Desde luego que me parece una propuesta interesante recorrer los últimos 25 años
de nuestra vida democrática, para analizar en ese contexto la situación de las letras en el
país; concretamente, saber cuánto se produjo y si hubo un cambio o no. Hablo de 1983 al
2009; sin embargo, no se comprenderá muy bien ese periodo si se ignora lo que deja tras de
sí. Al leer dicha propuesta, me vino la amarga sensación de que ya éramos historia los de
las generaciones pasadas, a pesar de que seguimos produciendo y que las vidas de los
nuevos escritores aún están mezcladas con las nuestras.
El equipo coordinado por Omar Rocha Velasco y Cléverth Cárdenas Plaza nos
muestra un encomiable empeño, que hubiera logrado mejores resultados si acaso superaba
sus precipitaciones y ligerezas. Por un lado, Cléverth Cárdenas, en su artículo inicial,
“Democracia y literatura boliviana”, afirma que han revisado “los archivos, fondos y
bibliotecas más representativos del país”; sin embargo, también dice que: “Quizá los
índices de cada género no estén completos, pero estamos seguros de que contienen a los
textos más representativos”. Una aclaración, sin ánimo de desmerecer su redacción: No se
dice: “contienen a los textos más representativos”; la “a” está demás, a no ser que quiera
decir: a los autores más representativos. Esa “a”, como preposición, sólo funciona con
personas, no con cosas u objetos inanimados; desde luego que también se da en otras
situaciones, como dativo o complemento indirecto, pero no viene al caso entrar en esos
detalles. Volviendo a su artículo, no sé cómo pueden estar seguros si, al mismo tiempo,
Cléverth dice: “quizá no estén completos”. Ese “quizá” nos hace ver, a más de su
inseguridad, que algo falta por descuido o porque exageran al decir que acudieron a “los
archivos, fondos y bibliotecas más representativos del país” o, también, puede ser porque
algunos de esos escritores no gozan de la simpatía de los miembros del equipo; entonces,
también dudamos de que hicieran: “uno de los esfuerzos más grandes por completar el
trabajo,(;) los textos faltantes fácilmente pueden ser añadidos una vez socializado el
trabajo”. ¿Textos faltantes? Claro, si se refiere a la colección de cuentos de “Correveidile”,
por ejemplo, teniendo en cuenta que Manuel Vargas les puso al alcance de la mano los
cuentos más selectos del país; Por otra parte --a pesar de anunciarla en el título--, se
olvidaron de la novela; de ahí que es natural que dejaran de lado a autores, como: Renato
Prada, Néstor Taboada, Manuel Vargas, Raúl Teixidó, Ruber Carvalho, Claudio Ferrufino,
Gonzalo Lema, Ramón Rocha, Wolfango Montes, Homero Carvalho, Paz Padilla, Juan
Claudio Lechín, Gaby Vallejo, Gabriela Ovando, Georgette Canedo de Camacho, Juan de
Recacochea, Edgar Ávila Echazú, Waldo Barahona, Sebastián Antezana, Freddy Ayala
Vallejos, Luisa Fernanda Siles, Wilmer Urrelo, Juan Pablo Piñeiro, Mauricio Murillo y
otros cuya obra no puede pasar desapercibida; entonces, los faltantes posiblemente sean
añadidos; después de todo, no se trata de desconocidos y la novela no puede ser reducida a
un capítulo donde sólo se hable de dos de sus figuras (Edmundo Paz Soldán y Alison
Spedding); lo evidente es que algunas obras jamás serán tomadas en cuenta, sobre todo en
lo que a mi producción se refiere. ¿Por qué? Probablemente por consigna. Inclusive en el
catálogo presentado por Marcelo Villena, ignoraron mis cuentos y novelas. Actitud
inconcebible en intelectuales que --aun equivocándose-- han mostrado integridad y
solvencia, honrando cuanto escribían; después de todo, se trata de docentes universitarios.
