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Federico Lorenz

Komorebi
Una luz que entra al colegio y devela sus fantasmas
Lorenz, Federico
Komorebi : una luz que entra al colegio y devela sus fan-
tasmas / Federico Lorenz - 1a ed . - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Vi-Da Tec, 2020.
Libro digital, EPUB
 
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-799-151-2
 
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863

© Federico Lorenz, 2020


© IndieLibros, 2020
Conversión digital: Libresque
Acerca de Komorebi

Los enormes claustros del Colegio Nacional de Buenos Aires le sirven de


escenografía al profesor que protagoniza esta novela. Allí se obsesiona con
la historia detrás del fantasma que se le aparece: una vida de la que no se
supo más nada cuando terminaba su tercer año como alumno allí. La bib-
lioteca, el archivo de legajos, algunos docentes históricos y varios ex alum-
nos le sirven como pista al docente: quiere saber quién es ese chico pero so-
bre todo quiere saber cómo ayudarlo. En japonés, la expresión komorebi
sirve para referirse a la luz del sol que se filtra entre las hojas de los árboles.
En esta novela, la luz se filtra por las ventanas del majestuoso edificio y por
las ideas que el docente encadena durante su búsqueda.
Quién es Federico Lorenz

Nacido en Buenos Aires en 1970, Federico Lorenz es docente, historiador y


escritor. La Guerra de Malvinas ha sido tema principal en su trabajo como
autor e investigador y durante algunos años dirigió el Museo Malvinas e Is-
las del Atlántico Sur. Trabajó también sobre el archivo audiovisual de la úl-
tima dictadura y sobre la historia del sindicalismo y la violencia política. Es
egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires e investigador del Conicet.
Entre sus libros publicados están Elogio de la docencia. Cómo mantener
viva la llama, En quince días nos devuelven las islas y Montoneros o la bal-
lena blanca.
No es fácil transmitir a un adulto la sensación de presión, de
aprestarse de cara a algo terrible, a un combate único y nefas-
to en el que se decidiría todo, que se tenía de manera creciente
a medida que se acercaba la fecha del examen.
George Orwell, Ay, qué alegrías aquellas.
 
 
Iba caminando, lentamente, para disfrutar con mayor plenitud
ese regreso, intacto y certero, de lo que había sido su única e
irrebatible dicha sobre la tierra.
Álvaro Mutis, Un bel morir.
Encontré el manuscrito que sigue a esta breve presentación perdido en un
lote de libros usados que compré en un remate. Estaba dentro de una carpe-
ta de cartulina amarilla que alguien, ni siquiera sé si el autor, había rotulado
con dos palabras escritas con un grueso marcador negro: “Alguna vez”.
Volvió a aparecer por estos días. Encerrado por la pandemia, llevo ya
varias tardes dedicado a poner en orden mis cosas, como si se acercara el
fin. No es el caso, espero. Pero lo cierto es que no estamos acostumbrados a
que la Muerte ande de ronda tan campante por ahí, y entonces a lo mejor
reaccionemos con grandilocuencia ante la más pequeña amenaza. Supongo
que recordé este manuscrito porque me siento solo, y “Komorebi” cuenta
una peripecia inesperada en la vida de un hombre solitario.
El aislamiento y la necesidad de compañía me llevaron a su autor. Re-
moví mis propios proyectos inacabados y borradores, mis pilas de foto-
copias, y perdido entre mis propios sueños inconclusos, allí estaba el origi-
nal que por fin otras personas, además de mí, leerán.
Para volver a la historia, el manuscrito vino de yapa perdido entre dece-
nas de libros. Descubrí la carpeta una mañana de sol tibio. La luz entró por
la ventana y se detuvo en el fondo de una caja que recién terminaba de va-
ciar. Fueron los dedos dorados del sol los que llamaron mi atención sobre
esas dos palabras escritas con pulso firme. Hoy pienso que el manuscrito
podría haber quedado allí, porque mi método de trabajo es simple: saco los
libros de una caja para ponerlos en otra a medida que las abro. Pasan de un
embalaje a otro según tema, posible precio, o porque van a quedarse en los
estantes de mi biblioteca personal (confieso que no soy un buen comer-
ciante de libros usados y a veces la mayoría de la compra se queda en
casa). 
Los libros que compré habían pertenecido, con seguridad, a un profesor
de Historia. Podría haber escrito “a un amante de la Historia”. Pero cuando
esa noche leí el borrador que había descubierto pude confirmar que el autor
anónimo de esas líneas había enseñado esa materia. Y supe que había dado
o aún daba clases en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
A pesar de ser inverosímil el texto parecía autobiográfico y despertó mi
curiosidad. En consecuencia, me acerqué al imponente edificio de la calle
Bolívar, ubicado en el centro de la ciudad de Buenos Aires. Esa mañana
rumbo al Colegio (como lo llaman quienes trabajan en él, o son sus alum-
nos, como si no hubiera otros “colegios” en la Argentina) pensé en todas las
historias que conocía asociadas a ese lugar. Estudiante crónico de muchas
carreras inconclusas como soy, siempre miré con una mezcla de envidia y
desdén a sus egresados, una suerte de casta superior. Si ahora he cambiado
de idea al respecto, se lo debo al manuscrito. Aprendí que las personas viv-
en a pesar de lo que hicieron con ellas, y que ésa es una empresa bien difí-
cil. Tanto, que no todos podemos lograrlo.
En el Colegio fueron muy amables conmigo. Nunca había estado allí.
Una de sus autoridades me recibió en el descanso principal de la gran es-
calera de entrada, en medio de una multitud de estudiantes que charlaban a
los gritos. “Es el cambio de turno”, me explicó con amabilidad, mientras se
abría paso entre chicas y chicos de coloridas cabelleras.
El Colegio Nacional de Buenos Aires es un edificio gigantesco e impo-
nente. Sin embargo, influido por el texto que recién terminaba de leer, no
pude dejar de caminar por sus claustros con suspicacia. Sentí que el lugar
me mentía, que la poderosa y majestuosa historia que esa institución ex-
hibía como si fuera el escudo nobiliario de algún conde decrépito no debía
deslumbrarme.
Durante la charla en el enorme despacho del rector corroboré que algunos
de los personajes mencionados en el manuscrito eran reales. Pero nadie, ni
entonces ni después, me pudo dar precisiones sobre lo que más me interesa-
ba: el nombre del narrador, y si lo que contaba era verdad. Agoté horas con
amigos y clientes que habían estudiado en el Colegio Nacional de Buenos
Aires para ver si sus memorias guardaban algún registro informal de lo que
yo había leído.
Todo fue en vano.
No obstante, la obstinación tiene premio. Una mañana logré dar con uno
de los personajes del manuscrito: una profesora de Latín jubilada, que me
recibió en su casa y me escuchó con mucha atención. Me dejó hablar du-
rante más de una hora sin interrumpirme ni una sola vez. Cuando terminé y
le pregunté ansioso si conocía al profesor del relato, sólo me miró con una
mezcla de nostalgia y complicidad.
—Soy una persona ya anciana —dijo— y los nombres y los rostros se me
confunden. Es probable que lo que usted me cuenta haya sido así. Cosas
más extrañas he hecho. Tengo el vago recuerdo de haber acompañado a ese
profesor en una tarea que recuerdo noble.
—¿Pero debo entonces creerlo o no?
Me miró de un modo extraño:
—Recuerdo lo que sentí cuando hice algo, aunque no recuerde con quién.
Ese recuerdo es una prueba. Lo que hicimos deja marcas, y si no lo hicimos
solos, son la evidencia de que quienes nos acompañaron existieron, aunque
no podamos retener ni su nombre ni sus facciones.
Sólo pude mirarla, conmovido. Sus ojos brillaron con emoción:
—Aunque no recuerde a la persona, sé que ese hombre fue, sobre todas las
cosas, un justiciero —dijo al rato.
—¿Fue? —exclamé sorprendido.
—Así es. Si es la persona que yo creo, murió bastante joven.
—Qué pena…
Pero la anciana prosiguió como si no me hubiera escuchado.
—Él no hubiera podido vivir sin cerrar esa historia con la que se
encontró.
—¿Por qué dice eso?
—Porque descubrió que también era suya.
No logré averiguar nada más. Así que no sé si lo que el texto cuenta
ocurrió o no. Pero en todo caso, creo que su publicación servirá como ad-
vertencia acerca de los efectos que el Colegio Nacional de Buenos Aires,
esa institución tan prestigiosa, puede tener sobre quienes la habitan. 
Si la historia les resulta inverosímil, al menos comprenderán que la ele-
vada exigencia y los mitos sociales acerca de esa alta casa de estudios gen-
eran muchas cosas buenas, pero también inciden profundamente en sus es-
tudiantes y profesores. 
Ahora bien: si sucede que creen la historia, como es mi caso, descubrirán
en cambio que ese colegio, al igual que otros lugares donde el tiempo se
confunde, tiene el poder de avivar fuegos ocultos en nuestras vidas, como
quien busca las brasas aún encendidas en las cenizas de un antiguo hogar en
buscar de calor.
El profesor que escribió esta novela, me parece, era una de esas personas
propensas a dejarse atrapar por esas fuerzas, a arrojar botellas al mar.
Por eso decidí publicar el contenido de la carpeta amarilla sin modificar-
lo, tal cual apareció entre los libros que fueron suyos, ahora que tenemos
tiempo para leer o, Dios nos libre, incluso para revisar nuestras propias vi-
das. Al leer encontrarán algunos párrafos sueltos que no siguen la estructura
del relato. Otras páginas parecen anotaciones para agregar más tarde al bor-
rador general. Y también hay hojas arrancadas de un diario personal. He re-
spetado el orden en el que estaban guardadas.
La única atribución que como editor me he tomado es la de cambiarle el
título. Porque si el “Alguna vez” garabateado en la carpeta sugiere cierto
tipo de esperanza, ese sentimiento ahora es mío. Quiero creer que la profe-
sora de Latín cuya memoria flaqueaba se equivocó, y el profesor aún vive.
Me encantaría conocerlo.
Confieso que tengo la ilusión secreta de que si este libro llega a sus
manos se dará a conocer y reclamará su autoría. Aunque lo más probable es
que ya no esté entre nosotros, que sea como la luz que llega a través del fol-
laje, sin que podamos saber si se trata del comienzo o del final del día.
1

Cuando hice el secundario nunca me llevé una materia a examen. A finales


de noviembre yo ya quedaba liberado de obligaciones escolares, y lo único
que me quedaba era ir a ver rendir sus exámenes a mis compañeros, o ayu-
darlos a preparar alguna materia. Sobre todo, encontrar cualquier excusa
que me permitiera estirar mis idas a la calle Bolívar unos cuantos días más
ante la certeza de un verano interminable y aburrido.
Es verdad que muchas asignaturas me gustaban. Para mí no era un es-
fuerzo estudiar Historia, o leer cualquier cosa que tuviera que ver con Liter-
atura, Latín o Filosofía. Era un alumno sumiso, lo reconozco; si había que
estudiar, estudiaba. En consecuencia, nunca experimenté las angustias de
tener que preparar un examen para diciembre.
Por eso quizás hoy, como profesor del Colegio, podría ser un fundamen-
talista de los exámenes. Decir que “basta con esforzarse durante el año para
que no tengan que pasar por esto”. Pero me sucede exactamente lo con-
trario. Los exámenes me disgustan mucho. La paso muy mal. Cada año que
pasa tengo la sensación de que la mesa de examen es un momento de tortu-
ra innecesario, sobre todo para los estudiantes más chicos. Tanto ellos como
los profesores estamos cansados. Todo confluye para armar un momento
pésimo. Sé que tal vez exagero, pero en ocasiones me imagino como un en-
granaje más de una maquinaria rechinante cuya tarea es la de martirizar a
algunos chicos y chicas unas horas. A veces, hasta me toco la cabeza bus-
cando los dientes de la rueda.
Pero como todo lo que voy a contar tiene que ver con un chico que
conocí durante un examen, empiezo por recordar una mesa examinadora a
finales de 2013, una tarde en la que el calor era tan agobiante como evidente
la falta de preparación de la mayoría de los chicos que rendían. La mesa
prometía ser interminable.
Teníamos enfrente a un alumno de origen chino. Estaba en problemas. La
cara se le deformaba por el esfuerzo que hacía para comprender la pregunta
que le acababa de hacer la presidente de la mesa, y transpiraba a mares. La
diferencia de altura entre la tarima donde estaba el escritorio de los do-
centes y el piso aumentaba su aspecto de indefensión.
—¿Cuáles son las características de la religión egipcia?
El chico dibujaba signos imaginarios con el dedo de su mano derecha so-
bre la palma de la izquierda, como si tratara de escribir lo que iba a de-
cirnos. Pero estaba mudo.
—...
—No le entendí nada. ¡Hable más alto, por favor!
—…
—Profesor, ¿usted entendió algo? —dijo la presidente de mesa, dirigién-
dose a mí en busca de complicidad.
—Estudié todo yo, profesora, pero ahora no me sale, no encuentra las
palabras.
—Bueno, va a tener que tratar de encuentrarlas, porque si no habla no lo
voy a poder evaluar. Es un oral, un oral, ¿me entiende? ¡Y no tiene que
dibujar nada con la mano! —énfasis cruel de la profesora, expresión aterra-
da en el chino, y más trazos frenéticos del dedo índice. Si hubiera tenido
tinta la palma de la mano ya sería un garabato ilegible.
—A ver, la profesora le hizo una pregunta —intervino el tercer profe de
la mesa—. Si no puede contestar algo tan básico como las características de
la religión egipcia, ¿cómo podemos creerle que estudió?
Un par de ojos adolescentes se llenaron de lágrimas. El profesor que
había hablado se fastidió:
—No se trata de que se ponga a llorar, sino de que conteste lo que se le
pregunta.
Pero el chico no reaccionaba. Parecía una liebre paralizada en medio de
la huella, encandilada por los faroles de una camioneta cargada de
cazadores, inmóvil ante la perdigonada inminente.
—Capaz podemos preguntarle otra cosa —sugerí por lo bajo.
—Pero si no puede responder sobre su tema, sobre su tema —recalcó la
profesora—, el que él eligió, ¿qué podemos esperar? —amplificó el volu-
men de su voz para que tanto al chico como al resto de sus compañeros, que
aguardaban su turno para ser examinados, les quedara clara la cuestión—.
En fin. Aquí el profesor, que es joven, quiere ayudarlo, y ya estamos cansa-
dos, así que vamos a darle una oportunidad. El tema que eligió, flojo, nada.
A ver... Hebreos.
Alivio en la cara del chico y del profe “joven”, es decir yo.
—Sí. Pastores. Biblia.
—¡Bien! Vamos mejor. ¿Dónde se asentaron?
—En Egipto.
—Piense bien, querido. Piense bien. No se apure.
—Se hunde solo este chico —comentó con desgano el profesor
impaciente.
—Ah, Palestina. Al Norte fenicios, madera, comercio…
—Mejor, pero deje a los fenicios en paz. A ver, los hebreos son conoci-
dos por una característica central de su religión...
—¿Religión? —dijo con voz vacilante el chico.
—Sí, señor. R-e-l-i-g-i-ó-n. ¿O quiere que le hable en su idioma? ¡Ja, ja,
ja, quiere que le hable en chino! —la profesora se rió de su propio chiste
pero al ver que nadie la acompañaba, se recompuso—. Más atención. La
religión hebrea tuvo una característica particular…
En honor a la verdad, no era difícil la pregunta. No sólo de sentido
común, sino que era un típico asunto que se estudiaba de memoria. Pero el
chico estaba demasiado nervioso y cada segundo de su silencio era otra pal-
ada de tierra sobre su tumba. Movimientos incómodos en los bancos a es-
paldas del estudiante, donde otros alumnos aguardaban su turno.
—¿Entonces? —insistió la profesora.
—...
—Querido, era una característica especial. Eran un pueblo que se consid-
eraba elegido… ¿No lo recuerda?
El dedo escribía frenéticamente, cada vez más rápido, pero en vano.
—Se trata de un gran aporte a la cultura universal…
De repente, pareció hacerse la luz. El chico miró triunfante a la profesora
y respondió con seguridad:
—Monotributista. Los hebreos desarrollaron la primera religión
monotributista.
2

Fue después de esa respuesta desesperada que me di cuenta de que todavía


faltaba que muchos chicos rindieran examen, que iban a tener un mal día
porque el calor no hacía más que rematar un año que había sido difícil, y
que necesitaba un poco de aire. Así que me excusé con el resto de la mesa
con el argumento de que necesitaba ir al baño y salí a caminar por los pasil-
los y despejarme un poco.
El Colegio tiene su planta como una letra “E” acostada. Los dos brazos
principales son los claustros a los que dan las puertas de las divisiones. En
el medio, el palito más corto de la “E” es un amplio espacio central, separa-
do de cada uno de los claustros por un patio abierto.
De camino por el claustro que da a la calle Alsina, vi que un grupo de
chicos aguardaba frente al aula contigua a la nuestra. Allí había mesa de
Latín. Rumbo a la Sala de Profesores pasé entre ellos, los saludé y les deseé
suerte. Algunos habían sido alumnos míos.
Apartado del grupo, sentado en uno de los bancos largos de madera que
todavía hay a lo largo de las paredes, bajo una de las ventanas altas, estaba
sentado un chico. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y miraba al
suelo mientras trazaba figuras en el piso con el pie izquierdo. Me llamó la
atención lo abrigado que estaba para la altura del año: llevaba puesta una
campera negra que, entreabierta, mostraba bajo ella un buzo de color verde
oscuro, junto con pantalones largos, en pleno diciembre. Se lo veía muy
pálido. Lo más llamativo del personaje es que escuchaba música con un
walkman, mientras rebobinaba un casete con una birome. Parecía más una
escena de mi propio secundario que de estos tiempos de celulares y Spotify.
Con tanto abrigo, además, se debía estar deshidratando. Por eso cuando
pasé frente a él de regreso a la mesa, volví a pensar en su palidez y le
pregunté:
—¿Te sentís mal?
Silencio. El chico ni siquiera levantó la cabeza para contestarme.
—¿Por qué no tomás un poco de agua? —insistí—. ¿No te morís de
calor?
Al fin reparó en mi existencia y alzó la vista hacia mí. Me pareció como
si le hubiera sorprendido que alguien le hablara. Tenía una cara pecosa y
una nariz respingada y la piel blanca, tan blanca que resaltaba sus ojos de
color marrón oscuro. Ni siquiera despegó los labios.
—¿Te sentís bien? ¿Estás nervioso? Te va a ir bien —redoblé.
Pero como seguía sin contestarme y mirándome fijo, pensé que mis cole-
gas me estaban esperando, así que lo dejé a solas con su silencio y seguí
rumbo a la mesa, no sin maldecirnos internamente, a él por colgado y a mí
por meterme donde no me llamaban.
Dos horas más tarde, cuando terminamos de tomar examen, el claustro ya
estaba bastante oscuro. El grupo de alumnos frente a la mesa de Latín había
desaparecido hacía tiempo. Sólo quedaba el chico de la campera, exacta-
mente en la misma posición en la que lo había encontrado hacía unas horas.
Perdido entre el grupo de profesores que se apresuraba para ir a Vicerrec-
toría a devolver las actas y el libro firmados, esta vez no le dije nada. Tuve
tiempo de ver que en el aula donde tomaban Latín ya no había nadie.
3

Soñé durante toda la noche con la figura silenciosa del alumno que tenía
que rendir examen. Al día siguiente, mientras desayunaba, decidí que
trataría de averiguar cómo le había ido.
En la Sala de Profesores del Colegio seguramente encontraría algún pro-
fesor que hubiera estado en la mesa de Latín. Esa tarde, las ventanas altas
estaban abiertas de par en par para que entrara algo de fresco que mitigara
el calor húmedo y pegajoso. La luz de un día nublado y tórrido perdía su
fuerza hacia el centro del recinto. Lamía, tenue, las dos grandes mesas cen-
trales. En torno a ellas, acomodados en los viejos sillones, algunos profe-
sores charlaban o cabeceaban soñolientos. Otros pasaban notas a la libreta o
corregían.
La Sala de Profesores es uno de los lugares más impresionantes del Cole-
gio, una suerte de reducto de glorias pasadas. De sus paredes cuelgan óleos
de gran tamaño pintados en los años treinta. Exhiben una Argentina opulen-
ta para la que el Colegio tenía que formar dirigentes. Uno de los cuadros
representa un glaciar en el Canal de Beagle; frente a los hielos navega un
barco de vapor. Otro reconstruye el episodio en el que Hipólito Bouchard,
el corsario, apresó con su nave La Argentina cuatro barcos negreros en
Madagascar, en tiempos de las guerras por la Independencia.
Pero la estrella está al fondo, más allá de las mesas de reunión, como si
fuera un altar pagano. Bartolomé Mitre recibe a los visitantes sentado en su
biblioteca. Supervisa la salud de su legado. Mira a los intrusos desde su
eternidad. Es el retrato del Fundador que domina la escena: el “general-his-
toriador-presidente-periodista-unitario-creador del Colegio Nacional de
Buenos Aires”.
Lamentablemente para él, este presente es distinto del país que él imag-
inó. Los muebles de la Sala están deteriorados. La cuerina de los sillones
está cuarteada. Los cableados de los teléfonos y las computadoras se arras-
tran como culebras por el piso o están amurados a las paredes. No combi-
nan con los revestimientos de madera hechos para durar años. Es como si la
selva hubiera invadido un antiguo templo.
Por fin di con una profesora que había estado en la mesa de Latín. La
saludé y pregunté:
—¿Cómo les fue con los exámenes? Tenían un montón de chicos.
—Aprobamos a la mitad. Latín de tercero es difícil —respondió después
de darle un sorbo prolongado a su café.
—Y sí, tercer año además es difícil en general.
—¿Y ustedes?
—Tomamos Historia de primero. Complicado. Ayer nos enteramos de
que los hebreos fueron los primeros monotributistas de la Historia.
La profesora se rió de compromiso. Aproveché para preguntarle:
—Había un chico muy raro, ayer, esperando para rendir con ustedes…
—Sí, ya sé, Valentino, uno que una vez por mes se cambia el color de
pelo. Ayer vino de verde loro, hace tres meses lo tenía anaranjado, antes se
lo había teñido de fucsia…
—No, no, lo vi, pero no me refiero a ese chico.
—Ah… ¿A quién, entonces?
—Era uno que estaba de campera, demasiado abrigado para diciembre, y
parecía muy nervioso.
Se quedó callada, esforzándose por recordar.
—No había nadie de campera.
—¡Pero sí! Un chico muy pálido, de ojos marrones, la campera era negra
y además tenía un buzo verde. ¡Era imposible no verlo, con el calor que
hacía!
—Para nada. ¿No sabés cómo se llama?
—No.
—¿Estás seguro? El único verde que recuerdo es el del pelo de Valentino,
que además rindió mal.
—Capaz tanta tintura le está quemando el cerebro —acotó otra profesora
que se había acercado en mitad de la conversación.
4

Me olvidé del chico hasta que volví a verlo en las mesas de examen de
febrero. Estaba sentado exactamente en el mismo lugar, frente a la misma
aula, apartado del grupo de sus compañeros mientras rebobinaba su casete.
Una vez más, a pesar del calor, estaba arrebujado en su campera.
No me pude detener a saludarlo. El tren se había demorado, así que como
ya llegaba tarde, pasé a la carrera delante de él con el tiempo justo para no-
tar su presencia y zambullirme en el aula que me correspondía.
Atardecía. Camino a la Vicerrectoría, mientras comentaba los incidentes
de la tarde con los otros profesores, vi que el chico seguía allí, inmóvil. Era
una fotografía de la escena de cinco horas antes. Ahí estaba, sentado en el
banco, dándole vueltas a la cinta con su birome, frente a un aula vacía. Me
detuve frente a él:
—Hola, ¿cómo te fue?
El chico levantó la cabeza, se quedó mirándome y no me contestó. Me di
cuenta de que algo andaba mal porque inclinado hacia el banco, atento a su
expresión, miré por sobre mi hombro y vi la cara preocupada de mis
compañeros:
—Che, ¿a quién le estás hablando?
—¿Estás bien?
—¿Eh? ¿Cómo a quién le hablo? A este...
—¿Tan mal te dejó la mesa?
—Ja, ja. Estás loco. Pedí días por licencia psiquiátrica.
—¿Cómo a quién? —dije nervioso—. A este chico, que no sé si está de-
scompuesto por el calor, o porque le fue mal con las declinaciones.
—Profe, ¿te sentís bien? Acá no hay nadie.
—Aflojate la camisa, dale, es el calor que te hizo mal.
—Vení, sentate —dijo una compañera mientras me tomaba del brazo—.
¿Por qué no te tomás la presión?
Y me acomodó justo donde un instante antes estaba el chico de la
campera, que tras mirarme una última vez, se había levantado e ido.
—Pero díganme una cosa —les dije a mis compañeros—. ¿No lo vieron?
—¿A quién?
—Al chico, ese que tiene una campera negra. ¡Se acaba de ir delante de
ustedes!
—Acá no hay nadie —me contestaron a coro, entre divertidos y preocu-
pados—. Te debe haber pegado el calor.
—Debe ser, sí —dije mientras me pasaba la mano por la frente.
—Dale, vamos a tomar un café. Ya no sabés qué inventarte para zafar de
llenar el libro de actas. Es cierto que tenés una letra horrible, pero no es jus-
to que siempre nos hagas trabajar a los demás. Lo completo yo. Pero dejá
de inventar fantasmas para no trabajar.
5

Unos días antes del comienzo de clases fue la última fecha de exámenes li-
bres. En ese caso, el procedimiento es diferente. Los chicos primero tienen
que pasar un examen escrito, y luego, si lo aprueban, viene una serie de pre-
guntas orales. En general es un momento más complicado que el de un exa-
men común y corriente. Son alumnos que se están jugando su permanencia
en el Colegio. Están muy nerviosos y cansados, llevan días sin dormir
preparando muchas materias
Para abreviar lo más posible un día que iba a ser muy largo, con mis
compañeros decidimos copiar en el pizarrón las dos preguntas de la parte
escrita del examen.
Me ofrecí para escribirlas. Borrador en mano me paré frente al pizarrón,
que aún estaba cubierto de ecuaciones de alguna evaluación anterior. Sentía
pares de ojos ansiosos sobre mis espaldas. Mientras borraba, los números y
signos comenzaron a desaparecer y se transformaron en una capa de polvo
blanco que cubrió la superficie irregular de la madera negra.
Terminé, dejé el borrador, me sacudí las manos y tomé una tiza para copi-
ar las dos preguntas. Pero sobre el pizarrón apareció, como si alguien la hu-
biera escrito con la yema de su dedo, una palabra:

Buscame

Y a su lado, nítida, la palma de una mano.


