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Presentación:
El siguiente cuadernillo es una herramienta para acompañar la trayectoria del aprendizaje del 6°
Año del Área de Literatura, a lo largo de todo el Ciclo Lectivo.
Posee los textos literarios y de estudios que trabajaremos a lo largo de las clases, junto a una serie
de actividades que pretenden fijar y facilitar la comprensión de los conocimientos planteados.
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Contenidos anuales
Cosmovisión cómica
La literatura alegórica
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--Los distintos tipos de ruptura en la narrativa contemporánea de Latinoamérica: la
discontinuidad temporal, la discontinuidad enunciativa (rupturas en los narradores), los
juegos de equívocos.
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Literatura humorística: Evolución histórica de la literatura y el humor
Como no podía ser de otra forma, será un paseo divertido, a lo largo del cual
podrás conocer a los mejores libros de humor y a los autores más destacados de
la literatura humorística.
¿Me acompañas?
Libros y humor parecen dos conceptos indisociables, pero no siempre fue así.
La literatura y el humor mantienen una relación estrecha y milenaria, que ha ido
cambiando con el devenir de los siglos.
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Pero antes de comenzar, te resumo las escalas de este viaje a través de la
literatura humorística, por si quieres ir directamente a los que sean de tu interés:
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Este es un matiz importante, porque se puede ser cómico de forma
involuntaria, es decir, dar risa sin pretenderlo, con lo cual se estaría
incurriendo en el ridículo, pero no en la literatura humorística.
Quizá sería importante hacer hincapié en este leve matiz, puesto que el humor es
una cualidad humana, mientras que la comicidad se puede aplicar incluso a
los objetos inanimados.
Es decir, lo cómico es lo que da risa, que puede ser una persona o un objeto,
pero el humor es la cualidad de las personas que saben poner de manifiesto
esa comicidad.
Vemos, por lo tanto, que el humor no es cosa sencilla, motivo por el que, para
muchos, la literatura humorística es uno de los géneros más complicados
para un escritor.
Así que quizá te tienes que hacer primero la siguiente pregunta: ¿Cuáles son los
orígenes del humor?
● sanguíneo
● flemático
● bilioso
● melancólico.
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Actividades.
2.- Cuando el decano Walcott le llama la atención por primera vez a Patch, le
dice: "Los pacientes no necesitan un amigo, sino un médico". ¿ A qué se refiere?
Y Patch le contesta: " Nuestro trabajo es aumentar la salud; mejorar la calidad de
vida. Y no sólo retrasar la muerte". ¿Qué diferencia hay entre lo que propone uno
y el otro?
3.- Cuando Patch logra convencer a sus amigos para montar la clínica dice: "Si no
les mostramos compasión nosotros, ¿Quién lo hará?". ¿ Qué tiene que ver la
"compasión" con la medicina?
El término fue evolucionando hasta que, en el siglo XVI, Ben Jonson usó la
palabra ‘humor’ para explicar su concepción del teatro de caracteres, como
contraposición a la individualidad psicológica presente en el teatro de
Shakespeare.
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Como la mayoría de los personajes que Jonson ponía en escena eran
cómicos, comenzó a asociarse el término ‘humor’ a la comicidad.
Vemos por lo tanto que, Igual que el concepto de humor, la literatura humorística
ha ido evolucionando a lo largo de la historia.
Los romanos, que no podían ser menos, no tardaron hacer sus pinitos en la
literatura humorística con gran desarrollo de la sátira, destacando obras como El
Satiricón, que tiene muy mala rima, y autores como Plauto o Marcial.
No, este Marcial no.
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En la edad media tenían pinta de todo menos de ser unos cachondos, la verdad.
En este periodo histórico en la literatura humorística predominó la sátira, que
era usada por los cortesanos como arma para ridiculizar a sus enemigos en las
intrigas palaciegas, y con una función moralizante por parte de los estamentos
religiosos, por lo que también abundaron las fábulas y las antologías de
refranes.
● Lope de Rueda.
● Tirso de Molina.
● Pedro Calderón de la Barca.
● Francisco de Quevedo.
● El Conde de Villamediana.
● Juan Rana.
● William Shakespeare.
● El anteriormente citado Ben Jonson.
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La literatura humorística en el siglo XVIII
El siglo XIX trajo las grandes contribuciones a la literatura de humor por parte
de grandes nombres de la literatura como Charles Dickens, Mark
Twain, Ambrose Bierce y Óscar Wilde, Juan Valera, autor de Pepita Jiménez
y Leopoldo Alas «Clarín», entre otros muchos.
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En los años veinte, en la novela de vanguardia se cultiva la parodia de la
novela rosa, eróitica o de aventuras.
Ramón Gómez de la Serna, otro gran autor de la literatura humorística del siglo
XX, afirmó: «los más grandes escritores son los humoristas», pues pensaba que
el humor era el ingrediente imprescindible de la novela moderna.
Wenceslao Fernández Flórez, que perteneció a la RAE desde 1945, destaca
por novelas divertidas, como son:
● El malvado Carabel.
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La ironía
La parodia
El sarcasmo
El grotesco criollo
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La palabra grotesco: El término grotesco tuvo origen en las grotta de Italia, más
específicamente en los subterráneos de la Domus Aurea de Nerón, donde se
encontraron dibujos que fueron considerados grotteschi, expresión artística
obtenida con formas bizarras y contrahechas. El término tiene valor con relación a
una forma asumida como normal, clásica, y de la cual la forma grotesca se alejaría
como deforme, anormal: así también lo grotesco ha podido entrar en la categoría
del arte como manifestación del espíritu en su indefinida libertad de expresión,
pero no tiene nada de genérico sino que es una categoría de percepción, una
categoría de la concepción del mundo y de su configuración. Grotesco es el
mundo titubeante entre realidad e irrealidad, que provoca nuestra risa como
también nuestro estremecimiento, pues lo aparentemente razonable se nos revela
como carente de sentido, mientras se van distanciando, por la inseguridad de la
existencia, los objetos que nos eran familiares. Lo grotesco y su relación con lo
cómico: Es interesante destacar la relación que desde sus orígenes ha establecido
lo grotesco con lo cómico, hasta el punto que se lo clasifica a menudo entre otras
de sus formas: la sátira, la ironía, la burla, etc. Sin embargo existe una diferencia:
lo cómico anula la grandeza y la dignidad de la realidad, pero sin ponerla en duda,
provoca en el espectador un sentimiento de superioridad ante lo presentado o de
complicidad con quien está haciendo la broma. El grotesco, por la presencia
simultánea de lo cómico y lo trágico, impide al receptor situarse en cualquiera de
los terrenos seguros de la tragedia y la comedia y llorar o reír sin trabas, por el
contrario, la risa sería ahogada por la angustia o el dolor y sonreirá mientras llora.
El grotesco destruye las categorías de orientación en el mundo: las órdenes de la
naturaleza, la categoría del objeto, el concepto de personalidad, el orden histórico,
la coherencia lingüística, las leyes físicas, las leyes estéticas (lo bello – lo feo; lo
cómico – lo trágico) para fundirlas y confundirlas en formas que se fusionan. El
contexto social del grotesco criollo: Nos encontramos en un clima de desolación,
desarraigo e incomunicación en Argentina, donde los conventillos están poblados
por inmigrantes de distintas procedencias que han venido a hacerse la América y
al instalarse han visto su sueño roto. También el gaucho arrimado a la ciudad
puebla estos recintos populares. La melancolía del tango y del criollo de la Pampa
húmeda, junto a la desilusión de no haber cumplido los sueños y la soledad
provocada por las imposibilidad de la comunicación y las diferencias étnicas y
generacionales confluyen en éstas tierras haciendo una característica propia de la
Argentina lo grotesco. Griselda Gambaro escribió: “El grotesco es una condición
del carácter argentino y por lo tanto sigue proporcionando materia”.
EL GROTESCO CRIOLLO
c) Ahora comentá las diferencias entre la situación inicial del texto teatral y la
adaptación de la película
1- ¿Qué es lo que se ve obligado a hacer Carmelo cuando termina su jornada
laboral?
2-¿Por qué?
3-¿Qué es lo que le gritan los demás puesteros? Transcribí algunas palabras o
frases.
4-¿Qué simboliza la situación grotesca con la que finaliza esa escena?
5-¿Cómo se siente Carmelo?
6-¿Qué impresión te causa la escena de la cena familiar? ¿Qué elementos
dramáticos utiliza el director para que provoque esa reacción? Tené en cuenta
todos los recursos del texto espectacular (luces, música, utilería, coreografía,
sonido, gestos, etc.) Ayúdate con las acotaciones que Cossa incluye en la obra.
Los personajes
Concentrate en los personajes y discutí con tus compañeros
7-¿Cuál de todos los personajes te parece que es el más importante
o protagonista y por qué? Fundamentá.
8- ¿Cuál es el antagonista? ¿Por qué?
9- El resto, entonces, oficia de ayudantes ¿De qué modo son manipulados por los
anteriores? Describí sus características más sobresalientes. ¿Qué virtudes o
defectos los convierten en títeres de los manipuladores?
10- La del personaje de La Nona es una caricatura grotesca y casi bestial. Con su
voracidad brutal se parece más a una sabandija que parasita sin límites a la
familia que a una típica abuelita. Compará brevemente a La Nona de Roberto
Cossa, con la dulce abuelita de estos temas musicales
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A LA NONNA
Cuarteto Berna y
Abuela...
Abuela del alma,
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Un día te fuiste
Camino del cielo
En busca de Dios.
Abuela querida
En mis noches blancas,
Te siento en el cuento
Que no terminó.
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14- ¿Cuál es el final de los personajes en el texto?
15- Anyula llora durante la boda de La Nona. ¿Por qué llora en la película y por
qué llorará en la obra? En la película no aparece este conflicto.
La crítica social
16- Osvaldo Pelletieri, en el prólogo de la edición de Corregidor dice:
"La Nona puede leerse como microcosmos del país, como una analogía de
nuestra decadencia; sin duda al personaje inmoral, a la familia indolente, se les
apareció un contendiente inesperado." Y concluye: " La Nona es una de las
piezas fundamentales del realismo reflexivo en su segunda versión (1976-1985),
que incluye, cambiando su función, procedimientos teatralistas para probar la tesis
realista"
Discutí con tus compañeros a qué sectores políticos, sociales y económicos de la
sociedad representa cada personaje.
