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las fuerzas del mal y con la esperanza de hallar las restantes llaves,
Lia decide emprender un largo viaje al encuentro de su destino,
«hacia esa oscura y amorfa sombra» que la aguarda.
Londres es la ciudad elegida. La acompañará su buena amiga Sonia,
quien desempeña también un papel fundamental en la profecía
durante tanto tiempo escondida en el Librum Maleficii et Disordinae, el
Libro del caos. Ahora, Lia sabe que las páginas perdidas están en
algún lugar y que debe descifrar sus palabras para evitar que la
profecía se cumpla.
Michelle Zink
El ángel del caos
Saga: La profecía de las hermanas - 2
ePub r1.0
macjaj 13.07.14
Título original: Prophecy of the Sisters. Guardian of the Gate
Michelle Zink, 2010
Traducción: María Teresa Marcos Bermejo
Ilustraciones: Leah Palmer Preiss
Fotografía de cubierta: Shannon Fagan (Estatua)
Diseño de cubierta: Alison Impey
Hubo un tiempo en que estas palabras significaban muy poco para mí, no
eran más que una leyenda hallada en un polvoriento volumen escondido en la
biblioteca de mi padre antes de su muerte. Pero eso fue hace menos de un
año, antes de descubrir la serpiente que estaba formándose en mi muñeca,
antes de conocer a Sonia y a Luisa, dos de las cuatro llaves, también
portadoras de la marca, aunque no exactamente igual a la mía.
Únicamente yo tengo la C en el centro de mi marca. Únicamente yo soy
el ángel del caos, la puerta que resiste a mi hermana, la guardiana, algo que
debo achacar no a la naturaleza, sino a las circunstancias de nuestro
nacimiento. No obstante, solo yo puedo decidir desterrar para siempre a
Samael. O convocarle más adelante y provocar el fin del mundo tal y como lo
conocemos.
Cierro el libro y aparto de mi mente sus palabras. Es demasiado tarde
para pensar en el fin del mundo. Demasiado tarde para pensar que yo puedo
impedirlo. La magnitud de tal carga me hace desear la singular paz del sueño,
de modo que me levanto del escritorio y me deslizo bajo la colcha de mi
enorme cama con dosel de Milthorpe Manor.
Apago la lámpara de la mesilla de noche. La luz de la habitación se limita
al resplandor del fuego, pero ya no me asusta como antes la oscuridad de una
estancia solo iluminada por el fuego. Ahora lo que atenaza mi corazón es el
mal que se esconde en sus hermosos y conocidos rincones.
Hace mucho tiempo que ya no confundo mis viajes por el plano astral con
simples sueños. Sin embargo, en esta ocasión no sabría decir de cuál de las
dos cosas se trata.
Me encuentro en un bosque. Sé por instinto que es el que rodea
Birchwood Manor, el único hogar que había conocido antes de venir a
Londres hace ocho meses. Puede que haya quien diga que todos los árboles
son iguales, que es imposible distinguir un bosque de otro, pero este es el
paisaje de mi infancia y como tal lo reconozco.
El sol se filtra entre las hojas de las ramas que se alzan sobre mi cabeza y
crea una imprecisa sensación de luz diurna. Podría ser por la mañana, por la
tarde o cualquier hora intermedia. Estoy empezando a preguntarme qué hago
aquí, pues hasta el momento mis sueños siempre parecen tener un propósito,
cuando escucho a alguien llamándome a mis espaldas.
—Li-a… Ven, Lia…
Después de darme la vuelta, me cuesta un tiempo ver la figura que está de
pie detrás de mí, entre los árboles. Es una niña pequeña y está inmóvil como
una estatua. Sus rubios tirabuzones resplandecen bajo la luz moteada del
bosque. La reconocería en cualquier parte, pese a que hace casi un año que la
vi por última vez en Nueva York.
—Tengo que enseñarte una cosa, Lia. Ven, date prisa.
La voz de la niña sigue siendo igual de cantarina que la primera vez que
me entregó el medallón, el que lleva la misma marca que llevo conmigo en la
muñeca.
Espero un momento. La niña extiende una mano y me indica por señas
que me acerque a ella, con una sonrisa demasiado cómplice como para
resultar agradable.
—Date prisa, Lia. No querrás que se vaya.
La chiquilla se da la vuelta y sale corriendo. Sus tirabuzones revolotean
mientras desaparece entre los árboles.
Yo la sigo sorteando los árboles y las piedras musgosas. Voy descalza,
pero no me duelen los pies cuando me abro paso por el bosque y me adentro
en él. La niña es tan grácil y veloz como una mariposa. Revolotea entre los
árboles de aquí para allá, su blanco mandil flota como un fantasma. Con las
prisas por mantenerme a su ritmo, el camisón se me enreda entre las ramas.
Las aparto tratando de no perder a la niña en el bosque. Pero es demasiado
tarde. Un instante después ha desaparecido.
Me paro y giro en redondo para recorrer el bosque con la mirada. Me
desoriento, el lugar me resulta mareante y lucho contra un pánico creciente al
darme cuenta de que estoy totalmente perdida entre esos árboles de troncos y
follaje similares que me impiden ver el sol.
Un instante más tarde vuelve a oírse la voz de la niña. Yo permanezco
completamente inmóvil, escuchando. Es inconfundible, la misma melodía
que canturreaba en Nueva York mientras se alejaba de mí dando saltitos.
Sigo el tarareo y se me pone la carne de gallina bajo las mangas del
camisón. Se me erizan los pelillos de la nuca, pero soy incapaz de
marcharme. Sigo la voz, rodeando troncos de árboles grandes y pequeños,
hasta que oigo el río.
Ahí es donde está la niña. Estoy segura. Cuando dejo atrás el último
grupo de árboles, el agua se extiende ante mí y una vez más aparece la
pequeña. Está agachada en la otra orilla del río, no sé cómo ha cruzado la
corriente. Su tarareo es melódico, pero tiene un tonillo sobrecogedor que me
repele. Continúo caminando hacia la orilla de la parte del río en la que me
encuentro.
Ella no parece haberme visto. Continúa con su extraña cancioncilla
mientras pasa por la superficie del agua la palma de las manos. No sé lo que
estará viendo en su inmaculada superficie, pero lo contempla con especial
concentración. Luego levanta la vista y sus ojos se topan con los míos, como
si no le sorprendiese verme de pie ante ella, al otro lado del río.
Desde el mismo instante en que me la ofrece, sé que su sonrisa va a
obsesionarme.
—Qué bien. Me alegro de que hayas venido.
Muevo la cabeza.
—¿Por qué has vuelto a buscarme? —mi voz reverbera en medio del
silencio del bosque—. ¿Qué más podrías ofrecerme?
Baja la vista y pasa las palmas de las manos sobre el agua, como si no me
hubiese escuchado.
—Perdona —trato de sonar más convincente—, me gustaría saber por qué
me has hecho venir al bosque.
—No tardará mucho —su voz es inexpresiva—. Ya verás.
Alza la mirada y sus ojos azules se cruzan con los míos por encima del
río. Su rostro tiembla cuando comienza a hablar de nuevo.
—¿Crees estar a salvo en los confines de tus sueños, Lia? —la piel se
tensa sobre los delicados huesos de su rostro titilante, el tono de su voz baja
de intensidad—. ¿Ahora te crees tan poderosa que ya nada te afecta?
Su voz ya no es la misma y cuando su rostro titila de nuevo, comprendo
por qué. Sonríe, pero esta vez no como la niña de los bosques. Ya no. Ahora
es mi hermana Alice. No puedo evitar sentir miedo. Sé muy bien lo que
esconde esa sonrisa.
—¿Por qué pareces tan sorprendida, Lia? Sabes que siempre te
encontraré.
Me tomo mi tiempo para serenar la voz, no quiero que se percate de mi
miedo.
—¿Qué es lo que quieres, Alice? ¿No nos hemos dicho ya todo cuanto
había que decir?
Se da unos golpecitos en la sien con el dedo y, como siempre, la creo
capaz de despojarme de mi alma.
—Sigo pensando que acabarás comprendiéndolo, Lia. Que te darás cuenta
del peligro al que te expones a ti misma y también a tus amigos. Y a lo que
queda de tu familia.
Quisiera enfurecerme ante la mención de mi familia, nuestra familia, pues
¿no fue Alice quien empujó a Henry al río? ¿No fue ella quien lo envió a
morir en sus aguas? Pero el tono de su voz parece suavizarse y me pregunto
si llorará alguna vez por la muerte de nuestro hermano.
Al responder, endurezco mi voz.
—El peligro al que nos enfrentamos ahora es el precio que pagamos por
la libertad que tendremos después.
—¿Después? —pregunta—. ¿Cuándo será eso, Lia? Ni siquiera has
encontrado todavía a las otras dos llaves y puede que no las encuentres nunca
con ese viejo rastreador de papá.
Su crítica a Philip me hace enrojecer de ira. Nuestro padre confió en él
para que buscara las llaves y sigue trabajando incansablemente para mí,
aunque, por supuesto, de poco me servirán las otras dos llaves sin las páginas
perdidas de El libro del caos. Sin embargo, hace tiempo que aprendí que no
merece la pena pensar en un futuro demasiado lejano. Solo existe el presente.
Alice vuelve a hablar, como si hubiera oído mis pensamientos.
—¿Y qué hay de las otras páginas? Las dos sabemos que aún tienes que
encontrarlas —posa con calma la mirada en el agua y pasa la mano sobre ella,
igual que la niña—. Vista la situación en la que te encuentras, a mí me
parecería más prudente confiar en Samael. Al menos, él puede garantizar tu
seguridad y la de aquellos a los que quieres. Es más, puede garantizarte un
lugar en el nuevo orden mundial regido por él y ocupado por las almas, algo
que sucederá tanto si nos ayudas voluntariamente como si no.
Me parece imposible endurecer aún más mi corazón en contra de mi
hermana, pero lo hago.
—Lo que es seguro es que a ti sí te garantizará un lugar en ese nuevo
orden, Alice. En realidad, se trata de eso, ¿no es así? ¿Por qué trabajabas para
las almas ya desde niña?
Se encoge de hombros, buscando mi mirada.
—Nunca he fingido ser altruista, Lia. Simplemente, prefiero cumplir con
el papel que debería corresponderme que con el que me han endosado por un
erróneo funcionamiento de la profecía.
—Si es eso lo que sigues deseando, no tenemos nada más que discutir.
Ella vuelve a mirar el agua.
—Puede que yo no sea la persona más indicada para convencerte.
Creo que ya nada me puede escandalizar, que ya nada puede asustarme, al
menos de momento. Pero, entonces, Alice levanta la vista, su rostro titila una
vez más. Por un instante entreveo la sombra de la niña antes de que la imagen
de Alice se estabilice de nuevo. Pero no por mucho tiempo. Su rostro se
arruga, se convierte en una cabeza de forma extraña, en una cara que parece
cambiar a cada segundo. Yo parezco haber echado raíces en mi sitio junto al
río, incapaz de moverme a pesar de que el terror se apodera de mí.
—¿Aún sigues rechazándome, señora? —la voz, canalizada en otra
ocasión a través de Sonia mientras trataba de contactar con mi padre muerto,
es inconfundible. Terrorífica. Antinatural. No pertenece a ningún mundo—.
No hay lugar donde esconderse. Ni refugio. Ni paz —dice Samael.
Se incorpora de su postura sedente junto al río y se estira hasta una altura
dos veces superior a la de cualquier mortal. Es enormemente voluminoso.
Estoy segura de que, si quisiera, podría cruzar el río de un brinco y cogerme
por el cuello en cuestión de segundos. Capta mi atención un movimiento
detrás de él y veo sus impresionantes alas, negras como el ébano, plegadas a
su espalda.
A mi terror se une ahora un inconfundible deseo. Una atracción que hace
que quiera cruzar el río y dejar que me envuelvan esas suaves y mullidas alas.
El latido comienza suavemente y va en aumento. Bum-bum. Bum-bum. Bum-
bum. Lo recuerdo de mi último encuentro con Samael y otra vez me horroriza
escuchar el sonido amplificado de mi propio corazón latiendo al mismo
tiempo que el suyo.
Retrocedo un paso. Todo mi ser me está diciendo que huya, pero no me
atrevo a darme la vuelta. Camino hacia atrás unos cuantos pasos, atenta a la
máscara cambiante que es su rostro. A veces es tan hermoso como el más
bello de los mortales. Pero luego cambia de nuevo y se convierte en lo que yo
sé que es.
Samael. La bestia.
—Abre la puerta, señora, según te ordena tu deber. Tu negativa solo dará
lugar a sufrimiento.
La voz gutural no solo suena desde el otro lado del río, sino dentro de mi
cabeza, como si sus palabras fuesen mías.
Sacudo la cabeza. Tengo que darme la vuelta con las pocas fuerzas que
me quedan. Y lo hago. Me vuelvo y echo a correr, abriéndome paso entre la
hilera de árboles de la orilla del río, pese a que no tengo ni idea de adónde ir.
Su risa retumba a través de los árboles como si tuviera vida. Como si me
estuviera dando caza.
Trato de apartarla y me golpeo con las ramas, que me arañan la cara
mientras corro, obligándome a despertar de este sueño, a escapar de este
viaje. Pero no tengo tiempo para hacer planes porque me tropiezo con la raíz
de un árbol, me caigo y me golpeo tan fuerte y súbitamente contra el suelo
que la oscuridad me nubla la visión. Trato de incorporarme ayudándome con
las manos. Pienso que lo conseguiré, que me levantaré y echaré a correr. Pero
entonces noto una mano que me agarra por el hombro y oigo una voz que
sisea:
—Abre la puerta.
3 de junio de 1891
Queridísima Lia:
Hoy he paseado por el río, nuestro río, y he pensado en ti. Me he
acordado del brillo de tus cabellos bajo la luz, de la suave curva de
tus mejillas cuando inclinas la cabeza y de tu sonrisa burlona. No
tiene nada de particular que recuerde esas cosas. Pienso en ti todos
los días. Al principio, cuando te fuiste, intenté imaginar que había
sucedido algo lo bastante grave como para obligarte a marchar. Pero
no conseguí convencerme de ello porque no hay secreto ni miedo ni
tarea alguna que me hubiera podido apartar a mí de ti
voluntariamente. Supongo que siempre creí que tú sentías lo mismo
por mí.
Creo que por fin he llegado a aceptar que te has ido. No, no solo
te has ido, sino que lo has hecho con tal sigilo que ni siquiera mis
cartas me traen como respuesta alguna palabra, alguna esperanza.
Me gustaría decir que sigo creyendo en ti y en nuestro futuro
juntos. Quizás sea así. Pero ya solo me queda por hacer una única
cosa: volver a mi vida y al vacío que has dejado en ella. Por lo tanto,
digamos tan solo que los dos continuaremos por el camino que
debemos recorrer.
Si nuestros senderos se cruzasen de nuevo, me gustaría que
volvieses conmigo. Tal vez esté esperándote en nuestra roca junto al
río. Tal vez un día levante la vista y te vea parada bajo la sombra del
gran roble que nos dio cobijo durante tantas horas.
Suceda lo que suceda, siempre serás dueña de mi corazón, Lia.
Espero que tú tampoco me olvides.
JAMES
Estamos de un humor tan gris como el cielo que tenemos encima cuando
empaquetamos nuestras cosas para afrontar otro día cabalgando. Desperté a
Sonia nada más volver a entrar sigilosamente en la tienda y Luisa volvió poco
rato después. No me sorprendió que usase la excusa de que estaba atendiendo
asuntos personales y que no quería despertarnos. No le conté a Sonia lo de mi
excursión matinal para espiar a Luisa, ni siquiera cuando nuestra amiga salió
de la tienda para ir a desayunar. No sé por qué, pues de todas las cosas
extrañas que me han sucedido durante este último año, el reciente secretismo
que nos traemos Sonia, Luisa y yo es de las más inquietantes.
Edmund nos mete prisa para desmontar el campamento. Percibo cierta
preocupación en sus órdenes inusualmente secas, pero cuando agarra el rifle
comienzo a preocuparme de verdad.
—Quédense aquí —dice. A continuación da media vuelta y desaparece
sin más en el bosque.
Nos quedamos en silencio, perplejas, siguiéndole con la mirada. No
llevamos mucho tiempo viajando, pero ya hemos establecido en esos pocos
días una especie de rutina que implica levantarse temprano, vestirse y
prepararse para el resto del día lo más rápido posible, empaquetar cada cual
sus cosas y tomar un rápido bocado antes de montar en nuestros caballos y
comenzar el viaje diario. Hasta ahora, Edmund jamás se había internado en el
bosque con un rifle en la mano.
—¿Qué hace? —pregunta Sonia.
Muevo la cabeza.
—No tengo ni idea, pero, sea lo que sea, estoy segura de que es
absolutamente necesario.
Sonia y Luisa se quedan inmóviles, con los ojos enfocados en el lugar por
donde Edmund ha desaparecido en el bosque. Como siempre, no tengo
paciencia ni para permanecer sentada ni de pie, así que me paseo por el claro
de nuestro campamento, preocupada por lo que estará haciendo Edmund y
preguntándome cuánto tiempo deberíamos esperar antes de salir en su busca.
Gracias a Dios, no debo responder a tal pregunta, ya que Edmund regresa
poco rato después. Tiene prisa.
