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Tras descubrir que puede reunir el poder necesario para enfrentarse a

las fuerzas del mal y con la esperanza de hallar las restantes llaves,
Lia decide emprender un largo viaje al encuentro de su destino,
«hacia esa oscura y amorfa sombra» que la aguarda.
Londres es la ciudad elegida. La acompañará su buena amiga Sonia,
quien desempeña también un papel fundamental en la profecía
durante tanto tiempo escondida en el Librum Maleficii et Disordinae, el
Libro del caos. Ahora, Lia sabe que las páginas perdidas están en
algún lugar y que debe descifrar sus palabras para evitar que la
profecía se cumpla.
Michelle Zink
El ángel del caos
Saga: La profecía de las hermanas - 2

ePub r1.0
macjaj 13.07.14
Título original: Prophecy of the Sisters. Guardian of the Gate
Michelle Zink, 2010
Traducción: María Teresa Marcos Bermejo
Ilustraciones: Leah Palmer Preiss
Fotografía de cubierta: Shannon Fagan (Estatua)
Diseño de cubierta: Alison Impey

Editor digital: macjaj


ePub base r1.1
Para Kenneth, Rebekah, Andew y Caroline.
Os llevo en el corazón.
Sentada ante el escritorio de mi habitación, no necesito leer las palabras de la
profecía para recordarlas. Están tan claramente grabadas en mi mente como la
marca en mi muñeca.
Aun así, resulta tranquilizador tener en las manos las tapas agrietadas del
libro que mi padre ocultó en la biblioteca antes de su muerte. Abro la cubierta
envejecida y mis ojos se posan sobre el papelito colocado en la portada del
libro.
En los ocho meses que Sonia y yo llevamos en Londres, leer las palabras
de la profecía se ha convertido para mí en un ritual antes de acostarme. Es en
estas horas silenciosas cuando más tranquilo está Milthorpe Manor, la casa y
los criados enmudecen y Sonia está casi dormida en su habitación al fondo
del pasillo. Es entonces cuando yo prosigo en mi empeño por descifrar las
palabras de la profecía, meticulosamente traducidas por James, buscando una
nueva pista que pueda conducirme a sus páginas desaparecidas. Y al sendero
de mi libertad.
En esta tarde veraniega, el fuego sisea suavemente en la estufa mientras
inclino la cabeza sobre la página, leyendo una vez más las palabras que me
unen irrevocablemente a mi hermana gemela y a la profecía que nos separa.
Perduró la humanidad a través del fuego y la concordia
hasta el envío de los guardianes,
que tomaron como esposas y amantes a las mujeres del hombre,
provocando Su cólera.
Dos hermanas concebidas en el mismo océano fluctuante:
una, la guardiana; otra, la puerta.
Una, vigilante de la paz;
otra, trocando magia en devoción.
Expulsadas del cielo, las almas se perdieron
mientras las hermanas continúan la batalla
hasta que las puertas reclamen su regreso
o el ángel retorne las llaves del abismo.
Avanzará entonces el ejército a través de las puertas.
Samael, la bestia, a través del ángel.
El ángel, guardado solo por un tenue velo protector.
Cuatro marcas, cuatro llaves, círculo de fuego,
emergidos del primer aliento de Samhain
bajo la sombra de la mística serpiente de piedra de Aubur.
Dejad que la puerta del ángel se abra sin las llaves,
que pasen las siete plagas y no retornen.
Muerte.
Hambre.
Sangre.
Fuego.
Oscuridad.
Sequía.
Ruina.
Abre tus brazos, señora del caos,
que la confusión de la bestia fluya como un río,
pues todo estará perdido cuando las siete plagas se inicien.

Hubo un tiempo en que estas palabras significaban muy poco para mí, no
eran más que una leyenda hallada en un polvoriento volumen escondido en la
biblioteca de mi padre antes de su muerte. Pero eso fue hace menos de un
año, antes de descubrir la serpiente que estaba formándose en mi muñeca,
antes de conocer a Sonia y a Luisa, dos de las cuatro llaves, también
portadoras de la marca, aunque no exactamente igual a la mía.
Únicamente yo tengo la C en el centro de mi marca. Únicamente yo soy
el ángel del caos, la puerta que resiste a mi hermana, la guardiana, algo que
debo achacar no a la naturaleza, sino a las circunstancias de nuestro
nacimiento. No obstante, solo yo puedo decidir desterrar para siempre a
Samael. O convocarle más adelante y provocar el fin del mundo tal y como lo
conocemos.
Cierro el libro y aparto de mi mente sus palabras. Es demasiado tarde
para pensar en el fin del mundo. Demasiado tarde para pensar que yo puedo
impedirlo. La magnitud de tal carga me hace desear la singular paz del sueño,
de modo que me levanto del escritorio y me deslizo bajo la colcha de mi
enorme cama con dosel de Milthorpe Manor.
Apago la lámpara de la mesilla de noche. La luz de la habitación se limita
al resplandor del fuego, pero ya no me asusta como antes la oscuridad de una
estancia solo iluminada por el fuego. Ahora lo que atenaza mi corazón es el
mal que se esconde en sus hermosos y conocidos rincones.

Hace mucho tiempo que ya no confundo mis viajes por el plano astral con
simples sueños. Sin embargo, en esta ocasión no sabría decir de cuál de las
dos cosas se trata.
Me encuentro en un bosque. Sé por instinto que es el que rodea
Birchwood Manor, el único hogar que había conocido antes de venir a
Londres hace ocho meses. Puede que haya quien diga que todos los árboles
son iguales, que es imposible distinguir un bosque de otro, pero este es el
paisaje de mi infancia y como tal lo reconozco.
El sol se filtra entre las hojas de las ramas que se alzan sobre mi cabeza y
crea una imprecisa sensación de luz diurna. Podría ser por la mañana, por la
tarde o cualquier hora intermedia. Estoy empezando a preguntarme qué hago
aquí, pues hasta el momento mis sueños siempre parecen tener un propósito,
cuando escucho a alguien llamándome a mis espaldas.
—Li-a… Ven, Lia…
Después de darme la vuelta, me cuesta un tiempo ver la figura que está de
pie detrás de mí, entre los árboles. Es una niña pequeña y está inmóvil como
una estatua. Sus rubios tirabuzones resplandecen bajo la luz moteada del
bosque. La reconocería en cualquier parte, pese a que hace casi un año que la
vi por última vez en Nueva York.
—Tengo que enseñarte una cosa, Lia. Ven, date prisa.
La voz de la niña sigue siendo igual de cantarina que la primera vez que
me entregó el medallón, el que lleva la misma marca que llevo conmigo en la
muñeca.
Espero un momento. La niña extiende una mano y me indica por señas
que me acerque a ella, con una sonrisa demasiado cómplice como para
resultar agradable.
—Date prisa, Lia. No querrás que se vaya.
La chiquilla se da la vuelta y sale corriendo. Sus tirabuzones revolotean
mientras desaparece entre los árboles.
Yo la sigo sorteando los árboles y las piedras musgosas. Voy descalza,
pero no me duelen los pies cuando me abro paso por el bosque y me adentro
en él. La niña es tan grácil y veloz como una mariposa. Revolotea entre los
árboles de aquí para allá, su blanco mandil flota como un fantasma. Con las
prisas por mantenerme a su ritmo, el camisón se me enreda entre las ramas.
Las aparto tratando de no perder a la niña en el bosque. Pero es demasiado
tarde. Un instante después ha desaparecido.
Me paro y giro en redondo para recorrer el bosque con la mirada. Me
desoriento, el lugar me resulta mareante y lucho contra un pánico creciente al
darme cuenta de que estoy totalmente perdida entre esos árboles de troncos y
follaje similares que me impiden ver el sol.
Un instante más tarde vuelve a oírse la voz de la niña. Yo permanezco
completamente inmóvil, escuchando. Es inconfundible, la misma melodía
que canturreaba en Nueva York mientras se alejaba de mí dando saltitos.
Sigo el tarareo y se me pone la carne de gallina bajo las mangas del
camisón. Se me erizan los pelillos de la nuca, pero soy incapaz de
marcharme. Sigo la voz, rodeando troncos de árboles grandes y pequeños,
hasta que oigo el río.
Ahí es donde está la niña. Estoy segura. Cuando dejo atrás el último
grupo de árboles, el agua se extiende ante mí y una vez más aparece la
pequeña. Está agachada en la otra orilla del río, no sé cómo ha cruzado la
corriente. Su tarareo es melódico, pero tiene un tonillo sobrecogedor que me
repele. Continúo caminando hacia la orilla de la parte del río en la que me
encuentro.
Ella no parece haberme visto. Continúa con su extraña cancioncilla
mientras pasa por la superficie del agua la palma de las manos. No sé lo que
estará viendo en su inmaculada superficie, pero lo contempla con especial
concentración. Luego levanta la vista y sus ojos se topan con los míos, como
si no le sorprendiese verme de pie ante ella, al otro lado del río.
Desde el mismo instante en que me la ofrece, sé que su sonrisa va a
obsesionarme.
—Qué bien. Me alegro de que hayas venido.
Muevo la cabeza.
—¿Por qué has vuelto a buscarme? —mi voz reverbera en medio del
silencio del bosque—. ¿Qué más podrías ofrecerme?
Baja la vista y pasa las palmas de las manos sobre el agua, como si no me
hubiese escuchado.
—Perdona —trato de sonar más convincente—, me gustaría saber por qué
me has hecho venir al bosque.
—No tardará mucho —su voz es inexpresiva—. Ya verás.
Alza la mirada y sus ojos azules se cruzan con los míos por encima del
río. Su rostro tiembla cuando comienza a hablar de nuevo.
—¿Crees estar a salvo en los confines de tus sueños, Lia? —la piel se
tensa sobre los delicados huesos de su rostro titilante, el tono de su voz baja
de intensidad—. ¿Ahora te crees tan poderosa que ya nada te afecta?
Su voz ya no es la misma y cuando su rostro titila de nuevo, comprendo
por qué. Sonríe, pero esta vez no como la niña de los bosques. Ya no. Ahora
es mi hermana Alice. No puedo evitar sentir miedo. Sé muy bien lo que
esconde esa sonrisa.
—¿Por qué pareces tan sorprendida, Lia? Sabes que siempre te
encontraré.
Me tomo mi tiempo para serenar la voz, no quiero que se percate de mi
miedo.
—¿Qué es lo que quieres, Alice? ¿No nos hemos dicho ya todo cuanto
había que decir?
Se da unos golpecitos en la sien con el dedo y, como siempre, la creo
capaz de despojarme de mi alma.
—Sigo pensando que acabarás comprendiéndolo, Lia. Que te darás cuenta
del peligro al que te expones a ti misma y también a tus amigos. Y a lo que
queda de tu familia.
Quisiera enfurecerme ante la mención de mi familia, nuestra familia, pues
¿no fue Alice quien empujó a Henry al río? ¿No fue ella quien lo envió a
morir en sus aguas? Pero el tono de su voz parece suavizarse y me pregunto
si llorará alguna vez por la muerte de nuestro hermano.
Al responder, endurezco mi voz.
—El peligro al que nos enfrentamos ahora es el precio que pagamos por
la libertad que tendremos después.
—¿Después? —pregunta—. ¿Cuándo será eso, Lia? Ni siquiera has
encontrado todavía a las otras dos llaves y puede que no las encuentres nunca
con ese viejo rastreador de papá.
Su crítica a Philip me hace enrojecer de ira. Nuestro padre confió en él
para que buscara las llaves y sigue trabajando incansablemente para mí,
aunque, por supuesto, de poco me servirán las otras dos llaves sin las páginas
perdidas de El libro del caos. Sin embargo, hace tiempo que aprendí que no
merece la pena pensar en un futuro demasiado lejano. Solo existe el presente.
Alice vuelve a hablar, como si hubiera oído mis pensamientos.
—¿Y qué hay de las otras páginas? Las dos sabemos que aún tienes que
encontrarlas —posa con calma la mirada en el agua y pasa la mano sobre ella,
igual que la niña—. Vista la situación en la que te encuentras, a mí me
parecería más prudente confiar en Samael. Al menos, él puede garantizar tu
seguridad y la de aquellos a los que quieres. Es más, puede garantizarte un
lugar en el nuevo orden mundial regido por él y ocupado por las almas, algo
que sucederá tanto si nos ayudas voluntariamente como si no.
Me parece imposible endurecer aún más mi corazón en contra de mi
hermana, pero lo hago.
—Lo que es seguro es que a ti sí te garantizará un lugar en ese nuevo
orden, Alice. En realidad, se trata de eso, ¿no es así? ¿Por qué trabajabas para
las almas ya desde niña?
Se encoge de hombros, buscando mi mirada.
—Nunca he fingido ser altruista, Lia. Simplemente, prefiero cumplir con
el papel que debería corresponderme que con el que me han endosado por un
erróneo funcionamiento de la profecía.
—Si es eso lo que sigues deseando, no tenemos nada más que discutir.
Ella vuelve a mirar el agua.
—Puede que yo no sea la persona más indicada para convencerte.
Creo que ya nada me puede escandalizar, que ya nada puede asustarme, al
menos de momento. Pero, entonces, Alice levanta la vista, su rostro titila una
vez más. Por un instante entreveo la sombra de la niña antes de que la imagen
de Alice se estabilice de nuevo. Pero no por mucho tiempo. Su rostro se
arruga, se convierte en una cabeza de forma extraña, en una cara que parece
cambiar a cada segundo. Yo parezco haber echado raíces en mi sitio junto al
río, incapaz de moverme a pesar de que el terror se apodera de mí.
—¿Aún sigues rechazándome, señora? —la voz, canalizada en otra
ocasión a través de Sonia mientras trataba de contactar con mi padre muerto,
es inconfundible. Terrorífica. Antinatural. No pertenece a ningún mundo—.
No hay lugar donde esconderse. Ni refugio. Ni paz —dice Samael.
Se incorpora de su postura sedente junto al río y se estira hasta una altura
dos veces superior a la de cualquier mortal. Es enormemente voluminoso.
Estoy segura de que, si quisiera, podría cruzar el río de un brinco y cogerme
por el cuello en cuestión de segundos. Capta mi atención un movimiento
detrás de él y veo sus impresionantes alas, negras como el ébano, plegadas a
su espalda.
A mi terror se une ahora un inconfundible deseo. Una atracción que hace
que quiera cruzar el río y dejar que me envuelvan esas suaves y mullidas alas.
El latido comienza suavemente y va en aumento. Bum-bum. Bum-bum. Bum-
bum. Lo recuerdo de mi último encuentro con Samael y otra vez me horroriza
escuchar el sonido amplificado de mi propio corazón latiendo al mismo
tiempo que el suyo.
Retrocedo un paso. Todo mi ser me está diciendo que huya, pero no me
atrevo a darme la vuelta. Camino hacia atrás unos cuantos pasos, atenta a la
máscara cambiante que es su rostro. A veces es tan hermoso como el más
bello de los mortales. Pero luego cambia de nuevo y se convierte en lo que yo
sé que es.
Samael. La bestia.
—Abre la puerta, señora, según te ordena tu deber. Tu negativa solo dará
lugar a sufrimiento.
La voz gutural no solo suena desde el otro lado del río, sino dentro de mi
cabeza, como si sus palabras fuesen mías.
Sacudo la cabeza. Tengo que darme la vuelta con las pocas fuerzas que
me quedan. Y lo hago. Me vuelvo y echo a correr, abriéndome paso entre la
hilera de árboles de la orilla del río, pese a que no tengo ni idea de adónde ir.
Su risa retumba a través de los árboles como si tuviera vida. Como si me
estuviera dando caza.
Trato de apartarla y me golpeo con las ramas, que me arañan la cara
mientras corro, obligándome a despertar de este sueño, a escapar de este
viaje. Pero no tengo tiempo para hacer planes porque me tropiezo con la raíz
de un árbol, me caigo y me golpeo tan fuerte y súbitamente contra el suelo
que la oscuridad me nubla la visión. Trato de incorporarme ayudándome con
las manos. Pienso que lo conseguiré, que me levantaré y echaré a correr. Pero
entonces noto una mano que me agarra por el hombro y oigo una voz que
sisea:
—Abre la puerta.

Me siento en la cama con el pelo de la nuca empapado en sudor y reprimo un


grito.
Mi respiración se convierte en un acelerado jadeo, el corazón late contra
mi pecho como si aún continuase haciéndolo al ritmo del de Samael. Ni
siquiera la luz que se filtra por la rendija de las cortinas consigue calmar mi
terrorífico despertar, así que aguardo unos minutos, diciéndome a mí misma
que solo ha sido un sueño. Me lo digo una y otra vez hasta que me lo creo.
Hasta que veo la sangre en mi almohada.
Me llevo la mano a la cara y me toco la mejilla con los dedos. Cuando los
aparto, sé muy bien lo que significa aquello. La mancha roja no dice más que
la verdad.
Cruzo la habitación en dirección al tocador que guarda multitud de tarros
de crema, perfume y polvos faciales. Me cuesta reconocer a la chica del
espejo. Tiene el pelo revuelto y sus ojos hablan de algo oscuro y aterrador.
El arañazo que me cruza la mejilla no es grande, pero sí bien visible. Al
contemplar la sangre, recuerdo cómo me arañé la cara con las ramas mientras
corría huyendo de Samael.
Quisiera negar que he viajado por el plano astral muy a mi pesar y sola,
pues Sonia y yo estamos de acuerdo en que no es conveniente que lo haga a
pesar del fortalecimiento de mis poderes. No importa que ahora esos poderes
sobrepasen a los de Sonia porque una cosa es cierta: mi creciente habilidad
no es nada comparada con la voluntad y el poder de las almas o de mi
hermana.
Tenso la cuerda del arco y lo mantengo así un instante antes de dejar volar la
flecha, que surca el aire y aterriza con un ruido seco en el centro de la diana,
a cien pies de distancia.
—¡Le has dado justo en el centro! —exclama Sonia—. ¡Y desde esta
distancia!
Me vuelvo a mirarla y sonrío abiertamente, recordando los tiempos en
que no era capaz de darle a la diana a veinticinco pies de distancia ni siquiera
con la ayuda del señor Flannigan, el irlandés que contratamos para que nos
enseñase los rudimentos del tiro con arco. Ahora, vestida con unos pantalones
bombachos y disparando con tal facilidad, como si lo hubiese hecho siempre,
noto cómo aumentan en mi cuerpo la adrenalina y la confianza a partes
iguales.
No obstante, descubro que no soy capaz de disfrutar realmente de mi
destreza. Después de todo, es de mi hermana de quien busco defenderme, y
bien podría estar ella al otro extremo de mis flechas cuando llegue el
momento de dispararlas. Supongo que después de todo lo ocurrido debería
estar contenta de verla caer, pero soy incapaz de controlar mis emociones
cuando se trata de Alice. Tengo el corazón contaminado por una complicada
mezcla de tristeza, amargura y arrepentimiento.
—Inténtalo tú —sonrío y trato de imprimir a mi voz un tono de alegría
mientras animo a Sonia a disparar a la desgastada diana, pese a que ambas
sabemos que es poco probable que acierte. En el uso del arco ya está
demostrado que Sonia no tiene el don que posee para comunicarse con los
muertos y viajar por el plano astral.
Levanta el arco hasta su esbelto hombro entornando los ojos, y ese
pequeño gesto me hace sonreír, pues hasta hace bien poco Sonia era
demasiado seria como para reaccionar con ese desenfadado sarcasmo.
Cuando coloca la flecha y tira hacia atrás de la cuerda, le tiemblan los
brazos por el esfuerzo que realiza para mantenerla tirante. Al disparar, la
flecha sale tambaleante por los aires y aterriza silenciosamente en el césped, a
pocos metros de la diana.
—¡Uf! Creo que ya basta de humillaciones por hoy, ¿no te parece? —no
espera mi respuesta—. ¿Te apetece que vayamos a caballo hasta la laguna
antes de cenar?
—Sí, vamos —respondo, sin pensármelo. No tengo muchas ganas de
renunciar a la libertad de Whitney Grove para cambiarla por el estrecho corsé
y la cena formal que me aguardan a última hora de la tarde.
Me coloco el arco a la espalda, meto las flechas en la aljaba y
atravesamos el campo de tiro en busca de nuestros caballos. Una vez
montadas en ellos, comenzamos a cruzar el campo en dirección a un brillante
destello azul que se ve a lo lejos. He pasado tantas horas a lomos de mi
caballo Sargento que ir en él me parece de lo más natural. Mientras cabalgo,
inspecciono la exuberante claridad que se extiende en todas las direcciones.
No hay ni un alma a la vista, y el total aislamiento del paisaje me hace
agradecer de nuevo el silencioso refugio que nos ofrece Whitney Grove.
Los campos se extienden por todas partes y nos conceden a Sonia y a mí
la intimidad necesaria para practicar con el arco y para montar a caballo con
pantalones masculinos, pasatiempos ambos que difícilmente se considerarían
apropiados para unas jovencitas de la sociedad londinense. Y aunque la casita
de Whitney Grove es pintoresca, hasta ahora no la hemos usado más que para
ponernos los pantalones de montar y para tomar de vez en cuando alguna taza
de té después de hacer ejercicio.
—¡Te echo una carrera! —grita Sonia, volviendo la cabeza.
Ya casi me ha dejado atrás, pero no me importa. Darle a Sonia un poco de
ventaja a caballo me hace sentir en igualdad de condiciones con ella, aunque
se trate solo de una amistosa carrera.
Espoleo a Sargento para que acelere y me inclino sobre su cuello mientras
sus musculosas patas se lanzan a la carrera. Su crin lame mi rostro como
llamas de ébano y no puedo sino admirar su reluciente pelaje y su gran
velocidad. Alcanzo a Sonia con bastante rapidez, pero tiro un poco de las
riendas para mantenerme justo detrás de su caballo gris.
Mientras cruzamos el punto invisible que ha sido la meta de muchas de
nuestras carreras, Sonia sujeta las riendas. Cuando los caballos aflojan el
paso, vuelve la vista por encima de su hombro.
—¡Por fin! ¡He ganado!
Sonrío y llego a su altura al trote; ella se detiene a la orilla del lago.
—Sí, bueno, era cuestión de tiempo. Te has convertido en una excelente
amazona.
Sonríe complacida mientras desmontamos y conducimos a los caballos
hasta el agua. Guardamos silencio mientras beben y me maravillo de que
Sonia no se haya quedado sin aliento. Me cuesta trabajo recordar aquellos
tiempos en que le aterraba sentarse a lomos de un caballo, por no hablar de
galopar por las colinas al menos tres veces por semana, como hacemos ahora.
Cuando los caballos han saciado su sed, los llevamos caminando hasta el
gran castaño que se encuentra cerca del agua. Tras amarrarlos al tronco, nos
sentamos sobre las hierbas silvestres y nos reclinamos sobre los codos. Los
pantalones de lana me tiran de los muslos, pero no me quejo. Llevarlos es un
lujo. Dentro de pocas horas iré encorsetada en un vestido de seda para cenar
con la alta sociedad.
—¿Lia? —la voz de Sonia se pierde en la brisa.
—¿Mmmmm?
—¿Cuándo vamos a ir a Altus?
Me doy la vuelta para mirarla.
—No lo sé. Supongo que cuando tía Abigail crea que estoy lista para
hacer el viaje y mande a buscarme. ¿Por qué?
Durante un instante su rostro, habitualmente sereno, parece confuso y
sombrío. Sé que está pensando en el peligro al que nos enfrentamos para
buscar las páginas perdidas.
—Supongo que, simplemente, me gustaría que ya hubiésemos acabado
con ello, eso es todo. A veces… —aparta la mirada, inspeccionando los
terrenos de Whitney Grove—. Bueno, a veces todos nuestros preparativos
parecen no tener sentido. No estamos más cerca ahora de las páginas que
cuando llegamos a Londres.
Hay un extraño tono afilado en su voz y de pronto me arrepiento de haber
estado tan inmersa en mis propios problemas; ni se me ha ocurrido
preguntarle a ella qué le preocupa.
Poso mi mirada en el terciopelo negro que envuelve la muñeca de Sonia.
El medallón. Me pertenece. Incluso estando en su muñeca para protegerme de
él, no puedo evitar desear sentir sobre mi piel el suave y seco terciopelo de la
cinta y el tacto frío del disco de oro. Mi extraña atracción por él es a la vez mi
cruz y mi causa. Así ha sido desde el instante en que me encontró.
Cuando extiendo la mano para coger la de Sonia, sonrío al sentir que la
tristeza se refleja en mi cara.
—Siento no haberte agradecido lo suficiente que compartas mis
preocupaciones. De verdad, no sé lo que haría sin tu amistad.
Ella sonríe con timidez y aparta la mano agitándola despectivamente.
—¡No digas ridiculeces, Lia! Sabes que haría cualquier cosa por ti.
Cualquier cosa.
Sus palabras alivian la preocupación que siento en el fondo de mi mente.
Con tantas cosas a las que temo y tantas personas de las que desconfío, me
resulta tranquilizadora una amistad que sé que conservaremos siempre,
suceda lo que suceda.

La multitud que abarrota el club parece igual a la que se da cita en otros


lugares similares. Las diferencias se esconden bajo la superficie y solo son
visibles para los presentes.
Mientras nos movemos entre la multitud, me desprendo del peso de mi
angustia anterior. Aunque la profecía sigue siendo nuestro secreto, mío y de
Sonia, aquí es donde más cerca estoy de ser yo misma. Aparte de Sonia, el
club es mi único modo de relacionarme con gente; por eso, siempre le
agradeceré a tía Virginia que nos escribiese una carta de presentación.
Toco a Sonia en el brazo cuando descubro entre la multitud una cabeza
plateada y bien peinada.
—Ven. Ahí está Elspeth.
Nada más vernos, la mujer se abre camino serpenteando con elegancia
entre el gentío hasta quedar frente a nosotras con una sonrisa.
—¡Lia! ¡Querida! ¡Cuánto me alegra que hayas venido! ¡Y tú también,
querida Sonia! —Elspeth Shelton se inclina hacia delante y besa el aire junto
a nuestras mejillas.
—¡No nos lo hubiésemos perdido por nada del mundo! —por encima del
intenso rosa de su vestido, un pálido rubor rosado cubre las mejillas de Sonia.
Tras años de confinamiento en casa de la señora Millburn, en Nueva York,
mi amiga ha florecido bajo la cálida atención de otras personas que
comparten con ella sus dones y que poseen otros propios.
—¡No esperaba menos! —dice Elspeth—. Apenas puedo creer que
aparecierais en nuestra puerta con la carta de Virginia hace tan solo ocho
meses. Nuestras reuniones ya no serían lo mismo sin vuestra presencia,
aunque me atrevería a decir que tu tía esperaba que tuvierais trato con alguien
más aparte de conmigo —nos guiña un ojo con malicia y Sonia y yo soltamos
una carcajada. Probablemente, la vocación de Elspeth sea organizar reuniones
sociales y los eventos del club, pero a Sonia y a mí nos deja plena libertad
para ir a nuestro aire—. Tengo que saludar a los demás, os veré en la cena.
Se encamina hacia un caballero que identifico como Arthur Frobisher,
pese a que con frecuencia trata de demostrar su destreza para hacerse
invisible. En los corrillos del club se dice que el tal Arthur desciende de una
antigua rama de sacerdotes druidas. Pero su edad debilita sus hechizos y se
puede distinguir el débil contorno de su barba grisácea y su chaleco arrugado
a través de una neblina mientras habla con bastante claridad con un joven.
—¿Te das cuenta de que a Virginia le daría un patatús si se enterase de la
poca compañía que nos hace Elspeth? —comenta Sonia con picardía a mi
lado.
—Claro que sí. Pero, después de todo, estamos en 1891. Además, ¿cómo
iba a enterarse tía Virginia? —le contesto, sonriendo abiertamente.
—¡Yo no se lo diré si tú no lo haces! —se echa a reír a carcajadas y
señala con la cabeza a los que pululan por la sala—. ¿Los saludamos a todos?
Inspecciono la sala, buscando a algún conocido. Mis ojos se iluminan al
dar con un caballero joven que está al lado de las escaleras de intrincada talla.
—Vamos, ahí está Byron.
Nos abrimos paso por la sala. Me llegan retazos de conversaciones junto
con el humo del incienso y de las pipas, que enrarecen el aire. Cuando por fin
llegamos hasta Byron, cinco manzanas dan vueltas en el aire delante del
joven, perfectamente sincronizadas mientras él permanece quieto, con los
ojos cerrados y los brazos caídos.
—Buenas tardes, Lia y Sonia.
Byron no abre los ojos para saludarnos y las manzanas prosiguen su
danza circular. Hace mucho que he dejado de preguntarme cómo sabe que
nos tiene delante pese a que suele mantener los ojos bien cerrados cuando
pone en práctica alguno de sus trucos.
—Buenas tardes, Byron. Veo que te sale bastante bien —gesticulo con la
cabeza al mirar las manzanas, aunque seguro que no puede verlo.
—Sí, bueno, entretiene a los niños y a las damas, por supuesto.
Abre los ojos y mira directamente a Sonia mientras las frutas caen una a
una en sus manos. Le ofrece una de las relucientes y coloradas manzanas con
un gesto teatral.
Me vuelvo hacia Sonia.
—¿Por qué no te quedas e interrogas a Byron para que divulgue los
secretos de su… entretenido talento mientras yo voy a por un poco de
ponche?
Por el brillo de sus ojos está claro que Sonia disfruta con la compañía de
Byron. Y por la mirada de él está claro que el sentimiento es mutuo.
Sonia sonríe tímidamente.
—¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?
—Completamente. Vuelvo enseguida —le digo dirigiéndome ya hacia la
ponchera de cristal que resplandece al otro extremo del salón.
Paso junto a un reluciente piano del que emana una melodía, aunque no
hay nadie sentado frente a él, y trato de localizar al pianista entre la multitud
que se encuentra en la sala. Una ola de energía irisada conecta a una mujer
joven que está sentada en un sofá con las teclas de marfil del otro lado de la
sala, lo que la convierte en una talentosa pianista. Sonrío, aunque a nadie en
particular, encantada con mi observación. El club me ofrece interminables
oportunidades de perfeccionar mis dones.
Al llegar a la ponchera, me doy la vuelta para mirar a Sonia y a Byron.
Tal como esperaba, están enfrascados en una conversación. Mala amiga sería
si regresara demasiado pronto con el ponche.
Salgo del salón y oigo el sonido de unas voces provenientes de una oscura
habitación al fondo del pasillo. La puerta está a medio cerrar. Cuando me
asomo por la rendija, veo a un grupo congregado en torno a una mesa
circular. Jennie Munn se dispone a dirigir una sesión para los asistentes. No
puedo sino alegrarme por Jennie, Sonia le ha estado enseñando a fortalecer
los poderes con los que nació.
Jennie pide a los que están sentados a la mesa que cierren los ojos. Yo
tiro de la puerta para cerrarla y después prosigo por el pasillo en dirección al
pequeño patio que se encuentra en la parte trasera del edificio. Llego a la
puerta preguntándome si necesitaré mi abrigo y entonces veo mi reflejo en el
espejo de la pared. No soy muy dada a la coquetería, eso siempre ha sido cosa
de Alice. Además, siempre he pensado que ella es más guapa que yo, a pesar
de que somos gemelas idénticas. Pero ahora, al ver mi rostro reflejado en el
espejo, casi no me reconozco a mí misma.
En aquel rostro del que me quejaba por ser demasiado redondo,
demasiado blando se han formado elegantes pómulos. Mis ojos verdes,
heredados de mi madre, que siempre han sido mi mayor atractivo, han
desarrollado una fuerza y una intensidad que no tenían antes, como si todos
los sufrimientos, triunfos y confianza ganados estos meses atrás se hubiesen
proyectado en ellos para hacerlos brillar como piedras preciosas. También mi
cabello castaño luce saludable y resplandeciente. Complacida, me ruborizo en
secreto mientras salgo al fresco aire nocturno de la fachada trasera de
arenisca del club.
El patio está vacío, tal como suponía. Es mi escape favorito cuando
venimos a cenar aquí. Aún no estoy acostumbrada al pesado incienso que les
gusta a la mayoría de los espiritistas y de las entusiastas hechiceras. Aspiro
una profunda bocanada de aire frío y se me despeja la cabeza cuando el
oxígeno se abre camino por mi cuerpo. Me encamino por el sendero de piedra
que rodea el jardín que la propia Elspeth cuida. A mí nunca se me ha dado
bien la jardinería, aunque reconozco algunas de las hierbas y arbustos sobre
los que ha tratado de instruirme Elspeth.
—¿Le asusta estar aquí afuera a oscuras? —una voz grave se dirige a mí
desde las sombras.
Incapaz de distinguir el rostro o la silueta del hombre al que pertenece la
voz, me enderezo.
—No. ¿Y a usted?
Se ríe entre dientes, y eso me produce una sensación cálida, igual que
cuando empieza a hacer efecto el vino en el cuerpo.
—En absoluto. De hecho, a veces creo que debería asustarme más de la
luz.
Regreso al presente y abro las palmas de las manos a la oscuridad que nos
rodea.
—Si eso es cierto, ¿por qué no se deja ver? Aquí no hay luz.
—Eso parece.
Da un paso hacia la escasa luz de la media luna, sus oscuros cabellos
resplandecen.
—¿Por qué ha salido a un jardín frío y vacío, pudiendo estar adentro
pasándoselo bien en compañía de sus amigos?
Resulta extraño encontrarse a un desconocido en las reuniones del club,
de modo que entorno los ojos desconfiada.
—¿Por qué le preocupa eso? ¿Y qué le trae a usted al club?
Todos los miembros del club guardan celosamente sus secretos. Para los
que están fuera de sus paredes no somos más que un club privado, pero la
antigua caza de brujas no sería nada comparada con las protestas que
surgirían si se hiciese pública nuestra existencia. Pese a que en nuestra
sociedad los llamados progresistas buscan el consejo de simples espiritistas,
el poder real de los nuestros espantaría hasta al individuo más abierto de
mente.
El hombre se acerca más. No consigo distinguir el color de sus ojos,
aunque es innegable la intensidad con la que me escrutan. Se pasean por mi
rostro, bajan por mi cuello y apenas se posan en el pálido nacimiento de mis
pechos, que asoman por el corpiño de mi vestido color verde musgo. Sus ojos
se apartan apresuradamente y, justo antes de que retroceda un paso, siento el
calor que surge entre nuestros cuerpos y escucho una respiración acelerada en
el aire que nos rodea. No sabría decir si es la suya o la mía.
—Fue Arthur quien me invitó —ha desaparecido la calidez de su voz, de
pronto suena más bien como un correcto caballero—. Arthur Frobisher.
Nuestras familias se conocen desde hace bastantes años.
—Ah, ya veo.
Mi suspiro es claramente audible en la noche. No sé lo que me esperaba
ni por qué estaba conteniendo el aliento, temerosa. Supongo que es difícil
fiarse de nadie conociendo la habilidad de las almas para tomar la forma de
prácticamente cualquier cosa y, sobre todo, de un cuerpo humano.
—¿Lia? —es la voz de Sonia, que me llama desde la terraza.
Tengo que apartar los ojos de la fija mirada del hombre.
—Estoy en el jardín.
Sus zapatos taconean en la terraza y hacen más ruido cuando se
aproximan por el sendero de piedra.
—¿Qué haces aquí fuera? ¡Creí que ibas a buscar ponche!
Señalo, distraída, la casa con la mano.
—Dentro hace calor y está lleno de humo. Necesitaba un poco de aire.
—Elspeth ha pedido que sirvan la cena —su mirada se fija en mi
acompañante.
Le miro, preguntándome si no pensará que no digo más que tonterías.
—Esta es mi amiga Sonia Sorrensen. Sonia, este es… Lo siento, aún no
sé su nombre.
Él se lo piensa un poco antes de dedicarnos una pequeña y ceremoniosa
reverencia.
—Dimitri. Dimitri Markov. Es un placer.
Sonia no puede ocultar su curiosidad, incluso a la escasa luz del jardín.
—¡Me alegro de conocerle, señor Markov, pero tenemos que ir a cenar
antes de que Elspeth mande a un pelotón de búsqueda a por nosotras! —es
evidente que preferiría quedarse y averiguar qué estoy haciendo en el jardín
con un moreno y apuesto extraño en vez de entrar a cenar.
Oigo una sonrisa en la respuesta de Dimitri.
—Bueno, no podemos permitir tal cosa, ¿no? —hace un gesto con la
cabeza señalando hacia la casa—. Señoras, ustedes primero.
Sigo a Sonia hacia la casa, Dimitri echa a andar detrás de mí. Consciente
de que tiene los ojos clavados en mí durante todo el camino, noto un
estremecimiento mientras trato de olvidar un asomo de deslealtad hacia
James y, si soy honesta, algo más que una ligera sospecha.
Más tarde esa misma noche me siento ante el escritorio de mi aposento y
acaricio el sobre que contiene otra carta de James.
No sirve de nada retrasar su lectura. Ya sé que no lo va a hacer más fácil.
Sé que no tendré fuerzas para defenderme del dolor que voy a sentir de
repente, como me pasa siempre que leo una de sus cartas. Y no es posible
dejarla sin abrir. James merece que lo escuche. Por lo menos le debo eso.
Tras coger el abrecartas plateado, lo deslizo bajo la solapa del sobre de
una sola pasada y extraigo la hoja sin darme tiempo a cambiar de parecer.

3 de junio de 1891

Queridísima Lia:
Hoy he paseado por el río, nuestro río, y he pensado en ti. Me he
acordado del brillo de tus cabellos bajo la luz, de la suave curva de
tus mejillas cuando inclinas la cabeza y de tu sonrisa burlona. No
tiene nada de particular que recuerde esas cosas. Pienso en ti todos
los días. Al principio, cuando te fuiste, intenté imaginar que había
sucedido algo lo bastante grave como para obligarte a marchar. Pero
no conseguí convencerme de ello porque no hay secreto ni miedo ni
tarea alguna que me hubiera podido apartar a mí de ti
voluntariamente. Supongo que siempre creí que tú sentías lo mismo
por mí.
Creo que por fin he llegado a aceptar que te has ido. No, no solo
te has ido, sino que lo has hecho con tal sigilo que ni siquiera mis
cartas me traen como respuesta alguna palabra, alguna esperanza.
Me gustaría decir que sigo creyendo en ti y en nuestro futuro
juntos. Quizás sea así. Pero ya solo me queda por hacer una única
cosa: volver a mi vida y al vacío que has dejado en ella. Por lo tanto,
digamos tan solo que los dos continuaremos por el camino que
debemos recorrer.
Si nuestros senderos se cruzasen de nuevo, me gustaría que
volvieses conmigo. Tal vez esté esperándote en nuestra roca junto al
río. Tal vez un día levante la vista y te vea parada bajo la sombra del
gran roble que nos dio cobijo durante tantas horas.
Suceda lo que suceda, siempre serás dueña de mi corazón, Lia.
Espero que tú tampoco me olvides.
JAMES

No me sorprenden sus palabras. La verdad es que no. Yo abandoné a James.


La primera y única carta que le escribí, la noche antes de que Sonia y yo
partiéramos para Londres, no daba respuestas ni explicaciones. Tan solo le
prometía vagamente que regresaría. Y eso debe parecerle bastante poco a él,
pues tampoco ha obtenido respuesta a sus cartas. No puedo culparle por
sentirse de ese modo.
Mis pensamientos me llevan por un conocido y querido sendero. Imagino
que le cuento todo a James y que confío en él, no como entonces, antes de
salir de Nueva York, cuando fui incapaz de hacerlo. Imagino que está a mi
lado mientras yo trabajo para lograr que la profecía concluya y nos permita,
por fin, compartir un futuro.
Pero no tardo mucho tiempo en darme cuenta de lo inútil de mis fantasías.
La profecía ya se ha llevado por delante las vidas de personas a las que amo
y, en cierto modo, también la mía. No podría soportar que se llevase por
delante alguna más, sobre todo, la de James. Fue injusto confiar en que me
esperaría, pues ni siquiera pude compartir con él el motivo por el cual me
marchaba.
La triste verdad es que James se está comportando de forma razonable,
mientras que yo no he sido más que una ingenua. Se me encoge el corazón
ante la evidencia que me he estado ocultando a mí misma, esquivándola cada
vez que me acercaba demasiado a ella.
Pero sigue ahí.
Me levanto y llevo la carta hasta la estufa, que ya se está apagando. Creo
que la echaré dentro sin dudarlo, no voy a reflexionar sobre un futuro que
puede que no consiga ver hasta que la profecía esté definitivamente enterrada.
Pero no es tan sencillo. Mis manos dejan de moverse por voluntad propia,
se quedan suspendidas en el aire frente a la estufa, calentándose. Me digo a
mí misma que la carta no es más que papel y tinta, que es probable que James
siga esperando, aunque todo esté ya dicho y hecho. Pero la carta es el lastre
de un recuerdo que no me puedo permitir. Seguirá intacto al leerla y releerla,
y únicamente me distraerá del asunto que tengo entre manos.
Ese pensamiento es el que me permite soltarla y arrojarla al fuego como
si ya estuviese ardiendo, como si su sola existencia me quemase la mano.
Observo como las esquinas del papel se enroscan por el calor. Dentro de unos
momentos será como si nunca hubiese leído las palabras escritas por la
cuidadosa mano de James. Como si nunca hubiesen existido.
La destrucción de la carta me provoca un estremecimiento y cruzo los
brazos sobre el pecho, tratando de tranquilizarme. Me digo a mí misma que
me he liberado de mi pasado, tanto si lo deseo como si no. Henry está
muerto. James ya no me pertenece. Alice y yo estamos destinadas a
enfrentarnos como enemigas.
Ahora solo quedamos las llaves, la profecía y yo.

No sé cuánto tiempo llevo durmiendo, pero el fuego de la estufa está muy


bajo. Al inspeccionar la oscura habitación buscando el origen del sonido que
me ha despertado, veo desaparecer por la puerta una figura etérea, como un
espíritu, envuelta en un retazo de tela blanca.
Echo las piernas a un lado de la cama y me deslizo por el borde para
luego poner los pies en el suelo. Noto las alfombras lujosas y mullidas,
aunque frías, mientras recorro la habitación en dirección a la puerta.
El pasillo está desierto y en silencio; las puertas del resto de las
habitaciones están cerradas. Dejo que mis ojos se acostumbren a la débil luz
de los apliques de las paredes. Cuando ya puedo distinguir las formas y las
sombras de los muebles alineados en el largo pasillo, continúo hacia las
escaleras.
La figura, vestida con un camisón blanco, está bajando por ellas. Será una
de las criadas, que estará despierta a estas horas de la noche. La llamo en voz
baja, tratando de no despertar a nadie.
—Perdona, ¿pasa algo?
La figura se detiene al pie de las escaleras y se da lentamente la vuelta
para buscar mi voz. Entonces, al contemplar el rostro de mi hermana, suelto
un grito ahogado en el silencio de la casa.
Lo mismo que en mi viaje por el plano astral, una pequeña sonrisa roza
las comisuras de su boca. Es una sonrisa al mismo tiempo ligera y taimada.
Una sonrisa que solo Alice es capaz de esbozar.
—¿Alice?
Pronunciar su nombre resulta a la vez familiar y aterrador. Familiar,
porque es mi hermana. Aterrador, porque sé que no puede ser ella realmente,
no en carne y hueso. Su silueta está escasamente iluminada, pero me doy
cuenta de que no es su cuerpo físico el que está aquí.
No puede ser, pienso. No puede ser. Ningún mortal que viaje por el plano
astral puede cruzar la barrera del mundo físico. No de modo visible. Esa es
una de las más antiguas reglas de la orden de los Grigori, que siguen
encargándose aún de hacer valer las normas de la profecía, del plano astral y
de los otros mundos.
Aún sigo perpleja por la apariencia prohibida de Alice cuando comienza a
desvanecerse, volviéndose su figura más y más transparente. Justo en el
instante que precede a su desaparición, su mirada se endurece. Después, ya
no está.
Me agarro al pasamanos para sostenerme y la sala de abajo tiembla
cuando me doy cuenta de la gravedad de lo que acabo de ver. En efecto,
Alice es una maga estupenda, terriblemente eficiente. Ya lo era antes de mi
huida a Londres, pero su presencia a tantas millas de distancia solo puede
significar que se ha hecho más poderosa aún en mi ausencia.
Por supuesto, nunca debí haberme engañado a mí misma diciéndome que
podría ser de otro modo. Yo sigo descubriendo en mí nuevos dones y soy más
fuerte cada día. Lo lógico es que a Alice le ocurra lo mismo.
Aun así, sobrepasar la barrera impuesta por los Grigori solo puede
significar una cosa: quizás las almas hayan estado en silencio todos estos
meses, pero si ha sido así es porque han tenido a mi hermana trabajando de su
parte.
Su largo silencio se verá más que compensado por todo cuanto hayan
planeado y todo cuanto esté por venir.
—Buenos días, Lia.
Philip entra en la sala dando largas zancadas, rebosa confianza y
autoridad. Las finas arrugas alrededor de sus ojos son más perceptibles que
antes y me pregunto si será porque está cansado de sus viajes o simplemente
porque casi es lo bastante mayor como para ser mi padre.
—Buenos días. Por favor, siéntate —yo me acomodo en el sofá, mientras
Philip se sienta en la silla que está cerca de la estufa—. ¿Qué tal tu viaje?
Evitamos por mutua conveniencia ciertas palabras y ciertas frases que
facilitarían a cualquiera comprender nuestra conversación.
Sacude la cabeza.
—No era ella. Esta vez tenía muchas esperanzas, pero… —mueve la
cabeza frustrado, reclinándose en la silla con el agotamiento visiblemente
instalado en sus facciones—. A veces me desespero pensando si llegaremos a
encontrar a esa chica algún día, y eso sin hablar de la última, que está todavía
sin identificar.
Oculto mi decepción. Philip Randall ha estado trabajando
incansablemente para encontrar a las dos llaves que faltan. No es culpa suya
que aún no lo hayamos conseguido. Solo tenemos un nombre, que constaba
en la lista que Henry guardó tan celosamente, Elena Castilla, pero hemos sido
incapaces de localizar a nadie que se llame así y que, además, tenga la marca.
Según la profecía, las llaves restantes, como Sonia y Luisa, están marcadas
con el Jorgumand y nacieron cerca de Avebury en la medianoche del día 1 de
noviembre de 1874. Han pasado casi diecisiete años desde que nacieron las
llaves, y la dispersión de los registros de nacimiento en los pueblos ingleses
no ha contribuido a simplificar nuestra tarea.
Ahora mismo, Elena podría estar viviendo en cualquier lugar del mundo.
Incluso podría haber muerto.
Trato de aliviar la frustración de Philip.
—A lo mejor deberíamos estar agradecidos. Si fuera sencillo, cualquiera
podría haberlas encontrado antes que nosotros —sonríe, mostrando algo
parecido a la gratitud, mientras prosigo—: Si tú no puedes encontrarlas,
Philip, nadie será capaz de hacerlo. No me cabe duda de que pronto
volveremos a encontrar pistas.
Él asiente con un suspiro.
—No es por falta de pistas. Lo que ocurre es que, una vez que se siguen, a
menudo no se trata más que de una marca de nacimiento o de una cicatriz
producto de una lesión o de una quemadura en la muñeca. Supongo que me
tomaré unos días para repasar los informes más recientes y ordenarlos por
prioridades antes de planear mi próxima salida —sus ojos se dirigen hacia la
puerta de la biblioteca antes de retornar a los míos—. ¿Y tú? ¿Has averiguado
algo nuevo?
La pregunta hace que se ensombrezca mi ánimo. Resulta imposible creer
que tía Abigail y los Grigori ignoren los movimientos de Alice por el plano
astral y el uso indebido de su poder. Si lo saben, solo es cuestión de tiempo
que me pidan ir a Altus para que recupere las páginas antes de que Alice se
haga más fuerte aún.
Muevo la cabeza a modo de contestación.
—Puede que pronto salga yo misma de viaje.
Philip se endereza.
—¿De viaje? ¿No querrás decir sola?
—Me temo que sí. Bueno, probablemente Sonia querrá acompañarme e
imagino que necesitaremos un guía, pero, aparte de eso, supongo que estaré
sola.
—¿Adónde vas a ir? ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
No tengo que ocultarle a Philip muy a menudo algo de importancia.
Contratado por mi padre antes de su muerte para encontrar a las llaves, sabe
más acerca de la profecía que cualquier otra persona, salvo nuestro viejo
cochero Edmund. Sin embargo, le he ocultado celosamente muchos detalles
por su bien y por el mío. Las almas son hostiles y su poder inconmensurable.
No es descabellado creer que podrían encontrar el modo de usar a Philip en
su propio beneficio.
Sonrío.
—Digamos simplemente que es un viaje necesario para la profecía y que
regresaré en cuanto me sea posible.
De pronto se pone en pie pasándose los dedos por el pelo en un gesto de
decepción infantil. Hace que parezca joven y me doy cuenta, sobresaltada, de
que puede que no sea tan mayor como yo creía, a pesar de su seguridad y su
sabiduría, que tanto me recuerdan a mi padre.
—Ya es bastante peligroso para ti estar aquí, en Londres; no es posible
que estés pensando en hacer semejante viaje —de repente se pone muy rígido
—. Yo te acompañaré.
Cruzo la habitación y le cojo las manos con las mías. Pese a que no he
tocado a ningún otro hombre desde que dejé a James en Nueva York, no me
parece del todo inapropiado.
—Querido Philip, eso es imposible. No sé cuánto tiempo estaré fuera y es
mucho más razonable que tú continúes buscando a las llaves mientras yo me
ocupo de ese otro asunto. Además, solo yo debo cargar con esa parte de la
profecía, aunque desearía de todo corazón que no fuese así —me inclino un
poco hacia delante y acaricio su fría mejilla con el dorso de mi mano. Es un
impulso inesperado, pero cuando sus ojos se ensombrecen veo que mi
sorpresa no es comparable a la suya—. Es muy amable de tu parte ofrecerte a
acompañarme. Sé muy bien que vendrías conmigo si te lo permitiera.
Philip se lleva la mano a la mejilla y a mí me asalta el extraño
pensamiento de que todo cuanto he dicho tras mi breve caricia ha quedado
olvidado, pues no vuelve a mencionar mi viaje.
Esa noche viajo a Birchwood. No quiero volver yo sola a los otros mundos,
pero tampoco quiero regresar de ellos sola. Sé que Sonia se preocuparía si
averiguase que estoy viajando sin compañía, pero siento demasiada
curiosidad en lo referente a mi hermana como para renunciar a echar un
vistazo a lo que hace.
Y quizás pueda ver también a James. Me lo pide el corazón.
El cielo está oscuro y es interminable, tan solo un gajo de luna ilumina las
altas hierbas que se mecen en los campos. El viento corretea entre las hojas
de los árboles y reconozco la calma vacía que precede a la tormenta, el
crepitar casi visible de los inminentes relámpagos y truenos. Pero, al menos
de momento, reina un silencio inquietante.
Birchwood Manor aparece ante mí oscuro e imponente, sus empinados
muros se yerguen al cielo nocturno como una fortaleza. Parece desierto,
incluso desde la distancia. Los faroles que antaño estaban encendidos cerca
de la puerta principal están ahora apagados y las ventanas emplomadas de la
biblioteca están oscuras, aunque siempre acostumbrábamos a dejar encendida
toda la noche la lámpara del escritorio de papá.
Después, me encuentro en la entrada, el helado mármol bajo mis pies
descalzos. A pesar de sentir cómo se filtra el frío en mi piel, esa sensación se
pasa, como ya me ha ocurrido antes en mis viajes astrales. Mientras subo las
escaleras, en el vestíbulo suena discretamente el reloj del abuelo. Incluso en
mi viaje astral evito instintivamente el cuarto escalón, pues sé que cruje.
Como tantas cosas en mi vida, la casa se me ha hecho extraña. Reconozco
su apariencia externa —las antiguas y desgastadas alfombras, el pasamanos
de caoba tallada—, pero algo ha cambiado, como si ya no estuviese hecha
con la piedra, la madera y el mortero que me albergaron tantos años desde mi
nacimiento.
La habitación oscura, por supuesto, sigue estando al fondo del pasillo. No
me sorprende ver la puerta abierta y luz filtrándose desde su interior.
Me encamino hacia ella. No tengo miedo, solo curiosidad, pues rara vez
me hallo en el plano astral sin un propósito. La puerta que da a mi habitación
está cerrada, lo mismo que la de Henry y la de papá. Supongo que ahora
Alice solo se preocupa de sí misma. Supongo que si todas las puertas
permanecen bien cerradas, le será más fácil olvidar que una vez fuimos una
familia.
Yo, por mi parte, guardo los recuerdos de mi pasado, de mi familia, no en
los rincones más oscuros de mi corazón, como cabría esperar, sino en los más
luminosos, donde puedo contemplarlos tal como eran.
No dudo en franquear la puerta de la habitación oscura. Las leyes de los
Grigori me impiden hacerme visible, aunque desearía que no fuese así. Deseo
conseguir el control de los poderes prohibidos. Al parecer, Alice ya los ha
utilizado. Yo no.
Lo primero que veo al entrar en la habitación es a mi hermana. Está
sentada en el suelo, en medio de su círculo, el mismo en que la encontré
tantos meses atrás, el que está grabado en el suelo de madera y en su día
estuvo oculto bajo la vieja alfombra. A pesar de que mi experiencia como
maga no está ni de lejos a la altura de la de mi hermana, sé lo bastante como
para darme cuenta de que se trata del círculo que refuerza los hechizos y
protege al hechicero que se sienta dentro de él. Su visión hace que me
estremezca incluso en mi cuerpo astral.
Alice lleva su camisón blanco, ribeteado con una cinta color lavanda, que
en su día también cubría las mangas. Lo recuerdo bien. Hace mucho que yo
no me pongo el mío, pues desde hace tiempo forma parte de otra vida. Pero
ahora Alice lleva puesto el suyo y tiene un aspecto extrañamente inocente y
encantador sentada sobre sus talones, con los ojos cerrados y los labios
articulando un susurro casi imperceptible.
Me quedo en el mismo sitio durante un rato, observando las delicadas
facciones de su rostro, que aparecen y desaparecen con el parpadeo de las
velas encendidas a su alrededor. Sus suaves e incomprensibles palabras me
adormecen conduciéndome a un extraño estado de apatía. Tengo sueño, a
pesar de que estoy físicamente dormida allá, en Londres. Solo cuando Alice
abre los ojos me obligo a estar alerta.
Al principio pienso que está mirando fijamente al vacío, pero sus ojos
encuentran los míos entre las sombras, con calma, como si supiese que ya
llevo un rato allí. No tiene que pronunciar las palabras que me dirige para que
yo sepa que es cierto, pero de todas formas lo hace, mirando directamente a
mi alma como solo ella ha sido capaz de hacerlo siempre.
—Te veo. Te veo, Lia. Sé que estás ahí.

