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6/3/2020 Ni machos, ni fachos - Revista Anfibia

El femicidio de Micaela activó posiciones


maniqueas: de un lado el garantismo misógino y del
otro el manodurismo clásico. ¿Cómo escapar de la
trampa? Tomarse el feminismo en serio es un buen
punto de partida, propone Ileana Arduino. Ver las
alianzas posibles para que, a través de respuestas
eficaces, la meta sea menos castigo y más justicia.
Gestionar las demandas en lugar de repelerlas.

La experiencia extrema de violencia sexual seguida de muerte que terminó con la


vida de Micaela García deja ver escenas maniqueas alrededor del debate entre
género y sistema de justicia, o más precisamente justicia penal. Todo regado por
generalizaciones que niegan la heterogeneidad vital del movimiento y empobrecen
la discusión.

Podemos verlo como un movimiento de pinzas. De un lado, se ubica lo que voy a


etiquetar como garantismo misógino: aquel que insiste en reducir todas las
demandas de justicia y eficacia en las respuestas estatales que se organizan
alrededor del aparato punitivo ante los casos de violencia de género, a puro
punitivismo; casi una variante del uso de “feminazi”.

Del otro lado, el “manodurismo”, con sus vectores legislativos y mediáticos,


rápidos en señalar como malas feministas y cómplices de la impunidad a aquellas
expresiones que se resistan a que la moneda de cambio a sus demandas de
transformación radical sea una escalada represiva típicamente patriarcal.

No voy a ocuparme aquí de las limitaciones e impugnaciones que podamos hacer


a toda intervención punitiva por su sola condición de tal. Es obvio que es una
respuesta siempre tardía, que va detrás del daño; que la transformación real,
dirigida a cambiar las formas de las relaciones sociales basadas en el
sometimiento en razón del género, son la clave; que la cárcel y el encierro —
incluso en unas condiciones que podamos considerar aceptables y dignas si es
que pasamos el trago de considerar así el encierro- siguen sin tener que ser el
único horizonte posible.

Dicho esto, no deberíamos seguir eludiendo los términos del debate entre
perspectiva de género y sistema penal. Por un lado, batallar contra la impunidad
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selectiva con la que un garantismo pésimamente entendido repele toda


consideración de lo que las víctimas en razón de su género tienen para decir sobre
el conflicto que las ha dañado.
Por otro, identificar articulaciones posibles para impugnar las quimeras punitivas
que enlodan los reclamos genuinos de justicia y profundizan los riesgos de
autoritarismo.

Feminazis, son todas feminazis

En algunos casos el sesgo de género aparece cuando se insiste en codificar como


punitiva toda demanda de eficacia. Regularmente, se abusa de la retórica de la
intervención penal mínima, de la insignificancia, de la bagatela, sin ninguna
conexión con el contexto del conflicto. Ese tipo de argumentos funciona cuando
explícita o implícitamente pesa la retórica que insiste en calificar como “conflicto
privado” aquello que nos mata, nos lastima, nos confina, restringe nuestras
libertades. Incluso cuando eso se materializa a través de prácticas que ya son
delitos –lesiones, amenazas, tentativas de homicidios- pero el sistema penal
deprecia de muchas formas por la condición de género de las víctimas que las
padecen.

Así como repugna la idea de un derecho penal de autor porque las personas solo
pueden ser castigadas por lo que hacen no por las condiciones de su existencia, a
esta altura resulta insoportable tener que insistir con la obviedad de que a las
mujeres nos victimizan por lo que somos.

Y esa vulnerabilidad de género ante ciertas violencias también debe ser una
preocupación para el garantismo: más allá de su versión procesal de cara a los
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imputados, lo mejor que tiene como corriente política, acerca de los fines y usos
del derecho, es la limitación frente al poder cuando avasalla derechos en una
situación de conflicto donde se producen abusos. Las relaciones de género están
marcadas por una subordinación que no puede dejarse de lado cuando al sistema
llegan estos casos. Como repite Rita Segato en estos días, deben ser
considerados delitos de poder.