—Suban a los caballos. Ahora mismo —camina directamente hacia el
suyo sin mirarnos. En cuestión de segundos monta y está preparado para
partir.
Yo no cuestiono sus órdenes. De no haber un motivo, Edmund no se
habría dado tanta prisa ni nos habría exigido a nosotras hacerlo. Pero Luisa
no es tan flexible.
—¿Qué pasa, Edmund? ¿Sucede algo? —pregunta.
Él responde apretando los dientes.
—Con el debido respeto, señorita Torelli, ya llegará el momento de hacer
preguntas. Ahora tiene que subir al caballo.
Luisa coloca los brazos en jarras.
—Me parece que tengo derecho a saber a qué se deben tantas prisas de
repente para dejar el campamento.
Edmund suspira y se frota la cara con una mano.
—Los perros están cerca y hay también algo más.
Levanto la cabeza casi automáticamente.
—¿A qué te refieres? ¿De qué se trata?
—No lo sé —gira su caballo en dirección al bosque—. Pero sea lo que
sea o quien sea, va a caballo. Y nos sigue la pista.
La mañana es muy larga y silenciosa, salvo por los cascos de los caballos
abriéndose paso por el suelo del bosque. Pasamos a toda velocidad entre los
árboles, que a veces están tan juntos que a duras penas se distingue entre ellos
el camino. Yo me mantengo agachada, agarrándome al cuello de Sargento
mientras el viento fustiga sus crines negras contra mi rostro. A veces mis
cabellos se enredan en las ramas bajas.
Salvo pensar, hay poco más que hacer durante el viaje de la mañana. Y
hay muchas cosas sobre las que reflexionar: mi hermana y nuestro encuentro,
mis temores respecto a James, Sonia y Luisa y la distancia que al parecer va
creciendo entre nosotras, nuestro viaje a Altus y los perros demoníacos que
nos persiguen.
Pero es a Luisa a quien regresan una y otra vez mis pensamientos.
Quisiera negar la conclusión a la que he acabado llegando, pero la
repetición de las imágenes en mi cabeza lo hace más y más difícil. Veo el
rostro de Luisa con ese gesto desconocido, casi airado, que luce a diario
desde que partimos de Londres. La veo entrando de nuevo en la tienda tras su
mal explicada ausencia, la veo agachada junto al río a la temprana luz de la
mañana practicando en secreto la adivinación.
Yo ya sabía, por supuesto, que era posible que las almas trataran de
separarnos y que probablemente lo harían. Pero supongo que no me
imaginaba que pudiera suceder de este modo. Ni que pudiera ser tan insidiosa
la gradual disolución de un vínculo que yo consideraba casi sagrado, el
vínculo entre Sonia, Luisa y yo, el vínculo entre dos de las llaves y yo misma,
la puerta. Está claro que he sido una ingenua.
Pero ya llegará el momento de tratar de la traición de Luisa, por
involuntaria que pueda haber sido. En estos momentos, mientras atravesamos
a la carrera el bosque que nos conduce cada vez más cerca de Altus, no puedo
permitirme ninguna distracción. Por ahora tendré que asumir que todo cuanto
sabe Luisa quizás también lo sepan las almas. Y eso significa que debo
guardarme cuanto pueda de ella.
Tan solo paramos en una ocasión para dar de comer y de beber a los
caballos. Puede que sea mi imaginación, pero creo percibir desconfianza en el
ambiente. Es algo palpable, una entidad viva y que respira. Camino unos
pasos mientras Edmund se encarga de los caballos y Sonia y Luisa descansan
apoyadas contra dos árboles al lado del arroyo. No conversamos mientras
aguardamos a que los caballos se refresquen lo bastante como para continuar.
No hay preguntas sobre nuestros planes para la jornada ni sobre si está ya
cerca el océano que nos llevará a Altus.
Mis nervios han terminado aflorando en forma de una creciente ansiedad
que empecé a notar en algún momento durante la cabalgata de la mañana. Es
una ansiedad que tiene poco que ver con Luisa y mucho con lo que nos
persigue por el bosque. He aprendido a no pasar por alto tales sensaciones,
tanto en el plano astral como en nuestro mundo, pues por lo general se
fundamentan en mis habilidades y sentidos recién adquiridos. Interpreto esas
insistentes e incesantes punzadas nerviosas como lo que son: una advertencia
de que los perros se acercan con rapidez. En algún rincón oscuro de mi mente
juraría que puedo oír sus respiraciones mientras se aproximan.
Cuando por fin Edmund se dirige hacia su caballo dando grandes
zancadas y nos pide que hagamos lo mismo, no puedo montar con mayor
rapidez. Me paro al lado de Edmund y bajo la voz para que las otras,
ocupadas en los preparativos, no puedan oírme.
—Van a atraparnos, ¿verdad?
Él inspira hondo y asiente.
—Lo harán hoy si no encontramos un río.
—¿Lo encontraremos? —me apresuro a preguntar, consciente de que solo
contamos con el tiempo que queda antes de que las otras estén listas.
Edmund echa un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estamos
solos. Después baja la voz y prosigue:
—Tengo un mapa, por llamarlo de algún modo. Es antiguo, pero no creo
que este bosque haya cambiado mucho en los últimos cien años.
Estoy sorprendida. Hasta ahora, Edmund no había mencionado ningún
mapa.
—¿Así es como has podido guiarnos?
Él asiente.
—Verá, mi memoria ya no es lo que era. No quería comentárselo a
nadie… —vuelve a echar un vistazo hacia Sonia y Luisa—. No quisiera que
nadie se apoderara de él. La localización de Altus siempre se ha mantenido en
estricto secreto. Pocos conocen su existencia y aún menos personas saben
cómo llegar hasta allí. Su padre me dejó el mapa antes de morir para
asegurarse de que pudiera llevarla si alguna vez necesitaba marcharse a un
lugar seguro. Aunque Altus cuenta con otras… defensas para no dejar pasar a
visitantes no deseados, odiaría conducir a un enemigo hasta sus puertas.
No estoy en situación de juzgar a Edmund y sus secretos. Yo misma
tengo unos cuantos en mi haber. Asiento con la cabeza.
—De acuerdo. ¿Qué pasa con el mapa?
—Al principio elegí el camino más rápido, pero cuando me di cuenta de
que los perros nos seguían, comencé a trazar una ruta menos directa.
—Pero… con los perros siguiéndonos, ¿no deberíamos tratar de llegar a
Altus lo más pronto posible?
Edmund asiente.
—Es una forma de verlo, pero, aun yendo lo más rápidamente que
podamos, siempre existe la posibilidad de que nos atrapen. Y el mapa
muestra una gran masa de agua, un río muy ancho que podría ayudarnos a
librarnos de ellos de una vez por todas. Apenas debemos desviarnos de
nuestra trayectoria original y no se encuentra muy lejos del océano donde
tenemos que coger la embarcación para Altus. Si conseguimos deshacernos
de los perros en el río e ir directos al mar, estaremos fuera de peligro. Al
menos en lo que se refiere a esas bestias.
—¿Es lo bastante profundo?
Él suspira y comienza a hacer girar su caballo, mirándome por encima del
hombro.
—Esa es la cuestión. No lo sabremos hasta que no lleguemos allí, aunque
en el mapa lo parece.
Después grita unas instrucciones al resto del grupo y yo me coloco en mi
lugar habitual de la fila. Trato de no darle demasiadas vueltas a la revelación
de Edmund. Es imposible saber si podremos escapar de los perros, si el río
será lo bastante profundo para dejarlos atrás o quién nos sigue a caballo entre
las sombras del bosque. Lo único que tiene sentido es que conserve mi
energía mental y de otro tipo para las demás cosas en las que ando metida.
De momento, todo cuanto puedo hacer es cabalgar.
Me gustaría pensar que vamos a escapar de ellos, que están lo bastante
lejos de nosotros como para que el hecho de que nos atrapen solo sea una
lejana posibilidad, pero no es así. Sé que cada vez los tenemos más cerca,
aunque nos desplazamos a tal velocidad que me cuesta imaginar lo rápidos
que tienen que ser para moverse a mayor velocidad aún.
Sé que Edmund también lo presiente, pues poco después de haber
abandonado nuestro lugar de descanso obliga a su caballo a galopar más
deprisa. Le oigo gritar al animal y yo me encojo aún más sobre el cuello de
Sargento, rogándole en silencio que corra más, a pesar de que por su fatigosa
respiración sé que ya le he exigido demasiado.
No me ha dado tiempo a ver el mapa de Edmund. Ni siquiera a
preguntarle a qué distancia estamos del río que piensa que puede ser nuestra
salvación. Pero mientras cabalgamos más y más lejos entre los árboles,
mientras el cielo comienza a oscurecerse con la llegada del anochecer, espero
fervientemente que esté cerca y entre dientes dirijo súplicas a quienquiera que
me escuche —Dios, las hermanas, los Grigori— para que nos ayude.
Pero no es suficiente. Tan solo unos segundos más tarde, unos segundos
después de mis apresuradas oraciones, los oigo venir entre los árboles, justo a
nuestras espaldas. Las criaturas que se mueven por el bosque no son simples
animales. Oigo aullidos, chillidos, y eso me convence de inmediato de que un
lobo o un perro serían una bendición comparados con lo que nos persigue. No
se trata de gruñidos de animales, sino de algo muchísimo más terrorífico.
Algo inhumano.
Las bestias que llevamos en la retaguardia no nos persiguen con la
ligereza y la gracia de los animales del bosque, sino que se abren paso con
ferocidad a través del follaje, son pura fuerza bruta. Las ramas de los árboles
se desprenden a su paso. Sus zancadas producen un sonido semejante al del
cielo partiéndose en dos.
Luisa y Sonia no vuelven la vista atrás, mantienen el paso de Edmund con
decidida concentración. Yo fijo mi vista en sus espaldas y estoy repasando
una lista penosamente corta de posibilidades de huida cuando oigo el
inconfundible sonido de una corriente de agua. El sendero por el que vamos
se ensancha, un poco al principio y luego de golpe, y tengo la certeza de que
nos acercamos al río.
—No pares. Por favor, no pares —le susurro a Sargento al oído. Un río
como el que me había descrito Edmund haría que cualquier caballo quisiera
tomarse un descanso, y descansar es algo que no podemos permitirnos.
Nos lanzamos a través de un claro a toda velocidad y ahí está, una
reluciente joya verde bajo la luz del sol que se desvanece. Mientras nos
alejamos de los árboles y nos dirigimos al agua, los perros están tan cerca que
puedo percibir su olor, una extraña mezcla de sudor, pelo y putrefacción.
El caballo de Edmund no duda en lanzarse al río, seguido del de Luisa,
pero el de Sonia aminora el paso y se detiene cerca de la orilla. La oigo
espolear y suplicar al animal para que avance, como si él pudiese entender
sus palabras. Pero no sirve de nada. El gran animal gris permanece
obstinadamente quieto.
Para decidir qué debo hacer apenas me queda un instante, en el que todo
se mueve al mismo tiempo muy despacio y muy deprisa. Se trata de una
decisión fácil, puesto que hay muy pocas opciones.
Obligo a mi caballo a detenerse y me doy la vuelta para plantar cara a los
perros.
Al principio, el claro que tengo delante está vacío. Pero los oigo venir, así
que me llevo la mano a la espalda, cojo el arco que llevo cruzado sobre ella y
saco una flecha de mi carcaj. Colocar la flecha y tensar el arco es mi reacción
instintiva para prepararme contra los perros. Sin embargo, todo mi
entrenamiento en Whitney Grove no me ha preparado para enfrentarme a la
primera bestia que sale como un rayo de entre los árboles.
No es lo que me esperaba. La criatura no es negra, con ojos rojos, como
me la imaginaba. No. Tan solo sus orejas son de un rojo encendido; su piel es
de un blanco reluciente, con el resplandor propio del cristal tallado. Es un
contraste espeluznante ver a esa bestia casi tan alta como Sargento cubierta
por una piel tan inmaculada. Me habría olvidado del miedo que tengo y
habría acariciado esa piel resplandeciente de no haber sido por sus ojos color
esmeralda, unos ojos iguales a los míos, como los de mi madre y los de mi
hermana. Me llaman a mí y son un terrorífico recordatorio de que, a pesar de
que estemos en bandos contrarios, nos conecta inexorablemente la profecía
que a todos nos une.
Puedo oír a los otros perros aullando en el bosque, detrás del que va
delante. No sé cuántos le seguirán, pero todo lo que puedo hacer es intentar
eliminar a cuantos me sea posible. Así espero darles más tiempo a mis
amigas para cruzar el río.
No resulta fácil apuntar. Ese perro es más rápido que cualquier bestia que
haya visto jamás y su piel casi traslúcida se funde con la bruma de los
alrededores. Tan solo el fulgor de sus orejas y esos ojos magnéticos evitan
que lo pierda completamente en la niebla.
Apuntando con cuidado a la zona que espero que coincida con su pecho,
trato de encontrar una pauta en su modo de andar. Luego tenso aún más el
arco y dejo volar la flecha, que sale disparada por los aires, describiendo un
elegante arco, y alcanza tan repentinamente al perro que casi me sorprende
verlo caer.
Ya estoy tensando el arco para disparar otra vez cuando algo se mueve
fuera de mi campo de visión y otra bestia inmaculada irrumpe a mi derecha
entre los árboles. Cambia de dirección y se lanza al claro que está frente a mí,
mientras calculo las posibilidades que tengo de acertar de nuevo. Me sujeto
bien y fijo la vista en el perro que tengo enfrente. Estoy segura de que puedo
darle antes de que me alcance cuando otro penetra en el claro por la
izquierda.
Y todavía puedo oír a muchos, muchos más aullando en el bosque, detrás
de estos dos.
Comienzan a temblarme los brazos mientras mantengo mi posición y
trato de decidir qué hacer. Entonces se oye un repentino estruendo detrás de
mí, hacia la derecha, y el perro que está entrando en el claro cae al instante.
Un aroma a pólvora satura el aire y, sin desviar los ojos, sé que Edmund me
está cubriendo con su rifle.
—¡No queda tiempo! Entre ya en el río.
La voz de Edmund hace flaquear mi seguridad. Sosteniendo aún el arco,
hago girar a Sargento para ponerlo de cara al río y trato de escapar por el
agua a la máxima velocidad que puedo mientras agarro el arco. Edmund pasa
rápidamente a mi lado, dirigiéndose al centro del río, pero el caballo de Sonia
continúa parado en la orilla. Ella lucha con las riendas, tratando en vano de
que el animal entre en el agua. No para de patalear en el suelo pedregoso ni
de levantar y girar la cabeza en respuesta a las órdenes de Sonia.
No tengo tiempo para pararme a pensar. La verdad es que no. Ya lanzada
en dirección al agua, alargo una mano al llegar a la parte trasera del caballo
de Sonia y, al alcanzar su flanco, lo golpeo con todas mis fuerzas.
Al principio no sé si funciona, puesto que mi propio caballo pasa a toda
velocidad al lado de Sonia hacia el agua. Sus cascos chapotean por el fondo
del río, aunque se trata más de una sensación que de un sonido, ya que no
puedo oír nada a causa de los perros. Sus aullidos están tan próximos que me
parece sentir el calor de su aliento sobre mi espalda. Hago que Sargento se
adentre más aún en el agua y rezo para que no se detenga ni se dé la vuelta
para regresar a la orilla.
Pero no es de Sargento de quien debería preocuparme. Él está dispuesto a
continuar hasta el centro del río. Es mi propio miedo el que de repente me
invade, comenzando por mis pies, completamente sumergidos en el río, y
subiendo después por mis piernas y por mi pecho, hasta que el corazón me
late tan enloquecido que ya ni siquiera puedo oír a los perros. Mi respiración
se acelera y se vuelve entrecortada, no siento la necesidad de huir. En lugar
de eso tiro con fuerza de las riendas y obligo a Sargento a detenerse tan
brusca y repentinamente que casi se encabrita dentro del agua.
Sonia pasa a nuestro lado como una exhalación y se adentra en aguas más
profundas.
En cambio, parece que yo me he quedado soldada a Sargento, y Sargento,
a requerimiento mío, da la impresión de que ha echado raíces en el lecho del
río. Mi terror se manifiesta en una especie de tranquila apatía. En esos
momentos preferiría morir a manos de los perros que luchar contra el río.
—Va siendo hora de que nos vayamos.
Me giro en la dirección de donde proviene la voz. Al hacerlo me
encuentro a Edmund de nuevo a mi lado. Por una parte, deseo que hubiese
continuado hasta la otra orilla del río y, por otra, le quiero por haber venido a
rescatarme.
Me da tiempo a toparme con su mirada durante un segundo escaso antes
de que un ruido en la orilla atraiga mi atención. No se trata de los perros, sino
de otra cosa. Hay alguien tras ellos: una figura con capa, montada sobre un
caballo negro que se encuentra detrás de las bestias, como si tan solo se
tratara de perros de caza.
Por sí solo, todo eso ya resultaría bastante desconcertante. Pero cuando la
figura se quita la capucha, ya no consigo comprender en absoluto las
circunstancias en las que me encuentro y me asaltan muchos más
interrogantes aún.
