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LA CIUDAD DE LOS SUEÑOS

(Narrativa Completa)
JUAN JOSÉ HERNÁNDEZ

LA CIUDAD DE LOS SUEÑOS


Y la ciudad de los sueños que vienen
será Buenos Aires. Tal lo esperan los hijos de
la Visión; tal lo aguardan los ausentes de la
Esperanza.
Rubén Darío

PRIMERA PARTE
La casa de los Figueras, sus balcones de hierro que miran a la plaza
principal, rodeada de naranjos; la puerta de calle, el amplio zaguán, la verja,
la mampara de vidrios azules y rojos que divide el vestíbulo del primer
patio; el dormitorio de la abuela, la cómoda de caoba y encima la imagen
del Niño Dios en un fanal; el ropero de tres cuerpos; la cama de altos
espaldares de bronce: allí doña Brígida descansa aspirando con languidez
un pañuelo humedecido en agua de Colonia: “¿Qué hará Matilde levantada
a la siesta? Debería estar en su cuarto, acostada. Sobre que es carbonilla,
bonita se va a poner con el sol de afuera”.

El primer patio cubierto por un toldo; la galería lateral con piso de mosaico
ajedrezado; el juego de sillones de mimbre; las macetas donde crecen
palmeras enanas, begonias y helechos sombríos. Los padres de Matilde; sus
voces, apenas un susurro detrás de las persianas del cuarto en que descansan
a la hora de la siesta:
—¿A dónde vas, Florencia?
—A buscarte un vaso de agua con limón.
—Cuidado con pisar el cable del ventilador.
El dormitorio de la abuela, su rostro severo y macilento, las peinetas y
horquillas con las que sujeta el tirante rodete de pelo gris frente al espejo de
la cómoda:
“Apostaría a que está en el fondo, comiendo higos verdes.'¡Qué niña
traviesa! Se va a enfermar”.
El fondo de la casa, el gallinero disimulado por un cerco de ligustro, el
áspero follaje de una higuera entre cuyas ramas asoma la cabeza de un
chico que sonríe. Matilde:
—¿Quién sos? Mentiroso: el diablo no aparece de día.
Octubre de 1944

Hasta ahora nunca había pensado en llevar un diario, pero la carta que
recibí de Lila Cisneros abre un panorama diferente a mi vida desdichada.
¿Qué sentido habría tenido anotar en un cuaderno los tedios cotidianos de
este ambiente pueblerino? Escribir, por ejemplo: hoy me levanté a las doce;
almorcé con mi madre y mi abuela; después dormí otra vez hasta las seis.
Desperté de malhumor, con la cara abotagada. Me di una ducha fría y me
senté en el patio a leer una novela.
En casa podrán decir lo que quieran de Lila Cisneros: que siempre tuvo
fama de pizpireta, que se casó con un hombre de edad que podría ser su
padre, un divorciado, para colmo. Aquí la gente habla de envidia. Gracias a
su casamiento, Lila pudo escapar a esta chatura y obtener una posición en el
mundo elegante de la Capital. Yo la admiraba desde los tiempos del
secundario. Es cierto que entonces se excedía en imitar el peinado y los
gestos de una actriz de cine y que ese juego pueril acabó por ocasionarle
muchos disgustos. Lila Cisneros no ha olvidado la lealtad que supe
demostrarle en los momentos más difíciles de nuestra amistad: de inmediato
contestó a mi carta con otra, amabilísima, en la que me promete su ayuda.
Está convencida de que mis estudios de francés y la relación de su marido
con el gerente de la revista Élite, harán realidad mi sueño de vivir en
Buenos Aires.
He decidido ocultar a mi familia mi propósito de abandonar la provincia no
bien reciba la confirmación de un empleo de traductora en la revista. Mi
abuela, en especial, pondrá el grito en el cielo. Cuenta con mis clases de
francés para equilibrar nuestras finanzas quebrantadas por la muerte, mejor
dicho, por el entierro de papá. Pero nada hará cambiar mi voluntad. Tengo
veintiséis años, me sé físicamente poco atractiva y no ignoro que si
continúo en la provincia acabaré por parecerme a una de las tantas
solteronas que conozco, orgullosas del antepasado ilustre que sólo les dejó
en herencia su propio retrato al óleo, colgado en una sala ruinosa, o su
nombre perpetuado en una calle del suburbio. Sin fortuna, el abolengo
carece de importancia. Sobre este tema he discutido hasta el cansancio con
Alfredo Urquijo, que conoce al dedillo la genealogía de las antiguas
familias provincianas y porteñas. Trataré de ser más amable con él en lo
sucesivo. Después de todo, sus visitas hacen menos cansadores estos meses
de luto riguroso.