“Debe ser que alguien escribió eso con crayón o tinta y no sale”, pensé.
Volví a pasar el borrador, nervioso porque sentía la mirada de los chicos y
de mis colegas a mis espaldas. La superficie del pizarrón volvió a quedar
completamente lisa. Una vez más, dejé el borrador, limpié el polvo de mis
manos, y al disponerme a escribir, apareció la misma palabra:

Buscame

Y otra vez, como una rúbrica, la palma de la mano.


Me di vuelta, incómodo:
—Mejor dicto las consignas, ¿les parece?
—Como prefieras —dijo una de mis colegas, fastidiada por mi tardanza
—, pero apurate porque, si no, no nos vamos más.
6

El examen terminó al atardecer. Me pasé toda la tarde pensando en lo que


había pasado con el pizarrón. Es verdad que yo últimamente no tenía
buenos días, que descansaba poco y mal. Malos recuerdos, problemas per-
sonales, un repentino ataque de soledad. Pero hacía tiempo que no estaba
tan confundido con lo que veía. Los sentidos no podían engañarme tanto.
No me había atrevido a comentarles a mis compañeros lo que había sucedi-
do con el pizarrón. ¿Qué podrían pensar? Atarían cabos con el incidente del
banco vacío… Y en el Colegio radio pasillo es poderosa: “Che, fulanito está
loco”.
Estaba molesto conmigo mismo. Me demoré adrede para salir último y
no tener que conversar con nadie.
Camino a la salida, pasé junto al aula contigua a la que habíamos ocupa-
do durante el examen, y de manera automática miré hacia el interior a
través de la puerta de vidrios repartidos.
Parado frente al pizarrón, con una mano apoyada sobre él, estaba el chico
de la campera. Parecía pensativo. Esta vez no se me iba a escapar. Abrí la
puerta:
—Hola —dije—. ¿Qué hacés acá?
Lo único que recibí fue silencio y su mirada fija sobre mí.
—Los exámenes ya terminaron —insistí.
Sus ojos me estudiaron con una intensidad que me incomodó.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Sin responderme, con el casete en la mano, el chico avanzó hacia la
salida.
¡Me ignoraba completamente! ¡Pero qué maleducado!
—¿No me vas a contestar?
Tuve que hacerme a un lado para dejarlo pasar. Y fue entonces que
sucedió.
Al entrar, yo había cerrado la puerta. El chico ni siquiera se molestó en
abrirla: la atravesó sin ninguna dificultad. Y antes de pasar al otro lado, alzó
la mano y me mostró la palma blanca de tiza.
Como si quisiera decirme: “Sí, yo escribí el mensaje, y ahora atravieso la
puerta. ¿Ves qué fácil que es?”.
Me precipité tras él. Pero en el claustro no había nadie. Ni a un lado, ni a
otro. Volví a entrar al aula. En el pizarrón, el chico había vuelto a dejar su
mensaje: “Buscame”.
Y allí había estampado su mano, para que no me quedaran dudas de cuál
era su pedido.
Lo tenía que buscar.
7

26 de febrero
 
 
¿Por qué a mí?
¿Por qué otra vez?
Me resisto a creer que el chico sea uno de ellos.
Lo que más me fastidia es que justo ahora estoy empezando a ser feliz en el
Colegio. Aunque sea rutinario y predecible. Es lo que necesito después de
todo lo que pasó.
Deben ser los nervios, algún efecto de la separación. Todavía no me aco-
modo a vivir solo.
Pero la verdad es que me crucé tres veces con un chico que nadie vio más
que yo.
¿La mesa de Latín tendrá algo que ver? ¿Latín de tercero? El pibe, en-
tonces, tiene entre 15 y 16 años.
No tendré paz. Lo voy a tener que buscar.
Diacronía, sucesión de los hechos; sincronía, contemporaneidad. Tiempo y
espacio. Sin ellos, no somos nada.
Una idea cómoda sobre el pasado: lineal, tranquilizadora y, también,
egoísta. Los muertos, enterrados; los vivos, sobre la tierra. El pasado,
pisado.
Pero resulta que vino el chico de la campera a alborotarme las coorde-
nadas y robarme los mapas.
Fantasmas. Otra vez.
8

Tuve que imaginar cómo haría para encontrar al chico de la campera y saber
qué quería, y eso me hizo recordar algunas imágenes de mis primeros tiem-
pos como profesor del Colegio. Ahora pienso que es curioso que no pensara
en mis años de estudiante, pero también me doy cuenta de que él me había
buscado por lo que era ahora, un profesor.
Yo me había ido muy enojado del Colegio. Harto de un régimen muy exi-
gente y cansador. Cuando volví al Nacional ya adulto, como docente, hacía
veinte años que no pisaba el lugar. Me asignaron una división de primer año
en el turno mañana, y al principio traté de que dar clases en el Colegio fuera
como trabajar en cualquier otra escuela. Pero en ese momento no tenía otro
trabajo además de ése, así que los viernes, cuando terminaba de dar clase
cerca del mediodía, me sobraba tiempo. Me daba vergüenza volver a casa
tan temprano. Todavía no me había separado, y mentía descaradamente so-
bre reuniones para proyectos colosales que por fin nos sacarían de la es-
casez. Mi familia estaba harta de mis delirios y de mis obsesiones. Cuando
volví al Nacional faltaba poco para que me quedara solo, pero no lo sabía.
El regreso al Colegio y el exceso de tiempo libre se combinaron para que
de a poco me reconciliara con él. Me dieron ganas de volver a ver los lu-
gares en los que había crecido. Era como si quisiera recuperar un tiempo
que sentía perdido, aunque no pudiera explicar por qué.
Una mañana fui al Gabinete de Geografía y pedí ver los mapas históricos
para ver si los podía usar en clase. Como el catálogo no decía mucho, pedí
permiso para sacarlos de los estantes y desplegarlos. Muchos de ellos tenían
más de cien años.
—Se va a ensuciar, profesor. En general los profesores piden mapas co-
munes, no los históricos. Además están desactualizados y rotos.
—No importa, de verdad. ¿Puedo verlos? Dejo todo como estaba.
—Como prefiera.
Los rollos estaban apoyados en estanterías de madera con ganchos indi-
viduales para cada uno. Tomé uno al azar. Era un mapa del Imperio Ro-
mano en el siglo III. Como me habían advertido, estaba hecho una mugre,
cubierto de polvo. Al desplegarlo para apoyarlo sobre una de las anchas
mesas de trabajo volaron millones de partículas que quedaron flotando en el
aire, atrapadas en los haces de luz otoñal que entraban por la ventana.
El polvo se transformó en una nevada que parecía que no iba a terminar
nunca. A través de ella veía los rollos prolijamente apilados, los globos ter-
ráqueos antiguos, las vitrinas repletas de maquetas de accidentes geográfi-
cos y fósiles. Nevaba sobre las fronteras del Imperio. El polvo caía sobre
Dacia, cubría los bosques de Germania donde todavía blanqueaban los hue-
sos de las legiones humilladas, hacía tiritar a los lobos y a los bárbaros en
sus aldeas, alcanzaba la Britannia Inferior. Más allá de la frontera estaban
todas esas amenazas, pero también el mundo por descubrir, las fieras, las
maravillas, los pueblos desconocidos. Esa tarde, entre risas y estornudos por
el polvillo que aún volaba, me dije que yo también iba a usar otros mapas
más nuevos porque llevar los viejos a las aulas era destruirlos.
Pero ahora, mientras recuerdo la escena, sé que esa tarde no subí allí por
los mapas antiguos. Lo que en realidad buscaba eran esas caricias del polvo
de los tiempos. Esa tarde quería que el pasado nevara sobre mí. Y siento
una gran nostalgia por un mapa imposible: uno que me permita encontrar al
chico de la campera, y que incluya en su recorrido los momentos y las per-
sonas perdidos, sí, pero también los momentos felices cuya intensidad a ve-
ces parece apagarse como los fuegos en la noche allí, en las fronteras, bajo
la nevada impía del tiempo.
9

TRABAJO DE INVESTIGACIÓN:
MARCAS DE LA HISTORIA EN EL COLEGIO NACIONAL DE
BUENOS AIRES

1. Divídanse en grupos de 4 integrantes como máximo.


2. Recorran el edificio del Colegio (pueden repartirse los pisos o claus-
tros para poder abarcarlo en forma completa). Identifiquen “marcas”
de la historia en el edificio. Pueden ser placas, bustos, estatuas, obje-
tos, inscripciones, vitrinas (como la de alumnos destacados, o la de li-
bros antiguos de la Biblioteca), carteleras. Pero también afiches, grafi-
tis, pintadas, exhibiciones. Pueden pedir permiso para ver los cuadros
y bustos de la Sala de Profesores.
3. ¿A quiénes están dedicadas esas marcas del pasado? ¿A quiénes
homenajean?
4. ¿Qué historias cuentan? ¿Qué tipo de Colegio construyen? ¿Hay una
perspectiva dominante en dichas marcas? Investiguen brevemente so-
bre la historia del CNBA y comparen con lo que descubrieron en su
recorrida.
5. Discutimos en clase la cuestión de la “perspectiva” para aproximarnos
a la historia. Imaginen un poema como el de Bertolt Brecht pero titula-
do “Preguntas de un alumno de primer año al Colegio?”. ¿Qué pregun-
tas le harían? ¿Por qué?
6. Escriban el poema.
10

A comienzo de año con los chicos de primero hacemos un trabajo para que
investiguen sobre la historia del Colegio. Antes, leemos juntos “Preguntas
de un obrero ante un libro”, el poema de Bertolt Brecht:
 
Tebas, la de las Siete Puertas, ¿por quién fue construida?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?...
 
Y entonces, les doy una consigna para que de a poco conozcan el enorme
edificio que habitarán durante cinco o seis años. Les pido que busquen las
marcas de otras vidas, los laboratorios, los patios, los distintos recovecos
que van a ser su territorio de caza, refugio y estudio. Y aunque cada vez con
más frecuencia los trabajos que me entregan son un corte y pegue de Wiki-
pedia, y son pocos los que se largan a escribir, barremos de a poco esa ho-
jarasca para discutir las preguntas del obrero, que son las que quiero que
ellos se hagan.
—¿Por qué entraron al Colegio? —suelo preguntar.
—Porque mis papás quisieron —dice siempre alguno.
—Porque es famoso y es una buena base para la universidad.
—Por la exigencia.
—Porque vino mi hermana.
—¿Profe, para qué nos hizo hacer este trabajo?
—Porque recién empezamos —les contesto—. Y tenemos que firmar el
pacto.
—¿Qué pacto?
—Chicos, si a cualquier persona de su edad la pararan por la calle y le
dijeran que durante cinco años va a estudiar mucho más que el resto, que se
va a pasar tardes y fines de semana enteros sobre los libros, que se va a ten-
er que sentar en bancos donde dentro de dos años muchos de ustedes apenas
van a entrar, pero que además antes de eso tiene que hacer durante el último
año de la primaria un curso de ingreso y rendir diez exámenes; si les dieran
a elegir, ¿piensan que todos dirían que sí?
—¡Noooooo! —gritan entre risas.
—Entonces, ¿no les parece que más vale que cada tanto nos preguntemos
qué hacemos acá?
Me gusta plantearles estas cosas. Es mi revancha.
—Es bueno pensar por qué estamos acá. Qué marcas queremos dejar,
como las que encontraron mientras hicieron el trabajo. Para conocernos,
para saber qué nos gusta, de qué somos capaces, qué necesitamos para
realizarlo.
Silencio teatral:
—Y, sobre todo, con quiénes lo vamos a hacer.
—Como en el poema del obrero y el libro, profe.
—Exacto.
Muchos de los chicos, antes de empezar un curso de ingreso muy exi-
gente, hacen una visita guiada al edificio, o saben del Colegio porque tienen
algún pariente que fue alumno. Pero es distinto recorrerlo cuando ya se es
parte de él. Me hablan de su asombro ante la cantidad de placas, de historias
posibles que han encontrado. ¿O soy yo el que recuerdo esas sensaciones
mientras leen los resultados de sus informes, cuando corrijo los trabajos con
la curiosidad de ver qué descubrieron?
No sabemos nada acerca de las personas evocadas en las placas, salvo
que fueron presidentes, científicos destacados, profesores a los que hay que
recordar.
—¿A qué se dedicaban los personajes que aparecen en los recordatorios?
—La mayoría son varones —dice una chica.
—Es verdad.
—Científicos, presidentes, generales, escritores, profesores...
—¡Militantes políticos!
—¿Les parece que todos los chicos que vinieron acá aparecen representa-
dos en los homenajes?
—No.
—Es decir, no hay un homenaje para cada uno de los que vinimos acá…
—¡No!
—¿Y entonces?
Manos alzadas.
—Las placas recuerdan lo que el Colegio quiere enseñar.
—¿Y qué quiere enseñar?
—Lo que quiere que seamos —contesta un rostro pecoso.
—Pero nosotros, ustedes, ¿qué queremos ser?
Silencio.
Este año el ejercicio de las marcas en el Colegio fue especial. Les di la
tarea a mis estudiantes pensando en el chico de la campera. ¿Cuándo,
dónde, qué le había pasado? ¿Para qué volvía a los claustros? ¿Qué buscaba
al mezclarse con los chicos, al encontrarse con un profesor, conmigo? ¿Era
uno de los alumnos conmemorados en el Claustro Central, en las baldosas
de la vereda, un desaparecido? ¿Cuál de ellos? ¿Se lo cruzaría también al-
guno de los chicos que mandé a recorrer los claustros para el trabajo prácti-
co? ¿Qué pasaría entonces? ¿O yo era el único que lo veía?
11

Para pernoctar en el Colegio es necesario aprovechar los horarios más


tardíos. Hay menos gente porque en el turno vespertino funcionan menos
divisiones. A nadie le llama la atención que un profesor camine por los
claustros. Ésa sería la manera de volverme invisible. El edificio es tan
grande que es muy fácil perderse entre sus recovecos sin ser detectado. Bas-
ta cambiar de lugar todo el tiempo para mimetizarse con los viejos muros y
permanecer adentro una vez que todas las puertas se cierran.
No sé por qué decidí que iba a buscar al chico de noche, cuando siempre
me lo había encontrado de día. Pero algo me impulsó a la transgresión. Tal
vez el pasado, cuando tenía diecisiete años y quedarse a pasar la noche en
los claustros vacíos fue un desafío entre adolescentes. Quizás el motivo era
más sencillo. Pasar la noche en el Colegio era un excelente recurso para ne-
gar lo evidente: que no tenía que volver temprano a mi casa. Desde hacía
unos meses, ya no me esperaba nadie.
Esta segunda noche que me quedé —la primera había sido hacía muchos
años— la mole del edificio se me vino encima. Para cuando el rumor de la
salida de los chicos del vespertino cesó yo ya llevaba horas cambiando de
pisos y rincones. Cuando se apagaron las luces, la oscuridad cayó con pe-
sadez sobre mí. Bajé con cautela hasta la planta baja y espié desde el fondo
del Claustro Central hacia la gran entrada principal de la calle Bolívar. Bajo
los enormes faroles apagados sólo quedaba el sereno adormilado. La noche
era completa.
Sólo la luz de la mesa de la portería brillaba como un faro. Pero a medida
que se debilitaba, comenzaba otro reino; el mundo en el que me había intro-
ducido para buscar a mi fantasma. El mundo de la noche, que tenía su
propia luz. A través de los ventanales amplios un resplandor pálido ilumina-
ba el Claustro Central y, piso a piso, los claustros superiores. La luna pinta-
ba la trama de mosaicos blancos y negros del piso y las altas columnas con
un gris plateado.
Avancé por el primer piso y me planté frente a la gran puerta de madera
de la Biblioteca. Estaba cerrada, como si fuera una ciudadela asediada. Mi
sombra se proyectaba sobre la doble hoja que me separaba de miles de li-
bros. Me di vuelta. A través del ventanal, patio de por medio, los postigos
cerrados de las ventanas de las aulas en los otros pisos me hicieron pensar
en una colonia de animales dormidos, una de esas enormes cavernas
habitadas por colonias de murciélagos. Sobre todas ellas, la cúpula del ob-
servatorio astronómico parecía algún animal prehistórico cubierto de esca-
mas que dormitaba hecho un ovillo.
La noche hacía que el edificio del Colegio pareciera más grande y ampli-
ficaba mi sensación de soledad e indefensión. La atmósfera se impuso sobre
mí. Los bronces de las placas y los bustos destellaban de repente, cuando
les daba algún rayo de luz. Brillaban un instante y desaparecían como son-
risas de duendes. Tardé en identificar el único ruido constante que percibí
esa noche: el agua que goteaba en los depósitos de los baños. En el segundo
piso había quedado una canilla abierta. Entré para cerrarla, sin darme cuenta
de que al empujar las puertas vaivén rechinarían con fuerza. El ruido se ale-
jó en ecos siniestros por los pasillos. Me quedé congelado en mi lugar,
como en el juego de las estatuas, mientras esperaba escuchar los pasos que
venían a investigar el origen de semejante ruido. Pero nada pasó. Tendría
que tener mucho más cuidado. Si alguien me descubría, sería muy difícil
explicar mi presencia a deshoras.
Después de medianoche, empecé a escuchar voces. Iban y venían como
cardúmenes de peces. Se mezclaban susurros, risas y conversaciones sin
que yo pudiera entender nada. Estallaban de improviso. Entonces me pre-
cipitaba hacia el lugar del que venía el ruido, pero sólo encontraba aulas
vacías. A oscuras, las filas de bancos desiertos me llenaron de miedo. Es-
peraba descubrir una división de fantasmas, alumnos pálidos atentos a algún
profesor espectral. Pero al recorrer los claustros sólo encontré un vacío
patético y oprimente. Y a pesar de eso, tenía la certeza de que no estaba
solo. Más de una vez me di vuelta de improviso. Me sentía observado.
Esa primera noche no vi a nadie. Finalmente, me acurruqué en el descan-
so del ascensor del tercer piso, y me quedé dormido. Me despertaron las
luces del amanecer y el revoloteo de unas palomas que habían entrado por
los vidrios rotos de una ventana. Aguardé escondido a que se hiciera por
completo de día.
Las luces del Colegio se encendieron. Me crucé con los primeros alum-
nos madrugadores. Se escuchaban risas y saludos que salían de las divi-
siones. Iguales a los de la noche, pero con rostro y cuerpo.
12

13 de abril
 
 
Ayer se me ocurrió visitar el Campo de Deportes.
No sé qué me llevó allí. Supongo que después de mi aventura nocturna
muchas cosas se movieron en mi cabeza, y necesitaba aire, algo que oliera
a vivo.
Cuando yo iba a jugar handball, Puerto Madero aún no existía. Hacíamos
deportes en medio de un puerto en decadencia. Ahora el Campo, un espa-
cio verde cuadriculado por las diferentes canchas, los vestuarios y las in-
stalaciones del casero, está sitiado por altísimas estructuras de vidrio y
metal, como si fueran gigantes a la espera del momento de arrasar con él.
Dije que era profesor del Colegio y me dejaron pasar. Parado en medio de
la cancha de fútbol, al mirar en dirección a Plaza de Mayo, el paisaje no
coincidía con el de mi memoria: ya no se ven ni los galpones de ladrillos
rojos, ni los barcos viejos ni las grúas en segundo plano. Tampoco se dis-
tinguen las viejas cúpulas de los edificios de la avenida Alem. Ahora sólo
hay torres y más torres, modernas y relucientes, mucho vidrio para los edi-
ficios comerciales y balcones amplios donde viven los porteños top.
Cuando yo iba al Colegio caminar hasta el Campo era una aventura. En-
trábamos por el acceso de la Avenida Belgrano esquivando los camiones
que atronaban el empedrado irregular, y luego bordeábamos los diques
mientras admirábamos los cascos oxidados de los viejos cargueros. En el
camino encontrábamos todas las distracciones imaginables: la posibilidad
de emboscar a los rezagados en los edificios abandonados, de no dejar un
vidrio sano a piedrazos.
Me di vuelta. Hacia el Este estaba el río, siempre invisible, y las hileras de
álamos de la Avenida de los Italianos, tanto más acogedores y amigables
porque esa escena sí se parecía mucho más a mis recuerdos. El viento hacía
cantar la arboleda. Las risas de los chicos de hoy se mezclaron con las de
mis recuerdos.
De regreso a casa la única cosa familiar, en cambio, fueron los palos de la
vieja corbeta Uruguay, que parecía atrapada entre los hielos de un tiempo
que no era el de ella.
13

La verdad es que yo no tenía ninguna certeza de que el chico de la campera


volviera a aparecer. Hacía por los menos dos meses que me había dejado un
mensaje en el pizarrón y se había ido atravesando la puerta.
¿Y si de verdad era una alucinación, como me había dicho una noche de
insomnio? Trabajaba muchas horas y el poco sueño y la tensión agotan los
nervios. Obnubilado por buscar al fantasma que me había pedido que lo
buscara, presté poca atención a mis propios motivos para sostener la
pesquisa. A veces pienso, ahora que ya pasó todo, que la vida nos da ex-
cusas para responder antiguas preguntas bajo la forma de problemas
nuevos. A mí, por ejemplo, me obligó a ayudarlo a él.
Después del primer intento fallido, pensé que hasta que encontrara al
chico debería volver unas cuantas noches más al Colegio. Decidí
plantearme algún orden para mis visitas nocturnas. El edificio es muy
grande: la letra “E” acostada se multiplica en un subsuelo, planta baja y tres
pisos. Hay decenas de aulas y oficinas. Una biblioteca inmensa, los labora-
torios de Química y Física, los gabinetes de Plástica, de Biología y la sala
de Música, el Aula Magna.
Por pura lógica, para empezar la búsqueda de una manera más ordenada
decidí arrancar por el subsuelo. Esa noche me entretuve un rato en uno de
los pasillos lleno de bancos rotos y muebles en desuso. Los tablones apila-
dos y los hierros en desorden parecían los restos amontonados de una gi-
gantesca cacería, un antiguo osario que yo mancillaba con irreverencia. Los
pupitres, patas arriba, parecían enormes escarabajos dados vuelta como en
una viñeta de El eternauta.
No encontré nada que me indicara que el chico estuviera allí. Sólo pin-
tadas con aerosol y marcador, nombres de bandas y grupos, amenazas y
citas para pelear, promesas de amor, nombres con fechas, como los que yo
mismo había dejado en su momento. Grafitis que contaban una historia
paralela del Colegio.
Comencé a subir las escaleras hacia la planta baja cuando el ruido de una
zambullida llamó mi atención. Me di vuelta, y vi que por debajo de la puer-
ta que da al natatorio asomaba un hilo de luz. El ruido había venido desde
allí.
El vaho tropical de la pileta me golpeó. Desde el balcón en el que estaba
pude ver los banderines azules y rojos de lado a lado de la pared. Al fondo,
un mural que no pude distinguir muy bien, y que en mi época no estaba.
Una suave luminiscencia, como la de las noctilucas de los mares tropicales,
salía del agua e iluminaba la escena. Al bajar la vista hacia la pileta distin-
guí a una nadadora: iba y venía por su carril con movimientos regulares y
muy buen estilo. El pequeño oleaje en torno a su cuerpo no me permitía dis-
tinguirla bien, pero parecía flaca y alta. La superficie rota por sus
movimientos torcía y retorcía los andariveles negros del fondo de la piscina,
visibles a través del agua azulina.
Apoyé los codos en la baranda y me quedé contemplándola un rato largo.
Sus idas y venidas transmitían paz. La chica disfrutaba lo que hacía: al lle-
gar al borde, cada vuelta americana era un salto de delfines. Era una escena
muy armoniosa, como si ella y el agua fueran una. El mundo, allí, en ese
momento, tenía un orden.
Empezó a nadar estilo espalda, y entonces me vio. Detuvo su marcha en
mitad de su recorrido y, mientras hacía flotación, me hizo un gesto con la
mano para que bajara. Miré hacia el fondo de la pileta. Allí estaban las es-
caleras, y el viejo cartel de chapa bastante más oxidado que en mis tiempos:

La buena conducta, la discreción y el recíproco respeto constituyen el pre-


cio exigido para el uso del natatorio.