Intento percibir demasiadas cosas al mismo tiempo: a los perros entrando en
el agua, a pesar de sus claros titubeos; a Edmund parado a mi lado y
negándose a continuar con las otras; y en la orilla del río nada menos que a
Dimitri Markov montado tranquilamente sobre su caballo detrás de los
perros.
Nada de ello me espolea para seguir adelante.
—Hay que marcharse ya, Lia —el tono de voz de Edmund es suave pero
firme y, a pesar de mi miedo, me doy cuenta de que, por primera vez en todos
estos años, ha usado mi nombre de pila—. Perciben su miedo. Vienen a por
usted. Son demasiados para el rifle y no está usted lo bastante cerca de la otra
orilla como para mantenerlos a raya.
En algún lejano rincón de mi cabeza encuentro sentido a sus palabras,
pero sigo sin moverme. Los perros chapotean cautelosos dentro del agua,
mojándose primero las patas y continuando luego, despacio, hasta sumergir
por completo sus cuerpos y quedarse tan solo a unos pies de distancia de
Edmund y de mí.
Sin embargo, soy incapaz de moverme, incapaz de ordenar a Sargento
que siga adelante, pese a que tiene los músculos tensos por la necesidad de
huir. Sé que presiente el peligro que se respira en el aire, exactamente igual
que yo.
Solo cuando Dimitri se pone en movimiento hacia el río, hacia mí,
consigo liberarme de mi estupor, aunque no lo bastante como para obligarme
a moverme. Capta mi atención, sin embargo, al espolear su caballo hacia
delante, y no soy yo la única que se detiene a observar su avance. También
los perros giran sus impresionantes y níveas cabezas para observar a este
nuevo actor de nuestro drama. Dimitri fija su mirada sobre ellos y por un
momento habría jurado que tenía lugar entre ellos alguna forma de
comunicación no verbal.
Los perros se ponen tensos cuando el elegante caballo de Dimitri viene
hacia nosotros chapoteando por las aguas poco profundas. Giran sus cabezas
de un lado a otro, mirándome a mí y comprobando los progresos de Dimitri
sin moverse de donde están. Es como si le conocieran, como si le mostrasen
alguna extraña clase de respeto. Cuando me miran, puedo percibir en sus ojos
su deseo de acortar distancias y atraparme mientras puedan.
Pero la suya es una sed que no va a saciarse. Se quedan mirando mientras
Dimitri conduce su caballo hasta la altura del mío. A medida que el cielo se
oscurece ante la llegada de la noche, la corriente se hace más intensa y noto a
Sargento tratando de mantenerse apoyado sobre el pedregoso lecho del río,
mientras Dimitri adelanta una mano y coge las riendas de mis manos heladas.
Me mira a los ojos y tengo la sensación de que nos conocemos desde hace
una eternidad.
—Tranquila. Confíe en mí, la ayudaré a cruzar.
Hay ternura en su voz, como si algo íntimo e inexplicable hubiese
sucedido entre nosotros desde nuestro encuentro en el club, aunque desde
entonces no habíamos vuelto a vernos.
—Tengo… tengo miedo —las palabras salen de mi boca sin que me dé
tiempo a contenerlas, espero que suenen menos fuertes de lo que me imagino.
Con el rugir del río tal vez Dimitri no haya percibido mi cobardía.
Él asiente.
—Lo sé —sus ojos arden dentro de los míos. Reflejan una promesa—.
Pero no voy a permitir que le ocurra nada.
Trago saliva y, sin saber cómo, estoy segura de que Dimitri moriría antes
de verme sufrir algún daño. Sin embargo, no sabría decir la razón, pues, en
realidad, no nos conocemos de nada. Aun así, asiento sin decir una palabra y
me agarro a la silla.
Dimitri coloca una mano sobre mi arco.
—Vamos, deje que la ayude con esto.
Me sorprende ver aún el arco en mis manos. Estoy acostumbrada a
sujetarlo. Tengo los dedos tan fríos que a Dimitri le cuesta trabajo quitármelo,
aunque un instante después por fin logra apartarlo de mis dedos rígidos. Me
lo introduce por la cabeza y me lo coloca con cuidado a la espalda.
—Ya está lista. Ahora sujétese fuerte —presiona mi mano sobre la parte
delantera de la silla de montar hasta que mis dedos agarran el cuero de forma
automática.
En esta situación poco me importa que me hablen como a una niña.
Dimitri se topa con la mirada de Edmund. Este nos insta a que
marchemos delante de él, pero Dimitri sacude la cabeza.
—Debe ir usted primero. De otro modo, no podré protegerle —Edmund
vacila y Dimitri prosigue—: Tiene mi palabra de que a Lia no va a pasarle
nada.
En cuanto Edmund le oye pronunciar mi nombre, asiente con la cabeza.
Espolea a su caballo para que se adentre en aguas más profundas mientras
Dimitri se hace con las riendas de Sargento y lo acerca más a su propia
montura.
—Sujétese —es lo último que me dice antes de adentrarse en el río detrás
de Edmund.
Al principio, las fuertes manos de Dimitri tienen que tirar de Sargento,
pero cuando el caballo se da cuenta de que cada vez le cuesta más mantenerse
estable contra la fuerza de la corriente, por fin se relaja y se deja ir detrás de
Dimitri. Noto la inquietud del animal al pisar con cuidado las rocas del fondo
del río, tratando de afianzarse sobre ellas.
Me agarro a la silla con todas mis fuerzas. Tengo los dedos agarrotados,
aunque apenas me doy cuenta de ello. Trato de fijar la vista en Edmund, que
va delante de nosotros, y al mirar más allá veo a Sonia y a Luisa sentadas
sobre sus caballos en la orilla opuesta del río. Comprobar que lo han
conseguido hace que me anime.
Si ellas lo han logrado, nosotros también podemos hacerlo.
Sin embargo, puedo permitirme pocas esperanzas. De pronto, Sargento
flaquea, resbala y lucha por mantener el equilibrio en el resbaloso lecho del
río. El pánico me invade cuando me deslizo sobre su lomo y el agua se cierra
en torno a mis muslos. Me sujeto a la silla con desesperación. No solo me
aterroriza el agua misma, sino también su sonido, que constituye una
amenaza para el último vestigio de cordura que me queda. Ese furioso rugido,
esa frenética carrera del agua por encima de las piedras es el sonido de la
muerte de mi hermano, el de la muerte que yo también estuve a punto de
experimentar tratando en vano de salvarlo a él.
Reprimo mis ganas de gritar. Al mirar a Dimitri, veo su mirada tan firme
como el cielo que tenemos encima. No tiene miedo, y su inquebrantable
confianza en que conseguiremos cruzar el río alimenta la mía.
Me agarro aún más fuerte.
—Vamos, Sargento. Ya casi hemos llegado. No te rindas ahora.
No lo hace. Parece comprenderme, pues sus patas se enderezan y se
yergue por encima del agua, caminando pesadamente tras Dimitri y su
caballo, como si jamás se hubiera planteado hacer otra cosa. Unos segundos
más tarde, el nivel del agua comienza a bajar y deja al descubierto primero
mis muslos empapados, cubiertos por la lana mojada de mis pantalones de
montar, y luego mis pantorrillas. No tardamos en salir de las profundidades
del río y mientras Dimitri conduce a Sargento hacia los que esperan un poco
más allá de la orilla, ya tengo los pies completamente fuera del agua.
—¡Oh, Dios mío, Lia! —Luisa no tarda ni un segundo en desmontar.
Viene corriendo hacia mí con la camisa y los pantalones igual de empapados
que los míos—. ¿Te encuentras bien? ¡He pasado tanto miedo!
Sonia acerca su caballo hasta el mío para coger una de mis manos
congeladas.
—¡Tenía miedo de que no lo consiguieras!
Por un instante desaparecen todas las sospechas de los días pasados. Por
un instante somos las tres amigas que siempre hemos sido desde que la
profecía nos involucró en sus turbios secretos.
Edmund conduce a su caballo al trote hasta llegar a nuestra altura.
Contempla a Dimitri con algo parecido a la admiración.
—No le esperaba hasta dentro de dos días, pero debo decir que me alegro
de que haya venido tan pronto.
Me siento confusa, apenas comprendo las palabras de Edmund, que
significan que conoce a Dimitri y que le estaba esperando. Un sonido irrumpe
en el silencio. Al principio no me doy cuenta de que sale de mi boca, pero
enseguida mis dientes hacen un ruido tan escandaloso que puedo oírlo incluso
por encima del ruido del agua.
—Está helada y asustada —dice Dimitri.
—Alejémonos de la orilla —los ojos de Edmund vagan hasta los perros,
que siguen quietos en el agua, como si de un momento a otro fuesen a echar a
correr hacia nosotros—. No me gusta el aspecto que tienen.
Dimitri sigue la mirada de Edmund hasta los perros antes de volverse de
nuevo a nosotras.
—No nos seguirán, pero eso no quiere decir que estemos fuera de peligro.
Lo mejor sería que acampáramos esta noche y que nos reorganizáramos.
Edmund se da la vuelta y de nuevo se pone en cabeza del grupo. Como de
costumbre, formamos una hilera, a pesar de que Dimitri sigue llevando a
Sargento de las riendas. No me quedan fuerzas para insistir en que puedo
arreglármelas sola. Para ser sincera, siento alivio al dejar que alguien me
lleve al menos durante un rato.
No muy lejos de la orilla comienza de nuevo el bosque. Mientras nos
adentramos en sus sombras, me atrevo a mirar atrás. Puedo ver a los perros
aún quietos en el río, en el mismo lugar donde los dejamos. Sus ojos verdes
se topan con los míos a pesar de la extensión de agua y del nebuloso
crepúsculo. Son lo último que veo antes de desaparecer de nuevo dentro del
bosque.
—Beba esto —Dimitri sostiene ante mí una pequeña taza y me hace
compañía mientras los demás se mudan de ropa.
Saco una mano de la manta que envuelve mis hombros para coger la taza
que me ofrece.
—Gracias.
Este té es malo, da igual que se haga más o menos cargado. Pero me he
acostumbrado a tomarlo estos días atrás y, después del frío pasado en el río y
del susto de los perros, apenas noto su amargor caliente. Sostengo la taza con
ambas manos y bebo a sorbos de ella intentando que su calor se transmita a
mis manos aún heladas.
Dimitri se sienta a mi lado sobre un tronco y extiende las manos hacia la
hoguera que Edmund encendió inmediatamente después de escoger este lugar
para acampar por la noche.
—¿Se encuentra bien, Lia? —viniendo de su boca, mi nombre me suena
bien y de lo más natural.
—Eso creo. Solo tengo mucho frío —trago saliva, angustiada, tratando de
apartar en vano de mi mente el miedo que he pasado en el río—. No sé lo que
me ha ocurrido. No… no podía moverme.
—Lia.
No quiero volverme al escuchar mi nombre, pero mis ojos se sienten
inexorablemente atraídos por los suyos. Su voz es una orden a la que no
puedo sustraerme. Sin embargo, es tan suave como la bruma que flota en el
bosque mientras se asienta la noche.
—Sé lo que sucedió —continúa— y no la culpo.
Muestra comprensión en su mirada. Eso me confunde y, sí, también me
irrita. Deposito la taza a un lado, en el suelo.
—¿Qué es lo que sabe exactamente de mí? ¿Y cómo se ha enterado de
ello?
Su expresión se suaviza.
—Sé lo de su hermano. Sé que murió en el río y que usted estaba allí.
Las lágrimas hacen que me escuezan los ojos y me pongo bruscamente en
pie. Camino algo tambaleante hasta el extremo del campamento para
serenarme. Cuando creo poder hablar ya sin que me tiemble la voz, regreso
con Dimitri y dejo que fluya por cada rendija de mi cuerpo toda la rabia y la
frustración de las pasadas semanas, no, de los meses pasados.
—¿Cómo puede saber lo de mi hermano? ¿Qué puede saber de su muerte
y de mi intervención en ella? —coloco los brazos en jarras, incapaz de evitar
que la amargura mane por mi boca. He perdido el hilo de mis propias
preguntas, pero no se trata ahora de conseguir respuestas—. Usted no sabe
nada de mí. ¡Nada! ¡Y no tiene derecho, ningún derecho a hablar de mi
hermano!
Solo la mención de Henry disuelve mi enfado por un instante. De pronto
me vuelvo a ver combatiendo la tristeza, la insoportable y agotadora
desesperación que a punto estuvo de provocar que me lanzase desde lo alto
de un precipicio cercano a Birchwood antes de irme a Londres. De pronto,
poco puedo hacer aparte de quedarme plantada ante Dimitri con los brazos
aún en jarras, mientras mi respiración se intensifica y se acelera a causa de mi
incontestable diatriba.
Él se levanta y viene hacia mí. Se detiene solo cuando ya está muy cerca.
Demasiado cerca.
Sus palabras me llegan teñidas de ternura.
—Sé mucho más de lo que usted piensa. De la profecía. De su vida
anterior a Londres. De usted, Lia.
Por un momento creo que voy a perderme en sus ojos, que voy a
ahogarme una y otra vez en ese océano, hasta que ya no desee siquiera hallar
el camino de vuelta a casa. Pero entonces sus palabras regresan a mí en
oleadas: «Sé mucho más de lo que usted piensa. De la profecía…».
La profecía. Conoce la profecía.
—Aguarde un minuto —digo, dando un paso atrás. Me cuesta respirar,
aunque esta vez es debido a algo mucho más complejo que el enfado—.
¿Cómo puede conocer la profecía? ¿Quién es usted exactamente?
Dimitri se pasa los dedos por sus oscuros cabellos y, por un instante, casi
parece un niño. Su expresión se vuelve lúgubre al señalar con gestos el tronco
que tenemos a nuestros pies.
—Tal vez debería sentarse.
—Antes de sentarme, me gustaría saber quién es usted, si no le importa
—contesto, cruzando los brazos sobre el pecho.
Él se echa a reír y yo le lanzo una mirada que debería acabar con sus risas
de inmediato. Pero no funciona. Por lo menos, al principio.
—Si le aseguro que estoy de su parte —dice con un suspiro—, que solo
estoy aquí para protegerla, ¿querrá sentarse y dejar que me explique?
Trato de encontrar malicia o falsedad en su rostro, en sus ojos, pero tan
solo hay verdad en ellos.
Hago un gesto afirmativo y me siento. Después de todo, me salvó de los
perros. Y aunque no he tenido ocasión de hablar con Edmund, está claro que
él y Dimitri se conocen de algo.
Dimitri también toma asiento a mi lado. Durante unos instantes
contempla fijamente el fuego antes de hablar.
—Se supone que yo no debería estar en este lugar —dice—. He…
traspasado ciertos límites para estar aquí. Límites sagrados que se supone que
no se deben sobrepasar.
Tengo frío y estoy cansada, pero trato de ocultar mi desencanto.
—¿Por qué no me lo cuenta todo?
Dimitri levanta la vista para mirarme a los ojos.
—Soy miembro de los Grigori.
—¿Los Grigori? Pero yo pensaba que la misión de los Grigori consistía
en crear y hacer cumplir las leyes de los otros mundos.
—Así es —se limita a contestar.
Me encojo de hombros, sin comprender.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Me enviaron para que la vigilara mientras buscaba las páginas perdidas
y las otras llaves de la profecía.
—¿Para vigilarme? ¿Quiere decir para protegerme?
Se para a tomar aire.
—No exactamente.
Empiezo a preocuparme.
—¿Por qué no me aclara exactamente para qué le enviaron aquí?
—Me enviaron para que me asegurara de que no emplea la magia
prohibida para acabar con la profecía —lo dice todo de golpe y apenas tardo
un momento en darme cuenta de por qué le ha costado tanto decirme una
cosa tan simple.
—¿Le enviaron para espiarme?
Al menos tiene la decencia de parecer disgustado.
—Debe comprenderlo, Lia. La profecía lleva siglos en marcha, pero
nunca nadie había estado tan cerca de ponerle fin. En los otros mundos jamás
habían creído tantos que de verdad podría estar tan cercano el fin, que puede
que termine el dominio de Samael en aquellos mundos y, potencialmente, en
este. Nosotros deseamos más que nadie ver que la profecía llega a su fin y
que la paz se extiende en los otros mundos. Pero las cosas se han…
descontrolado. Y alguien debe tratar de controlarlas lo más posible. En eso ha
consistido siempre la tarea de los Grigori.
Mi furia se desborda al pensar en Alice.
—Y mientras me espían a mí, ¿qué pasa con Alice? ¿Quién controla que
no infrinja las leyes de los Grigori?
—Hemos tratado de vigilarla —noto el tono derrotista de su voz—. Pero
no ha servido de nada. Hasta las almas reconocen el poder de los Grigori, al
menos en apariencia, pero Alice no. Ni le importan las leyes de los otros
mundos ni reconoce nuestra autoridad. Peor aún, es lo bastante poderosa
como para viajar por el plano astral cuando le place sin que nadie la detecte.
Aunque detesto admitirlo, está fuera de nuestro control. Creo que hasta las
almas tienen dificultades para controlarla.
—Entonces, ¿por qué trabajan con ella? ¿Por qué se alían con ella?
Levanta las manos en un gesto de resignación.
—Porque no pueden tenerla a usted. Alice es su aliada más poderosa en el
mundo físico, más poderosa aún que todas las almas que aguardan aquí la
llegada de Samael, porque ella está conectada a usted. A través de Alice
mantienen la esperanza de poder llegar a usted.
