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Desde la Antigüedad y a lo largo de la Edad Media, las personas que realizaban actividades
vinculadas al pensamiento, a la reflexión sobre la naturaleza o la sociedad eran consideradas
pensadores o filósofos, sin importar el tema que estudiaran ni el modo en que lo hacían. Estos
pensadores y filósofos se ocupaban de una gran diversidad de temas y no utilizaban lo que
actualmente denominamos método científico. Las transformaciones desarrolladas a partir de
fines de la Edad Media en la sociedad feudal y más fuertemente con la expansión del
capitalismo a partir del siglo XVI impulsaron el interés por el estudio, conocimiento y control
de la naturaleza. Era necesario dar respuesta a nuevas necesidades y problemas concretos que
se presentaban. La revolución científica de los siglos XVI y XVII introdujo una diferencia
fundamental respecto de la reflexión tradicional sobre la naturaleza: el propósito de estudiarla
a partir del método experimental. Pensadores como Bacon, Descartes, Hume o Kant
reflexionaron y escribieron sobre las características del conocimiento científico y de su método
de trabajo. Se trataba fundamentalmente de analizar el mundo tomando como punto de
partida la observación y evitando especular a través del pensamiento. De ser posible las
observaciones debían ser realizadas y controladas por el científico. Esta nueva forma de llegar
al conocimiento a través de la experimentación no tuvo aceptación inmediata; por el contrario,
se fue imponiendo lentamente a lo largo de los siglos XVIII y XIX.
El modelo de sociedad burguesa que se consolidó a lo largo del siglo XIX se apoyó en la
afirmación de la universalidad progresiva de la experiencia histórica europea. La historia de
Europa, su cultura, tradiciones y sus rasgos étnicos son considerados como el punto de llegada,
la superación tanto de sociedades del pasado como de otros pueblos contemporáneos a los
que se conquista y se intenta incorporar a ese modelo, en algunos casos, puesto que la otra
opción era el exterminio al que se legitimaba por la supuesta inferioridad. Aunque este
proceso no ocurre sin resistencias, su generalización impacta fuertemente en el mundo
intelectual de la época. Las ciencias sociales se verán influidas por esa visión universal y
progresiva de la historia en la que todos los pueblos y sociedades están organizados según una
escala jerárquica. La historia de la civilización es una sola y tiene varias etapas. La cúspide de
este proceso estaba reservada a las sociedades capitalistas de Europa occidental, consideradas
como punto de llegada del progreso social.
A continuación nos dedicaremos a analizar el proceso de surgimiento de las dos disciplinas que
tienen mayor presencia en la tradición escolar: la historia y la geografía. Esto no es casual, por
el contrario, su centralidad en los sistemas educativos es consecuencia de las virtudes que las
elites dirigentes encontraron en ellas para la formación de ciudadanos y patriotas.
En el caso de la historia, desde los tiempos más remotos hubo personas que dedicaron parte
de su tiempo a contar o escribir sobre el pasado, algunos trascendieron su época y aún hoy son
reconocidos como autores representativos de la historiografía clásica o medieval, como
Heródoto, Tucídides, Polibio, Plutacro, Tito Livio, Tácito, Froissart o de Fiore. Sin embargo la
moderna historiografía, es decir la forma actual de concebir la historia y el trabajo del
historiador surge recién a fines del siglo XVIII. En ese momento se va a producir la confluencia
de dos procesos: la construcción de un método de trabajo y de interpretaciones generales
sobre el curso de la historia. Por un la lado, la construcción de un método erudito para trabajar
con los documentos históricos y utilizarlos como fuentes, para reconocer lo verdadero de lo
falso y poder así extraer la verdad que poseen. Estos criterios para convertir a los restos del
pasado en fuentes confiables para la investigación histórica es lo que más tarde, a lo largo del
siglo XIX, se convertirá en el núcleo erudito de la profesión, aquello a lo que apelarán los
historiadores para defender la cientificidad de su trabajo y distinguirse de otras personas que
también intentaban construir interpretaciones sobre el pasado o sobre la sociedad pero sin
haberse formado en esa disciplina.