Entonces, ¿cómo pensar que pudieran hacer labor de inquisidores, al no encontrar otra
forma de responder mis críticas? Luego de este artículo, ¿sentirán que tengo algo personal
contra ellos? Al contrario, pondero su empeño; pero no por ello voy a aplaudir sus
incoherencias. Lo cierto es que en cualquier lugar del mundo se respeta el derecho a
disentir, especialmente viviendo en democracia. Si lo piensan bien, los únicos perjudicados
son ellos mismos y los que confían en la calidad de su labor. De los cinco libros de cuentos
que publiqué a partir de 1983 (“Los golpes”(1983), “La hora de los ángeles”(1987),
“Entre ángeles y golpes” (2001), “El despertar de la bella durmiente” (2009), “Cinco
noches de boda”(2009) ), varios cuentos fueron traducidos a otros idiomas, hallándose en
antologías y revistas de América y Europa, inclusive “Cinco noches de boda”, fue
presentado en la Feria del Libro de Mar del Plata, el 2009, por Adolfo Colombres; en
cuanto a mis cinco novelas, 2 fueron publicadas entre el 2006 y 2009; además, “La saga
del esclavo” (2006) y “Octubre negro” (2007) circulan en un espacio virtual, habiendo
registrado más de cincuenta mil lectores. Las cinco novelas fueron reeditadas recientemente
por la Editorial Kipus de Cochabamba, lo mismo que “El Charanguista de Boquerón”,
galardonada con el Premio Nacional de Novela “Marcelo Quiroga Santa Cruz” (2010).
Por un lado, Cárdenas toma los juicios que Javier Sanjinés expone en su estudio:
“Tendencias actuales en la literatura boliviana” (1985). Al respecto, me parece necesario
aclarar su apreciación del testimonio, cuando dice: “El testimonio para Sanjinés, lo mismo
que para Jhon Beverley y Hugo Achugar, es la expresión o la nueva manifestación de la
literatura latinoamericana, mucho más legítima para hablar de la creación de símbolos
representativos para diversos grupos sociales y humanos”. ¿Más legítima que cuáles
símbolos representativos? De lo que no cabe duda es que todo testimonio es directo y
vivencial; cualquier especulación teórica, por muy novedosa que sea, se queda en eso, en
teoría. Bervely y Achugar hablan de “La voz del otro”, como “Testimonio, subalternidad y
verdadera narrativa”. Es aventurado lanzar adjetivos como: verdadero, para cualificar algo
que se hace inefable en el gusto de las generaciones. La singularidad de la narrativa fue
magistralmente expuesta por Mijail Bajtín en su “Teoría y estética de la novela” (1989).
Luego, Cárdenas, sin esbozar nada nuevo ni legítimo, reitera: “De ese modo, la propuesta
temática de Sanjinés para la crítica literaria boliviana en el periodo democrático, se
centra, primordialmente, en el testimonio”. Testimonio que se da en cualquier periodo,
como lo muestran Mijail Bajtín, Walther Benjamín y Georg Lukács, este último con La
novela histórica (1955) y Significación actual del realismo crítico (1958). Ambos tratan
de aspectos testimoniales bien documentados que continúan vigentes en nuestro periodo
democrático El prurito de acomodar ciertas teorías nacidas en circunstancias que no
siempre son aplicables a una realidad concreta como la nuestra, a veces, nos lleva
únicamente a ponernos a tono con la moda. Ni Sanjinés, menos Jhon Berveley y Hugo
Achugar pueden comprender plenamente “la nueva manifestación de la literatura
latinoamericana”, sin antes haber apreciado inclusive las manifestaciones estéticas de la
oralidad. Al respecto les recomendaría tomar en cuenta dos obras que pueden ampliar su
criterio globalizador: “Celebración del Lenguaje” (1997), de Adolfo Colombres, que va
“Hacia una teoría intercultural de la literatura”, y “La literatura testimonial
latinoamericana” (2003), de Gustavo V. García, que esboza una “(Re) presentación y
(auto) construcción del sujeto subalterno”, ampliando la visión crítica de Berveley. Si bien
Sanjinés es boliviano, nacido en La Paz (1948), hace ya varios años que ha fijado
residencia en los Estados Unidos, trabajando en la Universidad de Minnesota. En la
mayoría de sus estudios se lo percibe fiel a su invariable testimonio urbano. Así
difícilmente podría tomar en cuenta la descolonización de la educación indígena, la
participación política del indígena y especialmente su papel en la redefinición del actual
proyecto nacional; en tanto Jhon Bervely es un prestigioso analista norteamericano
dedicado al estudio “subalterno”, como testimonio de la cultura del otro, especialmente en
“Against Literature”. “Contra la Literatura” (1993). En su crítica de una obra, en lugar
de ver las unidades promueve analizar los momentos en los cuales se descompone un texto.