Ayer, por la tarde, breve visita de Alfredo Urquijo. Me trajo de regalo


caramelos rellenos de fruta de la confitería Buen Gusto. Se los di a mamá, a
quien le encantan las golosinas. He preferido no hablarle de la carta que
recibí de Lila. Alfredo no la quería. Jamás le perdonó una broma que le hizo
sobre sus cejas. Yo había reparado en ese detalle, pero sin darle
importancia. Me parecía natural que los artistas se arreglaran las cejas, se
tiñeran el bigote, como Jaimes Freire, o se dejasen melena como Musset.
Por lo demás, las cejas altas y dibujadas de Alfredo le dan una expresión
melancólica que él explota hábilmente cuando recita versos. Pocos hombres
tan cultos, tan educados como Alfredo Urquijo. Hace poco me dijo que
escribía y que tiene pensado enviar un poema a la revista Élite donde,
además de colaboraciones literarias, publican interesantes notas sociales de
Buenos Aires: dinners dansant, casamientos, fiestas divertidas. Ni
comparación con nuestra opaca vida mundana. Le he dicho a Alfredo que
con gusto cambiaría mi apellido criollo por el de cualquiera de esas rubias
que aparecen en el último número de la revista navegando en un yacht por
el Tigre.

Alfredo Urquijo me prestó un libro de Paul Valéry, poeta que está de moda
en la Capital. No comprendo sus versos; me parecen fríos, rebuscados.
Prefiero los poemas de la condesa de Noailles que me ponen carne de
gallina. Dentro del libro de Valéry, un recorte de diario con la carta del
poeta francés a una señora porteña pidiéndole un par de zapatos. En
realidad, cada día me gusta menos la poesía. He vuelto a tomar el ejemplar
de La ciudad sin Laura, regalo de la hermanita que enseñaba literatura en el
colegio. “Estar enamorado”, aquel poema que tanto me emocionaba, me
deja ahora completamente fría.

Todavía sin respuesta de Lila a mi última carta. Quizá no fui lo


suficientemente persuasiva. Uno tiene su orgullo. Después de todo, no le
pido una limosna. Tengo un título de la Alianza Francesa, soltura para
escribir, buena ortografía. Por orgullo y también por pudor no he querido
decirle el miedo que tengo de enloquecer si continúo encerrada en esta casa
húmeda y sombría, con sus patios silenciosos, su puerta de calle que
permanece entornada desde la muerte de papá.
Pobre papá. Murió de un síncope mientras leía el diario, sentado en la
galería. Era lo único que hacía desde su fracaso político: leer diarios, jugar
al dominó con sus amigos en el Club. Cuando murió publicaron una extensa
nota con ponderaciones a su hombría de bien, a su apostura distinguida. La
verdad es que tenía una linda estampa. El Inglés, así lo llamaban por el
color de sus ojos y el cuidado que ponía en la elección de su ropa. Hace
años, al verlo salir de casa con su traje de hilo color crema, su rancho y su
bastón de caña, me gustaba imaginar que él era virrey o embajador de algún
país exótico. Yo tenía doce o trece años. Nadie sospechaba aquellas
fantasías a las que me entregaba en secreto. Papá era embajador en Ceilán.
Aniceta, un hada disfrazada de sirvienta que en cualquier momento, con un
toque de su varita, trasformaría nuestra casa en un palacio como el de los
Gálvez y a mí en una muchacha risueña y feliz como Lila Cisneros.
Cuántos sueños en la salita de música donde sentada al piano tocaba hasta
el cansancio el mismo vals de Chopin, frente a una multitud de imaginarios
espectadores que me aplaudían, que me admiraban. Ahora, debido al luto, el
piano está cerrado. A veces, cuando mamá y mi abuela van al cementerio,
pongo sordina y deslizo los dedos por el teclado. Pero es inútil. No puedo,
no quiero soñar.

Debo aprender a dominar mi impaciencia. Quizá Lila no recibió mi carta.