Muevo la cabeza.
—Pero… Alice no ejerce ningún dominio sobre mí. Somos enemigas a
todos los efectos.
Él inclina la cabeza.
—Pero ¿no es cierto que si ella la llama usted acude? ¿Que ella acude si
usted la llama? ¿No es cierto que usted puede ver su forma espiritual cuando
ella viaja de noche por el plano astral? ¿Que de noche también ella la ha visto
a usted, a pesar de hallarse a miles de millas de distancia?
—Sí, aunque no era esa mi intención. Yo no busco mostrarme ante Alice
ni sobrepasar los límites de los otros mundos. Me quedé enormemente
sorprendida cuando ella levantó la vista mientras realizaba su ritual y me vio
allí.
—Lo sé. Todos lo sabemos. Es Alice quien desafía las leyes de los otros
mundos usando sus poderes de hechicera. Pero esa no es la cuestión,
¿verdad? Al menos, no en esta conversación —extiende los brazos para
cogerme las manos—. La cuestión es que usted tiene una conexión con ella,
Lia. Comparte el inextricable vínculo de las hermanas, las gemelas, y está
aún más unida a ella por la profecía. Las almas lo saben. No pueden estar
seguras de que Alice les proporcionará algún avance en su misión de ver
entrar a Samael en el mundo físico a través de la puerta, a través de usted,
Lia, pero tampoco conseguirán hacerlo sin ella. Les ha sido de gran ayuda
para llegar tan lejos. Ha sido sus ojos y oídos en el mundo físico. Y, además,
está el asunto de las páginas perdidas.
Me había sentido arrullada, en un estado cercano a la tranquilidad,
básicamente gracias al calor del fuego y a la agradable presión de la mano de
Dimitri sobre la mía. Pero la mención de las páginas perdidas logra
sacudirme la niebla de la cabeza.
—¿Las páginas? ¿Qué tienen que ver con Alice, aparte de que no quiere
que yo las encuentre?
Parece sorprendido.
—Bueno, quiero decir que… Nadie sabe con certeza en qué consisten.
Llevan mucho tiempo ocultas para mantenerlas a salvo. Sabemos que
proporcionan datos sobre el final de la profecía, y lo lógico es suponer que
los detalles que den implicarán tanto a la guardiana como a la puerta.
Supongo que las almas prefieren conservar a Alice, a pesar de su actual
estado de desenfreno, que correr el riesgo de alejarse de ella y necesitarla más
adelante.
Vuelvo la vista hacia el fuego y reflexiono en silencio sobre lo que acaba
de decir Dimitri. Me surgen preguntas. Noto cómo se deslizan por mi
conciencia como fantasmas, pero el susto de los perros, unido a lo que
Dimitri ha dicho, hace que todo resulte difícil de comprender. Tan solo una
cosa se destaca en mi mente, algo que pugna por salir a la superficie desde lo
más hondo de mis convulsos pensamientos.
—Ha dicho usted que para estar aquí tuvo que traspasar ciertos límites
que deberían ser respetados. ¿A qué se refería?
Dimitri suspira. Cuando me vuelvo a mirarle, su rostro está vuelto hacia
el fuego. Supongo que ahora le toca a él tratar de encontrar respuestas entre
sus llamas. Baja la vista hacia sus manos y comienza a hablar.
—Los Grigori no debemos involucrarnos en ninguna de las partes de la
profecía. Se suponía que yo tan solo debía observarla de lejos. Durante algún
tiempo pude hacerlo usando el plano astral. Pero…
—¿Sí? —le animo.
Levanta la vista de sus manos y vuelve sus oscuros ojos hacia mí. Brillan
en la noche como ébano pulido.
—Fui incapaz de no intervenir. Desde el primer momento en que la vi,
sentí… algo.
Yo enarco las cejas, encuentro divertidas las palabras que ha escogido.
—¿Algo?
Por primera vez desde que apareciera en la orilla del río, una sonrisa
asoma por las comisuras de su boca.
—Me… siento atraído por usted, Lia. No estoy seguro de por qué, pero
no pude dejar que se enfrentara sola a los perros.
El corazón me palpita vertiginosamente dentro del pecho.
—Es muy amable de su parte. ¿Pero a qué consecuencias tendrá que
enfrentarse por desafiar las leyes de los Grigori? ¿O sus leyes están dirigidas
tan solo a los mortales y a aquellos que habitan los otros mundos?
Nuevamente su semblante se pone serio.
—Las leyes son para todos, incluido yo. De hecho, sobre todo para mí —
no me da tiempo a preguntarle sobre este punto antes de que prosiga—:
Afrontaré las consecuencias, pero me será menos difícil soportarlas que
pensar en dejarla atravesar este bosque sin una escolta segura.
Hace esta declaración con sencillez, como si fuese lo más normal sentir
tal preocupación después de tan poco tiempo. No obstante, es más extraña
aún mi aprobación, pues, según lo dice, me parece de lo más natural que
permanezcamos juntos en el bosque mientras nos dirigimos a Altus, como si,
al igual que Edmund, llevara esperando la llegada de Dimitri desde el primer
momento.
Estoy alerta por primera vez desde hace horas y sé que es por Henry. Como
está lejos, bien oculto entre los árboles del bosque, podría no haberle visto de
no haberse tratado de él. Pero, por supuesto, es él. Podría esconderse entre
millones de hojas de millones de ramas de millones de árboles y, sin
embargo, de algún modo conseguiría llegar hasta él.
Echo un vistazo al pequeño río donde los caballos están abrevando.
Cuando me vuelvo de nuevo para mirar atrás, casi espero que Henry se haya
ido, pero no, sigue en el mismo sitio en que estaba hace un instante, aunque
esta vez tiene puesto un dedo sobre la boca en señal de silencio. Después me
hace señas con la mano para que me acerque.
Vuelvo la vista al resto del grupo, que aún está ocupado atendiendo a los
caballos y sus propias necesidades antes de partir de nuevo. No me echarán
de menos si solo me voy un momento y no puedo dejar pasar una ocasión
como esta, una ocasión en la que podría hablar con mi hermano por primera
vez desde su muerte.
Me encamino hacia la fila de árboles que bordean el pequeño claro. Ni
me lo pienso antes de penetrar en las frondosas sombras del bosque. Cuando
lo hago, Henry se adentra aún más en él. No me sorprende verle caminando.
La muerte lo ha liberado de sus piernas inválidas y de la silla de ruedas, que
era, a la vez, su compañera y su prisión.
Su voz me arrastra hacia la niebla.
—¡Lia! ¡Ven aquí, Lia! Tengo que hablar contigo.
Yo le llamo sin apenas levantar la voz, pues no quiero alertar a los otros
de mi ausencia.
—No puedo ir muy lejos, Henry. Los demás me están esperando.
Él desaparece tras uno de tantos árboles, pero su voz sigue saliéndome al
encuentro.
—Está bien, Lia. Solo vamos a hablar un momento. Estarás de vuelta
enseguida.
Continúo avanzando hasta que alcanzo por fin el árbol donde le he visto
por última vez. Al principio pienso que mi imaginación y el cansancio me
han jugado una mala pasada, porque no está allí. Pero entonces lo veo
sentado encima de un tronco caído, un poco a mi izquierda.
—Henry —es todo cuanto puedo decir. Temo que desaparezca si hablo
con demasiada despreocupación en medio del silencio.
—Lia, ven y siéntate conmigo, ¿quieres? —dice sonriente.
Habla como siempre y no me da miedo verle por aquí, en mi propio
mundo. Los dones de los otros mundos y de la profecía son inmensos y no
siempre predecibles. Después de todo cuanto he visto, sería difícil que algo
me sorprendiese.
Me dirijo hacia él y me siento a su lado en el tronco. Cuando miro sus
ojos, veo que son tan oscuros e infinitos como los recordaba. Son los ojos de
mi padre, cálidos e intensos, y por un instante mi pena es tan grande que no
creo que pueda volver a respirar.
Sin tener ni idea del tiempo que tenemos para hablar en privado, reúno
fuerzas.
—Me alegro tanto de verte, Henry —levanto la mano para tocar su sedosa
mejilla—. No puedo creer que de verdad estés aquí.
Su risa inocente se expande por el bosque como el humo.
—¡Pues claro que estoy aquí, tonta! He venido a verte —su semblante se
vuelve serio y se me echa encima, rodeándome con sus pequeños brazos—.
Te he echado de menos, Lia.
Aspiro su olor. Es tal como lo recordaba, un aroma a sudor infantil, libros
antiguos y tantos y tantos años de reclusión.
—Yo también te he echado de menos, Henry. Más de lo que piensas.
Nos quedamos así un rato. Después me aparto a regañadientes.
—¿Has visto a papá y a mamá? ¿Están bien?
Henry me mira fijamente a los ojos. En esta ocasión es él quien acerca la
mano para acariciarme la mejilla. Tiene las yemas de los dedos calientes.
—Sí, están bien y tienen muchas cosas que contarte. Pero pareces
cansada, Lia. No tienes buen aspecto.
Asiento con la cabeza.
—No puedo dormir. Es por las almas, ¿sabes? Se han infiltrado en
nuestro grupo. Han contaminado a Sonia —le muestro mi muñeca—. Ahora
solo yo puedo llevar el medallón. Y no debo dormirme, Henry, por lo menos
hasta que lleguemos a Altus y vea a tía Abigail.
En sus ojos se reflejan la lástima y la compasión.
—Pero si no duermes, no estarás preparada para luchar contra las almas
cuando llegue el momento, ni tampoco ahora —se me arrima un poco más—.
Pon tu cabeza en mi hombro. Solo un poco. Cerrar los ojos solo unos minutos
te servirá para aguantar el resto del viaje. Yo te vigilaré, te lo prometo.
Tiene razón, por supuesto. No resulta fácil conjugar la necesidad de
protegerme a mí misma del medallón y la de estar preparada para un ataque
de las almas. Si descanso, estaré en mejores condiciones para afrontar
cualquier cosa que me tengan preparada de aquí a Altus. ¿Y en quién podría
confiar más que en mi querido hermano, que se arriesgó para ocultar la lista
de las llaves con el fin de que Alice no pudiese usarla en su beneficio y en
detrimento mío?
Apoyo la cabeza sobre su hombro y aspiro el olor a lana de su chaleco de
tweed. Desde este ángulo el bosque tiene un aspecto raro, como torcido por
los lados; de repente hay algo en él distinto y oscuro, apenas me resulta
familiar. Dejo que mis ojos se cierren y caigo en el delicioso vacío del sueño,
una sensación maravillosa por el simple hecho de que no he podido
experimentarla estas últimas noches.
Debería decir que tuve un instante de paz, que me permití robar unos
minutos de descanso. Quizás fuera así. Pero lo siguiente que noto es un
viento fortísimo soplando a mi alrededor. Aunque no es eso exactamente.
Sopla a través de mí y proviene de algún lugar primigenio que se abre desde
mi interior.
Veo de repente el mar y la isla donde veraneábamos tantas veces de
niños. Alice y yo aprendimos a nadar allí. Nos quedábamos en la playa con el
agua llegando hasta nuestros pies, maravillándonos de la fuerza del mar,
capaz de arrastrar tanta arena a sus profundidades y de dejarnos a nosotras
enterradas en el abismo excavado por él. Ahora tengo la misma sensación,
como si algo se hubiera abierto en mi interior y se llevara a un antiguo lugar
todas las cosas importantes, todo lo que es importante para mí, y no dejara
más que un caparazón vacío en la playa.
—¡Lia! ¿Dónde estás, Lia?
Las voces vienen de lejos. No tengo fuerzas para abrir los ojos e ir a
buscarlas. Además, el hombro de Henry bajo mi mejilla me parece muy
cómodo y sólido. Debería quedarme aquí un buen rato.
Pero no me está permitido el lujo de dormir, el lujo de la ignorancia. Me
despierto entre recias sacudidas y un fuerte bofetón en la cara.
—¡Lia! ¿Qué estás haciendo? —es la cara de Luisa, sus ojos de autillo, lo
que estoy viendo.
—Solo estoy descansando. Con Henry —hasta yo noto que arrastro las
palabras, que digo cosas incoherentes.
—Lia… Lia, escúchame —dice Luisa, mientras Dimitri y Edmund se
acercan a ella, respirando pesadamente, como si hubiesen venido corriendo
—. Henry no está aquí. ¡Te han engañado para que entraras en el bosque!
La indignación se mezcla con mi estupor.
—Está aquí. Está cuidando de mí mientras duermo y luego va a contarme
todo lo que sabe para que lleguemos a Altus a salvo.
Pero cuando intento encontrar a Henry, me doy cuenta de que no estoy
sentada en el tronco caído de antes. Estoy tendida en el suelo entre hojas
muertas y quebradizas. Miro más allá de Luisa, de Dimitri y de Edmund.
Henry no está. Pero hace un momento estaba aquí.
Me pongo a gatas para levantarme del suelo y Dimitri se apresura a
cogerme por el brazo. Me cuesta unos instantes recobrar el equilibrio. Una
vez conseguido, giro despacio sobre mí misma para inspeccionar el bosque
en busca de cualquier señal de mi hermano. Sin embargo, sé que no está allí.
Nunca ha estado allí. Entierro mi rostro entre las manos.
Dimitri me las aparta y las sostiene entre las suyas.
—Mírame, Lia.
Estoy avergonzada. Me he dejado arrastrar por el sueño. He permitido
que las almas se aprovechen de mi amor por mi hermano. Sacudo la cabeza.
—Mírame —suelta una de mis manos y me levanta la barbilla, así que no
me queda más remedio que mirar sus oscuros ojos—. No ha sido culpa tuya
en absoluto. Eres mucho más fuerte que cualquiera de nosotros, Lia. Pero
eres humana. Es un milagro que no hayas caído antes en sus encantamientos.
Tiro de mi mano para librarme de la suya y me doy la vuelta para
marcharme. A los pocos pasos la ira se apodera de mí y me vuelvo en
redondo para encararme con Dimitri.
—¡Han utilizado a mi hermano! De todas las cosas… de todas las cosas
sagradas que podrían utilizar, ¿por qué a él? —aunque planteo la pregunta
hecha una furia, termino lanzando un gimoteo.
En dos zancadas, Dimitri acorta la distancia que nos separa. Me coloca
una mano a cada lado de la cabeza y me mira a los ojos.
—Utilizarán cualquier cosa en su provecho, Lia. Para las almas nada es
sagrado. Nada, salvo el poder y la autoridad que ansían. Tienes que ser
consciente de ello y recordarlo. Tienes que hacerlo.
A la hora de montar el campamento, me encuentro en un estado de
hiperconsciencia. Siento como si no pudiera dormir aunque se me presentase
la ocasión, y eso que jamás en mi vida había estado físicamente tan exhausta.
En cuanto Luisa y Sonia están instaladas en tiendas separadas y todo el
mundo se queda en silencio, acabo por convencerme de que lo que me
mantiene despierta no es más que el movimiento constante y no parar de
pensar.
Comienzo a recorrer el diámetro del campamento mientras Edmund y
Dimitri acomodan a los caballos para pasar la noche. Más tarde, Edmund se
sentará a montar guardia fuera de la tienda de Sonia, tal como ha venido
haciendo estas noches atrás. Aún no sé si la vigila constantemente para
protegerme de ella o para protegerla de sí misma. Estoy demasiado cansada
para preguntar.
Mientras paseo, trato de imaginar lo que sucederá durante la última etapa
de nuestro viaje o cuando vea a tía Abigail en Altus, y pienso también en el
viaje que nos espera después, el que me conducirá a las páginas
desaparecidas. Es bueno mantener ocupada mi mente y, además, tiene el
beneficio añadido de que eso me permite vislumbrar posibles obstáculos y la
forma de sortearlos.
—¿Te apetece un poco de compañía? —la voz proviene de detrás de mí y
hace que me sobresalte, tan sumida estoy en mis pensamientos y tan profundo
es mi cansancio.
No dejo de andar, pero, al volver la cabeza, Dimitri ya camina a mi
derecha al mismo ritmo que yo.
Muevo la cabeza.
—No hace falta, Dimitri. Deberías dormir. Estoy bien.
Se ríe entre dientes.
—Ahora mismo estoy bastante bien. Más alerta de lo habitual.
—Aun así, cuento contigo para llegar a salvo a Altus —replico, sonriendo
—. Si tú también estás agotado, ¡podríamos acabar en otra isla totalmente
distinta!
Dimitri extiende un brazo y me coge de la mano.
—Te aseguro que estoy tan despierto como el día que te encontré con los
perros. Ya te lo dije, no necesito dormir tanto como tú.
Inclino la cabeza para observarle mientras camina.
—¿Y por qué? ¿No eres… mortal?
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe levantando la cara hacia el cielo color
añil.
—¡Pues claro que soy mortal! ¿Qué te crees que soy, un monstruo? —me
muestra sus dientes y se pone a gruñir burlonamente.
—Muy gracioso —contesto, entornando los ojos—. ¿Me echas la culpa
por preguntar? ¿A qué otra cosa se puede deber que no necesites dormir?
—Nunca he dicho que no necesite dormir, sino que puedo aguantar
bastante más que tú sin hacerlo.
Le dirijo una mirada maliciosa.