Luego de la exitosa difusión de su ensayo “Anatomía del testimonio” (1987), publicado
en la “Revista de Crítica Literaria Latinoamericana”, 25, en una entrevista dice: “No somos
subalternos, no somos Rigoberta Menchú. Ella es latinoamericana, pero no habla
necesariamente para todos los latinoamericanos, ni aun para los indígenas”. Claro que no
y por esa razón su testimonio se hizo universal, accediendo al Premio Nobel de la Paz.
Cléverth Cárdenas considera que el testimonio es vital para definir su ámbito de estudio. Y
así es. Pero del mismo modo, también habría que considerar los testimonios que se dieron
en el tiempo de las dictaduras; tiempo que para cualquier artista siempre está latente. ¿Por
ventura, alguien cree que ya se acabaron las dictaduras? La ambición por el poder
encuentra muchas formas para dominar, someter y amedrentar no sólo a sus oponentes, sino
al pueblo que lo eligió. En la experiencia boliviana, bástanos un ligero repaso a nuestra
historia; asimismo, leer los poemas de Alcira Cardona Torrico, Jorge Calvimontes, Alberto
Guerra, o a los cuentos de René Pope, Víctor Montoya, Renato Prada y tantos otros que aún
registran la sangre y dolor de nuestro pueblo. Por si no lo han advertido, “Si me permiten
hablar”, de Domitila Chungara, ha sido la cantera para muchos poetas y cuentistas
bolivianos, no de entonces, sino de hoy. Cuando se habla de literatura nacional, no es
adecuado focalizar el estudio en un núcleo urbano, como en este caso La Paz, y dejar de
lado los centros mineros, donde también se lee y escribe. Finalmente, Hugo Achugar,
uruguayo de nacimiento, con quien estuve en 1965, en Montevideo, cuando ambos
comenzábamos con nuestros escarceos literarios; ahí también volví a encontrarme con René
Zavaleta, luego de nuestros años en el Colegio Nacional Bolívar de Oruro. Zavaleta,
exiliado, trabajaba en el semanario “Marcha”; además, en la Embajada boliviana se
encontraba Oscar Cerruto. Aquellos fueron inolvidables momentos. En Achugar, el
testimonio es parte vital en la motivación de sus “Notas sobre el discurso testimonial
latinoamericano”, en “La historia en la Literatura Iberoamericana”. Eds. de Raquel
Chang-Rodríguez y Gabriella de Beer. Hanover, NH: Ediciones del Norte, 1989. Bajo
ninguna circunstancia deja de expresar la importancia del testimonio en los movimientos
sociales y culturales. Con todo, cabe aclarar que cuando algún crítico se refiere a la
literatura latinoamericana (no hispanoamericana, únicamente), debe hablar, también, de las
obras que se producen en otras lenguas, no exclusivamente las de las élites urbanas, como
el español, portugués, inglés o francés, sino de las que nacen con las culturas aborígenes, ya
sean: maya, azteca, quechua, aimara, mojeña o guaraní. Si revisan la “Revista de crítica
literaria latinoamericana”, del primer semestre de 1993, año XIX-N° 37, Pgs. 243-258,
encontrarán un testimonio por demás interesante sobre “El jukumari en la literatura oral de
Bolivia”.