Me tomo mi tiempo para vestirme mientras reflexiono sobre mi extraño viaje


a Birchwood. La luz del día no ha servido de gran cosa para clarificar la
experiencia. La razón me dice que no estuve viajando, que probablemente fue
un simple sueño, pues entre ambas dimensiones, el plano astral y el mundo
físico, hay un velo que no puede traspasarse. Solo se puede ver lo que está
sucediendo en un mundo cuando uno se encuentra en él, y Alice estaba en el
mundo físico mientras que yo me encontraba en el plano astral.
Pero estoy segura de que viajé. Alice sabía que estaba allí. Ella misma lo
dijo. Me estoy preguntando qué puedo hacer con lo que acabo de descubrir
cuando oigo que llaman a la puerta.
No me sorprendo, a pesar de que estoy a medio vestir, cuando Sonia entra
en la habitación sin esperar mi respuesta. Hace mucho que nos hemos dejado
de formalidades.
—Buenos días —dice—. ¿Has dormido bien?
Descarto un complicado vestido de terciopelo que está colgado en el
armario ropero y opto en su lugar por otro más sencillo en seda color
albaricoque.
—No exactamente.
Sonia arruga el ceño.
—¿Qué quieres decir? ¿Pasa algo?
Con un suspiro agarro el vestido, lo sujeto sobre el pecho y me dejo caer
en la cama al lado de Sonia. De pronto me siento culpable. Últimamente no
he sido sincera con ella. No le he hablado de mi terrorífico viaje hasta el río
la noche en que vi a Samael y me desperté con un corte en la mejilla. No le
he hablado de mi visión de Alice aquella noche en las escaleras de Milthorpe
Manor.
Y nuestra alianza es de las que no toleran secretos.
—Anoche viajé a Birchwood —me apresuro a decir antes de cambiar de
parecer.
No me esperaba el repentino enfado que ruboriza sus mejillas.
—Se supone que no debías hacer viajes astrales sin mí, Lia. ¡Tú lo sabes!
Es peligroso —sus palabras son un bufido.
Tiene razón, por supuesto. Hacemos viajes astrales juntas y solo cuando
Sonia lo cree necesario para enseñarme a usar mis dones. Es por mi propia
seguridad, pues siempre existe el peligro de que las almas me retengan el
tiempo suficiente como para cortar el cordón astral que inexorablemente
mantiene unida mi alma a mi cuerpo. Si eso ocurriese, uno de mis mayores
temores se vería realizado y quedaría anclada en el helado Vacío para toda la
eternidad. Pero, a pesar de todo, la agitación de Sonia me sorprende y siento
por ella un renovado afecto al comprobar su preocupación por mí.
Le pongo una mano en el brazo.
—No lo hice intencionadamente. Sentí que… me llamaban.
Enarca las cejas y frunce luego el ceño preocupada.
—¿Alice?
—Sí… Quizás… ¡No lo sé! Pero la vi en Birchwood y creo que ella me
vio a mí.
Por el gesto de Sonia no cabe duda de la impresión que mis palabras le
han causado.
—¿Qué quieres decir con que te vio? ¡No pudo verte si estaba en este
mundo y tú te encontrabas en el plano astral! ¡Estaría quebrantando las
normas! —titubea, mirándome con una expresión que no alcanzo a
comprender—. A menos que fueses tú quien estuviese usando un poder
prohibido.
—¡No digas ridiculeces! ¡Por supuesto que no! Puede que sea una
hechicera, pero no tengo ni idea de cómo conjurar un poder como ese, ni
quiero saberlo —me levanto, me meto el vestido por la cabeza y noto cómo
cae sobre mi enagua y se desliza sobre mis medias. Cuando emerjo entre los
metros de pálida seda, me topo con la mirada de Sonia—. Y no creo que por
el momento a Alice le preocupen mucho los Grigori, aunque supongo que eso
tampoco debería sorprenderme.
—¿Qué quieres decir?
Suspiro.
—Me pareció verla la otra noche. Aquí, en Milthorpe Manor. Me
desperté a medianoche y vi a alguien en las escaleras. Pensé que era Ruth o
alguna otra criada, pero cuando la llamé, la figura se dio la vuelta y… parecía
Alice.
—¿A qué te refieres con que parecía Alice?
—Era una figura desvaída. Por eso sé que no se trataba de un ser físico.
Pero era ella —asiento con la cabeza, cada vez con más certeza—. Estoy
segura.
Sonia se pone en pie y camina hacia la ventana que da a la calle. Se queda
callada largo rato. Cuando por fin se decide a hablar, en su voz hay una
inconfundible mezcla de sobrecogimiento y miedo.
—De modo que puede vernos. Y, seguramente, también oírnos.
Asiento con la cabeza, pese a que Sonia continúa de espaldas a mí.
—Eso creo.
Se da la vuelta para encararse conmigo.
—¿Y qué significa eso para nosotras? ¿Con respecto a las páginas
perdidas?
—Ninguna hermana de la profecía le entregaría voluntariamente a Alice
esas páginas. Pero si es capaz de observar nuestros progresos, puede intentar
arrebatárnoslas para usarlas en su propio provecho o para evitar que lleguen a
nuestro poder.
—Pero no puede pasar a este mundo, físicamente no. No del todo ni el
tiempo necesario para dar con nosotras. Tendría que tomar un barco hasta
Londres y seguirnos en persona, y eso llevaría su tiempo.
—A menos que tenga a alguien que lo haga en su lugar.
Sonia busca mi mirada.
—¿Qué podemos hacer, Lia? ¿Cómo vamos a impedir que consiga las
páginas si es capaz de seguir nuestros pasos desde lejos?
Me encojo de hombros. La respuesta es simple.
—Tendremos que conseguirlas antes que ella.
Espero que Sonia no pueda decirme que mis palabras son más fuertes que
mi convicción, pues saber que quizás pronto tenga que enfrentarme a mi
hermana me causa una profunda inquietud.
Me causa aprensión que Alice esté lista para venir a mi encuentro, que
esté buscando poner en marcha el engranaje de la profecía una vez más.
Frente al poder de mi hermana, mis preparativos parecen verdaderamente
insignificantes.
Pero es todo lo que tengo.
Sonia y yo estamos fuera, sentadas en el pequeño patio trasero de Milthorpe
Manor. No es tan amplio como los jardines de Birchwood ni igual de
silencioso, pero los verdes y exuberantes arbustos y las preciosas flores que
rodean el patio de piedra lo convierten en cierto modo en un refugio frente al
caos y la polución de Londres. Estamos sentadas codo con codo en sillas
idénticas, tomando el sol con los ojos cerrados.
—¿Voy a por una sombrilla? —pregunta Sonia, como si se sintiera
lejanamente obligada a proponerlo. Pero lo hace con voz desganada y sé que,
en realidad, le trae sin cuidado que estemos o no protegidas del sol.
No abro los ojos.
—Creo que no. Ya luce bastante poco el sol en Inglaterra. No pienso
hacer nada para protegerme de él.
La silla que tengo al lado cruje e intuyo que Sonia se ha girado para
mirarme. En cuanto comienza a hablar, percibo una risa burlona en sus
palabras.
—Seguro que las londinenses de piel de porcelana corren a ponerse a
cubierto en un día como este.
Yo levanto la cabeza, protegiéndome los ojos con la mano.
—Bueno, sí, lo siento por ellas. Agradezco enormemente no ser una de
esas londinenses.
La brisa que flota en el jardín se lleva la carcajada de Sonia.
—¡Y yo también!
Ambas nos giramos en dirección a la casa al oír desde el patio el vocerío.
Parece una discusión, aunque jamás he oído discutir al servicio.
—¿Qué pasará…?
A Sonia no le da tiempo a terminar su reflexión, pues de pronto se oye
cada vez más claro el sonido de unas botas, mientras las voces se acercan y
suben de volumen. Nos miramos alarmadas y nos ponemos en pie al tiempo
que captamos retazos de la discusión.
—¡… bastante ridículo! No tienes por qué…
—Por el amor de Dios, no…
Primero aparece una mujer joven por la esquina, Ruth la sigue pegada a
sus talones.
—Lo siento, señorita. Traté de explicarle…
—¡Y yo trataba de explicarle a ella que no hace falta que nos anuncie
como si fuésemos unos desconocidos!
—¿Luisa?
La nariz aguileña, la exuberante cabellera castaña y los gruesos labios
rojos son inconfundibles, pero aun así no puedo creer que tenga delante a mi
amiga.
No le da tiempo a contestar, pues dos figuras más aparecen de inmediato
tras ella. Estoy tan sorprendida que me quedo sin palabras. Menos mal que a
Sonia no le faltan.
—¡Virginia! Y… ¿Edmund? —dice.
Continúo parada un instante más, deseosa de asegurarme de que aquello
es real y no un sueño. Cuando Edmund sonríe, apenas es un rastro de la
sonrisa espontánea que mostraba cuando aún vivía Henry, pero me basta. Me
basta para sacudirme de encima la conmoción.
Luego, Sonia y yo nos ponemos a gritar y nos abalanzamos sobre todos
ellos.
Tras una ronda de emocionados saludos, tía Virginia y Luisa nos acompañan
a Sonia y a mí al salón para tomar té con galletas, mientras Edmund se ocupa
de las maletas. Las cookies son famosas por haber roto más de un diente, así
que hago una mueca de dolor cuando tía Virginia muerde una de las galletas
duras como el granito.
—Un poquito duras, ¿no? —le digo a tía Virginia.
Se toma su tiempo para masticar y me parece oírla tragar mientras trata de
hacer bajar por su garganta el trozo seco de galleta.
—Solo un poco.
Luisa alarga la mano para coger una. Sé que no hay manera de detenerla,
por mucho que quisiera advertirla. Luisa solo es capaz de templar sus
impulsos con sus propias experiencias.
Muerde la galleta con un fuerte crujido y apenas la mantiene un instante
en la boca antes de escupirla en su pañuelo.
—¿Un poco? ¡Pues casi me quedo sin un diente! ¿Quién es el autor de
esta atrocidad culinaria?
Sonia reprime una carcajada con la mano, pero la mía sale disparada sin
que pueda detenerla.
—¡Chssss! Las ha hecho la cocinera. Cállate, ¿quieres? ¡Vas a herir sus
sentimientos!
Luisa endereza la espalda.
—¿Valen más sus sentimientos que nuestros dientes?
Trato de mostrar un gesto de desaprobación, pero sé que no lo consigo.
—¡Os he echado tanto de menos a las dos! ¿Cuándo habéis llegado?
Luisa deposita su taza de té en el plato con un delicado tintineo.
—Nuestro barco atracó en el puerto esta misma mañana. ¡Pero qué largo
se me hizo el viaje! Me pasé casi todo el tiempo mareada.
Recuerdo la agitada travesía que hicimos Sonia y yo desde Nueva York a
Londres. Yo no soy tan propensa a marearme como Luisa, pero, aun así, el
viaje no me resultó agradable.
—De haber sabido que veníais, podríamos haber ido a buscaros al muelle
—dice Sonia.
Tía Virginia sopesa sus palabras.
—Lo decidimos con bastante… precipitación.
—¿Pero por qué? —pregunta Sonia—. No esperábamos a Luisa hasta
dentro de unos meses y bueno… —su voz se va apagando, como si quisiese
evitar resultar brusca.
—Sí, lo sé —tía Virginia posa su taza de té en el plato—. Y estoy casi
segura de que, desde luego, a mí no me esperabais. Al menos no tan pronto.
Algo en su mirada consigue que me ponga nerviosa.
—Entonces, ¿por qué has venido, tía Virginia? Claro que estoy encantada
de verte, pero es que…
Ella asiente con la cabeza.
—Lo sé. Te dije que era mi deber quedarme con Alice para ocuparme de
su seguridad, a pesar de su rechazo a actuar como guardiana —hace una
pausa, observando fijamente los rincones de la sala. Tengo la sensación de
que no se encuentra aquí en Londres, sino allá, en Birchwood, contemplando
algo extraño y espantoso. Cuando retoma la palabra, lo hace en un murmullo,
como si estuviese hablando consigo misma—. Tengo que confesar que me
siento un poco culpable por haberla abandonado, a pesar de todo lo que ha
sucedido.
Sonia me lanza una mirada desde el sillón de orejas que se encuentra
junto al fuego, pero yo aguardo en el vacío que deja el silencio de tía
Virginia. No tengo ninguna prisa por oír lo que tiene que decir.
Su mirada se cruza con la mía y, saliendo de su ensimismamiento,
comienza a hablar:
—Alice se ha vuelto… rara. Ya sé que hace mucho que no hay quien la
comprenda —apunta al observar mi gesto de incredulidad. Rara es una
palabra que no basta para describir a mi hermana desde hace un año—. Pero
desde que te marchaste… Bueno, se ha vuelto verdaderamente aterradora.
Hasta hace poco me había mantenido en buena parte al margen de las
actividades de Alice, a pesar de lo mucho que me cuesta relegar al olvido a
alguien de mi sangre, por desleal que sea. No obstante, la experiencia me ha
enseñado que la clave para ganar cualquier batalla está en conocer a tu
enemigo. Aunque ese enemigo sea tu propia hermana.
Sonia es quien interviene primero.
—¿A qué te refieres exactamente, Virginia?
Tía Virginia mira a Sonia y luego a mí. Baja la voz como si temiese que
la oyeran.
—Practica sus poderes mágicos durante toda la noche. En la antigua
habitación de tu madre.
La habitación oscura.
—Conjura cosas horribles. Practica hechizos prohibidos. Y lo peor de
todo es que se está volviendo mucho más poderosa de lo que imaginaba.
—¿Pero los Grigori no castigan a quien practica la magia prohibida,
cualquier tipo de magia aquí, en el mundo físico? ¡Tú lo dijiste! —mi voz
denota lo histérica que me estoy poniendo.
Tía Virginia asiente con calma.
—Pero el dominio de los Grigori solo alcanza a los otros mundos. Los
castigos que imponen solo pueden limitar allí los privilegios de alguien, y los
Grigori ya desterraron a Alice. Sé que es difícil de entender, Lia, pero es muy
cuidadosa y muy poderosa. Viaja por los otros mundos sin que los Grigori la
detecten, lo mismo que tú viajas evitando a las almas —se encoge de
hombros—. Su desobediencia es inaudita. Poco pueden hacer los Grigori a
alguien que habita este mundo. Además, ni siquiera ellos podrían cruzar
fronteras cuyo paso no está permitido.
Sacudo la cabeza, confusa.
—Si los Grigori han desterrado a Alice de los otros mundos, ¡deberían
tenerla bajo control! —prácticamente escupo las palabras a causa de la
frustración.
—Quizás… —comienza a decir Sonia.
—¿Quizás qué? —el pánico comienza a apoderarse de mi estómago y
amenaza con hacerme enfermar.
—Quizás a ella le traiga sin cuidado —completa la frase Luisa desde el
sofá donde está sentada con tía Virginia—. Y le trae sin cuidado, Lia. Le trae
sin cuidado lo que digan o hagan los Grigori. Le traen sin cuidado sus normas
y castigos, y no necesita su permiso. No necesita su aprobación para nada. Se
ha vuelto demasiado poderosa para eso.
Nos quedamos calladas durante unos instantes, sorbiendo nuestros tés
como si cada una de nosotras estuviera contemplando a una Alice poderosa y
desenfrenada. Es tía Virginia quien rompe el silencio, aunque no para hablar
de Alice.
—Hay otro motivo más por el que hemos venido, Lia, aunque,
ciertamente, basta con lo que ya he expuesto.
—¿A qué te refieres? ¿De qué se trata? —no logro imaginarme ninguna
cosa más que pueda haber obligado a tía Virginia a hacer una travesía
marítima sin previo aviso.
Tía Virginia suspira y vuelve a depositar su taza de té en el delicado
plato.
—Se trata de tía Abigail. Está muy enferma y me ha pedido que vayas de
inmediato a Altus.
—Tenía planeado ir muy pronto, de todos modos. Tuve un…
presentimiento. Sobre Alice —continúo sin más explicaciones—. Aunque no
sabía que tía Abigail estaba enferma. ¿Se pondrá bien?
La tristeza se refleja en los ojos de tía Virginia.
—No lo sé, Lia. Es muy anciana. Lleva muchos años dirigiendo Altus.
Puede que haya llegado su hora. En cualquier caso, es el momento de que
vayas, especialmente en vista de los progresos de Alice. Tía Abigail es quien
custodia las páginas. Solo ella sabe dónde están escondidas. Si muere sin
haberte dicho dónde encontrarlas…
No hay necesidad de que termine la frase.
—Entiendo. ¿Pero cómo voy a arreglármelas para ir allí?
—Edmund será tu guía. Os marcharéis dentro de unos días.
—¡Dentro de unos días! —exclama, incrédula, Sonia—. ¿Cómo vamos a
prepararnos para un viaje así con tan poco tiempo?
Tía Virginia se muestra sorprendida.
—¡Oh! Yo… Abigail solo ha solicitado la presencia de Lia.
Sonia le muestra su muñeca para que pueda ver el medallón.
—Yo me encargo del medallón. En estos últimos ocho meses he sido para
Lia la persona de mayor confianza. Con el debido respeto, no pienso
quedarme aquí sentada mientras ella se enfrenta sola al peligro. Necesita toda
clase de aliados y no existe nadie más leal que yo.
—¡Bueno, yo no exageraría tanto! —Luisa está indignada—. Puede que
yo haya estado en Nueva York mientras vosotras estabais aquí, pero, al igual
que tú, Sonia, yo también formo parte de la profecía.
Miro a tía Virginia encogiéndome de hombros.
—Luisa y Sonia son dos de las cuatro llaves. Si no podemos mostrarles a
ellas el lugar donde se encuentra Altus, ¿en quién vamos a confiar? Además,
me gustaría tener compañía. Seguro que tía Abigail no me la negaría.
Tía Virginia suspira. Me mira primero a mí, luego a Sonia, a Luisa y
vuelve de nuevo a mí.
—Muy bien. Tengo la sensación de que sería inútil discutir sobre esta
cuestión —se restriega la frente, el cansancio se refleja en sus ojos—.
Además, he de confesar que el largo viaje me ha afectado bastante.
Sentémonos cómodamente junto al fuego y hablemos durante un rato de algo
más mundano, ¿os parece?
Asiento con la cabeza y Luisa cambia hábilmente de tema,
preguntándonos a Sonia y a mí sobre lo que hemos estado haciendo en
Londres. Nos pasamos otra hora poniendo a Luisa al corriente mientras tía
Virginia solo nos escucha a medias. Me invaden los remordimientos al verla
contemplar fijamente el fuego. Después de discutir sobre Alice y la profecía,
hablar de moda y de escándalos mundanos parece algo insignificante y sin
sentido.
Pero no podemos vivir en el mundo de la profecía todos los minutos del
día. Hablar de otras cosas nos recuerda que aún existe otro mundo en el que
podríamos vivir algún día.
—Creo que ya va siendo hora de que me cuentes lo que sabes.
El eco de mi voz rebota por el suelo de la cochera mientras Edmund
limpia un carruaje a la escasa luz de un farol. Se detiene un momento antes de
poner sus ojos a la altura de los míos, asintiendo con conformidad.
Si Edmund sabe lo bastante como para guiarnos hasta Altus, es obvio que
ha ocupado en mi vida y en las de mis familiares un lugar mucho más
importante que solo el de amigo y empleado de la casa.
—¿No quiere sentarse? —me pregunta señalando una silla apoyada
contra la pared.
Asiento con la cabeza, cruzo la estancia y me siento en la silla.
Edmund no me imita. Se dirige hacia el banco de trabajo que se encuentra
unos pasos más allá, coge una gran herramienta metálica y la limpia con un
trapo. No sé si se trata de una tarea necesaria o simplemente quiere mantener
las manos ocupadas, pero me muerdo la lengua para no plantear las preguntas
que me rondan en la cabeza. Conozco bien a Edmund. Empezará cuando esté
listo.
Su tono de voz es bajo y pausado cuando comienza a hablar, como si
estuviese recitando un cuento de hadas.
—Desde el principio, yo sabía que había algo diferente en Thomas, su
padre. Era un hombre lleno de secretos y, a pesar de que no es infrecuente
entre hombres de su posición viajar mucho, él se guardaba bien de explicar
los motivos de sus frecuentes ausencias.
—Pero tú viajabas con él —papá se llevaba a menudo a Edmund consigo
y nos dejaba a nosotros al cuidado de tía Virginia, muchas veces durante
meses, mientras él viajaba a imprecisos y exóticos lugares.
Edmund asiente.
—Eso fue más tarde. Al principio yo era como cualquier otro miembro
del servicio doméstico. Hacía de chófer de Thomas, dirigía a los jardineros y
me ocupaba de que las tareas más laboriosas del mantenimiento de la casa les
fuesen asignadas a los trabajadores apropiados. Tan solo cuando su madre se
volvió… diferente, su padre se decidió a hablarme de la profecía.
Recuerdo la carta de mi madre y la descripción de cómo llegó a perder
casi la cordura en manos de las almas.
—¿Te lo contó todo?
Edmund asiente.
—Creo que tuvo que hacerlo. Era demasiada carga para él solo. Ni
siquiera Virginia, a quien confiaba a las personas que más quería, usted, su
hermana y su hermano, estaba al tanto de los secretos del libro y de los
destinos de sus viajes. Supongo que se habría vuelto loco si no le hubiese
contado a alguien lo demás.
—¿Qué era lo demás? —me imagino a mi padre completamente solo,
tratando de guardar sus secretos, y siento un ramalazo de frustración al ver
que Edmund duda—. Mi padre ha muerto, Edmund. Ahora me toca a mí
terminar con el asunto de la profecía. Creo que él querría que me lo contases
todo, ¿no te parece?
Suspira cansado.
—Después de contratar a Philip para buscar a las llaves, él mismo se
tomaba la molestia de viajar a los distintos lugares cada vez que Philip creía
haber encontrado a una. Thomas quería asegurarse de que no se pasaba nada
por alto y visitaba a cada posible llave para eliminarla o para confirmarla.
Cuando podía confirmar que la marca era auténtica, tal como hizo con la
señorita Sorrensen y la señorita Torelli, hacía lo posible para llevárselas a
Nueva York.
Pienso en Sonia y en su triste historia, cuando la mandaron con la señora
Millburn porque su familia no comprendía sus extraordinarios dones. Y en
Luisa, a quien sus padres enviaron a una escuela de Wycliffe en lugar de a
Inglaterra, como tenían planeado en principio.
Edmund continúa.
—Por entonces, las almas ya le atormentaban con visiones de su madre.
Quería asegurarse de que tuviera usted todos los recursos posibles, por si él
no estaba aquí para ayudarla.
—De modo que tú le acompañabas a localizar las llaves —no se trata de
una pregunta.
Asiente con la cabeza, contemplándose las manos.
—¿No sabías que Henry le ocultaba a Alice la lista de las llaves?
—No. Su padre nunca me contó dónde guardaba la lista. Yo siempre
pensé que estaba dentro del libro. Si lo hubiese sabido… —levanta la vista
con gesto angustiado—. Si hubiese sabido que Henry la tenía, me hubiera
esforzado más por protegerle.
Estamos sentados en el silencio de la cochera, atrapado cada uno en la
prisión de nuestros respectivos recuerdos. Finalmente me pongo en pie y
poso una mano sobre su hombro.
—No fue culpa tuya, Edmund.
Fue mía, pienso. No pude salvarle.
Me dirijo hacia la puerta de la cochera.
Cuando estoy a medio camino, se me ocurre una cosa, algo para lo que
aún no tengo respuesta.
Tras darme la vuelta, llamo a Edmund, que ahora está sentado en la silla
con la cabeza entre las manos.
—¿Edmund?
—¿Sí? —responde, levantando la vista.
—A pesar de todo lo que te contó mi padre, ¿cómo es posible que nos
puedas guiar hasta Altus? Su localización es un secreto muy bien guardado.
¿Cómo es que conoces el camino?
Se encoge de hombros.
—Fui allí muchas veces con su padre.
Me parece imposible sorprenderme aún más, pero lo hago.
—Pero… ¿para qué iba mi padre a Altus? —me río con sarcasmo—.
Como es lógico, él no era miembro de la comunidad de las hermanas.
Edmund mueve despacio la cabeza, mirándome a los ojos.
—No, era miembro de los Grigori.
—Todo está empaquetado y listo —Edmund está de pie junto a los caballos,
sombrero en mano y delante de la cochera.
Tan solo hace una semana que tía Virginia, Edmund y Luisa llegaron de
Nueva York, pero parece que fue hace un año. El viaje a Altus no es tarea
fácil. Requiere caballos, provisiones y asistencia. La primera vez que
discutimos sobre los detalles creí que sería imposible arreglarlo todo tan
rápidamente, pero, de algún modo, todo ha encajado en su sitio. Durante
nuestra ausencia, Philip continuará buscando a las llaves, a pesar de que no le
agrada demasiado que viaje tan solo con la protección de Edmund.
Aún sigo dándole vueltas a lo que me dijo Edmund, a eso de que mi padre
era miembro de los Grigori, pero no queda tiempo para hacer más preguntas.
Está claro que hay muchas cosas que no sé acerca de mis padres. Tal vez el
viaje a Altus me ayude a encontrar algo más que las páginas perdidas.
Mientras bajo los escalones de la fachada de Milthorpe Manor, me fijo en
el único carruaje que aguarda y me pregunto qué habrá sucedido con el resto
de los preparativos hechos durante la semana anterior.
—¿Edmund? ¿Dónde está el resto de nuestras cosas? ¿No teníamos
preparados caballos de repuesto y provisiones?
Edmund asiente despacio.
—Así es, efectivamente. Pero no hay motivo para montar un escándalo
mientras salimos de la ciudad. Está todo preparado y lo recogeremos a su
debido tiempo —se saca un reloj de bolsillo del pantalón—. A propósito, ya
deberíamos ponernos en marcha.
Me vuelvo a mirar a Luisa, que supervisa cómo meten las últimas bolsas
en el carruaje, y reprimo una carcajada. Sonia y yo no hemos tenido
problemas para preparar un equipaje ligero, tal como nos sugirió Edmund,
pero Luisa no tomó parte en los entrenamientos a los que nos sometimos
Sonia y yo durante el pasado año. Mientras observa a Edmund cargando una
de sus bolsas, casi puedo escucharla recitando mentalmente una lista de cajas
de sombreros y guantes, a pesar de que, seguramente, a partir de hoy ya no se
pondrá ninguna de esas cosas.
Entorno los ojos y descubro a Sonia hablando con tía Virginia en voz
muy baja al lado de las escaleras de acceso a la casa. Luisa se reúne conmigo
cuando me dispongo a ir hacia ellas y, acto seguido, formamos todas un
corrillo, preguntándonos cómo dar comienzo al difícil asunto de las
despedidas cuando apenas acabamos de reunirnos de nuevo.
Como siempre, tía Virginia hace cuanto puede para que el momento
resulte más fácil.
—Perfecto, chicas. Marchaos ya —se inclina para besar a Luisa en las
mejillas y después retrocede para mirarla a los ojos—. Me encantó viajar
contigo desde Nueva York, querida. Voy a echar de menos ese espíritu tuyo,
pero recuerda que debes domesticarlo cuando sea necesario, por seguridad o
por prudencia, ¿eh?
Luisa asiente con la cabeza y le da otro breve abrazo antes de dar media
vuelta y dirigirse al carruaje.
Sonia no espera a tía Virginia. Da un paso hacia ella y la coge de las
manos.
—Me da mucha pena marcharme. ¡Ni siquiera hemos podido conocernos
como es debido!
Tía Virginia suspira.
—Ya no podemos hacer nada. La profecía no se hace esperar —mira de
reojo a Edmund, que echa un vistazo a su reloj de bolsillo una vez más—. ¡Y
me parece que Edmund tampoco!
Sonia suelta una risilla.
—Supongo que es cierto. Adiós, Virginia.
Al no haberse educado en su propio hogar, sino con la señora Millburn,
su casera, a Sonia le cuesta mostrar su afecto por otras personas, excepto por
mí. No abraza a mi tía, pero la mira a los ojos sonriendo antes de darse la
vuelta para marcharse.
Ya no quedamos más que tía Virginia y yo. Me parece que han
desaparecido todas las personas de mi pasado y ante la perspectiva de
despedirme de mi tía se me forma un nudo en la garganta. Trago saliva antes
de hablar.
—Me gustaría que vinieses con nosotras, tía Virginia. Nunca estoy tan
segura de mí misma como cuando tú estás conmigo —no me doy cuenta de lo
cierto que es hasta que no lo digo.
Ella apenas esboza una triste sonrisa.
—Mi hora ya ha pasado, pero la tuya acaba de empezar. Desde que te
marchaste de Nueva York eres más fuerte, te has convertido en una hermana
por derecho propio. Va siendo hora de que ocupes tu lugar, querida. Me
quedaré aquí esperando a ver cómo concluye la historia.
Al rodearla con mis brazos me sorprendo de lo menuda y frágil que la
siento. Durante un instante soy incapaz de hablar, tan intensas y poderosas
son las emociones que me embargan.
Me echo hacia atrás, tratando de serenarme mientras la miro a los ojos.
—Gracias, tía Virginia.
Antes de darme la vuelta para marcharme, me da un último apretón en los
hombros.
—Sé fuerte, mi niña; sé que lo eres.
Cuando Edmund se encarama al asiento del conductor, me meto en el
carruaje. Una vez acomodada al lado de Sonia, con Luisa enfrente de
nosotras, me incorporo un poco y saco la cabeza por la ventanilla mirando a
la parte delantera del carruaje.
—¡Cuando quieras, Edmund!
Edmund es un hombre de acción y no me sorprendo cuando, en vez de
contestar, simplemente sacude las riendas. El carruaje se pone en marcha y
comienza nuestro viaje sin añadir una palabra más.

Durante un rato viajamos en paralelo al Támesis. Luisa, Sonia y yo apenas


hablamos entre las sombras del carruaje. Los barcos que navegan por el río,
los otros carruajes y la gente que pasea por todas partes captan nuestra
atención hasta que el bullicio se desvanece gradualmente. Pronto no queda
más que el agua a un lado y, al otro, llanuras que se extienden hasta unos
montes bajos. El traqueteo del carruaje y el silencio del exterior nos sumen en
una especie de sopor. De vez en cuando doy cabezadas sobre el respaldo de
terciopelo, hasta que por fin caigo en un profundo sueño.
Un rato más tarde me despierto de golpe con la cabeza en el hombro de
Sonia cuando el carruaje se detiene con un brusco frenazo. Las sombras, que
antes no eran más que simples manchas que acechaban por los rincones del
carruaje, se han alargado hasta congregarse en una oscuridad que semeja estar
viva, como si estuviese esperando para llevarnos a todas consigo. Me quito
esa idea de la cabeza cuando nos llegan del exterior voces airadas.
Al levantar la cabeza veo a Luisa tan alerta como cuando nos alejábamos
de Milthorpe Manor. Nos mira fijamente a Sonia y a mí con una expresión
como de enfado.
—¿Qué pasa? —le pregunto—. ¿Por qué hemos parado?
Se encoge de hombros, apartando la vista.
—No tengo ni idea.
No era mi intención preguntar por los ruidos de fuera del carruaje, sino
por su extraña actitud. Suspiro y pienso que está irritada porque la hemos
dejado sola en su asiento al salir de Londres.
—Voy a averiguarlo.
Aparto a un lado la cortinilla de la ventana y descubro a Edmund de pie
junto a unos árboles a pocos pies de distancia del carruaje. Está hablando con
tres hombres que inclinan la cabeza en señal de un respeto que parece fuera
de lugar dada su basta indumentaria y apariencia. Sus cabezas giran al
unísono hacia algo que queda oculto a mis ojos. Cuando se vuelven
nuevamente hacia él, Edmund extiende la mano para estrecharles las suyas
antes de que den media vuelta y desaparezcan de mi campo visual.
Vuelvo a reclinarme en el asiento, permitiendo que la cortinilla cubra de
nuevo la ventana. Hemos acordado mantener nuestras identidades en secreto
cuanto nos sea posible hasta que lleguemos a Altus, tanto por mi propia
seguridad como por la de Sonia y Luisa en su condición de llaves.
Fuera del carruaje se reanuda el aburrido golpeteo de los cascos de los
caballos, que de vez en cuando se desvanece en la distancia. Cuando por fin
Edmund abre la puerta, queda todo en silencio durante un rato. Al salir a la
luz del sol no me sorprende ver cinco caballos y varias cargas de provisiones.
Lo que sí me sorprende es ver entre ellos a nuestros caballos de Whitney
Grove.
—¡Sargento!
Salgo disparada hacia el caballo negro como el ébano que ha sido mi
compañero durante tantas cabalgadas. Rodeando su cuello con mis brazos,
beso su piel suave y él me resopla en el pelo. Me vuelvo hacia Edmund,
riéndome.
—¿Cómo es que te lo has traído?
Se encoge de hombros.
—La señorita Sorrensen me habló de su… esto… residencia de
vacaciones. Pensó que el viaje sería más fácil con monturas familiares.
Me vuelvo a mirar a Sonia, que acaricia feliz a su propio caballo, y le
sonrío agradecida.
Edmund saca una bolsa de la parte de arriba del carruaje.
—Deberíamos marcharnos cuanto antes. No sería prudente quedarse
mucho tiempo a un lado del camino —me entrega la bolsa—. Pero supongo
que primero querrán cambiarse.
Lograr que Luisa se ponga los pantalones de montar nos lleva algo de tiempo.
A pesar de que es una amazona excelente, no estaba en Londres conmigo y
con Sonia cuando nos dedicábamos a cabalgar con vestimenta masculina. Se
pasa al menos veinte minutos discutiendo con nosotras hasta convencerse por
fin. Aun así, la oímos gruñir bien claro mientras Sonia y yo la esperamos
fuera del carruaje, ya cambiadas y evitando desesperadamente no mirarnos la
una a la otra por miedo a estallar en incontrolables carcajadas.
Por fin aparece Luisa, muy erguida mientras se ajusta los tirantes que le
sujetan los pantalones. Yergue su barbilla hacia el cielo y camina muy altiva
delante de nosotras hacia los caballos que nos aguardan. Sonia se aclara la
garganta y me percato de que está sofocando una risita mientras Edmund nos
entrega las riendas de los caballos que montaremos para atravesar el bosque
que conduce a Altus. Ya ha atado nuestras provisiones a las grupas de los
caballos. No queda nada por hacer, salvo prepararse para montar.
Aún espero un poco para montar en Sargento. Transportar la comida, el
agua y las mantas en las grupas de los caballos está muy bien, pero hay algo
que yo misma debo llevar encima. Abro la alforja que Sargento lleva en un
costado y revuelvo dentro hasta que encuentro mi arco y el carcaj que
contiene mis flechas y el puñal de mi madre. Que Alice usara en cierta
ocasión el cuchillo para deshacer el hechizo que mi madre preparó en mi
habitación no le resta nada del consuelo que me proporciona. Pertenecía a mi
madre mucho antes de que Alice se apoderara de él.
Ahora es mío.
En cuanto al arco, no sé si tendré motivos para usarlo, pero no he
practicado en Whitney Grove con las dianas para dejar nuestra seguridad en
manos de Edmund. Me cuelgo el arco a la espalda y me ato el carcaj al
cuerpo, de modo que su contenido quede fácil y rápidamente a mi alcance.
—¿Todo bien? —Edmund, ya encima de su montura, mira el carcaj.
—Perfectamente, gracias —ya más segura, me encaramo a la silla de
Sargento.
—¿Qué pasa con el carruaje? —pregunta Luisa, apartando de él su
caballo para seguir a Edmund.
La voz de este, que viene de un poco más allá, nos llega amortiguada:
—Más tarde se pasará alguien a recogerlo. Lo devolverán a Milthorpe
Manor.
Luisa frunce el ceño y se vuelve sobre su silla de montar para mirar hacia
atrás.
—¡Pero… una de mis bolsas sigue ahí arriba!
—No se preocupe, señorita Torelli —el tono de Edmund deja bien claro
que no admite discusión—. Al igual que el carruaje, su bolsa será devuelta a
Milthorpe Manor, que es donde debe estar.
—Pero… —farfulla Luisa, casi indignada, mirándonos a Sonia y a mí
antes de aceptar la inutilidad de cualquier debate. Cuando vuelve a colocarse
en la silla, enfocando de nuevo la vista sobre la espalda de Edmund, las
flechas que le lanza son tan reales como si las hubiese tirado con un arco.
Tras ella, Sonia y yo sonreímos mientras seguimos a Edmund hacia los
árboles que limitan el bosque. Disfruto del momento de buen humor aun a
expensas de Luisa, pues, a medida que dejamos atrás el claro lleno de luz
para pasar a las misteriosas sombras del bosque, intuyo de algún modo que el
viaje a Altus va a resultar cualquier cosa menos agradable.
—¡Uf! ¡Me parece que no podré volver a sentarme nunca como es debido! —
Sonia se sienta con cuidado en un peñasco a mi lado.
Sé muy bien a qué se refiere. Montar en nuestros ratos libres no nos ha
preparado para pasar seis horas seguidas encima de un caballo.
—Sí, bueno, imagino que nos acostumbraremos dentro de unos días —mi
intención es sonreír, pero el dolor que siento en el trasero me hace estar
segura de que más bien me ha salido una mueca.
Ha sido un día raro. Un día en el que hemos cabalgado sin hablar,
hipnotizadas al parecer por el silencio del bosque y el movimiento de
nuestros caballos. Edmund iba siempre delante por necesidad: solo él sabe
adónde nos dirigimos.
Al echarle un vistazo —casi ha terminado de levantar las dos tiendas que
nos servirán de refugio para pasar la noche—, no puedo evitar asombrarme
de su energía. Aunque desconozco los años que tiene Edmund, ha formado
parte de mi vida desde que era un bebé, y ya entonces tenía ese aspecto
paternal. Sin embargo, ha permanecido sentado en su montura sin quejarse de
nada durante este día espantosamente largo.
Al recorrer el campamento con la vista, mis ojos se detienen en Luisa.
Está sola, sentada con los ojos cerrados y la espalda apoyada en un árbol. Me
gustaría charlar con ella para pasar un poco el rato, pero no sé si está dormida
y me resisto a molestarla.
Cuando poso la vista sobre Sonia, también ella parece a punto de
quedarse dormida.
—Me temo que como me quede quieta, no volveré a moverme jamás —le
digo—. Voy a ayudar a Edmund a levantar el campamento.
Me siento fatal por el pobre Edmund, solo en el bosque con tres chicas
por toda ayuda y compañía, así que decido ayudarle cuanto me sea posible
durante todo nuestro viaje.
—Yo voy también dentro de un minuto —Sonia articula las palabras a
duras penas. Se desliza hasta el suelo y acurruca la cabeza entre los brazos,
apoyándolos en el peñasco. Antes de haber dado yo unos cuantos pasos, ya
está dormida.
Mientras me dirijo hacia Edmund, me esfuerzo por buscar una tarea, algo
que me mantenga ocupada y en movimiento. Él está encantado de que le
ayude y me da unas cuantas patatas y un cuchillo pequeño, a pesar de que
jamás he preparado nada de comer, salvo, como mucho, una tostada. Todas
las patatas que hasta ahora había visto de cerca estaban asadas, cocidas o en
puré. Pero decido que estas no van a prepararse solas y me pongo a pelarlas y
a cortarlas. Resulta que algo tan simple como cortar una patata requiere cierta
habilidad y, después de librarme por los pelos de cortarme con el cuchillo tres
veces, comienzo a manejarme un poco mejor.
Horas más tarde he aprendido a cocinar sobre un fuego de campamento e
incluso he tratado de fregar los platos en el río, a poca distancia del
campamento, acompañada de una silenciosa y cansada Luisa. La muerte de
Henry me infundió un miedo casi irracional a las corrientes de agua y, a pesar
de la escasa corriente de este río, me he quedado parada junto a la orilla.
Aunque no puedo saber con seguridad qué hora es, está oscuro y es tarde
cuando Sonia y Luisa se dirigen a la tienda que compartimos para cambiarse
y acostarse. Mientras me caliento al fuego, cerca de Edmund, me siento en
paz y a salvo, y sé que en buena parte se debe a su presencia. Me vuelvo
hacia él y contemplo el parpadeo de la luz del fuego sobre su rostro.
—Gracias, Edmund —mi voz suena más alta de lo normal entre la
quietud de los árboles.
Él levanta la vista para mirarme, su rostro parece más joven bajo el
resplandor del fuego.
—¿Por qué, señorita?
Me encojo de hombros.
—Por venir, por cuidar de mí.
Asiente con la cabeza.
—En estos tiempos que corren… —duda, mientras contempla la
oscuridad del bosque como si pudiese ver claramente los peligros que
acechan más allá—. En los tiempos que corren debe usted mantener a su lado
a las personas en las que más confíe —se vuelve a mirarme—. Me gusta creer
que yo soy quien encabeza esa lista.
—Y así es. Eres de la familia, Edmund, significas para mí tanto como tía
Virginia y… bueno… —ni siquiera me atrevo a pronunciar el nombre de
Henry ante Edmund. Ante alguien que lo quiso y cuidó de él como si fuera su
propio hijo. Alguien que sobrellevó su pérdida con lágrimas silenciosas y
evitando los reproches que yo hubiera merecido tras su muerte.
Los ojos se le empañan mientras continúa mirando fijamente la oscuridad,
recordando algo que los dos deseamos olvidar.
—La pérdida de Henry estuvo a punto de hundirme. Después, cuando
usted se marchó… bueno… ya no parecía que me quedase ninguna razón
para seguir viviendo —busca mi mirada. Percibo un dolor tan reciente como
el que vi el día después del entierro de Henry, cuando me llevó a ver a James
para despedirme de él—. Ha sido Alice quien me ha hecho venir a Londres
con Virginia.
—¡Alice! —no puedo imaginarme a mi hermana mandándome a nadie
para que me ayude.
Edmund asiente despacio.
—Después de que usted se marchara, ella se mantuvo apartada. No la vi
durante días y, cuando por fin lo hice, supe que estaba perdida. Perdida para
los otros mundos.
—¿Y luego? —le apremio.
—Cuando vi el aspecto que tenía, cómo su alma se ennegrecía día tras
día, supe que necesitaría usted la mayor cantidad posible de aliados. Las
separa un océano, de eso no cabe duda —hace una pausa y me mira a los ojos
—, pero podría estar ahora mismo aquí, entre nosotros. Y sigue
constituyendo una amenaza, igual que cuando vivían las dos bajo el mismo
techo. Incluso mayor, dada su desesperación.
Permito que las palabras se asienten entre nosotros, a la vez que paso
inconscientemente los dedos sobre la marca en relieve de mi muñeca,
tratando de comprender un mundo en el cual mi hermana, mi gemela, se ha
convertido en alguien más malvado en mi ausencia. ¿No le bastaba con
arrojar a Henry al río y con dejarme a mí a expensas de las almas y de su
poder, invirtiendo el hechizo de protección de nuestra madre? Pero ni siquiera
esos pensamientos, unos pensamientos que casi ni me atrevo a considerar, me
preparan para lo que Edmund dice a continuación.
—Y, además, está el asunto de James Douglas.
Levanto la cabeza como impulsada por un resorte.
—¿James? ¿Qué pasa con él?
Edmund se inspecciona las manos como si no las hubiese visto jamás. Me
doy cuenta de que no quiere pronunciar las palabras que va a decir a
continuación.
—Alice ha sido… muy simpática con el señor Douglas en su ausencia.
—¿Simpática? —casi me atraganto al decirlo—. ¿Qué quieres decir?
—Le manda recados a la librería…, le invita a tomar el té.
Se me viene a la cabeza una imagen de Alice y James al lado del río, él
con la cabeza inclinada hacia atrás, riéndose.
—¿Y James agradece sus atenciones? —no soporto la idea, a pesar de
haberme resignado ya a la inutilidad de seguir pensando en él cuando la
profecía no parece estar más cerca de su fin.
Edmund suspira.
—Puede que eso dependa de cómo se interprete —dice con tono amable
—. El señor Douglas se quedó… impresionado por su súbita marcha.
Supongo que se encontraba bastante solo y Alice… bueno… Alice tiene el
mismo aspecto que usted. Es su gemela. Tal vez James solo pretenda
recordarla a usted mientras esté ausente.
El corazón me palpita demasiado aprisa dentro del pecho. Casi me
sorprende que Edmund no lo oiga en medio del silencio del bosque. Me
pongo en pie, siento como si fuese a marearme.
—Me… me parece que me voy a acostar, Edmund.
Él levanta la vista y parpadea a causa de la escasa luz.
—¿La he molestado?
Niego con la cabeza y me esfuerzo por mantener firme la voz.
—En absoluto. Estoy demasiado lejos para pedirle nada a James.
Edmund asiente con el rostro arrugado por la preocupación.
—Su padre y yo siempre fuimos honestos el uno con el otro y, aunque tal
vez pertenezca usted al sexo más débil, no sé por qué imagino que espera de
mí el mismo trato.
—No te preocupes. Me encuentro bien. Y no podría estar más de acuerdo
contigo: debemos ser honestos, aunque resulte doloroso —pongo una mano
sobre su hombro—. Me alegro de que estés aquí. Buenas noches, Edmund.
Sus palabras vienen a mi encuentro mientras me doy la vuelta.
—Buenas noches.
No vuelvo la vista atrás. Y mientras me dirijo a la tienda, no pienso ya ni
en la profecía ni en mi hermana, sino en el incomprensible azul de los ojos de
James Douglas.

Espero no viajar al plano astral durante nuestra primera noche en el bosque.


Estoy cansada. Más bien exhausta. No deseo otra cosa que dormir sin soñar,
lo cual, a medida que me sumerjo en la profecía, cada vez es más raro.
Empiezo a viajar y soy consciente de esa sensación tan familiar de estar
en un sueño que es algo más que un sueño.
No es que intuya que alguien me esté llamando. Eso es algo que he
llegado a sentir cuando sucede: una llamada que me dice que alguien está
esperándome en los otros mundos.
Esto es distinto.
Sé que me encuentro en los otros mundos por alguna razón. Sé que hay
algo que se supone que debo ver o algo de lo que debo darme cuenta, pero mi
destino y mi objetivo parecen controlados por algo más que un simple ser. En
momentos como estos parece como si el universo me arrastrase a través de
los planos de los otros mundos hacia una revelación que, no por ignorar yo su
propósito, es menos apremiante.
Me hallo en el mundo más cercano al nuestro. Aquel en el que todo tiene
el mismo aspecto. Aquel en el que a veces puedo ver a personas que conozco
y amo, y contemplar en ocasiones mi mundo, aunque cubierto con el más fino
de los velos que existen entre la versión física y la mística de los mundos del
plano astral.
Sobrevuelo un bosque que reconozco instintivamente como aquel en el
que mi cuerpo está durmiendo, aquel por el que hemos viajado a caballo. Es
muy espeso y vuelo a bastante velocidad por encima del follaje, que presenta
el aspecto de una alfombra mullida y verde bajo mi cuerpo.
Al principio no veo nada bajo el grueso dosel de hojas que se extiende
entre el cielo por donde vuelo y el suelo que hay bajo los árboles, pero luego
algo se mueve debajo de mí, primero en una dirección, luego en otra. Es algo
etéreo, un fantasma que revolotea entre los árboles. Creo que se trata de un
animal, pero se desplaza a tal velocidad que no me imagino cómo una simple
criatura del bosque puede trasladarse en un instante a cualquier rincón del
bosque.
Entonces oigo una respiración.
Es pesada, trabajosa, pero no parece humana. Se me acerca desde todas
partes y, a pesar de que no sabría decir qué persigue, el hecho de que
aparezca debajo de mí no alivia mi miedo. Sé bien que las leyes de los otros
mundos nada tienen que ver con las del nuestro. También sé que no debo
ignorar mi miedo. Me ha salvado en más de una ocasión.
La criatura se acerca aún más, su respiración proviene de ninguna y de
todas las partes al mismo tiempo. Mientras vuelo, no veo ningún punto de
referencia familiar en el bosque. Solo millas y millas de árboles, de vez en
cuando interrumpidas por algún pequeño claro. No obstante, sé que casi estoy
a salvo. Noto la tirantez del cordón astral. Me susurra: «Ya casi has llegado».
Si continúo volando un poco más, estoy segura de que regresaré a mi cuerpo.
Al poco rato distingo el claro, una endeble espiral de humo elevándose al
cielo desde la hoguera del campamento casi apagada, nuestras dos tiendas
pegadas una a la otra y no muy lejos los caballos atados a los árboles que
lindan con nuestro lugar de acampada. Me dirijo hacia la tienda más grande,
sabiendo que se trata de la mía y que Sonia y Luisa probablemente estarán
profundamente dormidas al cobijo de sus finas paredes. La amenazadora
respiración ya ha llegado aquí, pero no creo que la criatura pretenda
atraparme a mí. Esta noche no he sido convocada al plano astral para que
puedan apresar mi alma.
No se trata de una amenaza inminente, pero sí de una advertencia.
Me introduzco en mi cuerpo sin esfuerzo alguno, sin esa fuerte extrañeza
que me acompañaba en mis primeros viajes, y me despierto de inmediato. Me
lleva un tiempo atemperar las palpitaciones de mi corazón. Después soy
incapaz de volver a dormirme. No sé si será mi imaginación o si simplemente
se debe a mi regreso desde el plano astral, pero me parece oír algo
moviéndose por los árboles, fuera de la tienda. Un crujido, un movimiento,
unos pasos sigilosos sobre el suelo cubierto de hojas.
Contemplo a Sonia y a Luisa, que siguen durmiendo plácidamente, y
pienso que debo estar volviéndome loca.
A la mañana siguiente, cuando salgo de la tienda con ojos somnolientos y
aturdida, una turbia neblina cubre cada pulgada del campamento. El aire está
saturado de humedad y resulta imposible ver más allá de un pie de distancia.
Oigo relinchar a los caballos y a los demás hablando, pero todo me llega
como amortiguado bajo una gruesa capa de lana. Me siento muy sola a pesar
de saber que los demás no se encuentran tan lejos como dan a entender los
sonidos.
Nos contentamos con un rápido desayuno y levantamos el campamento.
Tras ayudar a Edmund a empaquetar la comida y los útiles de cocina, me
dirijo a la tienda para ayudar a Sonia y a Luisa con las mantas. Al llegar allí,
Luisa está metiendo chismes y ropa dentro de una mochila que está en el
suelo.
Levanta la vista cuando me acerco.
—Tendremos suerte si podemos vernos unos a otros con esta niebla, así
que ya veremos si somos capaces de encontrar nuestro camino por el bosque.
Detecto cierta tensión en sus palabras, pese a que su rostro permanece
impasible.
—Al menos espero que no llueva —no quiero ni pensar lo desagradable
que sería cruzar el bosque con niebla espesa y lluvia torrencial—. ¿Dónde
está Sonia?
Luisa agita la mano en dirección al bosque sin apartar la vista de la
mochila.
—Asuntos personales.
—Pensé que habíamos acordado acompañarnos unas a otras si teníamos
que salir del campamento.
—Me ofrecí a acompañarla, hasta insistí, pero me dijo que tenía un
excelente sentido de la orientación y que estaría de vuelta bastante antes de
que nos marcháramos —hace una pausa y pronuncia sus siguientes palabras
en voz baja y con cierto sarcasmo—: Supongo que si te hubieses ofrecido tú a
acompañarla, habría aceptado sin vacilar.
—¿A qué te refieres? —pregunto, inclinando la cabeza.
Ella continúa empaquetando con fervor, evitando mirarme.
—Me refiero a que tú y Sonia lleváis meses juntas, mientras que yo me
quedé en Nueva York aguantando a esas estúpidas de Wycliffe.
Los celos son evidentes en el tono de su voz. Eso me enternece. Me
agacho junto a ella y poso mi mano en su brazo.
—Luisa.
Ella continúa como si no me hubiese oído.
—Es natural que os hayáis hecho íntimas amigas.
—Luisa —esta vez mi tono es más contundente. Ella deja de moverse sin
parar y me mira por fin a los ojos—. Siento que no pudieras estar conmigo y
con Sonia. Nada nos habría gustado más. Las cosas no son lo mismo sin ti.
Pero deberías saber que la amistad que compartimos no cambia por estar
separadas ocho meses. Nada podría cambiar la amistad que compartimos
todas.
Me mira en silencio durante un instante antes de inclinarse hacia delante
para abrazarme.
—Lo siento, Lia. Me he portado como una tonta, ¿verdad? Supongo que
llevo demasiado tiempo preocupándome por eso.
Por unos instantes siento tristeza por todo lo que Luisa se ha perdido.
Tiene razón. Mientras Sonia y yo estábamos en Londres haciendo lo que se
nos antojaba, montando a caballo y asistiendo al club, ella seguía atrapada
entre esa intolerancia y esas mentes estrechas de las que yo deseaba escapar.
Me echo hacia atrás y le sonrío.
—Deja que te ayude a hacer la mochila.
Se congracia conmigo con una sonrisa radiante, de esas tan propias de
ella, y me entrega algunas de las cosas esparcidas por el suelo.
Entre las dos recogemos rápidamente la tienda y su contenido. Pero Sonia
aún no ha vuelto. La semilla de la preocupación arraiga en mi estómago y
juro ir a buscarla si no ha regresado cuando los caballos estén listos para
partir. Mientras esperamos, Luisa y yo le llevamos a Edmund las tiendas y los
bultos. Le entregamos todo, excepto mi arco y mi carcaj. Tengo planeado
llevarlos encima todos los días hasta que lleguemos a salvo a Altus.
Edmund lo ata todo a los animales y acaba de cargar el último de los
paquetes sobre el caballo de Sonia cuando, por fin, ella aparece en el
campamento dando traspiés sobre las hojas muertas.
—¡Siento mucho haber llegado tan tarde! —se sacude las hojas y las
ramas del pelo y de los pantalones—. ¡Supongo que mi sentido de la
orientación no es tan bueno como imaginaba! ¿Lleváis mucho tiempo
esperando?
Me encaramo al lomo de mi caballo, conteniendo mi enfado.
—No mucho, pero creo que deberíamos permanecer juntos mientras
estemos en el bosque, ¿no te parece?
Sonia asiente con la cabeza.
—Por supuesto. Siento haberos preocupado —se disculpa,
encaminándose hacia su caballo.
Luisa ya está encima de su montura. No comenta nada, no sé si porque
está molesta o impaciente por partir.
Seguimos a Edmund fuera del claro que ha sido nuestro primer lugar de
acampada. Durante un buen rato nadie dice nada. La niebla es sofocante. Nos
rodea con sus brazos y casi siento claustrofobia. En ciertos momentos me veo
obligada a contener el pánico. Son momentos en que siento como si estuviese
siendo engullida por completo por algo opresivo que acecha por todas partes.
Curiosamente, tengo la mente en blanco. No pienso en Alice. Ni siquiera
en lo que me dijo Edmund de que James y Alice se han hecho amigos. No
pienso en nada, salvo en los que cabalgan delante de mí y en el esfuerzo que
hago por no perderlos en la niebla.
Cuando hacemos un descanso para almorzar, ya me he acostumbrado a
los largos períodos de silencio. Nos acomodamos separados junto a un
pequeño arroyo, llenamos nuestras cantimploras de agua fresca y comemos
pan, ya prácticamente duro. Pero todo lo hacemos en silencio. Ya no importa,
pues, de todos modos, no hay nada que ver ni que discutir.
Edmund da de comer y de beber a los caballos mientras Sonia, Luisa y yo
disfrutamos del descanso. Sonia se tumba boca arriba en la hierba al lado del
arroyo y Luisa, con los ojos cerrados y el rostro en calma, se apoya en el
tronco de un árbol. Yo las observo a ambas con la sensación de que estoy
buscando algo más que las páginas perdidas.
Pero no puedo reflexionar mucho sobre mis sentimientos. Edmund no
tarda en avisarnos de que va siendo hora de ponerse en marcha, y eso
hacemos. Montamos sobre nuestros caballos y nos adentramos aún más en el
bosque.

—¿Lia? ¿A ti te parece que Luisa se encuentra bien?


Después de una larga jornada a caballo, por fin estamos descansando. La
voz de Sonia me llega desde el lado de la tienda que ocupa. Luisa sigue
sentada junto a la hoguera o, por lo menos, allí estaba cuando Sonia y yo
decidimos ir a acostarnos.
Pienso en la conversación que mantuvimos Luisa y yo en la tienda por la
mañana y no estoy muy segura de que a ella le gustara que hablara de sus
celos.
—¿Por qué lo preguntas?
Sonia frunce el ceño como tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Da la impresión de estar dándole vueltas a algo en la cabeza. ¿No lo
has notado?
Trato de pensar en una forma de satisfacer la confianza que Luisa ha
depositado en mí.
—Tal vez, pero nos hemos pasado el día entero a caballo y resulta muy
difícil mantener una conversación mientras estás montando, especialmente
con esta niebla infernal. Además…
—¿Sí? —pregunta, impaciente.
—Bueno, Sonia, tú y yo llevamos juntas casi un año. ¿No crees que a lo
mejor Luisa se siente un poco desplazada?
Sonia se muerde el labio inferior. Reconozco el gesto como uno de los
que hace cuando está reflexionando sobre algún asunto importante y trata de
buscar una respuesta satisfactoria.
—Supongo, aunque me pregunto si no habrá algo más.
—¿Como qué?
Sonia levanta la vista hacia el techo de la tienda antes de volver sus ojos
hacia mí en medio de la oscuridad.
—Bueno, no creerás…
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
Suspira pesadamente.
—Estaba pensando en lo que dijo Virginia en cierta ocasión acerca de que
las almas no se detendrían ante nada para llegar hasta ti, para provocar
disputas entre nosotras.
No hay necesidad de que concluya. Sé qué está insinuando.
—Sonia —digo su nombre para concederme tiempo—, sé que las almas
están ahí afuera. Lo sé, ¿vale? A todos nos está afectando el viaje por culpa
de este bosque gris y neblinoso, pero no podemos distraernos con cualquier
cosa.
Mis ojos se fijan en los suyos.
—¿De acuerdo? —digo.
Ella asiente.
—De acuerdo, Lia.
Un rato después, tras quedar Sonia en silencio, Luisa regresa a la tienda.
Se mueve con cautela y se mete entre sus mantas sin hacer un solo ruido.
Sería muy sencillo preguntarle por aquello que preocupa a Sonia, pero no
digo nada. No quiero dar crédito al temor de Sonia expresándolo en voz alta.

