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Por animismo se entiende la simple creencia en seres espirituales. Por magia
entendía Frazer, una visión del mundo muy parecida a la de la ciencia, sólo que
completamente falsa: la idea del universo puesto todo él bajo leyes fundadas en el
parecido o el contacto de las cosas.
Tylor explicaba primero que los primitivos habrían caído en la idea de que hay
seres espirituales por la observación de fenómenos tales como el sueño o ciertos trances
extáticos. El cuerpo, que está en ellos sin actuar, no les parecería que pudiese ser la
verdadera causa. Una vez aceptado que hay almas, era fácil creer en los espíritus de los
muertos y en su influencia sobre el mundo de los vivos. Aquí habría estado la raíz de la
adoración de una multitud de seres espirituales y superiores, que paulatinamente habrían
llegado a ser muchos dioses (politeísmo). La creencia en un Dios único (monoteísmo)
sería la purificación, al paso del tiempo, del politeísmo.
Frazer pensaba que la religión nació del fracaso de la magia. Cuando las fuerzas
del mundo no se dejaron dominar como la magia había supuesto, los hombres
empezaron a pensar una idea más complicada: que no había leyes estables y conocibles
en el universo, porque éste se hallaba al arbitrio de ciertos seres superiores. De hecho, el
antropólogo británico completaba su interpretación de la evolución intelectual del
hombre defendiendo la teoría de que, tras la magia y la religión, adviene la ciencia, que,
desde el punto de vista psicológico, coincide con la magia, frente a la religión, en la
afirmación de que todo sucede bajo leyes conocibles, y no según la libre decisión de los
espíritus.
Sin embargo, las teorías del estilo de las de Tylor y Frazer no tienen partidarios
desde hace décadas. Progresivamente se ha ido reconociendo el hecho de que, aunque
en casos haya en efecto contaminaciones animistas o mágicas, los fenómenos
propiamente religiosos son tan antiguos como los más antiguos indicios de la presencia
del hombre en la Tierra, y los acompañan, además, universalmente. Este es el punto de
vista de todas las grandes historias de la religión actuales.
A lo largo del tiempo se observa que la religión ha sido desarrollada en tipos
generales claramente distinguibles. Las religiones antiguas (y las primitivas que han
subsistido hasta hoy) son religiones nacionales –practicadas cada una por un pueblo
determinado- y politeístas (con la sola excepción de la religión hebrea, ya desde tiempos
muy remotos).
Alrededor del siglo VI a. de C., precisamente coincidiendo con el tiempo en que
surge la filosofía, se inicia en varios lugares el desarrollo casi simultáneo de las
religiones universales- no vinculadas a un pueblo determinado.
Se suele hablar de dos grandes grupos o tipos de religiones universales. El
primero está constituido por las originarias del Extremo Oriente –sobre todo, el
hinduismo y el budismo -. Se dice de ellas que son religiones de orientación mística,
porque tienden a pensar lo divino como el absoluto impersonal con el que el hombre
persigue identificarse.
El otro grupo es el de las religiones originarias del Próximo Oriente: el
judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Su carácter distintivo es la concepción de lo
divino, ante todo, en términos personales (y muy acentuadamente en términos
monoteístas). Se las suele denominar religiones proféticas. El creyente en una religión
profética no se esfuerza por hacer desaparecer en el absoluto divino su individualidad,
sino por identificarse por amor con su Dios.
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3. El hecho religioso.
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Ante el encuentro con el Misterio cabe rechazarlo y hasta huirlo, o bien pueden
adoptarse dos actitudes –la primera apenas distinguible del rechazo -: la actitud mágica
y la actitud religiosa. Hoy no se ve la esencia de la magia donde la situaba Frazer, sino
precisamente en el intento de poner el Misterio al servicio del hombre.
La actitud religiosa consiste, en cambio, en el reconocimiento del Misterio como
tal. Lo cual significa, fundamentalmente, situar el centro de la existencia no en sí
mismo, sino en el Absolutamente Otro.
