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Cadence Price - Games of The Gods 01-Hades Descendants
Cadence Price - Games of The Gods 01-Hades Descendants
NIKKI KARDNOV
CADENCE PRICE
Esta es una obra de ficción. Las semejanzas con personas, lugares o eventos reales son pura coincidencia.
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Epílogo
—ANASTASHA —dice Sura, pronunciando mi nombre completo, que odio casi tanto como los
cardos en mis dedos—. ¿Has regado las coles antes de entrar?
Clea ya me había abandonado. Se fue a prepararse para la ceremonia de esta noche. Parece
muy preocupada por su apariencia, pero no sé a qué se debe tanto alboroto. Nosotras no vamos a
la ceremonia a ser elegidas; vamos a trabajar.
Coloco ambas cestas de flores sobre la mesa de trabajo frente al fregadero.
—Sí —le contesto a Sura—. Regué todos los vegetales. Regué hasta la col monstruo que
nunca cosechamos ni comemos. Un día de estos el bicho será tan grande que destruirá la morada
y entonces, ¿qué vamos a hacer?
Sura resuella contra la estufa, todavía de espaldas.
—Sabes que Hestia tiene sus razones. ¿Quiénes somos nosotras para cuestionar a una diosa?
—Sí, quiénes —rezongo.
Sura es la líder de la morada de Hestia. Es una mujer esbelta como un mástil, con el cabello
del color de las semillas de amapola y los ojos color miel. Ha sido la líder de la morada desde
que tengo uso de razón, y en todo este tiempo nunca la he visto demostrar ninguna clase de poder
mágico. Hay rumores acerca de quién es su deidad, pero ninguno está basado en pruebas
concretas.
Si Hestia es mi diosa madre sustituta, Sura es mi tía amorosa, pues es atenta, servicial y está
siempre a punto de escandalizarse.
—Te hice una corona de flores para esta noche —añade.
—¿Cuál es la mía? —pregunto, mirando con preocupación ambas coronas sobre la vieja
mesa de madera. Una está tejida con flores de hibisco y la otra con rosas y velo de novia, que
parece cambiar de color dependiendo del lugar al que me mueva.
Busco excusas porque no quiero tocar ninguna. Tengo mucho miedo de lo que podría pasar si
lo hago, y mucho más de lo que podría pasar si Sura se entera de este secreto.
¿Me echarán de la morada de Hestia? La diosa virginal es célebre por darle vida al hogar y si
yo fuese matando todo a diestra y siniestra…
Es gracioso que todos los días piense en cómo sería la vida fuera de la morada de Hestia,
pero cuando me enfrento a esa posibilidad, quiero hacerme un ovillo bajo mi cama y no salir
nunca. Por mucho que quiera que las cosas sean diferentes, lo que más quiero es encajar en
donde estoy.
—¿Qué te vas a poner para la ceremonia? —pregunta Sura mientras agrega algo de pimienta
en la olla burbujeante—. Ponte una corona a juego.
—Planeaba llevarme esto.
Sura se aparta de la lumbre para mirarme, da un respingo y sisea:
—¡Anastasha Hearthtender! ¡No puedes ir así a la ceremonia!
Bajo la vista al pantalón de licra negra y la blusa de algodón blanco que tejió a mano la
mismísima Sura.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?
—¡Es demasiado…, demasiado…, impropio! —suspira, se vuelve rápidamente y se
escabulle.
La sigo por el corredor de amplios techos abovedados. La luz de la mañana inunda el suelo
de piedra gracias a las ventanas ubicadas a mi derecha. Cuando éramos niñas, Clea y yo solíamos
cantar Bendíceme, Afrodita a todo pulmón en el salón y nos reíamos escuchando el eco de
nuestras voces.
Sura gira hacia la izquierda y entra en mi habitación. Como soy la hija mayor que permanece
en la morada de Hestia, tengo la mejor alcoba. Tiene una sala de estar donde hay una lumbre
grande encendida con fuego de la Llama Eterna y dos cómodos sillones sin brazos en los que me
he quedado dormida más veces de las que puedo contar.
Un arco adornado con arenisca blanca desemboca en mi cama. Tiene cuatro mástiles
ataviados con hiedra trepadora que a veces perfuma el aire con aroma miel y luz solar.
Dejé las puertas del balcón abiertas cuando salí esta mañana y ahora entra una brisa fresca,
trayendo consigo el aroma más agradable y terrenal del lago Nisa, colina abajo, atravesando el
bulevar.
Abajo, Gregor, el panadero, grita:
—¡Pasteles recién horneados! ¡Dulces divinos!
Dos azulejos revolotean por mi balcón y gorjean entre ellos antes de perderse de vista.
Sura ya está en mi vestidor revisando las perchas.
—No. No. No. —Se aclara la garganta y va al otro lado—. Ahora sí. Esto es más adecuado
para una ceremonia de selección.
En sus manos sostiene un largo vestido azul, del color de agua de laguna. No tiene mangas,
es descubierto en la espalda y la tela es tan sedosa y suave que probablemente se amolde a mi
figura delgada.
Frunzo el ceño.
—Nada más voy a la ceremonia a atizar la llama. ¿De verdad me tengo que vestir elegante?
Sura arruga la nariz.
—Ser una hija de la morada de Hestia y atizar la llama es una posición importante que tienes.
Nuestra participación en el evento es un tributo a nuestra madre diosa. ¡No puedes ir en harapos!
Señalo mi blusa.
—¡Tú me has tejido esto!
—¡Con harapos!
Me vuelvo hacia la ventana para que Sura no pueda verme poniendo los ojos en blanco tal
como lo hacen las diosas. Luego, resignada, suspiro. No tiene caso discutir por esto. Por mucho
que desee estar cómoda, sé que todas las herederas mayores de edad se pondrán algo parecido al
vestido que Sura ha dejado sobre mi cama. La diferencia es que esas herederas se preparan para
su futuro, para la posibilidad muy real de ser elegidas para competir por un lugar en la élite de
los círculos íntimos de los dioses.
Observo más de cerca el vestido e intento apreciar sus preciosos detalles. El hilo es de oro y
brilla como si hubiese sido trenzado con la luz del sol. Sura es una maravilla con las telas.
—Enorgullecerás a tu madre, Ana. Las Moiras te han sonreído desde el día en que naciste.
Suelto un bufido y Sura me reprende con un chasquido de lengua.
Parece tan segura de que las Moiras guían mi camino, de que iré a la ceremonia de selección
y de que Hestia hará que salga mi nombre del Arca de Ananké, elevándome a los rangos de élite.
Pero solo puede salir el nombre de un heredero si el dios o la diosa lo ha introducido en el
arca. Y en todos mis años, rara vez he visto a Hestia tomarse la molestia. No hay mucho que
hacer allá arriba, en los rangos superiores de la diosa virginal. No como en la morada de Ares,
donde uno de los elegidos puede comandar su ejército, ni como en la morada de Hades, donde
siempre hay almas desertoras que cazar.
¿Hestia querría que la sirviera como una de sus elegidas? Ni siquiera soy buena para recoger
flores. Y nunca me ha dado ninguna señal de privilegio en su morada. Soy más como una mesa
tosca que se conserva porque es útil y práctica.
No, creo que mi destino, si es que tengo uno, es permanecer tal y como estoy: estancada,
indeseada, sin lugar en el mundo y, encima, un poco dañada.
Levanto la mirada para ver a Sura observándome. Interpreta mi resignación como
nerviosismo y me da palmaditas suaves en la mejilla.
—Eres una orgullosa hija de Hestia. Le servirás bien a esta casa.
Me resigno a sus cariños e inclino mi cabeza ante ella.
—Que la Diosa te bendiga, Sura.
—Y a ti, hija mía. Hoy y siempre.
Sale del cuarto esbozando una sonrisa.
ME ENCUENTRO CON CLEA EN LA ENTRADA. En las manos trae nuestras dos coronas de
flores. Cuando la alcanzo, extiende la mano y agradezco en silencio que me las coloque
cuidadosamente en la cabeza.
—Hermosa —dice.
—Como tú.
Está resplandeciente con un vestido de estilo similar al mío y aun así completamente distinto,
de talle cimbreño. La delicadeza de Clea hace que el vestido flote con soltura a su alrededor, e
irradia olas de luz de luna.
—Confieso que no sé si estoy lista para enfrentarlos —susurra Clea—. Sé que nuestra deidad
debe estar entre ellos y se niega a reconocernos.
Me sorprende oír a Clea expresando esas inquietudes. Por supuesto, esto es exactamente lo
que me ha preocupado desde el día en que cumplí la mayoría de edad, pero Clea suele ser toda
sonrisas y buen ánimo. Es una verdadera hija de Hestia, si es que se puede serlo.
—Hoy y siempre somos hijas de la diosa virginal —digo, para reconfortarme tanto a mí
como a ella.
Clea levanta la vista y sonríe, pero la preocupación no abandona sus ojos verdes. Las
esmeraldas que penden de sus orejas se mecen cuando asiente con la cabeza.
—Claro, tienes razón. Aprovechemos esta noche.
A pesar de que Clea y yo somos completamente diferentes, hay algo que ambas
comprendemos sobre la otra: somos hijas no deseadas, tenemos todo lo que siempre hemos
querido o necesitado y, aun así, ansiamos más.
Una de las huérfanas más jóvenes abre la puerta gigante ante nosotras. Inclina la cabeza en
señal de respeto.
—Que la noche les sea próvida, hermanas —dice.
—A ti también, pequeña Marigold.
Le doy palmaditas en la espalda cuando pasamos junto a ella. Ya lleva casi diez años en la
morada, pero no puedo dejar de verla como la bebé chillona y regordeta que llegó a nuestra
puerta envuelta de piel de cordero y con aroma a algodoncillo.
Afuera y al pie de la amplia escalinata de mármol, Clea y yo seguimos el camino de piedra
que serpentea de un lado a otro, colina abajo, y desemboca en el bulevar. Ambas nos volvemos al
oír risillas provenientes de los arbustos de hortensias junto a la morada.
—Clea, ¿crees que las jóvenes hijas de la morada de Hestia estén escabulléndose a la
ceremonia? —digo.
Las risillas se detienen. Actualmente, la morada de Hestia tiene a su cuidado a dieciséis
huérfanas, incluyéndome a mí y a Clea, y creo que hay al menos una docena ocultándose en los
arbustos.
—No, las jóvenes hijas de esta morada no serían capaces —responde Clea con una seriedad
burlona mientras me toma del brazo, cruzándolo con el suyo, y nos dirigimos hacia el lago.
—Y, por supuesto, no estarán ocultas en los sauces del claro cuando salga el sol —añado con
una voz dirigida a los arbustos parlanchines.
Clea se ríe al verme alentar sus travesuras, pero ambas sabemos que es una tradición, se
hable de ella o no. Y las tradiciones corren por las venas de nosotros, los olímpicos.
Cuando llegamos al bulevar, después de que la morada de Hestia ha desaparecido a nuestras
espaldas, recuerdo lo hermoso que puede ser el corazón de Ciudad Olimpo antes del anochecer.
Rara vez salgo de la morada a estas horas. Como uno de los dioses de la luz, la labor de Hestia
casi siempre se realiza a plena luz del día.
Plateados rayos de luna se derraman por sobre los tejados de paja de las tiendas. De
momento, todo está cerrado en honor de la ceremonia. Bajo esta luz tenue y misteriosa, siento
una atmósfera de magia. Nos impulsa hacia el lago Nisa y el anfiteatro de su costa este, donde
una fila de tronos de oro aguarda a los dioses y diosas. Allí tomarán su lugar y escogerán a sus
posibles campeones.