Para concluir con esta parte, otro esfuerzo que destaca Cléverth Cárdenas, es el
realizado por el grupo elitista de Blanca Weithüchter y Alba María Paz Soldán, con su
“Hacia una historia crítica de la literatura boliviana (2002), en dos volúmenes
financiados por el PIEB; las observaciones que les hice por prensa y en el primer volumen
de mi “Nueva Historia de la Literatura Boliviana”, no fueron bien recibidas por los
integrantes de ese equipo. Cléverth Cárdenas dice en su artículo que: “Se trata de una
construcción histórica en términos cronológicos, pero teniendo a la literatura y su
acontecer como fundamento. Al mismo tiempo divide su trabajo en cuatro partes, la
primera denominada el Arco colonial, un pliegue, el Arco de la modernidad y un
Postludio”. Al parecer, ni él ni los responsables de esta su “magna” obra se han dado
cuenta de lo que implica “desarrollar en términos cronológicos” un estudio histórico que,
además de ser claro y preciso, debe ser didáctico y ordenado. A continuación Cárdenas
añade: “El Arco colonial pretende eludir la referencia cronológica que nos remitirá sólo
hasta la colonia y piensa la colonia como la actitud testimonial del lenguaje que radica en
las obras”. Semejante aserto se contrapone a su anterior enfoque. Primero, si “pretende
eludir la referencia cronológica”, deja de estar “en términos cronológicos” y, si es
colonial, es lógico que su pensamiento los remita “sólo” a esa época. Lo que viene después
no tiene una justificación clara, cuando dice: “Así el arco colonial traspasa las fronteras
históricas y el cambio, a juicio de Blanca, se da con la aparición de “Castalia Bárbara”
(1899), porque con Ricardo Jaimes Freyre, la obra por primera vez deja de reproducir la
realidad y construye sus propios mundos”. ¿Qué arco es ese que traspasa las fronteras
históricas, dejando de lado los periodos independentista y republicano, para situarse en el
Modernismo que se abre a comienzos del siglo XX, en Bolivia? ¿Acaso, una vez clausurada
la colonia, las naciones liberadas no se propusieron seguir un nuevo rumbo, más acorde con
su condición soberana? La aparición del romanticismo fue primordial para ellos,
adquiriendo carácter local en cada una de las repúblicas nacientes, como lo expliqué en el
tercer volumen de mi “Nueva Historia de la Literatura Boliviana” (1995). ¿De dónde
sacan la idea de que “Castalia Bárbara” es una obra que deja de reproducir la realidad?
¿Qué es la realidad para ellos y qué tiene que ver esa obra con el periodo colonial?
Entiéndanlo bien, ninguna obra literaria, por más fantástica que sea, se da al margen de la
realidad. “Castalia Bárbara” es un canto épico lírico, inspirado en la mitología
escandinava. Como los símbolos, los mitos son una forma de interpretar la realidad;
además, forman parte de la cultura de una nación. Tan despistado anda Cárdenas que luego
dice: “el indigenismo, preocupación del siglo XIX, ha sido importante para nuestras letras
y nos dio una de las novelas bolivianas más conocidas en el mundo: Raza de bronce
(1919)”. ¿Le será difícil entender que dicha preocupación era del siglo XX, dado que esa
novela fue publicada en 1919?
Dos novelistas del periodo democrático: Alison Spedding y
Edmundo Paz Soldán
Gilmat Gonzales justifica su artículo con las siguientes palabras: “Elegí a Edmundo
Paz Soldán (Cochabamba, 1967) y Alison Spedding Pallet (Londres, 1962) porque en uno
vemos representado el mundo de los “blancos” y en la otra el mundo de los indios.
