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¿Qué es el Derecho Constitucional?

Es una rama del Derecho público cuyo campo de estudio incluye el análisis de las leyes fundamentales que definen un
Estado. De esta manera, es materia de estudio todo lo relativo a la forma de Estado, forma de gobierno, derechos
fundamentales y la regulación de los poderes públicos, incluyendo tanto las relaciones entre poderes públicos, como las
relaciones entre los poderes públicos y ciudadanos.
Derecho Constitucional es una rama del Derecho Público que tiene por objeto analizar un conjunto de fuentes, principios
y leyes fundamentales que rigen el ordenamiento jurídico de un país.
Pensar sobre el derecho constitucional significa referir, representar, determinar la existencia de un sistema que marca,
por un lado, el punto de llegada del proceso de autodeterminación o soberanía política de los ciudadanos que integran un
pueblo, y por otro, la plataforma para el proceso de organización y construcción jurídica del Estado. En este sentido, pues,
“derecho constitucional” es sinónimo de “sistema jurídico constitucional” o “derecho objetivo”, es decir, el conjunto de
enunciados lingüísticos, normativos y no normativos, que expresan las prescripciones del Poder Constituyente.
Características del Derecho Constitucional
Las características del Derecho Constitucional son las siguientes:
Es una rama del Derecho Público que regula las relaciones entre el Estado y particulares cuando estos últimos actúan en
sus potestades públicas.
Protege el Estado de Derecho vigilando el cumplimiento de lo contenido en la Carta Magna o Constitución del Estado.
Principio de la soberanía popular es el derecho que tiene el Pueblo de elegir sus leyes y sus gobernantes.
Limita el actuar del Estado la Constitución limita el actuar del Legislador y los Poderes Públicos de un País.
Resultado del Poder Constituyente el pueblo lo ejerce directamente o a través de sus representantes.
Estado Constitucional de Derecho
El Estado Constitucional de Derecho es aquel Estado que se rige por su Carta Magna o leyes aprobadas bajo el
procedimiento establecido en su ordenamiento jurídico con el fin de garantizar el funcionamiento y control de los Poderes
Públicos.
El Derecho Constitucional tiene como finalidad establecer la forma de gobierno, las leyes que definen al Estado, regular
los Poderes Públicos del Estado, organizarlos, mantener la división y no dependencia entre éstos, busca proteger el Estado
de Derecho, mantener la soberanía de un país, establecer los medios y mecanismos de protección de garantías y Derechos
Fundamentales de las personas, así como la forma de restituir algún derecho violentado por parte del mismo Estado, todo
esto a través del documento llamado Constitución o Carta Constitucional, también llamada Carta Magna.
La Constitución es la concretización del Poder Constituido, porque el estado queda formado en ella, así como su
funcionamiento, sus poderes, pero mucho más importante sus límites, porque es a través de la Constitución de un país que
se puede limitar el actuar de un gobierno, todas aquellas acciones fuera de dicha Constitución violan o contradice los
derechos y garantías fundamentales de las personas por lo cual dicha acción debe ser considerada nula y debe garantizarse
a los ciudadanos la no vulneración de aquellos derechos esenciales.
Importancia del Derecho Constitucional
La Constitución y el Derecho Constitucional tienen como último fin garantizar y proteger el Estado de Derecho de los
ciudadanos de un país. En diversos países existen órganos encargados de controlar la aplicación, interpretación y hacer
respetar las normas y principios constitucionales, tal como el caso específico del Tribunal Constitucional de España o las
Salas Constitucionales de los Tribunales Supremos de Justicia de algunos países de América Latina, dichos órganos solo
buscan garantizar la protección de los principios y derechos fundamentales de los ciudadanos en caso de alguna vulneración
de los mismos por parte de los órganos y entes del Estado.
El Constitucionalismo y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
1.-Los orígenes.
Es sabido que el análisis de un argumento a través de su desenvolvimiento en períodos, evocando así la idea de fracturas
en aquellos casos en los que existe una continuidad de los procesos, ofrece una representación de las dinámicas históricas
fuertemente simplificada; e incluso, en última instancia, arbitraria.
A esta regla no escapa el período histórico conocido con el nombre de constitucionalismo. Basta considerar que resulta
extremadamente incierto el momento a partir del cual ella tuvo inicio; es decir, el momento en el que la metáfora naturalista
evocada por la palabra «constitución» pierde su originario significado descriptivo, para asumir una acepción prescriptiva
que no evocaba ya -como ocurría anteriormente (v.gr., en Montesquieu, cuando hablaba de la «constitución de Inglaterra»)-
un dato de la realidad análogo al clima, a las particularidades morfológicas de un territorio o a la religión de sus habitantes,
sino un acto normativo con ciertas características típicas.
Al respecto, goza de un consenso muy difundido la opinión según la cual el primer acto de estas características habría
estado constituido por el Instrument of Government adoptado por Oliver Cromwell en 1653; aun cuando el mismo, en honor
a la verdad, no sólo tuvo una vigencia extremamente breve, sino que incluso no llegó a ejercer una influencia considerable
sobre la sucesiva historia constitucional inglesa.
Se trata, no obstante, de una opinión que no puede considerarse pacífica.
En efecto, existen quienes colocan el inicio del constitucionalismo en una época precedente -exactamente catorce años
antes, en 1639-; individualizando el primer documento constitucional en sentido moderno en los Fundamental Orders de
Connecticut, elaborados por el grupo de colonos que, entre 1635 y 1636 se trasladaron desde la bahía de Massachussets al
valle de Connecticut, en donde fundaron las ciudades de Windsor, Hardford y Wethersfield.
Finalmente, no faltan hipótesis que proponen una fecha, todavía, anterior; para la cual invocan las Royal Charters por
medio de las cuales la Corona británica autorizaba la fundación de colonias en el Nuevo mundo y disciplinaba el ejercicio
del poder en las mismas (como la Maryland Charter de 1632 o - incluso antes- la Viriginia Charter de 1606).
La disputa brevemente recordada confirma lo dicho al inicio respecto a que los grandes cambios históricos -y el
constitucionalismo ciertamente lo ha sido- no se producen improvisadamente, sino que constituyen el fruto de procesos de
preparación, más o menos prolongados, y que los momentos con los cuales se los identifican convencionalmente no se
encuentran separados por rígidas fracturas en relación a aquellos que los han precedido.
En relación a nuestro objeto debe destacarse, v.gr., que las apenas recordadas Royal Charters tenían -si bien parcialmente-
su propio precedente en las Cartas feudales con las cuales el Rey o el Señor feudal atribuían las tierras a sus súbditos o
vasallos. (Se habla de precedente solamente parcial, en cuanto tales Cartas -a diferencia de las norteamericanas tenían el
alcance de Grants of Land, no el de Instrument of Goverment; es decir, atribuían derechos sobre el territorio, pero sin
disciplinar el ejercicio del poder sobre el mismo.)