Por otro lado, y también en el siglo XVIII, la filosofía de la Ilustración y la Revolución Francesa
produjeron cambios en las relaciones de los hombres con el tiempo. Si hasta ese momento la
importancia del estudio del pasado tenía que ver con las enseñanzas que podía brindar para la
vida, el ser un modelo a imitar (la historia como “maestra de vida”), a partir de entonces, la
historia se convierte en una guía para la acción futura, la historia se hace en nombre del
porvenir. El tiempo se orienta hacia el futuro, y esta predominancia se plasma en el concepto
de progreso. Comienzan a construirse esquemas para explicar la relación con el pasado que
suponen una filosofía que da sentido a la narración histórica a lo largo del tiempo, que intenta
explicar hacia donde se dirige la humanidad. En esto el aporte de la filosofía de la ilustración
fue central. El historiador alemán, Reinhart Koselleck (2010), sostiene que es esta combinación
de técnicas de trabajo eruditas y de esquemas interpretativos generales del devenir de la
humanidad lo que constituye el surgimiento de la historiografía moderna. Es sobre estas bases
que a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, la historia se institucionaliza, se convierte en
una disciplina profesional a partir de un conjunto de reglas y protocolos de trabajo que se
enseñan y se aprenden en instituciones especializadas como las universidades. De ahí en
adelante se formarán allí los historiadores profesionales. Como en el caso de las otras ciencias
sociales, la profesionalización implicó también que los estudios dejaran de ser un pasatiempo o
una actividad complementaria, para convertirse en una profesión de la que trabajar para vivir.
Este hecho, no impidió sin embargo que otras personas siguieran construyendo
interpretaciones sobre el pasado y el presente (escritores, periodistas, testigos, etcétera). A
este proceso contribuyó también –al igual que con la geografía- la demanda de los nacientes
estados nacionales por configurar una identidad colectiva que aglutinara a los ciudadanos. En
la organización curricular de los noveles sistemas educativos nacionales, la historia ocupó un
lugar central porque se consideraba imprescindible conocer la forma en que una nación se
había convertido en tal para profundizar el patriotismo y el sentimiento de pertenencia a esa
nación. También se consideraba imprescindible conservar “los restos” del pasado de las
naciones, para lo que se promovió la creación de archivos, bibliotecas, academias e
instituciones dedicadas a la protección del patrimonio.
El tipo de historia que se generaliza en las últimas décadas del siglo XIX, ciertamente contribuía
a este propósito, era sobre todo un relato de “grandes hombres”, militares, políticos,
diplomáticos; patriotas cuyas cualidades y acciones podían explicar la propia historia de las
naciones. Era una historia de los grandes acontecimientos políticos, organizada según un
desarrollo cronológico y un formato de historia nacional. A partir de la segunda mitad del siglo
XIX, las universidades –especialmente las de Europa occidental- se convirtieron en verdaderos
centros de investigación científica, sedes de la producción de conocimiento. Como señalamos,
en general, en el seno de las facultades de filosofía –en algunos casos de las de derecho- se
fueron creando áreas y carreras dedicadas a las distintas ciencias sociales. Estas a su vez,
tuvieron que esforzarse por demostrar el carácter específico que las distinguía y definir los
límites que las separaban entre sí para encontrar un espacio académico propio. Esto dio lugar
a encendidos debates, por ejemplo los que enfrentaron a historiadores como Charles
Seignobos con sociólogos como Francois Simiand o Emile Durkheim, o a este último con
geógrafos como Paul Vidal de la Blache en Francia, o a economistas como Carl Menguer con
historiadores como Gustav Schmoller en Alemania.
Desde el origen de las ciencias sociales hasta la actualidad un problema que ha concentrado la
atención tanto de los cientistas sociales como de los epistemólogos es el de la objetividad.
