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Chacón Fuertes, Pedro - Filosofía de La Psicología PDF
Chacón Fuertes, Pedro - Filosofía de La Psicología PDF
FILOSOFÍA DE LA PSICOLOGÍA
Colección Manuales Universitarios
Pedro Chacón Fuertes, Víctor Luis Guedán Pécker,
José Antonio Guerrero del Amo, Juan Hermoso Durán,
Juan Ignacio Morera de Guijarro,
Mariano Rodríguez González
FILOSOFÍA DE LA PSICOLOGÍA
BIBLIOTECA NUEVA
Cubierta: A. Imbert
2ª Edición: 2009
ISBN: 978-84-7030-990-8
Depósito Legal: M- -2009
I
LA RELACIÓN MENTE-CUERPO
II
CONCIENCIA Y PERSONA
La noción de paradigma
y su aplicación a la psicología
Víctor Luis Guedán Pécker
1
Así, por ejemplo, uno de los ataques más tempranos y enérgicos contra el positivismo se
debe a la pluma de Lenin, que en su obra Materialismo y empiriocriticismo hacía frente a las
tesis de Avenarius —amigo y colaborador de Wundt— y de Mach, las dos principales figuras
del positivismo en las últimas décadas del siglo xix y primeras del xx. Desde la aparición de esa
obra en 1908, la posición antipositivista del marxismo ortodoxo ha sido constante.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 13
2
Ése es precisamente el significado etimológico de «método»: «camino seguro».
3
Cfr. W. C. Dampier, Historia de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 227.
14 V. L. Guedán Pécker
4
El concepto alemán Weltanschauung, que suele ser traducido inadecuadamente por cos-
movisión, recogía esas aspiraciones de la filosofía sobre las ciencias.
5
Se cita a menudo, como señal del desencaminamiento de la filosofía idealista de la
época, que en su tesis de habilitación como profesor extraordinario en la Universidad de Jena,
titulada De orbitis planetarum (1799), Hegel criticó agresivamente la visión newtoniana de la
ciencia; al tiempo que defendía la imposibilidad lógica de que hubiera algún cuerpo estelar
entre Júpiter y Marte… justo unos meses antes de que científicos «newtonianos» descubrieran
precisamente en esa localización el asteroide Ceres.
6
Cfr. A. Comte (1830-1842), Curso de filosofía positiva, París, vol. I, pág. 32.
16 V. L. Guedán Pécker
7
El problema de la autonomía de la psicología respecto de la biología subsiste aún hoy,
cuando determinadas posiciones materialistas respecto de la naturaleza de la mente (el llama-
do materialismo eliminativo) postulan que, tarde o temprano, las neurociencias terminarán por
desvelar todos y cada uno de los secretos de la mente, haciendo, así, de la psicología una reli-
quia del pasado.
8
No todo el mundo estuvo de acuerdo en que la psicología siguiera esa senda. Así, filó-
sofos como Franz Brentano o Wilhelm Dilthey criticaron, desde los primeros momentos, estos
empeños de «naturalización» de la psicología, que a juicio de ambos eran incompatibles con
la naturaleza peculiar de los fenómenos psíquicos respecto de los fenómenos físicos. Por otra
parte, las críticas marxistas al positivismo, a las que ya hemos hecho referencia en una nota
anterior, habían de afectar necesariamente al propósito de transformar la psicología en «cien-
cia positiva». La objeción fundamental era que tal empresa presuponía la descontextualización
histórica de los fenómenos psíquicos y, en consecuencia, la alteración irremediable de su sig-
nificación. Sin embargo, ni estos ni otros ataques posteriores consiguieron alterar dicho pro-
ceso de naturalización.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 17
garse el sistema hegeliano sobre todas las demás ramas del saber, preten-
diendo que todas se subordinasen a él, cerraron también sus oídos a las
reclamaciones justas de la filosofía, es decir, a su derecho a criticar las fuen-
tes del conocimiento y la definición de funciones del entendimiento9.
Pues bien, para la física, este tipo de cuestiones se hizo acuciante en las
primeras décadas del siglo xx, con la aparición de la Teoría de la Relatividad
y de la Mecánica Cuántica. Así, por ejemplo, el empeño generalizado en los
positivistas decimonónicos por eliminar de las ciencias conceptos que hicie-
ran referencia a realidades inobservadas, bajo sospecha de tratarse de nocio-
nes metafísicas —lo que para ellos no era algo muy distinto de los mitos reli-
giosos—, se vio truncado en la física con la aparición de estas teorías. En
efecto, mientras que, por ejemplo, la psicología iba, poco a poco, arrumban-
do nociones tales como «mente», «conciencia» o «intencionalidad»11, los físi-
cos introducían las de «átomo», «electrón» o «fotón», sin disponer de verda-
deros fundamentos empíricos para sostener su existencia real, y sólo porque
tales conceptos permitían resolver cuestiones importantes para su ciencia.
Ahora bien, una vez postulados tales conceptos teóricos, ¿debía pensarse que
correspondieran a realidades aún inobservadas, de manera que fuera tarea de
la física la de llegar a constatar empíricamente su existencia?, ¿o bien se tra-
taba de meros constructos teóricos con valor instrumental y destinados a ir
desapareciendo, conforme las teorías fueran ajustándose más a «lo dado» por
los sentidos? En esa época, se defendieron ambas posturas por parte de los
más prestigiosos físicos; y la cuestión no era intrascendente para establecer el
valor de una teoría, así como las líneas de investigación futuras12.
9
Cfr. W. C. Dampier, Historia de la ciencia, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 318.
10
Cfr. R. Carnap (1966), Fundamentación lógica de la física, Buenos Aires, Editora Suda-
mericana, 1969, pág. 250.
11
En un artículo de 1913, Angell, maestro de Watson, pronosticaba que la conciencia
estaba a punto de desaparecer del ámbito de la psicología científica. Con ello se hacía eco de
su paulatina pérdida de peso en la explicación psicológica, y profetizaba el advenimiento cer-
cano del conductismo.
12
Así, por ejemplo, el gran físico positivista Ernst Mach dudaba de que los átomos exis-
18 V. L. Guedán Pécker
tieran; y fue Albert Einstein quien demostró en 1906 su existencia. Ahora bien, los modelos
diseñados acerca de la estructura del átomo proponían la existencia de partículas subatómicas,
ante el escepticismo del no menos genial Erwin Schrödinger, quien, a mediados de los años 20,
disponía de argumentos para poner en duda su existencia. El límite, en la introducción de este
tipo de «realidades» subatómicas, está hoy en la noción de «supercuerda», con la que algunos
teóricos se refieren a lo que sería el componente básico de toda la materia: a menos que haya
algún gran descubrimiento tecnológico, a día de hoy, y para poder disponer de instrumentos
capaces de comprobar o no la existencia de supercuerdas, se necesitaría construir un acelera-
dor de partículas de dimensiones mucho mayores que el sistema solar. Como eso es, obvia-
mente, imposible, ¿es legítimo que los físicos de la materia sigan usando esas nociones? Cfr.
J. Horgan (1994), «La metafísica de las partículas», publicado en Investigación y Ciencia, abril
de 1994.
13
Por ejemplo, la teoría relativista y, en mayor grado aún, la mecánica cuántica ofrecen
una visión del mundo natural contraintuitiva, hasta el punto de que, en muchos aspectos, es
incomprensible incluso para los mismos científicos. De este modo, la presunción clásica de que
las teorías científicas debían ayudar a comprender la realidad se vio truncada: ahora se podía
esperar de ellas que permitieran medir, prever, controlar; pero no comprender.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 19
14
Esta distinción entre contextos de descubrimiento y de justificación fue propuesta, por
primera vez, por Hans Reichenbach, en un trabajo de 1938, Experience and Prediction. An
Analisis of the Foundations and Structure of Knowledge, Chicago University Press.
15
Según Carnap, un ejemplo de regla de correspondencia sería éste: «La temperatura
(medida por un termómetro, por lo cual se trata de un observable…) de un gas es proporcio-
nal a la energía cinética media de sus moléculas». De ese modo, se liga el concepto teórico
«energía cinética media de las moléculas» a un término observacional.
Un ejemplo de lo que debería ser considerada una regla de correspondencia, en psicolo-
gía, es la afirmación siguiente: «A partir de un cociente intelectual medido de menos de 70 se
considerará al individuo deficiente intelectual». De este modo, ‘deficiente intelectual’, que es
un término teórico, queda, mediante esta regla, dotado de contenido empírico, siempre que
existan procedimientos objetivos y rigurosos para medir el CI.
16
El modelo clásico de axiomatización es la geometría euclidiana, en la que, a partir de
cinco únicos axiomas, se derivan matemáticamente todos los teoremas de esta geometría.
20 V. L. Guedán Pécker
17
Ejemplo de verificación fue la predicción de Einstein de que la teoría de la relatividad
predecía que los rayos de luz curvaban su trayectoria al pasar cerca de un cuerpo estelar, pre-
dicción que fue verificada por Eddington.
18
Precisamente por no permitir la verificabilidad de los enunciados en los que aparecían,
nociones tales como ‘Conciencia’, ‘Inconsciente’ o ‘Intencionalidad’ fueron rechazadas por los
conductistas.
19
En una de sus obras más importantes, el filósofo Karl Popper cita a su buen amigo
Albert Einstein: «No puede haber mejor destino para una… teoría que el de señalar el cami-
no hacia otra teoría más vasta, dentro de la cual viva la primera como un caso límite» (K. Po-
pper [1963], El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutaciones, Buenos Aires,
Paidós, 1967, pág. 56). El concepto de reducción teórica es de una extrema complejidad y
fuente de debates entre los filósofos de la ciencia, desde hace más de medio siglo. Una versión
canónica del mismo es la de Ernst Angel: la reducción entre dos teorías se da cuando a) exis-
te un lenguaje común para ambas teorías y b) los teoremas de la teoría reducida pueden ser
deducidos de los teoremas de la teoría reductora (E. Nagel [1961], La estructura de la ciencia,
Barcelona, Paidós, 1981, cap. XI).
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 21
20
Cfr. R. Carnap (1932-33), «La psicología en lenguaje fisicalista», publicado en A. Ayer
(comp.) (1959), El positivismo lógico, México, FCE, 1965.
21
Puede leerse a Carnap las palabras siguientes: «La posición que defendemos aquí coin-
cide, en sus líneas generales, con el movimiento psicológico llamado conductismo, siempre que
prestemos atención a sus principios epistemológicos y no a sus métodos especiales ni a sus
resultados.» Cfr. R. Carnap (1934), «La psicología en lenguaje fisicalista», en A. Ayer (1959),
El positivismo lógico, México, FCE, 1986, pág. 186.
22 V. L. Guedán Pécker
vista pergeñado más arriba. Pero, por lo que respecta a la concepción del pro-
greso científico, las objeciones más poderosas —dirigidas contra la validez
lógica de la teoría verificacionista— procedieron de Karl Popper, filósofo
austriaco cercano al mundo intelectual del Círculo de Viena, pero no coinci-
dente con algunas de sus tesis más significativas.
Ya en el año 1919, Popper se había planteado el problema de establecer
un criterio de demarcación capaz de determinar el estatus científico de una
teoría. En contra de las tesis del Círculo de Viena, a Popper le parecía que la
verificabilidad de una teoría no servía como criterio, porque, en el fondo, es
muy fácil aportar datos que confirmen cualquier teoría, por absurda que ésta
sea. Así, por ejemplo, la astrología se apoya en una «enorme masa de datos
empíricos basados en la observación, en horóscopos y en biografías», lo que,
sin embargo, no se considera razón suficiente para equipararla a las cien-
cias22. Fijándose, en cambio, en la Teoría de la Relatividad, Popper descubrió
que lo que la dotaba de garantías científicas no eran tanto los datos que la
confirmaban cuanto que Einstein derivaba de su teoría predicciones tan pre-
cisas que existía un gran riesgo de que pudieran ser refutadas por la expe-
riencia y, en consecuencia, de que la teoría tuviera que ser abandonada. Que
se cumpliese cada una de esas predicciones puede decirse que constituía
«pruebas de fuego» superadas por la teoría. En contraste con ello, las pre-
dicciones de la astrología son habitualmente tan vagas que es prácticamente
imposible demostrar su falsedad. A esta cualidad de las teorías científicas la
denominó Popper falsabilidad, y fue propuesta por él como el verdadero cri-
terio de demarcación de las teorías científicas. De ello se deducía que la veri-
ficabilidad de una teoría sólo es valiosa, desde el punto de vista lógico, si
antes ha existido la posibilidad de que dicha teoría sea falsada por los hechos,
gracias al establecimiento de predicciones lo suficientemente precisas como
para poder demostrar de manera inequívoca su cumplimiento o incumpli-
miento.
Adoptando la falsación como criterio de demarcación entre la ciencia y las
pseudo-ciencias, Popper creyó poder demostrar que, por lo que respecta a la
psicología, ni el psicoanálisis freudiano ni la psicología del individuo de Adler
—de moda, ambas, en los años en que Popper, Freud y Adler eran conveci-
nos de la cosmopolita Viena— podían ser catalogadas de disciplinas científi-
cas; y ello porque las predicciones de ambas teorías son tan generales que
todo suceso psíquico puede ser explicado por cualquiera de las dos, sin que
exista la menor posibilidad de falsación de ninguna de ellas. Esta crítica fue
tomada en consideración para mantener ambas teorías psicológicas al margen
de los ámbitos universitarios, bajo acusación de pseudo-cientificidad. Ahora
bien, hay que indicar que Popper rechazaba también la tesis positivista de
que sólo los enunciados científicos tienen verdadero significado. A su juicio,
muchas teorías metafísicas habían anticipado ideas que tiempo después se
22
Cfr. K. Popper (1963), El desarrollo del conocimiento científico. Conjeturas y refutacio-
nes, Buenos Aires, Paidós, 1967, pág. 58.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 23
A finales de la década de los 50, las críticas dirigidas contra todos y cada
uno de los postulados del positivismo lógico eran tan poderosas que se hacía
urgente la concepción de un nuevo modelo explicativo de la naturaleza de la
ciencia. Además del propio Popper, son varios los autores en los que se puede
rastrear este empeño (Hanson, Quine, Toulmin, Lakatos, Feyerabend), pero
23
Uno de los últimos libros de Popper, publicado antes de morir, reúne artículos escritos
a lo largo de varias décadas, en los que se muestra el importante papel precursor de los filóso-
fos griegos, respecto de las propuestas actuales de muchas ciencias. Cfr. K. Popper (1998), El
mundo de Parménides. Ensayos sobre la ilustración presocrática, Barcelona, Paidós, 1999.
24
Un conocido experimento crucial fue diseñado en el ámbito de la etología, para cono-
cer el alcance de las tendencias innatas en un animal, frente a las tesis reflexológicas que daban
primacía al aprendizaje sobre el instinto. El experimento consistió en aislar a un ave rapaz —un
alimoche—, desde su nacimiento, esperando a que creciese en aislamiento respecto de su espe-
cie, para comprobar si, llegada la edad adulta, era capaz de poner en práctica la sofisticada téc-
nica que usa esta especie para romper huevos de otras aves, con el objeto de alimentarse. El
resultado fue positivo, de manera que el experimento crucial confirmó las tesis innatistas, fren-
te a las reflexológicas.
24 V. L. Guedán Pécker
25
Con Kuhn, así como con la mayoría de los restantes críticos del positivismo lógico, de
nuevo será la física el ámbito privilegiado de investigación para la filosofía de la ciencia.
26
Un ejemplo clásico de esta situación lo representa la llamada «revolución copernicana».
El sistema cosmológico de Tolomeo, en el que el sol ocupaba el centro del universo, tenía un
poder notable para predecir sucesos estelares. Es verdad que había datos astronómicos que no
encajaban en el mismo, pero, como reconoce Kuhn, en uno de los estudios más importantes
acerca de esta revolución científica, ningún otro sistema astronómico podía hacerlos encajar,
porque, simplemente, eran erróneos. Por otro lado, el sistema heliocéntrico de Copérnico no
era el que mostraba mayor poder predictivo: Tycho Brahe, con un tercer modelo, en el que la
Tierra seguía ocupando el centro, realizó portentosas hazañas de medición astronómica, no
igualadas por ningún otro astrónomo renacentista. ¿Qué hizo, a la postre, que triunfase el
modelo copernicano? No fue ajeno a ese triunfo algo tan poco «empírico» como que Copér-
nico, Kepler, Galileo y otros astrónomos renacentistas abrazaban determinados postulados
neoplatónicos acerca de las cualidades del universo: la simplicidad y la armonía; cualidades
presentes en el modelo heliocéntrico, pero no en el egocéntrico de Brahe. Cfr. T. S. Kuhn
(1957), La revolución copernicana, Barcelona, Orbis, vol. II, cap. 5.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 25
que han de ser resueltos, los métodos que se deben utilizar y las leyes funda-
mentales que gobiernan dicho campo. La actividad que, siguiendo tales cau-
ces, lleva a cabo la comunidad científica es denominada por Kuhn ciencia nor-
mal. En ella, nunca se ponen en cuestión ninguno de los compromisos del
paradigma. La teoría que lo gobierna es aceptada universalmente en sus leyes
fundamentales, y los problemas científicos se reducen, en último término, a
completarla mediante la formulación de leyes adicionales, darle apoyo empíri-
co mayor al representado por los ejemplos paradigmáticos, desarrollar proce-
dimientos tecnológicos que permitan mayor precisión en las medidas, explo-
tar todas las posibilidades de esa teoría, tanto para explicar sucesos pasados
como para predecir futuros, etc. Mientras esas tareas vayan siendo cumplidas
de forma paulatina, el paradigma se mostrará prometedor, y nada inducirá a
los científicos a plantearse su validez. Es más, si alguno de esos problemas que
plantea el marco paradigmático se resiste a ser resuelto, no se considerará tal
fracaso como inherente al paradigma, sino, en todo caso, como signo de la
impericia profesional de los científicos que trabajan en el mismo. Y si algún
dato experimental no encaja en las predicciones teóricas, o bien contradice
abiertamente la teoría, no por ello se abandona ésta; antes bien, se deja al mar-
gen ese dato, como un enigma, confiando en que el desarrollo futuro del para-
digma termine por dar explicación del mismo. En contra de lo propugnado
por Popper, no hay, pues, falsación de los paradigmas, aunque sí pueda haber-
la de las leyes y teorías con que se hayan pretendido completar éstos.
Imre Lakatos ha expresado, quizás, con mayor precisión que Kuhn, la
naturaleza de los períodos de ciencia normal, al proponer la noción de «pro-
yecto de investigación», en vez de la de «paradigma»: la ciencia normal con-
sistiría en el proceso de sustitución de una teorías por otras, en todas las cua-
les permanecería inmutable un núcleo de leyes fundamentales, así como un
conjunto de compromisos ontológicos y metodológicos —al igual que en los
paradigmas kuhnianos—. Las teorías que se vayan sucediendo habrán de
tener un mayor poder explicativo y predictivo del campo que se vaya a inves-
tigar en cuestión, ajustándose al ideal positivista de la reducción teórica.
Mientras se cumpla esa condición, podrá afirmarse que el proyecto de inves-
tigación es progresivo, y nada inducirá a los científicos a pensar en su sustitu-
ción por uno nuevo27.
Ahora bien, puede llegar un momento en que el progreso, dentro del para-
digma (o del programa de investigación) aceptado, se ralentice e, incluso, lle-
gue a detenerse. Entonces, los científicos empiezan a dudar del propio para-
digma y a cuestionarse los compromisos que implica. Se trata, pues, de un
27
Cfr. I. Lakatos (1970), «La falsación y la metodología de los programas de investigación
científica», en I. Lakatos y A. Musgrave (eds.) (1970), La crítica y el desarrollo del conocimien-
to, Barcelona, Paidós, 1974. Hay que hacer constar aquí que la interpretación que Lakatos
hace del progreso científico no es totalmente coincidente con la de Kuhn. Lakatos es mucho
más proclive a buscar criterios lógicos que expliquen los cambios de una teoría por otra, así
como los de un proyecto de investigación por otro; frente a la disposición de Kuhn a dar pre-
ponderancia a criterios de tipo sociológico.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 27
Las ideas más polémicas del pensamiento de Thomas S. Kuhn son las que
se refieren a los mecanismos que gobiernan los cambios de paradigma, en los
períodos de ciencia extraordinaria. En contra de lo postulado por el positi-
vismo lógico y por Popper —y que, en definitiva, es un lugar común entre los
mismos científicos—, la comunidad científica no lleva a cabo la sustitución de
un paradigma por otro mediante la aplicación mecánica de un algoritmo, sea
éste la comparación de los respectivos respaldos observacionales de ambas
teorías o bien el establecimiento de experimentos cruciales que permitan fal-
sar algunas de las teorías competidoras.
No sólo Kuhn niega que esto ocurra de facto, tal y como atestiguan sus
estudios sobre historia de la ciencia. Si ése fuera el caso, entonces, por ejem-
plo, Popper podría proponer la falsación como una nueva estrategia meto-
dológica para la ciencia futura. Lo que en verdad sostiene Kuhn es la impro-
babilidad de que pueda llegar a ocurrir nunca una toma de decisión en torno
a dos paradigmas competidores, mediante la consideración exclusiva de los
respectivos respaldos observacionales o bien mediante el establecimiento de
experimentos cruciales.
Por inconmensurabilidad entiende Kuhn precisamente la imposibilidad de
establecer un criterio lógico que permita decidir racionalmente entre dos
paradigmas en competencia. De ser cierta la tesis de Kuhn, supondría una cri-
sis en el modo tradicional de entender la racionalidad científica, y según la
cual los científicos, armados con determinadas herramientas experimentales
28
Un asunto sobre el que han discrepado Thomas S. Kuhn y Stephen Toulmin es acerca
de la frecuencia y del alcance con que, en una ciencia, se presentan las crisis paradigmáticas.
Inicialmente, Kuhn tendió a pensar que esas crisis se daban muy de tarde en tarde (de ahí su
calificación de «extraordinaria» para la ciencia que se hacía en semejantes momentos) y que
suponían «giros copernicanos» en el modo de concebir las ciencias en que se daban. Sin
embargo, con el tiempo vino a aceptar la presencia de revoluciones paradigmáticas más fre-
cuentes y de menor alcance, de ahí que Toulmin acuñase la expresión de «microrrevoluciones»
y que prefiriese hablar más de «evolucionismo» que de «revolucionarismo». Cfr. S. Toulmin
(1972), La comprensión humana, Madrid, Alianza, 1977, págs. 122-124.
28 V. L. Guedán Pécker
29
Cfr. N. R. Hanson (1958), Patrones de descubrimiento. Observación y experimentación,
Madrid, Alianza, 1977, págs. 79 y sigs.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 29
30
La noción de inconmensurabilidad ha sido desarrollada paralelamente por Paul Feye-
rabend, con un sentido más radical aún que el que adquiere en la filosofía de Kuhn. Para Fe-
yerabend, la inconmensurabilidad entre teorías hace imposible la ciencia normal. Todo en la
ciencia es, pues, una revolución permanente, en la que unas teorías sustituyen a otras, respec-
to de las que son necesariamente inconmensurables. Cfr. P. Feyerabend (1970), Contra el Méto-
do, Barcelona, Ariel, 1981.
30 V. L. Guedán Pécker
nes que guarda con todos los demás conceptos de un campo semántico; de
manera que si éste varía —y ése es el caso entre lenguajes pertenecientes a
paradigmas distintos—, entonces variará necesariamente su significado31. La
consecuencia de este tipo de inconmensurabilidad es que, inevitablemente,
siempre que un paradigma sea sustituido por otro, hay determinadas pérdidas
teóricas, porque el nuevo paradigma, aun siendo más prometedor que el anti-
guo, no puede hacerse cargo de todo cuanto explicaba aquél. En definitiva,
Kuhn rechaza la posibilidad de que pueda darse una verdadera reducción
teórica entre teorías que pertenezcan a paradigmas distintos.
Los ejemplos sacados de la historia de la física, por Kuhn, son muy con-
vincentes32. Pero podría haberse inspirado igualmente en la historia de la psi-
cología, que hemos esquematizado más arriba. Así, por ejemplo, si bien el
conductismo supuso indudables ventajas respecto del estructuralismo, hubo
también significativas pérdidas teóricas en la sustitución de un proyecto de
investigación por otro, pérdidas tales como una teoría más o menos rigurosa
de la mente humana, y que se fueron haciendo más patentes cuanto mayor fue
resultando su estancamiento como proyecto de investigación dominante. No
es de extrañar, por ello, que, como ya indicamos en otro lugar, el cognitivis-
mo terminara por sustituir al paradigma conductista, con la significativa con-
signa de recuperar la mente. De este modo, en las últimas décadas, puede
seguirse un empeño general en volver a introducir en el lenguaje psicológico
determinadas categorías que el conductismo había desechado, pero sin las
cuales no parece posible esa recuperación. Nos referimos a «conciencia»,
«intencionalidad», «qualia», etc. Pero el sentido que adquieren ahora estos
conceptos no es exactamente el mismo que poseyeron, por ejemplo, a finales
del siglo xix. Baste, por ejemplo, con pensar que muchos cognitivistas están
dispuestos a admitir la posibilidad de que una máquina pudiera llegar a tener
conciencia33.
Ahora bien, si no es posible disponer de una base observacional común,
para comparar empíricamente las leyes y predicciones pertenecientes a dos
paradigmas distintos, y si tampoco es posible traducir los términos y enun-
31
Cualquier traductor sabe la imposibilidad de traducir determinados términos de una
lengua a otra sin que ello suponga una pérdida de sentido. Así, es imposible traducir adecua-
damente del español al inglés la palabra «trapío», porque no hay en inglés un campo semánti-
co equiparablemente tan rico al que hay en español para hablar de toros de lidia.
32
Por ejemplo, aunque la teoría de la relatividad y la de la mecánica de Newton presen-
tan determinadas fórmulas matemáticamente tan similares que parecen permitir la idea de la
reducción teórica, si se interpretan los significados de las variables en una y otra se verá que
no concuerdan. Así, para Newton el espacio era homogéneo, mientras que para Einstein es
heterogéneo. Para aquél, la materia era invariante en los cuerpos; mientras que, para éste, varía
con su velocidad.
33
Es famosa la anécdota según la cual preguntaron en cierta ocasión a Claude Shannon si
una máquina podría llegar a pensar. Su respuesta fue que, puesto que el ser humano es una
máquina, y piensa, entonces es obvio que una máquina puede llegar a pensar. Naturalmente,
muchos no admitirían la respuesta de Shannon, porque el significado que conceden a la pala-
bra «máquina» no les permite incluir al ser humano como referente de ese concepto.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 31
ciados establecidos en uno de ellos, al lenguaje del otro, para poder compa-
rarlos dentro de un mismo marco paradigmático, entonces, ¿cómo puede
mantener Kuhn la naturaleza racional de la toma de decisiones de los cientí-
ficos en épocas de ciencia extraordinaria? Hay que recordar que Kuhn sos-
tiene que dos científicos, cada uno de los cuales se encontrase instalado en un
paradigma distinto, estarían inmersos en «mundos diferentes»; y de ello pare-
cería deducirse que su comunicación sea imposible, y los acuerdos entre ellos,
mera quimera. La solución está, sin embargo, en la capacidad que, según
Kuhn, tiene el científico para poder comprender más de un paradigma a la
vez. Usemos una analogía: de igual modo que en las figuras reversibles pode-
mos percibir en un primer momento una determinada figura, para pasar a un
segundo momento en que percibimos otra diferente, a partir de los mismos
estímulos visuales; y ese cambio de percepción podemos controlarlo a volun-
tad, una vez conseguido por primera vez; de modo similar, un científico que
se ha formado en el seno de un paradigma puede, no sin un serio esfuerzo por
su parte, llegar a comprender los valores y compromisos pertenecientes a un
paradigma rival. Esta capacidad le permite al científico comparar ambos
paradigmas. No se trata de una comparación concepto a concepto (porque se
ha convenido que es imposible la traducción radical), ni ley a ley (porque no
es posible establecer experimentos cruciales). Kuhn cree que esa compara-
ción es de naturaleza global: consiste en comparar los valores globales del pri-
mer paradigma con los correspondientes al segundo; y decidir, después, el
paradigma que parezca presentar globalmente mayores ventajas34.
Según este procedimiento, cada científico establecerá un veredicto personal
acerca del paradigma preferible, veredicto que dependerá, por ejemplo, del
grado de importancia que dé a la pérdida teórica que suponga el cambio, o a
los nuevos valores metodológicos, respecto de los antiguos. Ello no conduce,
sin embargo, a convertir la ciencia en una mera actividad subjetiva. Para Kuhn,
el protagonista de la actividad científica no es el investigador individual, sino la
comunidad científica. Es ella quien decide los cambios paradigmáticos. Y lo
hace gracias a que, por esa capacidad que tienen sus miembros de poder situar-
se simultáneamente en más de un paradigma, pueden mantener un diálogo
racional acerca de las ventajas e inconvenientes de cada alternativa.
Kuhn advierte de que, a pesar de que los científicos puedan discutir racio-
nalmente acerca de las ventajas de dos paradigmas, puede que no lleguen a
acuerdos. Se trata de una idea insólita para la noción clásica de racionalidad,
según la cual, si dos investigadores actúan racionalmente, es necesario que
coincidan en las conclusiones. Pero Kuhn cree que, aunque ambos científicos
34
Fue Quine quien, en 1951, llamó la atención acerca de la imposibilidad de juzgar una
a una la validez de los enunciados pertenecientes a una teoría científica. A su juicio, era éste
un dogma del empirismo, que debía ser repudiado. Por el contrario, proponía como único cri-
terio posible la consideración de las teorías como totalidades que debían ser consideradas,
aceptadas o rechazadas en pleno. Esta visión holista de las teorías científicas influyó más tarde
en Kuhn. Cfr. W. v. O. Quine (1951), «Dos dogmas del empirismo», en W. v. O. Quine (1953),
Desde un punto de vista lógico, Barcelona, Ariel, 1962.
32 V. L. Guedán Pécker
35
Larry Laudan ha mantenido que en las propuestas de Kuhn subsisten elementos que
permiten catalogarlas de relativistas. A su juicio, la mejor vía para huir de los peligros del rela-
tivismo, manteniendo el grueso de las aportaciones de la nueva filosofía de la ciencia, consiste
en mostrar que la inconmensurabilidad de teorías no impide la existencia de procedimientos
rigurosos para la comparación de dos paradigmas rivales. Esos procedimientos tienen que ver
con la tarea fundamental que Laudan adjudica a las teorías científicas: la de resolver proble-
mas. Cfr. L. Laudan (1990), La ciencia y el relativismo, Madrid, Alianza, 1993.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 33
36
Por ejemplo, Mach sostenía que la historia de las ciencias enseñaba que lo que condu-
ce a las soluciones de los problemas científicos es la aplicación ora de unos determinados tru-
cos, ora de otros; y no tanto el ejercicio de un presunto método universal. Einstein, por
su parte, estaba tan convencido de ello que se declaraba un oportunista epistemológico.
Cfr. P. Feyerabend (1980), ¿Por qué no Platón?, Madrid, Tecnos, 1985, pág. 176.
34 V. L. Guedán Pécker
37
Una exposición detallada de dicho debate puede encontrarse en J. M. Mardones (1982,
1991), Filosofía de las ciencias sociales, Barcelona, Anthropos.
38
Cfr. T. S. Kuhn (1991), «Las ciencias naturales y humanas», en Acta sociológica, núme-
ro 19, UNAM, México, 1997, págs. 11-19.
39
Eysenck ha señalado, por ejemplo, que Freud no concedió especial atención a dos pro-
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 35
cedimientos muy frecuentes para los investigadores de las ciencias naturales: pruebas clínicas
con grupos experimentales de control y experimentación con modificación meticulosamen-
te controlada de las variables independientes (cfr. H. Eysenck y G. Wilson [1973], El estu-
dio experimental de las teorías freudianas, Madrid, Alianza, 1980). Por su parte, Popper ha
llamado la atención acerca de la imposibilidad de falsar las hipótesis del Psicoanálisis y de la
Psicología Individual (cfr. K. Popper [1965], Conjeturas y refutaciones, Barcelona, Paidós,
1982, cap. I).
40
Algunos empeños, en tal sentido, ya llevan produciéndose tiempo. Por ejemplo, Sherry
Turkle ha mostrado las concomitancias entre dos ámbitos tan aparentemente alejados como el
psicoanálisis y la Inteligencia Artificial, gracias al desarrollo en ésta de un nuevo paradigma: el
conexionismo. Y ha defendido, consecuentemente, que el reconocimiento de tal paralelismo
puede ser de gran utilidad para el psicoanálisis (cfr. S. Turkle [1988], «Inteligencia Artificial y
Psicoanálisis: una nueva alianza», publicado en S. R. Graubard [1988], El nuevo debate sobre
inteligencia artificial, Barcelona, Gedisa, 1993).
41
Cabe citar, entre otros, a A. R. Buss, quien, en 1978, publicó un artículo con evidentes
resonancias, en él, de la obra maestra de Kuhn, «The structure of psychological revolutions»,
en Journal of the history of the behavioral sciences, 14, págs. 57-64. También debe ser mencio-
nado D. S. Palermo (1971), «Is a scientific revolution taking place in Psychology?», en Scien-
cie Studies, 1, págs. 135-155. En España, ha sido muy interesante la labor realizada, en este sen-
tido, por Antonio Caparrós, del que es ineludible su Introducción histórica a la psicología
contemporánea, Barcelona, Rol, 1979.
36 V. L. Guedán Pécker
tiendo distinguir una línea más o menos precisa de evolución en medio del
maremagnum de escuelas y teorías.
