Está en la página 1de 7

Enviado: 17/05/2008

15:26

...
La noticia llegó a Uruguay. Hélida Platero y su esposo estaban en el campo la noche del 21
de diciembre cuando la radio dijo que dos uruguayos del Fairchild habían aparecido vivos.
“Mi marido me apagó la radio: ‘Ésa es otra mentira más —me dijo—, prometé que no vas a
volver a prenderla’. Le dije que sí, pero a las cinco de la mañana él se levantó para vacunar
al ganado. Yo aguanté hasta las ocho, y ahí la prendí: ¡no hablaban de otra cosa! ¡Esta vez
era cierto!”
Cuando oyó la noticia, Raquel Nicolich corrió al aeropuerto. Allí, entre un mar de gente,
alguien le dijo que su hijo se había salvado y subió al primer avión que partía hacia Chile.
Sólo cuando llegó a Santiago supo que no se sabía quién vivía y quién no. Parrado y
Canessa no habían dado una lista de sobrevivientes por miedo a que otros compañeros
hubieran muerto en los nueve días que ellos habían pasado atravesando los Andes y por
eso, en Uruguay, nadie sabía cuántos ni quiénes estaban vivos.
Sin embargo, Beatriz y Pilar Echavarren estaban seguras: uno era Rafael. Los Roque
también pensaban que Carlos se había salvado. Hasta los Turcatti, que siempre habían sido
escépticos, alentaron la ilusión de que Numa vivía. Pero de los cuarenta y cinco pasajeros,
sólo dieciséis estaban vivos.
Gustavo Nicolich, el padre, estaba en Chile cuando los helicópteros con todos los
sobrevivientes llegaron desde los Andes. “Bajaron.Gustavo Zerbino se acercó, me dio las
cartas que había escrito mi hijo y me dijo que no había sobrevivido. Yo había perdido las
esperanzas mucho antes, pero al verlos llegar a ellos... fue distinto. Hoy lo veo de otra
manera, pero entonces el sufrimiento fue doble.”
Ricardo Echavarren también los vio llegar, pero Rafael no estaba entre los que bajaban del
helicóptero. “Dios no habrá querido”, pensó.
Poco después, en Montevideo, Hélida Platero escuchó la ista de sobrevivientes en la radio.
Tenía pronta la valija para ir a Santiago a buscar a su hijo, pero su nombre no estaba en la
nómina. Al principio no se resignó. “Yo insistía: tiene que estar vivo, sigan buscando,
busquen alrededor del avión, quizás está en una cueva.” Finalmente entendió que Enrique
había muerto.“El dolor fue doble. Fue morir de a pedazos, pero morir íntegramente.”

***

Gustavo Nicolich leyó, todavía en Chile, las cartas de su hijo, que hoy atesora en su
apartamento de Montevideo. Como en la montaña no tenían papel, estaban escritas en el
reverso del manual de emergencia del Fairchild. Empezó a leer, conmovido al descubrir que
su hijo había estado más preocupado por el sufrimiento de los suyos que por su propia vida.
Pero encontró algo inesperado.

...nos quedan nada más que dos latas de mariscos


(chicas), una botella de vino blanco y un poco de granadina
que indudablemente, para 26 hombres (bueno,
también chicos que quieren ser hombres), no es nada.
Una cosa que te va a parecer increíble, a mí también
me parece: hoy empezamos a cortar a los muertos para
comerlos, no tenemos otro remedio. Yo por mi parte le
pedí a Dios en todo lo posible que nunca llegara este
día, pero llegó y tenemos que afrontarlo con valentía y
con fe. Fe porque llegué a la conclusión de que si los
cuerpos están ahí es porque los puso Dios y, como lo
único que interesa es el alma, no tengo por qué tener un
gran remordimiento; y si llegara el día y yo con mi
cuerpo pudiera salvar a alguien, gustoso lo haría...

