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los ríos profundos

Contemporáneos

Doce cuentos cortos


alemanes
(escritos en la posguerra)
Lotte de
Va re schi
(compiladora)

Doce cuentos cortos


alemanes
(escritos en la posguerra)
Compilación: Lotte de Vareschi
Prólogo: Henning Schroedter-Albers
© Traducción: Yolanda Steffens.

© Wolfdietrich Schnurre , Ingeborg Bachmann , Herbert Eisenreich,


Max Frisch, Gunter Eich , Marie Luise Kaschnitz , Günter Kunert
Ina Seidel , Hubert Fichte, Heinrich Böll, Ilse Aichinger, Hans Erich Nossack.
© Fundación Editorial el perro y la rana, 2006
Av. Panteón, Foro Libertador, Edif. Archivo General

de la Nación, P.B. Caracas-Venezuela 1010

telefs.: (58-0212) 5642469 - 8084492/4986/4165

telefax: 5641411

correo electrónico:

elperroylaranaediciones@gmail.com

Edición al cuidado de

Coral Pérez

Transcripción

Yaneth Mendoza

Corrección

Carlos Ávila

Diagramación

Mónica Piscitelli

Diseño de portada

Carlos Zerpa

isbn 980-396-345-7
depósito legal 40220068003979
La Colección Los ríos profundos, haciendo
homenaje a la emblemática obra del peruano
José María Arguedas, supone un viaje hacia
lo mítico, se concentra en esa fuerza mágica
que lleva al hombre a perpetuar sus historias y
dejar huella de su imaginario, compartiéndolo
con sus iguales. Detrás de toda narración está
un misterio que se nos revela y que permite
ahondar en la búsqueda de arquetipos que
definen nuestra naturaleza. Esta colección
abre su espacio a los grandes representantes
de la palabra latinoamericana y universal,
al canto que nos resume. Cada cultura es un
río navegable a través de la memoria, sus
aguas arrastran las voces que suenan como
piedras ancestrales, y vienen contando cosas,
susurrando hechos que el olvido jamás podrá
tocar. Esta colección se bifurca en dos cauces:
la serie Clásicos concentra las obras que al
pasar del tiempo se han mantenido como
íconos claros de la narrativa universal, y
Contemporáneos reúne las propuestas más
frescas, textos de escritores que apuntan hacia
visiones diferentes del mundo y que precisan
los últimos siglos desde ángulos diversos.

Fundación Editorial

elperroy larana
Nota de la edición 

Estos cuentos fueron compilados por la profesora Lotte de


Vareschi, para entonces Directora de la ya desaparecida Cátedra
de Literatura Alemana de la Escuela de Letras de la UCV, y tradu-
cidos en 1990 por Yolanda Steffens, profesora del Departamento
de Alemán, para ser entregados a los alumnos de esta Escuela.
El prólogo fue hecho por Henning Schroedter-Alberts, quien
fuera Director del Instituto Goethe y la Asociación Humboldt de
Caracas. Se fue del país sin haber visto el libro publicado.
Este libro se titula Doce cuentos cortos alemanes (escritos
en la posguerra) porque se originan históricamente en dicha
época. En su mayoría, no abordan directamente este contexto
socio-histórico como temática. En todo caso el contexto subyace
o puede interpretarse de manera indirecta; es decir, como expre-
sión de una tendencia o movimiento literario para entonces coin-
cidente en muchos de los narradores, de lo cual esta antología es
una valiosa muestra.
C.P.G
Prólogo 11

En este libro se ofrece la traducción de doce “cuentos


cortos”, pertenecientes a doce escritores de habla alemana. El
cuento corto se corresponde, por sus características, exactamente
con la short story inglesa-americana, y por tanto debe ser dife-
renciado, como género literario, de la “novela corta”, la “narra-
ción” y la “anécdota”. Sin embargo, podremos observar aquí que
muchas veces un género pasa a tener características de los otros,
y por eso al menos tres de los cuentos cortos presentes muestran
algunos distintivos de la anécdota y de la narración.
El cuento corto se distingue, como es sabido, por su bre-
vedad extremadamente concentrada, su estructura concisa y una
composición intencionada en que cada palabra constituye un ele-
mento esencial y significativo del total, por lo cual no permite que
se salten palabras y menos páginas enteras, pues esto dificultaría
la comprensión del texto.
Lo que se narra es una ruptura determinante de la vida como
vivencia; lo relativo a una persona cuyo modo de ser peculiar se
hace manifiesto bajo ciertas circunstancias; o una evolución que
eventualmente recoge de manera muy breve toda una vida, en
tanto va observando una experiencia que revelará el núcleo de la
historia o una personalidad determinada que se va develando.
Si bien en los cuentos cortos de la literatura de habla ale-
mana hasta la II Guerra Mundial se narra en un lenguaje pleno
de tradición burguesa, después de la guerra esta literatura se res-
tringe cada vez más a un lenguaje intencionadamente sencillo,
casi cotidiano, tanto en el vocabulario como en la estructura sin-
táctica.
colección los ríos profundos

La “copia” de los valores tradicionales como consecuencia


desilusionante de la propaganda hitleriana naturalmente pro-
duce una reflexión retrospectiva sobre las cualidades básicas del
lenguaje en general.
En la literatura teórica se ha defendido hasta ahora la tesis
de que el cuento corto sólo se desarrolló como novísima forma
de narración con el advenimiento del periodismo y la industria-
12 lización, primero en los países de habla inglesa al comienzo del
siglo XIX, luego también en los países de habla francesa y ale-
mana, en la segunda mitad de ese siglo. Si se circunscribe el acon-
tecer literario a la tradición escrita, aprobaríamos esta teoría. Sin
embargo, nosotros incluimos también, con la nueva compren-
sión literaria, las transmisiones orales; y así tenemos que suponer
naturalmente que, al mismo tiempo que una narración social de
meros sucesos y acciones curiosas, siempre existió también una
narración que, más allá de la observación de una “pequeña expe-
riencia” o del descubrimiento de una personalidad, encendía la
luz de un aspecto trascendente de la existencia humana. En la
India, en el campo, que para esa época no tenía ni luz eléctrica ni
televisión, asistí en las horas del atardecer y de la noche, a narra-
ciones dentro de un grupo social que incluían y cultivaban todas
las formas de la literatura, en su originalidad primigenia. ¡Y ahí
estaba presente también la forma narrativa del cuento corto!
Los doce cuentos cortos de esta antología fueron escritos
todos después de la II Guerra Mundial. Significativamente, los
une un tema principal: lo extraño. Lo conocido, la tradición,
se ha perdido; lo que busca y lo que atrae es el cambio, lo raro,
dentro y fuera de nuestra existencia. Los doce autores de los
cuentos cortos varían artísticamente este tema a través de fases
poéticas muy diversas.
En Frisch se experimenta como extraño a la persona que es
distinta, que elude las preguntas; en Eisenreich lo extraño des-
pierta una excitación sorpresiva y bienvenida y un estímulo en
medio de la cotidianidad. En Nossak se busca el cambio como un
desafío en tierra extranjera; en Bachmann se anhela lo extraño,
pero éste desencanta, y se repite el modelo cotidiano.

s Prólogo
Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Aichinger describe kafkianamente un experimentarse a sí


mismo como extraño; a Kaschnitz le asombra lo extraño como
lo increíble. Y Schnurre hace ver las consecuencias que trae el
hecho de que lo distinto, como extraño, no se deja incluir realís-
ticamente en el mundo onírico de uno. Kunert señala en forma
macabra que a nadie se le aparece la culpa como algo extraño.
Böll ironiza un tema favorito de su pluma: la existencia del
narrador aparece como extraña e incomprensible solamente en 13
el juicio de los demás; ¡pero, qué le importa eso al narrador! Para
Eich, una variación de esta idea, lo extraño como una visión idea-
lizada del narrador por otros, se vuelve trágica, porque es des-
truida por el narrador mismo en su desconocimiento. Seidel hace
que el narrador se desconcierte ante lo extraño como elemento
sorpresivamente atemorizante, y finalmente Fichte desenmascara
lo extraño como condicionado por el tiempo y el espacio, y sigue
también en la estructura de la narración un modelo de conducta
variable, pero normativo.
De acuerdo a su contenido, los doce cuentos cortos se
pueden dividir en cuatro grupos:
1) El suceso narrado como experiencia surreal, en los
cuentos de Seidel, Kaschnitz, Aichinger y Kunert. La duración
del suceso narrado abarca algunos días en Seidel, Kaschnitz y
Kunert; un año, muy concentrado por el estilo, en Aichinger.
2) El suceso narrado como vivencia de la extraña vida, de la
existencia, en los cuentos de Frisch, Bachmann, Böll. Su duración
comprende varios años, incluso capítulos completos de una vida.
Sintomáticamente los tres cuentos representan la evolución, res-
pectivamente la reflexión, sobre una personalidad.
3) El suceso narrado como la vivencia de la irrupción dentro
de una vida, en los cuentos de Schnurre, Eisenreich, Eich y Nossack.
El suceso abarca un tiempo de sólo algunas horas; aunque refiere un
acontecimiento importante, anterior al tiempo de la narración, no
lleva este suceso a la descripción global del desarrollo de una vida
(como lo hace, por ejemplo, Frisch).
4) El suceso narrado también representa una irrupción en
una vida, como experiencia, pero bajo la forma de un modelo
colección los ríos profundos

narrativo cualquiera, sin descripciones concretas de personas,


circunstancias y lapso de tiempo, en el cuento de Fichte.
En siete de los doce cuentos cortos el que narra es un “yo”. En
Nossack, Böll, Bachmann, Kaschnitz y Schnurre, este “yo” narra
de un modo muy objetivo, crítico, hasta escéptico. Seguramente
resulta interesante que justamente los únicos narradores en “yo”
que insertan la atmósfera de la posguerra en sus descripciones,
14 Seidel y Eich, le confieren además de su tono supuestamente
objetivo, un tono idiomático personal, regional, sentimental al
narrador como característica.
En los restantes cinco cuentos, el narrador se manifiesta
como el conocedor universal, omnipotente, objetivo y reservado.
Fichte desempeña entre ellos un rol especial, pues ofrece el cuento
como un juego intencional del narrador.
De este modo, los altibajos del idioma pasan desde una
narrativa ingenua, tradicional, placentera, que se complace en la
riqueza del vocabulario y la estructuración de oraciones equili-
bradas en Frisch y Eisenreich hasta un lenguaje lacónico, casi sin
imágenes, en Fichte. Es característico que los dos escritores nom-
brados primero casi tocan el estilo de la “narración”, mientras
que Fichte, como lo expresa ya su título, llega al estilo “anecdó-
tico”. Empresa nada fácil para la traductora ya que la diferen-
ciación de estos mundos idiomáticos es decisiva para la fuerza
comunicativa de cada cuento. Pero seguramente será un gran
placer para el lector ver emerger estos mundos ante él como men-
sajeros de la literatura de la lengua alemana.

Henning Schroedter-Albers

s Prólogo
Wolfdietrich Schnurre
(Frankfurt / am Main, 1920 – Kiel, 1989)

En su discurso “Mein freund Till” (Mi amigo Till), Schnurre


confiesa ser pariente de los von Eulenspiegel . Esto se aplica prin-
cipalmente a sus primeras “novelas”, en realidad una colección
de cuentos unidos por el Yo narrador, con el título “Cuando la
Barba de Papá todavía era Roja”. Se trata de deliciosas historias 15
sobre el modo en que las personas humildes de los barrios pobres
de Berlín se defienden para subsistir, con solidaridad, auténtico
humor berlinés y astucia, durante los terribles años treinta, del
desempleo. Cuenta, por ejemplo, acerca de cómo conseguirle
trabajo a un hombre ya no muy joven, que ama la limpieza por
encima de todas las cosas, como encargado del aseo en un uri-
nario público revestido de losas blancas: “¡Todo el brillo para
Willy!”.
En una entrevista, Schnurre admitió que la primera vez
nació en Frankfurt/am Main, pero que luego nació otra vez,
cuando, estando pequeño y después de que lo abandonara la
madre, se mudó con su padre bibliotecario a esa parte del norte
de Berlín, que desde entonces no ha dejado de amar, pues le
transmite lo humano, “desde el humor negro de sus habitantes
hasta la enseñanza audiovisual geopolítica.” Después del bachi-
llerato, pasó, dice: “seis años y medio desaprovechados como
soldado. En 1945 empecé a escribir, era lo que me quedaba más
a la mano”. Aunque ya desde niño había querido ser “poeta”: su
primer poema breve, que incluso fue publicado, lo escribió a los
siete años. “Seguramente hubiera escrito aun sin la experiencia
de la guerra; no importa lo que lo impulse a uno, una rajadura en
el pavimento producida por un helecho, o el amor, o un sueño; o
la desesperación... Quiero escribir sobre el hombre, sobre todo
del hombre acosado. Y me pongo del lado del individuo... que
no se ubica dentro de la masa. Intento tranquilizar al lector.” Un

 . Personas que son como Till Eulenspiegel, un personaje pícaro legendario y popular en Alemania que
se dedicaba a burlarse de sus compatriotas.
colección los ríos profundos

ejemplo estremecedor: la historia de un niñito, el “Steppenkopp”,


resultado de un violación perpetrada por un mongol no amado
ni siquiera por su propia madre, el cual vive solo entre lo escom-
bros que dejaron las bombas, con matas y animales. Es asesinado
cruelmente por niños de su propia edad, que lo sienten como
algo profundamente extraño. El compromiso de Schnurre no es
evidente ni polémico. La naturalidad con la que yuxtapone sin
16 patetismo elementos de las más diversas esferas, a los que apa-
rentemente nada une, logra la fuerza expresiva sobre el lector, y
lo hace comprender hasta asesinos, como en “Reusenheben” o
“Blau mit goldenen Streifen”, pero sin dar explicaciones morali-
zantes. Siempre queda un resto, “Un resto que no cuadra”, como
se llama una colección de cuentos suyos, de la cual extrajimos
el cuento titulado “El suicido”, en el que nos habla de la fuerza
elemental del amor, aunque sea de uno sólo de sus aspectos, los
celos, sentimiento que no es privativo del hombre.
Schnurre, quien recibió diferentes premios, ha utilizado
todos los géneros literarios. Aparte de novelas y cuentos, ha
escrito aforismos, comentarios, novelas para la televisión, y “de
vez en cuando también un poema. Pero eso no tiene tanto que
ver con la literatura, sino consigo mismo”.

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Erzähler der


Gegenwart, Reclam, 1959.
El suicidio 17

Una vez quise suicidarme; sucedió así: el guardabosque


tenía una nueva empleada que se llamaba Hanni. Yo no sé si
Hanni era bella; para mí era tan bella que temblaba cuando la
veía. Siempre me extrañaba que le pudieran gritar como lo hacía
la señora del guardabosque, y en general, que la pudieran tener
confinada a la cocina, siendo tan delicada.
Hasta ese momento nunca había hablado con Hanni; ella
siempre estaba ocupada. Además, tampoco hubiera sabido qué
decirle; yo sólo tenía nueve años.
En la casa del guardabosque también había un garzón sol-
dado manso. Es decir, no era manso, sólo que tenía un ala que-


brada; de día andaba por el patio, y de noche dormía delante


del gallinero. Todos le teníamos miedo, porque siempre quería
sacarle a uno un ojo cuando uno se le acercaba.
El guardabosque era el único que no le temía al garzón.
Hanni tampoco tenía por qué temerle, pero sí le temía, a pesar
de que ella era la única a quien el garzón quería. Cuando ella
cruzaba el patio, en seguida llegaba el garzón y caminaba solem-
nemente a su alrededor y, levantando y bajando la cabeza, abría
el pico y siseaba un poco.
El guardabosque decía: “Te hace la corte, muchacha, ese
está enamorado de ti”, y todos se reían y Hanni siempre se ponía
colorada.

 . Ave parecida a la garza. En el cuento original dice Kranich, palabra que traduce grulla en castellano,
pero esta palabra es problemática para el cuento porque el ave es masculina.
colección los ríos profundos

A mí no me gustaba que el guardabosque dijera eso; además


no era verdad. El garzón sólo veneraba a Hanni, sólo quería cui-
darla y protegerla.
Muchas veces me propuse decirle eso a Hanni, ya que ella
le tenía tanto miedo; pero pensé que se reiría de mí, y entonces lo
dejé así.
Los domingos, Hanni tenía medio día libre. Yo nunca pude
18 fijarme qué hacía ella en esas horas, pues yo tenía que mostrar
el mirador a los visitantes que querían observar la caza. Pero
hoy dije simplemente que estaba enfermo y entonces no tuve que
hacerlo.
Fui a mi cuarto y dejé la puerta entreabierta, pensando que
Hanni tal vez entraría y me preguntaría si quería pasear con ella.
Pero me quedé dormido, y cuando desperté, ya olía a café.
Me puse a escuchar por la puerta de Hanni, pero no se oía nada.
Entonces bajé.
Ya estaba puesta la mesa con la merienda, y también estaban
regresando los visitantes del mirador. Pensé que Hanni estaría
quizás en la cocina, pero ahí tampoco estaba. Entonces fui donde
Antonio.
Éste todavía tenía puestos los chanclos de madera de lim-
piar el establo, y se había enrollado los pantalones domingueros;
estaba sentado delante de la caballeriza y leía una novela policial.
Le pregunté si no sabía dónde estaba Hanni.
“¿Hanni?”, dijo, “salió con su galán”.
Yo no sabía qué era un galán, creí que era una marca de bici-
cleta y me entristeció que Hanni no me lo hubiera participado,
cuando también yo tenía mi bicicleta.
La señora del guardabosque me llamó y preguntó si no
quería ir a tomar café.
Yo le dije que no me sentía bien, y me fui arriba y volví a
bajar, y luego fui al bosque, porque me descompuso demasiado el
que Hanni se hubiese ido.
Corrí un trecho, y poco a poco me fui sintiendo mejor; la
temperatura ya era bastante clemente, los pájaros carboneros
piaban, y sólo donde no llegaba mucho sol había todavía nieve.

s El suicidio, Wolfdietrich Schnurre


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Se me ocurrió que podía bajar al lago a ver si el hielo de la orilla


todavía me podía sostener.
En efecto, crucé en seguida por el Camino de Robles, y
mientras caminaba, vi de repente llegar al garzón soldado; no era
ningún garzón extraño, lo reconocí por su ala quebrada.
Nunca me lo había encontrado estando solo, y ahora en el
bosque me daba más miedo que en el patio. Me escondí detrás de
un roble muerto y lo observé. 19
Estaba muy excitado, su cuello se contraía bruscamente de
arriba a abajo, a veces se detenía y echaba la cabeza hacia atrás,
de modo que el cuello se arqueaba como un gancho de colgar
carne. Al mismo tiempo abría el pico como dando un grito silen-
cioso, luego lo volvía a cerrar y parecía como si probara el aire y
lo examinara, en busca de un sabor agradable muy determinado.
Primero creí que los garzones silvestres lo habían enloque-
cido así, pues hacía ya dos días que pasaban por el río. Pero des-
pués vi que a cada momento torcía la cabeza de lado y miraba
inquieto alrededor, y entonces lo supe de pronto: buscaba a
Hanni.
Yo no sabía bien por qué, pero de repente empezó a latirme
el corazón. Dejé que el garzón se me adelantara un poco, luego
lo seguí, pero con el buen cuidado de quedar detrás de un árbol
cada vez que se detenía. Durante un buen tiempo corrimos por
los alrededores, hasta que de pronto noté que el aire le sabía a
ella; se paró muy tieso con la cabeza estirada y recta, probando
con trémulo pico el viento.
Nos encontrábamos ante una plantación de abeto; yo la
conocía, en ella había una cueva de zorro abandonada, y un
año atrás había anidado aquí un gavilán. Ahora el sol se posaba
sobre las ramas exteriores, ya se podían distinguir claramente los
brotes nuevos, y en este momento un arrendajo se espantó y voló
hacia el lago.
Pensé en seguida que pudo haber sido Hanni la que lo había
espantado, y di una vuelta alrededor del garzón y, en efecto, salí
más o menos por donde había gritado el arrendajo. Me erguí
un poco sobre las puntas de los pies, y entonces vi adentro, por
colección los ríos profundos

encima del pequeño claro donde estaba la cueva del zorro, algo
blanco; y cuando me acerqué agachado, con cuidado, a través de
las ramas de pino, supe que era un abrigo, y sobre el abrigo estaba
acostada Hanni, y sobre Hanni un hombre. Primero iba a gritar,
porque creía que él la estaba matando, pero luego vi la cara de
ella y entonces supe que ahora yo tendría que morir.
No pensé en nada, únicamente que ahora tenía que bajar al
20 lago y correr sobre el hielo hasta que se rompa, o hasta llegar a un
hueco donde saltar adentro. Caminaba como en sueños; tenía la
sensación de no tener pies; tampoco corrí, estaba parado sobre
una nube ardiente que me llevaba hacia el lago.
De pronto me sobresalté; primero no supe si había gritado
yo mismo o si sólo había oído el grito.
Me detuve y abrí la boca para oír mejor. Al principio sólo
oí mi corazón; nunca lo había oído latir tan duro, sonaba como
si lo tuviera en la garganta y fuese un martillo que rápidamente
tumba el revestimiento de una pared. En eso sonó otra vez el grito
y fue tan horrible que creí que tendría que caerme para no poder
levantarme nunca más. Pero entonces mis piernas empezaron de
repente a moverse por sí solas, y luego noté que me había dado
vuelta y corría de regreso.
Las ramas me fustigaban el rostro, los helechos me pasaban
disparados entre las piernas, las raíces me atrapaban. Me caí, me
levanté dando tumbos, seguí corriendo. Y entonces lo vi delante
de mí saliendo de la plantación. Venía directo hacia mí, de modo
que me detuve y no me atreví a moverme. Pero él me había visto
hace rato. Estaba ahora tan cerca que vi la sangre en su pico.
Entonces yo grité, él se asustó, su ala mocha se contrajo y luego
pasó corriendo junto a mí, con el cuello muy estirado y en direc-
ción al lago. Me extrañó que yo todavía estaba gritando, pero
luego noté que ya no era yo sino que procedía de la plantación,
era el hombre.
Yo seguí dando tumbos, me abrí paso por el matorral,
metí el pie en una cueva de zorro, volví a salir tambaleándome
y entonces lo vi delante de mí: el claro; Hanni; el hombre. El

s El suicidio, Wolfdietrich Schnurre


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

hombre estaba echado en el suelo, apretándose los ojos con


ambas manos, quejándose y dando patadas alrededor.
Hanni estaba arrodillada junto a él; yo no podía ver su
rostro porque lo cubría su cabello.
Ahora vi que brotaba sangre de entre los dedos del hombre;
fui hasta él y le metí mi pañuelo por debajo. Así vi que había per-
dido un ojo; el párpado colgaba encima, palpitante y rojo como
una hoja de otoño. 21
Pasamos bastante trabajo para llevarlo hasta la casa del
guardabosque, pues sufría demasiado; todo el tiempo gritaba y
daba patadas y después quiso salir corriendo y tuvimos que suje-
tarlo para que no se cayera. Por fin algunos visitantes que iban
a subir al mirador oyeron sus gritos y nos ayudaron, y uno salió
corriendo a buscar un médico.
Este vino, pero no sirvió de nada; el ojo estaba perdido. El
mismo día el guardabosque repartió todas sus escopetas de per-
digones entre los visitantes y salieron a matar al garzón soldado.
Pero hasta el anochecer no cayó ningún tiro, y regresaron
sin que nadie lo hubiera visto, y en el pórtico del gallinero tam-
poco estaba.
La mañana siguiente salieron de nuevo, y yo tuve que acom-
pañarlos para guiarlos al lago. Buscaron hasta el mediodía; luego
descansaron, y las muchachas trajeron la comida.
Yo no tenía hambre, así que bajé hasta la orilla de juncos y
probé el hielo. Su densidad variaba, en un lugar resistía, en otro
se rompía; en una parte pude correr por él unos buenos treinta
metros.
Cuando me dio temor, me detuve y recorrí el lago con la
vista. Delante de mí parecía haber un lugar abierto, había allí
dos cornejas acechando los peces. Allá, en la otra orilla parecía
haberse abierto un hueco bastante grande; se escuchaba gritar al
pájaro buzo y el ronco disputar de los pájaros carpinteros. Más
atrás en lo alto del bosque se podía oír también ahora la risa de
los pájaros carpinteros; el viento estaba quieto, y parecía que
alguien chillara junto a mí.
colección los ríos profundos

Las cornejas parecían haber atrapado algo. Pero no, no era


ningún pez, además ya había estado flotando antes en el agua, yo
lo había tomado por una banca de hielo. Primero quise acercarme
para ver qué era, pero entonces el viento cambió bruscamente y
haló las plumas del cadáver, y entonces supe qué era, y también
supe que no era ninguna casualidad el que estuviera ahora aquí
en el agua, pues ayer pasó corriendo delante de mí hacia el lago
22 con demasiada seguridad de la meta.
Reflexioné si se lo decía a los demás. Pero no sé por qué de
repente se me quitaron las ganas de hacerlo. Levanté una piedra y
la tiré sobre el hielo. El ruido recordaba un poco los gritos de los
grajos, sonaba también a deshielo.

s El suicidio, Wolfdietrich Schnurre


Ingeborg Bachmann
(Klagenfurt, 1926 – Roma, 1973)

En 1953 se publicó su poemario “Die Gestundete Zeit” y


recibió el premio del Grupo 47. La superdotada filósofa (escribió
su tesis sobre Heidegger) sufre durante toda su vida de un sen-
timiento de amor muy radical, que recuerda a Kleist: “Ronda.
El amor se detiene a veces/ al apagar los ojos/ y miramos dentro 23
de sus propios ojos apagados/ ...Hemos visto los ojos muertos/
y no olvidaremos nunca. El amor es lo que más dura/ y nunca
nos reconoce”. Las dos relaciones más intensas de su vida ter-
minaron mal, la primera con el compositor Hans Werner Henze
y luego con el escritor Max Frisch . En prácticamente todas las
narraciones, por ejemplo, en Invocando a la osa mayor (1956);
novelas radiales como El buen Dios de Manhattan (1958), o el
cuento–monólogo Undine se va (1973), se manifiesta esa nos-
talgia y esa tortura amorosa. Ingeborg Bachmann vivió desde el
año 1953 en Italia, además de breves permanencias en Berlín,
Munich, Zurich y Roma, donde murió del mismo modo que su
protagonista autobiográfica “Malina” (1971), oficialmente por
un incendio. Para ella, el sur (de Europa) fue su patria espiritual,
en la cual “la vida lo busca a uno”.
Habla un lenguaje muy moderno sin participar de las bús-
quedas contemporáneas. En nuestro texto, lo más importante no
es la figura del niño o las ideas educativas del padre, como pueda
parecer en el primer momento, sino más bien el abismo existente
entre los sexos, que se devela con la muerte del niño, pues lo que
debería volver a unirlos —el dolor— aún los separa más.

El cuento siguiente fue tomado de Das 30. Jahr, Piper u Co.,


Munich, 1961.

 . En este libro presentamos de Max Frisch (suizo) el cuento “Isidoro”.


Todo 25

Cuando, como dos petrificados, nos sentamos a comer


o nos topamos de noche en la puerta de la casa porque ambos
pensamos al mismo tiempo en cerrarla, percibo nuestra tristeza
como un arco que llega desde un extremo del mundo al otro, o
sea, de Hanna hasta mí, y en el arco tensado, una flecha lista para
dar en el corazón del cielo inmóvil. Cuando regresamos a través
del recibo, ella camina dos pasos delante de mí, entra en el dormi-
torio sin dar las “buenas noches”, y yo me refugio en mi cuarto,
detrás de mi escritorio, para quedarme entonces con la mirada
fija, su cabeza gacha ante los ojos y su silencio en los oídos. ¿Se
estará acostando, tratando de dormirse, o estará despierta espe-
rando? ¿Pero qué? ¡Ya que no me espera a mí!
Cuando me casé con Hanna, no fue tanto por ella sino
porque esperaba el niño. Yo no tenía alternativa, no necesitaba
tomar ninguna decisión. Estaba conmovido porque se preparaba
algo que era nuevo y que provenía de nosotros, y porque el mundo
parecía ensancharse. Igual que la luna, frente a la que uno debe
inclinarse tres veces cuando está nueva, leve y color de aliento, al
comienzo de su recorrido. Había momentos de ausencia que no
había conocido antes. Hasta en la oficina —aunque tenía más
que suficiente trabajo— o durante una conferencia, yo caía de
pronto en ese estado en el que me volvía sólo hacia el niño, hacia
ese ser desconocido y fantasmal, y me dirigía a él con todos mis
pensamientos, hasta el tibio y oscuro cuerpo en el que estaba
preso.
El hijo que esperábamos nos transformó. Casi no salimos
más, y descuidamos a nuestros amigos, buscamos una vivienda
colección los ríos profundos

más grande y nos instalamos mejor y más definitivamente en ella.


Pero sólo por causa del niño que estaba esperando empezó todo
a transformarse para mí; se me ocurrían cosas insospechadas,
como se descubren las minas, con tal fuerza explosiva que debería
haberme espantado, pero proseguí sin percatarme del peligro.
Hanna me malinterpretaba. Porque yo no sabía decidir si
el cochecito debía tener ruedas grandes o pequeñas, a sus ojos
26 yo parecía indiferente. (Realmente no sé. Como tú quieras. Sí, te
oigo). Cuando estábamos en tiendas donde ella escogía gorritos,
chaquetillas y pañales, titubeando entre el rosado y el azul, entre
la lana artificial y la legítima, me reprochaba que no estaba pres-
tando atención. Pero sí ponía atención, y demasiada.
¿Cómo puedo expresar lo que ocurría dentro de mí? Me
pasaba como a un salvaje al que de pronto le explican que el
mundo en el cual se mueve —entre el lecho y el fuego, entre la
salida del sol y el ocaso, entre la caza y la comida— también es
el mundo que tiene millones de años de edad, que se acabará,
que ocupa un lugar insignificante entre muchos sistemas solares,
que gira a gran velocidad sobre su propio eje y simultáneamente
alrededor del sol. De pronto me vi en otro contexto, a mí y al
niño, al que en una determinada fecha, a principio o mediados
de noviembre, le tocaría su turno en la vida, igual que una vez me
tocó a mí, igual que a todos antes de mí.
Sólo hay que imaginárselo bien. ¡Toda esa descendencia!
Igual que antes de dormir las ovejas blancas y negras (una blanca,
una negra, una blanca, una negra y así sucesivamente), una per-
cepción que de pronto puede ponerlo a uno torpe y atontado, y
de pronto desesperadamente despierto. Nunca había podido
dormirme con esa receta, aunque Hanna, que la aprendió con
su madre, jura que es más tranquilizadora que un somnífero.
Tal vez para muchos sea tranquilizador pensar en esa cadena: Y
Sem engendró a Arfaxad. Cuando Arfaxad tuvo treinta y cinco
años, engendró a Sala, y Sala engrendró a Heber, y Heber a
Peleg. Cuando Peleg tuvo treinta años, engendró a Regu, Regu
a Serug, y Serug a Nacor, y cada uno a su vez a muchos hijos e
hijas, y los hijos siempre volvían a engendrar otros hijos, a saber:

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Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Naco a Taré, y Taré a Abram, Nacor y Harán. Intenté varias


veces repasar este proceso en mi mente, no sólo hacia adelante
sino también hacia atrás, hasta Adán y Eva, de quienes no es pro-
bable que descendamos, o hasta los homínidos de quienes quizás
provenimos, pero en todo caso hay un vacío en que se pierde
esta cadena, y por eso también importa poco si nos aferramos
a Adán y Eva o a otros dos ejemplares. Sólo que si no queremos
aferrarnos y mejor preguntamos para qué cada uno ha tendido 27
su turno, no sabemos qué hacer con la cadena y todos los engen-
dros, ni con las primeras ni con las últimas vidas. Pues cada uno
tiene un solo turno en el juego que encuentra, y al que es impelido
a comprender: procreación y educación, economía y política, y
se puede ocupar del dinero y de los sentimientos, del trabajo y la
invención y la justificación de las reglas a que llaman pensar.
Dado que nos multiplicamos tan confiados, tendremos que
resignarnos. El juego necesita de jugadores. (¿O acaso son los
jugadores los que necesitan del juego?) Yo también fui puesto tan
confiadamente en este mundo, y ahora era yo quien había puesto
a un niño en el mundo.
Ahora yo temblaba de sólo pensarlo.
Empecé a mirarlo todo con relación al niño. Mis manos,
por ejemplo, que alguna vez lo tocarían y lo sostendrían, nuestra
vivienda en el tercer piso, la calle Kandlgasse, el séptimo distrito,
los caminos a través de la ciudad hasta las praderas del Prater,
y finalmente todo este mundo que yo le explicaría. De mí oiría
los nombres mesa y cama, nariz y pie. También palabras como
espíritu y Dios y alma, que a mi parecer son palabras inútiles,
pero no debía ocultárselas, y más tarde palabras tan complicadas
como resonancia, diapositiva, kiliasmo y astronáutica. Me ocu-
paría de que mi hijo se enterara del significado de todo y cómo se
empleaba, un picaporte y una bicicleta, un enjuague bucal y un
formulario. La cabeza me giraba vertiginosamente.
Cuando llegó el niño, naturalmente no pude aplicar mi gran
lección. Estaba ahí, ictérico, arrugado, digno de lástima, y yo no
estaba preparado para una cosa: que debía darle un nombre. A
toda prisa, me puse de acuerdo con Hanna e hicimos registrar
colección los ríos profundos

tres nombres. El de mi padre, el del padre de ella y el de mi abuelo.