Luego, realizá un texto argumentativo en el que expliques cómo esos
sectores se ven parodiados en la obra, a partir de los recursos
del Grotesco que leímos antes de comenzar este trabajo.
17- Por último, escribí un diálogo que corresponda al final abierto de la película, en
la que La Nona es invitada al cumpleaños infantil. Si es posible, convertí el
final abierto en uno cerrado
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Una alegoría puede entenderse, en este sentido, como una temática artística o
una figura literaria utilizada para simbolizar una idea abstracta a partir de recursos
que permitan representarla, ya sea apelando a individuos, animales u objetos. Por
citar un ejemplo: la imagen de una calavera con dos huesos cruzados constituye
una alegoría de la piratería. Por otra parte, una mujer ciega con una balanza
representa a la justicia.
Cabe resaltar que las alegorías no se limitan a ser figuras literarias solitarias.
Muchas veces, son parte de un procedimiento retórico de mayor magnitud, con
una estructura de imágenes metafóricas que puede dar origen a obras completas.
Así, la alegoría hace posible la transmisión de conocimientos a través de
razonamientos por analogía.
En la poesía, este recurso ha sido muy utilizado y en algunos casos abarca la obra
completa. El uso de diversas imágenes metafóricas, conectadas de manera
orgánica y sutil, puede resultar en la representación de una idea compleja o de
una experiencia de la vida real, incitando el razonamiento a través de analogías.
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Por otro lado, los carros alegóricos son un
elemento fundamental de carnavales y desfiles. Básicamente, se trata de
vehículos cuyos diseños representan las diversas ideas, costumbres, valores
propios del evento y sus participantes. Sobre ellos viajan cantidades variables de
personas que, por lo general, usan disfraces de acuerdo a la temática, que dan
vida a personajes históricos, mitológicos, o que reflejan un sinnúmero de figuras y
conceptos.
Una alegoría amplia es aquella que entiende a la vida bajo las formas de un
tablero de ajedrez. Las casillas negras simbolizan a la noche, mientras que
las casillas blancas suponen el día. Las personas, por su parte, son apenas
piezas con movimientos limitados. Esta alegoría ofrece una visión sobre las
situaciones jerárquicas que existen en la sociedad.
Otra, también conocida, compara las vidas de los seres humanos con ríos,
intentando plantear que, si bien todos tienen cursos y caudales diferentes,
acaban en el mismo lugar: el mar, que la muerte.
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En síntesis, la alegoría es una Figura retórica que consiste en representar una
idea abstracta a través de símbolos o imágenes poéticas La alegoría pretende dar
una imagen a lo que no tiene imagen para que pueda ser mejor entendido por la
generalidad. Dibujar lo abstracto, hacer «visible» lo que solo es conceptual,
obedece a una intención didáctica. Así, una mujer ciega con una balanza, es
alegoría de la justicia, y un esqueleto provisto de guadaña es alegoría de la
muerte. El creador de alegorías suele esforzarse en explicarlas para que todos
puedan comprenderlas. Por su carácter evocador, se empleó profusamente como
recurso en temas religiosos y profanos. Fue usada desde la antigüedad, en la
época del Egipto faraónico, la Antigua Grecia, Roma, la Edad Media o el Barroco.
«...contra la desafortunada confusión entre símbolo y alegoría. La alegoría es una
representación más o menos artificial de generalidades y abstracciones
perfectamente cognoscibles y expresables por otras vías. El símbolo es la única
expresión posible de lo simbolizado, es decir, del significado con aquello que
simboliza.
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Alegoría de la paz
Actividad
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En retórica, llamamos tópicos literarios a aquellas frases breves cuyos contenidos
semánticos se repiten a lo largo de la historia de la literatura.¬ Según la Real
Academia, un tópico es “un lugar común, idea o expresión muy repetida”.¬¿Qué
es un tópico literario?
MILITIA EST VITA HOMINIS SUPER TERRA (La vida de los hombres sobre la
tierra es lucha):
Carácter bélico de la vida humana, entendida como campo de batalla en el que se
desarrolla una continua lucha frente a todo: los hombres, la sociedad, el destino...
RECUSATIO (Rechazo):
Rechazo de valores y actitudes ajenas.
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VARIUM ET MUTABILE SEMPER FEMINA (Variable y mudable, siempre es la
mujer):
Carácter inestable de la mujer, presentada desde una perspectiva misógina como
ser cambiante e indeciso.
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Actividades.
1-el tema central de las coplas de Manrique es la muerte. Sin embargo, también
trata una serie de subtemas.
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más
que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos,
el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya
una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del
Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles,
tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen
humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con
chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en
el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del
pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces
de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres,
departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus
manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por
error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el
viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los
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demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos
geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro
lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo,
con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el
obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su
presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para
completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa
zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin
que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la
penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los
vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en
el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del
zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y
tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta
aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel.
Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño,
quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en
seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese
diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y
que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un
nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un
petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se
le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba
en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude.
Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él
y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña
de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con
la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su
silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el
patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al
sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los
doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
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El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde
las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan
como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano
José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró
durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del
mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y
la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su
cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la
propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando
apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas
se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus
hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del
enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la
única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de
cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá
los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una
vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de
mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su
cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los
hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes
trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia
del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita
como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran
tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la
cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora
fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función.
Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña
sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies
al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de
Francia.
-Madame la Mort…
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A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del
modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de
una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con
cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de
Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a
todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte
del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés,
cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su
jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame
la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres,
que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes
agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los
embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las
sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita,
sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que
pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o
enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los
otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros,
las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los
espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su
cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos
y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien
va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El
hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado
hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha
puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas,
sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se
lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta
afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que
transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica
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que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de
cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o
carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul
de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a
Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le
describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero;
el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha
inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y
ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del
tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta,
galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres
minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y
no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas,
vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de
vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos
y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a
esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus
parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en
Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos
cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral
del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con
los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de
malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la
cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las
rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que
no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el
episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la
Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese
general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame
la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se
desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a
despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era
en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un
almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
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-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad,
figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj
de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel
pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se
desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el
barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su
imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado
sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a
pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al
brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo
del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende
disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en
el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás
por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el
que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos
trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en
su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja
tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun
tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la
habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis
como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez
es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del
enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su
buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a
pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de
que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la
Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría.
Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos,
cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del
Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las
fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los
caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin
y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida
de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
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Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se
apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su
desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay
un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se
consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de
un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe,
llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo
es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos
aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el
pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de
un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la
casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar
el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta
para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que,
semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio,
baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la
tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un
anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel
es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado,
como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que,
repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en
el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede
burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.
Actividades
38
La máscara de la muerte roja
Edgar Allan Poe
La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido
tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la
sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y
sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el
bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y
fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron
semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos
al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica
construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe.
Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una
vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos.
Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la
desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con
precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior
se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido
todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos;
había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba
la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles
estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más
insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los
salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de
los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles
puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad
de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del
príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la
visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco
recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared,
una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la
serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante
de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía
tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba
tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era
enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con
tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía
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completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la
paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en
esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran
escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los
techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no
estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y
opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos
rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero
en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de
sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente
siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que
pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del
poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un
resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la
hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y
resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos
de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para
escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un
momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los
tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más
edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa
meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en
la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad,
mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos
una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo
que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la
meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se
mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de
la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro
esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era
así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El
príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas
destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo
fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes,
veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete
cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se
contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo
que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo
queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en
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sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa
ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los
sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los
trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche
avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la
tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra,
brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír
las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la
vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los
tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y
las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una
cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso
ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos
que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió
que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos
de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada
que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un
susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba
desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de
fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no
hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía
límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal
criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no
pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la
muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los
concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no
revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los
pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al
semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en
dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si
no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las
apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente,
así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un
movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los
bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de
disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se
atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo,
para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el
aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el
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príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su
mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul.
Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien,
en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y
cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había
producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin
impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia
retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando
ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había
distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la
anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera
decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la
vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos,
sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano,
acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía
alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de
golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía
resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al
aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e
inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir
que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían
ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en
la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre
y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se
apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y
las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
Actividades.
42
Julio Cortázar
(1914-1984)
43
La idea de preparar a mamá, de insinuarle que Alejandro había tenido un
accidente y que estaba levemente herido, no se les había ocurrido siquiera
después de las prevenciones del doctor Bonifaz. Hasta María Laura, más allá
de toda comprensión en esas primeras horas, había admitido que no era
posible darle la noticia a mamá. Carlos y el padre de María Laura viajaron al
Uruguay para traer el cuerpo de Alejandro, mientras la familia cuidaba como
siempre de mamá que ese día estaba dolorida y difícil. El club de ingeniería
aceptó que el velorio se hiciera en su sede y Pepa, la más ocupada con mamá,
ni siquiera alcanzó a ver el ataúd de Alejandro mientras los otros se turnaban
de hora en hora y acompañaban a la pobre María Laura perdida en un horror
sin lágrimas. Como casi siempre, a tío Roque le tocó pensar. Habló de
madrugada con Carlos, que lloraba silenciosamente a su hermano con la
cabeza apoyada en la carpeta verde de la mesa del comedor donde tantas
veces habían jugado a las cartas. Después se les agregó tía Clelia, porque
mamá dormía toda la noche y no había que preocuparse por ella. Con el
acuerdo tácito de Rosa y de Pepa, decidieron las primeras medidas,
empezando por el secuestro de La Nación –a veces mamá se animaba a leer el
diario unos minutos– y todos estuvieron de acuerdo con lo que había pensado
el tío Roque. Fue así como una empresa brasileña contrató a Alejandro para
que pasara un año en Recife, y Alejandro tuvo que renunciar en pocas horas a
sus breves vacaciones en casa del ingeniero amigo, hacer su valija y saltar al
primer avión. Mamá tenía que comprender que eran nuevos tiempos, que los
industriales no entendían de sentimientos, pero Alejandro ya encontraría la
manera de tomarse una semana de vacaciones a mitad de año y bajar a
Buenos Aires. A mamá le pareció muy bien todo eso, aunque lloró un poco y
hubo que darle a respirar sus sales. Carlos, que sabía hacerla reír, le dijo que
era una vergüenza que llorara por el primer éxito del benjamín de la familia, y
que a Alejandro no le hubiera gustado enterarse de que recibían así la noticia
de su contrato. Entonces mamá se tranquilizó y dijo que bebería un dedo de
málaga a la salud de Alejandro. Carlos salió bruscamente a buscar el vino,
pero fue Rosa quien lo trajo y quien brindó con mamá.