Siguiendo a Caparrós, suele aceptarse como primer paradigma, en la his-
toria de la psicología científica, el sistema teórico diseñado por Wundt,
durante el último tercio del siglo xix, y culminado por Titchener; sistema
conocido como estructuralismo. Como ya se ha indicado más arriba, nociones
como las de ‘conciencia’ o ‘introspección’ formaban parte de los compromi-
sos ontológicos y metodológicos del estructuralismo, que, como indica Anto-
nio Caparrós, resultó, a la postre, un callejón sin salida para la psicología,
debido a la constatación en él de serias deficiencias:
Contradicciones en los resultados experimentales de los distintos labo-
ratorios, insuficiencias metodológicas y expectativas excesivas en torno a las
posibilidades de la introspección, deficiencias teóricas en la concepción
subyacente de la conciencia, falsedad de los presupuestos fisiológicos, con-
fusión en torno a los niveles teórico-metodológico y fenomenológico, artifi-
ciosidad experimental y analítica, ausencia de sentido funcional y diferen-
cial, ciertos compromisos filosóficos y lógicos, etc.42.
42
Cfr. A. Caparrós (1979, 30 y 31).
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 37
43
Cfr. J. Bruner (1990), Actos de significado, Madrid, Alianza, 1995, págs. 20-22.
44
Para resolver este tipo de cuestiones, se han propuesto ciertas modificaciones en las
categorías kuhnianas, con objeto de hacer de la noción de paradigma un instrumento más útil
para el análisis de la compleja historia de las ciencias cognitivas. Cfr. T. Lachman, N. J. Lach-
man y E. C. Butterfield, Cognitive Psychology and Information Processing: an Introduction,
Hillsdale, N. J., Erlbaum, 1979.
38 V. L. Guedán Pécker
45
Cfr. R. J. Watson (1967), «Psychology: A prescriptive science», en American Psycholo-
gist, 22, págs. 435-443.
46
El principal escollo radica en que la teoría relativista ofrece una visión causal-determinis-
ta del universo, mientras que la interpretación más defendida del oscuro significado ontológico
ligado a la mecánica cuántica muestra a la materia como gobernada por un dinamismo esencial-
mente azaroso. A Einstein le resultaba tan escandalosa esta interpretación que se ha hecho famo-
sa su objeción al respecto, espetándole a su colega Niels Bohr: «¡Dios no juega a los dados!»
47
Cfr. I. M. Bochenski (1954), Los métodos actuales del pensamiento, Madrid, Rialp, 1988,
págs. 191 y sigs.
48
La denominación de enunciado protocolar tiene que ver con el hecho de que siguen las
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 39
Hasta aquí, hay un acuerdo general acerca del método de las ciencias
naturales. Ahora bien, los problemas filosóficos comienzan cuando es nece-
sario precisar el significado y alcance de algunos de los conceptos que hemos
usado para exponer la naturaleza del método. Y esos problemas se multipli-
can en el caso de ciencias cuyo objeto de investigación es tan complejo y deli-
cado como el que corresponde a la psicología. Repasaremos, a continuación,
algunos de esos problemas, a la luz de la nueva filosofía de la ciencia, y cen-
trándonos en el caso específico de la psicología.
Para comenzar, ¿qué condiciones deben darse para que un hecho concre-
to sea considerado por una ciencia como un fenómeno, y acerca del cual esa
ciencia en cuestión deba construir enunciados protocolares? Las ciencias
naturales, en virtud de la necesidad de establecer mecanismos de control res-
pecto de la validez de los datos empíricos, consideran fenómenos sólo aque-
llos susceptibles de ser observados por un número lo suficientemente amplio
de investigadores. Esto suele implicar dos cosas: que sean observaciones rea-
lizadas a través de nuestros cinco sentidos externos y que, preferentemente,
el suceso observado sea repetible. Pero, naturalmente, ello arroja una sombra
normas de los registros de datos establecidos por los protocolos diseñados para los laborato-
rios, la recogida de informes de campo, etc. Habitualmente, tales protocolos suelen recoger los
datos siguientes: coordenadas espaciales y temporales de la observación, circunstancias y des-
cripción del fenómeno, y nombre del observador.
40 V. L. Guedán Pécker
1.2.3.2. La explicación
49
Por ejemplo, se explica el movimiento de una pelota porque está fabricada de un mate-
rial elástico y resistente a la patada de un niño (causa material), porque es esférica y, por lo
tanto, posee la capacidad de rodar (causa formal), porque un niño concreto la ha golpeado
(causa eficiente) y porque la patada del niño tiene como propósito hacer que la pelota entre en
la portería (causa final). Sólo la combinación de las cuatro causas explica suficientemente el
movimiento de la pelota.
50
Conociendo la fuerza aplicada a una pelota y la dirección de la misma, así como su
naturaleza material y su forma, puede predecirse el movimiento de la misma, sin tener que
tomar en cuenta el propósito del niño.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 41
1.2.3.4. El experimento
51
Así, por ejemplo, la contemplación de alimentos es un estímulo (variable independien-
te) del que puede depender la activación del apetito (variable dependiente), cuando hace tiem-
po que no se alimenta un sujeto, pero siempre que no tenga una preocupación intensa por
algo, que no esté excesivamente cansado, que no tenga un gran interés por atender a un suce-
so determinado, que no sufra algún dolor… ¿Puede estar seguro el experimentador de haber
tomado en cuenta el cúmulo de variables que concurren en una situación natural como ésta,
fuera del laboratorio?
Un caso clásico respecto de este tipo de dificultades para la psicología es el que se refiere
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 43
Las dificultades que tiene la psicología para hacer efectivos los cánones
del método experimental, tal y como se establecen en las ciencias naturales, y
las restricciones teóricas a las que se ve sometida en virtud de la naturaleza de
su objeto de estudio, han inducido a que los psicólogos busquen nuevos pro-
cedimientos para la confirmación de las hipótesis teóricas. El más importan-
te de éstos es, probablemente, el de la construcción de modelos. Para ello ha
sido de gran ayuda la introducción de las computadoras. Con ayuda de las
mismas, la psicología cognitiva se ha lanzado a la construcción bien de mode-
los de la mente (tarea encomendada a la Inteligencia Artificial de sistemas sim-
bólicos), bien del cerebro (propósito final del conexionismo).
Pero este recurso de las ciencias topa con la dificultad de justificar la ido-
neidad del modelo propuesto, entre los muchos posibles que pueden ser cons-
truidos. Así, por ejemplo, ¿por qué la computadora es un mejor modelo de la
mente humana que el representado por un sistema hidráulico constituido por
fluidos, canales, presas, compuertas, etc., modelo que inspiró a Sigmund Freud?
54
Un sujeto, por ejemplo, que haya realizado una prueba psicotécnica determinada es
esperable que, de repetírsela, no reproduzca exactamente las pautas originales.
55
P. Cavallieri y P. Singer (eds.) (1998), El proyecto «Gran simio». La igualdad más allá de
la humanidad, Madrid, Trotta.
La noción de paradigma y su aplicación a la psicología 45
Como es fácil deducir, dos psicólogos que, en los problemas que acaba-
mos de citar, adoptan posiciones distintas dispondrán de conjuntos también
distintos de enunciados protocolares sobre los que fundar sus hipótesis y res-
pecto de los que contrastar sus experimentos; aceptarán como válidos méto-
dos de investigación diferentes y se sentirán comprometidos con modos de
explicación diversos. Por lo tanto, los experimentos cruciales y la reducción
teórica serán, simplemente, aspiraciones inútiles.
La contemplación del galimatías paradigmático en que se desenvuelve la
psicología actual, si no nos dejamos engañar por la relativa coherencia aca-
démica alcanzada a base de situar al margen de las instituciones oficiales a
corrientes minoritarias, se ajusta bastante a ese diagnóstico derivado de la
aplicación a la psicología de las tesis kuhnianas acerca de la naturaleza de las
ciencias. Resta sólo esperar que la prescripción hecha por Kuhn para salva-
guardar la racionalidad en la ciencia, es decir, el esfuerzo sincero por consi-
derar simultáneamente posturas distantes, se imponga en la psicología.
I
LA RELACIÓN MENTE-CUERPO
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Capítulo II
Aproximación histórica
al problema mente-cuerpo
Juan Ignacio Morera de Guijarro
Dentro del mundo griego se dan las líneas fundamentales que configuran
las alternativas que hasta la actualidad se debaten. En un fondo incuestiona-
ble de reconocimiento al valor del cuerpo y sus atributos, de «culto al cuer-
po», conviven interpretaciones naturalistas o materialistas con concepciones
dualistas radicales y moderadas. Una valoración sobre el cuerpo preside la
cultura griega, desde el antropomorfismo de la religión oficial hasta el campo
de la expresión artística. Salud, belleza y juventud eran los bienes supremos
para el griego clásico, a pesar de la consideración negativa que Platón realiza
en alguno de sus diálogos, como Laín Entralgo nos recuerda en su libro El
cuerpo humano. Oriente, Grecia Antigua (Madrid, Espasa Calpe, 1987).
El término ‘alma’, ‘psique’, es el principio vital aplicable a todo ser vivien-
te, desde los vegetales al hombre. En tanto principio biológico podrá ser
interpretado, con distintos matices, o bien como identificable con la realidad
corpórea o bien como elemento inmaterial distinto del cuerpo. Originaria-
mente, al igual que en otras culturas, el término ‘psique’ es entendido como
aliento, soplo, respiración sin la cual sobreviene la muerte, al igual que cuan-
do se le asocia con el fuego, con el calor vital, que contrasta con la falta del
mismo, con la frialdad que caracteriza al cuerpo muerto. Junto a esta con-
cepción se da, con frecuencia, la del alma como sombra, como doble de cada
individuo.
En Homero se encuentran, por ejemplo, las dos significaciones: la psique
como soplo, aliento, y la psique como sombra, como simulacro. En este autor
todavía no hay distinción entre cuerpo y alma. La psique no es entendida en
oposición al cuerpo, ni implica la individualidad del yo. Lo anímico tiene que
ver con el carácter mortal del hombre, es el aliento que se detiene con la
muerte al igual que se detiene la sangre. Tampoco existe un concepto unita-
rio de cuerpo: el término ‘soma’ no es el cuerpo por oposición al alma, sino
el cadáver, la figura inerte que queda en el momento en que se pierde la vida.
Cuando Homero alude al cuerpo lo es a sus diversas partes y órganos y a la
actividad o pasividad de los mismos.
Según los poemas homéricos, la psique huye al mundo de los muertos, al
Hades, lugar sin luz ni vitalidad, donde las distintas almas, imágenes con apa-
riencia de seres vivos, no son más que evanescencia, meras sombras sin valor.
No se puede hablar, por tanto, de vida auténtica tras la muerte. La muerte, y
sólo ella, es fin. Lo único que queda en este mundo es el recuerdo en los que
sobreviven y la fama, si se consiguió, como reconocimiento social.
Entre Homero y Platón se desarrolla una literatura que habla ya de un jui-
cio a los muertos y que atribuye distintas moradas según el comportamiento
del hombre en vida. El Tártaro, como lugar de castigo, y los Campos Elíseos
y la Isla de los Bienaventurados, como premio, son retomados para estable-
cer una sanción moral según las acciones realizadas. Aquí, no estamos ya ante
sombras impersonales, sino ante auténticas almas singularizadas. En este tras-
fondo mítico-religioso es donde se plantea, por tanto, el sentido de las cosas,
de la existencia en general y de la procedencia y el destino del alma humana.
Sobre todo, una marcada distinción cuerpo-alma se da en las llamadas reli-
giones de los misterios, que recogían concepciones orientales y cultos cha-
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 51
este modelo como apto para la comprensión de los procesos físicos y psíqui-
cos humanos.
En la filosofía del empirismo inglés, sobre todo en Locke y en Hume, hay
un gran interés por cuestiones psicológicas, por cuestiones que afectan al fun-
cionamiento de la mente humana, pero no se detienen en la problemática de
la relación mente-cuerpo. Son críticos con el planteamiento racionalista de
Descartes, con su innatismo y sustancialismo, centrándose en la capacidad de
la mente para conocer, en el origen de las ideas, en su relación o asociacio-
nismo y, en suma, en la necesidad de desarrollar una ciencia de la naturaleza
humana basada en la experiencia. Tienen como punto en común con el pen-
samiento cartesiano el tomar en cuenta el campo de las representaciones
mentales, el campo de la llamada «experiencia interna». En este sentido, Ber-
keley, como exponente de una teoría mentalista, va a ir más lejos que el pro-
pio Descartes al reducir el mundo de las cosas materiales a las sensaciones
que tenemos de ellas: la mente es una sustancia espiritual, mientras que los
cuerpos quedan a nivel de sensaciones de las mentes. Racionalismo y empi-
rismo convergen a finales del siglo xviii en Kant, para quien el sujeto es el yo
pienso, la conciencia o autoconciencia que determina y condiciona toda acti-
vidad cognoscitiva. Sin embargo, la metafísica carece de las condiciones nece-
sarias para ser una ciencia y lo mismo le ocurre a la psicología, que vive una
situación de ilusión o de autoengaño al hacer del yo una sustancia. Adelan-
tándose a alguna de las tesis de Comte, afirma Kant la insuficiencia de la
introspección: nuestra experiencia interna, el yo pienso, el yo que juzga, no
puede ser a un tiempo juez y parte. Si bien los límites al conocimiento, esta-
blecidos por el empirismo y por Kant, no son aceptados por el idealismo de
Fichte, Schelling y Hegel, en ningún caso se retoma el concepto cartesiano de
sustancia y la problemática que ello conlleva.
En el paso a la época contemporánea, nos encontramos con una orienta-
ción cientificista típica del siglo xix, dominada por el positivismo y el evolu-
cionismo, que sientan las bases para el posterior desarrollo del conductismo,
eminentemente hostil a cualquier tipo de dualismo. Sin embargo, ese mismo
campo de influencia también permite que subsistan planteamientos dualistas,
como es el caso de la concepción epifenoménica de la relación mente-cuerpo
que defienden Huxley y Ribot entre otros. Según esta teoría la conciencia es
un efecto consecutivo de los procesos fisiológicos. Se le niega a dicha con-
ciencia el carácter de fenómeno, pero queda reconocida de algún modo como
epifenómeno o sobre-fenómeno, un fenómeno secundario o accesorio que
acompaña al ámbito corpóreo, algo que no es capaz de causar ninguna
influencia en la realidad fenoménica, al igual que la sombra no actúa sobre el
objeto que la produce. Por su parte, el surgimiento de la psicología científica
en Alemania mantiene la doble consideración de lo mental y lo corporal,
como es el caso de la teoría psicofísica de Fechner, también aceptada por
Wundt y que más tarde también está presente en el isomorfismo de la escue-
la de la Gestalt, cuyos precedentes filosóficos nos llevarían al paralelismo de
las teorías racionalistas posteriores a Descartes. De igual modo, en el ámbito
americano, nos encontramos con un autor como William James, que afirma
56 J. I. Morera de Guijarro
lo cual todas las investigaciones que los mayores filósofos han hecho a priori,
es decir, queriendo servirse de las alas del espíritu, han sido vanas. Así, sólo
a posteriori, o tratando de discernir el alma a través de los órganos del cuer-
po, se puede, no digo descubrir con evidencia la naturaleza misma del hom-
bre, pero sí alcanzar el mayor grado de probabilidad posible a este respecto»
(El hombre-máquina, en Obra filosófica, Madrid, Editora Nacional, 1983,
210). Sus escritos están bajo el prisma de evitar las complicaciones, bajo un
principio de economía que aplicado a la relación mente-cuerpo se concreta-
ría en el hecho de que si tenemos cerebro nos sobra el alma.
La conexión de los términos «hombre-máquina» expresa un concepto de
la naturaleza humana en analogía con un conjunto o caja de resortes, median-
te los cuales se explican funciones y acciones sin intervención ajena, en espe-
cial sin el recurso a la divinidad. Con ello se pretende borrar las característi-
cas que Descartes otorgaba al alma. La fisiología y la anatomía prueban que
los pretendidos estados del alma no son más que aspectos del cuerpo. Sin
embargo, se puede conservar y utilizar el término ‘alma’ siempre que lo
entendamos en la línea descrita, como un principio de movimiento o parte
material sensible, incluso el resorte principal de toda la maquinaria, algo
equivalente al instinto de los animales. «¿Hace falta más —se pregunta—
para probar que el hombre no es más que un animal o un conjunto de resor-
tes, que se montan unos sobre otros, sin que pueda decirse por qué punto del
círculo humano empezó la naturaleza? Si estos resortes difieren entre sí, sólo
se debe a su situación y a algunos grados de fuerza, y nunca a su naturaleza.
Por consiguiente, el alma no es más que un principio de movimiento o una
parte material sensible del cerebro» (240-241). Mientras Descartes afirmaba
que el cuerpo era una máquina a la que le era ajeno el pensamiento, La Me-
ttrie es partidario de que el conjunto de las funciones y actividades del hom-
bres es producto de esa máquina.
Ante la cuestión de cómo puede pensar la materia confiesa que no está en
condiciones de dar una respuesta suficiente, pero mucho menos lo está de
concebir una sustancia espiritual que además piense. Por ello, le parece más
adecuado operar a nivel material, considerando que en la misma materia se
encuentra desde el origen el poder del pensamiento. La única realidad acep-
tada es la naturaleza, y todas las posibilidades están en ella. El paso de los ani-
males al hombre es progresivo, es un despliegue sucesivo sin saltos bruscos. La
única diferencia con los animales es un mayor grado de desarrollo que, sobre
todo, se manifiesta en el lenguaje. Por lo tanto, y al igual que el mundo animal,
el hombre es una máquina cuyas actividades son el resultado de sus órganos
corpóreos. «Puesto que todas las facultades del alma dependen a tal punto de
la propia organización del cerebro y de todo el cuerpo, ellas visiblemente son
esta organización misma» (235) ¿Cómo es posible —se interroga La Mettrie—
que el hombre caiga en la orgullosa presunción de creer que posee una fun-
ción anímica, la inteligencia, radicalmente distinta del resto de los animales?
El ejemplo del comportamiento individual y social de las abejas podría valer
por sí solo para dejar las cosas en su sitio. Es obvio que en la naturaleza la inte-
ligencia está en cada especie animal en proporción a sus necesidades. Lo que,
62 J. I. Morera de Guijarro
a nivel humano, la tradición denomina alma no es más que una serie de fun-
ciones que nuestro organismo necesita. El mismo cerebro humano, sede del
pensamiento abstracto, de las funciones intelectuales y de la memoria, es una
pequeña máquina que opera dentro de otra máquina mayor que es el organis-
mo general o cuerpo de la persona. «Concluyamos osadamente —afirma al
final de su libro— que el hombre es una máquina, y que en todo el universo
no existe más que una sola sustancia diversamente modificada» (250).
El eco de la teoría sobre el hombre-máquina de La Mettrie ha seguido
activo hasta la actualidad, en donde, con el desarrollo de la inteligencia arti-
ficial y los modelos computacionales, ha recibido un nuevo auge y una nueva
orientación. La cuestión no es ya si los hombres son máquinas o son como
máquinas, se trata ahora de si las máquinas o algunas de ellas pueden realizar
funciones similares a las realizadas por el hombre.
Un último apunte. El siglo xix representa un auge del materialismo, pro-
piciado por el positivismo, el evolucionismo y el desarrollo de las ciencias
sociales, siendo Alemania uno de los focos más significativos, a partir de la
llamada izquierda hegeliana y con exponentes de la talla de Feuerbach y
Marx. En el tema que nos ocupa, el monismo materialista más radical lo
defienden autores como Vogt, Büchner, Moleschott, entre otros. En concre-
to, algunas afirmaciones de Karl Vogt se hicieron muy populares y fueron
muy debatidas. La más impactante fue la que consideraba que el pensamien-
to era secreción del cerebro al igual que la bilis lo es del hígado y la orina de
los riñones. El escándalo y la polémica se desataron, siendo contestada tal
sentencia incluso desde las propias filas materialistas. Así, para Büchner la
comparación no es exacta por cuanto la inteligencia o el pensamiento no son
una secreción, materia que unos determinados órganos segregan o expulsan,
sino actividad o fuerza producida por el cerebro.
Una breve reflexión de la síntesis realizada pone de manifiesto que las teo-
rías que se dan a lo largo de la historia, en su condición fundamental de mode-
los clásicos, aportan elementos y posicionamientos que subsisten en el trata-
miento que los autores realizan en la actualidad. Hemos visto que las
tendencias oscilan entre interpretaciones que otorgan prioridad al ámbito cor-
poral, fisiólogico o material, y aquellas otras que reconocen un valor de equi-
librio, contraste o autonomía entre lo mental y lo corpóreo. Materialismo y
naturalismo, por un lado, a la par que dualismo y mentalismo, por el otro, son
los polos en los que se concretan las distintas posiciones con sus variados nive-
les de tratamiento. Como nos dice Priest en el prefacio a Teorías y filosofías de
la mente: «algunos filósofos piensan que tú, lector, y yo somos sólo objetos físi-
cos complicados. Según otros somos almas inmortales, tenemos tanto caracte-
rísticas mentales como físicas o fundamentalmente no somos nada físico ni
mental. Ciertos filósofos se inspiran en la religión, en las ciencias naturales o
en el enigma total representado por nosotros mismos y el universo».
Aproximación histórica al problema mente-cuerpo 63
1
Para la referencia a las fuentes me remito a las obras citadas en el propio texto. Junto a
la consulta de los manuales de historia de la filosofía y de historia de la psicología, lo más reco-
mendable sería la utilización del Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora. Algunos autores, al
afrontar la problemática actual de la relación mente-cuerpo, dedican algún capítulo o aparta-
do a los antecedentes históricos. Así, por ejemplo, Bechtel, Filosofía de la mente; Bunge, El pro-
blema mente-cerebro; y, especialmente, Priest, Teorías y filosofía de la mente.
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Capítulo III
3.1. INTRODUCCIÓN
ples rasgos configuradores de lo físico, con lo que las tesis materialistas esta-
rían de acuerdo, sino de auténticas novedades, irreductibles a lo físico y con
poder para llevar a cabo efectos causales sobre el cerebro y la conducta.
Desde planteamientos materialistas, la crítica general que se hace a los
dualismos es la de que duplican la problemática, cuando no la complican del
todo, y no aportan suficientes ventajas explicativas. Como nos dice Paul M.
Churchland en relación al carácter irreductible de lo mental o de ciertas pro-
piedades mentales: «postular simultáneamente la aparición evolutiva y la irre-
ductibilidad física es prima facie algo abstruso» (Churchland, 1992, 32).
Mario Bunge (Bunge, 1985, 37 y 11), desde un planteamiento emergentista
pero materialista, que él mismo denomina «monismo psiconeural emergen-
tista», asegura que el dualismo es completamente estéril y que, concretamen-
te, el emergentismo de Popper incurre en una posición idealista al defender
su teoría de los tres mundos. Bechtel, al tratar las variadas perspectivas de la
filosofía de la mente, recoge diversas críticas al dualismo y afirma que «el
género más común de objeción que se ha planteado en contra del dualismo,
ya sea de objetos o de propiedades, es que resulta extravagante. Se interpre-
ta como violando ‘la navaja de Occam’, el principio de que… si podemos dar
cuenta de todos los fenómenos sin postular entidades o propiedades menta-
les adicionales, deberíamos hacerlo así». Y comenta, a continuación, que «Po-
pper presenta al dualismo como una posición que estaremos llevados a acep-
tar como resultado de los fallos de la investigación física a la hora de explicar
los fenómenos mentales, no como una posición que debería guiar nuestra
investigación» (Bechtel, 1991, 120).
En contraste con estas críticas, Pinillos expresa una actitud positiva en
relación a una interpretación emergentista de la realidad opuesta a los reduc-
cionismos fisicalistas. O dicho de otro modo, propone la recuperación actua-
lizada del importante campo de la experiencia interna. «Simpatizo —nos
dice— con la postura de quienes piensan que ha llegado la hora de ir más allá
del reduccionismo. Ese ir más allá no significa, por lo demás, la vuelta a nin-
gún dualismo dogmático…, significa, muy al contrario, como ha señalado
recientemente Popper y otros han sugerido antes, que el materialismo se tras-
ciende a sí mismo, y que un monismo que acepte la condición evolutiva de la
realidad se ve forzado a aceptar con Teilhard de Chardin que el camino hacia
adelante es un camino hacia arriba en el que surgen formas y grados de rea-
lidad genuinamente inéditos». Dejando de lado los dualismos radicales, al
modo del paralelismo psicofísico de Wundt, Pinillos opta por un interaccio-
nismo emergentista que recupere el campo mental para el propio desenvolvi-
miento de la psicología científica. «El progreso de la ciencia psicológica ha
terminado por poner al descubierto la insuficiencia de los reduccionismos, y
por exigir de forma imperiosa la recuperación de unos eventos mentales
imprescindibles para el desarrollo armonioso de la disciplina» (Pinillos, 1983,
156 y 160).
Pero demos ya la palabra a los autores más directamente implicados.
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 67
P1 TT EE P2
las cosas como ‘reales’ si pueden actuar causalmente o interactuar con cosas
materiales reales ordinarias» (Popper-Eccles, 1980, 10 y 11). Con esto, el
Mundo 3 queda validado porque interactúa causalmente con el mundo físico.
En cuanto al Mundo 2, como mediador entre el 3 y el 1, también queda justi-
ficado: hay que captar y entender una teoría del Mundo 3 antes de usarla sobre
el Mundo 1, lo que es competencia del Mundo 2. En el caso de la «produc-
ción de una teoría científica, su discusión crítica, su aceptación provisional y
su aplicación…, el científico productivo parte de un problema. Tratará de
comprender el problema, lo que constituye usualmente una tarea intelectual
prolongada: un intento procedente del Mundo 2 que pone en conexión
Mundo 3 y Mundo 1» (Popper-Eccles, 1980, 44 y 45). Cabría objetar que el Mun-
do 3 no es más que una parte, todo lo privilegiada que se quiera, del Mundo 2.
Popper no duda en afirmar su autonomía, su dinámica peculiar, sus propias
leyes de funcionamiento: «Hay que admitir, por supuesto, que las teorías son
producto del pensamiento humano (o, si se quiere, de la conducta humana: no
discutiré acerca de las palabras). Sin embargo, poseen determinado grado de
autonomía: objetivamente, pueden tener consecuencias en las que nadie ha
pensado todavía y que pueden ser susceptibles de descubrimiento… Las teo-
rías, una vez que existen, comienzan a tener una vida propia: producen con-
secuencias anteriormente invisibles y producen nuevos problemas» (Popper-
Eccles, 1980, 45). Cuando el autor habla de «determinado grado de
autonomía» quiere expresar que no se da una autonomía absoluta: los tres
mundos interactúan y ninguno es reducible al otro. La misma dinámica evo-
lutiva e histórica impide hablar de autonomía absoluta.
Los objetos que configuran el Mundo 3 son de diversa índole. Ante todo
nos encontramos con objetos que pertenecen tanto al Mundo 1 como al 3
(libros, computadoras, aeroplanos…, la mayoría de las obras de arte). Otro
tipo de objetos conecta con el Mundo 2, ya que lo peculiar suyo es un deter-
minado estado mental o psicológico, «poemas, quizá, y teorías pueden exis-
tir también como objetos del Mundo 2, en forma de recuerdos, quizá también
codificados como huellas mnémicas en ciertos cerebros humanos (Mundo 1),
con los que perecen» (Popper-Eccles, 1980, 47). A continuación se pregunta
Popper si existen o no objetos propios del Mundo 3 y qué grado de autono-
mía detentan. Veamos, al respecto, algunos ejemplos y argumentaciones:
pero reales por cuanto son capaces de transformar el Mundo 1. Esta actua-
ción sobre el Mundo 1 la realizan los objetos del Mundo 3 por medio de la
intervención humana, a través de un proceso mental del Mundo 2 o, mejor,
de un proceso en el que interactúan los Mundos 2 y 3. Esto conduce a la
admisión y reafirmación de la realidad tanto de los objetos del Mundo 3
como de los procesos del Mundo 2. Partiendo de la interacción y realidad de
los tres mundos, el modelo de la mutua relación entre los mundos 2 y 3, que
entendemos hasta cierto punto, puede ayudarnos a comprender mejor la
mutua relación entre los mundos 1 y 2, donde se sitúa la problemática cuer-
po-mente.
Por otra parte, la misma condición del lenguaje humano resulta para Po-
pper un ejemplo importante. Mientras la capacidad de aprender una lengua
nos conecta con la dotación genética, el aprendizaje concreto de un lenguaje
determinado, aunque esté influido por motivos y necesidades innatas e incons-
cientes, es un proceso cultural regulado por el Mundo 3. «Así pues, el apren-
dizaje del lenguaje constituye un proceso en el que disposiciones con base
genética, evolucionadas por selección natural, se imbrican en cierta medida e
interactúan con procesos conscientes de exploración y aprendizaje, basados en
la evolución cultural. Todo esto apoya la idea de una interacción entre el
Mundo 3 y el Mundo 1 y, a la vista de nuestros argumentos anteriores, apoya
la existencia del Mundo 2». A pesar de la base genética, el aprendizaje del len-
guaje implica para el niño considerables esfuerzos, esfuerzos que inciden
sobre la personalidad infantil, sobre sus relaciones con los demás y con su
entorno material. «El yo, la personalidad, emerge en interacción con los otros
yoes y con los artefactos y demás objetos de su entorno. Todo ello queda pro-
fundamente afectado por la adquisición del habla: especialmente cuando el
niño se hace consciente de su nombre y cuando aprende a nombrar las distin-
tas partes de su cuerpo, y, más importante aún, cuando aprende a usar pro-
nombres personales» (Popper-Eccles, 1980, 55 y 56). Llegar a ser persona, en
el sentido de sujeto responsable de sus actos, exige un proceso de maduración:
así, «un bebé es un cuerpo —un cuerpo humano en desarrollo— antes de que
llegue a ser una persona, una unidad de cuerpo y mente» (Popper-Eccles,
1980, 130). En este proceso, la adquisición del habla juega un papel esencial:
aprendemos a percibir y a interpretar las propias percepciones a la vez
que aprendemos a ser un yo, una persona.
La toma de posición de Popper sobre el problema que nos ocupa la rea-
liza a partir de la descripción de cuatro planteamientos principales (Popper,
1984, 176):
ciones externas que vienen a través de los sentidos, de las percepciones inter-
nas que forman los pensamientos, recuerdos, representaciones, sentimientos,
etcétera, y el yo como centro de la identidad personal. El cerebro forma parte
del Mundo 1, en donde no se encuentran como tales los componentes del
Mundo 2, y es entendido como una máquina neuronal de complejidad ilimi-
tada que se encuentra abierta a la interacción con el mundo de la experiencia
consciente.
Dando por supuesto que una exposición completa del nivel de compren-
sión actual del cerebro humano es una tarea que desborda cualquier plantea-
miento, Eccles limita su propósito a «suministrar una explicación inteligible
de los principios de operación cerebrales en las diversas manifestaciones que
hacen referencia a la autoconciencia y al yo» (Popper-Eccles, 1980, 254). Los
trabajos de Sperry y de Penfield se encuentran en esta misma línea y, como
veremos enseguida, son utilizados por el propio Eccles para apoyar su teoría.
La visión filogenética del género humano, que desde Darwin a nuestros
días domina la comunidad científica, pone de manifiesto, según Eccles, las
diferencias cualitativas existentes entre la actividad psíquica del hombre y los
animales. Esto le va a permitir postular la posibilidad de caracterizar la mente
autoconsciente en términos supraorgánicos. «Al alcanzar el cerebro un alto
nivel de complejidad surgió finalmente una mente autoconsciente, probable-
mente durante la evolución de los homínidos. Esta mente autoconsciente
proporcionó los mecanismos necesarios para la síntesis de las variadas y
sumamente complejas pautas espaciotemporales de la actividad neuronal del
cerebro. Pero con el cerebro y la mente humana surgió también la posibili-
dad de trascender el mundo hasta entonces incuestionable de la materia y la
energía. Esta mutación fue la novedad trascendental que inició la progresiva
transformación, relatada por la historia, del planeta tierra» (Eccles-Zeier,
1985, 166).
Frente a las teorías materialistas, Eccles defiende una «hipótesis dualista
fuerte» basada en la interacción entre el Mundo 1 y el Mundo 2 que tiene
lugar en el cerebro, en las áreas asociativas del neocórtex. La causación bidi-
reccional mente-cerebro culmina en el papel de control y de intérprete que
lleva a cabo la mente autoconsciente sobre los eventos cerebrales. La mente
autoconsciente interpreta activamente lo que se manifiesta en el nivel supe-
rior de la actividad cerebral, las áreas de relación del hemisferio cerebral
dominante o izquierdo, siendo el cuerpo calloso un potente nexo entre casi
todas las regiones de los hemisferios cerebrales. En torno a esto, Eccles apela
con detalle a las investigaciones realizadas por Sperry y colaboradores (1974)
sobre la distinción funcional existente entre el hemisferio izquierdo y el dere-
cho del cerebro humano, a partir de los experimentos realizados con pacien-
tes a los que se les había aplicado la comisurotomía (corte del cuerpo calloso
que une los dos hemisferios). Estos experimentos se dieron a partir de inter-
venciones quirúrgicas en individuos que sufrían ataques epilépticos conti-
nuos y que eran refractarios a una intensa medicación. Considerando que los
ataques tenían lugar en un hemisferio cerebral y afectaba al otro a través del
cuerpo calloso, se seccionó éste para mantener libre de los ataques al menos
El dualismo interaccionista de Popper y Eccles 79
Sería conveniente, para terminar este breve recorrido, retomar las pala-
bras que el propio Popper y Eccles expresan al comienzo de su obra conjun-
ta El yo y su cerebro y que nos dan la situación actual de la problemática que
hemos abordado. «El problema de la relación entre nuestro cuerpo y nuestra
mente resulta en extremo difícil, especialmente por lo que respecta al nexo
existente entre las estructuras y procesos cerebrales por una parte y las dis-
posiciones y acontecimientos mentales por otra. Sin pretender ser capaces de
prever futuros desarrollos, los autores de este libro consideran improbable
que el problema llegue a resolverse algún día, en el sentido de que vayamos a
comprender realmente dicha relación. A nuestro entender, tan sólo podemos
tener la esperanza de progresar un poco aquí y allá, y es con esa esperanza
con la que hemos escrito este libro. Somos plenamente conscientes del carác-
ter considerablemente hipotético y modesto de lo que hemos llevado a cabo:
somos conscientes de nuestra falibilidad. Con todo, creemos en el valor
intrínseco de todo esfuerzo humano por profundizar en la comprensión de
nosotros mismos y del mundo en que vivimos» (Popper-Eccles, 1980, IX).