Aunque planteada desde diferentes posiciones teóricas, epistemológicas y metodológicas, y
respondida de distintas maneras, la pregunta conserva su vigencia: ¿existe algún modo de
conocer objetivamente la realidad presente y pasada? La pregunta remite al alcance del
conocimiento científico en general, y no solo al de las ciencias sociales, porque el problema de
la objetividad o no del conocimiento afecta a la ciencia en su conjunto. Sin embargo a lo largo
de los últimos dos siglos la reflexión sobre estos temas se hizo más frecuente en aquellas áreas
del conocimiento que denominamos ciencias sociales.
El positivismo y las ciencias sociales: El clima intelectual que se abre a mediados del siglo XIX
para las ciencias sociales estuvo estrechamente vinculado a la corriente de pensamiento
positivista, cuya influencia se extenderá con fuerza por todo el mundo intelectual occidental
durante el medio siglo siguiente. El positivismo proponía como modelo de cientificidad el de
las ciencias físico naturales. En ese contexto tanto aquellas que tenían cierta tradición como la
historia o la geografía, cuanto las más noveles, sociología y antropología, en su camino para
convertirse en ciencias “a la altura de los nuevos tiempos cientificistas”, con reconocimiento
institucional y social, se esforzaron por acercarse a las prestigiosas ciencias de la naturaleza,
importando sus métodos y procedimientos. En buena parte de los países occidentales este
desafío se tradujo en esfuerzos por explicar los fenómenos sociales asemejándolos a los del
mundo natural. La biología, la geología, la química, la fisiología o la medicina experimental
sirvieron como modelos. Veamos algunos ejemplos:
Muy influido por el clima cientificista de la segunda mitad del siglo XIX, el historiador francés
Hippolyte Taine, para explicar las transformaciones producidas por la revolución de 1789 en la
sociedad francesa, sostenía en 1875 que esta “...semejante a un insecto que se transforma,
sufrió una metamorfosis. Su antiguo organismo se disuelve; se desgarra ella misma sus más
preciadostejidos, y cae en convulsiones que parecen mortales (...) Antiguo régimen, revolución,
régimen moderno son los tres estados que voy a tratar de describir con exactitud. Me atrevo a
declarar aquí que no persigo otro fin; se ha de permitir a un historiador conducirse como
naturalista; estoy ante el asunto como ante la metamorfosis de un insecto.” Taine, H. (1944)
El sociólogo francés Emile Durkheim en su libro Las reglas del método sociológico escrito en
1895, trataba de delimitar el objeto y método de esa nueva ciencia y sostenía que ella:
“...lo único que reclama es que el principio de causalidad se aplique a los fenómenos sociales
(...) Como la ley de causalidad ha sido verificada en los restantes dominios de la naturaleza, y
progresivamente ha extendido su imperio del mundo físico al mundo biológico, y de éste al
mundo psicológico, se tiene derecho de reconocer que es igualmente válida en el mundo social
(...) Nuestro método es objetivo. Se subordina totalmente a la idea de que los hechos sociales
son cosas y deben ser tratados como tales.” Durkheim, E. (1987)
En Inglaterra, el historiador Thomas Bucle, se propuso, siguiendo a Comte, descubrir las leyes
que guiaban el desarrollo histórico de las sociedades. Creyó encontrar la clave en la influencia
del medio sobre los hombres. Entendía que el medio determinaba el grado de desarrollo de las
distintas civilizaciones y explicaba las particularidades que adquirían los distintos pueblos por
la influencia de factores naturales como el clima, el suelo, la geografía. Así llegaba a la
formulación de leyes que permitían explicar la evolución de las sociedades del continente
europeo y de los distintos países: “Las causas generales siempre concluyen por triunfar de
todos los obstáculos. En el conjunto de los sucesos, y comparando largos períodos, su acción es
irresistible, y en vano es atacada, y en algunas ocasiones durante algún tiempo detenida por
los hombres de estado, dispuestos siempre a ir contra la corriente con sus empíricos y
mezquinos remedios. Cuando el espíritu de la época está contra ellos, sólo pueden aspirar a
triunfar un instante, pasado el cual se produce una reacción que hace pagar la pena de la
violencia contra las leyes generales cometida.” Buckle (1861) La obra se comienza a publicar en
1857 y queda interrumpida por la muerte del autor en 1862.
