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JESÚS, PARADIGMA ABSOLUTO DE

HUMANIDAD
Pedro Trigo sj.

EL LOGOS COMO PARADIGMA TRASCENDENTE: LA


LÓGICA DEL AMOR CREADOR

ES PLAUSIBLE LA NOCIÓN DE PARADIGMA DE


HUMANIDAD

EL PARADIGMA NO TIENE POR QUÉ SER EL HOMBRE


PRIMORDIAL O EL ÚLTIMO SER HUMANO

EL SER HUMANO PERFECTO SERÍA EL SER HUMANO


UNIVERSAL

SÓLO PUEDE SER MEDIDA DE HUMANIDAD EL QUE


EFECTIVAMENTE HUMANIZA. ASÍ LO ES DIOS

JESÚS ES PARÁMETRO UNIVERSAL PORQUE ATRAE A


TODOS. SU MODO DE ATRAER

cargó con nuestras enfermedades

tu fe te ha salvado

carguen con mi yugo

una mujer lo recibió en su casa

reunir a los hijos de Dios dispersos

CUANDO SEA LEVANTADO, ATRAERÉ A TODOS HACIA


el desamparado

el desamparado es libre en su desamparo por la fe y la


solidaridad
LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN

el que se consuma como solidario y fiel es constituido Señor

el Señor Jesús tiene una relación actual con cada ser


humano y con toda la humanidad

sólo por la fe nos relacionamos temáticamente con Jesús

Jesús nos atrae desde el futuro de Dios, que, por él, es


nuestro futuro

novedad epocal del viviente Jesús de Nazaret

JESUCRISTO REINA DESDE EL MADERO

Así como en el AT las promesas apuntaban hacia Jesús,


aunque Jesús las realizara de un modo tan sorprendente
que no fue reconocido por muchos que esperaban su
realización, así en el tiempo que va de la resurrección al fin
del mundo Jesús resucitado atrae como Señor que es,
aunque no todos los atraídos, ni mucho menos, puedan
identificar los rasgos de ese paradigma personal con una
persona concreta y menos aún puedan dar a esa persona el
nombre que le corresponde que es del de Jesús de Nazaret.

JESÚS, PARADIGMA ABSOLUTO DE HUMANIDAD

EL LOGOS COMO PARADIGMA TRASCENDENTE: LA


LÓGICA DEL AMOR CREADOR

Entiendo paradigma en el sentido clásico de la filosofía


griega, que diluidamente se mantiene en el sentido actual,
referido a la epistemología. Un paradigma es un ejemplo. De
un modo más restringido es un ejemplo ejemplar, es decir
un prototipo que es el ejemplo original o el primer molde, o
también el ejemplar más perfecto, que por serlo sirve de
modelo, de causa ejemplar. Paradigma es, pues, modelo,
modelo ideal, en el doble sentido de la palabra: arquetipo
que sirve de parámetro, y, en ese sentido, ideal que inspira y
norma; y modelo ideológico, bien sea en el sentido idealista
que equipara la esencia y el ser, bien en el sentido de
estructura lógica o matemática, o en el de modelo
matemático ideal. En este último sentido hablamos de
paradigma newtoniano y paradigma einsteniano, aunque en
la concepción de Descartes había pretensión metafísica y
así fue vivida por muchos esa concepción mecanicista,
como así asumen otros ahora la teoría de la relatividad.

Es sabido que para Platón el mundo ideal era paradigma de


nuestro mundo en el sentido de arquetipo eterno que le sirve
de ejemplar; aunque se pueda discutir si en su pensamiento
son dos mundos, o si la relación entre sombra y realidad hay
que comprenderla no como dualidad de mundos sino como
dialéctica del conocimiento de la única realidad que tiene
varios planos y que no resulta fácil desvelar, tanto porque
existe una falsa conciencia, la opinión, la ideología, como
porque la realidad es sí misma mistérica: "al ser le gusta
esconderse".

Los Padres de la Iglesia aceptaron esta concepción


platónica interpretando el mundo de las ideas, como el
pensamiento de Dios al crear al universo y a la humanidad.
Esta idea parece satisfactoria si no podemos comprender a
la creación, como obra que es de Dios, como un obrar sin
sentido sino como un acto razonable, como una ejecución
bien diseñada. En este sentido se afirma en la versión
sacerdotal de la creación que vio Dios lo que había creado y
le pareció que le había salido bien y se quedó satisfecho de
su obra (Gen 1,31).

Sin embargo, si dada la simplicidad divina, no nos es lícito


concebir en él una multiplicidad de operaciones realmente
distintas, surge la pregunta de cómo distinguir de él ese su
designio creador. Una solución a esta aporía vendría al
pasar del concepto griego de Dios al misterio del Dios
cristiano. Desde esta perspectiva es dable afirmar que la
creación se realizó, como afirma el prólogo de Juan (1,3),
por el Logos. Con esto no queremos decir que el Logos sea
ese diseño sino que el diseño es lógico, es decir tiene
inteligibilidad y sentido. O mejor aún, que nosotros podemos
encontrar inteligibilidad a la realidad porque la realidad está
creada en el Logos y nosotros también. Hay, pues, una
correspondencia entre la estructura lógica de la realidad y
nuestra capacidad de entender porque el Logos es la luz
que alumbra todo ser humano (Jn 1,4).

Esta concepción supera a esa interpretación que consiste en


que cada esencia de cada cosa estaría en la mente de Dios.
Ese modo de entender la creación sería demasiado
mecanicista, fixista y cosístico. La realidad no es un amasijo
de cosas sino una única estructura dinámica, una estructura
de estructuras abierta a nuevas posibilidades. El sentido de
este dinamismo es el de una complejificación constante: una
individuación cada vez mayor y simultáneamente formas
más libres y densas de interconexión. Así pues, las energías
de lo real tienden a potenciar la diferencia interna, la
constitución de núcleos cada vez más en sí, a la vez que
llega a conformar redes progresivamente densas e
interactuantes.

Pues bien, como formuló Heráclito, este dinamismo es


lógico, conforme a una lógica, y, en nuestra interpretación
patrística, según el Logos de Dios que es Dios. El Logos, no
el azar ni el caos, está al principio del movimiento o es
principio trascendente de los principios del dinamismo de lo
real. Y desde otra perspectiva el Logos es el sentido, el
ideal, que atrae a la realidad, que la hace dar de sí
dirigiéndola hacia él mismo.

Aunque, como la historia es la última estructuración, por


ahora, de la realidad, eso significa que esa libertad que va
anexa a la progresiva individuación posibilita una
estructuración sin sentido, es decir no conforme al sentido
que preside la creación y que la atrae desde dentro. Los
seres humanos tenemos el triste privilegio de no hacer
justicia al sentido de la realidad, desviando para nuestros
fines particularistas y egoístas las estructuras que
descubrimos y manejamos. Lo que de ahí resulta es lo que
Juan designa como las tinieblas, que tiene como
componentes a la mentira y a la esclavitud y que produce
muerte. Hay, pues, lógicas distintas: la del Logos de Dios en
el que todo ha sido creado y que reluce en los seres
humanos cuando emplean la ciencia y la técnica para
perfeccionar la creación sirviendo a la vida y al aumento de
humanidad en la familia humana, y la de las tinieblas que
degradan la vida, que deshumanizan, que dividen a la
familia humana, que producen muerte.

Según la concepción patrística complementariamente a esta


perspectiva del Logos tendríamos que añadir que la
creación es un despliegue del amor de Dios, entendiendo
ese amor como el aliento germinal que hace brotar la vida
en la realidad y como el amor que con su peso gravitacional
atrae todo hacia sí acelerando cada vez más el movimiento.
Ese amor genesíaco y consumador es un amor,
trascendente en la inmanencia, que pone la diferencia y la
conduce a la comunión. Ese amor es el Espíritu, aunque con
esto no queremos decir que la realidad es el amor de Dios o
que la realidad de las cosas es el Espíritu de Dios, sino que
afirmamos que lo que existe es real porque en ello alienta el
Espíritu de Dios trascendente siempre desde dentro. En este
sentido sí hay que afirmar que todo es espiritual, como
afirmamos antes que todo es lógico. Aunque
correspondientemente a lo que dijimos arriba, desde que
hay historia este amor es actuado humanamente desde la
libertad, lo que significa que no sólo acontece en la
humanidad sino que tiene a la humanidad como sujeto: el
Espíritu es el amor derramado en la humanidad con el que
la humanidad puede corresponder al amor de Dios
coincidiendo con él en la acción espiritual. Pero también
tenemos la triste posibilidad de no actuar desde ese amor
sino desde el egoísmo individual o de grupo que llamamos
amor a sí mismo o a los suyos. Si prevalece esa dirección,
la creación se frustra porque no se produce la comunión
sino el avasallamiento, la exclusión, la división y por tanto la
deshumanización de los que no aman y la imposibilidad de
vivir de los que no son amados.

Habría que completar este acercamiento diciendo que la


lógica de la realidad, trascendente y libre en ella, es la lógica
del amor. Y complementariamente habría que decir que el
Espíritu es luminoso, que el amor no es ciego sino que tiene
sentido.

Así pues la realidad no es caótica sino que tiene un sentido,


aunque puede no ajustarse a él. Ese sentido es un sentido
biófilo y particularmente filantrópico en el sentido textual de
la palabra. Es la lógica del amor creador, una lógica creativa
que conduce hacia más vida, y, como es una lógica
trascendente, es la lógica que lleva a la creación hacia la
vida eterna, es decir, hacia la participación en la misma vida
de Dios.

ES PLAUSIBLE LA NOCIÓN DE PARADIGMA DE


HUMANIDAD

Utilizamos pues, el concepto de paradigma en el sentido


fuerte de arquetipo que sirve de parámetro. Y afirmamos
que un personaje histórico, Jesús de Nazaret, es paradigma
absoluto de humanidad.

Todo ser humano revela algo de lo que es el ser humano,


tanto de sus mejores como de sus peores posibilidades.
Nosotros no sabemos lo que somos hasta que lo vamos
siendo. Conforme la humanidad se va desplegando en la
historia se va desvelando lo que ella es capaz de ser. Esto
es así por la condición histórica de la humanidad, que no
significa sólo, como la de los demás seres temporales, que
requiere de espacio y tiempo para desarrollarse sino, de un
modo más preciso y radical, que se desarrolla a sí misma,
que es sujeto y autor de su desarrollo en el sentido más
estricto de estas palabras: sujeto, no mero destinatario;
autor, no mero ejecutante de algo previamente diseñado y
decidido. Sin embargo, no es autor hasta el punto de
ponerse así misma como sujeto de modo absoluto. El punto
de partida insoslayable, es decir anterior a su condición de
autor, es su pertenencia a un fylum dentro del reino animal
en el sistema de sistemas que es la vida en la tierra y la
tierra como un todo. Éste es el sustrato y en ese sentido el
sujeto sobre el que se ejercita su condición de autor y de
agente. Y sólo puede actuar sobre ello reconociéndolo,
contando con su legalidad, sea para adaptarse plenamente
y actuar así todas sus posibilidades latentes, sea para crear
nuevas posibilidades, que siempre serán, sin embargo,
posibilidades de esa realidad fylética. Ahora bien, incluso el
adaptarse, lo que los clásicos llamaban imitar a la
naturaleza, sólo lo puede hacer la humanidad
creativamente. Es la cultura como mundo típicamente
humano.