—Hoy pasaremos a un mundo distinto —declara Edmund con calma desde lo


alto de su caballo mientras salimos del lugar donde hemos acampado.
—¿A qué mundo se refiere? —pregunta Luisa.
Edmund se queda mirando fijamente la niebla, tan espesa como la capa de
lana que llevo sobre los hombros.
—Al que se encuentra entre el nuestro y los otros mundos, aquel donde
está situado Altus.
Asiento como si entendiese exactamente de qué está hablando. No es así,
pero yo también veo cómo ha cambiado el viento. Lo notaba mientras nos
adentrábamos más y más en el bosque a lomos de los caballos. Lo noté al
despertarme de mi extraño sueño, mientras oía aún a aquellas espeluznantes
criaturas con multitud de patas que acechaban nuestra tienda en mi sueño. Y
lo noto ahora, exactamente igual que Edmund mientras nos guía de nuevo por
el denso follaje del bosque.
Según avanza el día, Sonia charla nerviosa, mientras Luisa permanece en
silencio la mayor parte del tiempo. Por fin, Edmund señala un lugar para
detenernos a almorzar y a rellenar nuestras cantimploras. Como de
costumbre, él se encarga de los caballos y yo saco los alimentos de los fardos
para preparar una comida sencilla. Estamos comiendo en un amigable
silencio cuando lo oigo. No. No es del todo cierto. Creo oírlo, aunque se trata
más bien de una sensación, de la intuición de que algo va a suceder. Al
principio lo creo fruto de mi imaginación.
Pero entonces miro a mi alrededor.
Edmund, quieto como una estatua, fija la mirada en los árboles muy
concentrado. También Sonia y Luisa callan con los ojos vueltos en la misma
dirección.
Los observo y me doy cuenta de que también ellos sienten que unos seres
se desplazan hacia nosotros a través del bosque. Y esta vez no se trata de un
sueño.
—Levántense, monten en sus caballos y síganme. Ahora mismo —Edmund
pronuncia las palabras despacio, sin apenas despegar los labios—. Y no se
detengan por ningún motivo hasta que yo lo ordene.
En cuestión de un instante ya está sobre su caballo. Sus ojos permanecen
fijos en el bosque que se encuentra a nuestras espaldas mientras seguimos su
ejemplo, aunque nosotras montamos con una lentitud y un sigilo bastante más
considerables que los de Edmund.
En cuanto estamos listas, Edmund hace girar a su caballo en la dirección
en la que estábamos viajando y sale disparado sin decirle una sola palabra a
su montura. Nuestros propios caballos saltan hacia delante sin azuzarlos, pese
a no haberles dado la orden, como si algo les hubiese dicho que no hay
tiempo que perder.
Cruzamos el bosque a la velocidad de un rayo. No tengo ni idea de en qué
dirección viajamos ni si seguimos el camino de Altus, pero Edmund nos guía
sin vacilar a través del bosque. Resulta difícil decir si es porque está seguro
de que la dirección en la que vamos es la correcta o porque teme tanto a lo
que nos acecha que le importa poco que nos extraviemos. Sea como fuere, no
tiene importancia.
Cabalgamos tan deprisa por el bosque que me veo obligada a agacharme
sobre el cuello de Sargento y, aun así, las ramas se me enganchan en el pelo y
me arañan la piel. Lo percibo todo con una especie de indiferencia. Sé que
estoy cruzando el bosque a toda velocidad únicamente con mi arco y el puñal
de mi madre para protegerme. Probablemente corra para salvar la vida. Pero
por alguna razón soy incapaz de sentir el miedo que con toda seguridad anda
oculto bajo algún recoveco de mi piel.
Oigo el río antes de verlo. Es un sonido que nunca podré olvidar. Cuando
al fin lo tengo a la vista, me tranquiliza ver a Edmund tensando las riendas,
obligando a su caballo y a todos los demás a detenerse en la orilla.
Mira hacia el otro lado del río. Conduzco mi caballo junto al suyo para
seguir su mirada.
—¿En qué estás pensando, Edmund? ¿Podremos cruzarlo? —le pregunto.
—Eso creo —contesta mientras su pecho sube y baja como única muestra
de fatiga.
—¿Eso crees? —me sale un tono de voz mucho más alto y más chillón de
lo que pretendía.
Él se encoge de hombros.
—No puedo garantizarlo, pero creo que podemos conseguirlo. Aunque es
una lástima.
Sus palabras son enigmáticas y me hacen sentir como si me hubiese
perdido una parte importante de nuestra conversación.
—¿Qué es una lástima?
—Que el río no sea más profundo.
Muevo la cabeza.
—Pero si fuese demasiado profundo, a lo mejor no podríamos cruzarlo.
—Cierto —coge las riendas en la mano, dispuesto a espolear a su caballo
para entrar en el agua—. Pero si tuviésemos problemas para cruzarlo, puede
que también los tuvieran nuestros perseguidores. Y si son lo que yo creo,
deberíamos rezar para que nos encontremos con una masa de agua lo más
profunda posible.
Cruzar el río no resulta tan difícil como me temía. Pese a que es ancho, no
es muy profundo. Me pongo algo nerviosa al llegar a la parte más honda,
donde el agua me llega casi a las rodillas, pero Sargento avanza contra la
corriente sin apenas problemas.
No tengo ocasión de seguir hablando con Edmund sobre lo que nos
persigue por el bosque. Tras cruzar el río, seguimos cabalgando el resto del
día casi a la máxima velocidad. No paramos ni a comer ni a beber, ni nos
detenemos hasta que el sol se oculta tanto que casi no podemos vernos unos a
otros. Está claro que Edmund preferiría continuar, pero nadie plantea la
posibilidad de seguir. Ante todo debe primar la seguridad del grupo y no nos
beneficiaría que por el camino alguien resultase herido.
Juntos preparamos la cena, nos ocupamos de los caballos y montamos las
tiendas. Es la primera vez que Sonia y Luisa ayudan. Me pregunto si no
estarán también hechas un manojo de nervios a causa del miedo. Yo ayudo a
Edmund a hacer la cena, lleno para los caballos un balde con agua en el
cercano arroyo y les doy de comer unas cuantas manzanas. Mientras tanto, no
dejo de escuchar. No dejo de desviar la vista hacia los árboles que rodean
nuestro campamento. No dejo de esperar que las criaturas que nos vienen
siguiendo por el bosque aparezcan de pronto en el claro.
Tras la cena, Sonia y Luisa se quedan sentadas junto al fuego sin hablar.
Me inquieta un poco su mutuo silencio, aunque tengo preocupaciones más
importantes en la cabeza. Me dirijo hacia donde se encuentra Edmund, que
está cepillando a uno de los caballos atados a los árboles.
Cuando me acerco y cojo otro cepillo del suelo, asiente con la cabeza. Lo
paso por el áspero pelo gris del caballo de Sonia y trato de ordenar los
muchos interrogantes que me rondan por la cabeza. No me resulta difícil
escoger el primero que se me plantea.
—Edmund, ¿qué es lo que nos persigue?
No contesta de inmediato. Ni siquiera me mira. Me pregunto si me habrá
oído, cuando por fin empieza a hablar, aunque no me responde.
—Hace mucho tiempo que no viajo por estos bosques ni vengo a este
mundo intermedio.
Dejo de cepillar al caballo e inclino mi cabeza hacia él.
—Edmund, en esta cuestión confío más en tus sospechas que en las
certezas de los demás.
Él asiente despacio y me mira.
—De acuerdo. Creo que nos persiguen los cancerberos, la manada de
lobos demoníacos de Samael.
Dedico un instante a relacionar lo que sé acerca de los cancerberos
mitológicos con la posibilidad de que nos estén siguiendo.
—Pero… los cancerberos no son reales, Edmund.
—Puede que así sea —dice él, levantando las cejas— para los que niegan
la existencia de mundos alternativos, de almas demoníacas o de seres que
cambian de forma.
Tiene razón, por supuesto. Si determinar qué es real o no se basase solo
en cosas en las que todo el mundo cree, no existirían ni Samael ni las almas
ni la profecía. Sin embargo, nosotros sabemos que son reales. Por tanto, tiene
sentido aceptar la realidad en la que nos encontramos, por muy lejos que
pueda estar de aquella en la que se encuentran los demás.
—¿Qué es lo que quieren? —pregunto.
Antes de incorporarse para acariciar las crines del caballo, deposita con
cuidado el cepillo en el suelo.
—Solo se me ocurre que la quieran a usted. Los cancerberos son los
rastreadores escogidos del ejército de Samael. Han conseguido llegar hasta
aquí a través de hermanas del pasado. Puertas del pasado. Samael sabe que a
cada paso que avanzamos por este bosque estamos más cerca de Altus, y
estar más cerca de Altus significa estar más cerca de las páginas perdidas del
libro, que pueden servir para cerrar su puerta a nuestro mundo para toda la
eternidad.
Su aclaración no me impresiona tanto como debiera. No es que no tenga
miedo, pues de solo pensar en cómo podremos escapar de los cancerberos
siento fluir más deprisa la sangre por mis venas. Sin embargo, sé que para
llegar al final de una empresa hay que empezar por el principio.
—Vale. ¿Y cómo vamos a escapar de esos perros de presa? ¿Cómo los
vamos a combatir?
Edmund suspira.
—Nunca me he topado con ellos, pero he oído historias. Supongo que lo
único que podemos hacer es seguir adelante —hace una pausa antes de
continuar—. Son más grandes y más fuertes que cualquier perro de presa de
nuestro mundo, de eso puede estar segura. No obstante, están dentro de un
cuerpo vivo, y ese cuerpo es tan vulnerable a la muerte como cualquier otro.
Cuesta más matar a uno de esos perros que a cualquier ser perteneciente a
nuestro mundo, pero puede hacerse. La cuestión es… —se restriega la barba
que le ha salido en estos últimos días y oigo cómo le raspa en la palma de la
mano.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—No sabemos cuántos hay. Si viajan en forma de jauría, pues… solo
tenemos un rifle. Soy bastante buen tirador, pero no apostaría por mí si
tuviese que enfrentarme a toda una jauría de perros demoníacos. Preferiría
aprovecharme de una debilidad suya.
—¿Qué clase de debilidad?
Echa una ojeada a su alrededor, como si temiera que pudiesen oírle,
aunque no me imagino quién podría hacerlo, aparte de alguna de nosotras.
Cuando comienza a hablar, lo hace en voz baja.
—He oído decir que hay algo en particular que puede detener a esos
perros.
Recuerdo lo que me dijo él mismo justo antes de que cruzáramos el río:
«Si son lo que yo creo, deberíamos rezar para que nos encontremos con una
masa de agua lo más profunda posible».
Busco sus ojos cuando caigo en la cuenta.
—Agua. Tienen miedo del agua.
Asiente con la cabeza.
—Eso es. Bueno, eso creo, aunque no estoy seguro de que miedo sea la
palabra adecuada. No estoy muy seguro de que esos perros le tengan miedo a
algo, pero dicen que las aguas profundas de corrientes rápidas consiguen
detenerlos. Es la muerte que más temen y he oído decir que cuando se
enfrentan a una peligrosa masa de agua prefieren dar media vuelta que
continuar con la caza.
Morir ahogados, pienso, antes de recordar algo más.
—¿Pero no pueden cambiar de forma, tomar, por ejemplo, la de un pez o
un pájaro o algún otro ser que pueda cruzar mejor el río? ¿Al menos hasta
que estén fuera de peligro? —fue Madame Berrier, en Nueva York, quien me
informó acerca de la habilidad que tenían las almas para cambiar de forma.
Desde entonces no consigo contemplar una multitud del mismo modo que
antes.
Edmund niega con la cabeza.
—A diferencia de las almas, que cambian de forma, los cancerberos solo
tienen una. Aceptan sacrificarse a sí mismos para llevar a cabo tal papel, pues
tan solo existe un puesto aún más codiciado que el suyo.
—¿Y de qué puesto se trata?
Edmund mete la mano en el bolsillo para sacar una manzana y dársela al
caballo gris.
—Formar parte de la guardia de Samael, su contingente personal de
almas en el mundo físico. Los perros solo protegen este lugar intermedio de
paso a Altus, mientras que los miembros de la guardia caminan libremente
entre nuestra gente, son capaces de cambiar de forma a voluntad, para hacer
en nuestro mundo lo que Samael les pida, y son escogidos cuidadosamente
por su maldad.
—¿Pero cómo puedo distinguirlos? Ya desconfío de cualquier
desconocido y de cualquier animal, por miedo a que se trate de un alma
disfrazada. ¿Cómo puedo protegerme aún más de los miembros de su
guardia? —apenas alcanzo a comprender este nuevo temor, esta nueva
amenaza.
—Tienen una marca cuando se presentan bajo cualquier forma humana
—se pone a examinar el suelo, evitando mi mirada.
—¿Qué clase de marca?
Hace un ademán señalando mi muñeca, a pesar de que la llevo tapada con
la manga de la chaqueta.
—Una serpiente como la suya. Alrededor del cuello.
Permanecemos de pie en la oscuridad, cada uno sumido en sus propios
pensamientos. He dejado de atender al caballo y me resopla en la mano para
recordarme su presencia. Le acaricio la cabeza, tratando de no imaginarme
algo tan horripilante como una particular legión de almas exhibiendo la
odiosa marca en sus cuellos.
—¿Cuánto tiempo crees que nos queda? —pregunto por fin, centrando mi
atención de nuevo en los perros.
—Hoy hemos cabalgado bastante. Mucho y rápido. He procurado que no
nos alejáramos del camino a Altus, pero trazando al mismo tiempo una
trayectoria sinuosa por el bosque para despistarlos, aunque solo sea por un
tiempo. Y luego nos topamos con el río… Cierto que no era muy profundo,
pero incluso un río como ese podría intimidarlos. Esperemos que al menos se
hayan detenido a pensárselo antes de cruzarlo.
Trato de impedir que el miedo y la frustración se lleven lo mejor de mí.
—¿Cuánto tiempo?
Deja caer los hombros.
—Un par de días como mucho. Uno más si mañana seguimos cabalgando
igual de duro y si tenemos mucha, mucha suerte.
Antes de acostarnos, comparto con Sonia y Luisa lo que sé sobre los perros.
Prueba fehaciente de la extraña situación en la que nos encontramos es que
no parece sorprenderles enterarse de lo que amenaza nuestra seguridad.
Todas estamos de mal humor y calladas cuando nos preparamos para
acostarnos. Edmund ha insistido en vigilar el campamento rifle en mano
mientras Sonia, Luisa y yo dormimos. Tumbada en el interior de nuestra
confortable tienda, me siento culpable, pero sé que no puedo ofrecerme a
ayudar a Edmund a montar guardia.
Esta noche mi mayor preocupación no tiene nada que ver con los
cancerberos, sino con mi hermana.
Me he estado concentrando para encontrarme con ella en el plano astral.
Llevo dándole vueltas a esta idea en lo más profundo de mi mente desde que
Edmund me habló de ella y de James. Es peligroso, pero también lo es el
juego que se trae con James, pues no me cabe ninguna duda de que se trata de
un juego.
Todo lo que Alice hace gira en torno a su deseo de traer a nuestro mundo
a Samael para de ese modo poder asumir ella la posición de poder que cree
que se merece. Resulta imposible que no me duela la noticia de que ella y
James se han hecho amigos durante mi ausencia, pero saberlo no me hace
sentir ni una pizca de enfado. Solo miedo por James y, si soy sincera
conmigo misma, algo más que una punzada de celos.
Así que debo ir al encuentro de Alice. No hay otra manera de comprobar
qué intenciones tiene. Podría hablar de ello con tía Virginia o con Edmund,
pero, por mucho que se hayan complicado nuestros respectivos papeles, yo
soy su gemela, la puerta.
Sigo considerando como algo íntimo viajar por el plano astral, por lo que
espero hasta cerciorarme de que Sonia y Luisa están dormidas, hasta que su
respiración se ralentiza con el ritmo pausado propio del sueño profundo.
Ya no me cuesta tanto tiempo como antes ni tanto esfuerzo caer en esa
inquietante duermevela que es necesaria para que mi alma abandone mi
cuerpo y entre en el plano astral. Se me hace difícil recordar los tiempos en
que me asustaba salir de mi cuerpo. Ahora me siento libre al viajar por la
serpenteante ruta que conduce a los otros mundos.
Sobrevuelo los campos que rodean Birchwood, casi tocando el suelo con
los pies, pero sin llegar a hacerlo. Como sigo anclada en el mundo físico, soy
mucho más vulnerable cuando vuelo por el plano astral. No obstante, es
imposible dejar de volar, pues es el medio más veloz para viajar. Lo que más
garantiza mi seguridad —aunque no hay nada totalmente seguro— es
quedarme cerca del suelo, resolver cuanto antes los asuntos que tenga en los
otros mundos y regresar al mío a toda prisa.
Sigo el río y paso junto a la casa en dirección a los establos. La corriente
de agua discurre veloz y me cuesta trabajo evitar pensar en Henry. Desde su
muerte no le he visto en los otros mundos, tampoco me he encontrado con
mis padres desde entonces. No he intentado ponerme en contacto con ellos en
el plano astral, pues sé muy bien el riesgo que eso les supondría.
Mis padres llevan huyendo de las almas desde que murieron, se niegan a
cruzar al último mundo por si yo necesitara su ayuda. Solo me queda la
esperanza de que, sea cual sea el mundo en el que se encuentren, estén juntos
en él mis padres y mi hermano.
A cierta distancia, más allá de los establos, hay un lago y ahí es donde
mis pies tocan las hierbas silvestres que rodean el agua. Cada vez resulta más
difícil encontrar sitios cercanos al hogar de mi infancia que no me traigan
horribles recuerdos, pero este es un lugar en el que aún no ha sucedido nada
malo. A pesar de estar en el plano astral, puedo sentir la hierba, verde y
mullida, bajo mis pies. Recuerdo una infinidad de ocasiones en las que Alice
y yo, descalzas en este mismo lugar, lanzábamos piedras al agua por turnos
para ver quién de las dos las arrojaba más lejos.
Echo un vistazo por encima de los campos en dirección a la casa y no me
sorprende verla venir. Hace mucho tiempo que descubrí el poder que tiene la
mente en el plano astral. No tienes más que pensar en quién deseas ver y esa
persona o ese ser sentirá la llamada.
Alice camina hacia mí desde los establos y sé que ese pequeño detalle, el
haber optado por venir caminando y no volando, no es accidental. Es la
manera que Alice tiene de recordarme que aquí, en los otros mundos, estoy
en su territorio, que ella puede moverse a placer al amparo de las almas,
mientras que yo tengo que apresurarme y ocultarme.
Observo a mi hermana aproximarse y me fijó en su silueta, más delgada
que cuando me marché. Aún camina con esa característica confianza en sí
misma, con la barbilla erguida y la espalda tiesa, esa típica forma suya de
pavonearse. Pero cuando se para frente a mí, realmente me quedo
sorprendida.
Tiene la piel tan blanca como las sábanas que cubrían los muebles de la
habitación oscura tras la muerte de nuestra madre. Yo habría dicho que su
aspecto era enfermizo de no ser por la tensión nerviosa de su cuerpo. Se la
noto a flor de piel, tan real como si la sintiese yo misma. Sus pómulos se
destacan afilados sobre su rostro, un eco de su cuerpo demacrado, antes
femenino y ahora tan delgado que sus ropas cuelgan holgadamente de él.
Pero son sus ojos los que hacen que el estómago se me encoja de miedo y
frustración. Un resplandor antinatural ha reemplazado el vibrante brillo tan
propio de Alice. Tiene que ver con la antigua profecía que nos tiene en sus
manos y con la maldad de las almas, que tienen poseída a mi hermana. Ese
resplandor me dice que está perdida.
Me contempla detenidamente, como si mirarme lo bastante cerca bastara
para comprobar los cambios que he sufrido y mi poder recién descubierto.
Unos momentos después sonríe. Eso hace que la tristeza se transforme en mi
corazón en algo que no soporto, pues se trata de la sonrisa de la antigua
Alice, la que reservaba solo para mí. Esa sonrisa que me permite vislumbrar
la pena que se esconde bajo su demente encanto. Sin duda, resulta inquietante
atisbar la sombra de mi hermana bajo las líneas de esos afilados pómulos y
esos ojos hundidos.
Trago saliva, angustiada, y dejo a un lado los recuerdos. Cuando
pronuncio su nombre, lo siento extraño en mi lengua.
—Alice.
—Hola, Lia —su voz suena tal y como la recuerdo. De no ser por el
hecho de que nos encontramos en los otros mundos, en un lugar que pocos
reconocen como real y que habitan aún menos seres, pensaría que hemos
quedado para tomar el té—. He sentido tu llamada.
Asiento con la cabeza.
—Quería verte —es la pura verdad, aunque los motivos disten mucho de
ser tan simples.
Ella inclina la cabeza.
—¿Para qué querías verme? Supongo que debes andar bastante ocupada
estos días —se percibe en su voz un desagradable tono sarcástico, como si mi
viaje a Altus fuese una aventura imaginaria urdida por un niño.
—Por lo que tengo entendido, también lo estás tú.
Su mirada se endurece a causa de la rabia contenida.
—Supongo que te lo habrá contado tía Virginia, ¿no?
—Solo me trajo noticias sobre mi hermana. Sin embargo, no me dijo nada
que no pueda comprobar por mí misma —me pregunto si me negará que
cruzó al mundo físico para que yo pudiera verla merodeando por los pasillos
de Milthorpe Manor, pero no lo hace.
—Ah, debes referirte a mi visita de hace algunas noches —parece
divertida.
—Alice, el velo entre los mundos es sagrado. Estás infringiendo las leyes
del plano astral, las leyes impuestas por los Grigori. Nunca he dudado de tu
poder, de tu habilidad para ver y hacer cosas que sobrepasan lo que la
mayoría de las hermanas son capaces de lograr, pero está prohibido usar el
plano astral para trasladarse a otro lugar en el mundo físico.
Se echa a reír y el sonido de su risa se desplaza por los campos de los
otros mundos.
—¿Prohibido? Bueno, ya sabes lo que se dice: de tal madre, tal hija —es
palpable el rencor en su tono de voz y siento cómo se me enciende el rostro.
—Mamá sabía que no se quedaría aquí para sufrir las consecuencias de
sus actos —ahora me resulta más duro hablar de mi madre. Conozco de
primera mano el horror que supone convertirse en esclava de la profecía y
cuesta trabajo culparla por querer escapar de ella, por muy estremecedores
que fuesen sus métodos—. Actuó como lo hizo solo para proteger a su hija,
como haría cualquier madre. Seguro que ves la diferencia entre sus motivos y
los tuyos.
El rostro de Alice se endurece aún más.
—Cualesquiera que fuesen sus motivos, los actos de mamá fueron una
violación de las leyes de los Grigori. Alteró el curso de la profecía al lanzar
un hechizo para protegerte. Difícilmente puedo felicitarla por violar una
antigua ley justo antes de suicidarse para evitar las consecuencias.
No me resulta fácil no perder los estribos, pero hablar de nuestra madre
no nos llevará a ningún sitio. Hay cosas más urgentes de las que debo
preocuparme.
—Edmund me ha dicho que has estado viendo a James.
Una sonrisa siniestra y taimada se asoma por las comisuras de su boca.
—Bueno, los Douglas son muy amigos de la familia. Y, como bien sabes,
a James siempre le ha interesado la biblioteca de papá.
—No juegues conmigo, Alice. Edmund dice que os habéis hecho amigos,
que pasas tiempo con James…, que le invitas a tomar el té.
Se encoge de hombros.
—¿Y qué? James se quedó muy triste cuando te marchaste. ¿No está bien
ofrecerle mi amistad para compensar su pérdida? ¿O es que solo una de las
hermanas Milthorpe está a la altura de James Douglas?
Antes de contestar, me veo obligada a tragar saliva. Me sigue resultando
imposible imaginarme a James con alguien que no sea yo.
—Alice… Sabes muy bien lo que siento por James. Incluso en la profecía
hay cosas… cosas sagradas con las que no debe jugarse. Henry era una de
esas cosas —vomito las palabras como si me cortasen la garganta en pedazos
al salir de mi boca—. James es otra de ellas, una persona inocente. Nunca te
ha hecho daño, ni a ti ni a nadie. De hermana a hermana te pido que lo dejes
en paz.
Su rostro continúa impasible. Adopta una serenidad que me es familiar y
recuerdo los tiempos en que me podía pasar mirando a Alice durante horas
sin ver jamás en sus delicadas facciones ni un solo destello de emoción. Por
un instante, ingenua de mí, pienso que tal vez considere mi ruego. Pero de
inmediato veo como el enfado oscurece su mirada. Y peor aún que el enfado,
peor que la ambivalencia, es el placer que veo que siente poseyendo el poder
de hacer daño a los demás.
Lo veo, recuerdo a mi hermano y me convenzo de que mi ruego no va a
tener ningún efecto. Más bien se lo tomará como un desafío, un guante que
no va a estar dispuesta a rechazar. Me doy cuenta de todo al momento y sé
que probablemente le he hecho más daño a James que si no hubiese hablado
de él. Cuando Alice se decide por fin a responderme, sus palabras no me
sorprenden.
—No creo que James sea de tu incumbencia, Lia. En realidad, renunciaste
al derecho a opinar sobre su vida cuando lo abandonaste y huiste a Londres
sin apenas dar explicaciones.
Mantengo la calma frente a sus palabras, pues es verdad que tiene razón.
Yo abandoné a James, y lo hice con una simple carta, mencionando de pasada
nuestro amor antes de tomar el tren que me llevaría lejos de Birchwood.
Lejos de Birchwood y de James.
De modo que no hay nada más que decir. Alice usará todos y cada uno de
sus poderes para lograr que Samael cruce a nuestro mundo, y lo hará con la
misma despreocupación que le concede al hecho de convertir a James en un
peón más en el juego de la profecía.
—¿Eso es todo, Lia? —me pregunta—. Francamente, estoy empezando a
cansarme de estas conversaciones en las que no paras de hacer una y otra vez
las mismas preguntas. Preguntas ridículas, por cierto, que se pueden contestar
con la más simple de las respuestas: porque quiero, porque puedo —sonríe
tan abierta y sinceramente que por un momento creo que voy a volverme loca
—. ¿Alguna cosa más?
—No —pretendo que suene contundente, pero no es más que un
murmullo—. No hay nada más. No te preocupes. No pienso volver a
buscarte. No por un motivo como este ni para hacerte una simple pregunta.
La próxima vez que te busque será para acabar con esto de una vez por todas.
Alice entrecierra los ojos para estudiarme detenidamente. Esta vez no
cabe duda de que es ella quien trata de evaluar mi poder.
—Asegúrate de que quieres que esto termine —me dice—, porque
cuando lo hagas, cuando todo esto haya acabado, una de nosotras estará
muerta.
Se da media vuelta y se aleja sin decir nada más. Me la quedo mirando
hasta que no es más que un punto en la distancia.
Al despertarme a la mañana siguiente, está todo tan oscuro que pienso que
aún es de noche. Pero al echar una ojeada por la tienda, veo que Luisa no
está. Sonia sigue dormida. Me quito de encima las mantas y salgo de la
tienda, tratando de calcular la hora. El cielo me dice que es por la mañana,
pues, aunque en lo más alto aún es noche cerrada, su color se aclara
gradualmente hasta convertirse en el más pálido de los azules allá a lo lejos,
por donde sale el sol.
No obstante, debe ser muy temprano aún. Edmund está despierto en su
puesto en la linde del campamento. Me acerco a él sin amortiguar el ruido
que hago al caminar. No me gustaría que el cañón de su rifle apuntase en mi
dirección, así que le llamo por su nombre cuando aún me encuentro a cierta
distancia de él.
—¿Edmund?
Gira la cabeza sin alarmarse.
—¿Qué hace levantada? Es temprano.
Me detengo frente a él y me siento en una roca vecina para que estemos a
la misma altura.
—No lo sé. Me desperté y vi que Luisa no estaba en la tienda. ¿La has
visto?
Mueve la cabeza y sus ojos muestran verdadera sorpresa.
—No. Y tampoco he oído nada.
Echo un vistazo a la oscuridad del bosque. Es bastante probable que Luisa
haya tenido que atender ciertas necesidades personales. No le digo nada a
Edmund, no vayamos a tener que avergonzarnos los dos, aunque me tiene
perpleja el hecho de que Luisa se haya adentrado sola en el bosque después
de la conversación que mantuvimos cuando Sonia lo hizo.
—¿Ha habido algún problema esta noche? —pregunto.
Niega con la cabeza.
—En realidad, no. Oí un crujido, pero, fuera lo que fuese, duró poco y no
parecía alarmante. Seguramente, era algún animal de los que viven por aquí.
—¿Qué posibilidades tenemos realmente de escapar de los perros?
No me responde enseguida. Sé que no va a darme la contestación que
quiero, sino una respuesta meditada y calculada.
—El cincuenta por ciento, diría yo, principalmente porque nos
encontramos en el bosque y cada vez estamos más cerca del mar. Los
pequeños arroyos y riachuelos empiezan a transformarse en ríos más grandes.
Cada día que pasa mejoran nuestras posibilidades de toparnos con una masa
de agua considerable. Solo hay un par de cosas que me preocupan.
Me aterra pensar que podría quedarme atrapada en medio de la profunda
y rápida corriente de un río y aparto esa idea de mi mente.
—¿Cuáles?
—Si Samael envía a los perros en nuestra persecución, nos podría enviar
también otras cosas. Puede que los perros no sean nuestro único obstáculo.
Le animo a que prosiga.
—Vale. Está bien. Has dicho un par de cosas. ¿Cuál es la otra?
Se queda mirando fijamente el suelo antes de buscar mi mirada.
—Una gran masa de agua lo mismo podría ser una bendición que una
maldición. Algo que sea lo suficientemente grande como para que no lo
crucen los perros puede también impedir que nosotros lo crucemos. Aunque,
en realidad, lo peor no es eso, si entiende lo que quiero decir.
Asiento con la cabeza.
—Si encontramos un río, no tendremos más remedio que intentar cruzarlo
para dejar atrás a los perros. Pero no sabremos si es posible llegar al otro lado
hasta que ya estemos dentro.
—Así es.
—Pues no parece que nos quede otra elección, ¿no? —continúo sin
esperar respuesta—. Habrá que seguir adelante y capear el temporal cuando
llegue el momento. Hasta ahora el tiempo y la suerte han estado de nuestra
parte. Hay que creer que continuará siendo así.
—Supongo que tiene razón —responde, aunque no suena muy
convencido.
Me pongo en pie y trato de quitarle importancia.
—Me parece que Luisa todavía no ha vuelto, pero creo que sé dónde
puede estar. Voy a ver si la encuentro. No está tan lejos.
Edmund asiente.
—Voy a preparar el desayuno. Deberíamos marcharnos enseguida —ya
casi me encuentro a medio camino, en dirección a los árboles, cuando
escucho su voz—. No vaya demasiado lejos. Soy rápido, pero sería mejor que
estuviese cerca por si se mete en algún lío.
No hace falta que me lo diga. Sé lo peligroso que es salir de su campo de
visión. También sé que podría limitarme a esperar. Seguro que Luisa volverá
sola en cualquier momento. Pero lo cierto es que siento curiosidad. Los
temores de Sonia relativos a la lealtad de Luisa han hecho mella en mi
corazón, por mucho que quiera ignorarlos. Últimamente, el comportamiento
de Luisa me inquieta y, aunque no me gusta pensar en espiarla, mi sentido de
la responsabilidad me obliga a tener en cuenta todas las posibilidades, incluso
que Luisa esté siendo utilizada por las almas para sabotear nuestra misión.
A medida que dejo atrás el campamento, la oscuridad se hace cada vez
mayor. En el claro la hoguera medio apagada y la luna proporcionaban algo
de luz, pero ahora estoy rodeada de árboles por todas partes. Se extienden
muy por encima de mi cabeza en dirección al cielo, aún oscuro mientras se
aproxima el amanecer.
Me resulta fácil encontrar el pequeño sendero por el que Sonia y yo
fuimos anoche nada más llegar. Por razones obvias, se ha convertido en
costumbre buscar un sitio reservado mientras Edmund monta el campamento.
Es un sendero rodeado de árboles que brindan cobijo para las necesidades
que surgen en el transcurso de un viaje como el nuestro. Conduce hasta un
riachuelo y bastante antes de llegar a la orilla ya oigo el agua.
No quiero anunciar mi llegada, así que camino con sigilo a lo largo del
sendero que lleva al riachuelo y, mientras tanto, miro en busca de Luisa. No
la encuentro por el camino y casi tampoco la veo cuando llego al claro que va
a dar a la corriente de agua.
Tardo unos instantes en adaptarme a la luz del claro y, cuando lo logro,
veo a Luisa inclinada sobre algo junto a la orilla del río. Me digo que estará
lavándose y preparándose para el día que nos espera. Sin embargo, de algún
modo estoy segura de que no es eso lo que está haciendo.
No quiero cruzar el claro, pues me vería antes de que yo pudiera
observarla a ella, así que rodeo sigilosamente toda la hilera de árboles,
tratando de permanecer lo más escondida posible mientras me dirijo hacia la
orilla. Es una suerte para mí que la corriente del río haga tanto ruido. Su
sonido amortigua mis torpes pasos y los chasquidos de las ramas secas.
Desde la orilla, mi perspectiva es mejor y veo claramente lo que hace.
Está mirando dentro de uno de los cuencos de latón que usamos para
comer. Desde donde me encuentro, prácticamente solo veo cómo reluce el
agua en su interior, pero eso me basta para comprender de inmediato que está
practicando la adivinación. La verdad es que no tiene mucha importancia el
descubrimiento. Es cierto que hace tiempo pactamos todas no usar nuestros
poderes a no ser que necesitáramos hacerlo para conseguir nuestro objetivo
de terminar con la profecía, pero es muy posible que Luisa haya decidido
intentar comprobar por medio de la adivinación el avance de los perros o ver
con qué otros obstáculos adicionales podríamos toparnos.
Todo parece inofensivo. Al principio.
Solo cuando llevo ya un rato contemplando lo que hace Luisa, me doy
cuenta de que hay algo que no está bien. Me cuesta un poco darme cuenta,
pero cuando lo consigo, comprendo por qué me molesta tanto.
La pura verdad es que no hemos tomado nunca decisiones con respecto a
la profecía, a nuestra participación en ella y a nuestros poderes sin
consultarnos unas a otras. Y, sin embargo, Luisa está ahora practicando la
adivinación en mitad de la noche, después de haber salido de nuestra tienda
para enfrentarse ella sola al bosque, con los perros al acecho. Y lo ha hecho
sin decirnos una sola palabra, lo cual plantea la siguiente pregunta: ¿qué nos
está ocultando?

Estamos de un humor tan gris como el cielo que tenemos encima cuando
empaquetamos nuestras cosas para afrontar otro día cabalgando. Desperté a
Sonia nada más volver a entrar sigilosamente en la tienda y Luisa volvió poco
rato después. No me sorprendió que usase la excusa de que estaba atendiendo
asuntos personales y que no quería despertarnos. No le conté a Sonia lo de mi
excursión matinal para espiar a Luisa, ni siquiera cuando nuestra amiga salió
de la tienda para ir a desayunar. No sé por qué, pues de todas las cosas
extrañas que me han sucedido durante este último año, el reciente secretismo
que nos traemos Sonia, Luisa y yo es de las más inquietantes.
Edmund nos mete prisa para desmontar el campamento. Percibo cierta
preocupación en sus órdenes inusualmente secas, pero cuando agarra el rifle
comienzo a preocuparme de verdad.
—Quédense aquí —dice. A continuación da media vuelta y desaparece
sin más en el bosque.
Nos quedamos en silencio, perplejas, siguiéndole con la mirada. No
llevamos mucho tiempo viajando, pero ya hemos establecido en esos pocos
días una especie de rutina que implica levantarse temprano, vestirse y
prepararse para el resto del día lo más rápido posible, empaquetar cada cual
sus cosas y tomar un rápido bocado antes de montar en nuestros caballos y
comenzar el viaje diario. Hasta ahora, Edmund jamás se había internado en el
bosque con un rifle en la mano.
—¿Qué hace? —pregunta Sonia.
Muevo la cabeza.
—No tengo ni idea, pero, sea lo que sea, estoy segura de que es
absolutamente necesario.
Sonia y Luisa se quedan inmóviles, con los ojos enfocados en el lugar por
donde Edmund ha desaparecido en el bosque. Como siempre, no tengo
paciencia ni para permanecer sentada ni de pie, así que me paseo por el claro
de nuestro campamento, preocupada por lo que estará haciendo Edmund y
preguntándome cuánto tiempo deberíamos esperar antes de salir en su busca.
Gracias a Dios, no debo responder a tal pregunta, ya que Edmund regresa
poco rato después. Tiene prisa.
—Suban a los caballos. Ahora mismo —camina directamente hacia el
suyo sin mirarnos. En cuestión de segundos monta y está preparado para
partir.
Yo no cuestiono sus órdenes. De no haber un motivo, Edmund no se
habría dado tanta prisa ni nos habría exigido a nosotras hacerlo. Pero Luisa
no es tan flexible.
—¿Qué pasa, Edmund? ¿Sucede algo? —pregunta.
Él responde apretando los dientes.
—Con el debido respeto, señorita Torelli, ya llegará el momento de hacer
preguntas. Ahora tiene que subir al caballo.
Luisa coloca los brazos en jarras.
—Me parece que tengo derecho a saber a qué se deben tantas prisas de
repente para dejar el campamento.
Edmund suspira y se frota la cara con una mano.
—Los perros están cerca y hay también algo más.
Levanto la cabeza casi automáticamente.
—¿A qué te refieres? ¿De qué se trata?
—No lo sé —gira su caballo en dirección al bosque—. Pero sea lo que
sea o quien sea, va a caballo. Y nos sigue la pista.
La mañana es muy larga y silenciosa, salvo por los cascos de los caballos
abriéndose paso por el suelo del bosque. Pasamos a toda velocidad entre los
árboles, que a veces están tan juntos que a duras penas se distingue entre ellos
el camino. Yo me mantengo agachada, agarrándome al cuello de Sargento
mientras el viento fustiga sus crines negras contra mi rostro. A veces mis
cabellos se enredan en las ramas bajas.
Salvo pensar, hay poco más que hacer durante el viaje de la mañana. Y
hay muchas cosas sobre las que reflexionar: mi hermana y nuestro encuentro,
mis temores respecto a James, Sonia y Luisa y la distancia que al parecer va
creciendo entre nosotras, nuestro viaje a Altus y los perros demoníacos que
nos persiguen.
Pero es a Luisa a quien regresan una y otra vez mis pensamientos.
Quisiera negar la conclusión a la que he acabado llegando, pero la
repetición de las imágenes en mi cabeza lo hace más y más difícil. Veo el
rostro de Luisa con ese gesto desconocido, casi airado, que luce a diario
desde que partimos de Londres. La veo entrando de nuevo en la tienda tras su
mal explicada ausencia, la veo agachada junto al río a la temprana luz de la
mañana practicando en secreto la adivinación.
Yo ya sabía, por supuesto, que era posible que las almas trataran de
separarnos y que probablemente lo harían. Pero supongo que no me
imaginaba que pudiera suceder de este modo. Ni que pudiera ser tan insidiosa
la gradual disolución de un vínculo que yo consideraba casi sagrado, el
vínculo entre Sonia, Luisa y yo, el vínculo entre dos de las llaves y yo misma,
la puerta. Está claro que he sido una ingenua.
Pero ya llegará el momento de tratar de la traición de Luisa, por
involuntaria que pueda haber sido. En estos momentos, mientras atravesamos
a la carrera el bosque que nos conduce cada vez más cerca de Altus, no puedo
permitirme ninguna distracción. Por ahora tendré que asumir que todo cuanto
sabe Luisa quizás también lo sepan las almas. Y eso significa que debo
guardarme cuanto pueda de ella.
Tan solo paramos en una ocasión para dar de comer y de beber a los
caballos. Puede que sea mi imaginación, pero creo percibir desconfianza en el
ambiente. Es algo palpable, una entidad viva y que respira. Camino unos
pasos mientras Edmund se encarga de los caballos y Sonia y Luisa descansan
apoyadas contra dos árboles al lado del arroyo. No conversamos mientras
aguardamos a que los caballos se refresquen lo bastante como para continuar.
No hay preguntas sobre nuestros planes para la jornada ni sobre si está ya
cerca el océano que nos llevará a Altus.
Mis nervios han terminado aflorando en forma de una creciente ansiedad
que empecé a notar en algún momento durante la cabalgata de la mañana. Es
una ansiedad que tiene poco que ver con Luisa y mucho con lo que nos
persigue por el bosque. He aprendido a no pasar por alto tales sensaciones,
tanto en el plano astral como en nuestro mundo, pues por lo general se
fundamentan en mis habilidades y sentidos recién adquiridos. Interpreto esas
insistentes e incesantes punzadas nerviosas como lo que son: una advertencia
de que los perros se acercan con rapidez. En algún rincón oscuro de mi mente
juraría que puedo oír sus respiraciones mientras se aproximan.
Cuando por fin Edmund se dirige hacia su caballo dando grandes
zancadas y nos pide que hagamos lo mismo, no puedo montar con mayor
rapidez. Me paro al lado de Edmund y bajo la voz para que las otras,
ocupadas en los preparativos, no puedan oírme.
—Van a atraparnos, ¿verdad?
Él inspira hondo y asiente.
—Lo harán hoy si no encontramos un río.
—¿Lo encontraremos? —me apresuro a preguntar, consciente de que solo
contamos con el tiempo que queda antes de que las otras estén listas.
Edmund echa un vistazo a su alrededor para asegurarse de que estamos
solos. Después baja la voz y prosigue:
—Tengo un mapa, por llamarlo de algún modo. Es antiguo, pero no creo
que este bosque haya cambiado mucho en los últimos cien años.
Estoy sorprendida. Hasta ahora, Edmund no había mencionado ningún
mapa.
—¿Así es como has podido guiarnos?
Él asiente.
—Verá, mi memoria ya no es lo que era. No quería comentárselo a
nadie… —vuelve a echar un vistazo hacia Sonia y Luisa—. No quisiera que
nadie se apoderara de él. La localización de Altus siempre se ha mantenido en
estricto secreto. Pocos conocen su existencia y aún menos personas saben
cómo llegar hasta allí. Su padre me dejó el mapa antes de morir para
asegurarse de que pudiera llevarla si alguna vez necesitaba marcharse a un
lugar seguro. Aunque Altus cuenta con otras… defensas para no dejar pasar a
visitantes no deseados, odiaría conducir a un enemigo hasta sus puertas.
No estoy en situación de juzgar a Edmund y sus secretos. Yo misma
tengo unos cuantos en mi haber. Asiento con la cabeza.
—De acuerdo. ¿Qué pasa con el mapa?
—Al principio elegí el camino más rápido, pero cuando me di cuenta de
que los perros nos seguían, comencé a trazar una ruta menos directa.
—Pero… con los perros siguiéndonos, ¿no deberíamos tratar de llegar a
Altus lo más pronto posible?
Edmund asiente.
—Es una forma de verlo, pero, aun yendo lo más rápidamente que
podamos, siempre existe la posibilidad de que nos atrapen. Y el mapa
muestra una gran masa de agua, un río muy ancho que podría ayudarnos a
librarnos de ellos de una vez por todas. Apenas debemos desviarnos de
nuestra trayectoria original y no se encuentra muy lejos del océano donde
tenemos que coger la embarcación para Altus. Si conseguimos deshacernos
de los perros en el río e ir directos al mar, estaremos fuera de peligro. Al
menos en lo que se refiere a esas bestias.
—¿Es lo bastante profundo?
Él suspira y comienza a hacer girar su caballo, mirándome por encima del
hombro.
—Esa es la cuestión. No lo sabremos hasta que no lleguemos allí, aunque
en el mapa lo parece.
Después grita unas instrucciones al resto del grupo y yo me coloco en mi
lugar habitual de la fila. Trato de no darle demasiadas vueltas a la revelación
de Edmund. Es imposible saber si podremos escapar de los perros, si el río
será lo bastante profundo para dejarlos atrás o quién nos sigue a caballo entre
las sombras del bosque. Lo único que tiene sentido es que conserve mi
energía mental y de otro tipo para las demás cosas en las que ando metida.
De momento, todo cuanto puedo hacer es cabalgar.
Me gustaría pensar que vamos a escapar de ellos, que están lo bastante
lejos de nosotros como para que el hecho de que nos atrapen solo sea una
lejana posibilidad, pero no es así. Sé que cada vez los tenemos más cerca,
aunque nos desplazamos a tal velocidad que me cuesta imaginar lo rápidos
que tienen que ser para moverse a mayor velocidad aún.
Sé que Edmund también lo presiente, pues poco después de haber
abandonado nuestro lugar de descanso obliga a su caballo a galopar más
deprisa. Le oigo gritar al animal y yo me encojo aún más sobre el cuello de
Sargento, rogándole en silencio que corra más, a pesar de que por su fatigosa
respiración sé que ya le he exigido demasiado.
No me ha dado tiempo a ver el mapa de Edmund. Ni siquiera a
preguntarle a qué distancia estamos del río que piensa que puede ser nuestra
salvación. Pero mientras cabalgamos más y más lejos entre los árboles,
mientras el cielo comienza a oscurecerse con la llegada del anochecer, espero
fervientemente que esté cerca y entre dientes dirijo súplicas a quienquiera que
me escuche —Dios, las hermanas, los Grigori— para que nos ayude.
Pero no es suficiente. Tan solo unos segundos más tarde, unos segundos
después de mis apresuradas oraciones, los oigo venir entre los árboles, justo a
nuestras espaldas. Las criaturas que se mueven por el bosque no son simples
animales. Oigo aullidos, chillidos, y eso me convence de inmediato de que un
lobo o un perro serían una bendición comparados con lo que nos persigue. No
se trata de gruñidos de animales, sino de algo muchísimo más terrorífico.
Algo inhumano.
Las bestias que llevamos en la retaguardia no nos persiguen con la
ligereza y la gracia de los animales del bosque, sino que se abren paso con
ferocidad a través del follaje, son pura fuerza bruta. Las ramas de los árboles
se desprenden a su paso. Sus zancadas producen un sonido semejante al del
cielo partiéndose en dos.
Luisa y Sonia no vuelven la vista atrás, mantienen el paso de Edmund con
decidida concentración. Yo fijo mi vista en sus espaldas y estoy repasando
una lista penosamente corta de posibilidades de huida cuando oigo el
inconfundible sonido de una corriente de agua. El sendero por el que vamos
se ensancha, un poco al principio y luego de golpe, y tengo la certeza de que
nos acercamos al río.
—No pares. Por favor, no pares —le susurro a Sargento al oído. Un río
como el que me había descrito Edmund haría que cualquier caballo quisiera
tomarse un descanso, y descansar es algo que no podemos permitirnos.
Nos lanzamos a través de un claro a toda velocidad y ahí está, una
reluciente joya verde bajo la luz del sol que se desvanece. Mientras nos
alejamos de los árboles y nos dirigimos al agua, los perros están tan cerca que
puedo percibir su olor, una extraña mezcla de sudor, pelo y putrefacción.
El caballo de Edmund no duda en lanzarse al río, seguido del de Luisa,
pero el de Sonia aminora el paso y se detiene cerca de la orilla. La oigo
espolear y suplicar al animal para que avance, como si él pudiese entender
sus palabras. Pero no sirve de nada. El gran animal gris permanece
obstinadamente quieto.
Para decidir qué debo hacer apenas me queda un instante, en el que todo
se mueve al mismo tiempo muy despacio y muy deprisa. Se trata de una
decisión fácil, puesto que hay muy pocas opciones.
Obligo a mi caballo a detenerse y me doy la vuelta para plantar cara a los
perros.
Al principio, el claro que tengo delante está vacío. Pero los oigo venir, así
que me llevo la mano a la espalda, cojo el arco que llevo cruzado sobre ella y
saco una flecha de mi carcaj. Colocar la flecha y tensar el arco es mi reacción
instintiva para prepararme contra los perros. Sin embargo, todo mi
entrenamiento en Whitney Grove no me ha preparado para enfrentarme a la
primera bestia que sale como un rayo de entre los árboles.
No es lo que me esperaba. La criatura no es negra, con ojos rojos, como
me la imaginaba. No. Tan solo sus orejas son de un rojo encendido; su piel es
de un blanco reluciente, con el resplandor propio del cristal tallado. Es un
contraste espeluznante ver a esa bestia casi tan alta como Sargento cubierta
por una piel tan inmaculada. Me habría olvidado del miedo que tengo y
habría acariciado esa piel resplandeciente de no haber sido por sus ojos color
esmeralda, unos ojos iguales a los míos, como los de mi madre y los de mi
hermana. Me llaman a mí y son un terrorífico recordatorio de que, a pesar de
que estemos en bandos contrarios, nos conecta inexorablemente la profecía
que a todos nos une.
Puedo oír a los otros perros aullando en el bosque, detrás del que va
delante. No sé cuántos le seguirán, pero todo lo que puedo hacer es intentar
eliminar a cuantos me sea posible. Así espero darles más tiempo a mis
amigas para cruzar el río.
No resulta fácil apuntar. Ese perro es más rápido que cualquier bestia que
haya visto jamás y su piel casi traslúcida se funde con la bruma de los
alrededores. Tan solo el fulgor de sus orejas y esos ojos magnéticos evitan
que lo pierda completamente en la niebla.
Apuntando con cuidado a la zona que espero que coincida con su pecho,
trato de encontrar una pauta en su modo de andar. Luego tenso aún más el
arco y dejo volar la flecha, que sale disparada por los aires, describiendo un
elegante arco, y alcanza tan repentinamente al perro que casi me sorprende
verlo caer.
Ya estoy tensando el arco para disparar otra vez cuando algo se mueve
fuera de mi campo de visión y otra bestia inmaculada irrumpe a mi derecha
entre los árboles. Cambia de dirección y se lanza al claro que está frente a mí,
mientras calculo las posibilidades que tengo de acertar de nuevo. Me sujeto
bien y fijo la vista en el perro que tengo enfrente. Estoy segura de que puedo
darle antes de que me alcance cuando otro penetra en el claro por la
izquierda.
Y todavía puedo oír a muchos, muchos más aullando en el bosque, detrás
de estos dos.
Comienzan a temblarme los brazos mientras mantengo mi posición y
trato de decidir qué hacer. Entonces se oye un repentino estruendo detrás de
mí, hacia la derecha, y el perro que está entrando en el claro cae al instante.
Un aroma a pólvora satura el aire y, sin desviar los ojos, sé que Edmund me
está cubriendo con su rifle.
—¡No queda tiempo! Entre ya en el río.
La voz de Edmund hace flaquear mi seguridad. Sosteniendo aún el arco,
hago girar a Sargento para ponerlo de cara al río y trato de escapar por el
agua a la máxima velocidad que puedo mientras agarro el arco. Edmund pasa
rápidamente a mi lado, dirigiéndose al centro del río, pero el caballo de Sonia
continúa parado en la orilla. Ella lucha con las riendas, tratando en vano de
que el animal entre en el agua. No para de patalear en el suelo pedregoso ni
de levantar y girar la cabeza en respuesta a las órdenes de Sonia.
No tengo tiempo para pararme a pensar. La verdad es que no. Ya lanzada
en dirección al agua, alargo una mano al llegar a la parte trasera del caballo
de Sonia y, al alcanzar su flanco, lo golpeo con todas mis fuerzas.
Al principio no sé si funciona, puesto que mi propio caballo pasa a toda
velocidad al lado de Sonia hacia el agua. Sus cascos chapotean por el fondo
del río, aunque se trata más de una sensación que de un sonido, ya que no
puedo oír nada a causa de los perros. Sus aullidos están tan próximos que me
parece sentir el calor de su aliento sobre mi espalda. Hago que Sargento se
adentre más aún en el agua y rezo para que no se detenga ni se dé la vuelta
para regresar a la orilla.
Pero no es de Sargento de quien debería preocuparme. Él está dispuesto a
continuar hasta el centro del río. Es mi propio miedo el que de repente me
invade, comenzando por mis pies, completamente sumergidos en el río, y
subiendo después por mis piernas y por mi pecho, hasta que el corazón me
late tan enloquecido que ya ni siquiera puedo oír a los perros. Mi respiración
se acelera y se vuelve entrecortada, no siento la necesidad de huir. En lugar
de eso tiro con fuerza de las riendas y obligo a Sargento a detenerse tan
brusca y repentinamente que casi se encabrita dentro del agua.
Sonia pasa a nuestro lado como una exhalación y se adentra en aguas más
profundas.
En cambio, parece que yo me he quedado soldada a Sargento, y Sargento,
a requerimiento mío, da la impresión de que ha echado raíces en el lecho del
río. Mi terror se manifiesta en una especie de tranquila apatía. En esos
momentos preferiría morir a manos de los perros que luchar contra el río.
—Va siendo hora de que nos vayamos.
Me giro en la dirección de donde proviene la voz. Al hacerlo me
encuentro a Edmund de nuevo a mi lado. Por una parte, deseo que hubiese
continuado hasta la otra orilla del río y, por otra, le quiero por haber venido a
rescatarme.
Me da tiempo a toparme con su mirada durante un segundo escaso antes
de que un ruido en la orilla atraiga mi atención. No se trata de los perros, sino
de otra cosa. Hay alguien tras ellos: una figura con capa, montada sobre un
caballo negro que se encuentra detrás de las bestias, como si tan solo se
tratara de perros de caza.
Por sí solo, todo eso ya resultaría bastante desconcertante. Pero cuando la
figura se quita la capucha, ya no consigo comprender en absoluto las
circunstancias en las que me encuentro y me asaltan muchos más
interrogantes aún.
Intento percibir demasiadas cosas al mismo tiempo: a los perros entrando en
el agua, a pesar de sus claros titubeos; a Edmund parado a mi lado y
negándose a continuar con las otras; y en la orilla del río nada menos que a
Dimitri Markov montado tranquilamente sobre su caballo detrás de los
perros.
Nada de ello me espolea para seguir adelante.
—Hay que marcharse ya, Lia —el tono de voz de Edmund es suave pero
firme y, a pesar de mi miedo, me doy cuenta de que, por primera vez en todos
estos años, ha usado mi nombre de pila—. Perciben su miedo. Vienen a por
usted. Son demasiados para el rifle y no está usted lo bastante cerca de la otra
orilla como para mantenerlos a raya.
En algún lejano rincón de mi cabeza encuentro sentido a sus palabras,
pero sigo sin moverme. Los perros chapotean cautelosos dentro del agua,
mojándose primero las patas y continuando luego, despacio, hasta sumergir
por completo sus cuerpos y quedarse tan solo a unos pies de distancia de
Edmund y de mí.
Sin embargo, soy incapaz de moverme, incapaz de ordenar a Sargento
que siga adelante, pese a que tiene los músculos tensos por la necesidad de
huir. Sé que presiente el peligro que se respira en el aire, exactamente igual
que yo.
Solo cuando Dimitri se pone en movimiento hacia el río, hacia mí,
consigo liberarme de mi estupor, aunque no lo bastante como para obligarme
a moverme. Capta mi atención, sin embargo, al espolear su caballo hacia
delante, y no soy yo la única que se detiene a observar su avance. También
los perros giran sus impresionantes y níveas cabezas para observar a este
nuevo actor de nuestro drama. Dimitri fija su mirada sobre ellos y por un
momento habría jurado que tenía lugar entre ellos alguna forma de
comunicación no verbal.
Los perros se ponen tensos cuando el elegante caballo de Dimitri viene
hacia nosotros chapoteando por las aguas poco profundas. Giran sus cabezas
de un lado a otro, mirándome a mí y comprobando los progresos de Dimitri
sin moverse de donde están. Es como si le conocieran, como si le mostrasen
alguna extraña clase de respeto. Cuando me miran, puedo percibir en sus ojos
su deseo de acortar distancias y atraparme mientras puedan.
Pero la suya es una sed que no va a saciarse. Se quedan mirando mientras
Dimitri conduce su caballo hasta la altura del mío. A medida que el cielo se
oscurece ante la llegada de la noche, la corriente se hace más intensa y noto a
Sargento tratando de mantenerse apoyado sobre el pedregoso lecho del río,
mientras Dimitri adelanta una mano y coge las riendas de mis manos heladas.
Me mira a los ojos y tengo la sensación de que nos conocemos desde hace
una eternidad.
—Tranquila. Confíe en mí, la ayudaré a cruzar.
Hay ternura en su voz, como si algo íntimo e inexplicable hubiese
sucedido entre nosotros desde nuestro encuentro en el club, aunque desde
entonces no habíamos vuelto a vernos.
—Tengo… tengo miedo —las palabras salen de mi boca sin que me dé
tiempo a contenerlas, espero que suenen menos fuertes de lo que me imagino.
Con el rugir del río tal vez Dimitri no haya percibido mi cobardía.
Él asiente.
—Lo sé —sus ojos arden dentro de los míos. Reflejan una promesa—.
Pero no voy a permitir que le ocurra nada.
Trago saliva y, sin saber cómo, estoy segura de que Dimitri moriría antes
de verme sufrir algún daño. Sin embargo, no sabría decir la razón, pues, en
realidad, no nos conocemos de nada. Aun así, asiento sin decir una palabra y
me agarro a la silla.
Dimitri coloca una mano sobre mi arco.
—Vamos, deje que la ayude con esto.
Me sorprende ver aún el arco en mis manos. Estoy acostumbrada a
sujetarlo. Tengo los dedos tan fríos que a Dimitri le cuesta trabajo quitármelo,
aunque un instante después por fin logra apartarlo de mis dedos rígidos. Me
lo introduce por la cabeza y me lo coloca con cuidado a la espalda.
—Ya está lista. Ahora sujétese fuerte —presiona mi mano sobre la parte
delantera de la silla de montar hasta que mis dedos agarran el cuero de forma
automática.
En esta situación poco me importa que me hablen como a una niña.
Dimitri se topa con la mirada de Edmund. Este nos insta a que
marchemos delante de él, pero Dimitri sacude la cabeza.
—Debe ir usted primero. De otro modo, no podré protegerle —Edmund
vacila y Dimitri prosigue—: Tiene mi palabra de que a Lia no va a pasarle
nada.
En cuanto Edmund le oye pronunciar mi nombre, asiente con la cabeza.
Espolea a su caballo para que se adentre en aguas más profundas mientras
Dimitri se hace con las riendas de Sargento y lo acerca más a su propia
montura.
—Sujétese —es lo último que me dice antes de adentrarse en el río detrás
de Edmund.
Al principio, las fuertes manos de Dimitri tienen que tirar de Sargento,
pero cuando el caballo se da cuenta de que cada vez le cuesta más mantenerse
estable contra la fuerza de la corriente, por fin se relaja y se deja ir detrás de
Dimitri. Noto la inquietud del animal al pisar con cuidado las rocas del fondo
del río, tratando de afianzarse sobre ellas.
Me agarro a la silla con todas mis fuerzas. Tengo los dedos agarrotados,
aunque apenas me doy cuenta de ello. Trato de fijar la vista en Edmund, que
va delante de nosotros, y al mirar más allá veo a Sonia y a Luisa sentadas
sobre sus caballos en la orilla opuesta del río. Comprobar que lo han
conseguido hace que me anime.
Si ellas lo han logrado, nosotros también podemos hacerlo.
Sin embargo, puedo permitirme pocas esperanzas. De pronto, Sargento
flaquea, resbala y lucha por mantener el equilibrio en el resbaloso lecho del
río. El pánico me invade cuando me deslizo sobre su lomo y el agua se cierra
en torno a mis muslos. Me sujeto a la silla con desesperación. No solo me
aterroriza el agua misma, sino también su sonido, que constituye una
amenaza para el último vestigio de cordura que me queda. Ese furioso rugido,
esa frenética carrera del agua por encima de las piedras es el sonido de la
muerte de mi hermano, el de la muerte que yo también estuve a punto de
experimentar tratando en vano de salvarlo a él.
Reprimo mis ganas de gritar. Al mirar a Dimitri, veo su mirada tan firme
como el cielo que tenemos encima. No tiene miedo, y su inquebrantable
confianza en que conseguiremos cruzar el río alimenta la mía.
Me agarro aún más fuerte.
—Vamos, Sargento. Ya casi hemos llegado. No te rindas ahora.
No lo hace. Parece comprenderme, pues sus patas se enderezan y se
yergue por encima del agua, caminando pesadamente tras Dimitri y su
caballo, como si jamás se hubiera planteado hacer otra cosa. Unos segundos
más tarde, el nivel del agua comienza a bajar y deja al descubierto primero
mis muslos empapados, cubiertos por la lana mojada de mis pantalones de
montar, y luego mis pantorrillas. No tardamos en salir de las profundidades
del río y mientras Dimitri conduce a Sargento hacia los que esperan un poco
más allá de la orilla, ya tengo los pies completamente fuera del agua.
—¡Oh, Dios mío, Lia! —Luisa no tarda ni un segundo en desmontar.
Viene corriendo hacia mí con la camisa y los pantalones igual de empapados
que los míos—. ¿Te encuentras bien? ¡He pasado tanto miedo!
Sonia acerca su caballo hasta el mío para coger una de mis manos
congeladas.
—¡Tenía miedo de que no lo consiguieras!
Por un instante desaparecen todas las sospechas de los días pasados. Por
un instante somos las tres amigas que siempre hemos sido desde que la
profecía nos involucró en sus turbios secretos.
Edmund conduce a su caballo al trote hasta llegar a nuestra altura.
Contempla a Dimitri con algo parecido a la admiración.
—No le esperaba hasta dentro de dos días, pero debo decir que me alegro
de que haya venido tan pronto.
Me siento confusa, apenas comprendo las palabras de Edmund, que
significan que conoce a Dimitri y que le estaba esperando. Un sonido irrumpe
en el silencio. Al principio no me doy cuenta de que sale de mi boca, pero
enseguida mis dientes hacen un ruido tan escandaloso que puedo oírlo incluso
por encima del ruido del agua.
—Está helada y asustada —dice Dimitri.
—Alejémonos de la orilla —los ojos de Edmund vagan hasta los perros,
que siguen quietos en el agua, como si de un momento a otro fuesen a echar a
correr hacia nosotros—. No me gusta el aspecto que tienen.
Dimitri sigue la mirada de Edmund hasta los perros antes de volverse de
nuevo a nosotras.
—No nos seguirán, pero eso no quiere decir que estemos fuera de peligro.
Lo mejor sería que acampáramos esta noche y que nos reorganizáramos.
Edmund se da la vuelta y de nuevo se pone en cabeza del grupo. Como de
costumbre, formamos una hilera, a pesar de que Dimitri sigue llevando a
Sargento de las riendas. No me quedan fuerzas para insistir en que puedo
arreglármelas sola. Para ser sincera, siento alivio al dejar que alguien me
lleve al menos durante un rato.
No muy lejos de la orilla comienza de nuevo el bosque. Mientras nos
adentramos en sus sombras, me atrevo a mirar atrás. Puedo ver a los perros
aún quietos en el río, en el mismo lugar donde los dejamos. Sus ojos verdes
se topan con los míos a pesar de la extensión de agua y del nebuloso
crepúsculo. Son lo último que veo antes de desaparecer de nuevo dentro del
bosque.
—Beba esto —Dimitri sostiene ante mí una pequeña taza y me hace
compañía mientras los demás se mudan de ropa.
Saco una mano de la manta que envuelve mis hombros para coger la taza
que me ofrece.
—Gracias.
Este té es malo, da igual que se haga más o menos cargado. Pero me he
acostumbrado a tomarlo estos días atrás y, después del frío pasado en el río y
del susto de los perros, apenas noto su amargor caliente. Sostengo la taza con
ambas manos y bebo a sorbos de ella intentando que su calor se transmita a
mis manos aún heladas.
Dimitri se sienta a mi lado sobre un tronco y extiende las manos hacia la
hoguera que Edmund encendió inmediatamente después de escoger este lugar
para acampar por la noche.
—¿Se encuentra bien, Lia? —viniendo de su boca, mi nombre me suena
bien y de lo más natural.
—Eso creo. Solo tengo mucho frío —trago saliva, angustiada, tratando de
apartar en vano de mi mente el miedo que he pasado en el río—. No sé lo que
me ha ocurrido. No… no podía moverme.
—Lia.
No quiero volverme al escuchar mi nombre, pero mis ojos se sienten
inexorablemente atraídos por los suyos. Su voz es una orden a la que no
puedo sustraerme. Sin embargo, es tan suave como la bruma que flota en el
bosque mientras se asienta la noche.
—Sé lo que sucedió —continúa— y no la culpo.
Muestra comprensión en su mirada. Eso me confunde y, sí, también me
irrita. Deposito la taza a un lado, en el suelo.
—¿Qué es lo que sabe exactamente de mí? ¿Y cómo se ha enterado de
ello?
Su expresión se suaviza.
—Sé lo de su hermano. Sé que murió en el río y que usted estaba allí.
Las lágrimas hacen que me escuezan los ojos y me pongo bruscamente en
pie. Camino algo tambaleante hasta el extremo del campamento para
serenarme. Cuando creo poder hablar ya sin que me tiemble la voz, regreso
con Dimitri y dejo que fluya por cada rendija de mi cuerpo toda la rabia y la
frustración de las pasadas semanas, no, de los meses pasados.
—¿Cómo puede saber lo de mi hermano? ¿Qué puede saber de su muerte
y de mi intervención en ella? —coloco los brazos en jarras, incapaz de evitar
que la amargura mane por mi boca. He perdido el hilo de mis propias
preguntas, pero no se trata ahora de conseguir respuestas—. Usted no sabe
nada de mí. ¡Nada! ¡Y no tiene derecho, ningún derecho a hablar de mi
hermano!
Solo la mención de Henry disuelve mi enfado por un instante. De pronto
me vuelvo a ver combatiendo la tristeza, la insoportable y agotadora
desesperación que a punto estuvo de provocar que me lanzase desde lo alto
de un precipicio cercano a Birchwood antes de irme a Londres. De pronto,
poco puedo hacer aparte de quedarme plantada ante Dimitri con los brazos
aún en jarras, mientras mi respiración se intensifica y se acelera a causa de mi
incontestable diatriba.
Él se levanta y viene hacia mí. Se detiene solo cuando ya está muy cerca.
Demasiado cerca.
Sus palabras me llegan teñidas de ternura.
—Sé mucho más de lo que usted piensa. De la profecía. De su vida
anterior a Londres. De usted, Lia.
Por un momento creo que voy a perderme en sus ojos, que voy a
ahogarme una y otra vez en ese océano, hasta que ya no desee siquiera hallar
el camino de vuelta a casa. Pero entonces sus palabras regresan a mí en
oleadas: «Sé mucho más de lo que usted piensa. De la profecía…».
La profecía. Conoce la profecía.
—Aguarde un minuto —digo, dando un paso atrás. Me cuesta respirar,
aunque esta vez es debido a algo mucho más complejo que el enfado—.
¿Cómo puede conocer la profecía? ¿Quién es usted exactamente?
Dimitri se pasa los dedos por sus oscuros cabellos y, por un instante, casi
parece un niño. Su expresión se vuelve lúgubre al señalar con gestos el tronco
que tenemos a nuestros pies.
—Tal vez debería sentarse.
—Antes de sentarme, me gustaría saber quién es usted, si no le importa
—contesto, cruzando los brazos sobre el pecho.
Él se echa a reír y yo le lanzo una mirada que debería acabar con sus risas
de inmediato. Pero no funciona. Por lo menos, al principio.
—Si le aseguro que estoy de su parte —dice con un suspiro—, que solo
estoy aquí para protegerla, ¿querrá sentarse y dejar que me explique?
Trato de encontrar malicia o falsedad en su rostro, en sus ojos, pero tan
solo hay verdad en ellos.
Hago un gesto afirmativo y me siento. Después de todo, me salvó de los
perros. Y aunque no he tenido ocasión de hablar con Edmund, está claro que
él y Dimitri se conocen de algo.
Dimitri también toma asiento a mi lado. Durante unos instantes
contempla fijamente el fuego antes de hablar.
—Se supone que yo no debería estar en este lugar —dice—. He…
traspasado ciertos límites para estar aquí. Límites sagrados que se supone que
no se deben sobrepasar.
Tengo frío y estoy cansada, pero trato de ocultar mi desencanto.
—¿Por qué no me lo cuenta todo?
Dimitri levanta la vista para mirarme a los ojos.
—Soy miembro de los Grigori.
—¿Los Grigori? Pero yo pensaba que la misión de los Grigori consistía
en crear y hacer cumplir las leyes de los otros mundos.
—Así es —se limita a contestar.
Me encojo de hombros, sin comprender.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Me enviaron para que la vigilara mientras buscaba las páginas perdidas
y las otras llaves de la profecía.
—¿Para vigilarme? ¿Quiere decir para protegerme?
Se para a tomar aire.
—No exactamente.
Empiezo a preocuparme.
—¿Por qué no me aclara exactamente para qué le enviaron aquí?
—Me enviaron para que me asegurara de que no emplea la magia
prohibida para acabar con la profecía —lo dice todo de golpe y apenas tardo
un momento en darme cuenta de por qué le ha costado tanto decirme una
cosa tan simple.
—¿Le enviaron para espiarme?
Al menos tiene la decencia de parecer disgustado.
—Debe comprenderlo, Lia. La profecía lleva siglos en marcha, pero
nunca nadie había estado tan cerca de ponerle fin. En los otros mundos jamás
habían creído tantos que de verdad podría estar tan cercano el fin, que puede
que termine el dominio de Samael en aquellos mundos y, potencialmente, en
este. Nosotros deseamos más que nadie ver que la profecía llega a su fin y
que la paz se extiende en los otros mundos. Pero las cosas se han…
descontrolado. Y alguien debe tratar de controlarlas lo más posible. En eso ha
consistido siempre la tarea de los Grigori.
Mi furia se desborda al pensar en Alice.
—Y mientras me espían a mí, ¿qué pasa con Alice? ¿Quién controla que
no infrinja las leyes de los Grigori?
—Hemos tratado de vigilarla —noto el tono derrotista de su voz—. Pero
no ha servido de nada. Hasta las almas reconocen el poder de los Grigori, al
menos en apariencia, pero Alice no. Ni le importan las leyes de los otros
mundos ni reconoce nuestra autoridad. Peor aún, es lo bastante poderosa
como para viajar por el plano astral cuando le place sin que nadie la detecte.
Aunque detesto admitirlo, está fuera de nuestro control. Creo que hasta las
almas tienen dificultades para controlarla.
—Entonces, ¿por qué trabajan con ella? ¿Por qué se alían con ella?
Levanta las manos en un gesto de resignación.
—Porque no pueden tenerla a usted. Alice es su aliada más poderosa en el
mundo físico, más poderosa aún que todas las almas que aguardan aquí la
llegada de Samael, porque ella está conectada a usted. A través de Alice
mantienen la esperanza de poder llegar a usted.
Muevo la cabeza.
—Pero… Alice no ejerce ningún dominio sobre mí. Somos enemigas a
todos los efectos.
Él inclina la cabeza.
—Pero ¿no es cierto que si ella la llama usted acude? ¿Que ella acude si
usted la llama? ¿No es cierto que usted puede ver su forma espiritual cuando
ella viaja de noche por el plano astral? ¿Que de noche también ella la ha visto
a usted, a pesar de hallarse a miles de millas de distancia?
—Sí, aunque no era esa mi intención. Yo no busco mostrarme ante Alice
ni sobrepasar los límites de los otros mundos. Me quedé enormemente
sorprendida cuando ella levantó la vista mientras realizaba su ritual y me vio
allí.
—Lo sé. Todos lo sabemos. Es Alice quien desafía las leyes de los otros
mundos usando sus poderes de hechicera. Pero esa no es la cuestión,
¿verdad? Al menos, no en esta conversación —extiende los brazos para
cogerme las manos—. La cuestión es que usted tiene una conexión con ella,
Lia. Comparte el inextricable vínculo de las hermanas, las gemelas, y está
aún más unida a ella por la profecía. Las almas lo saben. No pueden estar
seguras de que Alice les proporcionará algún avance en su misión de ver
entrar a Samael en el mundo físico a través de la puerta, a través de usted,
Lia, pero tampoco conseguirán hacerlo sin ella. Les ha sido de gran ayuda
para llegar tan lejos. Ha sido sus ojos y oídos en el mundo físico. Y, además,
está el asunto de las páginas perdidas.
Me había sentido arrullada, en un estado cercano a la tranquilidad,
básicamente gracias al calor del fuego y a la agradable presión de la mano de
Dimitri sobre la mía. Pero la mención de las páginas perdidas logra
sacudirme la niebla de la cabeza.
—¿Las páginas? ¿Qué tienen que ver con Alice, aparte de que no quiere
que yo las encuentre?
Parece sorprendido.
—Bueno, quiero decir que… Nadie sabe con certeza en qué consisten.
Llevan mucho tiempo ocultas para mantenerlas a salvo. Sabemos que
proporcionan datos sobre el final de la profecía, y lo lógico es suponer que
los detalles que den implicarán tanto a la guardiana como a la puerta.
Supongo que las almas prefieren conservar a Alice, a pesar de su actual
estado de desenfreno, que correr el riesgo de alejarse de ella y necesitarla más
adelante.
Vuelvo la vista hacia el fuego y reflexiono en silencio sobre lo que acaba
de decir Dimitri. Me surgen preguntas. Noto cómo se deslizan por mi
conciencia como fantasmas, pero el susto de los perros, unido a lo que
Dimitri ha dicho, hace que todo resulte difícil de comprender. Tan solo una
cosa se destaca en mi mente, algo que pugna por salir a la superficie desde lo
más hondo de mis convulsos pensamientos.
—Ha dicho usted que para estar aquí tuvo que traspasar ciertos límites
que deberían ser respetados. ¿A qué se refería?
Dimitri suspira. Cuando me vuelvo a mirarle, su rostro está vuelto hacia
el fuego. Supongo que ahora le toca a él tratar de encontrar respuestas entre
sus llamas. Baja la vista hacia sus manos y comienza a hablar.
—Los Grigori no debemos involucrarnos en ninguna de las partes de la
profecía. Se suponía que yo tan solo debía observarla de lejos. Durante algún
tiempo pude hacerlo usando el plano astral. Pero…
—¿Sí? —le animo.
Levanta la vista de sus manos y vuelve sus oscuros ojos hacia mí. Brillan
en la noche como ébano pulido.
—Fui incapaz de no intervenir. Desde el primer momento en que la vi,
sentí… algo.
Yo enarco las cejas, encuentro divertidas las palabras que ha escogido.
—¿Algo?
Por primera vez desde que apareciera en la orilla del río, una sonrisa
asoma por las comisuras de su boca.
—Me… siento atraído por usted, Lia. No estoy seguro de por qué, pero
no pude dejar que se enfrentara sola a los perros.
El corazón me palpita vertiginosamente dentro del pecho.
—Es muy amable de su parte. ¿Pero a qué consecuencias tendrá que
enfrentarse por desafiar las leyes de los Grigori? ¿O sus leyes están dirigidas
tan solo a los mortales y a aquellos que habitan los otros mundos?
Nuevamente su semblante se pone serio.
—Las leyes son para todos, incluido yo. De hecho, sobre todo para mí —
no me da tiempo a preguntarle sobre este punto antes de que prosiga—:
Afrontaré las consecuencias, pero me será menos difícil soportarlas que
pensar en dejarla atravesar este bosque sin una escolta segura.
Hace esta declaración con sencillez, como si fuese lo más normal sentir
tal preocupación después de tan poco tiempo. No obstante, es más extraña
aún mi aprobación, pues, según lo dice, me parece de lo más natural que
permanezcamos juntos en el bosque mientras nos dirigimos a Altus, como si,
al igual que Edmund, llevara esperando la llegada de Dimitri desde el primer
momento.

Antes de acostarnos, pasamos las dos horas anteriores cenando, limpiando y


atendiendo a los caballos, aunque a mí no me permiten ayudar. Mientras
cenamos, Dimitri brinda al grupo una explicación abreviada sobre su
presencia. Lo más que llegan a saber Sonia y Luisa es que es un miembro de
los Grigori que ha sido enviado para ayudar a Edmund a escoltarnos hasta
Altus. No se extiende sobre sus sentimientos hacia mí o sobre los posibles
problemas que tendrá que afrontar por ayudarnos.
Cuando entro en la tienda, después de desear a Edmund y a Dimitri que
pasen una buena noche, la atmósfera está inusualmente cargada de tensión.
He acabado por acostumbrarme a los forzados silencios entre Luisa y Sonia,
entre todas nosotras, pero esta vez casi puedo sentir el peso de las palabras
que se han dicho en mi ausencia o que no se han dicho en absoluto y que por
eso pesan aún más.
Sin embargo, ni siquiera esa incomodidad que sentimos estando juntas
puede reprimir su curiosidad por la repentina aparición de Dimitri.
—¡Es el caballero del club! —susurra Sonia, en un tono no muy discreto.
—Sí —los preparativos que hago para acostarme me permiten evitar
mirarla, aunque no impiden sus preguntas.
—Espera un momento —interviene Luisa—. ¿Quieres decir que ya
conocíais a Dimitri de antes?
Hay cierto tono de urgencia en su voz y me pregunto si no estará celosa
por que Sonia y yo hayamos compartido otra experiencia más. Eso me
enternece, pero no por mucho tiempo. Si Luisa nos traiciona en favor de las
almas, aunque su complicidad sea involuntaria, no hay lugar para la ternura.
Comienzo a quitarme las horquillas del pelo.
—Conocer no es la palabra más adecuada. Sonia y yo coincidimos con él
en una reunión en Londres, eso es todo.
—Entonces, ¿tú ya sabías quién era? —pregunta Sonia.
Bajo las manos sin haberme soltado del todo el pelo y me vuelvo a
mirarla.
El tono acusatorio de su voz está teñido de algo demasiado parecido al
enfado como para llamarlo de otro modo.
—¡Pues claro que no! De haberlo sabido te lo habría dicho.
—¿Lo habrías hecho, Lia? ¿De verdad? —sus ojos brillan con una furia
que no comprendo.
Inclino la cabeza, incapaz de creer lo que estoy oyendo.
—Sonia… Por supuesto que lo habría hecho. ¿Cómo se te ocurre pensar
otra cosa?
Ella entrecierra los ojos como si no supiera si creerme o no, y así nos
quedamos durante un incómodo momento de silencio, hasta que por fin relaja
los hombros y resopla aliviada.
—Lo siento —se frota las sienes haciendo una mueca de dolor—. Estoy
muy cansada. Muy cansada de los caballos, del bosque y del miedo constante
a los perros y a las almas.
—Todas lo estamos. Pero te prometo que hasta hace un rato no sabía nada
sobre Dimitri —con un suspiro trato de contener mi propio descontento, mi
propio agotamiento—. Ya no puedo más. Me voy a dormir. Sin duda, mañana
tendremos otro largo día por delante.
Me doy la vuelta sin esperar a ver si están de acuerdo. No me importa si
les apetece seguir hablando o no, aunque si lo hacemos, si me obligan a
escuchar sus quejas y mezquinos resentimientos, me temo que me pondré a
chillar. Mañana le hablaré a Sonia sobre la traición de Luisa, aunque no es
una conversación que esté deseando mantener.
Luego, mientras me acomodo entre las mantas en el silencio de nuestra
tienda, creo que me va a costar mucho rato quedarme dormida, que voy a
pasar muchas horas despierta reviviendo los peligros de hace unas horas.
Pero ya se han cobrado su peaje y me duermo casi en cuanto mi cabeza se
posa en el suelo.
Cuando me despierto dentro de un sueño, tengo la sensación de llevar
algún tiempo profundamente dormida. Estoy segura de no estar viajando,
aunque el sueño me resulta muy real. Me encuentro de pie dentro de un
círculo, cogida de las manos de dos individuos sin rostro que tengo a cada
lado. Frente a mí hay una enorme hoguera encendida y al otro lado de las
llamas veo otras figuras envueltas en togas y cogidas igualmente de las
manos.
Del centro del grupo surge un cántico inquietante. Me sorprendo al notar
cómo se mueve mi propia boca, al oír vocablos —algunos, extraños; otros,
familiares— saliendo de mis labios al mismo tiempo que de los labios de los
demás. Noto cómo voy cayendo en un estado de trance y ya casi me he
dejado llevar, casi he dejado de hacerme preguntas mentalmente, cuando un
terrorífico chasquido parece desgarrar en dos mi cuerpo. Suelto un grito e
interrumpo mi canto a pesar de que los demás continúan como si no pasara
nada, como si en ese preciso instante no me estuviese partiendo en dos algún
intruso invisible.
Me suelto instintivamente y me dirijo trastabillando en dirección al fuego.
Las manos que tenían cogidas las mías se unen y me atrapan dentro del
círculo de las figuras vestidas con túnicas. Continúo trastabillando hacia
delante hasta caer al suelo hecha un guiñapo. El dolor me desgarra
nuevamente por dentro. En el sueño huelo la hierba, dulzona y húmeda, bajo
mi cuerpo y uso mis manos para intentar levantarme, para volver a poner de
nuevo los pies sobre el suelo.
Pero no son ni mi caída ni mis esfuerzos por ponerme en pie lo que me
saca bruscamente de mi sueño. No. Es mi mano aferrada a la tierra dura.
Bueno, no exactamente mi mano, sino mi muñeca y el medallón que la rodea.
El medallón que había permanecido a salvo en la muñeca de Sonia desde
que salimos de Nueva York hace un año.
Hasta ahora.
Al despertar de mi sueño, me consuela ver el rostro de Sonia tan cerca del
mío. A pesar de la reciente tensión, desde el comienzo de nuestra misión para
terminar con la profecía ha sido su rostro el que ha representado para mí la
amistad.
Me incorporo con la mano apretada contra el pecho, como para acallar los
frenéticos latidos de mi corazón.
—¡Ay! ¡Ay, Dios mío!
Sonia posa un brazo sobre el mío.
—Chsss. Calla, Lia. Lo sé, lo sé —vuelve a colocarme sobre la almohada.
En su tono de voz hay algo dulcemente siniestro, mucho más aterrador por su
inocencia.
—Descansa, Lia. Seguro que no habrá sido tan duro.
Al principio me siento confusa. Sus palabras no parecen más que un
montón de incoherencias que no soy capaz de descifrar. Pero luego sobran las
palabras. Al final es el medallón que rodea mi muñeca, lo mismo que en mi
sueño, el que me dice todo cuanto necesito saber.
—¿Qué… qué pasa? ¿Por qué llevo el medallón en la muñeca, Sonia? —
no me molesto en buscar el broche en la oscuridad, simplemente arranco la
cinta de terciopelo de la que cuelga el medallón hasta que termina por
soltarse a la fuerza y cae al suelo de la tienda.
Sonia se pone a gatas en medio de la oscuridad y busca entre las mantas.
Empiezo a comprenderlo todo antes de que lo encuentre, pero cuando lo
hace, cuando regresa a mi lado gateando y con el medallón en la mano, lo sé
con total certeza.
—Póntelo, Lia. Solo un rato. Es por el bien de todos, también por el tuyo
propio —sus ojos brillan en la oscuridad. En ese momento descubro lo que es
el horror, un horror mayor que el que hubiese sentido enfrentándome a las
almas, al medallón e incluso al mismísimo Samael. En ese momento,
contemplar ese destello de locura en los angelicales ojos de Sonia es el peor
de todos los castigos.
No sé cuánto tiempo me paso contemplando fijamente el azul de sus ojos,
tratando de reconciliar a la Sonia que conozco con la chica que tengo delante,
la que está intentando usarme como puerta para que pueda pasar a través de
ella el mal. Pero cuando por fin recupero mis sentidos, retrocedo hacia el
fondo de la tienda.
Y entonces comienzo a gritar sin parar.