La vida de mamá era bien penosa, y aunque poco se quejaba había que
hacer todo lo posible por acompañarla y distraerla. Cuando al día siguiente
del entierro de Alejandro se extrañó de que María Laura no hubiese venido a
visitarla como todos los jueves, Pepa fue por la tarde a casa de los Novalli para
hablar con María Laura. A esa hora tío Roque estaba en el estudio de un
abogado amigo, explicándole la situación; el abogado prometió escribir
inmediatamente a su hermano que trabajaba en Recife (las ciudades no se
elegían al azar en casa de mamá) y organizar lo de la correspondencia. El
doctor Bonifaz ya había visitado como por casualidad a mamá, y después de
examinarle la vista la encontró bastante mejor pero le pidió que por unos días
se abstuviera de leer los diarios. Tía Clelia se encargó de comentarle las
noticias más interesantes; por suerte a mamá no le gustaban los noticieros
radiales porque eran vulgares y a cada rato había avisos de remedios nada
seguros que la gente tomaba contra viento y marea y así les iba.
María Laura vino el viernes por la tarde y habló de lo mucho que tenía
que estudiar para los exámenes de arquitectura.
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–Sí, mi hijita –dijo mamá, mirándola con afecto–. Tenés los ojos
colorados de leer, y eso es malo. Ponete unas compresas con hamamelis, que
es lo mejor que hay.
Rosa y Pepa estaban ahí para intervenir a cada momento en la
conversación, y María Laura pudo resistir y hasta sonrió cuando mamá se
puso a hablar de ese pícaro de novio que se iba tan lejos y casi sin avisar. La
juventud moderna era así, el mundo se había vuelto loco y todos andaban
apurados y sin tiempo para nada. Después mamá se perdió en las ya sabidas
anécdotas de padres y abuelos, y vino el café y después entró Carlos con
bromas y cuentos, y en algún momento tío Roque se paró en la puerta del
dormitorio y los miró con su aire bonachón, y todo pasó como tenía que pasar
hasta la hora del descanso de mamá.
La familia se fue habituando, a María Laura le costó más pero en cambio
sólo tenía que ver a mamá los jueves; un día llegó la primera carta de
Alejandro (mamá se había extrañado ya dos veces de su silencio) y Carlos se la
leyó al pie de la cama. A Alejandro le había encantado Recife, hablaba del
puerto, de los vendedores de papagayos y del sabor de los refrescos, a la
familia se le hacía agua la boca cuando se enteraba de que los ananás no
costaban nada, y que el café era de verdad y con una fragancia... Mamá pidió
que le mostraran el sobre, y dijo que habría que darle la estampilla al chico de
los Marolda que era filatelista, aunque a ella no le gustaba nada que los chicos
anduvieran con las estampillas porque después no se lavaban las manos y las
estampillas habían rodado por todo el mundo.
–Les pasan la lengua para pegarlas – decía siempre mamá– y los
microbios quedan ahí y se incuban, es sabido. Pero dásela lo mismo, total ya
tiene tantas que una más...
Al otro día mamá llamó a Rosa y le dictó una carta para Alejandro,
preguntándole cuándo iba a poder tomarse vacaciones y si el viaje no le
costaría demasiado. Le explicó cómo se sentía y le habló del ascenso que
acababan de darle a Carlos y del premio que había sacado uno de los alumnos
de piano de Pepa. También le dijo que María Laura la visitaba sin faltar ni un
solo jueves, pero que estudiaba demasiado y que eso era malo para la vista.
Cuando la carta estuvo escrita, mamá la firmó al pie con un lápiz, y besó
suavemente el papel. Pepa se levantó con el pretexto de ir a buscar un sobre, y
tía Clelia vino con las pastillas de las cinco y unas flores para el jarrón de la
cómoda
Nada era fácil, porque en esa época la presión de mamá subió todavía
más y la familia llegó a preguntarse si no habría alguna influencia
inconsciente, algo que desbordaba del comportamiento de todos ellos, una
inquietud y un desánimo que hacían daño a mamá a pesar de las precauciones
y la falsa alegría. Pero no podía ser, porque a fuerza de fingir las risas todos
habían acabado por reírse de veras con mamá, y a veces se hacían bromas y se
tiraban manotazos aunque no estuvieran con ella, y después se miraban como
si se despertaran bruscamente, y Pepa se ponía muy colorada y Carlos
encendía un cigarrillo con la cabeza gacha. Lo único importante en el fondo
era que pasara el tiempo y que mamá no se diese cuenta de nada. Tío Roque
había hablado con el doctor Bonifaz, y todos estaban de acuerdo en que había
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que continuar indefinidamente la comedia piadosa, como la calificaba tía
Clelia. El único problema eran las visitas de María Laura porque mamá
insistía naturalmente en hablar de Alejandro, quería saber si se casarían
apenas él volviera de Recife o si ese loco de hijo iba a aceptar otro contrato
lejos y por tanto tiempo. No quedaba más remedio que entrar a cada
momento en el dormitorio y distraer a mamá, quitarle a María Laura que se
mantenía muy quieta en su silla, con las manos apretadas hasta hacerse daño,
pero un día mamá le preguntó a tía Clelia por qué todos se precipitaban en esa
forma cuando María Laura venía a verla, como si fuera la única ocasión que
tenían de estar con ella. Tía Clelia se echó a reír y le dijo que todos veían un
poco a Alejandro en María Laura, y que por eso les gustaba estar con ella
cuando venía
–Tenés razón, María Laura es tan buena –dijo mamá–. El bandido de mi
hijo no se la merece, creeme.
–Mirá quién habla –dijo tía Clelia–. Si se te cae la baba cuando nombrás
a tu hijo.
Mamá también se puso a reír, y se acordó de que en esos días iba a llegar
carta de Alejandro. La carta llegó y tío Roque la trajo junto con el té de las
cinco. Esa vez mamá quiso leer la carta y pidió sus anteojos de ver cerca. Leyó
aplicadamente, como si cada frase fuera un bocado que había que dar vueltas
y vueltas paladeándolo.
–Los muchachos de ahora no tienen respeto –dijo sin darle demasiada
importancia–. Está bien que en mi tiempo no se usaban esas máquinas, pero
yo no me hubiera atrevido jamás a escribir así a mi padre, ni vos tampoco.
–Claro que no –dijo tío Roque–. Con el genio que tenía el viejo.
–A vos no se te cae nunca eso del viejo, Roque. Sabés que no me gusta
oírtelo decir, pero te da igual. Acordate cómo se ponía mamá.
–Bueno, está bien. Lo de viejo es una manera de decir, no tiene nada que
ver con el respeto
–Es muy raro –dijo mamá, quitándose los anteojos y mirando las
molduras del cielo raso–. Ya van cinco o seis cartas de Alejandro, y en
ninguna me llama... Ah, pero es un secreto entre los dos. Es raro, sabés. ¿Por
qué no me ha llamado así ni una sola vez?
–A lo mejor al muchacho le parece tonto escribírtelo. Una cosa es que te
diga... ¿cómo te dice?...
–Es un secreto –dijo mamá–. Un secreto entre mi hijito y yo.
Ni Pepa ni Rosa sabían de ese nombre, y Carlos se encogió de hombros
cuando le preguntaron.
–¿Qué querés, tío? Lo más que puedo hacer es falsificarle la firma. Yo
creo que mamá se va a olvidar de eso, no te lo tomés tan a pecho.
A los cuatro o cinco meses, después de una carta de Alejandro en la que
explicaba lo mucho que tenía que hacer (aunque estaba contento porque era
una gran oportunidad para un ingeniero joven), mamá insistió en que ya era
tiempo de que se tomara unas vacaciones y bajara a Buenos Aires. A Rosa,
que escribía la respuesta de mamá, le pareció que dictaba más lentamente,
como si hubiera estado pensando mucho cada frase.
–Vaya a saber si el pobre podrá venir –comentó Rosa como al descuido–.
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Sería una lástima que se malquiste con la empresa justamente ahora que le va
tan bien y está tan contento.
Mamá siguió dictando como si no hubiera oído. Su salud dejaba mucho
que desear y le hubiera gustado ver a Alejandro, aunque sólo fuese por unos
días. Alejandro tenía que pensar también en María Laura, no porque ella
creyese que descuidaba a su novia, pero un cariño no vive de palabras bonitas
y promesas a la distancia. En fin, esperaba que Alejandro le escribiera pronto
con buenas noticias. Rosa se fijó que mamá no besaba el papel después de
firmar, pero que miraba fijamente la carta como si quisiera grabársela en la
memoria. "Pobre Alejandro", pensó Rosa, y después se santiguó bruscamente
sin que mamá la viera.
–Mirá –le dijo tío Roque a Carlos cuando esa noche se quedaron solos
para su partida de dominó–, yo creo que esto se va a poner feo. Habrá que
inventar alguna cosa plausible, o al final se dará cuenta.
–Qué sé yo, tío. Lo mejor será que Alejandro conteste de una manera que
la deje contenta por un tiempo más. La pobre está tan delicada, no se puede ni
pensar en...
–Nadie habló de eso, muchacho. Pero yo te digo que tu madre es de las que
no aflojan. Está en la familia, che.
