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LA REINA DEL ALFA

Una novela de

T. N. HAWKE
©del libro T. N. Hawke 2024 en adelante.

@de la portada T. N. Hawke 2024 en adelante.

Realizada con imágenes gratuitas creadas con IA en


Canva.

Todos los derechos reservados.

Publicado exclusivamente a través de Amazon y sus


filiales.

Corregido por Virginia de Novoa.


ÍNDICE

LA REINA DEL ALFA

ÍNDICE

SINOPSIS

DEDICADO A

SOBRE ESTE MUNDO Y EL OMEGAVERSE

LOS HOMBRES LOBO DE ESTE MUNDO

Prólogo I

Prólogo II

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12
Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36
Capítulo 37

Capítulo 38

SOBRE LA AUTORA
SINOPSIS

Ryder es un hombre lobo alfa que necesita una pareja


para no volverse loco y perder el control sobre su lado
bestial.
Dalia es una mujer lobo omega que está pasando por un
mal momento en su vida.
Cuando un encuentro fortuito causado por las hormonas de
Dalia haga surgir una atracción fatal entre ambos, los dos
deberán enfrentarse a sus peores demonios si quieren
seguir con vida en su peligroso mundo.

En un mundo donde los hombres lobo son casi el quince


por ciento de la población mundial y las criaturas
sobrenaturales conviven con los humanos en la era
moderna, Ryder Blackwolf es el multimillonario rey de
las farmacéuticas.

Alfa soltero, guapo y codiciado, el hombre lobo tiene un


secreto que oculta al mundo a toda costa: está perdiendo
el control de su lado salvaje debido a que todavía no ha
encontrado a una omega compatible con la que
emparejarse.
Hasta que un día capta el olor de una hembra en celo en
plena calle… y su lobo toma el control de su mente.
Dalia es una omega que tiene varias cosas claras en la
vida: quiere que su negocio de cerámica triunfe, continuar
viviendo en su precioso apartamento y jamás
emparejarse con un alfa, los detesta.

Pero la vida no siempre sale como queremos y, cuando


Ryder irrumpa en su vida salvándola de otro alfa que
intentaba atacarla y le proponga un pacto para aliviar
las necesidades físicas de ambos, quizá los dos
descubran que la salvación a veces está en manos de un
atractivo desconocido cuyo aroma pone frenético de deseo
a tu lobo interior.
En este libro encontrarás: una sociedad moderna
compleja repleta de criaturas sobrenaturales; dinámicas
Alfa/Beta/Omega simples y explicadas de forma amena
integradas en la historia, que podrás disfrutar tanto si eres
lector habitual del género como si es tu primera novela
de este corte; manadas de hombres lobo; un alfa
millonario que solo muestra dulzura con aquellos a los que
ama (su familia) y frialdad con el resto; una omega que no
se deja amedrentar y lucha con garras y colmillos (a veces
literalmente) para defender lo que es suyo; secretos y
dramas familiares; rivalidades, venganzas, acción y
aventuras, pero también momentos tiernos que dejan el
corazón calentito.
Y, por supuesto, ¡mucha pasión y escenas picantes!

Adéntrate en este mundo y soñarás con vivir en él.


NOTA: la autora promete que en ninguno de sus libros hay
abusos o misoginia, así que si estás buscando una
historia con escenas picantes basadas en el
consentimiento: ¡lee sin miedo!
DEDICADO A

Mi querida prima Regina.

Por su amistad. Y por las risas y las penas que


compartidas siempre aligeran el corazón.

Te quiero mucho.
SOBRE ESTE MUNDO Y EL
OMEGAVERSE

¡Hola, lector!
No sé si habrás leído o quizás oído hablar sobre el
universo Alfa/Beta/Omega.

Aunque es cierto que cada autor coge este tropo y lo


modifica y reimagina como le place en cada una de sus
historias, existen varias reglas generales que hacen que
este tipo de libros sean fácilmente reconocibles por sus
aficionados.
Y una de esas reglas generales es la existencia de
aquello que llamamos «subgéneros».
Los subgéneros son como una segunda naturaleza de
las personas que a veces están ligados a personajes
paranormales (como en este caso) y en otras ocasiones a la
población humana en general, sin necesidad de que se trate
de un libro con temática paranormal.

En nuestra historia, los humanos son como nosotros


(sin subgénero) y solo los hombres lobo y sus descendientes
presentan un subgénero al llegar a la adolescencia (los elfos
tienen algo similar, pero no entran dentro de esta historia
aunque compartan mundo con ellos).
Generalmente existen tres, aunque pueden añadirse
muchos más:

Los alfas: aquellos que están en lo alto de la pirámide.


La cúspide de la cadena alimenticia. La élite de la sociedad.
Son generalmente fuertes, decididos, valientes, arrogantes
y se asocian con el liderazgo, la riqueza y el poder.
Emiten feromonas muy potentes que a veces provocan
la sumisión de otras personas o que usan para marcar a su
manada como propia, y además tienen un celo (rut en
inglés) una o varias veces al año (una en este caso) tras
presentarse como alfas durante la adolescencia.

Los betas: son los «humanos normales». Los que


hacen los trabajos más básicos. Son la espina dorsal de
cualquier sociedad. No suelen tener sentidos
hiperdesarrollados, a diferencia de los alfas o los omegas, ni
tampoco emiten feromonas que atraigan, marquen o
aterroricen a otros seres.

Su aroma suele ser neutro y el estereotipo es que


suelen seguir a los alfas y someterse a su voluntad con
mucha facilidad.
La mayoría de la sociedad de los hombres lobo de este
libro en concreto es beta.

Los omegas: muchas veces son representados como


la base de la pirámide. Los abusados en cualquier sociedad.
Suelen tener características hiperfemeninas (aunque no las
tienen en esta historia) y el odio que algunos sienten hacia
ellos es muy similar a la misoginia.

En este caso, los omega son un subgénero escaso y el


único que puede emparejarse con los alfa, que los buscan
de manera desesperada por varios motivos que veremos en
la historia.
Tienen el equivalente al celo del alfa (heat en inglés),
pero en vez de aumentar su agresividad y posesividad, lo
que hacen es construir «nidos» de mantas y almohadas en
su hogar para sentirse a salvo en su interior mientras pasan
por ese estado de excitación sexual extrema.

No son débiles ni pusilánimes en esta historia (ello


depende del individuo, no del subgénero), sino que tienen
un poder que es el opuesto al de los alfas, pero igual de
eficaz para mantener cierto control o marcar a otros como
parte de su manada: pueden calmar mediante el olor de sus
feromonas; manipular y convencer a otras personas
(generalmente betas) de que cumplan con su voluntad; una
rapidez, flexibilidad y fuerza mayores a la de los humanos y
los beta; y algún que otro don individual que los hace
temibles a su manera (además de por el pequeño detalle de
que son hombres lobo, claro).

Aunque la mayoría de la gente no los vea venir porque


su estereotipo es el de seres amables y dulces que siempre
sonríen, hogareños y para nada violentos, no es bueno
provocar la ira de un omega.
El estereotipo que se les asocia, como suele suceder
con tales cosas en nuestro mundo, a veces no coincide con
la realidad.

En este nuevo universo en el que navegaremos


viviendo las aventuras de nuestros protagonistas, las
criaturas paranormales conviven con los humanos en la era
moderna.
Con todas las tensiones y conflictos que ello acarrea,
por supuesto.
Bienvenido a La reina del alfa.

Espero que disfrutes de la lectura.


LOS HOMBRES LOBO DE ESTE MUNDO

Los lobos de este mundo son humanoides en su forma


animal, con dos patas traseras acabadas en largos pies con
garras y manos en la parte superior:
Imagen de un alfa.
Prólogo I

DALIA

Dos años antes…

Me levanto de la cama porque estoy agotada de dar vueltas


sin poder dormirme y, muy a mi pesar, asumo que hoy es
una de esas noches en las que no voy a poder pegar ojo.

Me he tomado ya tres ibuprofenos, pero las cervicales


siguen doliéndome como si alguien me estuviera golpeando
con un martillo en la columna vertebral y la fiebre sigue
yendo y viniendo a ratos.

No importa que lleve pasándome durante algo más de


un año. No me acostumbro cuando los ataques que mi
médica ha definido como «Síndrome de la soledad omega»
aparecen para joderme la vida.

Sintiendo los ojos como si estuvieran llenos de arena,


me meto en el baño y me lavo la cara con agua tibia para
limpiarme el sudor. Pero luego decido que mi cuerpo entero
apesta tras un día entero en cama con vértigos que solo se
han detenido hace poco, así que me quito el pijama que no
me he cambiado desde ayer y me meto en ella.
Es una suerte que sea domingo y que el ataque me
haya dado en fin de semana, pienso mientras suelto un
suspiro de alivio una vez el chorro de agua tibia y el jabón
eliminan las capas de sudor seco que se habían acumulado
en mi piel.

Aunque algunos no lo considerarían una suerte en


absoluto, yo hace muy poco que he empezado una nueva
etapa de mi vida como ceramista autónoma y abierto un
negocio a medias con una antigua compañera de la escuela
con la que no me llevo ni bien ni mal, pero en la que sé que
puedo confiar porque siente la misma pasión que yo por la
cerámica.

Una vez salgo de la ducha, me pongo un pijama limpio


y me dirijo al salón tras secarme el pelo a conciencia,
sentándome en el sofá y cogiendo el mando de la tele.
Ahora que los vértigos se han ido y que la fiebre se ha
reducido un poco tras la larga ducha, quizá pueda ver algo
en la pantalla un rato sin sentir que voy a echar la pota
cada tres segundos.
Me meto en los canales gratuitos tradicionales y lo que
veo me hace soltar un sonido que es una mezcla entre un
suspiro de resignación y una risotada divertida.

Están poniendo una peli porno y, cómo no, se trata de


uno de los grandes fetiches mundiales (independientemente
de la especie a la que uno pertenezca): alfa se folla a
omega. En este caso un macho lobo alfa y una hembra
omega, como yo. Ambos en forma humana, por suerte.
Loba o no loba, lo de hacerlo con el pelaje puesto
nunca será lo mío.
«Oh, ¡alfa! ¡Oh, joder, alfa! ¡Sí, sí, sí!», gime la omega
con exacerbado placer a pleno pulmón mientras el alfa
estampa sus caderas contra sus nalgas y su pene contra su
cérvix.

—Por la madre luna, ¡menudo pedazo de polla! —me


oigo exclamar—. Parece que vaya a romperla en dos cada
vez que embiste.
Me estremezco en parte de pavor y en parte de
fascinación y luego me río de nuevo porque, no sé por qué,
la enormidad del pene del alfa, inusual incluso para un
subgénero conocido por sus grandes y potentes genitales
(en el caso de los machos, ya que las hembras alfas por
suerte creo que tienen vaginas normales), me hace una
gracia tremenda.

Aunque, sobre todo, lo que me causa es una sensación


parecida a la vergüenza ajena entremezclada con curiosidad
y una dosis de deseo sexual en aumento el verlos a ambos
follando como posesos, salvaje y duramente, hasta que el
cabecero de la cama del motel en el que están comienza a
golpear rítmicamente contra la pared.

«¡Oh, anúdame! ¡Sí, anúdame, cariño!», grita la omega


presa del placer, arqueando su cuerpo con un largo gemido
erótico.
El rubor tiñe mi piel y el calor se extiende por todo mi
cuerpo.
Y esta vez no es por la fiebre.

Justo cuando estaban llegando a la parte interesante,


mi vecino de arriba, el señor Mosquito (como me gusta
llamarlo por su larga nariz aguileña, su hirsuto pelo negro y
sus ojos pequeños del mismo color; además de que tiene un
tono de voz agudo que me recuerda a un insecto, no sé por
qué), golpea el suelo de su apartamento con fuerza.
—¡Son las cuatro de la mañana! —chilla despertando a
media finca, empleando más volumen que el que mi tele
puede llegar a alcanzar—. ¡Apaga esa maldita tele!

Madre mía, qué pulmones, pienso bajando el volumen


y ruborizándome de la vergüenza esta vez porque sé que es
amigo de la peor señora del visillo de todas y la reina del
cotilleo pernicioso de la finca: la señora Pierce, que vive dos
plantas más arriba y a la que le encanta dramatizarlo todo
como si creyera que vive en su propia telenovela mental
con ella misma de protagonista.
Si el señor Mosquito ha escuchado que mi fortuita
búsqueda de algo interesante que ver ha resultado en una
peli porno alfa-omega, apostaría mis herramientas favoritas
a que mañana el dato ya está en boca de la mitad de la
finca.

Qué vergüenza. Malditas paredes de papel, me


lamento, tratando de no echarme a reír como a veces me
pasa cuando me pongo nerviosa y levantándome para ir a
buscar mis auriculares inalámbricos, ya que sigo demasiado
despejada como para dormir y no quiero dejar de ver la tele
solo porque Mosquito tiene mejor oído que yo.
Y eso que él es humano.

Una vez los golpes se calman y tengo mis auriculares


bien puestos en mis oídos, me doy cuenta al sentarme en el
sofá de nuevo de que la peli, para mi decepción, ha
terminado, y de que están poniendo noticias.

Y que son de cotilleo.


«… rey de las farmacéuticas, Blackwolf, ha terminado
su relación con la omega actriz de teatro Alina Lobogris, que
actuó en…».

No le presto mucha atención porque decido levantarme


a coger el helado que acabo de recordar que queda en el
congelador a pesar de que no es nada recomendable comer
helado con fiebre.
Pero no es como si estuviera resfriada o algo, me digo
para acallar cualquier queja de mi lado más saludable. Son
solo las malditas hormonas omega. Y, además, me apetece
helado. Llevo casi dos días sintiéndome fatal y me merezco
un premio.
Decidido que sí, que merezco un premio delicioso
ahora mismo, así que cojo la tarrina de la que solo queda
media y una cuchara del cajón y, ya de paso y puestos a no
ser saludables, también lo que me queda de vino.
A la mierda el Síndrome omega y a la mierda mi loba
interior, que sigue haciéndome sentir como una perdedora
solo por ser una mujer moderna que prefiere buscarse un
amante (preferiblemente beta o humano) de manera
racional, en vez de dejarme llevar por los instintos que me
empujan a desnudarme y salir corriendo de casa en forma
de loba extendiendo el olor de mis hormonas de omega sin
pareja y fértil por toda la puta ciudad como si fuera un
animal.

Vuelvo al salón con la esperanza de que estén dando


más porno, pero mis auriculares, que son de los baratos y
suelen fallar si estoy en otra habitación, solo captan el
sonido del programa de cotilleo al entrar de nuevo en el
salón, por desgracia.

Canales porno de pago no tengo y la aplicación de


internet de mi Fire Tv no funciona, así que me va a tocar
buscar porno de manera tradicional canal por canal a ver
qué sale.
Pero mis ojos se quedan hipnotizados por el hombre
que aparece en pantalla captado por las cámaras de un
evento de alfombra roja.

Un alfa. No hay duda alguna.


Mis instintos me lo gritan en cuanto lo ven a pesar de
que suelo reconocerlos por el aroma más que por su
aspecto físico.

Pero ese metro noventa; esos hombros capaces de


cargar con el peso del mundo; ese rostro que se da un aire a
Henry Cavill y esos ojos, de un color inusual para un alfa
(azul medianoche) pero sin duda fieros y arrogantes como
solo el peor de ellos puede serlo, me dejan claro lo que es
en cuanto lo veo.

Y lo que están diciendo los presentadores del programa


solo lo confirman, aunque yo estoy tan embobada por lo
bueno que está el maldito que apenas los escucho.
Alfa tenía que ser, me lamento. Y además millonario.
Seguro que es un capullo.
No es que tenga posibilidades de conocer a un
millonetis famoso, pero aun así me irrita que los hombres
que me atraen, a pesar de mi negativa a salir con alfas…,
siempre sean alfas.
Supongo que por eso no salgo con nadie nunca. Soy
una reclusa sexual, como se suele burlar mi compañera de
trabajo, Briana, por mucho que a mí me haga sentir
incómoda y la mande a la mierda cuando lo hace.

Tiene razón en eso, suspiro para mí misma. Aunque me


fastidie admitirlo.
«… Ryder Blackwolf, el hombre lobo alfa y soltero más
codiciado del país, ha sido visto acudiendo a un evento
caritativo con la bella socialité Amanda Wolfred, que sin
duda no dejaba de flirtear con él de manera coqueta…»,
prosigue el presentador, que aparece en un rincón de la
pantalla vestido con ropas de color chillón.
Pasan a una grabación de una preciosa mujer rubia con
un vestido cuidadosamente elegido para hacerla aún más
despampanante poniendo una mano de uñas perfectas en el
antebrazo del alfa y pestañeando con un puchero coqueto, y
lo evidente que es lo mucho que quiere al alfa ricachón en
sus bragas y lo desesperada que parece por lograrlo me
hace arrugar la cara con vergüenza ajena.
Pobrecilla.

Yo detestaría que unas cámaras me hubieran pillado


flirteando pésima y evidentemente con alguien; más aún
con alguien famoso. Y todavía más si lo pusieran en un
programa de televisión, por mediocre que fuera este.
Pero olé por ella y por sus ovarios, me río cuando lo
pienso. Al menos ella va a por lo que quiere, suspiro para mí
misma.
Aunque el alfa, al que no puedo dejar de mirar hasta
que el programa de cotilleos pasa a hablar de la supuesta
vida amorosa de no sé qué actor de Hollywood y pierdo el
interés, no le hace mucho caso.
Tal vez no le van las rubias, rumia mi cerebro
enfebrecido, haciéndome estremecer cuando algo parecido
al deseo y al anhelo arden en mi vientre al recordar el rostro
de ese alfa desconocido. Quizá yo sea más su tipo.

El pequeño sentimiento envidioso e incisivo de


satisfacción que me causa pensar eso me horroriza.
Pero no puedo evitar hacerlo, aunque de normal haya
logrado siempre ignorar a los alfas que se han cruzado en
mi vida, guapos o no tan guapos.

Me pregunto cómo olerá.


A qué sabrá.
Cómo se sentirá ese musculoso cuerpo envolviendo el
mío mientras me…

Basta, me ordeno con enfado cambiando de canal, no


sea que vuelvan a hablar de él y que mi mente, que cada
vez se siente más embotellada porque la fiebre me está
subiendo de nuevo, decida jugarme malas pasadas
recriminándome que no haga caso a mis instintos de loba
omega necesitada de un maldito alfa que yo no quiero en
mi vida.
Al final, tras un rato cambiando de canal y con el
helado olvidado derritiéndose sobre la mesa de centro,
acabo durmiéndome acurrucada sobre el sofá.
Y sueño con un alfa de intensa mirada color azul
medianoche que me empotra contra el colchón de un hotel
barato mientras el cabecero de la cama choca contra la
pared y yo gimo de placer y me retuerzo pidiéndole que me
meta el nudo y me llene de… helado.
Me despierto más confusa que nunca antes, aunque
con un dolor de cabeza mucho más ligero y soportable que
el de ayer y sin rastro alguno de fiebre.
Sin embargo, no recuerdo nada de la madrugada
anterior, excepto los gritos y golpes de Mosquito, el haber
visto parte de una peli porno y una vaga sensación de haber
estado en mitad de un sueño de lo más extraño, aunque
interesante.
Prólogo II

AMANDA WOLFRED

Abro los ojos con un gemido de dolor.

¿Dónde estoy?, me pregunto con la mente abotargada,


tratando de observar a mi alrededor, pero a mis pupilas les
cuesta un poco enfocar cualquier cosa y tengo que cerrar
los párpados varias veces porque los ojos me arden cuando
los abro, así que apenas puedo ver nada.
Estoy helada y la boca me sabe a sangre y a algo acre
y desagradable. Todo mi cuerpo está temblando y los brazos
me duelen horrores de tenerlos elevados y atados sobre mi
cabeza, y ello hace sonar campanas de alarma en mi
mente.
¿Es que he dejado que Logan me ate otra vez y me he
quedado dormida?, me extraño al notar las ataduras y el
malestar general de mi cuerpo.
Pero no.
No puede ser.

Puede que a Logan le gusten los juegos


sadomasoquistas, pero a mi novio siempre le ha importado
mi bienestar más que nada en el mundo, incluso aunque
últimamente no dejemos de discutir porque le pillé
sonriéndole y haciéndose una foto con una antigua amiga
en la que confiaba hasta que me dio una tremenda
puñalada por la espalda y, boba de mí, me dejé llevar por
mi lado más emocional e intenté ponerle celoso con
Blackwolf aunque luego me avergonzara por ello.
Él nunca me asustaría de esta forma.
Las náuseas son insoportables, pero el malestar no se
compara con el terror que siento en cuanto mis ojos al fin,
tras un rato luchando contra el ardor y las lágrimas que este
me produce, enfocan el lugar en el que estoy y mi mente
procesa las imágenes.

—¿Qué…?
—Por fin estás despierta, zorra —interrumpe una voz
femenina, fría y despiadada, con impaciencia—. Ya era hora.
Odio que los imbéciles me hagan esperar.

Con un sobresalto y un ramalazo de pánico, mi mente


se despeja lo suficiente como para darme cuenta de que
estoy sentada contra un pilar de cemento con las manos
atadas por cuerdas metálicas que amenazan con cortar mi
piel, y que a su vez están sujetas a un gancho que cuelga
del alto techo de lo que tiene pinta de ser algún tipo de
almacén abandonado.
Y de que una mujer a la que reconozco está sentada a
escasos metros de mí en el único mueble inmaculado del
lugar: un sillón orejero de terciopelo morado que me
recuerda vagamente a un trono.
—Eres Alina Lobogris —hablo con voz áspera y confusa.
—Era de esperar que me reconocieras —replica la
conocida loba omega y actriz de teatro que tiene una gran
base de fans en redes sociales—. Al fin y al cabo, yo tengo
un trabajo que aporta algo al mundo y por ello la gente me
aprecia. Tú, en cambio… —Lo deja en el aire y hace una
mueca de desprecio y burla mirándome de arriba abajo.
Estoy acostumbrada a que la gente se burle de mi
trabajo como influencer, por desgracia, y a que no
comprendan que la publicidad y el modelaje no son algo de
lo que avergonzarse y que, además, son profesiones que
han existido desde hace generaciones; mucho antes de que
las redes sociales hicieran que las personas sin agencias
pudiéramos controlar nuestra propia imagen y venderla si
nos da la gana a quien nos dé la maldita gana.
Pero esta vez lo que me molesta no es el habitual dolor
punzante y pasajero que suele causarme cualquier intento
de humillarme, sino el hecho de que la maldita psicópata
me ha raptado. Estoy segura de ello.

Y, además, lo que dice no tiene sentido alguno para mí.


¿A qué viene comparar cómo nos ganamos la vida y
qué tiene que ver con que me tenga maniatada en un
maldito almacén?

—¿Qué estoy haciendo aquí? ¡Suéltame! —exijo con


voz mucho más firme ahora que he recuperado casi todos
mis sentidos, alarmada y cada vez más asustada porque ni
siquiera teniendo una fuerza superior a lo normal incluso
para una loba puedo desasirme de las ataduras.

Y para colmo mi loba se siente débil y distante, como si


algo la hubiera hecho enfermar.
Ella me sonríe, pero sus ojos, de color azul omega
como los míos, son dos pozos helados de sadismo que no
auguran nada bueno.

Me observa de arriba abajo de nuevo como si yo fuera


algún tipo de insecto despreciable y se pasa una mano por
el largo pelo negro como si fuera un hábito nervioso.
—¿De verdad no se te ocurre nada? ¿Ni una sola cosita
que hayas hecho para haberme cabreado? —pregunta en
tono exasperado, como si realmente la situación en la que
estoy tuviera sentido.

Intento hacer memoria de haber ofendido a esta


hembra como para que ella haga algo como esto sin
lograrlo.
Porque sin importar lo mucho que alguien te odie, el
raptar, maniatar y aterrar a una persona carece de sentido
para mí.

—No lo entiendo —niego con la cabeza.


Jadeo cuando, al intentar enfocarme en mi bestia
interior para transformarme, solo logro que el pecho me
duela y que se me corte la respiración como si alguien me
apretujara los pulmones.

Me está costando respirar y siento la sangre lenta y


pesada en las venas.

—Haz memoria, puta. Incluso tu pequeño cerebro tiene


que entender qué clase de persona eres —sisea ella con
rabia—. Aunque hasta ahora no hayas pagado las
consecuencias, eso no significa que no vayas a hacerlo,
¿entiendes?
—¡No entiendo nada, maldita psicópata! —grito a pleno
pulmón, perdiendo los estribos—. ¡Suéltame, no tiene
gracia!

—¡He dicho que hagas memoria! —chilla ella en


respuesta con expresión furibunda, y el olor corrosivo y
desagradable que emana de su cuerpo se hace más intenso
hasta enterrar el aroma omega que parecía emitir antes.
Pienso a toda prisa, pero lo último que recuerdo es que
me había ido a dormir tras haber discutido con Logan por
los malditos rumores sobre esa supuesta relación con
Blackwolf que los medios de comunicación se han inventado
y que casi me cuesta mi relación real.
De hecho, todavía llevo puesto el camisón que uso
cuando no me siento bien…
Espera un segundo, prorrumpe mi mente, y de repente
me doy cuenta de por qué me sonaba tanto la mujer
además de lo de ser actriz de teatro.

—¡El evento de ayer! —jadeo—. Nos vimos en el baño.


Me sonreíste y me deseaste una buena noche… —Arrugo el
ceño tratando de recordar dónde más me la he cruzado,
pero no me viene nada a la cabeza—. Aunque no entiendo
qué tiene eso que ver con esto.

Ella pone los ojos en blanco.


Sintiendo una oleada de profundo y visceral cabreo,
suelto un gruñido amenazador e intento desasirme de las
cuerdas de metal de nuevo, pero solo logro que me corten
la piel de las muñecas y que mi sangre me manche el pelo y
el camisón.

—¿Se puede saber en qué mierda estás pensando? —le


grito de nuevo cada vez más enfadada. Y de súbito recuerdo
otra cosa. Otro rumor que oí hace unas semanas—. Si estás
intentando intimidarme por lo de la campaña de EURETTE…
Ella suelta un resoplido de risa.
—¿EURETTE? ¿En serio? ¿De verdad crees que me
importa esa mierda? —se ríe con más fuerza—. No,
gilipollas. Que me hayas robado una campaña de
publicidad, a pesar de que solo sirves para posar en bikini y
atraer a cerdos que te laman el culo en tus comentarios, no
me molestó tanto.

—Y una mierda que no, jodida envidiosa psicópata —le


gruño, sintiendo que al fin mi sangre de loba responde
cuando mis uñas se convierten en garras—. ¿Te atreves a
juzgar cómo me gano la vida cuando eres tú la que rapta a
la gente por tus putos celos? ¡Mis seguidores valen mucho
más que tú como persona, cabrona!
Alina, en cambio, vuelve a sonreír como si la amenaza
de que la ataque para defenderme y huya de aquí en cuanto
logre soltarme no fuera con ella.
Ya queda poco. Aguanta un poco más, me doy ánimos
intentando acelerar la conversión. Soy más fuerte que ella.
Lo huelo. Está muy enferma.
Alina huele a debilidad y a inestabilidad. Un aroma que
mis fosas nasales pueden percibir cada vez con mayor
claridad.
Qué raro, pienso sintiendo con alivio cómo mi piel se
estira y mis piernas se alargan para convertirse en patas, no
huele exactamente a omega. Pero tampoco a beta ni a alfa.
Puede que las ataduras me hagan un buen corte en las
muñecas, pero estar en mi forma humana me vuelve
demasiado vulnerable y además estoy demasiado asustada
como para no dejar que mi loba domine esta situación.
Ya pensaré luego en cómo lidiar con las cosas si es que
tengo que defender mi vida tomando la suya, aunque eso
me revuelva las tripas porque jamás he matado a nadie.

Ni siquiera cazo animales como hacen otros lobos


porque no soporto el sentir cómo sus vidas se apagan.
Una vez salga de aquí, voy a necesitar años de terapia
para superar esto. Pero, ahora, lo principal es escapar a
toda costa, porque no me hace falta ser vidente para saber
que Alina es un peligro para mi vida y que no me ha traído
aquí para que hablemos.

—No vas a poder soltarte —resopla la actriz—. Eres


estúpida. Solo te cortarás. Aunque no es que me importe,
claro está.

Se queda mirando mi sangre y cómo esta gotea cada


vez con más abundancia sobre mi pelaje.
—Y una mierda que no —refuto con bravuconería con
una voz que ya no es del todo humana.
Pero siento el miedo incrementándose cuando las
cuerdas aprietan la piel de mis muñecas y hacen crujir mis
huesos al expandirse estos del todo.
Mi forma de loba es fuerte y hermosa. Logan siempre
me dice que jamás ha visto a una loba más fiera y elegante
a la vez que yo.
Pero de poco importa ser grande, fuerte y saludable si
no puedo desasirme y si además mi cuerpo vuelve a
sentirse débil de nuevo una vez completada la
transformación, como si…

—Me has drogado con acónito —me horrorizo cuando lo


deduzco.
He leído sobre ello, pero nunca lo había sentido antes.
Por ello no reconocía los síntomas.
La sonrisa de la actriz, cruel y desalmada, lo dice todo.

Ella me ignora y decide seguir hablando de lo que le


interesa, aunque eso continúe sin tener sentido alguno para
mí.
—Lo que me jode —Alina se inclina sobre su asiento y
los ojos le brillan cuando un rayo de luz de luna los ilumina
durante un instante, pero el brillo se apaga rápidamente
como el de una bombilla con un cortocircuito y los iris se
oscurecen— es que hayas intentado robarme a mi alfa.

Estoy más confusa que nunca, pero, antes de que


pueda preguntarle con esa profunda voz de mi forma de
loba que nunca me ha gustado demasiado de qué leñes
habla y qué tiene esto que ver con Logan, ella se levanta y
comienza a transformarse.
Y el olor a agonía y a enfermedad que desprende su
cuerpo se hace cada vez más potente hasta que llena todo
el lugar de manera abrumadora.
Ese es el aroma que he percibido antes, oculto bajo un
falso perfume omega que deduzco que debe de tratarse de
los aromas químicos de laboratorio que imitan a los de mi
subgénero.
Pero ella es omega, ¿para qué necesitaría un perfume
de feromonas falsas?
No entiendo casi nada y cada vez que noto algo nuevo
en ella entiendo menos que antes.

—¿Qué es lo que te ha pasado? —le pregunto en un


tonto momento de empatía cuando veo su forma de loba.

Es omega. O lo que debería ser un omega, me dicen


mis sentidos. Solo que está raquítica, su pelaje ralo apenas
crece sobre su cuerpo huesudo y enfermizo y sus ojos están
opacos.
Como los de un cadáver.
Apenas tengo tiempo para defenderme. El acónito hace
que mis reflejos sean lentos a la hora de reaccionar y las
ataduras impiden que pueda mover la parte superior de mi
cuerpo, pero aun así ella es aterradoramente rápida.
Sus colmillos delgados y deformes se hunden en la
carne de mi tripa, donde la piel es más delgada y frágil, y
veo con horror cómo mis órganos son arrancados de mi
cuerpo con brutalidad.

Pero a ella no le basta con eso. Mi corazón es el


siguiente en ser extirpado y devorado por sus amorfas
fauces, de las que mi sangre gotea en regueros oscuros
hasta manchar el sucio suelo de cemento.
Apenas tengo tiempo para procesar el dolor. Muero
segundos después de su primer ataque.
Y el último pensamiento que tengo, tonta de mí, es
solo una profunda compasión por el sufrimiento que veo en
la rabiosa mirada sin brillo de Alina Lobogris.
Capítulo 1

La omega y la situación inesperada

DALIA

En la actualidad.

27 de octubre de 2024.

—Mírala, es patética.

—Hasta se ha puesto lentillas, qué ridículo.

Los murmullos me sacan de mi estado de


concentración, muy a mi pesar.
Alzo la vista de la pieza en la que estoy trabajando y
miro al grupo de chicas que hay unas mesas más allá de
donde estoy sentada trabajando.

Sus miradas de reojo y expresiones de desprecio me


dejan claro que están hablando sobre mí.

Hacía tiempo que no pasaba, pienso con cansancio.


Hoy en día todo el mundo parece creer que puede
reconocer las características físicas de otra especie gracias
a internet. Y lo triste es que no se equivocan, aunque a
veces sus suposiciones sobre esa persona sean incorrectas.
Pese a lo genial que es internet, la muerte de la privacidad
es una mierda.

Soltando un suspiro, vuelvo a centrar mi atención en el


trabajo e intento ignorarlas, pero, ahora que las he notado y
mi concentración se ha perdido, no puedo.

—Puta fetichista.

Casi me río por el comentario de la morena, dicho en


un tono de voz más alto y cargado de agresividad que
antes, una vez ha notado que estaba prestándoles atención.

Como si me retara a reaccionar.

Pero si lo hago sé lo que pasará: que se pondrán


chulas. Como todos los idiotas que suelen ir en grupo y a los
que les gusta meterse con los demás.
Ignóralas y céntrate, me digo con firmeza. Tienes que
acabar las últimas piezas o no llegarás a tiempo a la
próxima fecha de entrega.

Mi celo llamará a la puerta en menos de una semana y


ello, aunque me llene de horror, es algo que no puedo
ignorar ni saltarme porque la medicación que lo detiene no
hace efecto en mí.

—¿Qué ocurre? ¿Es que te gusta hacerte pasar por lo


que no eres? —prosigue la morena al ver que no obtiene
respuesta de mí, envalentonada por las risotadas de sus dos
amigas—. ¿Pero tú acaso sabes que las personas no son
fetiches, imbécil? Deja de fingir ser lo que no eres.

Soltando un suspiro, dejo la taza a medio terminar


sobre mi mesa de trabajo y enfoco la vista en la molesta
interrupción.

Las tres chicas son nuevas, así que deben de


pertenecer a la clase de cerámica que da Briana los jueves
en el taller compartido. Aunque su profesora, como es
habitual, debe de estar en el bar más cercano almorzando
tras haberles dado instrucciones sobre cómo hacer su
primera pieza.

Dos de ellas, por el aroma, son humanas. Pero la


tercera, la más calladita, parece tener algo de sangre élfica
en las venas.
Aunque es inusual que esos elitistas se bajen los
pantalones con alguien que no sea de su especie (y, según
rumores, de su propio linaje), sus orejas puntiagudas, largo
cabello color platino, ojos de color verde musgo y aroma a
bosque gritan claramente que uno de sus padres es elfo.

—Estás haciendo suposiciones sobre una persona a la


que no conoces, niñata —espeto, mirando a la que parece
ser la líder a los ojos.

No suelo ser tan agresiva a la hora de hablar, pero, al


estar mi celo cerca, mis emociones son más intensas de lo
normal.

Ella hace una mueca de desafío y asco y señala mi


rostro con un dedo manchado de barro.

—Si realmente eres una loba omega, pruébalo —exige,


como si tuviera derecho a ello—. O pensaré que te has
puesto lentillas y colmillos y que hasta te has operado el
jodido careto para parecerlo.

Qué maleducada, pienso con tirria.

—No tengo por qué probarte nada —gruño con


irritación empezando a perder la paciencia.

Esconder el aroma para que los alfas no me


encuentren, y más en una ciudad tan grande como esta con
más de dos millones de habitantes, es fácil.
El intenso y antinatural color azul de mis ojos, los
caninos ligeramente más alargados que los de un beta o el
rostro de facciones delicadas y falsamente dulces que suele
ser típico de mi subgénero, no tanto.

La niñata resopla y se gira hacia sus amigas


compartiendo una mirada que parece gritar: «¿Veis? Os lo
he dicho».

—Creo… creo que tal vez sí que sea una loba, Ingrid —
murmura la chica de sangre elfa con timidez.

Ingrid, que resulta ser la morena tocapelotas, suelta un


bufido, pero parece que algo de duda le ha entrado con la
declaración de su tímida amiga porque me mira de nuevo
como si me evaluara de arriba abajo.

Vuelvo a coger mi pieza y me centro en darle los


últimos retoques a la taza antes de poder añadirla a la
colección que irá directa al horno en cuanto acabe.

—¿Por qué lo crees, Silana? —inquiere la otra chica del


grupo, mirando con curiosidad a su amiga élfica.

Rechino los dientes con irritación.

Hay pocas cosas que me saquen de mis casillas, y de


normal incluso entonces habría logrado ignorarlas y
mantener mi habitual calma interior, pero que hablen de mí
como si fuera un animal de circo para ser observado y
juzgado me toca la moral.
—Su aroma no es humano —musita la medio elfa.

Ello detiene mis manos de inmediato y me llena las


tripas de una sensación de frío terror.

Alzo mi mirada y la clavo en ella con alarma, pero la


chica desvía la suya y finge observar el bol en el que se
supone que las tres deberían estar trabajando.

—¿Puedes olerme? —le pregunto con un nudo en la


garganta.

Ella me mira de reojo y asiente con nerviosismo. Su


larguísimo cabello platino oculta sus facciones cuando
inclina la cabeza un poco más para no cruzar miradas
conmigo.

—Joder —mascullo intentando calmarme.

En un impulso estúpido, alzo mis axilas y las huelo, ya


que no puedo alcanzar la glándula de mi cuello que
seguramente es la que emite más aroma que el resto de mi
cuerpo.

Las tres chicas se ríen al ver el gesto; la elfa,


quedamente y con timidez y las humanas, con algo de
burla, pero a mí me preocupa más el hecho de que mi
supresor de aroma no esté funcionando cuando estoy
segura de que me lo he puesto como hago todas las
malditas mañanas antes de salir de casa.
Porque las únicas veces en las que este deja de
funcionar es cuando mi celo está a punto de reventar.

Horas antes de que ello suceda, en realidad.

Oh, madre mía, ¡no!, gimoteo para mí misma cuando


noto que mi olor a sándalo y vainilla, que solo dejo libre en
la privacidad de mi apartamento, es más intenso de lo
normal y que está, definitivamente, presente en la
atmósfera.

Me levanto como un resorte entre maldiciones


silenciosas y tiro la pieza en la que estaba trabajando a la
basura.

No me va a dar tiempo a acabarla de todas formas.

Miro la colección de piezas terminadas, listas para ser


horneadas, y maldigo de nuevo.

Voy a tener que pedirle a Briana que lo haga por mí, lo


que significa que voy a tener que pagarle por ello, lo que
implica que mis beneficios caerán mucho más de lo que
querría.

Por suerte, tengo el pequeño fondo de ahorros que la


tía me legó, pero aun así prefiero no tocar ese dinero más
allá de pagar parte del alquiler con él ahora que me va
mejor con la cerámica.

Además, me molesta horrores tener que perder casi


una semana de tiempo encerrada en casa y encima verme
obligada a pagar por ello para que aquello en lo que llevo
trabajando varios meses no se vaya directo a la basura.

Menuda mierda de biología me ha tocado en la lotería


genética de mi especie.

Ojalá hubiera sido beta.

Ellos no tienen que pasar por semejantes ridiculeces


como los celos.

—Hola, chicas, ¿cómo van esos boles? —Briana elige


ese momento para entrar en el taller con una botella de
cerveza en la mano y me ve quitándome el delantal y
colgándolo en su sitio—. ¿Ya te vas? Pero si has llegado solo
hace unas horas, adicta al trabajo. Eso es inusual en ti,
¿pasa algo?

Como siempre, la mujer es muy perceptiva.

—Necesito que hornees mis piezas por mí y que me las


guardes para que pueda seguir trabajando luego en ellas —
le digo, señalándole la alta estantería repleta de ellas que
descansa contra la pared de mi rincón de trabajo.

Briana y yo compartimos el taller a medias. Ella da


clases en la mitad del mismo y yo trabajo por mi cuenta en
la otra mitad, vendiendo luego mis creaciones online en mi
tienda de Etsy, pero ambas nos graduamos con la misma
maestra y sé que puedo confiar en ella.

Es una buena ceramista.


La humana alza las cejas teñidas de rojo con sorpresa.
El cabello rizado le cae sobre el rostro cuando se inclina
sobre el hombro de una de sus alumnas para mirarme mejor
a través del borde de la estantería repleta de materiales de
trabajo que divide nuestros espacios.

—Muy bien —suspira, incorporándose y bebiendo un


trago de su botellín de cerveza—. Lo haré.

Me ahorro el comentario de que si va a dar clases


andando en bares y bebiendo frente a sus alumnos, no va a
conseguir una buena reputación como profesora, porque
tras cinco años trabajando juntas he aprendido que es mejor
no discutir con ella.

Briana se dedica a lo suyo y yo a lo mío, y ambas


pagamos la mitad de las facturas a nuestra manera y sin
conflictos.

—Gracias. Te debo una.

—Lo que me debes es el seis por ciento de tus ventas,


ya lo sabes —sonríe ella sentándose junto a sus alumnas,
que ahora que ha llegado ella están muy calladitas y
educadas.

—Muy bien —accedo con irritación. De normal le daría


un precio estándar fijo, pero estoy demasiado alterada
como para ponerme a discutir. Necesito ir a casa cuanto
antes—. Nos vemos dentro de una semana, a lo mucho.
Volveré para acabar las piezas y ponerlas a la venta.
Ella casi se atraganta con su botellín.

Como ya he dicho, es perceptiva.

Y más tras conocerme desde hace tanto, saber lo que


soy y cuándo suele llegarme esa época del año de manera
usualmente precisa, como un maldito reloj.

—¿No falta todavía una semana o así para eso? —


inquiere con sorpresa, y fija su mirada en el calendario que
hay frente a la mesa en la que sus alumnas trabajan
fingiendo que no están prestando atención a nuestra
conversación.

Me ruborizo cuando noto las miradas inquisitivas de sus


alumnas clavadas en mi rostro intentando deducir qué es lo
que me va a mantener ocupada durante ese tiempo.

Ahora que gracias a las palabras de su amiga medio


elfa (que, por el olor y las facciones, yo diría que tiene
sangre humana en las venas) sospechan que quizá soy una
loba omega de verdad, no quiero quedarme y ver en sus
caras la conclusión a la que llegan.

Adoro internet, pero a veces es una maldición el que la


gente tenga acceso a todo tipo de información.

Antes, si querías conocer las características de los


hombres lobo y de sus tres subgéneros (alfa, beta y omega),
tenías que ir a una biblioteca en la que los tomos que
podías encontrar al respecto estaban mayoritariamente
compuestos de especulaciones hechas por
pseudocientíficos.

Ahora, con el auge de los youtuberos y tiktokeros o


como se llamen, entre los cuales hay gente de mi propia
especie, todo el mundo sabe desde qué características
físicas tiene cada subgénero hasta qué es un celo y cuántas
veces al año sucede (por suerte, solo una o me moriría sin
exagerar).

—Te aviso por WhatsApp cuando acabe de hornearlas


—me dice Briana cuando estoy saliendo por la puerta. Y
luego añade con humor—: Que disfrutes de tu escapadita
sexual, por cierto.

No le enseño los colmillos con irritación al salir porque


tengo demasiada prisa como para detenerme, pero estoy
muy tentada de hacerlo.

Sabe bien lo mucho que detesto ese estereotipo.

No hay nada de bueno en un maldito celo y nunca lo


habrá.
Capítulo 2

La omega y el celo

DALIA

Llego a mi calle a toda pastilla y me bajo de la bicicleta


justo antes de entrar en el edificio, en el que me siento
mucho más segura que en la calle expuesta a los ojos y
olfatos de los demás.

—Buenos días, Dalia —saluda el portero, Douglas, un


anciano beta de sonrisa amigable. Y segundos después, al
notar mi aroma, abre los ojos como platos—. Oh. Estás…

Se atraganta con la frase antes de poder finalizarla y se


ruboriza hasta las orejas.
Si él ha podido notarlo a pesar de que los beta no
tienen el olfato tan desarrollado como los alfa, entonces es
más problemático de lo que pensaba.

Espero que ningún alfa capte mi aroma o todos mis


esfuerzos para esconderme de esos idiotas podrían irse al
traste, pienso con agobio.

—Estoy en los inicios de un celo, sí —confirmo sin


tapujos, soltando un suspiro mientras abro la puerta del
almacén situado frente a su caseta de cristal y metal estilo
vintage y guardo la bicicleta junto a la de los demás vecinos
en el poste numerado para ello—. Perdona, Douglas. Ha sido
inesperado, te lo aseguro.

Me siento obligada a disculparme porque soy


consciente de que el que una omega que emana feromonas
de celo salga a la calle, por anticuado que ello resulte, sigue
siendo considerado de muy mala educación, por ser suaves.

Y yo que creía que en la ciudad las cosas serían más


modernas, me río en silencio para mí misma. Cuando me
mudé del pueblo aquí todo me parecía tan genial… Pero las
personas siguen siendo personas vayas donde vayas.

Douglas niega a toda prisa el sentirse ofendido.

—No te preocupes, querida —me sonríe, aunque


todavía tiene la piel enrojecida—. No se nota tanto.

Me río con afecto.


—Mientes muy mal —suspiro con humor—. Hasta la
mestiza de elfa de la clase de Briana se ha dado cuenta de
ello.

Él pone expresión de sorpresa mientras cierro la puerta


del almacén de bicis y paquetes tras comprobar que tengo
dos cajas de Amazon y cargar con ellas bajo mis brazos.

Con suerte, serán las provisiones que pedí hace unos


días.

Evito mirar a Douglas a los ojos porque soy


hiperconsciente de lo que seguramente hay en las cajas y
ahora que él sabe que estoy a punto de entrar en celo,
quizás el beta también sea capaz de llegar a esa conclusión.

Al fin y al cabo, en esta era todo el mundo sabe qué es


lo que pasa durante esta época del año y qué es lo que
usamos los omega de sexo femenino para «lidiar» con ello.

—Bueno, será mejor que suba —me despido de


Douglas con incomodidad—. Que pases un buen día. Tú y tu
manada.

Su pequeña familia está compuesta de él, su esposa


beta, sus dos hijos también betas, los emparejados de estos
(un beta y un humano) y los hijos de ellos (todavía
demasiado jóvenes como para haber presentado su
subgénero aunque ambos sean lobos).

Y todos los adultos excepto uno de ellos trabajan en el


edificio, según tengo entendido.
Debe de ser una vida muy tranquila, suspiro
internamente con envidia.

—Claro —asiente el lobo anciano, cuyo cabello canoso


le cae sobre los ojos con el énfasis del movimiento—. La veo
en unos días, señorita. Si necesita algo, seguro que mi
esposa estará encantada de atenderla. Solo mándenos un
mensaje de texto y allí estaremos.

—Muy amable por vuestra parte, gracias —le sonrío—.


Sois geniales.

—¡Que pase una buena semana! —farfulla de manera


nerviosa, sonriendo como un bobo por mi cumplido.

—¡Igualmente!

Subo a toda prisa las escaleras hasta la tercera planta


del edificio, cruzo el amplio pasillo repleto de jarrones y
plantas en maceta y solo siento alivio cuando la puerta de
mi apartamento está cerrada tras de mí.

Me encanta vivir aquí. Me fascina la decoración mezcla


entre palaciega, victoriana y bohemia del lugar; su entrada,
que da a un patio abierto de siete alturas con domo de
cristal que lo hace parecer un invernadero; los pasillos
pintados en colores crema o salmón desde cuya barandilla
de piedra tallada puede verse la planta baja, repleta de
plantas que la pequeña manada de betas que se encarga de
cuidar el edificio histórico mantiene saludables y con vida;
la caseta de Douglas con elaborado metal dorado y las
enormes dobles puertas que dan a la calle, por no hablar de
los suelos de mármol o de damasco en las entradas de los
apartamentos.

Es una obra de arte.

Me enamoré en cuanto la vi, paseando durante mi


primera semana aquí tras haberme mudado del pueblo a las
afueras en el que vivía con mi padre.

Y por ello no puedo permitir que los vecinos empiecen


a pensar mal de mí.

El edificio, considerado un monumento histórico por su


belleza arquitectónica, pertenece a algo así como un
marqués que alquila los apartamentos a un precio bastante
bueno considerando la zona y el lujo de vivir en un sitio así;
inconveniencias de ser un edificio antiguo aparte.

Vivir aquí es un privilegio que yo solo me puedo


permitir gracias a la herencia de mi tía, que falleció poco
antes de que lo hiciera mi padre y me dejó una pequeña
cuenta bancaria de ahorros que me ha venido muy bien,
pese a que invirtiera mucho de la misma en la tienda.

Aunque es jodido ser la última de la manada que queda


con vida y ello habría acabado conmigo si no hubiese sido
siempre una persona independiente y fuerte, al menos
puedo pagarme un techo sin necesidad de agobiarme
demasiado mientras voy haciendo crecer mi negocio poco a
poco.
Me estremezco y la piel se me pone de gallina. Me veo
obligada a apoyarme en la puerta de entrada cuando las
piernas me tiemblan y me sobreviene un potente mareo.

Justo a tiempo, pienso dejando salir el aliento una vez


el mareo va pasando, aunque la angustia persiste.

Estas bajadas de tensión súbitas son comunes al inicio


de un celo, pero por suerte solo suceden una o dos veces
durante el primer día.

Y eso no es ni siquiera lo peor.

Si hubiera llegado unos minutos más tarde, quizá me


habría desmayado en el pasillo o peor: en la calle.

La gente pinta los celos como periodos de lujuria


intensos y nada más, reduciéndolos a meros fetiches en
relatos eróticos o pelis porno, pero son mucho más que eso.

Son horrendas enfermedades en las que el cerebro se


vuelve loco y tu propio cuerpo se torna tu enemigo.

Hasta ahora, en los cuatro años que llevo viviendo


aquí, había logrado evitar situaciones como esta, pero si el
rumor de que estaba en la calle mientras el inicio de mi celo
permeaba el aire con su aroma llega a oídos de algunos de
los vecinos más ilustres (más bien cotillas sin nada que
hacer que no sea entrometerse en los asuntos de los
demás), sobre todo de la señora Pierce, que es la anciana
del visillo del lugar, no me hago ilusiones sobre lo que
podría esperarme.
Lo peor sería que me empezaran a mirar como si fuese
una especie de súcubo despreciable e intentaran echarme a
base de acoso y llamadas telefónicas al marqués, del que la
señora Pierce afirma tener el número.

Todavía persisten demasiados prejuicios contra los


lobos, y en especial contra mi subgénero. Principalmente en
las generaciones más antiguas, ya sean lobos también,
humanos o algo diferente.

No hace tanto que se echaba a los omegas o a las


mujeres humanas que vivían solas de los edificios porque
nadie nos quería como vecinos.

Como si nuestra soltería fuese una afrenta para ellos.

—Hogar, dulce hogar. —Paso de largo el despacho


situado a la izquierda cuya ventana da al pasillo de esta
planta y el pequeño aseo de mi derecha y me quito los
zapatos, guardándolos en el armario antes de pisar el suelo
de madera maciza cuidadosamente conservado y caminar
hasta el salón comedor, donde dejo las dos cajas sobre la
larga mesa de caoba.

Frotándome la cara, compruebo que las cortinas están


cerradas y que tengo privacidad antes de quitarme la ropa
por completo.

Está empezando a molestarme su roce, lo que a estas


alturas de mi vida sé que es un síntoma de que el celo está
más avanzado de lo que creía.
Pronto no podré tolerar que nada, excepto las sábanas
de mi nido, toque mi piel. Y, en ocasiones, ni siquiera esas.

Pronto la piel me dolerá, mis entrañas arderán y mis


ovarios y vagina sufrirán hasta hacerme llorar y suplicar a la
nada que calme mi dolor y esa angustiosa sensación de
vacío y de soledad que hace que sienta que me asfixio
durante los peores momentos del celo.

Me estremezco y jadeo del estrés, asustada, como


siempre, ante este horrendo estado propio de mi biología
del que no puedo huir.

Tranquila, me digo una vez estoy completamente


desnuda y he dejado la ropa de hoy en el cesto de la colada.

Pero no puedo estar tranquila.

No cuando no hay nada que me asuste más que ese


descontrol, no solo emocional sino también físico; que ese
abismo en el que caigo una vez al año durante cuatro, cinco
o hasta a veces seis días, que trastoca mi mente y aquello
que cuando estoy siendo racional sé que es lo que quiero de
la vida.

Que hace que llore y suplique, que grite pidiendo un


jodido alfa como si realmente me estuviera muriendo por no
tener a un macho de ese subgénero entre mis piernas.

Y que en ocasiones me hace creer, hasta lo más


profundo de mi ser, que realmente me voy a morir de
soledad.
Es aterrador.

Las manos me tiemblan mientras lleno la bañera de


agua fría y me hundo en ella entre temblores que nada
tienen que ver con la temperatura del agua.

Sobreviviré, me recuerdo, pero cuando saco la cabeza


del agua estoy empezando a hiperventilar así que me obligo
a salir de ella para no desmayarme y acabar ahogándome
tontamente. Solo unos días y se acabó hasta el año que
viene. Cálmate. Todo va a salir bien, me digo como un
mantra mientras me acurruco sobre la alfombrilla del suelo.

Cada año es más y más difícil, pero sobreviviré, me juro


a mí misma mientras me levanto, envolviendo mi cuerpo en
una gruesa toalla, y observo mi rostro pálido y asustado en
el reflejo del espejo que hay sobre la pila.

—Sobreviviré —me repito en voz alta, intentando ser


valiente.

Lo haré porque jamás, en la vida, me emparejaré.

Y menos con un puto alfa.


Capítulo 3

El alfa y el aroma tentador

RYDER

La cabeza me palpita de dolor.

—… y no te olvides de que hay que pasar a por el


vestido y que nosotras no podemos ir porque tenemos
planes —prosigue mi hermana Susie—. Y que Alfred también
está ocupado. La tienda cierra mañana así que es
imperativo que lo tenga esta noche para poder probármelo
y ver si es el vestido perfecto o no, ¿vale? La fiesta es
dentro de un mes, pero no quiero hacer las cosas a toda
prisa en el último momento.
—Lo sé —respondo, aguantándome un suspiro de
cansancio y dándome por vencido en intentar leer el archivo
que tengo abierto en la pantalla del ordenador.