He leído en Elite que comenzó la temporada de verano en Mar del Plata y
que este año la moda impondrá los pañuelos y las telas rayadas para la
playa. Seguramente Lila y su marido han partido a la Perla del Atlántico
donde, según la revista, ya se advierte la llegada de las primeras bañistas.
Un día de calor agobiante. He tenido que hacer un esfuerzo para vencer las
ganas de echarme en el piso de mosaico y permanecer allí, aletargada, hasta
que el aire fresco de la tarde reanimase mis sentidos. He mojado mis sienes
con agua fría. Ahora estoy en la sala con mi cuaderno de notas, mis nervios
deshechos y mi tristeza. Hay días en que estoy tan sensible que hasta el
canto del canario me parece agresivo. La sala a la calle, los retratos que
cuelgan de las paredes carcomidas por el salitre y la humedad: mi
bisabuelo, papá, el tío Plácido que murió de chico, picado por un alacrán.
En mi familia las mujeres sobreviven a los hombres; de ahí que en casa
abunden armarios y baúles repletos de tocas y vestidos de luto. Felizmente
nosotras no tenemos esos problemas que suelen presentarse a las demás
familias con la muerte sorpresiva de un pariente: el teñido casero de ropa, la
búsqueda infructuosa de un par de guantes negros. Poseemos el surtido
completo para cualquier ocasión. Mi abuela no acababa de salir del medio
luto cuando la muerte de papá la devolvió al luto riguroso, que, debo
admitirlo, le sienta admirablemente. El día del entierro, los curiosos que
estaban en la vereda enmudecieron de asombro al verla subir al coche del
acompañamiento cubierta de crespones sombríos y velos de tul. Mi abuela
dice que debo esperar seis meses para pasar de las medias negras a las
torcazas, de la cara lavada al rouge discreto, natural. A mí la ropa oscura no
me sienta: acentúa el color amarillento de mi tez. ¿A quién habrá salido esta
niña tan paliducha y desabrida? se preguntaba Aniceta. A mi abuela le oí
decir que por la línea de mi familia materna aparecían de vez en cuando los
rasgos de una mestiza de la Colonia. Esa seria la explicación de mis
pómulos salientes, de mis ojos oblicuos. También explicaría la frialdad que
siempre tuvo papá para conmigo.
Mis sospechas se confirmaron: Lila Cisneros está en Mar del Plata. Hoy he
visto su fotografía en una nota de la revista titulada “Bañistas en el Ocean”:
parece una odalisca recostada con languidez en la playa. Detrás de ella, en
una carpa, hay un hombre diminuto ¿su marido? que descansa en una silla
de lona, la cara tapada con un sombrero de paja.
Voy a escribirle a Lila una carta menos reticente que las otras. Le diré con
franqueza que desde su partida no he vuelto a tener una sola amiga que
valga la pena; que en casa estamos apretados de dinero, que la provincia me
ahoga, que ella conoce, tanto o más que yo, la maldad de esta gente que
únicamente emplea la imaginación para la burla despiadada y la calumnia.
Releo esta última frase y a pesar del tiempo trascurrido siento que se me
oprime el pecho de rabia, de impotencia. ¿Cómo pudieron ser tan
mezquinos y crueles con ese par de criaturas inocentes que éramos Lila y
yo? Con profunda lástima de mí misma vuelvo a verme en mi cuarto,
llorando amargamente mientras reconstruyo los rostros de Lila y de Pancho,
su novio, con los pedazos dispersos del retrato que ha destrozado mi abuela.
Será preciso extirpar el mal de raíz, apartar la fruta agusanada que corrompe
a las otras. Hizo bien la superiora en confiarme el problema porque
Florencia, que es el colmo de la desidia, sólo se ocupa de su marido. El
mundo puede venirse abajo, nada le importa. Mucho menos esa chica que le
recuerda el origen de su familia.
El color de piel es secundario. ¿Acaso no veneramos al beato Martín de
Porres que era un mulato? Y el indio Ceferino ¿no fue un modelo de
virtudes cristianas? Muy cierto, madrecita, lo que cuenta es el alma: por ella
seremos salvados, o condenados. Pero aunque me duela decírselo, el alma
de mi nieta es un pozo de mentiras y simulaciones.
Ojos achinados, taimados mestizaje del alma. Con qué cinismo ha dicho
que no sabía el nombre del autor de esa carta vergonzosa. Francisco Dávila,
el menor de los hijos de Amalita Correa, gente antigua aunque oriunda de
Catamarca. ¿Quién otro iba a ser? He visto su retrato escondido en un
cuaderno de solfeo.
El muchacho no tiene la culpa: ella y su amiguita deberían darse el lugar
que les corresponde y no atraer el escándalo sobre sus cabezas con actitudes
impropias de señoritas bien nacidas. Cualquiera pensaría que han sido
criadas detrás de los bulevares y no en hogares de familias decentes.
Lila Cisneros. Dios me perdone, pero aborrezco a esa chica de bucles
dorados y sonrisa empalagosa. Tiene razón la superiora: hay que cortar en
el acto una relación tan funesta.
¿Sabe usted madrecita? Desde que son amigas, a Matilde se le ha dado por
cepillarse el pelo incesantemente; toca frivolidades en el piano, compra
goma de mascar. Con el pretexto del estudio se encierran en la sala a
conversar como un par de cotorras. Eso sería lo de menos. Pero el retrato
¿qué me dice del retrato? Las dos muy orondas en el parque del brazo del
galán como sirvientitas en compañía de un conscripto. Qué desfachatadas.
Con la superiora coincidimos en que por desgracia vivimos en un siglo
materialista. El ateísmo y la sensualidad grosera acechan a la juventud
incauta, filtran sus venenos a través de la radio, el biógrafo y las revistas.
No sólo acechan a la juventud. Hasta Aniceta, que tiene sus añitos, descuida
sus obligaciones para oír “La redimida”, una radionovela sobre una
adúltera. ¿No habrá quien prohíba tales impudicias?
Pero hay algo más que ignora la madrecita a causa del aislamiento con el
mundo que le impone la religión. Algo que he preferido callar. Hace tiempo
que observo el desarrollo de la simiente de impiedad que el demonio
sembró en esta provincia. Basta abrir el diario para comprobarlo: un día la
aparición de una mujer-hombre en la Ciudadela; otro, el nacimiento de un
cabrito de dos cabezas; o la cosecha de una papa de seis kilos. Las muías
tienen cría; una perra se aparea con un chancho; un forajido y un chinito
cualquiera, el Peladito, reciben el culto que se les reserva a los santos. Por
todos lados la hinchazón malsana, el triunfo de lo sacrílego y monstruoso.
