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La soledad del mundo

14 de julio de 2013
lanacionar
Por Antonio Dal Masetto
La biblioteca del pueblo de Salto era en esa época una construcción de planta
baja, esquina en ochava, ladrillos sin revocar pintados a la cal, en la calle Mitre.
Adentro, un salón con piso de madera y estanterías en las cuatro paredes (por lo
menos así me parece recordarla). Cuando la descubrí me encontraba en la etapa
de aprendizaje del castellano. Hasta ahí mi escuela había sido la calle.

Tenía doce años, no hacía mucho había cambiado de país, de continente y de


idioma. Elegía libros al azar guiándome por nombres de autores que me
sonaban vagamente conocidos o títulos que me parecían atractivos. Así que por
mis manos pasaba un poco de todo y muchos de los libros eran devueltos al cabo
de algunos intentos frustrados de avanzar más allá de las dos o tres primeras
páginas, ya sea porque no me interesaban o porque no los entendía. Sé que ahí
tuve el primer acercamiento a un escritor que años después leería con pasión:
Stendhal. Y no es que en ese entonces su nombre me sugiriera algo, pero sí me
sedujo el título: Del amor. A los doce años el tema del amor me atraía. Pero lo
que quiero mencionar en estas líneas –y está ligado a esa biblioteca– es cómo
me veía a mí mismo en aquellos días. No era un chico retraído, tampoco
demasiado tímido, me había hecho de algunos amigos, corría detrás de una
pelota en los potreros, me defendía en las peleas. Un chico normal. Aunque
había en mí una zona oscura, un conflicto para el que no tenía nombre, que me
esforzaba por descifrar, que descifraba a medias, y que era, estaba seguro,
absolutamente único. Tan único que hubiese sido imposible tratar de
compartirlo con alguien, ya que nadie podía entenderlo. Y así andaba en ese
entonces por la vida. Un día tomé un libro más de un estante de la biblioteca. No
recuerdo el título, no recuerdo el autor, no recuerdo su nacionalidad, aunque
estoy casi seguro de que era o alemán o ruso. Lo que sí recuerdo fue lo que
ocurrió con la lectura.

De pronto me encontré con que el autor contaba su propia historia cuando era
adolescente, y ese adolescente tenía aproximadamente mi edad, y sus conflictos
secretos eran iguales a los míos, sentía lo mismo que yo, lo aquejaban las
mismas dudas y los mismos desconciertos, se hacía las mismas preguntas,
estaba imposibilitado de comunicarse. Y yo devoraba las páginas de aquel libro
venido vaya a saber de dónde, traducido vaya a saber por quién, llegado a esa
biblioteca de un pueblo de la llanura pampeana vaya a saber por qué caminos, y
que ahora me estaba hablando a mí. Y fue como una iluminación, un
acontecimiento extraordinario, porque ese texto, esas memorias, me estaban
diciendo que en alguna parte había alguien similar a mí. Y si había uno,
entonces con seguridad habría otros. Y en la cabeza de aquel chico que yo era
debió ir conformándose la sorprendente y reconfortante conclusión que podría
resumirse más o menos así: "Entonces no estoy solo en el mundo".

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