Si Susie le cuenta a Amber que he dado señales de


estar cansado, ella se preocupará y las dos acabarán por
obligarme a ir al médico de nuevo o montarán un circo si no
lo hago.

Pero yo ya sé qué es lo que me pasa.

Y también que no puede solucionarse con


medicamentos ni con visitas al hospital.

—Vale. Entonces lo dejo en tus manos. —Mi hermana


me sonríe con tanto entusiasmo que parte de mi cansancio
se evapora al verlo—. Te quiero. —Me lanza un beso al aire y
sale del despacho, pero vuelve dos segundos después y se
asoma por la puerta soltando una exclamación—. ¡Ah! Y
recoge también tu nuevo esmoquin. Que no se te olvide. Es
importante.

—Ya tengo muchos trajes, no necesito uno nuevo —


protesto, apagando el ordenador.

Susie arruga su delicado ceño como si mi respuesta la


ofendiera.

—Es mi presentación en sociedad —me recuerda en


tono de regañina—. ¡Tiene que ser todo nuevo! Además,
Alfred y yo lo hemos elegido para ti. El color resaltará tus
ojos. Serás el alfa más guapo de la fiesta… Aunque, claro,
ya eres el alfa más guapo del mundo, así que es normal que
seas el más guapo de la fiesta también. Como es lógico.

—Muy bien —le digo, riéndome en voz queda. Su


entusiasmo es casi contagioso y su amor por mí, que a
veces es un poco excesivo, siempre logra ablandarme el
corazón—. ¿Algo más?

Ella se queda pensativa unos segundos. Sus labios


pintados de rosa chicle se fruncen siempre que piensa
fuertemente en algo.

Yo sonrío cuando veo el gesto. Lo hace desde que era


un bebé y nunca se da cuenta de ello. Es adorable.

—Ya que vas a ir al centro de la ciudad, ¿podrías


recoger también los zapatos que encargué? Quizá ya estén
listos —me pide con ojos de cachorrito—. Así no tendré que
ir mañana a propósito a por ellos.

—¿Y por qué no envías mañana a Alfred? —propongo—.


Así te aseguras de que sí estarán en la fecha que acordaste
con la tienda.

No sé si mañana mi dolor de cabeza habrá aumentado


hasta ser algo insoportable, así que si Alfred y las chicas
están ocupados no podré ir aunque me lo suplique. Y a
pesar de que he educado a mis hermanas para que
aprendan a aceptar un no por respuesta, siempre me sabe
mal negarles algo por pequeño que sea.
No puedo evitar querer malcriarlas. Sobre todo, tras la
muerte de papá y el estado en el que quedó mamá debido a
ello.

Ella suelta un resoplido.

—¿Para qué le pediría a Alfred que vaya mañana si de


todas maneras ya vas a ir tú hoy al centro? —refuta con
presteza—. Además, el pobre va de cabeza con las
preparaciones para la fiesta. No quiero que se estrese más.

Cierto, pienso, resignándome a hacer de recadero.


Pobre Alfred.

Evito soltar un gruñido de apreciación por lo lista que


es y lo encantadora que está cuando me manipula porque
no quiero impulsar esa conducta.

—Muy bien. Pero solo esta vez. Tendrás que aprender a


programar mejor tus horarios —accedo, obligándome a no
frotar el puente de mi nariz cuando este empieza también a
dolerme.

Ella pone los ojos en blanco, pero se ríe con alegría


sabiendo que ha ganado.

La cabeza entera me palpita como si alguien estuviera


abriéndola en canal con una motosierra.

Tal vez deba pasar por el hospital a que me receten


algo para el dolor, aunque ello no alivie la causa real de los
mismos.
—Vestido, esmoquin y zapatos —repito para acordarme
—. Y ya de paso os traeré algunos dulces de vuestra
pastelería favorita, si puedo.

—¡Perfecto! —Susie sonríe como si le acabaran de dar


la mejor noticia del mundo—. Gracias, Ryder. ¡Mi puesta de
largo va a ser la más bonita del mundo! ¡Ya lo verás!

—Seguro que lo será —contesto con dulzura.

El corazón se me llena de calidez de nuevo al ver su


felicidad.

Cuando Susie al fin se aleja, canturreando algo pasillo


abajo, me permito soltar el gruñido de dolor que estaba
conteniendo y me aprieto las sienes con los pulgares hasta
que la creciente angustia que está empezando a afectarme
se me pasa un poco.

Elevo la mirada una vez puedo enfocarla de nuevo y la


clavo en el calendario que hay sobre mi escritorio, pintado a
mano por mi madre como regalo de Navidad hace unos
meses. Una rareza en ella. Y por ello lo aprecio tanto que lo
guardaré para siempre en la cajonera de cosas que a veces
me regala cuando le da por ahí los días en los que decide
que quizá no detesta mi existencia.

Vuelvo a soltar un gruñido cuando la espalda me da un


ramalazo y mis músculos se tensan dolorosamente.

Todavía queda más de un mes para mi celo anual, así


que no tiene sentido que el malestar haya empezado ya.
Cada año los síntomas son más intensos, reconozco de
manera sombría. Voy a tener que volver a pasar por la
agencia de emparejamientos en persona para insistir en que
se den prisa buscando. O tal vez pensar seriamente en
probar otras opciones.

Me froto la cara y, una vez se ha pasado del todo el


mareo y la tensión de mi musculatura se suaviza, cojo la
chaqueta y me dirijo hacia la salita.

Seguramente Amber estará allí.

Bingo, río mentalmente al verla.

—¿Dónde está mamá? —pregunto, entrecerrando los


ojos cuando la luz del sol que entra por el ventanal me da
de lleno en ellos y empiezan a escocerme.

Hago una nota mental de coger las gafas de sol antes


de salir de casa.

—Pintando en el solárium —responde Amber


limpiándole la boca a Anne, la más pequeña, que se ha
puesto la cara y la camiseta perdidas de chocolate—. Estate
quieta, Anne. Te estás manchando aún más la cara con
tanto moverte —regaña la mayor de mis hermanas, solo
cuatro años menor que yo—. Por cierto, Ryder, si subes al
ático dile a Alfred que ya no hace falta que siga buscando,
ya que Susie ha encontrado algo viejo que quiere llevar en
la antigua habitación de los abuelos.
Anne es apenas un cachorro. Los lobos envejecemos
más lentamente que los humanos durante nuestros
primeros años de vida, así que a sus diez años aparenta
tener cinco o seis años humanos y se comporta como tal.

Hasta que no presente su subgénero, no dará el estirón


que la pondrá a la par de los niños humanos física y
mentalmente.

—¿Y qué hace Alfred en el ático? —me extraño.

—¡Buscar! —se ríe Anne, que se retuerce para librarse


del agarre de Amber y corre a darme un abrazo, exigiendo
que la coja en brazos.

Me inclino con cuidado procurando que no se me note


que tengo el estómago revuelto por el movimiento, pero
Amber, siempre tan perceptiva, se ha dado cuenta de mi
malestar casi de inmediato, por supuesto.

Juro que ha sido capaz de leer las microexpresiones de


la gente desde que era un bebé. Como hacía papá.

—¿Te encuentras bien? —inquiere con preocupación.

A ella no se le puede engañar, aunque trate de


esconder mis emociones del aroma cargado de feromonas
de alfa que emana mi cuerpo.

Susie siempre tiene la cabeza en las nubes, pero el


segundo retoño de mis padres tiene ojos de halcón y
sentidos más afinados que un investigador veterano de la
policía.

—Solo es un mareo —intento calmarla, levantando a


Anne del suelo y besando su regordeta mejilla manchada de
chocolate. Se está haciendo mayor y pronto no me dejará
achucharla, así que aprovecho para hacerle cosquillas—. He
pasado toda la noche trabajando. Eso es todo.

Amber se enfada conmigo de manera visible y de esa


forma evito que le dé vueltas a la cabeza y que caiga en la
cuenta de lo cerca que está mi celo… por ahora.

—¿Otra vez? —me riñe con mirada airada—. ¿Qué te


tenemos dicho?

—Que el trabajo puede esperar, pero mi salud no —


repito, imitando el tono de voz de mi hermana y dándole
otro sonoro beso a Anne hasta que la pequeña me exige
que la deje bajar al suelo para irse a jugar al jardín.

—Exacto —replica Amber de manera arisca—. Si esta


noche sigues mareado, te advierto de que no te podrás
librar de ir al médico esta vez aunque tenga que arrastrarte
en persona, ¿me has entendido?

—Sí, señora.

Estoy tentado de imitar un saludo militar si no supiera


que eso la irritará más y que ahora mismo no me apetece
discutir.
Ella entrecierra los ojos de manera amenazadora y yo
ahogo una risotada al verlo, conteniéndome para evitar una
de sus regañinas bienintencionadas, pero a veces un tanto
agotadoras cuando estoy tenso de antemano.

Mi hermana se levanta de su butaca favorita para leer


y me da un fuerte abrazo, que le devuelvo con cuidado
envolviendo su figura delgada y delicada con mis brazos.

—No es nada, hermanita —la tranquilizo de nuevo.

Ella aprieta un poco más sus brazos como si le costara


dejarme ir.

—Papá también decía eso —replica ella tragando saliva.

Odio oler el miedo y la ansiedad que matizan su aroma,


normalmente sereno.

—Iré luego al médico —le prometo para que se quede


más tranquila—. Pero ya verás como solo me recetan
antiinflamatorios para el dolor de cabeza y me dicen que
beba más agua. Te preocupas demasiado.

—Quiero que te cuides más —exige, apartando su


precioso rostro y elevando la cabeza para mirarme.

Sus ojos, de ese intenso azul propio de su subgénero


que ninguna otra especie posee, no aceptan discusiones.

—Lo haré.

—¿Lo prometes? —insiste arrugando el ceño.


—Lo prometo.

Ella ríe cuando tengo que alzarla para poder besar su


coronilla de pelo castaño ondulado, cuidadosamente
recogido en un moño práctico como casi siempre.

La mediana de la familia apenas me llega a la altura


del estómago. Mido un poco más de metro noventa y soy un
alfa, así que mis músculos y la anchura de mis hombros
hacen que la pequeña Amber, que apenas llega al metro
sesenta y cuatro de altura, parezca ser engullida por mis
brazos cada vez que la abrazo.

A la gente le resultaría gracioso el saber que, de los


dos, ella es la que suele ganar nuestras discusiones. Y no el
alfa dominante de la familia, como demasiados suponen
que debe ser.

La pequeña omega, perteneciente a un subgénero que


la sociedad se empeña en clasificar como insignificante,
emocionalmente inestable e hipersexual, me tiene en su
puño tanto como el resto de mi manada: mi madre, mis
otras dos hermanas, y nuestro beta mayordomo, el anciano
Alfred, que ha estado con nosotros desde la época de mis
abuelos y que perdió a su esposa, a la que todos echamos
de menos, hace unos pocos años.

Pero esos estereotipos jamás han acertado con mi


inteligente, perceptiva y exigente hermanita, más lista que
la gran mayoría de los políticos y magnates con los que
usualmente me codeo.
Aunque es comprensible que cualquiera que haya oído
hablar de mí: Ryder Blackwolf, lobo alfa, magnate de los
negocios y heredero del largo linaje de los Blackwolf, le
resultara chocante pensar que cuando se trata de mi
pequeña manada no soy ni tan frío ni tan hijo de puta como
me pintan los medios de comunicación.

Medios que no suelen equivocarse al tildarme de


cabrón astuto en los negocios y en la política cuando me
digno a intervenir en ella. Normalmente para presionar a los
políticos por alguna causa a favor de los lobos.

—Tengo que ir a por las cosas de Susie —le digo a


Amber tras unos minutos más de abrazo, soltándola y
alejándome un paso de ella.

El sol está empezando a molestarme demasiado y mis


ojos se sienten como si estuvieran llenos de arena.

Ella suelta un gemido resignado.

—Ah, sí —suspira—. Su presentación en sociedad. Qué


tontería.

Pone los ojos en blanco con un deje de desdén a pesar


de que la ha ayudado a elegir vestido y todo.

—Cada una tenéis vuestras metas en la vida —le


recuerdo con calma.

—Y tanto —replica Amber con sarcasmo antes de que


yo pueda seguir hablando.
La miro seriamente con ojos llenos de una advertencia
silenciosa y ella aparta la mirada, avergonzada.

—No hagas que tu hermana se sienta mal por querer


tener una puesta de largo, hermanita —le pido—. Que tú no
quisieras hacerlo…

—¡Porque es una tontería pasada de moda! —protesta


ella soltando un resoplido—. Una costumbre heredada de
valores misóginos y omegafóbicos propios de la Edad Media.

—Aun así —insisto—. Susie está muy emocionada por


lo de su presentación. Y aunque tengas tus opiniones al
respecto y estas sean muy comprensibles, ella también
tiene derecho a tener las suyas y a que sean respetadas,
Amber.

Mi hermana, cabezota como siempre, se cruza de


brazos y clava su mirada irritada en la alfombra de la salita.

—Como quieras —responde de manera gruñona—. Pero


sigue pareciéndome una tontería. Y no entiendo por qué yo
también tengo que ir. Detesto esas cosas.

—Porque no hacerlo heriría los sentimientos de tu


hermana menor —le repito lo mismo que le dije hace unos
días—. Y ella te ha pedido que por favor acudas al baile para
apoyarla. Quiere tener a toda la manada junto a ella
durante un momento que para ella es importante. Y ello es
comprensible, hermanita.
Mi tono de voz, serio y sereno, solo hace que ella se
encoja más sobre sí misma. Como cuando quiere discutir
pero se está conteniendo porque no le gusta hacerlo.

No conmigo, al menos. Aunque regañarme por mi


propio bien es otra historia. Con eso nunca duda.

—Pero es que, además, Susie es una beta —musita,


apretando los labios y haciendo énfasis en el subgénero de
su hermana—. No entiendo cómo ella, precisamente, que es
libre de esos estúpidos prejuicios sobre los omega, quiere
someterse a algo tan tonto y anticuado como una puesta de
largo. Como si fuera… Como si fuera un trozo de carne al
que posibles pretendientes puedan ojear y poner un precio.
O una yegua. Es ridículo y estúpido.

Suelto un largo suspiro de cansancio.

Lo dice con tristeza y enfado por una sociedad que no


suele ser amable ni con su subgénero ni con su sexo.

Al fin y al cabo, si hay una especie más obsesionada


con la fuerza, el pedigrí y el poder que los humanos, esa es
la nuestra.

—Entiendo que no te guste. —Sigo hablando a pesar de


que ella protesta que siendo alfa no puedo entenderlo—.
Pero me gustaría que, aunque te cueste, pienses un poco en
lo importante que es para tu hermana ese evento, por muy
estúpido que a ti te parezca —le digo. Y añado de nuevo—:
Y tienes todo el derecho a pensar eso. Tú elegiste no tener
una puesta de largo, pero ella es diferente a ti…

—Pues ya podría ser diferente de otra forma —gruñe


por lo bajo.

La ignoro y sigo hablando.

—… y hay que respetar las diferencias.

Al final logro convencerla de ello porque, por muy


disgustada que esté Amber con esas viejas tradiciones, ama
a su hermana por encima de todas las cosas y sabe que ese
evento la hace feliz.

Pero me cuesta un buen rato y cuando salgo de casa


media hora más tarde de lo que pretendía tras despedirme
de mi madre, que parece no estar tan ausente como otros
días, y avisar a Alfred, que al fin baja del ático cargando una
caja repleta de viejas joyas de mi abuela, el sol de mediodía
está alto en el cielo y me obliga a ponerme las gafas de sol
más oscuras que tengo y a escoger el deportivo con los
cristales tintados en vez del cómodo BMW que suelo
conducir hasta la ciudad.

Apenas hay tráfico, noto de manera distraída mientras


entro en la avenida principal del centro y dejo el coche en
un parking por horas sin demasiada dificultad.

No debería llevarme mucho tiempo recoger las cosas


de mi hermana y luego visitar a mi médico, que me ha
citado en el hospital de un barrio cercano cuando lo he
llamado mientras conducía, pero apuro el paso por si acaso.

No quiero tentar a la suerte y acabar con una migraña


de las potentes que me dure varios días como a veces pasa
si no descanso lo suficiente.

En cuanto salgo del garaje, me sobreviene un nuevo


mareo.

Pero este es diferente al anterior.

Mi cuerpo se queda completamente paralizado y mi


lobo aúlla en mi interior en cuanto percibe el aroma que
flota en el ambiente, haciendo crujir mis huesos y
resistiéndose a mi autocontrol.

Por suerte, logro ganar la batalla contra mi lado más


bestial, pero sé que tras los cristales de las gafas de sol mis
ojos usualmente azules se han vuelto rojos como la sangre.

Hay una potente fragancia a omega en el aire.

Una omega mujer que además es compatible con mi


bestia interior. Algo que no sucede con frecuencia.

Y está en celo.

Cerca. Muy cerca, exige mi lobo, enloquecido por el


olor que está empezando a dispersarse en el aire. Encontrar.
Debemos encontrar. ¡Encontrar YA! ¡Nuestra omega!
¡Nuestra! ¡Seguir el rastro! ¡Síguelo!
Los huesos me crujen de nuevo y esta vez caigo al
suelo de rodillas con una maldición porque su intento de
hacerse con el control de nuestro cuerpo es más intenso
que el anterior.

Mierda, pienso apretando las mandíbulas con fuerza y


sintiendo mis dientes, incluso los romos de mi forma
humanoide, volverse afilados como navajas y llenar mi boca
de sangre cuando las puntas me cortan la lengua.

Maldita sea. Estoy jodido.


Capítulo 4

La omega y el intruso

DALIA

Apenas siento nada que no sea el dolor enfebrecido de mi


cuerpo y el sabor de mis lágrimas sobre mis labios
agrietados.

Pero, incluso a través de la bruma del celo, mis


congestionados sentidos saben en el mismo instante en el
que sucede que alguien ha forzado la puerta de mi
apartamento.

Es de noche. Eso mi cuerpo lo sabe sin que tenga que


mirar un reloj porque, aunque la luna no esté en fase llena,
sigue siendo la reina de mi especie. Así que la mayoría de
los vecinos estarán durmiendo o viendo la televisión a todo
volumen debido a la gran cantidad de personas de la
tercera edad con algún grado de sordera que viven en este
edificio. Y, por lo tanto, no se darán ni cuenta de ello.

Y el intruso es listo. Ha sido sutil a la hora de forzar la


cerradura. Nada de golpes. Nada de empujones ni voces
alzadas.

Lo oigo caminar por la alfombra del pasillo directo


hacia mi dormitorio, en cuyo nido de sábanas y almohadas,
situado en el centro del mismo, mi cuerpo desnudo se
estremece… de un hambre que para su desgracia no
necesariamente implica sexo.

Mis colmillos crecen y mis sentidos se enfocan en la


presa potencial.

Demasiadas personas se olvidan de que los omega no


somos criaturas débiles y fáciles de dominar como suelen
representarnos en libros y telenovelas, sino hombres lobo
con capacidad para matar aun cuando no estamos en
posesión de todas nuestras facultades.

Quizás incluso más todavía en esos momentos, dado


que el raciocinio de nuestro lado humano no contrarresta
nuestros instintos más crueles.

Muchos se olvidan de que hay un motivo por el que


incluso aquellos omega que se emparejan con un beta o con
alguien de otra especie prefieren encerrarse durante esa
época del año y así mantener a salvo a sus seres queridos:
porque solo un alfa tan poderoso como el omega en
cuestión sería capaz de pelear de igual a igual si dicho
omega se vuelve violento por algún motivo y salir vivo de la
contienda.

Y el que hayan invadido mi guarida es motivo más que


de sobra como para despertar mi sed de sangre y mis ganas
de violencia.

No hay nada más sagrado para un hombre lobo que su


manada y su guarida. En ese orden. Lo primero nos
mantiene cuerdos y lo segundo lo protegemos con garras y
colmillos.

Y, dado que mi manada está muerta y por ende vivo


sola, nadie va a poder detenerme si, presa de la locura,
mato al imbécil que se ha atrevido a invadir mi espacio
sagrado sin pensar en las consecuencias.

Mi loba interior aúlla con indignación y rabia al sentirlo


deteniéndose al otro lado de la puerta.

Mi olfato, especialmente sensible durante estos días


del año, huele a alfa. Pero un alfa indigno de mí.

Un alfa que será comida en cuanto se atreva a poner


un pie en el dormitorio.

Agazapada a cuatro patas sobre las mantas manchadas


con mis fluidos, la lujuria y la desesperación del vacío que
mis juguetes sexuales no pueden llenar quedan en un
segundo plano cuando la ira y el hambre por la sangre del
insignificante e insultante alfa mediocre se hacen con el
control de mi mente enfebrecida.

Ese imbécil va a morir y todavía no lo sabe, ríe mi


sangre de bestia mientras mis huesos crujen y mi forma
humana va siendo engullida por la enorme y mortífera
forma de mi loba.

Acuclillada sobre mis patas traseras y extiendo las


garras de mis manos, fijo la vista de mis ojos de color azul
eléctrico en el pomo de la puerta que el idiota está girando
lentamente, como si pensara que estoy demasiado
entretenida como para darme cuenta de que ha entrado en
mi guarida.

La saliva me gotea de las mandíbulas por la


anticipación de hundir mis colmillos en su carne, mucho
más fresca que la comida que guardo en la pequeña nevera
para ir alimentándome de vez en cuando, durante los
escasos momentos de lucidez en los que el celo remite lo
suficiente como para poder encargarme de mis
necesidades.

Pero, cuando la puerta está a punto de abrirse, algo


interrumpe el salto que estaba a punto de dar para
arrancarle la cabeza al incauto y captura todos mis sentidos
como si fuera un imán.

Y los del inútil también, porque puedo percibir su


intenso miedo repentino, aun a través de la puerta, y
escuchar su grito de pánico cuando seguramente ve a su
espalda lo que ha entrado en el apartamento por la puerta
que él ha forzado antes.

Alfa, me escucho gimotear mientras mi lado animal se


obsesiona con el recién llegado de manera inesperada. Alfa.
Alfa fuerte. Alfa entre mis piernas. Alfa para emparejarse.
Alfa ahora.

Sacudo la cabeza e intento despejarla, pero mi loba


tiene el control y acaba de decidir que el segundo alfa que
ha entrado en el apartamento es suyo.

Cuando recobro la suficiente lucidez como para


concentrarme de nuevo, me doy cuenta de que el nuevo
alfa ha hecho huir al primero, porque puedo escuchar las
súplicas alarmadas y los pasos acelerados de los pies del
primer alfa, así como el sonido de la puerta del baño cuando
alguien la cierra de un portazo y echa el pestillo.

E instantes después el ruido de alguien abriendo la


vieja ventana para saltar por ella, probablemente por huir
del nuevo macho.

Fuerte, aúlla ese lado primigenio de mi mente con


fuerza, satisfecho por el terror que el nuevo intruso ha
inspirado en el primero sin apenas esforzarse. Fuerte. Mío.
Fuerte como yo. El alfa que merezco. ¡Mío!

No. ¡Basta!, grita mi lado más racional cuando intento


poner algo de orden en mi cabeza.
Pero mis instintos están enloquecidos y fuera de
control.

Mío. Mío. Mío, chilla mi loba una y otra vez de manera


obsesiva intentando acallar el poco raciocinio que me
queda. Invitar al nido. ¡Emparejarnos!

—Omega —gruñe de repente una voz profunda y


masculina desde el otro lado de la puerta, interrumpiendo
mi batalla interior.

El pelaje se me eriza, el corazón se me acelera, mi sexo


palpita y de mi boca sale un gemido suplicante que si
estuviese en mis cabales sería absolutamente humillante.

—Omega —repite el alfa desconocido, con la


respiración agitada pero el tono firme—. Haré guardia frente
a tu guarida. No salgas de ahí hasta que el celo haya
pasado, ¿lo entiendes?

Emito un nuevo gemido de necesidad, agudo y


suplicante.

Le oigo jadear como si le costara horrores no entrar en


mi nido y follarme, que creo que es lo que le está
ocurriendo.

Pero aun así se resiste.

No entiendo cómo es capaz de hacerlo. Yo en lo único


en lo que puedo pensar es en echar la puerta abajo y
saltarle encima. Probar su aroma. Montarlo. Lamer su polla.
Hacerlo mío. Unirme a él para siempre y formar juntos una
manada.

El deseo de ceder a mis impulsos sexuales,


exacerbados hasta niveles impensables por culpa de mi
época de celo, es casi imposible de contener.

—No —ordena él cuando camino sobre mis patas


traseras hacia la puerta tras la que puedo sentir el calor de
su cuerpo como si mis ojos, capaces de ver en la oscuridad
y de percibir el calor de los cuerpos de mis presas a largas
distancias pero no de ver a través de objetos sólidos,
súbitamente hubieran desarrollado esa capacidad.

Alfa, grita mi mente de nuevo, primitiva, simplista y


repetitiva.

—No —repite él, y yo gimoteo una vez más porque mi


estúpido instinto insiste en que debo demostrar que soy una
buena futura pareja para este alfa y escucharle—.
Quédate… Quédate ahí dentro. —Le oigo rechinar los
dientes y jadear otra vez como si hacer caso omiso de mis
gimoteos necesitados le estuviera costando cada ápice de
voluntad que posee.

»Me está costando demasiado mantener la forma


humanoide y la mente lo suficientemente despejada como
para no entrar ahí dentro, así que intenta dejar de
llamarme, omega —me confiesa, pero yo no entiendo sus
palabras—. No quiero hacer algo de lo que ambos nos
arrepintamos cuando recuperes la lucidez. Me niego a ser
esa clase de macho.

Lo dice con tanta ira dirigida hacia sí mismo, con tanta


fuerza, que hasta yo me estremezco por el poder de sus
palabras.

Sin embargo, mi mente, demasiado perdida en su lado


animal como para entender conceptos complejos, solo
comprende que mi alfa no quiere entrar en el nido para
emparejarse conmigo.

Y ello me hace aullar de dolor como si me estuvieran


arrancando el corazón.

Me hace sentir inadecuada. Indeseable. Imperfecta.

Lo oigo maldecir al otro lado de la puerta y araño la


madera con mis garras sin pretenderlo, pero doy media
vuelta cuando mi cerebro, carente de coherencia de
repente, se empeña obsesivamente en que quizás el
problema es que el nido que he montado para el celo no es
perfecto y adecuado para mi alfa, y que por ende debo
arreglarlo de nuevo e invitarlo a entrar otra vez.

Pero eso tampoco funciona.

Ni la segunda ni la tercera ni la cuarta vez que lo


intento, frustrada y lloriqueante, hasta que me hago una
bola en el centro de mi nido y toda yo, loba y humana, se
deja engullir por esa sensación de no ser una buena omega
que de estar lúcida me habría parecido horrenda.
El alfa se empeña en que debo pasar el celo sola, y ello
hace que me duela el corazón y que el cuerpo me arda más
que nunca antes.

Sin embargo, sin importar cuánto suplique, ya sea en


forma de loba o en forma humana cuando mi cuerpo
agotado vuelve a adoptar esa apariencia una vez la rabia se
disipa de mis venas, él no cede.

Pero tampoco se marcha.

Durante los días de fiebre siguientes, el alfa me habla


para que recuerde beber agua y comer, y le escucho hablar
con otras personas cuyas voces reconozco vagamente como
las de los vecinos y con otra cuya voz anoto mentalmente
como un beta desconocido al que el alfa le habla con afecto,
sintiendo celos que me carcomen por dentro debido a ello.

—Alfa —llamo con voz jadeante justo antes de cerrar


los párpados y caer en un sueño profundo durante las
últimas horas de mi celo, cuando mi mente y mi cuerpo
están tan agotados que ya no puedo permanecer consciente
ni un solo segundo más.

—Tranquila. Pasará muy pronto —murmura su voz


desde el otro lado de la puerta que apenas ha abandonado
desde que entró en mi apartamento. Suena agotado pero
decidido—. Ya queda poco. Estás a salvo.

Justo antes de dormirme, pienso que él no me ha


dejado sola, tal y como prometió.
Pero que, sin embargo, aun así me siento más sola que
nunca.
Capítulo 5

La omega y la crisis

DALIA

Cuando despierto lo primero que noto, como siempre, es la


sequedad de mis labios y garganta y lo pegajosa que está
mi piel.

Y que me he quedado dormida con uno de mis juguetes


sexuales entre las piernas y, por ende, tengo el sexo más
adolorido que de costumbre.

Quitándomelo con un suspiro y una mueca de dolor por


la sensibilidad, poco a poco empiezo a recordar los eventos
del celo como si fueran retazos de una película que vi a
ratos mucho tiempo atrás.
Siempre se sienten así: brumosos y lejanos. Y debido a
ello es difícil recordar con claridad.

Pero, esta vez, lo que mi cerebro me enseña de los


eventos de estos últimos días casi me hace gritar de puro
horror.

Oh, madre mía. ¡Joder!, exclamo mentalmente con los


ojos como platos cuando veo las marcas de garras de la
puerta y recuerdo que las hice yo cada vez que intentaba
que el alfa la abriera y se uniera a mí en mi nido.

¡El alfa!, me viene a la mente de súbito como un rayo.

Una nueva oleada de horror y humillación me caldea el


cuerpo con una sensación angustiosa que está muy alejada
del calor del celo y casi me hace vomitar cuando me
revuelve las tripas.

Oh, no. Oh, madre de plata. Que no sea real, por favor,
suplico mentalmente a la luna.

Pero es muy tarde para eso.

Sobre todo, porque el alfa todavía está en el


apartamento y, por ende, no puedo fingir que no ha pasado
nada.

Lo siento cerca. Como si notara su presencia en mi


hogar y esta me llamara.

Y lo peor de todo es que mi loba, en vez de crisparse y


querer desgarrarle la garganta al intruso como habría
sucedido en caso de que alguien entrara en mi guarida sin
mi expreso consentimiento, esta vez solo quiere…
ronronear.

Como un maldito gato.

Es ridículo.

Mi espanto es inmenso y tan intenso que no sé cómo


reaccionar ante esa inesperada faceta de mis instintos de
loba que hasta ahora no había experimentado.

—Maldita sea —murmuro en voz alta gimiendo y


escondiendo la cara contra la almohada—. ¿Por qué tenía
que ocurrir algo así?

Y encima se trata de un alfa.

Ojalá mi maldita sangre de loba se hubiera


obsesionado con un beta. O con un humano. O con algo
diferente, me da igual.

Lo que sea excepto un alfa.

Aunque, al menos, el lobo no ha aprovechado mi


estado de idiotez primario para pasarse mi consentimiento
por el pito y violarme con la excusa del celo como
seguramente quería hacer el otro, y eso es un signo de
decencia moral; así que no ser un cerdo amoral y sin
empatía supongo que le suma algunos puntos.

Y también ha impedido que mate al primer intruso.


Hecho por el que seguramente me habría metido en líos
porque por muy loba en celo que una sea a los ojos de la
sociedad, como es lógico, las motivaciones para cometer un
asesinato no te excusan de cumplir con la ley.

De eso no me cabe duda.

Así que supongo, muy a regañadientes, que al menos


debería darle las gracias.

—Vale, lo primero es lo primero: asearse y estar


presentable —decido hablando en voz alta para mí misma y
crispando el rostro cuando la sequedad de mi garganta me
molesta al hacerlo.

Tras pasarme unos minutos más tendida entre las


sábanas resecas y pegajosas de mi nido, que voy a tener
que limpiar cuanto antes porque están asquerosas, me
animo a levantarme y a meterme en el baño tras un sentido
suspiro cargado de estrés.

Eso al menos complace a mi loba, que quiere estar


bonita cuando conozcamos al fin al alfa que ha protegido
nuestra guarida mientras la gente entraba por la puerta
(cuya cerradura imagino que el otro alfa destrozó) para
cotillear y los ha mantenido a raya.

Sin embargo, eso de complacer a otra persona, y más


aún a una que no conozco de nada, no va conmigo por muy
omega que sea y la súbita necesidad de hacerlo me parece
horrible.
Por ello me fuerzo a no pensar en los motivos de que
esté tan extrañamente de buen humor. Y eso es porque sé
que mi loba, mayoritariamente compuesta de impulsos
primarios y hormonas, está llenando mi cerebro de
serotonina porque cree haber encontrado a su futura pareja.

Un concepto aterrador para alguien que está muy a


gusto estando soltera y libre y que no tiene planeado
emparejarse jamás.

—No pienses. No pienses. No pienses —me repito entre


dientes como un mantra mientras me froto la piel con
fuerza bajo el chorro caliente de la ducha.

Intento que esa idea no me revuelva las tripas y trato


de racionalizar las cosas mientras me dejo la piel casi al rojo
vivo, diciéndome que no pasa nada, que la sensación
pasará pronto, que algún día conoceré a alguien compatible
que no necesariamente sea un alfa y que las hormonas del
celo todavía están campando por mi cerebro y por ello me
siento así por un macho al que ni siquiera conozco.

Que ese alfa no es la única persona compatible para mí


en el mundo y que por mucho que mi loba ya dé por hecho
que voy a intentar reclamarlo para mí, no tengo por qué
hacerlo si no quiero.

Las hormonas, al fin y al cabo, no me controlan…


¿verdad?
Con calma y raciocinio, Dalia, me digo con firmeza una
vez me he secado el pelo y puesto ropa limpia y tengo la
mano en el pomo de la puerta. Simplemente dale las
gracias, pídele que se vaya y llama a un cerrajero. Sé cordial
pero firme.

Aspiro una bocanada de aire para darme fuerzas y me


arrepiento de inmediato porque el aroma de mi celo sigue
siendo tan intenso que hasta a mí me abruma.

Debería abrir las ventanas y ventilar el cuarto como


siempre hago tras eventos como este, pero ahora lo que
quiero es deshacerme de mi alfa…

Mierda, me regaño a mí misma por el desliz. No de mi


alfa, siseo mentalmente, del alfa. Un alfa cualquiera. No es
mío… aún. Me horrorizo cuando mi mente añade eso último
e intento corregir mis impulsivos pensamientos, pero tras
estar unos segundos tratando de poner fin a esa
posesividad inesperada, no me queda más remedio que
darme por vencida porque me resulta imposible por ahora.

Ya me calmaré cuando los vestigios del celo pasen del


todo y todo vuelva a la normalidad, me animo. Seguro que
sí.

Pero, no sé por qué, esas palabras me suenan a


mentira incluso dentro de mi cabeza.
Capítulo 6

La omega y el alfa

DALIA

Estoy jodida.

Primero, porque en cuanto he notado el aroma del alfa


en mi apartamento, mi cerebro ha empezado a ponerse
tonto conforme mi loba meneaba la cola de placer
metafóricamente dentro de mi cabeza, feliz de percibir
nuestros aromas entremezclados.

Como sucede en una manada.

Segundo, porque el alfa en cuestión es malditamente


hermoso y está sentado pacientemente en una de las sillas
del comedor y no hace ademán de acercarse a mí cuando
me asomo con más timidez de la que jamás he sentido en la
vida.

Es como si quisiera darme espacio y dejarme marcar el


ritmo de nuestro encuentro.

Y ello me afecta, maldita sea.

Me afecta porque los alfas que he conocido hasta


ahora, incluso mi madre (especialmente mi madre) eran
imbéciles arrogantes con egos más inmensos que una
catedral y que solo sabían dar órdenes. Como si los demás
fuéramos seres inferiores que les deben pleitesía.

Pero este no parece ser el caso con él.

El macho, que debe de medir más de metro noventa


porque hasta sentado se nota que sus piernas son más
largas que la esperanza de vida de un elfo, emite un aura
de seguridad en sí mismo, sí, pero también de calma y…
cercanía, supongo que es la palabra que busco.

No me siento amenazada, y eso ya es algo tan


impresionante que no sé cómo reaccionar ante él.

—Hola —me sonríe cuando me ve dudar de si entrar o


no en mi propio salón comedor.

Y para mi total bochorno y desgracia, mis ovarios


reaccionan a esa sonrisa, el corazón se me acelera, mi loba
aúlla de contento y la piel se me pone más roja que la de un
tomate.

Es injusto que él tenga ese efecto sobre mí cuando ni


siquiera le conozco, pienso con irritación, maldiciendo de
nuevo a las hormonas que controlan la vida de los hombres
lobo con demasiada frecuencia.

Pues bien, aquí no va a encontrar a una omega que se


deja llevar por cosas tan estúpidas como el instinto de
apareamiento.

El celo se ha acabado ya y este alfa no va a tardar en


descubrir que, por muy guapo que sea y por bien que huela,
esta omega tiene los ovarios bien puestos y no se deja
amedrentar por nadie, decido y me pongo firme cuadrando
los hombros.

—Hola —le devuelvo el saludo, dándome cuenta de que


llevo varios minutos mirándole sin decir nada y dándole
vueltas a la cabeza.

Aunque a él no parece importarle.

—He preparado té y unos sándwiches —me informa,


señalando la bandeja con la tetera de mi padre y las tazas a
juego que hay sobre la mesa—. Espero que no te importe.
Pensé que quizás estarías hambrienta.

Me muerdo la lengua para no soltarle que soy adulta y


que llevo cuidando de mí misma casi cinco años porque está
siendo cordial y, aunque haya invadido mi apartamento, al
menos no parece un capullo integral.

Allanamiento de morada aparte.

—Gracias —replico con un intento de sonrisa e


intentando no pensar en que me he pasado varios días
suplicándole que me folle una y otra vez.

Qué incómodo, suspiro para mí misma mientras tomo


asiento frente a él.

—Lamento haber invadido tu hogar —prosigue el alfa,


directo al grano y sobresaltándome por ello—. Ha sido de lo
más impropio por mi parte. No volverá a suceder.

Me lo quedo mirando con la boca abierta y un sándwich


a escasos centímetros de ella.

No me esperaba unas disculpas.

Es el primer alfa al que he oído disculparse en toda mi


vida.

—Gracias —replico de nuevo, con el piloto automático


encendido sin saber qué responder debido a lo inesperada
(más aún) que está siendo la situación—. Yo… eh… te
perdono —balbuceo con incomodidad—. Y gracias también
por haber espantado al agresor y haber evitado que lo mate
y acabe en la cárcel por ello.

Y también por no haber aprovechado mi estado para


agredirme tú, añado mentalmente.
Él me dedica otra sonrisa y mis ovarios vuelven a hacer
ese bailoteo de lo más embarazoso.

Ruborizada y sintiendo una calidez que sé que tiene


mucho que ver con esa obsesión de mi loba por reclamarlo
como pareja, doy un buen mordisco a mi sándwich y me
centro en comer, acabándome el primero en cuestión de
minutos y pasando al segundo, y cayendo en la cuenta de
que algo dentro de mí está inusualmente feliz por estar
comiendo con él.

Y que ello, para mi total irritación, una vez más se debe


a mis estúpidos instintos de omega. Porque es tradicional
que los alfas preparen la comida, especialmente tras un
celo, y que se queden junto al omega mientras este se nutre
de lo que ellos han cocinado con sus manos.

Una tradición arcaica y obsoleta en la era moderna,


pero que aun así complace a esa tonta parte de mí que lee
novelas de romance histórico entre hombres lobo con
frecuencia.

Que no me gusten los alfas de la vida real, al fin y al


cabo, no significa que los de la ficción, normalmente
escritos por mujeres u omegas, no me enamoren de vez en
cuando.

Céntrate, me regaño mentalmente. Él no es el


personaje de uno de tus libros, so boba, sino alguien de
carne y hueso. Y además no lo conoces. No lo pintes de
color de rosa y no te dejes llevar por las hormonas o lo
pagarás caro. Como le pasó a papá.

—Me llamo Ryder, por cierto.

Alzo la vista y la vuelvo a bajar cuando él llena una


taza con humeante té verde y me la tiende.

Ryder, repite mi mente, complacida por saber su


nombre.

—Dalia —sonrío con una timidez imposible de controlar


tras darle las gracias con un cabeceo cuando deja la taza
con su platillo frente a mí.

Aunque tengo la sensación de que ya lo sabe.

Quizá los vecinos cotillas se lo han dicho o lo ha visto


en mi buzón. No lo sé.

Toda esta situación es horrenda, aunque me sienta


extrañamente cómoda y a salvo a su alrededor.

Y tímida. Y deseosa. Y feliz.

—El alfa que forzó la cerradura ha sido detenido con


cargos de allanamiento —comenta él mientras me bebo el
té—. Y si lo deseas, yo aceptaré también esos cargos.
Lamento de nuevo haberme quedado en tu apartamento
mientras… —me atraganto cuando intuyo que va a hablar
de mi celo, pero él corrige sus palabras antes de ello—…
mientras estabas ocupada. Mi única excusa es que mis
propias hormonas me obligaron a defender tu guarida,
aunque las excusas no sean aceptables y menos en estas
circunstancias.

Vaya, sí que ha estado reflexionando, sí. Y parece


sincero, pienso con cierto deje de incredulidad.

Otra disculpa inesperada.

Empiezo a pensar que no es como los alfas con los que


me he cruzado hasta ahora y eso me preocupa a pesar de la
sensación de paz que me provoca tenerlo cerca.

Muevo los dedos nerviosamente sobre la porcelana de


la taza cuando la dejo sobre el platillo, rodándola entre mis
manos y disfrutando del calor humeante del té.

—Si te hubieras aprovechado de mi estado te querría


muerto —admito en el tono calmo que me caracteriza (y
que me sale de manera automática aunque mis emociones
sean intensas e irritables), pero me doy cuenta de que estoy
mintiendo y ello me asusta un poco.

—Es comprensible —asiente él—. Si alguien me hiciera


lo mismo a mí o a algún miembro de mi manada, yo
también lo querría muerto.

Su tranquilidad me hace a mí estar en calma a pesar


de lo tensa que debería ser la situación.

Y el hecho de que no está mintiendo cuando dice eso


también.
Me muerdo el interior de la mejilla y bebo otro sorbo de
té antes de responder.

—¿Por qué te quedaste? —inquiero con intriga—.


Quiero decir —intento aclarar mi pregunta porque eso ya
me lo ha dicho, pero no es suficiente información para mí—,
ya sé que tus instintos te dijeron que debías protegerme.
Pero no soy parte de tu manada y no me conoces, así que,
¿no crees que eso es algo inusual, como mínimo?

Mi loba tiene ansias de que le diga que siente la misma


compatibilidad que yo y que quiere tenerme como
compañera, pero yo intento empujar esos instintos hacia
abajo para que no me dominen como estoy tratando de
hacer con el resto.

Él se me queda mirando.

Sus ojos son de un hermoso color azul añil. No hay


rastro del carmesí que generalmente tiñe los iris de los alfas
en descontrol de sus emociones, así que, a pesar de que el
apartamento todavía huele a mi celo y de que no debe de
haber tenido ni un solo instante de paz hasta que me he
dormido (y de que quizá mi celo despertara el suyo propio y
lo enloqueciera casi tanto como a mí), Ryder está
genuinamente sereno.

Algo que no puedo dejar de notar una y otra vez


porque no es común en alguien de su subgénero en estas
circunstancias.
Debe de tener una voluntad de hierro, contemplo en
silencio, y esa conclusión sobre su carácter solo acelera mi
corazón un poco más.

—No pude irme —responde finalmente con una


honestidad cruda y severa al cabo de unos segundos, como
si le costara admitir ese descontrol sobre sus propios deseos
en voz alta.

—Oh —musito sin saber qué decir, sorprendida una vez


más por su honesta revelación.

Él aspira una bocanada de aire y la deja salir


lentamente por la boca, recostándose sobre la silla de
madera y observando su propia taza de té humeante con
mirada pensativa.

—Lo intenté varias veces, pero me fue imposible


aunque mis hermanas me pidieran que volviera con ellas a
casa —me explica, y ello aumenta mi sorpresa—. Ni siquiera
las dejé entrar en tu apartamento. Ni a ellas ni a Alfred ni a
los beta que se encargan del edificio o a los vecinos que
venían de vez en cuando. Generalmente a preguntar qué
estaba ocurriendo y cómo se había roto tu cerradura, pero
principalmente a cotillear.

—Madre mía.

Me angustia pensar en toda esa gente metiendo las


narices en mi vida privada y cotilleando sobre ella, cosa que
no dudo que estarán haciendo ahora mismo.
Espero que no llegue a oídos del marqués y que este no
me eche a la calle cuando se entere.

Una de las normas de la finca es no causar conflictos


con los demás vecinos. De ahí que me empeñe en mantener
mi privacidad a toda costa y en ser cordial con ellos a todas
horas, aunque algunos me irriten.

Y ahora mis cuatro años de esfuerzo se han ido al


garete en tan solo unos días.

—Mi hermana Amber llamó a un cerrajero, pero el


pobre se negó a trabajar en la puerta mientras hubiera un
alfa que apenas lograba controlarse mirándolo como si
estuviera pensando en comérselo desde el pasillo… —me
cuenta Ryder con cierto deje de humor negro—. Sus
palabras, no las mías. Aunque no es que no tuviera razón.

Sonrío al ver su oscura diversión a su propia costa.

—Entonces, ¿la cerradura sigue rota?

Él asiente.

—Me temo que sí —admite—. Aunque, ahora que la


situación ha pasado, seguro que no te cuesta contratar a
alguien que la arregle. Y, dado que he sido yo quien ha
invadido tu hogar, por favor, permíteme costear los gastos.

Me enervo al pensar en ello. En parte porque siempre


he sido muy dada a sentirme incómoda con los favores y en
parte porque ese molesto lado primitivo de mí que ha
despertado con su presencia se alegra de que el alfa al que
considera suyo vaya a proveerle de algo.

Y eso último me crispa los nervios como pocas cosas lo


hacen.

—¡Eso ni hablar! —protesto, tragando saliva cuando mi


voz sale raspada debido al abuso que mi garganta ha
sufrido estos días—. Tú no rompiste la puerta. Lo hizo ese
otro idiota. Y además es mi apartamento, así que es cosa
mía arreglarla.

Él se tensa como si estuviera luchando contra sus


propios instintos. Durante unos instantes, parece que vaya a
discutírmelo, pero poco después se relaja y asiente en
conformidad, aunque lo haga con algo de tensión y a
regañadientes.

—Muy bien —accede—. Como desees, Dalia.

Esas últimas palabras vuelven a encender la estufa en


la que parece haberse convertido mi vientre solo porque él
está cerca de mí.

Su aroma es tan malditamente agradable que juro que


podría hundir la nariz en su cuello y no soltarlo nunca.

Y eso que lleva varios días aquí encerrado y que se


nota que solo se ha estado aseando lo indispensable para
no parecer un vagabundo.
Pero a mí me parece que la barba que crece en sus
mejillas solo lo hace más sexy.

Dejo salir el aire de mis pulmones y me obligo a


concentrarme en algo que no sea lo apuesto que es y lo
mucho que me atrae, porque si me dejo llevar por esos
pensamientos acabaré perdida del todo y ya no habrá
vuelta atrás.

No debo ceder ante las hormonas influenciadas por mi


lado lobuno.

—Sé que esto te va a parecer inusual y que quizá no


sea ni el momento ni el lugar para ello —habla él tras un
rato de cómodo silencio en el que ambos bebemos té y yo
me acabo el último sándwich—. Pero me gustaría hacerte
una propuesta. Aunque quiero dejar claro que eres libre de
negarte y que no me sentiré ofendido por ello, por supuesto.

Alzo las cejas con intriga.

—¿Qué propuesta?

Me mira fijamente a los ojos y yo me quedo


embelesada una vez más por lo hermosos que son.

—Quiero pedirte que te emparejes conmigo y que seas


mi compañera, Dalia.
Capítulo 7

El alfa y la propuesta

RYDER

Ella se queda en silencio largos minutos tras mi propuesta,


procesando mis palabras; primero, con cara de
estupefacción y luego, con los ojos entrecerrados de
manera pensativa, como si lidiara una batalla interna en
silencio.

Parece más tranquila de lo que esperaba, y no sé si es


que esa es su personalidad o si tal vez se trata de que
acaba de pasar por un celo y está cansada.

A mí me está costando mantener la calma.


Si su olor era atrayente, ahora que la tengo delante de
mí su presencia y su aspecto multiplican ese atractivo hasta
niveles casi imposibles de soportar.

Mi lobo interior quiere reclamarla para sí, pero, por


suerte, siempre he tenido una fuerza de voluntad de hierro
y por ello soy capaz de ocultar lo mucho que la deseo para
no asustarla, ya que Dalia, a pesar de que se nota que es
una mujer valiente y decidida, también es evidente que se
siente tan intimidada como atraída por mi presencia.

Y es comprensible.

Celo o no celo, he invadido su guarida y hay pocas


cosas más sacrílegas para uno de los nuestros. El que se lo
esté tomando tan bien y esté siendo cordial conmigo,
aunque emane cautela, es sorprendente y hace que me
sienta todavía más atraído por el misterio que es esta mujer
omega de una belleza inusual por mucho que esté
intentando mantener la calma.

A diferencia de nosotros, los alfas, cuyos ojos se


vuelven rojos, amarillos o anaranjados cuando nuestro lobo
sale a la superficie; o de la gran variación de colores de las
miradas de los beta; los omega se caracterizan por esa
inusual mezcla de varias tonalidades de azul en ambos iris
que ella tiene clavados en mí, observándome a través de
sus gruesas y largas pestañas oscuras.

Las tonalidades que destacan en los ojos omega de mi


hermana Amber son las cerúleas, mientras que la fascinante
mirada de Dalia está cargada de trazos de un intenso azul
eléctrico que tienen a mi lobo hipnotizado como si ella fuera
la mismísima diosa de la luna hecha carne y yo, un mero
mortal.

Aunque hago lo posible para que no se note lo atraído


que me siento por ella, soy consciente de que seguramente
estoy fallando.

Y lo más irritante de todo es que no me importa, y que


además a mi lobo le parece genial intentar romper el control
que tengo sobre mi lado salvaje cada tres segundos.

—Yo… Ah… —balbucea, y cierra la boca con un


chasquido como si todavía necesitase procesar mi
propuesta.

—Tómate el tiempo que necesites para responder —la


calmo.

Ahora que mi celo ha sido activado por el suyo y que lo


he pasado, muy a mi pesar, en mitad de su jodido pasillo,
estoy lo suficientemente calmado como para tener la
paciencia necesaria para esperar sin que mi lobo se erice
por ello.

Me quedo en silencio observándola pensar. Las


microexpresiones de su rostro son como una ventana
abierta a su confusa mente y a sus emociones.

Su rostro de facciones clásicas y delicadas posee una


belleza absolutamente devastadora, aun sin maquillaje
alguno y tras varios días de estrés con apenas unas horas
de sueño.

Su piel pálida, sus mejillas rosadas, sus labios


naturalmente rojos y de aspecto suave y su cabello negro
hacen que parezca sacada de las películas de El señor de
los anillos.

Como si la elfa Arwen hubiese cobrado forma en


nuestro mundo. Solo que con sangre de loba y ojos que de
vez en cuando muestran desconfianza.

Los omega, ya sean mujeres u hombres, suelen ser


dueños de una belleza natural que mucha gente desearía
para sí, pero, incluso medida con los estándares de su
subgénero, Dalia destaca por lo etéreas que son sus
facciones y la forma sensual de su cuerpo.

Una forma que mis ojos están empeñados en devorar


con deseo.

Me está costando tanto mantenerlos en su rostro y no


pasearlos por lo poco que veo de ella por encima de la mesa
que mis manos están tensas sobre mi regazo.

Jamás nadie me había acelerado el corazón como si


fuera un crío en los primeros brotes de un enamoramiento
como lo ha hecho ella en cuanto se ha asomado por la
puerta.

Y jamás ninguna mujer había logrado robarme el


aliento y dejarme atontado por el mero hecho de estar
sentada ahora mismo frente a mí.

Es ridículo.

A cualquiera que le dijeran que un alfa tan arrogante


como yo se siente ligeramente afectado al hablar con una
omega se reiría con ganas.

—¿Por qué me pides eso? —me pregunta finalmente,


rompiendo el silencio que se había vuelto a establecer entre
nosotros mientras ella le daba vueltas a la cabeza.

Decido ser honesto pero cauteloso.

No quiero espantarla ni dejarle ver demasiado. Sobre


todo, porque en lo único en lo que puedo pensar ahora
mismo es en lo mucho que la quiero desnuda debajo de mí
y con mi marca de emparejamiento en su cuello.

—Ambos somos hormonalmente compatibles, cosa que


no es tan común como la gente se cree. —Ella hace una
mueca de conformidad, aunque adopta una expresión
tozuda que no me deja claro si está de acuerdo y buscando
pareja o si es una de esas personas que detesta el concepto
del emparejamiento—. Y, además, estamos en una edad
cada vez más… complicada para nuestros subgéneros.

No se me quita la sensación de que ella podría


descartar la idea sin más debido al comprensible y sensato
hecho de que no nos conocemos y a que un
emparejamiento es algo de por vida.
Una vida que podría ser larga y feliz para mí si ella
accede, evitando así un destino demasiado usual en los
alfas que mis cada vez más intensos ataques de malestar,
que cada año llegan más y más pronto antes de mi celo, me
recuerdan con dureza que es una posibilidad muy cercana
para mí además de aterrar a mi familia.

Cosa que es inaceptable.

No permitiré que me pierdan y me lloren como


perdimos y lloramos a papá. Ni consentiré que mi madre
vuelva a caer en una depresión suicida, culpándose por ser
beta en vez de omega, por haber amado a mi padre alfa y
por el hecho de que este la correspondiera y se negara a
ceder a sus instintos o a buscar a una omega compatible
con ellos.