Mamá leyó sin hacer comentarios la respuesta evasiva de Alejandro, que
trataría de conseguir vacaciones apenas entregara el primer sector instalado
de la fábrica. Cuando esa tarde llegó María Laura, le pidió que intercediera
para que Alejandro viniese aunque no fuera más que una semana a Buenos
Aires. María Laura le dijo después a Rosa que mamá se lo había pedido en el
único momento en que nadie más podía escucharla. Tío Roque fue el primero
en sugerir lo que todos habían pensado ya tantas veces sin animarse a decirlo
por lo claro, y cuando mamá le dictó a Rosa otra carta para Alejandro,
insistiendo en que viniera, se decidió que no quedaba más remedio que hacer
la tentativa y ver si mamá estaba en condiciones de recibir una primera
noticia desagradable. Carlos consultó al doctor Bonifaz, que aconsejó
prudencia y unas gotas. Dejaron pasar el tiempo necesario, y una tarde tío
Roque vino a sentarse a los pies de la cama de mamá, mientras Rosa cebaba
un mate y miraba por la ventana del balcón, al lado de la cómoda de los
remedios.
–Fijate que ahora empiezo a entender un poco por qué este diablo de
sobrino no se decide a venir a vernos –dijo tío Roque–. Lo que pasa es que no
te ha querido afligir, sabiendo que todavía no estás bien.
Mamá lo miró como si no comprendiera.
–Hoy telefonearon los Novalli, parece que María Laura recibió noticias
de Alejandro. Está bien, pero no va a poder viajar por unos meses.
–¿Por qué no va a poder viajar? –preguntó mamá.
–Porque tiene algo en un pie, parece. En el tobillo, creo. Hay que
preguntarle a María Laura para que diga lo que pasa. El viejo Novalli habló de
una fractura o algo así.
–¿Fractura de tobillo? –dijo mamá.
Antes de que tío Roque pudiera contestar, ya Rosa estaba con el frasco de
sales. El doctor Bonifaz vino en seguida, y todo pasó en unas horas, pero
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fueron horas largas y el doctor Bonifaz no se separó de la familia hasta
entrada la noche. Recién dos días después mamá se sintió lo bastante
repuesta como para pedirle a Pepa que le escribiera a Alejandro. Cuando
Pepa, que no había entendido bien, vino como siempre con el block y la
lapicera, mamá cerró los ojos y negó con la cabeza.
–Escribile vos, nomás. Decile que se cuide.
Pepa obedeció, sin saber por qué escribía una frase tras otra puesto que
mamá no iba a leer la carta. Esa noche le dijo a Carlos que todo el tiempo,
mientras escribía al lado de la cama de mamá, había tenido la absoluta
seguridad de que mamá no iba a leer ni a firmar esa carta. Seguía con los ojos
cerrados y no los abrió hasta la hora de la tisana; parecía haberse olvidado,
estar pensando en otras cosas.
Alejandro contestó con el tono más natural del mundo, explicando que
no había querido contar lo de la fractura para no afligirla. Al principio se
habían equivocado y le habían puesto un yeso que hubo de cambiar, pero ya
estaba mejor y en unas semanas podría empezar a caminar. En total tenía
para unos dos meses, aunque lo malo era que su trabajo se había retrasado
una barbaridad en el peor momento, y...
Carlos, que leía la carta en voz alta, tuvo la impresión de que mamá no lo
escuchaba como otras veces. De cuando en cuando miraba el reloj, lo que en
ella era signo de impaciencia. A las siete Rosa tenía que traerle el caldo con las
gotas del doctor Bonifaz, y eran las siete y cinco.
–Bueno –dijo Carlos, doblando la carta–. Ya ves que todo va bien, al pibe
no le ha pasado nada serio.
–Claro –dijo mamá–. Mirá, decile a Rosa que se apure, querés.
A María Laura, mamá le escuchó atentamente las explicaciones sobre la
fractura de Alejandro, y hasta le dijo que le recomendara unas fricciones que
tanto bien le habían hecho a su padre cuando la caída del caballo en
Matanzas. Casi en seguida, como si formara parte de la misma frase, preguntó
si no le podían dar unas gotas de agua de azahar, que siempre le aclaraban la
cabeza.
La primera en hablar fue María Laura, esa misma tarde. Se lo dijo a Rosa
en la sala, antes de irse, y Rosa se quedó mirándola como si no pudiera creer
lo que había oído.
–Por favor –dijo Rosa–. ¿Cómo podés imaginarte una cosa así?
–No me la imagino, es la verdad –dijo María Laura–. Y yo no vuelvo
más, Rosa, pídanme lo que quieran, pero yo no vuelvo a entrar en esa pieza.
En el fondo a nadie le pareció demasiado absurda la fantasía de María
Laura, pero tía Clelia resumió el sentimiento de todos cuando dijo que en una
casa como la de ellos un deber era un deber. A Rosa le tocó ir a lo de los
Novalli, pero María Laura tuvo un ataque de llanto tan histérico que no quedó
más remedio que acatar su decisión; Pepa y Rosa empezaron esa misma tarde
a hacer comentarios sobre lo mucho que tenía que estudiar la pobre chica y lo
cansada que estaba. Mamá no dijo nada, y cuando llegó el jueves no preguntó
por María Laura. Ese jueves se cumplían diez meses de la partida de
Alejandro al Brasil. La empresa estaba tan satisfecha de sus servicios, que
unas semanas después le propusieron una renovación del contrato por otro
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año, siempre que aceptara irse de inmediato a Belén para instalar otra fábrica.
A tío Rque le parecía eso formidable, un gran triunfo para un muchacho de
tan pocos años.
–Alejandro fue siempre el más inteligente –dijo mamá–. Así como
Carlos es el más tesonero.
–Tenés razón –dijo tío Roque, preguntándose de pronto qué mosca le
habría picado aquel día a María Laura–. La verdad es que te han salido unos
hijos que valen la pena, hermana.
–Oh, sí, no me puedo quejar. A su padre le hubiera gustado verlos ya
grandes. Las chicas, tan buenas, y el pobre Carlos, tan de su casa.
–Y Alejandro, con tanto porvenir.
–Ah, sí –dijo mamá.
–Fijate nomás en ese nuevo contrato que le ofrecen...En fin, cuando
estés con ánimo le contestarás a tu hijo; debe andar con la cola entre las
piernas pensando que la noticia de la renovación no te va a gustar.
–Ah, sí –repitió mamá, mirando al cielo raso–. Decile a Pepa que le
escriba, ella ya sabe.
Pepa escribió, sin estar muy segura de lo que debía decirle a Alejandro,
pero convencida de que siempre era mejor tener un texto completo para evitar
contradicciones en las respuestas. Alejandro, por su parte, se alegró mucho de
que mamá comprendiera la oportunidad que se le presentaba. Lo del tobillo
iba muy bien, apenas pudiera pediría vacaciones para venirse a estar con ellos
una quincena. Mamá asintió con un leve gesto, y preguntó si ya había
llegado La Razón para que Carlos le leyera los telegramas. En la casa todo se
había ordenado sin esfuerzo, ahora que parecían haber terminado los
sobresaltos y la salud de mamá se mantenía estacionaria. Los hijos se
turnaban para acompañarla; tío Roque y tía Clelia entraban y salían en
cualquier momento. Carlos le leía el diario a mamá por la noche, y Pepa por la
mañana. Rosa y tía Clelia se ocupaban de los medicamentos y los baños; tío
Roque tomaba mate en su cuarto dos o tres veces al día. Mamá no estaba
nunca sola, no preguntaba nunca por María Laura; cada tres semanas recibía
sin comentarios las noticias de Alejandro; le decía a Pepa que contestara y
hablaba de otra cosa, siempre inteligente y atenta y alejada.
Fue en esta época cuando tío Roque empezó a leerle las noticias de la
tensión con el Brasil. Las primeras las había escrito en los bordes del diario,
pero mamá no se preocupaba por la perfección de la lectura y después de unos
días tío Roque se acostumbró a inventar en el momento. Al principio
acompañaba los inquietantes telegramas con algún comentario sobre los
problemas que eso podía traerle a Alejandro y a los demás argentinos en el
Brasil, pero como mamá no parecía preocuparse dejó de insistir aunque cada
tantos días agravaba un poco la situación. En las cartas de Alejandro se
mencionaba la posibilidad de una ruptura de relaciones, aunque el muchacho
era el optimista de siempre y estaba convencido de que los cancilleres
arreglarían el litigio.
Mamá no hacía comentarios, tal vez porque aún faltaba mucho para que
Alejandro pudiera pedir licencia, pero una noche le preguntó bruscamente al
doctor Bonifaz si la situación con el Brasil era tan grave como decían los
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diarios
–¿Con el Brasil? Bueno, sí, las cosas no andan muy bien –dijo el
médico–. Esperemos que el buen sentido de los estadistas. . .
Mamá lo miraba como sorprendida de que le hubiese respondido sin
vacilar. Suspiró levemente, y cambió la conversación. Esa noche estuvo más
animada que otras veces, y el doctor Bonifaz se retiró satisfecho. Al otro día se
enfermó tía Clelia; los desmayos parecían cosa pasajera, pero el doctor
Bonifaz habló con tío Roque y aconsejó que internaran a tía Clelia en un
sanatorio. A mamá, que en ese momento escuchaba las noticias del Brasil que
le traía Carlos con el diario de la noche, le dijeron que tía Clelia estaba con
una jaqueca que no la dejaba moverse de la cama. Tuvieron toda la noche
para pensar en lo que harían, pero tío Roque estaba como anonadado después
de hablar con el doctor Bonifaz, y a Carlos y a las chicas les tocó decidir. A
Rosa se le ocurrió lo de la quinta de Manolita Valle y el aire puro; al segundo
día de la jaqueca de tía Clelia, Carlos llevó la conversación con tanta habilidad
que fue como si mamá en persona hubiera aconsejado una temporada en la
quinta de Manolita que tanto bien le haría a Clelia. Un compañero de oficina
de Carlos se ofreció para llevarla en su auto, ya que el tren era fatigoso con esa
jaqueca. Tía Clelia fue la primera en querer despedirse de mamá, y entre
Carlos y tío Roque la llevaron pasito a paso para que mamá le recomendase
que no tomara frío en esos autos de ahora y que se acordara del laxante de
frutas cada noche.
–Clelia estaba muy congestionada –le dijo mamá a Pepa por la tarde–.
Me hizo mala impresión, sabés.