Ninguno de los tres nombres fue empleado jamás. Al final de la
primera semana, el niño se llamaba Fipps. Tal vez hasta yo tuve
algo de culpa, pues al igual que Hanna, inagotable en la inven-
ción y combinación de sílabas sin sentido, yo trataba de darle
nombres cariñosos, porque los verdaderos nombres no querían
cuadrar con esa diminuta criatura desnuda. En el vaivén del
28 congraciamiento, surgió este nombre, que al correr de los años
me irritaba cada vez más. A veces hasta acusaba al niño por ese
nombre, como si pudiera defenderse, como si no hubiera sido una
casualidad. ¡Fipps! Tendré que seguir llamándolo así, poniéndolo
en ridículo hasta después de la muerte, a él y a nosotros también.
Cuando Fipps se encontraba en su cama blanquiazul, des-
pierto, dormido, y yo sólo servía para limpiarle un par de gotas
de saliva o de leche agria de la boca, alzarlo cuando gritaba con
la esperanza de darle alivio, pensé por primera vez que también
él debía tener algo en mente conmigo, pero que me daba tiempo
para descubrirlo, incluso que necesariamente me quería dar
tiempo, como un fantasma que aparece, vuelve a la oscuridad y
regresa, con la misma mirada inexplicable. A menudo me sen-
taba junto a su cama y miraba ese rostro casi inmóvil, esos ojos
de mirada perdida, y estudiaba sus rasgos como una escritura
antigua para cuyo desciframiento no había punto de referencia.
Me alegraba darme cuenta de que Hanna se ocupaba serena-
mente de lo más inmediato, le daba de beber, lo dormía, lo des-
pertaba, le cambiaba su cama, lo envolvía en pañales, como
debía ser. Le limpiaba la nariz con palitos de algodón y echaba
una nube de talco entre sus gruesos muslos, como si con ello se
arreglarían todos sus problemas para siempre.
Después de algunas semanas, ella trató de sonsacarle su
primera sonrisa. Pero cuando nos sorprendió con ella, la mueca
fue misteriosa y no tenía relación conmigo. También cuando
dirigía, cada vez más y con más precisión, sus ojos hacia noso-
tros o estiraba sus bracitos, me asaltaba la sospecha de que eso no
significaba nada y que ahora nosotros empezábamos a buscarle
motivos que él más tarde aceptaría. Ni Hanna ni quizás ningún

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Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

ser humano me habría comprendido. Pero en ese tiempo empezó


mi desasosiego. Me temo que ya entonces empezaba a alejarme de
Hanna, a excluirla cada vez más y a mantenerla lejos de mis ver-
daderos pensamientos. Descubrí una debilidad en mí (el niño hizo
que la descubriera) y la sensación de aproximarse a una derrota.
Yo tenía treinta años, igual que Hanna, ella se veía tierna y joven
como nunca antes. Pero a mí el niño no me había dado ninguna
nueva juventud. En la medida en que él ensanchaba su círculo, yo 29
reducía el mío. Me enfurecía cada sonrisa, cada alborozo, cada
grito. No tenía la fuerza de sofocar esa sonrisa, ese gorjeo, esos
gritos en su germen. Porque eso hubiera sido lo importante.
El tiempo que me quedaba pasó rápido. Fipps ya se sentaba
derecho en el coche, le salían los primeros dientes, lloriqueaba
mucho; de pronto se estiraba, se paraba tambaleante, cada vez
con más firmeza, gateaba por la habitación, y un día llegaron
las primeras palabras. Ya no se le podía detener, y yo todavía no
sabía qué debía hacerse.
¿Qué hacer? Antes había pensado que debía enseñarle el
mundo. A partir de mis conversaciones mudas con él, me había
confundido y pensaba diferente. ¿Acaso no podía yo ocultarle,
por ejemplo, la denominación de las cosas, no enseñarle el uso de
los objetos? Él era el primer hombre. Con él empezaba todo, y se
daba por sentado que por él no pudiera alterarse todo por com-
pleto. ¿No debía yo entregarle el mundo en blanco y sin sentido?
Yo no tenía por qué iniciarlo en los propósitos y metas, en el bien
y el mal, en lo que realmente es y lo que sólo aparenta ser. ¡Por
qué debía yo atraerlo a mi lado, hacerlo saber y creer, hacerlo
alegrarse y sufrir! Aquí donde estamos parados, este es el peor de
los mundos, y nadie lo ha entendido hasta hoy. Pero donde estaba
él, nada se había decidido. Nada aún. ¿Por cuánto tiempo más?
Y de repente supe: todo es cuestión de lenguaje, y no sólo
de esta lengua alemana, que fue creada junto a otras en Babel,
para confundir al mundo. Pues debajo de estas se destila otro
lenguaje más, que abarca los gestos y las miradas, el desenvolvi-
miento de los pensamientos y el curso de los sentimientos, y en él
se encuentra ya toda nuestra desgracia. Todo era cuestión de si
colección los ríos profundos

podía preservar al niño de nuestra lengua, hasta que él hubiera


fundado otra y pudiera iniciar un tiempo nuevo.
A menudo yo salía de la casa solo con Fipps, y cuando volvía
a encontrar en él lo que Hanna había cometido con él, ternuras,
coquetería, bromas, me horrorizaba. Él se nos iba asemejando.
Pero no sólo a Hanna y a mí, sino al ser humano en general. Sin
embargo, había ratos en que él se desempeñaba solo, y entonces
30 yo lo observaba con fervor. Todas las vías le daban lo mismo.
Todos los seres lo mismo. Seguramente Hanna y yo le éramos
más próximos sólo porque constantemente nos ocupábamos de
él. Le daba lo mismo. ¿Por cuánto tiempo más?
Él tenía temores. Pero todavía no de un alud o de una
infamia, sino de una hoja que se movía en un árbol. De una
mariposa. Las moscas lo asustaban sobremanera. Y yo pensaba:
¡cómo podrá vivir cuando todo un árbol se doble en el viento y yo
lo deje en la incertidumbre!
Se topó con un niño vecino en la escalera, le puso una mano
torpemente en medio de la cara, se echó hacia atrás y probable-
mente no sabía que era un niño lo que tenía delante. Antes gritaba
cuando se sentía mal, pero cuando gritaba ahora, se trataba de
algo más. Antes de dormirse, ocurría con frecuencia, o cuando
uno lo alzaba para llevarlo a la mesa, o cuando le quitaban un
juguete. Había una gran rabia en él. Podía echarse al suelo, afe-
rrarse a la alfombra y vociferar hasta que su rostro se ponía
azul y le salía espuma por la boca. Cuando dormía, despertaba
de pronto a gritos como si un vampiro se le hubiera sentado en
el pecho. Estos gritos reforzaban mi opinión de que todavía se
atrevía a gritar y que sus gritos surtían efecto.
¡Oh, un día!
Hanna daba vueltas haciéndole cariñosos reproches y til-
dándolo de maleducado. Lo estrechaba contra su pecho, lo
besaba o lo miraba seriamente y le enseñaba que no debía morti-
ficar a su madre. Era una seductora maravillosa. Constantemente
se inclinaba sobre ese río sin nombre y lo quería atraer hacia su
orilla, iba de arriba abajo por nuestra orilla y lo atraía con choco-
lates y naranjas, trompos sonoros y ositos de peluche.

s Todo, Ingeborg Bachmann


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Y cuando los árboles proyectaban sombras, yo creía oír una


voz: ¡enséñale el lenguaje de las sombras! El mundo es un ensayo,
y basta ya de repetir este ensayo siempre del mismo modo con el
mismo resultado. ¡Haz un ensayo diferente! ¡Déjalo ir a las som-
bras! Hasta ahora, el resultado había sido: una vida de culpa,
amor y desesperación. (Yo había empezado a reflexionar acerca
de todo en general, en esos casos se me ocurrían tales palabras).
Pero yo le podría ahorrar la culpa, el amor y toda la fatalidad y 31
liberarlo para otra vida diferente.
Sí, los domingos paseaba con él por el bosque de Viena, y
cuando llegábamos al agua, me hablaba una voz: ¡Enséñale el
lenguaje del agua! Anduvimos sobre piedras. Sobre raíces. ¡Ensé-
ñale el lenguaje de las piedras! ¡Arráigalo distinto! Las hojas
caían, pues era otro otoño. ¡Enséñale el lenguaje de las hojas!
Pero como yo no conocía ni encontraba ninguna palabra
de esos lenguajes, sólo tenía mi lenguaje y no podía salirme de
sus límites, lo llevaba mudo camino arriba y camino abajo y de
nuevo a casa, donde aprendía a formar oraciones y caía en la
trampa. Ya sabía formular deseos, hacía peticiones, daba órdenes
o hablaba por sólo hablar. Más adelante, en los paseos domini-
cales arrancaba pajitas, recogía gusanos, atrapaba escarabajos.
Ya no le daban lo mismo, los examinaba, los mataba si yo no
se los quitaba a tiempo. En casa desbarataba libros y cajas y su
títere. Se apoderaba de todo, lo mordía, tocaba todo y lo lanzaba
lejos o lo adoptaba. ¡Oh, un día! ¡Un día sabría!
Durante este tiempo, en que era todavía más comunicativa,
Hanna a menudo me llamaba la atención acerca de lo que Fipps
decía; ella estaba fascinada por sus miradas inocentes y por su
inocencia en el hablar y hacer. Pero yo no podía hallar ninguna
inocencia en el niño desde que había dejado de ser indefenso y
mudo como en las primeras semanas. Y en aquel tiempo seguro
que no era inocente sino sólo incapaz de expresar algo, un atado
de carne delicada y de lino amarillo, de respiración tenue, una
cabezota abúlica, que embota como un pararrayos las informa-
ciones del mundo.
colección los ríos profundos

En una calle ciega que quedaba al lado de la casa, Fipps,


cuando estuvo ya más grande, podía jugar muchas veces con
otros niños. Una vez, cerca del mediodía, cuando yo regresaba
a casa, lo vi con otros tres niños agarrando con una lata de
conservas el agua que corría a lo largo del bordillo de la acera.
Entonces se pararon en círculo y hablaron. Parecía una delibera-
ción. (Así deliberaban los ingenieros acerca de dónde iniciar las
32 perforaciones y dónde romper). Se sentaron sobre el pavimento
y Fipps, quien sostenía la lata, ya estaba por vaciarla cuando se
levantaron de nuevo y caminaron tres adoquines más allá. Pero
tampoco ese lugar parecía ser apropiado para su proyecto. Se
levantaron otra vez. Había una tensión en el aire. ¡Qué tensión
tan masculina! ¡Algo debía ocurrir! Y entonces hallaron el lugar
a un metro de distancia de ahí. Se agacharon de nuevo, callaron,
y Fipps inclinó la lata. El agua sucia corría sobre las piedras. La
miraban fijamente, mudos y solemnes. Había ocurrido, estaba
consumado. Tal vez logrado. Deben haberlo logrado. El mundo
podía confiar en esos hombrecitos que lo llevaban adelante. Ellos
lo llevarían adelante, de eso estaba yo ahora completamente
seguro. Entré a la casa, subí y me eché en la cama de nuestro dor-
mitorio. El mundo había sido llevado adelante, el lugar desde el
cual se lo llevaba adelante había sido encontrado, siempre en la
misma dirección. Yo había esperado que mi hijo nunca encon-
traría la dirección. Y yo una vez, hacía mucho tiempo, hasta
había temido que no se las pudiera arreglar. ¡El tonto de mí había
temido que no hallaría la dirección!
Me levanté y me eché unas manos de agua fría en la cara.
Ya no quería ese niño. Lo odiaba porque ya entendía demasiado,
porque ya lo veía pisando las huellas de todos.
Yo andaba por ahí y extendía mi odio a todo lo que provenía
del hombre, a las líneas del tranvía, a los números de las casas, a
los títulos, a las divisiones del tiempo, a toda esa enmarañada y
rebuscada mezcla llamada orden; contra el transporte de basura,
contra los programas de conferencias, los registros civiles, contra
todas esas deplorables disposiciones, contra las que ya no se
podía emprender nada, contra las que nadie tampoco emprende

s Todo, Ingeborg Bachmann


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nada, esos altares, en los que yo había hecho sacrificios, pero no


estaba dispuesto a dejar que sacrificaran a mi hijo. ¿Cómo podía
mi hijo llegar a eso? Él no había dispuesto el mundo, él no había
causado su deterioro. ¿Por qué debía establecerse en él? Les grité
a la oficina de empadronamiento, a las escuelas y los cuarteles:
¡Denle un chance! ¡Denle a mi hijo un solo chance, antes de que
se corrompa! Rabiaba contra mí mismo por haber obligado a mi
hijo a venir a este mundo y por no hacer nada por liberarlo. Se lo 33
debía, tenía que actuar, irme con él, mudarme con él a una isla.
¿Pero dónde hay esa isla desde la cual un hombre nuevo pueda
fundar un nuevo mundo? Yo estaba preso con mi hijo y conde-
nado de antemano a participar en el viejo mundo. Por eso dejé
caer a mi hijo. Lo dejé caer fuera de mi amor. Este niño era capaz
de todo, menos de salirse de la fila y romper el círculo vicioso.
Fipps pasó los años jugando hasta ir a la escuela. Los pasó
jugando en el verdadero sentido de la palabra. Me parecía bien
que jugara, pero no esos juegos que lo preparaban para juegos
posteriores.
El escondite, contar y eliminar, policía y ladrón. Yo quería
para él otros juegos completamente diferentes, juegos puros,
otros cuentos, diferentes a los conocidos. Pero no se me ocurría
nada, y él estaba ahora en busca de la imitación. Se pensaría que
no es posible, pero no hay salida para gente como nosotros. Todo
se divide siempre de nuevo en arriba y abajo, en bueno y malo,
en claro y oscuro, en número y calidad, en amigo y enemigo, y
donde en las fábulas aparecen otros seres o animales, adquieren
de inmediato rasgos humanos otra vez.
Dado que yo no sabía ya cómo y en qué dirección educarlo,
lo abandoné. Hanna notó que ya yo no me ocupaba de él. Una
vez tratamos de hablar sobre ello, y ella me miró como a un
monstruo. No pude exponer todo porque se levantó, me cortó
la palabra y se fue al cuarto del niño. Era de noche, y a partir de
esa noche —antes nunca se le hubiera ocurrido, como tampoco a
mí— empezó a rezar con el niño: “tengo sueño, voy a descansar.
Buen Dios, hazme piadoso”. Y cosas por el estilo. Tampoco me
ocupé de eso, pero deben haber llegado lejos en su repertorio.
colección los ríos profundos

Creo que con eso ella quería ponerlo bajo alguna protección.
Cualquier cosa le hubiera parecido bien, una cruz o una mascota,
una fórmula mágica o quién sabe qué. En el fondo tenía razón,
puesto que Fipps pronto caería entre los lobos y aullaría con ellos.
“Encomendarlo a Dios” era tal vez la última posibilidad. Ambos
lo entregamos, cada uno a su manera.
Cuando Fipps regresaba con una mala nota de la escuela, yo
34 no decía una palabra, pero tampoco lo consolaba. Hanna se afligía
en secreto. Regularmente se sentaba después del almuerzo con él y
le ayudaba en las tareas, y le tomaba la lección. Ella desempeñaba
su tarea lo mejor posible. Pero yo no creía en la buena causa. Me
daba lo mismo si Fipps llegaba más tarde a la Enseñanza Media
o no, si llegaba a convertirse en algo bueno o no. Un obrero qui-
siera ver a su hijo convertido en médico, un médico quiere que el
suyo sea por lo menos médico. Yo no comprendo eso. Yo no quería
que Fipps fuese ni más inteligente ni mejor que nosotros. Tampoco
quería ser amado por él; no tenía por qué obedecerme, o hacer mi
voluntad. No, yo quería... Sólo debía empezar desde el principio,
demostrarme con un solo gesto que no tenía por qué imitar nues-
tros gestos. No vi ninguno en él. ¡Yo había nacido de nuevo, pero
él no! Era yo el primer hombre, era yo y perdí todo el juego, no hice
nada.
No deseaba nada para Fipps, nada en absoluto. Sólo seguí
observándolo. No sé si un hombre debe observar a su propio hijo
de esa manera. Como un investigador un “caso”. Yo contemplaba
a este desahuciado caso humano. Este niño que yo no podía amar
como amaba a Hanna, a la que nunca dejaba caer por completo,
porque no me podía defraudar. Ella ya había sido el mismo tipo
humano que yo cuando me encontré con ella: bien formada,
experimentada, un poco especial pero no tanto, una mujer, y
luego mi mujer. Yo le seguí un proceso a este niño y a mí... a él,
por haber destruido una esperanza suprema, a mí porque no le
podía preparar el suelo. Había esperado que este niño, por ser
un niño... sí, había esperado que salvara el mundo. Suena como
una monstruosidad. Y de verdad he actuado monstruosamente
con el niño, pero no es una monstruosidad lo que yo esperaba.

s Todo, Ingeborg Bachmann


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Sólo que yo no había estado preparado, igual que todos antes de


mí, para el niño. No había pensado en nada cuando abrazaba
a Hanna, cuando me sentía calmado en el oscuro regazo... no
podía pensar. Fue bueno desposar a Hanna; pero después, no
sólo por el niño, nunca más fui feliz con ella, sino que sólo estaba
atento a que no tuviera otro niño. Ella lo deseaba, tengo razones
para creerlo, aunque ahora no habla más de eso, ni hace nada
relacionado con ello. Se podría pensar que Hanna quisiera ahora 35
más que nunca otro niño, pero está petrificada. No se aparta de
mí ni tampoco viene a mí. Me riñe como nunca se debe reñir a
un ser humano, porque él no es dueño de tales misterios como
la vida y la muerte. En ese entonces, a ella le habría encantado
criar a un montón de muchachos, y yo lo impedí. Ella se con-
formaba con todas las condiciones, yo con ninguna. Una vez me
explicó, cuando peleábamos, todo lo que quería hacer y tener
para Fipps. Todo: un cuarto más luminoso, más vitaminas, un
traje de marinero, más amor, todo el amor, quería instalar un
depósito de amor que debía alcanzar para toda una vida, por los
de afuera, por la gente... una buena formación escolar, idiomas
extranjeros, estar atentos a sus talentos. Ella lloraba y se sentía
ofendida porque yo me reía de eso. Creo que ella no pensó ni por
un instante en que Fipps pertenecería a la gente “de afuera”, que,
al igual que ellos, los podía herir, ofender, perjudicar y matar,
que sería capaz de una sola bajeza, y yo tenía toda la razón para
creerlo. Pues el mal, como lo llamamos, estaba en ese niño como
un tumor. Por eso, para ello no es necesario pensar todavía en la
historia del cuchillo. Empezó mucho antes, cuando tenía tres o
cuatro años. Yo llegué cuando él daba vueltas furioso y berreaba;
se le había caído una torre de tacos. De pronto interrumpió sus
lamentos y dijo en voz baja y enfático: “Les voy a incendiar la
casa. Romperlo todo. A todos ustedes los voy a romper”. Lo alcé,
lo puse sobre mis rodillas y le prometí reconstruir la torre. Él
repetía sus amenazas. Hanna, que se acercó, se sintió por primera
vez insegura. Lo reprendió y le preguntó quién le había enseñado
esas cosas. El respondió con firmeza: “nadie”.
colección los ríos profundos

Después empujó por las escaleras a un niñita que vivía en la


casa. Estaba seguramente bastante asustado, lloró, prometió no
volverlo hacer, pero lo volvió a hacer. Durante un tiempo, amena-
zaba con pegarle a Hanna por cualquier motivo. También eso pasó.
Bueno, olvido contraponer las muchas cosas bonitas que
llegó a decir, lo tierno que podía ser, lo rojo que despertaba por
las mañanas. Todo eso también lo noté, con frecuencia estaba
36 tentado entonces a cargarlo rápidamente y besarlo, como lo
hacía Hanna, pero no quería tranquilizarme con eso y dejarme
engañar. Estaba en guardia. Pues no era ninguna monstruosidad
lo que yo esperaba. No tenía nada grande en mente con mi hijo,
pero ese poquito, esa pequeña desviación la deseaba. Claro que
cuando un niño se llama Fipps... ¿Tenía que hacerle tanto honor
a su nombre? ¿Ir y venir con el nombre de un perrito faldero?
Perder once años de adiestramiento en adiestramiento. (Comer
con la mano bonita. Caminar derecho. Saludar con la mano. No
hablar con la boca llena).
Desde que él iba a la escuela, se me encontraba más fuera de
casa que en ella. Iba a jugar ajedrez en la cafetería o me encerraba
en mi cuarto, pretextando tener que trabajar, para leer. Conocí
a Betty, una vendedora de la calle Mariahilfer-Strasse, a la que
llevaba medias, entradas al cine o algo de comer, y la acostumbré
a mí. Ella era parca de palabra, sin exigencias, y a lo más con
ganas de comer, aún con todo el desánimo con que pasaba sus
noches libres. Yo la visitaba con bastante frecuencia durante un
año, me acostaba a su lado, en la cama de su habitación amo-
blada, donde ella leía revistas mientras yo bebía un vaso de vino,
y luego aceptaba mis exigencias sin extrañeza. Era la época de
mayor confusión por causa del niño. Nunca dormía con Betty, al
contrario, buscaba la autosatisfacción y la liberación fotofóbica,
ambas despreciadas por la mujer y por el sexo. Para no quedar
atrapado, para ser independiente. Ya no quería acostarme junto
a Hanna porque iba a ceder ante ella.
Aunque no me esforcé por encubrir mis ausencias nocturnas
por tanto tiempo, me parecía que Hanna no albergaba sospechas.
Un día descubrí que no era así; ella ya me había visto una vez con

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Betty en el Café Elsahof, donde nos encontrábamos a menudo


después del trabajo, y dos días después, otra vez, cuando yo
hacía fila con Betty en el cine Kosmos para adquirir las entradas.
Hanna se comportó de un modo muy extraño, miró por encima
de mí como si yo fuera un desconocido, de modo que yo no supe
qué hacer. Yo la saludé con la cabeza, paralizado, avancé hasta
la caja, sentía la mano de Betty en la mía y, por más increíble
que eso me parezca ahora, entré efectivamente al cine. Después 37
de la función, durante la cual me preparaba para los reproches y
ensayaba mi defensa, tomé un taxi para el corto camino a casa,
como si con ello aún pudiera arreglar o evitar algo. Como Hanna
no dijo una palabra, me precipité a mi texto preparado. Ella calló
tenazmente, como si yo le hablara de cosas que no le interesaban.
Finalmente sí abrió la boca y dijo tímida que yo debería pensar en
el niño. “Por amor a Fipps...”, ¡pronunció esa palabra! Yo estaba
abatido por su turbación, le pedí disculpas, caí de rodillas y le
prometí el nunca más. Y realmente no volví a ver nunca más a
Betty. No sé por qué de todos modos le escribí dos cartas, a las
que seguramente no le dio importancia. No vino ninguna res-
puesta. Y yo tampoco le esperaba. Como si hubiera hecho llegar
esas cartas a mí mismo o a Hanna, me desnudé en ellas como
nunca antes a persona alguna. A veces temía ser extorsionado
por Betty. ¿Por qué extorsionado? Le enviaba dinero. ¿Por qué,
entonces, ya que Hanna sabía de ella?
¡Qué confusión! ¡Qué vacío!
Me sentí apagado como hombre, impotente. ¡Deseaba
seguir siéndolo! Si es que había una cuenta, cuadraría a mi favor.
¡Salir del sexo, llegar al fin, a un final, que llegara a eso!
Pero todo lo que sucedió no trataba de mí o de Hanna o de
Fipps, sino de padre e hijo, de una culpa y de una muerte.
En un libro leí una vez la frase: “No es condición del cielo
levantar la cabeza”. Sería bueno que todos supieran de esta frase
que habla de las malas maneras del cielo. Oh, no, verdaderamente
no es su manera el mirar hacia abajo, darles señales a los confun-
didos de debajo de él. Por lo menos no donde ocurre un drama tan
oscuro, en el que también participa él, ese arriba ideado. Padre e
colección los ríos profundos

hijo. Un hijo, que eso exista, eso es lo inconcebible. Ahora se me


ocurren esta clase de palabras, porque para este oscuro asunto no
hay palabras claras; en cuanto se piensa en ello, se pierde la razón.
Asunto oscuro: pues ahí estaba mi esperma, indefinible, que a mí
mismo me parece sospechoso, y luego la sangre de Hanna, en la
que se nutrió el niño y que participó en el nacimiento, todo junto
un asunto oscuro. Y terminó con sangre, con la sonora y luminosa
38 sangre infantil que brotó de la herida en la cabeza.
Él no podía decir nada cuando yacía en esa roca sobresa-
liente del abismo, sólo al alumno que llegó primero donde él, le
dijo: “tú”. Quiso levantar la mano, hacerle alguna seña o afe-
rrarse a él. Mas la mano no se levantó. Pero finalmente, cuando
unos instantes después se inclinó el maestro sobre él, susurró:
“Quiero ir a casa”.
Me cuidaré de creer, a causa de esa frase, que nos anhelaba
expresamente a Hanna y a mí. Pues uno quiere ir a casa cuando
se siente morir, y él lo sintió. Era un niño, no tenía grandes men-
sajes que dar. Pues Fipps era sólo un niño común y corriente, nada
podía interferir en sus últimos pensamientos. Los otros niños y
el maestro buscaron entonces unos palos e hicieron con ellos una
camilla y lo cargaron hasta Oberdorf. En el camino, casi inme-
diatamente después de los primeros pasos, murió. ¿Falleció?
¿Expiró? En la esquela de defunción escribimos: “...un accidente
nos arrebató a nuestro único hijo.” El hombre de la imprenta
que recibió el encargo, preguntó si no queríamos poner “nuestro
único y amadísimo hijo”, pero Hanna que estaba en el aparato
dijo que no, que el amadísimo se sobreentenía. Que además ya no
importaba. Yo fui tan torpe de querer abrazarla por eso; tan por
el suelo estaban mis sentimientos por ella. Ella me apartó. ¿Acaso
aún me toma en cuenta? ¿Qué, por todos los cielos, me reprocha?
Hanna, que por tanto tiempo se había ocupado sola de él,
anda irreconocible, como si el reflector que la iluminaba cuando,
con Fipps y por medio de Fipps, se encontraba en el centro de
la atención, ya no cayera sobre ella. No hay nada más que decir
acerca de ella, como si careciera de características y atributos.
Antes había sido alegre y llena de vida, asustadiza, tierna y

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severa, siempre lista para guiar al niño, a dejarlo correr y vol-


verlo a estrechar contra sí. Después del incidente con el cuchillo,
por ejemplo, tuvo su mejor época, ardía de nobleza y compren-
sión, podía declararse partidaria del niño, de sus errores, se hacía
responsable por todo ante cualquier instancia. Él estaba en su
tercer año escolar. Fipps se había lanzado contra un compañero
de clase con una navaja. Quería metérsela en el pecho; resbaló
e hirió al niño en el brazo. Nos llamaron a la escuela y yo tuve 39
embarazosas conversaciones con el director, los maestros y los
padres del niño lastimado. Embarazosas porque yo no dudaba
de que Fipps era capaz de eso y mucho más, pero no debía decir
lo que pensaba; embarazosas porque los puntos de vista que me
obligaban a considerar, no me interesaban en lo absoluto. Qué
debíamos hacer con Fipps, nadie lo sabía con claridad. Él sollo-
zaba, a veces, rebelde, a veces desesperado y si cabe un juicio: se
arrepentía de lo que había sucedido. Sin embargo, no logramos
convencerlo para que fuera donde el niño y le pidiera perdón. Lo
obligamos y fuimos al hospital los tres. Pero yo creo que Fipps,
que no había sentido nada contra el niño cuando lo amenazó,
lo empezó a odiar desde el momento en que tuvo que recitar sus
palabras. No había ninguna rabia infantil sino, bajo una fuerte
represión, un odio refinado y adulto. Había logrado un senti-
miento difícil que a nadie permitió conocer, y parecía como si
hubiese madurado.
Cada vez que pienso en la excursión escolar con la que todo
llegó a su fin, también recuerdo la historia del cuchillo, como si a
la distancia, estuvieran unidas debido al shock que me recordaba
de nuevo la existencia de mi hijo. Pues, aparte de eso, ese par de
años escolares se me aparentaban vacíos en mi memoria, porque
no presté atención a su crecimiento, al aumento de la agudeza de su
razonamiento y de sus sentimientos. Tal vez habrá sido como todos
los niños de su edad: salvaje y tierno, ruidoso y callado, con todas las
peculiaridades para Hanna, todo lo extraordinario para Hanna.
El director de la escuela me llamó a la oficina. Eso nunca
había sucedido, pues aun cuando ocurrió la historia con el
cuchillo, llamaron a la casa y fue Hanna la que me enteró del
colección los ríos profundos

asunto. Media hora después, encontré al hombre en el salón de


la compañía. Fuimos a la cafetería, al cruzar la calle. Él intentó
decirme lo que tenía que decir, primero en el salón, luego en
la calle, pero también en la cafetería sintió que no era lugar
correcto. Tal vez no exista ningún lugar correcto para informar
que un niño ha muerto.
Que no era culpa del maestro, dijo él.
40 Yo asentí. Yo estaba conforme.
Las condiciones del camino habían sido buenas, pero Fipps
se había separado del grupo, por travesura o curiosidad, tal vez
porque quería buscarse un palo.
El director empezó a tartamudear.
Fipps se había resbalado en una roca y caído en otra más
abajo.
Que la herida en la cabeza había sido en sí misma inofen-
siva, pero que el médico había encontrado después la explicación
para la rapidez de la muerte. Un quiste, que probablemente yo
sabría...
Yo asentí con la cabeza. ¿Quiste? Yo no sabía qué era eso.
Que la escuela estaba muy conmovida, dijo el director, que
se había nombrado una comisión investigadora, comunicado a la
policía...
Yo no pensaba en Fipps, sino en el maestro que me daba lás-
tima, y di a entender que de mi parte no había nada que temer.
Nadie tenía la culpa, nadie.
Me levanté antes de que pudiéramos pedir algo, puse una
moneda en la mesa y nos separamos. Regresé a la oficina y volví
a salir de inmediato a la cafetería, para tomarme siempre un
café, aunque hubiera preferido un coñac o un aguardiente. No
me atreví a tomar coñac. Era mediodía y tenía que ir a casa a
decírselo a Hanna. No sé cómo lo logré ni qué dije. Mientras nos
alejábamos de la puerta de entrada y pasábamos por el recibo, ya
debió haberlo comprendido. Fue tan rápido. Tuve que llevarla a
la cama y llamar a un médico. Estaba fuera de sí, y antes de des-
mayarse gritaba. Gritaba tan terriblemente como en su parto, y
yo temblaba otra vez por ella, como aquella vez. Sólo deseaba,

s Todo, Ingeborg Bachmann


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

otra vez, que no le ocurriera nada a Hanna. Todo el tiempo pen-


saba: ¡Hanna! Nunca en el niño.
En los días siguientes, hice todas las diligencias solo. En el
cementerio —yo no le había dicho a Hanna la hora del entierro—
el director dijo unas palabras. Era un día hermoso, soplaba una
suave brisa, los lazos de las coronas se alzaban como para una
fiesta. El director hablaba constantemente. Por primera vez veía
a toda la clase, los niños con los que Fipps pasaba casi cada mitad 41
del día, un montón de chicos que miraban apáticos de frente,
y entre ellos estaba uno al que Fipps había querido apuñalar.
Dentro de uno existe un frío que hace que lo más próximo y lo
más lejano nos quede igual de lejos. La tumba se me alejaba junto
con los circundantes y las coronas. Vi todo el cementerio cen-
tral irse muy lejos en el horizonte, hacia el este, y aún cuando me
apretaron la mano, sólo sentí presión tras presión y veía los ros-
tros allá afuera, igual como si los viera de cerca, pero muy lejos,
considerablemente lejos.
¡Aprende tú mismo el lenguaje de la sombra! ¡Apréndelo tú
mismo! Pero ahora, desde que todo ha pasado y Hanna tampoco
se la pasa ya sentada durante horas en el cuarto del niño, sino que
me ha permitido cerrar con llave la puerta que él había atrave-
sado tan a menudo, hablo a veces con él en el lenguaje que yo no
puedo considerar bueno.
¡Mi carricito! ¡Mi corazón!
Estoy dispuesto a cargarlo en mi espalda y le prometo un
globo azul, un paseo en bote por el viejo Danubio y estampillas.
Soplo sus rodillas cuando se las ha lastimado y le ayudo en su
cuenta de matemática.
Aunque con ello no puedo devolverlo a la vida, no es sin
embargo demasiado tarde para pensar: lo he aceptado, a ese hijo.
No pude ser amigable con él, porque yo iba demasiado lejos.
No te alejes demasiado. Aprende primero a seguir cami-
nando. Aprende tú mismo.
Pero primero se debería poder romper el arco de tristeza
que va de un hombre a una mujer. Esa distancia, medible con
silencio, ¿cómo podrá reducirse alguna vez? Porque por siempre
colección los ríos profundos

habrá, donde hay para mí un campo minado, para Hanna un


jardín.
Ya no pienso más, sino que quisiera levantarme, cruzar el
oscuro pasillo, y sin tener que decir una palabra, llegar donde
Hanna. No miro nada relacionado a eso, ni mis manos que la
han de sostener, ni boca con la cual puedo cerrar la suya. Es poco
importante con qué sonido delante de cada palabra llego a ella,
42 con qué color delante de cada simpatía. No para recuperarla iría,
sino para mantenerla en el mundo y para que me mantenga a mí
en el mundo. Por medio de la unión dulce y oscura. Si vendrán
niños después de ese abrazo, bien, que vengan, que estén ahí,
que crezcan, que sean como todos los demás. Los devoraré como
Cronos, les pegaré como un grande y temible padre, consentiré a
esos sagrados animales y me dejaré engañar como un Lear. Los
educaré como lo exige la época, en parte para la práctica lobuna
y en parte en la idea de la moralidad y no les daré nada para llevar
por el camino. Como un hombre de mi tiempo: nada de posesión,
nada de buenos consejos. Pero no sé si Hanna aún está despierta.
Ya no pienso. La carne es fuerte y oscura, debajo de una
gran risa nocturna entierra un sentimiento verdadero.
No sé si Hanna aún estará despierta.

s Todo, Ingeborg Bachmann


Herbert Eisenreich
(Linz, 1925 – Viena, 1986)

“Toda la desgracia en el mundo procede de la tranquilidad


de conciencia. El mundo con su buena conciencia nunca dudará
de su conocimiento de lo justo y lo injusto, nunca diferenciará
entre la verdad y la apariencia, juzgará por el dictamen de viejí-
simas culpas, vergüenzas y humillaciones”. Así escribe Eisenreich 43
en su primera novela Aún en su culpa (1953). Igual que tantos
otros de su generación, que sufrieron la guerra y la prisión, es
un moralista; pero no de un modo evidente, preguntándose por
culpas e inocencias, sino estudiando y analizando las almas;
observa apasionadamente, a distancia, y al mismo tiempo hasta
el más pequeño detalle, como si lo viera por un gran angular, de
manera que todo se ve aumentado, pero a la vez transparente.
Por ejemplo, en un café se sienta de tal manera que pueda ver en
un pasillo lateral una caja de botellas de cerveza que empiezan a
deslizarse hasta que se estrellan en el piso de piedra. Observa en
especial a dos botellas, de las cuales una describe círculos cada vez
más lentos, mientras que la otra parece asfixiarse en el contenido
que brota de ella. “Igualmente hubieran podido ser personas”,
piensa; personas como el hombre que muere de un disparo en el
pulmón en otro cuento, “Globos para soltar”. Un hombre que
con su reflexión inteligente precisa y objetiva quería poder mane-
jarlo todo correctamente, pero que siempre tuvo el deseo, desde
pequeño, de soltar alguna vez el cordón y dejar volar el globo.
Estas citas proceden del libro Mundo malo y bello (1957).
Asomarse al alma de la gente se logra por medio de monó-
logos interiores esparcidos, como en la presente narración, “Expe-
riencia a lo Dostoievski”. Por medio de una confrontación, de una
irritación, Eisenreich quiere romper “la certeza de poseer firme-
mente el propio centro de gravedad”, un conocimiento nuevo y
contradictorio debe conducir al hombre a un nuevo eslabón de
su evolución y hacerlo olvidar “que el mundo es un disco con un
lado superior y otro inferior, entre los cuales hay comunicación,
colección los ríos profundos

que están alienados entre sí desde un principio, debido a una fata-


lidad ininteligible” (del cuento “Instante de amor”).
Este tema de confusión y malentendido persigue a Eisenreich,
según comenta él mismo, desde que al alumno de quince años le
dieron como tema para una composición, una anotación en el
diario de Hebbel: un asesino entierra a un muerto en el lugar donde
un ladrón escondió un tesoro, y se lleva el tesoro. Cuando el ladrón
44 quiere ir a buscar el tesoro, lo toman por el asesino.
Desde entonces, dice Eisenreich, nunca más lo abandonó
la pregunta de cómo escribir algo así; porque, apartando el
tema, creía junto con Goethe, “que la obra artística tenía tanto
una cualidad humana como también una cualidad artística, de
manera que la una sólo existe en la otra. Especialmente en los
ensayos y escritos tardíos, Eisenreich trata siempre de encon-
trar una expresión —por ejemplo, por medio de resonancias
casi líricas—, tan liviana y sencilla que dé la impresión de que
escribir fuera algo que no exige ningún esfuerzo, cosas que, por
desgracia, en la traducción necesariamente se pierde en gran
medida.