Dalia se muerde el labio inferior y deja salir el aire por


la nariz lentamente.

Tengo la sensación de que es una persona


generalmente tranquila y sensata que se toma su tiempo
antes de tomar decisiones importantes.

—Si lo dices así parece una propuesta lógica, pero… Lo


siento —me dice en tono de disculpa—. No sé qué
responderte. Me has pillado por sorpresa, la verdad.

Le devuelvo la sonrisa con una propia. Es


extrañamente reconfortante hablar con ella a pesar de la
tensión sexual que hay entre ambos.
—No he hecho esta propuesta simplemente porque
seas una omega —aclaro.

Ella ríe con cara de resignación.

—Imagino que no —replica—. Lo haces porque somos


inusualmente compatibles —se ruboriza de nuevo,
seguramente recordando algún suceso provocado por la
locura de su celo—, ¿verdad?

Asiento confirmando sus sospechas.

—Soy un alfa de casi treinta años —le explico, sabiendo


que no hace falta que añada nada más cuando ella da un
respingo. Es inusual para alguien de mi edad y estatus no
haberse emparejado antes—, cuyo celo cada vez es más…
complicado. —Por su expresión, ella entiende lo complejo
que es sin que se lo cuente—. Imagino que a ti, aunque seas
más joven, te pasará algo similar, ¿no es así?

Dalia se tensa, pero no lo niega.

—¿Y qué? —Traga saliva y aparta la mirada con


incomodidad—. Quiero decir, no te ofendas, pero a mí no
me matará… seguramente.

Ríe un poco al decir eso, como si quisiera rebajar la


oscuridad de su sombría declaración.

A mí, en cambio, me horroriza.

Es como si estuviera diciendo que no le importa morir;


o quizá como si estuviera intentando convencerse a sí
misma de que es más fuerte que sus hormonas (y ojalá
fuera cierto para ambos) y de que no acabará como los
demás omegas solitarios: suicidándose tras una vida sin
encontrar a un alfa con el que emparejarse.

Es una posibilidad en la que ha pensado y que en cierto


modo está dispuesta a aceptar, observo mentalmente sin
poder apartar los ojos de su expresión de falsa valentía.

Cosa que para mí no es aceptable.

De tan solo imaginarla acabando así, se me revuelven


las tripas y algo dentro de mí ruge con miedo y enfado por
la ligereza con la que habla de su propia muerte a partes
iguales.

—La muerte es una posible realidad para ambos, cierto


—hablo con una calma que no siento—. Pero podemos
evitarla.

Mi rostro debe de ser una máscara de piedra, porque


ella ha vuelto a ponerse tímida y nerviosa como si estuviera
intentando (y fallando) leer mis emociones.

—Ah…

Se muerde el labio de nuevo.

—Además, comprendo que somos dos completos


extraños que lo único que tienen en común es que sus lobos
son compatibles y que se sienten sexualmente atraídos el
uno por el otro. —Su rubor esta vez es mucho más intenso y
casi me hace sonreír al verlo. Es jodidamente adorable. El
enfado por la idea de su muerte se me pasa un poco—. Por
ello lo que te propongo es un contrato, no un
emparejamiento tradicional.

Dalia alza ambas cejas con sorpresa saliendo de su


primer estupor para entrar en otro.

—¿Un contrato? —repite con incredulidad.

Asiento.

—Soy un hombre de… —me muerdo la lengua antes de


decir «negocios» porque no quiero que se piense que estoy
intentando comprarla. Quiero proponerle un trato
beneficioso para ambos, no insultarla—… ciencias —finalizo,
aunque no sea del todo cierto (a no ser que los
experimentos que a veces realizo junto a Amber en su
pequeño laboratorio como su asistente habitual cuenten).

Esta vez, la omega frunce el ceño como si no tuviera ni


idea de a dónde quiero ir a parar.

Como es lógico. Entre que ella es la mayor distracción


de toda mi vida, que mi mente no está siendo todo lo
acertada y serena a lo que estoy acostumbrado y el efecto
que su aroma tiene sobre mí, es una maravilla que sea
capaz de hablar en vez de andar dando rugidos de
reclamación como una mera bestia lujuriosa y primitiva, que
es lo que mi sangre de lobo me empuja a hacer.
Calma, maldita sea, me ordeno mentalmente. Rebaja
tu lujuria o la asustarás.

Mis garras se clavan en la tela de los pantalones,


atravesándola y haciendo sangrar mi piel, y el dolor me
ayuda a concentrarme de nuevo cuando ella finalmente
deja de darle vueltas a la cabeza.

—¿A qué te refieres con eso? —inquiere ella con


confusión.

Me aclaro la garganta y trato de poner en orden el caos


hormonal de mi mente.

—A que soy una persona práctica a la que, como ya te


he dicho, le gustaría hacerte una proposición como iguales.
—Eso último parece despertar su interés y tranquilizar su
lenguaje no verbal, que hasta hace unos segundos estaba a
la defensiva—. Tú no quieres morir —afirmo, y la miro con
una cuestión en los ojos que es más intensa de lo que
pretendía, y que me hace sentir alivio cuando ella niega con
la cabeza con una momentánea expresión de tristeza y
miedo que se me clava en el jodido corazón—. Y yo
tampoco.

—No. No quiero —admite con honestidad—. No quiero


acabar como mi… No quiero acabar así.

Así que no es tan despreocupada sobre su propia


muerte como ha dado antes a entender.

Bien.
—Entonces tenemos mucho en común.

La omega se reacomoda sobre su asiento y se aparta


un mechón de pelo color ébano del rostro, pensativa una
vez más.

—Pero hay muchas otras formas de no morir —dice,


como si intentara buscar alternativas a toda prisa—.
Podemos probar compartiendo aromas durante los celos,
por ejemplo. Tú me das prendas con tu olor y yo con las
mías y así quizás aliviemos los síntomas un poco.

—Podemos consultar con un médico, pero mucho me


temo que lo de compartir aromas para reducir los síntomas
solo funciona en libros de fantasía —niego con la cabeza—.
Lo llevo probando años con aromas químicos creados en los
laboratorios de mi fa… del hospital. Y te aseguro que solo
empeora las cosas. Lo siento.

No parece saber quién soy, así que no tengo intención


de revelar por ahora que soy el dueño de las farmacéuticas
más grandes del país.

Aunque, si descubro que el dinero parece interesarle,


quizá lo use como último recurso.

Estoy, al fin y al cabo, al borde de algo mucho peor que


un emparejamiento con una omega atractiva pero codiciosa.

Y soy consciente de ello.


Dalia pasa los dedos por el borde de la taza de té vacía
como si fuera un hábito nervioso.

—Me prometí que no me emparejaría con un alfa —


susurra con tozudez—. Y yo cumplo con mis promesas,
Ryder.

Lo dice en voz queda pero enfadada, aunque creo que


el enfado no es conmigo, sino con ella misma o con las
circunstancias en las que ambos estamos metidos ahora
mismo.

—¿Puedes contarme por qué? —inquiero con voz suave,


no queriendo hacerla sentir más incómoda de lo que ambos
ya lo estamos, pero necesitando conocer sus motivos
porque tanto mi lobo como mi lado más racional me están
gritando a la vez y me dan un jodido dolor de cabeza
tremendo.

Su mirada airada se intensifica.

—Es por motivos personales —espeta en tono seco,


tensando la mandíbula de nuevo—. Es una decisión que
tomé hace tiempo. Lo siento.

—Entiendo.

La decepción se asienta en la base de mi estómago.

Mi lobo, que sigue insistiendo en salir a la superficie,


quiere tomar el control y convencerla a base de seducción,
hormonas, aroma y sexo salvaje.
Pero así no es como se convence a la gente. Ni como se
trata a alguien con quien quieres tener una relación que os
haría pasar mucho tiempo juntos el resto de vuestras vidas.

Mi padre me enseñó esos valores de honor y respeto y


no pienso escupir sobre ellos por culpa de mis instintos más
primarios.

—Todos tenemos traumas y miedos —hablo al cabo de


unos segundos mientras intento reinar sobre el caos de mi
mente.

Ella aleja el dedo de la taza y me sonríe con tristeza.

—Imagino que sí —dice, encogiéndose de hombros—.


Pero los míos son un poco complicados.

—Me pregunto si serán más complicados que los míos


—dudo en voz alta sin pretenderlo, pasándome una mano
por la cara cuando el dolor de cabeza y la tensión de mis
músculos y huesos se intensifica.

Jodido lobo.

Ya está intentando salir otra vez.

—¿Cuáles son los tuyos? —la oigo preguntarme,


aunque luego parece arrepentirse de meter el dedo en esa
herida como he hecho yo antes—. Perdona, no tienes por
qué responderme. No ha sido agradable por mi parte
preguntar eso.
Es malditamente amable, murmura mi mente con algo
parecido a un suspiro enamoriscado.

Lo noto en sus gestos. En la manera en la que habla.


En la que me mira. En la que sonríe de vez en cuando.

Dalia es una de esas personas a las que la


consideración por los demás le sale de manera natural
cuando no se siente insultada o amenazada.

Los corazones como el suyo son una rareza.

—Mi peor temor es que mi familia tenga que


enterrarme algún día —decido confesarle, aunque tengo
que coger fuerzas porque me cuesta abrirme a los
desconocidos, por muy omega compatible que ella sea y por
mucho que haga sentir a mi lobo que es la hembra perfecta
y que necesitamos ofrecerle todo nuestro jodido ser,
sombras incluidas—. O peor, matarme para defenderse de
mí si me vuelvo loco y los ataco.

Ahí está.

Expuesto bajo su atenta mirada.

Sangrando y en carne viva.

Mi miedo más visceral. Aquello que me ha producido


pesadillas desde que era un adolescente que tuvo que
enfrentarse garra a garra y colmillo a colmillo a su propio
padre; que vio cómo este huía al bosque y se tiraba por un
acantilado de trescientos metros hasta estrellarse contra las
rocas del fondo cuando él momentáneamente recobró la
conciencia en mitad de un ataque y se dio cuenta de que
estaba intentando matar a su propia manada.

A su propia esposa y a sus hijos.

A las personas a las que más amaba en el mundo.

Los omega sufren de soledad y desesperación si no


encuentran un compañero de vida.

Los alfas, de locura y violencia que van acumulando


con cada periodo de celo pasado en soledad sin un omega
compatible a su lado.

Emociones que consumen a ambos subgéneros de los


hombres lobo como si una bestia cruel nos devorara por
dentro hasta hacernos perder la cabeza.

Los betas, alejados de todo el caos de las hormonas de


los otros dos subgéneros aunque ello les cueste poder, son
los más afortunados: no sufren nada de ello y por eso
pueden elegir tranquilamente quedarse solteros de por vida
sin consecuencias. Aunque, aun así, sus instintos los
empujan a ser parte de una manada, ya sea pequeña o
grande.

Pero ni ella ni yo somos betas. Y no podemos huir del


destino de nuestro subgénero por mucha medicina moderna
que esté intentando lo contrario.
Cansado tras varios días de intensas emociones e
intuyendo que ella necesita algo de espacio para pensar,
saco una tarjeta de mi cartera y la dejo sobre la mesa
decidiendo marcharme a casa.

Necesito ver a mi familia casi tanto como necesito


saber que Dalia está a salvo y bien, pero no puedo seguir
cediendo ante mis instintos y angustiando a mi manada de
esta forma.

Sobre todo, ahora que tengo más control sobre mí


mismo una vez el inesperado celo que el aroma del suyo
despertó en mí ha terminado.

—El trato sería el siguiente: nos emparejaríamos, pero


no tendríamos por qué compartir nuestras vidas más allá de
vernos una o dos veces a la semana para marcarnos con el
aroma y así calmar a nuestras bestias internas —resumo—.
Y compartir el celo todos los años para evitar la locura de
nuestra estirpe, por supuesto. Nada más. Ni obligaciones
más allá de esas, ni falta de libertades o de individualidad…
Nada. Puedes seguir viviendo en tu apartamento si eso es lo
que quieres.

Decir eso último hace aullar a mis instintos con alarma


como nada lo ha hecho antes.

Es antinatural, me gritan mis instintos. Un alfa debe


estar con su omega. Compartir una guarida y un nido.
Pero los ignoro como he aprendido a ignorarlos cada
vez que tratan de joderme la cabeza.

Ella me observa con cautela y sorpresa, como si


esperase que le dijera que una vez emparejados me
pertenecería en cuerpo y alma como hacen algunos alfas.

Pero yo no soy de esos alfas.

La miro y le sonrío aunque los colmillos me palpiten por


salir y mi lengua esté deseando lamer su cuerpo de arriba
abajo para marcarla con mi aroma, especialmente el cuello.

—Ambos seríamos tan independientes como


deseáramos serlo —le prometo, aunque lo que le esté
comunicando es «no soy un cabrón hijoputa que cree que
tus derechos se acaban solo por emparejarnos» y ambos lo
sabemos—. Mi número de teléfono personal está en esa
tarjeta. Llámame si estás interesada y cuando lo hagas
podemos debatir el resto del trato —prosigo—. Y puedes
poner tus propias condiciones, por supuesto. Las escucharé.

Me levanto de mi asiento una vez logro que mi erección


baje lo suficiente como para que no me moleste a la hora de
moverme.

—Cuando quieras y a la hora que quieras, Dalia —


añado por si no le ha quedado claro.

La necesito y ella a mí. Y no tiene por qué ser algo más


que eso. Nada más que algo puramente físico para
mantenernos con vida y cuerdos, me digo con firmeza. Hay
matrimonios así.

¡Entre los humanos!, ruge mi lobo con rabia e


indignación, pero lo empujo hacia el fondo de mi mente de
nuevo.

Salgo de su apartamento porque si me quedo un solo


segundo más la acabaré besando.

Ella se queda atrás, sentada en el comedor con sus


ojos clavados en mi espalda hasta que desaparezco por la
puerta y la entorno tras de mí.

Incapaz de luchar contra ese instinto, me giro y la


marco con una advertencia que incluso los humanos serán
capaces de interpretar al ver la sangre, todavía en mis
garras tras habérmelas clavado en los muslos hace un rato,
que pinta un pequeño símbolo de protección tradicional de
nuestra especie sobre la madera de la misma que hoy en
día es reconocible para la población general gracias a los
medios de comunicación.

A pesar de que dejarme llevar por instintos tan


posesivos y sobreprotectores como ese con alguien a quien
apenas conozco y que no es parte de mi manada debería
ponerme incómodo, mi lobo gruñe de manera satisfecha
como si el haber hecho ese acto de «estoy aquí, esta omega
está bajo mi protección y te despedazaré si la tocas» fuera
lo más natural del mundo.
Me estremezco mientras bajo por las escaleras porque
cada paso que me distancia de ella es más difícil que el
anterior y mi bestia, aunque más calmada ahora que
nuestro celo inesperado ha terminado, sigue obsesionada
obcecadamente en que deberíamos quedarnos para
siempre junto a nuestra omega.

Paciencia, bestia inquieta, siseo mentalmente tratando


de evitar espantar a los viandantes que caminan por la calle
observando su alrededor con extrañeza y buscando la
fuente del sonido cuando oyen el crujir de mis huesos. Ella
vendrá a nosotros cuando esté lista para ello. Esa es la
única manera en la que aceptará nuestra propuesta.

Estoy convencido de ello.

Quiera o no emparejarse con un alfa y sean los motivos


que sean los que le han llevado a desarrollar esa reacción
antialfa tan visceral, mi oferta es demasiado buena como
para repudiarla sabiendo lo que está en juego también para
ella.

Sobre todo, tras haberla oído aullar de sufrimiento y


soledad durante su celo.

Cosa que casi me vuelve loco a mí por la necesidad de


aliviar un dolor que sonaba demasiado similar al mío propio.
Capítulo 8

La omega y el dilema

DALIA

En cuanto se marcha, el apartamento parece tan vacío que


durante unos instantes empieza a costarme respirar por
culpa de los anhelos y exigencias de mi sangre de loba.

De mi sangre omega.

—Ya basta —me gruño en voz alta, enfadada—. Esto es


ridículo. ¡Acabas de conocerlo!
Pero no ayuda mucho.

Por mucho que me guste pensar que soy más que mis
hormonas, que el deseo sexual que puedo llegar a sentir por
una persona (y que jamás había sentido hasta ahora con
esta maldita intensidad) no me domina y que las emociones
primarias de mi loba no tienen tanto poder como mi mente
racional… la realidad es como un golpe en el estómago:
inesperado, doloroso y duro de aceptar.

Quiero a ese alfa.


Lo quiero. Lo quiero.

Lo quiero en mi cama.

Quiero su olor en mi piel. En mis sábanas. Entre mis


piernas.
Y, maldita sea, lo mucho que lo deseo físicamente me
tiene al borde de echarme a llorar.

¿Qué mierda me pasa?, me grito mentalmente,


tratando de entender mis emociones y fallando.
Había oído decir que encontrar a un lobo altamente
compatible era un antes y un después en tu vida, en cómo
la vivías y en cómo la sentías, pero el extremo al que está
llegando mi cuerpo por un macho cuyo aroma es tan
atrayente como un puto afrodisíaco es ridículo.

—¿Es esto lo que sentía papá? —me escucho a mí


misma preguntar en voz queda a la habitación vacía, y me
arrepiento de inmediato cuando a las palabras les sigue una
oleada de angustia emocional al pensar en él.

Estresada, me paso las manos por la cara y, cuando las


quito y abro los ojos, me quedo mirando la tarjeta que él ha
dejado sobre la mesa frente a mí.
Ryder Blackwolf.

Ese es el nombre del alfa más malditamente atractivo


que he conocido en la vida.
Frunzo el ceño cuando el nombre hace sonar campanas
en mi cabeza, pero no tengo ni idea de por qué me suena.

¿Quizá lo he oído antes en alguna parte?, pienso,


estirándome e intentando tener algo más de control sobre
mis cavilaciones.

Pero estoy demasiado cansada como para pensar con


claridad.
—¿Hola? ¿Hay alguien? ¡Oh! Dalia, ¡querida!

Oh, no.
Madre mía.

Es la señora Pierce.

Lo que me faltaba.
—Hola, señora Pierce. —Pongo una sonrisa falsa en mis
labios y me levanto de la silla para caminar hacia la entrada
y así intentar impedir que la mujer se pasee por mi casa
como si le perteneciera, cosa que no sería la primera vez
que hace si ve la puerta abierta—. ¿Cómo está? ¿A qué
debo su visita?

La hago detenerse justo cuando intenta asomarse por


el pasillo que da a mi dormitorio. Cuya puerta, por suerte,
está cerrada.
Ahora más que nunca es imperativo que mantenga una
buena relación con los vecinos si no quiero que hagan
campaña para echarme; como hicieron con aquel pobre
medio orco justo antes de que yo llegara a vivir aquí solo
porque su especie no les gustaba, acosándolo y gritándole
obscenidades y burlas por el deslunado hasta que se
marchó.

O eso me contó Douglas, acongojado por lo que le


había pasado al hombre.
Algunos de los residentes, encabezados por esta mujer,
son una pandilla de xenófobos cobardes disfrazados de
autoproclamados «buena gente» que de buena gente no
tiene ni un pelo.

Los prejuicios de esas personas son horribles, pero esta


sigue siendo la finca de mis sueños y, además, no me da la
gana que me echen de un lugar donde soy yo la que paga el
maldito alquiler, no ellos.

Por suerte, la mayoría de los residentes no son así y


suelo llevarme bien con ellos.
Pero el grupo de la maldita señora Pierce es de lo peor
que he conocido.

—Dalia, querida —sonríe con falsedad con sus labios


pintados de rosa y se toca el pelo cuidadosamente ondulado
de manera nerviosa cuando le impido asomarse por un lado
de mi cuerpo para cotillear el baño, en el que sé que Ryder
ha estado aseándose antes de que yo saliera porque su
aroma es más intenso allí—. Al fin te encuentras bien. Qué…
maravilloso es eso.

Si sonase más falsa sería de plástico y llevaría una


etiqueta del mercadillo de mi antiguo pueblo.
Le sonrío con tanta falsedad que deberían darme un
Oscar solo por actuar como una persona amable con un
monstruo como este.

Y eso que la mujer loba soy yo.


—Gracias, señora Pierce —hablo en tono que intenta
ser de calma y paz interior pero que a mí me suena frío y
cabreado—. Agradezco su visita, pero, si no le importa,
tengo cosas que hacer ahora mismo.
Lárgate de aquí, Maléfica, gruño internamente.
Mi loba tiene el pelaje erizado, pero no sé si es porque
la señora Pierce les cae mal hasta a esos pequeños rincones
de mi cerebro hechos puramente de instintos bestiales o
porque el hecho de que Ryder se haya ido todavía la hace
gimotear de descontento y enfado por que yo lo haya
permitido.
Normalmente ese lado de mí siempre ha estado
tranquilo y ha sido fácil de manejar, celos aparte, pero
ahora mismo es como si algo dentro de mí hubiese
despertado y mi sangre de bestia estuviera cobrando
fuerza.

Algo más con lo que tengo que lidiar y para lo que


necesito paz interior.
Lo que implica que la señora Pierce, que no parece
haber captado el mensaje de que quiero que se largue,
tiene que irse de mi guarida cuanto antes.

La mujer, que había estado intentando asomarse sin


discreción alguna por mi otro costado para volver a cotillear
el baño de invitados, clava su mirada de ojos astutos y
falsamente inocentes en mí.
—Ay, Dalia, lamento decirte esto, pero estás siendo
muy maleducada. Y yo que solo me he pasado para ver
cómo estabas y así me tratas…

Pone cara de viejecita inofensiva, pero yo no me lo


trago. Esta mujer es una arpía con garras sociales que usa
para destruir a la gente que no le agrada y lengua viperina.
—Lo lamento, señora Pierce. —Trato de usar un tono
conciliatorio, pero se me está agotando la paciencia y lo que
quiero ahora mismo es rugirle que se vaya a tomar por culo
y que se lleve sus maquinaciones consigo a otra parte—.
Pero de verdad que necesito encargarme de unas cosas y…
—¿Tienen esas cosas algo que ver con el alfa
Blackwolf? —interrumpe ella con los ojos brillantes de ganas
de cotilleo a mi costa.

Me tenso y la sonrisa se convierte en una mueca nada


agradable en mi cara, pero ella no parece notarlo o, si lo
hace, está claro que mi incomodidad y mi creciente enfado
le importan un bledo.
—Me temo que eso es privado.
Su cara de decepción es tan ofensiva como el hecho de
que haya entrado en mi apartamento sin mi consentimiento.

Cosa que sucede demasiado a menudo últimamente.


—Me estás haciendo sentir como si no fuera
bienvenida, Dalia. Y créeme que eso no te conviene.
Especialmente ahora que… En fin, ahora que has montado
semejante escándalo, si soy honesta —replica la señora,
irguiéndose en toda su estatura de poco más de metro y
medio como si pensase que puede imponerme respeto con
ese gesto.
Patético.

—¿Está usted amenazándome?


—¡Claro que no! —se indigna ella—. Yo no amenazo a
nadie. Solo te estoy informando de lo que ha ocurrido y de
la situación tan incómoda en la que nos has puesto a todos
por culpa de tu… de tu enfermedad de loba. —Hace una
mueca como si mi celo fuera algo desagradable para ella y
fuera ella la que lo ha sufrido más que nadie. La muy hija de
perra—. Tú eres la que se lo está tomando a mal, así que si
tienes un problema con eso la culpa es tuya. No mía, Dalia.
No sé si es que miente o si genuinamente se cree que
su actitud y sus palabras están justificadas.
Pero no es la primera vez que me encuentro con
alguien así en este mundo: gente narcisista a la que le
importan un pito las emociones de los demás y el daño que
puedan llegar a hacer porque en sus pequeñas mentes
incapaces de sentir empatía ellos son los protagonistas y los
buenos de sus historias mentales y el resto somos los
malos.

Como mi madre.
Y estoy harta de ese maldito egocentrismo.
—Señora Pierce, está usted invadiendo mi apartamento
y eso tiene un nombre muy feo, ¿sabe usted cuál es? —le
siseo, perdiendo todo rastro de fingida cordialidad.
Me tiene harta.
Ella me mira con sorpresa, ofendida una vez más.
—No estoy invadiendo nada. La puerta estaba abierta
—se envara.
—Eso no le da derecho a entrar —mascullo con la
mandíbula tensa por el enfado—. Sigue siendo allanamiento
de morada, señora.
—¡Allanamiento de morada! ¿Yo? —chilla con una
expresión de sorpresa y un enfado tremendos—. ¡¿Cómo te
atreves?!

—¡¿Cómo se atreve usted a venir a mi apartamento,


entrar sin mi permiso, cotillear intentando asomarse y
meter las narices donde no se la ha invitado a entrar y
encima amenazarme?! —contrarresto, perdiendo
completamente la calma que me caracteriza.
Mis colmillos rozan contra mi lengua cuando se alargan
debido a mis emociones inestables y airadas, pero no les
presto atención.
Aunque la señora Pierce sí que lo hace, dando varios
pasos atrás como si yo fuera una especie de monstruo que
va a atacarla y ella mi pobre víctima que de pobre no tiene
nada.
—Ay, Dios mío. —Se lleva una mano al pecho con
alarma—. Estás perdiendo tu humanidad, ¿verdad? ¿Me vas
a atacar?
Antes de que pueda abrir la boca para decirle que eso
no está ocurriendo y que está exagerando como la
metomentodo dramática que es, la mujer echa a correr
hacia la salida de mi apartamento como si se le hubiera
olvidado el reuma del que siempre se queja.

—¡Ayuda! ¡Ayuda! —la oigo chillar como una histérica


en el pasillo que rodea el hall de techo acristalado y que
conecta los apartamentos—. ¡Me están atacando! ¡Están
atacando a una pobre humana!
¿Pero de qué mierda está hablando esta mujer? ¡Si no
le he dicho nada!, me indigno, ofendida y dolida por su
comportamiento.

Me asomo al hall con expresión de enfado y agravio y


veo que algunos vecinos han empezado a asomar la cabeza
por las puertas de sus apartamentos y que uno de ellos está
llamando a la policía, observándome con nerviosismo
cuando me ve parada bajo la puerta de mi casa como si yo
fuera una bestia peligrosa.
Cosa que me hace sentir como una mierda porque
peligrosa solo lo soy para la persona que me ataca primero
y siempre me he esforzado en ser cordial con esta gente,
incluso cuando ellos me hablaban con desdén y no lo eran
conmigo.

—¡La loba es peligrosa! —chilla Pierce de manera


envalentonada ahora que tiene público, ignorándome—. ¡Es
un peligro para la comunidad tenerla aquí! ¡Llamad a la
policía!
Será cabrona.
—No la he atacado, señora. ¡Deje de mentir y de gritar!
—gruño, pero mi tono enfadado no ayuda en la situación
que la maldita imbécil ha creado.
La gente está murmurando entre sí.
Los oigo fácilmente, ya que mi oído, muy superior al
humano y especialmente sensible durante esta época del
año, puede captar incluso el sonido de las pisadas de un
gato dos apartamentos más arriba.
Me siento como si de repente fuera una bruja del siglo
dieciséis y ellos estuvieran planeando informar a la
Inquisición y quemarme viva porque están asustados de mis
diferencias.
—Señora Pierce, ¡basta ya! —insisto, pero ella solo se
aleja hacia el otro lado del hall y me observa desde la
distancia, cogiéndose de la barandilla de piedra antes de
girarse hacia los vecinos que tiene detrás agrupándose para
mirarme con alarma—. ¿Veis sus colmillos? ¡Es peligrosa!
—Usted sí que es un peligro, sí.
Pero mis palabras caen en saco roto.
Ahora que está acompañada de gente a la que puede
manipular para que crean su versión de los hechos y la
apoyen, la satisfacción pomposa que emana de ella y su
victimismo se han incrementado por mil.
Esa señora se deleita demasiado en el poder que tiene
de convertir a los demás en parias sociales usando su
supuesta fragilidad de ancianita humana como arma.
Es una maldita hija de perra.

—¿Habéis llamado a la policía? —Vuelve a llevarse una


mano al pecho como si le doliera, pero no percibo ningún
dolor genuino en ella y en esas cosas soy una experta, así
que no me trago su nueva pantomima.
Pero los demás vecinos, sí.

—Ay, señora —dice la mujer colombiana humana que


llegó aquí a vivir hace unos meses y que hasta ahora me
sonreía al verme en los pasillos del edificio—, ¿se encuentra
usted bien? Pobre mujer.

—Que alguien llame al marqués —añade uno de los


amigos de Pierce. Un jubilado con una pequeña porción de
sangre de ninfa en las venas que hace que su pelo sea de
un color verde azulado—. Tiene que saber lo que está
ocurriendo y tomar medidas antes de que pase algo grave.

Los vecinos hacen un corrillo cuando la señora Pierce


finge que va a echarse a llorar y que va a darle un ataque
de ansiedad por mi culpa.
Los que se giran a mirarme, lo hacen con odio y miedo.
Y, de repente, mi enfado se vuelve frío y cruel, pero,
sobre todo, se mezcla con unas ganas tremendas de
echarme a llorar.
Porque no me hace falta nada más que sus expresiones
y los murmullos de desprecio y miedo que escucho salir de
sus bocas para saber que Pierce ha ganado.
Y que su campaña para echarme del que hasta ahora
ha sido mi hogar ha dado inicio de manera espectacular.
Capítulo 9

El alfa y su manada

RYDER

Me quedo en el coche durante unos minutos tras haberlo


aparcado en el garaje.

Mi cuerpo está tan tenso que me cuesta apartar las


manos del volante.

Lo único que mi lobo quiere hacer, que todo yo quiero


hacer, es volver al apartamento de Dalia y…
Desvío mis pensamientos de esa zona peligrosa
porque, si no lo hago, terminaré cayendo en ese bucle de
lujuria y posesividad cuyo borde no dejo de rozar una y otra
vez.
Los huesos vuelven a crujirme cuando logro salir por la
puerta del coche.

—¡Ryder! —grita mi hermana Susie, entrando por la


puerta que conecta la casa al garaje y lanzándose a mis
brazos con los ojos llenos de lágrimas.
Anne corre hacia mí la siguiente y se engancha a mi
pierna con fuerza.

—Hemos visto el coche, pero no venías así que hemos


creído que tal vez… —dice Amber apareciendo por la
puerta.

Mira hacia el vehículo como si esperase que alguien


más estuviera en él y me doy cuenta de que piensa que he
traído a Dalia conmigo.
—Se ha quedado en su apartamento —les informo,
devolviéndole el abrazo a Susie y aspirando su olor, familiar
y calmante, en los pulmones.
Rodeado del olor de mis hermanas, al fin mis hormonas
empiezan a ceder terreno al raciocinio y a la calma.
Siempre han tenido ese efecto en mí. Me centran como
nada puede hacerlo.

—¿Dónde está mamá? —inquiero mientras alzo a Anne


en brazos y beso sus mejillas, que todavía conservan algo
de esa suavidad del bebé que era hasta hace poco.

—En la terraza de atrás tomando el té y leyendo —


contesta Amber, pasando sus brazos por mis costados y
apoyando su cabeza en mi pecho—. Hoy parece estar
tranquila.

Su pelo está inusualmente despeinado.


Acerco la nariz discretamente a su cabeza y huelo a
estrés y a alivio, así que beso su coronilla y froto mi mejilla
contra la suya para calmarla una vez Anne baja de mis
brazos porque quiere explorar el coche, y Susie, que está
hablando a toda pastilla sobre el vestido que Alfred al final
se vio obligado a recoger ya que yo perdí totalmente el
norte en cuanto olí a Dalia y…
Dalia.
Maldita sea, no puedo dejar de pensar en ella. Haga lo
que haga, mi mente vuelve una y otra vez a la omega.
—… y no entiendo por qué no ha venido contigo —
prosigue Susie, arrugando la nariz cuando Amber saca la
bolsa con ropa y otras pertenencias que Alfred y ellas dos
me llevaron al apartamento de Dalia y que ahora mismo
está llena de prendas que necesitan un buen lavado.

Por suerte, logré recobrar la suficiente entereza como


para llamarlos e informarles de que me encontraba allí, y de
que estaba en celo debido a algo tan inusual y poco
conveniente como haber captado el aroma de una omega
altamente compatible cuando yo mismo estaba al borde de
caer en mi propio celo anual.
—Huele a tus hormonas sexuales —comenta con
expresión de aversión—. Ugh. Qué asco.
—¡Susie! —regaña Amber, que siempre ha sido
hiperconsciente con esos temas desde que ella misma se
presentó como omega y tuvo su primer celo a los dieciséis
—. No digas esas cosas.

—¿Por qué?
—Porque podrían herir los sentimientos de tu hermano,
boba.

Susie pone los ojos en blanco.

—¿Por qué no ha venido la omega? —vuelve a


preguntar, ignorando a su hermana mayor.
Me resigno a que me interroguen. Susie es como un
tiburón que ha olido una presa moribunda cuando quiere
respuestas.

Me froto la nuca, que cruje cuando estiro el cuello,


agarrotado tras pasar días frente a la puerta cerrada de
Dalia. Mi omega. Mía. Tan deliciosa… Basta.
Parpadeo y trato de enfocarme porque Susie se ha
cruzado de brazos exigiendo una respuesta y hasta Amber,
que no suele ser cotilla, ha dejado la bolsa en el suelo a sus
pies y me mira con curiosidad.

—Porque está en su apartamento. Ya te lo he dicho.

Susie hace una mueca de irritación.


—Pero si va a emparejarse contigo, lo tradicional es
que se venga a vivir con la manada del alfa tras un celo
compartido, ¿no? —se indigna, como si Dalia me hubiera
ofendido.

Alargo una mano y acaricio su cabeza, haciéndola


gritar de indignación cuando ello revuelve su cabello rojizo
cuidadosamente ondulado.
—¡Para! ¡Me estás estropeando el peinado! —se queja,
pero no aparta mi mano y su aroma es de esa suave
felicidad que siempre emana cuando hago gestos cariñosos.

—Tienes una mentalidad muy retrógrada, Susie —bufa


Amber, que se inclina para volver a coger mi bolsa del suelo
hasta que se la quito de las manos a pesar de su gruñido de
queja.

Ponemos rumbo al interior de la casa seguidos de la


pequeña Anne, que me coge de la mano tras hacer un
esprint ahora que ha dejado de explorar el coche que rara
vez uso y los cristales teñidos de negro que la han fascinado
al verlos.
—¿Cómo se llama tu omega, Ryder? —me pregunta con
su vocecilla de cachorro curioso.

Le sonrío con una ternura que solo mis hermanas


pueden provocar en mí.
—Dalia.

—¡Qué nombre tan bonito! —se entusiasma,


empezando a dar saltitos y soltándose de mi mano para
correr hacia las escaleras que llevan al piso superior una
vez estamos en la entrada de la casa—. ¡Me gusta! —grita
deteniéndose en medio de las mismas—. Es el nombre de
una flor, ¿verdad?
Asiento.
—Sí. Lo es —replico con una sonrisa.

Ella cambia de idea y baja las escaleras a toda prisa


corriendo hacia el salón y de ahí hacia el jardín de atrás.

—¡Voy a preguntarle a mamá qué flor es! Seguro que


ella lo sabe —exclama con brío mientras desaparece por las
puertas francesas que ocupan todo un lado del salón
comedor.
Susie me coge de un brazo y ella y Amber me siguen
escaleras arriba cuando camino hacia mi dormitorio.

—Entonces, ¿va a venir o no? —Susie sigue empeñada


en obtener respuestas—. Porque emparejarte seguro que te
emparejas… ¿no?
Me detengo cuando huelo la angustia súbita que
ambas emiten tras una mirada compartida y que están
intentando ocultar de mí sin lograrlo.

Ellas me sonríen, pero a mí sus rostros no me han


engañado nunca y lo saben.

—No lo sé —les respondo con honestidad y veo como,


muy a mi pesar, sus expresiones decaen y su ansiedad
aumenta con creces.
—¿Por qué? —Susie es la primera en hablar.
Está indignada, furiosa en mi nombre por una ofensa
percibida, asustada porque no es boba a pesar de que la
gente la acuse de serlo y sabe que mis celos cada vez se
vuelven peores (como pasó con papá) y teme perderme.

Y lo entiendo.
—Porque tiene que tomar su propia decisión, Susie —le
explico, tratando de calmarlas a ambas—. Es una mujer
adulta independiente y yo un varón al que apenas conoce,
por muy compatibles que seamos.
Sus pequeñas garras pintadas de colores vivos, que
saca de manera inconsciente, se clavan ligeramente en mi
antebrazo.

—¿Y qué? —gruñe, perdiendo su usual cordialidad feliz


—. ¡¿Qué más dará eso?! Ambos sois lobos. ¿Es que se cree
demasiado buena para ti o algo? ¡Pero si eres el mejor
hermano, el mejor alfa y el mejor hombre del mundo!
Se sulfura tanto que la cara se le pone roja, como
siempre que percibe una amenaza, física o de otro tipo,
para la estabilidad o seguridad de nuestra pequeña
manada. Especialmente si ese alguien soy yo.
Como siempre, sus emociones son rápidas y
poderosas. Mi hermanita es tan diferente al estereotipo de
los beta fríos y calmados que a algunas personas les resulta
chocante lo libre que es expresándose.
Como si yo fuera a permitir que le aplicaran un
prejuicio a la fuerza o intentaran cohibir sus sentimientos
diciéndole que no son apropiados, siseo mentalmente. Eso
jamás.
Todo el que lo ha intentado desde que se presentó a los
catorce como beta ha sufrido el terror de mi ira.
Del mismo modo que cualquiera que haya intentado
ser condescendiente o decirle a Amber que debía ser
sumisa y carecer de opiniones propias se ha llevado el susto
de su puta vida.

—Yo, sabes que normalmente estaría de acuerdo con


que respetaras la decisión de una omega… —habla Amber,
rompiendo su silencio tras tragar saliva con la misma
angustia que muestra Susie—, pero en este caso tu
seguridad y tu salud son más importantes que el que la
dejes sola para que decida si quiere salvarte o no, Ryder.

Susie pone cara de rabia y segundos después se echa


a llorar, y Amber parece a punto de hacer lo mismo.
Sintiéndome como una mierda por no haber manejado
mejor la situación y no haberles contado una mentira
piadosa, tiro la bolsa de mano sin miramientos sobre la
alfombra del pasillo y abro los brazos ampliamente,
apretándolas a ambas contra mi pecho.

Mis hermanas. Mis pequeñas princesas. Mi familia.


Las niñas a las que he criado desde los últimos diez
años.
Desde que papá murió cuando mamá todavía estaba
embarazada de Anne y mamá se sumió en un estado
catatónico y distante del que rara vez sale.
Daría la vida por ellas.
Pero eso les haría llorar.

Porque lo que quieren, y lo que yo quiero, es vivir por


ellas.
Cierro los ojos y aspiro su aroma, dejándolas llorar
aferradas a mí hasta que se calman un poco y
balanceándome sobre mis pies ligeramente como hacía
cuando perdieron a papá siendo demasiado jóvenes.
Aunque a diferencia de Anne, al menos ellas recuerdan
al macho que las amó más que a su propia vida.
Como hago yo.
—No os preocupéis…

—Y una mierda que no —me interrumpe Susie con la


voz quebrada, apretando sus dedos contra la tela de mi
camisa.
—… aceptará —prosigo, besando sus frentes y
limpiando sus mejillas de lágrimas—. Y, si no lo hace, seguro
que la agencia encuentra a alguien igual de compatible muy
pronto.
Mentiroso, gruñe mi mente.
¡Ella! ¡Tiene que ser ella y ninguna otra!, ruge mi lobo.
Trato de ignorar a mi propio cerebro, pero es
jodidamente difícil cuando cada ápice de mí parece haber
decidido que Dalia es la única hembra a la que quiere.
Putas hormonas de alfa.
Ser beta tiene que ser absurdamente fácil comparado
con algo así. Al menos, ellos se eligen con la cabeza y no
con la polla. Aunque un tercio de sus emparejamientos
acaben en algo desconocido para los alfa y los omega: el
divorcio.
—Mentiroso —sisea Susie, sorbiéndose los mocos y
limpiándose la barbilla manchada de lágrimas con la manga
de su vestido—. Puedo oler que has mentido y soy beta.

Hago una mueca.


Mierda.
Mis instintos son potentes y por ello mi aroma también
lo es.
De normal, habría podido controlarlo mejor, pero al
parecer cuando se trata de Dalia Roberts no puedo controlar
nada.
Amber suelta un suspiro y me coge de la mano cuando
se aparta como si no pudiera alejarse de mí y necesitara el
contacto para mantenerse centrada.

—Ryder —susurra llamándome.


—Dime. —Centro mi atención en la que suele ser la
más callada de mis hermanas.
A no ser que alguien la provoque con algún tema
social.
Ella coge aire como si se diera fuerzas a sí misma y, a
mí, Dalia me viene a la mente de nuevo cuando recuerdo
que ella también hizo ese gesto varias veces durante
nuestra conversación.
No puedo sacármela de la cabeza, así que supongo que
voy a tener que resignarme a ello, me lamento
mentalmente.
—Prométenos una cosa —dice finalmente Amber,
clavando sus ojos color caramelo en mi rostro con una
seriedad mucho más profunda que su serenidad habitual.
Como si esta petición fuera la cosa más importante de
su vida.

Curvo mis dedos sobre los suyos y me llevo su mano a


la boca, besando suavemente sus dedos con cariño.
A ella le tiemblan los labios como si se fuese a echar a
llorar de nuevo.

—¿Qué quieres que os prometa?


Amber se relame los labios y apoya la cabeza en el
hombro de Susie cuando esta la abraza al notar su estrés.
Puede que se lleven como perro y gato, pero se aman a
rabiar y son a la vez la mejor amiga de la otra pese a sus
diferencias. Y ello siempre me hace sonreír.

—Quiero que nos jures que, si realmente esa chica,


Dalia, es la omega que ha elegido tu lobo y la única que te
traerá paz y autocontrol —yergue la barbilla con ese gesto
de tozudez que ha dejado claro desde pequeña que este es
un tema en el que no va a ceder ni un ápice, a pesar de que
se le quiebra la voz al hablar—, la traerás a casa, aunque
tengas que convencerla seduciéndola o de cualquier otra
forma, ¿vale? Me da igual cómo, pero emparéjate con ella.
Está claro que decir eso le rompe el corazón y atenta
contra todo en lo que cree.
Pero, aun así, lo está haciendo.

Por mí.
Y ello me hace arder por dentro con un dolor que es
mucho peor que cualquier jodido celo.
—¿Qué hay de eso de que los omega son personas
libres e independientes y que si te dicen que te vayas a la
mierda te tienes que tirar por un puente? —inquiere Susie
con un deje de humor forzado.
Amber se echa a llorar de nuevo y aprieta mi mano con
más fuerza.
—Te quiero más que a nada, Ryder —solloza—. Y no
quiero que te mueras. ¡No quiero que te mueras!

Susie rompe a llorar junto a ella otra vez con fuerza y


ambas se lanzan a mis brazos sin soltarse la una a la otra.
Las aprieto con fuerza contra mí y me juro en silencio
que, aunque ello me haga despreciarme a mí mismo, no
dejaré ir a Dalia jamás ahora que la he encontrado.
Por mucho que tenga que rebajarme al nivel de los
alfas que más detesto y perder mi honor en el proceso.

Porque jamás permitiré que mis hermanas y mi madre


vuelvan a sufrir ni un solo día más de sus vidas.
Jamás.
Capítulo 10

La omega y la traición

DALIA

Estoy en la calle.

Estoy en la maldita calle.

Me han echado de la finca. Legal o no legal, han


llamado al marqués que es dueño del edificio tras haber
alertado a la policía y dar el puto testimonio falso de que yo
he amenazado con agredir a la señora Pierce y de que casi
le provoco un infarto o algo así (mientras ella se hacía la
víctima, cómo no) y este me ha exigido tras llamarme a mí
por teléfono que me marche en el plazo de quince días y
que prefiere evitarse un conflicto con los vecinos a los que
lleva alquilándoles apartamentos muchos años a precio
mínimo porque los «pobrecillos» son jubilados (aunque la
mayoría sean jodidamente ricos).
Maldita sea.
Malditos sean todos ellos, desde Pierce hasta la nueva
vecina, que parece haberse autoerigido como la «defensora
de la pobre ancianita» porque le tiene pena; y por supuesto
Mosquito, que al llegar de sus vacaciones ha empeorado el
circo amenazando con llamar a abogados prohumanos, de
esos que acusan a los lobos y a otros seres no humanos de
ser más animales que personas y pertenecen a asociaciones
progenocidas.

Cosa que es cruel e irónica porque el sesenta y pico


por ciento de los asesinatos y las violaciones las cometen
ellos, no los «paranormales» como nos llaman ellos.

Pero lo peor de todo no es eso.


Lo peor son los susurros. Las miraditas. Las malas
caras. La gente que cuando salgo al pasillo se asoma por la
puerta y me llama loca solo para cerrarla en mi cara cuando
paso de largo.

Lo peor es que el comportamiento de estos adultos se


asemeja al bullying de un patio de colegio, solo que mucho
más exagerado porque los adultos, a diferencia de los niños,
tienen el poder social y económico para presionar a alguien
para que se largue como han hecho conmigo.
Me tratan como si no fuera una persona y eso duele.
Duele un montón.

Sé valiente. Eres una loba, me digo cada vez que veo


un gesto de desprecio o me cruzo con una mirada de miedo
o uno de los vecinos se encuentra conmigo por la calle y
cambia de acera a toda prisa, como si realmente creyeran
que soy una bestia peligrosa para ellos.
Es horrible.

Y me hace sentir como una mierda.

Me hace sentir que no tengo el control sobre mi vida.


Una vida que hasta hace una semana era tranquila y
tenía planes de futuro que jamás habrían predicho esto.

Cuando salgo dos días después del apartamento tras


haber logrado que un cerrajero arregle la puerta que pronto
dejará de ser mía, me repito una y otra vez que estas
gentes no me conocen y que no son relevantes en mi vida.
Pero tengo el corazón herido por cómo me tratan y las
palabras no bastan para hacer que sane.

Así que hago lo único que puedo hacer dando las


gracias a que todavía me quedan ahorros: voy al taller a
terminar el trabajo y a hacer cuentas.
Solo que, cuando llego al taller, me lo encuentro
cerrado y completamente vacío.
Y Briana no está por ninguna parte.

—¿Qué ha pasado aquí? —me horrorizo cuando veo


que ni siquiera los muebles ni el pesado horno en el que
hacemos las piezas están en su sitio.

Alguien lo ha vaciado todo.


Y solo hay una persona que puede hacer eso.
Llamo a Briana una y otra vez, pero no me contesta al
teléfono por mucho que lo intente, caminando por la calle
frente al taller como una posesa y cada vez más
desesperada.

No entiendo nada de lo que está ocurriendo. Nada


tiene sentido en estos momentos.
¿Cómo es posible que mi vida pueda haber cambiado
tanto en tan solo unos pocos días, y ni siquiera para mejor?

—¿Dónde estás? Maldita sea, Briana —gruño, presa de


los nervios—. Más te vale tener una explicación.
Ya me parecía raro que no me llamara ni me enviara un
mensaje diciendo que había acabado de hornear mis piezas
y pidiéndome el dinero correspondiente por su trabajo.

Pero, ni en mis peores pesadillas, habría esperado que


se esfumara llevándoselo todo.

Al cabo de media hora de llamar sin parar y con el


enfado creciendo en las venas como la lava a punto de
estallar en un volcán, Briana se digna a enviarme un
mensaje de texto:
«Lo siento. Tengo deudas y he tenido que
venderlo todo. Ya te recompensaré si nos vemos en un
futuro. He rescindido el contrato del local. Buena
suerte con todo. Seguro que te irá bien».
—¡Serás hija de puta! —grito a pleno pulmón en mitad
de la calle.
Jamás en la vida había perdido tanto los estribos como
esta última semana. Lo juro.

Le respondo al mensaje de texto, pero me ha


bloqueado el número así que no se envía.
Maldita zorra egoísta.
—¡Joder!

—Qué lenguaje —se queja una mujer que pasea por la


acera de al lado—. ¿Qué pasa? ¿Es que te has criado en las
alcantarillas o algo así?
—Váyase a la mierda, señora —replico con tono seco y
arisco, y la mujer emite un sonido de indignación y acelera
el paso, mirándome como si pensara que he perdido la
cabeza.

Y tal vez lo he hecho.

De repente, todo lo que ha ocurrido: el celo; el alfa que


intentó violarme; el que se quedó en mi apartamento que
resulta que es el hombre más malditamente atractivo del
mundo y que quiere que me empareje con él a pesar de que
no nos conocemos; el haber perdido las piezas que me han
costado meses de trabajo y que iban a suponer que pudiera
pagar las facturas y gran parte del alquiler este mes sin
tener que gastar los ahorros; y la traición de Briana… Todo
se me viene encima.
Me siento sobre el escalón de la tienda y me echo a
llorar y, al sacar un pañuelo del bolsillo de mi chaqueta, la
tarjeta de Blackwolf, que mi loba insiste en llevar siempre
encima porque huele ligeramente a él, cae del bolsillo sobre
mi regazo.
Me quedo mirando las elegantes letras plateadas de su
nombre y su número de teléfono y, en un impulso, saco mi
móvil del otro bolsillo.

Trago saliva y me quedo mirando la pantalla


desbloqueada preguntándome si realmente voy a hacer
esto.
Si realmente voy a llamar a un completo desconocido,
a un alfa, nada más y nada menos, solo porque él me
protegió y me hizo sentir a salvo y bien durante un periodo
difícil de mi vida y no tengo a nadie más a quien recurrir.
Me he quedado completamente sola y ya ni siquiera
puedo volver al hogar que tanto me gustaba. No cuando
siento que ya no aguanto el ambiente de esa finca ni un
solo segundo más.

Y por ello la oferta de Blackwolf es ahora más


tentadora que nunca.
Lucho contra mi ansiedad y contra el recuerdo de mi
madre sabiendo que él no es como ella y diciéndome que ha
demostrado ser muy diferente durante los pocos días que
he pasado a su lado… y mis dedos marcan su número sin
pensarlo más.

De perdidos al río, suele decirse.


Solo espero no ahogarme.
Capítulo 11

La omega y el rey oscuro

DALIA

Llamarle es una de las cosas más difíciles que he hecho en


la vida.

Y he hecho muchas cosas difíciles en la vida. Como


enfrentarme a golpes a mi madre o enterrar a mi padre tras
encontrar su cuerpo, por ejemplo.
Pero, aun así, me cuesta una valentía que ha sido
puesta a prueba demasiadas veces en la vida el marcar el
número y esperar a que responda, y otro arranque de coraje
el no colgarle cuando lo hace.
—Dalia.
Su voz es tan masculina y segura de sí misma como mi
cerebro no ha dejado de recordarme que lo es.

—Hola.
Trago saliva porque noto la garganta reseca. Y no sé si
es de haber estado llorando o porque él me pone más
nerviosa de lo que nadie lo ha hecho jamás.

—¿Has pensado en una respuesta? —me pregunta con


calma.
Cierro los ojos y aprieto los labios para no abrir la boca
y decirle que sí en un impulso dejándome llevar por lo que
quiere mi lado de loba omega.
—No exactamente —le digo, y suena a mentira,
aunque no sepa por qué—. Es que…
Él debe de captar el estrés y la congoja de mi voz,
porque su tono suena preocupado cuando responde al ver
que no acabo la frase.
—¿Ha ocurrido algo?

Su preocupación parece genuina y eso me pilla por


sorpresa.

Una vez más, las lágrimas, la pena y el agobio me


sobrepasan saturando mi autocontrol de emociones que son
demasiadas y demasiado intensas y negativas,
recordándome lo cansada que estoy de todo y de todos,
incluso de mí misma, en este momento.
—Lo siento. Quizá no debería haber llamado —intento
disculparme y colgar, pero él me lo impide.

—¿Dónde estás? —exige saber con un tono de que no


espera que yo me niegue a decírselo.
Y parte de mí no quiere hacerlo, aunque un pequeño
deje de orgullo que todavía resiste a esa necesidad de no
estar sola con esta situación y estas emociones
rondándome la cabeza y el corazón hace que dude un poco
antes de responderle.

—Frente al escaparate de mi taller —le confieso—. O lo


que era mi taller.

—¿Era? —inquiere con voz de que empieza a sospechar


que algo ha pasado con mi trabajo.
Y no va mal encaminado.

Aunque el resto sería difícil de imaginar para


cualquiera porque es demasiado surrealista.
—Mi socia se lo ha llevado todo —le cuento, y la voz
me tiembla un poco al decirlo debido al agobio que vuelvo a
sentir al ver el taller vacío a través del cristal del escaparate
desmontado—. Incluso las cosas que eran mías, como mi
último trabajo o las herramientas que me compró mi padre.
Y también las cosas que compramos a medias, como el
horno… Todo. Lo ha vendido todo y me ha bloqueado el
maldito teléfono y…

Y no puedo seguir porque estoy llorando otra vez.


Es un récord incluso para mí, que lloré durante casi una
semana tras la muerte de papá hasta que tuvieron que
ingresarme en el hospital por deshidratación e inflamación
de garganta entre otras cosas.

—Voy para allá ahora mismo.


—No hace fal…

—No te muevas de ahí —ordena sin miramientos.

Y aunque de normal habría odiado que me dijeran qué


hacer, ahora mismo estoy tan alterada que eso me ayuda a
centrarme un poco.
A mi lado lobuno, al menos, lo deja más tranquilo
ahora que sabe que no estoy sola.