Nicolich sólo podía pensar en cuánto había sufrido su hijo. Acababa de conocer una noticia
que conmovería al mundo, pero ni siquiera se animó a mostrarle la carta a su esposa. “No
sabía cómo iba a reaccionar”, recuerda. Al fin, Raquel Nicolich la leyó en Montevideo: “No
me chocó en lo más mínimo. El cuerpo está ahí y no es nada, nada, nada.”
Alejandro Nicolich se enteró de lo que había sucedido en la conferencia de prensa que los
sobrevivientes dieron al regresar, el 28 de diciembre, tras una acogida apoteósica en el
aeropuerto. Cuando escuchó que su hermano había sobrevivido al choque, que había vivido
17 días, que estaba sano cuando lo mató el alud, empezó a llorar sin consuelo. Sentía un
dolor tan hondo que no prestó atención cuando Alfredo Delgado, uno de los sobrevivientes,
dijo:
“Cuando llegó el momento en que no nos quedaron más alimentos ni nada parecido,
pensamos en que Jesús en su última cena compartió su carne y su sangre con los
apóstoles, y aquello fue como una señal de que deberíamos hacer lo mismo”. A Alejandro
sólo le importaba una cosa: “Yo quería saber de mi hermano, qué había hecho, cómo se
había portado, qué había dicho...”
Los Turcatti supieron que Numa había estado entre los que más se resistieron comerse a
los muertos, aunque al final lo había hecho. Daniel, su hermano, recuerda: “Me impactó,
porque mostraba la magnitud del drama que habían sufrido. Pero no sentí rechazo. Yo
habría hecho lo mismo”. Lo que más golpeó a Daniel fue saber que Numa había sobrevivido
61 días. Sintió dolor y rabia por no haber insistido en seguir buscando.
Los Echavarren también supieron que su hijo había vivido durante un mes en los Andes.
Siempre habían creído que estaba vivo y, en efecto, lo había estado mucho tiempo.
Sarucha recuerda las palabras de su madre: “Para la manera de ser de nuestro hijo, hubiera
sido terrible volver sin una pierna, que era lo que le hubiera tocado. Dios sabe por qué hace
lo que hace”.
Pero una sola cosa parecía importarle a la prensa: el alimento del que se habían valido los
sobrevivientes. Alejandro Nicolich recuerda que muchos diarios extranjeros titularon
“¡Caníbales!”, y Fernando Parrado, en su libro, cuenta que esos artículos generaron el
rumor de que el alud no había existido: que los sobrevivientes habrían matado a los otros
para comérselos. Hélida Platero recuerda que La Escoba, un semanario local
sensacionalista, insinuó que “los ricos eran caníbales”. Pero lo de La Escoba fue
excepcional, porque si en el mundo fue tema de conmoción, en Uruguay se habló poco y
nada de este asunto. José Luis Inciarte, un sobreviviente
que hoy cría vacas lecheras, dijo en una entrevista reciente que él y sus compañeros, en
aquella conferencia, contaron “de qué forma terrible habíamos tenido que sobrevivir” y que
luego “Uruguay no volvió a preguntar”.
Quizá por eso, Hélida Platero insiste en que “los sobrevivientes necesitan saber que
nosotros no vemos en eso algo que los desmerezca de ningún modo. Yo hubiera hecho lo
mismo. Enrique tuvo que hacer lo mismo. Él llegó a comer. Si Enrique hubiera vuelto, yo
querría que las madres de los muertos entendieran a mi hijo. Entonces es lo que yo hago.
Sinceramente, no veo nada malo. Y creo que no hay nadie tan bobo como para no darse
cuenta de lo que es necesario”.

