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“El problema de Dios”

“La cuestión del problema de la realidad no puede cerrarse antes de que se


examine el punto más importante de toda ella: si existe un ser que sea la suma de todas
las perfecciones, la causa inicial y final de todo lo real, el sustentador providente del
universo.
Que Dios exista o no exista – o que no pueda saberse ni una cosa ni la otra-
decide en una gran medida cuál es el sentido último de la realidad y de la existencia
humana, y abre las perspectivas finales sobre lo que significa ser persona.”

1. Los saberes sobre lo religioso.


Lo religioso, cuya estructura analizaremos, es el objeto de un amplio conjunto de
saberes.
Algunos de ellos lo estudian en un nivel no filosófico; o sea, se interesan en
catalogar, descubrir y explicar las características internas que el complejísimo hecho
religioso presenta, pero no interrogan directamente sobre la verdad o la falsedad de lo
que las religiones afirman.
Está claro que esas investigaciones tienen su justificación precisamente en que
los fenómenos religiosos están tan indiscutiblemente dados como el resto de los
fenómenos culturales (por ejemplo, los técnicos, o los estéticos).
Así, la historia, la sociología y la psicología de la religión analizan a ésta cada
una en su perspectiva, y no parten ni deben partir de ninguna hipótesis sobre el valor de
las religiones.
La fenomenología de la religión tampoco pretende estimar la verdad de las
religiones, sino descubrir en qué consisten, o, mejor dicho, en qué consiste en general el
hecho religioso. No trata, exactamente, de buscar la definición de religión, sino de
exponer la estructura de ésta recurriendo ante todo a la historia de las religiones y a la
experiencia religiosa.
Los saberes sobre lo religioso que se preocupan primordialmente de su verdad
son la teología y la filosofía de la religión. La teología, en este sentido, es la elaboración
racional de una fe religiosa. La filosofía de la religión no parte, en cambio, de ninguna
fe concreta, sino que es el examen racional del hecho religioso en todos sus aspectos.
Por lo tanto, la filosofía de la religión supone la fenomenología de la religión.
Mal se puede enjuiciar racionalmente algo, si primero no se tiene delante, y con la
máxima claridad, la naturaleza de ese algo.

2. Origen y especies de la religión.

Desde hace mucho tiempo, la investigación histórica ha abandonado un tema


favorito del siglo XIX: la búsqueda del momento en que apareció la primera religión.
Los fundadores de las ciencias de la religión –en la segunda mitad del siglo
XIX- tendieron todavía a pensar que lo que se llama propiamente religión surgió a partir
de otros fenómenos culturales más rudimentarios. Dos hipótesis célebres, por ejemplo,
hablaron del animismo (E. Tylor) y la magia (J. G. Frazer) como estadio inicial del
desarrollo hacia la religión.

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Por animismo se entiende la simple creencia en seres espirituales. Por magia
entendía Frazer, una visión del mundo muy parecida a la de la ciencia, sólo que
completamente falsa: la idea del universo puesto todo él bajo leyes fundadas en el
parecido o el contacto de las cosas.
Tylor explicaba primero que los primitivos habrían caído en la idea de que hay
seres espirituales por la observación de fenómenos tales como el sueño o ciertos trances
extáticos. El cuerpo, que está en ellos sin actuar, no les parecería que pudiese ser la
verdadera causa. Una vez aceptado que hay almas, era fácil creer en los espíritus de los
muertos y en su influencia sobre el mundo de los vivos. Aquí habría estado la raíz de la
adoración de una multitud de seres espirituales y superiores, que paulatinamente habrían
llegado a ser muchos dioses (politeísmo). La creencia en un Dios único (monoteísmo)
sería la purificación, al paso del tiempo, del politeísmo.
Frazer pensaba que la religión nació del fracaso de la magia. Cuando las fuerzas
del mundo no se dejaron dominar como la magia había supuesto, los hombres
empezaron a pensar una idea más complicada: que no había leyes estables y conocibles
en el universo, porque éste se hallaba al arbitrio de ciertos seres superiores. De hecho, el
antropólogo británico completaba su interpretación de la evolución intelectual del
hombre defendiendo la teoría de que, tras la magia y la religión, adviene la ciencia, que,
desde el punto de vista psicológico, coincide con la magia, frente a la religión, en la
afirmación de que todo sucede bajo leyes conocibles, y no según la libre decisión de los
espíritus.
Sin embargo, las teorías del estilo de las de Tylor y Frazer no tienen partidarios
desde hace décadas. Progresivamente se ha ido reconociendo el hecho de que, aunque
en casos haya en efecto contaminaciones animistas o mágicas, los fenómenos
propiamente religiosos son tan antiguos como los más antiguos indicios de la presencia
del hombre en la Tierra, y los acompañan, además, universalmente. Este es el punto de
vista de todas las grandes historias de la religión actuales.
A lo largo del tiempo se observa que la religión ha sido desarrollada en tipos
generales claramente distinguibles. Las religiones antiguas (y las primitivas que han
subsistido hasta hoy) son religiones nacionales –practicadas cada una por un pueblo
determinado- y politeístas (con la sola excepción de la religión hebrea, ya desde tiempos
muy remotos).
Alrededor del siglo VI a. de C., precisamente coincidiendo con el tiempo en que
surge la filosofía, se inicia en varios lugares el desarrollo casi simultáneo de las
religiones universales- no vinculadas a un pueblo determinado.
Se suele hablar de dos grandes grupos o tipos de religiones universales. El
primero está constituido por las originarias del Extremo Oriente –sobre todo, el
hinduismo y el budismo -. Se dice de ellas que son religiones de orientación mística,
porque tienden a pensar lo divino como el absoluto impersonal con el que el hombre
persigue identificarse.
El otro grupo es el de las religiones originarias del Próximo Oriente: el
judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Su carácter distintivo es la concepción de lo
divino, ante todo, en términos personales (y muy acentuadamente en términos
monoteístas). Se las suele denominar religiones proféticas. El creyente en una religión
profética no se esfuerza por hacer desaparecer en el absoluto divino su individualidad,
sino por identificarse por amor con su Dios.