—Vale —accedo con una voz que apenas parece la mía,


colgando el teléfono y recostándome contra el frío cristal del
frontal de lo que hasta hace unos días había sido uno de mis
dos refugios que creía seguros en este caótico mundo.
No se me pasa por la cabeza el preguntarme cómo es
posible que Ryder sepa dónde trabajo y a qué me dedico si
yo no se lo he dicho, ni tampoco preguntarle cómo lo sabe
cuando, veinte minutos después, un coche negro con los
cristales tintados aparca en doble fila justo frente a mí y el
alfa baja del coche.

Pero sí que me pregunto a mí misma qué leñes me


pasa, por enésima vez, cuando el pecho se me llena de
alivio y las ganas de llorar ya no lo constriñen tanto.
—Gracias por venir —le digo, incorporándome al verle
detenerse a pocos pasos de mí para contemplar el desastre.

El local está vacío a excepción de varios periódicos que


imagino que Briana ha usado para envolver las piezas de la
colección que me ha robado y algún que otro trabajo
descartado y hecho añicos en el suelo.
Se ha llevado incluso las estanterías que estaban
ancladas al techo y a las paredes.

—Imagino que sabes su nombre completo —me indica


Ryder, tenso como una vara y emanando deseo nada más
verme.

Aunque también algo más.


Preocupación por mí, tal vez.

Tengo la sensación de que se está conteniendo para no


tocarme y ello me hace tener unas ganas locas de
provocarle para que lo haga. O de romper su compostura
abrazándole. O de besarle.
Sacudo la cabeza y me centro en su comentario y en la
situación actual.

—Claro que lo sé —asiento—. ¿Por qué lo dices?

Él se quita las gafas de sol.


Sus ojos azul medianoche son mucho más hermosos de
cerca. A pesar de la diferencia de altura y de que tiene el
rostro alzado para mirar el interior del local, no puedo evitar
quedarme encandilada por su rostro.
Quiero pasar la lengua por su barbilla, masculina y
fuerte, que desde este ángulo se ve malditamente bien.
—Me encargaré de encontrarla y de que te devuelva
todo lo que te ha robado —dictamina como si no hubiera
duda alguna al respecto.
Me quedo mirándolo con sorpresa.

—No te he llamado para que arregles mis problemas


por mí. No te sientas obligado a ello —protesto, pero es una
protesta débil porque sé que necesito ayuda y cada vez soy
más y más proclive a aceptarla si proviene de él.

Cosa que me asusta porque sigo sin conocerle bien y


sin entender a qué viene tanta confianza.
—¿Para qué me has llamado, Dalia? —inquiere,
guardándose las gafas de sol en el bolsillo de su chaquetón
gris.

Va vestido de negro y el contraste entre los colores,


elegantes y sobrios, solo acentúa su buena figura de
proporciones perfectas.
—No tengo a nadie más a quien llamar. —Me
avergüenza admitirlo, pero es cierto.

Aparto la mirada de sus pectorales y meto las manos


en los bolsillos de mi chaqueta para que no vea cómo
retuerzo los dedos con nerviosismo ante mi confesión.

En el pueblo nadie se acercaba a la hija de la alfa


borracha asesina. Y cuando llegué aquí estaba tan
acostumbrada a ser una chica solitaria y a no confiar en
nadie que me costó demasiado hacer amigos incluso
durante mis días en la academia.

Creía que Briana y yo, aunque tuviéramos nuestras


diferencias, al menos nos respetábamos la una a la otra y
éramos compañeras, si bien no amigas cercanas.
Y una vez más me he equivocado al juzgar a las
personas y he pagado por ello con sufrimiento por idiota.

—Entiendo —declara Ryder con voz calma pero


poderosa.

Él me está mirando.
Lo hace como si pudiera verme más allá de la piel: mis
miedos, que trato de ocultar de mi aroma para que no
pueda percibirlos; mi ansiedad, que sé que definitivamente
está notando porque es demasiado intensa como para que
pueda controlarla; mi agobio; mis ganas de que alguien me
abrace y me diga que todo va a ir bien, que no soy una
mala persona y que no merezco esto, aunque los vecinos y
Briana hayan decidido que sí.

Aparto la mirada porque me avergüenza ser tan


vulnerable y me regaño duramente por haberlo llamado en
un momento de debilidad en el que la soledad me pesaba
más que nunca.
—Perdona. No tendría que haberte molestado.

Eso le hace dar un paso hacia mí.


Ryder me coge de la barbilla con la punta de sus largos
dedos y eleva mi rostro para que deje de ocultárselo
mirando al suelo.

De normal soy más fuerte.


Sé que soy más fuerte.
Pero hoy no me quedan fuerzas para serlo. Hoy
necesito llorar y estar triste porque si sigo haciendo una
bola de esas emociones, escondiéndolas en mi interior, al
final me quemarán por dentro y no sabré cómo sanar el
agujero que me dejen en el corazón.
Pero no sé cómo decirle eso.
—Ha pasado algo más, ¿verdad? —deduce él al ver mis
ojos inflamados y enrojecidos—. Cuéntame qué es.

Intento controlar los músculos de mi cara, pero no


puedo. Se arrugan y se contraen en una expresión de
desconsuelo y los ojos se me llenan de lágrimas otra vez,
muy a mi pesar.
Y entonces le cuento qué ha pasado con los vecinos. Y
con la señora Pierce. Y con el marqués. Como si él hubiera
abierto una puerta que permanecía cerrada a presión y
todos sus contenidos se estuvieran desparramando a sus
pies.
Así es como me siento.

Como si mis emociones y pensamientos estuvieran


siendo desnudados en este momento.
Y cuando termino de hablar, con voz temblorosa
porque estoy intentando no sollozar y no ser aún más
patética de lo que ya debo parecerle ahora mismo, le miro a
los ojos, esperando que me diga que estoy exagerando, que
no pasa nada o cualquier otra cosa, porque no ha emitido
sonido alguno sino que solo se ha limitado a escucharme
mientras me desahogaba.
Y entonces veo cómo sus ojos se llenan de oscuridad.
Como si las puertas del averno estuvieran abriéndose
en ellos.

Pero no es fuego lo que observo, sino hielo, frío y


siniestro, que huele a ira y a deseos de venganza.
Una ira tan helada y tan tenebrosa que sería capaz de
congelar el mismísimo infierno.
Capítulo 12

La omega y la verdad del corazón

DALIA

Ryder me está llevando a su casa.

A pesar de que le he dicho que esta noche tenía


decidido (tras mi crisis frente al taller) ir a un hotel tras
admitir durante mi verborrea que ya no aguantaba más el
ambiente de mi finca y que necesitaba alejarme para dormir
tranquila una noche y así aprovechar para buscar piso con
el móvil en un ambiente tranquilo, él ha desestimado ese
plan de inmediato.

—En mi casa hay habitaciones libres —declara con ese


tono calmo y comprensivo pero imperativo que lo
caracteriza—. Puedes tener la tuya propia, aunque sea solo
durante un tiempo. Escogeré una que esté alejada de la
mía, si lo prefieres. Nadie te molestará allí.
—No es eso —niego, alzando las manos en señal de
protesta—. Es que apenas nos conocemos, Ryder, y ya estás
haciendo mucho por mí, escuchándome mientras me
desahogo en la calle como una loca y…
—No te menosprecies ni insultes a ti misma —me
interrumpe él con firmeza—. E insisto. Tenemos habitaciones
de sobra y, a diferencia de un hotel, no tendrás que pagar
nada. Eso te ahorrará un dinero que podrías necesitar.

Sus palabras me han hecho dudar, pero, al final, he


acabado sentada en su coche junto a él y con mi bici en su
maletero.
No dejo de observarlo de reojo.
Tiene un perfil elegante. Patricio y hermoso, con una
nariz recta y fina y una barbilla que tiene el tamaño perfecto
para sus facciones, tan masculinas.

Y sus labios son malditamente bellos, como ya me ha


señalado mi lujuria más de una vez desde que lo conozco.
No sabía que tenía ese fetiche por los labios de alguien
hasta ver los suyos.

—Te gustará la casa —comenta Ryder súbitamente,


rompiendo el silencio que se había instalado en el coche,
cuyo motor apenas hace ruido—. Y a mis hermanas les vas
a caer muy bien.
—¿Hermanas? —me sorprendo.

He visto muchas expresiones en su rostro desde que lo


conozco.
Deseo, lujuria, posesividad, ira, irritación, frialdad…
pero la que tiene ahora es la que más me afecta de todas.

Remueve algo en mí que está muy cerca de mi


corazón, como si alguien tirara de él y estuviera moviendo
el eje de mi ser de una manera inesperada.

Me hace verle bajo una luz muy diferente a la del «alfa


endiabladamente sexy» desde la que lo observaba hasta
ahora.
Porque jamás le había visto sonreír con esa suave
ternura, esa dulzura que curva sus labios levemente y que
suaviza la dura expresión de su hermoso rostro, a veces
demasiado frío y arrogante, cuando me responde.

—Amber, Susie y Anne —contesta en un tono cargado


de un amor que, aunque no le hace perder esa oscuridad
profunda y grave con la que habla, sí que está ahí de
manera tan evidente que hasta la luna palidecería en
comparación—. Amber, la mayor, es omega como tú —me
explica—. Tiene una mente brillante y le encantan las
ciencias y la filosofía.
—Oh —sonrío sin poder evitarlo—. Eso es genial. No
hay muchos omega que se dediquen a la ciencia.

—Cierto. No los hay.


Ya sea por la presión de los prejuicios y los estereotipos
que nos inculcan desde nuestra presentación, lo queramos o
no, o que quizás el que la mayoría nos dediquemos a las
artes, realmente es algo que hacemos sin que nos digan
qué es lo que debe gustarnos, los omega somos escasos en
las carreras de ciencias.

—Mi hermana Susie es una oradora magnífica y le


resulta muy fácil trabar amistad con cualquiera —prosigue
Ryder, con el mismo orgullo con el que ha hablado de su
otra hermana—. Es beta y pronto celebrará su puesta de
largo. Está muy ilusionada con ello.
Esas últimas frases me dejan un poco a cuadros porque
creía que esas cosas solo se hacían en el pasado.

Al parecer, no entre los ricos, me encojo de hombros


mentalmente.

—¿Y la pequeña?
Su sonrisa se amplía un poco más cuando pone el
intermitente y sale de la autovía, metiéndose en un distrito
cuya entrada está fuertemente vigilada tras saludar a los
guardias.
—Tiene diez años y es toda una revoltosa.
—Amas mucho a tus hermanas.

Gira la cabeza y me mira con esa sonrisa en los labios,


y a mí se me acelera el corazón y el pecho me da un vuelco.
Ojalá me mirase así a mí. Ojalá hablara así de mí. Con
ese amor. Con ese orgullo, me encuentro deseando con
todas mis fuerzas sin proponérmelo.

—Más que a mi vida.


Lo dice con tanta honestidad que no sé cómo
responder a esa muestra de su alma.

Me doy cuenta, de repente, de que me está llevando a


la guarida de su manada.
Cosa que era evidente porque lo ha dejado claro desde
el principio, pero hasta ahora no sabía que tenía hermanas.
Ni una familia a la que amaba tanto.
Y eso lo cambia todo.

Porque, como loba, sé lo importante que resulta, lo


absolutamente íntimo y enorme que es el que alguien, y
más aún alguien que tiende a ser desconfiado con los
extraños como lo suelen ser los alfas te lleve al lugar en el
que vive junto a las personas a las que más ama en la vida.
Hasta ahora, no lo comprendía.
No entendía qué es lo que Ryder quería de mí. Pensaba
solo en el emparejamiento como mero sexo y roles de
subgénero y poco más.

Ahora, la enormidad de ese hecho no se me quita de la


cabeza mientras él conduce por las idílicas calles rodeadas
de mansiones valladas con altos setos del vecindario
millonario en el que vive.
Del lugar en el que me ha invitado a vivir, no solo a
visitar, ni más ni menos.
Oh, madre mía. Me va a estallar la cabeza, jadeo
mentalmente. Seré boba. Tiendo a simplificarle demasiado,
eso está claro. Hay más en Ryder que el hecho de que es un
alfa que necesita mi cuerpo por culpa de su celo.
Lo miro con los ojos como platos, sintiendo que
empiezo a comprenderle, a entender quién es como
persona y él, sin ser consciente de ello, vuelve a enfocar sus
ojos en la carretera y desvía el coche hacia la izquierda por
un camino bordeado de altos cerezos que están empezando
a florecer.

—¿Y tus padres? —barboteo, tratando de centrar mi


mente en algo que no sea el hecho de que voy a estar en la
guarida de su manada.

Dentro de su santuario.
Rodeada de personas por las que él daría su vida para
protegerlos.

Y que me está proponiendo que yo sea una de ellas.


Apenas reacciono a lo tenso que se pone de repente,
pero, dado que mis emociones parecen girar a su alrededor
durante este tiempo tan confuso para mí, no puedo evitar
notarlo.
—Mi padre falleció hace unos años —me explica—. Y mi
madre… La quiero mucho. Vive con nosotros.
El tono con el que habla de ella es diferente al que ha
usado con sus hermanas. Y la manera en la que lo hace
también es extraña.

No falto de amor, pero sí lleno de tristeza. Una


profunda que trata de esconder, pero que no se me escapa.
—Entiendo —replico sin entender tanto como me
gustaría, y como no puedo quitármelo de la cabeza y al
parecer hoy es el día en el que mis emociones me controlan
y me alteran la paz mental además de volverme impulsiva,
añado de golpe y porrazo—: Realmente quieres que me
empareje contigo.
El que suene tan asombrada como súbitamente me
siento no es culpa mía.
Es culpa del hecho de que hasta ahora eso del
emparejamiento era un concepto que estaba ahí, entre
nosotros, pero que parecía más un contrato sexual que otra
cosa.
Pero los contratos sexuales no incluyen llevarme a su
hogar, presentarme a su familia y pedirme que me quede
con él durante un tiempo dentro de la seguridad de su
santuario más privado.
Él alza una ceja como si no comprendiera mi tono de
sorpresa.
—Sí —contesta sin más.

Y yo nos sorprendo a ambos una vez más cuando me


echo a reír. Al principio de manera suave y luego con más
fuerza.

—Lo siento —me disculpo, cubriéndome la boca con


una mano—. No sé por qué me río.
—Demasiadas emociones hoy, supongo —le oigo
musitar, aunque me mira de reojo como si estuviera
preocupado por mí.
Cosa que solo me hace sonreír y luego empezar a reír
con más fuerza.
Río y río y río hasta que el vientre me duele, y solo
paro cuando él gira el auto para meterse en una propiedad
cuya puerta eléctrica se abre hacia un enorme jardín.
Puedo ver un garaje de dos puertas y parte de una
casa de tres pisos con muchos ventanales rodeada de
vegetación.

—Este sitio es inmenso —comento, logrando al fin


controlar mi ataque de risa nerviosa—. ¿Cuánto mide el
terreno? Parece una selva tropical.
—Algo más de dieciocho mil metros cuadrados.

Me lo quedo mirando con los ojos como platos.


—¿Tan cerca de la ciudad y en un barrio como este?
Empiezo a sospechar que eres un millonario o algo así —
suelto medio en broma.
Viste bien y tiene un coche de lujo, pero este es otro
nivel enteramente diferente. No puedo ni llegar a
imaginarme cuánto costará vivir en un lugar así.
Millones, probablemente.
Él se encoge de hombros.
—Ha estado en mi familia durante tres generaciones.

Me río entre dientes.


—¿Vas a decirme que el dinero es de tus padres y que
tú no eres rico?
—No —replica con una media sonrisa, pero por su aura
parece no querer hablar del tema así que lo dejo estar.

Se le nota mucho más relajado ahora que está en su


territorio.
Supongo que, además, el que yo ya no parezca a punto
de echarme a llorar a cada segundo ayuda.
Tengo la sensación de que mi estado emocional le
afecta tanto como él me afecta a mí, y ello es un dato que
me guardo para luego porque me resulta fascinante.
—Hemos llegado —anuncia, aparcando el coche entre
otros dos.
Abro los ojos como platos cuando veo el que hay al
lado de mi puerta.

—¿Es eso un Ferrari? —resoplo con incredulidad.


No soy muy fan de los coches y sus muchas marcas,
pero sí que reconozco uno de esos. Y sé que vale más de lo
que yo ganaré jamás con mi cerámica en un año entero.
—Era de mi padre —explica Ryder mientras se
desabrocha el cinturón—. Vamos a… Ah, aquí llegan.
Sale del coche con una sonrisa cuando una puerta
lateral que debe comunicar el garaje con la casa se abre y
tres jóvenes salen por ella.
Se quedan observando su auto con curiosidad, pero me
doy cuenta de que no me ven debido a que los cristales
están tintados de negro, así que aprovecho para aspirar una
bocanada de aire y armarme de valor tratando de
calmarme.
Estoy nerviosa y quiero causar una buena impresión, y
ello es tonto porque todavía no he decidido nada sobre lo
del emparejamiento y porque el que esté aquí no significa
que esta gente vaya a ser mi manada o a aceptarme como
parte de ella y… Oh.

En ese instante, me sucede una de esas cosas que a


veces nos pasan en la vida en momentos inesperados o
inconvenientes, como ahora.
Mi mente hace clic como si encajara las piezas de un
puzle mental y de repente comprendo varias cosas sobre mí
misma que habían gobernado mi mente y mi vida, pero que
no podía ver con claridad hasta este instante.

Me doy cuenta de que uno de mis mayores dilemas a la


hora de aceptar la propuesta de Ryder no es que él no me
resulte atractivo, o ni siquiera el que sea un alfa ahora que
poco a poco voy entendiendo que él no es mi madre y que
quizás uso mi trauma como excusa porque los alfas me
asustan (o más bien mi lado omega y su reacción ante ellos
me asusta), sino que lo que sucede de verdad es que estoy
aterrada de ser rechazada.
De ser repudiada como lo fui en el pueblo, como lo fue
mi padre por su familia, y como me ha vuelto a suceder con
los vecinos hace poco.
Me da mucho miedo acabar emparejada con Ryder y
no encajar en su familia. Sentirme como la paria. La extra.
La nueva que nunca termina de vibrar con los demás. La
rarita. La solitaria.
La que solo vive con ellos porque se acuesta con el alfa
y nada más.
No se me da bien hacer amigos. No sé cómo encajar
con la gente. Y ser rechazada y aislada por algo tan
importante para un lobo como es una manada es un
pensamiento que me hace querer encogerme sobre mí
misma con miedo y dolor.
Es pura y llana cobardía. Autopreservación. Querer
defenderme alejándome de ellos, de Ryder, antes de que
me hagan daño y se me rompa el corazón una vez más.
La risa nerviosa de antes es sustituida por la silenciosa
crisis provocada por una de las mayores verdades de mi
vida que he preferido ignorar hasta ahora.
Y que solo es interrumpida cuando una carita presiona
su nariz pecosa contra el cristal de la ventana del copiloto.
—¡Hay alguien en el coche! —anuncia Anne con
entusiasmo, golpeando el cristal con sus pequeños nudillos.

Intento poner una sonrisa para que no se me vea tan


seria y distraída como me siento en este momento, pero
apenas llego a hacerlo bien antes de que la inquieta
pequeña abra la puerta sin esperar a que lo haga yo.
—¡Hola, soy Anne! —me sonríe de oreja a oreja con
una boca a la que le faltan dos dientes.

Y, a pesar de todo mi caos interno, la sonrisa con la


que responden mis labios es la más genuina que he sentido
en mucho tiempo.

—Hola, Anne —replico, dejando que me coja de la


mano y tire de mí hacia fuera sin miramientos y con
entusiasmo como solo los niños saben hacer—. Soy Dalia.
Encantada de conocerte.
Capítulo 13

La omega y el clan Blackwolf

DALIA

—Y este es mi rincón favorito para tomar el té con mis


amigos… cuando Ryder me deja invitarlos a casa porque
mamá está bien ese día, claro —me cuenta Anne cuando
entramos en el solárium, tan enorme como el resto de la
mansión.
Pero a mí lo que me roba el aliento no es solo su
impresionante tamaño o el altísimo techo acristalado, sino
la cantidad de flores y plantas en macetas que hay por
todas partes, rodeando la mesa y las sillas de ratán que hay
en el centro del suelo de damasco en blanco y negro.
Mis ojos se pasean por todas partes intentando no
perder detalle.

El metal forjado que une las cristaleras está pintado de


verde y del centro de la cúpula de cristal cuelga una
lámpara de araña que es una obra de arte, observo sin salir
de mi estupor.
—Guau —jadeo, maravillada por cada rincón que la
pequeña me enseña de la impresionante mansión de su
manada.

—¡Ven! ¡Voy a enseñarte mis flores favoritas! —anuncia


el cachorro de lobo con una risa divertida por mi reacción.

Si estuviera en su forma animal no me cabe duda de


que estaría moviendo la cola con alegría. Le encanta ver mi
expresión atolondrada mientras me pasea por sus rincones
favoritos de la casa, decorada con una mezcla de estilos;
principalmente el de los años veinte, pero también he
reconocido el midcentury en el salón y en algún que otro
lugar.
Aunque no soy experta en decoración, siempre me ha
gustado mucho. Y esta casa me inspira tanta sensación de
maravilla como lo hace la finca del marqués en la que vivía
hasta ahora. Es impresionante.

—Este sitio parece sacado de una novela de romance


victoriano —me asombro en voz alta mientras Anne tira de
mí de nuevo, esta vez hacia las rosas trepadoras que hay en
uno de los pilares que sujetan el techo porque quiere que
vea todas las rosas que hay plantadas, no solo una
variedad.

—¡Esa fue exactamente la inspiración para el solárium!


—exclama una voz femenina y amable mientras Anne me
explica de manera feliz por qué las rosas son su flor favorita
(porque fueron las primeras que aprendió a pintar, al
parecer).
Giro la cabeza y me encuentro cara a cara con una
mujer baja y con curvas cuyo rostro ancho y afable está
repleto de profundas arrugas de pena alrededor de los
labios.

Lleva un vestido largo y azul y un sombrero de paja de


ala ancha, y sus manos están cubiertas por un par de
guantes de jardinería manchados de barro.

—Hola —saludo con una sonrisa algo tímida.


Sabiendo que estoy en su territorio y que soy una loba
desconocida y que por ende debo mostrar respeto, inclino la
cabeza de una manera en la que no lo había hecho nunca
hasta ahora y que solo he visto en las películas porque la
mujer me inspira ese tipo de gestos.

No por una sensación de que es más fuerte que yo o


algo parecido, sino porque tengo la sospecha de que se
trata de una de esas personas que valoran las tradiciones y
yo estoy nerviosa con tanto desconocido que huele
ligeramente a Ryder alrededor. Como si el alfa les diera
abrazos y restregara su aroma protector sobre su cabello a
menudo.

Aunque la mujer, noto con curiosidad, huele más a


tierra y a ese aroma jabonoso y limpio propio de los beta
que a otra cosa.
—¿Eres una nueva amiga de…? —Mira a la chiquilla de
reojo, que se desinfla como si su alegría fuera un globo y
alguien lo hubiera pinchado, y vuelve a enfocar sus pupilas
en mí—. ¿… de alguien? —finaliza.
Me descoloca un poco por lo extraño que es que
parezca ignorar a la niña, como si fingiera que no existe. Y
eso me pone a la defensiva porque mi corazón ha decidido
segundos tras conocerla que Anne ya tiene un hueco en él,
así que me pongo un poco sobreprotectora aunque quizá no
deba hacerlo.

—Soy amiga de Anne. —Mi sonrisa es un poco más


falsa y fría otra vez—. Esta encantadora loba —digo,
apretándole la mano a la niña ligeramente para darle
ánimos— es la chiquilla más bonita de todas y tiene el
nombre más bello, ¿verdad, Anne?
—¡Lo eligió Ryder! —anuncia la pequeña recuperando
parte de su entusiasmo—. Dice que a papá le gustaba ese
nombre por unos libros que leía de pequeño: Ana de las
Tejas Verdes.
Aunque sigue mirando a la mujer con ojos de cachorro
degollado, Anne se pega un poco a mí como si buscara
esconderse de ella pero al mismo tiempo no pudiera dejar
de observarla.

Su comportamiento es extraño. Sobre todo, porque


ambas huelen a que están emparentadas.
—Ya veo… —deja caer la beta como si hubiera decidido
no prestarme mucha atención a mí tampoco, y desvía su
mirada hacia las rosas trepadoras con expresión pensativa.

Me muerdo la lengua y me digo que desconozco las


dinámicas de esta manada y que no debo hacer
suposiciones ni ser una borde con ella, pero me cuesta.

Son demasiadas emociones en un solo día, como dijo


Ryder mientras me traía a su casa. Y, además, me está
costando mantenerme serena desde que lo conocí.
—Las rosas necesitan una poda —declara la beta como
si no existiéramos y estuviera hablando con el aire.

Abro la boca para decirle que si nos disculpa Anne y yo


vamos a continuar la visita, porque la niña se está poniendo
cada vez más triste y mis instintos protectores me empujan
a sacarla de aquí, pero veo que Ryder está con sus otras dos
hermanas bajo las puertas de cristal que conectan el
solárium con el resto de la casa, observándonos con una
expresión tensa en el rostro, y me muerdo la lengua,
esperando a ver qué va a hacer el alfa al respecto, porque
mi estúpido omega interior sigue insistiendo en que esta es
su casa y su manada y en que yo debo causarle una buena
impresión a él más que a nadie.
—Veo que estás despierta —comenta el alfa con tono
lacónico, dirigiéndose a la loba de mediana edad.
Y de repente sé sin que me lo confirmen, por el color
de ojos de la mujer, tan similar al de Ryder y al de Susie,
que esta loba que afecta tanto a Anne es la madre del clan
Blackwolf.
Ella ignora a su hijo y me sonríe de repente, aunque
sus ojos se desvían hacia Anne unos segundos y luego se
vuelven un poco distantes y pasan de largo a la niña para
clavarse en Ryder.

A mi lado y todavía cogida de mi mano, Anne emana


una tristeza resignada más intensa que antes que me duele
cuando la huelo.
¿Qué leñes pasa aquí?, me pregunto mientras veo a la
madre Blackwolf dirigir su atención hacia su hijo mayor, a
Ryder, e ignorar a su hija menor como si no existiera, a
pesar de que esta le ha dicho «hola» varias veces de
manera queda y tímida, como si no esperase una respuesta.
—Ryder, cariño, ¿es esta omega amiga tuya? —
inquiere la mujer con una sonrisa que ahora que la observo
con más atención me parece más distraída que amable.

Ryder asiente con expresión inescrutable.


—Sí, madre —le responde con cordialidad, aunque noto
que todavía está tenso y que sus dos hermanas también
emanan esa mezcla de ansiedad, tristeza y enfado que el
alfa controla mejor que ellas, aunque mis ojos noten su
lenguaje no verbal.

—Dalia es una omega compatible con Ryder —suelta


Susie como si supiese que acaba de hacer estallar una
bomba de la que nadie hablaba en nuestras caras.
La joven beta tiene la barbilla alzada y aspecto de
estar retando a su madre de alguna forma al decir esas
palabras.

Su aroma se vuelve acre por la tristeza.


—¡Susie! —regaña Amber en un susurro ansioso, pero
todos la oímos—. Déjala tranquila. Ya sabes cómo está en
esos días.
Su ansiedad se incrementa al mismo ritmo que lo
hacen la tristeza y el enfado de Susie, que no se molesta en
ocultarlos de su aroma ni siquiera cuando este se vuelve
acre y se superpone al de las flores que nos rodean.
La tercera hermana Blackwolf se cruza de brazos sobre
su delgado pecho y mira a su madre como si esperase una
respuesta a su declaración.
Cosa que obtiene.
—Ah —musita Elsa Blackwolf.

Sus ojos se vuelven aún más distantes.


Sin emitir una palabra más, Elsa da media vuelta y sale
del solárium en dirección al jardín.
Y la tristeza de la atmósfera se intensifica hasta que
Susie rompe el silencio fingiendo entusiasmo.

—¿A quién le apetece un trozo de tarta de limón? —


pregunta con una sonrisa dirigida a su hermana pequeña.
—¡A mí! —ríe Anne, levantando la mano que tiene
libre.
Pero su risa suena un poco forzada y sus deditos
aprietan los míos con ansiedad.
Y ello me rompe el corazón.
Capítulo 14

La omega y la tentación

DALIA

La tensión persiste cuando nos sentamos a comer alrededor


de la mesa que hay en un rincón de la cocina, junto a unos
hermosos ventanales que dan al jardín de atrás.

—¡Aquí está! —sonríe Susie, cargando con una tartera


cubierta por una cúpula de cristal—. La hice ayer por la
noche así que está perfecta.

—Parece deliciosa —comenta Amber, aunque su


atención está más fija en mí que en la tarta de su hermana.
Ryder, sentado a mi lado (a mi otro lado está Anne,
que ha recuperado un poco el ánimo), se levanta y le coge
la tartera de las manos cuando Susie casi la tira al suelo al
tropezarse con la pata de una silla.

—Patosa —dice Amber con humor.


Susie le saca la lengua y Anne se ríe y se pone de
rodillas sobre su asiento para poder inclinarse sobre la
mesa.

—Quiero un trozo de los que llevan limones con azúcar.

—En almíbar —la corrige Amber de manera ausente,


quitando la cúpula de cristal mientras Susie se sienta.
—¡Ay! ¡Los platos y cubiertos! —exclama la hermana
mediana como si se acabara de dar cuenta, y se levanta a
toda prisa.

—Ya voy yo —interviene Ryder, apoyando una mano en


su hombro para que se siente de nuevo.
El alfa, que se ha quitado el chaquetón y está
malditamente apuesto vestido todo de negro como una
especie de ninja sexy de piernas kilométricas y músculos
que esa camiseta marca casi a la perfección, desvía toda mi
atención hacia él en cuanto se mueve.

Qué culo, admira mi mente de manera ausente,


fijándose en lo bien formadas que están sus nalgas y lo
magníficamente genial que sus pantalones de traje
presionan contra ellas.

La risita de Susie me saca de mi ensimismamiento y


hace que vuelva al presente. Y también que me ruborice
hasta la planta de los pies, porque no me cabe duda de que
se ha notado horrores que me lo estaba comiendo con la
vista sin tapujo alguno.

—Nuestro hermano no está en el menú —ríe la beta


pelirroja con diversión.
Amber se ríe por lo bajo, pero me observa con
satisfacción por algún motivo en el que no quiero ni pensar.

La otra omega de la habitación emana una especie de


emoción que es mezcla de anticipación, alegría y alivio cada
vez que me mira.

Es confuso que alguien a quien no conoces tenga


emociones tan complejas por ti, pienso, tratando sin éxito
de esconder mi vergüenza cuando Ryder vuelve con los
platos y cubiertos, más un cuchillo para cortar la tarta, y los
deposita en el centro de la mesa redonda al alcance de
todos.
—¡Yo traigo los vasos! —grita Anne bajándose de su
asiento antes de que alguien pueda impedírselo, pero se
queda frente a la encimera con cara de frustración—. No
llego.

—Voy. —Ryder deja el cuchillo con el que estaba


cortando la tarta encima de un plato y se acerca a su
hermana menor, levantándola con facilidad y sentándola
sobre sus hombros para deleite de la pequeña.
—¡Algún día seré más alta que tú! —chilla Anne
abriendo los armarios en los que están los vasos.
La adorable estampa que crean esos dos me caldea el
pecho y despierta una emoción de lo más agradable en mi
vientre. Hasta mi loba está ronroneando otra vez. Cosa que
es rara para un hombre lobo y de lo que no había oído
hablar antes, pero que solo hace cuando se trata de Ryder,
así que quizá se trate de la compatibilidad alfa-omega.

O al menos esa es mi teoría.


Con un suspiro, me resigno a la idiotez incomprensible
de mis hormonas y acepto el vaso que Anne, a la que su
hermano ha bajado de sus hombros para poder coger el
resto de vasos ya que la chiquilla solo ha podido agarrar uno
con cada mano, me ofrece.

—Gracias, Anne.

—¡De nada! —La niña parece brillar cuando le sonrío.


Ya me tiene completamente en su puño y no se da ni
cuenta. Pero sospecho que eso le pasa también con su
hermano mayor.

Por suerte, la pequeña ha recuperado parte de su


alegría inicial y eso me alivia.
Aunque sigo sin entender qué es lo que pasa con la
madre, no quiero meter mis narices donde no me han
invitado a meterlas.

La luna sabe lo mucho que yo odio cuando otra gente


hace lo mismo.
—Yo prefiero limonada casera de la que hace Alfred,
Ryder —le dice Amber a su hermano cuando este trae una
bandeja cargada con vasos que deja sobre la mesa y vuelve
tras la enorme isla central para sacar bebidas de la nevera.

—Yo, cola —pide Susie, impidiendo que Anne intente


cortar su propio trozo de tarta (que resulta ser casi la mitad
de la misma).
—Eso es malísimo para tu salud —regaña Amber.

Susie le saca la lengua y yo, que todavía me siento


algo tímida y por ello no participo mucho en la
conversación, me río al verlo.

—Lo que es malísimo para la salud es esa limonada


con estevia que Alfred te hace. —Hace una expresión
exagerada de asco—. No sé cómo puede gustarte esa cosa.
Amber arruga su delicada nariz devolviéndole la
expresión de tirria a su hermana.

—Es buena para la salud y además está deliciosa…


cuando te acostumbras al sabor. —Lo último lo añade entre
dientes, pero todos la oímos.
La beta se echa a reír y coge la botella de refresco que
su hermano le tiende.

—¿Qué quieres beber tú? —me preguntan Ryder y


Anne a la vez, y la niña vuelve a reírse al ver que han
hablado al mismo tiempo.
—Cualquier cosa me vale —respondo, apartándome el
pelo de la cara y deseando haber traído un coletero.
—¡Puedes probar la limonada! —ofrece Amber con un
entusiasmo que no le había visto hasta ahora.
—Solo quiere que alguien le ayude a vaciar la jarra
porque sabe que ella se va a cansar de obligarse a sí misma
a beberse esa cosa tras un solo vaso —ríe Susie a carcajada
limpia.

Amber bufa y reniega, pero está claro que en el fondo


se quieren mucho, como me contó su hermano.

Ambas se miran con cariño y a veces empujan el


hombro de la otra con afecto. Se nota que el discutir suele
ser un juego para ellas.
—Dalia puede beberse el batido de fresa que me hizo
Alfred —declara Anne con la carita seria, como si fuera un
sacrificio que estuviera dispuesta a hacer por su nueva
amiga—. Todavía queda un poco.

—Te lo agradezco, Anne, pero me apetece probar la


limonada, así que puedes bebértelo tú si quieres —
respondo, tratando de no besar su mejilla regordeta porque
todavía no tengo el nivel de confianza como para andar
dando mimos al cachorro de la familia, con los que los lobos
suelen ser ultrasobreprotectores.
—Vale —asiente la pequeña.

Su expresión de alivio es tan evidente que me hace


reír.
Ryder tiene pinta de que también quiere darle un
achuchón y que se está conteniendo, y yo me doy cuenta
de que parte del motivo de que me haya vuelto tan
silenciosa al llegar aquí es porque no dejo de asombrarme
con lo diferente que parece el alfa cuando está con sus
hermanas.

El amor y la ternura vuelven su rostro algo


imposiblemente bello, como lo hicieron en el coche cuando
hablaba de ellas, solo que ahora es más intenso y que
además su aroma, que huele a afecto, diversión y un deje
del perfume de sus hermanas (que tocan sus brazos y se
acurrucan contra él y un millar de gestos tiernos
inconscientes que hablan de una confianza tremenda como
las palabras jamás podrían expresar), que se mezcla con su
aroma personal a alfa, masculino y poderoso.
Está relajado. A gusto y libre de esa seriedad que lo ha
caracterizado desde que lo conocí.
Y yo me siento un poco celosa, aunque sea ridículo, al
ver esa conexión tan especial que tienen entre sí.

Al verlo a él de esta forma. Abierto y cariñoso a su


manera.
Ryder nos sirve un vaso a todas antes de volver a
sentarse a mi lado y, para entonces, yo ya tengo los latidos
del corazón acelerados porque el hecho de que me siento
atraída por este macho y de que eso se está convirtiendo en
algo que va más allá de lo físico es un pensamiento que no
se me quita de la cabeza.
Y, por supuesto, siendo todos lobos como lo somos, los
demás se dan cuenta en seguida.

—¿Estás bien? —inquiere Amber, bebiendo un trago de


su limonada e intentando a todas luces no hacer una
mueca.
—Sí. Sí —miento, tratando de contener mi aroma para
que el muy traicionero no se tiña del olor ácido a mentira—.
Perfectamente.

Creo que he logrado esconderlo de Amber y Susie, y


definitivamente de Anne, pero por el brillo divertido e
interesado de Ryder, cuyo hombro roza el mío de manera
casual mientras termina de cortar la tarta y nos da los
platos una a una antes de servirse él, al alfa no se le ha
escapado nada.

Maldito alfa, pienso procurando no echarme a toser por


lo ácida que está la limonada cuando decido beber un trago,
está resultando ser la tentación personificada.
Mi decisión de no emparejarme con un alfa está
empezando a tambalearse más y más con cada minuto que
paso a su lado.

Y lo peor es que la idea está empezando a no


asustarme tanto.
Capítulo 15

La omega y la otra omega

DALIA

Aunque sigo sin entender qué es lo que pasa con Elsa,


tengo la suficiente experiencia en todo eso de los vínculos
entre hombres lobo y el cómo afectan a las personas como
para intuir que tiene mucho que ver con que al padre alfa
de los Blackwolf ni se lo mencione.

Como si su muerte fuera un tabú.

Y también el hecho de que ella es beta. Y que los beta


no pueden emparejarse con alfas ni con omegas. Es
físicamente imposible para ellos porque las hormonas
necesarias para marcar y establecer ese vínculo son
inexistentes en sus cuerpos; y los intentos de las grandes
farmacéuticas de crear una imitación en sus laboratorios
han fracasado hasta ahora.

Las estadísticas no son amables con los omega o los


alfa que se enamoran de betas o viceversa. Lo sé bien.

Tuve la desgracia de verlo de primera mano mientras


crecía.

—¡Tienes que dormir conmigo! —me pide Anne,


haciendo un puchero e interrumpiendo mis pensamientos.

Me detengo en la puerta del baño y le sonrío. La niña


está sentada con las piernas cruzadas sobre la cama de la
habitación de invitados que Ryder me ha ofrecido para esta
noche.

Necesitaba una ducha después de que me resbalara


con algo de barro que había en el camino del jardín que los
hermanos Blackwolf me estaban enseñando tras la cena.

De normal no soy tan torpe, pero los nervios juegan


malas pasadas. Y eso es lo que me ha ocurrido cuando
Ryder ha rozado sus dedos contra los míos de manera nada
accidental.

Al parecer, mi mente deja de pensar con racionalidad


cuando él me toca y mis piernas se vuelven de gelatina.

Otra reacción inesperada con la que lidiar.


—Tendrás que pedirle permiso a tu hermano —le
respondo a la niña, sintiendo que quizá debería negarme
porque no es muy educado dormir con alguien de una
manada sin el permiso del alfa de la casa, y menos un
cachorro, pero que el hecho de que ella me haya tomado
tanto apego nada más conocerme hace que algo parecido a
la felicidad aletee en mi corazón y por ello no soy capaz de
negarle nada.

—¡Vale! —grita Anne, y echa a correr hacia la puerta


del dormitorio a toda prisa haciéndome reír.

Es adorable.

Soltando un suspiro y pensando en lo extrañamente a


gusto que me siento en la casa de los Blackwolf a pesar de
mis nervios y miedos, que casi han desaparecido por
completo tras un día entero con ellos, me seco el pelo con
una toalla y salgo del baño adjunto al dormitorio rumbo a la
silla en la que he dejado antes mi ropa.

Tal y como me temía, está hecha una porquería y no


voy a poder ponérmela. Así que supongo que me quedaré
toda la noche en albornoz.

Me giro cuando percibo una presencia en el pasillo y


veo que se trata de Amber.

—Hola —saluda la omega, parándose bajo el marco de


la puerta como si dudara de si es bienvenida o no.
Le sonrío con una muda invitación a entrar y emano
tranquilidad y bienestar con mi aroma para dejar claro que
es bienvenida.

—Anne acaba de irse —le comento para romper un


poco el hielo mientras ella camina hasta detenerse a los
pies de la cama en la que me he sentado—. Dice que quiere
dormir aquí.

Ella me devuelve la sonrisa.

—Es raro en ella cogerle cariño a alguien así de rápido


—me cuenta con extrañeza—. De normal es más tímida y
cerrada con los desconocidos.

—Ah, ¿sí? —me extraño.

La niña ha sido tan cariñosa desde el principio que me


cuesta imaginármela de otro modo.

Amber asiente. Lleva una pequeña pila de ropa en las


manos y tengo la intuición de que quizás es para mí.

Aunque nuestras figuras son diferentes, ya que ella es


más delgada que yo.

—Te traigo algo de ropa de Susie —explica cuando me


ve observándola—. Ropa interior, un pijama y alguna que
otra cosa más para que puedas vestirte mañana si tu ropa
no está seca aún. Es de antes de que hiciera dieta para lo
de su puesta de largo.
La manera en la que pone los ojos en blanco tiene un
deje de cariño exasperado.

—Entonces seguro que me vendrá bien —le sonrío—.


Gracias. Sois muy amables las dos.

Ella abre la boca para responderme, pero de repente


pone cara horrorizada como si se hubiese dado cuenta de
algo.

—Oh, querida madre luna, ¡perdona! —se disculpa con


un ligero aroma a pánico—. No pretendía implicar que
estuvieras gorda o algo… Mierda, olvida que he dicho eso.
¡Joder! Qué bocazas que soy. Lo siento.

Se cubre la boca con una mano y la pila de ropa se


tambalea cayendo sobre la cama.

Me echo a reír al verlo.

—No te preocupes. No me has ofendido.

Si lo hubiera dicho con malicia lo hubiera notado. Pero


no creo que Amber sea el tipo de persona al que le importa
el aspecto físico de los demás ni de los que se burlan de
otros por ello.

El comentario de antes sobre la dieta de su hermana


llevaba implícito una dosis de preocupación por su salud, no
una queja por su figura.

Puede que a veces la gente me decepcione, pero no


soy tan mala calando a las personas. Y creo que los
hermanos Blackwolf son buena gente.

—¿En serio no te has ofendido? —pregunta ella con una


mezcla de ansiedad y alivio, soltando el aire de sus
pulmones de golpe.

—De verdad que no —le aseguro—. Y gracias otra vez


por la ropa. A ambas.

—De nada. —Me sonríe de manera tentativa esta vez y


luego vuelve a suspirar y frunce el ceño como si se
estuviese regañando internamente—. Soy una bocazas. Se
me da mejor escribir que socializar.

—Oh, ¿eres escritora? —me intereso mientras cojo la


ropa desperdigada por la cama y veo que hay tres
braguitas, varios pares de calcetines, un pijama, un suéter y
una falda que debería venirme bien si la cierro sobre mi
cintura y no mis caderas.

Nada de sujetadores. Pero dado que mis pechos son


bastante más grandes que los de las dos hermanas era de
esperar.

Además, el sujetador que llevaba antes no se ha


manchado, así que de todas formas no necesito otro.

—Poesía —revela Amber con timidez, como si le


generara apocamiento al hablar de sus obras—. Pero no es
gran cosa, la verdad.
—No sé mucho de poesía, pero siempre he admirado el
que la gente sea capaz de expresar tanto en unos pocos
versos cuando he leído algún poema —admito, invitándola a
sentarse junto a mí en la cama con un gesto, cosa que hace.

Una vez más, me siento cómoda hablando con una


hermana Blackwolf.

No sé lo que tendrá esta familia para hacerme sentir


que no soy un bicho raro, pero estoy empezando a
apreciarlo y espero que no se acabe nunca.

Cuidado con esos deseos, podrías acabar queriendo


quedarte aquí para siempre, se burla una pequeña parte
oscura de mi mente que trato de acallar a toda prisa.

Amber enreda uno de sus largos dedos morenos en uno


de los mechones castaños que se ha salido de su moño.

—Así que… Perdona que te haga una pregunta tan


directa —me mira de reojo como si quisiera evaluar mi
reacción y tengo la sensación de que sé lo que va a
preguntarme—, pero nos preguntábamos si Ryder y tú…

Lo sabía.

—Ah —farfullo, y me entretengo seleccionando la ropa


interior que me voy a poner para dormir—. Entiendo que
queráis saber si vamos a emparejarnos o no, pero lo cierto
es que todavía no lo sé ni yo misma. Lo lamento.
Intento fingir que no noto la decepción que tiñe su
aroma de acidez ni la expresión ansiosa de su rostro de
facciones delicadas.

—Ryder es un buen macho —me dice en voz queda y


llena de afecto por su hermano, pero también de una
desesperación que me apuñala el corazón al sentirla—.
Sería un gran compañero. Y aquí podrías vivir muy bien.

—Eso es algo que debe decidir ella, Amber —interviene


la voz de Ryder.

Ambas nos giramos para observarle.

Está de pie bajo el marco de la puerta y tan


malditamente guapo que una vez más me olvido de cómo
respirar y el corazón se me acelera.

Lleva puestos unos pantalones deportivos de algodón


en color gris y una camiseta negra, y entre ambos puedo
ver una franja de un par de centímetros de su piel morena y
de esos abdominales marcados que se intuyen a través de
la tela de su ropa.

Va descalzo y me quedo mirando con curiosidad las


uñas de sus elegantes pies, pintadas de color morado, verde
musgo y negro de manera caótica.

Como si lo hubiese hecho un niño.

—Sé que lo tiene que decidir ella —replica Amber,


mordiéndose el labio inferior y mirándome de reojo de
nuevo, aunque yo estoy demasiado embobada
contemplando la endiablada belleza de su hermano alfa
como para darme cuenta de ello—. Pero puede hacerlo con
un poco de ayuda…

—Amber —amonesta Ryder con tono firme.

La omega Blackwolf frunce los labios con frustración e


irritación y se levanta de la cama.

—Lo siento —se disculpa, y sé que está siendo honesta,


pero aun así me siento un poco triste y un poco incómoda
porque también sé que, por mucho que Ryder la regañe, no
va a ser la última vez que intente convencerme de que me
empareje con su hermano.

Y la entiendo.

Si yo tuviera un hermano como él, una manada como la


suya, haría lo que fuera para mantenerlos a salvo, me doy
cuenta en ese momento como si me diesen un tortazo de
realidad en la cara.

Ellos están siendo más amables de lo que quizá yo


misma sería si alguien a quien amo estuviera en peligro de
perder la cabeza o morir.

Mucho más.

Si hubiera podido salvar a papá a costa de convencer a


otra persona de…
No, me ordeno a mí misma. Es un pensamiento fútil y
estúpido que no lleva a ninguna parte. Papá jamás quiso
salvarse.

—No hace falta que te disculpes —le aseguro a Amber,


tratando de poner un cierre bien firme a mis pensamientos
—. Lo entiendo.

Ella me mira a los ojos y entre ambas hay un instante


de perfecta comprensión mutua.

El amor es una de las mayores fuerzas del universo.


Tanto para bien como para mal.

Si hay alguien a quien debo temer en esta casa,


posiblemente esa persona sea Amber. No al alfa Ryder ni a
la dicharachera Susie o la distante Elsa.

Sino a otra omega que, como yo, sabe muy bien lo que
está en juego.

Amber jamás será violenta, pero ello no implica que no


vaya a intentar manipularme, aunque se le retuerzan las
entrañas a la hora de hacerlo y acabe por odiarse a sí
misma.

Lo sé porque yo también lo haría.

Lo sé porque ambas tenemos el mismo don de


manipular a aquellos que son más débiles que nosotras
mediante nuestras feromonas, aunque sea un tabú y en
muchos casos, además, esté prohibido influenciar en las
emociones de alguien sin su consentimiento.

Lo sé porque reconozco la mirada de alguien que está


dispuesta a destrozarse a sí misma para salvar a alguien a
quien ama.

Ambas nos estremecemos y apartamos la mirada de


los ojos de la otra, pero el momento pasa tan rápido como
ha llegado.

—Me voy a dormir —anuncia Amber mirando la


alfombra. Por primera vez, sus emociones están guardadas
tras una barrera defensiva—. Buenas noches.

Se detiene un segundo junto a Ryder y este besa su


sien e intenta hablar con ella, pero la omega sale de la
habitación antes de que él pueda decirle algo.

Me quedo mirando la puerta de manera pensativa una


vez ella se ha marchado dejándonos solos.

Para mí está claro que acabo de conocer a la persona


que podría ser mi mayor aliada o mi peor enemiga en esta
manada.

Y que todavía no sé cuál de las dos cosas va a ser.


Capítulo 16

La omega y el deseo de su corazón

DALIA

Me despierto de madrugada curiosamente descansada, pero


inquieta.

No soy capaz de determinar qué es lo que me ha hecho


despejarme, así que decido levantarme tras quitar
suavemente las manitas de Anne de la tela del pijama al
que se agarran con fuerza como si no quisiera dejarme ir.

Si la manada Blackwolf estaba planeando hacer que


deseara quedarme, sin duda han usado su mejor arma
desde un principio, pienso con humor, sabiendo que Anne
me ha cogido cariño por su cuenta, no porque nadie esté
intentando convencerme de nada, pero también que si no
fuese por el cachorro habría estado mucho más tensa y
menos receptiva a los evidentes deseos de Ryder de que me
quede que ni siquiera se ha dignado en esconder.

No queriendo despertar a la niña y deseando respirar


un poco de aire fresco para despejar la cabeza y pensar en
todas las cosas sobre las que tengo que reflexionar, decido
salir a dar un paseo por el jardín.

—¿Quiere usted una bata y unas zapatillas, señorita?

Me sobresalto cuando un anciano beta se asoma por la


puerta de la cocina al verme pasar en dirección al solárium.

—Yo… —Me lo quedo mirando como un búho atontado


por la sorpresa. Es silencioso y su presencia apenas es
perceptible—. Sí, perdone. Gracias.

Él me sonríe con amabilidad de tal forma que hace que


me relaje al instante.

—No hay de qué —contesta, indicándome que lo siga—.


Deme un minuto y se lo traeré.

—No quiero molestar…

—¡No molesta! —niega él a toda prisa cuando entro en


la cocina y se mete por una puerta lateral que sospecho que
da a la lavandería, volviendo con un grueso chaquetón que
por el tamaño debe de ser de Ryder y un par de botas de
agua—. Me temo que no tenemos otros zapatos a mano —
se disculpa con cara de congoja—. Pero seguro que el señor
dispondrá de lo necesario para que su estancia sea lo más
cómoda posible muy pronto.

—No se disculpe —le sonrío negando con la cabeza—. Y


me voy mañana. Quiero decir —me corrijo mirando el viejo
reloj que hay colgado de una pared frente a la isla de cocina
—, en unas horas. Así que no hace falta que Ryder me
compre nada.

Podría añadir que puedo pagarme mis propias cosas,


pero conozco lo suficiente sobre el protocolo de las
manadas como para saber que, en caso de que estén
dirigidas por un alfa (no hay tantos como para que todas lo
estén aunque los lobos lo consideren lo ideal), este tiene la
obligación de proveer de todas las comodidades necesarias
a los invitados dentro del sentido común. Especialmente si
ese invitado es un omega.

Me pongo el chaquetón y me calzo las botas de agua


bajo la atenta mirada de Alfred, cuya figura alta y espigada
me saca una cabeza y cuyo rostro adornado con una espesa
barba blanca muestra un entusiasmo que no entiendo muy
bien.

—El jardín de los jazmines que hay frente al


invernadero está especialmente hermoso por la noche —me
cuenta guiñándome un ojo, y me señala hacia las puertas
de cristal francesas que hay abiertas a un lado de la cocina,
junto a la mesa en la que he comido tarta hace unas horas
con Ryder y sus hermanas.

El corazón me da un pinchazo al pensar en ese


momento y no entiendo muy bien por qué, pero creo que mi
mente está tratando de decirme algo.

—Gracias. Iré a ver si es tan bonito como dice —le


devuelvo la sonrisa de manera distraída.

—Ya me contará qué tal a la vuelta —me dice con


humor mientras salgo al jardín volviendo a afanarse con lo
que quiera que estuviera haciendo en la despensa.

Qué hombre beta tan curioso, musito en mis


pensamientos mientras trato de recordar en qué dirección
estaba el invernadero.

Alfred parece tan amable como el resto de los


Blackwolf, reflexiono, y el corazón vuelve a darme ese
sobresalto que no dejo de notar una y otra vez y que quizás
es lo que me ha despertado antes mientras soñaba con
Ryder y con la sonrisa tan hermosa que le dedica solo a sus
hermanas.

Los celos vuelven a hacer su aparición cuando la


recuerdo y me hacen sentir culpable e imbécil por sentirme
así, pero no puedo evitarlos.

La potencia con la que quiero que Ryder me sonría con


ternura, me toque con afecto desmedido e inconsciente, y
me trate como…
Como a alguien a quien ama, deduzco con una mueca.

Pero definitivamente no como a una hermana. De solo


pensarlo, me río de mí misma porque si mi lujuria fuera un
volcán la Tierra estaría perdida para siempre.

He ahí mi dilema, me burlo de mí misma,


deteniéndome a respirar cuando el aire, a pesar de lo fresco
y saludable que está, amenaza con constreñir mis
pulmones. Quiero que Ryder me quiera. Estoy jodida.
Malditamente jodida. ¡Me he vuelto idiota!

Pero quejarme de mí misma y rabiar contra los deseos


de mi cabeza no sirve de nada excepto para enfadarme
más, así que trato de dejar esos pensamientos a un lado y
centrarme en procesar este nuevo rumbo de los
acontecimientos de mi confusa vida.

—¿Tanto te han ofendido esos jazmines? —se burla una


voz masculina, sobresaltándome.