Al cruzar la calle, Clea se inclina hacia mí y susurra:
—¿Puedo contarte un secreto?
—Claro —digo, distante, con la certeza de que cualquier secreto de Clea no será jugoso.
Llevamos vidas tan cerradas como la panadería de Dión frente a nosotras. Respiro profundo
y percibo el aroma a harina y levadura frescas. Dioses, amo el pan. Sura dice que más allá de la
Puerta Olímpica, en el reino de los mortales, los humanos han comenzado a evitar el pan.
Una razón más por la que jamás iré allí.
Comería con gusto mi peso en pan. Diez veces.
—…y dijo que me amaba.
—Espera, ¿qué? —Me detengo—. ¿Quién te dijo que te amaba?
Clea suspira.
—¿No me estabas escuchando?
—¡Sí! Bueno…, a medias. Estaba medio escuchando. ¿Quién te dijo que te amaba?
—¡Kahne!
—¿El hijo de Ares?
—Ese mismo.
—No.
Arrastro a Clea al otro lado de la calle. Nos deslizamos entre la panadería y la confitería y
tomamos la escalera de piedra que conduce a la costa del lago Nisa. Los patos nos graznan al
pasar. Grandes eneas sobresalen esbeltas y orgullosas de la orilla.
—¿Cuándo hablaste con Kahne? ¿Cuándo tuvieron tiempo para enamorarse, supuestamente?
—Hemos estado escribiéndonos cartas —dice Clea.
—Pues eso es ridículo.
Alumbrada por el halo de luz proveniente de uno de los faroles de oro, Clea arruga las cejas
rubias.
—Qué grosera eres, Ana.
Entramos en el bosque situado entre el lago Nisa y la ciudad. En los días calurosos, Clea y yo
venimos aquí para recolectar las prímulas rosadas y amarillas que crecen bajo los árboles. La
sombra es divina. Ahora, la sinuosa senda está iluminada por faroles de madera plateada
dispuestos a cada dos metros.
—Clea —digo e intento sonar razonable y no sentenciosa, como en realidad me siento—,
todos los hijos de los dioses oscuros son bestias salvajes y crueles. Tiene que ser una broma.
Estoy segura de que puedes verlo.
—Bueno, yo…
Clea se tropieza con la raíz expuesta de un árbol y me sujeta el brazo de forma abrupta. No
estoy preparada para el agarre repentino y su peso me arrastra con ella. Ambas nos desplomamos
en el lecho del bosque.
—Oh, dioses. ¡Ana, lo siento tanto!
—No te preocupes.
Me levanto de prisa, me inclino para ayudarla a ponerse de pie y escuchamos risitas a nuestro
alrededor. No es la dulce risa de las jóvenes hijas, emocionadas por ver la ceremonia, sino una
risa aguda y burlona.
—Sé que no les enseñan mucho en la morada de Hestia —dice la chica—, pero creí que al
menos les enseñaban a caminar.
Frente a ellas se detiene una chica de largo vestido blanco con finas líneas de oro que se
entrecruzan y ciñen su esbelta figura. De no ser por la sonrisa de burla, tendría un rostro perfecto.
Dos muchachos, aún envueltos por las sombras, se acercan a ella.
—Mira, Lyantha, no te burles —dice el más alto de los dos chicos—. Sabes que estas pobres
chicas han pasado la mayor parte de sus vidas de rodillas, recogiendo flores. Casi no tienen
necesidad de caminar. —Su mirada oscura se enciende al examinarme de arriba a abajo y luego a
Clea.
—Tienes razón, Pearce —dice Lyantha.
No sé si reconozco a la chica, pero huele a Hades, a canela y humo de hoguera.
Observó al otro muchacho que se acercó y que se había mantenido en silencio. Pero cuando
se adentra en la claridad del farol, me quedo boquiabierta. Se me hiela la sangre. Clea tiembla
junto a mí.
Como viajamos tanto entregando flores, no pasamos mucho tiempo con gente de otras
moradas, mucho menos con herederos de dioses oscuros, y muchísimo menos con este tipo de
heredero.
Una melena oscura enmarca un rostro perfilado que harían que un mortal se derritiera. Pero
los ojos dispares es lo que hace resaltar a Haven Knightfall.
Hay rumores, por supuesto.
Que con un ojo miró a hurtadillas a una gorgona.
Que luchó contra un cíclope y ganó, pero perdió un ojo en la batalla.
Que sedujo a una hechicera con su boca astuta y, al abandonarla, ella lo maldijo.
Cualquiera que fuese la verdadera historia, Haven nunca la había contado.
Su ojo derecho es de un misterioso y brillante tono de ámbar.
Su ojo izquierdo está desvaído de todo color, por lo que su iris es casi blanco.
Si bien no asisto a casi ningún evento social olímpico, hasta yo sé que hay que mantenerse
alejado de Haven Knightfall.
Este chico no tiene arreglo.
De hecho, es conocido por su crueldad, su astucia y su apariencia encantadora.
Todos los Knightfall son ridículamente hermosos, aun entre los herederos, y todos son
desproporcionadamente poderosos.
—Discúlpennos —digo, intentando parecer fuerte cuando internamente siento pena por el
tono manso de mi voz—. No queremos llegar tarde a la ceremonia.
Haven me observa directamente con esos ojos sobrecogedores. Su voz es la encarnación del
azufre y las llamas.
—No me preocuparía si fuera tú, huérfana. Las hijas de Hestia son indeseadas desde que
nacen. ¿De verdad crees que eso podría cambiar hoy o algún día?
La ira florece en mi interior. Aprieto los puños a mis costados y siento un cosquilleo en los
dedos.
Si extendiese la mano y lo tocara, ¿se marchitaría y moriría?
Si tengo un poder dentro de mí, nunca he podido controlarlo.
Pero justo ahora desearía tenerlo.
—Apártense, huérfanas —dice la chica y se pavonea frente a nosotros—. Nos espera nuestra
ceremonia de selección.
Se alejan entre risas.
—Odio que tenga razón —dice Clea mientras se quita del vestido los restos de suciedad del
bosque y luego se acomoda la corona de flores. La mía se cayó al suelo y está arruinada.
—Tal vez la tenga —contesto—. O tal vez no. No conocemos a nuestros verdaderos padres,
pero podríamos ser descendientes directos de un dios, lo cual nos haría semidiosas. Clea, hay
muchas posibilidades. Esos imbéciles son herederos confirmados desde hace tantas generaciones
que la conexión con su deidad es la misma que la de un mono con un mortal.
Clea sonríe.
—Siempre he admirado tu capacidad de poner las cosas a nuestro favor.
Me estiro y vuelvo a tomarla del brazo.
—Las Moiras nos han traído hasta aquí. No nos abandonarán mientras transitemos el camino
que han elegido.
Me acomodo mi propio vestido y seguimos avanzando.
Cuando el follaje va desapareciendo, oigo el lejano murmullo de conversaciones en el
enorme teatro frente a nosotras.
Y cuando por fin atravesamos uno de los muchos corredores abovedados y llegamos al
anfiteatro, los cientos de espectadores enmudecen.
Pero no por nosotras.
No, sus ojos están fijos en el firmamento. Ven a los dioses que descienden desde el monte
Olimpo.
CAPÍTULO 4
A PESAR DE HABER CRECIDO EL OLIMPO, rodeada por los dioses y sus atributos divinos,
verlos descender de los cielos sigue siendo algo digno de contemplación.
Zeus es el primero, como en todo. El Rey de los Dioses no espera a nadie.
A pesar de que nunca he ido al reino de los mortales, sé por sus libros en la biblioteca de
Hestia que los humanos creen que Zeus vuela por ahí llevando lo que parece una sábana y que
tiene una barba gris que ensancha su rostro severo.
Nada más alejado de la realidad.
Zeus usa la armadura que inspiró la de los soldados romanos hace ya tantos siglos. Bajo el
peto de oro lleva una túnica hecha con el mejor lino y adornada con el hilo de oro más fino que
hilaba la mismísima Aracne (hasta que Atenea la convirtió en araña). Su peto centellea bajo la
luz de los faroles, dándole más profundidad a las sombras de la cabeza de león hermosamente
labrada en el metal. Los relámpagos crepitan alrededor de sus brazales de oro, resaltando la barba
de su rostro, pulcramente recortada. Lleva el largo cabello entrecano recogido hacia atrás, con un
pequeño moño.
En la mano izquierda lleva el rayo que para él crearon los cíclopes. Brilla con un matiz de
otro mundo, entre violeta y plateado.
Se me erizan los vellos de la nuca. Clea me sujeta la mano con más fuerza.
Después de que Zeus está en su trono —el más grande del estrado—, Hera, su esposa, lo
acompaña. Se sienta a su izquierda, ataviada con un magnífico vestido de color esmeralda.
Atenea toma asiento a la derecha de su padre, con una armadura del más puro oro olímpico.
Lleva suelto el cabello oscuro y los rulos caen sobre los bordes dorados de sus hombreras. Junto
a ella se sienta Apolo, luciendo igual de hermoso con una túnica hilada con oro.
Otros dioses y diosas toman sus lugares uno tras otro. Deméter, Artemisa, Hermes, Hefesto,
Poseidón, Afrodita y mi propia diosa madre, Hestia.
Por último, los dos dioses más oscuros… Ares y Hades.
Incluso desde lejos, del otro lado del teatro, puedo sentir el poder e impetuosidad de ambos
dioses. No se contonean por el escenario como Poseidón. De hecho, apenas reparan en la
multitud de sus hermanos y hermanas. En vez de eso, Ares toma asiento a la derecha de Hestia y
Hades se dirige al lado opuesto del escenario y se sienta a la izquierda de Afrodita.
Por un momento me siento cautivada por la oscura belleza de Hades, el dios del inframundo.
Es alto y corpulento, con unos pómulos tan afilados como la espada que hay junto a él. Su
cabello oscuro parece mecido ligeramente por un viento que no está allí, como si estuviese
atrapado en alguna clase de brisa fantasmal.
En algunos de los libros mortales de Hestia, Hades es representado como adusto y lúgubre,
pero en realidad es la personificación de la noche misma: hermoso y abismal.
En contraste, mi diosa madre es ternura y luz. Es la madre doncella de todos, suave y oronda,
con una belleza que podría sosegar todo miedo y pesadilla.
—Vamos —le susurro a Clea y la arrastro a las escalonadas tribunas de piedra labradas en la
ladera.
Nos la arreglamos para llegar a nuestros asientos sin llamar demasiado la atención. Todos les
dedican miradas a los dioses reunidos frente a nosotros y luego apartan la vista. Resulta doloroso
mirarlos así, en todo su esplendor, por demasiado tiempo.
La multitud aguarda sin emitir palabra.
Hasta el bosque circundante y la vida salvaje del lago Nisa permanecen en silencio.
Zeus es el primero en hablar.
—Bienvenidos a la Ceremonia de Selección. —Su rayo crepita—. Algunos de ustedes están
aquí para ser testigos y otros para cumplir un propósito mayor. Como todos saben —dice Zeus,
levantándose y comenzando a caminar a lo largo del estrado—, cada cinco años, nosotros, sus
dioses, incluimos solo a nuestros herederos más prometedores en el Arca de Ananké, pero son
las Moiras las que toman la decisión final. De esos nombres, nos dan diez para que compitan en
las Pruebas de Herederos. De cada morada, solo uno es coronado vencedor. Sirven como
nuestros líderes de morada, nuestros generales del ejército, nuestros consejeros más leales.