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Capítulo IV
El conductismo filosófico
Mariano Rodríguez González
1
Precisamente para convencernos de que el conductismo lógico constituye una aplica-
ción de la filosofía neopositivista al caso concreto del lenguaje psicológico, un autor como
Priest inicia su estudio de este movimiento con la exposición del escrito de uno de los repre-
sentantes más tardíos, pero también más egregios, del Positivismo Lógico, Hempel, precisa-
mente el que lleva por título «The Logical Analysis of Psychology», en el que se afirma, entre
otras cosas, que la psicología es una parte de la física (Priest, 1991/1994, 57-64).
Tenemos que advertir que la clase de conductismo en que nos vamos a centrar en este
estudio es la del llamado conductismo filosófico, semántico o lógico: en psicología la expresión
«conductismo lógico» se suele venir aplicando, en cambio, a la variante de conductismo psi-
cológico que buscó aplicar a la ciencia de la conducta la metodología hipotético-deductiva, ins-
pirada también en el neopositivismo, que va unida al nombre de Hull.
84 M. Rodríguez González
2
Cada categoría contiene el conjunto de todos los modos posibles de utilizar correcta-
mente un concepto, y viene constituida por un repertorio de reglas de uso peculiares. Come-
tería un error categorial aquel visitante que nos pidió que le enseñáramos la universidad, y que,
después de que le hubiésemos mostrado las diferentes facultades, aún siguió insistiendo en que
dónde estaba la universidad, que él no la había visto: el término «universidad» no pertenece a
la misma categoría que los términos «edificio» y «facultad».
El conductismo filosófico 85
3
«En el ejemplo de mi creencia de que tengo una cita a las diez en punto, he usado una
oración condicional sobre lo que sucedería si me doy cuenta de la hora que marca mi reloj. El
término me doy cuenta es también un término mental, al que se le debe dar a su vez una tra-
ducción en oraciones condicionales» (Bechtel, 125).
88 M. Rodríguez González
4
Con el célebre argumento del lenguaje privado, Wittgenstein pensaba haber demostra-
do que un lenguaje necesariamente privado, es decir, referido a objetos y sucesos a los que sólo
yo puedo tener acceso, es de todo punto imposible. Ésta es la formulación que hace del argu-
mento Alvin Goldman, algo simplificadora, pero creemos que útil: «Supón que intentas con-
ferir significado al término ‘W’ asociándolo con alguna sensación puramente privada. Más
tarde, tras sentir una sensación, quizás digas: ‘Se trata de otra W’. Pero, ¿cómo puedes estar
seguro de estar usando el término correctamente en esta ocasión? ¿Tal vez estás siguiendo la
regla de significado que fijaste para ‘W’ originalmente? Quizás no recuerdas bien la primera
sensación y por eso tampoco eres capaz de recordar la regla que te diste a ti mismo. Así que,
como no hay manera de distinguir un uso correcto de un uso incorrecto de ‘W’ (y nadie más
puede ayudarte puesto que, por hipótesis, nadie más tiene acceso a los sucesos en cuestión), el
término no tiene en realidad significado alguno. Las únicas reglas de significado legítimas son
las que invocan objetos y sucesos públicos» (Goldman, 1993, 70).
El conductismo filosófico 89
5
Moya nos recuerda que «lo que caracteriza a aquello que puede ser considerado como
sustancia es su independencia ontológica y conceptual» (127), y llega después a la conclusión
de que «Frente a la concepción sustancial de la mente encontramos en Wittgenstein lo que
podríamos denominar una concepción contextual de la misma» (127).
90 M. Rodríguez González
dición que sea el resultado de nuestra experiencia previa con esa persona
(Budd, 30). Los textos de nuestro autor que siguen esta línea han servido a
algunos intérpretes para dirigir contra él la acusación de dualismo6, olvidan-
do así, en primer lugar, que han de ser interpretados en el contexto polémi-
co de la crítica del fisicalismo y, en segundo lugar, que lo que a Wittgenstein
le interesa propiamente es el empleo de los predicados psicológicos: lo que se
nos quiere decir es que no hay nada en el concepto de memoria, por ejemplo,
que nos lleve a asegurar a priori una especie de almacenamiento físico de
información en el cerebro: «sea lo que sea lo que el suceso deja en el orga-
nismo, eso no es la memoria» (Wittgenstein, 1980, 220). Hay una dimensión
creativa en el recordar que permanece completamente inasequible para la
noción materialista de la memoria como banco de datos.
No tenemos ninguna razón, razón de tipo conceptual, para pensar que
tiene que haber algo en la estructura del sistema nervioso del organismo que
se corresponda con la estructura de determinados fenómenos psicológicos: el
árbol procede de la semilla, pero no hay nada en la semilla que nos permita
predecir la estructura del árbol, a no ser la historia del desarrollo de la semi-
lla. Wittgenstein nos muestra que la derivación de la causalidad psicológica a
partir de la causalidad cerebral no es una derivación en absoluto necesaria:
desde el punto de vista conceptual, ¿por qué no íbamos a poder pensar en
regularidades legaliformes psicológicas a las que no correspondiera ninguna
regularidad en la fisiología cerebral? Subrayemos otra vez que nuestro autor
se sitúa en los juegos de lenguaje psicológicos: por ejemplo, el juego del len-
guaje del dolor, como tal, no establece requisito alguno sobre lo que tiene que
ocurrir en el interior del cuerpo de las personas, no exige que cada experien-
cia particular de dolor sea idéntica a un suceso físico determinado en el cuer-
po de una persona. La autonomía de la esfera psicológica se hallaría garanti-
zada para Wittgenstein ya en el propio plano conceptual y lingüístico.
En definitiva, pues, tanto los dualistas como los materialistas se hallarían
atrapados en confusiones lingüísticas, en ficciones gramaticales. Parece que
Wittgenstein lanza sus observaciones contra toda especie de reduccionismo.
Pero ya es hora de decir que se le ha venido considerando mayoritariamente,
hasta hace algún tiempo, un conductista lógico. Vamos a terminar formándo-
nos una opinión en este importante punto, si bien su crítica al dualismo, por
no hablar de su propia concepción de la filosofía de la psicología, habrá con-
tribuido ya a aclarar algunas de nuestras ideas al respecto.
Hoy muchos niegan tajantemente la idea de un Wittgenstein conductista.
Insisten en que el pensador austriaco no se habría propuesto jamás eliminar
la vida interna (hay juegos de lenguaje perfectamente autónomos para ella).
6
Incluso un autor como M. Bunge ha llegado a calificar la filosofía wittgensteiniana de la
mente de «autonomista», posición que sin duda resulta del todo ininteligible (Bunge, 1987/1988),
y se hace merecedora del escarnio del que se la ha inventado. El autonomismo no sería sino un
extraño dualismo no interaccionista, que Bunge cree que se desprende de la lectura de un par
de parágrafos de los Zettel.
El conductismo filosófico 91
Pero está claro que esto lo único que establece es que Wittgenstein no avaló
con sus reflexiones a una determinada clase de conductismo: negar los esta-
dos de conciencia supondría el resultado de otro error semántico como los
que él mismo denunciaba en el dualismo o en el fisicalismo. Y lo que nunca
se cansó de repetir es que la base sobre la que todos nuestros conceptos se
vienen a apoyar, en último término, es la actividad, el comportamiento.
¿Aspira el conductista lógico a sustituir nuestro vocabulario psicológico
completo por un equipo práctico de términos referidos directamente a con-
ducta observable? Si su propósito fuera tan simple en realidad, Wittgenstein
no sería un conductista lógico, sin duda: él mismo lo negó en más de una oca-
sión, como se sabe, y se refería exactamente a esto. Pero las cosas casi nunca
son tan fáciles. Lo que tenemos que indagar es el nuevo modo que Wittgens-
tein nos ofrece de entender los términos psicológicos. ¿La referencia al com-
portamiento es un elemento importante en este nuevo entendimiento? Ésa
sería la pregunta clave.
Y la respuesta es desde luego afirmativa: en su aclaración de los concep-
tos psicológicos, Wittgenstein concede un papel absolutamente decisivo a la
idea de conducta. En concreto, para determinar si un predicado psicológico
resulta aplicable a un sujeto cualquiera, lo único que podemos hacer es obser-
var el comportamiento de ese sujeto. Los términos psicológicos sólo pueden
ser regidos en su uso por criterios comportamentales (Budd, 17)7. El con-
ductismo de Wittgenstein se condensa en la negación de la concepción car-
tesiana y del sentido común según la cual los términos psicológicos (‘ver’,
‘visualizar’, ‘dolor’, ‘intención’, ‘alegría’, ‘creencia’…) se refieren a estados,
eventos o procesos que causan la conducta en la cual «ver», «visualizar»,
«dolor», etc., se manifiestan. Para dar cuenta de la armonía entre pensa-
miento y realidad, así lo descubre Wittgenstein, hemos de referirnos a las dis-
posiciones del sujeto, a lo que el sujeto haría, y no a sus estados de concien-
cia. Como vimos antes, el contexto público es constitutivo de la vida mental:
pues bien, el elemento crucial de este contexto sería sin duda la actividad cor-
poral y las circunstancias en que se produce. El comportamiento no es efecto
de un proceso mental, sino un elemento del concepto mismo de ese proceso
mental.
Según Chihara y Fodor, la base de este conductismo lógico sería un aná-
lisis operacionalista del lenguaje, es decir, la doctrina para la cual las opera-
ciones relevantes para determinar si un predicado se puede aplicar a un suje-
to se hallan conceptualmente conectadas con el predicado (Chihara y Fodor,
1965/1991, 139a). Pero en el caso del lenguaje psicológico las operaciones
7
Budd añade a esto la concepción wittgensteiniana de la psicología: «Se mantiene que el
psicólogo se dedica a observar y describir los fenómenos de la vida mental; pero como Witt-
genstein se refiere con el término ‘fenómeno’ a algo que puede ser observado, esto significa
que el psicólogo observa la conducta (exclusivamente). Sobre esta base distingue Wittgenstein
la psicología de la física» (17). Más adelante Budd nos advierte de que el que la psicología se
ocupe de la conducta no quiere decir en absoluto, según las coordenadas wittgensteinianas,
que se desinterese de la mente, sino tal vez todo lo contrario.
92 M. Rodríguez González
4.3. B. F. SKINNER
8
Insistimos en que el operacionalismo, del que Skinner señala sus beneficios para la psi-
cología a pesar de no estar libre de deficiencias, vendría a resumirse en la célebre frase de
Bridgman: un concepto es sinónimo del correspondiente conjunto de operaciones que lleva-
mos a cabo para aplicarlo. Desde luego, no resulta descabellado considerar la filosofía opera-
cionalista como el fundamento del conductismo lógico.
9
Estos medios se reducen a cuatro: reforzamiento basado en concomitantes públicos;
reforzamiento basado en consecuencias públicas; reforzamiento de la respuesta cuando ésta se
hace a estímulos públicos; inducción del estímulo privado cuando es semejante al público
(Skinner, 1945/1975, 419-420).
El conductismo filosófico 93
10
Hay que tener en cuenta que, para Skinner, «causa» equivale a un cambio en la varia-
94 M. Rodríguez González
Fisicalismos
Pedro Chacón Fuertes
Mariano Rodríguez González
INTRODUCCIÓN
Decirlo es muy fácil, pero muy difícil entenderlo o darle sentido. ¿Cómo
que no hay estados mentales? ¿Acaso no he tenido miedo, no he estado ena-
morado, no he deseado irme de vacaciones? Al argumento de la introspec-
ción, el más obvio, estos materialistas responden con una acusación de peti-
ción de principio. Pero hay algo más que surge inmediatamente: si no hay
estados mentales, ¿de qué demonios hemos estado hablando estos miles de
años, a qué se referían los poetas y los novelistas? ¿Cómo es posible hablar de
la nada, en suma? Para solucionar esta inevitable perplejidad, los materialis-
tas eliminativos recurren a diversas comparaciones, extraídas sobre todo de
la historia de la ciencia. Así esperan, por lo menos, que les comprendamos.
Feyerabend, por ejemplo, nos recomienda el abandono del lenguaje
mentalista estableciendo el paralelismo con las posesiones demoníacas de los
tiempos premodernos. ¿A qué se referían los medievales cuando aseguraban
que los ataques epilépticos eran el signo de que el diablo se había adueñado
del alma del enfermo? Sencillamente a nada, era una teoría coherente con la
visión medieval del mundo, una visión que hemos dejado atrás con la cien-
cia moderna. Y la teoría científica de la epilepsia es la teoría verdadera, sin
duda (1963/1970).
1
Años más tarde, Quine intentaría llevar la paz a la familia del materialismo al insistir en
que no hay ninguna diferencia entre identificar los estados mentales con los estados neurona-
les y rechazar los primeros para admitir sólo los segundos. Y es que en ambos casos se elimi-
naría de los estados mentales todo lo que, supuestamente, no fuese físico. Parece entonces
que Quine entiende la afirmación de la identidad en un sentido diferente del de Feyerabend
(1985/1991, 287b-288a).
Fisicalismos 111
2
R. Rorty fue uno de los más vigorosos eliminativistas, sobre todo durante los años 60,
pero en este texto que comentamos ya se había despedido definitivamente del materialismo
radical.
3
La teoría caduca, que se ha revelado como inadecuada y falsa a golpes de investigación
científica, es, desde luego, la de la psicología natural, o popular, o tradicional, o del sentido
común. Más abajo nos referimos muy brevemente a ella.
112 M. Rodríguez González
4
¿Cuál de las dos mesas que el físico Eddington tiene en el despacho de su laboratorio es
la mesa real? ¿Esa tabla rectangular marrón, sólida y pesada en la que escribe sus notas o ese
enjambre de electrones que giran a velocidades inimaginables, entre los cuales se extienden
grandes zonas de vacío?
5
La psicología natural sería compatible, entonces, con el funcionalismo, al menos el de la vieja
escuela, y hasta le podría servir de punto de partida, como también sostiene Fodor (1987/1994).
Fisicalismos 113
6
La concreción de esta esperanza la iba a constituir el llamado funcionalismo de la psi-
cología popular, al que nos hemos referido ya.
7
Y Stich insiste en que el trabajo real de la inteligencia artificial y del psicólogo cogniti-
vo se halla desde luego orientado a dar cuenta de la conducta a partir de las operaciones sin-
tácticas de la mente, pero que no asume el supuesto de las representaciones.
Fisicalismos 115
8
Este principio combina las tres tesis siguientes:
1.ª Las actitudes proposicionales son discretas desde el punto de vista funcional.
2.ª Son interpretables semánticamente.
3.ª Son estados que tienen un papel causal en la producción de la conducta y de otras
actitudes proposicionales.
9
Para decirlo un poco más al modo técnico: los sistemas conexionistas codifican la infor-
mación holísticamente, a nivel subsimbólico.
116 M. Rodríguez González
10
«La gente tiene verdaderamente creencias y deseos en mi versión de la psicología popu-
lar del mismo modo que tiene centros de gravedad y la Tierra tiene un Ecuador» (Dennett,
1987/1991, 58).
Capítulo VI
Funcionalismo
Pedro Chacón Fuertes
tras expresiones lingüísticas cotidianas que viniera forzado por los avances
científicos y tecnológicos. Lo que el funcionalismo computacional subraya y
lo que gran parte de la psicología contemporánea ha heredado de él se deja
apresar con un cierto juego de palabras: las máquinas piensan, no porque ten-
gan mente humana, sino que las mentes humanas piensan porque son máqui-
nas. Bien es cierto que máquinas especiales, formales y abstractas. No son físi-
cas, sino biológicas, pero si son capaces de sumar, resolver un problema,
aprender un lenguaje… es porque, al igual que sus «compañeras de clase»,
las máquinas artificiales, pertenecen a la misma categoría de sistemas compu-
tacionales de conocimientos. Pensar sería una actividad mecánica, en contra
de lo que afirmara Descartes, pero no sería una actividad física, tal como Des-
cartes había sostenido, a lo que vendría a añadirse la afirmación de que sólo
de este modo, sólo a partir de esta profunda revisión del concepto de lo men-
tal, podría encontrar la psicología un nivel explicativo, autónomo con res-
pecto a otras ciencias y objetivo, de las actividades cognitivas. Sólo así podría
constituirse en una ciencia, mentalista y objetiva, de la mente.
Las últimas afirmaciones nos ponen ya en la pista para reconocer las razo-
nes que han llevado al funcionalismo computacional a convertirse en una exi-
tosa teoría de la mente, que cuenta con numerosos adeptos, y fuente de
fecundas investigaciones empíricas. Al igual que sucede en otros ámbitos,
también en psicología y en filosofía de la mente la elección entre alternativas
teóricas viene guiada por criterios de fecundidad explicativa. Así, el éxito del
funcionalismo sólo puede ser comprendido analizando histórico-teóricamen-
te sus ventajas con respecto a las otras alternativas de las que se diferencia y
frente a las que se levanta: en concreto, frente al dualismo mentalista, frente
al conductismo lógico y frente a la teoría de la identidad. Nuestro análisis se
limitará a la contraposición de las tesis mantenidas por el funcionalismo con
las de sus oponentes sobre la naturaleza de lo mental en dos ámbitos de pro-
blemas: la posibilidad de una ciencia psicológica autónoma y la comprensión
de las relaciones entre lo psíquico y lo físico, es decir, el problema mente-
cuerpo.
El dualismo mentalista es, sin duda, la concepción más difundida, pues
está inserta en nuestro lenguaje cotidiano y forma parte de ese fecundo marco
explicativo de las conductas propias y ajenas que constituye la psicología del
sentido común o psicología popular (folk psychology). Que una parte signifi-
cativa de nuestros comportamientos se manifiesten referidos de forma direc-
ta a nuestras creencias, deseos y motivaciones internas parece justificar la
necesidad de una explicación psicológica de tales comportamientos, a la vez
que parece implicar una causalidad recíproca entre lo psíquico y lo orgánico.
Descartes creyó necesario establecer una neta separación entre dos sustan-
cias: la res extensa, que abarcaría todas las realidades materiales, incluido
nuestro propio cuerpo orgánico, y la res cogitans inespacial característica de
Funcionalismo 123
dualismo no es tanto una teoría de la mente sino un vacío que aguarda que se
lo llene con una auténtica teoría de la mente».
No resulta, pues, extraño que, como reacción ante este ineficaz dualismo
mentalista, surgiera la alternativa teórica del conductismo, o, mejor dicho,
los conductismos. En primer lugar, el conductismo radical o metodológico
propugnado por Watson y Skinner. Su propuesta no es otra que la elimi-
nación de la referencia a estados o procesos internos, de carácter mental,
en la explicación científica de la conducta. La psicología puede ser una
ciencia natural si y sólo si se atiene estrictamente a los requisitos metódi-
cos de un análisis funcional que persigue el establecimiento de relaciones
objetivas entre estímulos y respuestas. Aunque Skinner declare que el con-
ductismo no niega la existencia de estados mentales, éstos no pueden inte-
grarse en el cuerpo explicativo de la psicología. Si forman parte de la cade-
na causal, la referencia a ellos resulta inútil y perjudicial al constituir
pseudoexplicaciones que pueden sustituirse con ventaja y sin pérdida de
poder explicativo por la constatación de relaciones objetivas entre los esla-
bones anteriores (estímulos) y posteriores (respuestas). Si ello fuera ver-
dad, la psicología se vería liberada del problema de la causalidad mental y,
en todo caso, ya no podría pretender ser ciencia de la mente, sino ciencia
de la conducta. Si ello fuera verdad y nos atuviéramos a los criterios de
nuestros «compromisos ontológicos» formulados por Quine, podríamos y
deberíamos eliminar de nuestro catálogo de seres existentes a las fantas-
males entidades mentales.
Pero los funcionalistas replican que el propio desarrollo de la psicología
científica se ha encargado de mostrar las deficiencias del programa conduc-
tista radical. En contra de lo que ellos esperaban, la eliminación de los esta-
dos y procesos internos mentales del organismo sí comporta una merma en el
poder explicativo de las teorías que la asumen. La psicología cognitiva se
habría encargado de poner de relieve la necesidad y la fecundidad de intro-
ducir en las explicaciones psicológicas tales referencias. Ni la causalidad men-
tal ni el mentalismo han de ser desterrados por imperativos metodológicos,
pues, como el propio funcionalismo propugna, existe una posibilidad de que
la psicología sea mentalista y a la vez objetiva.
Mayor respeto y atención le merecen a los funcionalistas el conductismo
lógico, tal como fuera propugnado filosóficamente por Ryle a partir del aná-
lisis del lenguaje psicológico y desarrollado en la psicología científica por
neoconductistas como Hull y Tolmann, que asumieron los postulados epis-
temológicos del positivismo lógico. Los conductistas lógicos proponían una
teoría semántica de lo mental, es decir, una teoría acerca del significado legí-
timo de los términos mentales. Afirmaban que expresiones del tipo «me
duele la cabeza» o «deseo viajar a Florencia» no son expresiones que deno-
ten directamente estados internos cuyo significado derive de una privada
experiencia interna. Si fuera así resultaría imposible la introducción de tales
eventos en las explicaciones de la conducta. Pero, al igual que sucede en las
ciencias físicas, resulta legítima la utilización de términos teóricos y la refe-
rencia a entidades inobservables siempre que se cumpla la exigencia de una
Funcionalismo 125
Pues sabemos de antemano que tales leyes serían falsas. Serían falsas porque,
aun a la luz de nuestros conocimientos actuales, podemos ver que una máqui-
na de Turing cuya realización física sea factible puede serlo de una multitud
de maneras totalmente diferentes. Por tanto no puede haber una estructura
fisicoquímica cuya posesión sea necesaria y suficiente para preferir A a B, aun
si tomamos «necesario» en el sentido de físicamente necesario y no en el sen-
tido de lógicamente necesario» (1967, 19-20).
El funcionalismo computacional, interesado en la constitución de las cien-
cias cognitivas, también rechaza la teoría de la identidad como una teoría que
pueda servir de fundamento para una psicología como ciencia autónoma de
la mente, o que pueda ser compatible con ella. El programa fisicalista propo-
ne hipotéticamente la paulatina traducción y reducción de los términos psi-
cológicos a términos neurológicos. Si los referentes objetivos de nuestros con-
ceptos mentales son físicos, si lo mental se identifica con lo neurólogico, la
psicología tendría que dejar todo su campo abierto a los avances de las neu-
rociencias en la explicación del conocimiento. Vendría a carecer de un nivel
explicativo autónomo y las explicaciones psicológicas se verían condenadas a
ser sustituidas por explicaciones neuronales.
La situación es muy diferente, a los ojos del funcionalista. Al identificar
cada tipo de estado mental con un tipo determinado de estado funcional
—y no con un determinado estado físico— el funcionalista no sólo abre la
posibilidad de atribuirlos a seres naturales o artificiales distintos del ser
humano, sino que establece un nivel de explicación autónomo independien-
te de sus realizaciones físicas. La psicología cognitiva en particular se podría
constituir en un saber independiente, pues su objeto sería el resultado de un
proceso de abstracción mediante el que atenderíamos tan sólo a la organiza-
ción funcional de los sistemas capaces de generar actividades cognitivas. En
palabras de Johnson-Laird, «la mente puede estudiarse con independencia
del cerebro. La psicología (el estudio de los programas) puede hacerse con
independencia de la neurofisiología (el estudio de la máquina y del código
máquina). El sustrato neuro-fisiológico debe proporcionar una base física
para los procesos de la mente, pero, con tal de que dicho sustrato ofrezca el
poder computacional de las funciones recursivas, su naturaleza no impone
restricciones a las pautas de pensamiento» (1983, 9).
La legitimidad e independencia de las explicaciones funcionalistas con
respecto a las físicas se aprecian con toda claridad en el ejemplo de la máqui-
na de Coca-Cola tan repetido desde que fuera expuesto en 1975 por Nelson:
las máquinas que expenden de forma automática estos productos pueden
tener y de hecho tienen muy diferente configuración física y constitución
material. Pero si queremos explicarnos su funcionamiento, que es idéntico en
todos los casos en que se comporten de similar forma, no necesitamos con-
vertirnos en ingenieros, abrirlas y desmenuzar sus conexiones mecánicas y
eléctricas, es decir, no precisamos conocer exhaustivamente su hardware.
Podemos desvelar su comportamiento y funcionamiento interno atendiendo
a su software, a la forma como está programada. Así, por ejemplo (en un caso
simplificado), podemos distinguir en máquinas materialmente diferentes una
128 P. Chacón Fuertes
está siempre a favor de una ciencia que cada día más se aleja del mundo del
sentido común y de las experiencias fenoménicas.
Mayor calado tienen las objeciones planteadas al funcionalismo que vie-
nen a criticarle que su modelo de mente sea un modelo de mente sin con-
ciencia. Las actividades computacionales de un sistema inteligente pueden
ser cognitivas, pero el sistema no es consciente de tales actividades. La mente
funcionalista es una mente inconsciente. En todo caso, el funcionalismo no
otorga ningún poder explicativo a la conciencia ni resulta fácil cómo puede
otorgar esta propiedad a sus sistemas mecánicos y formales de cómputos de
representaciones. El funcionalismo es mentalista, como Descartes, pero radi-
calmente anticartesiano al dejar fuera de su teoría de la mente lo que para el
autor del Discurso del Método constituía el rasgo distintivo de lo mental fren-
te a lo físico. Tampoco resulta fácil entender cómo la conciencia habría emer-
gido y permanecido en el proceso de evolución biológica sin tener ninguna
virtualidad ni eficacia causal para los seres humanos.
Es cierto que, en los últimos años, diversos autores se han esforzado por
hacer comprensible una teoría de la conciencia compatible con las tesis fun-
cionalistas (cfr. Baars, 1988; Jackendoff, 1987 y Johnson-Laird, 1988), pero
no es menos cierto que el problema de la conciencia sigue siendo la gran asig-
natura pendiente no sólo del funcionalismo computacional, sino de la psico-
logía cognitiva que navega bajo el paradigma del procesamiento de la infor-
mación y de la contemporánea filosofía de la mente. Al viejo problema de las
relaciones entre mente y cuerpo viene a añadirse uno nuevo: el de las rela-
ciones entre la mente computacional abstracta y la mente fenoménica cons-
ciente. Y las alternativas abiertas para la comprensión del nuevo problema
son casi tan numerosas como las que se abrieron para la comprensión del
antiguo. Suscribimos, por tanto, las palabras de García Carpintero (1995, 74)
cuando afirma que «el gran tema pendiente, sin embargo, es el de la cons-
ciencia… Parece muy difícil que la maquinaria funcionalista, con su apela-
ción para la definición de lo mental a una ingente suma de relaciones causa-
les, científicamente establecidas o folk, pueda acomodar las intuiciones sobre
ese peculiar conocimiento de sí, con sus características de inmediatez y certi-
dumbre, que es constitutivo de lo que paradigmáticamente llamamos estados
conscientes… Formular una explicación satisfactoria del concepto de cons-
ciencia, dentro o fuera del marco funcionalista, es la tarea a la vez inaplaza-
ble e ingrata para esa aspiración a saber de qué se habla que, desde Sócrates,
anima la empresa filosófica».
Al concebir la mente como una máquina cognitiva que combina símbolos
mediante reglas sintácticas estrictas, el funcionalista tiene, también, graves
problemas para integrar en su sistema explicativo a las imágenes mentales. En
contra de los resultados de psicólogos cognitivos empíricos (Paivio, 1977 y
Kosslin, 1980), los funcionalistas no pueden otorgar funcionalidad alguna a
nuestras representaciones por imágenes y, como reconoce el propio Pylyshyn
(1988, 8): «No sabemos qué hacer con ellas». Sin conciencia y sin imágenes,
el funcionalismo computacional se ve en dificultades para presentarse como
una válida teoría general de la mente humana.
Funcionalismo 131
La mejor manera de desvelar los lazos que hoy ligan a la psicología con los
modelos computacionales puede que sea el relato del proceso histórico por el
que se ha llegado a este punto. Relato tras el cual será pertinente desvelar los
presupuestos filosóficos que subyacen a dichos modelos, así como un análisis
crítico de su validez. Sólo entonces se estará en condiciones de hacer un jui-
cio acerca del valor que pueda tener para la psicología el uso de las compu-
tadoras como metáforas de los procesos cerebrales y mentales.
1
Cfr. J. L. Fernández Trespalacios (1986, 35).
La computadora como metáfora 137
2
«El diseño de computadoras es una rama de la ingeniería (incluso cuando lo que se dise-
ña es software y no hardware), y la IA es una subrama de esa rama de la ingeniería. Si vale la
138 V. L. Guedán Pécker
darse esta colaboración y de qué modos fue entendida ésta tiene su propia
historia.
En gran medida, la historia de la IA comienza en el año 1937, fecha en la
que el lógico inglés Allan Turing demostró que un determinado prototipo
ideal de máquina, la Máquina Universal de Turing, era capaz de realizar cual-
quier «operación computable», es decir, resoluble mediante la aplicación de
un número finito de algoritmos3. Ahora bien, como toda máquina es, en rea-
lidad, un sistema capaz de resolver determinadas tareas mediante la aplica-
ción de un número limitado de algoritmos, la máquina universal de Turing
podía, en principio, duplicar las capacidades de cualquier otra máquina. Se
trataba, en definitiva, de un modelo lógico universal de toda máquina posi-
ble; y esa condición hacía de la máquina de Turing un instrumento muy esti-
mulante.
A esos desarrollos científicos hay que ligar determinada concepción meta-
física, para comprender el interés que la máquina universal de Turing pudo
despertar entre los psicólogos: en el siglo xviii el médico francés Julien Offray
de La Mettrie había sostenido que la naturaleza humana no se diferenciaba
en esencia de la de las máquinas, sino, a lo sumo, en el grado de complejidad4.
Esta tesis, de corte materialista, no pasó desapercibida a los primeros investi-
gadores interesados en explorar las aplicaciones de posibles realizaciones
materiales del modelo de máquina propuesto por Turing; no en balde, si la
máquina universal de Turing era un modelo lógico de cualquier máquina,
también podía suponerse modelo de una máquina tan especial como el ser
humano.
Llegados a este punto, el uso de las computadoras como apoyo para la
investigación psicológica adquirió, a mediados de siglo, dos modalidades:
por un lado, se intentó establecer modelos computacionales de las estructu-
ras cerebrales, con la esperanza de que, de la realización física de tales mode-
los, pudieran emerger cualidades mentales. Por otro, se buscó atacar direc-
tamente el problema de la naturaleza de las propiedades mentales,
procurando crear modelos de las mismas. La primera de esas alternativas,
por avatares que serán citados más adelante, fue abandonada a finales de la
década de los 60, en beneficio de la segunda, y sólo resurgió tras el progre-
sivo cúmulo de dificultades con que fue topándose ésta. Veremos, pues, en
el orden de exposición de este trabajo, primero los empeños por simular las
capacidades mentales (a lo que denominaremos IA de sistemas simbólicos),
así como la naturaleza de sus límites, para pasar sólo después al estudio de
pena decir esto, es porque la IA se ha hecho notoria por formular reivindicaciones exageradas;
reivindicaciones en el sentido de ser una disciplina fundamental e incluso de constituir ‘epis-
temología’. El objetivo de esta rama de la ingeniería es desarrollar software que permita a las
computadoras simular o duplicar los logros de lo que intuitivamente reconocemos como ‘inte-
ligencia’.» Cfr. H. Putnam, «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard, 1988, 307.
3
Cfr. A. Turing (1937), «On Computable Numbers with an Application to the Entschei-
dungsproblem», en Proceedings of London Mathematical Society, núm. 42.
4
Cfr. J. O. La Mettrie (1747), El hombre máquina.
La computadora como metáfora 139
5
El Teórico Lógico era un programa para computadora digital, capaz de demostrar teore-
mas lógicos de los Principia Mathematica, de Russell y Whitehead.
140 V. L. Guedán Pécker
él, son aún muy escasos6. De hecho, en cierto sentido, todo el prestigio sobre
el que se sustenta la posible colaboración entre la IA y la psicología, bien sea
en la simulación de sistemas simbólicos, bien en la de redes neuronales, pro-
cede de la IA como mera rama técnica sin relevancia en la comprensión de la
mente humana y sus mecanismos: son los denominados sistemas expertos,
programas diseñados para realizar tareas muy engorrosas para la mente
humana, por la gran cantidad de información manejada y la complejidad de
los algoritmos aplicados, pero que difícilmente pueden considerarse inteli-
gentes.
6
Cfr. H. Putnam (1988), «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard, 1988.
La computadora como metáfora 141
Los argumentos más conocidos dentro de estas líneas de crítica son, respec-
tivamente, el argumento de la sala china y el argumento matemático. A continua-
ción, se revisarán ambos argumentos, sobre los que recae el peso de desmontar
filosóficamente el proyecto de modelar computacionalmente la mente humana.
7
Esta expresión hace referencia al modo en que Skinner denomina todo lo que, pertene-
ciendo a la interioridad del sujeto, carece de importancia desde el punto de vista de la psico-
logía científica. Cfr. B. F. Skinner (1953), Ciencia y conducta humana, Barcelona, Martínez
Roca, 1986, págs. 284-292.
La computadora como metáfora 143
cerebro —es decir, que no solamente escriba, sino que conozca que escri-
be. Jamás mecanismo alguno podría experimentar placer en sus éxitos (y no
sólo dar artificialmente señal de sentirlo, que es treta fácil), sentir pena
cuando sus válvulas se fundiesen, excitación por el halago, entristecerse por
sus errores, percibir el encanto del saxo, estar irritado o deprimido cuando
no pudiese conseguir lo que deseara.