Me doy cuenta de que he llegado al pequeño rincón


repleto de jazmines trepadores que hay junto al invernadero
porque me he puesto a caminar sin darme cuenta al
perderme de nuevo en mis pensamientos.

Y de que Ryder está tumbado en un largo banco de


piedra vestido tan solo con sus pantalones.

Trago saliva e intento con todas mis fuerzas no


gimotear como una tonta cachonda perdida al ver la línea
de vello que desciende por la cinturilla de sus pantalones,
pecaminosamente baja como si se los hubiera puesto a toda
prisa.

—¿Te estabas masturbando bajo la luz de la luna?

Él se echa a reír con ganas al escuchar mi pregunta,


medio fascinada medio escandalizada.

—No —replica con humor—. ¿Por qué? ¿Es un hábito


tuyo?

Suelto un bufido porque no encuentro una respuesta. Y


ello es debido principalmente a que me lo estoy comiendo
con la vista y a que lo único que mi cerebro tiene que
aportar a la conversación son risitas mentales de lo más
estúpidas.

Él se incorpora y se sienta sobre el borde del banco,


apoyando sus antebrazos en las rodillas y observándome
con intensidad a través de esas ofensivamente largas
pestañas suyas.

—¿Sueñas con masturbarte bajo la luz de la luna,


Dalia? —ronronea con una media sonrisa cargada de burla
—. ¿Te pone cachonda hacer esas cosas en público?

—Capullo —farfullo, ruborizándome hasta las orejas—.


¡Claro que no!

Ha sonado como una mentira y no comprendo por qué


porque no lo es.

¿Verdad?
—Nunca he soñado con eso —añado cuando él solo se
ríe por lo bajo como si se estuviese divirtiendo horrores a
costa de mi vergüenza—. Ni lo he hecho.

—Qué pena. —Sus ojos se están riendo de mí, estoy


segura—. A mí me encantaría ser tu voyeur.

Aspiro una bocanada de aire súbita.

—¿Estás flirteando conmigo, alfa?

—¿Te ofende, omega? —replica con otro de esos


ronroneos de los que mi omega interior quiere hacerse eco,
solo que los suyos son mucho más graves y se sienten
hasta el interior de mis huesos y los míos suenan a
cachonda necesitada de un revolcón cuando no logro
contenerlos.

Desvío la mirada hacia los jazmines y decido cambiar


de tema porque descubrir que Ryder Blackwolf es mucho
más que el alfa serio, ligeramente distante, intenso y
trajeado, me está retorciendo algo muy dentro que no creo
que esté preparada para procesar todavía.

—Los jazmines son muy bonitos —farfullo, diciéndome


que no tengo por qué estar tan nerviosa y sabiendo que me
estoy mintiendo a mí misma porque este alfa siempre me
pondrá nerviosa de algún modo.

Estoy segura de ello.


—Hay una cama escondida en un cenador no muy lejos
de aquí —comenta él en cambio, sin perder ese brillo ufano
y divertido de sus ojos—. Por si quieres explorar tus
fantasías nocturnas.

Será capullo.

—¡Que te he dicho que no sueño con eso! —insisto con


testarudez.

Esta vez el rubor debe de llegarme hasta la planta de


los pies. Lo siento por todo el cuerpo.

—¿Y con qué sueñas, Dalia? —Parece más interesado


que nunca en nuestra conversación.

La tensión sexual que hay entre nosotros se incrementa


de tal forma que casi puede palparse.

Los músculos de Ryder están tensos y sus ojos color


medianoche tienen ligeras motas de brillo carmesí.

Me paso la lengua por los labios porque de repente los


noto resecos.

—Con tener tu boca ocupada en otra cosa que no sea


hablar —replico, decidiendo jugar a ese juego suyo de poner
nervioso al otro y haciendo énfasis en la última palabra con
coquetería.

Siento una inmensa satisfacción al ver cómo el rojo de


sus ojos se incrementa y sus dedos se curvan en puños a
cada lado de su cuerpo.
—Ah, ¿sí?

—Sí —aseguro con una sonrisilla ufana y falsamente


dulce—. Sobre todo, tu maldita lengua.

El ronroneo que el alfa emite esta vez sale


directamente de su pecho y es más ronco y grave que
nunca antes.

Hasta los pájaros nocturnos se callan al oírlo como si


fueran conscientes del depredador que esconde la piel
humana del alfa.

Ryder se pasa la lengua por los caninos mirándome


fijamente a los ojos.

Su corazón está acelerado y el mío también. Los dos


podemos oír la sinfonía que crean en conjunto.

—¿Te gustaría hacer esas fantasías realidad, omega? —


propone Ryder con una voz que hace sonar todas mis
alarmas por el peligro que es para mi sensatez.

Aunque creo que la sensatez ya la he mandado al


cuerno hace rato.

Alzo la barbilla y me fuerzo a no estremecerme cuando


sus ojos descienden desde mi rostro hasta posarse en mis
pechos y de ahí a mi vientre y a mi entrepierna con
evidente hambre.

Contengo un jadeo de deseo por la intensidad de la


lujuria que solo su maldita mirada despierta en mí.
—¿Me estás proponiendo sexo oral? —pregunto,
fingiendo una risa que me sale más hueca y falta de aliento
que burlona como pretendía—. ¿Aquí? ¿En el jardín de tu
madre?

La sonrisa de depredador lujurioso que me dedica será


la protagonista de todas las fantasías sexuales que tenga el
resto de mi vida.

—Sí —contesta sin más, retándome con la mirada.

Pierdo la capacidad de respirar mientras mi mente


procesa lo que me acaba de decir.

—Vale —dicen mis labios sin que el resto de mí


comprenda del todo a lo que acabo de acceder.

Él alza las cejas con sorpresa como si no hubiera


esperado una respuesta positiva por mi parte.

—¿Es eso un sí?

—¿Acaso necesitas que te lo deletree? —bufo a la


defensiva, pero sintiéndome a la vez más tímida y más
valiente que nunca y no sabiendo en qué leñes me estoy
metiendo, pero sí que quiero meterme en ello hasta el fondo
y quizá no salir de allí jamás.

Y lo peligroso que es eso para mi libertad.

—¿Estás segura? —me pregunta con seriedad, como si


quisiera asegurarse de que no voy a arrepentirme de mi
decisión.
O tal vez no, susurra mi mente. Tal vez mi libertad no
esté en peligro en absoluto y su promesa de respetarla,
aunque no nos emparejemos, sea cierta.

Tal vez Ryder Blackwolf, que ama a sus hermanas con


todo su corazón y respeta a su madre enferma, que cuida
de su manada y adora la libertad de pensamiento de Amber
aunque ella sea omega, no es como los demás alfas.

No es como mamá.

Tengo ganas de llorar y de reír, de abalanzarme sobre


él, de besarlo y de pasar mis manos por su piel desnuda,
todo al mismo tiempo y con el mismo ímpetu.

Porque comprendo qué es lo que mi corazón insistía en


decirme: que me estoy enamorando de él como una boba
sin miramiento alguno y que mis miedos quizá no son más
grandes que mi necesidad de amar.

O, en este caso, de tener sexo con él.

Extiendo una mano hacia él habiendo tomado una


decisión y armándome de valor.

Él la coge sin planteárselo dos veces, a diferencia de


mí, y ello me hace sonreír.

—¿Quieres que hagamos un sesenta y nueve en el


cenador secreto, Ryder Blackwolf? —tanteo, elevando la
cabeza para mirarle porque es malditamente alto.
Su sonrisa es amplia, hambrienta y definitivamente
sucia cuando me responde.

—Sí quiero, Dalia Blackwolf.

El hecho de que haya usado su apellido en mi nombre y


de que yo no me queje por ello no se nos escapa a ninguno
de los dos.
Capítulo 17

La omega y el cenador secreto

DALIA

El cenador, como todo en la mansión Blackwolf, es


encantador y enorme.

Está rodeado de una densa vegetación que lo oculta a


los ojos de aquellos que no saben encontrar el sendero
medio escondido que lleva hasta él, situado tras el
invernadero.

—Muy bonito. La decoración de tu casa me encanta —


comento cuando llegamos para diversión de Ryder, que es
consciente de que es una mera cháchara nerviosa porque
mi nerviosismo es imposible de esconder de mi aroma.
—Estará mucho más bonito cuando estés desnuda
sobre la cama —asegura empujándome ligeramente de
manera juguetona hasta que estoy sentada en el borde del
colchón.

Se sienta a mi lado y se inclina para besarme antes de


que pueda hablar de manera nerviosa otra vez, y yo me
pierdo en el beso de manera instantánea.

Besa como un demonio que ha venido al mundo para


hacer pecar a los incautos.

Su sabor, la manera en la que su lengua invade mi


boca y sus manos levantan la camisa del pijama para
colarse debajo y así tocar mi piel, el calor que emana su
cuerpo cuando se pega al mío y el alfa usa su peso para
hacerme caer sobre el colchón… las sensaciones superan
con creces lo que las palabras podrían expresar.

En meros minutos, soy poco más que una bestia


jadeante y hambrienta que solo quiere más de él y de lo
que me hace sentir.

Mi sexo, húmedo desde que lo he visto tumbado sobre


el banco de piedra como un dios pagano de la decadencia
esperando a su próxima víctima, vuelve la cara interna de
mis muslos pegajosa e incómoda.

Las manos de Ryder desabrochan los botones de la


camisa del pijama y dejan mis pechos al descubierto, y su
boca no tarda en descender sobre ellos como si hubiese
esperado toda una vida para darse un banquete con mi
cuerpo.

—Oh, joder —me oigo suspirar de placer cuando


estimula mis pezones con maestría hasta que me oye gemir
con abandono.

Enredo mis dedos en su pelo y acaricio los músculos de


su espalda con deleite, disfrutando del placer que me causa
su boca y de la sensación de sus dedos colándose por la
cinturilla del pantalón de mi pijama para rozar mi sexo por
encima de las bragas.

—Qué mojada estás —jadea Ryder con fervor, y todo su


cuerpo tiembla de ganas de probarme.

Su voz y la manera en la que me toca, tan


desesperada, es la cosa más malditamente erótica de la que
he sido testigo en toda mi vida.

Gimo y arqueo el cuerpo cuando se aparta de mí para


quitarme los pantalones y las bragas con toda pretensión de
calma abandonada a la impaciencia.

Sus ojos son completamente carmesíes y ello me pone


aún más cachonda todavía, si es que es posible.

—Quítate los pantalones —medio ordeno medio pido,


tan desesperada como él por tenerlo desnudo.

Para mi deleite, él obedece sin rechistar dejando al


descubierto su erección y sus fuertes y larguísimas piernas.
Una erección que me quedo mirando con ojos como
platos porque madre luna hermosa que estás en los cielos,
eso no puede ser un pene realista, grita mi mente con
pasmo.

Cierro los ojos y los vuelvo a abrir, pero sí, ahí sigue:
enorme. Ancho y largo y con el nudo de la base
deshinchado pero definitivamente enrojecido, lo que implica
que el maldito alfa quiere anudarme.

Y yo nunca he tenido un nudo atándome a un alfa


porque jamás, en toda mi vida, he dejado que uno de ellos
me toque, pero, joder, qué ganas me entran de sentir
semejante envergadura, que definitivamente no va a caber
en mi vagina, hundirse en mi interior e hinchar el nudo,
manteniéndolo enganchado a mí hasta llenarme con todo su
maldito semen y vaciarse por completo.

Soy masoquista, me digo a mí misma, plenamente


consciente de los niveles absurdos de deseo sexual que
estoy alcanzando de solo pensarlo.

—No creo que eso vaya a caber en mi boca —informo a


Ryder con toda seriedad, en cambio, señalando su polla.

Él se echa a reír con ganas y se inclina una vez se ha


deshecho de nuestra ropa, besándome hasta dejarme sin
aliento una vez más.

—Me basta con la punta —dice cuando me tiene


jadeante y atontada debajo de él, y lame mis labios de una
comisura a otra, introduciendo su lengua en mi boca una y
otra vez como si me estuviera haciendo un cunnilingus oral
—. Lo que quiero es probarte.

—Oh, madre mía —me oigo decir en voz aguda y


definitivamente desesperada sin mi consentimiento.

Él se ríe de nuevo, esta vez mucho más quedamente


porque está demasiado entretenido volviendo a descender
por todo mi cuerpo.

—Voy a empezar a pensar que quizás eres perfecto,


Ryder Blackwolf —murmuro medio en broma, abriéndome
de piernas y enredando los dedos en su pelo una vez más.

Él responde colando sus manos bajo mis muslos para


abrir aún más mis piernas y poder observar mi sexo como si
estuviera contemplando el mayor manjar del mundo.

Antes de que pueda decirle que me está entrando una


vergüenza tremenda cuando los segundos pasan y él sigue
mirando mi coño con cara atontada, el alfa se inclina y pasa
su lengua de arriba abajo lamiendo mi sexo y marcándolo
con su saliva con posesividad.

—¿Estás usando feromonas en tu saliva? —farfullo con


voz aguda cuando la sensación ligeramente cálida de las
feromonas que los alfas y los omega usamos para marcar a
otros como nuestros hace tintinear todo mi sexo.

—No puedo evitarlo —replica él con tono ronco, brusco


y salvaje, más lobo que hombre—. Necesito marcarte. Joder,
lo necesito.

Su mirada carmesí observa mi sexo inflamado y


enrojecido, goteando hasta manchar la manta que cubre el
colchón, con posesividad antes de hacerlo de nuevo. Una y
otra vez. Y luego hundir esa misma lengua cuajada de
feromonas capaces de volverme loca de gozo en mi interior.

Me arqueo suplicando que me llene con su polla entre


tartamudeos, perdiéndome en el gozo que su lengua me
causa pero sintiendo que no es suficiente.

El placer es inmenso e inesperado y complace una


parte visceral y primitiva de mi sangre de bestia que de
repente empieza a aullar en mi mente como si hubiese
estado deseando algo así toda nuestra vida.

—A la mierda el sesenta y nueve —lo oigo perjurar con


voz ronca y frenética.

Y el alfa procede a follarme con su lengua como si


estuviese intentando marcar cada rincón del interior de mi
coño hasta donde alcance el apéndice.

Me corro una vez, y luego otra con mayor intensidad, y


después me deja casi alcanzando el tercer orgasmo en no
sé cuánto tiempo porque he perdido la noción de todo
excepto del placer que hace arder cada terminación
nerviosa de mi cuerpo.

—Oh, joder. Joder. Joder —escucho sisear a Ryder,


maldiciendo entre dientes con fervor, y cuando recobro la
capacidad de enfocar la vista veo que se ha apartado de mí
y que sus músculos están más tensos que nunca—. Mierda.

Su mano aprieta en un puño la base de su pene, donde


el nudo está medio inflamado y palpitante, y sus dientes
son todos mortíferos como dagas y han abierto heridas en
sus labios y su lengua.

—Ryder —llamo entre jadeos—. ¿Estás bien?

Sus ojos carmesíes se clavan en los míos. Apenas hay


rastro de su lado humano en ellos.

—Estoy perdiendo el control —consigue decirme,


temblando de la cabeza a los pies.

—¿Te vas a transformar?

Estoy extrañamente tranquila. No sé si porque todos


los orgasmos me han dejado en un estado zen cercano al
Nirvana o porque estoy convencida de que Ryder no me
haría daño bajo ninguna de sus formas, loba o humana.

—No —niega él.

Sé, sin que me lo diga, que de lo que está perdiendo el


control es de ese firme agarre que tiene sobre sus impulsos
más primarios.

Y que su impulso más primario ahora mismo es el


emparejarse conmigo y reclamarme como su compañera.
Me relamo los labios saliendo del estupor en el que me
han dejado los orgasmos y me acerco a él con cuidado a
cuatro patas sobre la cama, deteniéndome cuando se tensa
todavía más.

—Deberías irte —masculla él a través de sus colmillos.

—No.

Soy más boba que un zombi, pero no quiero dejarlo


solo después de lo que acaba de pasar entre nosotros. No
cuando está sufriendo.

Me sentiría como una mierda si lo hiciera.

—Dalia… —sisea él en tono de advertencia.

Pongo un dedo sobre sus labios.

—Sé que tienes capacidad para controlarte, Ryder —le


digo con tono imperativo sin saber de dónde nace esa
confianza ciega en que no me hará daño ni atentará contra
mi consentimiento sin importar lo jodido que esté—. Así que
coge fuerzas de ese autocontrol tuyo y déjame ayudarte.

Él cierra los ojos con una expresión de profundo dolor,


pero, cuando los abre, está más tranquilo aunque su cuerpo
siga tenso como la cuerda de un arco.

—Muy bien —jadea.

Sus colmillos no retroceden y su mirada no se aparta


de mí, pero se queda quieto mientras retiro el dedo de su
boca y pongo la misma mano en su pecho, empujándolo
para que se tumbe sobre la cama.

—Déjame ayudarte —repito, esta vez con voz mucho


más suave y tierna.

Verle así despierta emociones en mí que no creía que


fuese capaz de sentir por nadie.

La piel de Ryder se eriza cuando paseo mis manos


sobre sus pectorales y sus abdominales antes de apartar la
mano con la que se agarra la polla, sustituyéndola por la
mía.

Sus dos manos agarran la manta a ambos costados de


su cuerpo y amenazan con romperla cuando sus garras
abren agujeros en la tela.

Desciendo mi boca para lamer suavemente la punta


enrojecida y goteante de su pene mientras muevo la mano
que acaricia su base con torpeza, recordando que, por
mucho que la lujuria me nuble el cerebro, las únicas
mamadas que he hecho han sido en mi imaginación
mientras veía alguna peli porno.

Es lo que tiene el que no suela llegar ni a la tercera cita


porque el hombre de turno que me pide salir acaba por
aburrirme.

El gemido que sale de sus labios, sin embargo, es lo


más sensual que he oído nunca y se me graba a fuego en la
mente y en los jodidos ovarios.
Envalentonada por el hecho de que Ryder
definitivamente está disfrutando de mis atenciones, decido
tratar de imitar las felaciones que he visto de madrugada en
el televisor de vez en cuando, encontrando un ritmo que
mis manos y mi boca pueden llevar sin hacerme daño en la
mandíbula con esa maldita envergadura digna de un coloso.

Ryder se estremece, jadea, gime roncamente y su piel


se perla de sudor.

Y entonces me agarra del pelo sin previo aviso,


soltando un gruñido mucho más potente que los demás, y
se corre en mi cara como si las cataratas del Niágara
estuvieran escondidas en su jodida polla.

El semen gotea por mi pelo, mi frente, mi nariz, mi


barbilla, mi boca, mi cuello y mis pechos, además de
manchar la cama de manera generosa.

Jadeante, Ryder suelta mi pelo con una maldición y se


deja caer sobre el colchón de nuevo, estremeciéndose una
última vez y murmurando mi nombre como un mantra.

Me incorporo sintiendo un ligero dolor allí donde sus


manos han sido salvajes al agarrar mi pelo, a pesar de que
se notaba que se estaba conteniendo, y me limpio la cara
con el antebrazo.

Aunque solo logro incrementar el estropicio.

La risa de Ryder me pilla por sorpresa.


Abro los ojos que había cerrado y veo que se me está
comiendo con los ojos como si quisiera grabar a fuego la
imagen de mí cubierta con su semen en su retina para
siempre.

—Estás preciosa —dice con una sonrisa satisfecha y


posesiva.

Le devuelvo la sonrisa con mi propia satisfacción


reflejada en mis facciones.

—Capullo —replico.

Pero cuando lo digo ya no suena a insulto, sino a mote


inusualmente cariñoso.

Y, por la manera en la que sus ojos se llenan de


regodeo al oírlo, él lo sabe.
Capítulo 18

La omega y la mañana siguiente

DALIA

Colarse de vuelta en la casa sin que Alfred se entere es


complicado, pero Ryder y yo lo logramos, subiendo por las
escaleras y tratando de que el beta no note dos cosas: que
estamos intentando no reírnos como dos críos que vuelven
de hacer una trastada y que apestamos a sexo porque
estamos cubiertos de la corrida del otro.

Está amaneciendo, pero Ryder me ha asegurado que ni


sus hermanas ni su madre se levantan antes de las diez
durante los fines de semana, y como hoy es sábado me
siento un poco más segura de que mi visita a la casa
Blackwolf no acabará conmigo en un pozo de la vergüenza
imaginario el resto de mis días si alguna de ellas me pilla de
esta guisa.

—¿Te duchas conmigo? —me pregunta Ryder,


cogiéndome de una mano para detenerme cuando me
dirigía hacia mi habitación una vez llegamos al distribuidor
del piso de arriba—. Annie todavía está durmiendo en tu
cama —añade cuando ve la duda en mi rostro.
Asiento porque no me acordaba de ello y
definitivamente no quiero espantar a la pequeña con las
pintas que llevo o, peor, que se despierte y me haga
preguntas.

Ryder tira de mi mano hacia su habitación y ambos nos


miramos de reojo e intentamos no echarnos a reír con todas
nuestras fuerzas otra vez.
Nunca me había sentido tan ligera y tan jovial a la vez.
Quizá han sido los orgasmos y realmente he alcanzado
el Nirvana, me río de mí misma mentalmente.
—Cabemos los dos en mi ducha —anuncia el alfa sin
soltar mi mano—. Ven.
Lo sigo sin protestar porque lo de que nos
enjabonemos el uno al otro me parece una idea de lo más
tentadora.

Al final, nos enrollamos en la ducha mientras el agua


caliente cae sobre nosotros y nos toca ducharnos
rápidamente cuando esta se enfría porque estamos más
pendientes de besarnos que de limpiarnos.
Salimos de la ducha desnudos y dejando la alfombrilla
perdida de agua y nos miramos, echándonos a reír una vez
más sin motivo alguno como si el mero hecho de estar
juntos desnudos en una misma habitación nos causara una
gracia tremenda.
Ryder me presta sus toallas y una de sus camisetas,
pero hay poco que podamos hacer por mis bragas así que
me toca dejarlo todo en su habitación antes de
escaquearme al interior del dormitorio de invitados donde
Anne sigue durmiendo a pierna suelta y coger un par de
bragas de las que me han prestado (aunque parecen nuevas
y de hecho he tenido que quitarles la etiqueta antes de
ponérmelas) y una muda de ropa no me cuesta nada.

Pero cuando vuelvo al pasillo, veo que Susie y Amber


ya se han despertado y están charlando con su hermano
frente a su puerta.

Ryder me dirige una mirada de disculpa sobre sus


cabezas, pero yo me encojo de hombros, decepcionada pero
encandilada una vez más por el modo tan tierno en que las
trata.

Ojalá yo hubiera crecido en un hogar como este con un


hermano como Ryder, me encuentro a mí misma pensando
de nuevo de manera distraída mientras saludo a las dos
hermanas y, una vez Anne se despierta y la ayudo a lavarse
la carita legañosa, bajamos a desayunar todos juntos.
El desayuno está lleno de miradas compartidas entre el
alfa y yo; cejas alzadas con curiosidad por parte de las dos
hermanas mayores y el cuidar que una Anne adormilada
que poco a poco va despejándose y recuperando su habitual
entusiasmo no se atragante intentando beberse todo el
zumo de golpe.

—… y, ¿sabes qué?, me presento en sociedad en


menos de una semana, ¡así que definitivamente tienes que
venir! —exclama Susie, inclinándose sobre la mesa para
cogerme la mano.

Miro a Ryder de reojo, pero él solo se encoge de


hombros dejando la decisión en mis manos.

—No sé, Susie —replico, y añado al ver su decepción—.


Muchas gracias por invitarme, pero es que yo nunca he
asistido a una fiesta de esas, la verdad. No creo que supiera
cómo comportarme.

Ni a ninguna otra, si soy honesta.

No es que nadie quisiera invitarme en el instituto o en


la academia. Y, además, solía preferir la compañía de mis
libros y mis proyectos creativos, de todas formas.

—¡No tienes que comportarte de ninguna forma en


especial! —reniega ella.

Por la cara que pone Amber y la mirada que la omega


comparte conmigo, su hermana no ha sido del todo
honesta.
O quizás es que a ella le sale natural y por ello no nota
que a otros nos cuesta encajar en la sociedad a la que
pertenece.

—Sería muy divertido que vinieras, Dalia —interviene


Anne con su vocecita adormilada, mezclando mermelada de
melocotón con crema de cacahuete en su tostada—. Yo
también voy, ¿sabes? Pero solo durante un rato. Hasta que
Susie descienda las escaleras y hagan el primer baile. Luego
me llevan a casa porque no puedo quedarme para la cena.

Hace una mueca de decepción que arruga su carita de


manera adorable.

Ryder se ríe cuando ve mi expresión y yo cedo a la


tentación y le lanzo un trozo de pan a la cara que él coge
con la boca y se traga con expresión fanfarrona.

—Muy bien —suspiro con resignación, sabiendo que si


digo que no de nuevo las hermanas solo insistirán y al final
acabarán por convencerme de todas formas—. Vale. Iré.

—¡Genial! —exclama Susie con una sonrisa de oreja a


oreja—. Y puedes ser la pareja de Ryder —añade como si
creyese que ha sido sutil.

Me río porque no puedo evitarlo.

—Supongo que puedo serlo —murmuro cruzando


miradas con el alfa una vez más.
Aparto la vista y me ruborizo fingiendo que no noto el
entusiasmo de las hermanas ni la intensa mirada de Ryder,
que no se aleja de mí durante el resto del desayuno.
Capítulo 19

La omega y la decisión

DALIA

No puedo dormir.

Al final, me han convencido para que me quede otro


día más en la mansión Blackwolf con la excusa de que es fin
de semana.

No he podido decir que no cuando Anne me ha


suplicado que me quede y Ryder, que sabe la influencia que
el cachorro tiene sobre mí, me ha sonreído con tanta
arrogancia al ver que cedía que casi me dan ganas de
volver a arrastrarlo al cenador secreto para verlo perder el
control y jadear de nuevo de puro placer por mi culpa como
venganza.

El muy maldito me pone a mil cada vez que nuestros


ojos se cruzan y recuerdo nuestro sucio secreto.
Y mi único consuelo es que a él también le pasa lo
mismo cuando me mira.

Anne está acurrucada contra mi costado, así que


levantarme de la cama es difícil porque, aunque el sueño
me evada y mi vejiga exija que le preste atención,
achucharla es algo a lo que apenas me puedo resistir a
estas alturas.

Aun así, me incorporo y salgo de debajo de la pila de


mantas soltando un suspiro de cansancio tras unos minutos
más porque ya no puedo más.
Tras salir del baño, debato conmigo misma si volver a
meterme bajo las mantas o no, pero mi necesidad de salir al
jardín a respirar aire fresco y disfrutar de la naturaleza una
vez más es mayor que mi deseo de estar calentita en una
cama cómoda, así que salgo de la habitación y camino por
los pasillos de la mansión Blackwolf hacia las escaleras.

—Pareces un fantasma con esa ropa puesta —se burla


una voz que reconozco al instante y que acelera mi corazón
como suele hacer siempre.
Desciendo la mirada hacia el camisón blanco, ancho y
con volantes, que Susie me ha prestado después de que su
hermano y yo destrozáramos el pijama que tuvo la
amabilidad de darme (aunque no es que le haya contado
cómo acabó esa ropa en la lavandería, claro está).

—Al final me vas a provocar una taquicardia, alfa —


refunfuño, preguntándome qué hace él solo de madrugada
sentado en uno de los sillones del distribuidor de la segunda
planta que divide ambas alas de la casa—. ¿Qué haces aquí
sentado en medio de la noche sin las luces encendidas?
Aunque nuestros ojos ven perfectamente por la noche
siempre y cuando la luna esté en el cielo y nada impida el
paso de su luz, encender una lámpara o dos siempre viene
bien.

—Lo mismo que tú —replica Ryder con una de sus


sonrisas atractivas pero apenas perceptibles, tan diferentes
a las que les dedica a sus hermanas—. No podía dormir.

Durante unos instantes, me siento entre ofendida y


lastimada por que no me sonría con tantas ganas y de
manera tan abierta como hace con el resto de su manada, y
ello me impulsa a acercarme a él como si el enfado
propulsara mis pasos y se mezclara con mis ganas de
tocarlo y de hacerle perder las ganas de jugar conmigo y
esa arrogancia suya que me trae de cabeza.
Pero luego la belleza de su cara y de su cuerpo me
atrapan por completo y el agravio se me pasa.

Atraída por su aroma y su maldita perfección física y


sintiendo ese aleteo en la base del estómago que estoy
empezando a asociar con sentimientos agradables, tomo
asiento en el sillón que hay a su lado… O eso pretendía,
porque cuando estoy pasando frente a él, Ryder alarga un
brazo y me lo impide.

—¿Qué haces? —le gruño, pero mis mejillas


ruborizadas y el aroma a deseo que sé que está tiñendo el
olor de mis feromonas omega desmienten mi falso enfado y
él lo sabe.
El muy altanero me sonríe con los párpados entornados
como si estuviera contemplando qué hacerme y de repente
me empuja hacia su regazo hasta que estoy sentada en él
con un bufido.

—No puedo pegar ojo —me informa, como si ello


justificara el que haya decidido que su entrepierna va a ser
mi nuevo asiento—. Y es culpa tuya.

Su inesperada acusación hace que el deseo me


caliente las entrañas.
Me relamo los labios y, en un impulso del que me niego
a arrepentirme, hago lo que llevo deseando hacer desde
que noté la anchura de sus hombros y lo marcados que
tiene los pectorales: poner las manos sobre sus clavículas.
Una posición vulnerable para un lobo que implica cierto
nivel de complicidad y confianza que tal vez él y yo no
tenemos aunque hayamos tenido sexo.
Pero me da igual.

Necesito tocarle. Toda yo, lado humano y bestia por


igual, ya no puede resistirse a ese anhelo constante de
marcarlo con mi olor, de sentirlo bajo mis manos y pegado a
mi piel, que es cada vez más intenso y más difícil de
doblegar.

Y eso es lo que no me estaba dejando dormir. Esa


necesidad, ese conocimiento de que el alfa estaba tan solo
al otro lado del pasillo, de su invitación a emparejarnos, de
la manera en la que me miró, me acarició y me folló con su
lengua la noche anterior en el cenador.
De la manera en la que me hace sentir: como ningún
hombre, lobo o no lobo, jamás me ha hecho sentir antes.

Tan deseada que su apetito por mí se siente a veces


como algo tangible a mi alrededor.

Acaricio sus pectorales, completamente embobada y


perdida en la sensación de su cuerpo, inusualmente caliente
bajo las yemas de mis dedos, deseando que no llevase
puesta la camiseta.
Ryder no me rebufa ni me aparta las manos como
hacía mi madre cuando mi padre la rozaba sin querer, sino
que, por el contrario, parece tan complacido por mi gesto
como siempre que le toco.

Su olor se vuelve pesado y adictivo por la lujuria que,


aunque se nota que está conteniendo para no dejar que me
abrume, pinta sus feromonas con un aroma que me hace
estremecer y endurece mis pezones sin mi permiso.
—Dalia. —La manera en la que pronuncia mi nombre,
como si estuviera moribundo de deseo por mí, me hace
jadear—. No puedo más. Contigo aquí siento que me estoy
volviendo loco. Pero de una manera muy diferente a la
locura a la que estoy acostumbrado. Nunca pensé que
habría algo más difícil de combatir que eso, pero me
equivocaba.

—Ah, ¿sí? —carraspeo, tragando saliva sin saber cómo


responder porque mi cabeza está en blanco y lo único que
puede procesar es la creciente lujuria que siento por este
macho alfa, que está destruyendo todas mis dudas y
barreras tan rápidamente que no me da tiempo a alzarlas
de nuevo.
—Sí —responde él en tono ronco pasando una de sus
grandes manos por mis caderas y subiéndola por mi cintura
como si no pudiera resistirse—. Tu olor en mi guarida y lo
que hicimos anoche… ¡Joder! No sé cómo pude pensar que
sería una buena idea y que podría mantener mi capacidad
para pensar con raciocinio.

Me río entre dientes a su costa y él aprieta una de mis


nalgas con sus dedos haciéndome gritar de la sorpresa.

Mi mano golpea su pecho de manera débil y coqueta,


pero él no se ríe por mi gesto.
—Mi lobo no deja de intentar luchar contra mi
autocontrol como lo hizo anoche —confiesa en una voz baja
y peligrosa, y sus ojos refulgen de color carmesí—. Quiere
que te arrastre hacia mi cama y te folle. Que te anude y que
nos emparejemos.
Se estremece como lo hizo la noche anterior cuando
luchaba contra sus instintos más primarios.

Su voz es oscura y peligrosa y suena llena de culpa y


avidez a partes iguales.
Como si estuviese perdiendo contra su sentido del
honor y la caída fuera algo que parte de él está disfrutando.

—¿Así que te tiento tanto como para olvidarte de tu


promesa de respetar mi decisión, sea la que sea? —
pregunto con un ronroneo masoquista sin poder evitar
provocarlo.

Él se estremece y su polla semierecta presiona contra


mis nalgas.
—Eres una jodida arma nuclear contra mi autocontrol,
omega —gruñe con los ojos completamente rojos y el poder
de su bestia a flor de piel.
Seguro que su forma de lobo es magnífica, piensa mi
mente de manera distraída mientras el resto de mí trata
simplemente de acordarse de respirar. Grande y fuerte,
como él.
Me trago un gemido de lo más vergonzoso que
amenaza con salir de mi garganta.
El calor de mi vientre está arrasando con mi propio
raciocinio y no creo que yo misma pueda aguantar mucho
más.
Si me quedasen fuerzas, maldeciría una y otra vez mis
hormonas omega, pero ya no tengo capacidad ni siquiera
para eso. Ni ganas tampoco.

De lo único que tengo ganas es de follarme a Ryder


Blackwolf y de averiguar si realmente somos tan
compatibles en la cama y fuera de ella como nuestros lobos
aúllan que lo somos.
Ryder coge aire, pero parece arrepentirse porque los
músculos de su cuello se tensan cuando sus pulmones
captan con más intensidad el aroma de mi lujuria.

—Si quieres conservar tu soltería, deberías irte —me


advierte, pero aprieta las manos sobre mi cintura como si su
cuerpo se negase a seguir las órdenes que ese sentido del
honor suyo trata de imponer—. Le diré a Alfred que te lleve
de vuelta esta noche.
Eso, en vez de hacerme sentir alivio como imaginaba
en mis días de omega sin pareja compatible cuando
pensaba en preservar mi libertad a toda cosa, ahora solo
me hace enfadar.
—No quiero irme —replico.

Y me doy cuenta de que realmente no quiero irme. De


que soy tan patética que tan solo pasar un par de días con
su manada, con él y su familia en su guarida, me ha hecho
anhelar cosas que hasta ahora había enterrado en el fondo
de mi corazón porque las creía imposibles.
Ryder se pasa una lengua por los labios y me doy
cuenta de que tiene los caninos alargados.

Realmente está empezando a perder el control otra


vez, jadea mi mente con ese entusiasmo algo masoquista
que hasta ahora no sabía que era parte de mí.
—Si no te vas…
—No me iré —decido en ese instante. Quizá de manera
impulsiva, pero ya no me importa. Lidiaré con las
consecuencias de mis decisiones cuando estas se presenten
como siempre hago—. A no ser que me exijas que me vaya,
no quiero hacerlo.
No es solo que no quiera volver a esa finca que se ha
convertido en una pesadilla. O que de repente quiera ser
económicamente dependiente de él (eso nunca, ya que
jamás renunciaré a mi pequeño negocio online de
cerámica).
Es que jamás me había sentido como si perteneciera a
un lugar, a una familia, hasta que he puesto un pie en esta
casa y mi aroma se ha mezclado con el de Ryder; hasta que
Anne me ha aligerado el corazón, Susie me ha hecho reír y
Amber me ha tratado como una igual a pesar de nuestra
tensión reciente y… y todos ellos, exceptuando a la pobre
Elsa, me han hecho sentir que puedo pertenecer a un lugar
si yo quiero.
Que no tengo que volver a estar sola nunca más.
Pero, sobre todo, es el hecho de que estar aquí con
ellos me ha hecho darme cuenta de lo sola que me sentía y
lo mucho que ello me dolía, aunque lo negara.
Ryder me mira con tanta hambre, tanta desesperación,
que siento que todo rastro de duda sobre si este macho
quiere o no que forme parte de su entorno más íntimo como
alguien valorado y respetado se evapora al instante.
—No puedo más —declara con impaciencia.
Sin emitir una sola palabra más, como si no fuera
capaz de ello, el alfa se levanta cargando conmigo como si
pesara menos que una pluma.
Y yo me aferro a él con fuerza, aunque sepa que no me
va a dejar caer, porque la anticipación por lo que va a
ocurrir entre nosotros apenas deja espacio para nada que
no sea lo mucho que quiero tener a Ryder Blackwolf entre
mis piernas y en mi vida.
Capítulo 20

La omega y la pasión

DALIA

Ryder cierra la puerta de su dormitorio con el pie una vez


estamos dentro y camina hacia su enorme cama,
depositándome con cuidado sobre las sábanas revueltas por
su insomnio.

Y entonces me empuja suavemente pero con


impaciencia hasta que estoy tendida sobre estas y me besa
como si se fuera a acabar el mundo.

Nuestras manos, tan impacientes y frenéticas como


nuestras lenguas, se deshacen de la ropa que nos cubre
hasta que ambos estamos desnudos.
Nuestros cuerpos buscan el contacto del otro con una
pasión que raya en la desesperación.

Nos tocamos como si lo necesitáramos para seguir


viviendo. Como si la lujuria fuera un veneno y el sabor y el
tacto del otro, la única cura para la fiebre que nos asedia.

—No puedo ser paciente, Dalia —jadea Ryder,


mordiendo mi labio inferior con cuidado de no hacerme
sangrar y pasando su lengua para aliviar la picazón que sus
colmillos dejan sobre mi piel.

Abro la boca para decirle que no quiero que sea


paciente; que lo quiero en mi interior; que quiero su maldito
nudo para quitarme de una vez por todas esa obsesión
constante de querer saber cómo se siente; pero entonces
recuerdo su enorme erección y esa emoción masoca que es
mezcla de fascinación y horror engulle cualquier otra con
gula.

—No creo que tu pene me quepa, si soy honesta —le


confieso en un arranque de honestidad con un bufido—.
Parece la polla de un actor porno y me temo que soy
demasiado virgen para ti.

Él se echa a reír con ganas hasta que ve que hablo en


serio.

Parpadeando, clava su mirada en mi cara, seria pero


lujuriosa, y entonces me mira con una expresión de
asombro que no le había visto antes.
—¿De verdad eres virgen?

—Tu incredulidad me halaga —bromeo—. Pero hablo en


serio. Creo que, aunque no lo fuera, tu pene es demasiado
grande para cualquiera. ¿No te lo han dicho nunca?

Ryder hace algo nuevo otra vez: las puntas de sus


orejas se ruborizan ligeramente.

Me quedo mirándolo con la boca semiabierta deseando


mordérselas porque está malditamente adorable. Y el que
un alfa con una polla que podría competir con el edificio
Chrysler ponga esa cara despierta en mí unas ganas
tremendas de pasarme la vida entera tomándole el pelo
para ver qué otras reacciones asombrosas y fascinantes
puede llegar a tener.

Aunque esta vez hablo muy en serio.

—Hasta ahora no había tenido quejas sobre mi polla —


dice cuando recupera el habla. Su rubor se hace más
intenso y baja por su cuello cuando me ve reírme con
suspicacia—. Eres la primera.

—¡No puede ser! —exclamo, observando sus facciones


perfectas en busca de la burla que suele estar presente
habitualmente cuando se ríe de mí de alguna forma—.
Seguro que sabes que tu pene no es de un tamaño normal
ni siquiera para un alfa.

Él me mira con indignación.


—¿A cuántos alfas les has visto la polla para poder
opinar eso con tanta confianza? —Sus celos vuelven su
aroma pesado y denso.

Suelto un bufido.

—Docenas —le informo sin vergüenza alguna—. Puede


que no quisiera emparejarme con un alfa por motivos que
ahora mismo no me apetece contarte, pero eso no significa
que no disfrutara de alguna que otra peli porno.

Especialmente desde que vi una por accidente hace un


par de años y descubrí lo mucho que me gustaban, añado
mentalmente para mí misma.

—Aunque me apetece mucho hablar de porno contigo y


que me cuentes qué clase de cosas te gustan en la cama,
Dalia —asegura Ryder, tensando sus músculos abdominales
cuando ya no puedo contenerme más y los acaricio colando
una mano entre nuestros cuerpos—. Creo que ese tema
podemos dejarlo para luego.

Asiento, conforme con sus palabras.

—Mejor nos centramos en cómo lograr que me anudes


sin acabar como una víctima de Vlad el Empalador, sí.

Él hace una mueca de horror como si mi broma le


trajera imágenes nada agradables a la cabeza.

La erección de Ryder, que no ha bajado ni un ápice a


pesar de la conversación, presiona contra mi vientre
dejando una mancha de humedad cuando él se mueve para
reacomodar su largo cuerpo y así poder mirarme a la cara
con mayor facilidad. Aunque sus ojos no dejan de desviarse
hacia mis pechos.

Sienta muy bien que tu cuerpo sea deseado y admirado


por el mismo macho cuyo físico tú misma deseas y admiras.

Es un impulso inmenso para mi ego.

Ryder se relame los labios sin apartar sus ojos de mis


tetas y yo sonrío para mí misma, arqueando un poco el
cuerpo y sintiéndome complacida con su reacción cuando
sus ojos carmesíes se oscurecen y todo su cuerpo se
estremece.

Está ejerciendo ese autocontrol de hierro suyo para no


abalanzarse sobre mí, no me cabe duda. Y ello me pone
muy cachonda y me hace querer verle perder el control
como le pasó la vez anterior.

—¿Tienes lubricante o algo parecido? —inquiero,


repasando mentalmente las cosas que he leído en internet
sobre el sexo.

—¿Mmm?

Él no parece haber entendido ni una sola palabra. Está


demasiado distraído por mi desnudez y sus caderas han
empezando a moverse ligeramente contra mi vientre,
buscando fricción para su pene inflamado y enrojecido.
—Lubricante —repito, pellizcándole un pezón para
llamar su atención.

Él parpadea y enfoca sus ojos en mi cara otra vez.

—No necesito lubricante.

—Yo sí lo necesito.

Ryder frunce el ceño y me mira como si fuese yo la que


está siendo cabezota e incoherente. Y no él con su polla
descomunal creyendo que va a poder meterla dentro de mí
sin ayuda.

—Los lobos lubricamos más que los humanos —me


explica como si no lo supiera, habiendo pasado más de
media docena de celos omega a estas alturas—. Tanto las
hembras como los machos.

Roza su polla contra la piel de mi vientre de nuevo, solo


que esta vez es plenamente consciente de ello, dejando un
rastro de su lubricante natural sobre mi ombligo para probar
su punto.

Suelto un suspiro y acaricio su mejilla porque no puedo


estar sin tocarle. Es superior a mis fuerzas aunque nuestros
cuerpos estén pegados piel con piel.

—Ya me di cuenta anoche de que tu polla estaba


húmeda mientras la chupaba, Ryder —le digo con un deje
de exasperación, pero en vez de crisparle mis palabras solo
hacen que el aroma a lujuria que emana de él se
incremente con creces—. Y sé muy bien que como omega
mi cuerpo produce más lubricante natural de lo normal
cuando estoy excitada. Pero, aun así…

Él besa mis labios y me mira a los ojos con total


seriedad.

—Confía en mí. Cabrá sin necesidad de ninguna ayuda


—me pide.

—Si yo confío en ti —me sorprende descubrir que estoy


siendo honesta y que realmente confío en él—. Lo que me
preocupa es que tu polla parezca el pene de un actor porno
con esteroides.

Ryder se echa a reír de nuevo con esa mezcla de


incomodidad e hilaridad de antes y vuelve a besarme, esta
vez entre risas que apenas puede contener.

Soltando un suspiro y decidiendo dejarme llevar porque


mi corazón me dice que él jamás me haría daño a propósito
y que parará si se lo pido a pesar de estar ambos
enfebrecidos por la anticipación y la lujuria, tanto la nuestra
como la que podemos oler y sentir en el otro, enredo mi
lengua en la suya con mayor maestría ahora que voy
aprendiendo cómo funcionan los besos con alguien a quien
genuinamente quieres besar (a diferencia de mis horrendas
citas de años anteriores).

No tardo mucho en perder el control de mis sentidos y


en que mi mente al fin se quede en blanco e incapaz de
pensar con claridad, hundiéndome en ese estado de
abrumador deseo sexual que solo él es capaz de causar en
mí.

Cuando sus dedos rozan mi entrada y me acarician el


clítoris y sus dientes mordisquean mis labios, me pierdo en
el placer que va aumentando conforme el ritmo de sus
dedos se incrementa.

—Más —exijo sabiendo que hay mucho más que puede


hacerme sentir.

Y él cumple, descendiendo su boca para morderme la


barbilla y el cuello de manera juguetona y pasando su
lengua por una zona hasta ahora prohibida: mi glándula
omega, situada a un lado de mi cuello y el lugar que Ryder
penetrará con sus dientes una vez me haya anudado para
emparejarnos del mismo modo que yo lo morderé a él en la
glándula alfa que él tiene en el lado opuesto de su cuello,
cerca de la clavícula.

Las feromonas que se mezclan con su saliva penetran


mi piel y hacen que ese pequeño rincón de mi cuerpo se
encienda, haciendo arder el resto de mi cuerpo hasta que
apenas puedo respirar.

—Respira —me ordena Ryder, apartando su boca de mi


cuello y besándome los pechos.

Me aferro a él, sintiéndome incapaz de enfocar la


mirada y gimiendo como si estuviera teniendo un orgasmo
por culpa de las sensaciones que ese mero gesto me ha
provocado.

—Joder —me oigo lloriquear y siento la sangre de Ryder


en mis dedos cuando mis garras arañan su espalda
abriendo heridas superficiales sobre su piel.

Él, sin dejar de acariciarme el clítoris rítmicamente,


introduce un dedo en mi interior. Pero luego aparta su mano
causando que yo maldiga su nombre porque estaba cerca
de mi primer orgasmo.

—Ryder —gruño con una voz para nada humana.

Mi loba y yo estamos más fusionadas que nunca a


pesar de que mi forma sea humana y a ambas nos cabrea
que él juegue con nosotras de esa forma.

Él eleva la cabeza para besarme los labios


rápidamente.

—Paciencia —me pide.

Suelto un gruñido y capturo sus labios en un beso,


pegando mi cuerpo al suyo y sintiendo su mano moverse
sobre su propio pene.

Cuando esa mano vuelve a tocar mi sexo, está cubierta


del lubricante natural que cubre su polla… y de feromonas
que son aún más potentes que las de su saliva.

—Oh, ¡madrelunajodermadremía! —exclamo de


carrerilla cuando sus dedos lo esparcen sobre mi clítoris
antes de introducirse de nuevo en mi interior mientras su
pulgar lo estimula en círculos cada vez más rápidos.

Llego al orgasmo gritando de placer como nunca, ni


siquiera durante mis celos, lo he hecho en la vida.

Es tan intenso que los ojos se me ponen en blanco y


pierdo el sentido de todo lo que no sea el placer.

Cuando vuelvo en mí, Ryder está frotando su pene


contra mi entrada, que está tan mojada que mi cerebro
piensa durante unos instantes que debo de haberme
deshidratado solo para producir todo eso.

El bufido de diversión del alfa me avisa de que lo he


dicho en voz alta.

Estoy tan ida que ya ni siquiera me preocupa el tamaño


de su polla. Solo quiero sentirla dentro.

—Me alegra oír eso —se ríe él, haciendo que deba
besar esa hermosa sonrisa porque juro que jamás he visto
una cara tan bella cuando sonríe—. Lo mismo digo.

Me quejo cuando Ryder nos mueve hasta posicionarse


entre mis piernas conmigo de espaldas.

—Quiero verte esa cara tan expresiva que tienes


mientras te follo y te anudo —anuncia Ryder con un gruñido
lujurioso.

—Lo mismo digo —asiento con solemnidad, abriendo


las piernas hasta que las ingles me escuecen y elevando
mis caderas para que le sea más fácil penetrarme.

Él vuelve a reírse entre dientes y me mira con tal


ternura que el corazón parece que vaya a estallarme en el
pecho por el ramalazo de amor que siento en ese momento
por este alfa que tan inesperadamente llegó a mi vida
cuando más necesitaba no estar sola.

—Ojalá te hubiera conocido antes —murmura Ryder sin


dejar de mirarme mientras empuja la punta de su pene en
mi interior—. Eres tan jodidamente perfecta, Dalia.

Me sorprendo cuando mi vagina, estimulada y


tintineante por las feromonas que él se ha encargado de
frotar por todas partes, cede con facilidad sin ningún tipo de
incomodidad.

Es una suerte que a diferencia de las humanas las


lobas no tengamos himen. No hay ni un solo ápice de dolor
mientras él me penetra lenta y cuidadosamente hasta llegar
al fondo.

Jadeo cuando se detiene una vez está completamente


dentro.

Me siento tan llena que apenas puedo moverme y mi


vientre está hinchado con su envergadura.

Pongo una mano sobre este y siento su polla bajo mi


piel.
—Madre mía —murmuro—. No puedo creer que
realmente haya cabido.

—Te dije que lo haría —replica él con satisfacción, pero


tan tenso que sus tendones parecen cuerdas de acero bajo
su piel cubierta de sudor.

Los músculos de su mandíbula y su cuello palpitan


cuando acaricio su rostro.

Sus párpados se cierran como si le estuviera costando


cada grano de su impresionante fuerza de voluntad
quedarse quieto hasta que mi cuerpo se acostumbra del
todo a su tamaño.

—Muévete —le pido respirando de manera agitada, en


un tono de voz que es mitad orden y mitad súplica.

Y él se mueve.

Y su expresión de concentración y sufrimiento poco a


poco se va convirtiendo en una de un placer tan intenso
como el mío.

Me aferro a él con manos y piernas, arqueándome y


sintiendo cada nervio de mi cuerpo vibrar de gozo como si
mi ser estuviera despertando de un letargo y hasta ahora no
hubiera sentido la vida en todo su esplendor.

Ryder se vuelve salvaje al cabo de unos minutos de


embestir cuidadosamente, desprendiéndose de su
autocontrol cuando mi cuerpo omega es capaz de tomar
todo lo que su cuerpo alfa puede ofrecerme.

Sus penetraciones son profundas, feroces y


apasionadas. Y yo lo adoro.

Lo disfruto como nunca he disfrutado del sexo antes,


cuando mis manos y mis juguetes eran lo único que lograba
aliviar una pequeña parte de esa constante necesidad de
ser llenada por un alfa durante mis periodos de celo.

Lo disfruto y exijo más. Y más. Y más. Hasta que la


mente de mi alfa es más bestia que humana a pesar de que
su forma sigue siéndolo. Hasta que él me lo da todo.

Todo lo que tenía guardado tras la puerta hasta ahora


cerrada por su autocontrol, follándome como si no hubiera
un mañana y estuviera intentando hacernos alcanzar el
cielo a ambos.

Me folla y me corro tan intensamente que apenas soy


capaz de procesar el placer y entonces me corro de nuevo
mientras él sigue montándome como una fiera hasta que él
mismo alcanza esa cima que perseguía de manera
enloquecida y su cuerpo se sacude con un rugido mientras
sus caderas se detienen y su polla llena mi interior con su
nudo y su semilla.

Mi cuerpo se siente laxo pero plenamente consciente


de cada milímetro de esa hinchazón en la base de su pene
que nos une mientras él tiene el orgasmo más largo que he
visto en la vida.

Sus colmillos estallan en su boca y la sangre gotea de


sus labios cuando cortan la fina piel sin previo aviso,
manchando mi pecho. Sus músculos tiemblan y palpitan
bajo mis manos. Y sus tendones parecen a punto de quebrar
sus huesos con la fuerza con la que contienen a su lobo
para que este no se haga con el control de su cuerpo.

Cuando baja de la cúspide de su orgasmo, yo me estoy


corriendo de nuevo por lo jodidamente erótico que ha sido
verle y sentir cómo se perdía en su lado más bestial con
semejante descontrol, pero, aun así, cuando sus colmillos
rompen la glándula omega de mi cuello y me marcan como
su compañera para siempre, mi cuerpo reacciona por
instinto y hace lo propio con el suyo enredando mis dedos
en su negro cabello y tirando de él hasta que esa zona de su
cuerpo está al alcance de mi boca.

Ambos gemimos, saciados y satisfechos y todavía


unidos por su nudo durante unos minutos más, y nos
miramos a los ojos mientras el vínculo que nos unirá hasta
el final de nuestros días se establece entre nosotros.

Y nos sonreímos como dos bobos enamorados que


acaban de descubrir juntos que el verdadero cielo está en la
Tierra, enredado en los brazos del otro y escrito sobre
nuestras pieles, y no en la luna como clamaban nuestros
ancestros que alcanzaríamos al morir.
Capítulo 21

La omega y su pasado

DALIA

Nos despertamos a mediodía cuando el sol ya está alto en


el cielo y listo para empezar a descender y darle paso a la
noche en unas horas.
Cuando abro los párpados, pesados por el cansancio,
estoy tendida entre los brazos de Ryder, que me aparta el
pelo del rostro y le sonríe a mi cara adormilada como si se
hubiera despertado hace poco y se hubiera quedado
embobado mirándome.
La ternura del gesto me llena el pecho de calidez y
hace que le devuelva la sonrisa, complacida y feliz de ser la
receptora de ese afecto suyo tan generoso.
—Buenos días, mi reina.

Bostezo y parpadeo enfocando la vista en su apuesto


rostro con curiosidad.
—¿A qué viene ese mote tan cariñoso? —inquiero con
voz ronca, acariciando uno de sus pectorales de manera
distraída.