Históricamente, los sistemas penales -y sus agencias satélites como las policías-
han repelido el tratamiento de las formas de violencias que alcanzan a las mujeres
y desplazan las responsabilidades hacia nosotras (algo que no ocurre con las
víctimas de ningún otro delito). Tampoco nos creen cuando relatamos abusos (allí
está el nada científico SAP neutralizando denuncias bajo el mito de la mala
mentirosa), aun cuando el feminismo ha dejado claro ya que la violencia es
constitutiva de la experiencia biográfica femenina. Finalmente, es común ver cómo
banalizan hechos porque ocurren en contextos íntimos y en el fragor de la
discusión, como si fuera entre iguales o, como leí hace poco en un caso judicial,
aceptar como reparación un ofrecimiento de disculpas que “no implica asumir
responsabilidad” (sic).

Esas son algunas expresiones, entre muchas otras, de lo que en vidas concretas
significa lidiar con sistemas judiciales cuando se es víctima de distintas formas de
violencia de género. Gran parte de la agenda feminista bien entendida reclama
modificar esos términos en las intervenciones. Ello no tiene nada que ver con inflar
el sistema punitivo sino con dejar de consentir que un instrumento que debe
intervenir ante conflictos violentos, lo haga ignorando los intereses de la mitad de
la parte en juego; peor aún, respondiendo a la demanda legítima de quien es
victimizado con muchas otras violencias.

Lo llamo garantismo misógino porque muchos de los que sostienen ese desdén
frente a las cuestiones de género, reaccionan de forma bien distinta ante otras
formas de abuso de poder e ineficacia. Los argumentos que utilizan para depreciar
las demandas de género serían impronunciables frente a otros casos con los
cuales el derecho mínimo penal tiene simpatía. No es un juicio de valor personal -
sería insuficiente- sino una consecuencia obvia pero no inmodificable del sistema
penal, instrumento predilecto de la maquinaria heteropatriarcal.

Afortunadamente, por ejemplo, no desalentarían bajo el mote de punitivismo la


persecución de la tortura o del abuso policial, las detenciones ilegales o la
discriminación racial o el negacionismo.

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No veo por qué la demanda de cese


de impunidad penal selectiva para
los casos de violencia de género
debiera correr una suerte distinta. En
ambos casos la desatención
estructural no ha tenido que ver con
un legítimo ajuste político criminal
que acota la criminalización impropia
para un Estado de Derecho, sino que
constituyen expresiones de
impunidad garantizadas por el
aparato judicial, sustentadas en el
patriarcalismo imperante para unos
casos, en el clasismo o el racismo en
otros.

Como enseña otra vez Virginie Despentes, hay quienes “denuncian con virulencia
las injusticias sociales o raciales, pero se muestran indulgentes y comprensivos
cuando se trata de la dominación machista. Son muchos los que pretenden
explicar que el combate feminista es secundario, como si fuera un deporte de
ricos, sin pertinencia ni urgencia. Hace falta ser idiota, o asquerosamente
deshonesto, para pensar que una forma de opresión es insportabe y juzgar que la
otra está llena de poesía”.

Esta demanda de respuesta eficaz debe encontrar una respuesta honesta a la


altura de la circunstancias y ser bien distinguida de los programas que solo
avanzan con inflación penal – esto es crear nuevos delitos o aumentar escalas
penales –o endurecimiento punitivo -apelar a más encierro por más tiempo,
aunque sea la misma fracasada respuesta de siempre.

Guerras en nombre del feminismo

Del otro lado, llegan los “manoduristas” de siempre que a sabiendas distorsionan
las proclamas libertarias feministas de exigir una vida libre de violencia para
desplegar venganza represiva.