Finalmente, no debemos olvidar que en materia de derechos fundamentales los orígenes más remotos pueden encontrarse
en la Magna Charta de 1215.
Por su parte, Lara Ponte asevera que el constitucionalismo es “una fórmula de contenido técnico jurídico por la cual
tienen que asegurarse los derechos de los gobernados al establecer los límites del poder estatal para resguardarlos”. Lara
Ponte, “Derechos Humanos y Constitución”, Revista CODHEM, p.102, disponible en: https://revistascolaboracion.
juridicas.unam.mx/index.php/derechoshumanosemx/article/view/24038/21511,
2.-El itinerario de los derechos en la sistemática de los documentos constitucionales. Pese a lo expuesto antes, no se
puede negar que el fenómeno que estamos analizando había alcanzado su punto crítico a fines del siglo XVIII y había
encontrado su manifestación más incontrovertible en las dos revoluciones que tuvieron lugar en esta época: la revolución
americana y la revolución francesa; a las cuales se debe el nacimiento de dos documentos fundamentales para la historia del
constitucionalismo: la Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 y la Constitución francesa de 1791.
Por otra parte, no es casualidad que comúnmente se haga coincidir con estos eventos el nacimiento del Estado moderno;
el cual se encuentra, de esta manera, intrínsecamente imbricado con la Constitución, a tal punto que frecuentemente se lo
define como Estado constitucional.
Otro punto que no admite controversias es que las constituciones modernas (y el constitucionalismo, como movimiento
que ha determinado su difusión) mantienen una relación constitutiva con los derechos fundamentales; encontrando en la
exigencia de la tutela de estos últimos su más profunda razón de ser.
Sin embargo, en relación a esto último, procede destacar la paradoja de que las dos constituciones antes recordadas
contienen una disciplina eminentemente organizativa; ocupándose, en consecuencia, de la reglamentación del poder
soberano más que de la tutela de los derechos que pueden hacerse valer con relación al mismo. A pesar de ello, se trata de
una paradoja solo aparente; sobre todo porque en tales constituciones no estaba completamente ausente la regulación de los
derechos.
Piénsese, en particular, en la Constitución francesa de 1791, que dedicaba a las libertades el art. 1 del título I, en el cual
eran contempladas la libertad personal, la libertad de circulación, la libertad de manifestación del pensamiento y la libertad
de reunión. A ello debe agregarse que la reglamentación escrita de los derechos fundamentales, aun cuando no estuviere
integrada formalmente en el texto de la Constitución, estaba contenida en documentos constitucionales que, de algún modo,
formaban parte de un único cuerpo normativo junto a la ley fundamental.
En Francia esta función la desempeñaba la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, documento
éste cuya distinción de la Constitución propiamente dicha reconocía sus orígenes en enunciados manifiestamente
iusnaturalistas. En efecto, acogiendo el presupuesto de que los derechos y las libertades correspondían al hombre en virtud
del derecho natural, se llegaba a sostener que su eventual reglamentación constitucional habría debilitado su disciplina; en
atención a que, si los derechos eran creados por la Constitución, podían ser también modificados o revocados por ella. De
ahí se había concluido que, en esta materia, era oportuno que el Estado se limitase al reconocimiento de los derechos
preexistentes, mediante una especie de catálogo -precisamente, una «declaración»- con un valor no ya constitutivo sino
meramente de reconocimiento.
Puede ser de utilidad señalar, siquiera someramente, que en Francia esta sensibilidad iusnaturalista se ha revelado un
elemento persistente, como lo confirman –limitando nuestra atención a los documentos constitucionales más recientes- los
preámbulos de las Constituciones de 1946 y de 1958. En el segundo -que es el vigente- se lee que «el pueblo francés
proclama solemnemente su fidelidad a los derechos del hombre y a los principios de la soberanía nacional tal como han sido
definidos por la Declaración de 1789, confirmada e integrada por el preámbulo de la Constitución de 1946».
En el ámbito de la experiencia norteamericana, en cambio, este discurso es parcialmente diverso; y ello no por la ausencia
de “motivos” iusnaturalistas análogos a los antes reseñados. Piénsese -v.gr.- en la doctrina de Alexander Hamilton, ilustrada
en el n. 84 de los Federalist Papers, donde se destacaba la peligrosidad de la regulación constitucional de los derechos. De
ahí la idea de que la máxima garantía estuviese representada por el silencio de la constitución sobre este particular; lo que
habría excluido desde los orígenes, en esta materia, toda pretensión de competencia por parte de los poderes públicos.
La diferencia entre la sistemática norteamericana y la francesa estaba sustentada en la estructura del Estado fundado por
la Constitución de 1787, que no era un Estado unitario centralizado sino un Estado federal, es decir, un Estado compuesto -
a su vez- por Estados. En efecto, en este caso, tales Estados -las 13 ex colonias emancipadas de la madre patria inglesa tras
la guerra de la independencia- no sólo se habían dotado antes de sendas constituciones, sino que habían dictado a través de
éstas una disciplina bastante detallada en materia de derechos fundamentales. Así, entre 1776 y 1784 ocho de los trece
Estados se habían dado su propia carta constitucional, reglamentando los derechos con normas que anticipaban fuertemente
las sucesivas disciplinas constitucionales. Tal es el caso -v.gr.- de la Constitución de North Carolina de 1776, en la cual se
contenía una disciplina sobre el «justo proceso» provista de llamativos puntos de contacto con la introducida en la
Constitución italiana, a través de la revisión en 1999 del art. 111. Nos referimos a la norma según la cual: «en los procesos
penales, toda persona tiene el derecho de ser informada de lo que se le acusa y de confrontar las declaraciones de los
acusadores y de los testigos con las de otros testigos».
La existencia de disciplinas constitucionales locales había contribuido a la consolidar la idea de que, en un ordenamiento
federal, la materia de los derechos estaba reservada a las Constituciones de los Estados miembros y, en consecuencia,
sustraída a la Constitución federal; de ahí, entre otras consecuencias, la configuración de esta última como Constitución
parcial (Teilverfassung, según la terminología alemana), destinada a combinarse con las Constituciones locales y a dar vida
-en virtud de tal combinación sistemática- a una disciplina constitucional completa (resultante de la suma de ambos niveles
constitucionales), que abarca también a la materia de los derechos fundamentales.
Esta sistemática ha terminado, incluso, por influenciar el constitucionalismo federal europeo; como lo confirman las
Constituciones federales helvéticas de 1848 y de 1874 y las dos Constituciones federales alemanas de 1867 y 1871, que se
abstenían de disciplinar la materia de los derechos y libertades; aun cuando, como es sabido, ha sido superada por la ulterior
evolución constitucional en la cual se ha advertido la progresiva nacionalización de la disciplina de los derechos
fundamentales mediante su incorporación al texto de la Constitución federal. Sin embargo, mientras Esto tuvo lugar en los
Estados Unidos de América y en Suiza (hasta la constitución De 1999) mediante enmiendas introducidas al texto
constitucional base, en Alemania se ha verificado a través del paso de la Constitución de 1871 (la Constitución
bismarckiana) a la Constitución de Weimar de 1919. Esta última, a diferencia de la primera, contenía una disciplina orgánica
de los derechos.