No creo equivocarme: así como de esta tierra salió la alimaña que mató a
Plácido, la misma tierra engendrará otras igualmente feroces que llevarán a
cabo la destrucción final. Ya la impiedad, como una mancha impura, ha
traspasado los bulevares y se apodera del corazón de la ciudad. No me
cansaré de repetirlo. La retreta de enfrente es un escenario de vanidades y
desvergüenzas. Habría que talar los naranjos de la plaza, quitar bancos y
fuentes y levantar en el medio una cruz penitencial que recuerde a los
pecadores que sólo el sufrimiento es redentor y que el demonio, agazapado
en el huerto de la abundancia, prepara nuestra perdición.
Plácido, mi hijo mayor, y el Inglesito, que también cayó en la trampa del
demonio al casarse con una mujer que llevaba en sus entrañas la herencia
del mestizaje. Es cierto que gracias a su dinero pudimos pagar la campaña
política del Inglés, que resultó un fracaso a causa de las maniobras
solapadas de la masonería. Florencia aceptó su ruina con altura. Habrá
perdido su fortuna, pero todavía conserva lo más valioso para ella: su
marido.
Aunque algo boba y desidiosa, Florencia es una mujer buena, resignada.
Comprendo que su hija la decepcione. No le perdona a Matilde esa mirada
arisca en que la terquedad se mezcla con la sorna, ese cuerpito enclenque,
desprovisto de gracia. Si al menos se inclinara por la religión y no por el
francés, idioma que aprende con facilidad asombrosa. Antes, cuando ella
era chiquita, llegué a imaginarme que tendría alguna vocación piadosa. Con
qué devoción miraba aquel Niño Dios que regalé después a la capilla del
Patronato. No tardé en desengañarme. La herencia empezó a obrar a pasos
agigantados. Mi nieta se convirtió en una criatura insoportable: le gustaba
quitarse los zapatos y andar descalza por el patio mojado; escondía
bizcochos debajo de la almohada para comerlos antes de comulgar. Si no
fuera por Aniceta, que la defendía, los azotes que hubiera recibido por
caprichosa, por irreverente. Sin derramar una lágrima, de puro mala y
orgullosa, como ahora que se encierra en su cuarto y se niega a aceptar el
plato de comida que le lleva Aniceta.
No habrá ayuno que valga. Morirá de hambre, pero jamás volverá a ser
amiga de Lila Cisneros. Más aun, como castigo a su terquedad, guardaré
bajo llave toda su ropa de salir mientras duren las vacaciones. Haré
trasladar el teléfono a mi dormitorio y si es preciso hablaré personalmente
con el señor Cisneros para que sepa la clase de hija que tiene.
¿Cómo esa señorita ha osado leer a sus compañeras tamañas indecencias?
Las hermanitas no ignoraban la influencia malsana de Lila Cisneros sobre
sus condiscípulas, pero la carta que una mano providencial puso en el
escritorio de la superiora fue la gota que colmó la medida.
En lo posible, se evitará el escándalo, ha dicho la madrecita. Yo soy
partidaria de un buen escarmiento; ella, en cambio, opina que es mejor
obrar con prudencia, por el bien del colegio. Hará una reunión de padres de
familia y les explicará la situación para que cada cual tome las medidas que
juzgue conveniente. Eso sí, el año que viene le negarán a Lila Cisneros la
inscripción en el colegio.
En mis tiempos, ante la pública deshonra de una muchacha, a nadie se le
hubiera ocurrido encogerse de hombros y contestar enfáticamente, como lo
hizo Matilde, en el despacho de la superiora: Hagan lo que les parezca. Lila
es feliz.
¿De dónde habrá sacado Matilde que la felicidad puede justificarlo todo?
Hemos sido creados para la vida eterna, no para el placer efímero de los
sentidos. El Día del Juicio la balanza dirá si fuimos virtuosos o pecadores,
al margen de la felicidad o la desdicha personal.
Ha comenzado enfrente el paseo de la retreta. Tanta iluminación eléctrica.
Tanta música divertida. Tantos naranjos en flor sobre la boca aún tapada del
hormiguero.
No obstante el luto, a mi abuela y a mamá les pareció correcto que saliera a
dar un paseo con Alfredo Urquijo. Imaginan un flirt entre nosotros. Qué
ingenuas.
Éxtasis y aspavientos de Alfredo al ver el Sagrado Corazón que mi abuela
está bordando en relieve para una feria de caridad. Sólo una vez mi abuela
se dignó levantar los ojos de su labor para desaprobar las adulaciones de
Alfredo con una sonrisa indulgente: “Vamos Alfredito, no bromee. Una
cosa es el arte, otra la religión”.
Frente a mi abuela, Alfredo Urquijo pierde toda naturalidad; se ruboriza,
tose, lanza carcajadas intempestivas, se muerde las uñas. Creo que le
gustaría arrodillarse a sus pies, adorarla como a una reliquia milagrosa. O
quizá le agradaría convertirse en una anciana respetable y sufriente, en una
amiga de mi abuela; saludarla a la salida de una misa en Santo Domingo;
besarle las mejillas, recomendarle algún remedio para su insomnio.
Calles de mi ciudad, calles estrechas y monótonas con balcones propicios al
chisme, a la maledicencia. Hemos caminado hasta la esquina Norte para
mirar los lapachos en flor. La ocurrencia fue de Alfredo que tiene alma de
artista. Me cuidé de decirle que a mi criterio esos árboles carecen de
atractivo poético, que la ostentosa abundancia de sus flores rosadas me
parece una grosería. En vez de los lapachos observé con curiosidad las
modestas viviendas del barrio. Asomada a una ventana, una mujer con la
cabeza llena de bigudíes discutía acaloradamente el precio de una sandía;
chicos descalzos y rotosos jugaban a las bolitas arrodillados en la vereda de
tierra. Otros intentaban remontar por el aire un volantín hecho con papeles
de diario y varillas de caña hueca. En un momento del paseo, Alfredo
interrumpió el “Coloquio de los Centauros” para saludar a un jovencito que
pasó velozmente en bicicleta. Alcancé a distinguir su perfil delicado, el
guiño malicioso de su ojo. “Carlos Ferrari, un ordenanza de la
gobernación”, me dijo. Y continuó con voz engolada el recitado de ese
largo poema de Rubén Darío que leí hace poco, con ayuda de un
diccionario.
No deja de sorprenderme la cultura de Alfredo. A menudo lleva en el
bolsillo del saco un manual de mitología griega que cambia por otro, más
edificante, cuando mi abuela lo invita a tomar el té. A Alfredo le resultará
difícil dejar esta ciudad con sus lapachos en flor que admira tanto como a
mi abuela reseca y enlutada.