Ahora bien, lo que sostengo desde la perspectiva


sustentada en el apartado anterior, es que todas las
posibilidades humanas no son igualmente humanas.
Decíamos que cada biografía y la historia como conjunto va
desvelando lo que es el ser humano y añadíamos tanto sus
mejores como sus peores posibilidades. Este lenguaje que
cualifica a las posibilidades humanas lo comprendemos y lo
utilizamos insoslayablemente porque para nosotros tiene
sentido. Podremos discutir inacabablemente sobre si tales o
cuales realizaciones humanas se deben considerar como
expresión de posibilidades positivas o negativas; pero esa
discusión es pertinente porque existe el horizonte de la
positividad humana y de su negatividad. Por ejemplo, la
destrucción de Hiroshima y Nagasaki o el holocausto judío o
el exterminio de los indígenas de diversas regiones de norte
y de suramérica, o la trata de esclavos negros desde el siglo
XVI al XIX no parecen realizaciones humanas que revelen
las mejores potencialidades de la humanidad. Y sin
embargo, la lucha por la libertad de los esclavos, por la vida
de los indígenas, por la igualdad de indígenas y negros, y
por el reconocimiento de los derechos civiles de esas y otras
comunidades discriminadas, la lucha contra el antisemitismo
y más radicalmente la lucha por la solución pacífica de los
conflictos, por el reconocimiento positivo de las diferencias y
por la consecución de una justicia efectiva en la comunidad
de pueblos es claro que son luchas que ponen a funcionar
energías humanas consideradas como positivamente
humanas. Más aún, decimos que son procesos
humanizadores, mientras que las actuaciones anteriores las
calificamos de inhumanas. Con esto estamos diciendo que
no todas las acciones humanas humanizan, que no todas
las potencialidades humanas son humanizadoras. Es decir,
afirmamos que cada ser humano, los grupos humanos y la
humanidad, ejercitando su condición de sujetos y autores,
pueden humanizarse o deshumanizarse, ya que ambas son
posibilidades humanas. Pero a la capacidad que tenemos
los seres humanos de deshumanizarnos la llamamos así
porque tenemos alguna medida de lo que es humano.

EL PARADIGMA NO TIENE POR QUÉ SER EL HOMBRE


PRIMORDIAL O EL ÚLTIMO SER HUMANO

Desde este presupuesto decimos que las culturas son los


modos que tienen las colectividades humanas de habérselas
con la realidad para irse haciendo humanas. Así pues las
colectividades humanas y los individuos en ellas se van
haciendo humanos. Se van haciendo lo que son, pero a su
vez lo que son tiene que ir haciéndose. Desde lo que
llevamos dicho el sentido que damos a la palabra humana al
referirnos a las colectividades humanas no es el mismo que
le damos cuando decimos que se van haciendo humanas.
En el primer caso nos estamos refiriendo a un conjunto de
seres, en el segundo a una cualificación de ese conjunto, la
cualificación que los hace reduplicativamente humanos. En
este sentido cualitativo afirmamos que el objetivo de las
colectividades humanas en cuanto culturas trasciende esa
concreta condición cultural. Llegar a constituirse en humano
es más que ser un individuo de una determinada cultura.
Aunque cada individuo sólo llega a constituirse en humano a
través de un modo específico de habérselas con la realidad,
es decir en el seno de una cultura. La trascendencia
humana se va realizando a través de expresiones y
realizaciones culturales. Pero las culturas son los caminos
ineludibles; el fin absoluto es constituirse en humanos, un fin
que se da en un ámbito social, pero que en último término
debe ser alcanzado por cada persona. Así pues las diversas
culturas son siempre medios; el constituirse en humana es
el objetivo de cada persona y de la humanidad.

A lo largo de la historia los modos de habérselas con la


realidad se van complejificando de tal manera que los
núcleos individuales adquieren más densidad y autonomía,
a la vez que la urdimbre que los une es progresivamente
sutil e internamente diferenciada, pero a la par más tupida.
Sin embargo el objetivo trascendente de hacerse humanos,
en este sentido puramente cualitativo en que lo estamos
considerando, no evoluciona. No es más humana una
persona del siglo XXI, por pertenecer a ese siglo, que otra
del siglo VI o que otra anterior al neolítico. La posibilidad de
realizarse en un grado extremadamente cualitativo o de
despersonalizarse está abierta a cada ser humano por igual.
Los modos de llegar a ser así sí evolucionan, pero Caín y
Abel pudieron llegar a ser tan humanos o inhumanos como
los últimos seres humanos que vivan en la historia. En este
sentido preciso la historicidad es inherente a cada ser
humano, no a la especie como tal. La evolución atañe a las
culturas, en las que entran las civilizaciones, no a lo que
hace que una persona sea una persona humana
consumada.

Así pues los individuos nacen como verdaderos seres


humanos; pero el irse constituyendo en seres humanos
verdaderos, es decir cabales, es un proceso, un punto de
llegada, que puede alcanzarse o no. La historicidad posibilita
que el ser humano se humanice, ya que el hacerse un ser
humano cualitativo es el fruto de una serie de actuaciones
humanas, el resultado de un determinado proyecto que
concibe como autor y ejecuta como agente. Esta posibilidad
está en manos de cada ser humano, y es la radicalidad y
trascendencia con que la ejecuta la que determina el grado
de humanización, no ningún tipo de circunstancia.
EL SER HUMANO PERFECTO SERÍA EL SER HUMANO
UNIVERSAL

Las culturas posibilitan que los seres humanos se


constituyan en humanos. Ése es el papel de las culturas y
su gloria. Pero, como los individuos y por causa de ellos, de
sus decisiones, las culturas toman a veces direcciones y
adquieren fisonomías que dificultan enormemente que los
seres humanos trasciendan humanizándose. Las culturas
pueden absolutizar ese modo propio de habérselas con la
realidad. El resultado será que ya no son caminos para
trascender, que no hacen justicia a la realidad. De todas
maneras, aun en estas condiciones, las personas pueden
obrar a contracorriente o sortear con sabiduría y arte los
obstáculos sin enfrentarse abiertamente. Al obrar así, no
como meros elementos de ese conjunto sino
personalizadoramente, como lo tienen que hacer
culturalmente, liberan los esquemas cerrados sobre sí y
recrean la cultura, aunque con frecuencia esa fecundidad
cultural sólo es apreciada más tarde, ya que en el momento
tienen que pagar el precio de la marginación o de la
hostilidad.

Ningún ser humano se constituye en humano de un modo


solipsista y por tanto aculturalmente. Habérselas con la
realidad es habérselas con la naturaleza y con los seres
humanos, con la naturaleza a través de elaboraciones
culturales y con los seres humanos a partir de la común
procedencia fylética que expresa nuestra pertenencia a la
naturaleza. Así pues, aunque las culturas son caminos y es
cada persona la que debe trascender humanizándose, este
proceso implica hacer justicia a nuestra pertenencia
concreta a la naturaleza y a la humanidad. La humanización
lleva, pues, a superar el punto de vista del sujeto y sus
intereses, y a definirse por la relación horizontal y simbiótica,
que entrega los propios dones y recibe agradecido los de los
demás para constituir un "nosotros", un campo
comunicativo, un verdadero cuerpo social realmente
ecuménico.

Cuanto más las personas se acercan a lo que pudiéramos


llamar humanidad cabal, en esa misma medida trascienden
hacia los demás, de tal manera que el ser humano perfecto
sería por eso mismo el ser humano universal, no tanto en el
sentido de que contenga la esencia de todos sino en el de
que se abre a todos, es respectivo a ellos, vive vuelto a
ellos, con-siste con ellos, está a su favor, vive para ellos, a
la vez que propicia en ellos procesos similares; es decir, que
no es para ellos de modo que los sustituya e inhiba su
proceso humanizador sino provocándolo en cuanto está a su
alcance.

Desde lo que llevamos dicho surge la pregunta de si un ser


humano singular, concreto, puede ser arquetipo y parámetro
de humanidad. En primer lugar la noción de arquetipo
¿puede aplicarse a un ser único históricamente ubicado?
¿Puede tener la categoría de principio de humanidad
alguien que tiene una genealogía, es decir que es
múltiplemente principiado? ¿Puede servir de parámetro
universal alguien que para ser comprendido requiere que se
le apliquen parámetros particulares?

SÓLO PUEDE SER MEDIDA DE HUMANIDAD EL QUE


EFECTIVAMENTE HUMANIZA. ASÍ LO ES DIOS

En primer lugar afirmamos que sólo el arquetipo puede ser


legítimamente parámetro. Entendemos aquí arquetipo en el
sentido fuerte de tipo o ejemplar que es principio, es decir
que genera, en este caso humanidad. Sólo puede ser
medida de humanidad el que efectivamente humaniza. Si
no, la medida de la humanidad sería exterior a ella, la
humanidad sería heterónoma, el ser humano no sería autor
de su humanidad sino mero ejecutor de una partitura o de
un libreto existentes antes de que se dieran seres humanos
y exteriores por tanto a ellos.

¿Pero no es precisamente ésa la concepción cristiana? No


podemos negar que así ha sido vivida y teorizada, aunque
creo que podemos mostrar que esa interpretación no hace
justicia al misterio cristiano. Para mostrarlo vamos a fijarnos
en los Diez Mandamientos que no pocas veces se han
propuesto como la expresión más pura de heteronomía.
Dios es el que tiene la soberanía absoluta sobre nosotros y
la manifiesta imponiéndonos esas normas de vida, normas
que hay que cumplir precisamente porque son expresión de
su voluntad. Desde este punto de vista no cumple los
mandamientos el que los guarda porque los halla razonables
y ajustados a la condición humana, ya que en este caso
desaparecería la condición de mandamientos y se reducirían
a mera expresión de la sabiduría de la vida, serían puro
humanismo. Desde la perspectiva heteronómica en cambio
los mandamientos podían haber sido otros; son éstos
porque así lo determinó la voluntad de Dios para probar si la
acatábamos. Lo que él quiere es que le obedezcamos. El
contenido de la obediencia es absolutamente secundario.
Así se entenderían las palabras con las que el Señor por
boca de Samuel rechazó a Esaú: No quiere sacrificios sino
que le obedezcan (1Sam 15,22).

Frente a esta concepción heteronómica insiste ya el


Deuteronomio que los mandamientos son la sabiduría que
Dios regala a Israel (4,6-8; 30,11-14), su bendición (11,27;
28,1-14). Los mandamientos han sido dados por Dios "para
nuestro bien perpetuo, para que sigamos viviendo como
hoy" (6,24). Porque ellos son los cauces de la vida (30,15-
20).

Ahora bien, el Deuteronomio insiste también con inusitado


vigor en el peligro que tienen los seres humanos y los
pueblos de extraviarse, de no reconocer los verdaderos
cauces de la vida, que en definitiva son los cauces de la vida
verdadera, sino adorar a la tierra que produce riqueza, y al
poder que conquista la tierra y la mantiene en manos del
poderoso. La entrega a estas fuerzas degrada al que las
adora y produce división, injusticia y muerte. Por eso,
porque tendemos a obnubilarnos y a olvidar el carácter
salutífero y humanizador de los Mandamientos, tiene sentido
insistir en la soberanía incontrastable de quien los manda.
Pero esta insistencia, como se ve, es pedagógica y
salutífera, y su necesidad deriva de que los seres humanos
equivocamos el camino de ser verdaderamente humanos. A
quienes tienen oscurecido e incluso olvidado el paradigma
de humanidad, Dios les ordena cumplir los Mandamientos,
amenazándolos hasta con el exterminio, para que
empezando a vivirlos, experimenten con el tiempo su
sabiduría, su potencial humanizador. Desgraciadamente con
frecuencia en la historia de individuos y pueblos, las
amenazas no bastan y tienen que experimentar los frutos
amargos de no seguir los cauces de la vida verdadera para
que puedan volver sobre sí y adquirir la sabiduría que
muchas veces sólo se alcanza con el dolor.