Si se tiene en cuenta lo expuesto hasta aquí, no puede sorprendernos que, en el mundo contemporáneo, la regulación
constitucional de los derechos fundamentales y de las libertades haya alcanzado tal grado de difusión que se
configure como una constante constitucional. Incluso no puede sorprendernos que haya influenciado profundamente la
misma arquitectura sistemática de los documentos constitucionales; los cuales normalmente contienen una sección -con
variada denominación (parte, título, capítulo, etc.)- dedicada específicamente a los derechos reconocidos a los individuos y
a los grupos con relación al Estado (así como también, generalmente, a los deberes que a ellos incumben).
3.-La relación constitutiva entre Constitución y derechos fundamentales. A esta altura de nuestra exposición nos vemos
obligados a aclarar, para evitar equívocos, que el reconocimiento de una relación constitutiva entre la Constitución y
derechos fundamentales no se resuelve simplemente constatando que entre las
materias reguladas por la primera se encuentran los derechos fundamentales o comprobando que la Constitución se
configura como una técnica de protección de los derechos fundamentales. Con este reconocimiento se alude a una cuestión
mucho más compleja, en cuanto los derechos fundamentales adquieren el carácter de tales (es decir, de derechos en sentido
jurídico) precisamente en virtud de su disciplina constitucional.
Como prueba de ello basta recordar que la libertad existía con anterioridad al advenimiento de las primeras
constituciones. En efecto, los súbditos del ancien régime no vivían encadenados o, en otros términos, no se encontraban
materialmente privados de su libertad. Sin embargo, la libertad de la cual gozaban era una libertad “fáctica”, en cuanto no
constituía el objeto de un derecho reconocido como límite al poder del Estado. Es por ello que, parafraseando a Alexis de
Tocqueville, en el clásico L’ancien régime et la revolution, puede decirse que era «una especie de libertad irregular e
intermitente (...) ligada a una idea de excepción y de privilegio, que (...) jamás alcanzaba a conceder a todos los ciudadanos
las garantías más naturales y más elementales». Por lo tanto, este tipo de libertad no tutelaba a los particulares frente al
poder del soberano; que podía hacerla cesar, a su propio arbitrio, mediante la emisión de una simple orden de traslado a la
Bastilla.
Con las Constituciones, en cambio, las libertades asumieron el rango de derechos; configurándose como límites a la
acción del poder soberano.
3. a. Las técnicas jurídicas. a.1) La vertiente de la cobertura organizativa: En lo concerniente a las técnicas empleadas
por el constitucionalismo para alcanzar este fin, consideramos que el primer elemento a tomarse en consideración es aquel
que podría ser calificado como cobertura organizativa.
En relación a la misma debemos observar, de manera preliminar, que ni la Constitución, ni la tutela constitucional de los
derechos, se agotan sin más en un catálogo de derechos (o de libertades). En efecto, el catálogo adquiere significación por
la reglamentación organizativa prevista contextualmente por el mismo documento constitucional; y sólo en el caso de que
tal disciplina presente ciertos caracteres, cumple con su función garantizadora. De ahí -incidentalmente- se puede decir que
los autores de la citada Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 obraban con conocimiento de causa
cuando, en el art. 16, afirmaban que para la existencia de Constitución (entendida, evidentemente, en sentido ideológico)
eran necesarios tanto el reconocimiento de los derechos como la división de los poderes: «una sociedad en la cual no se
asegura la garantía de los derechos ni se determina la separación de los poderes está privada de una constitución».
Traduciendo estos enunciados en términos contemporáneos, puede decirse que las dos partes en las cuales la regulación
constitucional puede ser sistemáticamente descompuesta -la parte sustancial (regulación de los derechos y de los deberes)
y la parte organizativa (disciplina del poder soberano)- no pueden ser consideradas como variables independientes,
combinables de manera discrecional.
Una confirmación de este tipo de relación nos la ofrecen las Constituciones de los países socialistas, los cuales -a partir
de un determinado momento (en la URSS desde 1936)- han comenzado a reconocer los Derechos fundamentales; aun
cuando sea cierto que en muchos casos estos derechos estaban estructurados de forma diversa a como lo hacen en el
constitucionalismo occidental, al no ser configurados como derechos individuales sino como derechos funcionales (es decir,
como derecho reconocidos no en interés del individuo sino en función de la colectividad o -más exactamente- del régimen).
Así, v.gr., prever -como lo hacía el art. 50 de la Constitución de 1977- que la libertad de palabra y de prensa estaban
garantizadas a los ciudadanos de la URSS «a los fines de reforzar y desarrollar el ordenamiento socialista», significaba
garantizar (siempre que ello pudiera ser llamado garantía) sólo las manifestaciones de pensamiento que se adecuaban a la
ideología del régimen y a la línea dictada por los aparatos de gobierno. En la práctica ello significaba -como es trágicamente
notorio condenar la cultura del disenso -el Samizdata la persecución y a la clandestinidad.
Sin embargo, debe señalarse que en otros casos esta diferencia estructural no existía; en cuanto los derechos no eran
reconocidos de modo diferente al empleado por las Constituciones occidentales. De esta manera, manteniéndonos en el
ámbito de la Constitución soviética de 1977, puede decirse que esta situación tenía lugar tanto en materia de libertad personal
como en lo concerniente al secreto de la correspondencia; contempladas en los arts. 54 y 56, que preveían - respectivamente-
lo siguiente: «Se garantiza a los ciudadanos de la URSS la inviolabilidad de la persona. Nadie puede ser arrestado sino
mediando sentencia del tribunal o con la aprobación del procurador»; «La vida privada de los ciudadanos y el secreto de la
correspondencia epistolar, de las conversaciones telefónicas y de las comunicaciones telegráficas están tuteladas por la ley».
No obstante, siquiera en estos supuestos se alcanzaba una analogía –en cuanto al goce de los derechos- entre la disciplina
soviética y la occidental, como consecuencia de las diferencias de las respectivas organizaciones constitucionales. En efecto,
es evidente que ciertas garantías como las de reserva legal y reserva de jurisdicción sólo tienen valor si se dan ciertas
condiciones irrenunciables, tales como la existencia de elecciones libres y la independencia de los magistrados, condiciones
éstas -como es sabido- que en el sistema soviético no se cumplían.
a.2) La supremacía de la Constitución: El segundo elemento que concurre a determinar la cualidad de la tutela
constitucional de los derechos es de orden formal; puede sintetizarse en la fórmula de la supremacía de la Constitución.