Bajé con cuidado tomándome de la baranda. El piso estaba resbaladizo


por el vapor. Me detuve en el borde de la pileta, demasiado angosto para mi
gusto, y la chica se acercó con dos brazadas. Se impulsó y, apoyada en sus
codos, se quedó mirándome sin decir palabra. Se levantó las antiparras y
pude ver unos ojos dulces y melancólicos que me estudiaron con curiosi-
dad. Su cabeza estaba a la altura de mis pies, así que me arrodillé para
hablar con ella. Sentí cómo el agua mojaba mis rodillas.
—¿Qué hacés acá? —preguntó.
—Escuché cuando te tirabas al agua y vine a verte.
Sonrió.
—¿Te gusta cómo nado? —y tras decir esto se impulsó hacia el centro de
la pileta, dio un par de vueltas en el agua y regresó a donde yo estaba.
—¡Me encanta! —contesté con sinceridad.
—Vengo cuando nadie me ve. Me quedé libre en tercero —dijo con cara
triste.
—¡Qué pena!
—Pena, sí —repitió mis palabras como un eco—. Además, yo estaba en
el equipo de natación del Colegio.
—Viendo cómo nadás, no me cabe duda —le dije.
Sonrió halagada.
—¿Me ayudás a salir?
—¡Claro! —dije tendiéndole la mano.
Agarré con fuerza una mano pequeña y tibia por el agua. Cuando estuvo
fuera del agua por completo, la vi diminuta y frágil, a pesar de que efectiva-
mente era alta.
—Mi toalla está ahí —señaló con discreción.
—Ah, sí, claro.
Se la alcancé, se cubrió los hombros, y caminamos rumbo a las escaleras.
—¿Cómo te llamás? —pregunté.
—Freya. Mis amigos me dicen Frey.
—¡Epa! —exclamé sin poder contenerme—. ¡Qué lindo nombre!
Rió sorprendida:
—¿Por qué?
—Me hace acordar a un libro que leí hace muchos años —contesté—,
Freya de las Siete Islas.
—No lo conozco —dijo con un gesto de contrariedad.
—Es una historia de amor que transcurre en el mar. El capitán de un
bergantín, el Bonito, navega por las costas de Macasar mientras lleva y trae
mercaderías, hasta que su novia, Freya, cumpla la mayoría de edad.
—¡Mayoría de edad! —repitió entre risas.
—Eran otras épocas —contesté.
Al pie de la escalera, se detuvo y me miró con una intensidad que me
mareó.
—Se te están empañando los anteojos —dijo de pronto—. Esperá.
Se detuvo, se puso en puntas de pie, me los sacó y los limpió con la punta
de su toalla.
—¡Perfectos! —dije mientras me los volvía a poner—. ¡Muchas gracias!
—Entonces… ¿Nada más pasabas por acá? —dijo con suspicacia.
—No, busco a un chico, pero no sé cómo se llama.
—Capaz te puedo ayudar… ¿Cómo es?
—Flaquito, tiene una campera negra.
Pensó unos instantes y dijo al fin:
—No, por acá no lo vi.
Noté que mientras caminaba, Freya no dejaba huellas en el suelo. Tam-
poco goteaba agua de su cuerpo.
—Bueno, me tengo que ir a cambiar —dijo con sencillez.
Caminó unos pasos y se dio vuelta:
—¿De verdad te parece que nado bien?
—Nunca vi a nadie mejor —dije, y sonreí.
—Gracias, profe —me dijo mientras se alejaba.
—¿Cómo sabés que soy profe?
14

2 de mayo
 
 
Están acá, otra vez. Nunca se fueron. Como cuando hacía las entrevistas.
Los fantasmas que me alejaron de los vivos a los que quiero.
Los fantasmas entre los que me siento cómodo porque sólo yo los puedo ver.
No avanzo. No volví a ver al chico, pero me crucé con varios de ellos ya.
La nadadora.
El chico que rindió mal el examen y no pudo entrar por dos puntos. No
puede decir dos palabras sin vomitar.
Una chica, de pollera debajo de la rodilla, que buscaba debajo de los ban-
cos una carta inexistente.
Almas en pena.
Muertos.
¿Muertos?
Yo también tengo pena, y tengo carne, y huesos, y no puedo dejar de buscar.
Es el Colegio.
El Colegio es un megaterio que hiberna en alguna cueva patagónica. La
bestia dormía hasta que la desperté en mi búsqueda del chico de la
campera. El edificio está vivo. La antigüedad que exudan sus objetos y
reliquias es engañosa. Bayonetas de las Invasiones Inglesas exhibidas en la
Sala de Banderas, marcas de la gloria patria. Animales amarillentos dis-
ecados en las vitrinas de los laboratorios, cazados y coleccionados cuando
el mundo parecía completamente domesticable por la razón, el dinero y la
fuerza. Hojas de carpeta manchadas de sangre, llenas de palabras que
soñaron y prometieron la revolución y el amor. Borradores de cuentos que
jamás vieron la imprenta. Letras de los Sex Pistols, machetes para las prue-
bas. Bancos rayados con promesas, fórmulas polinómicas, declinaciones,
amenazas, puteadas y ecuaciones. Sudores y miedos agitados, guardados en
los pliegues de la memoria y en los salones polvorientos. Iras y victorias,
ausencias y reencuentros. Mármoles y maderas. Paredes más fuertes que la
carne que padeció o disfrutó entre ellas y a pesar de ellas. ¡Qué lugar tan
poderoso!
Este Colegio de la Patria, como aún lo llaman algunos, tiene tanta fuerza
que todavía vive de sus glorias pasadas. El edificio se nutre de nuestros re-
cuerdos, nos chupa la sangre.
Y si el chico de la campera estaba allí, era porque alguna gran telaraña
había atrapado un momento de su vida, hasta unirlo indisolublemente a
una trama mayor.
El Colegio es un animal viejo y celoso. Como Cronos, se come a sus hijos.
El Colegio late. Las memorias son la savia de un bosque añoso: una jungla
espesa habitada por los recuerdos. Late como la selva del Amazonas que
navegó Orellana, misteriosa, tan tentadora como peligrosa y repleta de
vida. En la espesura, como animalitos desconfiados de los humanos que
visitan su territorio, viven el chico de la campera y tantos otros.
Hambrientos, suplicantes, cautelosos, fraternales, siento sus pupilas sobre
mis espaldas.
Por eso no puedo abandonarlos.
15

¿Por qué el chico de la campera seguía atado al Colegio? ¿Por qué, al morir,
la puerta no se había cerrado por completo tras él? ¿A quiénes había dejado
aquí? ¿Qué necesitaba? ¿Por qué transformé su búsqueda en la mía? ¿Por
qué acepté cruzarme con otros como él? ¿O es que no se trata de admitir la
presencia de los muertos entre nosotros, sino de aprender a mirar de otra
manera? ¿No será que hay que aprender a aceptar que siempre están entre
los vivos? Conviven con nosotros. Esperan terminar algo que dejaron in-
concluso, encontrar aquello que los hará completos y les permitirá
descansar.
Él, el chico, no fue el único fantasma con el que me crucé, y a algunos de
ellos los vi varias veces.
A uno, en particular, me lo encontré muchas veces, como si el Colegio
fuera de él. Era un señor alto, un hombre viejo, muy formal, de saco, chale-
co gris haciendo juego y corbata negra. Tenía una expresión severa, acentu-
ada por un bigote fino. Llevaba un escudo del Colegio y una escarapela ce-
leste y blanca prendidos en la solapa. Recorría los claustros y se detenía
ante cada placa y vitrina, examinándolas con atención. Abría y cerraba las
puertas de las aulas. Acariciaba las columnas con afecto, como si fueran el
lomo de una enorme mascota. Se detenía frente a las paredes, como un su-
pervisor que buscaba defectos de confección. Cada tanto, perdía la compos-
tura y, desencajado, comenzaba a dar gritos. Parado en medio de los corre-
dores, alzaba las manos y el rostro a lo alto, y clamaba:
—¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser?
El eco de sus gritos retumbaba por los claustros y se mezclaba con una
nueva andanada, siempre la misma:
—¡Desagradecidos! ¡Hijos de puta!
Seguía una rutina. Subía por la escalera rumbo a la Biblioteca, que estaba
cerrada, y de allí entraba a la Rectoría. Entonces cambiaba de actitud: in-
gresaba enhiesto a un lugar que seguramente consideraba propio, pero tras
abrir y cerrar un par de puertas terminaba golpeando los escritorios con fu-
ria mientras revoleaba papeles a diestra y siniestra.
—¡Sacaron el crucifijo! ¡Cambiaron de lugar la bandera!
Después de esos arranques de ira, se calmaba y volvía al tono plañidero:
—Hice todo lo que pude para reorganizar el Colegio, y estos desagradeci-
dos me pagan así.
Entonces se apretaba las sienes y sollozaba.
Una noche, por fin, reparó en mí, que había aprovechado para colarme en
el despacho a través de la puerta que él mismo había abierto con un manojo
de llaves que llevaba en el bolsillo. Estaba revisando los cajones del escrito-
rio. Sus cajones:
—¡Mi agenda, mis apuntes! ¡Se llevaron todo!
Me señaló con un dedo amarillento:
—Usted, alumno, ¿qué hace fuera de horario en el establecimiento?
¿Alumno? ¿Qué veía en mí la aparición?
Compuse con rapidez un tono de autoridad y le contesté:
—Lo mismo que usted. Busco. Pero soy profesor.
Mi respuesta pareció caerle bien. Rodeó el amplio escritorio, se acomodó
en el sillón mullido del rector y, señalándome la silla para las visitas, me
dijo con gran cortesía:
—Por favor, siéntese. No es común que alguien me visite.
Me miró con un aire compasivo y curioso a la vez.
—De todas formas, no creo que su búsqueda se parezca a la mía —adop-
tó un tono orgulloso—. Creo que no tiene idea de lo que está hablando.
—…
—No sé qué es lo que usted busca —dijo al fin—. Pero yo cazo. No es lo
mismo.
—¿Caza?
—Sí. Cazo subversivos. Marxistas.
Entonces caí en la cuenta de quién era.
El rector Maniglia, “La Bestia”. El responsable del peor momento repre-
sivo en el Colegio.
—No, no tiene idea de lo que es cazar —dijo, como si necesitara reforzar
mi descubrimiento.
Bajó la vista y pareció adormilarse.
—Pero no pude terminar mi tarea. Aquí me ve. Es frustrante —concluyó
ante mi silencio.
Tuve un escalofrío. Si en los claustros la luz era escasa, en la habitación
cerrada lo único que nos iluminaba era la luz pálida que irradiaba su figura
y, sobre todo, el brillo místico de sus ojos.
Sonó la campanilla de un teléfono, que hizo que el espectro saltara en su
sillón. Levantó el tubo como si hubiera estado esperando la llamada.
—Sí, señor. Por supuesto, mi coronel. En Viamonte y Callao, como siem-
pre. Llevo lo que hemos podido reunir.
—…
Recordé lo que me contaron algunos compañeros más grandes cuando
entré al Colegio. Que en 1978, el sábado en el que Maniglia se murió, los
alumnos festejaron en el Campo de Deportes. Pareció leerme el pensamien-
to. Entrecerró con malicia los ojos, me miró inquisitivamente y dijo:
—Lo sabe, ¿verdad? Eso es lo que me atormenta. No entiendo cómo
pueden haber hecho eso. Inventaron una canción vulgar, de tribuna, ¿sabe
usted?
Se detuvo, y empezó a tararear:

Año 78
Año sensacional
Porque se murió Maniglia
Y ganamos el Mundial.

Había alzado la voz. Al hacer silencio, escuché voces juveniles que desde
el claustro coreaban el mismo cantito con alegría, aunque rápidamente se
mezclaron con sus propios ecos y se extinguieron.
—¿Lo ve? ¿Los oye? ¡No hemos terminado!
—Viera cómo se hacían encima cuando los interrogábamos —dijo con un
placer feroz mientras se levantaba—. Temblaban de miedo. Lloraban. Se
meaban. Se creían que estaban haciendo la revolución pero cuando los
apretábamos pedían por favor que no llamáramos a los papás.
Abrió la puerta y se asomó.
—¡Cagones!
Llegó, entre risas, el rumor de mocasines apresurados escapando por los
corredores.
La puerta estalló contra el marco. Salió tras ellos, dejándome a solas en el
despacho. Algunos papeles de los que había revoleado, blancos y fúnebres,
aún no terminaban de caer. El teléfono volvió a sonar.
16

Pasaban los días y mi búsqueda no avanzaba. Mis expediciones al Colegio


se transformaron en una mezcla de obsesión por el fantasma y no tener a
dónde ir. Hubo una noche en la que estaba más cansado que de costumbre,
tanto por la falta de sueño como por la certeza de que no volvía a mi casa
porque todo me recordaba la soledad.
¿Cuántos días puede estar una persona sin dormir, sin que se le emboten
los reflejos, se le vayan las ganas, pierda la capacidad de concentración? ¿Y
si ese mismo estado de alteración era el responsable de lo que veía? A veces
las convicciones y las certezas flaquean no tanto por su debilidad, sino por
algo tan sencillo como no haber dormido lo suficiente. Bajan las esperanzas.
Queremos que todo termine de un modo u otro.
Sí, esa noche estaba cansado. Sin darme cuenta, terminé recostado bajo el
Árbol de las Grullas. Era una estructura de papel maché que habían hecho
los chicos en 2010. Medio abollada, pero de la que todavía cuelgan algunos
pájaros multicolores hechos en origami. Las grullas las habían hecho los
chicos en recuerdo de Erik, un compañero que había muerto de repente en
el Campo de Deportes. Cuando se enteraron, sus amigos decidieron que
fabricarían decenas de grullas que doblaron como él les había enseñado a
hacer, y las colgaron en el Claustro Central para hacerle un homenaje. El
amplio espacio se llenó de pájaros multicolores; los aplausos y las risas
fueron emocionantes. No había allí lugar para la Muerte.
Pasó el tiempo y los pájaros se fueron. Quedaron algunos, en un rincón,
colgando del árbol de papel tirado en un rincón, el mismo donde yo estaba
ahora sentado, agobiado por mis pensamientos. Me senté en la escalera jun-
to al tronco de papel maché, y repasé lo que había hecho hasta ese momen-
to. Buscar pruebas, evidencias, el rastro de un alumno mudo y muerto al
que sólo yo veía. ¿Para qué negarlo? Estaba abatido. Me acomodé bajo las
ramas rotas del árbol abrazado a mi mochila como un soldado que aguanta
un bombardeo.
Debí quedarme dormido un rato. Al despertar, me dolía todo el cuerpo.
Estiré los brazos para desentumecerme y sin querer golpeé el árbol, que se
sacudió, y con él, las grullas. Empecé a escuchar graznidos y aleteos. Los
pájaros de papel cobraron vida. Cortaron los hilos con sus picos y volaron
hacia el Claustro Central por el pasillo del fondo. Eran una bandada desor-
denada, pero todas despegaron.
Amanecía. Los vidrios sucios del ventanal del fondo dejaban ver el gris
claro de las primeras horas del día. Las grullas encontraron abierta una de
las puertas del patio de Alsina y huyeron hacia lo alto. Seguí fascinado por
su vuelo hasta que las perdí de vista.
Alguien me llamó:
—¡Profe! ¡Profe!
Me di vuelta. “¡Por fin!”, pensé.
Confieso que me desilusioné un poco. No era el chico de la campera. En
su lugar estaba quien en vida había sido Erik.
—Sí, soy Erik —dijo, como si hubiera leído mis pensamientos.
—Hola, Erik. ¿Cómo estás?
Me miró con ternura:
—Estoy, nada más.
Ambos hicimos silencio y permanecimos inmóviles, con la cabeza baja.
—¿Y usted qué hace acá?
—Busco a un chico. Tal vez lo hayas visto.
—¿Cómo se llama?
—No lo sé. Tiene puesta una campera negra, un buzo verde y lleva un
casete en la mano.
—¿Qué es un casete?
—Un casete es un… —Sonreí. ¡Claro! ¡Él era muy joven!—. No impor-
ta. Dejá. Es algo para escuchar música.
—A veces me cruzo con algunos compañeros, pero hasta ahora nunca vi
a un chico así.
—Qué lástima.
—Lástima, sí —sacó un papel rojo del bolsillo.
—Me encantaba hacer grullas —dijo, al ver que mis ojos se desviaban
hacia sus manos.
—Lo sé. Estuve el día del homenaje que te hicieron tus compañeros.
Nuevo silencio.
—Yo, en cambio, en mi vida pude hacer una —dije al fin.
La novedad pareció alegrarlo mucho. Sacó más papeles del bolsillo:
—¿Le enseño? Es fácil.
Nos sentamos en uno de los bancos, y seguí con atención los movimien-
tos de Erik repitiéndolos con el papel que me había pasado. Al ratito, alcé
con aire triunfal mi grulla terminada. Honestamente, parecía más una galli-
na, pero Erik fue un maestro generoso:
—¡Bravo! —aplaudió.
—Me costó. No soy bueno con esto.
—¡Pero si está muy bien! —dijo—. ¿Quiere hacer otra? —y no había ter-
minado de hablar que ya tenía un papel celeste en la mano.
Miré la hora. Las seis y cuarto de la mañana…
—Bueno, dale.
Trabajamos un rato más. Vino una tercera grulla, y una cuarta, y una
quinta. Asombrado, vi que por cada una que yo doblaba de sus manos salían
decenas, blancas y pequeñas, hasta que el piso a nuestro alrededor se cubrió
de ellas, y luego nuestros pies, como si subiera la marea.
—¿Vio que no era difícil, profe?
Los primeros rayos del sol entraban en haces a través de las ventanas am-
plias que daban al patio y dibujaban cuadrículas luminosas sobre las grullas
amontonadas. Ya no eran pájaros. Parecían las hojas secas amontonadas en
el camino de un bosque otoñal.
—Komorebi —murmuró Erik.
—¿Perdón?— pregunté.
—Komorebi, profe. ¡Es japonés!
—No sé qué significa…
—Uf, es una imagen, no una palabra: es la luz del sol cuando atraviesa
las hojas de los árboles. En un bosque, por ejemplo…
Callamos. Yo, fascinado por la imagen de una foresta en penumbras y los
rayos que rompían su oscuridad. Erik, entretenido en terminar de plegar una
grulla.
—Profe, me tengo que ir —dijo por fin.
—Claro, claro.
—Ya va a encontrar a ese pibe. No desespere.
—Gracias. Erik…
—¿Sí, profe?
—¿Cómo era esa palabra? La de la luz que atraviesa las hojas…
—Ah —dijo sonriendo—, le gustó.
—Sí.
—Komorebi.
Erik se paró y las grullas a su alrededor comenzaron a aletear. Los dedos
de sol ya habían alcanzado el centro del claustro y llegaban hasta nuestros
pies. El chico desplegó sus brazos en un gesto teatral, como si él mismo tu-
viera alas. Los pájaros de papel remontaron vuelo, lo envolvieron y ya no lo
vi más. Volaron en círculos cada vez más altos, en un remolino que encon-
tró su camino hacia los patios, las aulas, el resto del edificio.
Esa mañana, sobre los pupitres de muchas aulas, en los rincones, perdi-
das entre los libros, aparecieron pequeñas grullas blancas.
Nadie supo explicar de dónde habían salido. La mayoría fueron a parar a
la basura. Pero estoy seguro de que otras encontraron refugio en un bolsillo,
entre las hojas de un libro, entre las ramas del Árbol de las Grullas, hasta
que alguien las volviera a despertar. Uno de mis alumnos de primero, esa
mañana, había puesto una de ellas sobre su banco, delante de su carpeta.
Con las manos apoyadas sobre las hojas, y el mentón sobre ellas, la estuvo
contemplando durante toda la hora, como si con la fuerza de su concen-
tración fuera a hacerla volar.
Pero yo aún no encontraba al chico, ni sabía más de él.
17

15 de junio
 
 
No sé cuánto seguiré con esto pero, a la vez, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Parece que una vez más no medí las consecuencias de mis obsesiones.
¿Y si me tomo licencia, como me sugirió el jefe de departamento la semana
pasada? Porque no puedo explicar el cansancio. Este estado de alerta que
no me hace bien.
Me miro al espejo: ¿ese personaje estrafalario iba a escribir la mejor nov-
ela del mundo? ¿Ese profe que habla solo? Me doy cuenta de cómo me em-
piezan a mirar algunos compañeros y los chicos. Van desde la de-
saprobación a la sorna, desde el desprecio a la preocupación afectuosa.
No se puede ordenar la locura.
Sí, tal vez esté loco.
18

Volvimos a vernos durante las mesas de exámenes de julio. Apareció, al


igual que en las ocasiones anteriores, cerca del grupo de alumnos que esper-
aban su turno para rendir Latín. La misma campera de siempre. El casete en
la mano.
Pálido, me miró en silencio con sus ojos grandes. Creí percibir en ellos
una señal de aprobación. Nos conocíamos. Compartíamos un secreto del
que lo único que yo sabía era que por algún motivo necesitaba de mí. Los
dos éramos parte de un mismo mundo tan palpable como las teclas que aho-
ra pulso, tan real como la silla en la que estoy sentado mientras escribo, tan
verdadero como mis sentimientos al recordar su historia y la parte que tuve
en ella.
Nos hicimos compañía durante toda la tarde. Estuve con él antes de en-
trar al aula donde un puñado de estudiantes pasaría por un examen de Histo-
ria Antigua. Lo vi a través de los cristales de la puerta, mientras chicas y
chicos preocupados paseaban por Asiria, el Mediterráneo y las Siete Coli-
nas de Roma. Bastaba que me asomara al pasillo para ver cómo levantaba la
cabeza y me miraba, inquisitivo, satisfecho él también de encontrarme.
Y, sin embargo, algo nos impedía comunicarnos por completo. ¿Por qué
no me hablaba? Cada vez que salía me detenía ante él y le preguntaba:
—¿Cómo estás?
Pero el chico de la campera ni siquiera despegaba los labios. Por eso es
que al fin, derrotado, me senté a su lado, en el banco, con las manos
cruzadas entre las piernas, y dije, sin mirarlo, con los ojos clavados en la
pared ante nosotros:
—Flaquito, me gustaría ayudarte. Pero no sé cómo, porque no tengo ni
idea de qué te pasa.
—Hola, profe. ¿Cómo está?
—¿Eh? —reconocí a dos alumnas que pasaban—. Ah, hola, ¿cómo están,
chicas? ¿Les fue bien?
—Sí, sí. Ya está.
—¡No me quedó ninguna, profe!
—¡Qué bien!
Me sentía triste y abatido.
—Eso, flaquito, que me gustaría saber qué te pasa.
Me quedé en silencio sin apartar la vista de la pared de mayólicas verdes
que tenía enfrente. Miraba a ninguna parte. El chico de la campera y yo ya
nos parecíamos.
Y entonces, de repente, un frío glacial subió por mi brazo derecho. Se ex-
tendió, como una descarga eléctrica, desde el codo hasta el cuello. Me es-
tremecí, tanto por el intenso frío como por la sorpresa.
Lo miré de reojo, sin volver la cabeza. El chico de la campera negra des-
cansaba con una mano apoyada sobre mi brazo. Había reclinado la cabeza
sobre mi hombro y tenía los ojos cerrados. Con mi mano izquierda quise
acariciarle la cabeza. Pero solamente encontré la tela de mi saco.
19

Al día siguiente de ese encuentro pasé mi última noche de búsqueda en el


Colegio.
Estaba en el segundo piso. Tiritaba. El frío en los claustros había aumen-
tado. Empezó a helar. Los amplios pasillos emblanquecieron y los largos
corredores del Colegio se transformaron en algo parecido a un hospital. De
los viejos calefactores en las paredes subían nubes vaporosas que no alcanz-
aban a calentar el ambiente y se condensaban en una niebla densa a la altura
de mi pecho.
Soplaba un viento gélido que en su camino por los claustros ululaba rum-
bo a la Biblioteca, se retorcía aullando por las escaleras laterales, bajaba del
gabinete de Plástica y arrastraba cristales de hielo que lastimaban los ojos.
Los faroles amarillentos de la calle se apagaron, y una luz blanca e irreal
iluminó un escenario polar.
El piso estaba helado y resbaladizo. Con cuidado para no caerme entré en
un aula. Los vidrios de las grandes ventanas que daban al patio también es-
taban cubiertos de hielo. El ala de enfrente aparecía borrosamente. Los ban-
cos más próximos a la puerta estaban escarchados, pero los que estaban
bajo la ventana eran una masa informe de hielo.
La luz de la luna, a través de los vidrios que parecían esmerilados,
recortó un paisaje tan irreal como esperado. Altos y afilados cuchillos ro-
cosos cubiertos de nieve, lisos y despiadados, contra los que se estrellaban
las ráfagas que llegaban de los claustros, se transformaron en las siluetas
inconfundibles del Cerro Torre y de la Aguja Poincenot. Cuando vi esos pi-
cos, supe que mientras buscaba al chico de la campera también lo había es-
tado buscando a él.
Pave estaba de espaldas. Miraba por la ventana, con las manos en los bol-
sillos, como si me estuviera esperando. Parecía absorto contemplando los
cerros donde todavía estaba su cuerpo. No necesité verle la cara para
reconocerlo.
Tosí, se dio vuelta y sonrió al verme. Los rulos que le caían sobre los
hombros estaban cubiertos de hielo. Estaba vestido como siempre, con esa
campera inflable que usaba todos los días, la bufanda endurecida por el
hielo y el pantalón gris del uniforme. Mi amigo parecía cubierto de azúcar
impalpable. Sólo que era hielo.
—Hola, Fredi —dijo al fin.
Estaba serio y sereno, con la cara pecosa muy pálida y los labios vio-
láceos. Sus ojos brillaban de alegría.
—Pave. ¿Sos vos?
—No fuiste esa noche —dijo por toda respuesta.
—¿Qué noche?
—La que se juntaron los muchachos. Cuando supieron lo que me había
pasado.
—No pude. Estaba enojado.
Bajé la vista, avergonzado.
—Faltabas. Faltaste —insistió.
No era un reproche. Pave no estaba enojado, sino triste. Quería saber por
qué no me reuní con nuestros compañeros la noche en la que nos enteramos
de su accidente en Santa Cruz.
—¿Cómo fue que te caíste? —pregunté.
Me miró con curiosidad:
—¿De verdad necesitás que te lo cuente? ¿No lo sabés de sobra?
—Lo que pasa es que tengo unas hojas tuyas guardadas — dije, incómo-
do—. Y ahí das a entender otra cosa…
—No recuerdo… —me dijo.
—¡Pave! ¿En serio me lo decís?
—De verdad, no me acuerdo.
—Te creo —le dije. Pero había notado la vacilación en su voz.
—¿Y qué decía?
—Escribiste que estabas cansado, que te ibas al Sur y que no tenía senti-
do volver. Yo no entendí nada. Para mí tenías todo, Pave. ¿Por qué te
querías morir? Dinero, libros, novias, jugabas bien al fútbol…
—¿En serio te pareció que yo me quería morir?
—Eso dabas a entender. Tengo la hoja, una número 3 cuadriculada…
Brillaron sus ojos:
—No me acuerdo lo que escribí, pero sí la noche en que te la di.
Nos miramos.
—Nunca entendí — repetí, consciente de lo infantil de la enumeración
que le había hecho.
—Siempre les diste mucha bola a esas cosas —respondió—. A lo que
tenían los demás: eras “el-que-no-es-como-los-platudos-del Colegio”.
¿Seguís con eso? Habrás sufrido bastante.
—No entendía por qué no disfrutabas todo lo que tenías —respondí entre
dientes. Como siempre, decía las cosas para molestarme. Pero a la vez, ¿qué
derecho tenía yo a preguntarle, cuando ya no había remedio, si aquello que
había escrito era cierto o no?
—No es por eso que estabas enojado, Fredi.
—¿Ah, no? ¿A ver? ¿Qué sabés vos sobre mí que yo me esté perdiendo?
Hizo como si no me hubiera escuchado:
—¿Sabés? Yo tampoco entendía por qué siempre buscabas motivos para
estar triste.
Los dos sabíamos que tenía razón.
—¿Ésa no es también una forma de querer morirse? —Pave dijo eso sin
una pizca de ironía.
—Bueno, pero yo estoy acá —le contesté con una ferocidad innecesaria.
—Es verdad —reconoció con sencillez.
Quedamos en silencio, hasta que me hizo un gesto para que me acercara:
—Oíme —dijo poniendo cara misteriosa—. Hace días que se te escucha
nombrar.
—¿Cómo que “se me escucha nombrar”?
—Y sí. Se comenta por acá —puso la voz gruesa y abrió bien grandes los
ojos—: “Buuuuu... Hay uno de los de abajo dando vueltas”.
—Ja, ja, ja. ¡Sos un pelotudo!
—De verdad. Dicen que buscás a un pibe que tiene que dar examen. Y
atando cabos, y preguntando un poco, acá estoy. No hay muchos fantasmas
del Buenos Aires.
—No te creas. Este Colegio fue una cantera.
—Si te referís a los que tiraron al río los milicos, no te equivoques. Esta-
ban en otra cosa cuando los mataron. No se juntan acá.
—¿Ah, no?
Continuó como si no me hubiera escuchado:
—Yo me refiero a fantasmas de chicos que el Colegio mató.
Lo que dijo me sorprendió.
—Esperá. No entiendo. ¿A vos te mató el Colegio? ¿Eso me querés
decir?
—No lo sé. Pero, como estamos en la duda, al menos pude venir esta vez.
—Qué loco.
—No fue fácil, ¿eh? En general permanecemos atados al lugar de nuestra
muerte. Así que a mí también me viene bien.
El viento sopló con más furia que nunca, como si hubiera querido realzar
lo que mi amigo muerto acababa de decirme.
—¿Cómo “a mí también”?
La luz plateada a sus espaldas, sobre la escarcha, le había puesto un traje
de hielo. Sonrió de un modo extraño:
—Es que vine, más que nada, para que nos podamos despedir.
Avancé unos pasos más, pero vacilé. Pave estaba inmóvil ante mí. Con
solo estirar la mano podría tocarlo. Necesitaba abrazarlo.
—¿Puedo?
—Claro, Fredi. A eso vine.
Lo abracé muy fuerte.
—¡No aprietes tanto! Me duele. Estoy todo roto.
—Pero si vos estás...
—Sí, ya sé. Pero el dolor se recuerda, Fredi, aunque estemos muertos.
El abrazo no dejaba que nos viéramos las caras, pero no importaba.
—Eso sí me pone triste —murmuró—. Que el recuerdo más fuerte que te
queda sea el del último instante.
—¿Pero podés acordarte de otras cosas? —pregunté.
—Sí, pero no es tan fácil. Y además, morí muy chico, Fredi.
Volví a abrazarlo.
—Por ejemplo, no sé qué se siente estar con una chica —me dijo en un
susurro.
—Cómo, si vos…
—Ah, ¿viste? —dijo con amargura—. Vos que te creías el único que
había egresado sin ponerla.
Nos reímos a carcajadas.
—Sos una bestia.
—Era difícil salir con alguien. ¿Te acordás?
Se quedó en silencio, como pensando en lo que implicaba lo que me
había contado:
—Sí. Eso también me jode.
No sabía muy bien qué decirle. Permanecí callado. Sentía las lágrimas
sobre mi barba, deteniéndose en mis comisuras. Pero no estaba triste. Al
contrario, me sentía muy feliz.
—Debe ser difícil de explicar, ¿no, Fredi? Pero no te preocupes. Imagino
que se debe sentir como estar muy vivo.
—Sí, sí…
—Así que casi mejor no poder recordarlo —dijo en un murmullo.
—Yo te quiero, Pave.
—¡Yo también! No llores. ¿Qué vamos a hacer? Es lo que es.
—¿Y cómo es ahí donde estás?
—No es nada. Es como no terminar de caerse nunca.
—Yo no pude, no pude ir. Perdoname.
—No pasa nada, pero no lo hagas más. No hagas más esas pavadas.
Pareció recordar algo. Empezó a tararear una canción:

Era en abril el ritmo tibio, de mi chiquito que cantaba…

Sumé mi voz a la suya:

Dentro del vientre, un prado en flor era su lecho y el ombligo y el


ombligo…

—¡El ombligo el sol! —gritamos desafinados entre carcajadas.