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Erzähler der


Gegenwart, Reclam, 1959.
Experiencia a lo Dostoievski 45

Ella era oriunda de una familia rica y se casó con un


hombre de familia igualmente rica, vivía ahora con su esposo e
hijos fuera de la ciudad, a una distancia de media hora en auto,
en una casa de campo de dos pisos junto al lago, pasaba su vida
de verdadero bienestar a un ritmo heredado de generaciones
enteras. Cultivaba su espíritu y su sensibilidad leyendo a diario
grandes escritores, sobre todo rusos en estos momentos, y a su
cuerpo por medio de diversos deportes, para la práctica de los
cuales el amplio parque detrás de la casa y el lago delante ofre-
cían suficiente espacio; se dedicaba con amor a la educación de
sus hijos, era para su esposo la amiga más tierna y la más fiel
consejera, eficiente y ágil; y aunque mimada por la naturaleza
y el mundo que la rodeaba, no carecía nunca de aquella orgu-
llosa modestia comedida que distingue tan visiblemente al rico
del mero poseedor de dinero, aunque la cuenta de este último sea
quizá mayor. Así, por ejemplo, rara vez iba con el auto a la ciudad
para hacer esta u otra diligencia relacionada con sus necesidades
personales, aunque disponía de uno propio, incluso a petición
con chofer, sino que en la mayoría de los casos tomaba el tren que
iba y venía repetidas veces al día sobre un solo riel entre el pueblo
donde vivía y la ciudad, llevando obreros, empleados públicos y
estudiantes, así como también a todos aquellos que, ya sea por
trabajos o negocios, por asistir al teatro, a un concierto, o sólo
a un café danzante, se trasladaban del campo a la ciudad. En el
tren, sin embargo, ella tomaba, como le correspondía, la primera
clase.
colección los ríos profundos

Así, también esta vez había tomado el tren. Había ido a la


oficina de la ciudad y entregado las disposiciones de su marido,
había dado una ojeada a la correspondencia más reciente, había
almorzado donde Spitzer con los dos señores encargados de los
negocios, muy ramificados, de su marido. Se despidió, vagó por
el centro de la ciudad, trató, sin lograrlo, de comunicarse con
una amiga ex-compañera del internado, famosa (justificada-
46 mente, según juicio de los entendidos) cantante de ópera. Fue en
seguida al sastre para encargarle un abrigo de invierno, palpó
telas, las arrugó entre los dedos, hizo que le bajaran tal y cual
fardo para verlo a la luz del día, la cual caía ya sólo tenuemente,
como cien veces filtrada por el perezoso aire saturado de otoño,
por los vidrios de los escaparates, doblemente iluminados así con
los tubos de neón. Siguió deambulando, dejándose llevar por los
paseantes del atardecer, miró las vidrieras de los callejones que
quedaban entre la catedral y la bolsa, mientras llegaba la hora
para ir a la peluquería; y cuando salió una hora más tarde del
salón de belleza, después de terminado el proceso, sintió cómo
el aire húmedo y frío la invadía desde la nuca y las sienes hasta
debajo del cabello raleado. Adquirió, algunas calles más arriba,
en una de las grandes tiendas en las que los obreros compran para
sus críos trenes eléctricos y trajes de indios fielmente copiados
de las películas, un juego de pulgas para los niños, luego, más
tarde, volvió a llamar a la cantante, de nuevo sin resultado, y ate-
rrizó finalmente, como tantas veces en estos paseos, en realidad
carentes de meta, donde el viejo anticuario, hombre de negocios,
sensible, con modales de galán, que había amoblado su boudoir,
además de haberle enviado a la casa más de una cosita valiosa.
Y allí descubrió, con la casi innecesaria suave persuasión del
anticuario, quien conocía en demasía su gusto, un servicio de té
japonés, de finísima confección y de antigüedad sin duda autén-
tica, que a su marido, quien había nacido en el Japón y trabajado
allá administrando e incrementando durante veinte años con inte-
ligencia la fortuna adquirida por su familia en el comercio del Asia
occidental, considerado en Europa como uno de los conocedores
más excelsos de este continente, tanto que ministros, banqueros

s Experiencia a lo Dostoievski, Herbert Eisenreich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

y embajadores gustaban de almorzar en su casa, no sólo por su


cocina y su depósito de vino; cónsules e industriales iban a tomar
el té y agregados militares lo iban a buscar para dar un vuelo
matutino por la montaña... ella descubrió, pues, este servicio de
té, que debía encantarle a su marido, más aún cuando durante el
caos de la guerra había perdido piezas personales, recuerdos de su
época del Japón; con todo, mientras sopesaba todo eso, se sentía
indecisa debido al precio que sobrepasaba en mucho lo normal. 47
Ochocientos marcos, era mucho dinero para una persona acos-
tumbrada a manejar dinero. Y finalmente decidió no comprarlo
diciendo que lo pensaría.
Salió a la calle, donde el anochecer de finales de otoño caía
húmedo como si una llovizna pegajosa se hubiera quedado col-
gada en el aire, metiéndose entre las casas que meditaban abúlicas;
un compacto velo de luto bajaba del cielo, se agolpaba ante las ven-
tanas tenuemente iluminadas y se enrollaba alrededor de los postes
de luz. El brusco contraste entre la multiplicidad de las formas,
la apretada diversidad multicolor adentro donde el anticuario
y las toscas masas diluyéndose en la neblina, los contornos esfu-
mados aquí afuera en la calle, este contraste la hizo estremecerse
tiritando: sin proponérselo, subiendo los hombros hasta la man-
díbula, amenguó el paso, se detuvo. Sentía como si, por no haber
adquirido el servicio de té, se hubiera degradado a sí misma a un
nivel más indigente. Y sintió de repente un malestar, un inmenso
malestar, y se recriminó haber sido mezquina, avara, desalmada; y
ya se veía en la imaginación regresando y entrando otra vez donde
el anticuario. Sin embargo, se quedó como pegada del suelo,
pues hacerle saber desde ya su cambio de idea le pareció dema-
siado embarazoso; era preferible escribirle dentro de algunos días,
llamarlo por teléfono o, lo más fácil, esperar hasta su próxima
venida a la ciudad, dentro de una semana. (“Bueno, lo pensé, lo
compro...”). Pero el malestar, esa verdadera nada que entretanto
socavaba su cuerpo, que se había esparcido como un vacío por
todo su ser, de tal modo que parecía que todo en ella se derrum-
baba hacia adentro, este miserable vacío ya no se dejaba llenar de
argumentos, de consideraciones, de componendas planificadas
colección los ríos profundos

por el pensamiento; y ahora, ya más que indecisa, completamente


desconcertada, estuvo allí parada, la incomodidad momificada,
delante del portón del negocio, al que el dueño, uniendo la última
comedida reverencia con la subsiguiente vuelta para devolverse,
recogiéndola de nuevo en el espinazo atiesado, había cerrado tras
ella, borrando con el leve crack del cerrojo abruptamente de sus
oídos el campanillero de ligera reminiscencia navideña que sonaba
48 cada vez que se cerraba o abría la puerta, como emergiendo de una
cajita de música. Clavada al suelo estuvo allí, paralizada desde
el alma e incapaz de dirigir sus pasos, terminada obviamente su
visita a la ciudad, hacia la estación del tren para irse a casa: como
si tuviese que avergonzarse y temer que en casa descubrieran su
vergüenza, leyeran en sus ojos su ridículo comportamiento como
se lee un titular en la prensa. Pero entrar otra vez en la tienda, para
eso también le faltaban fuerzas. Así que se quedó irresoluta, toda
colmada —como si fuera un peso que nadie podría levantar— de
la sensación de que cualquier cosa que hiciera sería incorrecta,
embarazosa y vergonzosa para ella, indigna de ella, por más
vueltas que le diera.
En este momento oyó junto a sí, tan cerca como si le hablaran
al oído, una voz susurrante, sólo un soplo casi: Por favor, ¿me
daría un poco de dinero, sólo para un poco de pan? Volvió ligera
de alivio la cabeza y vio el rostro de una mujer joven, enmar-
cado en un pañuelo azul oscuro, y notó que estaba lloviendo,
que debía haber estado lloviendo desde hacía rato, pues algunos
mechones se habían salido del pañuelo de la muchacha y le col-
gaban como adheridos en la blanca frente, y estos mechones bri-
llaban negros de humedad, y había pequeñas perlas de agua en la
pelusa del pañuelo de lana, y otras en las cejas de la muchacha, y
otras más debajo de sus ojos, sobre las mejillas vellosas, de modo
que parecía como si hubieran corrido lágrimas por ellas. Y sintió
la lluvia en su propio rostro. Miró a la muchacha, la frase dicha
por ella en voz baja y apresurada le rotaba todavía en el oído, y se
acordó que no había comido nada desde el mediodía y que sería
el hambre lo que le había dado esa sensación de vacío, en el que
creyó había caído, ¡el hambre y nada más! Pero antes de que este

s Experiencia a lo Dostoievski, Herbert Eisenreich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

pensamiento, aunque pensado, pero de ninguna manera vivido


como justo, hubiera podido elevarse, desplegarse hasta su plena
realización, lo cubrieron otros pensamientos, enterrando el pri-
mero; ella pensó: ¡Esta, sí, esta es la oportunidad! El chance de
reparar, por medio de un rodeo, el error que acababa de cometer
en la tienda del anticuario; y al mismo tiempo el chance de no
tener que irse de inmediato a casa antes de haber suprimido la
vergüenza. Y pensó al mismo tiempo: “¡Y qué experiencia! No 49
sólo tenerla ahí al alcance de la mano, sino actuar una misma,
dejarse atrapar y arrastrar hacia algo que nunca había experi-
mentado, que hasta ahora sólo había leído, una aventura a lo
Dostoievski.” Y simultáneamente pasaba como sombra aún otra
idea: el entusiasmo de la amiga, la cantante, cuando se lo fuera
a contar. Y dijo a la joven: ¿Sabe una cosa? Venga conmigo a
comer, yo la invito, a algún restaurante agradable. Y pensó: “No,
a casa de Spitzer no, ese es demasiado elegante, ella se sentiría
incómoda, probablemente lleva sólo una batica barata debajo de
esos restos de abrigo, tampoco al Regina, lo mejor es ir al restau-
rante de la estación del ferrocarril, ahí se come bien y no es tan
caro, y sin llamar la atención”.
La joven exhaló: ¡Oh, por Dios, no! Miró horrorizada,
como si le hubieran hecho la proposición más espantosa del
mundo, a la desconocida a quien había osado hablar, a esta
bella dama alta, con esa voz, que hablaba con la naturalidad de
una hermana, que ya llamaba un taxi y la dirigía hacia él con
una suave presión sobre su brazo, la metía adentro, le soltaba al
chofer en dos palabras la dirección que ella no pudo escuchar
desde adentro del auto, se sentaba ahora a su lado en el asiento
trasero y decía: No tiene por qué sentirse avergonzada, simple-
mente usted es hoy mi invitada. Y cuando la joven parecía querer
contradecirle, no tanto por vía oral como a través de todo su
delgado cuerpo encorvado: De veras, no tiene que disculparse,
no tiene que explicarme nada, a uno le pueden pasar estas cosas
en la vida, pero ¡por favor sea buena ahora y hágame el favor
de cenar conmigo! Y sintió el impulso de pasar un brazo por
los hombros huesudos y cuadrados de la muchacha, pero pensó
colección los ríos profundos

enseguida que ese gesto, aunque lo lograra realizar sin prejuicio y


de corazón, sólo aumentaría la timidez de la muchacha, en lugar
de liberarla de su encogimiento, y renunció a él; siguió pensando
que sería una lástima irreparable espantar, antes de tiempo, por
cualquier imprudente impaciencia, aunque con la mejor inten-
ción, esta rara presa preciosa que un feliz azar le había llevado
directamente a los brazos; pero sintió de inmediato que seme-
50 jantes pensamientos equivalían a transgredir zonas prohibidas,
y también para volver al camino justo, dijo, rectificando de esta
manera el curso de sus pensamientos: Vamos a cenar con toda
tranquilidad, las dos, ¿verdad?
La joven se percató de que el chofer tomaba la ruta hacia la
estación, ruta hacia la cual, unos cuantos minutos antes, ella se
había precipitado al salir de su casa, deteniéndose llena de ver-
güenza delante de cada mujer que le inspiraba suficiente audacia
como para hablarle, para después desistir de todos modos, y
pensó que cuanto más se acercarían a la estación, más ventajoso
era. Y mientras todavía revolvía, como con dedos fiebrosos, su
cerebro, calculando cuándo y sobre todo cómo se lo explicaría a
la señora, el chofer entraba ya, como se le había encomendado, a
la estación del tren, describiendo una amplia curva, hasta quedar
debajo del alero que cubría el andén delante de la sala de las ven-
tanillas; por entre los hilos de lluvia que bajaban por las ventanas
del auto, la muchacha miraba hacia afuera como un preso entre
barrotes.
—¡Siga adelante, hasta el restaurante!
Allí el chofer detuvo el auto, saltó afuera, abrió de un tirón
la puerta, recibió el dinero exigido, y guardó, al indicarle su
cliente con un gesto que el monto estaba completo, su bolso rápi-
damente con el vuelto en el bolsillo de su chaqueta. La muchacha
pensó que este era el momento de decírselo. Pero ya sentía un
ligero roce irresistible en el brazo, su anfitriona se había engan-
chado a él y ya la acompañaba a subir la escalera del restaurante,
para entrar y pasar a una de las pocas mesas libres junto a los
ventanales que ofrecían una vista hacia el andén y los rieles en el
medio, donde algunos trenes se disponían a salir.

s Experiencia a lo Dostoievski, Herbert Eisenreich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

—Y ahora nos vamos a proporcionar un rato bien agra-


dable, ¿verdad?
La muchacha, que hasta este momento no había dicho
una palabra, seguía sin decir nada, no se quitaba el pañuelo ni
el abrigo, miraba hacia abajo hacia el anden, bajo cuyos techos
planos ligeramente biselados hacia adentro, con el bajante en el
medio, se podían ver algunas maletas y las piernas de los viajeros
en espera que daban pasitos sobre un reducido espacio, aunque 51
no las caras debido al ángulo visual.
—¡Pero quítese el abrigo, señorita...!
La muchacha pensó: ¡Oh, no; oh, no; oh no! Al mismo tiempo
se llevó la mano a la barbilla donde estaba anudado el pañuelo,
lo desanudó, se lo quitó del cabello, lo colgó sobre el respaldo de
la silla y pensó: “Oh, ojalá no fuera ella tan abominablemente
amable! Así, ¿cómo se lo voy a poder decir? Se sintió incapaz de
defraudar a su bienhechora, descubrirle ahora todo como quien
destapa una bolsa llena de bienes robados; se quitó ahora tam-
bién —más aún cuando la extraña la estaba ayudando— el abrigo
húmedo de la lluvia, dejó resignada que la sentaran en un sillón
que acercaron para ese fin.
—Lo mejor es que nos bebamos primero un coñac, eso nos
descongelará.
Y como la joven aún guardaba silencio:
—¿Pero, a usted le gustaría tomarse un coñac?
—No —comenzó la muchacha titubeando, con la vista baja,
sin alzar la voz y asqueada ante la idea de la bebida; pero luego,
pensando que el coñac le daría el valor que necesitaba ahora para
soltar la carreta que se le había atascado con la amabilidad de la
dama desconocida y darle todavía un viraje, el valor que necesi-
taba ahora más que nunca antes en su vida—, pero, si usted cree,
señora, sí, por favor.
—¡No ve! —dijo la interrogada, satisfecha de su primer
éxito en la irrupción dentro de ese ser callado, como tapiado, que
tenía enfrente; y encargó los coñacs al mesonero que traía dos
cartas a la mesa.
—¡Que sea francés, por favor!
colección los ríos profundos

Y, dirigiéndose de nuevo a la muchacha:


—Pero no vuelva decirme “señora”, sino llámame simple-
mente por mi nombre.
Y se lo nombró. ¡Qué muchacha más bonita! No es una
cara tonta, no está mal. Sabe Dios cómo llegaría a esta situación.
Quizás un pariente en su casa enfermo, ¡o ella misma! Simpática,
¡pero extremadamente tímida! Probablemente sea la primera
52 vez que mendiga. Y yo, quizás pueda hacer que sea también la
última. Sólo tendría que saber qué es lo que le pasa. Pero ya me
contará su historia, ¡seguro que lo hará!
El mesonero trajo los coñacs.
—¿Ya las damas eligieron?
—Dentro de dos minutos.
El mesonero se retiró. Ella levantó la copa y le dedicó una
sonrisa alentadora a la muchacha. Esta alargó la mano ciega
hacia la copa, se la llevó a la boca, tomó un sorbito, otro sor-
bito, y luego, echando la cabeza hacia atrás, tragó el resto con un
gesto violento y torpe. Respiraba y exhalaba profundamente el
aliento, marcándose el constreñimiento de la garganta, arrojó la
cabeza otra vez hacia adelante, detuvo de pronto el gesto al caer
su mirada sobre el reloj en la pared, en realidad sólo pared blanca
con doce rayas negras, cuarentiocho puntos negros entre ellas y
dos agujas negras que trazaban círculos encima, y pensó: “Ya no
quedan ni diez minutos de tiempo, pero lo suficiente como para
correr por todo el tren y mirar dentro de cada vagón.” Y pensó:
“Si no lo digo ahora, es demasiado tarde.” Y dijo:
—Quisiera... quisiera contarle algo...
Y avasallada por segunda vez por su propia osadía, su
lengua que tan trabajosamente había controlado, se le convirtió
en un tartamudeo tan confuso y a punto de convertirse en ator-
mentado llanto, que la otra la interrumpió suavemente y dijo:
—Vamos a comer primero con toda calma, ¿verdad? Des-
pués de haber comido bien, es mucho más fácil hablar, ¡se lo ase-
guro! ¡Elija, escoja lo que quiera!
Le colocó la carta abierta por delante del rostro inclinado.
—¿Quisiera escalopas de ternera con ensalada mixta?

s Experiencia a lo Dostoievski, Herbert Eisenreich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

La muchacha asintió casi imperceptiblemente con la cabeza,


con la estúpida resignación de alguien que oye su condena a
muerte.
—¿O mas bien pimentones rellenos con arroz?... Y esto, esto
debe ser sabroso: ¡Ragout con pommes frites!
Y como la muchacha seguía asintiendo con la cabeza como
si le hubieran dado cuerda, llamó al mesonero y encargó dos
raciones de ragout con pommes frites y para acompañar, una 53
jarra pequeña de vino, y para la muchacha otro coñac antes. Le
hubiera gustado decirle algo alentador a la muchacha, pero las
palabras que se le ocurrían le parecían inadecuadas en cuanto
las quería pronunciar; de modo que ella también guardó silencio.
Afuera, detrás de las ventanas, las locomotoras echaban perezo-
samente su humo pastoso en la noche neblinosa y algunas que
otras luces verdes, rojas, azules y blancas nadaban afuera en la
húmeda oscuridad. El mesonero trajo el coñac, pero la muchacha
no lo tocó. En derredor, cada vez más gente ocupaba las mesas,
viajeros en su mayoría, que habían escogido el tren nocturno
y tomaban antes su cena, pero también gente de la ciudad que
sólo había venido a comer. Algunos trenes fueron anunciados,
un carraspeo articulado de mala gana por un funcionario desde
la dirección del servicio ferroviario, trenes de obreros que no
iban lejos. Y luego el tren rápido “con vagón para Le Havre”.
La muchacha escuchó cómo el anuncio retumbó y crepitó, y su
mirada quedó fija, como si con ella pudiera detener el tiempo,
sobre la pared blanca enfrente con las rayas, puntos y agujas
negras; sabía que este era el último chance y callaba como si
una culpa demasiado grande le hubiera cosido la boca; sin saber
aun, pero sí sospechando con una seguridad que sobrepasaba
cualquier saber, de que no fue la petición misma que ella había
dirigido a la señora desconocida media hora antes lo que había
consumido todas sus energías, sino la pequeña mentira en esta
petición lo que se había tragado por completo la reserva de su
voluntad, la misma que, hacía apenas media hora, le había pare-
cido inagotable. El mesonero trajo la comida, sirvió vino en las
copas.
colección los ríos profundos

—Bueno, dijo su anfitriona, y ahora no piense en nada más


que en la comida.
La muchacha tomó torpemente con dedos como entume-
cidos por el frío, sin una gota de sangre ya en ellos, los cubiertos,
rozó con ellos la comida, dejó caer otra vez sin fuerzas los brazos
acabados de levantar, y pensó, mientras la otra mitad de sus
pensamientos seguían una sola meta ¡ay! tan cercana y ¡ay! tan
54 inalcanzable, que ahora estaba ahí presa, presa en una trampa
cuya envoltura la formó su petición mentirosa, y cuya puertecita,
que se cerró detrás de ella, consistía en la exagerada satisfacción
de esa petición. “No hay que presionarla, hay que dejarla que se
recobre poco a poco”, pensó la otra mientras tanto y comenzó a
comer lo más disimuladamente posible. Dejó de pronto caer ella
misma los cubiertos cuando vio cómo la mirada de la muchacha,
con su cara petrificada como en un calambre y el hieratismo de
una muerta, pasaba por encima de ella, por lo cual, como obede-
ciendo al aviso de un peligro a sus espaldas, miró atrás, pero allí
no había otra cosa que la blanca pared con el reloj negro. Abajo,
desde los rieles, un silbido cortó el silencio que yacía rumoreando
quedamente sobre la estación, luego una locomotora resopló en el
aire, echó violentas y breves bocanadas de humo, para encontrar
de seguidas su ritmo en el arranque de la ruedas que se acrecen-
taba hasta alcanzar el tronar demoledor. La muchacha perma-
necía inmóvil, tensa hasta reventar. “No”, pensó su anfitriona,
“ella está tan intimidada, que es mejor dejarla sola”. Sacó una
tarjeta de visitas de su cartera, le agregó tres billetes doblados, le
metió el paquetico debajo de la orilla del plato y dijo, poniéndole
a su voz toda la amabilidad de que disponía:
—Acabo de ver que se me hizo muy tarde.
Y, retirando la mano como si la hubieran atrapado
robando:
—De veras, ¡yo no quisiera... ofenderla! Sólo quiero ayu-
darle, hasta donde eso me sea posible. Por favor, escríbame,
tengo amigos influyentes, ¡estoy completamente segura de que
encontraremos algo para usted!
Y parándose:

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Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

—Pero hágame el favor y pague todo, y sobre el resto, ni una


palabra, ¿de acuerdo?
Sólo ahora la muchacha vio la tarjeta y los tres billetes de
a diez, los manipuló con manos temblorosas, levantó la cabeza,
y entonces repentinamente reventó con rostro contraído de la
ira, con una llamarada de decepción y desesperación: “¡Ahora,
ahora, ahora!” Barrió dinero y tarjeta de la mesa, se paró de un
salto, arrancó el abrigo de la percha y salió corriendo, pasando 55
por delante del mesonero decentemente asombrado y de las mesas
más cercanas, donde la gente alargaba los cuellos y se quedaba
mirando hacia la muchacha allá y luego acá a la violentamente
abandonada, que pagó rápidamente al mesonero, y alguien en la
mesa de al lado dijo, tan alto que ella tuvo que oírlo:
—Pues claro, ¡esa quería algo de la muchacha!
Ella recogió sus cosas rápidamente y con la cabeza gacha
fue saliendo, pensando todavía si se llevaba el pañuelo que la
muchacha había dejado sobre la silla, como recuerdo físico de
esta aventura no consumada. Y en el momento en que rechazaba
bruscamente esta idea que se le acababa de ocurrir, el mesonero
apareció junto a ella y le alcanzó el pañuelo. Lo tomó sin decir
palabra, sólo para poderse ir sin más complicaciones. Y se dirigió
al andén, de donde sabía que debía partir pronto el tren: y se
dejó caer, después de haber apagado la luz en el coupé, la cabeza
aturdida, en la butaca, mientras la muchacha afuera se precipi-
taba por la plaza de la estación, y de regreso por el camino por el
que había venido en taxi, la cabeza aturdida, ocupada tan sólo
con la idea de verlo a él, a él, una vez más, a él por quien, para
verlo por última vez, había salido y quien se había ido ahora de
viaje, sin que ella lo hubiera podido ver ni haberle podido decir
que no había sido sólo culpa de ella, ¡por Dios no sólo culpa de
ella! También esta última carta su padre se la había ocultado,
porque no lo podía tragar, a ese “fatuo extranjero”, ese “cara de
intruso”, o simplemente porque no quería entregar a la hija que le
traía dinero a la casa para bebérselo; y cuando el azar quiso que
el padre se durmiera hoy más pronto que otras veces con la borra-
chera y ella pudo apoderarse de la carta en que le comunicaba su
colección los ríos profundos

partida definitiva, entonces era demasiado tarde, sólo si hubiera


tenido el dinero, los 25 centavos para el tranvía y los 10 centavos
para el ticket del andén, pero estos 35 centavos ella no los tenía;
su padre, aunque hubiera logrado despertarlo a sacudidas, antes
la hubiera matado a botellazos que darle dinero para cualquier
fin, y no había nadie cerca que se lo hubiera podido prestar. Fue
así como había salido apresuradamente a pie, le había hablado a
56 la bella señora desconocida, y con eso todo se había arruinado.
No había podido librarse más del mordisco de la tenaza, uno de
cuyos dientes había sido su petición no del todo veraz y el otro el
cumplimiento excesivo de esta petición, no había podido librarse
más de ella para confesar la verdad, esa verdad tan simple,
pequeña, y tan comprensible, de que tenía que verlo, ya no para
hacerlo quedarse, sino simplemente para decirle cómo había
sucedido todo entre ellos, decirle todo eso antes de que se fuera,
se fuera tan lejos como ella no podía ni imaginar, sin regresar
jamás. Sí, decirle cómo había sucedido todo entre ellos, y de
veras que no para hacerlo quedarse, hacerlo regresar, sino tan
sólo para que supiera todo esto y sabiéndolo, enterrara el rencor
y el resentimiento, que desde ahora los separaría más que el mar
más profundo, si ella no lograba verlo, decírselo todo, decirle
una buena palabra, y recibir la de él, para que, si realmente todo
tenía que terminar aquí, no terminara de otra manera de lo que
debía haber durado. Le había hablado a la desconocida, pidiendo
dinero para un poco de pan, porque el pan le parecía ser la única
cosa en el mundo que representaba un valor concebible para
la gente y cuya carencia la gente siente tan tangiblemente, que
por él se sienten dispuestos y capaces de indignarse, y también,
quizás, de ayudar; y entonces todo sucedió mucho mejor y por
eso mucho peor. Simplemente se había quedado atascada y no
se había podido soltar más de esta generosidad malversada, a la
cual había apelado por un desamparo que no se adivina detrás
de una palabra como “pan”, se había quedado atascada, atra-
pada entre su mínima mentira y la bondad demasiado grande de
aquella bella, grande y rica desconocida, la cual ya se encontraba
en el tren y pensaba que sí había sido el hambre lo que la había

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Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

extenuado lentamente, lo que le había dado ese malestar, lo que le


había conferido una debilidad por aventuras que no se dominan
debido a su naturaleza, y que había llegado a eso sólo porque en
el negocio del anticuario ella no había hecho en el acto lo que iba
a tener que arreglar mañana por teléfono. (“Sí, pues, lo pensé,
lo consulté primero con la almohada. Bueno, lo compro...”). A
pesar de todo no se sintió muy feliz al pensar en el servicio de té,
y cuanto más se aferraba a esta idea, tanto más dolorosamente se 57
sintió defraudada por el verdadero botín de su ensayo de pescar
en la incertidumbre. Tiempo malgastado, dinero malgastado,
esfuerzo malgastado, amor despilfarrado, sin sentido y sin resul-
tado, y para completar, al final el bochorno. Nunca antes, por
más que trataba de recordar, le había salido algo tan radicalmente
mal, sin poder encontrar una causa en el asunto o una culpa en sí
misma. Con el corazón y la cabeza repletos con la pregunta acerca
de qué fue en realidad lo que sucedió y por qué no había podido
manejar esta aventura, cuando en verdad no había ahorrado ni en
tiempo, ni en dinero, ni en esfuerzos, ni había dejado que faltara
nada dentro de sus posibilidades: así, ella se perdía, pasando de la
irritación al enfado, de la duda a la indiferencia, de la vergüenza
al deseo de olvidar. Se vio expuesta sin amparo a la nueva expe-
riencia del fracaso sin culpa, no sabía qué hacer con eso, quería
librarse de él, lo mismo que del pañuelo de la muchacha. Como
si no hubiera pasado nada, absolutamente nada, así, ¡nada!, ¡ni
el pañuelo debía recordarle nada! Sacó de su cartera el pañuelo
para dejarlo en la malla para maletas enfrente. Y allí, al tocar
las puntas de sus dedos la tosca lana, en cuyo pobre tejido había
quedado un resto de humedad, con el contacto de este pequeño
miserable pedacito de realidad que le había quedado, sintió de
nuevo toda la realidad inalterada del encuentro nocturno con la
delgada muchacha pálida bajo la llovizna ante el portón del anti-
cuario; sintió con la certeza de sus sentidos que no deja lugar a
dudas y que supera todas las reflexiones, que no sólo se había
encontrado con cualquier pobre y miserable criatura del hemis-
ferio desconocido para ella, sino con el incomprensible destino
del ser humano mismo, que es lamentable y se encuentra más
colección los ríos profundos

allá de cualquier pobreza o miseria, ya que ni siquiera la genero-


sidad, aun pudiendo disponer de todos los medios materiales del
mundo, es capaz de ayudar, de curar, de salvar siempre y necesa-
riamente; siguió percatándose de que experiencias como estas a
la cual se dejó llevar, no se podían simplemente quitar de encima
y dejar en el olvido como se deja un pañuelo ajeno en la malla de
las maletas; sintió, finalmente, cuanto más intimaban sus dedos
58 con el objeto de su contacto, brotar tanto más pura la tristeza
de este contacto, como solución de todo lo que había sucedido
de verdad, la tristeza de toda experiencia verdadera, de la cual
ella había creído que sólo se hacía con las puntas de los dedos
del alma: la tristeza, en la cual se hundía ahora hasta el fondo
originario de la vida, donde justamente esta tristeza, cuando de
veras taladra hasta llegar a lo hondo, al rebotar, se transforma en
la incomprensible valentía, gracias a la cual el ser humano vuelve
arriba y vive. Ella había querido ayudar, y se le había ayudado a
ella, ¡pero de qué manera! Y cuando el tren se detuvo en el lugar
donde vivía, lloraba sin contención, dejando correr las lágrimas
en el tosco pañuelo de lana de la muchacha, lloraba y sabía que
en casa se lo iban a notar, pero siguió llorando al final silencio-
samente, en el camino a su casa, en casa, en la cama, pasando al
sueño, pasando a un nuevo día, a una nueva vida, en la cual se
volvió a encontrar con manos vacías y tanto más rica.

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Max Frisch
(Zúrich, 1911 – 1991)

En sus escritos siempre plantea de nuevo la pregunta:


“¿Qué clase de ser es el hombre?” En sus diarios, que llevó
durante toda su vida, “ensarta” los hechos. Él mismo llama
Stich–Worte a esta manera alerta de reflexionar o de atención
reflexiva; a veces distingue sus diferentes reflexiones por medio 59
de diversos tipos de letras.
No sólo en sus diarios se halla, naturalmente, mucho de
autobiográfico; la problemática de su propia identidad está, en
casi todos sus escritos, en primer término. Después de todo, Frisch
cambió varias veces tanto de profesión como de mujer. Entre
otras, vivió algunos años con la escritora Ingeborg Bachmann
(representada en el presente libro). Incluso su dirección y los países
de residencia los cambiaba continuamente. Poseyó residencias en
Zurich, Berlín, Berzona, Ticino, Roma y Nueva York.
Asimismo sus protagonistas están constantemente bus-
cando su identidad como Stiller (1954), que lo hizo famoso
y cuyos precedentes aparecieron durante años en sus dia-
rios. Igual que las figuras principales de Brandstifter (1956), o
Andorra (1962), llevan máscaras, a veces sin estar conscientes
de ello, pero a menudo buscan incluso una transformación del
Yo. En el título Que mi nombre sea Gantenbein (1964) esto está
expresado por la palabra sea. A veces el protagonista descubre
al final que le había faltado el verdadero amor por la existencia,
por sí mismo y por la mujer. En Montauk (1975), Frisch afirma:
“Inventé para cada pareja un nuevo problema conmigo”.
Todos sus protagonistas son sucesores del hombre román-
tico que perdió su Yo (El Anfitrión de Kleist, pasando por
E.T.A. Hoffmann hasta el Schlemihl de Chamisso), aunque el
lenguaje es a menudo breve y conciso como un informe, o pasa a
la parodia, como en Don Juan o Amor a la geometría.