***

Luego de la conferencia en la que Alejandro Nicolich supo que su hermano había muerto en
el alud, quiso saber más y fue a casa de uno de los sobrevivientes, Carlitos Páez, hijo del
pintor uruguayo Carlos Páez Vilaró, otro padre que había buscado con tesón a los
sobrevivientes. Pero estaba tan lleno de gente que ni siquiera pudo hablar con él. El
desencuentro duró años. “Yo
quería saber y la otra parte no quería contar. Los familiares de los que murieron y los
sobrevivientes no nos encontramos: nosotros queríamos saber qué había pasado, cómo
habían estado, si habían sufrido, si habían ayudado, cómo habían sido sus últimos
momentos. Y los chicos no querían hablar. Sus familias, con buen criterio, trataron de
aislarlos para que volvieran a una vida lo más normal posible y salieran de ese calvario.
Durante muchos, muchos años, quisimos saber y las cosas se iban dilatando.”
Hubo algunas excepciones. El padre de Daniel Fernández, uno de los sobrevivientes, llamó
a los Echavarren.“Mi hijo quiere hablar con ustedes”, les dijo. Fueron a verlo.
Fernández aún estaba muy débil y hablaba con un hilo de voz. Les contó que cada mañana
Rafael decía: “Soy Rafael Echavarren y de acá voy a salir”, que había sido un compañero
ejemplar, que pese a sus graves heridas se esforzaba por no molestar, que los hacía reír
representando que comía una caja imaginaria de bombones. Aquello los conmovió. Rafael,
que en su casa abría la heladera y tomaba lo que quería sin preguntar, en la montaña había
crecido. “Supo dar, fue generoso”, dice su hermana Sarucha. Su madre, Sara, agradece:
“Ese chico Fernández tuvo una entrega con nosotros que nadie más tuvo”.
Gustavo Zerbino, Fernando Parrado y Roberto Canessa, por su parte, visitaron a los
Platero. Por esos días Parrado llevaba una vida de playboy, aprovechando que las mujeres
lo hallaban “irresistible”. Hélida Platero recuerda que les contaron que Enrique había sido
valiente y buen
compañero. Pero su hijo Francisco increpó a Parrado:
—Me parece horrible que después de un drama tan espantoso vos estés sacándote fotos
con modelos, saliendo en las revistas, mientras tanta gente siente un dolor tan grande.
—Pero yo siempre fui así. A mí me gustaba esta vida antes del accidente. Lo que pasa es
que antes no era noticia y no se enteraba nadie.
—Vos te salvaste, pero otros se murieron.
—Sí, pero yo no elegí que me pasara esto.
Hélida Platero asegura que las palabras de Parrado disiparon la tensión: “Nando convenció
a mi hijo. ¿A quién no va a convencer con la calidad humana que tiene?”.
Canessa recuerda hoy haber sentido aquella tensión ante los familiares de quienes habían
muerto muchas otras veces. “Al principio todo era muy tenso. Había gente a la que le
costaba vernos. Cada persona sufre a su manera.”
Alejandro Roque, el hijo de Carlos, el mecánico del Fairchild, creció sabiendo que su padre
había muerto en los Andes y nada más. “En casa era tan grande la herida que nunca se
podía hablar del tema.” A los 10 años supo lo que su padre tuvo que comer para sobrevivir.
“Me chocó, pero
lo asumí. Entendí que no había otra opción.” Más de una vez tuvo que escuchar, en alguna
reunión, “chistes horribles, bromas sarcásticas sobre aquello”, pero no dijo nada.
El hermano de otro fallecido —que pidió no ser nombrado— se fue de un cumpleaños
cuando alguien, para indicar que una mujer era muy fea, dijo: “A ésa no se la come ni
Parrado”.
Roberto Canessa cuenta que su hijo Hilario va al colegio de los Old Christians junto con los
sobrinos de muchos de los que no volvieron. Una vez le dijeron: “Tu papá se comió a los
amigos”. Como Canessa ya se lo había explicado, Hilario respondió: “Sí, ¿no sabías?
¿Querés que te cuente?”.