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3. El hecho religioso.

Veamos un resumen de los resultados obtenidos por la fenomenología de la


religión en su análisis de la estructura del hecho religioso.
El hombre religioso es aquél para quien el conjunto de cuanto hay aparece a la
luz de la presencia de una realidad absolutamente superior, absolutamente no reducible
a una cosa más del mundo (o sea, situada del todo más allá y por encima del mundo, o
completamente trascendente), y que, sin embargo, de ser así –o, más bien, precisamente
debido a que es así -, afecta al ser del hombre en su centro mismo y de un manera plena
y definitiva. No todas las religiones llaman Dios a esta realidad; el budismo primitivo,
por ejemplo, deja “en hueco” el lugar de este ser, en señal de su superioridad infinita, no
dándole ningún nombre. Algunos fenomenólogos de la religión utilizan por esto, en vez
de Dios, el término Misterio.
La presencia del Misterio marca en cierto modo, como decía, el significado de
todo el resto de la realidad. Es lo que se quiere decir cuando se caracteriza también al
hombre religioso como quien reconoce un ámbito de lo sagrado o, mejor, como aquel
que ha experimentado el paso al interior de ese ámbito. Lo sagrado no es precisamente
un trozo del mundo distinto de lo profano, sino todo el mundo que antes era profano,
vivido contando con la presencia iluminadora del Misterio. Y aun entonces lo habitual
es que el hombre religioso reconozca actividades y objetos menos interiores al ámbito
sagrado que otros. Porque lo sagrado es sólo propiamente el terreno de lo definitivo, de
lo de veras necesario, de lo más serio. Es el lugar de la relación con el Misterio; y de
ella depende en último término todo.
La trascendencia del Misterio impide por principio que pueda ser abarcado por
el hombre o que pueda presentarse a éste totalmente encerrado en los límites de un
fragmento del mundo. Sólo cabe hablar de él descubriendo su efecto en la existencia.
El hombre religioso experimenta el Misterio -hay huellas literarias de esto desde
Sumer y Egipto hasta hoy- ante todo como tremendo y fascinante. El Misterio
sobrecoge y aterra por su inmensidad y, aún más por ser lo totalmente otro, lo
absolutamente otro respecto del mundo y del hombre. Y éste siente ante él,
vertiginosamente, que apenas si posee, en su comparación, realidad ninguna. Se ve a sí
mismo como nada ante una majestad infinita.
Que, al mismo tiempo, es de suyo infinitamente atrayente, riqueza inagotable
capaz de conceder una paz perfecta (que no puede tener parecido alguno con el
descanso vacío o con la muerte, precisamente porque se siente reposar sobre una
perfección ilimitadamente rica).
Uno de los elementos más interesantes de la descripción de la experiencia del
hombre religioso es que comprende que la relación que se ha establecido entre el
Misterio y él no ha podido surgir de su iniciativa, sino de la decisión –algo así como una
llamada- del Misterio mismo. El todopoderoso se inclina hacia el sujeto, desde su
trascendencia, porque así lo quiere. Jamás las fuerzas solas del hombre habrían bastado
para que conquistara él el derecho al encuentro con el Misterio. Este es el origen de la
caracterización del Misterio como Dios personal; el Absoluto posee de algún modo
voluntad y amor.

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Ante el encuentro con el Misterio cabe rechazarlo y hasta huirlo, o bien pueden
adoptarse dos actitudes –la primera apenas distinguible del rechazo -: la actitud mágica
y la actitud religiosa. Hoy no se ve la esencia de la magia donde la situaba Frazer, sino
precisamente en el intento de poner el Misterio al servicio del hombre.
La actitud religiosa consiste, en cambio, en el reconocimiento del Misterio como
tal. Lo cual significa, fundamentalmente, situar el centro de la existencia no en sí
mismo, sino en el Absolutamente Otro.
Ahora bien, eso no se hace sólo deseándolo o reconociéndolo intelectualmente, y
mucho menos renunciando a la libertad personal y a toda acción (aunque ha habido
formas religiosas que han hablado en estos términos), sino poniendo en juego con la
máxima energía todas las capacidades en la persecución de un objetivo que se encuentra
situado a una distancia infinita.
Esta búsqueda es la de la salvación, es decir, la de que sea concedido por fin al
hombre llegar a la perfección plena y definitiva.
Es esencial a la religión –o, al menos, a todas las formas más desarrolladas de
religión- que el esfuerzo hacia Dios o el Misterio no comienza sólo por el
reconocimiento de no valer metafísicamente nada en comparación con el Ser Supremo;
sino más bien cuando se toma conciencia de la imperfección moral, del propio mal
moral, en la presencia del Santo. Así, la salvación es vista como la liberación del mal,
ante todo moral, en el que se empieza estando. Así, por ejemplo, el concepto cristiano
de pecado –que es aquello de lo que el hombre busca salvarse- consiste en la situación
de partida, que es tener colocado en uno mismo el centro de la realidad.
Como se desprende de la descripción de la experiencia del Misterio tremendo y
fascinante, la religión nunca piensa la salvación como fruto exclusivo del esfuerzo del
hombre, sino, en último término, como don o gracia (y se opone en esto a todas las
formas del gnosticismo y la teosofía, que defienden la conquista de la salvación
mediante el conocimiento –consecuentes con la ausencia en ellas del “encuentro con el
Misterio”).
Finalmente, todas las religiones reconocen que, dado que el hombre se ve a sí
mismo siempre en la naturaleza, en la realidad y en la historia, el encuentro del Misterio
con él es sólo posible si el Misterio se le hace de algún modo presente –de algún modo
que preserve su trascendencia absoluta- en la naturaleza o en la historia. Y, a la vez, que
el hombre no puede adoptar la actitud religiosa si no la expresa en al menos uno
cualquiera de los medios en que siempre vive (el espacio, el tiempo, la sociedad, la
palabra, la acción, el pensamiento).
Hierofanía quiere decir en griego “manifestación de lo santo”. Las hierofanías
son los seres de dentro del mundo a través de los cuales se ha encontrado el Misterio
con el hombre o, desde el otro lado de la relación, ha visto el hombre la presencia de
Dios. Quizá todo haya sido alguna vez hierofanía para algún sujeto o algún pueblo. Las
antiguas culturas agrícolas veían lo divino a través de la tierra madre, de la tierra
fecunda que todo lo sustenta. Y los nómadas, en cambio, encontraban el Misterio,
predominantemente, a través de los astros y el firmamento. Y los hebreos lo hallaron en
la historia (y no sólo en el Éxodo, sino, más bien, a partir de él, en todos los
acontecimientos). Pero es fundamental para la preservación de la actitud religiosa la no
confusión de la hierofanía con el Misterio mismo.