Él besa mi frente.

—Supongo que sigo atontado por los orgasmos de


anoche.
Eso me hace reír y ruborizarme, satisfecha y sintiendo
un deje de timidez al recordar lo bien que lo pasamos
anoche.

Y el hecho de que estamos emparejados.


Cierro los ojos y suelto un suspiro, disfrutando del calor
y la firmeza de su cuerpo.

Yo tenía razón, es tan malditamente bello que su figura


debería estar considerada un pecado.

Jamás había visto a un macho de proporciones tan


perfectas como las suyas.
—Al final sí que cupo —comento en tono de chanza—.
Podrías haberme dicho que tu polla tenía feromonas
mágicas del placer, don alfa.

Él suelta un resoplido de risa y a mí los labios se me


curvan al oír su carcajada.
Es el sonido más bonito que he escuchado nunca.

Y, vale, mi mente también está ñoña por los orgasmos.


Acabo de darme cuenta de ello.
O quizás es el amor, susurra mi mente adormilada.
—Te dije que confiaras en mí —replica Ryder,
acariciando mi espalda con una especie de feliz posesividad
y oliendo a alfa saciado y contento.

Suelto un bufido débil que es interrumpido por un


bostezo porque todavía tengo sueño. Emparejarme me ha
agotado casi más de lo que suelen cansarme los celos
anuales, y eso es decir bastante.
—La confianza no se me da muy bien —confieso con un
suspiro de cansancio.

Él me abraza contra su cuerpo y frota su nariz contra


mi pelo.
—¿Puedo preguntarte por qué?

—Acabas de hacerlo con esa pregunta —respondo,


pasando la mano con la que le acariciaba el pectoral por su
costado para devolverle el abrazo.

Qué cómodo es estar aquí tendida con él, ronroneo


mentalmente. Podría acostumbrarme a esto.
El que estos momentos con él vayan a formar parte
habitual de mi vida llena mi vientre del aleteo de mil pájaros
que intentan volar al mismo tiempo, eufóricos de una
felicidad que hasta ahora desconocía.
—No tienes que responderme si no quieres —me dice
Ryder con voz calma y profunda.

Puede ser la definición de paciencia cuando quiere. Y


ello me encanta.
Abro los párpados y vuelvo a acariciar su pecho con la
yema de los dedos, haciendo que su piel se erice.

—Mi madre era alfa —empiezo a contarle, tratando de


no dejarme llevar por los recuerdos y las sensaciones de un
pasado que parece parte de otra vida en estos momentos,
pero que jamás deja de amargarme por mucho que trate de
sanar—. Conoció a mi padre cuando estaban en el instituto
y no tardaron en saber que eran compatibles. Pero ella
estaba enamorada de un beta. Un chico que había sido su
amigo de infancia y con el que estaba saliendo en ese
entonces.

Hago un parón porque, aunque el rostro de mi madre


esté empezando a difuminarse en mis recuerdos (por
suerte), el de mi padre sigue muy fresco en mi memoria.
Y su dolor, su agonía y su soledad también.

—No tienes por qué seguir —insiste Ryder con esa


misma paciencia de antes, comprensivo y cariñoso,
apretándome un poco más contra su cuerpo cuando huele
mi ansiedad.
Soltando otro suspiro, hundo la nariz cerca de su
clavícula y aspiro el aroma de su glándula.
El aroma de nuestro emparejamiento: el suyo y el mío
mezclados para siempre en nuestros cuerpos creando algo
único e irrepetible, es lo mejor que mi nariz ha olfateado
jamás.

Es embriagador.
—Cuando tenía veintitrés años, mi madre ya no podía
más con sus celos anuales —prosigo tras reunir fuerzas,
sintiendo cómo las feromonas de ese aroma me ayudan a
calmarme—. Así que a ella y a su novio no se les ocurrió
otra cosa que usar a mi padre omega. —Me reacomodo
sobre su hombro de manera inconsciente.

»Mi padre había sufrido mucho cuando la alfa que era


compatible con él lo rechazó por otro. Cayó en una
depresión, así que a mi madre no le resultó difícil
manipularlo y convencerlo de que en realidad «había visto
la luz» y lo amaba. Aunque lo único que quería era pasar
sus celos con él y seguir con el beta del que continuaba
enamorada. —Mi voz suena amarga y dura—. Claro que eso
no se lo dijo a papá. A él le hizo creer que era el amor de su
vida y que le sería siempre fiel si pasaba los celos con ella.

—Joder —oigo murmurar a Ryder, pero a estas alturas


estoy muy metida en esos recuerdos y, además, siento que
contárselos a alguien más ayuda a aliviar la carga que he
llevado desde niña.
—Entonces se quedó embarazada de mí —hablo con
rabia sin poder evitarlo—. Y resultó ser de papá y no de su
novio. Si su familia no le hubiera prohibido abortar y la
hubiera amenazado con desheredarla lo hubiera hecho,
pero como eso pasó, decidió darle el bebé a mi padre para
que lo criara él solo.

Ryder murmura algo tierno en mi oído cuando nota


cómo mi estrés se incrementa, pero yo ahora que he abierto
esa puerta debo seguir, porque una parte de mí necesita
que entienda por qué el hecho de que él sea alfa me asusta
tanto.
Pero, sobre todo, por qué me asusta ser omega y tener
a un alfa como compañero.

—Papá se escapó de casa para estar con ella y criar a


su hijo —suelto el aire de manera trémula—. Él creía que
iban a vivir juntos y que finalmente se emparejarían porque
eso es lo que ella le prometió, fingiendo un amor que no
sentía para manipularlo como siempre hacía.

»Pero lo que pasó realmente fue que mamá alquiló un


puto zulo que apenas se sostenía en pie para que ambos
viviéramos ahí y se fue a vivir con su novio a una casa que
al menos tenía techo… hasta que el beta la dejó cuando yo
tenía unos seis o siete años y se largó del pueblo. Y
entonces se desató un infierno mucho peor.
Me estremezco a pesar de que el calor del cuerpo de
Ryder impide que tenga frío y me acurruco un poco más
contra él.

—Recuerdo muy poco de esos días. Excepto que


cuando mamá venía, papá tenía que esconderme para que
ella no me pegara a mí también —prosigo con voz hueca—.
Y los moratones de papá. Y sus gritos. Ella lo arrastraba
hasta una de las habitaciones y no salían de ahí durante
días y yo tenía que apañármelas sola. No sé ni cómo
sobreviví. Me acuerdo de comer todo lo que tuviera a mano,
incluso pasta cruda, porque mi estómago siempre estaba
vacío.
El pecho de Ryder deja salir un gruñido que reverbera
contra mi piel y hace temblar mis huesos.
Le sonrío de manera distraída y beso la piel de su
hombro, emanando una calma que no siento de manera
automática porque desde niña me acostumbré a tratar de
calmar las emociones de otros aunque yo misma estuviera
sufriendo una ansiedad insoportable.

—Al final, mamá se emparejó con papá por la presión


de la familia de él, que lograron encontrarnos cuando yo
tenía unos nueve o diez años —le cuento—. Pero lo odiaba.
Lo odiaba a muerte. A papá y a mí, y a sí misma.

Recuerdo la rabia constante de mamá. Cómo siempre


apestaba a ira y a alcohol. Cómo lo pagaba con nosotros y
el dolor de ver las marcas de los golpes en el cuerpo de
papá todos los días.
Pero, sobre todo, recuerdo los ojos vidriosos de papá y
cómo me decía una y otra vez, como si tratara de
convencerse a sí mismo de ello, que mamá solo le pegaba
porque lo amaba. Porque él era defectuoso. Porque era un
omega débil y cobarde que no estaba a su altura y por ello
debía agradecer que ella se hubiera emparejado con alguien
como él.

—Cuando yo tenía dieciséis años, mamá se


emborrachó y estampó su coche contra una guardería —
sollozo, y no sé si quiero llorar o enfadarme al recordar el
egoísmo de mi madre—. Resulta que su antiguo novio había
vuelto al pueblo con una esposa y que tenía dos hijos
gemelos que iban a ese centro escolar. Y ella se enteró y
decidió vengarse.
Mi respiración se vuelve agitada y Ryder me envuelve
en su aroma y en su abrazo hasta que me calmo.
—No le importó matar a niños inocentes ni a la
profesora. Mi madre murió en el acto, pero se llevó a seis
personas consigo, incluyendo los hijos de su ex.

—Joder…
Alzo la mirada y él me limpia las lágrimas que no me
había dado cuenta de que manchaban mis mejillas hasta
ese momento.

—El pueblo entero decidió odiarnos porque mi madre


estaba muerta y no tenían a nadie más en quien volcar su
ira. La familia de papá, a la que solo le importaban las
apariencias, nos dio la espalda. Y mi padre se convirtió en
una especie de zombi. —Trago saliva y sé que mi expresión
es de una congoja profunda y difícil de consolar, pero él lo
intenta de todas formas con su aroma y con sus caricias.
»Apenas salía de casa. No comía. No dormía. Solo se
quedaba mirando la nada durante horas como si soñase
despierto con ella a cada segundo. Me lo llevé a un
apartamento cuando conseguí el dinero de una beca y un
trabajo a tiempo parcial, pero… —Hago un parón porque mi
garganta está reseca y el dolor de ese recuerdo me da
pinchazos en el pecho—. Se suicidó.
Mi voz se vuelve hueca y cierro los ojos porque ese
recuerdo es uno de los peores de mi vida.
—Se tiró desde la azotea del edificio. —Abro los ojos y
veo que hay dolor y empatía en su mirada, pero no puedo
soportar sentirme tan vulnerable, aunque sepa que él no me
va a hacer daño, así que apoyo la cabeza en su pecho de
nuevo—. Lo encontraron los vecinos. Volví de la academia
un día y había un corrillo de ellos y una ambulancia y
pensé… recé… —Niego con la cabeza—. Creo que lo supe al
instante —le confieso.

Rompo a llorar sin poder evitarlo, sintiéndome


avergonzada y culpable por soltarle todos mis demonios
cuando él tiene los suyos propios, pero a la vez aliviada de
que se haya ofrecido a escucharme.

Él me abraza y no me suelta, aferrándome con ganas y


envolviéndome con su gran cuerpo hasta que me siento
arropada, amada y comprendida, y los llantos amainan.
Cuando todo queda en calma y puedo respirar con
normalidad, Ryder me alza el rostro con una de sus grandes
manos para poder besar mis labios con dulzura.
—Gracias por confiar en mí —me dice con esa
honestidad suya, mirándome a los ojos—. Y gracias por
sobrevivir.
Rompo a llorar de nuevo cuando trato de sonreírle.
«Gracias por sobrevivir», me ha dicho. Y sus palabras
resuenan en mí como nada lo ha hecho antes.

¿Cómo es posible que él supiera lo que necesitaba oír


sin que yo fuera consciente de ello? Es como si él
entendiera lo cerca que estuve de ponerle fin a todo,
aunque no se lo haya dicho a nadie.

Lo difícil que fue encontrarle sentido a la vida después


de pasar por todo eso hace que todo lo demás, incluso el
odio de los vecinos del pueblo o el de la finca, parezca
risible en comparación.
—De nada —le respondo, tratando de sonreírle una vez
logro controlar mi llanto, pero las palabras solo me salen
serias y más severas de lo que pretendía y el gesto parece
hueco.
Él me besa de nuevo con esa ternura que está
empezando a volverme adicta a su tacto, aunque parte de
mí siga sorprendida de ser la receptora de esas emociones
tan dulces.
Porque la lujuria es algo que entiendo, pero el cariño
me cuesta aceptarlo porque ha estado ausente de mi vida
durante casi toda la misma.
Nos quedamos un rato así, abrazados. Besándonos de
vez en cuando cada vez que yo no puedo resistir mi
necesidad de sentir su afecto y alzo el rostro pidiendo un
beso de manera silenciosa, cosa que él me da cada una de
las veces con gusto, dejando que me hunda en su ternura y
que sane mi alma poco a poco con sus labios.

—Siento haberlo dejado salir todo de golpe —murmuro


al cabo de una hora de estar recostados sin apenas
movernos.
—No lo sientas —me contesta él acariciando mi cintura
—. Lo necesitabas. Y yo necesitaba oírte para entenderte
mejor. Lo que me jode es no poder hacer nada para
ayudarte a sanar todo eso.

Lo dice tan en serio que una vez más esa incredulidad


de ser la receptora de semejante lealtad y afecto me
asombra.

—Acabas de ayudarme a sanar —afirmo—. No necesito


que hagas nada más.
—Ojalá pudiera hacerlo —susurra él apoyando su
frente en mi pelo—. Ojalá te hubiera encontrado antes.
Curvo mis manos sobre sus costados y me pregunto
cómo es posible que haya dado con un alfa como él.
Con una persona como él.

—Espero que no te hayas espantado por mis dramas,


por cierto —bromeo, intentando romper la atmósfera tan
triste y pesada que nos rodea—. Ahora que estamos
emparejados sería difícil separarnos.

Él suelta un gruñido.
—No tengo intención de separarme de ti jamás.
Sonrío contra su piel.

Esas palabras me habrían asustado hace unas


semanas, pero ahora solo me traen paz y una sensación de
pertenencia que hace que tanto mi lado más primario como
mi yo más racional encuentren al fin la paz al sentir que son
parte de una familia que no los odia.
Que, de hecho, los quiere.

Parte de la vida de Ryder. De su día a día. Y, tal vez, de


su corazón.
—Eres un romántico, Ryder Blackwolf.
Oigo su sonrisa en su voz cuando me habla:

—Solo contigo, Dalia Blackwolf. —Apoya su mano en la


parte baja de mi espalda—. Eres la única persona que no
comparte sangre conmigo que ha logrado que sienta que
quiero que formes parte de mi vida hasta el día de mi
muerte.
Me estremezco con fuerza al oírle y me aguanto las
ganas de romper a llorar de nuevo, esta vez de emoción
aunque me sienta un poco tonta por ello.

—Cuidado con lo que dices —le advierto con chanza—.


Podría tomarme tus palabras de manera literal y quedarme
aquí para siempre.
Hemos hablado de emparejarnos, pero no sobre el
contrato que él comentó al inicio de conocernos. Así que no
sé si quiere que sea su emparejada de manera tradicional
(es decir: que vivamos juntos y formemos una familia) o que
simplemente nos acostemos cuando tengamos ganas de
sexo.
Aunque ahora que lo conozco mejor me inclino hacia lo
primero, no quiero hacer suposiciones y acabar con el
corazón roto.

Él nos da la vuelta sin previo aviso hasta que está


encima de mí y puede mirarme a los ojos con libertad.
—Hazlo —medio exige medio pide—. Quédate conmigo
para siempre.
Esta vez me besa con tanta pasión como ternura.

Y me hace el amor como si deseara que su tacto


pudiera sanar cada una de las heridas de mi corazón.
Capítulo 22

El alfa y el amor

RYDER

Creo que nunca me he sentido tan completo ni tan feliz.

Me siento como si hubiera tomado la decisión más


correcta de mi vida.

Y no es por el hecho de que mi sangre alfa haya dejado


de torturarme con esos malditos dolores de cabeza, entre
otras cosas, y porque mi lobo esté contento y tranquilo
ahora que tiene una compañera de vida.

No.

Es por Dalia.
Por su maldita sonrisa. Por su sentido del humor. Por su
contradictoria mezcla de timidez y arrojo. Por lo valiente que
es. Lo inteligente que es y lo amable que es con mis
hermanas, por la manera en la que le sonríe a Anne, porque
los ojos se le iluminan al mirarme y…

Oh.

Joder.

Creo que me he enamorado.

Detengo mis pasos en mitad del pasillo por la


conmoción que me causa darme cuenta de ello.

Me he enamorado de Dalia.

Me echo a reír con ganas sin poder evitarlo, divertido a


costa de mí mismo por no haberme dado cuenta antes de
ello.

—¿De qué te estás riendo tú solo? —pregunta Amber


asomando la cabeza por la puerta de la biblioteca.

Le sonrío y niego con la cabeza.

—De nada en especial. Solo me apetecía reírme —


replico con humor.

A ella se le suaviza la expresión del rostro.

—Me alegra verte tan feliz —contesta con honestidad


—. Deberías reírte más.
Me acerco a ella con un par de largas zancadas y la
abrazo con fuerza.

—Yo también te quiero —le digo besando su pelo.

Ella bufa de risa devolviéndome el abrazo.

—Emparejarte te ha vuelto un ñoño —bromea, pero


frota su mejilla contra mi camisa y su aroma se tiñe de
felicidad y alivio—. De verdad que me alegra muchísimo
verte bien.

—Lo sé.

Claro que lo sé.

Cuando Dalia y yo bajamos a cenar tras pasar casi un


día entero hablando y retozando en la cama, nadie fue más
feliz que Amber al ver que nos habíamos emparejado.

Aunque Susie, Anne y Alfred también estaban


emocionados y no tardaron en lanzarse a abrazar a una
sorprendida Dalia y a darle la bienvenida a la manada
Blackwolf, por supuesto.

Amber me suelta y da un paso atrás, limpiándose las


mejillas discretamente.

—Anda, ve a por tu compañera. —Me empuja con


suavidad—. Seguro que te está esperando. No puedo creer
que te hayas ido a trabajar dos días después de emparejarte
—regaña.
—Solo han sido un par de horas —asevero—. Y no
habría ido si no tuviera una reunión importante.

Mi hermana pone los ojos en blanco.

—Así es Ryder Blackwolf —dice en tono de chanza—,


adicto al trabajo hasta el final.

Le revuelvo el pelo haciendo que grite de indignación


cuando el coletero que sostiene su moño termina en el
suelo.

—Las empresas no se manejan solas, cachorro —


rezongo de manera juguetona, dando un paso atrás para
librarme de su manotazo gruñón—. Alguien tiene que ganar
dinero para pagarte los libros o nos arruinaríamos. Ya me he
dado cuenta de que estás dejando libros en la estantería de
la sala de estar verde otra vez. No creas que no lo sé.

Ella resopla con indignación.

—¡Nadie la usa para nada! Además, la biblioteca está


llena de los libros de papá —protesta—. Solo hay dos
estantes vacíos para mis nuevos libros…

Ambos nos quedamos en silencio cuando recordamos a


papá.

—Debería comprarte más estanterías —propongo,


tratando de romper la súbita atmósfera de tristeza que
siempre nos embarga al mencionarlo.

Ella niega con la cabeza.


—No me hacen falta —asegura—. Hay estantes de
sobra por toda la casa. Y, además, es mejor que te centres
en solucionar lo de Dalia, no en mí. Yo estoy bien.

Me lanza una mirada que me deja claro que sabe que


algo pasa y que ese algo tiene que ver con que Dalia evada
responder sobre el lugar en el que vive y cuándo va a traer
sus cosas para instalarse definitivamente cada vez que
alguna de mis hermanas pequeñas saca el tema a la luz.

—Ya me estoy encargando de ello.

Los inteligentes ojos de mi hermana me evalúan con


calma unos segundos antes de sonreírme con cariño.

—Ya imaginaba que estarías haciéndolo —me confiesa


con un tono de voz rebosante de dulzura—. No hay un alfa
más sobreprotector que tú en el mundo.

Le guiño un ojo y ella parpadea con sorpresa al ver mi


expresión juguetona, como si no estuviera acostumbrada a
verme actuar así y el hacerlo la emocionara.

—Es parte de mi encanto —asevero en tono falsamente


arrogante.

Amber se ríe de nuevo, pero esta vez sus ojos están


algo húmedos y sus emociones más a flor de piel.

Una mezcolanza de nostalgia, amor y tristeza se cuela


en su aroma antes de que logre controlarlo y volverlo
neutro.
—Te quiero, bobo —me dice de nuevo—. Y ahora vete.
Estoy leyendo a Sylvia Plath y tu olor a alfa arrogante me
molesta e interrumpe mi concentración.

Me saca la lengua y se mete de nuevo en la biblioteca.

Me río entre dientes mientras salgo al jardín por la


puerta del solárium, enternecido como siempre por las
particularidades de mis hermanas menores.

Localizar el aroma de Dalia, que debe de estar


tomando el té con Anne y Susie en el cenador de las
hortensias que hay cerca de la piscina cubierta porque al
rastrear el olor de mi compañera mis pasos me guían hacia
allí, no me lleva más de seis o siete minutos de caminata.

Excepto que, cuando llego al cenador, mi omega no


está allí. Solo mis dos hermanas sentadas de brazos
cruzados mientras hablan con Alfred, cuyo tono conciliatorio
levanta mis sospechas de que algo pasa.

—¿Dónde está Dalia? —inquiero mientras me acerco a


ellos a paso rápido.

Olisqueo el aire y huelo el aroma de mi madre y ello


hace que una piedra se asiente en la base de mi estómago.

—Se la ha llevado mamá —anuncia Susie, apretando la


mandíbula con preocupación—. Ha dicho que quiere hablar
con ella a solas y que no aceptaría un no por respuesta. Así
que Dalia se ha ido con ella.
Capítulo 23

La omega y la madre Blackwolf

DALIA

—No hace falta que estés tan tensa. No muerdo, ¿sabes?

La voz de Elsa es dulzura personificada, pero ese deje


distante y distraído sigue estando presente en ella.

—Perdone —replico, escondiendo mi ansiedad para que


no se note en mi aroma—. Estoy un poco nerviosa. Eso es
todo.

Ella me mira de reojo antes de volver a enfocar la vista


en el sendero de piedra por el que estamos transitando.
No sé a dónde nos dirigimos. No había estado en esta
parte de la propiedad antes, pero parece mucho menos
ordenada y más como si hubieran decidido dejar que la
naturaleza creciera a su aire excepto por el sendero
despejado de maleza que cruza el pequeño bosque de
árboles altos e imponentes.

—El tatarabuelo de Evan los plantó —comenta Elsa de


repente con la mirada perdida en las copas de los árboles,
deteniendo sus pasos sin previo aviso—. Los Blackwolf han
crecido en estas tierras desde hace seis generaciones.

—Ah… No lo sabía.

Ella se da la vuelta y me observa con sus ojos, tan


parecidos a los de su hijo.

Sus labios se curvan en una sonrisa tentativa.

—Supongo que es bueno que seas omega —dice con


voz de quien le ha estado dando vueltas a un tema, y desvía
la mirada de nuevo como si le costara mirarme—. Ojalá yo
lo hubiera sido.

No sé qué hacer. Su tristeza se intensifica de repente y,


a pesar de que los beta no emiten tantas feromonas
emocionales como los alfa o los omega, la sensación es casi
opresiva.

Me recuerda tanto a mi padre que apenas puedo


mirarla sin torcer el gesto con angustia, y sus emociones no
ayudan a que pueda concentrarme en la realidad en vez de
en los recuerdos.

—Lo siento mucho —le aseguro, tragando saliva—.


Lamento lo que le ocurrió a su marido.

No me han dicho exactamente qué es lo que llevó a


Evan Blackwolf a la muerte, pero no es difícil de imaginar
conociendo de antemano las estadísticas de los alfas que
mueren tras casarse con alguien que no es omega, con los
que ni siquiera pueden establecer el vínculo biológico del
emparejamiento que ahora marca un lado de mi garganta y
me deja saber en qué dirección, a qué distancia y en qué
estado de salud está Ryder.

Ella tuerce el gesto y, durante un instante, su tristeza


se convierte en una rabia silenciosa antes de teñirse de
agotamiento y de dolor.

Vuelve a enfocar su mirada en mí, esta vez mucho


menos distante que antes.

—Siempre le amaré —confiesa en tono brusco y


profundamente honesto—, pero jamás pude ser lo que él
necesitaba. Lo que su cuerpo y su lobo necesitaban.

La crudeza de su confesión hace que me sienta más


incómoda que nunca y también que el pecho se me
constriña con emociones que pujan por ser la que más grita
en mi interior. Y ninguna de ellas es positiva o agradable.
—Lo siento —repito, sin saber qué decirle a una mujer
que evidentemente quizá jamás supere la muerte de su
compañero, aunque hayan pasado diez años desde
entonces.

Su intento de sonreírme acaba en una mueca


amargada.

—¿Sabes cómo murió? —me pregunta, y a mí se me


retuercen las tripas de la angustia.

—No —respondo en un quedo susurro.

Ella señala hacia adelante; hacia el final imposible de


ver por lo frondoso que es el bosque del camino que
recorremos.

—Se tiró por el acantilado que hay al final de este


bosque —me cuenta con brusquedad, como si hablar de ello
reabriera con crueldad una herida que jamás ha dejado de
sangrar—. Al final de los terrenos de la familia. Cerca del
lago.

Joder, susurra mi cabeza con pánico y horror. ¡Joder!

Ciertamente no esperaba mantener una conversación


que hiciera sonar todas las campanas de mis propios
traumas tan pronto por la mañana y poco después de
emparejarme.

Ni esperaba enterarme así de por qué la gente anda de


puntillas alrededor del nombre del padre de la manada, del
que no sabía ni el nombre hasta este momento.

Quiero irme, pero mis pies están clavados en el suelo.

La miro y veo un reflejo del dolor de mi propio padre,


aunque sus matrimonios y el motivo de su dolor sean muy
diferentes.

Ella amaba genuinamente a un marido que presumo


que la adoró y que renunció a salvarse de la locura de su
subgénero por lealtad hacia ella, y ahora paga el precio de
ese amor con un sufrimiento y un sentimiento de culpa que
no se quita de encima jamás.

Mi padre… mi padre no tuvo amor.

Algunos días, oscuros y cada vez menos comunes,


incluso pienso que tal vez lo que yo sentía por él era
codependencia y no amor genuino.

Nuestra relación no era algo saludable, eso seguro.

—Yo estaba embarazada de Anne en ese entonces —


prosigue Elsa, desenfocando la vista de nuevo como si
estuviera observando el pasado—. Era de noche. Mi marido
había estado teniendo migrañas, así que nos acostamos
pronto.

No quiero saberlo, grita mi cabeza, pero mis labios


permanecen sellados y mi corazón siente tal pena por ella
que no puedo darme la vuelta y dejarla con la palabra en la
boca.
No cuando está compartiendo conmigo algo tan
importante que ha marcado un antes y un después en la
manada Blackwolf.

—Pasó poco después de las tres de la madrugada —


susurra como si le costara hablar de ello—. Me desperté
cuando lo oí rugir y escuché el sonido de su transformación.
Lo mucho que le dolía… —Su expresión de agonía me
estruja el corazón y hace que me cueste respirar cuando
ese olor a tristeza vuelve a rodearnos como un pesado
manto asfixiante.

»No lo olvidaré nunca. El sonido de sus huesos al


romperse. La transformación tan violenta que tuvo cuando
perdió el control sobre su lobo. Ni cómo me miró cuando
grité su nombre, asustada de lo que estaba viendo y
pensando… pensando que… —Suelta un gemido que parece
una risotada de autodesprecio—. Pensé que podría ayudarle
a controlarlo. Pero no pude. Y me atacó. Casi me arranca
una pierna. Si Ryder no hubiera aparecido…

—Señora Blackwolf… —Trato de llamar su atención,


pero ella solo se enfada.

Pero no conmigo.

Lo que está, me doy cuenta en ese instante, es


cabreada con su hijo por haber intervenido.

Por salvarla.

—Ojalá hubiera yo muerto con él.


—No diga eso —jadeo, sintiendo las lágrimas empañar
mis ojos—. Sus hijos la quieren. Ryder…

No puedo terminar de hablar porque el nudo de mi


garganta me lo impide.

Su rostro es amargo y rabioso cuando habla de nuevo.

—Cuando Evan se fue yo quise irme con él, pero Ryder


me lo impidió una vez más —sisea con ira, y rompe a llorar
como si no se diera cuenta de que lo está haciendo—. Me
obligó a vivir. Usó su voz de alfa para que no me tirara por
el acantilado. Y luego para que no abortara a la niña para
hacerle daño, sabiendo lo mucho que mi hijo amaba a sus
hermanas y lo ilusionado que estaba por tener otra niña a la
que querer.

Me estremezco de horror.

Así como los omega podemos manipular las emociones


de los demás con nuestras feromonas, los alfa tienen algo
llamado la Voz: la habilidad de hacer que cualquier persona
que tenga una fuerza de voluntad menor a la suya les
obedezca.

Algo que es, como el don omega, un tabú y hasta a


veces ilegal en algunos países por el peligro que ello supone
para otras personas.

El que alguien que ama tanto a su pequeña manada


como Ryder usara la Voz con su propia madre… Ello solo
prueba lo desesperado que estaba por salvarla.
—Elsa. No sé qué decirle —le cuento a la mujer cuya
rabia y cuyo dolor sobrepasan los míos con creces—. No
creo que pueda encontrar palabras para expresar…

—Calla —me interrumpe ella de manera impaciente—.


No te he traído aquí para que llores por mí. Te he traído aquí
por otro motivo. ¿Lo entiendes?

El estómago me pesa tanto de repente que siento que


me estoy mareando del shock.

—No puede pedirme eso —balbuceo.

Siento la presencia de Ryder acercándose a donde


estamos nosotras en el fondo de mi mente, pero estoy tan
conmocionada por lo que está implicando su madre que
apenas la registro.

—Sí puedo —refuta ella con desdén—. Se dice que los


omega sois los únicos que podéis deshacer la voluntad que
un alfa le impone a otra persona cuando usa la Voz.

—Señora Blackwolf… Elsa —replico con desesperación,


sintiendo mi horror y mi enfado crecer exponencialmente
con cada una de sus palabras—, ¡no puede pedirme eso!

—Quiero que deshagas lo que me hizo Ryder —me


ordena, dando un paso hacia mí y agarrándome del
antebrazo con tanta fuerza que estoy segura de que sus
uñas me dejarán moratones sobre la piel—. Él me prohibió
que siguiera los pasos de su padre. Me prohibió suicidarme.
No puedo avanzar más allá de este punto del camino,
¿entiendes? Quiero estar con Evan. Quiero irme con él del
mismo modo en que él se marchó de este mundo. Que me
dejó. ¡Tengo ese derecho!

—¡Basta, madre! —ruge la voz de Ryder, que al fin ha


logrado encontrarnos.

El alfa emana agitación, tristeza e ira, y camina hacia


nosotras para obligar a su madre a soltarme.

Elsa mira con asco y furia a su hijo.

—Le pediré lo que quiera porque ahora es la líder de


esta manada —espeta—. ¡Y tengo derecho a ser escuchada,
maldito imbécil!

El dolor de Ryder es tan intenso como el de su madre al


oírle decir eso, sobre todo cuando ella saca las garras e
intenta arañarle el pecho con saña.

El alfa sujeta las muñecas de su madre y la mira con


súplica y enfado.

—Por favor, mamá. ¡Basta!

Elsa le escupe a la barbilla, ya que él es demasiado alto


como para que pueda llegar a su rostro, y tira de sus manos
para desasirse del agarre.

Pero él no la suelta hasta que se calma, hablándole en


voz baja y diciéndole que la quiere mientras tanto.
Y a mí me rompe el corazón verlo todo. Me parte el
pecho ver la desesperación de ambos, una por morir y el
otro por evitar que su madre se haga daño a sí misma y se
quite la vida.

—Calma, mamá. Calma —le pide su hijo una y otra vez


hasta que ella deja de luchar contra él y permite que Ryder
la abrace, tranquilizándose poco a poco y apoyando la
cabeza en su pecho.

—Lo siento —la escuchamos decir en una voz tan


queda que apenas es audible a pesar de nuestros finos
oídos de lobo—. Pero deja que me vaya, por favor.

Nunca en la vida olvidaré el sollozo que sale de los


labios de Ryder en ese momento.

Tan agotado. Tan roto. Tan rebosante de un sentimiento


de culpa que conozco demasiado íntimamente porque yo
también intenté salvar a alguien que no quería ser salvado y
cargué con el fracaso desde entonces.

Debería irme, pero no puedo.

El dolor de mi emparejado y la rabia triste de Elsa me


mantienen con los pies pegados al suelo.

—Vamos —murmura Ryder al cabo de un rato, una vez


Elsa lleva un tiempo sin intentar pegarle o escupirle—.
Alfred te hará un té. Tienes que dormir. Llevas varios días
sin hacerlo, ¿verdad, mamá?
Si creía que mi corazón no podía sangrar más me
equivocaba. El tono de mi compañero está cuajado de
súplica, de amor y de tormento.

Elsa asiente sin dejar de mirar el suelo y no se mueve


cuando su hijo la suelta y da un paso atrás, ofreciéndole una
mano que la mujer coge como si no le quedaran fuerzas,
dejándose arrastrar por el camino de vuelta sin apartar la
mirada de sus pies.

Los tres caminamos sin emitir una sola palabra más


hacia la casa.

Y nunca había sentido que el silencio pudiera pesar aún


más que las palabras hasta entonces.
Capítulo 24

La omega y el amor

DALIA

En comparación con lo que ha pasado con la madre de


Ryder, volver a mi antiguo apartamento para recoger mis
cosas en compañía de un comprensiblemente taciturno alfa,
una vez Elsa ha subido a su dormitorio para descansar, es
mucho menos estresante.

Haberme preocupado por lo que los vecinos opinan y


dicen sobre mí es casi de risa cuando pienso en los
problemas realmente graves de la vida.

—La empresa de mudanza ya debe de estar allí —


comenta Ryder mientras detiene el coche frente a la puerta
del garaje de la finca.

Observo cómo abre la puerta con un mando a distancia


con curiosidad.

—No sabía que tenías plaza de aparcamiento en este


garaje.

Yo no tengo coche, así que no alquilé ninguna, pero sé


que el marqués solo se las alquila a los vecinos porque es
muy tiquismiquis con quién entra en su propiedad, aunque
sea al sótano de la misma.

—¿Mmm? —responde Ryder de manera distraída—. He


comprado el edificio.

Se me queda la mente en blanco mientras mi cerebro


trata de procesar esas palabras.

—Disculpa, ¿qué has dicho?

Me mira de reojo y conduce bajando por la rampa con


tranquilidad.

—Que he comprado el edificio —repite como si tal cosa


—. El marqués era un viejo amigo de mi padre y no me
costó tanto convencerlo como creía, aunque tuve que
comprometerme a mantener la integridad del mismo y a no
vender los apartamentos. Él solo los alquilaba porque no
soportaba la idea de dividir la propiedad, pero al parecer sus
pérdidas económicas eran demasiado excesivas como para
mantenerlo mucho tiempo más.
Lo miro con la boca abierta.

—Claro —grazno con incredulidad—. Comprar un


edificio histórico valorado en a saber cuántos millones es de
lo más normal. ¿Cómo no se me había ocurrido a mí? ¡Era la
solución perfecta desde el principio!

Él se ríe y aparca el coche en mitad del sótano sin


preocuparle meterse en una de las plazas… porque están
todas vacías.

—Cuando hablaste de este lugar me pareció que lo


amabas —habla como si eso fuese suficiente explicación.

—Así que me lo has comprado. —Asiento como si lo


comprendiera, cosa que no hago porque no me cabe en la
cabeza por mucho que trate de entenderlo—. Es lo más
lógico.

Me quito el cinturón y abro la puerta para bajar del


coche, pero él me agarra del brazo y me atrae hacia sí,
besándome con pasión y haciendo que el pulso se me
acelere por la sorpresa.

—Me he encargado de los vecinos —murmura contra mi


boca—. Así que no te molestarán nunca más.

Salgo de mi ensimismamiento y me relamo los labios


saboreando el caramelo de menta que se ha comido al
empezar el trayecto en mi lengua.

—¿No los habrás matado? —pregunto medio en broma.


A él la mirada se le oscurece cuando responde.

—No. Pero ganas de ello sí que tenía —admite sin más,


bajándose del coche.

—¿Qué les has hecho? —inquiero, bajando yo también


y cerrando la puerta tras de mí.

Caminamos hacia los ascensores y él se detiene a


apretar el botón de llamada antes de responder.

—Los he echado.

—Ah —asiento para mí misma y luego la incredulidad


vuelve a golpearme con fuerza y suelto una risotada sin
poder evitarlo porque la situación es tan inverosímil que ni
en mil años me habría imaginado esto—. Sabes que algunos
de ellos, como la señora Pierce, estaban aquí porque el
marqués les permitía vivir prácticamente gratis debido a
que eran gente antiguamente rica que había perdido mucho
dinero durante la última crisis, ¿no?

Él se encoge de hombros, pero su mirada vengativa y


cruel es muy evidente.

—Pobre señora Pierce —gruñe con asco en la voz—. Me


temo que costó bastante sacarla de su apartamento cuando
pasaron los días que les di para que se largaran. Y que
posiblemente haya acabado en un hospicio para pobres
donde no lo está pasando muy bien.

Joder. Es más vengativo que yo.


Y eso me está poniendo cachonda.

—Así que el edificio está vacío —ronroneo—, ¿verdad?

Él asiente entrando en el ascensor.

—A excepción de los de la mudanza, que ya deben de


estar en tu apartamento. Y de la familia de betas que se
encarga de su mantenimiento y que por ahora he
contratado para que lo siga haciendo —me explica—, sí lo
está.

Lo estampo contra la pared del ascensor y meto las


manos bajo su camisa para tocar esos abdominales que me
vuelven loca.

Él no tarda en pillar mis intenciones y en devorar mi


boca mientras sus manos acunan mis nalgas y las pellizcan
con fuerza.

—¿Aquí y ahora? —ronronea entre beso y beso


mientras desabrocho los botones de su pantalón.

—Aquí y ahora, alfa Blackwolf.

Araño sus pectorales y le muerdo un pezón haciéndolo


gruñir, y él se venga elevándome y girándonos para poder
estamparme contra la pared y frotar su polla erecta contra
mi entrada.
Ansiosa por tenerlo dentro, tiro de mi larga falda de
lana mientras él se deshace de mis bragas con impaciencia.

—Nada de anudar —le advierto mordiendo su barbilla.

Él emite un sonido de conformidad, aunque no parece


muy contento por ello.

Alfas, me río para mí misma en silencio a pesar de que


yo también quiero sentirlo anudándome.

Pero ya habrá tiempo para una sesión larga con eso


incluido más tarde.

Mordiéndome ligeramente el cuello y sujetándome por


debajo de los muslos hasta que estoy a la altura correcta,
guía su polla hacia mi interior y la introduce lentamente
porque por mucho lubricante cuajado de feromonas que
produzca sigue siendo un tío enorme y yo no estoy
acostumbrada a su tamaño todavía.

Ambos gemimos de placer e impaciencia cuando


comienza a moverse, estampando mi cuerpo rítmicamente
contra la pared metálica del ascensor, cuyas puertas
permanecen abiertas hacia el garaje.

El eco de nuestros jadeos y gemidos de placer nos


rodea mientras follamos como posesos sin importar si
pueden o no oírnos los de arriba.

Las caderas de Ryder golpean mis nalgas cuando él


eleva mis piernas entre nuestros cuerpos hasta que puedo
pasarlas por sus hombros y de esa manera cambiar el
ángulo de la penetración y tener mayor control sobre ella.

Ryder me coge de la cintura y me mueve contra él


mientras eleva una y otra vez sus caderas para introducirse
con fuerza en mi interior, tan profundamente que una vez
más pierdo la capacidad para percibir cualquier realidad que
no sea el enloquecedor gozo que me deja la mente en
blanco.

Me corro arqueando mi cuerpo y mi cabeza choca


contra el techo del ascensor, pero ni siquiera lo noto,
aunque él sí porque cambia de nuevo el ángulo, echándose
hacia atrás hasta estar con la espalda apoyada en la pared
opuesta y yo estoy prácticamente sentada sobre su regazo
moviéndome contra él con desenfreno hasta que el alfa
gruñe y detiene mis movimientos, sacando su polla para
poder correrse sobre mi mojado coño, mis muslos y mi
falda.

—Joder —gimoteo entre jadeos una vez voy recobrando


la habilidad para pensar.

—Joder —reitera Ryder, pero lo dice con una risotada


de diversión.

Vuelve a besarme, esta vez con más dulzura que


pasión, y me baja al suelo con cuidado sin soltarme hasta
que ve que ya no me tambaleo y que mis piernas han
dejado de ser de gelatina.
—Voto por más polvos rápidos y esporádicos. —Alzo la
mano e intento poner cara de solemnidad, pero entre el
rubor, el sudor y el semen que cubre la mitad de mi cuerpo
solo logro estar ridícula.

Y hacerle reír, cosa que era mi intención.

—Voto por lo mismo.

—Entonces estamos de acuerdo —replico, pensando en


que mi falda está perdida.

La cantidad de semen que producen los alfas es


asombrosa. Me pregunto cómo no se deshidratan cada vez
que se corren, pienso con humor.

Supongo que será igual que con el lubricante omega,


que al menos esta vez no ha parecido las cataratas del Salto
del Ángel. Solo las de Tugela Falls…

Ryder frota su mejilla contra la mía emitiendo un


ronroneo grave de lo más increíble que hace reverberar algo
dentro de mí, provocándome una sensación parecida a la
satisfacción que extiende esa maravillosa sensación de
calidez y de estar flotando lejos de toda preocupación de la
vida mundana por todo mi interior.

Demasiado rápido para mi gusto, se aleja un paso de


mí y me sonríe con ternura, volviendo a besarme cuando ve
algo en mi expresión que yo no estoy muy segura de lo que
es, pero que le hace mirarme como si fuera su ángel
particular.
—Te amo, Dalia —me confiesa, como si se estuviera
arrancando el corazón para enseñármelo—. Me he
enamorado de ti tanto que ya ni me planteo por qué eres
parte de cada maldito pensamiento que pasa por mi cabeza.
¡Te amo, joder! Te quiero más de lo que me creía capaz de
querer a alguien.

El aliento se me atasca en los pulmones.

Y no necesito darle vueltas a la cabeza para saber cuál


es mi respuesta.

—Y yo a ti —respondo con voz trémula de la emoción—.


No sé cómo ha ocurrido, pero he llegado a quererte tanto
que ya no me imagino viviendo sin ti.

Nos abrazamos de nuevo sin importarnos que estemos


perdidos de fluidos cuestionables porque estamos
demasiado ocupados estando enamorados e ignorando al
resto del planeta.
Capítulo 25

La omega y el evento

DALIA

El evento del baile de presentación en sociedad al que Susie


ha insistido que debo ir se celebra un par de días después.

Elsa está ausente del mismo, aunque al parecer la


mujer había prometido que iría e incluso se había interesado
en ayudar a su hija a elegir vestido, saliendo de su perpetuo
estado de desánimo unos días antes de volver a hundirse en
él poco después, como Ryder me ha contado que pasa con
frecuencia.

Es una decepción para Susie, pero se nota que la joven


beta se está esforzando por no tenerlo en cuenta y por
centrarse en el resto de su manada, que sí asistirá. Alfred
incluido, por supuesto.

El anciano beta, cuya esposa murió hace unos años y


que no tiene hijos, está extasiado por la presentación en
sociedad de la niña a la que ayudó a criar, y su evidente
alegría por acudir a la fiesta hace desaparecer el desánimo
que se respiraba por lo sucedido con Elsa.

—Todo saldrá bien, señorita —insiste el hombre


ayudando a Susie a colocarse el tocado, blanco como su
vestido y sus largos guantes de seda, por enésima vez
mientras entramos en el salón de baile del hotel en el que
se celebra la reunión de la alta sociedad.

—Pero ¿qué pasa si me tropiezo al bajar las escaleras?


—se angustia la joven loba, que va variando entre el
entusiasmo que es propio de ella y la ansiedad que de vez
en cuando la acosa.

—No pasará nada —interviene Ryder poniendo una


mano en la parte baja de la espalda de su hermana para
empujarla suavemente hacia la puerta en la que se reúnen
las debutantes, que hacen cola esperando su turno para
acceder a la zona de tocadores—. No serías la primera y ello
no hará que dejes de ser la más bonita de todas las
presentes.

—No quiero que mi torpeza estropee este momento —


se angustia Susie—. No he podido dormir en toda la noche
pensando en ello.
Amber suelta un suspiro y coge a su hermana del
brazo, deteniéndola.

Está bellísima con un vestido amarillo que la hace


parecer Bella de La Bella y la Bestia y que resalta las suaves
curvas que normalmente mantiene ocultas bajo gruesos
cárdigan de lana.

—Lo harás bien —le dice con firmeza—. Has repasado


esto una y otra vez no solo aquí durante los ensayos, sino
también en las escaleras de casa.

—Pero…

—¡Nada de peros! —regaña su hermana mayor—. Te


estás poniendo nerviosa a ti misma con esa mentalidad.

Le pone dos dedos extendidos sobre la frente y la


empuja para que se marche con los demás debutantes,
cosa que Susie hace tras refunfuñar un poco. Aunque luego
vuelve sobre sus pasos para darnos a todos un rápido
abrazo y echa a correr hacia la cola.

—¡Os quiero! —nos grita, haciéndonos señas para que


nos unamos al resto del gentío que llena el salón de baile,
charlando entre ellos o sentándose en las mesas dispuestas
por todo el salón—. ¡No dejéis que Amber coma muchos
canapés de aguacate o le entrarán retortijones!

Amber se ruboriza furiosamente y la manda a tomar


por saco con palabras mucho más suaves de lo que querría
porque Ryder tiene a una inquieta y excitable Anne cogida
de la mano.

Yo me río al ver la interacción de ambas hermanas,


cuyo amor es evidente incluso cuando se comportan como
gatas peleonas.

—¿Vamos a buscar nuestra mesa? —pregunta Anne


cogiéndome la mano con la que tiene libre y tirando de mí y
de su hermano hacia la zona del comedor, cuyas mesas
están dispuestas para que las escaleras por las que los
debutantes descenderán mientras nosotros bebemos
champán sean visibles desde ellas.

—Es muy bonito —comento cuando los cinco somos


dirigidos hacia una de las mesas por alguien del personal
del hotel.

—Mmmm —responde Ryder con la mirada fija en otra


mesa y el ceño fruncido.

Sigo la dirección de sus ojos y veo que están clavados


en una mujer de largo cabello liso que no deja de mirarnos.

No, me corrijo mentalmente, a la que no deja de mirar


es a mí. Y además lo está haciendo con odio.

—¿Quién es esa y qué se cree que está haciendo


fulminando a mi cuñada con la mirada? —sisea Amber
cuando se da cuenta de que su hermano y yo estamos
observando a la mujer, cuyo vestido negro y elegante
destaca bastante al combinar con su cabello tan largo y
oscuro y su piel pálida.

Mi nueva hermana, ni corta ni perezosa, le devuelve


todo el cabreo a la chica sin cortarse ni un pelo hasta que
Alfred, que es el que más se preocupa por el decoro según
he aprendido durante el viaje hasta el hotel, le da un sutil
codazo en el costado.

—Es una famosa actriz de teatro —nos informa.

Y la manera en la que mira de reojo a Ryder cuando lo


dice levanta mis sospechas y hace que algo resuene en mi
cabeza.

Me quedo de piedra y casi me caigo hacia un lado


cuando trato de sentarme en la silla decorada con lazos
blancos.

—¡Es la ex de Ryder! —recuerdo de repente.

Como si fuera un sueño vago y difuso, a mi mente


llegan imágenes de algo que vi en la tele hace mucho
tiempo y de lo que ya ni me acordaba, pero que al ver a la
mujer me ha venido a la cabeza.

Él toma asiento al otro lado de Anne y le pone la


servilleta en el pecho para que no se manche al comerse los
canapés que los camareros nos traen mientras esperamos a
los debutantes para cenar tras el primer baile (y luego bailar
un rato más).
—Solo tuvimos un par de citas —replica con un gruñido
—. La prensa lo exageró todo.

—¿Así que es una antigua amante celosa? —Trato de


que mi tono de voz suene ligero y bromista pero solo logro
que esté ligeramente cargado de los celos que me niego a
sentir.

Porque son ridículos y yo me niego a ser ridícula,


maldita sea.

Él me mira por encima de la cabeza de Anne, que está


muy pendiente de nuestra conversación mientras se come
una cestita de pan con queso y piña que seguramente ha
sido elaborada por un chef Michelin por las pintas de este
lugar (y por el hecho de que casi todos los asistentes,
excepto un par de invitados excepcionales, son hombres
lobo con un pedigrí que se remonta hasta el Cretáceo,
bromeo para mí misma).

—No fuimos amantes —replica con honestidad,


mirándome a los ojos—. Ella se me acercó varias veces en
fiestas a las que asistí hace unos años e insistió en que la
invitara a cenar un par de veces, así que me sentí obligado
a hacerlo porque tenía pinta de que iba a armarme un
escándalo en público si no lo hacía. Eso es todo.

Asiento y le sonrío.

—No habría pasado nada si hubiese sido tu amante.


Ignoro el resoplido de Amber porque, cómo no, ella es
la primera en captar que mi aroma huele ligeramente a
mentira, para mi vergüenza.

Ryder, en vez de molestarse, emana un deleite que se


hace presente en su expresión ufana y satisfecha.

—Así que mi emparejada es celosa —se jacta de mi


reacción de esa forma que me vuelve loca, cogiendo la
bandeja de canapés que le tiende el camarero y oliendo la
comida antes de permitir que nos sirvamos.

Un instinto alfa sobreprotector que se ha convertido en


una costumbre social cuando se trata de comer fuera de la
guarida con alguien de tu manada que ninguno
comentamos.

—¿Tú no lo eres? —inquiero con un bufido cogiendo una


de las deliciosas cestitas, esta de salmón ahumado y no sé
qué más.

Él se ríe entre dientes.

—Claro que no. No tengo motivos para ello —afirma


con arrogancia y se señala a sí mismo con una mano que
usa luego para limpiar la barbilla de su hermana pequeña
cuando esta se pone perdida de salsa de uno de los
bocaditos.

Me río sintiendo un profundo afecto por el bobalicón


seguro de sí mismo que es mi emparejado.
—Admito que eres el alfa más sexy del lugar —le digo
—, ¿contento?

Su arrogancia se hace más intensa a la par que su


diversión.

—¿Solo del lugar? —protesta con tono de falsa


presunción exagerada—. Que sepas que he sido nombrado
alfa más sexy del mundo seis veces consecutivas.

—¿Solo seis? —finjo sorprenderme llevándome una


mano al escote que sus ojos siguen con interés—. ¡Qué
indignante!

Él se ríe y Amber pone los ojos en blanco. Alfred, en


cambio, nos mira con afecto como si estuviese emocionado
al vernos interactuar como si fuéramos ya viejos amigos
además de compañeros de vida.

—Es tan bonito verlos enamorados… —declara el beta


limpiándose la comisura de los ojos.

Amber le tiende una servilleta y él la coge dándole las


gracias en voz baja.

—Dejad de flirtear, que Susie está a punto de bajar las


escaleras —se exaspera, pero la sonrisa contenta de sus
labios desmiente la regañina de sus palabras—. Es la
tercera, así que no tardará en salir.

—¡Va a empezar ya! —se entusiasma Anne,


olvidándose de los canapés.
Todos miramos hacia las escaleras y vemos que las
luces de los focos se han encendido justo antes de que las
del salón se apaguen para centrar la atención en los
debutantes.

La zona cuidadosamente iluminada para las apropiadas


entradas dramáticas de cada uno de ellos, anunciada por un
señor mayor con esmoquin que tiene un micrófono en mano
y que está parado sutilmente en lo alto de las escaleras,
destaca por los elaborados adornos de flores blancas que se
han dispuesto por todo el piso de arriba y la baranda de
madera de ébano.

—Damas y caballeros, si pudiera obtener su atención,


por favor… —da inicio el portavoz trajeado encendiendo el
micrófono, y se hace el silencio en toda la sala mientras
todo el mundo mira hacia la planta de arriba y a las dobles
puertas por las que saldrán los protagonistas de este
evento, similar al de los humanos pero modificado a gusto
de los lobos.

Tras un breve discurso y un par de bromas sobre el


pedigrí de algunas familias que obtiene tanto risas como
caras amargas de los mencionados (que resultan ser nuevos
ricos, para mi total consternación porque está claro que el
clasismo se nos da tan bien como a los humanos), el evento
da inicio finalmente.

Susie está preciosa cuando sale la tercera, tras un


varón omega y una chica beta, y baja las escaleras con una
sonrisa tan radiante como nerviosa que su hermano no
tarda en grabar con el móvil para la posteridad con cara
embelesada mientras Alfred llora, Anne aplaude con ganas
y Amber se seca los ojos de manera discreta al ver la
felicidad de su hermana, que no se tropieza ni una sola vez
a pesar de sus miedos.

Y yo los miro a todos, sonriendo hasta que me duelen


las mejillas, y me pregunto cómo es posible que haya
acabado siendo parte de una pequeña manada tan hermosa
como esta.

Y tan hipnotizada estoy por el amor que Ryder muestra


siempre por sus hermanas y pensando en lo mucho que lo
amo que no noto que la mirada de odio de la actriz omega
no se aparta de mi nuca en toda la noche.
Capítulo 26

La omega y la enemiga

DALIA

—Tengo que ir al baño —le digo a Susie entre risas mientras


damos vueltas por la pista de baile.

—¡Pues date prisa! —me exige una vez el baile se


termina y la gente aplaude, inclinándose sobre mi oído para
hacerse oír por encima de la algarabía—. Mi hermano quiere
que bailes el siguiente con él.
—Lo sé. ¡Ah!, y creo que ese chico de ahí quiere bailar
contigo, por cierto. —Le doy un beso en la mejilla justo
cuando se gira a mirar al alto chico beta que no le ha
quitado la vista de encima desde que ha bajado las
escaleras hace un par de horas.

Ella le sonríe y él se acerca con timidez para


presentarse, ruborizándose por su atención.
Está tan bonita que no me extraña.

Aunque para mi desgracia el que me haya emparejado


con el que no dejan de llamar «el rey de las farmacéuticas»,
cosa que no había entendido en un principio hasta que he
caído en que Ryder es un Blackwolf y que los Blackwolf son
conocidos por ser los dueños de las mayores farmacéuticas
del país, entre otras cosas, es la comidilla de la noche.

