Está en la página 1de 309

Francisco E.

Moscoso Puello

NAVARIJO
Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.
Santo Domingo, R.D.
2001
Primera edición Editora Montalvo Santo Domingo Año 1956

Segunda edición
Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc. Santo Domingo
Año 2001
1000 ejemplares
Edición al
cuidado de Orlando Inoa
Impreso en República Dominicana
Introducción a la edición de la
Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc.

La Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc., se complace en publicar, dentro de su


"Colección Bibliófilos 2000" la obra Navarijo, escrita por el doctor Francisco E. Moscoso
Puello, un texto poco conocido por las nuevas generaciones. La primera edición de
"Navarijo" data de 1956, y la segunda tuvo lugar en 1978.
Destacado médico e investigador, autor de una voluminosa historia de la medicina en Santo
Domingo, Moscoso Puello también incursionó en la literatura y en el ensayo de carácter
sociológico. A su pluma se debe también la novela Cañas y Bueyes, incluida en la edición
No. 41 de los Bibliófilos bajo el título de La novela de la Caña, así como el libro Cartas a
Evelina en el cual intenta esbozar una controversial teoría sobre el dominicano y su
percepción del desarrollo social.
Navarijo es un libro de carácter autobiográfico, un texto de evocación de vivencias
personales y colectivas de la capital dominicana, en el cual Moscoso Puello, al decir del
doctor Bruno Rosario Candelier -autor del prólogo para esta edición-, nos brinda una visión
panorámica del Santo Domingo de finales del siglo XIX y principios del XX "desde la
óptica de su expresión barrial, sin dejar fuera ninguna manifestación de la sociedad, la
economía, la política, la religión y la cultura".
La directiva de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, Inc., agradece a la Fundación
Moscoso Puello, en la persona de su presidenta, la licenciada Vilma Benzo de Ferrer, su
gentileza al cedernos los derechos para la presente edición, que pasa a integrar el volumen
No. 2 de nuestra Colección Bibliófilos 2000.
Consejo Directivo

Juan Daniel Balcácer Presidente


Juan Daniel Balcácer Presidente
Mariano Mella Vice presidente
Dennis Simó Tesorero
Octavio Amiama Castro Secretario
Virtudes Uribe Vice Secretaria
Eugenio Pérez Montás
Miguel De Camps
Margarita Cordero
Mu-Kien Sang Ben
Vocales
Eduardo Fernández Pichardo Comisario de cuentas
Gustavo Tavares Espaillat
Bolívar Báez Ortíz
Práxedes Castillo
José Alcántara Almánzar
Andrés L. Mateo Asesores
Frank Moya Pons
Juan Tomás Tavares K.
Bernardo Vega José Chez Checo
Comisión Asesores Permanentes Ex presidentes
Eleanor Grimaldi Silié Directora Eiecutiva
Prólogo
Inspiracion generacional

Cuando los pueblos definen el perfil de su destino, los escritores asumen su talento y su
sensibilidad para canalizar las aspiraciones colectivas, encauzar su sueño anhelado y
testimoniar las realizaciones de sus inquietudes e ideales. Este fue el caso del escritor
dominicano Francisco Moscoso Pueblo (18851959), historiador, literato y hombre de
ciencia preocupado por el destino dominicano en su expresión histórica, antropológica,
literaria, científica y cultural.
Este reconocido autor nativo de Santo Domingo tiene una obra de interpretación del
hombre dominicano (Cartas a Evelina), una novela sobre la vida en los ingenios azucareros
de San Pedro de Macorís (Cañas y bueyes) y una obra de evocación de la capital
dominicana (Navarijo), que la escribió acudiendo a la memoria, a "los recuerdos de
aquellos tiempos pasados, los de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán en que vine
al mundo". 1 Graduado de médico en 1910, desde muy joven sintió inclinación por la
investigación científica, pero las condiciones materiales y culturales de San Pedro de
Macorís, donde vivió mucho tiempo, le puso en contacto con la realidad del batey y la vida
en las plantaciones cañeras, y sus inquietudes li
5
terarias cobraron impulsó al influjo de la prestancia social que entonces tenían las bellas
letras en ese importante enclave sociocultural de la nación dominicana.
Francisco E. Moscoso Puello emerge al mundo de las letras en los primeros años del siglo
XX y forma parte de la generación de escritores que se desarrolla al influjo de la
intervención militar americana, de modo que esa experiencia histórica marcó a su
generación y prohijó en sus integrantes un sentimiento nacionalista que afloraría en sus
creaciones literarias, pues el sentimiento nacional como fundamentó de su devoción
patriótica es su reacción contra la intervención de fuerzas extranjeras, como se aprecia en
las obras de Domingo Moreno Jimenes, Joaquín Balaguer, Juan Bosch, Manuel A.
Amiama, Emilio García Godoy, Manuel Arturo Peña Batlle, Tomás Hernández Franco,
Emilio Rodríguez Demorizi, Pedro Troncoso Sánchez, Ramón Marrero Aristy, Héctor
Incháustegui Cabral, Pedro Mir, Néstor Caro, Octavio Guzmán Carretero, Carlos Federico
Pérez, Manuel del Cabral, Alfredo Fernández Simó, Andrés Francisco Requena y Francisco
E. Moscoso Puello, entre otros.
Estos escritores ahondaron con el pensamiento, la imaginación y la sensibilidad en las
raíces de la dominicanidad y moldearon los perfiles de la expresión propia conformando
una visión del mundo y de la historia ajustada a nuestra idiosincrasia cultural. Esa visión
explica el hecho de que asumieran nuestra realidad sociográfica pensando en el destinó
nacional. Con esa mira escribieron novelas (Moscoso Puello, Juan Bosch, Marrero Aristy,
Fernández Simó, Amiama, Requena, Mir); poemas (García Godoy, Del Cabral, Mir,
Incháustegui, Guzmán Carretero); historia (Rodríguez Demorizi, Troncoso Sánchez, Pérez,
Balaguer, Bosch, Marrero Aristy, Moscoso Puello). Todos compartían la apelación de la
identidad nacional en sus obras de creación ó de interpretación. 2
Navarijo, como narración, responde a esa motivación. Es una obra basada en la evocación
de recuerdos y vivencias en un barrió de Santo Domingo. Es importante, entonces,
distinguir qué clase de narración aplica esta obra: si se trata de una narración histórica ó de
una narración literaria, y esta es una ocasión propicia para ello.
En toda narración se relata un hecho, un acontecimiento, un suceso ó una historia. Si esa
narración se funda en la realidad objetiva es una narración histórica, de la que la narración
periodística es una variante. Si la sustancia de la narración ha sido inventada, aunque sea
realista ó fantástica, es una narración ficticia, cómo suelen ser las narraciones literarias que
publican los creadores de ficción.
La narración de un hecho en una crónica histórica ó periodística tiene sentido en sí mismo,
es decir, su razón de ser está en su propio acontecer; en cambió, la narración de un hecho
en una ficción no centra su fin en el hecho en sí sino en la repercusión de ese hecho en el
acontecer humanó, y el hecho pasa a ser un meró instrumentó de otro fin. Ese fin lo
determina el propósito de la narración. Dicho de otra manera, en la ficción la narración del
hecho es un medió para conseguir un fin. El concepto que acabó de explicar es el criterio
que me sirve de base para afirmar que Navarijo no es una narración ficticia sino una
narración histórica.
Hay muchas formas de narración histórica, por lo cual conviene diferenciar las diferentes
variantes narrativas. En la narración literaria tenemos el cuento, el relato y la novela como
variantes de la narrativa de ficción, que se caracteriza por la narración de un conflicto
escrito en lengua literaria con un propósito estético. En cambió, en la narración histórica,
que no es inventada sino documentada, tenemos como variantes la narrativa historiográfica,
la periodística y la testimonial. Esta última tiene entre sus variantes la estampa, el cuadró
de costumbres y el testimonio. La narrativa testimonial es objetiva, narra un hecho no
conflictivo y se escribe en lengua discursiva. Por su carácter testimonial incluyó a Navarijo
en la narrativa historiográfica.
Desde luego, por su condición narrativa encontramos en esta obra recursos narrativos
-narración, descripción y diálogo; elementos narrativos -acción, ambiente y personajes-; y
factores narrativos -punto de vista, perspectiva narrativa y tiempo de la narración-.
6
7
políticos frente a una masa ignara y dócil, sin criterio y sin rumbo definido.
A Francisco E. Moscoso Puello le dolía su pueblo y se dispuso a explorar su situación real
dando cuenta de cuanto vieron sus ojos desde niño enfocando su desenvolvimiento, su
discurrir cotidiano, las construcciones que iban dando fisonomía urbana al contorno, los
hábitos que configuraban el perfil de una sociedad en su expresión económica, social,
religiosa, política y cultural, y ese es el valor de esta obra que nos brinda una radiografía
barrial de un sector importante del Santo Domingo finisecular del siglo XIX.
En las páginas de Navarijo se citan los periódicos de la época, como El eco de la opinión;
sociedades filantrópicas, como La Misericordiosa, o enfermedades ya superadas que
diezmaban la población, como la epidemia de viruelas, o los hombres prestantes de
entonces, como Francisco Gregorio Billini, Ulises Heureaux (Lilís), el Padre Billini,
Gregorio Luperón, Fernando Arturo de Meriño, Alejandro Woss y Gil, Horacio Vásquez y
otros.
En su interés por mostrarnos una descripción al modo de un fotograma ambiental, el autor
nos presenta la calle del Conde donde estaba su casa natal y a través de ella el escenario por
donde desfilan marchantes y compradores, oficiales y revolucionarios, animales de carga o
de montura y transeúntes diversos, que el narrador trata de mostrar con objetividad y
verismo:

Por la calle del Conde pasaban los bandos y pasaban las revoluciones triunfantes; pasaban
los reos hasta el cementerio, cuando era menester dar un ejemplo a los dominicanos
levantiscos, y pasaba
igualmente por ella a todas horas el tranvía. Por la calle del Conde transitaban durante la
mañana numerosos campesinos que llegaban de los alrededores de la ciudad: de Haina, de
San Cristóbal, de La
Venta, de Los Minas, de Los Alcarrizos y de otros diferentes sitios que hoy se han
convertido en ensanches de la ciudad. Entraban estos campesinos por la Puerta del Conde,
montados sobre sus bestias: caballos, burros, bueyes-caballos, luciendo grandes sombreros
de canas, pañuelos de Madrás atados a la cabeza o sujetos al cuello,
cachimbos de barro o de tapitas, y a veces armados de revólveres, de cuchillos y machetes
de cabo" (p.30).
Impronta epocal de Conchoprimo

El autor de Navarijo, como la mayoría de las personas sensatas y de los intelectuales de la


época, condena las revoluciones armadas protagonizadas por las ambiciones caudillistas
por ser uno de los grandes males de la época. El tiempo histórico en que se funda el
contenido de esta obra se centra justamente en la etapa dominante de lo que entre nosotros
se conoce como Conchoprimismo, expresión que alude al tiempo de los levantamientos
armados y las constantes revoluciones de nuestros caudillos y caciques trastornando la vida
normal, la paz y la concordia nacional. Eran frecuentes las revueltas armadas, los tiros de
alarma con sus sitios y fusilamientos, con sus prisiones y confinamientos, con sus
expulsiones y enfrentamientos.
Esos levantamientos armados caracterizaron un largo período histórico de nuestra vida
republicana desde mediados del siglo XIX hasta el primer tercio del siglo XX, y ese proce-
dimiento, el de resolver por la vía de las armas las diferencias y las aspiraciones frustradas,
se hizo habitual entre los políticos dominicanos hasta el punto de convertirse en una
"maña" nacional, y aunque un sector de la juventud la atizaba con su delirante
participación, los hombres maduros la repudiaban por los desastres que atraían, como la
destrucción de vidas y de bienes, la pérdida del sosiego y la concordia. Moscoso Puello
subraya los perniciosos efectos de las revoluciones armadas con la consecuente zozobra
ciudadana, la perturbación del orden público, la agitación que conllevaban los
enfrentamientos sangrientos entre las diversas facciones contrapuestas:

La capital vivió días muy tristes -me decía mi padre-. Había dos calamidades juntas como
si hubiera sido un castigo: las viruelas, que estaban acabando con las jentes y la revolución
que ocasionaba también muchas víctimas (p.66).
Francisco E. Moscoso Puello dio demostraciones de amor a su pueblo, su historia, su
destino. Intelectual consciente de los males de su tiempo, atribuía a la ignorancia la causa
del atraso
10
11
y de nuestros principales problemas y carencias, y así lo consigna al recordar la inquietud
que alteraba el ánimo de su progenitor. Suyas son estas afirmaciones:
Mi padre no podía discernir las cosas. Condenaba la política por los sucesos que había
visto, pero no se podía dar cuenta de que el mal no estaba en la política, estaba en la clase
de hombres que la ejercían. El grado de ignorancia del pueblo dominicano de aquella época
era el culpable de todo. De los hombres ignorantes de aquel tiempo no se podía esperar otra
cosa que crímenes, robos, persecuciones y arbitrariedades (p. 71).
Entre las curiosidades que narra Moscoso Puello en esta obra de evocación histórica está la
que tiene que ver con la manera de pensar del pueblo dominicano. Es una manera de creer
y de actuar fundada en una mentalidad mágica, precientífica y aldeana, en la que
determinadas creencias, casi siempre falsas o infundadas, determinan el comportamiento de
la gente, manera de ser que muchos años después explotaría el Realismo mágico
latinoamericano fundando su visión del mundo en la fusión de lo real y lo imaginario,
actitud que marca el talante de nuestro pueblo, como se puede apreciar en la siguiente
ilustración
Muchas personas le aconsejaron a mi padre que le diera a tomar a mi madre el Agua de
Bernardita que vendía en su establecimiento, frente a la Plaza del Mercado, Madam Siné.
El compadre Esteban Suazo hacía grandes elogios de esta agua milagrosa que hacía tiempo
utilizaba en la curación de dos hijas que tenía enfermas. Mi padre, sin embargo, no se
decidió porque D. Carlos Malespín, uno de sus buenos amigos, empleado de confianza de
Madam Siné le había dicho privadamente que el Agua de Bernardita era extraída del pozo
de la casa de la Madama y que de Francia sólo venían las botellas y las etiquetas, que no
había tal gruta ni tal fuente de agua milagrosa como se decía (p.114).
El modo de vida y de costumbres
Otro aspecto importante es la revelación del estilo de vida y de costumbres. Cada época
viene marcada por modas, maneras
de vivir y corrientes de pensamiento y de sensibilidad que pautan un estilo, una impronta,
una marca, y tengo la convicción que en cada época se aprecia un modus vivendi parecido
en sus diversas expresiones visibles y en las diferentes sociedades del mundo y más aún en
las poblaciones de un mismo país en atención a la impronta epocal, prácticamente la misma
en las sociedades occidentales. Pienso, por ejemplo, en lo que respecta a figuras especificas
de viejos harapientos cuya vestimenta, raída y sucia o cuya estampa, estrafalaria y atípica,
suele inspirar miedo a los niños. A mí me pasó con un tal Jayaco y al narrador de esta obra,
que tiene mucho de autobiográfico, le sucedió con un tal Cobacho:

Las primeras personas interesantes que yo vi en la calle del Conde y que me despertaron un
vivo interés, fueron José María el Loco, Mama Reina y Cobacho la Basinilla. Todas las
demás personas me
parecían vulgares y sin ningún interés. Por Mamá Reina sentía una admiración
extraordinaria. Sus collares de piedras azules me parecían preciosos. La oreja de José María
, su bombardino, el primero
que yo veía y su paletó negro se me antojaban cosas envidiables. Sólo no estaba bien que
anduviera descalzo y que se arrollara los pantalones a media canilla. Por lo que respecta a
Cobacho debo
confesar que le tenía miedo. Me parecía un hombre capaz de comerse un muchacho como
yo. Cuando yo estaba en la pulpería y oía en la calle a los muchachos gritarle: ¡"Cobacho"!,
¡la Basinilla!,
me sentía presa de un miedo atroz. Corría para ponerme al lado de mi padre, colocarme
dentro de sus piernas que me parecían de una seguridad absoluta. Puedo decir que por
mucho tiempo no le vi la
cara. Yo lo veía de lejos, cuando ya había pasado de mi casa, por las espaldas (p.15).
Cuando vemos cuadros o fotografías de tiempos lejanos nos llama la atención el enorme
bigote con que los hombres lucían como un timbre de orgullo su varonía, una especie de
prerrogativa masculina que destacaba su condición de macho. Si los niños se diferenciaban
entonces por el uso de pantalones cortos, los adultos se distinguían por sus largos bigotes,
ya que un hombre con bigotes era "un hombre con auténticas prerrogativas masculinas, de
las que no se puede abdicar sin menoscabo del
12
13
carácter" (p.62), y tras ponderar el uso de los bigotes que llamaban la atención, señala que
marcaban un vivo sentimiento de dignidad humana que los hacía más honrados y menos
serviles:

Los bigotes de Cesáreo Guillermo fueron célebres. Bigotes así, sólo D. Bubul Limardo los
ha podido tener en nuestros días. La mayoría de los comerciantes del Navarijo lucían
bigotes. Y como
complemento de los bigotes llevaban hermosas barbas o modestas patillas, que como las
del autor del Himno Nacional, D. José Reyes, se podían comparar hoy con las de un cosaco
ruso (p.63).
En esta obra de rememoración y testimonio también se habla de las instituciones públicas,
así como las privadas de carácter cultural o social. Algunas de las instituciones que hoy
conocemos vieron la luz pública en los años finiseculares del siglo XIX. Pienso en el Listín
Diario o en Bellas Artes, que datan de esa época. La Dirección General de Bellas Artes
tiene su origen en una modesta Academia de Dibujos y Pintura creada por Decreto del
Presidente Meriño, el brillante orador sagrado que ocupó la Presidencia de la República y
el Arzobispado de Santo Domingo. El siguiente fragmento da cuenta de los antecedentes de
Bellas Artes:

Las Bellas Artes estaban representadas en el país por Corredor y Cruz, Director de la
Academia de Dibujos y Pintura creada por el Presidente Meriño en 1880. Se cita como una
de las obras maestras
de Corredor un cuadro que pintó del Prócer Francisco del Rosario Sánchez por la suma de
ochenta pesos, según consta en el acta del Ayuntamiento; por el Señor Demallistre,
Profesor de una Academia
particular y por Don Alejandro Bonilla, a quien se atribuye un cuadro representando a Juan
Pablo Duarte (p.150).
Esta obra de Moscoso Puello pretende reflejar una visión panorámica de Santo Domingo
desde la óptica de su expresión barrial, sin dejar fuera ninguna manifestación de la
sociedad, la economía, la política, la religión y la cultura. Y tiene también importantes
datos sobre el comportamiento humano. En todos los tiempos los mayores suelen quejarse
de los jóvenes porque según su estimación estos echan a un lado la moral y los principios,
degeneran sus costumbres y marginan sus valores, pero muy pocos saben que la moral, que
viene de la palabra latina mos y que significa costumbre, ha de ser por tanto, diferente y
específica en cada comunidad puesto que si cada pueblo establece una manera de vivir con
su peculiar costumbre de la cual emana la moral, entonces es necesario entenderlo así, con-
cepto que nuestro autor tuvo claro:

Porque para mi padre los hombres buenos estaban desapareciendo rápidamente. Los
hombres, en su opinión, se habían descompuesto. Mi padre ignoraba que la moral es cosa
convencional que está en el ambiente y que cada jeneración, sobre todo cuando ocurren
hechos trascendentales, que afectan a la mayoría, tiene su moral. Hoy yo no me expreso en
los mismos términos en que se expresaba mi padre hace cincuenta años. Los hombres de
hoy no son como mi padre, me digo; pero pienso en seguida, que lo que no es igual es el
ambiente. Nuevas costumbres, nuevas ideas, hacen necesariamente nuevos hombres y
nueva moral. Eso es todo (p.184).
Evocación de vivencias entrañables

El narrador de esta historia evoca los años de su infancia en su ciudad natal y reproduce
todo lo que su memoria le permite recordar del barrio capitalino donde nació y se crió,
vivencia que le permitió sentir y valorar el mundo con su encanto. Los primeros años de
nuestra vida nos marcan con su aliento telúrico, los valores dominantes, la fuerza vital que
nos vincula con la tierra, el ambiente, la gente y la impronta emocional de acontecimientos
y vivencias que constituyen la sal de la vida. Así lo siente nuestro autor cuando escribe que
le fascinaba vivir en Navarijo con su ambiente animado y bullicioso, con sus calles llenas
de caballos y de burros, con sus carretas y coches y muchos transeúntes y muchas cosas de
venta y dulces en todas partes, especialmente de masitas, bienmesabes, suspiros, piñonates,
de piña, de coco y de batata. Son los dulces la cosa que más llama la atención del niño.
En estas páginas de Navarijo vamos conociendo, por el relato vivencial del autor, los logros
del progreso material que poco
14
15
a poco van cristalizando la industria humana y los gobiernos, como fueron el ferrocarril, la
luz eléctrica, las construcciones viales, la instalación de escuelas, la creación de ingenios
azucareros. Recordemos que el narrador toma el punto de vista de un niño, aunque desde
luego habla el adulto que era cuando escribió esta obra de evocación y vivencias para
narrar cuanto sus ojos contemplaron y por eso tiene esta obra un valor singular.
Ese es el caso de su experiencia del autor al pasar a usar pantalones largos para dejar de ser
niño y ser considerado un joven. Es una especie de ritual de la hombría que vivían los
adolescentes de esos tiempos durante el tránsito de la niñez a la juventud cuando sus padres
les permitían vestirse como los adultos, con pantalones de ruedos hasta las pantorrillas y no
al nivel de las rodillas como vestían los niños. Dice nuestro autor:

Los pantalones largos ejercieron un poder extraordinario sobre mi persona. Se acabaron los
juegos con las muchachitas, se acabó el confinamiento en mi barrio. Poco a poco fui
conquistando la ciudad. Me familiaricé con la calle de las Mercedes. Subí a San Lázaro y a
San Miguel, conocí mejor el parque Colón y llegué hasta Santa Bárbara.
Pronto adquirí nuevas amistades y cancelé otras. Cuando me reunía con mis compañeros
que aún no se habían bajado los pantalones, lo hacía por breves momentos. Ya únicamente
deseaba estar con mis iguales. Es decir, con los que ya eran mis iguales, con los que ya
eran hombres como yo, con los que hablaban gordo, con los que les apuntaban los vellos
sobre el labio, fumaban cigarrillos y les gustaban las muchachas (p. 378).
Igualmente apreciamos en esta obra la descripción de las fiestas patronales, las travesuras
infantiles, las rivalidades entre barrios, las enfermedades pandémicas, los festejos
populares, los oficios religiosos, las conspiraciones políticas, las precariedades económicas,
etc. Es admirable, desde luego, la fabulosa memoria de Francisco E. Moscoso Puello para
recordar tantos detalles, tantos sucesos, tantos aspectos de la vida urbana en los tiempos de
su niñez.
Como intelectual y narrador era natural que le pusiera aten
ción a la vida cultural de su comunidad. La presencia de la Sociedad Cultural "Amigos del
País", que tanta significación tuvo en la vida social del último tercio del siglo XIX en Santo
Domingo, figura en estas páginas de Navarijo con el dinamismo, la importancia y el influjo
que esa institución cultural ejerció en el desarrollo intelectual y estético de la sociedad
dominicana de la época.
A propósito de intelectuales y escritores, Moscoso Puello, que es uno de nuestros
pensadores y escritores, entre sus profesores recuerda los nombres de prestantes figuras del
pasado, como Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, Emilio Prud'homme y Federico
Henríquez y Carvajal. Y entre sus condiscípulos menciona a Juan José Sánchez y Pedro
Henríquez Ureña.
La celebración del IV Centenario del Descubrimiento y la Conquista de América fue un
acontecimiento extraordinario que marcó un hito singular en el discurrir de la vida
consuetudinaria en el Santo Domingo finisecular del siglo XIX. Esa celebración inspiró un
derroche de imaginación y pompa que el autor de esta obra presenció con emoción,
fascinación y asombro. Cuenta que se organizaron veladas líriconliterarias, vistosos
desfiles y hermosas carrocerías, con adornos de las calles, festejos populares y
participación colectiva con tanta magnitud y trascendencia que alcanzaron el toque de
grandiosidad memorable. Recuerda nuestro autor:

Iban los Arqueros a caballo en número de doce con clarines que anunciaban con sus toques
la proximidad de la comitiva. Luego seguía una banda de música tocando una marcha.
Inmediatamente
detrás seguían los Escudos de Armas de las diferentes rejiones de España y los de Cuba y
Puerto Rico.
El Escudo de los Pinzones, el de Armas de Santo Domingo y de España iban escoltados por
tres columnas de honor que llevaban hachones. Junto con éstas iban unos pajes con las
armas de Las Ca
sas, Oviedo y Coca.
En seguida, la nao Santa María, con su bandera guión, tripulada por el Almirante y sus
compañeros. Los hermanos Puello, ebanistas de renombre, hicieron esta obra que fue
admirada por todos los que
tuvieron ocasión de contemplarla. La Carabela medía 20 pies de
16
17
largo y la arboladura, el velamen y todos los detalles tan completamente acabados que
"producían la ilusión completa". La tripulación estaba formada por un grupo de niños
vestidos a la usanza del siglo XV (p. 247).

La expresión social, política y religiosa

Navarijo es una obra escrita al calor de lo que un autor siente por el acontecer de una
ciudad como expresión de la vida, la manera de actuar y de pensar, la forma de
comportarse, lo que de alguna manera identifica y revela a un pueblo. En ese sentido hay
muchas facetas que conocer, valorar y admirar en esta obra de evocación de Francisco E.
Moscoso Puello. Nuestro autor afirma que los españoles nos habían enseñado a ser toler-
antes, y subraya: "Nunca fué en Santo Domingo la lucha de raza tan cruel y persistente
como lo fue en Haití" (p. 340).
Los tres elementos indispensables en toda narración están presentes en Navarijo, pero
como constituye el retrato de un barrio de Santo Domingo es natural que predomine la na-
rración de ambiente, dando cuenta de calles, construcciones y estilos de viviendas. En una
de esas descripciones da los detalles del interior de una residencia familiar del sector de
clase pudiente de la pequeña burguesía dominicana de la época con el tipo de mobiliario
habitual: consolas, espejos, retratos, y el dato singular de la tinaja, indispensable para tener
a disposición agua potable y fresca. Veamos la descripción que nos ofrece Moscoso Puello:

La casa de mi tío daba la impresión de bienestar desde que uno entraba en ella. Amplia la
sala, con muebles aparentes, dos consolas doradas con espejos, un par de mesitas con tapas
de mármol y en
las paredes, retratos al creyón de sus hijos. Las puertas de la sala estaban adornadas con
cortinas de punto. A la sala seguía el comedor, amplio, ventilado, que recibía la luz del
patio cuadrado y
pequeño con dos arriates en el centro y un emparrado. Del lado del patio el comedor estaba
abierto. Tres o cuatro arcos descansaban sobre otras tantas columnas. Era un antiguo patio
español como el
que tienen muchas casas en la ciudad. La mesa del comedor era grande, de extremos
redondos. En una esquina del comedor estaba
colocada la piedra de filtro, y debajo de ésta, la tinaja dentro de una jaula de madera. Frente
a la mesa se veía un aparador de nogal con un espejo manchado. Allí siempre había dulces,
queso y mantequilla, hecha en la casa, blanca y salada" (pp.340-341).
Como buen narrador, Francisco E. Moscoso Puello no deja escapar ningún detalle,
especialmente los relacionados con los seres humanos. Se nota que desde niño fue un
agudo observador de la realidad y un hombre interesado por las cuestiones que atañen a la
cultura de los pueblos. Todo lo atrapaban sus sentidos. Singularmente lo relacionado con el
comportamiento de los hombres. Su sensibilidad era porosa al fluir de los acontecimientos.
Sus ojos revelan, como una cámara fotográfica, cuanto contemplaba desde tierna edad. Por
esa razón, el aspecto físico, psíquico y conductual de sus semejantes aparecen ca-
racterizados en su obra:
Sin embargo, a veces, la tía Mariquita, que era muy ladina y audaz, se le acercaba a mi
padre y le tiraba de la lengua. Hablaban entonces de cosas pasadas, relatos, historias,
anécdotas y hasta chascarrillos. Mi padre, con el cabello blanco ya, su nariz perfilada y sus
ojos claros, azules,, su blancura de cera, sonreía amablemente. La tía Mariquita
almidonada, luciendo chancletas nuevas, la nariz ancha, abierta y redonda, la cabeza
cubierta por un pañuelo de madrás, la manta caída sobre los hombros y los dientes
amarillos.
-Es lo que yo digo, Juan- decía sentenciosamente la tía Mariquita. Nuestros tiempos eran
otros. Estos jóvenes de ahora tienen otra crianza (p. 327).
La lucha política, los enfrentamientos partidarios y las discordias que suele generar la
actividad que desarticula el sentido humano en los hombres, en el pasado se manifestaba en
el uso de la fuerza de quien ejercía el poder contra el adversario, sometiéndolo al
encarcelamiento, el exilio y en el peor de los casos a su ejecución física. Ese ha sido un
atributo que se abrogaban los gobernantes déspotas. Hay que imaginar el sufrimiento, el
vejamen y la humillación que provocaban quienes han ejercido el poder con mano dura
contra los adversarios, y
18
19
esa era un conducta inveterada en la política doméstica. El padre del autor de Navarijo era
un acérrimo crítico del gobierno de Lilís y el narrador da cuenta de las visitas a su casa de
numerosos amigos y relacionados de su familia que adversaban la conducción política del
dictador dominicano y un buen día fue obligado a abandonar el país, hecho que nuestro
autor narra con suficiente objetividad pues en todos los pasajes narrativos el autor trata de
ser imparcial, antidramático, objetivo y veraz, evitando el apasionamiento y las
subjetividades de manera que su narración responda al verismo y rigor de la narración
histórica para ser fiel a los acontecimientos:
Cuando todos estuvieron listos aquella tarde, mi madre llamó un coche y entramos en él.
Pasamos por la plaza de Colón y seguimos hasta el río. Mi madre me cojió de la mano y
juntos, todos subimos a un vapor. Nos sentamos alrededor de un hombre con los ojos
verdes y con barbas. Hablaba, sonreía y fumaba mucho. Todos lo escuchaban. De vez en
cuando me agarraba por un bracito y me metía dentro de sus piernas para darme un beso.
-Estás muy grande- decía. Y muy buen mozo. Dios quiera que no se descomponga.
Y luego tocándome la cabeza con una mano, agregaba: -Compórtate bien. Y vaya a la
Escuela.
Permanecimos en el vapor hasta que unos soldados que estaban de pié cerca de nosotros
nos dijeron que ya debíamos retirarnos.
Mi madre abrazada del hombre lloraba. Mis hermanas tenían en las manos sus pañuelos; yo
veía el muelle, la jente que cruzaba por allí, las carretas, los burriqueros, y tantas cosas que
no había visto antes (p. 267).
Valor de una obra testimonial
Esta obra pone de manifiesto la significación de la Iglesia en la manera de ser de nuestro
pueblo. La iglesia ha sido siempre el centro de confluencia de los diferentes sectores
sociales, el punto de encuentro de jóvenes y viejos, mujeres y hombres, ricos y pobres, y el
ámbito donde se exhiben modas y modales, y como se lee en las obras literarias del pasado,
tal como lo re
20
vela Francisco E. Moscoso Puello en Navarijo, el templo católico era la convergencia de la
sociedad, lo mismo en la grave celebración de Semana Santa que en el oficio dominical de
la Santa Misa, y todos recordamos, desde la vivencia de nuestra infancia, la masiva
participación de los fieles devotos en misas, novenarios y oratorios, y como una reliquia del
pasado, el autor recuerda que las solemnidades se iniciaban "con misas que empezaban en
la madrugada" (p. 333), tradición que data de la época colonial cuando los antiguos
aristócratas de Santo Domingo, para disimular su mucha miseria, preferían cumplir con el
mandamiento del oficio sagrado bajo la sombra de la madrugada.
Y a propósito del santuario, el autor describe el Altar Mayor de la Iglesia del Carmen
cubierto de velas en candelabros de plata y de cristal de varios tamaños, dispuestos en filas
superpuestas. Los vecinos auxiliaban con sillas, y algunos niños, como el narrador de esta
obra, se metía entre el gentío, se subía al campanario y contemplaba todo el panorama de
un espectáculo impresionante a los ojos del imberbe. Suyas son estas palabras:

Toda la aristocracia de los barrios de la Catedral y del Convento venían a la Iglesia del
Carmen. Viejas de cabeza blanca con mantillas de seda y trajes de telas costosas seguidas
por las sirvientas que
les traían las sillas y las alfombras donde se arrodillaban. Señoras elegantes con calzados
relucientes, el pecho adornado con joyas y la cabeza cubierta con grandes sombreros con
cintas y plumas. Señoritas con trajes perfumados, olorosos a cedro, provistos de elegantes
abanicos.(...)
Alrededor de la puerta se apiñaba una multitud. Había viejos vestidos de negro, provistos
de sombreros hongos apoyados en bastones o paraguas con puño de oro o de plata. Camisas
nítidas, blancas como algodón. Jóvenes perfumados con sus sombreros de paja, sus
corbatas vistosas y los zapatos brillantes. Abundaban las buenas leontinas y los bastones
criollos de granadillo, de ébano o cañas ex
tranjeras.
Junto a la entrada charlaban, fumaban y se complacían viendo la enorme concurrencia que
no cabía en la Iglesia. A veces se sentía tanto calor que la cantidad de pañuelos fuera y
dentro del templo
contribuía a la decoración (p. 334).
21
Las características que hemos apreciado en Navarijo se pueden sintetizar en los siguientes
rasgos:

1. Narración histórica de carácter vivencial y testimonial.


2. Relación de la vida de un barrio capitaleño con trasfondo autobiográfico.
3. Documento testimonial narrado con los requisitos esenciales de la narración.
4. Recuento de acontecimientos, ambientes y personajes de un barrio del Santo Domingo
finisecular decimonónico. Enfoque narrativo desde la perspectiva barrial y el punto de vista
infantil de vivencias y evocaciones de un adulto.
6. Testimonio escritural según la pauta de la lengua general y
discursiva en forma culta, ilustrativa y amena.
7. Revelación experiencial con un estilo narrativo y descriptivo
claro, objetivo, veraz, elegante y atractivo.

Navarijo revela el amor que su autor anidaba en su pecho por su pueblo, su tierra, su
historia. A Francisco E. Moscoso Puello le dolía la situación de sus contemporáneos, el
atraso, la miseria y la ignorancia de su pueblo, y movido por una apelación secreta y
entrañable a favor del desarrollo material y espiritual de la nación dominicana escribió
testimoniando sus vivencias del pasado para crear conciencia de sus males y defectos,
ponderar sus virtudes y bondades, potenciar la disposición para el trabajo productivo y la
obra creadora y propiciar el desarrollo intelectual, material y cultural del pueblo domini-
cano en la forma ilustradora de exploración y conocimiento del pasado en procura de la
inspiración de nuevas formas de superación para un mejor porvenir.
Notas:
1 Francisco E. Moscoso Puello, Navarijo, Santo Domingo, Editora Cosmos, 2da. Ed., 1978,
p. 423. Las restantes paginaciones en cada cita de esta obra refieren a esa edición. La
primera edición de esta obra la imprimió la Editora Montalvo en Ciudad Trujillo en 1956.
Al término de la misma figura la fecha de 1940, fecha en que el autor terminó de escribir
esta especie de memoria autobiográfica.
2 Bruno Rosario Candelier, Valores de las letras dominicanas, Santiago de los Caballeros,
PUCMM, 1991, p. 16.
3 Aunque Francisco E. Moscoso Puello pretende dar una visión general, se trata de un
enfoque particular por estas razones: primero, es un testimonio vivencia¡ desde el punto de
vista de un niño, aunque escrito por un autor adulto. Segundo, es la visión de la vida de un
barrio, no de una ciudad y menos aún de un país, como sí lo hizo medio siglo antes Enrique
Deschamps con su obra La República Dominicana, directorio y guía general.
Bruno Rosario Candelier Moca, 7 de Agosto de 2001
22
23

quellos eran otros tiempos!


El Santo Domingo de Guzmán en que yo vine al mundo era otra ciudad, muy diferente de
esta en que yo estoy viviendo ahora.
Aquel Santo Domingo de Guzmán era una ciudad pequeña, que apenas contaba con quince
mil almas. No había alcanzado todavía las murallas que la rodeaban. Entre éstas y la
verdadera ciudad, se extendía una faja de tierra, cubierta de grama y matorrales, donde
pacían libremente los animales domésticos de los vecinos. Por las tardes desenganchaban
allí sus carros los carreteros y soltaban sus animales.
Aquella ciudad tenía en 1883, 1097 casas y 74 ruinas y, según D. Luis Alemar, en el año
1893, 293 casas altas, y 2361 casa bajas; 1287 eran de mampostería y 1367 de maderas;
907 estaban techadas de yaguas; 868 de hierro galvanizado; 687 de romano; 89 de tejas de
barro; 54 de tablitas y, sin techo y en ruinas 49. En toda la ciudad había 2654 casas, de las
cuales 1593 solamente, tenían caños de desagüe. La población fija de aquella ciudad era de
14.072. Esta última fracción, 72, representaba la población de tránsito.
Había 20 Abogados, 5 Ingenieros, 5 Agrimensores y 4 Dentistas, 6 Notarios Públicos, 2
Maestros de Obras, 18 Médicos, y
25
10 Boticas. Había 23 coches de alquiler y 24 particulares. 115 carretas, 356 faroles para
alumbrado público, 1 Restaurante, 8 cafés y 2 Hoteles.
La mayoría de las casas de mampostería se encontraban en los barrios céntricos. En las
proximidades de las murallas abundaban los bohíos.
Eran las de mampostería, casas coloniales, de techo romano, con paredes anchas, ventanas
de rejas y amplios zaguanes. Los patios de estas casas eran grandes y estaban sembrados de
árboles frutales.
Se abastecían de agua los vecinos de aquella ciudad, por medio de aljibes y de pozos.
Había pozos en los patios de casi todas las casas y había pozos también en algunos sitios
públicos y aún en las mismas calles. Eran profundos muchos de estos pozos, a tal punto,
que el agua tenía que ser sacada con fuerza animal.
Los aljibes, por el contrario, eran contados. Y las casas que los tenían, eran consideradas
como casas muy principales.
Hasta 1884, a la oración, cuando se escuchaba en la ciudad el toque del Rosario, se cerraba
la Puerta del Conde y ninguna persona se atrevía a salir sin permiso de la Guardia allí
establecida, después de esa hora, fuera del recinto amurallado. La ciudad quedaba
completamente aislada de sus alrededores.
Al otro lado de la muralla se encontraba basura, montes, sabanas, botados, conucos,
estancias y hornos de carbón. A trechos, bohíos de yaguas y alguna que otra construcción
de mampostería levantada por alguno de los pocos vecinos pudientes que tenía la ciudad.
Las calles de aquella ciudad estaban en completo abandono. Cubiertas de arena,
desniveladas, llenas de zanjas, de hoyos y de yerbas; no tenían desagües y, cuando las
lluvias se precipitaban sobre la ciudad o sus alrededores, estas calles se convertían en
verdaderos ríos que arrastraban hacia el mar toda clase de desperdicios. Eran aguas sucias,
enrojecidas por el barro, y que, a veces, permanecían en los sitios bajos, durante muchos
días, formando baches que las hacían intransitables.
Durante el día recorrían estas calles unos cuantos coches de
alquiler, tirados por uno o dos caballejos flacuchos, enclenques, pobremente enjaezados,
desprovistos de herraduras. Como las llantas de estos coches eran de hierro, el ruido que
hacían, al rodar sobre la arena, parecía de molino y se oía por todas partes.
No tenían aceras todas estas calles, y las pocas que se habían construido tenían niveles
arbitrarios, por lo cual era peligroso, en cualquier tiempo, transitar por ellas.
Eran calles estrechas, como las actuales, y por lo regular, estaban sucias, llenas de papeles,
de cáscaras de frutas y de otras inmundicias, aunque, una o dos veces por mes, los
presidiarios, encadenados, eran sacados para que las barrieran con escobas hechas con jicos
de palma.
La calle en que yo nací hedía a aguardiente y a estiércol, porque había en las manzanas
próximas a mi casa, más de catorce Alambiques de cabezote, la industria más próspera de
aquellos días y, porque, era esa calle, el camino obligado de los campesinos de los
alrededores, que entraban a la ciudad montados sobre bestias, por la Puerta del Conde.
Esta calle, según Don Luis Alemar, tenía en el año 1883, 128 casas y 2 ruinas.
La ciudad se iluminaba una buena parte del mes con la luna y, las demás noches, con una
escasa cantidad de faroles de gas que se apagaban a la media noche en las orillas, y
permanecían encendidos hasta el amanecer, únicamente en los barrios céntricos.
Pero esta iluminación era tan insuficiente que dejaba a la ciudad envuelta en tinieblas, y
había sitios en que, por la ausencia de los faroles, la oscuridad en las noches sin luna, era
completa.
La cantidad de personas que transitaba durante el día por estas calles, era muy reducida, y
aún en las principales, había horas, en que se veían completamente desiertas. Después de
las nueve de la noche, apenas se encontraban en las calles otras personas que no fueran los
Serenos.
Había un reloj público, regalado por un tal Señor Villanueva, pero a determinadas horas del
día, las campanas de la Catedral y las de otros Templos, se encargaban de marcar el tiempo.
27

Se escuchaban las campanas de la Catedral, por lo regular, a las diez de la mañana en


tiempos de Cuaresma, y en los días ordinarios, a las doce del día, a las dos, y a las tres y a
las seis de la tarde, y otra vez a las nueve de la noche.
El comienzo del día lo anunciaba el Ave María que se oía tocar en casi todas las Iglesias a
las cinco de la mañana; y, su terminación, la señalaba el toque del Rosario o del Ángelus a
las seis de la tarde.
Se conservaban estos Templos, que nos dejaron los españoles, tal como se conservan ahora,
pero los que estaban en ruinas, San Antón, San Francisco, San Nicolás, El Convento, así
como el Alcázar de los Colones y la mayoría de los Fuertes y que protegían la ciudad,
estaban convertidos en vertederos públicos, de tal modo lleno de basuras e inmundicias,
que era imposible visitarlos.
En San Nicolás había un establo que pertenecía al Presidente Heureaux y que cuidaba
Tomás el Inglés, su cochero; y cuando se estableció el Tranvía, el Fuerte de la Concepción
quedó convertido en una Estación terminal con sus caballerizas, talleres y depósitos de
carros nuevos y viejos.
La ciudad estaba dividida en barrios de diferentes tamaños y con característica propias. Por
el norte: La Fajina, El Polvorín, San Lázaro, San Miguel, San Antón, Santa Bárbara; en el
centro: La Catedral, Santa Clara, las Mercedes y el Convento; por el oeste: el Navarijo y
por el Sur, la Misericordia y Pueblo Nuevo. Cada barrio constituía una Parroquia y contaba
con su correspondiente Alcalde.
Según Don Luis Alemar, el barrio de la Misericordia contaba en 1883 con 138 y 2 ruinas.
En la mayoría de estos barrios y en sitio prominente se levantaba una gran Cruz. Las más
célebres de estas Cruces fueron la de Rejina, la de San Lázaro, la de San Miguel, la de la
Cuesta del Correo (19 de Marzo alta), la de la Cuesta del Vidrio, la de la Altagracia, la de
San Francisco, la de San Antón, la de Santa Bárbara y la de la Misericordia. En el mes de
Mayo, todos los años, estas Cruces eran adornadas y se celebran rumbosas fiestas en su
honor. La ciudad estaba consagrada al Señor.
El Santo Domingo de Guzmán en que yo vine al mundo era una ciudad pobre, humilde y
tranquila, donde se oían frecuentes toques de cornetas, y se rezaba un poco y casi no se
hacía nada.
Los habitantes eran sencillos, honestos y pundonorosos. Como único esparcimiento tenían
sus fiestas de barrio y sus procesiones. Una o dos veces al año asistían a una corrida de
toros, a un circo de maromas o iban al Teatro.
De vez en cuando les molestaba la tropa abigarrada que se alojaba en la Fortaleza, los tres
tiros de alarma y los frecuentes sitios de la ciudad. Pero los protejía su Policía, formada por
vecinos conocidos, respetuosos y abnegados. Un cuerpo de Serenos les cuidaba el sueño y
sus intereses en la noche, les anunciaba la hora, y por añadidura, les hacía saber el estado
del cielo.
El asesinato y el robo, eran, sin embargo, en aquella ciudad, confiada a estos humildes
servidores, hechos excepcionales y escandalosos. En realidad aquella ciudad en que yo
nací, era una aldea sin pretensiones, y todavía sentía temor a Dios.
Pero su vecindario contaba con una Escuela Normal, un Colejio de San Luis Gonzaga, un
Instituto Profesional, y por sus calles sucias, cubiertas de yerba, sin aceras y estrechas,
llenas de perros y en las que no faltaban burros, caballos, chivos y cerdos realengos, se
cruzaban el Padre Billini y don Manuel de Jesús Galván, Don Eujenio María de Hostos,
Don Emiliano Tejera y Don Félix María del Monte, Don José Gabriel García y Doña
Salomé Ureña de Henríquez.
Y en el Palacio Arzobispal tenía a Monseñor Fernando Arturo de Meriño.
Los hombres de aquellos tiempos podían decir con orgullo: ¡Vaya una cosa por la otra!
28
29

II
Corrían los últimos meses del año de 1879, cuando, Juan Elías Moscoso y Rodríguez, mi
padre, se estableció en el Navarijo. Por esta época ya tenía una familia numerosa, pero
estaba joven y fuerte y lleno del mayor optimismo.
Manuel de Jesús, el mayor de sus hijos varones, tenía 19 años; Juan Elías 14; Abelardo 12;
Rafael 6, Arturo 2. La mayor de las hembras, Carmen, contaba 10 años; Mercedes 8, y
Anacaona, la más pequeña, solamente tenía 4 años.
Manuel de Jesús estaba interno desde 1879 en el Colejio de San Luis Gonzaga, que dirijía
el Padre Billini y allí permanecía, porque había decidido seguir sus estudios para ordenarse
de Sacerdote, de acuerdo con los deseos de mi padre. Elías y Abelardo habían abandonado
este Colejio desde hacia tiempo. Aquél se había inscrito en los cursos que profesaba D.
Carlos Nouel y éste estaba en el Colejio Salvador, de D. Federico Llinás. Carmen y
Mercedes estudiaban en el Colejio de la Señorita Socorro Sánchez; Rafael y Arturo y
Anacaona iban a las escuelitas del barrio.
En muchas ocasiones oí a mi padre lamentarse de su ignorancia y, sobre todo, del poco
interés que se tomó su tío, el Arzobispo Doctor Elías Rodríguez y Ortiz.
-No se ocuparon de enseñarme nada -me repitió varias veces mi padre con profunda pena-.
Yo no tuve Escuela.
Y, sin embargo, entre sus ascendientes hubo hombres doctos que ocuparon altas posiciones
en la Enseñanza y en la Iglesia. Su apellido se repite muchas veces en la historia de la
Colonia y de la República.
Mi padre nació en esta ciudad de Santo Domingo de Guzmán, hacia el año de 1835, el 14
de julio, pero gran parte de su infancia la pasó en el poblado de Hincha donde había ido a
establecerse mi abuelo, Juan Vicente de San Luis Gonzaga Moscoso y Alonzo Gómez
-antiguo abanderado del Ejército-, durante la ocupación haitiana, ocupado entonces en la
talla de santos para venderlos en la República de Haity.
Adolescente quedó huérfano de padre y cuando mi abuela, Doña María Mercedes
Rodríguez y Ortiz murió, mi padre quedó al cuidado de tres tías solteras, Monza, Alloza y
Trinidad, Las Moscoso, como les decían: altas, blancas, como mi padre y que murieron a
muy avanzada edad. Yo no conocí a estas tías, pero mi madre me hablaba de ellas muchas
veces.
Me contaba mi padre que, adolescente, su tío el Dr. Elías Rodríguez, lo hizo alistarse en el
Ejército Libertador y pude notar que, cuantas veces mi padre me hablaba de esta época de
su vida, se mostraba orgulloso de poder contarse entre los soldados que tomaron parte en
aquellas luchas por la Independencia de la República, y particularmente de haber tomado
parte en la batalla de Santomé, bajo las órdenes del General Cabral, a quien mi padre
admiraba por su honradez y por su gran valor.
Cuando mi padre me entretenía hablándome de estas cosas yo le escuchaba y me sentía
orgulloso de ser uno de sus hijos.
-Yo era un muchacho entonces -me decía mi padre-. Todavía no me había salido el bozo.
Mi padre me hacía la descripción de la batalla de Santomé, la más importante en que tomó
parte y, me refería, cómo se comportaron en ella las tropas y los jefes. Mi padre atribuyó el
éxito de las armas dominicanas al hecho de haberse quemado aquel día, accidentalmente, el
pajón de la sabana.
-Esa fue la suerte, -me decía- estábamos perdidos; nuestra
30
31
mi padre volvió a vivir a Santo Domingo, su ciudad natal. Y poco tiempo después, en 1860
formó su familia.
Mi madre, Sinforosa Puello, nació en Baní y su padre fué un ciudadano francés oriundo de
Burdeos. La crió su madrina Doña Altagracia Báez, la tía jobita, banileja, esposa de Juan
Alejandro Acosta, Almirante de la Marina Nacional.
Como mi abuela, mi madre era mulata, de facciones ordinarias, de pelo crespo y de ojos
más bien oscuros que claros. De estatura mediana, era más bien delgada que gruesa.
Su madrina la hizo asistir durante un tiempo a las escuelitas del Barrio de Santa Bárbara.
Allí aprendió poco, pero en cambio la tía jobita le enseñó buenas costumbres.
Cuando la ocupación haitiana mi madre vino en brazos de mi abuela a Santo Domingo y
permaneció en esta ciudad hasta la edad de cuatro años en que quedó huérfana, junto con
su hermana, la tía Mariquita, de la cual no se separó jamás.
Volvió a Baní para vivir en compañía de unas tías que tenía allí. Mi hermana Carmen me
ha contado que en más de una ocasión le oyó decir a mi madre que en esta época de su vida
sufrió innumerables calamidades. Las tías las hacían trabajar demasiado y hasta las hacían
padecer otras privaciones. Un día mi madre hizo que le escribieran una carta para su
hermano, Manuel de Regla Mejía, que vivía en la Capital. "Si no vienes a buscarnos, -le
decía- nos verás en la Puerta del Conde".
Manuel de Regla decidió ir a buscarlas y desde entonces no volvió a salir de esta ciudad.
Su madrina se hizo cargo de ella.
-Tú debiste ser hombre -le decía a veces mi padre.
Mi madre era intelijente y de un carácter firme y valeroso.
Mi padre, al revés de mi madre, tenía un carácter dulce, aunque enérgico. Era alto, delgado,
blanco, de pelo lacio, de nariz perfilada, de ojos azules. La cara de mi padre era perfecta.
Mi padre nunca gustó de la política. Detestaba los cargos de la Administración Pública y
siempre vivió una vida independiente, aun en las épocas de su mayor pobreza. A menudo
hablaba con desdén de los Gobiernos. En el año de 1874, el 7 de Mayo, gobernando el
Gral. Ignacio María González, mi padre renunció a su grado de Capitán del Ejército. Las
razones que expuso fueron
la de tener que consagrar su tiempo a los negocios y a su familia.
Cuando mi padre abandonó su oficio de pintor (la última obra que hizo fué la pintura de la
Casa de los balcones dorados en la calle del Conde) se dedicó al comercio. Comenzó por
un ventorrillo que poco a poco se convirtió en una pulpería. Más tarde se hizo importador.
Cuando le favoreció la fortuna compró algunas pequeñas propiedades y fabricó una casa de
dos plantas en la calle del Conde para ampliar sus negocios y dar mayores comodidades a
su familia.
Cuando mi padre concluyó esta casa y se trasladó a ella, las condiciones del país no eran
buenas. Acaba de renunciar el Poder el General Cesáreo Guillermo y desde el 7 de Octubre
se había hecho cargo de la Presidencia el Gral. Gregorio Luperón. Con la revolución todo
se había paralizado y los negocios se había perjudicado notablemente. Todavía en
Diciembre El Eco de la Opinión decía:
"Nos estamos resintiendo aún de las medidas dictatoriales del pasado tren administrativo.
El ayuntamiento no ha podido pagar los sueldos de sus empleados como anteriormente y de
aquí que la ciudad esté sin escuelas, sin policía municipal y en la noche sin serenos que
impongan el orden y custodien la propiedad. Si este pueblo no fuera tan servil, en medio de
sus revueltas, ya muchas cosas se hubieran evitado".
Pero pronto se notó un cambio en la situación del país. El 14 de Diciembre el Presidente
Luperón promulgó un Decreto en virtud del cual se le concedía al General Ulises Heureaux
un voto de gracia "por cuanto el triunfo del Movimiento desconocedor de la autoridad del
General Cesáreo Guillermo y su Gobierno, iniciado en esta ciudad el 6 de Octubre del año
que cursa, implicó la restauración de las libertades y derechos de todos los dominicanos, y
la salvación del decoro de la República".
Declaraba ese Decreto "en nombre del patriotismo y la libertad, que el General Ulises
Heureaux y los jefes y Oficiales que le acompañaron... han merecido bien la Patria..."
La opinión pública consideró justo este Decreto, ya que Ulises Heureaux se había
distinguido como uno de los militares
34
35
más sobresalientes de la República por su capacidad y por su valor.
Además de este reconocimiento oficial de sus brillantes actuaciones militares, el Gobierno
resolvió regalar al General Heureaux la casa llamada de la Joven República, propiedad de
D. Juan Bautista Vicini en recompensa por sus servicios para consolidar la paz.
El Gobierno Provisional comenzó por interesarse en asegurar la paz y con ella la
tranquilidad de las familias que tanto habían sufrido en los últimos meses del año. Se
decretó la pena de muerte para toda persona que intentara tomar las armas para derrocar el
Gobierno constituido. A este Decreto siguieron unas cuantas leyes de gran trascendencia:
La Ley del Servicio Militar Obligatorio y la del establecimiento de Academias y Escuelas
Militares para quitarle las armas a los ignorantes que habían ensangrentado el suelo de la
República; la ley de Instrucción Pública, la de Ayuntamientos y la que creaba por primera
vez en la República los Cuerpos de Bomberos que serían de gran utilidad para el comercio;
la ley de Patentes que estaría en vigor durante el año de 1880 y la ley de Estampillas.
A estas leyes, que fueron muy oportunas, se unieron las muy importantes leyes que
concedieron un puerto franco a la Compañía del Canal de Panamá y la que solicitaba el
concurso de las naciones amigas para levantar un monumento a la memoria del Gran
Almirante Cristóbal Colón en esta ciudad y en el cual se guardarían sus venerables restos.
Los vecinos del Navarijo no estuvieron conformes con algunas de las nuevas leyes.
Consideraban que con la nueva ley de patentes sería muy difícil la determinación de las
escalas o categorías de las pulperías y que esto daría lugar a muchos inconvenientes.
Tampoco estaban conformes con la ley del dos por ciento sobre las importaciones y el pago
de contado de los derechos que fue votada en el mes de Abril. Y la Ley de Estampillas, que
años después resucitó el Ministro Velázquez, durante la Administración de Cáceres, no
sólo disgustó a los navarijeños sino a toda la República. José Gómez dijo una noche en la
pulpería de mi padre que estas leyes arruinarían el comercio.
Mi padrino Fellé criticó la ley que cobraba impuesto al jabón y al sebo por las pérdidas que
había sufrido el Estado, debido a la concesión que se había otorgado al americano Mr.
Allen H. Crosby. Se dijo que se habían perdido cerca de 250.000 pesos por falta de pago de
los derechos correspondiente a las materias primas. Los comerciantes del Navarijo pensa-
ban que esta ley daría lugar a que subiera el precio del jabón y que esto sería de gran
perjuicio porque apenas se usaría siendo artículo indispensable y de mucho consumo.
Con motivo de esta ley D. Fellé le dijo un día a mi padre:
-No se apure compadre, las lavanderas usarán palo amargo, que hace muy buena espuma.
Pero la ley que causó más indignación en el Navarijo fué la que creó un impuesto de veinte
y cinco centavos para el porte de escopetas. Esta ley levantó acerbas críticas. No veían
algunos vecinos del barrio el porqué ni con qué fin se quería obstaculizar la caza de
palomas que constituía el medio de vida para muchas personas y consideraban que esto
daría lugar a que se disminuyera la caza, se escasearían las palomas y los palomeros las
venderían más caras. Mi padrino, que era uno de los mejores cazadores del Navarijo,
consideraba esta ley como un acto despótico del Gobierno.
Ya desde el año anterior los periódicos se venían ocupando de esto. En el mes de Mayo La
Actualidad parece que deseaba que se prohibiera la caza de palomas y había publicado un
suelto: "Se ha declarado guerra a muerte a las pobrecitas palomas, que en razón de una
multiplicación extraordinaria las vemos cruzar en bandadas tan seguidas que nublan el es-
pacio; pero bueno es advertir a los Señores Palomeros que, en esta lucha, cumple a ellos
impedir el tiroteo dentro de la ciudad".
Y de otras cosas más se quejaban los navarijeños. Todavía se depositaban detrás de las
murallas colchones, trapos viejos, camas y despojos de difuntos, y vagaban por las calles
diversos animales realengos. Pero había ya el propósito de corregir todo esto. En el mes de
Agosto se pasó una circular a los jefes de Cuarteles para que "bajo su más estricta
responsabilidad compelieran
36
37
a los referidos dueños de sacar los animales de la ciudad y sobre todo por viruelas en
Haity".
Los vecinos del Navarijo lamentaron que estas medidas no incluyeran a los perros, uno de
los más graves inconvenientes que tenía ese barrio: la cantidad de perros que vagaban por
todas partes. Las carnicerías de la calle del Arquillo, frente a la Iglesia del Carmen,
echaban los huesos y otros desperdicios de la carne en el calle y por ahí no se podía dormir
de noche a causa de los estrepitosos aullidos de estos animales. Ya se habían quejado varias
veces los vecinos, pero hasta ahora no se había tomado ninguna medida para acabar con
esta seria molestia.
Mi padre le expresó varias veces a su compadre Fellé sus esperanzas de que el nuevo
Ayuntamiento, que ahora presidía D. Manuel de Jesús García, se ocuparía de todas estas
cosas. Había hablado con José Mieses y éste le había dicho que sus compañeros Martín
Puche, Panchito Aybar y Toribio Mieses estaban animado del mismo propósito.
El 19 de Mayo se convocaron las Asambleas Electorales para elegir al Presidente de la
República y a mediados del año 1880, en el mes de junio y en los días 19, 20 y 21 se
celebraron las elecciones y fué electo Presidente de la República Fernando Arturo de
Meriño. El 23 del mismo mes se hizo la proclamación correspondiente.
Mi padre se alegró con esta designación. Pensó que el Gobierno que había implantado el
General Gregorio Luperón continuaría y que gracias al decreto que éste había promulgado,
en virtud del cual serían pasados por las armas los que fueran sorprendidos con las armas
en la mano, la paz no se alteraría.
Como Espaillat, Meriño no procedía del Ejército y aunque Espaillat no dió resultado, el
Padre Meriño había dado ya pruebas de su gran patriotismo y de su firmeza de carácter.
Fué él el único que se atrevió a decirle las verdades al Gran Ciudadano, Buenaventura
Báez, gesto que no había imitado nadie y que como decía la tía Mariquita, en este país sólo
se imita lo malo.
Un periódico dijo del nuevo Presidente estas palabras: "El ciudadano Meriño no ciñe una
espada. Otra garantía que es inapreciable... hay en el militarismo algo como la convicción
de
que no cumple con su deber si todo no lo resuelve con la ley de la fuerza".
El 16 de Agosto de 1880 fué celebrado con júbilo por toda la Capital. Había un doble
motivo. El Delegado, Ministro de la Guerra, Gral. Ulises Heureaux, "no escaseó medios
para que ese día de tanta gloria, el pueblo demostrara su alegría y satisfacción y se
entregara a toda clase de diversiones".
"Desde la víspera, el cañón, las cajas y las cornetas, la música militar, despertó al pueblo en
el recuerdo del acontecimiento más hermoso en los anales de la Patria de los Duarte y los
Sánchez".
El 16, el Delegado de las Provincias, acompañado de personas notables y empleados
públicos se dirijió a la Catedral, donde con toda solemnidad se cantó un Tedeum y se oyó
la palabra del Deán y Vicario, Reverendo Domingo de la Mota.
Luego, en el Palacio del Gobierno se ofreció un brindis de champagne y el Delegado, Gral.
Ulises Heureaux, pronunció un discurso lleno de palabras ardientes.
El 10 de Septiembre se juramentó el Presidente Meriño y tomó posesión de su cargo. Con
ese motivo escribió el mismo periódico:
"Hoy se abre una nueva era de paz, de libertad y de progreso para el país, el principio
sobrevive, la idea renace; y todos los hombres de buena fe deben agruparse en torno de una
convicción política altamente noble, puramente patriótica, a sostener incólume la bandera
del orden y de la ley".
Mi padre no sabía cómo expresar la confianza que el nuevo Gobierno le inspiraba. A todos
sus amigos les manifestó que estaba lleno de esperanzas y que no veía por qué el país no
alcanzaría un grado de prosperidad jamás soñado.
Ya estaba cansado de revueltas, de tiros de alarma, de cierra puertas, de sitios; de
fusilamientos, de prisiones, de confinamientos y de expulsiones que no otra cosa habían
hecho casi todos los gobiernos que le habían precedido.
En la Cruz de Rejina mi padre había pasado los Seis Años de Báez y los otros seis años de
anarquía que le siguieron. En la Cruz de Rejina, mi madre experimentó la pérdida de su
herma

38
39
no, Manuel de Regla Mejía, asesinado en El Llano, común de Baní, por los esbirros de
Báez, el 25 de Mayo de 1872, y de quien decía mi padre que era el hombre más valiente y
honrado que había conocido.
Y en la Cruz de Rejina mi padre fué expulsado en unión de otros comerciantes, entre los
cuales estaba mi tío Pancho y Don Luis Pozo, por el Gral. Cesáreo Guillermo, por el delito
de haberse negado a dar una contribución en efectivo para sostener su dictadura.
En aquellos días la calle de Rejina era la calle por donde cruzaban las fuerzas del Gobierno.
Dos o tres veces pasaba por delante de mi casa Cesáreo Guillermo, con sus bigotes de
brocha de afeitar, vestido de blanco, detrás de las piezas de artillería, La última Razón, El
Gran Diablo, o La Cigüeña, que de tal modo designaban los cañones los hombres de la
tropa, como más tarde bautizaron otro con el de Mapembá, que se hizo célebre en la Línea
Noroeste.
Me imajino que, cuando mi padre veía al Presidente Guillermo, marchar a pie, detrás de sus
cañones, pensaría que estaría a punto de acabarse el mundo y que este hombre no
entregaría la ciudad hasta que no estuviera en ruinas.
El día que mi padre bajó al río en compañía de los demás comerciantes que recibieron la
orden de expulsión, Ulises Heureaux abrió los fuegos contra la ciudad en el preciso
momento en que ellos bajaban por la cuesta de San Diego. La ciudad estaba sitiada y todos
los días hacía fuego con los fusiles y los cañones. En la ciudad se habían producido algunas
bajas de jentes pacíficas, tales como la de la Sra. Isabel Puello, que mientras se lavaba los
pies perdió una pierna.
Contábame mi padre que cuando estuvieron en el muelle, Don Juan Salado se negó a
acompañarlos. Los tiros de Pajarito le impresionaron tanto que resolvió volver a su casa
mediante el pago de la suma que el Gobierno le había pedido. Fué el único que abandonó la
consigna.
Y cuando le preguntaron por qué se había arrepentido, respondió:
-Señores: Yo no dejo a Carlota sola, no me siento con valor para abandonarla.
40

Los compañeros rieron de esta salida. Pero Juan Salado volvió a su tienda.
La expulsión de mi padre apenas duró veintiocho días. Encontrábase en medio del mar
Caribe cuando Cesáreo Guillermo ya había sido depuesto y sustituido por el Gral. Gregorio
Luperón, "demócrata, libertador y guardián de las libertades ciudadanas".
"En aquellos calamitosos días -decía un periódico de la época- cuando la brutalidad de un
hombre atropelló en esta ciudad todo lo más sagrado, con el fin de sostener su efímera
dominación, varios comerciantes fueron compelidos a contribuir con una cantidad a los
gastos de la guerra. Negados todos ellos a los deseos del sátrapa, se les amenazó con
expedirles sus pasaportes para el extranjero, y muchos prefirieron marchar al destierro an-
tes que dar su dinero a quien iba a emplearlo en oprimir a sus conciudadanos".
El día que mi padre regresó de su expulsión a Curazao, fué de gran alegría en mi casa. Mi
madre preparó una comida a la que asistieron un gran numeró de amigos de mi casa.
-Nunca me olvido -me decía mi madre- de la gran vergüenza que pasé ese día.
Y refería que cuando los convidados estaban sentados a la mesa, Elías echó de ver que el
compadre Esteban Suazo comía con creciente apetito. Asombrado de verlo comer sin
descansar, se echó al suelo y, avanzando sobre las rodillas se acercó a la silla en que aquel
estaba sentado y dijo algunas palabras que nadie, sólo Suazo, oyó.
Todos se asombraron cuando el compadre se puso de pie y en tono violento y en alta voz se
expresó así:
-Yo he venido aquí porque me han invitado.
Y como los presentes le clavaron los ojos interrogándole por los motivos que tenía para
hacer esa declaración, Esteban Suazo, agregó:
-Digo esto, compadre, porque Juanico me ha dicho que "he comido tanto y he bebido tanto
que voy a reventar".
Sin quitarle la vista al comensal airado, la mayoría de los presentes, que no vieron a Elías,
pensaron que al compadre Esteban Suazo, se le había subido el vino a la cabeza.
41

-Siéntese, compadre -le dijo Don Fellé Velásquez, sujetándolo por un brazo.- Siéntese y no
tome más vino.
El compadre Esteban Suazo convino en sentarse y lo hizo lentamente, volviendo la cabeza
para uno y otro lado de la mesa como si se le hubiera perdido algún objeto.
Y todo pasó en medio de la mayor alegría.
Un día en que mi madre estaba de buen humor la oí comentar la expulsión de mi padre y su
participación en la guerra de Independencia.
-Tu padre -me dijo delante de él-, ha sido un hombre de mucha suerte. Cuando estuvo en
Santomé no recibió una sola bala y cuando estuvo en Curazao le aprovechó el mar. Trajo
un buen apetito.
Mi padre sonrió, pero un momento después, alzó la cabeza, se suspendió los espejuelos y
preguntó a mi madre:
-Pero dime una cosa. ¿Tú hubieras querido que me hubieran matado?
Mi madre volvió a sonreír. Nadie en mi casa podía dudar del valor de mi padre.
III
Tenía la calle del Conde, indudablemente, mayor importancia comercial que la calle de la
Cruz de Rejina. La cantidad de establecimientos que allí se encontraban era una prueba
evidente de prosperidad. A mi padre no se le pudo escapar el valor del nuevo punto donde
iba a trabajar.
Estaban establecidos en el Navarijo, entre otras personas, Don Manuel Lebrón con una
famosa panadería; Don Martín Sanlley con un excelente Alambique de cabezote; don Juan
Poupon, con otro Alambique ; don José Mieses con una gran tabaquería; don Fellé
Velázquez con una tienda mixta y un Alambique, en las inmediaciones de la Puerta del
Conde; el Sr. Marrero con otro Alambique; don Eduardo Hernández, cubano, donde hacían
tertulia Máximo Gómez y Serafín Sánchez; don Francisco Saviñón, hombre de grandes
empresas, con el gran establecimiento El Elefante, regenteado por Don Ricardo Piñeiro y
don Telesforo Alfonseca; Doña Bárbara Molina con un ventorrillo de frutas; don Miguel
Ortega con un establecimiento, La Muñeca, don Juan Matos con una zapatería muy
acreditada; don Laíto Guerrero con una Botica; don Isidoro Basil con un establecimiento de
novedades, El Globo; don Eugenio de Marchena con otro establecimiento de novedades, La
Canastilla;
42
43
don Juan Salado en su especialidad de artículos vidriados; don Miguel Alcalá, don Joaquín
Lugo con una peletería, La Bota Blanca; don Paíno Pichardo, don Luis Pozo; Jacinto
Moreno; Delfín Galván; los hermanos Rattos, importadores de artículos españoles y don
Pancho Moscoso, el único hermano que tuvo mi padre.
Hablando de estos establecimientos, en una ocasión me dijo la tía Mariquita:
-La tienda de tu padre era una de las mejores del Navarijo. Juan Elías vendía de todo.
Y no hace mucho tiempo, el Cojo Peláez, me encontró un día en la calle y me detuvo.
-¿Usted es hijo de don Juan Elías? ¡Ah! yo conocí mucho a su padre y a su madre cuando
estaban establecidos en la calle del Conde. Yo vivía en el Navarijo y compraba allí.
Y después de una pausa.
-¡Qué tiempos aquellos!
El Cojo Peláez bajó la cabeza y enmudeció, mientras yo me quedé mirándole la barba y la
cabeza completamente encanecidas.
La tienda que tuvo mi padre en calle del Conde era una tienda mixta, como decían
entonces. Además de las provisiones que no podían faltar: arroz, habichuelas banilejas,
manteca de El Globo, mantequilla La Vaca -había allí toda clase de telas y artículos de
fantasía. La mitad del aparador estaba surtida con prusianas francesas, poplines, bogotanas,
muselinas, guingas, alvarinos, algodón amarillo, muselinas, batistilla, listados, driles de
todas clases y fuerte azul. También había cintas de todos los colores, botones de nácar y de
huesos, hilo de coser, encajes, pañuelos de Madrás, tiras de hiladillos y perfumería. Un
tramo estaba lleno de Agua de Florida de Lamman y Kemp y de Kananga del Japón y en
los párales del aparador colgados de clavos, había docenas de tacitas para café y espejitos
con tapas, que eran muy solicitados por los marchantes.
La otra mitad del aparador era una botillería: cerveza de la T, licor de Rosolio, anís
asafalte, Ginebra, ron, vinagre, aceite, y muchas cosas más.
Por fuera del mostrador había un tersón de bacalao, un barril de carne del Norte, otro de
macarelas de los tres números y finalmente uno de jaranes, que eran muy solicitados.
Además de la tienda, mi padre instaló un Alambique de Cabezote a una cuadra de su
establecimiento. Chividón, alambiquero y músico y Juanico el de Cristina, sucesivamente,
hicieron allí un excelente ron. La industria de la destilería alcanzó a fines de siglo pasado
una gran prosperidad en el país y el Navarijo contó con gran número de alambiques,
muchos de los cuales adquirieron justa fama dentro y fuera de la República. No cabe duda
de que nuestra reputación como destiladores ha decaído lamentablemente en nuestros días.
De haber seguido como entonces, nadie nos hubiera arrebatado un puesto de honor en las
Antillas.
Pero el Alambique de mi padre era uno de los más modestos del barrio. No se inauguró con
alfombras como el de Don Pancho Saviñón, ni sus alambiqueros fueron nunca vestidos de
etiqueta con gruesas leontinas de oro, como lo hacían en el alambique de don Luis Cruz.
Los alambiqueros de mi padre fueron hombres humildes y sencillos, lo que no influyó
nunca en la calidad del ron.
Diariamente veía mi padre en la puerta de su establecimiento una cantidad apreciable de
marchantes, como no la había visto antes en la Cruz de Rejina.
Desde las primeras horas de la mañana había caballos amarrados en los aldabones de las
puertas, en las argollas de la acera, tanto del lado de la calle del Conde como del lado de la
calle de San Lázaro.
Y desde que mi padre abría su establecimiento no tenía reposo. Antes de entregarse al
despacho, destapaba los cajones en donde tenía las provisiones y observaba los daños que
pudieran haberle hecho los ratones en la noche. Veía el cajón del arroz, el de las
habichuelas que estaba junto al que contenía el almidón. Veía el azúcar parda, el rincón
donde estaba el maíz, el sitio de los quesos de Flande y de Patagrás. Por fuera del
mostrador destapaba el barril de macarelas, el de la carne del Norte y del bocoy de bacalao.
Luego, le pasaba un paño al mostrador, limpia

44
45
ba el peso, y atendía a uno que otro cliente que olvidó comprar el día anterior sus polvos de
café o el azúcar para el mismo. Mi padre pasaba la mañana yendo de un extremo a otro del
mostrador para atender a sus marchantes con la mayor solicitud.
El cajón se iba llenando de motas poco a poco. El peso no descansaba. Y a veces el papel
de estraza en que se envolvían las provisiones se escaseaba.
Las ventas que mi padre hacía en la calle del Conde eran de más consideración que las que
hacía en la Cruz de Rejina. En el Navarijo tuvo que aumentar sus importaciones y con más
frecuencia tenía que comprar en plaza para conservar surtido el establecimiento.
Por la calle del Conde había entonces, un movimiento continuo, una actividad incesante; un
ir y venir de jentes de todas clases, por lo cual era esta vía tan importante, que era dudoso
que en ella no prosperara cualquier negocio que allí se estableciera.
Por la calle del Conde, sucia, asoleada, estrecha y polvorienta pasaba todo, desde Vidal
Gallina, Pamparruá, Juanico el Loco y Mamá Reina, hasta los próceres de la Independencia
y de la Restauración, cuando los llevaba hasta el Cementerio el gran Balandrán, con su
enorme túbano en la boca, echándole el humo a la comitiva, para pasarlos por la Puerta del
Conde, como era de rigor, dispensándoles con esto, el único honor que hasta entonces se
había otorgado a los que tenían la fortuna de morir en esta vieja ciudad de Santo Domingo
de Guzmán.
Por la calle del Conde pasaban los bandos y pasaban las revoluciones triunfantes; pasaban
los reos hasta el cementerio, cuando era menester dar un ejemplo a los dominicanos levan-
tiscos, y pasaba igualmente por ella a todas horas el tranvía.
Por la calle del Conde transitaban durante la mañana numerosos campesinos que llegaban
de los alrededores de la ciudad: de Haina, de San Cristóbal, de La Venta, de Los Minas, de
los Alcarrizos y de otros diferentes sitios que hoy se han convertido en ensanches de la
ciudad.
Entraban estos campesinos por la Puerta del Conde, montados sobre sus bestias: caballos,
burros, bueyes-caballos, lucien
do grandes sombreros de canas, pañuelos de Madrás atados a la cabeza o sujetos al cuello,
cachimbos de barro o de tapizas, y a veces armados de revólveres, de cuchillos y machetes
de cabo.
Eran estos campesinos, los compai y las comai de otros tiempos que recorrían la calle del
Conde para vender sus productos y, luego de realizar estas operaciones, visitaban las
tiendas y pulperías para proveerse de lo indispensable para sus hogares situados del otro
lado de las murallas.
Iban estos campesinos, blancos, negros, mulatos, de puerta en puerta, con sus bestias a
rebiate, ofreciendo sus artículos: melao, cazabe, morros de boruga, miel de abejas, ajonjolí,
funde, pulpa de tamarindo, cañafístula, jengibre, víveres de todas clases y frutas de la
estación. Leña, cuaba, escobas y sus palos, macutos, sogas de majagua para sacar el agua
de los pozos.
Los comerciantes más dilijentes los llamaban para que les hicieran sus compras, porque en
ese sector de la calle era grande la competencia.
A cada instante se oía en la calle del Conde en el curso de la mañana:
-¡Venga acá marchante!
-¿Por ahí se pasa, valito?
-Entre marchante, que tengo un roncito muy bueno.
-¿No quiere andullo? ¿Babalao fresco? ¿Macarelas?
-Mire cornai, tengo una pursiana buena y firme que no destiñe.
Las aceras de la calle del Conde, desiguales, estaban provistas de argollas y las monturas
eran amarradas allí. Pero a veces los marchantes las amarraban en los aldabones de las
puertas o simplemente pisaban las sogas sobre las aceras con un pie, mientras pedían desde
la puerta los artículos que necesitaban.
Por el Navarijo el tránsito en las primeras horas de la mañana era difícil. Los peatones
tenían que saltar por encima de las sogas que se tendían sobre las aceras y por en medio de
la calle, los coches, los burriqueros y los carreteros sufrían momentos desesperantes.
-Quite ese caballo de ahí, animal!
-Jale ese burro, compai!
46
47
Alguna que otra vez los caballos se soltaban y el compai salía detrás del animal con su
vara, alarmado, por temor a una contravención.
-Caballo del Diablo!
-Bestia del Demonio!
La calle del Conde, por el Navarijo, hedía a estiércol, a sudor de bestias, a aguardiente. Y
las mismas tiendas, cuando se abrían por la mañana, despedían un fuerte olor a bacalao, a
cebollas, a andullos, a gas.
El tranvía hacía pasar a estos campesinos los mayores sustos. Los caballos, a veces, se
espantaban por el ruido que hacían los carros, y se salían encabritados. Los burros, que toda
la vida han sido los negros de la especie, echaban a correr, volcando la carga. Cuando las
bestias se detenían por delante de la vía, el Conductor no se cansaba de dar timbrazos y
vociferar.
-Salgan de ahí, animales o les echo el carro!
Los marchantes lo miraban asombrados o llenos de ira, mientras tiraban de la jáquima por
toda respuesta, y las bestias asustadas levantaban el pescuezo y giraban sus grandes ojos
hacia el carro.
Pero a medio día la calle del Conde quedaba vacía. Los campesinos habían regresado a sus
casas. Las tiendas permanecían abiertas y sin un alma.
En el verano, a las doce que no se podía atravesar esta calle sin un buen paraguas. Las
jentes de aquel tiempo le temían mucho al sol. Era causa de muchas enfermedades.
Abundaba entonces el tabardillo.
A media tarde, la mitad de la calle del Conde estaba en sombras. Los comerciantes que
vivían en ese lado sacaban sus sillas a la puerta para tomar un poco de fresco. A veces
jugaban con su vecino una mano de tablero o dormitaban un poco. Cuando el tranvía se
estableció, estas siestas al aire libre eran imposibles, porque los carros de la Compañía de
Transporte hacían un ruído infernal.
En la época de las lluvias, en la calle del Conde, como muchas otras calles de la ciudad se
convertía en un lodazal. Las bestias que entraban a ella lo amontonaban y las aceras y hasta
las
fachadas de las casas se cubrían de manchas de barro rojo.
Y los grandes aguaceros la llenaban de basuras. El agua que descendía de los barrios altos,
de San Miguel, de San Lázaro, de la Cuesta del Vidrio, arrastraban toda clase de
desperdicios que se detenían en las vías del tranvía que les servía de represa y allí se
acumulaba de todo, bagazos de caña, petacas vacías de carbón, cáscaras de plátanos y una
infinidad de inmundicias. Esto ocurría en algunas esquinas con más frecuencia que en
otras. Las esquinas del Navarijo eran de las más sucias.
Durante la seca era polvo lo que se encontraba en la calle. Un polvo fino, colorado, que
cubría los mostradores, que ensuciaba las habitaciones y que se palpaba en todas partes
donde se pasaba una mano limpia. Todos los días tenían que dedicar un buen tiempo a la
limpieza del establecimiento y en ocasiones les era menester cubrir algunos artículos para
evitar que se empuercaran.
Las tiendas de la calle del Conde vendían muy poco en las tardes y casi nada en las primas
noches. Pero como no había leyes de cierre los comerciantes cerraban sus establecimientos
a la hora que mejor les convenía.
Ni dependientes, ni máquinas registradoras, ni Compañías por acciones, ni demasiadas
ordenanzas municipales. Eran dueños absolutos de sus negocios y permanecían en ellos
todo el tiempo que juzgaran necesario o hasta que la suerte les fuera adversa y terminaban
en otro barrio sus últimos días.
Unicamente tenían que tener presente el Calendario. Los Santos tenían entonces más
prestigio que en nuestros días, y la Semana Santa, el día de Corpus, el día de las Mercedes,
el día del Rosario, la Virgen del Carmen, la Candelaria, la Purísima y muchas otras
advocaciones eran celebradas con una pompa tan extraordinaria, que el comercio de la
Calle del Conde no podía menos que contribuir a esas solemnidades, dejando cerradas sus
puertas.
Muchos establecimientos estaban adornados con la imagen de algún Santo de la Iglesia,
para estímulo de los marchantes y como demostración de los altos sentimientos religiosos
de sus dueños.

