LUIS PONCE JIMENEZ Como hemos visto en los epígrafes anteriores, el introyector hace lo que los demás quieren que haga. El proyector hace a los demás lo que él acusa a los demás de hacerle a él. La persona que está en confluencia patológica con los demás no sabe quién le hace qué cosa a quién. Y el retroflector se hace a sí mismo lo que le gustaría hacer a los otros. El retroflector es el peor enemigo de sí mismo. En lugar de redistribuir sus energías para lograr actuar en el ambiente o promover un cambio en él y manejar la situación de modo que satisfaga cierta necesidad, dirige la actividad hacia sí mismo y se sustituye por el ambiente como blanco de conducta, haciéndose a sí mismo lo que le gustaría hacer a otro. Dirige su energía de forma equivocada, convirtiéndose en el objeto de su acción en lugar de serlo el entorno. El origen de la retroflexión se encuentra en los castigos infantiles. Cuando un niño trata de influir o actuar sobre su ambiente de un modo que no es aceptado, puede ser castigado física o psicológicamente y, como consecuencia, llega a bloquear la expresión de esa necesidad. El niño, si es tratado así varias veces, para no tener que sufrir nuevas penurias y frustraciones renuncia a la satisfacción de esa necesidad. De esta situación se pueden derivar dos tipos de conducta posteriormente. Una, en la que el niño aprende a conseguir lo que quiere manejando manipuladoramente el ambiente, y otra en la que se reprime o inhibe, y lo que empezó siendo un conflicto con el ambiente se convierte en un conflicto entre una parte de sí mismo que necesita algo y otra parte que no lo permite. Estaría funcionando la pelea constante entre el perro de arriba y el perro de abajo, entre el opresor y el oprimido. La retroflexión se manifiesta en el uso del pronombre “yo” cuando realmente quiere significar “ellos” o “tú”. Por ejemplo, el retroflector dice: “Tengo vergüenza de mí mismo”, como si el sí mismo fuera otro diferente al yo mismo. De esta manera el retroflector es aquella persona que continuamente lucha consigo misma. Contra todo lo que ve de sí que no le gusta, o cree que no le gusta al mundo. El tratamiento de la retroflexión es más sencillo que el de otros mecanismos neuróticos. Sólo hay que cambiar la dirección del acto reflectado desde dentro hacia fuera, pero el temor surge porque la mayoría de las retroflexiones suelen ser agresiones, y es evidente que es más fácil dirigírselas a uno mismo que echarlas hacia fuera, sobre todo en las etapas de la vida de mayor dependencia de los adultos. De esta forma ni hay sentimiento de culpa ni hay miedo a las represalias. La retroflexión incluye también aquello que uno quiso de los demás, como adulación, comprensión, amor o ternura, y no se atrevió a pedir, porque en alguna ocasión fue desvalorizado, ridiculizado o avergonzado. Hay tres formas muy importantes de retroflexión: una es la compulsión, en la que uno se obliga de tal modo que se cree que la obligación viene de fuera hacia adentro. Hay veces en que esta obligación sí que viene de fuera, pero el compulsivo está permanentemente obligándose y obligando a los otros. Cuando una persona se obliga a hacer algo en terapia, le sugerimos que vea “Qué le haría y cómo le haría a otro para que hiciera lo que ella se siente obligada a hacer”. Cuando se dice: “Yo debo hacer tal o cual cosa”, le preguntamos: ¿Quién es el que dice que “yo debo hacer tal o cual cosa”? Con esta pregunta hacemos que el paciente busque el origen de tal o cual imposición, o el sujeto que primero impuso esa obligación. Esto nos va a permitir desvelar las figuras de su época infantil ante las que él se sometió para evitar su enfado y castigo o para ser aceptado y querido por esas figuras. La segunda forma de retroflexión son los sentimientos de inferioridad. Es evidente que cuando la relación con uno mismo está perturbada también lo están las relaciones interpersonales. Cuando uno se siente inferior, de alguna manera trata de forma inferior a otras personas, con lo que puede que encubra su arrogancia. La tercera forma de retroflexión es aquélla que se transforma en síntomas corporales, resultantes de retroflexiones malsanas. Los dolores de cabeza por tensión, muchas veces están sustituyendo a las ganas de retorcerle el cuello a otra persona, y otras encubren ganas de llorar reprimidas. Las afecciones de la garganta pueden tener el mismo origen, o algo que uno se tragó y después bloqueó, con el fin de evitar su expresión. Estos cuatro mecanismos descritos más arriba, constituyen neurosis únicamente cuando son inadecuados y crónicos. Todos son útiles y necesarios en aquellas ocasiones que implican peligro. La introyección es buena cuando, por ejemplo, se trata de examinarse de una asignatura que ni nos gusta, ni nos sirve, pero que tenemos que aprobar porque forma parte de los estudios que queremos realizar. La proyección, en situaciones en las que uno necesita planificar y anticipar, puede ser muy provechosa y creativa. Uno se coloca en la situación y así, de algún modo, se mejora el proyecto. La retroflexión es buena cuando uno tiene impulsos asesinos hacia alguien o sentimientos excesivamente destructivos, que si se llevaran a la acción producirían efectos devastadores para el entorno y para la misma persona. La confluencia es positiva cuando es necesaria para la cohesión de grupos y aunar criterios. Sin embargo, estos mecanismos utilizados indiscriminadamente son negativos, entre otras razones porque impiden que nos demos cuenta de nuestras necesidades, o que nos veamos a nosotros mismos en relación con el entorno en particular y con el mundo en general.