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Komorebi
Una luz que entra al colegio y devela sus fantasmas
Lorenz, Federico
Komorebi : una luz que entra al colegio y devela sus fan-
tasmas / Federico Lorenz - 1a ed . - Ciudad Autónoma de
Buenos Aires : Vi-Da Tec, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-799-151-2
1. Narrativa Argentina. I. Título.
CDD A863
Soñé durante toda la noche con la figura silenciosa del alumno que tenía
que rendir examen. Al día siguiente, mientras desayunaba, decidí que
trataría de averiguar cómo le había ido.
En la Sala de Profesores del Colegio seguramente encontraría algún pro-
fesor que hubiera estado en la mesa de Latín. Esa tarde, las ventanas altas
estaban abiertas de par en par para que entrara algo de fresco que mitigara
el calor húmedo y pegajoso. La luz de un día nublado y tórrido perdía su
fuerza hacia el centro del recinto. Lamía, tenue, las dos grandes mesas cen-
trales. En torno a ellas, acomodados en los viejos sillones, algunos profe-
sores charlaban o cabeceaban soñolientos. Otros pasaban notas a la libreta o
corregían.
La Sala de Profesores es uno de los lugares más impresionantes del Cole-
gio, una suerte de reducto de glorias pasadas. De sus paredes cuelgan óleos
de gran tamaño pintados en los años treinta. Exhiben una Argentina opulen-
ta para la que el Colegio tenía que formar dirigentes. Uno de los cuadros
representa un glaciar en el Canal de Beagle; frente a los hielos navega un
barco de vapor. Otro reconstruye el episodio en el que Hipólito Bouchard,
el corsario, apresó con su nave La Argentina cuatro barcos negreros en
Madagascar, en tiempos de las guerras por la Independencia.
Pero la estrella está al fondo, más allá de las mesas de reunión, como si
fuera un altar pagano. Bartolomé Mitre recibe a los visitantes sentado en su
biblioteca. Supervisa la salud de su legado. Mira a los intrusos desde su
eternidad. Es el retrato del Fundador que domina la escena: el “general-his-
toriador-presidente-periodista-unitario-creador del Colegio Nacional de
Buenos Aires”.
Lamentablemente para él, este presente es distinto del país que él imag-
inó. Los muebles de la Sala están deteriorados. La cuerina de los sillones
está cuarteada. Los cableados de los teléfonos y las computadoras se arras-
tran como culebras por el piso o están amurados a las paredes. No combi-
nan con los revestimientos de madera hechos para durar años. Es como si la
selva hubiera invadido un antiguo templo.
Por fin di con una profesora que había estado en la mesa de Latín. La
saludé y pregunté:
—¿Cómo les fue con los exámenes? Tenían un montón de chicos.
—Aprobamos a la mitad. Latín de tercero es difícil —respondió después
de darle un sorbo prolongado a su café.
—Y sí, tercer año además es difícil en general.
—¿Y ustedes?
—Tomamos Historia de primero. Complicado. Ayer nos enteramos de
que los hebreos fueron los primeros monotributistas de la Historia.
La profesora se rió de compromiso. Aproveché para preguntarle:
—Había un chico muy raro, ayer, esperando para rendir con ustedes…
—Sí, ya sé, Valentino, uno que una vez por mes se cambia el color de
pelo. Ayer vino de verde loro, hace tres meses lo tenía anaranjado, antes se
lo había teñido de fucsia…
—No, no, lo vi, pero no me refiero a ese chico.
—Ah… ¿A quién, entonces?
—Era uno que estaba de campera, demasiado abrigado para diciembre, y
parecía muy nervioso.
Se quedó callada, esforzándose por recordar.
—No había nadie de campera.
—¡Pero sí! Un chico muy pálido, de ojos marrones, la campera era negra
y además tenía un buzo verde. ¡Era imposible no verlo, con el calor que
hacía!
—Para nada. ¿No sabés cómo se llama?
—No.
—¿Estás seguro? El único verde que recuerdo es el del pelo de Valentino,
que además rindió mal.
—Capaz tanta tintura le está quemando el cerebro —acotó otra profesora
que se había acercado en mitad de la conversación.
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Me olvidé del chico hasta que volví a verlo en las mesas de examen de
febrero. Estaba sentado exactamente en el mismo lugar, frente a la misma
aula, apartado del grupo de sus compañeros mientras rebobinaba su casete.
Una vez más, a pesar del calor, estaba arrebujado en su campera.
No me pude detener a saludarlo. El tren se había demorado, así que como
ya llegaba tarde, pasé a la carrera delante de él con el tiempo justo para no-
tar su presencia y zambullirme en el aula que me correspondía.
Atardecía. Camino a la Vicerrectoría, mientras comentaba los incidentes
de la tarde con los otros profesores, vi que el chico seguía allí, inmóvil. Era
una fotografía de la escena de cinco horas antes. Ahí estaba, sentado en el
banco, dándole vueltas a la cinta con su birome, frente a un aula vacía. Me
detuve frente a él:
—Hola, ¿cómo te fue?
El chico levantó la cabeza, se quedó mirándome y no me contestó. Me di
cuenta de que algo andaba mal porque inclinado hacia el banco, atento a su
expresión, miré por sobre mi hombro y vi la cara preocupada de mis
compañeros:
—Che, ¿a quién le estás hablando?
—¿Estás bien?
—¿Eh? ¿Cómo a quién le hablo? A este...
—¿Tan mal te dejó la mesa?
—Ja, ja. Estás loco. Pedí días por licencia psiquiátrica.
—¿Cómo a quién? —dije nervioso—. A este chico, que no sé si está de-
scompuesto por el calor, o porque le fue mal con las declinaciones.
—Profe, ¿te sentís bien? Acá no hay nadie.
—Aflojate la camisa, dale, es el calor que te hizo mal.
—Vení, sentate —dijo una compañera mientras me tomaba del brazo—.
¿Por qué no te tomás la presión?
Y me acomodó justo donde un instante antes estaba el chico de la
campera, que tras mirarme una última vez, se había levantado e ido.
—Pero díganme una cosa —les dije a mis compañeros—. ¿No lo vieron?
—¿A quién?
—Al chico, ese que tiene una campera negra. ¡Se acaba de ir delante de
ustedes!
—Acá no hay nadie —me contestaron a coro, entre divertidos y preocu-
pados—. Te debe haber pegado el calor.
—Debe ser, sí —dije mientras me pasaba la mano por la frente.
—Dale, vamos a tomar un café. Ya no sabés qué inventarte para zafar de
llenar el libro de actas. Es cierto que tenés una letra horrible, pero no es jus-
to que siempre nos hagas trabajar a los demás. Lo completo yo. Pero dejá
de inventar fantasmas para no trabajar.
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Unos días antes del comienzo de clases fue la última fecha de exámenes li-
bres. En ese caso, el procedimiento es diferente. Los chicos primero tienen
que pasar un examen escrito, y luego, si lo aprueban, viene una serie de pre-
guntas orales. En general es un momento más complicado que el de un exa-
men común y corriente. Son alumnos que se están jugando su permanencia
en el Colegio. Están muy nerviosos y cansados, llevan días sin dormir
preparando muchas materias
Para abreviar lo más posible un día que iba a ser muy largo, con mis
compañeros decidimos copiar en el pizarrón las dos preguntas de la parte
escrita del examen.
Me ofrecí para escribirlas. Borrador en mano me paré frente al pizarrón,
que aún estaba cubierto de ecuaciones de alguna evaluación anterior. Sentía
pares de ojos ansiosos sobre mis espaldas. Mientras borraba, los números y
signos comenzaron a desaparecer y se transformaron en una capa de polvo
blanco que cubrió la superficie irregular de la madera negra.
Terminé, dejé el borrador, me sacudí las manos y tomé una tiza para copi-
ar las dos preguntas. Pero sobre el pizarrón apareció, como si alguien la hu-
biera escrito con la yema de su dedo, una palabra:
Buscame
Buscame
26 de febrero
¿Por qué a mí?
¿Por qué otra vez?
Me resisto a creer que el chico sea uno de ellos.
Lo que más me fastidia es que justo ahora estoy empezando a ser feliz en el
Colegio. Aunque sea rutinario y predecible. Es lo que necesito después de
todo lo que pasó.
Deben ser los nervios, algún efecto de la separación. Todavía no me aco-
modo a vivir solo.
Pero la verdad es que me crucé tres veces con un chico que nadie vio más
que yo.
¿La mesa de Latín tendrá algo que ver? ¿Latín de tercero? El pibe, en-
tonces, tiene entre 15 y 16 años.
No tendré paz. Lo voy a tener que buscar.
Diacronía, sucesión de los hechos; sincronía, contemporaneidad. Tiempo y
espacio. Sin ellos, no somos nada.
Una idea cómoda sobre el pasado: lineal, tranquilizadora y, también,
egoísta. Los muertos, enterrados; los vivos, sobre la tierra. El pasado,
pisado.
Pero resulta que vino el chico de la campera a alborotarme las coorde-
nadas y robarme los mapas.
Fantasmas. Otra vez.
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Tuve que imaginar cómo haría para encontrar al chico de la campera y saber
qué quería, y eso me hizo recordar algunas imágenes de mis primeros tiem-
pos como profesor del Colegio. Ahora pienso que es curioso que no pensara
en mis años de estudiante, pero también me doy cuenta de que él me había
buscado por lo que era ahora, un profesor.
Yo me había ido muy enojado del Colegio. Harto de un régimen muy exi-
gente y cansador. Cuando volví al Nacional ya adulto, como docente, hacía
veinte años que no pisaba el lugar. Me asignaron una división de primer año
en el turno mañana, y al principio traté de que dar clases en el Colegio fuera
como trabajar en cualquier otra escuela. Pero en ese momento no tenía otro
trabajo además de ése, así que los viernes, cuando terminaba de dar clase
cerca del mediodía, me sobraba tiempo. Me daba vergüenza volver a casa
tan temprano. Todavía no me había separado, y mentía descaradamente so-
bre reuniones para proyectos colosales que por fin nos sacarían de la es-
casez. Mi familia estaba harta de mis delirios y de mis obsesiones. Cuando
volví al Nacional faltaba poco para que me quedara solo, pero no lo sabía.
El regreso al Colegio y el exceso de tiempo libre se combinaron para que
de a poco me reconciliara con él. Me dieron ganas de volver a ver los lu-
gares en los que había crecido. Era como si quisiera recuperar un tiempo
que sentía perdido, aunque no pudiera explicar por qué.
Una mañana fui al Gabinete de Geografía y pedí ver los mapas históricos
para ver si los podía usar en clase. Como el catálogo no decía mucho, pedí
permiso para sacarlos de los estantes y desplegarlos. Muchos de ellos tenían
más de cien años.