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En cuanto a las expresiones de la actitud religiosa, también lo abarcan todo,
como corresponde a la universalidad del ámbito de lo sagrado. Hay lugares sagrados,
tiempos sagrados (= fiestas), acciones sagradas (el sacrificio, la peregrinación); y
también oración (expresión en pensamientos y palabras de la relación con el Misterio),
dogmas y teología (racionalización de la experiencia religiosa). También hay
instituciones y asociaciones religiosas de una inmensa variedad de formas.

¿CÓMO CALLARON SOBRE DIOS.

Hemos visto, en mitad de la descripción del complicado fenómeno que es el


hecho religioso, cómo uno de sus elementos imprescindibles es la adopción por parte
del sujeto de una actitud precisa, que consiste, sobre todo, en la acogida del Misterio: en
reconocerlo como centro de la realidad y poner entonces en juego todas las facultades
propias a fin de alcanzarlo o, mejor dicho, de que él salve.
La actitud mágica, que también hemos ya definido, es un movimiento
exactamente opuesto al religioso.
Pero aún son posibles otras actitudes más ante el hecho religioso. Y es que,
como dice Santo Tomás, Dios no es evidente, si lo fuera, no habría ateos. Un teólogo,
Luis González-Carvajal, escribe: “La fe es un “don de Dios” … ofrecido a todo hombre
… no puede recibirse sin esfuerzo por nuestra parte:
- ¿Hay algo que yo pueda hacer para llegar a la iluminación?
- Tan poco como lo que puedes hacer para que amanezca por las mañanas.
- Entonces, ¿para qué valen los ejercicios espirituales que tú mismo
recomiendas?
- Para estar seguro de que no estarás dormido cuando el sol comience a salir.
(Anthony de Mello).
Quizá por eso, en el fondo, sólo hay una cosa importante en la vida: buscar
pacientemente a Dios. Y por aquello de que Dios “sólo de deja encontrar por los que no
le provocan” no cabe reclamar como Simone de Beauvoir: “si existes habla”.
Resulta obvio que en los países occidentales son muy pocos los que buscan
pacientemente a Dios: se da por sentado que Dios existe o se da por sentado que no
existe. Ni el creer ni el no creer producen noches de insomnio ni interés serio alguno.
En realidad, no hay ninguna diferencia entre que un hombre de nuestra cultura crea en
Dios o no crea, lo mismo desde un punto de vista psicológico que desde un punto de
vista verdaderamente religioso. En ambos casos, no se preocupa ni de Dios ni de la
solución del problema de su propia existencia. Venimos asistiendo desde hace décadas a
un retroceso de la religiosidad. Con la Ilustración comenzó lo que Paul Hazard ha
llamado “el proceso de Dios”. Pero puesto que hasta ese momento el ateísmo era
prácticamente desconocido, parece que corresponde empezar por la afirmación de Dios.
A Dios han ido los hombres desde la razón –filosofía- desde la fe –religión-
desde la vida misma, escribe Carlos Díaz: “Dios ha sido más íntimo que la propia
intimidad para no pocos hombres a lo largo de la historia de la humanidad”.
Dos corrientes teológicas se mostraron contrapuestas respecto a la posibilidad de
conocer la esencia y atributos de Dios: la teología apofática –negación- y la teología
katafática –afirmación.

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La teología apofática subrayó la necesidad de hablar poco sobre “los nombres de
Dios”, insistiendo que no deben nombrarse en vano. Continuando la tradición israelita
donde Dios sería an-ónimo (sin nombre), la patrística subrayó el logos del silencio, la
recomendación de abstenerse de nominar a Dios, excepto en todo aquello en que él
mismo quiso revelarse en las Escrituras. Clemente de Alejandría se remonta a los
griegos tratando de alegar que éstos solamente conocieron a Dios metafóricamente.
Dionisio Areopagita afirmaba que con respecto a Dios las negaciones son verdad, las
afirmaciones sin embargo insuficientes. Gregorio Nacianceno representa bien esta
tendencia: “¡Más allá de todo! ¿Cómo podría yo alabarte de otro modo?
¿Cómo podrá enaltecerte una palabra, si tú eres indecible en toda palabra?
¿Cómo podrá abarcarte una inteligencia, si tú eres inaprehensible a toda
inteligencia?
Innombrado tú solo: pues creaste toda denominación.
Desconocido tú solo: pues tú creaste toda inteligencia.
Todo, lo que habla y lo que no puede hablar, te alaba.
Todo, lo que entiende y lo que no puede entender, te honra.
Pues las peticiones comunes, los ayes comunes todos,
Se dirigen a ti. A ti te implora todo.
Viendo tus signos, ¡todo te canta un himno silencioso!
En ti solo permanece todo, hacia ti confluye todo…
Tú eres la meta de todo, y uno, y todo, y nadie, no siendo uno, ni todo.
¿Cómo te llamaré, único innombrado?
¿Qué inteligencia celestial llega hasta ti, velado tras las nubes? ¡Seme propicio!
¡Más allá de todo! ¿Cómo podría yo alabarte de otra manera?”.
San Agustín llegó a escribir: “Si lo comprendes no es Dios, y si es Dios no lo
comprendes”, lo cual no impidió al obispo de Hipona dirigirse a Dios en los tonos más
tiernos y más directos de la más afectuosa relación interpersonal.
La experiencia mística resulta al respecto lo más relevante, pues, como dice
Carlos Díaz, el mucho intimar con lo divino se traduce sin embargo en mucho silenciar
sobre lo divino mismo. En última instancia, “¿quién podría poner palabras a lo
Innombrable, quién ponerse a la altura de lo Altísimo?”:

“Para venir a gustarlo todo,


no quieras tener gusto en nada;
para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada;
para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada;
para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada”.

Subida al Monte Carmelo.


San Juan de la Cruz.

Entreme donde no supe


y quedeme no sabiendo

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toda sciencia trascendiendo…
y es de tan alta excelencia
aqueste summo saber,
que no hay facultad ni sciencia
que le puedan emprender;
quien se supiere vencer
con un no saber sabiendo,
ira siempre trascendiendo”.

San Juan de la Cruz.

Novaciano escribe: “Respecto de Dios, de lo que es y habita en Él, el espíritu del


hombre no puede pensar convenientemente lo que es, qué grandezas tienen sus
perfecciones y cuál es su naturaleza, ni la elocuencia del discurso humano es capaz de
desarrollar un poder de palabra correspondiendo a su majestad. Pues es mayor que el
espíritu humano y no puede ser pensado tan grande como es. En efecto, si pudiera ser
expresado sería más pequeño que el espíritu humano capaz de comprenderle. Es,
asimismo, superior a toda palabra e indecible. En efecto, si pudiera ser expresado sería
más pequeño que la palabra humana, que así podría circunscribirse y encerrarle en ella.
Pues es verdad que nosotros podemos sentirle un poco en silencio, pero no podemos
expresar en palabras lo que es Él mismo. Si le llamas luz, te refieres a una criatura más
que a Él mismo. Si le llamas majestad, celebras su gloria más que a Él mismo. ¿Para
qué seguir detallando? Digámoslo de una vez: Afirmes lo que afirmes de Él, cualquier
manifestación de su poder, no es Él mismo. A menos que, de forma única, pudiésemos
captar por el espíritu lo que es Dios pero, incluso eso mismo, ¿cómo lo podríamos
nosotros, cómo lo captaríamos, cómo nos sería permitido aprehenderlo? Nos
representamos qué es lo que no puede ser aprehendido, lo que no puede ser pensado en
su grandeza y en su naturaleza. Dios es aquél al que pertenece el no poder ser
comparado con nada.”
Aun así el creyente –cristiano- habla, desarrolla una teología afirmativa. Dios es
ante todo creador y providente. Pone nombre comenzando por el suyo: “Yo soy el que
soy” –una identidad que no se deja nominar -, Dios innombrable e invisible, aunque no
hierático y distante, queda abierto al diálogo con sus criaturas, que se saben históricas
entre un Alfa y un Omega fundado por Dios.

¿CÓMO HABLARON DE DIOS?

“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn
15,16). Y el hombre religioso a veces se entrega racio-cordialmente: hablando,
afirmando, demostrando…Veamos los dos argumentos teóricos clásicos más conocidos
en lo relativo a la existencia de Dios, como muestra de esa entrega racional de que
hablamos: El argumento ontológico de San Anselmo y Las cinco vías de Santo Tomás
de Aquino. Debe tenerse en cuenta, a la hora de enjuiciar su valor probatorio, que se
desarrollan en un contexto de fe. Antes de ponernos con ellos deben tenerse en cuenta
las siguientes consideraciones:

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Cabe pensar que la existencia de Dios no es necesario demostrarla, porque es
inmediatamente evidente, inmediatamente experimentada en el encuentro con Él
aceptado con fe. Esto, en realidad, sostienen todos los hombres religiosos. Pero pensar
así no equivale a renunciar a la defensa racional de que Dios existe, tanto frente a los
argumentos que presentan quienes niegan que sea así, cuanto, sencillamente, por deseo
de mostrar la racionalidad de la aceptación de Dios. Un hombre religioso tiene, desde
luego, el problema de saber hasta qué punto la razón y el hecho religioso están en
continuidad.
El fideísmo sostiene que la aceptación del Misterio no tiene ningún punto de
apoyo en la razón; que razón y fe están en total discontinuidad.
El racionalismo religioso es la posición opuesta, la racionalización absoluta de
la fe, o sea, la negación de misterios de fe.
En los hombres religiosos es mucho menos frecuente este racionalismo que el
fideísmo, y de la observación de la historia se desprende que es aún más frecuente que
ambos la posición intermedia. Cuando un pensador religioso argumenta a favor de la
racionalidad de la existencia de Dios, es rarísimo que se proponga nada semejante a
sustituir con la razón la experiencia del Misterio. Apenas hay ejemplos de ello. Lo
habitual es, como se dice arriba, que se trate de la refutación del fideísmo o de la
refutación de los argumentos del ateísmo o del agnosticismo.
Los argumentos más célebres que han sido propuestos a fin de demostrar desde
el punto de vista exclusivamente racional que Dios existe pueden clasificarse en dos
grupos:
a) Hay un argumento que pretende probar la existencia de Dios partiendo tan
sólo del concepto mismo de Dios, y, por consiguiente, sin apelar a la existencia de
ninguna cosa. Desde Kant se denomina argumento ontológico, aunque no lo llamaron
así ni su inventor –San Anselmo (1033-1109)- ni los filósofos anteriores a Kant que lo
discutieron.
San Anselmo recuerda en primer lugar que incluso quienes niegan la existencia
de Dios tienen un concepto de Él. Si no supieran qué quiere decir la palabra “Dios”, no
tendría sentido que dijeran “Dios no existe”. Ahora bien, es evidente que lo que intentan
rechazar es que exista realmente el ser mayor que el cual no puede pensarse ningún
otro, cuya existencia es precisamente lo que Anselmo cree.
Pero si el ser mayor que el cual no puede pensarse ningún otro sólo existiera en
el entendimiento como concepto, entonces no sería es ser máximo pensable, porque de
hecho podemos pensar otro que no sólo exista en el entendimiento, sino, además,
también en la realidad. Y es que lo que sólo existe en el entendimiento como concepto
es evidentemente menos que aquello que, además de existir así en el entendimiento,
existe también en la realidad fuera del entendimiento.
Luego decir “Dios no existe” es contradecirse, aunque uno lo ignore. Dios existe
necesariamente, y además, el hombre no puede siquiera pensar que Dios no exista. Si
digo “Dios no existe” estoy en realidad diciendo “el ser mayor que el cual no cabe
pensar ningún otro no es el ser mayor que el cual no cabe pensar ningún otro”.
René Descartes (1596-1650) aceptaba la solidez del argumento de san Anselmo.
Pensaba también que en el concepto de Dios ya está contenida la existencia real de
Dios. Sólo que propuso el argumento ontológico modificando levemente su base. Dios,
decía, es el ser perfectísimo. Pero si no existiera realmente, al ser perfectísimo le

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faltaría, precisamente, la perfección, tan importante, que es existir, luego no sería el ser
perfectísimo. “Dios no existe” vale tanto como “el ser perfectísimo no es el ser
perfectísimo”.
b) Otros argumentos parten de la existencia comprobada de seres distintos de
Dios, y no meramente del concepto de éste. Los más célebres e interesantes son quizá
estos tres (entresacados de las cinco vías propuestas por santo Tomás de Aquino
(1224-1274):
1. Hay experiencia de que en las cosas se dan cambios de muchos tipos: de
lugar, de tamaño, de color… Las cosas cambian o “se mueven” –como decían los
antiguos -. Pero todo lo que se mueve, es movido por otro, por otra cosa distinta de la
que cambia (he aquí una formulación del principio de causalidad). La cosa que mueve a
otra, que hace que otra cambie, puede estar sólo en una de estas situaciones: o a su vez
ella es efecto de otra diferente que la causa; o ya no es movida por ninguna otra, no es el
efecto de ninguna otra.
En nuestra experiencia nos remontamos de cambios en cambios, de efectos a
causas (anteriores a sus efectos y distintas de ellos), y la cadena causal no se interrumpe.
Podemos continuarla hacia atrás, hacia el pasado, cuanto queramos, retrocediendo
muchísimo más allá de nuestro nacimiento. Pero no podemos suponer que esta serie
inmensa se prolongue infinitamente. Si no hubiera una causa primera –no movida por
ningún otro ser, y que fuera el motor inicial de todos los cambios -, no habría podido
haber cambio ninguno jamás. Si para que mi pluma se mueva sobre esta hoja de papel,
ha tenido que ser recorrida antes una serie infinita de causas, como esta serie no se
acabaría nunca hacia atrás, de hecho jamás habría podido ser recorrida y, por lo tanto,
mi pluma no se estaría moviendo ahora. Pero se está moviendo.
Luego hay una primera causa incausada, un primer motor que tiene en sí mismo
su poder causal. Pero tener de suyo el poder de causar es tanto como existir de por sí y
no deber a otro más que a sí mismo tanto la existencia como ese poder extraordinario y
todas las demás propiedades que se posean. Pero el ser que existe de por sí y es causa
universal es Dios. Luego Dios existe. La razón sola dice que Dios existe.
2. Comprobamos también que existen muchas cosas que pueden no existir. O
sea, que hay de hecho muchos seres que ahora existen, pero que hace un tiempo no
existieron (y, por tanto, es pensable que en algún futuro vuelvan a no existir). Esto es lo
mismo que decir que muchos seres no existen necesariamente, sino contingentemente.
Yo mismo soy uno de ellos, porque, aun en la hipótesis de que sea inmortal, lo cierto es
que no he vivido desde siempre. Quizá el mundo entero es también otro ejemplo de ser
cuya existencia es contingente; por lo menos, la física actual habla así con
extraordinaria seguridad en sí misma.
Pero todo aquello que existe contingentemente requiere una causa que lo haga
existir. Si yo podía existir, pero no era necesario que existiera, entonces es que he
llegado a existir por algo –que precisamente no podía ser yo mismo -. Ha tenido que
intervenir algo para sacarme a mí de la pura posibilidad de ser hasta la realidad que
empecé de pronto a poseer. Algo que sólo es posible, dejado, digamos, a sus propias
fuerzas seguirá siendo posible por toda la eternidad: no pasará a existir realmente.
Pero lo que saca de la posibilidad a la existencia real a algo no puede ser ello
mismo un mero posible, sino que tiene que ser ya algo real. Esto va contenido en lo que
decía hace un instante. Entonces, todo lo que existe contingentemente ha venido al ser