En el horóscopo de Élite leí que hoy sería una jornada sumamente favorable
para las nacidas como yo bajo el signo de Capricornio. ¡Sumamente
favorable! Tiene que haberse deslizado un error de imprenta. Desfavorable,
o desagradable debió decir porque esta tarde vino a casa, de visita, mi prima
Teresita Rivadeneira.
Yo la había visto por última vez en el velorio de papá, circunstancia que
aprovechó para romper la tirantez que había entre nosotras desde los
tiempos del Colegio Santa Rosa.
Nunca olvidaré que le quitó el saludo a Lila Cisneros y que sus chismes
contribuyeron a que las monjas le negaran el ingreso al colegio. Han pasado
diez años de aquel episodio y Teresita continúa igual: el mismo aire
falsamente ingenuo, la mirada huidiza, la voz gangosa. En el colegio
gozaba de algún prestigio entre las chicas a causa de un viaje que había
hecho a Europa, pero en general la considerábamos medio lela. Entonces
Teresita llevaba flequillo; ahora, una permanente coronita que según dicen
está de moda.
Aniceta sirvió el té en el juego de porcelana china reservado para las visitas,
del que sólo quedan cuatro tazas, una lechera y un azucarero sin tapa. Como
de costumbre, Teresita sacó a relucir el consabido viaje a Europa; el
recuerdo de una tempestad en el barco; sus paseos por Madrid, por Roma.
Con toda intención interrumpí la descripción que hacía de la Capilla Sixtina
para preguntarle si había fijado la fecha de su casamiento. Nadie ignora que
hace cinco años que lo posterga y que ahora la madre del novio ha resuelto
casarlo con otra muchacha de una familia nada tradicional, pero más rica
que los Rivadeneira. Teresita parpadeó desconcertada; mordió una tostada
con manteca y bebió un sorbo de té. Después me contestó: “Apenas él se
reciba de abogado nos casaremos. Le faltan pocas materias. No se recibe de
puro haragán”.
Tal como suponía, en un momento de su visita Teresita se acercó a la vitrina
para mirar el abanico de nácar y seda que a su juicio debería pertenecer a su
familia. Funda esa pretensión en la letra R, bordada en oro sobre la seda del
abanico, inicial que corresponde al nombre de mi tatarabuela: Ramona
Carabajal Molina de Antuñano.
Al despedirme de Teresita, le recomendé una receta casera para el
enrojecimiento de la nariz, defecto que tanto la mortifica: compresas tibias
de agua de perejil.
La noticia agradable que anunciaba el horóscopo ocurrió esta mañana.
Carlota Vicentini reanudará la semana que viene sus clases de francés. El
dinero que cobraré por enseñarle me vendrá de perillas. Necesito ahorrar
unos pesos para los gastos que tendré que afrontar en Buenos Aires. En
primer lugar, debo comprarme allí un vestido de noche adecuado al medio
elegante que frecuenta Lila Cisneros. He visto un modelo en Elite que me
parece lindísimo: es de seda natural, cruda, con drapeados envolventes: se
lleva con nenúfares en el pelo. Hasta ahora, a escondidas de mamá y de mi
abuela, he comprado algunas prendas sencillas y prácticas: dos blusas de
verano para usarlas con mi traje sastre de brin, una pollera gitana, una
cartera blanca y un par de zapatos modernos, sin talón y sin puntera.
También un frasco de ese estupendo invento que son las medias líquidas.
La idea del viaje me ha quitado el sueño. Es casi medianoche; hace calor.
¿Por qué estas ganas de llorar? A menudo puedo convertir en furia mi
tristeza y de ese modo sobrellevar el tedio y la soledad en que vivo. Ahora
me siento incapaz de odiar. Las lágrimas que corren por mi rostro no son de
tristeza. ¿Tendré que resignarme a que el deseo asuma la imagen de quien
nunca me quiso? Este aire tibio, la fragancia de los jazmines. Querría
desnudarme, salir al patio y acariciar mi cuerpo bajo el cielo estrellado. Y
que me envuelva la dulzura del aire con su promesa de felicidad.

