por
su parte, nos muestra cómo la cuestión de lo que importa en la supervivencia
nos mete de lleno en el terreno ético de nuestros valores últimos: preferimos
realizarnos a simplemente ser, aun a costa de transformarnos en personas dis-
tintas18. De manera que no es la identidad lo que importa en la superviven-
cia, sino llegar a ser lo que queremos ser.
Desde luego que los hay que siguen pensado que lo que en el fondo
importa es la identidad personal, una relación que iría mucho más lejos que
la simple continuidad psicológica. Nosotros nos podemos colocar en una
posición intermedia: la identidad personal importa, no cabe duda, pero quizá
no tanto por sí misma sino en la medida en que fundamenta y garantiza otras
relaciones que serían vitales para todos nosotros. Ser mañana la misma per-
sona que soy ahora parece en efecto constituir una condición para poder rea-
lizar mis proyectos presentes, y de ahí «la importancia de ser idéntico» (Perry,
1976). Desde la perspectiva de la acción resulta decisivo lo que podemos lla-
mar integración personal, y la identidad nos sigue pareciendo una condición
necesaria de ésta. Es por tanto el punto de vista pragmático el que conduce a
no suscribir la famosa tesis de Parfit.
Ha sido especialmente Korsgaard (1991, 325b) la que ha subrayado
que las razones para tener por importante a la identidad personal no son
tanto metafísicas cuanto prácticas. Como tenemos que actuar, necesitamos
reducir al mínimo posible el conflicto entre nuestros motivos, y esto lo
logramos al ver las cosas como si hubiera un agente idéntico a lo largo del
tiempo, capaz de sopesar los diversos deseos competidores como «desde
arriba», en el proceso de elección. Sin identidad personal no cabe acción
(como la entendemos), es vital que nuestras acciones sean nuestras. No es
casual que el neobudismo de Parfit, interesado como siempre en que nos
veamos liberados de todos los cuidados y las preocupaciones que brotan
del interés personal, niegue también, y necesariamente, la acción al negar
el yo idéntico19.

18
Por lo visto Martin sería feliz si alguien encontrara la manera de transformarlo en el
Kant de la época más creativa. Pero nosotros no alcanzamos a saber por qué iba a estar con-
tento ante tal situación: ¿acaso tiene mucho sentido la idea de realizarse como otro distinto?
19
En realidad lo que hace Korsgaard es denunciar la artificialidad del planteamiento par-
fitiano: «No nos lleva a ningún sitio preguntar si mi yo presente tiene una razón para estar inte-
resado en mis futuros yoes. Este modo de hablar presupone que el yo presente está necesaria-
mente interesado en la cualidad de las experiencias presentes, y necesita una razón adicional
para preocuparse por algo más que no sea eso. Pero en la medida en que me constituyo a mi
misma como un agente que vive una vida particular, no opondré de esta manera mi yo presente
a mis yoes futuros. Y así, tengo una razón personal, tenga o no además una moral, para preo-
cuparme de mi futuro (334b-335a). Así que, desde el punto de vista de la capacidad de actuar,
el problema de «lo que importa» no tiene sentido en absoluto.
294 M. Rodríguez González

Tampoco habría lugar para la cuestión de «lo que importa en la supervi-


vencia» en el planteamiento del yo que nos ofrece Nozick (1981). Para este
destacado pensador americano, ser un yo consiste en poder referirse a sí
mismo en un acto reflexivo. No hay una entidad misteriosa existente antes de
ese acto, sino que el yo se sintetiza en la proferencia reflexiva de «yo» (90).
Esta síntesis reflexiva del yo es ella misma un acto de «cuidarse de sí» (an act
of caring), o sea, un preocuparse por la propia identidad. Estar interesadas en
la propia identidad es algo que hace a las personas y las distingue de todo lo
que no es persona. Nozick, por lo demás, no pierde la oportunidad de adver-
tirnos de que su planteamiento no implica una posición egoísta, pues el cui-
dado de sí no tiene por qué ser mayor que la preocupación por todas las
demás personas.