—Creí que eras tú.


Mis palabras van dirigidas a Luisa, que está sentada conmigo junto a la
hoguera.
Estamos solas, envueltas en mantas para combatir el frío, mientras
Dimitri y Edmund tratan de controlar a Sonia en la tienda.
No he vuelto a ver a ninguno de los dos desde que se la llevaron
pataleando y chillando para apartarla de mí.
Luisa parece sorprendida.
—¿Yo? ¿Por qué?
Me encojo de hombros.
—Te comportabas de forma rara, desaparecías en momentos extraños,
parecías… enfadada y retraída.
Se me acerca un poco más y me coge una mano.
—Yo lo sabía, Lia. Sabía que algo le pasaba a Sonia. Se lo pregunté, pero
se puso a la defensiva.
—Pero… yo te vi practicando la adivinación en el río —a pesar de las
actuales circunstancias, me avergüenza admitir que la estuve espiando.
Sin embargo, a Luisa no parece importarle.
—Lo hice. Estuve tratando de ver algo en relación con Sonia, algo que
me ayudara a convencerte.
—¿Y por qué no me lo contaste sin más, Luisa? ¿Por qué no me
advertiste?
Ella suspira y suelta mi mano mientras una expresión de arrepentimiento
cruza sus exóticas facciones.
—Si hubiese acudido a ti únicamente con sospechas sobre Sonia, no me
habrías creído. Quería tener alguna prueba —ya no hay en su voz esa
amargura a la que había llegado a acostumbrarme y que me inclinaba a
preferir intimar con Sonia. Ahora solo hay en ella arrepentimiento.
Una alegre carcajada procedente de mi boca estalla en la noche.
—Bueno, ya tenemos pruebas, ¿no?
No se trata de una pregunta que requiera respuesta, ambas lo sabemos. Yo
no sé qué decir sobre Sonia y está claro que a Luisa le pasa lo mismo, de
modo que permanecemos sentadas y sin hablar en un silencio roto tan solo
por el crepitar del fuego. Oigo un murmullo de voces provenientes de la
tienda, pero no me molesto en tratar de entender de qué están hablando
Edmund, Dimitri y Sonia. Solo son un telón de fondo para mis enmarañados
pensamientos.
El sonido de unas botas crujiendo sobre el duro suelo anuncian a Dimitri,
que emerge de entre la oscuridad de los alrededores de la hoguera. Cuando
vuelvo la cabeza, está ahí.
—Se ha tranquilizado de momento —dice, sé que se refiere a Sonia—.
¿Usted se encuentra bien?
—Sí, claro —no encuentro palabras para decirle que, por supuesto, no
estoy bien, que me encuentro más que conmocionada al haber comprobado
que las almas son capaces de volver en mi contra hasta a mis más fieles
aliados, que el medallón ya no estará en lugar seguro hasta que no hallemos
las páginas perdidas.
Dimitri se sienta a mi lado, Luisa se inclina hacia delante para mirarle.
—¿Cómo está ella, señor Markov?
—Si tengo que hablar de este asunto con usted, insisto en que me llame
Dimitri.
Cuando Luisa me mira buscando mi aprobación, me encojo de hombros.
—Bueno, está bien, Dimitri —dice ella—. ¿Cómo está Sonia?
—Angustiada. No está en sus cabales.
—¿Qué quiere decir? —pregunta Luisa—. ¿No se da cuenta de lo que ha
intentado hacer? ¿No lo recuerda?
—Ah, lo recuerda bien y no se disculpa por nada. Ha estado desvariando
sobre por qué debía llevar Lia el medallón…, por qué hacía ella lo correcto
colocándoselo a Lia en la muñeca mientras dormía. Hemos intentado hacerla
entrar en razón, pero parece que las almas la tienen bien atrapada.
—Pero… no puede ser —muevo la cabeza—. Sonia es muy fuerte.
—Hasta el más dotado de entre nosotros se las vería y desearía para
mantener a raya a las almas —mientras da estas explicaciones, la mirada de
Dimitri muestra comprensión—. Han debido enterarse de que tenía el
medallón, igual que deben saber que es su amiga y confidente. En realidad,
no debería sorprendernos a ninguno que el asunto haya llegado hasta estos
extremos.
Sin embargo, a mí sí me sorprende. Sonia siempre me había parecido la
más fuerte de las tres. De algún modo, era la mejor y la que estaba más
segura de sus habilidades y del lugar que le correspondía en la profecía. Es
casi un sacrilegio imaginársela trabajando por el bien de las almas. No
obstante, no lo digo en voz alta. Parecería una ingenua.
—¿Qué vamos a hacer con Sonia? —le pregunta Luisa a Dimitri—. ¿Y
con Lia y con el medallón?
—Debemos mantener a Sonia lejos de Lia durante el resto del viaje. Y
tenemos que tratar de calmarla.
—¿Cómo pretende hacer todo eso teniendo en cuenta su actual estado
mental? —al recordar las frenéticas súplicas de Sonia y sus chillidos mientras
Dimitri la sacaba de la tienda, la tarea no parece precisamente sencilla.
—Le he dado muérdago en un té. Pienso que eso la volverá bastante
complaciente, al menos de momento —responde Dimitri.
Recuerdo algo que leí durante una de tantas clases con mi padre en la
biblioteca de Birchwood.
—¿No es venenoso el muérdago?
Dimitri mueve la cabeza.
—Esta variedad, no. Se trata de una antigua planta, conocida por sus
efectos calmantes y que solo se encuentra en estos bosques y en la isla de
Altus. Creo que podremos encontrar lo suficiente para administrárselo a
Sonia hasta que consigamos llevarla ante las hermanas.
Luisa asiente.
—Vale. ¿Y qué pasa con el medallón? Que Sonia lo llevara en la muñeca
era la única manera de mantenerlo apartado de Lia.
Dimitri baja la vista para contemplar sus manos, sé que está pensando,
tratando de dar con la manera de guardar el medallón lo bastante cerca como
para tenerlo a buen recaudo y asegurarse al mismo tiempo de mantenerme a
salvo de su poder.
Me pongo en pie cuando se me ocurre una idea y comienza a invadir mis
huesos una incansable oleada de energía.
—¿Cuánto tiempo nos queda para llegar a la isla? —dirijo mi pregunta a
Dimitri, esperando que a él le resulte más familiar el bosque que a mí.
Frunce el ceño.
—Bueno, es difícil saberlo. Depende de lo rápido que viajemos.
Luisa suspira. Desde que la conozco, la paciencia nunca ha sido una de
sus mejores virtudes.
—Una valoración aproximada sería suficiente, Dimitri.
Vislumbro cierto enojo en su gesto antes de volverse hacia mí para
contestar:
—Calculo que unos tres días. ¿Por qué?
No respondo a su pregunta de inmediato, sino que le planteo otra a mi
vez.
—¿Quién tiene ahora el medallón?
—Bueno… yo —dice.
—¿Me lo puede dar? —extiendo una mano, aunque pedirlo no es más que
una formalidad. Después de todo, me pertenece a mí.
—¿Estás segura de que es una buena idea, Lia? —percibo el miedo en la
voz de Luisa. También es un eco del mío, pero sé que no hay otro camino.
—Me gustaría que me diera el medallón, por favor —quisiera creer que lo
que veo en los ojos de Dimitri es admiración, pero tal vez no se trate más que
de resignación.
Sea como fuere, se mete la mano en el bolsillo y saca algo de él. Se me
corta la respiración cuando contemplo la cinta de terciopelo negra colgando
de su mano. Por supuesto que lo había visto en la muñeca de Sonia. Pero
verlo a salvo, abrochado en la muñeca de alguien en quien tenía infinita
confianza, es distinto a verlo liberado. No cabe duda de que es mucho más
peligroso estando libre.
Dimitri me lo entrega y yo cierro los ojos en cuanto mis dedos tocan el
suave terciopelo que, al igual que el frío metal del medallón, me es más
familiar que mi propio cuerpo. Me pongo en tensión a medida que una
mezcla de odio y de terrible necesidad ataca violentamente mi cuerpo. Me
cuesta trabajo abrir los ojos, volver al presente y reorganizar mis
pensamientos.
Todo eso me sucede sin siquiera haber presionado el medallón sobre mi
piel. Pero no puedo mortificarme por lo que no tiene remedio, por lo que
debo hacer, aunque sea doloroso, aterrador y pueda parecer imposible.
Me envuelvo la muñeca derecha con la cinta y cierro el broche dorado.
Aunque llevo la marca en la otra mano, sé que eso no garantiza mi seguridad.
En el pasado, el medallón fue capaz de encontrar la manera de volver a mi
muñeca izquierda en circunstancias mucho más difíciles que esta.
A Luisa le tiembla la voz cuando se dispone a hablar:
—Pero… Lia, no puedes llevar el medallón. Sabes lo que podría suceder.
—Lo sé mejor que nadie, pero es la única solución.
—Quizás podrías dárselo a Edmund o… ¿a Dimitri? Cualquiera menos
tú…
No me ofende lo que dice. Sé que tan solo intenta protegerme, sabe que
soy muy vulnerable a la atracción del medallón. En eso consiste mi maldito
papel de puerta.
—No, Luisa. He tenido la suerte de que Sonia se ocupara de él durante un
tiempo, pero no puedo posponer mi responsabilidad para siempre.
—Sí, pero… —me mira a mí, luego a Dimitri, y viceversa—. ¿Dimitri?
Él sostiene mi mirada. No sé qué es lo que ve en ella, porque parece
taladrarme con sus ojos, hasta que noto cómo me despoja de todos los
secretos de mi alma.
—Lia tiene razón —dice—. Debe ser ella quien se encargue de mantener
a salvo el medallón. Le pertenece.
Ni siquiera parpadea. En ese instante, sin una traza de duda en sus ojos,
noto cómo algo mucho más intenso que la atracción física se despierta en mi
interior. Algo más intenso aún que la extraña conexión que nos ha unido casi
desde el principio.
Luisa se ha puesto nerviosa.
—¿Pero cómo vas a evitar que pase a la otra muñeca durante estos tres
días y tres noches?
Me cuesta apartar la vista de Dimitri, pero la vuelvo hacia Luisa.
—Solo he perdido el control sobre él estando dormida.
Luisa me mira como si me hubiese vuelto tonta.
—¿Y?
—No voy a dormir —replico, encogiéndome de hombros.
—¿Qué quieres decir con que no vas a dormir?
—Pues precisamente eso. Faltan tres días para llegar a Altus. Estaré
despierta hasta que lleguemos. Estoy segura de que, una vez allí, a las
hermanas se les ocurrirá una solución.
Luisa se vuelve hacia Dimitri.
—Por favor, ¿quiere hacerla entrar en razón?
Él se me acerca y me coge de la mano antes de sonreír a Luisa.
—A mí me parece lo más razonable. De momento es la mejor solución
que tenemos. Yo prefiero confiarle a Lia el medallón antes que a cualquier
otra persona.
Luisa nos mira a los dos como si nos hubiésemos vuelto locos. Después
lanza las manos al aire.
—¿Y qué pasa con Sonia? ¿También se encargará Lia de ella?
Los ojos de Dimitri se ensombrecen a la tenue luz del fuego.
—Por supuesto que no. Edmund y yo lo hemos estado discutiendo. Él
viajará en cabeza con el caballo de Sonia atado al suyo. Usted —dice
mirando a Luisa— irá detrás de ellos, seguida de Lia. Yo iré detrás, por si
hay algún problema. En caso de que Sonia necesite ayuda en cuestiones
personales, usted la acompañará. De todos modos, no me la imagino tratando
de escapar en su actual estado —levanta la cabeza, señalando la oscuridad
que nos rodea, más allá de la luz del campamento—. No tiene a donde ir.
Durante un segundo pienso que puede que Luisa se ponga a discutir. Abre
la boca como si fuese a decir algo, pero con la misma rapidez vuelve a
cerrarla.
—Muy bien —dice, y noto en su tono de voz cierta reticencia.
Dimitri le hace a Luisa un gesto con la cabeza.
—Puede que Lia no vaya a dormir, pero usted debería hacerlo. Lia nos va
a necesitar a todos en los próximos días.
Luisa asiente con cierta vacilación, sé que no le apetece dejar que me
enfrente sola a una noche sin dormir.
—¿Estás segura de que vas a poder hacerlo, Lia?
Asiento con la cabeza.
—Por supuesto. Ya he dormido la mitad de la noche, aunque mañana será
otra cosa.
—No tiene de qué preocuparse, Luisa —Dimitri me pasa un brazo por los
hombros—. Estaré aquí toda la noche. Lia no estará sola ni un momento.
Luisa es incapaz de ocultar su alivio, y con él aparece el cansancio que
venía rondando sus ojos. Se adelanta unos pasos y me envuelve con un
abrazo.
—Te veré mañana. Si necesitas algo, dame una voz, ¿quieres?
Asiento con la cabeza y ella se da media vuelta para regresar al otro lado
del campamento.
—Vamos —Dimitri me obliga a sentarme a su lado en el suelo, cerca del
fuego. Se apoya contra un tronco y me atrae hacia él para que pueda
apoyarme en su pecho—. Te haré compañía hasta mañana.
—No hace falta. Me encuentro bien —al principio rehúyo tal intimidad,
manteniendo mi cuerpo a media pulgada del suyo. Sin embargo, pocos
minutos después no puedo resistirme a apoyar la cabeza sobre su fuerte
hombro. Me siento perfectamente así, como si ese sitio estuviese hecho ex
profeso para acurrucarse en él—. Deberías dormir —le digo—. Solo porque
yo no pueda hacerlo, no significa que tú también tengas que quedarte sin
dormir.
Su mejilla me roza el pelo mientras niega con la cabeza.
—No. Si tú te quedas despierta, yo también.
Y así lo hace el resto de la noche. Solo más tarde me doy cuenta, un poco
avergonzada, del tiempo que hace que no pienso en James.
Llevamos cabalgando tan solo una hora, pero ya sé que ignorar las súplicas
de Sonia va a ser lo más duro. Comenzó nada más asomar el sol en esta
neblinosa mañana.
Al pasar junto a la tienda en la que le sirvieron el desayuno a Sonia,
agaché la cabeza, pero no pude evitar oír su voz. Y aunque apenas me
llegaban pequeños retazos de lo que decía, no tuve necesidad de oírlo todo
para comprender lo perdida que estaba ya:
—… Por favor, estoy segura de que si se lo dices a Lia… Ella no lo
comprende… Samael es su aliado… Al final solo empeorarán las cosas para
ella.
Oír la voz de Sonia, la voz que me había acompañado durante el año
pasado en experiencias tan asombrosas como aterradoras, defendiendo la
causa de Samael es más de lo que puedo soportar. Por si eso no bastara, me
impresionó la insistencia de Dimitri para que permaneciera dentro del
perímetro de la zona de acampada mientras conducían a Sonia hasta su
caballo. No sabría decir si quería mantenernos tan apartadas porque temía que
me flaquearan las fuerzas o por el poder de Sonia, pero por una vez hice lo
que me pedía.
No estoy cansada. Aún no, aunque sé que lo estaré bastante pronto. De
momento me sostienen en pie los nervios y el constante rumor del medallón
en mi cuerpo. No lo había llevado puesto desde que nos marchamos de
Nueva York, desde que me di cuenta del peligro que suponía llevarlo con el
poder limitado que yo tenía entonces.
Ahora solo es mío.
Su presencia en mi muñeca me hace sentir aterradoramente viva, como si
llevara a flor de piel todas mis terminaciones nerviosas. Siento cada suspiro
del viento, cada murmullo de las hojas de los árboles bajo los que
marchamos, como si los llevara bajo mi piel. Mi corazón late con tal fuerza
que casi resulta doloroso reprimirlo.
Trato de no pensar en ello.
Durante toda la cabalgada centro mi atención en la espalda de Luisa, que
va delante de mí, y en cómo el fuerte cuerpo de Sargento me transporta a
través del bosque, el cual se extiende en una monotonía umbrosa y verde que
dejo de percibir después de un rato. Mientras cabalgo, solo deseo dos cosas:
que lleguemos cuanto antes a la isla y que sea capaz de mantenerme despierta
hasta entonces.
Las sombras son alargadas y ha refrescado cuando por fin Edmund
encuentra un lugar donde acampar, lo bastante cerca de una corriente de agua
y lo bastante resguardado como para que nos parezca que allí estaremos
protegidos. Conduzco a Sargento a un extremo del campamento mientras
Edmund y Dimitri escoltan a Sonia hasta el otro.
Ya se le han debido pasar los efectos del muérdago que Dimitri le puso en
el té del desayuno, pues su voz es potente y llega hasta mí transportada por
un viento cada vez más frío.
—¡Lia! ¡Lia! ¿Por qué no hablas conmigo? ¡Solo un momento!
Me duele apartar mi rostro del sonido de su voz, pero lo hago.
Tras atar a Sargento a un árbol, me dejo caer al suelo, me apoyo contra un
tronco y cierro los ojos, como si al hacerlo corriese un tupido velo sobre la
voz de Sonia.
—Trata de no escucharla, Lia —Luisa se acomoda a mi lado sobre el
duro suelo. Ahora ya no pensamos en las comodidades y, además, hasta el
suelo es preferible a seguir más tiempo sobre la silla de montar.
Miro a Luisa y apoyo la cabeza en mis rodillas dobladas.
—En estos últimos meses prácticamente no he hecho otra cosa que
escuchar a Sonia.
Ella inclina la cabeza, comprensiva.
—Lo sé, aunque te habrás dado cuenta de que no es Sonia quien te llama,
quien colocó el medallón en tu muñeca en la oscuridad de la noche.
—Lo sé. Pero eso no lo hace más llevadero. Miro su cara y veo a Sonia,
aunque lo que dice… —no tengo necesidad de concluir la frase.
Luisa alarga una mano y me coloca un mechón de pelo tras la oreja.
—Ya pasará, Lia. Ya pasará. Llegaremos a Altus y las hermanas
ayudarán a Sonia a encontrarse de nuevo consigo misma.
—¿Y yo? No puedo quedarme despierta para siempre y, a partir de ahora,
el medallón es una carga que solo yo he de llevar. ¿Qué va a ocurrir
conmigo?
—Lo ignoro, Lia. Solo sé que ya llevamos recorrido un largo camino —
Luisa sonríe—. Cada cosa a su tiempo. Lleguemos a Altus y ya se
solucionará lo demás.
Asiento y me levanto del suelo.
—Voy a echar una mano con la cena.
Ella echa un vistazo a la tienda que ya está montada, la tienda en la que
tienen metida a Sonia para vigilarla.
—¿Lo crees conveniente? Quizás deberíamos dejar que los hombres se
encargasen esta noche del campamento —salta a la vista la compasión en sus
ojos—. Ella parará, Lia.
—Necesito hacer algo, Luisa. Me volveré loca si me quedo sentada un
minuto más.
Nos encaminamos hacia la hoguera que Edmund acaba de encender. No
sé cómo sabe Sonia que me aproximo, pues ni siquiera hablo cerca de la
tienda, pero comienza a acosarme casi de inmediato.
La expresión de Edmund se suaviza en cuanto llego a la hoguera.
—¿Se encuentra bien?
Me trago la tristeza que me invade como una marea al oír su pregunta.
—Nos gustaría ayudar a preparar la cena.
Él titubea, luego asiente despacio y me ofrece un cuchillo y una bolsa con
zanahorias. Me las llevo a la pequeña mesa que utilizamos para preparar la
comida. Durante un rato me distraigo cortando, picando y tratando de ignorar
a Sonia, que no para de alternar súplicas y quejas dirigidas a mí desde el
interior de la tienda.
O eso es lo que me digo a mí misma, mientras trato de impedir
mentalmente que me llegue su voz.

Dimitri y yo estamos sentados junto al fuego. Edmund monta guardia a la


entrada de la tienda de Sonia. Y Luisa tiene la otra tienda entera para ella
sola. Seguramente, será la única que duerma bien toda la noche.
—¿No tienes frío? —Dimitri me echa una manta por los hombros. Ha
insistido en hacerme compañía durante otra larga noche y, aunque no me
gustaría admitirlo en voz alta, me agrada sentir su robusto pecho a mis
espaldas al apoyarme contra él.
—Estoy bien, gracias. Pero tú deberías dormir algo, de verdad. En este
grupo debería haber alguien razonable, y estoy segura de que esa persona no
voy a ser yo.
La voz de Dimitri llega a mi oído desde muy cerca.
—Yo necesito dormir bastante menos de lo que te imaginas. Además,
últimamente, cuando duermo, solo sueño contigo.
Me río nerviosa, pues esa declaración tan descarada me pilla con la
guardia bajada. Intento tomármela a la ligera.
—¡Sí, bueno, ya veremos si sigues sintiendo lo mismo después de un par
de días sin dormir!
Dimitri gira la cabeza para verme un poco mejor la cara. Noto por su tono
de voz que está conteniendo la risa.
—¿Dudas de mi capacidad para quedarme despierto a tu lado? —
pregunta. Después prosigue sin esperar mi respuesta—. ¡Vaya, a mí eso me
suena como un reto! ¡Y lo acepto!
No puedo evitar echarme a reír a pesar de las circunstancias.
—Muy bien, pues entonces es un reto.
Se acomoda detrás de mí, colocando su rostro cerca de mi pelo, y no
puedo evitar admirarme por lo segura que me hace sentir su presencia. Tal
vez sea el bosque místico lo que haga que parezca que nos encontramos en
otro mundo, pero tengo la sensación de que conozco a Dimitri desde siempre.
No experimento incomodidad alguna, tal como cabría esperar estando tan
cerca de un caballero al que acabo de conocer. La comodidad que
experimento es una distracción en sí misma y empiezo a admirarme de que
pueda permanecer despierta a pesar del calor que me proporcionan el fuego y
su cuerpo apoyado en el mío.
En un esfuerzo por mantenernos alerta, propongo jugar a las cien
preguntas y nos vamos turnando para preguntarnos cosas que van de lo
absurdo a lo agridulce. Durante un rato, la profecía se desvanece, queda en
segundo plano y no somos más que dos personas corrientes que solo tratan de
conocerse mejor. Nos reímos, murmuramos y nos hacemos confidencias, y
siento que cada momento que pasamos juntos en la oscuridad estamos más
unidos. Tan solo cuando nos cansamos de hacernos preguntas y de
contestarlas, bastante antes de llegar a la número cien, nos quedamos de
nuevo callados.
Dimitri entierra su rostro en mi pelo y respira profundamente.
No puedo evitar echarme a reír.
—¿Qué estás haciendo?
—Tu pelo huele maravillosamente —responde con la voz amortiguada
por mis cabellos.
Le doy una palmada en el brazo, bromeando.
—Bah. De eso nada. En un viaje como este es muy difícil mantener la
higiene.
Dimitri aparta la cabeza de mi pelo y me lo echa hacia atrás con una
mano, de manera que mi cuello queda al descubierto.
—Huele maravillosamente. Huele a bosque, a río helado… A ti.
Baja la cabeza hacia mi cuello desnudo y siento un escalofrío por la
columna vertebral cuando sus labios tocan mi piel.
Mi cabeza se inclina por sí sola hacia un lado. Mi razón sabe lo
escandaloso que es permitir a un caballero tomarse tales libertades,
especialmente conociéndolo desde hace tan poco tiempo. Pero el resto de mí,
mi parte irracional, desea que siga y siga con sus besos. Es esta parte de mí la
que echa hacia atrás un brazo, enreda los dedos en sus abundantes cabellos
negros y tira firmemente de su cabeza para acercarla a mi piel.
De su garganta sale un quejido apagado. Noto en mi cuello su vibración.
—Lia, Lia… No es así como debería mantenerte despierta —percibo la
angustia de su voz y me doy cuenta de que también él se debate entre el
deseo que le invade y las normas sociales.
Pero ahora no formamos parte de la sociedad. Aquí, en el bosque que nos
lleva a Altus, estamos nosotros solos.
Me doy la vuelta entre sus brazos y, agradecida por la facilidad de
movimientos que me proporcionan los pantalones, me arrodillo ante él. Tras
tomar su rostro entre mis manos, me quedo mirando sus insondables ojos.
—No eres tú quien me mantiene despierta —aproximo mi boca a la suya
y me quedo así hasta que sus labios se abren bajo los míos. Entonces
retrocedo lo justo para hablar—: Nos quedamos despiertos los dos juntos.
Soy yo… —toco ligeramente sus labios con los míos entre una y otra palabra
— quien está despierta contigo porque eso es lo que quiero.
Una ráfaga de aire escapa de su boca y me empuja sobre el duro suelo,
protegiendo mi cabeza con el bulto de la manta. Sus manos recorren todo mi
cuerpo por encima de mi ropa y no pienso que esté mal. No me parece
escandaloso ni inapropiado.
Nos cubrimos mutuamente con toda clase de besos, tiernos y
apasionados, que a mí me roban el aliento y a Dimitri le obligan a retroceder
para serenarse. Paramos en algún momento acordado sin palabras. Estamos
totalmente despeinados. Cuando reposo la cabeza en el hombro de Dimitri,
me doy cuenta de que nuestras ropas están retorcidas y de que respiramos
aceleradamente, y me alegro de que Edmund se encuentre al otro extremo del
silencioso campamento.
No estoy cansada. De hecho, mi sangre parece fluir en mis venas con
mayor efervescencia. Y a pesar de que me siento más segura de mí misma y
que de repente me noto dispuesta a sacar adelante la profecía de una vez por
todas, también siento una inmensa sensación de paz. Es como si por primera
vez desde hace un año me encontrase exactamente en el lugar que me
corresponde.
—Dame el medallón, Lia —me dice Luisa con la mano extendida,
observándome después del desayuno—. Por favor.
—No puedo, Luisa —le respondo con un suspiro.
—Pero… Lia —es evidente que está exasperada conmigo—. ¡Mírate!
¡Estás exhausta!
Me echo a reír porque encuentro algo mordaz su observación.
—Seguro que no estoy muy atractiva, pero, si te soy sincera, Luisa, esa es
la menor de mis preocupaciones —es cierto, no me quedan fuerzas para
preocuparme por mi aspecto, a pesar de que no puede ser bueno. Me
escuecen los ojos por la falta de sueño y no recuerdo la última vez que me
ocupé de mi pelo.
Luisa me mira con los ojos entrecerrados.
—Ya sabes a lo que me refiero. No puedes seguir sin dormir. Es peligroso
que montes en esas condiciones.
—Sí, bueno, Dimitri ha insistido en que monte con él, así no estrellaré a
Sargento contra un árbol, si es eso lo que te preocupa.
—No es eso. Sabes que no es eso —se sienta a mi lado—. Me preocupas
tú. Si me dejaras el medallón tan solo unas horas, tal vez podrías descansar lo
bastante como para terminar el viaje. Lo haría por ti, Lia.
Apenas me quedan fuerzas para esbozar la mínima sonrisa que le brindo,
pero de todos modos lo hago y la cojo de una mano.
—Sé que lo harías y te lo agradezco, Luisa. ¿Pero de verdad puedes
prometerme que el medallón estará a salvo? ¿Que no conseguirá volver a mi
muñeca para que Samael pueda usarme como puerta?
Se le forma una pequeña arruga en el entrecejo y sé que querría hacerme
esa promesa, que esa es su intención. Sin embargo, al final a ninguna de las
dos nos sorprende que no lo haga.
—No. No puedo prometerlo, pero sí intentarlo.
—Con eso no basta, Luisa. Aunque agradezco tu ofrecimiento. De verdad
—sacudo la cabeza—. El medallón es mío. No volveré a quitármelo de la
muñeca hasta que esto haya terminado. Al menos no voluntariamente. No sé
cómo, pero lo conseguiré.
Ella asiente y me ofrece su taza.
—Entonces será mejor que te bebas esto. Vas a necesitarlo.
La cojo y le doy un sorbo al café caliente. Está reconcentrado y espero
que su espantoso sabor baste para mantenerme despierta la primera parte del
viaje de hoy. Me lo bebo de un trago justo en el momento en que oigo a
Edmund reuniendo a los caballos.
Luisa se dirige hacia los animales y yo me pongo en pie para buscar a
Dimitri. Me encuentro a medio camino de donde está el resto del grupo
cuando viene hacia mí al trote, encima de su magnífica montura.
—¿Lista? —me pregunta.
Asiento con la cabeza, pues no me fío de mi voz. Con lo exhausta que me
siento, me parece ridículo encontrar tan atractivo a Dimitri.
Desmonta de un salto, sujetándose en el cuerno de la silla.
—Tú primero.
Hasta ahora no había caído en la cuenta de que no había montado con
nadie desde que era niña. Entonces lo hacía entre las piernas de mi padre.
—¿Pero cómo voy a…? Quiero decir, ¿cómo vamos a caber los dos? —
trato de disimular la vergüenza que me embarga, pero sé que mis mejillas se
están ruborizando.
—Es muy sencillo —contesta, sonriendo despreocupadamente—. Tú te
montas en la parte delantera de la silla y yo me montaré detrás —se aproxima
tanto a mí que puedo oler en su aliento los polvos mentolados para la higiene
dental. Se me empieza a secar la boca—. Espero que no tengas nada que
objetar en lo que se refiere al orden.
—Nada en absoluto —replico, levantando la barbilla. Le lanzo una
maliciosa mirada mientras coloco el pie en el estribo—. Lo cierto es que
suena bastante bien.
Capto en él una sonrisa de admiración cuando me aúpa hasta la silla.
Luego, monta detrás de mí, rodeando mis muslos con los suyos y sosteniendo
con sus brazos las riendas a cada lado de los míos. Un cosquilleo me recorre
desde la cabeza hasta la punta de las botas.
Mientras nos dirigimos al trote al encuentro de los demás, Sonia me lanza
una larga mirada desde su caballo, atado al de Edmund por detrás. Temo que
comience a llamarme, a suplicar, a tratar de engatusarme. Pero no lo hace.
Permanece muy tranquila, tal vez porque los demás no tratan de protegerme
de ella, al contrario que ayer. Sé que debería sentirme aliviada por su silencio.
Pero si tuviera que poner nombre a lo que siento al comienzo de este nuevo
día, no emplearía la palabra alivio. Todo el consuelo que pudiera encontrar en
el silencio de Sonia me lo roban el recuerdo de sus ojos azul claro y esa
mirada vacía y burlona.
En cuanto los caballos están preparados y hemos hecho la última revisión
para asegurarnos de que no nos dejamos nada, volvemos a adentrarnos en el
bosque. Ahora que hay que guiar a mi caballo y al de Sonia, vamos más
despacio y no tardo mucho en cuestionarme si es adecuada la decisión de
montar con Dimitri. Es agradable. Y, precisamente, ese es el problema. Si yo
montara en mi propio caballo, me obligaría a permanecer alerta, a estar atenta
al grupo y a la dirección en que vamos. Pero, de este modo, me paso el día
entrando y saliendo de un estado de semiinconsciencia. La niebla del bosque
se espesa por momentos y se convierte al final en un agobiante sudario que
prácticamente impide la entrada de cualquier rayo de luz. A falta de sol, es
imposible decir si es mediodía, de noche o alguna hora intermedia. No quiero
molestar a Dimitri para preguntárselo. Al fin y al cabo, da lo mismo.
Debemos continuar viajando sea la hora que sea, hasta que lleguemos al mar
que nos llevará a Altus. Y hasta entonces tengo que seguir despierta.

Estoy alerta por primera vez desde hace horas y sé que es por Henry. Como
está lejos, bien oculto entre los árboles del bosque, podría no haberle visto de
no haberse tratado de él. Pero, por supuesto, es él. Podría esconderse entre
millones de hojas de millones de ramas de millones de árboles y, sin
embargo, de algún modo conseguiría llegar hasta él.
Echo un vistazo al pequeño río donde los caballos están abrevando.
Cuando me vuelvo de nuevo para mirar atrás, casi espero que Henry se haya
ido, pero no, sigue en el mismo sitio en que estaba hace un instante, aunque
esta vez tiene puesto un dedo sobre la boca en señal de silencio. Después me
hace señas con la mano para que me acerque.
Vuelvo la vista al resto del grupo, que aún está ocupado atendiendo a los
caballos y sus propias necesidades antes de partir de nuevo. No me echarán
de menos si solo me voy un momento y no puedo dejar pasar una ocasión
como esta, una ocasión en la que podría hablar con mi hermano por primera
vez desde su muerte.
Me encamino hacia la fila de árboles que bordean el pequeño claro. Ni
me lo pienso antes de penetrar en las frondosas sombras del bosque. Cuando
lo hago, Henry se adentra aún más en él. No me sorprende verle caminando.
La muerte lo ha liberado de sus piernas inválidas y de la silla de ruedas, que
era, a la vez, su compañera y su prisión.
Su voz me arrastra hacia la niebla.
—¡Lia! ¡Ven aquí, Lia! Tengo que hablar contigo.
Yo le llamo sin apenas levantar la voz, pues no quiero alertar a los otros
de mi ausencia.
—No puedo ir muy lejos, Henry. Los demás me están esperando.
Él desaparece tras uno de tantos árboles, pero su voz sigue saliéndome al
encuentro.
—Está bien, Lia. Solo vamos a hablar un momento. Estarás de vuelta
enseguida.
Continúo avanzando hasta que alcanzo por fin el árbol donde le he visto
por última vez. Al principio pienso que mi imaginación y el cansancio me
han jugado una mala pasada, porque no está allí. Pero entonces lo veo
sentado encima de un tronco caído, un poco a mi izquierda.
—Henry —es todo cuanto puedo decir. Temo que desaparezca si hablo
con demasiada despreocupación en medio del silencio.
—Lia, ven y siéntate conmigo, ¿quieres? —dice sonriente.
Habla como siempre y no me da miedo verle por aquí, en mi propio
mundo. Los dones de los otros mundos y de la profecía son inmensos y no
siempre predecibles. Después de todo cuanto he visto, sería difícil que algo
me sorprendiese.
Me dirijo hacia él y me siento a su lado en el tronco. Cuando miro sus
ojos, veo que son tan oscuros e infinitos como los recordaba. Son los ojos de
mi padre, cálidos e intensos, y por un instante mi pena es tan grande que no
creo que pueda volver a respirar.
Sin tener ni idea del tiempo que tenemos para hablar en privado, reúno
fuerzas.
—Me alegro tanto de verte, Henry —levanto la mano para tocar su sedosa
mejilla—. No puedo creer que de verdad estés aquí.
Su risa inocente se expande por el bosque como el humo.
—¡Pues claro que estoy aquí, tonta! He venido a verte —su semblante se
vuelve serio y se me echa encima, rodeándome con sus pequeños brazos—.
Te he echado de menos, Lia.
Aspiro su olor. Es tal como lo recordaba, un aroma a sudor infantil, libros
antiguos y tantos y tantos años de reclusión.
—Yo también te he echado de menos, Henry. Más de lo que piensas.
Nos quedamos así un rato. Después me aparto a regañadientes.
—¿Has visto a papá y a mamá? ¿Están bien?
Henry me mira fijamente a los ojos. En esta ocasión es él quien acerca la
mano para acariciarme la mejilla. Tiene las yemas de los dedos calientes.
—Sí, están bien y tienen muchas cosas que contarte. Pero pareces
cansada, Lia. No tienes buen aspecto.
Asiento con la cabeza.
—No puedo dormir. Es por las almas, ¿sabes? Se han infiltrado en
nuestro grupo. Han contaminado a Sonia —le muestro mi muñeca—. Ahora
solo yo puedo llevar el medallón. Y no debo dormirme, Henry, por lo menos
hasta que lleguemos a Altus y vea a tía Abigail.
En sus ojos se reflejan la lástima y la compasión.
—Pero si no duermes, no estarás preparada para luchar contra las almas
cuando llegue el momento, ni tampoco ahora —se me arrima un poco más—.
Pon tu cabeza en mi hombro. Solo un poco. Cerrar los ojos solo unos minutos
te servirá para aguantar el resto del viaje. Yo te vigilaré, te lo prometo.
Tiene razón, por supuesto. No resulta fácil conjugar la necesidad de
protegerme a mí misma del medallón y la de estar preparada para un ataque
de las almas. Si descanso, estaré en mejores condiciones para afrontar
cualquier cosa que me tengan preparada de aquí a Altus. ¿Y en quién podría
confiar más que en mi querido hermano, que se arriesgó para ocultar la lista
de las llaves con el fin de que Alice no pudiese usarla en su beneficio y en
detrimento mío?
Apoyo la cabeza sobre su hombro y aspiro el olor a lana de su chaleco de
tweed. Desde este ángulo el bosque tiene un aspecto raro, como torcido por
los lados; de repente hay algo en él distinto y oscuro, apenas me resulta
familiar. Dejo que mis ojos se cierren y caigo en el delicioso vacío del sueño,
una sensación maravillosa por el simple hecho de que no he podido
experimentarla estas últimas noches.
Debería decir que tuve un instante de paz, que me permití robar unos
minutos de descanso. Quizás fuera así. Pero lo siguiente que noto es un
viento fortísimo soplando a mi alrededor. Aunque no es eso exactamente.
Sopla a través de mí y proviene de algún lugar primigenio que se abre desde
mi interior.
Veo de repente el mar y la isla donde veraneábamos tantas veces de
niños. Alice y yo aprendimos a nadar allí. Nos quedábamos en la playa con el
agua llegando hasta nuestros pies, maravillándonos de la fuerza del mar,
capaz de arrastrar tanta arena a sus profundidades y de dejarnos a nosotras
enterradas en el abismo excavado por él. Ahora tengo la misma sensación,
como si algo se hubiera abierto en mi interior y se llevara a un antiguo lugar
todas las cosas importantes, todo lo que es importante para mí, y no dejara
más que un caparazón vacío en la playa.
—¡Lia! ¿Dónde estás, Lia?
Las voces vienen de lejos. No tengo fuerzas para abrir los ojos e ir a
buscarlas. Además, el hombro de Henry bajo mi mejilla me parece muy
cómodo y sólido. Debería quedarme aquí un buen rato.
Pero no me está permitido el lujo de dormir, el lujo de la ignorancia. Me
despierto entre recias sacudidas y un fuerte bofetón en la cara.
—¡Lia! ¿Qué estás haciendo? —es la cara de Luisa, sus ojos de autillo, lo
que estoy viendo.
—Solo estoy descansando. Con Henry —hasta yo noto que arrastro las
palabras, que digo cosas incoherentes.
—Lia… Lia, escúchame —dice Luisa, mientras Dimitri y Edmund se
acercan a ella, respirando pesadamente, como si hubiesen venido corriendo
—. Henry no está aquí. ¡Te han engañado para que entraras en el bosque!
La indignación se mezcla con mi estupor.
—Está aquí. Está cuidando de mí mientras duermo y luego va a contarme
todo lo que sabe para que lleguemos a Altus a salvo.
Pero cuando intento encontrar a Henry, me doy cuenta de que no estoy
sentada en el tronco caído de antes. Estoy tendida en el suelo entre hojas
muertas y quebradizas. Miro más allá de Luisa, de Dimitri y de Edmund.
Henry no está. Pero hace un momento estaba aquí.
Me pongo a gatas para levantarme del suelo y Dimitri se apresura a
cogerme por el brazo. Me cuesta unos instantes recobrar el equilibrio. Una
vez conseguido, giro despacio sobre mí misma para inspeccionar el bosque
en busca de cualquier señal de mi hermano. Sin embargo, sé que no está allí.
Nunca ha estado allí. Entierro mi rostro entre las manos.
Dimitri me las aparta y las sostiene entre las suyas.
—Mírame, Lia.
Estoy avergonzada. Me he dejado arrastrar por el sueño. He permitido
que las almas se aprovechen de mi amor por mi hermano. Sacudo la cabeza.
—Mírame —suelta una de mis manos y me levanta la barbilla, así que no
me queda más remedio que mirar sus oscuros ojos—. No ha sido culpa tuya
en absoluto. Eres mucho más fuerte que cualquiera de nosotros, Lia. Pero
eres humana. Es un milagro que no hayas caído antes en sus encantamientos.
Tiro de mi mano para librarme de la suya y me doy la vuelta para
marcharme. A los pocos pasos la ira se apodera de mí y me vuelvo en
redondo para encararme con Dimitri.
—¡Han utilizado a mi hermano! De todas las cosas… de todas las cosas
sagradas que podrían utilizar, ¿por qué a él? —aunque planteo la pregunta
hecha una furia, termino lanzando un gimoteo.
En dos zancadas, Dimitri acorta la distancia que nos separa. Me coloca
una mano a cada lado de la cabeza y me mira a los ojos.
—Utilizarán cualquier cosa en su provecho, Lia. Para las almas nada es
sagrado. Nada, salvo el poder y la autoridad que ansían. Tienes que ser
consciente de ello y recordarlo. Tienes que hacerlo.
A la hora de montar el campamento, me encuentro en un estado de
hiperconsciencia. Siento como si no pudiera dormir aunque se me presentase
la ocasión, y eso que jamás en mi vida había estado físicamente tan exhausta.
En cuanto Luisa y Sonia están instaladas en tiendas separadas y todo el
mundo se queda en silencio, acabo por convencerme de que lo que me
mantiene despierta no es más que el movimiento constante y no parar de
pensar.
Comienzo a recorrer el diámetro del campamento mientras Edmund y
Dimitri acomodan a los caballos para pasar la noche. Más tarde, Edmund se
sentará a montar guardia fuera de la tienda de Sonia, tal como ha venido
haciendo estas noches atrás. Aún no sé si la vigila constantemente para
protegerme de ella o para protegerla de sí misma. Estoy demasiado cansada
para preguntar.
Mientras paseo, trato de imaginar lo que sucederá durante la última etapa
de nuestro viaje o cuando vea a tía Abigail en Altus, y pienso también en el
viaje que nos espera después, el que me conducirá a las páginas
desaparecidas. Es bueno mantener ocupada mi mente y, además, tiene el
beneficio añadido de que eso me permite vislumbrar posibles obstáculos y la
forma de sortearlos.
—¿Te apetece un poco de compañía? —la voz proviene de detrás de mí y
hace que me sobresalte, tan sumida estoy en mis pensamientos y tan profundo
es mi cansancio.
No dejo de andar, pero, al volver la cabeza, Dimitri ya camina a mi
derecha al mismo ritmo que yo.
Muevo la cabeza.
—No hace falta, Dimitri. Deberías dormir. Estoy bien.
Se ríe entre dientes.
—Ahora mismo estoy bastante bien. Más alerta de lo habitual.
—Aun así, cuento contigo para llegar a salvo a Altus —replico, sonriendo
—. Si tú también estás agotado, ¡podríamos acabar en otra isla totalmente
distinta!
Dimitri extiende un brazo y me coge de la mano.
—Te aseguro que estoy tan despierto como el día que te encontré con los
perros. Ya te lo dije, no necesito dormir tanto como tú.
Inclino la cabeza para observarle mientras camina.
—¿Y por qué? ¿No eres… mortal?
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe levantando la cara hacia el cielo color
añil.
—¡Pues claro que soy mortal! ¿Qué te crees que soy, un monstruo? —me
muestra sus dientes y se pone a gruñir burlonamente.
—Muy gracioso —contesto, entornando los ojos—. ¿Me echas la culpa
por preguntar? ¿A qué otra cosa se puede deber que no necesites dormir?
—Nunca he dicho que no necesite dormir, sino que puedo aguantar
bastante más que tú sin hacerlo.
Le dirijo una mirada maliciosa.
—Me parece que estás tratando de evitar el tema. Pero a estas alturas no
nos vamos a andar con secretos, ¿no? —disfruto con mi maliciosa broma. Me
hace sentir menos extraña, como si estuviésemos de paseo en un bonito día
de verano por uno de los muchos parques de Londres.
Dimitri suspira. Cuando se vuelve a mirarme, su sonrisa es algo triste.
—Soy mortal, lo mismo que tú, pero, por una parte, desciendo de uno de
los linajes más antiguos de los Grigori y, por otra, de uno de los más antiguos
de la comunidad de las hermanas. De hecho, todos mis antecesores,
descendientes de los guardianes, se unieron a mujeres de la comunidad de las
hermanas. Por eso, mis… dones son extraordinarios. O eso me han dicho.
—¿Qué quieres decir exactamente? ¿A qué dones te refieres? —no puedo
evitar sentir que me está ocultando algo importante.
Me aprieta la mano.
—A los mismos dones que tienes tú: la capacidad de viajar por el plano
astral, la adivinación, la posibilidad de hablar con los muertos… Cuantos más
ascendientes tenemos cercanos a los originales guardianes y a los Grigori,
más poder conservamos.
Contemplo la noche tratando de recordar lo que me ha llamado la
atención en sus palabras. Cuando por fin doy con ello, me vuelvo hacia él.
—Te has referido a nosotros.
—Sí.
—¿Por qué? —le pregunto.
Me mira dedicándome una pequeña sonrisa.
—Tú también desciendes de un antiguo linaje. Un linaje puro. ¿No lo
sabías?
Niego con la cabeza, aunque algo muy escondido entre las sombras de mi
mente aletargada, algo parecido a la comprensión lucha por abrirse paso hasta
la superficie.
—Hace bien poco que me enteré de que mi padre era miembro de los
Grigori. Y no he tenido ocasión de preguntar sobre su linaje.
Dimitri deja de caminar y tira de mi mano hasta que me detengo a su
lado.
—Tu padre fue un poderoso miembro de los Grigori, y tu madre, Lia, era
una hermana. Tú también desciendes de un largo linaje de uniones entre
miembros de los Grigori y de la comunidad de las hermanas. Por eso eres tan
poderosa.
Sacudo la cabeza y comienzo a caminar tan deprisa que Dimitri se ve
obligado a trotar para ponerse a mi altura. No quiero encontrar las conexiones
que estoy empezando a vislumbrar, aunque no comprendo por qué.
—Lia… ¿Qué te pasa? No es nada… Bueno, no es nada que debiera
disgustarte. Tienes más posibilidades de terminar con la profecía que
cualquiera de tus predecesoras a causa de tu linaje. También por esa razón tu
tía Abigail es tan poderosa, igual que lo era tu madre.
Asiento con la cabeza.
—Sí, pero eso también significa que probablemente Alice es más
poderosa de lo que me imaginaba, y ya pensaba que sus dones eran muy
relevantes. Además…
—¿Además?
Noto su mirada, pero no quiero encontrarme con ella. Sigo caminando,
tratando de expresar con palabras la tristeza que siento de pronto. Por fin me
detengo de nuevo.
—Además, estoy empezando a comprender que, en realidad, no conocía
en absoluto a mi padre. Debió sentirse muy solo y probablemente creía que
no podía compartir conmigo sus preocupaciones.
—Trataba de protegerte, Lia. Eso es todo. Es lo que hacemos todos los
Grigori por las hermanas.
Tan solo soy capaz de asentir. Asentir con la cabeza y caminar.
Dejamos de hablar, pero Dimitri no se aparta de mi lado ni una sola vez.
Nos pasamos toda la noche caminando, a veces en silencio, a veces
conversando en susurros. Caminamos en círculos alrededor del campamento
mientras el azul oscuro del cielo se desvanece y pasa al lila y a los pálidos
anaranjados. Caminamos hasta que llega la hora de montar de nuevo a
caballo.

A la mañana siguiente, tras una hora de viaje, huelo el mar. Saber que se
encuentra tan cerca me hace posible luchar contra la insidiosa llamada del
sueño, aunque ya he dejado a un lado la dignidad y no monto erguida en la
silla, sino reclinada sobre el pecho de Dimitri. Ni siquiera sé si Sonia me echa
alguna ojeada o me presta algo de atención. Hace mucho tiempo que dejé de
malgastar mis preciadas energías preocupándome por ella. De momento está
callada, con eso me basta.
Cruzamos el bosque en medio de una borrosa neblina. Yo tan solo deseo
poder cerrar los ojos, dormir y dormir y dormir, aunque el olor salobre del
océano me hace confiar en que el final esté cerca.
El bosque desaparece poco a poco. La densidad de los árboles va
disminuyendo hasta que, al final, son tan escasos que ya no parece que
estemos en un bosque. Cruzamos el invisible umbral y por fin estamos en la
playa.
Los caballos se detienen todos a una. El océano se extiende triste y gris
hasta el infinito y nos quedamos mirándolo en silencio.
Luisa es la primera en desmontar. Baja al suelo con su característica
elegancia y se desata las botas. Tira de ellas para quitárselas y después hace
lo mismo con las medias. Nada más descalzarse, mueve sus dedos gordos en
la arena y los contempla antes de levantar la vista hacia mí.
—¿Estás demasiado cansada para meter los pies en el agua, Lia?
En otro momento habría captado su sonrisa picarona y la habría
acompañado sin pensármelo. Pero ahora sus palabras me llegan de muy lejos.
Tardan un tiempo en alcanzarme y, cuando me llegan, apenas hacen mella en
mi consciencia.
—¿Lia? —la voz de Dimitri, con su duro pecho pegado a mi espalda,
suena ronca en mi oído—. ¿Por qué no vas con Luisa? El agua fría te sentará
bien —cuando desmonta, noto el aire frío en mi espalda. Una vez en el suelo,
levanta una mano—. Ven.
Le tomo de la mano instintivamente y paso una pierna sobre el lomo del
caballo. Me tambaleo un poco cuando toco el suelo. Luisa se arrodilla y me
coge uno de los pies.
—Ven. Deja que te quite las botas.
Da unos golpecitos en el lateral de la bota y, obediente, levanto la pierna
sujetándome en el caballo de Dimitri.
Luisa procede a quitarme primero la bota y la media de un pie y luego las
del otro. En cuanto mis pies tocan la arena granulosa y fría, mi amiga se
levanta. Me coge una mano y tira de mí en dirección al agua sin decir una
palabra.
No he perdido del todo mis facultades. Mientras camino vacilante hacia el
agua detrás de Luisa, no dejo de preguntarme cómo vamos a ir a Altus, cuál
será la siguiente etapa en nuestro viaje. Pero me faltan las ganas para
preguntar o preguntarme mucho rato más. Dejo que Luisa tire de mí hacia
donde rompen las olas, hasta que se tragan mis pies. El agua está congelada y
me invade un estremecimiento, una mezcla como de dolor y euforia, cuando
mis pies quedan rodeados por ella.
El viento parece arrastrar las risas de Luisa fuera del agua. Se suelta de mi
mano y se mete más adentro, salpicando en todas direcciones, igual que una
niña. Siento el vacío dejado por Sonia, pues también ella debería estar en el
agua, riendo y regocijándose por lo lejos que hemos llegado juntas, por lo
cerca que estamos de Altus. Pero, en cambio, es una especie de prisionera,
vigilada muy de cerca por Edmund y Dimitri, que están detrás de nosotras.
En mi interior luchan la tristeza y el resentimiento. Pero es una batalla
perdida.
—Espera un minuto… —Luisa deja de jugar con las olas. Se queda de pie
a poca distancia delante de mí, escudriñando la niebla. Sigo su mirada, pero
no veo nada. La niebla se extiende más y más, camuflándose con el gris del
mar y la nada del cielo.
Pero Luisa sí que ve algo. Sigue mirando fijamente y luego se da la vuelta
hacia Edmund y los demás.
—¿Edmund? ¿Eso es…? —sin terminar la frase, se da la vuelta otra vez
dentro del agua.
Cuando me vuelvo para mirar al resto del grupo, Edmund ya viene hacia
nosotras caminando despacio y mirando fijamente a lo lejos. Entra en el agua
directamente, sin importarle que se le mojen las botas, y se detiene justo a mi
lado.
—Vaya, pues sí, señorita Torelli. Creo que tiene usted razón —y pese a
que se dirige a Luisa por su nombre, parece estar hablando con todos y con
nadie en particular.
Me giro hacia él.
—¿En qué tiene razón? —noto la lengua entumecida.
—En lo que ve —contesta—. Allá.
Miro en la dirección en la que tiene fija la vista y, sí, hay algo oscuro
abriéndose paso por el agua hacia nosotros. Tal vez sea por mi falta de sueño,
pero de pronto siento pánico al ver que el objeto se aproxima más y más. Es
monstruoso, grande y pesado, aún más aterrador por el completo silencio con
el que se acerca. Cuando atraviesa los últimos restos de niebla, siento crecer
dentro de mi garganta un grito histérico e irracional.
Luisa se vuelve sonriente hacia nosotros.
—¿Ves? —hace una reverencia teatral y extiende un brazo hacia el objeto
que se mece silenciosamente en el agua—. Tu carruaje aguarda.
Entonces comprendo.