Con mamá, mi abuela y Aniceta en el cementerio. Se cumplían seis meses


de la muerte de papá. Desde temprano, gran animación en la casa como si
fuéramos de picnic.
Ayudé a mi abuela a preparar ramos de calas y de rosas mezcladas con
helechos.
El caballo del coche de plaza que tomamos tenía un sombrero de paja con
dos agujeros por donde le asomaban las orejas. Mi abuela, al advertirlo,
quiso bajar del coche. ¿Qué significaba esa ridiculez? ¿Estábamos acaso en
carnaval? Las explicaciones del pobre cochero lograron apaciguarla. Una
ordenanza municipal exigía que en verano los caballos llevasen sombreros
para protegerlos de la insolación.
En la bóveda, Aniceta y mamá se dedicaron a quitar el polvo del vitral del
Ángel, a lustrar los candelabros de plata y demás objetos litúrgicos del altar.
Mi abuela y yo llenamos de agua los floreros y dispusimos en ellos nuestros
ramos de calas y de rosas. En menos de una hora, la bóveda quedó
reluciente y florida, como para una boda.

Día de los Santos Inocentes. El horripilante cuadro que sobre ese tema
bíblico había en el colegio. Al final me acostumbré a mirarlo con
indiferencia como si aquellas infelices criaturas degolladas por los soldados
de Herodes fuesen cabritos o conejos.
El cuadro era siniestro; por todas partes había cadáveres de niños.
Enloquecidas de dolor, algunas madres desgarraban sus ropas y ofrecían el
pecho desnudo a los verdugos de sus hijos.
La hermanita que enseñaba catecismo nos explicó que esa matanza formaba
parte de un plan divino. Se inmolaban a centenares de inocentes, pero el
recién nacido que afanosamente buscaban los soldados de Herodes no
estaba entre ellos; viviría para que más adelante lo asesinaran otros
verdugos. Misterios de la crueldad y de la inocencia. Como aquella imagen
religiosa extrañamente unida a la pérdida de la mía. La imagen estaba en un
fanal y tenía una pollerita escarlata. Creo que mi abuela la donó a la capilla
del Patronato.

Ayer, a la hora del té, se presentó en casa Alfredo Urquijo para enseñarme,
con gran alharaca, una nota sobre orígenes y linajes argentinos que apareció
en Elite. Al pie de la página, en un recuadro donde dice “descienden
también de don Saturnino Figueras y Arce y de doña Concepción Carabajal,
entre otras familias, las de...” hay una extensa lista que incluye los apellidos
de mis bisabuelos paternos.
Alfredo no quiso tomar el té con nosotros; iba apurado, de paso para su
oficina en la gobernación. Le pedí que me regalara la revista. Voy a
guardarla; puede que me resulte de utilidad en Buenos Aires.
En el mismo número de la revista, varias fotografías de un desfile en
beneficio del Centro Obrero de Barracas. ¡Con qué gracia Magdalena
Iturbide lleva su disfraz de Titania, reina de las hadas! También me
encantaron otras jovencitas caracterizadas de María Antonieta, Juana de
Arco y Petite Duchesse.
El disfraz de Titania me trae a la memoria las tristes fantasías de mi
adolescencia. ¡Si Aniceta, convertida en hada, me hubiera embellecido la
noche del baile de presentación en el Club! Sólo las hadas otorgaban ese
don; no eran como los santos odiosos de mi abuela que consideraban la
belleza por debajo de las virtudes del alma: un anzuelo del demonio, un
bien pasajero. La fiesta se inició con un vals que bailé con papá. Mientras
bailamos, todo el mundo estuvo pendiente de su gracia, de su apostura
varonil. Yo no existía: era una lombriz insignificante colgada de su hombro,
un pretexto para que el Inglés luciera su frac de corte impecable. Los
espejos del salón multiplicaron el perfil armonioso de papá, su cabeza
dorada en contraste con las otras oscuras, peinadas con gomina, como si
fuese Leslie Howard de incógnito en un baile de matacos endomingados. La
única muchacha digna de hacer pareja con papá habría sido Lila Cisneros,
pero ella, a causa de unas infames intrigas, se había visto obligada a
concluir su magisterio en la Capital. ¡El favor que le hicieron!
Me acuerdo que Pancho, su ex novio, bailó toda la noche con la menor de
las Gálvez, una especie de ratita con la que ese buen mozo acabaría por
casarse, y que Alfredo Urquijo no se cansó de ponderar el buen gusto de la
decoración de gladiolos rojos y la fastuosidad de las arañas que iluminaban
el salón. Todavía sigue comparando las arañas del Club con las que hay en
Versailles, lugar donde jamás ha estado. Versailles para Alfredo, Lourdes
para mi abuela. Yo me conformo con un empleo que me permita vivir en
Buenos Aires.