–Oh, con unos días en la quinta se va a reponer lo más bien. Estaba un
poco cansada estos meses; me acuerdo de que Manolita le había dicho que
fuera a acompañarla a la quinta.
–¿Sí? Es raro, nunca me lo dijo.
–Por no afligirte, supongo.
–¿Y cuánto tiempo se va a quedar, hijita?
Pepa no sabía, pero ya le preguntarían al doctor Bonifaz que era el que
había aconsejado el cambio de aire. Mamá no volvió a hablar del asunto hasta
algunos días después (tía Clelia acababa de tener un síncope en el sanatorio, y
Rosa se turnaba con tío Roque para acompañarla)
–Me pregunto cuándo va a volver Clelia –dijo mamá.
–Vamos, por una vez que la pobre se decide a dejarte y a cambiar un
poco de aire...
–Sí, pero lo que tenía no era nada, dijeron ustedes.
–Claro que no es nada. Ahora se estará quedando por gusto, o por
acompañar a Manolita; ya sabés cómo son de amigas.
–Telefoneá a la quinta y averiguá cuándo va a volver –dijo mamá.
Rosa telefoneó a la quinta, y le dijeron que tía Clelia estaba mejor, pero
que todavía se sentía un poco débil, de manera que iba a aprovechar para
quedarse. El tiempo estaba espléndido en Olavarría.
–No me gusta nada eso –dijo mamá–. Clelia ya tendría que haber vuelto.
–Por favor, mamá, no te preocupés tanto. ¿Por qué no te mejorás vos lo
antes posible, y te vas con Clelia y Manolita a tomar sol a la quinta?
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–¿Yo? –dijo mamá, mirando a Carlos con algo que se parecía al asombro,
al escándalo, al insulto. Carlos se echó a reír para disimular lo que sentía (tía
Clelia estaba gravísima, Pepa acababa de telefonear) y la besó en la mejilla
como a una niña traviesa.
–Mamita tonta –dijo, tratando de no pensar en nada.
Esa noche mamá durmió mal y desde el amanecer preguntó por Clelia,
como si a esa hora se pudieran tener noticias de la quinta (tía Clelia acababa
de morir y habían decidido velarla en la funeraria). A las ocho llamaron a la
quinta desde e1 teléfono de la sala, para que mamá pudiera escuchar la
conversación, y por suerte tía Clelia había pasado bastante buena noche
aunque el médico de Manolita aconsejaba que se quedase mientras siguiera el
buen tiempo. Carlos estaba muy contento con el cierre de la oficina por
inventario y balance, y vino en piyama a tomar mate al pie de la cama de
mamá y a darle conversación.
–Mirá –dijo mamá–, yo creo que habría que escribirle a Alejandro que
venga a ver a su tía. Siempre fue el preferido de Clelia, y es justo que venga.
–Pero si tía Clelia no tiene nada, mamá. Si Alejandro no ha podido venir
a verte a vos, imaginate...
–Allá él –dijo mamá–. Vos escribile y decile que Clelia está enferma y
que debería venir a verla.
–¿Pero cuántas veces te vamos a repetir que lo de tía Clelia no es grave?
–Si no es grave, mejor. Pero no te cuesta nada escribirle.
Le escribieron esa misma tarde y le leyeron la carta a mamá. En los días
en que debía llegar la respuesta de Alejandro (tía Clelia seguía bien, pero el
médico de Manolita insistía en que aprovechara el buen aire de la quinta), la
situación diplomática con el Brasil se agravó todavía más y Carlos le dijo a
mamá que no sería raro que las cartas de Alejandro se demoraran.
–Parecería a propósito –dijo mamá–. Ya vas a ver que tampoco podrá
venir él.
Ninguno de ellos se decidía a leerle la carta de Alejandro. Reunidos en el
comedor, miraban al lugar vacío de tía Clelia, se miraban entre ellos,
vacilando.
–Es absurdo –dijo Carlos–. Ya estamos tan acostumbrados a esta
comedia, que una escena más o menos...
–Entonces llevásela vos –dijo Pepa, mientras se le llenaban los ojos de
lágrimas y se los secaba con la servilleta.
–Qué querés, hay algo que no anda. Ahora cada vez que entro en su
cuarto estoy como esperando una sorpresa, una trampa, casi.
–La culpa la tiene María Laura –dijo Rosa–. Ella nos metió la idea en la
cabeza y ya no podemos actuar con naturalidad. Y para colmo tía Clelia...
–Mirá, ahora que lo decís se me ocurre que convendría hablar con María
Laura –dijo tío Roque–. Lo más lógico sería que viniera después de sus
exámenes y le diera a tu madre la noticia de que Alejandro no va a poder
viajar.
–Pero a vos no te hiela la sangre que mamá no pregunte más por María
Laura, aunque Alejandro la nombra en todas sus cartas?
–No se trata de la temperatura de mi sangre –dijo tío Roque–. Las cosas
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se hacen o no se hacen, y se acabó.
A Rosa le llevó dos horas convencer a María Laura, pero era su mejor
amiga y María Laura los quería mucho, hasta a mamá aunque le diera miedo.
Hubo que preparar una nueva carta, que María Laura trajo junto con un ramo
de flores y las pastillas de mandarina que le gustaban a mamá. Sí, por suerte
ya habían terminado los exámenes peores, y podría irse unas semanas a
descansar a San Vicente.
–El aire del campo te hará bien –dijo mamá–. En cambio a Clelia... ¿Hoy
llamaste a la quinta, Pepa? Ah, sí, recuerdo que me dijiste... Bueno, ya hace
tres semanas que se fue Clelia, y mirá vos...
María Laura y Rosa hicieron los comentarios del caso, vino la bandeja
del té, y María Laura le leyó a mamá unos párrafos de la carta de Alejandro
con la noticia de la internación provisional de todos los técnicos extranjeros, y
la gracia que le hacía estar alojado en un espléndido hotel por cuenta del
gobierno, a la espera de que los cancilleres arreglaran el conflicto. Mamá no
hizo ninguna reflexión, bebió su taza de tilo y se fue adormeciendo. Las
muchachas siguieron charlando en la sala, más aliviadas. María Laura estaba
por irse cuando se le ocurrió lo del teléfono y se lo dijo a Rosa. A Rosa le
parecía que también Carlos había pensado en eso, y más tarde le habló a tío
Roque, que se encogió de hombros. Frente a cosas así no quedaba más
remedio que hacer un gesto y seguir leyendo el diario. Pero Rosa y Pepa se lo
dijeron también a Carlos, que renunció a encontrarle explicación a menos de
aceptar lo que nadie quería aceptar.
–Ya veremos –dijo Carlos–. Todavía puede ser que se le ocurra y nos lo
pida. En ese caso...
Pero mamá no pidió nunca que le llevaran el teléfono para hablar
personalmente con tía Clelia. Cada mañana preguntaba si había noticias de la
quinta, y después se volvía a su silencio donde el tiempo parecía contarse por
dosis de remedios y tazas de tisana. No le desagradaba que tío Roque viniera
con La Razón para leerle las últimas noticias del conflicto con el Brasil,
aunque tampoco parecía preocuparse si el diariero llegaba tarde o tío Roque
se entretenía más que de costumbre con un problema de ajedrez. Rosa y Pepa
llegaron a convencerse de que a mamá la tenía sin cuidado que le leyeran las
noticias, o telefonearan a la quinta, o trajeran una carta de Alejandro. Pero no
se podía estar seguro porque a veces mamá levantaba la cabeza y las miraba
con la mirada profunda de siempre, ni la que no había ningún cambio,
ninguna aceptación. La rutina los abarcaba a todos, y para Rosa telefonear a
un agujero negro en el extremo del hilo era tan simple y cotidiano como para
tío Roque seguir leyendo falsos telegramas sobre un fondo de anuncios de
remates o noticias de fútbol, o para Carlos entrar con las anécdotas de su
visita a la quinta de Olavarría y los paquetes de frutas que les mandaban
Manolita y tía Clelia. Ni siquiera durante los últimos meses de mamá
cambiaron las costumbres, aunque poca importancia tuviera ya. El doctor
Bonifaz les dijo que por suerte mamá no sufriría nada y que se apagaría sin
sentirlo. Pero mamá se mantuvo lúcida hasta el fin, cuando ya los hijos la
rodeaban sin poder fingir lo que sentían.
–Qué buenos fueron conmigo –dijo mamá–. Todo ese trabajo que se
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tomaron. para que no sufriera.
Tío Roque estaba sentado junto a ella y le acarició jovialmente la mano,
tratándola de tonta. Pepa y Rosa, fingiendo buscar algo en la cómoda, sabían
ya que María Laura había tenido razón; sabían lo que de alguna manera
habían sabido siempre.
–Tanto cuidarme... –dijo mamá, y Pepa apretó la mano de Rosa, porque
al fin y al cabo esas dos palabras volvían a poner todo en orden, restablecían
la larga comedia necesaria. Pero Carlos, a los pies de la cama, miraba a mamá
como si supiera que iba a decir algo más.
–Ahora podrán descansar –dijo mamá–. Ya no les daremos más trabajo.
Tío Roque iba a protestar, a decir algo, pero Carlos se le acercó y le
apretó violentamente el hombro. Mamá se perdía poco a poco en una
modorra, y era mejor no molestarla.
Tres días después del entierro llegó la última carta de Alejandro, donde
como siempre preguntaba por la salud de mamá y de tía Clelia. Rosa, que la
había recibido, la abrió y empezó a leerla sin pensar, y cuando levantó la vista
porque de golpe las lágrimas la cegaban, se dio cuenta de que mientras la leía
había estado pensando en cómo habría que darle a Alejandro la noticia de la
muerte de mamá.
Actividades
Realizar un texto argumentativo sobre las diferentes alegorías leídas. Plantear una
hipótesis
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Ruptura y experimentación
No éramos tan felices, pero si en las reuniones de los sábados alguien hubiese preguntado si
éramos felices, ella habría respondido “seguro sí”, o me habría consultado con los ojos antes de
decir “sí”, o tal vez habría dicho directamente “sí”, volteando su largo pelo rubio hacia mi lado
para incitarme a confirmar a todos que éramos felices, que yo también pensaba que éramos
felices. Pero éramos felices. Ya pasó mucho tiempo y sin embargo, si alguien me preguntase si
éramos felices diría que sí, que éramos, y creo que ella también diría que fuimos muy felices, o
que éramos felices durante aquellos años setenta y cinco, setenta y seis, y hasta bien entrado el
año mil novecientos setenta y ocho, después del último verano.