En esta sede no pretendemos afrontar la cuestión de si las Constituciones son por su naturaleza rígidas, en cuanto no
modificables mediante una ley (retomando una sugestiva tesis adelantada recientemente por Alessandro Pace); cuestión ésta
que, con referencia a la experiencia italiana, carece de particular interés práctico en atención a que el Estatuto Albertino fue
históricamente considerado un documento constitucional de tipo flexible (es decir, al que no se le reconocía una jerarquía
superior a la de los actos legislativos ordinarios del Parlamento). Lo que intentamos decir aquí es que la Constitución, en el
momento de su aparición histórica, ha privado al poder soberano de la absoluta libertad de acción de la que gozaba
originariamente; sometiéndolo a límites de orden jurídico y modificando, de esta manera, su propia naturaleza.
Asimismo, es sabido que así como la primera gran Constitución -la de los Estados Unidos de América-, al contemplar
un procedimiento de revisión fuertemente agravado con relación al procedimiento legislativo ordinario, podía ser calificada
–sin lugar a dudas- como una Constitución rígida; desde finales de la primera guerra mundial la previsión, por parte de las
Constituciones que se fueron sancionando desde entonces, de procedimientos de reforma del texto constitucional de tipo
rígido, se ha convertido en regla.
Como consecuencia de ello, en el constitucionalismo contemporáneo, la supremacía de la constitución se configura como
una garantía frente a la misma ley ordinaria; a tal punto que -como ha puesto de manifiesto, entre otros, Vezio Crisafulli en
referencia a la experiencia italiana- el tránsito de la Constitución flexible (tal como era considerado el Estatuto albertino) a
la Constitución rígida ha transfigurado la posición del legislador ordinario. Así, por efecto de la mencionada innovación, el
dogma de la omnipotencia del Parlamento (que reconoce sus orígenes en la experiencia inglesa) ha sido sustituido por la
extensión a la actividad legislativa del principio de legalidad; de tal manera que la legalidad constitucional es para el poder
legislativo lo que la legalidad “legislativa” es para el poder ejecutivo.
Como es sabido, el establecimiento de esta asimilación está representado por la introducción -acaecida en el continente
europeo con la Constitución austríaca de 1920- del control centralizado de la constitucionalidad de las leyes. Por efecto de
ello, la función legislativa ha quedado integrada -enteramente- en el molde del Estado de Derecho; habiéndose extendido a
ella tanto el principio de legalidad como la garantía de la tutela jurisdiccional contra las violaciones (mediante el
reconocimiento al juez del poder de restaurar la legalidad violada).
La consiguiente asimilación -a este respecto- del acto legislativo con el acto administrativo se evidencia de manera
particular en aquellos ordenamientos que reconocen el recurso constitucional directo de los ciudadanos por la violación de
los derechos fundamentales (en la forma del juicio de amparo latinoamericano o español, o en la Verfassungsbeschewerde
alemana).
a.3) La autosuficiencia del reconocimiento de los derechos de la libertad: El tercer elemento a tener en cuenta es el de
la eficacia de la disciplina constitucional de los derechos fundamentales, entendida no ya como eficacia formal del acto que
los prevé, sino como capacidad del mismo de hacerlos concretamente operativos, que puede, por ello, calificarse como
eficacia sustancial.
Ahora bien, con relación a los derechos fundamentales tutelados por las primeras Constituciones históricas -las libertades
“liberales” de la tradición de los siglos XVIII y XIX- esta eficacia era entendida de manera particular. Las mencionadas
libertades presentaban (y presentan aún hoy) un contenido fundamentalmente negativo.
Al respecto, son particularmente ilustrativos algunos pasajes de la lección inaugural del año académico 1957- 1958
dictada por Carlo Esposito en la Università degli Studi di Roma “La Sapienza”, cuando rechazaba la opinión, acogida en
parte por la jurisprudencia ordinaria inmediatamente después de la entrada en vigor de la Constitución italiana de 1947,
según la cual el art. 21 de la misma (que reconoce la libertad de manifestación del pensamiento) tenía un carácter meramente
programático (y se limitaba, por lo tanto, a efectuar un mero reenvío al legislador). En sentido contrario, el autor antes citado
destacaba que «el reconocimiento de una libertad jurídica no requiere de una actividad legislativa específica para su
actuación, sino (...) que las leyes se abstengan de disponer contra tal libertad»; y ello en atención a que las mismas –
continuaba explicando el maestro - «no requieren (...) una específica regulación, sino una ausencia de regulación».
Es esta la razón por la cual, en materia de derechos y libertades, puede hablarse de una autosuficiencia del reconocimiento
constitucional, el cual produce la totalidad de sus efectos exclusivamente per se, es decir, con independencia de toda
intervención destinada a hacerlos efectivos. De ahí la “inmediatez” - empleando la terminología elaborada por Pierfrancesco
Grossi- de los mencionados derechos y libertades.
4.-El advenimiento de los derechos sociales y la nueva percepción de la Constitución: Respecto a esta vertiente
específica debe destacarse que, en el constitucionalismo del siglo XX, se ha registrado un cambio destinado - como veremos-
a modificar profundamente no sólo la arquitectura sino la misma percepción de la Constitución. Con ello se hace referencia
al enriquecimiento de los clásicos catálogos de las libertades, propios de la tradición de los siglos XVIII y XIX, mediante
la incorporación a ellos de los derechos sociales, tales como -v.gr., en lo concerniente a la Constitución italiana vigente- el
derecho de igualdad sustancial de los ciudadanos (art. 3, párrafo 3º), el derecho al trabajo (art. 4), el derecho a la salud (art.
32), el derecho a la previsión social (art. 38), el derecho a una retribución suficiente (art. 36), el derecho de la madre
trabajadora a cumplir con su «esencial función familiar» (art. 37).
Lo que caracteriza estos nuevos derechos - diferenciándolos de los derechos de la libertad (de los cuales nos hemos
ocupados en el Párrafo precedente)- es que no se traducen en la imposición de una conducta negativa -o, en otros términos,
en una abstención-, sino que se configuran como derechos a una prestación; requiriendo, en consecuencia, para su
realización una intervención positiva, que, en general, es impuesta al Estado. Piénsese -v.gr.- en las intervenciones
necesarias para garantizar a las madres trabajadoras las condiciones para cumplir con su función familiar, tales como la
previsión normativa de licencias por maternidad o la creación de guarderías infantiles en el lugar de trabajo.
La introducción en las Constituciones de derechos de este tipo ha producido dos consecuencias de gran importancia.
En primer lugar, ha atenuado la relación constitutiva entre la Constitución y los derechos fundamentales (de la que nos
hemos ocupado supra). En efecto, es evidente que con relación a los derechos sociales la disciplina constitucional no es
autosuficiente, debiendo encontrar su propio desarrollo en la normativa de desarrollo. Por lo tanto, consideramos que, para
esta categoría de derechos, no tiene validez lo que afirmaba Esposito respecto a la libertad de manifestación del pensamiento;
es decir, que su reconocimiento «no requiere una actividad legislativa específica para su realización».