13.5. LA CONCEPCIÓN SUBJETIVA

En este terreno como en tantos otros cada cual se esfuerza por llevar el
agua a su molino. Por eso, al parecer de otros pensadores, el argumento de la
ramificación tendría un efecto devastador no sólo para el criterio de conti-
nuidad psicológica, como vimos, sino para todos los criterios propuestos
hasta la fecha, en la medida en que muestra que ninguno de ellos puede aspi-
rar al título de criterio semántico o metafísico, no pasando de ser, como
mucho, simples criterios epistémicos o de evidencia. El que una experiencia
dada satisfaga el requisito de la continuidad no nos tendría por qué dar nece-
sariamente una respuesta positiva a la pregunta de si tal experiencia es mía.
Sólo admitiendo un yo como sustancia se podría eludir definitivamente la
amenaza letal que suponen los casos de ramificación20.
Quedamos entonces en que la continuidad nada más que sirve para indi-
car la identidad de la persona a través del tiempo, pero tal indicación es fali-
ble, y por tanto la identidad y la continuidad no son en el fondo lo mismo.
Pues bien, irían a parar a la concepción subjetiva (o simple, o absolutista) los
que zanjan la cuestión sosteniendo que las personas son indivisibles, de
manera que los casos de ramificación serían metafísicamente imposibles. Pero
con esto tiene mucho que ver la reivindicación de la importancia del punto
de vista de primera persona en el problema de la identidad personal a través
del tiempo, porque es desde el ámbito subjetivo de las vivencias conscientes
desde donde se nos revelaría la irrelevancia de la continuidad cerebral-psico-
lógica. Los que defendían estos criterios objetivistas habrían pasado por alto,
y ello casi podríamos decir que necesariamente, que la identidad personal a

20
En este sentido, un autor tan representativo de este punto de vista como Swinburne
(1987, 51) escribe lo siguiente: «Surge así la cuestión: si es posible que yo venga a la vida en
algún otro planeta, con una existencia espacialmente discontinua con mi vida presente, ¿en
qué consistiría que yo volviese a la vida en ese planeta? La mera encarnación de un sistema de
creencias y deseos me parece insuficiente para este propósito (…). El mero conocimiento de
los deseos e intenciones presentes no es bastante para decir si yo he venido a la vida».
El problema de la identidad personal 295

través del tiempo es cognoscible desde el punto de vista de la primera perso-


na. Ahora bien, planteada así la cuestión, se tornarían impensables problemas
como el de los casos fronterizos en que no está claro si X es todavía él mismo,
o el de la ramificación, pues tales problemas sólo se pueden plantear en la evi-
dencia empírica de tercera persona. Por tanto, la perspectiva subjetiva pone
en su lugar a los criterios físicos y psicológicos como simples índices falibles
de identidad personal21. Son criterios objetivos, criterios para el otro, pero el
yo no es un objeto, sino una perspectiva o punto de vista, lo que ha de ser
tenido en cuenta ineludiblemente en todo tratamiento de la cuestión de la
identidad personal.
Fue Nagel el que se encargó de hacernos ver que si las personas no fueran
más que objetos, el problema de la identidad personal a través del tiempo no
se plantearía siquiera como problema filosófico, puesto que el criterio de la
continuidad psicocerebral funcionaría perfectamente para todos los casos,
reales o imaginarios. Pero los criterios objetivos no nos satisfacen del todo por-
que las personas no son como los objetos, lo que es igual que decir que surge
el enigma de la identidad personal porque no se puede disimular la subjetivi-
dad. En palabras de Nagel (1979, 200), nos encontramos ante «un aspecto del
problema, interno y sumergido, que todos los tratamientos externos dejan
intacto»22. Hasta se podría afirmar que desde la perspectiva subjetiva todo el
planteamiento de los criterios objetivos termina por hacerse incomprensible.
Sobre todo, lo que resulta difícil de entender, desde aquí, es el hecho de que
el que una experiencia sea mía haya de consistir en su estar relacionada de
diversos modos con otras experiencias. Porque el ser mías sería en todo caso
una propiedad que mis experiencias poseen intrínsecamente.
En resumidas cuentas, el peligro que naturalmente ronda a la perspecti-
va subjetiva no es sino el de venir a dar en la convicción de que entre lo que
los filósofos denominan el Yo y sus circunstancias objetivas, físicas y psico-
lógicas, no puede haber otra cosa que una conexión contingente. Llegaríamos
así al puro pensamiento del cartesianismo, y cosas tan peregrinas como que
«yo podía haber sido Napoleón», «yo podía haber sido generado a partir de
un óvulo y un espermatozoide diferentes», «alguien podría tener una bio-
grafía indistinguible de la mía y sin embargo no ser yo», «yo podía haber
mirado el mundo desde los ojos de mi gemelo», etc., constituirían «experi-
mentos de pensamiento» que nos ponen ante situaciones perfectamente