Hace una pausa y estoy completamente segura de que es para generar un efecto dramático.
—Pero ser escogido para las pruebas no es para los frágiles ni para los de corazón débil. Es
cierto que las Moiras guían nuestras manos en esta selección, pero depende de ustedes demostrar
su poder.
De la multitud emerge un murmullo de aprobación.
—Si pierden durante sus pruebas —continúa Zeus—, no solo le traerán desgracia a su dios,
sino que perderán su lugar entre nosotros aquí en el Olimpo. Se les será arrebatado cualquier
poder divino que posean y serán reducidos a un mero mortal. Serán expulsados del Olimpo, toda
su existencia será borrada de los recuerdos de sus más allegados.
A pesar de que todos lo sabemos, la multitud sigue agitada y enérgica. Este es el riesgo más
grande de ser escogido y competir en las Pruebas de Herederos.
Si pierdes, todo está perdido.
Se acaba.
Es como si no existieras.
No podrían ofrecerme ninguna cantidad de dinero —ni pan— para hacerme codiciar un lugar
entre los elegidos. Y claro, anhelo algo más que recolectar flores, pero ¿arriesgarte a perder tu
lugar por completo? No, gracias. Yo paso.
—Comencemos —anuncia Zeus.
La multitud vitorea y aplaude.
Hestia nos encuentra a Clea y a mí del otro lado de la gran extensión del teatro de piedra y
nos sonríe.
Ya nos toca.
Tengo el corazón en la garganta cuando Clea y yo nos levantamos de nuestros asientos.
Puede que sea la primera vez en que participamos en una ceremonia de selección, pero Sura nos
ha preparado para este «honor superimportante», haciéndonos practicar el ritual
«extremadamente simple» cientos de veces durante estos últimos meses.
Entonces, ¿por qué ahora estoy temblando y sintiendo como si quisiera vomitar? Me mofé
cada vez que Sura nos hizo practicar y repetir sus instrucciones. Ahora me preocupaba no haber
practicado lo suficiente.
Porque ¿y si me tropiezo… frente a todos? ¡Sura no dijo nada acerca de cómo evitar
tropezarse!
Levanto un pliegue de mi vestido y doy pasos lentos y cuidadosos por los tres escalones de
mármol. Clea y yo atravesamos el estrado y nos arrodillamos ante nuestra diosa madre.
—Hola, hijas —susurra Hestia—. Están hermosas esta noche.
—Gracias, Diosa Madre —decimos Clea y yo al unísono.
Ahora, más alto, Hestia dice:
—Como su tarea será eterna, bendecimos esta noche con la Llama Eterna. —Hace un
movimiento con la mano.
Echo un vistazo hacia arriba mientras la magia centellea de color rojo, blanco y dorado.
En cada mano aparece una antorcha y el extremo brilla con la llama de Hestia.
Tomo la antorcha de su mano derecha, Clea toma la izquierda.
La llama no irradia calor, al menos no aún. Llamaradas se elevan hacia la noche.
De pie una vez más, nos volvemos lentamente y enfrentamos a los semidioses y herederos
allí reunidos.
Como por acto de una magia oscura, inmediatamente me encuentro con la mirada de Haven
Knightfall.
Está sentado en el nivel más bajo, por lo que puede ver la ceremonia en primera fila. Está del
lado izquierdo del teatro, alineado con su deidad oscura: Hades.
El ojo bueno de Haven parece arder bajo la luz del farol, en medio de tinieblas. De algún
modo, parece atento y respetuoso, aburrido y distante, todo al mismo tiempo. La luz trémula de
la Llama Eterna afila las facciones ya agudas de su rostro. El cabello oscuro le cae del costado
izquierdo de la cara y lo hace parecer más malicioso que antes.
Ahora siento que el corazón me galopa en el pecho.
«No te caigas. No te tropieces. No vomites. —Lo convierto en un mantra. Si lo creo, será
verdad—. No te caigas, joder».
Aguantando la respiración, cruzo la tarima. Puedo sentir que Haven me observa durante todo
el camino y se me calienta el cuerpo por mirada, como si yo fuese la antorcha y sus ojos, la
llama.
«¡Deja de pensar en el maldito Haven Knightfall! ¡Concéntrate!».
Clea y yo salimos del escenario y nos dirigimos al cuenco de bronce situado sobre un
pedestal tallado en la base del escenario de mármol.
Al unísono, como lo practicamos, Clea y yo llevamos nuestras antorchas al interior del
cuenco. A pesar de que no hay carbón ni leños, la llama se extiende rápidamente con un
resonante fogonazo.
La multitud vitorea.
Clea y yo regresamos a nuestros asientos. Nuestro trabajo ha concluido. Hemos servido a la
morada de nuestra madre sin ninguna deshonra ni vergüenza, y eso es todo lo que puedo pedir.
Zeus se pone de pie una vez más y dice:
—Que comience la selección.
CAPÍTULO 5
A PESAR DE TODO SU PODERÍO, no son los dioses quienes escogen a los que competirán
en las Pruebas de Herederos, es una pequeña caja de madera. O, más específicamente, es el Arca
de Ananké, que contiene el poder de las Moiras. Ellas nunca se presentan en las ceremonias de
selección. No están a su nivel.
Así que es el arca la que hace el trabajo por nosotros.
Una de las siervas de las Moiras sube al escenario. Es una chica enjuta de cabello largo azul
con trenzas dobles y entramado con violetas. Su vestido de hilo finísimo se desliza tras ella y va
descalza. Se detiene en el centro del estrado y le susurra al arca. Habla muy bajo y está muy lejos
como para poder oír sus palabras.
Cuando ha terminado, el arca resplandece y la cerradura se abre. La chica levanta la tapa y se
derrama un caleidoscopio de luz.
Una exclamación de aprobación recorre a la audiencia. Parece que todos nos sentamos al
borde de nuestros asientos mientras Afrodita se aproxima al arca.
—Yo soy la diosa Afrodita —nos anuncia a todos y al arca—. Deseo seleccionar diez
oponentes dignos para las Pruebas de Herederos en la morada de Afrodita.
La morada de Afrodita es conocida por ser una en la que ser encantador y hermoso es
valorado como una de las más grandes virtudes. Los hijos de su morada suelen estar
involucrados en emparejamientos de los habitantes del Olimpo, tanto en la ciudad como fuera de
ella. A los vencedores de las pruebas generalmente se les otorga un codiciado puesto entre su
corte personal de casamenteros.
La diosa del amor lleva una mano a la luz del arca. Puedo oír el sonido que hace el trozo de
papel cuando aparece en su mano.
Se vuelve hacia la multitud.
—Sasha Ivyborne —lee Afrodita—. Ya una encantadora y respetada integrante de la morada
de Afrodita.
Sasha se pone de pie de inmediato. Sus amigos la felicitan mientras se abre camino hacia el
escenario para situarse junto a su diosa madre.
Afrodita selecciona nueve trozos de papel más y lee los nombres. Cuando ha acabado, hay
diez jóvenes en la tarima, nueve mujeres y un hombre.
El próximo al arca es Poseidón.
El dios del mar siempre ha sido presumido y arrogante, por lo que no es sorpresa que no lleve
camisa ni nada más que un par de holgados pantalones negros. Sus abdominales extremadamente
definidos se contraen mientras camina por el escenario. También va descalzo y dejando una
estela de huellas húmedas. Su largo cabello está húmedo y lo hace ver como si acabase de
emerger del océano al borde del Olimpo, a pesar de que eso no sea posible porque ha estado
sentado en su trono durante al menos una hora. Los tatuajes que le cubren el pecho y espalda
brillan como si ellos también acabaran de ser tocados por las aguas que él gobierna. Por un
segundo, me pregunto si en realidad le está ordenando al agua que se quede sobre él para lograr
ese efecto.
Cuando se detiene frente al arca, la luz resplandeciente de adentro acentúa la sonrisa de su
rostro. He oído decir que es la personificación de un tiburón y estoy de acuerdo. Cuando sonríe,
solo veo a un depredador hambriento.
Extrae sus nombres y no hay sorpresas con respecto a quién escoge el arca.
Ares, el dios de la guerra, es el próximo y cuando llama Kahne Argyris, Clea gorjea junto a
mí.
—Es tan guapo —dice.
A pesar de que reconocí el nombre de Kahne, no puedo decir que alguna vez me haya
encontrado cara a cara con él.
Sí que es guapo.
Su cabello, en los costados, está casi al ras de la cabeza. Arriba es más largo por algunos
centímetros y bajo la luz del fuego brilla como si estuviese mojado.
Lleva el símbolo de la morada de Ares: un buitre sujetando una daga de guerra.
Es corpulento. Tiene hombros anchos y es musculoso. Si yo fuese a pelear en una guerra, lo
quisiera en mi bando. Pero a pesar de esto, aún me preocupo por Clea. Kahne no se ve como un
hombre destinado a amar a una huérfana de la morada de Hestia.
Artemisa, la diosa de la caza es la siguiente.
Luego Atenea y Deméter.
Clea se mueve con nerviosismo junto a mí a medida que transcurre lentamente la noche.
Cuando es el turno de Hestia, la diosa se levanta de su trono. Por un momento ínfimo, creo
que va a romper la tradición y escoger esta vez. No hay muchos nombres que poner en el arca —
solo Clea y yo somos mayores de edad en su morada—, pero eso solo significa que la suerte está
de nuestro lado. Aunque, si tuviese que competir contra Clea, quizás simplemente me arroje de
cabeza al reino mortal para evitar hacerlo.
Nunca podría competir contra Clea.
Pero entonces Hestia le hace una pequeña reverencia a la multitud y dice:
—No he introducido nombres al arca. No deseo elegir.
Observo a Clea. La luz de las llamas se refleja en sus ojos, pero en ellos solo veo alivio.
Estamos a salvo. Ambas estamos destinadas a recolectar flores por el resto de nuestras vidas.
Intento decirme que podría ser peor.
Hades es el último en ir al arca.
Cuando termine, acabará la ceremonia y por fin podremos ir a casa. No veo la hora en que
me quite este vestido y me ponga algo más cómodo. Esa jarra de vino cada vez suena mejor.
Como trabajamos en la ceremonia de esta noche, Clea y yo estaremos libres mañana. ¡No hay
que ir a la ladera! ¡No hay que recolectar flores!
Puedo dormir hasta tarde. Oh, qué alegría.
Hades desdobla su primer pedazo de papel y sonríe.
—Haven Knightfall —grita.
La multitud vitorea. Los de la morada de Hades son los más ruidosos, los más bulliciosos.
Pero todos los demás saben que cuando un Knightfall está ante ti, lo celebras. Aunque lo odies.
Y la mayoría lo odia.
Yo también lo odio.
Lo odio más y más a medida que avanza la noche.
Haven sube los escalones de mármol.
Ojalá se tropiece.
Pero, por supuesto, no lo hace. Camina con soltura y gracia y toma su lugar junto a Hades. El
príncipe oscuro de pie junto a su dios oscuro.
Hades anuncia ocho nombres más, todos hombres jóvenes. Hades podría tener algunas hijas,
pero ni él ni las Moiras han elegido a una chica para las pruebas. La morada de Hades es un
bastión del machismo.
Me pongo más intranquila con cada minuto que pasa.
Clea me observa y me quita un pétalo suelto del hombro.