Ahora bien, eso no se hace sólo deseándolo o reconociéndolo intelectualmente, y
mucho menos renunciando a la libertad personal y a toda acción (aunque ha habido
formas religiosas que han hablado en estos términos), sino poniendo en juego con la
máxima energía todas las capacidades en la persecución de un objetivo que se encuentra
situado a una distancia infinita.
Esta búsqueda es la de la salvación, es decir, la de que sea concedido por fin al
hombre llegar a la perfección plena y definitiva.
Es esencial a la religión –o, al menos, a todas las formas más desarrolladas de
religión- que el esfuerzo hacia Dios o el Misterio no comienza sólo por el
reconocimiento de no valer metafísicamente nada en comparación con el Ser Supremo;
sino más bien cuando se toma conciencia de la imperfección moral, del propio mal
moral, en la presencia del Santo. Así, la salvación es vista como la liberación del mal,
ante todo moral, en el que se empieza estando. Así, por ejemplo, el concepto cristiano
de pecado –que es aquello de lo que el hombre busca salvarse- consiste en la situación
de partida, que es tener colocado en uno mismo el centro de la realidad.
Como se desprende de la descripción de la experiencia del Misterio tremendo y
fascinante, la religión nunca piensa la salvación como fruto exclusivo del esfuerzo del
hombre, sino, en último término, como don o gracia (y se opone en esto a todas las
formas del gnosticismo y la teosofía, que defienden la conquista de la salvación
mediante el conocimiento –consecuentes con la ausencia en ellas del “encuentro con el
Misterio”).
Finalmente, todas las religiones reconocen que, dado que el hombre se ve a sí
mismo siempre en la naturaleza, en la realidad y en la historia, el encuentro del Misterio
con él es sólo posible si el Misterio se le hace de algún modo presente –de algún modo
que preserve su trascendencia absoluta- en la naturaleza o en la historia. Y, a la vez, que
el hombre no puede adoptar la actitud religiosa si no la expresa en al menos uno
cualquiera de los medios en que siempre vive (el espacio, el tiempo, la sociedad, la
palabra, la acción, el pensamiento).
Hierofanía quiere decir en griego “manifestación de lo santo”. Las hierofanías
son los seres de dentro del mundo a través de los cuales se ha encontrado el Misterio
con el hombre o, desde el otro lado de la relación, ha visto el hombre la presencia de
Dios. Quizá todo haya sido alguna vez hierofanía para algún sujeto o algún pueblo. Las
antiguas culturas agrícolas veían lo divino a través de la tierra madre, de la tierra
fecunda que todo lo sustenta. Y los nómadas, en cambio, encontraban el Misterio,
predominantemente, a través de los astros y el firmamento. Y los hebreos lo hallaron en
la historia (y no sólo en el Éxodo, sino, más bien, a partir de él, en todos los
acontecimientos). Pero es fundamental para la preservación de la actitud religiosa la no
confusión de la hierofanía con el Misterio mismo.
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En cuanto a las expresiones de la actitud religiosa, también lo abarcan todo,
como corresponde a la universalidad del ámbito de lo sagrado. Hay lugares sagrados,
tiempos sagrados (= fiestas), acciones sagradas (el sacrificio, la peregrinación); y
también oración (expresión en pensamientos y palabras de la relación con el Misterio),
dogmas y teología (racionalización de la experiencia religiosa). También hay
instituciones y asociaciones religiosas de una inmensa variedad de formas.
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La teología apofática subrayó la necesidad de hablar poco sobre “los nombres de
Dios”, insistiendo que no deben nombrarse en vano. Continuando la tradición israelita
donde Dios sería an-ónimo (sin nombre), la patrística subrayó el logos del silencio, la
recomendación de abstenerse de nominar a Dios, excepto en todo aquello en que él
mismo quiso revelarse en las Escrituras. Clemente de Alejandría se remonta a los
griegos tratando de alegar que éstos solamente conocieron a Dios metafóricamente.