21
Incluso hay autores que aproximan esta concepción simple a la teoría narrativa de la
identidad personal: la identidad de una persona se va perfilando en la medida en que la histo-
ria que cuenta acerca de sí misma va ganando en profundidad y riqueza, de forma que la iden-
tidad personal tiene que ver más con la unidad de una novela que con la de una ristra de suce-
sos conectados contingentemente (Gillett, 1987, 86).
22
Estas palabras de Madell, paráfrasis de las de Nagel, sitúan definitivamente la cuestión
con una claridad insuperable: «El hecho central en lo que respecta a la identidad personal es
que se trata de un problema planteado por una dicotomía evidente: la dicotomía entre el punto
de vista objetivo, de tercera persona, por un lado, y la perspectiva subjetiva que nos propor-
ciona el punto de vista de primera persona, por otro» (1991, 127).
296 M. Rodríguez González

posibles (Madell, 1981). Pero es justamente en esta exageración que nos des-
pega de la realidad donde radica la clave de bóveda de la idea que estamos
examinando.
La mayoría de los defensores de esta concepción simple o subjetiva entien-
den el Yo como puro pensamiento, dijimos, pero esto no nos ha de llevar a asi-
milarlos a los que propugnaban la continuidad psicológica como criterio de
identidad personal. Para estos últimos la persona era un mero manojo de
experiencias, el bundle de Hume que nos hace difícil dar cuenta de la unidad
profunda de nuestra vida mental, patente en la actividad razonadora o en la
toma de decisiones. Los partidarios de la concepción simple, todo lo contra-
rio, buscan un concepto sustantivo o fuerte de persona, investigable metafísi-
ca o incluso empíricamente. Hay que ir, en suma, al fundamento de la conti-
nuidad psicológica, que no pasaría de ser un fenómeno de superficie. A partir
de esta aspiración común, autores como Swinburne dan el salto hasta lo que
simple y llanamente denominan «el alma», mientras que otros, incluso, nos lle-
van a pensar en una estructura cerebral hasta el día de hoy desconocida.
No vamos a pasar revista aquí a los reparos humanistas y éticos que tam-
bién se le han planteado al reduccionismo, y que serían resumibles en la crí-
tica tayloriana del Yo neutral parfitiano situado al margen de todo interés,
Yo éste que vaciaría de sentido a la noción decisiva de responsabilidad (Tay-
lor, 1989, 49-50). En vez de ello, volveremos sobre la distinción entre crite-
rios de evidencia y criterios constitutivos, porque el sentido mismo de la con-
cepción simple depende casi de la insistencia machacona en ella: esta
concepción nace en efecto del descubrimiento de que los criterios conside-
rados objetivos son como mucho criterios de evidencia, que por lo tanto han
de remitir a algo diferente de ellos. Y es que no podemos tomar el humo por
el fuego, y lo que desde luego nos interesa es el fuego. La importancia de las
conexiones fisiológicas y psicológicas radica en que son expresión de una
realidad subyacente. Pues bien, el problema de la identidad personal versa
sobre esta realidad, nunca sobre sus expresiones observables, lo cual se
manifiesta, por ejemplo y una vez más, en que la continuidad psicológica es
cuestión de más o de menos, mientras que la identidad personal lo es de
todo o nada. La identidad personal se puede expresar en más o en menos,
pero, tomada estrictamente en sí misma y no en sus manifestaciones, es o no
es. Lo mismo explica además las paradojas a las que nos llevan en este terre-
no los experimentos de pensamiento: los criterios objetivos, por su propia
naturaleza, son falibles. Una cosa es en qué consiste la identidad de las per-
sonas, y otra diferente qué nos revela la identidad de las personas, de la
misma manera que no se puede confundir la evidencia para decidir si una
proposición es verdadera con las condiciones de verdad de esa proposición
(Chisholm, 1976, 112)23.