—Se va a ensuciar, profesor. En general los profesores piden mapas co-
munes, no los históricos. Además están desactualizados y rotos.
—No importa, de verdad. ¿Puedo verlos? Dejo todo como estaba.
—Como prefiera.
Los rollos estaban apoyados en estanterías de madera con ganchos indi-
viduales para cada uno. Tomé uno al azar. Era un mapa del Imperio Ro-
mano en el siglo III. Como me habían advertido, estaba hecho una mugre,
cubierto de polvo. Al desplegarlo para apoyarlo sobre una de las anchas
mesas de trabajo volaron millones de partículas que quedaron flotando en el
aire, atrapadas en los haces de luz otoñal que entraban por la ventana.
El polvo se transformó en una nevada que parecía que no iba a terminar
nunca. A través de ella veía los rollos prolijamente apilados, los globos ter-
ráqueos antiguos, las vitrinas repletas de maquetas de accidentes geográfi-
cos y fósiles. Nevaba sobre las fronteras del Imperio. El polvo caía sobre
Dacia, cubría los bosques de Germania donde todavía blanqueaban los hue-
sos de las legiones humilladas, hacía tiritar a los lobos y a los bárbaros en
sus aldeas, alcanzaba la Britannia Inferior. Más allá de la frontera estaban
todas esas amenazas, pero también el mundo por descubrir, las fieras, las
maravillas, los pueblos desconocidos. Esa tarde, entre risas y estornudos por
el polvillo que aún volaba, me dije que yo también iba a usar otros mapas
más nuevos porque llevar los viejos a las aulas era destruirlos.
Pero ahora, mientras recuerdo la escena, sé que esa tarde no subí allí por
los mapas antiguos. Lo que en realidad buscaba eran esas caricias del polvo
de los tiempos. Esa tarde quería que el pasado nevara sobre mí. Y siento
una gran nostalgia por un mapa imposible: uno que me permita encontrar al
chico de la campera, y que incluya en su recorrido los momentos y las per-
sonas perdidos, sí, pero también los momentos felices cuya intensidad a ve-
ces parece apagarse como los fuegos en la noche allí, en las fronteras, bajo
la nevada impía del tiempo.
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TRABAJO DE INVESTIGACIÓN:
MARCAS DE LA HISTORIA EN EL COLEGIO NACIONAL DE
BUENOS AIRES
A comienzo de año con los chicos de primero hacemos un trabajo para que
investiguen sobre la historia del Colegio. Antes, leemos juntos “Preguntas
de un obrero ante un libro”, el poema de Bertolt Brecht:
Tebas, la de las Siete Puertas, ¿por quién fue construida?
En los libros figuran los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?...
Y entonces, les doy una consigna para que de a poco conozcan el enorme
edificio que habitarán durante cinco o seis años. Les pido que busquen las
marcas de otras vidas, los laboratorios, los patios, los distintos recovecos
que van a ser su territorio de caza, refugio y estudio. Y aunque cada vez con
más frecuencia los trabajos que me entregan son un corte y pegue de Wiki-
pedia, y son pocos los que se largan a escribir, barremos de a poco esa ho-
jarasca para discutir las preguntas del obrero, que son las que quiero que
ellos se hagan.
—¿Por qué entraron al Colegio? —suelo preguntar.
—Porque mis papás quisieron —dice siempre alguno.
—Porque es famoso y es una buena base para la universidad.
—Por la exigencia.
—Porque vino mi hermana.
—¿Profe, para qué nos hizo hacer este trabajo?
—Porque recién empezamos —les contesto—. Y tenemos que firmar el
pacto.
—¿Qué pacto?
—Chicos, si a cualquier persona de su edad la pararan por la calle y le
dijeran que durante cinco años va a estudiar mucho más que el resto, que se
va a pasar tardes y fines de semana enteros sobre los libros, que se va a ten-
er que sentar en bancos donde dentro de dos años muchos de ustedes apenas
van a entrar, pero que además antes de eso tiene que hacer durante el último
año de la primaria un curso de ingreso y rendir diez exámenes; si les dieran
a elegir, ¿piensan que todos dirían que sí?
—¡Noooooo! —gritan entre risas.
—Entonces, ¿no les parece que más vale que cada tanto nos preguntemos
qué hacemos acá?
Me gusta plantearles estas cosas. Es mi revancha.
—Es bueno pensar por qué estamos acá. Qué marcas queremos dejar,
como las que encontraron mientras hicieron el trabajo. Para conocernos,
para saber qué nos gusta, de qué somos capaces, qué necesitamos para
realizarlo.
Silencio teatral:
—Y, sobre todo, con quiénes lo vamos a hacer.
—Como en el poema del obrero y el libro, profe.
—Exacto.
Muchos de los chicos, antes de empezar un curso de ingreso muy exi-
gente, hacen una visita guiada al edificio, o saben del Colegio porque tienen
algún pariente que fue alumno. Pero es distinto recorrerlo cuando ya se es
parte de él. Me hablan de su asombro ante la cantidad de placas, de historias
posibles que han encontrado. ¿O soy yo el que recuerdo esas sensaciones
mientras leen los resultados de sus informes, cuando corrijo los trabajos con
la curiosidad de ver qué descubrieron?
No sabemos nada acerca de las personas evocadas en las placas, salvo
que fueron presidentes, científicos destacados, profesores a los que hay que
recordar.
—¿A qué se dedicaban los personajes que aparecen en los recordatorios?
—La mayoría son varones —dice una chica.
—Es verdad.
—Científicos, presidentes, generales, escritores, profesores...
—¡Militantes políticos!
—¿Les parece que todos los chicos que vinieron acá aparecen representa-
dos en los homenajes?
—No.
—Es decir, no hay un homenaje para cada uno de los que vinimos acá…
—¡No!
—¿Y entonces?
Manos alzadas.
—Las placas recuerdan lo que el Colegio quiere enseñar.
—¿Y qué quiere enseñar?
—Lo que quiere que seamos —contesta un rostro pecoso.
—Pero nosotros, ustedes, ¿qué queremos ser?
Silencio.
Este año el ejercicio de las marcas en el Colegio fue especial. Les di la
tarea a mis estudiantes pensando en el chico de la campera. ¿Cuándo,
dónde, qué le había pasado? ¿Para qué volvía a los claustros? ¿Qué buscaba
al mezclarse con los chicos, al encontrarse con un profesor, conmigo? ¿Era
uno de los alumnos conmemorados en el Claustro Central, en las baldosas
de la vereda, un desaparecido? ¿Cuál de ellos? ¿Se lo cruzaría también al-
guno de los chicos que mandé a recorrer los claustros para el trabajo prácti-
co? ¿Qué pasaría entonces? ¿O yo era el único que lo veía?
11
13 de abril
Ayer se me ocurrió visitar el Campo de Deportes.
No sé qué me llevó allí. Supongo que después de mi aventura nocturna
muchas cosas se movieron en mi cabeza, y necesitaba aire, algo que oliera
a vivo.
Cuando yo iba a jugar handball, Puerto Madero aún no existía. Hacíamos
deportes en medio de un puerto en decadencia. Ahora el Campo, un espa-
cio verde cuadriculado por las diferentes canchas, los vestuarios y las in-
stalaciones del casero, está sitiado por altísimas estructuras de vidrio y
metal, como si fueran gigantes a la espera del momento de arrasar con él.
Dije que era profesor del Colegio y me dejaron pasar. Parado en medio de
la cancha de fútbol, al mirar en dirección a Plaza de Mayo, el paisaje no
coincidía con el de mi memoria: ya no se ven ni los galpones de ladrillos
rojos, ni los barcos viejos ni las grúas en segundo plano. Tampoco se dis-
tinguen las viejas cúpulas de los edificios de la avenida Alem. Ahora sólo
hay torres y más torres, modernas y relucientes, mucho vidrio para los edi-
ficios comerciales y balcones amplios donde viven los porteños top.
Cuando yo iba al Colegio caminar hasta el Campo era una aventura. En-
trábamos por el acceso de la Avenida Belgrano esquivando los camiones
que atronaban el empedrado irregular, y luego bordeábamos los diques
mientras admirábamos los cascos oxidados de los viejos cargueros. En el
camino encontrábamos todas las distracciones imaginables: la posibilidad
de emboscar a los rezagados en los edificios abandonados, de no dejar un
vidrio sano a piedrazos.
Me di vuelta. Hacia el Este estaba el río, siempre invisible, y las hileras de
álamos de la Avenida de los Italianos, tanto más acogedores y amigables
porque esa escena sí se parecía mucho más a mis recuerdos. El viento hacía
cantar la arboleda. Las risas de los chicos de hoy se mezclaron con las de
mis recuerdos.
De regreso a casa la única cosa familiar, en cambio, fueron los palos de la
vieja corbeta Uruguay, que parecía atrapada entre los hielos de un tiempo
que no era el de ella.
13
2 de mayo
Están acá, otra vez. Nunca se fueron. Como cuando hacía las entrevistas.
Los fantasmas que me alejaron de los vivos a los que quiero.
Los fantasmas entre los que me siento cómodo porque sólo yo los puedo ver.
No avanzo. No volví a ver al chico, pero me crucé con varios de ellos ya.
La nadadora.
El chico que rindió mal el examen y no pudo entrar por dos puntos. No
puede decir dos palabras sin vomitar.
Una chica, de pollera debajo de la rodilla, que buscaba debajo de los ban-
cos una carta inexistente.
Almas en pena.
Muertos.
¿Muertos?
Yo también tengo pena, y tengo carne, y huesos, y no puedo dejar de buscar.
Es el Colegio.
El Colegio es un megaterio que hiberna en alguna cueva patagónica. La
bestia dormía hasta que la desperté en mi búsqueda del chico de la
campera. El edificio está vivo. La antigüedad que exudan sus objetos y
reliquias es engañosa. Bayonetas de las Invasiones Inglesas exhibidas en la
Sala de Banderas, marcas de la gloria patria. Animales amarillentos dis-
ecados en las vitrinas de los laboratorios, cazados y coleccionados cuando
el mundo parecía completamente domesticable por la razón, el dinero y la
fuerza. Hojas de carpeta manchadas de sangre, llenas de palabras que
soñaron y prometieron la revolución y el amor. Borradores de cuentos que
jamás vieron la imprenta. Letras de los Sex Pistols, machetes para las prue-
bas. Bancos rayados con promesas, fórmulas polinómicas, declinaciones,
amenazas, puteadas y ecuaciones. Sudores y miedos agitados, guardados en
los pliegues de la memoria y en los salones polvorientos. Iras y victorias,
ausencias y reencuentros. Mármoles y maderas. Paredes más fuertes que la
carne que padeció o disfrutó entre ellas y a pesar de ellas. ¡Qué lugar tan
poderoso!