Dionisio Areopagita afirmaba que con respecto a Dios las negaciones son verdad, las
afirmaciones sin embargo insuficientes. Gregorio Nacianceno representa bien esta
tendencia: “¡Más allá de todo! ¿Cómo podría yo alabarte de otro modo?
¿Cómo podrá enaltecerte una palabra, si tú eres indecible en toda palabra?
¿Cómo podrá abarcarte una inteligencia, si tú eres inaprehensible a toda
inteligencia?
Innombrado tú solo: pues creaste toda denominación.
Desconocido tú solo: pues tú creaste toda inteligencia.
Todo, lo que habla y lo que no puede hablar, te alaba.
Todo, lo que entiende y lo que no puede entender, te honra.
Pues las peticiones comunes, los ayes comunes todos,
Se dirigen a ti. A ti te implora todo.
Viendo tus signos, ¡todo te canta un himno silencioso!
En ti solo permanece todo, hacia ti confluye todo…
Tú eres la meta de todo, y uno, y todo, y nadie, no siendo uno, ni todo.
¿Cómo te llamaré, único innombrado?
¿Qué inteligencia celestial llega hasta ti, velado tras las nubes? ¡Seme propicio!
¡Más allá de todo! ¿Cómo podría yo alabarte de otra manera?”.
San Agustín llegó a escribir: “Si lo comprendes no es Dios, y si es Dios no lo
comprendes”, lo cual no impidió al obispo de Hipona dirigirse a Dios en los tonos más
tiernos y más directos de la más afectuosa relación interpersonal.
La experiencia mística resulta al respecto lo más relevante, pues, como dice
Carlos Díaz, el mucho intimar con lo divino se traduce sin embargo en mucho silenciar
sobre lo divino mismo. En última instancia, “¿quién podría poner palabras a lo
Innombrable, quién ponerse a la altura de lo Altísimo?”:
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toda sciencia trascendiendo…
y es de tan alta excelencia
aqueste summo saber,
que no hay facultad ni sciencia
que le puedan emprender;
quien se supiere vencer
con un no saber sabiendo,
ira siempre trascendiendo”.
“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn
15,16). Y el hombre religioso a veces se entrega racio-cordialmente: hablando,
afirmando, demostrando…Veamos los dos argumentos teóricos clásicos más conocidos
en lo relativo a la existencia de Dios, como muestra de esa entrega racional de que
hablamos: El argumento ontológico de San Anselmo y Las cinco vías de Santo Tomás
de Aquino. Debe tenerse en cuenta, a la hora de enjuiciar su valor probatorio, que se
desarrollan en un contexto de fe. Antes de ponernos con ellos deben tenerse en cuenta
las siguientes consideraciones:
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Cabe pensar que la existencia de Dios no es necesario demostrarla, porque es
inmediatamente evidente, inmediatamente experimentada en el encuentro con Él
aceptado con fe. Esto, en realidad, sostienen todos los hombres religiosos. Pero pensar
así no equivale a renunciar a la defensa racional de que Dios existe, tanto frente a los
argumentos que presentan quienes niegan que sea así, cuanto, sencillamente, por deseo
de mostrar la racionalidad de la aceptación de Dios. Un hombre religioso tiene, desde
luego, el problema de saber hasta qué punto la razón y el hecho religioso están en
continuidad.
El fideísmo sostiene que la aceptación del Misterio no tiene ningún punto de
apoyo en la razón; que razón y fe están en total discontinuidad.
El racionalismo religioso es la posición opuesta, la racionalización absoluta de
la fe, o sea, la negación de misterios de fe.