Seré boba, me riño por enésima vez sin creerme que


no haya caído en que hasta Cristo conocería el apellido de
esa manada y el sobrenombre que le dan al alfa Blackwolf
de cada generación, que en este caso es el mío.
Solo yo soy capaz de emparejarme con un
megamillonario famoso y no saber que es famoso ni por qué
su apellido me suena hasta que la gente empieza a
murmurar sobre ello durante una fiesta.

Sintiéndome un poco agobiada y queriendo escapar de


las miraditas y los cuchicheos, más incluso de lo que
necesito vaciar mi vejiga, me dirijo hacia los baños situados
en un pasillo del otro extremo de la pista.
Alfred se ha llevado a Anne a casa hace un rato
diciendo que él también estaba cansado; Amber está
hablando con una amiga suya a la que no había visto en
mucho tiempo; y Ryder está rodeado por un grupo de alfas
que exigen su atención como si él fuera su monarca, así que
me deslizo fuera de la pista esquivando gente que trata de
hablar conmigo con una sonrisa o simplemente
ignorándolos, sin ganas de que me interroguen por quinta
vez en la noche sobre mi historia con el alfa más famoso de
la ciudad.

Aliviada de tener al fin algo de privacidad, me meto en


uno de los compartimentos y no salgo hasta que he aliviado
la presión de mi vejiga y las voces de los otros omega que
ocupan el lugar frente a las enormes pilas de mármol se han
ido.
Y entonces tengo que volver corriendo al retrete
porque me entra una angustia tremenda.

Siento las manos frías enguantadas en seda de alguien


sobre mi espalda al descubierto y me sobresalto mientras
trato de controlar las arcadas, mareada y sorprendida por la
súbita intensidad de mi inesperada angustia.

—Tranquila —me intenta calmar una voz claramente


femenina—. Soy omega.
Claro que lo es, refunfuño para mis adentros,
temblando cuando las arcadas siguen a pesar de que ya no
me queda nada dentro, este es un hotel tradicional
diseñado para lobos así que los baños están divididos por
subgénero.
Tuerzo uno de mis brazos hacia atrás para apartar la
mano de la desconocida, que la tiene apoyada entre mis
omóplatos, y esta se deshace de mis dedos con un
movimiento brusco como si la hubiera ofendido.

Cuando dejo de tener arcadas y me incorporo, me


quedo helada al encontrarme cara a cara con la ex de Ryder
al darme la vuelta.
—¿Qué quieres? —pregunto a la defensiva tras haber
soportado sus miraditas nada agradables durante horas y
sabiendo por instinto que la chica no trama nada bueno.

Ella ladea la cabeza y me sonríe, pero su gesto solo me


hace estremecer cuando noto lo opacos que son sus ojos,
de un azul más oscuro que el que los omega
acostumbramos a tener.

Creepy. Parece como si fueran los de un muñeco,


susurra mi cabeza, horrorizada.
Intento dar un paso atrás, pero solo choco con el borde
del váter.

—Menuda maleducada —sisea la chica sin perder su


sonrisa, maliciosa y enervada—. ¿Así es como saludas a
alguien que estaba intentando ayudarte?
Me tenso y me fuerzo a no enseñarle los dientes en
señal de amenaza porque hay algo en ella que me pone los
pelos cada vez más de punta.

—¿Ayudarme en qué, exactamente?


No puedo dejar de sentir que estoy en peligro y mi loba
está erizando su pelaje y deseando salir para defendernos,
pero logro contenerla diciéndome que estamos en mitad de
una fiesta y que, por muy celosa que esté la mujer,
evidentemente no va a poder hacer nada más que no sea
insultarme, como mucho.

Ella suelta un suspiro.


Noto con extrañeza que no ha parpadeado desde que
la estoy mirando a la cara y ello solo incrementa esa
sensación de error que emana de la actriz.

Como si hubiera algo en la otra omega que no está del


todo bien. Que no encaja en su aroma.

—No importa —declara, encogiéndose de hombros—.


Ya está hecho y no tardará en hacer efecto.
—¿De qué hablas? —me tenso—. Apártate, quiero
pasar.

Pero ella no se aparta, así que lo hago yo a la fuerza


empujándola hacia un lado y conteniendo el
estremecimiento de desagrado que me causa tocarla.
Camino hacia la puerta del baño mirándola de reojo a
través del espejo que hay sobre el lavabo porque no me fío
ni un pelo de ella.

Pero ella solo me sonríe como si estuviera esperando


algo.
Y solo comprendo el qué cuando la espalda me arde y
de repente la visión se me nubla y caigo al suelo de rodillas,
sorprendida y confusa.

Oigo el sonido de sus tacones de aguja caminando


hacia mí y pasando de largo para abrir la puerta que yo no
he llegado a alcanzar.
—Ya lo he hecho —le dice a alguien con voz fría y
rebosante de ira—. ¿Has mirado si la puerta de atrás…?

Pierdo el conocimiento y ya no sé nada más.


Capítulo 27

El alfa y sus sentidos

RYDER

Algo malo está pasando.

Mis instintos me gritan que debo encontrar a Dalia de


inmediato.

—¿A dónde vas? —me pregunta Amber cuando paso de


largo en dirección opuesta, siguiendo el rastro del vínculo
que me indica dónde está mi compañera.

Y que me grita que Dalia se está alejando de mí.

—¡Ryder! —llama mi hermana de nuevo, pero no la


oigo.
Acelero el paso sin responderle y llego al pasillo que da
a los baños, apartando a la gente sin miramientos cuando
los invitados y algunos de los debutantes insisten en
ponerse en mitad de mi camino para intentar entablar
conversación… hasta que ven mi expresión y huelen el
aroma amenazador que emano.

La gente grita cuando la empujo, alarmados al ver que


mis ojos se han vuelto de un rojo profundo, pero apenas me
doy cuenta de ello.

Todo mi ser está centrado en mi emparejada, a la que


apenas siento.

Es como si algo la estuviera debilitando.

—¿Vas a decirme a dónde vamos? —gruñe Amber con


preocupación, siguiendo mis pasos a toda prisa y siseando
por el dolor que le causan los tacones hasta que se los quita
torpemente mientras camina—. ¿Es Dalia? ¿Le pasa algo?
¿Está herida?

El aroma de Dalia es más intenso en la puerta de los


baños para omegas, pero cuando llego y abro la puerta,
alarmando a los invitados que están dentro, ella no está, así
que hago uso de mi sensible nariz y sigo su rastro pasillo
abajo en dirección a la puerta de salida de emergencias.

Y cuando la abro veo que la han metido en un


deportivo y que se están alejando por la avenida,
acelerando el coche una vez me oyen rugir con rabia y me
ven echar a correr tras ellos perdiendo mi forma humana
por el camino.

Escucho a Amber soltar una maldición y convertirse


tras de mí haciendo girones su vestido, pero soy mucho más
rápido que ella y apenas logra alcanzarme antes de que yo
llegue al deportivo que se está llevando a mi compañera.

Mis garras hunden el metal del costado y hacen gritar


de miedo a la conductora, una mujer humana de mediana
edad, pero, aunque el coche se desvía hacia un lado y
amenaza con chocar contra un camión de la vía contraria, la
hembra logra volver a retomar el control y pisa el
acelerador con frenesí, saltándose los semáforos en rojo
como si su vida dependiera de poner distancia.

Cosa que es cierto.

Rujo de nuevo y escucho a uno de los conductores


aterrados que nos rodean gritar maldiciendo a los hombres
lobo, pero una vez más mi atención está centrada en
alcanzar al enemigo cuyo auto se ha metido en una avenida
de varios carriles.

Y por ello no veo el coche que pierde el control al ver a


un alfa lobo transformado invadiendo su carril cuando
derrapa al girar a toda velocidad ni oigo el grito de
advertencia de mi hermana cuando este choca contra mi
costado y me lanza contra un edificio cercano,
estampándose a pocos metros de mí contra un escaparate.
—¡Ryder! —grita Amber con su voz de loba, asustada
de verme herido—. ¿Estás bien? Oh, luna madre, que estés
bien, por favor.

Pero yo me sacudo sus patas de encima y me levanto


de nuevo, sin importarme que la gente esté chillando y
huyendo alarmada o escondiéndose en los bares abiertos de
la avenida al verme, furioso, inmenso y ensangrentado.

Aúllo a la luna llena que hoy reina en el cielo y, con una


pata rota y las costillas adoloridas, reanudo la persecución
de manera incansable.

Nadie le hará daño a mi compañera mientras yo esté


con vida.
Capítulo 28

La omega y la obsesión

DALIA

Los latidos de mi corazón resuenan como un tambor


frenético en mi pecho, pesados y agobiantes.

Abro los ojos y me doy cuenta de varias cosas al


mismo tiempo: que la nariz me sangra como si alguien
hubiese golpeado mi cara con fuerza; que apenas puedo
concentrarme y que mover mi cuerpo es casi imposible; y
que estoy tumbada en la parte de atrás de un coche que se
acaba de detener.

El sonido de unas zapatillas pisando gravilla es lo único


que me advierte de que alguien va a abrir la puerta del
coche antes de que lo haga.

Humana. Unos cincuenta y pocos. Nerviosa y asustada,


anoto mentalmente cuando mi sensible nariz capta su
aroma a sudor, colonia barata y miedo.
—Está despierta —le dice la mujer a alguien por
encima del hombro cuando ve que mis ojos están abiertos y
clavados en ella—. Date prisa. Quiero largarme de aquí
cuanto antes.
Abro la boca para preguntar qué mierda me han hecho
y dónde me han traído, pero mi lengua está hinchada y no
soy capaz de emitir ni una sola palabra.

No me cabe duda, sin embargo, de que la otra persona


que hay parada tras la humana es la actriz de teatro aunque
no la vea desde este ángulo y apenas pueda olerla, como si
su aroma fuera algo sutil y muy alejado de lo que debería
ser un lobo.
—Sácala del coche y métela dentro —ordena la voz de
Alina, como creo que se llamaba—. Date prisa si quieres
cobrar.

La mujer humana suelta una maldición y me coge de


los pies, tirando de mí hasta que mi cuerpo está medio
fuera del coche, pero al ver cómo logro mover uno de los
brazos (aunque de manera torpe y lenta) da un paso atrás
con alarma y su olor a miedo se intensifica.
—No puedo —declara con evidente nerviosismo,
ojeando el color de mis ojos omega y las garras que han
salido por instinto al final de mis dedos—. Me va a arañar.

Alina suelta un resoplido de desdén.


—Eres una cobarde —escupe con desprecio—. Quita de
ahí. Ya lo hago yo.

La aparta de un empellón y se detiene frente a mis


piernas dobladas, haciéndome emitir un quejido ahogado
cuando clava sus garras en la cara externa de mi muslo y
tira de mí cruelmente.

—Qué pena que el polvo inflame las cuerdas vocales


cuando hace efecto —suspira con decepción cuando me
saca a la fuerza del vehículo—. Quiero oírla gritar.
La miro con ira prometiendo vengarme con los ojos,
pero ella solo se ríe al verlo y me da palmadas en la cara,
inclinándose sobre mi debilitado cuerpo cuando caigo al
suelo a sus pies una vez estoy fuera del auto.

Soy incapaz de sostenerme en pie ni de defenderme


cuando ella me coge del pelo y me arrastra por la gravilla
hacia lo que parece un contenedor industrial de metal
abandonado que apesta a óxido y a océano.
Huelo el mar en el aire, fresco y salino, y me doy
cuenta de que estoy recuperando el olfato.

—¿Vas a pagarme o no? —pregunta la mujer humana


desviando su mirada de la una a la otra con nerviosismo—.
El alfa casi me alcanza un par de veces y me ha jodido el
coche. Si alguien ha visto la matrícula y ha dado parte
podrían acusarme de algo. Blackwolf tiene mucho poder.
Alina, que estaba muy ocupada retorciendo mi cabello
en su puño para ver si así gritaba a pesar de la inflamación
de mis cuerdas vocales, se gira hacia ella con expresión de
indiferencia.

—Te dije que tenías que ser rápida.


La mujer humana apesta a frustración de repente.

—También me dijiste que solo era una broma pesada


con una amiga y que no había peligro alguno —sisea con un
deje de ira que casi es más potente que su miedo. Está
intentando no mirarme y se le nota. La culpabilidad añade
un toque acre a su aroma—. Me has mentido. Así que
págame y deja que me vaya.

Alina chasquea la lengua como si estuviera


decepcionada con ella.
—¿Para que puedas ir a la policía y acusarme a ver si
así a ti no te condenan por rapto? —Niega con la cabeza y
me deja caer al suelo—. No puedes ser tan tonta, ¿verdad?

La humana suelta una maldición y entra en pánico,


echando a correr hacia el auto.
Pero Alina es más rápida y, de un solo salto, aterriza
frente a ella y le abre las tripas de un tajo.

Cuando vuelve caminando con calma hacia donde


estoy yo intentando con todas mis fuerzas recuperar la
movilidad para poder defenderme, la actriz tiene el rostro,
el pecho y el brazo derecho manchados de la sangre de la
moribunda humana, que se retuerce en el suelo de agonía
hasta morir.

—Ahora estamos solas —sonríe Alina, y luego pone


cara pensativa—. Por ahora, claro. Ryder no tardará en
venir, supongo. He visto en las noticias que estaba
persiguiendo el coche de la imbécil esa.
Señala hacia atrás sobre su hombro al cadáver de la
mujer.

—¿Qué…? —Intento preguntarle «¿qué estás


tramando?», pero, aunque mi lengua se siente menos
inflamada, mi garganta sigue sin cooperar.

Ella alza las cejas con asombro al oírme.


—¿Estás recuperando el habla tan pronto? —Frunce los
labios con enfado—. Se supone que este polvo era mejor
que la crema de la otra vez —se irrita—. Voy a tener que
enfadarme con mi proveedor.

Se arrodilla junto a mí y me observa el rostro con


frialdad, como si estuviera analizándome.
—Tendré que darte otra dosis —declara—. Quizá seas
una de esas lobas a las que el acónito no hace mucho
efecto o… —abre los ojos como platos e instantes después
su expresión se transforma en una de cólera como jamás he
visto en una persona. Su piel se vuelve tan pálida que casi
parece un fantasma— o estés preñada —finaliza
temblándole la voz.
Menos de un microsegundo después, Alina estalla
como si la ira hubiera encendido la mecha de su descontrol,
elevándolo a un nivel desproporcionado.

—No puede ser —gimotea. Y repite luego chillando—:


¡No puede ser!
Frenética y entre gritos, empieza a tirarse del pelo,
temblando de arriba abajo como si no pudiera contener la
intensidad de sus emociones en su pequeño y delicado
cuerpo.

—Ryder no haría eso. ¡No lo haría! —Llora y grita con


tanta fuerza que toda ella se sacude—. ¡No me traicionaría
de esa forma!

Me horrorizo cuando veo cómo se arranca mechones


de pelo dejando trozos de cuero cabelludo ensangrentado
cada vez más numerosos como si no se diera cuenta de ello.
Acelerada por el súbito miedo que siento por la certeza
de que va a matarme cuando su aroma se vuelve cruel y
sediento de sangre y sus huesos empiezan a crujir, intento
forzar a mi loba a salir a la luz para defenderme porque sé
que, si no lo logro, voy a morir a manos de la otra loba.

Mis dientes agujerean mi lengua cuando se convierten


en afilados colmillos y los huesos de mi cara crujen cuando
mi boca se transforma en un morro alargado y mortífero,
pero apenas he podido realizar una semitransformación
antes de que ella complete la suya, porque la debilidad
continúa presente en lo lenta y espesa que siento la sangre
en mis venas y lo mucho que me cuesta acceder a mi lado
más primario.

Jadeo e intento incorporarme cuando veo cómo Alina


se alza sobre sus dos patas traseras, gimoteante y encogida
sobre sí misma, y clava sus ojos extrañamente opacos en mí
a través de sus brazos delanteros alzados, que a diferencia
de los lobos normales acaban en dos enormes manos con
largas garras, dado que nuestra forma animal es una mezcla
entre nuestra naturaleza humana y la del lobo que llevamos
dentro.
—Eres una puta —aúlla la omega que ahora mismo no
me parece una omega en lo más mínimo, y da un paso
hacia mí con una cara demasiado larga y demasiado
delgada, desproporcionada para lo que debe ser el cuerpo
de un hombre lobo—. ¡Eres una puta que me ha robado al
amor de mi vida! ¿Sabes cuánto tiempo llevo amando a
Ryder? ¿Acaso sabes lo mucho que he sufrido para poder
estar cerca de él? ¿Para que algún día pudiéramos
emparejarnos?
Su voz, alterada por el hocico de su forma de loba,
suena profunda, gutural y rasposa, pero diferente de la de
los lobos normales.
—¿Qué coño eres? —logro graznar, cantando victoria
cuando mi cuerpo se alza sobre mis dos patas traseras, una
de las cuales todavía es un pie humano.
Ella aúlla con fuerza y se lanza contra mí con una
violencia desmedida.
—¡Jamás nadie lo amará tanto como yo! ¡Nadie! —
ruge, intentando destriparme como ha hecho con la
humana.

Y yo me encomiendo a la madre luna, que hoy brilla


completamente llena y sin nubes que la escondan sobre
nuestras cabezas, y rujo una advertencia con una
agresividad que hace palidecer la suya antes de que se
estampe contra mí, agarrando sus peludos brazos con mis
manos y empujándola contra el suelo mientras ella se
resiste.
Mis colmillos se clavan en su hombro, pero me veo
obligada a soltarla cuando una de sus patas traseras logra
arañarme el muslo todavía cubierto por el vestido que me
ha regalado Susie.

Esta pelea es una que no pienso perder, me juro a mí


misma con furia resonando en las venas y la luna
haciéndome cada vez más fuerte mientras la lanzo contra la
pared de metal oxidado del contenedor industrial,
abollándola por la fuerza con la que se estampa contra ella.

Pero Alina sale del hueco y salta de nuevo varios


metros en el aire para aterrizar sobre el techo y así darse
impulso cuando carga de nuevo contra mí.
Maldita sea. Qué rápida es la muy capulla, siseo
mentalmente sintiendo mis piernas adoptar su forma bestial
por completo.
La agarro por los aires con un salto propio, una vez mis
músculos se vuelven tan fuertes como para contrarrestar
sus ataques con mayor facilidad, y nos doy la vuelta,
ignorando su aullido, que casi me deja sorda de un oído, y
cayendo sobre ella cerca de un barril de cerveza vacío en
vez de encima para poder partirle la columna como
pretendía porque la jodida no deja de moverse y su agilidad
es un problema.
Necesito frenar esa rapidez suya. Ambas sabemos que
soy más fuerte y más grande que ella y por ello Alina
siempre trata de poner distancia y de abrumarme con su
velocidad y lo impredecible que son sus movimientos
debido a su ira frenética.
—¡Ryder no te…!
—¡Que te calles de una puta vez! —le rujo,
interrumpiéndola con creciente cabreo y tensando las patas
posteriores para saltar e intentar desgarrarla. Mi pelaje está
empezando a recubrir mi cuerpo al fin—. No sé ni qué
mierda eres ni por qué te crees que tu obsesión con un alfa
te da derecho a matar, pero sí sé que ni eres una loba
omega ni Ryder está mínimamente interesado en ti.

Su aullido pone los pelos de punta, pero me importa


una mierda.
Debería estar más preocupada ella que yo, aunque
creo que no se está dando cuenta de ello y que mi
deducción anterior de que era consciente de que yo soy la
más fuerte de las dos es errónea.
Está demasiado obcecada por la rabia como para notar
nada.
Mi transformación continúa, haciendo que pelear sea
algo inconveniente en esta forma casi por completo
convertida, pero, en cuanto la finalice, la haré papilla.
No me cabe duda de ello.

Hacía mucho que no estaba tan cabreada como ahora.


No desde que mi madre vivía.

Solo tengo que aguantar un poco más. El polvo de


acónito con el que me ha envenenado, al tocarme con sus
guantes en el baño o a saber cuándo, está siendo eliminado
de mi sistema cada vez con mayor rapidez.
Además, las he oído decir que Ryder estaba
persiguiendo el coche. Y sé que él me encontrará cueste lo
que cueste.
Capítulo 29

El alfa y el sacrificio por amor

RYDER

Amber se ha quedado atrás, pero estará a salvo. Es una


loba fuerte y sabe cómo seguir mi rastro.

Yo le enseñé a hacerlo, al fin y al cabo. Por ello sé que


no tardará en alcanzarme.

Me adentro en los caminos repletos de maleza que


llevan al antiguo puerto, abandonado hace mucho cuando el
nuevo fue construido al otro lado de la ciudad y este quedó
obsoleto.
No sé cuánto tiempo llevo corriendo ni me importa a
pesar del dolor de mi costado, que me indica que tal vez
tenga algo perforado por el accidente.

Acelero el paso cuando, tras olisquear un cruce


cubierto de hierba reseca, encuentro de nuevo el rastro que
me lleva hasta Dalia.
Mis garras dejaron una huella ensangrentada cuando el
metal me cortó la pata delantera al atacar el vehículo y ello
ha sido de gran ayuda a la hora de rastrearlo.

La zona en la que el deportivo se ha internado está


repleta de contenedores oxidados y abandonados. Aunque
algunos de ellos huelen a que varias personas sin hogar
pueden haber hecho de ellos su lugar de residencia cuando
paso de largo la zona más cercana a la vieja carretera
olvidada que lleva a la ciudad; los que voy encontrando,
cuando me acerco más y más a la costa, están todos en
demasiado mal estado como para serle útiles a nadie.

Oigo los aullidos justo cuando la luna brilla con fuerza


en el cielo y, sintiendo que la madre de los lobos me está
animando a seguir a pesar de que las heridas están
empezando a dificultarme cada vez más el movimiento y la
capacidad de pensar, acelero el paso que había reducido de
manera inconsciente por el cansancio dejando un rastro de
sangre tras de mí.
¡Dalia!, ruge todo mi ser, hombre y lobo, cuando trepo
por un contenedor inclinado sobre los restos de un pequeño
barco oxidado y veo la escena que hay al otro lado de la
calle bordeada de contenedores.
Mi emparejada está transformada, aunque los restos
de su vestido todavía cuelgan de su fuerte y elegante forma
de loba. Y está peleando a muerte contra lo que parece una
beta raquítica y enferma, pero inusualmente rápida y ágil.

Casi tanto como Dalia en plena forma, contemplo con


admiración cuando la veo hacerse a un lado justo cuando la
beta iba a desgarrarle el costado y agarrarla de las patas
traseras, estampándola contra la gravilla con un aullido de
satisfacción.
Salto del contenedor ignorando mis propios jadeos de
dolor y corro hacia la pelea determinado a ponerle fin.

No sé quién es esa hembra, pero va a pagar caro el


haber intentado matar a mi compañera, que puedo ver que
está herida y cada vez más cansada.

Pero, cuando estoy llegando, noto algo que me eriza el


pelaje.
El aire huele a gasolina y a ceniza.

Mis ojos se clavan en un rastro que sale del contenedor


que las dos hembras tienen detrás y se desvía hacia la
parte trasera del mismo (un rastro del que Dalia está
demasiado cerca), y en la hembra beta que se está
escabullendo por detrás del contenedor para intentar
encender la mecha de la explosión.
—¡Voy a hacerlo! ¡Aléjate de ahí, Alina, cariño! —la
escucho gritar justo cuando cambio de rumbo y aúllo a los
cielos que me den fuerzas para alcanzarla y detenerla antes
de que pueda matar a mi compañera.

Pero una sombra se me adelanta por el costado entre


jadeos desesperados pero determinados.
Amber, reconozco cuando me pasa de largo con largas
zancadas embarradas.

Mi hermana se lanza hacia la beta y ambas caen a un


lado del rastro de gasóleo que esta pretendía prender entre
colmillos, garras y aullidos que prometen la muerte.

Mi corazón está dividido sabiendo que ambas están en


peligro de muerte, así que hago lo único que puedo hacer
en estas circunstancias: aúllo a la luna llena con todas mis
fuerzas como una advertencia a ambas enemigas y me dejo
llevar por la madre de los lobos por completo, anulando mi
conciencia humana para que el poder de mi lobo pueda
hacerse con el control completo de mi cuerpo y así
aumentar mi velocidad y mi fuerza…
Para siempre.
Capítulo 30

La omega y la muerte

DALIA

Huelo a Amber antes de verla pasando de largo en dirección


a la parte trasera del contenedor, donde he oído una voz de
loba beta a la que no puedo prestar atención porque Alina
me mantiene ocupada.

Aunque sí que he olido el maldito gasóleo que ahora


nos mancha las patas a las dos.

La muy hija de perra estaba planeando quemarme viva


dentro del contenedor, no me cabe duda.
Pero, sobre todo, huelo la sangre de Ryder. Y ello me
sume en un estado de frenesí angustiado que apenas me
deja pensar con claridad.

Maldita sea, ¡muere de una vez!, gruño mentalmente


mientras detengo otro de los ataques de Alina, logrando
desgarrarle el costado pero sin que ello, aparentemente, le
importe a pesar de la sangre que salpica mis garras y la
carne que mi ataque deja al descubierto bajo su ralo pelaje,
casi inexistente en muchas zonas de su cuerpo.
Ambas oímos el aullido de Ryder y nos detenemos unos
segundos cuando nuestros cerebros primarios procesan lo
que está pasando antes de que nuestra conciencia humana
pueda entenderlo.

—¡No! —rujo con angustia, pero es demasiado tarde.

Ryder se ha entregado a la luna.


Lo sé con cada fibra de mi ser.

Y esa angustia, ese dolor emparejado con la risotada


enloquecida de Alina, hacen que la sangre me hierva en las
venas como hasta ahora nada lo había logrado jamás.
—Si no es mío, será de la luna —se carcajea Alina,
echándose a llorar al mismo tiempo que su cuerpo se
sacude con profundas risas guturales—, pero jamás será
tuyo, zorra.
—¡Hija de un perro sarnoso! —Pierdo los estribos
sintiendo que mi corazón está rompiéndose en mil pedazos.

Me preparo para saltar sobre ella mientras la actriz


está demasiado ocupada centrándose en lo que considera
una venganza y yo, la mayor tragedia de mi vida ahora
mismo.

Pero Ryder la alcanza primero.


Alina grita con sorpresa y dolor cuando los dientes del
alfa, que al haberse entregado a la luna por completo es dos
veces mayor que cualquiera de su subgénero y al menos
tres veces de mayor tamaño que ella, le desgarran el
hombro arrancándole el brazo con facilidad.

Su grito de agonía resuena en las calles del puerto


abandonado, pero eso no es nada comparado con el mío
cuando veo que los ojos de Ryder ya no muestran ni una
sola emoción humana. Y su aroma tampoco.

Es puro hombre lobo. No hay ni un ápice de humanidad


en él. Ni rastro del macho del que me he enamorado, cuyo
amor por su manada es mayor que su sentido de la
autopreservación.
—Joder. No —gimo, corriendo hacia él y agarrándolo de
un costado para intentar llamar su atención—. Nononono.
¡Ryder! —llamo con desesperación—. Ryder, ¿me oyes?
Vuelve, cariño. Vuelve.

Pero él, aunque desvía su mirada carmesí hacia mí y se


me queda mirando como si algo dentro de él supiera que
soy su compañera, vuelve a enfocar su atención en una
aterrada Alina, a la que se le acaba de pasar la cruel y
sádica diversión posesiva a raíz de ver cómo su brazo es
lanzado a un lado sin miramientos.
—Ryder, mi amor —llora la hembra enferma que estoy
segura de que no es realmente una omega—, ¡soy yo! ¡Tu
Alina! ¡Soy yo! —suplica cuando él gruñe con tono
amenazador al verla moverse.

Ella se queda paralizada por la conmoción y el miedo,


pero a mí me importa una mierda lo que siente la mujer y el
problema que suponen esos sentimientos.
Lo que me importa es el hecho de que Ryder ya no es
humano y cómo voy a lograr que vuelva a serlo, porque
ahora que le he encontrado no puedo imaginarme una vida
sin él a mi lado.

De hecho, me niego a ello con todo mi maldito corazón


fracturado en mil pedazos.

—¿En qué estabas pensando? —le grito, intentando


alejarlo de Alina para poder coger su morro entre mis patas
delanteras y así mirarlo mejor a los ojos, procurando pensar
a toda prisa qué es lo que decía aquella web que leí sobre
los lobos que le regalan su conciencia a la luna—. ¡Maldito
idiota!
La voz se me quiebra de nuevo y me doy cuenta de
que estoy llorando cuando los ojos se me empañan.

Ryder me lame una mejilla y empuja su cabeza


suavemente contra mí sin soltar a Alina, cuya garganta
aprieta con los dedos de la pata delantera hasta que esta
pierde el conocimiento, retorciéndose contra un agarre que
jamás va a lograr romper.
Y entonces, mi alfa se aleja de mí y pone rumbo hacia
donde su hermana se juega la vida peleando contra la loba
beta a la que por suerte está ganando.

Vencer a la otra atacante es ridículamente fácil para él


a pesar de que está claramente herido.
La beta lo huele y cuando se gira para ver al alfa que
hay a su espalda suelta un gemido aterrado y mete la cola
entre las piernas, lloriqueando e intentando echar a correr,
pero Ryder no le deja.

La alcanza en meros segundos y la agarra del cuello


con las mandíbulas, lanzándola contra el contenedor y
dejándola inconsciente.

Impedir que se lance contra ellas para matarlas a


ambas una vez están las dos derrotadas nos cuesta un
mundo a Amber y a mí a pesar de que lo agarramos cada
una de una pata con las mandíbulas.
Al final, nos vemos obligadas a usar nuestro don
omega para manipular las emociones, porque la necesidad
de Ryder de protegernos a ambas podría acabar con él en
prisión por asesinato, aunque sea en defensa propia, o peor
todavía: que le peguen un tiro en la cabeza cuando se den
cuenta de que ya no hay rastro de humanidad en él y el
temor a un hombre lobo salvaje reine sobre la compasión de
las leyes que nos gobiernan a todos.

Soy la primera en elevar y hacer densas mis


feromonas, envolviendo a Ryder hasta que este reduce la
intensidad con la que lucha contra nuestro agarre, que por
suerte no es mucha porque está empeñado en apartarnos
delicada pero firmemente para que le dejemos matar a las
dos betas.

Amber se une cuando se da cuenta de lo que estoy


intentando hacer y al final, entre las dos, lo conseguimos.
Ryder reduce su sed de sangre hasta que su aroma
empieza a emitir una sensación de calma y se sienta sobre
sus cuartos traseros, lamiéndonos la cabeza por turnos con
cariño y frotando su cara contra mí con esa ternura que lo
caracteriza y que ahora mismo me rompe un poco más por
dentro.

—Lo hemos perdido —llora Amber, disipando su forma


de loba y acurrucándose contra una de las enormes patas
de su hermano para abrazarla con fuerza.

Todo su cuerpo se sacude con los sollozos. Ni siquiera


es capaz de hablar.
—No —niego de manera ferviente mientras vuelvo yo
también a adoptar mi forma humana—. No. Eso nunca.
Debe de haber alguna manera. Alguna forma… Algo que le
permita volver. Seguro que sí. Seguro que la hay…

Amber solo incrementa la intensidad de sus sollozos y


se aferra a él con más fuerza.
No puedo aceptar esto, pienso mirando a Ryder con un
pánico cada vez más intenso creciendo en la boca de mi
estómago. No puedo.
Debe de haber una forma de que vuelva a ser él mismo
porque, si no, algo dentro de mí se romperá del todo para
siempre.

Porque no puedo perder al macho al que amo. No de


esta forma. Ni de ninguna otra.
Jamás lo aceptaré.

Esto no puede estar pasando.


Capítulo 31

La omega y la pérdida

DALIA

La policía nos encuentra menos de una hora después.

Para entonces, Amber ha logrado recobrar el suficiente


autocontrol como para arrastrar a las dos betas hasta poder
atarlas juntas con un largo cable de metal que encuentra
dentro del contenedor de metal en el que Alina y su
cómplice, que huele ligeramente a ella y sospecho que es
parte de su manada, pretendían quemarme viva.

Yo, en cambio, apenas puedo salir de mi estado


conmocionado.
Lo único que he logrado es hacer que Ryder se mueva
para así alejarnos de la zona embadurnada con gasolina por
si esta se prende por accidente y que el alfa me deje revisar
sus heridas, aunque concluyo que no tengo ni idea de lo
graves que pueden llegar a ser porque tengo cero
conocimientos médicos y ello solo logra angustiarme más.

Cuando los coches de policía se nos acercan, las dos


estamos acurrucadas contra uno de los costados de Ryder,
medio desnudas porque los vestidos están arruinados para
siempre y llorando a ratos cogidas de la mano mientras nos
esforzamos por mantener al alfa en ese estado de calma
inducido por nuestras feromonas, a pesar de que el pelaje
se le eriza en señal de advertencia cuando los coches
patrulla llenan las calles del puerto con sus estridentes
sirenas.
—¡Alto! —grita uno de ellos saliendo de su vehículo
fuertemente armado y apuntándonos con una pistola—.
¡Estáis detenidos!

Cosa que solo logra que casi perdamos el control sobre


Ryder cuando este nota la amenaza a la que estamos
sujetas por culpa del agente humano idiota, que apesta a
espanto y nerviosismo.

Al final, logramos explicarles a los alterados agentes de


la ley qué es lo que ha ocurrido, pero las cosas solo se
calman del todo cuando un elegante elfo trajeado de largo
cabello pálido con las puntas teñidas de azul sale de uno de
los coches y habla con sus compañeros para calmar las
cosas antes de que llegue a mayores.

—Parece del FBI —susurra Amber a mi lado apoyando


su cabeza en mi hombro sin soltar la pata de su hermano,
cuyo pecho reverbera por los gruñidos que dirige a los
policías que tratan de acercarse demasiado a nosotras.
El elfo, de elegantes orejas puntiagudas y aún más
elegante atuendo, parece gritar «caro y poderoso» por cada
poro como suelen hacerlo los de su especie, pero a pesar de
que nos observa a través de sus gafas de sol como si
fuéramos meras bestias por debajo de él, no nos lo
tomamos muy a pecho porque así es como suele
comportarse su raza.

Creo que hasta se miran así entre ellos, para ser


honesta. Quizá la expresión de «estoy por encima de ti»
simplemente sea algo propio de su especie.
Son una especie extraña de la que poco o nada se sabe
más allá de su supuesta inmortalidad, pero a mí poco me
importa cómo nos hable o qué haga aquí un agente del FBI.
Que él haya decidido tomar la situación entre sus manos y
ayudarnos a evitar que Ryder sea encerrado como un
animal, o reducido a tiros cuando los agentes comprenden
que no puede volver a su forma humana ni hablar con ellos,
hace que hasta me caiga bien.
—Vamos a darle un tranquilizante —nos comunica el
elfo con esa voz serena y reverberante que tienen los de su
raza— y a subirlo a un helicóptero especial.
—¿Por qué nos ayuda? —le pregunto, luchando contra
el agotamiento y la tristeza que amenaza con tragárseme
por entera.

Él se me queda mirando como si fuera particularmente


estúpida.
—Porque Ryder Blackwolf es una de las personas más
ricas e influyentes de la ciudad —replica como si fuera una
deducción muy simple de hacer—. Y una de las figuras
políticas representantes de los lobos, aunque él mismo no
ejerza esa profesión, y su muerte o encierro provocaría una
oleada de protestas que prefiero evitar.

Tiene sentido, pero estoy demasiado cansada como


para responder.

La policía dispara dos dardos tranquilizantes sin previo


aviso y Amber y yo nos levantamos de un salto, alteradas y
rabiosas, cuando oímos el silbido de los dardos impactando
contra el costado libre de heridas de Ryder, que empieza a
tener sueño poco después, aunque no se duerme del todo.
—¡Podríais haber avisado, joder! —exclamo con enfado.

El elfo cruza unas palabras con el agente que ha


disparado en tono de fastidio y este se encoge de hombros.
—Las otras lobas están despertando y prefiero
encargarme de que todos ellos estén dormidos cuando los
compañeros se los lleven —explica el francotirador sin
remordimiento alguno.
Las horas siguientes son una mezcla entre el estado
ligeramente catatónico que me embarga a veces, los
ocasionales arranques de llanto de Amber, y los míos
propios mientras se llevan a Ryder en un helicóptero
especialmente capacitado para trasladar a animales de gran
tamaño y nosotras nos negamos a separarnos de él,
acurrucándonos a su lado en todo momento.

Solo cuando llegamos al hospital y se lo llevan para


hacerle pruebas y luego meterlo en el quirófano porque al
parecer tiene el bazo roto, nos vemos obligadas a dejar que
lo alejen.
Pero no nos soltamos de la mano mientras los médicos
atienden los cortes y arañazos de nuestras peleas.

Ni tampoco dejamos de arrancar a llorar de vez en


cuando, interrumpiendo el enésimo relato de los hechos que
la policía insiste en que declaremos en audio y por escrito
antes de dejarnos ir para que podamos sentarnos en la sala
de espera que hay frente al quirófano.

Ni siquiera cuando Alfred y Susie llegan al hospital un


par de horas después de que el helicóptero aterrice en su
tejado y se unen a nosotras en la angustiante espera tras
ponerse al día.
—Hallaremos una solución —repito sin que nadie me
pregunte por ello a saber cuántas veces seguidas ya, como
si fuera un mantra que necesito para calmarme.
Para tener esperanza.
Amber solo me abraza, pero la mirada que cruza con
Susie cuando creen que no las veo es una de profunda
desesperanza.

Una desesperanza que yo no puedo permitirme, que no


voy a permitirme, tener.
Capítulo 32

La omega y la propuesta

DALIA

Llego a la mansión de la manada casi un mes después tras


haberme negado a abandonar el hospital hasta que a Ryder
le diesen el alta.

Susie y Amber se han estado turnando para estar en la


habitación de hospital en la que él permanecía sedado
conmigo bajo la atenta mirada del personal médico, pero a
pesar de que afirman haber tenido varias horas de descanso
al día, cuando llegamos a casa en la ambulancia especial
para animales grandes que la policía provee para nosotros,
ambas parecen agotadas hasta el tuétano y sus ojeras
rivalizan con las mías propias.
—¿Cómo está? —pregunta Susie dándome un abrazo—.
¿Y cómo estás tú?

—Todavía no se ha despertado ya que no querían


quitarle la sedación hasta que saliera del hospital —le
explico—, pero lo hará en unas horas. Y entonces hablaré
con él.
Las dos hermanas se miran entre ellas. Es como si
creyeran que estoy engañándome a mí misma y me
tuvieran pena por ello.

La luna llena ya ha pasado de largo y Ryder permanece


en este estado, lo sé, pero hay algo dentro de mí que me
dice que él volverá.

Que podré volver a ver su sonrisa. Que besaré sus


labios de nuevo. Que lo escucharé burlarse de mí y
gastarme bromas.
Que no está perdido para siempre.
Y no me importa si es una esperanza que ellas creen
falsa o si realmente opinan que mi cerebro me dice todas
esas cosas solo para que no me muera de pena cuando él
no recobre su conciencia humana.
Lo voy a lograr.
Voy a traer a Ryder de vuelta.

No sé cómo, pero lo haré.


—Ven. Entra en casa —me sonríe Amber, pero huele a
tristeza y su sonrisa está hueca—. Necesitas un baño y algo
saludable que comer. Has adelgazado mucho.

Dejo que me guíe hacia la cocina solo porque desde


sus ventanales puedo ver cómo el personal trabaja para
transformar uno de los garajes, ahora vacíos, en una
enfermería improvisada para el alfa ya que su gran cuerpo
no cabe por la puerta principal de la casa.
Me siento en la mesa en la que compartí un desayuno
con ellos lo que ahora parece una eternidad atrás y me
como lo que me ponen delante, sin rechistar pero sin
apartar la mirada de la camilla de madera con la que
arrastran a Ryder hacia el garaje.

—Debería ir —informo a mis cuñadas, ignorando su


súbita expresión de pena—. Seguro que despertará pronto y
querrá verme a su lado.

Amber abre la boca para decir algo, pero Susie la


interrumpe poniéndole una mano sobre los labios para
acallarla.
—Claro —me dice con una sonrisa que no llega a sus
ojos—. Ve con él. Luego Anne irá a verte. Te ha echado
mucho de menos.

La mención de la pequeña me hace darme cuenta de


cuánto la he echado de menos yo también.
—Vale —asiento y me levanto, olvidándome de la
ducha y poniendo rumbo hacia el garaje.

Paso la noche junto a él, separándome de su lado solo


cuando me veo obligada a ir al baño como hacía en el
hospital y hablándole al oído porque no puedo soportar su
silencio tras haber escuchado su voz y haberla aceptado
como parte de mi vida prácticamente desde que lo conocí.

Una sensación de vaga felicidad me sobreviene cuando


veo cómo mueve las orejas al escuchar mis palabras y
comprendo que está despertando, pero incluso esa emoción
parece estar siendo engullida por el nudo de mi pecho, que
solo se ha ido haciendo más y más grande desde que él se
dejó dominar por la luna.
—Hola, Ryder —lloro, sonriéndole y besando su morro
cuando abre los ojos y mueve la cola ligeramente—. Ya era
hora, dormilón. ¿Cómo estás?

Él emite un quedo sonido gutural que mi loba


interpreta como «confuso», así que vuelvo a besar su morro
y enredo los dedos en el pelaje de su cabeza.

—Son las tres de la mañana, pero no te has dado ni


cuenta, ¿verdad? —interrumpe una voz que reconozco como
la de Elsa antes de clavar mis ojos en ella—. Y tampoco
sabes cuánto tiempo ha pasado desde… —se queda
mirando a su hijo y luego vuelve a enfocar su atención en
mí con una indiferencia que me quema las entrañas de la
pena y la rabia que me hace sentir—, desde que él está así,
¿a que no?
—¿Y a usted qué le importa?

Ella se ríe en voz baja.


Está parada bajo la puerta abierta del garaje, en cuyo
suelo Ryder y yo nos acurrucamos sobre un colchón sacado
de una de las muchas habitaciones vacías de la mansión.
Los goteros cuelgan a ambos lados del mismo, algunos
vacíos y otros todavía funcionando.

—¿Ahora soy «usted»? —Durante un breve instante,


sus ojos se llenan de una emoción diferente a la pasividad
habitual. Diversión, creo.
Y en ese momento me doy cuenta de lo mucho que
Ryder se parece a ella y el estómago se me revuelve.

Elsa exclama de manera ahogada cuando me ve correr


hacia el baño situado al final del garaje solo para detenerme
a medio camino porque no aguanto más la angustia y
acabar manchando el suelo y la parte trasera del coche más
próximo.

—¿No estarás embarazada? —pregunta con sorpresa,


ladeando la cabeza cuando termino de vaciar el estómago y
me limpio la boca con la manga del suéter que me trajo
Alfred hace unos días al hospital.
Cierro los ojos y suelto el aire de mis pulmones de
manera trémula.

—No lo sé.
La voz se me quiebra en la última sílaba.

—Mentirosa —replica ella con suavidad.

La rabia me embarga.
—¡¿Y a usted qué le importa?! ¡Ni siquiera tolera a sus
propios hijos la mayor parte del tiempo! —grito sin querer
gritar, perdiendo los estribos.

—¿Y eso qué tendrá que ver? —bufa ella como si no


viese la lógica de mi acusación—. No es que me importe
mucho si tienes el hijo o no —declara sin tapujos—.
Honestamente, aunque mis hijos no quieran aceptarlo yo
hace diez años que estoy muerta. —Vuelve a clavar su
mirada en mí—. Pero tú eso ahora ya lo entiendes, ¿verdad?
Abro la boca para gritarle de nuevo, pero solo rompo a
llorar como no había llorado nunca, gritando entre sollozos
tan fuertes que sacuden mi cuerpo como si fuera una mera
muñeca de trapo.

Elsa hace algo inesperado: se acerca a mí y me palmea


la espalda con algo similar a la empatía, ignorando los
intentos de su hijo, alterado ahora que está más consciente
al ver el estrés de una persona que entiende que es su
compañera por instinto pero a la que sigue sin reconocer
plenamente.

—Calma. Calma —suspira Elsa, incrementando la


intensidad de sus palmadas como si le exasperara tener que
consolarme.
—Mamá, ¿qué has hecho? —Susie está parada en la
puerta que da a la casa y la mira de manera acusatoria.

—¿Yo? —resopla Elsa, mirándola de reojo como si se


negase a encararla de manera directa—. Nada, niña.
—Es uno de esos días… —suspira Amber con pesadez,
apareciendo tras su hermana—. Lo que nos faltaba.

—¿Estás borracha, mamá? —oigo preguntar a Susie


con enfado una vez mi llanto se calma poco a poco y se
convierte en hipidos.
Elsa hace un gesto obsceno en dirección hacia sus hijas
y me palmea la cabeza antes de agarrarme el pelo y tirar
con fuerza sin previo aviso.

—¡Suéltala! —aúlla Amber.


Elsa le saca los dientes y le sisea.
—¡Largaos!

Amber y Susie, que estaban a unos metros de nosotras


acercándose para intervenir, se detienen cerca de su
agitado hermano de pura impresión.
Elsa me obliga a encararla y me mira directamente a
los ojos.
—Te propongo un trato, zorra omega de mi hijo alfa —
me gruñe con una expresión febril en la cara. Su aliento
apesta a vodka—. Mi muerte a cambio del conocimiento de
cómo salvar a mi primogénito.
—¿Qué…?
Tira de mi pelo con más fuerza cuando ve que no le
respondo con la rapidez que ella quiere.

—¿Sí o no, omega? —sisea—. ¿Qué me dices?


¿Aceptas?
Capítulo 33

La omega y el precio

DALIA

—Acepto.

Sale de mi boca antes de que Amber y Susie puedan


intervenir exigiéndole a su madre respuestas, porque sé, sin
que Elsa me lo diga, que se llevará el conocimiento de cómo
salvar a su hijo a la tumba si no lo hago, aunque tarde
veinte o cuarenta años más en matarse a base de alcohol y
de lo que sea que caiga en sus manos.

Ella se ríe y cierra los ojos y una expresión de alivio


pasa por su rostro. Pero a mí sus emociones me golpean
como un martillazo en el vientre porque ahora puedo
entender esa desesperación más que nunca, aunque jamás
apruebe el modo en el que trata a sus hijos y se niega a
recibir ayuda para al menos dejar de odiarlos.
Eso jamás.
Susie llora y Amber rabia en silencio, y yo soy
consciente de que si Ryder realmente recupera la
conciencia y se entera de que el precio por ello es el haber
deshecho la orden que le dio con su Voz alfa a su madre
para que no se tirase por el mismo acantilado por el que su
padre se fue, posiblemente me deteste para siempre.

Pero su odio, por mucho que me duela el resto de mis


días, es un precio que estoy dispuesta a sobrellevar por
verle ser él mismo de nuevo.

—Bien —dice Elsa abriendo los párpados y soltando mi


pelo—. Bien. Genial. Perfecto. Pues no perdamos más el
tiempo. —Da un paso atrás y saca una de sus garras,
abriéndose un tajo en la palma de la mano—. Primero quiero
tu palabra vinculante de que cumplirás tu promesa y me
dejarás morir retirando la Voz de mi hijo de mi puto cerebro,
¿estamos de acuerdo, niña bonita?
Asiento.

Con una mano que a pesar de mi tumulto interno


permanece firme y serena, abro un desgarro en la palma de
la mano opuesta y se la tiendo.
—El pacto está sellado —recito las palabras
tradicionales de los pactos de sangre que vi una vez en una
serie de televisión.

Nunca tuve una educación formal como mujer loba


debido a que mi padre estaba demasiado ocupado estando
obsesionado con mi madre y a esta última le importaba una
mierda si vivía o moría, así que internet y la tele fueron mis
mayores educadores una vez me hice adulta.
Y ahora me arrepiento de no haber leído más sobre la
cultura de mi propia especie cuando veo las caras pálidas e
impresionadas de las hijas de Elsa.

—Lo siento —les digo con voz acongojada.

—No es culpa tuya —afirma Amber con rostro


compungido, apretando la mano de su hermana con una de
las suyas.
La mujer me coge la palma y une nuestras manos en
un vínculo sangriento que es mayoritariamente simbólico.

O eso creía hasta que la mano empieza a tintinearme


con fuerza y la herida me arde.
—¿Sorprendida? —inquiere Elsa con burla en la voz,
que ahora mismo tiene de todo menos indiferencia—.
Algunos todavía tenemos la vieja magia de la luna en las
venas.

Amber resopla con desdén al oír sus palabras. Tiene las


mejillas húmedas de lágrimas y no trata de ocultar lo mucho
que todo esto le duele. Pero tampoco la esperanza con la
que mira a su hermano, que casi parece que vaya a
romperle el corazón.
—Todos tenemos la vieja magia de la luna en las venas
—replica con sequedad al comentario de su madre—. No
intentes manipularla para hacerle creer que eres una
especie de bruja sagrada, mamá.

Elsa ríe y el sonido nos deja a todos patidifusos.


Sensación que solo se incrementa cuando mira
directamente a su hija sin perder la sonrisa.
—Siempre has sido tan lista… —le dice. No hay ni
orgullo ni amor en su tono. Para ella es simplemente un
hecho—. El orgullo de tu padre. Esa eras tú. La listilla que
tenía siempre la nariz metida en algún libro. Todos
esperábamos que fueras una beta, pero tú tenías que
llevarle la contraria al mundo, ¿verdad, Amber?

Amber intenta responderle, pero las palabras se le


quedan atascadas en la garganta cuando rompe a llorar en
silencio.

Susie la abraza con fuerza y mira furibundamente a su


madre por encima de su hombro.
—¿De verdad vas a hacer esto? —inquiere en tono
acusatorio con incredulidad y decepción en su aroma—. ¿De
verdad vas a pedirle a la emparejada de tu hijo que te deje
matarte o, si no, te negarás a salvar a tu propio hijo? ¿Cómo
puedes ser así? ¿Cómo puedes llamarte a ti misma su
madre?

Su tono de voz se eleva con cada sílaba hasta acabar


gritando, pero las lágrimas que empañan sus mejillas están
cargadas de más ira y decepción que de pena, a diferencia
de las de su hermana.

Elsa suelta un suspiro y pone los ojos en blanco con


aspecto de que hablar con sus hijas la está agotando.
—Susie siempre ha sido un poco dramática —me dice
como si fuera una confidencia, ignorando a ambas
hermanas de nuevo y dándoles la espalda—. Ya de pequeña
creíamos que se presentaría como omega solo porque
cumplía con todos los estereotipos de cabezahueca
obsesionada con el maquillaje y esas cosas. Todo lo
contrario a su hermana. Y ahora míralas: polos opuestos en
todos los sentidos…

—¡Que te jodan! —exclama Susie con rabia, y la voz se


le rompe, pero no se amedrenta ni suelta a su hermana, a la
que abraza con más fuerza como si quisiera escudarla de
las palabras crueles de su madre y consolarse a sí misma al
mismo tiempo—. ¡Que te den por culo, mamá, joder!

Elsa se ríe entre dientes y coge mi mano tirando de mí


hacia la salida.
—Me la llevo —anuncia sin más—. Necesito hablar con
ella tranquilamente y vosotras estáis interrumpiendo.
Volved a la casa y dejad de armar jaleo, que vuestro
hermano se está despertando del todo por vuestra culpa.

Los sollozos rabiosos de Susie y los acongojados de


Amber me golpean con fuerza, y me doy cuenta de que yo
también estoy llorando mientras nos alejamos del garaje en
dirección al bosque al que me llevó aquella vez que
interrumpió mi tarde de té con sus hijas.
El tratarla de usted se me olvida en cuanto me doy
cuenta de que ella, por mí, jamás va a tener ningún tipo de
respeto. Aunque todavía me cuesta un poco perder ese
instinto de hablarle como se le debería hablar a la supuesta
matriarca del clan.
—¿Cómo puedes…? —Tengo que coger aire y volver a
intentar hablar porque el aliento se me atraganta en los
pulmones, pero ella se me adelanta.

—¿Cómo puedo qué? —inquiere sin soltar mi mano y


mirando al frente.

Sus emociones no muestran ni un ápice de culpa. Ni un


gramo de arrepentimiento o dolor por lo que acaba de
hacer. Por lo que acaba de decirles a sus propias hijas.
—Tratar así a tus hijas —finalizo tragándome otro
sollozo.

Ella aprieta mis dedos con saña como si la hubiera


molestado.
—Y, dime, omega —contesta al cabo de unos segundos
mientras subimos las escaleras que llevan al jardín superior
y de ahí nos metemos en el sendero que lleva al bosque—,
¿cómo pueden mis hijos tratarme a mí del modo en el que lo
hacen, negándome un derecho tan básico como la muerte,
y esperar que mi corazón los ame para siempre y que sea
todo de color de rosa?
Me callo porque no sé qué responder.

Y entonces recuerdo a mi padre.


—Papá se suicidó —le confieso en un impulso sintiendo
que estoy demasiado agotada como para tener filtros—. Si
yo hubiera estado ahí el día en el que subió a la terraza de
la finca, no sé si hubiera…

—Oh, pobre omega —se burla ella con un suspiro


exasperado, interrumpiéndome para hacerme callar.

Da la sensación de que no quiere oír a nadie nunca


más. De que le molesta que la gente le cuente algo sobre sí
misma y la obligue a salir de su espiral de autocompasión
suicida, a pesar de que ella no tiene reparos a la hora de
manipular a otros con su tragedia personal.
—Dalia —corrijo con enfado—. Mi nombre es Dalia, no
«omega». Deja de llamarme así.
La carcajada que ella suelta está llena de amargura.
—Me importa una mierda tu nombre, omega —replica,
tirando de mí de nuevo cuando me tropiezo, impaciente por
llegar al borde del sendero que me enseñó una vez—. Para
mí eres y siempre serás una «omega» y nada más.
Me tenso, pero no respondo porque está alterada y solo
quiere discutir y rabiar y reír con euforia ahora que ve su
deseo de morir más cerca que nunca.