Este Colegio de la Patria, como aún lo llaman algunos, tiene tanta fuerza
que todavía vive de sus glorias pasadas. El edificio se nutre de nuestros re-
cuerdos, nos chupa la sangre.
Y si el chico de la campera estaba allí, era porque alguna gran telaraña
había atrapado un momento de su vida, hasta unirlo indisolublemente a
una trama mayor.
El Colegio es un animal viejo y celoso. Como Cronos, se come a sus hijos.
El Colegio late. Las memorias son la savia de un bosque añoso: una jungla
espesa habitada por los recuerdos. Late como la selva del Amazonas que
navegó Orellana, misteriosa, tan tentadora como peligrosa y repleta de
vida. En la espesura, como animalitos desconfiados de los humanos que
visitan su territorio, viven el chico de la campera y tantos otros.
Hambrientos, suplicantes, cautelosos, fraternales, siento sus pupilas sobre
mis espaldas.
Por eso no puedo abandonarlos.
15
¿Por qué el chico de la campera seguía atado al Colegio? ¿Por qué, al morir,
la puerta no se había cerrado por completo tras él? ¿A quiénes había dejado
aquí? ¿Qué necesitaba? ¿Por qué transformé su búsqueda en la mía? ¿Por
qué acepté cruzarme con otros como él? ¿O es que no se trata de admitir la
presencia de los muertos entre nosotros, sino de aprender a mirar de otra
manera? ¿No será que hay que aprender a aceptar que siempre están entre
los vivos? Conviven con nosotros. Esperan terminar algo que dejaron in-
concluso, encontrar aquello que los hará completos y les permitirá
descansar.
Él, el chico, no fue el único fantasma con el que me crucé, y a algunos de
ellos los vi varias veces.
A uno, en particular, me lo encontré muchas veces, como si el Colegio
fuera de él. Era un señor alto, un hombre viejo, muy formal, de saco, chale-
co gris haciendo juego y corbata negra. Tenía una expresión severa, acentu-
ada por un bigote fino. Llevaba un escudo del Colegio y una escarapela ce-
leste y blanca prendidos en la solapa. Recorría los claustros y se detenía
ante cada placa y vitrina, examinándolas con atención. Abría y cerraba las
puertas de las aulas. Acariciaba las columnas con afecto, como si fueran el
lomo de una enorme mascota. Se detenía frente a las paredes, como un su-
pervisor que buscaba defectos de confección. Cada tanto, perdía la compos-
tura y, desencajado, comenzaba a dar gritos. Parado en medio de los corre-
dores, alzaba las manos y el rostro a lo alto, y clamaba:
—¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser?
El eco de sus gritos retumbaba por los claustros y se mezclaba con una
nueva andanada, siempre la misma:
—¡Desagradecidos! ¡Hijos de puta!
Seguía una rutina. Subía por la escalera rumbo a la Biblioteca, que estaba
cerrada, y de allí entraba a la Rectoría. Entonces cambiaba de actitud: in-
gresaba enhiesto a un lugar que seguramente consideraba propio, pero tras
abrir y cerrar un par de puertas terminaba golpeando los escritorios con fu-
ria mientras revoleaba papeles a diestra y siniestra.
—¡Sacaron el crucifijo! ¡Cambiaron de lugar la bandera!
Después de esos arranques de ira, se calmaba y volvía al tono plañidero:
—Hice todo lo que pude para reorganizar el Colegio, y estos desagradeci-
dos me pagan así.
Entonces se apretaba las sienes y sollozaba.
Una noche, por fin, reparó en mí, que había aprovechado para colarme en
el despacho a través de la puerta que él mismo había abierto con un manojo
de llaves que llevaba en el bolsillo. Estaba revisando los cajones del escrito-
rio. Sus cajones:
—¡Mi agenda, mis apuntes! ¡Se llevaron todo!
Me señaló con un dedo amarillento:
—Usted, alumno, ¿qué hace fuera de horario en el establecimiento?
¿Alumno? ¿Qué veía en mí la aparición?
Compuse con rapidez un tono de autoridad y le contesté:
—Lo mismo que usted. Busco. Pero soy profesor.
Mi respuesta pareció caerle bien. Rodeó el amplio escritorio, se acomodó
en el sillón mullido del rector y, señalándome la silla para las visitas, me
dijo con gran cortesía:
—Por favor, siéntese. No es común que alguien me visite.
Me miró con un aire compasivo y curioso a la vez.
—De todas formas, no creo que su búsqueda se parezca a la mía —adop-
tó un tono orgulloso—. Creo que no tiene idea de lo que está hablando.
—…
—No sé qué es lo que usted busca —dijo al fin—. Pero yo cazo. No es lo
mismo.
—¿Caza?
—Sí. Cazo subversivos. Marxistas.
Entonces caí en la cuenta de quién era.
El rector Maniglia, “La Bestia”. El responsable del peor momento repre-
sivo en el Colegio.
—No, no tiene idea de lo que es cazar —dijo, como si necesitara reforzar
mi descubrimiento.
Bajó la vista y pareció adormilarse.
—Pero no pude terminar mi tarea. Aquí me ve. Es frustrante —concluyó
ante mi silencio.
Tuve un escalofrío. Si en los claustros la luz era escasa, en la habitación
cerrada lo único que nos iluminaba era la luz pálida que irradiaba su figura
y, sobre todo, el brillo místico de sus ojos.
Sonó la campanilla de un teléfono, que hizo que el espectro saltara en su
sillón. Levantó el tubo como si hubiera estado esperando la llamada.
—Sí, señor. Por supuesto, mi coronel. En Viamonte y Callao, como siem-
pre. Llevo lo que hemos podido reunir.
—…
Recordé lo que me contaron algunos compañeros más grandes cuando
entré al Colegio. Que en 1978, el sábado en el que Maniglia se murió, los
alumnos festejaron en el Campo de Deportes. Pareció leerme el pensamien-
to. Entrecerró con malicia los ojos, me miró inquisitivamente y dijo:
—Lo sabe, ¿verdad? Eso es lo que me atormenta. No entiendo cómo
pueden haber hecho eso. Inventaron una canción vulgar, de tribuna, ¿sabe
usted?
Se detuvo, y empezó a tararear:
Año 78
Año sensacional
Porque se murió Maniglia
Y ganamos el Mundial.
Había alzado la voz. Al hacer silencio, escuché voces juveniles que desde
el claustro coreaban el mismo cantito con alegría, aunque rápidamente se
mezclaron con sus propios ecos y se extinguieron.
—¿Lo ve? ¿Los oye? ¡No hemos terminado!
—Viera cómo se hacían encima cuando los interrogábamos —dijo con un
placer feroz mientras se levantaba—. Temblaban de miedo. Lloraban. Se
meaban. Se creían que estaban haciendo la revolución pero cuando los
apretábamos pedían por favor que no llamáramos a los papás.
Abrió la puerta y se asomó.
—¡Cagones!
Llegó, entre risas, el rumor de mocasines apresurados escapando por los
corredores.
La puerta estalló contra el marco. Salió tras ellos, dejándome a solas en el
despacho. Algunos papeles de los que había revoleado, blancos y fúnebres,
aún no terminaban de caer. El teléfono volvió a sonar.
16
15 de junio
No sé cuánto seguiré con esto pero, a la vez, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Parece que una vez más no medí las consecuencias de mis obsesiones.
¿Y si me tomo licencia, como me sugirió el jefe de departamento la semana
pasada? Porque no puedo explicar el cansancio. Este estado de alerta que
no me hace bien.
Me miro al espejo: ¿ese personaje estrafalario iba a escribir la mejor nov-
ela del mundo? ¿Ese profe que habla solo? Me doy cuenta de cómo me em-
piezan a mirar algunos compañeros y los chicos. Van desde la de-
saprobación a la sorna, desde el desprecio a la preocupación afectuosa.
No se puede ordenar la locura.
Sí, tal vez esté loco.
18
26 de julio
No estoy loco, entonces.
Por algún motivo me toca hacer algo por alguien que ya no está.
¿Y lo de Pave? ¿Ése es el precio? ¿Haber podido decirle que me arrepien-
to? ¿Que lo extraño?
Recuerdo la tarde en que me enteré de su accidente. Fue en el verano del
noventa. Hacía meses que no nos veíamos.
Yo volví de trabajar, comí y me acosté a dormir la siesta antes de salir para
ver a mi novia como todos los fines de semana.
Mi mamá me despertó para que escuchara por la radio la noticia sobre
unos andinistas muertos en el Sur. Y mientras lo escuchaba, mientras
repetían su nombre y hablaban del Cerro Torre, decidí que no lo iba a
creer.
Nadie se puede morir a los veinte años.
No existe. No es posible.
¿Pero quién soy yo para ir en contra del Destino?
Descubrí tarde que esos gestos de rebeldía te quitan la posibilidad de
aliviar, entre todos, el dolor.
22
4 de agosto
Hoy, en la Sala de Profesores, hice el último intento para ver si alguien
recordaba a Dante.
Saqué el tema de los libres. Los chicos que se quedan afuera. Pero no pude
hablar mucho, porque enseguida salieron con las cosas de siempre:
1) Este colegio no es para todos. Y el que viene se la tiene que bancar.
2) Hay padres que se emperran y no les importa que el chico sufra.
3) Los que no tienen ganas le quitan el lugar a otro.
Pero, al margen de eso, nadie de los profes con los que hablé hoy lo record-
aba. No quiere decir nada, o todo.
Un rostro más, entre miles, sólo importante para mí, por la única razón de
que tanto él como yo habíamos decidido que por algún motivo yo podía
ayudarlo.
Un rostro que ahora es una foto en un estante de mi biblioteca, en mi casa
vacía.
Porque, si hay algo que nos une, es que los dos estamos solos.
24
Pensé que para averiguar más sobre la historia de Dante sería más fácil
comenzar con uno de sus posibles amigos, un compañero de curso. Me fijé
en el primer apellido de varón que apareciera en la lista de la división de
Dante: “Alcavette, Sergio”, y decidí probar suerte. Es verdad que hubiera
podido sacar los datos de sus compañeros de división del Archivo, pero
como no quería llamar la atención en el Colegio más de lo que ya lo estaba
haciendo, lo busqué en Internet. Además, si hubiera pedido su legajo lo más
probable era que el tal Alcavette ya no siguiera viviendo con los padres, y
eso hubiera derivado en nuevas preguntas y explicaciones a más personas.
Y mientras menos gente supiera del asunto, mejor.
Lo que necesitaba era encontrar algún hilo que me diera más pistas acer-
ca de lo que le había sucedido al chico de la campera. Necesitaba saber por
qué no había rendido Latín, y por qué necesitaba hacerlo. ¿Una materia
pendiente podía ser un motivo tan importante como para que nos visitara
desde el mundo de los muertos?
Además, de acuerdo con el reglamento del Colegio, para armar una mesa
de examen válida tendría que encontrar a un alumno que estuviera presente.