La segunda consecuencia de la incorporación de los derechos sociales a los textos constitucionales puede concretarse en
la diversa percepción de la Constitución. En efecto, esta última tiende a ser considerada como una reglamentación
preliminar, no sólo dependiente -en cuanto a su eficacia práctica de la disciplina de desarrollo y del desenvolvimiento de
los derechos por ella reconocidos, sino también abierta a operaciones de balancing test por parte de las jurisdicciones
constitucionales; las cuales, a la hora de resolver los conflictos axiológicos que puedan suscitarse entre las normas
programáticas contenidos en las Cartas constitucionales (tal como es el caso de aquellas que reconocen los derechos
sociales) tienden a generalizar una aproximación mediante valores, atenuando de esta manera la autosuficiencia de las
normas constitucionales, aun cuando reconozcan y regulen derechos y libertades en sentido estricto.
5. La internacionalización de la tutela de los derechos humanos y su incidencia constitucional: Empero, el proceso de
atenuación de la relación constitutiva entre Constitución y derechos fundamentales no se ha detenido en este punto. En
efecto, la fase sucesiva -que es la que se está produciendo en nuestros días- se desarrolla bajo el símbolo de la
internacionalización de los derechos humanos; los cuales, desde finales de la segunda guerra mundial (más precisamente
desde la Declaración universal de los derechos del hombre de Naciones Unidas de 10 de diciembre de 1948) son
disciplinados, con mayor frecuencia, a través de instrumentos internacionales. Limitando nuestra atención a los principales
actos de esta naturaleza, podemos citar la Convención europea para la salvaguardia de los derechos del hombre y de las
libertades fundamentales de 1950 (CEDU), la Carta social europea (Torino 1961), el Pacto internacional sobre derechos
civiles y políticos (abierto a la ratificación en Nueva York el 16.12.1966), el Pacto internacional sobre derechos económicos,
sociales y culturales (abierto a la ratificación en Nueva York el 19.12.1966), la Convención americana sobre derechos
humanos (San José de Costa Rica, 22.11.1969), el acto final de la Conferencia sobre seguridad y cooperación en Europa
(Helsinki, 1.8.1975) y la Carta de Banjul sobre los derechos del hombre y de los pueblos (Nairobi, 26.6.1981).
Las incidencias constitucionales de este proceso no pueden ser soslayadas. Conlleva la superación de la idea según la
cual la tutela de los derechos fundamentales queda constreñida al interés exclusivo de los Estados (y debe encontrar, en
consecuencia, su sede material exclusiva en las Constituciones de las que éstos
se dotan).
Pero ello no es todo, ya que este nuevo circuito regulativo no solo se suma al constitucional, sino que -incluso- interactúa
con éste. Las manifestaciones más evidentes de tal interacción están representadas por los casos en los que los pactos
internacionales sobre derechos humanos reciben un reconocimiento expreso por parte de los documentos constitucionales
(siendo así, en todo o en parte, “constitucionalizados”). Piénsese en la constitucionalización de la CEDH por parte de
Austria, acaecida en 1962, o a la previsión -contenida en la Constitución portuguesa de 1976 y en la española de 1978-
según la cual las disposiciones sobre derechos fundamentales deben interpretarse en armonía con los acuerdos
internacionales aprobados en esta materia (o con los documentos internacionales de otra naturaleza, como la Declaración
de San Francisco de 1948).
Sin embargo, este proceso presenta un alcance más amplio, comprometiendo incluso a aquellos ordenamientos estatales
que carecen de cláusulas constitucionales de este tipo. Así, ocurre que los jueces nacionales (y, en particular, los órganos
con jurisdicción constitucional) usan, cada vez con mayor frecuencia, los acuerdos internacionales sobre derechos
fundamentales como parámetro hermenéutico, tendiendo a leer las respectivas Constituciones a la luz de los mismos.
A esta tendencia se debe -v.gr.- la progresiva atenuación de la diferencia (recogida normalmente en los textos
constitucionales) entre los derechos reconocidos a todos los hombres (Jedermannrechte) y aquellos reservados sólo a los
ciudadanos (Bürgerrechte), por efecto de la extensión de los segundos (o, más exactamente, de algunos de ellos) también a
los extranjeros. En Italia, una de las primeras manifestaciones de esta orientación estuvo representada por la sentencia n.
120/1967 de la Corte constitucional; la cual, sirviéndose -entre otras de la norma que reserva a la ley, previo acuerdo
internacional, la disciplina de la condición jurídica de los extranjeros, ha admitido la extensión a estos últimos del principio
de igualdad (que la Constitución reconoce textualmente sólo a los ciudadanos).
En la misma línea, y siguiendo siempre en Italia, cabe recordar las numerosas decisiones en las cuales la Corte
constitucional ha utilizado los acuerdos internacionales sobre derechos humanos para interpretar el texto constitucional, en
materia de retribución de los trabajadores dependientes, de adopción, de tutela de las minorías lingüísticas, de sanciones
penales a menores, de protección de las madres trabajadoras, etc.
Sin embargo, no es este el lugar para profundizar sobre este particular. Lo único que corresponde señalar aquí es que,
detrás de estas tendencias, se viene perfilando un proceso de trascendentes proporciones que afecta el futuro mismo del
Estado (no de este o aquel Estado, sino -si así puede decirse- de la forma-Estado); lo que afecta al destino del acto normativo
que a partir de la estación histórica a la que hemos hecho referencia al inicio del presente artículo ha marcado profundamente
esa forma, a tal punto de poder ser considerado su signo distintivo específico: la Constitución.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y su influencia en las primeras declaraciones de
derechos en Hispanoamérica. En 1811 se sancionaron en la América Hispana dos declaraciones de derechos de singular
importancia: en primer lugar, la “Declaración de Derechos del Pueblo” adoptada por el Supremo Congreso de Venezuela el
1 de julio de 1811, cuatro días antes de la declaración de Independencia del 5 de julio de 1811; y en segundo lugar, cinco
meses después, la “Declaración de Derechos del Hombre” contenida en el Capítulo VIII de la Constitución Federal de los
Estados de Venezuela de 21 de diciembre de 1811 que fue sancionada por el mismo Congreso, que reproduciría la anterior,
ampliada y enriquecida.
Estas declaraciones de derechos del pueblo y del hombre de 1811, fueron entonces la tercera serie de declaración de
derechos de rango constitucional en la historia del constitucionalismo moderno, habiendo sido la primera, las que se
adoptaron durante la Revolución Norteamericana de independencia iniciada en 1776, y que se incorporaron en las
Constituciones de los nuevos Estados que surgieron de las antiguas Colonias inglesas, y en el Bill of Rights (1789) contenido
en las primeras diez Enmiendas a la Constitución norteamericana de 1787; y la segunda, las que se formularon con motivo
de la Revolución Francesa contenidas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano sancionada por la
Asamblea Nacional en 1789, y en las Declaraciones que precedieron las Constituciones revolucionarias de 1791, 1793 y
1795.