—Pide un deseo —susurra.
Esto es un viejo juego. Cuando alguna encuentra un pétalo suelto sobre la otra, es costumbre
pedir un deseo y luego soplarlo.
No estoy de humor para deseos ni juegos, pero sí estoy de humor para distraerme.
Cierro los ojos y me aferro al primer pensamiento que se me viene a la cabeza.
«Deseo que esta noche pase rápido y se acabe».
Respiro profundo para soplar el pétalo cuando escucho a Hades leer su último nombre.
—Anastasha Hearthtender.
La multitud enmudece. Clea se queda boquiabierta.
Yo levanto la vista.
Hades busca a Anastasha en la multitud. Esta heredera huérfana. Esta hija no deseada,
abandonada.
Sigue buscando con la mirada como si no supiera a quién había escogido y yo estoy sentada,
inmóvil, sin estar segura de haberlo oído bien. Esto es imposible.
Clea me da un empujoncito. Quiero que me trague la tierra.
—Ana —dice Clea a medio camino entre un susurro y un grito.
Me pongo de pie lenta e incómodamente.
—¿Ha dicho Anastasha Hearthtender? —grito. No es costumbre que un heredero se dirija a
un dios. Pero no sé qué otra cosa puedo hacer.
Esto no es posible.
Seguramente ha dicho otro nombre.
Seguramente escuché mal.
Porque para que Hades, el dios del inframundo, me haya llamado, habría tenido que poner mi
nombre en el arca.
¿Por qué Hades habría puesto mi nombre en esa caja?
Oh, mierda.
Mierda.
Clea y yo nos damos cuenta al mismo tiempo. La miro justo cuando ella se vuelve hacia mí,
con los ojos abiertos como flores.
«¿Hades es mi padre?».
Hades dice:
—Anastasha. Por favor, ven a tu morada.
Mi mirada se encuentra con la del dios del inframundo y toda la sangre se me escapa del
cuerpo.
La multitud grita. Creo que lo hacen por el drama, el escándalo. Creo que ya hacen apuestas
por mi inevitable fracaso. Ojalá yo fuese de las que apuesta. Apostaría en mi contra sin dudarlo.
Es lo más seguro del mundo.
Esto no puede estar pasando.
A paso dudoso, atravieso el teatro y subo los escalones de mármol. Quiero quedarme al final
de la fila de los otros elegidos, pero Haven me sujeta del brazo y aparta al chico junto a él para
hacerme espacio.
Enfrentamos juntos los aplausos de la multitud. El resplandor de la Llama Eterna, que está
frente a mí, es cegador.
«¿Qué sucede? ¿Cómo está pasando esto?».
Este es un maldito error.
Por sobre mi hombro, le dedico una mirada a Hestia, pero está absorta en una conversación
entre susurros con Deméter.
«Ayúdame», quiero decir. ¡Yo no puedo ser elegida! ¡Y mucho menos por la morada de
Hades! ¿No me estaba quejando hace un instante de la falta de mujeres elegidas en la morada de
Hades? ¿No estaba pensando hace un instante que podría ser peor?
Oh, dioses. Esto es peor. Todo esto es mucho PEOR.
Siento un nudo en el estómago y tengo un torbellino de preguntas en la cabeza.
¿Hades es mi padre? ¿Por qué decírmelo ahora, aquí, frente a todos? A Hades nunca le ha
gustado el espectáculo. ¿Hestia sabía esto? ¿Todo este tiempo ha sabido que él es mi padre?
No puedo evitar repetir en mi cabeza cada momento que pasé con Hestia, intentando ver si
hubo alguna vez en que dijo o hizo algo que demostrara que sabía y que me había estado
ocultando el secreto desde un principio. Pero mis interacciones con Hestia eran limitadas y ella
siempre ha sido extremadamente prudente hasta alcanzar niveles molestos.
Mi atención vuelve al presente cuando la multitud se pone de pie para celebrar a los elegidos.
Haven se inclina hacia mí. Su respiración me recorre el cuello y un escalofrío se extiende por mi
espalda. Huele al oscuro y embriagante inframundo, como canela y ámbar y madera chamuscada.
Aprieto las manos para evitar que tiemblen.
—Obsérvalo muy bien, huérfana —dice con una voz peligrosamente oscura—. La próxima
semana nadie recordará tu nombre.
CAPÍTULO 6
EL VIAJE TOMA MENOS DE LO QUE ESPERABA. Las ventanas del carruaje de Hades son
oscuras y es casi imposible ver Ciudad Olimpo desaparecer, desdibujarse, del otro lado, por lo
que ni siquiera intento perderme en el paisaje exterior.
Hades no dice nada en todo el camino, y como no estoy segura de cómo charlar con el dios
del inframundo, me relajo en mi asiento y mantengo la boca cerrada.
Cuando el carruaje por fin se detiene y el auriga abre la puerta, salgo detrás de Hades y
observo pestañeando una imponente casa hecha de piedra oscura. Solo me permiten contemplarla
durante un segundo: es fácilmente dos veces más grande que la morada de Hestia y, según lo que
sé de Hades, esta es solo su morada, no su palacio, lo cual significa que tiene una casa mucho
más grande en otra parte.
Un siervo me conduce a través de amplias puertas en arco. El vestíbulo principal tiene gran
amplitud. Una enorme escalera está situada directamente frente a las puertas. En el rellano
principal, se divide a la derecha y a la izquierda.
Del cielo raso pende un candelabro forjado en hierro y tres docenas de velas llenan el espacio
cavernoso con una luz tenue. El lugar está envuelto en una quietud sublime y sosegada que es a
la vez misteriosa e inquietante.
—Impresionante, ¿cierto? —dice detrás de mí una voz que resuena por la estancia.
Me sobresalto y me giro.
Es un hombre joven, tal vez de unos veinticinco años. Es alto, de cabello oscuro y esboza una
sonrisa ladeada.
—No quería asustarte —agrega con las manos en alto como si intentara no espantar a un
animal asustado.
—Está bien —digo—. Solo intento… asimilarlo todo. Vaya que es impresionante y…
diferente a lo que estoy acostumbrada.
El muchacho se ríe.
—Cuando escuché que una chica nada más y nada menos que de la morada de Hestia iba a
participar en las pruebas de este año, quedé asombrado. Nunca hemos tenido a una chica aquí
desde que me asignaron a la morada de Hades.
—¿Has estado aquí por mucho tiempo?
Asiente.
—Toda mi vida. Por cierto, soy Max, heredero de Hades, paje de la morada.
No tenemos paje en la morada de Hestia, pero sé cuál es su función. Es el siervo principal de
la casa. Probablemente no lo escogieron para su propia Prueba de Herederos, como Clea y yo
creímos que nunca nos escogerían. El paje de la morada no es exactamente una posición
venerada ni alguien destinado a la grandeza.
Nos damos la mano.
—Ana —digo.
—Es un placer conocerte, Ana.
—Lo mismo digo.
—Ven —dice—. Déjame mostrarte tus aposentos.
LA DÁDIVA CONTINÚA. Llaman a cada heredero, se confirma su don y luego Hades los
mejora con lo que sea que decida darles.
Ely me dedica una amplia sonrisa de camino a su asiento. Su habilidad de fuego ahora tiene
un alcance mucho mayor, y su demostración requirió que Hades extinguiera rápidamente los
muchos bancos que Ely incendió accidentalmente probando su nuevo don.
Mi ansiedad crece más y más con cada heredero que llaman.
Probablemente mi castigo por llegar de última sea que me darán el don de última, pero como
no tengo ningún poder que demostrar, el tiempo que me otorgan antes de deshonrarme y
expulsarme es el verdadero don. Me golpeo la cabeza intentando recordar todas las veces que
maté plantas sin querer. ¿El terrible pánico que ahora me aplasta el corazón y las costillas será
suficiente para que mi poder salga de su escondite?
Otra llamarada azul me distrae de mis pensamientos. Al levantar la vista, veo que a los
gemelos —Kal y Orrin, con la habilidad de crear luz y oscuridad, respectivamente— les han
dado el don de extender su poder mucho más allá de lo que podrían haber imaginado.
¿Cómo les irá en la competencia si uno es eliminado antes que el otro?
No es mi problema.
Mi atención errática vuelve al salón cuando el profesor Monstrat llama a Haven. Monstrat no
se molesta en consultar sus notas esta vez.
—Tu evaluación demostró que tu don primario es la manipulación sensorial.
—Correcto —contesta Haven, omitiendo la cortesía y el uso de «señor» que usaron todos los
demás herederos. Nereus, detrás de Hades, lo fulmina con la mirada en señal de advertencia.
—¿Y tienes algún otro don que demostrar y que contradiga este resultado? —pregunta
Monstrat.
Los ojos de Nereus son como dagas. Mirando a su hermano, parece desafiarlo y prometerle
represalias si es insolente.
—No —dice Haven a secas—. Señor.
—Los Knightfall han sido vasallos serviciales durante generaciones —profiere Hades—. A
pesar de que algunos han poseído dones que me han sido más útiles que otros —añade, sin
revelar si considera que el don de Haven es de los más o menos valiosos.
—Siempre seremos leales a su servicio, mi lord —responde Haven con mucho más respeto
del que le mostró a ninguno de los otros dos hombres en el estrado. Por un segundo, me pregunto
si es miedo lo que está detrás de ese pequeño tremor en su voz.
—Eso lo veremos.
Hades levanta la mano. Yo respiro profundo. Haven ya es peligroso. No puedo ni
imaginarme qué tan letal podría llegar a ser ahora.
Hades dice:
—Te otorgaré la habilidad de manipular las visiones de más de una persona al mismo tiempo.
Asegúrate de usar este don con sabiduría o será el último.
Hace un movimiento con la mano y hay un destello de fuego azul, que apenas logra que
Haven, completamente rígido, suelte un quejido. En un instante, la llama se ha ido y Haven se
vuelve hacia nosotros.
Siento un nudo en la garganta.
Hay una sonrisa cruel en su apuesto rostro.
Ahora ha llegado su oportunidad de demostrarnos su poder mejorado. Me aterra pensar en lo
que hará y en cómo reaccionaré ante ello.
Pero entonces… empieza a caer nieve del oscuro cielorraso. Extiendo la mano para tocar un
grupo de copos de nieve que, al caer sobre mi palma, se derriten hasta volverse una gota de agua.
Todos levantamos la mirada cuando la nieve se intensifica. Los otros herederos ríen y sacan
la lengua.
Yo siento alivio hasta que veo algo reptar por el suelo, junto a mi bota. Bajo la vista y me
encuentro con una enorme araña negra que está a punto de clavarme sus colmillos.
Me trepo al banco, levantando los pies del suelo.
—Suficiente —dice Nereus y la nieve desaparece.
La araña también se esfuma, segundos antes de que un grito amenace con rasgarme la
garganta.
—Theo Diorson —llama Monstrat.
¡Theo es el último antes de mí! Muy bien, piensa rápido. ¿Qué puedo hacer para salir de este
aprieto? No demostré ningún poder en la fase de evaluación, tal vez me pasen por alto. Por mí
estaría bien. No puedo soportar más vergüenza, mucho menos frente a Haven Knightfall.
—Diorson, ¿dices que este es tu único don?
Mi atención regresa al frente del salón y se enfoca en Theo.
Un pequeño grupo de piedras está sobre una mesa frente a él y solo una de ella flota muy por
lo bajo. La piedra se tambalea y cae y Theo se disculpa con un chillido.