Salía por las tardes, a las dos, o a las tres. Siempre los martes, miércoles y jueves, después de
mediodía, se maquillaba, me saludaba con un beso, se iba a hacer puntos y no volvía hasta las
nueve de la noche.
A fin de mes, si había dinero, no salía a hacer puntos. Entonces, también aquellas tardes de martes
a jueves nos quedábamos charlando, tomando té, o ella se encerraba en el cuarto para mirar
televisión mientras yo trabajaba, o me acostaba a descansar sobre la hamaca paraguaya que
habíamos colgado en el balcón.
Y si faltaba plata, en la primera semana del mes hacía dos puntos cada tarde: se iba temprano al
centro, hacia algún punto, después volvía a nuestro barrio para hacer otro punto por Callao, y yo la
esperaba sabiendo que aquella noche llegaría más tarde. Pero siempre teníamos dinero. Hubo
caprichos: el viaje a Miami, los muebles de laca con gamuza amarilla y la manía de andar siempre
cambiando de auto, esos fueron los gastos mayores de la época, y como casi nunca nos faltaba
plata, ella hacía, puntos entre martes y jueves las primeras semanas del mes, llegaba a casa bien
temprano, me daba un beso, se cambiaba y se encerraba a cocinar.
A veces pienso que por entonces cada día era tan parecido a los otros, que por esa constancia y
esa semejanza se producía nuestra sensación de felicidad.
Salía temprano. Dejaba el taxi en Veinticinco de Mayo y Corrientes y se iba caminado hacia
Sarmiento; a veces se entretenía mirando una vidriera de antigüedades, monedas viejas,
estampillas. Serían las tres. Había por ahí hombres parados frente a las pizarras de las casas de
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cambio, gente que copia en sus libretas las cotizaciones, y el precio de los bonos y de los dólares
de cada día. Alguno de ésos la miraba.
Entraba al bar de la esquina de la Bolsa. Se hacía servir un té en la barra y generalmente alguien la
veía y la reconocía y la citaba. Los conocidos la citaban allí, en el bar de la Bolsa.
Los hombres no podían olvidarla con facilidad.
Si no conseguía cita, pagaba el té, dejaba su propina, se iba caminando por Sarmiento, y en algún
quiosco compraba revistas francesas o brasileñas para mirarlas tomando su café en la confitería
Richmond de la calle Florida.
Ahí siempre alguien se le acercaba. De lo contrario, poco antes de las cuatro, salía a recorrer
Florida hacia la Plaza San Martín mirando vidrieras, o demorándose en las cercanías del Centro
Naval y en los barcitos de la zona, llenos de oficiales de paso que dejan a sus familias en las bases
del sur y sabían de ella.
Si no encontraba un oficial, seguía hasta Charcas y pasaba por la vieja galería, donde nunca solía
fallar, porque si los mozos del snack bar la veían sola, le presentaban a los turistas que habían
andado por ahí buscando una mujer.
Una mujer. ¿Qué sabrían ellos qué es una mujer? Yo sí sé. Sé que ella era una mujer. No sé si lo
sabrán todos los hombres que la encontraban en la Bolsa, en la Richmond, en el Centro Naval, o en
algún sitio de su camino entre la Bolsa de Comercio y la galería, pero sé que algunos lo supieron, y
fueron sus amigos, y casi amigos míos fueron –los conocí–, y me consta que, por conocerla,
algunos de ellos aprendieron qué es una mujer.
Algunas veces se le acercaban hombres de civil fingiendo que buscaban citas, pero ella los
descubría –tenía para eso un olfato especial–, y les decía que se fuesen a alcahuetear a otro.
Los especiales, los de la División Moralidad, la dejaban seguir. En cambio, los oficiales nuevos de
las comisarías, recién salidos de los cursos, se ofendían y la llevaban detenida a la seccional. Allí
tenía que hablar con los de la guardia; mostraba las fotos de publicidad, los documentos, las llaves
de casa y las del auto y los jefes le permitían salir.
¿Qué otra cosa podían hacer? Una noche llegó a casa con un subcomisario.
Yo la esperaba trabajando frente a mi escritorio, y cuando oí la cerradura, miré hacia la puerta
para ver su carita sonriente y lo vi a él.
Parecía un profesor de tenis, o un vividor de mujeres ricas. Él notó la expresión de mi cara al oír
que me lo presentaban como subcomisario y quedó sorprendido, igual que yo. Me reconoció por
aquella película de la Edad Media –la del whisky– como había pensado que ella vivía sola, miraba
mi kimono de yudo, veía el desorden de papeles sobre mi escritorio, y la miraba a ella,
averiguando.
Notó un papel de armar entre mis libros. Era un papel americano, con los colores de la bandera
yanqui y preguntó si fumábamos. Ella dijo que estaba para ofrecer a las visitas y a él le pareció
bien y siguió curioseando entre los libros. Esa primera vez estuvo medio trabado, igual que yo, que
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jamás esperé que me trajera un policía a casa.
Pero después nos hicimos amigos. Se acostumbró a venir y nos telefoneaba desde el garage para
anunciar que al rato subiría a tomar algo, o a charlar. Dejaba sus armas en el auto. Para ellos es
obligatorio llevar siempre la pistola en su funda de la cintura, o en esas carteritas que usan ahora,
pero él, por respeto a la casa, dejaba todo en el garage.
A veces preguntaba por ella: –¿Y Franca…? –Parecía amenazarme: “si decís que no está, seguro
que me muero…”.
Y yo le explicaba que estaría haciendo puntos, que pronto llegaría, y lo invitaba con un whisky.
Para no molestar, él se quitaba los zapatos, se acostaba en el sillón del living y se quedaba ahí
mirando el techo hasta que ella llegara, sólo por verla, aunque estuviesen esperándolo en su
oficina, una sección especial de vigilancia que funcionaba cerca de casa en la época de la
presidencia de Isabel.
Parecía un instructor de tenis, o el encargado de un yate de lujo. Siempre de sport, bronceado;
tenía cuarenta y dos años, pero parecía menor, de treinta o treinta y cinco. Se llamaba Solanas.
Fuimos bastante amigos. No es fácil ahora confesar amistad hacia un policía, pero no ha sido el
único. También siento amistad hacia el inspector Fernández, de la Policía Federal, a la que llaman
la mejor del mundo aunque a él lo tenga destinado a una comisaría de mala muerte, en un barrio
donde jamás nada sucede. A Solanas lo había conocido haciendo puntos.
Le habrá cobrado, la primera vez, lo mismo que por entonces les cobraba a todos; serían veinte, o
veinticinco mil pesos: unos cien dólares, quinientos millones de ahora. ¿Cómo decirlo si el valor del
dinero cambia más que cualquier otra costumbre de la gente…? Desde que se hizo amiga de
Solanas y lo empezó a traer a casa, nunca volvió a cobrarle.
Tampoco creo que haya vuelto a acostarse con él: ella diferenciaba a los amigos de los puntos, y
entre los puntos distinguía bien a los clientes estables de aquellos hombres ocasionales que
aceptaba sólo cuando veía que se le estaba yendo la tarde sin conseguir un conocido. . Si los
entraba a casa, significaba que ya era amiga de los puntos. Saldrían del hotel, o del
departamentito del hombre y entusiasmados, irían a un bar para seguir charlando. Después,
cuando llegaba la hora de volver, ella querría volver –necesitaba volver–, se haría acompañar
hasta la puerta y si seguía la charla y le seguía el entusiasmo, lo hacía subir a nuestro
departamento.
Cuando está comenzando una amistad, nada la puede detener. Por eso, al nuevo amigo ella lo
hacía pasar, lo presentaba, y el hombre seguía hablando conmigo mientras ella se cambiaba y se
encerraba a cocinar para los tres.
Los que se hacían amigos cenaban en casa; a los que no se querían ir, les preparábamos una
camita en el living, y ahí dormían, sin preocuparse por lo que hacíamos en nuestra habitación.
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Hasta venir a nuestro departamento nunca un cliente sabía de mí. Yo en cambio sabía de ellos
porque Franca me detallaba todo lo que hacía con los puntos. Fue una época. Yo quería averiguar,
conocer más. Sentía curiosidad por entender qué había hecho cada tarde, y hasta trataba de
imitar, por la noche, lo que ella había estado haciendo con los puntos durante el día.
Por eso conocí, sin haber ido nunca, todos los hoteles que a ella le gustaban, y hasta podía
imaginarme los departamentitos de los solteros, y la decoración de los departamentos que
alquilan los casados para escaparse un poco de la mujer. Tenía de cada uno de esos lugares una
idea tan nítida como la de Franca, que se acostaba allí dos o tres veces por mes.
Parece mentira, pero la gente, aún en las cosas que hace más en la intimidad, se parece entre sí
tanto como en las que hace porque las vio hacer antes a los vecinos, a sus socios del club o a los
actores de las propagandas de la televisión.
Después dejé de averiguar. Ella me anunciaba si había hecho algo poco común, aunque eso
sucediera muy pocas veces.
Celos jamás sentí. Rabia sí; cuando pensé que me mentía, o cuando sospeché que ella agregaba
algún detalle para probar si yo sentía celos.
Con el tiempo aprendí que así como yo nunca le había mentido, ella tampoco a mí me había
mentido, y por eso, si alguien hubiera preguntado si éramos felices, habría dicho ella, igual que yo,
que sí, que éramos muy felices a pesar de las pequeñas peleas y de los celos.
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disuelto.
(Había algo loco en eso de mirar siempre hacia un costado, siempre al mismo costado, como si la
pintura de la pared, o la pintura de los cuadros colgantes de la pared, pudiese responder sus
preguntas: “¿Quién vino?” “¿Dónde fuiste?”).Y yo quería consolarla.
Alzaba un brazo, trataba de acariciarle el pelo, pero ella se volvía más hacia la pared y miraba
algún cuadro, o peor, al zócalo directamente. Gritaba: –¡Ves que siempre mentís! ¿Ves que
mentís? –volvía a gritar, como si la pared le hubiese confirmado que yo mentía. (Yo no mentía.)