También porque son un novelista y una novelista. Y porque creo que son una metáfora de
dos movimientos de nuestra democracia: uno que oscila en el vaivén de estar y no estar
aquí y el otro más bien afincado en lo propio”. Tienede a racista cuando insinúa que Paz
Soldán representa “el mundo de los blancos”; en todo caso, en sus obras están las clases
sociales de los países en los cuales ha vivido, especialmente el suyo. Cuando Gonzales
dice: “oscila en el vaivén de estar y no estar”, desliza un razonamiento que se hace
ambiguo. En tal caso, para precisar no debe ser “el otro”, sino “la otra”. Además, ¿no están
ambos narradores afincados en lo propio? Bueno, como sea, ahí aparecen estas dos figuras,
confrontadas por voluntad de un articulista, que no sólo se muestra interesado por la
temática de las obras que analiza. Veamos: Al referirse a la obra de Paz Soldán, Gilmar
Gonzales Salinas, dice: “Edmundo Paz Soldán es un novelista de lo que en lenguaje común
se llama la clase privilegiada. No sólo debido al lugar económico y social al que el autor
pertenece (,) sino porque el mundo representado a través de su escritura y su perspectiva
narrativa son de la clase privilegiada”. En lenguaje común, a los de esa clase se los llama
“jailones”. ¿Es así cómo percibe las novelas de Paz Soldán? Desde luego que Paz Soldán es
un novelista privilegiado, pero no por su rango social, sino por su extraordinario talento
creativo. Pocos narradores bolivianos han logrado, en toda la historia de nuestra literatura,
la atención y las distinciones que le confieren sus lectores y críticos de dentro y fuera del
país, sin contar las traducciones de sus libros (a la fecha a nueve idiomas). En marzo
cumplirá 46 años de edad. Hay que entender que su vida, como la de todo ser humano, no
es nada fácil. Los lauros que ha conseguido son fruto de su esfuerzo y talento. Algo más,
también es docente de Literatura en una Universidad norteamericana, donde la acreditación
de sus conocimientos es constante.
Omar Rocha Velasco --uno de lo coordinadores del presente estudio-- nos ofrece su
análisis --en nueve partes-- sobre el cuento boliviano en los últimos tiempos, con relevantes
ausencias. Indudablemente que es un trabajo medular, no sólo por tratarse de un género al
que en esta oportunidad le han brindado una amplia cobertura --en desmedro de la novela--,
sino por la proyección cultural que consideran propia de la democracia. Sin embargo,
Rocha deja tantos espacios –por no decir lagunas—, que una vez más debo aclarar que mis
observaciones no tienden a mellar su calidad intelectual; simplemente no puedo tolerar su
versión precipitada de nuestras letras. Desde luego que nadie es infalible, al menos en
nuestro oficio, específicamente cuando procuramos evaluar un periodo tan reciente o la
obra de un autor que da sus primeros pasos. El problema está en no caer en el facilismo ni
obrar con preferencias regionales. Bolivia no sólo es La Paz. A ratos Omar Rocha se
muestra cauto –aunque no lo suficiente--, pues debería saber, como todo investigador, que
nadie puede estar seguro de lo que hace, sin antes verificar sus datos. Lo malo es que Rocha
confía ciegamente en sus fuentes, al extremo de que se adhiere con facilidad a las ideas que
le exponen; eso le puede resultar perjudicial si no las confronta con las de otros
investigadores y las verifica en su origen; además, siempre debemos revisar y repensar los
temas que tenemos en carpeta. Encuentro que la primera parte de su estudio se halla
cuidadosamente elaborada, para ambientar las obras que luego analiza en la segunda, donde
lamentablemente aparecen algunos desaciertos, como cuando dice: “Incluso, grandes
cuentistas (Jaime Sáenz, Carlos Medinaceli, Oscar Cerruto), son considerados casi
exclusivamente por sus novelas y no por sus cuentos”. Al parecer es una ligereza, porque
no creo que desconozca la obra de esos autores como para no darse cuenta de que Sáenz,
Medinaceli y Cerruto precisamente son novelistas. Es más, Sáenz y Cerruto también son
poetas. Sáenz es autor de las siguientes novelas: “Felipe Delgado” (1979), “Los papeles
de Lima Achá” (1991), “El señor Balboa”, “Santiago Machaca” (1996) y
“Tocnolencias” (2010); Medinaceli cobró relieve por su única novela “La Chaskañawi”
(1947), así como también con sus estudios críticos; Cerruto por “Aluvión de fuego” (1935)
y, claro está, por “Cerco de penumbras” (1958), donde sí se muestra notable cuentista; en
cambio, los otros dos no son cuentistas --menos todavía grandes--, aunque sí escribieron
algunos relatos que no han trascendido. En Medinaceli, “Adela” (1955), es un cuento largo
que cobró cierta resonancia en su tiempo y luego se perdió. En todo caso, me parece que es
pertinente recordar que cuento y relato no son lo mismo. Si alguien quiere ampliar sus
conocimientos al respecto, ahí tiene el libro de Mempo Giardinelli: “Así se escribe un
cuento” (1998).