Mientras subimos y bajamos al ritmo de las olas, no recuerdo por qué creía
yo que el océano sería mejor que los caballos. Llevamos ya un buen rato en el
mar, pero no sabría decir cuánto; el cielo está igual de gris que durante el
resto del día. Ni más claro ni más oscuro. Por eso, solo puedo suponer que no
hemos pasado otra noche.
Ni siquiera trato de hacer un seguimiento de nuestros avances. Estoy
demasiado cansada como para poder pensar con claridad. En cualquier caso,
la niebla se tragó enseguida la costa. Me inclino a pensar que estamos
viajando en dirección norte. El rítmico balanceo me lleva tan cerca del sueño
que siento una irracional necesidad de saltar dentro del agua para escapar
como sea del hipnótico bamboleo.
Subimos a la embarcación poco después de su llegada a la playa. Edmund
y Dimitri se comportaron con naturalidad, como si fuese lo más normal del
mundo que de repente emerja entre la niebla una embarcación y sin mediar
palabra te transporte a toda prisa a una isla que no aparece en ningún mapa
del mundo civilizado. Me pregunto cómo sabían que estábamos aquí.
También me pregunto qué va a pasar con Sargento y con los demás
caballos, a pesar de que Edmund me ha asegurado que alguien los cuidará.
Me sorprenden las personas con túnica que, de pie a ambos lados de la barca,
nos hacen avanzar casi en silencio por el agua. No muestran ningún rasgo que
las distinga —ni siquiera sabría decir si son hombres o mujeres— ni han
dicho nada. Y a pesar de tantos interrogantes como me surgen, me los planteo
en silencio, pues no estoy en condiciones de hacerlo en voz alta.
Sonia va en la parte delantera de la barca; yo, en la trasera. Cuanto más
tiempo llevamos en el mar, más apagada se la ve. De vez en cuando, en lugar
de contemplar fijamente la niebla, se vuelve para echar un vistazo por encima
del hombro y lanzarme miradas iracundas. Edmund jamás se aleja de ella,
Dimitri jamás se aleja de mí. Pese al silencio, su presencia me consuela. Me
apoyo en él, arrastrando los dedos por el agua, mientras Luisa dormita con la
cabeza apoyada en la mano más o menos en el centro de la barca.
Las aguas están extrañamente tranquilas. Mecen la embarcación, pero
como esta se desliza tan despacio y suavemente por su superficie, el mar está
terso, igual que el espejo que estaba colgado encima de la repisa de la
chimenea de mi habitación en Birchwood. Me pregunto, mientras contemplo
el agua, si seguirá estando allí el espejo, si mi habitación seguirá igual que la
dejé o si la habrán despojado de todo aquello que durante años la hizo tan
acogedora para mí.
Al principio no se ve nada. El cielo está tan gris que ni siquiera puedo ver
mi propio reflejo, y el agua no está lo bastante clara como para distinguir
nada bajo su superficie. Pero mientras deslizo mis dedos por ella, algo golpea
mi mano. Me pregunto si será un delfín o un tiburón y meto la mano en la
barca, ya que sé que podría tratarse de alguna de las extrañas criaturas de las
que hablaban muchos de los libros que papá tenía sobre el mar.
Inclino la cabeza un poco por encima de la barca y me veo recompensada
al ver el destello de un ojo. Por la forma en que el animal emerge del agua,
con su mirada clavada en mí y con el resto del cuerpo casi a ras de la
superficie, más bien parece un caimán o un cocodrilo, pero, por supuesto, no
puede ser. No en el océano. Aparto mis ojos de la criatura durante un breve
instante y me vuelvo hacia mis compañeros, por si alguien más la ha visto.
En todo el tiempo que llevamos viajando juntos es la primera vez que
Dimitri dormita a mi lado. Una rápida ojeada por la barca me convence de
que el viaje ha podido con todos por igual. Sonia y Luisa duermen como
bebés. Edmund está como en trance, con la vista fija por encima de la proa de
la barca.
Vuelvo a echar un vistazo al agua, preguntándome si no me habré
imaginado a la criatura marina. Pero no. Ahí continúa, desplazándose sin
esfuerzo al lado de la barca. Parece vigilarme con su compasivo ojo. Se
parece bastante a un caballo, aunque cuando su escamosa cola se desliza
silenciosamente fuera del agua y regresa luego adentro, me doy cuenta de que
no se parece a ningún caballo que haya visto jamás.
Es su ojo lo que me atrae. Aunque es difícil de explicar, parece mostrar
comprensión. Comprensión por todo lo que he soportado. Las crines de la
criatura flotan como algas alrededor de su voluminosa cabeza. Me inclino un
poco más fuera de la barca, estirándome para alcanzar el poderoso cuello que
se mueve bajo la superficie del agua. Es correoso y resbaladizo. Me quedo
hipnotizada por su mirada infinita y por el curioso tacto de su piel. Acaricio
su cuello, y su ojo se cierra momentáneamente, como si le gustara. Cuando
vuelve a abrirlo, me doy cuenta de mi error.
No puedo sacar la mano.
Está pegada al cuerpo de la criatura. El gran ojo parpadea una vez y luego
se hunde despacio en el agua, llevándome consigo. Al principio estoy
demasiado asustada para decir o hacer nada, pero en cuanto mi cuerpo es
arrastrado por encima de la borda, comienzo a patalear y a hacer aspavientos.
El alboroto consigue que en la barca todo el mundo se sobresalte de golpe.
Pero es demasiado tarde. La criatura es más fuerte y más poderosa de lo
que me imaginaba. En apenas unos instantes me arrastra por encima de la
borda y me encuentro dentro del agua. Lo último que veo no son los ojos
asustados y confusos de Dimitri, sino las dos figuras sin rostro que siguen
apostadas delante y detrás de la barca. No hacen un solo movimiento a pesar
del repentino caos.
Inspiro hondo antes de verme totalmente arrastrada bajo el agua. Al
principio me resisto. Intento una y otra vez despegar la mano del cuello de la
bestia, pero tardo poco en darme cuenta de que es inútil. La criatura no sale
disparada hacia el fondo del mar, aunque seguro que sería capaz de hacerlo,
sino que desciende lánguidamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Lo hace a un ritmo tortuoso, mi fin no termina de llegar. No. Me da tiempo a
contemplar mi muerte.
El agua es un submundo turbio de siluetas imprecisas y objetos
resbaladizos que rebotan contra mí. Pronto, muy pronto, me invade la apatía
propia del ahogamiento. Floto detrás del enorme cuerpo de la criatura, mi
mano está irremisiblemente unida a su cuello, igual que antes de que me
arrastrara dentro del agua. Mis deseos de impedirlo me abandonan
rápidamente y me dejo arrastrar más y más adentro en las profundas aguas sin
oponer resistencia. Estoy cansada. Muy cansada. Es la segunda vez que lucho
por mi vida contra el agua.
Tal vez sea el destino. Tal vez pretenda reclamar mi alma.
Ese es mi último pensamiento consciente.
Pese a todo, estoy casi segura de que voy a morir atragantada.
Me despierto en el fondo de la barca, escupiendo agua y tosiendo hasta
que se me queda la garganta rasposa. Veo las siluetas de otras personas
alrededor, pero es el rostro de Dimitri, preocupado y desolado, el que tengo
enfrente. Se inclina sobre mí y me agarra por uno de los hombros mientras
vomito el interminable torrente de agua marina que parece haberse filtrado en
cada poro, cada grieta, cada vena de mi cuerpo.
Por fin dejo de toser, al menos de momento, y Dimitri me coge entre sus
brazos y me estrecha contra su pecho mojado.
—Lo siento —digo. No es que yo tenga la culpa. No recuerdo nada,
excepto la estrafalaria criatura que me arrastró dentro del agua y mi propia
ingenuidad. Son cosas de las que no podré olvidarme fácilmente.
Él sacude la cabeza y cuando habla, lo hace con voz ronca y áspera.
—Debería haber estado vigilando… Debería haber prestado más
atención.
Estoy demasiado agotada como para discutir. Le rodeo con mis brazos y
presiono mi cuerpo mojado contra el suyo.
Luisa se arrodilla a mi lado con un gesto de preocupación en la cara como
jamás se lo había visto.
—¿Te encuentras bien, Lia? ¡Me quedé profundamente dormida un
momento y lo siguiente que vi fueron tus pies desapareciendo dentro del mar!
—Era un kelpie, un caballo acuático —Dimitri lo dice como si fuese lo
más real del mundo, y no una criatura que se encuentra en los libros de
mitología antigua—. Seguramente estaba al servicio de las almas, igual que
los perros en el bosque. Quieren impedir que llegues a Altus y a las páginas
perdidas.
Luisa comienza a sacar cosas de su bolsa.
—¡Estáis temblando los dos! ¡Os vais a morir de frío!
Hasta en mi actual estado soy capaz de encontrar irónica su exclamación,
aunque agradezco las mantas que saca primero de su mochila y luego de la de
Edmund.
Dimitri me envuelve con una y se coloca la otra sobre sus propios
hombros antes de reclinarse nuevamente sobre la borda y atraerme hacia él.
Luisa, satisfecha de que estemos a salvo y bien de momento, regresa a su
asiento, mientras Edmund retoma su lugar al lado de Sonia, que parece no
haberse movido durante todo el episodio. Es entonces cuando realmente veo
a Edmund. No tiene buen aspecto. Es como si hubiese envejecido diez años
de repente; sus facciones están distorsionadas por el miedo, la angustia y la
desolación. Me doy cuenta de inmediato de la causa y se me encoge el
corazón por mi sentimiento de culpa.
Edmund perdió un hijo en el agua. Puede que Henry no fuera su hijo en
sentido estricto, pero no cabe duda de que quería a mi hermano como si lo
fuera. Perderlo estuvo a punto de destrozar a Edmund y ahora yo le he
devuelto a aquel lugar…, aquel terrorífico lugar donde sin previo aviso ni
excusa te pueden arrebatar cualquier cosa por preciada que sea.
Sé que debería decir algo. Compensarle por la preocupación que le he
causado. Pero no puedo encontrar las palabras y se me cierra la garganta a
causa de la pena. Busco sus ojos y espero que me comprenda.
—Fuiste tú, ¿verdad? ¿Tú fuiste quien me salvó?
Estoy recostada en el pecho de Dimitri. A pesar de las mantas y del calor
de su cuerpo tengo tanto frío que ya no temo quedarme dormida. No creo que
mi cuerpo pueda relajarse lo bastante como para caer en el sueño.
No me contesta de inmediato, sé que está tratando de decidir hasta dónde
puede contarme. Para mí, esos momentos bajo el mar están perdidos. Apenas
recuerdo vagamente una oscuridad infinita, unas figuras borrosas y, por fin,
una extraña luz que iluminó la negrura momentos antes de que pensara que
estaba muerta.
Pero sé que fue Dimitri. Está bien claro por su ropa y su pelo empapados.
Quiero comprenderlo. Comprenderlo a él.
Su pecho se hincha a mis espaldas al tomar aliento para responder.
—Sí. Impuse mi autoridad a la criatura como miembro de los Grigori.
—¿Posees esa autoridad?
—Sí —hace una pausa—. Pero se supone que no debería usarla.
Me muevo entre sus brazos para mirarle a la cara.
—¿Qué quieres decir?
Suspira.
—Se supone que no debo intervenir en el desarrollo de la profecía. No
debería ayudarte. Me he movido por un territorio difícil, pero dentro de los
límites de la ley de los Grigori, ayudándote a mantenerte despierta o
escoltándote hasta Altus. Tampoco intervine realmente con los perros, pues
se hicieron a un lado por propia voluntad cuando vieron que estaba contigo.
Intuyo por su vacilación que hay algo que no ha dicho.
—Pero hay algo más, ¿no?
—No es nada que deba preocuparte, Lia. No quiero que te preocupes por
una decisión que tomé y que volvería a tomar si se presentara la ocasión. No
tuve más remedio que ir a por ti. Jamás podría hacer otra cosa.
Toco su cara y noto su piel fría bajo las yemas de mis dedos.
—Estamos juntos en esto, ¿no? Ahora más que nunca.
Él titubea antes de asentir con la cabeza.
—Sea lo que sea a lo que tengas que enfrentarte, no tendrás que hacerlo
sola si puedo evitarlo. Cuando me vine contigo, traspasé un límite muy real y
me serví de la magia, que está prohibida en el mundo físico, para despojar de
sus poderes al kelpie. Su fuerza, aunque mayor que la de un mortal, es
considerablemente menor que la de un Grigori y también que la de muchas
hermanas. De hecho, si estuvieras algo más entrenada, podrías haber
escapado tú sola. También tú tienes poderes considerables, aunque sin
desarrollar aún.
Sé que tiene poco que ver con el asunto en cuestión, pero no puedo evitar
sentir indignación. Después de todo, llevo meses trabajando en mis poderes.
—No estoy tan bien versada como tú en el uso de mis dones, pero creo
que he desarrollado bastante mis habilidades en estos últimos meses.
Dimitri inclina la cabeza.
—Sin embargo, no las has desarrollado por ti misma, ¿verdad que no?
Al principio no entiendo qué quiere decirme. Pero cuando lo hago,
cuando caigo en la cuenta, siento verdadero horror.
—Sonia. Entrenaba con Sonia —sacudo la cabeza, como si mi protesta
invalidara su afirmación—. Pero entonces estaba bien. Lo estaba hasta que
entramos en el bosque.
Dimitri me coloca un mechón de pelo, pegajoso y tieso por la sal, detrás
de la oreja.
—¿Lo estaba? —inspira profundamente—. Lia, las almas no se
apoderaron de Sonia de la noche a la mañana. Probablemente, lo hicieran
paso a paso.
Me doy la vuelta y apoyo de nuevo la espalda en su pecho. No quiero que
vea en mi rostro esta mezcla de tristeza, rabia e incredulidad.
—Entonces, crees que Sonia lleva algún tiempo bajo la influencia de las
almas.
No se trata de una pregunta, pero él contesta de todos modos.
—Pienso que es la opción más probable, ¿no te parece? Tal vez su alianza
con las almas comenzase con una sutil insinuación, tal vez se le presentaran
disfrazadas de alguien distinto a ellas.
—Pero… eso significaría… —no puedo terminar. Dimitri lo hace por mí.
—Significaría que quizás Sonia, accidental o voluntariamente, no te
ayudó a desarrollar del todo tus poderes —se encoge de hombros—. A
propósito, ¿sabías que eres una hechicera, igual que tu hermana? Te llevará
tiempo desarrollar tu poder, pero lo tienes. Puedes estar segura de ello. E
imagino que Sonia también lo sabía.
No puedo mirarle a los ojos, aunque no me sorprende la revelación. No sé
por qué me siento avergonzada, pues es Sonia quien ha traicionado nuestra
causa. Es Sonia quien me ha traicionado a mí. Sin embargo, me siento
terriblemente ingenua.
Y ahora todo encaja, por mucho que desee que no sea así.
Sonia, bajo la influencia de las almas, me ayudó a desarrollar mi poder lo
justo. Lo bastante como para que creyera que me estaba volviendo más
fuerte, que tenía posibilidades de luchar. Lo bastante como para que no
siguiese buscando, para que no supiese que había más. Su insistencia en que
viajásemos juntas por el plano astral con el pretexto de mi seguridad, de
hecho, no tenía otro objetivo que conocer cualquier movimiento que yo
hiciera en lo referente a la profecía. Su preocupación por que no me exigiese
demasiado no era más que inquietud por evitar que desarrollara demasiado
rápidamente mi poder.
Cuando recuerdo su insistencia para que me pusiese el medallón, me
importa poco que su traición comenzase por propia elección o por engaño.
Está bien claro cómo ha terminado todo.
Me pongo a temblar. No de miedo ni de tristeza. No. Sino de pura furia
desenfrenada. Ni siquiera puedo mirar la figura derrotada de Sonia en la parte
delantera de la barca, por miedo a abalanzarme sobre ella y tirarla por la
borda.
Mi ira, o mejor, mi cólera me asusta. Y al mismo tiempo me estremezco
por su poder, aunque no me atrevo a analizar lo que eso me dice acerca de lo
mucho que he cambiado. Jamás había sentido tanta cólera. Ni siquiera contra
mi hermana. Quizás porque siempre temí a Alice, siempre supe que no podría
confiar del todo en ella, aunque me costara años admitirlo.
Pero Sonia… Sonia era diferente. Su pureza, su inocencia me hicieron
creer en su bondad. Me hicieron creer que había esperanza. De alguna
manera, la destrucción de esa esperanza me irrita más que cualquier otra
traición.
Dimitri me da masajes en los hombros con las manos.
—En realidad, no es ella, Lia. Tú lo sabes.
Solo puedo asentir.
Estamos sentados en la quietud de una niebla que todo lo absorbe. Desde
que me sacaron del agua se ha ido espesando. Los demás ocupantes de la
barca son poco más que sombras, casi difuminadas en la niebla. Súbitamente,
la embarcación detiene su suave marcha.
—¿Por qué no nos movemos? —pregunto al tiempo que me incorporo.
—Porque ya hemos llegado —responde Dimitri a mi espalda.
Erguida en una de las tablas que sirven de asiento en la barca, intento
distinguir alguna silueta a lo lejos, pero no sirve de nada. La niebla lo
impregna todo.
—¿Por qué nos hemos detenido, señor Markov? —desde el centro de la
barca la voz de Luisa suena distorsionada.
—Hemos llegado a Altus —contesta él.
Luisa echa una ojeada a su alrededor, pensando que Dimitri está loco.
—Debe de tener usted visiones. ¡No hay nada de aquí a una milla de
distancia, excepto esta maldita niebla!
O yo estoy atolondrada por la falta de sueño o me siento de nuevo mejor,
porque sus palabras me hacen soltar una carcajada.
Dimitri se acaricia la cara con la palma de la mano en un gesto que ilustra
su cansancio o su decepción por la irritabilidad de Luisa.
—Créame, es cierto. Si espera solo un momento, verá a lo que me refiero.
Luisa se cruza de brazos en un gesto de impaciencia, pero Edmund sigue
la mirada de Dimitri por encima del agua. Nuestra actividad no consigue
poner en movimiento a Sonia. Sigue tan lánguida como siempre y no parece
interesarle nada en absoluto si hemos llegado a Altus o no.
Noto movimiento cerca de la parte delantera de la barca y levanto la vista
hacia allí. Veo a una de las figuras con túnica volviéndose hacia el agua.
Levanta unos dedos largos y esbeltos y se baja la capucha de la túnica para
dejar al descubierto una cascada de pelo rubio, casi platino. El cabello
resplandece sobre su espalda y ahora ya sé que se trata de una chica o, para
ser más precisos, de una mujer joven.
Me quedo hechizada cuando alza los brazos, dejando caer las largas
mangas y revelando una piel blanca y sedosa. Un extraño silencio desciende
sobre nosotros. El agua no se mueve contra los lados de la barca, parece que
estuviésemos conteniendo el aliento colectivamente, esperando a ver qué
sucederá.
La espera merece la pena.
La chica comienza a murmurar algo en un lenguaje que jamás había oído
antes. Suena como latín, pero sé que no lo es. Su voz se abre paso
serpenteando entre la niebla, enroscándose a nuestro alrededor y circulando
luego por encima del agua. Oigo cómo se propagan sus palabras mucho
después de haber salido de su boca, aunque no es como un eco. Es otra cosa.
Un recuerdo. Fluye hacia el exterior hasta que la niebla comienza a
levantarse, no de improviso, pero sí lo bastante rápido para mí como para
saber que no solo es la naturaleza la que está actuando.
El agua refulge bajo un sol que no estaba allí momentos antes. El cielo,
que antes, cuando era visible, tenía un color gris pálido, brilla ahora con luz
trémula sobre nuestras cabezas. Me recuerda al cielo otoñal de Nueva York,
de un azul mucho más intenso que en otras épocas del año.
Sin embargo, no es eso lo que me roba el aliento.
No. Lo hace la exuberante isla que tenemos delante.
Resplandece en el agua como un espejismo de belleza y de calma. No
muy lejos de la barca hay un pequeño puerto. La isla se levanta desde sus
orillas en una suave pendiente. Puedo distinguir en la parte alta de la isla, a lo
lejos, un puñado de edificios, aunque están a demasiada distancia como para
verlos con claridad.
Lo más hermoso de todo son los árboles. Aun desde el agua veo que la
isla está salpicada de manzanos, sus frutos carmesíes parecen puntos de
exclamación en el espléndido verde de los árboles y la hierba que cubren la
isla.
—¡Es una maravilla! —mis palabras parecen demasiado poco para
describir lo que tengo ante mí, pero es cuanto puedo decir en ese momento.
Dimitri baja la cabeza y me mira sonriente.
—¿Verdad que lo es? —se vuelve a mirarla de nuevo—. Nunca deja de
sorprenderme.
—¿Es real? —pregunto, levantando la vista hacia él.
Dimitri se echa a reír.
—No está en los mapas convencionales, si es eso a lo que te refieres. Pero
está aquí, oculta entre la neblina y presente para los miembros de la
comunidad de las hermanas, los Grigori y para aquellos que les sirven.
—Me gustaría verla más de cerca —dice Luisa.
Edmund asiente con la cabeza.
—La señorita Milthorpe necesita dormir y la señorita Sorrensen
necesita…, bueno, la señorita Sorrensen necesita ayuda —todos miramos a
Sonia, que ahora observa Altus casi enfadada. Edmund se vuelve hacia
Dimitri—. Cuanto antes, mejor.
Dimitri hace un gesto con la cabeza a la mujer de la túnica que ha hecho
aparecer Altus. Ella regresa a su puesto en la parte delantera de la barca y
coge los remos. La mujer de la parte trasera hace lo mismo.
Vuelvo a sentarme y contemplo el agua que se mueve bajo la barca,
mientras me acerco más y más a la isla que esconde las respuestas a las
preguntas que aún estoy aprendiendo a plantear.
Cuando nos bajamos de la barca, me sorprende ver a algunas personas
aguardándonos. Al igual que nuestras compañeras de viaje, llevan túnicas de
un color púrpura intenso. Están en el muelle, en fila. Por sus finos rasgos sé
que todas ellas son mujeres. Parecen estar esperándonos con cierto protocolo.
Primero se baja Edmund, acompañado de Sonia y seguido de Luisa. Yo
aguardo con Dimitri y desembarco antes que él. Al presentarme como Amalia
Milthorpe, sobrina nieta de lady Abigail, las mujeres me hacen una
reverencia, aunque sus ojos evidencian un claro recelo y tal vez hasta
resentimiento.
Cuando el resto del grupo ha sido presentado debidamente, Dimitri se
dirige a las mujeres y las saluda personalmente de una en una en voz baja.
Por último, llega hasta la mujer que encabeza la fila. Es mayor, tal vez
incluso más que tía Virginia, pero cuando se retira la capucha de la túnica
para besar a Dimitri en las mejillas, descubre un cabello del color del ébano,
sin una sola cana. Lo lleva recogido en un moño tan elaborado que pienso
que le llegará al suelo cuando se lo suelte. Dimitri le dice algo en voz baja y
luego se vuelve a mirarme. La mujer asiente y viene hacia mí con sus ojos
fijos en los míos. De pronto me siento incómoda.
Su voz es suave, fluida y desmiente el miedo que me inspira.
—Bienvenida a Altus, Amalia. Llevamos mucho tiempo esperando tu
llegada. El hermano Markov me dice que estás bastante cansada y que
necesitas protección y cobijo. Concédenos el privilegio de proporcionarte
ambas cosas.
No aguarda a que responda, tampoco me espera. Sencillamente, da media
vuelta y comienza a caminar por un sendero empedrado que parece terminar
en lo más alto de la isla. Dimitri me toma de la mano, coge mi bolsa y me
guía hacia delante. Los demás se colocan en fila, cerrando las mujeres de las
túnicas nuestro extraño grupo.
Más o menos a la mitad del camino que conduce a la cima del cerro
comienzo a pensar que no lo voy a conseguir. Mi extenuación, mantenida a
raya gracias a mi terrorífica y glacial caída en el mar, resurge mientras
caminamos por la pacífica isla. Me rodea una profusión de colores y
sensaciones: el rojo brillante de las manzanas de los árboles, que parecen
crecer silvestres por dondequiera que mire, tantos rostros medio escondidos
bajo las túnicas, tan misteriosos como aterradores, el esplendoroso verde de
la hierba que se extiende a ambos lados del sendero y un suave y dulce aroma
que me recuerda a mi madre. Todo forma una amalgama tan irresistible como
surrealista.
Cuando oigo la voz de Luisa, parece provenir del interior de mi cabeza.
Suena más aguda y, al mismo tiempo, más amortiguada de lo habitual:
—¡Madre mía! —dice—. ¿Es que no hay carruajes o caballos? Bastaría
con cualquier forma de transporte que no supusiera tener que subir
caminando tan penosamente esta interminable montaña.
—Las hermanas piensan que caminar es bueno para el alma —replica
Dimitri, e incluso en mi actual estado me parece apreciar cierto humor en su
tono.
A Luisa no le divierte.
—En mi opinión no hay nada mejor para el alma que la comodidad —
dice, parándose para limpiarse la frente con el dorso de la manga.
Intento seguir caminando, poner un pie delante del otro. Pienso que con
solo hacer eso, con solo ponerme en movimiento podré alcanzar el final del
sendero. Pero mi cuerpo tiene otra opinión. Deja de funcionar y me quedo
completamente quieta en medio del camino.
—¿Lia? ¿Te encuentras bien? —Dimitri está de pie ante mí. Noto su
brazo sobre el mío. Veo su rostro preocupado.
Quisiera tranquilizarle. Decirle que por supuesto que estoy bien, que
caminaré y caminaré y caminaré hasta el momento en que por fin pueda
acostarme y descansar dignamente, sin miedo a que las almas se apoderen del
medallón que pesa en mi muñeca y en mi mente.
Pero no digo nada de eso. De hecho, no digo nada en absoluto, pues las
palabras, que suenan tan razonables dentro de mi cabeza, no quieren formarse
en mis labios. Peor aún, mis piernas ya no son capaces de soportar mi cuerpo.
El suelo se acerca a mí a una velocidad alarmante hasta que algo me aparta de
él.
Y, luego, todo desaparece.

Las pulsaciones que noto sobre mi pecho me sacan de la oscuridad.


Las noto ahí bastante tiempo antes de reunir las fuerzas necesarias para
salir del letargo en el que se han sumido mis miembros y mi voluntad.
Cuando por fin abro los ojos, me encuentro con una joven de ojos tan verdes
como los míos. Su pelo es un brillante halo blanco al contraluz de la vela,
cuya luz viene hasta mí desde la entrada de la habitación. Su rostro es
agradable. Al bajar la vista para mirarme, arruga la frente, preocupada.
—Chsss —me dice—. Tienes que dormir.
—Qué… Qué… —obligo a mis manos a alcanzar el objeto que tengo en
mi pecho. Me cuesta algún tiempo hacer que mis brazos obedezcan. Cuando
lo consigo, toco un óvalo liso y duro unido a una cinta colocada alrededor de
mi cuello. El objeto está caliente y palpita con tal fuerza que casi puedo oírlo
—. ¿Qué es esto? —logro preguntar por fin.
Ella sonríe con amabilidad.
—Es una piedra de víbora muy poderosa. Te protege de las almas —me
coge las manos y las mete debajo de las gruesas mantas que cubren mi cuerpo
—. Ahora duérmete, hermana Amalia.
—¿Y Dimitri? ¿Y Luisa? ¿Y Sonia y Edmund?
—Se encuentran bien, de verdad. Todo está bajo control. Altus queda
fuera del alcance de las almas, y la piedra te protegerá mientras duermes. No
tienes nada que temer.
Se levanta de la cama y desaparece en la penumbra de la habitación,
iluminada tan solo con velas. Quiero quedarme despierta. Quiero hacer
muchas preguntas que piden a gritos una respuesta, pero es inútil, vuelvo a
deslizarme en la nada antes de poder presentar batalla.

—¿Estás despierta? ¿De verdad?


Esta vez es una chica distinta la que está inclinada sobre mí. Es más joven
que la sombría mujer que me habló de la piedra y que cuidó de mí mientras
yo flotaba en un estado de semiinconsciencia. Esta chica no me mira con
preocupación, sino con abierta curiosidad.
Revuelvo debajo de las sábanas en busca de mi muñeca y suelto un
suspiro de alivio al tocar con los dedos el frío disco del medallón, el suave
terciopelo de la cinta. Aún sigue ahí, al igual que esa mezcla tan familiar de
alivio y resentimiento que acompaña su presencia.
La voz de la otra mujer me llega desde la distancia nebulosa de mi
memoria: «Es una piedra de víbora muy poderosa. Te protege de las almas».
Siento la mano plomiza al levantarla hacia el pecho, buscando a tientas la
piedra que llevo en el cuello. Cuando mis dedos se cierran en torno a ella, me
sorprendo de que sea tan lisa y de que esté tan caliente que podría quemarme
la piel. Sin embargo, no lo hace. Decido preguntar por ello más tarde y dejo
caer la mano sobre la manta.
—Me das… —tengo la garganta tan seca que apenas puedo hablar—.
¿Me das un poco de agua, por favor?
La chica suelta una risita tonta.
—Ahora mismo podrías pedir la luna y las hermanas se las apañarían para
que llegase a tu puerta envuelta en papel de regalo.
No comprendo a qué se refiere, pero se dirige a la mesilla de noche, vierte
agua dentro de un pesado tazón de cerámica y me lo lleva a los labios para
que pueda beber. El agua está helada y es tan pura que casi sabe dulce.
—Gracias —dejo caer la cabeza sobre la almohada—. ¿Cuánto tiempo
llevo durmiendo?
—Unos dos días, más o menos.
Asiento con la cabeza. Tengo vagos recuerdos de haber despertado en la
habitación a oscuras. Las velas parpadeantes lanzaban sombras sobre la
pared, mientras elegantes figuras se movían aquí y allá en la penumbra.
—¿Dónde está la otra chica, la que estuvo cuidándome antes? —
pregunto.
Ella frunce los labios como reflexionando sobre mi pregunta.
—¿Tenía el pelo muy claro y los ojos verdes? ¿O tenía el pelo oscuro,
como el tuyo?
—Creo… creo que era claro.
—Sería Una. Es la que más ha cuidado de ti.
—¿Y eso?
Se encoge de hombros.
—¿No quieres saber cómo me llamo? —ahora parece malhumorada y me
doy cuenta de que probablemente no tiene más de doce años.
—Claro que sí. Iba a preguntártelo. Tienes un pelo muy bonito —levanto
una mano y le toco un brillante mechón. Incluso a la débil luz de las velas
reluce como el oro. Trato de evitar el dolor que invade mi corazón—. Me
recuerda a una amiga muy querida.
—¿No será la que tienen escondida? —parece molesta por la
comparación.
—No sé dónde la tienen. Solo sé que la quiero como a una hermana —
decido cambiar de tema—. ¿Y bien? ¿Cómo te llamas?
—Astrid —lo dice con la satisfacción de quien encuentra agradable su
propio nombre.
Le sonrío, aunque tengo la sensación de que me sale una mueca.
—Es un nombre muy bonito.
Mi mente, que ya ha entrado bastante en calor con la cháchara sobre el
pelo y los nombres, por fin se ha puesto en marcha. Intento incorporarme
sobre los codos, espero poder vestirme y buscar a Dimitri y a los demás, pero
mis brazos se tambalean y vuelvo a caer sobre la almohada.
Sin embargo, eso no es lo peor.
Lo peor es que, mientras trato de levantarme, la sábana resbala hasta mis
caderas dejando al descubierto la parte superior de mi cuerpo desnudo.
Rápidamente agarro el borde de la sábana y me la llevo hasta el cuello. Me
doy cuenta con auténtico horror de lo suaves y crujientes que noto las sábanas
sobre mi cuerpo desnudo.
Me lleva unos instantes formular las palabras. Al hacerlo, más que una
pregunta me sale una exigencia.
—¿Dónde está mi ropa?
Astrid se echa a reír de nuevo.
—¿Habrías preferido dormir con la ropa que traías?
—No, pero… seguro que alguien podía haberme buscado algún tipo de
camisón… una camisa… o lo que fuera. ¿O es que no tenéis ropa en Altus?
—me arrepiento de mis mordaces palabras, pero no deja de mortificarme
pensar que una persona extraña me desnudó como a un bebé.
Astrid me mira con descarada curiosidad, como si fuera un animal
exótico en exhibición.
—Claro que tenemos ropa, pero ¿para qué quieres ponértela mientras
duermes? ¿No te resultaría incómodo?
—¡Pues claro que no! —replico indignada—. ¡Para qué va a servir si no
la ropa de dormir!
Es una conversación ridícula, como tratar de describir un color a alguien
que no puede ver. Ignoro la diabólica voz de mi cabeza que encuentra lógico
su argumento y no puedo evitar notar el fresco tacto de las sábanas sobre mi
piel desnuda.
—Si tú lo dices… —Astrid sonríe taimadamente, como si hubiese calado
mi argumento y supiese exactamente en qué estoy pensando.
Levanto la barbilla, intentando recuperar lo que me queda de dignidad.
—Bueno… necesitaría que me ayudases a localizar mi ropa, por favor.
Ella ladea la cabeza, juguetona.
—Pensé que querrías comer y descansar un poco antes de continuar con
tu actividad normal.
—Tengo cosas que hacer y gente a la que necesito ver.
Ella sacude la cabeza.
—Me temo que no. Tengo instrucciones muy concretas, debo asegurarme
de que descansas y comes. Además, ya ves cómo estás: te encuentras
demasiado débil aún para levantarte.
De pronto me canso de las taimadas risitas de Astrid y de sus consabidas
miradas.
—Me gustaría ver a Una, por favor —me pregunto si se ofenderá, pero
solo se levanta suspirando.
—Muy bien. Le pediré que venga a verte. ¿Quieres algo mientras
esperas?
Niego con la cabeza y me pregunto si sería mucho pedir una mordaza
para su condescendiente boca.
Astrid sale de la habitación sin decir nada más y yo me quedo esperando
en un silencio tan absoluto que dudo de si de verdad habrá un mundo fuera de
la habitación. No oigo voces ni pasos ni sonidos metálicos sobre objetos de
porcelana. Nada indica que haya gente viviendo, comiendo o respirando fuera
de mi habitación.
Echo un vistazo a mi alrededor, sujetando firmemente la sábana contra mi
pecho, hasta que un débil ruido de pasos gráciles se aproxima a la puerta, que
se abre sin hacer el más mínimo ruido. Me quedo maravillada de que una
puerta así —parece tallada en un roble gigante— pueda moverse sin un solo
crujido.
Una la cierra con calma. No la conozco y, sin embargo, cuando se acerca
a la cama, me alegro de verla. Irradia bondad y serenidad. La recordaba así,
aunque no sé cómo, dado el estado de atontamiento y semiinconsciencia en
que me encontraba la última vez que hablamos.
—Hola —me dice con una sonrisa—. Me alegro mucho de que estés
despierta.
Veo en sus ojos que es cierto y le devuelvo la sonrisa.
—Gracias por venir. Yo… —echo una ojeada a la puerta—. Te portaste
muy bien conmigo mientras dormía.
Se echa a reír y sus ojos se iluminan.
—Astrid es bastante descarada, ¿verdad? Tenía que ocuparme de otro
asunto y no quería dejarte sola. ¿Ha estado muy pesada?
—Bueno… muy pesada no.
Una sonríe maliciosamente.
—Mmmmm, ya veo. ¿Tan mal se ha portado? —observa la taza que está
sobre la mesilla—. Al menos ha tenido el buen juicio de darte agua. ¡Debes
estar muerta de sed y también muy hambrienta!
Hasta ese momento no había pensado en la comida, pero en el instante en
que Una la nombra noto un retortijón en el estómago vacío.
—¡Me muero de hambre!
—¡No me extraña! —dice ella, levantándose—. Llevas casi dos días
durmiendo —se dirige hacia un armario en el fondo de la habitación. Habla
mientras camina—. Te sacaré ropa y te traeré algo de comer y beber. Estarás
como nueva enseguida.
De nuevo intento incorporarme sobre los codos y en esta ocasión lo
consigo. Es la primera vez que veo la habitación completa. No parece tan
enorme como cuando las sombras cubrían los rincones más alejados. Está
amueblada con sobriedad, tan solo con un armario, una pequeña cómoda y un
sencillo escritorio con una silla, además de la cama y la mesilla de noche. Del
suelo arranca una ventana con pesados cortinajes que llega hasta el alto techo.
Las paredes son de piedra. Puedo olerlas, frías y húmedas, ahora que razono
coherentemente y, de algún modo, tengo la certeza de que hace siglos que
cobijan a las hermanas. Esta idea me recuerda la razón de nuestro viaje.
—¿Cómo está mi tía Abigail? —le pregunto a Una desde el otro lado de
la habitación.
Ella se vuelve para que pueda verle la cara. Su frente se frunce a causa de
la preocupación.
—No muy bien, me temo. Los miembros del consejo están haciendo
cuanto pueden, pero… —se encoge de hombros—. Así son las cosas, ¿no? —
desde luego, tía Abigail debe ser bastante mayor, pero Una parece triste.
—¿Puedo verla?
Ella cierra las puertas del armario y regresa a la cama con unas prendas de
ropa bajo el brazo.
—Está durmiendo. Se pasó días preguntando por ti y le fue imposible
dormir hasta que se enteró de que habías llegado y estabas a salvo. Ahora que
por fin está tranquila, lo mejor es dejarla descansar. Pero tienes mi palabra de
que en el momento en que se despierte te llamarán.
—Gracias.
—No. Gracias a ti —me mira a los ojos con una sonrisa que yo le
devuelvo mientras deja las prendas en el extremo de la cama—. Aquí tienes.
Ponte esto mientras voy a por algo de comer. Tienes agua para lavarte encima
de la cómoda.
—Sí, pero… —no quiero responder con rudeza a su hospitalidad—.
¿Dónde está mi ropa?
—La están lavando. Además, me parece que encontrarás esta mucho más
cómoda —se produce en sus ojos un destello en el que capto un lejano
parecido con Astrid, pero sin ese deje malicioso que reconocí en los ojos de
la otra muchacha.
Asiento con la cabeza.
—Muy bien. Gracias.
Una contesta con una sonrisa antes de atreverse a alejarse de mi cama. Me
siento cansada de nuevo, y no he hecho nada más que incorporarme para
sentarme y hablar. Apenas tengo un vago recuerdo de mi caída en el sendero
empedrado que sube a la cima de la isla momentos antes de perder la
consciencia. Eso me mortifica y espero fervientemente no derrumbarme en el
suelo de mi cuarto.
Retiro las sábanas y saco las piernas por el borde de la cama. Estoy
desnuda, pero la habitación está sorprendentemente caldeada. La corriente de
aire frío que esperaba sin las mantas no me llega y el suelo de piedra, cuando
coloco los pies en él, también está caliente.
Apoyándome en la mesilla, me pongo en pie. Me invade una sensación de
mareo, aunque solo durante unos segundos. En cuanto se me pasa, me dirijo
al extremo de la cama arrastrando los pies, con las piernas rígidas de no
usarlas y la piedra descansando, lasciva, entre mis pechos desnudos. Sigo
sintiéndome medio inconsciente, pero cuando cojo la ropa que Una me ha
dejado, tengo la certeza de que debe haber un error.
O se trata de un error o en ese preciso instante alguien se está riendo de lo
lindo a mis expensas.
—¡No me has dejado nada! Echo de menos… ¡un montón de cosas!
Una coloca una bandeja cargada con pan, queso y fruta encima de la
mesilla y se acerca adonde yo estoy sentada en el borde de la cama. Su túnica
de color lila claro, idéntica a la que yo llevo puesta, se pliega alrededor de sus
pies y de su cuerpo. Distingo en ella la silueta femenina que hay debajo y me
doy cuenta de que, después de todo, no ha sido un error.
Me contempla de arriba abajo.
—No parece que te falte nada.
Noto que el rubor tiñe mis mejillas.
—¡Pero si no hay ropa suficiente!
Una ladea la cabeza, sonriendo.
—Hay ropa interior y una túnica. ¿Qué más necesitas?
Me levanto tambaleándome ligeramente hasta que se me pasa un poco el
mareo.
—Ay, pues no sé… ¿Unos pantalones? ¿Un vestido? ¿Unos zapatos y
unas medias? ¿O se supone que tengo que ir descalza?
—Lia… —me sobresalto al oír mi nombre—. Oh, ¿puedo llamarte Lia?
Es mucho menos formal que Amalia.
Asiento con la cabeza y ella continúa.
—Te daré unas sandalias cuando salgamos de la habitación, pero mientras
sigas aquí, en el santuario, no necesitas nada más. Por otra parte —alza las
cejas—, me llevé tu ropa a la lavandería y ¡eran un montón de cosas! ¿No
resulta incómodo ir siempre tan cargada?
No puedo evitar sentirme un poco indignada. Resulta que yo me creía una
joven independiente, cada vez más libre desde mis días en Wycliffe, y ahora
Una me desmonta esa idea por completo.
Ignorando su pregunta, estiro la espalda e intento no sonar enfurruñada.
—Muy bien. Pero me gustaría volver a tener mi ropa, por si acaso la
necesito.
Ella se encamina hacia la puerta.
—Iré a por ella mientras te tomas el desayuno.
Justo antes de que cierre la puerta, le grito:
—¡Quiero que sepas que uso pantalones en lugar de falda para montar a
caballo!
Alcanzo a ver su sonrisa mientras cierra la puerta y me quedo con la
sensación de que le divierte bastante mi puritanismo.

—Luisa se alegrará de verte —me dice Una—. Lo mismo que Edmund,


aunque, según le entendí, está ocupado con un asunto.
Vamos por una larga galería empedrada, abierta al exterior, salvo por el
techo. Me recuerda a los palacios que vi en Italia cuando fui allí con mi
padre.
Me percato de que Una no ha mencionado a Sonia y, aunque imagino que
está tratando de ser diplomática, es de Sonia de quien más me acuerdo.
—¿Qué pasa con mi otra amiga, con Sonia? —me vuelvo hacia ella
esperando captar algún matiz en sus gestos que me diga algo que sus palabras
pudieran ocultarme.
Ella suspira y me examina con la mirada. Me pregunto si querrá ser
honesta o amable.
—No se encuentra bien, Lia, pero dejaré los detalles para el hermano
Markov. Debido a su puesto, seguro que sabe mucho más que yo.
Hermano Markov. Me sorprendo del título y de la velada referencia al
rango de Dimitri, pero Sonia sigue estando en primer lugar.
—¿Puedo verla?
Una niega con la cabeza.
—Hoy no.
Su tono es tan contundente que no me molesto en discutir. En vez de eso,
le pregunto por Dimitri.
Una levanta la vista cuando un caballero de labios gruesos y sonrisa
diabólica se nos acerca por el camino. Lleva unos pantalones ajustados y una
túnica blanca entallada.
—Buenos días, Una.
—Buenos días, Fenris —contesta ella. Es evidente que coquetea con él.
En cuanto nos hallamos a una distancia prudencial del caballero, me
vuelvo a mirarla.
—¿Quién era ese?
—Uno de los hermanos. Uno de los más… notables de su rango. No
pretendo salir con él, pero tiene tal reputación que me apetece bastante que
pruebe un poco de su propia medicina.
—¿De verdad? ¡Estoy impresionada! —me río—. ¿Y quiénes son los
hermanos?
—¡Son exactamente eso, nuestros hermanos!
—¿Fenris es hermano tuyo?
Se echa a reír.
—No es mi hermano, sino un hermano. Es decir, es hijo de una de las
hermanas y aún no ha decidido si marcharse a vuestro mundo o quedarse y
servir a la causa de la comunidad de las hermanas.
—Me temo que no lo entiendo.
Una deja de caminar y me pone una mano sobre el hombro, de manera
que yo también me detengo.
—Las hermanas no estamos atrapadas en Altus. Podemos vivir en vuestro
mundo, igual que lo hicieron tu madre y tu tía, si así lo deseamos. Pero
aunque nos quedemos en la isla, eso no significa que nuestras vidas no sigan
sus rumbos. También nos enamoramos, nos casamos y tenemos hijos, y esos
hijos deben escoger su propio camino cuando llegan a la mayoría de edad.
Aún no entiendo cómo un caballero como Fenris entra en esa ecuación.
—¿Pero quiénes son los hermanos?
Una levanta las cejas.
—¿No creerás que las hermanas solo dan a luz a hembras?
Pienso en Henry y me doy cuenta de que no es así.
—Los hermanos son la prole masculina de las hermanas que han escogido
ser madres —no es una pregunta, pero, de todos modos, ella responde con un
gesto afirmativo.
—Y los descendientes varones de los Grigori, a los cuales, si se quedan
en Altus, solo se les permite casarse con alguien de la comunidad de las
hermanas. Todos son nuestros hermanos y pueden quedarse al servicio de la
comunidad de las hermanas o de los Grigori, si son elegidos para ello.
Aún sigo parada en el mismo lugar, meditando sobre su respuesta, cuando
me doy cuenta de que Una ya se ha vuelto a poner en movimiento y se ha
adelantado unos pasos. Camino apresuradamente para alcanzarla y enseguida
me noto cansada, a pesar de que llevo una hora escasa fuera de la cama.
Unos minutos más tarde le hago una pregunta que me ronda por la
cabeza.
—¿Una?
—¿Mmmm?
—¿Los hermanos viven en la isla con vosotras?
—Viven en el santuario, como todo el mundo.
—¿Bajo el mismo techo?
Se vuelve a mirarme sonriendo.
—Solo en tu mundo, Lia, es poco frecuente que los hombres y las
mujeres convivan respetándose mutuamente. Y también es en tu mundo
donde se considera antinatural que los hombres y las mujeres expresen sus
sentimientos mutuos fuera del matrimonio.
—Bueno, sí… pero lo hacen una vez casados.
Ella inclina la cabeza con el semblante más serio.
—¿Por qué es un requisito necesario el matrimonio para mostrarse
mutuamente respeto?
No parece esperar respuesta, y eso es bueno. Su interrogante se une al
resto de mis abrumadores pensamientos, hasta que me veo obligada a
apartarlos de momento.
Una dobla por un amplio pasillo y coloca su mano sobre el picaporte de
una puerta a nuestra derecha. Nada más abrirla, cuando me insta con señas a
que pase delante de ella, ya me siento en casa.
La habitación es una biblioteca. Aunque las paredes, lo mismo que todas
en Altus, son de piedra, están cubiertas de libros como los de la biblioteca de
papá en Birchwood. Y por si el ambiente no bastara para calmarme, veo a
Luisa, que levanta la vista de una de las mesas al fondo de la estancia. Su
rostro se ilumina en cuanto me ve.
Viene disparada hacia mí.
—¡Lia! ¡Pensaba que no ibas a despertarte nunca! —me da un fuerte
abrazo y luego se aparta para contemplarme con los labios apretados en un
gesto de preocupación.
—¿Qué? —pregunto—. Estoy bien, solo necesitaba dormir, eso es todo.
—¡No tienes buen aspecto! Jamás te había visto tan pálida. ¿Estás segura
de que ya puedes estar levantada?
—Sí. ¡Llevo casi dos días durmiendo, Luisa! Solo necesito caminar un
poco al sol y enseguida volveré a tener un color normal.
Sonrío para animarla, sin querer decirle que lo cierto es que aún estoy
bastante cansada, que aún me encuentro muy débil, aunque he comido, me he
lavado y me he vestido.
—Sí, bueno. Esto es precioso —jadea a causa de la excitación. Con su
túnica de color púrpura claro, parece encontrarse bien y descansada—. ¡Estoy
deseando enseñarte los jardines! ¡Rhys me ha mostrado muchas cosas
increíbles!
—¿Rhys? —pregunto, arqueando las cejas.
Luisa se encoge de hombros y trata de parecer despreocupada, a pesar de
que se pone colorada.
—Es uno de los hermanos, me ha estado enseñando la isla. Ha sido muy
amable.
Sonrío maliciosamente y me siento un poco la Lia de siempre.
—¡Seguro que lo ha sido!
—¡Boba! —me propina un amistoso golpecito en el brazo, seguido de un
rápido abrazo—. ¡Dios mío! ¡Te he echado de menos, Lia!
Me pongo a reír.
—También yo debería decir que te he echado de menos, pero como me he
pasado los últimos dos días durmiendo más profundamente que en toda mi
vida, me temo que no es verdad.
—¿Tampoco has echado de menos a Dimitri? —pregunta con una
taimada sonrisa.
—Tampoco —me alegro de sorprenderla, aunque solo sea por un instante
—. Hasta que me desperté, por supuesto. ¡Ahora sí que le echo terriblemente
de menos!
Luisa se ríe y su risa se expande por toda la estancia como un vendaval,
igual que la recordaba. De pronto me doy cuenta de que Una sigue a mi lado
y me siento terriblemente maleducada.
—¡Oh, lo siento! ¡No os he presentado!
Un gesto de perplejidad cruza el rostro de Luisa. Sigue mi mirada hasta
Una y sonríe.
—¿Una? Hace días que nos conocemos, Lia. Estuvo haciéndome
compañía y convenciéndome de que estabas perfectamente bien.
—Estupendo —digo—. Entonces, ya nos conocemos todas.
Estoy a punto de preguntar a Luisa por Edmund cuando la puerta se abre
a mis espaldas. Al volverme, la luz del sol que asoma por la puerta
entreabierta es tan cegadora que la figura que está de pie en el umbral no es
más que un dorado chorro de luz. Cuando la puerta se cierra y la habitación
queda envuelta en la penumbra, no puedo evitar cruzarla corriendo para ir a
su encuentro.
Me echo en brazos de Dimitri con unos modales impropios de una dama.
Pero no me importa. Por lo menos de momento. Me hace sentir igual que
siempre cuando posa sus ojos en los míos.
Se echa a reír sobre mi pelo.
—Me alegro de ver que no soy el único que ha sufrido.
—¿Sufrir tú? —le pregunto, rozándole el cuello.
Se ríe.
—Cada segundo que pasabas durmiendo —se echa hacia atrás para verme
mejor y me besa en los labios sin importarle que tengamos delante a Luisa y a
Una—. ¿Te encuentras bien? ¿Cómo te sientes?
—Un poco débil y bastante cansada aún. Pero dame algo más de tiempo y
de descanso y me pondré bien.
—Altus es el lugar ideal para las dos cosas. Ven, deja que te enseñe algo
de la isla. Te sentará bien salir fuera de estas puertas.
—¿Puedo ir? —pregunto, mirando a Una.
No sé por qué le pido permiso, pero me parece raro pasear por la isla
cuando se supone que debo buscar las páginas perdidas.
—Pues claro —le quita importancia a mi pregunta haciendo un gesto con
la mano y me contesta como si pudiera leer mi mente—. Ya tendrás tiempo
de hablar con lady Abigail sobre el propósito de tu visita. Además, ella aún
sigue durmiendo.
Me vuelvo hacia Luisa.
—¿No te importa?
Ella sonríe maliciosamente.
—En absoluto. Tengo mis propios planes.
Dimitri me conduce hacia la puerta y decido preguntarle más tarde a
Luisa acerca de ese nuevo tono seductor que hay en su voz.

—¿Aquí no llueve nunca?


Aparte de que llevo menos de veinticuatro horas consciente, me parece
imposible que el clima de Altus pueda dejar de ser alguna vez cálido y
agradable.
—Si no lloviera, no tendríamos tantos árboles.
Dimitri me sonríe mientras nos alejamos por el sendero empedrado. Le
miro como si fuese la primera vez que lo veo. Su piel resplandece llena de
salud con los mismos pantalones marrones y la misma túnica blanca entallada
que llevaba Fenris cuando Una y yo pasamos a su lado en la galería exterior.
El blanco brillante contrasta con el pelo negro de Dimitri y es imposible no
darse cuenta de lo tirante que está la tela que cubre sus hombros. Cuando me
topo con su mirada, la sonrisa de sus ojos se extiende lentamente a su boca y
enarca las cejas como si supiese exactamente en qué estoy pensando.
Le sonrío, extrañamente desinhibida.
Al volver la vista atrás por el camino que estamos recorriendo, por
primera vez veo el edificio en el que me he pasado los últimos días
durmiendo. Visto desde fuera es mucho más impresionante que desde dentro,
pese a no ser alto ni de aspecto imponente. Construido por entero con piedra
gris azulada, se asienta a lo largo de la cima de la colina por la que intenté
subir el día que llegamos. Los tejados parecen de cobre y han pasado a ser de
color verde musgo en sutil contraste con los extensos pastos y el color
esmeralda más intenso de los frondosos manzanos.
Es precioso, aunque esta no parece la palabra más adecuada. Mientras
contemplo el océano que se extiende allá abajo, el edificio al que llaman el
santuario, así como las construcciones más pequeñas que lo rodean, me
invade una profundísima sensación de pertenencia a ese lugar. Una enorme
sensación de paz. Ojalá hubiera sabido antes que formaba parte de la
comunidad de las hermanas, de Altus. Es como si hubiese perdido una parte
de mí misma hace mucho tiempo y no hubiera sido totalmente consciente de
su pérdida hasta haberla recuperado.
En el sendero pasamos junto a varias personas. Dimitri las saluda a todas
por su nombre y, aunque sonríe con su característico encanto, ellas parecen
extrañamente inmunes a su natural amistoso. Dimitri me coge de la mano al
pasar al lado de una adorable anciana, que responde a su saludo con una
mirada fulminante. Imagino que será solo por la edad o porque está irritada,
pero ya no me puedo callar cuando una mujer joven responde airadamente al
saludo de Dimitri diciendo:
—¡Debería darte vergüenza!
Dejo de caminar y me quedo mirándola fijamente mientras se aleja.
—¡Qué maleducada! ¿Qué es lo que le pasa a todo el mundo? —me
vuelvo y le miro desconcertada.
Dimitri baja la cabeza.
—Bueno… no todo el mundo apoya tu viaje como nos gustaría.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo pueden no apoyarlo? Tan solo queremos
encontrar las páginas perdidas para acabar con la profecía. ¿No es eso lo que
quieren las hermanas? —no me responde y empiezo a percatarme de que no
me entero de nada—. ¿Dimitri?
—No te conocen como yo —su rostro se ruboriza por la vergüenza y me
doy cuenta de lo duro que le resulta decirlo en voz alta.
Es tan simple que no puedo ni creerme que se me haya escapado hasta
ahora.
—Es por mí —me quedo mirando fijamente el suelo durante un minuto
antes de levantar la vista hacia Dimitri—. ¿Verdad?
Él coloca sus manos sobre mis hombros y me mira a los ojos.
—No tiene importancia, Lia —no puedo sostener su mirada, pero él me
coge la barbilla con los dedos y me hace girar el rostro hacia el suyo hasta
que me resulta imposible evitar sus ojos—. No tiene importancia.
—Sí, sí que la tiene —no pretendo sonar tan áspera, pero no lo consigo.
Me doy la vuelta para alejarme de él y continuar por el sendero, evitando
mirar a los ojos a quienes pasan a mi lado.
En apenas unos segundos, Dimitri me da alcance. No toma la palabra de
inmediato y, cuando lo hace, tengo la sensación de que va con pies de plomo.
—No los estoy defendiendo, solo trato de entenderlos —me dice.
No quiero oír las opiniones que los demás, en su ignorancia, se han
formado acerca de mí sin siquiera conocerme. Pero Dimitri necesita decirlo y
yo deseo escucharlo.
—Te escucho —digo sin mirarle y tratando de centrar mi atención en el
sendero.
Él suspira.
—Tú eres la única puerta que ha venido a Altus jamás, la única a la que
se le ha dado la bienvenida aquí. Y es que… Bueno, eso no se hace. No se
había hecho nunca en el pasado. Hasta ahora, la puerta siempre había sido el
enemigo, uno de los enemigos de las hermanas. Tal vez más que eso, porque
era una de ellas. Al vivir en otro lugar, tu madre y tu padre se libraron de ser
juzgados, al menos de ser juzgados abiertamente por los residentes de la isla.
—¿Y no les basta como prueba que esté aquí, que haya arriesgado mi
vida y la de aquellos a quienes quiero para hacer este viaje? —soy consciente
de que mi enfado va en aumento. No es la ira que sentí cuando me di cuenta
de la traición de Sonia, sino un enfado que aumenta poco a poco, que
amenaza con crecer y crecer hasta que no quede más remedio que darle salida
por alguna parte.
—Lia…, hasta que encuentres las páginas perdidas y las utilices para
terminar con la profecía, las hermanas no tienen forma de saber si tus
intenciones son buenas. Tu madre…
Dejo de caminar y le fulmino con la mirada.
—Yo no soy mi madre. La quiero, pero no soy ella.
Se le escapa el aliento como si se diera momentáneamente por derrotado.
—Lo sé. Pero ellas no. Únicamente basan su juicio y su esperanza en el
pasado. Tu madre trató de combatir a las almas. Quiso hacerlo, pero al final
no fue capaz de mantenerlas a raya. Eso es lo que las hermanas de Altus
saben y lo que temen.
Comienzo a andar de nuevo, esta vez más despacio. Dimitri me sigue y
durante un rato caminamos sin hablar. Me lleva tiempo formar las palabras
que debo pronunciar para preguntar lo que más miedo me da. Cuando al fin
lo hago, me veo obligada a sosegarme para que no me tiemble la voz.
—¿Y a ti te rechazan por… tu relación conmigo? —no me contesta de
inmediato, supongo que está tratando de suavizar su respuesta—.
Contéstame, Dimitri. ¿Qué relación puede haber entre nosotros si no somos
capaces de hablar abiertamente?
—Rechazar es una palabra demasiado dura —dice con calma—. Es solo
que no lo entienden. He sido convocado ante el alto consejo por haberte
salvado del kelpie. Se trata de un escándalo para alguien de mi…
—¿Posición social? —concluyo por él.
—Supongo —asiente—. Y a ello se une mi relación con una hermana
claramente designada como puerta, y no como cualquier puerta, sino como la
que tiene el poder de facilitar por fin el retorno de Samael.
—Parece que los estuvieras defendiendo —no puedo ocultar la amargura
de mi voz.
—No. Simplemente estoy tratando de comprenderlos y de ser imparcial,
aunque ellos no lo sean.
Me es imposible enfadarme. Estoy segura de que Dimitri dice la verdad.
Más aún, con lo que me ha dicho, he aprendido más sobre él y estoy
convencida de que es un buen hombre. ¿Cómo voy a criticarle por tales
cualidades?
Esta vez soy yo quien le coge de la mano. Aunque parece tan grande
dentro de la mía, tengo la necesidad de ofrecerle la misma protección que me
ha brindado él a mí. No sé si podría protegerle eficazmente de algo
importante, pero de pronto sí sé que haría cualquier cosa para impedir que le
hicieran daño.
—Pues entonces no queda más remedio que hacer una cosa.
—¿El qué?
—Probarles que se equivocan.
Y en ese instante, mientras sonrío mirándole a los ojos, estoy segura de
que lo lograré.
Paseamos de la mano hacia el otro extremo de la isla. El sendero baja en
pendiente hacia una especie de bosquecillo y me doy cuenta de que hace rato
que no nos tropezamos con nadie. Estoy atónita por ese absoluto silencio.
—Ven —me dice Dimitri—. Quiero enseñarte algo.
Tira de mí por el sendero en dirección al bosquecillo. Tengo que correr
para mantenerme a su ritmo y no tropezarme en ese campo de hierba y flores
silvestres.
—¿Qué haces? —me río—. ¿Adónde me llevas?
—Ya lo verás —exclama él.
Pasamos entre los árboles haciendo eses y me doy cuenta de que se trata
de un bosquecillo de naranjos. Recuerdo el aroma a naranja y jazmín de mi
madre y noto la piedra latiendo y caliente bajo mi túnica.
El bosquecillo parece interminable. De no ser por Dimitri, tendría miedo
de perderme, pues los árboles crecen en un orden extraño que solo la
naturaleza parece comprender. Pero Dimitri sabe perfectamente adónde va y
yo le sigo sin dudarlo.
Salimos de entre los árboles y ante nosotros se abre el cielo. El mar, que
brilla debajo, se agita y se vuelve blanco al romper las olas contra el
acantilado que desciende abruptamente desde el bosquecillo al agua.
—Solía venir aquí de niño —dice Dimitri a mi lado—. Era mi lugar
secreto, aunque imagino que mi madre sabía perfectamente dónde estaba. No
hay muchos secretos en Altus.
Sonrío al imaginarme a Dimitri como un chico de pelo oscuro con una
traviesa sonrisa.
—¿Cómo fue tu niñez aquí?
Camina distraído hasta un árbol cercano, alza el brazo y coge una
pequeña naranja de sus ramas.
—Supongo que fue… idílica. Aunque entonces yo no lo sabía.
—¿Y tus padres? ¿Viven en la isla?
—Mi padre sí —su rostro se ensombrece y cuando continúa entiendo por
qué—. Mi madre murió.
—Oh… lo siento, Dimitri —ladeo la cabeza y le sonrío con tristeza—.
Supongo que esa es otra cosa que tenemos en común.
Él asiente despacio, regresa a mi lado y me indica por señas la hierba
próxima al borde del acantilado.
—Ven. Siéntate.
Me dejo caer en el suelo y Dimitri hace lo mismo. Ya no menciona a sus
padres y yo entiendo que ha zanjado el asunto.
—Altus es como un pueblo muy pequeño, solo que considerablemente
más abierto de miras —hace rodar la naranja entre las palmas de sus manos
mientras habla—. Supongo que en muchos aspectos no es muy distinto del
lugar donde tú te criaste. Hay matrimonios, nacimientos, muertes…
—Y todos, hombres y mujeres, viven en estrecha comunidad —aún sigo
dándole vueltas a eso en la cabeza y no puedo resistirme a sacarlo a colación.
—Ah, has estado hablando con Una. Bien. ¿Te escandaliza?
Me encojo de hombros.
—Un poco. No… se parece a lo que estoy acostumbrada, supongo.
Él asiente con la cabeza.
—Te llevará un tiempo habituarte a nuestras costumbres, Lia. Lo sé. Pero
no deberías tomártelas como algo nuevo o extraño. En realidad, son más
antiguas que el mismo tiempo.
Me asomo a mirar el agua, reflexionando sobre lo que acaba de decir. No
sé si estoy preparada para aceptar esas costumbres. Forman parte de una
realidad que ni siquiera me habría imaginado hace escasas semanas, a pesar
de haber vivido en Londres sin una vigilancia pertinente.
—Háblame de Sonia —le pido, en parte para cambiar de tema y en parte
porque ya me siento lo bastante fuerte como para oír la verdad acerca de mi
amiga.
Dimitri comienza a pelar la naranja, tratando de mantener la piel en una
sola pieza.
—Sonia aún no es… ella misma. Los miembros del consejo la han
enclaustrado.
—¿Enclaustrado? —estoy confusa, no sé si he aterrizado en una comuna
hedonista o en un convento de monjas.
Dimitri hace un gesto afirmativo.
—Está aislada. Muy pocas hermanas tienen poder suficiente para celebrar
ciertos ritos; tu tía podría haber sido una de ellas de no haber estado tan
enferma. Solo esas hermanas pueden ver a Sonia mientras se esté
recuperando.
No puedo evitar alarmarme.
—¿Ritos? No le estarán haciendo daño, ¿verdad?
Dimitri se apresura a acariciarme la mano.
—Por supuesto que no. Son las almas las que le han hecho daño, Lia. Las
hermanas tienen que vencer su resistencia a dejar a Sonia para que ella pueda
volver a su ser —aparta su mano y termina de pelar la naranja—. Puede que
lleve un tiempo liberar a Sonia de la autoridad de las almas y solo los
miembros del consejo deciden cuándo se ha logrado.
—¿Cuándo podré verla?
—Quizás mañana —por su tono sé que ya es asunto cerrado.
Arranco unas cuantas briznas de hierba.
—¿Y Edmund? ¿Dónde está?
Dimitri parte la naranja por la mitad y de pronto me entran ganas de olerle
las manos.
—Está aquí, en la isla. El primer día estuvo sentado a la puerta de tu
cuarto hasta que se durmió en el suelo. Tuvimos que trasladarlo dormido a
una habitación.
No puedo evitar sonreír ante la mención de Edmund y de repente siento la
necesidad de verle.
—Le tienes mucho cariño a Edmund, ¿verdad? —pregunta Dimitri.
—Aparte de tía Virginia —digo, asintiendo con la cabeza— es lo más
cercano a un pariente que me queda. Me ha visto pasar por… —inspiro
hondo al recordar—. Bueno, por situaciones espantosas. Su fortaleza me sirve
para creer que no tengo por qué ser fuerte todo el tiempo. Está bien poder
apoyarse en alguien aunque sea solo un rato.
Me avergüenzo de haber dicho en voz alta lo que tantas veces he pensado,
pero Dimitri sonríe tranquilo y sé lo que está pensando.
Su mirada me abrasa. Me hace sentir muchas cosas que no suele provocar
solo una mirada: fuerza, confianza, respeto, lealtad y, sí, quizás incluso amor.
Aparta la vista de mi rostro y separa un gajo de la naranja. Al
ofrecérmelo, en lugar de dármelo en la mano, tal como pensaba que lo haría,
lo lleva a mis labios. Por supuesto que tanto en Nueva York como en Londres
sería de lo más indecoroso permitir que un hombre me diese de comer.
Pero no estoy ni en Nueva York ni en Londres.
Inclinándome hacia delante, tomo el gajo de su mano con la boca,
rozando con mis labios las yemas de sus dedos mientras hago pasar la fruta
entre mis dientes. Me doy cuenta al morderlo de lo pequeño que es el gajo,
apenas un bocado, y la naranja es mucho más dulce que las que había tenido
ocasión de comer en otras partes. Mientras mastico, los ojos de Dimitri no se
apartan de mi boca.
Miro el resto de la naranja, que aún sostiene en su mano abierta.
—¿Tú no vas a probarla?
Se lame los labios y al hablar su voz suena ronca.
—Sí.
Viene hacia mí y, antes de darme cuenta siquiera, su boca está sobre la
mía. Su beso hace renacer a otra Lia. Una que jamás ha tenido que llevar
corsé ni medias. Una que no se avergüenza cuando su cuerpo se estremece
por el contacto de sus apremiantes labios sobre los míos y por el tacto de sus
dedos a través del delicado tejido de mi túnica. Esa Lia prefiere regirse por
las normas de la isla antes que por las de la sociedad londinense.
Con su boca aún sobre la mía, me empuja sobre la mullida hierba y nos
dejamos llevar por el viento, el mar y las mutuas caricias. Cuando por fin se
aparta, respira acelerada y pesadamente.
Enlazo mis dedos detrás de su nuca y trato de atraerlo una vez más hacia
mí. Él refunfuña, pero no para de bendecir mis mejillas y mis párpados con
tiernos besos.
—Procedemos de lugares distintos, Lia, y en muchos aspectos también de
épocas diferentes. Aquí y ahora quiero que sepas que respeto las leyes de tu
lugar y de tu época.
Sé a lo que se refiere y trato de no ruborizarme.
—¿Y si yo no quiero que lo hagas? —las palabras salen de mi boca sin
haber tenido siquiera ocasión de pensarlas.
Él se apoya sobre uno de sus codos, toqueteando con los dedos un trozo
de mi túnica.
—El lila te sienta maravillosamente —murmura.
—¿Estás cambiando de tema?
—Tal vez —responde con una sonrisa. Se agacha y me besa en la punta
de la nariz—. Para sentirme satisfecho conmigo mismo, debo respetar las
leyes de tu mundo mientras sigas formando parte de él. Si decidieras formar
parte del mío… bueno, entonces podríamos seguir sus leyes juntos.
Me incorporo doblando las piernas bajo la túnica.
—¿Quieres que me quede en Altus contigo?
Dimitri arranca una pequeña margarita silvestre de entre las hierbas y me
la coloca detrás de la oreja.
—Ahora no, desde luego. Tenemos que encontrar las páginas perdidas y
desterrar a las almas. Pero después… Nada me haría más feliz que construir
una vida contigo en Altus. ¿Tú no sientes una conexión con este lugar?
Soy incapaz de mentir, así que asiento. Estoy abrumada y, al mismo
tiempo, tremendamente halagada y muerta de miedo por lo que pueda
depararme el futuro, antaño seguro y cierto como un amanecer.
—¿Y si yo no quiero abandonar mi mundo? —tengo que preguntárselo.
Dimitri se inclina hacia mí, me besa con suavidad y permanece unido a
mis labios. Después se aparta solo un poco, de modo que puedo sentir sus
labios moviéndose cuando habla:
—Entonces yo formaré parte del tuyo.
Vuelve a besarme, pero cuando cierro los ojos, no es la declaración de
amor de Dimitri la que resuena en los rincones de mi mente, sino la de otro
hombre, hecha ya hace mucho tiempo.