—Traer un don tan despreciable ante mí es una deshonra a la que pocos se arriesgarían —le
espeta Hades—. No te otorgaré nada.
El dios, con otro movimiento de su mano, invoca la llama azul. Theo se desploma al suelo
entre gritos. Es un sonido agudo y bestial que retumba por la estancia cavernosa.
Algunos de los herederos se ponen de pie para ver mejor. Yo no puedo evitarlo y también me
levanto. Siento como si estuviera viendo mi propio futuro. Miro fijamente al chico que,
desamparadamente, parece estar quemándose vivo con un fuego que ya no podemos ver.
Después de lo que parece una eternidad, Hades levanta una mano y todo el ruido en el lugar
se detiene, salvo por los quejidos de Theo.
—Tal como lo sospeché —musita Hades. Una puerta al costado del salón se abre de golpe y
dos de sus guardias se llevan a un Theo inconsciente—. Algunos herederos tienen demasiado de
mortal para poder ascender.
Nereus asiente. Monstrat frunce el ceño.
Miro a Haven. Más temprano estaba acosando a Theo. ¿Le alegra observar su desgracia?
Pero Haven no ríe ni sonríe. En su rostro está plasmado algo parecido a una terrible congoja.
Antes de siquiera poder pensar en esto, la voz del profesor Monstrat retumba por todo el
salón:
—Anastasha Hearthtender.
CAPÍTULO 14
POR SEGUNDA VEZ EN ESTA CEREMONIA, todas las miradas de la habitación se enfocan
en mí. Me recuerdo que debo seguir respirando y obligo a mis piernas a dar un paso lento y luego
otro, de camino al estrado. Mientras me acerco, me doy cuenta de que las baldosas de color del
suelo forman un mosaico de almas dirigiéndose al inframundo. Hasta donde sé, estoy a punto de
unirme a su marcha mortal. Nada ha cambiado desde que comenzó la ceremonia, no tengo idea
de qué hacer o decir.
Y ahora se me agotó el tiempo.
Le doy otro vistazo a la puerta por la que sacaron el cuerpo inerte de Theo como si nunca
hubiese estado aquí.
«Muy mortal». No había suficiente divinidad en él para resistir la llama azul de Hades. Lo
quemó de adentro hacia afuera. Y si él era muy mortal, y al menos tenía la habilidad para hacer
algo, ¿qué esperanzas tengo yo, dioses?
—Anastasha Hearthtender —dice el profesor Monstrat mirando sus notas. ¿Qué podría haber
escrito allí? Fracasada. Inepta. Sin poderes—. Se encuentra usted en la posición única —dice—
de haber sido eximida de la evaluación original por razones concernientes a malestar emocional.
—Mujeres en la morada de Hades —murmura Nereus sombríamente, y no en voz baja, como
se esperaría de alguien decoroso.
Detrás de mí, algunos herederos ríen.
—Sin embargo —continúa el Profesor Monstrat—, basados en la intervención y testimonio
de uno de sus colegas herederos, sabemos que sí demostró su poder en otra oportunidad y que su
don primario es el de la… destrucción. —Monstrat suena casi tan sorprendido como los
murmullos incrédulos que se acrecientan a mis espaldas. Monstrat se vuelve hacia Hades—. Mi
lord, parece que el don de Anastasha, a pesar de ser poderoso, ha sido reprimido por mucho
tiempo. No viene a voluntad, pero fue comprobado por un testigo. Sugiero que no requerimos de
demostración adicional antes de la dádiva.
El profesor Monstrat me sonríe, como animándome, mientras del otro lado Nereus rabia.
Hades se pone de pie en medio de los dos con una expresión insondable.
Mirando por sobre mi hombro, le doy un vistazo a Haven. Él es el único con un
conocimiento íntimo de mi poder. ¿Fue el quien intercedió en mi nombre? ¿Por qué me
ayudaría?
Un murmullo pulula entre mis colegas herederos.
—Silencio. —La voz tenebrosa de Hades cubre el salón como una nube de tormenta.
Los escalofríos me recorren la espalda de arriba a abajo.
—Se ha sugerido —enuncia Nereus con clara incredulidad en cada palabra— que la
destrucción es tu don primario. ¿Niegas esto?
—Bueno… Siempre he tenido el mal hábito de… digo… realmente no sé lo que es, pero a
veces las cosas…, bueno…, mueren en mis manos. En la morada de Hestia todo gira alrededor
de la vida y la luz, así que nunca quise ir por ahí matando cosas. Tener una afinidad por matar
flores y plantas completamente sanas normalmente era un… —Me quedo callada, dándome
cuenta de que mi boca está fuera de control. Estoy perdiendo la cabeza.
—¿Eso es un no? —pregunta Nereus con desdén.
—Sí, señor —balbuceo—. Digo, no. Digo, sí, señor, no lo niego.
«Por todos los dioses, ¿puede alguien por favor golpearme?».
Hades aprieta las manos a sus espaldas y camina de un lado a otro del estrado.
—El poder de la destrucción es poco común, incluso entre mis propios hijos.
Lo miro directo a los ojos. ¿Este es el momento en que admitirá que es mi padre? No sé si
eso haría que este momento fuese mejor o peor.
—Hestia nunca mencionó que una de sus doncellas fuese destructiva —musita Hades.
No estoy segura de si es un comentario o una pregunta, pero ya mi cerebro se ha rendido y
está inconsciente, por lo que mi boca sigue divagando.
—No creo que ella supiera, mi lord. —Mi voz es apenas más que un susurro—. Lo oculté
bien.
La temperatura del salón desciende y Hades concentra toda la fuerza de su mirada en mí.
—No seas insolente, Hearthtender. Una simple hija no tiene la astucia ni el poder para
engañar a una diosa mayor en su propia morada. Si escogió no contarme, debe tener buenas
razones y quiero saber cuáles son.
—No es mi intención hablar por mi diosa madre, mi lord —respondo honestamente, sin estar
segura de qué otra cosa se puede decir.
—Es lo más sabio que has podido hacer.
Continúa yendo de un lado a otro. Está en silencio por un momento, no sé qué estará
meditando. Cada paso que da se siente como otro clavo en mi ataúd. Perlas de sudor me cubren
la frente. Terminaré como Theo. O peor.
¿Theo ya está fuera de la competencia de manera oficial? ¿O le darán la oportunidad de
luchar un día más pero ahora con una mancha negra en su reputación?
¿Por qué inframundo las Moiras me pusieron aquí? ¿Se burlan de mí?
Hades regresa a su lugar entre Nereus y Monstrat.
—Parece que rompes todos los esquemas, Hearthtender.
Gracias a los dioses, hasta mi boca descontrolada sabe reconocer que este es un enunciado,
no una pregunta, por lo que inclino la cabeza y aguardo sus próximas palabras.
—Te otorgaré la habilidad de destruir sin tocar, de usar la mente para devastar a tu enemigo.
Este no es un don que doy a la ligera. Úsalo sabiamente y ponlo a mi servicio por el resto de tus
días.
Levanta la mano y surgen llamas azules de sus dedos.
Mueve la muñeca para otorgarme mi don y…
Fuego.
Un dolor ígneo y calcinante me atraviesa, me destroza como ninguna otra cosa que haya
sufrido en mi vida. Está dentro y fuera de mi cuerpo, estoy hundida y flotando a su alrededor.
Dolor.
Estoy adolorida. Cada fibra de mi cuerpo es solo dolor. Soy etérea, una ingravidez me aparta
del suelo, el dolor me lleva en todas direcciones al mismo tiempo.
Brillante.
Estoy rodeada por una luz, un resplandor vehemente y penetrante. Y más allá, un débil
clamor de pánico antes de que todo se torne, dichosa y pacíficamente, en oscuridad.
CAPÍTULO 15
AL VOLVER A MI HABITACIÓN, encuentro sobre la cama un paquete atado con guita. Junto a
él hay una carta.
La abro con ansias, reconociendo de inmediato la caligrafía en bucle en el exterior del sobre
que dice «Mi querida Ana».
SI ESTÁS LEYENDO ESTO, has ganado tu primera prueba. Estoy tan orgullosa de ti. Por
favor acepta este presente como símbolo de nuestra más sincera felicitación. Sura ha estado
trabajando en esto día y noche.
Debo admitirlo, estaba preocupada cuando el arca escogió tu nombre. Solo las Moiras
conocen el camino por el que viajas, pero sospecho que tu futuro será digno de una balada épica
y espero con ansias el día en que pueda escuchar esa canción.
Tu diosa madre,
Hestia
HAY DOS CARRUAJES QUE NOS CONDUCEN POR LA MONTAÑA HACIA CIUDAD
OLIMPO, al palacio de Zeus. Termino en un carruaje con Haven y Pearce. Haven no dice nada
durante todo el camino y Pearce llena el silencio con su pedante bufonería. Trata de entretener a
Haven con su recuento de nuestra primera prueba, de cómo tuvo que luchar contra Orrin en el
Bosque Oscuro y de que lo venció con una patada en la ingle.
Haven no reacciona y Pearce se queda callado luego de una risa incómoda, tras lo cual fija su
atención en mí, una presa fácil y enjaulada.
—Debe sentirse bien obtener la recompensa sin hacer ningún esfuerzo —me dice.
—¿Disculpa?
Pearce asiente.
—¿De verdad crees que sigues aquí porque eres mejor que nosotros? ¡Ja! La única razón por
la que Haven te deja avanzar a la próxima prueba es porque eres…
—Pearce —musita Haven queda y despreocupadamente, sin malicia ni amenaza en su voz.
Pero Pearce se calla la boca y desvía la mirada como si hubiese sido abofeteado por el
mismísimo Hades.
Le doy un vistazo furtivo a Haven con el rabillo del ojo, pero tiene el rostro vuelto,
enfocando la mirada en las calles de Ciudad Olimpo, difuminadas del otro lado de la ventana del
carruaje.
Así que todavía creen que soy un blanco fácil para el final de las pruebas, que soy las más
débil y que se podrán deshacer de mí fácilmente.
Dejaré que lo sigan creyendo.
Por supuesto, a menos que aprenda a controlar mi poder, puede que tengan razón.
Cuando el carruaje dobla hacia el largo y sinuoso camino de entrada, olvido todo sobre las
pruebas y mi poder y el maldito Haven Knightfall, ¡porque estoy a solo minutos de ver a Clea!
El vehículo se detiene y un siervo abre la puerta. Haven es el primero en salir y Pearce lo
sigue de cerca. Sosteniendo mi vestido para no pisarlo, me asomo al aire más dulce y cálido de
Ciudad Olimpo, aquí en el lado soleado de la montaña.
A pesar de que acaba de anochecer, el aire aún tiene esa sedante calidez del verano. Al salir,
subo la escalinata de mármol que lleva al palacio. Siervos ataviados con la librea de Zeus están
de pie a ambos lados de las puertas. Ni me saludan ni reparan en mí al entrar.
Un débil hálito de música se escapa del salón de baile al final del pasillo. La risa resuena en
la atmósfera. Hay gente arremolinándose, chicas en resplandecientes vestidos y hombres jóvenes
en trajes a medida, algunos decorados con los adornos y broches dorados de sus moradas divinas.
Refulgentes luces titilan desde arriba. Inclino la cabeza, maravillándome por la forma en que
están suspendidas en medio del aire. A pesar de haber crecido en el Olimpo, hay muchísimo que
aún no sé sobre el funcionamiento de la magia, y cada vez que asisto a una fiesta, hay más
maravillas que contemplar.
