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Docecuentoscortosalemanes
Docecuentoscortosalemanes
Contemporáneos
telefax: 5641411
correo electrónico:
elperroylaranaediciones@gmail.com
Edición al cuidado de
Coral Pérez
Transcripción
Yaneth Mendoza
Corrección
Carlos Ávila
Diagramación
Mónica Piscitelli
Diseño de portada
Carlos Zerpa
isbn 980-396-345-7
depósito legal 40220068003979
La Colección Los ríos profundos, haciendo
homenaje a la emblemática obra del peruano
José María Arguedas, supone un viaje hacia
lo mítico, se concentra en esa fuerza mágica
que lleva al hombre a perpetuar sus historias y
dejar huella de su imaginario, compartiéndolo
con sus iguales. Detrás de toda narración está
un misterio que se nos revela y que permite
ahondar en la búsqueda de arquetipos que
definen nuestra naturaleza. Esta colección
abre su espacio a los grandes representantes
de la palabra latinoamericana y universal,
al canto que nos resume. Cada cultura es un
río navegable a través de la memoria, sus
aguas arrastran las voces que suenan como
piedras ancestrales, y vienen contando cosas,
susurrando hechos que el olvido jamás podrá
tocar. Esta colección se bifurca en dos cauces:
la serie Clásicos concentra las obras que al
pasar del tiempo se han mantenido como
íconos claros de la narrativa universal, y
Contemporáneos reúne las propuestas más
frescas, textos de escritores que apuntan hacia
visiones diferentes del mundo y que precisan
los últimos siglos desde ángulos diversos.
Fundación Editorial
elperroy larana
Nota de la edición
s Prólogo
Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes
Henning Schroedter-Albers
s Prólogo
Wolfdietrich Schnurre
(Frankfurt / am Main, 1920 – Kiel, 1989)
. Personas que son como Till Eulenspiegel, un personaje pícaro legendario y popular en Alemania que
se dedicaba a burlarse de sus compatriotas.
colección los ríos profundos
. Ave parecida a la garza. En el cuento original dice Kranich, palabra que traduce grulla en castellano,
pero esta palabra es problemática para el cuento porque el ave es masculina.
colección los ríos profundos
encima del pequeño claro donde estaba la cueva del zorro, algo
blanco; y cuando me acerqué agachado, con cuidado, a través de
las ramas de pino, supe que era un abrigo, y sobre el abrigo estaba
acostada Hanni, y sobre Hanni un hombre. Primero iba a gritar,
porque creía que él la estaba matando, pero luego vi la cara de
ella y entonces supe que ahora yo tendría que morir.
No pensé en nada, únicamente que ahora tenía que bajar al
20 lago y correr sobre el hielo hasta que se rompa, o hasta llegar a un
hueco donde saltar adentro. Caminaba como en sueños; tenía la
sensación de no tener pies; tampoco corrí, estaba parado sobre
una nube ardiente que me llevaba hacia el lago.
De pronto me sobresalté; primero no supe si había gritado
yo mismo o si sólo había oído el grito.
Me detuve y abrí la boca para oír mejor. Al principio sólo
oí mi corazón; nunca lo había oído latir tan duro, sonaba como
si lo tuviera en la garganta y fuese un martillo que rápidamente
tumba el revestimiento de una pared. En eso sonó otra vez el grito
y fue tan horrible que creí que tendría que caerme para no poder
levantarme nunca más. Pero entonces mis piernas empezaron de
repente a moverse por sí solas, y luego noté que me había dado
vuelta y corría de regreso.
Las ramas me fustigaban el rostro, los helechos me pasaban
disparados entre las piernas, las raíces me atrapaban. Me caí, me
levanté dando tumbos, seguí corriendo. Y entonces lo vi delante
de mí saliendo de la plantación. Venía directo hacia mí, de modo
que me detuve y no me atreví a moverme. Pero él me había visto
hace rato. Estaba ahora tan cerca que vi la sangre en su pico.
Entonces yo grité, él se asustó, su ala mocha se contrajo y luego
pasó corriendo junto a mí, con el cuello muy estirado y en direc-
ción al lago. Me extrañó que yo todavía estaba gritando, pero
luego noté que ya no era yo sino que procedía de la plantación,
era el hombre.
Yo seguí dando tumbos, me abrí paso por el matorral,
metí el pie en una cueva de zorro, volví a salir tambaleándome
y entonces lo vi delante de mí: el claro; Hanni; el hombre. El
Creo que con eso ella quería ponerlo bajo alguna protección.