Esas dos Revoluciones trastocaron el constitucionalismo de la época, repercutieron en la Revolución Hispano Americana,
iniciada precisamente 21 años después de la Declaración Francesa, habiendo sido en Tierra Firme, es decir, en la parte
septentrional de La América del Sur, en la antigua Capitanía General de Venezuela, donde a comienzos del Siglo XIX, por
primera vez en la historia constitucional se recibió su influjo de los legados y consecuencias constitucionales de las mismas,
precisamente cuando los próceres de la Independencia americana se encontraban en la tarea de comenzar a elaborar las
bases de un nuevo sistema jurídico-estatal para nuevos Estados independientes, proceso que ocurría por segunda vez en la
historia política del mundo moderno, después de los Estados Unidos de Norte América.
Iniciada la revolución de independencia en Venezuela a partir de la constitución en Caracas, el 19 de abril de 1810, en
sustitución del Cabildo Metropolitano de la Provincia de Venezuela, de la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando
VII, allí fue que por primera vez puede decirse que rindieron fruto los aportes al constitucionalismo que habían dado al
mundo las dos grandes Revoluciones antes mencionadas, y entre ellos, los siguientes:
Primero, la idea misma de la organización de los Estados mediante una Constitución que dejaba de ser concebida como una
carta otorgada por un Monarca, pasando a ser una carta política escrita que emana de la soberanía popular, de carácter rígida,
permanente, contentiva de normas de rango superior, inmutable en ciertos aspectos y que no sólo organizaba al Estado, sino
que también contenía una parte dogmática, donde se declaran los valores fundamentales de la sociedad y los derechos y
garantías de los ciudadanos.
Segundo, la idea de que la soberanía, como poder supremo en un Estado, ya no estaba en manos de un Monarca, que había
dejado de ser soberano, sino del pueblo, el cual ejercía la soberanía mediante representantes electos, a quienes correspondía
adoptar la Constitución y conducir el gobierno.
Tercero, el reconocimiento y declaración formal en las Constituciones de un conjunto de derechos naturales del hombre y
de los ciudadanos, que como tales quedaban Fuera del alcance del Poder Legislativo y que debían ser respetados y
garantizados por el Estado, al punto de que se consideraba nula toda actuación de los funcionarios contrarios o violatorios
de los mismos.
Cuarto, la idea fundamental de la separación de poderes, como fórmula para la organización del Estado de manera de
asegurar la limitación y el control del poder público, así como el respeto de los derechos de los ciudadanos, dando origen a
la configuración de los tres clásicos poderes del Estado: el legislativo conformado por los representantes electos del cual
emanaba la ley como expresión de la voluntad general; el ejecutivo, a cargo del gobierno y subordinado a la ley, llamado a
su ejecución; y el judicial destinado a controlar y asegurar la vigencia de los derechos.
Quinto, la organización de los sistemas de gobierno, en sus dos vertientes: el sistema presidencial de gobierno, producto de
las Revolución Norteamericana que se aplicó en toda América, y el sistema parlamentario de gobierno, producto de la
Revolución Francesa, que comenzó a ser aplicado en las Monarquías parlamentarias, y se extendió en toda Europa.
Sexto, el nuevo rol que comenzaba a tener al Poder Judicial, como garante de la separación de poderes y del respeto de los
derechos humanos, e incluso de la propia supremacía constitucional, mediante el desarrollo del con rol de la
constitucionalidad de las leyes, que se expandió básicamente en América; y Séptimo, la idea de la descentralización política
del poder público y del gobierno territorial que como respuesta al centralismo y a uniformismo político y administrativo de
las monarquías, se desarrolló en sus dos niveles territoriales: en el nivel local, el municipalismo que fue uno de los productos
más destacados de la Revolución Francesa, y en el nivel regional, el federalismo que se inventó en Norteamérica como
fórmula política para asegurar la unión de los nuevos Estados que surgieron de las antiguas Colonias.
Estos siete principios o aportes que resultan de la Revolución Americana y de la Revolución Francesa y que a finales del
siglo XVIII significaron un cambio radical en el constitucionalismo de la época, fueron incluso estudiados por quien puede
Considerarse como el primer constitucionalista moderno, Alexis de Tocqueville, testigo además de excepción de aquellas
dos Revoluciones y de sus legados, cuyas obras por lo demás, tuvieron mucha influencia en la difusión de los mismos,
particularmente en América.
Sin embargo, aún antes de que las obras de Tocqueville comenzaran a circular, los legados constitucionales de las
Revoluciones Norteamericana y Francesa hace doscientos años tuvieron su primer campo de experimentación, en la tarea
que asumieron las élites ilustradas de las antiguas Provincias coloniales que formaban la Capitanía General de Venezuela
al declarar su Independencia, de construir nuevos Estados soberanos, y dictar en 1811, por un Congreso electo, no sólo una
Declaración de Derechos del Pueblo,6 sino una Constitución moderna como fue la Constitución de los Estados de Venezuela
del mismo año 1811. En el año de 2011, se celebra el Bicentenario del inicio del proceso de Independencia de Hispano
América, y del inicio de la constitución en Venezuela de un Estado independiente, siendo ello una ocasión propicia para
recordarlas y destacar no sólo cómo ocurrió su adopción, sino cuáles fueron sus antecedentes y cuáles fueron las fuentes
directas de inspiración que tuvieron sus redactores.
LA ASAMBLEA NACIONAL CONSTITUYENTE Y LA DECLARACIÓN DE DERECHOS DEL HOMBRE Y
DEL CIUDADANO: La Asamblea había recibido el 11 de julio de 1789 un primer texto de una "Declaración de Derechos
del Hombre y del Ciudadano", presentado por Lafayette, destacado noble francés que había participado en la guerra de
independencia de Norteamérica, la cual fue sancionada el 26-27 de agosto de 1789, y con ella, la Asamblea aprobó los
artículos de una Constitución -19 artículos que precedieron a la Declaración-, con lo cual se produjo la primera
manifestación constitucional de la Asamblea.
En esos artículos de Constitución, se recogieron los principios básicos de la organización del Estado: se proclamó que los
poderes emanaban esencialmente de la Nación (art. 1o); que el Gobierno francés era monárquico, pero que no había
autoridad superior a la de la Ley, a través de la cual reinaba el Rey, en virtud de la cual podía exigir obediencia (art. 2o); se
proclamó que el Poder Legislativo residía en la Asamblea Nacional (art. 2o) compuesta por representantes de la Nación
libre y legalmente electos (art. 9o), en una sola Cámara (art. 5o) y de carácter permanente (art. 4o); se dispuso que el Poder
Ejecutivo residiría exclusivamente en las manos del Rey (art. 16), pero que no podía hacer Ley alguna (art. 17); y se
estableció que el Poder Judicial no podía ser ejercido en ningún caso, por el Rey ni por el Cuerpo Legislativo, por lo que la
justicia sólo sería administrada en nombre del Rey por los Tribunales establecidos por la Ley, conforme a los principios de
la Constitución y según Las formas determinadas por la Ley (art. 19). En cuanto a la Declaración de 1789, su texto fue el
siguiente: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el
olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los
Gobiernos, han resuelto exponer en una declaración solemne los Derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a
fin de que esta declaración, presente constantemente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus
derechos y sus deberes; a fin de que los actos del Poder Legislativo y del Poder Ejecutivo, pudiendo ser en cada instante
comparados con la finalidad de toda institución política, sean más respetados; a fin de que las reclamaciones de los
ciudadanos, fundadas en adelante en principios simples e indiscutibles, contribuyan siempre al mantenimiento de la
Constitución y a la felicidad de todos…”. En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara, en presencia y bajo
los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechos del Hombre y del Ciudadano:
Artículo 1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse
más que en la utilidad común.