48
49
Las noches de la calle del Conde eran tristes. Después de las nueve la envolvía un silencio
tan profundo y una soledad tan completa que Ildefonso Sánchez no pudo menos que tomar
por un fantasma a Don Manuel Lebrón, una noche de 1880, cuando este regresaba del
Teatro La Republicana en un triciclo, con un pequeño farol en el guía, corriendo por en
medio de la calle. En vano Don Manuel gritaba:
-Alifonso! ¡Alifonso! No corra que soy yo, ¡Manuel Lebrón!
Ildefonso no se pudo detener hasta que no dobló por el callejón de la Lugo, para dar
pesados golpes en la puerta de su casa.
Aquella lucecita moviéndose a deshora de la noche en una calle tan desierta, no podía ser
otra cosa para Ildefonso que el Enemigo Malo, persiguiendo a algún cristiano.
Y fué en el calle del Conde, donde una noche, el pobre sastre Ignacio, de regreso a su casa
situada al pie de la cuesta de San Miguel, preguntó por la hora a un hombre encapotado que
caminaba en dirección contraria y recibió por respuestas, en voz ronca y gruesa, estas tres
palabras que le calaron los huesos.
-La una me dió en Madrid!
Cuando mi padre me contaba estas cosas, yo cerraba los ojos fuertemente y me hacía un
bollo entre sus piernas.
La calle del Conde tenía que ser también la calle de los fantasmas.
Para mi padre era un evidente progreso el haber podido establecerse en una calle tan
principal. Y no estaba equivocado.
IV
En 1880 había poco que ver en Santo Domingo. La vida que hacía mi padre en el Navarijo
era una vida sencilla. Pocas cosas podían distraerlo de su trabajo. La calle del Conde, en el
Navarijo, estaba formada por unas cuantas casitas modestas de una planta y de algunos
bohíos. La casa que fabricó mi padre sustituyó uno de esos bohíos que era de mi tío
Pancho, quien lo vendió a mi padre. San Lázaro y San Miguel estaban todavía despoblados
y por el lado de El Polvorín no había casas. Frente a este establecimientos había un gran
conuco y los plátanos que allí se recogían eran hermosos y de buena calidad. El vecindario
de mi casa era pobre y escaso. Alambiques de cabezote, pulperías y ventorrillos. Una
botica y una quincallería.
Mi padre estaba entregado a su pulpería. Como acababa de establecerse en un nuevo punto,
todo su empeño estaba encaminado a hacerse de una clientela ya que había perdido la que
con tanto trabajo había levantado en la Cruz de Rejina, donde su pulpería era una de las
más conocidas.
En el Conde, sus únicos momentos de descanso y de distracción se los proporcionaban sus
amigos del barrio que en las primas noches acostumbraban a visitarlo con bastante
regularidad.
A la luz de dos lámparas de gas, sentados junto al mostrador
50
51
o en el umbral de una de las puertas o en la acera para disfrutar del fresco de la prima
noche, el compadre Fellé, asiduo contertulio, José Gómez, José Mieses y de vez en cuando
Jacinto Moreno, o el compadre Marrero padrino de mi hermana Carmen, esperaban allí el
toque de Animas mientras cambiaban impresiones sobre política, sobre negocios o sobre
los sucesos del día.
Mi padrino, que tenía su Alambique en las proximidades de la puerta del Conde era
siempre de los primero en llegar a mi casa. Blanco, grueso, de estatura mediana, luciendo
saco y corbata negra, sombrero de Panamá. Los copiosos bigotes de mi padrino no los he
olvidado nunca.
Después de las buenas noches, mi padre lo interrogaba:
-Qué dice mi compadre?
-Ya usted vé, compadrito.
Y después de un corto silencio:
-La cosa ha estado floja hoy.
-No ha venido mucha jente. Yo creo que se debe a las fies
tas del Espíritu Santo.
-Hombre sí! Un marchante dijo allá, en la pulpería que no
vendría hasta la semana que viene.
-Estas jentes! No se puede contar con ellos.
A poco ha cambiado el tema de la conversación.
-Eso pasó en los Seis Años, compadre -dijo mi padre con
firmeza.
-No me parece -responde mi padrino, cruzando una pierna sobre la otra. -No me parece...
Y mientras ambos hurgan en sus recuerdos, la conversación la interrumpe un muchacho.
-Don Juan, dice Basilia que le venda un cuartillo de gas.
Mi padre se levanta, le toma la botella de la mano al muchacho, se dirige al sitio donde
tiene abierta la lata de Luz Radiante, la mejor marca, introduce el embudo por el cuello de
la botella y con un jarrito de hojalata, cuidadosamente le hecha el gas, poco a poco.
-El gas es una cosa terrible -dice mi padre estrujándose los dedos en un paño que tiene
junto a la lata de gas para ese fin. Y mi padrino está de acuerdo.
-Cualquiera no vende eso, -murmura viendo a mi padre.
Mi padre toma el dinero que el muchacho ha dejado sobre el mostrador y sacando el cajón
que se desliza debajo del mismo mostrador, tira las monedas con indiferencia.
Al sentarse de nuevo dice.
-El gas está subiendo. En casa de Leyba no hay. El único que tiene un poco es D. Andrés
Aybar.
Mi padrino no responde porque está entretenido mirando el aparador.
A esa hora, mi madre está arriba en compañía de la familia. Pero a veces tienen visitas. Mi
primo José María u otra persona del barrio. Carmen tocaba en el piano Pleyer algunas de
las lecciones que su maestro D. Sebastián Morcelo le había enseñado o tocaba la popular
varsoviana para complacer a mi madre que mientras más la oía más le gustaba.
Los varones se complacían más con la caja de música que mi padre había importado del
Norte, como él decía siempre, a la casa de Geo F. Breed & Hogarth. Era una caja grande a
manera de órgano, con su correspondiente repertorio de piezas en rollos de papel perforado
que se pasaban por medio de una manivela, a la que daban vuelta hembras y varones alter-
nándose.
La caja de música les hacía pasar ratos muy divertidos. La tía Mariquita me contaba que
esta caja de música tenía una pieza que se llamaba Aires Populares Españoles, con la cual
se divertían mucho, porque uno de mis hermanos tenía la lengua un poco pesada y cuando
pronunciaba el título de esa pieza lo alteraba de tal modo que lo convertía en una
insolencia.
Agrupados en un rincón de la sala, Elías, Abelardo, y Arturo, llamaban a Fello, el presunto
tartamudo, que más bien lo que hacía era hablar demasiado aprisa y le preguntaban.
-Qué pieza viene ahora?
Mi hermano sustituía letras y agregaba otras, de tal modo y en tal forma que resultaban
unos aires tan raros que mis hermanos se desternillaban de risa.
Pero a mis hermanos les encantaba las marchas. La marcha de Garfield, y la marcha de
Garibaldi, populares en aquella época,
52
53
la repetían tanto, que mi madre tenía que llamarles la atención.
-Dejen ese órgano -les decía-. Tengo dolor de cabeza.
A las nueve de la noche la calle del Conde por lo regular estaba solitaria. Mi padre cerraba
la pulpería, si los amigos se habían retirado. Entonces subía a los altos, conversaba un rato
con mi madre y con sus hijos, se enteraba de cómo habían pasado el día, de cómo se habían
comportado en la Escuela y sobre todo de qué le habían mandado a mi hermano Jesús al
Colejio. Luego se iba a la cama para volver a hacer lo mismo al día siguiente, tempranito,
antes de que amaneciera para aprovechar los primeros marchantes que entraran por la calle
del Conde.
Otros días, mi padre cerraba temprano, porque las ventas estaban flojas, o porque había que
economizar gas. Prefería esperar la hora de irse a la cama sentado junto con mi madre en el
balcón. Desde allí veía la calle oscura y sin un alma, porque los faroles apenas daban luz.
Y mi padre y mi madre, sentados frente por frente, se entretenían en hablar de los
incidentes del día.
-Mañana -decía mi padre- tengo que ir al Comercio. El arroz se está acabando y veré, de
paso, si han llegado otros artículos.
-Cómpralo en otra parte -respondía mi madre-, porque el último que trajiste era muy malo y
la jente no lo quería comprar.
-Ya se lo diré a D. Martín, para que me dé del mejor.
Y continuaban sentados en el balcón hasta que oían las campanas de la Catedral, dar el
toque de Animas.
Pero a veces, antes de las nueve, ya mi padre había dormido un sueño en su mecedora y mi
madre también cabeceaba en la suya. Mercedes dormía acostada en el sofá. Carmen se
aprendía una lección y Anacaona y Arturo ya estaban en sus camas. Y Fello y Nununo
estaban abajo en el zaguán, para hacer sus paseítos a escondidas por la esquina del Conde.
Eran estas noches del Navarijo aburridas, monótonas. La guardia de la Puerta del Conde,
las animaban de vez en cuando con sus cantos, su güira y su tambora. Pero hacía días que
permanecía callada porque el vecindario se había quejado. El Centinela se hizo eco de estas
quejas, y el Gobierno prohibió estos cantos.
Todas las mañanas mi padre se complacía en ver salir a sus hijos más pequeños para la
Escuela, con sus bultos y sus dulces, vestidos de limpio, con los zapatos en buen estado,
peinaditos y amonestados por mi madre para que se condujeran bien, no se entretuvieran en
la calle, vinieran derecho a casa, cuando los soltaran, y no dieran lugar a quejas por parte
del Maestro.
Los seguía un rato con la vista y luego que' doblaban la esquina mi padre volvía a poner la
atención en sus ocupaciones.
Mientras ellos aprendían algo, por si los planes de mi padre no salían bien, éste pasaba el
día vendiendo telas, vendiendo ron, vendiendo arroz, vendiendo quesos: sudando,
luchando, pensando, soñando detrás del mostrador. Cumpliendo con los fines de la vida sin
protestar. Quizás feliz.
Y mi madre, por su parte, hacía otro tanto. Desde que la casa quedaba sin muchachos,
bajaba a la pulpería para ayudar a mi padre. Ya hacía tiempo, desde la Cruz de Rejina, que
ambos estaban acostumbrados a esta lucha sin tregua y sin descanso.
Los sábados mi padre salía para Alla' adentro, a la Calle del Comercio, donde estaban
establecidos los grandes almacenes de importación, para pagar sus facturas y para comprar
en casa de D. Martín Leyba, donde Namías o donde Salvuccio los artículos que le hacían
falta.
Vestido con su saco negro y pantalones blancos de dril, sombrero de panamá y su paraguas
negro debajo del brazo, recorría mi padre la calle del Conde, deteniéndose a hablar aquí y
allí, con Don Juan Salado, que le anunciaba la llegada de un partida de lebrillos a buen
precio, con D. Luis Pozo que se quejaba del frío de las últimas madrugadas; entraba mi
padre en la casa de los Rattos para dejar apartados algunos serones de ajos españoles o
algún saquito de arroz valenciano del mejor. De paso veía los otros establecimientos y se
fijaba en el movimiento que tenían.
Antes de las doce del día regresaba. Abría su paraguas por el camino para protegerse del
sol. Ya Gervasio había llegado trayendo en la carreta toda o la mayor parte de la compra
del día.
54
55
Mi madre la había hecho descargar y ya los artículos estaban en sus lugares habituales.
Cuando la compra era pequeña, algunas cajas de jabón de cuaba o de fideos de la
Toscanella, que tenían tan buena acojida, el que la conducía era Pelón en su magnificó
burro que tanta envidia despertaba.

Después de comida mi padre se ocupaba de abrir algunas cajas. Inspeccionaba los quesos
de Flande y de Patagrás. Sacaba una o dos latas de gas. Llenaba los huecos del aparador.
Cambiaba las piezas de tela. Arreglaba las ristras de ajo. Llenaba los cajones de arroz, de
habichuelas, de café en grano, de maíz, de azúcar, de almidón.
Daba una ojeada por todo el aparador. Luego se sentaba en un silla, detrás del mostrador o
entraba a la pieza en que tenía su mesa y se ponía a examinar sus libros.
Entre días, por las tardes, mi padre para distraerse se iba de caza. Cerca de la Puerta del
Conde se reunía con su compadre Fellé quien tenía fama de tirador. Se posesionaban en el
Rastrillo, en la Sabana de los Caballos o en el Hoyo del Barro y allí pasaban la tarde
cazando palomas con sus escopetas de pistón.
Qué palomas tan sabrosas se encontraban por allí! Eran bandadas tras bandadas las que
cruzaban por esos lugares a la caída de la tarde en dirección a Andrés tan seguidas, decía el
periódico La Actualidad, que nublaban el cielo.
La tía Mariquita las preparaba a veces, pero era Anacleta, la mejor cocinera que tuvo mi
madre, la que las guisaba con el vino tinto que vendía Martín, de tal modo, que los que las
comían se tenían que chupar los dedos.
Los domingos no se vendía mucho. Eran días muertos. Los campesinos escaseaban. Y por
eso mi padre cerraba temprano.
Los domingos, sin embargo, estaban señalados por la presencia en la tienda de Marcelino el
albañil de mi padre y del barrio, que pasaba gran parte de la mañana junto al mostrador.
Marcelino, a quien todo el mundo conocía y estimaba por su bondad, era un buen amigo de
mi padre.
-Don Juan Elías -decía Marcelino- es un hombre bueno y honrado. Ojalá que hubieran
muchos como él aquí en el Navarijo. Yo sé que otros venden ron tan bueno como el de
aquí, pero yo prefiero gastarle mis cuartos a Don Juan.
Marcelino era un hombre blanco, de baja estatura, y de excelente carácter, quien no tenía
otro defecto que tomar aguardiente todos los domingos. Los otros días de la semana los
consagraba al trabajo con una devoción digna de respeto.
Iba a la pulpería de mi padre a emborracharse y cuando lo lograba se improvisaba profesor
de francés. Afortunadamente para él, ya había transcurrido más de un cuarto de siglo de la
Independencia, y hablar y enseñar francés no se consideraba un delito de lesa Patria.
Siempre he pensado que la disposición a la docencia de Marcelino se debió a la influencia
del espíritu de la época. La preeminencia que en el pensamiento de sus contemporáneos
tuviera el Colegio San Luis Gonzaga y la Escuela Normal de Santo Domingo, debió haber
despertado en el buen hombre, que era el albañil de mi padre, las dormidas aptitudes que
debió tener para el Majisterio.
Pero aquí, en este país, se malogran las más sanas intenciones.
Marcelino llamaba a mis hermanos que, en unión de Leopoldo Navarro, un huérfano
protejido del Padre Billini, que se encontraba de visita en casa esos días, y, después de
escurrirse el bigote, ancho y amarillo, con una mano, en tono doctoral, les preguntaba por
delante de un barril de macarelas:
-Vamos a ver, díganme ¿cómo se llama esto en francés?
Los muchachos miraban el barril y después de decir dos o tres disparates se quedaban
silenciosos.
Marcelino miraba a mi padre, para sorprender la impresión que sus conocimientos pudieran
producirle y exclamaba:
-Macrille!
Todos repetían en coro la misma palabra: Macrille! Macrille!
Y continuaba la lección que mi padre seguía con el rabo del ojo para no dar demasiado alas
a Marcelino, que se hacía pagar con tragos de ron su trabajo.
El nombre en francés de los artículos que estaban a la vista, habichuelas, azúcar, bacalao,
eran dichos por Marcelino con
56
57
mayor o menor claridad, a medida que iban pasando las horas de la mañana y los tragos se
sucedían.
Cuando no daba a mis hermanos sus lecciones de francés, hablaba con alguno que otro
transeúnte que al pasar lo saludaba.
- Marcelino, cómo vamos?
-Ya puede ver, -respondía- aquí mirando y oyendo. Luego se dirijía a mi padre.
-Ese es otro que se lo está llevando el Diablo, decía.
La situación económica era muy mala. Apenas se ganaba para mal vivir. Los trabajos y el
dinero estaban escasos. Marcelino, después de asomarse a la puerta y asegurarse que no
pasaría nadie por allí, se acercaba a mi padre.
-Es lo que yo digo, Don Juan. El Gobierno nos está acabando.
El no era político, pero cuando tomaba sus tragos se le desataba la lengua.
El mejor Gobierno que él había visto era el de Luperón. Conocía bien a don Gregorio.
-Hombre bueno, Don Juan! Un caballero, pero aquí en este país, lo mejor no sirve.
Mi padre lo escuchaba de vez en cuando y con un movimiento de cabeza asentía a sus
afirmaciones.
Era la de Marcelino una borrachera tranquila, apacible. Al principio hablaba mucho, luego
se quedaba silencioso, taciturno, viendo a las jentes que pasaban por la calle.
A eso de las once del día, su mujer Baldomera solía presentarse en la pulpería a buscarlo.
Al primer requerimiento Marcelino murmuraba:
-Muchacha! ¡Muchacha!
Y después de un corto diálogo, Marcelino abandonaba el establecimiento y seguía a su
mujer hasta su casa, donde se acostaba a dormir hasta el otro día en que reemprendía su
trabajo como si nada hubiera pasado y más respetuosos que nunca.
V
Pero de tarde en tarde llegaba una Compañía para actuar en el Teatro La Republicana. En
1880 se gastaron doscientos pesos en arreglar el escenario de este Teatro. Se pintó el frente,
se arreglaron las butacas y el pintor escenográfico Góngora hizo cinco decoraciones para
sustituir los "mamarrachos" hechos por Clodomiro Alfaro.
Las decoraciones que hizo Góngora eran magníficas. Llamaron la atención dos de ellas que
se consideraron como la más acabadas: la de Salón regio y la de Casa pobre, las que fueron
elogiadas por la prensa.
La compañía dramática de D. Secundino Anexy y Doña Rosa Delgado de Anexy debutó en
el mes de Junio. La Señorita Delgado, dama joven, el Sr. Santigosa y el Señor Ferrador,
que era un buen artista, gustaron mucho y fueron muy celebrados. Mi padre vió representar
Las Campanas de la Almudeina, El Gran Galeoto y El Collar de Lescot. Otras de las obras
que subieron a escena en La Republicana fueron La esposa del Vengador, La primera
piedra, Hija o Madre o El Andrés el Saboyano.
Para amenizar los espectáculos de esta compañía se formó una orquesta de diez músicos y
se tocaron danzas, mazurcas, polcas y otras piezas de moda. La prensa, sin embargo, criticó
al
58
59
güiro que desafinaba bastante y por lo cual protestó el público.
Y antes de finalizar el año, en el mes de Noviembre, algunas personas del barrio tuvieron la
oportunidad de disfrutar de otra temporada teatral. Había llegado la compañía Grilli. Entre
las obras que se pusieron en escena figuraron La Traviata y El Trovador. Estas
representaciones tuvieron un gran éxito. Una crónica apareció en El Eco de la Opinión. El
cronista copió textualmente dos versos del aria de Violeta que gustó mucho:

Gran Dio! morir cosi giavana Yo ho penato tanto!

El público hizo visar este número varias veces y pidió la repetición de la obra.
Don José Mieses le hizo a mi padre grandes elojios de esta compañía, pero de mi casa
nadie asistió al teatro.
En ese mismo año los capitaleños pudieron pasar noches muy agradables en el Circo de
Mr. Curtney. Este circo llamado Zoológico se estableció en la Plaza de Armas. Lo
componían más de veinte artistas. Había allí tigres, leones, osos, caballos amaestrados y
otros animales. Contaba este circo con trapecios, barras y cuerdas. Mi padre no se cansó de
ver trabajar a la señorita Millie. Hacía esta mujer prodigios. ¡Y qué payasos tan buenos
estos del Circo Zoológico! A mi padre le hacían desternillar de risa.
Una noche se produjo en este Circo una trajedia. El tigre devoró a Herr Langer, el
domador. Fué una escena horrible que no olvidaron por mucho tiempo los que tuvieron la
desgracia de presenciarla. Mi padre no asistió esa noche porque mi madre se sentía
quebrantada.
-Por casualidad no me encontré en ese zafarrancho -me repitió mi padre varias veces.-
Aquello fué la de sálvese el que pueda. En la calle del Conde se produjo un cierra puerta
como no lo habíamos visto ni en las revoluciones. Fue un miércoles, el 6 de Septiembre.
Mi hermana Carmen me ha contado que a mi padre le gustaban mucho los circos de
maromas y que cada vez que tenía la
oportunidad y actuaba alguno en la ciudad, pocas veces faltaba a las funciones.
Una vez le oí celebrar a dos prestidijitadores que, según él, no habían tenido imitadores. Se
llamaban Wallace y Taranta.
Cuando no había estos espectáculos la ciudad quedaba muerta. Entonces sólo se podía
contar con las fiestas religiosas, celebradas con inusitado esplendor y las que
periódicamente sacudían la modorra en que vivían los vecinos del barrio.
En el Navarijo, las de Nuestra Señora del Carmen, en el mes de julio eran las que más
interesaban a mi padre, porque eran las de su barrio. Se celebraban rumbosamente y los
vecinos ponían singular empeño en que todos los años se superaran y eclipsaran a la de los
otros barrios.
Estas fiestas tenían lugar en su parroquia. Esta parroquia era la Iglesia de Nuestra Señora
del Carmen. Nuestra Señora del Carmen es uno de los más modestos templos de la ciudad.
Situada en una de las esquinas que forman la calle Sánchez y la del Arquillo, tiene un
media naranja o ábside pequeña que mira al este, y su techo abovedado está cubierto de
ladrillos rojos, y la soportan unos cuantos arcos y otras tantas columnas que no ofrecen
ninguna particularidad digna de mención.
El Templo de Nuestra Señora del Carmen más bien es una Capilla que una Iglesia y su
fachada cubierta de almagre es sencilla y sobria, sin ningún detalle arquitectónico, con
excepción de la puerta, alta, ancha, que remata en una pequeña hornacina en la cual se ve
una imagen de la milagrosa Virgen, tan pequeña, que parece una muñeca.
A la derecha de la puerta principal se halla una puertecita baja, cuadrada, por donde entran
las personas que no quieren darse el honor de pasar por la puerta principal, o las que sólo
buscan un lugar apartado para sus meditaciones, y ninguno es, en este templo, más a
propósito que los bajos del coro.
El coro está situado hacia el oeste, en el fondo de la Iglesia. Un arco modesto lo soporta.
Hacia el este, debajo del ábside se levanta el altar principal o Mayor, que no tiene la
apariencia que tienen otros en la ciudad, pero en el cual, en vez de la virgen, a la que está
consagrada la iglesia, se encuentra el Nazareno, que
60
61
por su admirable belleza es la imagen que se destaca, junto con su trono, y que es la más
reverenciada de ese y de todos los templos de la ciudad. El Nazareno es el orgullo del
barrio.
A cada lado de la nave central se alzan dos altares pequeños. Uno de estos altares es el del
Santísimo, el otro el de la Virgen del Carmen. Era junto a una de las ventanas de esta
capilla, que mira a la calle Santo Tomás, donde en 1880, Manuel Vallejo amarraba en los
barrotes de hierro, el cajón en que le picaba la yerba a su caballo y lo ponía a comer.
Delante del arco de la capilla del Santísimo, se encuentra el púlpito, modesto, humilde,
donde el P. Gaspar Hernández alzó un día su verbo apasionado para narrar el dolor
dominicano bajo la dominación haitiana.
Cuenta la tradición que sobre este mismo púlpito, años después, se irguió una noche la
figura combativa e ilustre del Dr. Elías Rodríguez y Ortiz, bajo amenaza de ser asesinado,
para apostrofar la tiranía. Le protejía fuera del templo un pelotón de soldados. Pero cuando
el Dr. Rodríguez estaba en la mitad de su sermón, cayó una llovizna, y la jente que no
había podido entrar al templo, porque estaba lleno, irrumpió en él súbitamente para
protegerse de la lluvia. Los que estaban dentro creyeron que había llegado la hora de
cumplirse la amenaza y se llenaron de pánico. Y fué ese el instante en que el Dr.
Rodríguez, erguido, sereno y dominante, dando muestra elocuente de gran valor y carácter,
dijo a sus fieles.
-No os alarméis! Nada puede hacerse sin la voluntad de Dios. Y Dios está en favor de
nuestra causa.
Detrás de la nave central hay un patio pequeño, limitado por una pared con una puerta baja,
por donde se hace el servicio del templo y en cuyo extremo se alza, a poca altura, el cam-
panario, cuadrado, con un techo piramidal formado con planchas de zinc acanalado y
pintado de rojo. Cuatro huecos pequeños se abren en su extremo y en estos huecos están
suspendidas las campanas. Este campanario semeja un palomar.
Al otro extremo, formando un ángulo, se encuentra la Capilla de San Andrés, con su
enorme Crucifijo, al que la tradición consideraba peligroso mover o tocar. Separada del
templo
del Carmen, hasta hace poco tiempo, esta Capilla tiene ahora una ancha abertura en la
pared medianera, que permite, a las Hermanas Mercedarias, oír misa del Carmen en el
propio San Andrés.
Debido al culto del Nazareno, la iglesia del Carmen era y es todavía visitada, no solamente
por los vecinos del barrio, los navarijeños, sino por todos los moradores cristianos de los
otros barrios, incluso los más distinguidos.
Yo no conozco la historia de este templo y menos aún la del Nazareno, que tanto lo
prestigia y del que mi padre me refirió una vez que la admirable cabeza del Santo había
sido encontrada en la mochila de un soldado, aunque otros afirman que, en camino de
México, esta imagen se quedó aquí a causa de una interrupción en las comunicaciones con
aquel imperio. Pero sea lo que fuere, de estas versiones, me atrevo a asegurar que por
entonces esta cabeza del Nazareno y la estatua del Gran Almirante que luce en el parque de
Colón eran las dos únicas obras de arte con que contaba la vieja ciudad de Santo Domingo
de Guzmán.
Desde tiempo inmemorial, el Navarijo consideró la posesión de esta imagen como una de
sus más prestigiosas reliquias.
Con la cabeza inclinada, los ojos hacia abajo y la boca entreabierta, el Nazareno del
Carmen provoca la admiración, el respeto y el amor de todos los que lo conocen y lo ven
por primera vez.
La devota señora Doña Eulogia Barrientos, regaló una suma para la construcción del trono
que hasta hace poco ocupaba esta imagen; y el conocido ebanista del barrio D. Pablo
Hernández tuvo el honor de construirlo en magnífica caoba. Y en el año de 1878, D. Angel
Perdomo retocó por última vez a Jesús Nazareno.
En el siglo XVIII se instaló la Hermandad de Nuestra Señora del Carmen y Jesús de
Nazareno (8 de Marzo de 1711) en el Hospicio de San Andrés, a iniciativa del Ilustrísimo
Señor Maestro Fray Francisco del Rincón, del Consejo de su Majestad. Esta Hermandad
sostuvo una polémica en 1872 con el Dr. Fray Leopoldo, Ángel Santancha de Aguasanta,
Arzobispo de
62
63

Acrida, Delegado y Vicario Apostólico de Santo Domingo, por lo cual y en virtud de un


Decreto quedó suprimida.
Los navarijeños vivían orgullosos de su fe. Celebraban sus fiestas religiosas con pompa
inusitada. Los días de su patrona, la Virgen del Carmen, eran días memorables para todos
los que tenían el privilejio de gozarlos. Manuel Vallejo, el cacique del barrio, apoyado por
Lilís, cerraba el tránsito por las calles del Navarijo desde que se comenzaban las fiestas y
hasta que se terminaban y cuyo éxito él aseguraba por su entusiasmo y laboriosidad.
Las últimas fiestas que mi padre pasó en la Cruz de Rejina fueron muy buenas. Hubo
misas, alboradas, corridas de sortijas, pollo enterrado, palo encebado y música a medio día
en la puerta de la iglesia y por las calles del barrio. Se tiraron cohetes, montantes, buscapiés
y se elevaron globos. Hubo también corridas de toros con betas y en barreras, bolas de
fuego y bailes y muchas otras diversiones que mantuvieron a los vecinos por ocho días
disfrutando de las mayores alegrías. Fueron muy rumbosas, como quizás no se repetirían.
Mi padre contribuyó para estas fiestas con todo lo que pudo. Adornó su casa con palmas,
papel picado y cordelitos.
Comentando estas fiestas del Carmen se refirieron una noche en la pulpería a los
escándalos que había producido el Padre Jandoli. Se había dirijido al Convento y allí tuvo
una violenta disputa porque dijo que las fiestas del Rosario no podían tener lugar sin que
antes correspondieran al pago que se le debía a él, y censuró a los músicos, olvidando que
estos eran fervorosos del Rosario y por tanto se prestaban a tocar de balde.
-Fué el día 8, el martes -dijo mi padrino Fellé- pero me han asegurado que ayer volvió a
tener otro escándalo y habló mucho.
Y le refirió a mi padre que el periódico se había ocupado de esto y que había dicho, entre
otras cosas, que las fiestas del Rosario habían sido siempre muy respetadas para que el
Padre Jandolio se lucrara de ellas.
El Padre Jandoli, cura de la Catedral, era un hombre que se las traía, violento y franco,
había dado motivos a muchas críticas no solamente por los feligreses y la prensa, sino por
la Superior Curia que ya le había llamado la atención varias veces por su conducta
extravagante.
Entre las muchas sátiras que se dirigieron al Padre Jandoli figuran estas dos estrofas que
fueron publicadas en El Cable:

Señor Cura, la limosna de la Virgen, dijo un día una vieja santularia al Cura di pasta fina, y
él contestó: mi signora, e como no tengo finca, por evitare venire a casa
todos los días, vendrá cada cuatro sápados y así yo daré podría una mota.

Una mota! ... Señor qué cicatería...

La procesión de los huesos el domingo no salió porque Jandoli diez pesos y ni un real
menos de eso para sacarla pidió.

Otro de los escándalos que tuvieron lugar en esos días y que entre algunas personas llegó a
producir indignación fué el propósito que abrigó el Rector del Seminario de sacar el altar
de San Andrés para llevarlo a su Colejio. Cuando se supo esto en el Navarijo fueron
muchas las protestas que se hicieron. El Rector insistió, pero al fin triunfaron los que
vieron en esto un sacrilegio.
Don Esteban Suazo, Don José Gómez, Don Jacinto Marrero y otras personas del barrio
tuvieron el propósito de hacer una exposición al Vicario Apostólico, pero desistieron tan
pronto como supieron que éste se había opuesto a que se consumara esa monstruosidad.
64
65
VI
El 24 de Diciembre de 1880, a las once de la noche, mi padre se sentó por delante de la
mesa del comedor, rodeado de toda su familia y de unos cuantos amigos del Navarijo. No
pudo adivinar en aquel momento lo que le aguardaba en el próximo año de 1881.
Alegre, satisfecho de cómo iban marchando sus negocios en la nueva casa, mi padre oyó
complacido las ocurrencias que allí, junto a la mesa se producían aquella noche. Fue una
mesa espléndida. Había de todo en abundancia. Anacleta había preparado una buena cena.
Había gallina rellena, ensalada, pan de huevo que mi madre había mandado a hacer a la
panadería de D. Manuel Lebrón para ese día y para el día de pascuas, pescado al horno que
tanto le gustaba a mi padre, y sobre todo pastelitos sabrosísimo y hojuelas que los
muchachos comían con mucho gusto. Hubo también pan de frutas, lerenes y maní congo.
Había también manzanas. Mi padre pedía un barril especial para su familia; peras, uvas
parras y dulces de todas clases, confites, dátiles, pasas y turrón de Alicante. Los vinos eran
de la casa de D. Martín Sanlley, pero había Rosolio, el mejor licor que se vendía entonces y
vino Garnache y anís Asafalde. En el balcón los muchachos quemaban fuegos artificiales.
Domingo Morcelo a prima noche estuvo en casa y tocó al
66

gunas piezas en el piano. Los muchachos, Arturo sobre todo, no quería dejar descansar el
órgano.
La calle, aunque un poco oscura por la escasez de faroles, estuvo animada hasta después de
las doce. A las once de la noche sonaron unos tiros por San Lázaro, pero no hubo alarma.
Barbara Molina, D. José Mieses, que había sido nombrado Presidente de la junta de Crédito
Público y D. Martín Sanlley tuvieron cenas. En casa de Barbara hubo ademas canciones
acompañadas por guitarras. Varios jóvenes estuvieron allí hasta muy tarde.
Mi madre estaba alegre. Desde por la tarde los vecinos habían mandado algunos regalos.
Cerdo al horno, hallacas venezolanas, pastelones y otras cosas mas. Mi madre hizo otro
tanto. De mi casa salieron varias bandejas para las casas del vecindario.
Jesús estaba con nosotros esa noche y mi madre envió al Colejio de San Luis Gonzaga de
todo lo que tuvimos, como era su costumbre desde la Cruz de Rejina.
Como mi padre estaba cansado por el trabajo del día nadie fué en casa a la misa del gallo.
Ese día fueron muy grandes las ventas. Toda la mañana haciendo paquetes y despachando
bebidas. Mi padre notó que si hubiera tenido mayor cantidad de ciertos artículos de Noche
Buena hubiera vendido mas.
Fué pasadas las doce de la noche cuando mi familia se recojió. Las pascuas fueron muy
alegres. No se podían comparar con las del año anterior. De Los Minas vinieron muchos
negros a la ciudad. En la Iglesia de Rejina se reunió una gran cantidad de personas el
primer día de Pascuas para verlo. Mi padre llevó a los muchachos.
Eran esos negros, llamados Minas, de alta estatura, de piel de ébano, de nariz ancha y
aplastada con ventanas muy abiertas, frente estrecha y cabellos oscuros y ensortijados.
Bailaban, cantaban y tocaban los atabales, unos troncos de arboles huecos cubiertos por
uno de sus extremos con una piel de chivo. Sonaban duro y se escuchaban a larga distancia.
Llevaban los Minas el ritmo con todos los músculos del cuerpo, haciendo muecas,
golpeando los parches del Palo Grande y de los
67
Alcahuetes, que así llamaban a estos instrumentos, con verdadero frenesí.
Los Minas traían a la ciudad el recuerdo de los primeros tiempos coloniales, cuando la trata
de esclavos africanos fué un lucrativo negocio más que una imperiosa necesidad.
Las gentes obsequiaban a estos negros en los días de Pascuas, en Año Nuevo y el Día de
Reyes con dulces y bebidas. Y también les daban dinero. En las fiestas del Espíritu Santo,
por el cual sentían estos negros una gran devoción, también llegaban a la ciudad.
Eran los Minas negros delicados, sencillos, impresionables, cobardes para la enfermedad.
Procedían sus antepasados de la Costa de los Esclavos, al suroeste del Dahomey. Elmina
fué la más antigua (1470) factoría negrera visitada por Cristóbal Colón antes de su viaje a
América.
Los Minas fueron dominados por los Achantis y vendidos por éstos a los negreros, según
Deniker.
Los Minas de Santo Domingo, refugiados de Haity, fundaron el poblado que lleva su
nombre en la margen oriental del río Ozama en 1719.
El día de Año Nuevo se repitió la misma cena en mi casa. Todos estuvieron despiertos a la
hora del cañonazo y la mayoría de las casas del barrio estaban abiertas por lo que la calle
del Conde en ese tramo se veía más iluminado que de costumbre.
Conversando con sus amigos, mi padre les manifestó ese día que tenía esperanzas de que el
nuevo año de 1881, sería de gran prosperidad y que los negocios seguirían como hasta
ahora, siempre que la paz no se alterara, como era de esperar en vista del buen gobierno
que tenía el país.
VII
Como los negocios de mi padre marchaban bien, un día le dijo a mi madre:
-Sinforosa, si las cosas siguen como van me parece que ganaré algo este año.
Mi padre pensaba que ya la paz no se alteraría y que los negocios no sufrirían más
descalabros a causa de las revoluciones.
Sin embargo, el 9 de Febrero se produjo un incendio en Samaná. Fueron de consideración
las pérdidas sufridas: se destruyó la Aduana y la Enramada del Puerto y quince casas
fueron reducidas a escombros. Las pérdidas habían sido calculadas en más de 5.000 pesos,
según le dijo a mi padre D. Fellé.
Este incendio fué considerado como intencional y por temor a que tuviera carácter político
el Gobernador de la Provincia, Andrés Pérez, movilizó la tropa.
Muchas personas pensaron que este incendio se produjo para iniciar un movimiento
revolucionario; mi padre no lo dudó, pero su confianza en el éxito del Padre Meriño era
inalterable. Con motivo de este incendio el Gobierno dió un decreto para compensar las
pérdidas sufridas.
El Gobierno y el Ayuntamiento estaban empeñados en el adelanto del país. Se había abierto
un concurso para reparar el Vivac que estaba casi en ruina y se estaban realizando trabajos

68
69
en la Plaza de Armas para embellecerla. Ya se la había dotado de treinta y dos faroles.
El 15 de Febrero se dió una disposición, prohibiendo la vagancia de animales en las calles:
caballos, burros, cerdos y chivos. Los periódicos habían denunciado que en la calle del
Estudio cuatro cerdos se revolcaban en un charco que había allí y que cerca de estos cerdos
había una cabra paseándose con su cría.
El día 17 sucedió un hecho dolorosísimo que fué deplorado por la mayoría de los
habitantes de la ciudad. En el Arsenal se produjo una explosión horrible que ocasionó la
muerte del General Angel Perdomo, persona muy conocida y querida por los capitaleños.
Los primeros meses de la Administración del Presidente Meriño fueron prometedores. La
confianza pública se afirmó.
Con motivo de la guerra de Cuba en la ciudad se habían establecido muchas familias de
cubanos ricos que se estaban dedicando al fomento de la crianza y al cultivo de la caña de
azúcar.
El 27 de Febrero de 1881 decía el Presidente Meriño en su Mensaje:
"El país está en marcha y nada detendrá' su progreso... la nación prospera, la corriente del
progreso lo ha arrebatado y ya nada puede detenerlo".
Y en el mes de Mayo, El Eco de la Opinión decía:
"El impulso que está recibiendo el país se manifiesta en la fe en que por donde quiera se
emprenden los trabajos para la explotación de los elementos que éste encierra".
En efecto, la industria y el comercio estaban recibiendo grandes impulsos. Meriño había
confirmado la mayoría de las leyes que había votado el Gobierno Provisional del General
Luperón y estaba promulgando otras de gran importancia para promover la paz y el
progreso del país.
Una de las primeras leyes votadas por el nuevo Gobierno y que fué muy bien acogida por
el pueblo fué la ley de amnistía votada el 9 de Septiembre, apenas unos días después del
juramento presidencial, ley a favor de la cual regresarían al país muchos exiliados, entre los
cuales figuraba el General Braulio Alva
tez, lo que celebró mucho mi familia por ser éste uno de los buenos amigos de mi casa.
Se había concedido franquicia a los ingenios de azúcar y a la Agricultura en general, al
mismo tiempo que se habían creado Juntas de Agricultura en todas las cabeceras de
Provincias. Se estaban dando algunas concesiones para la explotación de las minas de oro y
de las arena auríferas de varios ríos. Una compañía, la united States and Dominican Mining
and Mineral Land, bajo la administración de J. H. Roc, se había constituido con un capital
de $25.000 en acciones y se había organizado una Sociedad Aurífera para la explotación de
la mina Juana, en la sección de Maná, de San Cristóbal por los señores Lecca y Straus. Esta
mina había dado cuatro muestras de pepitas que se habían enviado a la oficina de Ensayo,
de parís, dirijida por Mr. Carnot y había dado un 90.10 de oro puro y un 90.90 de plata,
resultado que no podía ser más satisfactorio.
En estas minas ya estaban trabajando sesenta hombres de día y de noche. Cuatrocientos
pesos semanales circulaban en pago de jornales. Se habían cavado grutas de treinta metros
de profundidad y una veta aurífera de un espesor de ochenta metros se había descubierto.
Otra de quinientos metros se había encontrado, "lo que hacía suponer que fuera mayor"
decía el periódico.
Lecca y Straus habían celebrado un contrato con el banquero M. Gosselin, de París para el
estudio de esta mina Juana.
The Puerto Plata Journal of Comerce anunciaba la llegada del General Lagrange con
intenciones de inspeccionar y activar los trabajos de la mina de Bulla, para que diera el
resultado que era de esperarse. "Ya hay en aquellos lugares -decía el periódico-
manifestaciones del impulso que la industria está recibiendo con la empresa acometida por
la Compañía que dirije Mr. Blandin".
Por último se iban a explotar las minas de cobre, La Anacaona, en San Carlos, en la sección
de Santa Rosa.
Una Compañía Agrícola e Industrial se había formado para garantizar los intereses de la
naciente industria azucarera, que iba tomando tal incremento que la línea de vapores de W
P.

70
71
Clyde estableció un nuevo servicio quincenal de vapores para conducir al extranjero este
producto de exportación. Ya habían llegado al puerto los vapores Santo Domingo y Ozama.
El número de ingenios de azúcar había aumentado y ya operaban en los alrededores de la
ciudad estas factorías: Santa Teresa, Bella Vista, Asunción, Constanza, Santa Elena, La
Encarnación en Guabatico, La Fe, y La Esperanza.
Estos ingenios estaban pagando todos los sábados la considerable suma de 3.500 pesos que
circulaban en la ciudad.
Se iban a construir varios ferrocarriles. El 31 de Mayo se le dió una concesión a Mr. Allen
H. Crosby para establecer un ferrocarril de Santiago a Samaná, el primero con que contaría
la República. A J. de Lemos y A. Grullón se les había otorgado otra para un ferrocarril de
Santo Domingo a Azua y a Mr. Kriner se le adjudicó la de un ferrocarril de Neyba a
Barahona, cuyos trabajos se iniciarían en breve y había llegado ya el país Mr. Edward B.
Hall, representante de Mr. William P. Butter, y de Mr. Frederic Bradley.
Mi padre tenía puestas sus esperanzas en que todo este progreso no se detendría y en que el
país continuaría avanzando sin interrupción, a pesar de cierto malestar político que se
advertía, ocasionado por las críticas que hacían algunas personas ajitando la beatería.
El año se había iniciado bajo muy buenos auspicios. Todo hacía presumir que sería un
próspero año, gracias al buen Gobierno del Presidente Meriño.
La animación que se veía en el barrio desde las primeras horas de la mañana era
extraordinaria. Desde la Puerta del Conde hasta más allá de la Botica de Guerrero no se
podía caminar. Había caballos en todas las aceras. Se veían grupos de campesinos en la
pulpería de Fellé Velázquez, en la esquina del Elefante, en la esquina del Pilón y en la del
Hacha. Entraban y salían de las tiendas, apeaban cargas, compraban andullos, comprobaron
y vendían huevos, vendían plátanos, vendían frutas.
Los comerciantes en esas horas no tenían descanso. Desde temprano permanecían detrás de
sus mostradores despachando una variedad de artículos que los marchantes iban cuidadosa-
mente colocando dentro de sus árganas.
La panadería de Manuel Lebrón se llenaba de gentes, entraban y salían muchachos,
sirvientas y hasta señoras con canastas, macutos, con paquetes de pan caliente. Era famoso
el pan que elaboraba D. Manuel Lebrón. Mi padre nunca se cansaba de alabarlo. No he
vuelto a comer en mi vida otro pan como el de Manuel Lebrón -decía a menudo.
Eran muchas las fundas de listado que se llenaban de café, de azúcar, de sal, de maíz. Eran
muchos los paquetes que se entregaban, de habichuelas, de arroz, de almidón. Se vendían
tajadas de queso de Flandes, pedazos de queso de Patagrás. Y sobre los mostradores se
podían ver laticas para manteca, botellas para gas y para ron. Las varas de medir recorrían
los extremos del mostrador. Los comerciantes daban ñapas y regalaban de vez en cuando
tragos de ron o medidas de andullo. Los mejores marchantes eran obsequiados en las
principales pulperías.
Doña Bárbara Molina vendía gran cantidad de frutas todos los días: melones, hicacos,
lechosas, guineos de todas clases. Con su bata ajustada a la cintura y su moño alto y
apretado, Doña Bárbara gozaba de un gran prestigio en el barrio, por su gentileza, por su
simpatía. En su casa se daban cita los jóvenes del barrio para comer un excelente majarete
que tenía fama hasta en los barrios de por allá adentro.
D. Martín Sanlley pasaba la mañana despachando botellas y más botellas de ron, de vino,
de anisado, como no había otro en toda la calle. Tapadas con tuzas de maíz, estas botellas
que llenaba Martín las colocaban los marchantes, envueltas en trapos para que no se
rompieran en el viaje en los rincones más seguros de las árganas.
D. Juan Salado era de los comerciantes madrugadores de la calle del Conde. Temprano,
antes que la calle entrara en actividad, se le veía dando paseítos por la calzada atuzándose
el bigote, negro y abundante que lo hacía un ciudadano tan respetable. Los bigotes de D.
Juan Salado eran de los más distinguidos de la calle del Conde.
Hace poco tiempo me dijo un español hablando de los vicios de nuestros días que una de
las causas a que él atribuía este cambio de principios morales, obedecía al hecho de que los

72
73
hombres llevaban ahora la cara completamente raspada, sin un pelo. Este afeminamiento de
la cara que se ha hecho tan de moda en nuestros días -me dijo les ha hecho perder a los
hombres la vergüenza. Y me refirió que hubo un tiempo en que un pelo de bigote era una
garantía de honor. Mientras oía a este español recordé que en mi casa me contaban que en
una ocasión D. Juan Salado tuvo un disgusto con un vecino del Navarijo y pudo evitar las
consecuencias gracias a su bigote que en verdad era abundante y recio. Habiéndose
encontrado con su adversario en una de las calles del barrio, a deshora de la noche, después
de mirarlo cara a cara, se le cuadró por delante, alzó una mano hasta su boca y le dijo:
-Si te atreves, ponle la mano a este bigotazo.
El adversario se quedó mirando los hermosos bigotes de D. Juan Salado y sea porque en
ellos midiera el coraje de D. Juan o porque pensara que con tales bigotes no se podía huir,
lo cierto fué que no dijo una palabra y Salado siguió campante por la acera, dando por
terminada la querella.
Un hombre con bigotes es un hombre con auténticas prerrogativas masculinas, de las que
no se puede abdicar sin menoscabo del carácter.
Los bigotes de D. Juan Salado fueron admirados por toda la ciudad, particularmente en la
calle del conde.
Y esta es la oportunidad de referirme a otros bigotes que me fueron muy familiares: los
bigotes de mi primo Angelito. Era un bigote abundante y negro, cuyas guías mi primo
cuidaba con esmero. Por encima de estos bigotes, de por sí notables, destacábanse los ojos
hundidos, pero provistos de un brillo tan marcado que daban a la fisonomía de Angelito
una expresión extraña, a cuantas personas lo contemplaran. Puede que esta expresión fuera
de un signo de intelijencia. Mi primo Angelito, fué un notable pendolista y mi tía Mariquita
decía que había escrito una
Gramática Castellana.
En sus últimos años de vida fué Secretario del juzgado de Instrucción de San P de Macorís
y puede que sus bigotes, durante su ejercicio, inspiraran, a los prevenidos suficiente
confianza como para esperar un justo veredicto.

abía en el Navarijo y en otros barrios, ejemplares muy notables. Bigotes tenía D. Miguel
Alcalá, D. Martín Sanlley, D. Juan Arvelo, D. Fermín Pereira y D. Domingo González. Mi
padre gastaba también abundantes bigotes y consecuente con su época, en sus últimos años,
se dejó de crecer la barba porque no cambió de ideas.
Los bigotes de Cesáreo Guillermo fueron célebres. Bigotes así, sólo D. Bubul Limardo los
ha podido tener en nuestros días. La mayoría de los comerciantes del Navarijo lucían bigo-
tes. Y como complemento de los bigotes llevaban hermosas barbas o modestas patillas, que
como las de autor de Himno Nacional, D. José Reyes, se podían comparar hoy con las de
un cosaco ruso.
Las barbas de escoba del Sr. Marrero, dueño de uno de los alambiques de la calle del
Conde, sólo podía ser comparadas con las de D. Juan Francisco Pereira, notable músico,
orgullo del barrio, clarinete y requinto distinguido de la Banda Militar y compositor de
danzas populares. Las barbas de Pereira eran las barbas más hermosas del barrio y quizás
de toda la ciudad. Pereira era un Dios Pan elevado a la categoría de un Moisés de Miguel
Angel.
Barbas gastaron también D. Gerardo Herrera, D. Joaquín Montolío y Monseñor Roque
Cocchia.
He pensado muchas veces que los pelos en la cara que con tanta distinción y orgullo
llevaban estos hombres del siglo pasado, conservaban en ellos un vivo sentimiento de
dignidad humana y por esto eran más honrados y menos serviles.

74
75
VIII
Una mañana, sin embargo, ocurrió lo que no debió sorprender a mi padre. Cuando estaba
entregado a su trabajo de todos los días detrás del mostrador, oyó la noticia de que un
levantamiento se había
producido en los alrededores de la ciudad.
Ya desde el mes de Mayo circulaban propagandas por todas partes, pero mi padre no hacía
caso de ellas. Se hablaba de expediciones y de levantamientos en diferentes sitos de la
República. Mi padre tenía tal confianza en el Gobierno que en ningún momento les dió
crédito a estos rumores.
Pronto se dió cuenta de que se había equivocado. Lo que había oído en la mañana era
cierto. Varias personas que estuvieron en la pulpería le informaron de los acontecimientos
que se habían desarrollado en el Algodonal. Le mencionaron los nombres de los cabecillas
y le hablaron de la alarma que había en la ciudad.
-Mucho habían tardado -se dijo mi padre- Aquí no pueden vivir sin el desorden.
Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, mi padre dió unas cuantas vueltas detrás
del mostrador y no quiso comentar con las personas que llegaron esa mañana a la pulpería,
la noticia que le acababan de dar.
Más tarde oyó los tres tiros de alarma y vió pasar algunas personas apresuradamente por la
acera de enfrente. Unicamente habló de esto con mi madre.
-Esto -le dijo visiblemente contrariado- es un verdadero contratiempo. La revolución ha
estallado tan cerca de la ciudad que perjudicará extraordinariamente el comercio. Nos hará
mucho daño.
Y pasó el resto del día trabajando. A cada momento oía una propaganda. Los alzados son
en número considerable, están bien armados y pertrechados. Tomarán la ciudad a sangre y
fuego. En la ciudad hay mucha jente comprometida. El Gobierno no tiene dinero para
sofocar la revuelta. Es un movimiento en favor de los rojos.
Los días siguientes vió pasar por el frente de su establecimiento las tropas. Grupos de
hombres sucos, sin zapatos, vestidos como quiera y con armas de mala calidad. Iban
alegres como si fueran a una fiesta. Los jefes, montados en caballitos flacos, con sus sables
de cabo colgados de la espalda. La calle estaba alarmada con los toques de cornetas y los
¡Viva el Gobierno! que salían de las bocas de los soldados. Era tal la entrada y salida de
jentes armadas en la ciudad que ésta parecía un campamento.
Las cárceles se llenaron rápidamente. Algunos de sus amigos y mucha jente conocida
habían sido encarcelados.
La ciudad parecía muerta desde las seis de la tarde. Nadie se atrevía a salir de su casa y en
los fuertes se escuchaba desde la oración el "¡Centinela alerta!" "¡Alerta está!"
Y por las mañanas apenas se veían dos o tres campesinos. Daban unas cuantas vueltas,
compraban lo indispensable y salían con la mayor rapidez, se iban por los caminos
extraviados porque los guardias de puesto los rejistraban.
Cuando mi padre veía, desde su mostrador la calle vacía, se cruzaba de brazos, o se daba
paseítos dentro del mostrador o se sentaba en su silla, a mover los dedos de las manos
como era su costumbre cuando tenía una gran preocupación. A veces, desde la puerta
saludaba a Martín que se entretenía en ver la calle.
-Cómo está eso por allá? -le preguntaba Martín pasándo

76
77
se la mano por los bigotes y dibujando una sonrisa de intelijencia.
-Ya tu puedes suponer -le contestaba mi padre.
Un día se escapó un tiro en la Fortaleza y tocaron alarma. Hubo una gran corredera y un
cierra puertas. A todo lo largo de la calle del Conde se oían los golpes de los aldabones de
las puertas. Las jentes permanecieron a la expectativa más de una hora, esperando al
enemigo, porque no pasó una sola persona que viniera de allá adentro y dijera lo que había
sucedido.
El Presidente Meriño, para evitar el conato de revolución de Pablo Mamá, había salido para
Azua en viaje especial junto con el Ministro de la Guerra, Gral. Billini, y el Gral. Heureaux
se hizo cargo de la situación. Llegaron tropas del Cibao y unos cuantos generales fueron
enviados en persecución del enemigo.
Se hicieron concentraciones en Pajarito de las jentes de los campos vecinos al Algodonal.
Se libró un serio combate y se le hicieron innumerables heridos a la revolución.
Mi padre seguía todos estos acontecimientos y en su pulpería eran comentados por los
amigos todas las noches.
-La capital vivió días muy tristes -me decía mi padre-. Había dos calamidades juntas como
si hubiera sido un castigo: las viruelas, que estaban acabando con las jentes y la revolución
que ocasionaba también muchas víctimas.
Pero con pocos días de diferencia estalló otra revolución en el Este capitaneada por el Gral.
Cesáreo Guillermo, y parecía que el país se iba a anarquizar de nuevo. El Gobierno tuvo
que dividir su atención y no podía atender a dos revueltas al mismo tiempo. Había que
terminar la primera y el Gral. Heureaux, para evitar la caída del Gobierno, obró con mano
severa, dura. Los prisioneros de la revolución del Algodonal fueron fusilados en el
cementerio de la ciudad en cumplimiento de un decreto dado el 30 de mayo.
De este hecho todo el mundo se horrorizó. Fueron inútiles todas las peticiones que se
hicieron con el fin de obtener perdón para los revolucionarios. El cabecilla, Gral. Alvarez,
pidió garantías y le fueron concedidas, embarcándose el día 13 de Agosto en el Island Start
para Saint Thomas. El país deseaba paz. Un
78

grupo de Generales del Sur publicó el 19 de junio en El Eco de la Opinión un suelto


concebido en estos términos:
"E! honrado Gobierno del Doctor Presidente Meriño que obra con tanta pulcritud y tanta
imparcialidad, será sostenido a todo trance por los generales que firman, porque su lema es
Patria, Libertad, Justicia, Igualdad, Progreso". Estaba firmado por J. R. Cordero, Miguel
Pereira, Juan P. Pina y Narciso Objío.
Cuando se venció la revolución del Algodonal se enviaron tropas al Este para sofocar la
otra. El Gral. Heureaux salió el día 3 de Agosto con ese propósito. Se libraron allí algunos
combates y el Gral. Heureaux resultó herido en uno de ellos. Pero los revolucionarios
fueron derrotados. El Gral. Guillermo se escapó, refugiándose en Haity; los demás jefes
fueron fusilados. La paz se restableció como se hace siempre, descargando golpes
despiadados sobre los alzados.
Los meses de julio y Agosto de 1881 -me decía mi padrefueron meses en que la sangre
corrió en gran cantidad por todas partes. Sólo el Cibao quedó tranquilo esta vez. Muchos
hogares aquí en la Capital vistieron luto. Y el Padre Billini no usó más nunca su teja por el
desaire que le hicieron.
Entre las personas que fueron fusiladas en el Cementerio figuró un joven de veinte años
que había sido dependiente de mi padre en la Cruz de Rejina. Fué hecho prisionero después
de haber sido herido en un asalto y como otros tantos traído a la ciudad para pasarlo por las
armas. Se llamaba Lico Guerra y fusilado junto con su hermano Manuel Guerra.
Cuando cayó desplomado después de la descarga alguien dudó de que estuviera muerto y
para comprobarlo se le acercó un fósforo encendido a la nariz. Como la llama del fósforo
vacilara un poco, le dieron el tiro de gracia.
Otro de los jóvenes que fueron fusilados ese día era un dependiente de la Farmacia de D.
Emiliano Tejera. Un pobre muchacho. Cuando su abuela se enteró fué en seguida a donde
D. Emiliano y éste pensando en que habría clemencia le aseguró a la pobre viejita que todo
se arreglaría. D. Emiliano se puso su levita, tomó su sombrero y fué a Palacio para implorar
perdón por su dependiente. Como a los otros le fué negado y el pobre mu
79

chachito cayó abatido a balazos junto a sus demás compañeros.


Estos trájicos sucesos que epilogaron la revolución del Algodonal y del Este afectaron
considerablemente a mi padre. Se sentía desencantado y así se lo manifestó varias veces a
sus amigos de la pulpería, con quienes únicamente hablaba mi padre de estas cosas. El país
seguiría mangas por hombro, dando tumbos. Volvería otra vez a reinar la anarquía. Las
esperanzas de paz que abrigó cuando Meriño fué elejido se habían desvanecido.
I mi padre vió pasar los días y las semanas sin que las ventas llegaran a la mitad de las que
eran antes.
La calle del Conde parecía un desierto. Los campesinos no venían al Navarijo. De diez o
doce caballos que había siempre amarrados en las puertas de la pulpería, ahora apenas
pasaban de tres. Aún sus mejores marchantes no los veía venir.
-Qué pasa? -le preguntó un día mi padre a Carlitos, el marido de Chichita la de Haina-,
¿por qué no viene jente?
Y Carlitos le contesto que había muchas propagandas todavía y que por allá decían que
todo el que entraba a la ciudad lo cogían para el fijo.
-¡No, hombre! -le respondió mi padre sonriendo.- Eso es para hacerle daño al comercio.
En uno de aquellos días de angustia y de zozobra que la revolución del Algodonal ocasionó
a las familias de la Capital, mi hermano Abelardo desapareció de mi casa. Salió para la
Escuela en la mañana y no regresó a la hora de costumbre. Mi padre lo buscó por todas
partes: en Santa Bárbara, en San Miguel, en San Lázaro, en la cuesta de la Atarazana y por
la Misericordia. Pasó casi todo el día en la calle. Nadie le dio razón. Los amigos de mi
padre se brindaron para buscarlo. Pero mi familia vió llegar la noche sin esperanzas y sin
noticias. Mi madre estaba inconsolable. Las más absurdas conjeturas se hicieron con
motivo del suceso.
Afortunadamente aquella angustia duró poco... Al día siguiente, cerca del medio día, se
presentó por delante de la puerta de la pulpería, Carlitos, sobre una bestia con Abelardo
sentado por delante. Después que cambiaron saludos, Carlitos le refirió a mi padre las
aventuras de mi hermano.
-Ayer -le dijo- a la caída de la tarde yo estaba sentado en la puerta de mi bohío. Vi pasar un
joven que me pareció de la ciudad. Fijé la vista en el muchacho. "¿Aquel no es Abelardo, el
hijo de D. Juan Elías"? -le dije a mi mujer. "Hombre sí. Me se parece", -me respondió ella.
Salí detrás del joven y cuando lo alcancé le pregunte qué buscaba por allí. No me supo
contestar. Lo invité a que durmiera en casa y le ofrecí que por la mañana lo llevaría a donde
él quisiera. A ruegos aceptó. Y tempranito mandé a preparar esta montura y aquí se lo
traigo.
Mi padre hizo bajar del caballo a Abelardo; y ese día y los siguientes trató de averiguar las
causas que motivaron esa escapada, pero fueron inútiles estos intentos. Abelardo no dió
una explicación satisfactoria de su extraña conducta.
Una semana después supo mi padre que mi hermano había sido conquistado para que se
uniera a la revolución.
-Las malas juntas -dijo mi padre-. Yo no quisiera que ninguno de mis hijos fuera político.
Un lunes que mi padre fué al comercio, se detuvo en la puerta del establecimiento de D.
Luis Pozo. Hablaron de la ocurrencia de Abelardo. Después de manifestarle lo mucho que
se alegró al saber que no le había pasado nada, le dijo a mi padre.
-El no tiene culpa. Mantener apartados de estas cosas a los hijos es una empresa difícil.
Hacen lo que ven y el mal ejemplo lo dan los de arriba.
A partir de aquel día mi padre vivió en una constante preocupación.
-Este hijo nos dará muchos dolores de cabeza -le dijo en una ocasión a mi madre.- Está
cogiendo un mal camino...
Mi madre guardó silencio.
81
80
IX
Los sucesos del Algodonal afectaron considerablemente a mi padre y sobre todo la
conducta observada por Abelardo en aquellos días. El hecho de que uno de sus hijos pudo
haber sido una de las víctimas de esa trajedia lo preocupaba demasiado. Mi padre no quería
saber que ninguno de sus hijos fuera político y así se lo manifestó varias veces a D. Fellé y
a otros de sus amigos.
-La política no trae nada bueno y en este país menos- decía mi padre.
Mi padre no podía discernir las cosas. Condenaba la política por los sucesos que había
visto, pero no se podía dar cuenta de que el mal no estaba en la política, estaba en la clase
de hombres que la ejercían. El grado de ignorancia del pueblo dominicano de aquella época
era el culpable de todo. De los hombres ignorantes de aquel tiempo no se podía esperar otra
cosa que crímenes, robos, persecuciones y arbitrariedades.
Mi padre deseaba que sus hijos fueran como él hombres de trabajo. Que huyeran de los
empleos de Gobierno.
Fué por eso, por lo que, sin hacerse ilusiones, cuando Juan Elías le manifestó en abril de
1881 deseos de trabajar por su cuenta, mi padre sintió una gran satisfacción, porque había
deseado que alguno de sus hijos se inclinara al comercio. Después
de consultar con mi madre, mi padre decidió establecerlo en la misma casa en que estuvo el
alambique que mi padre había cerrado ya, hacía meses, despachando a Chividón, porque
eran tantos los que habían en la calle del Conde, que la competencia no permitía ganar gran
cosa.
Mi hermano Juan Elías, como para darle más formalidad a su petición, le manifestó a mi
padre que se asociaría con el joven Luis Castillo, bien conocido de mi padre, lo que fué de
su agrado.
Antes de que terminara el mes, la pulpería de mi hermano Juan Elías, situada en la otra
manzana de la misma calle del Conde, abría sus puertas e iniciaba sus negocios.
-Dios quiera -le dijo mi madre a mi padre ese día-, que Juan Elías le coja amor al comercio,
de este modo, yéndole bien a él, nos podemos defender mejor.
Pero Abelardo no quería trabajar. Tampoco quería ir a la Escuela. Salió del Colejio San
Luis Gonzaga antes de tiempo. Se inscribió después en el magnífico Colejio El Salvador,
del Sr. Federico Llinás y a pesar de haber presentado allí buen examen en 1879, no quería
seguir estudiando. Eran inútiles los consejos de mi padre. La buena posición que tenía mi
padre era un inconveniente. Abelardo tenía que gastar y esto le permitía vestir bien, asistir
a fiestas, hacer regalos y darse buena vida. Mi padre lo regañaba de vez en cuando para que
se moderara. Pero como tenía un carácter franco y divertido, estas amonestaciones eran
inútiles.
Mi hermana Carmen me refirió una vez que Abelardo desde pequeño fué vivo y travieso.
Un día jugando con otros muchachos del vecindario les quiso mostrar que se introduciría
una peronila por un oído y se la sacaría por el otro. El resultado de esta travesura fué que la
peronila se le quedó en el oído ocasionándole serias molestias por lo que hubo que llevarlo
donde diferentes médicos para que le hicieran la extracción de la peronila. Eran tiempos
atrasados y los facultativos que lo vieron no pudieron hacerle esa pequeña operación. Fué
un médico cubano que había por casualidad en la Capital, el Dr. Socarrás, quien después de
vencer algunas dificultades, pudo al fin extraer la dichosa peronila.

82
83
Entre Angelito, el hijo de la tía de Mariquita y mis demás hermanos hubo siempre una
secreta rivalidad. Por uno de mis hermanos supe que la tía Mariquita y mi padre dejaron de
hablarse por mucho tiempo, debido a estas rivalidades que se suscitaban entre ellos y el
primo Angelito. La tía Mariquita nunca estaba conforme del trato que en mi casa le daban a
su hijo. Y lamentaba que los primos no se quisieran como debía suponer el parentezco.
En una ocasión, me contó mi hermana, se organizó en mi casa un reinado y después de
muchas deliberaciones fué resuelto que Angel María fuera el Rey. Se hicieron grandes
preparativos para el día de la coronación. En el patio se habilitó una pieza y en ella se
construyó un trono con sus gradas. Mis hermanos invitaron a sus amiguitos del vecindario
y mi madre contribuyó con dinero para comprar los adornos con los que se prepararía la
habitación. Mi tía por otra parte hizo gastos para preparar a Angel María. Se le hizo un traje
blanco, se le compró un par de zapatos así como otros artículos de que había menester. La
alegría y el orgullo de mi tía por la elección que se había hecho de su hijo para ocupar el
puesto de honor en la fiesta no tenía límites. Por mucho tiempo se refirió esta ocurrencia en
mi casa, desde luego en ausencia de mi tía, a la cual no se le podía recordar. El día que se
iba a efectuar la coronación de Angel María fué un gran día en mi casa, para mis hermanos
y para sus amiguitos y amiguitas del vecindario. El acto se verificaría en la prima noche. El
patio estaba alumbrado con velas, el camino que iba a recorrer el Rey se había adornado
con flores de flamboyán y me parece que hasta se habían colocado cordelitos de papel,
adorno que estaba de moda en aquella época. En la tarde se presentó mi tía con Angel
María de la mano, muy bien vestido. Mi madre temía alguna ocurrencia, porque las
diferencias que mis hermanos demostraban por su primo le parecían excesivas y además
porque conocía el carácter de algunos de sus hijos, de mi hermano Abelardo sobre todo,
que era muy amigo de hacer travesuras. Pero mi tía en cambio reventaba de satisfacción.
Cuando la concurrencia fué numerosa y el cuarto estaba repleto con la muchachería del
vecindario y algunas personas mayores que gustan de estos juegos, se dispuso a efectuar la
ceremonia. Esta se comenzó de una manera solemne. Angel María fué conducido por el
camino cubierto de flamboyanes, del brazo de una de las muchachitas más buenamozas del
barrio y después de subir las gradas que se habían fabricado con cajones procedentes del
establecimiento de mi padre, fué definitivamente instalado en la silla que se le había
preparado. Este trono tenía una regular altura, por lo cual mi primo Angel María se
destacaba por encima de la concurrencia. Mi tía estaba allí. No podía ocultar la satisfacción
que le producía la posición alcanzada por su hijo. Lo miraba extasiada. Consideraba un
honor que entre tantos muchachos de su edad hubiera sido escojido él para ocupar tan alto
puesto. Su traje blanco, que con tantos afanes habían preparado, brillaba a la luz de las
velas y los ojos de Angel María, que siempre fueron muy hermosos, brillaban como ascuas.
Yo oía contar en mi casa que mi tía estaba imposible aquella noche. Todo aquello le
parecía tener una trascendencia extraordinaria. Mientras mis hermanos sólo pensaban en la
travesura que preparaban, mi tía soñaba en la posibilidad de que aquella podría ser repetida
por los hombres en no lejano día, y que por su esfuerzo y la intelijencia del muchacho, que
todos se la reconocían, podría llegar, no a Rey, porque aquí no había eso, pero por lo
menos a Jefe, Gobernador o quien sabe si a Presidente. No se podía dudar. El padre de mi
primo era un hombre blanco que gozaba de consideración. Más tarde fué un prócer.
Iniciada la ceremonia, había, según lo dispuesto, que entregarle el bastón de mando a
Angel María. Este era el momento culminante de la fiesta. Mi hermano Abelardo era el
encargado de cumplir este acto del programa, después del cual, se había convenido en que
el Rey sería paseado por todo el patio, bajo el palio formado por los ramos de flamboyanes
y seguido de su séquito formado por toda la concurrencia. Súbitamente Abelardo
desapareció, porque el bastón o báculo de mando no estaba allí. Con el pretexto de los
adornos que llevaba y de la importancia de esa prenda, se había dejado fuera del cuarto, de
modo que constituyera una sorpresa su presentación en público. Hubo un momento de
expectación. La concurrencia silen
84
85
ciosa aguardaba la llegada de Abelardo con la insignia. Angel María sonreía en el trono, mi
tía hervía en regocijo y mi madre, desconfiada se colocó en una esquina del cuarto, para es-
perar los acontecimientos.
De pronto, casi corriendo, se presentó Abelardo con la pieza. No había tiempo que perder.
Sin más preparativos se adelantó por las gradas y le acercó el bastón al primo que,
ceremoniosamente alargó el brazo para agarrarlo. Cuando cerró la mano mi hermano haló
violentamente. Varias muchachitas se pusieron de pié. Se produjo un tumulto y se oyeron
gritos. Angel María abandonó el sitial después de proferir palabras insultantes. Algunas
velas se cayeron y produjeron pánico. La concurrencia abandonó el cuarto corriendo
desordenadamente. Se produjo cierta consternación. Y mi madre, indignada profirió: "Yo
sabía!" "Yo sabía!"
Un olor nauseabundo se esparció por la habitación y sus alrededores.
Luego, risas y gritos de la concurrencia en el patio, que no cesaba de celebrar el percance, y
mientras tanto en el aposento de mi madre, sobre la cama, mi tía Mariquita se ajitaba presa
de horribles convulsiones. Se había privado. Fué inútil intentar suministrarle agua tibia con
sal, por lo cual mi madre dispuso mandar al mismo Abelardo a llamar al Médico de la casa,
al compadre José Ramón, no sin advertirle a mi hermano que no lo impusiera del motivo de
lo ocurrido. Así terminó el reinado de mi primo Angel María. A su casa lo llevaron casi
desnudo, porque el flux quedó inservible.
Y mi padre aquella noche, y después, cuando se aludía al caso, sonreía al pensar en esta
travesura, y cuando mi tía no pudiera verlo decía:
-La cosa no hubiera tenido importancia si Mariquita no la hubiera tomado tan en serio.
Hasta hace pocos años por el vecindario se conocía al primo Angelito con el remoquete de
Angelito el "Rey Fó".
Cuando se refería a Abelardo, mi madre solía decir:
-A pesar de ser tan traviezo, es generoso y tiene muy buen corazón.
En una ocasión se estrenó un flux y como alguien le prodigara un cumplido, entró en su
aposento, se desvistió y lo regaló. Mi madre lo reprendió.
-Tú eres un alcahuete -le dijo-, un consentido de tu padre.
El único servicio que Abelardo le hacía a mi padre era cobrarle las cuentas. Aprovechaba
esto para conseguir dinero, pues cuando estaba necesitado los deudores no pagaban com-
pleto. Además aprovechaba esto como un motivo para pasear. De este modo justificaba sus
salidas y las dilaciones que sufría en la calle.
Hasta en la noche, cuando venía tarde, se justificaba con los cobros. Y mi padre tenia en él
una gran confianza. Le quería mucho. Decía mi madre que cuando Abelardo entraba y
decía: "¡Papá!", lo decía de tal modo que a mi padre se le quitaba en seguida todo el enojo.
-¿Tú no ves la hora que es? -le decía mi padre cuando venía un poco más tarde que de
costumbre.
-Sí! -contestaba Abelardo sonreído- yo sabía la hora que era pero usted no sabe lo que me
ha pasado.
-Qué? -preguntaba mi padre curioso-. ¿Qué te ha pasado?
-Por casualidad no he tenido un serio disgusto -decía Abelardo poniéndose serio-. Un
disgusto tremendo.
Mi padre arrugaba el ceño y volvía a preguntar:
-Cómo así? ¿Qué te hicieron?
Al verlo ya interesado, Abelardo continuaba.
-Ví en la plaza de armas a Yepes. ¿Usted sabe quién es Yepes?
-Yepes? ¿Quién es ese Yepes?
-Aquel que le debe a usted. El del recibo que yo le llevé varías veces y que nunca quiso
pagar.
Mi padre exclamaba:
-Yepes! Ah!, sí, ese es un pícaro. ¿Qué te dijo?
Abelardo le hacía una historia minuciosa del encuentro. Yepes quiso insultarlo, pero él le
habló duro, muy duró y le metió los pelos para adentro.
Usted cree que no va a pagar esa cuenta. A mi padre se respeta. Usted tendrá que pagarle
de cualquier modo. El estaba dispuesto a cualquier cosa. Tendría que ponerle un plazo fijo.
86
87
Volvería a verlo la semana entrante. Lo sometería a la justicia. Le quitaría cualquier cosa.
No se quedaría con lo ajeno.
Mi padre lo interrumpía en su largo relato:
-Bueno! ¿Y en qué quedaron?
-Quedamos -decía Abelardo- en que él vendría pasado mañana, el domingo por la mañana
a hablar con usted. Dice que pagará poco a poco.
Mi padre quedaba satisfecho. Abelardo, después de todo se interesaba por sus negocios.
Y de vez en cuando volvía a repetirse esta escena con Yepes, con Miranda, con González.
-Yo no sé qué hacer con este muchacho -le decía a menudo mi padre a mi madre cuando
del porvenir de la familia hablaban.- Yo no sé qué hacer. Ya le he aconsejado que evite ma-
las juntas. Yo tengo la seguridad -agregaba mi padre- que son los amigos los que me lo
sonsacan.
Un día que mi padre fué al comercio a pagar sus facturas y a hacer compras, se detuvo un
buen rato en casa de D. Aron Namías. A mi padre se le ocurrió ese día hablarle de
Abelardo. Namías le dijo a mi padre que aunque no tenía en esos días ninguna colocación
disponible, bastara que se tratara de su hijo para que él no pudiera negarse.
-Mándelo por aquí -le dijo-. Yo veré lo que puedo hacer por él.
Mi padre no habló de sueldo. Le confesó a Namías que su único propósito era encaminarlo
y sacarlo de ciertas compañías que a su juicio estaban perjudicándolo.
El lunes siguiente Abelardo se presentó en el gran Almacén del Sr. Namías y desde ese día
fué su empleado.
Poco a poco Abelardo se fué acostumbrando y el Señor Namías le cobró afecto, a tal punto
que a los pocos meses le dijo a mi padre:
-Estoy muy contento con Abelardo. Es muy intelijente. Mi padre regresó aquel día a su
casa contentísimo y así se lo manifestó a mi madre.
-Namías está satisfecho de Abelardo. Dios quiera que siga así.
Por la noche el tópico de la conversación en la pulpería de mi padre fué la instalación de la
Casa de Beneficencia y Asilo de Pobres en el edificio en que estaba la Cárcel de Mujeres.
La bendición de esta nueva institución creada por el Padre Billini tuvo lugar el 19 de junio
de 1881. Fueron padrinos mi padre, D. José Mieses, el compadre José Ramón, el Dr.
Delgado y diez o doce personas más. Bendijo la Capilla y el nuevo Asilo, Monseñor Roque
Cocchía y el Presbítero Bernardo d'Emilia.
La ceremonia se celebró a las cuatro de la tarde.
-El Padre Billini -dijo mi padre- estaba contento. Esa obra le había costado muchos dolores
de cabeza y si no hubiera sido por la ayuda que recibió de tantas jentes no la hubiera
podido llevar a cabo.
Y mi padrino Fellé Velázquez le dijo a mi padre que el Padre Billini había obtenido
donativos del Americano Crosby (Allen Howard), de D. Juan Bautista Vicini, de Doña
Mercedes de la Rocha, y de Doña Eulogia Barrientos, la que regaló el trono del Nazareno
que hizo el ebanista Pablito Hernández.
Mi padre se puso contento. La Cárcel de Mujeres era la afrenta del barrio.
Luego hablaron de la caza de palomas y mi padre y mi padrino discutieron la calidad de las
famosas escopetas que se vendían en la plaza. Mi padrino abogó por las escopetas
vizcaínas y mi padre estuvo de acuerdo. Las escopetas que no consideraron de buena
calidad eran las célebres escopetas Lafonchett.
A las nueve mi padre cerró su pulpería. Después de esa hora las jentes solían acostarse y ya
no se vendía un centavo más.

88
89
X
Los negocios de mi padre marcharon bien hasta mediados de año. Mi padre estaba
satisfecho.
Pero, apenas se inició el mes de junio, la ciudad fué acometida por una terrible epidemia de
viruelas, como no se había visto nunca. La ciudad sé llenó de angustia y de dolor. Esta
epidemia causó a mi padre los más crueles sufrimientos.
Ya en el mes de Febrero se habían rejistrado algunos casos de esta terrible enfermedad en
Puerto Plata y en Santiago. Y de esta última ciudad la epidemia pasó a Moca y a San Fco.
de Macorís. En el mes de Abril, el día 7, aparecieron los primeros atacados en Santo
Domingo y con la rapidez del rayo se generalizó por todas partes.
La epidemia de viruelas trajo a la ciudad innumerables calamidades. Contaba mi padre
cómo la falta de recursos del Gobierno y del Ayuntamiento impidió sofocar esta terrible
epidemia que rápidamente se extendió por todas partes. La mortalidad fué crecidísima y la
población sufrió toda clase de privaciones y calamidades.
-Las jentes -me decía mi padre- se morían de la mañana a la noche. A veces sin asistencia
médica. En la calle de San Lázaro, cerca de nuestra casa, murió una señorita muy conocida
sin
90
encontrar quien le diera un vaso de agua, porque todo el mundo le tenía miedo a la
enfermedad. A los atacados los envolvían en hojas de plátanos para que no se les pegaran
las sábanas. En las calles y en las plazas se hacían zahumerios para ahuyentar la peste. Se
hicieron rogativas. Y los templos estaban llenos de jente que iban a rezar o a oír misas que
las personas pudientes mandaban a decir.
Los apestados eran cuidados por viejas que se dedicaban a esta faena mediante crecidas
remuneraciones, que sólo podían hacer las familias pudientes; pero no faltaron jóvenes
valientes y abnegados que desafiaron el peligro. Entre éstos, mi padre señalaba al popular
Hilario Espertín, que no hizo otra cosa mientras duró la epidemia, que brindarse a atender a
los atacados. El hijo de Bárbara Molina fué de los que fueron asistidos por dos o tres
amigos que no pudieron salvarlo. Pero fueron innumerables las personas que murieron
abandonadas por sus propios familiares.
Durante esa epidemia se formaron cuerpos de enterradores entre personas de los barrios.
Trabajaban constantemente sepultando cadáveres. A veces esperaban en las puertas de las
casas los últimos momentos de la agonía de las víctimas para entrar y sacarlas tan pronto
como expiraban con la rapidez del rayo. En ocasiones una que otra víctima fué sacada de su
casa todavía con vida. De los barrios se llevaban hasta los moribundos al cementerio para
que terminaran allí sus últimos momentos.
El aspecto de la ciudad en aquellos días era pavoroso. Las calles estaban desiertas. Los
campesinos no venían a la ciudad por temor de llevar la epidemia a sus casas. Por ese
motivo la escasez de alimentos se hizo más aguda.
En las noches oscuras sólo se oían quejas y lamentos por todas partes. Y de vez en cuando
se escuchaban en las altas horas de la noche, el ruido de una carreta que conducía uno o
más cadáveres al cementerio.
Durante el día muchas casas de comercio dejaron de abrir sus puertas y otras tantas casas
de familia permanecían cerradas porque sus moradores habían huido al campo.
Los pocos Médicos que habían entonces apenas daban tre
91
dicos tuvieron que hablarle al pueblo para que abandonara todas esas supersticiones.
Pero la tía Mariquita que todo lo sabía me dijo en una ocasión:
-Pero nunca falta malos cristianos. El que ayudaba a Pío, el enterrador, un tal siño
Ambrosio, se le ocurrió decir que no deseaba que se acabara la epidemia. Cobraba un peso
por cada hoyo y como ganaba tanto en esos días quiso reedificar su bohío con ese dinero y,
no lo había terminado, cuando ya los muertos por viruelas iban disminuyendo todos los
días.
El restablecimiento de Jesús le produjo a mi padre una de las mayores satisfacciones de su
vida, ya que vió casi desaparecidas las grandes ilusiones que había puesto en mi hermano,
modelo de hijos, y a quien deseaba ver pronto terminar sus estudios y recibir las órdenes
sacerdotales.
-La conducta de tu madre -me repitió muchas veces-, fué muy admirada por el vecindario.
Y el rostro de mi padre parecía iluminado por un resplandor de justicia cuando hablaba de
esta conducta que observó mi madre.
A principios de 1882 la epidemia de viruelas había pasado. Las lluvias que cayeron en los
últimos meses del año que acababa de pasar y el frío que se sintió como pocas veces,
parece que había terminado con ella. La ultima defunción por viruela se produjo en el mes
de Mayo y con tan fausto motivo se celebró un Te-Deum el 18 de junio de 1882 en acción
de gracias en la Catedral que fué muy concurrido.
Los negocios estaban en buenas condiciones. La pulpería de mi padre estaba bien surtida.
Con las economías se habían comprado algunas pequeñas propiedades que aumentaron sin
duda el bienestar de la familia.
La autorización que dió el Congreso al Presidente Meriño para la acuñación de quince mil
pesos en moneda de níkel había hecho circular algún dinero y la Administración pública
era buena. El país seguía tranquilo. Mi padre le estaba dedicando todo su tiempo a la
pulpería.
La Semana Santa fué celebrada con gran esplendor del 10 al 7 de Abril de 1882. Fué una de
las más suntuosas que haya celebrado la Capital. Como había dinero, el comercio hizo
ventas de consideración y las calles de la ciudad se llenaron de lujo y alegría. Por todas
partes se veían vestidos riquísimos, abundan

94
95
tes joyas, sombreros llenos de adornos y un sinnúmero de artículos de gran valor. Las
mujeres hicieron derroche de elegancia. Y la cantidad de levitas y de bombos de pelo fué
tan grande que el periódico hubo de hacer mención de esto. Las procesiones fueron muy
concurridas. Las Iglesias estaban llenas de jentes bien vestidas. El Miércoles Santo daba
gusto ver la Iglesia del Carmen y el Jueves Santo fué tan grande la concurrencia que las
personas se empujaban para entrar a los templos. El sábado de Gloria y el Domingo de
Pascuas fueron tan celebrados que los coches no daban abasto para pasear las jentes de la
ciudad.
Supo mi padre por D. José Mieses que la casa de Andrés Aybar había importado una gran
cantidad de levitas de paño de Sedan y las había vendido todas.
Elías hizo que mi padre le comprara una y con ella estuvo paseando toda la Semana Santa.
El Sábado de Gloria la calle del Conde se llenó de campesinos. Como era costumbre, una
gran cantidad de animales cargados de frutos, víveres, carbón y otros artículos se fueron
agrupando desde temprano, detrás de la puerta del Conde. Todos esperaban allí el repique
de gloria. Y este año la cantidad que entró por esa puerta después de las diez de la mañana
fué muy grande. Entró ese día mucho carbón y muchos cajones de cajuiles.
El 1° de Septiembre tuvo lugar el juramento del sucesor del Padre Meriño. Esta vez fué
elejido Ulises Heureaux para la Presidencia de la República y el General Casimiro de
Moya, para la Vice-Presidencia. Las jentes sentían gran admiración por él a causa de que le
atribuían el mérito de haber pacificado el país. El juramento fué muy celebrado, pero hubo
protestas en el Cibao. Los enemigos hicieron circular una hoja suelta con una carta que
había escrito antes de ser fusilado el General Juan Isidro Ortea. Moca recibió con sorpresa
la elección del Gral. Heureaux.
Los descontentos iniciaron una revolución en el Cibao encabezada por el General Juan
Antonio Cartagena, pero tan pronto como se tuvo noticias de esto en la Capital, el Gral.
Heureaux salió y tuvo la fortuna de sofocarla. El compadre Fellé le dijo a mi padre que
hubo traición, pero D. Esteban aseguraba que el Gral. tenía mucha suerte. Hacía muchos
años que a todas las revoluciones que le mandaban a combatir las vencía. El movimiento de
Cartagena era baecista y quizás por esto no tuvo repercusión en la República. Ya los
dominicanos pensaban con horror en Buenaventura Báez.
Pero no había transcurrido una semana del juramento del Presidente Heureaux cuando un
fuerte temporal azotó la ciudad. Mi padre notó desde la mañana de ese día que soplaba un
viento del sur acompañado de una lijera llovizna. El cielo estaba encapotado, pero por
momentos aparecía el sol. Algunas personas le dijeron que el tiempo no estaba bueno y que
parecía de tormenta. Por la tarde la lluvia fue más fuerte y por la noche el viento adquirió
una gran violencia. Después de las nueve de la noche no quedó duda de que se había
declarado una tormenta. Mi padre tuvo que asegurar las puertas de la pulpería y la de los
altos. Toda la noche estuvo lloviendo. Apenas hubo en mi casa quien pudiera dormir. Con
frecuencia tuvo mi padre que bajar al establecimiento para ver lo que allí pudiera suceder.
Y por más precauciones que en la prima noche había tomado, el agua entró y se mojaron
algunos cuantos sacos de arroz que estaban estibados por delante del mostrador. No tuvo
mi padre más pérdidas. El temporal no había sido tan fuerte como los de otros años.
Pero al día siguiente se enteró que en la ciudad había hecho algunos daños y en San
Miguel, San Lázaro y en la Alameda se había caído unos cuantos bohíos y otros fueron
completamente destechados. El río Ozama hizo una fuerte avenida y se mojaron unos
cuantos bocoyes de bacalao y otros tantos sacos de azúcar en los depósitos del muelle. Las
pérdidas se calculaban en miles de pesos.
A mi padre le inspiraba temores el General Heureaux. Recordaba su conducta en 1881.
Pensaba que un hombre que fué tan duro de corazón que no atendió a las súplicas del Padre
Billini, no podía ser un buen gobernante. Tampoco había olvidado lo que se decía de su
cuñado Pecunia. Lo mandó a vestir de blanco y cuando éste creía que era para perdonarlo,
le dijo: "tie

96
97
nes que hacer el viaje al otro mundo vestido de limpio". Eso fué horroroso. Mi padre temía
que se repitieran las cosas de 1879. pero por otra parte, le tranquilizaba la idea de que este
hombre mantendría el país en paz. Y como mi padre pensaban la mayoría de los hombres
de trabajo. No tenían por el momento otra aspiración. Estaban cansados de tantas revueltas,
de vivir en una constante intranquilidad y sobre todo inconformes por el hecho de que se
hubiera derramado tanta sangre inútilmente.
Las tres revoluciones pasadas y la epidemia de viruelas los habían dejado horrorizados. De
todas las bocas honradas sólo se escapaba una palabra: Paz! Paz!
La prensa de la Capital había aplaudido la elección del General Heureaux y esperaba que
fuera un gobierno ejemplar.
Decía uno de estos periódicos: "El General Heureaux es hombre muy conocido como
liberal y progresista. Su administración, siendo jefe provisional del país, y después en el
Ministerio, ha sido digna de elojios. No mudará de política, porque además de no
convenirle, no está por decirlo así en su temperamento. Los que se dicen le acompañarán
en su gabinete, son personas de buenos antecedentes y entre ellos los hay de connotada
ilustración".
Transcurridos los tres primeros meses la opinión pública se manifiestaba satisfecha de las
jestiones realizadas por el gobierno y mi padre concibió las más halagüeñas esperanzas de
que continuaría la paz y que sus negocios marcharían bien durante el año de 1883.
Y era evidente que el país avanzaba ahora por la vía del progreso que el Presidente Meriño
había iniciado.
Los trabajos del Ferrocarril de Samaná a Santiago iban adelante y estaba por realizarse una
concesión para establecer un tranvía a través de la Capital hasta extramuros, para un alum-
brado de hidrójeno y por último una tercera para un gran depósito de hielo.
Y ya estaban para iniciarse los trabajos del Ferrocarril del Sur. Mr. Hall había llegado al
país el 4 de Mayo con ese propósito. Este ferrocarril uniría a Neyba con Barahona.
La Compañía de las minas de oro de San Cristóbal había re
98

cibido ya todas sus maquinarias. El Sr. Zanilli por su parte, estaba ensanchando los muelles
de sus depósitos de mieles porque el número de bocoyes que llegaban allí era excesivo.
La caña de azúcar seguía aumentando. Ultimamente la cantidad exportada había ascendido
a 157.568 quintales y la miel a 351.550 galones.
Una inmigración hebrea estaba para llegar al país, según cartas recibidas por el General
Gregorio Luperón, del Señor Landerberry, de New York.
El estado sanitario de la ciudad había mejorado considerablemente para 1883. Abundaban
los animales en las calles: cerdos, caballos y burros. Había demasiado chivos en la Plaza de
Armas, pero ya se había dado la queja para que el Sr. Cura de la Catedral los recojiera.
Detrás de las murallas se seguían acumulando una gran cantidad de basuras. Veíanse allí
los catres, las camas y los colchones de los que habían muerto de enfermedades contajiosas
y todos los desperdicios de las casas. Pero el Ayuntamiento ordenó y prometió quemar
estas basuras de cuando en cuando y siempre que el viento no desviara el humo hacia la
ciudad.
Existían algunas fiebres, pero sus efectos mortíferos no eran tantos, ya que no tenían
carácter maligno.
Cuando el calor se hizo insoportable y comenzó la temporada de los baños, mi madre
decidió ir a Güibia con los muchachos.
Todos los años, desde la Cruz de Rejina, mi padre, como otras muchas personas, contrataba
un coche, a Guillermo casi siempre y la carreta de Juan Alonso para doce baños corridos.
Acostumbraban salir a las cuatro de la madrugada y regresaban poco después de salir el sol.
Las muchachas venían cargadas de frutas. El camino de Güibia estaba bordeado de gruesas
matas de javillas y otro árboles frondosos que servían de linderos a las estancias. Por este
camino se encontraban la de los Báez, la de Vicini, la de Lugo, la de Saviñón, la de Pou, la
de D. Julio Read. En todas estas estancias había una gran cantidad de árboles frutales.
Mi padre iba uno que otro día, pero se quedaba casi siempre
99
I
para poder abrir la pulpería temprano. Cuando mi madre llegaba ya la tienda estaba abierta
y mi padre, en cuerpo de camisa, destapaba los cajones de las provisiones había ordenado a
la sirvienta barrer la calzada y estaba haciendo las primeras ventas de la mañana.
A esa hora por la calle del Conde iban entrando con sus cargas los marchantes.
Hacía meses que D. Marcelo Alburquerque, compadre de mi padre, había traído a la
Capital y se lo entregó a mi familia, para que hiciera sus estudios junto con mi hermano
Fello, a su hijo Rafael, a quien llamaban todos en casa Nununo. Era un muchacho
intelijente y dócil, de la misma edad de Fello.
Mi padre lo había puesto en la Escuela de D. Manuel Ma. Cabral, en la Plazoleta de los
Curas. Todas las mañanas, después que mi madre regresaba de Güibia, Nununo y Fello
salían con sus bultos para la Escuela después de haber tomado el desayuno.
Sólo Arturo era el que, por estar pequeño, iba a la Escuela con mucha irregularidad. Y lo
hacía a regañadientes, porque lo que más hacía era estar metido en casa de Don Alfonso, un
viejo puertorriqueño que se había establecido frente a mi casa. En realidad no se sabía lo
que vendía Don Alfonso. Era una tienda de trastos viejos. Pero era un hombre muy
ocurrente y siempre le estaba contando cuentos a mi hermano Arturo que, por mucho
tiempo, siempre lo estuvo recordando.
Mi padre sufría con esto y a menudo le decía a mi madre:
-Hay que sacar a ese muchacho de la casa de ese viejo.
Pero mi madre le respondía que ya estaba cansada de pegarle por eso.
Cuando Arturo no estaba en casa de D. Alfonso se encontraba en casa de Doña Bárbara
Molina, comprando dulces y frutas.
Mi hermano Manuel de Jesús había terminado sus estudios junto con D. Emilio Santelises
y obtenido la nota de sobresaliente. La satisfacción de mi padre no tuvo límites. No se
hablaba de otra cosa en casa en esos días. A mi padre lo llenaban de orgullo las numerosas
felicitaciones que recibía de todos sus amigos.
-Usted, Don Juan, debe estar muy contento, -le decían, mientras mi padre daba las gracias y
sonreía.
Y mi madre se sentía igual.
-Debe sentirse feliz, Doña Sinforosa. Lo salvó de las viruelas y lo ha visto terminar su
carrera.
Mi padre había realizado su sueño. Sobrino él del Dr. Elías Rodríguez, aspiró a que uno de
sus hijos siguiera las huellas de tan ilustre mitrado. Y Jesús ya era sacerdote.
Mi hermano, sin embargo, no pudo ordenarse en su ciudad natal y tuvo que hacer un viaje a
Cabo Haitiano para recibir las órdenes sacerdotales. Aquí no había Obispo en aquellos días.
Cuando mi hermano regresó de Haití, mi padre se preparó para celebrar, con la mayor
solemnidad, el día que su hijo cantara la primera misa. Con mucha antelación se hicieron
en mi casa los preparativos, mi padre echó la casa por la ventana, como suele decirse y
aquel día se reunieron en mi casa un gran número de convidados, parientes, amigos y
compadres, celebrándose un banquete con la mayor esplendidez.
Estuvieron en mi casa ese día, entre otras personas, don Mauricio Alardo, don Francisco
Aybar, D. José Martín Leyba, D. Carlos Nouel, D. Adolfo Nouel, D. Juan Ramón Fiallo, D.
José Mieses, la Srta. Olimpia Arzeno que mi hermano Jesús conoció en Puerto Plata, D.
José Dolores Pichardo que preparó una nave con papel picado para que se abriera sobre la
escalera al pasar el nuevo sacerdote; y D. León Lamela, venezolano, redactor del Eco de la
Opinión. Mi tío Pancho Moscoso también estuvo presente y se complació en llevar a
muchos de sus amigos.
Tanto mi padre como mi madre hicieron lo posible para darle el mayor realce a la fiesta.
Esto ocurrió el día 12 de Agosto de 1883.
Al día siguiente -me dijo una vez la tía Mariquita, quien sentía una gran satisfacción en
hablarme de estas cosas-, ese día se repartieron pudines y dulces a todo el vecindario, se le
mandó comida a los asilados de San Lázaro, se enviaron flores para el altar de la imagen de
la Caridad de esa misma Iglesia y tu padre y tu madre dieron limosnas a los pobres. Al
Colegio San Luis
101
100
XII

1 iniciarse el segundo año del gobierno del Presidente Heureaux se dió un decreto el
11 de Febrero por el cual se ordenó la demolición de las murallas. Este decreto no fué bien
acojido por las personas amantes de la tradición. Muchas personas criticaron esta
disposición y otras en cambio la aprobaron. Los fosos fueron suprimidos, se depositó en
ellos el material de las mismas murallas y el rastrillo desapareció por lo que se dió libre
acceso a la sabana y a todos los predios aledaños a la capital.
Otras medidas fueron tomadas por el gobierno en este año.
Con gran pompa fueron trasladados los restos de Juan Pablo Duarte, a la Capilla de los
Inmortales. Ya Francisco del Rosario Sánchez reposaba allí desde 1874.
El General Heureaux se empeñó en dar impulso a la instrucción pública y se dispuso que
las rentas de Patentes fueran totalmente dedicadas a esta rama de la administración pública.
Y con el propósito de que avanzaran los trabajos del ferrocarril Samaná-Santiago, el
Congreso Nacional, por iniciativa del Poder Ejecutivo, dió aprobación al traspaso de la
concesión que se le había otorgado a Mr. Crosby a Mr. Alexander Baird.
Se habían ordenado igualmente el trazado de la Plaza Independencia y el Sr. Ingeniero J.
M. Castillo fué encargado de realizar el plano de Ciudad Nueva.
Todos estos logros demostraban el empeño del Gobierno por el progreso del país.
Sin embargo, cuando se aproximaron las elecciones hubo temores de que se alterara la paz.
Y mi padre tuvo una gran preocupación. Dos candidaturas se presentaron: Imbert-Moya y
Billini-Woss y Gil. La primera apoyada por el General Luperón y la segunda por el General
Lilís.
Como mi padre conocía las inclinaciones de mi hermano Abelardo, temía que se viera
envuelto en las luchas que se avecinaban. Abelardo se había descompuesto. Había
abandonado hacía mucho la casa de Namías, donde estuvo trabajando, a pesar de las
consideraciones que allí le dispensaban. Abelardo aceptó este trabajo para complacer a mi
padre. No le gustaba el comercio.
Cuando se vió libre continuó en sus paseos y sus enamoramientos y mi padre no sabía que
hacer. Hacía meses que un amigo le advirtió a mi padre que Abelardo sostenía relaciones
con una mujer peligrosa y ya mi padre, por su parte, había notado que Abelardo había
dejado de dormir en casa algunas noches. Y se había comprado un revólver.
Mi padre, después de pensarlo un poco, resolvió hacerlo detener con cualquier pretexto y
cuando esto se realizó, a los pocos días, le mandó a su padrino el Dr. José Ramón Luna
para que le propusiera un viaje a New York. Abelardo aceptó y mi padre no perdió tiempo
y lo embarcó.
-Quizás si por allá se hace un hombre -le dijo mi padre a mi madre.- Dios quiera que
tampoco vuelva más nunca a pensar en política.
Mi padre quedó ahora más tranquilo. Mi madre consintió en este viaje porque no podía
hacer otra cosa. Pero a los pocos días ya estaba conforme y cuando recibió las primeras
cartas donde le avisaba que había llegado sin novedad se puso muy contenta. Sin embargo,
pensaba, que su hijo no iba a permanecer mucho tiempo en el extranjero.
-Muy contento de que no estuviera aquí -le dijo mi padre a D. Luis Pozo, una noche,
mientras hablaban detrás del mos

104
105

trador-. Yo le tenía miedo a Toño Suárez.