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gracias a la influencia de alguna causa que estaba ya siendo real antes de que empezara
a serlo su efecto.
Pero ahora sucede como en el argumento anterior: la causa de la existencia
contingente de algo tiene que tener o existencia contingente o existencia no-contingente
(=necesaria). Si tiene sólo existencia contingente, entonces es que la obtuvo gracias a la
intervención de otra causa. Pero en esta serie no pueden pensarse infinitas causas todas
ellas sin existencia necesaria, porque, entonces, por la misma razón que se presentó en
el argumento anterior, nada estaría existiendo ahora. Si todo fuera posible, nada sería
real. Si yo hubiera tenido que venir al ser como efecto último en una serie de infinitas
causas dotadas de existencia contingente, yo jamás habría existido. Pero existo (y
contingentemente). Luego hay un primer eslabón en la cadena de seres posibles; y es un
ser no posible, no contingentemente existente, sino necesario. Luego este ser sigue
existiendo también ahora, y no puede haber tenido principio no podrá tener final –o sea,
es eterno -. Pero semejante ser corresponde exactamente al concepto que unimos a la
palabra “Dios”. Luego Dios existe (y vuelve a decirlo la razón sola, según la
argumentación tomista).
3. Tenemos también experiencia de que las cosas obran con vistas a fines. No
nos fijemos ahora en nosotros; claro que nuestros “actos humanos” están dirigidos fines
que conocemos previamente. Lo que nos importa considerar es la acción de los agentes
que no tienen inteligencia. Vemos que todos estos seres se comportan siempre de la
misma manera, y, sobre todo, que las leyes que siguen tan constantemente cooperan del
modo más admirable a lo que no podemos describir sino como armonía universal.
Tomemos en concreto la conducta de los animales, de las plantas, de los astros, de las
partículas físicas: en todas partes vemos que las reglas de estos comportamientos
tienden siempre a la consecución de lo que es mejor para el ser en cuestión; y cuando no
parece que sea así, basta observar el fenómeno en un marco más amplio, para ver que el
resultado de conjunto es también lo óptimo.
Pero no podría ocurrir así si fuera el azar quien ha dispuesto las cosas. Una leve
consideración del fabuloso número de combinaciones rechazadas excluye al azar como
causa de la armonía universal y de que todos los seres no inteligentes actúen
constantemente en la dirección de lo que es óptimo, tanto para cada uno de ellos como
para el conjunto. Es absurdo –mejor, es de una imposibilidad que raya en lo infinito-
pensar que la naturaleza no haya sido ordenada por un ser que ha conocido lo óptimo, lo
ha querido y ha tenido el enorme poder de someter a su designio hasta el último
acontecimiento del mundo. El mundo carente de conocimiento y, por tanto, de libertad
es en manos de este ser como una flecha en las de un arquero infalible.
Existe ese arquero –al menos, con una probabilidad que raya en 1-. Es decir, hay
un ser dotado de inteligencia, de voluntad, y de suma bondad y de inmenso poder que es
el ordenador y gobernador del mundo. Pero ésta es una descripción parcial de lo que se
contiene en el concepto de Dios. Tal ente no puede ser sino Dios. Luego Dios existe,
dice la sola razón.
La filosofía teísta de la religión propende a extraer hoy otros argumentos, sobre
todo a partir de la fenomenología misma del hecho religioso, o, mejor dicho, de la
información que ésta aporta acerca de la estructura metafísica de la persona.

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EL AGNOSTICISMO

Cabe quizá no experimentar el encuentro con el Misterio o, al menos, como es


mucho más frecuente, no describirlo o no sentirlo en los términos que dan paso a la
respuesta religiosa. Cuando ocurre así, aún hay un repertorio de actitudes posibles.
El agnosticismo (al pie de la letra, en griego significa “doctrina del no
conocimiento o de la ignorancia”), en su versión más profunda, niega que haya en
ningún sentido presencia del Misterio en la existencia humana. Y sobre todo, niega que
haya en la vida del hombre, digámoslo así, un hueco en que quepa el encuentro con el
Misterio. El hombre no echa de menos el Misterio y, por tanto, no lo busca; y, si el
Misterio le saliera al paso, no sabría qué hacerse con esa novedad tan formidable.
Esta posición agnóstica radical difiere del ateísmo en que, mientras éste niega
explícitamente que exista Dios o el Misterio, e incluso suele ofrecer argumentos para
probar su tesis, aquélla lo ignora todo sobre Dios, incluida su no existencia.
El agnosticismo no suele expresarse con la radicalidad con que he descrito esta
primera forma de él. En muchos casos se lo define sencillamente sobre la base de la idea
de que no hay encuentro directo con Dios y de que ningún argumento prueba ni que
Dios exista, ni que no exista. Lo propio de este agnosticismo mitigado es, por
consiguiente, que no niega la que podríamos llamar raíz existencial de la actitud
religiosa, y que he descrito hace un momento como el hueco dispuesto en la existencia
para el Misterio, en caso de que exista y acceda a presentarse. Con otras palabras: la
forma radical del agnosticismo niega que el hombre experimente ansia de eternidad, de
salvación, de perfección, de cambio hacia lo totalmente otro y santo. Lo cual no
equivale a decir que el hombre esté conforme en todos los sentidos con su situación,
pero sí que el horizonte de la inquietud humana está dentro de la historia y cabe en este
mundo. El deseo más profundo del corazón humano puede alcanzar su satisfacción en
este mundo, siquiera sea después de grandes cambios en la organización de la sociedad
y de la adquisición del pleno dominio técnico de la naturaleza. Así, no sólo sucede que
somos seres limitados, finitos; sino que la verdadera paz y la humanidad auténtica
consisten en que nos instalemos plenamente en nuestra finitud. La fuente de la angustia
es, en primer lugar, el absurdo de que interpretemos tan mal lo que de veras sentimos, y
creamos que no podríamos hallar descanso en otro lugar que en lo infinito.
El agnosticismo radical ciega así la fuente misma de la actitud religiosa. Es la
contraactitud religiosa. Aunque se prohibe decir que Dios no exista, su tesis es, más
bien, que carece de sentido hasta plantearse que pueda existir.
No en el ateísmo o el agnosticismo que estamos llamando mitigado. No
experimentar lo divino y no creer que haya vías racionales que conduzcan a descubrirlo
no significa por sí solo, ni mucho menos, que Dios esté de más en la existencia humana.
Respecto de él un agnóstico de este estilo puede adoptar todavía varias actitudes. Puede
anhelarlo desesperadamente y ser incapaz de creer en su realidad (increencia); o bien
puede simplemente no echarlo de menos.
Quienes se hallan en la increencia queda dicho que están favorablemente
dispuestos respecto de lo religioso. Más sorprende observar que los otros agnósticos,
incluso en ocasiones los radicales, no se declaren tampoco siempre enemigos de lo
religioso. Pero en estos casos se trata de que muchos estiman altamente no la religión en
sí misma, sino algunas de las secuelas sociales que suele traer.