Cualquier cosa le hubiera parecido bien, una cruz o una mascota,
una fórmula mágica o quién sabe qué. En el fondo tenía razón,
puesto que Fipps pronto caería entre los lobos y aullaría con ellos.
“Encomendarlo a Dios” era tal vez la última posibilidad. Ambos
lo entregamos, cada uno a su manera.
Cuando Fipps regresaba con una mala nota de la escuela, yo
34 no decía una palabra, pero tampoco lo consolaba. Hanna se afligía
en secreto. Regularmente se sentaba después del almuerzo con él y
le ayudaba en las tareas, y le tomaba la lección. Ella desempeñaba
su tarea lo mejor posible. Pero yo no creía en la buena causa. Me
daba lo mismo si Fipps llegaba más tarde a la Enseñanza Media
o no, si llegaba a convertirse en algo bueno o no. Un obrero qui-
siera ver a su hijo convertido en médico, un médico quiere que el
suyo sea por lo menos médico. Yo no comprendo eso. Yo no quería
que Fipps fuese ni más inteligente ni mejor que nosotros. Tampoco
quería ser amado por él; no tenía por qué obedecerme, o hacer mi
voluntad. No, yo quería... Sólo debía empezar desde el principio,
demostrarme con un solo gesto que no tenía por qué imitar nues-
tros gestos. No vi ninguno en él. ¡Yo había nacido de nuevo, pero
él no! Era yo el primer hombre, era yo y perdí todo el juego, no hice
nada.
No deseaba nada para Fipps, nada en absoluto. Sólo seguí
observándolo. No sé si un hombre debe observar a su propio hijo
de esa manera. Como un investigador un “caso”. Yo contemplaba
a este desahuciado caso humano. Este niño que yo no podía amar
como amaba a Hanna, a la que nunca dejaba caer por completo,
porque no me podía defraudar. Ella ya había sido el mismo tipo
humano que yo cuando me encontré con ella: bien formada,
experimentada, un poco especial pero no tanto, una mujer, y
luego mi mujer. Yo le seguí un proceso a este niño y a mí... a él,
por haber destruido una esperanza suprema, a mí porque no le
podía preparar el suelo. Había esperado que este niño, por ser
un niño... sí, había esperado que salvara el mundo. Suena como
una monstruosidad. Y de verdad he actuado monstruosamente
con el niño, pero no es una monstruosidad lo que yo esperaba.
. Palabra clave, por ejemplo, la que se usa en teatro como “pie”. Pero al separar las dos palabras por
medio de un guión, quiere significar con ella “atravesar un cuerpo con un instrumento puntiagudo”,
o sea, ensartar.
colección los ríos profundos
en cuando miraba del mismo modo acá hacia mí, como si qui-
siera decir: no te preocupes, esto pasará, no es nada. Pero aunque
Vivian flotaba con él tan liviana y ligera, este baile parecía, como
suele suceder en la música de radio, no tener fin, sólo cambiaba
el ritmo y la melodía, y parecía fatigarlo inconvenientemente. Su
frente se cubrió pronto de gotas de sudor, y cuando pasaba con
Vivian cerca de mí, pude oírlo respirar jadeante o quejumbroso.
82 Laurie, que seguía sentado junto a mí somnoliento, comenzó de
pronto a marcar el compás de la música, para lo cual utilizaba con
destreza, ya los nudillos, ya la cucharilla, también la cigarrera de
mi marido sincopadamente sobre la mesa, todo lo cual confería
a la música algo sofocante y opresivo y a mí me causó un súbito
temor. Una trampa, pensé, nos han traído aquí para robarnos o
secuestrarnos, y de inmediato, qué idea tan loca, quiénes somos,
unos extraños sin importancia, turistas, espectadores de teatro
que no traen nada más consigo que un poquito de dinero para, en
caso de necesidad, comer algo después de la función. De repente
me dio sueño y bostecé varias veces disimuladamente. ¿No había
estado el té que bebimos sumamente amargo, y no trajo Vivian
las tazas ya servidas, de modo que fácilmente hubiera podido
diluir en él algún soporífero en las tazas nuestras y en las de ellos
no? ¡Fuera!, pensé, al hotel, y busqué la mirada de mi marido,
sin encontrarla, pues llevaba los ojos cerrados ahora, mientras el
delicado rostro de su bailarina se recostaba en su hombro.