8
Cfr. J. Searle (1990), «¿Es la mente un programa informático?», en Investigación y Cien-
cia, año 1990.
144 V. L. Guedán Pécker
9
El filósofo austriaco Rudolf Carnap representa, con su trayectoria intelectual, el fraca-
so de intentar reducir la semántica a sintaxis. Sus posiciones iniciales, durante las primeras
décadas del siglo xx, fueron paulatinamente corregidas por él mismo, hasta venir a reconocer
la validez de lo que el tercer axioma de Searle defiende.
10
Cfr. P. M. Churchland y P. Smith Churchland (1990), «¿Podría pensar una máquina?»,
en Investigación y ciencia, 1990.
La computadora como metáfora 145
1. Las computadoras, en tanto que realizaciones materiales de la máquina de Turing, sólo pueden
resolver problemas mediante procedimientos algorítmicos.
2. Existen problemas cuya solución no es posible alcanzarla mediante procedimientos algorítmi-
cos (tal es el caso de las fórmulas de Gödel).
3. La mente humana sí es capaz de resolver muchos de estos problemas.
7.5. EL NEO-CONEXIONISMO
1. Los programas escalan muy mal, es decir, podría esperarse que un pro-
grama que ofrece indicios de una conducta inteligente la pudiera des-
11
Cfr. H. L. Dreyfus y S. E. Dreyfus (1988), «Fabricar una mente versus modelar el cere-
bro: la inteligencia artificial se divide de nuevo», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 44-45.
La computadora como metáfora 147
12
Cfr. D. L. Waltz (1988), «Perspectivas de la construcción de máquinas verdaderamen-
te inteligentes», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 221-224.
13
El texto fundacional del neo-conexionismo es D. E. Rumelhalt, J. L. McClelland y el
PDP RESEARCH GROUP (1986), Parallel Distribuited Processing, Cambridge, MIT Press.
14
Cfr. Von Neummann (1951), «The General and Logic Theory of Automata», en
L. A. Jeffress (ed.) (1951), Cerebral Mechanisms in Behavior, Nueva York, Wiley.
148 V. L. Guedán Pécker
15
Cfr. D. L. Waltz (1988), «Perspectivas de la construcción de máquinas verdaderamen-
te inteligentes», en S. R. Graubard (comp.), 1988, 231.
La computadora como metáfora 149
Paradigma CONEXIONISTA
Simulación de las redes cerebrales, haciendo uso de perceptrones
de una capa o de máquinas equivalentes
DIFICULTADES DE CONEXIONISMO
Los perceptrones de una capa no pueden simular adecuadamente las redes neuronales
Paradigma NEO-CONEXIONISTA
Simulación de las redes cerebrales, haciendo uso de perceptrones
de varias capas, o de máquinas equivalentes, conectados en paralelo
150 V. L. Guedán Pécker
las mismas, fue necesario realizar entre 5.000 y 10.000 representaciones de los
patrones T y C, lo que, indudablemente, excede con mucho lo que necesita
un cerebro humano para satisfacer igual tarea16. Por casos así, tanto el mismo
Chomsky como Fodor han propuesto la existencia en el cerebro de un pre-
cableado: de naturaleza básicamente sintáctica, en el caso de Chomsky, y de
naturaleza semántica, en el de Fodor; y ambos han considerado la existencia
de esas estructuras innatas como un objeción muy seria a la IA. La diferencia
podría ser reducida integrando, si es que ello es posible, sistemas simbólicos
—que representarían el precableado— y redes neuronales artificiales —que,
a partir de ese precableado, serían capaces de aprender—. Con esta alterna-
tiva se abre un camino para la colaboración entre los dos paradigmas de la IA
con la que sueñan muchos investigadores en este campo. Pero, ¿cómo hacer
efectivo ese propósito de colaboración? ¿En qué ha de consistir el precablea-
do necesario para que sea factible la emergencia de capacidades mentales?
Esto resulta especialmente inconcebible si la tesis de Fodor es correcta, por-
que ya vimos que la IA de sistemas simbólicos cree posible crear inteligencia
sin necesidad de tener que vérselas con la semántica.
La segunda fuente de dificultades para el conexionismo es su postulación
de la naturaleza holística de las facultades mentales, a partir de la interacción
de diferentes estructuras cerebrales significativamente «no-inteligentes». El
filósofo norteamericano Daniel Dennett ha profundizado en esta idea, postu-
lando el funcionalismo homuncular como la teoría que, a su juicio, explica de
un modo más adecuado el problema mente-cerebro. Por «homúnculo»
(hombrecillo) entiende Dennett un ente no inteligente, capaz de realizar ta-
reas sencillas, al modo de las llevadas a cabo por los perceptrones. A su jui-
cio, la integración de varios homúnculos en estructuras posibilita la emer-
gencia de niveles paulatinamente más ricos, desde el punto de vista cogniti-
vo, hasta el punto de que la mente no será sino el poder funcional de una
compleja estructura de redes neuronales conectadas a muy diversos niveles de
organización. Por ejemplo, podría explicarse así la aparición de la intencio-
nalidad, cualidad básica de muchos procesos mentales, a partir de procesos
cerebrales no intencionales. Así pues, el conexionismo parece adecuado, a
primera vista, para corroborar y, a la vez, beneficiarse de, las tesis del funcio-
nalismo homuncular.
Ahora bien, aun en el caso de que el funcionalismo homuncular triunfara
frente a las críticas que pudieran hacérsele, desde un punto de vista filosófi-
co (y está lejos su llegada a ese estatus de solución definitiva del problema
mente-cerebro), sigue presentando serias dificultades para su aplicación en la
construcción de inteligencia artificial. Y ello, básicamente, porque el concep-
to de «holismo» es en exceso ambiguo: entendemos lo que se quiere decir
cuando se sostiene que la construcción de una estructura funcional hace
emerger propiedades inexistentes a nivel de sus elementos separados, pero
16
Cfr. J. D. Cowan y D. E. Sharp (1988), «Redes neuronales e inteligencia artificial», en
S. R. Graubard (comp.), 1988, 126.
152 V. L. Guedán Pécker
esa idea no nos orienta en absoluto hacia el modo de construir las estructu-
ras adecuadas para la emergencia de propiedades específicas. Podemos asu-
mir que la intencionalidad es una cualidad emergente a partir de la extrema-
damente compleja estructura cerebral; ahora bien, ¿cómo organizar nuestras
redes neuronales artificiales, para hacer que emerja finalmente la intenciona-
lidad? ¿Cómo descubrir el orden de prevalencia de los distintos homúnculos
diseñados por separado? Esta línea crítica ha sido fuente de polémica entre
el mismo Dennett y Hilary Putnam17, mientras la IA sigue imperturbable su
marcha por proveernos de magníficos logros tecnológicos, al tiempo que nos
mantiene en un ayuno ya algo incómodo y prolongado, respecto de los pro-
metidos manjares que prometía a la cofradía de los psicólogos y filósofos de
la mente.
17
Cfr. D. C. Dennett (1988), «Cuando los filósofos se encuentran con la inteligencia arti-
ficial» y H. Putnam (1988), «Mucho ruido por muy poco», en S. R. Graubard (comp.), 1988.
Capítulo VIII
El naturalismo biológico*
José Antonio Guerrero del Amo
3
Además de que ya en el cuerpo del artículo Searle recogía y trataba de responder algu-
nas de esas críticas, en el mismo número de The Behavioral and Brain Sciences en que se publi-
có el trabajo aparecían, como es habitual en dicha revista, veintisiete comentarios al mismo, la
mayoría de los cuales adversos, y la respuesta del propio Searle a dichos comentarios.
156 J. A. Guerrero del Amo
4
Para Bechtel, «Searle exige una regla separada para cada pregunta y para cada historieta,
para la que se ha de dar una respuesta. [Pero] tal conjunto de reglas no podría, en principio, pro-
porcionar respuestas a la infinita variedad de preguntas e historietas a las que un chino podría res-
ponder. Si pudiésemos habérnoslas con un conjunto de reglas que efectivamente pudiesen bastar
para llevar a cabo el género de conversación que Searle ha imaginado, está lejos de ser claro que
Searle pudiese convencernos de que el sistema no entiende chino» (1988/1991, 97). Para Rey, el
tipo de reglas adecuado sería aquel que estableciera conexiones entre los símbolos del lenguaje y
algunas percepciones, creencias, deseos, etc. (1986, 172).
El naturalismo biológico 157
una concepción científica del mundo, las que considera, siguiendo al sentido
común, como las cuatro características más propias de la mente, a saber, la
conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causación intencional.
8.2.1. La conciencia
le, pero entendemos su carácter general, entendemos que hay ciertas activi-
dades electroquímicas específicas que se desarrollan entre las neuronas o los
módulos de las neuronas y quizás otros rasgos del cerebro, y esos procesos
causan la conciencia. El único obstáculo para aceptar esto es el supuesto
materialista —de raíces cartesianas— antes aludido de que el carácter mental
de la conciencia le impide ser una propiedad física.
No vamos a insistir otra vez en las discrepancias de otros autores (Bo-
den, 1988/1994, 108/9; Bechtel, 1988/1991, 98) respecto de la comparación
que hace Searle de los estados mentales con la fotosíntesis o la digestión,
puesto que ya han sido señaladas más arriba. Pero sí queremos apuntar lo que
parece ser un problema importante en el planteamiento searleano. Si, como
reiteradamente señala (Searle, 1991; 1992/1996), pretende argumentar con-
tra aquellas corrientes de la filosofía de la mente —especialmente el funcio-
nalismo— que han intentado una separación entre conciencia e intencionali-
dad, no se ve cómo se puede sostener, sin caer en cierta inconsistencia, que
hay estados mentales inconscientes y que son, al mismo tiempo, intenciona-
les (Searle, 1991). Esto sólo es posible si separamos la conciencia de la inten-
cionalidad (González-Castán, 1992).
Por otra parte, su recurso a la disputa entre vitalismo y mecanicismo para
ilustrar la situación actual y la resistencia a aceptar sus puntos de vista (Sear-
le, 1984b/1994, 28) recuerda mucho a lo que él ha denunciado en sus opo-
nentes como la maniobra de la «edad-heroica-de-la-ciencia», esto es, recurrir
cuando uno «se encuentra en una dificultad profunda a establecer una ana-
logía entre su propia afirmación y algún gran descubrimiento científico del
pasado» que no se aceptó durante algún tiempo (1992/1996, 19).
8.2.2. La intencionalidad
5
Todas las nociones que vamos a exponer brevemente a continuación Searle las había
desarrollado para los actos de habla y ahora las va a aplicar a los estados intencionales. Para
ese primer desarrollo puede verse (1975/1976, 46-48).
162 J. A. Guerrero del Amo
tampoco puede ser sólo asunto de lo que sucede en sus cabezas» (1992/1996,
63).
Para Searle, estos intentos de naturalizar el contenido (y algunos otros a
los que no hacemos referencia) no han dado una explicación que sea ni
siquiera plausible del contenido intencional6. (La objeción técnica más
importante a la que se enfrentan es el problema de la disyunción [Fodor,
1987/1994]. Si cierto concepto es causado por cierto tipo de objeto —por
ejemplo, una vaca—, ¿cómo podemos dar cuenta de casos de identificación
errónea? —creo que es un caballo). Él pronostica, además, que fracasarán,
porque todos dejan a un lado la intencionalidad. La razón es que «no es posi-
ble reducir los contenidos intencionales a algo más, porque, si fuera posible,
serían algo más, y no son algo más» (Searle, 1992/1996, 65).
Frente a estos puntos de vista, Searle cree que, como en el caso de la con-
ciencia, la manera de aclarar el misterio de la intencionalidad es describir con
todo el detalle que podamos cómo los fenómenos son causados por procesos
biológicos, al mismo tiempo que se realizan en sistemas biológicos. Consi-
deremos, siguiendo al propio Searle, un caso concreto de estado intencional,
como es la sed:
Hasta donde sabemos, al menos ciertos tipos de sed son causados en el
hipotálamo por secuencias de disparos de neuronas. Estos disparos son a su
vez causados por la acción de la hormona peptídica angiotesina II en el
hipotálamo, y la angiotesina II, a su vez, es sintetizada por la renina, la cual
es secretada por los riñones. La sed, al menos la de estos tipos, es causada
por una serie de eventos en el sistema nervioso central, principalmente en
el hipotálamo, y se realiza en el hipotálamo (1989/1995, 434).
8.2.3. La subjetividad
6
Para un seguimiento pormenorizado de la discusión técnica entre Searle y Putnam puede
verse, además del citado Putnam (1975b/1984), Searle (1985, 206-214) y Putnam, (1988/1995,
55-60).
164 J. A. Guerrero del Amo
dos mentales internos, como algo completamente distinto de los yoes y los
estados mentales de otras personas. Por otra parte, la concepción científica
de la realidad nos lleva a pensar que ésta tiene que ser objetiva, es decir, igual-
mente accesible a todos los observadores competentes. ¿Cómo es posible que
la subjetividad sea una parte real del mundo?
Parte de la dificultad de este problema deriva, según Searle, de los dife-
rentes sentidos del término ‘subjetividad’ y la confusión de unos con otros. El
sentido de subjetividad del que estamos hablando sería un sentido ontológi-
co y no epistemológico. Es a la forma de ser de los estados mentales y no al
modo de conocerlos a lo que se refiere Searle de una forma preponderante,
aunque es evidente que, debido a esta subjetividad ontológica, los estados
mentales no son igualmente accesibles a todo observador. Todo estado men-
tal es siempre un estado de alguien, que tiene un relación privilegiada con él,
que no posee con los estados mentales de otras personas. La ontología de la sub-
jetividad es una ontología de la primera persona. Pretender lo contrario, esto
es, pretender un planteamiento de tercera persona, es lo que nos ha llevado a
no poder encajar la subjetividad dentro de nuestra imagen científica del
mundo. Por decirlo con palabras del propio Searle, «encontramos difícil
explicar satisfactoriamente la subjetividad, no sólo por haber sido educados
en una ideología que dice que, en último término, la realidad ha de ser com-
pletamente objetiva, sino porque nuestra idea de una realidad objetivamente
observable presupone la noción de observación que es en sí misma inelimi-
nablemente subjetiva, y que no puede convertirse en el objeto de la observa-
ción, como sí pueden serlo los objetos y estados de cosas objetivamente exis-
tentes» (1992/1996, 109). Pero este problema es ficticio y su respuesta viene
por sí misma con aceptar los hechos: «si ‘ciencia’ es el nombre del conjunto
de verdades objetivas y sistemáticas que podemos enunciar acerca del
mundo, entonces la existencia de la subjetividad es un hecho científico tan
objetivo como cualquier otro» (1989/1995, 435). Una explicación científica
del mundo que intenta describir cómo son las cosas debe explicar la subje-
tividad como uno de los rasgos de los estados mentales.
Todo lo dicho aparentemente disuelve el problema, pero en realidad plan-
tea una serie de cuestiones de difícil solución. ¿Cómo puede ser la subjetivi-
dad un hecho científico tan objetivo como cualquier otro si se nos acaba de
decir que tiene una ontología de primera persona frente al resto de los hechos
físicos que tienen una ontología de tercera persona, lo cual lleva aparejado un
acceso privilegiado que no tenemos a los otros hechos físicos? ¿En qué con-
siste esa objetividad bajo la que se pueden agrupar tanto fenómenos físicos
no mentales como fenómenos físicos mentales (subjetivos)? ¿Cuáles son los
rasgos que hacen que consideremos algo como objetivo?
Seguramente Searle respondería a estos interrogantes diciendo, de un
modo insistente, que lo que subyace a ellos es que no nos hemos desprendido
del dualismo conceptual de raíces cartesianas que nos lleva a ver como incom-
patibles los rasgos físicos y los rasgos mentales (1983/1992, 267; 1992/1996,
40), y que los rasgos mentales son macropropiedades físicas del cerebro y, por
tanto, igualmente accesibles al estudio científico. Pero veamos lo que signifi-
El naturalismo biológico 165
tal en lo físico de un modo causal7, sosteniendo que «no puede haber dife-
rencias mentales sin las correspondientes diferencias físicas», ya que los esta-
dos físicos son causalmente suficientes (aunque no necesarios), para los es-
tados mentales correspondientes. Y esto «es una consecuencia de la tesis de
que los fenómenos mentales son causados por el cerebro y realizados en él,
porque, si los efectos son diferentes, las causas tienen que ser diferen-
tes» (1989/1995, 439). En cualquier caso, la superveniencia de lo mental no
es nada más que un caso particular del principio general de la superveniencia
de las macropropiedades físicas en las micropropiedades físicas.
En las secciones 8.1. y 8.2. ya hemos ido señalando los principales pro-
blemas de las propuestas concretas de Searle. No es nuestra pretensión, por
tanto, volverlos a repetir ahora. No obstante, no queremos finalizar nuestra
exposición sin referirnos, aunque sea brevemente, a los que consideramos
problemas más generales de fondo en su planteamiento.
Empezando por lo más general, la propuesta searleana, con frecuencia,
presenta como hechos evidentes e incuestionables lo que sólo son interpreta-
ciones, por supuesto, discutibles, o, cuando menos, hechos aceptables sólo
sobre el fondo de una teoría que los constituye y les confiere su estatus como
tales hechos. Su apelación frecuente a que los estados mentales o sus pro-
piedades como la conciencia, la intencionalidad, etc., son hechos evidentes e
incuestionables sería el caso más llamativo de esta tendencia. Dicho de otra
manera, Searle defendería, al menos para los estados mentales, un realismo
ingenuo y una independencia de los hechos con respecto a las teorías ya supe-
rados en epistemología hace tiempo.
Un segundo problema del planteamiento de Searle consiste en que pre-
tende conciliar una concepción materialista de la mente —los estados menta-
les son rasgos físicos del cerebro— y, al mismo tiempo, seguir manteniendo
como características de los estados mentales las que tradicionalmente se les
habían atribuido dentro de una concepción dualista de la mente (a saber, la
conciencia, la intencionalidad, la subjetividad y la causación intencional) y
eso es difícilmente alcanzable, ya que esos rasgos de sentido común de la
mente presuponían una radical distinción entre lo mental y lo físico. Como
hemos visto, el propio Searle insiste en que los rasgos mentales son irreducti-
bles. Dicho de otra manera, no pensamos que se puedan seguir aceptando
esos rasgos tradicionales de la mente y rechazar al mismo tiempo el dualismo
que subyace a los mismos. De este modo, Searle se vería obligado a aceptar
7
La superveniencia en ética ha tenido un sentido constitutivo distinto del señalado por
Searle. Según dicho sentido, las propiedades morales sobrevienen a las propiedades naturales,
de manera que, si dos objetos difieren en su bondad, debe existir algún otro rasgo en virtud
del cual se produce esa diferencia. Pero esos rasgos que hacen que un objeto sea bueno no cau-
san su bondad, sino que la constituyen.
168 J. A. Guerrero del Amo
CONCIENCIA Y PERSONA
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Capítulo IX
2
Hay que tener en cuenta que Descartes excluía a las sensaciones de lo mental y las asi-
milaba a lo corporal. En consecuencia, las afirmaciones que acabamos de hacer no se deben
entender como si establecieran una identidad entre la conciencia (fenomenológica) y los esta-
dos psicológicos en el sentido en que los entendemos habitualmente.
3
Esta concepción tendrá una consecuencia epistemológica importante, a saber, si la esen-
cia de lo mental es ser consciente, entonces no podemos explicar lo que convierte a un estado
mental en consciente apelando a algo mental anterior, ya que cualquier fenómeno mental al
que apelemos presupone la conciencia (Rosenthal, 1986, 330 y 340-341).
4
Quizás sea conveniente indicar que Descartes también va a sugerir otra idea que no es
tan conocida, pero que vamos a encontrar de nuevo en los debates actuales, y es la idea de
construir la conciencia como toma de conciencia (percatación/reflexión) de un orden más alto:
«Cuando un adulto siente algo y simultáneamente percibe que no lo sentía antes, llamo a esta
segunda percepción reflexión, y la atribuyo al entendimiento solo, a pesar de estar unida de tal
manera a la sensación que las dos ocurren juntas y parecen ser indistinguibles la una de la otra»
(Carta a Arnauld, 29 de julio de 1648, A. T. V., 221 —citado por Güzeldere, 1997, 12—).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 173
podría ser de otra manera, pues si tuviésemos todo en cuenta habría que
pensar con atención en infinidad de cosas al mismo tiempo… (Leibniz,
1765/1977, 121).
5
Un planteamiento semejante será el que dará lugar en la actualidad a los enfoques natu-
ralistas, de los que luego hablaremos.
174 J. A. Guerrero del Amo
6
Otras distinciones de los diferentes sentidos de conciencia pueden encontrarse en
Lycan, 1997; Goldman, 1993b; Natsoulas, 1983, 1986 y Rosenthal, 1997. Sin embargo, posi-
blemente ha sido el artículo de Block «On a confussion about a function of consciousness»,
publicado como artículo diana en Behavioural and Brain Sciences, uno de los que más ha
fomentado el debate en torno a esta cuestión. Como es habitual en esta revista, se publicó
junto con un gran número de críticas.
Perspectivas actuales sobre la conciencia 175
deshacerse de ella por cualquier medio (es lo que ha hecho una gran parte de
la filosofía de la mente contemporánea, como luego veremos), o bien se trata
de encontrarle un difícil acomodo en la ciencia psicológica (es lo que hacen
autores como Searle o Chalmers, por ejemplo), como una realidad irreducti-
ble a lo físico.
La conciencia representacional se caracterizaría por proporcionarnos
acceso a los contenidos o informaciones de los estados mentales. Es una
característica fundamental de este tipo de conciencia su papel causal en la
explicación de la conducta (Chalmers, 1996/1999, 35) o, en palabras de
Block (1995, 231), que su contenido representacional se pueda usar como
premisa en el razonamiento y en el control racional de la acción y del len-
guaje. Por ejemplo, cuando yo veo la luz del semáforo en rojo, yo experi-
mento una sensación del color rojo (conciencia fenomenológica), que me
transmite la información de que me debo parar (conciencia representacional)
(Villanueva, 1995, 392)7.
En principio parece que no debería haber ningún tipo de competencia
entre ambos conceptos, ya que aparentemente son conceptos complementa-
rios que se refieren a diferentes fenómenos de los estados mentales y que inter-
actúan entre ellos. Sin embargo, por desgracia, es frecuente que, en los deba-
tes sobre la conciencia, se dé lo que Güzeldere ha denominado «la intuición
segregacionista», consistente en pensar, implícita e inadvertidamente, que «si
la caracterización de la conciencia es fenomenológica, entonces ésta es esen-
cialmente no causal, y si es causal, entonces es esencialmente no fenomeno-
lógica» (1997, 11). Quizás lo que se deba hacer, como propone este autor, es
adoptar una «intuición integracionista», en la que «lo que la conciencia hace
no pueda ser caracterizado en ausencia de cómo se siente (experimenta) y,
más importante aún, que el modo como se experimenta no pueda ser con-
ceptualizado en ausencia de lo que hace» (ibíd.).
7
Las diferencias, por tanto, entre los dos tipos de conciencia serían, según Block (1995,
232), las tres siguientes:
1) «El contenido de la conciencia fenomenológica es fenomenológico, mientras que el
contenido de la conciencia de acceso es representacional. La esencia del contenido de la con-
ciencia de acceso es jugar un papel en el razonamiento y sólo el contenido representacional
puede realizar ese papel. Muchos contenidos fenomenológicos son también representaciona-
les, sin embargo, es mejor decir que es por su contenido fenomenológico por lo que un esta-
do es consciente-fenomenológico, mientras que es por su contenido representacional por lo
que un estado es consciente-de acceso (...).
2) Una segunda diferencia es que la conciencia de acceso es una noción funcional, por
tanto, el contenido de ella es relativo a un sistema: lo que hace a un estado consciente-de acce-
so es lo que una representación de su contenido hace en un sistema (...).
3) Una tercera diferencia es que los estados de la conciencia fenomenológica son de un
tipo o una clase de estado. Por ejemplo, la sensación de un dolor es consciente fenomenológi-
co de un tipo: cualquier dolor tiene que tener esa sensación. Sin embargo, cualquier pensa-
miento particular que es consciente-de acceso en un tiempo dado puede dejar de ser accesible
en otro tiempo determinado», con lo cual dejaría de ser consciente-de acceso.
176 J. A. Guerrero del Amo
8
Quizás cabría situar también en este grupo a Levine (1983, 1988), aunque difiere en
muchos aspectos de los otros autores citados. Así, señala: «La hipótesis de los qualia ausentes
e invertidos son experimentos mentales que dan una expresión concreta a lo que llamará,
siguiendo a los Churchland, la intuición ‘proqualia’. Ésta es la intuición de que hay algo espe-
cial sobre la vida mental consciente que la hace inexplicable dentro del marco teórico del fun-
cionalismo, y, más general, del materialismo» (1988, 272).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 177
9
Evidentemente cabe hacer otra clasificación distinta a la propuesta por nosotros de los
diferentes enfoques de la conciencia. Por ejemplo, Chalmers (1996/1999) distingue entre enfo-
ques cognitivos, enfoques neurobiológicos, enfoques basados en la nueva física y enfoques evo-
lucionistas. Pero, además de que todos estos planteamientos son de tipo naturalista, dados
nuestros propósitos de tratar las cuestiones epistemológicas y ontológicas de la conciencia, nos
parece más adecuada nuestra clasificación. También Güzeldere ha propuesto una división en
tres grupos: los misteriosos, los escépticos y los naturalistas. Aunque esta clasificación se apro-
xima más a la nuestra, difiere, sin embargo, sustancialmente de ella, ya que sitúa a McGinn (y
al resto de los escépticos moderados) dentro de los misteriosos, a los eliminativistas dentro del
grupo de los escépticos y a los naturalistas cartesianos junto con los naturalistas puros dentro
del grupo de los naturalistas (1997, 3-6).
10
Georges Rey (1983, 1988) parece que es una excepción, ya que no tiene ningún incon-
veniente en hacer explícita dicha afirmación.
178 J. A. Guerrero del Amo
11
No se ha elegido la propuesta de Dennett, que es quizás la más conocida desde la publi-
cación de La conciencia explicada (1991), por una parte, porque ya se expone en otro capítulo
de este volumen, y, por otra, porque los destinatarios primeros, aunque no los únicos, de este
libro son los alumnos de psicología y la propuesta de Baars está hecha desde el campo de la
psicología.
Perspectivas actuales sobre la conciencia 179
cadas por eventos conscientes. A estas estructuras las denomina Baars con-
textos. Podemos tratar los contextos como un grupo de procesadores espe-
cializados cooperando con acceso real al espacio de trabajo global. El con-
junto de contextos operativos en el presente es la Jerarquía de Contexto
Dominante Actualmente. Ese Contexto Dominante es una mezcla coherente
de contextos perceptuales, conceptuales y de objetivos, que controlan nues-
tra experiencia e imponen constricciones inconscientes a lo que puede con-
vertirse en consciente. Los contenidos conscientes y los contextos incons-
cientes se entremezclan así para crear una corriente de conciencia. La
interacción entre ellos es útil para resolver una gran variedad de problemas,
en los que los componentes conscientes son utilizados para acceder a nuevas
fuentes de información, mientras los contextos y los procesadores incons-
cientes se ocupan de los detalles rutinarios. Finalmente, parece que una de las
funciones más importantes de la experiencia consciente es obtener, modificar
y crear nuevos contextos que luego conformarán la experiencia consciente
posterior.
Otra noción clave en la propuesta de Baars es el concepto de información.
Ésta debe ser entendida en el sentido ya clásico establecido por Shannon de
reducción de la incertidumbre. «Somos conscientes de un suceso sólo cuan-
do existe en un contexto estable, pero no cuando es tan predecible que no
hay alternativas concebibles» (1988, 178). De este modo, la experiencia cons-
ciente del mundo no es una función directa de la estimulación física, sino que
dependerá de la información real que aporte (la cantidad de incertidumbre
que reduzca). En general, la probabilidad de que cualquier suceso sea cons-
ciente se incrementa con su valor informativo y disminuye con su redundan-
cia. En resumen, la informatividad es una condición necesaria de toda expe-
riencia consciente de un suceso.
Relacionada con la información está la adaptación. Aquí entendemos por
adaptación «el proceso de aprender a representar algún input, hasta el punto
de poderlo predecir automáticamente. Cuando hay una correspondencia per-
fecta entre el input y su representación, el input es redundante con respecto
a su representación. Así la redundancia es el producto final de una adapta-
ción exitosa» (1988, 183). El ciclo de adaptación ante una nueva tarea que
se ha de aprender estaría formado por tres etapas: 1) la primera, en la que se
comienza sabiendo sólo que hay algo que aprender, consiste en la creación
del contexto, en el que los elementos que van a ser aprendidos son defini-
dos; 2) la segunda etapa consiste en entender el nuevo material dentro del
contexto creado, de manera que ahora sea informativo; y 3) una vez que nos
hemos adaptado completamente, en la tercera etapa, perdemos acceso cons-
ciente al material aprendido. La experiencia consciente correspondería prin-
cipalmente a la segunda etapa (1988, 184).
Esta teoría de la conciencia que acabamos de exponer es ampliada por
Baars hasta intentar explicar desde ella nociones como la del control volun-
tario o del yo. Así, el control voluntario es considerado como el resultado de
objetivos concretos (o intenciones) que son realizados de forma consistente
con el contexto de objetivos dominantes. Una acción voluntaria es «aquélla
182 J. A. Guerrero del Amo
mente, inmediata de alguna manera. Por tanto, podemos estipular que el pen-
samiento simultáneo que tenemos no está mediado por ninguna inferencia ni
por ninguna entrada sensorial… [Pero,] dado que un estado mental es cons-
ciente si está acompañado de un pensamiento de orden superior adecuado,
podemos explicar el ser consciente de un estado mental por medio de la hipó-
tesis de que ese estado mental causa que ese pensamiento de orden más alto
ocurra» (1986, 335-336).
La conciencia, por tanto, para esta concepción, «es una propiedad rela-
cional, la propiedad de ser acompañado por pensamientos de orden superior
y, en consecuencia, ciertos procesos causales deben mediar entre los procesos
mentales y nuestra conciencia de ellos. Y puesto que los estados mentales pue-
den estar conectados causalmente a diferentes pensamientos de orden supe-
rior, nosotros podemos ser conscientes de esos estados mentales de un modo
diferente en distintos momentos. La apariencia de los estados mentales, por
tanto, no coincide automáticamente con su realidad» (1986, 354-355).
Lo que acabamos de decir no debe llevarnos, sin embargo, a pensar que
todos los pensamientos de orden superior deben ser conscientes. Para que un
pensamiento sea consciente, como decíamos, debe tener su correspondiente pen-
samiento de orden más alto. Esto quiere decir que para que un pensamiento
de segundo orden sea consciente debe ir acompañado de un pensamiento de
tercer orden de que uno tiene ese pensamiento de segundo orden. Esto, ade-
más, nos lleva a esperar que sean pocos los pensamientos de segundo orden
que llegan a ser conscientes, frente a lo que se pudiera pensar en un primer
momento. Por eso es importante distinguir entre ser consciente de un estado
mental y ser introspectivamente consciente de ese estado. Sólo cuando somos
conscientes introspectivamente de un estado mental somos conscientes tam-
bién de nuestros pensamientos de orden más alto sobre ese estado mental.
Pero no todos los pensamientos de orden más alto son automáticamente
conscientes. Esto que estamos diciendo evidentemente choca con el punto de
vista cartesiano de que ser consciente de un estado mental es lo mismo que
ser introspectivamente consciente de él. Esperar que todos los pensamientos
de orden superior fueran conscientes, como sostiene la concepción cartesia-
na, supondría que deberíamos tener infinitos pensamientos en cualquier
momento que fuéramos conscientes de un estado mental.
Aunque esta concepción que acabamos de exponer cree Rosenthal que «no
implica una teoría materialista o naturalista de la mente, ya que de hecho es
totalmente compatible incluso con un dualismo de sustancias cartesiano», no
por eso deja de señalar que «encaja muy bien con los puntos de vista materialis-
tas, ya que lo que hace a los estados mentales conscientes de que sean conscientes
es su causar pensamientos de orden superior de que uno está en esos estados
mentales. Además, los materialistas pueden sostener razonablemente que esta
estructura causal es debida a las conexiones neuronales adecuadas» (1986, 339).
Esta concepción, como decíamos, puede explicar los datos fenomenoló-
gicos de los que disponemos fácilmente. Por ejemplo, explica perfectamente
la conexión estrecha que hay entre estar en un estado consciente y ser cons-
ciente, a la vez, de uno mismo. Para atribuir conciencia de un estado mental
Perspectivas actuales sobre la conciencia 185
12
Para una argumentación más amplia de esta cuestión puede verse Rosenthal (1991a).
13
Para abundar más en estas críticas específicas véase también Dretske (1995) y Shoema-
ker (1994).
14
Puede parecer contradictoria la denominación de enfoques naturalistas-cartesianos,
pero la expresión pretende recoger las dos ideas fundamentales de este planteamiento, que son
hacer un planteamiento naturalista de la conciencia y sostener, al mismo tiempo, que ésta tiene
carácter experiencial (fenomenológico). Por tanto, la contradicción sería del propio plantea-
miento.
186 J. A. Guerrero del Amo
cia visual de él. Pero entonces es ineludible que su conocimiento previo era
incompleto. Sin embargo, tenía toda la información física. Por tanto, hay que
tener más que esto, y el Fisicalismo es falso (Jackson 1982/1990, 471-472).
De este experimento mental se deduce, por tanto, que los hechos sobre la
experiencia subjetiva del color no están implicados por los hechos físicos.
Por último, Chalmers sostiene que, si todos estos argumentos aún no
resultaran del todo convincentes para los defensores del reduccionismo,
éstos, al menos, nos tendrían que dar alguna idea de cómo la existencia de la
conciencia podía estar implicada por los hechos físicos. Ahora bien, cualquier
intento de demostrar una implicación semejante está condenado al fracaso, ya
que, para llevarlo a cabo, necesitaríamos algún tipo de análisis de la noción
de conciencia, pero no parece haber ningún análisis de esta clase.