Con una hora de atraso ha venido hoy a tomar su primera clase de francés
Carlota Vicentini. ¿Qué se habrá pensado esa insolente? Ni siquiera me
pidió disculpa por la demora. ¿Creerá que el dinero de sus padres la
autoriza a tener los desplantes de esa norteamericana a quien llaman La
Niña de Oro?
Con gusto la habría puesto de patitas en la calle, pero me contuve pensando
en mi viaje.
Carlota Vicentini interrumpió la clase para decirme que sus padres acaban
de comprar la quinta Clodomira, que hasta hace poco era propiedad de los
Antuñano, parientes directos de mi abuela. Antes de noviembre tienen
pensado inaugurar allí una pileta de natación a la cual, por supuesto, estoy
invitada.
Mucho más agradable que esa invitación fue enterarme por Carlota de que
este fin de semana una amiga suya anunciará su casamiento con el novio de
mi prima Teresita Rivadeneira.
Comentario de mi abuela al saber que los Vicentini han comprado la quinta
de sus parientes: “Eso no les da derecho a esos taños a ocupar la bóveda de
la familia”.

Conversación con Alfredo Urquijo sobre el alma de las mujeres. Según él,
únicamente las mujeres somos capaces de albergar sentimientos nobles y
delicados. Almas bellas, ánforas de exquisitos perfumes y el consabido
verso “Mientras exista una mujer hermosa...” que siempre me pareció un
disparate. ¿Qué sabrá Alfredo del alma de las mujeres? Ni de lejos imagina
el infierno que hay en la mía. La cobardía, la envidia, la falsedad son los
sentimientos que albergamos con mayor frecuencia. Pagamos un precio
muy alto por esa aureola de perfección que los hombres colocan sobre
nuestras cabezas. Hijas perfectas, novias perfectas, esposas, madres
perfectas. ¿Y qué decir del ensañamiento de las mujeres hacia sus
semejantes que intentan apartarse del redil? Lo he padecido, no en carne
propia (mi insignificancia física me ponía al resguardo de los celos y la
envidia), sino a través de Lila Cisneros. Yo no ignoraba el riesgo que corría
al ponerme en contra de la corriente. Dios mío, ¡de cuántas bajezas son
capaces las salvadoras de la virtud! Anónimos perversos, insultos por
teléfono, apodos venenosos.

Otra mañana esperando que aparezca el bendito cartero en el zaguán. Temo


que mi abuela reciba la carta de Lila y que al mirar el remitente la esconda,
o le prenda fuego. Para ella, el éxito mundano de Lila no significa nada.
Cuando vio su retrato en la revista se limitó a decir: “Bonita hazaña la de tu
amiga: casarse con un divorciado”.
En el zaguán, arriba de la puerta de calle, el escudo que mi abuela trajo del
Congreso Eucarístico de Buenos Aires. Yo era chica pero me acuerdo que el
viaje de mi abuela a la Capital fue todo un acontecimiento. Con mis padres
fuimos a despedirla a la estación. Viajaba en un tren especial adornado con
banderas papales. Mi abuela se ubicó en un amplio vagón de primera con
otras señoras que interrumpieron el agitar de sus abanicos para saludarla
respetuosamente. Todas llevaban en el pecho la insignia de la congregación
religiosa que capitaneaba mi abuela. Los demás vagones iban atestados de
mujeres modestas que vestían hábito mariano, o llevaban un sencillo
pañuelo negro atado a la cabeza. Al partir el tren, empezó a llover
copiosamente. El ruido del agua sobre el techo del andén apagó el de los
cánticos piadosos que como oleadas de tristeza llegaban de los vagones de
segunda.

En los autos sacramentales que se representaban en el colegio las


cucarachas no figuraban entre los “acosadores de la virtud”, papeles que
eran representados por niñas vestidas de sapo, de araña y de serpiente. Las
cucarachas carecían de ese prestigio diabólico: eran bichos comunes, no
inspiraban respeto.
Hace un momento he querido matar a una enorme cucaracha que salió de
abajo del ropero y avanzó confiada en dirección a mi escritorio. Bastó que
cruzara por mi mente la intención de matarla para que en el acto se
inmovilizara sobre el piso de baldosa: sus largas antenas rojizas oscilaban
en el aire como advirtiendo el peligro. Al levantarme de la silla, la
cucaracha escapó furtivamente hacia el patio. Estuve a punto de alcanzarla,
pero se metió en el resumidero.
¿Por qué razón las monjas no me elegirían para actuar en los autos
sacramentales? Aniceta, al oír mis quejas, exclamaba espantada: “Qué cosas
dice la niña Matilde. Miren que querer ser sapo, serpiente”. Y mi abuela,
implacable: “Ututo, lagartija negra: eso debería de ser”.
El segundo patio calcinado por el sol de la siesta; la cocina de paredes
rosadas; el fogón de seis hornallas, en una de las cuales se conservan brasas
bajo una capa de cenizas; la ristra de ajos en la pared; la fiambrera de
alambre tejido; las cintas engomadas para las moscas; las ollas, sartenes y
cacerolas que Aniceta ha ordenado en la alacena antes de sentarse a
descansar unos minutos y a fumar su cigarro de chala:
—¿Con quién hablará la niña? Se aburre, pobrecita. No tiene con quien
jugar.