¿Dónde está el teléfono?, pregunté sin preámbulos, quiero
llamar un taxi. Laurie estiró la mano solícito detrás del asiento,
el aparato estaba sobre un arca, pero cuando tomó el auricular,
no se escuchó la señal del zumbido. Laurie sólo se encogió de
hombros, pero Anton se dio cuenta, se detuvo y separó los brazos
de la muchacha que lo miró extrañada y se tambaleó de modo
alarmante como un débil arbusto en el viento. Es tarde, dijo mi
marido, me temo que debemos irnos ya. Los hermanos, para mi
sorpresa, no pusieron ningún reparo, tan sólo intercambiamos
algunas palabras amables de cortesía, gracias por la agradable
velada, etcétera, y luego el taciturno Laurie nos acompañó esca-
lera abajo hasta la puerta de entrada, y Vivian se quedó arriba en el
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una vaga impresión del rostro del dueño del apartamento, que
parecía un gran globo pálido y empapado de sudor, provisto de
dos botones negros: pupilas rígidas de terror.
“¿Dónde lo tienes?”.
“¿Dónde qué?”. Ella levantó la ceja derecha. Friedrich W.
sujetó a Felicia para que no pudiera salir del cuarto.
“La urna. ¡La pequeña urna que vino antes de ayer!”.
Felicia, teñida de rojo oscuro por una ola de sangre:
“¿No te da vergüenza?”, y no lo miró.
Schmall dijo a la mujer que intentaba escaparse de sus manos:
94 “Bien, tuviste un niño. No te lo reprocho. Pero ¿por
qué no me dijiste nada? Sólo quiero ayudarte. Debes de estar
sufriendo...”. Felicia se deshizo de él de un empujón y exclamó
desconcertada:
“No vamos a hacer una novela”. Y cuando Friedrich W.
insistentemente preguntó de nuevo por el niño, ella levantó alta-
nera la cabeza:
“Lo incineré en la calefacción... si es que tienes que saberlo
a toda costa”. Se encogió de hombros.
“Hace tanto tiempo de eso. ¿Acaso voy a convertir mi apar-
tamento en un mausoleo? Si te tengo a ti...”. Ella se le acercó,
quería apretujarse contra él, pero Schmall la apartó.
Ella lo observó de abajo para arriba con un brillo indefi-
nible en el iris y fue en seguida a la cocina a hacer té. Mientras
manipulaba la vajilla con estrépito y desenvoltura, Friedrich W.
escapó silenciosamente de la habitación. Él, el único inocente
entre tantos culpables.
por una bella de Tibten. “Era todavía un niño”, reza la lápida que
puede admirarse en nuestro museo local, “pero el amor lo sub-
yugó”. Vino de Roma a comprar plomo para su padre, que era
proveedor del ejército.
Claro que yo no habría tenido necesidad de estudiar en
cinco universidades y hacer dos doctorados para decir noche tras
noche en la oscuridad: “Tibten... están ustedes en Tibten”. Y sin
118 embargo, mi trabajo me llena de satisfacción. Digo mi frase en
voz baja, de manera que los que duermen no despierten, pero que
no dejen de oírla los que están despiertos, y pongo tal sugestión
en mi voz que los que están semidormidos recapacitan y se pre-
guntan si no sería Tibten su meta.
Hacia mediodía, cuando me levanto de dormir y miro
por la ventana, veo a los viajeros que sucumbieron de noche a
la atracción de mi voz, atravesar nuestra villa, armados con los
prospectos que nuestra oficina de turismo envía generosamente
al mundo entero. A la hora del desayuno ya leyeron que Tibten es
un término que se ha atrofiado a través de los siglos de la palabra
latina Tiburtium, y se dirigen al museo local, donde admiran
la lápida dedicada hace 1800 años al Werther romano. En are-
nisca rojiza está esculpido el perfil de un adolescente que en vano
tiende las manos hacia una muchacha. “Era todavía un niño,
pero el amor lo subyugó...” Son también indicios de sus pocos
años los objetos que se encontraron en su tumba: figurillas de
una materia color marfil: dos elefantes, un caballo y un perro
dogo, que —según sostiene Brusler en su “Teoría sobre la Tumba
de Tiburcio”— debieron haber servido para un juego parecido al
ajedrez. Pero yo dudo de esta teoría, más bien estoy seguro de que
Tiburcio sencillamente jugaba con aquellas figuritas, que tienen
el mismo aspecto de las que nos dan de ñapa al comprar media
libra de margarina, y servían para lo mismo, es decir: los niños
jugaban con ellas.