—¿Te acordás esa noche que la cantamos en mi casa? ¡Estábamos re en
pedo!
Pave también se reía. Pero era una risa contenida, como si tuviera una
cuota asignada de energía y no quisiera que se le fuera a terminar.
—Siempre competíamos.
—Pero yo te admiraba. Eras un sacado —le dije.
—¿Qué es sacado?
—Como decir “zarpado”. Era sacado lo que hacíamos nosotros a veces.
—Sí.
—Pero vos siempre.
Me miró con sus ojos claros. Sonrió con tristeza. De a poco se había
vuelto blanco él también.
—¿Qué te pasa, Pave?
—Es que no tengo mucho tiempo para estar acá. No es mi lugar, me
cuesta más… —pareció recordar algo—. El chico que estás buscando...
—Qué, ¿lo viste?
—¡Claro! Por eso estoy acá. Se llama Dante. Quiere rendir. Tiene que
rendir Latín de tercer año. Tenés que ayudarlo.
—¿Y qué puedo hacer?
—Tenés que tomarle examen. Necesita aprobar.
—¡Así que por eso me buscaba el chico! Pero, ¿por qué yo? Si no soy
profe de Latín… ¿Y cómo hago?
—¿Qué se yo? ¿Quién es el profesor acá? ¡Armá una mesa!
Le costaba cada vez más hablar.
—Y ese día, además, no te olvides de llevar un grabador, de esos de tecla
anaranjada, no de los nuevos. Dice que tiene algo que deben escuchar.
Recordé que cada vez que me había cruzado al chico llevaba un casete.
—¿“Deben”? ¿Quiénes?
—No sé. No me dijo.
—¿Entonces a él sí lo mató el colegio?
—Parece que sí.
—¿Y a vos? ¿Ahora sabés?
—No. ¿Cómo es esa palabra que usaste?
—¿Cuál? ¿Sacados?
—Ésa.
—Entonces capaz eso fue.
El viento soplaba más fuerte y todo se había oscurecido. Seguían ar-
remolinándose cristales de hielo que llegaban desde el claustro. Unas nubes
espesas ocultaban las agujas de los cerros. Yo tiritaba muerto de frío. Ahora
el que tenía lágrimas en los ojos era Pave.
—Me tengo que ir, Fredi.
—¿No nos vamos a ver más?
—No. Pero ahora podés despedirte.
—¿Entonces viniste por mí?
—Sí.
—Dame otro abrazo, Pave.
Enterré mi rostro en su campera. Pave me acariciaba la cabeza. Yo aferré
sus rulos helados.
No nos podíamos separar.
—Gracias, Fredi.
—¿Gracias por qué?
—Si no estuvieras acá en el Colegio, no hubiera podido volver una últi-
ma vez.
Se desprendió de mi abrazo y comenzó a irse hacia las montañas. Yo
retrocedí de espaldas a la puerta. Él hizo lo mismo: caminó hacia las ven-
tanas sin darse vuelta. Sin dejar de mirarme. Su silueta se recortó contra las
agujas de los montes. Se hizo cada vez más pequeño, hasta que en un mo-
mento abrió los brazos, y cayó hacia las rocas afiladas que lo engulleron
otra vez.
20

A la mañana siguiente me desperté todo dolorido. Me había quedado dormi-


do al fondo del aula donde me había encontrado con Pave, apretado entre
dos bancos. Tenía un gusto espantoso en la boca y la ropa arrugadísima.
Busqué alguna huella de nuestro encuentro de la noche anterior, algo que
me pudiera guardar de recuerdo. Era tan vano como innecesario: porque no
lo iba a olvidar nunca.
Estaba en deuda: el abrazo que me había dado con Pave me iba a durar
hasta el último de mis días. Dante, ahora sabía su nombre, me había permi-
tido reencontrarme con mi amigo muerto. Ahora yo tenía que ayudarlo a
rendir Latín.
Aún no había comenzado el turno mañana. Caminé a hurtadillas hasta la
Sala de Profesores. Me lavé la cara en el baño, me acomodé la ropa lo
mejor que pude y salí justo a tiempo como para ver llegar a los profesores
tempraneros que se acomodaban en las sillas antes de que tocara el timbre
de la primera hora. Pedí un café bien cargado y me senté bajo la mirada es-
crutadora del general Mitre en uno de los escritorios individuales.
Abrí mi cuaderno y comencé a anotar. Tracé mi plan de acción. Si todo
salía bien, podría resolver el problema en las mesas de diciembre, para las
que faltaba poco tiempo. Iba a tratar de conseguir más datos sobre Dante en
Vicerrectoría: la división en la que había cursado, la lista de sus com-
pañeros. En el archivo del Colegio podría obtener la dirección de su casa.
Levanté la vista de mis anotaciones. ¡Alto! ¿Para qué tanta investigación,
si ya sabía lo que tenía que hacer? ¿Por qué indagar? Porque algo me hizo
sentir que el examen de Dante abriría la puerta a otras cosas. Quería saber
por qué había muerto. Según Pave el Colegio era responsable de su muerte.
¿Por qué? Mi amigo me había recomendado que tuviera un grabador a
mano el día del examen. ¿Qué le habría pasado a Dante? ¿Qué tenía que ver
el casete con todo eso?
Luego vendría lo más difícil: ¡armar la mesa examinadora! Dante era un
alumno disciplinado. Por más fantasma que fuera, seguía las prácticas del
Colegio: sólo se presentaba los días de examen. Por lo tanto, para que nada
fallara y armar una mesa de examen como correspondía tenía que encontrar
por lo menos un profesor o profesora de Latín que no pensara que yo era un
lunático y que aceptara acompañarme (ya tenía en mente a alguien). El
reglamento dice que siempre tiene que haber un alumno presente como tes-
tigo mientras otro es examinado. Ésa era la parte más complicada.
Nuevo alto en mi escritura: ¿yo estaba armando todo para ayudar a Dante
o alguien ya había armado todo eso para mí?
El timbre de entrada y el vocerío de los chicos me sacaron de esos pen-
samientos. Tomé de un trago el café que me quedaba y me fui para la Vicer-
rectoría. Gabriela ya estaba allí. Tenía un teléfono entre el hombro y la ore-
ja, otro en la mano, y chequeaba una planilla mientras miraba de reojo el
mail en su computadora.
—Sí, 1° 3.ª, son treinta y dos… Esperá —me miró con sus ojos claros,
inquisidores y amables.
—¿Qué decís, profe? ¿En qué te ayudamos?
—Necesito ubicar a un alumno que se llama Dante. Debe Latín de ter-
cero, pero dejó el Colegio el año en que tenía que dar el examen —largué
de un tirón.
Gabriela se me quedó mirando.
—Te llamo en cinco minutos —le dijo a la persona que tenía del otro
lado de la línea, y cortó.
Dejó la lapicera sobre la planilla que estaba revisando y me dijo con toda
corrección:
—Bueno, todos necesitamos algo. Yo, por ejemplo, necesito que alguien
me arregle el piloto de la estufa, que se apaga cuando entra corriente por el
tiro balanceado…
—Es en serio, Gaby.
—Yo también te lo digo en serio, profe. ¿Vos sabés cuántos Dantes puede
haber habido en el Colegio que deben Latín?
—Sé buenita, dale. No es tan difícil. No deben ser muchos. Mirá, ¿cuán-
do se empezaron a usar los walkmans?
Apoyó las dos manos sobre la mesa y me miró con preocupación:
—Profe, ¿estás bien?
Imaginé que seguro pasaban por su cabeza las cosas que se habían em-
pezado a decir de mí ese año: que hablaba solo por los pasillos, que me
había ido de casa…
—Sí, Gaby. Sé que es raro lo que te pregunto, pero estoy perfecto. Este
chico que yo busco usa walkmans. Los primeros yo los vi a mediados de los
ochenta…
—Y sí, así debemos de tener que buscar entre unas decenas, nomás.
—Pero éste no rindió.
—Ah, dejó.
—No sé. Debe Latín de tercero y no vino nunca más.
—¿En qué andás, profe? ¿Sabés la cantidad de chicos que dejan? ¿Por
qué éste?
—No ando en nada. Pero éste es distinto. Necesito saber de él.
—¿Y por qué?
—Necesito saber la historia de un chico que se murió sin rendir.
Gabriela arrugó el ceño y me miró fijo. Me interrogó con la mirada unos
segundos más.
—Ya veo. Alguna de tus investigaciones.
—Eso, eso. Una de mis investigaciones.
—Los ex alumnos están todos medio enfermos. Lo sabías, ¿no? —dijo,
como retándome.
—Ciertamente. Lo sabés bien, porque vos también estás cortada con la
misma tijerita.
Sonreímos.
—Algunos hasta tienen recaídas y vienen a dar clase —remató.
“Grande, Gaby”, pensé. Se volvió para mirar la pantalla de su computa-
dora, cliqueó con el mouse, y empezaron a pasar planillas mientras me
explicaba:
—Solamente tenemos cargados los registros de exámenes del año 92 para
arriba. Si no está entre ésos, vas a tener que pedir las listas y los Libros de
Actas de Examen al Archivo.
Gabriela empezó a abrir documentos. A medida que avanzaba en los años
y los turnos, comentábamos la cantidad de chicos que habían dejado el cole-
gio. Puestos todos juntos, impresionaban.
—¡Acá está! 1994.
Yo estaba casi sin dormir. Me había amodorrado mientras ella buscaba.
Pero sus palabras me sacudieron. Salté en la silla:
—¿Eh? ¿Segura?
—¡Por supuesto! —dijo en tono ofendido.
Abrí el cuaderno y supliqué:
—¿Me dictás?
—Es... Bueno, según vos “era”, un chico de 3° 6ª, del año 1994. Acá está
el apellido: Godsend.
Me quedé turulato y no atiné a escribir nada.
—G-O-D-S-E-N-D —deletreó Gabriela—, Dante Godsend.
—Bendición —murmuré.
—Gracias, profe.
—No, eso es lo que el apellido significa: bendición.
—Ah.
—Pero igual te merecés todas las caricias del Cielo.
—Así que además de profesor de Historia… pastor. ¡Bien!
—¿Y en la compu no dice nada más? —pregunté.
—¿Nada más como qué?
—Y, que se murió.
—No, acá sólo figura que no se presentó a rendir... Está vacío el lugar de
la nota, ¿ves? No sé qué más podrás encontrar en el legajo, la verdad.
—Hermana, como pastor te pido entonces un último favor. ¿Podemos
rescatar la lista de esa división de ovejas descarriadas? Así busco a los com-
pañeros del chico.
—Ya te la estaba imprimiendo.
21

26 de julio
 
 
No estoy loco, entonces.
Por algún motivo me toca hacer algo por alguien que ya no está.
¿Y lo de Pave? ¿Ése es el precio? ¿Haber podido decirle que me arrepien-
to? ¿Que lo extraño?
Recuerdo la tarde en que me enteré de su accidente. Fue en el verano del
noventa. Hacía meses que no nos veíamos.
Yo volví de trabajar, comí y me acosté a dormir la siesta antes de salir para
ver a mi novia como todos los fines de semana.
Mi mamá me despertó para que escuchara por la radio la noticia sobre
unos andinistas muertos en el Sur. Y mientras lo escuchaba, mientras
repetían su nombre y hablaban del Cerro Torre, decidí que no lo iba a
creer.
Nadie se puede morir a los veinte años.
No existe. No es posible.
¿Pero quién soy yo para ir en contra del Destino?
Descubrí tarde que esos gestos de rebeldía te quitan la posibilidad de
aliviar, entre todos, el dolor.
22

Así que así se llamaba el chico de la campera: Dante Godsend.


Salí de Vicerrectoría, miré hacia las puertas vidriadas que dan al patio y
dije:
—Dante Godsend.
Me crucé con un grupo de chicos que discutían, me saludaron y les dije:
—Dante Godsend.
Se me quedaron mirando, perplejos.
Bajé la escalera rumbo al Archivo y repetí:
—Dante Godsend.
Esa mañana dije muchas veces su nombre, como un grito de victoria.
—Acá tenemos muchos materiales y cosas importantes. Cualquier inves-
tigador se haría un festín —dijo Esther mientras me abría la puerta del
Archivo en el subsuelo—. Los legajos de los alumnos, claro. Pero también
correspondencia, programas, fotografías…
La madera del piso crujió bajo nuestros pies mientras caminábamos entre
las estanterías abarrotadas de carpetas y biblioratos, la gran mayoría cubier-
tos de polvo. Muchos, seguramente, no habían sido nunca vueltos a abrir.
Nos detuvimos ante una verdadera belleza. Un mueble muy parecido a los
ficheros de la Biblioteca, sólo que los cajones eran el doble de altos. Era la
obra de un artesano: un objeto construido a medida por algún carpintero ex-
quisito para archivar las gruesas cartulinas y las fotos.
—¿Y esto? —pregunté admirado.
—Son fichas de alumnos desde mediados de la década de 1920.
—¿Puedo ver una?
—¡Claro, profesor!
Abrí un largo cajón. Impresionaba pensar que cada una de ellas repre-
sentaba la vida de un antiguo alumno. Al tocar las filas compactas sentí una
pequeña descarga, como si estuvieran cargadas de electricidad. Saqué con
dificultad un fajo apretado y desplegué las cartulinas sobre una mesa. En el
extremo superior izquierdo, cada ficha tenía pegado un retrato. Eran fo-
tografías viejas, rostros serios de niños-hombres vestidos con traje y corba-
ta, engominados y atentos mirando hacia el futuro. La mayoría de ellos
probablemente ya habían muerto. Bajo el retrato, escritos a pluma con una
caligrafía prolija, los datos de sus padres. En el reverso de los cartones
aparecían transcriptas las notas que los alumnos habían sacado en los distin-
tos años. Se alternaban los negros de los aprobados y los rojos de los
promedios negativos. Había miles de fichas; el mueble era tan alto como yo.
—¿Todos los legajos tienen foto? —pregunté.
—Sí, profesor.
Recogí las fichas y las devolví a su lugar.
Cerré el cajón y me volví hacia ella:
—Yo necesito ver el legajo de un alumno que debe haber entrado en
1992...
—¿Tiene el nombre?
—Godsend. Dante Godsend.
—Ya lo vemos. Esos legajos más nuevos están en carpetas, allá al fondo
—dijo señalando un estrecho corredor entre pilas de papeles y cajas.
Esther consultó en un bibliorato y luego se dirigió sin vacilar a una es-
tantería conmigo en su estela.
—¿Alcanza usted, profesor? Está en el estante de arriba. Si no, acer-
camos un banco...
—Sí, claro, gracias.
En algún momento parte de la pintura del techo había caído sobre la caja
de archivo, y se me vino encima cuando la bajé. Me sacudí la cabeza y la
ropa, limpié la tapa plástica y la abrí. Tras pasar algunas carpetas amarillas,
di con la de Dante. Me temblaban las manos.
—Llévela y véala tranquilo en aquella mesa, profesor.
—Gracias.
Abrí la carpeta. Me encontré con el mismo formulario que había tenido
que llenar yo al entrar. Fecha de nacimiento, domicilio, empleo de los
padres. También estaban los certificados de estudios primarios y de vacu-
nas, una nota pidiendo una constancia de alumno regular al rector, y nada
más. La carpeta no decía nada sobre lo que yo sabía que había pasado con
él: Dante, allí, estaba detenido en el tiempo. Seguía vivo.
Con un clip, agarrado a las hojas, había un sobrecito de laboratorio fo-
tográfico con dos imágenes tamaño carné de una carita algo más aniñada
que la que yo ya conocía. Dante había salido muy serio.
Copié los nombres y la dirección de la casa de los padres en mi cuaderno,
volví a guardar el legajo dentro de la caja y la devolví a su sitio. Con dis-
imulo, me guardé una de las dos fotos en el bolsillo. No la necesitaba, pero
algo me impulsó a hacerlo.
—Ya está —dije al fin.
—¿Listo, profesor?
—Sí. Muchas gracias.
Miré una vez más las estanterías. Los viejos legajos parecían aguardar la
pregunta o la visita curiosa de alguien que los rescatara del olvido. La may-
oría descansaban como si supieran que tal vez no volverían a ser abiertos
nunca. Manos invisibles surgieron del piso para detenerme. Me estremecí.
Escuché susurros, palabras mágicas, como si fueran una plegaria o un con-
juro para que yo también quedara confinado allí.
“Por favor, no te vayas”, parecían decir. “Nadie recuerda ni siquiera nue-
stros nombres.”
23

4 de agosto
 
 
Hoy, en la Sala de Profesores, hice el último intento para ver si alguien
recordaba a Dante.
Saqué el tema de los libres. Los chicos que se quedan afuera. Pero no pude
hablar mucho, porque enseguida salieron con las cosas de siempre:
1) Este colegio no es para todos. Y el que viene se la tiene que bancar.
2) Hay padres que se emperran y no les importa que el chico sufra.
3) Los que no tienen ganas le quitan el lugar a otro.
Pero, al margen de eso, nadie de los profes con los que hablé hoy lo record-
aba. No quiere decir nada, o todo.
Un rostro más, entre miles, sólo importante para mí, por la única razón de
que tanto él como yo habíamos decidido que por algún motivo yo podía
ayudarlo.
Un rostro que ahora es una foto en un estante de mi biblioteca, en mi casa
vacía.
Porque, si hay algo que nos une, es que los dos estamos solos.
24

—Hola, Marta. Te tengo que pedir un favor.


Marta era la profesora de Latín a la que le iba a pedir que fuera parte de
la mesa de examen para Dante.
—Sí, claro. Decime.
—Pero primero te tengo que pedir que me creas.
Me miró con extrañeza. ¿Qué le pasaría a este profe que había sido su
alumno en 1987?
—¡Por supuesto! ¿Por qué no iba a creerte?
—Porque la ayuda que tengo que pedirte es extraña.
Sus ojos revelaron alguna inquietud.
—Disculpame la franqueza —me dijo—. Pero gente que te quiere me co-
mentó que andás como pasado de sueño, que hablás solo…
—No, no es eso, Marta. No. Gracias, pero no.
—¿Entonces?
—Necesito que me ayudes con un chico que tiene que dar examen de
Latín.
Hizo un gesto de contrariedad:
—Ya sabés que me jubilé este año. Vengo acá para hacer el duelo, por
decirlo de alguna manera —sonrió—. Pero no te preocupes… puedo
recibirlo para algunas consultas.
—Marta, no…
—Aunque no sé si corresponde, deberíamos hablar primero con la titular
de su curso... —continuó, siempre pensando en las formas y el reglamento.
—No, Marta, no, no es eso.
Le hice un gesto invitándola a acercarse un poco más a mí, como para
contarle un secreto. Pero al principio no me atreví a decirle nada. Así que
luego de unos minutos expectantes con el cuello estirado para acercarnos,
volvimos a separar nuestros rostros y nos quedamos mirándonos con
incomodidad.
—¿Este chico ya probó con las clases de apoyo? —preguntó Marta al fin,
como para ayudarme.
—No.
—Una pena. Tal vez...
—Es que es un alumno que está en una situación especial —la
interrumpí.
Me miró con curiosidad:
—¿Se quedó libre?
—No.
Ya no podía estirarlo más. Era el momento de contarle. Miré a ambos la-
dos sobre mis hombros, para cerciorarme de que nadie nos estuviera es-
cuchando, pero no detecté a nadie cerca. Nadie vivo, porque en torno nue-
stro se habían congregado decenas de figuras difusas, inmóviles, atentas a
nuestra conversación. Llevaban uniforme colegial. La estela de alumnos
que Marta había tenido. La acompañaban sin que ella lo supiera. Espectros
inmóviles y agradecidos, adolescentes que habían encontrado en ella un
refugio y aliento cuando el resto del mundo les era hostil. Chicos y chicas
de blazer y jumper, rostros pecosos, rulos y flequillos con vincha. Arrojaban
sobre nosotros una luz tenue de la que la vieja profesora no se percataba.
Sólo los veía yo.
Acerqué mi boca a su oído y susurré:
—¿Me creerías si te digo que me encontré cuatro veces con el fantasma
de un alumno?
Se apartó de mí como si hubiera tocado una plancha caliente. Se aplastó
contra el respaldo del sillón, aferrada con fuerza a los apoyabrazos. Me es-
tudió con atención y alarma, como si temiera que la fuera a atacar. Hubo un
silencio incómodo.
—Tiene que rendir Latín de tercer año —insistí al cabo.
Abrió grandes los ojos:
—¿Latín de tercero? —musitó.
—Sí —repliqué.
Reafirmé el monosílabo con un aplomado gesto afirmativo de mi cabeza
y un fruncimiento de mis labios. Permanecimos mudos unos minutos, es-
tudiándonos con la vista.
—¿Vos me decís que es un fantasma? ¿Y que vos los viste? —preguntó
al cabo.
—Sí.
Nuevo silencio, mientras sus ojos iban y venían desde mi rostro a la su-
perficie del escritorio.
—Varias veces —reforcé.
—¿Y cómo sabés que un fantasma tiene que rendir Latín? —dijo al fin.
Con su pregunta me reveló que me creía. O por lo menos no dudaba com-
pletamente de mi cordura.
—Lo averigüé.
Silencio. La fila de chicos a su espalda se revolvió, inquieta.
—Sí. Lo averigüé —repetí con apuro, para que no vacilara en su impulso
por creerme.
—Lo averiguaste —repitió maquinalmente.
—Sí.
—Ay. No me quiero imaginar cómo —suspiró—. Pero después me vas a
contar.
—Te cuento ahora —le dije aliviado.
Y entonces le narré, entre susurros y reiterados juramentos relativos al
pleno manejo de mis facultades, de los encuentros con Dante y lo que sabía
de él. Al final, la duda que en un momento expresaban sus ojos había
desaparecido.
Cuando terminé, parecía tranquila.
—¿Me vas a ayudar, Marta?
—Hace tantos años que doy clases, que ya perdí la cuenta de los alumnos
que tuve. A algunos los recuerdo más que a otros, sobre todo a los chicos
que se llevaron los militares... Eran un grupo magnífico...
—Sí, Marta, sí.
—El Colegio ahora los recuerda, pero en su momento no hizo nada por
ellos... Es más, todo lo contrario —le tembló la voz de emoción.
—Lo sé —le dije. Recordé la aparición de Maniglia.
—Ya estoy vieja, pero si de algo estoy segura es de que el reconocimien-
to a mi trabajo siempre ha venido de los alumnos...
Marta había decidido creerme. A nuestro alrededor, vi sonrisas felices,
miradas cómplices. Algún rostro, con barba adolescente crecida, brillaba
por las lágrimas. De a poco, los fantasmas de los que habían sido sus alum-
nos nos dejaron solos otra vez.
Sonreí.
—Los chicos, en cambio, siempre están.
—Sí, Marta, claro.
Entonces me agarró de la mano con suavidad, me miró y me dijo, de-
volviéndome la sonrisa:
—Así que, si dos alumnos me piden ayuda, yo no me puedo negar.
—¿Dos?
—Este chico… Dante. Y vos.
Tomó el sorbo de café que le quedaba, como para sellar su resolución.
Dejó el pocillo vacío con cuidado sobre el platito y concluyó:
—Vos me dirás cómo.
—Esto es lo que creo que tenemos que hacer —comencé con alegría—.
Mirá...
25