En la tercera parte, Omar Rocha se refiere a los cuentos aparecidos en los tiempos
de represión, que Ana Rebeca Prada considera “una cuentística del terror” en su estudio
“El cuento contemporáneo de la represión en Bolivia” (1985), que Rocha toma de base
junto a “El Quijote y los perros. Antología del terror político” (1979). En este acápite,
hubiera sido importante analizar la obra de Oscar Soria, Jorge Suárez, Alfonso Gumucio
Dagrón, Roberto Laserna y Alfredo Medrano. En la cuarta parte, se esfuerza por destacar la
narrativa de René Bascopé, sin considerar que junto a él sobresalieron otros cuentistas,
algunos de ellos amigos suyos, como: Manuel Vargas y Jaime Nisttahuz, con quienes
dirigió la revista “Trasluz” (1976).
Los fragmentos que reproduce Omar Rocha --modelos del barroquismo para él--,
sacados de William Camacho y Mabel Vargas, no son los más adecuados para ilustrar sus
aseveraciones; además, al lado de Cárdenas y Paz Soldán, ambos autores son de discreta
producción; por otra parte, advertimos que Rocha se sustenta en la visión barroca de
Eugenio D’Ors; al respecto, hubiera sido bueno que ampliara sus conocimientos estudiando
a Heinrich Wölfflin, el más notable de los analistas del barroco, especialmente con su libro
“Renacimiento y Barroco” (1978).
En la sexta parte vuelve a los escritores más representativos del pasado siglo; lo
curioso es que, sabiendo que existen “obras poco ‘atendidas’ por la crítica literaria como
El Occiso (1937) de María Virginia Estenssoro” y “Rodolfo el Descreído” (1939), novela
de David Villazón, llevado por un juicio de Luis H. Antezana, todavía cree que “Cerco de
penumbras” (1958) libro de cuentos de Oscar Cerruto y “Los deshabitados” (1959),
novela de Marcelo Quiroga Santa Cruz: “fueron las obras que marcaron una nueva
tendencia, alejada de un predominio realista”. Si --aunque sea por curiosidad-- se hubiera
molestado en leer “El Occiso” y “Rodolfo el descreído”, se hubiera dado cuenta de que
las obras citadas por Antezana no marcan lo que afirma; tampoco están alejadas del
“predominio realista”. Son obras insertas en el realismo crítico; es más, Cerruto inclusive
tiene un cuento inspirado en la revolución del 9 de abril de 1952: “Ifigenia, el zorzal y la
muerte”; otros, en Chejov y en Borges. Lo nuevo está en “El occiso” y en “Rodolfo el
descreído”. La novela de Quiroga Santa Cruz se inserta entre las que marcaron el “boom”
latinoamericano, al influjo de Joyce y Faulkner. Entre los narradores que Rocha cita, se
olvidó de otros igualmente notables, como: Adolfo Costa du Rels, Osvaldo Molina,
Augusto Céspedes, Oscar Soria Gamarra, Augusto Guzmán, Humberto Guzmán Arze,
Porfirio Díaz Machicao, Josermo Murillo Vacareza, Alfredo Flores, Gastón Suárez, Raúl
Botelho Gosalves y Pedro Shimose.