***

Ricardo Echavarren fue a buscar el cuerpo de su hijo a los Andes. Aunque siempre había
creído que Rafael volvería, había decidido que, si no era así, rescataría sus restos. Logró
contactar a unos contrabandistas mendocinos que, habituados a transitar la cordillera, le
enseñaron cómo
llegar al avión desde Argentina. Tuvo que esperar hasta marzo a que bajara la nieve.
Gustavo Nicolich se sumó a la excursión.
Cuando llegaron al Fairchild, Echavarren encontró aún colgadas las correas que habían
sostenido la improvisada litera en la que había convalecido Rafael. Allí estaba escrito: “Yo
sé que de aquí voy a salir”. No tuvo problemas en reconocer a su hijo. Sus hijas dicen que
como Rafael murió de gangrena, su cuerpo no fue comido. Echavarren las corrige: “Algo lo
usaron, es posible, las nalgas quizás, pero igual lo reconocí. Tan igual estaba que hasta su
mechón de pelo lo seguía teniendo pegado a la frente”. Ellas le dicen que no hable así, él
pregunta que qué tiene de malo.
Nicolich, en cambio, nunca quiso repatriar los restos de su hijo. “Tumba más linda que la
que tiene es imposible.” Pero allí, padeciendo el frío atroz y masticando nieve para saciar la
sed, comprendió el sufrimiento que fue vivir así. “¡Más de 70 días! Es espantoso... es
admirable.”
Además del cuerpo de su hijo, Echavarren sólo trajo del avión la gorra de Ferradás. Sintió
que era un símbolo y, al volver, la llevó a la casa del piloto. Lo recibió una empleada: la
familia Ferradás se disculpó diciendo que no estaban de ánimo para recibirlo.
Por aquellos días de 1973 los sobrevivientes ya recibían ofertas millonarias por su historia.
Pronto llegaron a un acuerdo para que el inglés Piers Paul Read escribiera el libro oficial
¡Viven!, que contó con el visto bueno de todos. Se publicó en 1974 y fue un éxito rotundo
que se tradujo a 14 idiomas. Pero si ya existía cierto desencuentro entre los sobrevivientes
y las familias de los muertos, el libro lo acrecentó. Varios lo criticaron por dedicar poco
espacio a los que fallecieron.
Peor aún: los sobrevivientes hacían mucho dinero con la tragedia.
Consultada para este reportaje, Selva Ibarburu, madre de Felipe Maquirriain, un joven de 22
años que falleció en los Andes, dijo: “No quiero decir nada. Que sigan haciendo plata los
sobrevivientes, que es lo que han hecho siempre”.
Pero no todos reaccionaron así. Los Nicolich, por ejemplo, fueron al lanzamiento del libro en
Francia, con Roberto Canessa y Fernando Parrado, que ya eran héroes mundiales. “Una
amiga que perdió a su hijo me preguntó: ‘¿Cómo podés ir?’. Pero yo me sentí muy
tranquila”, cuenta Raquel Nicolich. Recuerda que fueron a la televisión y el público los
interrogaba sobre un único asunto: la comida. “Parecía que lo más importante de todo había
sido la alimentación”,
recuerda Gustavo Nicolich.
Parrado se enoja con quienes, como aquellos franceses, cuestionan que se hayan
alimentado de los muertos.“¡Qué cerebros pequeños! ¿Acaso la gente hoy no firma un
papel para que se utilicen sus órganos? ¿Hoy no es un acto conmovedor cuando un padre
le dona un riñón a un hijo? Nosotros lo hicimos hace cuarenta años. Gracias a eso, éramos
dieciséis y hoy somos ochenta.”
Sara Echavarren, en cambio, se enoja cuando recuerda lo que pasó con ¡Viven!. “El autor,
Read, no se apareció y nos enteramos del libro por los diarios. Eso fue un negocio, como
ahora el libro de Parrado. Entonces yo decía: ‘Pero, caramba, los que volvieron vivieron a
costa de los otros, ¿y nosotros no participamos?’. Un día lo dije en una reunión y ¡para qué!
Todos los padres de
nuestros chicos dijeron: ‘No, yo no quiero saber de nada’. Ni mi marido me apoyó. Sentí
mucha pena y rabia, porque cuando uno tiene algo es tuyo, no importa que se te haya
muerto el hijo o el padre. Eso fue un gran negocio y a mí me terminó de separar de los
sobrevivientes.”