Así pues, como el paradigma de humanidad no pocas veces


no aparece claro o, percibiéndose, no se presenta
suficientemente atractivo, es necesario fiarse de Dios, de
que sus mandamientos son vida, aunque en ocasiones
parezca que seguirlos es privarse de oportunidades de
gozar, de tener más o de ganar prestigio.

En el fondo, no hay, pues, heteronomía, pero sí fe en Dios.


Obedecerlo es tener fe en él. ¿Por qué el vivir de fe no
equivale a heteronomía? Primero porque el contenido de la
fe es que los Mandamientos son los cauces de la vida.
Segundo, porque Dios es el amigo de la vida (Sab 11,26);
más aún, él mismo es la vida del género humano (Dt 30,20).
Tercero, porque la fe en un Dios así forma parte esencial del
paradigma de humanidad.

Los Mandamientos no son un parámetro heterónomo desde


el momento en que el ser humano ha sido creado a imagen
y semejanza de Dios (Gn 1,26-27). Desde esta perspectiva
Dios es el paradigma trascendente de humanidad. Así lo
sobreentiende la Biblia que, aunque prohibe drásticamente
representar a Dios porque el Dios bíblico no tiene figura
humana ni ninguna figura, sin embargo no se recata de
presentar a Dios con sentimientos humanos, con pasiones
humanas, con designios humanos, con un corazón humano.
El Dios bíblico no sólo actúa genéricamente como los seres
humanos sino que actúa de un modo preciso como los
buenos seres humanos, como un ser humano que fuera
enteramente bueno, como dechado de humanidad en el
sentido cualitativo que venimos apuntado.

Podríamos argüir que la Biblia no hace sino proyectar sobre


Dios el ideal humano de la cultura hebrea. Y sin duda eso
hace. Pero reconociéndolo, también tenemos que añadir
que de ningún modo el Dios bíblico se reduce a mero
paradigma cultural. Por el contrario, en la mayor parte de
sus páginas Dios se presenta como excéntrico de esa
cultura, incluso como inasimilable para ella. Podríamos decir
que se establece una fecunda dialéctica entre las
concepciones divinas y antropológicas del medio, y la
irrupción de un Dios que, mediante unas personas que se
fían de él, presenta al pueblo posibilidades inéditas que
poco a poco van siendo asimiladas, aunque a
contracorriente y en un creciente forcejeo con otras
experiencias históricas y direcciones vitales.

Es perfectamente posible rastrear fenomenológicamente esa


trascendencia del Dios bíblico que atrae a los seres
humanos y los va moldeando a su imagen y semejanza. El
modo como se ofrece Dios como paradigma es la relación,
una relación personalizadora, en la que Dios tiene la
iniciativa pero que presupone por parte de los seres
humanos la libre disposición de sí, más aún que fomenta
esta libertad para responder desde el fondo de sí mismos.

Así pues, en el fondo de sí mismo es el ser humano el que


se parece a Dios, y así en la relación en fe con él no sólo va
descubriendo a Dios sino realizando su humanidad más
genuina. Aunque siempre se da también el movimiento
contrapuesto de absolutizar la propia humanidad individual y
cultural y proyectarla al absoluto haciéndose un dios a la
propia imagen. Así se absolutizan los individuos y las
culturas, y los individuos no pueden cumplir su objetivo de
constituirse en humanos a través de las culturas. De ahí que
las culturas y las religiones sean siempre ambivalentes y no
puedan resolver la ambivalencia de una vez por todas sino
que tengan que convertirse y reformarse siempre, volviendo
a la primacía de la fe como principio humanizador y de
descubrimiento de Dios.

Hemos asentado que el Dios bíblico es no sólo paradigma


(en el sentido de dechado, de expresión absoluta de
humanidad) sino también parámetro (en el sentido de
medida no heterónoma) porque él es sobre todo arquetipo
(en el sentido de principio del que dimana la humanidad), no
sólo porque nos ha creado, nos crea actualmente, a su
imagen, sino porque nos humaniza en esa relación de fe
que entabla con nosotros y que nos llama a entablar con él.

JESÚS ES PARÁMETRO UNIVERSAL PORQUE ATRAE A


TODOS. SU MODO DE ATRAER

Si hemos establecido que Dios es paradigma o prototipo,


parámetro y arquetipo ¿es lícito, más aún, es sensato, es
incluso inteligible decir eso mismo de un ser humano
concreto? Éste es el planteamiento específico, reiterado,
sistemático que desarrolla el evangelio de Juan.

Queremos condensar su respuesta en una expresión que el


evangelista coloca en boca de Jesús en un lugar muy
significativo. Él es presentado desde un comienzo en
contraposición a Moisés como el humano revelador de Dios
(1,18.51). Moisés era la sombra, la preparación, él es la
realidad, la consumación. Y sin embargo, aunque él viene
con esta misión universal, es decir a quitar el pecado del
mundo, a destruir las tinieblas con la luz de la vida, al
principio se presenta sólo al pueblo de Dios, y es percibido
por sus discípulos como el Mesías de Israel, aquél de quien
escribieron Moisés y los profetas (1,45.49). En el contexto
de la historia salvífica de su pueblo él va a realizar la nueva
Pascua (13,1). Poco antes de que suceda unos griegos
quieren verlo (12,21). Se lo dicen a Jesús y su respuesta es
que "cuando me levanten de la tierra atraeré a todos hacia
mí" (12,32).

cargó con nuestras enfermedades

Jesús es arquetipo universal porque atrae a todos. Ése es


su modo de dar vida, de ser principio. Éste es el contenido
de su señorío. Él no es señor porque da órdenes. Él no tiene
la función de Moisés ni la del Profeta semejante a él que él
anunció, es decir la de caudillo liberador (Jn 1,17; Dt 18,15-
19; Jn 6,14-15). Él no es el Mesías davídico que soñaron
sus apóstoles (Mt 16,16.21-24; Hch 1,6; Jn 18,36). Que el
Padre lo haya puesto todo en sus manos (Jn13,3) no
significa que disponga de las personas y de las cosas a su
antojo, que las ponga en función de sus intereses y de su
prestigio. Significa por el contrario que el Padre le ha dado la
capacidad de cargar con todo (Mt 8,17). Así como Dios se
diferencia de los ídolos en que los ídolos son cargados por
sus adoradores y así cuanto más grandes son resultan una
carga más intolerable, y en cambio Dios carga con su
pueblo y lo puede hacer con todo cariño porque no se cansa
(Is 64,1-4), así el Señor Jesús se diferencia de los señores
de este mundo en que éstos sólo saben ser servidos y
oprimir, y Jesús tiene la capacidad y la voluntad de servir y
de dar su vida para que ellos tengan vida (Lc 22,24-27; Mc
10,42-45; Jn 6,33.51; 10,15). El Dios de Jesús no es el Dios
de los dioses ni el Señor de los señores, es decir el que
corona las jerarquías sociales sacralizándolas. Por el
contrario, él es el que resucita a lo que está tan desvalido
que para todos está muerto y el que llama a existir a los que
son tenidos por inexistentes y se ven sin ningún futuro (Rm
4,17). La omnipotencia se revela precisamente al crear
posibilidades de vida donde los seres humanos piensan que
no las hay (Gn 18,14; Lc 1,37; Mc 10,27; Rm 4,21). Jesús
revela a este Dios saliendo al encuentro del pueblo
abrumado y abatido, y aliviándolo y dándole esperanza,
convocándolo como dirigente modelo, como dirigente según
el corazón de Dios (Mt 9,35-36;11,28; Jn 10,14-15.17-18).

Así pues el primer significado del señorío de Jesús, como


del de Dios, gira en torno a su capacidad de servirnos
cargando con nosotros. Éste es el contenido del bautismo.
Jesús es contado con los pecadores, se confunde con el
pueblo pecador que va donde Juan a disponerse para el
juicio de Dios. Él individualmente no es pecador (Jn 8,46;
Hbr 4,15), pero está ahí con toda el alma porque carga con
el pueblo, porque lo asume, porque lo lleva en el corazón. Al
definirse como hermano, en primera persona de plural,
como el "nosotros" que abarca a todo el pueblo, puede pedir
perdón con todo el dolor del mundo porque por una parte
conoce lo que es pecado (la mentira, la esclavitud, la muerte
que produce) y por otra lleva dentro de sí a todos los
pecadores. Dios acepta el ruego de Jesús. Por eso se abre
el cielo. Dios se revela como el Padre del que cargó con los
pecadores. Dios se sintió atraído por el penitente, por el
solidario, por el justo Jesús, que al recibir el bautismo de
penitencia justificaba a los pecadores. En el bautismo de
Jesús se reveló que Dios estaba reconciliando al mundo
consigo, cuando lo proclamó su Hijo y le dio la misión de
quitar el pecado del mundo cargando solidariamente con él.
Esta teofanía da la clave para leer la vida de Jesús: lo que
realizó simbólicamente en el Jordán lo irá realizando en
cada uno de los encuentros (Mc 2,5-17; Lc 7,36-50; 15;
18,9-14; 19,1-10; Jn 4,1-42; 5,1-21; 8, 2-11).

Hay que recalcar que Jesús carga con los pecados y las
dolencias no desde una existencia privilegiada, inmune a
cualquier problema sino desde una existencia débil y
probada en todo (Hbr 4,15), no sólo la existencia de uno de
tantos sino la de alguien que fue despreciado por los
dirigentes, por sus paisanos y hasta por gente de su familia,
que llevó una vida itinerante y pobre sin el apoyo de ninguna
institución prestigiosa, que finalmente cayó en manos de sus
enemigos. Verdaderamente que Jesús nos enriqueció con
su pobreza (2Cor 8,9), no sólo con su humanidad sino
específicamente con la debilidad de su carne, pero una
carne que no buscó ni poder ni riquezas para descansar en
ellas sino que, llena de misericordia, se abrió a toda carne
adolorida y abatida, considerándola su propia carne.
Así pues el secreto de la capacidad de Jesús de cargar con
los demás consistió en su misericordia, una misericordia que
era conocimiento de Dios (Os 6,6; Mt 9,13;12,7), revelación
de su verdadero rostro. Una misericordia, pues, con la
misma consistencia de Dios, con su capacidad recreadora,
sanadora, liberadora.

tu fe te ha salvado

Pero el señorío de Jesús no se restringe a cargar con los


demás. Ése es sólo el primer paso. Lo característico de su
manera de cargar es procurar activar las energías de las
personas de modo que al fin resulten no sólo destinatarias
sino también agentes de su propia salvación. Jesús en la
relación que entabla con el pueblo y las personas, a la vez
que se hace cargo de sus problemas y carga con ellos, va
suscitando como correspondencia una relación de fe que
salva. Jesús carga con los demás de tal manera que esa
actitud los capacita para encargarse ellos de su propia vida
y cargar con ella. El señorío de Jesús no inhibe, no crea
dependencia, no sustituye ni infantiliza sino que por el
contrario dinamiza, hace que la gente se ponga en pie, que
se movilice, que conciba fe y cobre esperanza, de tal
manera que la salvación que se origina por la iniciativa del
Señor se realice también por la correspondencia del
necesitado.

Esto significa que Jesús carga de tal modo con los enfermos
y pecadores, con los ignorantes y extraviados que los atrae,
que los pone en movimiento para que ellos logren la
salvación. Por eso la mayor alegría de Jesús acontecía
cuando, después de un proceso de acercamiento que
terminaba en un encuentro, podía despedirse de la persona
diciéndole: "tu fe te ha salvado" (Mc 5,34; 10,52; Lc 7,50;
17,19; Mt 8,13; 15,28). Así pues atrae a la gente porque es
percibido como el que no busca su prestigio e interés sino
como el que se interesa por los demás y los sirve y carga
con ellos. Pero también atrae porque carga
desinteresadamente, no haciendo un favor que crea
obligación y dependencia; porque carga horizontalmente,
incluso desde abajo, no como modo de subir a hombros de
los deudores; porque carga no convirtiendo a las personas
en meros pacientes, en puras manos extendidas sino
porque carga movilizando, haciendo crecer, humanizando,
es decir posibilitando no sólo la superación del problema
sino que se abra un camino de salvación integral.