-Y con razón -afirmó D. Luis.
Toño Suárez se había dedicado a dar palos y golpes a todo el mundo, a título de Comisario
de Policía. La juventud de la capital le tenía miedo, particularmente la de algunos barrios.
Un día, sin embargo, los jóvenes que se reunían en casa de Bárbara Molina se sortearon
con unas hojas de maíz la suerte de Toño Suárez. El nudo que habían hecho le tocó a
Sepúlveda.
-Puesto que a mí me tocó -dijo- allá veremos!
El domingo siguiente se encontraron en la gallera. Después de una pelea, Toño, haciendo
alarde de su engreimiento le exijió a Sepúlveda que le pagara una apuesta que no había
hecho. Este se negó. Toño bajó a la vaya y también Sepúlveda. Se propinaron golpes, pero
Toño llevó la peor parte. Una semana después Sepúlveda fué herido en un brazo por un
desconocido. Cuando se ventiló este asunto en el Tribunal, se evidenció que Sepúlveda fué
herido por Toño Suárez.
-Este, -dijo Sepúlveda delante del Juez y mirando fijamente a Suárez-es un cobarde que
sólo ataca a traición.
Cuando el abogado de Toño Suárez informó a Lilís de lo ocurrido, éste ordenó quede
dieran una mula al cobarde Comisario que tanto temor había infundido a la juventud, para
que se fuera para su casa.
Mi padre se enteró de todo esto, pero ya Abelardo estaba en New York.
-Este muchacho -le dijo a mi padre a D. Luis- me ha dado muchos dolores de cabeza.
Mi padre le abrió un crédito en Nueva York. Abelardo podía disponer de lo que quería. De
este modo quizás permanecería mucho tiempo y quizás se olvidaría de la política. Esto era
lo que más ambicionaba mi padre.
Cada vez que se recibía una carta todos en casa se llenaban de alegría, porque como
Abelardo tenía un carácter tan franco y era tan desprendido, todos en casa lo querían.
La pulpería que mi padre le estableció a mi hermano Elías duró poco tiempo. El socio Luis
Castillo era un aficionado a las letras y mi hermano también. En lugar de ocuparse de los
nego
cios se hicieron editores. Entre ambos sacaron a la luz un periódico que se llamó La Lucha
Activa.
Como era de esperarse apenas se ocuparon de la tienda. Las existencias se fueron agotando
poco a poco hasta que un día mi padre tomó la determinación de liquidarla.
A mi padre no le sorprendió el fracaso. Ya se había fijado que a este Elías sólo le gustaba
vestir bien y estar entre las jentes que escribían versos. Lo había visto varias veces con un
lápiz en la mano. Y una noche lo sorprendió, cuando él se iba a acostar, recitándole unas
décimas a Carmen, con tal entusiasmo que tuvo que llamarle la atención para que bajara la
voz.
Además de habérsele despertado estas aficiones literarias, mi hermano se había enamorado
y ya apenas se ocupaba de otra cosa. Ni siquiera de estudiar.
Un día mi padre le dijo a mi madre:
-Veo que este muchacho va por mal camino. Antes de pensar en casarse hay que hacer un
porvenir.
Mi madre, sin embargo, guardó silencio. Ya la futura prometida se había ganado su afecto.
Tampoco sobrevivió mucho tiempo la Lucha Activa, a pesar de su nombre, que hubiera
hecho creer que sus editores serían hombres de voluntad firme y constante.
Durante la Semana Santa mi padre hizo muy buenas ventas. El Miércoles Santo mi madre
estuvo en el Carmen y mandó a decir una misa al Nazareno. Los oficios de ese día
quedaron mejor que los del año anterior. Como se habían acabado las revoluciones y había
paz, la Iglesia estuvo muy concurrida.
Jesús ofició en las Mercedes el Viernes Santo. Habían arreglado el templo que se hallaba
en muy mal estado, cayéndose el altar. El Eco de la Opinión se había cansado de decirlo y
gracias a eso y a las quejas de los fieles, ya se habían hecho las reparaciones necesarias. Mi
padre y Carmen y Mercedes estuvieron en misa y fueron a la procesión del Santo Entierro.
También fué Fello y Arturo.
Había circulado la voz de que no sacarían ese año las procesiones y muchas personas
criticaron esas propagandas. Un periódico dijo que ya esa costumbre debía desaparecer. Mi
padre
106
107
il
discutió eso en casa. Y D. Fellé, D. Luis, Martín, y D. José Mieses eran de su opinión. De
dónde se habían sacado eso? La culpa quizás la tenía el Padre Jandoli que hablaba tantos
disparates en la Catedral. Este cura estaba acabando con el culto.
Y refirieron en la pulpería que yendo en un entierro en esos días se detuvo para cobrarle a
una persona un entierro que le había hecho hacía cosa de un mes.
-Padre, entierre a ese primero, -le dijo el interpelado- y después hablaremos de mi entierro.
El padre Jandoli, Cura de la Catedral, que llegó al país formando parte de un grupo de
sacerdotes que importó el Arzobispo Cocchia, no sabía hablar castellano y el año pasado,
en la misa del Gallo salió con un sermón que nadie entendió y que provocó burlas y risas
extraordinarias en el templo, a tal punto que la jente se salió. Entre otras cosas dijo al
principio de su sermón que, "en las espelucas de Belén, ha nacido un elefantón ", cuando lo
que quería decir este buen cura era que en un establo de Belén había nacido un niño. En
otra ocasión dijo desde el púlpito: "San Juan, capó seis" . El Padre Pina que estaba allí,
cuando oyó esta frase se levantó y dijo:
-Monseñor, permítame retirarme, que este hombre es un indecente.
El Padre Jandoli, cada vez que predicaba convertía la Iglesia en un Teatro y por este motivo
la jente protestaba.
Mi padre y sus amigos, entendían que los fieles tenían razón y que estas cosas iban en
detrimento de la relijión.
Durante las fiestas del Rosario, el padre Jandoli pidió dinero desde el altar. Los periódicos
protestaron y recalcaron que hasta entonces esos casos, habían sido muy repetidos.
En esos días, mi padre, que hasta entonces se había sentido fuerte y vigoroso empezó a
quejarse de algunos quebrantos. Vió a D. José Ramón y también al Dr. Arvelo, pero éstos
le dijeron que no tenía nada.
-Usted, D. Juan, debe descansar un poco. Haga un viajecito.
Pero mi padre no podía desprenderse de su negocio. En Agosto, sin embargo, hizo un
recorrido por los campos de Ba
yaguana. Un cliente de por esos lados le debía cerca de trescientos pesos. Cansado de
cobrarle se decidió a ir personalmente. Mi padre tenía entendido que el cliente era un
propietario de terrenos y que tenía conucos y un injenio. Cada vez que venía a la ciudad
ponía una excusa. Una madrugada, mi padre salió a caballo para el Este. Los caminos no
estaban malos, porque había seca. Hacía más de un mes que no caía una gota de agua. En
cambio había polvo y hasta un poco de calor. Las casas de la calle del Conde estaban
cubiertas de polvo y para mantener limpia la pulpería había que estar limpiando a cada
momento.
Mi padre regresó al día siguiente en la tarde, cansado y sin haber podido cobrar ni dos
motas de la cuenta. Su deudor no tenía nada, lo había engañado.
-Ni siquiera me dieron razón del sitio en que lo podía encontrar. Embustero y pícaro. Ni
tenía ni había tenido nunca nada, según me dijeron.
-Esto te servirá de experiencia, -le dijo mi madre-. No se le debe fiar a todo el mundo.
Pero pronto le pasó a mi padre la indignación. Lo que más le había contrariado fué el viaje.
Qué caminos! Aquella era la ruta del infierno.
108
109
XIII

1 día 3 de Abril de 1884 circuló por la ciudad una hoja suelta en la cual se postulaba la
candidatura de Francisco Gregorio Billini para la Presidencia de la República.
Cuando mi padre se informó de esta hoja se puso muy contento. Hacía años que conocía a
Gollito Billini. A menudo iba a su pulpería de la calle de Rejina a comprar bebidas para sus
fiestas. Como mi madre era de Baní, lo mismo que él, de vez en cuando conversaban y
recordaban las cosas de su pueblo. Para mi padre D. Gollo era un buen hombre y por eso
sería un buen gobernante. Si triunfaba, el país seguiría adelante. Siendo Ministro de la
Guerra mi madre consiguió con él que le diera un empleo a Elías, después del fracaso de la
pulpería; y hasta ahora mi hermano iba bien sin que mi padre tuviera ninguna preocupación
por el porvenir de este hijo.
Muchos de los amigos de mi padre pensaron como él y una noche hablaron largamente en
la pulpería, Don Fellé y Luis Esteban Pozo de la candidatura de D. Gollo.
-Hombres así, -decía Fellé- son los que deben gobernar el país-. Los generales sólo sirven
para pelear.
Y D. Luis era de la misma opinión .
-Lo único que tiene D. Gollo -dijo- es que le gusta fiestar
y a mí no me parece que esto sea propio de un Presidente.
Pero todos convenían en que era un hombre intelijente y que se debía preferir a Lilís.
Mi padre recordó lo del Algodonal, lo de Pecunia en El Seibo y otras cosas más,
concluyendo:
-Yo creo que si Lilís empuña el mando, sufriremos muchos contratiempos. Es un hombre
de corazón muy duro.
Cuando mi padre hablaba así era pensando en Abelardo. Este muchacho era su
preocupación. Le gustaba la política, había heredado a su tío, porque a él no le había
interesado esto nunca.
Hacía meses que mi padre no sabía nada de Abelardo. No se recibían cartas y mi padre
llegó a pensar que estuviera enfermo. Mi madre lo justificaba.
-Estará paseando -decía- o estará entretenido. Tendrá algunos amoritos.
Pero, a mediados de año, una mañana, una de mis hermanas estaba asomada al balcón y
alcanzó a ver un hombre alto, vestido con una levita gris y un sombrero de copa,
caminando apoyado en un bastón y que venía por la calzada en dirección a mi casa. A poco
que el hombre adelantó una cuadra más, mi hermana entró llena de asombro al mismo
tiempo que exclamó:
-Abelardo! Abelardo! Vengan a ver a Abelardo!
No se había equivocado. Abelardo al regresar de New York lo hizo por sorpresa. No había
escrito una palabra. Mi padre se encojió de hombros, aún cuando se alegraba de verlo.
-Quise sorprenderlos -dijo, abrazándolos a todos.
Pero en verdad, lo que no quiso fué saber que mi padre se pudiera oponer a su regreso.
Apenas habían transcurrido siete meses de su ausencia.
Vino más grueso, y sobre todo más alto. Mis hermanas no se cansaban de mirarlo: Qué
elegante! Y que traje tan raro, como no lo habían visto antes.
Todos pensaron en casa en que ya Abelardo había cambiado. Sería otro hombre, sin duda.
Los primeros días de su regreso mi padre lo encontró muy formal. Todos en casa hacían
por complacerlo. Y él los entrete
110
111
nía contándoles lo que era Nueva York.
De este modo pasaron algunas semanas. La salud de mi padre no era buena. Una noche el
Dr. Luna fué llamado a casa. Mi padre, sentado en una mecedora, con la cabeza reclinada
sobre una silla en la cual mi madre había colocado una almohada, no podía respirar. Se
estaba ahogando. Ya se le habían hecho innumerables remedios caseros sin ningún
resultado. La familia estaba alarmada. El Dr. Luna lo examinó y llamando aparte a mi
madre le dijo que mi padre tenía un ataque de asma. Ordenó que cerraran las ventanas, que
lo abrigaran bien, que le pusieran algunos sinapismos y le dieran un baño de pié bien
caliente. Luego hizo una receta.
Se pasó la noche en vela. Nadie pegó los ojos, pero al día siguiente se notó una gran
mejoría. Mi madre estuvo todo el día en la pulpería. Fello y Arturo la ayudaron un poco.
Mi madre se preocupó por esto. Era la primera vez que mi padre enfermaba. Sin embargo, a
los pocos días estaba bien.
-No me preocupaba lo mío, -le dijo mi padre un día a D. Fellé.- Yo creo que esto pasará.
En realidad mi padre se preocupó poco por su quebranto. Pensaba en otra cosa.
-No sé qué será de este muchacho -le dijo mi padre a mi madre una mañana, mientras se
preparaba para bajar a la pulpería.
Abelardo no se había compuesto. Paseaba mucho, no pensaba en trabajar, asistía a fiestas,
gastaba dinero y de vez en cuando se acostaba tarde.
Apenas transcurrido el primer mes después de su regreso conoció Abelardo a la Srta.
Lucila Pelletier, de Azua, que estaba pasando una temporada en la ciudad. La visitaba con
frecuencia, la acompañaba a todas partes y en casa no hablaba de otra cosa. Cuando la
señorita Pelletier terminó su temporada y se ausentó, Abelardo desapareció un día y fué a
parar a Azua. Mi padre no pudo ocultar su disgusto y le dijo a mi madre:
-Yo no sé qué hacerme con este muchacho. No tiene fundamento. Ni el viaje al Norte le ha
valido.
A los pocos días se recibió una carta y por ella se enteró mi
padre de que se había colocado allí en la casa de D. Chicho Sturla. Mi padre recibió esta
noticia con satisfacción. Si se había colocado era porque pensaba trabajar. Mi padre confió
en que quizás allí podría formalizarse, hacer su hogar y estando lejos de la Capital no se
mezclaría más en la política.
A menudo mi padre recibía noticias de él. Estaba contento. Le gustaba aquel pueblo.
Un día se apareció. Venía a ver a la familia. En mi casa todos se alegraron. Lo hallaron
grueso, fuerte y contento; pero mi padre tuvo un gran disgusto, y mi madre sufrió un gran
desencanto. Abelardo llegó con un revólver.
-He tenido que comprarlo -dijo- para hacer mis viajes. Es muy peligroso andar desarmado,
cuando aquí todo el mundo tiene revólver.
Como mi madre no podía ver un revólver, mi hermana Carmen se lo guardó mientras
estuvo en la ciudad.
-Dios quiera que este muchacho no me ocasione algún serio disgusto -dijo un día mi padre.
Mi padre tenía razón para temerlo. Abelardo tenía un carácter violento, aún cuando era
jeneroso. Además era valiente y no le temía a ningún peligro.
Pasó una semana en la ciudad. Abelardo regresó un lunes a Azua. Mi padre lo amonestó.
-Ten cuidado con lo que vas a hacer. Compórtate bien y deja ese revólver. Que los hombres
desarmados nunca se encuentran en nada.
Jesús, después de su primera misa, había permanecido en casa, yendo a oficiar de vez en
cuando a alguna Iglesia de la ciudad, hasta que el 18 de Julio de 1884, el Sr. Administrador
Apostólico "llevado de sus deseos de ensanchar el culto y darle cada vez mayor esplendor y
aumentar el fervor de los fieles hacia Nuestra Señora de las Mercedes, Patrona de la
República, dispuso que, el servicio de la Iglesia dedicada en esta Capital, a la madre de
Dios, bajo esta advocación, se encomendara provisionalmente al Presbítero Manuel de
Jesús Moscoso, en calidad de Capellán hasta que otra cosa se resolviera".
Cuando mi padre veía entrar y salir a su hijo vestido de so
112
113
tana y luciendo su teja, para ejercer su ministerio, le clavaba los ojos y se sentía un hombre
feliz, por haber alcanzado uno de los triunfos que muy contadas familias podían obtener en
aquellos días de gloria del Clero Nacional.
El domingo 24 de Agosto de ese año, a las 7:30 de la mañana, se celebró misa en la Iglesia
de las Mercedes con exposición y pública adoración del Sacramento para lo cual fué
autorizado Jesús, quien había restaurado el sagrario. Hubo reserva en la tarde, después de la
Doctrina. Con este motivo mi padre estuvo muy contento ese día. Mi padre veía en Manuel
de Jesús a su ilustre tío el Dr. Elías Rodríguez, por quien sentía una gran admiración.
Pensaría mi padre que el porvenir de Jesús sería brillante y soñaría con verlo ocupar las
más altas dignidades de la Iglesia.
Las fiestas de Agosto se celebraron como de costumbre. Cornetas, tambores, música
marcial y máscaras, sobre todo máscaras. Muchas eran interesantes, pero de los barrios
bajaron tan estrafalarias que no se podían ver. Comparsas de negritos, de vales del campo
con cáscaras de naranja en los ojos, rabos de chivos por barbas, pintados con betún Masón
y con azul de lavar. Algunos estaban tan borrachos que hubo que llevarlos al Violón.
Después del diez y seis, pasaron unos cuantos días en que llovió copiosamente. Los
caminos se pusieron intransitables, lo mismo que las calles. En la calle Santo Tomás se
formó una laguna y otra en la de las Mercedes. Apenas se podía pasar por allí. Vinieron
pocos campesinos en esos días y las ventas disminuyeron un poco.
Afortunadamente ya las elecciones habían pasado y el nuevo Presidente había jurado el lo
de Septiembre. El Gobierno de Ulises Heureaux hizo poca cosa, pero conservó la paz.
Mi padre estaba muy contento con el resultado de esas elecciones.
Ahora iba a ocupar la Presidencia de la República Fco. Gregorio Billini y mi padre
esperaba que bajo su gobierno se estabilizaría la paz y el progreso en todo el país. Era
precisamente lo que él deseaba para que sus negocios siguieran prosperando.
Un acontecimiento sacudió el barrio en esos días. A dos cuadras de mi casa se cometió, en
circunstancias especiales, un homicidio que conmovió a todas las familias del vecindario.
Mi padre estuvo a punto de presenciarlo. Se disponía a llevar a las muchachas al Teatro
Talia, donde un grupo de aficionados ponía en escenas piezas muy divertidas.
Las muchachas estaban listas para salir aquella noche, pero un incidente de última hora
impidió que asistieran a la representación. Mi madre sufrió un quebranto momentáneo y mi
padre creyó que no debían salir.
Cuando se enteraron por haber oído las detonaciones que esto había ocurrido en el Teatro y
que habían dado muerte al Sr. Leonardo del Monte, un joven que gozaba de jenerales
simpatías por su carácter afable y cortés, mi padre, en medio de su asombro exclamó:
-Cuánto me alegro de no haber estado allí!
Y pensó que su determinación de no asistir al Teatro aquella noche había sido casi un
presentimiento.
Esa noche, desde el balcón de mi casa se vieron pasar las patrullas que andaban en busca de
los jóvenes que formaban el grupo de los Postillones. Muchas personas fueron detenidas en
las calles y otras tantas fueron llevadas a la Comisaría.
Al día siguiente nadie sabía quién fué el matador. Circularon muchas versiones. Una gran
parte del público acusaba a D. Luis Morcelo, pero otros aseguraban que fué otro el
matador. Mucho tiempo quedó el autor de este hecho desconocido, pero hoy todo el mundo
sabe quién fué el culpable. Luis Morcelo era inocente, aunque disparó con su revólver.
El día 1 ° de Noviembre salió la Procesión de los Huesos. Desde las dos de la tarde la
cuesta de San Lázaro era cruzada por numerosos campesinos de los alrededores de la
ciudad que conducían petaquitas, sacos, y lutos con huesos humanos pertenecientes a sus
pacientes. La plaza de San Lázaro ofrecía un espectáculo interesante. Había allí caballos y
burros, amarrados en las aldabas de las puertas de las casas o sujetos de la mano de sus
dueños.
La mayoría de estas monturas lucían árganas y aparejos, aun
114
115
que algunas lucían sillas de montar. Los campesinos, por lo regular, estaban vestidos de
limpio, con calzones de dril haitiano, camisas de listado y sombreros de cana.
El Cura de San Lázaro les daba la bienvenida. Muchos eran sus feligreses, con quienes
sostenía cordiales relaciones, de amistad.
El vecindario estaba en fiesta. Los vecinos asistían a los campesinos dándoles agua o café y
hasta brindándoles sillas para que, sentados en sus puertas, esperaran la hora de la
procesión.
Las campanas de la Iglesia de San Lázaro daban toques de esquila cada media hora.
Los ventorrillos vendían velas de esperma y dulces. Panelas, raspaduras, píñonates y
tabacos y andullos.
A la caída de la tarde se organizó la procesión. Una urna de madera, pintada de negro y
colocada sobre andas, contenía los huesos: cráneos, costillas, canillas y otras variedades. A
veces estaba llena esta urna que cuatro individuos la sostenían sobre los hombros.
El Cura y los monacillos iban vestidos de negro. Era una procesión fúnebre y la Orquesta
tocaba un responso.
Iba delante la Cruz, luego una doble hilera de muchachos provistos cada uno de una vela
encendida. Junto a los muchachos un policía o dos o el sacristán de la Iglesia en seguida el
Cura con dos monaguillos y detrás de urna. Seguían a ésta los vecinos de San Lázaro y los
campesinos que preferían seguir la procesión a pié. Por último seguían algunos jinetes,
veinte o treinta, que cerraban la procesión.
La orquesta iba detrás de la urna.
La calle de San Lázaro se llenaba de olor a incienso que era quemado en profusión.
La procesión del Carnero descendía la cuesta empedrada y cubierta de zanjas por donde
todo tránsito era dificultoso, tomaba la calle de San Lázaro y doblando por la esquina de la
pulpería de mi padre, pasaba por la calle y la puerta del Conde y se dirigía al Cementerio.
Hasta hace poco, el Cementerio tenía cuatro bóvedas a manera de hornos, colocados en
cada uno de sus cuatro ángulos.
116
Era en estos hornos, llamados Carneros donde se depositaban los huesos.
La procesión del Carnero era un espectáculo fúnebre, medioeval, que fué suprimida en
1894.
Yo tuve ocasión de verla una o dos veces.
Aquel día quedó muy concurrida. Mis hermanas la vieron desde el balcón. Mi padre y mi
madre permanecieron en la pulpería junto con otras personas que allí se encontraban y los
que al pasar la Cruz, salieron a la calzada para verla de cerca. Dos hombres que había allí
se quitaron el sombrero. Una mujer se arrodilló y rezó un Padre Nuestro casi en alta voz.
117
XIV
i padre tenía hacía tiempo, sin embargo, una pena que no había confiado a nadie todavía. El
año anterior había mandado al Norte, como él decía, una fotografía de mi madre para que le
hicieran un retrato al creyón.
Yo conservo este retrato que por mucho tiempo estuvo colgado en la sala de mi casa, y que
tal vez fué, en los últimos años, el único testimonio que quedó de nuestros buenos tiempos.
Es un excelente retrato, hecho por un notable artista y colocado dentro de un marco
formado por hermosas cañuelas doradas.
Mi padre tomó la determinación de mandar a hacer este retrato, porque mi madre desde la
enfermedad de Jesús se venía quejando de algunos quebrantos, que mi padre estimaba de
alguna seriedad. Mi madre hacía tiempo que no podía ayudarlo en la tienda como antes y
debido a esto pasaba la mayor parte del tiempo en los altos de la casa.
Se habían cansado de hacerle remedios. La misma Anacleta, la cocinera, se ocupaba en
traerle noticias de todo cuanto oía en la calle que fuera bueno para las dolencias de que se
quejaba mi madre.
La vió D. José Ramón y la vieron otros médicos, sin que ninguno pudiera mejorarla.
Pasaban días y mi madre estaba mejor en unos y en otros peor. Mi padre atribuía la causa
de este quebranto a la fatiga del trabajo, y sobre todo, a los sufrimientos que había tenido
desde que vió a Jesús a las puertas de la muerte.
Muchas personas le aconsejaron a mi padre que le diera a tomar a mi madre el Agua de
Bernardita que vendía en su establecimiento, frente a la Plaza del Mercado, Madam Siné.
El compadre Esteban Suazo hacía grandes elojios de esta agua milagrosa que hacía tiempo
utilizaba en la curación de dos hijas que tenía enfermas. Mi padre, sin embargo, no se
decidió porque D. Carlos Malespín, uno de sus buenos amigos, empleado de confianza de
Madam Siné le había dicho privadamente que el Agua de Bernardita era extraída del pozo
de la casa de la Madama y que de Francia sólo venían las botellas y las etiquetas, que no
había tal gruta ni tal fuente de agua milagrosa como se decía.
El día de las Mercedes, el 24 de Septiembre de 1884, a la hora de la cena mi madre no
quiso ir a la mesa. Estaban en mi casa reunidas algunas personas como todos los años,
oyendo tocar el piano a la muchachas tomando licores, para celebrar ese día, en unión de
Jesús, Capellán del templo. Mi padre celebraba esta fiesta todos los años.
Algunas de las visitas, que conocían el temperamento alegre de mi madre, le llamaron la
atención a mi padre sobre el estado de salud de mi madre.
-Hace tiempo que viene así -le dijo mi padre a D. Fellé-. Ha perdido el apetito.
D. Fellé le recomendó a mi padre que no perdiera tiempo y que la pusiera en buenas
manos, antes que fuera tarde.
Esa noche mi padre pensó en el Dr. Arvelo, un buen médico y amigo de la casa.
-No se preocupe usted, Don Juan -le dijo el Dr. Arvelo el día que la examinó-, todos esos
quebrantos tienen su causa y ya se quitarán con el tiempo.
-Pero usted no cree que hay peligro? -le preguntó mi padre.
-Ninguno! Su mujer está encinta, si no me equivoco.
Mi padre sonrió. Hacía tiempo que ya no esperaba tener más hijos y aunque la palabra del
Dr. Arvelo era sagrada para él,
118
119
en sus ojos se asomó la duda.
Por algunos días no se habló más de esto. Pero mi padre insistía en que mi madre no bajara
a la tienda.
En mi casa no se habló más de quebranto. Todos estaban conscientes de que mi madre no
tenía nada de cuidado.
A fines de Enero de 1885, el día 30, el Dean del Cabildo de la Iglesia Catedral,
Administrador Apostólico de la Arquidiócesis, nombró al Presbítero Manuel de Jesús
Moscoso cura interino de la Parroquia de San José de la Matas, en sustitución del
Presbítero D. Tomás López Paul, quien desempeñaba ese curato después de la muerte, el
22 de Febrero de 1882, del Presbítero José Eujenio Espinosa y Azcona, prócer de la
Independencia, amigo de Juan Pablo Duarte.
Mi padre no ocojió la noticia con alegría. Le causó pena tener que separarse de su hijo,
sobre todo tratándose de una Parroquia tan distante. Pero no dijo una palabra. Su hijo se
debía a la Iglesia y debía ir donde lo dispusieran las autoridades correspondientes.
Por la vía de Sánchez, hizo mi hermano su viaje a las pocas semanas.
Mi madre se entristeció, sobre todo porque pensó en que no vería nacer a su nuevo
hermanito.
La alegría que tenían mis hermanas porque mi madre iba a tener otro hijo era
extraordinaria. Ya todas mis hermanas eran adultas y esto les proporcionaría la ocasión de
tener una entretención en la casa. Todas se estaban preparando para recibir el
nuevo encargo.
-Cómo quieres que sea? -le preguntaba Mercedes a Carmen.
-Yo, varón -respondía- Quiero que sea varón!
Pero mis hermanos apenas hablaban de estos asuntos.
Una prima noche el Dr. Arvelo estuvo en mi casa, vió a mi madre y cuando bajó de los
altos se fué a la pulpería y le dijo a mi padre que mi madre daría a luz esa noche y le dejó
una receta.
Al día siguiente se presentó temprano y le preguntó a mi hermana Carmen:
-Qué dió a luz su madre?
-No ha dado a luz -le respondió en broma.
-Qué no ha dado a luz? -exclamó con sorpresa el Dr. Arvelo.
Y Carmen le dijo entonces que había dado a luz un varón. Este Caballero era yo. Ese día
era el 26 de Marzo de 1885.
La primera persona que me ofendió en la vida fué la tía Mariquita. Cuando se presentó esa
mañana, con su vestido de prusiana morada muy bien planchado (ya ella había sido
notificada por Arturo que mi madre había dado a luz un varón), su pañuelo de madrás y su
manta de lana negra, calzada con unos zapatos de tela y de cuero que le hacía un viejo
zapatero del Callejón de la Lugo, se acercó a la cama donde ya me habían acomodado,
vistiendo los primeros lujos de mi canastilla: zapaticos de lana roja que me quedaban muy
grandes, batica de batistilla con algunos encajitos que me molestaban y una escofieta con
dos cintas rosadas atadas a la barba, dijo, después de examinarme cuidadosamente y hasta
tocarme con su mano oscura.
-Pero bueno, Sinforosa, este muchacho no se parece a nadie!
Yo no pude darme cuenta de estas palabras como era natural y creo que nadie en mi casa la
tomó en cuenta. Cuando yo pude darles el valor que pudieran tener, ya la misma Mariquita
les había quitado importancia. Yo estaba grande ya y la había oído decirme a menudo.
-Tú, a quien te pareces es a Abelardo tu hermano. Tienes las mismas cosas, el mismo jenio,
las mismas ocurrencias, sólo que Abelardo tenía los ojos casi verdes y era mucho más claro
que tú.
La tía Mariquita tomaba muy en cuenta las cuestiones de color. La parentela con mi padre
la había hecho considerarse como perteneciente a la raza de los Conquistadores.
Como era de rigor siña Andrea Aldrian, la partera, se instaló en mi casa y la pulpería de mi
padre quedó a su disposición. Con toda la seguridad debió tomar buenas tazas de chocolate
y mejores platos de sopa de gallina.
A los escasos habitantes de esta ciudad se había sumado uno
120
121
más, cuyo destino era para todos un misterio. No sé si mi padre o mi madre, o tal vez la tía
Mariquita pudieran pensar en esos días en la función que yo pudiera desempeñar, en la
familia o en la sociedad. Una cosa era cierta por lo menos: mi nacionalidad. Desde ese
instante me cobijaba el pabellón cruzado: yo era un dominicano más.
Fué en medio de estas jentes buenas del Navarijo donde yo abrí los ojos al mundo, en la
casa de dos plantas que mi padre había fabricado para trasladar su pulpería de la Cruz de
Rejina, en una de las esquinas que forman las calles del Conde y de San Lázaro, hoy
Santomé.
Hace poco tiempo tuve oportunidad de visitar esta vieja casa y, mientras recorría sus
habitaciones, recordé lo que muchas veces le oí decir a mi madre.
-Era una casa cómoda. Tenía cuatro aposentos, sala, zaguán y una terraza. La cocina y el
comedor estaban abajo. Lo único que me disgustaba de ella era que no tenía buen patio.
Y pude comprobar ese día que con algunas reparaciones y pocos cambios, esta vieja casa,
en que yo nací, se conservaba tal como me la describía mi madre.
Para los que conservaban humos de aristocracia en la segunda mitad del siglo XIX, para los
que vivían en los alrededores de la calle del Comercio y de Plateros, detrás de la Catedral y
hasta en la calle de El Tapao, hoy 19 de Marzo, incluyendo el vecindario del Convento, el
Navarijo era sinónimo de vulgaridad. Se contaba, hasta hace poco, de una sociedad que se
fundó en ese barrio bajo la denominación de El Sancocho, y que constaba de doce
miembros, cuya única finalidad era la celebración de un sancocho cada cuatro meses, para
solaz y recreo de sus miembros. Y agregaban aquellas jentes distinguidas del centro de la
ciudad, que en aquellas celebraciones se hacía gala de las más escojidas vulgaridades.
Se han dado numerosas versiones acerca del orijen del nombre que llevó este barrio. La
más favorecida de todas es la de que este nombre se debió a un establecimiento que existió
en una de las esquinas que forman la calle del Conde y de la Luna, hoy Sánchez, en la casa
que ocupa actualmente Don Ramón Do
mínguez. Los dueños de este establecimiento eran españoles y de apellido Navar. Era una
sociedad de padres e hijos, como lo significaba el rótulo que tenía en su frente el
establecimiento y el anuncio que publicaba en un periódico de la época y que rezaba así: F
Navar e hijos. Parece que el pueblo encontró dificultad en pronunciar la e y la suprimió,
diciendo simplemente Navarijo. A la vuelta de los años, el establecimiento y el vecindario
se convirtió en El Navarijo.
Sin embargo, el nombre de Navarijo existió en Santo Domingo según he podido averiguar,
desde el siglo XVIII. Hubo a mediados de ese siglo un Antonio Navarijo que casó con
Antonia Oviedo, y tuvo descendencia: Francisco y Lorenzo. En 1791 Pablo Navarijo y
Nicolasa Ladines son padres de María Merced. Finalmente en 1827 un Ramón Navarijo
está casado con Andrea Molina.
Por último, se me ha informado igualmente, que a principios del siglo XIX, vivió en ese
tramo de la calle del Conde un anciano que respondía por Navarijo.
De todo esto se desprende que el nombre del barrio tuvo su origen con toda seguridad, en
un apellido porque la palabra navarijo no tiene ningún significado.
Sea lo que fuere de estas versiones, por Navarijo se consideró, a mediados del siglo pasado,
el tramo de la calle del Conde comprendido entre el Fuerte de San Jenaro, hoy Baluarte del
Conde, y la calle San José, hoy 19 de Marzo.
Pero esta denominación fué puramente popular y temporal, pues calle del Conde ha sido
siempre el nombre de esta importante arteria de la ciudad desde los tiempos de la Colonia.
Durante la ocupación francesa fué bautizada con el de Calle Imperial, en honor de
Napoleón I, pero luego volvió a ser calle del Conde. En el año de 1850, se la denominó
oficialmente, calle Separación en homenaje a la Independencia. Y en 1929 se le cambió el
nombre de calle Separación por el de 27 de Febrero. Finalmente en 1934 se le restituyó su
antiguo nombre de calle del Conde, bajo el cual se la designa en la actualidad.
Ha prevalecido este nombre porque esta importantísima calle remata en el antiguo baluarte
de San Jenaro, más conocido
122
123
por la denominación de Puerta del Conde. Según Don Luis Alemar la fundación de este
Baluarte se debió a Don Bernardino de Meneses Bracamonte y Zapata, Conde de Peñalva,
gobernador de la Isla de 1655 a 1656, vencedor de Penn y Venables en 1655.
El piso de la puerta de piedras talladas fué realizado por el Coronel Raimundo Ortega,
maestro alarife.
Las puertas de caoba fueron desprendidas por disposición del General Abelardo Nanita,
Presidente del Ayuntamiento y depositadas en Abril de 1891 en un departamento del
Palacio Municipal. Se encuentran hoy en el Museo Nacional.
Se concedió al Ayuntamiento el cuidado y la conservación de la Puerta del Conde, por
resolución del Congreso Nacional en el año de 1891. Y el 2 de Febrero se dió una
disposición municipal por la cual se prohibió que pasara por allí ninguna clase de
vehículos.
En 1891, cuando se quitaron las puertas se hicieron reparaciones al Baluarte y fué colocada
entonces la inscripción que aún tiene: Dulce et decorun est pro patria mori.
En ese mismo año se utilizaron las casetas, que hasta entonces estaban abandonadas, para
instalar una escuela, La Trinitaria, en la que estaba situada al sur, y un Puesto de Policía en
la que estaba situada hacia el norte.
Era el Baluarte del Conde el orgullo de los navarijeños y fué considerado siempre por sus
moradores como la más preciada reliquia del barrio.
Sin embargo, a pesar de comprender el barrio sólo un tramo relativamente pequeño de una
calle tan principal, los vecinos de este barrio lo subdividieron en dos secciones más
pequeñas todavía. A partir de la calle Sánchez, antes de La Luna, hacia el este se llamó:
Navarijo arriba, y en dirección Oeste, Navarijo abajo.
Estos nombres fueron muy populares a fines del siglo pasado. Un establecimiento que tuvo
en el año de 1886, D. Francisco Saviñón, en una casa contigua a la que ocupaba Don
Dionisio Camarena, se llamó El Navarijo. Y un balandro propiedad del mismo señor
Saviñón y que fué apresado en aguas de Baní por el General Luperón, llevó ese nombre.
También Don Fran
cisco Bona bautizó con el de Navarijo Arriba su tienda establecida en la misma calle del
Conde.
La antigua calle del Arquillo, hoy Arzobispo Nouel, desde la calle de la Luna, hoy
Sánchez, hacia la muralla, no estaba comprendida entonces en aquel barrio, y por un
tiempo, fué considerada como otro barrio al que se denominaba Pueblo Nuevo.
Pero años después, al finalizar el mismo siglo XIX, se consideró como Navarijo toda la
parte de la ciudad comprendida entre las calles del Conde y Sánchez hasta la muralla, y se
excluyó el ángulo del fuerte de San Gil, y, sus alrededores, que era conocido por el barrio
de La Misericordia.
En 1880 el Navarijo estaba constituido casi exclusivamente por bohíos de yaguas y sus
habitantes eran jentes pobres, humildes y laboriosas. Abundaban por allí los ventorrillos y
las carnicerías. Frente a la Iglesia del Carmen se contaban hasta seis carnicerías. La calle se
mantenía llena de huesos y los vecinos se quejaban de la cantidad de perros que había por
allí, a causa de que les impedían algunas noches conciliar el sueño.
Manuel Vallejo, que era uno de los vecinos prominentes del barrio, se servía de una de las
ventanas del templo de Nuestra Señora del Carmen para amarrar el cajón en que le picaba
la yerba a su caballo, y allí lo ponía a comer.
En los últimos años del siglo pasado, las construcciones fueron mejorando poco a poco, las
casas de tapia y de mampostería se multiplicaron, los bohíos fueron desapareciendo y los
habitantes del barrio se dedicaron al comercio y establecieron algunas industrias.
El Navarijo fué siempre un barrio tranquilo y pacífico y, contrariamente a lo que de él
afirmaban las jentes de por allá adentro, contribuía al progreso material y cultural de la
ciudad.
En el Navarijo se instaló La Trinitaria, se dió el grito de Independencia, se oyó por primera
vez el Himno de la República, se fundó la Sociedad Hijos del Pueblo, que costeó una
Biblioteca, sostuvo una Escuela Nocturna y en el año de 1891, realizó el traslado de los
restos del prócer Ramón Matías Mella, a la Capilla de los Inmortales, con gran solemnidad.
124
125
De todo esto y algo más, se sentían orgullosos los Navarijeños.
Yo había nacido, pues, en un barrio lleno de honrosas tradiciones.
El 25 de Abril de 1885, como para que yo no permaneciera hereje demasiado tiempo, me
bautizaron. Yo no sé si este bautizo fué o no celebrado como el de mis demás hermanos.
Sin duda no debió ser muy rumboso, pero, como mi padre era un hombre espléndido, creo
que sí se debió celebrar como era costumbre en aquellos tiempos.
Fué en el año de 1935 cuando estas dudas quedaron completamente disipadas. Una señora,
amiga mía, me obsequió con una de las tarjetas que fueron repartidas el día de mi bautizo.
Era ésta, una tarjeta pequeña, modesta, adornada con un ramo de flores estampado en
colores. Las letras que lucía esta tarjeta eran doradas y en el centro estaba vacío el sitio en
que acostumbraban poner una moneda. Debajo del nombre de mis padres figuraban los de
Federico Velázquez Lagoniza y el de mi hermana Carmen, que fueron mis padrinos. Y
como mi nombre de pila, Francisco Eujenio.
Un buen rato estuve contemplando la tarjeta de mi bautizo. Estaba ya, precisamente, dentro
de la cifra que yo había temido tanto y que, durante mucho tiempo consideré remota, tal
vez, por el hecho de que no había llegado todavía.
Aquel año de 1935 yo había cumplido cincuenta años de edad, muy a mi pesar, de acuerdo
con el testimonio inexcusable de mi tarjeta de bautizo. Qué vamos a hacer!
Nací, sin embargo, bajo muy buenos auspicios. Disfrutaba el país de un réjimen liberal y
democrático. Francisco Gregorio Billini, el Presidente que nos quiso redimir de la
ignorancia y creó los maestros ambulantes, y nos quiso limpiar la sangre, trayendo una
inmigración de canarios, estaba en el Poder.
En Abril de 1885 dió aliento al más extraordinario proyecto de la época. Propició la
concesión de Mr. George H. Blake para la construcción de un ferrocarril que iba a atravesar
la República de Sur a Norte, partiendo de Las Calderas, pasando por Azua y San Juan de la
Maguana y atravesando la Cordillera
Central, llegaría a Sabaneta, desde donde seguiría en línea recta hasta la Bahía de
Manzanillo. El plano de esta obra se elaboraría en el plazo de un año.
A Mr. Blake se le otorgaba, además, la propiedad de los terrenos del Estado y cuatro millas
de largo y cuatro de fondo a uno y otro lado de la vía. Esta concesión duraría 99 años.
También se hicieron concesiones para establecer un acueducto desde el río Higüero y una
fábrica de fideos. Por esta última concesión fué Billini muy combatido.
Desgraciadamente esto duró lo que un día de verano. Cuando yo cumplía los dos primeros
meses de edad, el Presidente Billini fué obligado a renunciar.
Se caracterizó el gobierno del Presidente Billini por su gran respeto a la opinión pública,
por haber dado a la prensa completa libertad. Desgraciadamente esta libertad parece que
fue mal servida y algunos periódicos se ocuparon detractar al General Luperón, lo que dió
motivo a que éste se quejara ante el Presidente.
Un día llegó a la Capital un expreso enviado desde Puerto Plata por el General Luperón. En
el Club Unión se entrevistó con el Presidente Billini. Se le exijía que hiciera suspender los
ataques que venía haciendo la prensa contra el caudillo del Norte. Billini se negó y como
consecuencia de esta negativa se produjo su renuncia.
Adolescente conocí a este hombre de cara mongólica, calvo y con un bigote caído y
abundante, en la puerta de su casa de la calle del Arquillo, hoy Arzobispo Nouel, cuando,
olvidado del Poder, de donde lo bajaron los políticos, ya había escrito a Engracia y
Antoñita (1892), esa joya de la literatura dominicana, que leí en estos últimos años.
Gregorio Billini renunció el día 16 de Mayo de 1885, y fué sustituido por Alejandro Woss
y Gil, a quien también conocí, viejo ya, poco antes de su muerte, en la Barbería de Torres,
calle Sánchez, mientras se afeitaba. No lo oí pronunciar una palabra mientras estuvo allí y
cuando salió, Torres me dijo:
-Don Alejandro es un hombre interesante.
Lo seguí con la vista en todos sus movimientos y cuando me
126
127
senté en el sillón para que Torrez me pelara, me quedé un instante pensando en este
hombre que había ocupado por dos veces la Presidencia de la República.
Y mientras Torrez completaba su faena me entretuvo contándome algunas anéctodas de
don Alejandro Woss y Gil.
Fué Don Alejandro el que nos enseñó a clasificar a los brutos; los había de tres clases: los
brutos de madre, los brutos de padre y finalmente los brutos de padre y madre.
Y Torres me refirió que habiéndole mandado a buscar un viejo amigo cibaeño que se
encontraba recluido en el Manicomio, don Alejandro se dirijió allí una mañana. Largo rato
estuvo conversando con su amigo Fontaine. No estaba loco. había venido a la Capital
llamado por Lilís y después de haber conversado con él lo habían llevado allí. Deseaba
Fontaine que D. Alejandro le hiciera dilijencias para que lo libertaran y D. Alejandro le
prometió dar los pasos indispensables para lograr la libertad de su amigo.
Cuando ya se había despedido D. Alejandro de su amigo Fontaine volvió a acercársele
porque había olvidado preguntarle que fué lo que conversó con el Presidente. Y Fontaine le
dijo que le había dicho que ya era hora de que abandonara el poder y diera oportunidad a
otro ciudadano para que rijiera los destinos del país.
Don Alejandro le dió la espalda. Fontaine estaba loco y era inútil que le hiciera dilijencias
para libertarlo.
En este año de mi nacimiento hubo mucho que ver en Santo Domingo. Actuó en La
Republicana la gran compañía BiciAlbieri que puso en escena Rigoletto.
Y en el mes de julio actuaba en el mismo teatro la compañía Bordini, de la cual formaba
parte la Señora Ida Visconty, ya conocida por el público capitaleño. La compañía Bordini
puso en escena a Ruy Blas el domingo 12 de Julio de 1885.
Y el 6 de Septiembre llegó, consagrado en Roma como Arzobispo Metropolitano,
Monseñor de Meriño. Con excepción del levantamiento de Juan de Vargas, el 1885 fué un
año de paz.
x
o había cumplido yo los cuatro meses de edad, cuando, la noche del domingo 28 de junio,
se produjo una gran consternación en la ciudad, a causa de que en el calle de las Mercedes
sonaron varios
disparos de armas de fuego. Hubo un cierra puertas en el barrio. Mi padre fué de los
primeros que cerró su pulpería y como estaban con él Fellé y José Gómez, salieron los tres
a la esquina para enterarse de lo que había sucedido.
Estaban también en las puertas de sus casas, alarmados, Martín, Don Alfonso, José Mieses
y Manuel Lebrón. Por la esquina de mi casa no pasaba un alma. Mi padre estaba cansado
de esperar, cuando pasó un cochero y dijo que habían matado a un americano.
-Dónde? -le preguntó Fellé.
El cochero respondió que cerca de la Plaza de Colón.
A poco se presentó mi primo José María. Fueron a hacer preso al Gral. Cesáreo Guillermo.
Este le disparó a la lámpara y favorecido por la oscuridad que se produjo se escapó y lo
están persiguiendo. Pero los disparos de los que fueron a hacerlo preso, al mando del
Gobernador, mataron a Mr. Platt e hirieron a la mujer de Cesáreo.
Mi padre se quedó asombrado al escuchar a José María y le

128
129
advirtió a mi primo que no repitiera eso. Pero Fellé habló. -Este, compadre, es un país
perdido. No vamos a salir de una.
Cuando mi padre subió a los altos se lo contó a mi madre. Elías estaba en la calle y mi
padre no cerró el zaguán hasta que no regresó. Antes de que se acostara, mi padre le llamó
la atención.
-Ustedes se van a encontrar en una de momento. Cuando estas cosas pasan uno debe
recojerse en su casa.
Al día siguiente circularon muchas propagandas.
Y una semana después, el día 7 de julio de 1885, El Centinela decía en su comentario: "No
queremos por lo dicho que se derrame bárbaramente la sangre de nuestros compatriotas
como en la Dictadura del 81, no queremos pensar que bajo el amparo de la Ley se asesine
sin piedad, no, no lo queremos porque no hay necesidad de ello".
La noche que ocurrió el incidente del Gral. Cesáreo Guillermo, mi padre no pudo suponer
lo que le iba a ocurrir días después.
Cesáreo Guillermo escapó a Azua. El Gobernador Vargas se pronunció y otra revolución
tuvo lugar.
Cuando se dijo que el Gral. Heureaux saldría a combatirlo, mi padre se puso las manos en
la cabeza. Pasó días desesperados pensando en la suerte de mi hermano. Conocía el
carácter de Abelardo.
Una mañana supo mi padre que Abelardo había sido cojido como prisionero y que lo
habían fusilado. Fué este un día de consternación en mi casa. Mi madre me apretaba contra
su seno y, sin duda, pienso que me miraría con ojos de piedad. Me imajino cuantas veces
mi madre pensaría en los grandes sufrimientos que le aguardaban cuando yo fuera ya un
hombre. En cuantos peligros me vería ella y cuantos votos no haría por mi felicidad.
Afortunadamente yo no iba a ser nadie. Si me hubiera observado detenidamente hubiera
advertido que yo no prometía nada. Apenas un rasgo, una señal siquiera, de que me
aguardaban altos destinos. Era un niño vulgar y corriente que no hacía otra cosa que comer
y dormir.
Pasaron varias semanas sin que en mi casa se supiera el paradero de Abelardo. Mi madre
llegó a desesperarse y mi padre trató por todos los medios de obtener informaciones. Visitó
a algunas personas que supo habían llegado de aquel pueblo y escribió a la casa de Chicho
Sturla. Nadie le pudo decir una palabra. Sin embargo, en mi casa nadie aceptada la idea de
que hubiera sido fusilado.
Una mañana se recibió en mi casa una carta del Cibao. Mi hermano Jesús le participaba en
ella a mi padre que Abelardo estaba con él desde hacía días. El misterio quedó aclarado.
Aunque Jesús no decía las causas por las cuales Abelardo se encontraba en San José de las
Matas, todos en mi casa comprendieron. Se había escapado de Azua, sin duda por temor a
ser perseguido.
Pero la permanencia de Abelardo en el Cibao fué corta. Cuando el movimiento fué
completamente sofocado y la situación política se normalizó, apenas un mes después de
haberse desarrollado estos acontecimientos (el Gral. Cesáreo se suicidó en El Orégano).
Abelardo regresó a la Capital.
Mi padre lo aconsejó como siempre. Y en mi casa no se habló más de esta aventura.
Como las elecciones se aproximaban mi padre temía que Abelardo tomara parte en las
luchas políticas. No le decía nada, pero estaba al tanto de todo lo que hablaba.
Sin embargo, Abelardo estaba tranquilo y hablaba por esos días de dedicarse a asuntos
comerciales. Se estaba organizando en la ciudad una compañía para operar un teléfono
urbano. Como él ya dominaba el inglés se puso en relación con los promotores del negocio
y los ayudó a obtener la concesión. Era esta compañía la Santo Domingo Electric Co.
Como mi padre lo vió en estas actividades se alegró, porque creyó que ya no volvería a
ocuparse de política. Cuando Abelardo hablaba con él de sus actividades con los Directores
de la Compañía Eléctrica mi padre se sentía complacido y lo alentaba. xxxxxxxxxxxx
Pero al mismo tiempo que Abelardo desarrollaba estas actividades, no dejaba de la mano
otras que para él eran indispen
130
131
sables. Estaba otra vez enamorado. Todas las tardes iba a casa de Manuel Vallejo, frente a
la Iglesia del Carmen a pasar allí horas, viendo a una haitianita que estaba de temporada en
casa de Doña Mercedes Jiménez. Esta haitianita, que se llamaba Edelí Sensitive Ridoré y
Enoc, era bien parecida e intelijente. En el barrio todos los que la conocían la celebraban. A
mi madre no le preocupaban estas cosas. Pero mi padre no estaba de acuerdo con esos
pasatiempos y ya le había llamado la atención a Abelardo varias veces.
Algunas tardes mi hermano me llevaba a la casa de Doña Mercedes Jiménez. Yo me
imajino cuantas veces la Srta. Sensitive Ridoré me besaría y me retendría en sus piernas
para mantener a su lado al rendido Abelardo y para con los mimos que yo recibía en esos
momento mantener vivo el amor en el corazón de mi hermano. Sin duda, cuando yo estaba
junto a la Srta. Ridoré y me entretenía en ver a algún perro que pasaba por la calle o fijaba
la vista en alguna gallina del patio, los amantes se clavarían los ojos incendiados de pasión
o cambiarían caricias cariñosas.
Cuando mi hermana Carmen me ha contado esas cosas, he pensado que aquellos fueron
quizás mis días en que alcancé mayor importancia. Hijo de una familia de relativa buena
posición, protejido por mi condición de niño hermano de su prometido, la Sta. Ridoré no
podía haber adivinado mi porvenir, aún cuando ella podía haber tenido vena de clarividente
por su orijen.
Pero Abelardo volvió sobre sus andadas. El proceso electoral estaba en movimiento. En la
calle de las Mercedes se había instalado una Oficina para trabajar la candidatura de Ulises
Heureaux para la Presidencia de la República. Se esperaba que las elecciones serían muy
reñidas, porque dos candidatos se disputaban el triunfo.
Abelardo se afilió, como dicen, a la candidatura de Heureaux. Allí le llevaron sus amigos.
Un día tuvo un incidente con un señor Saviñón. Disputaron. Lilís quiso que se reconciliaran
y los invitó a que se diesen las manos.
-Yo no le doy la mano a este sinvergüenza -dijo Abelardo.
Y el Sr. Saviñón se pasó a las filas contrarias. Cada día el carácter de mi hermano era más
violento. Cuando pienso en éste me acuerdo siempre de las palabras con que la tía
Mariquita me desagravió un día.
-A quien tú te pareces es a Abelardo.
Verificadas las elecciones en los días 26, 27 y 28 de junio, triunfa la candidatura de Ulises
Heureaux y Segundo Imbert.
Los partidarios de la candidatura que fué derrotada en las elecciones quedaron
disconformes y se dieron a la tarea de organizar una conspiración. Y no tardó en producirse
una nueva y sangrienta revolución.
El 21 de julio de 1886 se produjo el pronunciamiento de Monte Cristy y de los pueblos de
La Vega, Jarabacoa y parte de la Provincia de Santiago. Ulises Heureaux fué nombrado
jefe de Operaciones y Abelardo formó parte del continjente de tropas que salió de Santo
Domingo bajo sus órdenes.
Y cuando mi padre vió a su hijo con una carabina más grande que él, sufrió uno de los
disgustos más graves de su vida.
Fué entonces cuando un día Lilís le dijo a mi hermano:
-Abelardo, te voy a poner esta plumita, -señalándole el hombro. Y lo incorporó en su
Estado Mayor.
Por aquella época Heureaux y mi hermano estaban en muy buenas relaciones.
Mi padre volvió a sus preocupaciones. Nunca dejó de ver un peligro en las inclinaciones a
la política de Abelardo. Cuando estalló la revolución le dijo a mi madre:
-Ya ves! Esas son las cosas que trae la política. A este hijo lo vamos a perder.
La revolución de Moya influyó bastante en los negocios y mi padre notó que ese año sus
ventas disminuyeron en considerable proporción. En realidad no sabía a qué atribuir esto.
A causa de la revolución importó menos que otros años y ya yo estaba en el mundo
creándole un nuevo problema. Sin duda, cada vez que mi padre me veía debió pensar en
que tal vez en cuantas revoluciones me vería yo envuelto. Y como a la tía Mariquita se le
metió en la cabeza que yo era un niño tormentoso, porque no deseaba que ella me cargara
ni me hiciera gracias, por lo
132
133
cual ya se había quejado, mi padre se imajinó que yo sería peor que Abelardo y que tal vez
llegaría por lo menos a Ministro de la Guerra o a alguna jefatura de operaciones, si antes no
me fusilaban.
Sin embargo, los capitaleños se sentían ufanos de sus progresos por aquellos días. Nuevas
industrias se habían establecido y las existentes cobraban nuevos impulsos.
Un periódico de la época, el Boletín del Comercio, decía en su número 24: "Ya tenemos
tranvía, teléfono, ferrocarril y hielo y esto hay que conservarlo". Era poco el consumo de
este último artículo y en ediciones posteriores decía: "Sabemos que corre por ahí la
propaganda de que el hielo hace daño. En ciudades como St. Thomas se consume en gran
cantidad. Una estadística reciente muestra que cada 20,000 almas consumen 5 a 6 toneladas
diarias".
Durante toda la campaña en mi casa no hubo tranquilidad. Mi padre no podía ocultar su
disgusto y así se lo manifestaba a sus amigos.
-Es un castigo -decía-, que a este muchacho le guste precisamente lo que yo detesto.
Pero cuando se terminó la campaña Abelardo se apartó un poco de sus amigos políticos. Mi
padre volvió otra vez a concebir esperanzas de que este enfriamiento lo apartara definitiva-
mente de estas actividades, que tantos dolores de cabeza le habían ocasionado. Pero
Abelardo no podía sustraerse a las influencias de su medio y de su época. Era dominicano
ciento por ciento.
Cuando parecía que estaba más tranquilo, una mañana mi padre fué enterado por mi madre
que la noche anterior Abelardo había sustraído a la novia que tenía en la calle de Santo To-
más, a la Srta. Ridoré.
-Quién te lo dijo? -exclamó mi padre indignado-. Quién ha traído ese cuento?
Mi madre le dió todos los pormenores y mi padre se quedó asombrado.
-Ese muchacho! Ese muchacho! -murmuró bajando la cabeza, mientras mi madre repetía.
-No tomes las cosas tan a pecho, vamos a ver lo que se pue
de hacer.
-Primero casarse -dijo mi padre con gravedad.
Pero un buen día se fué para Monte Cristy con la Srta. Rido
ré, y allí fijó su residencia. Había renunciado del Estado Mayor
de Heureaux y se despidió de él en bastante buenos términos. -Qué quieres Abelardo? -le
preguntó.
-Yo nada, General. Quiero solamente que se me proporcio
ne una colección de Códigos. Pienso practicar en Monte Cristy. -Muy bien! Daré orden
para que te los entreguen. Yo tenía para esta época un poco más de un año de edad. Mi
hermano Elías era para este tiempo Oficial Mayor del
Ministerio de justicia e Instrucción Pública.
-Tú -me dijo una vez la tía Mariquita- no diste mucho
tormento y comenzaste a hablar muy pronto.
Y me contaba como yo, con mi batica anudada a la espal
da, recorría toda la sala de mi casa, gateando y levantándome
cuando alcanzaba una mecedora, para que mis hermanas me
cargaran.
Y la tía Mariquita concluyó aquel día:
-Pero yo creí que tú serías más buen mozo. Tú te has des
compuesto mucho.
La miré un instante y pude comprender que me decía con
tal sinceridad que no me quedó duda de que decía la verdad. Una mañana el cartero trajo a
mi casa una agradable noticia.
Tanto mi padre como madre se sintieron muy contentos. Abe
lardo les anunciaba desde Monte Cristy que le había nacido una
niña. Pensó mi madre que quizás ahora Abelardo entraría en
juicio.
-A veces los hijos le hacen cambiar las ideas a los padres. Mi padre, sin embargo, no
pensaba así. Sabía por personas
allegadas a nosotros que Abelardo continuaba politiqueando en
Monte Cristy y que estaba en correspondencia con el General
Luperón.
-No se compone -dijo mi padre- Este muchacho me dará
todavía muchos dolores de cabeza.
Como mi familia estaba de luto, de medio luto, por la muer
134
135
,,,,,,,,,,,
te de D. Juan Alejandro Acosta, el marido de tía Jovita, la madrina de mi madre, que la
había criado, algunas personas pensaron que a Abelardo le había sucedido alguna
desgracia.
-Ni quiera Dios -respondió mi madre-. Se lo tengo encomendado a la Virgen de la
Altagracia y al Santo Cristo de Bayaguana.
136
XVI

ientras conversaban una noche detrás del mostrador, mi padre y D. Fellé Velásquez, las
lámparas de la pulpería comenzaron` a parpadear. -Dispénseme, compadre -dijo mi padre-.
He pasado el día tan ocupado que se me había olvidado echarle gas a las lámparas.
Mi padrino se levantó, elevó la trampa de salida del mostrador y a mi padre le pareció que
pensaba retirarse.
-No se vaya compadre. Es temprano todavía.
Y subido sobre una silla retiró una de las lámparas del aparador para ponerle gas. Cuando
terminó volvió a ocupar su silla.
-Yo creo, compadre, que con esa ley el comercio se arruinará. No se podrá importar.
El compadre Fellé era de su misma opinión.
Acababan de votar una Ley de Aduanas y Puertos que derogaba el antiguo Arancel. Como
toda innovación había encontrado sus opositores. Mi padre y mi padrino se contaban en el
número de éstos.
Corría el año de 1887. Ulises Heureaux asumió el Poder por un segundo período. En su
mensaje del 27 de Febrero, decía: "El Comercio se está beneficiando ya de la paz, a pesar
de la asonada que en la Común de Dajabón encabezó Pablo Reyes".
137
h
El periódico El Orden de ese mismo día decía en su columna editorial: "Es indudable que,
con el advenimiento del Gral. Ulises Heureaux a la Primera Magistratura del Estado, se ha
restablecido la confianza pública y principian ya, en tan corto lapso, los beneficios de la
organización de los asuntos administrativo?.
Ulises Heureaux sustituyó a Alejandro Woss y Gil. Era la segunda vez que ocupaba la
Presidencia de la República. La toma de posesión tuvo lugar el 6 de Enero de 1887, cuando
yo había cumplido dos años de edad.
Había sido tan halagüeño el primer período presidencial del Gral. Heureaux que el pueblo
no pudo menos que celebrar con alborozo su nuevo advenimiento al Poder.
El 27 de Febrero de 1887, el barrio de Navarijo vió sus calles adornadas con cordelitos y
banderas y escuchó las bandas militares y la de Manuel Vallejo, Presidente de la Sociedad
Filarmónica, que recorrieron la calle del Conde entonando vibrantes aires marciales.
La cantidad de máscaras que circularon por las calles aquel día, fué numerosa. Por mi casa
pasaron muchas comparsas interesantes. Mis hermanos se disfrazaron también y estuvieron
dando carreras por el vecindario. Y no dejó de tener mi padre algunas quejas.
Pero apenas habían transcurrido cuatro meses de esta nueva inauguración de Ulises
Heureaux, y como para que el pueblo se diera cuenta de la pauta que iba a seguir la nueva
Administración y para que los dominicanos tuvieran una idea de lo que debían esperar, fué
fusilado, el día 4 de Mayo en el cementerio de la ciudad, el Gral. Santiago Pérez.
La tarde en que ocurrió este acontecimiento, mi hermana Carmen vió desde la celosía pasar
la comitiva y el piquete. Al lado de la víctima iba el Padre Nouel. Fué un espectáculo digno
de la inquisición. Con toda solemnidad, para dar un ejemplo a la sociedad.
Mi hermana se desmayó detrás de la puerta y mi madre y mi padre tuvieron que abandonar
la pulpería para atenderla. Fué una tarde triste en que toda la ciudad se consternó.
Cuando los amigos de mi padre llegaron por la noche a la pulpería, hablaron poco. Estaban
bajo el peso de este hecho doloroso, que las jentes buenas de la ciudad condenaron con los
juicios más severos.
-Lo ha matado, porque le tenía miedo, -habían dicho en la ciudad.
Fueron inútiles todas las instancias que se hicieron para evitar esta ejecución. Un periódico
de la época decía en su edición del 11 de Mayo de 1887:
"General de la República el reo, su perdón hubiera significado una especie de inmunidad
para los de su categoría que procedieran de igual modo; amigo y servidor del Gobierno,
hubieran dicho que sólo para los disidentes políticos, en cualquier caso, estarían reservadas
la ejecución de esa pena; provocador de escándalo y consternación en cuanto a la hora, la
forma y circunstancia del crimen, sólo una reparación igualmente ruidosa hubiera dejado
satisfecha la vindicta pública".
Paseaban las calles de la ciudad en aquellos días los exiliados del vapor Justicia. Se habían
familiarizado de tal modo con los habitantes de la ciudad, que las familias los recibían con
beneplácito.
-Ellos también -me dijo una vez mi hermana Carmen- fueron de casa en casa pidiendo
firmas para implorar el perdón del Gral. Pérez.
Pero lo que todos ignoraban era que en este segundo período el Gral. Ulises Heureaux
iniciaba una tiranía que iba a durar doce años.
Algunas semanas después de este acontecimiento se inició una especie de plebiscito
organizando unas cuantas manifestaciones públicas en diferentes pueblos para que pidieran
la reforma constitucional con el propósito de alargar el período presidencial de dos a cuatro
años.
También se escribieron algunas peticiones y con este motivo se recojieron firmas por las
buenas y por las malas.
Mi padre se enteraba de todas estas cosas por sus amigos, pero raras veces hacía
comentarios. Su única preocupación era Abelardo.
138
139
Una mañana, Anacleta le dijo a mi madre que no había traído carne de la plaza, porque se
decía en toda la ciudad que uno de los carniceros había sido mordido por un perro rabioso.
A poco repetía esto otra persona que entraba en la pulpería. La ciudad estaba alarmada.
A eso de las diez de la mañana el Dr. Luna fué llamado para que examinara la carne; y fué
después que éste declaró que la carne estaba en buenas condiciones, para el consumo,
cuando las jentes se tranquilizaron. Era el 15 de Mayo de 1887. El Diario del Comercio
publicó un suelto sobre este suceso.
-Yo no dudo -le dijo el compadre Fellé a mi padre esa noche- que estas cosas sean hechas
para combatir el Gobierno.
Días después D. José Ramón le decía a mi madre que la propaganda de la carne fué lanzada
por un enemigo del carnicero que quería hacerle perder la venta.
En esos días también se comentó una gacetilla que apareció en un periódico de Puerto
Plata. Los autores de tal asunto fueron a parar a la cárcel. La referida gacetilla daba una
Receta para embalsamar el cadáver de la Patria. La justicia, sin embargo, descargó a los
presuntos autores.
Dos o tres veces por semana mi padre iba con los muchachos a la Plaza de Toros. Actuaba
una cuadrilla de toreros que no satisfacía completamente las exijencias del público, pero las
tardes de corrida la Plaza se llenaba de jentes. Para mejorar esta cuadrilla habían llegado de
Cuba dos renombrados diestros: el Niño y Vivato.
Mi padre iba con Arturo y en una ocasión me llevó a mí. Momo, una amiga de mi casa, me
había hecho un vestido de torero. Cuando mi hermana Carmen me ha contado esto y me
describía el traje, me quise morir de risa, porque enseguida pensé en cómo debí yo haberme
visto aquella tarde. Afortunadamente los niños son tan inocentes que yo debí estar
encantado mirándome los abalorios y sobre todo el color del vestido que debió ser
escandaloso.
El matador no era gran cosa y el público lo criticaba acerbamente.
Una tarde de corrida, al regresar Tomás Sanlley, se unió a no
sotros en el tranvía y fueron muchas las cosas que dijo.
-Esas no son corridas de toros ni cosa que se le parezca. Los bichos eran muy malos y los
toreros merecían que los llevaran a la cárcel.
Tomás venía indignado.
-Usted sabe lo que es darle siete estocadas a un toro, y terminar por asesinarlo
atravesándole el corazón por la barriga. En Barcelona, donde se dan tan brillantes corridas,
y hay toros y hay toreros de verdad, a estos los hubieran guindado.
Pero como mi padre no había salido de aquí, venía hasta cierto punto satisfecho. Vivato y
el Niño eran para él muy buenos toreros. Y las suertes que acababa de ver fueron muy
limpias.
Otras personas en el tranvía hablaron a favor y en contra de la cuadrilla.
Tomás lucía su bombín, su paletó y ajitó dos o tres veces su bastón.
Sin embargo, no había otra cosa que ver y la plaza de toros era por entonces la única
distracción que podían tener los habitantes de la Capital.
Por la noche, en la pulpería de mi padre, José Gómez criticó a Tomás.
-Ha venido con demasiadas ínfulas. Yo me atrevo a asegurar que como Vivato no hay un
torero en España.
José Gómez halló muy bien puestas las banderillas y las suertes le gustaron mucho.
Como mi padrino no era aficionado a los toros se quedó callado. Pero como mi padre era
amigo y compadre de Martín, para no ofenderlo, se limitó a decir que las cuadrillas que él
había visto antes eran peores.
Una semana tranquila para mi padre. Tuvo buenas ventas y esto lo animó a hacer algunas
importaciones.
Mi hermano Elías continuaba siendo empleado público, usaba su levita y su sombrero de
copa, estudiaba leyes en el Instituto Profesional y fiel a la vocación que sentía en los días
que editaba La Lucha Activa, se había hecho periodista.
Fello y Nununo estaban ya estudiando en la Escuela Normal.
140
141
Contaban en mi casa a este propósito que Fello les hizo pasar a todos una vergüenza. Tenía
fama de inocente y de poco despierto. El día que lo mandaron a inscribirse, el encargado de
tomar los datos (creo que fué el propio Sr. Hostos), después de preguntarle por su edad y
por sus padres, le dijo:
-Y cómo se llama usted?
El muchacho se quedó callado y sin saber lo que debía contestar. Después de un rato en que
el Sr. Hostos se quedó mirándolo de arriba abajo, respondió un tanto encojido y tem-
bloroso:
-Fello.
-Fello? -repitió el Sr. Hostos, y después de contemplarlo
otra vez, volvió a preguntarle: -¿Usted no tiene otro nombre? Confundido por esta nueva
pregunta y después de un ins
tante de silencio y de vacilación, respondió: -Yo no sé! En mi casa me dicen Fello. El Sr.
Hostos se sonrió.
Por mucho tiempo, cuando mis hermanas o hermanos querían molestarle le decían:
-Yo no sé! En mi casa me dicen Fello.
Y se ponía rojo de cólera. A veces tenía que intervenir mi
madre para evitar una batalla campal.
Las esperanzas de mi padre era que sus hijos pudieran con
tinuar estudiando. Ya no contaba con dejarles nada, porque los
negocios iban cada día peor.
Pero el 13 de julio de 1888 mi hermano Juan Elías había contraído matrimonio con la Srta.
Mariana García.
No estuvo de acuerdo mi padre con este matrimonio. Elías era todavía un muchacho. Hacía
meses que frecuentaba la casa de los García y allí se entretenía en leer novelas con la Srta.
Mariana. Comprometida con el Gral. Woss y Gil, su madre se opuso a que se celebrara este
matrimonio y fué esta oposición lo que determinó que fuera Elías el elejido.
Fué Mercedes quien descubrió estos amores. Un día le dijo a la Srta. Mariana García:
-Tú tienes amores con Elías!
La Señorita Mariana se ruborizó. Los autores románticos del
siglo pasado fueron responsables de muchos amores.
El 26 de Junio de 1888 el Congreso Nacional otorgó a Ulises Heureaux, para que pudiera
usarlo durante toda su vida, el título de Pacificador de la Patria.
Y en el mes de Octubre se reunió la Convención Constituyente para reformar la
Constitución. Durante el tiempo que estuvo reunida sólo se habló de eso. Una gran mayoría
de la opinión pública no estaba de acuerdo en que se prolongara el período presidencial y
veían con eso un peligro de que se perpetuara Lilís en el Poder.
Ulises Heureaux era para mi padre un augurio de miseria. La nueva Constitución establecía
que en lo adelante el período presidencial sería de cuatro años en vez de dos.
Pero no había terminado el año cuando comenzaron a circular propagandas sobre una
próxima revolución. Por todas partes se decía que los políticos del Cibao estaban
inconformes con la acción de la Convención Nacional.
Mi padre abrigaba temores de que ya sería imposible derrocar al Presidente Heureaux. Y no
estaba equivocado.
Las esperanzas de las más destacadas figuras políticas estaban con el Gral. Gregorio
Luperón.
Una noche mi madre le dijo a mi padre que Elías le había informado que un amigo le dijo a
él en la calle que Ulises Heureaux había tenido algunas denuncias contra Abelardo. Habla-
ba mucho. No atacaba el Gobierno, pero las cosas que decía, a juicio del General Imbert,
eran inconvenientes. Se señaló a Abelardo como simpatizador de la persona y de las ideas
de Gregorio Luperón y se le acusó de haber hablado en términos elojiosos del Gral.
Almonte, y de otras cosas.
Al día siguiente mi padre le escribió una carta dándole consejos. "Sólo debes ocuparte de tu
profesión -le decía- y ya que te has metido en familia debes tener presente que son mayores
tus deberes".
Y una mañana, a fines del año 1888, mi padre no subió a los altos al medio día como era su
costumbre. Permaneció en la pulpería. D. Sebastián Morcelo no le dio ese día a mi hermana
Carmen su lección de piano. Mi madre se pasó la mañana llorando.
142
143
Mis hermanos estaban tristes y la casa permaneció en silencio.
Esa misma mañana llegó al establecimiento una persona y habló a solas con mi padre. A
poco mi padre se daba paseos por detrás del mostrador, miraba con indiferencia la calle, y
de vez en cuando, se sentaba en una silla, clavaba los ojos en el piso y con las manos
cruzadas le hacía dar vueltas a los dedos pulgares. Mi padre hacía siempre esto cuando
estaba solo y, sobre todo, cuando tenía alguna preocupación.
Después de medio día mi padre se vistió y salió a la calle. Mi madre se quedó en el
establecimiento en compañía de Carmen. A media tarde, mi padre regresó. En el aposento
de mi madre conversaron un rato.
Una amiga del vecindario, decía a mi madre:
-Tenga fe, Doña Sinforosa. No se desespere. Confíe en Dios. Y mi madre respondió:
-Cómo me voy a conformar sabiendo que está ahí... en ese Homenaje.
A las cinco de la tarde salió de mi casa una cantina, y un catre. Junto con el hambre que
llevaba estas cosas iba la sirvienta. Al bajar las escaleras mi madre le dijo.
-Pide permiso, dile que eso es para Abelardo Moscoso, y espera la cantina.
Aquel día habían traído desde Monte Cristy, preso, a mi hermano. Le habían puesto un par
de grillos y de la Cárcel le habían mandado un aviso a mi familia. El Gobernador de Monte
Cristy creyó que debía sacar a mi hermano de allí. A oídos de mi padre, llegó, sin embargo,
el rumor de que la Sra. Ridoré y Enoc podía, por sus simpatías, haber tomado parte en el
asunto. Lilís era un enamorado y Abelardo un hombre extremadamente celoso. Mi padre
pensó que eso sería un capricho de Abelardo y no dió crédito a tales versiones.
-Es un hombre sin entrañas -decía por la noche en la sala de mi casa un señor, alto, vestido
de negro. No respeta ni a sus amigos.
Mi padre se quedó callado.
-Este hombre tiene sed de sangre, va a acabar con el país -agregó el hombre.
-Con tal de que no lo fusilen ahora -murmuró mi padre.
Al día siguiente todos en casa sabían los motivos que alegaban para esta prisión. Se habían
levantado en Armas en Puerto Plata. Dirijía el movimiento el Gral. Manuel María Almonte
y en Monte Cristy, mi hermano, con un cabo de túbano, había disparado un cañón. Era
partidario de Luperón y por eso estaba en la cárcel.
La prisión de Abelardo y de otros ciudadanos produjo intranquilidad pública. En esos días
circulaban diversas propagandas. Pero los amigos de Ulises Heureaux pregonaban que
reinaba la más completa paz.
Pocos días después llegaba a mi casa con una niña nacida en Monte Cristy, la Gringa, y en
vísperas de tener otro hijo, la Sra. Sensitiva Ridoré y Enoc. Mi padre la recibió y la alojó
provisionalmente en nuestra casa.
Al día siguiente de llegar Edelí mi padre fué a la cárcel para hablar con mi hermano.
-Ha llegado Edelí -le dijo-. No puede permanecer en casa, si tú no te casas con ella lo más
pronto posible.
Mi hermano comprendió las razones que tenía mi padre para hacerle esta petición y accedió
inmediatamente.
Y antes de finalizar el mes de noviembre Abelardo contrajo matrimonio por poder con
Edelí. Mi hermano Elías lo representó. La ceremonia tuvo lugar en la Torre del Homenaje.
Para mí esto fué un gran acontecimiento, porque yo vivía en compañía de personas que me
hacían muy poco caso. En realidad, yo no tenía con quien expansionarme. ¿A quién le
podía tirar de las greñas si me venía en ganas? ¿A quién podía yo comunicar las absurdas
ideas que a la fecha me habían entrado en la cabeza? ¿A quién arrebatarle la comida? ¿A
quién arañar si sentía deseos de hacerlo? Y Gringa vino a llenar este vacío de mi espíritu y
desde su arribo ya tenía con quién jugar a mi antojo. Desde ese día me desentendía de todos
mis hermanos, a quienes consideraba sin importancia. Es verdad que a partir de ese día se
me reprendía con más frecuencia, por que pensaron que yo no tenía ningún género de
educación y creía que mi primera sobrinita era un objeto que se me debía entregar para
satisfacer mis caprichos.
144
145
Mi padre se dedicó a buscar una casa para instalar a la Sra. Sensitive, pero como esto no se
pudo realizar de inmediato, ocurrió lo que era de esperar: la señora dió a luz una madruga-
da un niño. Este fué mi segundo sobrino, julio, muerto hace poco en Jacmel, Haití, poco
después de haberme enviado su fotografía. De aquel día de su nacimiento a este en que
escribo estas líneas transcurrieron cuarenta y siete años.
Abelardo estuvo esta vez unos 18 meses en la Torre del Homenaje. Un día le dijeron a mi
padre que en el Pañuelo, el cuarto en que se encontraba mi hermano, había muerto de
disentería el Gral. Malapunta, y que, el cadáver permaneció junto a los otros presos más de
cuarenta y ocho horas.
Todo este tiempo se vivió en mi casa una vida de retraimiento. Iban a casa pocas visitas y
ni mi padre ni mi madre se expansionaban con nadie.
A menudo iban jinetes desconocidos a la pulpería y mi padre decía que la ciudad estaba
llena de espías.
Los negocios seguían de mal en peor. Las ventas disminuían cada día un poco más.
Las pascuas y el año nuevo no se celebraron ese año en mi casa. Mi padre no podía
desprenderse de las preocupaciones que la prisión de Abelardo le producían.
Constantemente estaba pensando en la suerte que podía correr su hijo. Conocía la crueldad
de Ulises Heureaux y había visto ya tantos casos que siempre estaba pensando en que de
momento le podían traer una grave noticia.
Entre días el compadre Fellé le preguntaba a mi padre:
-Qué ha sabido de Abelardo? Cuándo lo sueltan?
-No sé! -respondía mi padre.- Todas las diligencias han sido inútiles. Sinforosa dice que ya
no se ocupará de eso. Que hagan lo que quieran, que Dios está en el cielo y lo ve todo.
Ya mi padre se había resignado a la situación.
Por esos días se hablaba de un empréstito y del establecimiento de un Banco. La falta de
confianza en la administración Pública dió lugar a que el comercio se abstuviera de hacer
grandes operaciones.
Los negocios de mi padre se sostenían, pero no realizaba ganancias de consideración.
La familia no tenía otra preocupación que las que le propor
cionábamos Abelardo y yo. Aquel con sus andanzas políticas y
yo con mis continuas exijencias. La tía Mariquita me dijo un día
que no había visto un muchacho más gritón, más travieso y que
comiera más que yo.
-Tú acabarás con tu padre! Tenerte a ti fué un error de
Juan Elías. Los hijos se tienen a tiempo y tú llegaste tarde, tar
de para todo.
-Qué vamos a hacer! -fué toda mi contestación.
El 26 de febrero del año 1890, el Presidente Heureaux expi
dió un Decreto en virtud del cual quedaban en libertad los de
tenidos políticos que estaban en las cárceles y podían regresar al
país los que se encontraban expulsos en el extranjero, a causa de
los disturbios que tuvieron lugar en 1886, 1888 y en 1889. Muchos de estos presos
quedaron confinados en la Capital y
más tarde volvieron a la cárcel muchos de ellos.
Favorecido por este Decreto, mi hermano Abelardo fué puesto
en libertad. Junto con la Sra. Sensitive fué a vivir en una casa que
mi padre le había alquilado a la familia Pichardo en el vecindario. Un día el Secretario del
Gral. Heureaux, amigo de mi her
mano, lo encontró en la calle.
-Hola, Abelardo -le dijo-cómo te va? Abelardo le expuso la situación. Y no vas a ver a
Lilís?
-Cómo voy a hacer eso. No ves que me ha tenido tanto
tiempo en la cárcel con un par de grillos?
El Secretario del General lo convenció y Abelardo fué a ver
al Presidente.
-Dile que pase -dijo Lilís cuando el Secretario lo anunció. Después de cambiar breves
palabras, Abelardo le manifestó
que deseaba volver a Monte Cristy.
-Eso no es de mi competencia. Hable con el Ministro de
lo Interior.
Abelardo fué a ver al Gral. Figuereo y éste le dijo por toda
contestacion:
-Si usted vuelve a Monte Cristy no le respondemos de
su vida.
146
147
En este año llegó al país Paul Ritter con el propósito de instalar un Banco Nacional y
Pellerano y Atiles habían publicado el primer número del 'Listín Diario ".
XVII