En verdad me refugié demasiado en la morada de Hestia, y creo que no me había dado cuenta
hasta que me mudé a la morada de Hades.
Todos los herederos de Hades, incluyendo a Haven, han desaparecido entre la multitud, así
que empiezo a buscar rostros que reconozca. Entro tímidamente al salón de baile, sintiendo que
resalto como una nube de tormenta en un día soleado. Mientras que en la morada de Hades sentía
que encajaba con mi vestido negro, aquí sobresalgo entre los vestidos de las otras, hechos con
tonos de blanco, dorado, rosa y naranja.
Por fin encuentro a Clea del otro lado del lugar y el alivio que siento es casi palpable.
Camino por los bordes del salón de baile y me le acerco por detrás. La sujeto del codo y la hago
girar, lo que hace que suelte un grito de sorpresa. Cuando su mirada se enfoca en mí, por una
fracción de segundo pareciera que estuviese esperando a alguien más.
—Oh —dice—. ¡Ay, Ana! —Me rodea con los brazos y me abraza fuerte. De inmediato me
siento abrumada por su dulce aroma azucarado—. ¡Te extraño tanto! —Da un paso hacia atrás y
me ve de arriba abajo—. Ese vestido se te ve divino, tal como pensé.
Cohibida, paso las manos por el frente del vestido.
—¿No es muy…, no lo sé…, fúnebre?
—¿Qué? No. En lo absoluto. Es osado y atrevido.
Con el apoyo de Clea, comienzo a sentirme un poco mejor. Volvemos a la multitud con los
brazos enlazados.
—Entonces… —dice—, tienes que contármelo todo. ¿Qué se siente ser la única chica en una
morada de chicos? ¿Cómo es Hades?
La gran banda que toca desde el escenario comienza la canción «Nocte Amantes», que se
traduce como amantes nocturnos, si mal no recuerdo. Esta canción tiene una coreografía, así que
la gente empieza a formar parejas.
—Vivir en la morada de Hades es diferente que vivir en la de Hestia. En primer lugar, se
quedan despiertos toda la noche. No estoy para nada acostumbrada a eso, así que siempre estoy
exhausta. ¡Y no tienen baño aparte para las mujeres! ¿Puedes creerlo?
Clea abre los ojos de par en par, escandalizada.
—¿Te has duchado con los muchachos?
—Bueno… he empezado a ir temprano en la mañana para evitarlos. Hasta ahora, ha
funcionado —digo, pero mi rostro se acalora ante el recuerdo de Haven sorprendiéndome en la
ducha y usando mi desnudez como un arma.
—¿Y Haven? —pregunta Clea como si se hubiese percatado del hilo de mis pensamientos.
Logro verlo del otro lado del salón. Está con Pearce, Kal, Lyantha y algunas otras chicas que
no conozco. Todos vuelven el rostro hacia él como si fuera el sol y ellos los planetas que orbitan
a su alrededor.
«Una fuerza ineluctable».
Lyantha se acerca más a él y cruza su brazo con el de Haven, como si de algún modo le
perteneciera. A pesar de que ambos son herederos de Hades, su linaje es tan distante que, si
decidieran juntarse, a nadie le importaría.
Solo que… tengo una sensación aguda y agria en las entrañas, como si a mí sí me importara.
No me gusta cómo lo toca. Y no me gusta su mirada penetrante, como si quisiera devorarlo.
Siento una presión en el pecho y una palabra resuena en mi cabeza: «Mío».
«¿Qué inframundos? Contrólate, Ana».
No quiero a Haven. De ninguna manera.
Cuando vuelvo a verlo, me doy cuenta de que me está mirando. Me ha sorprendido
observándolo. En su rostro hay una expresión que casi denota diversión.
Aparto la mirada rápidamente.
—Haven es insufrible —le digo a Clea.
—¿Por qué no me sorprende? —dice—. Es una persona horrible. Juro que nació de los
deshechos fétidos del inframundo. Ojalá pierda para que borren toda su existencia de mi
memoria.
—Lo mismo digo —respondo, pero la mentira tiene un sabor amargo en mi boca.
Me arriesgo a darle otro vistazo. La mirada punzante de Haven aún está sobre mí y me
caliento bajo ella.
Me doy cuenta de que no quiero que pierda. Pero yo tampoco quiero perder.
Intentando disipar el malestar que me está revolviendo el estómago, cambio a un tema de
conversación más optimista.
—¿Cómo está Marigold? —pregunto—. ¿Y Sura?
—Están bien —dice Clea.
Nos detenemos en una esquina cuando los bailarines se separan por el final de la canción. La
música vuelve a ganar velocidad. El público aplaude en unísono con el ritmo de la banda.
—Marigold te extraña, por supuesto, pero está empecinada en que la escojan para la morada
de Ares ahora que has abierto el camino para todas las huérfanas herederas.
Ares también ha tenido siempre herederos hombres en sus pruebas, que son notoriamente
brutales e interminables. Creo que la última prueba de Ares duró más de un año. En la morada de
Ares no solo se necesita ser salvaje y fuerte, sino también tener una resistencia inhumana y una
inquebrantable fuerza de voluntad.
Apenas he logrado sobrevivir en la morada de Hades y solo han pasado unos días.
Definitivamente perdería en la morada de Ares.
—Marigold serviría mejor en la morada de Hermes —digo, esperando que no tenga que ir a
ninguna de las dos—. Parece un fantasma, podría entrar y salir de cualquier lugar para transmitir
mensajes.
—Mmm —dice Clea con mirada extraviada.
Cuando intento ver qué es lo que está mirando, me encuentro a Kahne, el hijo de Ares.
Clea se queda sin palabras de tan solo verlo. De verdad está enamorada de él, aparentemente.
Trato de comprender cómo no me di cuenta de que esto estaba pasando cuando vivía en la
morada de Hestia. Clea no es muy buena guardando secretos. ¿Fui tan distraída?
No, me doy cuenta. Solo estaba muy ensimismada, muy absorta en mis propios problemas.
¿Qué podría haberle dicho Kahne a Clea en sus cartas para hacerle creer que quizás tendría
una oportunidad?
No me gusta para nada porque sospecho que le ha estado mintiendo.
Y entonces Kahne levanta la vista como si sintiera la atención de Clea y, en cuanto la ve, su
rostro se ilumina, pero no con una sonrisa fulgente ni nada por el estilo. Los herederos de Ares
son muy recios para eso, pero su expresión se ablanda. Los contornos de su boca se expanden
como si quisiera sonreír y hay un nuevo resplandor en sus ojos.
Tal vez sí es cierta su historia de amor…
A pesar de que no tengo a más nadie con quien estar aquí y detesto la idea de estar sola en
una fiesta, aprieto la mano de Clea y le digo:
—Ve con él.
—¿De verdad? —A parta la vista de él lo suficiente para verme y fruncir el ceño—. No
quiero dejarte, pero… —Se muerde el labio inferior—. La segunda prueba de Ares es una de las
más largas de todas las moradas divinas. Los herederos se van en un simulacro de campaña
militar y generalmente dura semanas. No sé cuándo podré verlo de nuevo y quién sabe si…
—Clea, ve. Estaré bien.
Me devuelve el apretón.
—¡Gracias, Ana! ¡No lo he visto en días y me estoy muriendo!
—Pues no dejes que yo te impida vivir.
Antes de terminar mi oración, Clea ya se ha ido.
CAPÍTULO 21
Doy unas cuantas vueltas más por el salón antes de cansarme de la música y la fiesta sin nadie
con quien festejar.
Luego de robar algunos pasteles dulces, salgo del salón de baile y me adentro en una cámara
oscura y vacía. Un mobiliario ornamentado divide la habitación en dos cómodos espacios
conversacionales. En la esquina más lejana, un gran piano resplandece bajo la luz de la luna. Me
siento en uno de los asientos junto a la ventana. Desde allí se ve la fuente de agua en el jardín y
yo me concentro en mi repostería gratis.
Los pasteles dulces están húmedos y azucarados y los agradezco mucho. Todavía no estoy
acostumbrada a la cantidad de carne y a los platos sazonados de la morada de Hades. Engullo un
pastel y luego me dedico a un segundo. Apenas estoy quitándole la crema y lamiéndome el
azúcar de los dedos cuando las puertas de la cámara se abren de golpe y entran dos personas.
El asiento junto a la ventana está en parte protegido a ambos lados por gruesas cortinas de
terciopelo, así que levanto las rodillas hasta el pecho e intento mantenerme oculta. No estoy
completamente segura de que pueda estar aquí.
—¿Qué quieres? —dice una voz muy familiar.
¿Haven?
—Casi perdiste tu prueba —dice Nereus con un gruñido.
Haven se queja.
—¿De verdad tenemos que hacer esto aquí? Puedes reprenderme luego.
Sus pasos se dirigen a la puerta, pero parece que Nereus tira de él.
—Deja de ser un niño petulante y empieza a comportarte como un maldito Knightfall. ¿Has
entendido?
Haven no dice nada.
Se oye un sonido como si alguien frotara una tela.
—No podemos permitir que la chica gane estas pruebas. Así que necesito que dejes de ser
amable y que empieces a tomar lo que es tuyo.
¿Haven estuvo siendo amable hasta ahora? Odiaría ver lo que Nereus cree que es la versión
cruel de Haven. ¿Llamas de azufre, quizás? ¿Un atizador al rojo vivo? ¿Ortigas en mi cama?
Haven hace silencio por otro largo instante y luego dice:
—Ana es más poderosa de lo que creímos.
Oír mi nombre, oírlo con su voz, me genera un nudo en la garganta. Me gusta mucho más
que huérfana o Hearthtender.
¡Y cree que soy poderosa!
Me siento al mismo tiempo llena de orgullo y miedo. Por un lado, están tramando algo contra
mí. Por el otro, Haven cree que soy poderosa.
—¿Y qué? —dice Nereus—. Encuentra su maldita debilidad y úsala contra ella.
—Si te preocupa tanto que gane, ¿por qué no la saboteas? Tal vez ya no quiero ser parte de tu
maldito juego.
Hay un sonido de riña. Alguien es golpeado contra la pared y el candelabro de la chimenea se
agita.
No puedo evitarlo y me asomo fuera de la cortina.
Nereus tiene a Haven presionado contra la pared, sujetándolo del cuello de su saco.
—¿Tengo que recordarte que un titán escapó del Tártaro? ¿Tengo que recordarte lo que está
en juego?
Me quedo inmóvil.
Un temblor me recorre la espalda y me estremezco.
¿Un titán?
¿Libre en el Olimpo?
Esto es malo.
Esto es muy malo.
Los titanes han estado apresados en el Tártaro por más de un milenio desde que Zeus se
rebeló contra su padre Cronos y lo venció. Cronos y varios otros titanes fueron encerrados en el
inframundo.
Si uno ha escapado, no puede ser para nada bueno.
—Sí, está bien —dice Haven entre dientes.
Nereus lo suelta.
—Debes ganar cueste lo que cueste. ¿Te imaginas a esa chica en el ejército de Hades,
luchando contra un titán?
—Por supuesto que no.
—Entonces comienza a tomártelo en serio.
—Lo hago —resuella—. Lo haré.
—Hazla perder en la próxima prueba.
Haven se acomoda la solapa de su saco.
—No te preocupes, hermano. Estoy seguro de que se me ocurrirá algo astuto.
—Buen hombre —dice Nereus y le da rudas palmadas en la espalda a su hermano. Luego
abre la puerta de un empujón y se va.