¿Qué mejor que algún antiguo amigo de Dante? Pero ni siquiera me imagin-
aba, aún, cómo resolvería ese punto.
Según Google, Alcavette era “consultor financiero”. Llamé al número
que aparecía en la página de su empresa, “Inversud”. Después de dar algu-
nas vueltas, logré concertar una cita en el microcentro. Las dificultades para
que me recibiera fueron dos: evidentemente, la consultora era una cueva,
uno de esos lugares que mueven dinero sin ser casas de cambio, y la segun-
da fue convencerlo —todo a través de su secretaria Jésica o Yésica, vaya a
saber cómo se escribía el nombre— de que estaba haciendo una investi-
gación sobre Dante. Después de insistir mucho, Sergio Alcavette me aclaró
por teléfono que sólo dispondría de diez minutos, ya que era una persona
muy ocupada. Con desgano evidente en la voz me citó en una oficina de
grandes dimensiones en un edificio medio desvencijado de la calle 25 de
Mayo.
Fijamos la cita para poco antes de las seis de la tarde, cuando esa zona
está tan muerta como el más muerto de los muertos. El viento frío que venía
del lado del río no ayudaba para nada a quitarme el malestar que me había
generado nuestro primer contacto.
El ascensor se abrió directamente a un gran salón con unos cuarenta es-
critorios y empleados de distinto rango frente a grandes monitores. Para mi
sorpresa, la mayor parte de los puestos de trabajo estaban ocupados.
Una rubia muy llamativa —Jésica o Yésica— me salió al paso:
—Usted es el profesor que quiere hablar con el licenciado Alcavette,
¿verdad?
—Sí, ése soy yo. Muchas gracias…
Sin decir palabra, se dio vuelta y me indicó que la siguiera, cosa que hice
hasta que me dejó ante a un escritorio amplio, lleno de papeles y restos de
comida. Alcavette estaba sentado frente a tres monitores que desgranaban
un río de cifras multicolores.
—Llegó el señor que tenía la cita con vos, Sergi —dijo la secretaria
llamativa.
—Soy… —dije tendiendo la mano.
—Ah, sí. Mire, siéntese ahí —dijo entre dientes sin dejar que me presen-
tara, mientras me señalaba una silla que parecía haber pasado por muchas
crisis financieras.
Apartó el vaso de plástico con el café y el envoltorio de un sándwich, y
me preguntó:
—¿De qué viene la cosa?
Oculté mi fastidio por su destrato y le recordé brevemente por qué estaba
allí.
—No sé cómo lo puedo ayudar —dijo mientras se metía el meñique en la
oreja y escarbaba.
En plena acción extractiva, me estudiaba con desconfianza.
—Estoy interesado en hacerle algunas preguntas sobre su secundario.
—Ahá.
—Tuvo de compañero a Dante Godsend, ¿verdad?
Abrió la boca para responderme, pero justo en ese momento un joven con
una camisa que le quedaba inmensa se acercó al escritorio y le dijo:
—Ballard cayó 7 puntos. ¿Compro?
Alcavette lo fulminó a gritos:
—¡No, cretino! Te dije que compraras cuando cayera 12 puntos... ¡Doce!
¿Entendés? No 7. Siete no es lo mismo que doce.
El muchacho se alejó con gesto consternado.
Alcavette se volvió hacia mí:
—Dígame, usted que es profesor, ¿los pibes de hoy no distinguen entre
siete y doce?
—Yo soy profesor de Historia, no de Matemática. De secundario. Y eso
lo deben estudiar en la escuela primaria —le contesté indignado por ese
nuevo maltrato.
—Ah, ustedes, los humanistas —respondió con sorna—. Mire, profesor.
Mire estas pantallas, mire a estos pendejos que creen que se van a llenar de
plata laburando hasta cualquier hora. Éste es el futuro. Las bolsas no duer-
men, así que nosotros tampoco podemos dormir —señaló al chico que aca-
ba de maltratar—. Ese pendejo en dos años está buscando laburo de deliv-
ery. Un perfecto tarado, pero, bueno, me lo recomendó un cliente al que le
llevo las cuentas en Uruguay…
Me quedé callado. No me interesaba para nada su perorata. Alcavette se
concentró en las pantallas multicolores en las que desfilaban nombres de
compañías y cotizaciones. De repente, pareció recordar mi presencia:
—¿Qué quiere saber? ¿Por qué me llamó a mí?
Noté un temblor en su voz. Tal vez esos modos bruscos y descorteses se
debían a lo que en verdad le molestaba: que lo obligara a recordar a un
compañero.
—Quiero saber qué le pasó a Dante. Sé que no terminó el Colegio. Y lo
llamé a usted, con toda sinceridad, porque es el primero de la lista de la di-
visión de Godsend. Sólo por eso.
—Mire, yo no era muy amigo de Dante. Apenas nos hablábamos. ¿Por
qué no prueba con León?
—¿León Tankian? —recordé haber visto el nombre en la lista.
—Exacto. Dante y él se sentaron juntos en primero y en segundo.
Traté de que la visita no fuera completamente en vano:
—¿Pero no me puede decir algo que me oriente un poco?
Alcavette dejó de mirar las pantallas, apoyó las manos cruzadas sobre la
mesa y me miró por encima de sus anteojos:
—Godsend estaba de novio con Sofía Morelli. En tercero, casi a fin de
año, se pelearon. Parece que Dante no lo aguantó y se mató por culpa de
ella, que no le perdonó no sé qué cosa.
Alcavette lanzó un largo suspiro, con una expresión rara, como si algún
recuerdo desagradable lo hubiera asaltado.
—Nunca descubrimos por qué se habían peleado.
—¿Pero entonces, cómo lo supieron?
—¿Cómo supimos qué? —preguntó el que distinguía 7 de 12.
—Que Dante se mató.
—Mire: su muerte fue algo bravo para nosotros. Incluso para mí, aunque
no fuéramos íntimos. Dante, de un día para el otro, desapareció. Hubo
muchas bolas que se corrieron. Para mí la idea del suicidio es probable,
porque era un flaco raro.
—¿Raro?
Alcavette permaneció callado unos minutos que se hicieron eternos,
mientras jugaba con un vaso de plástico.
—Me va a disculpar, pero tengo que trabajar. Le había dicho diez minu-
tos. Mejor hable con León.
—Pero…
—Anote el número —dijo alcanzándome un anotador y una lapicera—.
Puede llamarlo de mi parte, a él sí lo sigo viendo.
Tomé nota de los datos que me pasó.
—La lapicera es obsequio de la compañía —me dijo—. Para que no diga
que lo tratamos mal.
“Tarde”, pensé.
Levantó el teléfono:
—Jesi, el señor se va. ¿Lo acompañás abajo para abrirle?
Bajamos en silencio con la rubia. Mientras me abría la puerta y me salud-
aba, comentó:
—Sergio está nervioso desde que usted llamó.
—Sólo estoy haciendo una investigación sobre la historia del Nacional de
Buenos Aires...
—Ah, ese Colegio —dijo la chica poniendo los ojos en blanco—. Sergi
habla todo el tiempo de ese lugar. ¿Usted fue compañero de él?
—No —contesté—. Por suerte no.
—¿Por suerte?
—El señor Alcavette es brillante —dije—. Me hubiera dejado sin trabajo.
—Ah, qué divertido —dijo Jésica o Yésica, más tranquila.
Tan divertido le pareció que me dio un beso de despedida.
Afuera estaba helado.
Ni bien pude, tiré la lapicera de “Inversud” por una alcantarilla.
26
León Tankian me cayó mucho mejor que Alcavette. Llamé al celular que
me había pasado su compañero y combinamos enseguida para vernos a la
salida de su trabajo, en un café a pocas cuadras del Colegio. A la hora
pactada entró al bar un tipo flaco y alto que se vino derecho a mi mesa.
—Sos el profesor…
—Sí, qué tal, León —dije poniéndome de pie y tendiéndole la mano—.
Muchas gracias por venir.
Mientras esperábamos el pedido permaneció en silencio. Alternativa-
mente bajaba la cabeza o miraba por la ventana. Parecía algo incómodo. De
repente, largó:
—La verdad es que desde que Sergio me avisó que me ibas a llamar, y
después hablamos para vernos, la cabeza ya no me paró.
—Claro, es lógico.
Me miró de arriba abajo:
—¿Vos también sos del Colegio?
—Doy clases ahí, sí. Y soy ex alumno. Pero la verdad es que no lo ando
publicando mucho.
—¡Ah, claro! Vos sos de los que tachaban los días para terminar, pero de-
spués extrañaban como perros, ¿no? —dijo con una sonrisa.
—Soy de los que tachaba, sí —respondí un poco molesto.
—Es así —dijo mientras corría el servilletero y apoyaba una carpeta que
traía—. Ya sabemos de la relación de amor y odio con el Colegio...
—Sí. Es complejo eso —dije, un poco impaciente. Había sido un día
largo y lo que menos quería en ese momento era hablar de esas cosas—. Yo
quería que me contaras de Dante...
—Sí, ya sé por qué es que quedamos en vernos —dijo poniéndose serio
—. Pero no es tan fácil. Te pido disculpas, pero lo de Dante fue muy do-
loroso, y por más que Sergio te diera mi número...
—Está clarísimo, no te preocupes. Al revés, te pido perdón yo por mi
impaciencia.
—Te confieso —prosiguió— que pensé mucho qué era lo que podía
haberte hecho reparar en la historia de un pibe del Buenos Aires desapareci-
do en los noventa, cuando toda la atención está puesta en los ilustres del
setenta.
Había dicho “ilustres” haciendo el gesto de las comillas con ambas
manos y una expresión de fastidio.
—¿Por qué decís eso? ¿Pensás que a Dante lo secuestró la policía, o
algo?
—No, nada que ver. No me refiero a eso —me miró con tristeza—.
Quiero decir que a veces algunas historias no dejan que respiren otras.
Lo miré con curiosidad:
—Como si hubiera dolores tan grandes que no dejan espacio para
ninguno más.
Silencio.
—Como si después de aquello tan terrible no hubiera pasado nada más
—remató.
—Entiendo.
—Pero a la gente una pérdida le duele igual, aunque no entre en ninguna
historia de las que circulan y nos tienen que doler a todos. ¿No te parece?
Los ojos le brillaban. Hacía esfuerzos por contenerse, pero le temblaba la
voz.
—Y a nosotros nos falta Dante.
Asentí con un gesto.
—Siempre pensé que es algo bastante egoísta… Como si después de todo
lo que pasó no hubiera espacio para que doliera más nada —repitió.
—No te entiendo.