Así como Dios carga con nosotros, es decir nos fundamenta,


de tal modo que el sostenernos y darnos consistencia se
convierta en principio de nuestro dinamismo (eso es lo que
significa que nos crea creadores), así Jesús carga con las
dolencias de tal modo que no sólo descarga al paciente de
ellas sino que renueva el dinamismo de su vida, lo libera
para que pueda caminar hacia su humanidad plena.

carguen con mi yugo

Pero no sólo carga movilizando. Jesús da un paso más:


atraer hacia sí significa sobre todo llamar al agobiado y
abatido a participar de su tarea de cargar con quienes están
sobrecargados y sin esperanza. Éste es el punto más alto
de la dialéctica que instaura el Señor Jesús, una dialéctica
que despliega tal tensión interna que parece más bien
paradoja o abiertamente una pura necedad. Y sin embargo
eso es lo que plantea Jesús: "Acérquense a mí todos los
que están rendidos y abrumados, que yo los aliviaré.
Carguen con mi yugo y aprendan de mí que tengo un
corazón sufrido y humilde. Así encontrarán su descanso,
pues mi yugo es soportable y mi carga ligera" (Mt 11,28-30).
¿Qué modo es ése de aliviar al que se siente abrumado por
la carga que tiene encima? ¿No parece un sarcasmo pedirle
que cargue con otra carga? A quien se acerca para que lo
alivien cargando con su carga ¿no es una crueldad pedirle
que ayude él a cargar la carga que lleva Jesús, que es la
carga de todos? Y sin embargo de eso se trata sin duda:
Jesús invita a los cargados a cargar con él la carga del
mundo. El Dios de Israel lo constituyó como su pueblo al
liberarlo de la carga insoportable que el imperio egipcio
había cargado sobre ellos. ¿Cómo Jesús, en nombre de ese
mismo Dios, puede pedir a su pueblo abrumado que le
ayude a cargar la carga que nadie quiere echarse sobre sus
hombros?

La lógica de Jesús es la siguiente: como nadie quiere llevar


su carga, quien tiene más poder la carga sobre el que no
tiene y éstos tienen que llevarla a la fuerza y por eso tratan
también de repetir este mismo esquema con los que están
más desvalidos aún. En este esquema no cabe salvación:
es un horizonte de guerra no declarada pero sin cuartel ni
victorias definitivas, un estado de guerra permanente; ésa
no es una atmósfera humanizadora, ése es un mundo de
lobos: homo homini lupus. Para Jesús y para Dios la
solución no es vencerlos a todos e imponer a la fuerza otras
reglas de juego. Ya que si las observan a la fuerza, se
mantiene el mismo esquema. Ellos tienen Espíritu, es decir
fuerza y libertad, para actuar conforme a otra lógica: la
lógica de la solidaridad. Esta lógica no se hace presente de
modo meramente declarativo. Por eso lo que hace Jesús es
cargar las cargas de los sobrecargados. Desde esa
actuación suya, que para él es la actuación del Maestro y
del Señor (Jn 13,13), es que pide a los sobrecargados
aliviados por él que cambien también ellos de lógica. Su
salvación no consiste sólo en que Jesús cargue con sus
cargas: sólo será salvación suya cuando ellos, atraídos por
Jesús, hagan como él desde dentro, desde un corazón
renovado. Si no dan ese paso, están dando la razón a
quienes los sobrecargan a ellos. Jesús, al atraer hacia él,
capacita para asumir esa lógica de la responsabilidad
respecto de la propia vida y de la solidaridad respecto de los
necesitados. La atracción mueve en esa dirección, da a la
vez rumbo e impulso. Pero quien se tiene que mover es
cada uno; es decir que Jesús atrae capacitando a cada
quien para que sea sujeto de su salvación. Un ejemplo de
este proceder de Jesús es la propuesta que le hace al
geraseno a quien había liberado del demonio de la violencia
destructiva. Lo envía a hacer con sus paisanos lo que a él le
habían prohibido hacer. Jesús acepta el rechazo de los
gerasenos; pero como no quiere rechazarlos, les envía a su
paisano. Y en efecto el hombre va y se convierte en su
testigo, en evangelizador. Su persona, con la prestancia de
esa misión, pregona que él vale más que todos los cochinos
del mundo. Es el culmen de su salvación.

una mujer lo recibió en su casa

Pero la medida de la generosidad de Jesús la da el que no


sólo llama a cooperar con él, capacitando para hacerlo, sino
que él mismo se pone en manos de quienes se ponen en
manos de Dios. Jesús pasó haciendo el bien, haciendo
presente con su vida la misericordia de Dios; pero él
también, como evangelizador itinerante que no tenía dónde
reclinar la cabeza, vivió de la misericordia de aquellos a
quienes hacía misericordia. Si él era sacramento de la
misericordia de Dios para con su pueblo, también aceptó de
un modo habitual que ese mismo pueblo fuera para él
sacramento de que Dios era su Padre providente. Así
instauró la reciprocidad de dones como el modo más
humanizador de relacionarse. Atraía sobremanera ese señor
que no sólo daba vida, sino que propiciaba que los salvados
por él le pudieran también dar de sí. De esa manera ellos
también eran, como el propio Jesús, mediadores de Dios. La
plenitud de la salvación se alcanzaba al darle al dador de
vida, que era de algún modo darle también a Dios.

Así se superaba de raíz esa relación religiosa que consiste


en entablar con la divinidad un comercio sagrado en el que
el adorador mira a su propio provecho y espera recibir más
de lo que da. En este esquema de reciprocidad de dones
que instaura Jesús, se comienza recibiendo gratuitamente y
se corresponde dando agradecidamente. Aquí queda
anulado cualquier resabio de resentimiento ante esa
divinidad tan elevada e inasequible que humilla al que recibe
su favor. Jesús como enviado de Dios hace presente a un
Dios que da humanamente, discretamente, desde abajo; tan
desde abajo que recibe a su vez agradecido el don del
agraciado. Para quien es capaz de llegar hasta este nivel de
reciprocidad en libertad, la atracción que ejerce Jesús es
irresistible porque nada hay más humanizador y gratificante
que esta dignación de ponerse en nuestras manos. Jesús
comía donde le daban de comer y dormía en la casa donde
lo acogían. Y así el que se hacía hermano de ellos al darles
de sí, daba lugar a que ellos se constituyeran en hermanos
suyos. Ése es el modo como el Hermano Jesús engendra
hermanos.

reunir a los hijos de Dios dispersos

Y así llegamos al propósito de esta atracción: no atrae hacia


él para constituirnos en satélites suyos sino para poner en
marcha un movimiento de reunión. El resultado de este
movimiento es reunir en una sola familia de hermanos a los
hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52). Y en efecto,
él se encontró a una masa desperdigada e inerte por el
abatimiento causado por la sobrecarga y la falta de
horizontes y conductores, y con su presencia alentadora,
sus palabras ardientes y esclarecedoras y sus actos
liberadores hizo de ella un pueblo en pie y movilizado que
era capaz de dar cuenta de su esperanza (Mt 21,11; Jn
7,46; Mc 7,37), incluso defenderlo de los jefes como un
escudo humano (Mc 12,12; Mt 26,3-5). Jesús no salva
individualmente a individuos sino que transforma a los
individuos en personas al darles vida y llevarlos a abandonar
la lógica insolidaria establecida y a entrar en una relación de
reciprocidad de dones. Jesús atrae para hacer personas,
seres en relación biófila, pueblo personalizado.

CUANDO SEA LEVANTADO, ATRAERÉ A TODOS HACIA


Sin embargo surge una pregunta obvia: ¿qué pasa con los
que no se quieren convertir a esa lógica? ¿Seguirán
causando estrago impunemente? La primera respuesta es
que, si hay muchas personas que se convierten a la lógica
de Jesús, es más difícil que se imponga la otra lógica, ya
que un componente fundamental de su fuerza arrolladora es
el estar diseminada por todo el cuerpo social. Sin embargo
eso no basta: una minoría que concentra en sí todos los
poderes puede dominar despóticamente sobre la mayoría,
aunque también en la historia se ha demostrado que
únicamente la hegemonía es durable.

Antes de retomar esta pregunta para aplicarla a nuestra


situación vamos a referirnos a lo que le aconteció a Jesús.
Le pasó que los que cargaban sobre la gente cargas
insoportables mientras ellos no movían ni un dedo para
llevarlas (cf. Mt 23,4), los que estaban de acuerdo en
sacrificar a quien fuera necesario con tal de preservar ese
orden establecido con tanta injusticia (cf. Jn 11,50) lo
entregaron al gobernador romano para que lo matara, y él lo
mató en efecto, cediendo a sus presiones, aunque se
percató de que era inocente. Esta muerte desastrada
parecería descalificar la propuesta de Jesús revelándola
como idealismo inoperante.

Tenemos que tomar en serio esta dificultad. Fue una


dificultad tan grande que no sólo causó la dispersión de los
discípulos, sino que los dejó sumidos en la perplejidad y tal
vez los llevó a perder la fe. Al menos planteó una
interrogante tan radical que, al no poder responderla, los
dejó completamente a oscuras, sin sentido. Todo lo de
Jesús siguió viéndose como absolutamente valioso,
cualitativo, atractivo. Pero si los que no atraían, los
deshumanizados, pudieron matarlo ¿dónde queda la
prestancia del Dios humano que había revelado Jesús? ¿de
qué sirve tanta humanidad? ¿O es que será que la
existencia es trágica, un duelo sin resolución entre lo más
humano, que es por eso lo más vulnerable, y lo
deshumanizado, que por eso hiere y mata y puede acabar
con lo mejor?

Trataré de afrontar esta dificultad en dos fases. La primera


consiste en indagar cómo vivió Jesús su muerte; la segunda
qué significa su resurrección.

el desamparado

Según las fuentes neotestamentarias Jesús vivió su pasión


como el momento de suprema acción. Sintió la pasión como
el embate de todas las fuerzas del mal, como la hora en que
mandan las tinieblas (Lc 22,53), según las representaciones
terroríficas de la apocalíptica. Marcos insiste en el corte que
esto supuso en la vida de Jesús (14,33-42): Jesús se vio
invadido por emociones que no había sentido hasta
entonces. El que había sido anunciado como alegría para
todo el pueblo, el evangelizador de la felicidad, sintió que se
moría de pura tristeza. Quien había insistido a lo largo de su
vida que la fe echa fuera el temor, se sintió completamente
aterrorizado. Más aún, el que proclamaba que sólo hacía lo
que veía hacer al Padre porque para él su alimento era
cumplir su designio, sintió que quería algo opuesto a la
voluntad del Padre. Este corte con su experiencia anterior
fue tan radical que necesitó tres horas de oración desolada
para asumir completamente, en todos los niveles de su ser,
el querer del Padre. Por eso dice la carta a los Hebreos que
Jesús se dirigió a su Padre con gritos y con lágrimas (5,7).