—Me parece que estás tratando de evitar el tema. Pero a estas alturas no
nos vamos a andar con secretos, ¿no? —disfruto con mi maliciosa broma. Me
hace sentir menos extraña, como si estuviésemos de paseo en un bonito día
de verano por uno de los muchos parques de Londres.
Dimitri suspira. Cuando se vuelve a mirarme, su sonrisa es algo triste.
—Soy mortal, lo mismo que tú, pero, por una parte, desciendo de uno de
los linajes más antiguos de los Grigori y, por otra, de uno de los más antiguos
de la comunidad de las hermanas. De hecho, todos mis antecesores,
descendientes de los guardianes, se unieron a mujeres de la comunidad de las
hermanas. Por eso, mis… dones son extraordinarios. O eso me han dicho.
—¿Qué quieres decir exactamente? ¿A qué dones te refieres? —no puedo
evitar sentir que me está ocultando algo importante.
Me aprieta la mano.
—A los mismos dones que tienes tú: la capacidad de viajar por el plano
astral, la adivinación, la posibilidad de hablar con los muertos… Cuantos más
ascendientes tenemos cercanos a los originales guardianes y a los Grigori,
más poder conservamos.
Contemplo la noche tratando de recordar lo que me ha llamado la
atención en sus palabras. Cuando por fin doy con ello, me vuelvo hacia él.
—Te has referido a nosotros.
—Sí.
—¿Por qué? —le pregunto.
Me mira dedicándome una pequeña sonrisa.
—Tú también desciendes de un antiguo linaje. Un linaje puro. ¿No lo
sabías?
Niego con la cabeza, aunque algo muy escondido entre las sombras de mi
mente aletargada, algo parecido a la comprensión lucha por abrirse paso hasta
la superficie.
—Hace bien poco que me enteré de que mi padre era miembro de los
Grigori. Y no he tenido ocasión de preguntar sobre su linaje.
Dimitri deja de caminar y tira de mi mano hasta que me detengo a su
lado.
—Tu padre fue un poderoso miembro de los Grigori, y tu madre, Lia, era
una hermana. Tú también desciendes de un largo linaje de uniones entre
miembros de los Grigori y de la comunidad de las hermanas. Por eso eres tan
poderosa.
Sacudo la cabeza y comienzo a caminar tan deprisa que Dimitri se ve
obligado a trotar para ponerse a mi altura. No quiero encontrar las conexiones
que estoy empezando a vislumbrar, aunque no comprendo por qué.
—Lia… ¿Qué te pasa? No es nada… Bueno, no es nada que debiera
disgustarte. Tienes más posibilidades de terminar con la profecía que
cualquiera de tus predecesoras a causa de tu linaje. También por esa razón tu
tía Abigail es tan poderosa, igual que lo era tu madre.
Asiento con la cabeza.
—Sí, pero eso también significa que probablemente Alice es más
poderosa de lo que me imaginaba, y ya pensaba que sus dones eran muy
relevantes. Además…
—¿Además?
Noto su mirada, pero no quiero encontrarme con ella. Sigo caminando,
tratando de expresar con palabras la tristeza que siento de pronto. Por fin me
detengo de nuevo.
—Además, estoy empezando a comprender que, en realidad, no conocía
en absoluto a mi padre. Debió sentirse muy solo y probablemente creía que
no podía compartir conmigo sus preocupaciones.
—Trataba de protegerte, Lia. Eso es todo. Es lo que hacemos todos los
Grigori por las hermanas.
Tan solo soy capaz de asentir. Asentir con la cabeza y caminar.
Dejamos de hablar, pero Dimitri no se aparta de mi lado ni una sola vez.
Nos pasamos toda la noche caminando, a veces en silencio, a veces
conversando en susurros. Caminamos en círculos alrededor del campamento
mientras el azul oscuro del cielo se desvanece y pasa al lila y a los pálidos
anaranjados. Caminamos hasta que llega la hora de montar de nuevo a
caballo.
A la mañana siguiente, tras una hora de viaje, huelo el mar. Saber que se
encuentra tan cerca me hace posible luchar contra la insidiosa llamada del
sueño, aunque ya he dejado a un lado la dignidad y no monto erguida en la
silla, sino reclinada sobre el pecho de Dimitri. Ni siquiera sé si Sonia me echa
alguna ojeada o me presta algo de atención. Hace mucho tiempo que dejé de
malgastar mis preciadas energías preocupándome por ella. De momento está
callada, con eso me basta.
Cruzamos el bosque en medio de una borrosa neblina. Yo tan solo deseo
poder cerrar los ojos, dormir y dormir y dormir, aunque el olor salobre del
océano me hace confiar en que el final esté cerca.
El bosque desaparece poco a poco. La densidad de los árboles va
disminuyendo hasta que, al final, son tan escasos que ya no parece que
estemos en un bosque. Cruzamos el invisible umbral y por fin estamos en la
playa.
Los caballos se detienen todos a una. El océano se extiende triste y gris
hasta el infinito y nos quedamos mirándolo en silencio.
Luisa es la primera en desmontar. Baja al suelo con su característica
elegancia y se desata las botas. Tira de ellas para quitárselas y después hace
lo mismo con las medias. Nada más descalzarse, mueve sus dedos gordos en
la arena y los contempla antes de levantar la vista hacia mí.
—¿Estás demasiado cansada para meter los pies en el agua, Lia?
En otro momento habría captado su sonrisa picarona y la habría
acompañado sin pensármelo. Pero ahora sus palabras me llegan de muy lejos.
Tardan un tiempo en alcanzarme y, cuando me llegan, apenas hacen mella en
mi consciencia.
—¿Lia? —la voz de Dimitri, con su duro pecho pegado a mi espalda,
suena ronca en mi oído—. ¿Por qué no vas con Luisa? El agua fría te sentará
bien —cuando desmonta, noto el aire frío en mi espalda. Una vez en el suelo,
levanta una mano—. Ven.
Le tomo de la mano instintivamente y paso una pierna sobre el lomo del
caballo. Me tambaleo un poco cuando toco el suelo. Luisa se arrodilla y me
coge uno de los pies.
—Ven. Deja que te quite las botas.
Da unos golpecitos en el lateral de la bota y, obediente, levanto la pierna
sujetándome en el caballo de Dimitri.
Luisa procede a quitarme primero la bota y la media de un pie y luego las
del otro. En cuanto mis pies tocan la arena granulosa y fría, mi amiga se
levanta. Me coge una mano y tira de mí en dirección al agua sin decir una
palabra.
No he perdido del todo mis facultades. Mientras camino vacilante hacia el
agua detrás de Luisa, no dejo de preguntarme cómo vamos a ir a Altus, cuál
será la siguiente etapa en nuestro viaje. Pero me faltan las ganas para
preguntar o preguntarme mucho rato más. Dejo que Luisa tire de mí hacia
donde rompen las olas, hasta que se tragan mis pies. El agua está congelada y
me invade un estremecimiento, una mezcla como de dolor y euforia, cuando
mis pies quedan rodeados por ella.
El viento parece arrastrar las risas de Luisa fuera del agua. Se suelta de mi
mano y se mete más adentro, salpicando en todas direcciones, igual que una
niña. Siento el vacío dejado por Sonia, pues también ella debería estar en el
agua, riendo y regocijándose por lo lejos que hemos llegado juntas, por lo
cerca que estamos de Altus. Pero, en cambio, es una especie de prisionera,
vigilada muy de cerca por Edmund y Dimitri, que están detrás de nosotras.
En mi interior luchan la tristeza y el resentimiento. Pero es una batalla
perdida.
—Espera un minuto… —Luisa deja de jugar con las olas. Se queda de pie
a poca distancia delante de mí, escudriñando la niebla. Sigo su mirada, pero
no veo nada. La niebla se extiende más y más, camuflándose con el gris del
mar y la nada del cielo.
Pero Luisa sí que ve algo. Sigue mirando fijamente y luego se da la vuelta
hacia Edmund y los demás.
—¿Edmund? ¿Eso es…? —sin terminar la frase, se da la vuelta otra vez
dentro del agua.
Cuando me vuelvo para mirar al resto del grupo, Edmund ya viene hacia
nosotras caminando despacio y mirando fijamente a lo lejos. Entra en el agua
directamente, sin importarle que se le mojen las botas, y se detiene justo a mi
lado.
—Vaya, pues sí, señorita Torelli. Creo que tiene usted razón —y pese a
que se dirige a Luisa por su nombre, parece estar hablando con todos y con
nadie en particular.
Me giro hacia él.
—¿En qué tiene razón? —noto la lengua entumecida.
—En lo que ve —contesta—. Allá.
Miro en la dirección en la que tiene fija la vista y, sí, hay algo oscuro
abriéndose paso por el agua hacia nosotros. Tal vez sea por mi falta de sueño,
pero de pronto siento pánico al ver que el objeto se aproxima más y más. Es
monstruoso, grande y pesado, aún más aterrador por el completo silencio con
el que se acerca. Cuando atraviesa los últimos restos de niebla, siento crecer
dentro de mi garganta un grito histérico e irracional.
Luisa se vuelve sonriente hacia nosotros.
—¿Ves? —hace una reverencia teatral y extiende un brazo hacia el objeto
que se mece silenciosamente en el agua—. Tu carruaje aguarda.
Entonces comprendo.
Mientras subimos y bajamos al ritmo de las olas, no recuerdo por qué creía
yo que el océano sería mejor que los caballos. Llevamos ya un buen rato en el
mar, pero no sabría decir cuánto; el cielo está igual de gris que durante el
resto del día. Ni más claro ni más oscuro. Por eso, solo puedo suponer que no
hemos pasado otra noche.
Ni siquiera trato de hacer un seguimiento de nuestros avances. Estoy
demasiado cansada como para poder pensar con claridad. En cualquier caso,
la niebla se tragó enseguida la costa. Me inclino a pensar que estamos
viajando en dirección norte. El rítmico balanceo me lleva tan cerca del sueño
que siento una irracional necesidad de saltar dentro del agua para escapar
como sea del hipnótico bamboleo.
Subimos a la embarcación poco después de su llegada a la playa. Edmund
y Dimitri se comportaron con naturalidad, como si fuese lo más normal del
mundo que de repente emerja entre la niebla una embarcación y sin mediar
palabra te transporte a toda prisa a una isla que no aparece en ningún mapa
del mundo civilizado. Me pregunto cómo sabían que estábamos aquí.
También me pregunto qué va a pasar con Sargento y con los demás
caballos, a pesar de que Edmund me ha asegurado que alguien los cuidará.
Me sorprenden las personas con túnica que, de pie a ambos lados de la barca,
nos hacen avanzar casi en silencio por el agua. No muestran ningún rasgo que
las distinga —ni siquiera sabría decir si son hombres o mujeres— ni han
dicho nada. Y a pesar de tantos interrogantes como me surgen, me los planteo
en silencio, pues no estoy en condiciones de hacerlo en voz alta.
Sonia va en la parte delantera de la barca; yo, en la trasera. Cuanto más
tiempo llevamos en el mar, más apagada se la ve. De vez en cuando, en lugar
de contemplar fijamente la niebla, se vuelve para echar un vistazo por encima
del hombro y lanzarme miradas iracundas. Edmund jamás se aleja de ella,
Dimitri jamás se aleja de mí. Pese al silencio, su presencia me consuela. Me
apoyo en él, arrastrando los dedos por el agua, mientras Luisa dormita con la
cabeza apoyada en la mano más o menos en el centro de la barca.
Las aguas están extrañamente tranquilas. Mecen la embarcación, pero
como esta se desliza tan despacio y suavemente por su superficie, el mar está
terso, igual que el espejo que estaba colgado encima de la repisa de la
chimenea de mi habitación en Birchwood. Me pregunto, mientras contemplo
el agua, si seguirá estando allí el espejo, si mi habitación seguirá igual que la
dejé o si la habrán despojado de todo aquello que durante años la hizo tan
acogedora para mí.
Al principio no se ve nada. El cielo está tan gris que ni siquiera puedo ver
mi propio reflejo, y el agua no está lo bastante clara como para distinguir
nada bajo su superficie. Pero mientras deslizo mis dedos por ella, algo golpea
mi mano. Me pregunto si será un delfín o un tiburón y meto la mano en la
barca, ya que sé que podría tratarse de alguna de las extrañas criaturas de las
que hablaban muchos de los libros que papá tenía sobre el mar.
Inclino la cabeza un poco por encima de la barca y me veo recompensada
al ver el destello de un ojo. Por la forma en que el animal emerge del agua,
con su mirada clavada en mí y con el resto del cuerpo casi a ras de la
superficie, más bien parece un caimán o un cocodrilo, pero, por supuesto, no
puede ser. No en el océano. Aparto mis ojos de la criatura durante un breve
instante y me vuelvo hacia mis compañeros, por si alguien más la ha visto.
En todo el tiempo que llevamos viajando juntos es la primera vez que
Dimitri dormita a mi lado. Una rápida ojeada por la barca me convence de
que el viaje ha podido con todos por igual. Sonia y Luisa duermen como
bebés. Edmund está como en trance, con la vista fija por encima de la proa de
la barca.
Vuelvo a echar un vistazo al agua, preguntándome si no me habré
imaginado a la criatura marina. Pero no. Ahí continúa, desplazándose sin
esfuerzo al lado de la barca. Parece vigilarme con su compasivo ojo. Se
parece bastante a un caballo, aunque cuando su escamosa cola se desliza
silenciosamente fuera del agua y regresa luego adentro, me doy cuenta de que
no se parece a ningún caballo que haya visto jamás.
Es su ojo lo que me atrae. Aunque es difícil de explicar, parece mostrar
comprensión. Comprensión por todo lo que he soportado. Las crines de la
criatura flotan como algas alrededor de su voluminosa cabeza. Me inclino un
poco más fuera de la barca, estirándome para alcanzar el poderoso cuello que
se mueve bajo la superficie del agua. Es correoso y resbaladizo. Me quedo
hipnotizada por su mirada infinita y por el curioso tacto de su piel. Acaricio
su cuello, y su ojo se cierra momentáneamente, como si le gustara. Cuando
vuelve a abrirlo, me doy cuenta de mi error.
No puedo sacar la mano.
Está pegada al cuerpo de la criatura. El gran ojo parpadea una vez y luego
se hunde despacio en el agua, llevándome consigo. Al principio estoy
demasiado asustada para decir o hacer nada, pero en cuanto mi cuerpo es
arrastrado por encima de la borda, comienzo a patalear y a hacer aspavientos.
El alboroto consigue que en la barca todo el mundo se sobresalte de golpe.
Pero es demasiado tarde. La criatura es más fuerte y más poderosa de lo
que me imaginaba. En apenas unos instantes me arrastra por encima de la
borda y me encuentro dentro del agua. Lo último que veo no son los ojos
asustados y confusos de Dimitri, sino las dos figuras sin rostro que siguen
apostadas delante y detrás de la barca. No hacen un solo movimiento a pesar
del repentino caos.
Inspiro hondo antes de verme totalmente arrastrada bajo el agua. Al
principio me resisto. Intento una y otra vez despegar la mano del cuello de la
bestia, pero tardo poco en darme cuenta de que es inútil. La criatura no sale
disparada hacia el fondo del mar, aunque seguro que sería capaz de hacerlo,
sino que desciende lánguidamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Lo hace a un ritmo tortuoso, mi fin no termina de llegar. No. Me da tiempo a
contemplar mi muerte.
El agua es un submundo turbio de siluetas imprecisas y objetos
resbaladizos que rebotan contra mí. Pronto, muy pronto, me invade la apatía
propia del ahogamiento. Floto detrás del enorme cuerpo de la criatura, mi
mano está irremisiblemente unida a su cuello, igual que antes de que me
arrastrara dentro del agua. Mis deseos de impedirlo me abandonan
rápidamente y me dejo arrastrar más y más adentro en las profundas aguas sin
oponer resistencia. Estoy cansada. Muy cansada. Es la segunda vez que lucho
por mi vida contra el agua.
Tal vez sea el destino. Tal vez pretenda reclamar mi alma.
Ese es mi último pensamiento consciente.
Pese a todo, estoy casi segura de que voy a morir atragantada.
Me despierto en el fondo de la barca, escupiendo agua y tosiendo hasta
que se me queda la garganta rasposa. Veo las siluetas de otras personas
alrededor, pero es el rostro de Dimitri, preocupado y desolado, el que tengo
enfrente. Se inclina sobre mí y me agarra por uno de los hombros mientras
vomito el interminable torrente de agua marina que parece haberse filtrado en
cada poro, cada grieta, cada vena de mi cuerpo.
Por fin dejo de toser, al menos de momento, y Dimitri me coge entre sus
brazos y me estrecha contra su pecho mojado.
—Lo siento —digo. No es que yo tenga la culpa. No recuerdo nada,
excepto la estrafalaria criatura que me arrastró dentro del agua y mi propia
ingenuidad. Son cosas de las que no podré olvidarme fácilmente.
Él sacude la cabeza y cuando habla, lo hace con voz ronca y áspera.
—Debería haber estado vigilando… Debería haber prestado más
atención.
Estoy demasiado agotada como para discutir. Le rodeo con mis brazos y
presiono mi cuerpo mojado contra el suyo.
Luisa se arrodilla a mi lado con un gesto de preocupación en la cara como
jamás se lo había visto.