Pensé que para averiguar más sobre la historia de Dante sería más fácil
comenzar con uno de sus posibles amigos, un compañero de curso. Me fijé
en el primer apellido de varón que apareciera en la lista de la división de
Dante: “Alcavette, Sergio”, y decidí probar suerte. Es verdad que hubiera
podido sacar los datos de sus compañeros de división del Archivo, pero
como no quería llamar la atención en el Colegio más de lo que ya lo estaba
haciendo, lo busqué en Internet. Además, si hubiera pedido su legajo lo más
probable era que el tal Alcavette ya no siguiera viviendo con los padres, y
eso hubiera derivado en nuevas preguntas y explicaciones a más personas.
Y mientras menos gente supiera del asunto, mejor.
Lo que necesitaba era encontrar algún hilo que me diera más pistas acer-
ca de lo que le había sucedido al chico de la campera. Necesitaba saber por
qué no había rendido Latín, y por qué necesitaba hacerlo. ¿Una materia
pendiente podía ser un motivo tan importante como para que nos visitara
desde el mundo de los muertos?
Además, de acuerdo con el reglamento del Colegio, para armar una mesa
de examen válida tendría que encontrar a un alumno que estuviera presente.
¿Qué mejor que algún antiguo amigo de Dante? Pero ni siquiera me imagin-
aba, aún, cómo resolvería ese punto.
Según Google, Alcavette era “consultor financiero”. Llamé al número
que aparecía en la página de su empresa, “Inversud”. Después de dar algu-
nas vueltas, logré concertar una cita en el microcentro. Las dificultades para
que me recibiera fueron dos: evidentemente, la consultora era una cueva,
uno de esos lugares que mueven dinero sin ser casas de cambio, y la segun-
da fue convencerlo —todo a través de su secretaria Jésica o Yésica, vaya a
saber cómo se escribía el nombre— de que estaba haciendo una investi-
gación sobre Dante. Después de insistir mucho, Sergio Alcavette me aclaró
por teléfono que sólo dispondría de diez minutos, ya que era una persona
muy ocupada. Con desgano evidente en la voz me citó en una oficina de
grandes dimensiones en un edificio medio desvencijado de la calle 25 de
Mayo.
Fijamos la cita para poco antes de las seis de la tarde, cuando esa zona
está tan muerta como el más muerto de los muertos. El viento frío que venía
del lado del río no ayudaba para nada a quitarme el malestar que me había
generado nuestro primer contacto.
El ascensor se abrió directamente a un gran salón con unos cuarenta es-
critorios y empleados de distinto rango frente a grandes monitores. Para mi
sorpresa, la mayor parte de los puestos de trabajo estaban ocupados.
Una rubia muy llamativa —Jésica o Yésica— me salió al paso:
—Usted es el profesor que quiere hablar con el licenciado Alcavette,
¿verdad?
—Sí, ése soy yo. Muchas gracias…
Sin decir palabra, se dio vuelta y me indicó que la siguiera, cosa que hice
hasta que me dejó ante a un escritorio amplio, lleno de papeles y restos de
comida. Alcavette estaba sentado frente a tres monitores que desgranaban
un río de cifras multicolores.
—Llegó el señor que tenía la cita con vos, Sergi —dijo la secretaria
llamativa.
—Soy… —dije tendiendo la mano.
—Ah, sí. Mire, siéntese ahí —dijo entre dientes sin dejar que me presen-
tara, mientras me señalaba una silla que parecía haber pasado por muchas
crisis financieras.
Apartó el vaso de plástico con el café y el envoltorio de un sándwich, y
me preguntó:
—¿De qué viene la cosa?
Oculté mi fastidio por su destrato y le recordé brevemente por qué estaba
allí.
—No sé cómo lo puedo ayudar —dijo mientras se metía el meñique en la
oreja y escarbaba.
En plena acción extractiva, me estudiaba con desconfianza.
—Estoy interesado en hacerle algunas preguntas sobre su secundario.
—Ahá.
—Tuvo de compañero a Dante Godsend, ¿verdad?
Abrió la boca para responderme, pero justo en ese momento un joven con
una camisa que le quedaba inmensa se acercó al escritorio y le dijo:
—Ballard cayó 7 puntos. ¿Compro?
Alcavette lo fulminó a gritos:
—¡No, cretino! Te dije que compraras cuando cayera 12 puntos... ¡Doce!
¿Entendés? No 7. Siete no es lo mismo que doce.
El muchacho se alejó con gesto consternado.
Alcavette se volvió hacia mí:
—Dígame, usted que es profesor, ¿los pibes de hoy no distinguen entre
siete y doce?
—Yo soy profesor de Historia, no de Matemática. De secundario. Y eso
lo deben estudiar en la escuela primaria —le contesté indignado por ese
nuevo maltrato.
—Ah, ustedes, los humanistas —respondió con sorna—. Mire, profesor.
Mire estas pantallas, mire a estos pendejos que creen que se van a llenar de
plata laburando hasta cualquier hora. Éste es el futuro. Las bolsas no duer-
men, así que nosotros tampoco podemos dormir —señaló al chico que aca-
ba de maltratar—. Ese pendejo en dos años está buscando laburo de deliv-
ery. Un perfecto tarado, pero, bueno, me lo recomendó un cliente al que le
llevo las cuentas en Uruguay…
Me quedé callado. No me interesaba para nada su perorata. Alcavette se
concentró en las pantallas multicolores en las que desfilaban nombres de
compañías y cotizaciones. De repente, pareció recordar mi presencia:
—¿Qué quiere saber? ¿Por qué me llamó a mí?
Noté un temblor en su voz. Tal vez esos modos bruscos y descorteses se
debían a lo que en verdad le molestaba: que lo obligara a recordar a un
compañero.
—Quiero saber qué le pasó a Dante. Sé que no terminó el Colegio. Y lo
llamé a usted, con toda sinceridad, porque es el primero de la lista de la di-
visión de Godsend. Sólo por eso.
—Mire, yo no era muy amigo de Dante. Apenas nos hablábamos. ¿Por
qué no prueba con León?
—¿León Tankian? —recordé haber visto el nombre en la lista.
—Exacto. Dante y él se sentaron juntos en primero y en segundo.
Traté de que la visita no fuera completamente en vano:
—¿Pero no me puede decir algo que me oriente un poco?
Alcavette dejó de mirar las pantallas, apoyó las manos cruzadas sobre la
mesa y me miró por encima de sus anteojos:
—Godsend estaba de novio con Sofía Morelli. En tercero, casi a fin de
año, se pelearon. Parece que Dante no lo aguantó y se mató por culpa de
ella, que no le perdonó no sé qué cosa.
Alcavette lanzó un largo suspiro, con una expresión rara, como si algún
recuerdo desagradable lo hubiera asaltado.
—Nunca descubrimos por qué se habían peleado.
—¿Pero entonces, cómo lo supieron?
—¿Cómo supimos qué? —preguntó el que distinguía 7 de 12.
—Que Dante se mató.
—Mire: su muerte fue algo bravo para nosotros. Incluso para mí, aunque
no fuéramos íntimos. Dante, de un día para el otro, desapareció. Hubo
muchas bolas que se corrieron. Para mí la idea del suicidio es probable,
porque era un flaco raro.
—¿Raro?
Alcavette permaneció callado unos minutos que se hicieron eternos,
mientras jugaba con un vaso de plástico.
—Me va a disculpar, pero tengo que trabajar. Le había dicho diez minu-
tos. Mejor hable con León.
—Pero…
—Anote el número —dijo alcanzándome un anotador y una lapicera—.
Puede llamarlo de mi parte, a él sí lo sigo viendo.
Tomé nota de los datos que me pasó.
—La lapicera es obsequio de la compañía —me dijo—. Para que no diga
que lo tratamos mal.
“Tarde”, pensé.
Levantó el teléfono:
—Jesi, el señor se va. ¿Lo acompañás abajo para abrirle?
Bajamos en silencio con la rubia. Mientras me abría la puerta y me salud-
aba, comentó:
—Sergio está nervioso desde que usted llamó.
—Sólo estoy haciendo una investigación sobre la historia del Nacional de
Buenos Aires...
—Ah, ese Colegio —dijo la chica poniendo los ojos en blanco—. Sergi
habla todo el tiempo de ese lugar. ¿Usted fue compañero de él?
—No —contesté—. Por suerte no.
—¿Por suerte?
—El señor Alcavette es brillante —dije—. Me hubiera dejado sin trabajo.
—Ah, qué divertido —dijo Jésica o Yésica, más tranquila.
Tan divertido le pareció que me dio un beso de despedida.
Afuera estaba helado.
Ni bien pude, tiré la lapicera de “Inversud” por una alcantarilla.
26

León Tankian me cayó mucho mejor que Alcavette. Llamé al celular que
me había pasado su compañero y combinamos enseguida para vernos a la
salida de su trabajo, en un café a pocas cuadras del Colegio. A la hora
pactada entró al bar un tipo flaco y alto que se vino derecho a mi mesa.
—Sos el profesor…
—Sí, qué tal, León —dije poniéndome de pie y tendiéndole la mano—.
Muchas gracias por venir.
Mientras esperábamos el pedido permaneció en silencio. Alternativa-
mente bajaba la cabeza o miraba por la ventana. Parecía algo incómodo. De
repente, largó:
—La verdad es que desde que Sergio me avisó que me ibas a llamar, y
después hablamos para vernos, la cabeza ya no me paró.
—Claro, es lógico.
Me miró de arriba abajo:
—¿Vos también sos del Colegio?
—Doy clases ahí, sí. Y soy ex alumno. Pero la verdad es que no lo ando
publicando mucho.
—¡Ah, claro! Vos sos de los que tachaban los días para terminar, pero de-
spués extrañaban como perros, ¿no? —dijo con una sonrisa.
—Soy de los que tachaba, sí —respondí un poco molesto.
—Es así —dijo mientras corría el servilletero y apoyaba una carpeta que
traía—. Ya sabemos de la relación de amor y odio con el Colegio...
—Sí. Es complejo eso —dije, un poco impaciente. Había sido un día
largo y lo que menos quería en ese momento era hablar de esas cosas—. Yo
quería que me contaras de Dante...
—Sí, ya sé por qué es que quedamos en vernos —dijo poniéndose serio
—. Pero no es tan fácil. Te pido disculpas, pero lo de Dante fue muy do-
loroso, y por más que Sergio te diera mi número...
—Está clarísimo, no te preocupes. Al revés, te pido perdón yo por mi
impaciencia.
—Te confieso —prosiguió— que pensé mucho qué era lo que podía
haberte hecho reparar en la historia de un pibe del Buenos Aires desapareci-
do en los noventa, cuando toda la atención está puesta en los ilustres del
setenta.
Había dicho “ilustres” haciendo el gesto de las comillas con ambas
manos y una expresión de fastidio.
—¿Por qué decís eso? ¿Pensás que a Dante lo secuestró la policía, o
algo?
—No, nada que ver. No me refiero a eso —me miró con tristeza—.
Quiero decir que a veces algunas historias no dejan que respiren otras.
Lo miré con curiosidad:
—Como si hubiera dolores tan grandes que no dejan espacio para
ninguno más.
Silencio.
—Como si después de aquello tan terrible no hubiera pasado nada más
—remató.
—Entiendo.
—Pero a la gente una pérdida le duele igual, aunque no entre en ninguna
historia de las que circulan y nos tienen que doler a todos. ¿No te parece?
Los ojos le brillaban. Hacía esfuerzos por contenerse, pero le temblaba la
voz.
—Y a nosotros nos falta Dante.
Asentí con un gesto.
—Siempre pensé que es algo bastante egoísta… Como si después de todo
lo que pasó no hubiera espacio para que doliera más nada —repitió.
—No te entiendo.
—Lo que quiero decir es que seguro vos sabés mejor que yo que el Cole-
gio siguió siendo hostil con sus estudiantes después de los setenta, aunque
aquello haya sido un extremo terrible. El Colegio era medio como la colim-
ba, a veces… y algunos lo aguantamos, y otros no pudieron… Y yo no sé si
un secundario tiene que funcionar de esa manera.
Pensé que quería hacerme amigo de León Tankian. Que eso que de-
scribía, esa hostilidad, era la que a la vez nos había hecho tan unidos entre
nosotros cuando yo cursé. Esa hostilidad, como Pave me había dicho, capaz
de matar a los chicos.
—Bueno, por eso es que me interesa la historia de Dante. Quiero saber
qué pasó con él, y con todos esos chicos que en el pasado...
—Ahí está, ¿ves? —me interrumpió—. Vos mismo usás la palabra pasa-
do. Dante es mi amigo, y por eso estoy acá.
León había hablado en presente del fantasma que yo había visto. Me miró
con ansiedad. Sentí que Tankian había temido este momento desde que nos
saludamos.
—Quiero saber qué le pasó —insistí.
León Tankian tomó aire y arrancó:
—Dante no la pasaba muy bien en el Colegio. Yo me senté con él dos
años. Nos habíamos conocido en el instituto cuando preparábamos el ingre-
so, y el primer día de clase, en la división, se vino derecho al lado mío. Se
me pegó como una lapa.
—¡Claro! —sonreí.
Pero León se había puesto serio.
—Al principio lo tomaron bastante de punto.
—¿Por qué?
—Y… un poco raro era. Reservado, qué se yo. Pero al mismo tiempo era
alguien que se hacía respetar.
—Mirá vos…
—Además, había otros compañeros que eran más puntos que él.
—¿Sí?
—Sergio Alcavette, por ejemplo. ¿No te comentó nada?
—¿En serio? No me lo hubiera imaginado.
—La verdad que sí.
—No fue muy larga la charla tampoco —expliqué—. Enseguida me dijo
que hablara con vos.
—Típico de él. Les aplaudía a los estrellitas de la división cuanta pelo-
tudez hacían para no quedarse afuera, pero bastante seguido le daban
duro…
No abrí la boca, pero internamente la información me alegró muchísimo.
—Dante no. Él se desmarcaba. Ahí me empezó a caer bien, porque era
valiente. Vos sabés cómo pesa eso de la presión del grupo.
—Sí, claro…
—También creo que sufría bastante, porque el viejo lo exigía mucho con
las notas y lo tenía muy cortito con las salidas.
Asentí con un gesto mínimo para no cortarlo y mostrarle que estaba
atento.
—Dante dibujaba muy bien, y habíamos empezado a hacer una historieta
juntos: “Salir a la vida”. Eran ideas sueltas, nomás. Nunca llegamos a es-
cribir y dibujar más de tres páginas. La típica aventura de mochileros. La
armábamos en el viaje de vuelta en colectivo desde el Campo. Los dos
tomábamos el 99. Él iba hasta Once y yo seguía hasta Flores.
Pude imaginar esas conversaciones interminables, día por medio.
—Dante era muy bueno en Literatura y en Historia. Leía un montón.
Pero no se daba mucho con los demás.
—¿No te quedaste con esos dibujos? —pregunté.
—No —dijo con pena—. No sé a dónde habrán ido a parar.
—Lástima.
—En tercero —continuó León— le dio por sacar fotos. Cuando íbamos
al Campo de Deportes, empezó a hacer fotografías de las obras de Puerto
Madero. De las demoliciones, de los camiones. Decía que iba a hacer un
álbum, porque estaban destruyendo la ciudad y había que registrarlo.
—¿Y qué decían los demás de esas cosas?
—¡Se reían, obvio! Y además lo gastaban porque Dante tenía una enfer-
medad, no me acuerdo cómo se llama, que hacía que tuviera que estar siem-
pre abrigado. Como si fuera una víbora, ¿viste? Siempre la sangre fría. Ca-
paz en octubre andaba con campera y buzo, sobre todo uno verde oscuro,
feísimo.
Otra vez se le quebró la voz. Estaba serio. Dejó que sus lágrimas corrier-
an sin pudor. No supe qué decir. Fue un rato demasiado largo para mi gusto.
Al cabo, agarró una servilleta y se secó las mejillas. Bajó la vista, mientras
jugaba con un sobrecito de azúcar.
—Todos éramos buenos pibes —lanzó—. Nadie puede ser malo a los
dieciséis o diecisiete años.
—No, claro…
—Aunque sí cruel, ¿no te parece? —preguntó al fin.
Me miró con una expresión extraña. Pensé que capaz él también había
sido parte de alguna de las bromas, y ésa era su forma de decírmelo.
—¿Qué me podés decir de su novia, de Sofía?
—Que a Dante le cambió la vida.
Su respuesta no pudo ser más rotunda. Lo miré con interés.
—Desde que empezaron a salir, Dante cambió. Te dabas cuenta de que
era feliz. Pero como todo estaba motivado por ella, se volvió muy celoso
también.
—Eso habrá sido pasto para las fieras, me imagino. Por lo de las jodas,
digo.
—Exacto. A fin de año, en tercero, hubo una de esas fiestas de despedida
y a Dante no lo dejaron ir.
Calló. Sus ojos se habían opacado. No me miraba, tenía los ojos clavados
en vaya a saber qué película de ese fin de año tan importante para Dante
Godsend.
—¿Y entonces?
—Ah, sí. Justo estaba por rendir Latín, y el viejo lo tenía preso.
—¿Y qué pasó?
La voz de León se hizo cavernosa:
—Pasó que con algunos de los chicos armamos un cuento para que
engranara.
—¿Un cuento?
—Inventamos que uno de nosotros estaba atrás de Sofía, y que iba a
aprovechar que él no iba a la fiesta…
Se interrumpió para ver mi reacción:
—Por lo que me contás, no le debe haber gustado mucho —puncé.
—Se puso como loco y, según sé, se peleó con Sofía.
—¿Y cómo lo sabés?
—Porque me dio pena. Me arrepentí y lo llamé para decirle que la cor-
tara, que era una broma que le queríamos hacer.
—¿Y qué pasó?
—Me recontraputeó. Primero se enojó porque se había vuelto loco de ce-
los y se había peleado, pero también se alegró, claro.
—Menos mal —dije por decir.
—Sí. Y ahí me contó de la otra pelea.
—¿Cuál? ¿Ya se había peleado antes con la novia?
—¡No, no! Con Sofía no. Con el papá. Como te dije, ese año se había
producido un hecho inédito en los anales de la división: Dante Godsend
tenía baja Latín, y se la llevaba a diciembre. El papá era, o es, no sé si vive,
un tipo terrible. Le armó un quilombo tremendo. Le prohibió las salidas, le
quitó las cosas, las cartas de ella, y el asunto este de la fiesta que te digo fue
justo el fin de semana anterior a que rindiera examen.
—¿Y qué pasó?
—No sé. Yo creo que se rajó de la casa. Que no aguantó. No lo vimos
más.
—Tu amigo Alcavette dice que se suicidó.
—Porque Sergio es un nabo, ya te dije. Repite lo que dijeron todos. Pero
yo estoy seguro de que Dante se escapó de la casa. Como en nuestra histori-
eta. Se le saltó la cadena y se habrá ido a hacer su vida en otro lado.
—¿Te parece?
Él quería ser medio como Thoreau…
—Perdoname, no te entiendo…
—Walden… “Fui a los bosques porque deseaba vivir conscientemente”, y
todo eso.
León estaba entusiasmado y sonreía.
—Quiero decir que te imagines el bosque más lindo del Sur, que pongas
una cabaña con salamandra en el centro, y ahí va a estar Dante. Estoy
seguro.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque él estaba enojado, pero era feliz.
Me miró con los ojos brillantes, pero esta vez de alegría. Hablaba com-
pletamente convencido. La certeza de que su amigo vivía le había devuelto
la expresión alegre y tranquila que tenía al principio del encuentro.
Yo no se la iba a quitar.
—Tiene sentido —le dije—. Por más enojado o desesperado que estu-
viera, ¿por qué se iba a querer matar si era feliz?
—Eso mismo digo yo —pude percibir el agradecimiento por mi comen-
tario en su mirada—. Pero, además, ¿viste lo que te conté de las historietas?
—Sí.
—Todas, pero todas las ideas que tiró, y lo poco que llegamos a dibujar,
eran de rutas y de viajes. En las historietas siempre se escapaba al Sur.
León Tankian sonreía de oreja a oreja cuando terminó de hablar. Estoy
seguro de que veía a su amigo Dante haciendo dedo en algún cruce, o can-
tando feliz en la caja de algún camión.
Para León el chico de la campera estaba tan vivo como para mí.
27

(Sin fecha)
 
 
Es verdad que el Colegio hace sufrir. No debería ser así, pero es.
¿Por qué lo aguanté yo? ¿Ayudo o no ayudo a que mis estudiantes lo
disfruten?
Frases de una clase de hoy:
“A veces la presión acá es muy grande”.
“A veces parecería que no podemos hablar con nadie”.
Dante, ¿con quiénes trataste de hablar y no pudiste mientras pasaste por
aquí?
Si lo que Pave me dijo es cierto, ¿qué es lo que te mató?
¿Qué es lo que yo resistí, y qué marcas me dejó?
28

León me pasó el dato de otro compañero de su división. Esa persona, según


me explicó, no sólo me contaría más cosas sobre Dante sino que también
me podría conectar con Sofía. Según parece, en algún momento había sido
socio de ella. Carlos, así se llamaba, me pidió que nos viéramos en el Cole-
gio. Nos sentamos en uno de los bancos que dan a los patios centrales. A
nadie le llamó la atención: un profesor que recibía a un padre atribulado en
el último tercio del año es un espectáculo cada vez más común.
—Hace muchos años que no venía. Pero ahora mi hija está haciendo el
curso de ingreso y se me movió el piso —dijo tras presentarnos.
—Lógico.
—Y sí, uno les pone muchas expectativas a los hijos. Y el Colegio sigue
siendo lo mejor que uno le puede dar, ¿no?
—Ha cambiado bastante. Pero sí, sigue siendo muy bueno —respondí.
Carlos sonrió:
—Yo no le puedo dar otra cosa.
Traté de ir al grano.
—Disculpas por cambiarte de tema, pero ¿te contó León por qué te
llamé?
El rostro de Carlos se ensombreció.
—Sí, claro, por lo de Dante. ¿Hablaste con alguien más?
—Con Alcavette. Pero la verdad es que me despachó muy rápido.
—Yo hace mucho que no lo veo —me dijo—, pero imagino que le va
bien. Ahora tiene una financiera, ¿no?
—Sí. Carlos, yo quería saber…
Pero Carlos estaba rememorando vaya a saber qué. No me escuchaba:
—Él siempre tenía que ser el centro del universo. Tenía que estar bien
con todos. Como el corcho, ¿viste? Siempre flota. Le decíamos así, “Cor-
chito”, ¿no te contaron?
—No —le contesté, y pensé una vez más que quería ser amigo de
Tankian, un caballero que había preservado a su amigo al no revelarme ese
apodo denigrante.
—A mí me decían “220” —confesó Carlos.
—Obvio, perdón —contesté, y ambos reímos con ganas. El tipo tenía
unos rulos envidiables alrededor de una calva perfecta. Parecía Larry, el de
Los Tres Chiflados.
La charla, por suerte, había salido del terreno ríspido:
—¿Y de Sofía? ¿Me podés contar?
—Ella estuvo muy mal cuando Dante se mató.
“Otra vez la versión del suicidio. El único que piensa que está vivo es
León”, pensé.
—Perdón, pero… ¿cómo sabés que se mató?
—Saber, lo que se dice saber... —vaciló un poco—, no sé. Nadie sabe.
—¿Entonces?
—Dante estaba recontrametido con Sofía, y creo que no se bancó pe-
learse con ella, más la presión en la casa, y la pelea que tuvieron...
Respiró hondo y siguió:
—Y que Dios me perdone, pero además era un traumado. Le decíamos
“Edgar Allan”…
Lo miré con curiosidad.
—Por Poe, ¿viste?
—Sí, ya sé. Pero no entiendo...
—Pasa que Dante era un tipo algo oscuro, melancólico. Siempre solo
hasta que se puso de novio con Sofía. Una persona que no abría la boca y de
repente se descolgaba en clase con algunos textos que escribía, siempre
extraordinarios.
—¿Qué tenían de extraordinarios?
—En aquella época no te podría haber dicho por qué, pero hoy sí. Parecía
como si ya hubiera vivido la vida. Tenían una sabiduría que no se sabía de
dónde salía. Por eso “Corchito” no lo quería, porque la verdad es que los
cuentos que escribía Dante siempre fueron mejores que los de él.
Callamos.
—Corchito fue el de la idea de la broma —dijo al rato.
—La broma…
Me miró con aire ofendido:
—Si estuviste con León, te tiene que haber contado. Le dijeron a Dante
que Santi, un compañero, iba a aprovechar que no lo dejaban ir a la fiesta
para transarse a Sofía...
—Sí, es verdad. Me dijo que él había sido parte de eso. Pero también que
lo quería a Dante.
—Sí, mucho. Dibujaban historietas juntos. No quise decir que no lo
quería. Pero es lógico que no te haya comentado… Si pensás que por culpa
de ese chiste un flaco se mata...
—¿Y vos?
Se quedó callado.
—Yo no me prendí en ésa. No me voy a hacer el bueno. En general me
dejaban afuera de muchas cosas. Igual, creo que no me hubiera enganchado.
—¿Eras amigo de Sofía? ¿Por eso?
—No, nada que ver. Nos hicimos amigos después, en la Facultad. Los
dos seguimos Veterinaria.
—Ah, no sabía.
—Ella quedó muy mal.
—Me imagino.
—No —el rostro amable de Carlos se endureció—, no te imaginás.
—¿Y Santi, el de la broma?
—Ni idea. Le perdimos el rastro desde el final del Colegio.
Callamos, distraídos por un grupo de chicos que se sentó a comer en el
patio.
—¿Pueden hacer eso ahora? —preguntó sorprendido.
—Sí. —contesté.
—En mi época no. Te sancionaban.
Hice como que no lo había escuchado.
—¿Saben cómo murió Dante? —insistí para ver por dónde pasaba su
seguridad.
—Ella quedó muy mal —repitió—. Ella estaba enamorada, con la inten-
sidad con la que podemos enamorarnos a esa edad. Al año siguiente Sofía
no empezó las clases y se quedó libre. Rindió todas las materias y volvió en
quinto. Pero no vino al viaje de egresados ni a la entrega de diplomas, nada.
Únicamente se juntaba con una o dos de las chicas. A todos los demás nos
hizo la cruz.
—Se debe haber sentido horrible.
—Pésimo, sí. Cuando nos volvimos a ver, en la Facultad de Veterinaria,
al principio me esquivaba. Nos volvimos a hablar de a poco, cosas de la
cursada, las materias. Nunca mencionamos lo que había sucedido. Pero
prácticamente hicimos la carrera juntos. No fue fácil, porque yo estaba de
novio con una de las chicas de la división con las que no se hablaba, y que
ahora es mi esposa.
—¿Pero no me dijiste que fueron socios?
—Sí, sí. Pusimos una veterinaria juntos. No sé, yo quería ayudarla, sentía
culpa. Qué se yo. En definitiva, no me había prendido en la joda, pero no
hice nada para pararla, ¿no?
Suspiró:
—Y mirá cómo terminó.
Había bajado la vista. Tres arrugas profundas le marcaron la frente. Vaya
a saber qué estaba pensando. Capaz alguna vez, o muchas veces, esas bro-
mas le había tocado padecerlas a él. Podía entenderlo perfectamente.
Nosotros habíamos sido iguales.
—León piensa que Dante se fue a algún lado, pero que está vivo —dije al
fin.
—¡Mirá vos! —exclamó—. Pero claro. No es fácil hacerse a la idea de
que alguien se muera tan joven, ¿no? Y menos que se mate. Pero Dante es-
taba desesperado. Pelearse con ella debe haber sido como el fin del mundo.
—Pero, en definitiva, ustedes nunca supieron nada concreto —insistí.
—Dante se murió —me dijo mientras anotaba algo que copiaba de su
agenda—. Te pido disculpas por cortarte así, pero ya me tengo que ir.
—Está bien. No te preocupes. Te pido perdón si te incomodé.
—Acá tenés el teléfono de Sofía —dijo por toda respuesta—. Suerte.
—Muchas gracias —dije guardando la hoja en mi cuaderno—. Y suerte a
vos.
—¿Por qué?
—Con el ingreso, digo. Capaz tengo a tu hija de alumna.
—¡Ah! Muchas gracias. Espero que sí. Por ahora le está yendo bien.
¿Sabés? Con mi esposa discutimos mucho si mandarla acá o no.
—Me imagino…
—¿A vos qué te parece? ¿El Colegio seguirá siendo como cuando
veníamos nosotros?
29