La consecuencia que va a sacar Chalmers de todos estos argumentos es
que el materialismo es falso, porque en el mundo hay características físicas y
características no físicas (la conciencia fenomenológica), que no supervienen
lógicamente a aquéllas. Esto le lleva, pues, a defender un dualismo de pro-
piedades. Este dualismo de propiedades no es, sin embargo, incompatible
con una superveniencia de tipo natural: aunque los hechos físicos no impli-
can lógicamente los hechos sobre la conciencia, sí es plausible que la con-
ciencia surja de una base física y, de hecho, eso es lo que parece que ocurre.
«La conciencia surge a partir de un substrato físico en virtud de ciertas leyes
contingentes de la naturaleza que no están ellas mismas implicadas por las
leyes físicas» (1996/1999, 169).
Esta variedad de dualismo es totalmente científico y naturalista al mismo
tiempo. Por una parte, es científico, porque está en armonía y complementa a
la teoría física. La idea de Chalmers es que la física nos da una concepción del
mundo consistente en una red de propiedades fundamentales, relacionadas
por leyes básicas, que no pueden explicarse en términos de propiedades y
leyes más básicas, sino que deben ser tomadas como primitivas y de las que
surge todo lo demás. Sin embargo, al no supervenir lógicamente la conciencia
a las características físicas, necesitamos introducir nuevas propiedades y leyes
fundamentales. Estas nuevas leyes, que serán leyes psicofísicas (de superve-
niencia natural) y nos explicarán cómo surge la experiencia a partir de los pro-
cesos físicos, no interferirán con las leyes físicas, ya que éstas forman un siste-
ma cerrado, sino que las complementarán, al ampliar el inventario de leyes (y
propiedades) de la teoría física. Por otra parte, este enfoque es totalmente
naturalista, porque permite explicar la conciencia en términos de leyes natu-
rales básicas. Por eso Chalmers propone llamarlo dualismo naturalista.
La piedra angular de esa teoría será, pues, un conjunto de leyes psicofísi-
cas que gobiernen la relación entre la conciencia y los sistemas físicos. Dados
los hechos físicos acerca de un sistema, estas leyes nos permitirán inferir qué
tipo de experiencia consciente estará asociada con el sistema. Igual que ocu-
rre con las teorías de la física, esta teoría no nos dirá por qué existe la con-
ciencia, pero sí nos explicará instancias específicas de la misma en términos
de la estructura física subyacente y las leyes psicofísicas. La elaboración de
188 J. A. Guerrero del Amo
esta teoría, sin embargo, tiene un problema que no tienen las teorías físicas, a
saber, cómo podemos obtener datos objetivos de la conciencia15.
Llegados a este punto, veamos cuáles son esas leyes psicofísicas. En pri-
mer lugar, estarían los principios de coherencia. Estos principios se basan en
la notable coherencia que se observa entre la experiencia consciente y la
estructura cognitiva. Una y otra están relacionadas de un modo sistemático.
El mejor modo de aprehender esta relación es centrarnos en los juicios feno-
menológicos. Estos juicios representan un puente entre la psicología y la
fenomenología, ya que, aunque pertenecen a aquélla, están estrechamente
ligados a ésta. Entre estos principios se pueden citar los siguientes:
— El principio de fiabilidad, que indica que nuestros juicios de segundo
orden sobre la conciencia son, por lo general, correctos.
— El principio de la detectabilidad, que dice que «cuando ocurre una
experiencia, por lo general tenemos la capacidad de formar un juicio de
segundo orden sobre ella» (1996/1999, 280).
— El principio de coherencia entre la conciencia y la percatación16, que
establece que, cuando tenemos una experiencia, nos percatamos del conteni-
do de la misma. Obsérvese que el principio no es que cada vez que tenemos
una experiencia consciente nos percatamos de la misma —eso sería un juicio
de segundo orden—, sino del contenido de la misma —juicio fenomenológi-
co de primer orden—. Igualmente este principio se puede formular en direc-
ción contraria, donde hay percatación, en general hay conciencia.
— El principio de coherencia estructural, que señala que «diversas caracte-
rísticas estructurales de la conciencia corresponden directamente a característi-
cas estructurales que están representadas en la percatación» (1996/1999, 285) y
viceversa.
El proyecto que acabamos de esbozar lo presenta Chalmers como una
concepción funcionalista de la conciencia, no reductiva. Es funcionalista en
el sentido de que propone criterios funcionales de cuándo aparece la con-
ciencia. Es no reductiva, en cuanto que no dice que el desempeño de algún
papel funcional sea todo lo que hay. Es muy discutible, sin embargo, que este
15
Chalmers intenta soslayar este problema sosteniendo que «cada uno de nosotros tiene
acceso a una rica fuente de datos en nuestra propia persona» (1996/1999, 276) y que «la evi-
dencia empírica no es todo lo que tenemos para proceder a la formación de teorías»
(ibíd., 277), sino que existen otros principios como el de plausibilidad, simplicidad, estética,
etc. Pero, evidentemente, la respuesta no es del todo satisfactoria. Y el propio Chalmers admi-
te que «una teoría de la conciencia tendrá un carácter especulativo no compartido por las teo-
rías de la mayoría de los dominios científicos», debido a que la verificación intersubjetiva rigu-
rosa es imposible.
16
La percatación, para Chalmers, es el correlato psicológico de la conciencia fenomeno-
lógica, esto es, «un estado en el que alguna información es directamente accesible y está dis-
ponible para el control deliberado de la conducta y para su información verbal. El contenido
de la percatación corresponde al contenido de los juicios fenoménicos de primer orden, es
decir, a los estados con contenido que no son acerca de la conciencia, sino paralelos a ella»
(1996/1999, 281).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 189
17
Ante la acusación de reduccionismo, Chalmers se defiende diciendo, primero, que este
método no explica la naturaleza intrínseca de una experiencia…; y segundo, que «ninguna
explicación de la estructura de la percatación explica en absoluto por qué existe una expe-
riencia acompañante, precisamente porque no puede explicar, en primer lugar, por qué el prin-
cipio de coherencia estructural es válido. Al tomar el principio como supuesto ya nos hemos
movido más allá de la explicación reductiva: el principio simplemente supone la existencia de
la conciencia y no hace nada por explicarla» (1996/1999, 300). Si aceptamos esta defensa,
entonces Chalmers no cae en un reduccionismo, pero da por supuesto, sin explicación, lo espe-
cífico de la conciencia, con lo cual no se sabe qué es peor.
190 J. A. Guerrero del Amo
Las posibilidades (o los estados) entre las que se puede elegir constituyen el
espacio de información. La cantidad de información de un estado viene deter-
minada por los estados posibles que constituyen el espacio de información y
entre los cuales se puede elegir. Los espacios de información y los estados de
información son espacios y estados abstractos. Sin embargo, ambos los pode-
mos encontrar realizados en el mundo tanto física como fenoménicamente.
«Es natural suponer, piensa Chalmers, que esta doble vida de los espacios de
información corresponde a una dualidad en un nivel más profundo. Podría-
mos así sugerir que esta doble realización es la clave de la conexión funda-
mental entre los procesos físicos y la experiencia consciente. [De este modo,]
podría ocurrir que los principios concernientes a la doble realización de la
información pudiesen especificarse en un sistema de leyes básicas que conec-
ten los dominios físico y fenoménico» (1996/1999, 361). Se podría, pues, pro-
poner «como principio básico que la información tiene dos aspectos, uno físi-
co y otro fenoménico: allí donde hay un estado fenoménico, éste realiza un
estado de información, que también se realiza en el sistema físico del cerebro.
De modo recíproco, al menos para algunos espacios de información física-
mente realizados, cada vez que un estado de información en ese espacio se
realiza físicamente, también se realiza fenoménicamente» (ibíd.). Este princi-
pio todavía no proporciona una teoría completa de la conciencia, pero sí pro-
pone un marco general dentro del que formular leyes más detalladas. Este
planteamiento lleva a que allí donde hay información realizada debería haber
experiencia consciente (por ejemplo, en un termostato). Ahora bien, dado
que, según la definición de información, la hay en todo lugar (donde hay
alguna diferencia, que tiene efectos causales, habría información), la expe-
riencia consciente está en todas partes, es decir, desembocamos en un pan-
psiquismo. Esta denominación no le gusta a Chalmers, pero en líneas gene-
rales creo que es acertada.
Por último, la ontología a la que esto nos lleva es una ontología de doble
aspecto. Tanto la física como la ontología exigen estados de información,
pero a la primera sólo le importan sus relaciones, mientras que a la segunda
lo único que le preocupa es su naturaleza intrínseca. Este enfoque, por tanto,
unifica aquellos dos, al sostener que hay un solo conjunto de estados básicos
de información. O dicho de otra manera, los aspectos internos de los esta-
dos de información son fenoménicos, mientras que los aspectos externos son
físicos.
De nuevo, una reflexión crítica para terminar. El gran problema de los
enfoques naturalistas cartesianos, a mi juicio, es cómo lograr que la concien-
cia fenomenológica, que es subjetiva, se pueda constituir en un objeto de
estudio de la ciencia que es objetiva. Tanto los intentos de Searle por lograr-
lo (véase el trabajo correspondiente) como los del propio Charmers creo que
fracasan. Esto se concreta en el caso de este último, en que no basta con limi-
tarse a señalar que hay correlaciones entre los estados cerebrales y los estados
mentales. Como indica McGinn (1991), esas correlaciones son un hecho
bruto que hay que explicar y no algo último a lo que hay que llegar. En ese
sentido nos parece totalmente insuficiente un planteamiento, como el pro-
Perspectivas actuales sobre la conciencia 191
puesto por Chalmers, que se limitara a establecer las leyes psicofísicas que
conectan ambos campos18. Quizás ha sido la toma de conciencia de esa impo-
sibilidad la que ha llevado a algunos autores a adoptar el planteamiento
escéptico moderado del que hablaremos a continuación.
Esta idea de clausura cognitiva nos lleva a que puede haber mentes equi-
padas de diferentes maneras, con distintos poderes y limitaciones, de modo
que determinadas propiedades sean accesibles a unas, pero no a otras. Esto
parece un hecho claro, ya que diferentes especies son capaces de perci-
bir diferentes propiedades del mundo y no todas las especies pueden percibir
cada propiedad que puedan tener las cosas.
Por otra parte, eso no significa que esas propiedades, que algunas men-
tes no son capaces de captar, se vean afectadas en su realidad (ontología)
por esa incapacidad. Una propiedad no es menos real porque haya mentes
que no son capaces de percibirla y conceptualizarla. «La clausura cognitiva
con respecto a P no implica irrealismo sobre P. Que P es (como podemos
decir) noumenal para M no muestra que P no ocurra en alguna teoría cien-
tífica naturalista (T) —muestra sólo que T no es cognitivamente accesible
18
Una discusión más amplia de los problemas del planteamiento de Chalmers puede
encontrarse en nuestro trabajo «¿Mente consciente o mente sin conciencia?», Anábasis (en
prensa).
192 J. A. Guerrero del Amo
ciones que los relacionan con las cosas del mundo. Ciertamente el «arco
intencional» no se reduce a ese fundamento, pero tiene su origen en él. Aquí
habría, pues, espacio para la especulación naturalista más modesta de estos
tópicos sin necesidad de emprender la tarea de explicar totalmente la inten-
cionalidad reduciéndola a algo que podamos entender, algo físico en sentido
amplio. De hecho, algo semejante a esta perspectiva está ya implícito en
mucho del trabajo actual sobre la referencia y el contenido.
El planteamiento que acabamos de hacer es un planteamiento que pre-
tende ser naturalista. Sin embargo, el naturalismo que propone es de un tipo
diferente, más modesto en palabras de McGinn, que el naturalismo que ha
predominado hasta ahora en filosofía de la mente. Este naturalismo se ha
caracterizado por intentar explicar las relaciones que mantiene la conciencia
con el mundo físico, es decir, la emergencia de la misma y la intencionalidad,
por medio de conceptos que ya se han aplicado a otros aspectos de la natu-
raleza y que hay acuerdo en que son incontrovertiblemente naturales. La
noción de causalidad se ha presentado como el concepto que llevaría a cabo
esa labor de naturalización (véase el tema correspondiente al funcionalismo).
Así, «la encarnación de un estado consciente consiste en el acto de que un
cierto estado neuronal exhiba una estructura particular de causas y efectos
(físicos)». Igualmente la relación intencional se ha explicado como «una
clase especial de dependencia causal de los estados mentales de condiciones
en el mundo externo» (1991, 49). La noción de causalidad, por tanto, per-
mitiría introducir la conciencia de un modo armónico en la imagen general
del mundo. Este naturalismo causal, sin embargo, no funciona, según
McGinn. Especialmente por lo que respecta al problema de la intencionali-
dad. La razón es que «presupone una solución al problema de la encarna-
ción, que se halla lejos de estar resuelto. Los dos problemas son de hecho
interdependientes y la naturalización de uno necesita de la naturalización del
otro» (1991, 50). Para McGinn, no podemos esperar una explicación de
cómo una experiencia con contenido tiene una base física sin explicar cómo
tiene ese contenido. Y viceversa, no podemos dar una teoría explicativa de
la intencionalidad de los estados conscientes sin aventurar un tratamiento
naturalista de su encarnación. Las pretensiones actuales de separar las teo-
rías causales de la intencionalidad del problema de la encarnación en su
intento de naturalizar aquélla fallan, porque es necesario que los relata
envueltos en la relación causal puedan ellos mismos ser naturalizados, es
decir, es necesario que se pueda naturalizar la conciencia, para tener una teo-
ría naturalista de la intencionalidad. Y eso por ahora parece difícil. (Lo
dicho de la noción de causalidad se puede extender a la noción de función
de las teorías teleológicas.)
La posición de McGinn, por tanto, sería de rechazo hacia lo que él llama
naturalismo efectivo y de aceptación de un naturalismo existencial, esto es, de
rechazo de «la tesis de que seríamos capaces de construir una explicación
naturalista para cada fenómeno en la naturaleza» (incluida la conciencia), y
de aceptación de «la tesis, de carácter metafísico, de que nada de lo que ocu-
rre en la naturaleza en inherentemente anómalo, hecho por Dios, o resultado
196 J. A. Guerrero del Amo
19
En la actualidad creo que los Churchland han suavizado sus posturas eliminativistas
radicales de hace unos años y defienden, al menos como estrategia, una reducción de los esta-
dos mentales y no una eliminación. Por eso puede haber una pequeña diferencia entre lo dicho
aquí, que se centra en los trabajos más recientes, y el capítulo dedicado al materialismo elimi-
nativo, que se ocupa de los trabajos más clásicos de ambos.
198 J. A. Guerrero del Amo
20
Consideraciones semejantes pueden encontrarse en P. S. Churchland (1997, 127).
Perspectivas actuales sobre la conciencia 199
21
En la identificación de esas características de la conciencia y su reconstrucción en tér-
minos de la neurociencia, debido a su carácter especialmente técnico, seguimos, en algunos
casos con bastante proximidad al texto original, la exposición que aparece en Churchland
(1995, 213-226).
22
Una visión completamente distinta de los rasgos de la conciencia puede verse en Sear-
le (1992/1996, 137-150).
200 J. A. Guerrero del Amo
do con los hilos argumentales que se manejan, y al margen también de que los
logros finales colmen, como ya hemos hecho notar, las expectativas creadas.
La crítica al dualismo es radical por ser el causante de dificultar el pro-
blema y oscurecer las soluciones. En tanto que no parece aportar teoría algu-
na que explique el funcionamiento de la mente fomenta al máximo su condi-
ción de cosa misteriosa. Frente a él está justificado para Dennett asumir la
postura dogmática de evitarlo a toda costa. «No es que yo piense —nos
dice— que soy capaz de ofrecer una prueba definitiva de que el dualismo, en
todas sus formas, es falso e incoherente, sino, simplemente, que, atendiendo
a la forma en que el dualismo se refugia en el misterio, considero que aceptar
el dualismo equivale a darse por vencido» (Dennett, 1991-1995, 49). Se trata
de buscar, por tanto, una sustitución adecuada a esos modos de pensar tan
arraigados. Para lograrlo, Dennett se moverá en el marco de la ciencia actual,
poniendo cuidado en evitar otro peligro: el de la omisión, el de operar como
si la conciencia no existiera, lo que él denomina «anestesias fingidas», o sea,
el hecho de fingir estar ajenos a las experiencias de la conciencia y así evitar-
nos tener que enfrentarnos a ella.
Cuando aludimos, como acabamos de hacer, a las «experiencias de la con-
ciencia», a ese ámbito que nos es tan familiar e íntimo, ¿a qué nos estamos
refiriendo? A principios del siglo xx, el método fenomenológico desplegado
por Husserl abrió un camino descriptivo del mundo de nuestra experiencia
consciente, muy en consonancia con los planteamientos cartesianos y la psi-
cología popular. El campo de la conciencia aparece, entonces, formado por
experiencias del mundo exterior (imágenes, sonidos, colores, sensaciones de
calor y frío…), experiencias del mundo interior (fantasías, recuerdos, sueños,
corazonadas…) y experiencias emotivas (dolor, felicidad, odio, asombro,
temor…). Para Dennett esta clasificación tripartita, aunque nos sea muy fami-
liar, resulta superficial y poco favorable al análisis objetivo. La razón princi-
pal de su inconsistencia reside en la autoridad que se le confiere a la intros-
pección. En la época moderna, un autor como Descartes escribía en primera
persona, esperando la coincidencia de sus lectores con sus observaciones. Lo
mismo ocurrió desde el empirismo inglés con autores como Locke y Hume.
En la época contemporánea, la fenomenología ha reactivado el ámbito de las
descripciones introspectivas. Para Dennett la tendencia general de quienes
han tratado el tema de la conciencia ha sido la de incurrir en «la presunción
de la primera persona del plural: sean cuales sean los misterios que esconde
la conciencia, nosotros (usted, mi querido lector, y yo) podemos hablar tran-
quilamente sobre conocidos mutuos, aquellos con los que nos encontramos
en nuestras respectivas corrientes de conciencia. Con la excepción de algunas
voces rebeldes, los lectores siempre han sido cómplices de esta conspiración»
(Dennett, 1991-1995, 79-80). Aunque sea innegable que tenemos un acceso
privilegiado a nuestra propia experiencia, lo cierto es que las controversias
surgen de inmediato y ponen de manifiesto que somos muy limitados respec-
to a dicho privilegio y que somos más proclives al error de lo que creemos.
Por el contrario, sin caer en los extremos, sin llegar a negar los eventos
mentales, como hizo el conductismo, es necesario, según Dennett, dar a los
208 J. I. Morera de Guijarro
lidad, se evita el tema como cuestión propia de filósofos, con lo que se crea un
vacío entre los modelos de dicha psicología y cualquier teoría sobre la con-
ciencia. Precisamente, el esfuerzo de Dennett va encaminado a llenar ese
vacío. Siguiendo a Nagel, la pregunta que sintetiza el problema que nos ocupa
es: «¿Qué se siente siendo algo?» La pregunta es útil, al margen de que exis-
tan otras más pertinentes, en tanto se manifieste capaz de asumir nuestro tema.
Hay cosas que nos suceden de las que no somos conscientes y otras, en
cambio, de las que sí lo somos. De estas últimas podemos decir que tenemos
acceso personal, que las abarcamos desde la propia conciencia. Este tipo
de acceso se diferencia del llamado acceso computacional y del acceso públi-
co, ambos muy significativos en ciencia cognitiva. La comparación con la
operatividad del ordenador a nivel de subrutinas —el que una subrutina enla-
ce informativamente con otra— no sería adecuada como acceso directo a la
conciencia. Con mucho, estaríamos en paralelo con el hecho de las operativi-
dades del sistema nervioso a las que tampoco tenemos acceso. Por otro lado,
la noción de acceso público, la que tiene el usuario o el programador para
saber lo que el ordenador está haciendo en cada momento, nos aproxima más
al acceso personal, aunque siempre existe la diferencia de que los distintos
sujetos no son el yo que posee acceso a sus propios contenidos.
En principio, el propósito de Dennet es esbozar un diagrama cognitivo
del flujo subpersonal que prepare los puntos de conexión, a diferencia de las
otras psicologías cognitivistas, para un tratamiento posterior de la concien-
cia personal. «El diagrama de flujo —nos dice— será la producción prime-
riza de un filósofo, sobresimplificada en varias dimensiones, pero creo que
quedará bastante claro cómo podrían irse agregando complicaciones» (De-
nnett, 1986-1989, 13). Por nuestra parte, aludiremos a la estructura básica
de dicho diagrama y a sus consecuencias para la conciencia. Ante todo, se
trata de descubrir el modo como la información circula a través de los diver-
sos módulos: partiendo de los sentidos la información pasa a ser procesada
por un conjunto de cajas negras de control, memoria y solución de proble-
mas, todo lo cual revierte en el lenguaje y en las subrutinas motoras de la
acción. Los detalles del esquema no aportan novedad en relación a los
modelos con los que operan las ciencias cognitivas, por lo que es mejor
situarse en el momento en el que Dennett recupera la pregunta de Nagel: si
suponemos una entidad que realizara el proceso previsto en el diagrama,
¿qué sentiría (si es que siente algo)? Desde el exterior somos proclives a con-
siderar que sí sentiría, pero en realidad no tenemos acceso directo a esa
estructura de sucesos con contenido que acontecen en nosotros. «Todo el
sistema ha sido diseñado para operar en la oscuridad, por así decirlo, cada
uno de sus diversos componentes cumpliendo sus tareas sin ser percibidos y
sin percibir… También en el interior del cráneo de usted todo es oscuridad,
y cualesquiera que sean los procesos que ocurren en su materia gris, ocurren
sin ser percibidos y sin percibir» (Dennett, 1986-1989, 28-29). Sin embargo,
a partir del tipo básico de organización funcional, previo al tratamiento
explícito de la conciencia, ésta se manifiesta como un nivel avanzado de
desarrollo evolutivo y social.
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 213
El cuerpo es una gran razón, una multiplicidad con un sentido, una gue-
rra y una paz, un rebaño y un pastor. También es instrumento de tu cuerpo
tu pequeña razón a la que llamas espíritu. Tú dices «yo», y te enorgulleces
de esa palabra. Pero lo más grande, aunque no lo creas, es tu cuerpo y su
gran razón… En tu cuerpo hay más razón que en tu mejor sabiduría.
Si nuestros cuerpos poseen sus razones, si son ellos mismos razón, si poseen
ya sus propias mentes, «¿por qué, se pregunta Dennett, tuvieron que
adquirir mentes adicionales… nuestras mentes? ¿Es que no basta con una
mente por cuerpo? No siempre» (Dennett, 1996-2000, 99). Las mentes cor-
porales han trabajado bien en el proceso evolutivo a lo largo de millones de
años, pero resultan lentas, con limitada capacidad discriminativa y siendo su
intencionalidad de corto alcance. Por ello, para las relaciones más complejas
con el mundo se precisa de una mente más veloz y mejor preparada, una
mente que pueda prever y asegurar el futuro. Esta mente, a la que el dualis-
mo ve como diferente, es un elemento más del cuerpo, un ingrediente que el
Una revisión funcionalista de la conciencia: Dennett 217
así. Para formar parte del pensamiento, en suma, los contenidos no tienen
que existir fuera del pensamiento, como objetos o sucesos del mundo. Justa-
mente por eso hay un «problema de Brentano» en la filosofía de la mente de
nuestro tiempo, por eso algunos filósofos han considerado la intencionalidad
como un obstáculo para obtener explicaciones científicas de los estados y los
procesos mentales. Ocurre que a través de nuestras actividades mentales nos
conectamos con otros estados de la naturaleza, pero esto no se produciría, al
parecer de muchos, en ningún sentido meramente causal, al modo en que se
conectan habitualmente los eventos naturales. Además, por si todo esto fuera
poco, la información que contienen los estados mentales es una información
en perspectiva, viene interpretada en todo caso desde un cierto punto de
vista: no importa cuánto sepa yo de algo, mi saber estará limitado a ciertas
descripciones e interpretaciones.
Un siglo después de Brentano1 toda esta doctrina ocupa un lugar prefe-
rente en la reflexión actual sobre la mente y en las discusiones en torno a la
explicación psicológica. Pero se la enuncia de forma diferente. Los estados
mentales son relaciones entre sujetos psicológicos y contenidos; las creencias,
los deseos, expectativas y recuerdos son actitudes proposicionales, o sea, acti-
tudes o modos psicológicos para con proposiciones o contenidos. Y así, un
autor de nuestra hora define de la siguiente manera el concepto de «inten-
cionalidad» tal y como lo emplea hoy la filosofía: «La intencionalidad cubre
aquellas características de las actividades mentales para dar razón de las cua-
les decimos tanto que tales actividades tienen un contenido que contiene
información acerca de algo más allá del contenido y la actividad, como que
implican una clase particular de actitud hacia ese contenido. Además, es una
peculiaridad del contenido mental el hecho de que sea necesariamente ‘pers-
pectivístico’»2 (Lyons 1995, 1).
Para ponerlo en la terminología de Searle, distinguiríamos entre conteni-
do representativo y modo psicológico para poder hacernos una idea cabal de
esa «direccionalidad» de los estados y eventos mentales en cuya virtud pode-
mos decir de ellos que representan objetos y estados de cosas (Searle, 1983-
1992, 20). El contenido representativo o proposicional determinaría un con-
junto de condiciones de satisfacción bajo ciertos aspectos, mientras que el
modo psicológico, una dirección de ajuste del contenido proposicional (las
creencias pueden ser verdaderas o falsas, con dirección de ajuste mente-a-
1
Conviene recordar aquí, aunque sólo sea de pasada, que Husserl, en una tradición filo-
sófica que no es en la que en este trabajo nos hemos situado, iba a recoger de su maestro Bren-
tano esta idea de la intencionalidad, para a partir de ella sentar las bases de la Fenomenología
en las «vivencias intencionales» de las que trata ya a partir de sus Investigaciones Lógicas. Asi-
mismo, la intencionalidad llegó por esta misma vía a caracterizar radicalmente a la conciencia
—«la conciencia es lo que no es y no es lo que es»— en planteamientos existencialistas al esti-
lo del sartreano.
2
Y, en la misma línea, leemos un par de páginas después: «La estructura básica de los
actos mentales paradigmáticos parece consistir en una actitud que opera sobre contenidos que
contienen información sobre algo más allá de ellos mismos de una manera perspectivística».
Intencionalidad y contenido mental 223
mundo; los deseos pueden cumplirse o no, con dirección de ajuste mundo-a-
mente…).
Searle mismo mantiene la tesis de que la intencionalidad forma parte de
la biología humana, en la misma media que la digestión o la circulación de la
sangre. Pero esto quiere decir, entre otras muchísimas cosas, que no podremos
reducir jamás la intencionalidad a otras nociones más simples con el objetivo
de entenderla y hacerla manejable. Sería una propiedad primaria de la mente.
Con ello pretendemos señalar una de las coordenadas más importantes en el
problema actual de la intencionalidad, el proyecto de naturalización, que
buscaría precisamente incluir la intencionalidad en la naturaleza (aun a costa
de reducirla, en esto contra Searle, a otros elementos más básicos). Pero el
problema nos viene de que la inexistencia intencional de lo mental, como ya
adelantamos, no está nada claro que pueda encajar o ser respetada por este
programa naturalista. ¿Qué es lo que en definitiva persigue éste? Pues nada
más y nada menos que «mostrar que hay un conjunto de condiciones físicas
necesarias, y globalmente suficientes, tales que, si un agente se halla en un
estado corporal sujeto a esas condiciones, ese estado corporal tiene un cierto
contenido», de forma que «descubriendo esas condiciones, se demostraría
que lo intencional es parte de lo natural» (Acero, 1995, 177). Pero, entre
otros, ahí está el problema del error o de la disyunción, el problema del con-
tenido incorrecto en definitiva, para hacernos vislumbrar la limitación inhe-
rente al programa naturalista3.
La otra gran cuestión debatida que da forma hoy al problema de la inten-
cionalidad es sin duda la que se refiere a las condiciones de individuación del
contenido mental, cuestión que enfrenta a internistas y externistas. Vienen a
defender los primeros que el contenido de los pensamientos no dependería
de circunstancias externas, sino de rasgos intrínsecos del cuerpo o la mente
de los agentes (lo que es perfectamente compatible con la admisión de que
los pensamientos pueden venir causados por circunstancias externas), mien-
tras que para el externismo, por el contrario, el contenido mental sería esen-
cialmente dependiente del contexto natural y social, de forma que un cambio
de entorno implicaría un cambio de contenido. Los dos últimos apartados de
este trabajo estarán dedicados a profundizar en la polémica, dada la impor-
tancia de la misma para nuestra propia idea de mente.
Aunque como bien advertía Searle conciencia e intencionalidad no son
exactamente lo mismo (hay estados conscientes que no son intencionales, y
estados intencionales que no son conscientes), no negaremos que se da una
íntima relación entre ambas. Pues bien, es el caso que en las discusiones con-
temporáneas se ha seguido por regla general la estrategia de pasar por alto
esta relación, tratando la intencionalidad completamente al margen de la con-
3
En suma, ¿cómo se podría dar cuenta en términos exclusivamente naturalistas del hecho
de que una actitud proposicional tenga un contenido incorrecto? En este problema de la dis-
yunción, como veremos, que con tanto tesón ha tratado Fodor, entre muchos otros, vendría a
cobrar cuerpo, como es fácil de ver, lo más específico de la inexistencia intencional brentaniana.
224 M. Rodríguez González
ciencia porque pareció el único modo de hacerla tratable. Por eso hay auto-
res, los que se han negado a seguir la estrategia mencionada, que nos ase-
guran que la naturaleza de la intencionalidad se halla cognitivamente cerra-
da para nosotros (en la medida en que la intencionalidad se vincula
esencialmente a la conciencia y la conciencia sigue siendo hoy por hoy un
enigma irresoluble), mientras que el problema de la individuación de los
contenidos intencionales sería, en cambio, cuestión que nos resulta accesible
(McGinn, 1991, 37).
En definitiva, reparar en la unión de intencionalidad y conciencia acre-
cienta la dificultad del programa naturalista.
Y finalmente, volviendo de nuevo a la terminología searleana, todo esta-
do intencional tiene un contorno de aspecto, es decir, todas las representacio-
nes representan sus objetos bajo aspectos (lo cual a lo mejor nos serviría para
distinguir la intencionalidad intrínseca de la derivada o «como si»). Y sucede
que estos aspectos tienen que importar al agente, por eso en el caso de los
actos mentales conscientes el contorno de aspecto es más evidente4. Parece
entonces que la intencionalidad tendría un componente subjetivo que tam-
bién haría valer sus derechos ante las presiones del programa naturalista y de
la polémica entre internistas y externistas.
4
«Obsérvese, además, que el contorno de aspecto tiene que interesar al agente. Es desde
el punto de vista del agente desde el que él puede querer agua sin querer H2O. En el caso de
pensamientos conscientes, el modo en que importa el contorno de aspecto viene dado porque
constituye el modo en que el agente piensa o experimenta los objetos sobre los que piensa o
experimenta: puedo pensar, estando sediento, sobre las ganas que tengo de un trago de agua
sin pensar en absoluto sobre su composición química. Puedo pensar en él como agua sin pen-
sar en él como H2O» (Searle, 1992/1996, 164-165).
5
Chisholm estaba llevando el estudio de la intencionalidad por un terreno controvertido
cuando procedió a listar las peculiaridades lógicas del lenguaje en que describimos estados
mentales, con la esperanza de llegar a identificar los estados intencionales en términos de las
mismas. Porque mientras que para unos este enfoque tiene el mérito de liberarnos por fin del
enojoso asunto del estatuto ontológico de los objetos intencionales, para pensadores como
Searle no se trataría de hablar del lenguaje, sino de los estados mentales mismos, o sea, de ras-
gos del mundo (1981).
Intencionalidad y contenido mental 225
Pero el aire de insondable misterio parece retirarse aquí por lo menos par-
cialmente si traducimos esto a la manera de Chisholm: «digamos que una ora-
ción declarativa simple es intencional si usa una expresión sustantiva —un
nombre o una descripción— de tal manera que ni la oración ni su contradic-
toria implican ni que hay ni que no hay nada de aquello a lo que la expresión
sustantiva realmente se aplica» (1991, 298a). Podemos utilizar el ejemplo de
Acero: Ernesto puede creer o no que Raúl es un espía, pero ninguna de las
dos actitudes implica que Raúl es un espía ni tampoco que no lo es. Si A es el
portador de un estado mental M con un contenido C, de esto sólo se sigue la
existencia de A. Así, «Ernesto cree que Raúl es un espía» es una oración
intencional si el uso que se hace de la cláusula completiva no lleva consigo ni
la verdad ni la falsedad de lo aseverado en ella (Acero, 1995). Pero hasta aquí
nada más que hemos constatado hechos, otra cosa es hacerlos inteligibles.
En este sentido de la carencia, se podría hablar de un «fracaso» de la
intencionalidad, percatándonos de que hemos escrito la palabra entre comi-
llas. Pues bien, el fracaso de la intencionalidad nos indica que estamos ante
una relación que no sólo es fáctica sino también normativa6. Las creencias
pueden ser verdaderas, pero asimismo falsas; las percepciones normalmente
son verídicas, pero hay casos en que resultan ilusorias; los deseos son muchas
veces consistentes, pero de vez en cuando deseamos cosas incompatibles…
Esa incorrección o carencia del estado mental es el signo entonces de la nor-
matividad de la relación intencional. Hay otra dimensión de la normatividad,
que estaría estrechamente unida al holismo de lo mental: y es que los estados
intencionales forman toda una red, un sistema intencional, de manera que la
existencia de uno tiene implicaciones para la existencia de los demás. Moya
nos presenta esta normatividad de lo mental en términos de compromiso:
tener un estado intencional le compromete a uno a tener muchos otros tam-
bién, en número indefinido, so pena de no tener ninguno, de no tener mente
en absoluto (1990, 63). Así que naturalizar el significado y la intencionalidad
llevaría necesariamente consigo naturalizar las normas en general, algo que
desde luego no parece nada fácil.