Tal vez debería citar aquí la excelente obra de nuestro
escritor local Volker von Volkersen, quien bajo el título de
“Tiburcio o un destino romano que concluyó en nuestra ciudad”
escribió una magnífica novela. Pero creo que la obra de Volkersen
. Publicado en el libro Doce novelas cortas alemanas, dirigido por la profesora F. de Ritter, y editado
por la Universidad Central de Venezuela en 1970.
colección los ríos profundos
. Un viejo cuento: Un hombre, por despreciar el reposo de los domingos, es condenado por Dios a per-
manecer parado en la luna, y es la mancha que se ve en la luna.
. Publicado en el libro Doce Novelas Cortas alemanas dirigido por la profesora F. de Ritter, editado
por la Universidad Central de Venezuela en 1970.
El hombre atado 123
ojos y los delgados labios sin color. Apenas se notaba; uno creía
primero que se engañaba, pero cuando volvía a mirar, quedaba
bastante claro. Como alguien que tiene un bello pensamiento,
para sí solo, y no sabe él mismo que está sonriendo. Al contrario,
cuando alguien lo está mirando, uno no se sonríe así. Entonces
la gente pregunta, y es embarazoso no poder contestar. Pero este
hombre estaba congelado, y por eso lo vimos.
No sé qué pensarían los demás, pero, ¿por qué iban a haber 141
pensado algo diferente que yo? Creo que la mejor manera de
expresarlo es: nos sentimos de repente un poco disparatados.
Y eso es terrible. Es mucho más terrible que estar sólo un poco
asustado. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, hacíamos
menos ruido que de costumbre. Por ejemplo, hubiera sido propio
de Patrick darle al hombre un golpe en el hombro y saludarlo
bulliciosamente: “Hola, viejo, te hemos atrapado. No es cosa de
risa”. O algo parecido. Pero no sucedió nada semejante. Y no por
respeto al muerto, o a la muerte, como se le decía a eso antes.
Nosotros hemos visto suficientes muertos en la vida y estamos
acostumbrados. Según creo, el motivo era únicamente la son-
risa. Nos obligaba a ser cautelosos. Tampoco se debe olvidar el
hecho de que habíamos pasado varias semanas muy forzadas, y
que no teníamos el humor de sonreír. Aunque naturalmente con
frecuencia se hacían chistes, como es debido.
Ese día no continuamos viaje. Apenas era mediodía, y por lo
normal no nos hubiéramos permitido descansar ya. No fue nece-
sario ponernos de acuerdo, se dio por sí solo. Dejamos al hombre
tal como estaba y levantamos a cien metros de allí el campamento.
Exactamente igual que siempre. Cada uno de nosotros tenía su
tarea específica, para acelerar el proceso y no perder tiempo. Se
levantó la tienda y se puso a funcionar la cocinilla de alcohol.
A los perros se les dio su pescado seco, y después de que cada
uno había devorado su parte gruñendo, se enrollaron en la nieve.
Siempre tenían que aprovechar cada minuto libre para dormir,
con el hocico entre las patas traseras. Entretanto también nos tocó
a nosotros. Las latas con frijoles y tocino se habían calentado.
Cada uno recibió, como de costumbre, su pastilla de aceite de
colección los ríos profundos
Nota de la edición 9
Prólogo 11
Wolfdietrich Schnurre
El suicidio 17
Ingeborg Bachmann
Todo 25
Herbert Eisenreich
Experiencia a lo Dostoievski 45
Max Frisch
La historia de Isidoro 61
Günter Eich
Trenes en la niebla 67
Marie Luise Kaschnitz
Fantasmas 77
Günter Kunert
Entrega a domicilio sin costo adicional 89
Ina Seidel
Alguien adquirió un receptor 99
Hubert Fichte
Anécdota doble 113
Heinrich Böll
Tibten 117
Ilse Aichinger
El hombre atado 123
Hans Erich Nossack
El congelado sonriente 139
Los 1000 ejemplares de este título
se imprimieron durante el mes de
diciembre de 2006
en Fundación Imprenta del Ministerio de la Cultura
s
Caracas, Venezuela