Esa misma noche, tras la charla con Carlos, llamé por teléfono a Sofía. El
tono de su voz me hizo saber que se sentía muy incómoda, pero logré con-
vencerla de que era muy importante vernos, con el cuento, que a estas al-
turas me creía yo mismo, de la investigación acerca del Colegio.
Al día siguiente, llegué a su veterinaria casi a la hora de cerrar, como
habíamos quedado. No era un negocio muy grande. Había bolsas de comida
para perros y gatos apiladas, acomodadas formando un pasillo. Dos cachor-
ritos Beagle jugueteaban dando ladridos en una jaula grande. Había otras
más chicas con varios conejos que apestaban. Contra la vidriera, junto a los
cachorros, había una pecera grande y bien iluminada con peces tropicales.
Cada tanto una calavera de plástico abría una boca desdentada y soltaba
unas burbujas.
Al fondo del local, detrás del mostrador, estaba la antigua novia de
Dante.
—Hola. Yo soy...
—Sí. Ya sé. El profesor que llamó. ¿Me esperás hasta que cierre el
negocio?
—Por supuesto.
No tuve que esperar mucho.
—Listo. Me saco el delantal y vamos.
Sofía cerró con llave la puerta de calle y entró al consultorio. Salió a los
dos minutos. Era una mujer bajita, que tenía ojos grises y llevaba el pelo
largo y lacio suelto a la espalda.
—¿Querés que vayamos a mi casa? Ésta no es una zona de cafés. Vivo
cerca, y hoy mis chicos están con el papá.
—Como prefieras. No te quiero molestar más de lo necesario.
—No te preocupes. Es que tengo algo que mostrarte —dijo.
La ayudé a bajar la persiana metálica y caminamos un par de cuadras
hasta que llegamos a un edificio bastante nuevo. Sofía evitaba mirarme. Sus
movimientos bruscos, como de bailarina torpe, me transmitían cuánto la
había alterado mi llamada. Cuando la llamé para vernos, yo había actuado
sin pensar en sus sentimientos, sólo movido por mi interés. Pero para ella
significaba preguntarle por su novio ausente, por sus recuerdos.
Sofía vivía en un departamento de tres ambientes pequeño. Vi de pasada
que tenía un cuarto para ella. En el otro había una cama marinera y tenía el
piso sembrado de juguetes.
—El cuarto de Nico y Pablo, mis hijos —explicó—. Me separé hace
poco.
—Ajá.
—¿Querés café?
—Dale. Gracias.
Me dejó sentado en el living, y completé el panorama. Una biblioteca
mediana, con muchas novelas latinoamericanas, fotos familiares y postales
de Barcelona. No había ningún libro que indicara su profesión, y pensé, de
puro prejuicioso, que los tendría todos en la veterinaria.
Sofía regresó de la cocina con dos tazas grandes de café y unas pepas con
mucho dulce de membrillo que agradecí mentalmente, porque casi no había
almorzado. Se sentó frente a mí sin pronunciar palabra. Ponerle azúcar al
café y revolver, comer un par de masitas y comentar lo fácil que había lle-
gado con sus indicaciones prolongaron unos minutos la situación molesta
del primer encuentro. Desde que la había ido a buscar, la mirada se le había
opacado. Éramos dos guerreros que se estudiaban antes de entrar en
combate.
—Te agradezco por recibirme —dije al fin.
—Me explicaste que estabas investigando sobre Dante.
—Sí. Quiero saber qué le pasó.
—¿Por qué? ¿Sos pariente?
—No, para nada. Curiosidad.
En su mirada vi que aceptaba mi mentira para seguir el juego, una es-
pecie de “pago por ver”. Me pregunté hasta dónde podría eludir contarle
más cosas sin que se enojara.
—¿Qué años tenés en el Colegio?
—¿Años? Ah, sí. Este año tengo cursos de primero, segundo y cuarto.
—¿Tenés muchas horas?
—No. Doce. También soy investigador...
—Sos ex alumno, ¿no?
—La maldita pregunta —dije sin pensar—. Sí.
Mi respuesta le hizo gracia y sonrió por primera vez.
—Tenemos como una marca de agua, dicen.
—Algunos luchamos contra eso.
—¿Y qué querés saber? —disparó sin rodeos.
—Me contaron que vos fuiste novia de Dante.
—¿Y qué más te contaron? —su voz se endureció en un instante. Me
había marcado la cancha con la pregunta: si me hacía el tonto, la charla ter-
minaba ahí. Así que avancé:
—Alcavette, tu compañero, dice que Dante se mató por vos. Lo mismo
me dijo Carlos.
—No me extraña…
—Pero León piensa que está vivo. Y también me contó que el papá de
Dante cree que se escapó porque él se oponía a que saliera con vos.
—Oponía, sí... es una forma de decirlo.
—Pero nadie sabe bien qué le pasó, ¿verdad?
—No —dio un largo suspiro—. Al principio dijeron de todo. Pero eso sí:
fuera que se hubiera escapado o que se hubiera muerto, daba lo mismo: la
culpa era mía. Ahí coincidían todos.
—La gente siempre necesita echarle la culpa a alguien.
—Sí, claro —estalló—, y qué mejor que tener una mina manipuladora a
mano. ¡Qué cosa! A mi novio se lo había tragado la tierra y resulta que en-
seguida fui yo la responsable.
No pude decir nada.
—Nadie pensó cómo me podía sentir yo —concluyó.
Mientras Sofía hablaba pensé que ya sabía qué alumno debía estar en el
examen: tenía que ser ella. Porque, de otra manera, ¿cómo iba a hacer para
decirle que yo sabía que Dante, su novio, estaba muerto? Tenía que verlo
por sí misma.
—¿Y cómo te sentiste?
Sonrió.
—¿Te importa?
—No me juzgues mal —dije humillado—. Desde el momento en que es-
tamos acá, me importa.
Me miró. Dudaba si creerme o no. Le sostuve la mirada.
—Tenés razón. No quise ser brusca, perdón.
—No te disculpes. Lamento que la hayas pasado mal.
—Dante era un chico especial.
No sé qué expresión habré puesto, porque se apresuró a aclarar:
—No me mires así. No me refiero a que “era especial” porque era mi
novio —no sé qué cara habré puesto yo—. Era muy tímido, y todos
sabíamos que el papá, que también fue al Colegio, lo apretaba con las notas.
Hay muchas familias así…
Asentí.
—Mis viejos nada que ver. Yo soy la primera y por ahora la única de la
familia que estudió en el Buenos Aires. Pero, bueno, a Dante eso le pesaba
mucho. Nunca se había llevado una materia. Empezamos a salir y se le
armó el quilombo del siglo en la casa. Y cuando se llevó Latín al viejo se le
metió en la cabeza que era porque salía conmigo.
—¿Cuándo empezaron a salir?
Se hizo un silencio molesto. Sofía evaluaba hasta qué y hasta dónde con-
tarme, por qué confiar en un desconocido, por qué abrir esa puerta cerrada
nada más que porque yo le preguntaba.
—Justo en tercero —sonrió, melancólica—. ¿Viste el primer día de
clases, que todos llegan temprano para agarrarse los mejores bancos? Los
dos éramos bastante dormilones, y terminamos sentados juntos en los ban-
cos de adelante, del lado de la ventana. Al principio yo no le daba bola. Lo
tenía encasillado igual que el resto de la división.
—¿Y cómo lo tenían encasillado?
—Era muy reservado. No sabíamos cómo era. Eso sí, cuando hablaba en
clase, te impresionaba. Parecía de esos tipos que en las series yanquis de
golpe agarran un arma y masacran una escuela.
Se quedó mirando la nada, y dijo:
—Pero nada que ver.
Se interrumpió, se levantó y fue hacia su cuarto. Volvió con una caja de
zapatillas.
—Cuando me llamaste la bajé del placar. Te imaginás que no es algo que
tengo siempre a mano.
Sofía levantó la tapa. Adentro había dos grupos de objetos: una fila muy
prolija de casetes numerados, que decían “Sofía/1”, “Sofía/2”, así hasta el
número 12, en el lomo. Al lado, una pila de cartas y varias fotos. Sofía
acarició los sobres, las cintas, con los ojos brillantes.
—Disculpame, no me es fácil esto.
—Me imagino —dije poniendo mi mano sobre la de ella—. Por eso no
sabés cómo te lo agradezco.
Retiró la mano.
—No, no lo sé. La verdad es que todavía no entiendo muy bien qué hacés
acá.
—Perdón… No quise…
—Y mucho menos sé por qué te estoy contando todo esto.
Se hizo un silencio incómodo hasta que suspiró, se encogió de hombros y
empezó a mostrarme unas fotos.
—Éste es Dante. Es en el Campo, ¿ves? Los arcos, los vestuarios...
Bueno, vos lo conocés.
—Sí, pero está muy cambiado. Cuando yo iba era un desierto. Nos
perseguían las ratas.
—A nosotros nos tocó la época de Menem, cuando empezaron a constru-
ir los restaurantes. Era un desastre, todo en obra, los tipos gritándote de
todo.
Desde la fotografía, un grupo de chicos como yo había sido no mucho
antes que ellos me miraban sonrientes. En el medio, Dante Godsend, con
los brazos apoyados sobre los hombros de los compañeros que tenía al lado.
—Como te dije, Dante era tímido, y no era muy comunicativo. Y encima
se vestía medio aparatoso. Pero escribía muy bien. Sus cartas son muy lin-
das. Y le gustaba mucho leer, y por ese lado nos enganchamos. Un día se
apareció con un libro de Quiroga, y empezamos a conversar, a pasarnos li-
bros. A mí también me gusta mucho leer.
—Vi tu biblioteca, sí…
—Ahora los chicos no leen, ¿no?
—Leen, sí, pero diferente. Más de pantalla...
—Claro…
—Pero yo me puse de novio igual que ustedes. Con libros y cartas…
—¿Ah, sí? Claro, si somos más o menos de la misma época… Mis hijos
ya me pidieron que les compre celular… —dijo Sofía con una sonrisa. El
rostro se le había endulzado—. Con Dante lo más avanzado que hicimos
fueron los casetes.
—¿Los casetes?
—Empezamos grabándonos canciones… Viste que una se armaba sus
“compilados”.
Volví a ver al chico en el Colegio rebobinando la cinta con la lapicera.
—Sí, claro.
—De a poco, ni sé quién de los dos empezó, fuimos agregando mensajes,
poemas. Cada uno tenía una copia, iban y venían. Era relindo... En los
casetes Dante es otra persona. Suelto, feliz…
Sofía, igual que Tankian, alternaba el pasado y el presente para referirse a
Dante.
—A fines del 94 nos peleamos muy feo por una fiesta de egresados a la
que yo había ido con los demás chicos y a él no lo habían dejado, por lo del
examen. Discutimos por teléfono. Dante es fanático de los Stones...
—A mí me gusta Keith Richards —la interrumpí sin pensar.
Me miró sorprendida:
—¡A él también! El lunes siguiente a la pelea nos encontramos en la Bib-
lioteca. Apenas nos hablamos. Me dio un casete y se fue. Lo único que
había grabado era “Eileen”...
Hice un gesto para que se diera cuenta de que conocía la canción. La le-
tra, palabras más, palabras menos, habla de un tipo que le dice a su novia
que no puede estar sin ella.
—Y un fragmento de El barón rampante —concluyó.
Sacó el casete número 12 de la fila.
—¿Querés escucharlo?
Pensé en el chico mudo que me había desordenado la vida este año.
—Me encantaría.
—Bueno. Éste te lo puedo hacer escuchar. Los otros no. Me moriría de la
vergüenza.
Abrió la cajita y puso el casete en un equipo viejo que tenía en el estante
más bajo de la biblioteca. Se escucharon los acordes finales de la canción de
Richards:
Baby won't you lean on me…
Y entonces, por fin, conocí la voz del chico de la campera. Leía, se
notaba:
—¿Por qué me haces sufrir?
—Porque te amo.
Ahora era él quien se enfadaba.
—¡No, no me amas! Quien ama quiere la felicidad, no el dolor.
—Quien ama quiere sólo el amor, aun a costa del dolor.
Sofía no resistió seguir escuchando y apagó el aparato.
—Compramos un libro para los dos —retomó—. Lo leíamos juntos, y lo
subrayábamos. Nos quedábamos a la tarde en el Colegio para eso.
Rebuscó un poco entre los estantes de su biblioteca, y me mostró la mis-
ma edición fucsia de Bruguera que yo había tenido.
—Yo también le grabé mi respuesta sacándola del libro.
La voz de “Sofía-por-aquel-entonces” era dulce y suave, no tenía el tono
herido de la mujer que estaba conversando conmigo ahora.
Cósimo alzó los ojos hasta ella. Y ella:
—Tú no crees que el amor sea entrega absoluta, renuncia de uno
mismo...
Estaba allí, en el prado, hermosa como nunca, y la frialdad que en-
durecía apenas
sus rasgos y el altivo porte del cuerpo habría bastado para disolverlos, y
volverla a
tener entre los brazos...
Podía decir algo, Cósimo, cualquier cosa para ir hacia ella, podía
decirle…
Apagó el aparato.
—Esto que nos leímos era el párrafo justo. Es la pelea definitiva entre los
protagonistas del libro… No sé si lo leíste.
“Claro que sí”, pensé. “Mil veces.” Pero no contesté.
—En la historia Viola, la novia de Cósimo, coqueteaba con dos oficiales,
y lo volvía loco de celos —continuó—. Eso nos gustaba del libro, veíamos
todo el tiempo paralelos entre lo que leíamos y nosotros. ¡Qué chicos que
éramos!
—Claro.
—Esa mañana me llamó diciéndome que no quería que nos peleáramos.
Y que tenía un casete que me quería pasar.
—¿Y qué le dijiste?
—Que si para él yo era tan importante viniera a casa. Me contestó que
estaba estudiando, que no lo dejaban ni moverse y que se había peleado con
el viejo porque no lo había dejado ir a la fiesta porque rendía el martes
siguiente.
Sofía calló. Hacía esfuerzos por no llorar.
—“Rindo y voy”, me dijo.
—¿Y se pudieron ver?
Sofía bajó la vista y jugueteó con unas miguitas que habían quedado so-
bre la mesa.
—Ésa fue la última vez que hablamos, y yo no le contesté nada bien.
—Bueno, como dijiste, eran chicos...
—Dante se fue —dijo al fin, siempre con la cabeza baja—. Y me dejó un
vacío terrible. No supimos más nada de él. Ese verano fue espantoso, di-
jeron de todo. El papá de Dante vino a mi casa y se peleó y amenazó a mis
papás... De mí dijo de todo. Mis viejos me bancaron, pero yo me sentía muy
sola. Estaba enojada con Dante. A veces lo maldecía por cobarde. Pensaba
que se había escapado, porque siempre tenía la idea de irse al campo. Pero
otras me castigaba a mí misma, pensaba que cómo podía enojarme con al-
guien que a lo mejor estaba muerto… O me echaba la culpa… igual que los
demás —sonrió con tristeza—. Pero la verdad es que no sabía qué sentir,
más que nada porque no sé qué le pasó.
Hizo silencio. Lloraba. Bajé la vista, incómodo.
Se secó las lágrimas de las mejillas con un gesto rabioso.
—¿Para qué viniste?
Y por fin yo supe qué responder.
—Sofía, yo puedo ayudarte a saber qué pasó con Dante.
En su mirada se alternaron la incredulidad y la esperanza:
—¿Cómo sabés? ¿Qué encontraste?
—No sé muy bien cómo decírtelo.
—¡Como sea me lo decís! Venís acá así como así, ni sé quién sos… Me
hacés contarte cosas... ¡Como sea! Después de revolverme todo... Ni te
conozco, y me tenés acá hecha pelota...
—Sofía, yo…
—¡Como sea me lo decís!
Ya no podía volverme atrás:
—Sofía, si yo te dijera que necesito que vengas al Colegio para poder ex-
plicarte bien lo que pasó, ¿vos lo harías?
—No entiendo, ¿por qué no me lo podés decir ahora?
—No vas a tener que esperar mucho, te lo prometo —supliqué—. Pero
necesito que vengas a una mesa…
—¿Una mesa? ¿Cómo una mesa?
—Ahí te voy a poder explicar todo, te lo aseguro.
Sentí su desconfianza.
—Me tenés que creer —insistí—. Por favor.
¿Por qué le estaba pidiendo esto? Me dije que si Dante iba a hacerse visi-
ble para rendir, lo justo era que fuera su novia la que tuviera la oportunidad
de verlo una vez más.
—Una mesa de examen. ¿Venís?
Dudaba. Insistí con la mirada.
—Por favor…
Me miró como preguntándome cuánto más iba a torturarla. Sentada
frente a mí, parecía haberse quedado sin fuerzas.
—Está bien —dijo al fin—, voy.
—Entonces yo te aviso.
—¿Cuándo?
—Pronto. Te lo prometo.
Ya no tenía más nada que decir. Bajamos juntos en el ascensor, en silen-
cio, sin mirarnos a la cara. Me abrió la puerta de calle. Nos despedimos con
un beso apenas formal.
—Hasta pronto —me dijo.
Me quedé parado en la vereda mientras veía cómo regresaba a su depar-
tamento. Su espalda se sacudía. Supe que, una vez más, lloraba.
30

11 de noviembre
 
 
Si a Sofía mi visita le resultó costosa, para mí no fue diferente. Tantos
recuerdos…
Una noche más en vela. Gracias, Dante.
El barón rampante llegó a mi vida de la mano de Lucas, nuestro profesor de
Historia dos años consecutivos. Recuerdo el día en que durante una clase
nos habló del avance de los bosques y los lobos sobre las ciudades durante
la Edad Media. Nos contó que en esa época se decía que un mono que se
trepara a un árbol en Roma podía ir saltando de rama en rama hasta las
orillas del Mar del Norte sin tener que tocar nunca el suelo. Nos habló de
los peligros extramuros, pero también de las fantasías que acechaban entre
los árboles. Y, como al pasar, comentó que la historia del mono le recorda-
ba un libro que había leído: El barón rampante, de Ítalo Calvino.
Lo leí muy poco después. Ese libro me enseñó que el camino de la soledad
es sólo aparente. Que sólo podemos ser nosotros mismos al relacionarnos
con los demás. Aprendí a enamorarme de la misma manera que el barón.
Gracias, Dante. ¿Justo ahora tenías que recordarme algo así?
La taza de café fría e intacta me dijo que ya era muy tarde. Apagué la luz.
Desde el balcón de mi departamento las luces de los autos parecían tizones
de alguna antigua hoguera. Una de esas fogatas que encendían los viajeros
de la Ruta de la Seda, un fogón con la pava ennegrecida por el hollín de los
arrieros en la estepa patagónica, los fanales del Pequod la noche anterior a
su destrucción.
Luz y refugio en medio de las sombras y la inmensidad.
Rodeado de los libros que había desparramado mientras buscaba el del
barón, pensé que no servían para nada. Sentí en el cuerpo el momento que
atravesaba. Supe que era alguien sin un lugar verdaderamente propio,
aunque bien sabía yo, también, que había intentado tenerlo. Pensé con
melancolía en las personas que había amado, en los amigos que había rele-
gado por esos libros y tantos otros. Por querer escribir mi propia obra. Por
querer ser profesor. Porque el barón también hizo que yo quisiera enseñar:
un día daría clases y haría lo mismo que Lucas había hecho conmigo.
Qué amargo el sabor que tienen algunos recuerdos… Hay memorias que
devuelven sensaciones, pero hay otras que nos dicen que podríamos haber
hecho de manera diferente muchas cosas.
Supe una vez más que yo había sido el artesano de mi soledad.
Dante había buscado a un par que pudiera ayudarlo. Y aunque me dije,
para tranquilizarme, que seguramente exageraba por la emoción que me
despertaban tantos recuerdos, sabía que en el fondo ésa es la verdad: que
puedo pasar un día de clases con decenas de seres. Que puedo enseñarles
el valor de la solidaridad. Pero, al final del día, estoy solo.
31