Haven se queda atrás en la cámara por otro minuto. Hace tanto silencio que no me atrevo a
respirar.
Quiero mirarlo, pero tengo mucho miedo de que me vea.
¿Acaso siente que no está solo?
Si es así, no lo demuestra.
Por fin, sus pasos se alejan cuando se va y yo exhalo, aliviada.
Pero ahora todo es peor.
Pero ahora hay problemas más grandes que ganar las pruebas.
Y ni siquiera sé dónde debo comenzar para poder sobrevivir.
Haven planea sabotearme.
Y ahora un titán anda suelto.
CAPÍTULO 22
«THEO».
Su nombre viene a mí como el agudo repicar de una campana.
Veo su rostro en el Bosque Oscuro.
Lo veo en el roble cediéndole su brazalete a Haven.
En la oscuridad tengo consciencia suficiente para saber que no debería recordar a Theo.
Pero de algún modo… lo recuerdo.
CADA CIERTO TIEMPO, vuelvo en mí lo suficiente para oír gente hablando a mi alrededor,
pero nunca estoy segura de si son reales o parte de los recuerdos que ahora he recobrado con
perfecta claridad.
«Theo. Uno de los gemelos. Otros con expresiones graves mientras avanzan al carruaje que
espera por ellos».
Se supone que nunca deberíamos recordar a los expulsados, pero ahora puedo hacerlo.
«Theo. Él quería ir al reino de los mortales. Él veía a Haven como un amigo. Theo, a quien
Haven ayudó a ir al reino de los mortales porque amaba a una chica mortal».
Puedo levantar mis párpados tan solo un poco.
Juro que puedo ver a Haven sentado junto a mi cama.
Así es como sé que debo estar soñando, por lo que vuelvo a entregarme a la oscuridad,
susurrando su nombre como un deseo y una maldición.
Y las tinieblas me responden murmurando:
—Estoy aquí.
CAPÍTULO 26
Respiro tan profundo al cruzar las grandes puertas de la morada de Hades que siento que mis
pulmones podrían explotar de alegría. Había olvidado la libertad que se sentía fuera de paredes
de piedra y corredores oscuros.
Tomo la dirección de la morada de Hestia, colina arriba, solo en caso de que alguien me esté
observando. Mientras camino por las verdes y exuberantes colinas, me doy cuenta de las otras
cosas que solo algunos días de oscuridad me habían hecho olvidar. El canto de los pájaros, el
viento susurrando entre las flores y por los prados llenos de hierbas altas. Por un momento,
siento que se me erizan los vellos de los brazos y la nuca, como si alguien me estuviese
vigilando, pero cuando me vuelvo, solo veo la cola de una criatura similar a un perro
escabulléndose entre los arbustos del otro extremo del prado. Apuro el paso porque, si bien no es
extraño encontrarse con animales recorriendo el Olimpo libremente, sí que es extraño
encontrarse con animales espías.
Tan pronto he subido por la colina que conduce al palacio de Atenea, paso por detrás de él y
me dirijo a la ladera opuesta, hacia la Puerta Olímpica que conduce al reino de los mortales. No
he ido a la zona limítrofe desde que era una niña, e incluso entonces Clea y yo solo nos
atrevimos a ir dos veces. Una vez fue cerca del solsticio de verano de los mortales. Mientras
recogíamos flores por aquí cerca, pudimos oír la música que el aire traía desde la puerta. No la
atravesamos, pero nos detuvimos a ver su jolgorio en el bosque. A pesar de que el reino mortal
existe en un plano separado del Olimpo, hay lugares, como la puerta, en los que el velo entre
ambos mundos es muy fino.
Poco más de un año después, fuimos una segunda vez y nos aventuramos a atravesar la
puerta y recorrer el bosque, pero nos perdimos irremediablemente. Habíamos seguido a una de
las huérfanas mayores, quien había decidido escabullirse para encontrarse con un amante mortal.
En la oscuridad, la perdimos de vista y nos extraviamos. Sura nos encontró algunas horas
después, hechas un ovillo, muertas de frío y empapadas por la lluvia que había empezado a caer.
Nos sentimos como unas tontas mientras Sura nos conducía de vuelta al Olimpo. En el camino,
nos dimos cuenta de que todo ese tiempo habíamos estado apenas a unos cuantos árboles de la
puerta. Pero el miedo de haber estado perdidas fue suficiente para alejarnos de ella desde ese
entones, especialmente luego de que Sura nos contara una historia de terror sobre un heredero
que se había atrevido a acercarse demasiado a la puerta y había sido absorbido por el otro plano,
sin poder regresar nunca al Olimpo.
Sé que los herederos visitan regularmente el reino mortal y regresan sin problema, así que no
estoy convencida de que esa historia sea cierta. Pero en ese entonces, logró el cometido de Sura:
mantenernos a salvo y en casa.
Ahora, cuando me aproximo a la puerta, me sorprende lo mucho más pequeña que luce.
Cuando era niña, la Puerta Olímpica parecía algo grandioso, terrible y místico. Ahora la veo
como es en realidad: un pórtico común y corriente que es poderoso gracias al poder que los
dioses le han dado, no porque tenga algún poder por sí solo. La abro lentamente y la atravieso,
preparándome para la sensación de misterio que me envolvió de niña, pero no siento nada. Tan
solo un pequeño y silencioso chasquido cuando la puerta se cierra detrás de mí.
No es hasta que estoy caminando por el bosque que me doy cuenta de que no tengo idea de
adónde pudo haber ido Theo cuando abandonó el Olimpo. Pero si fue capaz de conocer a una
chica mortal, espero que viva en la aldea que está cerca de la puerta.
Con las manos recorro las hojas al margen de mi camino. Por un momento, hay un chasquido
en mi piel cuando mi nuevo poder encuentra la fuerza vital de los árboles. Retiro la mano de
inmediato. La mayor parte del tiempo, los poderes de los herederos no funcionan en el reino
mortal y no quiero ser la excepción. Últimamente, todo lo que toco parece quemarse y morir.
Cuando oigo a lo lejos risas infantiles, sé que debo estar cerca. Acelero el paso y salgo del
bosque atravesando un grupo de álamos.
Nunca me he adentrado tanto al reino de los mortales y… es realmente digno de admirar.
Sé lo que son los automóviles, los he estudiado en los libros de Hestia, pero nunca he visto
uno de cerca.
Un gran camión pasa rugiendo junto a mí, perfumando el aire con el hedor acre de los gases
de escape.
Me inclino y toso.
No logro enderezarme y decidir una ruta hasta que mis pulmones vuelven a estar llenos de
aire fresco. Ahora, sin tráfico, escucho a los niños de nuevo y veo un parque a mi derecha, un
poco más allá del techo de hojalata de una pintoresca librería.
En el parque, detengo a una mujer joven que parece de mi edad. Su cabello oscuro está
recogido con una trenza similar a la mía, pero sus ropas están mucho más estructuradas y
ajustadas. Un aro plateado le atraviesa la fosa nasal izquierda y tiene uno más en cada oído.
—Disculpe. Busco a un amigo. Se llama Theo.
La chica me observa y por un momento abre sus brillantes ojos de par en par.
Inmediatamente bajo la vista para comprobar que todo esté en orden. ¿Olvidé algo importante
como los zapatos? No veo nada fuera de lugar. Normalmente los mortales no se dan cuenta
cuando estamos entre ellos, pero nunca he venido al reino mortal, así que es posible que no me
haya camuflado del todo bien.
—¿El Theo de Reyla? —pregunta la chica con un acento algo más tosco que el de las chicas
del Olimpo.
—No estoy segura. Somos amigos de… donde vivía antes.
—Ah, entonces definitivamente es el Theo de Reyla. —La chica me sonríe afectadamente,
pero sin malicia. Señala una hilera de casas que están cruzando la calle—. La puerta azul que
tiene el número 34. Ahí viven.
Hago una reverencia con la cabeza.
—Le agradezco por su gentileza.
La chica parece estar incómoda por un segundo antes de imitar torpemente mi reverencia.
—De nada —contesta con expresión divertida.
A pesar de que he estudiado a los mortales durante toda mi vida, ahora me doy cuenta de lo
poco que en realidad sé.
Me acerco a la puerta que me indicó la chica y llamo, de pronto insegura de si quiero que
Theo esté aquí o no. No había considerado si mi presencia sería un recuerdo no deseado de su
hogar luego de haber sido desterrado. Pero mis preocupaciones desaparecen cuando Theo abre la
puerta y esboza, asombrado, una enorme sonrisa.
—¡Ana! ¿Qué…? ¿Qué estás…? —Mira detrás de mí, hacia la calle, con el ceño fruncido—.
¿Cómo es que estás aquí?
—No estoy segura —contesto—. De repente te recordé y… pues… me preguntaba cómo te
iba en este lugar.
Abre más la puerta para permitirme pasar. Adentro huele a lavandas y madreselvas. El
artilugio electrónico que creo que es un televisor resuena por toda la habitación.
—Trini, bájale a la tele —dice Theo.
Miro de un lado a otro buscando a alguien que luzca como una Trini, pero no hay nadie.
Una pequeña caja negra brilla con una luz dorada, emite un pequeño sonido y el televisor
enmudece.
—¿A quién le has hablado?
Theo sonríe y señala la caja negra con la cabeza.
—Trini. Es un altavoz inteligente. Controla casi toda la casa.
La caja negra está hecha de plástico y metal de mortales. Voy hasta ella y la toco con un
dedo. No siento nada. No hay magia ni chispazos eléctricos.
—¿Esta cosa controla tu casa? ¿Y le hablas?
—Está súper, ¿no?
No ha pasado mucho tiempo desde que Theo dejó el Olimpo, pero ya habla y actúa como un
mortal. Ya encaja bien.
—¿Los otros me recuerdan? —pregunta Theo esperanzado—. ¿Haven va a venir? —Hay un
brillo de emoción en su mirada. Habla sobre Haven como si no le cupiera ninguna duda de que
es un amigo amable y preocupado, el tipo de amigo del que uno desea recibir una visita.
—No, o al menos no lo creo —respondo con un tono de disculpa—. Creo que por ahora soy
la única que te recuerda y no le he contado a nadie más. No estoy segura de lo que significa ni a
quién le puedo confiar el secreto.
—Puedes confiar en Haven —dice Theo—. Es un buen amigo, el mejor. Se arriesgó a
enfrentar la ira de su hermano solo para ayudarme a escapar antes de que se volviera demasiado
peligroso.
Frunzo el ceño.
—¿Demasiado peligroso?
Theo asiente.
—Antes de la ceremonia de selección, Haven y yo veníamos aquí cada cierto tiempo por las
fiestas y conocimos a algunos chicos que decían ser herederos. Nos advirtieron que con el pasar
de los años las pruebas se han vuelto más y más peligrosas. Que, si no pierdes en la primera
ronda, es más probable que pierdas la vida en la segunda o la tercera.
Pienso en el titán fugitivo y en todos los otros monstruos del Olimpo a los que aún no me he
enfrentado. Theo fue criado en la morada de un dios oscuro y aun así abandonó su puesto entre la
élite. ¿Quién soy yo para creer que podría encontrar un puesto entre ellos? Yo, la huérfana
doncella… que ni siquiera puede recoger un ramo de flores.
Theo apoya el hombro en la entrada en arco que está entre el recibidor y la sala de estar.
—Siempre supe que, si me elegían para combatir por la morada, perdería. Todos lo sabíamos.