 . Palabra clave, por ejemplo, la que se usa en teatro como “pie”. Pero al separar las dos palabras por
medio de un guión, quiere significar con ella “atravesar un cuerpo con un instrumento puntiagudo”,
o sea, ensartar.
colección los ríos profundos

Nuestro texto es una miniatura de esta búsqueda de la iden-


tidad. Max Frisch realizó estudios de Germanística sin concluir,
fue periodista y cursó estudios de arquitectura. Posteriormente
pudo vivir de su profesión de escritor. Recibió muchos premios,
entre ellos el Premio Büchner, el Premio Schiller, el Premio del
Comercio Alemán del Libro, y es Doctor Honoris Causa de la
Universidad de Marburgo.
60
El cuento siguiente fue tomado de Deutschland Erzählt
(Alemania narra), Fischer Bücherei, 1965.
La historia de Isidoro 61

Le contaré la pequeña historia de Isidoro. ¡Una historia real!


Isidoro era boticario, un hombre concienzudo, pues, y no ganaba
poco; era padre de varios niños y estaba en sus mejores años; no
hace falta recalcar que Isidoro era un marido fiel. Sin embargo,
no soportaba que le estuvieran preguntando dónde había estado.
Esto podía ponerlo furioso, furioso por dentro; por fuera no
dejaba que se le notara nada. No valía la pena pelear por eso,
porque en el fondo, como ya dijimos, se trataba de un matri-
monio feliz. Un bello verano emprendieron, según estaba de
moda en aquel entonces, un viaje a Mallorca, y aparte de las
constantes preguntas de ella, que lo molestaban en secreto, todo
se desenvolvía de lo mejor. Isidoro sabía ser especialmente tierno
cuando estaba de vacaciones. El bello Avignon les encantó a
ambos; caminaban de brazo. Isidoro y su mujer, a la cual hay que
imaginarse como una mujer adorable, llevaban exactamente 9
años de casados cuando llegaron a Marsella. El Mar Medite-
rráneo relucía como pintado en un cartel. Para la disimulada
molestia de su esposa, que ya se encontraba en el barco que salía
para Mallorca, Isidoro había tenido que ir en el último momento
a comprar algún periódico. En parte, quizás, lo hacía por pura
oposición a sus preguntas acerca de adónde iba. Sabe Dios, pues
él no lo sabía; simplemente como el barco no partía todavía, y
como es costumbre en los hombres, había ido a caminar un poco.
Por pura terquedad, como ya dijimos, se enfrascó en un periódico
francés, y mientras su esposa viajaba efectivamente hacia la pin-
toresca Mallorca, Isidoro, cuando por fin levantó la vista de su
periódico, sacudido por la atronadora sirena, se encontró, no al
colección los ríos profundos

lado de su esposa, sino sobre un barco de carga bastante


inmundo, el cual, atestado de puros hombres uniformados de
amarillo, también estaba echando vapor. Y en este momento
estaban soltando las amarras. Isidoro sólo vio cómo se iba ale-
jando el muelle. Si fue el achicharrante calor o el nocáut de algún
sargento francés lo que le quitó poco después el conocimiento, yo
no sabría decirlo, pero me atrevo a afirmar con certeza que Isidoro
62 el boticario tuvo en la Legión Extranjera una vida más dura que
antes. En huir no podía ni pensarse. La fortaleza amarilla, donde
convirtieron a Isidoro en un hombre, se encontraba en medio de
un desierto cuyas puestas de sol él aprendió a apreciar. Cierta-
mente pensaba a veces en su mujer, cuando no estaba demasiado
cansado, y también le habría escrito, pero no estaba permitido.
Francia aún luchaba contra la pérdida de sus colonias, de modo
que Isidoro pudo dar bastantes vueltas por el mundo, como nunca
lo hubiera soñado. Olvidó su botica, por supuesto, como otros su
pasado criminal. Con el tiempo, perdió hasta la nostalgia por el
país que en sus documentos pretendía ser su patria, y fue sólo por
decencia que Isidoro, muchos años después, entró una bella
mañana por el portón del jardín, barbudo, flaco como estaba
ahora, con el casco tropical bajo el brazo para no causar revuelo
por su atavío desusado entre los vecinos, que hacía tiempo lo con-
taban entre los muertos; naturalmente también llevaba un cin-
turón con revólver. Era un domingo por la mañana, el cum-
pleaños de su mujer, a la cual amaba, como ya dijimos, aunque
no le hubiera escrito nunca una sola postal en todos esos años.
Durante un instante, cuando tuvo ya delante la vivienda inalte-
rada, la mano aún en el picaporte, el cual, falto de grasa, chi-
rriaba igual que siempre, titubeó. Cinco hijos, todos con algún
parecido con él, pero todos 7 años más crecidos, por lo cual su
aspecto le extrañó, gritaron desde lejos “¡Papi!” No podía devol-
verse. Isidoro siguió avanzando, como hombre que había llegado
a ser en duras luchas, y con la esperanza de que su querida esposa,
si estaba en casa, no fuese a pedirle cuentas. Iba lentamente por
la grama, como si viniera igual que siempre de la botica y no del
África y de Indochina. La esposa estaba sentada, enmudecida,

s La historia de Isidoro, Max Frisch


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

debajo de una sombrilla nueva. La preciosa bata de casa que lle-


vaba puesta, Isidoro tampoco la había visto antes. La sirvienta,
igualmente una novedad, fue de inmediato a buscar otra taza
para el señor barbudo, a quien ella tomaba, sin dudas pero tam-
bién sin censura, por el nuevo amigo de la casa. Que hacía bas-
tante fresco en este país, dijo Isidoro, bajándose otra vez las
mangas que se había arremangado. Los niños estaban felices de
poder jugar con el casco, lo cual naturalmente no se desarrolló 63
sin peleas, y cuando llegó el café recién hecho, todo era un per-
fecto idilio: mañana de domingo, con sonar de campanas y torta
de cumpleaños. ¿Qué más podía querer Isidoro? Sin tomar en
cuenta para nada a la sirvienta nueva, a la que sólo faltaba poner
los cubiertos, Isidoro extendió la mano hacia su mujer. “¡Isidoro!”,
dijo ella, y fue incapaz de servir el café, de modo que el huésped
barbudo tuvo que hacerlo él mismo. “¿Dime?”, preguntó tierna-
mente, mientras llenaba también la taza de ella. “Isidoro”, dijo
ella a punto de lágrimas. Él la abrazó. “¿Isidoro, dónde estuviste
en todo este tiempo?”. El hombre, por un instante aturdido, volvió
a colocar su taza en el plato; sencillamente, ya no estaba acostum-
brado a estar casado, y se instaló delante de un rosal, con las
manos en los bolsillos del pantalón. “¿Por qué nunca escribiste ni
siquiera una postal?”, preguntó ella. A esto, él fue a quitarles a los
niños azorados el casco sin decir palabra, lo colocó, con el arrojo
de la rutina, en su propia cabeza, lo cual, según dicen, dejó en los
niños una impresión indeleble para toda la vida: Papi con casco y
cartuchera, ambos no sólo auténticos sino visiblemente algo gas-
tados por el uso, y cuando la esposa dijo: “Sabes, Isidoro, ¡eso
realmente no debiste haberlo hecho!” Isidoro ya estaba harto del
tierno regreso; sacó (seguramente con el mismo arrojo de la rutina,
me imagino), el revolver del cinturón, disparó 3 balas en medio de
la blanda torta aún sin tocar y adornada con crema, lo cual, como
uno puede imaginarse, ocasionó un considerable desastre. “¡Pero
Isidoro!”, gritó la esposa, pues su bata de casa estaba salpicada de
arriba hasta abajo con crema y si no hubieran estado presentes
las inocentes criaturas como testigos oculares, ella hubiera consi-
derado toda la visita, que en total duraría apenas diez minutos,
colección los ríos profundos

como una alucinación. Rodeada de sus 5 hijos, semejante a una


Niobe, sólo acertó aún a ver cómo Isidoro, el irresponsable, cru-
zaba con pasos serenos el portón del jardín, con el absurdo casco
puesto en la cabeza. Después de este shock, la pobre mujer nunca
más pudo ver una torta sin recordar a Isidoro, situación que la
hacía digna de compasión, y a cuatro ojos, en total quizás unos
36 ojos, le aconsejaron el divorcio. Pero la valiente mujer siguió
64 esperando. La cuestión de la culpalidad era evidente. Pero ella
aún tenía la esperanza de su arrepentimiento; vivía sólo para sus
cinco hijos que eran de Isidoro, y rechazó al joven abogado que la
visitaba no sin interés personal y la instaba al divorcio, con un
nuevo plazo de un año, como una Penélope. Y, en efecto, otra vez
ella cumplía años, Isidoro regresó, se sentó después de los acos-
tumbrados saludos, bajó las mangas y permitió a los niños otra
vez jugar con su casco tropical; pero esta vez la alegría de tener
un papá no les duró ni tres minutos. “Isidoro”, dijo la esposa, “¿y
ahora dónde estuviste otra vez?”. Él se levantó, sin disparar, gra-
cias a Dios, también sin arrancarles a los inocentes niños el casco,
no, Isidoro sólo se levantó, volvió a arremangarse las mangas y
salió por el portón del jardín para no volver nunca más. La pobre
esposa firmó no sin lágrimas la demanda de divorcio, pero así
debía ser, suponía, más aún cuando Isidoro no se había presen-
tado dentro del lapso fijado; vendieron su botica, atravesaron el
segundo matrimonio con sencillo recato después de haberse ven-
cido el plazo legal y ratificado por la jefatura civil; en resumen,
todo tomó su curso debido, cosa tan importante para los niños
que estaban creciendo. Por dónde siguió vagando Papi por el
resto de su vida terrenal, nunca se supo. Ni siquiera una postal.
Además, Mami no quería tampoco que los niños preguntaran, si
a ella misma nunca se le había permitido preguntar a Papi...

s La historia de Isidoro, Max Frisch


Günter Eich
(Lebus, 1907 – Salzburgo, 1972).

Desde 1953 estuvo casado con Ilse Aichinger, escritora


que también figura en esta selección. Fue miembro fundador
del Grupo 47, cuyo premio recibió en 1950. Recibió también el
premio de radionovelas de los Ciegos de la Guerra en 1959 y el
premio Georg Büchner. 65
“Soy escritor. No es sólo una profesión sino la decisión de
ver el mundo como lenguaje para orientarme en la realidad.
Sólo escribiendo las cosas obtienen existencia para mí. No es mi
hipótesis sino mi meta.” Esto lo dijo Eich en 1956, en una de las
pocas entrevistas a que accedió. Desde 1925, estudió economía
y sinología en Berlín y en París, sin concluir, combinación sin
“utilidad social”, según subrayó. Desde 1932 fue escritor profe-
sional, trabajando ante todo para la radio. Después de la guerra,
como prisionero de los americanos, se manifestó su vocación
más fuerte, la lírica. Se convirtió en el modelo de la nueva
poesía, escrita con un mínimo de palabras sencillas, y en creador
de la “novela poética televisiva”. Acierta con exactitud la sensi-
bilidad de los jóvenes que no han olvidado a Goethe, Hölderlin,
etc., pero que no saben cómo seguir viviendo dentro del sentido
de estos autores. Su total “recelo hacia la ideología” los llama
a oponerse al mundo del poder administrado: “¡No duermas
mientras los ordenadores del mundo están activos! ¡Haced lo
inútil, cantad canciones que no esperan de vuestras bocas!”. Sus
radionovelas que muchas veces parten de bagatelas cotidianas
para terminar en el terror, son estremecedoras. En sus poemas
que recuerdan a los románticos y a los surrealistas, usa predo-
minantemente nombres tomados de la naturaleza para apli-
carlos a conceptos como melancolía, quebradiza, extravío de
la existencia humana, como lluvia, otoño, derrumbe (influen-
cias de Gottfreid Benn y W. Lehmann): “En la ventana crece
pequeño el otoño/ nos inunda el río de estrellas/ nos sobrevienen
bosque y hierba y animales/ caminos olvidados desembocan en
nosotros” (1927). La poesía del Eich tardío se hace cada vez más
colección los ríos profundos

sintética, en esto lo influenciaron mucho los jardines japoneses


que incluso aparecen en el título de un libro suyo: Motivaciones
y Jardines de Piedra (1966). El texto que figura aquí representa
una de sus pocas obras en prosa.

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Literatur der


Sechziger Jahre, K. Wagenbach, Berlín, 1969.
66
Trenes en la niebla 67

A mí no me había gustado el asunto desde un principio.


Estanislao creía que porque había salido bien dos veces antes,
tenía que resultar también la tercera vez. A mí no me convencía,
pero finalmente me dejé persuadir. Si hubiera dicho que no, me
sentiría mejor ahora, y este aguardiente lo hubiera vendido en
lugar de tomármelo yo mismo.
Partimos al anochecer bastante temprano, Estanislao y yo.
Seguramente no conoces esa región, ni yo quiero describírtela
mucho. De cualquier manera, estacionamos el carro donde un
campesino que es amigo de nuestro negocio. Me frieron unos
huevos y Estanislao pasó un momento a ver a Paula que trabaja
de servicio al lado. Luego salimos dando tumbos. La verdad
es que allí hay que conocer el terreno, si se quiere encontrar el
camino de noche.
Yo estaba de mal humor y le dije a Estanislao que dejara
la maldita fumadera, que eso era casi una contraseña. Pero no
puede dejarlo, fuma de la mañana a la noche y más. Dijo que yo
era una gallina, y eso me molestó. Finalmente, yo mismo prendí
un cigarrillo.
Cruzamos el campo en diagonal, en dirección al andén.
Había una neblina fastidiosa, porque estábamos cerca del agua.
En realidad, el tren tiene dos pares de rieles, pero donde el puente
había sido volado, habían puesto sólo uno por ahora. Los trenes
pasan por aquí muy lentamente, y así es un lugar estupendo para
saltarle encima. Y como unos kilómetros más allá hay otro lugar
lento, es fácil bajarse otra vez. Y eso, naturalmente, es impor-
tante para nosotros. Pues no tengo ningunas ganas de colocar
colección los ríos profundos

algún pedazo mío sobre los rieles en el momento en que algo


rueda por encima.
Dicho de paso, toda la idea fue mía. Se me ocurrió cuando yo
mismo iba en el tren y pasaba por este trecho y miraba por la ven-
tana. Una idea así vale oro, amigo, pero ahora me repugna. Nos sen-
tamos abajo en el andén sobre un montón de escalones y teníamos
un frío horrendo. La niebla parecía haberse espesado más aún. La
68 única ventaja era que en el aire húmedo se oían los trenes desde
lejos. El primero vino en la dirección contraria, no nos servía. El
segundo era de personas. Todavía se escuchó largo tiempo, después
de haber rodado por el puente. Después hubo silencio. Estanislao
fumaba, y de vez en cuando yo lo hacía también. Dimos algunos
pasos para allá y para acá para calentarnos. Estanislao contó sus
chistes silesios que yo ya conocía. Luego hablamos de Gleiwitz y
de la calle Schiller, y eso nos calentó un poco. De repente silbó en la
lejanía una locomotora, y nos preparamos.
El tren de carga que vino ahora andaba bastante rápido.
Además, yo sabía con precisión que no había nada dentro de él
para nosotros. Lo sé por instinto. Le hice una señal negativa a
Estanilao, pero éste estaba obstinado, saltó a un vagón y gritó:
“¡Emilio, súbete al próximo!”, o algo parecido, y desapareció en
la neblina. ¡Qué broma! Ese vagón seguramente él no lo abriría
nunca. Pero siempre quiere saberlo todo. Dejé pasar el tren y
seguí esperando. Saber esperar es necesario. Pasaron tres en la
otra dirección y ya me estaba molestando porque hoy nada quería
funcionar. El frío me llegaba cada vez más adentro y Estanislao
no regresaba, a pesar de que habían pasado ya dos horas. Tam-
bién me quedé sentado al oírse un nuevo silbido, y sólo cuando
la locomotora había pasado ya, y vi que era un buen tren, me
trepé al andén. La mala suerte quiso que incluso se detuviera.
¿Cómo se resiste uno cuando prácticamente lo están invitando?
Me colgué, desaté la ligadura, y cuando partimos ya estuve per-
fectamente enterado de que eran medicamentos. Llevaban cruces
rojas en varios lugares y palabras farmacéuticas. Un paquete que
supuse era morfina, lo lancé de una vez afuera. Eso fue tonto,
naturalmente, pues ahora tendríamos que recoger las cosas por

s Trenes en la niebla, Günter Eich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

ambos lados. Pero no lo pensé en ese instante, la ocasión había


sido demasiado favorable.
Las demás cosas eran todas cajas grandes que no me ser-
vían así. Cuando abrí la primera, estábamos pasando un puente.
Admito que el maquinista se daba tiempo, pero tal vez eran las
señales; sin embargo, también puedo decir que trabajé rápido y con
precisión.
Las cajas que había en el cajón no las estudié mucho. Tiré dos 69
y otra vez dos afuera, después de haber cruzado el puente. El tren
volvía a detenerse. Miré afuera y pensé si no debería bajarme.
Entonces vi una figura oscura junto al tren y el punto lumi-
noso de un cigarrillo. Grito: “¡Estanislao!”, y él sube y yo incluso
le ayudo. Él prende de inmediato la linterna y mira el cajón vio-
lentado, pero no dice ni una palabra. ¡Maldición! Yo no estaba
cuerdo en ese momento; si no, hubiera notado algo.
“¡Quita tu estúpida linterna!”, le digo porque me alumbra
de arriba abajo y directamente en la cara.
“Creo que terminaremos ya”, digo todavía, “más no
podremos llevarnos antes de que se haga de día.” Y ahí noto de
repente qué idiota soy, y que él es de la policía ferroviaria.
Inmediatamente salto afuera y él detrás. Al bajarme del
andén, tropiezo. Aún así, quizás hubiera escapado en esa neblina,
pero alguien gritó: “¡Emilio, Emilio!” detrás de mí, y eso me con-
fundió todo. Entonces, ¿sí era Estanislao? ¡Qué locura!
En cualquier caso, él me asió de repente y sentí algo en la
espalda que con toda seguridad era un cañón de pistola. Levanté
mecánicamente los brazos y todavía pregunto como un estúpido:
“¿Estanislao?”
Él me revisó y me quitó los instrumentos y la linterna. Armas
no encontró, naturalmente; esas cosas no las traemos, nuestro
oficio es pacífico. Luego me sacó la cartera. “Emilio Patoka”, dijo.
“¿Cómo sabía usted antes mi nombre de pila?”, pregunté.
“Siéntate aquí”, y me empujó hacia una piedra del lindero. “Yo
me llamo Gustavo Patoka”.
No hubiera sido necesario haberme empujado así, yo me
hubiera sentado solo, así de derribado me sentí.
colección los ríos profundos

“Gustavo Patoka, ¡ah!”, dije. Conocía a un solo Gustavo


Patoka, y ese era mi hermano.
“¿Dónde están los paquetes?”, preguntó.
“Los tiré afuera.”
“¿Cuántos?”.
“Cuatro”, mentí, porque por más derribado que estaba,
quería mantener abierta una puerta trasera. Pensé en el primer
70 paquete, y que estaba del otro lado del río y quizás contenía mor-
fina. Hay gente que da cualquier cosa por ella.
Me sentí muy extraño. Ahí estaba yo sentado y obviamente
estaba detenido. ¿O no? Y el policía se llamaba Gustavo Patoka y
era mi hermano menor. Allí estaba caminando de arriba a abajo.
Era el modo de ser de Gustavo, cuando reflexionaba sobre algo
dificultoso. Claro, yo era un caso difícil.
“El tren se va”, dije, porque pensé que quizás él tenía que
irse en él. Pero él sólo levantó fugazmente la vista y siguió cami-
nando para allá y para acá durante un buen rato, de modo que
me sentí cada vez más raro. Entretanto, el tren pasó, la luz pos-
trera también se apagó y se escuchaba el ruido cada vez más leve
en la lejanía. Ahora estábamos los dos completamente solos en
la niebla. ¿Dónde estaría Estanislao? Me molesté, porque en rea-
lidad él tenía la culpa de todo. Ese idiota, si no hubiera saltado al
tren, todo se hubiera desenvuelto diferente.
“Gustavo”, dije, “si eres mi hermano, podrías por lo menos
darme la mano, en lugar de tratarme como a un criminal”.
“¿Y qué otra cosa eres?”
“Escucha, Gustavo, te hago una proposición. Hasta ahora
hemos sido sólo dos. ¿Y si tú participaras?, ¿ah? ¿No te parece una
buena idea? Hablaré con mi compañero. Gustavo, participa. Vale
la pena. Y tú como policía, sería estupendo. ¡Hombre, hombre!”.
Yo me agité todo, pues efectivamente era una buena idea.
Con el entusiasmo me puse de pie de un salto y pensaba agarrarlo
por un brazo, pero él me rechazó y dijo: “¡Cállate la jeta!”.
Bueno, claro, estaba en la policía, pero era mi hermano y uno
podría hacerle una proposición sensata. Ya lo convenceré, pensé.
“¿Y cómo fue que llegaste a la policía?”.

s Trenes en la niebla, Günter Eich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

“No encontré otro trabajo, y al fin y al cabo es un oficio


decente. Por lo menos mejor que el tuyo”.
Sobre eso hubiéramos podido discutir, naturalmente, pero
en boca cerrada no entran moscas.
“¿Has sabido algo de papá?”, pregunté.
“Acabo de recibir noticias. Murió el año pasado”.
“¿Murió?”.
“Yo estuve en casa hasta el fin. Había pensado ir hasta allá 71
y traérmelo”.
Tuve que tragar grueso, pues siempre había querido al viejo.
“Me lo imaginé”, dije, “me imaginé que no lo iba a ver más.
Ahora tendría 60 años. Esa no es edad para morir. ¿Qué le dio?”.
“Murió de hambre”.
Mi viejo, al que siempre había gustado tanto la comida,
¡morir de hambre! ¡Bonitas noticias!
“Eres un tipo sentimental”, dije.
Y él respondió: “Quizás adopté eso de ti”.
Tengo que explicarte por qué dijo eso. Lo dijo porque yo
lo había educado. Te extraña eso, ¿verdad? Pero fue así. Mamá
murió poco tiempo después de haber nacido él. Papá tenía que ir
todos los días al trabajo. La vecina nos ayudaba, pero como yo
tenía ya ocho años, tenía que hacerlo casi todo, cuando no estaba
en la escuela. Le lavaba los pañales y se los ponía. Lo único que
no podía hacer era darle el pecho. Jugué un poco de mamá con
él. Más tarde cuidé de que se lavara las orejas y que hiciera las
tareas. En todo, mientras estuve en la casa, me había acostum-
brado a cuidar siempre de él. Me seguía como un perrito.
Dije: “Yo tampoco pensé que te iba a volver a ver”.
“¿Como que no te cuadra?”.
Me hice el que no había oído. “¿Y dónde estuviste los años
pasados, cuando no supe nada de ti?”.
“En Francia, luego en el Ruhr, después en prisión”.
“En todos esos lugares hubiéramos podido encontrarnos”.
“También ahora es demasiado temprano. O demasiado
tarde, depende de cómo se mire”.
“¡No hables estupideces!”.
colección los ríos profundos

“¿Y entonces tú trabajas en el mercado negro?”.


“¡Dios mío! Vendo las cosas a los precios de oferta. No me
interesa cómo lo llames. Además estoy desocupado. Lo estoy de
veras. No miento”.
Naturalmente, él no me creía.
“Y además”, dijo él, “eres un ladrón y un bandido”.
“¡Oh!”, dije, “cuando era chico siempre me imaginé algo
72 maravilloso con esas palabras. ¿Recuerdas? Teníamos en casa un
libro, el verde con la tapa grasienta”.
“Sí”, dijo él, “en la gaveta donde estaban los tenedores.
Conozco ese libro. Se llama El héroe de Abruzzen”.
“¿Ves? Ese lo leí por lo menos veinte veces. Pero no podría
decir ahora que yo sea un magnífico ladrón como ese. No he sal-
vado aún a ninguna joven duquesa, ni vengado ningún asesinato
caduco. Y ahora dices que soy un ladrón. No, Gustavo, la rea-
lidad no es tan portentosa”.
“Eres un ladrón y un bandido. Y mi hermano”, me des-
cargó. “Y eso es lo peor”.
“Es una canallada decir que eso sea lo peor! Y mira, todos
hacen hoy en día algo prohibido. ¿Quién vive sólo de la cartilla
de racionamiento? Todos mienten, todos estafan, sólo que uno
un poco más y el otro un poco menos”.
“Escucha”, dijo Gustavo, “¿entonces no hay en el mundo,
si se lo mira bien, ninguna diferencia entre bueno y malo, entre
correcto y equivocado?”.
“¿Ves? Ya vas entendiendo. Son sólo pequeñas diferencias”.
Entonces él se me acerca y me mira de tal manera que me
asusto. “¡Quiero saber si lo estás diciendo en serio!”. Me agarró
ambas manos hasta que me dolió. “No sé si todavía hay algo que
te sea sagrado y si sabes jurar. Pero dime por el recuerdo de nues-
tros padres muertos, dime si lo estás diciendo en serio”.
“Claro”, dije, “claro que lo digo en serio”. Él me soltó y
empezó otra vez la caminata de arriba a abajo, pero me pareció que
estaba mucho más tranquilo. “Quizás está entrando en razón”,
pensé, pero no sé, tenía miedo, simplemente un miedo horroroso,
y también sentí claramente que aun vendría algo espantoso.

s Trenes en la niebla, Günter Eich


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

“¡Ajá!”, Gustavo detuvo sus pasos repentinamente, “ahora


te voy a contar algo de mí, que tú seguramente no sabías. ¿O sí?
Sabías que hasta hace media ahora tú fuiste la única persona en
quien tuve una fe inquebrantable? Hasta hace media hora; y sólo
se me desvaneció totalmente desde hace dos minutos”.
El corazón me latía en la garganta, te digo. Ya había llegado
lo espantoso.
“Tú eras mi hermano mayor, pero eras mucho más que 73
eso. Quizás nunca lo hubieras sabido, y me da mucha vergüenza
pronunciar tantas grandes palabras, pero todo lo que era puro y
fuerte, firme y seguro, y fiel y decente y honrado, todo lo que era
bueno, eso eras tú. Puedes reírte de esto, ahora ya no me importa.
Durante todos los años en que estuviste fuera, los días más felices
eran aquellos cuando venías de vacaciones. Siempre lloré cuando
te ibas; temía por ti, mientras estabas afuera. Tan tonto fui, tan
niño. Y más tarde, cuando de repente yo también fui adulto, y
tenía que resolverme por mí mismo, siempre me imaginaba cómo
lo harías tú todo, y entonces estaba bien. ¿Qué diría Emilio?
¿Qué haría Emilio en este caso?, así preguntaba todos los días. Es
para reírse, pero creo que te lo debo a ti, si hasta ahora me man-
tuve como un hombre honesto, según mi concepto”.
“¡Ay, Gustavo!”, dije, “son los años, la milicia, la guerra,
sin hogar... así embrutecí. Todo es una mierda.”
“Sí, sí, puede ser”, dijo él, pero noté que no escuchaba, no
le interesaba. Me alcanzó la cartera. “Toma. Y ahora debes irte.
Tus instrumentos de cerrajería los guardaré. Los paquetes los
dejas ahí”.
“Gustavo, dime por lo menos tu dirección”.
“Dentro de diez minutos dispararé varias veces. No te
alteres. Es para que crean que te me has escapado. Pero para ese
momento debes estar lejos. ¡Vete!”.
Pateó en el suelo. Me fui.
La lluvia se había convertido en una fina llovizna, y el
suelo húmedo se me pegaba de las suelas. Me costaba avanzar.
Poco antes de haber alcanzado la calle escuché varios disparos.
Supongo que eran las tres o las cuatro de la mañana.
colección los ríos profundos

Cuando llegué a la aldea, Estanislao tenía tiempo allí y


varias horas esperando en el carro, por lo menos así dijo. Había
encontrado mi primer paquete, porque más tarde regresó con el
tren contrario y se había bajado en ese lugar. Contenía morfina.
Él mismo no tenía nada. Aún así me regañó por haberme tardado
tanto tiempo. Afirmó que había recorrido la calle tocando la cor-
neta. Yo no se lo creí. Seguramente había estado con Paula en la
74 cama. Yo no se la envidio, tiene un diente canino prominente,
y para mi gusto es demasiado gorda. Pero Estanislao no tenía
ningún motivo para darse importancia. No había logrado nada,
y yo incluso expuse mi cabeza.
No le conté nada, sólo dije vagamente qué me había pasado
con el tren y me había perdido. Él me creyó que estaba cansado y
me senté en el asiento trasero.
Estanislao manejaba. El motor sonaba tan duro que no
escuchó mis sollozos. Cuando niño me habían dado una vez una
paliza porque me había comido la torta del domingo, pero creo
que no fue tan terrible.
Ahora estoy aquí y no tengo ganas de nada. La morfina fue
un buen negocio. Tampoco quiero ganar demasiado. De todos
modos todo se echó a perder.
¡Pero Gustavo, mi hermano, mi hermano menor! No había
sabido que yo valía tanto para alguien. Es bello eso, o debe ser
bello, pues no lo sabía. Pero es horrible cuando se pierde. Y lo
perdí. Pero Gustavo perdió más. No a mí. ¡Dios mío!, no era eso,
yo no valgo nada. Pero muchas veces estoy despierto en la noche
y pienso que él no lo va a soportar, que lo va a destruir. ¿Y quién
es el culpable, si se desmorona? Yo, yo, yo, yo, yo. ¿Realmente
habré sido una persona como él creía? Ay, mi pequeño hermano,
mi pequeño hermano.

s Trenes en la niebla, Günter Eich


Marie Luise Kaschnitz
(Karlsruhe, 1901 – Roma, 1974).

Era hija de un general prusiano. Después de terminar


el bachillerato, estudió comercio. Se llamaba a sí misma “una
eterna autobiógrafa” que describe lo que ve, oye y recuerda.
Esto se manifiesta preponderantemente en los cuentos “La
niña gorda” y “La casa de mi infancia”, así como en su primera 75
novela Empieza el amor. Por medio de su marido, el arqueólogo
Guido von Kaschnitz–Weinberg, conoce prácticamente todo el
Oriente, lo cual se refleja en sus trabajos. Su lenguaje, que al
principio es clásico–romántico, se vuelve cada vez más sucinto,
especialmente después de la muerte de su esposo que la afectó
mucho. Su estilo casi semeja grabados de madera, de modo que
la realidad queda tan reducida como si fuera lo no–real. En
Descripción de una aldea no describe la aldea, sino que señala
“algo que nunca se escribirá”, como dijo en una conversación.
Ella expresó que “participaba del mundo y de los hombres”,
pero siempre representando una humanidad de moral cristiana,
atada a la tradición: “Creo, cuando usted me pregunta por la
tradición, que mi procedencia del sur–oeste de Alemania es la
causa de que mis trabajos, aun los más “modernos”, sean “tra-
dicionales”. La fe en que el arte puede ayudar a los hombres, se
expresa incluso en el título de su última charla: “Salvación por
medio de la Fantasía” (1974). Quizás el texto presente sea uno
de los que se originaron de ese mundo de sueño y fantasía.

El cuento siguiente fue tomado del libro Lange Schatten,


Claason Verlag, Hamburgo, 1960.
Fantasmas 77

¿Que si he vivido alguna vez una historia de fantasmas?