Podemos barruntar que el pánico de Jesús y su tristeza


tuvieron que ver con su solidaridad con quienes lo
rechazaban y rechazaban por eso a su Padre. Sintió lo que
no sintieron sus enemigos porque no asumían lo que
estaban haciendo; lo sintió para que no lo tuvieran que
sentir, para que su vida no acabara en el fracaso. Al
asumirlo él, selló su condición de Hermano. Pero como
quien lo asumía era el Hijo de Dios, murió desgarrado
internamente: hacer de puente entre las dos orillas cuando
la orilla humana rechazaba objetivamente a la divina, lo
desgarró. Aunque más profundamente lo consumó como
Hijo, como lo había consumado como Hermano, porque la
voluntad de su Padre, que él abrazó, era no aferrarse a su
Hijo sino entregarlo para que reconciliara al mundo consigo.

Así pues él en el Huerto y en la Cruz estaba tan desfigurado


que no parecía un ser humano (Is 52,12). "No tenía
prestancia ni belleza que atrajera nuestras miradas ni
aspecto que cautivara" (Is 53,2). Quizás él mismo llegó a
sentir que "me he cansado en vano, en viento y en nada he
gastado mis fuerzas" (Is 49,4), "soy un gusano, no un
hombre; al verme se burlan de mí" (Sal 22,7-8). Y sin
embargo a esta situación se refiere la cita que venimos
comentando: "cuando sea levantado, atraeré a todos a mí".
En qué quedamos ¿era un fracasado, una piltrafa humana
que, lejos de atraer a sí, hace que se vuelva la vista para no
toparse con tanto escarnio, o es el que atrae a todos?

La respuesta es que es ambas cosas. Lo primero que se


percibe es a un torturado, a alguien desfigurado por la
tortura a quien se le va rápidamente la vida. Más aún, se ve
a un hombre desolado. Jesús había planteado su misión
liberadora como una lucha contra los poderes que
esclavizaban a la gente. Él, con el Espíritu de Dios, arrojaba
a estos poderes opresores y la gente quedaba liberada (Mt
12,28-29). En la cruz parecían haber vencido estos poderes,
que llevaron su victoria hasta clavar en ella al presunto
liberador. ¿Dónde está el Espíritu de Dios? ¿Dónde está el
Dios de la humanidad que abandona a su campeón Jesús?
Esas mismas son las palabras que Marcos pone en boca de
Jesús: "Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?"
(15,32).

el desamparado es libre en su desamparo por la fe y la


solidaridad

Estas palabras ¿son la confesión de un fracasado? Son por


el contrario la suprema expresión del Hijo. Si Jesús hubiera
muerto lamentando el abandono de Dios, es que habría
renunciado a definirse como Hijo; pero al dirigirse al propio
Dios preguntándole por su abandono sentido, se está
religando a él como Hijo y expresando a la vez la confianza
de que, más allá del abandono sentido, Dios lo oye y sigue
siendo su Padre. Por eso las palabras que pone Lucas en
labios de Jesús al expirar: "Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu" (23,46), son la interpretación
fidedigna de la pregunta y el grito que pone Marcos, con tal
que interpretemos a Lucas desde Marcos, es decir que
comprendamos que Jesús muere arrojándose en las manos
de un Dios que siente que no está. Si, más allá de su
sensación de abandono, Jesús cree que está en manos de
su Padre, es que él se consuma como un hombre de fe. Así
en la cruz se consuma la libertad de Dios respecto de Jesús
y la libertad de Jesús respecto de Dios. Su relación mutua
es en el Espíritu; y donde hay Espíritu hay libertad (2Cor
3,17).

Es decir que, si no nos escandalizamos de la cruz de Jesús


y nos atrevemos a mirarla de frente, llegaremos a
comprender que la pasión de Jesús es su suprema
realización, que lo que aparece como derrota es su suprema
victoria. Fue libre respecto del abandono sentido, y
muriendo en la fe, se realizó como libre. Así lo ve en
profundidad la carta a los Hebreos: "como los suyos tienen
todos la misma carne y sangre, también él asumió una como
la de ellos para con su muerte reducir a la impotencia al que
tenía dominio sobre la muerte, es decir al diablo, y liberar a
todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera
como esclavos" (2,14-15). ¿Cómo vence Jesús a las fuerzas
que esclavizan a los seres humanos con la amenaza de la
muerte? Desde la debilidad de su carne, desde su tristeza
mortal y su terror, encarando estas emociones devastadoras
sin sucumbir a ellas porque su corazón estaba fijo en la
solidaridad con sus hermanos y en la fe en su Padre. Con
esto reveló que estas fuerzas no son lo último, que no son
absolutas, que el corazón que vive de fe y es solidario es
más fuerte que ellas, ya que ellas pueden quitar la vida pero
no la confianza en Dios ni el lazo de misericordia que lo une
a sus hermanos. Esta religación con Dios y los seres
humanos es más profunda que todos los dolores y temores.
Por esta religación que lo constituye hasta definirlo Jesús no
se enclaustrará en su desolación, en su sensación de morir
abandonado, no morirá como un individuo derrotado y solo
sino que morirá como había vivido: en Dios y por nosotros.
Así Jesús en la cruz, si nos atrevemos a sostener la mirada
en él, nos dice: "no teman a los que matan el cuerpo, pero
no pueden matar el alma" (Mt 10,28). Nadie les puede robar
el corazón si ustedes mismos no lo venden. El desamparo,
la tortura, la derrota... no son lo último. No las teman. Lo
único que tienen que temer es llegar a vender el alma,
perder la fe y la solidaridad, porque, si las pierden, han
perdido todo, se han perdido a ustedes mismos. "¿Y de qué
le sirve al ser humano ganar todo el mundo si se pierde a sí
mismo? ¿qué dará a cambio para recobrarse?" (Mc 8,36-
37).

Así pues, Jesús en la cruz atrae a todo el que se atreve a


mirarlo con fe porque en ella demostró la fuerza invencible
que late en la debilidad humana. Llevamos un tesoro
invalorable en estos vasos de barro, y estos vasos no se
quebrarán y conservaremos el tesoro, si no nos asustamos
de nuestra fragilidad, si no nos enfeudamos para paliarla a
las fuerzas deshumanizadoras o pretendemos acorazarnos
con sus mismas armas para no sucumbir a ellas. La fe en
Dios y la solidaridad se realizan en la debilidad de la
condición humana. No tenemos por qué pretender ser
dioses, es decir lo que nosotros creemos que es ser dios:
omnipotentes e invulnerables. La solidaridad y la fe se
realizan en la carne. Es cierto que la carne es vulnerable,
pero también a través de ella sentimos simpatía y
misericordia, amamos y recibimos amor; y precisamente
desde ella nos realizamos como seres de fe. Desde la cruz
Jesús atrae porque demuestra la inutilidad del poder y su
fracaso: no sirve para quebrar al que se afinca en Dios con
fe y en la solidaridad con sus hermanos.

Éste es el presupuesto de la cita que comentamos del


cuarto evangelio. Para Juan es en la humillación y debilidad
de la cruz donde reluce la gloria de Jesús y la gloria de Dios
en él. Por eso el que tenga ojos para mirar al que
atravesaron (Jn 19,37; Za 10,10) y comprender su misterio,
descubrirá en su pasión el modo extremo de su entrega, la
realización suprema de sus potencialidades humanas, que
consisten en dar la vida para la vida del mundo desde el
centro de su libertad (Jn 10,18). Así vivió Jesús su muerte.

LA NOVEDAD DE LA RESURRECCIÓN

el que se consuma como solidario y fiel es constituido Señor

Pero la muerte no es el final de Jesús. Así como en el


bautismo Dios acepta a Jesús–pueblo que pide perdón y lo
proclama su Hijo y le confía la misión de ser alianza del
pueblo y de todas las naciones, así en la hora suprema de
su muerte desolada y atroz también acepta la ofrenda de su
vida como reconciliación con la humanidad (2Cor 5,19). La
resurrección es la certificación de la aceptación de Dios:
Dios recrea a Jesús con su propia vida y le confía la misión
de atraer a todos hacia él para que lleguen a participar de su
existencia resucitada.

La resurrección revela que el camino de Jesús no conduce a


un callejón sin salida sino que esa vida cualitativa,
hermosísima pero desarmada, no es una pasión inútil sino
que por el contrario es tan cualitativa que no queda anulada
por la muerte sino que es semilla de vida eterna. Lo que
aparece como debilidad porque no se impone ni resiste al
mal con la violencia, se revela por fin como más fuerte que
la fuerza de los que se imponen y matan, aunque se
deshumanizan y finalmente mueren y se acaban en su
esterilidad. Juan, que mira la vida de Jesús a la luz de la
resurrección, la ve transida de la gloria de Dios, pero una
gloria que desde el punto de vista de los dominadores de
este mundo y de los que se rigen con sus criterios aparece
como ignominia. Sólo a la luz de la resurrección
comprenderán cabalmente sus discípulos sus signos como
signos de esa vida entregada que da vida eterna. Así pues
la resurrección revela y convalida la vida de Jesús como una
vida paradigmática, como el ser humano por excelencia,
más aún, como el parámetro de humanidad.

Pero sobre todo, la resurrección constituye a Jesús como


Señor, es decir como arquetipo, como principio de vida
eterna. Lo que irradia en Jesús es el peso de su ser que no
es un peso inerte, sino su dinamismo de persona que llegó
hasta la consumación, sus energías creadoras y liberadoras,
la fuerza de su amor. Ahora bien, Jesús irradia porque está
vivo. No redivivo, no devuelto a esta existencia y a este
mundo, sino recreado por Dios con su propia vida. Éste es el
cambio cualitativo de la resurrección. Quien atrae es el
mismo Jesús de Nazaret; pero ahora transformado, lleno de
la gloria de Hijo único del Padre: lleno de amor y de
fidelidad, de gracia y de verdad (Jn 1,14).

Así Jesús resucitado es capaz de atraer personalmente a


cada ser humano y a la humanidad como un todo e incluso a
toda la creación y a cada uno de los seres. Jesús en su
nuevo modo de existir tiene una relación actual con toda la
creación y con todo ser humano, conmigo, con nosotros. Por
eso dirigirnos a él no es una ficción piadosa, ni dirigirnos a él
con un acto de interlocución (lo que llamamos oración) ni
dirigirnos a él vitalmente, es decir vivir caminando al
encuentro con él. Pero nuestra relación con él es siempre
respuesta a su atracción.