—Lo que quiero decir es que seguro vos sabés mejor que yo que el Cole-
gio siguió siendo hostil con sus estudiantes después de los setenta, aunque
aquello haya sido un extremo terrible. El Colegio era medio como la colim-
ba, a veces… y algunos lo aguantamos, y otros no pudieron… Y yo no sé si
un secundario tiene que funcionar de esa manera.
Pensé que quería hacerme amigo de León Tankian. Que eso que de-
scribía, esa hostilidad, era la que a la vez nos había hecho tan unidos entre
nosotros cuando yo cursé. Esa hostilidad, como Pave me había dicho, capaz
de matar a los chicos.
—Bueno, por eso es que me interesa la historia de Dante. Quiero saber
qué pasó con él, y con todos esos chicos que en el pasado...
—Ahí está, ¿ves? —me interrumpió—. Vos mismo usás la palabra pasa-
do. Dante es mi amigo, y por eso estoy acá.
León había hablado en presente del fantasma que yo había visto. Me miró
con ansiedad. Sentí que Tankian había temido este momento desde que nos
saludamos.
—Quiero saber qué le pasó —insistí.
León Tankian tomó aire y arrancó:
—Dante no la pasaba muy bien en el Colegio. Yo me senté con él dos
años. Nos habíamos conocido en el instituto cuando preparábamos el ingre-
so, y el primer día de clase, en la división, se vino derecho al lado mío. Se
me pegó como una lapa.
—¡Claro! —sonreí.
Pero León se había puesto serio.
—Al principio lo tomaron bastante de punto.
—¿Por qué?
—Y… un poco raro era. Reservado, qué se yo. Pero al mismo tiempo era
alguien que se hacía respetar.
—Mirá vos…
—Además, había otros compañeros que eran más puntos que él.
—¿Sí?
—Sergio Alcavette, por ejemplo. ¿No te comentó nada?
—¿En serio? No me lo hubiera imaginado.
—La verdad que sí.
—No fue muy larga la charla tampoco —expliqué—. Enseguida me dijo
que hablara con vos.
—Típico de él. Les aplaudía a los estrellitas de la división cuanta pelo-
tudez hacían para no quedarse afuera, pero bastante seguido le daban
duro…
No abrí la boca, pero internamente la información me alegró muchísimo.
—Dante no. Él se desmarcaba. Ahí me empezó a caer bien, porque era
valiente. Vos sabés cómo pesa eso de la presión del grupo.
—Sí, claro…
—También creo que sufría bastante, porque el viejo lo exigía mucho con
las notas y lo tenía muy cortito con las salidas.
Asentí con un gesto mínimo para no cortarlo y mostrarle que estaba
atento.
—Dante dibujaba muy bien, y habíamos empezado a hacer una historieta
juntos: “Salir a la vida”. Eran ideas sueltas, nomás. Nunca llegamos a es-
cribir y dibujar más de tres páginas. La típica aventura de mochileros. La
armábamos en el viaje de vuelta en colectivo desde el Campo. Los dos
tomábamos el 99. Él iba hasta Once y yo seguía hasta Flores.
Pude imaginar esas conversaciones interminables, día por medio.
—Dante era muy bueno en Literatura y en Historia. Leía un montón.
Pero no se daba mucho con los demás.
—¿No te quedaste con esos dibujos? —pregunté.
—No —dijo con pena—. No sé a dónde habrán ido a parar.
—Lástima.
—En tercero —continuó León— le dio por sacar fotos. Cuando íbamos
al Campo de Deportes, empezó a hacer fotografías de las obras de Puerto
Madero. De las demoliciones, de los camiones. Decía que iba a hacer un
álbum, porque estaban destruyendo la ciudad y había que registrarlo.
—¿Y qué decían los demás de esas cosas?
—¡Se reían, obvio! Y además lo gastaban porque Dante tenía una enfer-
medad, no me acuerdo cómo se llama, que hacía que tuviera que estar siem-
pre abrigado. Como si fuera una víbora, ¿viste? Siempre la sangre fría. Ca-
paz en octubre andaba con campera y buzo, sobre todo uno verde oscuro,
feísimo.
Otra vez se le quebró la voz. Estaba serio. Dejó que sus lágrimas corrier-
an sin pudor. No supe qué decir. Fue un rato demasiado largo para mi gusto.
Al cabo, agarró una servilleta y se secó las mejillas. Bajó la vista, mientras
jugaba con un sobrecito de azúcar.
—Todos éramos buenos pibes —lanzó—. Nadie puede ser malo a los
dieciséis o diecisiete años.
—No, claro…
—Aunque sí cruel, ¿no te parece? —preguntó al fin.
Me miró con una expresión extraña. Pensé que capaz él también había
sido parte de alguna de las bromas, y ésa era su forma de decírmelo.
—¿Qué me podés decir de su novia, de Sofía?
—Que a Dante le cambió la vida.
Su respuesta no pudo ser más rotunda. Lo miré con interés.
—Desde que empezaron a salir, Dante cambió. Te dabas cuenta de que
era feliz. Pero como todo estaba motivado por ella, se volvió muy celoso
también.
—Eso habrá sido pasto para las fieras, me imagino. Por lo de las jodas,
digo.
—Exacto. A fin de año, en tercero, hubo una de esas fiestas de despedida
y a Dante no lo dejaron ir.
Calló. Sus ojos se habían opacado. No me miraba, tenía los ojos clavados
en vaya a saber qué película de ese fin de año tan importante para Dante
Godsend.
—¿Y entonces?
—Ah, sí. Justo estaba por rendir Latín, y el viejo lo tenía preso.
—¿Y qué pasó?
La voz de León se hizo cavernosa:
—Pasó que con algunos de los chicos armamos un cuento para que
engranara.
—¿Un cuento?
—Inventamos que uno de nosotros estaba atrás de Sofía, y que iba a
aprovechar que él no iba a la fiesta…
Se interrumpió para ver mi reacción:
—Por lo que me contás, no le debe haber gustado mucho —puncé.
—Se puso como loco y, según sé, se peleó con Sofía.
—¿Y cómo lo sabés?
—Porque me dio pena. Me arrepentí y lo llamé para decirle que la cor-
tara, que era una broma que le queríamos hacer.
—¿Y qué pasó?
—Me recontraputeó. Primero se enojó porque se había vuelto loco de ce-
los y se había peleado, pero también se alegró, claro.
—Menos mal —dije por decir.
—Sí. Y ahí me contó de la otra pelea.
—¿Cuál? ¿Ya se había peleado antes con la novia?
—¡No, no! Con Sofía no. Con el papá. Como te dije, ese año se había
producido un hecho inédito en los anales de la división: Dante Godsend
tenía baja Latín, y se la llevaba a diciembre. El papá era, o es, no sé si vive,
un tipo terrible. Le armó un quilombo tremendo. Le prohibió las salidas, le
quitó las cosas, las cartas de ella, y el asunto este de la fiesta que te digo fue
justo el fin de semana anterior a que rindiera examen.
—¿Y qué pasó?
—No sé. Yo creo que se rajó de la casa. Que no aguantó. No lo vimos
más.
—Tu amigo Alcavette dice que se suicidó.
—Porque Sergio es un nabo, ya te dije. Repite lo que dijeron todos. Pero
yo estoy seguro de que Dante se escapó de la casa. Como en nuestra histori-
eta. Se le saltó la cadena y se habrá ido a hacer su vida en otro lado.
—¿Te parece?
Él quería ser medio como Thoreau…
—Perdoname, no te entiendo…
—Walden… “Fui a los bosques porque deseaba vivir conscientemente”, y
todo eso.
León estaba entusiasmado y sonreía.
—Quiero decir que te imagines el bosque más lindo del Sur, que pongas
una cabaña con salamandra en el centro, y ahí va a estar Dante. Estoy
seguro.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque él estaba enojado, pero era feliz.
Me miró con los ojos brillantes, pero esta vez de alegría. Hablaba com-
pletamente convencido. La certeza de que su amigo vivía le había devuelto
la expresión alegre y tranquila que tenía al principio del encuentro.
Yo no se la iba a quitar.
—Tiene sentido —le dije—. Por más enojado o desesperado que estu-
viera, ¿por qué se iba a querer matar si era feliz?
—Eso mismo digo yo —pude percibir el agradecimiento por mi comen-
tario en su mirada—. Pero, además, ¿viste lo que te conté de las historietas?
—Sí.
—Todas, pero todas las ideas que tiró, y lo poco que llegamos a dibujar,
eran de rutas y de viajes. En las historietas siempre se escapaba al Sur.
León Tankian sonreía de oreja a oreja cuando terminó de hablar. Estoy
seguro de que veía a su amigo Dante haciendo dedo en algún cruce, o can-
tando feliz en la caja de algún camión.
Para León el chico de la campera estaba tan vivo como para mí.
27
(Sin fecha)
Es verdad que el Colegio hace sufrir. No debería ser así, pero es.
¿Por qué lo aguanté yo? ¿Ayudo o no ayudo a que mis estudiantes lo
disfruten?
Frases de una clase de hoy:
“A veces la presión acá es muy grande”.
“A veces parecería que no podemos hablar con nadie”.
Dante, ¿con quiénes trataste de hablar y no pudiste mientras pasaste por
aquí?
Si lo que Pave me dijo es cierto, ¿qué es lo que te mató?
¿Qué es lo que yo resistí, y qué marcas me dejó?
28
Esa misma noche, tras la charla con Carlos, llamé por teléfono a Sofía. El
tono de su voz me hizo saber que se sentía muy incómoda, pero logré con-
vencerla de que era muy importante vernos, con el cuento, que a estas al-
turas me creía yo mismo, de la investigación acerca del Colegio.
Al día siguiente, llegué a su veterinaria casi a la hora de cerrar, como
habíamos quedado. No era un negocio muy grande. Había bolsas de comida
para perros y gatos apiladas, acomodadas formando un pasillo. Dos cachor-
ritos Beagle jugueteaban dando ladridos en una jaula grande. Había otras
más chicas con varios conejos que apestaban. Contra la vidriera, junto a los
cachorros, había una pecera grande y bien iluminada con peces tropicales.
Cada tanto una calavera de plástico abría una boca desdentada y soltaba
unas burbujas.
Al fondo del local, detrás del mostrador, estaba la antigua novia de
Dante.
—Hola. Yo soy...
—Sí. Ya sé. El profesor que llamó. ¿Me esperás hasta que cierre el
negocio?
—Por supuesto.
No tuve que esperar mucho.
—Listo. Me saco el delantal y vamos.
Sofía cerró con llave la puerta de calle y entró al consultorio. Salió a los
dos minutos. Era una mujer bajita, que tenía ojos grises y llevaba el pelo
largo y lacio suelto a la espalda.
—¿Querés que vayamos a mi casa? Ésta no es una zona de cafés. Vivo
cerca, y hoy mis chicos están con el papá.
—Como prefieras. No te quiero molestar más de lo necesario.