Ya estaba todo listo para el examen. Marta no faltaría a su palabra. Sofía me


había prometido que vendría. Descontaba la presencia de Dante: todo lo
había armado en función de su búsqueda. Pero esos preparativos no me re-
sultaban suficientes. Yo quería saber qué le había pasado al chico de la
campera. Había llegado el momento de visitar a Guillermo Godsend. Llamé
al teléfono que había encontrado en el Archivo del Colegio, y comprobé
satisfecho que todavía vivían en la misma casa.
Los padres de Dante me recibieron en un departamento bastante viejo del
barrio de Once. Mientras esperaba que bajaran a abrirme, contemplé los
alrededores. Eran las seis de la tarde de un viernes. En una esquina había un
grupo de cartoneros con sus carros repletos. Enfrente había una casa bas-
tante antigua. Era vetusta, pero la ropa colgada para secarse en las ventanas
y los balcones la llenaban de colores y vida. Parecía tomada. Había chicos
desnudos jugando en la vereda. Un grupo de judíos ortodoxos pasó
apresurado. A mitad de cuadra tuvieron que esquivar a un chico muy flaco
que sacaba los cajones con las hojas de verdura y las frutas en mal estado de
la verdulería de un supermercado chino. Toda la calle, al igual que el barrio,
olía a mezclas: de personas, de olores, de sensaciones.
Finalmente me abrió Delia, la mamá de Dante. Estaba muy arreglada,
pero la ropa que tenía era vieja. Mientras subíamos en el ascensor se excusó
por no participar de la charla:
—Me pone muy mal hablar de mi hijo, señor profesor. Pero mi marido le
va a poder dar todos los datos que necesita.
Al franquearme la puerta de su casa me recibió el típico olor que tienen
algunos departamentos cuyos habitantes no salen mucho. Un lugar detenido
en el tiempo que, al igual que el agua estancada, a veces no huele bien. Sen-
tado a una mesa, envarado como si posara para un retrato, estaba el señor
Godsend.
—Me va a perdonar que no me levante —dijo—, pero como verá tengo
alguna dificultad y no he conseguido que me entreguen la prótesis de reem-
plazo a tiempo.
Señalaba hacia una de sus piernas, amputada por debajo de la rodilla.
—No se preocupe. Le agradezco que me reciba a pesar de sus molestias
—contesté.
Mientras me sentaba, estudié rápidamente la parte de la casa que tenía a
la vista. Había una reproducción de Los desastres de la guerra de Goya so-
bre una pared cuyo blanco original se había convertido en amarillo sucio.
La mesa dividía ese ambiente único: a espaldas del anciano había una gran
ventana que daba a un balcón enrejado lleno de plantas. Una o dos repisas
cargadas de objetos completaban la decoración.
—¿Así que usted enseña en el Colegio? —preguntó.
—Así es. Soy profesor de Historia.
—¿Y cómo anda el Colegio?
—Como siempre.
—Menos mal. Algo tiene que seguir funcionando en este país.
“Chau”, pensé.
—Con los judíos me llevo bien, los chinos son gente trabajadora, pero
¿usted me puede explicar cómo es que entran al país tantos peruanos y boli-
vianos, tantos senegaleses? —el anciano señaló hacia el balcón—. ¿Vio lo
que es la calle, la mugre que hacen? ¿Cómo puede ser que dejemos entrar a
lo peor?
—Mire, señor Godsend...
—Sí, sí, sí. Ya sé lo que me va a contestar...
—No, yo solamente…
—Usted me tiene que entender. También es de familia inmigrante. Su
apellido es alemán, ¿verdad? —dijo paladeando el adjetivo, como si no me
hubiera escuchado—. Probablemente sus antepasados y los míos fueron en-
emigos en alguna guerra... Pero justamente mire lo que es Europa ahora.
¿Cómo es que ellos pudieron levantarse de las ruinas y nosotros no?
—Señor Godsend, lo que usted dice es muy interesante para discutir, pero
yo…
—¡Ah, lo ve! Coincidimos, estamos preocupados por el país —sus ojos
brillaron con satisfacción—. Y yo imposibilitado, con todo lo que hay para
hacer…
—Disculpe, pero yo en realidad estaba interesado en saber de su hijo.
La mirada del viejo se llenó de odio. Dio un fuerte manotazo sobre la
mesa:
—Yo no tengo hijo. Yo tuve un hijo. Un hijo único que hacía honor al
apellido, que fue abanderado en la primaria, y que fue al Colegio Nacional
de Buenos Aires, como yo, hijo de un oficinista de cuarta de Harrod’s —se
hinchó de orgullo—. Este país daba progreso al que se esforzaba; llegué a
tener la papelería más grande de Once. ¿Lo puede creer?
—No sabía…
—Sí, la más grande, hasta que un negro resentido me la quemó.
—Lo siento. Imagino la frustración…
—El hijo que tuve ni siquiera iba a tener que trabajar para pagarse la uni-
versidad. Mi única condición era que aprobara todas las materias.
Bajé la vista. No me gustaba lo que estaba escuchando.
—Excelente promedio: 9,25 en los dos primeros años. Obediente, re-
spetuoso. No se le podía pedir más —remató el anciano, que se ahogó en su
propia tos.
—¿Te traigo un vaso de agua? ¿Usted quiere algo, profesor? —
aprovechó Delia para terciar.
—Por mí está bien, gracias —contesté.
—No quiero nada. Dejá —ladró Guillermo entre más toses.
El departamento estaba en penumbras, ya que sólo nos iluminaba la luz
de una lámpara de pie, ubicada a la derecha y en diagonal al hombro del
viejo. La luz acentuaba su rostro crispado por el enojo. Hablaba de ese
pasado dorado y a cada palabra parecía que le habían robado un fragmento
de su cuerpo, como si esa pierna no fuera lo único que le faltaba. Pero no
sonaba dolorido. Estaba cargado de rencor.
Delia se quedó a mi izquierda, en un pasillo, sin decir nada más. Se
apoyó en el marco de la puerta que daba a las otras habitaciones de la casa
mientras nos miraba con ojos tristes.
—Le dimos todo —prosiguió el viejo—. Lo enviamos al mejor colegio al
que podíamos acceder. Un lugar donde estudiaron presidentes, premios No-
bel, literatos, la crema de la Argentina.
La anciana había cruzado los brazos y bajado la cabeza sobre el pecho.
Seguramente ya había escuchado eso muchas veces.
—Mi hijo tenía un gran futuro, hasta que se cruzó con esa… chica.
Levanté la vista:
—Con Sofía.
—¡Ah, la conoce! Con Sofía, sí. ¡Con esa putita que lo enloqueció! —
estalló el viejo.
Sentí como si me hubieran pegado una cachetada: hasta ese momento
Godsend no había soltado ni una palabrota. Pero ahora no paraba. Escuchar-
lo hablar tan despectivamente de alguien me dio vergüenza ajena, y bajé la
vista. No estaba indignado. No podía indignarme. Simplemente no podía
creer tanto rencor contra dos adolescentes, una chica y su propio hijo.
—Desde que se la cruzó le bajaron las notas. Se llevó Latín con un seis,
en el último trimestre, ¿me entiende? ¡Un seis en Latín! A él le gustaba,
nunca había tenido problemas... ¡Y se va detrás de la primera turrita que se
le cruza, para arruinarse la vida!
Traté de retomar el control:
—Yo, señor Godsend, quería preguntarle si sabe qué le pasó a su hijo.
Hasta donde me contaron, desapareció el día en que iba a rendir examen...
—¡No sé qué le pasó! ¿Me explico? No sé si se murió, no sé si lo
mataron, no sé si no se habrá escapado a alguna parte con esa chica para
llenarse de hijos y problemas. No sé si no es un cobarde que se rajó porque
no podía mirarnos a la cara.
Bajó la cabeza. Yo no sabía qué decir.
—¿Y sabe una cosa, profesor? La verdad es que no me interesa. Yo tuve
un hijo hasta que me dejó de hacer caso. Hasta que dedicó todo su tiempo a
escribirle cartitas y grabarle estupideces a esa chica.
—¿Pero nunca trató de averiguar nada sobre él?
—¡Por supuesto que sí! Hicimos denuncias, hablamos con el rector, con
los padres de… de… de esa chica. Pero mi hijo era muy inteligente, y
cubrió muy bien todas sus huellas.
El anciano estaba agitado. Miré de reojo a la señora. Al principio no la
encontré. Se había retirado unos pasos hacia el fondo del pasillo, que estaba
a oscuras. Solo distinguí unas formas confusas y el blanco de sus ojos.
Como si fuera un fantasma ella también.
—Al hijo que tuve se lo tragó la tierra. Es mejor para él, porque nunca le
voy a perdonar lo que nos hizo a su madre y a mí —concluyó el viejo, como
si arrojara la última palada de tierra sobre el féretro de Dante.
Pasaron varios minutos. Parecía que se había olvidado de mi existencia.
Me levanté e hice ademán de despedirme tendiéndole la mano:
—Mejor me voy. Muchas gracias, señor Godsend. Lamento que mis pre-
guntas lo hayan molestado.
El viejo no me contestó. Ignoró mi mano tendida sin dejar de mover sus
dedos sobre la mesa. Ya no estaba ahí. Entonces, desde la oscuridad del
pasillo, la señora Godsend me hizo un gesto de invitación sin que su esposo
la viera. La seguí hasta una puerta cerrada:
—Yo sí tengo un hijo —me susurró con una gran dulzura—. Éste es su
cuarto.
La anciana abrió con cuidado la puerta para que no hiciera ruido.
—La habitación está como cuando Dante se fue —me dijo.
Entré a una cápsula del tiempo. Había un póster de los Rolling Stones,
otro de Los Redondos. Y una foto de un viejo plantel de Boca Juniors.
—Linda la foto de Boca, ¿no? —comentó la señora en un susurro—.
Dante sufrió mucho que sus compañeros nunca lo dejaran jugar en el
equipo de su división.
—Lo lamento.
—Igual no jugaba muy bien —dijo con una sonrisa—. Acá nunca lo es-
timuló nadie.
Vi que en la biblioteca, montada sobre un escritorio de pino en el que
descansaban unas cuantas carpetas de fibra negra, como las que yo mismo
había usado, había muchas novelas, y libros que conocía muy bien, sobre
todo dos: Latín 1 y 2, de Marta Royo, la profesora que tomaría conmigo el
examen.
—Mi marido es muy rígido con Dante —comentó la señora.
—Eso me pareció.
—Lo que no pudo superar, además, es el incendio de la papelería. ¿No le
contó?
—Me comentó que se incendió —dije piadosamente.
—Nunca se pudo comprobar, pero parece que le prendió fuego al depósi-
to un empleado que estaba enojado. El seguro no pagó casi nada, usted
sabe. Como en esa época muchas cosas no se facturaban... Eran cosas en
negro, ¿vio?
Me apoyó la mano en el brazo, con delicadeza, para que la mirara:
—¿Usted por qué está averiguando sobre Dante?
—Quiero saber qué le pasó.
—¿Y me promete que si averigua algo de él me lo va a decir?
—Le doy mi palabra.
—¿Lo que sea?
—Lo que sea. Tiene mi palabra.
Me miró fijamente, como para cerciorarse de que no le estaba mintiendo.
Cuando pareció convencerse de eso, dijo por fin:
—Entonces le voy a mostrar algo.
Delia, con gran dificultad, se arrodilló frente a la cama de su hijo. Levan-
tó el acolchado y sacó una caja de zapatillas como la que tenía Sofía. Di un
respingo.
La ayudé a levantarse.
—Mi marido nunca entra acá desde que discutieron, poco antes de que
Dante... de que Dante se fuera. Por eso estas cosas acá están seguras.
La señora abrió la caja y vi que también había casetes y cartas. Pero so-
bre los objetos se había descargado un tsunami: los papeles estaban de-
spedazados, y las cajitas de plástico de los casetes, además de estar astil-
ladas, sólo contenían un amasijo de cintas, como si fueran algas amonton-
adas en una playa. El viejo había tirado de ellas y las había arrancado.
—Esto no se puede arreglar, ¿no? —preguntó con tristeza.
Los lomos decían “Dante/1”, “Dante/2”, pero llegaban hasta el 11. En la
caja de Sofía, había doce cintas. Faltaba la respuesta de Dante.
—No, lo siento.
—Después de que se pelearon, Guillermo rompió todo esto y lo tiró a la
basura. Pero esa noche esperé a que se durmiera, rescaté todos los pedazos
y volví a ponerlos en esta caja. Las cartas las pegué con cinta, me llevó años
volver a juntar los fragmentos. Algunos eran muy chiquitos.
—Me imagino.
—Pero reunirlos para que se pudieran volver a leer era como estar con él
—dijo con dulzura.
La miré. La señora me daba mucha pena.
—No me quedó más remedio que leerlas... Algunas son muy hermosas
—dijo, como pidiendo disculpas.
—¿Puede ser que se haya perdido algún casete? —pregunté.
—No creo, no. Junté todo con mucho cuidado, como se imaginará. Tam-
bién encontré esto —dijo.
Rebuscó un poco dentro de la caja hasta que me tendió un rollo amarillo
de negativos:
—¿Nunca lo reveló?
—No. Guillermo maneja la plata en casa… Yo nunca trabajé.
—Entiendo.
—¿Usted no lo revelaría por mí?
—Por supuesto que sí —dije guardándomelo en el bolsillo con rapidez,
por si se arrepentía.
La anciana se volvió y tomó de un estante un libro que en el lomo tenía la
inconfundible signatura topográfica de la biblioteca del Colegio.
—Dante había sacado este libro prestado para el examen —me dijo—. Y
bueno, nunca lo devolvió. ¿Podría hacerlo usted?
—Sí, claro.
—Fíjese que adentro está su carnet de Biblioteca. Llévelo también, por
las dudas.
Pensé que no podía haber tenido más suerte. El día del examen, Dante
hasta presentaría su documento. Sonreí con melancolía: Nadie podría decir
que el examen no seguiría todas las reglas.
—Un último favor… y creo que ya le pido muchos —dijo vacilante.
—Si está en mis manos…
La señora se retorció las manos, con nerviosismo. Sus ojos, que brillaban
al hablar de su hijo, se opacaron, pero no había rencor en ellos, sólo mucha
tristeza:
—Por favor, dígale a esa chica, a Sofía, que yo no le echo la culpa de
nada. ¿Se lo va a decir?
Percibí la ansiedad en sus palabras y, mejor que eso, su solidaridad.
Imaginé el sufrimiento de tantos años de esta señora. Pensé qué era lo que
había hecho que se enamorara de Guillermo Godsend, ese hombre tan duro.
Me pregunté si habría defendido a su hijo frente a ese padre tan autoritario.
¿O había callado por respeto? ¿Sumisión? ¿Por amor? ¿Por una mezcla de
esas tres cosas? ¿Por amor a quién?
—Por supuesto que sí.
Delia, entonces, tomó el libro que Dante había sacado de Biblioteca y lo
abrió para mostrarme el carnet. Pude ver la portada.
—Claro —dije con una sonrisa—, tenía que ser.
—Perdone, profesor, no lo entendí…
—Disculpe, estaba pensando en voz alta.
El libro era la Eneida, de Virgilio. Todos los que pasamos por el Colegio
tuvimos que leerlo.
“Canto las terribles armas de Marte…”, por supuesto.
Y también el famoso Libro Sexto: el descenso al mundo de los muertos.
32

Dejé el rollo de Dante en una casa de fotografía cercana a la casa de sus pa-
pás. A los tres días, ya tenía las copias.
—Salieron seis nada más —me dijo un chico con la cara llena de granos
—. El resto estaba sin tirar. Y era una película bastante vieja, además. ¿Qué
pasó? ¿Se habían olvidado de revelarlas?
—Algo así.
—Pero salieron perfectas. Se las pasamos a digital también.
Le agradecí el detalle, pagué y me fui. Aguanté mi impaciencia por abrir-
lo para ver las fotos hasta estar en un lugar tranquilo. Era un día en que
volvía temprano a casa. Enganché un tren que salió a horario y semivacío.
Me senté en el asiento junto a la puerta que comunica los vagones, del lado
de la ventana. La luz cálida del sol de media tarde iluminó las fotos que ex-
aminé mientras el tren traqueteaba en su salida de Once.
Las primeras imágenes del rollo de Dante me desilusionaron un poco.
Tres de ellas eran, como me había contado Tankian, de las obras en Puerto
Madero. Las dos primeras mostraban los edificios de ladrillo rojo atacados
por las cuadrillas y las máquinas. Junto a ellos, inmóviles como árboles en
invierno, las viejas grúas portuarias. En la tercera imagen, una larga fila de
camiones mezcladores aguardaba para volcar su contenido de hormigón en
un profundo pozo.
Seguían dos fotos del Campo de Deportes del Colegio. La primera me
llevó a mi propia adolescencia: allí estaba el viejo Goyanes, el encargado,
muerto hacía años, rodeado de chicos junto al kiosco de la entrada. Luego,
otra foto tomada en una de las canchas de handball en la que estaba Tankian
(tenía el pelo largo) en medio de un grupo que seguramente eran de la di-
visión de Godsend.
La última imagen, con todo lo que ya sabía sobre Dante y Sofía, me llenó
de melancolía. Me di cuenta de que la había sacado con el disparador au-
tomático, porque en el borde inferior de la fotografía, cortándola apenas, se
veía la punta de cemento de un banco de esos que todavía están en el bule-
var de la Avenida de los Italianos. La pareja se había subido sobre otro que
estaba enfrente y en diagonal al que hacía las veces de trípode. Dante estaba
parado algo de lado, como a punto de perder el equilibrio. Se esforzaba por
parecer serio, como si se resistiera al abrazo que casi lo había hecho caer,
pero sonreía. Tenía la mano izquierda libre sobre su pierna y con el brazo
derecho aferraba el talle de su novia.
Sofía, que era la que había apretado el disparador y vuelto a la carrera, lo
había atrapado: estaba en puntas de pie, y con una mano sobre la mejilla de
su novio y los labios fruncidos trataba de hacer que se inclinara para darle
un beso. El pelo de la chica, larguísimo y muy negro, todavía estaba revuel-
to por la carrera y el salto. De fondo, enmarcándolos, los álamos parecían
cerrarse sobre ellos. La cabellera al vuelo de Sofía le daba a la imagen una
vitalidad impresionante.
Guardé las fotos en el sobre. Por la ventana veía a la gente ir y venir rum-
bo a alguna parte. Quién sabe qué historias habrían vivido o estaban vivien-
do cada uno de ellos. Ya me tenía que bajar. Mientras cerraba la mochila,
pensé que una foto de novios así es la que a uno le gustaría poder guardarse
para siempre.
33

Los días previos al examen de Dante la ansiedad se mezcló con el cansancio


del año. Unos días después de revelar las fotos que me había dado su mamá
llegué al Colegio agotado y resignado a una árida clase expositiva. Esa
tarde discutíamos la organización política y económica de la Argentina de
finales del siglo XIX.
Comencé a delinear el tema de los ferrocarriles concentrados en el puerto
de Buenos Aires para colocar los cereales y las carnes en el exterior. Y fue
entonces cuando recordé que aún tenía el sobre con las fotos en la mochila.
Sin dudarlo mucho las saqué e hice que las fueran circulando entre los
bancos.
—Hoy tenía ganas de que vieran estas fotos. Son de Puerto Madero antes
de las reformas de la década del noventa, cuando empezaron a edificar los
edificios que se ven ahora...
—Mi papá me contó que cuando él iba al Campo de Deportes veía los
marineros trabajando en los barcos —saltó una chica.
—Es verdad, mi vieja dice lo mismo.
—Antes era mejor, profe —dijo desde el fondo un chico al que le gustaba
hacerse el reo—. Ahora los chorros se juntan en el Correo Central para ro-
barles a los chicos de primero.
—Tratemos de no pensar en “mejor” y “peor” —maticé—, sino en con-
centrarnos en comparar y ver cambios. Piensen en los temas que hemos vis-
to. ¿De qué son los edificios que hay ahora en ese lugar que todavía lla-
mamos “puerto”?
—Hoteles. Restaurantes.
—Departamentos de lujo.
—Empresas.
—Bien. ¿Qué tipo de empresas?
—Uf, profe. De todo. Bancos... Está YPF...
—¡Empresas de servicios!
—Muy bien. ¿Y para qué habían construido el puerto en el siglo XIX?
—Para exportar las materias primas. Tuvieron que construirlo porque el
puerto viejo no tenía cavado para recibir barcos grandes —dijo una chica.
—“Calado” —corregí.
—Eso, “calado”.
—Está la Universidad Católica también. La que van los chetos —dijo
uno al fondo.
—¡Vos también sos cheto! Venís al Nacional —le contestó otro.
—Bueno —alcé la voz, tratando de seguir al timón—, las fotos que les
traje son de la época en que esos edificios pensados para el siglo XIX
comenzaron a ser reutilizados: en la presidencia de Menem otro modelo
productivo del país llevó a que los edificios pasaran a cumplir una nueva
función…
—Mi viejo dice que Menem destruyó el país.
—Y que indultó a los militares.
—Sí, pero hizo la Autovía a la Costa.
—El mío dice que ahora el gobierno se roba todo igual.
Superposición cacofónica de voces. Algunos la aprovechan para consul-
tar sus celulares. Me hago el distraído. La clase marcha: discutimos y el
aburrimiento quedó lejos.
—Volvamos, chicos —dije por fin—. Podemos pensar que lo que ustedes
ven los días en que les toca ir al Campo es como una de estas fotografías, y
que nos permite pensar qué modelo económico de país es el de hoy —tomé
las fotos que había sacado Dante del pupitre donde las habían dejado, y se
las mostré otra vez—. El de las fotos es otro.
Silencio en el aula. ¡Me estaban escuchando!
—Y si buscáramos fotos aún más antiguas, podríamos ver lo que pasaba
en ese lugar donde ustedes van a hacer deporte. Qué tipo de país funcionaba
en cada momento.
—¿Para cuándo? —preguntó uno de los chicos de repente.
—¿Eh?
—¿Puede ser en grupo?
—¿Hay que ir a sacar fotos?
—¿Podemos hacer un video?
Ni siquiera había pensado en eso, pero tomé la idea al vuelo.
—Esteemmm… Sí, sí, claro, claro, no me dejaron terminar. ¡Ésa es la
idea! Ustedes podrían hacer un pequeño trabajo en el que buscaran imá-
genes desde los años de la construcción del puerto, y trataran de armar un
recorrido que llegue hasta el barrio que ustedes conocen hoy. Traten de ver
qué sucedió en el camino, qué cambios muestran esas fotos. Pueden hacer
un lindo trabajo y a algunos, a esta altura del año, los va a ayudar para la
nota.
—¿Podemos usar las fotos que trajo, profe?
Me quedé de una pieza. Pero no dudé.
—Sí, claro. Pero las tengo en papel.
—Si me las presta —me dijo la chica que había preguntado— las esca-
neo, las mando al grupo de la división y se las devuelvo el lunes que viene.
—Acá están.
—Profe, ¿dónde las consiguió?
La pregunta iba a venir. Así que saqué del sobre el resto de las fotos: la
del Campo, la de la canchita, el retrato de Dante y Sofía de puntillas tratan-
do de besarlo, y se las mostré.
Dante y Sofía volvieron a sonreír en un aula del Colegio, y mis alumnos
con ellos.
—Las sacó este chico, que también estudió acá. Estaba en tercero.
—¡Mirá!
—La que está con él es la novia.
—Aaaaay, qué tiernos.
—Había onda ahí, profe, ¿eh?
—¡Eso es atrás del Campo!
—Profe, ¿eran compañeros suyos?
—No, ellos entraron después que yo.
—Mire, profe, es como si él se escapara…
—Sofía, se llama Sofía...
—¿Y usted cómo sabe?
—¿No ves que le dieron las fotos? ¿Qué preguntás? Seguro que los
conoce —pero por las dudas el chico que había contestado me miró—.
Profe, los conoce, ¿no?
—Sí.
—¡Son reparecidos a nosotros!
Sofía y Dante ya empezaban a encontrarse otra vez.
34

(Sin fecha)
 
 
IDEAS PARA TENER EN CUENTA:
Libro VI de la Eneida:
Eneas desciende al mundo de los muertos junto a la Sibila de Cumas para
ver a su padre, el troyano Anquises. Al llegar a orillas de la laguna Estigia
le entrega una rama dorada como pago al barquero Caronte para cruzar en
su barca y llegar a los Campos Elíseos. Allí viven las almas afortunadas,
entre ellas la del padre de Eneas. Tras el reencuentro, el muerto le muestra
desde una altura millares de almas a la espera de su regreso al mundo de
los vivos.
Anquises también anuncia a su hijo la grandeza de Roma, y le vaticina las
futuras gestas que protagonizarán sus descendientes.
 
Dante, ¿a dónde me estás llevando?
¿De dónde venís?
 
Según Borges, todos los hombres le debemos estar agradecidos a Virgilio.
“Todos los hombres.” Tremenda idea. Todos los hombres. ¡Todos!
Todos. Los que fueron, los que somos y los que serán, unidos por el hilo in-
visible de la poesía. Unidos por la pregunta ante la vida y la muerte.
35

Una tarde de los primeros días de diciembre nos reunimos con Marta en la
Biblioteca del Colegio. Las clases ya habían terminado y los exámenes se
aproximaban. Teníamos que preparar el nuestro. Llevé el libro que me había
dado la mamá de Godsend.
—Marta, este libro estaba entre las cosas de Dante, el chico que va a
rendir examen. Esto es lo que tendríamos que tomarle, ¿no?
—¿La Eneida? Nada más apropiado...
—Eso mismo pensé yo.
Le conté cómo había llegado el libro a mis manos. También le mostré el
carnet de Biblioteca de Dante. Contempló la foto un rato largo. Al fin, dejó
con mucha delicadeza el carnet sobre la mesa, como si fuera de cristal. Sólo
dijo, con una sonrisa melancólica:
—Se parece a tantos...
—Así es.
Suspiró.
—En fin, ya estamos embarcados, como Eneas. Si lo que tenemos que
hacer es tomarle un examen, se trata, entonces, de elegir un fragmento para
que él haga el análisis morfosintáctico y luego traduzca. Normalmente, la
evaluación tiene esa primera parte de análisis y traducción, y luego otra en
la que hacemos algunas preguntas de cultura latina.
Marta tomó el libro y pasó las hojas con rapidez.
—Ah, pero ésta es la traducción de Eugenio de Ochoa. Esperá un
segundo.
Se levantó y se acercó al mostrador, donde habló con una de las bibliote-
carias. A los pocos minutos, volvió con un libro diferente. De regreso a
nuestra mesa, Marta traía una versión en latín, Aeneis.
—A ver, a ver…
Hablábamos en susurros, para no molestar a los escasos chicos que esta-
ban estudiando. De repente, la luz que entraba por la gran claraboya del
techo se fue: una gran nube negra había tapado el sol. En instantes se hizo
de noche. Sólo nos iluminaban las lámparas de las mesas de lectura que ha-
cia el fondo del salón brillaban como fanales de una flota de pesca.
Marta no pareció notar el cambio. Estaba enfrascada en su búsqueda.
—Liber Sextus... Liber Sextus... —mi antigua profesora pasaba las pági-
nas con autoridad, segura de lo que buscaba—. Acá está. Eso es. De-
beríamos darle para analizar los versos 268 a 272 —dijo Marta al fin,
apoyando ambas manos sobre el libro abierto con gesto de triunfo.
Y leyó como si recitara un conjuro:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbram


perque domos Ditis vacuas et inania regna:
quale per incertam lunam sub luce maligna
est iter in silvis, ubi caelum condidit umbra
Iuppiter, et rebus nox abstulit atra colorem.

Muerto de vergüenza, descubrí que, salvo palabras sueltas, no había podi-


do entender nada.
—Éste tiene que ser el fragmento —dijo convencida.
—Marta, perdón por mi ignorancia, pero ¿me podés traducir los versos?
Solamente tengo una idea vaga...
—Claro, claro —sonrió con indulgencia—. Debería haberlo pensado.
Comienza así: “Iban oscuros bajo la noche solitaria a través de la sombra”...
Me estremecí.
—¿Justo esto?
—Tiene que ser éste. Es uno de los más famosos pasajes de la Eneida —
me contestó resuelta—. El verso 268, que es el primero de los que elegi-
mos… Bueno, que elegí… fue muy elogiado por Borges, que lo llamó
“insuperado”…
—¿Por qué?
Puso la cara que podría poner una niña cuando los Reyes Magos le entre-
garon el juguete que esperaba:
—¡Por el uso de la hipálage, claro!
—Marta… Soy un pobre historiador. ¿Qué es una hipálage?
—Claro, claro. Es una figura que consiste en aplicar a un sustantivo un
adjetivo que corresponde a otro sustantivo. Acá te explico, escuchá:
Ibant obscuri sola sub nocte per umbram…
En ese momento, el sol rompió la gran nube que lo había mantenido
oculto y un haz de luz cayó sobre nuestra mesa. Marta estaba de pie, con el
libro abierto en una mano, mientras que con la otra marcaba el ritmo de los
versos, flanqueada por los altos anaqueles de la Biblioteca repletos de libros
antiguos, bajo el sol que se derramaba por la claraboya sólo para ella. Los
chicos en las mesas vecinas nos miraban con curiosidad. Cuchicheaban. Es-
peraron respetuosamente a que terminara y se acercaron.
—Profesora, ¿no me explica Latín usted, que me la llevé y no entiendo
nada?
—¡Es la profe del libro! ¡La profe que escribió el libro! —susurraban.
Las palabras de Marta me mostraron cómo, por arte del poeta, la oscuri-
dad de la noche primero cubría y absorbía a Eneas y a la Sibila… Pero, su
vez, ellos le habían contagiado su soledad. Noche y visitantes unidos en la
oscuridad hasta ser sólo una cosa: un mundo donde las almas coexisten, las
de los vivos y las de los muertos.
El mundo que visitaríamos para que Dante Godsend rindiera su examen.
No quise dejar nada librado al azar. Cumplí con todas las formalidades y
reglamentos. El chico de la campera negra tenía que dar su examen como
correspondía. El día anterior dejé en la cartelera de Vicerrectoría el aviso de
la mesa de examen para Dante Godsend que indicaba el claustro, el piso y
el aula donde sucedería. Lo puse de tal forma que pasara desapercibido en-
tre los demás anuncios, pero a la vez seguro de que Dante lo vería. Luego
llamé por teléfono a Marta y a Sofía y las cité para el día siguiente al
atardecer. Les dije lo mismo a las dos:
—Está todo listo. Por favor no falten.
Ambas dijeron que sí. Pasé la tarde como pude, aunque tranquilo. Pero a
último momento Sofía se empacó y me mandó un mensaje diciendo que no
iría. Salí volando rumbo a la veterinaria para convencerla.
—No me podés hacer eso —supliqué.
—¿Y qué te parece que me estás haciendo vos a mí?
—Te lo pido por favor.
—No voy a ir —repitió obstinada.
Decidí que tenía que ser cruel.
—Sofía, apenas te conozco.
—Sí, tal cual. ¿Eso que tiene que ver?
—Que, a pesar de eso, estoy seguro de que ya te arruinaste media vida
por no saber la verdad.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Quién sos vos para decirme eso?
—Un profe. Nada más. Pero creo que, si mañana no venís, te vas a ar-
repentir por el resto de lo que te queda de existencia.
Permaneció muda. Le sostuve la mirada todo lo que pude. Puede ver la
mezcla de dolor, amor y curiosidad en sus ojos. El temor de sufrir una
desilusión.
Vencí.
Finalmente me prometió entre sollozos que vendría. Pero cuando la dejé,
rumbo a casa, me sentí el peor del mundo. Esa noche me acosté con un
nudo en la garganta. El desvelo me venció sin que ni siquiera intentara darle
batalla.
37

12 de diciembre
 
 
Sofía tiene razón. ¿Quién soy yo?
“Mirá tu vida”, podría haberme dicho, “¿con qué autoridad me venís a de-
cir lo que tengo que hacer con la mía?”.
¿Qué derecho tenía a hablarle de esa manera, a tratarla así?
¿Y si todo esto es solamente mi imaginación?
¿Qué derecho tengo a jugar así con las emociones de una persona?
En la entrada al infierno, cuenta Virgilio, hay un olmo frondoso.
De sus ramas cuelgan los sueños vanos.
Tuve la visión de un árbol seco, de tupido follaje. Al acercarme, vi que no
eran hojas, sino tiras de tela desteñidas y deshilachadas por el sol y la llu-
via, mecida por una brisa suave.
Me vi rebuscando entre ellas. Acariciándolas con respeto. Cada una, una
persona.
Tal vez mi propia vida, mi historia con el chico de la campera negra, estu-
viera entre esos jirones.
38

Al día siguiente, en el horario convenido, Sofía, Marta y yo nos encon-


tramos en la entrada del Colegio. Aún entraban y salían alumnos y profe-
sores, pero salvo por algunos saludos ocasionales pudimos pasar
desapercibidos.
De todas maneras, yo estaba nervioso:
—Por favor, síganme. Arriba hacemos las presentaciones —les dije, pre-
ocupado por llamar lo menos posible la atención—. Todavía es temprano.
—¿Temprano para qué? —escuché que preguntaba Sofía a mis espaldas,
mientras subíamos las escaleras que llevaban al primer piso. Me di cuenta
de que no le era fácil regresar al Colegio. Tal vez ni siquiera había vuelto
desde que había egresado.
Fingí que no la había escuchado, y no me detuve hasta que llegamos al
aula elegida. Abrí la puerta y las hice pasar. Marta subió la tarima y se sentó
en una de las sillas tras el escritorio. Mientras tanto, enchufé el grabador
viejo que había traído en un tomacorriente junto a la puerta, y lo dejé apoy-
ado en un banco.
Sofía permaneció de pie, desafiante:
—¿Alguien me puede explicar qué pasa acá?
Traté de hablarle con toda la calma posible:
—Mirá, Sofía. Te prometí que ibas a poder saber qué le había pasado a
Dante...
—Es lo que espero. Todavía no sé cómo me convenciste para que viniera.
—Está bien —comencé—. Te va a resultar extraño, pero yo vi varias ve-
ces a Dante este año. Y por eso es que te busqué.
—¿Está vivo?
—Yo no dije eso.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Dónde lo viste? —preguntó sin
reparar en lo que le acababa de decir.
—Acá. En el Colegio.
—No entiendo. ¿Da clases acá?
—Sofía, aunque no lo creas, yo me encontré con un chico que viene a
rendir Latín de tercero. Tiene campera negra y buzo verde. Y es Dante.
Y entonces reparó en el significado de mis palabras.
—¿Qué decís? ¿Qué me estás…?
—Tenés que creerme. Mirá, sé que es complicado, pero escuchame un
segundo.
Estaba paralizada.
—Escuchame, por favor. Cuando te peleaste con él, ¿debía Latín, o no?
—insistí con toda la firmeza de que fui capaz.
—Sí, pero... Es una broma, espero… No puede ser él...
Miró en busca de alguna respuesta a Marta, que permaneció en silencio.
—¿Pero está vivo, entonces? —ahora sonaba ilusionada.
—No, Sofía. El chico que yo vi tiene dieciséis años.
Se tuvo que sentar en uno de los bancos, porque le flaquearon las piernas.
—¿Estás bien? Dejame que te ayudo.
Pero me apartó de un manotazo, con rabia, y nos increpó:
—¿Cómo pueden ser tan crueles como para hacerme una broma así?
—Aunque le parezca descabellado, el profesor dice la verdad. Que este-
mos acá es la prueba —terció Marta.
—Por favor, te pido que me creas —reforcé.
—Lo único que prueba que ustedes estén acá es que están locos.
—Te lo pido por favor. Al menos esperá un poco. Ya va a ser la hora —
dije.
—¿La hora de qué?
—Ya te dije. Tiene que rendir examen. Con la profesora le vamos a tomar
examen.
—¿A un muerto? ¿Pero vos escuchás lo que estás diciendo?
Sofía, sentada en el banco, me miró a mí, y luego al rostro sereno aunque
triste de Marta.
—Confíe, por favor —le dijo Marta—. Es extraño, pero le aseguro que es
verdad.
Sofía la miró, débil y amenazante a la vez:
—Yo lo único que les digo —dijo al fin, dirigiéndonos un dedo ame-
nazador— es que, si esto es un chiste, se van a acordar de mí.
Y dicho esto, se levantó, fue hacia la puerta y la cerró, para luego regre-
sar a su banco.
—Total, si es un fantasma, la podrá atravesar, ¿no?
Se sentó y nos miró enojadísima.
Respiré aliviado. Podíamos seguir. Cuando vi que Sofía estaba más cal-
ma, enfrascada en su silencio, me volví para acordar con Marta de cómo
haríamos:
—Tengo un acta volante de examen y también el carnet de Biblioteca de
Dante... —vi cómo Sofía miraba furtivamente el carnet mientras Marta
copiaba los datos con naturalidad.
—Sofía, obviamente, es la alumna que debe permanecer en el salón du-
rante el examen. —acotó mi antigua profesora. En voz más baja, hizo que
me inclinara hacia ella:
—Por nuestro bien espero que estés en lo cierto.
—Por favor, confiá en mí.
—Todo está en regla, entonces —dijo en voz más alta con una sonrisa
algo forzada.
—Digamos que, dadas las circunstancias, sí.
—A esperar, entonces. Falta que llegue nuestro alumno —dijo Marta.
Pasaron unos minutos.
39

Mientras caía la tarde y las voces del Colegio se apagaban, aguardamos.