***

Con el tiempo, los familiares de los muertos comenzaron a rehacer sus vidas.
Para Alejandro Nicolich no fue fácil. “Mis padres sufrían mucho y yo me culpaba por estar
vivo. Me acuerdo que en Navidad salía y puteaba y lloraba y me preguntaba por qué no
estaba muerto. Mi hermano estudiaba veterinaria, y yo seguí veterinaria. Pude estudiar
arquitectura, me gustaba el diseño, pero ver sufrir tanto a mis padres me hizo tomar
decisiones que, de otro modo, no sé si habría tomado. Negué mi ser.” Alejandro era titular
en el equipo de Old Christians. Jugaba con Parrado, Canessa y Zerbino, que tras la tragedia
habían vuelto al rugby. “El accidente nos envolvía a todos: eran los Andes, Old Christians, el
rugby —recuerda—. Hasta pasados los 30 años viví en esa vorágine. Me decían en el club:
‘¡Vamos a jugar por tu hermano, vamos a jugar por los muertos!’. Pero después me empecé
a preguntar por qué teníamos que jugar por los muertos. Ya está, ya fue. Vamos a jugar
nosotros, los vivos.”
Alejandro Roque creció teniendo pesadillas con el accidente. Soñaba que tripulaba el avión.
Chocaban. Veía a todos sus compañeros muertos. Quería saber cómo había sido, pero no
podía hablar en su casa para no mortificar a su madre. Un día le contó a su primo lo que le
pasaba. Su
primo buscó el número telefónico de Canessa, llamó y le pasó el tubo. Alejandro le explicó y
Canessa lo invitó a su casa. “Sentí una emoción muy fuerte. Le pregunté qué había dicho mi
padre en esos días, qué le había pasado. Entendí que mi padre estuvo doblemente solo:
era el único tripulante vivo, no era amigo de ningún otro sobreviviente, y para él fue todavía
más difícil sobrellevar aquello. Canessa me contó que mi padre les contaba que tenía un
hijo de un año.”
Tras la tragedia, varias madres querían hacer algo, pero no sabían qué. Fue Inés Valeta,
una profesora del liceo público de Carrasco, la que propuso fundar una biblioteca en honor
a sus hijos. “Al principio —cuenta Raquel Nicolich— hablábamos mucho del accidente.
Tanto, que una señora
que vino a ayudarnos comentó: ‘Éstas nunca van a hacer una biblioteca porque sólo hablan
del accidente’. Pero en seis meses la biblioteca estaba funcionando. Y muchos no nos
daban cinco años de vida y ya llevamos 33.” No fue fácil. Al comienzo les pareció una tarea
titánica. “Empezamos con un camioncito que pedía libros con un altavoz”, cuenta Stella
Pérez del Castillo, madre de Marcelo.
Sentadas en la biblioteca, algunas de ellas —Raquel Nicolich, Stella Pérez del Castillo,
Hélida Platero y Bimba Storm (madre de Diego Storm, también muerto en la avalancha)—
tienen un pacto. No hablarán del accidente (a algunas les resulta demasiado doloroso), ni
de los sobrevivientes (no piensan igual sobre ellos), sino sólo de la biblioteca. En todos
estos años las diferencias no las han dividido. “Es el verdadero milagro de los Andes: tantas
mujeres juntas, tantos años”, bromean.
La biblioteca resultó un doble éxito: las ayudó a salir adelante y permitió que cientos de
niños estudiaran. Hoy allí reciben clases de informática gratuitas niños de barrios
marginales que, de otro modo, nunca verían una computadora.