—No te preocupes. Es que tengo algo que mostrarte —dijo.
La ayudé a bajar la persiana metálica y caminamos un par de cuadras
hasta que llegamos a un edificio bastante nuevo. Sofía evitaba mirarme. Sus
movimientos bruscos, como de bailarina torpe, me transmitían cuánto la
había alterado mi llamada. Cuando la llamé para vernos, yo había actuado
sin pensar en sus sentimientos, sólo movido por mi interés. Pero para ella
significaba preguntarle por su novio ausente, por sus recuerdos.
Sofía vivía en un departamento de tres ambientes pequeño. Vi de pasada
que tenía un cuarto para ella. En el otro había una cama marinera y tenía el
piso sembrado de juguetes.
—El cuarto de Nico y Pablo, mis hijos —explicó—. Me separé hace
poco.
—Ajá.
—¿Querés café?
—Dale. Gracias.
Me dejó sentado en el living, y completé el panorama. Una biblioteca
mediana, con muchas novelas latinoamericanas, fotos familiares y postales
de Barcelona. No había ningún libro que indicara su profesión, y pensé, de
puro prejuicioso, que los tendría todos en la veterinaria.
Sofía regresó de la cocina con dos tazas grandes de café y unas pepas con
mucho dulce de membrillo que agradecí mentalmente, porque casi no había
almorzado. Se sentó frente a mí sin pronunciar palabra. Ponerle azúcar al
café y revolver, comer un par de masitas y comentar lo fácil que había lle-
gado con sus indicaciones prolongaron unos minutos la situación molesta
del primer encuentro. Desde que la había ido a buscar, la mirada se le había
opacado. Éramos dos guerreros que se estudiaban antes de entrar en
combate.
—Te agradezco por recibirme —dije al fin.
—Me explicaste que estabas investigando sobre Dante.
—Sí. Quiero saber qué le pasó.
—¿Por qué? ¿Sos pariente?
—No, para nada. Curiosidad.
En su mirada vi que aceptaba mi mentira para seguir el juego, una es-
pecie de “pago por ver”. Me pregunté hasta dónde podría eludir contarle
más cosas sin que se enojara.
—¿Qué años tenés en el Colegio?
—¿Años? Ah, sí. Este año tengo cursos de primero, segundo y cuarto.
—¿Tenés muchas horas?
—No. Doce. También soy investigador...
—Sos ex alumno, ¿no?
—La maldita pregunta —dije sin pensar—. Sí.
Mi respuesta le hizo gracia y sonrió por primera vez.
—Tenemos como una marca de agua, dicen.
—Algunos luchamos contra eso.
—¿Y qué querés saber? —disparó sin rodeos.
—Me contaron que vos fuiste novia de Dante.
—¿Y qué más te contaron? —su voz se endureció en un instante. Me
había marcado la cancha con la pregunta: si me hacía el tonto, la charla ter-
minaba ahí. Así que avancé:
—Alcavette, tu compañero, dice que Dante se mató por vos. Lo mismo
me dijo Carlos.
—No me extraña…
—Pero León piensa que está vivo. Y también me contó que el papá de
Dante cree que se escapó porque él se oponía a que saliera con vos.
—Oponía, sí... es una forma de decirlo.
—Pero nadie sabe bien qué le pasó, ¿verdad?
—No —dio un largo suspiro—. Al principio dijeron de todo. Pero eso sí:
fuera que se hubiera escapado o que se hubiera muerto, daba lo mismo: la
culpa era mía. Ahí coincidían todos.
—La gente siempre necesita echarle la culpa a alguien.
—Sí, claro —estalló—, y qué mejor que tener una mina manipuladora a
mano. ¡Qué cosa! A mi novio se lo había tragado la tierra y resulta que en-
seguida fui yo la responsable.
No pude decir nada.
—Nadie pensó cómo me podía sentir yo —concluyó.
Mientras Sofía hablaba pensé que ya sabía qué alumno debía estar en el
examen: tenía que ser ella. Porque, de otra manera, ¿cómo iba a hacer para
decirle que yo sabía que Dante, su novio, estaba muerto? Tenía que verlo
por sí misma.
—¿Y cómo te sentiste?
Sonrió.
—¿Te importa?
—No me juzgues mal —dije humillado—. Desde el momento en que es-
tamos acá, me importa.
Me miró. Dudaba si creerme o no. Le sostuve la mirada.
—Tenés razón. No quise ser brusca, perdón.
—No te disculpes. Lamento que la hayas pasado mal.
—Dante era un chico especial.
No sé qué expresión habré puesto, porque se apresuró a aclarar:
—No me mires así. No me refiero a que “era especial” porque era mi
novio —no sé qué cara habré puesto yo—. Era muy tímido, y todos
sabíamos que el papá, que también fue al Colegio, lo apretaba con las notas.
Hay muchas familias así…
Asentí.
—Mis viejos nada que ver. Yo soy la primera y por ahora la única de la
familia que estudió en el Buenos Aires. Pero, bueno, a Dante eso le pesaba
mucho. Nunca se había llevado una materia. Empezamos a salir y se le
armó el quilombo del siglo en la casa. Y cuando se llevó Latín al viejo se le
metió en la cabeza que era porque salía conmigo.
—¿Cuándo empezaron a salir?
Se hizo un silencio molesto. Sofía evaluaba hasta qué y hasta dónde con-
tarme, por qué confiar en un desconocido, por qué abrir esa puerta cerrada
nada más que porque yo le preguntaba.
—Justo en tercero —sonrió, melancólica—. ¿Viste el primer día de
clases, que todos llegan temprano para agarrarse los mejores bancos? Los
dos éramos bastante dormilones, y terminamos sentados juntos en los ban-
cos de adelante, del lado de la ventana. Al principio yo no le daba bola. Lo
tenía encasillado igual que el resto de la división.
—¿Y cómo lo tenían encasillado?
—Era muy reservado. No sabíamos cómo era. Eso sí, cuando hablaba en
clase, te impresionaba. Parecía de esos tipos que en las series yanquis de
golpe agarran un arma y masacran una escuela.
Se quedó mirando la nada, y dijo:
—Pero nada que ver.
Se interrumpió, se levantó y fue hacia su cuarto. Volvió con una caja de
zapatillas.
—Cuando me llamaste la bajé del placar. Te imaginás que no es algo que
tengo siempre a mano.
Sofía levantó la tapa. Adentro había dos grupos de objetos: una fila muy
prolija de casetes numerados, que decían “Sofía/1”, “Sofía/2”, así hasta el
número 12, en el lomo. Al lado, una pila de cartas y varias fotos. Sofía
acarició los sobres, las cintas, con los ojos brillantes.
—Disculpame, no me es fácil esto.
—Me imagino —dije poniendo mi mano sobre la de ella—. Por eso no
sabés cómo te lo agradezco.
Retiró la mano.
—No, no lo sé. La verdad es que todavía no entiendo muy bien qué hacés
acá.
—Perdón… No quise…
—Y mucho menos sé por qué te estoy contando todo esto.
Se hizo un silencio incómodo hasta que suspiró, se encogió de hombros y
empezó a mostrarme unas fotos.
—Éste es Dante. Es en el Campo, ¿ves? Los arcos, los vestuarios...
Bueno, vos lo conocés.
—Sí, pero está muy cambiado. Cuando yo iba era un desierto. Nos
perseguían las ratas.
—A nosotros nos tocó la época de Menem, cuando empezaron a constru-
ir los restaurantes. Era un desastre, todo en obra, los tipos gritándote de
todo.
Desde la fotografía, un grupo de chicos como yo había sido no mucho
antes que ellos me miraban sonrientes. En el medio, Dante Godsend, con
los brazos apoyados sobre los hombros de los compañeros que tenía al lado.
—Como te dije, Dante era tímido, y no era muy comunicativo. Y encima
se vestía medio aparatoso. Pero escribía muy bien. Sus cartas son muy lin-
das. Y le gustaba mucho leer, y por ese lado nos enganchamos. Un día se
apareció con un libro de Quiroga, y empezamos a conversar, a pasarnos li-
bros. A mí también me gusta mucho leer.
—Vi tu biblioteca, sí…
—Ahora los chicos no leen, ¿no?
—Leen, sí, pero diferente. Más de pantalla...
—Claro…
—Pero yo me puse de novio igual que ustedes. Con libros y cartas…
—¿Ah, sí? Claro, si somos más o menos de la misma época… Mis hijos
ya me pidieron que les compre celular… —dijo Sofía con una sonrisa. El
rostro se le había endulzado—. Con Dante lo más avanzado que hicimos
fueron los casetes.
—¿Los casetes?
—Empezamos grabándonos canciones… Viste que una se armaba sus
“compilados”.
Volví a ver al chico en el Colegio rebobinando la cinta con la lapicera.
—Sí, claro.
—De a poco, ni sé quién de los dos empezó, fuimos agregando mensajes,
poemas. Cada uno tenía una copia, iban y venían. Era relindo... En los
casetes Dante es otra persona. Suelto, feliz…
Sofía, igual que Tankian, alternaba el pasado y el presente para referirse a
Dante.
—A fines del 94 nos peleamos muy feo por una fiesta de egresados a la
que yo había ido con los demás chicos y a él no lo habían dejado, por lo del
examen. Discutimos por teléfono. Dante es fanático de los Stones...
—A mí me gusta Keith Richards —la interrumpí sin pensar.
Me miró sorprendida:
—¡A él también! El lunes siguiente a la pelea nos encontramos en la Bib-
lioteca. Apenas nos hablamos. Me dio un casete y se fue. Lo único que
había grabado era “Eileen”...
Hice un gesto para que se diera cuenta de que conocía la canción. La le-
tra, palabras más, palabras menos, habla de un tipo que le dice a su novia
que no puede estar sin ella.
—Y un fragmento de El barón rampante —concluyó.
Sacó el casete número 12 de la fila.
—¿Querés escucharlo?
Pensé en el chico mudo que me había desordenado la vida este año.
—Me encantaría.
—Bueno. Éste te lo puedo hacer escuchar. Los otros no. Me moriría de la
vergüenza.
Abrió la cajita y puso el casete en un equipo viejo que tenía en el estante
más bajo de la biblioteca. Se escucharon los acordes finales de la canción de
Richards:
Baby won't you lean on me…
Y entonces, por fin, conocí la voz del chico de la campera. Leía, se
notaba:
—¿Por qué me haces sufrir?
—Porque te amo.
Ahora era él quien se enfadaba.
—¡No, no me amas! Quien ama quiere la felicidad, no el dolor.
—Quien ama quiere sólo el amor, aun a costa del dolor.
Sofía no resistió seguir escuchando y apagó el aparato.
—Compramos un libro para los dos —retomó—. Lo leíamos juntos, y lo
subrayábamos. Nos quedábamos a la tarde en el Colegio para eso.