Una de las pocas satisfacciones que debió experimentar mi padre en la calle del Conde,
debió ser, a pesar de todo, mi nacimiento.
Mi hermana Carmen aseguraba que este suceso fué una casualidad. Algo inesperado. Y yo
he pensado muchas veces que, además, fué de mal agüero, como suelen decir las jentes del
pueblo, porque los negocios de mi padre no podían estar peores en aquellos días.
Pero, la condición de ser yo el último vástago, la "zurrapa", como solía decir mi madre, me
hacía gozar de algunos privilegios. Todo me lo consentían.
Mis hermanas me tomaron por su cuenta. Yo era el muñeco de la caza. Mi hermana
Mercedes se encargó de hacerme ropa y siempre andaba a caza de retazos para
confeccionarme las batas que me ponían.
En una ocasión me hicieron una bata de lujo. La bata era color de vino y la habían
adornado con encajes. La tarde que me estrenaron esa bata me encontraron tan buen mozo
que decidieron llevarme a retratar. Esto fué un acontecimiento.
A una cuadra de mi caza se encontraba el taller fotográfico de Tomás, uno de los hijos de
Martín, el amigo y vecino de la familia.
148 149
Hacía poco que Tomás había regresado de España, donde su padre lo había enviado a
completar sus estudios.
Tomás era alto, un poco grueso, de tez quemada, con bigote negro y abundante. La cabeza
de Tomás, cubierta de cabellos igualmente negros, lacios y tan abundantes como para
formarle una melena, era indudablemente una cabeza de artista. Tomás era de
temperamento nervioso y hablaba con bastante rapidez. Movía bastante los brazos y con
ellos y con el bastón tenía por costumbre subrayar todo lo que decía.
Tomás reveló desde niño aptitudes para las Bellas Artes. Se hizo admirar del vecindario
porque pintaba en las calzadas y en las paredes todo cuanto veía. Un día dibujó con carbón
la cara de un carretero y los amigos de Martín no se cansaron de elogiarlo.
-Ese muchacho promete -le dijo el vecino de enfrente.
-Tomasito tiene chispa -repetían los demás.
Tanto oyó Martín estas y otras alabanzas que un buen día, lo embarcó para España. Pasaron
algunos años. Martín mostraba a sus amigos las cartas de Tomás. De vez en cuando una
fotografía. Cuando terminó sus estudios en la Academia de San Fernando, Tomás regresó
al país.
Las Bellas Artes estaban representadas en el país por Corredor y Cruz, Director de la
Academia de Dibujos y Pintura creada por el Presidente Meriño en 1880 se cita como una
de las obras maestras de Corredor un cuadro que pintó del Prócer Francisco del Rosario
Sánchez por la suma de ochenta pesos, según consta en el acta del Ayuntamiento; por el
Señor Demallistre, Profesor de una Academia particular y por Don Alejandro Bonilla, a
quien se atribuye un cuadro representado a Juan Pablo Duarte.
El 9 de Diciembre de 1883 una comisión compuesta por el Dr. Pedro A. Delgado, Apolinar
de Castro, Eujenio de Marchena, José Mieses, Manuel Pina, Martín Puche, J. A. Bonilla y
España, J. M. de Castro, J. Sánchez, A. Bonilla y Juan Ramón Fiallo, obsequiaron a
nombre del pintor Alejandro Bonilla al Ayuntamiento de la ciudad con el magnífico cuadro
La Esperanza, obra considerada como el mayor triunfo del pintor Bonilla.
150
Con este motivo se pronunciaron varios discursos y se pidió al Consejo que dictara una
disposición por la cual se ordenará la colocación del cuadro en la sala principal del
Cabildo.
Demallistre, descendiente de familia italiana, fué igualmente un destacado artista, sobre
todo por haber realizado el que fué célebre cuadro El Purgatorio, cuadro que sin duda fué
inspirado en la Divina Comedia de Dante, su inmortal compatriota. En medio de las llamas,
con los brazos hacia el cielo, las caras mostrando el sufrimiento, el dolor y la
desesperación, se consumían las víctimas. Era un cuadro sumamente impresionante.
Demallistre había puesto todo su empeño en que este cuadro fuera su definitiva
consagración como un artista digno de ser glorificado. Cuentan que al pie de este cuadro
para completar la impresión que los espectadores hiciera su pintura, se leía esta frase:
"Imagínese el espectador que oye gritos".
Esta obra como muchas obras célebres se ha perdido.
Demallistre realizó otras obras importantes, entre las cuales se mencionaba un retrato de
Don Isidoro Basil, uno de los más renombrados comerciantes de El Navarijo. Y propósito
de este retrato se contaba que, habiéndolo expuesto con fines de exhibición en su taller de
la calle del Arquillo, para que el público lo admirara, una noche pasó por la calle el Gran
Ciudadano, Gral. Buenaventura Báez acompañado por su esposa. Se detuvieron ante el
lienzo un instante. La Sra. Báez encontró que era tal el parecido que tenía el retrato de D.
Isidoro con su marido que instó a éste para que lo adquiriera a cualquier precio. Se le hizo
la proposición al Sr. Demallistre y éste lo cedió por la modesta suma de cuarenta pesos
fuertes. Cuando D. Isidoro se enteró, días después, al reclamar la obra, se puso las manos
en la cabeza y rió a carcajadas. Tenía un doble motivo para hacerlo. El Gral. Buenaventura
Báez era su enemigo político y ahora iba él, D. Isidoro Bazil, a representarlo en el salón de
su casa. Esta ocurrencia no tenía paralelo.
En cuanto a D. Alejandro, Director de una Academia Municipal de Pintura, su obra más
popular fué un retrato de D. Juan Pablo Duarte, hecho completamente de memoria, pero
que ha sido considerado como uno de los mejores que se cono
151
cen de este ilustre trinitario. Pero, a pesar de esto, los dominicanos se han obstinado en
representarlo siempre a su antojo. De este Padre "espiritual" de la República no tenemos
una imagen auténtica.
Antes que Demallistre y Bonilla, las Bellas Artes tuvieron aquí a Corredor, quien fundó
otra Academia de Pintura y Dibujo, patrocinada por el Padre Meriño. Su discípulo más
aventajado fué Arquímedes Concha, el presunto autor de una caricatura de Ulises
Heureaux, colgado de un árbol y que fué expuesta en el Parque de Colón. Por ese hecho fué
perseguido el P. Font, a quien se atribuyó participación en este hecho "criminoso".
Pero las Bellas Artes iban a contar ahora con Tomás. Por lo menos así lo esperaba su padre
Martín. Y así lo expresaba de vez en cuando dentro del círculo de sus buenos amigos.
Tomás vino de España luciendo la moda de Madrid. Llevaba paletó de paño, pantalones
claros y un bombín. Debajo del brazo derecho sostenía un bastón. Así cruzaba las calles de
la ciudad. Pero a nadie le llamó la atención esta elegancia Tomás. A fines del siglo pasado
no podía llamar la atención esta figura elegante en nuestra capital. El uso de la levita era
común. La usaban los Médicos, los Notarios, los Abogados y en resumen toda la jente de
significación. Se le veía en todas las ceremonias particularmente en los entierros.
Contrariamente a lo que ocurre en nuestros días en que cada cual viste como le acomode,
en aquella época se le daba la necesaria importancia al traje. Los hombres eran más
cuidadosos de su dignidad. Comprendían que con una levita no se puede hacer todo lo que
se quiere. Los trajes de hoy nos dan mayores libertades que los de antaño e indudablemente
son los culpables del relajamiento de las costumbres y de que se haya rebajado el temple
del carácter. En estos días somos más ligeros, más superficiales, más serviles y nos res-
petamos menos. Si yo hubiera visto a D. Emiliano Tejera o a D. Joaquín Montolío con
medias de turistas, con una corbata de lazo, sin bastón y sin melena, sin duda, no me
hubieran inspirado el respeto que todavía hoy siento por ellos al recordar sus figuras.
Aquellos hombres daban carácter a nuestra sociedad.
Y así parece que lo entendió mi hermano Juan Elías pues se hizo confeccionar, él también,
en aquellos días de Hostos y del Instituto Profesional, una levita cruzada y con ella y su
sombrero de copa paseaba por la calle del Conde provocando la crítica de sus amigos,
porque ya esa pieza había pasado de moda. Mis hermanos más pequeños que él, terminaron
por usar esta levita en los días de Carnaval para imitar a algunos doctores de la época.
La última levita cruzada y el último sombrero de copa que yo ví en las calles de la ciudad a
principios de este siglo fué la del Dr. Arístides Fiallo Cabral. Cuando la ví desaparecer
pensé que ya esta pieza era anacrónica y que la dignidad y el amor a la sabiduría que ella
representaba, no era por desgracia, la meta que soñaban las generaciones que se iban
levantando.
Y es posible que el propio Dr. Arístides Fiallo Cabral así lo comprendiera, frente a las
dificultades que a diario debió afrontar porque sustituyó su levita por la americana, como
dicen ahora al saco, con la cual debió vivir mejor sus últimos días.
El siglo XIX fué un siglo individualista. Los hombres no eran iguales. En todas las
sociedades del mundo civilizado había personas. Eran hombres distinguidos por sus
prendas morales o por su saber y hasta por su origen. Estos hombres se distinguían del
hombre común por sus bigotes, sus bastones especiales. Las levitas, sobre todo, le daban
carácter. Estas prendas de vestir la usaban los hombres que tenían personalidad, los
hombres que el pueblo respetaba y tenía como modelos.
Esos eran los tiempos que vivía mi padre. Todavía había dones. Yo conocí muchos de estos
dones, de pasos mesurados, de excelentes modales, de costumbres austeras, hombres que
hablaban en voz baja, que tenían temor a Dios. Hombres que oían misa, comulgaban.
Hombres que eran el orgullo y el prestigio de la sociedad.
Yo recuerdo a don Joaquín Montolío, uno de los ilustres hombres de este tipo.
-Cómo está mi Comadrita, -decía cuando visitaba mi casa.
Don Joaquín era el padrino de mi hermano Arturo.
A mi padre, que no fué tan distinguido y a mi madre que era
152
153
mujer de grandes aspiraciones, les gustaban estos hombres y por eso eran escojidos para
apadrinar a sus hijos. Juan Elías, Abelardo, Rafael, y todos mis hermanos tenían esta clases
de padrinos.
Hoy me ha tocado a mi vivir en el siglo XX, la mayor parte de mi vida. El siglo de la
guayabera, el siglo del hombre sin personalidad y sin ropa, el hombre desnudo. El siglo del
hombre común, del hombre de la calle, anónimo, simple individuo, apenas persona y
menos personalidad como ha dicho alguien.
Tomás no sólo regresó al país con la moda de Madrid, sino que trajo consigo las ideas de
Madrid. Era el año de 1884. todas las noches en Madrid, Tomás oía a Julián Gayarre y a
Rafael Calvo; por las tardes se paseaba por el Retiro y la Castellana; escuchó innumerables
veces a D. Emilio Castelar, y sintió una gran admiración por D. Antonio Cánovas del
Castillo, en aquella época, todo poderoso, Presidente del Consejo y Presidente del Ateneo,
dominando en el Parlamento, en las Academias y en todos los salones.
El Madrid que vió Tomás fué el de Chueca, el de Luna Novicio, Muñoz Degrain y Moreno
Carbonero.
Por eso en casa de las amistades de sus padres, en las calles y en todas partes, Tomás se
hacía lenguas de todo lo que había visto y oído, insistiendo en los programas políticos de la
Metrópoli. Habló de libertades individuales, de palabra, de prensa, de relijión. Todo se
podía decir y escribir en Madrid, todo se podía criticar.
El entusiasmo de Tomás por todas estas cosas lo llevaron tan lejos que los amigos de
Martín le advirtieron un día que debía amonestar al pintor, y éste se vió obligado a abrirle
los ojos a su hijo.
-Ven acá, Tomás -le dijo en el seno de la familia-. Aquí en este país, no gobierna Canovas
del Castillo, aquí gobierna Lilís. No se te olvide.
Y Tomás, aunque ahogando su disgusto, sólo habló desde ese día de su arte y después de
haber transcurrido algún tiempo en que no hizo otra cosa que pasearse por las calles de la
ciudad,
imposibilitado de instalar una Academia de pintura, para seguir las tradiciones de la
academia de San Fernando, de Madrid, decidió instalar un taller fotográfico en la calle del
Conde a pocos pasos de mi casa.
Y allí fué donde me llevaron aquel día a la fuerza, con mi bata roja y los ojos llenos de
lágrimas. Fué inútil toda resistencia de mi parte. Tuvieron que empolvarme dos o tres
veces, pasarme el peine y hacerme además muchos ofrecimientos para que yo pudiera
permanecer tranquilo durante aquellos terribles minutos que duraban las exposiciones de
entonces.
Me subieron sobre una silla, me movieron varias veces la cabeza, y terminaron, si mal no
recuerdo, por amenazarme, de tal modo, que no me quedaron dudas de que el mejor partido
era estarme quieto.
Conservo esta fotografía por ser la primera que se me hizo en mi vida y por recuerdo de
Tomás, a quien mi familia siempre profesó una sincera amistad.
Cuantas veces han comentado en familia esta fotografía, mis hermanas han atribuído el
aspecto de loco que en ella muestro, a la impresión que me produjo la cámara fotográfica
que en aquella época era una caja tosca de considerable tamaño. Pero yo he pensado
siempre que esa cara mía se debió atribuir a los ojos de Tomás que eran muy expresivos y
al bigote que me infundieron miedo.
Yo he mostrado a muy pocas personas esta fotografía, a pesar de que mi hermana Mercedes
me repetía muchas veces:
-Tú no eres tan feo como te ves ahí. Cuando chiquito eras mejor que ahora. Tú te has
descompuesto. Pregúntaselo a mamá.
Sin embargo, yo estoy convencido de que no he cambiado mucho. De todos mis hermanos
he sido el más feo y el más prieto. La raza africana de mis ascendientes me tocó a mi en
mayor cantidad que a los otros. De acuerdo con la Ley de Mendel yo pertenezco al un
cuarto de la segunda generación filial.
Cuando ya muy crecidito, mi madre me presentaba a sus amistades, a menudo hacía alusión
a mi color:
-Este es el prietico de aquí -decía-. Las borras de café.
154
155

Y cuantas veces oía decir esto a mi madre me figuraba que esto sería un privilejio para mí y
que yo sería en lo adelante el orgullo de la familia. No podía sospechar a los cuatro años
que esto sería, con el tiempo, mi mayor preocupación.
XVIII

n los últimos años que pasamos en la calle del Conde los negocios de mi padre fueron
decayendo paulatinamente y las ventas disminuyeron a tal punto que le era cada día más
difícil atender a sus compromisos comerciales.
El aparador se fué vaciando poco a poco y muchos artículos indispensables se dejaron de
vender. La liquidación se imponía y mi padre la realizó, después de haber resuelto trasla-
darse a otra casa más pequeña, mientras decidiera lo que haría después.
La última revolución que pasó mi padre en la calle del Conde, fué la de La Vega.
En el mes de Febrero de 1889 el Gral. Samuel de Moya y Domingo Fernández se
levantaron en armas en aquella ciudad. Fué durante este movimiento que surjió el célebre
Gral. Horacio Vásquez que todos conocimos por haberle prestado en esta ocasión sus
servicios al Gral. Ulises Heureaux.
En esta ocasión la Fortaleza de San Luis, de Santiago, fué tomada por Arístides Patiño,
Francisco A. Gómez, Juan Anico y Juan E. González.
Como resultado de esta revolución, Lilís trajo a la Capital un Miércoles Santo en el mes de
Abril, a bordo del Crucero Pre
156 157
sidente setenta presos políticos que ingresaron en la Torre del Homenaje.
Mientras tanto yo pasaba los días dando carreras en el balcón observando la calle del
Conde, sin pensar que la estaba mirando por última vez desde aquel sitio.
Me entretenían los caballos, los burros, las carretas, los Cartelones de los Circos de
Maromas, el tranvía, la música, los entierros, los presos y en general todo lo que por allí
pasaba y no dudo que alguna vez entrara alguien a la tienda a dar la queja de que desde
arriba yo le había mojado el traje o el sombrero.
Felizmente a los niños no se les puede jamás atribuir malas intenciones.
Las primeras personas interesantes que yo vi en la calle del Conde y que me despertaron un
vivo interés, fueron )osé María el Loco, Mama Reina y Cobacho la Basinilla. Todas las
demás personas me parecían vulgares y sin ningún interés. Por mamá Reina sentía una
admiración extraordinaria. Sus collares de piedras azules me parecían preciosos. La oreja
de José María, su bombardino, el primero que yo veía y su paletó negro se me antojaban
cosas envidiables. Sólo no estaba bien que anduviera descalzo y que se arrollara los
pantalones a media canilla. Por lo que respecta a Cobacho debo confesar que le tenía
miedo. Me parecía un hombre capaz de comerse un muchachito como yo. Cuando yo
estaba en la pulpería y oía en la calle a los muchachos gritarle: Cobacho!, la Basinilla!, me
sentía presa de un miedo atroz. Corría para ponerme al lado de mi padre, colocarme dentro
de sus piernas que me parecían de una seguridad absoluta. Puedo decir que por mucho
tiempo no le ví la cara. Yo lo veía de lejos, cuando ya había pasado de mi casa, por las
espaldas. A veces, cuando estaba en el balcón me atrevía a permanecer firme. Pero en
ocasiones también de allí salía corriendo.
Pronto me familiaricé con los puestos de frutas y aprendí los nombres de sus dueños.
Poco a poco fui teniendo mis amistades. Los amigos de mi padre me sentaban en sus
piernas y me preguntaban mi nombre y mi edad. Me preguntaban si me gustaba el dulce y
qué clase de dulces prefería.
158
El que más confianza me inspiraba y me gustaba más era mi padrino Fellé Velázquez. De
vez en cuando me daba un medio o dos motas y ya yo sabía que con esto podía adquirir
frutas.
Mi madre me cuidaba mucho, pero era mi madrina Carmen la que se había hecho cargo de
mí. Era ella la que me bañaba en una batea que fué comprada donde Juan Salado y me
empolvaba y me vestía, poniéndome las botas que llevaban todos los muchachitos de mi
edad en esa época,
Carmen me cortaba las uñas y me peinaba. Mi pelo era abundante. Cuando me peinaba, el
peine me dolía un poco y por eso yo esquivaba esta operación. Para que el peinado quedara
mejor me ponía una pomada amarilla que llamaba de Coudray.
Durante los escasos cinco años que viví en la casa del Conde no me ocurrió nada. Pasaba el
día subiendo y bajando las escaleras o jugando en la sala o el balcón. Me levantaba tempra-
no, me acostaba temprano y comía mucho, mucho de todo lo que estaba a mi alcance.
Algunas veces me tocaban el órgano. Me gustaba mucho pero me daba sueño. Cuando me
querían mandar pronto a la cama, porque me ponía impertinente o porque esperaban visitas,
bastaba con una pieza, la marcha de Garfield u otra para que yo me rindiera.
A mediados de Agosto del año 1889, mi padre abandonó definitivamente la calle del
Conde.
-Tu padre -me decía años después la tía Mariquita- ganó dinero en la Cruz de Rejina, pero
lo perdió todo en la calle del Conde. Hay quienes no creen en que existen casas pesadas y
casas livianas, pero yo sí creo en eso.
Y me contaba muchos casos análogos al de mi padre que ella había visto en su vida.
La tía Mariquita agregaba después:
Y Lilís tuvo que ver algo en eso. Le copó con Abelardo y aquí en este país la política es así.
Yo he visto muchas cosas!
Quizás la tía Mariquita exajeraba.
Un día le oí decir a mi madre que mi padre me tenía pena, porque pensaba que yo crecería
en medio de la mayor miseria.
159
11
Y no se equivocó. La consecuencia de esta actitud de mi padre con respecto a mi persona,
se evidenciaba en el hecho de que, todos en mi casa, me consentían y celebraban, por lo
cual pronto adquirí la triste fama de "muchacho malcriado".
-A ti -me decía a veces mi hermano Arturo- nadie te correjía ni te pegaba. No solamente
porque eras el más chiquito, sino porque te teníamos lástima.
Y me contaba que en los últimos años de la pulpería de la calle del Conde, todas las tardes
mi padre sacaba una silla a la acera y sentándome en sus piernas, esperaba a que pasaran
las devotas con sus bateas de dulces. Como yo llamara a todas las que veía, mi padre
adoptó la política de comprarle un solo dulce a cada una. A la oración yo subía con un
paquete de masitas, piñonates, piononos, y alfajores. Al verme, mi madre protestaba, y mi
padre solía contestarle:
-Déjalo! Quién sabe si más tarde no habrá ni con qué comprárselos.
Sin embargo, tuve mis grandes satisfacciones. Carecí de cochecitos, de velocípedos, de
juguetes costosos. Pero tuve la suerte de nacer en los días del tranvía. Gracias a la
Compañía Dominicana de Transportes, que estableció sus servicios en 1885, mi padre no
debió sentir una gran pena por no poder proporcionarme a mí también lo que le había
proporcionado a mis otros hermanos. ¿Qué más podía yo desear?
El tranvía era uno de los atractivos de la calle del Conde. Diariamente pasaban por delante
de la puerta de mi casa, tirados por una pareja de caballos o de mulas sanjuaneras, los co-
ches del tranvía. Desde las cinco de la mañana, y aún antes de esa hora, se escuchaba el
tintineo de los cascabeles que llevaban las bestias en sus colleras, el chasquido agudo del
látigo del cochero y el molesto ruido de trueno que producían las ruedas de los carros al
deslizarse sobre los rieles.
Los coches eran pequeños y los rieles estaban tan desniveladas, que en el trayecto, se
bamboleaban de tal modo, que los pasajeros que, por no encontrar asiento, iban de pié,
tenían que sujetarse fuertemente de las correas de cuero que pendían del techo, para no caer
de bruces sobre los otros.
Los coches se detenían cuando se les hacía una señal, pero regularmente lo hacían en las
esquinas. El conductor tiraba de una cuerda que hacía sonar un timbre en la plataforma
delantera, el cochero tiraba de las riendas de la pareja de caballos, le daba unas cuantas
vueltas a la rueda de la retranca y el coche iba lentamente deteniéndose.
Entonces se veía entrar al carro una cocinera llevando un macuto o una canasta adornada
con matas de lechuga o un par de pollos colgados de las patas. A lo mejor, bajaban dos o
tres personas, o subía un caballero, vestido con pantalón de dril blanco, saco negro de paño
y su paraguas debajo de un brazo. Al tomar asiento se encontraba con otro caballero de
levita cruzada y sombrero de copa que le hacía lugar.
La cantidad de pasajeros que este tranvía hacía circular por la ciudad no era extraordinaria,
ya que la población de entonces era escasa. Al final de la Estación el marcador de pasajeros
no pasaba del número quince, a menos que no se tratara de un día feriado.
Los días de fiesta los carros del tranvía iban adornados con banderitas nacionales de papel
en ambas plataformas, y en el interior se colocaban cordelitos de papel picado. El personal
lucía su uniforme de gala: saco de paño azul, pantalón de dril blanco o del mismo paño del
saco, una cachucha con el distintivo de la Compañía bordado por encima de la viscera.
Los domingos por la mañana o cualquier otro día en que me hiciera insoportable, mi padre
me entregaba a Felipillo, al mismo tiempo que le ponía una peseta en la mano para que me
diera cuatro vueltas corridas. Iba hasta Santa Bárbara y de allí regresaba al fuerte de la
Concepción. Me encantaba el tranvía. De pié sobre los asientos, con la carita asomada a
una ventanilla, para ver las casas de la calle, sacaba un bracito al pasar por mi casa para
saludar a los que veía detrás del mostrador.
Cuando se completaban los. viajes, como se decía entonces, descendía cojido del brazo por
Felipillo, (que no deseaba incurrir en responsabilidades, entregandome directamente) mal
humorado, llorando las más de las veces y ajitando las piernas en señal de protesta. Nunca
salía del coche conforme y Carmen me
161
160
ha contado que a veces estos paseos terminaban con unas cuantas nalgadas.
En el año de 1902 este tranvía se extendió hasta San Jerónimo; pero el año siguiente la
revolución destruyó el material rodante y la Estación.
El tranvía dió lugar a muy célebres anécdotas y a un novela, La Enlutada del Tranvía, de
Francisco Ortea. Todavía se recuerda aquel cuarteto:

"Te compro el Félix


y te pago el tranvía,
desde la puerta del Conde hasta la puerta del río".

Cuando estos rieles, por donde durante diez y ocho años circuló todo lo bueno y lo malo
que entonces tenía la ciudad, fueron levantadas, no me encontré presente y el tranvía ha
quedado en mi memoria como un sueño.
XIX

a casa que mi padre tomó en alquiler al abandonar la calle del Conde, era una casa baja, de
mampostería, con cuatro puertas a la calle y estaba situada en el mismo barrio, a dos
cuadras apenas de la calle del Conde, en la calle de San Lázaro que hoy se llama Santomé.
Mediaba el mes de agosto de 1889.
Apenas hacía unos meses que la ocupábamos. Yo iba a cumplir los cinco años y ya era un
hombrecito que podía lucir mamelucos con blusa. Se me había compuesto el cabello.
Estaba gracioso y buen mozo, lleno de salud, según decía mi hermana Carmen. Pero
demasiado consentido en opinión de todos.
Cuando algunas personas preguntaban por mí a mi madre, ésta le respondía:
-Por ahí está hija, insoportable! Cojiéndole el gusto a la calle.
Frente a nosotros vivía Jacinto Matos y descubrí que en el patio había muchos caballos. Me
entretenía viéndolos bañar, viendo cortarles la yerba, viéndolos comer. Me entretenía ver
cómo le arreglaban los cascos. Y cuando les ponían el ciar en uno de los belfos para darles
medicina en una botella, o para que se estuvieran quietos, me doblaba con las manos
apoyadas sobre los muslos, para observarlos más detenidamente. Que interesante eran los
caballos!
162
163
Y cuando no me encontraba en el patio de D. Jacinto Matos presenciando todo lo
concerniente al cuidado y manejo de los caballos, me reunía con un par de muchachitos que
vivían al lado y con los cuales me gustaba jugar mucho.
Mi nueva casa, que me había gustado más que la que habíamos dejado, porque no tenía
escalera y la salida a la calle, que era mi encanto, se hacía más fácil, era conocida por la
casa de Salado.
Cuando se referían en mi casa sucesos ocurridos por aquella época, mi madre solía decir,
en tono que no dejaba lugar a dudas.
-No hija! Eso pasó en la casa de Salado.
Yo nunca conocí a tal señor Salado. Me lo imajinaba, sin embargo, como un todo
poderoso. Salado era para mí un hombre rico que tenía de todo y lo podía hacer todo. Y
esta idea se me afirmaba más, porque cada vez que mi madre se quejaba de que le hacía
falta algo, o de que algo le estorbaba en la casa, mi padre le respondía:
-Yo se lo diré a Salado cuando lo vea.
Para mí, Salado era, además, un hombre muy bueno, porque me había proporcionado el
patio más grande que yo había visto y donde podía dar carreras y jugar a mis anchas; y una
hermosa enramada donde mis amiguitos del vecindario se reunían conmigo a toda hora del
día, sin que nadie nos molestara. Me sentía feliz. En la calle del conde no me dejaban bajar
las escaleras. No me podía mover. Sólo tenía balcón. Había tranvía y éste era mi peor
enemigo, porque mi padre siempre estaba pensando en que uno de sus carros me podía
matar.
-Este muchacho no le tiene miedo al tranvía! -decía mi padre cuando yo me atrevía a salir a
la acera.
La enramada de la casa de Salado era hermosa. Construída de tablas de palmas y techada
de yaguas, estaba colocada en el centro del patio, lo dividía en dos: patio y traspatio. Tenía
tres grandes piezas. Una de estas piezas estaba destinada para la cocina y la otra fué
ocupada por unos cuantos cachivaches que mi padre guardaba antes de los bajos de la
escalera de la casa de la calle del Conde.
Entre los objetos que se encontraban en esa pieza de la enramada, el más importante y el
único que para mí tenía valor, era un viejo cochecito que mi padre había comprado para
uno de mis hermanos mayores. Ya estaba en tan mal estado que hacía tiempo que no se
usaba, conservándose únicamente a título de recuerdo de los buenos tiempos de la familia.
El tapacete tenía unos cuantos hoyos y apenas se podía cerrar o abrir. Había perdido el
color, y el material de que estaba hecho se había endurecido.
Como dormían en aquella habitación las cuatro o cinco gallinas que había en mi casa, el
cochecito no se podía ver. Sobre el asiento ponía sus huevos una de las gallinas.
Un día se me ocurrió usar este cochecito, ya que era imposible obtener uno ni siquiera
parecido. Ya éramos pobres. Mi hermano Arturo adivino mi deseo y sacándolo de la
enramada lo llevó al patio y pasó una tarde limpiándolo y rejuveneciéndole para que yo lo
usara, aprovechando lo espacioso del patio.
A partir de ese día yo estaba encantado. Diariamente me paseaba en mi coche por el patio y
por el traspatio. Mis hermanas se reían de mí, me hacían burla, me ponían nombres y a
veces me hacían llorar, pero por lo general, parece que se compadecían de mi pensando,
con pena, que eso era lo que me había tocado disfrutar de los buenos tiempos de la familia.
Yo, sin embargo, debía sentirme muy orgulloso. Y debí considerar el que se me permitiera
utilizar el cochecito como una marcada distinción a mi persona. Cuando yo me encontraba
sentado en este coche, debí haberme sentido muy satisfecho, porque cuando cesaban los
paseos, porque lo ordenaban, sin yo saber la causa, o porque mi hermano Arturo no estaba
dispuesto a seguir arrastrando a su señoría, y me sacaba de un modo inesperado del asiento,
todo el vecindario se tenía que dar cuenta. Además de gritar hasta desesperar a los míos,
daba pataditas con los pies en el suelo o me sentaba o me acostaba en él, en señal de
protesta. A veces esta protesta se hacía insoportable y entonces me volvían a subir para
pasearme de nuevo o me dejaban solo dentro del coche y en medio del patio. Parece que
esto último era bastante, porque inmediatamente me callaba, aunque
164
165
con la cara amarrada miraba para todas partes, pero satisfecho de haber logrado imponer mi
voluntad.
Sin embargó, cuando mi madre perdía la paciencia, me agarraba por un bracito, me metía la
cabecita dentro de sus faldas y me alzaba la mía, pero cuando iba ya a pegarme, una de mis
hermanas intercedía. Esta era mi gran fortuna. Tenía demasiadas madrinas.
-Si este muchacho sigue criándose así, -decía mi madre entregándome-, se pondrá
insoportable.
Desde que salía el sol yo abandonaba la cama en que dormía juntó con mi madre y me
encaminaba al patio. A veces me olvidad del desayunó. Me llamaban varias veces y no
hacía casó.
Pasaba las mañanas jugando con tierra, haciendo hoyos, que para mí eran pozos; haciendo
hornos; cogiendo lagartos para enterrarlos en bóvedas hechas con cenizas para sacarlos
después de algunos días, considerándolos los restos de Colón. Me trepaba en las
empalizadas que separaban los patios para curiosear la casa de los vecinos; le tiraba piedras
a los árboles que tenían frutas; y por último daba carreras a horcajadas sobre un palo de es-
cobas, al cual colocaba en un extremó una cabeza de caballo de trapo que le compraba a
una vieja que vivía por la Misericordia. Qué encantadoras eran estas cabezas de caballos!
Las hacían de tela de casimir oscuro y las rellenaban con trapos ó algodón. Lucían un par
de orejas, crines de la misma tela y unos ojos formados por un pedacito de tela roja sujetó
por una puntada. La boca era una cadeneta de hiló blanco grueso. Y de los extremos de ésta
salían dos tiras que hacían las veces de frenó. Cuando, después de insistir un rato, me
daban en mi casa las dos motas para comprarla, me llenaba de alegría. Y como algunos
amiguitos del vecindario también tenían de estas cabezas, hacíamos una caballería.
Entonces era pequeño el patio de Salado para contenernos y la bulla y el polvo que las
puntas de los palos levantaban, ocasionaba que se nos llamara al orden. Mi madre se acer-
caba a mí y poniendo la cara seria me decía:
-Entrégame ese caballo! Se acabó este desórden!
Yo la seguía, viendo el despreció con que llevaba el palo, mi caballo!. sin dirijirle la vista
siquiera.
Pero bastaba que yo abriera con alguna insistencia la boca para que una de mis hermanas
intercediera.
-Dele el caballo a ese muchachito. Nos hace ensordecer con ese berrear constante.
Y salía otra vez al patio agarrando mi palo de escoba por el medió, un poco más moderado
y con la cara todavía húmeda. Se me secaba al viento.
Pero siempre que no saliera a la calle me permitían convidar a mis amiguitos del vecindario
para jugar en el patio. Dentro de la casa había más tolerancia.
Mi padre había dado una orden terminante.
-Si me pone un pié en la calle, le sobo las nalgas, -y me enseñaba las correas.- yo no crío
pata de perros!
Como a todos los muchachos, me encantaba estar descalzó. Nunca, sin embargó, me
permitieron estar en cueros. Todo menos eso.
Le huía al agua y por eso había que amenazarme cuando me iban a bañar todas las tardes.
-Usted no se puede acostar así -decía mi madre, clavándome los ojos, mientras yo trataba
de esconderme ó evadirme de rincón en rincón.
-Esa agua está muy fría -era mi protesta-. Calientenla más.
Y miraba la batea con temor y con despreció.
Por lo regular, a esa hora, mis pies, mis manos y hasta la cara estaban sucias de tierra.
Cuando mi hermana Carmen me bañaba, cójía una de mis manos y me decía, enseñándome
las uñas que tenían una lista negra:
-¿A usted no le da vergüenza?
Y yo me reía, mientras miraba mis manos y luego miraba la cara de mi madrina.
Con frecuencia, mientras me bañaban, advertían en mis rodillas ó en mis pies heridas ó
rasguños, sobre los cuales yo no podía dar una explicación satisfactoria. Eran tantas las
caídas, los arañazos y los raspones que sufría en un sólo día, que las circunstancias en que
aquéllas se producían tenían que olvidarlas.
Cuando llegaba la oración estaba rendido. A poco de tomar mi cena, no podía mantener
abiertos los ojos. Buscaba inmedia
166
167
tamente las piernas de mi madre para dormir, después de rezar el Bendito y alabado junto
con ella; Bendito y alabado que nunca terminaba, porque mis ojos no volvían a abrirse
cuando llegaba a la mitad.
Yo recé el Bendito hasta los siete u ocho años. Cuando dormía solo, porque, mi madre me
decía que ya yo era un hombre, ésta se sentaba junto a mi cama y me lo hacía rezar. Y
cuando me mandaba a acostar y no me acompañaba, no me dormía hasta que ella no venía
a hacérmelo rezar.
Cómo iba yo a exponerme a que en las noches los malos espíritus me vinieran a sacar los
ojos! Dormir en compañía de los Angelitos, como me aseguraba mi madre que dormiría
después de rezar el Bendito, era para mí una necesidad.
Pero a veces, ni aún rezando el Bendito, son completamente felices los niños!
XX

or muchos años quedaron guardados dentro de una caja de hojalata los últimos libros del
establecimiento de mi padre. En varias ocasiones me tropecé con ellos buscando papeles
viejos para jugar y mi padre, al verme, con mucha gravedad me reprendía:
-Deje eso! Salga de ahí!
Eran estos unos libros grandes y gruesos, escritos con tinta y con lápiz. Mi padre los había
llenado de apuntes. En estos libros estaban anotados todos sus deudores y mi padre parece
que abrigaba la esperanza de que podría cobrar muchas de aquellas sumas.
Entre días, mi padre, sacaba uno de esto, libros, se colocaba sus espejuelos, y pasaba
muchos tiempo examinando sus hojas.
Una tarde en que mi padre estaba entregado a esta labor, mi madre se le acercó.
-Señor, Juan Elías, ¿José Ricardo te pagó?
Mi padre levantó la cabeza y alzándose los espejuelos que se le habían rodado a la punta de
la nariz, le contestó:
-Ese es un pícaro!, más nunca me dió un centavo.
Volvió luego unas cuantas hojas del libro y después de un rato agregó:
-Ahora no lo encuentro, pero por ahí está anotado.
168
169
Y después de un silencio:
-Ya nadie se acuerda de los favores que les hice. Todos están mejor que yo.
Desde entonces los libros de mi padre me inspiraron respeto. Esos libros representaban
dinero. Y el cuidado en que mi padre los conservaba no me dejaba lugar a dudas. No les
volví a poner las manos.
Pero cambié de opinión otro día que oí a mi madre decir delante de mí:
-Yo no sé para qué Juan Elías guarda ya esos libros. Todo se acabó.
Mi padre, sin embargo, volvió la cara, miró fijamente a mi madre y como si se hubiera
contrariado respondió:
-Bótalos tú, si quieres!... Para ti nada tiene valor. Ni te preocupas por nada.
Mi madre no contestó. Atravesó el patio y entró en la cocina. Yo me quedé observando a
mi padre que se quedó pensativo mirando el suelo.
-Tu madre -dijo a poco, clavándome los ojos como si yo fuera una persona grande- tu
madre no le tiene amor a nada. Cuando estábamos bien siempre estaba dando. Todo el que
llegaba donde ella conseguía lo que quería. Mantenía casas, regalaba cortes de vestidos y
dinero en efectivo. Al Padre Billini siempre le estaba mandando sacos de azúcar, sacos de
arroz y que se yo cuantas cosas más.
-Y no me pesa! -dijo mi madre, que oyó estas últimas palabras pronunciadas por mi padre
al regresar de la cocina.- Yo no quiero dinero. Mi única aspiración es que mis hijos no se
queden brutos.
Mi padre no replicó. Bien sabía ella que él tenía las mismas
aspiraciones para sus hijos, pero reconocía que ella había sido
botarata. Había socorrido a muchas jentes necesitadas, pero
también muchos habían abusado de su mano abierta. Menos
mal que ayudara al Padre Billini, porque se lo merecía; pero dar
le a todos los que piden? Eso no le había parecido nunca bien.
-¡Ay, hijo! -concluyó mi madre.- Tú crees que eso se ha
perdido? El día menos pensado nos meterán la mano algunas de
esas personas que tanto favorecimos. Ten paciencia y espera, que el bien no se pierde
nunca.
Mi padre volvió a examinar sus libros. Bajó la cabeza y fijó la vista en una pájina. Yo
estaba sentado en el suelo por delante de él cortando en todas direcciones un pedazo de
papel, con unas enormes tijeras que tenía en una mano.
De vez en cuando yo alzaba la vista y veía a mi padre volver despacito las pájinas de su
libro.
A ratos llevaba un dedo a sus labios y luego a la esquina del libro para alzar la hoja.
De pronto oí:
-Levántese de ahí! Deje ese papel y déle las tijeras a su madre.
Mi padre, que fué hombre honrado, consideraba que aquellos hombres que él tenía
anotados allí serían lo mismo que él. Y por esto, sin duda, estimaba que sus libros tenían
gran valor. Qué equivocado estaba!
Pero por aquellos días mi padre no tenía otra preocupación que su situación económica y el
modo de resolverla.
Abelardo estaba libre y entraba a mi casa varias veces al día; y mi padre llegó a creer en
esos días que los sufrimientos que había tenido le habían curado de su aficción por la
política. Sin embargo, de vez en cuando le oía hablar y esto le hacía cambiar de opinión.
Abelardo comentaba amargamente la actuación del General Heureaux. Iba a hundir la
República. Los empréstitos serían fatales y las persecuciones que hacía lo caracterizaban
como un tirano.
Cuando mi padre lo escuchaba, recomendándole que fuera más moderado, pensaba que
todavía le podía proporcionar serios disgustos.
Mi hermano Fello, en cambio, estaba para terminar sus estudios en la Escuela Normal y ya
se había fijado la fecha de su graduación.
Elías seguía empleado en el Ministerio de Instrucción Pública.
170
171
XXI

a casa de Salado que tan buenas impresiones me produjo por las excelentes condiciones
que ofrecía para mis juegos, me dejó, sin embargo, muy tristes recuerdos. Mucho podría
contar de las cosas que en ella me sucedieron. En esta casa conocí el miedo. Y fué de una
manera tan terrible, y en tal grado, que mi madre tuvo que ponerme atención. Mi miedo se
hizo célebre en el vecindario.
A menudo mi madre les decía a las vecinas:
-Este muchacho se va a enfermar.
A toda hora del día estaba pegado a sus faldas. Apenas podía sentirme solo. Y por
cualquier motivo lloraba y me echaba a temblar.
Dos sucesos extraordinarios se produjeron mientras vivíamos en la casa de Salado que me
afectaron considerablemente y que perduraron en mi memoria por muchos años. Hasta qué
punto pudieron influir en mi temperamento no lo he podido saber.
En el corto tiempo que vivimos en esta casa de Salado, mi pobre almita de cinco años
experimentó violentas sacudidas y, quien sabe, si estas han perdurado a través del tiempo
en mi espíritu, y se hayan manifestado en las aptitudes que a veces he adoptado frente a la
vida.
172
Cuando he leído algo de lo que se ha escrito sobre estos complicados problemas de la
psicología, no he dejado de meditar sobre mi caso.
Fué viviendo en esta casa de Salado cuando ocurrió el célebre asesinato de los Chinos, por
allá atrás, como decían a las calles contiguas a los guatiportes.
Este suceso fué uno de los más escandalosos que se habían registrado en los anales de la
criminología dominicana, después del crimen de las Vírgenes de Galindo, acaecido m
:-:_nos años antes, en los días de la ocupación haitiana.
Los habitantes de esta ciudad de Santo Domingo, que eran más injenuos que ahora, se
llenaron de pánico y una ola de indignación ajitó por mucho tiempo las almas tranquilas de
todos sus vecinos, incluso la mía, chiquita, de apenas cinco años.
Las víctimas fueron, Lorenzo el Chino, un infeliz asiático a quien sus vecinos estimaban
como una excelente y cabal persona; Gertrudis, su mujer, que se encontraba en el quinto
mes de embarazo y la niña de ocho años Ana Joaquina. Y los autores de esta horrible
matanza, José del Carmen Sigarán (Niño), Martín de Avila y Zenón Ramírez, fueron
execrados y tenidos como bestias salvajes y feroces.
La consternación que este hecho produjo en la ciudad alcanzó proporciones inauditas. Me
decía mi madre que fué tal el horrible miedo que los relatos de este crimen me produjeron,
que llegó a temer que yo padeciera un ataque de alferecía.
Desde la oración nadie me podía apartar de su lado. Mi sueño fué intranquilo por mucho
tiempo y por las mañanas, cuando despertaba y me veía junto a ella, le decía lleno de gozo.
-Amanecimos, mamá!
Muchos años después yo tuve la oportunidad de conocer a uno de los cómplices, el único
superviviente, porque los otros dos fueron condenados a muerte y fusilados: a Zenón, arras-
trando por las calles de la ciudad una pesada cadena de hierro de gruesos eslabones.
Zenón era un negro de baja estatura, más bien grueso que delgado, de cara redonda,
facciones ordinarias y pelo malo. Cuando lo conocí, ya este pelo se le había encanecido.
Llevaba
173
un sombrero de canas de alas anchas. Lo vi apareado con otro delincuente, y luego lo vi
también solo, con la cadena pendiente de la cintura al talón, donde remataba en un grillete.
Andaba descalzo y los pies, negros, se le cubrían del polvo de las calles.
Antes de que mi padre me lo mostrara, ya mis amigos del barrio me lo habían hecho
conocer.
-Mira! -me decían en voz baja- ese es Zenón, el de los chinos.
Y yo le clavaba los ojos y lo examinaba de pies a cabeza, buscando algo extraño en su
figura, porque no podía comprender como un hombre, mi padre por ejemplo, podía matar a
otro hombre, a menos que, este hombre, no fuera un verdadero hombre, sino una bestia
feroz.
Pero Zenón, por más que yo injenuamente lo examinaba, buscando en él los rasgos de
alguna fiera salvaje, era un hombre como los demás.
Zenón Ramírez barría las calles con una escoba de jicos de palma, como se acostumbraba
hacer entonces y hacía montoncitos con la basura frente a las aceras. A veces se entretenía
en esta operación más de lo necesario para poder estar más cerca de los transeúntes, a los
que le presentaba el sombrero vuelto hacia arriba, extendido el brazo, con aparente
humildad, para que le echaran en él dos o tres motas.
Me contaba mi madre, que fué por Eufrasia, la mujer de Zenón, por quien se descubrió el
crimen. Una vecina oyó cuando ella lo decía:
-Tú has cojido muchos cuartos en estos días y yo no tengo un trapo que ponerme.
Esta frase dió la pista.
Zenón fué para mí, y quizás para muchos otros muchachos de mi tiempo, la más objetiva
lección de moralidad que haya recibido en mi vida.
No sé cómo terminó sus días este hombre que por muchos años barrió las sucias calles de
la vieja ciudad de Santo Domingo, expiando su crimen a la vista de todos sus vecinos.
Quizás murió en paz con Dios, después de haber recibido la extrema unción o quizás un
buen día atravesó por última vez en la Ne
grita, la calle del Arquillo, camino del Cementerio.
-Zenón fué para mí el criminal por antonomasia. Por mucho tiempo se oyó en la ciudad
esta frase:
-Ese es más malo que Zenón.
La segunda vez que en la casa de Salado volví a sentir miedo, fué la noche del 3 de Mayo
de 1890. En la calle Palo Hincado se declaró uno de los incendios más grandes que
presenció la ciudad. Casi todas las casas de la calle quedaron reducidas a cenizas.
Cuando en mi casa se levantaron al oír los gritos de ¡Fuego! Fuego!, las llamas, que
parecían montañas rojas, se alzaban casi por encima de la gran enramada del patio e
iluminaban completamente la calle de San Lázaro. Junto con las explosiones, los estallidos
y golpes de las construcciones que se desplomaban, se mezclaban voces, gritos, disparos de
armas de fuego, pitos de serenos y todos los ruidos que se escuchan cuando se ajita la
multitud.
Todas las casas de mi vecindario estaban abiertas e iluminadas con lámparas, con velas y
en las calles se veían hachos, encabezando procesiones de jentes que huían despavoridas
buscando refugio en los otros barrios. Los vecinos de mi calle iban de un lado para otro,
presas del mayor pánico. Hombres a medio vestir, descalzos, desabrochados. Mujeres
apenas cubiertas con sábanas, los ojos desorbitados, los cabellos en desorden, llenas de
espanto. Niños desnudos gritando.
Todo el mundo estuvo ocupado en la faena de sacar de las casas de todo lo que se podía
salvar y la calle se llenó de muebles, sillas, mecedoras, catres, camas, armarios, anafes y
líos de ropa. Los más atemorizados no se contentaron con hacer esto, buscaron coches,
carretas, burros, para llevar sus cosas lo más lejos del siniestro, que todos pensaban, se
extendería por la mayor parte de la ciudad. Tan formidable fué aquel incendio!
Muchas casas quedaron completamente vacías esa misma noche y al día siguiente la calle
en que vivíamos estaba abarrotada con todo lo que se había sacado de las casas.
Entre los objetos que fueron a parar a la calle figuró el piano del Maestro José Reyes, el
piano en que se tocó por primera
174
175
vez el Himno Nacional. Este piano fué tirado por el balcón y con toda probabilidad quedó
desde aquel día inutilizado. Quizás a esto se deba el que no se encuentre entre los objetos
de valor del Museo Nacional.
Una de las cosas que afectó a mi padre fué la desgracia de mi padrino D. Fellé. Todas sus
propiedades fueron reducidas a cenizas. Desde la esquina del Conde, donde tenía su
pulpería, hasta la otra calle donde poseía dos casas más quedaron hechas escombros,
incluyendo el Alambique.
-Fellé se ha arruinado -le dijo mi padre a mi madre al día siguiente, después que fué a
hacerle una visita. No ha quedado nada en pié.
Mientras duró la conflagración mi madre no se apartó de mi lado. Unas veces cargado y
otras sujeto por un brazo, me llevaba de un lado para otro, mientras fué evidente el peligro.
La luz del día me sorprendió dormido sobre una cama improvisada con ropas, en un rincón
del aposento de mi madre.
Cuando mi padre fué a ver el sitio del desastre me llevó de la mano para que satisficiera mi
curiosidad.
El desastre debió dejarme indiferente, pero los vidriecitos, los clavitos y todas esas
chucherías que se encuentran entre los escombros de las casas quemadas, y que los
muchachos que allí se encontraban buscaban con avidez, debió, sin duda, absorber toda mi
atención aquella mañana en que las jentes no hacían otra cosas que exclamar:
-¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!
Porque el incendio de la calle Palo Hincado fué de considerables proporciones. Durante
muchos años oí comentar en mi casa este siniestro y cada vez para ponderar las enormes
pérdidas que ocasionó.
Se dijo que en una casa de la calle de Palo Hincado había un depósito de armas para dar un
golpe y que Lilís le mando a dar fuego, para hacer abortar el movimiento revolucionario.
Se dijo igualmente que en vez de agua se le echaba gas al fuego para aumentarlo. Hubo
presos, entre ellos D. Federico Henríquez y Carvajal y D. Joaquín Montolío.
Nunca se supo cuál fué la causa de este siniestro. Al día si
176
guiente el propio Lilís recojió dinero en el comercio para repartir a las víctimas. Y también
lo hizo el Gral. D. Pedro Lluberes.
Muchos años después oí decir que Matilde Miñoso, un cubano carpintero, constructor de
carretas, construyó una gran cruz y con ella al hombro como un Nazareno, recorrió las
calles de la ciudad. Hizo esta promesa porque su casa no sufrió daño alguno en el incendio.
Otra casa que tampoco se quemó fué la de la Sra. Pavilo, amiga de Ulises Heureaux. Las
jentes encontraron esto demasiado significativo.
El proceso que se abrió con motivo de esta catástrofe no arrojó ninguna luz acerca de las
causas que la motivaron.
La reparación de las ruinas fué lenta y yo, más grandecito, tuve la oportunidad de pasearme
muchas veces entre aquellos escombros.
177
XXII

ero aún tengo otros recuerdos de la casa de Salado. Las ventajas que me ofreció para mis
juegos, no compensaron los sufrimientos que allí padecí. El crimen de los Chinos y el
incendio de la calle Palo Hincado, hubieran sido suficientes, pero no fueron bastantes.
La vida, desgraciadamente, no era el tranvía, ni los alfajores que me compraba mi padre en
la calle del Conde. Para vivirla son indispensables muchas cosas.
En la casa de Salado hice mi primera enfermedad, me dieron la primera pela de
consideración y por último, en esa casa, de patio tan hermoso, en donde dí tantas carreras
en mi caballo de palo de escoba, me impusieron, no sé si para mi bien o para mi mal, la
disciplina de la Escuela. Yo no podía ser la excepción y debía en lo adelante crecer sobre
los bancos de pino, del mismo modo que deseó mi madre que crecieran mis otros herma-
nos. Era pues, mi destino manifiesto.
Un día me confinaron en una habitación con las puertas cerradas, porque mi madre
sospechó, tocándome en la frente, que yo tenía calentura. En realidad yo estaba tristón y no
quería comer nada. Por la tarde vino a verme el compadre José Ramón y encontró que yo
probablemente tenía sarampión.
Ordenó que se me mantuviera encerrado, que me pusieran
plantillas de cebo de Flandes con mostaza, que me dieran una friega en todo el cuerpo y
que en cantidad me dieran a tomar tizana de borrajas.
Era muy odioso este compadre José Ramón. A ruegos accedí a tomarme la borraja,
mediante generosas donaciones en metálico que me servirían más tarde para comprar
algunos juguetes que ya tenía vistos.
El Médico de mi casa era el compadre José Ramón. Mi padre hacía a menudo el elojio de
su médico. Y recordaba siempre cómo se condujo durante la epidemia de viruelas.
-Hombre bueno. De los pocos que quedan todavía, -decía mi padre.
Porque para mi padre los hombres buenos estaban desapareciendo rápidamente. Los
hombres, en su opinión, se habían descompuesto. Mi padre ignoraba que la moral es cosa
convencional que está en el ambiente y que cada generación, sobre todo cuando ocurren
hechos trascendentales, que afectan a la mayoría, tiene su moral. Hoy yo no me expreso en
los mismos términos en que se expresaba mi padre hace cincuenta años. Los hombres de
hoy no son como mi padre, me digo; pero pienso en seguida, que lo que no es igual es el
ambiente. Nuevas costumbres, nuevas ideas, hacen necesariamente nuevos hombres y
nueva moral. Eso es todo.
Las recetas que el compadre José Ramón hacía en mi casa se despachaban en la Farmacia
de J. José Mieses, situada en la calle del Conde.
Cuando vivíamos en la calle del Arquillo, y yo estaba más grandecito iba con frecuencia a
esa Farmacia. Había otra en mi calle: la Farmacia de Don Abelardo Piñeiro, la más nueva
de todas las Boticas del barrio, que tenía en la cornisa del aparador los nombres de los
Padres de la Medicina. Yo me detenía a veces en la puerta, cuando regresaba de la Escuela
Trinitaria, para leerlos y luego preguntar en mi casa quiénes eran esos hombres: Galeno,
Hipócrates, Avicena...
La Farmacia de D. José Mieses tenía un aparador oscuro, alto, elegante, con una potería
con rótulos blancos y letras doradas que me llamaban mucho la atención. Yo no sabía lo
que sig
178
179
nificaban estos rótulos, pero los leía: co-lo-quin-ti-da-, chinchona, cu-be-ba, porque me
sonaban muy extraños esos nombres.
Mientras me despachaban veía las botellas de cristal talladas llenas de aguas azules y
amarrillas que descansaban sobre el mostrador y que me parecía como un arco iris. Me
complacía ver los frascos que contenían sanguijuelas con carbones flotando sobre la
superficie del agua.
El olor de la Farmacia me agradaba. Era un olor que no se podía comparar con ninguno,
pero que era igual en todas las boticas.
Don José Mieses me inspiraba un gran respeto, porque le suponía vastos conocimientos.
Mirándole pensaba en cómo no se equivocaría este hombre con tantos nombres raros que
yo no había oído pronunciar a nadie.
De noche yo veía a D. José sentado en una de las puertas conversando con unos cuantos
viejos que yo no conocía.
Los espejuelos que lucían muchos de ellos me provocaban envidia.
¿Cuándo podría yo usar esas cosas? Si había allí algún médico con barba y levita como se
usaba entonces, mi curiosidad se exaltaba. Eran para mí los Médicos los hombres más
grandes que podía haber. Me despertaban siempre una gran admiración.
Las medicinas del compadre José Ramón eran unas botellas de agua oscura que dejaban un
asiento borroso en el fondo. Yo le tenía odio a estas medicinas. Eran siempre malas de
tomar, agrias, amargas, dulces, hediondas, y cuando me las hacían tomar me desesperaba.
Para que yo pudiera pasarlas tenían que pagarme por cada cucharada que me
administraban. En mi casa no había escenas más desagradables que las que se producían
cuando el compadre José Ramón me indicaba una de estas pócimas infernales.
Cuando yo estaba enfermo y sentía subir por la escalera al compadre José Ramón temblaba
pensando en que cosas me iba a dar. Muchas veces tuvieron que taparme la nariz, abrirme
la boca con el mando de una cuchara y amenazarme con la correa para que tomara estas
pócimas. A veces las retenía en la boca, las botaba en seguida o las echaba por la nariz.
180
Los gritos que yo daba se oían en el vecindario. Mis tratamientos eran a base de dinero, de
correas y de pócimas del compadre José Ramón.
Vestía pulcramente el compadre José Ramón. Llevaba una leontina de oro gruesa; sus pies
eran pequeños. Era alto, de piel quemada. Tenía la extremidad de la nariz torcida hacia un
lado y me parece recordar que en una de las ventanas tenía una cicatriz. Sus cabellos eran
lacios y escasos, de tal modo que dejaban ver dos entradas a los lados de la cabeza y una
sobre la frente. D. José Ramón se empeñaba en cubrir esta última haciéndose un peinado
especial. Los cabellos de nuestro médico brillaban como si usara alguna pomada para que
el peinado no se le desarreglara.
Era nervioso, ájil, y aún me parece que lo veo subir a saltos la escalera, cuando vivíamos en
la casa de D. Juan Ramón, hablando, gesticulando y volviendo la cabeza para todas partes.
Su voz no era grave, con un tono un tanto infantil, lo cual me causaba provocación.
Don José Ramón era padrino de uno de mis hermanos.
Vi entrar varias veces al Dr. Luna en mi casa con su paraguas debajo de un brazo y su
sombrero de fieltro gris en una mano. Usaba zapatos de charol.
-¿Qué pasa por aquí comadrita? -decía D. José Ramón mientras depositaba sobre una silla
el paraguas y el sombrero.
-Tengo a Mercedes con un dolor de garganta.
El compadre José Ramón pedía una cuchara. Mi hermana se le resistía a abrir la boca. Casi
toda la familia se reunía en torno de ella.
-Vamos, ahora! Quédate tranquila-, indicaba mi madre.
Luego una receta y el compadre José Ramón se despedía.
-Adiosito, comadrita! Dígale a mi compadre que sentí no verlo.
Y bajaba la escalera sujetándose del pasamanos y volviendo la cara para todas partes.
Era un buen hombre, sin duda, este compadre José Ramón.
El sarampión que padecí en la casa de Salado fué de los más malos, según decía mi madre.
Tenía demasiado, se me hundieron los ojos y la erupción abundantísima me cubría todo el
181
cuerpo. Estaba desconocido, dando grillos en medio de la cama, como si me hubiera puesto
hojas de pica pica.
-Todo lo de este niño es exajerado -decía mi madre, al verme en ese estado. Y pasándome
las manos por las piernitas agregaba: -Esto le sucede a usted por travieso. Si no se
compone, a cada rallo le darán cosas así.
Y yo que sin duda debí sentirme mal, hacía las más fervientes promesas de enmendar mi
conducta en lo sucesivo. Sin embargo, viendo el dinero que tenía debajo de la almohada
para que Mercedes no me lo sustrajera, me prometía, tan pronto como me levantara, llenar
con él la casa de juguetes.
Cuando estuve mejor, una tarde mi madre me hizo levantar violentamente y me colocó por
detrás de una puerta entreabierta para que viera un jentío que pasaba por la calle de Rejina.
Me cansé de ver pasar jentes vestidas con trajes oscuros. Era el entierro del Padre Billini.
Todos en mi casa estaban callados, estaban tristes. Mi madre lloraba. Y mi padre repitió
varias veces en voz baja:
-¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia! Los hombres así no debían morirse.
Yo volví a mi cama tranquilo sin explicarme por qué en mi casa no hablaban como de
costumbre. Mi madre se sentó junto a mi cama mientras seguía llorando. Mi padre, sentado
en una mecedora miraba hacia la calle.
-¿Y qué se van a hacer tantos pobres ahora? -murmuraba mi padre. ¿Qué se van a hacer los
pobres?
Fué una tarde triste. Me prohibieron que alzara la voz y me suplicaron que me quedara
tranquilo.
¿Quién era el Padre Billini? Nunca lo había visto en mi casa. Al día siguiente me
permitieron levantarme y me sentaron en una mecedora para que jugara. Las personas que
llegaban a mi casa para preguntar por mi salud, no se retiraban sin hablar del Padre Billini.
-¡Qué desgracia! -decían- ¡Qué desgracia!
Y hablaban del entierro. No habían visto otro igual en toda su vida. Gentes limpias, sucias,
tullidos, mancos, limosneros, mujeres de mal vivir. Todo el mundo estaba allí. Era una fila
in
terminable y todas las iglesias tocaron a dobles.
Todo esto me era indiferente. El Padre Billini no me molestaba en lo más mínimo. Sin
embargo, cuando alguien pronunciaba en mi casa el nombre de Martín, inmediatamente
corría para donde mi madre, presa del mayor pánico. Este hombre me hacía temblar. Me
llenaba de miedo. Me intranquilizaba de un modo extraordinario.
Cuando me restablecí del sarampión mi mala crianza subió de punto. Las atenciones que
tuvieron conmigo mientras estuve en cama me hicieron formar una opinión muy elevada
sobre mi persona. Había quedado delicado, decían mis hermanas y no se me podía
reprender ahora como lo hacían antes. La tos me duró algún tiempo. Y conocí y me
encariñé con la Emulsión de Scott. ¡Qué agradable era esta medicina!
-Vengo para que me den el remedio -decía con un lagarto en la mano. Y cuando me tomaba
la cucharada pedía más.
Pero un día me dieron una pela, a pesar de no estar repuesto de un todo. Una pela
tremenda. Mis hermanas no pudieron o no quisieron perdonarme ese día. La falta era de
una gravedad sin precedentes. No se podía dejar pasar. Mientras me sobaban las nalguitas
mi madre decía:
-Eso no se dice. Le pego por boca sucia.
Y mi padre agregaba:
-Esos son los resultados de las malas juntas. Este muchacho no debe salir a ninguna parte.
Cuando me dejaron tranquilo, mi hermano Arturo me llamó y tomándome las dos
manecillas entre las suyas, me dijo:
-Eso no se dice. Son malas palabras. Papá te quema la boca si tú la repites.
Malas palabras! Malas palabras! Yo había oído esa palabra por primera vez en boca de un
burriquero que la dijo en el momento en que le daba un garrotazo entre las orejas a su burro
porque no quería caminar. La volví a oír por segunda vez en boca de Juan Francisco, el
carpintero, un día que una tabla le cayó en un pie; y también la pronunció un muchacho
más grande que yo cuando celebraba una travesura que había hecho en esos días.
182
183
ii
Y yo no tardé en repetirla, porque la hallé bonita, sonora, fácil de pronunciar, y aunque
carecía de significado preciso para mí, porque yo no sabía qué cosa se llama así, me parecía
que se podía decir en todas las ocasiones en que pasaba una cosa grande, porque todo el
mundo la entendía, le gustaba oírla y le hacía el mismo efecto.
Malas palabras! Malas palabras! Pero yo me di cuenta de que era una de las palabras más
importantes que yo había aprendido y que pronunciarla equivalía a proclamar el fin del
mundo.
Era tan importante que me habían prohibido volver a decirla, aunque me producía placer
pronunciarla, y porque invariablemente me costaba una pela de gala o de paquete, como
solía decir a veces mi madre.
Dos días después de haberme dado esta pela que no olvidé en mucho tiempo, me metieron
a poco de levantarme en una batea, me dieron un baño con bastante jabón y luego me
vistieron, me limpiaron las uñitas que siempre tenía llenas de tierra, me peinaron
poniéndome un poco de pomada amartilla de Coudray y me entregaron, como si yo fuera
una caja o un macuto, a la sirvienta. No sabía dónde me llevaban. Por el camino la sirvienta
me dijo, respondiendo a mis preguntas, que me llevaba para la Escuela. Al principio me
quise resistir. Forcejeé para libertar mi brazo, pero fué inútil. Sentí que Juliana me lo apretó
duramente. La Escuela! La Escuela! -me dije para mí y tras una explicación confusa que
me dió la sirvienta tuve una exclamación de alegría. Qué bueno! Qué bueno!
A partir de ese día ocupé diariamente una sillita criolla en la casa de Doña Lucía Morales, a
poca distancia de mi casa, en la misma calle de San Lázaro, y me sentí encantado de haber
encontrado allí unos tantos muchachitos como yo y sobre todo que la Escuela tuviera en el
patio una hermosa mata de jobos. El patio de Escuela no tenía que envidiarle al de la casa
de Salado y en él también se podía correr y retozar cuanto se quisiera.
Para mi hermano Arturo yo revelé una clara intelijencia desde pequeño. Tenía, según él,
una gran memoria. Y me contaba que en nuestra casa había un libro de Historia Natural en
el cual
los animales estaban reproducidos en colores. Yo hojeaba este li
bro con frecuencia, y mi hermano quedó sorprendido un día en
que, viéndome entretenido con el libro sobre las piernas, me lla
mó y me fué preguntando por el nombre de los animales, antes
de volver las hojas en que estaban representados. Con gran se
guridad y sin equivocarme yo respondía:
-El León!
-La Pantera!
Y así sucesivamente.
-Yo sabía -me dijo en una ocasión mi hermano Arturo, siendo yo un joven con mi título de
Bachiller- yo sabía que tú ibas a ser despierto.
La Morales era una viejita blanca y de baja estatura. Tenía la cara redonda, cubierta de
arrugas y la nariz puntiaguda y arqueada, parecida a la de las brujas de los cuentos. Vestía
siempre con una falda de prusiana morada y un corpiño de tela blanca adornado con
encajes. Mi maestra tenía una voz aguda, chillona, que muchos de sus discípulos trataban
de imitar.
Su casita era pequeña, de piso alto y la acera, de ladrillos, estaba rota en una esquina.
Muchas veces ví en casa de Lucía, a un viejo blanco, calvo, con una barba blanca que le
llegaba a la mitad del pecho. Por las tardes sacaba una mecedora a la acera y se sentaba en
ella a fumar en un cachimbo que yo consideraba el más grande y más bonito que yo había
visto.
Yo le tenía miedo a D. Nicolás. Cuando me soltaban por la tarde y él estaba en la puerta, yo
procuraba no pasarle cerca y cuando ya estaba en medio de la calle, lo miraba con una mez-
cla de respeto, admiración y burla, sobre todo si tenía su sombrero puesto. Era un sombrero
de alas muy anchas. Para mí el viejo Nicolás se parecía a uno de los Reyes Magos.
Lucía Morales me enseño las letras. Lo digo en su honor. Con un puntero hecho de penca
de coco me las hacía marcar sobre un abecedario que llamaban el Catón. En honor a la ver-
dad debo decir que no me entraron las letras con sangre; la sangre corría por otras cosas, si
es que corrió alguna vez, que no lo recuerdo. A lo sumo asomó a la piel varias, veces,
porque Lucía
184
185
Morales tuvo en varias ocasiones que propinarme algunos correazos y dejarme también de
castigo durante las horas de medio día, y no contenta con esto, alguna que otra vez se
excedió mandándole quejas a mi madre para que me diera en casa otras cuantas pelas por
su cuenta. Es decir, para que me confirmara la que ella consideraba leve en la Escuela.
Afortunadamente, los excesos de Doña Lucía no quedaban impune. Le sacaba la lengua
con verdadera saña, lo más grande que pudiera. Se lo hacía cuando estaba de espaldas; pero
más de una vez apareció allí un pequeño judas.
-Mire, Doña Lucía, Panchito le está sacando la lengua.
Porque allí habían muchachos de todas clases y de todos colores, lo mismo que se ven en
las Escuelas de hoy, porque siguen siendo los mismos. Los trajes y los cabellos variaban al
infinito.
Nunca supe cómo la vieja Lucía abandonó este mundo. Pero Panchito aún la recuerda y se
arrepiente de haberle sacado tantas veces la lengua.
Mas tarde estuve en casa de las señoritas Pérez. Vivían en una casona con una puerta
principal ancha y dos ventanas de rejas, situada en el barrio de Rejina, casi en frente de la
Iglesia. Allí conocí a un cura, que luego supe era Fermín Pérez, que más tarde fué General
y Gobernador de varias provincias. Era hijo de Vicente Pérez, un hermano de las señoritas
Pérez y que fué político.
También habían allí sillitas para los niños. Mi estancia en esta escuelita fue corta y por eso
mis recuerdos de ella son muy vagos.
Eran varias las Pérez. Altas, blancas y delgadas. He preguntado a mi hermana por las Pérez
y me ha dicho que una se llamaba Pilar y otra Altagracia. Mi maestra era la hija de Altagra-
cia, conocida por Cisica.
Los hermanos varones se llamaban José, que era maestro, y Vicente, el padre de Fermín, a
quien la historia de nuestras luchas intestinas habrá de consagrarle algunas líneas. Se lo
merece.
De estas escuelitas pasé a otras Escuelas de las que conservo mejores recuerdos.
Lucía y Sisica, sin embargo, echaron los cimientos de mi de
186
ficiente instrucción, porque fueron las que me enseñaron a leer, Gracias a estas dos
consagradas y olvidadas maestras rebasé la: fronteras del analfabetismo.
Dios las tenga en gloria.
187

XXIII
Yo no permanecí mucho tiempo en la Escuela de la Morales. Apenas vivimos un año en la
casa de Salado. Mi padre no encontró qué hacer. Pasaba casi todo el día en casa. A veces
salía y regresaba al medio día sin decir palabra. Mi madre le hacía quitar el saco y lo
invitaba a sentarse junto a la puerta del patio para que se refrescara.
-Estás muy sudado, Juan Elías -le decía mi madre tocándole la camisa-. ¿Has caminado
mucho?
Mi padre se quejaba del calor mientras hablaba con mi madre sobre cosas que a mí no me
interesaban. A veces yo oía algunas palabras.
-Todo se volvió música -decía mi padre mirando el patio.
que volviera mañana para darme una contestación definitiva. Mi madre pronunciaba
algunos nombres: D. Martín, D. Jo
sé, la calle del Comercio, y terminaba diciéndole:
-Ten paciencia. No te desesperes.
Y después de guardar los dos un rato de silencio, mi madre
agregaba en voz baja.
-Esto no puede durar para siempre. Este hombre tiene que caer.
-Caer? Caer? -exclamó mi padre-. Tiene mucha suerte.
Todas las revoluciones las ha sofocado hasta ahora.
La situación de mi familia era cada vez peor. Mi madre se empeñaba en que yo no
rompiera los zapatos, en que no ensuciara la ropa. No me dejaba salir a corretear por el
vecindario.
En el mes de Agosto de 1890 mi familia se trasladó al Cibao. Mi hermano mayor, Manuel
Jesús, hacía años que vivía en San José de las Matas y había invitado a mi padre para que
se estableciera en la ciudad de Santiago de los Caballeros, pensando que este cambio lo
favorecería.
Era evidente que mi familia ya no podía seguir viviendo en Santo Domingo, y mi padre,
después de pensarlo muchas veces aceptó el ofrecimiento.
Trasladarse en aquella época al Cibao era casi una empresa romana. Por tierra era
imposible que una familia como la nuestra pudiera hacer el viaje. Solamente había dos
caminos, intransitables, estrechos, en estado primitivo: el de La Gallina y el del Sillón de la
Viuda. La travesía se hacía en tres días. Y estos caminos estaban sembrados de peligros,
por lo cual solamente podían hacerlo hombres solos o con cargas moderadas.
La única vía era la marítima, utilizando los vapores de la línea Clyde que hacían servicios
de cabotaje por los puertos del Norte de la República. Contaba esta compañía con dos o
tres vapores de regular tamaño y que visitaban esos puertos una vez todos los meses. Era
un viaje largo y no exento de incomodidades. Durante mucho tiempo fué esta la única vía
que utilizaban los viajeros que se dirijían al Norte del país.
Un día se dió orden en casa de encajonar los muebles. El día anterior, Pelón, uno de los
carreteros de mi padre, cuando trabajaba en la calle del Conde, descargó en mi casa unos
cuantos cajones vacíos que mi padre había comprado. Con estos cajones y la ayuda de un
carpintero amigo de mi familia se embalaron los muebles, incluso el piano que mi padre no
quiso vender, como hizo con unos cuantos muebles que estimó innecesario llevar. El piano
de mi casa, Pleyer, había servido a mis hermanas para recibir lecciones de D. Sebastián
Morcelo, el hermano de D. María Morcelo, una mulata que vestía prusiana morada y lucía
un elegante pañuelo de madrás en la cabeza. Yo

188
189
quería mucho a María, porque de tarde en tarde me regalaba caramelos.
-Tiene los ojos muy lindos este muchacho -decía-. ¿A quién habrá salido?
La Morcelo era muy estimada en todo el barrio. De carácter jovial y alegre, era muy
celebrada por todas las personas que la conocían.
Una semana después de la llegada de los cajones nos embarcábamos en el Saginaw con
destino al puerto de Sánchez. Era el 15 de Agosto de 1890. El vapor se había retrasado en
su itinerario, lo que acontecía con mucha frecuencia.
Mi padre dejó la ciudad entristecido. Santo Domingo era la única ciudad donde le gustaba
vivir. La víspera y el día en que nos embarcamos mi casa se llenó de jente. Vi muchas
mujeres del vecindario y también desconocidas. Un hombre le decía a mi padre:
-No se apure D. Juan. Quizás cuando usted vuelva a la capital esto se ha acabado. Hay que
tener esperanzas.
Mi madre, en cambio, abrigaba grandes ilusiones.
-Tú verás! -le decía en esos días a mi padre.- Cambiaremos de suerte.
La casa vacía, la salida de los cajones, las carretas, Pelón, que me permitió subir en la suya
y tirar de las sogas de la mula, la libertad de que disfruté en esos días, todo eso me llenaba
de alegría. A todos los amiguitos le repetía:
-Nos vamos para el Cibao! Nos vamos!
Uno más grande que yo me preguntó que dónde era eso y yo le contesté, no sin cierto
asombro, por haberle comprendido su ignorancia:
-Oh! no sabe! En el Cibao. Para otra parte.
Cuando me subieron en el coche sonreí de satisfacción. Hacía tiempo que yo no me
montaba en un coche. No me quería sentar. Miraba por la ventanita trasera del asiento a los
amiguitos que me miraban con los ojos muy abiertos. Y mientras mi familia no lo había
ocupado, yo los invitaba a subirse junto conmigo.
-Súbanse para que nos vayamos juntos -les decía.
Unos me miraban con sorpresa, otros con mal disimulada envidia.
-¿Tú te quieres ir? -me preguntó uno.
-Mírenlo! Está loco por irse -dijo otro clavándome los ojos.
-Loco no! -respondí yo-. ¿dónde me van a dejar? Me tengo que ir con mi papá y mi mamá.
Fui de sorpresa en sorpresa, de alegría en alegría, y esta vez apenas me fijaba que todos en
casa, con excepción de mi padre, estaban llorando.
Abelardo nos acompañó. Estuvo a bordo con nosotros y mi padre aprovechó la oportunidad
para aconsejarlo. Que abandonara la política, que eso únicamente proporcionaba disgustos.
Que no olvidara lo que él y nosotros habíamos sufrido con su encarcelamiento. Que debía
formalizarse, sobre todo ahora que se había metido en familia.
-Hazlo por tu madre -concluyó mi padre.
Como Abelardo era el sobrino predilecto de mi tío Pancho, mi padre se lo encargó. La
víspera de embarcarnos lo visitó. Tío Pancho, después que Abelardo había salido de la
cárcel le había hecho algunos regalos.
Un día le obsequió con siete fluses, de los cuales tuvo Abelardo que vender dos para
atender necesidades de su familia.
-Le he dicho que venga aquí a menudo y que continúe sus negocios, sin mezclarse en
política.
Abelardo, que había adquirido alguna práctica comercial en casa de Namías se estaba
sosteniendo con pequeñas operaciones comerciales que realizaba entre días.
El último pitazo del vapor abrevió la despedida. Abelardo descendió la escala y desde el
muelle ajitando un pañuelo se despidió de nosotros. Mi padre moviendo el brazo hacía lo
mismo desde la cubierta. Vestido con un saco negro, pantalones blancos y cubierta la
cabeza con un sombrero de panamá, mi padre permaneció largo rato junto a la baranda,
mirando la ciudad con que tanta pena abandonaba en busca de la suerte que iba siéndole
hacía tiempo adversa.
Cuando el vapor despegó del muelle yo estaba durmiendo.

190
191
El cansancio me había rendido.
Pocos son los recuerdos que he conservado de este viaje que inició la odisea de mi familia.
Pero sí recuerdo que hice una comida a bordo que me proporcionó muy desagradables
consecuencias. Había en la mesa una ensalada de remolachas y parece que el color de éstas
llamó poderosamente mi atención. Era la primera vez que las veía. Y fué tal la cantidad que
de ellas comí, que un camarero tuvo que sacarme violentamente de la mesa y llevarme al
puente. Si no hubiera hecho esto a tiempo hubiera dado un espectáculo desagradable en el
comedor.
Mi madre se alarmó por la forma en que el camarero me arrancó del asiento y fué detrás de
él hasta la barandilla. Aquello fué un contratiempo muy serio.
-Eras un gandío! -me repetía mi madre cuantas veces se refería este incidente. Nos hiciste
pasar una vergüenza. Y al mismo tiempo un susto, porque a mí me pareció que el camarero
te iba a echar al mar.
No me dí cuenta de cómo era el mar. Creo que no lo ví. Probablemente hice el viaje dentro
del camarote con mi madre. Y tengo la seguridad de que cuando llegamos al primer puerto
tuve la sospecha de que había seguido el viaje en el coche que monté días antes en la puerta
de la casa de Salado.
De las impresiones que me quedaron durante mucho tiempo de este viaje, recuerdo, que a
Sánchez me lo he representado siempre por un clarinete. La noche que pasamos allí en una
fonda, mientras mi madre me dormí en sus piernas, un clarinete sonaba en medio de las
sombras.
El inspirado músico hacía escalas y registros que me produjeron tan grata impresión, que es
posible que deba a este ignorado artista peninsular mi grande amor por la música.
La ciudad de La Vega fué para mí una noche oscura, sembrada de numerosas manchas
rojizas, formadas por la luz de las lámparas de petróleo que salía por las puertas de las
casas.
Sin embargo, en La Vega, y en su fonda, donde nos hospedamos, dejé un recuerdo
desagradable. Mi madre por mucho tiempo me lo recordaba. Y me sentía abochornado
cuando la oía. Todo se atribuyó a que durante el viaje comí demasiadas golosinas. Pero la
señora dueña del establecimiento, cuyo nombre he olvidado, a pesar de habérmelo repetido
muchas veces, se condujo muy correctamente con mi madre.
-Yo soy madre, señora; -decía la buena mujer- y las madres tenemos que pasar por esas
cosas. No se apure.
Abandonamos La Vega una madrugada. Brillaban las estrellas y se oían chillar los grillos.
Por este camino oí por primera vez el canto de los carcajíes que no he vuelto a escuchar
otra vez.
Como hecho culminante de este viaje a lomo de bestias (mi hermano había mandado un
peón con monturas suficientes), puedo señalar el palo del mulo. Yo venía sentado sobre las
piernas del peón que montaba un mulo y habiéndole quitado el palo, (tal vez se lo pedí
prestado), en un descuido, le asesté tan tremendo palo al animal que estuvo a punto de
perder un ojo. En mi casa oí contar muchas veces este incidente que colocaban en mi ya
crecido haber de travesuras como una de las mayores.
La Vega era para mí lo mismo que Río Verde y que el Camú. Cuando conocí esta ciudad
hace ya algunos años tuve la impresión de que no la había visto nunca en mi vida. No
recordaba nada de ella; pero los nombres de sus ríos, sí me eran familiares. Me dieron la
impresión de viejos amigos.
Después Santiago. El término de nuestro viaje. En Santiago mi padre tomó en alquiler una
casa propiedad de D. Pancho Casals, un pariente del célebre Toño Suárez. Era una casa pe-
queña, de maderas, pintada de rojo, en una calle ancha, llamada de Cuesta Blanca, cerca de
un depósito de carbón y de uno de los más grandes depósitos de tabaco propiedad de D.
Simón Mencía. Al lado de esta casa habitaba la familia Benoit, una de las muchas familias
de orijen francés que desde el siglo pasado se establecieron en aquella ciudad.
Fué en el patio de esta casa de Casals donde el caballo de Jesús fué atacado una noche,
después de regresar de San José de las Matas, de torozon. Yo recuerdo la escena. El pobre
animal producía un ruido al respirar que se podía oír a larga distancia. Hasta muy tarde en
la noche se le estuvieron administrando medicinas. Mi padre utilizó los servicios de varias
personas que le fueron recomendadas como entendidas en esta clase de enfer

192
193

medades. Afortunadamente el animal curó y mi padre experimentó un gran regocijo porque


sabía lo mucho que estimaba Jesús su caballo. Era un animal de talla, blanco, manso y de
buen paso. Hacía años que mi hermano poseía éste caballo y en él hacía sus viajes a
Santiago y a Santo Domingo y de él se valía igualmente para visitar las secciones de su
parroquia en cumplimiento de sus obligaciones sacerdotales.
Más tarde, por razones que yo desconocí, nos trasladamos a otra casa, propiedad de un
señor Llompart. Esta era una casa de esquina y en ella estableció mi padre una pulpería.
Esta fué la casa de la nigua. En frente había un solar yermo en donde yo jugaba y junto al
solar estaba la Escuela Principal. Al lado de nosotros vivía la familia Mercader y en la
esquina de enfrente, en una casa de dos pisos, D. Onofre de Lora.
Una mañana, hace pocos años, estuve parado en la esquina de la casa de Llompart. Me la
mostró mi hermano Fello. Era una casa de planta baja. Pude observar en esa ocasión que
aún conservaban sus puertas los gruesos aldabones, con el peso de uno de los cuales se me
hizo la extracción de un diente que mi hermana Carmen me había asegurado de antemano
con una hebra de hilo de lino.
La ciudad de Santiago fué para mí, durante mucho, tiempo, el gran solar cubierto de
escobitas frente de mi casa; la Escuela, en una vieja casa de dos plantas, pintada de rojo y
contigua al solar; el Sr. D. José Sagredo, su Director; la dulcería de la familia Mercader;
Filomena, la más pequeña de la casa con quien solía yo jugar a menudo; Doña Sotera, la
abuelita, alta, delgada, luciendo siempre una bata; el Consulado de Francia, en otra casa de
dos pisos; el 14 de julio que el Cónsul celebró con un baile y fuegos artificiales; la
procesión de los restos de Ramón Matías Mella que ví desde la azotea de nuestra casa; el
caballo blanco de mi hermano Jesús y Blas, el zapatero, metido en un zaguán lleno de sacos
de carbón.
Cuando a menudo yo recordaba a Santiago, solía sentir un fuerte olor aguardiente y a
tabaco, porque muchas veces estuve curioseando junto a la puerta del alambique de D.
Joaquín Beltrán y en otras tantas me entretenía mirando, en el depósito
194

de D. Simón Mencía, a los trabajadores haciendo las estivas de serones de tabaco.