23
«Lo que queremos decir cuando decimos que dos personas son la misma es una cosa;
la evidencia que podemos tener para apoyar nuestra afirmación es algo completamente dife-
rente» (Swinburne, 1984, 3).
El problema de la identidad personal 297

Por eso, en lo que todos los defensores de la concepción subjetiva vienen


a coincidir es en tildar a sus adversarios los reduccionistas de empiristas, o
sea, los hacen culpables de haber soslayado la distinción entre criterios de evi-
dencia y criterios constitutivos. Desde un punto de vista negativo o crítico se
puede apreciar una gran homogeneidad en todos los autores encuadrables en
este bando: en efecto, militarían en la concepción simple o subjetiva todos
aquellos que niegan

1) «que el hecho de la identidad de una persona a través del tiempo no


consiste en otra cosa que en el darse de ciertos hechos más particulares», y
2) «que estos hechos pueden ser descritos sin presuponer la identidad
de esta persona ni mantener explícitamente que las experiencias en la vida de
esta persona son tenidas por esta persona, o incluso sin sostener explícita-
mente que esta persona existe», es decir, que estos hechos pueden ser descri-
tos de forma impersonal (Parfit, 1984, 210).

Pero si queremos alcanzar una caracterización positiva saltan a la vista las


diferencias entre los autores. Los hay antirreduccionistas radicales, para los
que las personas somos entidades que existen separadamente del «equipo
psicofísico», pero también los tenemos moderados, que lo niegan. La versión
más extendida entre los primeros afirma que somos entidades puramente
mentales, espirituales, egos cartesianos, aunque también hay quien sostiene
que una persona es una entidad separada física, de un tipo aún desconocido
por la ciencia. La postura de los segundos es más confusa, pues están de
acuerdo en que no somos entidades diferentes de nuestros cuerpos, cerebros
y experiencias, pero insisten en que la identidad personal habría que cargar-
la a la cuenta de un hecho suplementario, que como tal iría más allá de la con-
tinuidad psicofísica. Resulta difícil entender esto, por mucho que defiendan
además que lo que los separa de los reduccionistas es que la identidad perso-
nal no puede ser nunca cuestión de grado ni tampoco indeterminada.
¿Qué sacamos en claro de todo esto? Que la identidad personal es un
hecho último e irreductible, inagotable por la unidad de la vida mental que
daría testimonio de ella. Que la identidad personal no consiste en nada dis-
tinto de sí misma. Por eso se le llama a esto concepción simple. Y la gran
mayoría de los que hoy se sitúan a este lado del debate están convencidos de
que en el fondo somos sustancias espirituales24. Por ejemplo, Hodgson, cuan-
do nos habla de un residuo que no se puede explicar en los términos de la
fisiología cerebral, lo acaba identificando con el sujeto autoconsciente que
toma decisiones, y que de este modo resultaría constitutivo de la subjetividad
y la continuidad de nuestra existencia personal (1991, 426). Este dualismo se
transparenta de la forma más clara cuando un pensador tan representativo

24
No es fácil imaginarse esta doctrina si prescindimos de concebir al ego como sustancia.
Aunque un autor como Madell (1981) lo haya intentado con el loable propósito de no volver
a cosificar a las personas, los resultados han sido ciertamente decepcionantes.
298 M. Rodríguez González