Me sobresalto cuando Luisa irrumpe en la habitación y cierra de golpe la


puerta a sus espaldas.
—¡Esto es ridículo, Lia! ¡Totalmente ridículo! —extiende sus esbeltos
brazos, haciendo revolotear a su alrededor las mangas de su nueva túnica
color púrpura oscuro. Es una túnica dos tonos más oscura que las de diario e
idéntica a la que me ha dejado Una a mí—. ¡Una asegura que debemos llevar
túnicas para cenar!
La entonación con que lo dice, como si las túnicas fuesen ratas, me hace
reír.
—Sí, eso es lo que llevan las hermanas en Altus —intento no sonar como
si estuviese hablándole a una niña de cinco años.
—No seas condescendiente. Ya sabes a lo que me refiero: ¿cómo vamos a
ir vestidas a nuestra primera gran cena en Altus nada más que con… con…?
—gesticulando, señala su cuerpo vestido de seda antes de continuar—. ¿Con
esto?
Muevo la cabeza.
—¿Qué hiciste mientras yo dormía estas noches atrás? ¿Qué llevabas
puesto?
—Cenaba en mi cuarto, así que no me importaba lo que llevara puesto.
Creo que estaban esperándote a ti para hacer alguna clase de celebración.
El aire se me queda estancado en los pulmones. No estoy preparada para
ir al encuentro de toda la isla.
—¿Qué clase de celebración?
Luisa se encamina hacia la cama y se deja caer de espaldas sobre ella
hablándole al techo.
—No lo sé. Pero no creo que sea demasiado formal. Le oí comentar a una
de las chicas más jóvenes algo sobre lo inapropiado que sería celebrar una
fiesta.
Pienso en tía Abigail, que lucha por su vida en esos instantes, y estoy de
acuerdo con la hermana anónima.
Luisa se incorpora para sentarse.
—Aun así, Lia…, me gustaría tener algo bonito para ponerme, ¿a ti no?
¿No echas de menos tus preciosos vestidos?
Me encojo de hombros y toco con los dedos los suntuosos pliegues
violeta que cubren mis piernas.
—Estoy empezando a acostumbrarme a las túnicas. Además, son
cómodas, ¿no te parece?
Me dirijo hacia el espejo para recogerme el pelo y casi no reconozco a la
persona que me mira desde él. Es la primera vez que me molesto en mirar mi
reflejo desde que salimos de Londres. Supongo que en muchos aspectos soy
una persona diferente y me pregunto si los cambios habrán sido para mejor.
Me doy la vuelta ante el espejo y decido dejarme el pelo suelto y rizado sobre
los hombros.
—Yo sacrificaría la comodidad por la moda en alguna ocasión, en
especial esta noche —Luisa habla desde el otro extremo de la habitación, su
expresión ceñuda me apena momentáneamente.
Me dirijo hacia la cama y me siento a su lado.
—¿Y por qué es especial esta noche?
Se encoge de hombros, pero la sonrisa pícara que se forma en su boca la
delata.
—Por nada.
—Mmm. ¿De modo que no tiene nada que ver con… no sé… con un
hermano que da la casualidad que vive en la isla?
Luisa se echa a reír.
—¡Está bien! ¡Me gustaría estar guapa para Rhys! ¿Tan malo es eso?
—Pues claro que no —me pongo en pie—. Pero míralo de este modo: es
más que probable que si apareces en la cena con un vestido, Rhys piense que
eres un ganso atado y listo para asar.
Sé que estoy empezando a convencerla cuando se mordisquea el labio
inferior, una expresión pensativa que sustituye a la vergüenza de hace unos
instantes.
—De verdad, Luisa, yo creo que una túnica de seda es más exótica.
Más… sensual.
Se lo piensa un momento más antes de levantarse resoplando.
—¡Pues estupendo! Me pondré la túnica infernal. ¡Además, no tengo
mucho donde escoger, a no ser que quiera ir desnuda!
—Cierto —engancho mi brazo en el suyo mientras nos dirigimos a la
puerta—. Pero ¿quién sabe? ¡Puede que a Rhys le gustara más!
Luisa se vuelve hacia mí, boquiabierta por la impresión.
—¡Lia! ¡Te has convertido en una auténtica desvergonzada!
Supongo que es verdad y mientras vamos hacia el comedor me acuerdo
de lo que me propuso Dimitri en el naranjal y me pregunto si de verdad
puedo escoger entre una y otra vida. Tal vez ya no sea capaz de volver a ser
la persona que era ni de regresar a mi antigua existencia.
Recuerdo las palabras que Henry me dijo hace mucho tiempo y las
encuentro tan apropiadas como siempre: «Solo el tiempo lo dirá».
Cuando entramos en el comedor, me asusto por el silencio que se hace en la
multitud. Intento ignorarlo mientras me abro paso por la estancia con Luisa.
La sala, parecida a una gruta, está llena de mujeres vestidas con túnicas y
de hombres elegantes, vestidos de negro de la cabeza a los pies. La enorme
lámpara, con un millar de velas encendidas, proyecta un brillo cálido sobre el
centro de la sala. Me pregunto quién habrá sido capaz de colocar tan altas las
velas encendidas, pues la araña cuelga de una cadena pesada y tan larga que
no veo dónde termina.
—¿Qué hacemos? —susurra Luisa.
—No lo sé. Supongo que deberíamos buscar a Dimitri o a Una.
—O a Rhys.
—Sí. O a Rhys —digo, entornando los ojos.
Avanzo un paso más tratando de mantener la cabeza erguida y
componiendo una sonrisa lo bastante grande como para que parezca amistosa,
pero sin que dé pie a pensar que soy una chiflada.
En momentos como esos echo terriblemente de menos a Sonia. Gracias a
ella, muchas veces era capaz de sacar pecho y sonreír valientemente, aun
cuando estuviera muerta de miedo por dentro. Siempre había sido más fuerte
gracias a su apoyo y compañía, y siento tan intensamente su pérdida como si
las almas acabaran de arrebatármela.
—Gracias a Dios —suspira Luisa—. Ahí está Dimitri.
Sigo su mirada y le veo caminando hacia nosotras. No creo que se trate de
mi imaginación si digo que su sonrisa está exclusivamente dirigida a mí. Se
detiene frente a nosotras y me coge de ambas manos.
—Has venido —se limita a decir, como si hubiese estado buscándome y
me hubiera encontrado en el lugar más insospechado.
Ha cambiado sus pantalones de diario por otros negros más ajustados y
lleva puesta una túnica negra a juego en lugar de la blanca. El negro le hace
parecer peligroso, está más elegante y arrebatador que nunca bajo el brillo de
las velas de la lámpara y de las que hay por todo el perímetro de la sala.
Pienso que va a besarme en las mejillas cuando se inclina, pero sus labios
buscan mi boca. El beso es intenso, aunque no indecoroso. Echo una ojeada
por la sala con disimulo y me percato de que los presentes no parecen ni
disgustados ni sorprendidos, lo cual quiere decir que Dimitri se lo ha dicho.
Les ha dicho que, digan lo que digan, está conmigo. Me parece imposible,
pero aún le abro más mi corazón.
—Hola —le saludo. Mi voz no es tan audaz como quisiera, pero los
presentes en la sala y el gesto de Dimitri me han dejado descolocada.
Él sonríe travieso y se parece más al Dimitri que conozco en privado.
—Vaya, hola.
Ahora mi sonrisa es auténtica, pues, por alguna razón, cuando estoy con
él no parece importarme lo que el resto del mundo piense o diga.
Se ofrece para que Luisa y yo lo cojamos del brazo y nos escolta hasta la
mesa colocada en el centro de la sala. Como si alguien hubiese dado la orden,
la gente comienza a hablar de nuevo, primero en forma de murmullos y
enseguida levantando las voces de tal modo que parece que la situación
embarazosa de hace unos momentos haya sido tan solo un sueño.
—Siento que hayáis tenido que venir solas al comedor —habla muy alto
para hacerse oír por encima del barullo—. Pensé que os traería Una. Si no,
habría ido yo mismo a buscaros.
—Pensaba hacerlo —le digo—, pero quería ver qué tal estaba tía Abigail.
Al parecer, aún no se ha despertado.
Él asiente muy serio y por su gesto abstraído deduzco que no soy la única
preocupada por tía Abigail.
Nos detenemos ante una gran mesa colocada justo debajo de la enorme
lámpara. Ya está casi toda ocupada, pero hay tres asientos libres, reservados
al parecer para nosotros. Me preocupa durante un momento que no le
permitan a Luisa sentarse con su nuevo pretendiente, pero cuando en su
rostro se dibuja una beatífica sonrisa, sigo su mirada y me percato de que
Rhys está sentado a nuestra mesa. Tendré que preguntarle a Dimitri más tarde
si ha sido una casualidad o algo intencionado.
La primera que se levanta es una mujer mayor de pelo negro. Hace una
pequeña reverencia a modo de saludo, sus ojos duros buscan los míos y me
doy cuenta de que es la hermana con la que subimos el sendero justo antes de
caer yo inconsciente.
—Bienvenida a Altus, Amalia, hija de Adelaide —su voz es más grave de
lo que recordaba.
Resulta extraño escuchar el nombre de pila de mi madre en voz alta. No
creo habérselo oído a nadie desde antes de su muerte. Me lleva un instante
ordenar mis pensamientos.
—Gracias —respondo, devolviéndole la reverencia.
Dimitri se gira hacia mí y se inclina en una reverencia, cumpliendo con su
parte de un ritual que no comprendo.
—Amalia, lady Úrsula y la comunidad de las hermanas te dan la
bienvenida.
Le devuelvo la reverencia y, de pronto, me siento avergonzada.
Dimitri repite el breve ceremonial con Luisa y se llevan a cabo las
presentaciones por toda la mesa. Todo sucede con tanta rapidez que me
olvido de los nombres en cuanto se pronuncian, pero de lo que no me olvido
tan pronto es de la mirada penetrante de Rhys, que solo parece ver a Luisa. Es
moreno como Dimitri, pero más callado y menos dispuesto a conversar. Me
gustaría preguntarle a Luisa de qué hablan cuando están juntos, aunque creo
que hablar no es una de sus actividades preferidas. Está sentada tan cerca de
él que puedo ver cómo se tocan sus muslos debajo de la mesa.
En cuanto nos sentamos, los demás también lo hacen en sus respectivos
sitios en las mesas colocadas por toda la inmensa sala. Traen comida sin
parar y apenas puedo seguir el ritmo de la mareante selección de frutas,
verduras, pan crujiente y vino dulce, pero me doy cuenta de que no hay carne.
Mientras nos sirven, sorprendo a mis compañeros de mesa lanzándome
miradas de curiosidad. Supongo que no puedo culparlos. Como había
argumentado antes Dimitri, imagino que tienen muchas preguntas que la
cortesía les impide hacerme.
De inmediato me queda claro que Úrsula tiene un rango especial, aunque
durante la cena no tengo ni un instante para preguntárselo a Dimitri. En
cualquier caso, le saca el máximo provecho a su posición. Apenas se acaba de
retirar el sirviente que atiende nuestra mesa, cuando Úrsula lanza la primera
pregunta.
—Dimitri me ha dicho que has soportado un largo viaje para venir hasta
nosotros, Amalia —toma un sorbo de su copa de vino.
Termino de masticar el higo que tengo en la boca.
—Sí. Fue… duro.
Ella asiente.
—Al parecer, no eres de las que se asustan por los asuntos complicados y
peligrosos.
Las palabras en sí mismas suenan como un cumplido, pero hay algo en su
tono de voz que me dice que no lo son. Quisiera ser ingeniosa, saber lo que
esconden sus preguntas, pero mi cerebro aún se está recuperando de la
enorme falta de sueño. Decido tomarme en serio su afirmación.
—La profecía me ha enseñado que hay que hacer ciertas cosas, por
mucho que se quieran evitar.
Ella arquea las cejas.
—¿Eso quisieras? ¿Evitarlas?
Me contemplo las manos, entrelazadas en mi regazo.
—Creo que todo el mundo quisiera evitar algunas de las cosas que he
tenido que experimentar este último año.
Úrsula ladea la cabeza, reflexionando antes de volver a hablar.
—¿Y qué hay de tu hermana Alice? ¿Qué es lo que ella querría evitar?
Levanto bruscamente la cabeza ante la mención de mi hermana, como si
el nombre de Alice pudiera conjurar su presencia. Me pregunto por qué
habría de interesarse Úrsula por mi hermana, si es un hecho bien conocido
que ha violado sus leyes y las de los Grigori.
Trato de mantener la calma en mi tono de voz.
—Mi hermana rechaza su papel de guardiana. Supongo que, dados tus
grandes conocimientos y sabiduría, ya estarás enterada de ello —hago una
inclinación con la cabeza, esperando que la interprete como una señal de
respeto, aunque, de hecho, solo estoy tratando de ocultar mi creciente
desprecio.
No levanto la vista hacia ella, pero noto cómo se endurece su mirada.
Cuando por fin contesta, estoy segura de que lo hace porque se siente
obligada, porque seguir callada más tiempo la haría parecer débil.
Sus palabras me producen una extraña sensación de victoria.
—De lo que sí estoy enterada es de que está en juego el futuro de Altus y
el del mundo entero. Seguro que sabes que desempeñas en este asunto un
papel privilegiado, ¿no es así? Especialmente, dada la naturaleza de tu
legítimo papel en la profecía.
Advierto el peligro en la voz grave y pausada de Úrsula. Sería fácil creer
que se trata de la voz de un gato, pero, en realidad, es la de un león. Sin
embargo, aún ignoro muchas cosas sobre los procedimientos y las personas
que entran en juego en la profecía, de modo que es preferible no enfrentarse a
una posible amiga o enemiga. Me doy cuenta de que se trata de un juego en el
que se tiene más éxito adelantándose tres o cuatro movimientos al contrario.
Levanto la vista y miro a Úrsula directamente a los ojos, mientras los
demás comensales me miran a mí.
—Un privilegio implica suerte —replico. Después hago una pausa—.
¿Pero qué puedo ganar yo con la profecía comparado con todo lo que he
perdido? Una hermana, un hermano, una madre, un padre… —pienso en
James, en nuestro futuro perdido y me dejo llevar por la melancolía, a pesar
de que en mi interior sé cuáles son mis sentimientos por Dimitri—.
Perdóname, pero, según mi experiencia, la profecía constituye más una carga
que un privilegio, aunque eso no significa que no vaya a respetarla.
Puede que sea mi imaginación, pero da la impresión de que el silencio se
ha extendido al resto de la sala, como si todo el mundo tuviese un oído puesto
en la conversación de nuestra mesa.
Úrsula hace repiquetear sus dedos en la gruesa mesa de madera mientras
reflexiona sobre su próximo movimiento e inclina la cabeza.
—Quizás deberías dejar esa carga a alguien más adecuado, más dispuesto
a aceptarla.
Pienso en lo que acaba de decir, aunque no tiene sentido en estas
circunstancias.
—No parece que tenga elección, ¿no? Ninguna que merezca tomar en
consideración. Jamás permitiría que Samael me utilizase como puerta.
—Por supuesto que no —murmura ella—. Pero te olvidas de la otra
posibilidad de que dispones.
Muevo la cabeza.
—¿Cuál?
—No hacer nada. Traspasar la responsabilidad a otra hermana.
Echo un vistazo por toda la mesa y me percato de que los otros parecen
removerse inquietos en sus asientos, al tiempo que apartan la mirada, como si
estuviesen contemplando algo desagradable. Todos excepto Dimitri y Luisa.
Luisa está tan confusa como yo. Me busca con la mirada y veo en ella
interrogantes que no puedo contestar. Por otro lado, Dimitri parece estar
lanzándole puñales a Úrsula.
Me vuelvo para mirarla de nuevo.
—Podrían pasar generaciones antes de que alguien fuese designado como
ángel por la profecía.
Ella asiente despacio y hace un gesto despectivo con la mano.
—O podría ser cosa de muy poco tiempo. Nadie sabe lo que impone la
profecía.
Por un instante creo que me estoy volviendo loca. ¿Me está sugiriendo
una hermana, nada menos que un miembro del consejo, que no haga nada?
¿Me está pidiendo que traspase mi deber a otra, aun cuando eso signifique
esperar siglos para que la profecía llegue a su fin, siglos durante los cuales las
almas de Samael podrían reunirse en nuestro mundo?
De pronto, Dimitri toma la palabra. Su voz es gélida a causa de la cólera.
—Te ruego que me perdones, hermana Úrsula, pero parece bastante claro
lo que establece la profecía, ¿no es así? Se refiere a Lia más que como a
puerta, como al ángel, la única puerta con autoridad para convocar o rechazar
a Samael. Como tal, Lia es libre de escoger cualquiera de los dos caminos.
Con la sabiduría que te caracteriza, ¿no estás de acuerdo en que le debemos
gratitud por escoger el bando correcto?
Jaque mate, pienso. Al menos por ahora.
Aprieto la mano de Dimitri por debajo de la mesa, pues, pese a que no
quiero causarle más problemas, no puedo evitar agradecerle su intervención.
En toda la mesa se produce un silencio que no puede calificarse más que
de incómodo. Nos salvamos de tener que intentar rescatar lo poco que queda
de nuestra agradable cena cuando aparece Astrid y hace una pequeña
reverencia al lado de Úrsula.
—¿Madre? ¿Puedo sentarme a vuestra mesa? Me gustaría conocer a
nuestras invitadas —su voz es dulce y tímida, sin el tono condescendiente
que exhibía cuando hablaba conmigo en mi cuarto.
¿Madre? Úrsula es la madre de Astrid.
Úrsula sonríe, pero no a Astrid. Sus ojos permanecen fijos en mí mientras
contesta a su hija.
—Claro, cariño. Siéntate al lado del hermano Markov.
Las mejillas de Astrid se ruborizan y, antes de sentarse al otro lado de
Dimitri, se despide de su madre con una breve reverencia. Una vez sentada,
levanta la vista hacia él y le mira con evidente adoración.
—Altus no es lo mismo cuando estás fuera —dice recatadamente.
Me parece percibir impaciencia en los ojos de Dimitri, aunque la disimula
bien.
—Y yo nunca soy el mismo sin Altus —se vuelve hacia mí y me sonríe
—. ¿Qué tal tu cena? —y, aproximándose lo bastante a mí como para que
pueda oler el vino en su aliento, me susurra—: Aparte de la compañía, por
supuesto.
Sonrío maliciosamente.
—Riquísima.
Pasamos el resto de la cena sin incidentes. Astrid permanece enfurruñada
al otro lado de Dimitri, y Luisa sigue concentrada en Rhys. Al poco rato
comienza a sonar un extraño tipo de música al fondo de la sala. Rhys se pone
en pie, le tiende una mano a Luisa y se alejan juntos de la mesa para bailar,
como muchos otros comensales de nuestra mesa y de las de al lado.
Dimitri mete la mano en un frutero, saca una exquisita fresa y la sostiene
ante mi boca. Esta vez muerdo limpiamente la brillante fruta, arrancándola
del tallo sin pensármelo. Él sonríe y algo secreto y cálido pasa entre nosotros.
Dimitri deposita el tallo en su plato y de pronto su gesto se vuelve serio.
—Lo siento, Lia.
Me trago el resto de la fresa antes de responder.
—¿Por qué?
—Por Úrsula. Por todo.
Niego con la cabeza.
—No tienes por qué. No es culpa tuya.
Echa una ojeada a las parejas que dan vueltas de aquí para allá en la sala
al son de una triste canción, en un caleidoscopio de seda violeta y negra.
—Esta es mi gente. Mi familia. Y tú… bueno, tú eres algo más, Lia, estoy
seguro de que ya debes saberlo a estas alturas —coge una de mis manos y me
besa en la palma—. Quisiera que fueran amables contigo.
Yo le tomo una de sus manos y repito el gesto.
Por un instante es como si le estuviese mirando a los ojos por primera
vez. Me pierdo en ellos y lo demás no importa. Entonces, la música cambia,
suena algo más alegre y Dimitri se pone en pie tirando de mí para que me
levante.
—Sería un honor para mí —no se trata de una pregunta y, antes de darme
cuenta, ya estamos en el centro de la sala entre las demás parejas. Alcanzo a
ver a Luisa un instante, pero desaparece entre la multitud antes de que pueda
estar segura de que es ella.
—¡Pero… no sé cómo se baila esto! —digo, mirando alrededor a los
bailarines que se desplazan veloces.
Él me coloca una de las manos sobre su hombro y la otra en su cintura, y
hace lo mismo conmigo.
—No te preocupes. Es bastante sencillo, te lo prometo. ¡Además, si no
bailas no podrás decir que eres una hermana!
Nos ponemos en marcha, moviéndonos entre la multitud al ritmo de la
música. Al principio, Dimitri me lleva más o menos a rastras por toda la sala.
El juego de pies es tan complicado como los que aprendíamos en Wycliffe y
me cuesta orientarme con la música. No es fluida como la de Strauss o
Chopin. Es vibrante, vitalista y rítmica.
Mientras trato de familiarizarme con los pasos, chocamos con unas
cuantas parejas. Dimitri me guía por la sala gritando sin parar «Perdón» y
«Lo siento mucho». Sin embargo, un rato más tarde comienzo a sentirme más
segura. Dimitri aún me guía, pero ya consigo mantener el ritmo sin pisarle los
pies.
Precisamente, estoy empezando a pasármelo bien cuando cambia la
música. Un rugido de felicidad estalla en la pista de baile y al momento
Dimitri desaparece. Inspecciono a la gente que me rodea, pero antes de poder
encontrarle, ya tengo a otro caballero cogido de mi brazo.
—¡Ah! ¡Hola! —digo.
Lleva la misma ropa que Dimitri, pero le falta su estilo. De todos modos,
es simpático y me devuelve la sonrisa.
—Hola, hermana.
Justo cuando estoy pensando que tampoco está tan mal pasar el rato con
este simpático caballero hasta que vuelva Dimitri, el hombre desaparece entre
la multitud y es rápidamente sustituido por otro. Este es guapo, tiene los
cabellos dorados como Sonia. Ni siquiera tenemos tiempo de intercambiar
una sonrisa cuando ya se aleja suavemente y otro lo reemplaza.
El ritmo de la música y la multitud que danza a su son, son cada vez más
frenéticos, no me queda más remedio que mantener el paso como mejor
puedo con aquel desfile de parejas. Al parecer, esta locura tiene ciertas
pautas, un cierto orden para cambiar de pareja, pero yo no sé cuál es.
Aunque en un par de ocasiones trato de salir del baile, me resulta
imposible separarme de mis parejas y de la multitud. Después de un rato me
dejo llevar y doy vueltas como un trompo de acá para allá hasta que la música
y las risas me marean.
Me río con una sensación de mareante abandono cuando mi nueva pareja,
un caballero corpulento y mayor, me lleva dando vueltas por la pista y me
deja con otro caballero.
—Bueno, debo decir que tiene bastante mejor aspecto que la última vez
que la vi —la voz es inconfundible, a pesar de que casi no reconozco a
Edmund, recién afeitado y con un atuendo distinto.
Le miro maliciosamente mientras nos abrimos paso por la pista de baile.
—¡Yo diría lo mismo de ti! —es cierto, parece descansado y lleva la
misma ropa que los hermanos. De algún modo, los pantalones y la túnica le
conceden una adecuada elegancia a un hombre de su edad.
Él asiente con la cabeza.
—El viaje a Altus nunca es fácil, y este ha sido el peor de todos.
Especialmente para usted. ¿Se encuentra bien?
—Mucho mejor, gracias —empiezo a quedarme sin aliento de tanto
bailar, mientras que Edmund está tan relajado como si tan solo hubiese
bailado un momento—. ¡Pero mírate! Pareces un experto. ¡Apuesto a que no
es la primera vez que bailas en la isla!
Me regala un guiño con sus alegres ojos.
—¡Nunca lo sabrá!
Es la vez que más feliz he visto a Edmund después de la muerte de Henry
y me invade una oleada de alegría y bienestar. Estoy a punto de preguntarle
dónde ha estado desde que llegamos a la isla y en qué asuntos ha estado
ocupado, cuando se inclina para hablarme.
—No estaría bien que monopolizara a la hermana más guapa de Altus. Ya
nos veremos.
Luego me hace girar en dirección a otra pareja. Estoy a punto de protestar
porque tan solo nos hemos visto un instante después de tantos días, cuando
me doy cuenta de que estoy de nuevo con Dimitri.
—¡Lo siento! —grita por encima de la multitud—. He intentado volver,
pero… —se encoge de hombros y me hace girar hacia la parte exterior hasta
que salimos dando vueltas de la zona reservada para bailar.
Dimitri insiste en que sigamos moviéndonos y no se detiene ni un
momento hasta que me quedo apoyada contra la fría pared de piedra fuera del
alcance de la luz de las velas. Allí nos quedamos parados un momento
tratando de recuperar el aliento. Hasta Dimitri tiene las mejillas coloradas por
el esfuerzo. Estoy segurísima de que las mías están igual.
—¿Te lo has pasado bien? —me pregunta, cuando por fin su respiración
se tranquiliza.
Asiento con la cabeza, un poco avergonzada, porque en muchos aspectos
Dimitri sabe más de mí que yo misma.
Me alza la barbilla para obligarme a mirarle a los ojos.
—No quiero compartirte esta noche —cuando posa suavemente sus labios
sobre los míos, percibo en su beso esa necesidad. Se aparta a duras penas—.
Sabes a fresa.
Me quedo mirando su boca, preguntándome qué intimidad tendremos en
este oscuro rincón de la sala, cuando Astrid aparece detrás de Dimitri. Él no
la ve y se inclina para darme otro beso.
—Ejem —me aclaro la garganta y paso de mirar a Dimitri a dirigir la
vista por encima de su hombro. Entonces se vuelve y la ve.
—Astrid —dice—, ¿qué podemos hacer por ti?
El rostro de la chica se endurece mientras nos mira a Dimitri y a mí
alternativamente. Sé que la cólera que muestran sus ojos no es imaginación
mía. Parece que mide sus palabras, que se pregunta si merece la pena dar
rienda suelta a su resentimiento. Al final, se limita a entrecerrar los ojos y se
dirige a Dimitri como si yo no estuviese presente.
—Una ha mandado recado de que lady Abigail está despierta. Pregunta
por la hermana Amalia.
Dimitri asiente.
—Muy bien. Gracias.
Astrid se queda en su sitio, como si tuviera los pies clavados en el suelo.
—Yo me encargo de llevar a Lia a ver a lady Abigail. Puedes irte.
Una súbita furia aflora en sus ojos, me doy cuenta de que se ha enfadado
por haber sido rechazada de ese modo. Sin embargo, Dimitri es miembro del
consejo y parece evidente que debe mantener cierto respeto hacia él. Al final,
gira sobre sus talones y se marcha, desapareciendo entre la multitud danzante.
Dimitri se vuelve hacia mí.
—Sé lo preocupada que te tiene lady Abigail. Vamos, te llevaré con ella.
No sé lo que me hace dudar, pues ver a tía Abigail es la culminación de
nuestro largo viaje y de toda una vida de interrogantes y confusión. Es la
llave de mi futuro. Del fin de la profecía.
Quizás por eso tardo unos instantes en asentir y en empezar a moverme.
Ha sido agradable disfrutar sin más de la cena y de la música. Hasta mi
enfrentamiento con Úrsula ha sido una distracción bienvenida comparada con
lo que me aguarda. Pero era inevitable que llegara, de modo que sigo a
Dimitri por la estancia, sabiendo que es el principio del fin.
Y, con algo de suerte, quizás el anuncio de un nuevo comienzo.
—Creo que debo disculparme en nombre de Astrid —dice Dimitri mientras
nos dirigimos a la habitación de Abigail—. La conozco desde que nació. Yo
siempre la he visto como a una hermana pequeña, pero, al parecer, ella ve
nuestra relación de un modo bastante distinto.
Caminamos por la larga galería exterior que recuerdo de esta mañana. Al
parecer, da la vuelta a todo el santuario. Pero no tengo ni idea de dónde nos
encontramos, carezco de cualquier referente.
Levanto la vista para dedicarle una sonrisa burlona.
—Está bien. No puedo culparla —no sé si será el vino o el baile o el
resplandor de las estrellas en el cielo oscuro, pero la túnica de seda se levanta
y cae una y otra vez sobre mis piernas desnudas y de pronto me siento muy
viva.
Sonriendo maliciosamente, Dimitri me coge de la mano.
—Me parece que el aire de Altus te está afectando.
—Tal vez —en mis labios se posa una sonrisa y continuamos caminando
de la mano.
No sé el tiempo que llevamos hablando despreocupadamente, cuando mis
pensamientos retornan a asuntos más serios. Hay cosas que debo comprender.
—¿Dimitri?
—¿Sí?
—¿Por qué Úrsula es tan… incisiva?
Él echa la cabeza hacia atrás y suelta una carcajada.
—Has sido bastante más amable de lo que sería yo en tu lugar.
Damos la vuelta a una esquina y nos detenemos al llegar a una entrada.
La galería continúa, pero a partir de aquí es un pasillo interior y comprendo
que Dimitri prefiera la escasa intimidad que nos proporciona estar en el
exterior.
—Úrsula ostenta el segundo puesto en el gobierno de Altus, después de
lady Abigail. Si lady Abigail muere, lo cual lamentablemente quizá suceda
pronto, Úrsula ocupará su lugar.
—No entiendo qué tiene eso que ver conmigo. Yo no cuestionaría su
derecho a ocupar esa posición; ni siquiera resido en Altus.
Dimitri suspira y tengo la sensación de que mantenemos esta
conversación casi en contra de su voluntad.
—Sí, pero, Lia, hay dos hermanas que pueden reclamar ese puesto —
desvía la vista hacia la oscuridad de la noche antes de volver a mirarme—. Tu
hermana Alice y tú.
Durante un instante no encuentro sentido a sus palabras.
—¿Qué quieres decir? Eso es imposible.
Él sacude la cabeza.
—No, no lo es. Todas las hermanas descienden de uniones entre los
primeros guardianes y mujeres terrenales. Pero tú y Alice sois descendientes
directas de Maari y Katla, los creadores de la profecía. Por eso fuisteis
escogidas como guardiana y puerta. Así es como ha sido siempre.
—¿Y?
—Quien gobierne Altus tiene que tener un parentesco lo más cercano
posible a Maari y a Katla. Tu tía Abigail es su descendiente directa y, aparte
de Virginia, tú y Alice sois sus únicas parientes vivas, parientes de sangre,
aunque a Alice no se la puede elegir para el cargo por su actual rebeldía
contra las leyes de los Grigori. Úrsula desciende de la misma rama, pero no
tan directamente.
Me balanceo sobre mis pies, tratando de entender lo que me está
diciendo.
—¿Y qué pasa con Virginia? Es mayor que yo. Seguro que tiene más
derecho a ocupar el cargo.
Dimitri se encoge de hombros.
—No quiere. Renunció a él cuando se marchó y, de todas formas, lo más
probable es que no sea lo bastante poderosa como para gobernar con eficacia.
Recuerdo que tía Virginia me contó en cierta ocasión que los dones en la
comunidad de las hermanas son otorgados antes de nacer, que algunas de
nosotras somos de por sí más poderosas que otras. A ella no parecía
importarle reconocer que era bastante más débil que su propia hermana, mi
madre.
—Bueno, pues yo tampoco quiero —titubeo antes de proseguir—.
Aunque… tampoco sé lo bastante acerca de Úrsula como para saber si
debería ocuparlo ella.
Altus, las hermanas, Úrsula, Alice y tía Abigail, agonizante al final del
pasillo. Es demasiado. Me llevo los dedos a las sienes como si ese gesto
sirviera para ahuyentarlo todo.
Dimitri me coge de la mano.
—Ven. Vamos a ver a lady Abigail. Ya descansarás luego.
Asiento con la cabeza, agradecida por que me guíe. Franqueamos la
puerta que da al pasillo interior. Dimitri no se despega de mi lado en todo el
camino y ya no me imagino poniendo fin a la profecía sin su compañerismo y
su lealtad.
Por supuesto, no es tan sencillo, pero intento quitarme de la cabeza la
pregunta que emerge una y otra vez en el océano de mi conciencia: ¿dónde
deja esto a James?

La habitación apenas está iluminada, pero no porque las ventanas estén


cerradas a cal y canto y con las cortinas echadas, como cabría esperar en la
habitación de una enferma. Al contrario, dos puertas dobles y acristaladas
permanecen abiertas para dejar pasar el cálido aire nocturno. La brisa marina
agita las cortinas, haciéndolas subir y bajar, como si respirasen.
Dimitri se queda cerca de la puerta cuando entro en la habitación. Una
viene hacia mí, mientras dos hermanas se mueven al fondo. Una de ellas
vierte agua en una copa que está junto a la cabecera de la cama. La otra
sacude una manta que ha sacado del enorme armario ropero que está junto a
la ventana.
—¡Lia! Me alegro mucho de que hayas venido —Una se inclina para
besarme en la mejilla. Habla en voz baja, pero sin que llegue a ser un susurro
—. Lady Abigail despertó hará una media hora y no ha dejado de preguntar
por ti.
—Gracias, Una. He venido tan pronto como he podido —por encima de
ella miro la figura que se encuentra en la cama—. ¿Qué tal está?
La expresión de Una se vuelve grave.
—Los miembros del consejo dicen que puede que no pase de esta noche.
—Entonces déjame verla.
Dejo a Una atrás, me dirijo a la cama y saludo a las hermanas que
atienden a mi tía con un movimiento de cabeza.
Según me voy aproximando a la cama, aminoro el paso
inconscientemente. Llevo mucho tiempo esperando conocer a tía Abigail en
persona, pero no quiero pasar por esto. Sin embargo, me armo de valor y
continúo adelante, pues ¿qué otra cosa puedo hacer?
Cuando por fin me detengo a un lado de la cama, la piedra que llevo
colgada del cuello comienza a latir con una vibración que casi puedo
escuchar. Me la saco de debajo de la túnica y la sostengo con la mano
ahuecada. Está tan caliente que parece que acabara de salir del fuego. Sin
embargo, no me quema la palma de la mano.
Vuelvo a guardármela debajo de la túnica y bajo la vista hacia mi tía.
Siempre me la había imaginado vibrante y llena de vida, como seguramente
era antes de su enfermedad. Ahora tiene la piel tan fina y arrugada como una
pasa; su silueta, tan reducida, apenas se distingue bajo la colcha. De su
cuerpo escapa una respiración difícil y dolorosa, pero, cuando abre los ojos,
son jóvenes y vibrantes, tan verdes como los míos, y la reconozco como a la
hermana de mi abuela.
—Amalia —pronuncia mi nombre casi en el mismo instante en que abre
los ojos, como si supiera que ya llevo un rato allí de pie—. Has venido.
Afirmo con la cabeza y me siento en el borde de su cama.
—Por supuesto. Siento haber tardado tanto. He venido lo más rápido que
he podido.
Ella intenta sonreír, pero las comisuras de sus labios apenas se levantan.
—No es un viaje cualquiera.
Niego con la cabeza.
—No. Pero nada podría habérmelo impedido —la tomo de la mano—.
¿Cómo te encuentras, tía Abigail? ¿O debería llamarte lady Abigail, como los
demás?
Se ríe, pero termina tosiendo.
—Hazme el favor de llamarme tía Abigail —suspira y su voz se extingue
melancólicamente—. Parece que ha pasado mucho tiempo desde que era
Abigail, nada más que una hija, una hermana o una tía.
—Para mí siempre serás tía Abigail —me inclino y beso su mejilla
marchita. Me maravillo de que me resulte tan familiar.
La cadena que sostiene la piedra alrededor de mi cuello asoma por la
túnica. Tía Abigail acerca una mano para tocar la piedra aún caliente.
—La tienes —vuelve a dejarla caer sobre mi pecho—. Bien.
—¿Qué es? —soy incapaz de ocultar mi curiosidad, incluso a pesar de su
enfermedad.
—Glain nadredd —no entiendo las palabras, que salen de su boca con un
suspiro nostálgico. Cuando vuelve a hablar, lo hace con más claridad—. Es
una piedra de víbora. Pero no una cualquiera. Es la mía.
Levanto la mano y toco la piedra, como si al hacerlo me pudiesen ser
revelados sus secretos.
—¿Para qué sirve? —le pregunto.
Sus ojos se posan en mi muñeca y en el medallón, que la manga de mi
túnica deja a la vista.
—Eso —hace otra pausa como para reunir fuerzas—. En Altus todas las
hermanas tienen una piedra imbuida de su magia. Su fuerza depende de su
propietaria. La mía me ha protegido del mal, me ha sanado cuando estaba
enferma y ha reforzado mi poder cuando era necesario. Ahora te protegerá a
ti de las almas, aunque lleves puesto el medallón, aunque tus amigos más
cercanos caigan en poder de Samael. Pero no servirá para siempre. Cuando su
poder, mi poder, decaiga, tendrás que traspasarle el tuyo.
—¿Cuánto durará?
—Al menos hasta que consigas las páginas. Si la suerte nos acompaña, un
poco más. Yo… —se pasa la lengua por los labios secos y yo interrumpo mi
interrogatorio para ofrecerle agua, pero ella la rechaza—. Yo misma me he
vaciado de todo mi poder, hija, y lo he vertido en la piedra.
Cuando me doy cuenta de la causa por la que tía Abigail está tan enferma,
el dolor que me invade es como un puñal clavado en mi pecho; todas las
fuerzas que le quedaban me las ha traspasado a mí a través de la piedra. Debe
ser consciente de la creciente fuerza de Alice, y me pregunto si también sabrá
lo de la traición de Sonia. No soy capaz de preguntarle si yo soy la causa de
su debilidad. No soportaría estar segura de ello. Y, en cualquier caso, no hay
vuelta atrás. Es mucho más inteligente y mucho más piadoso emplear
sabiamente el tiempo que nos queda.
—Gracias, tía Abigail, pero ¿y si no basta con eso? Cuando tu poder
abandone la piedra…, ¿qué pasará si no consigo reunir el suficiente poder
como para rechazar a las almas hasta que acabe con la profecía?
Su sonrisa apenas es perceptible, pero está ahí. En ella veo la fuerza vital
que lleva décadas guiando a las hermanas.
—Eres mucho más fuerte de lo que piensas, hija mía. Será suficiente.
Sus palabras resuenan en mi memoria. Retrocedo momentáneamente a
aquella mañana en Birchwood, cuando tía Virginia me entregó la carta que
mi madre escribió justo antes de su muerte. «Eres más fuerte de lo que tú te
crees, cariño», me dijo tía Virginia.
Tía Abigail cierra los ojos un momento. Cuando vuelve a abrirlos,
resplandecen con mayor intensidad.
—Debes encontrar esas páginas.
Asiento con la cabeza.
—Dime dónde están y las emplearé para terminar con la profecía.
Ella agarra con más fuerza mi mano.
—No puedo… decírtelo.
—Pero… si he venido para eso —replico, sacudiendo la cabeza—. Por
eso me pediste que viniera. ¿No lo recuerdas, tía Abigail?
—No es la memoria lo que me falla, hija mía.
Sigo sin comprender.
Los ojos de tía Abigail vagan por la habitación, aunque está demasiado
cansada para mover la cabeza. Baja aún más la voz, de modo que tengo que
hacer un esfuerzo para oírla.
—Hay muchos… oídos en el santuario. Algunos usarán lo que oigan para
ayudar a la causa de las hermanas. Otros lo utilizarán en provecho propio.
Levanto la vista y observo a la hermana que está doblando sábanas al lado
de la ventana. No sé adónde se ha ido la otra. Una tritura algo en un mortero
y mezcla el polvo en una copa mientras Dimitri sigue apoyado en la pared al
lado de la puerta.
Vuelvo a mirar a tía Abigail.
—¿Pero cómo voy a encontrar las páginas si no puedes decirme dónde
debo buscar?
Me suelta la mano, me agarra del brazo y tira de mí hasta que apenas me
encuentro a unas pulgadas de distancia de sus labios secos y agrietados.
—Te marcharás pasado mañana. El compañero de tu padre, Edmund, se
asegurará de que salgas de la isla sin incidentes y de que llegues al próximo
punto de encuentro. Te conducirá un guía nuevo en cada etapa del viaje. Solo
Dimitri te acompañará todo el camino. Lleva algún tiempo a mi servicio y
confío plenamente en él.
Sus ojos se clavan en los míos, me parece ver en ellos una chispa de
orgullo.
—Nadie conocerá tu itinerario en su totalidad. Cada guía se
responsabilizará tan solo de una pequeña parte de él. Ni siquiera el último
sabrá que con su etapa se acaba tu viaje. Le dirán que tan solo es una de
tantas paradas.
Me incorporo invadida por un sentimiento de amor y orgullo hacia mi tía.
Incluso enferma y moribunda, su mente y su voluntad siguen intactas. No
obstante, yo ya no soy tan confiada como antes.
—¿Qué pasará si uno de los guías nos abandona o cae víctima de las
almas?
—Los guías han sido escogidos cuidadosamente, aunque tú eres lo
bastante prudente como para tener en cuenta todas las posibilidades —dice
con voz áspera—. Por eso estoy dispuesta a contarte a ti, y solo a ti, lo que
necesitas saber.
Me hace señas para que me acerque a ella, yo me agacho.
—Acércate más, querida —coloco la oreja cerca de sus labios y tan solo
me susurra una palabra—. Chartres.
Me enderezo, extrañada por la palabra. Sé que la he oído bien, pero
ignoro qué significa.
—No…
Me interrumpe con un susurro:
—A los pies de la guardiana. No una virgen, sino una hermana —echa un
apresurado vistazo por la habitación—. Mis palabras te guiarán cuando
cruces el mar. Si te ves obligada a continuar sola, confío en que tengas
bastante con eso para encontrar tu camino.
Articulo con los labios esa única palabra, le cojo el gusto en mi lengua y
me comprometo a memorizarla. Me resulta lejanamente familiar, aunque no
recuerdo a nadie que la haya pronunciado en voz alta hasta ahora.
Una aparece por el otro lado de la cama sosteniendo la copa en la que
estaba preparando la mezcla con los polvos triturados.
—Me parece que lady Abigail necesita descansar.
Bajo la vista hacia la hermana de mi abuela. Casi está dormida, así que
me inclino y la beso en la frente.
—Que duermas bien, tía Abigail.
Una deposita la copa en la mesilla.
—Lo siento, Lia. ¿Puedo hacer algo para aliviar tu pena?
Le digo que no con la cabeza.
—Tan solo hacer que se encuentre cómoda.
Ella asiente.
—He preparado algo para calmarle el dolor, pero no quiero despertarla
ahora que por fin descansa tranquila. La vigilaré. Cuando se despierte, me
aseguraré de que no tenga dolores —sonríe—. Tú también deberías
descansar. Aún pareces bastante exhausta.
Hasta que no me lo dice, no me doy cuenta de cuánta razón tiene. De
pronto me invade el agotamiento.
—¿Vendrás a avisarme en el momento en que se despierte? Me gustaría
pasar con ella todo el tiempo posible antes de…
Una asiente comprensiva.
—Mandaré a buscarte en cuanto se despierte. Te lo prometo.
Me dirijo con piernas temblorosas hacia la puerta al encuentro de Dimitri.
Él me coge de la mano y salimos al pasillo cerrando la puerta tras nosotros.
—Deberíamos irnos a dormir —me dice—. Vas a necesitar todas tus
fuerzas los próximos días.
Levanto la vista hacia él mientras caminamos.
—¿Qué sabes tú de la localización de las páginas?
Dimitri adopta una actitud reflexiva.
—Muy poco. Solo me han dicho que me prepare para viajar. Tú y yo,
junto con Edmund como guía, nos marcharemos pasado mañana.
Asiento con la cabeza. Pese a que confío plenamente en Dimitri, he
prometido no traicionar la confianza de mi tía. No voy a contarle lo que me
susurró entre las sagradas paredes de su habitación.
—¿Dimitri?
—¿Mmmm? —torcemos por un recodo y reconozco el pasillo que
conduce hasta mi cuarto.
—Tengo que ver a Sonia antes de marcharnos.
Siento remordimientos por no haber insistido hasta ahora, pero no estaba
segura de mis propias fuerzas. Quiero pensar que mi capacidad de perdonar
es lo bastante fuerte como para superarlo todo, aunque aún estoy
recuperándome de la impresión que me produjo la traición de Sonia.
Sinceramente, creo que no sabré si seré capaz de perdonarla hasta que vuelva
a verla. Así que debo hacerlo antes de marcharme de Altus, quizás sea mi
última oportunidad.
Dimitri se detiene ante la puerta de mi cuarto y por la sombra de
preocupación que hay en su mirada me doy cuenta de que está dándole
vueltas al asunto en la cabeza.
—¿Estás segura de que es una buena idea? Los miembros del consejo
dicen que está mejorando, así que tal vez sería preferible esperar hasta que
esté bien del todo y hayamos vuelto de nuestro viaje.
—No. Necesito verla, Dimitri. No descansaré hasta entonces. En realidad,
ya debería haberlo hecho.
—De todos modos, de nada habría servido verla en las condiciones en
que llegó a Altus y, además, los miembros del consejo lo habrían prohibido.
Pero si crees que debes verla antes de marcharnos, hablaré con ellos y lo
arreglaré para que puedas visitarla mañana.
Me pongo de puntillas y rodeo con mis brazos a Dimitri por el cuello.
—Gracias —le digo, antes de tocar sus labios con los míos.
Me devuelve el beso con una pasión apenas contenida. Después se echa
hacia atrás.
—Debes descansar, Lia. Te veré mañana por la mañana.
Apoyo mi frente sobre su pecho.
—No quiero que te vayas.
Sus dedos se mueven por los bucles de mi cabeza.
—Pues no lo haré.
—¿Qué… qué quieres decir? —pregunto mientras le miro.
Él se encoge de hombros.
—Dormiré en el suelo, si quieres, o donde tú prefieras. No hay de qué
avergonzarse. Aquí no —dice con un malicioso brillo en los ojos—. Ya te he
dicho que respetaré vuestras reglas sociales tanto si quieres como si no.
En mi cerebro queda algún vestigio de lo que nos enseñó la señora Gray
en Wycliffe sobre cuestiones de decoro y me maravillo de mi propia
desvergüenza, aunque no es más que una vela comparada con el fuego que
me arde por dentro. No es un fuego avivado tan solo por mis sentimientos
hacia Dimitri, también lo ha encendido mi alegría ante la idea de saber que
ahora puede que se abra otro camino ante mí, que puede que las opciones que
tengo no sean tan limitadas como creía.
No puedo evitar sonreír.
—Muy bien, entonces quiero que te quedes.
—Pues lo haré —contesta, abriendo la puerta de mi habitación.
No me cambio para meterme en la cama. Al recordar el estado en el que
me levanté por la mañana, estoy totalmente segura de que no me queda otra
elección. Ya es bastante escandaloso que un hombre pase la noche en mi
habitación, pese a que tengo cada vez una mayor sensación de libertad. Pero
aun estando en el místico mundo de Altus, me sería imposible justificar el
tener un hombre en la habitación estando yo desnuda, aunque sea bajo las
sábanas.
Me acomodo en la cama mientras Dimitri saca mantas y una almohada
del armario ropero y las coloca por el suelo. Cuando cruza la habitación y
aparta las cortinas, descubro que detrás no hay una ventana, sino una doble
puerta como la de la habitación de tía Abigail. La entreabre y se vuelve hacia
mí.
—¿Te importa? Me gusta la brisa marina.
Muevo la cabeza.
—Ni me había dado cuenta de que la habías abierto.
Dimitri regresa hacia la cama y me arropa con la gruesa colcha.
—Ahora estarás calentita mientras te duermes con el sonido del mar.
Se inclina y me besa castamente en los labios.
—Buenas noches, Lia.
A pesar de la intimidad de nuestra relación, siento un poco de vergüenza.
—Buenas noches.
Apaga de un soplo la vela de la mesilla y le oigo acomodándose en las
mantas del suelo. Pero no por mucho rato. La cama es ancha, me resulta
extraña y no me gusta que Dimitri esté en el suelo.
—¿Dimitri?
—¿Mmmmm?
—¿Podrías dormir en mi cama… respetando mis leyes sociales? —me
pregunto si podrá oír la sonrisa que hay en mi voz.
—Es posible.
De lo que sí estoy segura es de escuchar una sonrisa en la suya.
—¡Dios mío! —la voz de Luisa me saca de un profundo sueño—. ¡Me atrevo
a decir que te has habituado bastante a las costumbres de la isla!
Me incorporo desenredándome de los brazos de Dimitri. Él abre despacio
los ojos, en absoluto sorprendido por el abrupto saludo matutino de Luisa.
—Sí, bueno…, por el bien del poco decoro que me queda, que esto no
salga de entre nosotras, ¿vale?
Luisa enarca las cejas.
—Te guardaré el secreto si tú me guardas el mío.
—No conozco ningún secreto tuyo. Al menos, ninguno de los más
recientes —me enderezo, luchando contra la necesidad de volver a tumbarme
con Dimitri.
—Esa situación podría remediarse si haces que se vaya tu gentil isleño
mientras te bañas y te vistes —se encamina hacia el armario.
No quiero que Dimitri se marche ni siquiera un momento. Pero necesito
prepararme para visitar a Sonia y también me gustaría ir a comprobar cómo
está tía Abigail.
Me inclino y beso suavemente a Dimitri en los labios mientras Luisa
escarba en el armario vuelta de espaldas hacia nosotros.
—Lo siento —digo.
Él desliza un dedo por los desordenados cabellos de mi sien y lo baja por
mi pómulo y mi cuello hasta llegar al punto en el que empieza el escote de mi
túnica.
—Estoy totalmente de acuerdo. Necesito cambiarme de ropa y hablar con
los miembros del consejo sobre tu encuentro con Sonia. Pasaré a buscarte
dentro de un rato.
Asiento con la cabeza.
—Gracias por quedarte.
—Gracias a ti —dice él, sonriendo travieso—. Hace mucho tiempo que
no dormía tan bien —se levanta y se vuelve hacia Luisa, que se encuentra a
los pies de la cama con ropa limpia en los brazos—. El resto de la isla ya sabe
lo que siento por Lia. A mí me trae sin cuidado que sepan dónde he pasado la
noche, pero en nombre de ella agradecería tu discreción.
Luisa entorna los ojos.
—Sí, sí. Pero ahora márchate, ¿vale? ¡Si no, no conseguiré sacarla nunca
de esta habitación!
—Muy bien —sonríe y sale de la habitación sin decir una palabra más.
Luisa suelta una carcajada en cuanto Dimitri se marcha.
—¿Qué? —trato de fingir inocencia, pero el calor de mis mejillas me
hace sospechar que no lo logro.
Ella me arroja la ropa.
—No te hagas la tímida conmigo, Lia Milthorpe. Te conozco demasiado
bien.
—No me hago la tímida —me encojo de hombros—. No ha pasado nada.
Él… respeta nuestras normas sociales.
Su carcajada comienza con una risa entre dientes, contenida tras la mano,
y va aumentando hasta convertirse en un auténtico aullido que la hace caer
sobre la cama a mi lado. Yo me siento ligeramente ofendida por su risa
burlona, pero no soy capaz de articular una palabra en mi defensa ni en la de
Dimitri. De todas formas, Luisa está demasiado ocupada haciendo esfuerzos
por respirar como para escucharme. Y, además, su risa es contagiosa.
Al principio no quiero unirme a ella. Después de todo, soy yo el objeto de
su enfermizo humor. Pero no puedo evitarlo y pronto nos reímos ambas con
tantas ganas que a Luisa se le saltan las lágrimas y mi estómago se retuerce
de dolor. Nuestras risas van calmándose al mismo tiempo, hasta que nos
quedamos tumbadas una al lado de la otra encima de la colcha, recuperando
poco a poco el aliento.
—Ahora que ya te has reído a mis expensas, ¿por qué no me cuentas qué
tal has pasado la noche con Rhys? —le pregunto, mirando fijamente el techo.
—Bueno, una cosa sí que puedo decirte: no creo que respetar nuestras
normas sociales sea… —comienza a reírse de nuevo— una de sus
prioridades.
Le arrojo la almohada.
—Muy bien. Pues ríete cuanto quieras. Pero mientras tú y Rhys
satisfacéis vuestros deseos menos virtuosos, a mí me parece de lo más
sacrificado que Dimitri se preocupe de nuestras costumbres.
—Tienes razón, Lia —de nuevo intenta sofocar las carcajadas—. Dimitri
es todo un caballero. ¡Doy gracias a Dios por que Rhys no lo sea!
—¡Vaya! ¡Contigo no hay quien pueda! —me incorporo para sentarme y
cojo la túnica limpia, intentando poner un semblante serio—. ¿Dijiste algo
sobre un baño? Me encantaría saber dónde puedo darme uno.
—Siempre se te ha dado bien cambiar de tema —no puedo discutírselo,
pero Luisa no insiste más en ello y yo se lo agradezco. Se incorpora y se pone
de pie—. Voy a ver si consigo que te traigan una bañera y la llenen de agua
caliente. Estoy segura de que lo harán, como antes conmigo.
—Gracias.
—A tu disposición —se encamina hacia la puerta y la abre para salir al
pasillo. Antes de cerrar, se vuelve a mirarme—. Antes solo estaba
bromeando, Lia.
—Ya lo sé —replico con una sonrisa.
La que ella me devuelve está teñida de melancolía.
—Dimitri te quiere muchísimo.
—Eso también lo sé.
Aunque Dimitri y yo no nos hayamos dicho ciertas palabras, lo sé.
—No tienes por qué hacerlo, ya lo sabes —dice Luisa.
Estamos sentadas en la cama, esperando a que Dimitri nos recoja para ir a
visitar a Sonia. Tal como Luisa me prometió, me trajeron a la habitación una
gran bañera de cobre y la llenaron de agua caliente, perfumada con aceite
aromatizado. No sé si se debió a que hacía mucho tiempo que no me bañaba
en condiciones o es que de verdad fue una experiencia extraordinaria, pero se
trató del mejor baño de mi vida. Fue divino sentir cómo la escurridiza túnica
de seda caía después sobre mi piel limpia y perfumada.
Me vuelvo hacia Luisa.
—¿Cuándo lo hago si no? Me marcho mañana, ¿recuerdas?
Solo le he dado a Luisa detalles imprecisos acerca de mi próximo viaje.
Le he dicho que a Dimitri y a mí nos han encargado recuperar las páginas, y
que ella debe quedarse y encargarse de Sonia hasta que esté bien.
Luisa juega con un pliegue de su túnica y entre las yemas de sus dedos
reluce la seda de color púrpura claro.
—Podrías esperar hasta que esté lo bastante recuperada para volver a
Londres.
Niego con la cabeza.
—No puedo. Sonia es una de mis mejores amigas y nunca me perdonaría
no haberla visto antes de marcharme. Si se tratara de ti, haría lo mismo.
Luisa suspira.
—Muy bien, entonces te acompañaré.
—No pasa nada si prefieres esperar. Sé que va a ser… difícil ver a Sonia
en ese estado.
Ella me coge de la mano.
—No pienso abandonarte. Ni ahora ni nunca. Estamos juntas en esto.
Sonrío y le aprieto la mano justo cuando llaman a la puerta. La cabeza
morena de Dimitri aparece en el umbral.
—Buenos días. Otra vez —sonríe maliciosamente.
Luisa pone los ojos en blanco.
—Venga, Lia. Vámonos antes de que Dimitri se ponga cómodo.
Dimitri extiende un brazo para que me agarre a él.
—Ya veo lo bien que os lo pasáis a mi costa. No está nada mal.
Me echo a reír y le doy un beso en la mejilla. Salimos a la galería y
cerramos la puerta tras nosotros. Continuamos por el corredor saludando con
un gesto a quienes nos encontramos. En bastantes ocasiones me miran
primero a mí, luego a Dimitri y después nuestros brazos enlazados con un
gesto sombrío en el rostro. Me niego a poner voz al resentimiento que crece
bajo mi piel. Hoy hay cosas mucho más importantes a las que debo
enfrentarme.
—¿Qué tal está Sonia, Dimitri? ¿Te has enterado de alguna novedad? —
quiero estar preparada para nuestra visita.
—Me han puesto al corriente esta mañana. Al parecer, los miembros del
consejo tienen la sensación de haber superado una etapa. Aún no están
dispuestos a darla por curada, pero ya lleva más de veinticuatro horas sin
mencionar ni a las almas ni el medallón.
Sin embargo, eso no quiere decir que se hayan ido, que no estén al acecho
en algún rincón de su mente. Pienso en ello y me pregunto si alguna vez
volveré a confiar en Sonia.
Llegamos al final de la galería al aire libre. Dimitri me sorprende
guiándonos por un pequeño tramo de escaleras descendentes, en lugar de dar
la vuelta a la esquina y continuar por el santuario.
—¿Adónde vamos? —pregunta Luisa, girándose para mirar el edificio
que alberga nuestras habitaciones.
Dimitri dirige sus pasos hacia el sendero empedrado por el que fuimos el
día anterior hasta el bosquecillo.
—A los aposentos de Sonia.
—¿Dónde están? —le espolea Luisa.
—En un edificio distinto al que ocupamos vosotras y yo.
A Luisa jamás le hace gracia que le hagan esperar para darle alguna
información, así que me sorprende y me alivia ver que se limita a suspirar y a
contemplar mientras caminamos los ondulantes campos y el mar.
El cielo está del mismo color azul claro e intenso que ha tenido desde que
llegamos. No me extrañaría recordarlo ya para siempre como el azul de Altus.
Continuamos andando hasta que reconozco el lugar en el que Dimitri me
condujo fuera del sendero en dirección al naranjal. En esta ocasión seguimos
por el camino, que desciende en dirección al mar.
Al igual que el día anterior, esta parte de la isla está desierta. Durante un
largo rato no veo nada que se parezca a un edificio y empiezo a preguntarme
si los miembros del consejo no habrán metido a Sonia en una cueva cuando
distingo una pequeña estructura de piedra al borde de un acantilado.
Sin pensármelo, suelto mi mano del brazo de Dimitri y me detengo. Es un
milagro que ese edificio pueda estar allí, tan precariamente anclado en el
acantilado.
Dimitri sigue mi mirada y me coge de la mano.
—No está tan mal, Lia.
Luisa se vuelve hacia él con el enfado claramente escrito en sus exóticas
facciones.
—¿Que no está tan mal? ¡Pero si está justo al borde del acantilado! ¡Solo
se me ocurre la palabra deprimente!
Dimitri suelta un suspiro.
—Admito que desde aquí parece… austero. Pero está equipado con todas
las comodidades del santuario. Se usa para ciertos rituales que requieren
privacidad y silencio, entre los cuales se incluyen los necesarios para
desterrar a las almas. Eso es todo.
Me es imposible explicar cómo conseguí no llorar la noche anterior
durante mi visita a tía Abigail, postrada en su lecho por la enfermedad,
mientras que ahora noto que se me saltan las lágrimas. Tal vez es que no
puedo creer que la profecía se haya apoderado de Sonia y la haya exiliado a
un lugar como ese, sin el cariño y los cuidados de sus amigas. Es tan injusto
que me dan ganas de gritarlo al viento, pero en lugar de eso le doy la espalda
a Dimitri y me quedo mirando el agua, tratando de serenarme.
Tras unos momentos noto los dedos nerviosos de Luisa sobre mi brazo.
—Vamos, Lia. Iremos juntas.
Asiento con la cabeza y regreso al sendero. Pongo un pie delante del otro
hasta que consigo una mejor perspectiva del edificio y veo que, en efecto, hay
más de una habitación. Se trata más bien de un minicomplejo, muchísimo
más pequeño que el santuario y sin el corredor exterior, pero construido con
la misma piedra azul y el mismo tejado de cobre.
Continuamos por un sendero más estrecho y sinuoso que atraviesa un
frondoso jardín y comienzo a respirar más tranquila. No solo es un sitio
agradable. Es hermoso y pacífico, el lugar perfecto para recobrar fuerzas.
El edificio se encuentra al final del sendero. Tras la serenidad del jardín,
me sorprende ver a dos hermanos apostados a ambos lados de la enorme
puerta. Van vestidos como cualquier caballero de Altus. De hecho, como
Dimitri, con el atuendo diario de túnica blanca y pantalones. No tengo
razones para pensar que se trata de guardias, pero, aun así, tengo la clara
sensación de que están ahí precisamente por ese motivo.
—Buenos días —les dice Dimitri—. Hemos venido a ver a Sonia
Sorrensen.
Hacen una reverencia en honor a Dimitri, pero a mí me miran con
suspicacia.
—¿Ha cambiado el protocolo en Altus mientras he estado fuera? ¿Ya no
se saluda a una hermana? —el tenso tono de voz de Dimitri esconde un
enfado apenas controlado.
Le pongo una mano en el brazo.
—No pasa nada.
—Sí, sí que pasa —replica, sin mirarme—. ¿Sabéis que esta hermana
puede ser vuestra próxima señora? Lo mismo da que, según la profecía, sea
guardiana o puerta; lo importante es que trabaja por nuestro bien. Y es muy
posible que reine sobre vosotros en el futuro. Ahora —dice apretando los
dientes— saludad a vuestra hermana.
No puedo evitar sentirme mal cuando ambos inclinan la cabeza.
—Buenos días, hermana —dicen al unísono.
Les devuelvo la reverencia, enfadada conmigo misma, aunque no se lo
dejo ver a los dos hombres que tengo delante.
—Buenos días. Gracias por vigilar a mi amiga.
Ellos asienten y la vergüenza asoma en sus ojos mientras abren la puerta
y retroceden para que podamos pasar.
Entramos en un pasillo que parece recorrer el edificio en toda su longitud
y que termina en una puerta acristalada, a través de la cual alcanzo a ver el
mar a lo lejos. Tiro de Dimitri hacia un lado y miro a Luisa.
—Luisa, déjanos un momento, ¿quieres?
Ella se encoge de hombros, da unos pasos más por el pasillo y contempla
las obras de arte que hay en las paredes. No cabe esperar más intimidad en un
espacio tan reducido.
Me vuelvo hacia Dimitri.
—No vuelvas a hacerlo jamás.
Él sacude la cabeza, su confusión salta a la vista.
—¿El qué?
—¿El qué? —susurro secamente—. Eso. Humillarme delante de los
hermanos o de cualquier otra persona de la isla.
—No te he humillado, Lia —se siente claramente afectado por mi
insinuación—. Precisamente, ayer estabas enfadada por el tratamiento que
recibíamos de estos ignorantes de la isla.
—Y tú me dijiste a mí que tuviese paciencia —ya no susurro, al parecer
no puedo evitarlo.
Se cruza de brazos y parece un chiquillo enfurruñado.
—Sí, bueno… He empezado a cansarme de sus miradas despectivas y de
sus susurros. Y puede que seas la próxima señora. No tienen derecho a
tratarte de esa manera. No lo voy a consentir.
Se me pasa el enfado tan rápido como llegó. ¿Cómo puedo enfadarme con
alguien que se preocupa lo bastante de mí como para exigir que me traten
como es debido?
—¿Dimitri? —me estiro y le pongo los brazos alrededor del cuello—. No
sé si seré la próxima señora de Altus, pero creo que por fin he entendido que
siempre seré una hermana. Y tanto si soy una simple hermana como si soy la
señora, me corresponde a mí ganarme el respeto de los hermanos, los Grigori
y las demás hermanas. Es algo que solo puedo hacer yo y puede que me lleve
algún tiempo —me pongo de puntillas y le beso apresuradamente en la boca
—. Si se sienten forzados a mostrarme un respeto que no me he ganado como
es debido, tan solo estarán más resentidos conmigo.
Él resopla como si estuviese muy cansado.
—Para ser nueva en la isla, sabes demasiado. Altus tiene suerte de
tenerte, ya sea como simple hermana o como la próxima señora —inclina la
cabeza y me besa con suavidad—. Y yo también.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Luisa está parada frente a nosotros a unos
cuantos pies—. Me parece de lo más empalagoso y nauseabundo que hayáis
tenido vuestra primera pelea y vuestra primera reconciliación en menos de lo
que canta un gallo, pero las obras de arte de estas paredes no son muy
interesantes. ¿Podemos ir a ver a Sonia, por favor?
Me echo a reír apartándome de Dimitri.
—Vamos.
Seguimos por el pasillo y torcemos a la derecha por otro, justo antes de
llegar a la puerta de cristal del fondo. Dimitri se acerca a una sencilla puerta
de madera sin decir una palabra. Junto a la puerta hay una hermana mayor
sentada en una silla, también vigilando, supongo. Se dedica a bordar con un
brillante hilo verde una pequeña pieza de tela blanca.
—Hermana —Dimitri hace una reverencia con la cabeza y Luisa y yo
repetimos el saludo.
La hermana nos devuelve la reverencia y, al menos en esta ocasión, mi
mirada encuentra amabilidad y cordialidad. No nos habla, simplemente se
levanta y abre la puerta, haciéndonos pasar antes de volver a cerrarla. Ella se
queda fuera, en el pasillo.
No sé lo que me esperaba, pero, desde luego, nada tan cálido y acogedor
como la habitación que ocupa Sonia desde nuestra llegada a Altus. Es
bastante grande, con un sofá bien mullido en un extremo y en el otro una gran
cama provista de una lujosa colcha. Al otro lado de la habitación y justo
enfrente de la puerta por la que hemos entrado están las ya habituales dobles
puertas, abiertas a un patio central lleno de flores. Intuyo que me bastará con
cruzar esas puertas para encontrarme con Sonia y me dirijo a ellas sin
dudarlo.
Cruzar el umbral es como pasar a otro mundo. Es una versión aumentada
del jardín que se encuentra a ambos lados del sendero que conduce al
edificio. Me parece ver hortensias y peonías, además de jazmines. La brisa
marina perfuma y suaviza el aire. Lo impregna absolutamente todo en Altus y
creo que ya nunca me encontraré en mi hogar sin ella.
Por debajo del distante murmullo del mar se puede oír otra clase de agua.
Dimitri arquea las cejas en un mudo interrogante. Yo tomo un sendero de
gravilla y doblo por un recodo siguiendo el sonido del agua. Entonces me doy
cuenta de dónde proviene ese sonido: de una pequeña fuente que hay en el
centro del patio. El agua borbotea desde lo alto de las piedras apiladas en
medio de ella. La fuente es preciosa, aunque no es la necesidad de dejar que
el agua corra por mis manos lo que me hace apresurarme hacia ella. Se trata
del banco que hay al lado o, para ser más precisos, de Sonia, que está sentada
en él.
Se pone en pie en cuanto oye crujir la gravilla bajo nuestros pies y cuando
la miro a los ojos, veo indecisión y miedo en el interior de ese azul pálido. No
me paro a pensar en nada antes de correr hacia ella. Es un acto instintivo y no
soy consciente de los segundos que pasan desde que la veo y hasta que nos
abrazamos riendo y llorando al mismo tiempo.
—¡Dios mío, Lia! ¡Te echaba de menos! —las lágrimas sofocan su voz.
Doy un paso atrás para contemplarla. Me fijo en sus oscuras ojeras, en su
piel pálida y en su cuerpo, que habría soportado mal perder un par de kilos y
que probablemente haya perdido cinco.
—¿Te encuentras bien?
Vacila antes de asentir con la cabeza.
—Ven. Siéntate —me empuja hacia el banco, pero se detiene y se vuelve
a mirar a Dimitri y a Luisa—. Lo siento —dice tímidamente—. No he dado
los buenos días.
Dimitri sonríe.
—Buenos días. ¿Qué tal te encuentras?
Ella medita la pregunta como si la respuesta no fuese tan simple.
—Mejor, creo.
—Bien —dice él—. ¿Quieres que os deje a solas?
Sonia dice que no con la cabeza.
—Me han dicho que naciste en Altus. Bueno, me imagino que ya estarás
enterado de todo. No me importa que te quedes. Y… Luisa, ¿quieres
quedarte?
Jamás había visto tan avergonzada a Sonia como cuando por fin se encara
con Luisa. No sé si será porque trató de convencerme muy seriamente
durante la primera parte de nuestro viaje de que Luisa me traicionaba o si será
por su propia traición, pero apenas se atreve a mirar a Luisa a los ojos.
Luisa la tranquiliza con una sonrisa y se une a nosotras en el banco.
Dimitri, como siempre un caballero, se sienta en una de las grandes piedras
que bordean la fuente. Nos quedamos así durante unos incómodos instantes,
sin saber por dónde empezar. En una ocasión, tan solo en una, la mirada de
Sonia se posa en mi muñeca y yo meto el brazo más dentro de la manga,
tratando de mantener oculto el medallón. En cuanto nuestras miradas se
encuentran, ella aparta rápidamente la vista.
Por fin, Dimitri echa un vistazo por el jardín.
—Había olvidado lo bonito que es esto. ¿Te han tratado bien? —le
pregunta a Sonia.
—Oh, sí. Las hermanas han sido muy amables, dadas… dadas las
circunstancias —su pálida piel se ruboriza de vergüenza y de nuevo nos
quedamos en silencio.
Dimitri se pone en pie y se seca las manos en los pantalones.
—¿Has salido de aquí? —levanta la vista—. Me refiero a fuera de las
paredes de este patio donde estás confinada.
—Una vez —dice Sonia—. Ayer.
—Con una vez no basta. Es demasiado hermoso para verlo solo una vez.
¿Vamos a dar un paseo?
Cruzamos las puertas de cristal del fondo del pasillo y, al momento, el mar se
extiende ante nuestra vista. Brilla bajo la luz del sol y, a pesar de que se
encuentra muy por debajo de nosotros, su olor es mucho más intenso que en
cualquier otro lugar de Altus. Dimitri se inclina para acercar sus labios a mi
oído.
—¿Qué te parece?
Me he quedado sin respiración. No puedo hacer justicia a lo que veo con
palabras, así que contesto con una sonrisa.
Él extiende la mano para tocarme el pelo e incluso ahora me parece
distinguir en sus ojos la sombra del deseo. Me quedo sorprendida cuando
retira la mano con la peineta de marfil que me regaló mi padre hace mucho
tiempo.
—Se te estaba cayendo —se limita a decir y me la entrega antes de
dirigirse a las otras—. Hace un bonito día para dar un paseo. Sugiero que lo
aprovechemos.
Se adelanta rápidamente, dejándonos solas, y a mí me asombra su
capacidad para hacer y decir exactamente lo más indicado en el momento
preciso.
Luisa, Sonia y yo caminamos sin hablar, con el viento sacudiendo
nuestros cabellos y agitando nuestras túnicas. Juego con la peineta entre los
dedos mientras andamos. Su suave superficie no consigue calmar la ira que
hierve en mis pensamientos.
Por fin Sonia rompe el silencio con un leve suspiro.
—Lia, yo… No sabes cómo lo siento. Apenas recuerdo los últimos días
en el bosque —desvía la mirada como si sacase fuerzas del agua de allá abajo
—. Sé que hice cosas terribles, que dije cosas terribles. No era… yo misma.
¿Puedes perdonarme?
Tardo unos instantes en contestar.
—No se trata de perdonar —me adelanto a Sonia y a Luisa, tratando de
contener la amargura que escucho en mi voz y que siento en mi corazón.
—Entonces…, ¿de qué se trata? —la desesperación es evidente en la voz
de Sonia.
Dejo de caminar y me vuelvo para contemplar el agua. No oigo ruido de
pies sobre la gravilla y me doy cuenta de que Sonia y Luisa se han detenido
detrás de mí. Son tantas las palabras, las preguntas, las acusaciones… Son tan
numerosas como los granos de arena de la playa de más abajo. Pero solo una
importa ahora.
Me vuelvo hacia Sonia.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
Deja caer los hombros, derrotada. Su sumisión y su debilidad no me
inspiran ni simpatía ni compasión, sino una furia creciente cuyas riendas no
he parado de sujetar desde la noche en que desperté y me la encontré
presionando el medallón sobre mi muñeca. Durante un terrible instante busco
algo a lo que agarrarme para dar rienda suelta a mi frustración.
—Yo confiaba en ti. ¡Te lo confié todo! —grito, lanzándole la peineta
con toda la ira concentrada en mi cuerpo—. ¿Cómo vamos a confiar en ti
ahora? ¿Cómo vamos a volver a confiar en ti?
Sonia se estremece, aunque la peineta es un arma inofensiva. Supongo
que es eso, que a pesar de todo sigo queriéndola. Me resisto a hacerle daño,
por mucho que me cueste reprimir ese impulso.
Luisa da un paso adelante, como para proteger a Sonia de mí. De mí.
—Basta, Lia.
—¿Por qué, Luisa? —le pregunto—. ¿Por qué debo dejar de plantear las
preguntas que hay que hacer, por mucho que nos asusten?
No queda nada por añadir en el silencio que sigue. He dicho la verdad, las
tres lo sabemos. He echado de menos a Sonia, la quiero y me preocupo por
ella. Pero, a pesar de nuestros sentimientos, no podemos ignorar cosas que
pueden costarnos caras, que podrían costarnos hasta la vida.
Luisa viene hacia mí, se agacha a coger unas cuantas piedras y se acerca
más al borde del acantilado antes de arrojarlas al mar. Yo me quedo
mirándolas volar por los aires. Es una diversión estéril, ya que estamos
demasiado lejos del mar para ver cómo caen en las revueltas aguas de abajo.
—Lia, tienes razón —me doy la vuelta para ir al encuentro de la voz de
Sonia y veo que ha recogido mi peineta. La estudia como si contuviese las
respuestas a todas nuestras preguntas—. Abusé de tu confianza y no hay
forma de asegurarse de que seré más fuerte la próxima vez que las almas
intenten utilizarme, aunque espero que no haya una próxima vez. Ellas… —
titubea. Cuando retoma la palabra, su voz parece provenir de lejos, está
recordando—. No se me aparecen como almas. Se aparecen como mi… como
mi madre —se vuelve hacia mí y sus ojos reflejan puro pánico—. Me reuní
con ella en el plano astral. Lamentaba haberme enviado a vivir con la señora
Millburn. Me dijo que no sabía qué hacer, que pensaba que la señora
Millburn estaría dispuesta a ayudarme a comprender mi poder. Fue bonito
volver a tener una madre, aunque fuera en un mundo distinto a este.
—¿Y luego? —mi voz es casi un susurro.
—Luego empezó a preocuparse por mi seguridad. Me decía que me
estaba poniendo yo misma en peligro al custodiar el medallón, que estábamos
todos en peligro por tu negativa a abrir la puerta. Al principio no la
escuchaba. Pero después de un tiempo… Bueno… No sé cómo explicarlo,
empezaba a tener bastante sentido para mí. Por supuesto, ahora me doy
cuenta de que no estaba en mis cabales, pero… —me mira a los ojos e
incluso ahora veo el poder que lograron sobre ella las almas. Veo ese poder
en el intento por reemplazar algo querido y ya perdido—. Sucedió tan
despacio que ni siquiera sabría decir cuándo empezó.
Sus palabras se elevan y caen en la brisa marina, reverberando en mi
mente hasta que no queda nada más que silencio. Finalmente, me tiende la
mano con la peineta.
—Lo siento —le digo al cogerla. Tirarle la peineta no ha sido muy
amable, pero en lo más hondo de mi ser no estoy segura de sentirlo.
Sonia vuelve las palmas de las manos hacia el cielo, como rindiéndose a
nuestra sentencia.
—No, soy yo quien lo siente, Lia. Pero todo cuanto puedo hacer es
suplicar tu perdón y jurar que prefiero morir a volver a traicionarte de nuevo.
Luisa hace un gesto con las manos, va hacia Sonia y la coge de los
hombros.
—Ya basta, Sonia. Para mí es suficiente con eso.
No es fácil, pero me acerco por el ondulado terreno y las rodeo a ambas
con los brazos. Nos abrazamos igual que lo hicimos cuando la profecía no era
más que un acertijo y no algo que podía cambiar nuestras vidas y,
posiblemente, acabar con ellas.
Contemplando el mar desde el cerro, por un instante me parece que todo
es como antes, cuando las tres éramos capaces de cualquier cosa juntas. Pero
eso solo dura un instante, pues en nuestro interior todas sabemos que nada
volverá a ser igual.