***

Cuando en 1993 se filmó ¡Viven! (con John Malkovich y Ethan Hawke, dirigida por Frank
Marshall), los padres de los fallecidos no autorizaron el uso de los nombres de sus hijos.
Esa tensión que se produce cada vez que los sobrevivientes hacen algo con su historia
explica, quizás, un fenómeno insólito: Uruguay es el país en el que menos se habla del
accidente. En 1999 el entonces ministro de Educación y Cultura, Antonio Mercader, escribió
en el diario El Observador: “Los uruguayos aún no hemos terminado de asumir la odisea de
los Andes como la
hazaña que fue. Nuestros dieciséis sobrevivientes son los protagonistas de una de las
mayores aventuras humanas del siglo XX, aunque en Uruguay seguimos mirando su
peripecia con recelo, prejuicios e indiferencia”.
“Tiene razón —dice Alejandro Nicolich—. Acá hay mucho dolor. Hay una historia que
muchas familias no han superado y otras sí, pero nos sigue doliendo. Y por respeto a
nosotros no se quiere tratar. Pero lo que pasó en los Andes hoy pertenece a la historia de la
humanidad, tiene valores que no se pueden dejar pasar. Estos tipos van por el mundo, les
pagan fortunas para que cuenten su historia, y acá no los escuchamos.”
Siete de los dieciséis sobrevivientes ofrecen sus conferencias en la página oficial que tienen
en internet. En 2004, Roberto Canessa, que hoy es un cardiólogo infantil muy prestigioso,
dijo que ya había dictado entre 200 y 300, y que cobró hasta 30 mil dólares por ellas. Pero
muy rara vez
algún sobreviviente habla en público en su país.
Raquel Nicolich, que no deja de pensar en cómo solventar la biblioteca “Nuestros Hijos”,
sabe que con una única conferencia podría conseguir el dinero que tanto necesita. Sólo
alquilar la camioneta que trae a los niños pobres para que aprendan computación les cuesta
500 dólares por mes. Y no tienen otro apoyo que la cuota que pagan 280 socios de un club
de lectura.“¡Cuánto dinero podríamos conseguir con una charla de esas! Pero no se
puede...”
Hélida Platero cree que los uruguayos tienen “un gran pudor, un sentimiento fuerte de no
hacernos sufrir exaltando a los sobrevivientes. Pero tampoco nos ayudan”. De pronto, habla
de los sobrevivientes y un par de miradas fulminantes le recuerdan que acordaron no
hacerlo. Es que no se ponen de acuerdo. Alguna dice que los sobrevivientes las han
apoyado mucho: donaron la primer fotocopiadora, por ejemplo. Otras le responden que han
recorrido el mundo con sus conferencias y que la biblioteca, en cambio, sigue siendo
desconocida. Hélida Platero, que los quiere y los considera héroes, admite que no todos
son socios: “A algunos tuve que agarrarlos del pescuezo para asociarlos. Una vez le pedí a
uno de ellos que se asociara y me respondió:
‘Tengo que preguntarle a mi señora’.”
Fernando Parrado sostiene que la biblioteca también homenajea a su madre y a su
hermana. No entiende que alguien pueda verlo a él como opuesto a las familias de los que
murieron. “Yo pasé lo peor. Yo sufrí cien veces más. Yo crucé los Andes, pero nada iba a
devolverme a mi madre, a
mi hermana, a mis amigos muertos. Yo estoy en los dos lados. Sobreviví, pero fui el que
más perdió: la mitad de mi familia, mis mejores amigos. Algunas familias de los que no
volvieron no se dieron cuenta de eso.”