Rebuscó un poco entre los estantes de su biblioteca, y me mostró la mis-
ma edición fucsia de Bruguera que yo había tenido.
—Yo también le grabé mi respuesta sacándola del libro.
La voz de “Sofía-por-aquel-entonces” era dulce y suave, no tenía el tono
herido de la mujer que estaba conversando conmigo ahora.
Cósimo alzó los ojos hasta ella. Y ella:
—Tú no crees que el amor sea entrega absoluta, renuncia de uno
mismo...
Estaba allí, en el prado, hermosa como nunca, y la frialdad que en-
durecía apenas
sus rasgos y el altivo porte del cuerpo habría bastado para disolverlos, y
volverla a
tener entre los brazos...
Podía decir algo, Cósimo, cualquier cosa para ir hacia ella, podía
decirle…
Apagó el aparato.
—Esto que nos leímos era el párrafo justo. Es la pelea definitiva entre los
protagonistas del libro… No sé si lo leíste.
“Claro que sí”, pensé. “Mil veces.” Pero no contesté.
—En la historia Viola, la novia de Cósimo, coqueteaba con dos oficiales,
y lo volvía loco de celos —continuó—. Eso nos gustaba del libro, veíamos
todo el tiempo paralelos entre lo que leíamos y nosotros. ¡Qué chicos que
éramos!
—Claro.
—Esa mañana me llamó diciéndome que no quería que nos peleáramos.
Y que tenía un casete que me quería pasar.
—¿Y qué le dijiste?
—Que si para él yo era tan importante viniera a casa. Me contestó que
estaba estudiando, que no lo dejaban ni moverse y que se había peleado con
el viejo porque no lo había dejado ir a la fiesta porque rendía el martes
siguiente.
Sofía calló. Hacía esfuerzos por no llorar.
—“Rindo y voy”, me dijo.
—¿Y se pudieron ver?
Sofía bajó la vista y jugueteó con unas miguitas que habían quedado so-
bre la mesa.
—Ésa fue la última vez que hablamos, y yo no le contesté nada bien.
—Bueno, como dijiste, eran chicos...
—Dante se fue —dijo al fin, siempre con la cabeza baja—. Y me dejó un
vacío terrible. No supimos más nada de él. Ese verano fue espantoso, di-
jeron de todo. El papá de Dante vino a mi casa y se peleó y amenazó a mis
papás... De mí dijo de todo. Mis viejos me bancaron, pero yo me sentía muy
sola. Estaba enojada con Dante. A veces lo maldecía por cobarde. Pensaba
que se había escapado, porque siempre tenía la idea de irse al campo. Pero
otras me castigaba a mí misma, pensaba que cómo podía enojarme con al-
guien que a lo mejor estaba muerto… O me echaba la culpa… igual que los
demás —sonrió con tristeza—. Pero la verdad es que no sabía qué sentir,
más que nada porque no sé qué le pasó.
Hizo silencio. Lloraba. Bajé la vista, incómodo.
Se secó las lágrimas de las mejillas con un gesto rabioso.
—¿Para qué viniste?
Y por fin yo supe qué responder.
—Sofía, yo puedo ayudarte a saber qué pasó con Dante.
En su mirada se alternaron la incredulidad y la esperanza:
—¿Cómo sabés? ¿Qué encontraste?
—No sé muy bien cómo decírtelo.
—¡Como sea me lo decís! Venís acá así como así, ni sé quién sos… Me
hacés contarte cosas... ¡Como sea! Después de revolverme todo... Ni te
conozco, y me tenés acá hecha pelota...
—Sofía, yo…
—¡Como sea me lo decís!
Ya no podía volverme atrás:
—Sofía, si yo te dijera que necesito que vengas al Colegio para poder ex-
plicarte bien lo que pasó, ¿vos lo harías?
—No entiendo, ¿por qué no me lo podés decir ahora?
—No vas a tener que esperar mucho, te lo prometo —supliqué—. Pero
necesito que vengas a una mesa…
—¿Una mesa? ¿Cómo una mesa?
—Ahí te voy a poder explicar todo, te lo aseguro.
Sentí su desconfianza.
—Me tenés que creer —insistí—. Por favor.
¿Por qué le estaba pidiendo esto? Me dije que si Dante iba a hacerse visi-
ble para rendir, lo justo era que fuera su novia la que tuviera la oportunidad
de verlo una vez más.
—Una mesa de examen. ¿Venís?
Dudaba. Insistí con la mirada.
—Por favor…
Me miró como preguntándome cuánto más iba a torturarla. Sentada
frente a mí, parecía haberse quedado sin fuerzas.
—Está bien —dijo al fin—, voy.
—Entonces yo te aviso.
—¿Cuándo?
—Pronto. Te lo prometo.
Ya no tenía más nada que decir. Bajamos juntos en el ascensor, en silen-
cio, sin mirarnos a la cara. Me abrió la puerta de calle. Nos despedimos con
un beso apenas formal.
—Hasta pronto —me dijo.
Me quedé parado en la vereda mientras veía cómo regresaba a su depar-
tamento. Su espalda se sacudía. Supe que, una vez más, lloraba.
30
11 de noviembre
Si a Sofía mi visita le resultó costosa, para mí no fue diferente. Tantos
recuerdos…
Una noche más en vela. Gracias, Dante.
El barón rampante llegó a mi vida de la mano de Lucas, nuestro profesor de
Historia dos años consecutivos. Recuerdo el día en que durante una clase
nos habló del avance de los bosques y los lobos sobre las ciudades durante
la Edad Media. Nos contó que en esa época se decía que un mono que se
trepara a un árbol en Roma podía ir saltando de rama en rama hasta las
orillas del Mar del Norte sin tener que tocar nunca el suelo. Nos habló de
los peligros extramuros, pero también de las fantasías que acechaban entre
los árboles. Y, como al pasar, comentó que la historia del mono le recorda-
ba un libro que había leído: El barón rampante, de Ítalo Calvino.
Lo leí muy poco después. Ese libro me enseñó que el camino de la soledad
es sólo aparente. Que sólo podemos ser nosotros mismos al relacionarnos
con los demás. Aprendí a enamorarme de la misma manera que el barón.
Gracias, Dante. ¿Justo ahora tenías que recordarme algo así?
La taza de café fría e intacta me dijo que ya era muy tarde. Apagué la luz.
Desde el balcón de mi departamento las luces de los autos parecían tizones
de alguna antigua hoguera. Una de esas fogatas que encendían los viajeros
de la Ruta de la Seda, un fogón con la pava ennegrecida por el hollín de los
arrieros en la estepa patagónica, los fanales del Pequod la noche anterior a
su destrucción.
Luz y refugio en medio de las sombras y la inmensidad.
Rodeado de los libros que había desparramado mientras buscaba el del
barón, pensé que no servían para nada. Sentí en el cuerpo el momento que
atravesaba. Supe que era alguien sin un lugar verdaderamente propio,
aunque bien sabía yo, también, que había intentado tenerlo. Pensé con
melancolía en las personas que había amado, en los amigos que había rele-
gado por esos libros y tantos otros. Por querer escribir mi propia obra. Por
querer ser profesor. Porque el barón también hizo que yo quisiera enseñar:
un día daría clases y haría lo mismo que Lucas había hecho conmigo.
Qué amargo el sabor que tienen algunos recuerdos… Hay memorias que
devuelven sensaciones, pero hay otras que nos dicen que podríamos haber
hecho de manera diferente muchas cosas.
Supe una vez más que yo había sido el artesano de mi soledad.
Dante había buscado a un par que pudiera ayudarlo. Y aunque me dije,
para tranquilizarme, que seguramente exageraba por la emoción que me
despertaban tantos recuerdos, sabía que en el fondo ésa es la verdad: que
puedo pasar un día de clases con decenas de seres. Que puedo enseñarles
el valor de la solidaridad. Pero, al final del día, estoy solo.
31
Dejé el rollo de Dante en una casa de fotografía cercana a la casa de sus pa-
pás. A los tres días, ya tenía las copias.
—Salieron seis nada más —me dijo un chico con la cara llena de granos
—. El resto estaba sin tirar. Y era una película bastante vieja, además. ¿Qué
pasó? ¿Se habían olvidado de revelarlas?
—Algo así.
—Pero salieron perfectas. Se las pasamos a digital también.
Le agradecí el detalle, pagué y me fui. Aguanté mi impaciencia por abrir-
lo para ver las fotos hasta estar en un lugar tranquilo. Era un día en que
volvía temprano a casa. Enganché un tren que salió a horario y semivacío.
Me senté en el asiento junto a la puerta que comunica los vagones, del lado
de la ventana. La luz cálida del sol de media tarde iluminó las fotos que ex-
aminé mientras el tren traqueteaba en su salida de Once.
Las primeras imágenes del rollo de Dante me desilusionaron un poco.
Tres de ellas eran, como me había contado Tankian, de las obras en Puerto
Madero. Las dos primeras mostraban los edificios de ladrillo rojo atacados
por las cuadrillas y las máquinas. Junto a ellos, inmóviles como árboles en
invierno, las viejas grúas portuarias. En la tercera imagen, una larga fila de
camiones mezcladores aguardaba para volcar su contenido de hormigón en
un profundo pozo.
Seguían dos fotos del Campo de Deportes del Colegio. La primera me
llevó a mi propia adolescencia: allí estaba el viejo Goyanes, el encargado,
muerto hacía años, rodeado de chicos junto al kiosco de la entrada. Luego,
otra foto tomada en una de las canchas de handball en la que estaba Tankian
(tenía el pelo largo) en medio de un grupo que seguramente eran de la di-
visión de Godsend.
La última imagen, con todo lo que ya sabía sobre Dante y Sofía, me llenó
de melancolía. Me di cuenta de que la había sacado con el disparador au-
tomático, porque en el borde inferior de la fotografía, cortándola apenas, se
veía la punta de cemento de un banco de esos que todavía están en el bule-
var de la Avenida de los Italianos. La pareja se había subido sobre otro que
estaba enfrente y en diagonal al que hacía las veces de trípode. Dante estaba
parado algo de lado, como a punto de perder el equilibrio. Se esforzaba por
parecer serio, como si se resistiera al abrazo que casi lo había hecho caer,
pero sonreía. Tenía la mano izquierda libre sobre su pierna y con el brazo
derecho aferraba el talle de su novia.
Sofía, que era la que había apretado el disparador y vuelto a la carrera, lo
había atrapado: estaba en puntas de pie, y con una mano sobre la mejilla de
su novio y los labios fruncidos trataba de hacer que se inclinara para darle
un beso. El pelo de la chica, larguísimo y muy negro, todavía estaba revuel-
to por la carrera y el salto. De fondo, enmarcándolos, los álamos parecían
cerrarse sobre ellos. La cabellera al vuelo de Sofía le daba a la imagen una
vitalidad impresionante.