Pero me ocurrió un acontecimiento extraordinario en Santiago. Sufrí una herida en un pié
producida por una hacha. Mi hermana Carmen me curaba. Tardó, sin embargo, en
cicatrizar. Era inútil que me pusiera precipité (óxido rojo de mercurio, entonces muy usado)
remedio muy eficaz para cerrar heridas.
Un día, tras breve consulta de mi hermana con mi padre, se resolvió llevarme donde un
médico, para que me viera. Tenía que ir en la tarde. Carmen me dió un baño, y luego
después, me hizo una nueva cura con el propósito de que la herida presentara un buen
aspecto ante el médico que me iba a examinar. Esta cura fue muy minuciosa. Mientras me
enjugaba y me limpiaba el mal, mi hermana notó que en el centro de la herida había un
punto negro. Lo examinó tan detenidamente que pudo darse cuenta de que era un cuerpo
extraño. Grande fué su sorpresa y la de todos en casa cuando se descubrió esa tarde que lo
que yo tenía era una nigua. Pero qué nigua! Aseguraron que era tan grande como un grano
de maíz. Dos hoyos quedaron en el sitio en donde se encontraba enterrada.
Como consecuencia de este descubrimiento, la visita al célebre médico quedó aplazada. A
los pocos días yo estaba curado.
-Qué vergüenza hubiéramos pasado -decía mi hermana cada vez que referían esta
ocurrencia.- Qué hubiera dicho ese médico de nosotros.
El 17 de Diciembre de 1890 mi padre hizo un viaje a Santo Domingo para regresar a
Santiago por el mismo vapor junto con mi hermano Fello que se había graduado de
Maestro Normal el día 21 de Septiembre. Era D. Félix Mejía el Director de la Escuela
Normal y a mi hermano Juan Elías le tocó pronunciar ese día un discurso durante el acto en
representación del Ministro de justicia e Instrucción Pública que no pudo asistir.
En Santiago no permanecimos mucho tiempo. A mi padre no le fué bien. Estableció una
pulpería. Hizo importaciones del Norte que debían llegar por el puerto de Sánchez. Tuvo
que ir a aquel puerto para hacer el despacho en la Aduana. Contrajo allí una disentería que
lo puso a las puertas de la muerte. Cuan

195

do se restableció y pudo ocuparse de sus provisiones, ya éstas se habían perdido en su


mayor parte. Este fracaso afectó considerablemente a mi padre y lo determinó a regresar a
Santo Domingo.
Estando en Santiago se presentó allí un día Tomás que, como nosotros, había abandonado a
Santo Domingo para instalarse en esa ciudad. Se hospedó en nuestra casa. Cuando abrió su
taller fotográfico, como se decía entonces, tuve oportunidad de hacerme la segunda
fotografía de mi vida. Pero esta vez sin bata, vestido de hombre.
Con la carita siempre fea, un sombrerito de paja, un trajecito de paño hecho en el
extranjero, zapatos altos, de cordones, y un bastoncito, sentado sobre una silla, así estoy en
esta fotografía que guardo todavía entre mis papeles.
Una vez oí decir que el único beneficio que Tomás obtuvo en su estadía en Santiago, fué
que se le abriera el apetito. Tomás atribuía esto al agua del Yaque.
Ya para regresar se recibieron en casa noticias de Abelardo, a quien habíamos dejado
viviendo en San Carlos. Estaba ahora de nuevo, en la Torre del Homenaje. Desde el día 22
de Agosto.
Y mi madre con este motivo urjió a mi padre para que apresurara el regreso a Santo
Domingo.
A fines del año 1891, 25 de Septiembre, ya estábamos instalados en la calle del Tapao, hoy
19 de Marzo, entre las esquinas de la calle Santo Tomás, hoy Arzobispo Nouel y la calle
del Conde.
Era una casa pequeña, de mampostería y provista de un par de rejas. Casita húmeda, oscura
y calle silenciosa por donde apenas pasaban coches.
No conservo muchos recuerdos de esta casa. En la calle del Tapao no había para mí nada
que ver. Por una esquina, la de la calle del Conde, veía el tranvía que pasaba a cada rato.
Por la otra, la de la calle de Santo Tomás, sólo veía coches y más allá, al final, se veía
únicamente el mar. Desde la puerta de mi casa podía ver los vapores y los bergantines que
atravesaban el Placer de los Estudios. Nunca, sin embargo, pude ver estas embarcaciones
de cerca, porque los batiportes quedaban muy lejos y no me hubieran dejado ir hasta allá.
El vecindario que teníamos en la calle del Tapao estaba formado por familias que tenían
casi todo el día sus casa cerradas, No me podía despertar a los seis años de edad, ningún
interés esta calle porque no había muchachos con quienes jugar, ni pulperías, ni ventorrillos
de frutas.
Sólo había de notable para mi la presencia casi constante, en esta manzana y en frente de
mi casa, de Vaporcito, blanco, coloradote, con su saco negro, su bombín, abierto el cuello
de la camisa y a quien se acusaba de estar enamorado de una de las beldades del
vecindario. Vaporcito abandonaba el sitio cuando los muchachos que por allí pasaban le
voceaban este apodo. Era un loco manso, tranquilo, que apenas hablaba y que pertenecía a
una distinguida familia de la ciudad.
Hombres y mujeres mayores eran los que por allí vivían: un hombre blanco, alto, que
siempre vestía de negro y que le decían El Mocho, porque tenía un brazo menos. En mi
casa hablaban con mucho respeto de él; Doña Josefa Perdomo, de quien mi madre recibió
muchas atenciones; Don Abelardo Recio, contable, inválido, y su hijo Abelardito que, con
Luis Tejera, eran los más jóvenes moradores del vecindario.
Otro hombre que me llamaba la atención era un viejo, blanco, de cabellos y bigotes negros,
de baja estatura, que vestía levita de dril blanco y llevaba siempre sombrero de panamá y
un paraguas debajo del brazo. Con paso menudo le veía caminar por la calzada de enfrente,
y doblar la esquina del Conde. Era D. Emiliano Tejera.
Una ferretería, de la D. Petit Delgado, una botica, la de D. Joaquín Ramírez y El Hacha, de
D. Lorenzo Valderde, eran los establecimientos más cercanos a mi casa.
Afortunadamente tuve para no aburrirme, a Damiana, que me enseñó muchas cosas. Su
figura me es imposible recordar ahora. Debía tener sus catorce años, no más. Dormíamos
en el mismo aposento. Ella en una estera y yo en un catre, pero en ocasiones Damiana me
llevaba a su estera.
Cinco meses vivimos en esta casa de la calle del Tapao. Cinco meses que fueron muy
penosos para mi familia.

196
197

Las únicas salidas que hacía mi madre eran a la Cárcel, donde mi hermano Abelardo
permanecía recluido con un par de grillos.
En el año de 1935 llegó a mis manos una copia de la orden de prisión dada por el General
Wenceslao Figueredo, Ministro de lo Interior, para que mi hermano fuera reducido a
prisión y sometido a la justicia. Esta curiosa orden decía así:
No. 1373 Santo Domingo, 22 de Agosto de 1891.
Ciudadano:
Sírvase dar sus órdenes al objeto de que a la mayor brevedad posible se instruya sumaria al
Señor Abelardo Moscoso, quien ha proferido palabras subversivas contra el orden público
y contra la seguridad del Gobierno, en presencia del Ciudo Procurador Fiscal y el Ciudo
Comisario de Policía Gubernativa.
Una vez sustanciada dicha sumaria la remitirá V a este Despacho; procediendo desde luego
a ponerle un par de grillos a dicho individuo el que deberá ser encarcelado en un calabozo
seguro.
Le saluda atentamente, El Ministro de lo Intr. y Policía
(fdo.) W Figuereo.

Ciudo
Gobernador de la Provincia de Santo Domingo
Junto con Abelardo fueron hechos prisioneros Pablo Báez Lavastida y el Gral. Candelario
de la Rosa.
XXIV

Yo no quiero acordarme nunca de Linares -le oí decir a mi madre muchas veces.- Linares
fué mi pesadilla.
Yo no ví una sola vez en mi vida a Linares, pero sí me refirieron muchas veces sus célebres
hazañas.
A fines de 1891, las celdas del Homenaje, cuya historia completa no se podrá escribir
nunca, estaban llenas de presos políticos entre los cuales se encontraba mi hermano
Abelardo. Los presos políticos constituyeron por aquellos tiempos, en este país, una clase
especial de dominicanos que no se parecían en nada a sus demás compatriotas que
circulaban por las calles en aparente libertad.
Mi madre no había olvidado que, cuando Abelardo estaba preso en 1891, junto con Pablo
B. Lavastida, Linares ejercía una estrecha vijilancia para evitar que entrara nada en la
prisión. Para darle alguna noticia a mi hermano, la Sra. Dolores Lavastida había mandado a
fabricar una bandeja especial, con doble fondo, en la que colocaba papelitos escritos. La
referida bandeja estuvo varias veces en mi casa y Mercedes era quien le enviaba noticias a
mi hermano.
La conducta de Linares con los detenidos políticos era horrorosa. Los trataba como perros.

198
199

Era Linares uno de estos hombres empecinados y arrogantes que no han faltado nunca en
este país; hombres que no tienen concepto sobre nada, y que cuando estaban al servicio de
un jefe cumplían cualquier orden como si fueran verdaderos perros de presa.
El día en que fué preso Pablo Báez Lavastida se produjo un escándalo en la ciudad. Fué el
8 de abril de 1889, lunes del Concilio. Linares se presentó en la casa de Lavastida, revólver
en mano y como encontrara una leve resistencia descargó su arma contra el Sr. Lavastida
que escapó ese día milagrosamente. Fué un tiroteo que alarmó el vecindario. El Gral.
Braulio Alvarez, Gobernador de la Provincia, se presentó en la casa del señor Lavastida y
le dio órdenes a Linares de que se retirara. El truculento carcelero estaba acompañado por
otro individuo que también hizo uso de su revólver. Lavastida, que estaba escondido en su
propia casa, se presentó el Gobernador Alvarez y éste convino en que lo acompañara hasta
la Prevención, el Gral. Leopoldo Damirón, amigo suyo.
Por ese y otros hechos conocidos de todo el mundo, Linares se hizo de una negra
reputación y mi madre no lo podía ver ni en pintura, como ella decía a menudo.
Los presos políticos pasaban innumerables penalidades en aquellos tiempos y una frase
expresiva y muy popular, que todos los dominicanos hemos oído, por lo menos una vez en
la vida, ha consagrado el trato que esta clase de individuos estaban llamados a recibir.
-El "preso es preso" -se decía en todas las cárceles de la República.
Y entrar en ellas, por cualquier delito, era la peor de todas las desgracias que le pudiera
acontecer a un dominicano.
Yo conocí también esa desgracia. Las celdas de nuestras cárceles eran cuando yo las
conocí, de lo más inmundo que se pueda concebir. Los detenidos vivían allí como
animales. Eran estrechas, sucias, mal ventiladas y en uno de sus ángulos lucía un pequeño
barril en el cual los detenidos hacían todas sus necesidades. Este barril inundaba la
habitación con su hedor nauseabundo que era preciso soportar todo el tiempo que se
permanecía allí encerrado. Llamaban a este barril: El baché. Los bacheses se sacaban cada
veinticuatro horas y el momento en que esta operación se efectuaba era espantoso.
Los presos dormían y pasaban la mayor parte del día en catres o en hamacas, colgadas a
diferentes alturas. Estas hamacas estaban por lo regular sucias, cubiertas de parásitos, como
todo lo que se encontraba allí.
Los presos vivían casi desnudos, para no ensuciar las ropas o por el calor. Muchos
permanecían durante todo el tiempo vistiendo ropa interior solamente.
Pasaban el día estos hombres, privados de toda comunicación, haciendo cuentos, cantando
cuando sabían hacerlo, durmiendo, leyendo alguna que otra novela que un buen día le de-
jaban pasar, asomados a las rejas de las ventanas, observando la ciudadela, los cuarteles, la
puerta de prevención, cuando la alcanzaban a ver o contemplando el mar y siguiendo con la
vista alguna que otra vela o vapor que entrara en la ría.
Las comidas las hacían en las cantinas colocadas sobre las piernas o en cajones, los que les
servían al mismo tiempo de mesa para jugar barajas cuando se lo permitían o los utilizaban
al costado de los catres para colocar velas, fósforos u otros de los pocos utensilios que le
permitían retener.
A lo mejor y después de sufrir frecuentes humillaciones les permitían recortarse el pelo y
bañarse dentro o fuera de la celda con una cantidad de agua medida con escrupulosidad.
Cuando el delito era considerado de alguna gravedad, a juicio del mandatario, se le privaba
de todo movimiento, colocándole uno o dos -si se consideraba lo primero insuficiente- pa-
res de grillos, cuyo peso era tal que para evitarse lesiones en los pies había que levantarlos
con una cuerda, que con frecuencia se ataba a la cintura.
Con estos grillos en los pies apenas se podía mudar un paso. Cuando tenían que trasladarse
de un sitio para otro, tiraban de la cuerda para levantar de un lado el par de grillos y
entonces, dando saltos como un canguro, cambiaban de posición.
Cuando tenían familias en la localidad se les permitía recibir la comida de sus casas.
Diariamente recibían las cantinas de ma
200
201

nos del carcelero que las tomaba al pie del Homenaje y las subía hasta la puerta de la celda,
después de llamar con un grito a los interesados.
De estas cantinas solían comer dos o tres presos porque era costumbre considerar que a la
cárcel había que mandar ración suficiente, toda vez que los presos no estaban solos y
pudieran haberlos sin que tuvieran quien se cuidara de ellos.
La comida les llegaba fría y en ocasiones en malas condiciones, porque cuando el carcelero
se le ocurría que a un detenido peligroso, se le podían mandar noticias escondidas en algún
sitio de la cantina, antes de entregarla se hacia la pesquisa, revolviendo todos los alimentos
que venían dentro.
Las familias de los presos podían visitarlos cada quince o veinte días, previo permiso que a
veces se negaba categóricamente o era difícil de obtener. Cuando lo concedían se indicaba
la hora en que se debía hacer la visita.
Al llegar la familia, se le entregaba el permiso al oficial de guardia y éste se lo enviaba al
carcelero, que disponía de todo lo concerniente al caso.
El preso, que vestía de limpio, lo sacaban a un saloncito vecino, donde se colocaban unas
cuantas sillas. Las visitas tenían un término fijo: una hora, media hora, según que el preso
fuera persona considerada por el Alcaide u otras autoridades. Mientras hablaban, un
soldado estaba cerca del grupo, a veces indiferente, a veces escuchando todo cuanto se
decía, por orden superior.
La familia aprovechaba estas visitas para llevarle obsequios a sus deudos: fósforos,
cigarros, dulces y alguna que otra prenda de vestir.
Cuando se había agotado el tiempo, el Alcaide hacía una señal y el soldado le participaba a
la familia que era hora de retirarse. El preso iba moviendo lentamente los pies,
arrastrándolos si tenía grillos, o dando saltos como un canguro.
Desde la ventanilla de vijilancia se decían adiós por última vez.
Días y meses y años pasaban en la Torre del Homenaje muchos ciudadanos de todas las
clases sociales del país. De allí salían para ocupar un cargo en la Administración Pública, o
salían para el extranjero expulsos o salían para el patíbulo.
Vivíamos en la calle del Tapao, cuando un día mi madre obtuvo permiso para ir a visitar a
mi hermano Abelardo. Después de comida, a las tres, mi madre, haciéndose acompañar por
mi hermana Anacaona, salió en dirección de la Fortaleza.
Hacía días que entre mi hermano Abelardo, que tenía un par de grillos en aquella ocasión y
Linares, el célebre Alcaide de los tiempos de Lilís se había promovido una querella con
motivo de la comida.
Linares pensaba que mi hermano recibía papelitos en la cantina y con el propósito de
descubrirlos todos los días le removía la comida. Metía una cuchara dentro de las cantinas
y aquello tomaba un aspecto desagradable. Mi hermano le había advertido que no le hiciera
eso, porque no era necesario. Pero Linares insistía.
Ese día, a la hora en que mi hermano recibió la cantina tuvo unas cuantas palabras con
Linares. Lo insultó. Y mi hermano terminó por amenazarlo.
-Cuando vuelvas aquí a abrir la puerta tendrás que vértelas conmigo, -le dijo.
Y Linares, viéndolo por la ventanilla, se sonrió. Sin duda tuvo presente la sentencia
dominicana: Preso es preso.
Pero cuando en la tarde fué a abrir la puerta para que saliera a recibir a mi madre, mi
hermano aprovechó el momento y cumpliendo con lo que había dicho, le fué encima a
Linares y tras una breve lucha en que se repartieron golpes y bofetadas, fueron separados
por los soldados de guardia que cerca de allí se encontraban. Se provocó un escándalo. Y se
produjo algún movimiento.
Mi madre que alcanzó a ver el tumulto y hasta oyó voces, agarró a mi hermana Anacaona
por un brazo y apresurando el paso se dirijió al Homenaje, subió la primera escalera, y aún
cuando ya todo parecía terminado, alcanzó a oír al propio Linares que encolerizado,
pasándose una mano por la cara, le gritó a mi hermano:
-Ahora te voy a poner otro par de grillos. ¡A ver si te mueves!
Mi madre lo miró con ira y le respondió:
202
203
-Ese no se lo vas tú a poner. Ahora vas a ver. Y descendió inmediatamente.
Vivía en la calle Sánchez D. Braulio Alvarez, Gobernador de la Provincia y antiguo amigo
de mi madre. Habían sido condiscípulos en una escuelita de barrio. Enterado por mi madre
de lo que acaba de suceder, se dirijió a su oficina, escribió en un papel y luego se lo entregó
a mi madre.
-Vuelve otra vez a la Fortaleza, -le dijo.- No sólo no le va poner otro par de grillos, sino
que le va a quitar los que tiene. Linares es un abusador y se toma facultades que no le dan.
Cuando mi madre me refería esto, agregaba:
-Todavía respetaban.
El 7 de Diciembre de ese año de 1891 mi hermano Abelardo abandonó el país, expulso, en
el Vapor francés Saint Domingue con destino a Jacmel, Haití.
Mi padre y mi madre y una de mis hermanas fueron al muelle a despedirlo. Yo contaba seis
años de edad.
Aquel día ni mi padre ni mi madre, nadie en mi casa pensó que Abelardo abandonaba el
país para no volver jamás a vivir en él, como muchos otros a quienes la política aventó a
playas extranjeras.
Días después, abandonamos la casa de Quezada. La mañana que yo ví en la puerta de mi
casa dos carretas me puse muy contento. Ibamos para otra casa, y para otra parte, donde tal
vez hubiera más muchachos con quien jugar. Ya estaba cansado de Damiana, la sirvienta
de mi casa, y la única persona que me entretenía en la calle del Tapao.
XXV
Cuando mi padre le dijo a mi madre que había encontrado una casa en el Navarijo, mi
madre sintió una gran satisfacción. Era nuestro barrio.
-Es un buen punto -le dijo mi padre-. Por ahí hay varios establecimientos y, además, la casa
tiene un horno en el patio que se puede utilizar para cualquier cosa.
Hacía semanas que mi padre salía todos los días a buscar una casa apropiada para
establecer cualquier negocio que le permitiera vivir, pero regresaba sin esperanzas.
Deseaba trabajar cuanto antes. Las pérdidas que había tenido en el Cibao lo habían
contrariado, aún cuando el regreso lo había llenado de alegría, porque en ninguna parte se
sentía mi padre tan contento como en la Capital. El amor que mi padre sentía por esta
ciudad era exajerado.
Tan pronto como le entregaron la llave, después de haberle hecho a la casa ligeras
reparaciones, nos trasladamos a ella. Era una casa pequeña, pero suficientemente espaciosa
para nuestra familia. Tenía dos plantas. Su propietario era D. Juan Ramón Fiallo.
En los altos se instaló mi familia y los bajos quedaron vacíos mientras mi padre estudiaba
el negocio que más le conviniera.
Situada en la calle del Arquillo, esta casa, en la manzana

204
205
comprendida entre la calle Espaillat y la calle Santomé, era una de las mejores y más
aparentes del vecindario, porque por allí se encontraban todavía muchos bohíos de yaguas.
A un lado nos quedaba la renombrada fábrica de tabacos y cigarrillos de D. José Peguero,
que hacía esquina en la calle Santomé. D. José utilizaba en la fabricación de sus productos
las renombradas hojas del Caobal y Guayabal que no he oído nombrar más nunca, pero que
en aquella época eran consideradas como las mejores hojas del país. Las recuas que
abastecían de estas hojas el establecimiento, llegaban por lo regular a media noche. Al otro
lado teníamos la carnicería de D. Domingo Hernández, a quien seguía la familia Veloz, el
gran maestro albañil D. Tomás Hernández y en la esquina, junto al Callejón de la Lugo,
Doña Pepa con una de las pulperías más importantes del barrio.
En frente vivía Doña Carlota Moreno, donde ví por primera vez la figura más distinguida
del barrio y quizás de las más distinguidas de la ciudad, el Canónigo Gabriel Moreno del
Cristo, alto, elegante, bien vestido, con zapatillas de charol con hebillas de oro y un
monóculo. Allí se hospedaba cada vez que regresaba de París. Al lado estaba la pocilga de
D. Domingo Hernández y más allá un platero, D. Ramón de Castro y luego la popular
panadería de D. José Cámpora, un español grueso, coloradote, alegre, con un notable bigote
negro, luciendo un saco a manera de chamarra, y en la esquina, D. Estaban Suazo, viejo
honorable, Grado 33.
Completaban el vecindario, Doña Catalina Arvelo, la hermana del Dr. Juan Francisco
Alfonseca, de París, con un ventorrillo; Doña Bárbara Molina con otro ventorrillo y además
venta de dulces en almíbar. Y Masú, y Prudencia, y Doña Aniceta y por último el
Orfelinato y Beneficiencia Padre Billini que ocupaba una esquina entre la calle Santomé y
el Arquillo.
La calle del Arquillo, que en las inmediaciones de mi casa fué el barrio de Pueblo Nuevo,
era ya una calle importante, y después que se abrió la muralla, tenía tanto movimiento
comercial como la del Conde en el sector correspondiente.
Todos los días recorrían esta calle numerosos campesinos. La

pulpería de Doña Pepa siempre estaba rodeada de caballos y burros, y, según decía mi
padre, era de las que más negocios hacía por allí. Por eso, la esquina de Doña Pepa era la
más sucia y movida del barrio.
Mi padre consideró que este barrio del Navarijo, que él conocía muy bien, desde hacía
tanto tiempo, era el más apropósito para desenvolver sus actividades.
Recordó una vez más sus buenos tiempos de la Cruz de Rejina. Mi padre atribuyó siempre
su falta de éxito en la calle del Conde a causas ajenas al punto. Mi padre no podía tomar en
cuenta la obra del tiempo. Y le bastó pensar que ya estaba en el Navarijo para creer que su
situación mejoraría.
Y pocos días después de habernos mudado allí, el Navarijo vió aumentado su comercio con
un nueva pulpería, la de mi padre.
Un día entró por el zaguán una madera y al siguiente un carpintero, Benito, provisto de sus
herramientas, y se dió comienzo a la construcción del aparador, después de haber pasado
las primeras horas de la mañana en compañía de mi padre, marcando el suelo con tiza y
midiendo distancias.
Una semana completa y parte de otra pasó Benito serruchando y claveteando. Y cuando la
obra quedó terminada mi padre fué al centro de la ciudad y regresó un medio día seguido
de tres carretas cargadas de sacos y cajas.
Yo estaba lleno de alegría. Quería abrir los sacos, subirme en el mostrador y clavar clavos
para colgar las hileras de tacitas de café que adornaban el aparador. De vez en cuando
metía las manos en los sacos de azúcar y me llenaba la boca. Mi padre tuvo que esconder
los confites y otros artículos para evitarse disgustos. Los días en que se estuvo
distribuyendo el surtido fueron días de fiesta para mí. Me negaba a ir a la Escuela y,
cuando obligado, no me quedaba otro remedio que ir, esperaba con ansiedad la hora de
salir para venir a ayudar a mi padre.
Este, sin embargo, no me quería ver junto a él.
-Llamen este muchacho, -decía.
Cuando su paciencia parecía llegar al límite, exclamaba:
-Salga de ahí! Váyase a jugar!
206
207
Cuando yo obedecía enseguida su orden era porque ya había hecho mi provisión de azúcar,
confites y aceitunas. En la calle daba a mis amigos, celebrando de este modo la prosperidad
de que disfrutaban en casa, según mi opinión.
La pulpería de mi padre era pequeña. Solamente tenía dos puertas a la calle. Pero yo creo
que estaba bien surtida. Como mi padre tenía práctica en esta clase de negocios todo estaba
bien presentado. Había fabricado tapas para que los artículos se conservaran en buenas
condiciones. Todas la noches mi padre empleaba algún tiempo en dejar completamente
cubiertas las cajas donde estaba el azúcar, el arroz, el almidón, y otros productos que los
ratones y las cucarachas podían alterar.
En un extremo del mostrador había construido una especie de jaula de tela metálica donde
se guardaba el queso, la mantequilla y los dulces. Las moscas no podían entrar allí.
Había en el aparador un tramo que despertaba mi mayor interés. Cuando las circunstancias
me permitían estar cerca de ese tramo yo no le quitaba la vista. Allí estaban las bolitas de
dulce en cantidad y de tres tamaños, rojas, blancas, amarillas; de esas bolitas que parecían
un arco iris cuando se las partía, porque tenían capas de diferentes colores; allí estaban las
gomitas que tanto me gustaban y los "chuflais" con sus agradables sorpresas. Este tramo
me ocasionó muchos sinsabores. Por medida de precaución mi padre lo había escojido tan
alto que ni subiéndome sobre una silla yo hubiera podido alcanzarlo. Lo demás en la
pulpería carecía de interés para mí. Pero a esos frascos los vijilaba yo, de tal modo, que
estaba al tanto de las mermas que sufría su contenido, para mí tan precioso.
Pero poco a poco me fuí acostumbrando y terminé por ver con indiferencia la pulpería.
Puesto que no me dejaban tocar nada y me echaban fuera de ella, terminé por dedicarme a
otras cosas más importantes. Era cuando partían un queso de Flandes o cuando iban a untar
mi pan de mantequilla que entraba allí por un momento. Mi padre se creía que yo sólo iba a
su pulpería a cojerme las cosas y esto hería hasta cierto punto mi amor propio.
-Yo si no me las dan no las cojo -decía yo con cierta me
208
lancolía-. Aquí se creen que yo nada más pienso en dulces. Y por un momento me sentía
desgraciado.
Mi padre pasaba la mayor parte del día detrás del mostrador, pesando arroz, pesando
manteca, o haciendo paquetes, o recibiendo y devolviendo monedas. Yo le echaba a veces
el ojo al cajón y veía como caían allí las dos motas.
Mi padre discutía, hablaba o sonreía, según le ponían el humor los marchantes. A veces yo
lo veía molesto y entonces no me atrevía a pedirle nada porque tenía la seguridad de que
me lo iba a negar. En cambio, cuando yo lo veía sonreído o conversando mucho,
aprovechaba para sacarle lo que yo quería.
A ninguna hora del día se cerraba el establecimiento. Cuando mi padre iba a comer, mi
padre lo cuidaba. Por la noche lo cerraba antes de las nueve. Se vendía poco después de la
oración y mi padre decía que se gastaba mucho gas. Durante las primeras horas del día se
hacían las mejores ventas. Y a veces mi padre no podía atender solo a los clientes.
Entraban muchachas y muchachos con sus macutos a comprar la comida.
-Dos libras de arroz, -decían.
-Una cuarta de manteca, pero que sea fresca.
-Media libra de azúcar, completa.
Mi padre pesaba y mi madre retiraba los artículos del peso y hacía los paquetes para ganar
tiempo.
A veces mi padre sufría una incomodidad. Algunos le devolvían la compra porque no
estaba completa o no encontraban fresco lo que le había vendido. Mi madre intercedía, y
después de algunas explicaciones o se abría el cajón para devolver el dinero o la cliente
quedaba conforme con lo que mi madre le decía.
Las primeras semanas mi padre se sintió satisfecho. Las ventas eran buenas y todos en casa
concibieron esperanzas de recuperar el tiempo perdido.
Mi padre se complacía en hacer la propaganda de sus artículos y a menudo yo le oía decir:
-Mis artículos son frescos y los vendo baratos.
Con el propósito de hacerse de una clientela, en un tramo
209

del aparador se colocó una docena de vasos vacíos en los cuales se echaban unos granos de
garbanzos cuyo significado yo no comprendía. Cuando las sirvientas compraban en la
pulpería le reclamaban a mi padre que les echara su garbanzo.
Cuando mi madre fijaba la vista en este tramo le decía a mi padre:
-Tus marchantes van bien.
Mi padre sonreía.
Como yo no podía entrar a la pulpería con la libertad a que aspiraba, hice del patio y de la
calle el teatro de mis operaciones. En el patio hacía pozos en la tierra imitando el gran pozo
que nos servía de abastecimiento de agua y que estaba situado al final de un callejón que
era común a la casa de la fábrica de cigarrillos y a la nuestra. Además de mi familia, se
servían de este pozo que estaba dividido en cuatro secciones a nivel del pretil, por dos
empalizadas de tablas de palma que se cruzaban en el centro. Cuatro casas se servían de él.
Era un pozo hondo, de agua cristalina, provisto, del lado de mi casa, de un carrillo grande
que sonaba mucho cuando estaban sacando el agua. Mi madre mandaba a mojarlo a veces,
porque este ruído le molestaba.
Cuando yo no hacía pozos hacía hornos con mezcla de ceniza y los calentaba con papel de
periódicos. También me entretenía en cazar lagartijos con lazos hechos de cerdas de
caballo sostenida en el extremo de una varilla de palma de coco.
Pero el patio era pequeño. Tenía una enramada y una letrina y además, mi hermana lo había
reducido aún más haciendo un jardín. Yo no tenía compañeros con quienes jugar en mi ca-
sa. Mi hermano Arturo ya estaba muy grande y por lo regular no estaba en casa.
La calle, pues, era el sitio más apropósito para mis diversiones. Y esta me costaba muy
serios disgustos. Mi padre sufría frecuentes incomodidades por mi causa.
-Tú no respetas a tu padre -exclamaba mi madre mirándome enojada.
-¡Dios te libre que lo hagas incomodar!
XXVI
Yo estaba encantado de vivir en el Navarijo. Era mi barrio contrariamente a la calle del
Tapao, solitaria y silenciosa, el Navarijo era animado y bullicioso. Las calles de este barrio
siempre estaban llenas de caballos y de burros y por ellas pasaban carretas y coches con
mucha frecuencia; transitaban muchas jentes y sobre todo había por allí muchas frutas:
donde Catalina, donde Aniceta, donde Bárbara Molina. Y vendían dulces en todas partes y
también pasaban dulceros con bateas llenas de alfajores, masitas, bienmesabes, suspiros,
piñonates y bolitas de piña con batata que tanto me gustaban. También pasaban por allí
muchas carretas con mangos guerreros.
Mi madre me daba a menudo motas para que comprara mangos.
-Cuando pase la carreta avísame -me decía.
Las carretas llenas de mangos pasaban por la calle de Santo Tomás desde temprano. A
veces antes de irme a la Escuela. Los carreteros iban voceando:
-Mangos Guerreros! Mangos!
Y se detenían en las esquinas y en medio de la calle.
Más de una docena de muchachos rodeaban la carreta.
Hacían preguntas al carretero, metían las manos para tocar

210
211
los mangos y alguno que otro, de las otras calles, se metían dos o tres mangos en los
bolsillos del pantalón y salían corriendo. El carretero los seguía con el foete en alto pero se
veía obligado a volver atrás para evitarse mayores pérdidas.
-Esos mangos están contados decía-. ¿Qué cuenta voy a dar?
Se acercaban a la carreta cocineras y sirvientas con macutos y con paños para llevar en
ellos los mangos.
Iban tocándolos y escojiéndolos, contándolos dos a dos. A veces una sola persona
compraba cuatro y cinco docenas. Los mangos se vendían en grandes cantidades, tenían
mucha demanda.
Los muchachos se los comían al pié de la carreta y luego jugaban estrujándose las cáscaras.
Cuando mi padre me veía salir a comprarlos no dejaba de protestar.
-Tú veras por donde le van a salir esos mangos -le decía mi padre a mi madre-. Tú no ves
que ese muchacho es un macuto sin fondo. Dios quiera que no le dé disentería.
Y no me dió disentería, pero sí unas calenturas que me tuvieron más de una semana sin
sentido. Para mis hermanas yo estuve a las puertas de la muerte. Me puse amarillo como un
jenjibrillo, -decía mi madre; y la barriga se me quiso reventar.
-Gracias a mi compadre José Ramón -exclamaba mi madre llena de agradecimiento cuando
recordaba mi enfermedad.
Por el Navarijo había muchas pulperías y había muchos muchachos con quienes jugar. Me
llamó la atención la pocilga de D. Domingo y me entretenía viendo entrar las rabizas de
cerdos casi todas las semanas. Un día entré. Se pasaba por una sala llena de racimos de
palmas y luego en el patio, a un lado y a otro, estaban las casas de los cerdos. Tuve
oportunidad de verlos matar y de ayudar a sujetarles las patas. D. Domingo mataba tres o
cuatro todas las tardes. Pero tan pronto satisfice mi curiosidad no volví más no tenía
tiempo.
La plazoleta del Carmen era un sitio muy interesante. Allí me reunía con cuatro o cinco
muchachos y pasaba las tardes jugando o sacando gusanos, de los que viven junto a las
raíces de los coquillos, que por allí había en abundancia.
Por la calle de San Lázaro daba paseítos y por la Espaillat, donde estaba la tabaquería de D.
José y los depósitos de serones de tabaco.
La calle de Santo Tomás, desde la Iglesia del Carmen hasta Palo Hincado la recorría de vez
en cuando. Y veía el ventorrillo de D. Ramón Casado, la pulpería de Doña Pepa, la casa de
D. José Reyes y su tienda de sogas y quincalla. Oía el piano de D. Daniel Herrera, y
también oía cantar a la Sra. Visconti cuando daba sus clases por las mañanas.
A la Beneficiencia no se podía entrar todos los días. Los domingos primeros dejaban visitar
el Orfelinato. Una vez estuve allí y vi a los huerfanitos y conocí a dos de ellos que fueron
mis compañeros de juegos, Eligio Linares y su hermano. Nunca más los he vuelto a ver. Se
hicieron hombres y una o dos veces ví sus nombres en los periódicos.
Yo estaba contento de vivir allí. Mi casa me gustaba también. Tenía balcón y desde allí me
podía entretener viendo la calle.
Con frecuencia iba a la Iglesia del Carmen, me subía al Coro y al Campanario. Repiqué
varias veces las campanas. Pero la escalera para subir era muy peligrosa. Debajo había un
hoyo donde uno se podía caer. Además, el Sacristán era un poco repugnante y a veces me
echaba para afuera.
De noche me acostaba temprano. No me dejaban salir todavía, ni tampoco tenía donde ir en
el vecindario.
Entre días iba a la casa de la tía Mariquita. Vivía en un bohío, en una de las esquinas de la
calle Espaillat y Rejina. Vivía con Angelito. En el patio había una mata de guásima a la que
me gusta subirme para cojer fresco. La tía Mariquita me regañaba, pero yo siempre me
salía con mi gusto.
-Se lo voy a decir a tu madre -me decía, mirándome sentado entre las ramas-. Si te caes de
ahí te vas a romper un brazo y yo no quiero esa responsabilidad.
Yo no le hacía caso. Pero ella se lo decía a mi madre y entonces me ponían de castigo por
algunos días.
Durante la semana el Navarijo tenía días bulliciosos y animados. En los primeros y los
últimos de cada semana entraban desde temprano numerosos campesinos que venían de los
alre

212
213
dedores de la ciudad. La calle se iba llenando de caballos y burros cargados de diferentes
artículos para el consumo de la ciudad. Las puertas de muchos establecimientos, como el
de Doña Pepa, se congestionaban y aún en las casas de familia se detenían algunos. Traían
estos campesinos víveres, pollos, huevos, carbón. Abundaban las cargas de plátanos.
Muchos iban sobre sus monturas y otros la seguían detrás, a pie. La mayoría pregonaba el
contenido de sus cargas:
-Carbón! Carbón!
-Plátanos!
-Huevos frescos! Llevo huevos!
La calle se llenaba de voces, relinchos de bestias y restallar de foetes.
Los que entraban más tarde por las calles del barrio eran los cocheros. Se abrían paso por
entre la caballería, profiriendo a veces palabras insolentes. Los campesinos salían de las
pulperías para sujetar sus bestias que a menudo se encabritaba expontáneamente o por
causa de los foetazos que le propinaban los cocheros para poder pasar.
Los que más temprano entraban en la ciudad eran los lecheros que por lo regular montaban
mulas. La leche sonaba en los bidones cada vez que emprendían el trote.
Los lecheros eran detenidos al entrar por el Baluarte, en el puesto de Policía que estaba
establecido allí, pero también en las esquinas, en donde quiera que el policía abrigara una
sospecha. La policía los perseguía para pesarles la leche que a menudo estaba adulterada.
Algunas veces esta operación daba lugar a serios disgustos, porque el lechero sorprendido
con leche adulterada tenía que seguir en unión del policía hasta la Comisaría para ser
multado y presenciar la botadura de la leche, cuando no se ordenaba que fuera destinada a
algún Asilo.
Un día, en la esquina de la calle Espaillat y del Arquillo, se produjo un altercado entre un
lechero que iba en una mula y un policía. El policía cojió las riendas de la mula para
obligar al lechero que lo siguiera hasta la estación de Policía de la Puerta del Conde. El
lechero hizo resistencia. No quiso obedecer. El policía sacó su revólver y le disparó. Yo ví
inclinarse hacia atrás al le
chero, ví como cayó detrás de la mula el gran sombrero de cana que llevaba puesto y ví por
último cómo este hombre se desplomó en medio de la calle, mientras la mula azorada se
sacudió al sentirse sin jinete y se quedó quieta con los ojos espantados a causa del disparo.
El lechero tenía un hilo de sangre sobre el pecho. A poco la esquina se llenó de jente y yo
regresé a mi casa, aturdido, lleno de espanto, porque había oído decir antes de retirarme
que el lechero estaba muerto.
Cuantas veces he oído decir que alguien ha sido muerto de un tiro de revólver he vuelto a
ver a aquel infeliz lechero tendido sobre la calle Espaillat, con los ojos hacia el cielo, los
brazos abiertos, tal como si fuera uno de aquellos judas del sábado de gloria.
Las aceras del barrio eran características. Cada propietario hacía la suya de acuerdo con sus
deseos y con el material que se le antojara. Por lo regular eran de ladrillos. Cubrían
solamente el frente de las casas y cuando estaban separadas por un callejón, el transeúnte
tenía que saltar de una calzada a otra. Con frecuencia estas calzadas tenían diferentes
niveles y las había tan altas que parecían balcones. No siempre estaban en buen estado y el
tránsito por ellas era peligroso, sobre todo en la noche, a causa de la oscuridad que, por
escasez de los faroles, había siempre en las calles.
Los faroles apenas daban luz. En la esquina de Doña Carlota Moreno había uno de estos
faroles. Era un palo labrado por sus cuatro caras y de doce o catorce pies de altura. El farol
de forma poligonal tenía catorce o diez y seis pulgadas. Con frecuencia el palo de los
faroles se inclinaba a causa de los diarios movimientos que hacía sobre él el farolero, o con
más frecuencia porque alguna carreta o coche chocara con él. Los faroles se encendían a las
seis de la tarde y se apagaban a las seis de la mañana. El farolero sostenía en el hombro una
escalera y llevaba en un depósito especial cierta cantidad de gas para llenar los depósitos de
las lámparas.
Muchas veces lo vi realizar su trabajo. Subido en la escalera abría el farol, lo limpiaba con
un paño que sacaba de un bolsillo, luego le quitaba el tubo a la lámpara y le pasaba otro
paño

214
215
especial para esta operación, porque el tubo estaba más sucio que los cristales del farol a
causa del hollín que se desprendía de vez en cuando de la mecha. Llenaba enseguida el
depósito de la lámpara, recortaba la mecha con unas tijeras, sacaba su caja de fósforos y
encendía la mecha. Cuando se cercioraba de que todo marchaba bien, descendía, metía el
brazo por entre dos peldaños de la escalera y la descansaba sobre el hombro, y con otra
mano sostenía el depósito de gas. Fueron populares Hermenegildo y Catalán, entre los que
desempeñaron esos oficios por aquellos días.
Iluminaban apenas unas cuantas yardas. Pero debajo de ellos se podía leer una carta.
Eran los faroles puntos de citas y junto a ellos no faltaba un vago que se entretuviera en dar
vistazos a las cuatro esquinas o un enamorado haciendo esquina.
Las calles de mi barrio se animaban cuando cruzaban por ellas José María o Gabriel el
Mono. Una partida de pilluelos entre los que ocupaba yo un lugar prominente, salíamos a la
calle a hacerle burla. Seguíamos a José María hasta las fronteras del barrio. Era un hombre
alto blanco, de piel rosada y con un bombín sin copa sobra la cabeza, pantalones arrollados
a media canilla y con los pies descalzos. Entre días José María hacía su aparición por las
calles del Navarijo, provisto de un macuto y un palo. Cuando no de un viejo bombardino.
José María nunca salía fuera de la Puerta del Conde. Acompañaba a la tropa cuando salía
para hacer públicos los decretos y resoluciones del Gobierno. Iba junto a la banda de
música con un bombardino, marcando el compás. A estos bandos, que me gustaban mucho,
por los soldados y por el hombre a caballo que los leía, los seguía yo durante un rato
confundido con el montó de muchachos de diferentes barrios que íbamos detrás como si
fuéramos insectos.
Al toque de corneta se detenía el batallón Ozama en una esquina. El oficial frente a los
soldados que tenían el rostro lleno de sudor y las espaldas húmedas, gritaba:
-Batallón! Tres cuartos derecha! Dereh!...
Los soldados daban el frente, se alineaban y por una de las
esquinas aparecía Eulojio Cabral montado en brioso caballo blanco que al acercarse a la
tropa ejecutaba algunas piruetas.
Sonaba un redoble de tambores, enseguida se escuchaba un aire marcial y al terminar éste
Cabral sacaba de la faltriquera un pliego de papel y leía: "Dios, Patria y Libertad,
República Dominicana"... Y después de carraspear para que la voz fuera más clara,
agregaba: "Ulises Heureaux, General de División de los Ejércitos Nacionales, Presidente
Constitucional de la República y Pacificador de la Patria"...
Yo no le ponía atención a lo que leían, porque no me interesaba. Mi vista estaba fija en el
Batallón. Casi todos los soldados eran negros y de diferentes tamaños. Vestían todos de
fuerte azul y llevaban una cachucha oscura. Las armas relucían. Y las bayonetas despedían
resplandores. Me llamaba la atención los zapatos que eran anchos y gruesos.
Pero había un bando que yo esperaba con impaciencia. El único bando que me interesaba.
Este bando, que no era para promulgar leyes ni decretos que yo no entendía, era el bando
de Lolito, como yo le llamaba, el bando de las mojigangas. Este bando era un bando
liberador. Por él podía yo dejar de ir a la Escuela y por el podía yo corretear libremente por
las calles. Cuando este bando se publicaba, Lolito Flochón podía salir ya, para permitir la
salida de las máscaras por tres días consecutivos. Qué encanto! Yo esperaba este bando
desde las primeras horas de la mañana del 25 o del 26 de Febrero, y lo esperaba también el
15 de Agosto, todos los años.
Por aquellos tiempos era muy popular Lolito Flochón. Este negro bajetón y sonriente tuvo
el singular privilejio de descubrir los restos del Primer Almirante. Pero este hecho glorioso
para la vida de Lolito lo supe mucho tiempo después. Casi cuando fui un hombre. El Lolito
que yo conocía era el que autorizaba con su presencia en las calles la salida de las
mojigangas. Cómo esperaba yo a Lolito! Correteaba por las esquinas de mi casa en su
busca.
-¿Cuándo saldrá Lolito? -preguntaba a mis compañeros en la esquina, en la Escuela,
mientras jugábamos al trúcamelo en un patio o hacíamos maromas.

216
217
-Verdad que ya salió Lolito?
-Mentiroso! Me dijiste que habías visto a Lolito! -Quién te dijo que lo vió?
-Corran, que ahí viene Lolito.
Y Lolito aparecía por el callejón de la Lugo. De cara ancha, dientes blancos como palmito.
De cuerpo corto y redondo, Lolito, vestido de mamarracho, repicaba su tambora con
inusitado entusiasmo y venía rodeado de una docena de muchachos con zapatos, descalzos,
vestidos de limpio o luciendo harapos. Algunos salían de sus casas con el saco viejo del
padre o del hermano. La cabeza descubierta, el pelo revuelto. Blancos, mulatos, negritos.
Las caras alegres, los ojos brillantes. Desinquietos, dando saltos, bailando solos, burlando
al propio Lolito. Gritan, hablan en alta voz, se tocan por los hombros, se agarran las manos,
pitan. Algunos de estos pillos vienen de muy lejos. Hace horas que se han incorporado a la
extraña comitiva. Otros acaban de incorporarse. Han salido de los patios, hasta donde llega
el ruido del tambor de Lolito. Suspendieron un juego de trompos o de bolas para salir al
encuentro del aviso de las Mojigangas. Y Lolito se detiene en las primeras cuatro esquinas
y redobla, redobla, lanzando miradas para todas partes, buscando en los rostros de todos las
emociones que despierta su aviso.
Ran, Ran, Rataplán, Rataplán.
Ran, Ran, Rataplán, Rataplán.
Transeúntes se detienen. Campesinos que desconocen el significado de ese anunció.
Ciudadanos que se complacen en detallar a Lolito. Y observa sus dos círculos de naranja
alrededor de los ojos. La barba de cerda de caballo que se ha colocado. Los bigotes, el tizne
de azul de bolita que se ha puesto en los labios. La albayalde con que se ha querido
deformar la expresión. El sombrero roto, sucio, con que se cubre la cabeza redonda como
un queso de bola. Y luego se detienen en el saco. Un saco de casimir negro hecho pedazos,
cubierto de remiendos. La corbata roja, de tela ordinaria. El pantalón demasiado largo,
pisado en los ruedos. De estos pantalones "el difunto era más grande", también llenos de
remiendos. Y qué zapatos! Unos zapatos enormes, de puntera redonda, cuadrados como si
fueran cajo
nes, Colgado sobre la espalda, un letrero por el cual se esclarecía su misión.
Lolitó iba solo. Lo acompañaba su propia satisfacción. Lo rodeaba la admiración y el
respeto de todos. Los muchachos lo exaltaban.
-Viva Lolitó Flochón!
-Arriba Lolito!
Y Lolito correspondía arrancándole a la tambora los más recónditos secretos.
Plum, Plum, Plum.
Rataplúm, Rataplúm, Rataplúm.
Pun! Pun!
Verdaderos tiempos dichosos. Que no tienen comparación. Con los ojos alegres,
iluminados, después de haber acompañado a Lolito un rato a través de las calles más
cercanas de mi casa, de pié en la calzada, en cuerpo de camisa, con mis zapatos cubiertos
de polvo, puestos sin medidas, la cabeza despeinada, la boca sedienta, contemplaba cómo
se alejaba Lolito calle derecho o cómo doblaba la esquina, sintiendo por qué no confesarlo?
sintiendo una secreta envidia. Quién fuera Lolito?
Porque Lolito tenía poderes extraordinarios. Era un libertador. Un héroe. Ya podíamos
vestirnos de mojiganga si nos lo consentían en casa, o podíamos disfrutar de las que
correteaban por las calles autorizados por él y ya descansaríamos de la tiranía de la
Escuela. Ya podíamos pasar todo el día jugando, haciendo lo que nos viniera en ganas,
gracias a Lolito Flochón. Por eso crujía Lolito sus dientes haciendo un ruido que causaba
espanto, porque de este modo mostraba su fuerza, su poderío.
Cuándo iba a compararse Lolito con esos otros tipos populares que provocaban nuestras
burlas! Lolito no se podía comparar con José María el Loco, ni con Pinta Copas, ni con
Juana la Loca, ni con Mamá Reina. Cuándo!
218
219
XXVII
Yo tenía fama de travieso y malcriado. Para mi padre mi carácter era "muy recio". Eran
muy pocas las esperanza que tenía de que me "hiciera gente" como era su deseo.
Desobediente, voluntarioso y desaplicado, mis hermanos se preocupaban por mi suerte.
Eran inútiles las pelas y los castigos, tales como esconderme los zapatos, dejar sin ropas o
sentarme en una silla para que no saliera por el vecindario a jugar bolas, trompos o
similindruñe. En tiempos de huevos también aprendí a probarlos y jugarlos aunque en
pequeña escala, porque este juego era muy costoso. Los huevos siempre han estado aquí
por las nubes y yo era pobre.
Proporcionaba a mis padres continuas inquietudes.
-Dónde está Pancho? -preguntaba mi padre cuando no me veía.
-No sé! -respondía mi madre, echando la vista hacia el patio y luego se dirijía a la
habitación. Mientras estaba en esto mi padre guardaba silencio. Pasaba un rato. Mi madre
no se atrevía a confesarle a mi padre, para evitarle un disgusto, que yo no estaba en casa.
-Lo encontraste? -volvía a preguntar mi padre buscando con la vista a mi madre.
-No! -respondía ésta.- Pero si ahora mismo estaba aquí! Parece un duende. No sé dónde se
ha metido.
-Duende? Duende? -repetía mi padre.- Ese será la afrenta de la familia. Cualquier día lo
dejo en la calle.
Mi padre lanzaba una mirada hacia el patio, cruzaba las piernas y entrecruzando los dedos
de las manos permanecía silencioso un buen rato.
-Dónde se habrá metido ese muchacho? Estará cerca? Estará lejos? Mi padre miraba el
reloj. Un barrio lleno de tantos muchachos bellacos! Es malo, malcriado, travieso, pero
aunque fuera un santo lo perderían las malas juntas. Le gusta el trompo, le gusta el
trúcamelo, juega bolas le encantan las chichiguas, hace maromas. Con tal de que no esté
corriendo peligro!
Cómo no iba a preocuparse. Malas compañías, travesuras inauditas, desamor a la Escuela,
quejas de vecinos, una infinidad de contratiempos era lo que yo le proporcionaba.
La única satisfacción que podían experimentar mis padres era cuando algún compadre les
decía:
-Es muy vivo Panchito. Va a ser muy inteligente.
Mi madre siempre estaba de acuerdo con los que decían estos cumplidos, pero mi padre se
limitaba a manifestar su duda con estas palabras:
-Usted cree? Mis otros hijos no eran así. Eran más formales.
Y contaba cómo se conducían los otros cuando tenían mi edad. Ordinariamente concluía:
-Yo no tengo esperanzas. Sea lo que Dios quiera!
Yo consideraba el Navarijo como el barrio más importante de la ciudad. Yo vivía allí y eso
me parecía bastante. A menudo tuve que sostener discusiones con muchachos de otros
barrios para hacerles comprender la superioridad del mío.
Y cuando me veía un poco asediado les lanzaba la para mí más concluyente pregunta:
-Qué procesión era más grande que la del Nazareno?
Con esto los dejaba callados las más de las veces.
Santo Domingo no tenía muchas cosas que ver en aquellos tiempos. Y mi barrio tranquilo y
silencioso tenía menos.
Hice muchas travesuras. Mi padre me castigaba. Le decíamos "Inglaterra" por su enerjía.
Este nombre se lo inventaron mis hermanos mayores. Y yo lo repetía.

220
221
-Cuidado con "Inglaterra" -me decían mis hermanos.
"Inglaterra" se sentaba en cuerpo de camisa en una mecedora al pié de la escalera, con su
tabaco encendido, y desde allí establecía sobre mí una estrecha vigilancia.
Todos los años, el 16 de julio, mi barrio vestía sus más vistosas galas para celebrar su
patrona, la Virgen del Carmen. Eran fiestas tradicionales que en épocas pasadas habían
alcanzado un esplendor inusitado. Todos los barrios de la ciudad celebraban esta clase de
fiestas y ponían empeño en superarse a los otros.
Estas rivalidades entre los barrios perduraron durante mucho tiempo. Entre los migueletes
y los barbareños hubo muchas pendencias que en más de una ocasión culminaron en peleas
con palos y piedras.
Estas querellas que permanecían enterradas durante la mayor parte del año se exacerbaban
en la época de las fiestas patronales. Era entonces cuando se exaltaban las rivalidades. Cada
barrio quería superar al vecino. Hasta fines del siglo pasado se hacían estas celebraciones:
Santa Bárbara, San Miguel, San Lázaro, Las Mercedes, el Navarijo, la Misericordia, tenían
sus fiestas patronales que duraban semanas. Consistían estas fiestas en salves, misa
cantada, alboradas, bailes, corridas de sortijas, pollo enterrado, corrida de sacos y otras
diversiones más para recreo del vecindario.
Las calles y las casas se adornaban, se embanderaban, recorría la música las calles y se
hacían sancochos, juegos de prendas y muchas otras cosas más.
En el Carmen, llegó a cerrarse el barrio impidiendo que pasara por allí hasta los coches. De
todas las diversiones que hemos anotado, eran célebres las corridas de toros en barreras o
con beta.
El día de la subida de la Virgen era el inicial de las fiestas y las corridas de toros a menudo
marcaban el fin de las mismas.
La masa popular contribuía al éxito de las fiestas y pregonaba su rumbosidad. Durante los
ocho o nueve días circulaban en profusión décimas que no sólo eran escritas en alabanzas
del Patrón o Patrona del barrio, sino también de los vecinos que mayor contribución habían
dado o que mayor entusiasmo hubieran desplegado. Muchas de esas décimas contenían
sátiras dirijidas a determinadas personas o a determinado barrio por la conducta que
hubiera observado con respecto al barrio en fiesta.
Sin embargo, pasadas éstas, la ciudad volvía a su tranquilidad medioeval que era la
característica del Santo Domingo del siglo pasado.
Una mañana me sorprendieron:
-Ya van a dar las ocho -dijo mi madre mirándome.- Es hora de la Escuela.
Desde que vivíamos en la casa de D. Juan Ramón mi madre me hizo inscribir en la única
Escuela del barrio, La Trinitaria, que estaba instalada al lado de la Puerta del Conde.
Esta Escuela era una pequeña sala cuadrada con dos puertas a la calle, una ventana en un
costado, doce bancos de pino, un pizarrón, cuatro mapas deteriorados y un globo terrestre.
Completaban estos útiles, la mesa del Director, colocada en el fondo del salón, debajo de la
venta. Era una mesa de pino, sobre la cual había una regla, un tintero y una cajita con dos o
tres trozos pequeños de tiza.
El Director era D. Federico Velázquez. Alto, delgado, caminaba un poco inclinado hacia
adelante.
Yo sentía respeto por el Sr. Velázquez, como le decíamos en la Escuela. Nunca me dijo
nada, ni me castigó, ni me miró siquiera. Es verdad que sólo fui su discípulo algunos
meses.
Nada había en La Trinitaria que me pudiera ser agradable. Más bien parecía una cárcel que
una Escuela, pero como mi madre me pegaba si no iba, no me quedaba otro remedio. En
realidad yo era un fresco. Para pasar esas horas le tiraba bolitas de papel a mis amigos, le
ponía nombres a los muchachos que me parecían feos, le tiraba de la camisa a los que me
quedaban cerca y hacía planes para cuando me soltaran.
-Silencio! Cuidado quien habla!
A veces el Maestro golpeaba con una regla la mesa y gritaba, abriendo los ojos:
Entonces enderezábamos el cuerpo y nos quedábamos mirándolo con sorpresa.
Cuando nos ponían de pié le hacíamos muecas a los otros para que se rieran.
Leíamos el Mantilla No. 3, sumábamos y multiplicábamos en el pizarrón, con el puntero
hacíamos geografía, aunque los mapas estaban en muchos sitios reducidos a la tela. La hora
de la escritura en los cuadernos de Garnier Hermanos -yo llegué al No. 4- era muy
entretenida. Salíamos con los dedos sucios de tinta, pero conversábamos mucho bajito y de
vez en cuando escribíamos malas palabras.
Con frecuencia nos entretenía el Violón, un cuarto oscuro y asqueroso que hedía a sudor y
orines, que se cerraba con una gran puerta gris, que lucía unos cuantos clavos gruesísimos
y un enorme cerrojo pesado que llevaba un candado. Este Violón era una cárcel preventiva,
donde llevaban a los contraventores de la Ley, a los borrachos y a las prostitutas.
Muchas veces se interrumpía la clase. Desde este Violón llegaban a la Escuela Trinitaria
las frases más vulgares y soeces que se puedan imajinar. Cuando las oíamos nos
mirábamos los unos a los otros y les prestábamos a esas frases más atención que al
Maestro.
Cuando los escándalos no se producían en el Violón, se orijinaban en la Estación de Policía
que le quedaba al lado.
Un día, vimos a una mujer casi desnuda delante de nosotros, arrodillada en la calzada y que
pedía a gritos Justicia! Justicia!, mientras se hundía los dedos en el pelo.
Cuando se lo conté a mi madre exclamó:
-Usted no va más a esa Escuela. Por lo visto usted no va ahí más que a pervertirse.
Otro día mi madre me dijo después de vestirme: -Espérese, para que se vaya junto con su
hermano.
Yo pensé que no querían que fuera sólo, por alguna queja que hubieran dado de mí, pero
cuando llegamos a la Escuela, mi hermano se sentó por delante de la mesa del Director.
Mi hermano Rafael había sustituído a D. Federico Velázquez. -Ay! -me dijeron algunos-,
que salvada te has dado. -Ya tú puedes hacer lo que quieras aquí.
Yo me froté las manos de alegría. Pero mi hermano puso la cara como si no me conociera.
Ni me miraba ni me hablaba como en casa.
-Vaya usted al pizarrón -decía.
-Siéntese derecho!
-Cállese usted!
Cuando salí a las once todo se lo conté a mi madre, pero no me hizo caso.
Al día siguiente mi hermano me mandó a cerrar las puertas de la Escuela, después que
había despachado a los demás alumnos. Cuando salí a la calle para agarrar las aldabas ví
una gran cantidad de mariposas amarillas que entraban por la puerta del Conde y me
entusiasmé tanto tratando de cojer algunas que me olvidé de que en ese momento yo era el
Conserje de la Escuela. Corría detrás de las mariposas hasta en medio de la calle y parece
que dí algunos gritos de alegría.
Al regresar a la Escuela, mi hermano que parece se había molestado por haber tenido que
esperarme o por ver como daba yo carreras detrás de las mariposas, me recibió mal. Me
agarró por una oreja y me dijo:
-Usted no será más que un carretero. De usted no sacará papá nada.
Ese día me dejó de castigo encerrado en el local de la Escuela, pero tan pronto como llegó
a casa sin mí, tuvo que dar las llaves para que vinieran a soltarme. Mi madre a su vez le
llamó la atención. Ella, sin duda, pensó en que yo no fuera tan malo como creía mi
hermano y que la falta que cometí no era de las más graves.
Lo interesante de esta ocurrencia es que yo he vivido después haciendo todo lo posible por
evitarle la afrenta a mi hermano.
-Carretero yo? Nunca! -me decía con frecuencia.
Siempre he sentido agradecimiento hacia mi hermano por este oportuno y fuerte estímulo
que dió a mi amor propio que, desde pequeño parece que ya era exajerado.
224
225
XXVIII
na mañana fui sorprendido por los disparos de un cañón en mi vecindario. Salí a la calle y
u
pude ver que en una esquina de la plazoleta del Carmen habían colocado un cañón y que lo
disparaban allí mismo.
Nunca yo había visto esto. En los alrededores del cañón habían unos cuantos muchachos y
les pregunté por qué tiraban con ese cañón en esa esquina.
-Ahí, -me dijeron, señalándome una casa de alto, donde yo había visto entrar muchas veces
un coche con un gran caballo blanco-, ahí, se ha muerto un hombre y por eso están tirando
cañonazos.
Yo no le dí más importancia al hombre muerto y me entretuve en ver el cañón. Quería ver
cómo lo tiraban y esperé un rato.
Era un cañoncito pequeño, con dos ruedas y cerca de él habían tres soldados de los del
Batallón Ozama, vestidos de fuerte azul y con una cachucha. Los tres eran negros y uno era
más alto que los otros.
Cuando iban a tirar, uno de los soldados destapó el cañón por detrás, le sacó una pieza y
luego colocó un paquete. Otro le metió un palito que estaba amarrado a un cordón en un
hoyito
que tenía detrás el cañón. Se quedó un rato quieto, miró para la esquina, nos dijo que nos
quitáramos de allí y a poco tiró del cordón y disparó el cañón. Salió mucho humo por la
boca, la tierra tembló un poquito y el cañón reculó como si lo hubieran empujado por las
ruedas con las manos.
Permanecí un rato esperando otro cañonazo, pero como se dilataba, volví a casa. Un
muchacho me dijo que cuando lo oyera me tapara los oídos. Otro me dijo que el cañón
había roto los vidrios de una ventana.
En casa dijeron que no había Escuela, ese día, porque se había muerto D. Abelardo.
Yo volví otra vez a la esquina. A la casa del balcón entraba mucha jente vestida de negro.
Y en la puerta habían soldados con el briché en la punta de la carabina.
A la hora de la comida, la tía Mariquita le dijo a mi madre:
-Yo he sentido mucho la muerte de D. Abelardo. Era un hombre muy bueno.
Mi madre dijo que sí. Y después agregó:
-Si no se muere, quizás la suerte que hubiera corrido.
Todo el día estuvieron tirando cañonazos, pero ya no me interesaba el cañón ni oír los
cañonazos.
Esperaba el entierro. Sacaron el cadáver envuelto en una bandera dominicana y cuando
salía por la puerta hicieron una descarga, con las carabinas apuntando al cielo y el cañón
disparó muchas veces.
El ataúd lo pusieron sobre una cureña. Cuando venían de la Catedral, delante habían
muchos curas con la Cruz, luego un caballo con un paño negro, agarrado por un soldado,
después el ataúd sobre la cureña, detrás el catafalco nuevo que no sacaban siempre. Seguía
un gran jentío con levitas y bombos algunos y otros con ropa negra. Me dijeron que iba el
Presidente, pero yo no lo ví. Lo que más me llamó la atención fué el batallón. Iban vestidos
de azul con las bayonetas en los fusiles que brillaban como espejos.
Delante iba la banda de música y detrás los soldados, caminando despacio con la carabina
recostada de un hombro.
-Eso es la funerala -dijo un muchacho delante de mí, se

226
227
ñalando a los soldados que levantaban los pies poco a poco y se inclinaban de un lado a
otro.
La banda iba tocando una cosa con tambores. Vi la bandera dominicana con un lienzo
negro y los soldados llevaban un lazo del mismo color en un brazo.
-Fué un entierro muy largo -decía yo en casa después que pasó-. Me cansé de ver gente.
No me dejaron ir al cementerio, porque me podía pasar algo, pero supe que tiraron más
cañonazos y descargas, por mis amigos que fueron.
Ese día era el 3 de Febrero de 1892. Y el entierro era del General Abelardo Nanita,
Ministro de la Guerra del Gobierno del Gral. Ulises Heureaux.
Ese día le oí decir a mi padre que don Abelardo era muy querido en la capital. Que era un
hombre optimista y que a él se debían la restauración de la Aduana, la construcción de la
Capitanía del Puerto, los importantes arreglos que se habían hecho en el Parque de Colón,
así como el embellecimiento y limpieza de la Puerta del Conde, cuando estaba en el
Ayuntamiento, antes de ocupar el Ministerio.
Abelardo R. Nanita fué uno de los ciudadanos que se señalaban para sustituir al Gral.
Heureaux en el año 1892.
Hizo alguna propaganda y gastó algún dinero. Se ha dicho que fué inducido por el propio
Pacificador de la Patria. Pero no fué el único. Ese año el General Tomás Demetrio Morales,
oriundo del Este y el General Generoso de Marchena, hombre distinguido, influyente e
ilustrado, también figuraron como candidatos. Morales hizo trabajos eleccionarios y he
visto una décima que "Varios cotuisanos" hicieron circular para hacerle ambiente a esta
candidatura.

Dejemos la vida idiota


Y trabajemos formales
El que no quiere a Morales Seguro que no es patriota; Todo el Norte se alborota Con esta
noble lección,
Desde Higüey a Dajabón, De La Vega a Samaná Lo piden porque dará Más vida a la
Nación.

Varios Cotuisanos

Junio 22 de 1892.

En el mes de Julio, Lilís se había expresado en estos términos:


-"Quiero que la República palpe y se penetre que tengo esmero en ser honrado en mis
procederes y que está muy lejos de mi mente escojer ni menos imponer mi sucesor".
Pero poco antes de iniciarse el proceso eleccionario Ulises Heureaux se dirijió a los
electores en estos términos.
"Electores, amigos incondicionales"

Morales dió por terminada su campaña y retiró su nombre; pero el General de Marchena
prosiguió, confiando en la palabra que le dió Lilís. Se ha dicho que en Azua estuvo a punto
de producirse una hecatombe. No estalló una revolución gracias a los buenos oficios de
algunos hombres de experiencia.
Como resultado de estas intrigas políticas, el General de Marchena fué detenido abordo del
vapor en que iba a salir voluntariamente del país. Esto ocurrió el 27 de Noviembre del año
1892.
Generoso de Marchena permaneció desde ese día como prisionero, unas veces en la Torre
del Homenaje y otras a bordo de un crucero de la marina de guerra cuantas veces se hacía a
la mar llevando a bordo al Presidente Heureaux.
Tres meses después, en los primeros días del mes de Febrero de 1893 se registró un
acontecimiento que consternó a toda la República. El General Ignacio Ma. González, a la
sazón Ministro de Relaciones Exteriores, se embarcó clandestinamente con destino a
Puerto Rico en una cañonera española. Todo el mundo pensó que a este hecho sucedería el
derrocamiento de Ulises

228
229
Heureaux, pero la paz de que disfrutaba el país no se alteró.
Y el 27 de Febrero de ese año, habiendo triunfado la candidatura Heureaux-Figuereo,
ambos prestaron juramento y Heureaux ocupó la Presidencia por cuarta vez.
Regularmente recibíamos noticias de Abelardo. Estaba bien y contento, desentendido de la
política. Pero, por sus relaciones de aquí, mi padre se enteraba de sus actividades políticas.
Sabía que su casa en Haití era un centro revolucionario, pero a pesar de eso mi padre estaba
muy tranquilo, porque estaba fuera del país.
Un día supo mi padre por personas llegadas de aquella República que mi hermano se había
"asociado" a la Dame Carida Bicinte, dueña de un gran establecimiento en la ciudad de
Jacmel.
-Ojalá que le coja con ejercer el comercio -comentó mi padre.
Un día D. Armando Rodríguez, que estaba expulso en Haití por esa época vivió en Jacmel,
me hizo el elojio de la Dame Carida: "quería mucho a Abelardo -me dijo- y se portó muy
bien con él".
Y D. Armando me entretuvo esa mañana contándome muchas peripecias de las andanzas
de ambos, mi hermano y él, en aquella ciudad haitiana.
XXIX
Es la celebración más grande que se haya visto en el país -decía todo el mundo.
-No se volverá a ver otra igual -me repetía mi padre.
-Debe haber costado mucho dinero -decía un señor que yo no conocía en la pulpería de mi
casa.
Masú me hizo un flusito; me compraron un sombrero y me mandaron a hacer un par de
zapatos. Mercedes me regaló un par de medias y Anacaona me compró un bastoncito.
Estaba aviado de un todo. Y desesperado porque llegara el día.
Unos muchachos me habían dicho que ellos sabían donde estaban haciendo un barco
grande, igual a los que habían en el mar. Uno dijo que en San Nicolás. Otro dijo que en San
Francisco. Yo no pude ver ese barco, porque no me dieron permiso para ir tan lejos.
Las fiestas del IV Centenario del Descubrimiento de América se iniciaron el domingo
nueve de octubre del año 1892, por un reparto de premios de la Sociedad Amigos del País a
los alumnos más sobresalientes de las Escuelas Públicas de la ciudad.
En la tarde hubo regatas en el Ozama y en la noche se instaló la Escuela Nocturna Colón,
bajo la dirección de D. Miguel Angel Garrido.

230
231
El día 10 se celebró una velada lírico-literaria y el día once, después de algunos actos que
tuvieron lugar en la mañana, se verificó un desfile en la tarde.
Me vistieron temprano para llevarme a la calle del Conde, por donde iba a pasar el desfile.
La esquina de mi casa estaba llena de jente. Los coches no podían pasar.
Cuando llegamos cerca de la calle del Conde yo oí unas cornetas. Luego una música lejos.
Era el desfile organizado con motivo del Cuarto Centenario del Descubrimiento de
América. No había exajeración en cuanto decían los que tuvieron la fortuna de
presenciarlo.
Ocupaba más de la mitad de la calle. Las aceras estaban intransitables. Los balcones y las
azoteas no podían contener más jemes. En todas las casas había banderas dominicanas,
españolas e italianas.
La pulpería quedó cerrada y la tía Mariquita se quedó cuidando la casa. Todos estábamos
en la esquina de D. José Mieses. Eran las siete de la noche. La calle se veía iluminada por
hachones humeantes.
Tuvimos que esperar mucho porque el desfile caminaba muy despacio. Apenas se oía la
música. Los ruídos que salían de la multitud, que era la más grande que se había visto en la
ciudad, apagaban las bandas. Entre ratos se oían muy cerca y luego parecía que
desaparecían por completo.
A mi me dolían las piernitas de estar de pie y puede que estuviera impertinente por
momentos.
Ya teníamos una hora allí cuando comenzó a pasar por delante de nosotros el gran desfile.
Abrían la marcha, Arqueros, Heraldos y Reyes de Armas con vistosos estandartes.
Iban los Arqueros a caballo en número de doce con clarines que anunciaban con sus toques
la proximidad de la comitiva. Luego seguía una banda de música tocando una marcha.
Inmediatamente detrás seguían los Escudos de Armas de las diferentes regiones de España
y los de Cuba y Puerto Rico.
El Escudo de los Pinzones, el de Armas de Santo Domingo y de España iban escoltados por
tres columnas de honor que llevaban hachones. Junto con éstas iban unos pajes con las
armas
de Las Casas, Oviedo y Coca.
En seguida, la nao Santa María, con su bandera guiones, tripulada por el Almirante y sus
compañeros. Los hermanos Puello, ebanistas de renombre, hicieron esta obra que fué
admirada por todos los que tuvieron ocasión de contemplarla. La Carabela medía 20 pies
de largo y la arboladura, el velamen y todos los detalles tan completamente acabados que
"producían la ilusión completa". La tripulación estaba formada por un grupo de niños
vestidos a usanza del siglo XV
Al pasar la Carabela se oyó una salva estruendosa de aplausos, de vivas a España, a la
República Dominicana y a Italia. Iba tirada por bueyes y montada sobre una plataforma con
ruedas. Era alta, como las casas de la calle y los niños que iban dentro iban vestidos de
todos colores.
Seguía a la Carabela la bandera de España, llevada por el Cónsul y sujetos los cordones que
de ella pendían por unos cuantos dominicanos.
Por último, iba el Cuerpo Consular, la Colonia Española y finalmente la banda militar.
Fué un desfile maravilloso que terminó a las diez de la noche.
Las fiestas del Centenario de Colón duraron más de tres días y además de este desfile hubo
regatas en el Puerto, veladas líricoliterarias, premios escolares donados por la junta del
Pueblo, ceremonias religiosas y ofrendas a la tumba del Gran Almirante.
La celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América, con tal pompa y tal
entusiasmo, fué uno de los acontecimientos más sobresalientes de la tiranía de Ulises Heu-
reaux. Los tiranos de todos los tiempos han tenido necesidad de proporcionar a los pueblos
que mantienen oprimidos oportunidades para olvidar sus sufrimientos. Desde los tiempos
romanos en que se cristalizó ese propósito en la conocida sentencia: Pan y Circo, hasta los
tiempos lilisianos en que la fórmula fué traducida en términos criollos, de Mojiganga y
garrote.
La celebración del Centenario fué una fiesta de carácter internacional, una fiesta ítalo-
domínico-española. Ulises Heureaux recibió en el Palacio de Gobierno a los representantes
de la Colonia italiana presidida por su Cónsul en esta ciudad y tu
232
233
vo para ella las frases melosas e hipócritas que siempre salen de los labios de los tiranos.
Tanto esta Colonia como la Colonia española, presentaron sus respetos al Presidente y lo
congratularon por sus desvelos por el progreso de la República.
El Caballero Maggiolo Gamelli izó la bandera de los Reyes Católicos en las ruinas del
Almirante, acompañado por el caballero Guarini Ventura.
De abordo del Bergantín Picota Berti salió el más conspicuo orador de la Colonia italiana
de la época, el Capitán Pío Volpeira, quien terminó su discurso con varios vivas.
Evviva lo Scudo Sabeudo! Evviva il Re!
Evviva l7talia che fa da se!

Fué muy aplaudido. En el Parque de Colon habló Gaetano Alvino:

E que le que pare la música,

E que le viva Cristoforo Colombo! E que le que siga la música!


Y fué también muy aplaudido. Fueron días en los cuales los Cambiasos y los Salvuccios
estuvieron muy elocuentes y muy activos.
La Colonia italiana se reunió a las 3 de la tarde del día 11 de octubre y salió, presidida por
el Sr. Cónsul D. Luigi Cambiaso a las oficinas del cable para dar participación de su
regocijo a la madre patria.
Le puso este cable:
'De Cambiaso a Municipio, Génova. Colonia italiana felicita cuarto Centenario".
234
La contestación a este cable no se hizo esperar:
"Síndico Génova a Cambiaso, Santo Domingo. -Cordialmente ringrazia" :
El Presidente de la Junta Popular, Sr. J. M. Pichardo Betancourt le dio las gracias a todos
en su nombre y en nombre del Gobierno.
Por mucho tiempo no se habló en la ciudad de otra cosa y se consideraba que difícilmente
serían estas fiestas superadas en mucho tiempo.
Cuando regresamos a casa aquella noche, mi madre, mientras me acostaba me decía:
-Usted no se puede quejar hoy. Ha ido a todas partes, lo ha visto casi todo y debe tener el
cuerpo medio molido, ¿no es verdad?
Y yo debí dormir feliz, pensando en lo buena que era la vida, en lo mucho que yo gozaba y
en lo que me faltaba gozar, desde que despertara al otro día.
Estaba instalado por aquellos días en la Plazoleta de San Juan de Dios, hoy plaza del Padre
Billini, el Gran Carrusel Americano de Ildefonso Ortiz. Diariamente se daban funciones allí
y mi padre me llevó una o dos veces. Ortiz había ofrecido una tarifa muy moderada.
Cobraba 10 centavos por cada cinco minutos y por persona.
Los circos y las compañías animaban la ciudad y sus visitas eran frecuentes. Una de las
más renombradas y que gustó mucho fué el de Tony Lowande que se instaló en la Plaza
Independencia. Los días de fiesta recorrían las calles los acróbatas sobre parejas de grandes
caballos blancos, los payasos, los perros amaestrados precedidos de un piquete que llenaba
de estruendo los sitios que recorría.
Como a mi padre, a mí me encantaban los circos de maromeros.
235
XXX
A menudo mi padre y mi madre conversaban acerca de los negocios. Mi padre se quejaba
de las ventas. Parecía que la pulpería no marchaba bien.
-Hoy la cosa está mala -decía mi padre mostrándole a mi madre el cajón del dinero.- Se ha
vendido menos que ayer.
Mi madre le respondía:
-Es que estos no son los tiempos de la Cruz de Regina. Ambos convenían, sin embargo, en
que la culpa de todo la tenía Lilís.
Pero por el vecindario había establecimientos más grandes y más conocidos que le hacían
la competencia. Mi padre carecía de capital. No podía comprar a precios bajos, y cuando se
le presentaban las buenas ocasiones. Mi padre además, parecía cansado y sobre todo
desencantado por los disgustos y zozobras que le producía la situación política.
Una o dos veces por semana mi padre me mandaba a buscar un pliego de papel ministro y
un sobre.
-Dile que te lo den del bueno -me decía.
Mi padre veía el papel al trasluz, le pasaba los dedos por una esquina y luego veía el sobre
y después de observarlos decía:
-Ya no traen papel bueno. Yo traía un papel ministro que no era tan fino como éste.
Se sentaba después en la mesa y se ponía a escribir. Mi padre tenía un libro, un tintero y
una pluma para su uso en el fondo de una alacena.
Algunos días, cuando mi padre escribía, mi madre me hacía una advertencia.
-No hagas bulla que tu padre está escribiendo.
Cuando mi padre estaba para terminar su carta salía del comedor, llamaba a mi madre y le
decía:
-Qué le vas a mandar a decir a Jesús?
-Ponle lo que te parezca -respondía mi madre. -que espero se encuentre bien, que tenemos
muchos deseos de verlo...
Mi padre doblaba luego el papel, lo colocaba en el sobre y después de un rato salía.
-Voy al correo -decía en voz alta para que supieran donde se encontraba.
Jesús era mi hermano mayor. Yo no lo conocía. En casa siempre estaban hablando de él.
Mi padre deseaba hacer un viaje al pueblo donde él vivía. Mi madre lo nombraba mucho.
Todos en mi casa siempre tenían en la boca su nombre.
-Recibimos carta de Jesús -decía mi madre a algunos amigos que visitaban mi casa-, Está
bien. Te mandó recuerdos.
La tía Mariquita me hablaba de él. Jesús era muy bueno. Desde que se ordenó vivía en San
José de las Matas. Para ella ninguno de nosotros se parecía tanto a mi padre. Era su retrato.
Se había ordenado cuando vivíamos en la calle del Conde.
-Tú no habías nacido -decía la tía Mariquita mirándome.
Y agregaba que en mi casa se celebró una fiesta muy rumbosa con ese motivo. Se había
ordenado en el Cabo, porque aquí no había Arzobispo. Ese día hubo en casa un banquete.
-Juan Elías estaba bien -decía la tía Mariquita y agregaba: -Y ya esos tiempos pasaron.
Comieron en casa varios compadres de papá y hubo de todo. Los vecinos de mi casa
recuerdan ese día.
-Tu padre, -decía la tía Mariquita- echó la casa por la ventana.
Cuando el cartero llegaba a casa y entregaba alguna carta, al
recibirla, mi padre, decía:
236
237
-Es de Jesús.
Y los que estábamos presentes nos acercábamos para preguntarle.
-Qué dice? Está bien?
Un día mi casa se llenó de alegría. Mi padre tenía en las manos una carta acabada de llegar.
No la había terminado de leer cuando se levantó de la mecedora con una sonrisa en el
rostro.
-Oigan! -dijo, llamándonos a todos.- Viene Jesús!
-Cómo?
-Que viene Jesús el mes que viene.
Todos quisieron ver con sus propios ojos en qué lugar de la carta estaba escrita esa
promesa.
Yo, que había escuchado, dí unos saltos y palmotee, mientras gritaba:
-Qué bueno! Qué bueno!
Durante dos o tres semanas no se habló en mi casa de otra cosa. Se lo dijeron a las
amistades. La tía Mariquita lo regó por el vecindario y cuando estaba en casa sólo hablaba
de los preparativos que debían hacer para recibirlo.
-Qué apretón le vas a dar -le decía a mi madre.- Tienes que arreglar las sábanas. Si te
parece yo me las llevo a casa y me encargo de eso. Si no quieres, yo te buscaré una mujer
que las arregle.
Mi padre, por su parte, mandó a hacer un flux a Ignacio. Yo tuve que dar unos cuantos
viajes donde el sastre. La tela no alcanzaba y había que comprar unas varas más.
Por aquella época el Cibao quedaba muy distante y los caminos eran infernales. Un viaje
no duraba menos de tres días. Había dos caminos según oí decir a mi padre. Uno de estos,
el más peligros era el del Sillón de la Viuda.
-Dios quiera que coja el bueno -decía mi padre.- Y que no llueva en esos días. Los ríos son
muy peligrosos.
De noche en mi casa algunos amigos de mi padre describían el camino, hablaban de las
buenas bestias y terminaban por hacer anécdotas sobre los viajes.
Desde que se recibió la carta en que Jesús anunciaba el día de la salida, en mi casa hubo
mucha alegría y se iniciaron los
preparativos para el recibimiento. Mi padre se entretenía en hablar del viaje. Pensaba en la
hora en que saldría, si traería un peón de confianza.
-Hoy -decía mi padre- estará en el camino de Santiago. Llegará a medio día y si hace buen
tiempo tal vez seguirá.
Al día siguiente, a medio día, a la hora de la comida, mi madre preguntaba:
-Por dónde estará Jesús?
Mi padre, haciendo cálculos, miraba el reloj y decía:
-Debe estar saliendo de La Vega.
Si el cielo se nublaba, si caía alguna llovizna, en mi casa se contrariaban.
-Dios quiera! -decía mi madre, mirando el cielo.
Y mi padre la tranquilizaba mirando la llovizna.
-Eso pasa. La brisa se la lleva.
El día en que lo esperaban todos estaban nerviosos en mi casa. En la cocina se hacía una
comida especial. Se había puesto cuidado en preparar algún plato de los que a él le
gustaban. Mariquita puso su mano.
-Tú sabes que a él no le gusta la sopa muy salada, -decía con la cuchara de jigüero en la
mano.
A medio día se comió a la carrera. A las tres de la tarde todos se vestían. A mí me metieron
en una batea, me sacaron el sucio y después de ponerme los zapatos y el flux me empol-
varon.
-Cuidado si se ensucia -me dijo mi madre- Y estése quieto.
Desde las tres de la tarde en la puerta de la calle alternaban mis hermanas, papá y mamá.
-Ven a ver si es este -decía Mercedes quitándose de la puerta para llamar a otra de mis
hermanas.
Al asomarse de nuevo no veía nada.
-Y qué se hizo un hombre que venía a caballo -exclamaba.
Mi padre con su flux nuevo, poniéndole reparos porque nunca quedaba conforme con lo
que le hacía Ignacio, permanecía sentado frente a la puerta del patio.
Mi madre daba vueltas alrededor de la mesa del comedor cuidando la comida que en parte
estaba allí servida.
238
239
De vez en cuando Doña Mercedes, la vecina, le preguntaba: -Todavía?
-Todavía! -repetía mi madre.- Quizá los caminos estarán muy malos.
La casa estaba tan limpia que brillaba. Los catres tendidos con sábanas bordadas. Las
camitas de mis hermanas lucían sábanas tan bien planchadas que no se les podía ver una
sola arruga.
Los pisos, que habían sido lavados con jabón y cepillo estaban amarillos. Podían verse las
fibras de la madera.
Yo, metido en mi flux iba de un lado para otro. Me preguntaba a solas: ¿Cómo será Jesús?
Y pensaba que sería alto como mi padre, y que traería dulces y muchas cosas más que me
pondrían muy contento.
-Deje eso! -me decía la tía Mariquita cuando hacía un robo en la cocina. Y me desesperaba
esperando la hora en que todo aquello que veía en los platos se pudiera comer.
Al cerrar la noche Mercedes se retiró de la puerta en una carrera.
-Ya si es verdad que viene! -gritó.
Todos acudieron a la puerta del zaguán.
Por la esquina de la calle Palo Hincado venían dos hombres en sendas cabalgaduras. El de
delante traía un sombrero negro y venía en un mulo. El otro un sombrero de alas anchas y
venía sobre una carga. Caminaban al paso como si estuvieran cansados. -Viene en su mulo
-dijo mi padre.
Mis hermanas y mi madre permanecieron calladas. Poco a poco se fueron acercando los
jinetes. Yo me fijé en que Jesús venía vestido de negro y en que el mulo era muy grueso y
muy grande.
Cuando llegaron a la puerta mi padre salió y le dió un abrazo a Jesús. Mi madre y mis
hermanas hicieron lo mismo.
A mí me tomaron por una mano y me acercaron.
-Este es Panchito. Qué grande! Tú no te acuerdas de él? Jesús me dió un beso y unas
palmaditas en el hombro.
En las casas de al lado se asomaron a la puerta algunas personas.