–No nena… No te miento… –juraba yo, riendo, pero ella lloraba cada vez más fuerte y me decía
entre sollozos que se iba a ir con un punto que le había prometido un departamento en
Manhattan, con otro que la invitaba a un viaje por islas del Caribe, o con aquél que le ofrecía pasar
el verano en su estancia del Brasil.
¿Cómo no iba a reír si siempre amenazaba igual: el Brasil, las islas del Caribe, el departamento
“studio” en la isla de Manhattan…? Pero debía haber evitado reír. Era peor: ella gritaba más: –
¿Ves…? –preguntaba–. ¡Te reís! –se respondía. Y explicaba–: ¡Quiere decir que no te importa que
me vaya…! Quiere decir que vos no me querés… ¡Que nunca me quisiste! ¡Das asco! –No nena… –
hablaba yo–: ¡No peliés! –rogaba. Yo había dejado de reír, pero ella no había dejado de llorar.
–¿Cómo que no peliés? –decía–. ¡Cómo querés que no pelee si me mentís! –Y me miraba y me
gritaba:¡Sos insensible! –protestaba cada vez más, gritando más.
Entonces yo miraba la hora y calculaba. Sentía el paso del tiempo. .. Sentía que perderíamos la
cena.
Y ella miraba mi escritorio –venía hacia mí y yo temía que comenzase a destrozar los libros, o a
revolverme los papeles, o peor, que como muchas veces, acabara tirando el cenicero y mi mate al
piso, aunque después ella misma tuviese que juntar la ceniza y los restos de yerba, y fregar la
mancha verdosa que impregnaría la alfombra. Procuraba proteger mi escritorio; cubría todo con
mis brazos abiertos.
–¡No sigás…! –rogaba yo.
Pero seguía, ella. Tac, un libro. Trac: el cenicero. Tlaf: el mate de boca contra la alfombra; todo
caía. Y yo me controlaba, me relajaba, trataba de calmarla. Imposible: nunca se calmaba.
Entonces dejaba mi escritorio; iba hacia ella, le aplicaba una palanca de radio–cúbito, y la llevaba
encorvada hacia el sofá. Trabándola contra los almohadones, sobre el sofá o sobre la alfombra,
evitaba que se lastimase tratando de librarse de mi palanca.
–Calmáte amor… no sigas… –le pedía entonces, hablándole contra la oreja.
Pero ella gritaba más: que la iba a matar, que la quería matar. Y yo pensaba en los vecinos,
intentando callarla, y aplastaba su boca contra los almohadones. Era peor: se sacudía, gritaba más.
Entonces le vendaba la boca con mi cinturón, tensaba el cinturón bajo su pelo, por la nuca, y con
sus cabos le ataba las manos contra la espalda. Inmóvil, podía decirle lentamente que la quería,
que nadie había venido, que yo no había salido y que sabía que nunca me cambiaría por el de
Brasil, ni por nadie y ella dejaba de forcejear y yo apagaba la lámpara y me desnudaba.
Le hablaba despacito. La desnudaba y antes de desatar el cinturón le acariciaba el cuello y los
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brazos para probar si estaba relajada. Sólo la castigaba si hacía algún ruido o intentos de gritar por
la nariz que pudiesen alarmar a los vecinos.
Cuando se ponía bien soltaba el nudo, la besaba, le besaba los ojos y la cara, acariciaba todo su
cuerpo y la sentía todavía sollozar, o temblar –eran los ecos de tanto que había llorado y gritado y
nos besábamos las bocas, y ella empezaba a reír porque reconocía en mi boca el gusto de sus
lágrimas mezclado con gusto de tabaco y de rimmel, y así nos abrazábamos como jamás debió
haberse abrazado con sus puntos y nos íbamos al cuarto, o a la hamaca, y nos quedábamos por
horas amándonos, o hamacándonos hasta que el hambre, la sed o mis absurdas ganas de fumar
nos obligaban a separarnos.
Esas noches no cocinaba. Después del baño bajábamos a un restaurante del barrio y nos
sentíamos felices.
La gente, desde las otras mesas, nos notaría felices y pasábamos días y semanas enteras felices sin
pelear.
Si le quedaban marcas, reprochaba –¡Qué van a pensar…! –decía, riéndose, reconociendo que ella
había tenido la culpa.
Y nos divertíamos pensando que a los puntos de esa semana, las marcas del cuello, la espalda y las
muñecas los entusiasmarían más.
Decía que le contaba a algunos –a los que le parecían más sensibles–, que el hombre que vivía con
ella se emborrachaba y le pegaba. Que algunas veces debían llevarla desmayada al hospital. Que
no se separaba ni se atrevía a abandonarlo porque el tipo era un asesino y que estaba segura de
que tarde o temprano terminaría matándola.
A otros les hacía creer que se había lastimado en una caída del caballo.
Tenía un caballo en el Club Hípico Alemán de Palermo. Lunes y sábados se iba a practicar
equitación. Le hacía bien eso a ella, como a mí me hacían bien las prácticas de yudo.
Toda la gente debería practicar un deporte violento: teniendo el cuerpo tenso y fortalecido se está
mejor de la cabeza, se respira y se duerme mejor, se fuma menos y la vida comienza a parecerse
más a lo que debe ser la verdadera felicidad.
El caballo era un alazán. Se llamaba Macri; no sé por qué. Lo conocí un sábado, mientras la
esperaba cerca del lago. Ella desmontó, vino hacia mí trayéndolo por una rienda, y cuando dejé el
auto para besarla, el animal olió mi pelo, resopló, y se puso a golpear, nervioso, el suelo con las
patas.
Nunca, dijo ella, se había portado así. Era un caballo que tenía fama de noble y manso, pero algo
de mí debía ponerlo mal, porque las pocas veces que me tuvo cerca reaccionó igual: resoplaba,
pisoteaba nervioso el césped con sus cascos.
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La seguían militares por Palermo. A ella no le gustaban los militares, pero los lunes y los sábados –
los días de ella–, muchos van por ahí probando sus caballos.
El cuidador del Macri, lo supimos después, era suboficial de Ejército. Se ocupaba de eso para
reforzar su pequeño sueldito de fin de mes.
Yo luchaba con un capitán. Por mi peso –sesenta y dos kilos–, nunca encontraba en la academia
con quién luchar. A veces probaba con mujeres, pero no tenían técnica ni fuerza. Había
muchachos jóvenes, de mi peso, con fuerza y con técnica, pero sin la madurez y la concentración
que se logran en el yudo sólo mediante años de práctica.
Entonces debía buscar gente de más peso. El capitán –setenta kilos era un hombre moreno y
bajito. Cuando Fukuma nos presentó, y durante el saludo, miró mi cinturón y habrá pensado que
el maestro le pedía, como favor, que me probase.
Gané los seis primeros lances seguidos. Siempre ganaba.
Una tarde, practicando retenciones, le apliqué algunas técnicas de hapkido y lo noté desesperado
por salir. Cuando le hacía un “ojal” con la solapa de su yudogui argentino de loneta, no bien sentía
que la circulación cerebral se le dificultaba, en vez de golpear para que lo dejase salir, me clavaba
sus ojitos negros reticulados de capilares rojos y yo veía una mirada de odio distinta a la de Franca,
no sólo a causa del contraste con el hermoso color verde de ella, sino también porque se entendía
que en aquel hombre nadie podría transformar el odio en un sentimiento más elaborado.
Habría que averiguar bien qué entiende alguien por éxito y derrota antes de autorizarlo a combatir
o a darle un rango que habilita para formar discípulos. De lo contrario, en pocos años, terminarán
por desvirtuarse los principios de las artes marciales.
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Perder es aprender. Esto me lo enseñó Fukuma, que lo aprendió del maestro Murita, dan imperial
que nunca autorizó la ostentación de colores de rangos en su dojo.
“Si yo tuviera tanta fuerza y tanta habilidad…” –decía ella, refiriéndose a mis palancas y mis
técnicas.
Pero jamás pudo aprender. Compró kimono, pagó matrícula y el primer mes de un curso con
Fukuma, pero al cabo de cuatro clases desistió reconociendo que no alcanzaba a comprender los
fundamentos de nuestro deporte.
Franca había nacido para los caballos.
Calculó Olda Ferrer que yo podría ganar una fortuna instalando un gimnasio.
– ¿Cuánto ganaría? –le pregunté.
–Mucho –decía ella, mientras su marido, un psicoanalista, aconsejaba a Franca que me impulsase
a tomar discípulos.
Para los psicoanalistas, poner un cartelito y arreglar un local donde otra gente pague por asistir es
un ideal de la vida humana, que resulta aún más elevado si el lugar se llama “instituto” y el dinero
que los clientes pagan es mucho.
–¿Pero cuánto es mucho? –pregunté a la Ferrer, que era una economista bastante conocida, y
calculó una cifra: –Diez mil, para empezar. Después más, veinte, o treinta mil…
Dijo eso o cualquier otro número; no sé cuánto valía el dinero por entonces. Recuerdo en cambio
que Franca me guiñaba los ojos, porque durante el mes anterior ella había producido treinta y
cinco mil sin poner instituto ni perder tiempo preparando discípulos incapaces de alcanzar
objetivo alguno. Pero una vez casi me instalo. Se lo dije a Fukuma. El viejo recomendaba que sí:
–¡Metéte! –dijo, y era gracioso oírlo, porque a causa de su acento, “metéte” nos parecía una
palabra japonesa, mientras que a él le sonaría tan natural y tan argentina como cualquiera de las
palabras del español que siempre pronunciaba mal.
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Escribí “partes”. Una traducción correcta del japonés habría elegido la palabra “puntos”.
Franca reiría si leyese estas notas.
Hablé una tarde con el capitán. Le conté lo que ocurría en la Universidad y hablé de mis temores
por mí, por Franca. Prometió ayudarme.
Al tiempo, vino a decirme que había hecho averiguaciones y que como yo no tenía antecedentes,
no debía preocuparme.
Pero a mediados del setenta y siete, cuando desapareció un chico del gimnasio al que también le
había prometido que no necesitaba preocuparse porque no tenía antecedentes, llamé a Solanas y
él me llevó, sin que Franca supiese, a la oficina aquella a blanquear.