Cuando la experiencia fallida del sistema judicial ante la violación en su forma más
extrema y amenazante aparece realizando la amenaza potencial bajo la que las
mujeres somos socializadas en un régimen de estatus basado en el género, se
desata un vale todo que en nombre de la aberración cometida, invita a los

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desbocados de siempre a proponernos cosas cada vez más atroces, que


corrientemente nada tienen que ver con la solución del caso.

Por el contrairo, ya sabemos que guardan una estrecha funcionalidad con el


objetivo de mantener la violación lejos de lo que es: una herramienta disciplinante
central del régimen heteropatriarcal. Esto rompe la posibilidad de ver y comprender
las continuidades y entrelazamientos con otras intensidades violentas que la
explican mucho mejor que las estrategias individualistas de la patologización
criminalizante que la ubican en el registro de lo excepcional.

Estas formas de oportunismo punitivo en nombre de “las mujeres” son puro uso y
abuso para arremeter contra el garantismo. Con un objetivo: perpetuar estructuras
penales que funcionan lejos de la contención de los abusos de poder y que, en
lugar de asegurar derechos, convalidan su avasallamiento.

Es un movimiento similar a las apropiaciones del feminismo que efectúan los


imperios invasores que arrasan con pueblos enteros en nombre de la
emancipación femenina. Primero se reduce el feminismo a la versión blanca local,
se ignora explícitamente las versiones subalternizadas y se le asegura a eso un
reconocimiento especialmente cínico, el lugar de la excusa para la escalada
violenta. Una forma de cosificación más.

Así lo muestra Nina Power cuando


analizando la invasión a Irak en 2001
dice “La esposa de George W.
Bush, Laura preparó el terreno en un
programa de radio al declarar que los
terroristas y los talibanes amenazan
con arranar las uñas a las mujeres
que se las pintan. La batalla por el
apoyo público a las guerras se
desarrollo mediante una combinación
del discurso feminista liberal y la
premisa de mano dura”.

Suena banal el asunto de las uñas y la guerra no? ¿Cómo no ver entonces
banalizadas las demandas de transformación real que se plantean frente a la
violencia de género en un contexto donde el Presidente de la Nación sostiene que
todas nosotras histéricas a las que nos gusta que nos digan qué lindo culo
tenemos? ¿Cómo no advertir que somos una excusa para otros planes si la salida

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punitiva aparece en el mismo tiempo en que los feminicidios crecen


exponencialmente y el presupuesto del Consejo Nacional de las Mujeres decrece
despiadadamente? ¿Cómo confiar en que el problema sea lo que llama garantismo
un señor que conduce una policía que ha vuelto a la maña de las razzias,
preferentemente dirigidas a nuestros cuerpos? ¿Cómo no ver esa misma mecánica
de instrumentalización para el proyecto bélico de cabotaje dirigido contra pobres,
migrantes y luchadores sociales en quienes emprenden una cruzada antigarantista
en nombre de nuestras libertades?

Cada vez que la retórica punitivista nos invoca lo hace instrumentalmente y nos
confina al lugar de víctimas como toda expresión identitaria. Así como el
garantismo misógino confunde demandas muy diversas hasta asociar
forzadamente feminismo con autoritarismo, el punitivismo nos propone
condenarnos a una única forma de reconocimiento, el de las víctimas que también
está plagado de exigencias estereotipadas que también fija el patriarcado.

Como alerta Tamar Pitch: “Con esto no quiero decir que la justicia penal no deba
intervenir, ni que las mujeres que han sufrido violencia no deban ser definidas
como víctimas [pero la sola] relegitimación de la justicia penal, su lógica y sus
símbolos, juega en contra de la política, la margina e incluso corre el riesgo de
negar o al menos, no reconocer la subjetividad femenina, reduciéndola a una
simple invocación de ayuda de un grupo reconstruido como débil y vulnerables”.

Respuestas ya ya ya. ¿Transformaciones para cuándo?

La urgencia por encontrar explicación a lo que en los primeros momentos no


logramos quitar del registro del “qué horror” exige explicaciones perentorias,
responsables con rostros visibles ya.