En los hombres religiosos es mucho menos frecuente este racionalismo que el
fideísmo, y de la observación de la historia se desprende que es aún más frecuente que
ambos la posición intermedia. Cuando un pensador religioso argumenta a favor de la
racionalidad de la existencia de Dios, es rarísimo que se proponga nada semejante a
sustituir con la razón la experiencia del Misterio. Apenas hay ejemplos de ello. Lo
habitual es, como se dice arriba, que se trate de la refutación del fideísmo o de la
refutación de los argumentos del ateísmo o del agnosticismo.
Los argumentos más célebres que han sido propuestos a fin de demostrar desde
el punto de vista exclusivamente racional que Dios existe pueden clasificarse en dos
grupos:
a) Hay un argumento que pretende probar la existencia de Dios partiendo tan
sólo del concepto mismo de Dios, y, por consiguiente, sin apelar a la existencia de
ninguna cosa. Desde Kant se denomina argumento ontológico, aunque no lo llamaron
así ni su inventor –San Anselmo (1033-1109)- ni los filósofos anteriores a Kant que lo
discutieron.
San Anselmo recuerda en primer lugar que incluso quienes niegan la existencia
de Dios tienen un concepto de Él. Si no supieran qué quiere decir la palabra “Dios”, no
tendría sentido que dijeran “Dios no existe”. Ahora bien, es evidente que lo que intentan
rechazar es que exista realmente el ser mayor que el cual no puede pensarse ningún
otro, cuya existencia es precisamente lo que Anselmo cree.
Pero si el ser mayor que el cual no puede pensarse ningún otro sólo existiera en
el entendimiento como concepto, entonces no sería es ser máximo pensable, porque de
hecho podemos pensar otro que no sólo exista en el entendimiento, sino, además,
también en la realidad. Y es que lo que sólo existe en el entendimiento como concepto
es evidentemente menos que aquello que, además de existir así en el entendimiento,
existe también en la realidad fuera del entendimiento.
Luego decir “Dios no existe” es contradecirse, aunque uno lo ignore. Dios existe
necesariamente, y además, el hombre no puede siquiera pensar que Dios no exista. Si
digo “Dios no existe” estoy en realidad diciendo “el ser mayor que el cual no cabe
pensar ningún otro no es el ser mayor que el cual no cabe pensar ningún otro”.
René Descartes (1596-1650) aceptaba la solidez del argumento de san Anselmo.
Pensaba también que en el concepto de Dios ya está contenida la existencia real de
Dios. Sólo que propuso el argumento ontológico modificando levemente su base. Dios,
decía, es el ser perfectísimo. Pero si no existiera realmente, al ser perfectísimo le
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faltaría, precisamente, la perfección, tan importante, que es existir, luego no sería el ser
perfectísimo. “Dios no existe” vale tanto como “el ser perfectísimo no es el ser
perfectísimo”.
b) Otros argumentos parten de la existencia comprobada de seres distintos de
Dios, y no meramente del concepto de éste. Los más célebres e interesantes son quizá
estos tres (entresacados de las cinco vías propuestas por santo Tomás de Aquino
(1224-1274):
1. Hay experiencia de que en las cosas se dan cambios de muchos tipos: de
lugar, de tamaño, de color… Las cosas cambian o “se mueven” –como decían los
antiguos -. Pero todo lo que se mueve, es movido por otro, por otra cosa distinta de la
que cambia (he aquí una formulación del principio de causalidad). La cosa que mueve a
otra, que hace que otra cambie, puede estar sólo en una de estas situaciones: o a su vez
ella es efecto de otra diferente que la causa; o ya no es movida por ninguna otra, no es el
efecto de ninguna otra.
En nuestra experiencia nos remontamos de cambios en cambios, de efectos a
causas (anteriores a sus efectos y distintas de ellos), y la cadena causal no se interrumpe.