Artículo 2. La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescindibles del
hombre. Estos Derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Artículo 3. El principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer
una autoridad que no emane de ella expresamente.
Artículo 4. La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro; así, el ejercicio de los derechos naturales de
cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el goce de esos mismos
derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la Ley.
Artículo 5. La Ley no tiene derecho a prohibir sino las acciones perjudiciales para la sociedad. No puede impedirse nada
que no esté prohibido por la Ley, y nadie puede ser obligado a hacer lo que ella no ordena.
Artículo 6. La Ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciudadanos tienen derecho a participar personalmente,
o a través de sus representantes, en su formación. Debe ser la misma para todos, así cuando protege, como cuando castiga.
Todos los ciudadanos, siendo iguales a sus ojos, son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos
públicos, según su capacidad, y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos.
Artículo 7. Ningún hombre puede ser acusado, encarcelado ni detenido sino en los casos determinados por la Ley, y según
las formas por ella prescritas. Los que solicitan, dictan, ejecutan o hacen ejecutar órdenes arbitrarias, deben ser castigados;
pero todo ciudadano llamado o detenido en virtud de la Ley debe obedecer al instante: se hace culpable por la resistencia.
Artículo 8. La Ley no debe establecer más que penas estricta y evidentemente necesarias y nadie puede ser castigado sino
en virtud de una ley establecida y promulgada anteriormente al delito, y legalmente aplicada.
Artículo 9. Todo hombre se presume inocente mientras no haya sido declarado culpable; por ello, si se juzga indispensable
detenerlo, todo rigor que no fuera necesario para asegurar su persona debe ser severamente reprimido por la Ley.
Artículo 10. Nadie debe ser inquietado por sus opiniones, incluso religiosas, siempre que su manifestación no altere el
orden público establecido por la Ley.
Artículo 11. La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre;
todo ciudadano puede pues hablar, escribir, imprimir libremente, a reserva de responder del abuso de esta libertad, en los
casos determinados por la Ley.
Artículo 12. La garantía de los derechos del Hombre y del Ciudadano hace necesaria una fuerza pública; esta fuerza se
instituye pues en beneficio de todos, y no para la utilidad particular de aquellos a quienes les es confiada.
Artículo 13. Para el mantenimiento de la fuerza pública, y para los gastos de la administración, es indispensable una
contribución común; ésta debe ser repartida por igual entre todos los ciudadanos, en razón de sus posibilidades.
Artículo 14. Los ciudadanos tienen derecho a comprobar, por sí mismos o por sus representantes, la necesidad de la
contribución pública, a consentir en ella libremente, a vigilar su empleo, y a determinar su cuota, su base, su recaudación y
su duración.
Artículo 15. La sociedad tiene el deber de pedir cuentas de su administración a todo funcionario público.
Artículo 16. Toda sociedad en la que no está asegurada la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los
poderes no tiene Constitución.
Artículo 17. Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella, salvo cuando lo exija
evidentemente la necesidad pública, legalmente comprobada, y a condición de una indemnización justa y previa.”
La Declaración, sin duda, marcó el hito de la transformación constitucional de Francia en los años subsiguientes, y así, fue
recogida en el texto de la Constitución del 13 de septiembre de 1791; en el de la Constitución de 1793; y en la Constitución
del año III (promulgada el 1er Vendémiaire del año IV, es decir, el 23 de septiembre de 1795).
En la redacción de esta Declaración, a pesar de la multiplicidad de fuentes que la originaron, puede decirse que tuvieron
gran influencia los Bill of Rights de las Colonias americanas, particularmente en cuanto al principio mismo de la necesidad
de una formal declaración de derechos. Una larga polémica se ha originado en cuanto a esa influencia americana desde
comienzos de Siglo, la cual puede decirse que incluso, fue mutua entre los pensadores europeos y americanos. Los filósofos
franceses, comenzando por Montesquieu y Rousseau, eran estudiados en Norteamérica; la participación de Francia en la
Guerra de Independencia norteamericana fue importantísima; Lafayette fue miembro de la Comisión redactora de la
Asamblea Nacional que produjo la Declaración de 1789, y sometió a consideración su propio proyecto basado en la
Declaración de Independencia Americana y en la Declaración de Derechos de Virginia; el rapporteur (reportero) de la
Comisión Constitucional de la Asamblea propuso "trasplantar a Francia la noble idea concebida en Norte América"; y
Jefferson estaba presente en París en 1789, habiendo sucedido a Benjamín Franklin como Ministro Americano en Francia.
En todo caso, el objetivo central de ambas declaraciones fue el mismo: proteger a los ciudadanos contra el poder arbitrario
y establecer el principio de la primacía de la Ley.
Por supuesto, la Declaración de 1789 fue influenciada directamente por el pensamiento de Rousseau y Montesquieu: sus
redactores tomaron de Rousseau los principios que consideraban el rol de la sociedad como vinculado a la libertad natural
del hombre, y la idea de que la Ley, como expresión de la voluntad general adoptada por los representantes de la Nación,
no podría ser instrumento de opresión. De Montesquieu deriva su desconfianza fundamental respecto del poder y
consecuencialmente, el principio de la separación de poderes.
Los derechos proclamados en la Declaración eran los derechos naturales del hombre, en consecuencia, inalienables y
universales. No se trataba de derechos que la sociedad política otorgaba, sino derechos que pertenecían a la naturaleza
inherente del ser humano. La Declaración, por tanto, se configura como una formal adhesión a los principios de la Ley
natural y a los derechos naturales con los que nace el hombre, por lo que la ley sólo los reconoce y declara, pero en realidad
no los establece. Por ello, la Declaración tiene un carácter universal. No fue una declaración de los derechos de los franceses,
sino el reconocimiento por la Asamblea Nacional, de la existencia de derechos fundamentales del hombre, para todos los
tiempos y para todos los Estados. Por ello, de Tocqueville comparó la revolución política de 1789 con una revolución
religiosa, señalando que, a la manera de las grandes religiones, la Revolución estableció principios y reglas generales, y
adoptó un mensaje que se propagó más allá de las fronteras de Francia. Ello derivó del hecho de que los derechos declarados
eran "derechos naturales" del hombre. Consultado en: Allan R. Brewer-Carías Profesor de la Universidad Central de
Venezuela_Adjunct Professor of Law, image001 Columbia Law School, New York (2006- 2007) Las Fuentes del Derecho
Constitucional. Con alguna facilidad se dice que el derecho puede representarse como un árbol; el derecho constitucional
que brota de la raíz “Constitución” configura el tronco mismo y posee siempre una determinada concepción de la libertad y
la autoridad. Sus enunciados acostumbran, por ejemplo: devenir hostil hacia la libertad y favorecer el arbitrio de la autoridad;
fluir hacia la libertad y controlar racionalmente a la autoridad; o lograr el apetecido (e inalcanzable) equilibrio entre
autoridad y libertad.