Las simplificaciones llegan rápido y pueden coincidir con parte de la respuesta que
casos como el de Micaela demandan, pero también son aprovechadas para eludir
lo que siempre se posterga: lo que emerge allí donde el daño supera la escala
individual y sacude la realidad colectivamente.

Veamos lo que se discute a partir del caso de Micaela. La figura del juez que
decidió la Libertad de Wagner está en la picota. Claro que el desempeño de los
jueces, y este caso no tiene nada que sugiera que no urge hacerlo, debe estar
sometido a escrutinios y mecanismos institucionales sobre su desempeño. ¿Pero
antes y después qué?

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El mal desempeño del juez se está construyendo, al menos en los medios, sobre
una supuesta racionalidad que, ligeramente, se asigna en estos días a los informes
de los servicios criminológicos penitenciarios. ¿Sabemos cuáles son las
diferencias de acceso a terapia que tienen estos agresores? ¿Tienen servicios
terapeúticos adecuados o son intervenciones rutinarias como las que se hacen
sobre los demás, cualquiera sea el delito cometido? ¿Quién monitorea esos
gabinetes multidisciplinarios? ¿Cómo se integran? En muchos momentos se ha
sugerido que informes de ese tipo forman parte de los intercambios corruptos
entre penitenciarios y presos, ¿sabemos de los controles que existen para evitar
cosas así? ¿Es un avance de calidad institucional y respetuoso de la ley
administrativizar el control del cumplimiento de las penas? ¿Qué haremos con los
servicios penitenciarios en su gran mayoría de impronta militarizada? ¿Son los
profesionales que los integran autónomos para ejercer su tarea, con jefes que
priorizan la humillación y el disciplinamiento violento a la reintegración a través del
ejercicio de derechos que el Estado debe garantizar cuando priva a alguien de la
libertad?

No estoy en condiciones de afirmar si este revival de fe positivista en los informes


criminológicos nos pone en riesgo de regresar a tiempos en los que la decisión
sobre el confinamiento o no de las personas se basaba en unas nociones de
peligrosidad pseudocientíficas que se apoyaban en la propaganda del caso
extremo y desbordado para luego ver peligro por todas partes, principalmente en la
disidencia ante el poder. Decía Foucault en una de sus clases, con cita del
criminólogo Rafael Garófalo: “El miedo general al crimen, la obsesión por ese
peligro que parece confundirse con la sociedad misma, se inscribe de manera
permanente en la conciencia de cada cual (….) ¿Cuál es el enemigo? …Es un
enemigo misterioso y desconocido hoy en la historia, y su nombre es el criminal”.

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En otro orden, ¿qué pensamos hacer con una cultura carcelaria que garantiza
continuidades patriarcales tras los muros y somete a los varones acusados de
violación a procesos disciplinantes de reprobación a través del sometimiento a
violaciones, con anuencias y silencios varios? ¿Cómo puede ser que la principal
estrategia de mediación estatal en algunos establecimientos penitenciarios sea
asegurarles lugares en pabellones religiosos? ¿Alcanza con el confinamiento
absoluto? ¿Qué nos dicen esas venganzas materializadas sobre un cuerpo agresor
acerca de la matriz reproductiva de la cultura de la violación en la que vivimos? El
medio carcelario que consiente el disciplinamiento mediante abusos, ¿no es más
bien otra forma de perpetuación de la cultura machista, del pacto entre caballeros
que resuelven también con odio de género sus formas aprobadas y desaprobadas
de disponer de nuestros cuerpos?

¿Cuáles son los servicios de egreso y de atención postpenitenciaria? ¿Con qué


datos sostenemos reincidencias probables o no? Si Wagner debía cumplir
tratamientos al recuperar la libertad, ¿cuáles eran? ¿Los elegía el? ¿Le procuró el
Estado lugares adecuados? ¿Cómo los sustentaba económicamente? Si un
agresor sexual pide ayuda, porque se reconoce en problemas, ¿a dónde va?