como Swinburne decide prescindir de todos los complejos para presentarnos


una «materia de otra clase», nada menos que una «materia inmaterial»
(immaterial stuff), como solución definitiva del problema de nuestra identi-
dad a través del tiempo: se refiere con esto Swinburne, como no podía ser de
otro modo, a la parte esencial de la persona, o sea, el alma, de manera que la
continuidad del alma daría razón de la identidad personal (1984, 27). Llega-
rá a especificarnos más adelante (1987, 41) que debe ser entendida tal alma
como «una estructura de creencias y deseos subconscientes, de la que el suje-
to llega a ser consciente de vez en cuando, y sobre el trasfondo de la cual tiene
sus sensaciones, forma sus pensamientos y lleva adelante sus propósitos»,
pero no debe tranquilizarnos mucho esta definición cuando en el mismo
lugar el autor reproduce el argumento cartesiano que concluye que el cuerpo
no es lógicamente necesario para mi existencia, y que en definitiva somos una
«materia anímica». Las personas sólo podemos ser sustancias espirituales, y
dudar este punto significaría aproximarse a los reduccionistas de la continui-
dad psicológica.
Los que han hecho propaganda de la concepción simple, aunque no han
conseguido decirnos por qué tendría que darse implicación entre el ego sus-
tancial y la perspectiva subjetiva, han insistido en subrayar, lógicamente, cómo
desde ella podríamos evitar algunos callejones sin salida. Por ejemplo, si sus-
cribimos estas tesis dualistas descartamos la posibilidad metafísica de los casos
de duplicación y ramificación, librándonos así de un golpe de todas las per-
plejidades de los experimentos de pensamiento. El alma es la parte esencial del
hombre, pase lo que pase con el cerebro, y por si fuera poco yo siempre tengo
conocimiento privilegiado de mi propia continuidad en la existencia.
Además, algunos autores añaden que cabe una cierta experiencia directa
de mi propia identidad personal a través de un breve lapso de tiempo, expe-
riencia que no dependería en absoluto del conocimiento de alguna otra cosa
diferente, con lo que la concepción simple quedaría confirmada25. Por últi-
mo, está claro que nos importa nuestra identidad a través del tiempo, y esto
sería perfectamente explicable desde la concepción simple, justo al revés de
lo que sucede con los reduccionistas. Lo que importa no es que en el futuro
vaya a existir un ser humano con recuerdos y creencias similares a las mías,
sino que ese ser humano sea yo, por mucho que hayan podido cambiar
creencias y recuerdos (Hodgson, 1991, 423).
Dejando aparte el sinfín de problemas que toda posición dualista plantea
al pensamiento que no quiere perder el contacto con la ciencia natural que le
es contemporánea, nos vamos a centrar nada más que en una cuestión: si ese
«residuo», alma o cosa anímica, es inanalizable, ¿qué va a poder decir de él

25
Swinburne aduce que sabemos con perfecta garantía que somos los mismos en el inter-
valo que separa el sonido del teléfono y el descolgar el auricular para contestar (1984, 42).
Hodgson se refiere al instante en que confluyen unificándose diferentes experiencias (el aroma
de las flores, la claridad de la mañana, el calor del sol en el rostro…), y nosotros tenemos todas
esas experiencias como siendo los mismos (1991, 420).
El problema de la identidad personal 299

la filosofía, qué diremos de él, como no sea lo que no es? Estaríamos enton-
ces ante un misterio, algo que queda más acá o más allá del pensar racional.
Pero la persona o es algo concreto o no es nada, y aquí parece que van a dar,
finalmente, los que se habían enfrentado a la concepción reduccionista adu-
ciendo motivos muy parecidos.

13.6. CONCLUSIÓN

El resultado de la confrontación parece decepcionante. Por un lado no se


puede negar que los criterios objetivos nos permiten caracterizar de alguna
manera la identidad personal a través del tiempo, funcionando incluso los dos
principales con éxito en la vida real de todos los días. Pero si nos ponemos
estrictos, buscando distinguir entre lo que constituye la identidad personal y
lo que simplemente la pone de manifiesto, entonces no pasan la prueba filo-
sófica, como advertimos en el experimento mental de la ramificación. Tal vez
la misma pretensión de establecer una distinción como ésa sea excesiva,
debiendo renunciar por nuestra parte a hablar de identidad personal a través
del tiempo, para hacerlo de simple continuidad a lo largo del tiempo.
En cuanto a la concepción simple dualista, hay que decir en su favor, por
lo menos, que, en la medida en que toma en consideración la perspectiva sub-
jetiva de la primera persona, tiene la virtud de cerrar el paso a muchos de los
problemas insolubles planteados por esos casos de ramificación. Como sería-
mos sustancias pensantes, siempre contamos con la posibilidad de determi-
nar «desde dentro» si un estado de conciencia tiene o no la propiedad de ser
mío, con lo cual resultaría metafísicamente imposible duplicar o multiplicar
o dividir sustancias pensantes. Pero esto se consigue al precio de hacer de la
identidad personal, y por lo tanto de la persona, algo completamente incog-
noscible e inefable26.
En el callejón sin salida en el que por lo visto hemos ido a parar vamos a
terminar echando un vistazo a dos intentos de orientación. Uno de ellos con-
sigue dar cuenta del fracaso, a costa de abrazar lo que podemos llamar un
pesimismo epistémico; el otro, muy reciente, pretende abrir una nueva vía
para poder salir de la encerrona, y en cierta medida implica un verdadero
salto de nivel. Si en un principio nos sentimos atraídos por aquella explica-
ción, después conseguimos volver a poner en marcha la inquietud investiga-
dora aceptando la necesidad de ese salto o cambio de dimensión27. El prime-
ro correspondería a la doctrina que defiende el filósofo C. McGinn. Su punto