—Supongo que eres como él, entonces —habla ella al


cabo de unos minutos de caminata rompiendo el silencio.
—¿Como Ryder, te refieres?

Ella gruñe con irritación por no haberla entendido a la


primera.
—Sí —contesta—. Tú también hubieses obligado a tu
pobre padre a vivir, ¿verdad? Ambos sois realmente crueles.
Tardo en responderle porque no sé la respuesta y
nunca la sabré. Aunque la intuyo. Y porque estoy demasiado
ocupada luchando de nuevo contra el nudo que crece cada
vez más en el fondo de mi garganta.
—Ryder te ama, Elsa —le digo cuando nos detenemos
al fin allá donde la Voz de su hijo la atrapó y la obligó a no
dar un paso más jamás—. Tenía diecisiete o dieciocho años,
acababa de perder a su padre y no quería ver morir a su
madre. ¿No puedes perdonarlo antes de irte, al menos?
Ella sisea y me suelta la mano dejando un rastro de
sangre sobre mi sudadera por la agresividad con la que lo
hace. El arañazo arde, pero no le presto atención.
—Seamos claras. Estás aquí porque no puedes dejar ir
a Ryder —contesta con desdén—. Y yo estoy aquí porque
jamás podré dejar ir a mi marido. Un marido que debería
haber sido mi emparejado, mi alfa vinculado, si no hubiera
sido por algo tan absolutamente innecesario como la
existencia de los omega.
Discutir con ella no llevará a ninguna parte, pero, aun
sabiendo eso, no puedo evitarlo.
—Y Ryder te detuvo aquí porque no pudo dejarte ir.
Porque es tu hijo y te ama —refuto—. ¿Por qué lo que haces
tú está justificado, aunque haga daño a tu propia familia, y
lo que hizo tu hijo para mantenerte con vida no lo está?

El tortazo me pilla desprevenida y deja la piel de mi


mejilla tintineante, enrojecida y manchada por la sangre de
nuestro pacto.
—¿Quieres saber cómo salvar a mi hijo? —espeta con
los ojos brillantes de rabia y de una anticipación macabra
que me espanta más que el intento de asesinato de Alina y
de la que ha resultado ser su madre, según la policía—.
Adopta forma de loba y fóllatelo.
Se ríe de mi expresión conmocionada.

—¿El bestialismo no es lo tuyo? —se burla con crueldad


—. A veces hay que sacrificar algo para obtener lo que
queremos, omega.
Aspiro una bocanada de aire e intento calmarme y no
devolverle el tortazo, porque ahora mismo tengo unas
ganas tremendas.
—¿Y cómo sé que me dice la verdad?
Ella me fulmina con la mirada.

—El pacto me obliga a hacerlo.


—Aun así tengo mis dudas.
Furibunda, Elsa me enseña los dientes convertidos en
colmillos y me gruñe con un sonido amenazador, pero su
loba no espanta a la mía en lo más mínimo y no retrocedo ni
un paso.
No le daré esa satisfacción.
Al final, irritada y decidiendo que su objetivo es más
importante que lo ofendida que se siente, se cruza de
brazos y se queda mirando las copas de los árboles, oscuras
y tan altas como torres.
Su aroma se vuelve pensativo antes de que hable de
nuevo.

—Esperaré aquí a que acabes —decide—. Según se


transmitió de madre a madre en mi familia desde la época
del Inicio de nuestra especie, en la que los lobos habitaban
en cuevas y luchaban a muerte contra los neandertales por
el territorio y los recursos mientras los elfos se tocaban los
cojones unos a otros en sus ciudades arbóreas, reforzar el
vínculo con un anudamiento es lo único que hace que el
cerebro de un alfa se «reinicie», por decirlo de alguna
manera.
Alzo las cejas con sorpresa.
—Si me está tomando el pelo…
Ella me hace callar con un gesto hosco, saliendo de su
momentánea calma reflexiva para volver a estar furiosa
otra vez.

—No te tomaría el pelo cuando es lo único que tengo


para negociar contigo —contesta—. Así que ve y tírate a mi
hijo. Y una vez él entre en el sueño que mis ancestros
afirmaban que sobrevenía al cuerpo de un alfa cuando
regresaba a su forma humana, vuelve a mí y deshaz lo que
Ryder me hizo.
Da media vuelta y se sienta a esperar sobre el tocón
de un árbol como si la conversación estuviera finalizada.
Capítulo 34

La omega y sus hermanas

DALIA

—¿Estás segura de que no te está tomando el pelo? —


pregunta Susie con una mueca horrorizada cuando termino
de contarles lo que ha pasado con su madre.

Estamos sentadas en los sillones de ratán del solárium.


Frente a nosotras, varias tazas de té o café permanecen sin
tocar al igual que los sándwiches y demás comida que
Amber, con ojos tan hinchados como los de su hermana,
observa de manera pensativa con la mente muy lejos de su
entorno hasta que suelta un suspiro y se reacomoda sobre
los cojines de su sillón.
Alfred, que se ha despertado por todo el barullo que
estábamos montando en el garaje, se ha ido hace un rato
tras darme su apoyo y un fuerte abrazo para evitar que
Anne baje a desayunar e intente colarse donde no debe
para visitar a su hermano.

Me muerdo el interior de la mejilla hasta que me doy


cuenta de que lo estoy haciendo y me obligo a parar ese
hábito nervioso que tenía de pequeña y que vuelve de vez
en cuando al sentir estrés.
—Estoy segura de ello —respondo tras darle otra
vuelta a las cosas en mi cabeza—. Sí.

Sus caras me lo dicen todo.

A ellas el bestialismo les gusta tanto como a mí. Es


decir: nada.
Aunque follar en forma de lobo es algo que nuestros
ancestros solían hacer y que en algunas manadas (que
suelen ser aislacionistas y tradicionales) se rumorea que
todavía se hace, pocas personas se dejan llevar por esos
instintos propios de lobos considerados menos civilizados
hoy en día.

—¿Qué vas a hacer?


Está claro que Amber lo pregunta por respeto, pero que
las tres sabemos cuál es mi respuesta: dejar que Ryder
sufra una vida sin su lado humano es impensable para todos
los que lo aman.

Yo incluida.
Me encojo de hombros y les sonrío.

—Lo consideraré una experiencia de esas que te


conectan con tu lado animal —bromeo, a pesar de que
tengo la tripa ligeramente revuelta.
Quizá sea porque, más allá de mi fallida relación con
mis padres, no había mantenido una relación real y larga
con personas de mi propia especie, pero la idea sigue sin
parecerme agradable por muchas vueltas de tuerca que le
dé intentando animarme.

Pero da igual, porque el pensamiento de que voy a


volver a ver a Ryder, al Ryder completo, a mi Ryder, me
llena de una ilusión y de una esperanza que hace temblar
de emoción cada músculo de mi cuerpo.

—En fin —anuncio, incorporándome y dejando salir el


aire de mis pulmones para coger fuerzas—. Darle más
vueltas no va a servir de nada excepto para ponernos
ansiosas.
—¿Vas a hacerlo ya? —pregunta Amber con una mueca
de sorpresa.

—¿Crees que debería esperar? —dudo, volviendo a


tomar asiento.
Ella cierra los párpados y su expresión de agotamiento
me hace querer darle un abrazo, así que eso mismo hago,
inclinándome sobre mi asiento para poder alcanzarla.

Susie se nos une sentándose en el apoyabrazos y


hunde la cabeza en mi hombro, y las tres compartimos un
momento de conexión, mezclando nuestros aromas como lo
hacen las manadas que están unidas para dejarle saber al
mundo que «esta es una persona a la que amo y que es
parte de mi familia; del núcleo de mi vida».

Nos quedamos así un rato hasta que Amber vuelve a


hablar tras respirar hondo varias veces para que nuestros
aromas la ayuden a relajarse.
—Tenemos que despedirnos de mamá —declara con
firmeza.
Su hermana menor se tensa y su aroma se enerva
durante unos segundos, triste y alterado.

—No creo que ella quiera despedirse —dice con un deje


de rencor y amargura, pero con el tono de voz de alguien
que anhela que las cosas sean diferentes.
Amber besa la mejilla de su hermana y las tres
rompemos el abrazo volviendo a reclinarnos en nuestros
asientos.

—Aun así, tenemos que hacerlo —insiste la omega—.


No decirle adiós nos llenaría de arrepentimiento más
adelante.
Su hermana aprieta los labios y gira la cabeza como si
no quisiera que la veamos perder el control, pero da igual
porque el olfato de los omega es mucho más sensible que el
de los beta y lo olemos igual.

Amber estira el brazo y entrelaza sus dedos con los de


su hermana.
—Susie —llama con afecto—. Yo tampoco quiero que
las cosas sean así, pero desearlo no va a cambiar nada,
cariño.

—Lo sé —replica la beta con voz arisca y quebrada, y


las lágrimas caen por sus mejillas enrojecidas debido a sus
emociones—. Pero ojalá lo fueran.
La omega es quien se levanta esta vez para abrazar
con fuerza a su hermana menor.

Cuando se alejan, limpia el rostro de Susie y besa su


pelo como suele hacer Ryder y eso hace que la beta le
sonría muy a su pesar.

—Muy bien —accede Susie con voz resignada—. Pero


creo que deberíamos esperar a que Ryder también pueda
despedirse antes de que Dalia le quite la Voz a mamá.
Su hermana mayor traga saliva y niega con la cabeza.

—No podemos hacer eso por varios motivos.


—Ryder también debería poder despedirse de ella —
intervengo yo.
—¡Amber…! —protesta Susie.

La omega alza una mano para que la dejemos hablar.


—Primero: no sabemos cómo funciona el pacto de
sangre, pero sí se sabe que si alguien no cumple su parte
dentro del tiempo determinado por los participantes, esa
persona caerá profundamente enferma y puede que sufra
de por vida o que incluso muera.
La beta palidece y yo también.

—Eso no lo sabía —comento con horror.


Susie suelta la mano de su hermana, se levanta y me
fuerza a apretujarme contra un lado del sillón para poder
sentarse junto a mí.

—Yo tampoco lo sabía —admite pasando un brazo por


encima de mis hombros—. Si lo hubiera sabido…

—No hay nada que hubieras podido hacer —la


tranquilizo—. Ni tú ni nadie. Vuestra madre no nos habría
dejado negociar al respecto.
Cuanto más sé sobre el pacto, más entiendo que Elsa
sabe bien que estaré obligada a cumplir con sus condiciones
sí o sí, y que no tiene la intención de dejar que Ryder
despierte y proteste ante su decisión de morir o trate de
convencerla de que no lo haga. De que les ahorre a sus
hijos el tener que sacar su cadáver destrozado del fondo del
acantilado para enterrarla junto a su padre.

—¿Qué es lo segundo? —le pregunto a Amber cuando


pasa la conmoción de su primera revelación.
—La segunda cosa que debes saber —suspira ella—, es
que si te arriesgas y esperas a que Ryder despierte, es que
lo más probable es que se tire tras mamá para intentar
salvarla.
Susie y yo palidecemos de nuevo.
—Lo dices porque es un alfa, ¿verdad? —inquiero con
voz queda.

Amber asiente.
—Los alfas siempre intentarán salvar a alguien de su
manada a toda costa —declara Amber con expresión
sombría—. Siempre. Aunque ello les cause la muerte. No
pueden evitarlo. Es parte de su genética. De su instinto
sobreprotector y posesivo.

Pienso en mi madre y en cómo ello no fue muy certero


en su caso, y luego en las palabras de Amber.

Y mi corazón sabe en ese momento que mamá jamás


nos consideró ni a papá ni a mí parte de su manada.
Aunque ese instinto de alfa del que Amber habla no
impidió que mamá se cargara a los hijos del supuesto amor
de su vida cuando él la dejó por otra y se largó.
No recuerdo que hubiese ni un solo día, desde que
nací, en el que mi madre me marcara con su olor o me
abrazara o cuidase de que yo estuviese a salvo, bien
alimentada y bajo su protección constante.
Algo tan inherente a la gran mayoría de los alfas que
se da por sentado. Que se considera parte esencial de ser
un miembro de una manada liderada por uno de ellos.
Pero sí que recuerdo que ella olía a otras personas
cuando nos visitaba a papá y a mí. Al beta al que amaba. A
sus propios padres, que despreciaban a papá y lo culpaban
por no haber sido capaz de enamorar a su hija, como si esa
fuese su responsabilidad y hubiese fallado como omega al
no cumplir con ella. Y que me despreciaban a mí por
considerarme tan débil como él, especialmente cuando me
presenté como omega.
Tenían a su hija en un pedestal inmerecido y, al final, lo
único que les quedó es una tumba de alguien a quien el
pueblo entero despreciaba y una nieta que les cuelga el
teléfono cuando intentan llamarla y que no quiere saber
nada de ellos.
—Entiendo —digo tras pensar en ello, dándome cuenta
de que si lo hago realmente es solo porque he conocido a
Ryder.
Y también de que, si alguien me hubiera hablado de
esos instintos alfas antes de hacerlo, hubiera resoplado con
desprecio y me hubiera reído en mi cara porque mis únicos
referentes hasta entonces eran mi madre y los alfas mal
representados de la televisión.
Me froto la cara con la mano que tengo libre porque
Susie está jugando de manera nerviosa con los dedos de la
otra y apoyo mi mejilla en la coronilla pelirroja de la beta
que se está convirtiendo rápidamente en una hermana más
que en una amiga. Al igual que Amber y Anne.
Y Alfred, con el que a veces tengo que morderme la
lengua para no llamarlo abuelo, aunque sea en broma,
porque actúa como de pequeña imaginaba que los abuelos
que amaban a su manada actuarían.
—Está decidido, pues —les sonrío a las dos—. Vosotras
os despedís de Elsa y yo haré el mambo peludo con vuestro
hermano para traerlo de vuelta. Y una vez Ryder sea él
mismo de nuevo, hablaremos con él y le explicaremos las
cosas.
Está amaneciendo y mi corazón está un poco más en
calma ahora que lo he hablado con ellas, aunque sigo
teniendo miedo de que Ryder me odie.
Amber se levanta con expresión determinada.

—Iré a buscar a Anne y a Alfred —nos explica—. Ellos


también merecen poder despedirse.
Susie suspira y se levanta con esfuerzo, ya que
estamos apretujadas en el sillón.
—Voy contigo —decide.

Yo me estiro porque noto los músculos de la espalda


tensos y me pongo de pie, y las tres nos volvemos a abrazar
con fuerza como si ya no hicieran falta palabras para
compartir gestos de cariño.
—Gracias por todo, Dalia —murmura Susie contra mi
cuello, frotando su mejilla sobre mi hombro con afecto—. De
verdad. Gracias.

Le devuelvo el gesto y froto la espalda de Amber,


sintiéndome profundamente conectada a ellas.
—Soy yo la que tiene que dar las gracias —confieso—.
Por todo. Por acogerme, por Ryder, por aceptarme como
parte de la manada…
Amber me hace callar con un chasquido de su lengua.
—Supe que íbamos a ser amigas desde el instante en
el que te vi en el garaje —declara con una sonrisa
emocional—. Y creo que Anne y Susie también.

—¡Eso es cierto! —ríe Susie con los ánimos un poco


más elevados que antes—. Me caíste genial en cuanto te vi.
Y yo no me equivoco con la gente. ¿Verdad que no, Amber?

—Verdad —replica su hermana con un asentimiento.


No puedo evitar una sonrisa tan grande que hace que
me duelan las mejillas ni la sensación de calidez que ya no
solo arde de manera agradable en mi estómago, sino que se
extiende por todo mi cuerpo como si una luz sanara todas
mis ansiedades y miedos y las hiciera desaparecer.
Ni tampoco quiero.
Capítulo 35

La omega y su valentía

DALIA

El corazón me late a toda prisa cuando entro en el garaje


poco después de que el resto de mi manada abandone la
mansión para ir a buscar a Elsa.

Pero estoy determinada y nada va a detenerme. Ni


siquiera mis propias inhibiciones.
Me detengo a los pies del colchón en el que Ryder
permanece adormilado después de que sus hermanas
lograran calmarlo cuando su madre y yo nos fuimos hace
unas horas y me quedo mirando al alfa, cuya enorme forma
es muchísimo más grande que la mía.
Aunque, de todas formas, hubiera sido mucho más
grande y musculosa que la mía sin la influencia de la luna
llena.
Él abre los ojos cuando nota mi presencia y alza su
enorme cabeza, parpadeando para enfocar la vista y
emitiendo un sonido bajo y ronco de bienvenida que me
hace sonreír.
—Buenos días a ti también, mi grandullón —le saludo
con ternura acuclillándome para acariciar su cola, que
mueve contra mi mano.

Ryder se levanta lenta y torpemente y me empuja


suavemente con la cabeza para marcarme con su aroma y
para exigir caricias y mimos, así que cedo a su petición y
me dejo olisquear, frotar y lamer el cuello y la cara durante
un rato.

Aunque está en forma de lobo y el olor a desinfectante


y medicamentos sigue presente aún tras haber salido del
hospital una vez la mayoría de sus heridas estaban curadas
y nada ponía en peligro su vida, su aroma a alfa y a Ryder
sigue siendo el mismo. Único y particular.
Sería capaz de reconocerlo en cualquier parte.

—Te quiero muchísimo, ¿sabes? —le digo cogiendo su


cabeza con ambas manos—. Muchísimo.
Él olisquea mi aliento y luego emite un ronroneo
apoyando la cabeza en mi vientre y emanando un aroma a
felicidad, posesividad y pertenencia que me satura los
sentidos y me hace darme cuenta de que seguramente sí
que estoy embarazada por mucho que mi mente no haya
podido procesarlo todavía.

Los omega tenemos instinto para esas cosas y, aunque


soy consciente de que hay algo en mi vientre y de que mi
aroma ha cambiado sutilmente, nada se compara a la nariz
de un alfa, especializada en el rastreo más que ninguna otra
nariz lobuna.
Y su reacción solo acaba de confirmármelo.

—Vale —suspiro—. Las cosas por partes o me sentiré


sobresaturada.

Beso su coronilla y lo suelto dando un paso atrás, pero


tengo que alargar una mano y empujarlo suavemente para
que no me siga.
—Dame espacio, bobo —le ordeno, y él se sienta sobre
sus cuartos traseros emitiendo un sonido lastimero que no
pega nada con su apariencia fiera y terrorífica.

Me quito la ropa con rapidez, tirándola a un lado


porque sé que de todas formas necesitaba una ducha y me
quedo desnuda frente a él, llamando a mi loba a la
superficie hasta que estoy transformada.
Erguida sobre mis patas traseras, dejo que Ryder se
acerque y me huela de la cabeza a los pies, frotándose
contra mí y marcándome con su aroma una vez más.

Y, haciendo acopio de mi capacidad para mentalizarme


y cumplir con mis metas aunque estas me resulten
estresantes, adopto una postura de sumisión y concentro mi
aroma para que sea una invitación a la cópula.

Cuando veo sus pupilas dilatarse y su enorme cuerpo


estremecerse y cubrirse del olor a lujuria, elevo la cola y me
preparo.

Es más fácil y, al mismo tiempo, más difícil de lo que había


imaginado.

Fácil, porque es Ryder sin importar la forma en la que


esté y porque sé que esto me lo traerá de vuelta.

Difícil, porque batallar contra mis pudores e


inhibiciones es algo vergonzoso, especialmente cuando
parte de mí lo disfruta.
Una vez Ryder me anuda, la esperanza ruge en mi
interior como si quisiera salir de mi cuerpo y envolver al alfa
para obligarlo a volver a adoptar su forma y mente
humanoides.
Pero cuando los minutos pasan y él permanece subido
sobre mí, anudado, tembloroso y sin volver a ser el alfa que
he llegado a conocer y a amar, la desesperación hace acto
de presencia.

Vamos, Ryder, suplico mentalmente. Venga, cariño.


Vuelve a mí.
Él gimotea y todo su cuerpo se estremece, y durante
un instante casi parece que vaya a colapsar en forma de
lobo sobre mí aplastándome bajo su considerable peso, pero
entonces sus huesos empiezan a crujir.

Y el sonido que sale de mi garganta es tan


absolutamente emocional que hace eco en el garaje y
ahoga el aullido que el alfa deja salir de sus pulmones
cuando su cuerpo sale del mío, se encoge sobre sí mismo y
empieza a perder su pelaje.

No pierdo el tiempo, adoptando mi forma humana más


rápidamente de lo que lo había hecho antes para poder
sostener su cuerpo cuando este se tambalea y amenaza con
caer de bruces sobre el suelo.
—Ryder —llamo entre sollozos de felicidad y alivio—. Mi
amor. Mi alfa. Mi Ryder, ¿puedes oírme? ¿Puedes
entenderme, cariño?

Ryder es humano, repite mi mente de manera frenética


y rebosante de felicidad.
Él trata de enfocar su mirada en mí y abre la boca para
responder, pero su garganta está demasiado reseca como
para poder hacerlo.

Cuando intenta incorporarse para dejar de apoyar


tanto peso sobre mí, se enreda con los tubos de las vías
intravenosas que hasta hace unos minutos estaban
conectados a sus venas y que la cópula ha arrancado
cuando me he olvidado de quitárselos primero y ambos
caemos sobre el colchón cuando se tambalea con fuerza.
—Uf —protesto de manera inconsciente cuando todo el
aire es expulsado de mis pulmones a la fuerza.

—Lo siento, mi reina —murmura Ryder con voz


enronquecida y apariencia de estar confuso y aturdido.

Cuando rompo a reír y a llorar al mismo tiempo sin


poder contener mis emociones ni un segundo más, él me
abraza y murmura lo mucho que me quiere contra mi pelo,
aunque se note que todavía no recuerda lo que ocurrió y
que tampoco entiende qué hacemos tirados desnudos y
cubiertos de nuestros fluidos sobre un colchón en mitad de
su garaje.
Pero no importa.

Ya habrá tiempo para explicaciones más tarde.


Ahora lo que importa es que Ryder ha vuelto a ser él
mismo, que me recuerda y que vuelve a poder adoptar
forma humana.
Con lo demás ya lidiaremos más adelante.

Todo a su debido tiempo.


Capítulo 36

La omega y la despedida

DALIA

Ryder, tal y como dijo Elsa que sucedería, se ha quedado


dormido poco después de despertar con su apariencia
humana.

Determinada a cumplir con mi parte del trato y a lidiar


con las consecuencias después pero angustiada porque sé
que el sufrimiento de mi alfa no ha terminado todavía,
recoloco su cuerpo sobre el colchón para que esté cómodo y
lo cubro con la manta de los Power Rangers que Anne le
trajo a su hermano la noche anterior antes de acostarse
cuando pensó que podría pasar frío.
Armándome de valor, me meto en el baño que hay al
final del garaje, me ducho y me visto con las ropas que
Alfred, siempre tan atento y considerado, me ha dejado en
uno de los estantes de almacenamiento que hay en las
paredes y que me viene un poco grande ahora que he
adelgazado por el estrés.

—Te quiero —me despido de un dormido alfa—. Nos


vemos luego… —Detengo mis pasos de nuevo segundos
después de haber empezado a caminar hacia la salida y
trago saliva—. Por favor, no nos odies ni a tus hermanas ni a
mí —le suplico a su rostro de profunda paz.
Nerviosa pero con pasos firmes, me dirijo hacia el
bosque sin saber qué me voy a encontrar allí, pero
temiendo que Elsa haya vuelto a herir a sus hijas por
despecho y rabia.
Espero que hayan podido despedirse y que las cosas se
hayan calmado, deseo con todas mis fuerzas, acelerando el
paso porque estoy preocupada por la manada.
Especialmente por Anne, que es tan sensible a los estados
de ánimo de su madre y a la que esto va a afectar mucho
porque es demasiado joven como para entender nada.

Decido, mientras accedo al inicio del sendero del


bosque, que no ayudaré a Elsa a librarse de la voluntad de
Ryder si su idea es lanzarse por el precipicio tras humillar,
insultar y hacer daño a sus hijas dejándolas con un maldito
trauma extra con el que lidiar el resto de sus días además
de su suicidio.
Si al menos puedo influenciar, aunque sea obligándola,
a que se despida de ellas y de Alfred sin tanto rencor y sin
hacerles más daño del que ya han sufrido, entonces eso
será exactamente lo que voy a hacer, aunque tenga que
usar mi don omega para manipular las emociones y los
pensamientos de otros a plena potencia.

Me alivia no escuchar gritos ni peleas cuando giro en


un recodo del camino y veo al resto de mi manada en un
corro, de pie junto al tocón en el que Elsa sigue sentada
cruzada de brazos y esperándome.
Amber es la primera en sentirme cerca a pesar de que
mis pasos son apenas audibles sobre la tierra del camino.

—¿Cómo ha ido? —pregunta con esperanza.

Todos se giran para mirarme, así que les sonrío con


ganas, haciendo a un lado el malestar que me provoca lo
que todos vamos a pagar por ello en breve y las
consecuencias que ello tendrá para Ryder, que no sabe
nada.
—Ha vuelto a su forma humana y me ha hablado.

Amber y Susie rompen a llorar del alivio y la alegría


como he hecho yo hace nada, Anne da saltos de felicidad,
aunque está confusa porque nadie le ha dicho que el estado
de su hermano podría haber sido permanente, y Alfred se
seca la comisura de los ojos entre risas con expresión de
felicidad.
—Qué bueno que nuestro alfa haya vuelto al fin en sí —
comenta el anciano beta sorbiéndose la nariz.

Anne, que está cogida de su mano, deja de dar saltitos


y se suelta para correr a darme un abrazo cuando me
detengo junto a ellos.
—¿Mi hermano estaba realmente muy malito? —
pregunta cuando la levanto en brazos para achucharla.

—Un poco malito, sí —respondo, aspirando su aroma a


cachorro y envolviéndola con el mío.

Emito un quejido sordo soltando una risotada de


sorpresa cuando sus hermanas y Alfred se unen al abrazo
en grupo comentando lo aliviados que están de que
realmente Ryder haya vuelto en sí.
—Muy bien —interrumpe Elsa dando una palmada y
haciéndonos callar a todos—. Ahora que he cumplido con mi
parte del trato y que has comprobado que la información
era correcta, ha llegado la hora de que tú cumplas con el
tuyo, omega.

—Mamá… —empieza Amber en tono de súplica, pero


Elsa la hace callar de nuevo con un gesto.
—Ya hemos hablado de esto —asevera—. Y os habéis
despedido, ¿no? Pues ya está. Tenéis que dejar que me
vaya. A estas alturas deberíais saber que las cosas nunca
cambiarán y que yo jamás podré seguir sin vuestro padre.
Tengo que irme y punto. Es lo que he decidido.
Las caras de amargura resignada de las dos hermanas
y la serena pero triste de Alfred no se me escapan.

Dando un paso al frente tras dejar a Anne en brazos de


una callada y seria Susie, que parece mucho más calmada
ahora que ha hablado con su madre, me paro frente a Elsa y
la miro a los ojos.
—Ryder también es su hijo y también tiene derecho a
despedirse —trato de convencerla—. Por favor, no se vaya
sin dejar que lo haga.

Ella alza una ceja de manera ligeramente burlona.

—La omega intenta cuidar de su alfa —resopla—. Qué


conmovedor.
—Mamá, no le hables así —suplica Susie al mismo
tiempo que Amber le pide que se comporte.

—Me llevaré a la señorita Anne a…


—No —interrumpe la pequeña a Alfred—. No quiero
irme si vosotros os quedáis. Quiero saber qué pasa.

Amber le sonríe a su hermana, tratando de emitir


calma y confort con su aroma, y Anne se tira de los brazos
de Susie para que su hermana omega la abrace.

—Lo que pasa es que mamá tiene que irse en un viaje


especial y no podrá volver, así que hemos venido a
despedirnos por ese motivo —le dice al cachorro con ternura
depositando un beso en su frente—. Ya lo hemos hablado,
¿recuerdas?
Anne asiente, pero no se le nota muy convencida.

Tengo la sensación de que los adultos de la manada se


han esforzado para hacer que la despedida sea lo menos
traumática posible para la niña, aunque dadas las
circunstancias eso es difícil.
Anne se gira hacia su madre y esta, por una vez, la
mira a la cara en vez de fingir que no existe.

—Adiós, mamá. Te quiero, aunque a veces tú no me


hayas querido a mí —declara la niña—. Los días en los que
me dejabas pintar en la misma habitación que tú y
respondías a mis preguntas sobre las flores me gustaban
mucho.

Sus palabras hacen que Elsa, durante unos instantes,


parezca avergonzada y angustiada. Pero las emociones se
evaporan tan rápidamente como han llegado y esa
sensación distante teñida de rencor que se ha convertido en
algo habitual para ella vuelve con fuerza.
—Adiós, cachorro —responde Elsa sin moverse del sitio.

Alfred coge a Anne de los brazos de su hermana y se


marcha sin emitir ni una sola palabra más, demasiado
saturado de emociones como para hablar.
Susie se da la vuelta, todavía con esa expresión
pensativa y resignada en la cara, pero luego se gira para
mirar a su madre una última vez.

—Siempre te recordaré como la mujer que con ocho


años me dijo que querer a los demás era algo que se elegía
cada día, aunque a veces fuera difícil —le dice sin inflexión
en la voz—. Y no como la mujer llena de odio en la que te
has convertido.

—Adiós, Susie —le sonríe su madre—. Chiquilla sin


pelos en la lengua.
El cuerpo de Susie se tensa como si quisiera abrazarla,
pero el lenguaje corporal de Elsa deja claro que no quiere
que la toquen, así que al final la joven beta sigue los pasos
de Alfred y se marcha sin añadir nada más, cabizbaja y
pensativa.
Quedamos Amber y yo.

Elsa nos observa con la cabeza ladeada y el rostro


inexpresivo.
—Yo también amaba a papá, ¿sabes? —le recuerda la
omega a su madre, que hace una mueca al oírla—. Todos le
queríamos muchísimo. Era nuestro padre, mamá. No solo tu
marido. Nosotros también le perdimos ese día.

Sus emociones son profundas y viscerales, sobre todo


cuando su madre se niega a responderle y le gira la cara
como suele hacer casi siempre.
—Mamá…
—No quiero hablar más contigo —replica Elsa—. Ya nos
lo hemos dicho todo. Así que adiós, mi hija omega. Que seas
feliz en la vida y que jamás tengas que perder a la persona
a la que más amas en el mundo. Ojalá no sufras nunca lo
que yo he sufrido.
Amber aprieta los labios y yo paso un brazo por encima
de sus hombros.

—Amber, mamá —murmura con congoja—. Mi nombre


es Amber. Tu hija. A veces me llamas «omega» con ese tono
y lo detesto. Sabes que lo detesto.
—Adiós —repite Elsa de manera arisca—. No tengo
nada más que decirte. Vete y vive tu vida como te plazca,
pero déjame morir como yo quiero.

Temblando como una hoja, la omega se da la vuelta y


echa a correr por el sendero.
Yo fulmino a Elsa con la mirada.
—Te has pasado —le siseo, sintiendo mis caninos
alargarse—. Te has pasado muchísimo, Elsa.

—¿Otra vez con esas? —se exaspera la mujer beta,


levantándose del tocón y sacudiéndose la falda—. Vámonos.
Ya basta de tanto drama. Llevo esperando este día diez
años y no aguanto más.
Echa a caminar hasta detenerse frente a mí y contiene
el aliento.

—¿Estás segura de que no…?


—¿De que me importa un pimiento si mi hijo se
despide de mí o no? Sí —me corta con impaciencia—. Así
que basta ya de posponer las cosas y corta el vínculo a la
voluntad de Ryder que él me impuso con su Voz.
Cierra los ojos cuando, muy a mi pesar, extiendo mis
sentidos y trato de hacer algo que nunca he hecho: tocar la
mente de una persona e influir en esta.

Es una sensación extraña.


Mi aroma se vuelve espeso y, como si fuera un aura de
energía, envuelve su cuerpo respondiendo a mis deseos y
se cuela bajo su piel a través de su cuero cabelludo
buscando la sensación de la energía de Ryder en su cerebro,
cosa que encuentro para mi sorpresa.

—Lo noto —murmura Elsa con un jadeo—. Estás cerca.


—Yo también lo noto —contesto, pero ambas
percibimos que me está costando romper el vínculo del que
ella hablaba.
No porque no pueda equiparar el poder de mi
emparejado y usar el mío propio para romper su Voz, sino
porque el dolor de saber lo que estoy a punto de hacer me
agobia.
Elsa abre los párpados y coge mi hombro cerca de mi
cuello extendiendo sus garras.
Sus ojos se llenan de una advertencia cruel y
desesperada.

—Hazlo —ordena—. Porque si no te mata el pacto de


sangre por no cumplir con él, te juro que lo haré yo.
Habla muy en serio, me doy cuenta, conmocionada.
Armándome de valor una vez más, me resigno a lo que
está por ocurrir y envuelvo la energía de Ryder con la mía
propia, obligándola a despegarse de la mente de su madre y
rompiéndola en miles de fragmentos invisibles antes de
retirarme y dar un paso atrás.

Elsa me suelta dejando caer su brazo. La manera en la


que aspira una bocanada de aire y se tambalea me dice que
ella también lo ha sentido.
Su expresión no es ni feliz ni triste ni una mezcla de
ambas. Solo hay determinación en su rostro cuando procesa
que es libre para hacer lo que desee con su vida o con su
muerte.

—Camina conmigo, omega —ordena, echando a andar


con piernas temblorosas pero cada vez más firmes hacia el
final del sendero que hasta ahora no podía alcanzar,
deteniéndose siempre en esa línea invisible en la que Ryder
logró alcanzarla cuando intentó tirarse la primera vez y le
ordenó que parase.
Cuando la cruza, se echa a reír y acelera el paso.
La sigo con la esperanza de que cambie de idea, pero
sabiendo que no lo hará, y rezando para que sus hijos algún
día puedan superar toda esta tragedia.
Capítulo 37

La omega y el adiós

DALIA

Elsa corre cuando alcanzamos el límite en el que el bosque


deja paso al elevadísimo y mortal acantilado desde cuya
cima se puede ver el río y el lago a lo lejos.

Las mansiones de las personas más ricas de la ciudad,


separadas por amplios terrenos, pueden verse a lo lejos al
otro lado del valle salpicando el bosque aquí y allá.

Pero mis ojos apenas notan la belleza del paisaje


porque mi atención está puesta enteramente sobre Elsa.
—Al fin —la escucho murmurar cuando se detiene justo
en el borde, junto a una roca desigual cuyos picos parecen
cortantes y en la que se apoya para mirar hacia abajo—.
Aquí fue donde él se tiró —me cuenta, señalando hacia el
lejanísimo fondo como si yo no lo supiera ya—. Y aquí es
donde yo me despido, omega.

Mi boca se abre de manera automática para decirle


que me llamo Dalia, pero no la corrijo porque sé que es una
tarea fútil y porque ya no importa.
Elsa se da la vuelta y de repente me sonríe y todas las
arrugas de dolor y amargura parecen desvanecerse de su
rostro.

El sol ilumina su figura y proyecta sombras sobre mi


cuerpo.

—Adiós —susurra.
Y entonces, sin más, abre los brazos a ambos lados del
cuerpo y se deja caer de espaldas cerrando los párpados.

Jadeo y corro hacia el borde, derrapando


peligrosamente y sujetándome a la roca, donde todavía hay
restos de la sangre reseca del pacto que ella ha esparcido al
agarrarse hace unos segundos.
Veo su cuerpo estamparse contra un saliente y luego
contra otro para finalmente desaparecer entre la maleza
cientos de metros más abajo.

Lloro y me despido de ella en silencio y, cuando siento


que puedo despegarme de la piedra que me sostiene y
volver a andar de nuevo, vuelvo sobre mis pasos con pies
cansados y el corazón pesándome como una piedra en el
pecho.

Cuando llego a la mansión, Amber está rodeada de


agentes de la policía y del servicio de urgencias médicas.
Lo sabe nada más mirarme, pero aun así no se echa a
llorar esta vez.

Creo que la manada al completo está agotada y que ya


no nos quedan muchas más lágrimas que derramar,
especialmente a las hijas de Elsa.

—Ryder ha despertado —me informa la omega


separándose del agente con el que estaba hablando—.
Susie, Alfred y Anne están con él en el solárium. Todavía no
sabe nada, pero no tardará en hacerlo ahora que he llamado
a emergencias.
Lo ha hecho para que recojan el cuerpo de Elsa porque
no quiere que nadie más tenga que lidiar con algo tan
desagradable y porque Ryder no dudaría en intentarlo él
mismo.

Ambas lo sabemos.
Asiento y, sin mediar palabra, la abrazo y camino para
reunirme con mi pareja.

No sé cómo voy a explicarle que he visto morir a su


madre y no he hecho nada para detenerla, pero merece
saber la verdad.
Es lo que yo hubiera querido si alguien hubiera estado
junto a papá el día en el que él se fue como lo ha hecho Elsa
esta mañana.
Capítulo 38

EPÍLOGO

La omega y su camino hacia el felices por siempre jamás

DALIA

Los días siguientes transcurren en medio de una bruma que


parece asediarnos a todos.
El equipo de emergencias se lleva el cuerpo de Elsa
tras localizarlo y Ryder, después de haber llorado a su
madre y con el alma pesada por lo ocurrido y por no haber
estado consciente para lidiar con todo ello y así ahorrarnos
a nosotras el trauma, se encarga de los preparativos de su
funeral.
La fecha del mismo llega pocos días después de su
despedida. Algo pequeño y privado como ella quería, sin
invitados y sin prensa de por medio, celebrado en mitad de
la noche cuando la luna está alta en el cielo como es
costumbre entre los nuestros. Cuando se acaba, su cuerpo
al fin descansa a varios metros bajo tierra junto al de su
marido en el cementerio de los Blackwolf.

A pesar de mis miedos de que él me odiara tras


contarle lo que ocurrió y las decisiones que tomé, Ryder solo
me escucha hablar con paciencia y empatía y me abraza
cuando termino, escondiendo la cara en mi cabello cuando
yo me aferro a él con manos temblorosas y le pido que me
perdone.
—No hay nada que perdonar —me jura—. Has hecho lo
que yo jamás he podido hacer. Esta no era tu
responsabilidad, sino la mía, pero has cargado con ella y lo
siento, Dalia. Lo siento tantísimo… Perdóname, cariño.
Mis protestas acerca de que él cargue con esa culpa
sobre sus hombros cuando ya tiene tanto encima,
incluyendo (aunque mucho menos importante) una
demanda por escándalo público y por haber provocado un
accidente de tráfico que por suerte no causó víctimas
mortales, caen en oídos que se niegan a escuchar.
Durante las siguientes semanas tras el entierro de Elsa,
el alfa se sume en un ritmo agotador pero frenético, hasta el
punto de que tengo que obligarlo a meterse en la cama a
dormir cuando lo pillo por enésima vez sentado en su
despacho, mirando documentos pendientes de su firma en
la pantalla del ordenador.

Solo parece avivarse un poco cuando una mañana su


asistente aparece en la mansión con una carpeta de
documentos en la mano porque Ryder no respondía a su
teléfono móvil.
—He encontrado a Briana Trump —anuncia el humano
de mediana edad y origen hindú que se presenta como
Arman Singh, dándome la mano con una sonrisa—. Está en
las Maldivas.
Ryder y yo, sentados en una de las salitas, nos
sorprendemos.

Él, porque se había olvidado de haber dado la orden de


buscar a mi antigua exsocia, que me robó las piezas de mi
última colección de cerámica además de todo lo que era
mío del local que compartíamos. Y yo, porque no sabía que
lo había hecho.
—¿Cómo la ha encontrado? —inquiero con intriga.

Arman se encoge de hombros y deja la carpeta sobre la


mesita de mármol cogiendo la taza de café que Alfred, que
aparece llevando una bandeja con refrigerios, le ofrece.
—Gracias —le dice al alto y delgado beta antes de
dirigirse a mí—. Soy bueno encontrando gente, señorita. El
señor Blackwolf me contrató cuando me retiré de la policía.

—Ah, vaya —me asombro de nuevo—. ¿Y qué hace


Briana en las Maldivas?
Él le da un sorbo a su café.

—Se ha casado con un tal Piltar Mortgaz y se ha


cambiado el apellido —me explica el hombre—. Por eso me
resultó difícil localizarla.
Me llevo las manos a la cara con un sonido de
exasperación.

—Conozco a Piltar. Es el líder de la secta que hacía


retiros de supuesta meditación zen a los que Briana asistía
cada año —me lamento—. Y un tipo insoportable. Lo
detestaba y lo sigo detestando. Seguro que se le ocurrió a
él, porque Briana a veces es una tocapelotas pero no es
propio de ella el robarlo todo y desaparecer sin más
dejándome tirada.

Eso llama la atención de Ryder.


—Seguro que tiene récords criminales con esos
antecedentes —le comenta al expolicía, que asiente con
fervor.

—Muchos —dice, señalando la carpeta—. Demasiados,


de hecho. Si quiere, podemos denunciarle y pedir que lo
deporten. Aunque no sé si un robo será suficiente para que
las autoridades lo permitan, si soy honesto. Estas cosas son
delicadas por la política interespecies.
Ryder frunce el ceño, pero yo me adelanto antes de
que pueda responder.

—¿Sabéis qué? Dejémoslo estar —suspiro—. Ahora ya


ni me importa que me robara. Después de lo que ha pasado
no me parece que fuera para tanto, aunque en ese
momento me hundió bastante. Además, la conozco y sé que
acabará cansándose y queriendo volver a la ciudad como
siempre hace cuando Piltar le pone los cuernos o se les
acaba el dinero. Briana nunca ha tenido buen gusto para los
hombres y es pésima con las finanzas.

—¿Entonces no quieres que hagamos nada? —inquiere


Ryder frunciendo el ceño con más fuerza, molesto por la
idea de que alguien que me ha hecho daño se libre de ello.
Lo beso en la comisura de los labios, ignorando el
carraspeo incómodo de Arman, y le sonrío.

—Esos dos pueden quedarse con lo poco que ganaron


al venderlo todo —decido—. A mí me basta con no volver a
verlos jamás.

Ryder se pone serio.


—No lo harás. Te lo prometo —me jura.

Su asistente vuelve a carraspear.


—El asesinato es ilegal, señor —se ríe con humor—.
Pero si usted insiste…

Lo dice medio en serio.

—Nada de matarlos —intervengo con ansiedad.


Le tengo inquina a mi antigua socia, pero no soy una
asesina.

No si estoy en mis cabales y fuera de la enajenación


del celo. Ryder ya impidió una vez que lo fuera y no tengo
intención de pasar por esa sensación de culpa y de no poder
dominar mi lado más cruel.
Y esta vez también lo hace.
—No me refería a matarlos —aclara—. Sino a
asustarlos lo suficiente como para que jamás deseen
regresar al país y, ya de paso, hablar con algunos amigos
políticos que me deben un favor para que les quiten el
pasaporte para siempre.

Oh. Guau. Vale, estoy emparejada con Don Influencias,


silbo mentalmente.

—Eso sí que me parece bien —asiento con


conformidad.
Él besa mi frente.

—Entonces eso haremos —resuelve, zanjando el


asunto.
Arman se queda un rato más charlando con nosotros
para felicitarnos por nuestro emparejamiento y hablándonos
de la boda de su hija, celebrada según las costumbres
humanas de su cultura.

Cuando se marcha, Ryder y yo nos quedamos un rato


más acurrucados en el sillón de la salita verde, que suele
estar desocupada, y acabamos por dormirnos del
agotamiento de los últimos días sin darnos cuenta, con la
mano de mi alfa sobre mi vientre de manera protectora.
Aunque todavía no hayamos hablado del embarazo,
sus instintos alfas están a plena potencia y apenas puede
separarse de mí. Insistiendo en que pase tiempo sentada,
leyendo o pintando con Anne en los sillones de su despacho
cuando tiene que trabajar.

Anne nos cubre con su manta favorita cuando nos


encuentra y, al despertar, la cachorra nos enseña el dibujo
que ha hecho de nosotros mientras estaba sentada frente a
la mesa de mármol, vigilando que nadie interrumpiera
nuestro sueño como una pequeña guardiana protectora.
La sesión de achuchones y cosquillas que sigue hace
que mi alma se sienta más ligera y más llena de amor que
antes.

Oír a Anne reírse siempre es un bálsamo para los


sentidos.
La niña está llevando bien la muerte de su madre
según nos ha dicho la psicóloga, que ya ha tenido dos citas
con ella y que poco a poco va viendo también al resto de la
familia. Una humana muy agradable que al parecer ha
tratado a la manada Blackwolf desde la muerte del padre y
con la que descubro que me siento muy a gusto
conversando; aunque Susie me cuenta que Elsa se negó a
hablar con ella o con cualquier otro psicólogo.
El tiempo avanza y la muerte de Elsa se va haciendo
cada vez un poco más soportable, aunque parezca
inverosímil en un inicio.
A veces, Ryder visita la tumba de sus padres y pasa un
par de horas de pie frente a la cripta que contiene sus
cuerpos como si estuviera disculpándose con ellos; pero eso
también va sanando, aunque lo haga lentamente y le cueste
perdonarse a sí mismo.
Yo, que sé cómo se siente que un padre te deje de esa
forma tras haber intentado hacer todo lo que está en tu
mano para salvarlo, procuro escucharle siempre que tiene
algo que decir, sostenerle cuando hay lágrimas que
derramar y recordarle que el amor está y estará presente en
su vida y que jamás tendrá que afrontar las cosas solo.
Que no tiene que sobrellevar algo así en silencio solo
porque sea un alfa.
—Te amo —le recuerdo cuando nos despertamos juntos
en nuestra cama, a veces tras hacer el amor toda la noche y
otras veces solo abrazados y disfrutando de la compañía del
otro—. Y tus hermanas y Alfred también te aman. Eres
alguien que es fácil de amar, Ryder Blackwolf. Lo que pasó
con tu madre fue una tragedia, pero su muerte no es culpa
tuya. Habría hecho lo mismo hace diez años. Solo hiciste lo
que tus instintos como hijo y como alfa te empujaron a
hacer: salvarle la vida y tratar de que viera a una psicóloga.
Eso no te hace un monstruo. No lo olvides.
Se lo repito, con esas o con otras palabras, cada vez
que siento que la oscuridad de su culpa lo está acosando,
envolviéndolo con todo el amor que siento por él hasta que
logro que se relaje.
Y poco a poco va siendo cada vez menos necesario,
aunque jamás dejaré de decirle que lo amo, de hacerle
sentir lo mucho que lo quiero, durante el tiempo que nos
quede por vivir.

El edificio en el que yo solía vivir decidimos


reconvertirlo en una residencia gratuita para estudiantes
que viven fuera de la ciudad y no pueden pagarse un piso
de alquiler, y también para jubilados cuyas pensiones no
son suficientes para costearse un lugar digno donde vivir.
Pronto se llena de gente nueva, todos ellos de diferentes
especies, conviviendo de manera respetuosa unos con
otros, ya sean humanos, orcos, hombres lobo u otra cosa.
Menos de una semana después de la última visita al
cementerio, somos llamados a declarar de nuevo cuando el
mediático juicio celebrado a toda prisa del estado contra
Alina Lobogris y su madre llega a su segunda semana y sus
cargos se van apilando uno tras otro.

Y descubrimos que lo que nos hizo a nosotros no es ni


la punta del iceberg.
Al parecer, la loba, que ha resultado ser una beta a la
que desde que se presentó como tal siendo adolescente su
madre ha estado drogando con un fármaco ilegal que
supuestamente transformaba a los betas en omegas, pero
que fue descartado porque sus consecuencias eran
devastadoras para la mente y el cuerpo de los voluntarios
de las pruebas, asesinó a varias personas con la ayuda de
su progenitora.
Incluyendo al anterior alfa con el que se había
obsesionado. Un chico de unos diecisiete años de familia
adinerada que compartió clases con ella en una academia
de artes dramáticas hace muchos años, y que la rechazó
por una compañera de ambos que también apareció muerta
a las afueras de la ciudad poco antes que él.

El agente encargado del caso es implacable durante el


juicio.
El abogado que representa a Alina y a su madre llega
incluso a tartamudear cuando él es llevado al estrado para
declarar y el elfo empieza a enumerar todas las pruebas y
los hechos, que ha ido reuniendo cuando le encargaron el
caso de la muerte de una influencer asesinada tras el fallo
del anterior equipo de investigación en encontrar a un
culpable claro.
Las pruebas son tan determinantes que ambas acaban
condenadas de por vida a prisión perpetua sin revisión.
Aunque Alina grita y rabia e intenta transformarse cuando la
policía llega para llevársela y al final acaba siendo disparada
en el pecho al tratar de atacar a los jueces, falleciendo unos
días después en el hospital más cercano.
Su madre no llora ni reacciona al ver caer a su hija
ensangrentada al suelo. Solo parece resignada a ello y se
deja esposar sin protesta alguna.
Y ello quizá lo hace más horrible.
Cuando Amber, Ryder y yo volvemos a casa en coche
tras el juicio, el alfa detiene de repente el vehículo en mitad
de la carretera del suburbio y se me queda mirando como si
acabase de recordar algo importante.
—Estás embarazada —declara con un asombro
maravillado en la voz.
Y por primera vez desde que su madre murió, sonríe
como si los nubarrones fueran a retirarse del cielo,
avergonzados por la luz con la que lo hace.
El alivio se extiende por todo mi cuerpo y lo beso tras
quitarme el cinturón, subiéndome en su regazo sin importar
que su hermana esté tras nosotros observándolo todo.

Al fin ha vuelto, pienso para mí misma mientras él me


devuelve el beso y me abraza con fuerza contra su pecho.
Por fin siento que esa tristeza que lo ahogaba se está
levantando y que hemos empezado el camino hacia la
sanación.

Aunque será un camino largo, la manada está muy


unida y nos apoyamos unos a otros cada día. Y, aunque
jamás me habría imaginado que acabaría perteneciendo en
cuerpo y alma a una manada de lobos dirigida por un alfa,
no podría estar más feliz por ello.
A su lado, he aprendido que los alfas no son lo que
todos dicen que son ni lo que yo pensaba que eran; que los
omega somos definitivamente mucho más de lo que la
sociedad nos dice que somos; y que los beta tienen una
fortaleza envidiable y una capacidad de amar que no
palidece en comparación con la de otros subgéneros, a
diferencia de lo que dictaminan los estereotipos que pululan
por todas partes.
Pero, sobre todo, lo que he aprendido es que, sin
importar la especie, el género o el subgénero, todos en esta
vida merecemos y necesitamos un amor genuino, ya sea
romántico o platónico, para estar verdaderamente
conectados con el mundo que nos rodea.
Y que la felicidad está en el vínculo que comparto con
otras personas y no en los apartamentos bonitos ni en el
triunfo económico de mi negocio, tampoco en estar
desconectada de todos para sentirme independiente. Y que
esa independencia que tanto atesoraba no la he perdido por
amar y ser correspondida por un alfa, sino que solo se ha
ampliado para incluir el respeto y la pasión que comparto
con Ryder y la conexión que tengo con Amber, con Susie,
con Anne y con Alfred.
Nos quedamos un rato abrazados sobre su asiento en
el coche, parados en mitad de la carretera hasta que una
sonriente Amber nos llama la atención porque hay varios
vecinos pitando para que los dejemos pasar.
Cuando volvemos a casa, tras compartir la noticia con
el resto de la manada y celebrarlo con una cena que Alfred
insiste en preparar, tan emocionado que empieza a cantar
su ópera favorita de repente a pleno pulmón, nos
acurrucamos en la cama de nuestro dormitorio una vez
más, frotando nuestros cuerpos para compartir aroma y
felicidad, contentos de estar juntos, y nos prometemos
amarnos el uno al otro, respetarnos y hacerlo lo mejor
posible por cuidar de nuestra manada y por llenar de amor
al nuevo cachorro que se unirá a ella en unos meses.
Me duermo con una sonrisa en los labios, arropada
entre los fuertes brazos de mi alfa y sintiendo que la vida, a
pesar de sus penas, es un milagro que merece la pena cada
segundo que uno pasa como parte de este mundo. Y que no
me arrepentiré jamás de haber logrado sobrevivir a una
infancia que me lo puso difícil.
Al fin y al cabo, he logrado encontrar a Ryder y a los
Blackwolf y ahora soy una de ellos y, gracias a eso, el amor
llena cada uno de mis días de emociones y colores que no
conocía antes de ello.

¿Y quién habría imaginado hace unos años que algo


tan maravilloso formaba parte de mi destino?

FIN
SOBRE LA AUTORA

T. N. Hawke es una prolífica autora que tiene más de 30 libros publicados a


través de Amazon, todos ellos disponibles en Kindle Unlimited y con altas
dosis de romance y pasión.

Desde vampiros y clubes repletos de demonios hasta Cambiantes (Lobos, Osos,


Guepardos…) que viven en un mundo hermoso donde la gente busca a sus
Almas Gemelas, pasando por reyes elfos gruñones y apasionados (con toques
del cuento de La Bella Durmiente) y muchos más.

Si te ha gustado este, no te pierdas el resto de sus libros, que podrás encontrar


si haces CLIC en su perfil de Amazon. Y si quieres que Amazon te envíe de vez
en cuando sus novedades, puedes darle a seguir a su perfil de autora en la
plataforma.

¡Ah! Y recuerda que las pequeñas autoras agradecen siempre que dejes
estrellas y/o un comentario si te ha gustado el libro para que así Amazon no
lo entierre y pueda llegar a más lectores potenciales.

¡Muchas gracias por leer!

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