Dos textos neotestamentarios pueden servir de expresión


cabal de la novedad del Señor resucitado. Pablo en la carta
a los Romanos anuncia el evangelio de Jesucristo, Señor
nuestro, "que por línea carnal nació del linaje de David y por
el Espíritu santificador fue constituido Hijo de Dios en plena
fuerza por su resurrección de la muerte" (1,2-4). Y en el final
de Mateo se estampan estas palabras en boca del
resucitado: "se me ha dado todo el poder en el cielo y en la
tierra. Vayan y hagan discípulos (...) y sepan que yo estoy
con ustedes todos los días hasta el fin del mundo" (28,19-
20). Ambos textos subrayan el poder omnímodo que recibe
Jesús en la resurrección. ¿Hay que entenderlo como que en
su vida mortal actuó con debilidad, digamos por las buenas,
perdonando y proponiendo, y que ahora va a actuar por las
buenas o por las malas, es decir imponiéndose si hace falta,
obligando, venciendo e incluso matando a los opositores
recalcitrantes? Si así fuera, la nueva existencia de Jesús
sería no la escatologización sino la negación de su
existencia mortal. Pero Jesús no tiene un tipo de poder que
antes no tuvo. Su fuerza sigue siendo la irradiación de su
ser. Su humanidad irradia no sólo por su prestancia (un ser
tan genuina y excelentemente humano como sólo el Hijo de
Dios podía serlo) sino porque no es un ser en sí y para sí
sino completamente referido a Dios y a nosotros. Su
prestancia no es distinta de la densidad y calidad de su
relacionalidad, de su transitividad. Está lleno de fidelidad
misericordiosa, lo suyo es puro amor en la verdad (Jn 1,14).
Él sólo puede vencer al mal a fuerza de bien. Es lo que hizo
en su vida que culminó en su muerte. Eso y no otra cosa es
lo que Dios consagra al resucitarlo.

el Señor Jesús tiene una relación actual con cada ser


humano y con toda la humanidad

¿Dónde está, pues, la diferencia? La diferencia está en su


corporalidad, entendida no como la contraparte del alma,
sino como la expresividad del espíritu humano. En este
sentido nosotros no tenemos cuerpo sino que somos
corporales. Por el cuerpo nos comunicamos tanto con Dios
como con los demás seres humanos y por el cuerpo somos
de la tierra. Pues bien, el cuerpo mortal de Jesús era, como
es el de nosotros, un cuerpo animal, aunque humanizado:
un cuerpo débil, limitado, delicuescente, corruptible. De
todos modos ese cuerpo fue revelación absoluta de Dios: a
través de él Dios se hacía presente, y la gente que se abría
al acontecimiento que suscitaba su presencia sentía la
admiración y el estremecimiento de la presencia de Dios.
Más precisamente aún, a través de ese cuerpo de carne
pudo revelar Jesús al Padre de tal modo que el cuarto
evangelio puso en su boca estas palabras que suenan tan
desmesuradas: "quien me ve a mí está viendo al Padre"
(14,9). Ese cuerpo de carne pudo tener una ductibilidad tan
absoluta respecto del obrar de Dios, pudo servir de cauce
tan adecuado a su misión, que se pudo poner en su boca
estas palabras tan retadoras que sonaban a blasfemia: "el
Padre y yo somos uno" (Jn 10,20).

La diferencia es que el cuerpo resucitado de Jesús no es ya


un cuerpo que necesite recibir vida, un cuerpo dependiente,
débil y limitado, no es ya un ser de necesidades, mortal y
corruptible. Es un cuerpo que puede contener la propia vida
de Dios, un cuerpo que es ya puro vehículo del espíritu, puro
vínculo de comunicación y comunión sin las limitaciones de
antes. Jesús resucitado es lo que era: ese ser de Dios y
para nosotros, ese ser verdadero y entregado; pero sin las
limitaciones de la carne, aunque con la misma sensibilidad
del cuerpo, pero repotenciado, portador de todas las
virtualidades de Dios.

Por eso quien atrae es el mismo Jesús de Nazaret, pero sin


las limitaciones de antaño: que si hablaba con uno no podía
atender a la vez a otro, que si estaba en un lugar, no podía
estar a la vez en otro, que no podía escuchar ni distinguir a
la distancia, que tenía una capacidad limitada de atención,
que se cansaba... Ahora sí puede ser completamente para
los demás, para cada uno y para todos, sin perder por eso la
reciprocidad de antaño.

sólo por la fe nos relacionamos temáticamente con Jesús

Pero Jesús no se relaciona hoy con cada uno del mismo


modo que antes se relacionaba con aquéllos con los que
entablaba un contacto personalizador. Hay una diferencia
que es preciso enfatizar. Él "no está aquí" (Mc 16,6), no es
un ser de nuestro mundo. Insistimos en que él puede
relacionarse y de hecho se relaciona con cada uno. Pero si
el cuerpo es el vehículo de relación personal ¿cómo será
posible entablar la relación, si lo que se da es la ausencia?

Es cierto que no conocemos y ni siquiera vislumbramos las


posibilidades del cuerpo resucitado; sin embargo
cualesquiera que ellas sean no creo que nos sea lícito
entenderlas de manera que relativicen sustancialmente el
dato de que Jesús no está. Los corintios pretendieron anular
la distancia con el entusiasmo, una presencia del Espíritu
que llegaba a la pretensión de que podían dejar atrás
incluso a Jesús. Frente a ese entusiasmo asienta Pablo que
nosotros hemos resucitado en Cristo, en el sentido de que
Jesús de Nazaret resucitó como Hermano nuestro, pero que
todavía no hemos resucitado con él, y que para resucitar
con él tenemos antes que padecer y morir con él. Vivimos,
como recalca a los romanos, del amor del Mesías, que,
estando nosotros sin fuerzas, más aún, siendo pecadores y
por tanto enemigos de Dios y suyos, murió por nosotros. Él
murió por todos para que vivamos para él, para que vivamos
su vida. Ahora, pues, vivimos de la fe en él, creyendo en ese
amor suyo triunfante, es decir admitiendo ese amor en
nosotros como principio de nuestra vida.

Mientras Jesús estaba aquí se lo podía seguir con fe o sin fe


y de todos modos se lo seguía físicamente, acompañándolo
en su existencia itinerante o recibiéndolo cuando pasaba por
la ciudad donde vivía el discípulo; se lo seguía
perteneciendo a su grupo, asumiendo sus propuestas,
ligándose a él como Maestro y Señor, o espiándolo y
acechándolo como enemigo. Él era una referencia física y,
dadas las dimensiones de Palestina, próxima. Se lo podía
ver con frecuencia, se tenían a diario noticias suyas, se
hablaba de él. Era para el discípulo la persona más
importante de su país y de su tiempo, la persona más
importante del mundo. Este Jesús fue asesinado y desde
entonces no está aquí, no es posible seguirse relacionando
con él de ese modo.

Nosotros creemos que Dios lo resucitó y lo proclamó Señor


de cielos y tierra. Nosotros nos sentimos atraídos por él.
Pero ya sólo por la fe podemos hacernos cargo de la
relación que él mantiene con nosotros y relacionarnos a
nuestra vez con él.
Toda relación personal es una relación en la fe. Pero es
distinta la fe a través de signos corporales que la fe desde la
ausencia. Es cierto que Jesús, además de la inmediación
que tiene respecto de cada uno por estar en Dios y
participar de su modo de existir, se hace presente a
nosotros a través de sacramentos: los pobres, la comunidad
de discípulos, los evangelios (y analógicamente toda la
Biblia) y la eucaristía. Pero ésa es presencia en la ausencia;
presencia real, pero en la ausencia real. Si está en esas
cuatro realidades, es que no está en él mismo sino en ellas.
En ellas está realmente porque no está realmente en él
mismo. Por eso en la vida eterna no habrá sacramentos
porque estará él presente a cada quien y a todos de modo
inmediato.

Así pues tenemos que distinguir su relación resucitada con


nosotros de nuestra relación con él. Él sí se relaciona con
nosotros de modo real e inmediato. En cambio nuestra
relación con él, también real, lo es sin embargo sólo en la fe.
Él nos atrae realmente, nos percatemos o no, y podemos
movernos hacia él, sabiéndolo o sin saberlo. Pero nuestra
relación temática con él sólo puede darse como respuesta
obediente a la Palabra que nos anuncia su presencia
resucitada.

Jesús nos atrae desde el futuro de Dios, que, por él, es


nuestro futuro

¿Cómo nos atrae Jesús resucitado? Si ya la suya no es una


presencia en el mundo, nos atrae como una presencia que
va delante de nosotros, que mueve desde el futuro del
mundo; más aún, como futuro para el mundo, como el futuro
de la humanidad. En el designio creador de Dios la historia
humana y en ella la evolución creadora tiene una
direccionalidad, un destino. El destino último es que Dios
sea todo en todo; no que Dios absorba todo en su realidad
sino que su presencia en cada uno de los seres y en el
universo de ellos como tal sea tan densa e inmediata que no
haya nada en ellos que no le corresponda, que no esté
transido de su gloria. Su presencia no anula a los seres sino
que por el contrario les da de algún modo su misma
densidad y los introduce en él mismo; pero los liga tan
profundamente a sí que no queda nada de ellos fuera de
esta relación, que es lo mismo que decir fuera de sí, aunque
dentro de sí no se confundan de ningún modo con él sino
que son realmente distintos, infinitamente distintos, de tal
manera que la unión no es identidad sino comunión. Pues
bien, el Señor Jesús es el ser humano que, llevándonos a
todos y a cada uno como Hermano universal, ha entrado ya
en Dios, y Dios es ya todo en él. Jesús es el puente por el
que entremos al corazón de Dios. Lo es porque también es
el puente por el que Dios llega a nosotros. Jesús es así el
pontífice, el mediador. La resurrección significa que Dios lo
ha constituido mediador universal. Como en él estaba Dios
reconciliando al mundo consigo, más aún revelándose como
Padre cuando él se hermanaba con nosotros, al ser
introducido por la resurrección en la misma realidad de Dios,
en él hemos sido introducidos nosotros ya que él nos lleva
en sí. La atracción de Jesús resucitado es así ese
dinamismo introducido en la realidad histórica como punta
de lanza de la evolución creadora, tendente a introducirnos
a todos como hijos en Dios.

Los evangelios ponen en boca de Jesús expresiones muy


atrevidas referentes a la relación de la historia sagrada de
Israel con él. Dice el cuarto evangelio que "Moisés escribió
de mí"; por eso "si ustedes creyeran a Moisés me creerían a
mí" (5,46). Y todavía más incisivamente: "su padre Abraham
se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró" (Jn
8,56). No parece que habría que interpretar estos textos en
el sentido de que Moisés o Abraham tuvieran presciencia y
clarividencia y hubieran visto a Jesús. Ellos no previeron a
Jesús en persona, sino que aquello que ellos anunciaron y
esperaron, las promesas de Dios, se referían realmente a
Jesús porque él fue en efecto el que las cumplió. Abraham
creyó tan vivamente la promesa de Dios y vivió de tal modo
atraído e iluminado por ella, que puede decirse con verdad
que la veía. Como dice la carta a los Hebreos de los que
vivieron de esperanza en las promesas de Dios: murieron
"viéndolas y saludándolas desde lejos" (11,13). En este
sentido el AT se dirigía realmente a Jesús, aunque como el
cumplimiento de las promesas de Dios es siempre
sorprendente, muchos no lo reconocieron. Jesús vino a dar
cumplimiento a la ley y a los profetas (Mt 5,17). Lo que los
celosos cumplidores de la ley interpretaron como
desobediencia, era en realidad consumación y así
superación. Porque "todos los profetas, lo mismo que la ley,
hasta Juan, fueron profecía" (Mt 11,13). Jesús fue la
realidad de aquello a lo que ellos tendían. Es lo que afirma
Pablo al decir que Jesús es el sí de Dios "pues todas las
promesas hechas por Dios han tenido su sí en él" (2Cor
1,20). Por eso para Pablo leer las Escrituras sin percatarse
de que convergen en Cristo es leerlas con un velo; cuando
se leen a partir de Jesús, ese velo se descorre y se puede
percibir el hilo conductor que las da sentido y la gloria de
Dios en ellas" (2Cor 3,14-16).

Pues bien, así como la revelación de Dios a Israel tendía


secretamente a Jesús, del mismo modo tiende a él la
historia de la humanidad. Pero hay una diferencia: en el
caso de Israel Dios motoriza esa historia, la abre
incesantemente, la salva y relanza, con el dinamismo de las
promesas. Esas promesas hallan su cumplimiento
sorprendente en un ser humano, que es Jesús de Nazaret.
Así pues esa historia culmina en Jesús en cuanto él es el
cumplimiento de las promesas. En el caso de la humanidad
es un ser humano histórico el que, habiéndose consumando
como Hijo de Dios y como Hermano universal, ha sido
recreado por Dios con su misma gloria y constituido por él
como Señor de cielos y tierra, es decir como la puerta por la
que todos los seres humanos entramos en la comunidad
divina y nos consumamos como humanos, como el puente
por el que llegamos a Dios, a los demás y a lo mejor de
nosotros mismos, como el imán que desde el futuro de Dios
dinamiza a la humanidad para que liberándose de sus
demonios y trascendiéndose pueda consumarse en él. En
suma, Jesús de Nazaret nos atrae desde el futuro de Dios
que desde él es nuestro futuro.