26
Y en parecida dificultad se encuentran los que defienden la necesidad de un yo sustan-
cial, no humeano, para dar cuenta de los fenómenos de la razón práctica y el libre albedrío, sin
la necesidad, según ellos, de comprometerse desde luego con el dualismo fuerte (Searle, 2000).
27
Cuando hablo de «salto» o «cambio de dimensión» me estoy refiriendo al que supon-
dría salirse del terreno del filosofar analítico anglosajón para tomar contacto con otras tradi-
ciones más apegadas a lo que entendemos por «Humanidades».
300 M. Rodríguez González

de partida lo tenemos en la obra de Nagel, según la cual «nuestra auténtica


naturaleza, y el principio de nuestra identidad, pueden hallarse en parte ocul-
tos para nosotros» (1986, 39), puesto que habríamos comprobado que resul-
ta imposible compaginar los enfoques objetivo y subjetivo de la identidad
personal. El Naturalismo Trascendental de McGinn se referiría a limitaciones
definitivas que son inherentes a nuestras facultades cognitivas, habiendo par-
tido de la base de que la filosofía es un ensayo de salirse de la estructura cons-
titutiva de nuestras mentes (1993, 2). El ser humano sólo es capaz de com-
prender lo que se ajusta a un determinado esquema (ese en el que elementos
primitivos se combinan entre sí según principios especificables, generando
estructuras complejas). Pero hay problemas, como el de la identidad perso-
nal, que no encajan en él, como les ocurre a los problemas que llamamos filo-
sóficos.
Pues bien, frente a la sinrazón de las cuatro estrategias con las que los filó-
sofos desde siempre han intentado lidiar con estos problemas (DIME:
Domesticarlos; declararlos Irreductibles; echarse al monte y ponerse en plan
Místico; finalmente, Eliminarlos), el Naturalismo Trascendental nos dice que
la identidad personal a través del tiempo depende de determinadas condicio-
nes biológicas, casi con toda seguridad de determinada propiedad del cere-
bro. Tiene que haber condiciones naturalistas de posibilidad que «disparen»
la personalidad a partir de la mera animalidad, pero las tales serían tan inac-
cesibles para nosotros, humanos, como los problemas teóricos de la mecáni-
ca cuántica para un niño de cinco años. Para seres inteligentes de otros pla-
netas, tal vez la identidad de la persona fuese cuestión científica y no
filosófica. Bueno, es cierto que no queda muy claro por qué la ciencia del
futuro no conseguirá desentrañar los secretos de esa propiedad cerebral, pero
el caso es que así se explicaría por qué el debate de la identidad personal nos
ha conducido a una situación de impasse.
La otra respuesta tendría la ventaja de no comprometernos con posiciones
filosóficas tan radicales como la de McGinn. Nos referimos a la interesante pro-
puesta de Slors (1998), centrada en una consideración crítica de lo que los
reduccionistas entienden por continuidad psicológica. A juicio de este autor, en
definitiva, la concepción mayoritaria tiene el defecto de que lleva consigo una
aproximación atomista a los estados mentales: «la continuidad psicológica, en
su presentación contemporánea, se concibe, desde el punto de vista ontológi-
co, como estados cerebrales causalmente conectados que realizan contenidos
psicológicos atomísticos, conectados principalmente por relaciones de simili-
tud o identidad cualitativa» (64). De manera que, en principio, cualquier esta-
do mental puede conectarse con cualquier otro, desde el punto de vista de la
continuidad parfitiana, mientras que lo que Slors va a mantener, contra esto, es
la importancia de la sucesión narrativa de los contenidos psicológicos28. Slors
encuentra el modelo básico de esta sucesión narrativa en la conexión de conte-