Ya hemos tenido ocasión de ver, por otro lado, aquello que haría de una
oración una oración intencional, según el planteamiento de Chisholm. Vol-
viendo ahora a él, recordaremos además cómo se traduce al modo formal la
tesis de Brentano: «Podemos ahora reformular la tesis de Brentano —o una
tesis que se parece a la de Brentano— por referencia a las oraciones inten-
cionales. Digamos entonces 1) que no necesitamos usar oraciones intencio-
nales cuando describimos fenómenos no psicológicos; podemos expresar
todas nuestras creencias sobre lo que es meramente ‘físico’ en oraciones que
no son intencionales. Pero 2) cuando deseamos describir cosas como perci-
bir, asumir, creer, saber, querer, esperar, y otras actitudes por el estilo, enton-
6
¿Y cómo puede ser una relación a la vez fáctica y normativa?, se pregunta Haugeland
en su célebre trabajo del año 90.
226 M. Rodríguez González
ces o bien a) tenemos que usar oraciones que son intencionales o bien b) tene-
mos que usar términos que no necesitamos usar cuando describimos fenó-
menos no psicológicos» (1991, 298b). Y, como sabemos, es en consecuencia
este estrecho vínculo entre lenguaje intencional y fenómenos psicológicos que
el replanteamiento de la tesis de Brentano enuncia lo que nos ha de llevar a
la indagación de las características lógicas que distinguen al lenguaje inten-
cional. Porque no es descabellado albergar la esperanza de que el análisis del
lenguaje psicológico nos ponga en contacto finalmente con cuestiones sus-
tantivas de la psicología misma…
La concepción clásica del lenguaje intencional haría de él un lenguaje
intensional, como opuesto a extensional. El discurso intencional genera
contextos intensionales o referencialmente opacos, con lo que se quiere
decir 1) que en este terreno no sería legítima la generalización existencial (lo
que se corresponde con la inexistencia intencional brentaniana); 2) que el
valor de verdad de la oración subordinada que expresa el contenido inten-
cional no afecta en absoluto al valor de verdad de la oración principal; 3) que
en este terreno tiene lugar, por norma, el fallo de sustitutividad o incumpli-
miento sistemático de la ley de Leibniz (es decir, cuando sustituimos un pre-
dicado por otro coextensivo no queda garantizada la verdad de la oración,
como tampoco podemos sustituir expresiones denotativas correferenciales
manteniéndose invariable el valor de verdad de la oración). «Edipo cree
casarse con Yocasta», pero, desde luego, «Edipo no cree casarse con su
madre», aunque resulte que Yocasta y la madre de Edipo son la misma per-
sona. Nos volvemos a encontrar con que los contenidos mentales son muy
sensibles a la perspectiva o punto de vista del agente. Hasta se podría decir,
con Moya entre otros, que estos rasgos del discurso intencional «correspon-
den, en el aspecto lingüístico, a la importancia central que para el contenido
intencional poseen la perspectiva o el modo de presentación en el marco de
la concepción clásica de la intencionalidad» (2000, 201).
La conclusión a la que parece que hemos llegado es a la de que, al lado de
la normatividad, la subjetividad de lo mental sería la clave para entender la
relación intencional. No en vano, los diferentes rasgos en los que vendría a
tomar cuerpo ésta, y aunque no los consideremos más que en un plano lin-
güístico, parecen dar expresión o modular de formas diferentes a esa subjeti-
vidad. Así que la intencionalidad guarda una referencia esencial al punto de
vista sobre el mundo de un sujeto. Por eso los contenidos intencionales
desempeñarían un papel crucial en la causación, y por tanto en la explicación,
del comportamiento.
es adecuado para los fines científicos, porque se refiere a lo que hay, sin nin-
gún «slant» o aspecto. Pero los términos psicológicos son muy pobres en
extensión y en cambio ricos en intensión7. Desde este punto de vista, Quine
sería el continuador del programa de Carnap: ¡fuera con los modismos inten-
cionales, creencias y deseos!, aunque no se niegue que puedan resultar útiles,
e incluso indispensables, en la práctica diaria. Pero para fines científicos es
preciso acabar con el mito mentalista del museo según el que habría estados
mentales específicos, como ideas y pensamientos. Y es que ocurre que al
intentar interpretar un contenido mental expresado lingüísticamente nos per-
demos en la más completa indeterminación, de lo que inferimos que las
personas no tienen estados internos con intencionalidad y que hay que lim-
piar la psicología de deseos y creencias.
Pues bien, Dennett distingue muy bien la actitud intencional (intentional
stance) de la «actitud del diseño», para luego emprender una decidida lucha
por la legitimidad de adoptarla tanto en psicología como en las otras ciencias
conductuales (1987). A no dudarlo, la actitud intencional resulta útil y eco-
nómica cuando contempla a los humanos funcionando en términos de mapas
y pinturas del mundo. Y es que nos pone en las manos un dispositivo de pre-
dicción sumamente eficaz. Ahora bien, nada de esto quiere decir que los sis-
temas intencionales tengan realmente deseos y creencias. No hay nada com-
parable a esto que tenga lugar dentro de nuestras cabezas, aunque, una vez
más, pueda resultar útil a los psicólogos atribuir representaciones al cerebro.
Y la contestación realista, como no puede ser de otro modo, siempre nos
hace reparar en que parece demasiada casualidad el que la actitud intencio-
nal rinda tan magníficos servicios si en los sistemas intencionales no hay nada
de lo que ella pone que realmente esté ahí.
7
Lyons nos aclara así estos términos que venimos usando desde más arriba: «La extensión
de un término es cualquier cosa real, u objeto, o propiedad o relación, o en general cualquier
situación de hecho que usualmente (es decir, convencionalmente) se recoge o se refiere o se
individúa o se selecciona por el uso de un signo o un símbolo en el lenguaje, código o cálculo
en cuestión. Por otra parte la intensión de un término es su significado, o sentido o relevancia
para cualquier usuario del término, o cómo se podría esperar que una persona tal entendiese
el término» (14).
228 M. Rodríguez González
8
El solipsismo metodológico «equivale a la tesis de que los estados o procesos mentales
son completamente individualizados por referencia a ítems internos al organismo cuyos esta-
dos son, y que la investigación psicológica de los estados o procesos mentales debería reflejar
este hecho» (Lyons, 52). Como es bien sabido, no pasaría mucho tiempo antes de que Fodor
se convirtiera al externismo.
Intencionalidad y contenido mental 229
9
Acero ilustra esta conclusión sumaria con el ejemplo siguiente: habría una íntima cone-
xión entre el mecanismo que lleva a los castores a golpear su cola contra el agua para avisar de
la presencia de peligro, la historia evolutiva de ese mecanismo, y el hecho de que esta conduc-
ta signifique la presencia de peligro (195).
10
De este modo va a señalar Fodor el talón de Aquiles de la teleología en toda esta cues-
tión: «Y esto viene a parar, sin embargo, a que esta asunción clave —la de que cuando la situa-
ción es teleológicamente Normal, las muestras de símbolos ipso facto se aplican a lo que las ha
causado— simplemente no sirve. Lo que es verdad, como mucho, es que cuando las muestras
de símbolos están causadas por aquello a lo que ellas se aplican entonces la situación es de facto
teleológicamente normal. Tal vez sea plausible que cuando todo va bien lo que crees tiene que
ser verdadero. Pero ciertamente no es plausible que cuando todo va bien lo que causa tu cre-
encia tiene que ser la satisfacción de sus condiciones de verdad. Si lo queremos decir todavía
de otro modo, si todo lo que la apelación al funcionamiento Normal te permite hacer es abs-
traer de las fuentes de error, entonces las situaciones Normales no van a identificarse con las
situaciones de tipo uno» (1990, 80).
Intencionalidad y contenido mental 231
tipos como creencia, deseo, etc., así que la evolución resulta ser una herra-
mienta demasiado tosca para llevar a cabo la tarea de especificar el conteni-
do intencional.
11
Acero nos manifiesta, además, en qué estribaría la importancia del problema: señala la
tensión existente entre dos exigencias que a la mayoría de los autores les resultan insoslayables,
la de respetar la normatividad del contenido y la de naturalizarlo.
Y como es sabido, Fodor pretendió zanjar la cuestión con su propuesta de la dependen-
cia asimétrica (el contenido sería igual a información más dependencia asimétrica): «si bien
muchas cosas que no son pirámides producen ejemplares particulares de #pirámide#, los vín-
culos causales ‘no-pirámide>#pirámide#’ son asimétricamente dependientes del vínculo causal
‘pirámide>#pirámide#’» (Acero, 199). Pero acudamos a las palabras del propio Fodor: «Las
vacas causan muestras de ‘vaca’ y (supongamos) los gatos causan muestras de ‘vaca’. Pero
‘vaca’ significa vaca y no gato ni vaca o gato, porque el que haya muestras de ‘vaca’ causadas por
gatos depende de que hay muestras de ‘vaca’ causadas por vacas, pero no al revés. ‘Vaca’ signifi-
Intencionalidad y contenido mental 233
11.3.5. En el caso de Loar (1981), no sería sino el deseo de dar con una
teoría que nos aporte una explicación naturalizada (en el sentido de que enca-
je con las explicaciones de la ciencia natural) y realista (en el sentido de que
tenga que ver con objetos, propiedades y eventos de los que haya razones
para decir que existen) de las actitudes proposicionales, lo que nos lleva
directamente a una explicación por el papel funcional de las mismas, en lo que
un autor como Lyons (1995, 125) ha denominado la forma más pura de fun-
cionalismo. Se intenta naturalizar la intencionalidad buscando una explica-
ción fisicalista de lo que realmente son las actitudes proposicionales, y es que
para Loar los deseos y las creencias serían estados físicos reales con poderes
causales y papeles funcionales12.
Y nuestras actitudes proposicionales se vertebran en dos formas diferen-
tes: «Son relacionales desde el punto de vista funcional («functionally relatio-
nal»), en la medida en que forman parte de una red de actitudes proposicio-
nales, y son relacionales desde el punto de vista veritativo-funcional
(«truth-functionally relational»), en la medida en que tienen una conexión
con un contenido que es ‘sobre algo’» (Lyons, 130). Así que las actitudes pro-
posicionales tienen un papel funcional (conexiones con entradas sensoriales,
salidas conductuales y otras actitudes proposicionales). Pero también se refie-
ren a un contenido que implica relaciones de correspondencia con cosas
extramentales tales como estados de hecho en el mundo (por eso las actitu-
des proposicionales tienen condiciones de verdad). Loar llama a las primeras
relaciones de una actitud proposicional relaciones horizontales, y a las últi-
mas, relaciones verticales.
Aquí tendríamos el plano completo de la intencionalidad, por así decir.
Pero sucede que el talante básicamente internista de la concepción de Loar
se hace ver cuando descubrimos que es el aspecto horizontal de las actitudes,
el de su papel funcional, el único que nos va a permitir identificar estados al
nivel básico de la neurofisiología. Y es que de lo que ante todo se trata,
ca vaca porque, como diré a partir de ahora, las muestras de ‘vaca’ causadas por no-vacas son
asimétricamente dependientes de muestras de ‘vaca’ causadas por vacas» (Fodor, 1990, 91).
Con esto pretende Fodor haber encontrado el elemento que le faltaba a la información para
convertirse en significado.
12
Y no sólo la intencionalidad, también el significado puede ser naturalizado en virtud de
una explicación por el papel funcional. Porque éste depende de aquélla y no al revés. Se tra-
taría de una teoría fisicalista del significado: lo que da significado a nuestras expresiones sería
justamente la realización física de las actitudes proposicionales «en la cabeza», una teoría del
significado, en suma, hecha con ingredientes en absoluto intencionales, como estados cere-
brales y frases que se describen de un modo puramente sintáctico (Lyons, 135-6).
Por otra parte, en su rechazo del lenguaje del pensamiento «a la Fodor» interviene la con-
vicción de Loar de que la relación de las actitudes con las proposiciones no debe ser tomada
acríticamente al investigar lo que realmente está pasando en el cerebro cuando creemos o dese-
amos esto o lo otro. Porque dentro de nuestra cabeza no hay proposiciones ni tampoco frases
que expresen proposiciones, así que no hay lenguaje del pensamiento a partir del que construir
tales frases.
234 M. Rodríguez González
11.4. INTERNISMO/EXTERNISMO
13
En su obra principal Loar procede a depurar las dos dimensiones de la intencionalidad,
precisamente con el mismo objetivo en mente: la dimensión del rol funcional quedaría depu-
rada a través de la imposición de determinadas constricciones como son las de la lógica, la
razón y la de intención-deseo-creencia, sobre toda adscripción de actitudes proposicionales; y
la dimensión vertical se depuraría por la introducción de un lenguaje tarskiano sumamente for-
mal y regimentado, con su teoría de la verdad incorporada.
14
Es decir, «el contenido σ restringido determina un conjunto de mundos posibles: el
conjunto de mundos en los que sería el caso que σ. (El conjunto de los mundos en los que
la creencia de A sería verdadera si M fuese una creencia; el conjunto de los mundos en los que el
deseo de A se vería satisfecho si M fuese un deseo, etc.)» (Acero, 184).
15
«Esto quiere decir que el contenido restringido de M lo determina el rol (o papel) cau-
sal que M ejerce en la psicología de A: es decir, en el sistema de interacciones causales posibles
de M con otros estados mentales del agente A (el rol funcional de M es su rol causal descrito
en términos más abstractos que los de las ciencias del cerebro)» (Acero, 184).
16
Las depuraciones de Loar nos habrían distanciado excesivamente de la psicología natu-
ral. Por ejemplo, las actitudes proposicionales tendrían, dentro de su construcción, un conte-
nido restringido, cuando él mismo acaba reconociendo que nuestras actitudes de sentido
común tendrían un contenido amplio y social (Lyons, 148).
Intencionalidad y contenido mental 235
17
Los excelentes trabajos de Toribio (2000) y Moya (2000) plantean cada uno de ellos una
forma original de salir de este atolladero.
236 M. Rodríguez González
18
En «The Meaning of ‘Meaning’», Putnam (1975) presenta un argumento que llega a la
conclusión de que el significado de los términos de clase natural no depende simplemente de
los estados internos de los hablantes, sino de cómo son las cosas en su entorno. Se trata del
experimento mental de la Tierra Gemela: un planeta en algún lugar del universo que es exac-
tamente como nuestra Tierra, pero con una sola diferencia. Allí, el líquido inodoro, incoloro e
insípido que llena lagos y ríos no es agua, no es H2O, sino una sustancia superficialmente indis-
tinguible, pero de composición química diferente, XYZ. Algunos habitantes del planeta
hablan español: cuando dicen «agua», sostiene Putnam, no significan agua, porque agua es
H2O. Cuando ellos dicen «agua» se refieren a XYZ.
Intencionalidad y contenido mental 237
Burge (1979, 1986) amplió esta línea de ataque al internismo con un experimento de pen-
samiento en que nos presenta a Clara, que padece de artritis en los tobillos y está convencida
de que la enfermedad se le ha extendido a los muslos, acudiendo al médico para informarle del
suceso. Pero el doctor le dice que esto es imposible: la artritis es una inflamación de las arti-
culaciones, por lo que nadie puede tener artritis en los muslos. Clara no ha entendido bien la
naturaleza de la artritis, por eso tiene unas creencias verdaderas y otras falsas acerca de ella.
Imaginémonos ahora a un gemelo físico de la paciente de artritis, o a esta misma trasladada de
repente a otro mundo, que vive en una sociedad en que la palabra «artritis» cubre una gama
más amplia de inflamaciones, incluyendo inflamaciones del fémur del tipo que Clara está
sufriendo ahora. Burge sostiene que, a pesar de todo su parecido, el gemelo no tiene en abso-
luto creencias acerca de la «artritis»: tanto Clara como su gemelo usan la palabra, sin duda,
pero con significado distinto. Y lo que se requiere para dar cuenta de esta diferencia es la intro-
ducción del entorno social.
Concepciones como la de Burge, pero también la semántica de Kripke, han sido critica-
das desde el mismo bando externista por chocar supuestamente con el objetivo supremo de la
naturalización de la intencionalidad. Y es que ambas pondrían en juego nuevos elementos
intencionales para dar cuenta del contenido intencional (Kripke, la intención de preservar el
referente en cada eslabón de una cadena causal de comunicación; Burge, la apelación a nor-
mas sociales e instituciones lingüísticas).
238 M. Rodríguez González
Muchos externistas luchan ahora contra esta objeción, mientras que por
otro lado, en segundo lugar, se han podido descartar otras, como por ejem-
plo la de que el externismo favorecía la eliminación de las actitudes propia de
la postura eliminacionista, o la de que, en las versiones que subrayaban el ori-
gen social de la individuación del contenido, tornaba inviable la empresa
general de la naturalización de la intencionalidad. En el presente, sus defen-
sores pueden hacer compatible al externismo con el realismo intencional y
con el naturalismo, como hemos tenido ocasión de apreciar en algunas de las
teorías del contenido intencional antes examinadas.
Por eso el problema más grave sigue siendo sin duda que el externismo
parece entrar en conflicto con la denominada unidad semántico-causal del
contenido. O sea, un agente puede tener creencias con el mismo contenido,
individuado por sus condiciones de verdad, y estas creencias tener efectos
muy distintos sobre su comportamiento. O al revés, creencias con diferentes
contenidos que tuviesen los mismos efectos sobre el comportamiento. Si
el contenido intencional de mis estados mentales depende, aunque sólo sea en
parte, de cómo están las cosas fuera de mí, de mi posesión de ciertas propie-
dades relacionales, entonces no está nada claro cómo ese contenido puede
tener una influencia causal en lo que yo haga. Parece entonces que lo que yo
creo depende de mi «condición amplia», pero lo que yo hago depende de mi
«condición restringida» (Heil, 37, 41). Por eso el solipsismo metodológico de
Fodor contestaba al experimento mental de Putnam afirmando que allí
donde las características «ser un pensamiento-de-agua» y «ser un pensa-
miento-de-agua gemela» son características diferentes, no implican ninguna
diferencia relevante en las capacidades causales de las condiciones mentales
de los agentes (Heil, 49). De manera que en la explicación psicológica se
debería apelar exclusivamente al contenido restringido. Además, los que bus-
can combatir al externismo sostienen que las propiedades que le dan su iden-
tidad a un estado mental son justamente aquellas que lo convierten en algo
causalmente eficaz19.
A estas objeciones habría que añadir la de que el externismo difícilmente
da cuenta de la opacidad referencial de los contextos intensionales, con lo
que no recogería adecuadamente la subjetividad de la relación intencional.
Pero tampoco podría la concepción opuesta acomodar la normatividad del
contenido, mientras que el externismo, al centrarse en las categorías de refe-
rencia y verdad, sí que nos proporciona un canon externo para evaluar el con-
tenido de nuestros pensamientos. En definitiva, las relaciones que guarda el
agente con su entorno explicarían la normatividad de su pensamiento.
Pero a lo mejor la alternativa no es excluyente. Tal vez podríamos combi-
nar las ventajas respectivas de internismo y externismo en una «teoría del
19
La estrategia de los externistas ha consistido a menudo en negar esto, alegando que son
propiedades diferentes. O también en mantener que el contenido amplio sí que tiene eficacia
causal, como quedaría patente en la psicología natural y en la psicología cognitiva.
Intencionalidad y contenido mental 239
doble factor» que, por poner un ejemplo, nos permita compaginar la dimen-
sión explicativo-causal del contenido restringido con la de las condiciones de
verdad de los estados mentales. Sin duda esto no será fácil porque las intui-
ciones que subyacen a las dos concepciones parecen opuestas (aunque no hay
internismo ni externismo que excluyan absolutamente a la postura rival). Pero
ya se han dado algunos pasos en esta dirección. Con toda claridad nos expo-
ne Acero la situación a este respecto: «Para la gran mayoría de filósofos del
momento actual, el internismo y el externismo subrayan otros tantos aspec-
tos fundamentales del contenido: el aspecto interno, cifrado en el rol causal
de la representación o del estado mental, que captura el modo en que el agen-
te o el organismo ven el mundo y que controla la conducta del primero en el
segundo; y el aspecto externo, que se identifica con su referente o sus condi-
ciones de verdad, responsable de las propiedades normativas del estado (o la
representación). A cada uno le compete un cometido. El aspecto interno de
una representación sería el elemento responsable de su conducta, el externo,
el responsable de que esté con el mundo exterior en las relaciones que de
hecho guarda con él» (200). El contenido mental, por tanto, es «un vector
formado por la parte restringida y la parte amplia»20 (Acero, 201).
20
Cuestión importante, pero en la que no entraremos, es la de si las dos dimensiones del
contenido son o no son independientes. El que se debata tanto hoy este asunto daría testimo-
nio de la gran dificultad en la que se hallan los autores a la hora de articular coherentemente
los contenidos amplio y restringido.
21
Un autor como Nelkin caracteriza así la oposición individualismo/anti-individualismo:
«Los anti-individualistas mantienen que el contenido de los estados mentales de un indivi-
duo (…) se determina exclusivamente por referencia a interacciones entre los miembros de
una comunidad de sujetos pensantes (conceivers). Los individualistas niegan esta tesis. Afirman
por el contrario que una persona singular, como si dijéramos un Robinson Crusoe de naci-
miento, puede, en principio, adquirir y poseer conceptos» (1996, 229-230).
240 M. Rodríguez González
dría por qué entrar en conflicto, por otra parte, con una caracterización sen-
sata de la autoridad de la primera persona (ya vimos que aquí se localizaba
una de las críticas más socorridas contra el externismo). Es verdad que nues-
tros pensamientos están determinados a ser lo que son, en parte, por la natu-
raleza del entorno, y que no tenemos ninguna autoridad sobre la índole de tal
determinación. Pero en este punto todo se hace una cuestión de grado: «Al
oponerme al individualismo, sin embargo, me estoy oponiendo a la asunción
racionalista tradicional de que, para tener autoridad acerca de los propios
pensamientos, se tiene que tener autoridad acerca de (o al menos poder cono-
cer a priori) todas las condiciones para determinar o individuar la naturaleza
de esos pensamientos particulares» (Burge, 1988, 68).
Tenemos una especial autoridad en lo que respecta a la naturaleza de nues-
tras percepciones visuales, y, sin embargo, Burge cree ser capaz de demostrar-
nos que el individualismo o internismo no es verdadero por lo menos en este
caso. Para ello parte de tres premisas extraídas del estudio del error percepti-
vo: en primer lugar, nuestra experiencia perceptiva representa objetos, pro-
piedades y relaciones que son objetivos (independientes de las acciones, dis-
posiciones y fenómenos mentales del sujeto), por eso podemos tener
percepciones equivocadas y alucinaciones; en segundo término, tenemos
representaciones perceptivas que especifican tipos particulares y objetivos de
objetos, propiedades y relaciones como tales (es decir, no los especifican sólo
en términos del papel que desempeñan a la hora de causar estados percepti-
vos de una cierta clase, con lo que Burge está, entre otras cosas, rechazando la
teoría representacional de la percepción); por último, algunos tipos percepti-
vos que especifican tipos objetivos de objetos, propiedades y relaciones como
tales lo hacen así en parte a causa de las relaciones que se mantienen entre el
perceptor y casos de estos tipos objetivos (70-1). Y, desde luego, estas relacio-
nes incluyen interacción causal (si no se dieran, el perceptor carecería por lo
menos de algunos de los tipos intencionales de los que ahora dispone). La
representación perceptiva, en suma, se genera de forma empírica.
Pues bien, la primera premisa nos indica la existencia de un espacio en
blanco entre los estados físicos e intencionales de una persona y el estado del
mundo que la persona puede ver, mientras que las dos restantes, que presu-
ponen la primera, ya nos indican en conjunción que los estados perceptivos
intencionales de las personas no se individualizan de hecho al modo internis-
ta o individualista…
Burge diseña como ilustración el siguiente experimento mental. Alguien
podría haber visto ciertas pequeñas sombras, y más tarde percibir falsamen-
te una grieta de similar tamaño como sombra22. Luego se considera una situa-
22
«De acuerdo con la primera premisa, estipulo que ninguna de las representaciones o
habilidades de esa persona podría discriminar esa grieta particular del tipo de sombra que se
representa visualmente. Y asumo, de acuerdo con la segunda premisa, que el estado percepti-
vo de esa persona tiene que ser especificado como versando acerca de una sombra» (94).
Intencionalidad y contenido mental 241
23
Cuando el doctor mantiene la creencia de que X tiene artritis en los tobillos y cuando
X piensa que tiene artritis en los tobillos, se trataría en realidad de dos creencias diferentes,
puesto que X cree que no sólo tiene artritis en los tobillos, sino también en los muslos. Pero el
sentido común enmascara este hecho, al atribuir a ambos exactamente la misma creencia
(Loar, 100).
242 M. Rodríguez González
24
Porque tal conclusión dependería de (B): que las diferencias en la adscripción oblicua
implican diferencias en contenido psicológico, y a (B) lo rechazamos con la misma intuición
que nos valió para despachar (A), la del caso Pierre (106).
25
Como ya vimos en el apartado anterior, esta perspectiva individual determina un con-
junto de mundos posibles en los que los pensamientos del sujeto serían verdaderos en caso de
no ser representaciones fallidas. Estas condiciones de realización reconciliarían el individua-
lismo con el hecho innegable de que la intencionalidad consista en la «outward directedness
of thoughts onto states of affairs» (108-109).
26
«Esto nos ayuda a indicar extrínsecamente el contenido psicológico, antes de que inves-
tiguemos en qué consiste intrínsecamente. Se trata de ese aspecto del pensamiento similar al
contenido («that content-like aspect of thought»), de cómo conciben las cosas los pensamientos,
Intencionalidad y contenido mental 243
por referencia al cual consideramos si combinaciones de ellos son racionales, si motivan una
creencia o una acción dadas, y cosas por el estilo» (127).
27
Y, en general, Loar dirige el mismo reproche a la filosofía de la mente cuando señala
sus excesos antifenomenológicos: «A pesar de toda la tradición del último medio siglo, no
resulta nada terrible reconocer que determinados aspectos de nuestro concepto de dolor se
deben a la ‘definición ostensiva’, es decir, derivan directamente de lo que notamos del dolor
en la experiencia» (135).
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Capítulo XII
1
Para un interesante relato de los primeros días del cognitivismo, puede verse H. Gard-
ner, (1985/1987), en particular los capítulos 2 y 3.
2
Incluso los teóricos de la identidad presentaban todavía sus tesis fisicalistas no como una
refutación, sino como una forma de completar las de Ryle.
3
De aquí en adelante, diremos en ocasiones «evento(s) mental(es)» para designar genéri-
camente, por mor de la brevedad, a eventos, estados y procesos mentales.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 247
nans (los eventos mentales), sino por la vaguedad de su explanandum (la con-
ducta). A este respecto, Fodor admite que probablemente el término ‘con-
ducta’ no esté definido muy claramente, pero lo atribuye a algo que sucede
en todas las ciencias: en los momentos iniciales, una ciencia se identifica por
el conjunto de fenómenos que le interesa explicar, y sólo según va avanzan-
do ella misma proporciona mecanismos para delimitar qué fenómenos for-
man parte de su ámbito de estudio y cuáles no. En otras palabras, «una cien-
cia tiene, en cierto sentido, que descubrir aquello acerca de lo que versa»
(Fodor, 1968/1980, 37). No tendremos un concepto claro de qué es la con-
ducta hasta que nuestra ciencia de la conducta no haya avanzado lo suficien-
te, pero esto no es una peculiaridad de la psicología que pueda esgrimirse en
su contra, sino algo perfectamente normal.
En todo caso, el grueso del arsenal de argumentos antipsicológicos tenía
que ver con la vaguedad de su explanans, los ‘eventos mentales’: si los psicó-
logos querían hablar de la mente, deberían decirnos qué es, planteando una
alternativa coherente al dualismo cartesiano. Ahora bien, Fodor insiste en
que cuando un psicólogo postula un evento mental en la explicación de una
conducta, en ningún modo se ve forzado a comprometerse con que dicho
evento mental no sea físico (es decir, no se ve forzado a comprometerse con
una ontología dualista); lo único que afirma es que no se trata de un frag-
mento de conducta. El mentalismo, por tanto, es lo contrario del conductis-
mo, pero no lo contrario del materialismo4. Por lo demás, será de nuevo el
propio desarrollo de la psicología lo que nos vaya dando pistas sobre qué son
los eventos mentales, de la misma forma que sólo el desarrollo de la genética
permitió comprender qué eran los genes y cómo transmitían los rasgos here-
ditarios. Como veremos más adelante, Fodor dedicará buena parte de su obra
a tratar de seguir esas pistas.
Claro que para que el psicólogo se salga con la suya no basta con adoptar
esa modesta neutralidad ontológica a la espera del progreso científico: si quie-
re que lo que hace pueda llamarse ciencia, tendrá por lo menos que conven-
cernos de que las entidades que postula son el tipo de cosas que pueden actuar
como causas. La idea de que los eventos mentales pudieran no pertenecer a
ese tipo de cosas se nutría de la acuciante duda que había logrado levantar
Ryle (1949/1967): ¿no será la idea misma de un evento mental fruto de una
gran confusión conceptual?, ¿no será el concepto mismo de evento mental
lógicamente incoherente? Si así fuera, desde luego, no serviría de nada mos-
trarnos neutrales sobre qué son los eventos mentales ni refugiarnos en el futu-
ro progreso de la disciplina, ya que difícilmente podría darse tal progreso, ni
por tanto resolverse los escrúpulos ontológicos, desde un punto de partida tan
radicalmente erróneo. Para salvar a la psicología del reduccionismo conduc-
4
Confundir el mentalismo con el dualismo —o sea, pensar que sólo se puede utilizar un
vocabulario mentalista a costa de caer en el dualismo cartesiano— sería, en síntesis, «el peca-
do original de la tradición wittgensteiniana», es decir, del conductismo filosófico heredero de
Wittgenstein y Ryle (Fodor, 1975/1984, pág. 4).
248 J. Hermoso Durán
tista, por tanto, se hacía necesaria, en primer lugar, una defensa encarnizada
de la idea de evento mental y su papel en la explicación de la conducta.
Los campos en los que se celebrará el duelo entre Fodor y Ryle son los de
la teoría de la percepción y del aprendizaje, pero las conclusiones se preten-
den extensibles a toda la psicología. Veamos, a modo de ejemplo, el caso de
la percepción. La concepción que habitualmente tienen los psicólogos sobre
la teoría de la percepción, y que Fodor defiende, es que ésta debe responder
a preguntas acerca de cómo logra el sistema perceptivo realizar determinadas
tareas, y que la respuesta pasará por precisar determinados procesos internos
(es decir, eventos mentales) responsables de dicho logro. Lo que Ryle denun-
ció, como es sabido, es que esa concepción no es más que una «leyenda inte-
lectualista» que forma parte de la «metáfora paramecánica de la mente» —todo
ello consecuencia, al igual que el «mito del fantasma en la máquina», del ver-
dadero pecado original de la filosofía de la mente y la psicología: el error cate-
gorial cometido por Descartes. Según Ryle, no hay eventos mentales que sub-
yazgan a la conducta, sino que los supuestos eventos mentales son en realidad
aspectos de la propia conducta, o lo que es lo mismo, no hay una relación
causal entre eventos mentales y conducta, sino una relación conceptual. Por
esa razón, las cuestiones paramecánicas (causales) sobre «cómo logra el siste-
ma perceptivo ver tal objeto» deberán ser sustituidas por cuestiones de uso
(conceptuales) sobre «cómo se usan descripciones tales como ‘ver tal obje-
to’». Ahora bien, para responder a esas preguntas basta con hacer referencia
a ciertas disposiciones conductuales del sujeto y a la presencia de tal objeto
en su entorno perceptivo; por tanto, la apelación a procesos internos es
superflua, además de lógicamente confusa.
El embate de Ryle es ciertamente duro, pero Fodor contraataca con con-
tundencia: si nos limitamos a plantearnos cuestiones de uso sobre la percep-
ción, como pretende Ryle, todo lo que conseguiremos será enumerar verda-
des necesarias, juicios analíticos que se derivan del significado del término
«usar», al estilo de «‘X percibió el objeto Y’ se usa cuando había un objeto Y
que fue percibido por X». En definitiva, «cualquier teoría empírica de la per-
cepción quedaría sin objeto y sin poder articular cuerpo alguno de verdades
contingentes» (Fodor, 1968/1980, 46). Y desde luego no es ésa la situación
que le interesa al psicólogo, que aspira precisamente a proporcionar verdades
contingentes —sintéticas, de origen empírico— sobre el sistema perceptivo.
Sencillamente, «cómo funciona algo» y «cómo se usa la expresión ‘funcio-
nar’» (o cualesquiera términos equivalentes) son dos preguntas distintas que
dan pie a respuestas también distintas (sintéticas en el primer caso, analíticas
en el segundo), y Ryle no es quien para imponer a los psicólogos la pregunta
que él considera más adecuada.
Quizás la siguiente analogía (adaptada de Fodor, 1975/1984, 27-29) ayude
a comprender la polémica entre Fodor y Ryle, es decir, entre el mentalismo y
el conductismo filosófico. Consideremos las posibles respuestas a la pregunta
«¿Por qué el Cola-Cao es el alimento de los campeones?» Por un lado, pare-
ce razonable decir que el Cola-Cao es el alimento de los campeones porque un
número significativo de quienes beben Cola-Cao son campeones; ésta es una
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 249
respuesta conceptual. Pero, por otro lado, es obvio que también es razona-
ble responder que determinadas características nutricionales del Cola-Cao
hacen que un número significativo de quienes lo beben sean campeones; ésta
es una respuesta causal. La primera respuesta correspondería a las cuestiones
de uso preconizadas por Ryle: a una pregunta ryleana del estilo de «¿Cómo
se usa la expresión ‘el Cola-Cao es el alimento de los campeones’?» tendría-
mos que responder diciendo que dicha expresión es verdadera cuando un
número significativo de quienes beben Cola-Cao son campeones, y que se usa
para afirmar precisamente eso. La segunda respuesta, por el contrario,
correspondería a la «teoría paramecánica del Cola-Cao», que Ryle supuesta-
mente despreciaría. Sin embargo, el ejemplo deja claro que ambos tipos de
respuestas pueden ser coherentes y verdaderas al mismo tiempo, por lo que
no hay razón para rechazar las cuestiones causales.