Esta atracción desde el futuro de Dios encuentra su


correspondencia en el dinamismo del Espíritu que él nos
envía desde el Padre como Espíritu suyo. Este dinamismo
es tan trascendente como la atracción desde el futuro de
Dios; pero la trascendencia del Espíritu se realiza desde la
inmanencia: él nos mueve desde más adentro que lo íntimo
nuestro. De este modo el seguimiento de Jesús que atrae
desde el futuro de Dios puede ser vivido como nuestra
realización más genuina y personalizadora, como existencia
auténtica.

novedad epocal del viviente Jesús de Nazaret

Así pues Dios, que es nuestro creador y el tú trascendente


de nuestra historia, es también y sobre todo el que va
delante de nosotros. Jesús nos atrae desde el futuro de
Dios, nos atrae para introducirnos con él en ese futuro,
porque en Jesús ese futuro de Dios es también nuestro
futuro. Esto es lo que significa que Dios ha constituido a
Jesús como Señor. El señorío de Jesús es dinámico: va
haciéndose efectivamente Señor de la humanidad a medida
que la humanidad, atraída por él, camina en esa dirección .
Así Jesús es camino, otro modo de nombrar su condición de
paradigma.

En este sentido tenemos que afirmar que el Señor Jesús


está todavía abierto, tiene futuro, todavía no ha llegado a ser
aquello que está destinado a ser, aquello que ya es. No está
abierto como nosotros, que podemos desdecirnos y cambiar
de camino, que podemos dar fruto perdurable o fracasar y
perecer. Él ya ha sido recibido por Dios, que lo recreó de la
muerte y lo hizo participar de su mismo modo de existir.
Pero como es nuestro Hermano y como por serlo y para que
lo sea ha sido constituido por Dios como nuestro Señor,
todavía le queda acabar de cumplir esta tarea (que es su
misión de Señor) de proponérsenos como camino y de
encaminarnos a través de él hacia nuestra salvación y
plenificación humana, hacia la vida eterna.

Jesús de Nazaret es el mismo ayer, hoy y siempre (Hbr


13,8), es decir que los contenidos analíticos de Jesús como
paradigma actual son los mismos que los de Jesús de
Nazaret en su vida mortal y serán los mismos que los de
Jesús en la vida eterna. Pero hay también una diferencia: al
proponerse como camino hoy, esos contenidos no pueden
proponerse de modo arqueológico sino que tienen que
proponerse hoy de nuevo, es decir tienen que ser dichos en
el hoy de la historia, que no es el ayer de Palestina hace dos
mil años. Eso significa que Jesús, paradigma actual, tiene
que ser equivalente a Jesús en su vida mortal. No me refiero
sólo a que los evangelizadores lo propongan así; me refiero
antes que nada a que él, como se relaciona realmente con
nuestro hoy, se presenta no sólo desde el pasado, como
recuerdo fidedigno, sino como futuro que irrumpe en nuestra
historia conservando su trascendencia, sin ser un elemento
de ella, sin estar aquí. En este sentido preciso él, para
relacionarse realmente con cada hoy de la historia, se hace
de algún modo coetáneo de cada época. Ese semblante de
Jesús en cada hoy de la historia corresponde a su realidad
más genuina y por eso revela algo de él en cierto modo
inédito, aunque en correspondencia con lo revelado en otras
épocas y con lo que los evangelios nos trasmiten de su
existencia terrena desvelada a la luz de la Pascua. Pero no
sólo eso, también nuestra relación con él, como respuesta a
su relación con nosotros, lo afecta, puesto que la relación es
mutua. Y así ese Jesús del trascurso de la historia es sin
duda el mismo Jesús de Nazaret; pero, puesto que su
realidad es aún abierta en el sentido explicado, siempre se
presenta de modo novedoso, incluso sorprendente, para
mantener una relación con nosotros equivalente a la que
mantuvo con su contemporáneos. Así puede ser percibido
como paradigma por cada época y cada cultura. La relación
no es, pues, arqueológica, es decir con un ser confinado al
pasado, sino una relación presente con un ser que vivió
hace dos mil años en Palestina y que irrumpe hoy vivo en
nuestro presente desde el futuro de Dios. Aunque no
independientemente del pasado, ya que quien atrae sigue
siendo Jesús de Nazaret. Por eso los evangelios sólo
cuando se acabe la historia serán sobrepasados. Mientras
tanto lo que son es actualizados ya que la identidad de
Jesús no es proteica ni tampoco está fosilizada. No es
proteica porque lo que Dios resucitó es esa vida concreta y
única de Jesús que culminó en su muerte; es decir lo
trascendente de su biografía, lo concreto, no lo meramente
particular y anecdótico. Pero tampoco está fosilizada porque
Jesús sigue viviendo, ahora no ya su existencia mortal,
peregrina, sino la pura actualidad de Dios.

Esta manera de entender el carácter novedoso con el que


Jesús de Nazaret se presenta en cada época nos impide
asimilarlo a una mera adecuación adaptativa a la dirección
dominante y a sus parámetros culturales. Ese Jesús,
proyección sublimada de los perfiles humanos de una época
y de sus valores establecidos, es mera elaboración cultural,
aunque sea sacralizada, y no presencia del Resucitado
desde el futuro de Dios. Pero por otro lado esa
trascendencia no puede presentarse de un modo tan ajeno a
la gramática religiosa, axiológica y antropológica de esa
época que no pueda ser reconocido por ella y menos aún
asumido como evangelio. Insistimos en que el semblante de
Jesús en cada época suele ser sorprendente y en cierto
modo paradójico e incluso hasta escandaloso, pero también
tiene que responder a interrogantes y anhelos profundos,
incluso a realidades positivas, aunque el modo de responder
y asumir asombre.
JESUCRISTO REINA DESDE EL MADERO

Hemos asentado que Jesús está abierto porque se relaciona


de un modo real y mutuo con cada hoy de la historia. En
este sentido está aún en la historia, es un ser histórico. No
está como un ser mundano; pero está en cuanto que actúa
en ella desde el futuro de Dios. No actúa interrumpiendo la
causalidad de los seres mundanos. Actúa sólo atrayendo y
en este sentido dirigiendo la historia, en cuanto libremente
ella se deja atraer, escucha su voz y camina en pos de él.
En este sentido es un ser histórico, aunque su atracción no
pueda ser detectada objetualmente sino sólo por su efectos
en los que la aceptan y viven desde la fe.

Pero Jesús tiene futuro de modo más radical todavía


porque, si él es el sí de Dios, todavía ese sí no se ha
acabado de decir, aún no se han acabado de cumplir las
promesas que Dios determinó que se cumplieran en él. Es
cierto que Dios ya nos reconcilió consigo por medio de él y
que ya tenemos por él su Espíritu de hijos. Pero también es
claro que todavía Dios no es todo en todo; que no acaba de
santificar su nombre a través de los que lo llevamos porque
todavía no somos sacramento de salvación, no reluce aún
en nosotros la condición fraterna de los hijos de Dios. Más
bien parecería que tiene más vigencia la ley de que cada
quien mire sólo por sí y los suyos, empleando todos sus
recursos en prevalecer sobre los demás. ¿Podemos decir
siquiera que hay salvación, aunque todavía no se haya
consumado? Si no apartamos los ojos de la exclusión que
margina a la mayoría de la humanidad en un momento en
que es técnicamente posible una vida digna para todos
¿cómo podemos decir que sí hay un clima de humanidad,
aunque todavía tiene que perfeccionarse? ¿No tendremos
que decir más bien que la dirección prevalente expresa un
rechazo de este plan de Dios, aunque Dios está como vida
en aquéllos a los que se niega la vida, como estuvo en el
rechazado Jesús de Nazaret, y en los que se solidarizan con
ellos de cualquier modo que sea?

Desde esta perspectiva quien como nosotros siga


sosteniendo que Jesús es paradigma absoluto de
humanidad tiene que reconocer que no parece asegurado el
futuro de la humanidad, ni en el sentido cualitativo en el que
lo hemos venido usando ni en el sentido material de la
especie humana. Que es lo mismo que decir que no aparece
nada claro que Jesús sea Señor de la historia y en ella de la
creación; lo que equivale a afirmar que no es nada claro que
Jesús haya sido resucitado, si decir resurrección entraña
decir constitución como Señor.

Si el paradigma de Jesús no tiene vigencia, se dificulta


enormemente su percepción ya que parece muy duro
afirmar que ser verdaderamente humano no es lo que más
se estila ni valora en la humanidad y en concreto en la figura
histórica hegemónica que es el occidente mundializado. Por
eso la figura de Jesús se presenta en la sección de artículos
religiosos del gran bazar cultural como una de tantas
ofertas. A nivel de constatación empírica postular a Jesús
como paradigma absoluto de humanidad no pasa de ser una
de tantas propuestas. Ni una quinta parte de la población
mundial la acepta en principio y dentro de este grupo serían
muchos menos los que se esfuerzan en hacerla verdad: los
que viven efectivamente en este horizonte y tratan
resueltamente de caminar hacia él.

Podría argüirse que la aceptación multitudinaria no es


criterio de verdad. Podría ocurrir que Jesús fuera el
paradigma de humanidad y muchos seres humanos, al no
transitar por esa senda estrecha (Mt 7,13-14), no llegaran a
realizarse como humanos, serían poco humanos o se
deshumanizarían. Si aceptamos que hay actitudes y modos
de vivir que humanizan en tanto otros deshumanizan,
tenemos que admitir que en la situación actual impera la
inhumanidad, porque ¿a qué sino a inhumanidad puede
atribuirse el fenómeno de la polarización creciente entre el
tercio cada vez más rico de la humanidad y las dos terceras
partes cada vez más depauperadas? ¿No es cierto que si
siguiéramos a Jesús de Nazaret como paradigma de
humanidad esa brecha se iría cerrando y los ricos
encontrarían su alegría en emplear su creatividad en
modificar las reglas de juego de manera que la emulación de
la competencia pudiera componerse con la colaboración
simbiótica?

Este razonamiento sería correcto si la noción de paradigma


aplicado a Jesús equivaliera a un modelo objetivado, a un
estilo de ser humano. En este modo de entender el
paradigma, Jesús lo seguiría siendo, se aceptara o no, ya
que la no aceptación, con su secuela de deshumanización,
validaría la propuesta. Pero para nosotros el paradigma es
el arquetipo, es decir el que efectivamente humaniza. Y
entonces cambia la cosa. Jesús sólo es Señor en cuanto
hay gente que escucha su voz, que, atraído por él, lo sigue
(Jn 18,37; 10,3-4.14-16). Él no es Señor ni en principio ni a
la fuerza sino al dar vida y comunicar humanidad. Entonces,
si Jesús como propuesta humana es rechazado ¿es Señor?
¿O es que podemos decir, en el sentido en que lo venimos
entendiendo, que toda rodilla se ha doblado ante Jesús y
toda lengua lo ha confesado como Señor (cf Fil 2,10-11)?
Entonces ¿es verdad que Dios lo ha sobreexaltado?