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ATEÍSMO.

El ateísmo no es la contraactitud religiosa, que corresponde realmente al


agnosticismo radical. Desde el punto de vista psicológico, el ateísmo es más bien un
combate con el Misterio, y no la ignorancia de él. Conviene examinar algunos de los
argumentos que han sido propuestos como otras tantas pruebas de la inexistencia de
Dios, y en este sentido dado que algunas de ellas se encuentran en tu libro de religión a
él te remito, para no repetir en vano.
Voy a terminar planteando con González-Carvajal el ateísmo que él denomina de
protesta: el escándalo del mal.
En el pasado, los hombres solían aceptar con silencio dolorido ese sufrimiento
ciego que nos golpea y sobrepasa nuestra capacidad de comprensión. El hombre
moderno, en cambio, se rebela y protesta, quizá porque los espectáculos de mal masivo
de nuestro tiempo (Auschwitz, Hiroshima, Archipiélago Gulag, etc.) han agudizado
todavía más el problema. Precisamente por eso, la existencia del mal se ha convertido
hoy en uno de los mayores obstáculos para la fe: representa "la roca sobre la que se
asienta el ateísmo”.
Veintitrés siglos atrás, Epicuro planteó el problema con una fórmula tan clara y
concisa que no ha podido ser superada: “O Dios quiere evitar el mal, pero no puede, y
entonces no es todopoderoso, o puede y no quiere, y entonces no es bueno; pero tanto
en un caso como en otro, no sería Dios. Las formulaciones posteriores han logrado
añadir más emotividad, pero no más fuerza. Recordemos dos testimonios famosos:
En Los hermanos Karamazov, de Dostoyevsti, Iván –después de contar a su
hermano Alíoscha la espeluznante escena de cómo un niño de ocho años había sido
devorado por una jauría de perros, en presencia de su madre, como castigo por haber
lesionado, jugando, al lebrel favorito de un general- dice: “Si el sufrimiento de los
inocentes es necesario para alcanzar la eterna armonía, demasiado cara han tasado esa
armonía; no tenemos dinero bastante en el bolsillo para pagar la entrada. Así que me
apresuro a devolver mi billete. Y cualquier hombre honrado tendría que hacer eso
mismo cuanto antes. No es que no acepte a Dios, Alíoscha, pero le devuelvo con el
mayor respeto mi billete”.
El segundo testimonio es también muy conocido. Son las palabras que pronuncia
un médico no creyente, en una famosa novela de Camus, ante un niño enfermo de peste
que agoniza en medio de grandes sufrimientos: “Rehusaré hasta la muerte amar esta
creación donde los niños son torturados”. (La peste). Se trata de testimonios lacerantes
para el cristiano, dice González-Carvajal, porque en su corazón surgen las mismas
preguntas que en todos esos hombres provocaron la respuesta atea.
La fe nos dice que la existencia del mal no es un problema –algo cuya solución
todavía desconocemos, pero que podemos hallarla si nos dedicamos a ello con interés -,
sino un misterio, el “mysterium iniquitatis” –algo que nunca podremos comprender en
este mundo. Pero, a pesar de ello, no podemos dejar de darle vueltas en la cabeza.
Ante todo, parece útil distinguir el mal físico y el mal moral. El mal físico –lo
llamamos así por llamarlo de alguna manera- es producido por la naturaleza, y va desde
los cataclismos hasta las enfermedades y la muerte. El mal moral lo provocamos los