Podemos continuarla hacia atrás, hacia el pasado, cuanto queramos, retrocediendo
muchísimo más allá de nuestro nacimiento. Pero no podemos suponer que esta serie
inmensa se prolongue infinitamente. Si no hubiera una causa primera –no movida por
ningún otro ser, y que fuera el motor inicial de todos los cambios -, no habría podido
haber cambio ninguno jamás. Si para que mi pluma se mueva sobre esta hoja de papel,
ha tenido que ser recorrida antes una serie infinita de causas, como esta serie no se
acabaría nunca hacia atrás, de hecho jamás habría podido ser recorrida y, por lo tanto,
mi pluma no se estaría moviendo ahora. Pero se está moviendo.
Luego hay una primera causa incausada, un primer motor que tiene en sí mismo
su poder causal. Pero tener de suyo el poder de causar es tanto como existir de por sí y
no deber a otro más que a sí mismo tanto la existencia como ese poder extraordinario y
todas las demás propiedades que se posean. Pero el ser que existe de por sí y es causa
universal es Dios. Luego Dios existe. La razón sola dice que Dios existe.
2. Comprobamos también que existen muchas cosas que pueden no existir. O
sea, que hay de hecho muchos seres que ahora existen, pero que hace un tiempo no
existieron (y, por tanto, es pensable que en algún futuro vuelvan a no existir). Esto es lo
mismo que decir que muchos seres no existen necesariamente, sino contingentemente.
Yo mismo soy uno de ellos, porque, aun en la hipótesis de que sea inmortal, lo cierto es
que no he vivido desde siempre. Quizá el mundo entero es también otro ejemplo de ser
cuya existencia es contingente; por lo menos, la física actual habla así con
extraordinaria seguridad en sí misma.
Pero todo aquello que existe contingentemente requiere una causa que lo haga
existir. Si yo podía existir, pero no era necesario que existiera, entonces es que he
llegado a existir por algo –que precisamente no podía ser yo mismo -. Ha tenido que
intervenir algo para sacarme a mí de la pura posibilidad de ser hasta la realidad que
empecé de pronto a poseer. Algo que sólo es posible, dejado, digamos, a sus propias
fuerzas seguirá siendo posible por toda la eternidad: no pasará a existir realmente.
Pero lo que saca de la posibilidad a la existencia real a algo no puede ser ello
mismo un mero posible, sino que tiene que ser ya algo real. Esto va contenido en lo que
decía hace un instante. Entonces, todo lo que existe contingentemente ha venido al ser
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gracias a la influencia de alguna causa que estaba ya siendo real antes de que empezara
a serlo su efecto.
Pero ahora sucede como en el argumento anterior: la causa de la existencia
contingente de algo tiene que tener o existencia contingente o existencia no-contingente
(=necesaria). Si tiene sólo existencia contingente, entonces es que la obtuvo gracias a la
intervención de otra causa. Pero en esta serie no pueden pensarse infinitas causas todas
ellas sin existencia necesaria, porque, entonces, por la misma razón que se presentó en
el argumento anterior, nada estaría existiendo ahora. Si todo fuera posible, nada sería
real. Si yo hubiera tenido que venir al ser como efecto último en una serie de infinitas
causas dotadas de existencia contingente, yo jamás habría existido. Pero existo (y
contingentemente). Luego hay un primer eslabón en la cadena de seres posibles; y es un
ser no posible, no contingentemente existente, sino necesario. Luego este ser sigue
existiendo también ahora, y no puede haber tenido principio no podrá tener final –o sea,
es eterno -. Pero semejante ser corresponde exactamente al concepto que unimos a la
palabra “Dios”. Luego Dios existe (y vuelve a decirlo la razón sola, según la
argumentación tomista).
3. Tenemos también experiencia de que las cosas obran con vistas a fines. No
nos fijemos ahora en nosotros; claro que nuestros “actos humanos” están dirigidos fines
que conocemos previamente. Lo que nos importa considerar es la acción de los agentes
que no tienen inteligencia. Vemos que todos estos seres se comportan siempre de la
misma manera, y, sobre todo, que las leyes que siguen tan constantemente cooperan del
modo más admirable a lo que no podemos describir sino como armonía universal.