240
Jesús entró arrastrando las espuelas por el piso.
Yo me quedé en la puerta mirando el peón. Era un hombre feo que sólo tenía un ojo.
Llevaba unos zapatos muy grandes, un machete largo y los pantalones lleno de lodo
colorado.
Se tiró de la montura y llamó a un hombre que pasaba para que lo ayudara a descargar las
árganas.
Mientras yo veía hacer esta operación pensaba en todo lo que vendría allí y en qué cosa me
habría traído Jesús.
Dentro, en el comedor, estaba toda mi familia reunida. La tía Mariquita vestida de limpio,
con chancletas nuevas lo abrumaba a preguntas. Mi padre oía y sonreía. Mi madre le
acercaba los platos.
-Prueba esto que está muy bueno.
-Eso te lo hice yo -decía la tía Mariquita.- Es especial para ti. Cómetelo todo.
Y estuvieron allí sentados mucho rato, mientras yo no me apartaba de la carga que ya
estaba en el cuarto que seguía al zaguán. Ardía en curiosidad por ver lo que había allí. El
peón desataba nudos. Un olor acre y raro salía de las árganas. Me olió a carne, a dulce, a
yerba.
Cuando encendieron las lámparas, Jesús estaba sentado en una mecedora haciendo una
relación de su viaje. Encontró crecido a Camú y tuvo que detenerse del otro lado hasta que
bajara. Encontró pasos muy difíciles. Lodo en cantidad. Al salir de Cotuí le cojió un
aguacero.
Todos le escuchaban. Mi padre exclamaba a cada rato.
-Es una empresa hacer ese viaje. Yo no sé cuándo tendremos caminos.
En la prima noche llegaron visitas.
-Mucho gusto de verlo -le decían a Jesús.
-Está grueso.
-¿Hace mucho tiempo que usted no venía a la Capital?
La tía Mariquita a veces alzaba la voz.
-Pero señores, déjennos hablar!
Me acosté esa noche muy tarde. Fué inútil que me mandaran a hacerlo a la hora de
costumbre. Estaba deslumbrado. Encontraba a Jesús muy extraño con su sotana. "Un padre
en ca
241
sa" me decía lleno de satisfacción. Y pensaba también en las árganas que todavía pudieran
contener alguna sorpresa.
Al día siguiente había comido demasiado roquetes, longaniza, dulce de leche y de naranja.
Estaba harto.
Y mientras Mariquita freía unos huevos en la cocina, me decía:
-Jesús es muy bueno. Yo lo quiero mucho. Tu padre no se puede quejar. Ojalá mi hijo
hubiera sido como Jesús. De todos tus hermanos él es el más santo conmigo.
La manteca saltaba. Y los huevos se arrugaban tan pronto caían en el caldero.
Jesús pasó una semana en casa. Por las mañanas temprano entraba con su sotana negra y le
pedía la bendición a mi padre. Yo pensaba que Jesús no dormía en casa y un día se lo
pregunté a la tía Mariquita.
-Cómo? -me dijo asombrada.- Es que todas las mañanas va a decir misa a la Iglesia del
Carmen y tiene que irse muy temprano.
Durante esa semana dejaron de regañarme. Me sentía feliz.
XXXI
ntre las personas que yo veía con frecuencia en mi casa, además de D. Patricio Suazo
E
Peña, recuerdo a D. Eduardo. Decía mi madre, cuando hablaba de él, que era miembro de
una familia muy distinguida de Santo Domingo. Su tío fué Presidente de la República.
Don Eduardo era dentista. Llegaba a casa con un paquete en las manos.
-Aquí, con los gatos en la mano, -le decía a mi madre, después de saludarla.- Qué voy a
hacer? Tengo que buscar la vida.
Los gatos de D. Eduardo eran las tenazas de sacar muelas. Un día mi madre me trajo a su
presencia para que me viera la boca, pero yo me desaparecí en un santiamén, tapándome la
boca con las manos. Me escondí de tal modo que no supieron de mí por mucho tiempo.
Mi madre se condolía mucho de D. Eduardo.
-Un padre de familia -decía.- Me da pena ese pobre hombre con una familia tan larga.
Don Eduardo era blanco, con los ojos azules, y el cabello negro. Entraba a casa algunas
mañanas a eso de las diez, se sentaba un rato y luego salía a buscar la "madre de Dios",
como él decía. Vestía siempre de dril, aunque muchas veces le ví un saco de casimir
oscuro.

242
243
Como Patricio, don Eduardo estaba pasando la mar y morena. Y como Patricio, D. Eduardo
era un enemigo irreconciliable de la situación. No podía pasar a Ulises Heureaux.
Siempre que don Eduardo llegaba a mi casa era portador de una gran noticia. Van a cerrar
el Banco, el país está a punto de levantarse en armas, existe un complot para derrocar a
Lilís, se han encontrado armas en varios puntos de la República; está para salir una
expedición libertadora. Las horas del tirano están contadas.
Cuando D. Eduardo notaba que en mi casa podían dudar de la veracidad de sus noticias,
exclamaba:
-Sí Sinforosa! Por los restos de mi madre. Eso es tan cierto como ese sol que está
alumbrando.
Otras veces decía:
-Créanlo, señores, por la Virgen de la Altagracia!
D. Eduardo se empeñaba en convencer a sus amigos de la realidad de sus propias ilusiones.
Una mañana D. Eduardo entró en mi casa muy nervioso. Pasó por el pequeño zaguán. Mi
madre, al verlo, lo siguió. Antes de hablar miró para el patio y preguntó si por allí había
jente extraña. Al contestarle mi madre que no, D. Eduardo habló en voz muy baja.
Mi madre llamó a mi padre y los tres estuvieron un buen rato solos en el comedor.
Mi madre salió callada, lo mismo que mi padre D. Eduardo exclamó:
-Horroroso! Horroroso! -mientras abría sus ojos azules. Cuando D. Eduardo se fué mi
padre y mi madre se quedaron hablando detrás del aparador.
-Acabará con todos. Uno a uno -decía mi madre mirando para el suelo.- Esto no tiene
nombre.
Mi padre, con la cabeza en alto, paseando la vista por la pared del zaguán, con los ojos muy
abiertos repetía:
-Veremos a ver si es cierto. Uno no se puede llevar de todo lo que le digan. Eso es tan
tremendo que me parece imposible.
Veinte! Veinte! -repetía asombrado.
Cuando yo me estaba desayunando, de pié por delante de la mesa, oí que mi hermana
Anacaona decía que la fiesta se "aguó".
-Todos los preparativos se han suspendido -le dijo mi padre-. Acabo de recibir este papelito
de una de mis compañeras.
Patricio interrumpió esta conversación.
-Dónde está Sinforosa? -dijo. Tenía el bastón en una mano y el sombrero en la otra. Mi
madre estaba en la cocina y como mi padre lo invitó a sentarse contestó:
-No puedo sentarme. Voy para adentro a ver qué puedo oler. Qué le parece? -agregó
abriendo los ojos.- Qué le parece?
Y después de un silencio:
-A mí no me ha cojido de susto. Eso estaba escrito. Un hombre así no debió ser confiado.
Mi madre le preguntó a Patricio si quería desayunarse. Patricio rehusó. Ya lo había hecho,
por fortuna. En seguida se puso el bombín y se enganchó en un brazo el bastón.
-Yo vuelvo por aquí -dijo, ya en la puerta.
A las nueve mi hermana salió, vestida de blanco, con un traje especial.
Era el día de su investidura de Maestra Normal. En casa hacía días que no se hablaba de
otra cosa. Fueron varias veces donde la costurera, me mandaron a mí a buscar algunos
pares de zapatos a la calle del Conde para medírselos. Mi madre estaba muy contenta.
-Dios tiene que premiarme -le decía a su vecina Doña Mercedes-. Todos estos sufrimientos
tendrán que tener su recompensa. Ya que no podemos dejarle otra cosa, le dejaremos eso.
-Es una felicidad -decía Doña Mercedes.- Yo hubiera deseado hacer lo mismo. Pero a mis
hijos no les gustaba la Escuela.
Mi madre y Doña Mercedes, conversaban por el patio. La empalizada que dividía las dos
casas, de tablas de palma, no era muy alta y había en un aposento de la casa de Doña
Mercedes una ventana que abría frente a nuestro patio.
Por esa ventana, a veces, doña Mercedes le pasaba a mi madre, entre días, un plato de
comida para mí. Me gustaba mucho la comida de Doña Mercedes.
Luego hablaron en voz baja.
244
245
-Cómo! -exclamó Doña Mercedes.- Y entonces no habrá fiestas?
-No! Han suspendido los preparativos.
Yo no supe nada más. No iba ese día a la Escuela. Después que mi hermana salió yo me
entretuve en la puerta mirando a Lico el Baboso que pasaba por allí. Era un puerco y no
tenía gracia. A mí me gustaba más Gabriel el Mono porque se ponía bravo cuando le
gritaban ese nombre; y me gustaba también Frijolito.
Por mi barrio había hasta media docena de estos tipos. Mamá Reina que a menudo iba a
casa, Vaporcito, José María el Loco, Monte la Chiva y Garabito salta charcos.
Mientras Anacaona estuvo fuera de casa llegaron unos cuantos regalos. Mi madre les daba
las gracias a las personas que los traían y subían algunos para arriba y otros los dejaban en
el comedor.
Mi padre permanecía en la pulpería.
En mi casa se había preparado ese día una comida. especial. Y se habían hecho algunos
dulces que me traían sin juicio.
A medio día esperábamos a Anacaona, pero antes llegó Patricio. Esta vez se sentó cerca de
la escalera.
Era Patricio uno de los amigos más consecuentes de mi familia. Patricio era un político
profesional. Cuando patricio entraba a casa, con su saco negro, su medio bombín y su
bastón, no hablaba hasta que no le prestaban mucha atención.
Patricio era un revolucionario. Conocía a todos los conspiradores y mantenía con ellos
estrechas relaciones. Patricio había hecho de los "derechos del hombre" el ideal de su vida.
Patricio conocía muy bien la Revolución Francesa por habérsela leído muchas veces a los
tabaqueros de José Peguero. Mientras torcían los tabacos Patricio se complacía en leerles
las pájinas más brillantes de aquella cruzada de la libertad y era tal su entusiasmo cuando
leía que los tabaqueros muchas veces le hacían repetir los párrafos más significativos.
Patricio llegó a identificarse con muchos de aquellos héroes y en ocasiones repetía sin
darse cuenta las palabras encendidas que en aquella obra había aprendido.
Patricio era un enemigo declarado del Gobierno. No podía
pasar al Presidente Heureaux. Todas las mañanas salía a la calle para enterarse de la
marcha de los sucesos políticos. Recorría algunas calles, entraba en varias casas. A veces
pasaba un rato largo en una esquina con un amigo de la causa. En estas conversaciones
Patricio realizaba un cambio de impresiones. Y exponía sus puntos de vista. La cosa no
podía seguir así. Ya estaba tocando a su fin. Los informes que tenía eran alarmantes. A ve-
ces las personas con quienes hablaba estaban de acuerdo con él y esto le llenaba de
optimismo, pero en ocasiones sucedía lo contrario. Patricio entonces se desanimaba, se le
abatía el espíritu. Duraría mucho el réjimen? Las esperanzas de un cambio eran remotas.
Mi madre tenía fe en Patricio.
-Mientras haya hombres como él no se debe perder la fe -decía-. La actitud de Patricio era
un indicio cierto de que la protesta estaba en pié.
Y conversó largo rato. Lo habían fusilado al amanecer en La Clavellina. Además de
Generoso de Marchena habían fusilado a otros. Contaba catorce o quince. La ciudad, según
Patricio, estaba consternada. La jente que había visto no se atrevía a hablar.
-Qué más hará este hombre? -exclamó Patricio mirando a mi madre.- Ya esto no se puede
aguantar.
Cuando Patricio alzaba la voz, mi madre le llamaba la atención, recomendándole que la
bajara un poco, y diciéndole que las paredes tenían oído.
Mi madre le contó que D. Eduardo fué el primero que trajo la noticia tempranito, pero que
ella lo puso en duda. Era tan tremenda esta noticia!
La ceremonia de investidura de mi hermana fué un velorio. No hubo nada. Por la tarde oí
decir que al Sr. Mejías, el Director de la Escuela Normal, se lo habían llevado preso,
porque en el discurso que pronunció esa mañana, había hecho velada alusión al
fusilamiento de D. Generoso de Marchena.
Días después Patricio dijo en casa:
-Algunas personas aseguran que D. Abelardo Nanita fué envenenado. Y yo no lo dudo.
246
247
Aquella mañana en que se enteró del fusilamiento de D. Generoso de Marchena, Patricio
estaba al rojo, lleno de indignación.
Antes de retirarse se asomó a la puerta del patio y alzando las manos que tenía ocupadas
con el sombrero en una y el bastón en otra, miró al cielo y dijo:
-Yo creo que todavía hay Dios, Sinforosa. A él le causará vergüenza todas estas cosas que
están sucediendo.
Mi madre no se atrevió a decirle nada. Patricio dió media vuelta, salió del pasillo, atravesó
el zaguán y salió veloz como un rayo.
Llevaba puesto el bombín y apretaba el bastón bajo el brazo.
XXXII
Una tarde me bañaron y me vistieron muy a prisa. Mi madre iba a salir con dos de mis
hermanas y conmigo.
Aquel día mi padre salió en la mañana y regresó cerca del medio día. Pocos comieron en
casa; y la tía Mariquita, que estaba en esos días de temporada en mi casa, dijo:
-Jesús! Se ha quedado la mesa tal como se puso. Las cosas no se toman tan a pecho. Hay
que tener paciencia y confianza en Dios.
Por la mañana yo había visto a algunas personas raras en mi casa. Conversaban un rato con
mi familia y volvían a salir.
A muchas les oí decir al despedirse:
-Después de todo deben estar contentos.
La persona que vi entrar y salir más veces fué a Patricio.
-A qué hora se va el vapor? -le oí decir una de las veces que entró en casa.
Para Patricio las cosas que estaban sucediendo no tenían calificativos. Tenía noticia de que
las cárceles estaban llenas de presos, de que había un sin número de gentes confinadas en
diferentes partes de la República. Con frecuencia inaudita se cometían asesinatos políticos.
Lilís estaba sacrificando la mejor jente del país. Por otra parte, la miseria asomaba a la
mayoría de los

248
249
hogares. No había una mota en ninguna parte. Y la prensa, tan servil, lo callaba todo.
Patricio sentía odio por los periódicos de la Capital y repetía a menudo:
-Hecharé los tipos a la calle, cuando me toque. Lo que hace falta aquí es sanción. Y se
quedaba pensativo dándole vueltas al bastón.
Cuando mi padre hablaba, que eran pocas veces, le replicaba:
-Esto no es nuevo, Patricio. Santana, Báez y quien no fué Báez hicieron lo mismo. Este
será siempre un país perdido.
-Eso es verdad, Don Juan -agregaba Patricio.- Pero debemos hacer un esfuerzo. No
podemos cruzarnos de brazos.
Cuando todos estuvieron listos aquella tarde, mi madre llamó un coche y entramos en él.
Pasamos por la plaza de Colón y seguimos hasta el río. Mi madre me cojió de la mano y
juntos, todos subimos a un vapor. Nos sentamos alrededor de un hombre con los ojos
verdes y con barbas. Hablaba, sonreía y fumaba mucho. Todos lo escuchaban. De vez en
cuando me agarraba por un bracito y me metía dentro de sus piernas para darme un beso.
-Estás muy grande -decía.- Y muy buen mozo. Dios quiera que no se descomponga.
Y luego tocándome la cabeza con una mano, agregaba:
-Compórtate bien. Y vaya a la Escuela.
Permanecimos en el vapor hasta que unos soldados que estaban de pié cerca de nosotros
nos dijeron que ya debíamos retirarnos.
Mi madre abrazada del hombre lloraba. Mis hermanas tenían en las manos sus pañuelos; yo
veía el muelle, la jente que cruzaba por allí, las carretas, los burriqueros, y tantas cosas que
no había visto antes.
Al separarnos, el hombre me alzó con sus brazos y me volvió a besar.
-Hágase un hombre. Un hombre valiente -me dijo.
Ya en la escalera mi madre se volvió para abrazarlo otra vez. -No se apure, vieja -le dijo-.
Esto no durará para siempre. Nos quedamos en el muelle. El vapor pitó y yo me estremecí.
Quitaron unas sogas. Poco a poco se fué despegando del muelle el vapor. En medio del río
el hombre ajitaba un pañuelo y mis hermanas hacían lo mismo con los suyos. Mi madre y
ellas seguían llorando. Yo quise soltarme para ver unas carretillas, pero mi madre me
apretó el brazo y luego me lo alzó para que yo dijera adiós también.
Regresamos en un coche. Todos venían callados menos yo, que de vez en cuando
preguntaba:
-Qué es eso? Qué es eso?
Y no me respondían.
Por la noche llegó otra vez Patricio.
-Supongo que habrá sabido algo, Sinforosa. Qué piensa Abelardo? Creo que tú le enterarías
de todo lo que está pasando aquí.
Mi madre le respondió que como estaban vijilados por un centinela ella no se atrevió a
hablarle de política.
-Caramba! -exclamó Patricio-. Tan buena oportunidad. Pero alguien le debe haber dicho
algo. Tan buena oportunidad!
Y movía el bastón, como de costumbre. Para Patricio su bastón era una especie de
guillotina. Lo alzaba a veces con tanta indignación y con tal gesto que parecía que iba a
cercenar con él la cabeza de todos los enemigos del orden y de la libertad.
El hombre de ojos verdes que yo ví esa tarde, era mi hermano Abelardo.
Supe cuando estaba más grandecito que mi hermano pasaba ese día por el puerto de Santo
Domingo a bordo del vapor Abder Kader con destino a Europa, desde su residencia de
Jacmel. Estuvo en el puerto el tiempo que duró la escala y el Gobernador de la Provincia
nos autorizó para que subiéramos a bordo y estuviéramos con él un par de horas. Una
guardia fué establecida desde la llegada del vapor hasta que levó anclas y abandonó el
puerto.
Mi madre refería que D. Juan Francisco Díaz se condujo muy bien con la familia en esta
ocasión.
250
251
1
XXXIII
odas las noches, después de cerrar la pulpería, mi padre acostumbraba sentarse cerca de la
T
escalera en una mecedora pequeña. En cuerpo de camisa y con las piernas cruzadas
esperaba a mi hermana Mercedes que a veces se entretenía en los altos conversando con
mis otras hermanas. Era la hora del Listín. Frente al sitio en que mi padre se sentaba
arrancaba la escalera de maderas que conducía al otro piso. La lámpara que iluminaba esta
especie de pasillo que daba al patio, estaba colgada en el ángulo del primer rellano.
-Dile a Mercedes que venga -me decía mi padre cuando se cansaba de esperarla.- La estoy
aguardando.
Yo subía haciendo maromas por la escalera y a poco Mercedes bajaba con el periódico en
la mano.
Por aquellos días estaba en uno de sus periódicos más interesantes la guerra de Cuba, y mi
padre seguía con un interés mayor todos los acontecimientos que se sucedían y las noticias
y comentarios que sobre los mismos se hacían en el Listín Diario, que se había consagrado
a la defensa de la causa independentista de Cuba.
Ningún otro material le interesaba a mi padre. Ni las noticias del país, ni los artículos sobre
la política nacional le llamaban la atención.
252

A veces Mercedes le leía algún decreto y mi padre al oírlo murmuraba:


-Dios nos favorezca!
Y cuando, para oírlo, le leían alguno que se refería a Ulises Heureaux, mi padre se limitaba
a guardar un profundo silencio. No podía transijir con este gobernante y aún cuando pocas
veces lo criticaba, todos sabían en casa que mi padre no lo podía pasar.
Mercedes leía de pié, recostada sobre el pasamano de la escalera o sentada en un escalón, el
más cerca de la lámpara de gas que proyectaba una luz escasa y amarillenta.
Cada vez que leía un cable mi padre lo comentaba. Recordaba las batallas que estaban en
curso las escaramuzas, los asaltos y las derrotas, el número de bajas y de prisioneros. Yo
oía los nombres de Máximo Gómez, de Maceo, de Rius Rivera. Y veía como mi padre se
exaltaba cada vez que Mercedes pronunciaba el nombre de Valeriano Weyler.
-Es un hombre muy cruel -decía mi padre.
Cuando se terminaba la lectura hablaban de lo que decía el Heraldo Español, otro periódico
que se publicaba en la ciudad.
-Es un embustero! -decía mi padre sonriendo-. Todo lo que dice se lo inventa.
Si a estas horas llegaba algún amigo a casa, la conversación se animaba. Y entonces mi
padre subía más tarde a acostarse, porque hasta que las visitas no se despedían en mi casa
no se acostaban. A veces eran las once de la noche.
-Se ha pasado el tiempo sin saberlo -decía mi padre cerrando la puerta de la calle.
Mi padre era un ardiente defensor de la causa cubana. Y aunque se sentía español, estaba
ahora a favor de los cubanos.
Cuando mi hermana terminaba la lectura del Listín y subía, ya hacía horas que yo estaba
durmiendo. Mi madre me acostaba temprano y si mi conducta había dejado algo que desear
en el día, la oración la escuchaba en la cama. A veces me quejaba.
-Ustedes no ven que todavía es de día -decía, subiendo las escaleras después de haberme
lavado los piés.
253

-Suba y callé! -exclamaba mi madre.


Y subía, pero despacito, en son de protesta.
Pero algunas noches Mercedes no podía bajar a leerle el Listín a mi padre. Llegaban
visitas. Iba un señor de cara colorada, de nariz grande, bajito, delgado, vestido de negro,
con los pies pequeños, que en mi casa le llamaban el Sr. Penson. No me gustaba esta visita.
El Sr. Penson hablaban poco, despacito y apenas se le podía oír. Además, el Sr. Penson
sólo iba a casa a leer versos. Una vez estuvo yendo más de una semana y todas las noches
leía el mismo libro. Era un libro que mi hermana Anacaona guardaba con mucho cuidado.
No quería que nadie le pusiera la mano. Sólo lo sacaba de noche para leer con el señor
Penson. Se llamaba Tabaré. A mi hermana Mercedes le gustaba mucho y siempre estaba
diciendo:

Blanca así como tú, era la madre mía, Pero no eres tú.

Otras noches se veían más personas, pero todas hablaban de lo mismo. Una noche mi
hermana Mercedes leyó un papel y el Sr. Penson le dijo:
-Muy bueno!
Cuando no leían el libro Tabaré, leían un periódico: el periódico de D. Federico: Letras y
Ciencias.
Anacaona pasaba las primas noches leyendo cuando no iban visitas. Fello y Arturo salían a
la calle, pero venían temprano.
Ya no había piano ni nada en que entretenerse en mi casa. Cuatro mecedoras de bejuco y
doce sillas negras con filetes dorados. Una mesita de mármol, y el retrato de mi madre.
Sobre las paredes, colocadas en unas esteras pintadas con flores, se veían algunos retratos:
el de mi padre, el de mi padrino D. Fellé, el de una señorita Echenique y otros que yo no
reconocía. Sobre la mesa de mármol colocaban un florero con flores recojidas en el jardín
que mi hermana Mercedes había hecho en el patio.
Al lado de la sala estaba el aposento de mis hermanas. Un armario y tres camitas de hierro
iguales, con un armazón también de hierro para el mosquitero.
El aposento de mi padre y de mi madre donde yo dormía quedaba detrás.
Fello y Arturo tenían otro. Había allí dos catres y una mesa sobre la cual descansaba un
armario lleno de libros, que mi hermano siempre tenía cerrado con llave. No le gustaba que
yo anduviese por allí. De ese cuarto me sacaron muchas veces, porque él tenía sobre la
mesa, flores, hojas, máquinas descompuestas y tubitos para decir cuándo iba a llover y
cuándo hacía calor.
A mí no me gustaba ir a los altos de la casa. Subía solamente a volar mis chichiguas
cuando me lo permitían y por la noche para dormir. Porque arriba no dejaban que yo le
pusiera la mano a nada.
-Baje!, que usted sólo viene aquí a ensuciar -me decían. Y yo protestaba descendiendo la
escalera.
-No voy a ir a ningún mandado que me manden. Ustedes van a ver.
Pero cuando llegaba al último peldaño ya se me había olvidado el propósito que acababa de
hacer.
Pero alguna vez me llamaban. Tenían necesidad de mí. Mis hermanas Mercedes y
Anacaona iban a salir para alguna visita y yo les prestaba mis servicios en algunas
ocasiones. Era cuando se estaban apretando el corset. Había que apretarlo para que cerrara
en la parte de la espalda y yo hacía un servicio importante sujetando los cordones.
Las modas del siglo pasado eran bastante extrañas. La cantidad de piezas que usaban las
mujeres era extraordinaria. Hoy no se podría comprender aquella trajedia. La mujeres
viejas usaban batas entalladas de telas blancas o de prusianas francesas. Las batas tenían
dos tiras en la cintura que se amarraban por delante. Las usaban lisas las jentes pobres;
llenas de vistosos bordados y encajes las jentes pudientes. Eran largas estas batas y a veces
con colas que arrastraban por el suelo. Otras viejas vestían con corpiños, o blusas y faldas.
Las faldas eran anchas y largas, apenas unas cuantas pulgadas del suelo. Por lo regular
cubrían el calzado. Se usaban mantas de lana, ordinariamente de color negro. La tía
Mariquita no salía a la calle sin la suya. Los pañuelos en la cabeza eran corrientes: blancos
o de Madrás ordinarios. La ca
255
254

beza no podía estar descubierta las jentes jóvenes usaban dos enaguas y hasta tres, de telas
gruesas, almidonadas y con bastante borax para que estuvieran duras. Eran una
remembranza de la crinolina. Estas enaguas lucían bordados hechos a mano. Cuando las
enaguas no estaban duras, no estaban bien. Se usaban con polisones porque eran muy
anchas. Abajo terminaban en un círculo.
La prenda característica era el corset de buena calidad, con suficientes ballenas y a veces el
polisón. Este corset se apretaba con un par de cordones, de modo que estrechara
considerablemente la cintura. Mientras más estrecha quedaba aquélla, mejor. Sobre este
corset se ponían las enaguas; prendidas con alfileres para que quedaran a buena altura por
todos los lados.
Los zapatos eran por lo regular botas altas, de cordones o de botones. Apenas se veían
porque los vestidos los cubrían. Estos zapatos parecían polainas para montar.
Completaban estos trajes, el sombrero. Eran unos monumentos. Hechos de paja, los
adornos los cubrían por completo. Flores de tela de diferentes colores, pájaros y plumas
constituían el resto del adorno. Eran enormes, verdaderas torres. Se sujetaban a los cabellos
por medio de largos alfileres llamados pasadores cuyas cabezas semejaban empuñaduras de
espadas o cosas por el estilo. A veces había que poner dos en dirección contraria, porque el
viento en las calles era peligroso y podía dar con estos monumentos en tierra. Venían estos
sombreros en enormes cajas de cartón. Yo cargué con varias de estas cajas, de la tienda de
don Arías Gómez a mi casa para probarlos. Dos personas tenían que cargar con ellos
cuando eran tres o cuatro sombreros los que se mandaban a enseñar.
A todos estos adornos se agregaban las prendas que eran muy comunes. Cadenas de oro,
collares de fantasía, pulseras gruesas, anillos y broches y alfileres de diferentes tamaños.
Las manos iban vacías o con un pañuelito bordado. A veces llevaban una sombrilla de seda
o un abanico.
También se veían en aquellos días mantillas para cubrirse la cabeza. Eran de tela de punto,
lisa o con motas, blancas o lijeramente cremas.
Las mujeres del siglo pasado se cubrían todo hasta la cabeza.
Cuando yo ayudaba a apretar el corset a alguna de mis hermanas, me pagaban. Yo me hacía
muy importante en esos momentos y estos servicios me valían en ciertos días algunas dos
motas que me servían para adquirir masitas o alfajores, cuando no para comprar
chichiguas.
256
257
XXXIV
n día al levantarme, mi madre me abrazó y me dio un beso.
U

-Hoy cumple mi hijo nueve años -dijo-. Ya es un hombrecito. No será más malcriado y se
comportará bien. Verdad?
Yo sonreí. Qué cosa eran nueve años? ese día era para mí como cualquier otro.
Cuando fui a besarle la mano a mi padre que estaba en la pulpería, sacó el cajón y me dio
un real de chivita.
-Tenga -me dijo- y vea lo que hace; no vaya a comprar porquerías. Esa es su horca.
-Hoy no vas a la Escuela, me dijo Mercedes. Hoy es tu cumpleaños.
Esta noticia me produjo una gran alegría.
Mientras daba vueltas por la casa, abría la mano y contemplaba el real. Qué haría yo con
tanto dinero? Fuí donde Catalina a comprar todas las frutas que se me antojaron. Cuando
llegué a mi casa mi madre me quitó la mayor parte.
-Tú estas loco, muchacho! Cómo vas a comer tantas frutas?
Nueve años y ya era un hombrecito, me había dicho mi madre esa mañana.
Como era día de asueto debí hallarlo demasiado corto.
Me quedé descalzo y con mi ropita de entre casa. Comí frutas, comí dulces. Por la mañana
jugué con mi trompo, luego jugué al trúcamelo en la patio de Doña Juanica. Trepé a la mata
de jobo, jugué bolas, hice maromas. Me gustaban las vueltas de carnero. Después de medio
día compré una chichigua, le puse frenillos y tuve un disgusto porque quise luego hacerle la
cola con una tela que se necesitaba, aunque me lo permitieron, gracias a que era día de mi
cumpleaños. Dí carreras en la calle de San Lázaro mientras la encampanaba. Sudé, grité,
me ensucié, lloré, pero gocé mucho.
Por la tarde me vistieron de limpio y me mandaron a besarle la mano a mi padrino.
La acojida que me brindó aquella tarde mi padrino fué muy cariñosa.
Me miró de pies a cabeza. Yo debí considerarme una persona muy interesante.
-Dios te bendiga y te haga un hombre de bien -me dijo, pasándome la mano por la cabecita,
mientras yo le miraba fijamente el hermoso bigote. Luego volvió la cara y le dijo a su
mujer.
-Este es Panchito, el de mi compadre Juan Elías. Ha crecido mucho, pero mi comadre dice
que es muy malcriado, que no lo puede soportar.
-No le parece. Un muchacho tan buen mozo no puede ser malcriado. No es verdad? Y me
pasó la mano por la barba.
Lucía esa tarde unos zapatos negros de cordones, unos pantaloncitos de dril planchados, un
sombrerito de paja que apenas me cubría la cabeza y el bastoncito con que salía algunos
domingos. Me habían empolvado, peinado y perfumado.
Por la noche a la hora de dormir, mi madre me repitió.
-Te has lucido hoy porque era día de tu cumpleaños, pero mañana tienes que madrugar.
Usted no puede estar sin Escuela.
Al día siguiente quise dejar de ir a la Escuela y desde temprano me metí en el cuarto de mi
hermano Arturo para que pasara la hora. Con objeto de asegurar la puntualidad de los
alumnos el Director de la Escuela los ponía de pie si llegaban tarde y
258
259
yo me valía de esto para negarme a ir a la Escuela cuando ya habían pasado las ocho de la
mañana.
Mi hermano Arturo trabajaba en la casa en un cuarto que seguía al zaguán. Allí tenía su
fábrica como yo la llamaba. Yo me entretenía muchas veces viéndolo hacer cigarrillos. Se
ponía encima de las rodillas un cajón que sólo tenía dos patas en la parte de atrás. Este
cajón estaba divido en dos departamentos, uno grande para cigarrillos y otro pequeño para
la picadura.
Arturo se ponía en el dedo índice de la mano derecha una especie de dedal de hojalata que
llamaba uña. Para hacer un cigarrillo tomaba un papel, le ponía picadura que tomaba con
tres dedos de la mano derecha y luego le daba vueltas al papel hasta que hacía un perfecto
cilindro cuyo espesor lo determinaba el tacto. Enseguida le hacía un doblez en un extremo,
luego otro y finalmente con la uña de hojalata le hundía el pico de papel que quedaba de
modo que no se pudiera desdoblar. Con un movimiento adquirido por el hábito, le daba un
impulso que lo hacía caer dando vueltas en la parte de atrás del cajón.
Todos los días se daba una tarea. Yo no sé qué cantidad hacía, pero el cajón se llenaba de
cigarrillos dos o tres veces en el día.
Con lo que este trabajo le producía mi hermano Arturo hacía sus gastos. Mi madre se
lamentaba a veces de que a mi hermano no le había gustado ir a la Escuela.
-Por eso -me decía- tú tendrás que aprender o te majo la cabeza. Y yo sonreía.
Fué inútil que me escondiera y que hiciera resistencia tratando de soltar el brazo por donde
me agarraban, mientras con los ojos llenos de lágrimas, gritaba.
-Y no voy! Y no voy!
Cuando las cosas se pusieron más serias y me arrastraban hacia el sitio en donde estaban
las correas, mi resistencia cesó. No me quedo más remedio que ir a la Escuela.
Por la calzada, saltando sobre las sogas de los caballos; por el medio de la calle;
deteniéndome en la puerta de las pulperías, con mi sombrerito viejo y una media caída, iba
yo, olvidado de lo que acaba de pasar, más bien alegre por el paseíto hasta el Conde que
siempre me proporcionaba una sorpresa agradable.
Era una calle muy típica. Las aceras de las casas, en su mayoría de ladrillos, eran
desiguales y muchas estaban en mal estado. Los ladrillos estaban zafados, dejando huecos
o se habían desgastado con el tiempo. No se podía transitar por ellas con seguridad. A lo
mejor habían casas que sólo conservaban pedazos de estas aceras. El transeúnte tenía que
subir y bajar y fijarse bien donde iba a poner los pies para evitar una caída. De noche eran
más peligrosas. Era preferible andar por el arroyo, lo que hacía todo el mundo
voluntariamente. Cuando estaba seca no había inconveniente, pero después de haber
llovido, había que dar saltos para no caer en uno de los numerosos charcos que a veces
persistían por varios días.
Al pasar por la esquina de El Elefante, muchas veces me detenía para ver a Nano.
En la esquina del Conde y Espaillat quedaba El Elefante con cría, un establecimiento que al
abrir sus puertas de hierro todas las mañanas debía despertar al vecindario. Era un ruído
enorme el que hacía estas puertas de las cuales pendían gruesos aldabones y pesados
cerrojos. Notable era el anuncio de este establecimiento. Un cuadro ancho y largo en el cual
lucía el enorme paquidermo con su cría a los lados.
En la esquina de El Elefante con cría no faltaba Nano, un tuerto popularísimo que allí se
estacionaba desde las primeras horas de la mañana con un trozo de palo, un cuchillo de
mucho filo y tres o cuatro andullos escojidos, según él mismo afirmaba, pero sobre cuya
calidad corrían diferentes versiones en el barrio.
-Vive engañando a los campesinos -decían.
Nano no dejaba pasar uno sin detenerlo. Dicen que tenía gran habilidad para venderlos.
Nunca de improviso les ofrecía su andullo. Antes los entretenía preguntándoles sobre lo
que llevaban y de dónde procedían.
-Ah! Usté es de Engombe. Se me puso.
Y luego de hablar finjiéndoles desinterés, partía una medida de andullo y se la llevaba a la
nariz.
-Yo nunca había visto un andullo como éste -decía.
Y mostrándoselo al campesino y hasta acercándoselo a la nariz, agregaba:
260
261
-Vea qué olor! Más negro que el café, con naiboa.
Luego finjía que se distraía viendo para otra parte, para despertar el interés del marchante.
Su táctica era segura, comprobada por la experiencia.
-Usted no se atreve a venderme un pedazo de ese andullo?, -preguntaba el campesino
temeroso de un desaire.
-Ese es caro -respondía Nano.- Por qué no compra del otro? De este, por ejemplo, -y
tomaba otro en la mano y se lo mostraba.
El campesino lo complacía examinándolo, pero se lo devolvía diciéndole:
-No. Yo quiero del primero.
Y esta era la oportunidad de Nano. Sólo por complacerlo lo volvía a partir, porque él lo
tenía destinado para su uso. En ese momento, se sacaba una mascada de andullo de la boca
y escupía.
-Vea! Yo no masco de otro!
De este modo, Nano se hacía pagar bien su andullo, pero no faltaba alguno que otro
campesino que prefería entrar por la calle del Arquillo para librarse de él.
-Vámono po aquí, compadre. Yo no quiero pasar por donde está ese hombrecito de los
andullos. Tiene mucha labia y es muy pícaro -decían.
Nano era mulato claro, bajo de estatura, se afeitaba poco y usaba un sombrero de alas
anchas que le ocultaba los ojos.
No sé cuándo perdió el ojo, ni cuándo desapareció. Su puesto, sin embargo, permanece
igual que hace cuarenta años. Ahí esta el viejo edificio de El Elefante con cría, que
únicamente tiene de nuevo la acera.
Muchas veces yo pasé un buen rato en esta esquina que debía doblar para ir a mi casa
mirando a Nano que, sin duda, no sabía quien era yo ni por qué lo miraba tanto. Para mí
Nano era El tuerto del Elefante con cría.
Cuando regresaba de la Escuela, entre días, mi madre me daba motas para que comprara
mangos.
Por mi barrio pasaban todos los días muchas carretas cargadas con mangos guerreros.
Cuando se detenían estas carretas frente a mi casa una can
262

tidad de sirvientas con macutos y de muchachos nos acercábamos para pedir a Gollito o a
Melitón que nos diera de los más grandes y de los que no tuvieran manchas negras. No
quiero pensar cómo se me ponía la boca y la cara y cómo dejaba de limpias las semillas
para luego hacer carteras con ellas.
En los tiempos en que abundaban los mangos el tránsito por las aceras era peligroso. Los
periódicos habían llamado la atención sobre este peligro. Varias personas sufrieron lesiones
a causa de caídas producidas por las cáscaras de mangos que los muchachos y personas
mayores también, tiraban en las aceras y calles.

263
XXXV
E1 día 21 de Septiembre del año 1894 amaneció lloviznando. Pero después de las ocho de
la mañana el cielo se despejó y el sol brilló por todas partes. Se sentía un aire fresco. Mi
calle estaba llena de cordelitos y en la puerta de mi casa yo oía el ruído que hacían estos
cordelitos cuando la brisa los movía.
Era día de fiesta. Las otras calles estaban adornadas con banderitas de papel. Habían sido
barridas por los presos. Muchas casas fueron pintadas.
Hacía días que yo, al salir de la Escuela me iba lejos de casa para ver levantar los arcos en
la calle del Conde. En el Parque de Colón, en la esquina de D. Samuel Curiel estaban
levantando un castillo. Los armazones eran de madera y lo demás era de tela pintada. Pero
se veía muy bonito.
En mi casa decían que todos esos adornos que estaban poniendo en las calles eran para
recibir a Lilís.
Patricio no se cansaba de hablar de esto.
-Está gastando nuestro dinero -decía.- Es una locura lo que está haciendo.
El Presidente Heureaux había salido en recorrida al Cibao poco tiempo después que ocurrió
el fusilamiento de D. Generoso de Marchena, el asesinato de Isidro Pereyra y el de Joaquín
Campos. Fué al Cibao para desvanecer con su presencia el efecto que esas medidas había
producido.
La Capital se preparaba para hacerle un recibimiento sin precedentes a su regreso. Se había
constituido una Junta de Festejos presidida por el poeta José Joaquín Pérez y otras persona-
lidades.
Los empleados públicos, el Comercio, la Industria, las Sociedades todas el pueblo en
general, estaban participando en el gran homenaje.
Mi padre oía leer los periódicos de esos días que no cesaban de pregonar sobre el
acontecimiento que se avecinaba. No comentaba. Sonreía, sobre todo cuando Patricio, que
estaba al tanto de los grandiosos preparativos llegaba a casa y decía:
-Yo le cortaría la cabeza a más de cuatro -y blandía el bastón como si lo estuviera
haciendo.
Decía un periódico: "Los señores Rocha, Levy, Báez, Vicini y León Propusieron a su costo
asear hoy lo mejor posible la calle del Comercio, que es una de las que recorrerá el
Presidente".
El Listín Diario repetía el 20 de Septiembre de 1894: "Rei
na una animación general e indescriptible en todos los ámbitos de la ciudad para recibir
mañana al Jefe del Estado".
"Los círculos sociales todos se ajitan llenos de alegría realizando todos los preparativos
necesarios, a fin de que la recepción que se haga al ciudadano Presidente sea digna de esta
culta Capital".
Y en esa misma edición el periodista redactor, Don Germán Vega escribió: "Lo que el día
de mañana simboliza, aún a despecho del odio político y de la pasión de partido, para esta,
hasta hace poco maltrecha y exangüe nacionalidad, dado el modo de ser de este pueblo, que
vivió siempre sujeto a luchas fratricidas, derramando su generosa sangre en estériles
combates, lo dirá con elocuencia abrumadora la Historia, ese juez cuyo fallo..."
El 19 de Septiembre a las 2:30 el Presidente había llegado a S. P de Macorís; y aquella
mañana en que soplaba una suave brisa en la capital y las calles estaban adornadas de
cordeles, arcos y castillos, era esperado de regreso.
265
264
Toda la ciudad estaba de fiesta. Al lado de mi casa había banderas colocadas en las puertas.
Mi casa no tenía nada.
Pero yo estaba dispuesto a verlo todo. Vestido como en las grandes ocasiones, me dispuse a
ver el batallón cuando pasara por la calle del Conde y ver los arcos y el castillo y la
comitiva cuando llegara el Gral. Lilís.
A las ocho de la mañana llegó el vapor con el Presidente. El vapor rompió una cinta que
cerraba la boca de la barra y que tenía esta inscripción: Paso al Progreso. Fué obra de la
Maestranza.
Toda la ría estaba llena de banderas, de gallardetes. Desde la Puerta de San Diego hasta el
Mercado había palmas, árboles y una alfombra de flores.
La Torre del Homenaje, la Capitanía del Puerto, el Ingenio La Francia fueron adornados
con la enseña nacional y ostentaban diversas frases de salutación al Primer Majistrado. Los
adornos del Ingenio La Francia fueron ordenados por Mr. Vie y ejecutados por Monsieur
Trivier.
Al otro lado del río, en Villa Duarte, se levantó un arco en el cual se colocó esta leyenda:
Villa Duarte al Pacificador de la Patria. Loor al genio que dió paz a la República.
En medio del río los remolcadores Julieta, Jeanne, del Ingenio La Francia, luciendo
gallardetes y seguidos por más de veinte botes, adornados con banderas francesas y
dominicanas haciendo escolta al crucero Presidente. Detrás iban otros remolcadores: el
Pionette, del Ingenio San Isidro, el Ana de la Duquesa y por último el Mariposa, propiedad
de Mr. Morpert.
Comisiones del comercio, de la prensa, del Centro Benéfico Español acompañaron al
Presidente. La Junta de Festejos, presidida por José Joaquín Pérez había hecho una
invitación a la ciudadanía.
El Presidente debía pasar por los arcos levantados por los funcionarios de la Aduana, por el
del El Teléfono, levantado por D. Ricardo Roques, por el del Comercio de la Capital, por el
del Ayuntamiento y por el Castillo que se erguía en las proximidades de la Plaza de Colón,
levantado por los empleados públicos. El Arco del Ayuntamiento ostentaba este rótulo:
Nihil prius fides. El de la Colonia española que tenía 40 pies de altura rezaba: La Colonia
Española al Pacificador. Este arco en forma de Castillo, con pedestal alegórico, trofeos
representando la Industria, el Comercio, las Artes, las Ciencias estaba pintado a imitación
de granito.
Todos los edificios públicos y numerosas casas de familia lucían la enseña nacional.
Hubo recitaciones en Villa Duarte y discursos en la ciudad. Habló el Presidente del
Ayuntamiento, D. José Dolores Pichardo, el Presidente de la junta de Festejos: "Por tu
esfuerzo y por tu gloria todo aquí ha renacido", expresó el poeta Pérez.
"Faltaba a la corona del guerrero el mayor florón, el de Pacificador; a su fama de soldado
valeroso, el título de Patriota; a su renombre de caudillo insigne, la aureola de Gobernante".
"Gobernante, Patriota, Pacificador, acaba de aclamarlo el país".
"Gloria envidiable!..."
El Presidente de la República pronunció un elocuente discurso. El Presidente dijo:
"Yo puedo exclamar como Alejandro, César o Napoleón: Si algo he destruido en la guerra
ha sido para edificarlo en la paz".
Fué muy comentado este discurso del Presidente y el principal diario de la ciudad escribió
con este motivo:
"No es corriente en América, por lo menos, que los jefes de Estado se expresen con la
lucidez que se expresó el Presidente de la República de Santo Domingo y este es el motivo
que nos ha impulsado a retener en nuestra memoria su hermoso discurso".
La recepción que se le hizo al Presidente Heureaux no tenía precedentes. No se había visto
otra igual en la República.
"Comercio y pueblo, nacionales y extranjeros, ricos y pobres han adornado las fachadas de
sus casas y acudido a recibir en procesión cívica al Presidente de la República".
"Arcos, castillos, leyendas, cuanto hay de grande y magnífico en estas solemnidades de los
pueblos, se ha hecho, pero sin preparación, sin artificio, de modo expontáneo, en honor del
General Heureaux".
Epílogo de estas fiestas extraordinarias en que se recibió al Presidente Heureaux, fué el
horror que ocasionó la noche de ese
266
267
día un violento ciclón que se desató sobre la ciudad. Vientos de huracán y lluvias durante
toda la noche mantuvieron en zozobra a los habitantes de la ciudad que tan complacida se
había divertido ese día.
Bohíos en ruinas, edificios destruídos, árboles derrumbados, uno que otro muerto, calles
anegadas, asombro en todos los rostros, dolor en muchos hogares, y un poco de miseria,
fué el saldo que dejó este ciclón que fué bautizado con el nombre de Ciclón de Lilís.
Mi padre no durmió y mi hermano Fello leía esa noche un pasaje de Flanmarión, La
erupción del Cracatoa, mientras mi padre aseguraba las puertas, colocando catres
atravesados para amarrar en ellos las aldabas que las sujetaban.
Pero nosotros no sufrimos gran cosa, gracias a Dios!
268

o conocía muy bien a mi padrino, porque, entre días, pasaba por mi casa. Era un hombre
Y
blanco, muy grueso, con un bigote abundante y con los ojos azules. Yo me sentía satisfecho
con él, porque lo creía un hombre muy importante y, aunque no le tenía miedo, lo
respetaba.
Mi padrino vestía siempre de saco negro y pantalón blanco. Llevaba un sombrero de
panamá y un paraguas.
Daba mi padrino, al pasar unos golpes en la puerta de mi casa con el paraguas.
-Adiós comadrita!
-Adiós compadrito! ¿Así se pasa?
Y mi padrino se detenía en la puerta.
-Voy para alla' adentro. En dilijencias. Y mi ahijado?
Mi madre lograba que mi padrino entrara. Y mientras alguna de mis hermanas, o mi padre,
le ponían atención a mi padrino, mi madre me buscaba.
-Hace un momento que estaba aquí. Su ahijado es tremendo, compadre. No puedo con él.
Me encontraban en algún rincón del patio o donde una vecina y hasta en la calle.
-Venga a besarle la mano a su padrino.
269
Hacía mi entrada al sitio en donde se encontraba mi padrino, solo o llevado por una mano
por mi madre. Venía tal como me encontraba, empolvados los pies y las manos, revuelto el
pelo asorado, tímido, la vista fija en los ojos azules de mi padrino o en el paraguas que
retenía entre las piernas. En una mano sujetaba el bolón o el trompo con que jugaba en el
momento que me llamaron.
-No puedo con él, compadre. Su ahijado va a ser terrible.
Mi padrino me acercaba, me entraba dentro de sus piernas, que me parecían enormes. Me
colocaba una mano en la cabeza y sonriendo decía:
-Esta creciendo mucho. Y se está poniendo buen mozo. -Bésale la mano a tu padrino -decía
entre tanto mi madre. Después de hacerme repetir esta orden dos o tres veces, de
cía tímidamente, bajando la cabeza: -La bendición padrino.
-Dios me lo bendiga y me lo haga un hombre.
A poco yo me escapaba disimuladamente, mientras mi madre y mi padrino se entretenían
en hablar de mí.
-No quiere ir a la Escuela, compadre. Es muy testarudo. -Eso se le quita, comadre, él se
compone. Ya usted verá. -El otro día me lo trajeron aquí con un golpe en la cabeza.
Yo no he sabido cómo fué. El dijo que una caída. No le vale el
foete, compadre.
-Quién sabe, comadre, si ese será su bordón. Tenga paciencia.
Y mi padrino le decía a mi madre que uno de los suyos, Fellito, era una tremendidad.
-Ahora le ha cojido con irse a Güibia y temo que una de estas tardes me lo traigan ahogado.
Estos hijos!
Mi padrino vivía frente a la Puerta del Conde. Cuando yo andaba en compañía de mis
amigos del barrio, detrás de las máscaras, o en cualquier otra travesura, nunca quería pasar
por esa calle porque mi padrino se sentaba junto a la puerta en una mecedora y me podía
ver.
Una tarde andaba yo detrás de unas máscaras. Como doblaron por la calle de mi padrino,
me detuve en la esquina y les dije a mis compañeros:
-Vamos por la otra calle.
-Y por qué? -preguntó uno de ellos.
-Porque allí vive mi padrino.
-Ay Dios! Este si es cobarde, -me replicó delante de otros muchachos-, le tiene fuá a su
padrino.
-Sonso! Es que me pegan en casa. Yo no le tengo fuá a nadie.
-Oye! Dizque no le tiene fuá a nadie. Y no se atreve a pasar por donde está su padrino.
Los que estaban oyendo rieron y saltaron porque pusieron en duda mi valor. Herido en mi
amor propio, permanecí un momento silencioso e indignado. Luego nos fuimos de palabras
con este motivo, y a poco, me encontraba yo frente a Ramoncito el de D. Saturio, a quien
los otros muchachos habían colocado una cáscara de caña sobre el hombro.
-A que no le quitas esa pajita, -me dijeron riendo y palmoteando, los que estaban conmigo
y tres o cuatro más que a presenciar el lance concurrieron.
-Quítasela! Tú no eres tan guapo?
Yo miraba de la cabeza a los pies a Ramoncito. Era más alto que yo, más grueso, sus
zapatos tenían una puntera de cobre. A cuatro pasos de mí, Ramoncito había retirado una
pierna hacia atrás, y con los puños cerrados hacía círculos en el aire.
Así permanecimos algunos instantes. Yo me hubiera visto obligado a hacer una pública
demostración de mi valor, si la inesperada presencia de un policía no lo hubiera impedido,
poniéndonos a todos en fuga.
Por mi vecindario se podían contar hasta veinte muchachos de mi edad. Yo los conocía a
todos, a Juan, el de Doña Mauricia; a Luis, el de Doña Silveria; a Lolo, el de Doña
Candelaria; a Martín, el de las Saldaña. Porque no nos preocupaban los apellidos. Yo era
Panchito, el de Juan Elías.
-Ese malcriado hijo de Juan Elías -decía siempre la vieja Catalina- es el azote del barrio.
Ustedes no le ven los ojos de lagartijo.
Y cuando de pié, por delante de su ventorrillo, solicitaba yo que me vendiera un medio de
guineos, paseando al mismo
270
271
tiempo mi vista por encima de las numerosas frutas, de todos los colores, que adornaban las
bateas, Catalina no apartaba la suya de mí, tratando de averiguar qué se me iba a ocurrir.
Generalmente me daba cinco guineos y yo me llevaba otros cinco. Desplegaba una
habilidad extraordinaria. Catalina no podía dar la espalda sin riesgo, en pleno día, porque
yo tenía derecho de tocarlos para ver si estaban pintones o maduros. Y durante esta
operación lucía mi astucia. Catalina a veces no se podía contener.
-No los manosee, -decía.- Sin tocarlos se puede ver que están maduros.
Pero yo no le hacía caso. Con frecuencia la compra terminaba mal.
-Deja los guineos y toma tus cuartos. Y no vuelvas más. La miraba fijamente. Y le hacía
una mueca, procurando sacar la mayor cantidad de lengua fuera de la boca.
-Atrevido! -gruñía Catalina.- Se lo diré a tu madre.
Me retiraba a veces con ambos índices doblados en gancho dentro de la boca para
ensanchar las comisuras y hacerla más
horrible.
-Vieja hambrienta! Le gritaba desde lejos.
Enseguida corría donde mi madre para decirle que Catalina me había dicho que no quería
cuentas con nosotros porque éramos muy parejeros. De este modo yo estaba
contrarrestando el efecto que aquella podía hacer con sus quejas de mi conducta.
Catalina amanecía por delante de su venta. Frutas, víveres y recados, caimitos, mameyes,
jaguas, cajuiles solimanes, caimoní, jobos, zaona, uva de playa, nísperos, algarrobas,
hicacos, finas, sapotes, caimitos de perro, ciruelas, manzanas de oro, tamarindo,
pomarrosas, tomates, puerros, perejil, ajíes, dulces y montecinos, berenjenas, tallotas,
batatas, repollos, berros, rábanos, zanahorias, pepinos, cocombros, ahuyama, mapuey,
ñame, y honda. Una infinidad de artículos. Todo expuesto por delante de la puerta. En el
interior sobre un pequeño aparador, sogas de majagua, para pozos, macutos, esteras, y
dentro de unos frascos, bija, almidón de yuca, orégano y muchas otras chucherías. A las
doce Catalina lo guardaba todo y cerraba la puerta que tenía dos postigos, por donde
asomaba la cabeza, si en horas que no eran de trabajo, alguien llegaba a la puerta.
Bajita, gruesa, con senos desproporcionados, pañuelo de madrás en la cabeza, blanca y
buena moza. Catalina quedó sola en el mundo. Señora de su rancho, el vecindario la
estimaba y la quería.
Con Bárbara y con Prudencia compartía el afecto y las simpatías del barrio. Para mí,
Catalina era la madre de todas las frutas. Bárbara, la reina de los dulces sabrosos y
Prudencia, la casa del gofio. Me encantaba el gofio. Con él se comía y se jugaba. Servía
para las dos cosas. Cuando yo salía de donde Prudencia con mi cartucho amarillo o rosado
y me echaba en la boca el primer bocado, enseguida buscaba la primera negrita de las mu-
chas que por allí cruzaban, para acercármele y decirle, abriendo desmesuradamente la boca:
-Gofio!
Y mientras la negrita mantenía los ojos cerrados, yo emprendía una carrera, con mi
cucurucho en la mano, desternillado de risa. "Qué bueno es el gofio" -pensaba.
Prudencia era además la casa de San Andrés. En ninguna parte había visto más cascarones
que allí. Se contaban por barriles. Qué barbaridad! Yo contemplaba a Prudencia, alta,
delgada, con los labios oscuros, la tez morena, el cabello apretado en moño. Siempre vestía
una bata de prusiana morada, ajustada a la cintura y calzaba unas chancletas. Qué envidia le
tenía! Tan rica en cascarones! No me cansaba de echar desde la puerta una mirada por
todos los rincones cuántos, pero cuántos cascarones qué feliz veía yo a Prudencia. Tanto
trabajo que me costaba a mí conseguir media docena! Qué injusticia! Prudencia tenía todos
los cascarones del mundo! Y se atrevía a venderlos, como si fueran dulces, como si fueran
frutas. Como si ella fuera Bárbara o Catalina. Qué cosas! En las proximidades de San
Andrés, no salía yo de allí. Iba a ver si podía servir para algún mandado, con tal que me
regalaran algunos cascarones. ¡Tan hambrienta!
-De dónde sacó estos cascarones, -me dijo un día mi madre.
-Me los regaló Prudencia.
-Cuidado si usted se los ha pedido?
272
273
Y me escurría para evitar el interrogatorio, mientras pensaba: "Yo me he ganado estos
cascarones".
El día de San Andrés la casa de Prudencia no se entendía. En el patio, unas cuantas
mujeres, llenaban y tapaban cascarones por docenas. Se veía un caldero con cera derretida,
una paila con agua de albahaca, y un montón de tela vieja para hacer los parches. Se
contaban cuentos y se hacían chistes sobre el juego. Rafael entraba y salía, hablaba con sus
amigas, inspeccionaba los barriles de cascarones. Desde el amanecer se ponía un flux de
dril blanco. Prudencia estaba alegre al ver a su hijo satisfecho.
Desde las dos de la tarde Rafael, acompañado de dos o tres de sus amigos recorría las calles
del barrio ocupando un coche descubierto. Por delante del asiento y junto al cochero
llevaba tres o cuatro canastas llenos de cascarones. Rafael y sus amigos no dejaban
descansar el brazo disparándolos en todas direcciones: a los transeúntes, a las puertas a las
ventanas, a los balcones. A media tarde el cochero y sus ocupantes estaban completamente
empapados de agua.
En muchas calles, de los balcones, de las ventanas, de las puertas, de los callejones, salían
chorros de agua para mojar a todo el que por allí pasaba. Todo el día desde el amanecer
hasta la prima noche el agua corría en grandes cantidades por todas partes.
Una semana antes de San Andrés, andábamos en grupo, los muchachos del barrio, por las
peñas inspeccionando los tunales para hacer nuestra provisión de frutas.
Y desde el amanecer, el día de San Andrés, nos lanzábamos a la calle en persecución de
víctimas y sobre todo de las sirvientas y cocineras, las únicas personas con quienes nos
atrevíamos a jugar.
Muchas eran las negritas que llevaban el pelo lleno de almidón o de harina de trigo y las
ropas manchadas de rojo con tunas, y a las que hacíamos las más variadas burlas.
Cuando contábamos con algunos cascarones los llenábamos con agua teñida con azul de
lavar o con agua de tuna y a veces con otros líquidos de olores dudosos. La mayoría solo
disponía de elementos para echar pelucas.
Pero los más traviesos se apoderaban de las jeringas de plomo, tan comunes en aquellos
tiempos en que todavía constituía un indispensable utensilio para tratar diversas
enfermedades y con ellas, cargadas de líquidos mal olientes, mojábamos a las pobres jentes
del barrio que se recojían temprano, a través de hendijas y orificios de cerraduras.
Por mi barrio era San Andrés un gran día. Desde el alba unas lavanderas que vivían en la
calle Espaillat hacían su provisión de agua del pozo. Llenaban bateas, cubos y otros
utensilios. A media mañana el patio era un lodazal y, medio desnudas, con la escasa ropa
pegada al cuerpo, constituía nuestra mayor diversión. Nos deleitaban mostrándonos sus
formas. Yo pasaba horas viéndolas echarse jigüeras de agua unas a otras y a sus amigas que
llegaban a jugar con ellas. A veces rodaban por el suelo a causa de lo resbaloso que se
ponía el piso, pero a veces las tumbaban para ahogarlas en agua. Reían, gritaban,
gesticulaban, daban carreras del patio al bohío o se escondían llenas de fatiga. Cuando
descansaban se arreglaban el pelo o se exprimían las ropas cargadas de agua. Eran las
Batistas, una familia negra compuesta de cinco o seis mujeres que pasaban la vida junto a
la batea y bajo los cordeles, lavando y planchando. Disponían de un gran patio, donde
tendían la ropa y pasaban el día cantando.
Pero por allá adentro se gastaban perfumes en vez de agua, polvos de tocador de los más
finos en vez de harina de trigo o almidón y también agua, porque era el uso del agua lo que
caracterizaba el verdadero juego de San Andrés. En los balcones se hacía provisión de este
líquido, en baldes, bateas, baños y en cubos para arrojarlo a los jóvenes que pasaban en
coches descubiertos disparando cascarones en todas direcciones y en grandes cantidades.
Había, sin embargo, personas opuestas a este juego y éstas protestaban. San Andrés
ocasionó muchos disgustos. Protestaba la negrita cuando le blanqueaban el pelo, protestaba
el señor que recibía un lijero salpique en su pantalón de dril blanco, protestaba la joven que
inesperadamente recibía un baño de agua, protestaba la señora que veía invadida su casa
por un grupo de jóvenes que llegaban para mojar a las hijas y protestaban las per
274
275
sonas mayores que consideraban el juego de San Andrés como una diversión vulgar y de
jente de poco más o menos.
En 1897 un grupo de jóvenes que quiso evitar que se les obligara a jugar San Andrés,
hicieron una excursión por el río Ozama. Cuando regresaron en la tarde, sus amigos,
situados en el antiguo puente les propinaron una soberbia mojadura. Estaban allí alrededor
de 3.000 personas: el Presidente de la República, algunos de sus Ministros, el Gobernador
de la Provincia, Gral. de Moya, el jefe de la Policía, el Cuerpo de Bomberos con sus
bombas, un remolcador y parte de la dotación de los cruceros de la marina de guerra. Los
periódicos de la época hicieron extensas crónicas sobre la celebración del día de San
Andrés de aquel año.
Dónde se originó este juego? No lo sabemos. Pero ya para 1578 los oidores de Santo
Domingo celebraban los "carnavales de agua", que de este modo denominaban esta
costumbre que fué observada por la mayoría de las posesiones españolas de América.
El juego de San Andrés fué suprimido en el año de 1897 por el Gobernador de la Provincia
Gral. Parahoy.
XXXVII
Poco a poco fui notando que no entraban en casa mucha gente, que no se detenían en
nuestra puerta tantos caballos como en la de Doña Pepa. Mi padre se sentaba a veces detrás
del mostrador y pasaba mucho rato sin levantarse. Entre ratos lo oía hablar.
-No hay, -decía.- la semana que viene tendré fresco, acabado de llegar.
Un día la comida no estuvo a medio día. No supe lo que pasaba.
En la pulpería ya no había confites y mi padre me mandaba a la calle a comprar azúcar.
Poco tiempo después, las dos puertas por donde entraba la jente se cerraron y el aparador
estaba vacío. Los cajones donde estuvo el arroz estaban llenos de papeles viejos. Los
clavitos que sostenían las tacitas de café estaban vacíos. Sobre el mostrador el peso estaba
cubierto por un trapo y la casita de alambre que contenía el queso, la mantequilla y otros
artículos, tenía la puerta abierta y estaba vacía.
El aparador de la pulpería, que aún permanecía vacío, me sugirió muchas ideas
importantes. Se podía jugar debajo del mostrador, utilizar los cajones vacíos para guardar
mis libros de la Escuela y mis juguetes. Ningún sitio más apropósito para esconder

276
277

las cosas que yo no deseaba que nadie viera ni me tocaran.


Pero tuve una temporada en que no le hice caso. Pasaba por allí sin echarle una mirada. Sin
embargo hubo ocasiones en que lo miraba con cierta nostaljia. En sus buenos tiempos a mí
no me faltaban dos motas ni confites.
Se me ocurrió un día levantar un altar detrás del aparador y logré que me lo consintieran.
Mi padre me hizo un Crucifijo de cera negra y con cajones y fundas de papel de colores
levanté el altar que yo encontré muy lucido. Me fabriqué unas cuantas capas también de
papel y por una semana congregué allí a las muchachitas del barrio para cantar salves. El
afán con que llamaba a los fieles con un gancho de hierro galvanizado colgado de una viga
dió por resultado que se concluyeran de una manera violenta estos pujos relijiosos que me
atacaron en mi infancia.
Pero utilicé un poco más tarde estas reliquias de la pulpería. Con grandes esfuerzos instalé
una fábrica de chichiguas. Reuní unas cuantas motas, compré pendones y papel, me hice
hacer un poco de almidón por la tía Mariquita y me dediqué una semana a cortar, armar y
pegar chichiguas. Las hice de todos tamaños y de diferentes modelos. Me había contajiado
con la costumbre entonces en boga de volar pájaros en la ciudad y en las afueras. Había
tenido oportunidad de presenciar desafíos en los cuales tomaron parte hombres y que
fueron muy concurridos y los amenizó una orquesta. Eran dos bandos. Había pájaros de
colores muy vistosos, provistos de colas tejidas en negro y rojo, en blanco y rojo, provistos
de numerosas lajas hechas con cuerda de reloj o con pedazos de fondo de botellas.
Constituyó una industria por aquella época la fabricación de estos pájaros o volantines
como he aprendido a decir ahora, que era el más favorecido deporte de los capitaleños,
después de los gallos y antes de los de pelotas, que son tan populares en nuestros días.
Mi fábrica de chichiguas no era en gran escala. Mis recursos no me permitieron fabricar
más de una docena. Sería inútil decir que no prosperé. Una a una las fuí descolgando del
aparador y en una semana terminaron éstas junto con el capital.
Estos esfuerzos me causaban no pocos disgustos. Mi padre y mi madre vivían encima de mí
y se oponían las más de las veces
278
a estas actividades que me alejaban de la Escuela.
-A este muchacho hay que tratarlo con mano dura -decía mi padre a mi madre.- De
momento le ataca tabardillo. Mírale la cara. Parece que tiene toda la sangre en la cabeza.
Yo me quedaba mirándolos. Estaba descalzo, con la camisa abierta, el pelo alborotado, y la
chichigua, con la cola en pedazos sujeta contra el pecho por un brazo.
Me quería morir en esos momentos. Acaso pretendían que yo viviera en el patio? No se
había hecho la calle para estar en ella?
-Todo lo que hago es malo -murmuraba.
-Cómo! -exclamó mi padre.- Vuelva a contestar para que usted vea, -y al hacer ademán de
levantarse yo me retiraba enseguida de su presencia.
En el fondo del patio, sentado en el suelo, arreglando la cola de mi chichigua, pensaba en
que yo era el más infeliz de mi vecindario. Si perseguía los lagartos para no salir a la calle
porque me lo tenían prohibido, era un pendenciero; si me trepaba en la empalizada para
inspeccionar los patios y distraerme, me hacían apear porque me iba a romper una pierna;
si cantaba a voz en cuello molestaba a los vecinos; si mis amiguitos venían al patio a jugar
trúcamelo o trompo conmigo, después de un momento, cuando el juego estaba más
interesante, me lo desbarataban porque no podían soportar la bulla. Qué iba a ser de mí?
-Qué está usted hablando ahí -decía en altavoz mi padre para que yo le oyera.
-Nada! -respondía.- Yo no estoy diciendo nada!
-Nada! -exclamaba mi padre.- Siga hablando para usted vea!
Eran tiempos de chichigua y todos los días a la salida de la Escuela yo venía a encampanar
mi pájaro Cristóbal Colón. Desde que terminaba de dar mi lección yo sentía deseos de
hacer esto y al salir a la calle estos deseos se hacían más vivos, cuando veía por el camino
que otros muchachos tenían sus pájaros encampanados.
Yo encampanaba a Cristóbal Colón en la calle de San Lázaro, cuando soplaba la brisa del
mar. Y cuando ya había cojido sufi
279
ciente viento y se ponía serenito, lo pasaba para el balcón de mi casa. Iba por la calzada sin
quitarle la vista de encima hasta que llegaba a los bajos de mi casa, entonces se lo daba a
agarrar a un muchacho del vecindario amigo mío y yo subía corriendo por las escaleras
para ganar el balcón. Entonces con una piedra suspendida de un hilo que hacía descender
desde el balcón para que me amarraran en ella la cuerda del pájaro, la llevaba hasta arriba
hasta que la pudiera coger con la mano. Era un operación delicada, pero yo tenía en todas
estas cosas una gran experiencia. Cuando yo tenía el hilo del pájaro en mis manos, me
pasaba horas allí, cambiándolo para uno y otro lado, sobre panadería de Cámpora, del lado
de Bárbara, haciéndolo dar vueltas, coleándolo o dejándolo deslizarse en vanda, haciéndole
coger los vientos y sobre todo exhibiendo las condiciones de mi pájaro que yo consideraba
una obra maestra por haberla hecho con mis propias manos; y exhibiendo mis habilidades
en su manejo.
Buscaba quien me lo agarrara cuando me llamaban a comer o si había mucho viento lo
amarraba de la baranda y comía a prisa, para evitarme contratiempos.
-Este muchacho no tiene peso -me decía mi padre, viéndome en la mesa.- Tenga
tranquilidad aunque sea para comer.
Yo no decía una palabra, pero me parecía que me regañaban demasiado. Cómo iba a tener
tranquilidad, si no me quitaban los ojos de encima?
Y tenía mis momentos en que me quería morir.
Mis mayores sufrimientos los padecía cuando quería que me dieran dos motas.
-No hay -me decía secamente mi padre.- Usted se cree que yo tengo fábrica de motas?
Y pasaba ratos de pié, cerca de mi padre mirándolo con insistencia, mientras él tenía la cara
en dirección a la calle. Para vencer esta resistencia yo repetía y repetía que quería dos
motas.
Casi siempre por este medio lo lograba y entonces, lleno de alegría, daba saltos y me
sobaba las manos con las motas dentro de ellas para sentirlas. Al salir por la puerta para ir a
comprar lo que se me había antojado, iba pensando en que mi padre era muy bueno.
Yo debí tener siete años más o menos cuando me consintieron poner un bazar. Conseguí
una tabla apropósito, la preparé forrándola de papel, colocándole los números y los
clavitos. Mis hermanas me obsequiaron con unas cuantas muñequitas. Yo poco a poco
logré comprar otros juguetes. Todos los días al amanecer sacaba mi tabla a la puerta. En
una bolsa de tela estaban metidos todos los números, menos uno o dos que correspondían a
los objetos más costosos. Eso sólo lo sabía yo.
Cuatro o seis muchachos permanecían frente a mi balar y no picaban. Era mayor el número
de los curiosos. Apenas vendía cinco o seis números. Cuando me iba a la Escuela dejaba a
mi hermana Mercedes encargada. Con frecuencia hallaba algunos clavitos vacíos.
-Cuando yo no estoi aquí es que se sacan, -le decía.- Tú no te ocupas.
Mercedes se reía. El bazar perdió en pocos días sus clientes. Nadie se sacaba. Y si sacaban
era una bagatela. Me ocasionó serios disgustos y como todas mis iniciativas terminó por
una reprensión.
-Camine con eso para dentro. Aquí no hay más bazares. Coja sus libros.
Los libros! Parece que de libros es que se vive, pensaba yo, un libro viejo que ya yo me
sabía de memoria.
De este modo iban pasando los días y los meses, yo iba creciendo y aún cuando las
ocasiones en que el "gato estaba en el fogón", como decía mi madre, aumentaban, yo
apenas me daba cuenta, si no comíamos en las mismas horas en que lo hacían en las otras
casas era porque a mamá le gustaba así. Y yo tenía que conformarme.
Todos los días, en las primeras horas de la tarde, llegaba a la puerta de mi casa D. Joaquín,
un español que repartía café molido en paquetes pequeños. Era un hombre alto, blanco, con
un bigote muy grande, negro. Usaba un sombrero de alas anchas y calzaba alpargatas, por
lo cual no se sentían sus pisadas y para que lo advirtieran acostumbraba a pitar. D. Joaquín
pitaba con gran habilidad. Era un silbido agudo que hacía eco en el zaguán de la casa y se
oía hasta en la cocina. El burro en que se repar
281
280

tía el café era un burro pequeñito, de color claro y muy intelijente. Iba este burro por la
calle solo, con sus dos cajas a los lados, y la jáquima envuelta en el pescuezo. Don Joaquín
iba detrás y no tenía necesidad de mandarlo a parar. El burro de D. Joaquín conocía las
casas en que tenía que detenerse y lo hacía con una precisión que le hacía honor. A veces,
sea porque estuviera cansado de la lucha diaria o por capricho, se detenía en una puerta más
tiempo del acostumbrado; entonces D. Joaquín producía un ruido especial con la boca o
exclamaba:
-Arre, burro!
Y dando media vuelta emprendía al trote calle abajo seguido del buen español que nunca
cruzó en mi casa dos palabras con nadie.
Un día le oí decir a mi madre que se retiraba de la puerta porque no le quería ver la cara a
don Joaquín.
-Ese es un hombre muy bueno y muy decente, -decía mi madre.- Se da cuenta de nuestra
situación y no se ocupa de cobrar el café.
Todos los días, durante mucho tiempo, don Joaquín colocaba los paquetes de café sobre la
aldaba de hoja de puerta que permanecía cerrada en el zaguán. Y no buscaba a nadie ni se
dejaba sentir.
Como yo dormía con mi madre, algunas noches me decía: -Ya usted es un hombre. Lo voy
a poner a dormir solo.
Y yo protestaba. Cuando me lo repetían y me parecía que esto se podía realizar lloraba
hasta que mi madre me consolaba diciéndome:
-Venga, súbase en la cama y no llore.
Por las mañanas sentía deseos de levantarme descalzo y dirigirme al patio, pero mi madre
me hacía poner los zapatos para que estuviera listo para irme a la Escuela a la hora en
punto.
Pero a pesar de estar ocupada, a las siete mi madre me hacía llamar. O iba ella junto a la
cama.
-Ya son las siete, levántese!
Saltaba de la cama y me iba al patio. Luego me entretenía en preparar los frenillos de las
chichiguas o en empatar el cáñamo del trompo que había escondido en un rincón. Pero
cuando más
entretenido me encontraba, oía la voz de mi padre:
Ya van a dar las ocho. Dónde estará ese muchachito?
A lo mejor, en ese momento, me estaban vistiendo. Me pasaban el peine para alisarme los
cabellos que siempre tenía en desorden o me pasaban la punta de una toalla mojada por las
orejas para sacarme la tierra que allí se depositaba, cuando "como un perro", según decía
mi madre, jugaba al toro con veta en el patio de Doña Juanica.
A poco salía para la Escuela, volviendo la cara para ver si mi madre o mi padre me seguían
los pasos desde una de las puertas de la calle.
Al medio día, apenas entraba en casa, mi padre me volvía a llamar la atención:
-Qué hacía usted en la calle?
Azorado, con el Mantilla bajo el brazo, los dedos sucios de tinta, el pelo revuelto, la piel
húmeda y los zapatos cubiertos por una capa de polvo, la boca seca y corazoncito
acelerado, respondía:
-Nada!
-Cómo nada? Usted no ve que ya son casi las doce? Voy a preguntar a su Maestra a qué
hora lo soltó. Es que usted se entretiene en la calle. Lo voy a vijilar.
En ese momento yo miraba con rabia el reloj de papá y pensaba que estaba allí solo para
que me pegaran y me regañaran. Por qué no se romperá, pensaba, o se le partirá la cuerda.
Cuando permanecía algunos días de castigo y sin salir a la calle, buscaba un pretexto para
reanudar mis andanzas. Mi hermano Fello me mandaba a comprar cigarrillos a una cantina
de la calle del Conde.
-Tú no quieres cigarrillos? -le decía.- Dame para írtelos a comprar.
Daba un paseo muy grande en estas ocasiones. Por lo regular recorría algunas manzanas
completas ojeando todo lo que caía bajo mi vista.
Cuando no había cigarrillos que comprar me dirijía a mi hermana Mercedes que compraba
bollos de lana para hacer tejidos. Yo era un excelente muchacho de mandados, sobre todo,
282
283
los días que expresamente me prohibían salir a la calle.
A veces, para hacer estos mandados había que pedirle permiso a papá y mi hermana
Mercedes se prestaba más que ninguna otra para sacarme este permiso.
-Papá -decía-, usted deja ir a Pancho a la calle del Conde a compararme una lana?
Mi padre contestaba a veces, pero más a menudo se quedaba callado.
Lograba salir y para evitar que me descubriera algún compadre no iba por los lugares ya
conocidos. Iba hasta el pié de la cuesta de San Lázaro, recorría el último tramo de la calle
Mercedes y llegaba hasta el Polvorín. Allí entraba al Mercado 27 de Febrero, un sitio muy
entretenido que me gustaba frecuentar. Siempre estaba lleno de gente.
El Mercado 27 de Febrero estaba instalado en un extremo del barrio.
XXXVIII

or este tiempo la situación económica de mi familia se hacía cada vez más estrecha y era
con grandes dificultades que se me proporcionaba lo indispensable para que yo pudiera ir
más decentemente a la Escuela.
Una de las principales preocupaciones de mi madre eran los zapatos. Los zapatos han
constituido siempre uno de los problemas más importantes de las familias pobres. Tener un
hijo descalzo es una afrenta y un dolor. Para conseguir un par de zapatos se hacen grandes
sacrificios: se empeña una prenda, se vende algún objeto de valor por la mitad de su precio,
se ejecuta un trabajo mal remunerado y hasta se pasa por la humillación de pedir un
préstamo.
La falta de zapatos pregona por el vecindario la verdadera situación de la familia. Cuando
el hijo está descalzo no se puede esconder la pobreza. Todo el mundo se entera.
-Dónde está Panchito, que hace días que no lo siento?, -dice la vecina curiosa.
-Anda por ahí -se le responde con indiferencia finjida.
Pero hay quienes no se conforman con esa respuesta.
-Yo creí que tenía los pies enfermos, porque me pareció verlo descalzo.
284
285
La madre enrojece de vergüenza y responde:
-No. Es que ese muchacho sólo le gusta estar descalzo cuando está en la casa.
Para evitar todas estas cosas, cuando yo estaba descalzo, mi madre me prohibía salir.
-Dios lo libre que usted me ponga un pié en la puerta de la calle, -me decía, enseñándome
las correas.- Dios lo libre!
Cuando mi padre me veía con los zapatos rotos no podía esconder su preocupación.
Yo tuve dos zapateros. A la vuelta de la esquina, en una pieza de un bohío, en la
proximidad de la calle del Conde vivía uno. Este era Blas. Cuando me estaba haciendo un
par de zapatos yo no salía del taller. Cuando no estaba en la Escuela me encontraba donde
Blas. Sentado en un banco, con los pantalones sucios y llenos de rotos, los pies dentro de
unas viejas chancletas, las rodillas juntas, sujeto el zapato, colocado dentro de la horma,
con una tira de cuero pisada con un pie, me complacía en verle limpiar la suela con un
vidrio... Mientras Blas raspaba para ponerla blanca yo paseaba la vista por el banco. En una
esquina, almidón cocido con limón. Se veían las semillas dentro de la pasta. Al lado, clavos
de varios tamaños repartidos en compartimientos apropiados. El asentador y una colección
de cuchillos de formas extrañas extremadamente afilados. Eran cuchillos cortos, de punta
aguda que en nada se parecían a los de mi casa. Blas los repasaba cada vez que los iba a
usar sobre el asentador con una maestría que yo admiraba. Y como cortaba la suela. Era de
verse! La cortaba al revés. Apoyábala contra el pecho y hundía en ella el cuchillo
acercándolo al cuerpo. En seguida lo pasaba y lo repasaba por el borde para emparejarla.
Me fijaba en todos los detalles. Veía la lezna, el bollo de hilo, la pelota de cerote y los
martillos que tampoco se parecían a otros que me eran más conocidos. Y con qué gusto
martillaba la suela, repicando casi. Dando golpes alternativamente en la suela y en la
plancha. Porque Blas usaba también una plancha al revéz. Y daba duro sobre ella. Y no le
dolía. Un día Blas me habló de su oficio y me enseñó un callo.
-Este es un oficio muy duro, -me dijo.- Y no se paga, todo lo quieren regalado.
Siguió martillando. Yo asistía a todas las maniobras indispensables para hacer un zapato.
Lo veía cortar, lo vi cocer, montar, ponerle la suela. Me entretenía mirándolo trabajar con
la lezna y sobre todo preparar el hilo con cerote para que pasara bien por los hoyitos.
Cuando Blas estaba solo cantaba. Cantaba en voz baja, mientras caía el martillo o abría los
brazos para estirar el hilo. A veces llegaba un amigo y Blas le pedía un cigarrillo. Chupaba
y seguía trabajando. Cuando conversaba un rato me causaba un sufrimiento, pensar en que
ya no estarían los zapatos para el día que me dijo. "Por qué no se irá ese hombre", pensaba
entretanto.
Blas era mulato y tenía el pelo malo. Las cejas pobladas y el bigote escaso. Era de baja
estatura, más bien grueso que delgado.
Blas era miguelete, pero no le gustaba vivir en San Miguel. Su madre era la que no quería
salir de allí. Hacía tres años que Blas había dejado aquel lugar para poder separarse de una
mujer de Galindo con quien tenía dos hijos. Su madre la hallaba muy oscura y atrasada
para su hijo y nunca llevó gusto en que éste viviera con aquella mujer.
-No es posible -le dijo un día- que yo me sacrificara con un hombre a quien no quise nunca,
sólo por adelantar la casta y que tú vuelvas a saltar para atrás.
Comprendiendo que su madre tenía razón, Blas se separó de su primera mujer, a pesar de lo
mucho que la quería.
Ahora estaba enamorado aquí abajo en la ciudad, de una blanca, pero no lo quería aceptar.
Era una muchacha que habían criado en casa de la familia Pichardo, de muy buenas
costumbres y bien parecida. Cuando Blas hablaba de ella se llenaba de entusiasmo. Quería
casarse, formar un hogar con una mujer del agrado de su madre, pero esto tenía sus
dificultades.
-Yo he tenido mala suerte -me dijo en una ocasión Blas. -Mulato y pobre aquí en Santo
Domingo es la peor de las desgracias.
En una ocasión fué reclutado para el Batallón Ozama, pero Don Braulio Alvarez era
Ministro de la Guerra y le concedió la liberación, en vista de que era hijo único.