Para el manodurismo esta desorientación no ofrece problemas: además de contar


con la eficacia discursiva de su lado, camina con naturalidad por las arenas
represivas, pide bala a los delincuentes, siempre le parece que la puerta es
giratoria, mide eficacia en número de presos y abatidos, festeja las ejecuciones de

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ricos marcando que la bolsa es la bolsa y que vale mas que algunas vidas, convive
cómodamente con la impunidad, está al acecho cuando la necesita de excusa, la
produce y reproduce como objetivo político, no como mal cálculo.

Por fortuna, empiezan a sentirse con fuerza otras voces, acompañadas de la


reacción popular de miles de mujeres que reclaman cambio verdadero. En esa
línea, el comunicado de NiUnaMenos esbozó algunas de estas cuestiones claves
frente a una desorientación generalizada que de izquierda a derecha clama por la
cabeza del juez como todo destino, quizás con razón, pero sin mayor rumbo.

Menos castigo más justicia: tomarse el feminismo en serio

La movilización social feminista de los últimos años avanza hacia una resistencia
activa y creativa. La experiencia acumulada va forjando unas subjetividades donde
los femenino comienza a descentrarse de la condición de víctima individual
sufriente pasiva que nos reserva el neoliberalismo cuando captura nuestras
demandas.

A eso se suma la nobleza lúcida de unos padres víctimas que optaron por no
claudicar de sus convicciones ante la inmensidad de un dolor que sería
irrespetuoso proponernos mensurar aquí, reivindicando que la transformación
radical de la realidad es la forma de justicia que esperan para su hija. Estos
elementos ofrecen un escenario distinto al de otros dramas en los que las cosas
terminaron estrelladas en el muro de la inflación penal y el endurecimiento
carcelario.

Las respuestas a la altura de la lucha y los costos en vidas de mujeres serán


aquellas que erradiquen las condiciones de producción y reproducción de esta
normalidad violenta que expresa un régimen de estatus basado en el género. Para
ello habrá que producir intersección cabal entre perspectivas de género y
garantismo, no por capricho epistemológico ni snobismo conceptual, sino una
exigencia básica de reconocimiento y no discriminación.

La gran mayoría de las resistencias garantistas en relación con las cuestiones de


género parten del no reconocimiento, de la subalternización de la perspectiva. La
desigualdad estructural en las relaciones de género no se queda en las puertas del
sistema penal y sus prácticas.

Insistir en esas desconexiones solo hace cada vez más grande el problema, más
corto el camino a la invocación represiva y niega que lo que llaman igualdad y
neutralidad está construido sobre lo masculino como universal.

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6/3/2020 Ni machos, ni fachos - Revista Anfibia

Tomarse el feminismo en serio es un buen punto de partida. Ver allí alianzas


posibles para que, a través de respuestas eficaces, la meta sea menos castigo,
más justicia. En lugar de repeler las demandas, gestionarlas, darlo todo vuelta si es
necesario, pero no renunciar a la oportunidad de que confluyan dos tradiciones
comprometidas con la minimización del dolor y las violencias como un proyecto
político central.

COMENTARIOS

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Fiorella Cappella
Qué lúcido análisis, aunque se me hizo un poco pesado
seguirlo. Yo pienso que la perspectiva de género abre
nuevas significaciones aún en el campo penal y de todo
corazón añoro que pronto comentemos a ver los cambios.
Me gusta · Responder · 8 · 2 años

Diana Sai
Quien hizo las fotos?
Me gusta · Responder · 1 · 2 años

Magui Cronopio Paez


Impecable!
Me gusta · Responder · 2 años

Alberto Bovino
Muy bueno, Ileana. Estaba esperando leer algo tuyo sobre
el tema.
Me gusta · Responder · 3 · 2 años

Ile Arduino
Abrazo!
Me gusta · Responder · 1 · 2 años

Leonardo Benitez Piceda


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