Tomemos en concreto la conducta de los animales, de las plantas, de los astros, de las
partículas físicas: en todas partes vemos que las reglas de estos comportamientos
tienden siempre a la consecución de lo que es mejor para el ser en cuestión; y cuando no
parece que sea así, basta observar el fenómeno en un marco más amplio, para ver que el
resultado de conjunto es también lo óptimo.
Pero no podría ocurrir así si fuera el azar quien ha dispuesto las cosas. Una leve
consideración del fabuloso número de combinaciones rechazadas excluye al azar como
causa de la armonía universal y de que todos los seres no inteligentes actúen
constantemente en la dirección de lo que es óptimo, tanto para cada uno de ellos como
para el conjunto. Es absurdo –mejor, es de una imposibilidad que raya en lo infinito-
pensar que la naturaleza no haya sido ordenada por un ser que ha conocido lo óptimo, lo
ha querido y ha tenido el enorme poder de someter a su designio hasta el último
acontecimiento del mundo. El mundo carente de conocimiento y, por tanto, de libertad
es en manos de este ser como una flecha en las de un arquero infalible.
Existe ese arquero –al menos, con una probabilidad que raya en 1-. Es decir, hay
un ser dotado de inteligencia, de voluntad, y de suma bondad y de inmenso poder que es
el ordenador y gobernador del mundo. Pero ésta es una descripción parcial de lo que se
contiene en el concepto de Dios. Tal ente no puede ser sino Dios. Luego Dios existe,
dice la sola razón.
La filosofía teísta de la religión propende a extraer hoy otros argumentos, sobre
todo a partir de la fenomenología misma del hecho religioso, o, mejor dicho, de la
información que ésta aporta acerca de la estructura metafísica de la persona.
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EL AGNOSTICISMO
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ATEÍSMO.
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hombres con nuestra conducta: guerras, injusticias, etc. Vamos a analizarlos por
separado.
El mal físico es consecuencia de la finitud. Todas las cualidades finitas son
limitadas y, por eso, en determinadas condiciones, pueden producir efectos no deseados.
Necesitamos, por ejemplo, que la atmósfera tenga oxígeno, para que podamos encender
el fuego y para que nuestro organismo pueda oxidar los hidratos de carbono que
consumimos; pero ese mismo oxígeno que hay en la atmósfera es el que hace posibles
los incendios forestales. Cuando estalla uno de ellos, nos gustaría que el oxígeno fuera
un gas inerte, incapaz de mantener la combustión. Sin embargo, la limitación de lo
finito radica en que no se puede ser todo a la vez. La consecuencia es obvia: si sólo Dios
es infinito, cualquier otra realidad, por el hecho de ser finita, puede fallar en
determinadas circunstancias. Y, como dijo santo Tomás, “de esta posibilidad deriva el
mal. Lo que puede fallar, falla alguna vez”.
El mal moral, en cambio, es consecuencia del uso incorrecto que hacemos de la
libertad. De todas formas, en el fondo también el mal moral tiene algo que ver con la
finitud. La posibilidad de ese uso incorrecto resulta inherente a una libertad finita. La
libertad infinita de Dios le sirve para hacer libremente el bien. Nuestra libertad finita
nos sirve unas veces para hacer libremente el bien, y otras par hacer libremente el mal.
Si queremos, podemos llamar a la finitud “mal metafísico”- como hizo Leibniz-
o negarnos a interrogarnos a hacerlo. Pero a la luz de lo que acabamos de decir, es
innegable que la finitud es la raíz del mal, tanto físico como moral.
Como es sabido, Leibniz sostuvo en su Teodicea (1710) que este mundo es el
mejor de los mundos posibles. Esta afirmación ha resultado profundamente irritante
para muchos y, si pensamos en los grandes males que asolan a la humanidad, da la
sensación, en efecto, de ser una broma de mal gusto. Sin embargo, mirando las cosas
más despacio, veremos que no es tan disparatada como parece a primera vista. Leibniz
no dijo que este mundo fuera bueno, sino que era el mejor de los posibles, lo cual es
bastante distinto.