286
287
Por este motivo, Blas sentía un gran agradecimiento por Don Braulio, el único de los altos
empleados del Gobierno de Heureaux que podía pasar.
Hacía dos años que estaba establecido allí. Tenía casi toda la clientela del Navarijo, y su
especialidad eran los remiendos. Mi padre prefería a José Luluta para que me hiciera
zapatos nuevos y a Blas para las medias suelas y otros arreglos, porque las hacía a
conciencia y duraban más.
-A mí me gustaba estudiar -me dijo Blas un día que yo me le aparecí con una Geografía de
Smith- pero aquí en Santo Domingo los pobres son unos desgraciados. La República es
para dos o tres.
El cuarto que ocupaba Blas, su taller de zapatería, estaba dividido en dos piezas, por una
división de tela clavada sobre un armazón de listones. En la de atrás Blas tenía su catre. La
de la calle constituía el taller. Su banco, un pedazo de mostrador, varias hormas de niños y
de hombres, algún pedazo de suela, una tira de marroquín morado, y una tela de cañamazo
que le servía para haber pantuflas.
Blas me daba clavitos para tejer cordones de lana en carreteles de hilo vacíos.
-Traéme un libro bueno, -me dijo un día.- En tu casa debe haber. A mí me gusta leer. No
tengo tiempo. Por eso no lo hago siempre.
Por último, Blas recitaba versos y pitaba. Qué dulzura tenía Blas para pitar. Quise aprender
a gorjear con él, pero no puede. Pitaba para dentro y para fuera igual, con la misma
facilidad.
Sus labios eran gruesos, muy gruesos. Quizás por eso pitaba tan bien.
José Luluta era mi otro zapatero. Era negro y siempre le oía decir a mi padre:
-Aquí donde hay tantos sinvergüenzas, son pocos los hombres como José Luluta.
Vivía por la Misericordia. A éste lo observé poco. Quedaba lejos de mi casa. Pero José
Luluta significaba para mi El Tripero, los batiportes. Cuando tenía que ir allá nunca dejaba
de dar mi vuelta por las peñas. Cuánta tuna, cuánta verdolaga! Y por Luluta conocí el Faro.
Una sola vez subí hasta arriba.
Siempre estrenaba zapatos para la Semana Santa. Y ya donde Blas o donde José Luluta
pasaba las horas en que no estaba en la Escuela, vijilando la confección de mis zapatos y
apurando, apurando para que me los entregaran.
El Domingo de Ramos me paseaba por la Catedral o por la Iglesia del Carmen, la de mi
barrio, hasta que los zapatos me obligaban a regresar a casa. Rara vez los podía soportar el
primer día. A las once ya estaba yo descalzo, protestando del zapatero y preparándome para
llevárselos otra vez para que me los pusiera en la horma.
-Es que este muchacho no tiene fundamento, -decía mi madre al verme con los pies
desnudos.- Es un pata de perro. No se sienta.
Y mi padre mirándome con la cara muy seria apoyó:
-Usted tiene los pies de hierro. Para usted no hay zapatos que valgan. Cuando rompa esos
se quedará descalzo. No los cuide para que usted vea!
288
289
XXXIX
Algunas mañanas, cuando mi hermana Mercedes estaba arreglando su jardín, yo la vijilaba
desde la puerta del patio porque en una de sus esquinas yo tenía sembrada una mata de
ñame que cuidaba
mucho y regaba dos o tres veces al día. Me gusta observar la rapidez con que crecía y cómo
iba subiendo sobre las cuerdas y tiras de tela que yo había colocado para que se sostuviera.
Contemplaba sus hojas de dos tonos y los numerosos garfios con que se agarraba en las
hendijas de las tablas de palma que formaban la empalizada que cerraba nuestro patio.
El jardín de mi hermana Mercedes era pequeño. El patio de la casa de Don Juan Ramón no
permitió hacerlo mejor. A uno o dos metros de la empalizada mi hermana había colocado
sobre el suelo un par de gruesos horcones. Removió la tierra comprendida entre los
horcones y la empalizada que separaba nuestro patio de el patio de la casa de D. Domingo
Hernández, y luego echó unas cuantas carretillas de tierra negra y otras de estiércol. Sobre
los horcones colocó unas cuantas latas de gas que había llenado de tierra. En estas latas
crecían rosales.
Todas las tardes me invitaba para que la ayudara a echarles agua. A veces me negaba con
cualquier pretexto. No estaba de humor o le ponía precio a mi trabajo. Entonces las flores
no te
290

nían para mí ninguna importancia. Yo las veía y las respetaba, pero no les hacía caso ni las
encontraba bellas. No dudo que cuando yo me paseaba por delante del jardín de Mercedes
lo hiciera con cierto desprecio. El único interés que para mí tenía este jardín era que allí
tenía mi mata de ñame y que había en él siempre muchos lagartijos, en cuya cala yo pasaba
horas muy entretenido.
Tenía mi hermana en su jardín rosas de Cien hojas, Estrella de León, Corazón Duro,
Miniaturas blancas y rosadas, Miosotis, jazmín de Noche, Paciencia, Botón de Nácar y
otras variedades que no recuerdo ahora. En los bordes, tocadores de todos los colores. Y en
laticas pequeñas unos cuantos Claveles, sostenidos con astillas de madera y que, por lo
regular, estaban llenos de hormigas que muchas veces me picaron las piernas. En una
esquina estaba colocada una caja donde se ponían a prender las estacas que se cubrían con
viejos vasos o con botellas rotas hasta que presentaran retoños.
Cuando regresaba a las once de la Escuela y a las cuatro de la tarde, siempre me daba una
vuelta por el jardín para contemplar mi mata de ñame.
Una tarde, cuando fuí a ver mi mata, noté que las hojas estaban caídas, como se ponen las
de algunas matas cuando no les echan agua. Esto me preocupó. Me fije en la tierra que con
tanto cuidado yo rociaba para que se conservara fresca tal como me lo había aconsejado la
tía Mariquita, a quien yo consideraba experta en materia de siembras. Al pasarle la mano
en el tronco noté que estaba desprendido. Habían sacado el ñame y habían enterrado el
tronco para que yo no lo notara. Se había acabado el mundo!
El escándalo, los gritos y las patadas que dí en el suelo debieron haber alarmado no sólo a
mi familia sino a todo el vecindario. Mientras mis hermanas reían, yo en el medio del patio,
con la cara húmeda por las lágrimas que fluían en gran abundancia, profería tales palabras
que hubo necesidad de amonestarme seriamente.
-Ladrones! -gritaba.- Atrevidos! Dónde está mi ñame? Búsquenme mi ñame. Hasta que no
me lo entreguen no me callo.
291

Cuando me hube calmado me dieron una explicación que no me satisfizo, pero que era
elocuente y definitiva.
-Sacamos el ñame -me dijo Mercedes- porque hoy no había aquí en la casa con qué comer.
Ese ñame que te comiste a las doce era el tuyo. Si no lo hubiéramos sacado no hubiéramos
tenido qué darte. Comprendes?
Yo no sé en verdad qué hubiera agradecido más, que me hubieran dejado sin comer y me
hubieran respetado mi ñame o que lo cojieran -como lo hicieron- para darme qué comer.
Al día siguiente me dieron por desayuno un pan con una taza de gengibre. Mi madre me
dijo que no había queso ni mantequilla hasta el otro día, pero que al medio día comería una
cosa muy buena.
En la Escuela sentí un poco de hambre y estuve pendiente de la hora en que me iban a
soltar. Pero cuando regresé a las once, la cocina estaba sin un alma. Mercedes estaba en los
altos ocupada en terminar unos zapaticos de lana; Anacaona leyendo un libro y mi padre y
mi madre no estaban en casa.
Me dirijí al patio y allí me reuní con Carmen y Silvia, mis dos amiguitas del vecindario y
con ellas permanecí un buen rato.
Cuando mi madre llegó de la calle se quitó la manta de lana negra con que acostumbraba
salir y Mercedes bajó a verla.
-Tuve que dilatarme, hija! Don Andrés no estaba en su casa y tuve que esperarlo. Siempre
conseguí diez y doña Josefa me hizo el favor de comprármelos, sin descontarme nada y
aquí están las motas.
-Menos mal! -dijo Mercedes, mirando el dinero en las manos de mi madre.
Mi madre le entregó una parte a Mercedes y enseguida me llamó.
-Vaya a la pulpería y compre libra y media de arroz y venga pronto para que compre unos
huevos en casa de Catalina.
Cuando regresé, los fogones de la cocina estaban encendidos, me puse muy contento, tenía
hambre; pero como ya eran las dos de la tarde, tenía que ir a la Escuela.
-Vete, -me dijo mi madre, arreglándome el sombrero y echándome la vista para ver si
estaba limpio.- Cuando vengas
comerás. Toma estas dos motas para que compres dulce en el camino.
Como no era la primera vez que esto sucedía yo me fuí conforme. Sabía que cuando me
soltaran comería. Por el camino compre dos piñonates y al entrar a la Escuela tomé un vaso
de agua.
Después que regresé y comí, mi madre, al verme contento me dijo:
-Tiene mi hijo su barriguita llena, -y me la tocó con la mano.
Con estos expedientes, tomando billetes a Don Andrés Pérez, amigo de la casa y cuñado de
Patricio, vendiendo los zapaticos de lana y los abriguitos que tejía Mercedes, a veces empe-
ñando algo de lo que nos quedaba y en ocasiones con la pulpería o con algún negocio que
realizaba mi padre, las íbamos pasando, mientras mi madre, siempre optimista repetía:
-Dios es más grande que palo de barco!

293
292
XL
n medio día entraron en mi casa una caja grande que contenía una máquina. Oí decir que
U
mi padre iba a poner una Chocolatería. Entraron varios hombres al patio. Durante dos
semanas hubo movimiento en la enramada. La cocina se cambio de lugar.
Unos albañiles repararon el horno, por dentro y por fuera. Mi padre salía con su paraguas
bajo el brazo todos los días y llegaba sudado y cansado.
A la puerta de mi casa llegaron algunas carretas cargadas.
En la calle me preguntaron cuándo venderían chocolate en mi casa. Yo no sabía qué
responderles.
Un día se prendió el horno. El molino que estaba pintado de rojo comenzó a funcionar. Dos
hombres echaban cacao en unos pilones grandes y los majaban con dos manos tan pesadas
que yo no las podía levantar. Desnudos de la cintura para arriba, el pecho cubierto de pelos,
respirando duramente, dejaban caer las manos de los pilones. A veces cantaban.
Por la tarde, los vecinos se apercibieron de que una nueva industria había surjido en el
Navarijo. Era La Rosita, una compañía sin acciones de mi padre y de D. Francisco Castro,
no registrada, como era costumbre en aquellos tiempos. Los tableros convenientemente
preparados, con sus casillitas llenas de pe
294

queñas mazas oscuras de chocolate, comenzaron a sonar sobre barriles vacíos que hacían
las veces de cajas de resonancia. Era un ritmo extraño que tenía algo del ataba¡ y del
tambor. Con ambas manos y marcando el compás con el cuerpo, Vicente hacía vibrar
aquellas tablas hasta que las bolas de chocolate tomaban su forma habitual de tabletas.
Todos en mi casa estaban contentos y yo comía entonces mucha azúcar parda.
Vicente era el Maestro de la Chocolatería. La Chocolatería me hace recordar a Vicente.
Tenía la cara desfigurada por enormes cicatrices. Parecía un rostro de recortes, como si
fuera una figura de rompecabezas. Por todas partes una grieta. Lo llamaban Vicente El
Quemao, porque fué el único superviviente de la explosión del Arsenal en que perdió la
vida el Gral. Angel Perdomo el 17 de Febrero de 1881. Vicente pertenecía al Cuerpo de
Serenos.
Eran los tiempos de Ulises Heureaux. Vicente entraba a mi casa temprano, se cambiaba de
ropa, tostaba el cacao en el horno, luego lo pasaba por el molino, un molino rojo que mi pa-
dre trajo del extranjero y al cual yo daba vueltas cuando nadie me veía y estaba vacío. Lo
que más me entretenía era verle trabajar con los pilones. La hora en que se comenzaba a
mezclar la masa de cacao con el azúcar me producía una gran alegría. Vicente y otro
hombre, con sendas manos, el tronco desnudo y cubierto de sudor, le sacaba a los pilones
un ritmo raro y extraño que se escuchaba por todo el vecindario. Todos los movimientos
eran acompasados. Alzaban los brazos y con ellos las pesadas manos con una precisión que
me causa admiración. No concebía por qué causa no se cansaban. A menudo Vicente,
cuando estaba de humor me enseñaba su brazo.
-Toca aquí, -me decía, mientras yo pasaba mi mano por aquellas carnes que parecían
hechas de madera dura.- A veces pensaba: "si este Vicente me agarra no me queda un solo
huesito entero". Qué miedo! Y le miraba los costurones de la cara. Ocasiones hubo en que
me le que daba mirando como si fuera un ser fantástico.
En relación con este Vicente oí muchas veces referir a mi
295
madre que era uno de los hombres de confianza del Presidente. A Heureaux lo nombraban
en mi casa en voz baja. Sobre todo cuando llegaba Patricio. A menudo veía a este hombre-
cito bajito, moreno, casi del mismo tamaño que el bastón que llevaba, refiriendo historias
que hacían abrir los ojos a mi madre.
-Cómo? -le oía exclamar a mi madre.
-Seguro! Lo sé de buena tinta, -respondía Patricio.
No se detenía. Con el bastón y el sombrero sujeto con la mano derecha, alzaba la izquierda
para indicar que esperaran, agregando:
-Yo vuelvo por aquí. Voy a ver a una persona que debe saberlo. Y salía precipitadamente.
Porque Patricio pocas veces se sentaba en casa. A veces cuando teníamos la dulcería, mi
madre le daba a probar alguna especialidad.
-Está muy sabroso, -decía Patricio, mientras guardaba un pedazo en un bolsillo.- No se
puede pedir mejor.
Pobre Patricio! Oí decir que atravesaba una situación desesperada. Vestía de oscuro. El
saco no tenía brillo y me parecía como verdoso. Usaba el cabello largo, a manera de
melena, y se le veía gris y lustroso. Parece que se sentía feliz al verse esas hebras largas y
dóciles, que hacían estimable su abolengo.
Alguna vez le ví lanzar una mirada hacia la enramada, mientras preguntaba:
-Y Vicente?
-No te apures, habla -le decía mi madre.- Yo le tengo confianza. El es incapaz de...
-Es que yo desconfío hasta de las paredes, -murmuraba Patricio, haciendo girar los ojos en
diferentes direcciones.
Y sin embargo, mi madre no las tenía todas consigo con respecto a Vicente.
En una ocasión hablaban en la enramada mi madre y Vicente sobre las cosas del General.
Vicente le refería las andanzas que con él hizo la noche anterior.
-Toda la noche estuve con él. Yo soy su confianza.
Y refería lo que hicieron, las calles por donde anduvieron, cómo iba vestido y a la hora en
que se separaron. Mi madre des
pués de escuchar todo lo que Vicente le informaba decía:
Mi madre aprovechaba estas oportunidades para comentar con Vicente las cosas que ella
sabía y muchas de las que se decían de Ulises Heureaux.
-Nadie lo quiere, Vicente. La gente le tiene odio.
-Es verdad, -respondía Vicente.- Yo sé que nadie lo quiere, pero como soy su confianza...
Durante el día no se hablaba más de esto. Vicente se entregaba a su trabajo. En la noche,
cuando ya iba de marcha, mi madre se le acercaba:
-Tú sabes lo que yo te aprecio, Vicente. Tú sabes todo el bien que le he hecho a tu madre.
De casa le hemos mandado muchos bocaítos.
-Sí, yo lo sé. En casa le agradecemos mucho.
Y después de dar algunas vueltas, hablándole de su familia y de su buena disposición para
ayudarla siempre, mi madre continuaba:
-Ya sabes, Vicente. Eso que te dije esta mañana es de juego. Yo no puedo desearle mal a
nadie.
Y Vicente la tranquilizaba.
-Yo lo sé. No se apure, que lo que usted me diga se queda aquí, -y señalaba el corazón.
Un día le refirió esta tontería a Patricio. Este abrió los ojos, abrió los brazos, en una mano
el bastón, en la otra el sombrero de fieltro negro, y se empinó:
-Comadre! Usted sí se atreve.
Porque Patricio, a pesar de todo, era prudente. Conocía la cárcel. Y la miseria y las
persecuciones lo habían acobardado.
-Ese Patricio! -decía mi madre.- Ese Patricio que ustedes ven ahí es un hombre tremendo.
Si aquí hubiera media docena de Patricios, otra cosa fuera!
Pero cuando yo lo veía comiendo recortes de dulces como yo, me echaba a reír. Me reía de
su cara, de su sombrero, de su saco, de su tamaño y de su bastón. Muchas veces tuve la
intención de proponerle que me hiciera una chichigua. Me gustaba tanto volar pájaros!
Pero en mi casa sentían un profundo respeto por Patricio. Y
297
296

estoy seguro de que tal proposición de hacerme una chichigua me hubiera traído serias
consecuencias. Patricio debía ser un hombre importante. Cuando llegaba a mi casa todos le
ponían atención.
-Aquí está Patricio -decía mi madre buscando con la vista a mis hermanas o a mi padre.
Y Patricio se veía rodeado por todos en la casa. Más de una vez ví salir a Patricio de mi
casa incómodo, agarrando fuertemente el bastón, los ojos inyectados, nervioso, mientras mi
madre lo acompañaba hasta la puerta de la calle repitiendo:
-Cálmate, Patricio! Cálmate! Todo tiene su fin!
Otras veces entraba de buen humor. Comía sus recortes y hacía reír a mis hermanas. Al
retirarse, mi madre repetía:
-Este Patricio tiene unas cosas! -y dirigiéndose a una de mis hermanas agregaba:
-Si ustedes hubieran conocido a Patricio cuando era más joven!
Pero una mañana Patricio entró a mi casa con una cara distinta. Después de saludar a mi
madre ocupó una mecedora. Estaba serio y su semblante parecía lleno de asombro.
-Yo no quería ser el primero -dijo-, pero me parece, Sinforosa, que tengo el deber de
hacerlo -y con el bastón dentro de las piernas y el sombrero enganchado en su extremo,
silenció por un momento.- Mi madre, que había tomado una silla para sentarse cerca de
Patricio le dijo:
-Habla, dí lo que ha pasado. Han matado a Abelardo? Dímelo pronto!
Patricio exclamó:
-Ni Dios lo quiera. Todavía no.
-Y qué pasa? Habla, que yo estoy acostumbrada ya a los golpes por más fuertes que sean.
Y Patricio, en voz baja le dijo a mi madre que Abelardo estaba preso en Puerto Rico y que
lo estaban esperando aquí.
-Esperando? -exclamó mi madre ya un poco más preocupada.
A los pocos días se confirmó el rumor. Abelardo había sido reducido a prisión y se decía
que era el propósito del Goberna
298
dor insular enviarlo a Santo Domingo, a requerimiento del Presidente Heureaux.
La impresión que esta noticia produjo en mi casa no es para describirla. Mis hermanas y mi
madre lloraron un poco y mi padre como siempre silencioso y resignado, por todo lo que
había sufrido con este muchacho.
-Tengan calma -decía de vez en cuando.- Dios es muy grande.
Afortunadamente, esta vez la trama falló y mi hermano fué puesto en libertad, gracias a la
intervención del Cónsul de los Estados Unidos en Ponce Don Félix Preston.
Esta vez el Gobernador de la Isla, Salas Marín, y el Alcalde de Ponce, Luis Alvarado no
pudieron complacer a Heureaux.
Pero no abandonaron su propósito y el 14 de Abril del año 1897, de nuevo fué Abelardo a
la cárcel, esta vez acusado de ser jefe de una pandilla de bandoleros y de conspirar contra la
paz de la colonia.
Esta vez fué incomunicado y entregado a la junta militar.
Fracasó, sin embargo, esta nueva estratagema. La noche del 22 de junio de 1897, mi
hermano se escapó de la prisión y recogido por un bergantín inglés que estaba anclado en la
rada de Ponce, fué llevado a Montreal, Canadá, de donde pasó después a Nueva York.
Cuando esta noticia se supo en mi casa reinó de nuevo la tranquilidad. Considerábamos ya
seguro a nuestro hermano de toda persecución. Mi padre volvió a sus luchas para
sostenernos y mi madre a alentarlo con su persistente optimismo que nunca la abandonó.
Dios aprieta pero no ahorca, solía decir mi madre cada vez que la embargaba algún
sufrimiento.
299
XLI
Sinforosa, este muchacho está creciendo a la carrera -le dijo una mañana la tía Mariquita a
mi madre.
Yo estaba parado en la puerta del patio. La tía Mariquita me miró de pies a cabeza. Y yo
sonreí. Me agradó oírla decir eso, porque yo estaba cansado de ser chiquito. Quería crecer y
ser lo más pronto posible un hombre como los que yo veía en la calle. Quería tener
pantalones largos, zapatos grandes como los de mi padre, sacos con muchos bolsillos para
llenarlos de todo lo que se me antojara, y, además, usar un bastón como el que yo le veía
siempre a Patricio. Un bastón para darle vueltas entre los dedos, para estar elegante y para
defenderme de todos los que pudieran atacarme.
La tía Mariquita había reconocido un hecho que me complacía y que todos en mi casa
negaban con una obstinación que a veces me solía incomodar.
Era domingo y pedí a la tía Mariquita que me llevara a pasar la tarde con ella. En su bohío
de Regina podía pasar la tarde disfrutando de todas las prerrogativas que le correspondían a
un hombre, ya que me acababa de reconocer esta calidad.
Yo quería mucho a mi tía Mariquita. Yo conocía solamente dos tíos maternos. El tío
Genaro, un negro alto y fuerte que vivía en San Cristóbal y al cual ví solamente por dos
veces en mi casa y a la tía Mariquita, negra también, que tenía su rancho en la calle de
Regina. La tía Mariquita se pasaba temporadas en mi casa, pero por mucho tiempo vivió
independiente de nosotros y en compañía de su hijo Angelito, que tuvo por padre a un
hombre ilustre en la historia nacional.
Casi todas las mañanas, cuando vivíamos en el Navarijo, la tía Mariquita llegaba a mi casa.
La suya apenas distaba dos cuadras de la nuestra. La tía Mariquita pasaba casi toda la
mañana con nosotros ayudando a mi madre en sus quehaceres cuando estaba de humor y no
quería hablar. La tía Mariquita era muy ladina y desde que ponía el pie en la casa no cesaba
de hablar. -No sabes a quien ví? -le decía a mi madre, después de saludarnos.- A que no me
adivinas?
-Cómo voy a adivinarlo? -respondía mi madre. -Es lo que tú más conoces.
-Lo que yo más conozco? -repetía mi madre pensando. -Sí, niña! Como la palma de tu
mano. Muchas memorias me dió para ti y para Juan Elías. Yo no la conocía. Está gorda y
hasta joven.
-Pero, quién es? -preguntaba mi madre.- Acaba de decirlo. La tía Mariquita se quedaba
mirando a mi madre un rato y luego:
-A María Mota, niña. Se puso muy contenta. Y mi madre tratando de recordar, murmuraba:
-A María Mota? Qué María Mota?
-A María Mota, niña, la de Teodoro el carpintero, el de la
Misericordia. Aquel que iba al Conde siempre y compraba cla
vos a Juan Elías.
Mi madre sonrió y después de una pausa agregó:
-Ah! Un morenito de cabellos malos que andaba siempre
con una chamarra de fuerte azul?
Y como Mariquita dijera que sí, mi madre añadió: -Siempre estás tú encontrándote con
desconocidos en la calle.
-Es que yo soy consecuente con mis amistades. Yo las pro
curo, porque uno sabe de hoy y no sabe de mañana.
Cuando la tía Mariquita resolvía quedarse de visita en casa
301
300

yo me ponía muy contento. Y si se iba a la cocina daba saltos de alegría. Comía mucho
porque me gustaba todo lo que ella hacía y además por la tarde era seguro que la tía
Mariquita preparaba su plato favorito: arroz calentado con salsa de carne, como ella sólo lo
sabía preparar y yo no le he comido más nunca en mi vida.
Pero la tía Mariquita no hacía esto con la frecuencia que yo deseaba. A veces entraba y
salía.
-Ya se tué? -me preguntaba mi padre. -Quién?
-Tu tía Mariquita. Hoy ha venido de mal humor. Parece que tiene algún chisme entre
manos.
Cuando la tía Mariquita olvidaba sus susceptibilidades volvía a reanudar sus
acostumbradas visitas.
-Vaya a besarle la mano a su tía -me decía mi padre soltando una sonrisa burlona, cuando
la veía entrar por la puerta.
La tía Mariquita entraba escamada, fijando la vista en él, que finjía no haberla visto entrar.
La tía Mariquita no apartaba los ojos de mi padre como si quisiera descubrirle algún
pensamiento.
-Dónde está tu madre? -preguntaba en alta voz cuando me encontraba en su camino, como
si quisiera que todos supiesen que sólo iba a la casa para saludar a su hermana.
Pero cuando pasaba cerca de mi padre agregaba:
-Cómo están por aquí?
A lo que él contestaba apenas sin volver la cara con un "Ya usted puede ver", seco y frío.
Luego, cuando daba la espalda, mi padre la miraba mientras me hacía un gesto burlón. Era
tan susceptible y habladora la tía Mariquita!
Las relaciones de la tía Mariquita con mi padre eran de naturaleza especial. Nunca fueron
muy cordiales. Se trataban con evidentes reservas mentales. Y no parecía que entre ellos
mediaba el grado de parentesco que tenían. Para mi padre la tía Mariquita además de ser
una cabeza vacía, llena de humo, era malagradecida y poco escrupulosa. Pero nunca se
opuso a que mi madre la protejiera. Cuando pasaba temporadas en casa, a veces trabajaba,
pero por lo regular descansaba.
302
Mi padre decía donde sólo podían oírlo uno de sus hijos, que la tía Mariquita era una
haragana.
Sin embargo, a veces, la tía Mariquita, que era muy ladina y audaz, se le acercaba a mi
padre y le tiraba de la lengua. Hablaban entonces de cosas pasadas, relatos, historias,
anécdotas y hasta chascarrillos. Mi padre, con el cabello blanco ya, su nariz perfilada y sus
ojos claros, azules, su blancura de cera, sonreía amablemente. La tía Mariquita almidonada,
luciendo chancletas nuevas, la nariz ancha, abierta y redonda, la cabeza cubierta por un
pañuelo de madrás, la manta caída sobre los hombros y los dientes amarillos.
-Es lo que yo digo, Juan -decía sentenciosamente la tía Mariquita.- Nuestros tiempos eran
otros. Estos jóvenes de ahora tienen otra crianza.
Y mi padre asentía con un movimiento de cabeza.
Cuando Mercedes veía a la tía Mariquita conversando cordialmente con mi padre recordaba
el odio que él le tenía a los haitianos y pensaba que quizás por el grado de parentesco que a
ella lo unía la encontraba tan blanca como él.
La mayor entretención de la tía Mariquita era fumar su cachimbo criollo, de barro, pero
esto lo hacía por lo regular, en sitio apartado y en determinadas horas.
La tía Mariquita tenía fama de ser buena cocinera y muchas vecinos gustaban de los
sabrosos bocadillos que ella misma preparaba para su regalo.
Cuando la tía Mariquita me llevaba a su casa yo jugaba mucho. Me hacía dueño de su casa.
La tía Mariquita solía pasearse por el vecindario llevándome cojido de una mano.
-Sí -decía- cuando le preguntaban de quién era ese muchacho que iba con ella.- Este es
Panchito, niña. La surrapa de Sinforosa. Malcriado como él solo.
-Pero buen mozo -decía la vecina, cojiéndome la barbilla.
Pienso que la tía Mariquita debió sentirse orgullosa de mí, su último sobrino.
Desde que la tía Mariquita dejó definitivamente este mundo, yo no he dejado de echarla de
menos ni un solo día. La tía Mariquita me ha hecho mucha falta. Tengo muchas razones pa
303
ra quejarme de esta pérdida irremediable.
Indudablemente que para la tía Mariquita yo era una persona importante, su último sobrino.
Y aunque no el mejor parecido ni el más afortunado, quizás, con excepción de mi hermano
Rafael, el que merecía más afecto y el que gozó más de sus atenciones y cuidados.
Cuando la tía Mariquita vivía en la calle Santomé todas las tardes, después que salía de la
Escuela yo iba con mi chivo a cortarle ramas de guásuma de un frondosa mata que había en
su patio. Amarraba el animal en uno de los horcones de la empalizada de tablas de palma y
me trepaba en la mata armado de un machete que ella, me proporcionaba. Sentada en una
mecedora, la tía Mariquita me seguía con la vista, mientras me repetía dos o tres veces:
-Ten cuidado con ese machete, no te vayas a cortar.
El machete no tenía buen filo y las ramas de guásuma se desprendían a fuerza de golpes y
más bien se desgajaban que se cortaban limpiamente.
Cuando el chivo estaba comiendo, la tía Mariquita se complacía en conversar conmigo.
-Yo no sé qué piensan en tu casa -me decía.- Ayer le dije a tu madre que tuviera más
cuidado contigo. A los muchachos no se consienten tanto. Yo estoy al tanto de todo lo que
tú haces.
Yo me sinceraba con ella y le aseguraba que todo cuanto de mí le decían eran embustes.
En el patio de la tía Mariquita había mucha sombra y un fresco. Era un patio pequeño. Una
mata de guásima, una mata de lechosa, una mata de almendras y en un rincón una mata de
salvia y unas cuantas latas con hierbabuenas, albahaca, apasote, y algunos claveles de
muerto, amarrillos y llenos de hormigas, de hormigas caribes que en varias ocasiones me
picaron despiadadamente. Frente a una de las empalizadas había una mata de resedad que
la tía Mariquita cuidaba mucho y por la cual sufrí un disgusto un día que el chivo le dio
unos cuantos mordiscos.
Lo que más me llamaba la atención en el bohío de la tía Mariquita era el aposento. La cama
sobre todo. Era un catre came
ro, como decían entonces, provisto de un colchón de lana muy grueso y de una sábana
multicolor, hecha de retazos y que lo cubría mientras no estaba en uso. Pero lo que hacía
interesante esta cama era el número de almohadas. Yo conté una vez hasta diez almohadas.
La tía Mariquita sentía un gran respeto por su comodidad. Una vez que estuvo enferma yo
la vi hundida entre sus almohadas de tal modo que apenas se le podía ver la cara. Yo estaba
seguro de que la que estaba allí era la tía Mariquita porque sus ojos se movían bajo el
pañuelo de madrás morado que usaba siempre y que me era tan familiar.
La tía Mariquita se levantaba tarde en el día y se acostaba temprano. Doce horas era lo
menos que ella permanecía en su lecho y cuando llegaba Diciembre y el frío le hacía
reaparecer su reumatismo -enfermedad que tuvo por toda la vida y sin duda la llevó a la
tumba- la tía Mariquita sólo se levantaba un momento, para acomodar sus almohadas,
cuando el sol estaba alto y su habitación caliente.
La tía Mariquita no tenía preocupaciones. Para no tenerlas no había criado nunca un perro
ni tampoco gallinas. Su patio estaba siempre mudo. Unicamente cuando yo llevaba mi
chivo era cuando los vecinos se podían dar cuenta de que aquel patio no era un cementerio.
Pero el agua de la tía Mariquita era muy agradable y fresca. Cuando yo descendía de la
mata de guásuma sentía una gran sed y cuando tomaba el agua de la tinaja de mi tía, sentía
una gran satisfacción; era una agua dulce, fresca, distinta al agua que yo bebía en mi casa.
La tía Mariquita recojía el agua con una plancha de zinc y la almacenaba en una barrica,
cubierta con una tapa de madera. Era esta agua clara, transparente, fría, con dos o tres
gusarapos, y yo me complacía en verme la cara en su superficie como si fuera en un cristal.
Como todo cristiano, la tía Mariquita tenía sus virtudes y también sus dones. Siempre le oía
decía a mis hermanas que como el sazón de la tía Mariquita había pocos. Yo no sabía en
qué consistía esta cualidad que le atribuían a mi tía, pero llegué a pensar que era por esto
una persona importante.
Cuando en mi casa compraban palomas mis hermanas invi

304
305
taban a la tía Mariquita para que viniera a cocinarlas. Palomas que no cocinaba la tía
Mariquita no eran verdaderas palomas.
Muchos otros platos hacía la tía Mariquita que no tenían iguales. Los días en que ella se
brindaba a hacer la comida en casa, después que Mercedes le hacía miles de promesas, eran
días de fiesta.
-Mañana viene Mariquita a cocinar -decían.- Ténganle todo preparado. Ustedes saben
como es ella.
Pobre tía Mariquita! Desde que dejó definitivamente este mundo, yo no he dejado de
echarla de menos ni un solo día. Jamás he comido buenas palomas, ni guisadas ni en locrio,
ni carnes como la preparaba ella. Con el tiempo me fuí dando cuenta de que con ella se
perdió el sazón que tanto alababan en mi casa y que no he vuelto a encontrar.
Años de comida insípida, de falta de apetito, de comer sin gusto y años comiendo el
celebrado congrí con salsa de carne que sabía a gloria y de arroz con habichuelas calentado
y nuevamente sazonado, que fué su especialidad.
La tía Mariquita me ha hecho pensar que muchas cosas se pierden en el transcurso de la
vida que no se volverán a tener.
XLII
La Semana Santa era en mi barrio un acontecimiento extraordinario. El Miércoles Santo no
sólo era un día solemne en todo mi barrio, sino también en toda la ciudad. Los navarijeños
lo sabían y por eso ponían tanto empeño en disponer todo cuanto fuera necesario para
lograr este fin.
Desde que se avecinaba la Semana Mayor, la hermandad del Nazareno entraba en
actividad. Se limpiaba la Iglesia, el altar, el patio y el parque que por aquel entonces no
tenía árboles ni aceras.
Se apeaba el trono y se colocaba sobre dos bancos. Era un trono de caoba torneada, con
adornos en seda morada, hilos de oro y escamas de peces. Se limpiaba y se le daba lustre de
puño o barniz. Y se le hacían los ajustes necesarios.
El Nazareno tenía un traje de lujo guardado para ese día. Regularmente se lo ponían la
víspera. Era un traje de pana, con bordados en seda. Las parabrisas de cristal tallado que
adornaban el trono quedaban limpias, transparentes y con velas de cera acabadas de hacer.
Estas eran generalmente ofrecidas por algunas personas acomodadas, como lo era el traje,
que a menudo regalaba algún pudiente devoto del Santo.
Yo seguía todos estos preparativos. Desde la semana anterior dejaba de ir uno o dos días a
la Escuela o cuando no podía ha
306
307
cerio, al salir de la clase entraba en la Iglesia. Algunos de los miembros de la Hermandad
me conocían. Yo ayudaba en todo lo que podía. Limpiaba candelabro, colocaba velas,
sujetaba escaleras. A veces me echaban fuera. Junto conmigo entraban otros muchachos y
hablábamos o estorbábamos en alguna forma. Entonces alguien nos decía:
-Salgan para afuera, -y nos conducían hasta la puerta que se cerraba a nuestras espaldas.
Pero nos quedábamos en el patio esperando otra oportunidad y mientras tanto nos
trepábamos en el Campanario. El Campanario sólo tenía cuatro paredes para soportar el
piso. Estaba abierto por detrás. Una escalera de madera con muchos peldaños rotos
permitía subir hasta arriba. Debajo de la escalera había un hoyo, donde se arrojaban papeles
y alguna que otra vez aparecían allí peligrosas inmundicias. No era fácil subir esta escalera,
pero los que vivíamos por allí teníamos mucha práctica para hacerlo.
Yo toqué muchas veces las campanas en la Iglesia del Carmen. Había quien lo hiciera pero
yo se las pedía prestadas. Aprendí el venid temprano, y hasta llegué a revolear el badajo.
Pero nunca logré adquirir maestría como la tenían los otros.
El miércoles Santo era mi día. Yo, que desde el domingo de Pascua había estrenada mi
percha, como decían en casa, reservaba alguna cosa para usarla ese día.
-Deje eso para el Miércoles Santo -me decía mi madre.
Y me quedaba conforme porque sentía un poco del orgullo del barrio.
Las solemnidades se iniciaban con misas que empezaban en la madrugada. Casi todos los
Curas de las otras parroquias venían al Carmen a decir misa rezada. Las campanas no
cesaban de repicar. Antes de abrir la puerta ya habían cruzado por las diferentes calles
innumerables sombras que dirijían a la plaza. Eran las viejas y las jentes pobres que tenían
que aprovechar esas horas para no mostrar sus necesidades al público.
A medida que avanzaba el día iba cambiando el aspecto de las personas que entraban a la
Iglesia. A las nueve era la misa cantada o mayor.
308

Toda la aristocracia de los barrios de la Catedral y del Convento venían a la Iglesia del
Carmen. Viejas de cabeza blanca con mantillas de seda y trajes de telas costosas seguidas
por las sirvientas que les traían las sillas y las alfombras donde se arrodillaban. Señoras
elegantes con calzados relucientes, el pecho adornado con joyas y la cabeza cubierta con
grandes sombreros con cintas y plumas. Señoritas con trajes perfumados, olorosos a cedro,
provistos de elegantes abanicos.
Mitones, sombrillas, cadenas de oro, aretes, dormilonas, anillos provistos de pedrerías se
veían por todas partes.
Los más elegantes libros de misa, con tapas de cuero o de nácar descansaban en manos
blancas y finas, de dedos afilados y uñas bien cuidadas.
Alrededor de la puerta se apiñaba una multitud. Había viejos vestidos de negro, provistos
de sombreros hongos apoyados en bastones o paraguas con puño de oro o de plata. Camisas
nítidas, blancas como algodón. Jóvenes perfumados con sus sombreros de paja, sus
corbatas vistosas y los zapatos brillantes. Abundaban las buenas leontinas y los bastones
criollos de granadillo, de ébano o cañas extranjeras.
Junto a la entrada charlaban, fumaban y se complacían viendo la enorme concurrencia que
no cabía en la Iglesia.
A veces se sentía tanto calor que la cantidad de pañuelos fuera y dentro del templo
contribuía a la decoración.
La nave era una profusión de colores, porque el Miércoles Santo no era de rigor usar
colores serios y las muchachas y las señoras aprovechaban ese día para lucir sus
combinaciones más atractivas.
Al acercarse a la puerta se oía ese ruído especial que producen las grandes aglomeraciones.
Poco antes de comenzar la misa nadie se podía mover. Las últimas personas en llegar
tenían que emplear mucho tiempo para pasar a través de la puerta. Iban abriéndose paso
poco a poco, pidiendo excusas y hasta haciendo un ligero esfuerzo para hacerse espacio.
Cuando lograban franquear la puerta se tenían que detener un rato hasta que divisaban un
sitio desde donde pudieran oír
309
la misa. Si llevaban sillas, éstas, iban por al aire de mano en mano hasta el sitio en que
podían ser colocadas.
Los vecinos del templo ofrecían las suyas a sus amistades y hasta a las personas que se las
pedían. Había casas en las cuales quedaban las salas vacías todo el tiempo que duraba la ce-
remonia.
El parquecito se llenaba de grupos de personas que no podían entrar. Y junto al
campanario, en la calzada de ladrillos de la Iglesia y junto al portal de San Andrés
permanecían de pie muchas personas.
La Orquesta dirijida por el Maestro Chávez se reforzaba. Y las piezas que se ejecutaban
eran de las más selectas del repertorio sagrado.
El Altar Mayor materialmente cubierto de velas de cera blanca, en candelabros de plata y
de cristal de varios tamaños, dispuestos en filas superpuestas, dejando únicamente un hueco
que ocupaba el trono del Nazareno que brillaba por todas partes.
Yo daba vueltas de una puerta a otra, me metía por entre las personas, iba al patio, me
subía en el campanario, no estaba quieto en ningún lugar. Veía el altar admirado, y veía al
coro, a los músicos.
Siempre estrenaba un flux, zapatos de José Luluta o de Blas, un sombrerito de paja o de
panza de burro, y alguna vez un bastoncito.
Cuando los zapatos me apretaban iba a casa. También cuando tenía sed o cuando me
aburría la jente o me mareaba.
La misa duraba mucho tiempo. Oficiaban varios curas, con ornamentos muy vistosos y
muy afeitados.
Era una de las misas más grandes y más buenas que yo había oído. Mucha música, mucho
incienso y muchos cantos.
En la tarde era la procesión. Después que acababa de comer pedía que me vistieran y
mucho antes de llegar el piquete que siempre se adelantaba, llegaba yo. Me gustaba ver los
soldados. Era un batallón completo. Se detenía frente a la Iglesia. Yo observaba sus
evoluciones.
-Alto, Alt!...
-Presenten armas!
A las cuatro salía la procesión. Delante, la Cruz y tres monaguillos, uno en el centro y dos a
los lados. Junto a éstos se iniciaban las filas. Muchachos vestidos de diferentes maneras, se
iban alineando por indicación de un policía. A medida que se incorporaban iban
caminando. Había cubiertas dos cuadras cuando salía San Juan, seguido, a corta distancia,
por la virgen de los Dolores, con la Orquesta del Maestro Chávez y un buen rato después le
seguía el Nazareno, en hombros de la Hermandad, primero, luego iban siendo sustituidos
por personas distinguidas y empleados del Gobierno. Diputados, Ministros y Jueces. Todos
se disputaban el honor de cargar esas andas. Delante del trono iba la Orquesta del Maestro
Arredondo ejecutando un Motete.
El maestro Arredondo era un fervoroso del Nazareno. Con su saco cuadrado y grandes
bolsillos abiertos, de uno de los cuales sacaba un gran pañuelo de seda para secarse el
sudor, iba con su violín, usando de vez en cuando la ballestilla para marcar el compás a sus
músicos.
Con sus espejuelos a media nariz, alzaba su cabeza descubierta para ver al Nazareno, cada
vez que iniciaba una tocada. Luego le daba la espalda. Tocaba con inspiración y a veces su
entusiasmo lo llevaba a cantar los motivos al mismo tiempo que se los sacaba al violín.
Detrás del Nazareno iban altos dignatarios del Gobierno, luego le seguían las
Comunidades. Detrás mujeres y el pueblo. Cerraba la procesión el batallón Ozama con el
arma a la funerala y con paso de marcha. La banda del ejército ejecutaba de vez en cuando
una marcha apropiada.
La procesión ocupaba seis u ocho manzanas. Al comienzo no se oía la Orquesta de Chávez.
Y cuando se oía la del Maestro Arredondo no se oía la Banda del Ejército.
Las calles ofrecían un aspecto encantador. Aceras, puertas y balcones estaban llenos de
gente.
La procesión del Nazareno congregaba la mayor cantidad de gente en la ciudad.
Yo iba en una fila a veces, y otras fuera de ella, cuando me
311
310

cansaba y apagaba entonces la vela que me habían entregado. Cuando iba en la fila hacia lo
que los demás, echaba esperma al de delante o empujaba cuando era necesario, o me
detenía cuando eran los de atrás los que me querían hacer caer.
Pero me daba mis escapadas. A ver a Chávez como se movía con su clarinete, a ver al
Maestro Arredondo que hacía muchas muecas o a ver los soldados que me gustaban tanto.
A la oración estaba muerto de fatiga. Me dolían los pies. Los zapatos no podían soportar
más polvo. Y la badana del sombrero estaba húmeda.
El Miércoles Santo tenía que acostarme temprano. No podía más. Era para mí el día más
grande de la Semana Santa.
XLIII
Mi tío Pancho no se vió como mi padre en la necesidad de abandonar la calle del Conde.
Unas veces más abajo, otras más arriba, vendiendo telas o con una pulpería, disfrutó hasta
su muerte de buena
posición. Como mi tía Mariquita, mi tío Pancho era sumamente orgulloso. Alto, blanco, de
facciones ordinarias, tío Pancho tenía modales distinguidos. Vestía siempre de dril blanco y
era pulcro, limpio ordenado. Mi tío Pancho no sabía gran cosa de letras, pero le complacía
el trato de las personas ilustradas.
Casó mi tío con una venezolana, Isabel Gutiérrez que, según él pertenecía a familias
distinguidas de aquel país. Yo recuerdo haberlo visto detrás del mostrador, ya viejo, con la
cabeza blanca, pero con toda la apariencia de un aristócrata.
Yo iba allí de tarde en tarde, porque el tío Pancho vivía distante de mi casa. Me daba
golosinas y la bendición y con un aire de dignidad que a mi no se me escapaba, me decía
secamente:
-Cómo está Juan Elías?
Yo no ví a mi tío en mi casa. Tampoco se me ocurrió preguntar si había estado en ella
alguna vez. Me acostumbré a verlo en la suya. Tampoco ví a mí padre en casa de mi tío
Pancho. Pero cuando vivíamos en San P de Macorís, mi padre estuvo de visi

312
313
ta en casa de mi tío. Yo conservo una fotografía en que están los dos viejos en compañía de
Isabel y su yerna, sentado junto al jardín. En una ocasión mi padre se retrató solo y mi tío
también y esas son las únicas fotografías que de ellos he conservado.
Yo he pensado muchas veces que, como mi tío Pancho privaba en aristócrata, se sentía tan
orgulloso de sus ascendientes, debió haber visto con malos ojos la unión de mi padre con
mi madre. Yo he sospechado siempre que mi tío sentía en extremo el orgullo de su raza.
Sin embargo, no tengo pruebas de ningún disgusto, ni de la más leve alusión. Mi tío
hablaba de mi madre con cariño y muchas veces aludía a la tía Mariquita sin que yo pudiera
adivinar la más Tijera reticencia.
En aquellos tiempos la influencia extraña no había adquirido las proporciones que tiene
hoy. Estábamos tan aislados material y mentalmente que hasta nosotros no habían llegado
las costumbres de otros pueblos.
Los españoles nos habían enseñado a ser tolerantes. Nunca fué en Santo Domingo la lucha
de raza tan cruel y persistente como lo fué en Haití.
Algunas veces me mandaban a casa de mi tío. La casa de mi tío Pancho era grande y
cómoda. La pulpería ocupaba la esquina y todo el frente de la calle del Conde. La familia,
el lado que miraba a la calle Duarte. La casa de mi tío daba la impresión de bienestar desde
que uno entraba en ella. Amplia la sala, con muebles aparentes, dos consolas doradas con
espejos, un par de mesitas con tapas de mármol y en las paredes, retratos al creyón de sus
hijos. Las puertas de la sala estaban adornadas con cortinas de punto. A la sala seguía el
comedor, amplio, ventilado, que recibía la luz del patio cuadrado y pequeño con dos
arriates en el centro y un emparrado. Del lado del patio el comedor estaba abierto. Tres o
cuatro arcos descansaban sobre otras tantas columnas. Era un antiguo patio español como
el que tienen muchas casas en la ciudad. La mesa del comedor era grande, de extremos
redondos. En una esquina del comedor estaba colocada la piedra de filtro, y debajo de ésta,
la tinaja dentro de una jaula de madera. Frente a la mesa se veía un aparador de nogal
con un espejo manchado. Allí siempre había dulces, queso y mantequilla, hecha en la casa,
blanca y salada.
En casa de mi tío no faltaba nada. Cuando yo tenía doce años iba allí a menudo y muchas
veces me dejaban a comer. Donde mi tío se comía bien. Todo era abundante. Al terminar la
comida Isabel me ofrecía dulces. Dulce de guayaba con queso criollo, que a mi tío le
gustaba mucho, o dulce de leche. A veces me ofrecían alguna tajada de naranjas en
almíbar. Cuando hubo hielo en la ciudad a mi tío no le faltaba el agua fría.
La casa de mi tío era un contraste con la mía. En nuestra casa faltaba de todo.
Mi tío Pancho se sentaba todos los mediodías, después de cerrar la pulpería junto a una
puerta que quedaba enfrente de la calle y que permanecía todo el día entreabierta, sujeta
por un aldabón.
Con pantuflas bordadas, pantalón blanco y en mangas de camisa. A la derecha le quedaba
un portasombreros donde él colocaba su paraguas de merino y su panamá, cuando llegaba
de la calle.
Todas las tardes mi tío Pancho se daba un paseíto por la calle Padre Billini. Acostumbraba
a salir a eso de las cuatro y regresaba a la hora de cenar. Un día la tía Mariquita me dió a
entender que mi tío tenía una mujercita por esos lados. Se hablaba de los paseos del tío
Pancho y sonrió, agregando con cierta picardía:
-Pancho no es como Juan Elías. Cualquiera no se fía de los muertos que no hacen ruido.
Mi madre la oyó y mirando a mi padre que estaba sentado en su lugar de costumbre, junto a
la puerta del patio, murmuró:
-Ustedes se están creyendo que Juan Elías es un santo!
Mi padre la miró sonriendo.
-Juan Elías es como todos, -añadió mi madre.
-Siempre estás tú con cosas -murmuró mi padre.
-Con cosas? Mejor es que no hables, -replicó mi madre.
Mi padre, todavía sonriendo, guardó silencio. Un poco más tarde dijo:
-Esta Mariquita tiene la lengua muy larga. Se mete en todo.
314
315
Yo nunca supe que mi padre fuera un hombre de aventuras. En mi casa nunca se habló de
esas cosas. Pero indudablemente no debió ser un santo. Tengo la idea de que mi madre tuvo
conocimiento alguna vez de algunos amores, porque otro día que se hablaba de eso, a
propósito de unas historias que hizo mi tía, mi madre de improviso le preguntó a mi padre:
-Señor, Juan Elías, ¿cómo era que se llamaba la mujercita aquélla?
Y mi padre, después de mirarla, puso la cara muy seria y no respondió.
Un día supe por la tía Mariquita que mi tío Pancho tenía un hijo en la calle, Manuel Emilio.
Era un hombre cuando yo lo conocí. Alto, blanco, con unos bigotes negros y abundantes,
vivía por la Misericordia. Se había casado y tenía dos hijos. Se sentía orgulloso de que mi
tío fuera su padre, aún cuando oí decir que éste se había ocupado muy poco de él. Tenía
Manuel Emilio reputación de hombre bueno y honrado.
Nunca oí hablar a mi tío Pancho de Manuel Emilio. Sin duda pensaría que éste podría
afrentarlo, ya que él se estimaba tanto. No dudo que fuera objeto de críticas esa conducta.
A tío Pancho le agradaba sobremanera hablar de sus antepasados. Ya he dicho que era un
vanidoso. En un cuarto del patio, donde tenía una especie de oficina Panchito, mi primo,
había un retrato del Dr. Elías Rodríguez. Obispo que fué de Flaviopolis y Coadjutor del
arzobispado de Santo Domingo. Un día mi tío me llevó allí para que lo viera y por delante
del cuadro me hizo la historia del Mitrado. Era hermano de mi abuela y era un hombre muy
intelijente. Fué recibido y ordenado por el Papa y fue Rector del Seminario. Para mí tío
Pancho era superior a Meriño y a todos los Arzobispos que había tenido la República. Ese
retrato lo había hecho Bonilla y España y se lo habían pedido muchas gentes. Ultimamente
lo deseaba el Arzobispo para ponerlo en el Palacio Arzobispal. Pero él no se desprendía de
tan valiosa prenda.
Cuando volvimos al comedor yo aproveché la ocasión para hacerle algunas preguntas y con
una precisión que me llamó la atención me habló de sus ascendientes de tres jeneraciones
atrás. Eran gentes intelijentes, buenas y decentes, todos blancos puros, de buena cepa. Sus
abuelos y su padre habían sido pintores y escultores. Eran jentes de gusto. El mismo tenía
esa vocación y me refirió que después de haber servido a la República, como soldado, él y
mi padre ejercieron ese oficio.
-La Casa de los balcones dorados -dijo mi tío-, fué pintada por mí y por tu padre. Unas
cuantas onzas de oro ganamos por este trabajo y fué ese el último que hicimos antes de
dedicarnos al comercio.
Cuando me habló con tanto entusiasmo de su tío, yo recordé que mi padre hablaba de él
con tristeza. Y recordaba su reproche: "No se ocupó de nosotros. Nos dejó brutos".
Pero mi tío Pancho era incapaz de decir esto. Era muy apasionado.
Cuando mi tío Pancho no hablaba de sus parientes hablaba de política. Tío Pancho, como
mi padre y como la mayoría de las gentes que no vivían de los empleos públicos era
enemigo de Heureaux.
Tío Pancho estaba al corriente de todo lo malo que sucedía. Conocía con detalles los
crímenes más sobresalientes, sabía de las personas que estaban en prisión y comentaba los
abusos de fuerza que eran entonces tan frecuentes, y a los cuales nos tuvieron
acostumbrados de modo que ya no nos escandalizaban.
Un día que le pregunté por su expulsión, me dijo:
-Eso fué una sirvegüencería de dos o tres. Querían burlarse de nosotros. Pero les salió caro.
La memoria de mi tío Pancho era notable. Siempre estaba rectificando fechas. Decía que la
historia que le contaban a los jóvenes estaba por lo regular alterada. Cuando yo le hacía
alguna pregunta se sonreía, se estiraba en la mecedora y mirándome me contestaba:
-Quién te contó eso? Eso no es así. Las cosas pasaron de esta otra manera. A mí si no hay
quien me cuente esas historias.
Para tío Pancho, los restauradores no habían sido tan prestantes como decían. En su
mayoría eran baecistas y lo que deseaban era que el régimen español escogiera a Báez y lo
hiciera Gobierno en vez de hacerlo con Santana. Por lo menos eso fué
316
317
el principio.
Cuando yo leí hace algunos años un folleto que editó la Sociedad Amantes de la Luz, de
Santiago, pensé que tío Pancho no andaba equivocado. Un dominicano erudito que ha
escrito algunas obras de texto y otras de historia, me afirmó hace poco, que en realidad los
que entraron por Haití tenían la intención de derrocar a Santana para sustituirlo por Báez.
Mi padre no se apartaba tampoco de esta idea. Yo sé que mis contemporáneos no aceptarán
estas opiniones, pero yo las consigno para que se conozca el modo de pensar de muchos
dominicanos que quizás guardaron silencio por temor de ir contra la opinión que se ha
generalizado después.
XLIV
Una de las personalidades del Navarijo era la Sra. Ida Visconty. Conocí a la Sra. Visconty
en el ocaso de su vida, pero todavía era una persona distinguida y en ella se notaba la
dignidad de quien fué una gran artista, a pesar de sus críticos que no fueron pocos. Uno de
ellos fué tan audaz que escribió en una crónica de teatro esta irreverente frase: "la Sra.
Visconty brilló por su ausencia..." Y esta frase estaba calzada de un párrafo a mano de un
necio.
Sin embargo, la señora Visconty tuvo sus grandes admiradores. No le faltan a nadie en la
vida y le suelen sobrar a muchas que apenas si valen un desdén.
Uno de nuestros poetas del pasado siglo escribió:

"Actriz sublime y encantadora


Digna para siempre de admiración
Cuanto conmueve tu voz sonora
Tan expresiva y arrobadora
Todas las fibras del corazón".

Y en otra ocasión el mismo poeta escribió:


"Salve por siempre, mujer divina
Cuya alba frente miro brillar
318
319
Con la aureola que el genio imprime
Y oigo mi pecho que triste gime
Porque sus lares has de dejar".

Estos versos que firmaba la poetisa Doña Josefa Perdomo se publicaron el 17 de


Noviembre de 1881.
La Sra. Visconty era la esposa de Grosi y por primera vez había llegado al país en 1880. En
1885 formaba parte de otra compañía de la que era empresario el tenor Bordini.
El 22 de Julio de ese año la señora Visconty celebró su función de gracia y escojió para esa
noche Il Trovatore. No dejó satisfecho a su público y el Boletín del Comercio escribió en
edición del día 20 el siguiente suelto:
"La Sra. Visconty supo interpretar la majestad real. Cantó bastante bien, pero otras veces la
hemos admirado más. Tuvo algunos momentos de decaimiento, pero fueron simples
lunares, obtuvo bastante aplausos".
El Sr. Grosi se sintió mortificado por esta y otras críticas que se le hicieron a su señora. El
Eco de la Opinión lanzó una hoja impresa con el propósito de rebatirlas.
Cuando yo me encontraba en la calle con la Sra. Visconty no le quitaba los ojos de encima.
Yo sentía por ella admiración y respeto. No se parecía a ninguna de las personas que yo
veía diariamente. No sé si sería por su indumentaria o porque le advertía un aire de
dignidad que no tenían las otras personas; lo cierto es que todas las mañanas, cuando la Sra.
Visconty pasaba frente a mi casa, por lo regular a la misma hora en que yo salía para la
Escuela, la seguía un momento con la vista. Entre el ejército de cocineras y sirvientas, de
viejas y de muchachas mal vestidas, la Sra. Visconty se destacaba de modo singular.
Vestía la Sra. Visconty a la europea. Un falda oscura y un corpiño claro, con estampas en
colores o simplemente blanco, de organdí. Un sombrero alto, adornado con plumas y flores
de trapo, una sombrilla de largo mango, de tela estampada y encajes en los bordes y un
hermoso abanico empuñado en una mano. La señora Visconty, mezzo-soprano de
coloratura, vivía dando clases de canto y de piano a las señoritas acomodadas. No
320

eran muy numerosas sus discípulas, pero podía vivir modestamente con lo que estas clases
le producían.
-Buon jiorno.
-Buenos días, doña Ida.
Hacía la artista una reverencia y continuaba por la acera erguida, con paso menudo. La
señora Visconty no era fea. Llegó aquí ya bien avanzando su eclipse como artista. La
compañía de la cual formaba parte no realizó buenos negocios en el país y se disolvió
después de la temporada. Todavía recordaban muchas personas la exquisita Norma que
sacaba la señora Visconty.
Io mesma, signora, Ida Visconty, si no lo veduto no lo creduto.
Así decía cuando se lamentaba de su suerte. Todos los días en mi barrio sonaba
cascadamente un piano, que su compatriota Ciriaco Landolfi solía afinar de vez en cuando,
-otro extraviado que quemó las naves en la Hispaniola- y junto con la escala se oía una
vocecita de adolescente solfeando en alta voz:
-Do, re, mi, fa, sol.
Yo recuerdo haber visto a la Sra. Visconty la mañana que el policía disparó un tiro de
revólver al lechero que iba sobre un mulo por el delito de no dejar que le pesaran la leche.
En la puerta en compañía de la familia de su discípula, exclamó:
-Oh, Dío! Oh, Dío!
Los ojos se le querían saltar presa de extraordinario asombro, mientras el negro lechero
rodaba mortalmente herido por el suelo.
La señora Visconty debió sufrir mucho en este país. No solamente enterró aquí su gloria
sino que también enterró su moño. La última vez que la señora Visconty se peinó fué en
Roma. Lucía un moño alto sujeto con unos pasadores de metal. Fué este moño la
admiración de muchas damas de aquella época, porque todavía no se conocía en este país a
los peluqueros profesionales y las modas de peinados se las hacían las amigas unas a otras
con extrema dificultad. El moño alto de la Sra. Visconty, moño griego, el mismo que luce
la Venus de Milo, se ocultaba a veces bajo el sombrero. Para producir efectos, la Sra.
Visconty sólo le bastaba exhibir o ocultar su moño. Pero un día tuvo que sacrificarlo. Los
pasadores se oxidaron y no fué posible desha
321

donde un horno enorme abría su boca negra o roja, según estuviera en actividad o en
reposo. Oía decir que Rafael era un buen dulcero y un buen hombre. Recuerdo que su
exuberante bigote negro le partía en dos la cara, un pedazo grande que contenía los ojos y
la nariz y otro pedacito pequeño que costaba trabajo vérselo. Era muy conversador y
siempre estaba de buen humor. Rafael hacía masitas muy sabrosas, merengues, piononos,
bienmesabes, y matagallegos. Estos últimos eran deliciosos con su crema con gusto
pronunciado de limón. Los muchachos que salían de casa con las bateas gritaban "dulces
cubanos", porque fueron ellos los que introdujeron esas variedades aquí, haciéndole
competencia al piñonate, al jalao, a la mala rabia y otros dulces por el estilo, que eran los
más populares de aquel tiempo. Para mí este fué un período de verdadera prosperidad. Na-
die comía tanto dulce como yo. Hasta podía regalar de mis recortes a los amiguitos del
barrio. Probablemente este bienestar me duró como un año.
Una mañana noté que mi madre hablaba poco. Mis hermanas se miraban asombradas y mi
padre se mostró más indulgente conmigo. A medio día mi madre me entregó un paquete
con recortes de dulce y me dijo:
-Ve donde Ramona y entrégale eso. Dile que es para que se lo mande a Patricio.
Por el camino yo me pregunté: "Dónde estará Patricio?"
A los pocos días supe que Patricio estaba preso. Desde ese día, a la hora de recojer los
recortes de dulces mi madre murmuraba:
-Pobre Patricio! Tan buen hombre!
Oí contar una vez a una de mis hermanas que era tal la pasión que Patricio sentía por la
política que en una ocasión fué a bordo de un vapor que estaba al costado del muelle
Ozama a despedir a un amigo de causa y fué tanto lo que habló esa tarde que el tiempo
discurrió sin que se diera cuenta. Patricio estaba sentado dentro del camarote de su amigo,
para sustraerse a las miradas de los curiosos y ponerse a cubierto de cualquier indiscreción.
El vapor alzó ancla y salió fuera de la ría. Cuando Patricio subió con su amigo a la cubierta,
el vapor iba frente al
Fuerte de San Gil, en el Placer de los Estudios.
Enterado el Capitán de que iba a bordo este polizonte involuntario detuvo la marcha del
vapor, echó un bote al agua con Patricio y dió instrucciones a los marinos de que lo dejaran
en el muelle.
Las esperanzas que traía Patricio de abordo, recompensaron con creces el mal rato que
pasó.
Con frecuencia, cuando hablaba de su dedicación a la causa, "de los derechos del hombre",
Patricio hacía referencia a este episodio.
-Una vez, cuando estuve a punto de ir a Puerto Rico sin pensarlo.. .
Los que le escuchaban esperaban que declarase los motivos por los cuales iba a hacer ese
viaje que consideraban desde luego importantísimo. Abrían los ojos y redoblaban la
atención para no perder un detalle.
Al notarlo, Patricio aclaraba enseguida.
-Cuando me olvidé que había ido de visita a un vapor y me echaron por el Fuerte de San
Gil.
Lo que nunca pude averiguar fué si Patricio hizo algo más que hablar mal de los Gobiernos
que no tenían sus simpatías. Eso, sin duda, lo dirá la historia.
Entre días se detenía en la puerta de mi casa la vieja Paula que salía de misa. Llevaba la
cabeza cubierta con una manta negra y entre las manos un libro de misa y un rosario.
Conversaba un rato con mi madre y al despedirse murmuraba:
-Y no has sabido del hombre?
Mi madre le decía que no y la vieja Paula agregaba:
-Yo se lo tengo encomendado a la Virgen del Carmen.
El hombre era mi hermano Abelardo que estaba expulso.

324
325
XLVI

Después de su regreso de Europa mi hermano Abelardo estuvo en Saint Thomas junto con
el General Luperón durante un tiempo. Allí volvió a sus actividades políticas y el 27 de
Febrero de 1895
publicó en una hoja suelta una carta en la cual hacía la defensa del caudillo de la
democracia y cuyo texto aparece en los Apuntes Autobiográficos.
Abelardo había llegado a Saint Thomas el 1 0 de Febrero y el día 2 le decía en una carta a
mi hermano Juan Elías:
"Aquí estoy desde ayer y no pude seguir para Jacmel, según cartas que tengo recibidas en
las que me anuncian que se me impedirá el desembarco allí...
"De aquí, si no puedo entrar en Haití, me iré al Dahomey a fundar una Dinastía para
heredar la corona de Benhausin".
Y con el portador de esta carta, Mr. Jhon Barley, su amigo, envió dos pañuelos que
adquirió en Amberes, uno para mi madre y otro para Anacaona, como recuerdos de la
Exposición que allí se celebraba.
Un periódico de la época, El Látigo, publicó en aquellos días una caricatura en la cual se
representaba a Luperón y a mi hermano por dos perros, uno blanco y el otro negro. Este par
de canes con la cabeza en alto miraban a la Luna, el General Heu
reaux, a quien el caricaturista suponía atacado por los canes. Ladrándole a la Luna era el
título de esta caricatura.
En 1896 mi hermano pasó a Puerto Rico, donde se estableció. Allí tuvo la fortuna de
sacarse un premio de la lotería y con el importe compró una imprenta y en ella editó un
periódico para combatir a Lilís. Todos los meses, por los vapores de la compañía Ramón de
Herrera, llegaban al país hojas sueltas en que mi hermano atacaba la dictadura de El Manco
de Puerto Plata, como decía mi madre.
Ocurría muchas veces que, en los días en que arribaba uno de los vapores cubanos, se
presentaban en mi casa individuos sospechosos, solicitando ejemplares de los "escritos
muy buenos" que hacía mi hermano. Mi madre invariablemente contestaba a los
interesados que en mi casa no se recibían tales escritos y que ella no sabía nada de eso.
Sin embargo, entre días, llegaban a mi casa las cartas de mi hermano. En ellas no hablaba
nunca de política. Se limitaba el contenido de estas cartas a hablar de su situación, de su
salud y de recuerdo de familia.
Mi madre se sentía satisfecha porque Abelardo estuviera tan cerca. Su esperanza de un
pronto regreso al país era muy viva.
Uno que otro día llegaba a mi casa un desconocido y luego de las presentaciones entregaba
cartas y retratos de mi hermano. Esos días ponían una nota de alegría en mi hogar, que
habitualmente estaba triste y a veces sombrío por la situación que atravesábamos en
aquellos días y que no podía ser peor.
Pero el año de 1896 debió ser memorable para mi familia. El día 14 de junio a las 8:30 de
la noche mi hermano fué brutalmente agredido en la calle de La Torre. Un desconocido lo
siguió por algún tiempo y cuando estaba frente a la casa de Giol le asestó una tremenda
puñalada por la espalda.
Al día siguiente en mi casa se recibió un cable firmado por mi propio hermano. Lo que
ocurrió en mi casa no lo puedo relatar. Todos pensaron que mi hermano había sido muerto
y esperaban de momento la confirmación de esta sospecha. Pero no ocurrió así. Estaba aún
vivo. Mi madre hizo diligencias para ir a Puerto Rico y no tuvo dificultades para realizar su
viaje. Mien
326
327

tras permaneció en la isla nos mantuvo al corriente de todo lo que pasaba. Mi hermano fué
mejorando poco a poco, a pesar de que se le presentaron algunas complicaciones. Un mes
después estaba fuera de peligro y mi madre regresó a los dos meses, dejándolo
completamente restablecido. Con mi madre vino Teresa, que aún vive y he visto por la
calle Luperón en varias ocasiones, vieja ya, cansada de la vida.
Teresa era una sirvienta de mi hermano que acompañó a mi madre al regresar de Puerto
Rico.
Mi madre trajo las ropas que mi hermano tenía puestas la noche que lo hirieron y durante
muchos años las tuvo guardadas. Estas ropas fueron colocadas en el ataúd de mi madre el
día que ella fué enterrada. Vi muchas veces a mi madre mostrar estas ropas manchadas de
sangre cada vez que refería lo que aconteció en Puerto Rico a mi hermano. Las ropas
ensangrentadas de mi hermano Abelardo las tenía mi madre en el fondo de su baúl. En
muchas ocasiones la ví sola, en su aposento contemplándolas.
Teresa vivió en mi casa muchos años, hasta que un día desapareció en brazos de un amante
que no conocí. Estaba asomada en la puerta de la calle una prima noche y cuando nos íba-
mos a acostar la echamos de menos. A mi madre no le sorprendió. Ya sabía que tenía esos
amores.
Teresa se hizo cargo de mí desde que llegó. Me bañaba, me vestía, me peinaba y cuando
estaba de humor me llevaba de paseo. Juntos dábamos vuelta por el Navarijo, íbamos
donde la tía Mariquita y las primas noches las pasábamos juntos. Pero Teresa tenía un
genio atroz y cuando mi madre la reconvenía, me miraba con ojos feroces.
Ahora Teresa vende a veces billetes. Está sola y vieja y cuando me ha visto en la calle del
Conde me ha pedido dinero que yo le he dado.
-A éste lo he criado yo -decía Teresa si alguna persona se me acercaba y me saludaba
delante de ella.- Era más malo este Panchito!
Una tarde me dijo:
-Ya estás viejo, pero tú te conservas mejor que yo.
328
La miré sin contestarle. Y después de un silencio lleno de recuerdos, abrí el portamonedas
y le di unas cuantas monedas.
Al separarme de Teresa seguí mi camino pensado en aquellos días tristes en que mi familia
vivió angustiada por tan profundos dolores.
Cuando mi hermano se restableció recojió en un folleto todo lo que se había publicado en
la prensa de aquel país. Para la Historia de mi Patria, tituló el folleto. Allí estaban los
artículos publicados por La Democracia, El Noticiero, La Pequeña Antilla, La Libertad, La
Revista Mercantil, de la ciudad de Ponce; El Diario Popular, El Imparcial, El Crematístico,
de la ciudad de Mayagüez, y El País, La Integridad Nacional, de San Juan y de muchos
otros.
Para qué recordar! Han pasado los años y estos hechos pertenecen a la historia.
En este mismo año de 1896 fueron fusilados en San Pedro de Macorís los Generales
Ramón Castillo y José Estay.
Cuando residía en Macorís, un amigo me llevó a la Punta de la Pasa y me enseñó el sitio en
que fueron enterrados. Al pié de un árbol de capá mediano se veían algunos terrones y las
señales de que allí se había removido la tierra.
El 30 de Marzo de ese año el Pdte. Heureaux pasó el siguiente parte a sus Gobernadores:
"Por moralidad política y para ejemplo de traidores y asesinos han sido pasados por las
armas los señores Ramón Castillo y José Estay".
La guerra de Cuba absorbía por entonces la opinión pública y mi padre, que la seguía,
continuaba interesado por los cables que publicaba el Listín Diario.
El 5 de Enero, 1896, fué inaugurado el alumbrado eléctrico de la ciudad. Desde el año
anterior se venían colocando los postes y se hacía el tendido de los alambres. Eran unos
postes altos, traídos del extranjero rematados por un raro arco que sostenía una especie de
sombrero chino que protejía un globo de cristal esmerilado dentro del cual se aproximaban
sin que llegaran a tocarse cuatro delgados cilindros de carbón.
Estaban provistos los postes de una serie de soportes de hierro colocados a regular
distancia, por donde subía un hombre
329
provisto de un saco que contenía carbones de repuesto para sustituir los que se iban
inutilizando. Esta operación se hacía regularmente porque los carbones se iban destruyendo
con el uso. Los muchachos recojían estos carbones usados, que eran tirados a la calle.
Admiración y asombro causó este alumbrado, particularmente a Domingo Hernández,
nuestro vecino, quien no se explicaba cómo era posible que estas luces se encendieran
simultáneamente. Durante varios días se sentó en la puerta de su casa para observar cómo
se efectuaba esa operación. Le ocurría, sin embargo, que en los primeros días, un descuido,
volver la cara al interior de su casa o al levantarse para atender a alguna llamada, le
impedían sorprender el fenómeno que tanto le interesara.
-Ya veré mañana -decía retirándose con su silla de la puerta de la calle.
Yo no supe nunca si Domingo Hernández llegaría a comprender por qué los focos se
encendían sin faroleros, todos al mismo tiempo.
Por aquellos días las esquinas de la cuidad se cubrían de aves y de insectos en tal cantidad
que debajo de los postes se formaba a veces una verdadera alfombra de coleópteros raros y
extraños, que recogían los muchachos para divertirse con ellos.
Al recordar esta planta, la primera que tuvo la ciudad, viene a mi memoria el nombre de
Antonio Lluberes, el primer electricista dominicano.
XLVII
uí a la Escuela Normal cuando era su Director D. Leopoldo Navarro. El mismo Leopoldo
Navarro que por invitación de mi madre pasaba los domingos en mi casa de la calle del
Conde, en unión de
mis hermanos Manuel de Jesús, Abelardo y Juan Elías, sus condiscípulos en el Colegio de
San Luis Gonzaga. El mismo Sr. Leopoldo Navarro que me dió clases de dibujo en el
mismo Colegio años después.
Era delgado, de tez quemada, de facciones regulares, buen mozo, de cabellos lacios y
negros y de bigotes bien cuidados.
Caminaba despacio, con la cabeza baja y hablaba poco, en voz baja. Todos sus
movimientos eran moderados, suaves, delicados.
El Sr. Navarro era un hombre pulcro, discreto, comedido. Llevaba siempre un alfiler
prendido en la corbata y usaba bastón.
Todas las mañanas a las ocho en punto entraba el Sr. Navarro a la Escuela Normal.
Atravesaba la sala paso entre paso, ceremoniosamente; los alumnos que estaban allí se
ponían de pie, respetuosamente y algunos hacían una inclinación de cabeza. Todos sentían
un profundo respeto por el Sr. Navarro. Su inteligencia era reconocida por todos. Y sus
modales distinguidos sólo inspiraban simpatías.

330
331
Yo sentía devoción por el Sr. Navarro, porque desde pequeño oía a mi madre hablar de él
con gran simpatía. Le había conocido desde niño y le había seguido hasta que se hizo un
hombre.
En Noviembre de 1894 D. Leopoldo M. Navarro fué nombrado Director de la Escuela
Normal en sustitución de Don Félix Mejía. Desempeñaba entonces el Señor Navarro el
cargo de Vice-Rector del Colegio de San Luis Gonzaga.
Nunca me dió clases el Señor Navarro en la Escuela Normal. Yo era alumno del Primer
Práctico y mis profesores fueron D. Santiago de Castro, de Geografía Patria y de
Geometría, y el Sr. Hungría de Aritmética elemental. Y el Sr. Barinas? Tengo dudas de si
fué mi profesor en la Escuela Normal o en el Liceo Dominicano. D. Pablo Barinas, tal era
su nombre.
Debido a la antigua amistad que unía a mi familia con el Sr. Navarro fuí admitido en sus
clases de dibujo que tenían lugar pasado el medio día en el Colegio de San Luis Gonzaga.
El Sr. Navarro, además de ser considerado como un excelente matemático gozaba de la
reputación de ser un notable dibujante y un buen acuarelista.
Tuvo Navarro discípulos aventajados. En cuanto a mí, no pasé en estas clases, después de
trazar líneas rectas, oblicuas y horizontales durante semanas, de dibujar ojos, narices y
bocas. Pero me permitieron descubrir que en mí había un artista y aún existe, sólo que las
circunstancias lo postergaron.
De mi maestro Navarro se conservan algunas valiosas acuarelas en las cuales predominan
tipos y paisajes españoles. Por esta época eran frecuentes estos motivos y Frade, en casa de
julio Pou, se había especializado en decorar panderetas.
Clases de dibujo daba también Cuellito, un paralítico que vivía en la calle del Arquillo y
que además era compositor de canciones, virtuoso de la guitarra y propietario de un surtido
puesto de frutas. Cuellito era un gran creyonista y tuvo como discípulos aventajados a los
hermanos Villalvas. Pero yo no tuve la oportunidad de ser uno de sus discípulos.
Sin embargo, después que dejé estas clases por que el Sr. Navarro salió para España, las
continué con D. Luis Desangles y más tarde con Frade en casa de D. Julio Pou.
332

Vivía Desangles frente a la plaza Duarte, en una antigua casona que hacía esquina. Se
entraba allí por un portalón de arquitectura española que miraba hacia un extremo de la pla-
za y al cual seguía un zaguán amplio que a su vez daba acceso, dirijiéndose a la izquierda a
un salón más amplio, alfombrado y amueblado con más de un par de cómodas butacas
acojinadas y antiguas. Limitaba este salón una pared en la que se exhibía una hermosa
panoplia compuesta por una colección de espadas para esgrima. Las demás paredes lucían
diferentes cuadros al óleo, lo que constituía la colección del pintor. Destacaba, sin
embargo, uno que descansaba sobre uno de los caballetes del estudio y el que representaba
una hermosa mujer desnuda, que muchos contertulios (allí se daban cita aficionados al arte
y amigos del pintor, todas jentes cultas) comentaban que era de persona muy allegada al
pintor. La esposa de Desangles estaba considerada como una mujer muy bella.
Desangles era de baja estatura, de cabeza redonda, pelo lacio y escaso a los lados de la
frente; de temperamento humanitario, amigo de hacer chistes y muy aficionado al deporte
de la esgrima. Allí hacían prácticas y recibían lecciones varios jóvenes de la ciudad.
Desangles vestía en su taller una blusa blanca.
Yo no recuerdo mucho de los cuadros que en su taller había. Contaba yo entonces de diez a
doce años.
Desangles fué reducido a prisión una vez porque se le atribuyó haber pintado a Ulises
Heureaux suspendido de una horca y de haber expuesto esta pintura al pie de la estatua de
Cristóbal Colón. Es posible que fueran autores de esta ocurrencia el propio Desangles,
Arquímedes Concha, su discípulo, y el Padre Font, quizás como el autor intelectual de
tamaño desacato. Algunos contemporáneos señalaron también como participante en este
escandaloso hecho a Carlos Báez.
Eran los cuadros más célebres de Desangles, además del soberbio desnudo ya mencionado,
un cuadro que representaba a Caonabo prisionero y otro del gran Almirante D. Cristóbal
Colón.
Desangles terminó por emigrar a Cuba y allí murió no hace muchos años.
333

d
Yo hice progresos con Desangles y llegué a hacer retratos y paisajes, al lápiz, y al creyón,
por mucho tiempo conservé un estudio de viejo que me costó gran trabajo, pero del cual
siempre estuve orgulloso.
Las nociones que adquirí entonces me han sido de mucha utilidad. Desgraciadamente no
pude continuar estas clases y siempre he lamentado no haber tenido más oportunidades en
mi vida para haber desarrollado esta vocación que, sin duda, la he heredado de mi padre y
de mi abuelo, como he señalado en otra parte.
De mi estadía en la Escuela Normal conservo pocos recuerdos. El patio del Convento y el
aljibe, donde se escuchaba una gallina que llamaba sus pollitos y donde, en el fondo de ese
aljibe había sepultado un panadero. Pero yo nunca escuché la gallina ni ví el esqueleto del
panadero.
La Escuela Normal ocupaba la capilla ubicada frente a la plaza Duarte. En el presbiterio
estaba la Dirección y en la nave central algunos cursos. A la entrada, detrás de una gran
mampara, el Primer Práctico y en las capillas laterales el Segundo Práctico y los Cursos
Teóricos.
En la Normal permanecí poco tiempo. Hacia 1895 fué bautizado este plantel con el nombre
de Colegio Central y por esta época se trajo de Santiago de los Caballeros a Don Manuel de
Jesús de Peña y Reynoso para que ocupara la Dirección.
Por esos días eran varias mis actividades además de mis deberes escolares yo era como ya
he dicho dibujante y por añadidura cantante y actor. Era una estrella en los teatros del patio
de D. Ramón Casado, vecino de mi barrio, en la calle de Santo Tomás y en el patio de D.
Wenceslao Guerrero en la calle de Luna, hoy Sánchez. Marina era mi zarzuela predilecta
(El cielo está sin nubes, tranquila está la mar), la jota de La Bruja, y el Miserere del
Trovador.
Un día mi padre, alarmado, con estos arrestos llamó a D. Ramón y le dijo que le suplicaba
no me consintiera en su casa y a mí, en el patio de nuestra casa, me amonestó.
-Cuidado como Ud. me vaya a casa de Ramón Casado. Tenía mi padre entonces una
fábrica de baúles. Mi padre
nunca había sido carpintero, pero como la necesidad carece de leyes, según se afirma,
también apeló a este medio para ganarse la vida. Donde D. Samuel Curiel, mi padre
compraba los adornos de lata, esquineros y rosetas, compraba los listones especiales que
venían del extranjero y el papel con dibujos apropiados. El baúl se confeccionaba con
cajones vacíos que se compraban en los almacenes.
Un día me ocurrió una gran desgracia. Mi madre resolvió que yo debía quedarme en casa y
para lograrlo me hizo desnudar, me dió una camisa de mi padre para que me la pusiera, y
escondió mi ropa dentro de uno de los baúles que ya estaban terminados. No sabía mi
madre que ese baúl junto con otros los había vendido mi padre y que de un momento a otro
lo vendrían a buscar.
Fué en la tarde, cuando los baúles habían sido enviados a su dueño, cuando mi madre se
dió cuenta de que el baúl donde había escondido mi ropa no estaba allí.
-Cómo ni me dijiste que esos baúles estaban vendidos?, -le dijo mi madre a mi padre, presa
de la mayor preocupación.
Yo no recuerdo si se pudo recobrar la ropa, lo que sí no he olvidado es que esa tarde casi
todos en mi casa consideraron la ocurrencia como una verdadera desgracia.
Estábamos tan pobres!
335
334

XLVIII
Mi padre sentía gran satisfacción cuando alguien hablaba de su reloj.
-Le ha salido bueno, Don Juan.
-Bueno! Como ese hay pocos aquí en la Capital!
Y mi padre se complacía en hacer la historia que ya había
contado muchas veces.
Había importado dos iguales, uno para su hermano Pancho y otro para él, pero el de su
hermano recibió muy mal trato. Cayó en manos de sus hijos y apenas duró dos o tres años.
El suyo, en cambio, no había sido trasteado por nadie y quizás era mejor.
-Ya no fabricaban relojes como éste -decía mi padre contemplando la esfera de su reloj.
Por ser tan bueno y tan exacto -como decía mi padre-, por no haberse descompuesto nunca,
por no atrasar ni adelantar, únicamente servía para proporcionarme serios disgustos.
El reloj de mi padre ocupaba un sitio prominente en la casa. Ordinariamente estaba
colocado a una altura conveniente, donde nadie pudiera alcanzarlo y en un sitio que fuera
visible desde todos los lugares en que mi padre acostumbraba sentarse. Le complacía verlo,
sobre todo, para observar su marcha. Las veces que mi padre comprobaba cómo coincidía
con el reloj público,
exclamaba:
336

-Cada día me convenzo de que son pocos los relojes como este. No adelanta. Siempre está
en punto.
El reloj de mi padre era una maravilla según él decía. De dos pies de altura, tenía la forma
de un octaedro. En la parte inferior tenía una caja adicional que terminaba en punta,
provista de una puertecita de cristal que permitía ver las oscilaciones del péndulo. En el
fondo de esta cajita se encontraba la espiral y el martillo con que daba la hora.
La esfera era blanca, visible desde lejos. Y además de las agujas ordinarias, estaba provisto
de una tercera aguja roja y larga que marcaba los días del mes. Gracias a esto, mi padre no
tenía que consultar el Almanaque de Bristol, tan popular en aquella época. La única
dificultad que no resolvía su reloj era la de indicar el día de la semana.
Todos en mi casa sentían un gran respeto por el reloj de mi padre. Nadie se atrevía a
ponerle la mano por su recomendación expresa. Cada ocho días, -mi padre tenía muy
presente esta cuenta- tomaba una silla, se subía en ella y le daba cuerda. A veces antes de
apearse lo contemplaba de cerca un momento. Por espacio de cuarenta años realizó mi
padre esta operación todas las semanas. No olvidaba el día ni la hora.
-Hoy hay que darle cuerda al reloj -decía- pero tengo que esperar la una.
Mi padre entendía que a los relojes no se les debía dar cuerda cuantas veces uno quería.
Que eran máquinas muy delicadas que no se podían confiar a todo el mundo. No se le
podía dar vuelta al revés a las agujas. Para ponerlo en hora había que detener el péndulo y
esperar. Eran muchas las precauciones que se debían tomar para que todo marchara en
buenas condiciones. Gracias a estos cuidados su reloj se mantenía en perfecto estado.
Si el reloj dejaba de marchar mi padre entendía que alguien lo había tocado.
-Quién le puso la mano al reloj? -preguntaba mi padre contrariado.- Qué tuvieron que hacer
con él?
Mi madre o alguno de mis hermanos trataban de convencerlo de que eso no había ocurrido,
pero mi padre insistía. Cómo iba a detenerse solo, si nunca le faltaba la cuerda?
337
Yo no me fío de ese muchacho -agregaba mi padre subiéndose en una silla-. Tú porque eres
una consentidora y tratas de taparlo. Más malo que ese ni Biján -exclamaba, mientras con
el índice de la mano derecha echaba a andar el péndulo y esperaba algunos minutos para
comprobar que no se detendría de nuevo.
Cuando teníamos que mudarnos a otra casa, una de las principales preocupaciones de mi
padre era el reloj. Casi siempre el reloj iba en el último viaje. Mi padre y el reloj era los
últimos que abandonaban la casa vieja.
A la hora de descolgarlo ya mi padre había escojido el carretero que debía llevarlo y había
separado los otros artículos que debían ir junto con aquél. Tenían que ser de tal naturaleza
que no pudieran causarle daño al reloj.
Muchas veces presencié esta operación. Se me antojaba una especie de descendimiento.
Sobre una silla mi padre lo descolgaba mientras una de mis hermanas esperaban a su lado
con los brazos en alto a que él se lo entregara con la inevitable advertencia:
-Cuidado si lo dejas caer.
Ya había preparado de antemano un cajón forrado en el interior con periódicos viejos. Allí
depositaba el reloj con sumo cuidado. Luego se llamaba al carretero que había sido
seleccionado para transportarlo. Era por lo regular este carretero el más cuidadoso y el más
complaciente. Al entregárselo mi padre le decía:
-Tenga cuidado. Fíjese en el vidrio. Que no se dé golpes ni lo sangolotee demasiado.
Instalados en la nueva casa, mi padre fijaba el día, el sitio y
la hora de colocar el reloj. Inspeccionaba primero las paredes, le
pasaba la mano para ver si estaban suficientemente lizas y luego
de clavar un clavo resistente, volvía a repetir la operación, sólo
que esta vez era una resurrección en vez de un descendimiento.
Los días siguientes los pasaba mi padre observando si el re
loj estaba o no a nivel; le ponía papeles o cartones en las esqui
nas, lo inclinaba a la derecha o a la izquierda, y cuando cumpli
da ya la primera semana de marcha cronométrica, sin parar, el
reloj no necesitaba otro cuidado que alimentarle la cuerda.
-Qué hora es papá?
-Las doce menos diez. No, espérate un momento, -mi padre, ya corto de vista, se ponía de
pie para verlo mejor y agregaba, -menos diez no, menos doce.
-Pero ya dieron las doce hace rato, -respondía mi hermana.
-No puede ser. Y si las han dado, esta es la hora, porque lo que es éste ni atrasa ni adelanta-
decía mi padre con autoridad. -A los relojes públicos los trastea todo el mundo. Cómo se
puede confiar en ellos!
Mi padre aludía al reloj de la Catedral. Para él, este reloj no valía nada. Le habían cortado
la cuerda porque los que los instalaron encontraron que la tenía demasiado larga y además
habían encargado de cuidarlo a un tal Sebastián, que según mi padre, servía más para
Sacristán que para relojero.
-Cómo va a marchar bien? -afirmaba mi padre.- Es un reloj loco, sin fundamento y de mala
calidad. Costó muy barato. Como todas las cosas de este país.
La ciudad de Santo Domingo tuvo dos relojes públicos. El primero instalado en el año 1862
y el segundo en el año de 1875.
Yo no sé a cual de los dos se refería mi padre, pero el hecho de que el primero fuera
sustituido tan pronto, indica que no era gran cosa. Pero aún cuando hubiera sido muy
bueno, nunca podía compararse con el de mi padre que recibía una atención esmerada.
Fue necesario que yo me hiciera un hombre para libertarme de la tiranía del reloj de mi
padre. Todavía cuando ya era un joven y tenía permiso para salir de paseo en las primas
noches, cuando me entretenía en la calle y regresaba tarde, mi padre permanecía despierto
pendiente al reloj. Al otro día, cuando me sentía despierto me decía:
-Usted vino tarde anoche.
Y yo le respondía finjiendo asombro:
-Tarde? No, papá. Acababan de dar las diez.
-Las diez? A esa hora me acosté yo. Pregúnteselo a su madre.