***
El libro de Parrado removió todo otra vez. Para muchos es un nuevo capítulo de una
pesadilla sin fin. Stella Pérez del Castillo no lo leyó. Sabe que testimonia el coraje con que
su hijo Marcelo lideró la lucha por la supervivencia en los primeros días en la montaña.
“Pero no tengo el valor. Leer el sufrimiento de tu hijo es muy fuerte. Yo no querría hablar
más del asunto. Me siento
muy saturada, es muy doloroso.”
Para Parrado, “hay chicos que no volvieron de los Andes que me han inspirado siempre por
su coraje y valentía. Turcatti, Nicolich, Platero, Pérez del Castillo son ejemplos para el
mundo. Nosotros les debemos la vida y mi libro es un homenaje. Son héroes, aunque el
folklore uruguayo no se dé cuenta”. Le molesta que lo critiquen por publicar su libro. “Yo
tenía una vida para vivir, a pesar de haber perdido más que nadie. ¿Qué iba a hacer?
¿Quedarme sentado arriba del dolor? Es mi historia. ¿Cuánta gente ha escrito sobre su
vida? ¿Cuántas autobiografías hay? ¿Por qué yo no podría escribir lo que me pasó a mí?
Fui yo el que cruzó los Andes caminando, el que después tuvo que subirse a los
helicópteros para ir a buscar a los otros, el que sabe lo que es
vivir a treinta grados bajo cero, el que perdió a su madre, a su hermana, a sus amigos. Es lo
que me pasó a mí. No tengo que pedirle permiso a nadie.”
Cuando se le pregunta por qué unos murieron y otros no, responde: “Fue la suerte. Los que
iban sentados en la cola del avión murieron, y cada uno se sentó donde quiso. Cuando
después vino la avalancha cada uno había elegido su lugar. Algunos dicen que es el destino
o Dios. Yo no creo
que Dios se ocupe de esas cosas”.
Hélida Platero, fervorosa creyente, nunca le preguntó a Dios por qué a su hijo le tocó morir.
“Yo nunca cuestioné. Dije: ‘Señor, hágase tu voluntad’. Desde el accidente le agradecí a
Dios por darme la vida, por haberme dado a Enrique, por tenerlo con él. Y estoy caminando
hacia ellos.”
Alejandro Roque piensa en la mala suerte de su padre: aquel vuelo no era el suyo y cuando
se precipitó el alud dormía en el sector que resultó más afectado. Hace poco se animó a ver
la película. Lloró mucho. “He sentido muchísimo la falta de mi padre. Siempre he tratado de
hacer lo que a él le habría gustado: estudiar, trabajar, ser responsable.” Hace cuatro meses
nació su primera hija y ahora puede imaginar el dolor de su padre en la montaña.
Hace poco Ricardo Echavarren vio en la televisión un homenaje a las víctimas del atentado
contra la AMIA, en Buenos Aires, donde todos revivían el horror y lloraban. “No soy
partidario de esas cosas, prefiero rescatar lo positivo. Me gusta más recordar a mi hijo, que
era muy alegre.
Fue muy mal estudiante, le gustaba la farra, tenía éxito con las chicas. Por suerte.”
Alejandro Nicolich está orgulloso de que otros estén hoy vivos gracias a su hermano. Se
siente muy unido a los sobrevivientes. “Acepto lo que hacen, no los juzgo. Ellos no eligieron
vivir lo que vivieron. Hay familiares de los que murieron que dicen: ‘Estos tienen todo porque
usufructuaron
el accidente’. Yo pienso qué hubiera hecho yo. Hubiera hecho lo mismo. ¿Parrado le hace
daño a alguien? ¡No! Él se está cobrando el haber perdido a su madre, a su hermana y todo
lo que tuvo que pasar. Es cierto que un soldado que fue a Vietnam o a Malvinas quizá sufrió
lo mismo o más, y nadie lo escucha. Es cierto, pero lamentablemente el mundo es así.”
Para él, su historia deja una enseñanza: “Que las familias que pierden un hijo no olviden, si
los tienen, a los otros”.
“Veo a los sobrevivientes como la continuación de nuestro hijo -dice Gustavo Nicolich padre,
que siente una gran alegría por los que se salvaron. No fue tan malo que fueran tantos los
que fallecieron. Porque si no, no hubiera podido volver ninguno.”
Publicado por Leonardo Haberkorn en la revista colombiana Gatopardo (edición de
setiembre de 2006). Luego reproducida por el diario uruguayo Plan B (28 de diciembre de
2007).

Publicado por Leonardo Haberkorn en el suplemento Qué Pasa del diario El País, 5 de
noviembre de 2005.

http://leonardohaberkorn.blogspot.com/

También podría gustarte