Es imposible vencer a un Knightfall. —Aparta la vista y señala con la cabeza un retrato
enmarcado de él y una chica de piel oscura y ojos ámbar—. Luego conocí a Reyla, y perder la
prueba no me parecía tan malo después de todo.
Miro a mi alrededor para contemplar los detalles acogedores de su hogar. La manta de punto
de ochos en el sofá. Las pinturas en la pared. Las alfombras de felpa en el suelo. Es agradable y
colorido como el Olimpo, pero de algún modo se siente… simple, en el buen sentido. Sin
exigencias y sin problemas.
—¿De verdad eres feliz aquí?
—Así es —dice Theo sin dudarlo—. Extraño a mi familia, claro. Y definitivamente hay que
hacer algunos ajustes para acostumbrarse a una vida sin magia, pero preferiría tener una vida
mortal con Reyla que una vida inmortal sin ella.
En ese momento, siento envidia de Theo. Tiene un lugar al que pertenece.
—Estoy muy feliz por ti, amigo. —Le estrujo el brazo—. Que todos los dioses bendigan tu
unión y tu camino.
Me doy la vuelta y me dirijo hacia la puerta. No estoy segura de qué creía que encontraría
viniendo aquí, pero no me siento mejor. De hecho, me siento más confundida.
—Espera, Ana. —Theo tira de mí y me da un breve abrazo—. Gracias por venir a ver cómo
estaba. Es bueno que me recuerden.
Nos despedimos y regreso a la calle animada, de vuelta al Olimpo. Deambulo por algunos
momentos, maravillándome con lo feliz que parece ser todo el mundo, con lo evidentemente feliz
que es Theo, con lo bien que encaja en este mundo. Como si este fuera al lugar al que siempre
estuvo destinado.
Siempre nos dijeron que ser desterrado al reino mortal era el castigo máximo. Muchos en el
Olimpo preferirían pasar la eternidad en el inframundo que ser sentenciados a toda una vida en el
reino de los mortales. Pero este mundo no se parece en nada al que describen nuestras historias.
La gente parece feliz y satisfecha. Tienen familias y amigos y vecinos. Parecen vivir una vida
que no es muy diferente que la que llevamos nosotros en Ciudad Olimpo.
Todo lo que siempre he querido es encajar en algún lugar, con alguien. Tengo celos de que
Theo haya logrado hacer ambas cosas aquí, en este lugar tan alejado de casa.
Tal vez el reino mortal no es tan malo como creí. Tal vez puedo encontrar un lugar al que
pertenecer, igual que Theo.
Regreso a la Puerta Olímpica. Tengo un último lugar que visitar y una última pregunta que
necesita respuestas.
CAPÍTULO 28
EN EL SALÓN DE HADES, a los herederos restantes nos dividen en dos grupos, cada uno de
los cuales toma un carruaje que nos aleja de la morada. A mí me toca compartir carruaje con
Hollom y Gregor y me siento al mismo tiempo agradecida e irritada. Ellos pasan la mayor parte
del viaje haciendo teorías sobre la prueba que nos espera y sobre las probabilidades de que
Haven pierda.
—Es un maldito arrogante —dice Hollom—. Esa será su perdición.
Gregor asiente al oír su profunda sabiduría.
—Todos los Knightfall lo son. Y ahora que tenemos estos nuevos poderes, tal vez seremos
capaces de detenerlo.
Aparto la vista de la ventana.
—¿Alguno de ustedes ha estado atrapado en alguna de sus ilusiones? —pregunto. Ninguno
contesta—. Porque su poder es devastador. Es casi imposible escapar de él y ninguna ilusión es
igual. Vi a Ely caer de rodillas, sollozar y llamar a su mamá como un bebé cuando Haven usó su
poder contra él en la primera prueba. Ustedes son idiotas si creen que pueden superarlo.
Me miran boquiabiertos como si me hubiese salido una cola.
—¿Desde cuándo lo defiendes? —dice Hollom—. Creí que ustedes se odiaban.
—No lo estoy defendiendo. Solo digo la verdad.
El carruaje se detiene y con él nuestra conversación.
Cuando el siervo abre la puerta, un remolino de niebla invade el interior. Huele a encina y a
clavo.
Soy la primera en salir. Nos encontramos frente a una hilera de setos que me dobla en altura.
Cuando veo una abertura en el muro, inmediatamente reconozco dónde estamos.
Un laberinto de minotauro.
Puede que Teseo haya matado al minotauro hace miles de años, pero ahora hay laberintos
desperdigados por todo el Olimpo en homenaje al minotauro y al guerrero. A menudo, los dioses
usan los laberintos como campos de entrenamiento, atestándolos con toda clase de criaturas.
Se me revuelve el estómago.
Durante toda mi vida, nunca me he encontrado con ninguno de los legendarios monstruos del
Olimpo y esperaba seguir así.
Como si sintiera que el miedo se intensificaba, algo dentro del laberinto deja escapar un
rugido ensordecedor que retumba por todo el paraje.
Todos nos paralizamos.
Al menos no soy la única que se siente fuera de su elemento.
Un tercer carruaje se acerca meciéndose por la ladera. Cuando está junto a nosotros se
detiene abruptamente y de él salen Hades y Monstrat.
El monstruo ruge una vez más.
—Su segunda prueba comienza ahora —dice Hades cuando se sitúa entre nosotros y la
entrada al laberinto.
Luce imponente y feroz llevando su traje de batalla, con un peto de metal negro y brazaletes
a juego. Hay florituras doradas pintadas en las hombreras de su armadura.
Pero la pieza más brillante es el casco de invisibilidad que tiene sujeto bajo el brazo.
Fue creado para él por los cíclopes y lo vuelve invisible al usarlo. Parece algo extraño
llevarlo ahora para algo tan simple y no bélico como una prueba de herederos.
—Su objetivo —dice Hades con voz resonante—, es encontrar la salida del laberinto. Eso es
todo. Una misión sencilla con una gran recompensa. —Él y Monstrat se hacen a un lado—.
Buena suerte.
Todos miramos fijamente la entrada al laberinto. Puede que parezca algo simple —encontrar
la salida de un laberinto—, pero esta es la segunda prueba de la morada de Hades… No tendrá
nada de simple.
Y también está el monstruo rugiente encerrado adentro, probablemente esperando para
emboscarnos.
Hades no menciona nada del monstruo.
Haven es el primero en atravesar la entrada y desaparecer tras una hilera de setos. Luego lo
siguen Pearce, Kal y Hollom.
Como no quiero ser la última, me le adelanto a Gregor y, en lugar de ir a la izquierda como
todos los demás, voy a la derecha. Gregor me sigue y cuando le doy un vistazo se encoje de
hombros.
—Si todo se resuelve con una batalla y planeas perder entonces supongo que eso me
convierte automáticamente en el ganador, ¿no es así, huérfana?
Sonríe con cordialidad como si estuviésemos hablando de una partida de ajedrez y no de una
misión de vida o muerte en un laberinto de minotauro.
—Supongo que sí —contesto.
Pero si es una batalla contra el monstruo, Gregor será el primero al que sacrificaré.
Llegamos a la primera curva y Gregor me deja adelantármele. Voy lentamente y asomo la
cabeza al otro lado. Hay una antorcha incrustada en el muro de setos, proyectando una amplia
fila de luz naranja. No hay monstruos a la vista.
Doblamos unas cuantas esquinas, adentrándonos más y más en el laberinto. Las antorchas no
han sido situadas regularmente, por lo que algunas veces todo lo que tenemos para avanzar es la
débil luz de la luna. Pero las paredes son muy altas y el laberinto es muy profundo para que la
luna pueda penetrar las sombras producidas por los setos.
Luego de otra curva, llegamos a un callejón sin salida.
—Parece que debemos volver —digo.
Pero cuando doblamos la esquina por donde vinimos —la única que hay— nos encontramos
con otro callejón sin salida.
—Maldición —dice Gregor—. Es un laberinto cambiante. Maldito inframundo.
—¿Estamos atrapados? —Recorro con mi mano la pared del laberinto buscando una
trampilla o una abertura secreta. No encuentro nada—. Esto no está bien. ¿Cómo se supone que
saldremos de aquí?
Un rugido retumba por el laberinto. Los setos tiemblan como si ellos también le temieran.
—Pues mira el lado bueno —dice Gregor—, al menos en una prisión de setos estamos a
salvo de… eso, sea lo que sea.
Alguien grita.
Otras voces le siguen.
«Haven».
Mi corazón late con fuerza en mi pecho.
—Parece que hice bien en venir contigo, huérfana —dice y se cruza de brazos. Luce
satisfecho a pesar de que nuestros compañeros herederos están siendo masacrados en algún lugar
más allá de este muro.
—Eres asqueroso —le digo y continúo tocando los setos.
—Ya era hora de que cayera la dinastía Knightfall.
Otro grito surca el laberinto y el pánico me abruma. Siento una urgencia voraz de irme, de
abrirme paso a través del laberinto y encontrar a Haven y…
Mis manos comienzan a temblar. Una incandescencia se acumula en mis entrañas y fluye por
mis brazos hasta mis dedos.
—¿Qué les pasa a tus manos? —pregunta Gregor.
Cuando las pongo frente a mi rostro, me doy cuenta de que brillan de nuevo.
Y allí es cuando lo entiendo.
Parte del segundo don de Hades debía ser usado en esta prueba.
Dioses, ¿es que no puedo ser más tonta?
Ahora solo debo aferrarme al poder lo suficiente para travesar el laberinto.
Coloco mis manos en la hilera de setos y las hojas se retraen, pero esta vez, en lugar de
calcinarse como el suelo de mi habitación, las hojas se encogen hasta volverse retoños y luego
desaparecen por completo. Las ramas retroceden como… como si decrecieran.
—Vaya —exclama Gregor.
Cuando hay un hoyo más grande que yo, cruzo al otro lado.
Detrás de mí, unos pasos golpean la tierra. Me vuelvo justo a tiempo para ver al minotauro
atravesar de una embestida el muro opuesto. Atrapa a Gregor entre sus brazos hirsutos y
musculosos y le muerde el hombro con afilados dientes.
La sangre sale de la herida a borbotones y salpica sobre el rostro de Gregor. Él grita y se
sacude.
Sin pensarlo, corro hacia él, pero los setos vuelven a crecer y sin importar cuánto golpee las
ramas, no puedo atravesarlas.
—¡Gregor! —grito.
Escucho el desconocido pero inconfundible crujido de los huesos destrozados bajo las fauces
de bestiales dientes.
«Oh, dioses».
Una amarga sensación crece en mis entrañas. Me cubro la boca con la mano para amortiguar
el sonido de mi respiración y evitar vaciar todo el contenido de mi estómago.
Los setos tiemblan a medida que se acerca el retumbar de las pezuñas. El minotauro resuella
y las ramas crujen cuando sus enormes manos las atraviesan.
Creo que puede olerme. Y si me quedo aquí inmóvil por más tiempo, también me verá.
Y yo sería todo un manjar…
Me doy la vuelta y huyo.
CAPÍTULO 32
En medio de las tierras salvajes del Olimpo, ¿importa que ceda ante la boca impetuosa de
Haven?
¡Entérate de qué sucede en Crueles Campeones, el segundo libro de la trilogía Los Designios
Divinos!
OTRAS OBRAS DE NIKKI KARDNOV
J UEGOS DE D IOSES
Herederos de Hades
Campeonato despiadado
La Diosa elegida