¡Ah, sí! ¡Seguro! Y todavía la tengo fresca en la memoria, y se
la contaré. Pero cuando haya llegado al final, usted no debe pre-
guntar nada ni exigirme explicaciones, pues yo sólo sé justo lo
que le contaré, ni una palabra más.
La experiencia que tengo en mente comenzó en el teatro,
en el Old Vic Theater en Londres, durante una representación
de Ricardo III de Shakespeare. En ese entonces era la primera
vez que yo estaba en Londres, igual que mi marido, y la ciudad
nos impresionó poderosamente. Pues en Austria, por lo general,
vivíamos en el campo, y naturalmente conocíamos también
Viena, también Munich y Roma, pero desconocíamos lo que es
una metrópolis. Recuerdo que ya en camino hacia el teatro, flo-
tando arriba y abajo por las escaleras mecánicas empinadas del
Metro, y corriendo detrás de los trenes por los helados vientos
de los andenes, caímos en una extraña sensación de excitación y
alegría, y que luego estuvimos sentados frente al telón cerrado,
como niños que por primera vez verán un cuento de navidad en
el escenario. Por fin se alzó el telón, la pieza comenzó, pronto
apareció el joven rey, un bello muchacho, un playboy, del que
sabíamos ya lo que el destino le tenía preparado, cómo lo doble-
garía y cómo finalmente se hundiría, impotente y por propia
decisión. Pero mientras yo participaba vivamente desde el prin-
cipio, sin apartar la mirada, arrebatada por los vivos colores de la
escena y los trajes, Anton parecía distraído y algo ausente, como
si de pronto otra cosa le hubiera robado la atención. Cuando una
vez me volví hacia él, buscando su conformidad, me di cuenta de
colección los ríos profundos

que ni siquiera estaba mirando hacia el escenario y apenas escu-


chaba lo que allí se hablaba, sino que más bien dirigía la mirada
hacia una mujer que se encontraba en la fila delante de nosotros,
un poco más a la derecha, y que también medio se volvió varias
veces hacia él, al mismo tiempo que aparecía en su perfil impre-
ciso algo así como una sonrisa tímida.
Anton y yo llevábamos entonces seis años de casados, y yo
78 tenía mis experiencias y sabía que a él le gustaba mirar mujeres
bonitas y jovencitas y también le placía mucho acercarse a ellas
para comprobar la atracción de sus bellos ojos de corte sureño.
Este comportamiento nunca había sido para mí motivo de verda-
deros celos, y tampoco ahora estaba celosa, sólo un poco molesta
porque Anton se estaba perdiendo, en ese pasatiempo tonifi-
cante, lo que a mí me parecía tan digno de presenciar. Por eso no
seguí prestando atención a la conquista que se proponía hacer;
incluso cuando él rozó ligeramente mi brazo para señalarme
a la bella, levantando la barbilla y bajando los párpados, sólo
asentí amablemente con la cabeza y volví mi atención a la escena.
Claro que en la pausa ya no había manera de eludir el asunto.
Porque Anton se salió lo más rápido que pudo de la fila y me haló
consigo hacia la salida, y comprendí que allí pensaba esperar a
que pasara la desconocida, suponiendo que ella abandonara su
puesto. Al comienzo, ella no hizo ningún ademán con ese pro-
pósito; además se hizo manifiesto ahora también que no estaba
sola, que la acompañaba un hombre joven, que poseía, igual que
ella, un color delicado y pálido en el rostro y cabello entre rubio y
rojo, y daba una impresión de cansancio, casi apagado. Especial-
mente bonita no es, pensé, ni demasiado elegante, con esa falda
plisada y el pullóver, como para un paseo campestre. Y entonces
propuse que camináramos por fuera y empecé a hablar sobre la
pieza de teatro, a pesar de que notaba que era completamente
inútil.
Porque Anton no salió conmigo, ni atendía a mis palabras.
De modo casi descortés miró con fijeza a la joven pareja que
ahora se levantó y se dirigió a nosotros, aunque extrañamente
despacio, casi como sonámbula. Él no puede hablarles, pensé,

s Fantasmas, Marie Luise Kaschnitz


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

eso no se acostumbra aquí, no se acostumbra en ninguna parte,


pero aquí sería una falta imperdonable. Entretanto, la muchacha
pasaba muy cerca de nosotros, sin mirarnos, el programa se le
cayó de las manos y voló hasta la alfombra, igual que antaño lo
hacían los pañuelitos de encaje, suivez-moi, un medio de enta-
blar relaciones en una época desaparecida hace tiempo. Anton
se agachó para recoger el brillante folletico, pero en lugar de
devolverlo, pidió echarle una hojeada, lo hizo, murmuró con su 79
deplorable inglés toda clase de incongruencias sobre la represen-
tación y los actores, acabando por presentarse a él y a mí, lo cual
pareció extrañar bastante al joven. Sí, extrañeza y rechazo refle-
jaba también el rostro de la muchacha, a pesar de que obviamente
había dejado caer su programa con toda intención y a pesar de
que ahora miraba a mi marido sin pudor en los ojos, aunque con
mirada empañada, como velada. La mano que Anton le había
extendido sin malicia, siguiendo la costumbre continental, ella
la pasó por alto, no dijo tampoco ningún nombre, sólo: somos
hermano y hermana, y el timbre de su voz muy tierna y dulce
y nada temible, me trasmitió un extraño escalofrío. Después de
estas palabras, que hicieron sonrojar a Anton como a un adoles-
cente, nos pusimos en movimiento. Paseamos de un lado al otro y
hablamos entrecortadamente de cosas insignificantes, y cuando
pasábamos ante los espejos, la desconocida se paraba y se arre-
glaba los cabellos y sonreía a Anton en el espejo. Y luego tocaron
el timbre y regresamos a nuestros puestos, y yo puse atención y
miré hacia el escenario y me olvidé de los hermanos ingleses, pero
Anton no los olvidó. Ya no miraba con tanta frecuencia hacia
allá, pero noté que sólo esperaba que la pieza terminara y que no
le impresionaba lo más mínimo la horrible y solitaria muerte del
envejecido rey. Una vez que había caído el telón, no esperó los
aplausos ni la aparición de los actores, sino que se precipitó hacia
los hermanos y les habló con insistencia; obviamente los estaba
convenciendo a que le dejaran sus números del guardarropa, pues
con agilidad desagradable y poco frecuente en él, se abrió paso de
inmediato entre los espectadores que esperaban tranquilamente,
y pronto regresó cargado de abrigos y sombreros; y yo me molesté
colección los ríos profundos

por su diligencia, convencida de que al final seríamos despedidos


fríamente por nuestros nuevos conocidos y que a mí, después de
la conmoción que me causó la tragedia, no me esperaba otra cosa
que ir a casa con un Anton desilusionado y malhumorado.
Pero sucedió de manera muy distinta, porque cuando,
abrigados, salimos, estaba lloviendo a cántaros, no había taxis,
tuvimos que comprimirnos en el único que consiguió Anton, des-
80 pués de mucho correr y hacer señales, lo cual produjo celebra-
ción y risas y también me hizo olvidar a mí el disgusto. ¿A dónde
vamos?, preguntó Anton, y la muchacha dijo con su dulce y clara
voz: a nuestra casa. Él dijo al taxista la calle y el número, y nos
invitó, para mi gran asombro, a una taza de té. Me llamo Vivian,
dijo ella, y mi hermano se llama Laurie, y nos vamos a llamar
todos por el nombre de pila. Yo miré a la muchacha de lado y
me sorprendí de verla tanto más animada, como si antes hubiese
estado paralítica y sólo ahora, en nuestra proximidad, o en la de
Anton, estuviera en capacidad de mover sus miembros. Cuando
nos bajamos, Anton se apresuró a pagar al taxista, y yo me
detuve a mirar las casas, construidas en hileras y completamente
iguales, estrechas y con pórticos que parecían pequeños tem-
plos y con jardincitos delante, en que crecían las mismas plantas,
y maquinalmente pensé lo difícil que debía ser reconocer aquí
alguna casa determinada, y casi sentí alivio cuando vi en el jardín
de los hermanos algo especial, un gato de piedra sentado. Entre-
tanto, Laurie había abierto la puerta de entrada, y ahora él y su
hermana subieron delante de nosotros las escaleras. Anton apro-
vechó para susurrarme al oído: la conozco, seguro que la conozco,
si sólo supiera de dónde. Una vez arriba, Vivian desapareció para
poner a hervir el agua para el té, y Anton interrogó a su hermano,
si recientemente habían estado en el extranjero y dónde. Laurie
contestó titubeando, casi torturado; no pude distinguir si recha-
zaba la pregunta personal o si no podía acordarse, casi parecía lo
último, pues pasó la mano varias veces por la frente y lucía infeliz.
No parece muy normal, pensé, todo aquí no parece muy normal:
una casa extraña, tan silenciosa y oscura, y los muebles cubiertos
de polvo, como si los cuartos hubieran estado largo tiempo sin

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habitar. Hasta los bombillos de las lámparas estaban quemados o


flojos, había que encender velas, de las que había bastante en altos
candelabros sobre los muebles. Claro que esto se veía bonito y
producía un ambiente acogedor. Las tazas que Vivian trajo sobre
una bandeja de vidrio, también eran bonitas, delicadas, con bellos
dibujos azules, paisajes completos de ensueños se podían ver en
las porcelanas. El té estaba fuerte, de sabor amargo, y no había
azúcar ni crema para añadir. ¿De qué están hablando?, preguntó 81
Vivian y miró a Anton, y mi marido repitió sus preguntas con des-
cortés insistencia. Sí, respondió Vivian de inmediato, estuvimos
en Austria, en... pero ahora era ella quien no recordaba el nombre
del lugar y miró confusa y fijamente la mesa redonda, cubierta de
una fina capa de polvo.
En este momento, Anton sacó su cigarrera, un estuche plano
y de oro heredado de su padre y que él, contrariamente a la moda
de ofrecer los cigarrillos en la cajetilla, usaba todavía. Lo abrió y
nos ofreció a todos, lo volvió a cerrar y lo puso en la mesa, cosa
que recordé la mañana siguiente, cuando la echó de menos.
Así que tomamos té y fumamos, y luego Vivian se puso de
pie y prendió la radio y sobre el fondo de toda clase de jirones
de sonidos y de voces chillonas, el tono del altoparlante pasó a
una música bailable ligeramente chirriante. Vamos a bailar, dijo
Vivian y miró a mi esposo, y Anton se puso inmediatamente
de pie y colocó su brazo alrededor de ella. Su hermano no hizo
ademán alguno para invitarme a bailar, por lo que seguimos
sentados escuchando la música y contemplando la pareja que se
movía en el fondo de la gran habitación. De modo que tan frías
no son las inglesas, por lo visto, pensé, y en seguida supe que no
me refería a eso, sino que ella irradiaba un grato frescor suave,
ahora como antes, pero también al mismo tiempo una extraña
avidez, pues sus manitas se aferraban como las ventosas de una
enredadera a los hombros de mi marido y sus labios se movían
sin emitir sonido, como si formaran exclamaciones de máxima
urgencia y necesidad. Anton, que entonces era todavía un joven
robusto y buen bailarín, parecía no notar el inusual comporta-
miento de su pareja, la miraba tranquilo y con amor, y de vez
colección los ríos profundos

en cuando miraba del mismo modo acá hacia mí, como si qui-
siera decir: no te preocupes, esto pasará, no es nada. Pero aunque
Vivian flotaba con él tan liviana y ligera, este baile parecía, como
suele suceder en la música de radio, no tener fin, sólo cambiaba
el ritmo y la melodía, y parecía fatigarlo inconvenientemente. Su
frente se cubrió pronto de gotas de sudor, y cuando pasaba con
Vivian cerca de mí, pude oírlo respirar jadeante o quejumbroso.
82 Laurie, que seguía sentado junto a mí somnoliento, comenzó de
pronto a marcar el compás de la música, para lo cual utilizaba con
destreza, ya los nudillos, ya la cucharilla, también la cigarrera de
mi marido sincopadamente sobre la mesa, todo lo cual confería
a la música algo sofocante y opresivo y a mí me causó un súbito
temor. Una trampa, pensé, nos han traído aquí para robarnos o
secuestrarnos, y de inmediato, qué idea tan loca, quiénes somos,
unos extraños sin importancia, turistas, espectadores de teatro
que no traen nada más consigo que un poquito de dinero para, en
caso de necesidad, comer algo después de la función. De repente
me dio sueño y bostecé varias veces disimuladamente. ¿No había
estado el té que bebimos sumamente amargo, y no trajo Vivian
las tazas ya servidas, de modo que fácilmente hubiera podido
diluir en él algún soporífero en las tazas nuestras y en las de ellos
no? ¡Fuera!, pensé, al hotel, y busqué la mirada de mi marido,
sin encontrarla, pues llevaba los ojos cerrados ahora, mientras el
delicado rostro de su bailarina se recostaba en su hombro.
¿Dónde está el teléfono?, pregunté sin preámbulos, quiero
llamar un taxi. Laurie estiró la mano solícito detrás del asiento,
el aparato estaba sobre un arca, pero cuando tomó el auricular,
no se escuchó la señal del zumbido. Laurie sólo se encogió de
hombros, pero Anton se dio cuenta, se detuvo y separó los brazos
de la muchacha que lo miró extrañada y se tambaleó de modo
alarmante como un débil arbusto en el viento. Es tarde, dijo mi
marido, me temo que debemos irnos ya. Los hermanos, para mi
sorpresa, no pusieron ningún reparo, tan sólo intercambiamos
algunas palabras amables de cortesía, gracias por la agradable
velada, etcétera, y luego el taciturno Laurie nos acompañó esca-
lera abajo hasta la puerta de entrada, y Vivian se quedó arriba en el

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descansillo, doblada sobre la barandilla y soltando breves gorjeos


de pájaro que podían significar muchas cosas o también nada.
Había una parada de taxis cerca, pero Anton quería
caminar un trecho. Primero estuvo callado y como agotado
y luego empezó de pronto a hablar animadamente. Dijo estar
seguro de haber visto a los hermanos en alguna parte y no hacía
mucho, probablemente en Kitzbühel en la primavera, un nombre
naturalmente difícil de recordar para extranjeros, por eso no era 83
de extrañarse que Vivian no lo hubiese recordado. Que ahora
incluso recordó algo muy preciso mientras bailaba: una carretera
en una montaña, unas miradas de coche a coche, en uno había
estado él al volante, solo, y en el otro, un deportivo rojo, los dos
hermanos, la muchacha manejando, y tras una breve congestión
del tránsito, durante la cual los coches iban lado a lado, ella lo
pasó y siguió disparada a una velocidad que ya era imprudente.
Que si me parecía bonita, preguntó Anton, y alguien especial,
y yo dije, bonita sí y alguien especial también, pero también un
poco inquietante, y le recordé el olor a moho de la casa y el polvo
y el teléfono cortado. Anton no había notado nada de todo eso ni
quería saberlo ahora, pero ni él ni yo teníamos ganas de discutir,
sino más bien un gran cansancio, por lo cual dejamos de hablar
durante un rato y fuimos pacíficamente al hotel y nos acostamos.
Para la mañana siguiente habíamos planeado ir a la Tate
Galerie, poseíamos ya un catálogo de esta famosa colección de
cuadros, y durante el desayuno lo estuvimos hojeando, y esco-
gimos los cuadros que pensábamos ver y cuáles no. Pero inme-
diatamente después del desayuno, mi marido echó de menos la
cigarrera, y cuando le dije que la había visto de último sobre la
mesa de los hermanos ingleses, propuso que fuéramos a buscarla
antes de ir al museo. Pensé en seguida que la había dejado con
intención, pero no dije nada. Buscamos la calle en el plano de la
ciudad, y luego fuimos con el autobús hasta una plaza que que-
daba cerca. Ya no llovía, y una niebla sutil, de color dorado claro,
de comienzos de otoño, cubría las amplias praderas, y grandes
edificios con columnas y frontispicios aparecían y desaparecían
misteriosamente en la agitada neblina.
colección los ríos profundos

Anton estaba de muy buen humor y yo también. Yo había


olvidado todas las perturbaciones de la noche anterior y estaba
curiosa por saber cómo lucirían y se comportarían nuestros
nuevos conocidos de día. Sin dificultad encontramos la calle y
también la casa, y sólo nos sorprendió que todas las persianas
estaban cerradas, como si adentro estuvieran todavía dur-
miendo o los moradores hubieran salido a un largo viaje. Como
84 a mi primer tímido timbrazo nada se movió, tocamos con más
energía, finalmente de forma casi maleducada, largamente y
fuerte. Había un anticuado picaporte de latón en la puerta, que
también utilizamos al final, sin que se llegaran a oír adentro
pasos ni voces. Por fin nos fuimos, pero sólo nos alejamos unas
pocas casas calle abajo, cuando Anton detuvo sus pasos. Que no
era por la cigarrera, dijo, sino que pudo haberles sucedido algo
a los jóvenes, una intoxicación con gas, por ejemplo, que aquí
había chimeneas de gas en todas partes, y que había visto una en
la sala. No quería suponer que se habían ido de viaje, y pensaba
que de todas formas habría que llamar a la policía, y que no tenía
ahora la suficiente tranquilidad como para contemplar cuadros
en el museo. Entretanto, la niebla había descendido y un bello
cielo azul de finales de otoño relucía sobre la calle poco transi-
tada y sobre la casa No. 97, que, cuando volvimos, seguía tan
silenciosa y muerta como antes.
Los vecinos, sugerí, hay que preguntar a los vecinos, y ya
se abría una ventana en la casa que quedaba a la derecha, y una
mujer gorda sacudía su escoba por encima de las bellas áster oto-
ñales del jardincito delante de la casa. La llamamos e intentamos
hacernos entender. No sabíamos el apellido, sólo Vivian y Laurie,
pero la mujer pareció saber de inmediato de quién se trataba.
Retiró la escoba, recostó sus grandes pechos dentro de la blusa
floreada sobre el alféizar y nos miró asustada. Estuvimos aquí en
la casa, dijo Anton, recién ayer, dejamos olvidado una cosa y la
queríamos recoger ahora, a lo cual la mujer puso cara de descon-
fianza. Que eso era imposible, dijo con su voz chillona, que sólo
ella poseía la llave y que la casa estaba vacía. ¿Desde cuándo?,
pregunté impulsivamente, y ya iba a creer que nos habíamos equi-

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Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

vocado de número de casa, aunque en el jardincito se veía, ahora


a pleno sol, el gato de piedra.
Desde hace tres meses, dijo la mujer con tono decidido,
desde que los jóvenes señores murieron. ¿Murieron?, pregun-
tamos, y empezamos a hablar entrecruzadamente, es ridículo,
fuimos juntos al teatro anoche, tomamos el té en su casa y oímos
música y bailamos.
Un momento, dijo la mujer gorda y cerró la ventana, y ya 85
yo creía que iba a llamar por teléfono para que nos llevaran al
manicomio o a la policía, pero salió a la calle con cara de curio-
sidad, trayendo un gran manojo de llaves en la mano. No estoy
loca, dijo, yo sé lo que digo, los jóvenes señores están muertos y
enterrados, salieron al extranjero con el carro y se desnucaron,
en alguna parte en las montañas, por su estúpida velocidad al
conducir.
¿En Kitzbühel?, preguntó mi esposo espantado, y la mujer
dijo que así podía llamarse el lugar, o de otra manera, que ella
nunca podía entender esos nombres extranjeros. Entretanto
ella se había adelantado a nosotros, había subido la escalera y
abrió la puerta; que viniéramos a ver que ella decía la verdad y
que la casa estaba vacía. Que si queríamos, podíamos entrar en
los cuartos, pero que la luz no la podía encender porque había
sacado los bombillos para sí, que el señor administrador no había
tenido inconveniente.
Seguimos a la mujer, olía a cerrado y a moho, y agarré a
mi marido por la mano en la escalera y dije, simplemente era en
otra calle distinta, o hemos soñado todo, que se daba el caso de
que dos personas tuvieran el mismo sueño, y quería que nos fué-
ramos.
Sí, dijo Anton muy aliviado, tienes razón, qué tenemos que
hacer aquí; se detuvo y metió la mano en el bolsillo para sacar
algo que darle a la vecina por su atención. Pero esta ya había
entrado en una habitación de arriba y tuvimos que correr detrás
de ella y entrar también en la habitación, a pesar de que ya no
teníamos ningunas ganas y estábamos convencidos de que todo
había sido una equivocación o una fantasía. Vengan sin pena,
colección los ríos profundos

dijo la mujer, y empezó a subir una persiana, sólo un pedacito,


sólo hasta tanto se pudieran reconocer los muebles claramente,
en especial una mesa redonda con sillones alrededor con una fina
capa de polvo, mesa en que había un sólo objeto que se iluminó al
caerle un rayo de sol, una cigarrera plana y de oro.

86

s Fantasmas, Marie Luise Kaschnitz


Günter Kunert
(Berlín, 1929)

Igual que muchos otros escritores de la ex República Demo-


crática Alemana, también Kunert se servía de la forma lírica, por
ser algo así como un código secreto, una comunicación clandes-
tina por medio de la cual se podía decir dialécticamente y exage-
rado irónicamente lo que no se debía decir. Este joven escritor 87
muy apreciado por B. Brecht y Johannes Becher se lamentaba,
por ejemplo, en su balada “Como me convertí en un pez”, así:

Porque volver a ser humano,


después de que por mucho tiempo no se lo ha sido,
es difícil para nosotros en la Tierra,
porque fácilmente se olvida cómo es ser humano.

Naturalmente se buscó con ello y con sus dos películas de


televisión de inmediato la crítica gubernamental que afirmó
que sus obras “estaban impregnadas de un profundo escep-
ticismo ajeno a la concepción socialista frente al hombre”. En
otra ocasión contestó una pregunta acerca de su opinión sobre
los grandes éxitos de la revolución tecnológica diciendo que él
consideraría como la más grande revolución tecnológica la des-
trucción de las masas, y continuó diciendo: “Yo creo que sólo
una gran ingenuidad puede equiparar la técnica con el progreso
social–humanitario.” Su credo: “Feliz quien al final se queda
con las manos vacías, pues existir con rectitud e incólume lo es
todo. No hay otra cosa qué obtener”.
Como semijudío se le consideró “indigno de pertenecer al
ejército” bajo el régimen nazi, y trabajó durante la guerra en una
fábrica.
Nació el 6 de marzo de 1929 en Berlín. Estudió desde 1945
en el Instituto Superior para Artes Aplicadas en Berlín, y más
tarde ilustró muchos de sus propios escritos. Dotado multifacé-
ticamente, es uno de los autores más ocurrentes y más exigentes
intelectualmente de la posguerra.
colección los ríos profundos

Escribió poemas, prosa corta, notas de viajes, crítica lite-


raria y una novela: En nombre de los sombreros. Gusta usar lo
paradójico, muchas veces unido a una ironía amable o ácida,
sobre todo contra la hipocresía; convierte lo absurdo en coti-
diano dándole con ello sentido, como por ejemplo en nuestro
corto cuento “Entrega a domicilio sin costo adicional.”
Dos veces logra viajar a los Estados Unidos, pues fue soli-
88 citado en calidad de profesor invitado a ese país. En 1979 sale,
después de haber sido excluido del partido SED, a la República
Federal Alemana. Su humor, muchas veces grotesco, se expresa
acertadamente en un autorretrato, en realidad un artículo pós-
tumo en vida: “Como sea que le haya tocado en suerte, no le
sucedió sentado en el escritorio, este bloque al cual lo habían
soldado los tormentos de su ser. Allí estaba sentado día y noche,
sin mover más que la mano que escribía, hijo del pueblo, y gas-
taba oxígeno, papel, tinta, cinta, tiempo y a sí mismo. No había
espejo frente a su sitio de trabajo, pues entonces hubiera tenido
que estarse viendo el propio rostro envejeciendo al levantar la
vista, y hubiera tenido que plantearse ciertas preguntas que a
nadie le gusta hacer, porque tanto la pregunta como la respuesta
hubieran destruido, como quien dice, la ficción de su existencia
y de su metier; sólo en forma póstuma se le puede perdonar que
se creyese estar dentro de un cuento de hadas en vez de la rea-
lidad.”

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Literatur der


Sechziger Jahre, K. Wagenbach, Berlín, 1969.
Entrega a domicilio sin costo adicional 89

En las calles: ningún cambio perceptible. Quizás circulaban


más camiones que de costumbre por la ciudad. Pero ésto les lla-
maría la atención, cuando más, a fiscales de tránsito perfectos.
Lo que no llamó la atención en absoluto, por lo menos al prin-
cipio, fue que, después del cotidiano anochecer, como también en
la penumbra de solitarios amaneceres, estos camiones que hasta
entonces habían recorrido las calles aparentemente sin rumbo,
se detenían de repente delante de una que otra casa para dejar
salir algo en forma de cajón, algo como una caja, algo cúbico, de
madera, después de lo cual el conductor y sus ayudantes desapa-
recían a toda prisa por el portón.
A veces descargaban hasta más de diez piezas en un bloque
de viviendas, de modo que los transeúntes tardíos o tempraneros
se extrañaban de lo que podían estar llevando ahí, a qué parte y
para qué. Uno de los que una mañana observaban asombrados
semejante suceso era Friedrich W. Schmall. Regresaba a su casa
del servicio nocturno y vio de inmediato el camión, del cual
sacaban cajas alargadas a las que metían en su casa.
En las escaleras intentó obtener alguna información de
los portadores acerca de sus cargas, pero estos sólo le echaron,
jadeantes, su aliento en la cara y profirieron incomprensibles
voces de fatiga.
En el primer piso, el que se encontraba debajo del suyo,
Schmall notó una puerta de entrada abierta, detrás de la cual
se amontonaban ya muchas de esas cajas, al pasar, tuvo además
colección los ríos profundos

una vaga impresión del rostro del dueño del apartamento, que
parecía un gran globo pálido y empapado de sudor, provisto de
dos botones negros: pupilas rígidas de terror.

En pleno día, cuando Schmall bajó por pan, la portera se


90 plantó delante de él en la escalera, cerrándole el paso. Mientras
se secaba en el delantal las manos que chorreaban, preguntó en
voz baja si ya sabía. Schmall no sabía nada. De su boca, que la
mujer casi pegó atemorizada a su oído, salió en un susurro:
“El señor Helmbrecht recibió cadáveres. ¡Doce unidades!”.
Con esto quedaba confirmada de golpe la increíble apa-
riencia que las cosas habían sufrido. Pero por qué y para qué el
señor Helmbrecht se hacía enviar gente muerta, cuidadosamente
empaquetada, a la casa, eso no lo podía comprender Schmall.
También esto se lo explicó la portera:
“No, no; no se los hace enviar. Tenía que aceptarlos. Son los
que él mismo ha matado. ¡Yo lo sé!”.
Apresuradamente se volvió a arrodillar, la cabeza inclinada
sobre el mugriento trapo de limpiar, inaccesible ya a toda con-
versación, sorda para Schmall, quien, después de hacer varias
preguntas que no tuvieran eco, se encogió de hombros y siguió
bajando, impulsado por el hambre.

En la panadería le atendió la mujer del panadero; su cuerpo


rollizo, que él de ordinario observaba con avidez, parecía hoy
laxo y enfermo. Los ojos, antes vivaces, ahora enrojecidos y
llorosos, volvieron a brillar acuosos cuando le informó en res-
puesta a su imprudente pregunta que su marido había sufrido
por la noche un grave ataque, un infarto al corazón, y titubeando
señaló como causante a una anciana:

s Entrega a domicilio sin costo adicional, Günter Kunert


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

“Mi marido la arrolló con el carro. De eso hace años...


¡años! Lo absolvieron porque la calle había estado resbalosa por
la lluvia. Y ahora nos traen el cadáver.”
Su voz se elevó a estridencias antes desconocidas.
“Porque los cementerios están repletos. Y por ser respon-
sable del deceso de la rentista Elsa Niedermaier, responsabilidad
con la que debe cargar tanto más después de su muerte, según
fue dispuesto por parte del oficial. Aquí está la tarjeta de expedi- 91
ción”. Y agitó sollozando un papel.
Friedrich W. Sachmall miró apenado los labios hinchados y
resquebrajados de todos los pancitos, que no querían soplarle nin-
guna palabra de consuelo, de simpatía. Más aun: en el fondo de
su corazón (allá donde es más profundo) se regodeaba una rebo-
sante satisfacción: ¡merecido se lo tenía el panadero! Schmall casi
hubiera reído. En su garganta se enunciaba un cloqueo saltarín:
bien merecido se lo tiene, ese usurero de los alimentos.
Rápidamente salió de la panadería. Regresó con paso alado.
Al cruzar hacia su calle, vio llegar zumbando un camión cava
barnizado de azul celeste.
Schmall se detuvo y el camión pasó muy cerca de él. En la
penumbra de la cabina del conductor distinguió sólo pocos deta-
lles, mejillas apopléjicas, brillo no-natural en los ojos, un cabo
de tabaco encendido dentro de una comisura alegremente abom-
bada; sombras en movimiento que pasaron y desaparecieron.

Delante de la casa vecina se había reunido gente, con las cabezas


dobladas en la nuca, interesada en cierta ventana. Schmall se enteró
de que habían llevado cuarenta cajas allí arriba... Alguien dijo:
“¡Su apartamento debe de estar repleto!”.
Otro:
“Ya no hay más espacio allá arriba. El primer secretario de
correos ya está sentado en el excusado”. Un hombre mayor mur-
muró en voz tan baja que ninguno de los circundantes pudo oírlo,
excepto Schmall:
colección los ríos profundos

“En eso seguramente no pensó cuando los fusiló. Con sus


propias manos, por cierto. Estaban hartos de la guerra, pero no
así el primer secretario de correos. Claro, en esa época él no era
todavía...”
Schmall preguntó en voz baja:
“¿Qué hará ahora?” El otro se encogió de hombros con
levedad de mariposa y dijo en volumen normal:
92 “No se sabe exactamente qué es lo que hacen los destina-
tarios. Detuvieron a un hombre ayer cuando zampaba pedazos
de cadáver en un pipote de basura. Se trataba de pedazos de su
mujer; se había casado con ella por una casa”.
“¿Él la asesinó?”.
“No del modo como usted está pensando...” El señor mayor
saludó cortésmente y se fue. La gente se dispersó, puesto que
no sucedía nada. Schmall entró en su casa, cavilando acerca de
cómo establecerían los suministradores la responsabilidad de los
consignatarios. ¿Y a cuántos tendría que ascender la porción de
culpabilidad para que le correspondiera un cadáver?
Operaba aquí un tipo de justicia niveladora desconocida
hasta ahora que deprimía a Schmall. ¿Y si se cometían errores,
lo que era muy posible, pues la justicia siempre conlleva equi-
vocaciones, y se le asustaba mortalmente a un inocente envián-
dole por error una carga? ¿Quién recibiría entonces la envoltura
carnal de este?
Descontento, Schmall devoró sus sandwiches, buscó
librarse lo más pronto posible de sus incómodos pensamientos
y huir a casa de su novia, cuya dulce cara le parecía hoy más
deseable que nunca.

En el camino compró flores para ella. Cuando llegó a la calle


donde vivía, quedaba en el poniente un resto de suave luz violeta
sobre las siluetas de los techos. La calle misma se encontraba ya en
tinieblas devoradoras. Con rápidos pasos, Schmall llegó al edificio,
delante del cual estaba estacionando un camión de distribución:

s Entrega a domicilio sin costo adicional, Günter Kunert


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

catafalco de latón último modelo, refulgía amenazador bajo la


mortecina luz de pocos faroles.
Friedrich W. ya había subido media escalera cuando per-
cibió más arriba la fatigosa respiración de los cargadores, además
de un olor mezcla de moho, desinfectantes y un ingrediente que
le produjo una gran desazón. Por eso quiso pasar lo antes posible
a los que ascendían pesadamente, pero estos le cerraban hábil-
mente el paso hacia arriba, de modo que Schmall tuvo que subir 93
detrás de ellos, detrás de una caja bastante pequeña, escalón por
escalón.
Por fin llegaron al piso en el que vivía su novia, Felicia
Wirwark. Antes de que Friedrich W. pudiera abrirse paso hacia
la puerta de entrada para tocar el timbre de la señorita Wirwark,
uno de los hombres se le había adelantado.
Friedrich W. Schmall se asustó. Una sensación repugnante
lo asaltó e invadió todo su cuerpo como una repentina parálisis.
Cuidadosamente se echó para atrás. Tanteó con el pie buscando
escalones. Dos, tres pasos. Dos, tres escalones.
Sin ser notado por Felicia, vio al abrirse la puerta su cara que
se demudó cuando ella se dio cuenta de lo que le traían. Sus ojos
y fosas nasales así como su boca abierta eran profundas sombras
y muy parecidas a las duras máscaras vivientes de viejísimas pelí-
culas mudas. Friedrich W. guardó en su mente esa imagen recor-
tada de la realidad mientras bajaba, sin ser notado, la escalera.

Esta imagen: en pocos días destruida por la nostalgia. Así


que Schmall corrió del servicio nocturno a casa de Felicia, quien lo
recibió como si no hubiera pasado nada; alegre como siempre, lo
abrazó con cariño y colocó su sombrero suavemente en el perchero
de espejo. Cuando se volvió de nuevo hacia él, quedó perpleja y
lo contempló detenidamente. Preocupada de que pudiera estar
enfermo, lo condujo a la sala de estar y ofreció hacer té de inme-
diato. Pero Schmall sólo miró buscando alrededor y preguntó
ronco:
colección los ríos profundos

“¿Dónde lo tienes?”.
“¿Dónde qué?”. Ella levantó la ceja derecha. Friedrich W.
sujetó a Felicia para que no pudiera salir del cuarto.
“La urna. ¡La pequeña urna que vino antes de ayer!”.
Felicia, teñida de rojo oscuro por una ola de sangre:
“¿No te da vergüenza?”, y no lo miró.
Schmall dijo a la mujer que intentaba escaparse de sus manos:
94 “Bien, tuviste un niño. No te lo reprocho. Pero ¿por
qué no me dijiste nada? Sólo quiero ayudarte. Debes de estar
sufriendo...”. Felicia se deshizo de él de un empujón y exclamó
desconcertada:
“No vamos a hacer una novela”. Y cuando Friedrich W.
insistentemente preguntó de nuevo por el niño, ella levantó alta-
nera la cabeza:
“Lo incineré en la calefacción... si es que tienes que saberlo
a toda costa”. Se encogió de hombros.
“Hace tanto tiempo de eso. ¿Acaso voy a convertir mi apar-
tamento en un mausoleo? Si te tengo a ti...”. Ella se le acercó,
quería apretujarse contra él, pero Schmall la apartó.
Ella lo observó de abajo para arriba con un brillo indefi-
nible en el iris y fue en seguida a la cocina a hacer té. Mientras
manipulaba la vajilla con estrépito y desenvoltura, Friedrich W.
escapó silenciosamente de la habitación. Él, el único inocente
entre tantos culpables.

Un día después, le llamó la atención una camioneta verde


oscuro delante de la puerta de su edificio que no llevaba letrero.
Sin fijarse en el vehículo, entró en su casa y fue subiendo la esca-
lera, halándose por la baranda de cansado que estaba. Murmu-
llos malhumorados salieron a su encuentro cuando dobló por el
descansillo de la escalera que conducía a su apartamento.
Delante de la puerta que llevaba su nombre en un pequeño
rótulo los cargadores estaban esperando con una caja esbelta
puesta entre ellos.

s Entrega a domicilio sin costo adicional, Günter Kunert


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Había oído pasos y le mostraron ahora sus caras, desde


cuyo hieratismo lo miraban fijamente los ojos inmóviles. Siguió
subiendo sin parar, al encuentro de estas miradas cerradas como
puños. Haciéndose el indiferente, levantaba los pies, con la firme
intención de pasar por delante de la puerta de su vivienda. Se
esforzó por parecer un visitante casual, como él se lo imaginaba.
Pero parece que no convenció su papel de extraño, pues cuando
ya casi había pasado la puerta, el conductor lo detuvo con la pre- 95
gunta de si sabía dónde se encontraba Friedrich W. Schmall.
Escuchar su propio nombre en semejante conexión tras-
tornó a Friedrich. ¡Pero si él estaba convencido de ser inocente!
Aquí y ahora estaba sucediendo, pues, el error temido por él.
¡Por amor de Dios! ¿Qué iba a hacer él con un cadáver des-
conocido en su vivienda? Así, comenzó por generar una con-
vincente negación con la cabeza, cuando uno de los cargadores
levantó la tapa de la cabecera de la caja y, al inclinarse Schmall,
repentinamente curioso, reconoció debajo de sí, enclavada, a
Felicia Wirwark.
Después de una pequeña eternidad, se volvió a enderezar,
sacó la llave y abrió la puerta de su vivienda, desapareciendo poco
a poco detrás de ella. Silenciosamente, los cargadores levantaron
la caja y siguieron a Schmall. El conductor desenrolló la lista y
tachó un nombre, asintiendo lleno de satisfacción con la cabeza.
Ina Seidel
(Halle, 1885 – Ebenhausen, 1974)

Esta escritora proviene de una familia dotada para la lite-


ratura. Su tío y a la vez suegro, fue Heinrich Seidel, autor de un
libro que fue muy conocido en Alemania, titulado Leberecht
Hühnchen. Ella llegó a ser la más famosa de la familia, aunque
algunos prefieren a su marido y primo Heinrich Wolfgang 97
Seidel. Se crió en Brunswig, después del suicidio de su padre, en
Munich y sus alrededores. Más tarde vivió con su marido por un
tiempo en Berlín.
Lo que Seidel admira tanto en la escritora Ricarda Huch,
veinte años mayor que ella, vale también cum grano salis (como
un grano de sal) para ella misma: “La llama en peligro del verda-
dero humanismo, Ricarda Huch la llevó para nosotros con manos
solícitas a través de los estériles decenios” (del discurso con motivo
de los 100 años del nacimiento de Ricarda Huch en 1964).
Como protesta contra la politización nacionalsocialista de
la cultura y la iglesia, su marido, sacerdote en Berlín, se jubiló
en 1943 prematuramente, y Gottfried Benn, que también se
desencantó, le escribió a ella en la misma época: “Vivo con los
labios completamente apretados, por fuera y por dentro.” Ina
Seidel también recorre el “camino hacia adentro”, igual que los
prerrománticos Novalis, Brentano, etc., venerados por ella.
En su cuento “Nuestro amigo peregrino” se mezcla la figura de
Novalis con la de su amado hermano muerto.
Aunque, por influencia de algunos románticos, encuentra
consuelo en una mística de la naturaleza, sobre todo en sus
poemas líricos, su mundo no es en absoluto un mundo feliz, como
creyeron algunos, que vieron en su novela El niño deseado (Das
Wunschkind) el enaltecimiento de la mujer como madre heroína.
Esta obra, que la hizo famosa, se publicó en 1930, y ya había
comenzado a escribirse antes de la primera Guerra Mundial,
pero no fue terminada, según expresa, “porque aún no me sentía
madura para el tema. Para representarlo, necesité un tiempo de
más o menos diez años en que cayeron dos guerras”. Encontró
colección los ríos profundos

esta situación en el tiempo comprendido entre la Revolución


Francesa y las Guerras de Liberación, época en que se desarrolla
también El Laberinto (1922), la historia del genial viajero mun-
dial Georg Forster, quien murió en las convulsiones de la revo-
lución en París, Ina Seidel no sospechaba entonces que le tocaría
vivir una época parecida. Para ella, la mujer maternal, que si bien
quería dar la vida y conservarla, se convirtió al mismo tiempo en
98 la sacrificada. El sentido del sacrificio lo vio en la esperanza de
que quizás, algún día, las lágrimas de las mujeres serán suficien-
temente fuertes como para, igual a un torrente, apagar el fuego de
la guerra”.
Después de la II Guerra Mundial, en el presente cuento, se
pregunta si la eterna belleza de la música de Bach podrá hacer
callar el dolor y los lamentos de los hombres.