Aun después de haber vencido los escrúpulos sobre la vaguedad del
explanandum de la psicología (la conducta), sobre la vaguedad y carácter cau-
sal de su explanans (los eventos mentales), e incluso después de haber logra-
do dar respuesta a los argumentos en favor del conductismo, prácticamente
cualquiera que reflexione sobre el tipo de explicación que nos ofrece la psi-
cología —salvo que parta de fuertes convicciones dualistas— se encontrará
en algún momento con la tentación del reduccionismo fisiológico: en el
fondo, los eventos mentales tienen que ser alguna otra cosa, seguramente even-
tos cerebrales, así que al fin y al cabo la psicología acabará, más pronto o más
tarde, por ser reducida a una ciencia más básica. Conseguir no caer en esta
tentación a la vez que evitamos recurrir al dualismo es tarea más difícil de lo
que parece, pero Fodor puede echarnos una mano.
Para lograr mantener el equilibrio en ese terreno intermedio, sin ceder ni
al dualismo ni al reduccionismo, necesitamos poder sostener que de que
admitamos que los eventos mentales son eventos cerebrales no se sigue que
el vocabulario teórico de la psicología sea reducible al de las neurociencias.
Dicho de otro modo, necesitamos poder sostener que de que el dualismo sea
falso no se deriva que el reduccionismo sea verdadero. El fisicalismo de casos
nos proporciona precisamente —apunta Fodor— una forma de hacer cohe-
rente esa tesis. De hecho, el fisicalismo de casos ofrece las mismas ventajas
que el reduccionismo, pero es preferible a éste porque no supone un reque-
rimiento tan exigente que haga (empíricamente) poco viable la unidad de la
ciencia, como sucede con el reduccionismo. En efecto, lo que exige el fisica-
lismo de casos es sencillamente que cada evento (a fortiori, cada evento men-
tal) sea un evento físico. Pero lo que exige el reduccionismo es que, además
de eso, cada género natural sea un género físico.
Veamos por qué el reduccionismo ha de ceñirse a esa exigencia. En primer
lugar, los géneros naturales de una teoría son (por definición) los rangos de
eventos a los que se aplican las leyes propias de dicha teoría. Segundo, para
reducir una teoría (y en último término una ciencia) a otra, debemos ir redu-
ciendo cada una de las leyes propias de la teoría reducida a una ley propia de
la teoría reductora (por medio de leyes-puente). Tercero, las leyes propias de la
teoría reductora deben aplicarse al mismo rango de eventos al que se aplicaban
250 J. Hermoso Durán
las leyes propias de la teoría reducida, así que los géneros naturales postulados
por la teoría reducida deben ser también géneros naturales de la teoría reduc-
tora y, en último término, de la física. Ahora bien, es bastante improbable que
cada género natural sea un género físico, puesto que parece obvio que algunas
de las generalizaciones más interesantes desde el punto de vista de diversas dis-
ciplinas científicas engloban eventos cuyas descripciones físicas no tienen nada
relevante en común (Fodor, 1975/1984, 36), y desde luego nada que pueda ser
reflejado en una ley (en concreto, en una ley-puente). Luego es bastante impro-
bable que el reduccionismo sea verdadero, y si el reduccionismo es el instru-
mento con que aspiramos a lograr la unidad de la ciencia, es también bastante
improbable que la logremos. O dicho de otra manera, el reduccionismo es tan
exigente que hace poco viable la unidad de la ciencia.
La aparente complejidad de este argumento se diluye si consideramos
el ejemplo favorito de Fodor: ¿es posible reducir la economía a la física?
(Fodor, 1975/1984, 36-38). Sigamos los pasos del argumento. Primero: algu-
nas leyes económicas se aplican a los intercambios monetarios, de modo que
los intercambios monetarios son un género natural de la economía. Segundo:
si tratamos de reducir la economía a la física deberemos reducir dichas leyes
a leyes físicas (por medio de leyes-puente). Tercero: esas leyes físicas deberán
aplicarse a los mismos eventos, los intercambios monetarios; eso sí, bajo una
descripción física. Ahora bien, ¿hay alguna descripción física que englobe (a
todos los posibles y sólo) a los intercambios monetarios? ¿Qué tienen en
común, en términos físicos, entregar unas monedas, entregar unos billetes,
firmar un cheque, cargar a una tarjeta de crédito, y todos los demás sistemas
de intercambio monetario que podamos imaginar? Naturalmente, nada rele-
vante —aunque cada intercambio monetario es sin duda un evento físico. Lo
mismo puede decirse si tratamos de realizar la reducción a través de una cien-
cia intermedia, como podría ser la psicología: ¿qué tienen en común, en tér-
minos de los estímulos, respuestas y eventos mentales implicados (todos los
posibles y sólo) los intercambios monetarios? De nuevo, nada relevante.
Y, por supuesto, lo mismo puede decirse también —al menos en opinión de
Fodor— sobre la reducción de la propia psicología a través de las neurocien-
cias. En efecto, resulta evidente que existen generalizaciones interesantes que
se aplican, por ejemplo, a las intenciones, es decir, que las intenciones son un
género natural de la psicología. Precisamente, una de las tareas que encomen-
damos a la psicología es la formulación de tales generalizaciones. Sin embar-
go, ¿qué tienen en común, en términos neurológicos (todos los posibles y
sólo) los eventos mentales que consisten en una intención? Probablemente
nada relevante5, por lo que dichas generalizaciones no podrán ser recogidas
en un vocabulario neurológico —aun cuando cada intención, al menos en los
seres humanos, sea un evento neurológico y, en último término, físico.
5
Sobre todo si tenemos en cuenta la posibilidad de que existan eventos mentales cuyos
sujetos sean autómatas que carecen de descripciones neurológicas, como desde 1960 venía
sugiriendo Putnam.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 251
6
Al menos en la medida en que toda explicación científica consiste en subsumir fenóme-
nos bajo leyes; véase Fodor (1997, 293).
7
Si no añadiéramos este requisito, cualquier ley científica podría ser una ley psicológica.
La ley de gravitación universal, por ejemplo, se aplica (entre otros muchos objetos) a aquellos
seres humanos que creen que hoy es fiesta, así que podríamos decir que es una ley psicológica
de no ser porque la creencia de que hoy es fiesta no interviene, por supuesto, en su someti-
miento a dicha ley. Lo crean o dejen de creerlo, la caída es la misma.
252 J. Hermoso Durán
8
Para un desarrollo más a fondo de estos argumentos, veáse el primer capítulo de Fodor
(1987/1994), titulado «La persistencia de las actitudes». En el apartado 12.4.3 veremos, ade-
más, cómo la defensa de la psicología de sentido común encuentra un punto de apoyo en la
arquitectura de la mente propugnada por Fodor.
9
Es fundamental recordar aquí que el hecho de que los mecanismos que implementan las
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 253
leyes de una ciencia especial deban ser descritos en el vocabulario de otra ciencia de un nivel
explicativo inferior no implica que las leyes en cuestión sean reducibles a leyes de esa otra cien-
cia, por las razones que se expusieron al diferenciar entre reduccionismo y fisicalismo de casos.
10
O bien que los mecanismos neurológicos implementan las leyes asociativas propuestas
por el empirismo —desde el empirismo británico clásico hasta el conexionismo pasando por
el conductismo—, las cuales a su vez explican la coherencia semántica de los procesos inten-
cionales; veáse Fodor, 1997, 295-296.
254 J. Hermoso Durán
11
Que Fodor (1997, pág. 299) hace remontarse hasta Platón.
12
La metáfora de las llaves es sugerida por el propio Fodor (1987/1994, 40-41): «La sin-
taxis de un símbolo podría determinar las causas y los efectos de sus muestras de la misma
manera que la geometría de una llave determina qué cerradura abrirá.»
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 255
13
En una tradición que entronca con los numerosos intentos de crear una lengua perfec-
ta (o a menudo, como en este caso, de descubrirla), que se han dado a lo largo de la historia,
de los cuales el más conocido es el esperanto; véase Eco (1993/1994).
256 J. Hermoso Durán
14
Por supuesto, esto es una idealización: la teoría no afirma que siempre actuemos así,
sino que cuando actuamos de forma plenamente racional lo hacemos así. La idealización es un
mecanismo crucial en las teorías científicas, no un fallo; es de esperar que la propia teoría espe-
cifique qué condiciones (y de qué manera) pueden alterar las predicciones que se desprenden
de la situación ideal (mediante una especificación completa en el caso de la física y mediante
cláusulas ceteris paribus en las ciencias especiales; véase más arriba).
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 257
15
Un argumento adicional esgrimido por Fodor (1975/1984, 57-60) es que, además de
una métrica de confirmación con la que evaluar qué hipótesis cuenta con mayor apoyo empí-
rico, para poder aprender conceptos es necesario disponer de una métrica de simplicidad, ya
que un número indeterminado de hipótesis más o menos complejas pueden ser igualmente
compatibles con los datos, en cuyo caso es esperable que el sujeto prefiera las más simples.
Ahora bien, la simplicidad de una hipótesis es una cuestión formal, por lo que para evaluarla
el sujeto debe tener acceso a información sobre aspectos formales de las hipótesis que formu-
la (como su sintaxis), y si existe tal información es que existe un lenguaje del pensamiento. De
hecho, es bien sabido que, por ejemplo, los sujetos tienden a preferir hipótesis formuladas
como conjunciones afirmativas (P y Q) frente a hipótesis equivalentes formuladas como dis-
yunciones negativas (P o no-Q).
258 J. Hermoso Durán
resolver este problema. Al menos que sepamos —esto es, al menos salvo que
se demuestre que existen mecanismos extrasensoriales como la telepatía o la
clarividencia—, la estimulación que recibimos del entorno proviene de meca-
nismos sensoriales: mecanismos cuyos patrones de excitación e inhibición
responden específicamente a (y por tanto codifican) determinadas propieda-
des físicas (tales como amplitud, frecuencia, etc.) de los eventos ambientales
con los que interactúan causalmente. Es decir, los mecanismos sensoriales
proporcionan información sobre determinadas propiedades físicas de los
eventos del entorno, información que el sistema perceptivo, apoyándose en
los conocimientos de los que ya dispone, utiliza para construir una descrip-
ción del entorno que no se restringe ni mucho menos a propiedades físicas —lo
que vemos u oímos no son, desde luego, cosas como amplitudes o frecuen-
cias, sino más bien como árboles o palabras. Por supuesto, esta tarea de inte-
grar distintos tipos de información, a la que se enfrenta de continuo el siste-
ma perceptivo, es típicamente una tarea computacional, y —ya sabemos— no
hay computación sin representación… Además, los datos experimentales
parecen indicar que dicha tarea probablemente se lleva a cabo a través de dis-
tintos niveles de redescripción de la información sensorial: en el ejemplo
favorito de Fodor, la percepción del habla, se sucederían redescripciones del
input en términos acústicos, fonológicos, morfológicos, sintácticos, etc., todas
ellas imprescindibles para explicar cómo se produce la percepción; en otros
procesos perceptivos habría otros tipos de redescripciones. Pero, una vez
más, para que un sistema sea capaz de computar con distintas redescripcio-
nes ha de tratarse, indudablemente, de un sistema representacional muy
rico16, tan rico que, en opinión de Fodor, el único candidato con posibilida-
des es un lenguaje: el lenguaje del pensamiento. Una forma más breve de lle-
gar a esta misma conclusión es advertir que, en tanto que proceso de solución
de problemas, la percepción pasa —al igual que el aprendizaje de concep-
tos— por la formulación y confirmación de hipótesis, lo cual requiere la dis-
ponibilidad de un lenguaje.
Una aclaración antes de continuar: naturalmente, el cognitivismo podría
ser radicalmente falso y los procesos psicológicos —ya sea la decisión racio-
nal, el aprendizaje de conceptos o la percepción— podrían no ser procesos
computacionales; esto es una cuestión empírica. En lo que Fodor insiste es
en que si son procesos computacionales —si el cognitivismo es en general
verdadero—, su explicación presupone la existencia de un lenguaje de pen-
samiento.
16
Tanto que debe ser —por lo menos— un sistema representacional capaz de distinguir
entre propiedades de distintos tipos que se aplican al mismo evento: de distinguir, por ejem-
plo, en el caso de la percepción del habla, ciertas propiedades acústicas, otras fonológicas,
otras morfológicas y otras sintácticas, todas las cuales son propiedades, en distintos niveles de
redescripción, de un mismo evento (a saber, la frase que oye el sujeto).
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 259
Hasta ahora hemos venido dando más o menos por sentado que la pose-
sión de un sistema representacional interno equivale a la posesión de un len-
guaje. Pero, al fin y al cabo, no todos los sistemas representacionales son lin-
güísticos: parece sensato preguntarse si no podría el código interno ser un
sistema representacional de otro tipo, por ejemplo un sistema pictórico basa-
do en imágenes mentales.
El argumento de fondo para defender que el código interno es lingüístico
parte de la idea de que para dar cuenta de ciertas características de los pro-
cesos psicológicos dicho código tendría que ser tan extraordinariamente rico
y potente como sólo un lenguaje puede llegar a ser. Éste es el argumento que
acabamos de esbozar en tres dominios psicológicos fundamentales, pero cabe
tratar de organizar un poco más los datos y ver qué demandas concretas de
riqueza y potencia expresiva plantean los procesos psicológicos humanos
para que el sistema representacional que exigen tenga que ser lingüístico
(Maloney, 1997). Dicho de otro modo, cuando afirmamos que el código inter-
no tiene que ser tan rico y potente como sólo un lenguaje puede llegar a ser,
¿qué quiere decir exactamente «rico y potente»? Además, esto nos irá indi-
cando algunas de las características que deberá tener el lenguaje del pensa-
miento para poder cumplir las tareas que se le encomiendan, es decir, nos irá
proporcionando algunas pistas sobre cómo es el lenguaje del pensamiento.
En primer lugar, no debe olvidarse que la necesidad de postular un códi-
go interno se origina porque los eventos mentales intencionales —las creen-
cias, los deseos…— tienen, además de propiedades causales, ciertas propie-
dades semánticas entre las que destaca la de ser evaluables como verdaderos
o falsos, satisfechos o insatisfechos, etc. en función de su contenido intencio-
nal. Esta misma propiedad es típica de los enunciados lingüísticos (por lo
menos de los afirmativos), así que si el código interno es un lenguaje pode-
mos explicar con relativa facilidad cosas como por qué una creencia tiene
valor de verdad (es decir, es verdadera o falsa): porque consiste en estar en
cierta relación con un enunciado del lenguaje del pensamiento que tiene valor
de verdad. Por el contrario, si el código interno fuera —digamos— pictórico,
la cuestión se complica: no está claro hasta qué punto, en qué sentido ni bajo
qué condiciones podemos decir que una imagen sea verdadera o falsa. En
definitiva, la evaluabilidad semántica que comparten eventos mentales y
enunciados lingüísticos habla a favor del lenguaje del pensamiento.
La razón crucial por la que los enunciados lingüísticos son semántica-
mente evaluables es que son capaces simultáneamente de denotar un objeto
y de atribuirle ciertas propiedades y no otras. Al decir, por ejemplo, «La casa
es roja», emitimos un enunciado que denota la casa y le atribuye la propie-
dad de ser roja —lo cual puede ser verdadero o falso, de ahí la evaluabilidad
semántica—, pero que no dice nada sobre si la casa es grande o pequeña, de
un piso o varios, con tejado plano o a dos aguas, etc. Una imagen de una casa
roja, por el contrario, aunque pudiera también denotar la casa y atribuirle la
260 J. Hermoso Durán
17
En la propuesta de Fred Dretske (1981) las representaciones que cuentan con esta
capacidad se denominan «digitales» y las que no, «analógicas». La digitalización es para Dretske
el proceso clave en la generación de estados cognitivos, lo que diferencia a éstos de los estados
puramente perceptivos (que serían representaciones analógicas), y lo que nos permite identifi-
car su contenido.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 261
unos con otros en mentalés18—, entre otras razones porque no tiene ortogra-
fía ni fonética —sus símbolos son (por lo que sabemos) estados del cerebro,
no inscripciones ni sonidos19—; además, el uso del mentalés por el organismo
no está mediado por convenciones como en los lenguajes naturales, sino por
«la estructura innata del sistema nervioso» (Fodor, 1975/1984, 77-78).
En efecto, un rasgo esencial que Fodor (1975/1984, 58) atribuye al len-
guaje del pensamiento es su carácter innato. La idea es que si tuviéramos que
aprender el lenguaje del pensamiento, su postulación no serviría de nada,
puesto que aprender un lenguaje conlleva, entre otras cosas, aprender con-
ceptos20, y ya sabemos que el aprendizaje de conceptos requiere un medio en
el que se formulen y comprueben hipótesis, etc.: así que para aprender el len-
guaje del pensamiento necesitaríamos otro sistema representacional interno
previo, que a su vez debería ser un lenguaje… La única forma de evitar una
regresión infinita de lenguajes del pensamiento es admitir que el lenguaje del
pensamiento es innato, que no tenemos que aprenderlo.
El carácter innato del mentalés tiene consecuencias de gran calado respec-
to al tipo de lenguajes que podemos llegar a aprender y a la relación misma
entre pensamiento y lenguaje. Por decirlo con rotundidad, el lenguaje del pen-
samiento es (al menos) tan potente como cualquier lenguaje que podamos
aprender. Al menos los elementos básicos de cualquier lenguaje que aprenda-
mos deben estar ya contenidos en el lenguaje del pensamiento; de no ser así, no
seríamos capaces de aprenderlos. Aunque parezca de perogrullo, es innegable
que en el curso de aprender —digamos— inglés, tendremos que aprender en
algún momento cosas como que el enunciado «The house is red» es verdadero
si y sólo si la casa es roja, y, desde luego, sólo podremos aprender esto si ya sabe-
mos qué significa que la casa es roja, es decir, si ya contamos con algún modo
de representarnos la idea de que la casa es roja que no sea el enunciado inglés
en cuestión. Pero lo mismo puede decirse del aprendizaje de la lengua mater-
na: para aprender que el enunciado «La casa es roja» es verdadero si y sólo si
la casa es roja necesitamos una forma de representarnos la idea de que la casa
es roja que no sea ese mismo enunciado: todavía lo estamos aprendiendo, y no
es posible usar los mismos enunciados que estamos aprendiendo para apren-
derlos. Muchos críticos de Fodor han hecho hincapié en lo contraintuitivo de
esta conclusión: o bien conceptos como «motor de dos válvulas» o «neutrino»
son innatos21, o bien son construcciones a partir de elementos innatos.
18
No es, por tanto, la tan buscada lengua perfecta, aunque se le asemeje, porque no
resuelve el Babel de la diversidad lingüística; veáse nota 13.
19
Que un lenguaje carezca de ortografía o de fonética no es, por otro lado, nada raro: así
sucede, por ejemplo, con el lenguaje de signos utilizado por los sordomudos, o con el lengua-
je náutico de banderas. Gestos manuales, banderas o estados del cerebro serían equivalentes
en este sentido —aunque naturalmente con distintos grados de complejidad.
20
Como mínimo, para aprender un lenguaje L es necesario aprender el concepto frase
correcta en l.
21
Mejor dicho: existen predicados del mentalés, y por tanto innatos, que son coextensi-
vos con predicados de lenguaje natural como «motor de dos válvulas» o «neutrino».
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 263
22
Es decir, a partir de 1987, cuando Fodor, convencido de que la intencionalidad de los
264 J. Hermoso Durán
estados mentales no puede consistir sólo en las relaciones internas entre símbolos del menta-
lés (es decir, en su rol conceptual), comienza a poner en marcha una estrategia alternativa,
pasando del internismo radical a asumir cierto grado de externismo.
23
Como el propio Fodor ha señalado, esta línea de trabajo alcanza su máximo desarrollo
en la obra de Dretske (1981), si bien es fácil apreciar en ella resonancias que nos llevan hasta
Skinner.
24
Es decir, de acuerdo con leyes que soporten contrafácticos. Para simplificar la exposi-
ción, en lo que sigue se da por sentado que las relaciones causales entre símbolos y cosas de
las que según la semántica informacional depende el significado de los símbolos deben ser
nomológicas. Así, cuando se diga, por ejemplo, que las instanciaciones de «perro» son causa-
das por perros, habrá que sobreentender que es una ley que las instanciaciones de «perro» son
causadas por perros (aunque ninguna de hecho lo haya sido: la semántica informacional se
preocupa de leyes causales, no de historias causales).
25
Así que en la medida en que este tipo de semántica haga equivaler contenido e infor-
mación, traerá consigo planteamientos pansemanticistas: humo significa fuego, nubes signifi-
can lluvia, etc. Es necesario, pues, introducir elementos correctores que maticen la relación
entre contenido e información.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 265
26
Por esta razón, el problema de la disyunción se denomina también en ocasiones «pro-
blema del error». Sin embargo, el error no es lo único que da lugar al problema: cuando, por
ejemplo, alguien está pensando en trineos (o en gatos) y eso le lleva a pensar en perros, pare-
ce claro que el pensamiento «perro» habrá sido causado por el pensamiento «trineo» (o
«gato»), pero no queremos que eso conlleve que «perro» significa (la disyunción) perro-o-pen-
samiento-de-trineo (ni perro-o-pensamiento-de-gato). Así que las cadenas de pensamiento
también suscitan el problema de la disyunción, y desde luego no constituyen errores.
266 J. Hermoso Durán
nadie parece estar de acuerdo, Fodor cree haber dado en el clavo: lo que
necesitamos para dotar de robustez a la semántica informacional (es decir,
para que la mera información se convierta en significado) es sencillamente
una condición de dependencia asimétrica. «Perro» significa perro, y no
perro-o-gato-visto-de-lejos, porque el hecho de que algunos gatos causen ins-
tanciaciones de «perro» depende de que haya algunos perros que también lo
hagan (o sea: porque nunca pensaríamos «perro» al ver un gato a lo lejos si
no fuera porque solemos pensar «perro» al ver un perro), pero, por el con-
trario, el hecho de que los perros causen instanciaciones de «perro» no
depende en absoluto de lo que pase con los gatos (aunque los gatos no exis-
tieran, seguiríamos pensando «perro» al ver un perro). Más esquemática-
mente, gato → «perro» depende de perro → «perro», pero no al revés; o lo
que es lo mismo, gato → «perro» depende asimétricamente de perro →
«perro». En general, las instanciaciones de símbolos falsas son metafísica-
mente dependientes de las verdaderas, pero no viceversa27.
La conclusión de Fodor es que, si todo esto es correcto, podemos decir
que información más dependencia asimétrica es igual a significado, y cuando
menos una parte central del proyecto de naturalizar la intencionalidad puede
considerarse misión cumplida28. Así pues, la cuestión de por qué tienen sig-
nificado los símbolos del lenguaje del pensamiento halla respuesta merced a
una semántica informacional matizada por la condición de dependencia asi-
métrica, y con ello alcanzamos por fin los cimientos del edificio fodoriano.
27
En consecuencia, una de las diferencias cruciales entre el enfoque de Fodor y la semán-
tica informacional es que para Fodor el significado de un símbolo tiene que ver tanto con la
historia potencial (disposicional) de sus relaciones con las cosas como con su historia actual (es
decir, con su historia en subjuntivo —un gato no habría causado «perro» si los perros no cau-
saran «perro», etc.— tanto como con su historia en indicativo —es necesario que algunos
perros causen alguna vez instanciaciones de «perro»), mientras que para la semántica infor-
macional, como se apuntó en la nota 24, sólo cuentan las leyes causales a las que se acoja el
símbolo (es decir, su historia potencial). En este sentido distingue Fodor entre teorías infor-
macionales puras, como la de Dretske, y mixtas, como la suya. Buena parte de Fodor (1990)
se dedica a desglosar las ventajas y desventajas de una semántica mixta; por supuesto, el balan-
ce final es, a juicio de Fodor, favorable.
28
Y de paso, la condición de dependencia asimétrica evita las consecuencias panseman-
ticistas de la semántica informacional (recuérdese la nota 25): no siempre que hay información
hay significado, porque es necesario que haya también dependencia asimétrica. Veáse al res-
pecto Fodor (1990, 92-93).
268 J. Hermoso Durán
sis de que existe un lenguaje del pensamiento, dicha hipótesis posibilita que
los mecanismos que instancian las leyes psicológicas, intencionales, sean
mecanismos computacionales, lo cual a su vez otorga credibilidad a la noción
de que hay un patrón distintivo de explicación psicológica, que es la explica-
ción intencional. Pese a todo esto, Fodor mantiene que disponer de una
semántica naturalizada (es decir, libre de vocabulario intencional) no basta
para fundamentar la explicación intencional; necesitamos además que dicha
semántica sea atomista.
En la filosofía de la mente y en la filosofía del lenguaje contemporáneas,
al igual que en la propia psicología, el holismo es la doctrina imperante: la
mayor parte de los filósofos y los psicólogos asumen que el contenido de un
evento mental (un símbolo, un enunciado lingüístico, etc.) depende, en
mayor o menor grado, de las relaciones que mantenga con todos los demás.
Pues bien, según Fodor, la necesidad de una semántica atomista viene dada
porque el holismo acaba contradiciendo la posibilidad de la explicación
intencional. El argumento que va del holismo a la imposibilidad de la expli-
cación intencional sería algo así como: todas las relaciones de un evento men-
tal con otros eventos mentales influyen, en mayor o menor grado, en su con-
tenido —eso es lo que afirma el holismo—, luego para que dos eventos
mentales tengan el mismo contenido deben hallarse en las mismas relaciones
con la misma red de eventos mentales (puesto que bastaría con que una de
esas relaciones cambiase para que también cambiase el contenido), luego
nunca hay dos eventos mentales que tengan el mismo contenido, luego nunca
hay dos eventos mentales que puedan englobarse bajo una ley intencional (ya
que tales leyes engloban los eventos mentales en virtud precisamente de su
contenido), luego la explicación psicológica mediante leyes intencionales es
imposible. Dado su irrenunciable compromiso con la explicación intencional,
todo esto indica para Fodor que el holismo es falso y, por tanto, debe ser
combatido poniendo en tela de juicio los argumentos que lo sustentan. En
particular, Fodor (1987/1994, cap. 3) señala —y ataca con dureza— tres vías
por las que el holismo ha hecho mella en la filosofía: una vía epistemológica,
que parte de la crítica de Quine (1951) al empirismo29, otra que se origina en
la definición relacional de los eventos mentales típica del funcionalismo, y
una tercera arraigada en la semántica de rol conceptual30. La complejidad de
29
Es importante subrayar aquí que las objeciones de Fodor se dirigen contra una cierta
interpretación holista de los planteamientos epistemológicos de Quine, y no contra dichos
planteamientos. De hecho, el propio Fodor se inspirará en ellos al construir su arquitectura de
la mente (véase el punto 12.4). Por lo demás, Fodor considera irónico que se encuentre preci-
samente en Quine una base para el holismo del significado cuando «Quine no es un holista del
significado. Es un nihilista del significado» (Fodor, 1987/1994, 104).
30
Entre los psicólogos, por otra parte, es probable que la predominancia del holismo tenga
relación más bien con planteamientos epistemológicos como los de Hanson (1958/1972) y
Kuhn (1962/1971), y en último término provenga de la teoría de la percepción, desde la Gestalt
hasta el New Look: la idea clave sería que no hay una distinción clara entre observación e infe-
rencia, es decir, que lo que se ve depende de lo que se cree. Al hablar de la hipótesis de modu-
laridad veremos que Fodor rechaza también este punto (véase el apartado 12.4.3).
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 269
31
La concepción cognitivista de la percepción que Fodor discute en lo que sigue se
corresponde de forma explícita con lo que conocemos históricamente como «New Look». La
controversia es empírica: «De hecho, gran parte del interés empírico de la tesis de modulari-
dad reside en que las predicciones experimentales que de ella se derivan tienden a oponerse
diametralmente a las que proponen los enfoques del New Look» (Fodor, 1983/1986, 100).
32
Recuérdese en este sentido la exposición de cómo las teorías cognitivistas de la per-
cepción presuponen según Fodor la hipótesis del lenguaje del pensamiento, en el aparta-
do 12.2.2.
270 J. Hermoso Durán
cognitivo. Para fundamentar esta postura, Fodor desarrolló toda una teoría
sobre la arquitectura funcional de la mente, cuya piedra angular es la distin-
ción entre módulos y sistemas centrales.
Un módulo es un subsistema cognitivo que presenta (en un grado significa-
tivo) las siguientes características básicas: especificidad de dominio o dedicación
(es decir, está especializado en tareas relativas a un determinado tipo de input o
de output, por ejemplo contenidos de origen visual, o contenidos lingüísticos),
encapsulamiento o impenetrabilidad cognitiva (es decir, no es sensible a la infor-
mación proveniente de subsistemas superiores), autonomía computacional (es
decir, no utiliza los recursos cognitivos globales del sistema, como la memoria o
la atención), carácter innato, carácter compacto (es decir, está asociado a un
mecanismo neural localizado) y carácter no ensamblado (es decir, no está com-
puesto de otros subsistemas cognitivos más elementales, sino que sus funciones
son ejecutadas directamente por su mecanismo neural). Además, otros rasgos
que probablemente compartan los sistemas modulares son un funcionamiento
rápido (en comparación, naturalmente, con los sistemas centrales), obligatorio
(es decir, automático, fuera del control voluntario del sujeto) e inaccesible a la
conciencia, así como pautas específicas tanto de desarrollo ontogenético como
de deterioro. La idea clave es que cuando un subsistema cognitivo es específico
de dominio tiende a manifestar también el resto de estas propiedades.
Por oposición, podemos perfilar la idea de un sistema central diciendo
que se trata de un subsistema cognitivo cuyo dominio es general, que no está
encapsulado, no es computacionalmente autónomo, tiene un fuerte compo-
nente aprendido, no está asociado a mecanismos neurales localizados, está
ensamblado a partir de subsistemas más elementales, es relativamente lento,
puede ser controlado a voluntad, cuyo funcionamiento puede a menudo ser
seguido introspectivamente, y cuyo desarrollo y deterioro siguen pautas más
bien difusas. Pero lo que define fundamentalmente a los sistemas centrales
son las propiedades que Fodor, inspirándose en los planteamientos episte-
mológicos de Quine33, denomina isotropía y quineanismo. La confirmación
de hipótesis científicas es isotrópica en tanto que la información relevante
para la confirmación puede, por decirlo bruscamente, provenir de cualquier
parte —«de cualquier área del universo de verdades empíricas (o, por
supuesto, demostrativas) previamente establecidas» (Fodor, 1983/1986, 148).
Además, la confirmación de hipótesis científicas es un proceso quineano. El
quineanismo consiste en que el grado de confirmación que se atribuye a una
determinada hipótesis «es sensible a […] propiedades del sistema de creen-
cias en su totalidad» (Fodor, 1983/1986, 151) tales como simplicidad, plausi-
bilidad o parsimonia. En la medida en que el funcionamiento de un subsiste-
ma cognitivo sea —como la confirmación de hipótesis científica— isotrópico
y quineano, dicho subsistema es un sistema central, es decir, no es un módu-
lo. Isotropía y quineanismo son, a grandes rasgos, lo contrario de especifici-
dad de dominio y encapsulamiento.
33
Veáse nota 29.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 271
34
Podrían ser específicos de dominio, pero no estar encapsulados y, por tanto, no ser
modulares (o tambien viceversa): «En este sentido, un sistema puede ceñirse a un domino
dado sin necesidad de estar encapsulado (limitándose, por ejemplo, a un ámbito relativamen-
te reducido de problemas, pero sirviéndose de toda la información que esté a su alcance). Por
otra parte, un sistema puede ser inespecífico con respecto a un dominio concreto y a la vez
estar encapsulado (en cuyo caso, emitirá respuestas a cualquier problema que se le presente,
aunque basándose en información muy restringida, sin abarcar toda la información relevante»
(Fodor, 1983/1986, 147). En resumen, especificidad de dominio y encapsulamiento son lógi-
camente independientes, y lo que afirma la hipótesis de modularidad es precisamente que en
el caso de los sistemas de entrada / salida ambas propiedades coinciden, es decir, que dichos
sistemas son módulos. Por eso la modularidad se presenta como una hipótesis empírica, no
como un análisis lógico.
35
Que un razonamiento no sea demostrativo quiere decir que su conclusión no se sigue
necesariamente de sus datos o premisas. Por ejemplo, resolver una ecuación de primer grado
es demostrativo; hacer una quiniela es (muy) no demostrativo (si alguien conociera un método
demostrativo para hacer quinielas, nadie estaría dispuesto a dar dinero por acertarlas). Fodor
defiende que en general la fijación de creencias se parece más a las quinielas que a las ecua-
ciones.
272 J. Hermoso Durán
36
Por supuesto, la misma cuestión podría plantearse respecto a los sistemas de salida
(integración motora).
37
Posteriormente, esas creencias verdaderas sirven —junto con necesidades, deseos…—
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 273
dos orgánicos registran los estímulos proximales por los que son causados, y
que ciertos procesos cognitivos infieren la organización de los objetos dista-
les locales a partir de los efectos orgánicos de dichos estímulos proximales.
[…] La función de los mecanismos perceptivos es ejecutar esas inferencias»
(Fodor, 1990, 209). Así que, en definitiva, la pregunta a la que nos enfrenta-
mos es: cuando se trata de ejecutar esas inferencias, ¿qué ventajas evolutivas
podría conferir hacerlo mediante un mecanismo específico de dominio y
encapsulado?
