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Monoenergetismo: para ganarse a los mo-


nofisitas, Sergio de Constantinopla (inicio
s. VII) enseñó que Cristo tenía una única
operación. Monotelismo: buscando la uni-
dad religiosa, el Emperador Heraclio dejó
de hablar del monoenergetismo y pasó a
sostener que había una sola voluntad en
Cristo. Lo impuso a toda la Iglesia (638).

Máximo el Confesor consiguió que el Papa Martín I convocara un


concilio en Letrán (649) que condenó ambos errores. En el año 681,
el concilio ecuménico de Constantinopla III los condenó solemne-
mente: “se dan en Él (Cristo) dos voluntades y dos operaciones na-
turales, sin división, sin cambio, sin separación, sin confusión”.
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El Verbo asumió una naturaleza humana per-


fecta, y la voluntad libre pertenece, de modo
esencial, a la integridad y perfección de la natu-
raleza humana. Así tiene un querer divino
común con el Padre y el Espíritu Santo, propio
de la naturaleza divina, y un querer humano
propio de su naturaleza humana asumida, que
no comparte con el Padre y el Espíritu Santo.

Libertad humana de Cristo: “Doy mi vida para tomarla de nuevo.


Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente” (Jn 10, 17).

Que Cristo sea libre no significa que pudiera pecar. Elige siempre
el bien con dominio sobre sus actos porque su libertad es perfecta.
Querer el mal, no es lo propio de la libertad, aunque sea un signo de
libertad, como el error no es conocimiento.
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La voluntad humana de Cristo siempre “sigue a su voluntad divina


sin hacerle resistencia ni oposición, sino que, por el contrario, está
siempre subordinada a esta voluntad omnipotente” (Constantinopla
III, 681).

En Getsemaní, cuando Jesús dice: “No se


cumpla mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,
39), no hay oposición de voluntades, sino
que su inclinación sensible o su sensibilidad
podían apetecer algún bien distinto del querer
divino, pero estaban enteramente sometidas
a él por el acto libre de su voluntad racional
humana.
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Constantinopla III, 681 confesó “dos operaciones naturales sin di-


visión, sin cambio, sin separación, sin confusión, en el mismo Señor
nuestro Jesucristo, nuestro verdadero Dios, esto es, una operación
divina y otra operación humana”.

Santo Tomás de Aquino (Compendium theolo-


giae, c. 212, n. 419): “La naturaleza es el princi-
pio de la operación. Por eso en Cristo no hay una
sola operación por ser un único sujeto, sino dos
operaciones porque son dos las naturalezas”.

Como todo hombre, puede realizar todas las acciones humanas na-
turales y como todo hombre en estado de gracia puede realizar
obras sobrenaturales. Todas estas acciones son propias de la se-
gunda Persona de la Santísima Trinidad.
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Como las acciones humanas de Cristo eran


libres y nacían del inmenso amor al Padre
que el Espíritu Santo había infundido en su
alma, todas ellas eran meritorias, es decir,
eran dignas de alcanzar el fin al que las
había ordenado el designio divino.

Antes de su Resurrección, Cristo mereció para sí mismo aquellos


bienes que aún no poseía (glorificación y exaltación de su huma-
nidad). También mereció para nosotros la salvación. Mereció la
gracia para todos los hombres, pues a este fin estaba ordenada
la Encarnación del Verbo.
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Las acciones humanas de Cristo en cuanto son instrumentos de la
divinidad
En el orden físico: se sirve de gestos y palabras humanas para hacer
milagros. Estas acciones humanas en cuanto son instrumentos de la
divinidad para realizar obras propias de la omnipotencia divina se
llaman en teología “teándricas”. En el orden espiritual, la divinidad
se sirvió de su querer humano y de sus palabras para perdonar los
pecados, y de sus acciones humanas para comunicar la gracia.

En todas estas acciones la causa eficiente princi-


pal es la naturaleza y el poder del Verbo, que
tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo;
y la humanidad de Cristo es la causa instrumen-
tal.
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Cristo tuvo aquellos sentimientos y pasiones propios de la naturale-


za humana compatibles con la plenitud de gracia y que servían a
nuestra redención: alegría de las obras de su Padre (Lc 10, 21) y
de saberse amado del Padre (Jn 15, 10); deseos ardientes de nuestra
redención (Lc 12, 50) y de quedarse en la Eucaristía (Lc 22, 15);
tristeza al contemplar los sufrimientos
de su Pasión y el pecado de los suyos
(Mt 26, 38); dolor del alma hasta llo-
rar por la muerte de Lázaro (Jn 11, 33-
35); ira ante la hipocresía de algunos
(Mc 3, 5) y los mercaderes en el Templo
(Mt 21, 12), etc..

En Cristo la razón controlaba perfectamente sentimientos y pasio-


nes, toda su afectividad.
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En Jesús no faltó la virtud natural, de la


que derivan todas las demás, que es el amor,
y que es sobrenaturalizado por la caridad.
Éste ha sido el motor de su vida, y la clave de
la armonía y unidad de todo su ser: su amor y
entrega al Padre y a nosotros.

CCE 478: “Nos ha amado a todos con un corazón humano. Por esta
razón, el Sagrado Corazón de Jesús, traspasado por nuestros peca-
dos y para nuestra salvación, ‘es considerado como el principal indi-
cador y símbolo (...) del amor con que el divino Redentor ama conti-
nuamente al eterno Padre y a todos los hombres’ (Pío XII, Enc.
Haurietis aquas, 1956)”.
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Los Evangelios no nos han transmitido ninguna


descripción directa sobre el rostro y el aspecto
físico de María y de Cristo. De modo indirecto
nos sugieren algunos datos sobre la fisonomía
de Jesús: debió de tener una presencia agradable,
amable para que muchos acudieran a Él, y le lle-
varan niños para que les impusiera las manos;
unos modales dignos que inspiraban el afecto de
personas de toda condición; una mirada que re-
movió a los Apóstoles para que lo siguieran de-
jando todas las cosas...

Quizá Dios permitió que no tuviéramos una des-


cripción de Jesús para que no fuéramos atraídos a
Él por motivos meramente humanos.

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