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Erzähler der


Gegenwart, Reclam, 1959.
Alguien adquirió un receptor 99

Me lo crea o no, eso es lo de menos. Tengo que desahogarme


alguna vez, y sólo puedo contarlo como sucedió, y fue así:
Cuando por fin me dieron el empleo y tuve ante mí la pers-
pectiva de una seguridad económica, como suele decirse cuando
ya no se corre más el peligro de morir de hambre, fui y saqué
el resto de mis ahorros del banco. Y luego me compré un apa-
rato de radio. Gato, perro, loro, algo necesita el hombre en su
soledad, aunque sólo sea un canario. Una vez leí que unos pre-
sidiarios habían domesticado ratones y hasta arañas, a pesar de
que estos animales no sirven para ser guardianes ni aprenden a
hablar. Un aparato de radio tiene la ventaja de que no hay que
darle de comer; claro que gasta energía eléctrica, y la oficina de
correos cobra impuesto por alguna razón, ella sabrá por qué, yo
no se lo voy a preguntar. Había, pues, asegurado mi existencia
por un tiempo, y ya no soportaba más la soledad. Si usted me
preguntara por qué más bien no me casé, sólo podría responderle
que tanta seguridad económica así tampoco tenía. Además, hay
algunas cosas que no quisiera mencionar. No soy de aquí, usted
lo habrá notado por el dialecto. Sí, soy de Alemania Oriental. He
tenido que dejar atrás muchas cosas... No creo que me vuelva a
casar...
Para ser breve, ya no soportaba más la soledad y corrí donde
el hombre que estuvo un día en mi casa y me dejó su tarjeta; si
yo llegaba a ganar dinero, dijo, tal vez me acordaría de él y me
gustaría saber dónde encontrarlo. Vendía receptores de radio
usados, pequeños y grandes, con uno, dos, tres y cuatro circuitos.
Él los compraba, los reparaba y revendía, así hacía. Era técnico,
colección los ríos profundos

lo decía él mismo, y así mismo decía su tarjeta, eso inspiraba con-


fianza. Yo también le tomé confianza en seguida, a pesar de que
era un poco extraño —¿cómo decirlo?— no parecía un comer-
ciante y sin embargo era convincente, casi como un médico,
diría, o incluso como un sacerdote. “Le propongo”, “le sugiero”,
“le aconsejaría calurosamente por su propio bien”, eran algunas
de las expresiones que usaba, y las decía como si le estuviera pres-
100 cribiendo a uno alguna dieta o plantillas para los zapatos, o ir a
misa con regularidad. No fue en absoluto insistente, pero cuando
se fue, yo estaba convencido de que sólo una radio podía devol-
verme el valor para vivir.
Yo siempre llevaba su tarjeta dentro de mi cartera, y en
cuanto me pagaron el primer sueldo corrí, como ya dije, y saqué
los últimos dos mil de lo que en 1946 yo había pasado por la
frontera, cosido en el forro de la chaqueta. Suena impresionante,
parece mucho, pero aunque hubiera tenido todavía la cantidad
completa, no valía nada, desde un principio había sido tan sólo
una reserva, ni hablar de una base económica. El día siguiente
podía producirse la reforma monetaria ¿y entonces qué? Pero
ahora tenía otra vez un sueldo y no podía hacer nada mejor que
invertir este resto en algo concreto, ¡el sueldo es lo principal! Yo
fui una vez funcionario, sabe... nosotros los del este, allá arriba
a la derecha en el mapa, nosotros teníamos siempre una vida
ordenada, todo bien regulado, desde el primero del mes hasta el
último. Pero basta, no viene al caso.
Tomé, pues, esos centavos, fui allá, se los puse sobre la mesa,
y esa misma tarde ya tuve el receptor en mi habitación. Es una habi-
tación bastante decente, resto de un apartamento abuhardillado,
que fue apagado a tiempo. A partir del tercer piso, la escalera ya
casi no es tal, el acceso no deja de ser peligroso, pero en general es
bastante tranquilo, más o menos como en una torre... la mitad de
la casa se derrumbó. “Refugio a prueba de tormentas”, dijo con
una sonrisita, mientras instalaba todo. “¿Conque a prueba de tor-
mentas?”, dije, “me gustaría que usted pasara aquí una tormenta.
¿Usted se ha encontrado alguna vez sentado en un descanso de
escalera?”. “Pero tendrá buena recepción de onda”, dijo, “está

s Alguien adquirió un receptor, Ina Seidel


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

situado favorablemente. Y sin vecinos que le toquen la pared.”


Luego dijo algo de una antena que dizque era invento suyo, una
antena o algún otro truco técnico que les instalaba gratis, a guisa
de experimento, a algunos clientes. Tenía la impresión, dijo, que
esto mejoraría sensiblemente la recepción. “De eso no entiendo
nada”, dije, “no soy técnico”.
“No”, dijo, “pero un técnico está a su servicio, y quizás
usted me informe ocasionalmente de sus experiencias con el apa- 101
rato. Lo mismo, si algo no funcionara bien... ya usted sabe dónde
encontrarme...”.
Entretanto, el aparato ha empezado a funcionar, y de
repente sale música. Ya yo estaba nervioso, sabe, pero ahora
me quedé realmente sin aliento. Él daba vueltas y vueltas a los
botones: “Leipzig”, dijo, “París, Friburgo, Roma...”.
Retazos de música, palabras, canto. Otra vuelta, se oye un
crujido: Berlín. “¡Alto!”, digo yo, “¡Alto! Quiero oír...”.
Todavía me mostró cómo darle vueltas a los botones y
sintonizar; luego dijo otra vez algo de su truco; y también que
lo prendiese de vez en cuando de noche. “Por ahí por la media-
noche, entre el amanecer y la medianoche, es la hora de mejor
recepción...”.
Recuerdo perfectamente que dijo eso, pero cuando me
volví hacia él, ya no estaba. Bueno, ya había recibido su dinero;
no seguí pensando en él. Alguien hablaba en Berlín, y yo lo oía
como si estuviera parado a mi lado. Sólo era el informe acerca del
tiempo, sabe, pero se trataba del tiempo de por allá arriba... lo
tenía de repente metido dentro de mi cuarto... el mar, las nubes,
el viento. Allá tenemos un viento muy diferente al de aquí. Pero
eso no viene al caso.
No olvidaré nunca esta primera noche con el aparato, se
lo aseguro. Fue más que una fiesta, yo había olvidado que algo
así fuera posible. Como todavía me habían sobrado algunos
marcos, me di el lujo de una botella de vino —mercado negro—.
¡Ahora sí! ¡Caray!, era un nuevo comienzo: tener seguridad
económica, ¡y ahora una radio! Me sentía otra vez a mí mismo,
volvía a tomar contacto con la vida. ¿Cómo no se va a festejar
colección los ríos profundos

algo así? Había también cierto temor, no me gusta hablar de eso.


La música, sabe, siempre me ha puesto un poco triste... bueno,
también pasa lo contrario, naturalmente, pero me decía: si des-
pués de tanto tiempo me quedo solo con la música, con la sola
música, y estoy sobrio y me vuelvo a acordar de todo... ¡eso sí
que no lo soportaría! Es mejor beber algo; porque uno está un
poco “achispado”, quizás usted no conozca esta expresión, pero
102 sabe a qué me refiero: un poco ebrio, entonces también lo triste
se embellece. ¿A usted no le ha pasado eso? Bueno, da igual. Me
tomé, pues, la botella esa noche y oí música. Me tranquilizó que
nadie me viera, pues uno se vuelve un poco raro cuando siempre
está solo. Creo que adquirí la costumbre de hablar en voz alta y
conversar con la gente que no está presente. Así la lengua suelta
muchas cosas —la música es todo el pasado, y uno también se
pone a llorar y a gritar. Pero basta, basta, esto no le concierne a
nadie—, fue esa primera noche... Ha de saber que mi vieja madre
y mi hermana habían quedado solas en la aldea cuando llegaron
los rusos, porque mi madre estaba paralítica y mi hermana no la
abandonaba... Y mi esposa con nuestros pequeños hijos se fue
en pleno invierno de allí, del sitio al cual la habían evacuado de
Königsberg —a pie, con el coche de niños y el morral— no llegó a
ninguna parte —ya hace de eso casi cuatro años...
Yo me encontraba con mi división detrás del río Oder; no
quiero entrar en detalles contándole por dónde fui dando tumbos
después, pero desde que soy otra vez dueño de mi destino,
siempre me he encontrado con gente que partió junto con ella y
sí llegó a alguna parte... ella fue la única que no llegó. Y por eso
es que siempre tengo la sensación de que está todavía en camino
—bueno, dejemos eso. Pero la música es peligrosa, yo que se lo
digo, y sin embargo es lo único —cuando así de repente todo se
arregla otra vez y todo se armoniza en una sola voz—, una sola
voz que lo contiene todo, y entonces todo está bien... Ya se lo he
dicho, uno se vuelve raro, uno no debería ni decir estas cosas. La
gente cree que uno está mal de la cabeza, pero yo sé lo que digo.
Así que oí música y me tomé mi vino. A veces también
hablaba alguien, entonces yo no prestaba atención. A mí ya no

s Alguien adquirió un receptor, Ina Seidel


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

me interesan mucho las noticias; eso le está pasando a mucha


gente, sabe. Tal vez sea un error, pero no lo puedo remediar. Es
como un lugar sordo dentro de la cabeza, ya no le incumbe a uno.
Con tal de existir, uno no necesita saber todas esas cosas, ¿no
es verdad?, ni tampoco todas las demás cosas que le transmiten
a uno: conferencias, arte, literatura, política —todavía no estoy
como para eso—. Leer periódicos tampoco me resultaba fácil,
casi siempre leo sólo los titulares. Y los avisos, sí, eso me interesa 103
siempre, ahí no hablan tonterías, es honesto, y hasta diría que es
provechoso leerlos —es la vida sin mucho palabreo—. Lo mismo
que el informe del tiempo —esos son hechos, no son opiniones,
no son falsedades, y es preferible el mal tiempo a las mentiras, si
no, uno no sabe a qué atenerse—. Así es la cosa.
Bueno, ¿dónde habíamos quedado? Era una linda noche de
junio, estaba sentado junto a mi ventana en mi torre, las golon-
drinas cruzaban veloces de aquí para allá por el cielo. El sol se
quedaba mucho tiempo —se acercaba San Juan— y cuando se
ocultó, ya estaba ahí la luna y nunca llegó a oscurecer por com-
pleto. Y pensé —bueno, esto seguramente tampoco lo conoce
usted—, allá en mi tierra, cuando florecen los primeros tilos, las
noches son completamente blancas, lívidas, fantasmagóricas.
Borracho no estaba, ¡qué voy a estarlo con una botella de vino!,
pero finalmente me recosté en la cama, si no, no hubiera aguan-
tado más. Había estado buscando a ciegas en la radio, porque no
me gustaba el “Cabaret” ni las “Variedades” que prorrumpían
de allí con estrépito, y me topé con música de cámara. Era algo
así como Schubert, un cuarteto —él toda la vida me había impre-
sionado, cuando todavía estaba todo en orden... antes. No sé qué
estación era. Para ser breve, el adagio lo oí hasta el final, durante
la segunda parte debo haberme quedado dormido. Sólo recuerdo
que a lo último sí me sentía muy feliz —así en general.
Lo que voy a contar a continuación me lo puede creer o no...
eso no cambia en nada los hechos. No estaba borracho, creo que
ya lo dije antes. Además, lo que me sucedió, me volvió a pasar
otro día en que no había tomado nada, excepto mi cervecita,
como todas las noches. Además, allá en el este nosotros podemos
colección los ríos profundos

tomar bastante, con otro clima naturalmente, el viento de aquí


no me asienta. Pero esa noche no había viento. Así que me des-
perté, había dormido muy bien y profundamente y en seguida
estuve bien despierto. A pesar de eso, no me di cuenta en seguida
de qué era lo que estaba sucediendo y me di un susto tan grande
que me quedé como paralizado. Alguien hablaba... había alguien
en mi habitación... y otro más, algunas personas conversaban.
104 Entonces me reí: ¡la radio! No me había acostumbrado todavía a
ella y no la había apagado. Sólo ahora abrí bien los ojos, pero me
quedé acostado como estaba, cómodamente boca arriba; crucé
los brazos debajo de la cabeza y miré hacia la ventana. La luna
brillaba tanto que no se veían las estrellas, pero estaba situada
de tal manera que su luz no caía dentro de la habitación. Dicho
de paso, no soy sonámbulo, nunca lo fui. Hay gente que siente
cuando hay luna llena y entonces duerme intranquila. Yo no soy
así. A mí me da por la música, es mi único hobby, de resto soy
una persona completamente corriente, normal, sobria. Digo esto
porque si no, quizás pensará...
Bueno, al comienzo no puse mucho cuidado a lo que
hablaban. Como dije ya, no era por la habladera que había querido
tener la radio, sino bueno... Una vez leí un cuento de un hombre
que siempre había vivido en un desierto africano y luego se resi-
dencia en Europa, donde no puede comprender que sólo hay que
abrir una llave en la pared para que salga agua fresca y cristalina;
así mismo me estaba pasando a mí. Dar vueltas a un botón y sale
música. En eso estaba pensando cuando oí sonar afuera el reloj
del campanario. Daba las dos. Y entonces sí me pregunté: ¿qué
estación será esa que habla a estas horas en las que nadie presta
atención? Si todavía fuera música bailable... eso sucede. Y ahora
pongo atención y me voy sintiendo muy extraño. Era algo así
como un juicio: había voces que acusaban y decían cosas terribles
—cosas terribles. Pude distinguir a hombres, mujeres y niños que
declaraban, sin ser interrogados, declaraban; no pude oír a juez o
abogado alguno; a veces sonaba tan monótono como una letanía,
otras veces eran sólo susurros o estertores, otras veces gritos y
siempre se trataba de horribles martirios que habían sufrido, y

s Alguien adquirió un receptor, Ina Seidel


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

después llegaban otras voces, como un contracoro, que decían lo


mismo en otro tono, y goteaba, chorreaba y siseaba como viento
que pasa por un cañaveral. Y yo estaba sentado en mi cama y me
brotaba el sudor, y me tapaba los oídos; luego me sobrepuse y me
levanté de un salto...
Yo le voy a decir una cosa: quien haya pasado por lo que
nosotros pasamos, ese conoce esas cosas de sobra, como dicen,
“ese tienen para regalar”, ese no necesita correr al cine para ente- 105
rarse y oírlas por radio. Esas cosas nos las tragamos con cada
pedazo de pan, las tenemos metidas en los huesos, se nos sientan
de noche sobre el pecho y nos aprietan la garganta... ¡maldito
si necesitamos semejantes radio-novelas! Y ya estoy en medio
de la habitación para taparle la jeta a esa caja, pero las rodillas
me temblaban y tuve que agarrarme del respaldo de la silla para
no caer. Es que era demasiado natural, señor, demasiado autén-
tico, sin ninguna ilación. Había niños gritando de terror, madres
que consolaban jadeantes y hombres que gemían, y gente, seres
humanos que lloraban, suspiraban, se lamentaban. El que alguna
vez se haya encontrado de noche tendido en un campo de batalla,
sabe a qué me refiero... Algunos tartamudeaban plegarias y
otros maldecían y juraban, algunos se quejaban y balbuceaban
lo último que les daba la voz. Pero luego —yo por fin había lle-
gado hasta allí vacilante, temblando de pies a cabeza, le digo, y
mis manos no sabían dónde agarrar, di con el botón que no era
y en vez de apagar estaba dándole a la manecilla, al selector...
¿cómo es que le dicen?... yo no soy experto en la materia y no
lo sé—; para ser breve, no apago, pero salgo de la sintonía de
la espantosa emisora. ¡Y cómo salgo! Emisora, digo, emisora...
pero ya no se puede hablar, creo, de emisora. Sólo que eso no lo
comprendí en seguida, lo fui captando poco a poco. ¿Qué cosa?,
me pregunta. Bueno, muy sencillo (sencillo... ¡que risa!), aquí no
había otra cosa que —recepción— este aparato no era ni más ni
menos que un embudo, colocado sobre mi oreja terrena, y allí
adentro no sólo caía lo que en cualquier parte se pone en longitud
de onda con habilidad técnica, cosas en realidad sólo de segunda
o tercera mano, si comprende lo que quiero decir, sino...
colección los ríos profundos

No sé si es mucho exigirle. Pero escuche hasta el final, se


lo ruego. Bueno, cuando estas emisoras habían concluido des-
pués de la medianoche, excepto algunas que seguían con su chá-
chara... si uno buscaba, entonces, si buscaba con cuidado... Poco
a poco lo fui averiguando, ni hablar de la primera noche... de
la primera noche, cuando después de aquel espantoso griterío se
hizo el silencio... y atravesando el silencio la voz... una voz que
106 provenía de una infinita lejanía y sin embargo de tan cerca como
si saliera de sí misma —en una lengua que no era el alemán, que
yo no conocía y en la cual no hubiera podido responder, y que sin
embargo entendía, ¡palabra por palabra! Era como el milagro de
Pentecostés, sabe, sólo que al revés: alguien hablaba, sólo uno,
pero estoy seguro de que cualquier persona de cualquier idioma
con sólo poseer este receptor, hubiera entendido igual que yo,
e igual que yo hubiera quedado... ¿Conoce usted la expresión
“como derribado por el rayo?”, como derribado por el rayo...
debo haberlo leído alguna vez, por mí mismo no se me ocurren
cosas tan grandilocuentes. Pero si quiere que se lo describa... así
me sentí... así me fui sintiendo...
¡No hable usted, señor! No le pido que me crea, no le he
venido con mi historia para convencerlo. Es que usted tenía cara
de poder escucharme, ¿no es verdad?, y usted lo ha hecho así hasta
ahora. Usted estará pensando lo suyo, lo veo en su cara, pero por
favor, renuncie a querer discutirme algo de lo que en el fondo ni
usted ni yo entendemos nada. A mí me pasó eso varias veces... la
gente me sale entonces siempre con demostraciones técnicas, de
que eso es imposible. Y algunos me daban a entender... Uno de
ellos hasta habló de una nueva forma de delirium tremens. Eso es
una ofensa grave... ¡Míreme! Apartando mis principios... ¿cómo
hubiera podido darme el lujo de una enfermedad tan costosa?
Otros opinaban que todo lo que he tenido que sufrir había sido
superior a mis fuerzas, que necesariamente tenían que habérseme
estropeado los nervios... eso es igualmente ofensivo. Todavía estoy
en mis cabales y seguiré también en lo futuro arreglándomelas
solo. Alucinaciones —¡Ridículo! ¡Yo no! ¡A mí no! Pero tengo que
dejarlos hablar, ya no tengo nada con qué justificarme.

s Alguien adquirió un receptor, Ina Seidel


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

¿Por qué?, me pregunta usted. Porque ya no tengo el apa-


rato, ¿entiende?, el receptor, no soporté más. Después que pasé
por aquello tres, cuatro noches, no pude más. Una mañana des-
monté el trasto, lo tomé bajo el brazo y antes de ir a la oficina,
corro primero a casa del hombre.
“¡Vamos!, usted aquí de nuevo”, dice él y me mira por
encima de sus lentes. Se estaba desayunando y había en el cuarto
una música maravillosa. “Usted aquí de nuevo...”, tal como si me 107
hubiera estado esperando. “Usted parece estar enterado”, digo
yo y le pongo el trasto al lado de la cafetera. “¡Se lo devuelvo!”.
“¡Oh!”, dice él, mira el trasto, me mira a mí. “¿Algo anda
mal?”. “Usted debe saber lo que le pasa”, digo yo. “Si necesita
conejillos de Indias, ¡yo no! ¡Conmigo no! Eso no estaba en el
contrato, eso me sale demasiado caro. No puedo vivir gastando
más de lo que tengo. No tengo más que la desnuda existencia...”
“Pero hombre, por qué tanto alboroto”, dice él. “No le
cobré más de lo que hoy en día vale el material. Todo lo demás
se lo regalé. Me puede devolver el material, si se empeña, pero el
regalo ya lo recibió —eso no tiene remedio”.
Saca su billetera y me pone la plata en la mesa. “¿Está com-
pleto?”, me pregunta. “No, necesito que me devuelva el recibo;
en lo que respecta al dinero, no tendrá motivo para acordarse de
mí. Y por lo demás… ¿oye eso?”.
Ya había dicho que había una maravillosa música en la
habitación... no sé de cuál de tantos aparatos que estaban por
ahí salía. “¿Sabe qué es eso? Yo lo se lo diré: pieza matutina de
Johann Sebastian Bach, probablemente del año 1729, tocado
en el órgano de la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, digo yo, o
sea, improvisación, ¡nada que pudiera encontrar en una edición
completa! Estoy perfeccionando el invento, señor, estoy en buen
camino, pero rara vez se logra con tal perfección. Hay tantas
interferencias... nadie imagina siquiera las dificultades que se
tienen. Con esas ondas nadie ha experimentado aún... pero des-
pués que uno ha comprendido esto...”
Se había plantado frente a mí y de pronto empezó a hablar
como desde el púlpito: “Cuando se ha comprendido, hombre,
colección los ríos profundos

que nada se pierde en el universo y que cada suspiro y cada grito


y cada palabra que la boca del hombre ha proferido desde hace
milenios, sigue vibrando, cuando se sabe que los pasos que la
humanidad ha dado desde el comienzo, pasando por Gólgota,
hasta hoy, todavía repercuten a través del éter y que toda con-
versación, todo poema, toda plegaria o toda bendición y toda
maldición exhalada alguna vez por las cuerdas vocales humanas,
108 pero también todo sonido musical, toda fanfarria, todo redoble
de tambor —que todo sonido que se ha formado sigue vibrando,
sigue circulando, sólo que nuestro oído es demasiado sordo...
entonces se sabe que la ciencia debería ser capaz hoy día de captar
eso, de hacerlo audible. Y yo estoy en vías de lograrlo... casi he
llegado”.
¿Qué podía responderle, si él me hablaba como técnico y yo
como profano que soy? Bueno, me muestro asombrado, digo esto
y aquello. “¿Cree usted de veras?”, y así. Se da con el puño contra
su frente y dice: “Selectividad —¡la selectividad!— Ese es el pro-
blema”. Y así hablamos para acá y para allá, él no presta atención
a lo que yo digo, y yo no entiendo lo que él dice o sólo muy poco,
y finalmente me fui, no tenía objeto, y además tenía que irme a la
oficina.
¿Usted quiere saber su dirección? Pues esa ya no existe, eso
era lo que le iba a contar ahora para terminar. Lo descubrí por
pura casualidad, cuando tuve que pasar el otro día por la calle
donde él había vivido. Había tenido ahí un alojamiento improvi-
sado, muy parecido al mío. La casa, apenas habitada, amenazaba
con derrumbarse. Yo no pensaba ir a su casa, sólo pasaba y miré
de pronto hacia arriba; el piso alto, donde tenía su negocio, ya
no estaba ahí, se había derrumbado, simple y llanamente había
desaparecido.
Estuve informándome, nadie sabía qué había sido de él,
pero el trabajo de limpieza no había terminado aún. Dicen que
hubo una explosión, pero en cuanto a la causa, había diversas
opiniones. Como he dicho, de él nada encontraron, y de resto no
hubo vidas que lamentar. Se supone que trabajaba con dinamita,
esas son tonterías. Yo tengo mi propia opinión, pero nadie me

s Alguien adquirió un receptor, Ina Seidel


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

puede exigir que yo haga el ridículo en la policía con mi explica-


ción. A usted se lo puedo decir:
Cuando hablábamos ese día sin ton ni son para acá y para
allá, él también dijo que su trabajo no estaba exento de peligro,
que él trabajaba con poderes inexplorados, pero que estaba dis-
puesto a cualquier sacrificio. Así dijo, poco antes de que yo me
cansara de todo aquello. “Déjeme tranquilo,” le había dicho al
fin, “yo no quiero meterme en eso, no quiero más que mi vida, 109
mi vida asegurada, no quiero trascendencias, eso lo vuelve
loco a uno”. Dice él: “¡Hombre, pero si de una cosa se pasa a
la otra, límites no hay allí, los límites sólo están en la cabeza de
algunos!”.
No se lo tome a mal, estaba feliz de no estar metido en su
pellejo, y de poder cerrar la puerta desde afuera. Pero la historia
me persigue. Tenía razón él: el regalo me quedó. No me lo puedo
quitar de encima.
Hubert Fichte
(Perleberg, 1935 – Hamburgo, 1986)

Hijo ilegítimo, semijudío, niño protestante en un orfanato


católico, finalmente homo y bisexual, fue siempre excluido de los
círculos de los “normales”. Justamente por sentirse como extraño,
viajó por todo el mundo, siempre observando y evaluando desde el
punto de vista psicológico todas las capas sociales, especialmente a 111
las marginales. Realizó numerosas actividades, tratando de sobre-
vivir, ya como agricultor en Suecia, ya como pastor en Provence,
reportero en África, América del Norte y del Sur, becario de la Villa
Massimo en Roma o en el submundo de Sankt Pauli, Hamburgo.
“¿No sería posible otro tipo de experiencias?”, se pregunta.
“No, Touropa, Spartakus Guide, toda la popularización de las
vivencias en revistas, la preparación de trofeos de experiencias,
sino esperar en el medio de un mundo y sus sucesos a que lo extraño
llegue a uno y se le dé a conocer.” Sus expediciones dentro de las
zonas oscuras del alma muestran los vicios y anhelos de los hom-
bres, los problemas del comportamiento humano, tanto desde
el punto de vista etnológico como del sociopatológico o incluso
mistagógico, como por ejemplo en El Orfanato (1965), por el cual
le dieron el Premio Hermann Hesse, o en su muy autobiográfico
Estudio sobre la pubertad (1974). En este último ya elabora expe-
riencias de las culturas mixtas del Caribe para su “Etno–Poesía”,
que más tarde forma el fundamento para Xargo (1976) y Perejil.
Muy impresionantes son las partes dejadas en blanco entre
sus oraciones lapidarias y observaciones descritas con exac-
titud, que confieren a su prosa gran fuerza expresiva.
Su compendio de novelas de cinco tomos, Historia de la
sensibilidad, no fue concluido.

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Literatur der


Sechziger Jahre, K. Wagenbach, Berlín, 1969.
Anécdota doble 113

Se puede renunciar a toda reacción violenta, como aquél


que les grita a ambos:
—¿No recibieron mi carta?
O como aquél otro que, parado en la puerta, ordena:
—¡Usted, vístase, y tú, avergüénzate!
Hay otras posibilidades más de reaccionar. Existen reac-
ciones historizantes, condicionadas puramente por el medio
ambiente e intemporales, por ejemplo el desafío a luchar a puñe-
tazos. En la esgrima sucedería lo contrario. Si nos referimos a un
marinero que abandona un barco con la pistola en el bolsillo, casi
no hemos dicho nada concreto para determinar la época, y tam-
bién desde el punto de vista de la crítica social, apenas si osamos
salir de lo vago. Puede tratarse de un capitán o de un Moisés.
Diferente sería el efecto de una noticia: chofer de un camión
que se dirige, cargado de hormigón, hacia una construcción. El
estatus salarial, fecha, si es preciso la nacionalidad, están deter-
minados.
Lo detiene una patrulla policial; le piden, a pesar de que
uno de los policías lo llama Emilio, los documentos del vehículo.
Están dentro de la guantera izquierda. La licencia para manejar
se le quedó olvidada en la casa.
—Devuélvete, búscala. Hoy hay muchos policías en la calle.
Tú sabes, el desvío. Podrías toparte aún con otras patrullas. Él va
y lo hace.
El hecho ante el cual aquí se reacciona con dos respuestas
diferentes y diferentemente predeterminadas, permanece inva-
riable en lo esencial.
colección los ríos profundos

Uno llega en bicicleta, el otro en el coupé deportivo. La


mujer de quien uno de ellos se ha despedido para el viaje por mar
o para el transporte de hormigón, la esparrancada, puede con-
siderarse intercambiable, lo mismo que el resto de la acción, el
grand écart, la horquilla, the fork en inglés.
El barco del marino sólo abandona Liverpool un día más
tarde de lo previsto. Encuentra a su mujer de espaldas, al ciclista
114 de barriga arriba.
El camionero sabe que un deportivo blanco no puede esta-
cionarse en su calle, delante de su casa, para ninguna otra cosa.
El marinero saca el revólver.
El camionero saca la licencia de conducir del bolsillo de su
chaqueta de cuero que está dentro del escaparate de la puerta de
su dormitorio.
El marinero plantea la siguiente alternativa:
—Sigan, sin interrumpir, sigan... ¡o disparo!
El camionero acomoda el despósito de hormigón por encima
del deportivo abierto (estamos en marzo), aprieta el mecanismo
de descarga y llena el carro ajeno hasta el tope.

s Anécdota doble, Hubert Fichte


Heinrich Böll
(Colonia, 1917 – 1985)

Se convirtió en el más conocido escritor de la posguerra.


Tuvo que trabajar como ebanista para costearse los estudios,
al mismo tiempo que estudiaba germanística. En el año 39 fue
a la guerra siendo enemigo acérrimo de los nazis. Fue herido
tres veces y apresado por los norteamericanos, “un destino 115
horrible el ser soldado y además tener que desear que la guerra
se pierda”, según sus palabras. Desde el año 1947 pudo dedi-
carse solamente a escribir. Se ha afirmado que Böll escribía para
expresar su descontento hacia cuatro cosas: sus conciudadanos
de Colonia, sus compatriotas alemanes, la pequeña burguesía a
la que pertenecía y sus correligionarios católicos.
Prototipo de una literatura alemana “de ruinas”, la de la
posguerra, es el portavoz más popular, y al mismo tiempo más
original de toda una generación de intelectuales desconfiados que
rechazó cualquier ideología. Al catolicismo le reclama su tole-
rancia solidaria que santificó el régimen nazi. (Como lo reclamó
también el igualmente católico Rolf Hochhuth); a la Alemania
del Milagro Alemán le recrimina que sus directivos estaban infil-
trados por los jefes y estrategas nazis, camuflados como altos
jerarcas del status, asociados como víctimas a comités para con-
ciliar antagonismos raciales, previendo ya desde ese entonces el
recrudecimiento racista que contemplamos hoy.
Escribió más de cincuenta obras, muchas de las cuales
están traducidas al castellano: El tren llegó puntual (1955); Y no
dijo una sola palabra (1956); traducidas por la editorial Kraft;
Acto de servicio, El pan de los primeros años, Casa sin amo,
Billar a las nueve y media (entre 1963 y 1970) editados por la edi-
torial Seix Barral; y Retrato de un grupo con dama (1971).
En el año 1972 le fue conferido el Premio Nobel de Lite-
ratura “por una labor de escritor que, por su amplia visión de
la contemporaneidad y su arte de exposición, compenetrado de
gran sensibilidad, ha ejercido una influencia renovadora en la
literatura alemana”.
colección los ríos profundos

El Premio Nobel motivó la cólera de los neonazis, los ultra


de la izquierda radical y la mayoría democristiana y católica del
establishment alemán, al ver a su desenmascarador más impla-
cable en primera plana internacional.
Fue presidente del PEN Club desde el año 1971 al 74. Acogió
en su casa al también Premio Nobel de Literatura Aleksandr
Solzhenitsyn. En 1974 protestó por los atropellos a los derechos
116 humanos en la Primavera de Praga y la invasión de Afganistán.
Naturalmente que sus críticas a la Iglesia Católica y tam-
bién a la protestante, en su libro Opiniones de un Payaso, y contra
un Estado, así como por ser pacifista declarado, le acarrearon
muchos enemigos. Las campañas en su contra se acentuaron
cuando el escritor, quizás por su conciencia cristiana, criticó las
condiciones de detención de los terroristas Baader–Meinhof, y en
1979, un comentarista de televisión lo acusó de complicidad inte-
lectual en el asesinato del Presidente de Audiencia G. von Drenk-
mann. Willy Brandt lo defendió, mientras sectores derechistas
siguieron atacando al novelista. En respuesta, Böll publicó uno
de sus libros más famosos, El honor perdido de Katharina Blum,
tema que sirvió también para una película.
Falleció en 1985 dejando una novela llamada Mujeres ante
paisaje con río. Toda su producción constituye una profunda
crítica (desde un humanismo de inspiración cristiana con ciertas
vetas de anarquismo), de la sociedad opulenta y burguesa de la
nueva Alemania que optó demasiado pronto por el olvido de su
inmediato pasado.