Pablo Lavayén, al comenzar su artículo, habla de las bondades “del surgimiento del
Internet y otras tecnologías de comunicación”, pero curiosamente ni el Internet ni esas
tecnologías le motivaron para elaborar su estudio. Considera que el Internet es “un
fenómeno ‘insostenible’”, por cuanto le cuesta lanzarse al amplio mundo de las ideas;
entonces, debe optar por el camino que le señalaron sus docentes: “Como nunca ahora se
debería empezar –dice— a reflexionar sobre un cierto comportamiento de la elección
artística. Resulta obvio que el lugar de dicha labor es el de las listas canónicas. Por otro
lado, existe una segunda opción. Se trata de la elección subjetiva que tomará en cuenta
todos los datos ofrecidos por las lecturas recurrentes para saltar de una a otra obra en un
juego altamente productivo”. En primer lugar, debería saber que investigar no es cosa de
juego; es algo más serio, sobre todo si se quiere que ese algo sea verdaderamente
productivo. Luego, si se recurre a la lectura es porque es la única forma de conocer una
obra, sin saltos ni sobresaltos: con continuidad, especialmente si estamos con las obras que
consideramos imprescindibles. Ahora voy al meollo de su procedimiento. Pablo Lavayén
nos habla de su base de datos: 522 libros de cuento; entonces, dice que necesariamente
tiene que reflexionar sobre su elección. ¿Cómo reflexiona? Veamos: “Desde semejante
cifra –dice-- se procederá a dar un salto metodológico, tal vez un tanto caprichoso(,) pero
sobre todo relevante, a un pequeño número de obras de las cuales se elegirán una
cuantas(,) debido a su condición de representatividad y su alta calidad estética”. No hay
salto metodológico que sea “un tanto caprichoso”; menos todavía si se pretende que sea
“relevante”. Me hubiera gustado que nos explicara qué entiende por “su condición de
representatividad”. ¿Qué pretende que le represente un cuento?: ¿Una clase social? ¿Un
estilo? ¿Una región? ¿Un nivel estético? O tal vez otros mundos y galaxias, teniendo en
cuenta su predilección por las novelas de ciencia y ficción. Es curioso que no se hubiera
dado cuenta que “Memorias de futuro” (2008) de Miguel Esquirol, es un libro de cuentos
de ciencia y ficción, que no tiene nada que envidiar a lo que hace Philip Dick. Vaya uno a
saber qué pasa por su cabeza con cada una de sus lecturas. En cuanto a calidad estética, me
pregunto cuán preparado está para apreciar, por ejemplo, “Los nombres del infierno”
(1985), libro de cuentos de Renato Prada, que salió en México, al igual que “Las máscaras
de ‘el otro’” (2008). Lamentablemente Prada no existe en sus registros. Para su equipo,
algunos exiliados dejaron de ser bolivianos en cuanto salieron del país. ¿Sabrá quién era
Prada? Cuando habla de Literatura Latinoamericana, refiriéndose a lo grotesco en Sáenz y
Cárdenas, dice: “el verdadero precursor de dicha literatura de lo grotesco es Roberto Arlt.
Tal vez si seguimos este rastro todo se haga más evidente. ¿Se puede comparar a Cárdenas
con Arlt?”Claro que se puede, como que ambos tienen mucho que ver con un sesgo del
“criollismo”; en cuanto al verdadero precursor de lo grotesco, es más probable que lo
encuentre en el ecuatoriano Pablo Palacio y sus relatos de “Un hombre muerto a
puntapiés” (1927). Como al menos Lavayén sabe que existe el Internet, podría ingresar a
las Bibliotecas más grandes del mundo, especialmente a la de la UNESCO y bajar los libros
que están en oferta; asimismo, acceder a una serie de revistas virtuales; por ejemplo, en
“Palabras más”, pudo haber leído el estudio de Samuel Arriarán: “En busca de un libro
perdido: Los nombres del infierno”, que también se publicó en la revista “Semiosis”, vol.