En cuanto a la especificidad de dominio, Fodor argumenta que en las
inferencias que realiza el sistema perceptivo se da la peculiaridad de que
siempre y cuando la información que el sistema perceptivo tiene en cuenta se
restrinja a los efectos orgánicos de los estímulos proximales, dichas inferen-
cias pueden ser realizadas mediante procedimientos computacionales algorít-
micos (o sea, que —por así decirlo— garantizan que si se parte de «datos»
correctos se obtendrán resultados correctos); pero, si no se respetara esa res-
tricción, tampoco se cumpliría tal garantía. Por ejemplo, nuestro sistema de
percepción del habla es capaz, con una rapidez y seguridad extraordinarias,
de inferir una descripción correcta del contenido de lo que dice un hablante
basándose exclusivamente en los efectos auditivos de los sonidos que emite
—suponiendo, por supuesto, que seamos hablantes de la misma lengua. Pero
si, como de hecho sucede en fases posteriores (no modulares) del análisis, se
empezaran a tener en cuenta otras fuentes de información —lo que uno cree
sobre el hablante, sobre sus intenciones, sobre las circunstancias, etc.—
entonces la rapidez y la seguridad se disiparían, porque para resolver ese tipo
de inferencias no hay algoritmos con los que el sistema cognitivo pueda con-
tar —como cualquiera puede comprobar diariamente. Y lo mismo sería váli-
do para los demás sistemas de entrada. En otras palabras, el precio que hay
que pagar para que los mecanismos perceptivos sean algorítmicos (y por tanto
rápidos y seguros) es que sean insensibles a información ajena a su dominio
específico. O al revés: la ventaja de la especificidad de dominio de los sistemas
de entrada es que permite que dichos sistemas operen algorítmicamente.
Pero si queremos concluir que un sistema modular estaría mejor capaci-
tado que uno no modular para realizar las tareas que realizan los sistemas de
entrada, además de que sea ventajosa la especificidad de dominio, necesita-
mos que también lo sea el encapsulamiento. Quienes han defendido que la
percepción no está encapsulada han apelado a menudo al argumento de que
si las creencias y expectativas del sujeto pueden condicionar sus procesos per-
ceptivos, ello permitirá conclusiones correctas, y más veloces, a partir de estí-
mulos menos claros —al menos cuando dichas creencias y expectativas sean
también correctas. Así pues, el no encapsulamiento evitaría —digamos—
para tomar decisiones que guíen la conducta de forma que se maximicen las posibilidades de
supervivencia, reproducción, etc. Pero la función de la percepción no es, en general, guiar
directamente la conducta; eso equivaldría a reducir el sistema cognitivo a un sistema de refle-
jos. Véase Fodor (1990, 207-208).
274 J. Hermoso Durán
está encapsulado, malas noticias para los científicos. Ahora bien, las condi-
ciones que optimizan la investigación científica son las mismas que optimizan
la fijación de creencias verdaderas en general. Es de perogrullo que si el obje-
tivo es que nuestras inferencias nos lleven a creencias verdaderas —y ése es,
suponemos, el objetivo de la percepción—, entonces nuestras inferencias
deben, por un lado, cumplir un requisito de adecuación observacional (es
decir, ser compatibles con los datos) y, por otro, un requisito de conservadu-
rismo (o sea, alterar lo menos posible el conjunto de creencias previo). Una
buena forma de conseguir respetar simultáneamente ambos requisitos es
hacerlo en dos fases: primero, seleccionar las inferencias que coincidan con
los datos proporcionados por la percepción y después, de entre las seleccio-
nadas, seleccionar la que menos altere el conjunto de creencias previo. Para
que esto funcione, desde luego, en la primera fase no deben intervenir las
creencias previas; o lo que es lo mismo, la primera fase debe estar encapsula-
da —y la primera fase de este proceso es precisamente lo que llamamos «per-
cepción». Así que «si la función de la percepción es su papel en la fijación de
creencias verdaderas, entonces tendríamos razones epistemológicas para pre-
ferir que la percepción estuviera encapsulada (aunque la percepción encap-
sulada fuera lenta y costosa)» (Fodor, 1990, 225). En resumen, un sistema
perceptivo encapsulado está mejor capacitado para cumplir las condiciones
epistemológicas que favorecen la fijación de creencias verdaderas, por las
mismas razones que un científico cuyas observaciones no están sesgadas por
sus teorías está mejor capacitado para desarrollar teorías verdaderas.
38
Contra el ejemplo clásico de Hanson (1958/1972), Fodor mantendría que tanto Kepler
como Brahe veían lo mismo al mirar el sol, aunque luego —digamos— lo conceptualizaran de
diferente manera.
276 J. Hermoso Durán
o relativistas: todos los sistemas de creencias, entre ellos los paradigmas cien-
tíficos, son inconmensurables, no es posible otorgar mayor grado de confir-
mación o de verdad a unas creencias frente a otras, etc.
Como hemos visto, la hipótesis de modularidad nos invita a pensar en la
percepción como un proceso inferencial pero encapsulado. En consecuencia,
la hipótesis de modularidad nos permite mantener la distinción entre obser-
vación e inferencia, evitando el escepticismo y el relativismo. Concretamente:
si la percepción es modular, dos organismos con el mismo aparato sensorial-
perceptivo percibirán las mismas cosas y llegarán a las mismas creencias
observacionales dada la misma estimulación, sin importar cuánto difieran sus
otras creencias o las teorías a las que se adhieran (Fodor, 1990, 232-233). En
fin, que si tú crees que lo que va a aparecer detrás de una esquina es un perro
y yo que es un gato, pero resulta ser una gallina, los dos, creamos lo que
creamos, veremos una gallina. Y si es una sombra que tú identificas como un
perro y yo como un gato, lo que habremos visto, creamos lo que creamos, es
una sombra.
Por otro lado, la idea de que el significado es un fenómeno holista39 tam-
bién puede conducir al abandono de la distinción entre observación e infe-
rencia: si el significado de un término depende de sus relaciones con todos
los demás términos, entonces ningún término es puramente observacional (es
decir, no hay ningún término cuyo significado dependa sencillamente de sus
relaciones con una propiedad observada). Pero si no hay términos observa-
cionales tampoco puede haber, desde luego, enunciados construidos con esos
términos que se puedan confirmar mediante la mera observación; ni, por
tanto, puede haber observaciones no condicionadas por teorías, ni una dis-
tinción clara entre observación e inferencia, etc. La lucha de Fodor contra el
holismo y su defensa de la hipótesis de modularidad son, pues, la cara y la
cruz de una misma moneda.
Conviene aclarar, por otro lado, que Fodor no niega que en la forma en
que los científicos hablan habitualmente de observación, la observación sea
relativa a una teoría. Efectivamente, cuando un científico dice que ha obser-
vado tal tiempo de reacción, dicha observación es relativa a una teoría sobre
los instrumentos experimentales (especialmente el cronómetro), sobre las
condiciones experimentales, sobre las variables independientes y dependien-
tes relevantes, etc. Una observación, en este sentido, es relativa a una teoría,
y no se puede distinguir de una inferencia. En este sentido, distintos científi-
cos que tuvieran distintas teorías observarían efectivamente distintos resulta-
dos en el mismo experimento. Sin embargo, hay otro sentido en el que lo que
diríamos que el científico ha observado es tal tiempo de reacción, y eso es
independiente de sus teorías: si en el cronómetro pone «200 ms», todo cien-
tífico que lo mire observará que pone «200 ms», independientemente de sus
teorías; eso es precisamente lo que permite dilucidar cuál de las teorías aco-
moda mejor los datos. Con toda seguridad, también fuera del ámbito cientí-
39
Revísese a este respecto el apartado 12.3.4.
La teoría representacional de la mente de Jerry Fodor 277
nosotros fingimos que esta pluma estilográfica que tengo ahora en mi mano
es la misma pluma sobre la mesa de hace una semana. Las personas, por el
contrario, en opinión de Butler y de otros espiritualistas como él, sí que man-
tendrían su identidad en sentido estricto, por eso todos los que buscaban
oponerse al materialismo triunfante ponían énfasis en esta tercera distinción
para convencernos de que no es posible reducir la persona a su cuerpo: sería
completamente diferente la identidad corporal de la personal. Y es que, como
la vieja historia del barco de Teseo parece mostrarnos, en el caso de los obje-
tos y los artefactos la identidad a través del tiempo vendría fijada por con-
vención1, lo que carecería de sentido suponer que ocurre con las personas.
Para el sentido común, los juicios de identidad personal a través del tiem-
po se emiten y se garantizan desde el criterio corporal, al menos en las condi-
ciones normales de todos los días. Mismo cuerpo misma persona, nadie lo
puede negar. Ahora bien, se utiliza aquí el criterio corporal, propiamente
hablando, como criterio de evidencia, es decir, el que el cuerpo sea el mismo,
normalmente, es indicio de que la persona es la misma. Pero lo que los filó-
sofos buscan en este ámbito es un criterio constitutivo, o sea, un criterio de
tipo semántico y metafísico: no se trata tanto de indagar qué va a contar como
evidencia de mismidad a través del tiempo como de determinar en qué con-
siste la identidad personal, o bien cuál es su significado. Confundir dos clases
tan diferentes de criterios sería como decir que en las huellas dactilares se
resuelve todo el misterio de ser persona. Habría una íntima relación entre el
problema de la identidad personal a través del tiempo y el problema de deter-
minar las condiciones que estimamos necesarias para contar como persona: si
pretendemos explicar en qué consiste ser una persona no tenemos más remedio
que especificar las condiciones de identidad para los miembros de la clase de las
personas2.
Aunque no haya un límite claramente reconocible que separe la ciencia
empírica del estudio filosófico, nuestro problema se ha planteado sobre todo
como cuestión de análisis conceptual. Y es que somos de la opinión, defen-
dida por muchos filósofos en la actualidad, de que ser persona no equivaldría
propiamente a pertenecer a una especie biológica concreta, por lo que no
habría una esencia real de persona cuya consistencia a través del tiempo
1
Teseo ha estado navegando todo un año por los mares del mundo, pero llega el momen-
to en que el estado de deterioro de su barco se hace alarmante, así que lo saca al dique seco y
procede a repararlo. La reparación es más seria de lo que al principio pensó, de forma que,
cuando termina, todas las piezas del barco han sido sustituidas por otras idénticas a las origi-
nales. Teseo se hace al fin a la mar. Pero ocurre que no es el único que lo hace: un rival suyo
ha ido recogiendo las piezas que Teseo desechaba y, tras restaurarlas una a una, las ha ido
ensamblando en un barco exactamente igual al de Teseo, con el que también se hace a la mar
por aquellos días. Pues bien, no hay nada «en los hechos mismos» que nos permita contestar
a esta pregunta: ¿cuál de los dos barcos, el nuevo de Teseo o el del rival, es (numéricamente)
idéntico al barco primitivo? (Sanfélix, 1994, 257).
2
El mismo Noonan parte de la idea de Quine de que preguntar en qué consiste la iden-
tidad de X a través del tiempo incluye pedir una especificación de las condiciones necesarias
para ser un X.
El problema de la identidad personal 283
3
Las nociones de «loncha» y de «integral» están recogidas de las Matemáticas, en con-
creto, del cálculo diferencial e integral. En el siglo xviii, Newton y Leibniz solucionaron un
difícil problema matemático: la medición de áreas limitadas bajo curvas muy diversas, en un
intervalo [a,b]. La idea era convertir esas áreas en la suma de un gran número de áreas infini-
tesimales o «lonchas», que eran, a todos los efectos, rectángulos y, por lo tanto, fáciles de
medir. La palabra «integral» significa, precisamente, la integración de todas las áreas infinite-
simales, su acumulación o sumatorio, hasta establecer el área total bajo la curva estudiada y en
el intervalo establecido [a, b].
284 M. Rodríguez González
4
Una vez más la formulación de Noonan: «Según el criterio corporal de identidad per-
sonal, lo que se requiere para la identidad de la persona P2 en el tiempo t2 y la persona P1
en el tiempo t1 no es que P2 y P1 sean materialmente idénticas, sino sólo que la materia que
constituye a P2 haya resultado de la que constituye a P1 por una serie de sustituciones más o
menos graduales, de tal manera que sea correcto decir que el cuerpo de P2 en t2 es idéntico
al cuerpo de P1 en t1» (pág. 3).
5 «Supongamos que en nuestra sociedad la cirugía ha alcanzado un nivel de desarrollo
muy elevado. La técnica habitual para operar tumores cerebrales consiste en extraer el cerebro
del cráneo, separándolo completamente del cuerpo, mantenerlo vivo mientras dura la opera-
ción y colocarlo de nuevo en su sitio, restableciendo las conexiones originales. Cierto día una
clínica quirúrgica descubre que sus cirujanos han cometido un terrible error. Han operado a
dos pacientes, el señor Brown y el señor Robinson, mediante el procedimiento descrito, pero
han reinsertado el cerebro de Brown en el cuerpo de Robinson y el cerebro de Robinson en el
cuerpo de Brown. Uno de estos hombres, el que tiene el cerebro de Robinson y el cuerpo de
Brown, muere inmediatamente. Pero el otro sobrevive y recupera la conciencia. Llamemos a
este hombre ‘Brownson’. Al despertar, Brownson se horroriza al verse en un espejo. No reco-
noce ni su rostro ni el timbre de su voz. Quiere que le llamen Brown, tiene recuerdos aparen-
tes que se ajustan a la vida de Brown y pretende, desde luego, que le lleven a la casa de Brown
con la familia de Brown, no a la casa de Robinson con unas personas que no reconoce» ( Mar-
tín Lozano, 1995, 81).
El problema de la identidad personal 285
6
Esos casos de bisección cerebral con la consiguiente desconexión de hemisferios en los
que se ha cortado el corpus callosum del cerebro como tratamiento de urgencia de la epilepsia
muy grave.
7
Si lo queremos poner como Unger (1990, 141-142): «La persona X es ahora una y la
misma que la persona Y en algún momento del futuro si y sólo si, desde el realizador físico
actual de la psicología de X en este momento al realizador físico de la psicología de Y en ese
momento futuro, hay realización física suficientemente continua de suficientes aspectos, sufi-
cientemente centrales, de la psicología actual de X».
8
«Imaginemos una sociedad futura en la que las personas están sometidas a la acción con-
tinua de cierta radiación que daña fatalmente sus cuerpos, de manera que apenas sobreviven
unos años. Su avanzada ciencia médica ha ideado un procedimiento para solventar este pro-
blema. A partir de la información genética contenida en ciertas células del cuerpo de cada per-
sona, los médicos crean duplicados exactos de ese cuerpo y los almacenan en un estado que
los protege de la radiación. Cada cierto número de años, toda persona ingresa en el hospital
durante un día para cambiar de cuerpo. Valiéndose del dispositivo de Transmisión del Estado
Cerebral, los médicos reproducen exactamente la estructura cerebral de la persona que ha
ingresado, en el cerebro de sus duplicados corporales. La operación destruye el cerebro origi-
nal; el cuerpo original muere y es incinerado. Del hospital sale al día siguiente un nuevo cuer-
po animado, psicológicamente continuo con la persona original… En esta sociedad nadie duda
de que el dispositivo de transmisión del estado cerebral garantiza la identidad personal, esto
es, nadie duda de que la persona que sale de la clínica es la misma que la que entró» (Martín
Lozano, 1995, 88)
286 M. Rodríguez González
9
Alguien que me tiene en su poder me dice que voy a ser torturado al día siguiente. Yo
me quedo aterrorizado, pero a continuación se me dice que cuando llegue el momento de la
tortura no recordaré nada de lo que puedo recordar ahora. Pero esto no me consuela porque
me sigue dando miedo el dolor. Entonces añaden que en el momento de la tortura tendré
impresiones diferentes de mi pasado, y que esas impresiones coincidirán exactamente con las
de otra persona que ahora vive (tal vez la información de su cerebro será copiada en el mío).
Pero el miedo seguirá siendo la reacción adecuada porque sé lo que me va a ocurrir, voy a ser
torturado al día siguiente (1973, 52-52).
10
Como advierte Korsgaard (1991, 332a), el problema es que ambas clases de identidad
han de ser integradas en la misma personalidad.
El problema de la identidad personal 287
11
Locke (1975, 338) distinguía entre sustancia, animal humano y persona, llegando a
declarar que si se preserva la misma conciencia mientras se altera la sustancia, entonces la iden-
tidad personal se preserva.
12
Noonan (1989, 12) formula así el memory criterion: «P2 en el tiempo t2 es la misma per-
sona que P1 en el tiempo t1 sólo en el caso de que P2 en t2 se halle unido por continuidad de
memoria experiencial a P1 en t1». Por cierto que esta definición corrige los puntos débiles de
la primitiva formulación lockeana, que veremos ahora mismo.
288 M. Rodríguez González
13
Un valiente oficial fue azotado de pequeño en la escuela por robar fruta de un huerto,
más adelante le arrebató el estandarte al enemigo en la primera campaña en que tomó parte, y
pasado el tiempo fue hecho general cuando contaba ya bastantes años. Supongamos que cuan-
do se llevó el estandarte era consciente de que le habían azotado en la escuela, y que, cuando
le hicieron general, era consciente de haberle arrebatado al enemigo el estandarte, pero había
perdido por completo la conciencia de haber sido azotado. Entonces, se seguiría de la doctri-
na de Locke que el que fue azotado en la escuela es el mismo que el que se llevó el estandar-
te, y que el que se llevó el estandarte es el mismo que el que fue hecho general. Pero el gene-
ral no es la misma persona que la que fue azotada. «Por tanto, el general es, y al mismo tiempo
no es, la misma persona que la que fue azotada en la escuela» (Reid, 1975, 114-115).
14
Entre una intención y la acción resultante se daría conectividad; entre la intención de
coger el autobús y el deseo de vengarse de una persona, por ejemplo, podría darse relación de
continuidad si podemos imaginar eslabones intermedios que nos lleven de esa intención a ese
deseo. Por ejemplo, el conductor del autobús se entretuvo charlando con un compañero, y eso
me hizo llegar tarde al trabajo, y eso contribuyó a que mi jefe tomara la decisión de prescindir
de mis servicios, por lo que deseo vengarme del conductor.
El problema de la identidad personal 289
15
Carruthers (1986, 81) lo define de este modo:
«Alguien cuasirrecuerda haber tenido la experiencia de E si y sólo si
a) cree que tuvo lugar la experiencia de E, y encuentra natural describir tal experiencia
‘desde dentro’,
b) esta creencia es una creencia verdadera de alguien (no necesariamente él mismo), y
c) esta creencia está causada por una experiencia de E». De forma que es la cláusula b) la
que liberaría al criterio lockeano de la circularidad.
290 M. Rodríguez González
16
Charles sufre un cambio radical de carácter, y además declara recordar cosas que antes
no recordaba en absoluto, mientras que está claro que ahora no recuerda nada de lo que an-
tes del cambio recordaba con claridad. Todas las acciones que afirma haber realizado se corres-
ponden punto por punto con las del personaje de la historia inglesa Guy Fawkes, e incluso
algunas de las cosas que dice, y que los historiadores ignoraban, sirven para explicar aspectos
de su biografía que antes estaban oscuros. Podríamos entonces estar inclinados a decir que
Charles es Guy Fawkes, aunque no podamos entender la posibilidad de esta repentina resu-
rrección. Pero no es necesario que nos dejemos llevar por el criterio de la continuidad psico-
lógica: supongamos, lo que es también lógicamente posible, que Robert, hermano de Charles,
se encontrase en la misma situación. ¡Pero los dos no pueden ser Guy Fawkes!, diríamos, por-
que de lo contrario serían la misma persona, y esto sí que es definitivamente absurdo. Por
tanto, como partimos de la base de que los dos se hallan en exactamente la misma situación,
tendríamos que decir que ninguno de los dos es Guy Fawkes. Ahora bien, visto todo esto, en
el caso de que Charles no tuviera ningún hermano, habría que decir resueltamente que él tam-
poco podría ser Guy Fawkes: ¿qué diferencia puede derivarse para la supuesta identidad de
Charles y Guy Fawkes del hecho de que Charles tenga un hermano que recuerde las acciones
de Guy Fawkes? (Williams, 1973, 7-9).
El problema de la identidad personal 291
17
Naturalmente que se ha intentado escapar a esta conclusión: así, unos rechazaron el
principio de los únicos X e Y, lanzando las teorías «del mejor candidato» (Nozick, 1981), mien-
tras que otros (Perry, 1975; Lewis, 1976), manteniendo el principio pero redescribiendo el caso,
pasaron a defender la tesis de la ocupación múltiple: las dos personas que resultan de la fisión
habían existido todo el tiempo, lo único que ocurre es que a partir de ahora serán espacialmente
distintas. Entre otros problemas, sólo vamos a mencionar uno: la índole salvajemente antiintui-
tiva de estas escapatorias. Y también podemos deshacernos de la dificultad estipulando que la
identidad personal consiste en la continuidad psicológica que no se ramifica.
292 M. Rodríguez González
generaría la supuesta idea del yo. La mente es como un estado nacional donde
lo decisivo son las relaciones que se establecen entre los individuos (las per-
cepciones). Como no hay impresión del yo, de verdad no hay idea, el térmi-
no carece de sentido. Una vez más, tomamos la continuidad psicológica por
identidad personal. Y sólo la primera es real, en el sentido de Hume; la
segunda es ficticia.
En nuestros días Parfit daría la bienvenida con entusiasmo al mismo des-
cubrimiento. Según el sentido común lo que importa es preservar nuestra pro-
pia identidad, pero para este filósofo lo único que importa de verdad es la rela-
ción R (conectividad y/o continuidad psicológicas, con el funcionamiento
normal de un cerebro vivo como causa, aunque puedan darse otras posibili-
dades). Y es que para él no se puede negar que sería irracional preocuparse y
atemorizarse, al saber que voy a sufrir un proceso de fisión mañana por la
mañana, en la misma medida que al enterarme de que mañana por la mañana
me van a matar. La extinción absoluta que es la muerte constituye una pers-
pectiva mucho peor, en efecto, que la división de una corriente de conciencia
en dos corrientes de conciencia. Y eso por mucho que no se pueda decir que
ninguno de los dos seres continuantes van a ser yo en sentido estricto.
Se da una cierta unidad y coherencia sincrónica de la experiencia cons-
ciente, así como una relativa unidad biográfica en las acciones y pasiones que
entretejen la vida humana: la explicación más convencional de estos «hechos»
señala que se trata de las experiencias, las acciones y las pasiones de la misma
persona. Parfit defiende que la explicación tiene que proceder de manera muy
diferente, a través de una descripción de las relaciones que se establecen entre
las diversas experiencias y con el cerebro correspondiente, sin mencionar
para nada a la persona «propietaria». Tal mención sobraría (1984, 217).
Y ello por la sencilla razón de que la identidad personal no importa, aparte
de que no tolera ningún criterio constitutivo claro, y porque, además, si lo
asumimos así cambiaría muy positivamente nuestra relación racional y ética
con cuestiones como el envejecimiento y la muerte (215).
Dicho de otro modo: la identidad personal no contiene otra cosa que la
relación R; si nos interesaba era porque en ella se ocultaba la relación R, y los
casos de ramificación han servido para poner fin a este ocultamiento. La bús-
queda del criterio semántico de identidad personal a través del tiempo, con el
método de los experimentos mentales, nos lleva al descubrimiento de dos
cosas que en realidad serían la misma, primero que en el fondo no existe tal
criterio, segundo que la relación de identidad entre personas carece realmen-
te de importancia. Es la relación R más importante y más realista que la de
identidad, lo que se pone de manifiesto, por ejemplo, en el hecho de que esta
relación admita grados, mientras que la de la identidad no: sería perfectamen-
te legítimo decir que la persona que soy ahora es sólo un superviviente parcial
de la que fui de adolescente, mientras que en el lenguaje de la identidad per-
sonal esto quedaría evidentemente fuera de lugar. Y nos resulta incontestable
que soy un superviviente parcial de la persona que fui de adolescente…
Así, desde el pragmatismo conceptual que propugna un autor como
Carruthers (1986, 217), el innegable interés que por lo común nos tomamos
El problema de la identidad personal 293
18
Por lo visto Martin sería feliz si alguien encontrara la manera de transformarlo en el
Kant de la época más creativa. Pero nosotros no alcanzamos a saber por qué iba a estar con-
tento ante tal situación: ¿acaso tiene mucho sentido la idea de realizarse como otro distinto?
19
En realidad lo que hace Korsgaard es denunciar la artificialidad del planteamiento par-
fitiano: «No nos lleva a ningún sitio preguntar si mi yo presente tiene una razón para estar inte-
resado en mis futuros yoes. Este modo de hablar presupone que el yo presente está necesaria-
mente interesado en la cualidad de las experiencias presentes, y necesita una razón adicional
para preocuparse por algo más que no sea eso. Pero en la medida en que me constituyo a mi
misma como un agente que vive una vida particular, no opondré de esta manera mi yo presente
a mis yoes futuros. Y así, tengo una razón personal, tenga o no además una moral, para preo-
cuparme de mi futuro (334b-335a). Así que, desde el punto de vista de la capacidad de actuar,
el problema de «lo que importa» no tiene sentido en absoluto.
294 M. Rodríguez González
En este terreno como en tantos otros cada cual se esfuerza por llevar el
agua a su molino. Por eso, al parecer de otros pensadores, el argumento de la
ramificación tendría un efecto devastador no sólo para el criterio de conti-
nuidad psicológica, como vimos, sino para todos los criterios propuestos
hasta la fecha, en la medida en que muestra que ninguno de ellos puede aspi-
rar al título de criterio semántico o metafísico, no pasando de ser, como
mucho, simples criterios epistémicos o de evidencia. El que una experiencia
dada satisfaga el requisito de la continuidad no nos tendría por qué dar nece-
sariamente una respuesta positiva a la pregunta de si tal experiencia es mía.
Sólo admitiendo un yo como sustancia se podría eludir definitivamente la
amenaza letal que suponen los casos de ramificación20.
Quedamos entonces en que la continuidad nada más que sirve para indi-
car la identidad de la persona a través del tiempo, pero tal indicación es fali-
ble, y por tanto la identidad y la continuidad no son en el fondo lo mismo.
Pues bien, irían a parar a la concepción subjetiva (o simple, o absolutista) los
que zanjan la cuestión sosteniendo que las personas son indivisibles, de
manera que los casos de ramificación serían metafísicamente imposibles. Pero
con esto tiene mucho que ver la reivindicación de la importancia del punto
de vista de primera persona en el problema de la identidad personal a través
del tiempo, porque es desde el ámbito subjetivo de las vivencias conscientes
desde donde se nos revelaría la irrelevancia de la continuidad cerebral-psico-
lógica. Los que defendían estos criterios objetivistas habrían pasado por alto,
y ello casi podríamos decir que necesariamente, que la identidad personal a
20
En este sentido, un autor tan representativo de este punto de vista como Swinburne
(1987, 51) escribe lo siguiente: «Surge así la cuestión: si es posible que yo venga a la vida en
algún otro planeta, con una existencia espacialmente discontinua con mi vida presente, ¿en
qué consistiría que yo volviese a la vida en ese planeta? La mera encarnación de un sistema de
creencias y deseos me parece insuficiente para este propósito (…). El mero conocimiento de
los deseos e intenciones presentes no es bastante para decir si yo he venido a la vida».
El problema de la identidad personal 295
21
Incluso hay autores que aproximan esta concepción simple a la teoría narrativa de la
identidad personal: la identidad de una persona se va perfilando en la medida en que la histo-
ria que cuenta acerca de sí misma va ganando en profundidad y riqueza, de forma que la iden-
tidad personal tiene que ver más con la unidad de una novela que con la de una ristra de suce-
sos conectados contingentemente (Gillett, 1987, 86).
22
Estas palabras de Madell, paráfrasis de las de Nagel, sitúan definitivamente la cuestión
con una claridad insuperable: «El hecho central en lo que respecta a la identidad personal es
que se trata de un problema planteado por una dicotomía evidente: la dicotomía entre el punto
de vista objetivo, de tercera persona, por un lado, y la perspectiva subjetiva que nos propor-
ciona el punto de vista de primera persona, por otro» (1991, 127).
296 M. Rodríguez González
posibles (Madell, 1981). Pero es justamente en esta exageración que nos des-
pega de la realidad donde radica la clave de bóveda de la idea que estamos
examinando.
La mayoría de los defensores de esta concepción simple o subjetiva entien-
den el Yo como puro pensamiento, dijimos, pero esto no nos ha de llevar a asi-
milarlos a los que propugnaban la continuidad psicológica como criterio de
identidad personal. Para estos últimos la persona era un mero manojo de
experiencias, el bundle de Hume que nos hace difícil dar cuenta de la unidad
profunda de nuestra vida mental, patente en la actividad razonadora o en la
toma de decisiones. Los partidarios de la concepción simple, todo lo contra-
rio, buscan un concepto sustantivo o fuerte de persona, investigable metafísi-
ca o incluso empíricamente. Hay que ir, en suma, al fundamento de la conti-
nuidad psicológica, que no pasaría de ser un fenómeno de superficie. A partir
de esta aspiración común, autores como Swinburne dan el salto hasta lo que
simple y llanamente denominan «el alma», mientras que otros, incluso, nos lle-
van a pensar en una estructura cerebral hasta el día de hoy desconocida.
No vamos a pasar revista aquí a los reparos humanistas y éticos que tam-
bién se le han planteado al reduccionismo, y que serían resumibles en la crí-
tica tayloriana del Yo neutral parfitiano situado al margen de todo interés,
Yo éste que vaciaría de sentido a la noción decisiva de responsabilidad (Tay-
lor, 1989, 49-50). En vez de ello, volveremos sobre la distinción entre crite-
rios de evidencia y criterios constitutivos, porque el sentido mismo de la con-
cepción simple depende casi de la insistencia machacona en ella: esta
concepción nace en efecto del descubrimiento de que los criterios conside-
rados objetivos son como mucho criterios de evidencia, que por lo tanto han
de remitir a algo diferente de ellos. Y es que no podemos tomar el humo por
el fuego, y lo que desde luego nos interesa es el fuego. La importancia de las
conexiones fisiológicas y psicológicas radica en que son expresión de una
realidad subyacente. Pues bien, el problema de la identidad personal versa
sobre esta realidad, nunca sobre sus expresiones observables, lo cual se
manifiesta, por ejemplo y una vez más, en que la continuidad psicológica es
cuestión de más o de menos, mientras que la identidad personal lo es de
todo o nada. La identidad personal se puede expresar en más o en menos,
pero, tomada estrictamente en sí misma y no en sus manifestaciones, es o no
es. Lo mismo explica además las paradojas a las que nos llevan en este terre-
no los experimentos de pensamiento: los criterios objetivos, por su propia
naturaleza, son falibles. Una cosa es en qué consiste la identidad de las per-
sonas, y otra diferente qué nos revela la identidad de las personas, de la
misma manera que no se puede confundir la evidencia para decidir si una
proposición es verdadera con las condiciones de verdad de esa proposición
(Chisholm, 1976, 112)23.
23
«Lo que queremos decir cuando decimos que dos personas son la misma es una cosa;
la evidencia que podemos tener para apoyar nuestra afirmación es algo completamente dife-
rente» (Swinburne, 1984, 3).
El problema de la identidad personal 297
24
No es fácil imaginarse esta doctrina si prescindimos de concebir al ego como sustancia.
Aunque un autor como Madell (1981) lo haya intentado con el loable propósito de no volver
a cosificar a las personas, los resultados han sido ciertamente decepcionantes.
298 M. Rodríguez González
25
Swinburne aduce que sabemos con perfecta garantía que somos los mismos en el inter-
valo que separa el sonido del teléfono y el descolgar el auricular para contestar (1984, 42).
Hodgson se refiere al instante en que confluyen unificándose diferentes experiencias (el aroma
de las flores, la claridad de la mañana, el calor del sol en el rostro…), y nosotros tenemos todas
esas experiencias como siendo los mismos (1991, 420).
El problema de la identidad personal 299
la filosofía, qué diremos de él, como no sea lo que no es? Estaríamos enton-
ces ante un misterio, algo que queda más acá o más allá del pensar racional.
Pero la persona o es algo concreto o no es nada, y aquí parece que van a dar,
finalmente, los que se habían enfrentado a la concepción reduccionista adu-
ciendo motivos muy parecidos.
13.6. CONCLUSIÓN
26
Y en parecida dificultad se encuentran los que defienden la necesidad de un yo sustan-
cial, no humeano, para dar cuenta de los fenómenos de la razón práctica y el libre albedrío, sin
la necesidad, según ellos, de comprometerse desde luego con el dualismo fuerte (Searle, 2000).
27
Cuando hablo de «salto» o «cambio de dimensión» me estoy refiriendo al que supon-
dría salirse del terreno del filosofar analítico anglosajón para tomar contacto con otras tradi-
ciones más apegadas a lo que entendemos por «Humanidades».
300 M. Rodríguez González
28
Esta sucesión narrativa, o process-like, esencialmente no atomista, nos permitiría con-
cebir que las personas puedan cambiar radicalmente desde el punto de vista psicológico sin
El problema de la identidad personal 301
dejar de ser las mismas, y que haya una unidad más profunda en nuestras psicobiografías que
la que puede ser perfilada en términos de acceso consciente a una identidad de creencias, de-
seos, valores y rasgos de carácter (68). Y todo ello con la enorme ventaja de no tener que sus-
cribir posiciones sustancialistas de ningún tipo. La propuesta de Slors, a pesar de toda la pru-
dencia con la que está formulada, tiene la virtud de enlazar la tematización analítica de la iden-
tidad personal con los puntos de vista narrativos de la aproximación hermenéutica, en la
línea de Ricoeur, por ejemplo.
29
«Es decir, las percepciones sucesivas adquieren coherencia narrativa en virtud del
hecho de que sabemos que son causadas por los movimientos del propio cuerpo a través de un
mundo físico estable (aunque no estático), con cuyo carácter y funcionamiento nos hallamos
familiarizados. Poder dar sentido al mundo es un prerrequisito para poder darle sentido a uno
mismo como continuante objetivo en ese mundo» (72).
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