Nos hallamos a la mitad del trayecto, camino del santuario, cuando vemos
que alguien viene corriendo hacia nosotros.
Nos hemos despedido de Sonia y, aunque no hay nada seguro, creo que
quiere ponerse bien. Quiere ser leal a nuestra causa. Ahora ya no queda nada
por hacer salvo esperar a que las hermanas estimen que está lo bastante fuerte
como para regresar a Londres.
Dimitri se protege los ojos del sol con la mano y mira fijamente la figura
en la distancia.
—Es una hermana.
Al correr, la brisa infla la túnica de la hermana y yo logro distinguir unos
cabellos dorados ondeando a su espalda, que reflejan el sol como un espejo.
Cuando por fin nos alcanza, no la reconozco. Es joven, tal vez de la edad de
Astrid, y no toma la palabra de inmediato. Le falta el resuello de tal modo
que se dobla por la cintura respirando con dificultad. Más o menos un minuto
después, por fin se incorpora respirando aún entrecortadamente y con las
mejillas coloradas por el esfuerzo.
—Siento… siento tener que decirte que lady Abigail ha muerto —no me
doy cuenta de inmediato de lo que ha dicho. Mi mente se queda tan vacía
como los lienzos en blanco que se alineaban en la sala de pintura de Wycliffe.
Sin embargo, lo siguiente que dice la joven hermana me saca de mi
entumecimiento—. Me han enviado a buscarte y a rogarte que vengas, mi
señora.
Mi señora. Mi señora.
Todo cuanto pienso es: «No». Y, entonces, echo a correr.

—No es culpa tuya que no estuvieses aquí, Lia —Una deposita una taza de té
caliente sobre la mesa—. Y aunque hubieras estado, no habría habido
ninguna diferencia. No volvió a recuperar la consciencia.
Una ha repetido este detalle más de una vez desde que entré corriendo
despeinada y afligida por nuestra visita a Sonia y por la noticia de la muerte
de tía Abigail. Pero no me sirve para aliviar mi sentimiento de culpa. Debería
haberme quedado con ella en todo momento. Me digo a mí misma que se
habría dado cuenta de que me encontraba allí, aunque no estuviera
consciente.
—Lia —Una se sienta a mi lado y coge mis manos entre las suyas—, lady
Abigail vivió una larga y fructífera vida. La vivió en paz aquí, en Altus, tal
como ella quiso —sonríe—. Y te vio antes de morir. Creo que eso era lo que
había estado esperando todo este tiempo.
Inclino la cabeza y las lágrimas caen directamente de mis ojos a la mesa.
No sé cómo decirle a Una los muchos motivos que tengo para llorar a mi tía
Abigail. Tía Virginia me apoya mucho, pero reconoce la debilidad de su
poder y ya me ha contado todo lo que sabe. Era en mi tía Abigail en quien yo
confiaba para que me guiase. Cuando pensaba en la profecía, me parecía que
era ella quien se mantenía fuerte y prudente frente a sus retos. Era ella mi más
íntima aliada a pesar de la distancia. Ahora estoy más sola que nunca.
Ahora solo estamos Alice y yo.
Dimitri y yo estamos solos a orillas del océano, contemplando la vacía
extensión de agua. Hace ya un rato que empujaron mar adentro la barcaza con
el cuerpo de tía Abigail. Ha desaparecido, como todos los que estaban en la
playa mientras el cuerpo de mi tía era entregado al mar que rodea Altus.
Actualmente se considera demasiado apresurado enterrar a alguien el
mismo día de su muerte, pero Dimitri me dice que esa es la costumbre en la
isla. No tengo motivos para discutirlo, también mis propias costumbres
pueden parecer extrañas a la gente de aquí. Además, tía Abigail era una
hermana y la señora de Altus. Si así es como se despiden de ella, imagino que
también es así como ella habría querido despedirse.
Dimitri se vuelve de espaldas al agua, desliza su mano en torno a la mía y
comienza a caminar.
—Te voy a llevar de regreso al santuario, después debo presentarme ante
los Grigori para tratar de un asunto.
Le miro sorprendida. Ni mi dolor es capaz de reprimir la curiosidad que
siempre me ha caracterizado.
—¿Qué clase de asunto?
—Hay muchos temas pendientes, especialmente ahora que lady Abigail
ha muerto.
Mientras caminamos, lleva la vista fija al frente y tengo la impresión de
que evita mirarme.
—Sí, pero mañana nos marchamos. ¿No pueden esperar?
Dimitri asiente.
—Eso es lo que he solicitado, por así decirlo. Aún debo responder por mi
injerencia en el ataque del kelpie, pero he pedido el aplazamiento de mi
comparecencia ante el consejo hasta después de que dispongamos de las
páginas perdidas.
Me encojo de hombros.
—Parece razonable.
—Sí. El consejo me hará saber su decisión antes de mañana. Pero hay
otro punto controvertido. Tiene que ver contigo.
—¿Conmigo? —dejo de andar cuando ya estamos cerca del sendero que
nos llevará al santuario. Ahora el camino está más concurrido y pasamos
junto a varias hermanas al aproximarnos al complejo principal.
Dimitri me toma de ambas manos.
—Lia, tú eres la legítima señora de Altus.
—Pero si ya te lo dije —niego con la cabeza—, no quiero serlo. Ahora
mismo no. No puedo… —aparto la mirada—. Ahora no puedo pensar en ello,
con todo lo que me espera aún.
—Lo entiendo, de verdad. Pero Altus se quedará sin nadie que lo dirija.
Ese papel te corresponde a ti, tanto si renuncias como si aceptas.
La irritación aviva la frustración que me bulle por dentro.
—¿Y por qué los Grigori no hablan directamente conmigo? A pesar de lo
avanzados que sois en Altus, ¿no son capaces de dirigirse a una mujer?
Percibo desánimo en su suspiro.
—Es algo que no se hace. No porque seas una mujer, Lia, sino porque el
gran consejo de los Grigori no es muy sociable, excepto cuando es
absolutamente necesario para el orden o la disciplina. Viven en una especie
de… segregación, bastante parecida a la de los monjes de tu mundo. Por eso,
los Grigori ocupan los alojamientos del otro extremo de la isla. Cuentan con
emisarios como yo para mantener la comunicación con las hermanas. Y
créeme, Lia, si alguna vez te hacen acudir en audiencia ante los Grigori, no
será para nada bueno.
Me doy por vencida, no logro comprender los matices políticos de la isla.
No me queda tiempo para descifrar esas reglas y costumbres arcaicas.
—¿Qué opciones tengo, Dimitri? Dímelas todas.
Él respira hondo, como si necesitase aire extra para la conversación que le
espera.
—En realidad, solo tres. Puedes aceptar el cargo, que te pertenece
legítimamente, y nombrar a alguien para que ocupe tu lugar hasta que
regreses. Puedes aceptar el cargo y ejercerlo desde ahora, aunque eso
significaría que otra persona tendría que recuperar las páginas perdidas en tu
nombre. Y puedes rechazar el cargo.
Las tres alternativas me preocupan. Me muerdo el labio inferior. Una
parte de mí quiere renunciar al puesto, apartarlo de mi pensamiento para
poder concentrarme en la búsqueda de las páginas perdidas. Pero la otra
parte, la práctica y racional, reconoce que no es el momento de tomar
decisiones precipitadas.
—¿Qué sucederá si renuncio?
Su respuesta es sencilla.
—Pasará a Úrsula en lugar de a Alice, quien, al haber violado las leyes de
los Grigori, no puede ser elegida para asumir el cargo.
Úrsula. Tan solo el nombre ya me provoca inquietud. Por lo que yo sé,
puede que sea una dirigente fuerte y sabia, pero he aprendido a fiarme de mi
instinto y no estoy preparada para confiar algo tan importante como el futuro
de Altus, algo a lo que tía Abigail se dedicó en cuerpo y alma, a alguien que
me causa tal malestar. No. Si yo soy la legítima señora, los Grigori harán lo
que les pida por el interés de la isla.
Estoy segura de que esa es la respuesta.
Levanto la vista hacia Dimitri, cada vez más resuelta.
—No voy a aceptar ni a rechazar el puesto.
Él mueve la cabeza.
—Eso no es posible, Lia.
—Pues tendrá que serlo —enderezo los hombros—. Yo soy la legítima
señora y se me ha encomendado buscar las páginas perdidas en nombre de la
comunidad de las hermanas. Como no puedo estar en dos lugares al mismo
tiempo ni concentrarme por completo en el viaje que me espera si me ocupo
de un cargo tan importante, solicito un aplazamiento.
Le doy la espalda, me alejo un poco de él y después regreso de nuevo.
Cuanto más pienso en ello, más me afirmo en mi decisión.
—Designaré a los Grigori para que ocupen mi lugar hasta que haya
recuperado las páginas.
—Eso jamás se ha hecho —se limita a decir Dimitri.
—Entonces, tal vez ya vaya siendo hora.

Encuentro a Luisa en la biblioteca, iluminada por un suave haz de luz


procedente de una lámpara de mesa cercana. Al fijarme en los oscuros rizos
que enmarcan sus pómulos de marfil, me viene a la cabeza que mañana, por
primera vez desde que iniciamos nuestro viaje a Altus, ya no contaré con su
compañía. Cuánto voy a echar de menos su ingenio y su buen humor.
—Luisa —intento decirlo con suavidad para no sobresaltarla, pero no
tenía por qué preocuparme. Su rostro es un mar en calma cuando levanta la
vista.
Se pone en pie, sonríe ligeramente y viene hacia mí. Me rodea con los
brazos y durante unos instantes no hacemos otra cosa que estrecharnos
efusivamente. Cuando se aparta, estudia mi rostro antes de tomar la palabra.
—¿Te encuentras bien?
—Eso creo —sonrío—. He venido a despedirme. Nos marchamos muy
temprano mañana por la mañana.
Mi amiga me devuelve una triste sonrisa.
—No voy a molestarme en preguntar adónde vais. Sé que no puedes
hablar de ello. En cambio, sí que voy a prometerte que me quedaré aquí y que
cuidaré de Sonia mientras tú buscas las páginas. Luego te seremos más útiles,
¿verdad? Y regresaremos a Londres.
Quiero marcharme ahora que las dos estamos de buen humor y tenemos
esperanzas en el futuro, al menos en apariencia. Pero sé que no podré
descansar tranquila hasta que no diga algo sobre lo sucedido esta mañana.
—Quisiera poder confiar de nuevo en Sonia —digo con un suspiro.
—Lo harás —da un paso adelante para abrazarme con fuerza—.
Recuperarás la confianza con el tiempo, Lia. Ahora no es el momento de que
te preocupes por Sonia. Ya lo haré yo por ti mientras estés fuera. Tú
concéntrate en mantenerte a salvo y en el viaje que te espera. Encuentra las
páginas. Nos ocuparemos de lo demás cuando vuelvas.
Nos aferramos unos instantes más a nuestros lazos de amistad, y todo el
rato intento ocultar la muda réplica que se ha formado en el fondo de mi
mente: «Si regreso, Luisa, si regreso».

Apenas puedo respirar por la preocupación. Ha pasado una hora entera desde
que me despedí de Luisa y, mientras aguardo a Dimitri sentada en la cama, la
ansiedad por la decisión de los Grigori me ha convertido en un manojo de
nervios tal que siento que podría estallar en cualquier momento.
El suave golpe en la puerta se ha hecho esperar. Cuando cruzo la
habitación para abrirla, no me sorprende ver a Dimitri en el umbral. Entra sin
más.
No hablo hasta que la puerta está cerrada. Entonces, ya no puedo esperar
más.
—¿Qué te han dicho?
Me pone las manos sobre los hombros y durante un instante temo que
diga que se han negado, que hay que tomar una decisión ahora mismo y que
habrá que cumplirla para siempre.
Menos mal que no lo hace.
—Están de acuerdo, Lia —sonríe moviendo la cabeza—. Casi no puedo
creerlo, pero están de acuerdo en concedernos un aplazamiento a los dos. No
ha sido fácil. Sin embargo, pude convencerlos de que no deberían penalizarte
a ti por trabajar en favor de la profecía ni a mí por actuar como escolta tuya,
puesto que así lo decidió lady Abigail.
El alivio me despoja de mi ansiedad.
—¿El aplazamiento es hasta que hayamos encontrado las páginas?
—Mejor aún.
—¿Mejor? —no puedo imaginármelo.
Dimitri asiente con la cabeza.
—Lo aplazarán todo hasta que la profecía esté resuelta, siempre que
continúes trabajando para terminar con ella. Si cambiaras de opinión…, si
actuaras como puerta, el cargo le sería entregado a Úrsula.
Niego con la cabeza.
—Eso no sucederá.
—Lo sé, Lia.
Le doy la espalda, tratando de comprender tan rápido cambio de postura
en los Grigori.
—¿Por qué acceden a un acuerdo así si no tiene precedentes?
Él suspira y deja vagar su mirada hacia un rincón de la habitación, como
buscando un escape.
—Dímelo, Dimitri —mi voz denota un fuerte cansancio. Sus ojos por fin
regresan de nuevo a mí.
—Suponen que el destino decidirá. Si acabas con la profecía, tomarás tú
la decisión, tal como te corresponde. Si fallas…
—¿Si fallo…?
—Si fallas, será porque has sucumbido a la tentación de ejercer como
puerta… o porque no has sobrevivido a la profecía.
Aún es de noche cuando Una me despierta.
Se me cae el alma a los pies cuando me entrega un montón de ropa
doblada y me doy cuenta de que se trata de los pantalones de montar y de la
blusa que llevaba cuando llegué a Altus. Durante mi estancia en la isla me he
acostumbrado a la túnica de seda. Me he acostumbrado a muchas cosas.
Mientras me lavo y me visto, Una mete en mi mochila suficiente comida
y bebida para Dimitri y para mí hasta la primera parada. Yo ya he
empaquetado mis flechas y mi puñal para el viaje. Aunque sé que Dimitri
estará también a mi lado para protegerme, la traición de Sonia me recuerda
que lo mejor es confiar en mí misma por si acaso.
No se me ocurre nada más que pueda necesitar.
Me reconforta el calor de la piedra de víbora sobre mi piel. Se desliza
fácilmente bajo mi blusa y, mientras me ajusto las mangas, mis ojos se posan
en el medallón que aún sigue alrededor de mi muñeca. He estado pensando
en dejarlo al cuidado de los Grigori, de las hermanas, incluso de Una, pero
me es imposible pensar en nadie a quien pueda confiárselo después de lo que
sucedió con Sonia.
Una sigue mi mirada hacia mi muñeca.
—¿Va todo bien?
Asiento con la cabeza y me abotono la parte delantera de la blusa.
—¿Preferirías…? —titubea antes de continuar—. ¿Preferirías dejar aquí
el medallón? Por si te sirve de ayuda, yo te lo guardaría, Lia.
Me muerdo el labio inferior considerando su oferta, aunque ya he
pensado en ello varias veces.
—¿Puedo preguntarte una cosa?
—Por supuesto.
Me remeto la blusa en los pantalones mientras pienso en lo que voy a
decir.
—¿A alguno de vosotros aquí en Altus, a los Grigori, a los hermanos, a
las hermanas, podrían… tentaros las almas?
Se da la vuelta y se encamina hacia el pequeño escritorio que se encuentra
tras ella para coger algo de su superficie.
—Al consejo de los Grigori, no. Jamás. A los hermanos y hermanas,
bueno… No del mismo modo que a Alice y a ti. Vosotras sois la guardiana y
la puerta, y por eso sois mucho más vulnerables para las almas.
—Me parece que me ocultas algo, Una.
Se aleja de la mesa y viene hacia mí con algo entre los brazos.
—No estoy ocultándote nada intencionadamente. Es que no es fácil de
explicar. Verás, un hermano o una hermana no influirían directamente en la
capacidad de las almas para cruzar a este mundo ni en el destino de Samael.
Pero las almas pueden tentar a los hermanos y a las hermanas para que
trabajen a su favor tratando de manipular a quienes tienen más poder.
Como Sonia y Luisa.
—¿Alguna vez ha ocurrido eso en la isla? —le pregunto.
Una suspira y me doy cuenta de que le duele continuar.
—Ha habido… incidentes, en ocasiones han pillado a alguien tratando de
influir en el curso de los acontecimientos para ayudar a las almas. Pero no
sucede a menudo —esto último lo añade apresuradamente, como si quisiera
tranquilizarme, pese a que saber eso no puede resultar en absoluto
tranquilizador.
Es tal como yo pensaba, tal como intuía. No existe nadie a quien pueda
confiarle el medallón. Nadie excepto yo misma, y hasta de eso dudo a veces,
cuando noto cómo me tira de la muñeca.
Me abotono las mangas de la blusa, cubriendo la cinta de terciopelo
negro.
La mirada de Una desciende hacia mi muñeca.
—Lo siento, Lia.
Noto cómo vuelven a saltárseme de nuevo las lágrimas y trato de
mantener la compostura volviéndome para contemplar la habitación que ha
sido mía mientras he estado en el santuario. Me prometo guardar en la
memoria las sencillas paredes de piedra, la calidez del desgastado suelo, ese
olor húmedo y dulce al mismo tiempo. No sé si volveré a ver todo esto de
nuevo.
Quiero recordarlo para siempre.
Por fin me vuelvo hacia Una. Ella sonríe y me ofrece un objeto.
—¿Para mí?
Asiente con la cabeza.
—Quería que tuvieses algo… algo que te recordara a todos nosotros y tu
estancia en Altus.
Cojo el objeto de sus brazos, sorprendida por lo blando que es, y lo
extiendo. Se me seca la garganta de la emoción al desplegar la seda violeta.
Es una capa de montar hecha con la misma tela de las túnicas de fiesta de las
hermanas.
Una ha debido de interpretar mi emocionado silencio de otro modo, pues
interviene rápidamente.
—Sé que cuando llegaste las túnicas te traían sin cuidado, pero yo solo…
—se mira las manos y suspira al levantar la vista para toparse de nuevo con
mis ojos—. Simplemente quería que nos recordaras, Lia. Ya me estaba
acostumbrando a tu amistad.
Me inclino para abrazarla.
—Gracias, Una. Por la capa y por tu amistad. Estoy convencida de que
volveremos a vernos de nuevo —me aparto de ella y le sonrío—. Nunca te
estaré lo bastante agradecida por haber cuidado de tía Abigail en sus últimos
días. Por cuidar de mí. Te voy a echar terriblemente de menos.
Cojo mi arco y mi mochila y me ato la capa alrededor del cuello,
preguntándome si alguna vez tendré valor para quitármela. Luego, como
parece que siempre me veo obligada a hacer, me doy la vuelta para
marcharme.

La isla está iluminada únicamente por las antorchas que hay a lo largo del
sendero, mientras Dimitri, Edmund y yo nos alejamos del santuario para bajar
al puerto. Apenas tengo un vago recuerdo de cuando pusimos el pie en Altus.
Aquellos primeros momentos en tierra firme no son más que un borrón,
seguidos de aquellos dos días perdidos, durante los cuales no hice otra cosa
que dormir.
Mientras nos encaminamos hacia el agua, los pantalones me tiran de los
muslos y la blusa me raspa sobre el pecho. Al parecer, ya está muy lejos el
mundo de las túnicas de seda y las sábanas sobre la piel desnuda.
Dimitri lleva puesta una capa parecida a la mía, aunque la suya es negra y
más difícil de distinguir en la niebla. Cuando fui a su encuentro y al de
Edmund en medio de la oscuridad, Dimitri enseguida se fijó en el suave
pliegue de seda que rodeaba mi cuello.
Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Te sigue sentando bien el violeta.
Reconozco nuestra barca al llegar al muelle. Dos hermanas, vestidas con
túnicas, se hallan sentadas en cada extremo de la embarcación con un remo
en las manos. La isla dormida nos ha hecho callar y subimos sin hablar. Nada
más acomodarnos, Dimitri y yo en la parte delantera de la barca y Edmund
justo detrás de nosotros, las hermanas comienzan a remar para alejarse de la
isla.
Las palabras susurradas por tía Abigail flotan por mi mente igual que la
niebla que se levanta sobre el océano. Espero que nuestros guías sean de fiar
y que Dimitri y yo no nos veamos obligados a encontrar solos el camino. No
obstante, siento en mí un renovado empeño por hacer lo que sea necesario.
Al observar a las silenciosas hermanas remando mar adentro, de repente
recuerdo una pregunta que de camino a Altus se quedó sin formular a causa
de la nebulosa de mi agotamiento.
—¿Dimitri?
—¿Mmmm? —tiene la mirada fija en el agua.
Me acerco más a él y bajo la voz para no ofender a las hermanas que
reman.
—¿Por qué guardan silencio las hermanas?
Parece sorprendido, como si se acabase de dar cuenta de lo extraño que es
ser transportado por mujeres silenciosas.
—Es parte de sus votos. Prometen silencio para evitar revelar la
localización de la isla.
Me giro para mirar a la hermana que rema al frente.
—Entonces, ¿no pueden hablar?
—Sí, pero no lo hacen fuera de Altus. Sería una violación de sus votos.
Me doy cuenta, tal vez por primera vez, de la entrega de las hermanas.
Viendo cómo Altus disminuye de tamaño, tengo la sensación de que
habría que decir algo para remarcar su significado y la importancia de mi
estancia allí. Pero al final no digo nada. Al final, hablar de ello tan solo
diluiría el recuerdo del aire con aroma a jazmín y la suave brisa marina y la
noche pasada en brazos de Dimitri, sin ninguna otra preocupación salvo la de
ser juzgada inapropiadamente por aquellos que habitan un mundo totalmente
distinto.
No aparto los ojos de la isla hasta que se desvanece en la niebla. Hace un
instante había allá a lo lejos una pequeña mancha oscura y en un momento ha
desaparecido.

La travesía marítima transcurre sin incidentes. Permanezco cerca de Dimitri,


con mi pierna pegada a la suya, y en esta ocasión no me siento culpable al
meter las manos en el agua.
Como la vez anterior, pierdo toda noción del tiempo. Al principio trato de
calcular nuestra dirección con la esperanza de hacerme una idea de adónde
vamos. Pero la niebla alimenta la voraz apatía que provoca el rítmico
balanceo de la barca y al rato me doy por vencida.
Llevar la piedra sobre mi piel es un consuelo, sus pulsaciones prueban
que el poder protector de tía Abigail aún continúa conmigo, que las almas no
pueden usar el medallón, ni siquiera llevándolo yo tan cerca de la marca.
Dejo vagar mis pensamientos mientras doy cabezadas sobre el hombro de
Dimitri.
No hablamos ni entre nosotros ni con Edmund y me arrepiento de ello
cuando el fondo de la barca tropieza con una playa que no veo hasta que ya
estamos en ella. Dimitri y yo nos bajamos y nos dirigimos a la orilla. Edmund
viene justo detrás de nosotros, mientras que las hermanas se quedan dentro de
la barca. Hasta ahora no me había dado cuenta de que Edmund no lleva nada
de equipaje. La ausencia más notable es su rifle, que siempre había estado
presente durante nuestro viaje por el bosque que nos llevó hasta Altus.
—¿Dónde están tus cosas, Edmund? —mi voz, demasiado alta después
del largo silencio a bordo de la barca, es una campanilla resonando al
amanecer.
Él inclina la cabeza.
—Me temo que aquí es donde tengo que dejarles.
—¡Pero… si apenas hemos salido hace unas horas! Pensé que tendríamos
tiempo para despedirnos.
Su respuesta es sencilla.
—Lo tenemos. No hay necesidad de despedirse ahora. Regresaré a Altus
y cuidaré de las otras muchachas. Cuando la señorita Sorrensen se recupere,
las acompañaré a ella y a la señorita Torelli de regreso a Londres. La veré de
nuevo allí dentro de poco —parece algo arrogante, pero detecto el fantasma
de la pena en sus ojos.
No se me ocurre qué más decir. La niebla sigue siendo espesa, incluso
ahora que hemos salido del agua. La topografía de la playa no se distingue;
todo lo que alcanzo a ver son hierbas meciéndose en la distancia.
Me vuelvo para mirar a Edmund.
—¿Qué hacemos ahora?
Mira a su alrededor, como si la respuesta a mi pregunta pudiera
encontrarse en la densa bruma gris que cubre la playa.
—Supongo que deberán esperar. Me dijeron que les trajese a esta playa y
que regresase luego a Altus. Otro guía vendrá a buscarles aquí —se vuelve a
mirar a las hermanas de la barca y al parecer capta una señal que a mí me ha
pasado desapercibida—. Tengo que marcharme.
Asiento con la cabeza. Dimitri da unos pasos adelante y le tiende la mano.
—Gracias por tus servicios, Edmund. Estoy deseando volver a verte en
Londres.
Edmund le estrecha la mano.
—Confío en que cuidará de la señorita Milthorpe —es lo más cerca que
llega de mostrar su preocupación.
Dimitri hace un gesto afirmativo.
—Con mi vida.
No nos decimos adiós. Edmund se limita a asentir. Se aleja de la playa y
se adentra en las aguas poco profundas sin apenas salpicar. En unos instantes
está ya otra vez dentro de la barca.
El peso de la tristeza que se instala sobre mis hombros no me es
desconocido. Es ya como un viejo amigo. Segundos más tarde, Edmund y la
barca desaparecen entre la niebla. Una persona más que desaparece, como si
nunca hubiese existido.
—¿Dónde se supone que estamos? —le pregunto a Dimitri.
Sentados en una duna, tenemos la mirada fija en la nada gris. Dimitri
estudia los alrededores, como si pudiera determinar nuestra localización por
el espesor de la niebla que nos rodea por todas partes.
—Puede que estemos en algún lugar de Francia. Me parece que el viaje
en barca ha sido demasiado largo como para llevarnos de vuelta a Inglaterra,
aunque es imposible saberlo con seguridad.
Pienso en lo que acaba de decir y trato de imaginarme en qué lugar de
Francia podrían estar ocultas las páginas que faltan. Pero es inútil. No tengo
ni idea, así que vuelvo a asuntos de inmediata prioridad.
—¿Qué haremos si no aparece el guía?
Trato de ocultar el tono de lamento de mi voz, pero estoy cansada, tengo
frío y hambre. Tenemos las provisiones que nos dieron en Altus, pero Dimitri
y yo preferimos no hacer uso de ellas todavía si podemos evitarlo. Es una
medida prudente reservar nuestros recursos el mayor tiempo posible.
Dimitri toma la palabra.
—Estoy seguro de que el guía estará aquí enseguida.
Pese a que la firmeza de la afirmación y la convicción con la que la hace
me infunden cierta seguridad, no es propio de mí confiar ciegamente.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lady Abigail dijo que el guía vendría a buscarnos. Aunque no
pudiese garantizar los resultados de nuestro viaje, es seguro que ella elegiría a
las personas de mayor confianza para una tarea tan importante, por no hablar
de garantizar la seguridad de su sobrina nieta y futura señora de Altus.
—No he dicho que vaya a aceptar el puesto.
Él asiente con la cabeza.
—Lo sé.
Sopeso si merece la pena que me tome como un desafío la arrogancia que
hay en su voz cuando escucho unos ligeros resoplidos procedentes de alguna
parte de la niebla. Dimitri también lo oye, levanta la cabeza en la dirección
del sonido y se pone un dedo delante de la boca.
Asiento con la cabeza, me quedo a la escucha y escruto la niebla hasta
que una figura comienza a tomar forma en ella. Es monstruosa, enorme, tiene
múltiples cabezas. Al menos eso es lo que me parece antes de que atraviese la
bruma y se nos aproxime. Entonces veo que no es más que un hombre a
caballo que lleva otras dos monturas detrás de él.
—Buenos días —su tono de voz es firme y confiado—. Vengo en nombre
de la señora de Altus, que en paz descanse.
Dimitri se levanta y se acerca a él con cautela.
—¿Quién eres?
—Gareth de Altus.
—Nunca he oído hablar de ti en la isla —al menos a mí me parece
evidente el tono de sospecha en la voz de Dimitri.
—Hace muchos años que no vivo en Altus —responde el hombre—. Pero
sigue siendo mi hogar. Altus despierta en uno esos sentimientos, ¿no es
cierto? En cualquier caso, quienes estamos al servicio de la comunidad de las
hermanas preferimos ser discretos. Estoy seguro de que lo entenderán.
Dimitri parece pensárselo un poco antes de asentir. Me hace señas y me
abro paso dificultosamente por la arena, impaciente por ver de cerca a nuestro
próximo guía.
No sé por qué esperaba que fuese moreno, pero compruebo sorprendida
que es muy rubio. No tiene el reflejo dorado del cabello de Sonia, sino un
tono tan claro que casi parece blanco. En contraste, su piel tiene un
bronceado poco natural, como si hubiese tomado excesivamente el sol.
Imagino que no llevará mucho tiempo aquí, porque sería casi imposible coger
nada de color en un lugar como este.
El hombre ladea la cabeza en mi dirección.
—Mi señora, haría una reverencia si no fuese montado encima de este
animal.
Me echo a reír, aliviada por su informalidad y su evidente buen humor.
—No pasa nada, pero aún no soy la señora de Altus.
—¿De verdad? —dice, enarcando las cejas—. Eso hará más interesante la
conversación durante el viaje que nos espera —tira de los dos caballos hacia
delante y casi suelto un chillido de alegría al darme cuenta de que se trata de
Sargento y del caballo que montaba Dimitri de camino a Altus.
Me apresuro a acariciar a Sargento en el cuello. Él me hociquea el pelo
con ese característico resoplido que sé que hace cuando está contento.
—¿Cómo los has traído? ¡Pensé que no volvería a ver a Sargento hasta
que regresáramos a Londres!
Gareth se agacha.
—Un caballero nunca revela sus secretos, señora —sonríe burlón
mientras se yergue sobre su silla—. La verdad es que solo estaba haciéndome
el listillo para no desmerecer por mi ignorancia, pues, en realidad, no tengo ni
idea de cómo han venido a parar aquí los caballos. Ni siquiera sabía que eran
suyos hasta ahora mismo. Solo me dijeron que estarían aquí esperando.
Dimitri se acerca a su caballo.
—¿Nos marchamos? Esta niebla no me gusta. Preferiría salir a un lugar
despejado.
—Muy bien —dice Gareth—. Vayámonos entonces. Monten y
pongámonos en marcha. Tenemos que hacer nuestra primera parada antes de
que anochezca.
—¿Y dónde es nuestra primera parada? —coloco el pie en el estribo y me
impulso sobre el lomo de Sargento.
Gareth hace girar su caballo y exclama:
—Un río.
—¿Un río? —pregunto—. Muy gráfico.
Seguimos a Gareth fuera de la playa y subimos por una empinada duna.
Mis temores sobre los problemas que pudiera tener Sargento en un terreno
tan desconocido son infundados. Actúa como si hubiese nacido en esa misma
playa y, antes de darme cuenta, ya nos encontramos en una pradera y
viajando por un campo de altas hierbas. El camino que tenemos por delante
parece llano en su mayor parte, con colinas aisladas, y agradezco no tener
ningún bosque a la vista.
Cuanto más nos alejamos de la playa, más disminuye la niebla. Por fin,
milagrosamente, tenemos encima un cielo despejado. Resulta imposible
imaginar que ha estado ahí todo el tiempo que hemos pasado rodeados de
niebla dentro y cerca del agua. Enseguida me animo, en cuanto el sol
extiende su luz dorada sobre las altas hierbas.
Es un lujo encontrarse en un espacio tan grande y abierto después del
agobiante bosque que nos condujo hasta Altus. Cabalgamos uno al lado del
otro, lo cual facilita la conversación.
—Entonces, si no es usted la señora, ¿quién va a serlo ahora que lady
Abigail ha muerto? —pregunta Gareth.
—Es una larga historia —respondo con una evasiva, pues no estoy segura
de hasta dónde puedo contar.
—Da la casualidad de que tengo tiempo —sonríe—. Y si se me permite
decirlo, Altus tendría mucha suerte de contar con una señora tan bella al
timón.
Dimitri le interrumpe.
—No estoy seguro de que la señorita Milthorpe quiera hablar de un
asunto tan privado —los celos que detecto en su voz me obligan a contener
una risita. ¿Señorita Milthorpe?
—¿Puedo hablar de ello? —pregunto, mirando a Dimitri—. ¿O está
prohibido?
La expresión de su rostro refleja sorpresa y hostilidad.
—No está prohibido. Que seas la heredera de lady Abigail no es un
secreto. Simplemente, supuse que no querrías compartir esos detalles
privados con un extraño.
Hago lo posible por no sonreír ante su insolencia infantil.
—Si no es un secreto, entonces seguro que no será muy privado. Además,
me parece que nos queda un largo viaje por delante. Podemos pasar un rato
conversando, ¿no te parece?
—Supongo —contesta en tono gruñón.
Cuando me vuelvo hacia Gareth, él ni se molesta en reprimir la victoriosa
sonrisa que cubre su bronceado rostro.
Trato de dar una explicación lo más abstracta posible.
—Este asunto —señalo con un gesto los campos que nos rodean— es de
tal envergadura que tiene prioridad sobre mi nombramiento como señora. No
puedo aceptar tal responsabilidad hasta que esta cuestión esté resuelta, así que
se me ha concedido el privilegio de concluir primero el viaje antes de tomar
una decisión.
—¿Quiere decir que podría no aceptar el nombramiento? —pregunta
Gareth, incrédulo.
—Quiere decir… —interviene Dimitri, pero le detengo antes de que
continúe.
—Perdóname, Dimitri —intento usar un tono amable—, pero ¿podría
hablar por mí misma? —se muestra compungido y yo suspiro. Después me
centro en la pregunta de Gareth—. Quiero decir que no puedo siquiera pensar
en ello hasta que no acabe con esto.
—Pero eso significaría que la hermana Úrsula ocuparía el puesto, ¿no es
así?
—Correcto —me admiro de lo enterados que están los hermanos y las
hermanas de la política de la isla.
—¡Bueno, quizá no vuelva nunca más a Altus si la hermana Úrsula ocupa
el cargo! —el desdén en su tono de voz es tal que parece escupir las palabras.
—¿Y puedo preguntar el porqué de ese resentimiento hacia Úrsula?
Antes de contestar, le echa una ojeada a Dimitri y por primera vez
observo entre ellos cierta afinidad.
—Úrsula y esa ambiciosa hija suya…
—¿Astrid? —pregunto.
Él asiente y prosigue.
—A Úrsula y a Astrid no les importa Altus. No demasiado. Solo buscan
el poder. No me fío para nada de ellas y usted tampoco debería hacerlo —se
pone serio mientras posa su mirada más allá de los campos. Cuando vuelve a
mirarme de nuevo, su buen humor ha desaparecido—. Creo que haría usted
un gran servicio a la isla y a su gente si aceptase el cargo.
Siento calor en las mejillas bajo su mirada escrutadora. Dimitri suspira
como si estuviese disgustado.
—Me honras con tus palabras, Gareth. Pero no me conoces en absoluto.
¿Cómo sabes que sería una buena dirigente?
Él sonríe y se da unos golpecitos en la sien con el dedo.
—Lo dicen sus ojos, mi señora. Son tan claros como el mar que mece la
isla.
Le respondo con una sonrisa, aunque me da la impresión de que puedo oír
a Dimitri entornando los ojos.
Los campos son interminables, las altas hierbas se transforman en trigales
según avanza el día. Solo nos detenemos una vez junto a un pequeño arroyo
que rumorea a su paso por las rocas lisas y grises. Tras beber de las aguas
heladas y rellenar nuestras cantimploras, nos aseguramos de que los caballos
también sacien su sed. Me tomo un momento para cerrar los ojos, me tumbo
de espaldas sobre la orilla cubierta de hierba y suspiro de placer cuando el sol
calienta mi cara.
—Es agradable sentir de nuevo el sol, ¿verdad? —la voz de Dimitri surge
a mi lado y abro los ojos, protegiéndomelos del sol mientras le sonrío.
—Es mucho más que eso, es una maravilla.
Dimitri asiente, su rostro está meditabundo mientras contempla el
movimiento del agua.
Yo me incorporo para sentarme y besarle en la boca. Cuando nos
separamos, se muestra satisfecho, aunque algo sorprendido.
—¿A qué ha venido eso?
—Es para recordarte que mis sentimientos por ti son lo bastante fuertes
como para que no decaigan en el poco tiempo que llevamos fuera de Altus —
sonrío burlona—. Y demasiado profundos como para tambalearse a la vista
de un hombre atractivo, por muy encantador y amable que sea.
Durante un instante me pregunto si habré herido su orgullo, pero
enseguida me olvido de ello, pues en su rostro se dibuja una amplia sonrisa
antes de vacilar un poco.
—¿Gareth te parece atractivo?
Muevo la cabeza con fingida exasperación y le beso de nuevo antes de
levantarme y sacudirme el polvo de los pantalones.
—Pero qué tonto eres, Dimitri Markov.
La brisa me trae su voz mientras me dirijo hacia los caballos.
—¡No me has contestado! ¿Lia?
Gareth ya está sobre su montura y yo le doy un pequeño repaso a
Sargento antes de montarme en la silla.
—Es un sitio precioso para hacer una parada. Gracias.
—De nada —dice, echándole una ojeada a Dimitri mientras se dirige
hacia su caballo—. Imagino que estará cansada. Me dijeron que ya había
hecho un largo viaje.
Asiento con la cabeza.
—Estoy muy contenta de que estemos en campo abierto. Fue angustioso
viajar por un bosque tan oscuro y cerrado hasta llegar a Altus.
Gareth se vuelve a mirar a Dimitri para asegurarse de que ya está
montado y listo para cabalgar. Cuando todo está en orden, hace girar a su
caballo.
—No tiene de qué preocuparse. Creo que a partir de ahora irá campo a
través.
Nos ponemos en marcha, a pesar de que, una vez más, mi destino es un
secreto bien guardado.

Pasamos el resto de la jornada en cordial camaradería. Nuestra breve parada


junto al arroyo parece haber reanimado a Dimitri, que está más amable con
Gareth mientras cabalgamos por diversos campos, unos ya cosechados, otros
de trigo o de pastos.
El sol se desplaza por el cielo y comienza a proyectar largas sombras
cuando llegamos a otro río. Es mucho más grande que el anterior y serpentea
entre las verdes colinas y el pequeño bosquecillo de la orilla.
Gareth tensa las riendas para detener a su caballo y salta al suelo.
—Hemos llegado a la hora prevista —dice—. Aquí es donde
acamparemos esta noche.
Encontramos provisiones en las albardas sujetas con correas a nuestros
caballos y comenzamos a montar un pequeño campamento. Gareth enciende
un fuego y, mientras él y Dimitri levantan las tiendas, yo preparo una sencilla
comida. No resulta nada extraño acampar con Gareth. Ya casi es como un
viejo amigo. Él y Dimitri me entretienen con historias de conocidos comunes
de Altus. Cada vez alborotan más y hablan con más confianza, y a mí no me
cuesta nada reír cuando me corresponde. Cuando por fin Gareth se levanta
bostezando, el fuego ya ha empezado a extinguirse.
—Deberíamos irnos a dormir si queremos salir mañana temprano, como
está previsto —nos hace una seña con la cabeza a Dimitri y a mí. Estoy
segura de haber visto un destello en su mirada a pesar de lo débil que es la luz
de la hoguera—. Les dejaré para que puedan darse las buenas noches
tranquilamente.
Se encamina hacia una de las tiendas y nos deja solos a Dimitri y a mí
bajo el fresco aire de la noche.
La risita de Dimitri ya es un sonido familiar. Me ofrece una mano, me
ayuda a ponerme en pie y me atrae hacia él.
—Recuérdame más adelante que le dé las gracias a Gareth.
No necesito preguntarle por qué quiere darle las gracias. Agacha su boca
hasta la mía con labios tiernos pero insistentes, y los míos se abren bajo los
suyos hasta que todo lo demás se desvanece. En los brazos de Dimitri
encuentro la paz que me es esquiva en mis momentos más racionales. Me doy
permiso para perderme, para caer bajo el influjo de la ternura de los besos de
Dimitri y de su cuerpo pegado al mío.
Cuando por fin nos separamos, Dimitri toma la palabra.
—Lia…, te escoltaré hasta tu tienda —roza su mejilla contra la mía y me
admiro de lo punzante y sensual que puede ser la barba crecida.
—¿Puedes quedarte conmigo? —no me avergüenza preguntarlo. Ya no.
—Nada me gustaría más, pero no me dormiré en este lugar desconocido
—levanta la cabeza fijando la vista en la total oscuridad que hay más allá del
fuego—. No mientras aún estemos buscando las páginas. Me parece que lo
más prudente será montar guardia fuera de tu tienda.
—¿No puedes pedirle a Gareth que lo haga él? —me comporto como una
descarada, pero no me importa.
Me mira a los ojos antes de inclinarse para apretar sus labios, esta vez
duros, sobre los míos.
—No quiero confiarle a nadie tu seguridad, Lia —sonríe—. Tenemos
todo el tiempo del mundo. Todas las noches que quieras en el futuro. Ahora
vete a la cama.
Aunque me consuela pasar toda la noche bajo la sombra de la presencia
de Dimitri fuera de la tienda, no puedo dormirme. Sus palabras resuenan en
mi mente y estoy segura de que se equivoca.
No tenemos todo el tiempo del mundo. Solo el que nos permita la
profecía. El que le robemos a ella. Y el que queda entre este instante y el
momento en que tenga que reconciliar el futuro que le he prometido a Dimitri
y mi pasado con James.

Nuestro campamento es pequeño y se recoge con rapidez. En nada de tiempo


ya estamos de nuevo montados en nuestros caballos, cabalgando por los
campos una vez más.
Después de la niebla de la playa en la que desembarcamos, el sol es una
bendición. Cierro los ojos durante un largo rato, echando la cabeza hacia atrás
y dejando que su calor penetre en mi piel. Siento la presencia de los que han
trabajado por la profecía antes que yo. Siento que somos todos uno, pese a no
estar juntos en este mundo. Eso me llena de serenidad y por primera vez en
días me siento en paz con mi destino, sea el que sea.
En ese preciso instante me doy cuenta del silencio que me rodea. No oigo
los cascos de los caballos ni los resoplidos de sus grandes hocicos. Tampoco
las bromas de Gareth y Dimitri. Cuando abro los ojos, nos encontramos en
medio de un bosquecillo de árboles tan pequeños que ni siquiera ocultan el
sol.
Tanto Dimitri como Gareth han tensado las riendas para detener a sus
caballos, pero no han desmontado. Tiro de las riendas de Sargento.
—¿Por qué nos detenemos? —pregunto.
La mirada de Gareth se pasea por los árboles y los campos de los
alrededores.
—Me temo que debemos despedirnos, aunque quisiera que el lugar de
encuentro con el nuevo guía estuviese mejor protegido —se encoge de
hombros—. Supongo que fuera de los confines de los bosques esto es lo
mejor que había.
Trato de ocultar mi decepción, ya me había habituado a confiar en Gareth.
—¿Cuándo llegará nuestro próximo guía? —le pregunto.
Se encoge de hombros.
—Imagino que estará aquí dentro de poco, aunque no sabría decirlo con
seguridad. En asuntos como este, nuestras identidades e itinerarios se
mantienen en secreto —rebusca dentro de sus alforjas y deposita dos bolsas
en el suelo—. Quédense aquí hasta que llegue su guía. Los paquetes
contienen provisiones que les durarán al menos un par de días.
—¿No volveremos a verte? —esta vez no me cabe la menor duda de que
se me nota lo decepcionada que estoy.
—Nunca se sabe —dice con una sonrisa burlona.
—Gareth —Dimitri se queda mirándole—, gracias.
—No hay de qué, Dimitri de Altus —le responde sonriendo.
Conduce su caballo al trote hasta mí y me tiende una mano. Yo le doy la
mía.
—Poco importa si acepta o no el título, a mis ojos siempre será la
legítima señora de Altus —baja sus labios hasta mi mano y la besa con
delicadeza antes de dar la vuelta a su caballo y alejarse al galope.
Dimitri y yo nos quedamos en el silencio dejado por la marcha de Gareth.
Ha sucedido tan deprisa que no sabemos con seguridad qué hacer. Por fin,
Dimitri desmonta y conduce su caballo hacia un árbol antes de regresar a por
el mío.
Montamos la tienda y preparamos una comida improvisada con cosas
sueltas y restos que encontramos en los paquetes. Para cuando cae la noche,
ya nos hemos resignado a aceptar que nuestro nuevo guía no va a llegar aún.
Una vez más, Dimitri se queda montando guardia fuera de la tienda mientras
yo, con demasiado frío como para estar cómoda, me acurruco bajo las mantas
y paso una noche irregular.
Algunas veces me parece oír crujidos entre los árboles que rodean el
campamento y pisadas de botas sobre la tierra compacta. Seguro que Dimitri
también los oye, pues se levanta y proyecta con su figura sombras
inquietantes sobre la tienda mientras se pasea afuera. Le llamo varias veces
para preguntarle si todo va bien, pero un poco más tarde me pide con
severidad que me duerma para dejarle montar guardia sin distraerle con mis
preocupaciones. Después de la regañina, me obligo a quedarme callada.
Me quedo tumbada en la oscuridad, con el cuerpo tenso durante un buen
rato, antes de que el sueño me llame por fin.
Nuestro nuevo guía no se parece nada en absoluto a Gareth.
La primera cosa que llama mi atención es su brillante pelo rojo. Cuando
se vuelve a saludarme, el sol lo enciende en una llamarada de dorada
herrumbre.
—Buenos días —Dimitri inclina la cabeza sin presentarse.
—Emrys, su guía.
Por su aspecto, es considerablemente mayor que Gareth, aunque no tanto
como Edmund.
—Buenos días. Soy Lia Milthorpe —le tiendo la mano y Emrys me la
estrecha brevemente antes de volver a meterse ambas manos en los bolsillos.
Espero que nos dé algo de conversación para que nos conozcamos un
poco, pero no lo hace. Solo se da la vuelta y se dirige hacia su caballo, una
yegua de color castaño que está atada a un árbol al lado de Sargento y de la
montura de Dimitri.
—Deberíamos marcharnos —dice, mientras desata al caballo—. Tenemos
un largo día por delante.
Levanto la vista hacia Dimitri enarcando las cejas a modo de interrogante
mudo. Él se encoge de hombros y se encamina hacia la tienda. Juntos
levantamos el campamento y metemos de cualquier modo la tienda dentro de
las alforjas de Dimitri y las mantas en las mías. Emrys permanece montado
en su caballo, sin ofrecerse a ayudar. En una ocasión le miro y lo encuentro
con la mirada perdida en el bosque. Nos acabamos de conocer, pero me
resulta difícil no pensar que es algo raro.
Una vez que hemos recogido nuestros desperdicios y que parece como si
nunca hubiésemos estado en aquel lugar, Dimitri se dirige hacia su caballo a
grandes zancadas, ajusta la silla y pone un pie en el estribo. Tras un rápido
repaso a Sargento, yo hago lo mismo.
Emrys hace un gesto afirmativo y espolea a su caballo hacia delante. Así
comienza nuestra segunda etapa, con poca fanfarria y bastante menos
conversación.