La respuesta tiene dos aspectos. El primero es que


actualmente sí hay muchos que siguen humilde y
alegremente el paradigma de Jesús, aunque, como Pablo
dice de sí, sin haberlo alcanzado todavía (Fil 3,12-14). Jesús
es seguido tendencialmente, aun en medio de
inconsecuencias y pecados que, al ser vividos como tales,
no apartan del horizonte. Jesús es paradigma real, incluso
de muchos que no conocen su nombre, pero se dejan atraer
por él y correspondientemente obedecen al impulso del
Espíritu que sopla desde más adentro que lo íntimo de cada
uno y lleva a que cada uno desde su propia realidad se
configure como otro Cristo, tome la forma de Cristo. El
vidente del Apocalipsis vio una multitud innumerable que
acompañaba al Cordero (7,9). Yo también creo que son
innumerables los que hoy lo siguen; abrigo el
convencimiento de que son la mayoría de la humanidad. En
este sentido hay que decir que Jesús siempre ha tenido,
tiene y tendrá seguidores.

Pero nuestra esperanza va más allá. Esperamos que su


atracción desde el futuro de Dios y el movimiento interior del
Espíritu mostrarán su condición señorial al vencer no sobre
nosotros sino en nosotros. Esa atracción y ese impulso son
señoriales porque tienen virtualidad no para imponerse pero
sí para liberar nuestra libertad para que secunde la atracción
de Jesús y la moción de su Espíritu. Ésa es nuestra
esperanza respecto de nosotros mismos y respecto de la
humanidad como conjunto. En este sentido preciso el
señorío de Jesús está ejercitándose, pero aún no se ve su
condición de señorío, es decir su capacidad de triunfar en
nosotros, de manera que acabemos siendo plenamente
humanos. Desde este punto de vista no se ve todavía que
Jesús sea paradigma absoluto.
Esto significa, como lo expusimos, que la condición que
detenta Jesús de paradigma absoluto sólo por la fe puede
ser reconocida temáticamente. Y quien lo reconoce por la fe
lo confiesa en esperanza y de cara a los demás lo vive como
una apuesta.

Así pues el problema no estriba principalmente en que,


como Jesús es Señor de la historia, no lo será
completamente hasta que la historia no se haya consumado.
El problema llega a hacerse misterio porque sigue pasando
que Jesús viene a los suyos desde el futuro de Dios y los
suyos, como en su vida mortal, no lo reciben, lo rechazan,
prefieren las tinieblas a la luz para que no se ponga en
evidencia que sus obras son malas.

El problema no estriba en que haya diversos paradigmas


más o menos humanos. El problema es que se proponen, se
publicitan persistentemente y casi se imponen paradigmas
inhumanos. Hoy el paradigma del tener ilimitadamente de un
modo privado campea con todo el poder y la gloria de los
reinos de este mundo. Este modo de vivir es celebrado por
todos los medios como el más digno de ser vivido: el de los
seres superiores que son capaces de llegar hasta allá y de
mantenerse, sorteando el vértigo de los abismos y los
constantes peligros de las cumbres, mirando de frente y sin
pestañear al sol, conociendo el bien y el mal y probando el
árbol de la vida. Ellos trabajan en torres de babel, toman
decisiones que afectan a millones de personas y disfrutan
en paraísos. Su vida se presenta tan fascinante que se
expone constantemente a la contemplación para que
millones de personas puedan vivir de sus reflejos.

Pero hay más, este paradigma puede ser participado. Más


aún, debe ser participado en una medida mayor o menor por
todas las personas que se atrevan a vivir verdaderamente.
También en tiempos de Jesús el emperador y los grandes
magnates eran asimilados a los dioses y vivían
esplendorosa, arriesgada y desmedidamente. Y había
también una red piramidal de patronazgos que diseminaban
y enlazaban el modelo por todo el imperio. Pero hoy, según
los ideólogos del sistema, se propone un mecanismo
enteramente objetivo y descontaminado de arbitrariedades,
de particularidades que funcionan como privilegio. Hoy no
cuenta la sangre ni la raza ni la profesión ni la religión. Hoy,
se dice, la competencia es limpia: quien ofrece al mercado lo
que la gente prefiere con las mayores garantías y al mejor
precio, ése es el que triunfa. Todos están invitados al juego,
todos pueden apostar. Pero también, todos tienen que entrar
en el juego en alguna medida. si quieren obtener recursos
para satisfacer sus preferencias, e incluso para poder
simplemente vivir. Ya nadie pensiona a nadie. El que no
juega no vive. Cada quien tiene que mirar por sí. El otro es
un potencial cliente o un competidor. En el mercado sólo
existe el interés privado. En primer lugar, el interés propio,
que es el motor de todo el sistema. Pero el secreto del
mercado es que sólo puedo llegar a satisfacer mi interés si
logro satisfacer el interés de los clientes que me
proporcionan los recursos para satisfacer yo el mío. Todo es
susceptible de ser vendido, todo lo que alguien apetezca y
esté dispuesto a pagar.

Lejos de mí satanizar al mercado. Es cierto que, en su


esfera y atenido a sus límites, es el modo más limpio de
relacionarse. Pero, dejado a sí mismo, se acaba la
competencia y se impone el poder. Y, extendido a todos los
ámbitos de la existencia, significa el fin de entidades
públicas y la absolutización del individuo como arquetipo
para sí mismo. No hay ningún paradigma, ningún parámetro.
Ni siquiera se reconoce la pertenencia al fylum y a la tierra.
Yo me doy a mí mismo la vida que quiero y puedo darme, y
a nadie pido ni agradezco. Cuando me relaciono es porque
quiero, para lo que quiero y mientras lo siga queriendo.
Nada vele ni deja de valer, nada es bueno ni malo. Sólo
existen elecciones aleatorias en base a preferencias. En
este esquema cada quien puede hacer todo aquello que
tiene poder para hacer. Lo hará o no según sus
conveniencias, aunque ateniéndose siempre a sus
consecuencias, aunque con frecuencia éstas se presentan
como aleatorias, sobre todo cuando tocan a terceros.

Tenemos que preguntarnos si Jesús atrae más que este


paradigma. Éste es hoy el Príncipe de este mundo. En los
evangelios la pasión de Jesús se presenta como la hora en
que mandan las tinieblas (Lc 22,53). "Llega el Príncipe de
este mundo, pero nada puede contra mí" (Jn14,30). Puede
tanto que lo va a matar. Pero es impotente para quebrarlo,
no logra que Jesús, para evadir la muerte pacte con él, o
que muera vencido por el miedo y la tristeza. Por eso, al
condenar a Jesús, él mismo es condenado (Jn 16,11),
fracasa. Por eso, desde el ángulo complementario al de
Lucas, puede resumir Juan lo que se juega en la pasión
diciendo: "ahora el Príncipe de este mundo será derrocado"
(12,31).

¿En qué quedamos? ¿Jesús vence o es vencido? ¿Jesús es


hoy el vencedor o el vencido? Jesús sigue reinando desde el
madero. Desde él atrae a todos. O dicho de otro modo, el
Resucitado es el Crucificado, no es otro que el Crucificado.

Esto significa que el paradigma dominante se publicita,


fascina, se impone, en tanto que Jesús sólo atrae; y esto
desde este modelo reinante no puede verse sino como
debilidad. Más aún, Jesús no se absolutiza como sujeto, no
busca su gloria ni ser servido. Él sigue cargando con las
consecuencias de ese modo irresponsable de vivir la
mayoría de edad que da la técnica. Él sigue cargando con
los que por endiosarse se deshumanizan. Eso no es
percibido por ellos como la medida de su amor sino como
una intromisión, como una especie de deformación
profesional, como una necedad ya que ellos no se lo han
pedido ni ven en qué puede aprovecharlos. Así Jesús sigue
atrayendo desde el madero, desde su pasión real. Pero no
sólo sufre la pasión que le causan quienes por absolutizarse
a sí mismos causan incesantes víctimas y no lo reconocen.
Sufre sobre todo en esas innumerables víctimas. Se
identifica con ellas. Mientras haya historia y en la historia
haya víctimas, Jesús se presenta como el Cordero
degollado. Está sin duda vivo y vencedor de la muerte; pero
aún sufre la muerte de las víctimas. Esta pasión desde el
modo de existir de Dios es una pasión recreadora. Ya
ninguna víctima muere sola porque con ella muere el
vencedor de la muerte.

Pero para reconocerlo así es preciso mirar al que


atravesaron, tenemos que mirarlo con fe reconociendo en él
el pecado del mundo del que participamos y el misterio de
su amor solidario, que perdona los pecados y vence a la
muerte. No tenemos ninguna imagen de Jesús resucitado.
Esas falsas imágenes no son más que proyección de la
gloria de este mundo. El Resucitado se presenta hoy como
lo vieron sus discípulos en la mañana de la Pascua (Jn
20,20): como el Crucificado lleno de amor fiel. El Resucitado
nos sale hoy al paso como el Crucificado que sigue
padeciendo en los crucificados, pero que ha vencido a la
muerte y al pecado.
Jesús como paradigma no es objetivable ya que es
inexhaurible. Los evangelios nos presentan multitud de
rasgos suyos que son difícilmente conciliables. Por eso
ninguno puede aislarse y extrapolarse. Y todos encuentran
su lugar en la narratividad de su biografía. Pero no puede
ignorarse que esa narratividad conduce en cada uno de los
evangelios a la Pascua, que es presentada por ellos como la
consumación de Jesús. Así lo pone el cuarto evangelio en
boca del propio Jesús: "todo está cumplido. Inclinó la
cabeza y entregó el espíritu" (19,30). Y el evangelio
antitriunfalista de Marcos, que se presenta
programáticamente como "el evangelio de Jesucristo, Hijo
de Dios" (1,1), sólo al fin pone en boca de un personaje,
precisamente el centurión que ha presidido la crucifixión,
esta confesión a la que se dirigía todo el evangelio:
"verdaderamente que este hombre era Hijo de Dios" (15,39).
El centurión cumple al pie de la letra la profecía de Zacarías
que cita Juan y que hemos venido comentando: "mirarán al
que atravesaron". Esta misma concentración del misterio de
Jesús en la Pascua es una nota característica
del corpus paulino, que asienta taxativamente: "nosotros
predicamos a un Mesías crucificado" (1Cor 1,23). "Por eso
(añade) me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en
las necesidades, en las persecuciones y las angustias
sufridas por Cristo" (2Cor 12,10). "Llevo (dice) sobre mi
cuerpo las señales de Jesús" (Gal 6,17). Se refiere a "la
comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a
él en su muerte" (Fil 3,11). Eso es lo que significa para
Pablo correr hacia la meta, que es encontrarse con Cristo
resucitado y revestirse de su resurrección, "que es el premio
al que Dios me llama desde lo alto en el Mesías Jesús" (Fil
3,14). Esta misma concentración pascual es patente en la
carta a los Hebreos, que nos presenta al sumo sacerdote
Jesús penetrando en el santuario celeste, es decir en la
propia casa de Dios, "no con la sangre de machos cabríos o
de novillos sino con su propia sangre" (9,12). En la cruz, "a
gritos y con lágrimas" (5,7), "se ofreció a sí mismo sin tacha
a Dios" (9,14). Y de ahí saca esta conclusión: "salgamos
donde él fuera del campamento cargando con su oprobio"
(13,13).

Si apartamos los ojos del calvario de la historia o


pretendemos mirar como meros espectadores,
irresponsablemente, en ningún otro sitio sentiremos la
atracción del Señor Jesús. Desde el futuro de Dios Jesús de
Nazaret nos sigue atrayendo desde los crucificados, como
crucificado. Él reina desde el madero. Si no logro ver ahí al
dechado de humanidad y si no me dejo atraer por ese
arquetipo, nunca llegaré a poseer una vida que pueda
llamarse realmente humana. Ésta y no otra es la apuesta
cristiana. Aunque desgraciadamente no es con frecuencia la
apuesta de los cristianos ni de la institución eclesiástica.
Pero siempre es tiempo.

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