—¿Te encuentras bien, Lia? ¡Me quedé profundamente dormida un
momento y lo siguiente que vi fueron tus pies desapareciendo dentro del mar!
—Era un kelpie, un caballo acuático —Dimitri lo dice como si fuese lo
más real del mundo, y no una criatura que se encuentra en los libros de
mitología antigua—. Seguramente estaba al servicio de las almas, igual que
los perros en el bosque. Quieren impedir que llegues a Altus y a las páginas
perdidas.
Luisa comienza a sacar cosas de su bolsa.
—¡Estáis temblando los dos! ¡Os vais a morir de frío!
Hasta en mi actual estado soy capaz de encontrar irónica su exclamación,
aunque agradezco las mantas que saca primero de su mochila y luego de la de
Edmund.
Dimitri me envuelve con una y se coloca la otra sobre sus propios
hombros antes de reclinarse nuevamente sobre la borda y atraerme hacia él.
Luisa, satisfecha de que estemos a salvo y bien de momento, regresa a su
asiento, mientras Edmund retoma su lugar al lado de Sonia, que parece no
haberse movido durante todo el episodio. Es entonces cuando realmente veo
a Edmund. No tiene buen aspecto. Es como si hubiese envejecido diez años
de repente; sus facciones están distorsionadas por el miedo, la angustia y la
desolación. Me doy cuenta de inmediato de la causa y se me encoge el
corazón por mi sentimiento de culpa.
Edmund perdió un hijo en el agua. Puede que Henry no fuera su hijo en
sentido estricto, pero no cabe duda de que quería a mi hermano como si lo
fuera. Perderlo estuvo a punto de destrozar a Edmund y ahora yo le he
devuelto a aquel lugar…, aquel terrorífico lugar donde sin previo aviso ni
excusa te pueden arrebatar cualquier cosa por preciada que sea.
Sé que debería decir algo. Compensarle por la preocupación que le he
causado. Pero no puedo encontrar las palabras y se me cierra la garganta a
causa de la pena. Busco sus ojos y espero que me comprenda.
—Fuiste tú, ¿verdad? ¿Tú fuiste quien me salvó?
Estoy recostada en el pecho de Dimitri. A pesar de las mantas y del calor
de su cuerpo tengo tanto frío que ya no temo quedarme dormida. No creo que
mi cuerpo pueda relajarse lo bastante como para caer en el sueño.
No me contesta de inmediato, sé que está tratando de decidir hasta dónde
puede contarme. Para mí, esos momentos bajo el mar están perdidos. Apenas
recuerdo vagamente una oscuridad infinita, unas figuras borrosas y, por fin,
una extraña luz que iluminó la negrura momentos antes de que pensara que
estaba muerta.
Pero sé que fue Dimitri. Está bien claro por su ropa y su pelo empapados.
Quiero comprenderlo. Comprenderlo a él.
Su pecho se hincha a mis espaldas al tomar aliento para responder.
—Sí. Impuse mi autoridad a la criatura como miembro de los Grigori.
—¿Posees esa autoridad?
—Sí —hace una pausa—. Pero se supone que no debería usarla.
Me muevo entre sus brazos para mirarle a la cara.
—¿Qué quieres decir?
Suspira.
—Se supone que no debo intervenir en el desarrollo de la profecía. No
debería ayudarte. Me he movido por un territorio difícil, pero dentro de los
límites de la ley de los Grigori, ayudándote a mantenerte despierta o
escoltándote hasta Altus. Tampoco intervine realmente con los perros, pues
se hicieron a un lado por propia voluntad cuando vieron que estaba contigo.
Intuyo por su vacilación que hay algo que no ha dicho.
—Pero hay algo más, ¿no?
—No es nada que deba preocuparte, Lia. No quiero que te preocupes por
una decisión que tomé y que volvería a tomar si se presentara la ocasión. No
tuve más remedio que ir a por ti. Jamás podría hacer otra cosa.
Toco su cara y noto su piel fría bajo las yemas de mis dedos.
—Estamos juntos en esto, ¿no? Ahora más que nunca.
Él titubea antes de asentir con la cabeza.
—Sea lo que sea a lo que tengas que enfrentarte, no tendrás que hacerlo
sola si puedo evitarlo. Cuando me vine contigo, traspasé un límite muy real y
me serví de la magia, que está prohibida en el mundo físico, para despojar de
sus poderes al kelpie. Su fuerza, aunque mayor que la de un mortal, es
considerablemente menor que la de un Grigori y también que la de muchas
hermanas. De hecho, si estuvieras algo más entrenada, podrías haber
escapado tú sola. También tú tienes poderes considerables, aunque sin
desarrollar aún.
Sé que tiene poco que ver con el asunto en cuestión, pero no puedo evitar
sentir indignación. Después de todo, llevo meses trabajando en mis poderes.
—No estoy tan bien versada como tú en el uso de mis dones, pero creo
que he desarrollado bastante mis habilidades en estos últimos meses.
Dimitri inclina la cabeza.
—Sin embargo, no las has desarrollado por ti misma, ¿verdad que no?
Al principio no entiendo qué quiere decirme. Pero cuando lo hago,
cuando caigo en la cuenta, siento verdadero horror.
—Sonia. Entrenaba con Sonia —sacudo la cabeza, como si mi protesta
invalidara su afirmación—. Pero entonces estaba bien. Lo estaba hasta que
entramos en el bosque.
Dimitri me coloca un mechón de pelo, pegajoso y tieso por la sal, detrás
de la oreja.
—¿Lo estaba? —inspira profundamente—. Lia, las almas no se
apoderaron de Sonia de la noche a la mañana. Probablemente, lo hicieran
paso a paso.
Me doy la vuelta y apoyo de nuevo la espalda en su pecho. No quiero que
vea en mi rostro esta mezcla de tristeza, rabia e incredulidad.
—Entonces, crees que Sonia lleva algún tiempo bajo la influencia de las
almas.
No se trata de una pregunta, pero él contesta de todos modos.
—Pienso que es la opción más probable, ¿no te parece? Tal vez su alianza
con las almas comenzase con una sutil insinuación, tal vez se le presentaran
disfrazadas de alguien distinto a ellas.
—Pero… eso significaría… —no puedo terminar. Dimitri lo hace por mí.
—Significaría que quizás Sonia, accidental o voluntariamente, no te
ayudó a desarrollar del todo tus poderes —se encoge de hombros—. A
propósito, ¿sabías que eres una hechicera, igual que tu hermana? Te llevará
tiempo desarrollar tu poder, pero lo tienes. Puedes estar segura de ello. E
imagino que Sonia también lo sabía.
No puedo mirarle a los ojos, aunque no me sorprende la revelación. No sé
por qué me siento avergonzada, pues es Sonia quien ha traicionado nuestra
causa. Es Sonia quien me ha traicionado a mí. Sin embargo, me siento
terriblemente ingenua.
Y ahora todo encaja, por mucho que desee que no sea así.
Sonia, bajo la influencia de las almas, me ayudó a desarrollar mi poder lo
justo. Lo bastante como para que creyera que me estaba volviendo más
fuerte, que tenía posibilidades de luchar. Lo bastante como para que no
siguiese buscando, para que no supiese que había más. Su insistencia en que
viajásemos juntas por el plano astral con el pretexto de mi seguridad, de
hecho, no tenía otro objetivo que conocer cualquier movimiento que yo
hiciera en lo referente a la profecía. Su preocupación por que no me exigiese
demasiado no era más que inquietud por evitar que desarrollara demasiado
rápidamente mi poder.
Cuando recuerdo su insistencia para que me pusiese el medallón, me
importa poco que su traición comenzase por propia elección o por engaño.
Está bien claro cómo ha terminado todo.
Me pongo a temblar. No de miedo ni de tristeza. No. Sino de pura furia
desenfrenada. Ni siquiera puedo mirar la figura derrotada de Sonia en la parte
delantera de la barca, por miedo a abalanzarme sobre ella y tirarla por la
borda.
Mi ira, o mejor, mi cólera me asusta. Y al mismo tiempo me estremezco
por su poder, aunque no me atrevo a analizar lo que eso me dice acerca de lo
mucho que he cambiado. Jamás había sentido tanta cólera. Ni siquiera contra
mi hermana. Quizás porque siempre temí a Alice, siempre supe que no podría
confiar del todo en ella, aunque me costara años admitirlo.
Pero Sonia… Sonia era diferente. Su pureza, su inocencia me hicieron
creer en su bondad. Me hicieron creer que había esperanza. De alguna
manera, la destrucción de esa esperanza me irrita más que cualquier otra
traición.
Dimitri me da masajes en los hombros con las manos.
—En realidad, no es ella, Lia. Tú lo sabes.
Solo puedo asentir.
Estamos sentados en la quietud de una niebla que todo lo absorbe. Desde
que me sacaron del agua se ha ido espesando. Los demás ocupantes de la
barca son poco más que sombras, casi difuminadas en la niebla. Súbitamente,
la embarcación detiene su suave marcha.
—¿Por qué no nos movemos? —pregunto al tiempo que me incorporo.
—Porque ya hemos llegado —responde Dimitri a mi espalda.
Erguida en una de las tablas que sirven de asiento en la barca, intento
distinguir alguna silueta a lo lejos, pero no sirve de nada. La niebla lo
impregna todo.
—¿Por qué nos hemos detenido, señor Markov? —desde el centro de la
barca la voz de Luisa suena distorsionada.
—Hemos llegado a Altus —contesta él.
Luisa echa una ojeada a su alrededor, pensando que Dimitri está loco.
—Debe de tener usted visiones. ¡No hay nada de aquí a una milla de
distancia, excepto esta maldita niebla!
O yo estoy atolondrada por la falta de sueño o me siento de nuevo mejor,
porque sus palabras me hacen soltar una carcajada.
Dimitri se acaricia la cara con la palma de la mano en un gesto que ilustra
su cansancio o su decepción por la irritabilidad de Luisa.
—Créame, es cierto. Si espera solo un momento, verá a lo que me refiero.
Luisa se cruza de brazos en un gesto de impaciencia, pero Edmund sigue
la mirada de Dimitri por encima del agua. Nuestra actividad no consigue
poner en movimiento a Sonia. Sigue tan lánguida como siempre y no parece
interesarle nada en absoluto si hemos llegado a Altus o no.
Noto movimiento cerca de la parte delantera de la barca y levanto la vista
hacia allí. Veo a una de las figuras con túnica volviéndose hacia el agua.
Levanta unos dedos largos y esbeltos y se baja la capucha de la túnica para
dejar al descubierto una cascada de pelo rubio, casi platino. El cabello
resplandece sobre su espalda y ahora ya sé que se trata de una chica o, para
ser más precisos, de una mujer joven.
Me quedo hechizada cuando alza los brazos, dejando caer las largas
mangas y revelando una piel blanca y sedosa. Un extraño silencio desciende
sobre nosotros. El agua no se mueve contra los lados de la barca, parece que
estuviésemos conteniendo el aliento colectivamente, esperando a ver qué
sucederá.
La espera merece la pena.
La chica comienza a murmurar algo en un lenguaje que jamás había oído
antes. Suena como latín, pero sé que no lo es. Su voz se abre paso
serpenteando entre la niebla, enroscándose a nuestro alrededor y circulando
luego por encima del agua. Oigo cómo se propagan sus palabras mucho
después de haber salido de su boca, aunque no es como un eco. Es otra cosa.
Un recuerdo. Fluye hacia el exterior hasta que la niebla comienza a
levantarse, no de improviso, pero sí lo bastante rápido para mí como para
saber que no solo es la naturaleza la que está actuando.
El agua refulge bajo un sol que no estaba allí momentos antes. El cielo,
que antes, cuando era visible, tenía un color gris pálido, brilla ahora con luz
trémula sobre nuestras cabezas. Me recuerda al cielo otoñal de Nueva York,
de un azul mucho más intenso que en otras épocas del año.
Sin embargo, no es eso lo que me roba el aliento.
No. Lo hace la exuberante isla que tenemos delante.
Resplandece en el agua como un espejismo de belleza y de calma. No
muy lejos de la barca hay un pequeño puerto. La isla se levanta desde sus
orillas en una suave pendiente. Puedo distinguir en la parte alta de la isla, a lo
lejos, un puñado de edificios, aunque están a demasiada distancia como para
verlos con claridad.
Lo más hermoso de todo son los árboles. Aun desde el agua veo que la
isla está salpicada de manzanos, sus frutos carmesíes parecen puntos de
exclamación en el espléndido verde de los árboles y la hierba que cubren la
isla.
—¡Es una maravilla! —mis palabras parecen demasiado poco para
describir lo que tengo ante mí, pero es cuanto puedo decir en ese momento.
Dimitri baja la cabeza y me mira sonriente.
—¿Verdad que lo es? —se vuelve a mirarla de nuevo—. Nunca deja de
sorprenderme.
—¿Es real? —pregunto, levantando la vista hacia él.
Dimitri se echa a reír.
—No está en los mapas convencionales, si es eso a lo que te refieres. Pero
está aquí, oculta entre la neblina y presente para los miembros de la
comunidad de las hermanas, los Grigori y para aquellos que les sirven.
—Me gustaría verla más de cerca —dice Luisa.
Edmund asiente con la cabeza.
—La señorita Milthorpe necesita dormir y la señorita Sorrensen
necesita…, bueno, la señorita Sorrensen necesita ayuda —todos miramos a
Sonia, que ahora observa Altus casi enfadada. Edmund se vuelve hacia
Dimitri—. Cuanto antes, mejor.
Dimitri hace un gesto con la cabeza a la mujer de la túnica que ha hecho
aparecer Altus. Ella regresa a su puesto en la parte delantera de la barca y
coge los remos. La mujer de la parte trasera hace lo mismo.
Vuelvo a sentarme y contemplo el agua que se mueve bajo la barca,
mientras me acerco más y más a la isla que esconde las respuestas a las
preguntas que aún estoy aprendiendo a plantear.
Cuando nos bajamos de la barca, me sorprende ver a algunas personas
aguardándonos. Al igual que nuestras compañeras de viaje, llevan túnicas de
un color púrpura intenso. Están en el muelle, en fila. Por sus finos rasgos sé
que todas ellas son mujeres. Parecen estar esperándonos con cierto protocolo.
Primero se baja Edmund, acompañado de Sonia y seguido de Luisa. Yo
aguardo con Dimitri y desembarco antes que él. Al presentarme como Amalia
Milthorpe, sobrina nieta de lady Abigail, las mujeres me hacen una
reverencia, aunque sus ojos evidencian un claro recelo y tal vez hasta
resentimiento.
Cuando el resto del grupo ha sido presentado debidamente, Dimitri se
dirige a las mujeres y las saluda personalmente de una en una en voz baja.
Por último, llega hasta la mujer que encabeza la fila. Es mayor, tal vez
incluso más que tía Virginia, pero cuando se retira la capucha de la túnica
para besar a Dimitri en las mejillas, descubre un cabello del color del ébano,
sin una sola cana. Lo lleva recogido en un moño tan elaborado que pienso
que le llegará al suelo cuando se lo suelte. Dimitri le dice algo en voz baja y
luego se vuelve a mirarme. La mujer asiente y viene hacia mí con sus ojos
fijos en los míos. De pronto me siento incómoda.
Su voz es suave, fluida y desmiente el miedo que me inspira.
—Bienvenida a Altus, Amalia. Llevamos mucho tiempo esperando tu
llegada. El hermano Markov me dice que estás bastante cansada y que
necesitas protección y cobijo. Concédenos el privilegio de proporcionarte
ambas cosas.
No aguarda a que responda, tampoco me espera. Sencillamente, da media
vuelta y comienza a caminar por un sendero empedrado que parece terminar
en lo más alto de la isla. Dimitri me toma de la mano, coge mi bolsa y me
guía hacia delante. Los demás se colocan en fila, cerrando las mujeres de las
túnicas nuestro extraño grupo.
Más o menos a la mitad del camino que conduce a la cima del cerro
comienzo a pensar que no lo voy a conseguir. Mi extenuación, mantenida a
raya gracias a mi terrorífica y glacial caída en el mar, resurge mientras
caminamos por la pacífica isla. Me rodea una profusión de colores y
sensaciones: el rojo brillante de las manzanas de los árboles, que parecen
crecer silvestres por dondequiera que mire, tantos rostros medio escondidos
bajo las túnicas, tan misteriosos como aterradores, el esplendoroso verde de
la hierba que se extiende a ambos lados del sendero y un suave y dulce aroma
que me recuerda a mi madre. Todo forma una amalgama tan irresistible como
surrealista.
Cuando oigo la voz de Luisa, parece provenir del interior de mi cabeza.
Suena más aguda y, al mismo tiempo, más amortiguada de lo habitual:
—¡Madre mía! —dice—. ¿Es que no hay carruajes o caballos? Bastaría
con cualquier forma de transporte que no supusiera tener que subir
caminando tan penosamente esta interminable montaña.
—Las hermanas piensan que caminar es bueno para el alma —replica
Dimitri, e incluso en mi actual estado me parece apreciar cierto humor en su
tono.
A Luisa no le divierte.
—En mi opinión no hay nada mejor para el alma que la comodidad —
dice, parándose para limpiarse la frente con el dorso de la manga.