El cuento siguiente fue tomado de Erzählungen, Kiepenheuer


& Witsch, 1962.
Tibten 117

Las personas sin sensibilidad no comprenden que yo dedique


tanto esmero y devoción a una ocupación que consideran indigna
de mí. Esta ocupación tal vez no corresponda al nivel de mi pre-
paración, ni tampoco sea el tema de alguna de las numerosas
canciones que oí en la cuna, pero me divierte y me permite vivir:
le digo a la gente dónde está. Los contemporáneos que suben por
las tardes a los trenes en la estación de su pueblo que los llevan
a tierras lejanas, y que luego despiertan en nuestra estación,
miran desorientados a la oscuridad sin saber si ya se han pasado
de la meta o todavía no han llegado a ella (pues nuestra ciudad
encierra cosas variadas y dignas de ser vistas y atraen a muchos
turistas), a todos ellos les digo dónde están. Conecto el altavoz en
cuanto un tren ha entrado en la vía, y las ruedas de la locomotora
se detienen, y digo tímidamente en medio de la noche:
Tibten... están ustedes en Tibten. Los viajeros que deseen
visitar la tumba de Tiburcio deberán apearse aquí.
Y desde los andenes llega el eco de mi voz hasta mi cabina:
voz oscura procedente de la oscuridad y que parece anunciar algo
dudoso, a pesar de que dice la pura verdad.
Algunos se precipitan con sus maletas al mal iluminado
andén, porque Tibten era su meta, y yo los veo bajar la escalera,
volver a salir por el andén número uno y entregar el pasaje al
empleado somnoliento de la salida. Sólo raras veces llega gente
con ambiciones de negocios, viajeros que creen poder cubrir las
necesidades de su empresa comercial en las minas de plomo de
Tibten. La mayoría son turistas que vienen atraídos por la tumba
de Tiburcio, aquel joven romano que hace 1800 años se suicidó
colección los ríos profundos

por una bella de Tibten. “Era todavía un niño”, reza la lápida que
puede admirarse en nuestro museo local, “pero el amor lo sub-
yugó”. Vino de Roma a comprar plomo para su padre, que era
proveedor del ejército.
Claro que yo no habría tenido necesidad de estudiar en
cinco universidades y hacer dos doctorados para decir noche tras
noche en la oscuridad: “Tibten... están ustedes en Tibten”. Y sin
118 embargo, mi trabajo me llena de satisfacción. Digo mi frase en
voz baja, de manera que los que duermen no despierten, pero que
no dejen de oírla los que están despiertos, y pongo tal sugestión
en mi voz que los que están semidormidos recapacitan y se pre-
guntan si no sería Tibten su meta.
Hacia mediodía, cuando me levanto de dormir y miro
por la ventana, veo a los viajeros que sucumbieron de noche a
la atracción de mi voz, atravesar nuestra villa, armados con los
prospectos que nuestra oficina de turismo envía generosamente
al mundo entero. A la hora del desayuno ya leyeron que Tibten es
un término que se ha atrofiado a través de los siglos de la palabra
latina Tiburtium, y se dirigen al museo local, donde admiran
la lápida dedicada hace 1800 años al Werther romano. En are-
nisca rojiza está esculpido el perfil de un adolescente que en vano
tiende las manos hacia una muchacha. “Era todavía un niño,
pero el amor lo subyugó...” Son también indicios de sus pocos
años los objetos que se encontraron en su tumba: figurillas de
una materia color marfil: dos elefantes, un caballo y un perro
dogo, que —según sostiene Brusler en su “Teoría sobre la Tumba
de Tiburcio”— debieron haber servido para un juego parecido al
ajedrez. Pero yo dudo de esta teoría, más bien estoy seguro de que
Tiburcio sencillamente jugaba con aquellas figuritas, que tienen
el mismo aspecto de las que nos dan de ñapa al comprar media
libra de margarina, y servían para lo mismo, es decir: los niños
jugaban con ellas.
Tal vez debería citar aquí la excelente obra de nuestro
escritor local Volker von Volkersen, quien bajo el título de
“Tiburcio o un destino romano que concluyó en nuestra ciudad”
escribió una magnífica novela. Pero creo que la obra de Volkersen

s Tibten, Heinrich Böll


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

es desorientadora porque comparte la teoría de Brusler acerca de


la finalidad de los juguetes.
Yo, por mi parte —y tengo que hacer finalmente una con-
fesión— poseo las figuritas originales que se encontraban en la
tumba de Tiburcio; las robé del museo y las sustituí por las que
me dan al comprar media libra de margarina: dos elefantes, un
caballo y un perro dogo; son blancas como los animalitos de
Tiburcio, del mismo tamaño, del mismo peso, y —cosa que a mi 119
parecer es lo más importante— cumplen la misma función.
De todas partes del mundo viene gente a admirar la tumba
de Tiburcio y sus juguetes. En las salas de espera de todo el mundo
anglosajón penden carteles que dicen “Come to Tibten”, y cuando,
por la noche, pronuncio mi frase: “Tibten... están ustedes en
Tibten, los viajeros que deseen visitar la tumba de Tiburcio deberán
apearse aquí”, hago salir de los trenes a aquellos contemporáneos
que en las estaciones de sus pueblos sucumbieron a la tentación de
nuestro cartel. Claro que ven la lápida de piedra arenisca de cuya
autenticidad no caben dudas. Ven el perfil encantador de un joven
romano vencido por el amor y ahogado en un pozo de las minas
de plomo; pero luego contemplan los animalitos: dos elefantes, un
caballo y un perro dogo... y precisamente en ellos podrían estu-
diar la sabiduría de este mundo, pero no lo hacen. Extranjeras y
autóctonas enternecidas amontonan rosas en la tumba de este
muchacho, escriben versos, incluso mis animalitos, dos elefantes, el
caballo y el dogo (dos libras de margarina tuve que consumir para
llegar a poseerlos), han sido objeto de intentos líricos. “Jugaban
como nosotros con el perro y el caballo”, dice el verso del poema
de algún vate no desconocido. Ahí los tenéis: regalos obtenidos al
comprar “Margarina de yema de huevo de la casa Klüsshenner”, y
colocados sobre terciopelo encarnado y detrás de un grueso cristal
en nuestro museo local: testimonio de mi consumo de margarina.
Muchas veces, antes de entrar a mi servicio nocturno, visito un
momento el museo y los contemplo: lucen auténticos, de color ama-
rillento, no se les distingue en absoluto de los que hay en mi cajón,
porque he mezclado los originales con los que me dan al comprar
“Margarina Klüsshenner”, y trato inútilmente de diferenciarlos.
colección los ríos profundos

Me voy pensativo a mi trabajo, cuelgo la gorra en la percha,


me quito la chaqueta, meto los bocadillos en el cajón, dejo pre-
parados el papel de fumar, el tabaco y el periódico, y cuando
entra un tren en la vía, digo la fracesita obligada: “Tibten... están
ustedes en Tibten. Los viajeros que deseen visitar la tumba de
Tiburcio deberán apearse aquí...” Lo digo en voz baja, de manera
que los que duermen no se despierten, pero que no dejen de oírla
120 los que estén despiertos; y pongo tal sugestión en mi voz que los
que están semidormidos recapacitan y se preguntan si no sería
Tibten su meta.
Y no comprendo que haya quien considere esta ocupación
indigna de mí.

s Tibten, Heinrich Böll


Ilse Aichinger
(Viena, 1921)

Bachiller a los 39 años, algunos semestres de estudio de


medicina, luego lectora en la editorial S. Fischer, colaboradora
del Colegio Superior para configuración en Ulm y casada con el
escritor Günter Eich. Dos hijos.
“Es verano, la hora del mediodía, en que el calor vibrante 121
vuelve todo irreal, lo suprime, lo cuestiona”, así comienza uno
de los cuentos de Ilse Aichinger, “El Cartel” . Ya en estas pri-
meras oraciones se expresa, en pocas palabras, la expectativa
de algo numinoso, amenazante, se aliena la cotidiana estación
del Metro de Hamburgo. “Sólo hay pocos pasajeros esperando,
quizás porque la gente tiene miedo a convertirse en fantasma y
aparecerse a sí misma” —lo cual significa, según una vieja tra-
dición mítica, recogida en cuento y leyendas, la muerte. “¡No
morirás!”, dice el hombre tuberculoso al niño que ríe en el
cartel, que invita al mar y a la playa —y estas son las palabras
mágicas que nos trasladan a un espacio intermedio entre rea-
lidad y sueño, de hechizo, tan característico en esta escritora. Y
al mismo tiempo, se da una especie de sustitución para las cosas
muertas y vivas; es “como si el cielo mismo se hubiera conver-
tido en cartel..., como si alguien le hubiera dicho: nunca será
atardecer.” (¿Anochecerá?).
En el límite entre vida y muerte se desarrolla también su
(única) novela autobiográfica, La mayor esperanza, en la cual,
aún teniendo tan sólo dos abuelos “ilegítimos” en un con-
tramundo poético, jugando con niños judíos, no achata los
horrores de la realidad sino hace que nos penetren aún más por
medio del poder expresivo de su lenguaje. Los niños son para
ella “símbolos del alma, que conduce a la razón a creer de nuevo

 . Publicado en el libro Doce novelas cortas alemanas, dirigido por la profesora F. de Ritter, y editado
por la Universidad Central de Venezuela en 1970.
colección los ríos profundos

en el Hombre en la luna y en los milagros”, según expresó en


una conversación.
En su cuento “El espejo” , por el cual recibó el premio del
Grupo 47, un espejo le quita al destino de una muchacha infeliz
todo el peso y los sufrimientos, reflejando su vida en dirección
inversa, hasta que la muerte y el nacimiento se funden al final.
Por medio de la sombra precisa de algo exterior, se hace a
122 veces visible su interior, o sea, lo que ella trata de decir. Pues la
autora está muy comprometida, debido a sus propias experien-
cias y más aún por su marido Günter Eich (de quien ofrecemos
en este mismo libro el cuento “Trenes en la Niebla”), pero no
fundamentalmente, pues no quiere pertenecer a los unifor-
mados, como dijo una vez, o sea, estar sometida a un sistema. Y
naturalmente le debe mucho a Rilke, pues ella es en primer lugar
poetisa (recibió el premio Trakl y el premio Petrarca); también le
debe a Kafka, como se dice a menudo. Sin embargo, logró desa-
rrollar su propio estilo.
Esto lo podemos ver en su cuento “El Hombre Atado”, que
comienza parecido a La Metamorfosis, pero plantea otra pro-
blemática: la cuestión de la libertad, tan mencionada en nuestra
época. “Acoged a la deidad en vuestra voluntad/ y ella bajará de
su trono universal...” O a ella misma cuando dice: “Sólo quien
se otorga a sí mismo la visa, será libre”.

El cuento siguiente fue tomado de Deutsche Literatur der


Sechziger Jahre, K. Wagenbach, Berlín, 1969.

 . Un viejo cuento: Un hombre, por despreciar el reposo de los domingos, es condenado por Dios a per-
manecer parado en la luna, y es la mancha que se ve en la luna.
 . Publicado en el libro Doce Novelas Cortas alemanas dirigido por la profesora F. de Ritter, editado
por la Universidad Central de Venezuela en 1970.
El hombre atado 123

Despertó en el sol. La luz caía sobre su rostro, por lo que


tuvo que volver a cerrar los ojos; caía a chorros libremente por
el declive, se recogía formando arroyos, arrastrando enjambres
de mosquitos consigo, que pasaban a ras de su frente, giraban
en círculos, trataban de aterrizar y eran alcanzados por nuevos
enjambres. Cuando iba a espantarlos, notó que estaba mania-
tado. Una delgada cuerda le cortaba los brazos. Los dejó caer de
nuevo, volvió a abrir los ojos y se miró a todo lo largo. Sus piernas
estaban atadas hasta los muslos; la misma cuerda rodeaba sus
tobillos, subía entrecruzándose varias veces, ceñía sus caderas, el
pecho y los brazos. No pudo ver dónde se anudaban los extremos
y creyó que la atadura era perfecta, sin sentir el menor asomo
de angustia o prisa, hasta que descubrió que habían dejado un
espacio entre las piernas y que la cuerda que recorría su cuerpo
estaba casi floja. También a sus brazos, los cuales no habían sido
atados al torso sino sólo uno al otro, se les había dejado cierto
juego. Esto lo hizo sonreír y pensar por un instante que habían
sido unos niños los que le habían jugado una broma.
Llevó la mano a su navaja, pero de nuevo la cuerda cortó
suavemente su carne. Intentó otra vez, con la mayor precaución,
meter la mano en el bolsillo: estaba vacío. Aparte de la navaja, fal-
taba también el poco dinero que había traído y su chaqueta. Los
zapatos se los habían sacado de los pies. Humedeció los labios y
sintió sangre que había corrido desde las sienes por las mejillas, el
mentón y el cuello hasta debajo de la camisa. Los ojos le dolían;
si los dejaba abiertos durante un tiempo, el cielo reflejaba rayas
rojas.
colección los ríos profundos

Decidió ponerse de pie. Encogió las rodillas lo más que pudo,


tocó con las manos la yerba fresca y saltó sobre los pies. Una rama
en flor rozó sus mejillas; el sol lo encandiló, y la atadura se hundió en
su carne. Casi desvanecido por el dolor dejó caerse nuevamente y lo
intentó otra vez. Esto lo hizo tantas veces hasta que la sangre le brotó
de los rasguños hundidos. Después se quedó largo tiempo acostado
sin moverse, dejando al sol y a los mosquitos hacer de las suyas.
124 Cuando despertó por segunda vez, el sauco ya proyectaba
su sombra sobre él y dejaba emanar el frescor acumulado entre
las ramas. Debieron haberle dado un golpe en la cabeza. Luego
lo habrían acostado aquí, como las madres acuestan a sus bebés
cuidadosamente bajo los arbustos cuando salen a trabajar en el
campo. Su burla no quedaría despilfarrada.
Todas las posibilidades estaban en el espacio libre que había
en la atadura. Apoyó los codos en el suelo y observó el juego de
la cuerda. En cuanto ésta se tensaba, él cedía y volvía a ensayar
con mayor cautela. Si hubiera podido alcanzar las ramas que col-
gaban por encima de su cabeza, se hubiera halado hacia arriba,
pero no las alcanzaba. Volvió a apoyar la cabeza en la grama,
rodó y se apoyó sobre las rodillas. Con las puntas de los pies
palpó el suelo y de repente pudo pararse casi sin esfuerzo.
A pocos pasos de él, el camino atravesaba el altiplano;
claveles de montaña y cardos en flor crecían entre las yerbas.
Levantó el pie para no aplastarlos, pero la cuerda que ataba sus
tobillos se lo impidió. Recorrió con la vista su cuerpo.
La cuerda estaba anudada en las coyunturas, pero cruzaba
de una a otra, trazando un diseño juguetón. Se agachó con cautela
estirando la mano hacia la cuerda pero, a pesar de que parecía tan
floja, no se dejó aflojar más. Para no pisar descalzo los cardos,
tomó un leve impulso y saltó por encima como un pájaro.
Cuando crujió una rama, se detuvo. Alguien en los alre-
dedores contenía a duras penas la risa. Pensar que no estaba en
condiciones de defenderse como siempre, lo asustó. Siguió sal-
tando hasta llegar al camino. Muy abajo se extendían campos
luminosos. No se veía ningún pueblo cerca, y se haría de noche
aunque lograra moverse más rápido.

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Trató de caminar y advirtió que la cuerda le permitía poner


un pie delante del otro si levantaba el pie sólo hasta cierta dis-
tancia del suelo, y si lo volvía a bajar antes de haber alcanzado
todo el radio. En la misma medida podría también balancear los
brazos.
A los primeros pasos se cayó. Quedó diagonalmente atrave-
sado en el camino y vio cómo revoloteó el polvo. Esperó que esta-
llara la risa contenida, pero todo permaneció en silencio. Estaba 125
solo. Cuando el polvo se asentó, logró levantarse y caminó.
Miraba hacia el suelo y observaba el vaivén de la cuerda, cómo
se arrastraba por el suelo tras él, se tensaba ligeramente sobre el
piso y volvía a bajar.
Cuando las primeras luciérnagas emprendieron el vuelo,
pudo arrancar la vista del suelo. Se sentía otra vez dueño de sí, y
aminoró su impaciencia por alcanzar el pueblo más próximo.
El hambre lo volvió liviano, y también le pareció que había
logrado una velocidad que ninguna motocicleta podría superar.
O cuando se detenía en un sitio, la tierra corría a su encuentro,
como la rápida corriente del río hacia uno que nada contra la
corriente. Esta corriente cargaba arbustos que el viento del norte
había doblado hacia el sur, jóvenes árboles atrofiados y trozos
de césped con flores de colores luminosos y de tallos largos. De
último, sus torrentes anegaron también los arbustos y árboles
jóvenes, y sólo dejaron el cielo sobre sí y el hombre. Había salido
la luna que alumbraba el centro abierto y abultado del altiplano,
el camino cubierto de grama corta y al maniatado, que caminaba
con pequeños pasos medidos sobre él, y dos liebres que cruzaron
a pocos pasos de él la colina y se perdieron por la pendiente. A
pesar de que las noches en esta época todavía eran frías, el mania-
tado se volvió a acostar antes de la medianoche junto a la orilla
del declive y durmió.
Bajo la luz matinal, el domador de fieras que acampaba con
su circo en las afueras del pueblo, observó al maniatado, que
venía por el camino con la mirada reflexiva dirida hacia el suelo.
Vio que se detuvo y extendió la mano hacia algo. Dobló las rodi-
llas, extendió un brazo para mantener el equilibrio, levantó del
colección los ríos profundos

suelo con el otro una botella de vino vacía, se enderezó y la puso


en alto. Se movía con lentitud para evitar que la cuerda lo vol-
viera a cortar, pero al dueño del circo le parecía una constricción
voluntaria de una gran velocidad. La gracia inconcebible de los
movimientos lo fascinaron, y mientras el maniatado todavía bus-
caba con la mirada una piedra con qué romper la botella para
cortar la cuerda con el gollete roto, el dueño del circo se acercó a
126 él cruzando la pradera. Ni los saltos de sus panteras más jóvenes
lo habían cautivado de tal manera.
“¡He ahí el maniatado!”. Ya sus primeros movimientos pro-
vocaron tal aplauso que de la excitación se le subió la sangre a las
mejillas al domador de fieras apostado en la orilla de la arena.
El maniatado se irguió. Su propia sorpresa era siempre de nuevo
la de un cuadrúpedo que se levanta. Se arrodillaba, se ponía de
pie, saltaba y hacía la rueda. La admiración de los espectadores
se debía al parecido con un ave que se queda voluntariamente
en la tierra y se limita a prepararse para el vuelo. Los que iban,
lo hacían por el maniatado: sus ejercicios de escolar, sus pasos
y saltos ridículos hicieron que se pudiera prescindir de los acró-
batas. Su fama creció de pueblo en pueblo, pero sus movimientos
eran siempre los mismos, pocos movimientos, en el fondo
corrientes, los cuales tenía que practicar una y otra vez de día
dentro de la carpa en penumbra para conservar la ligereza dentro
de la atadura. Como se quedaba totalmente dentro de ella, se
liberaba también de ella, y como no lo encerraba, le daba alas y
orientaba sus saltos, como los golpes de ala de las aves de paso
cuando emprenden el vuelo durante el calor del verano y, titu-
beando, aun trazan pequeños círculos en el cielo.
Los niños de los alrededores ya sólo jugaban “El Mania-
tado”. Se amarraban unos a otros, y una vez la gente del circo
encontró en una zanja a una niñita que estaba maniatada hasta el
cuello y no podía respirar. La liberaron, y esa noche el maniatado
les habló a los espectadores después de la función. Explicó breve-
mente que una atadura que no permitía saltos, no tenía sentido.
De ahí en adelante, también hizo de payaso.

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Hierba y sol, estacas que se clavaban en el suelo y se volvían


a sacar, pueblos cercanos. “¡He ahí el maniatado!”. El verano
venía a su propio encuentro. Inclinaba su rostro más hondo en los
charcos de peces en las hondonadas y se embelesaba en el espejo
oscuro; volaba a ras de los lechos de los ríos y convertía la llanura
en lo que era. Todo el que podía correr, corría tras el maniatado.
Muchos querían ver las ataduras de cerca. Por eso, el dueño
del circo explicaba todas las noches después de la función que 127
quien quería convencerse ahora de que ni los nudos eran lazos ni
la cuerda de goma, podía hacerlo tranquilamente. El maniatado
esperaba a la gente generalmente en la plaza que había delante de
la carpa, reía o se quedaba serio y les extendía los brazos. Algunos
aprovechaban para verle la cara, otros examinaban los nudos
junto a las articulaciones y querían saber exactamente qué pro-
porción había entre el largo de las cuerdas y el de las extremidades.
Preguntaban al maniatado cómo había empezado todo, y él les
contaba pacientemente siempre lo mismo. Sí, que lo habían mania-
tado, y cuando despertó, vio que también lo habían robado. Que
probablemente no habían tenido más tiempo para atarlo mejor,
pues para que alguien no deba moverse, era demasiado floja, y
para alguien que debe moverse, era demasiado apretada. Pero que
él se movía, respondía la gente. Sí, dijo él, que no le quedaba más.
Antes de ir a acostarse, el maniatado siempre se quedaba
todavía un rato junto al fuego. Si el dueño del circo le preguntaba
entonces por qué no inventaba unos cuentos mejores, respondía
que no había inventado este tampoco. Y mientras lo decía, le
subía la sangre al rostro. Prefería permanecer en la sombra.
Lo diferenciaba de los demás por el hecho de que no se qui-
taba la atadura después de la función. Por eso, cada movimiento
seguía valiendo la pena ser visto y la gente de los pueblos rondaban
por mucho rato el campamento, sólo para contemplar cómo, quizá
después de estar varias horas junto al fuego, se levantaba y se enro-
llaba en su cobija. Y él veía alejarse sus sombras cuando el cielo ya
aclaraba.
El dueño del circo hablaba a menudo de soltarle la ata-
dura después de la función de la noche y volvérsela a atar el día
colección los ríos profundos

siguiente. Buscó consejo con los equilibristas, los cuales tampoco


pasaban la noche en sus cuerdas, pero nadie hablaba en serio.
Pues la fama del maniatado provenía justamente de que no se qui-
taba la atadura nunca, de que cuando quería lavarse, tenía que
lavar su ropa al mismo tiempo, y cuando quería lavar su ropa,
tenía que lavarse a la vez a sí mismo, que no podía hacer otra
cosa que saltar al río todos los días tal como estaba, en cuanto
128 despuntaba el sol. Y que no podía meterse demasiado lejos para
que no lo arrastrara la corriente.
El dueño del circo sabía que el desamparo del maniatado
lo protegía tal vez de la envidia de su gente. Quizás los dejaba a
propósito divertirse al verlo avanzar hacia la orilla, tanteando de
piedra en piedra, con los vestidos tan mojados que se le pegaban
al cuerpo. Cuando su mujer decía entonces, que ni los mejores
vestidos podrían aguantar por mucho tiempo tantas lavadas (y
los vestidos del maniatado no eran los mejores), él respondía bre-
vemente que no era para siempre. Y con esto calmaba todas las
objeciones: sólo era por el verano. Pero le pasaba como a los juga-
dores, tampoco esto era en serio. En el fondo, estaba dispuesto a
entregar sus leones y sus equilibristas por el maniatado.
Esto quedó demostrado la noche en que saltaron sobre la
fogata. Posteriormente, se convenció de que no fueron los días
más largos o más cortos los que habían dado el motivo; el motivo
fue el maniatado, quien, como siempre, estaba acostado cerca del
fuego y los miraba. Con esa sonrisa, de la cual no se sabía si sola-
mente la proyectaba el fuego. Así como, en general, no se sabía
nada de él, porque sus narraciones siempre llegaban solamente
hasta el punto donde había salido del bosque.
Pero esa noche de repente lo agarraron dos del circo por los
brazos y las piernas y lo llevaron muy cerca de la fogata, lo mecieron
para acá y para allá mientras del otro lado dos abrían los brazos
como en broma. Luego lo lanzaron, pero el impulso resultó dema-
siado corto. Los otros dos se apartaron —según dijeron después,
para soportar mejor el impacto—. El maniatado quedó a la orilla
de las llamas y hubiera comenzado a arder si el dueño del circo no
lo hubiera cargado y alejado del fuego, para salvar la atadura que

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

hubiera sido la primera en quemarse con el calor. También estaba


seguro de que la atadura fue el objeto del intento. A todos los que
habían participado, los despidió en el acto.
Pocos días después, la mujer del dueño despertó al oír
pasos en la grama y llegó justo a tiempo afuera para impedir que
el payaso ejecutara su última broma. Sólo llevaba consigo unas
tijeras. Cuando se le interrogó, repetía siempre que no había que-
rido atentar contra la vida del maniatado. Que sólo había querido 129
cortar la atadura. Habló de misericordia, pero también él fue des-
pedido.
Al maniatado le hacían gracia estos intentos, pues él podía
liberarse por sí mismo cuando quisiera, pero quizás todavía
quería aprender algunos saltos más. “Nos vamos con el circo,
nos vamos con el circo”; estos versos infantiles los recordaba a
veces cuando despertaba de noche. Desde la otra orilla del río
seguía oyendo todavía por mucho tiempo las voces de los espec-
tadores, los cuales habían sido arrastrados demasiado lejos por
la corriente cuando se iban para casa. Vio brillar el río debajo de
la luna y las ramas nuevas que crecían de las gruesas cabezas de
los sauces y no pensaba todavía en el otoño.
El dueño del circo comprendió el peligro que significaba
dormir para el maniatado. No tanto porque siempre había
alguno que intentaba liberarlo —equilibristas despedidos o niños
instigados por otros—; contra esto podían tomarse medidas. El
peligro mayor lo constituía el maniatado mismo, que durante el
sueño se olvidaba de la atadura y ésta lo sorprendía en la mañana
oscura. Lleno de ira, quería levantarse, se lanzaba hacia arriba
y volvía a caer. El aplauso de la noche anterior estaba distante,
el sueño aún demasiado cerca, el cuello y la cabeza demasiado
libres. Era lo contrario de un ahorcado, la atadura lo rodeaba por
todas partes menos por el cuello. Había que cuidar que no tuviera
nunca una navaja a su alcance en esos momentos. El dueño del
circo mandaba a veces a su mujer en la madrugada a verlo. Si ella
lo encontraba dormido, se inclinaba sobre él y palpaba la ata-
dura. La cuerda se había endurecido con el polvo y la humedad.
Ella medía los intercisios y tocaba sus articulaciones laceradas.
colección los ríos profundos

Pronto circularon los rumores más diversos en torno al


maniatado. Unos decían que él se había maniatado a sí mismo y
había inventado luego la historia de los ladrones, y esta opinión
era la dominante a fines del verano. Otros atenuaban la versión
explicando que él se había mandado a maniatar, que posible-
mente obedecía a un acuerdo con el dueño del circo. El modo
entrecortado de narrar, su manera de atascarse cuando llegaba
130 al punto del atraco, contribuían en mucho a formar los rumores.
Los que creían aún el cuento de los ladrones, eran blanco de la
burla de los demás. Nadie sabía del esfuerzo que le costaba al
dueño del circo retener al maniatado ni cuántas veces el mania-
tado le decía que estaba harto, que quería irse, que ya se había
desperdiciado demasiado verano.
Más adelante se dejó de hablar de esto. Cuando la mujer
llevaba la comida al río y le preguntaba cuánto tiempo pensaba
andar todavía con ellos, no contestaba. Ella creía que no era que
se había acostumbrado a las ataduras, sino a no olvidarlas ni
por un instante —era la única costumbre que la atadura le per-
mitía—. Ella le preguntó si no le parecía ridículo permanecer
maniatado, pero él contestó que no, que ridículo no le parecía.
Que si andaban tantos otros con el circo: elefantes, tigres y
payasos, ¿por qué no iba a andar con ellos también un mania-
tado? Él también le hablaba de sus ejercicios, de movimientos
nuevos que había aprendido, de un gesto que se le ocurrió cuando
espantaba las moscas de los ojos de los animales. Le describió
cómo se le adelantaba siempre a la atadura, cómo se contenía por
un pelo para que no se tensara, y ella sabía que había días en que
apenas la rozaba cuando saltaba del carro por la mañana y les
daba palmadas a los flancos de los caballos, como si se moviese
soñando. Ella veía cómo saltaba las barras, la ligereza con que
sostenía el maderamen y veía el sol en su rostro. A veces, le decía
que se sentía como si no estuviese maniatado. Ella respondía que
no debía sentirse maniatado nunca, con tal de estar dispuesto a
quitarse la cuerda. Él respondía a eso que estaba siempre libre
para hacerlo.

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Finalmente, ella ya no sabía por quién era su preocupación:


si por la atadura o por el maniatado. Aunque ella se lo aseguraba,
no creía que él se iría con ellos incluso sin ataduras. Pues, ¿qué
importaban sus saltos sin la atadura, qué importancia tenía él
mismo sin ella? Él se iría cuando se la quitaran, todo el aplauso
se acabaría de pronto. Ella nunca más podría sentarse con él en
las piedras junto al río, sin despertar sospechas, ella sabía que su
presencia dependía de la atadura, igual que las claras noches y las 131
conversaciones, porque éstas sólo giraban alrededor de eso. Las
veces que ella reconocía las ventajas de su atadura, él empezaba
a hablarle de las trabas, y cuando él hablaba de su disfrute, ella
lo instaba a quitársela. Esto parecía a menudo no tener fin, igual
que el verano.
En otras temporadas, a ella le inquietaba que con sus pala-
bras ella contribuía a acelerar el fin. Sucedía que ella saltaba
de noche de su cama y corría por la grama hasta el sitio donde
dormía el maniatado. Quería sacudirlo para despertarlo, quería
pedirle conservar la atadura, pero luego lo veía acostado dentro
de ésta como un muerto, la cobija tirada hacia un lado, las piernas
estiradas y los brazos sólo poco despegados. Su ropa estaba
dañada por el calor y el agua, pero la cuerda no se había desgas-
tado en lo más mínimo. Entonces a ella le parecía otra vez seguro
que él continuaría con el circo, hasta que la piel se le cayera de la
carne y sus articulaciones se desollaran. A la mañana siguiente,
ella le imploró con más ahínco aún quitarse la atadura.
La esperanza de ella era el frío que iba incrementando.
Llegó el otoño; no podría por mucho más tiempo saltar con su
vestimenta al río. Pero, si antes él había permanecido indiferente,
a fines de verano la idea de perder la atadura lo embargaba de
tristeza. Las canciones de los segadores le producían miedo: “El
verano, el verano se ha ido...” Pero admitió que tenía que cambiar
de vestimenta. No creía que hubiera alguien que pudiera volver a
atarlo como antes, después de haberse quitado la cuerda. En este
tiempo, el dueño del circo empezó a hablar de que iba a trasla-
darse al sur.
colección los ríos profundos

El calor cambió, sin transición, a un frío seco y quieto. La


fogata se dejaba prendida todo el día. El maniatado sentía, en
cuanto bajaba del vagón, la fría grama debajo de las plantas de
los pies. Las puntas de las hojas estaban cubiertas de escarcha.
Los caballos soñaban de pie y las fieras parecían, aún dormidas,
agachadas para el salto, reunir la tristeza bajo sus pieles para el
escape.
132 Uno de estos días se le escapó al dueño del circo un lobezno.
Para no asustar a nadie, se lo calló, pero el lobo empezó pronto
a irrumpir en los pastos para los rebaños de los pueblos circun-
dantes. Aunque primero se creía que el mal tiempo de un invierno
duro lo había traído desde muy lejos, también se sospechó del
circo. El dueño del circo había tenido que poner al corriente a su
gente y no pudo continuar siendo un secreto por mucho tiempo
la procedencia del lobo. La gente del circo ofreció a los alcaldes
de las aldeas ayudar en darles caza, pero todas las cacerías fueron
inútiles. Al final empezaron a acusar abiertamente al circo del
daño y del peligro y los espectadores dejaron de acudir.
Los movimientos del maniatado no habían perdido nada de
su desconcertante soltura, ni aun ante las tribunas semivacías.
Pasaba el día bajo la delgada plata martillada del cielo otoñal,
por las montañas circundantes y se acostaba cuantas veces podía
donde los rayos del sol tardaban más en desaparecer. En efecto,
encontró pronto un lugar donde la oscuridad llegaba de último y
sólo se levantaba a regañadientes de la grama agostada cuando
por fin lo alcanzaba. Para abandonar la cima tenía que atravesar
el bosquecito que quedaba en la ladera sur, y una de esas noches
vio dos luces verdes mirándolo desde abajo. Sabía que no eran
ningunos vitrales de iglesia, y no se engañó ni por un momento.
Detuvo sus pasos. El animal se le acercó desde el claro del
bosque. Ahora podía distinguir su silueta, el cuello que caía dia-
gonalmente, la cola que fustigaba el suelo y la cabeza gacha. De
no haber estado maniatado, quizás hubiera intentado huir, pero
así ni siquiera sintió miedo. Se quedó de pie tranquilo, con los
brazos colgados y miró la piel erizada bajo la cual jugaban los
músculos, igual que los miembros de él dentro de la atadura.

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

Creía sentir todavía el viento del atardecer entre sí y el lobo,


cuando el animal ya le saltaba encima. El hombre se esforzó por
responder a su atadura.
Con la cautela ya largamente ejercitada, agarró al lobo por
el pescuezo. Sintió ternura por su igual, por el ser erguido que
había debajo del ser agachado. Con un movimiento que aseme-
jaba la caída de un ave grande —y ahora supo que volar sólo era
posible dentro de un tipo muy determinado de atadura— se lanzó 133
sobre él y lo derribó. Como en una leve embriaguez, sintió que
había perdido la mortal supremacía de los miembros libres que
hace sucumbir a los hombres.
La libertad que tenía en esta lucha consistía en adaptar
cada flexión de sus miembros a la atadura; era la libertad de las
panteras, de los lobos y de las flores silvestres que se mecen en
el viento de la tarde. Llegó a yacer con la cabeza diagonal hacia
abajo, estrechó con sus pies desnudos las patas del animal y con
las manos su cráneo.
Sintió cómo la suavidad del follaje marchito acariciaba el
dorso de su mano, cómo sus manos alcanzaron casi sin trabajo la
máxima fuerza, cómo la atadura no lo frenaba en nada.
Cuando salió del bosque, comenzó a caer una llovizna
delante del sol. El maniatado se quedó un rato en el claro, debajo
de los árboles del lindero. Vio abajo, tras los tenues velos, conden-
sados sólo de rato en rato por ráfagas de viento, el campamento y
el río, pasturajes, vegas y los lugares por donde habían cruzado.
Se le ocurrió irse siempre con ellos hacia el sur. Rió quedamente.
Eso iba contra toda razón. Su ropa no soportaría por mucho más
el roce de la atadura aunque él confiara en sus articulaciones, que
con ciertos movimientos se abrían y sangraban, permanecían
cubiertos por las costras.
La mujer aconsejó al dueño del circo que anunciara la
muerte del lobo sin mencionar al maniatado. Ni en los tiempos
de mayor éxito le hubieran creído semejante hazaña, y ahora,
con el rencor que tenían, en una época en que las noches refres-
caban, mucho menos le creerían. Al final, no sólo dudarían que
hubiera matado al lobo, dudarían que el lobo, que ese mismo día
colección los ríos profundos

había atacado un grupo de niños que jugaban, estuviese muerto.