No sé si es porque cada vez nos acercamos más a las páginas perdidas o si se


trata de paranoia, pero me paso el día con una sensación de aprensión cada
vez mayor. No puedo explicarlo ni culpar de ello a Emrys, que, aunque no tan
hablador como Gareth, no es desagradable.
Mientras avanzamos por una gran colina, aparece una pequeña ciudad
ante nuestra vista, encajada en el fondo de un valle. A lo lejos, los elegantes
chapiteles dan la impresión de tocar casi el cielo. Hace mucho tiempo que no
veo ninguna ciudad y siento la necesidad repentina de continuar, dormir en
una posada con una cama blanda, comer comida preparada por alguien que
no sea yo, pasear por las calles y comprar algo en una tienda atractiva o tomar
el té en un pintoresco hotel.
Pero no seguimos en dirección a la ciudad. En lugar de eso, Emrys titubea
un momento como considerando distintas opciones antes de torcer a la
izquierda. Atravesamos un campo de trigo, aureolado bajo el dorado sol, y
nos desplazamos hacia una mancha de color carbón que se ve a lo lejos.
Según nos acercamos, me doy cuenta de que se trata de una granja de piedra
situada al borde de un bosque. Unos árboles antiquísimos parecen tocar el
cielo más allá de la casa y del granero.
Mientras continuamos hacia la granja, me pregunto si será una de
nuestras paradas o quizás un punto de encuentro con un guía más hablador.
Pero no es ni una cosa ni la otra. Pasamos de largo ante la casa y nos mira
con curiosidad un niño pequeño que está afuera dando de comer a unas
gallinas que se pasean en círculos recogiendo el grano del suelo.
—Bonjour, mademoiselle —una sonrisa se dibuja en la boca del chiquillo
cuando su mirada se topa con la mía.
Francia, pienso, mientras le devuelvo la sonrisa.
—Bonjour, petit homme.
Muestra una sonrisa decididamente abierta y agradezco mi cuestionable
capacidad para hablar francés.
Nada más pasar la casa comienzan a extenderse las sombras. El sol
desaparece por completo en cuanto entramos en el bosque. No es tan espeso
como el que atravesamos para llegar a Altus. La luz encuentra su camino a
través de los árboles, creando retales de encaje en el suelo. El bosque es
hermoso, pero noto el peso de la ansiedad en mi pecho. Me recuerda
demasiado el oscuro viaje hasta Altus, aquellos días en que el mundo parecía
haber enmudecido y yo perdí toda noción del tiempo y de mí misma.
Pasamos tan solo por un lugar interesante, un pilar de piedra cubierto de
musgo que emerge extrañamente del suelo del bosque. No es algo
infrecuente, en Europa hay por todas partes lápidas conmemorativas y lugares
sagrados. Pero este me recuerda a Avebury, el antiguo círculo de piedra
mencionado en la profecía.
Me quedo mirándolo fijamente cuando pasamos por delante. Emrys sigue
tan callado e indiferente como siempre, Dimitri va en silencio detrás de mí.
No me atrevo a hacerles preguntas sobre la piedra.
Un rato más tarde, Emrys aminora el paso y se vuelve para mirarnos por
encima del hombro.
—Allí delante hay agua. Será un buen sitio para hacer un descanso.
Es lo más largo que ha dicho desde que salimos del campamento esta
mañana. Yo asiento con la cabeza.
—Un descanso nos vendrá muy bien —digo, y añado una sonrisa por si
acaso. Aunque creo que está dispuesto a devolvérmela, parece que,
finalmente, le cuesta demasiado.
A diferencia de la mayoría de los que nos hemos encontrado durante el
viaje, el río no se encuentra en un claro, sino medio escondido entre las
sombras del bosque. Es más bien estrecho y serpentea entre los árboles no
con bramidos y prisas, sino con un alegre gorgoteo. Desmontamos, bebemos
del arroyo y rellenamos nuestras cantimploras.
Me quedo sorprendida cuando Emrys se vuelve hacia mí y me habla
directamente:
—Estaré encantado de cuidar de los caballos si desea descansar un poco,
señorita. Supongo que llevarán hecho un largo recorrido hasta hoy. Al
anochecer llegaremos a nuestro destino. Queda tiempo para descansar.
—¡Oh! Bueno… De acuerdo. Pero puedo ocuparme yo de mi caballo, no
querría ser una carga —no le digo que un sueñecito, por pequeño que fuera,
me vendría muy bien.
La sorpresa de Dimitri da paso al asentimiento.
—Emrys tiene razón, Lia. Pareces cansada. Nosotros nos podemos ocupar
de los caballos.
La energía se me escapa del cuerpo y parece filtrarse por la tierra por el
simple hecho de pensar en descansar.
—Si estás seguro de que no os importa…
Dimitri se inclina y me besa en la mejilla.
—Seguro. Cierra los ojos un rato mientras abrevamos a los caballos.
Me dirijo sin más a un lugar soleado no muy lejos del agua y me
acomodo sobre la hierba seca que crece allí. Al tumbarme boca arriba, pronto
noto los efectos de una mala noche y en unos instantes la canción de cuna del
arroyo me arrastra al sueño.
No soy consciente de nada hasta que la mano de Dimitri me saca del
sueño. La caricia de sus dedos en mi muñeca es agradable. Sonrío, deseando
retrasar el momento de volver a montar en nuestros caballos.
—Así no vas a conseguir que me mueva —mi tono de voz conserva la
pereza del sueño.
Él me coge la mano y noto que algo suave se desliza sobre la parte
interior de mi muñeca.
—No me estás escuchando —me burlo.
La voz contesta sosegadamente, como si quisiera evitar cualquier
brusquedad.
—Sería tan fácil si hiciera lo que le dicen.
No es la voz de Dimitri.
Abro los ojos y retiro la mano al ver a Emrys arrodillado y con algo en su
mano. Algo unido a un terciopelo negro. El medallón.
—¿Qué estás… qué estás haciendo? ¡Devuélvemelo! No te pertenece.
Me miro la muñeca que no lleva la marca para estar segura y, sí, me lo ha
quitado mientras dormía. Mirando a mi alrededor, trato de buscar a Dimitri
sin apartar los ojos de Emrys, pero detrás de él no hay nadie en la orilla.
—No quiero hacerle daño. Solo hago lo que me han ordenado —Emrys ni
parpadea siquiera, y esa despreocupación respecto a la posibilidad de ser
interrumpido por Dimitri me da más miedo que nada. Hace que me pregunte
qué ha hecho Emrys con él.
Retrocedo de espaldas sobre la tierra compacta hasta topar con el tronco
de un árbol. Pero no me siento segura a pesar de su solidez. Ya no tengo
escapatoria.
—Déjame, por favor —parezco más indefensa de lo que trato de
aparentar, pero estoy demasiado asustada para irritarme conmigo misma.
Me concedo un momento, tan solo un momento, para maldecirme. Es
entonces cuando recuerdo las palabras de Gareth: «Creo que a partir de ahora
irá campo a través». Sin embargo, no estamos en campo abierto. Hemos
pasado la mayor parte del día en el bosque y ahora estamos bien protegidos
por sus viejísimos árboles.
Deberíamos habernos dado cuenta.
Emrys continúa de pie y avanza impertérrito hacia mí. Esta vez no habla.
Esta vez me agarra de la muñeca con fuerza, cae al suelo a mi lado y se
inclina sobre mi cuerpo mientras trata de ponerme el medallón en la muñeca
marcada. Al echarme hacia atrás con todas mis fuerzas, consigo apartarla de
él. Pero es demasiado fuerte, a pesar de que pataleo y me resisto.
Agarra mi muñeca con la mano. El terciopelo seco crepita sobre mi piel y
el medallón, tan frío y terroríficamente tentador como el mar en el que estuve
a punto de ahogarme, se me hunde en la carne. Las grandes manos de Emrys
manejan el broche con torpeza y lo cierran justo en el momento en que
aparece alguien tras él y se lanza enfurecido sobre nosotros.
Casi no reconozco a Dimitri con esos ojos coléricos y el rastro de sangre
que baja por su frente, pero sé que es él cuando aparta a Emrys de mí a
empujones y lo arroja al suelo. No me da tiempo siquiera de asustarme
cuando Dimitri lo golpea con más rabia de la que jamás había visto exhibir a
nadie contra otro ser humano.
Estoy demasiado ocupada arrancándome el medallón de la muñeca.
Apenas tardo un instante en quitármelo. Me siento tan horrorizada que mi
cuerpo comienza a temblar y dejo caer el medallón de cualquier modo. No
me preocupa perderlo. Es mío. Solo mío. Haga lo que haga, encontrará la
forma de regresar a mí.
Tras dejar el medallón en el suelo, me precipito sobre Dimitri. Tiro de él
por los hombros mientras continúa pateando a Emrys, ahora tendido en el
suelo, gimiendo y sujetándose el estómago.
—¡Déjalo! ¡Déjalo ya! —chillo—. ¡Dimitri! ¡No tenemos tiempo para
esto!
Respira tan aceleradamente que su espalda y su pecho suben y bajan con
esfuerzo. Cuando se vuelve hacia mí, su mirada rebosa locura y amenaza. Me
mira como si fuese una extraña y durante un aterrador minuto me pregunto si
no habrá perdido por completo la cabeza, si no recordará quién soy. Pero
entonces me atrae hacia él y me estrecha contra su cuerpo, enterrando su
rostro en mis cabellos.
Cuando por fin se calma su respiración, me aparto de él y contemplo la
herida que tiene en el nacimiento del pelo. Sigue goteando sangre. Levanto la
mano para inspeccionarla, pero no llego a tocarla por miedo a hacerle daño.
—¿Qué ha pasado? —pregunto.
Se lleva la mano a la sien y se limpia la sangre, la mira como si no la
reconociese como propia.
—No lo sé. Creo que me golpeó con algo. Yo estaba junto al río. Lo
siguiente que recuerdo es que me desperté en la orilla al oír tus gritos. He
venido lo más rápido que he podido.
Antes de que pueda responderle, llama nuestra atención el crujir de hojas
a pocos pies de distancia. Giramos nuestras cabezas hacia el lugar de donde
procede el ruido y vemos a Emrys levantándose del suelo y encaminándose
hacia los caballos. Para haber recibido tal paliza, se mueve con rapidez.
Monta en su caballo y desaparece por el bosque sin decir una palabra ni echar
un vistazo atrás.
No intentamos detenerlo. No serviría de nada y está claro que ya no
podemos hacer uso de sus servicios como guía.
Me vuelvo hacia Dimitri.
—¿Era una de las almas?
Él niega con la cabeza.
—No lo creo. Si lo fuera, habría resultado mucho más peligroso. Lo más
probable es que interceptara a nuestro guía original para cumplir un pacto
hecho con las almas. Es fácil ofrecer a un campesino una recompensa a
cambio de hacer que nos extraviemos.
Recuerdo lo que me dijo el hombre que se hacía llamar Emrys: «Solo
hago lo que me han ordenado».
Inspiro hondo y echo una ojeada al bosque que nos rodea.
—¿Tienes alguna idea de dónde estamos?
Él mueve la cabeza.
—La verdad es que no, pero creo que lo que sí es seguro es que Emrys no
nos ha estado llevando todo este tiempo en la dirección adecuada.
Abrumada por la decepción, me aparto de él y me encamino hacia el río.
Mientras recojo el medallón y me lo vuelvo a colocar en la muñeca, me
cuesta mucho aceptar la posibilidad de que se acabe aquí nuestro viaje, que
después de todo lo que hemos pasado, todo lo que hemos superado, tengamos
que dar media vuelta por culpa de un guía de espíritu débil a quien las almas
fueron capaces de conquistar para su causa. Peor aún, puede que nunca
encontremos las páginas ahora que tía Abigail ha muerto. Solo ella guardaba
ese secreto. Solo ella era capaz de organizar tan meticulosamente un viaje.
Y ahora se ha marchado.
Dimitri me agarra de un hombro con una mano.
—Lia, todo se arreglará. Lo solucionaremos.
Me vuelvo rápidamente hacia él, la desesperación me invade hasta el
punto de desbordarme.
—¿Cómo vamos a hacerlo, Dimitri? Estamos perdidos en medio de un
bosque desconocido. Y por si fuera poco… —le doy la espalda y suelto una
estrepitosa carcajada, que suena tan amarga como el regusto que me deja en
la garganta—. Y por si fuera poco, ¡ni siquiera sabemos adónde nos
dirigimos! No tenemos nada, Dimitri. Nada que nos guíe desde aquí, salvo
una palabra misteriosa —me dejo caer encima de un gran pedrusco al lado de
la corriente. La rabia escapa por mis poros como el agua, dejándome solo la
desesperación.
—¿Qué palabra? —pregunta Dimitri.
Levanto la cabeza para mirarle.
—¿Cómo?
Viene hacia mí y se sienta para estar a mi altura.
—Has dicho que no tenemos nada que nos guíe desde aquí, salvo una
palabra misteriosa. ¿De qué palabra se trata?
Aún dudo si debo revelar lo que tía Abigail me confió en su lecho de
muerte. Pero no parece que tenga otra opción. Además, si no puedo confiar
en Dimitri, ¿quién me queda?
Inspiro hondo.
—Justo antes de que tía Abigail muriera, me dijo que recordase una
palabra que me guiaría hasta las páginas en caso de que nos perdiéramos.
Pero no sé si tiene mucho sentido. Nuestro guía ha desaparecido, Dimitri, y
aunque no lo hubiera hecho, puede que la palabra no sea nada más que el
delirio de una mujer moribunda.
Él me mira a los ojos.
—¿Qué palabra era, Lia?
—Chartres —contesto, aunque sigo ignorando su significado, igual que
cuando tía Abigail la murmuró con sus labios agonizantes.
Recuerdo las otras palabras que dijo tía Abigail: «A los pies de la
guardiana. No una virgen, sino una hermana». Pero no las comparto con
Dimitri. Aún no. Me parece que solo iban dirigidas a mí. Después de todo,
puede que me convierta en la próxima señora de Altus y, como tal, parece
que lo apropiado es que los secretos de tía Abigail pasen a ser los míos.
La mirada de Dimitri es distante cuando se levanta y da unos pasos
alejándose de mí.
Me pongo en pie y exclamo:
—¿Dimitri? ¿Qué pasa?
Tarda unos instantes en darse la vuelta, pero cuando lo hace, algo en su
gesto me devuelve la esperanza.
—La palabra… Chartres.
—¿Qué pasa con ella?
Sacude la cabeza.
—De niños, a los que nos criábamos en Altus los mayores nos contaban
historias. Así es como se ha conservado nuestra Historia, sabes. La cultura de
las hermanas y de los Grigori no cree en la Historia escrita. La nuestra es oral
y pasa de una generación a otra.
Asiento, tratando de ser paciente, aunque preferiría que fuese
directamente al grano.
—Chartres es… una iglesia, creo… ¡No! No es cierto. Chartres es una
ciudad, pero hay una catedral allí que es muy importante para la comunidad
de las hermanas —regresa a mi lado con fuego en su mirada. Me doy cuenta
de que está recordando—. Hay una… cueva allí. Una gruta subterránea, me
parece.
—No entiendo qué tiene que ver con esto.
Él sacude la cabeza.
—No lo sé. Pero también dicen que allí hay un manantial sagrado.
Antiguamente, nuestra gente lo veneraba. Pensaban que por debajo del
edificio había una especie de… energía o corriente subterránea.
—¿Dimitri? —alzo la vista.
—¿Sí?
—¿Dónde está Chartres? —tengo que preguntárselo, aunque me parece
que ya lo sé.
Sus ojos buscan los míos y comparten conmigo lo que ya suponía.
—En Francia.
Trato de dar sentido a las cosas que sabemos y de usarlas en nuestro
provecho, pero parece que nuestra pequeña esperanza puede resultar
infructuosa.
—Quizás Francia no sea un país muy grande, pero sí lo es para recorrer
todos sus rincones a caballo, al menos sin un guía. Y aunque las páginas
estén escondidas en Chartres, de lo cual no tenemos pruebas, podríamos
encontrarnos a días y días de distancia.
Dimitri niega con la cabeza.
—No lo creo. Independientemente de donde estén ocultas las páginas, no
creo que nos encontremos a más de un día de distancia de nuestra ruta. Las
provisiones que nos dio Gareth casi se nos están acabando, lo cual me lleva a
pensar que se suponía que nuestro viaje no iba a ser demasiado largo. Creo
que podemos contar con que al menos Gareth nos estaba llevando en la
dirección correcta. Si regresamos a los lugares por los que pasamos mientras
nos acompañaba o poco después de separarnos, probablemente estaremos
cerca de la ruta planificada.
Todo cuanto dice parece tener sentido. No se me ocurre otra alternativa y
por primera vez desde hace horas una sonrisa asoma a mis labios.
—Entonces, ¿a qué estamos esperando?
A medida que retrocedemos por el bosque, cada vez agradezco más el sentido
de la orientación de Dimitri. Parece seguro del camino. En cambio, yo me
desorienté poco después de dejar el lugar donde Emrys nos traicionó.
Tenemos el sol justo encima de nosotros y aún seguimos en el interior del
bosque cuando decidimos detenernos y dar de beber a los caballos.
Tras desmontar, Dimitri amarra su caballo cerca del río. El animal agacha
la cabeza y, ansioso, bebe de la corriente mientras Dimitri se interna en el
bosque, supongo que por cuestiones personales. Yo conduzco a Sargento
hacia el estrecho arroyo que serpentea entre los árboles y, al tiempo que
destapo mi cantimplora, él sorbe ruidosamente de las claras aguas.
Entonces los veo, inclinada sobre el agua cristalina de la estrecha
corriente.
Al principio no hay nada más que el río. Pero en cuanto me inclino sobre
él para rellenar la cantimplora, la superficie reflectante se distorsiona
formando una imagen relativamente nítida.
Fascinada, la miro más de cerca. Descubrí mi habilidad para la
adivinación al poco tiempo de llegar a Londres, pero nunca me había
resultado fácil. Siempre había tenido que insistir mucho para ver algo. Sin
embargo, esta vez es distinto. Esta vez la imagen aparece claramente y sin
esfuerzo. Apenas me lleva un momento comprobar que no se refleja solo una
persona en el agua, sino muchas. Van a caballo y se desplazan a gran
velocidad por un bosque con un gran estruendo de cascos que no puedo oír,
pero del que me da noticia la visión en el agua.
Hago un esfuerzo para verlos mejor mientras cabalgan en su mundo
acuático, marcando un sendero en el suelo del bosque con sus blancos
corceles. Enseguida me doy cuenta de quiénes son, aunque no tienen el
mismo aspecto que en el plano astral. Allí las almas llevan barba y sus
cabellos flotan a sus espaldas como una seda desgarrada, sus ropas están
hechas jirones y enarbolan espadas de color rojo candente. Sin embargo, para
cruzar a este mundo deben tomar posesión de un cuerpo físico. Incluso en la
superficie del agua puedo comprobar que tienen el aspecto de hombres con
los que uno se podría topar en las calles de Londres, aunque reconocería en
cualquier mundo su aspecto particularmente fiero. Llevan pantalones y
chalecos y van encorvados sobre sus caballos en vez de erguidos y portando
espadas. Pero los conozco, sé quiénes son.
Lo que no sabría decir es de cuántos se trata. Son incontables y tienen un
propósito concreto. Pero a pesar de que me asusta esa horda tanto por su
número como por sus propósitos, es el hombre que la encabeza el que hace
que se me hiele la sangre en las venas.
Guapo y de cabellos rubios, parece disfrutar de su furia. No se trata de
una máscara o una emoción momentánea. Mientras que los que cabalgan tras
él parecen hacerlo con urgencia, puedo ver incluso en el ondulante espejo del
agua lo seguro que está él de su destino y de su éxito. Pero es la marca de la
serpiente, visible en su cuello por la abertura que dejan sus ropas, lo que me
hace percatarme del enorme peligro que corremos tanto Dimitri como yo.
La guardia. Samael ha enviado a su guardia para detenernos antes de que
lleguemos hasta las páginas.
O para arrebatárnoslas en cuanto lo hayamos hecho.
No sé a qué distancia se encuentran, solo sé que vienen. Y vienen a por
mí.
Hago lo único que puedo hacer: me aparto del agua y echo a correr.
—¡Dimitri! ¡Dimitri! —grito, inspeccionando la orilla en su busca—.
¡Debemos marcharnos! ¡Ahora mismo!
Él aparece a cierta distancia río abajo con expresión visiblemente
preocupada.
—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?
—La guardia. Vienen hacia aquí. No sé a qué distancia están ni cuándo
nos alcanzarán, pero están en camino.
Dimitri no pone en duda lo que digo. Habla mientras se dirige a su
caballo dando grandes zancadas.
—¿Cuántos son?
Muevo la cabeza.
—No lo sé. Muchos.
En un instante ya está montando en su caballo.
—¿A caballo?
Asiento con la cabeza.
—Monta y dame tu capa —mientras lo dice, ya casi se ha quitado la suya.
—¿Qué? —su orden ha sido tan brusca que no estoy segura de haberle
entendido correctamente. Aun así, pongo un pie en el estribo y me impulso
sobre la silla.
Él me ofrece su capa negra.
—Tú y yo llevamos capas de distinto color, pero nuestros dos caballos
son oscuros.
Ya no tiene que añadir nada más. Sé lo que está pensando hacer y no
quiero que lo haga.
—No. No vamos a separarnos, Dimitri. Es demasiado arriesgado, no
quiero que corras peligro con las almas para protegerme a mí.
—Escúchame, Lia. No queda tiempo para discutir. Es la única esperanza
que tenemos de recuperar las páginas. Nos intercambiaremos las capas,
llevaremos las capuchas puestas para ocultar nuestra cara y regresaremos
hacia la pequeña ciudad que vimos en el valle. Te llevaré lo más lejos que
pueda. Cuando las almas se hayan acercado lo suficiente, dirígete a esa
ciudad. Yo las llevaré en la dirección contraria. La guardia es conocida por su
crueldad, pero no puede hacer uso de su magia en este mundo. Con algo de
suerte, les llevará un rato darse cuenta de que me están persiguiendo a mí y
no a ti. Además, tú tienes la piedra de lady Abigail. Con ella estarás aún más
protegida.
Noto el calor de la piedra sobre mi pecho mientras habla Dimitri.
—¿Pero… qué pasará contigo? ¿Qué harás si te atrapan? —la idea de
dejar atrás a Dimitri hace que se me parta el corazón.
Su gesto se suaviza.
—No te preocupes por mí. Soy lo bastante fuerte como para enfrentarme
a las almas. Además, no es a mí a quien quieren, y lanzar una ofensiva contra
un miembro de los Grigori constituiría una violación de nuestras leyes. Solo
pretenden seguirte hasta las páginas.
Asiento y me desato la capa. Se la entrego a Dimitri a cambio de la suya
negra y me la ato al cuello al tiempo que hablo.
—Una vez que esté en la ciudad, ¿qué hago? —me pongo la capucha y
echo un vistazo alrededor. Sé que estamos perdiendo un tiempo precioso,
pero me aterra olvidarme de algo, no hacer una pregunta cuando aún tengo la
oportunidad.
Dimitri acerca su caballo a Sargento de tal manera que quedamos lo más
cerca posible uno del otro a lomos de los animales.
—Si tienes tiempo, pregúntale a alguien cómo puedes llegar a Chartres.
Si no, busca una iglesia y espérame allí. Las almas no pueden entrar en lugar
sagrado bajo ninguna forma, ni siquiera con un cuerpo vivo.
Hay muchas cosas que quiero decir, pero no tengo tiempo para mencionar
ninguna de ellas antes de que Dimitri se incline para besarme con fuerza en
los labios.
—Iré a buscarte, Lia.
Luego golpea a Sargento en el flanco. El caballo pega un salto hacia
delante y Dimitri se coloca detrás de mí. Mientras cruzamos el bosque al
galope, no puedo evitar preguntarme si volveré a verle de nuevo, si todas las
palabras tiernas que he estado reservando para él se quedarán sin decir.
Al igual que me ocurrió con los perros, siento la presencia de las almas antes
de verlas u oírlas. No puedo negar los horripilantes lazos que nos unen, por
mucho que deteste todo lo que ellas representan. Durante un rato voy a toda
velocidad por el bosque con Dimitri pegado a mis talones y con la absoluta
certeza de que las almas están cada vez más cerca.
De repente, las oigo.
Se mueven deprisa por el bosque, a mis espaldas, y me inclino sobre el
cuello de Sargento para suplicarle que corra más aprisa, que me lleve al claro
que conduce a la pequeña ciudad que no sé si será Chartres. Durante un
tiempo, Dimitri continúa detrás de mí, pero justo cuando el estrépito entre los
árboles se acerca cada vez más y con mayor intensidad, oigo a su caballo
girar a la derecha y sé que se ha ido.
Me obligo a mí misma a no pensar demasiado en el peligro que corre y en
la posibilidad de que no volvamos a vernos jamás. En lugar de eso continúo
atravesando el bosque, intentando concentrarme en encontrar mi camino de
vuelta al claro. No estoy muy segura de haber tomado la dirección acertada,
pero con tremendo alivio me doy cuenta de que he llegado hasta la extraña
roca sólidamente emplazada en el suelo cubierto de hojas. De pronto ya no
me siento sola y paso a toda velocidad por delante de ella en dirección al
claro que sé que viene a continuación. Mientras tanto, comienzo a recuperar
la esperanza. Creo que conseguiré ponerme a salvo en la iglesia del pueblo.
Pero eso es antes de oír a un caballo detrás de mí que acorta distancias,
antes de atreverme a echar una ojeada y casi quedar paralizada por el terror.
Ya no es la horda de almas la que me persigue. No. Han preferido estar a
la altura de las expectativas de Dimitri y le han seguido en la otra dirección.
Sin embargo, hay un alma que no le ha seguido, que me ha encontrado a
pesar del bosque y de nuestra farsa.
Se trata del hombre rubio, el que lideraba las huestes en mi visión en el
río. Su caballo me persigue con renovado vigor y me echo sobre el cuello de
Sargento tratando de coger la suficiente ventaja como para tener tiempo de
encontrar un lugar donde esconderme.
Él se queda bastante rezagado tras de mí. Yo me lanzo al claro, al
extremo del campo, puedo ver más allá la granja de piedra.
Esta vez no me atrevo a mirar atrás. Me dirijo a la parte trasera de la casa
y paso de largo ante ella en dirección al establo. No me da tiempo ni a lanzar
un suspiro de alivio cuando veo las grandes puertas abiertas.
Voy derecha a la parte más oscura, al fondo del establo. Salto del lomo de
Sargento antes de que se detenga del todo. Una rápida ojeada a mi alrededor
me dice que solo hay tres caballos allí.
Tres caballos y seis cubículos.
Acomodo a Sargento en uno de los cubículos vacíos. En menos de un
minuto le quito la silla y la dejo tirada entre el estiércol. Tras echar el pestillo
a la puerta, me quedo parada en medio del establo, buscando un sitio donde
esconderme. Apenas me lleva un instante dar con el altillo.
Mis pantalones me facilitan la subida por la escalera de mano. En unos
segundos estoy arriba, metiéndome a presión tras unas cajas de herramientas
y pilas de mantas para caballos. El ruido que hace la montura del guardián
cada vez está más cerca. Aprovecho el tiempo que aún me queda para
quitarme la mochila de la espalda y sacar el puñal. Cuando cierro los dedos
en torno al mango adornado con piedras preciosas, me siento mejor. Ahora el
guardián ocupa el cuerpo de un hombre. Sangrará como cualquier otro si se
lo clavo.
Las motas de polvo brillan bajo la escasa luz de la tarde que se filtra por
los tablones del establo, que está casi a oscuras. Trato de hacerme invisible
mientras sigo manteniendo la vista en el piso de abajo. Si me va a encontrar y
a atrapar aquí arriba, prefiero saberlo con antelación. Me concentro en calmar
mi respiración mientras los caballos se mueven y resoplan abajo. Aunque
puedan cambiar de forma, sé que las almas no poseen poderes sobrenaturales.
No en mi mundo, al menos. No obstante, no resulta difícil imaginar que el
guardián podría oírme o saber de algún modo que estoy aquí.
Por fin he recuperado el aliento cuando oigo pisadas ligeras y sigilosas
debajo de mí. Me asomo entre las cajas y, estirando el cuello para ver el suelo
del granero, me sorprende ver al niño que estaba dando de comer a las
gallinas la otra vez que pasamos por aquí. Ahora inspecciona el granero con
calma y posa su mirada sobre Sargento. Levanta la barbilla y empieza a girar
despacio, en círculo, hasta que sus ojos se posan sobre mí. Me topo con su
mirada y me llevo un dedo a los labios, suplicándole mentalmente que no me
descubra. También querría gritarle que salga corriendo, pues aunque las
almas me persigan a mí y solo a mí, no confío en que tengan compasión de
un niño que se les cruce por delante.
Sin embargo, ya es demasiado tarde. No me da tiempo a decir nada antes
de que la puerta del establo se abra un poco más con un chirrido. Tan solo
alcanzo a ver parte de la silueta del rubio guardián, parado a contraluz en el
umbral de la puerta. Apenas se queda allí un momento antes de entrar en el
establo y perderse entre sus sombras. Durante unos instantes no consigo
verle, aunque oigo la sigilosas pisadas de sus botas en el piso de abajo.
Sus pasos no son apresurados. Al principio apenas se oyen, pero poco a
poco se hacen más ruidosos, hasta que se detienen frente al chico que tengo
debajo. Intento echarme hacia delante para ver mejor, sin olvidarme de los
crujidos y gemidos propios de los edificios viejos. Dentro de los confines de
mi escondite no puedo moverme lo bastante como para ver algo más que las
piernas y las negras botas de montar del guardián. Su rostro y la parte
superior de su cuerpo están ocultos por las sombras.
Sin embargo, veo claramente al niño. Está tan tranquilo, plantado frente al
guardián rubio. Tengo la extraña impresión de que no está asustado.
El guardián permanece en silencio un momento. Cuando comienza a
hablar, lo hace con voz gutural y retorcida. Parece costarle cierto esfuerzo y
no sé por qué no me sorprendo de que pregunte por mí al niño en francés:
—Où est la fille?[1]
Es una simple pregunta, pero la equívoca voz me eriza el vello de los
brazos. Es la voz de alguien que no sabe cómo articular sonidos dentro de su
propio cuerpo.
La voz del niño se pierde un poco en el amplio espacio del granero:
—Venez. Je vous montrerai[2].
Mi corazón parece que va a dejar de palpitar y la adrenalina fluye por mis
venas mientras inspecciono el altillo como una posesa en busca de alguna
salida.
Pero el niño no conduce al guardián al altillo. Por el contrario, comienza a
caminar hacia la parte delantera del establo, en dirección a otras dos puertas
que están abiertas.
El guardián no lo sigue de inmediato. Se queda parado en silencio durante
un instante, tengo la clara sensación de que está echando un vistazo por todo
el establo. Me adentro más entre las sombras sin atreverme casi ni a respirar.
Las botas vuelven a ponerse en marcha. Llevan al guardián cerca de la
escalera y yo intento calcular qué distancia hay desde el altillo hasta el suelo
del establo. Sopeso el riesgo que supondría saltar si el guardián sube por las
escaleras para venir a buscarme cuando las pisadas comienzan a
desvanecerse, cada vez más distantes.
La voz del niño me sobresalta en medio del silencio del establo:
—Elle est partie il y a quelque temps. Cette voie. À travers le champ[3].
Me inclino hacia delante lo justo para poder ver al niño señalándole al
hombre los campos a lo lejos.
Se produce un momento de silencio absoluto. Un momento en el que me
pregunto si el guardián no dará la vuelta y registrará el establo palmo a
palmo. Pero no dura mucho. De nuevo se oyen pisadas que se acercan cuando
el guardián camina hacia la parte trasera del establo. Al principio no
comprendo por qué malgasta su tiempo, por qué no cruza ya el campo que
hay frente al establo. Entonces oigo ruido de cascos debajo de mí y lo
comprendo. Su caballo. Lo había dejado en la parte posterior del establo.
Casi lloro de alivio cuando pasa junto a la escalera que sube al altillo,
aunque sigo quieta y respirando agitada y silenciosamente hasta que le oigo
llegar a la parte posterior del establo. Los ruidos que hace al montar en el
caballo me llegan amortiguados del exterior, pero el sonido de los cascos del
animal es inconfundible cuando se alejan a la carrera.
Espero un par de minutos en el silencio dejado por su marcha, tratando de
calmar el galope de mi corazón.
—Il est parti, mademoiselle. Vous pouvez descendre maintenant[4] —
exclama el niño desde abajo.
Aprovechando que la paranoia saca lo mejor de mí, echo un último
vistazo por todo el establo antes de decidirme a guardar de nuevo el puñal en
la mochila y convencerme de que puedo bajar la escalera. Cuando llego
abajo, el chico me está esperando. Me doy la vuelta y le abrazo. Noto su
cuerpo pequeño y rígido entre mis brazos a causa de la sorpresa.
—Merci, petit homme —me aparto para mirarle con la esperanza de que
mi francés sea lo bastante pasable como para averiguar al menos en qué
dirección se ha ido el guardián—. Quelle voie lui avez-vous envoyé?[5]
El niño se da la vuelta para mirar hacia la puerta principal del granero,
que está abierta.
—À travers le champ. Loin de la ville[6].
La ciudad con la catedral.
Me agacho para mirar los intensos ojos castaños del pequeño. Me
recuerdan los de Dimitri, pero aparto ese pensamiento de mí. No puedo
permitirme ser sentimental cuando lo que necesito es enterarme del nombre
de la ciudad que se ve a lo lejos.
—Quel est le nom de la ville, celle avec l’église grande?[7] —apenas
puedo respirar mientras espero su respuesta.
Contesta con una sola palabra, pero es la única que necesito.
—Chartres.
Montada en mi caballo fuera del establo, inspecciono el terreno y las
opciones que tengo.
El niño me ha dicho que ha enviado al guardián en la dirección contraria
a la ciudad, pero nada me garantiza que no haya cambiado de rumbo y haya
ido a buscarme a Chartres, especialmente si piensa que allí están escondidas
las páginas.
Me vuelvo sobre el caballo para echar un vistazo al bosque que queda
detrás de la granja de piedra. Su frondosa sombra proporciona más lugares
donde ponerse a cubierto que el terreno abierto que se extiende hasta
Chartres, pero no sé lo que ha pasado con Dimitri ni dónde puede estar el
resto de la guardia. Quizás me daría de bruces con ella si volviese a entrar en
el bosque. Al menos, en Chartres puedo refugiarme en la iglesia.
Y quizá encuentre allí las páginas perdidas. Desde luego, si existe un
modo de lograr tenerlas en mis manos, lo encontraré.
Mantengo la ciudad a la vista y aprieto los talones contra los flancos de
Sargento. Él sale disparado, sus cascos golpean la tierra con estruendo.
Cruzamos el campo como impulsados por el viento.
Parece ser consciente del peligro que corremos.
A pesar de que el sol brilla con intensidad tornando doradas las hierbas
silvestres y de que el viento mece el trigo que crece por todas partes, resulta
aterrador lo despejado que está el terreno. Tanta belleza y ni un lugar donde
esconderse. Mi corazón se endurece al reflexionar sobre ello. He dejado de
esconderme, pienso.
Sin embargo, llevo el alma en un puño todo el camino. Casi me sorprende
atravesar el campo sin escuchar los ruidos del caballo del guardián a mi
espalda. La ciudad está cada vez más cerca. Por fin llego y tuerzo por lo que
parece ser una calle principal.
Chartres no es tan pequeña como parece desde lejos, aunque hay poca
gente paseando por sus polvorientas calles. No parecen tener mucha prisa y
me miran al pasar con curiosidad y fastidio. Contemplando sus tranquilos
rostros, deduzco que lo más probable es que haya alterado la rutina de una de
tantas e interminables jornadas tranquilas y sin incidentes.
No obstante, mi tarde en Chartres va a ser cualquier cosa menos tranquila,
pues mientras doblo por una estrecha calle, tratando de seguir las agujas de la
catedral, me doy de bruces con el rubio guardián, que habla en la esquina con
una mujer mayor. Aún sigue montado sobre su caballo e incluso desde la
distancia a la que me encuentro, percibo el trasfondo bestial de su voz. De
pronto deja de hablar, como si sintiese mi presencia, y gira la cabeza en mi
dirección.
No sé lo que tardo en ponerme en movimiento. Todo parece acelerarse y
ralentizarse al mismo tiempo. Solo sé que cuando hago girar a Sargento en
dirección a la iglesia, el guardián espolea a su caballo dejando a la mujer
plantada en la esquina, con la palabra en la boca.
Va justo detrás de mí mientras atravieso la ciudad, disparada,
zigzagueando por una y otra calle, desesperada por llegar hasta la catedral.
Hago varios intentos desafortunados. En un par de ocasiones me lanzo por
callejuelas que parecen conducirme a la iglesia, pero que al final terminan por
alejarme por completo de ella. Mi perseguidor no parece conocer mucho
mejor la ciudad y se rige por las mismas limitaciones terrenales que yo.
Aunque pienso que conseguirá encontrar un lugar para cortarme el paso, se
mantiene todo el rato detrás de mí.
Por fin doblo por una calle polvorienta que conduce a una colina.
Entonces veo el letrero que reza: «Catedral de Notre Dame de Chartres».
Sigo una curva de la calle y la veo suntuosamente plantada en lo alto de una
colina. Sus chapiteles se elevan por encima de los antiguos muros de piedra y
parecen tocar el mismísimo cielo. Sargento, con una respiración cada vez más
ruidosa y violenta, sube por la calle seguido de cerca por el guardián.
Me preparo para desmontar y correr para ponerme a salvo en la iglesia
mientras nos aproximamos a la fachada de la catedral. Cada vez está más
cerca, por fin la alcanzo. Una vez a los pies de su imponente fachada, apenas
aminoro la velocidad antes de saltar al suelo con mayor impulso del que tenía
previsto. Sin aliento y tambaleante, trato de ponerme derecha cuando veo a
mi perseguidor entrando por la calle a mis espaldas.
Nunca he agradecido más llevar pantalones que al subir corriendo hacia
las enormes puertas de madera de la catedral en forma de arco. Subo los
peldaños de dos en dos. El arco me golpea la espalda mientras me muevo lo
más aprisa posible, teniendo cuidado de no caerme sobre las viejas piedras. Si
tropiezo, será la última vez que lo haga, pues oigo al guardián pisándome los
talones. Sus pasos son más grandes que los míos y cada vez están más
próximos, hasta que estoy segura de que lo tengo justo detrás de mí.
No me vuelvo a mirar atrás cuando llego a las puertas. Simplemente,
agarro un enorme picaporte de hierro y empujo hasta que la puerta se abre
una rendija. Es cuanto necesito. Me deslizo a través de ella y la cierro de
golpe tras de mí mientras entro en el fresco refugio de la catedral.
Me aparto de inmediato de la puerta y me quedo apoyada contra la pared.
Después de la frenética carrera por la ciudad y de la subida por la colina hasta
la catedral, el silencio de la nave resulta ensordecedor. Mi respiración,
ruidosa y entrecortada, rebota como un eco contra las paredes de piedra.
Durante un instante me quedo con la vista fija en la puerta y trato de respirar
con normalidad. Pese a lo que me dijo Dimitri, estoy casi segura de que el
guardián va a entrar de golpe por la puerta. Sin embargo, no lo hace e
instantes más tarde me atrevo a alejarme de la entrada y a internarme en la
cavernosa iglesia.
Es inmensa, el techo es tan alto que parece apenas una sombra sobre mi
cabeza. Las complicadas vidrieras esparcen un arco iris de luz tenue sobre las
paredes y el suelo de la catedral, puedo ver elaboradas tallas en piedra que
representan santos y escenas bíblicas. La oscuridad acecha en las salas que
hay más allá del altar, pero me encamino rápidamente hacia ellas. Tal vez el
guardián no pueda entrar en la iglesia, pero su enorme tamaño me hace sentir
vulnerable. Todo es demasiado misterioso en este lugar. Tan solo quiero
encontrar la gruta sagrada y comprobar si es ahí donde se encuentran las
páginas perdidas.
Después de pasar junto al altar, llego a un enorme corredor. Por los
muchos viajes que hice con mi padre, sé que los monumentos históricos a
menudo tienen letreros para guiar a los visitantes hacia los lugares más
destacados, así que inspecciono las paredes mientras me apresuro por llegar a
la parte trasera de la iglesia. Por el camino me encuentro unas cuantas puertas
cerradas, pero no me atrevo a abrirlas.
Tuerzo por un corredor más estrecho y descubro un débil haz de luz solar
que proviene de una puerta situada en un lateral de la iglesia. Sigo la luz hasta
la puerta y me alivia comprobar que está entreabierta. Empujo para abrirla un
poco más y me asomo por la rendija.
Al principio me decepciona comprobar que me asomo a una estrecha
calle. Parece una locura perder el tiempo en una zona que ni siquiera está
dentro del santuario, pero algo me llama la atención en un edificio más
pequeño, no muy lejos de la catedral.
Un letrero en el que pone: «Casa de la cripta».
Por supuesto, no hay forma de saber si las páginas están realmente
escondidas allí, pero no he llegado hasta aquí para quedarme sentada
mientras el guardián me acecha fuera de la catedral. Durante un momento
considero la posibilidad de esperar a Dimitri, pero a los pocos segundos
descarto la idea. Dimitri me ayudó mientras atravesábamos el bosque que
conducía a Altus, pero yo he recorrido sola muchos senderos oscuros y
tenebrosos hasta llegar aquí. Si me doy prisa, debería llevarme menos de un
minuto recorrer la estrecha calle hasta la entrada de ese edificio. Dudo que la
proximidad de la catedral me proteja, pero no tengo elección, así que echo
una ojeada por los alrededores para asegurarme de que no hay nadie en la
calle antes de deslizarme por la rendija que deja la puerta entreabierta.
Debe ser bastante tarde, pues el sol ya casi está desapareciendo tras los
edificios del otro lado del callejón. También noto que ha bajado la
temperatura en el poco tiempo que llevo dentro de la catedral. Pronto caerá la
noche. Ese pensamiento me estimula a seguir adelante. Enseguida alcanzo la
entrada de la cripta sin incidentes y empujo la puerta para abrirla. Aunque es
grande, parece enana en comparación con las de la catedral.
Cuando cierro la puerta, me encuentro en medio de una sala pequeña y
humilde. A pesar de que no hay tallas ornamentales ni vidrieras, se instala en
mi alma una profunda sensación de paz. No sé por qué, pero este lugar sin
pretensiones y desprovisto de suntuosidad me resulta más acogedor que
ningún otro, a excepción de Altus. Noto un calor familiar sobre mi pecho y
cuando me llevo la mano a él, siento el calor de la piedra.
Tras adentrarme más en la sala, me alivia comprobar que es bastante
pequeña. Hay muy pocas puertas y un solo corredor. Imagino que el edificio
se levantó al azar encima de la gruta, mientras la catedral recibía las mayores
atenciones. Al llegar al fondo de la sala, me encuentro con un estrecho acceso
a unas escaleras de caracol. Los peldaños son de piedra. Comienzo a bajarlos
sin el menor titubeo, la piedra está cada vez más caliente bajo mi blusa.
Me apoyo en las paredes para sujetarme mientras bajo. Me maravillo del
frío y la humedad que suben de las profundidades de la cripta. Me envuelve
el aroma de la misma Tierra. Descender por las escaleras es como volver a
casa. De alguna manera, estoy convencida de que estas paredes han
contemplado muchos sucesos a lo largo de miles de años y han ocultado y
protegido cosas preciosas para nuestra causa.
Cuando por fin pongo un pie en el suelo de la gruta, me quedo
sorprendida por su tamaño. Las paredes son enteramente de piedra y, aunque
los techos no son tan altos como los de la catedral, se levantan muy por
encima de mi cabeza. La cripta en sí misma es bastante ancha y hay una
distancia considerable de un extremo a otro. De hecho, es más grande que la
sala que hay encima. Al estar iluminada únicamente por antorchas dispuestas
en las paredes, mis ojos tardan unos instantes en habituarse a la tenue luz.
Cuando lo hacen, es el altar del fondo lo que me llama la atención.
Recorro la cripta en toda su longitud, tratando de andar lo más
silenciosamente que puedo. Dudo que reprendan a nadie por rezar en un sitio
así, pero seguro que lo harían por lo que quizás tenga que hacer yo para
encontrar las páginas. Al llegar al altar, me tomo unos instantes para observar
la imagen que hay allí. Se trata de una representación hermosa, aunque
corriente, de una mujer vestida con una túnica, imagino que será la Virgen
María.
A los pies de la guardiana. No una virgen, sino una hermana.
Tras lanzar una última ojeada a mi alrededor, me dirijo a la imagen y me
arrodillo a sus pies. Siento la piedra fría y dura en mi piel a pesar de los
pantalones.
Inspecciono el suelo en busca de cualquier cosa que pueda revelarme un
escondite, pero no tardo en descartar esa idea. Empiezo a sentirme
decepcionada cuando observo el suelo que hay bajo el altar y la imagen. Es
todo igual. Una interminable extensión de piedra gris sin ninguna
característica distintiva bajo esa débil luz.
Eso es lo primero que pienso, pero después veo una línea oscura, poco
más que una mancha, que recorre una de las losas.
Me echo hacia atrás para abarcarla mejor con la vista, pues quizás mi
proximidad me dificulte descifrar lo que hay allí. Entonces veo que la línea
continúa en la siguiente piedra y en la de más allá. Empiezo a comprender,
limpio con mi manga parte del polvo y me pongo en pie de un salto. Luego
retrocedo unos pasos para comprobar mi teoría.
Noto cómo una sonrisa se extiende por mi rostro, pese a que no hay nadie
que pueda verla. Tampoco yo me habría imaginado nunca que podría sonreír
al ver tal símbolo.
Ahí, sobre el suelo que piso, está el mismo símbolo que tiene mi
medallón. Esa línea oscura que se extiende sobre siete losas de piedra forma
el Jorgumand. Y en el centro, a pesar de estar ennegrecida, desvaída y
cubierta de siglos de mugre, aún se distingue la C.
La C del caos. El caos de los tiempos.
Me agacho rápidamente sobre el suelo para palpar el contorno de la marca
del Jorgumand en busca de una losa suelta. Al rato me doy cuenta de que no
sirve de nada; todas las losas que soportan una parte de la serpiente están fijas
y me duelen las yemas de los dedos después de un rato de intentar
levantarlas. Pero todavía me queda la última losa del centro, la que lleva la
letra C, y cuando la noto moverse bajo mis dedos, me sorprendo de mi
estupidez.
Hace rato que debería haberme dado cuenta de que era esa.
Meto la mano en la mochila para extraer mi puñal. Las numerosas piedras
preciosas engarzadas en el mango destellan a la escasa luz de la gruta.
Recuerdo cuando lo encontré en la habitación de Alice, en Birchwood, con
restos de astillas de madera aún pegados en su brillante hoja. Astillas que
procedían del suelo de mi habitación, de cuando Alice anuló el hechizo de
protección para hacerme más vulnerable a las almas en el plano astral.
Esta vez el puñal será empleado con un propósito más noble.
Soltar la piedra marcada no es fácil. Me paso un buen rato escarbando
para retirar la mugre y la antigua argamasa que rodean la losa. Introduzco el
puñal cada vez más hondo en las ranuras que la rodean. Cada pocos minutos
me detengo a comprobar los resultados y me desespero cuando no consigo
más que moverla de un lado a otro. Ya he perdido toda noción del tiempo
cuando, por fin, la losa comienza a moverse con facilidad y pienso que podré
levantarla.
Tras devolver el puñal a la mochila, introduzco los dedos en las aberturas
que rodean la losa. No hay mucho espacio para manipularla, pero consigo
desplazar la piedra adelante y atrás en un esfuerzo por arrancarla del suelo.
Durante un rato tiro y empujo en vano. Pero no es el ángulo adecuado.
Entonces tiro de ella verticalmente, aunque sigue sin haber espacio suficiente
para agarrarla bien. La piedra me rompe lo poco que me queda de las uñas y
me sangran los dedos a causa del esfuerzo, pero enseguida comienzo a notar
que hay cada vez más espacio a ambos lados de la losa. Introduzco las puntas
de los dedos aún más en los estrechos espacios laterales y me muerdo el labio
para no gritar cuando las piedras colindantes me arañan y cortan mis ya de
por sí tiernas carnes. Sabedora de que no cuento con un número ilimitado de
oportunidades antes de que mis manos cedan al peso, agarro la losa con todas
las fuerzas que me quedan.
Y tiro.
La piedra pesa mucho más de lo que aparenta. Me tiemblan las manos al
levantarla del suelo, por un instante creo que se me va a caer. Pero eso no
ocurre.
Como por un milagro, consigo sostenerla hasta que la aparto de la sima
que revela su ausencia. Ni me molesto en recuperar el aliento. Deposito la
piedra a un lado y me asomo por lo que parece un abismo infinito. Está
oscuro como boca de lobo. Introduzco la mano en sus oscuras y húmedas
profundidades para palpar los alrededores. No me importan los insectos, el
moho ni la suciedad, ni me sorprenden las cosas extrañas con que se topa mi
mano mientras baja hacia el fondo.
Es mucho más hondo de lo que esperaba. Antes de llegar al fondo, casi
me ha engullido ya el brazo hasta el hombro, pero cuando lo consigo, de
inmediato toco con la mano algo más blando y caliente que la piedra que lo
rodea. Lo agarro y saco un pequeño retazo cuadrado de cuero.
Tras colocar la losa de vuelta en su sitio, compruebo que todo está igual
que cuando llegué. Luego, me levanto hasta el altar y abro el cuero que
esperaba escondido en el subsuelo.
Retengo el aliento cuando mis ojos se fijan en un trozo de papel fino y
quebradizo. Tras apartarlo del cuero, lo desdoblo con cuidado. Parece tan
viejo como el tiempo. Como está arrugado, lo aliso con cuidado, fijándome
en las palabras que hay escritas en él.
Entonces es cuando me doy cuenta de que no se trata de uno, sino de dos
trozos de papel.
Sostengo cada uno con una mano y observo a la escasa luz de un cirio de
la gruta primero uno y luego el otro. No tardo mucho tiempo en
comprenderlo.
Uno de los trozos de papel es un rectángulo con bordes perfectamente
lisos y en él hay unas palabras impresas en latín. Lo reconozco como parte
del Librum Maleficii et Disordinae, El libro del caos, que encontré en la
biblioteca de mi padre en Birchwood Manor hace casi un año. El latín nunca
ha sido mi fuerte. Solo gracias a la traducción de James conseguí leer aquel
primer fragmento horrendo de la profecía.
Por eso respiro aliviada al contemplar el segundo papel, claramente
arrancado de algún otro sitio, pues no es tan perfecto y regular como la
página del libro. No. Es un pequeño trozo de papel que también contiene
palabras de la profecía, pero recogidas por una escritura torcida y apresurada.
Sin embargo, eso no es lo más importante.
Lo más importante es que esas palabras torcidas y apresuradas están en
inglés, traducidas hace mucho tiempo, como si alguien supiese que sería yo
quien vendría a la cripta de Chartres y que necesitaría desesperadamente leer
las palabras de la última página de la profecía.
Tras soltar un suspiro de alivio, coloco la página del libro detrás de la
traducción. Entonces inclino la cabeza hacia la tenue luz de las velas.
Y leo:

Pero del caos y de la locura alguien surgirá


para guiar a los ancianos y liberar la piedra,
arropada por la santidad de la comunidad de las hermanas,
a salvo de la bestia y de sus ataduras,
libre de la profecía,
de su pasado y su inminente fatalidad.
Piedra sagrada, liberada del templo,
Sliabh na Cailli’,
portal de los otros mundos.
Hermanas del caos,
volved al vientre de la serpiente,
al final de Nos Galon-Mai.
Allá, en el círculo de fuego iluminado por la piedra,
reuníos cuatro llaves marcadas por el dragón,
ángel del caos, marca y medallón.
La bestia será desterrada
a través de la puerta de la guardiana
por la comunidad de las hermanas con el rito de los caídos.
Abre tus brazos, señora del caos,
para anunciar la confusión de los tiempos,
o ciérralos y prívala de su sed de eternidad.

Al llegar al final me doy cuenta de que solo se trata de una página. Solo es
una la página perdida de la profecía. Aunque me resulta imposible descifrar
su significado aquí y ahora, estoy segura de que es todo cuanto necesito.
No voy a permitirme el lujo de llevar encima la página mientras pueda
haber fuera de la cripta un alma esperándome. De modo que la leo. La leo
hasta estar completamente segura de haberla memorizado, hasta saber que
podré recitar las palabras incluso en mi lecho de muerte, espero que dentro de
muchos años.
Después sostengo ambos papeles sobre la llama de una vela y contemplo
cómo se queman.
—Bonsoir. Puis-je vous aider à trouver quelque chose?[8] —pregunta el
sacerdote.
Le miro con recelo mientras me acerco a él, ya en la sala desde la que se
accede a la cripta. Acabo de subir las escaleras y él no se me ha acercado
hasta que ya estaba a cierta distancia de la entrada de la gruta. Mientras me
aproximo, echo una ojeada a su cuello y me alivia comprobar que no lleva la
marca de la guardia.
—Non, père. Je me suis promenais dans la cathédrale et suis devenu
perdu —le ofrezco una sonrisa nerviosa con la excusa de haberme perdido.
Luego, por si acaso, le aseguro que puedo encontrar yo sola la salida—. Je
peux trouver ma voie en arrière d’ici, merci[9].
El sacerdote asiente con la cabeza, mirando despectivamente mis
pantalones. Me había olvidado por completo de ellos y siento una
inapropiada necesidad de soltar una carcajada. Por un instante me olvido de
que acaso sigo en peligro mortal y me apetece compartir con Luisa y con
Sonia mi regocijo. Sonrío ante la idea, pues sé que a ellas también les habría
costado contener la risa.
Paso de largo junto al sacerdote y me dirijo a la puerta. Él se queda en el
centro de la sala, observándome como si fuese un vulgar delincuente, pero
supongo que no puedo culparle por ello, con mi aspecto desaliñado y mi
atuendo masculino.
Forzada a seguir avanzando, abro la gran puerta y echo un vistazo a uno y
otro lado del callejón, al principio con cautela y luego más abiertamente,
cuando compruebo que no hay nadie afuera. En cuanto me aseguro lo más
posible de que el camino de regreso a la catedral está despejado, me deslizo
afuera y recorro la calle a toda prisa. Alcanzo la puerta de la iglesia con un
suspiro de alivio, pero cuando trato de empujarla para abrirla, me doy cuenta
de que está cerrada.
Lo intento de nuevo, empujo cuanto puedo, pero no se mueve. Trato de
calmar el flujo de sangre que corre por mis venas cuando oigo un sonido a mi
espalda. Al darme la vuelta para ver quién está ahí, me encuentro con algo
que no esperaba. Por lo menos, al principio.
Un gran gato blanco salta desde lo alto de un muro de piedra que recorre
la calle. El animal camina lánguidamente hacia mí. A pesar de que debería
sentirme aliviada porque se trata tan solo de un gato, hay algo en sus
movimientos que me inquieta. Sé de qué se trata instantes después, cuando
los ojos color verde esmeralda se posan en los míos justo antes de que
perciba el resplandor que irradia al convertirse en cuestión de segundos en el
rubio guardián. Cambiar de forma no parece costarle el menor esfuerzo, pues
continúa avanzando en mi dirección con una siniestra sonrisa plantada en la
boca. La actitud parsimoniosa con que se acerca no sirve para disminuir mi
miedo. Su despreocupación me aterroriza, parece tan seguro de su triunfo que
ni siquiera necesita darse prisa.
Deslizándome a lo largo del muro de la iglesia, avanzo paso a paso hacia
la única entrada que estoy segura de que no está cerrada, la de la fachada
principal, por la que entré antes. No me atrevo a apartar los ojos de él. Intento
sopesar si tengo más posibilidades de escapar si me doy la vuelta y echo a
correr o si sigo el juego que él parece dirigir.
Aún me encuentro a cierta distancia del final de la estrecha calle cuando
acelera el paso y camina más decididamente. El movimiento provoca que se
le abra ligeramente el cuello de la camisa y puedo ver la serpiente enrollada
en su cuello como una torques. Noto la presión que ejerce sobre mí cuando se
me encoge el estómago de miedo.
No tomo la decisión de echar a correr de forma consciente. Simplemente
lo hago cuando me grita mi instinto que es la única manera de escapar del
guardián de Samael y de la siniestra atracción que siento por la serpiente que
constituye su marca.
El empedrado está resbaladizo bajo mis pies, no puedo correr tan aprisa
como querría por miedo a caerme. Los pasos que me siguen se apresuran. No
falta mucho para llegar a la fachada de la catedral, pero el tiempo parece
alargarse y distorsionarse en mi huida. Creo estar a salvo cuando doy la
vuelta a la esquina que lleva a la entrada del templo. Pero subestimo lo
resbaladizo que está el suelo de piedra y caigo de bruces, golpeándome con
tal fuerza que hasta me castañetean los dientes.
Apenas me lleva unos segundos ponerme en pie y continuar corriendo,
pero no lo hago lo bastante deprisa. Ese tropiezo ha retrasado mi avance y,
cuando subo a toda prisa los escalones de la iglesia, la brisa vespertina trae
hasta mí el olor a sudor rancio del guardián.
Al llegar por fin a lo alto de las escaleras, arremeto contra el picaporte de
la gran puerta de madera justo cuando se me echa encima. En esta ocasión
caemos ambos, él me agarra firmemente de un pie, mientras yo trato de
alcanzar la puerta de la iglesia, mi única salvación. Se me caen de la espalda
el arco y la mochila y aterrizan a cierta distancia.
—Dame… las… páginas —su voz es un gruñido. Se me echa encima
hasta que siento como si las mismas palabras reptasen por mi piel.
—¡No las tengo! —le grito en un desesperado intento por liberarme, con
la esperanza de que solo desee las páginas, y no mi muerte, como me temo—.
¡Suéltame! ¡Yo no las tengo!
No me responde. Su silencio total me aterroriza más que cualquier cosa
que pudiera decir. Mientras me tira de una pierna, acercándome más a él, la
serpiente enroscada en su cuello parece deslizarse y avanzar en mi dirección,
hasta tengo la sensación de que escucho su siseo. Inspecciono la zona de
acceso a la catedral en busca de Dimitri o de alguien que pudiera ayudarme.
Pero esta vez nadie acude a salvarme. Al menos, no Dimitri. Ni las hermanas.
Ni ninguno de los dones que poseo en los otros mundos.
Me fijo en mi mochila. Las flechas sobresalen de su interior, pero no es
eso lo que me hace albergar esperanzas. No. Es el puñal de mi madre, caído a
un par de pies de distancia, lo que pone freno a mi desesperación. Me
recuerda que mi salvación está en mis manos. Depende de mí y de las fuerzas
que he reunido en este mundo.
Levanto la pierna que me queda libre y le propino al guardián una patada
feroz en la cara. Eso hace que se derrumbe hacia atrás, arrastrándome consigo
unas cuantas pulgadas, a pesar de que afloja su presa sobre la otra pierna.
Ayudándome de los brazos para acercarme a ella, cojo la mochila y arrastro
conmigo al hombre momentos antes de que se recupere y me agarre con más
fuerza de la pierna. Esta vez me arrastra de nuevo hacia él, soltando un
aullido gutural.
Es un aullido primario, de dolor, que me conecta con alguna parte perdida
de mí y me recuerda mi lugar en la profecía y el papel que desempeño en la
lucha contra las almas. Le lanzo otra patada, esta vez con todas mis fuerzas, y
de nuevo mi pie va a parar a su cara. Lo hago con tal fuerza que se me
resiente el cuerpo hasta la médula y no puedo evitar pensar que he de
agradecer a tía Abigail y a su piedra que se haya aflojado un poco la presión
de las manos del guardián sobre mi pierna. Eso me permite estirarme lo
bastante como para que mis dedos se cierren alrededor del puñal.
No sabría decir si el calor de la piedra me presta fuerzas suplementarias o,
sencillamente, me hace sentir menos sola. Como si tía Abigail y todo su
poder y sabiduría estuviesen conmigo. Supongo que no importa, pues
rápidamente muevo el puñal en una trayectoria parabólica hacia el rostro del
guardián y le golpeo en el cuello con tal ímpetu que acaba por soltarme del
todo el pie.
Sus ojos reflejan sorpresa momentos antes de que la sangre extienda
sobre su camisa blanca una mancha de considerables dimensiones. La
serpiente de su cuello se retuerce como si estuviese viva y trata de darme
alcance llena de furia, pero en vano, instantes antes de que el rostro del
guardián se transforme en el del gato del callejón, en el de un labrador y en el
de un caballero, hasta volver por fin a su propia y aterradora esencia. Me doy
cuenta de que son todas las formas que ha adoptado desde que cruzó a mi
mundo a través de alguna antigua puerta.
En esta ocasión no me desplazo a gatas, sino que echo a correr. Me pongo
en pie y me lanzo hacia la puerta. Casi no siento su peso bajo mis manos
mientras la abro. Tras cerrarla de golpe a mis espaldas, no me detengo a
recuperar el aliento. Regreso al interior de la iglesia, poniendo cierta distancia
entre mí y la puerta, pero sin apartar mis ojos de ella. Durante un buen rato
me quedo mirándola, esperando que el guardián entre en cualquier momento,
que se rinda a la muerte con tal de seguirme al interior de este lugar
inviolable para las almas.
No sé el tiempo que me lleva cerciorarme de que no vendrá, pero al cabo
de un rato me dejo caer en el suelo, aliviada, con la espalda apoyada contra la
pared y los ojos fijos aún en la puerta.
Dimitri vendrá. No sé cuándo, pero estoy tan segura de que vendrá como
de que el sol sale y se pone. Me abrazo las rodillas susurrando las palabras de
la página perdida para confiárselas a mi memoria.
Susurro en la penumbra de la catedral. Y aguardo.

Esta vez es Alice quien viene a mí.


Estoy dormida en la catedral con la espalda aún reclinada sobre la pared
cuando noto su presencia. Abro los ojos y me la encuentro al fondo de la
nave que lleva desde la puerta al altar. Desde lejos parece traslúcida, igual
que la noche en la que estaba en las escaleras de Milthorpe Manor, pero, al
acercarse, observo con horror que crece y se solidifica. Cuando se planta
frente a mí, su presencia es casi tan sólida como si se tratase de un cuerpo
físico y no de una figura espiritual en el plano astral. No me sorprende
comprobar que cada vez tiene más poder.
Me escruta con una expresión que jamás le había visto. Pienso que tal vez
se trate de una vil mezcla de odio y admiración.
—De modo que has encontrado lo que buscabas —dice por fin.
Hasta en su forma espiritual, mi hermana me infunde cierto temor
siniestro. Levanto la barbilla, tratando de aparentar indiferencia.
—Sí, y ya es demasiado tarde para que tú o las almas os apoderéis de ello.
Lo he destruido.
Ni siquiera parpadea y me pregunto si no lo sabría ya, si no me habrá
estado observando desde el plano astral.
—En realidad, las páginas perdidas nunca nos interesaron, salvo en la
medida en que podían ayudarte a ti. Nosotros tan solo deseamos un final para
la profecía, y las páginas no hacen falta para que se cumpla.
—De modo que todo lo que habéis hecho era para mantenerme apartada
de las páginas, pero no para robarlas vosotros —no se trata de una pregunta.
Estoy pensando en los perros, en el kelpie, en Emrys… Todos al servicio de
las almas para evitar que llegase a Chartres, trabajando todos conjuntamente
para que no termine con la profecía.
—Por supuesto —sonríe, golpeándose ligeramente la cabeza con un dedo
—. Supongo que pensarás que has ganado, que al haber encontrado las
páginas serás capaz de anular la profecía y terminar con ella a tu gusto —su
mirada mantiene intacto su regocijo—. Pero te equivocas, Lia. No sabes
cómo hacerlo.
—No sé qué quieres decir, Alice.
Se me acerca aún más, hasta colocarse justo enfrente de mí, y se coloca
en cuclillas para ponerse a mi altura.
—Ya lo descubrirás, Lia —llamaradas de fuego asoman a sus ojos color
esmeralda—. Puede que hayas encontrado lo que buscabas, pero hay cosas
que siguen perdidas, cosas que requieren más respuestas, que son más
peligrosas. Y lo más importante de todo: hay algo que necesitas y que no
conseguirás jamás.
—¿Y qué es, Alice?
Titubea un instante antes de responder con una sola palabra:
—A mí.
El vacío de su sonrisa es tal que un escalofrío me recorre la espalda. No
tengo ni idea de qué es lo que quiere decir, pero ya no queda tiempo para más
reflexiones. Nuestras miradas se entrecruzan apenas un segundo y al
momento Alice desaparece. De nuevo me quedo a solas en la oscuridad de la
catedral.
Me mantengo cerca de las entradas de las casas mientras deambulo por las
concurridas calles, mirando con recelo al resto de los transeúntes.
Cualquiera pensaría que después de un largo y amenazador viaje en busca
de la página perdida podría pasearme impertérrita por las calles de una
ciudad, pero me he vuelto más desconfiada. Recuerdo cuando en la catedral
de Chartres el guardián se transformó en gato, en labrador y caballero. Sé que
podría encontrármelos en cualquier momento y en cualquier lugar. Fijo mis
ojos de forma instintiva en el cuello de todo hombre o mujer que me sea
desconocido. Siempre busco la serpiente enroscada en los cuellos de los
extraños.
Al cruzar la calle empedrada, paso de largo frente a una vieja verja de
hierro y suelto un suspiro de alivio al entrar en un parque. Continúo andando
hasta el estanque que hay en el centro. Desde que regresamos de Francia he
pasado muchas tardes paseando por sus espacios arbolados. Me recuerda un
poco a las onduladas colinas de Altus.
Pienso en Dimitri mientras camino. En ocasiones me acompaña, aunque
disfruto igualmente paseando sola. Al pensar en él, en sus ojos infinitos y en
su oscuro cabello, que forma rizos sobre su cuello, me veo obligada a
agradecerle que haya regresado conmigo a Londres y que se haya
comprometido a permanecer a mi lado hasta que la profecía haya acabado,
sean cuales sean sus consecuencias. Su presencia me consuela, aunque no
quisiera tener que admitirlo en voz alta.
Dimitri no llegó a la catedral de Chartres hasta la mañana siguiente
después de haber encontrado yo la página perdida. Aún seguía aguardándole
apoyada en la pared, a pesar de que un sacerdote se ofreció a buscarme
alojamiento en alguna parte. Yo quería estar allí cuando llegara Dimitri.
Deseaba ser lo primero que viese cuando traspasase la puerta.
Después de viajar a caballo hasta un pueblo de la costa y embarcar de
vuelta a Londres, regresamos a Milthorpe Manor, donde apenas fui capaz de
llegar a trompicones hasta mi habitación antes de caer en un profundo sueño
que duró casi veinticuatro horas. Cuando me desperté, lo hice frente a
Dimitri, que estuvo cuidando de mí sentado en una silla al lado de la cama.
Desde entonces no se ha apartado de mi lado. Ha alquilado una habitación
en el edificio de arenisca del club, donde se halla bajo los maternales y
excesivamente atentos cuidados de Elspeth. Pese a que muestra abiertamente
su devoción por mí, yo aún no he reconciliado mis sentimientos por él con los
que aún conservo en mi corazón por James. Lo añado a la lista de cosas en las
que debo evitar pensar por el bien de la profecía.
Además, he descubierto que soy reticente a pensar en el futuro. Sigue
habiendo demasiados interrogantes relativos al pasado y me aguardan
muchos más. Tal vez esté volviéndome supersticiosa, pero me parece una
locura tentar al destino dando por sentado que tengo un futuro.
Y por mucho que me agrade la compañía de Dimitri, hay veces,
momentos y días en los que desearía estar sola, en los que desearía
contemplar todo lo sucedido y lo que aún está por venir.
No cabe la menor duda de que se aproximan cambios.
Inmediatamente después de nuestro regreso de Chartres, recibí noticias de
Philip. Había encontrado a Elena Castilla, la tercera llave. Planea traérsela a
Londres y no puedo evitar pensar qué impacto causará en mi frágil alianza
con Sonia y con Luisa esa otra chica.
Pensar en Sonia aún hace que se me encoja un poco el corazón. Hay
veces que recuerdo a la vieja Sonia, mi tímida e íntima amiga, mi mejor
compañera durante las oscuras horas que siguieron a la muerte de Henry y
tras mi huida de Nueva York. En esos momentos la echo de menos y deseo
volver a verla, a abrazarla y a sentarme con ella frente al fuego para contarle
todo lo sucedido desde aquel horripilante momento en que desperté y vi sus
ojos enturbiados por la locura de las almas.
Pero es difícil ignorar la parte crítica que ha surgido en mi mente, la que
me susurra: «¿Y si vuelve a suceder?».
Aun así, tendré que encontrar la forma de que nos volvamos a reunir una
vez más, la forma de lograr todo lo que exige la profecía, pues mientras
Philip viene de camino hacia Londres, Sonia, Luisa y Edmund también
regresan desde Altus. No he recibido información detallada acerca de la
recuperación de Sonia, tan solo supongo que se encuentra bien, aunque eso
no significa que pueda estar segura de su lealtad.
Por el momento, me sorprendo al comprobar que es en Dimitri en quien
más confío.
Poco después de regresar a Londres anoté las palabras de la página
perdida para que él y tía Virginia pudiesen estudiarlas a la luz de la lámpara
de la biblioteca de Milthorpe Manor. Cuando acabaron de leerlas, cuando
estuvieron seguros de que no olvidarían jamás una sola palabra, las quemé de
nuevo.
Desde entonces hemos pasado horas dedicados a descifrar las enigmáticas
palabras de la última página. Las respuestas surgen raras veces y tras mucho
esfuerzo, pero hay una parte que por fin entiendo: «La bestia será desterrada a
través de la puerta de la guardiana por la comunidad de las hermanas».
Estuve susurrando en el silencio de mi habitación esas palabras una y otra
vez, pues sabía que contenían la clave de algo que me resultaría desagradable
conocer. Vi a Alice en la iglesia de Chartres, sus ojos inflamados por algo
oscuro e indescriptible: «Y lo más importante de todo: hay algo que necesitas
y que no conseguirás jamás». A mi estúpida pregunta, «¿Y qué es, Alice?»,
solo respondió: «A mí».
La respuesta vino a mí en la oscuridad de la noche. Fue tal el horror que
sentí que me senté en la cama susurrando las palabras de la página perdida,
entendiéndolas al fin.
Para terminar con la profecía las dos somos necesarias. Alice y yo.
La guardiana y la puerta.
Ni siquiera me he atrevido a pensar en cómo podríamos hacerlo, cómo
podríamos trabajar conjuntamente Alice y yo para llevar a su término la
profecía estando en lados opuestos. De momento, trabajo con Dimitri para
perfeccionar mis dones. Con su ayuda practico el arte de la hechicería,
aunque no con oscuros propósitos como mi hermana. Asimismo, sigo
practicando con el arco, mientras intento con ayuda de Dimitri y de tía
Virginia descifrar lo que dice la última página de la profecía.
Pero, ante todo, trato de cerrar mi mente y mi corazón a mi hermana.
Procuro no pensar en ella tal como la vi durante nuestro último encuentro en
la catedral de Chartres. Trato de olvidar sus exaltados ojos, en los que
brillaba el febril deseo de las almas.
No sé lo que me deparará el futuro. Tan solo sé una cosa: Alice tenía
razón.
Cuando por fin la profecía termine, una de nosotras habrá muerto.
AGRADECIMIENTOS

Resulta imposible dar las gracias a todos los que me han apoyado para que
esta novela pasara de ser un simple borrador a convertirse en un auténtico
libro. Sin embargo, lo intentaré.
En primer lugar, debo mencionar a mi agente, Steven Malk, mi más
fervoroso defensor en todo tipo de cuestiones; estaría perdida sin tu apoyo y
tus conocimientos. A mi incomparable editora, Nancy Conescu, que se
asegura de que cada frase, cada palabra quede perfectamente pulida; tú
haces que sea mejor escritora, por eso y por tantas cosas más te estaré
eternamente agradecida. A Andrew Smith, Melanie Chang y a todo el equipo
de márketing de Little, Brown and Company Books for Young Readers;
vuestra pasión, creatividad y determinación no tienen rival, me siento muy
afortunada de teneros de mi parte. A Rachel Wasdyke, la mejor publicista
que conozco, además de una fantástica compañera de viaje. A Amy Verardo
y al Departamento de Derechos de LBYR, que continúan conquistando el
mundo con la profecía por estandarte. Y a Alison Impey, que siempre acierta
con la cubierta que todo el mundo desea ver.
Aparte del grupo de expertos del mundo editorial, hay muchas otras
personas cuyo amor y apoyo me han permitido dedicarme a la escritura con
decidida entrega. Encabeza la lista mi madre, Claudia Baker; darte las
gracias por todo lo que haces y por todo lo que significas no es suficiente,
pero es todo cuanto puedo hacer. Gracias de nuevo a mi padre, Michael St.
James, por transmitirme su amor por las palabras bien escritas. A David
Bauer y Matt Ervey, mis leales amigos de toda la vida. A Lisa Mantchev,
cuya compañía me ha ayudado a superar revisiones, críticas y montañas de
dudas, compartiendo ambas nuestra pasión por los helados. A los 2009
Debutantes, por compartir mi alegría y mi neurosis. A tantos y tantos
blogueros de la red que han hablado de mí con incomparable entusiasmo y
energía, especialmente a Vania, Adele, Laura, Steph, Alea, Mitali, Devyn,
Nancy, Khy, Leonore y Annie; vosotros sí que valéis, chicos, me gustaría
poder nombraros a todos.
Por último, a Morgan Doyle, Jacob Barkman y a todos los jóvenes que
me han permitido formar parte de su existencia; me honráis compartiendo
conmigo vuestra pasión por la vida, es un privilegio conoceros tal y como
sois. A Anthony Galazzo; te quiero como a un hijo, lo demás no puede
describirse con palabras. Y de nuevo a Kenneth, Rebekah, Andrew y
Caroline; sois la razón de lo que hago y de lo que soy, siempre os llevo en el
corazón.
MICHELLE ZINK (Nueva York, 1969). Es una escritora estadounidense
dedicada a la literatura juvenil, siempre con grandes dosis de fantasía,
generada a través del uso de mitos y leyendas.
Es conocida por su trilogía de fantasía gótica La profecía de las hermanas.
La profecía de las hermanas (2009) dio inicio a la serie, y fue elegido como
uno de los Booklist’s Top 10 de entre las novelas debut de 2009 y como uno
de los mejores libros de la Biblioteca Pública de Chicago para jóvenes
lectores.
Completan la trilogía: El ángel del caos (2010), y El ritual de Avebury
(2011). En 2012 publicó Tentación de ángeles, también traducida al español.
Notas
[1] ¿Dónde está la chica? <<
[2] Venga. Se lo enseñaré. <<
[3] Hace un rato que se marchó. Por ahí. Campo a través. <<
[4] Se ha ido, señorita. Ya puede bajar. <<
[5] Gracias, pequeño. ¿En qué dirección lo has enviado? <<
[6] Por el campo. Lejos de la ciudad. <<
[7] ¿Cómo se llama la ciudad, la que tiene esa iglesia grande? <<
[8] Buenas tardes. ¿Puedo ayudarla en algo? <<
[9]No, padre. Estaba paseando por la catedral y me he perdido. Puedo
encontrar sola la salida, gracias. <<

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