Intento seguir caminando, poner un pie delante del otro. Pienso que con
solo hacer eso, con solo ponerme en movimiento podré alcanzar el final del
sendero. Pero mi cuerpo tiene otra opinión. Deja de funcionar y me quedo
completamente quieta en medio del camino.
—¿Lia? ¿Te encuentras bien? —Dimitri está de pie ante mí. Noto su
brazo sobre el mío. Veo su rostro preocupado.
Quisiera tranquilizarle. Decirle que por supuesto que estoy bien, que
caminaré y caminaré y caminaré hasta el momento en que por fin pueda
acostarme y descansar dignamente, sin miedo a que las almas se apoderen del
medallón que pesa en mi muñeca y en mi mente.
Pero no digo nada de eso. De hecho, no digo nada en absoluto, pues las
palabras, que suenan tan razonables dentro de mi cabeza, no quieren formarse
en mis labios. Peor aún, mis piernas ya no son capaces de soportar mi cuerpo.
El suelo se acerca a mí a una velocidad alarmante hasta que algo me aparta de
él.
Y, luego, todo desaparece.
Nos hallamos a la mitad del trayecto, camino del santuario, cuando vemos
que alguien viene corriendo hacia nosotros.
Nos hemos despedido de Sonia y, aunque no hay nada seguro, creo que
quiere ponerse bien. Quiere ser leal a nuestra causa. Ahora ya no queda nada
por hacer salvo esperar a que las hermanas estimen que está lo bastante fuerte
como para regresar a Londres.
Dimitri se protege los ojos del sol con la mano y mira fijamente la figura
en la distancia.
—Es una hermana.
Al correr, la brisa infla la túnica de la hermana y yo logro distinguir unos
cabellos dorados ondeando a su espalda, que reflejan el sol como un espejo.
Cuando por fin nos alcanza, no la reconozco. Es joven, tal vez de la edad de
Astrid, y no toma la palabra de inmediato. Le falta el resuello de tal modo
que se dobla por la cintura respirando con dificultad. Más o menos un minuto
después, por fin se incorpora respirando aún entrecortadamente y con las
mejillas coloradas por el esfuerzo.
—Siento… siento tener que decirte que lady Abigail ha muerto —no me
doy cuenta de inmediato de lo que ha dicho. Mi mente se queda tan vacía
como los lienzos en blanco que se alineaban en la sala de pintura de Wycliffe.
Sin embargo, lo siguiente que dice la joven hermana me saca de mi
entumecimiento—. Me han enviado a buscarte y a rogarte que vengas, mi
señora.
Mi señora. Mi señora.
Todo cuanto pienso es: «No». Y, entonces, echo a correr.
—No es culpa tuya que no estuvieses aquí, Lia —Una deposita una taza de té
caliente sobre la mesa—. Y aunque hubieras estado, no habría habido
ninguna diferencia. No volvió a recuperar la consciencia.
Una ha repetido este detalle más de una vez desde que entré corriendo
despeinada y afligida por nuestra visita a Sonia y por la noticia de la muerte
de tía Abigail. Pero no me sirve para aliviar mi sentimiento de culpa. Debería
haberme quedado con ella en todo momento. Me digo a mí misma que se
habría dado cuenta de que me encontraba allí, aunque no estuviera
consciente.
—Lia —Una se sienta a mi lado y coge mis manos entre las suyas—, lady
Abigail vivió una larga y fructífera vida. La vivió en paz aquí, en Altus, tal
como ella quiso —sonríe—. Y te vio antes de morir. Creo que eso era lo que
había estado esperando todo este tiempo.
Inclino la cabeza y las lágrimas caen directamente de mis ojos a la mesa.
No sé cómo decirle a Una los muchos motivos que tengo para llorar a mi tía
Abigail. Tía Virginia me apoya mucho, pero reconoce la debilidad de su
poder y ya me ha contado todo lo que sabe. Era en mi tía Abigail en quien yo
confiaba para que me guiase. Cuando pensaba en la profecía, me parecía que
era ella quien se mantenía fuerte y prudente frente a sus retos. Era ella mi más
íntima aliada a pesar de la distancia. Ahora estoy más sola que nunca.
Ahora solo estamos Alice y yo.
Dimitri y yo estamos solos a orillas del océano, contemplando la vacía
extensión de agua. Hace ya un rato que empujaron mar adentro la barcaza con
el cuerpo de tía Abigail. Ha desaparecido, como todos los que estaban en la
playa mientras el cuerpo de mi tía era entregado al mar que rodea Altus.
Actualmente se considera demasiado apresurado enterrar a alguien el
mismo día de su muerte, pero Dimitri me dice que esa es la costumbre en la
isla. No tengo motivos para discutirlo, también mis propias costumbres
pueden parecer extrañas a la gente de aquí. Además, tía Abigail era una
hermana y la señora de Altus. Si así es como se despiden de ella, imagino que
también es así como ella habría querido despedirse.
Dimitri se vuelve de espaldas al agua, desliza su mano en torno a la mía y
comienza a caminar.
—Te voy a llevar de regreso al santuario, después debo presentarme ante
los Grigori para tratar de un asunto.
Le miro sorprendida. Ni mi dolor es capaz de reprimir la curiosidad que
siempre me ha caracterizado.
—¿Qué clase de asunto?
—Hay muchos temas pendientes, especialmente ahora que lady Abigail
ha muerto.
Mientras caminamos, lleva la vista fija al frente y tengo la impresión de
que evita mirarme.
—Sí, pero mañana nos marchamos. ¿No pueden esperar?
Dimitri asiente.
—Eso es lo que he solicitado, por así decirlo. Aún debo responder por mi
injerencia en el ataque del kelpie, pero he pedido el aplazamiento de mi
comparecencia ante el consejo hasta después de que dispongamos de las
páginas perdidas.
Me encojo de hombros.
—Parece razonable.
—Sí. El consejo me hará saber su decisión antes de mañana. Pero hay
otro punto controvertido. Tiene que ver contigo.
—¿Conmigo? —dejo de andar cuando ya estamos cerca del sendero que
nos llevará al santuario. Ahora el camino está más concurrido y pasamos
junto a varias hermanas al aproximarnos al complejo principal.
Dimitri me toma de ambas manos.
—Lia, tú eres la legítima señora de Altus.
—Pero si ya te lo dije —niego con la cabeza—, no quiero serlo. Ahora
mismo no. No puedo… —aparto la mirada—. Ahora no puedo pensar en ello,
con todo lo que me espera aún.
—Lo entiendo, de verdad. Pero Altus se quedará sin nadie que lo dirija.
Ese papel te corresponde a ti, tanto si renuncias como si aceptas.
La irritación aviva la frustración que me bulle por dentro.
—¿Y por qué los Grigori no hablan directamente conmigo? A pesar de lo
avanzados que sois en Altus, ¿no son capaces de dirigirse a una mujer?
Percibo desánimo en su suspiro.
—Es algo que no se hace. No porque seas una mujer, Lia, sino porque el
gran consejo de los Grigori no es muy sociable, excepto cuando es
absolutamente necesario para el orden o la disciplina. Viven en una especie
de… segregación, bastante parecida a la de los monjes de tu mundo. Por eso,
los Grigori ocupan los alojamientos del otro extremo de la isla. Cuentan con
emisarios como yo para mantener la comunicación con las hermanas. Y
créeme, Lia, si alguna vez te hacen acudir en audiencia ante los Grigori, no
será para nada bueno.
Me doy por vencida, no logro comprender los matices políticos de la isla.
No me queda tiempo para descifrar esas reglas y costumbres arcaicas.
—¿Qué opciones tengo, Dimitri? Dímelas todas.
Él respira hondo, como si necesitase aire extra para la conversación que le
espera.
—En realidad, solo tres. Puedes aceptar el cargo, que te pertenece
legítimamente, y nombrar a alguien para que ocupe tu lugar hasta que
regreses. Puedes aceptar el cargo y ejercerlo desde ahora, aunque eso
significaría que otra persona tendría que recuperar las páginas perdidas en tu
nombre. Y puedes rechazar el cargo.
Las tres alternativas me preocupan. Me muerdo el labio inferior. Una
parte de mí quiere renunciar al puesto, apartarlo de mi pensamiento para
poder concentrarme en la búsqueda de las páginas perdidas. Pero la otra
parte, la práctica y racional, reconoce que no es el momento de tomar
decisiones precipitadas.
—¿Qué sucederá si renuncio?
Su respuesta es sencilla.
—Pasará a Úrsula en lugar de a Alice, quien, al haber violado las leyes de
los Grigori, no puede ser elegida para asumir el cargo.
Úrsula. Tan solo el nombre ya me provoca inquietud. Por lo que yo sé,
puede que sea una dirigente fuerte y sabia, pero he aprendido a fiarme de mi
instinto y no estoy preparada para confiar algo tan importante como el futuro
de Altus, algo a lo que tía Abigail se dedicó en cuerpo y alma, a alguien que
me causa tal malestar. No. Si yo soy la legítima señora, los Grigori harán lo
que les pida por el interés de la isla.
Estoy segura de que esa es la respuesta.
Levanto la vista hacia Dimitri, cada vez más resuelta.
—No voy a aceptar ni a rechazar el puesto.
Él mueve la cabeza.
—Eso no es posible, Lia.
—Pues tendrá que serlo —enderezo los hombros—. Yo soy la legítima
señora y se me ha encomendado buscar las páginas perdidas en nombre de la
comunidad de las hermanas. Como no puedo estar en dos lugares al mismo
tiempo ni concentrarme por completo en el viaje que me espera si me ocupo
de un cargo tan importante, solicito un aplazamiento.
Le doy la espalda, me alejo un poco de él y después regreso de nuevo.
Cuanto más pienso en ello, más me afirmo en mi decisión.
—Designaré a los Grigori para que ocupen mi lugar hasta que haya
recuperado las páginas.
—Eso jamás se ha hecho —se limita a decir Dimitri.
—Entonces, tal vez ya vaya siendo hora.
Apenas puedo respirar por la preocupación. Ha pasado una hora entera desde
que me despedí de Luisa y, mientras aguardo a Dimitri sentada en la cama, la
ansiedad por la decisión de los Grigori me ha convertido en un manojo de
nervios tal que siento que podría estallar en cualquier momento.
El suave golpe en la puerta se ha hecho esperar. Cuando cruzo la
habitación para abrirla, no me sorprende ver a Dimitri en el umbral. Entra sin
más.
No hablo hasta que la puerta está cerrada. Entonces, ya no puedo esperar
más.
—¿Qué te han dicho?
Me pone las manos sobre los hombros y durante un instante temo que
diga que se han negado, que hay que tomar una decisión ahora mismo y que
habrá que cumplirla para siempre.
Menos mal que no lo hace.
—Están de acuerdo, Lia —sonríe moviendo la cabeza—. Casi no puedo
creerlo, pero están de acuerdo en concedernos un aplazamiento a los dos. No
ha sido fácil. Sin embargo, pude convencerlos de que no deberían penalizarte
a ti por trabajar en favor de la profecía ni a mí por actuar como escolta tuya,
puesto que así lo decidió lady Abigail.
El alivio me despoja de mi ansiedad.
—¿El aplazamiento es hasta que hayamos encontrado las páginas?
—Mejor aún.
—¿Mejor? —no puedo imaginármelo.
Dimitri asiente con la cabeza.
—Lo aplazarán todo hasta que la profecía esté resuelta, siempre que
continúes trabajando para terminar con ella. Si cambiaras de opinión…, si
actuaras como puerta, el cargo le sería entregado a Úrsula.
Niego con la cabeza.
—Eso no sucederá.
—Lo sé, Lia.
Le doy la espalda, tratando de comprender tan rápido cambio de postura
en los Grigori.
—¿Por qué acceden a un acuerdo así si no tiene precedentes?
Él suspira y deja vagar su mirada hacia un rincón de la habitación, como
buscando un escape.
—Dímelo, Dimitri —mi voz denota un fuerte cansancio. Sus ojos por fin
regresan de nuevo a mí.
—Suponen que el destino decidirá. Si acabas con la profecía, tomarás tú
la decisión, tal como te corresponde. Si fallas…
—¿Si fallo…?
—Si fallas, será porque has sucumbido a la tentación de ejercer como
puerta… o porque no has sobrevivido a la profecía.
Aún es de noche cuando Una me despierta.
Se me cae el alma a los pies cuando me entrega un montón de ropa
doblada y me doy cuenta de que se trata de los pantalones de montar y de la
blusa que llevaba cuando llegué a Altus. Durante mi estancia en la isla me he
acostumbrado a la túnica de seda. Me he acostumbrado a muchas cosas.
Mientras me lavo y me visto, Una mete en mi mochila suficiente comida
y bebida para Dimitri y para mí hasta la primera parada. Yo ya he
empaquetado mis flechas y mi puñal para el viaje. Aunque sé que Dimitri
estará también a mi lado para protegerme, la traición de Sonia me recuerda
que lo mejor es confiar en mí misma por si acaso.
No se me ocurre nada más que pueda necesitar.
Me reconforta el calor de la piedra de víbora sobre mi piel. Se desliza
fácilmente bajo mi blusa y, mientras me ajusto las mangas, mis ojos se posan
en el medallón que aún sigue alrededor de mi muñeca. He estado pensando
en dejarlo al cuidado de los Grigori, de las hermanas, incluso de Una, pero
me es imposible pensar en nadie a quien pueda confiárselo después de lo que
sucedió con Sonia.
Una sigue mi mirada hacia mi muñeca.
—¿Va todo bien?
Asiento con la cabeza y me abotono la parte delantera de la blusa.
—¿Preferirías…? —titubea antes de continuar—. ¿Preferirías dejar aquí
el medallón? Por si te sirve de ayuda, yo te lo guardaría, Lia.
Me muerdo el labio inferior considerando su oferta, aunque ya he
pensado en ello varias veces.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Por supuesto.
Me remeto la blusa en los pantalones mientras pienso en lo que voy a
decir.
—¿A alguno de vosotros aquí en Altus, a los Grigori, a los hermanos, a
las hermanas, podrían… tentaros las almas?
Se da la vuelta y se encamina hacia el pequeño escritorio que se encuentra
tras ella para coger algo de su superficie.
—Al consejo de los Grigori, no. Jamás. A los hermanos y hermanas,
bueno… No del mismo modo que a Alice y a ti. Vosotras sois la guardiana y
la puerta, y por eso sois mucho más vulnerables para las almas.
—Me parece que me ocultas algo, Una.
Se aleja de la mesa y viene hacia mí con algo entre los brazos.
—No estoy ocultándote nada intencionadamente. Es que no es fácil de
explicar. Verás, un hermano o una hermana no influirían directamente en la
capacidad de las almas para cruzar a este mundo ni en el destino de Samael.
Pero las almas pueden tentar a los hermanos y a las hermanas para que
trabajen a su favor tratando de manipular a quienes tienen más poder.
Como Sonia y Luisa.
—¿Alguna vez ha ocurrido eso en la isla? —le pregunto.
Una suspira y me doy cuenta de que le duele continuar.
—Ha habido… incidentes, en ocasiones han pillado a alguien tratando de
influir en el curso de los acontecimientos para ayudar a las almas. Pero no
sucede a menudo —esto último lo añade apresuradamente, como si quisiera
tranquilizarme, pese a que saber eso no puede resultar en absoluto
tranquilizador.
Es tal como yo pensaba, tal como intuía. No existe nadie a quien pueda
confiarle el medallón. Nadie excepto yo misma, y hasta de eso dudo a veces,
cuando noto cómo me tira de la muñeca.
Me abotono las mangas de la blusa, cubriendo la cinta de terciopelo
negro.
La mirada de Una desciende hacia mi muñeca.
—Lo siento, Lia.
Noto cómo vuelven a saltárseme de nuevo las lágrimas y trato de
mantener la compostura volviéndome para contemplar la habitación que ha
sido mía mientras he estado en el santuario. Me prometo guardar en la
memoria las sencillas paredes de piedra, la calidez del desgastado suelo, ese
olor húmedo y dulce al mismo tiempo. No sé si volveré a ver todo esto de
nuevo.
Quiero recordarlo para siempre.
Por fin me vuelvo hacia Una. Ella sonríe y me ofrece un objeto.
—¿Para mí?
Asiente con la cabeza.
—Quería que tuvieses algo… algo que te recordara a todos nosotros y tu
estancia en Altus.
Cojo el objeto de sus brazos, sorprendida por lo blando que es, y lo
extiendo. Se me seca la garganta de la emoción al desplegar la seda violeta.
Es una capa de montar hecha con la misma tela de las túnicas de fiesta de las
hermanas.
Una ha debido de interpretar mi emocionado silencio de otro modo, pues
interviene rápidamente.
—Sé que cuando llegaste las túnicas te traían sin cuidado, pero yo solo…
—se mira las manos y suspira al levantar la vista para toparse de nuevo con
mis ojos—. Simplemente quería que nos recordaras, Lia. Ya me estaba
acostumbrando a tu amistad.
Me inclino para abrazarla.
—Gracias, Una. Por la capa y por tu amistad. Estoy convencida de que
volveremos a vernos de nuevo —me aparto de ella y le sonrío—. Nunca te
estaré lo bastante agradecida por haber cuidado de tía Abigail en sus últimos
días. Por cuidar de mí. Te voy a echar terriblemente de menos.