Pienso, dice González-Carvajal, que, por lo que a Dios se refiere, éste es, en
efecto, el mejor de los mundos posibles. Si el mal físico procede de la condición finita
de los seres humanos, y el mal moral procede del mal uso que hacemos de la libertad,
parece necesario concluir que Dios no podía crear seres humanos que no estuvieran
sometidos a ambos tipos de males. Puesto que el ser humano no puede dejar de ser a la
vez finito –a diferencia de Dios- y libre –a diferencia de los animales -, la alternativa
para Dios no consistía en crear seres humanos expuestos al sufrimiento o crearlos
protegidos de él, sino en crear seres humanos expuestos al sufrimiento o renunciar a
crearlos.
En cambio, por lo que a los hombres se refiere, éste no es el mejor de los
mundos posibles. Todo lo que no es infinito puede ser superado. Y, de hecho, el mundo
sería mejor si empleáramos más a fondo la inteligencia para luchar contra el mal físico y
nos sirviéramos de la libertad tan sólo para luchar contra el mal moral. Ambas –
inteligencia y libertad- nos las regaló Dios para eso, escribe González-Carvajal. No
debemos olvidar, además, continúa, que la creación aún no está acabada. El séptimo día,
después de haber creado al hombre, Dios descansó, dejando todo en manos de éste.
Cuando la creación llegue a su fin, veremos cumplida la promesa con que se cierra la
Biblia: Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni
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gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap21, 4). Como escribió Juan Luis
Ruiz de la Peña, “el éschaton será la “teodicea”, la justificación de Dios, y la
“cosmodicea”, la justificación del mundo y de la historia”.
Pero ¿por qué esperar tanto? Si tras la parusía – a pesar de que seguiremos
siendo seres finitos- habrá desaparecido el mal, ¿por qué no hizo Dios que desapareciera
desde el primer día? Sólo se me ocurre, dice González-Carvajal, que ahora no puede
hacerlo. Dios, al crear seres verdaderamente libres, estaba limitando su omnipotencia o,
en todo caso, estableciendo libremente un límite real a su ejercicio. Dios ha querido que,
cuando llegue ese momento en que “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas”, podamos decir que su victoria sobre el mal ha sido a la vez nuestra propia
victoria.
Después de tanto escribir sobre el mal, ¿he dicho “algo?”, se pregunta nuestro
teólogo. Me temo que bien poco, responde. Kant, en unas breves páginas tituladas Sobre
el fracaso de todos los intentos filosóficos en teodicea, constató que “ninguna teodicea
tradicional hace lo que promete”: explicar la existencia del mal y justificar la bondad de
Dios. De hecho, ya partíamos de que no estamos ante un problema, sino ante un
misterio; y quizá debería haber hecho caso a Wittgenstein: “De lo que no se puede
hablar, mejor es callarse”. Pero piensa que el silencio respetuoso ante el misterio sólo es
noble cuando llega después de la reflexión.
Ninguna circunstancia humana hace más difícil creer en el amor gratuito de Dios
que la experiencia del sufrimiento inocente. “Propiamente, no somos capaces de ver
nada cuando tenemos los ojos enturbiados por las lágrimas”. Pero parece que el ateísmo
tampoco aporta ninguna solución al misterio del mal. No por decir “existe el mal, luego
no existe Dios” hemos avanzado un solo paso en el esclarecimiento del tema que nos
ocupa. Hay, desde luego, un desafío mayor que explicar la existencia del mal, y es
luchar contra él. A esa lucha todos estamos convocados. Sí, es lo único importante.
Pero, en cuanto a mí, “todavía hoy puedo pensar que el mal supremo sería que no
hubiera Dios”, termina nuestro teólogo citando a Josep Mª Rovira.
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