Desde luego, no todos los intelectuales del siglo XIX estuvieron influidos por el positivismo, ni
adoptaron sus postulados para trabajar. A fines de ese siglo en varios países se va a producir
una reacción frente a la aplicación del método de las ciencias de la naturaleza a las ciencias
humanas. Este movimiento va a ser especialmente intenso en Alemania e Italia, donde una
serie de intelectuales como Wilhelm Dilthey, Max Weber, Wilhelm Windelband, Heinrich
Rickert o Benedetto Croce van a defender la adopción de un modelo científico alternativo.
Entendían que la historia, la geografía, la economía eran parte de una familia de ciencias
distinta a las ciencias físico naturales, también llamadas ciencias nomotéticas, porque buscan
leyes generales para explicar los fenómenos. Este grupo diferente de ciencias fueron
denominadas “ciencias del espíritu” o “ciencias ideográficas” porque se ocupan de la
comprensión de situaciones únicas e individuales que involucran a los hombres. Fue el filósofo
alemán Windelband quien introdujo por primera vez la distinción entre ciencias nomotéticas e
ideográficas en su obra Historia y Ciencia Natural en 1894. Ambas, las ciencias de la naturaleza
y las ciencias del espíritu, eran consideradas ciencias, pero de distinta naturaleza porque sus
objetos de estudio eran diferentes, y por lo tanto debían aplicarse métodos diferentes para
estudiarlas.
Otro filósofo e historiador alemán, Wilhem Dilthey, también trató de encontrar bases de
cientificidad distintas a las del positivismo para las ciencias del espíritu. Toma como punto de
partida la distinción entre las ciencias de la naturaleza que estudian fenómenos del mundo
natural, externos a los hombres, que no tienen relación con sus vivencias y experiencias y por
lo tanto generan conocimiento abstracto, y las ciencias del espíritu, en las que el sujeto que
conoce forma parte del objeto a conocer, forma parte del mundo humano que quiere estudiar.
Estas últimas ciencias deben ser estudiadas a través de un proceso interior, de introspección,
en el que el conjunto de experiencias que posee el científico le servirán para comprender. Así
mientras que las ciencias de la naturaleza explican a través del descubrimiento de causas y
efectos, las ciencias del espíritu comprenden a través de dar cuenta de los motivos y fines de
los comportamientos de los hombres:
“Junto a las ciencias naturales se ha desenvuelto espontáneamente, impuesto por las tareas
mismas de la vida, un grupo de conocimientos que se hallan enlazados entre sí por razones de
afinidad y de fundación recíproca (...) Todas estas ciencias se refieren a una misma realidad: el
género humano. Describen y relatan, enjuician y forman conceptos y teorías en relación con
esta realidad.” Dilthey (1944).
También el sociólogo e historiador alemán Max Weber, defiende la idea de que existe un
conjunto de ciencias humanas que son distintas de las ciencias de la naturaleza y del modelo
de conocimiento que estas proponen, pero capaces también de dar argumentos científicos que
permitan entender y dar sentido al mundo. Pero formula una estrategia distinta para resolver
el problema. Sostiene que ambos tipos de ciencia poseen instrumentos de validación
semejantes, aunque difieren en la formulación de las hipótesis y la validez de sus conclusiones.