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hombres con nuestra conducta: guerras, injusticias, etc. Vamos a analizarlos por
separado.
El mal físico es consecuencia de la finitud. Todas las cualidades finitas son
limitadas y, por eso, en determinadas condiciones, pueden producir efectos no deseados.
Necesitamos, por ejemplo, que la atmósfera tenga oxígeno, para que podamos encender
el fuego y para que nuestro organismo pueda oxidar los hidratos de carbono que
consumimos; pero ese mismo oxígeno que hay en la atmósfera es el que hace posibles
los incendios forestales. Cuando estalla uno de ellos, nos gustaría que el oxígeno fuera
un gas inerte, incapaz de mantener la combustión. Sin embargo, la limitación de lo
finito radica en que no se puede ser todo a la vez. La consecuencia es obvia: si sólo Dios
es infinito, cualquier otra realidad, por el hecho de ser finita, puede fallar en
determinadas circunstancias. Y, como dijo santo Tomás, “de esta posibilidad deriva el
mal. Lo que puede fallar, falla alguna vez”.
El mal moral, en cambio, es consecuencia del uso incorrecto que hacemos de la
libertad. De todas formas, en el fondo también el mal moral tiene algo que ver con la
finitud. La posibilidad de ese uso incorrecto resulta inherente a una libertad finita. La
libertad infinita de Dios le sirve para hacer libremente el bien. Nuestra libertad finita
nos sirve unas veces para hacer libremente el bien, y otras par hacer libremente el mal.
Si queremos, podemos llamar a la finitud “mal metafísico”- como hizo Leibniz-
o negarnos a interrogarnos a hacerlo. Pero a la luz de lo que acabamos de decir, es
innegable que la finitud es la raíz del mal, tanto físico como moral.
Como es sabido, Leibniz sostuvo en su Teodicea (1710) que este mundo es el
mejor de los mundos posibles. Esta afirmación ha resultado profundamente irritante
para muchos y, si pensamos en los grandes males que asolan a la humanidad, da la
sensación, en efecto, de ser una broma de mal gusto. Sin embargo, mirando las cosas
más despacio, veremos que no es tan disparatada como parece a primera vista. Leibniz
no dijo que este mundo fuera bueno, sino que era el mejor de los posibles, lo cual es
bastante distinto.
Pienso, dice González-Carvajal, que, por lo que a Dios se refiere, éste es, en
efecto, el mejor de los mundos posibles. Si el mal físico procede de la condición finita
de los seres humanos, y el mal moral procede del mal uso que hacemos de la libertad,
parece necesario concluir que Dios no podía crear seres humanos que no estuvieran
sometidos a ambos tipos de males. Puesto que el ser humano no puede dejar de ser a la
vez finito –a diferencia de Dios- y libre –a diferencia de los animales -, la alternativa
para Dios no consistía en crear seres humanos expuestos al sufrimiento o crearlos
protegidos de él, sino en crear seres humanos expuestos al sufrimiento o renunciar a
crearlos.
En cambio, por lo que a los hombres se refiere, éste no es el mejor de los
mundos posibles. Todo lo que no es infinito puede ser superado. Y, de hecho, el mundo
sería mejor si empleáramos más a fondo la inteligencia para luchar contra el mal físico y
nos sirviéramos de la libertad tan sólo para luchar contra el mal moral. Ambas –
inteligencia y libertad- nos las regaló Dios para eso, escribe González-Carvajal. No
debemos olvidar, además, continúa, que la creación aún no está acabada. El séptimo día,
después de haber creado al hombre, Dios descansó, dejando todo en manos de éste.
Cuando la creación llegue a su fin, veremos cumplida la promesa con que se cierra la
Biblia: Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni

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gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap21, 4). Como escribió Juan Luis
Ruiz de la Peña, “el éschaton será la “teodicea”, la justificación de Dios, y la
“cosmodicea”, la justificación del mundo y de la historia”.
Pero ¿por qué esperar tanto? Si tras la parusía – a pesar de que seguiremos
siendo seres finitos- habrá desaparecido el mal, ¿por qué no hizo Dios que desapareciera
desde el primer día? Sólo se me ocurre, dice González-Carvajal, que ahora no puede
hacerlo. Dios, al crear seres verdaderamente libres, estaba limitando su omnipotencia o,
en todo caso, estableciendo libremente un límite real a su ejercicio. Dios ha querido que,
cuando llegue ese momento en que “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni
fatigas”, podamos decir que su victoria sobre el mal ha sido a la vez nuestra propia
victoria.
Después de tanto escribir sobre el mal, ¿he dicho “algo?”, se pregunta nuestro
teólogo. Me temo que bien poco, responde. Kant, en unas breves páginas tituladas Sobre
el fracaso de todos los intentos filosóficos en teodicea, constató que “ninguna teodicea
tradicional hace lo que promete”: explicar la existencia del mal y justificar la bondad de
Dios. De hecho, ya partíamos de que no estamos ante un problema, sino ante un
misterio; y quizá debería haber hecho caso a Wittgenstein: “De lo que no se puede
hablar, mejor es callarse”. Pero piensa que el silencio respetuoso ante el misterio sólo es
noble cuando llega después de la reflexión.
Ninguna circunstancia humana hace más difícil creer en el amor gratuito de Dios
que la experiencia del sufrimiento inocente. “Propiamente, no somos capaces de ver
nada cuando tenemos los ojos enturbiados por las lágrimas”. Pero parece que el ateísmo
tampoco aporta ninguna solución al misterio del mal. No por decir “existe el mal, luego
no existe Dios” hemos avanzado un solo paso en el esclarecimiento del tema que nos
ocupa. Hay, desde luego, un desafío mayor que explicar la existencia del mal, y es
luchar contra él. A esa lucha todos estamos convocados. Sí, es lo único importante.
Pero, en cuanto a mí, “todavía hoy puedo pensar que el mal supremo sería que no
hubiera Dios”, termina nuestro teólogo citando a Josep Mª Rovira.

La trascendencia subraya la radical diversidad de Dios respecto de los seres


creados. En sentido genérico alude a eso que, como dice Santo Tomás, todos llamamos
Dios. Cuando E. Levitas en nuestros días alude a “de otra manera que ser”, creo que la
está caracterizando. En la filosofía cristiana me parece que es un concepto que se
desprende de la idea de creación. Novedad del cristianismo frente a la filosofía griega,
manifiesta, por una parte, el absoluto poder de Dios, y por otra, la dependencia de todos
los seres respecto del creador; todos los seres son contingentes, son, pero pueden no
ser, dependen en su ser del ser de Dios, único ser necesario. Tanto en San Agustín
como en Santo Tomás, en línea neoplatónica se subraya esa Trascendencia del primer
principio, el Uno en Plotino. En San Agustín se subraya esa radical distinción entre
Dios y los seres creados, planteando la absoluta simplicidad del primer principio,
Dios, frente al resto de los seres que serían compuestos de materia y forma. Santo
Tomás acepta el criterio de la composición, pero no la fórmula agustiniana, para él lo
que distingue a las realidades creadas es la composición de esencia y existencia: sólo en
un ser necesario, que no puede no existir, Dios, esencia –lo que es- y existencia –el
existir- se identifican.

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