Crecían mi nerviosismo, las dudas de Marta, la indignación de Sofía.
Dante no me podía hacer esto.
—Tal como pensé: una broma macabra —dijo Sofía al fin—. Yo no
puedo creer como dos personas adultas, dos profesores…
Justo en ese momento el picaporte chirrió. Una sombra, del otro lado, lo
había movido. La puerta del aula comenzó a abrirse muy despacio. Marta y
Sofía se quedaron heladas. Yo sonreí con alivio y tristeza a la vez.
Dante Godsend entró. Vestía la campera negra y el buzo verde con el que
lo había visto las veces anteriores. Traía el casete en la mano.
La primera que lo vio de cuerpo entero, por su ubicación, fue Sofía.
Palideció y se llevó una mano a la boca en un gesto asombrado y dolido. No
tuvo tiempo para preguntarse qué era lo que sucedía, quién era ese chico
que estaba allí, sino que todas esas ideas abismales la asaltaron al mismo
tiempo. Así lo contaba su rostro, que pasaba de la alegría al asombro, del
miedo a la esperanza, sin solución de continuidad.
—Da... Dante... ¿Dante?... ¿Qué hacés acá? ¿Qué te pasó?
El fantasma, con la mano aún apoyada sobre la puerta entreabierta, se
frenó al verla. Pero sólo durante un instante; luego entró y detuvo su mirada
en mí. No dijo nada, pero vi un brillo de agradecimiento en sus ojos cas-
taños. Godsend cerró la puerta tras de sí y se quedó parado frente a
nosotros, en el espacio entre el estrado y la primera fila de bancos.
—Viene a rendir Latín, ¿verdad, Godsend? —pregunté tratando de imitar
a los profesores antiguos con una solemnidad que sentí ridícula.
Mis palabras hicieron que las dos mujeres recuperaran alguna tranquili-
dad. Marta, que se había parado a causa del susto, volvió a sentarse en la
gran silla de madera. Sofía, que no cesaba de mirar al espectro, se acomodó
en el banco, mientras murmuraba:
—No puede ser. No puede ser.
Por su parte, el fantasma cerró los ojos con beatitud y respondió a mi pre-
gunta afirmativamente, subiendo y bajando la cabeza. Iba a rendir Latín.
Me había preguntado, en los días previos, cómo se le toma examen a un
fantasma. Dante seguía parado frente a nosotros, sin emitir sonido. ¿Iba a
escribir? ¿Iba a hablar?
Teníamos que empezar de alguna manera. Le pedí a Marta que me alcan-
zara el examen que había preparado con el vocabulario, y busqué en mi
mochila el libro que el chico había sacado en préstamo de la Biblioteca
hacía más de diez años. Lo dejé sobre el escritorio. El espectro lo miró. No
dijo nada, pero lo reconoció, y supo que había estado en su casa.
—Vamos a pedirte que traduzcas y analices este fragmento —le dije a
Dante, tuteándolo. Le alcancé el impreso con el fragmento de la Eneida:

Ibant obscuri sola sub nocte per umbram


Perque domos Ditis vacuas et inania regna:
quale per incertam lunam sub luce maligna
est iter in silvis, ubi caelum condidit umbra
Iuppiter, et rebus nox abstulit atra colorem.

Dante tomó el papel con ambas manos. De espaldas a Sofía, sólo nos
miró a los dos profesores. Luego, bajó la cabeza y lo leyó. Al cabo de unos
minutos, despegó los labios y recitó:
—Iban oscuros bajo la solitaria noche a través de la sombra...
Era la primera vez que el espectro abría la boca y decía algo. Vi las
manos de Sofía que se agarraban con fuerza al banco, como si sus pies col-
garan sobre un precipicio y luchara por no caerse. Los nudillos se le
pusieron blancos de tanta fuerza que hacía.
Aunque en cierta manera yo debería ser el menos sorprendido, temblé de
emoción e incredulidad. Dante, por fin, estaba rindiendo su examen.
—... y de las moradas vacías de Plutón y sus vanos dominios…
Miré de reojo. Marta asentía complacida. Seguía las palabras del alumno
como si la situación fuera completamente normal. Dante se detuvo y nos
miró:
—Profesora —dijo Dante—, traduzco “vacuus” de acuerdo a lo que el
poeta quiso decir, más allá de que sepamos que no es cierto. ¿Está bien?
“¿Cómo puede estar vacío el reino de Plutón, el mundo de los muertos”,
pareció querer decirnos: “Es mentira: yo estoy aquí, con ustedes?”.
—Me parece lo más adecuado —le contestó Marta con calma.
—Bien, entonces, sigo: “Y de las moradas vacías de Plutón y sus vanos
dominios... así como, por la luna insegura y bajo su luz avara, es el camino
en los bosques... Cuando Júpiter ha escondido con la sombra el cielo y la
noche ha quitado, oscura, el color a las cosas”.
Nos miró airoso y repitió todos los versos de un tirón:

“Iban oscuros bajo la noche solitaria a través de la sombra y de las


moradas vacías de Plutón y su reino vano, tal como, por la luna insegu-
ra y bajo su luz avara, es el camino en los bosques, cuando Júpiter ha
escondido con la sombra el cielo y la noche ha quitado, oscura, el color
a las cosas”.
 
Se hizo un silencio. Dante, a través de Virgilio, había descrito al mismo
tiempo el mundo que habitaba y nuestro viaje.
—¿Por qué tradujo “maligna” como “avara”? —preguntó Marta.
—Porque la luz de la luna no es maligna, profesora. Creo que Virgilio
trata de representar una oscuridad tan completa como en un bosque muy
cerrado, tan espeso que la luz casi no lo puede penetrar. Podría haber dicho
que la luna iluminaba poco con alguna mala intención.
Miré a Sofía. Tenía los ojos brillantes, clavados en la figura espectral.
—Pero lo que pasa —continuó Dante— es que la luna no tiene fuerza su-
ficiente para alumbrar al que se anima a caminar en las sombras. ¡Si
pudiera, lo haría! Si pudiera, alumbraría el camino a través de las sombras.
Pero, como no tiene esa fuerza, lo que vemos es cómo Eneas y la Sibila se
transforman ellos mismos en espectros, en sombras.
Nos miró de hito en hito, hizo una pausa y dijo, para terminar:
—Los que bajan al mundo de los muertos se transforman en fantasmas
ellos también. Por eso sus figuras se diluyen en la oscuridad.
Sentí que no podía decir nada. Me pregunté por qué ese chico se había
ido tan joven.
—A la inversa no sucede de esa manera —dijo con un gesto de impoten-
cia—. Nunca podremos volver.
Por suerte Marta acudió en mi ayuda:
—La traducción está muy bien —dijo.
Dante sonrió complacido.
—Muchas gracias.
—Tenemos que profundizar en otros aspectos de la obra, si les parece —
continuó mi profesora.
—Por supuesto.
—Profesor, yo creo que le corresponde esta parte —dijo Marta mirán-
dome con intensidad.
—Según tengo entendido, habías preparado para la mesa el Libro Sexto...
—comencé.
—Sí —dijo con una sonrisa melancólica—. Fue hace mucho. Ni me
imaginaba esto...
—¿Podríamos hablar del encuentro de Eneas con su padre Anquises? —
le pregunté.
Asintió con un movimiento de cabeza y arrancó:
—Anquises se le apareció a Eneas en sueños para decirle que bajara al
Averno a buscarlo con la ayuda de la Sibila de Cumas.
—Una Sibila es...
—Es una sacerdotisa que interpreta los oráculos del dios Apolo.
—Perfecto.
—Y el Averno es la morada de los muertos.
—Muy bien. Adelante.
—Cuando se encontraron allí, en el Hades, Anquises le reveló a Eneas su
futuro, que era el futuro de Roma.
—¿Por qué decís eso?
—Virgilio quiso construir un pasado que justificara el poderío romano.
La Eneida fue un trabajo por encargo, con el objetivo de glorificar el impe-
rio unificado después de las guerras civiles.
—Muy bien. Muy bien —dijo Marta complacida.
A estas alturas la situación ya le parecía de lo más normal.
—En su descenso al Averno —continuó Dante— Eneas encuentra que
Anquises está en el mejor de los lugares: los Campos Elíseos. Allí viven los
héroes, los poetas y los benefactores de la humanidad.
Dante había sonreído al enumerar a los habitantes de los campos afortu-
nados, y nos miró como si sintiera pena por nosotros. Se detuvo un instante.
—La poesía es más dulce que la realidad —murmuró.
—¿Perdón?
Dante hizo como si no hubiera escuchado la pregunta y prosiguió:
—Anquises le explica a Eneas que esas almas, que son miles, aguardan el
momento de volver a la Tierra.
—¿Puede explicarlo?
—Sí, profesora. Según Virgilio, hay un mismo espíritu interior que anima
el universo: está en los astros, en el agua, y también en los seres vivos, in-
cluidos los hombres. Algunas almas están destinadas, cada mil años, a ani-
mar otros cuerpos que los que habitaron inicialmente. Es parecido a la reen-
carnación. Pero, para poder ocupar ese otro cuerpo, las almas tienen que be-
ber de las aguas del río Leteo. Así olvidarán su vida pasada y podrán regre-
sar a la Tierra.
—Muy bien, lo explica con mucha claridad.
—Eneas no entiende cómo puede ser que quieran volver al reino de los
mortales, si allí parecen felices. Pero no comprende que eso es porque no
recuerdan lo que vivieron. No recuerdan —dijo mirando a Sofía— a las per-
sonas que amaron, nada de su vida pasada. Por eso no sufren y buscan
regresar.
Bajó la vista. Las últimas palabras las había dicho en un murmullo bajo
pero claro. Sonaba triste.
—Virgilio no sabe nada… Olvidar y volver... Es exactamente al revés —
dijo al fin.
Nos miró a los tres. Primero a Marta, luego a mí y por último a Sofía, que
lo escuchaba con atención sin sacarle los ojos de encima. No pudimos de-
cirle nada. Porque, si es verdad que las almas nos aguardan en alguna parte,
vivir para siempre con el recuerdo de lo que ya no se tendrá es lo más pare-
cido a un castigo.
—Yo creo que es suficiente. ¿Qué le parece, profesora? —pregunté a
Marta, que asintió.
—Muy bien, Dante Godsend. Muy bien.
Nos miró con un brillo de alegría.
—¿Aprobé?
—Sí. Su examen está muy bien.
Dante acarició el libro que descansaba sobre el escritorio, tomó su carnet
y se lo guardó con una sonrisa satisfecha en el bolsillo.
Faltaba algo. ¿Todo se reducía a que un fantasma aprobara una materia
de un Colegio? ¿Nunca íbamos a poder saber qué le había pasado? ¿Por qué
algunos de sus compañeros pensaban que estaba muerto, otros que se había
ido al Sur?
Entonces Sofía, que hasta entonces no había abierto la boca, habló:
—Dante, mi amor, ¿por qué te fuiste?
Dante clavó la vista en ella.
—¿Por qué me dejaste?
El fantasma la miró con toda la ternura del mundo.
—¿Qué te pasó? —insistió Sofía.
40

Por toda respuesta, el chico de la campera giró sobre sus talones, sacó el
casete que se había guardado en el bolsillo, lo puso en el grabador que esta-
ba junto a la puerta y encendió el aparato.
Primero se escuchó la voz de Sofía, tal cual la había oído yo en su casa:

Cósimo alzó los ojos hasta ella. Y ella:


—Tú no crees que el amor sea entrega absoluta, renuncia de uno
mismo...
Estaba allí, en el prado, hermosa como nunca, y la frialdad que en-
durecía apenas sus rasgos y el altivo porte del cuerpo habría bastado para
disolverlos, y volverla a tener entre los brazos...
Podía decir algo, Cósimo, cualquier cosa para ir hacia ella, podía decir-
le: “Dime lo que quieras que haga, estoy dispuesto...” y habría vuelto la
felicidad para él, la felicidad juntos, sin sombras. En cambio, dijo:
—No puede haber amor si no se es uno mismo con todas sus fuerzas.
Viola hizo un movimiento de contrariedad que era también de cansancio.
Y sin embargo, aún habría podido entenderlo, como de hecho lo entendía,
tenía en la punta de la lengua las palabras para decir: “Tú eres como yo te
quiero”..., y en seguida subir con él... Se mordió un labio. Dijo:
—Se tú mismo solo, entonces.
“Pero entonces ser yo mismo no tiene sentido...”, esto era lo que quería
decir Cósimo.
La cinta corrió muda unos segundos, con un siseo ominoso.
Luego, llegó la respuesta de Dante al último mensaje de Sofía:

Hola, hola, hola...


Probando, probando, probando...
Perdón, perdón, perdón, perdón, perdón, perdón, perdón, perdón,
perdón…

Escuchamos electrizados. Dante, de espaldas a Marta y a mí, contempla-


ba a Sofía, cuya mirada iba alternativamente del espectro al aparato desde
donde llegaba el mensaje que nunca había podido escuchar. Vi cómo los
ojos de la mujer se agrandaban por el asombro y se llenaban de pena. De
fondo a la voz de Dante, como en un bajo continuo, se oía el rumor con-
stante de máquinas y camiones:

Disculpá el ruido, Sofi. Vine al Campo para grabar, pero esto parece un
terremoto, está todo en obra. No es la mejor música de fondo para una car-
ta de amor, pero bueno. Mi viejo me sacó las cintas, me dijo que dejara de
perder tiempo con vos y estudiara. No me escuchó, así que me vine para
acá. Justo hoy se les ocurre demoler los galpones. ¿Viste? Dicen que van a
hacer restaurantes, pero que no nos van a quitar el Campo.

Sofía se había tomado la cara con las manos.

Me acuerdo de ese sábado de las olimpíadas de handball en que nos


subimos a la grúa abandonada. ¿Te acordás? Yo hacía como que me
soltaba, te decía que era el rey del puerto y que te ofrecía todas mis
tierras. Era para que me abrazaras bien fuerte, porque tenías miedo
de que me cayera.
La voz del chico de la campera sonaba agitada. Debía haber grabado el
mensaje mientras caminaba a paso vivo o corría hacia el Colegio. Ahora
gritaba: un taladro neumático había empezado a trabajar muy cerca de él.
Sofía sonrió por el recuerdo. Esa mujer que estaba sentada frente a mí
había viajado en el tiempo. Ahora, frente a mí, había una adolescente que
escuchaba arrobada y con los ojos brillantes de amor lo que la figura patéti-
ca del chico muerto, inmóvil frente a ella, había traído del pasado para
decirle.

Rindo y voy, Sofía.


Nosotros vamos a poder hacer distinto que el barón y Viola. No me resig-
no a pensar que las historias de amor más lindas son las que terminan mal.
Perdoname. Tengo miedo de perderte. Te necesito, te voy a necesitar
siempre.

¿Quién había corrido así los límites del tiempo? Marta y yo bajamos la
cabeza, incómodos por presenciar ese diálogo de novios. ¿Teníamos dere-
cho a estar ahí? Intenté levantarme, pero no pude, como clavado en mi lu-
gar. Y fue al hacer ese esfuerzo inútil que me di cuenta de que estábamos
autorizados a quedarnos. Nos tocaba una responsabilidad enorme: teníamos
que estar ahí para ser testigos. Porque días después, quizás por el resto de su
vida, Sofía necesitaría saber que lo que estaba viviendo no había sido un
sueño.

Rindo y voy. Y este verano, como sea, me escapo para verte unos días en
la Costa. Mi viejo es jodido, pero el tuyo es guardabosque también, ¿eh? Y
mirá qué plan. Volvemos de las vacaciones y vamos a ver a los Rolling a
River.
 
Lo escuché reír, era la primera vez.

Escuchá. Escuchá.
 
Escuchamos cómo inspiraba aparatosamente para llenarse de aire sus pul-
mones. Y luego, Dante gritó de memoria las palabras de amor de Cósimo
Piovasco de Rondó:

Il y a un pré where the grass grows toda de oro


Take me away, take me away che io ci moro!
 
Sofía sonrió entre lágrimas.
—¡Qué bobo! ¡Qué lindo! —dijo emocionada.
Marta y yo reímos junto a ella.
Pero las risas cesaron cuando la grabación se cortó de repente.
Sofía se lanzó hacia el grabador, pero un gesto de Dante la congeló en su
sitio. Luego de frenar a su antigua novia, caminó hacia el aparato cubrién-
dolo con ambas manos para que nadie lo tocara.
Nos miramos expectantes. La cinta no había dejado de correr. Ya no
había ruidos de fondo. Su voz volvió. Pero sonaba grave y triste.

Cuando desperté, era tarde. Estaba distraído, con nuestra pelea en la


cabeza y el examen. Mientras te grababa la carta, camino al Colegio, me di
cuenta de que no iba a llegar a tiempo para rendir. Pensé en cortar camino
por la obra que estaba pasando la dársena, ¿te acordás? Esa en la que
había un pozo enorme.
 
Nuevo silencio, hasta que volvimos a escucharlo, más débil.
Me salió mal. Llegaba tarde. Lo olvidé, y me caí. Los del camión estaban
tan apurados por levantar esos edificios que tampoco me vieron en el fon-
do, y vaciaron el cemento sobre mí, que todavía estaba inconsciente por el
golpe.
 
Nos miramos horrorizados. Ahora Sofía sollozaba.
La voz de Dante regresó con firmeza.

Yo no me maté, ni me escapé, ni todas esas cosas que sé que dijeron. Yo


te lo había prometido: rindo y voy. Te prometí que no te iba a dejar, pero
fallé. Quería que supieras que no fue porque quise.
 
La cinta corrió, muda. Luego, se escuchó una vez más, muy débilmente:

Rindo y voy. Rindo y voy.

Sofía ya no lloraba. Se levantó, caminó hasta la primera fila y quedó


parada frente a él.
—Viniste. Cumpliste.
Los ojos del espectro se avivaron como si Sofía hubiera soplado unas
brasas moribundas. Fue un instante, porque luego volvieron a opacarse.
Dante avanzó hacia su novia. Yo no había notado, hasta ahora, cuánto más
alto que ella era. Se inclinó sobre Sofía, le acarició las mejillas y le besó la
frente. Tomó una de sus manos, mientras con la otra abría la puerta del aula.
Dante tiró de Sofía con suavidad hacia el claustro. Salieron del aula.
Marta y yo nos quedamos en nuestro sitio. Lo que sucediera, ahora sí, ya no
era para nosotros.
Vimos a ambos enmarcados por la puerta abierta. Las luces del atardecer
atravesaban los ventanales para transformar la escena en un cuadro otoñal.
Ése era el color que se derramaba sobre ellos. El color justo entre el final
del día y el comienzo de la noche, ese momento entre dos mundos.
Alguno de los dos debería pasar al otro lado, o quedarse donde estaba
para siempre.
Sofía lo abrazó. Quise creer que mientras tanto la Muerte se distrajo y no
supo lo que sucedía. Que por unas milésimas de Eternidad se había olvida-
do de ese chico enamorado. Quise creer que en un instante vivirían las vidas
que no habían podido tener.
Los brazos de la mujer, al principio apretados contra el torso de Dante, se
aflojaron. Tomados de las manos, los cuerpos separados nuevamente, el
chico de la campera y Sofía quedaron cara a cara. Se miraron con intensi-
dad mientras Dante se desprendía de ella con suavidad. Primero una mano,
luego la otra. Sus dedos, firmemente entrelazados, se separaron uno a uno.
Sofía se quedó con la vista clavada en el fondo del pasillo, los brazos ex-
tendidos en la misma dirección, hacia la puerta que no se abriría nunca más.
Lo último que vi de Dante Godsend fueron sus manos liberando las de
Sofía.
Liberándose él.
41

Permanecimos en el aula un rato más. Sofía se había vuelto a sentar frente a


nosotros, con la vista perdida, como si no supiera qué hacer. Parecíamos
congelados en una foto. Como si Dante, al retirarse, hubiera detenido el
tiempo.
—Bueno, tenemos que irnos —dije al fin, y rompí el hechizo.
Atardecía. Guardé el acta de examen y el libro en mi mochila. Me levanté
y abrí la puerta para dejar que pasaran Marta y Sofía. Salí tras ellas y cerré
la puerta con cuidado, como si temiera despertar a alguien.
Pero no podía caminar. Me costaba irme de allí. La luz solar que aún se
derramaba desde los ventanales y atravesaba las puertas de las aulas jugaba
sobre las espaldas de las dos mujeres, que caminaban ceñidas del talle. Supe
que no volvería a ver a Dante nunca más, pero que tampoco lo olvidaría.
Me sentía vacío y cansado. Sin soltar el picaporte, apoyé la frente sobre
la puerta y cerré los ojos. ¿Qué iba a hacer con lo que había vivido?
Al levantar la vista, el pasillo umbroso me recordó el sendero de un
bosque. El sol atravesaba las hojas de los árboles y daba pinceladas ambari-
nas sobre las baldosas del claustro rumbo a la salida, indicándome el
camino.
Las seguí rumbo a casa.
42

17 de diciembre
 
 
Pensé que escribir esta historia sería una forma de recobrar lo perdido.
Pensé que por fin escribiría un libro que me iba a demostrar que soy un
buen escritor. Que gracias a Dante por primera vez no fracasaría. Hasta
ayer, mientras los días pasaban, mientras buscaba ayudar al fantasma, es-
taba convencido de que estas experiencias serían materiales para escribir
un libro que me ayudaría a dejar de sentirme mediocre.
Ahora sé que ésa era una idea incompleta y mezquina, como tantas que he
tenido.
No se puede volver el tiempo atrás. Pero, después de esto, imagino que
debe haber un gigantesco lugar donde se amontonan las cosas no dichas,
los abrazos no dados.
Yo lamento muchísimas cosas, gestos caprichosos e irreparables.
La única forma de sanar esas heridas es acompañar a los que crecen.
Aprendí que escribimos para seguir vivos. Que contamos historias para
vivir. Para que la injusticia no gane siempre.
Entonces, al compartir los días con mis estudiantes, al verlos reír por un
mal chiste de los que siempre hago, un poco de su vitalidad se derrama so-
bre mí. Celebro el ritual de ver sus caras felices en clase, mientras comen
o, como ellos dicen, ranchean en la puerta. Y me contagio, como un viejo
árbol que absorbe la luz del sol y el agua de la lluvia. Un árbol que crece
para darles sombra mientras siente cómo los pies de los más jóvenes
ascienden por sus ramas. Cuando doy clases me contagio de la vida que
pusieron en mis manos. Y, en ocasiones, el latido de ese único corazón que
somos es audible.
La tarde del examen tuve una revelación: mi revancha sobre la Muerte es
ser profesor. Dar clases refuerza la trama del hilo en el que las vidas
pasadas, presentes y futuras se confunden.
Creo que hoy podré, por fin, dormir.
Como Dante, como Sofía, como Marta, como yo mismo, nadie se habrá ido
por completo si al menos una persona los refugia en su memoria, los nom-
bra, los evoca en alguna charla. Los inscribe en una novela, aunque muy
pocos la vayan a leer.
Alguna vez alguien los encontrará.
Hoy podré, por fin, dormir.
Tengo una certeza: no hay victoria de la Muerte que sea completa.
En memoria de
Sebastián Pavesi (1970-1990).
Y de
Melina Uzorskis (1971-2018)
y
Enrique Lucio Kawamura (1971-2019),
que se fueron después.
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