Es decir que los objetos de estudio son distintos pero no los métodos. ¿Por qué son distintos
los objetos? Porque el conocimiento social humano está relacionado con valores, el mundo
humano está orientado por valoraciones e intenciones y eso lo diferencia del mundo de la
naturaleza. Esos valores influyen en la elección del tema que se proponga estudiar, el recorte
que se haga y la perspectiva que se asuma. Por ejemplo, la decisión de estudiar las relaciones
entre las transformaciones en los sistemas económicos y los cambios sociales no surge de un
vínculo dado y objetivo entre estos elementos sino de un valor del investigador, que parte de
la idea de que existe un fundamento económico para los cambios en la sociedad o, dicho de
otro modo, que la base material explica la sociedad. Los valores condicionan el punto de
partida de la investigación. ¿Dónde queda la cientificidad entonces? En el método. Es este el
que permite explicar los hechos y elaborar modelos de explicación abstractos, llamados por
Weber “tipos ideales”, que están construidos a partir de la observación de los hechos durante
la investigación pero no tienen que ver con ningún caso concreto real. Por ejemplo, las
diferentes formas (tipos ideales) de legitimidad del poder: tradicional, carismática y racional.
Su utilidad es servir como instrumentos para la comprensión de los casos concretos. Entonces,
en el punto de partida (la elección del tema y la perspectiva de investigación) influyen los
valores, las ideas de los investigadores, sus puntos de vista; en el punto de llegada - el
resultado - está la posibilidad de comprender los casos particulares; en el medio, el método y
la construcción de modelos que le otorgan cientificidad al estudio del mundo social. Según
Max Weber un “tipo ideal” es un concepto para sistematizar y comprender los fenómenos
singulares de la realidad. Es un instrumento de análisis para comprender el significado de un
fenómeno. El “tipo ideal” no describe una realidad, es construido por el científico mediante la
abstracción y simplificación de una serie de rasgos, y luego es utilizado como categoría para
estudiar situaciones históricas concretas. Por ejemplo, Weber había construido tres tipos
ideales de dominación social o autoridad: tradicional, carismático y racional. Con ellos
intentaba estudiar las formas de organización del poder en una sociedad y su legitimidad. Las
controversias en torno a las posibilidades de conocer el mundo social y de los métodos
necesarios para hacerlo continuaron a lo largo de todo el siglo XX. Por ejemplo durante las
décadas de 1940 y 1950 los trabajos de C. Hempel, La función de las leyes generales en la
historia, y de K. Popper, La miseria del historicismo y La sociedad abierta y sus enemigos
abrieron nuevamente el debate sobre la explicación científica, y sobre la posibilidad de realizar
generalizaciones y formular leyes en las ciencias sociales.
Más allá de las particularidades de cada autor o teoría, es posible distinguir a lo largo de los
siglos XIX y XX dos grandes grupos de interpretaciones sobre la forma en que producen
conocimiento las ciencias sociales.
- El enfoque sistémico: el mundo social es una totalidad, distinto del agregado de individuos
que actúan en él y por lo tanto debe estudiarse el sistema social en su totalidad. La explicación
del comportamiento y la evolución de la vida social, debe realizarse buscando las leyes o
regularidades que explican su funcionamiento. Existe un único método científico, aplicable a
todas las ciencias, que permite identificar las explicaciones causales de los fenómenos. Las
explicaciones están orientadas a la búsqueda de las causas-efectos.
Sin embargo, entre los cientistas sociales ha comenzado a crecer en las últimas décadas, la
idea de que estos dos modos de abordar el estudio de lo social no son excluyentes. Las
individualidades no pueden entenderse sin analizar el contexto social en el que están inscriptas
y éste es incomprensible sin atender a los individuos que lo construyen y transforman. Es la
complementariedad entre distintas escalas de análisis –aquellas centradas en los individuos y
las que apelan a abordajes macrosociales o al análisis de estructuras - lo que permitiría dar
cuenta de las complejidades de lo social. Del mismo modo, aun cuando la aspiración de lograr
un conocimiento objetivo de la realidad “tal cual es” ya casi no existe, muy pocos dudan hoy
de que las ciencias sociales son ciencias. Porque simultáneamente ha cambiado lo que hoy
entendemos por científico. La calificación de científico no responde tanto a la exactitud del
resultado conseguido, que es siempre perfectible y modificable en base a la elaboración de
nuevas teorías o hallazgos, sino por la aplicación de un método y la sujeción a las convenciones
establecidas por cada disciplina.