“Blanquear” quería decir contar lo que uno pensaba, lo que sabía que pensaban o hacían los otros
y lo que pensaba que hacían, pensaban o sabían los otros. El hombre de la oficina, un canoso muy
alto que debía ser el jefe, después de hablar y preguntar durante más de tres horas, aconsejó que
si algún día me llevaban tenía que convencerlos de que había blanqueado, y reclamar que
revisaran mis hojas en el batallón trescientos y pico. Después Solanas me aclaró que haber
blanqueado no garantizaba nada, que no se podía poner las manos en el fuego por nadie y que
todo aquel trámite “en el mejor de los casos”, podía ser una ayuda.
Creo que todos vieron lo que fue pasando durante aquellos años. Muchos dicen que recién ahora
se enteran. Otros, más decentes, dicen que siempre lo supieron, pero que recién ahora lo
comprenden. Pocos quieren reconocer que siempre lo supieron y siempre lo entendieron, y que si
ahora piensan o dicen pensar cosas diferentes, es porque se ha hecho una costumbre hablar o
pensar distinto, como antes se había vuelto costumbre aparentar que no se sabía, o hacer creer
que se sabía, pero que no se comprendía.
Se lo aprende en la vida, o en el dojo: siempre es igual que antes. Para la gente, lo importante es
vivir mirando hacia donde los otros le señalan, como si nada sucediera detrás, o más adelante.
Si cuando sucedía aquello había que pensar otra cosa, ahora, que hay que pensar en lo que
entonces sucedía, indica que no habrá que mirar ni pensar las cosas que suceden en este
momento.
Ochenta y tres. Empieza otro año y llegan nuevas promociones de alumnos. Cada cuatrimestre los
estudiantes me parecen más jóvenes, más niños. Es porque en mi memoria los alumnos de antes
han seguido creciendo o envejeciendo, aunque nunca los haya vuelto a ver.
En mi memoria crecen y encanecen muchachos y muchachas que murieron poco después de
aprobar el examen final, hace cinco o diez años.
Mi memoria de mí continúa intacta. Me imagino como el día que comencé en la cátedra, hace ya
doce años.
Tenía veintisiete.
Franca tampoco envejeció. Tiene treinta y nueve, mi edad. Hace puntos aún, pero jura que el
marido no lo sabe.
Vive con él, con los hijitos que tuvieron con él, y con la suegra, que los cuida.
La veo muy pocas veces. Pregunto cómo no pudimos seguir siendo felices.
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Ella protesta que es feliz, que ya no siente celos, y que ahora es él –el marido– quien siente celos.
Sabe que ella hacía puntos, pero no sabe, o finge que no sabe, que sigue haciendo puntos ahora.
Ella dice que él nunca conocerá lo nuestro, porque si se enterase la echaría de la casa, le quitaría
los hijos o haría cualquier locura. Lo cree capaz.
Cuenta que, salvo alguna situación en la que debió entrar para satisfacer caprichos de los clientes,
jamás ha vuelto a acostarse con mujeres, y que yo fui la única por quién sintió algo frente y sincero
en la vida.
Le creo.
Creer, o no creer, no me hace más ni menos feliz, Claudia volvió a leer hasta aquí y quiere saber si
éramos felices. Digo que sí: –Como con vos. Igual que con vos, Claudia –le digo y me parece que
está por volver a llorar.
¿Llorará? A veces llora.
–No Claudia, celos no, por favor –le ruego, porque siento que comienza a llorar.
Y ella me jura que no son celos de mí, ni de la otra, sino celos de un tiempo en el que fuimos muy
felices y ella no estaba conmigo.
–Y ahora, Claudia –pregunto–: ¿No somos felices? Desde el rincón del living me mira sin hablar.
Recién llega de hacer sus puntos y se ha puesto a ordenar los discos. Después de un rato dice: –Sí…
somos felices… Pero quisiera que todo esto se te borre de la podrida cabeza…
Y yo soplo. (Algo así ha de haber sentido el caballito de Franca Charreau.) Ella no pudo oírme, pero
se acerca. Adivino qué va a ocurrir.
Acerté.
Se arrima al escritorio. Espía lo que escribo.
Revuelve mis papeles y empieza, como siempre, a hablar de Franca.
–¡Esa puta…! Andaba con mujeres… ¡Se encamaba con todas las putas reventadas de Buenos
Aires…! Cuando se pone así, Claudia siempre habla así.
Después me dice que soy una estúpida, una imbécil, y vuelve a repetir que Franca era una puta.
–Igual que vos, mi amor –le digo. Estoy serena. ¿Será necesario que alguna vez pierda el control y
que me exalte para calmarla? –Dudás de mí –me dice y llora–: ¡No creés en mí! –No nena –digo–,
nunca dudé de vos.
–Claro –responde–, es porque estás segura, porque salís con otras… Porque te ves con esa puta de
Franca… Por eso…
Y llora y habla a gritos. ¿Tendré que interpretar? Interpreto: –No, nena, no es así. La que quiere
salir con otras debés ser vos… No yo… Yo estoy muy bien en mi escritorio… Te ponés mal… estás
haciendo esto –digo para sentirte mal, para no estar mejor conmigo…
–Y ella… ¿Podía estar bien con vos? –pregunta y me golpea el escritorio.
–Sí, Claudia –digo temiendo que vuelva a romper algo–, como vos: a veces, como vos hoy, ella
tampoco podía… Ella no sabe controlar sus reacciones. Tampoco yo sé controlar mis no–
reacciones. Si actuase como ella desea, todo sería distinto. Más violento y confuso –más peligroso
pero tal vez sería mejor. Apagaré la luz.
Veo su silueta moverse en la semipenumbra del living y reconozco su intención. Amenazo: –Si
seguís, Claudia, sabés lo que te va a pasar…
Pero sigue:
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–Sos una mierda… ¡Sos una mierda! ¡Sos una renga borracha y podrida como las cosas que
escribís…! Y grita. Grita cada vez más: –Sos una puta como Franca… –Ahora todos los vecinos la
escucharán.
Odio sus miradas indiferentes en el ascensor, o en el palier. Atentos, educados, fingen no
habernos oído nunca. Así son ellos: viven fingiendo, ocultando lo que ocurre detrás. ¿Como en el
cine? Como en un cine. Como en la vida.
Que termine. Por los vecinos, pido. Que no quiero más humillaciones con los vecinos, digo.
Sigue:
–Podrida… Renga… ¡Como lo que escribís…! ¡Era una puta…! Grita más, sigue gritando hasta que
dejo mi silla, la sorprendo por detrás y le cruzo el antebrazo contra la boca haciendo firme su
muñeca con el cabo del cinturón. Ya no la pueden oír.
Grita por la nariz. Entiendo cada una de sus sílabas: “Borracha”, “renga”, “podrida”, “curda”.
¡Tantas veces la oí! La vuelco sobre los almohadones. Se arquea.
Golpea su frente y las orejas contra la alfombra y contra las patas del sofá. No es fácil sujetarla.
Se marcará.
Cuando termino de atar sus manos me desnudo, manteniéndola quieta con mi pierna apoyada en
su cintura. Chilla por la nariz, sacude la cabeza. Todo retumba.
Después, desnuda, comienzo a desnudarla. No es fácil; Claudia es fuerte –pesa cincuenta y ocho–,
se mueve y se resiste. Comienzo a acariciarla. Beso sus lágrimas. Beso sus ojos, beso su pelo
húmedo y siento el gusto de su sangre: otra vez se le han abierto las cicatrices de la sien.
La abrazo.
Siento cómo se va calmando lentamente.
Entonces paso mis manos tras su espalda y desato el cinturón. La mano libre de ella se clava en mi
cintura, bajo la espalda. Me hiere con sus uñas, pero se está calmando.
Después se aquieta y nos besamos. Se mezclan gustos en nuestras bocas: las lágrimas, la sangre y
los restos de rimmel y de lápiz de labios. Nos abrazamos más. Nos apretamos cada vez más y
vamos abrazadas a la hamaca o al cuarto, para hamacarnos, o acariciarnos. Ríe. Reímos juntas y
más tarde, después del baño, cuando salimos a comer, vuelve a reír al recordar la escena de esta
noche y yo río a la par y la gente nos mira reír ¿Pensarán todos que somos muy felices? Tal vez.
Pero aquí nadie nos conoce. Los que solían comer en estos restaurantes ya no andan más por
nuestro barrio.
–Todo cambia –le digo, y querría que entendiese que no le estoy diciendo cualquier frase, que en
estas dos palabras hay una enseñanza que ella, algún día, deberá aprender.
–Soy feliz… –me dice, como si hubiera comprendido y confiesa que si encontrase un hombre capaz
de darle la cuarta parte de la felicidad que ha tenido conmigo, se iría con él, porque soy una
borracha podrida que sólo sabe destruir, y repite que soy una borracha, que algún día me olvidará
como seguramente Franca me ha olvidado.
Y yo río. (¡Tantas veces la gente del restaurante me habrá visto reír…!) Río porque ella está
simulando una pelea para probarme –para provocarme–, pero cuando pregunta por qué río,
miento y respondo que me río de ella, porque si confesase que río de un país, de una ciudad, de
un restaurante y de sus mesas semejantes donde la gente come menús idénticos al nuestro y todo
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nos parece natural, o real, ella no me creería, sentiría que la engaño y hasta sería capaz de
reiniciar otra de sus escenas de violencia.
Actividades:
1- ¿Por qué crees que el autor decidió ese título para el cuento?. Justifica según el
argumento.
2- ¿Cuál o cuáles crees que son los temas centrales? Justifica
3- ¿Cuál es la relación del cuento con el contenido de ruptura y experimentación. Comenta
tu opinión personal.
4- ¿Qué consideras el concepto de ruptura en la narrativa? Leer el cuento “Continuidad de
los parques” Julio Cortázar.
5- Arma un texto explicativo, en el cual el tema sea ruptura y experimentación en la
narrativa.
Poesía y ruptura.
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2. A continuación se presentarán diferentes términos propios de la poesía, pero
algunos están infiltrados y no corresponden al tema. Seleccioná los términos que
pertenezcan a las poesías y definilos desde tus conocimientos.
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