28
Esta sucesión narrativa, o process-like, esencialmente no atomista, nos permitiría con-
cebir que las personas puedan cambiar radicalmente desde el punto de vista psicológico sin
El problema de la identidad personal 301

nidos perceptivos, lamentándose de que la importancia de esta conexión no


haya sido reconocida en el debate de la identidad personal. Es una sucesión
narrativa desde el momento en que la ocurrencia de un contenido perceptivo
previo constituye una condición necesaria para que el contenido percepti-
vo posterior adquiera significado e inteligibilidad completos, de manera que la
conexión entre ambos se entiende como tal sólo en la medida en que los dos
forman parte de una secuencia más amplia de contenidos psicológicos.
Ahora bien, la continuidad perceptiva sería la narración básica porque es
real y mínimamente «literaria», en razón de su referencia intrínseca y directa
al cuerpo y a su entorno estimular físico29, de manera que constituye por
decirlo así el telón de fondo que hace que todos o la mayoría de nuestros esta-
dos psicológicos se hallen en efecto narrativamente relacionados. Nuestras
vidas psicológicas se interrumpen con frecuencia, están llenas de «huecos y
remiendos», pero su narrativa básica no, la de los contenidos perceptivos, por
eso cumple un papel unificador esencial.
Si interpretamos la continuidad psicológica en este sentido de la narrati-
vidad, y la narratividad la concebimos como coherente y real en relación con
la historia perceptiva del cuerpo propio, nos daremos entonces cuenta de que
podremos defenderla como criterio de identidad personal a través del tiem-
po, dejando a un lado las aporías de los experimentos de pensamiento, sobre
todo la duplicación y la ramificación. «Preguntar si una etapa-persona es con-
tinua con otra es preguntar si la última etapa puede ser entendida como for-
mando parte de una narrativa biográfica más amplia, de la cual la primera
etapa era también parte» (78). La memoria era vulnerable a los casos de rami-
ficación, como vimos, pero esa misma memoria requiere los servicios de dis-
positivos narrativos, tales, como, por ejemplo, la parcelación de una biografía en
torno a ejes narrativos especialmente significativos, donde localizar los recuer-
dos, para hacer domeñable su cuasi infinitud, y la narrativa básica que enhebra
nuestra vida psíquica sí que resistiría, por lo menos a juicio de Slors (79), las
arremetidas de los experimentos de pensamiento. Por nuestra parte tenemos
que decir que el asunto no está del todo claro, al menos todavía, pero sí pen-
samos que la narratividad podría ofrecer una posibilidad de solución, muy
digna de ser tenida en cuenta, al problema de la identidad personal a través
del tiempo.

dejar de ser las mismas, y que haya una unidad más profunda en nuestras psicobiografías que
la que puede ser perfilada en términos de acceso consciente a una identidad de creencias, de-
seos, valores y rasgos de carácter (68). Y todo ello con la enorme ventaja de no tener que sus-
cribir posiciones sustancialistas de ningún tipo. La propuesta de Slors, a pesar de toda la pru-
dencia con la que está formulada, tiene la virtud de enlazar la tematización analítica de la iden-
tidad personal con los puntos de vista narrativos de la aproximación hermenéutica, en la
línea de Ricoeur, por ejemplo.
29
«Es decir, las percepciones sucesivas adquieren coherencia narrativa en virtud del
hecho de que sabemos que son causadas por los movimientos del propio cuerpo a través de un
mundo físico estable (aunque no estático), con cuyo carácter y funcionamiento nos hallamos
familiarizados. Poder dar sentido al mundo es un prerrequisito para poder darle sentido a uno
mismo como continuante objetivo en ese mundo» (72).
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