Cojo mi arco y mi mochila y me ato la capa alrededor del cuello,
preguntándome si alguna vez tendré valor para quitármela. Luego, como
parece que siempre me veo obligada a hacer, me doy la vuelta para
marcharme.
La isla está iluminada únicamente por las antorchas que hay a lo largo del
sendero, mientras Dimitri, Edmund y yo nos alejamos del santuario para bajar
al puerto. Apenas tengo un vago recuerdo de cuando pusimos el pie en Altus.
Aquellos primeros momentos en tierra firme no son más que un borrón,
seguidos de aquellos dos días perdidos, durante los cuales no hice otra cosa
que dormir.
Mientras nos encaminamos hacia el agua, los pantalones me tiran de los
muslos y la blusa me raspa sobre el pecho. Al parecer, ya está muy lejos el
mundo de las túnicas de seda y las sábanas sobre la piel desnuda.
Dimitri lleva puesta una capa parecida a la mía, aunque la suya es negra y
más difícil de distinguir en la niebla. Cuando fui a su encuentro y al de
Edmund en medio de la oscuridad, Dimitri enseguida se fijó en el suave
pliegue de seda que rodeaba mi cuello.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Te sigue sentando bien el violeta.
Reconozco nuestra barca al llegar al muelle. Dos hermanas, vestidas con
túnicas, se hallan sentadas en cada extremo de la embarcación con un remo
en las manos. La isla dormida nos ha hecho callar y subimos sin hablar. Nada
más acomodarnos, Dimitri y yo en la parte delantera de la barca y Edmund
justo detrás de nosotros, las hermanas comienzan a remar para alejarse de la
isla.
Las palabras susurradas por tía Abigail flotan por mi mente igual que la
niebla que se levanta sobre el océano. Espero que nuestros guías sean de fiar
y que Dimitri y yo no nos veamos obligados a encontrar solos el camino. No
obstante, siento en mí un renovado empeño por hacer lo que sea necesario.
Al observar a las silenciosas hermanas remando mar adentro, de repente
recuerdo una pregunta que de camino a Altus se quedó sin formular a causa
de la nebulosa de mi agotamiento.
—¿Dimitri?
—¿Mmmm? —tiene la mirada fija en el agua.
Me acerco más a él y bajo la voz para no ofender a las hermanas que
reman.
—¿Por qué guardan silencio las hermanas?
Parece sorprendido, como si se acabase de dar cuenta de lo extraño que es
ser transportado por mujeres silenciosas.
—Es parte de sus votos. Prometen silencio para evitar revelar la
localización de la isla.
Me giro para mirar a la hermana que rema al frente.
—Entonces, ¿no pueden hablar?
—Sí, pero no lo hacen fuera de Altus. Sería una violación de sus votos.
Me doy cuenta, tal vez por primera vez, de la entrega de las hermanas.
Viendo cómo Altus disminuye de tamaño, tengo la sensación de que
habría que decir algo para remarcar su significado y la importancia de mi
estancia allí. Pero al final no digo nada. Al final, hablar de ello tan solo
diluiría el recuerdo del aire con aroma a jazmín y la suave brisa marina y la
noche pasada en brazos de Dimitri, sin ninguna otra preocupación salvo la de
ser juzgada inapropiadamente por aquellos que habitan un mundo totalmente
distinto.
No aparto los ojos de la isla hasta que se desvanece en la niebla. Hace un
instante había allá a lo lejos una pequeña mancha oscura y en un momento ha
desaparecido.
Al llegar al final me doy cuenta de que solo se trata de una página. Solo es
una la página perdida de la profecía. Aunque me resulta imposible descifrar
su significado aquí y ahora, estoy segura de que es todo cuanto necesito.
No voy a permitirme el lujo de llevar encima la página mientras pueda
haber fuera de la cripta un alma esperándome. De modo que la leo. La leo
hasta estar completamente segura de haberla memorizado, hasta saber que
podré recitar las palabras incluso en mi lecho de muerte, espero que dentro de
muchos años.
Después sostengo ambos papeles sobre la llama de una vela y contemplo
cómo se queman.
—Bonsoir. Puis-je vous aider à trouver quelque chose?[8] —pregunta el
sacerdote.
Le miro con recelo mientras me acerco a él, ya en la sala desde la que se
accede a la cripta. Acabo de subir las escaleras y él no se me ha acercado
hasta que ya estaba a cierta distancia de la entrada de la gruta. Mientras me
aproximo, echo una ojeada a su cuello y me alivia comprobar que no lleva la
marca de la guardia.
—Non, père. Je me suis promenais dans la cathédrale et suis devenu
perdu —le ofrezco una sonrisa nerviosa con la excusa de haberme perdido.
Luego, por si acaso, le aseguro que puedo encontrar yo sola la salida—. Je
peux trouver ma voie en arrière d’ici, merci[9].
El sacerdote asiente con la cabeza, mirando despectivamente mis
pantalones. Me había olvidado por completo de ellos y siento una
inapropiada necesidad de soltar una carcajada. Por un instante me olvido de
que acaso sigo en peligro mortal y me apetece compartir con Luisa y con
Sonia mi regocijo. Sonrío ante la idea, pues sé que a ellas también les habría
costado contener la risa.
Paso de largo junto al sacerdote y me dirijo a la puerta. Él se queda en el
centro de la sala, observándome como si fuese un vulgar delincuente, pero
supongo que no puedo culparle por ello, con mi aspecto desaliñado y mi
atuendo masculino.
Forzada a seguir avanzando, abro la gran puerta y echo un vistazo a uno y
otro lado del callejón, al principio con cautela y luego más abiertamente,
cuando compruebo que no hay nadie afuera. En cuanto me aseguro lo más
posible de que el camino de regreso a la catedral está despejado, me deslizo
afuera y recorro la calle a toda prisa. Alcanzo la puerta de la iglesia con un
suspiro de alivio, pero cuando trato de empujarla para abrirla, me doy cuenta
de que está cerrada.
Lo intento de nuevo, empujo cuanto puedo, pero no se mueve. Trato de
calmar el flujo de sangre que corre por mis venas cuando oigo un sonido a mi
espalda. Al darme la vuelta para ver quién está ahí, me encuentro con algo
que no esperaba. Por lo menos, al principio.
Un gran gato blanco salta desde lo alto de un muro de piedra que recorre
la calle. El animal camina lánguidamente hacia mí. A pesar de que debería
sentirme aliviada porque se trata tan solo de un gato, hay algo en sus
movimientos que me inquieta. Sé de qué se trata instantes después, cuando
los ojos color verde esmeralda se posan en los míos justo antes de que
perciba el resplandor que irradia al convertirse en cuestión de segundos en el
rubio guardián. Cambiar de forma no parece costarle el menor esfuerzo, pues
continúa avanzando en mi dirección con una siniestra sonrisa plantada en la
boca. La actitud parsimoniosa con que se acerca no sirve para disminuir mi
miedo. Su despreocupación me aterroriza, parece tan seguro de su triunfo que
ni siquiera necesita darse prisa.
Deslizándome a lo largo del muro de la iglesia, avanzo paso a paso hacia
la única entrada que estoy segura de que no está cerrada, la de la fachada
principal, por la que entré antes. No me atrevo a apartar los ojos de él. Intento
sopesar si tengo más posibilidades de escapar si me doy la vuelta y echo a
correr o si sigo el juego que él parece dirigir.
Aún me encuentro a cierta distancia del final de la estrecha calle cuando
acelera el paso y camina más decididamente. El movimiento provoca que se
le abra ligeramente el cuello de la camisa y puedo ver la serpiente enrollada
en su cuello como una torques. Noto la presión que ejerce sobre mí cuando se
me encoge el estómago de miedo.
No tomo la decisión de echar a correr de forma consciente. Simplemente
lo hago cuando me grita mi instinto que es la única manera de escapar del
guardián de Samael y de la siniestra atracción que siento por la serpiente que
constituye su marca.
El empedrado está resbaladizo bajo mis pies, no puedo correr tan aprisa
como querría por miedo a caerme. Los pasos que me siguen se apresuran. No
falta mucho para llegar a la fachada de la catedral, pero el tiempo parece
alargarse y distorsionarse en mi huida. Creo estar a salvo cuando doy la
vuelta a la esquina que lleva a la entrada del templo. Pero subestimo lo
resbaladizo que está el suelo de piedra y caigo de bruces, golpeándome con
tal fuerza que hasta me castañetean los dientes.
Apenas me lleva unos segundos ponerme en pie y continuar corriendo,
pero no lo hago lo bastante deprisa. Ese tropiezo ha retrasado mi avance y,
cuando subo a toda prisa los escalones de la iglesia, la brisa vespertina trae
hasta mí el olor a sudor rancio del guardián.
Al llegar por fin a lo alto de las escaleras, arremeto contra el picaporte de
la gran puerta de madera justo cuando se me echa encima. En esta ocasión
caemos ambos, él me agarra firmemente de un pie, mientras yo trato de
alcanzar la puerta de la iglesia, mi única salvación. Se me caen de la espalda
el arco y la mochila y aterrizan a cierta distancia.
—Dame… las… páginas —su voz es un gruñido. Se me echa encima
hasta que siento como si las mismas palabras reptasen por mi piel.
—¡No las tengo! —le grito en un desesperado intento por liberarme, con
la esperanza de que solo desee las páginas, y no mi muerte, como me temo—.
¡Suéltame! ¡Yo no las tengo!
No me responde. Su silencio total me aterroriza más que cualquier cosa
que pudiera decir. Mientras me tira de una pierna, acercándome más a él, la
serpiente enroscada en su cuello parece deslizarse y avanzar en mi dirección,
hasta tengo la sensación de que escucho su siseo. Inspecciono la zona de
acceso a la catedral en busca de Dimitri o de alguien que pudiera ayudarme.
Pero esta vez nadie acude a salvarme. Al menos, no Dimitri. Ni las hermanas.
Ni ninguno de los dones que poseo en los otros mundos.
Me fijo en mi mochila. Las flechas sobresalen de su interior, pero no es
eso lo que me hace albergar esperanzas. No. Es el puñal de mi madre, caído a
un par de pies de distancia, lo que pone freno a mi desesperación. Me
recuerda que mi salvación está en mis manos. Depende de mí y de las fuerzas
que he reunido en este mundo.
Levanto la pierna que me queda libre y le propino al guardián una patada
feroz en la cara. Eso hace que se derrumbe hacia atrás, arrastrándome consigo
unas cuantas pulgadas, a pesar de que afloja su presa sobre la otra pierna.
Ayudándome de los brazos para acercarme a ella, cojo la mochila y arrastro
conmigo al hombre momentos antes de que se recupere y me agarre con más
fuerza de la pierna. Esta vez me arrastra de nuevo hacia él, soltando un
aullido gutural.
Es un aullido primario, de dolor, que me conecta con alguna parte perdida
de mí y me recuerda mi lugar en la profecía y el papel que desempeño en la
lucha contra las almas. Le lanzo otra patada, esta vez con todas mis fuerzas, y
de nuevo mi pie va a parar a su cara. Lo hago con tal fuerza que se me
resiente el cuerpo hasta la médula y no puedo evitar pensar que he de
agradecer a tía Abigail y a su piedra que se haya aflojado un poco la presión
de las manos del guardián sobre mi pierna. Eso me permite estirarme lo
bastante como para que mis dedos se cierren alrededor del puñal.
No sabría decir si el calor de la piedra me presta fuerzas suplementarias o,
sencillamente, me hace sentir menos sola. Como si tía Abigail y todo su
poder y sabiduría estuviesen conmigo. Supongo que no importa, pues
rápidamente muevo el puñal en una trayectoria parabólica hacia el rostro del
guardián y le golpeo en el cuello con tal ímpetu que acaba por soltarme del
todo el pie.
Sus ojos reflejan sorpresa momentos antes de que la sangre extienda
sobre su camisa blanca una mancha de considerables dimensiones. La
serpiente de su cuello se retuerce como si estuviese viva y trata de darme
alcance llena de furia, pero en vano, instantes antes de que el rostro del
guardián se transforme en el del gato del callejón, en el de un labrador y en el
de un caballero, hasta volver por fin a su propia y aterradora esencia. Me doy
cuenta de que son todas las formas que ha adoptado desde que cruzó a mi
mundo a través de alguna antigua puerta.
En esta ocasión no me desplazo a gatas, sino que echo a correr. Me pongo
en pie y me lanzo hacia la puerta. Casi no siento su peso bajo mis manos
mientras la abro. Tras cerrarla de golpe a mis espaldas, no me detengo a
recuperar el aliento. Regreso al interior de la iglesia, poniendo cierta distancia
entre mí y la puerta, pero sin apartar mis ojos de ella. Durante un buen rato
me quedo mirándola, esperando que el guardián entre en cualquier momento,
que se rinda a la muerte con tal de seguirme al interior de este lugar
inviolable para las almas.
No sé el tiempo que me lleva cerciorarme de que no vendrá, pero al cabo
de un rato me dejo caer en el suelo, aliviada, con la espalda apoyada contra la
pared y los ojos fijos aún en la puerta.
Dimitri vendrá. No sé cuándo, pero estoy tan segura de que vendrá como
de que el sol sale y se pone. Me abrazo las rodillas susurrando las palabras de
la página perdida para confiárselas a mi memoria.
Susurro en la penumbra de la catedral. Y aguardo.
Resulta imposible dar las gracias a todos los que me han apoyado para que
esta novela pasara de ser un simple borrador a convertirse en un auténtico
libro. Sin embargo, lo intentaré.
En primer lugar, debo mencionar a mi agente, Steven Malk, mi más
fervoroso defensor en todo tipo de cuestiones; estaría perdida sin tu apoyo y
tus conocimientos. A mi incomparable editora, Nancy Conescu, que se
asegura de que cada frase, cada palabra quede perfectamente pulida; tú
haces que sea mejor escritora, por eso y por tantas cosas más te estaré
eternamente agradecida. A Andrew Smith, Melanie Chang y a todo el equipo
de márketing de Little, Brown and Company Books for Young Readers;
vuestra pasión, creatividad y determinación no tienen rival, me siento muy
afortunada de teneros de mi parte. A Rachel Wasdyke, la mejor publicista
que conozco, además de una fantástica compañera de viaje. A Amy Verardo
y al Departamento de Derechos de LBYR, que continúan conquistando el
mundo con la profecía por estandarte. Y a Alison Impey, que siempre acierta
con la cubierta que todo el mundo desea ver.
Aparte del grupo de expertos del mundo editorial, hay muchas otras
personas cuyo amor y apoyo me han permitido dedicarme a la escritura con
decidida entrega. Encabeza la lista mi madre, Claudia Baker; darte las
gracias por todo lo que haces y por todo lo que significas no es suficiente,
pero es todo cuanto puedo hacer. Gracias de nuevo a mi padre, Michael St.
James, por transmitirme su amor por las palabras bien escritas. A David
Bauer y Matt Ervey, mis leales amigos de toda la vida. A Lisa Mantchev,
cuya compañía me ha ayudado a superar revisiones, críticas y montañas de
dudas, compartiendo ambas nuestra pasión por los helados. A los 2009
Debutantes, por compartir mi alegría y mi neurosis. A tantos y tantos
blogueros de la red que han hablado de mí con incomparable entusiasmo y
energía, especialmente a Vania, Adele, Laura, Steph, Alea, Mitali, Devyn,
Nancy, Khy, Leonore y Annie; vosotros sí que valéis, chicos, me gustaría
poder nombraros a todos.
Por último, a Morgan Doyle, Jacob Barkman y a todos los jóvenes que
me han permitido formar parte de su existencia; me honráis compartiendo
conmigo vuestra pasión por la vida, es un privilegio conoceros tal y como
sois. A Anthony Galazzo; te quiero como a un hijo, lo demás no puede
describirse con palabras. Y de nuevo a Kenneth, Rebekah, Andrew y
Caroline; sois la razón de lo que hago y de lo que soy, siempre os llevo en el
corazón.
MICHELLE ZINK (Nueva York, 1969). Es una escritora estadounidense
dedicada a la literatura juvenil, siempre con grandes dosis de fantasía,
generada a través del uso de mitos y leyendas.
Es conocida por su trilogía de fantasía gótica La profecía de las hermanas.
La profecía de las hermanas (2009) dio inicio a la serie, y fue elegido como
uno de los Booklist’s Top 10 de entre las novelas debut de 2009 y como uno
de los mejores libros de la Biblioteca Pública de Chicago para jóvenes
lectores.
Completan la trilogía: El ángel del caos (2010), y El ritual de Avebury
(2011). En 2012 publicó Tentación de ángeles, también traducida al español.
Notas
[1] ¿Dónde está la chica? <<
[2] Venga. Se lo enseñaré. <<
[3] Hace un rato que se marchó. Por ahí. Campo a través. <<
[4] Se ha ido, señorita. Ya puede bajar. <<
[5] Gracias, pequeño. ¿En qué dirección lo has enviado? <<
[6] Por el campo. Lejos de la ciudad. <<
[7] ¿Cómo se llama la ciudad, la que tiene esa iglesia grande? <<
[8] Buenas tardes. ¿Puedo ayudarla en algo? <<
[9]No, padre. Estaba paseando por la catedral y me he perdido. Puedo
encontrar sola la salida, gracias. <<