Guardé las fotos en el sobre. Por la ventana veía a la gente ir y venir rum-
bo a alguna parte. Quién sabe qué historias habrían vivido o estaban vivien-
do cada uno de ellos. Ya me tenía que bajar. Mientras cerraba la mochila,
pensé que una foto de novios así es la que a uno le gustaría poder guardarse
para siempre.
33
(Sin fecha)
IDEAS PARA TENER EN CUENTA:
Libro VI de la Eneida:
Eneas desciende al mundo de los muertos junto a la Sibila de Cumas para
ver a su padre, el troyano Anquises. Al llegar a orillas de la laguna Estigia
le entrega una rama dorada como pago al barquero Caronte para cruzar en
su barca y llegar a los Campos Elíseos. Allí viven las almas afortunadas,
entre ellas la del padre de Eneas. Tras el reencuentro, el muerto le muestra
desde una altura millares de almas a la espera de su regreso al mundo de
los vivos.
Anquises también anuncia a su hijo la grandeza de Roma, y le vaticina las
futuras gestas que protagonizarán sus descendientes.
Dante, ¿a dónde me estás llevando?
¿De dónde venís?
Según Borges, todos los hombres le debemos estar agradecidos a Virgilio.
“Todos los hombres.” Tremenda idea. Todos los hombres. ¡Todos!
Todos. Los que fueron, los que somos y los que serán, unidos por el hilo in-
visible de la poesía. Unidos por la pregunta ante la vida y la muerte.
35
Una tarde de los primeros días de diciembre nos reunimos con Marta en la
Biblioteca del Colegio. Las clases ya habían terminado y los exámenes se
aproximaban. Teníamos que preparar el nuestro. Llevé el libro que me había
dado la mamá de Godsend.
—Marta, este libro estaba entre las cosas de Dante, el chico que va a
rendir examen. Esto es lo que tendríamos que tomarle, ¿no?
—¿La Eneida? Nada más apropiado...
—Eso mismo pensé yo.
Le conté cómo había llegado el libro a mis manos. También le mostré el
carnet de Biblioteca de Dante. Contempló la foto un rato largo. Al fin, dejó
con mucha delicadeza el carnet sobre la mesa, como si fuera de cristal. Sólo
dijo, con una sonrisa melancólica:
—Se parece a tantos...
—Así es.
Suspiró.
—En fin, ya estamos embarcados, como Eneas. Si lo que tenemos que
hacer es tomarle un examen, se trata, entonces, de elegir un fragmento para
que él haga el análisis morfosintáctico y luego traduzca. Normalmente, la
evaluación tiene esa primera parte de análisis y traducción, y luego otra en
la que hacemos algunas preguntas de cultura latina.
Marta tomó el libro y pasó las hojas con rapidez.
—Ah, pero ésta es la traducción de Eugenio de Ochoa. Esperá un
segundo.
Se levantó y se acercó al mostrador, donde habló con una de las bibliote-
carias. A los pocos minutos, volvió con un libro diferente. De regreso a
nuestra mesa, Marta traía una versión en latín, Aeneis.
—A ver, a ver…
Hablábamos en susurros, para no molestar a los escasos chicos que esta-
ban estudiando. De repente, la luz que entraba por la gran claraboya del
techo se fue: una gran nube negra había tapado el sol. En instantes se hizo
de noche. Sólo nos iluminaban las lámparas de las mesas de lectura que ha-
cia el fondo del salón brillaban como fanales de una flota de pesca.
Marta no pareció notar el cambio. Estaba enfrascada en su búsqueda.
—Liber Sextus... Liber Sextus... —mi antigua profesora pasaba las pági-
nas con autoridad, segura de lo que buscaba—. Acá está. Eso es. De-
beríamos darle para analizar los versos 268 a 272 —dijo Marta al fin,
apoyando ambas manos sobre el libro abierto con gesto de triunfo.
Y leyó como si recitara un conjuro:
12 de diciembre
Sofía tiene razón. ¿Quién soy yo?
“Mirá tu vida”, podría haberme dicho, “¿con qué autoridad me venís a de-
cir lo que tengo que hacer con la mía?”.
¿Qué derecho tenía a hablarle de esa manera, a tratarla así?
¿Y si todo esto es solamente mi imaginación?
¿Qué derecho tengo a jugar así con las emociones de una persona?
En la entrada al infierno, cuenta Virgilio, hay un olmo frondoso.
De sus ramas cuelgan los sueños vanos.
Tuve la visión de un árbol seco, de tupido follaje. Al acercarme, vi que no
eran hojas, sino tiras de tela desteñidas y deshilachadas por el sol y la llu-
via, mecida por una brisa suave.
Me vi rebuscando entre ellas. Acariciándolas con respeto. Cada una, una
persona.
Tal vez mi propia vida, mi historia con el chico de la campera negra, estu-
viera entre esos jirones.
38
Dante tomó el papel con ambas manos. De espaldas a Sofía, sólo nos
miró a los dos profesores. Luego, bajó la cabeza y lo leyó. Al cabo de unos
minutos, despegó los labios y recitó:
—Iban oscuros bajo la solitaria noche a través de la sombra...
Era la primera vez que el espectro abría la boca y decía algo. Vi las
manos de Sofía que se agarraban con fuerza al banco, como si sus pies col-
garan sobre un precipicio y luchara por no caerse. Los nudillos se le
pusieron blancos de tanta fuerza que hacía.
Aunque en cierta manera yo debería ser el menos sorprendido, temblé de
emoción e incredulidad. Dante, por fin, estaba rindiendo su examen.
—... y de las moradas vacías de Plutón y sus vanos dominios…
Miré de reojo. Marta asentía complacida. Seguía las palabras del alumno
como si la situación fuera completamente normal. Dante se detuvo y nos
miró:
—Profesora —dijo Dante—, traduzco “vacuus” de acuerdo a lo que el
poeta quiso decir, más allá de que sepamos que no es cierto. ¿Está bien?
“¿Cómo puede estar vacío el reino de Plutón, el mundo de los muertos”,
pareció querer decirnos: “Es mentira: yo estoy aquí, con ustedes?”.
—Me parece lo más adecuado —le contestó Marta con calma.
—Bien, entonces, sigo: “Y de las moradas vacías de Plutón y sus vanos
dominios... así como, por la luna insegura y bajo su luz avara, es el camino
en los bosques... Cuando Júpiter ha escondido con la sombra el cielo y la
noche ha quitado, oscura, el color a las cosas”.
Nos miró airoso y repitió todos los versos de un tirón:
Por toda respuesta, el chico de la campera giró sobre sus talones, sacó el
casete que se había guardado en el bolsillo, lo puso en el grabador que esta-
ba junto a la puerta y encendió el aparato.
Primero se escuchó la voz de Sofía, tal cual la había oído yo en su casa:
Disculpá el ruido, Sofi. Vine al Campo para grabar, pero esto parece un
terremoto, está todo en obra. No es la mejor música de fondo para una car-
ta de amor, pero bueno. Mi viejo me sacó las cintas, me dijo que dejara de
perder tiempo con vos y estudiara. No me escuchó, así que me vine para
acá. Justo hoy se les ocurre demoler los galpones. ¿Viste? Dicen que van a
hacer restaurantes, pero que no nos van a quitar el Campo.
¿Quién había corrido así los límites del tiempo? Marta y yo bajamos la
cabeza, incómodos por presenciar ese diálogo de novios. ¿Teníamos dere-
cho a estar ahí? Intenté levantarme, pero no pude, como clavado en mi lu-
gar. Y fue al hacer ese esfuerzo inútil que me di cuenta de que estábamos
autorizados a quedarnos. Nos tocaba una responsabilidad enorme: teníamos
que estar ahí para ser testigos. Porque días después, quizás por el resto de su
vida, Sofía necesitaría saber que lo que estaba viviendo no había sido un
sueño.
Rindo y voy. Y este verano, como sea, me escapo para verte unos días en
la Costa. Mi viejo es jodido, pero el tuyo es guardabosque también, ¿eh? Y
mirá qué plan. Volvemos de las vacaciones y vamos a ver a los Rolling a
River.
Lo escuché reír, era la primera vez.
Escuchá. Escuchá.
Escuchamos cómo inspiraba aparatosamente para llenarse de aire sus pul-
mones. Y luego, Dante gritó de memoria las palabras de amor de Cósimo
Piovasco de Rondó:
17 de diciembre
Pensé que escribir esta historia sería una forma de recobrar lo perdido.
Pensé que por fin escribiría un libro que me iba a demostrar que soy un
buen escritor. Que gracias a Dante por primera vez no fracasaría. Hasta
ayer, mientras los días pasaban, mientras buscaba ayudar al fantasma, es-
taba convencido de que estas experiencias serían materiales para escribir
un libro que me ayudaría a dejar de sentirme mediocre.
Ahora sé que ésa era una idea incompleta y mezquina, como tantas que he
tenido.
No se puede volver el tiempo atrás. Pero, después de esto, imagino que
debe haber un gigantesco lugar donde se amontonan las cosas no dichas,
los abrazos no dados.
Yo lamento muchísimas cosas, gestos caprichosos e irreparables.
La única forma de sanar esas heridas es acompañar a los que crecen.
Aprendí que escribimos para seguir vivos. Que contamos historias para
vivir. Para que la injusticia no gane siempre.
Entonces, al compartir los días con mis estudiantes, al verlos reír por un
mal chiste de los que siempre hago, un poco de su vitalidad se derrama so-
bre mí. Celebro el ritual de ver sus caras felices en clase, mientras comen
o, como ellos dicen, ranchean en la puerta. Y me contagio, como un viejo
árbol que absorbe la luz del sol y el agua de la lluvia. Un árbol que crece
para darles sombra mientras siente cómo los pies de los más jóvenes
ascienden por sus ramas. Cuando doy clases me contagio de la vida que
pusieron en mis manos. Y, en ocasiones, el latido de ese único corazón que
somos es audible.
La tarde del examen tuve una revelación: mi revancha sobre la Muerte es
ser profesor. Dar clases refuerza la trama del hilo en el que las vidas
pasadas, presentes y futuras se confunden.
Creo que hoy podré, por fin, dormir.
Como Dante, como Sofía, como Marta, como yo mismo, nadie se habrá ido
por completo si al menos una persona los refugia en su memoria, los nom-
bra, los evoca en alguna charla. Los inscribe en una novela, aunque muy
pocos la vayan a leer.
Alguna vez alguien los encontrará.
Hoy podré, por fin, dormir.
Tengo una certeza: no hay victoria de la Muerte que sea completa.
En memoria de
Sebastián Pavesi (1970-1990).
Y de
Melina Uzorskis (1971-2018)
y
Enrique Lucio Kawamura (1971-2019),
que se fueron después.
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