Esta última versión nunca ha sido, hasta ahora, el alma fundamental de ninguna organización constitucional que se conozca.
Las Fuentes del Derecho, se pueden definir como todos aquellos actos o hechos realizados en el pasados de los cuales se
originó la creación, modificación o extinción de unas normas jurídicas, que componen el ordenamiento social, y a los
factores históricos que inciden en la creación del derecho, es decir toda clase de norma, escrita o no, que determina la
vinculatoriedad del comportamiento de los ciudadanos y de los poderes de un Estado, estableciendo reglas para la
organización social y particular y las prescripciones para la resolución de conflictos. El término fuente surge de una
metáfora, pues remontarse a las fuentes de un río, es llegar al lugar en que sus aguas brotan de la tierra; de manera semejante,
inquirir la fuente de una disposición jurídica es buscar el sitio en que ha salido de las profundidades de la vida social a la
superficie del derecho., en tal sentido Fuentes del Derecho se puede definir como los diferentes procesos por los cuales se
origina una ley o norma jurídica. Cuando se habla de fuentes del derecho, se hace referencia a todas aquellas reglas que
integran el marco normativo, que imponen conductas positivas o negativas a los habitantes de un estado, es decir, a aquello
de donde el Derecho surge o nace. Se consideran como fuentes del derecho: La Constitución Política del Estado, la ley, el
tratado internacional, el decreto con fuerza de ley, el decreto ley, el reglamento, la ordenanza, la instrucción, la
jurisprudencia, la costumbre y la doctrina jurídica. Las fuentes del derecho se clasifican en fuentes, históricas, reales o
materiales y formales.
Fuentes Históricas Son documentos históricos que hablan o se refieren al derecho. En la antigüedad estos documentos eran
muy diversos (papiros, pergaminos, tablillas de arcilla en las que algunos pueblos estampaban sus leyes y contratos). Se
refiere a las fuentes jurídicas según su aplicación en el tiempo. Serán vigentes las fuentes positivas actuales que no han sido
derogados por otra ley o el reglamento que no ha sido substituido por otro. En sentido general las Fuentes históricas son de
dos tipos:
1) Fuentes Primarias. Son las que se han elaborado prácticamente al mismo tiempo que los acontecimientos que queremos
conocer. Llegan a nosotros sin ser transformadas por ninguna persona; es decir, tal y como fueron hechas en su momento,
sin ser sometidas a ninguna modificación posterior.
2) Fuentes Secundarias. Se denominan también historiográficas. Son las que se elaboran a partir de las Fuentes primarias:
libros, artículos.
Fuentes Reales o Materiales: Son todos aquellos fenómenos que concurren, en mayor o menor medida, a la producción de
la norma jurídica, y que determinan en mayor o menor grado el contenido de la misma; tales fenómenos son: el medio
geográfico, el clima, las riquezas naturales, las ideas políticas, morales, religiosas y jurídicas del pueblo, especialmente de
los legisladores, líderes políticos, dirigentes obreros, empresarios, juristas, jueces, entre otros; el afán de novedades, o, a la
inversa, el excesivo tradicionalismo y rutina; la organización económica, entre otros. También puede decirse que las fuentes
materiales son los factores históricos, políticos, sociales, económicos, culturales, éticos, religiosos que influyen en la
creación de la norma jurídica. Fuentes Formales: (Son las Fuentes Jurídicas) Son todos los procesos de creación de las
normas jurídicas, que dan origen al derecho y a la configuración del mismo. Estas son las más importantes ya que son las
normas positivas de cualquier tipo que pueda ser invocada por un organismo, con fundamento de validez de la norma que
crea así, es legislador invoca con fundamento de la Ley a la constitución, el juez a la Ley como fundamento de su sentencia,
entonces la fuente formal sería una norma superior donde se fundamenta, la validez de la norma que se crea. Las fuentes
materiales están constituidas por los factores económicos, sociales, políticos, religiosos, históricos, que han dado lugar a los
preceptos constitucionales y que constituyen lo que Pablo Lucas Verdú denomina “realidad constitucional”. La fuente del
Derecho más importante es la Constitución, la norma jurídica suprema que implica que tanto los ciudadanos como los
poderes públicos se encuentran sujetos a la misma. Actualmente, se reconoce en la doctrina la fuerza normativa de la
Constitución y su eficacia directa. Las fuentes formales están formadas por la Constitución y las distintas categorías de
leyes, incluyendo las orgánicas, las estatutarias, las marco etc. De igual manera, en este estudio se afirma que el Derecho
Internacional ha llegado a ser una fuente del Derecho Constitucional. Las fuentes no formales están constituidas por la
costumbre constitucional, los principios y valores constitucionales. Los sistemas jurídicos estatales son sistemas normativos
en cuyo núcleo reside la regla constitucional, que intenta determinar, a su vez, al poder. El derecho constitucional emana de
la constitución; su convocatoria traslada a las ideaciones en torno a su definición. Expresado de otro modo: idear el derecho
constitucional implica construir proposiciones que puedan definirlo. Sin anticipar la lectura final, corresponde decir que el
derecho constitucional alberga, conforma o da cuenta de dos ámbitos: un sistema primario de enunciados normativos y no
normativos dirigidos a los ciudadanos y a los servidores públicos, y otro, específico e igualmente integrado por enunciados
normativos y no normativos, solamente dirigido a las autoridades constitucionales. El derecho constitucional es, por regla,
objeto de interpretación. La interpretación judicial, en el marco de una sociedad abierta, es una de las formas que asume la
realización del derecho constitucional. El derecho constitucional se formaliza en el lenguaje del legislador que ejerce el
poder constituyente, a lo que debe adicionarse, con las puntualizaciones y advertencias: el discurso del intérprete judicial
(jurisprudencia), como así también el proveniente de la fuente internacional de los derechos humanos que goza de jerarquía
constitucional. Las normas del derecho constitucional son la fuente u origen de la validez jurídico positiva de todas las
normas jurídicas, producidas por vía legislativa y, excepcionalmente, de la costumbre o de un fallo judicial también llamado
jurisprudencias.
En resumen, el sistema de la Constitución venezolana es una de las principales fuentes del derecho constitucional (el derecho
de raíz y jerarquía constitucional art.7 CRBV); en pocas palabras: el origen de las fuentes. La Constitución es la fuente del
derecho constitucional, y éste, del derecho venezolano.

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