El dueño del circo, que poseía varios lobos, fácilmente podría
colgar una piel en la baranda y dar entrada libre. Pero él no se
dejó disuadir. Creía a su vez que justamente el anuncio de seme-
jante proeza volvería atraerle el brillo del verano.
El maniatado se movía esa noche con inseguridad, perdió
el equilibrio en uno de sus saltos y cayó. Mientras trataba aún
134 de ponerse de pie, escuchó silbidos y burlas pasando por encima
de su cabeza, parecidos a los gritos de los pájaros al amanecer. E
igual como le había sucedido otras tantas veces durante el verano
pasado cuando despertaba, quiso levantarse de inmediato, tensó
demasiado la atadura y volvió a caer. Permaneció quieto para
recobrar la calma, y oyó cómo aumentaba el alboroto. “¿Cómo
fue que mataste al lobo, maniatado?”. Si él fuera uno de ellos,
tampoco lo creería. Pensó que tenían derecho a estar enervados:
un circo en esta época, un maniatado, un lobo escapado y ahora
este final. Algunos grupos se enfrentaron unos con otros, pero
la mayoría de los espectadores pensaron que aquí se les estaba
jugando una broma pesada. Cuando el maniatado volvió a incor-
porarse, el desorden era tan grande que apenas podía distinguirse
alguna palabra suelta.
Vio cómo se iban parando de un salto a su alrededor, igual
que hojas secas del bosque con los remolinos en un valle enca-
jonado, cuyo centro está todavía inmóvil. Recordó los dorados
atardeceres de los días pasados y se llenó de amargura contra
esta luz macabra que caía sobre todo, que se había metido en
las yerbas durante todas esas noches, contra las joyas de oro que
los devotos colgaban de las viejas imágenes oscuras, contra esta
basura.
Exigían que repitiera la lucha con el lobo. El maniatado
explicó que esa lucha no era cosa de una función de circo, y el
dueño del circo gritó que no mantenían los animales para que se
los matasen ante la vista del público. Pero ya habían tomado la
cerca por asalto y se precipitaron hacia las jaulas. La mujer corrió
por entre las gradas hacia la salida de la carpa y logró alcanzarla
desde el lado opuesto. Empujó hacia un lado el guardián a quien

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

había obligado a abrir, pero los espectadores la halaron otra vez


hacia atrás, por lo cual no pudo cerrar la reja de la jaula.
—¿No eres tú la que yacía con él junto al río durante el
verano? ¿Cómo hace para abrazarte? Ella gritó que no le cre-
yeran si no querían, que nunca habían merecido al maniatado, y
que sólo los payasos pintados eran adecuados para ellos.
Al maniatado le pareció como si hubiera estado esperando
esas risas que estallaban desde principios de mayo; lo que en verano 135
había olido tan dulce, ahora sabía a podrido. Pero si se lo exigían,
competirían esta misma noche con todos los animales del circo.
Nunca antes se había sentido tan compenetrado con su atadura.
Apartó suavemente a la mujer que le cerraba el paso. «Santo
cielo, quizás sí se iba con ellos para el sur». Se situó junto a la
puerta abierta y vio cómo se erguía el animal, un animal joven y
fuerte, y oyó a sus espaldas al dueño del circo lamentarse de los
lobos perdidos. Batió las manos para atraer al animal, y cuando
éste estuvo lo bastante cerca, se volvió para cerrar la puerta de
la jaula. Miró a la mujer en la cara. De repente recordó la adver-
tencia del dueño del circo de inculpar de intento de asesinato a
toda persona que estuviera en posesión de un objeto cortante
cerca del maniatado. Al mismo tiempo sintió la hoja del cuchillo
junto a la muñeca, fría como el agua del río en otoño, el cual en
las semanas pasadas apenas había podido soportar. La cuerda
cayó a un lado de él y se enredó cuando él trató de arrancársela
del otro lado. Empujó a la mujer hacia atrás, pero sus movi-
mientos ya carecían de objetivo. Entonces, ¿no se había cuidado
lo suficiente de sus libertadores, de esta compasión que lo quería
adormecer? Ojalá ella hubiera cortado el cordel en cualquier otro
momento, menos justamente en este.
Se encontraba en el interior de la jaula cuando se arrancó
la atadura como si fueran los restos de una piel de culebra. Le
divirtió notar que los espectadores alrededor daban algunos
pasos atrás. ¿Sabían ellos que no le quedaba alternativa? ¿O
una lucha ahora hubiera demostrado lo más mínimo? Al mismo
tiempo sentía como si toda su sangre le corría hacia abajo. De
pronto se sintió débil.
colección los ríos profundos

Al lobo lo enfureció más la atadura que cayó como una red


de cacería a sus pies que la irrupción del extraño dentro de su
jaula. Se preparó para el salto. El hombre se tambaleó y se apo-
deró del arma que colgaba de la pared de la jaula. Luego le dis-
paró, antes de que alguien se lo pudiese impedir, al lobo entre los
ojos. El animal se empinó y lo rozó al caer.
En camino hacia el río, escuchó los pasos de los que corrían
136 tras él, de los espectadores, de los equilibristas, del dueño del
circo y de último, los de la mujer. Se ocultó detrás de un grupo de
arbustos y los vio pasar corriendo, y después de un rato regresar
lentamente al campamento. La luna brillaba sobre la pradera,
que con esta luz tenía al mismo tiempo el color del crecimiento y
el de la muerte.
Cuando llegó al río, su ira se calmó. Bajo la luz de la madru-
gada, le pareció que el agua llevaba témpanos, como si al otro
lado en las vegas ya hubiera caído nieve, que borra los recuerdos.

s El hombre atado, Ilse Aichinger


Hans Erich Nossack
(Hamburgo, 1901 – 1977)

Premio Büchner en 1961, Vicepresidente de la Academia de


las Ciencias y de la Literatura en Maguncia; Conferencias sobre
poética en la Universidad en Frankfurt del Meno.
Después de estudiar Filosofía y Derecho vivió en Jena
como obrero y empleado hasta 1922. Sólo se dio a conocer como 137
escritor después de 1945, aunque antes había escrito poemas y
obras de teatro (Lenin). Simpatizó con el partido comunista y en el
año de 1923 los nazis le prohibieron escribir, a lo que no se atuvo.
La experiencia clave que lo convirtió en escritor fue el
bombardeo de Hamburgo en julio de 1943, en que desapare-
cieron 55.000 personas en una sola noche. Él se salvó porque
había viajado a Lüneburg, pero perdió prácticamente todos sus
manuscritos. “Todo lo que había escrito en 25 años se quemó.
Quedé sin pasado”. En pocas semanas escribió el informe Der
Untergang (El ocaso, noviembre 1943), en que ya aplicaba la
extraña ruptura que convierte lo natural o normal en otra cosa:
“Cuando Misi (su esposa) y yo pasamos por la ciudad destruida
y buscamos nuestra calle, vimos en una casa que se alzaba soli-
taria y entera en medio del desierto de escombros, una mujer
limpiando los vidrios de las ventanas. Nos dimos un codazo y
nos detuvimos perplejos; creíamos que se trataba de una loca.
Lo mismo sucedió cuando vimos a unos niños... limpiando con
el rastrillo el jardincito delante de su casa... Era como una pelí-
cula, era en realidad imposible... hasta que comprendimos que
estábamos mirando con ojos equivocados”. Desde entonces,
la muerte fue para él un tema central, sobre el cual disertó con
humor negro.
“Concierne al No. 54–30101, de la MUERTE de su Exce-
lencia el Ministro de la Cancillería. Evidentemente, para dis-
traerse hasta su deceso, en el número citado escribió un panfleto
titulado “Interview con la Muerte”, en el cual, de un modo inso-
lente, se habla de cosas que no podían ser del conocimiento del
autor... Firma: Pompos Psicológicos, Director Ministerial.”
colección los ríos profundos

Con una prosa que se distancia ágilmente de la realidad,


busca nuevas experiencias de la vida y de la libertad, una imita-
ción de lo humano que traspase los límites de lo cotidiano. Por
ejemplo, en la parábola del pez, El Curioso (1955), un pez sube a
tierra y se pregunta si será el único que ha perseguido este anhelo:
“¿Acaso hemos nadado pasándonos por un lado sin darnos
cuenta, a pesar de que tenemos el mismo norte, por lo cual debe-
138 ríamos nadar juntos. Y, si me apuro, ¿tal vez lo alcanzaría?...
Podríamos alentarnos el uno al otro... Aunque encontraría sólo
su esqueleto en el camino... porque las fuerzas del solitario no
duraron más, ¡tan grande sería el consuelo! Me indicaría: ‘Por
aquí, hermano, es la ruta’ ”.
¿Querrá decirnos algo similar con nuestro texto “El Con-
gelado sonriente”?

El cuento siguiente fue tomado de Deutschland Erzählt


(Alemania narra), Fischer Bücherei, 1965.
El congelado sonriente 139

Más o menos a la séptima semana después de nuestra par-


tida vimos algo que desde lejos parecía un monumento erigido
por alguien. Quedamos desconcertados. También los perros se
percataron y empezaron a husmear en esa dirección. Se erguía
en medio de la uniformidad de la infinita planicie de nieve que
estábamos atravesando desde hacía días. Por azar, la visibilidad
era bastante buena, a pesar de que no había sol. Por lo mismo,
el “monumento” no proyectaba ninguna sombra, hasta donde
podía afirmarse desde esa distancia. Pero no había tempestad de
nieve, como de costumbre. En general, el viento había menguado
notoriamente en las últimas horas.
“Entonces es cierto”, murmuró Blaise, más para sí que para
mí, que estaba junto a él; porque por lo común, él no solía dar
repuestas de inmediato. Comprendí lo que quería decir con eso.
Nos habían contado que otros habían hecho un intento antes
que nosotros y que nunca habían regresado. Naturalmente,
nadie sabía más detalles, si se le preguntaba. Lo tomamos como
un cuento para desanimarnos con relación a la empresa. Esos
cuentos siempre se dan cuando se considera algo como impo-
sible. ¿Y si no regresaron simplemente porque encontraron algo
mejor?, había replicado yo al hombre. Eso fue muy necio de mi
parte, pues con eso daba la impresión de que todo lo hacíamos
por lograr algo mejor. Pero en esa época, antes de que tomáramos
la decisión definitivamente, yo estaba muy irritable.
“¡Vamos, pues! ¡Vamos a mirar el hombre de nieve!”,
exclamó Patrick por fin. Chasqueó con la lengua y los perros se
metieron en la guarnición.
colección los ríos profundos

Gastamos más de una hora para llegar. Las distancias son


difíciles de calcular cuando no hay nada más con qué comparar.
Pero después sí constatamos que en verdad era un hombre conge-
lado. Soltamos todas las cosas y le sacudimos la nieve de la cabeza
y de los hombros. Los perros rasparon por debajo, pero abando-
naron antes que nosotros. Evidentemente, el hombre ya no poseía
ninguna clase de olores. Sus manos las tenía en los bolsillos de su
140 chaqueta. A juzgar por su pose y su aspecto, bien podría ser uno
de nosotros, lo cual, sin embargo, no demuestra nada. Todo el
que quiere llegar hasta este punto debe tomar en cuenta el clima.
Dentro de cien años, la gente tampoco podrá vestirse muy dis-
tinto a este hombre o a nosotros.
Lo que más nos sorprendió fue que estuviera de pie. Nin-
guno de nosotros hubiera creído posible que uno pudiera con-
gelarse estando de pie. Habíamos supuesto sin más que se caía
antes o se acostaba del cansancio. Siempre se hacían advertencias
con respecto a eso.
Y ahora, ¡hete ahí!, este hombre estaba de pie, erguido
sobre sus piernas sin apoyarse en nada. Además, ¿en qué hubiera
podido apoyarse? No nos atrevimos ni siquiera a acostarlo,
por temor a que se partiera en dos. Claro, la posibilidad de que
nosotros mismos pudiéramos congelarnos, siempre la habíamos
tenido en cuenta, pero esto sí nos causaba bastante extrañeza.
Me esforcé por despojar su rostro de la máscara de nieve
endurecida que se había enraizado en su gorra, sus cejas y su
barba de dos días, parecido a como nos pasaba a nosotros a
veces. Los demás me miraban hacer y esperaban; este trabajo no
lo podía hacer sino uno solo, y me lo dejaron a mí. Tenía que tener
mucho cuidado para no estropear nada. Le sacudí suavemente el
rostro con mi guante. Sus ojos estaban cerrados y duros como
metras. “No es de extrañar”, dije, “no llevaba lentes de nieve,
por eso cerró los ojos”. Pero aún así, no se podía seguir guar-
dando en secreto que el hombre sonreía. No ahora ni de noso-
tros —¡qué necedad!— sino ya desde entonces. Y tampoco era
que pelaba los dientes como suelen hacerlo los muertos. Eso no
sería sonreír. Pero este sonreía de verdad con los ángulos de los

s El congelado sonriente, Hans Erich Nossack


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

ojos y los delgados labios sin color. Apenas se notaba; uno creía
primero que se engañaba, pero cuando volvía a mirar, quedaba
bastante claro. Como alguien que tiene un bello pensamiento,
para sí solo, y no sabe él mismo que está sonriendo. Al contrario,
cuando alguien lo está mirando, uno no se sonríe así. Entonces
la gente pregunta, y es embarazoso no poder contestar. Pero este
hombre estaba congelado, y por eso lo vimos.
No sé qué pensarían los demás, pero, ¿por qué iban a haber 141
pensado algo diferente que yo? Creo que la mejor manera de
expresarlo es: nos sentimos de repente un poco disparatados.
Y eso es terrible. Es mucho más terrible que estar sólo un poco
asustado. Como si nos hubiéramos puesto de acuerdo, hacíamos
menos ruido que de costumbre. Por ejemplo, hubiera sido propio
de Patrick darle al hombre un golpe en el hombro y saludarlo
bulliciosamente: “Hola, viejo, te hemos atrapado. No es cosa de
risa”. O algo parecido. Pero no sucedió nada semejante. Y no por
respeto al muerto, o a la muerte, como se le decía a eso antes.
Nosotros hemos visto suficientes muertos en la vida y estamos
acostumbrados. Según creo, el motivo era únicamente la son-
risa. Nos obligaba a ser cautelosos. Tampoco se debe olvidar el
hecho de que habíamos pasado varias semanas muy forzadas, y
que no teníamos el humor de sonreír. Aunque naturalmente con
frecuencia se hacían chistes, como es debido.
Ese día no continuamos viaje. Apenas era mediodía, y por lo
normal no nos hubiéramos permitido descansar ya. No fue nece-
sario ponernos de acuerdo, se dio por sí solo. Dejamos al hombre
tal como estaba y levantamos a cien metros de allí el campamento.
Exactamente igual que siempre. Cada uno de nosotros tenía su
tarea específica, para acelerar el proceso y no perder tiempo. Se
levantó la tienda y se puso a funcionar la cocinilla de alcohol.
A los perros se les dio su pescado seco, y después de que cada
uno había devorado su parte gruñendo, se enrollaron en la nieve.
Siempre tenían que aprovechar cada minuto libre para dormir,
con el hocico entre las patas traseras. Entretanto también nos tocó
a nosotros. Las latas con frijoles y tocino se habían calentado.
Cada uno recibió, como de costumbre, su pastilla de aceite de
colección los ríos profundos

hígado de bacalao y nos pusimos en cuclillas dentro de la tienda


para comer. Siempre nos tomábamos suficiente tiempo para eso,
así se descansa mejor. Nunca se hablaba mucho en ese rato. Así
que no era nada fuera de lo normal. Sólo cuando la botella de ron
dio la vuelta y cada quien tomó su trago, uno titubeó, no recuerdo
quién, como si le pareciera más cortés brindar por el hombre de
afuera. “A él también le haría bien”, dijo. Era incómodo para
142 nosotros que él estuviera allá afuera sonriendo, mientras noso-
tros estábamos dentro de la tienda disfrutando de sopa y ron. Sin
embargo, nadie abordó el asunto. Además, ¿qué podíamos hacer?
Al fin y al cabo no era culpa nuestra. Hubiera podido quedarse en
casa.
Después de haber comido, limpiado los cubiertos en la
nieve y vuelto a guardar, los otros tres se metieron en sus sacos de
dormir como si nada estuviera pasando. Blaise tomó sus instru-
mentos, que había transportado por todo el camino, para medir
cada día la temperatura y la humedad del aire y calcular el lugar
geográfico. Y quién sabe cuántas cosas más. Yo no sabía mucho
de eso, pero solía ayudarle anotando las cifras que me dictaba
en un cuaderno dividido en columnas. Y así hicimos también
ahora.
Blaise tomaba estas cifras muy a pecho. Muchas veces yo le
jugaba bromas por eso. ¿Qué nos importa el lugar geográfico?,
decía yo. En el fondo, eso no nos interesa en absoluto. Y aún
suponiendo que este cuaderno lo llegue a ver alguien, lo cual no
está dentro de nuestros propósitos, ¿qué pasaría? La gente regis-
traría los números en su catálogo y se enorgullecería por haber
adelantado un paso. Pero sólo la ciencia… Nadie más progre-
saría siquiera medio paso con estos números, porque a la hora
de la verdad, nadie sabría qué hacer con eso. Así mismo me burlé
también de las vitaminas. Sólo nos hacen estériles contra la rea-
lidad, había dicho yo. Pero Blaise no se dejaba desviar de sus pro-
pósitos. Le parecía que uno debía servirse siempre de los inventos
de la época, aunque esté convencido de que su utilidad sólo sea
relativa. Aquellos a quienes llamamos salvajes, argumentó, tam-
bién poseen sus pequeños medios que los capacitan para soportar

s El congelado sonriente, Hans Erich Nossack


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

esfuerzos sobrehumanos. Sin embargo, nunca pude deshacerme


del todo de la impresión de que Blaise sólo era tan responsable
con sus números porque esto le proporcionaba un soporte. En
cambio yo opinaba que podríamos adelantar más rápido si no
mirábamos tanto atrás. Blaise llamó a esto un romanticismo a la
inversa.
Pero ya esto se había hablado muchas veces (casi formaba
parte de la digestión), y esta vez no dije nada. Estoy convencido 143
de que esto le llamó la atención, pero tampoco dijo nada. “Cada
vez va aclarando más”, observó, cuando hubimos terminado
con las cifras. Y, en efecto, eso se podía constatar aún sin ins-
trumentos. Al hombre congelado no lo tomamos en cuenta para
nada. Regresamos lentamente a los sacos de provisiones, los
cuales siempre colocábamos alrededor de la tienda para que le
dieran más firmeza. Además, así podíamos percatarnos a tiempo
si los perros les caían encima. Siempre había que contar con eso,
con que podría provocarles. Blaise dio algunos golpes con los pies
a los sacos, y yo lo imité. Todo sin pronunciar palabra. Luego nos
metimos en la tienda y fumamos un cigarrillo. Era uno suplemen-
tario, pues no teníamos muchos, dos por hombre y por día. En el
comienzo se había abusado un poco con eso. Creíamos que los
otros dormían, pero no era el caso. O se despertaron con el olor
a tabaco. Porque, de repente, uno preguntó desde adentro de su
saco: “Bueno, ¿y ahora, qué vamos a hacer con el tipo ese?”. La
voz sonaba enojada; el hombre carraspeó repetidamente después
de haber dicho eso. Y estaba claro que los otros estaban escu-
chando. De modo que no era posible eludir hablar del asunto.
Blaise no respondió de inmediato. Hubo completo silencio
durante un buen rato en la tienda. Nadie lo presionaba, y tam-
poco había prisa. “Mañana le tomaremos una foto”, dijo al fin.
“¿Y después?”, preguntaron desde el saco de dormir.
“Podemos intentar picar el hielo que hay bajo sus pies,
y después acostarlo. Para él es igual si está parado o acostado.
Sería sólo una formalidad. No nos engañemos”. Y después de
una pausa, agregó: “El hombre no es lo que importa”.
“¿Entonces qué?”, insistió la voz.
colección los ríos profundos

“¿Y si nos hubiéramos tropezado con él?”, exclamó Blaise.


Había perdido la paciencia, pero en seguida recapacitó. Había
sido una respuesta necia, ya que sí lo habíamos encontrado. “Lo
importante es sólo”, dijo, tratando de hablar tan tranquilo y
objetivo como siempre, “que estamos aquí en nuestra tienda y
estamos reflexionando con nuestro sano juicio en lo que hemos
logrado”.
144 “Cómica motivación, un hombre congelado”. Esta vez fue
Patrick quien emitió su opinión. La intención había sido que
sonara irónico.
“Justo por eso, porque él se congeló y nosotros no aún. Y no
se lo estoy recriminando, es cosa suya. Sin embargo, hemos dado
la prueba de que se puede llegar hasta aquí sin congelarse. No es
mucho, pero tampoco habíamos esperado mucho. Según todo lo
que nos han enseñado, ya deberíamos estar congelados”.
“¿Pero cómo llegó aquí?”, preguntó uno.
“¿Y cómo llegamos nosotros? Cuando nos encuentren aquí
dentro de diez o cien años, harán la misma pregunta tonta. Con
trineo o a pie, muy sencillo. Probablemente a pie. Este hombre
no es un ejemplo. Tal vez él se lo creía, y como nadie lo tomó en
serio, corrió para acá. Una excursión barata, pero a nosotros no
nos puede engañar. Tampoco su pose. Todo eso son sentimenta-
lismos. Si vamos a trabajar con eso, mejor nos hubiéramos que-
dado en casa. Allá hay suficientes interesados en eso”.
Si yo hubiera participado en la conversación, con toda segu-
ridad hubiera mencionado la sonrisa, porque me parecía lo más
importante. Pero como a los demás no se les ocurrió, yo también
lo dejé así y preferí escuchar.
“¿No se le podría descongelar?”, preguntó uno.
“El poquito de alcohol que traemos lo necesitamos para
nosotros”.
“Yo leí una vez una historia sobre una mujer en un hielo”,
dijo Patrick. “En un bloque de hielo de la era glacial. Cuando la
descongelaron, se derritió volviéndose baba”.
“Pero posiblemente cargaba algún cuaderno de notas en el
bolsillo”, opinó otro.

s El congelado sonriente, Hans Erich Nossack


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

“¿Y qué haríamos con eso?”, preguntó Blaise.


“Podría darnos alguna información”.
“¿Esa pobre estalactita?”.
“O su nombre y por qué y cómo. Quizás no tenga mucho
tiempo ahí. Podríamos así dar información sobre él”.
“¿A quién?”, preguntó Patrick.
“A algún pariente, a una novia, por ejemplo”.
“Las noviecitas son más vivas que tú”, se burló Patrick. 145
“Esas no esperan mucho y se buscan otro, cuando no se regresa.
Y tienen razón. Si no, ¿adónde llegaríamos?”.
Todos rieron y empezaron a hablar de las mujeres. Blaise y
yo nos metimos en nuestros sacos y poco a poco los demás tam-
bién dejaron de hablar porque estaban cansados.
También afuera había mucho silencio. Estuve esperando
varias horas hasta que supuse que era de noche. Entonces me
quité el tapaoídos y escuché. Parecían dormir todos. Tampoco en
dirección a donde dormía Blaise, no se movía nada. Con cuidado
me salí del saco, para lo cual demoré mucho, ya que estábamos
acostados casi uno encima del otro, por lo estrecho y para darnos
calor. Pero lo logré sin despertar a ninguno. Cuando levanté la
entrada de la tienda, la dejé caer de inmediato del susto. Tanta
luz había afuera por el brillo de la luna. No había pensado en eso.
Pero nadie parecía haberlo notado, y así me escurrí rápido hacia
afuera. Por suerte tampoco los perros se movieron. Yo tenía
buenas relaciones con ellos.
No había nada de viento. Durante siete semanas habíamos
tenido que luchar ininterrumpidamente contra el ventarrón;
una vez era más fuerte, otra menos, pero siempre con grandes
rugidos y estrépitos. Por eso esta quietud fue tanto más sorpren-
dente. Era increíble. Casi perdí el equilibrio, ya que tenía la cos-
tumbre de doblarme hacia adelante. En el cielo estaba la luna en
tres cuartos, inmutable. Como si ella hubiese absorbido todo el
viento y todas las nubes y ahora digería.
Fui donde estaba el hombre, y me senté frente a él en la
nieve. Quería disfrutar solito de su sonrisa, esa era la intención.
Ahora proyectaba una nítida sombra. Los cristales de hielo en
colección los ríos profundos

su barba refulgían. Todavía sonreía, incluso se distinguían


mejor ahora que de día. Su rostro era como un paisaje que me
parecía muy conocido. Arbustos y valles, todo como debe ser.
En cualquier momento podrían cantar las golondrinas adentro o
lamentarse una lechuza. Traté de recordar dónde la había visto.
Porque entonces hubiera podido decir de dónde provenía él aun
sin papeles. De todas maneras, Blaise tenía razón, eso carecía
146 completamente de importancia. Para gente como nosotros no es
importante la proveniencia. Eso sólo obstaculizaba que se avan-
zara. Este hombre tampoco miraba hacia atrás. Sonreía en direc-
ción hacia donde íbamos.
Quizás esté viendo algo, pensé y me puse de pie. Por ejemplo,
sería posible que en alguna parte lejana estuvieran otros más de
pie como él. A determinada distancia como los postes telegrá-
ficos; toda una cadena que le sirviera a uno para orientarse. Pero
no vi nada más que la infinita planicie desnuda nevada.
Me imaginé que yo estuviera parado allá atrás, a unas cien
millas más adelante. Naturalmente también congelado, pero aún
así. Y traté de sonreír, pero no lo logré. Pensaba y pensaba, cada
vez más rápido, porque el hecho de pensar yo no lo quería aban-
donar de ninguna manera, era lo último... y al mismo tiempo
sabía que ya no quedaba nada más que pensar. Hasta sudé en las
axilas, a pesar del frío. Me hubiera gustado pegar un buen grito,
seguramente me hubiera servido de gran alivio.
Cuando me di la vuelta para darle un puñetazo y destruir
al tipo la infame sonrisa —porque no había otra cosa con qué
pegarle— por poco le doy a Blaise que se encontraba detrás de
mí. El golpe falló, yo perdí el equilibrio y él me atajó.
“¡Suéltame!”, grité furioso.
“Pero si no te estoy reteniendo. ¡Cómo se me ocurriría!”,
dijo y me soltó. “Quizás hasta me dejaría pegar por ti sin defen-
derme. Por el calor animal que produciría. ¿Pero cuánto tiempo
duraría eso? Todas nuestras acciones aquí no son más que una
huída hacia una actividad, cuyo objeto tenemos que lograr pri-
mero sin creer en él. Es el efecto de la extenuante ausencia de

s El congelado sonriente, Hans Erich Nossack


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

resistencia en este mundo que nos rodea. Tuvimos una expe-


riencia acerca de nosotros, y esa fue la intención”.
“Mejor no hables tanto”, dije yo.
“Claro que sería mejor, ¿pero qué crees de mí? Yo no soy
ese ahí con su sonrisa. No, no lo destruyas. Tampoco él tiene la
culpa. Además me echaría a perder la foto que le quiero tomar. A
mí me parece que él está hecho del material del cual desde siempre
han hecho a los dioses. Y esas cosas siempre despiertan interés. 147
Les mostraremos la foto y les diremos: hemos descubierto un
dios congelado. Él los abandonó porque no creyeron lo suficiente
en él. Pero tampoco está enojado, pues miren, sonríe. La poca fe
de ustedes le dio la oportunidad de convertirse en un dios. No, la
última frase mejor la quitamos. Bello mito, ¿verdad? Realmente,
suficiente motivo para sonreír. Pero no para nosotros, querido
congelado. Pues el consuelo con que un dios se consuela no es
suficiente para nosotros. Porque el placer que te confiere la sen-
sación de haberte sacrificado para otros, no se equipara al placer
que nos trajo aquí: intentar por fin alguna vez sacrificarse para sí
mismo, hasta el último resto”.
“¡Cállate ya! Sé por adelantado todo lo que vas a decir”, le
dije para disuadirlo.
“Mejor. Eso nos ahorra discursos que ese ahí no entendería
de todas maneras. ¡Al meollo! Nos quedan provisiones para dos
semanas más. Para regresar al último depósito, necesitaríamos
dos semanas, si todo va bien. Pero preventivamente tendríamos
que reducir las raciones. Tú estuviste en desacuerdo con instalar
ese depósito, es cierto. Pero tampoco hubiéramos podido traer
las cosas con nosotros, porque no hubiéramos llegado ni hasta
aquí. Claro que con lo que tenemos podemos seguir dos o hasta
tres semanas más. ¿Crees que aún tendría sentido?”.
“No hay regreso”, dije.
“No respondas tan rápido. No puedo decir dos veces lo que
quiero decir. Lo que pensábamos ayer ya no es cierto. No es tanto
este hombre lo que me hace vacilar, sino ese silencio absoluto en
que hemos caído. Es una situación completamente nueva. Ya no
existe ninguna resistencia, eso es horrible. ¿Oiste? Digo: horrible.
colección los ríos profundos

Mi neutralidad me ordena admitirlo. Debe haber sido eso mismo


lo que acabó con ese hombre. Claro que antes habrá perdido la
cabeza. Bueno, eso puede pasarle a cualquiera. Debe haberse esca-
pado de sus compañeros... ¿Y tú por qué no te escapaste? Cuando
saliste de la tienda, yo estaba seguro que lo ibas a hacer. Y te dejé
bastante tiempo para hacerlo, idiota. Entonces todo hubiera sido
más sencillo. Tranquilo. Probablemente fueron las despreciadas
148 píldoras de vitamina lo que te impidió. El chance de todos modos
se perdió. Para ambos. Sea como sea, tenemos que tomar una
decisión; los demás harán lo que decidamos; si no, no estuvieran
durmiendo. Les gustará demasiado devolverse. Ya están hablando
mucho de mujeres, eso es una señal segura. Pero los creo lo suficien-
temente decentes como para seguir también camino, por camara-
dería, para congelarse junto con nosotros. Todos los cinco. ¿Vale
la pena, después de que ese tipo se nos adelantó? No es necesario
hacerlo dos veces. Entre cinco tampoco habrá otro resultado.
“Lo otro es imposible”, dije.
“¿Qué? ¿Regresar?”.
“Sí”.
“Gran novedad”, se burló Blaise. “Como si no lo hubiéramos
sabido antes. Como si no hubiéramos abandonado por eso los
lugares de desove de los grandes sentimientos, en que la superficie
estaba tan babosa que ya no se tenía clara visión. Regresar, un afro-
disíaco. Regresar a rastras a los altares. Y a la cama con las mucha-
chas. ¿Quién está hablando de regresar? Yo estoy hablando de fra-
casar. ¿Qué crees? ¿Que el hombre de nieve tenga un papel en el
bolsillo? Yo no confío mucho en él. Él luce todo como uno que no
quiere admitirse a sí mismo que fracasó. Y gente así suele abrumar
a la gente con su pequeño pasado. ¿Acaso no procede todo lo que se
habla y se escribe de fracasados? Sólo tengo que verme a mí mismo.
Pero dejémoslo a él. Tratando de explicárnoslo a él, sólo nos expli-
camos a nosotros mismos. Incluso su posición erecta no es nada
nuevo. Como si nosotros no lo hubiéramos practicado mil veces, de
noche en nuestro cuarto, cuando no quedaba nada que nos distrajera.
Mientras en torno, los vecinos se calentaban con el vaho de su propio
cuerpo. ¡Basta! ¿Qué otra cosa nos queda? ¿Perder el control de los

s El congelado sonriente, Hans Erich Nossack


Lot te de Vareschi (compiladora) Doce cuentos cortos alemanes

nervios? Eso hubiera podido ser bueno en su tiempo, se sacaban cono-


cimientos de ahí, y si se tenía suerte, se convertía en un santo. Pero eso
ya no corresponde lamentablemente al desarrollo de nuestro cerebro.
Sería una chapucería. Por eso he resuelto fracasar. Todo lo demás es
tan posible que se me ha vuelto sospechoso, y así no me queda otra
cosa que lo más imposible: volver hasta el punto desde donde esté en
condiciones de guiar la vida de un fracasado, sin por eso hacer sufrir
a otros. Si se quiere, hasta los altares y las muchachas. Si me necesitan 149
para reafirmar su existencia, ¿por qué no? Sólo quieren de nosotros
lo que pueden utilizar, y eso es fácil de dar. Pero, ¿podré? Porque de
eso depende de que un día maduremos para disfrutar de este bello
silencio. Pero tengo un frío tan horrible que temo congelar todo lo que
vaya a tocar”.
“Ven”, dije y le ayudé a levantarse de la nieve. Y luego le dije
que quizás fue por él que no salí huyendo hace rato. Pero creo que
no lo oyó, porque naturalmente hablé en voz baja.
“¿Sabes?”, empezó de nuevo, “tal vez nuestro amigo ni
siquiera está sonriendo. Quizás sea tan sólo un reflejo de un mús-
culo, y a nosotros sólo nos parece. Pero también puede ser que él
sólo haya querido un “duérmete, niño” o “espejito, espejito en la
pared” o algo parecido, para oírse él mismo, y en eso le cayó un
copo de nieve en la lengua. ¡Oh! Cómo me hubiera gustado arri-
marme al congelado varios metros más allá”.
Ahora la luna se encontraba detrás del congelado e ilumi-
naba el rostro de Blaise.
“¿Pero qué haces?”, exclamé, porque me asusté, pues él
hacía unas muecas ridículas.
“Intenté imitar su sonrisa”, dijo. “En la foto quizás no se
distinga con claridad, y quizás uno pueda necesitarlo alguna vez
para hacer feliz a algún pobre ser”.
Yo enganché mi brazo en el suyo. Estábamos tan envueltos en
lana, cuero y pieles que nos sentíamos como dos muñecos rellenos
de harapos. De un cuerpo cálido que había adentro no se notaba
nada. Pero nuestros movimientos eran los mismos. Así regresamos
a la tienda. “Mañana tendremos el viento en la espalda”, pensé, y
Blaise seguramente pensaba lo mismo. Así que ¿para qué hablar?
Índice

Nota de la edición 9
Prólogo 11
Wolfdietrich Schnurre
El suicidio 17
Ingeborg Bachmann
Todo 25
Herbert Eisenreich
Experiencia a lo Dostoievski 45
Max Frisch
La historia de Isidoro 61
Günter Eich
Trenes en la niebla 67
Marie Luise Kaschnitz
Fantasmas  77
Günter Kunert
Entrega a domicilio sin costo adicional 89
Ina Seidel
Alguien adquirió un receptor  99
Hubert Fichte
Anécdota doble 113
Heinrich Böll
Tibten 117
Ilse Aichinger
El hombre atado 123
Hans Erich Nossack
El congelado sonriente 139
Los 1000 ejemplares de este título
se imprimieron durante el mes de
diciembre de 2006
en Fundación Imprenta del Ministerio de la Cultura

s
Caracas, Venezuela

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