V, Num. 10, julio-diciembre del 2009. Instituto de Investigaciones Lingüístico-literarias de
la Universidad Veracruzana. Lamentablemente Pablo Lavayén no fue incentivado para este
tipo de trabajo. Lo curioso es que sabiendo que: “Hasbún se adscribe a la corriente
inaugurada en Bolivia por Edmundo Paz Soldán”, ignora “Las máscaras de la nada”
(1990), libro de cuentos de Edmundo Paz Soldán, con el cual prácticamente se inicia una
nueva corriente en la narrativa boliviana. El salto de Lavayén fue tan largo que tampoco
leyó “Onir” (2002), libro de cuentos de Blanca Elena Paz, ni “Contraluna” (2005), de
Giovanna Rivero; “Que mamá no nos vea” (2005), de Claudia Peña Claros; “Vaginario”
(2008), de Paola Senseve. Seguro estoy que esas obras estaban entre las 522, pero como
prefirió trabajar “con un pequeño número”, las dejó de lado. ¿Las habrá descartado porque
eran cuentos escritos por mujeres? Luego tampoco leyó “Testamento a la ausencia”
(2001) y “La sombra del miedo” (2007), de René Rivera Miranda. Optó por lo fácil, como
le habían enseñado y, entre 522 libros, sólo consideró dignos de atención tres (“Cinco”, de
Rodrigo Hasbún; “Hoteles”, de Maximiliano Barrientos, y “El misterio del estido”, de
William Camacho), que indudablemente son buenos, pero para fortuna nuestra hay muchos
más.
Una lectura de la poesía boliviana en democracia (1983-2009)
Desde luego que lo importante es que Mónica considera fundadoras las obras de
Sáenz, Cerruto y Camargo, de quienes se desprenden lo que ella llama “temas recurrentes
(ciudad, relación yo-tú, la muerte convocada y hasta deseada, el oprobio, la tarea poética
en medio de un contexto hostil, el erotismo) y la búsqueda en el lenguaje (solemnidad o
coloquialismo, hermetismo e intertextualidad, alto uso metafórico, barroquismo o síntesis
extrema). Buena síntesis y caracterización. Pero, ¿por qué no estudia con más precisión la
incidencia de la obra de estos poetas en el momento actual, si las considera: “fundadoras
de la poesía boliviana contemporánea”? De modo general, en este equipo de la UMSA, he
notado una actitud excluyente para con los escritores bolivianos que están fuera del país.
Así, ignoran a los poetas bolivianos que trabajan en Suecia; lo mismo que a Nora Zapata,
que se halla en Suiza; tampoco conocen la antología de Víctor Montoya: “Poesía boliviana
en Suecia” (2005). Tampoco saben que Renato Prada escribió dos poemarios: “Palabras
Iniciales” (2006) y “Ritual” (2007), que fueron distribuidos en Bolivia por Plural Editores;
que Antonio Terán Cabero también ganó el Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal,
con “Boca abajo y murciélago” (2003).
De todos modos, es un valioso aporte el que Mónica Velásquez Guzmán nos ofrece
en este su estudio, con varios poetas poco conocidos en nuestro medio, destacando la vena
comprometida con la realidad, en Blanca Wirthüchter, poniéndolos a nuestro alcance para
seguir sus huellas. Este volumen concluye con un estudio de Mary Carmen Molina Ergueta,
estudiante de la Carrera de Literatura de la UMSA. Mary Carmen nos ofrece un interesante
panorama, con detalles estadísticos, que nos permiten cerrar este estudio con las siguientes
palabras del crítico francés Georges Mounin: “La buena salud de la poesía se basa,
ciertamente, en dos o tres preceptos ignorados por los sanos, violentamente negados por
los enfermos, y de cuya crítica –que en este caso podría implicar, sin embargo, la
curación— parecería que se hubiese resuelto no hablar por lo mismo que no se menciona
la cuerda en casa del ahorcado. Uno de tales desagradables preceptos sostiene que sólo
quedan de cada generación apenas dos o tres auténticos poetas; es decir, unos diez por
siglo en el mejor de los casos históricos. Otro de tales preceptos afirma que cada
verdadero poeta sólo llega a serlo en algunas docenas de poemas”. (“Poesía y Sociedad”
– 1974).