338
339

La respuesta era delicada, difícil. Mi madre callaba, pero mi hermana Mercedes intercedía:
-Es que ese reloj está viejo papá. Siempre se adelanta.
Mi padre comprendía. Trataba de ocultar una lijera sonrisa. Pero agregaba enseguida:
-Qué viejo ni viejo! Yo cumplo con hacerle la advertencia. Si quiere ser un hombre
formal...
Y no agregaba una palabra más. Tomaba su café y se iba para el patio a ver sus sembrados.
En los últimos años, mi padre había dado en la manía de sembrar árboles frutales y todos
los días, en las primeras horas de la mañana y el las últimas de la tarde, entre las siete y las
ocho, las cuatro y las seis, se entretenía en removerles la tierra y rociarlos con un regador.
Como estaba ciego, para entregarse a sus ocupaciones, esperaba oír la campana de su reloj.
Cuando yo me gradué en 1910, mi padre tendría alrededor de 75 años y estaba
completamente ciego. Hacía meses que no salía a la calle y pasaba la mayor parte del día
sentado en una silla, junto a una mesa y frente a la puerta del patio. Con un brazo apoyado
en la mesa y el otro sobre las piernas que por lo regular mantenía cruzadas, mi padre estaba
atento a todo lo que pasaba en la casa. Sin embargo, hablaba poco. Cuando no tenía los
ojos entornados, los abría de tal modo que parecía que esperaba que de momento entrara en
ellos la luz. El especialista que lo vió por última vez le prometió operarlo y esperaba
confiado el plazo que le habían señalado. Hablaba de esto con tal convicción que nosotros a
veces llegábamos a participar de sus esperanzas.
Muerto mi padre, por algún tiempo anduvimos rodando el reloj y yo. Hoy sólo he quedado
yo. El reloj desapareció hace ya muchos años. Un día le pregunté a mi hermana Carmen
que finé la última que lo poseyó:
-Qué se hizo el reloj de papá?
-Ya no servía -me dijo.- Yo creo que se quedó en la casa de Doña Rosa con otros trastos
viejos.
Al oír esto bajé la cabeza, clavé los ojos en un rincón y me entristecí pensando en como
termina todo en la vida.

XLIX

Yo me dí cuenta de que era un hombre en la casa de Quezada. Habían tomado en mi casa


para el servicio una sirvienta de doce a quince años que se llamaba Damiana. Yo no sé si
porque la casa era pequeña o por alguna otra conveniencia Damiana y yo dormíamos en la
misma habitación. Yo ocupaba un catrecito y la sirvienta una estera. Temprano nos
recogíamos. Damiana era mulata clara, pero no me puedo acordar de su fisonomía. No sé si
era buenamoza o fea. A esa edad no se pueden hacer esas observaciones.
Cuando nos acostábamos, Damiana y yo hablábamos sobre muchas cosas. Se desvestía
delante de mí y de pie sobre su estera cubierta por una camisa gruesa que no bajaba de la
rodilla y le dejaba al descubierto los hombros, el pecho y la espalda, yo la contemplaba
mientras pensaba en el tiempo que faltaba para llegar a tener su altura. La miraba con
envidia. Damiana me llevaba más de dos cuartas.
Damiana sólo estuvo en casa algunos meses, mientras vivimos en esa casa que era la casa
de Quezada.
Por esta sirvienta tuve yo la noción de que yo iba a ser un hombre. Muchas noches y
muchas madrugadas yo abandonaba mi catre y me pasaba a la estera de Damiana. Se sentía
compla
340
341

cida con mi compañía y me lo demostraba acercando su cuerpo al mío y estrechándome de


vez en cuando entre sus brazos. Yo consideraba esos momento como los más agradables
del día. Mientras Damiana me retenía en la estera yo me reafirmaba, por muchas razones,
en que iba a ser un hombre.
Y no me equivoqué. Esta idea fué cobrando fuerza en mi espíritu y cuando vivíamos en la
casa de Juan Ramón, Silvia y Carmen, dos muchachitas que tenían aproximadamente mi
edad se encargaron por separado de quitarme las últimas dudas que me hubieran podido
quedar.
Fué por aquellos días que yo inicié de una manera formal mi educación sexual. Adquirí las
primeras nociones acerca del papel que yo iba a desempeñar.
Había detrás del patio un callejón que conducía al pozo común del cual se abastecían de
agua varias de las casas de la vecindad.
En diferentes horas del día Carmen y yo nos paseábamos por esta callejón comunicándonos
los descubrimientos que entrambos hacíamos.
De todo aquello surjió mi deseo de bajarme los pantalones. Un día se lo propuse a mi
madre y se negó rotundamente. Yo no me daba cuenta de que era un niño todavía. Cómo
iba a llevar pantalones largos? A Santo de qué? Ante la negativa de mi madre me resigné.
Pero yo sentía la necesidad de llevarlos.
Cuando alguien me decía en la calle que yo ya era un hombre, sentía la vergüenza de verme
con unos pantaloncitos que apenas rebasaban la rodilla. Me sentía humillado. Un día que
fui a llevar un mandado a una casa del vecindario, una viejita me preguntó de quien era yo
hijo. Luego quiso saber mi edad.
-Pero usted es muy crecido, -me dijo.- Y habla ya como un hombre. Dígale a su mamá que
le baje los pantalones.
Lejos de haber enrojecido de vergüenza, salí satisfecho por lo que me había dicho la
viejecita. Todo el mundo me reconocía como un hombre, menos en mi casa.
A veces pensaba en cómo haciendo yo las cosas que hacía, en el callejón del pozo, en mi
casa se negaban a reconocer que ya yo no era un muchacho.
342

Por esa época yo era alumno del Segundo Práctico del Colegio Central, nombre con el cual
se había bautizado la antigua Escuela Normal. El Director, Don Manuel de Jesús de Peña y
Reynoso, era un hombre blanco y alto, de facciones ordinarias. Vestía de negro y gustaba
de los sacos cruzados.
Todas las mañanas nos reuníamos en el Parque Duarte unos cuantos de sus discípulos, para
conversar y fumar antes de entrar a la clase. Don Manuel de Jesús, o el Señor Peña y
Reynoso, como le decíamos nosotros, asomaba, a las ocho en punto, por una de las
esquinas de la calle Hostos, con el sombrero en la mano. Al verlo nosotros tirábamos el
cigarrillo y adoptábamos actitudes más correctas. Cuando estaba cerca del grupo decía:
-Vengan, mis hijos, -mientras agitaba una mano.
El señor Peña y Reynoso era un director bondadoso a quien todos queríamos y
respetábamos.
Mi curso se instalaba a la entrada de la Escuela, detrás de la mampara que cubría la puerta
principal que era muy ancha. Nuestra labor se iniciaba con el Señor Hungría que nos daba
clase de Matemáticas. Yo creo que el Señor Hungría no fumó nunca, porque en varias
ocasiones me mandó el primero al cuadro para que realizara una operación y como yo
estuviera algo torpe, me decía:
-Siéntese! Cómo va usted a saber, los que fuman cigarrillos se idiotizan.
Era, sin duda, que el Señor Hungría, antes de entrar me había visto echando humo en el
parque.
Allí teníamos como Profesor al Señor Castro, que nos enseñaba Geografía. No lo he
olvidado nunca.
El Sr. Castro, que fué Procurador Fiscal, Diputado al Congreso Nacional y Secretario del
Ayuntamiento, era Coronel del Ejército Venezolano. Había sido un hombre valiente y
corajudo, lo que yo no hubiera podido adivinar viéndole su cara mansa y tranquila. Es
verdad que ya era viejo y sus arrestos bélicos debían estar apagados.
Supe un día, leyendo papeles viejos, que el Sr. Castro hizo la defensa de una posición
militar en la Vela de Coro, y que fué él
343

quien, otro día, gritaba en medio de un encuentro armado en las calles de una ciudad
venezolana: "Muchachas valencianas, salgan a ver cómo pelean los dominicanos". Por lo
visto, mi profesor de geografía había sido un hombre extraordinario. Sus alumnos, sin
embargo, nunca le tuvieron miedo, sino a la hora de poner las notas.
Diariamente se ponían las notas de conducta y de aplicación. La clasificación iba de 0 a 5,
pero el Sr. Castro, que en esto de las notas era muy exijente, sólo nos anotaba de cero a
uno.
Inclinado sobre el pupitre, con sus espejuelos dorados y la pluma en la mano, rodeado por
el curso que se ponía de pie detrás de él para ver las notas, el Señor Castro sonriendo,
decía:
-Palo y vejiga! Palo y vejiga!
Un día mi padre me compró un flux de dril porque estaba casi desnudo y no podría
continuar asistiendo a la Escuela. Me puse muy contento. Era una tela a rayas, lo recuerdo
perfectamente. En casa tenían la costumbre de mojar estas telas para que no encogieran,
según oía decir. Metieron el corte en una batea y después de permanecer allí un rato lo
tendieron en un cordel. Por la tarde, mi padre me lo entregó para que lo llevara a casa de
Ignacio, el sastre que vivía en la calle de las Mercedes. Salí con el bulto debajo del brazo y
por el camino se me ocurrió la idea de que esa era mi oportunidad.
-Dice papá, que me haga los pantalones largos.
Ignacio se quedó mirándome, como si dudara de la autenticidad de esa orden, pero no dijo
una palabra. Al tomar las medidas sentí una gran alegría al ver que llevaba la cinta hasta el
zapato en vez de detenerla en la rodilla como era costumbre.
Fuí varias veces a la sastrería para convencerme de que Ignacio estaba cumpliendo con la
orden de mi padre.
La tarde que yo fuí a recojer el flux, estaba nervioso. Presentía que iba a sufrir un serio
contratiempo. Demasiado recta era mi madre.
Entré en casa y puse el bulto sobre la mesa murmurando un: "Aquí está" y abandonando la
habitación. Cuando mi madre abrió el paquete la oí decir:
-Y qué es esto? Largos?
Tenía el pantalón extendido y sujeto con las manos. En realidad era enorme. Tenía un
tamaño doble al de mis otros pantalones. Yo observaba la escena desde otra habitación.
-Qué es esto? -repitió mi madre.- Quién le dijo a Ignacio que hiciera esto?
Mi madre me buscó con la vista y como al verme adivinó lo que había pasado, exclamó:
-Usted es un atrevido. Quién lo autorizó a mandar a hacer pantalones largos? Estos no se
los va usted a poner.
Pude notar que mi madre se había incomodado y que las cosas podían ponerse peores. Para
evitarlo, salí y fuí a casa de al lado a contar lo que estaba pasando. Doña Mercedes sonrió y
me prometió que eso se arreglaría, que ya yo era un hombre y que por decencia necesitaba
usar pantalones largos.
-Muy gordo hablas tú -añadió- para que estés metido entre muchachitas.
Todo se arregló satisfactoriamente. Pero el día que me estrené el flux no me atrevía a salir a
la calle. Me asomaba a la puerta y volvía a entrar. Sentía las piernas como si las tuviera
forradas de trapo.
Entre mis amigos del vecindario, unos cuantos se rieron de mí y otros me admiraron. Tuvo
que transcurrir una semana, poco menos, para que yo perdiera la vergüenza y recorriera mi
barrio sin temor.
Los pantalones largos ejercieron un poder extraordinario sobre mi persona. Se acabaron los
juegos con las muchachitas, se acabó el confinamiento en mi barrio. Poco a poco fuí
conquistando la ciudad.
Me familiaricé con la calle de las Mercedes. Subí a San Lázaro y a San Miguel, conocí
mejor el parque Colón y llegué hasta Santa Bárbara.
Pronto adquirí nuevas amistades y cancelé otras. Cuando me reunía con mis compañeros
que aún no se habían bajado los pantalones, lo hacía por breves momentos. Ya únicamente
deseaba estar con mis iguales. Es decir, con los que ya eran mis iguales, con los que ya
eran hombres como yo, con los que hablaban gordo, con los que les apuntaban los vellos
sobre el la
345
344

bio, fumaban cigarrillos y les gustaban las muchachas.


Mi educación de hombre la completó un cubano, dependiente de una ferretería en la calle
Palo Hincado. Hablaba cosas interesantes. Era un hombre muy competente. Supe entonces
dónde estaba El Brasil y Ponce. Fuí de paseo por los alrededores del Cisne en la Sabana del
Estado. Y Recuerdo cómo una prima noche fuí al propio Ponce a ver cómo funcionaban las
cosas por allí.
Sin embargo, debo decir que todavía era un tímido.
Pero los pantalones largos me crearon un gravísimo problema. La escasez de ropa.
Súbitamente me ví desnudo. Eramos pobres y no se me podía comprar ropa cuando la
necesitaba sino cuando se podía. El primer pantalón largo no tenía sustituto. Cuando a los
pocos días se arrugaron y ensuciaron, me ví frente a una situación desesperada. Mi madre
pretendió resolverlo aconsejándome que podía usar el largo y los cortos que tenía según las
necesidades. Yo me negué rotundamente. Cómo iba yo a salir a la calle con pantalón corto
después que todo el mundo me había visto ya con ellos largos. Eso era exponerme a muy
amargas burlas. Era obligarme a renunciar a los derechos que con tanta lucha había
obtenido. Confieso que en realidad no era un hombre como yo me sentía y como habían
tenido que convenir mis amigos después de haberme visto por las calles con los zapatos
casi cubiertos por un pantalón, como iba todo el mundo menos los muchachos que no
habían abandonado las faldas de sus madres.
Esta circunstancia me hizo sufrir mucho. La primera semana, mientras otra cosa se
disponía, consentí en ponerme los cortos dentro de la casa, mientras me arreglaban el único
largo que tenía.
Fue, pues, debido a la fuerza de mi carácter que pude retener la posición conquistada.
Mi madre salió un día a hacer dilijencias y al regresar me mostró dos cortes de dril que
había cojido al crédito a un comerciante amigo.
-Yo no tenía necesidad de estos sacrificios, -me dijo.- Pero las madres no podemos ver
sufrir a los hijos. Así nos hizo Dios, qué vamos a hacer?
Por entonces era yo alumno del Liceo Dominicano, la Escuela que fundó el Sr.
Prud'homme "para suplir la Escuela Normal". Tuve pues el alto honor de ser discípulo del
autor de la letra del Himno Nacional, el hombre más bueno del mundo, si es que en este
mundo existe esa clases de hombres.
Prud'homme fué un ejemplar humano extraordinariamente raro. Creo que la memoria de su
nombre no necesita ningún calificativo.
Era el Liceo Dominicano una escuela de alumnos internos y semi-internos. Yo era de los
que concurrían a las horas ordinarias de clases. Por relaciones de amistad de mi familia con
el Sr. Prud'homme mis padres estuvieron exonerados del pago.
Entre los condiscípulos vivos y los ya muertos figuraban Eduardo y Adán Creales, Juan
José Sánchez, Miguel Chalas, Pedo M. y Baldemaro Dalmau, Pedro Henríquez Ureña,
Virjilio Aponte y Baudilio Garrido. Eran internos.
Prud'homme tenía su pupitre a la entrada de la Escuela. Por lo regular vestía pantalón
oscuro y saco claro; camisa blanca, corbata oscura. Su pelo había encanecido. Su voz era
pausada, suave, sus modales distinguidos. A todos nos inspiraba respeto su figura.
El Liceo Dominicano fué establecido a mediados de Febrero del año 1895. Además de su
Director, el Sr. Prud'homme figuraban en el cuerpo de profesores D. Federico Henríquez y
Carvajal, D. Eladio Sánchez, Mister Goodyn, la Srta. Leonor M. Feltz, la Srta. Catalina
Pou, y la Srta. Encarnación Suazo, todas Maestras Normales. Más adelante fueron
profesores los Aybares, D. Angel M. Soler y D. Rafael Alburquerque.
El local estaba situado en la esquina suroeste formada por las calles Padre Billini y 19 de
Marzo.
Yo fuí inscrito en el Primer Práctico. Este curso contaba alrededor de treinta alumnos
pocos son los nombres que recuerdo ahora. Pero hay uno que no he olvidado nunca: a Díaz.
Una mañana el Sr. Prud'homme se presentó en la clase con un hombre y lo invitó a sentarse
en nuestros bancos. Todos nos quedamos asombrados. No sabíamos con qué fin habían
llevado a este hombre donde nosotros. Era un hombre bastante al
347
346

otro orden. Así el Director de un Colejio en que pasé varios años ha quedado en mi
memoria como un saco negro ya de medio uso. Pero un saco inconfundible. Amplios
bolsillos, siempre entreabiertos, cuello doblado hacia delante. Como este saco sólo
recuerdo el que usaba el Director del Colegio Central. Este saco era más amplio todavía.
Tenía mayores proporciones. El de Don Moisés era de la misma especie, pero más viejo, de
mayor uso. Todos estos sacos eran de telas oscuras.
De otro profesor recuerdo la pechera de la camisa, amplia y dura. Pechera de bórax. Con
brillo. Otro de mis profesores se caracterizaba por la poblado de las cejas. Tuve más, pero
de ninguno de estos otros conservo ningún recuerdo. Eran tipos muy comunes.
A mi profesor de dibujo se podía reconocer por sus bigotes y su chiva. Aquellos negros y
bien atuzados, en punta retorcida y ésta corta, verdadera perilla. Su cabeza también eran
notable por su forma.
Tan pintorescas eran esas características que mis contemporáneos podrían reconocer a
estos hombres sin ningún otro detalle. Así lo creo yo.
No tengo nada más que decir de mi escolaridad. Permanecí en las escuelas públicas hasta
cerca de los diez y siete años. Toda mi infancia. No puedo quejarme. Tuve oportunidad de
aprender todo lo que por entonces se enseñaba. Mi asistencia a clases fué bastante regular.
Yo estuve en el Liceo Dominicano hasta el año de 1898.
350
Una vez me tuvieron que sacar del Liceo Dominicano porque hice un desórden y mi
familia pensó que de este modo le daba una satisfacción al Director y a mí un castigo. Me
pusieron en casa de Don
Moisés, una escuela de las del tiempo viejo, donde se iba con un Mantilla, un cuaderno de
Hachette, un portaplumas y un tintero sujeto del dedo pulgar con un cordón. Recuerdo que
dábamos allí Gramática de Paluzie. Era un texto escrito con preguntas y respuestas que
había que aprender de memoria. Tuve que notar la diferencia. En el Liceo se practicaban
los métodos sencillos de Hostos, porque el Director había sido uno de sus colaboradores y
continuaba siendo uno de sus admiradores.
En casa de Don Moisés había un calabozo en el patio y creo que el primer día que asistí a la
Escuela lo conocí. Me parece que hice burlas del método de enseñanza del venerable
Maestro del tiempo viejo, que seguía la pedagogía de la Morales, donde aprendí las letras.
Yo fuí pretencioso desde pequeño. Y parece que heredé la vanidad de mi madre o la de los
mulatos que es lo mismo. Me creía muy inteligente y me burlaba de todo el que
consideraba como bruto. Me agradaba sobresalir, ocupar el primer puesto en todas partes.
Sufría mucho cuando en la Escuela no me consideraban
351

el primero. Sin embargo, era desaplicado. Odiaba las Matemáticas, la Gramática y hasta la
Geografía. En cambio me gustaban las Ciencias Naturales. En ellas obtenía las mejores
notas.
Las tardes que tenía yo que dar las clases de Aritmética me huía de la Escuela. Junto con
algunos compañeros o solo me iba al Tripero, al río Ozama, hasta la fuente de Colón. En el
río me entretenía viendo pescar guabinas en el muelle y viendo a los nadadores. Una vez
me bañé en la fuente de Colón y otra cerca del Homenaje, en un sitio que quedaba debajo
de la Academia de Náutica que fundó Lilís.
Pero mi paseo favorito era ir a las Estancias y a Güibia. Pasaba la tarde en el agua,
nadando, panqueando y sabuyendo; yendo desde la playa a Curazao y desde allí a Peñita y
viceversa. Eran unos arrecifes que protegían el baño y habían sido llamados así desde
tiempo inmemorial. En aquel tiempo Güibia era una playa desierta cercada de uvero. Se
llegaba a ella por un camino sombrío, cercado de jabillas y a menudo cubierto de lodo.
Había una playa que le llamaban La Batea, donde se bañaban las mujeres. Cuando
pasábamos por allí nos deteníamos para verlas de cerca. A los muchachos les despierta
mucha curiosidad estas cosas. Se bañaban las mujeres en camisa o con enaguas sujetas al
hombro. Era difícil ver lo que más interesaba, pero a pesar de eso nos deteníamos para
luego ir comentando. Cada uno decía lo que más le había llamado la atención. Algunas
veces las mujeres, desde que oían voces o cuando nos alcanzaban a ver se sumergían hasta
el cuello en el agua y nuestra curiosidad quedaba defraudada.
Cuando me parecía que ya era hora de regresar salía del agua para vestirme. La ropa
permanecía sobre la playa. Colocábamos sobre ella un piedra o un pedazo de palo para que
el viento no separara las piezas. Encima de aquellas poníamos el sombrero para reconocerla
y vijilarla desde el agua. No teníamos con qué secarnos. Lo hacíamos permaneciendo un
rato al aire, desnudos o lo hacíamos con la camisa otra pieza del vestido. Era imposible
desembarazar algunas partes del cuerpo de la arena que a ella se adhería y de este modo nos
poníamos las medias y los zapatos. Con frecuencia teníamos que quitárnoslos otra vez
porque
la arena no nos dejaba caminar. Por lo regular regresábamos con el cabello húmedo y a
veces con la ropa en las mismas condiciones. Era sobre la marcha que nuestros cuerpos y
nuestros vestidos se secaban.
Por el Camino, si era temprano, entrábamos por paga o de favor en alguna Estancia y
comíamos, y si podíamos cargábamos frutas. Había allí mangos, pomarrosas, nísperos,
cajuiles, cocos de agua y otras frutas más. La entrada regular con permiso costaba cinco
centavos. Con esta suma era suficiente para hartarse y cargar hasta más no poder, llevar a la
casa. No tenía límites la cantidad de frutas de que uno podía disponer. Cuando se entraba
en estas condiciones, se salía satisfecho, sin espacio para comer más y con los bolsillos
cargados a toda su capacidad. Aún cuando no se pagara algunos encargados de Estancias
eran benévolos y nos permitían la entrada con la condición de que no hiciéramos uso de
piedras para tumbar las frutas ni se apalearan los árboles.
Por el camino, la conversación giraba alrededor de las maldades hechas en la playa.
-Este por poco se ahoga.
-Tragó agua de vicio.
-Mírame a los ojos, me pican, caray!
-Me duele aquí, parece que me dí con una piedra o con un palo.
Los zapatos no parecían tales. Eran pelotas de lodo, y la ropa a veces mostraba enormes
desgarres. Las mallas y alambres de púas dejaba sus huellas en nuestros vestidos.
Caminábamos muchas veces sin saco, para secarnos más pronto.
Al llegar a los alrededores de la ciudad, preguntábamos la hora para poder urdir la mentira
que nos salvaría del castigo. Si no llegábamos atrasados, estábamos en la Escuela. Y si lo
hacíamos tarde nos dejaron de castigo por no saber la lección.
-Tan odioso ese Maestro, -decíamos.
-Un abusador.
-Me tiene odio.
-Yo no vuelvo más a esa Escuela.
Pero siempre la sagacidad de los padres, su experiencia,
352
353
triunfaba sobre nuestras mentiras inocentes.
Una vez me ocurrió que llegué a mi casa cerca de las seis de la tarde. Las lecciones eran
muy difíciles. Me habían dejado de castigo porque no supe sacar una cuenta de multiplicar.
No me valió que rogara, ni que dijera que en casa me necesitaban. Nada. No quisieron
perdonarme.
Mi madre me oyó tranquilamente, sin decir una palabra y yo creí que todas mis mentiras la
habían dejado convencida. Salí un rato a la calle como de costumbre con mi trompo. Jugué
un rato. Varias reguiladas y otras tantas motecas... Cené con apetito. Permanecí la prima
noche muy contento hasta que me fuí a acostar. Nada me podía levantar la menor sospecha
del huracán que se avecinaba.
No pude saber si fué a las pocas horas de haberme dormido o a media noche, lo cierto es
que desperté agarrando una correa y rascándome las piernas, al mismo tiempo que lanzaba
gritos desesperados y oía decir:
-Por vagabundo. Usted se compone o lo mato a foete.
No valieron los gritos que cada vez eran más fuertes, ni mis súplicas de perdón; mi madre
no me dejó hasta que no me propinó más de una docena de correazos.
Al día siguiente me levanté azorado. Miraba a todo el mundo con sospecha y me hacía los
sesos agua pensando en cómo pudieron saberlo. Quién fué ese hablador, ese atrevido? Qué
ganaría con eso? Achuchón!
Pensé en todos mis amigos y en cuál de ellos pudiera ser el delator, pero los que me
acompañaron aquella tarde no vivían por mi barrio. Sería algún compadre, algún amigo de
mi casa.
Pasé el día sin poder averiguar.
Cuando se volvió a hablar de eso, le dije a mi madre que no se llevara de los chismes que
sobre mí le metían.
-Chismes! -exclamó mi madre-, chismes!... Usted se atreve a decir que son chismes? Y
quién le saló las orejas? Usted se cree que yo no sé cuando usted se va a Güibia? Lo mejor
será que se calle.
Y me retiré de su presencia sin responder una palabra.
Pero cuando estuve en el patio me sentí alegre al pensar que
en lo sucesivo bastaba con que me lavara la cara con agua lluvia para que pudiera volver a
Güibia sin que en mi casa lo supieran.
Un día provoqué la consternación de toda mi familia. Fué un día en que mi madre sufrió
mucho por mi causa. Mi padre me quiso dar una pela, pero mis hermanas encontraron que
la falta no era tan grave.
Por la mañana, jugando en el patio, hice de todo, pero pronto me cansé. Entré a la casa
buscando con qué entretenerme. Subí a los altos, anduve por los aposentos, entré en el
cuarto de Fello y no encontré nada para distraerme. Descendí las escaleras, de dos en dos
escalones, como era mi costumbre, cuando no se me ocurría descender deslizándome a
horcajadas sobre el pasamanos, ejercicio que también me encantaba y que hacía con
frecuencia, y cuando estuve en los bajos me dirigí al cuartico en que permanecía Arturo
haciendo cigarrillos. El estaba ausente. En un rincón había un par de botas de goma. Las
estuve mirando un rato. Eran pesadas. No sé cómo se me ocurrió sentarme en el suelo y
probar ponerme estas botas. Pude lograrlo sin gran dificultad. La bota que me puse me
llegó a la mitad del muslo. Hice un esfuerzo por levantarme y mudé algunos pasos, pero
como eran tan pesadas apenas pude cambiar de sitio. Imposible caminar con ellas. Resolví
quitármelas. Y aquí fué la de Troya. La bota no quiso salir. Sudé haciendo esfuerzos y
terminé por pedir auxilio.
Toda la familia vino al cuarto. Y todos hicieron esfuerzos por quitarme la bota. Fueron
inútiles.
Callado, oyendo todo lo que me decían, soporté todas las maniobras que se le ocurrían
hacerme. Mi hermano Arturo propuso que se cortara la bota de goma, pero mi madre y una
de mis hermanas protestaron.
-Imposible. Eso no se puede hacer.
Y como ya se habían probado otros medios inútilmente, hubo un momento de ansiedad y
confusión.
Aquel día fué terrible en mi casa. Yo había ocasionado un disgusto de grandes
proporciones a mi pobre familia que estaba ya atribulada.
La bota que yo tenía puesta era del Gobierno. Era de Lilís y

354
355

esto nos podía traer serias consecuencias.


Hacía algunos meses que se había organizado en la ciudad un Cuerpo de Bomberos y en mi
casa existían esas botas porque a mi hermano Arturo lo habían enlistado. Era bombero.
Y algunos pensaron que por esa causa, si se cortaba la dichosa bota, como en nuestra
familia había enemigos del Gobierno, esto nos podía traer malos resultados. Quizás
tendrían razón.
Pero una nueva tentativa de mi hermano Arturo logró sacarme la piernita, lo que trajo a
todos alegría.
-Las cosas de este muchacho no tienen nombre, -decían después riendo de la ocurrencia.
-Lo que a Pancho no se le ocurre!...
Y no me dieron una pela, en gracia, a lo que yo pude haber sufrido, aunque después de la
ocurrencia yo me quedé tan campante, con mi cara tan fresca, como si no hubiera ocurrido
nada, hasta con deseos de volver a ponerme la bota otra vez.
El primer jefe que tuvo este Cuerpo de Bomberos fué D. Angel Perdomo. Desde la
iniciativa del Gral. Luperón, durante su gobierno provisional no se había vuelto a hablar en
este país de semejante institución.
Por aquellos días tuvieron en mi casa una agradable sorpresa a la cual yo no le dí gran
importancia. Llegó a mi casa, por encargo de mi hermano Abelardo un señor vecino de
Tamboril, Don Rodolfo Hernández y provisto de un aparato para que oyéramos su voz. Era
este un fonógrafo de cilindros. En una mesita especial fué colocado este aparato que
semejaba una máquina de coser, por lo menos en tamaño. Dentro de un cajón guardaba el
Señor de Tamboril una cantidad de cilindros huecos que parecían confeccionados con cera
o cosa parecida. Se colocaban estos cilindros en un eje que daba vueltas por un mecanismo
de reloj. Sobre el cilindro se movía un diafragma y a los lados de la mesa y sujetos a un
tubo hueco que rodeaba al aparato colgaban unos auditivos a manera de estetoscopios.
Colocados éstos en el oído y puesto en movimiento el cilindro, el diafragma recorría
lentamente toda su extensión y las personas que se habían colocado los auditivos
escuchaban lo que en los cilindros estaba impreso. Como eran varios los cilindros de
bía llevar el señor diferentes cosas impresas. Pero como el propósito de la visita era que
oyéramos la voz de nuestro hermano, éste fué el que más repetidamente escucharon. Yo
recuerdo bien esa tarde. Todo se oía quedo, como si la persona que hablara estuviera muy
lejos.
La familia experimentó una gran alegría. Hacía tanto tiempo que nuestro hermano estaba
en el extranjero que mi madre y mi padre no pudieron refrenar su emoción y algunas de
mis hermanas se echaron a llorar.
Yo contaba diez años de edad y por primera vez estuve en el Teatro La Republicana.
Actuaba la compañía de Marin Varona y una tarde noté que mis hermanas hacían
preparativo para ir a la función. Cuando salí de la Escuela me dirijí al Teatro y allí un
muchacho me indujo a que entrara, como ellos lo iban a hacer, y como se decía de chivo.
Tuve en cuenta que mis hermanas irían esa noche al Teatro y que reuniéndome a ellas no
me pasaría nada. Con los compañeros que parece eran prácticos, subimos hasta el techo del
edificio y allí permanecimos escondidos hasta la hora en que se abrieron las puertas. Yo
bajé, ya encendidas las luces y cuando ya había una regular concurrencia. Descendí hasta el
primer piso y después de reconocer a mis hermanas me le presenté. Pasada la sorpresa todo
siguió bien. Subieron a escena esa noche El Rey que Rabió. Días después yo cantaba el
Coro de doctores cuantas veces lo podía hacer. Es posible que llegara a molestar. Por mi
falta no pasé pena, mis hermanas me perdonaron.
Le cojí el gusto a estas escapadas y una noche fuí Coracero del Rey en no recuerdo qué
Zarzuela. Vestido de mamarracho con casaca y turbante y una lanza, me presenté junto con
otros muchachos de mi edad en pleno escenario. Nueve o diez muchachos formábamos este
cuerpo de Coraceros. No debo esconder que me sentí orgulloso, sobre todo cuando el
tramoyista decía:
-Los Coraceros del Rey, alerta! -y entrábamos al escenario marchando armados de nuestras
lanzas.
Acaso más tarde troqué el papel de actor por el de autor y en testimonio de lo cual ahí está
La Locura, un monólogo que escri
356
357
bí para que fuera representado por Federico Bermúdez en el Teatro Mellor de San Pedro de
Macorís, y a quien serví de apuntador, con lo cual creía asegurar más el éxito de la
representación. Otros ensayos dramáticos que aún están archivados, confirman de modo
indudable esta otra vocación.

LI
Nunca pensó mi padre, después de su viaje a Santiago que tendría que abandonar otra vez
la ciudad que tanto él quería, la única que consideraba apropiada para el vivir. Pero qué iba
a hacer! Los negocios estaban malos y ya estaba cansado de emprender trabajos que
solamente le dejaban para mal vivir.
Un día yo noté que en mi casa se hablaba de algo importante.
-A mí me parece que es una buena oportunidad -decía una de mis hermanas.
-Hay que convencer a papá. El pueblo no es tan malo como a él le han dicho. No es cierto
que allí se cometen tantos crímenes.
-Y Panchito? -decía mi madre.- Yo temo que a ese muchacho me lo acaben las calenturas.
-Lo mejor -dijo Mercedes- es llevarlo a él de los primeros y si le dan calenturas regresamos
de una vez.
Parece que pronto se pusieron de acuerdo todos en casa. Papá se quedaría, y Carmen y la
tía Mariquita, que estaba loca por irse y también Arturo, que no podía ni debía dejar su
colocación. Al mes de estar allí podríamos saber si los demás debían seguirnos. Era tan
mala la fama de que gozaba entonces la ciudad de San Pedro de Macorís!
359
358
-Es verdad que tú te vas para Macorís? -me preguntaban algunos muchachos del barrio.
Y yo les contestaba que sí, mientras ellos me clavaban los ojos de tal modo que no podía
adivinar si me miraban por desprecio por abandonar el barrio o con envidia por lo que
gozaría yo en ese viaje.
-Nos vamos todos -decía yo.- Todos!
En una semana se revolvió la casa. Baúles, cajas, fundas. Una cosa extraordinaria.
Ibamos a Macorís, cuya fama de cementerio de vivos era en esa época extraordinaria, a
causa del paludismo allí reinante; en viaje de pruebas. A mis hermanas se les había
encargado de abrir en aquella localidad un plantel de instrucción primaria y secundaria que
se llamó, en recuerdo de la Escuela en que mi hermana Anacaona había hecho sus estudios,
Instituto de Señoritas.
La humilde y desconocida aldea de pescadores que se había levantado en la margen
oriental del estuario del Higuamo, cercada por ciénagas y metida dentro de un cinturón de
cocoteros (la Punta de la Pasa, Playa de Muerto, Playa de Pitre, Buena Vista, La Isleta y
Marota), castigada por un sol impiadoso y por permanentes hordas de mosquitos, por lo
que sus escasos moradores la llamaron Mosquitisol, era conocida ahora por San Pedro de
Macorís.
La historia de esta ciudad era breve, tan breve como lo fué su prosperidad.
Primitivamente, como se ha dicho, era un asiento de pescadores que con toda probabilidad
se instalaron allí en el siglo XVII, a raíz de las devastaciones de Osorio y ha debido su
nombre al hecho de que sus fundadores procedían del norte de la Isla, y de los sitios
conocidos por los macorises desde los tiempos de la Conquista.
En 1874 se llamaba este asiento con tal nombre en diferentes documentos y consta que era
servido en sus necesidades espirituales por la parroquia de San José de Los Llanos.
En 1856 adquirió la categoría de Puesto Militar y en 1884 se le agregaron los caseríos de
Juan d'Olio, La Punta y Guayacanes.
En 1877 tuvo su primer Cura Párroco, el Pbro. Tomás de Pina.
Y en 1882 el Presidente Meriño lo elevó a la categoría de Distrito.
Pero en 1886 todavía era una aldea de pescadores. En su obra Algo, publicado en 1911,
escribió el Licdo. Quiterio Berroa Canelo, uno de sus hijos más distinguidos... "cinco
lustros atrás era (exceptuando al Alcalde, el Cura, el Sacristán y un par de moradores, una
pobre olvidada aldea de labradores, monteros y pescadores que llevaban la misma vida
semi salvaje que aún se lleva en algunos lugares del país".
Sin embargo, ya había sonado la hora de iniciarse su transformación.
Fué a partir del mes de diciembre de 1876 cuando la aldea de pescadores y sus vecindades
fueron invadidas por un grupo de extranjeros que hicieron de ella una ciudad, que fué
próspera y rica.
En el mes de Mayo de 1877, en los alrededores de la aldea se estaban cultivando 1200
tareas de tierra sembradas de caña de azúcar.
Y el 9 de Enero de 1879, se escuchó por primera vez en esas soledades el pito del primer
Ingenio de azúcar que se llamó Angelina.
Pocos meses después, el mismo año de 1879, Don Santiago Mellor compraba a Wenceslao
Cestero, uno de los inmigrantes enriquecidos allí, los terrenos en los cuales se fundó el
segundo Ingenio que se llamó Porvenir.
A estas factorías siguieron otras, Consuelo (1881), Cristóbal Colón (1883), Santa Fe
(1884), Quisqueya (1894), y ya a fines de siglo San Pedro de Macorís se convirtió en un
poderoso centro de atracción de inmigrantes nacionales y extranjeros. Allí se dieron cita
hombres de todas clases: intelectuales, hombres de trabajo, vagabundos, delincuentes y
malhechores.
Cuentan que por esa época a San Pedro de Macorís le ocurrió algo parecido a lo que se
produjo durante la colonización de la Isla.
Allá por la última década del siglo pasado desempeñaba la Jefatura Comunal de la Villa de
San Carlos el General Isidro Pe
360
361
reyra. Era San Carlos entonces una común relativamente distante de la antigua ciudad de
Santo Domingo y formaban parte de esta Común algunas secciones habitadas por jentes
vagas y pendencieras. Por lo general los domingos y en particular en los días de guardar,
que no eran pocos en el año, estas gentes celebraban peleas de gallos, juegos de azar y de
envite, bailes rumbosos, velaciones, novenas, etc., en las que se consumían en exceso
bebidas alcohólicas y lo que daba por resultado que era por esas secciones muy frecuente
los escándalos y las riñas, que muchas veces terminaban por hechos sangrientos.
Consta que en 1890 fueron célebres entre los bandoleros que merodeaban por las secciones
de San Carlos los Gereses, salteadores de caminos que cometieron innumerables fechorías,
asaltando y matando a los viajeros. Fueron tan frecuentes y escandalosas sus actuaciones
que se dispuso enviar una ronda al mando del General Francisco Lluberes para que los
persiguiera y los capturara.
Consideraba el Jefe Comunal a esas gentes como gentes despreciables y peligrosas,
particularmente los de ciertas secciones en las que habitaban muchos delincuentes.
Los domingos los cepos de la Comandancia de Armas de la Común de San Carlos se
llenaban de delincuentes de ambos sexos. Allí amanecían los lunes hasta una docena de
estos sujetos que habían provocado escándalos, habían producido heridas, inferido palos o
golpes. Los Cabos del servicio los conocían de viejo.
Cuando el General Pereyra llegaba los lunes a su oficina preguntaba:
-Ya hicieron el parte? Qué ha ocurrido? Y el Cabo Solano respondía:
-Mucho trabajo: ahí está Calisa, Silverio, mano Juan sin oreja, la Pinta con un navajazo en
la cara y Gollo que no falta y Medardo y la Lechuza.
El General oía esta relación tranquilamente y cuando al Cabo Solano terminaba:
-Vaya al muelle y vea a ver si sale alguna embarcación para Macorís.
Por la noche, bajo custodia, salían estos sujetos para la Metrópoli del Este, en una de las
embarcaciones que hacían el cabotaje entre ambos puertos.
El General se justificaba comentando:
-Los mando para que trabajen. En Macorís se necesita gente.
Dos años después, en 1892, completaba la limpieza de la Común el General Isidro Pereyra,
que más tarde fué Gobernador de aquel Distrito.
Pero ya en 1898 San Pedro de Macorís había logrado un alto nivel de prosperidad y se
había convertido en uno los principales centros de atracción de la República debido a su
rápido progreso.
Esto explicaba por qué en todo el ámbito de la República se escuchaba la misma consigna:
A Macorís! A Macorís!
Y mi familia no pudo sustraerse a ella. Deseaba vivir y trabajar. Había que terminar con
veinte años de lucha, de ansiedad, de sufrimiento y de temor.
Y en ese año, cuando yo había cumplido trece de edad, hacía mi segundo viaje marítimo,
como un emigrante, en unión de mi madre y de mis hermanas Anacaona y Mercedes a San
Pedro de Macorís, a bordo de un vapor propiedad de D. Demetrio Morales, que se llamaba
Júpiter. Era un vapor de maderas, pesado, lento y hediondo.
Era el mes de Diciembre, día 7, mes de mar tranquila y apacible. El Júpiter abandonó el
muelle del Ozama a las siete de la mañana y después de medio día entrábamos por el puerto
de aquella ciudad.
Creo que hicimos todos un buen viaje. Recuerdo que durante la travesía, permanecí la
mayor parte del tiempo recostado sobre la borda mirando el mar y mirando la costa. De los
caseríos que aparecían en ella de vez en cuando oía los nombres de Andrés, La Caleta,
Boca Chica, Juan d'Olio, Guayacanes. El vapor apenas se movía, únicamente trepidaba y el
ruido que hacían sus máquinas me complacía. Yo estaba viajando y todo lo que veía era
nuevo, interesante y despertaba mi curiosidad.
A medio día aparecieron dos vapores y pasamos muy cerca
362
363
de ellos. Cargaban sacos de azúcar. Un vaporcito llevaba dos lanchas sujetas por largos
cabos.
Dió el Júpiter una vuelta, no sé por qué y de pronto alcancé a ver el pueblo. Ví muchos
cocales. La Isleta me pareció muy bonita y observé una casita que había allí.
Había en el puerto aquel día, dos bergantines de tres mástiles, uno de los cuales descargaba
maderas y el otro carbón de piedra. Las factorías de azúcar consumían una gran cantidad de
este combustible que todavía era el único de que se disponía, cuando escaseaba la leña,
para las industrias que utilizaban el vapor. Sobre el muelle se veía una montaña formada
por trozos de este mineral que numerosos trabajadores, una cuadrilla de hombres negros y
otros más claros, pero ennegrecidos en sus ropas y en su piel por el polvo del carbón, en un
afanoso ir y venir, con sendas carretillas, transportaban a los vagones de un ferrocarril.
En medio del puerto una draga de pala, Doña Cora, montada sobre una lancha, extraía
fango del fondo del río y lo vaciaba en otra lancha que tenía al costado y que los
remolcadores llevaban mar afuera para su descarga. El ruido que hacía esta draga cuando
movía en cualquier dirección la pala era ensordecedor y debía ser escuchado a larga
distancia y en todo el pueblo. En vez de cabos esta draga maniobraba su pala con cadenas
de hierro y éstas chirriaban demasiado al pasar por las poleas.
Otras lanchas cargadas de maderas, provisiones y de maquinarias, remolcadas por un
vaporcito se perdían río arriba, camino de los Ingenios.
A poca distancia de la draga y en las proximidades del sitio en que había fondeado el
Júpiter, se encontraban una goleta y dos balandros que en vez de bandera dominicana
enarbolada en su palo mayor la bandera inglesa. Estas embarcaciones estaban atestadas de
gentes, hombres y mujeres, los que sin duda parecía acababan de llegar. En la cubierta, en
los sitios que no estaban ocupados, se veían canastas, líos de ropas, jaulas, cajones pintados
de colores, baúles y maletas viejas. En las jarcias, por las bordas y por la botavara de la
goleta hacía cabriolas un monito.
Lucían estos hombres ropas viejas de telas oscuras sombreros
de cana y hasta los había cubiertos con bombines. Descalsos, con los pantalones arrollados
a media canilla, con hamacas al hombro y entre las mujeres se veían tocadas con pañuelos
de madrás con cintas vistosas y originales.
Desde el Júpiter se escuchaba un gran vocerío. Todos parecían hablar a un mismo tiempo y
daban la impresión de que disputaban unos con otros.
Eran estas embarcaciones las que aportaban los contingentes de cocolos, que por aquella
época arribaban a San Pedro de Macorís para hacer la zafra.
Desembarcaban los cocolos en yolas porque sus embarcaciones no atracaban al muelle que,
por lo regular, estaba ocupado por los balandros y goletas que hacía el cabotaje con los
puertos circunvecinos.
Al muelle, donde había otras pequeñas embarcaciones, balandros y yolas, nos condujo un
bote porque el Júpiter, por su calado, no podía atracar a él. Había allí un gran ajetreo. Se
desembarcaban cajas de mercancías, traviezas para ferrocarril, sacos con provisiones. Unas
cuantas carretas tomaban cajas y otras las dejaban junto a las embarcaciones. Circulaban
por el muelle carretillas de mano cargadas de carbón, de plátanos y otros víveres que
procedían de una flotilla de balandros fondeados en uno de los costados del muelle y que
procedían, según supe después, de La Romana, de Bayahibe, de Cumayasa y de otros sitios
de la costa del sur. Grupos de mujeres y hombres estaban reunidos allí junto a estas
embarcaciones. Fueron orijinales los nombres de estos balandros y botes: La Isabel, El
Balay, La Felicita, de D. Wenceslao Cestero; la Mamá Antonia, La Angelina, La nueva
Rosa, El Taibe, El Libertador, La Auyama, La Chivita.
Las jentes iban en este muelle de un lado para otro. Y se oían gritos, conversaciones en alta
voz, ruidos de poleas, de velas que se le plegaban o se izaban; ruidos de todas clases de
cajas que se cambiaban de sitios pitos de remolcadores, redobles de campanas de las
locomotoras.
Un grupo de cocolos que había desembarcado al mismo tiempo que nosotros estaba en una
esquina del muelle junto a sus equipajes, raros, curiosos, hablando, jesticulando. Por pri
364
365
mera vez oí hablar inglés a muchas gentes. Voceaban Peter, John, William, Miky.
Esperaban allí los vagones que los conducirían directamente a las Factorías.
Este muelle era una verdadera algarabía. Daba la impresión del desembarco de un
expedición que tomaba una plaza, y lo era en verdad, sólo que se trataba de una expedición
pacífica que no llevaba otra intención que la de apoderarse de las riquezas de aquel pueblo,
en virtud de su renombre como sitio en el cual había dinero, mucho dinero para todos en
aquellos días.
Pero había otro muelle más grande, donde atracaban los vapores. Y allí cargaban sus
bodegas de sacos de azúcar y las vaciaban de toda clases de artículos. Mercancías,
maquinarias, provisiones. Una locomotora pequeña, La Chiquitina, arrastraba por este
muelle vagones y más vagones, cargados de sacos de azúcar, para colocarlos frente a un
vapor que estaba allí atracado.
Otra locomotora más grande estaba frente a los depósitos levantados a la orilla del río, con
una hilera de vagones también cargados de sacos de azúcar que provenían de las Factorías.
Ningún puerto de la República podía ser comparado con éste donde parece que no había
reposo ni para el brazo ni para la máquina. Macorís era una ciudad a la que aguardaba un
gran porvenir.
Mientras reuníamos nuestro modesto equipaje y mis hermanas conversaban con las
personas que vinieron a recibirlas, yo miraba las jentes que cruzaban la calle, las carretas
cargadas de maderas y de cajas que iban en dirección del pueblo y la Comandancia del
Puerto con su bandera dominicana y una pequeña oficina, la Oficina del Muelle y la
Aduana y los Depósitos de Madera y los grandes Almacenes en que se estibaban los sacos
de azúcar.
En un coche de punto llegamos a la casa que nos tenían preparada. Era una casa amplia,
recién construída, apropiada para la instalación de una Escuela y de una familia corta. Su
propietario era D. Leopoldo Richiez, persona bien conocida en la ciudad.
Lo primero que me llamó la atención fué el pozo. Apenas tenía profundidad y no podía
compararse con el de la casa de D. Juan Ramón, en el cual pocas veces se podía ver el
agua. Y tam
366
bién me llamó la atención el patio. Tenía un tierra blanca que allí llamaban caliche y con la
cual enjalbegaban las casas de las orillas.
La calle en que estaba ubicada la casa que ocupamos se llamaba de San Pedro (hoy
Anacaona Moscoso) y era una calle estrecha, corta, sin aceras, corridas, sin pavimento,
llena de grandes piedras en el centro y de abundante yerba en los alrededores de las casas.
La noche de nuestro arribo se produjo un incendio en uno de sus barrios, en El Retiro
(después calle de Las Flores). Se redujo a cenizas una pulpería. La alarma nos sobrecojió,
sobre todo porque estábamos entre jentes desconocidas y porque este acontecimiento nos
pareció en el primer momento de mal augurio. Al día siguiente yo llegué hasta el sitio del
siniestro. El dueño de la pulpería pereció en medio de las llamas.
Macorís en 1898 era una ciudad alegre, trabajadora y por aquellos días era sin duda, la más
próspera y rica, la más progresista de la República.
Se habían construido numerosas viviendas y sus calles antes estrechas y cortas se habían
prolongado en todos sentidos. Su población había aumentado considerablemente. En una
palabra había crecido de una manera sorprendente.
Eran sus principales edificios la casa Freidhein y Clasing, la Gobernación Provincial en
cuyos bajos se había instalado la Administración de Correos, la casa que habitaba el
Gobernador, que más tarde fué local del Club 2 de julio. La mayoría de sus construcciones
eran de una sola planta. Las que contaban con dos no pasarían de una docena.
Contaba con un pequeño parque, provisto de una verja de hierro que obsequió uno de los
hacendados radicados allí: D. Salvador Ros. En ese parque se celebraban conciertos
regulares dos veces a la semana, por la Banda dirijida por Fredé, famoso requinto
puertoplateño.
La Iglesia se había incendiado hacía dos años y para reemplazarla se había construido una
pequeña Ermita de maderas en la marjen oriental del río, no lejos del parque.
Contaba la ciudad con una Comandancia de Armas y con
367
un Teatro-Logia que fué obsequiado por otro hacendado: D. Santiago Mellor, con cuyo
nombre fué bautizado el edifico.
Había un Mercado pequeño, construido con columnas y viguerías de hierro, techado de
zinc y pintado de rojo. Pero en la Barca, y en Playa de Pitre, y en los alrededores del
muelle, debajo de las barrancas de la calle de la Marina y en las proximidades del pequeño
muelle de cabotaje se vendían los artículos que llegaban por el río y particularmente los
pescados que traían diariamente los pescadores.
Llegaban estos pescados desde las primeras horas de la madrugada en un sin número de
embarcaciones. Había allí una variedad de peces de los cuales yo no había tenido noticias
nunca. En mi casa, en la casa de D. Juan Ramón únicamente había visto en la mesa pescado
colorado (chillo) y mojarra; esta última especie era la preferida de mi padre. Pero aquí, en
Macorís, conocí los júreles, las cojinúas, el pez Azul (Angel), los pargos, los meros, las
picúas, el carite, el bonito, la sierra, el pez ataúd y los lambí y los pulpos, los burgaos y las
langostas. Toda la fauna marina comestible, de lo que principalmente se alimentaban los
cocolos, de todo lo que pudiera extraer del mar. Con anzuelo o con redes, estaba allí.
La mayoría de estos pescadores eran ingleses, de las Antillas Menores y la mayoría de los
compradores eran de la misma nacionalidad. Pero los nativos comían también bastante
pescado.
Desde la madrugada se escuchaba el fututo, un sonido especial producido por el caracol del
lambí, que se oía a larga distancia. En estos sitios se producían a veces serios escándalos y
se escuchaban las más groseras expresiones en inglés y en castellano. Permanecían los
cocolos, como decían en Macorís, a todos los individuos venidos de las Antillas, en los
sitios de expendio de pescado hasta muy avanzado el día.
Pero otro artículo que contribuía a la alimentación de los macorisanos en su temporada, lo
constituía los cangrejos (palomas de cueva) que tanto abundaban allí. Las grandes extensio-
nes de ciénagas que había alrededor del pueblo estaban pobladas por estos crustáceos y por
aquellos días hasta en los patios de muchas casas se podían ver sus cuevas. Los cangrejos
se ven
dían por las calles y era frecuente ver por ellas a los vendedores llevando racimos de este
apetitoso manjar. Y no faltó quien al notar esta abundancia de cangrejos bautizara el
poblado por Macorís de los Cangrejos.
El Mercado de frutos menores estaba situado en la Barca que por el norte del pueblo
cruzaba el río. No había allí ninguna construcción apropiada. Las canoas se varaban en el
limo del Higuamo y sobre sacos de pita se colocaban los frutos: plátanos, batatas, ñames,
etc. Este sitio era también muy concurrido por las mañanas y a veces hasta en la tarde.
Al final de la calle del Comercio se encontraba el Cementerio. Apenas a ochocientos
metros del sitio en que estaba la antigua Iglesia. Detrás, un camino y en él la línea férrea
del Ingenio Santa Fe.
En la Punta de la Pasa, se levantaban dos o tres construcciones a manera de bungalow,
protejidos contra los mosquitos con tela metálica, donde habitaban alemanes establecidos
en el comercio. En el extremo de esta Punta estaba el vijía: una casita de dos plantas
pintada de rojo donde estaba instalado el Semáforo, semejante al de la Torre del Homenaje.
Allí se señalaban con una banderita azul o roja la dirección en que venían las embar-
caciones: de arriba o de abajo y la clase de embarcación por medio de una combinación de
discos.
Las calles llevaban nombres astronómicos o alusivos a las ambiciones del poblado: calle de
la Luna, calle del Sol, calle de la Estrella, calle de la Aurora y del Comercio, de la
Industria. Las otras llevaban nombres alusivos al sitio: de la Barca, de la Tenería, la del
Tanque, la de los Rieles, la de la Logia, la Marina, la de Las Flores. Una correspondía al
patrón del pueblo, la de San Pedro, donde fuimos a vivir y las restantes de la Libertad, de
Colón y del Correo.
Aunque pequeño, el pueblecito contaba con barrios; estos barrios eran muy característicos,
así como sus nombres, el Guapí, el Naranjito, el Toconal, el Toril, Moño Corto, el Retiro.
Finalmente los cocolos construyeron el suyo: este barrio fundado por un tal Jack recibió
con el tiempo el nombre de Jack Town que los macorisanos convirtieron en Yocotón.
368
369

Cuando conocimos a San Pedro de Macorís aún había allí muchas familias de los
fundadores. A menudo nos referían, señalándonos algunos sitios ya poblados, que allí
tuvieron sus ascendientes y aún sus padres sus mejores predios. Los barrios que
encontramos eran antiguas cercas y conucos hasta hacía pocos años.
Pero para la fecha de nuestro arribo la población de San Pedro de Macorís estaba
caracterizada por un número extraordinario de extranjeros. Había allí representativos de
muchas nacionalidades: continentales, europeos y de las Antillas Menores. Se podía
escuchar varios idiomas, pero particularmente el inglés.
Los que no eran inmigrantes extranjeros éramos inmigrantes criollos. De todas partes de la
República había allí representativos. Las noticias de los grandes trabajos agrícolas que allí
se estaban fomentando habían corrido por todo el país. Y como a fin de siglo la situación
económica de la mayor parte de la República era mala por razones políticas, muchas
personas del interior se dirijían a San Pedro de Macorís con la esperanza de rehacer sus
vidas, a probar fortuna. De estas familias muchas se enriquecieron, otras volvieron a
emigrar muchas quedaron allí enterrados sin gloria y sin provecho. De otras no se ha sabido
nunca el fin.
El comercio principal estaba en manos de una numerosa colonia alemana que allí se había
radicado. Eran las casas de Fredhein y Clasing y la W Biederman. Por estas casas pasaron
muchos ciudadanos alemanes que ocuparon cargos municipales y presidieron sociedades
recreativas: Herr Ibssen, Herr Shumaker, Herr Van Kampen, Herr Holt, Herr Abbes y Herr
Stak y otros. Fueron estos los primeros banqueros y refraccionistas de los Ingenios en
fomento. En los Ingenios abundaban los norteamericanos.
El comercio de detalle y de telas estaba en manos de puertorriqueños, ingleses, españoles,
árabes, italianos y algunos que otro dominicano.
La vida que se hacía en San Pedro de Macorís era una vida de trabajo. Por sus calles llenas
de carretas y carretillas transpor
tando grandes cantidades de provisiones y mercancías se notaba un continuo ajetreo. De los
grandes depósitos de maderas salían diariamente cargas para los nuevos edificios que se
levantaban con asombrosa rapidez. La cantidad de inmigrantes era superior al de las
viviendas de que se podía disponer. El transporte urbano estaba encomendado a una buena
cantidad de coches que siempre estaban en buen estado.
Las noches de este pueblo eran oscuras, un reducido número de faroles en la parte céntrica
constituía todo el alumbrado.
En los barrios se organizaban fiestas, sobre todo los sábados y era frecuente oír los aires de
las pequeñas Antillas. Era popular el calipso de Trinidad. Tambores, clarinete, cornetín,
flauta, eran los instrumentos más usados. A veces aparecía un virtuoso del violín de St.
Kitts o de la Martinica.
Pero a pesar de hacerse allí una vida de trabajo Macorís tenía su centro cultural: la
Sociedad Amantes del Estudio. Organizaban actos públicos, veladas conferencias, y tenían
establecida una biblioteca pública. Su fundación databa de algunos años.
Había un club designado 2 de Julio donde la mejor sociedad celebraba bailes con bastante
regularidad y dos Lojias, la Independencia y la Aurora, que permanecía cerrada.
Abundaban también las escuelas sostenidas por las sectas relijiosas, las que tenían sus
respectivos templos: metodistas, episcopales, etc. Los domingos se llenaban estas iglesias
con la población cocola, vestidos de limpio, con telas de una blancura extraordinaria,
rigurosamente planchadas y gran cantidad de pañuelos de madrás artísticamente atados a la
cabeza y paletoses, levitas y sombreros de copa. Los pastores procedían de islas, hombres
gruesos por lo regular, bien servidos y comidos, que se expresaban en inglés de Eaton o en
negro inglish, el dialecto de esas regiones.
Los días festivos, sobre todo en pascuas, los cocolos daban la nota típica a la ciudad, la
recorrían vestidos de indios caribes, tocando sus tambores, triángulos y flautines cubiertos
con vistosas plumas y ejecutando danzas al parecer caribes.
Era característico de estas expansiones el juego de las cintas que gustaba mucho y el cual
solía reunir numeroso público.
370
371
u
Pronto me familiaricé con mi vecindario. D. Pepe Morales, Doña Trifona Pichardo, D. Lico
Carbuccia, Jefe del Cuerpo de Serenos y la fragua del Sr. Larancuent, en cuya puerta me
detuve varias veces para observar el gran fuelle que animaba el brasero y para verle
manipular las barras de hierro al rojo sobre el yunque; D. Fernando Travieso, al lado de mi
casa que hacía años padecía de una dolencia en una pierna, la que mantenía siempre sobre
un cajón por indicación de su médico, y que me entretenía contándome historias del
pueblo; D. José Hernández, carpintero español y su mujer Bruna, Don Félix González y
Doña Anadina, y Don Antonio Delmonte, Agrimensor, en cuya oficina, utilizando mis
conocimientos de dibujo que adquirí con el Sr. Navarro y D. Sisito Desangles, dibujaba con
diferentes tipos de letras, las leyendas de los planos que por aquella época se acostumbraba
a poner con tinta de diferentes colores; todos en mi calle, Doña Lola Gantier, Doña Juana
Tellerías y su esposo D. Francisco Caneco, Ayudante de Plaza, D. Abelardo Montaño, D.
Antonio Carbuccia y su esposa Doña Eme, y la señorita Tula.
Y en los alrededores del solar que ocupó la Iglesia, el Club 2 de Julio, la familia Castillo, la
familia de D. Juan Mendoza, Don Santiago Rojo, la Escuela Normal, que dirijía D. Julio
Coiscou y la Botica La Macorisana, de D. Pedro Mallén y al doblar D. Bobo Leyba, con un
gran Almacén frente al río. Del otro lado la Gobernación, el Dr. Emilio Tió, la Casa Curial,
la familia de D. Manuel Mallén y la casa Biederman y Co., frente al río y a la Ermita.
A la vuelta de la esquina había una Imprenta donde se editaba El Cable, un gran periódico
semanal en el cual colaboraban Gastón y Rafael Deligne y Don Arturo Bermúdez, el más
destacado sainetista que ha producido la República, autor del Licenciado Arias, Guadalupe
y Mateo, y otras comedias más que con resonante éxito fueron estrenadas por la Compañía
de Luisa Martínez Casado en el Teatro Mellor. Salvador Pellerano y Publio Gómez eran los
encargados de la Imprenta.
De otras personas oía pronunciar los nombres en mi casa: D. Rolando Martínez, Don
Wenceslao Cestero, Don José Robles y
D. Gregorio Velázquez, D. Lorenzo Bazán, D. Julio Coiscou, D. Isaac Marchena, D. Isidro
Mejía, El Diputado del Distrito, D. Manuel Asunción Richiez, Doña Silvaní Bernardino de
Richiez y muchos otros que ahora no recuerdo.
Como las demás ciudades de la República, Macorís contaba con su media docena de tipos
populares. Entre éstos recuerdo a Sie Bobito, a Mortifico, a Mayorga y a Bienerito.
Y probé los célebres dulces de Ríos y de Doña Ramona Petelí, la Sitita de San Pedro de
Macorís.
Un incidente me ocurrió al mes de mi estadía en esa ciudad. Siguiendo la costumbre que
me habían impuesto en Santo Domingo, yo podía salir en la prima noche a dar una vuelta
por el vecindario, a condición de que antes de las nueve, es decir, del toque de Animas,
estuviera en casa. Una noche me distraje paseando por sitios retirados de mi casa y me
parecía que la hora en que debía regresar había pasado. Apuré el paso y pronto entré por la
esquina más distante de mi casa. Venía preocupado pensando en que mi padre me iba a
reprender. Mientras caminaba iba pensando en el género de excusa que yo debía dar en
caso de que ya hubieran sonado las nueve de la noche. Como no había allí Iglesia, se había
incendiado algunos años antes de nuestra llegada, y la Ermita provisional que la sustituía
estaba a la orilla del río y en esa ciudad no se acostumbraba a regirse por las campanas de
la Iglesia, yo que no podía tener reloj, no estaba seguro de la hora y me parecía que esto de
saber la hora exacta era muy importante para formular mi excusa; ya en las proximidades
de mi casa resolví dirigirme a una señora mayor, que con su bata de prusiana morada y un
pañuelo de madrás en la cabeza estaba sentada en una mecedora junto a la puerta de su
casa.
Cuando estuve cerca de la señora, respetuosamente le pregunté:
-Madama, usted me hace el favor de decirme qué hora es?
No sé por que no la interrogué en otra forma.
La vieja se indignó.
-Tenga entendido que yo no soy madama. Usted es un atrevido.
372
373
Como yo le diera excusas y luego que la vieja se calmara, enseguida le pregunté:
-Usted me hace el favor de decirme por qué yo la he ofendido?
-Porque Madama son las mujeres que se recogen con un hombre y yo soy una señora
casada.
Entonces le expliqué a la vieja que yo no sabía eso y que por tanto me hiciera el favor de
dispensarme.
No insistí en averiguar la hora. Llegué a casa y nadie me dijo nada.
La vieja de esta historia era de Santo Domingo, oriunda de la Común de San Carlos.
Una de mi más gratas impresiones fué la de encontrar allí varios de mis antiguos
condiscípulos, que fueron internos en el Liceo Dominicano, del Sr. Prud'homme: Pedro M.
Dalmau y sus hermanos Baldomero y Carlos, a Miguel Chalas, dueño de una Imprenta y
editor de La Defensa, semanario en el cual publique el primer artículo literario que salió de
mi pluma, la primera manifestación de una vocación que fué frustrada, un cuento, El
Sueño, que fué casi una copia de parte un capítulo de Fray Filipo Lipi, de Castelar; a Lico
Vilomar y otros que ahora no recuerdo.
Habitaba yo La Leonera, un cuarto en que vivían varios jóvenes y donde yo me había
trasladado para hacer vida bohemia, tal como correspondía a mi nueva ocupación de
hombre de letras.
A este ensayo siguió un drama y más tarde el monólogo que fué interpretado por Federico
Bermúdez en el Teatro Mallor.
A la luz de un quinqué, en una vieja mesa y en un ambiente destartalado se escribió este
monólogo.
Cuando Bermúdez regresaba a su casa después de las de la noche, se iniciaba en La
Leonera el ensayo. Bermúdez declamaba en alta voz, yo servía de apuntador.
Al lado vivía un señor de la Capital de profesión sastre.
Una noche, cerca de las doce nos tocaron a la puerta. El Sastre y un policía municipal nos
saludaron:
-El señor -dijo el policía- me ha llamado para presentar
una queja: que ustedes no dejan dormir a él ni a su familia con es escándalo que hace días
tienen en ese cuarto.
Yo permanecí callado, pero Bermúdez increpó al sastre:
-Usted, señor es un iletrado. Si usted fuera un hombre de letras se deleitaría escuchando
esta obra que es un monumento.
El sastre y el policía abandonaron la puerta y nosotros continuamos el ensayo.
El Sr. Ml. De Jesús Lovelace, Corresponsal del Listín Diario dijo en una ocasión, después
de presenciar la representación, que yo era más que una promesa.
Cuándo se realizaría este vaticinio? He pasado la vida esperando ese gran momento.
374
375

LII
a escuela que fundaron mis hermanas, como he dicho, inició sus labores el 7 de Enero de
L
1899. No recuerdo si se efectuó algún acto para celebrar esa inauguración. La iniciativa de
este plantel se debió a la Junta Provisional de Estudios que presidía el Gobernador D. Pedro
A. Pérez y de la cual formaba parte el Presbítero D. Antonio Luciani, el fundador del
Hospital San Antonio, hombre siempre dispuesto, con entusiasmo, a colaborar en toda obra
de progreso.
Era Antonio Luciani, corzo, bastante culto, caritativo y con vocación para el majisterio.
Había inventado una especie de reloj para enseñar la gramática francesa. Era un cuadro de
regulares proporciones en el cual se había trazado una circunferencia dividida en sectores
que lucía diferentes colores y en cuyo centro se movía una gran aguja. En la periferia de
esta circunferencia y en el espacio que mediaba entre otras más pequeñas, concéntricas, se
leían diferentes palabras, que no recuerdo en este momento. Era haciendo girar la aguja
como se aprendían los verbos franceses. Nunca supe qué destino tuvo este ingenioso
artefacto que servía al Padre Luciani para la enseñanza del francés.
Refiriéndose el curato de San Pedro de Macorís el Lic. Qui
terio Berroa y Canelo escribió en 1897: "Era tradición corriente en San Pedro de Macorís,
seis años atrás que apenas llegaba un sacerdote, tenía que abandonar la parroquia, y no
porque esta fuera muy pobre, ni mucho menos irrelijiosa. En verdad no se explica cómo
aquel pueblo que hasta el año de 1879 se pasó la vida pescando, colgada al pecho la
oración del Carmen, monteando, cultivando la tierra que se persignaba a cada relámpago,
rezaba en los velorios, y que no iba a la Iglesia a exhibirse mutuamente oyendo sus misas
con entera fe, que creía en la virtud de la piedra imán, en las revelaciones de los muertos y
en el santigüe para curar los dolores y las lujaciones; en verdad que no era explicable en
sus resabios para con los ministros del Señor. Pero el caso es que tenía bien ganada su fama
y por eso cuando hace unos seis años el presbítero don Antonio Luciani fué anunciado
como cura de la parroquia y llegó, a ella, los fieles que dijeron de él: se irá por do salieron
los otros curas que en la villa fueron".
Pero esta vez falló la tradición y Antonio Luciani echó hondas raíces en su parroquia y en
el corazón de los macorisanos.
Los días se iban sucediendo en nuestra nueva residencia. Semanas hubo en que se
presentaron lluvias continuas que duraron más de una quincena y que tuvieron como
consecuencia grandes inundaciones. Las aguas cubrieron muchas calles y en ciertos sitios
las familias tuvieron que utilizar botes de remos para ponerse a salvo. Eran en Macorís
frecuentes estas inundaciones. Como eran muy abundantes también los mosquitos. Por
temporadas se podían ver nubes de estos insectos que obligaban a las jentes a proteger las
partes que no cubría el traje y en ocasiones hasta la boca. Por aquellos días estaba todavía
justificado el nombre de Mosquitisol, con que designaba a este pequeño poblado. Y con los
mosquitos, como ya he dicho, el parásito del paludismo en todas sus formas.
Muchos iban llegando por aquellos días de otras capitales, que como nosotros iban allí a
resolver los más apremiantes problemas de la vida.
Un día llegó a nuestra casa Tomás, el de Martín, y de Santiago, con el propósito de
establecer un estudio fotográfico. Mi
376
377
familia recibió con esto una gran alegría. Era capitaleño como nosotros y cuando estamos
en los pueblos siempre nos alegra ver a los que nacieron en el nuestro.
Tomás era ya otro Tomás. Más viejo, más cansado, hacía tiempo que había olvidado a
Madrid. España era para él casi un sueño. Pronto encontró una casa y estableció su galería
fotográfica. No tuvo éxito. Macorís no estaba por el arte. Allí casó, tuvo hijos, y allí murió
Tomás, después de haber sostenido una batalla, casi campal, para lograr éxito en la vida.
Otro día, estando asomado mi madre a la puerta de la calle se detuvo por delante de ella un
hombre.
-Oh! Sinforosa -exclamó con visible alegría.- Era un hombre viejo ya. Hablaba un poco
emocionado. Acababa de llegar de la Capital. La casa que habitábamos estaba situada en la
calle Colón y por allí pasaba la mayoría de las personas que llegaban por la mar a Macorís.
En su extremo sur estaba el camino del muelle donde atracaban los populares balandros La
Oliva y el Mario Emilio, de D. Isaac de Marchena, balandros que siempre venían con
pasajeros de la Capital, traían la correspondencia y los paquetes, del Listín Diario, que era
muy leído y todos esperaban a veces con ansiedad porque cuando el tiempo no era
favorable pasaban hasta tres días sin que se tuvieran noticias de la Capital.
-Cómo estás -respondió mi madre mirándole la cara como para reconocerlo.
-Ya puedes ver! Huyéndole a aquello que está muy mal. Vengo a ver qué se hace, a ver si
aquí me va bien, si me sopla la suerte.
Mi madre lo invitó a pasar adelante y el hombre entró. Mostraba este hombre gran alegría
por ver a mi madre y ésta le correspondía de la misma manera aun cuando todavía no la
había reconocido.
-En la Capital Sinforosa, no se puede vivir, créemelo. Las cosas se han puesto malas y no
hay que hacer.
Estuvieron cambiando impresiones un buen rato hasta que se presentó en la sala mi
hermana Mercedes.
-Esta es mi hija -le dijo mi madre señalándola. El hombre
estaba sentado en una mecedora y se puso de pie para saludarla y darle la mano.
A mi hermana le llamó la atención la cordialidad con que se expresaba este hombre, como
si fuera un viejo amigo de la familia y en un momento oportuno preguntó en voz baja a mi
madre quién era este señor.
Mi madre, que no había reconocido todavía a este buen amigo que con tanta familiaridad
les estaba hablando, exclamó sonreída para solucionar la situación embarazosa en que se
encontraba:
-Qué quién es? Que te lo diga él!
El hombre, contento de estar entre sus paisanos, no dejó esperar la respuesta.
-Ramón Nadal!...
Mi madre no pudo contenerse ni disimular el desconcierto que le había producido hasta ese
momento el amigo que se sentía tan satisfecho en hacerle esa visita y sin pensar que el
amigo se daría cuenta de que había sostenido con él una conversación sin conocerlo,
acercándosele ahora exclamó:
-Oh! Ramón! Cuánto gusto en verte.
Y le dio un estrecho abrazo que fué correspondido por Ramón Nadal, como si acabara de
llegar a la casa en ese momento.
Cuando se refería esto en mi casa, mi madre decía:
-Cómo lo iba a conocer? Ramón había envejecido, la miseria y los disgustos cambian las
personas. Si él no me dice su nombre, se hubiera despedido de mí sin que yo hubiera
sabido quién era.
Y mi madre contaba que Ramón Nadal había sido un joven muy conocido en el Navarijo,
de buena familia, con un taller de talabartería en el Callejón de la Lugo y que el Ramón
Nadal que se le presentó en Macorís era otro Ramón: viejo, canoso, sin afeitar, pálido y
ojeroso, como si hubiera sufrido un gran mareo durante el viaje y con un baulito como todo
equipaje, lo que le dió la impresión de que era un aventurero que le iría a pedir algún favor.
Macorís era por esta época la Jauja, donde acudían los que

378
379
pasaban miseria en otros pueblos y los ambiciosos que perseguían fortunas.
Contábamos un poco más de ocho meses en este pueblo, y yo, que había cumplido los
catorce años conocía ya casi todos sus rincones. Y fué en este Macorís donde por primera
vez ví a las muchachitas de una manera extraña, diferente a como las había visto hasta
entonces. Fué allí donde tuve mi primer idilio. Fueron unos ojos que al contemplarlos me
producía un lijero estremecimiento. Negros sombreados por densas pestañas, llenos de una
luz extraña que me deslumbraba y me atraía, unos ojos bellos que me decían muchas cosas
y que deseaba ver a cada instante por lo feliz que me sentía al contemplarlos. Era también
una boca fina que me inspiraba, siempre que la contemplaba, el deseo de unirla con la mía.
Era en fin, Nena, una muchachita de cara preciosa que no se parecía a ninguna y que por
vivir cerca de mi casa podía verla a cada instante y estar junto con ella siempre.
Murió joven. Estaba enferma este es el recuerdo de mi primer amor.
Vivíamos tranquilos por aquellos días. La Escuela de mi hermana marchaba bien, mi padre
hacía pequeños negocios, mi hermano Arturo había conseguido una colocación en el
Ingenio C. Colón y yo no iba a la Escuela porque en Macorís no había Escuela Superior por
renuncia del Director.
Y estando en este Macorís, sucedió lo inesperado, lo que no habíamos ni podido imajinar.
Algo que nos asombró a todos al mismo tiempo que nos produjo un gran alivio, alivio
solamente porque nos desembarazaría de un fardo de continuas preocupaciones, nada más.
Esto ocurrió la noche que Tomás Sanlley llegó a mi casa con los ojos desorbitados y presa
de una gran nerviosidad. Llamó a mi madre hacia un lugar apartado y en voz baja le dijo:
-Mataron ayer a Lilís en Moca.
Mi madre llamó a los demás de la familia y todos se reunieron en la habitación.
-Cómo ha sucedido eso? -preguntó a Tomás mi madre después que un prolongado silencio
siguió a la noticia de Tomás.- Será cierto? No será propaganda?
-No sé como ha sido -dijo Tomás que no abrigaba la menor duda de que había ocurrido el
hecho y agregó: Hay un gran movimiento en la Comandancia de Armas. Y nadie se atreve
a hablar una palabra. No digan nada, resérvenselo hasta ver lo que pasa.
Todos los que habían rodeado a Tomás se miraban unos a otros con asombro, murmurando:
-No puede ser? Cómo? Quién? De qué manera?
Y Tomás salió, quizás en busca de la confirmación de esa noticia.
Pero al día siguiente quedó confirmada la noticia. Acuartelamiento de la tropa.
Acuartelamiento de empleados en la Gobernación. Rondas nocturnas del Cuerpo de
Serenos comandado por el Gral. Lico Carbuccia. Noches lóbregas y calles desiertas y voces
de Quién vive! de vez en cuando, no podían dejar lugar a dudas. Ulises Heureaux estaba
muerto.
Durante algunas semanas la ciudad estuvo en pie de guerra. Qué sucederá se preguntaba
todo el mundo.
El 28 de julio al amanecer corrió la voz de que el crucero Restauración se había encallado
en la pasa y a su bordo venía el Ministro de lo Interior y Policía D. Tomás Demetrio
Morales.
Yo fuí a verlo. Desde el muelle junto con una multitud de curiosos, veía las maniobras que
se hacían para sacarlo a flote.
Todo fué inútil. El Restauración no pudo ser salvado y pasaron los días y pasaron los años
hasta que a penas se veía el casco.
Macorís tuvo por mucho tiempo en su puerto este trájico símbolo, testimonio de la
transitoriedad de todas las cosas humanas.
-Si hubiéramos tenido un poco de paciencia... repitió mi padre muchas veces.
Sin duda pensaba en aquella vieja ciudad en que nació, el Santo Domingo de Guzmán que
con tanta pena abandonara dos veces.
Yo no recuerdo dónde ví por primera a Ulises Heureaux, pero sí recuerdo el día en que lo
ví más de cerca. Fué en esta ciu
380
381
dad de San Pedro de Macorís. Iba de viaje al Cibao y era el año de 1898. Estaba vestido de
una tela que llamaban ralladillo. Llevaba sombrero de panamá y un bastón de concha con
puño de oro. En aquella ocasión me fijé en la mano derecha que mostraba una pequeña
deformidad. No era muy oscura su piel y cometen errores los que lo han considerado y
llamado negro. Lilís era mulato claro, pero sus facciones eran un poco ordinarias. Nariz
redonda, bigote escaso, cabellos cortos y probablemente duros. Su figura era, sin embargo,
elegante y tenía buena estatura. Caminaba despacio y sus movimientos eran distinguidos.
Salía de la casa alemana de Friedhein y Clasing. Siguió por la acera. Iba solo. Declaro que
no me produjo otra impresión que la de ser un hombre bien vestido, elegante.
A los catorce años un Presidente es un hombre cualquiera.
Doce años se cumplían en esos días desde aquel 27 de Febrero de 1887 en que los
periódicos se hicieron eco del gran regocijo que reinó en el barrio del Navarijo. Vió el
barrio ese día adornadas sus calles con cordelitos de papel y con banderas y escuchó a la
banda Militar y la de Manuel Vallejo, Presidente de la Sociedad Filarmónica, ardiente
lilisista, recorrer la calle del Conde entonando vibrantes aires marciales.
Por varios días se estuvo hablando de este acontecimiento en mi casa. Tomás nos visitaba
con frecuencia. Mi madre repetía:
-Yo sólo hubiera querido verle la cara a Patricio y a Eduardo. Quién se lo hubiera dicho!
Sin duda mi madre y Patricio se hubieran dado un fuerte abrazo. Y a D. Eduardo también.
Mi padre hablaba poco, pero parece que abrigaba un secreta esperanza. Y esta se cumplió.
Una mañana fuimos todos los de la casa al muelle a recibir a Abelardo. Desde el año 1892
sólo una vez, cuando iba para Europa, lo había visto mi familia. Yo sólo había visto sus
retratos.
Había cumplido ya quince años y no conocía este hermano. -Este es Panchito -le dijo mi
madre.
Y Abelardo me dijo poniéndome una mano en el hombro: -Hágase un hombre, sabe hágase
un hombre!
Mi padre, sobre todo, y mi familia toda, incluso yo que me sentía muy contento, pasamos
días de extraordinaria alegría.
Después de un viaje a la Capital, en unión de mi padre, Abelardo regresó a New York y allí
murió sin volver al país.
Mientras tanto, nosotros permanecimos allí. Cada día iban aumentando mis relaciones y
poco a poco Macorís iba sustituyendo los recuerdos de mi barrio Navarijo, que se fué
borrando hasta el punto de que años después me sentí tan macorisano como los que habían
nacido allí.
Y Panchito vió pasar en San Pedro de Macorís, por no haber sufrido calenturas, los días, las
semanas, los meses y los años hasta treinta, toda su juventud.
Pero llegó un día en que todo aquel progreso de San Pedro de Macorís se estancó. Macorís
iba en camino de convertirse en la humilde aldea que fué en sus orígenes; y los que fueron
allí en busca del vellocino de oro, la abandonaron y aquella ciudad pasó a ser solamente el
recuerdo de muchas aventuras frustradas.
Ahora, sus moradores vejetan y añoran en la mayor penuria los tiempos pasados. Esto es lo
que sucede muchas veces a jentes y a pueblos. Es lo que ha ocurrido a Monte Cristy a
Puerto Plata, a Samaná, Sánchez, a La Romana y a otros pueblos que tuvieron su hora de
engrandecimiento y de prosperidad. No sé si esto ha sido obra de la abulia o de la
imprevisión o un hecho inevitable en la evolución de los pueblos.
Yo también lo abandoné, muy a mi pesar, para regresar a mi antiguo solar nativo y a mi
antiguo barrio, donde sólo pude identificar la vieja casa de D. Juan Ramón, la que pude
visitar un día y en donde vinieron a la memoria estos recuerdos de aquellos tiempos
pasados, los de la vieja ciudad de Santo Domingo de Guzmán en que vine al mundo y que
como habéis visto, era otra ciudad muy diferente a esta en que yo estoy viviendo ahora.

Ciudad Trujillo, 1940.


382
383
Esta edición de
NAVARIJO
de Francisco E. Moscoso Puello,
se terminó de imprimir en noviembre del 2001
en los talleres gráficos de Editora BÚHO.
Santo Domingo, República Dominicana
392

También podría gustarte