El fondo de tierra de la casa, Matilde, el chico que se desabrocha el


pantalón y se pone a orinar desde lo alto de la higuera:
—Mirá, mirá.
—Ya sé. El Niño Dios y los demás chicos tienen igual que vos. Me lo ha
dicho Aniceta.
Sentado en un banco de la plaza principal, Alfredo Urquijo se dispuso a
terminar su helado de chocolate. Con una cucharita raspó minuciosamente
el barquillo del helado y lo comió también; después se quitó el panamá y
aflojó el nudo de su corbata. Era verano. El follaje de los naranjos atenuaba
apenas la violenta claridad del mediodía.
Alfredo Urquijo pensó en los versos de una joven poetisa porteña que había
leído en una revista. Increíble: sólo quince años. Y él con más de treinta no
había publicado nunca en la Capital. Hay que estar allá, relacionarse. En la
vida, todo es cuestión de relaciones, pensó.
Un lustrabotas se acercó al banco. Alfredo Urquijo vio las piernas
escuálidas del muchacho, el pantalón harapiento sujeto a la cintura con un
piolín.
—¿Se lustra?
—No.
—¿Le paso el trapito, señor?
Como los gorriones, además de cargosos esos lustrabotas eran una plaga:
afeaban la plaza. ¿De qué servía ayudarlos? Las monedas que ganaban iban
a parar al bolsillo del padre, o de un hermano mayor, borrachos
empedernidos, con toda seguridad. Si lo nombraran intendente, no dudaría
un minuto en enviarlos a un reformatorio.
Un hombre de traje oscuro y pelo canoso bajó por las escaleras de mármol
del Club; se detuvo un instante en el umbral y miró en dirección al banco
donde estaba sentado Alfredo Urquijo, que se sobresaltó: ¿Lo reconocería?
Ajustó con rapidez el nudo de su corbata, hizo un gesto amistoso con la
mano.
—Adiós, doctor.
El hombre de pelo canoso no respondió al saludo. La amplia sonrisa de
Alfredo Urquijo se descompuso en una mueca de desencanto: Ese chicato
de Gálvez. No me vio.
La memoria era un fenómeno misterioso. Temprano, al levantarse para ir a
su trabajo en la gobernación, había recordado sin dificultad los primeros
versos del poema. Ahora le resultaba imposible. Había que resignarse. El
calor embotaba la inteligencia; los helados aumentaban la sed. Pleno
diciembre y el cielo limpio, sin una nube. Qué infierno.
Cruzó las piernas poniendo cuidado en no quebrar la raya del pantalón; se
miró los zapatos. Quizá hubiera sido conveniente que el lustrabotas les
quitara el polvo. Eran zapatos finos, de medida. En el calzado se reconocía
a un caballero. ¿Cómo sorprenderse de que un poeta del prestigio de Paul
Valéry escribiese una carta pidiendo un par de zapatos? La guerra había
terminado. Subsistían las formas tradicionales de la buena educación y el
decoro.
¡Lo que faltaba!, exclamó Alfredo Urquijo cuando un mendigo que
merodeaba en la plaza se acercó a su banco. Cerró los ojos para ahorrarse el
espectáculo del muñón que el mendigo exhibía como un trofeo.
Los naranjos de la plaza no carecían de gracia; tampoco las fuentes con sus
peces de bronce que enlazaban sus colas y echaban agua por la boca; pero,
en términos generales, el arreglo del lugar le parecía deplorable: rosales
modestos, canteros con macizos de flores ordinarias: hortensias, margaritas
y malvones. Salvo una estatua, robusta y alegórica, ninguna deidad clásica
adornaba la plaza. ¡Qué diferencia con esos jardines ordenados y
geométricos que había visto en afiches titulados “Trésors de la France”!
Cierto, en la plaza florecían los lapachos. Pero eran árboles sin prestigio
literario. No ocurría lo mismo con los álamos, los robles, las encinas.
Respiró hondo, orgulloso de la sangre francesa que corría por sus venas. Su
madre, Genoveva Laurisson, había llegado de Europa a principio de siglo
como institutriz de los Gálvez, una rica familia propietaria de un ingenio
azucarero. Flasta el presente Alfredo Urquijo se lamentaba de que ella,
cuarenta años antes, hubiese rechazado los galanteos de Melitón Gálvez,
uno de los principales accionistas del ingenio, para casarse en cambio con
un oscuro abogado de la provincia. A menudo se repetía, a modo de
consuelo, que el apellido Urquijo era tanto o más antiguo que el de esos
ricachones a quienes no envidiaba en absoluto. Por el contrario, sentía por
ellos gratitud y admiración. Los Gálvez habían traído el arte a ese medio
inhóspito; eran refinados; coleccionaban cuadros, marfiles y otros objetos
preciosos; daban fiestas a las cuales jamás lo invitaban. No obstante, al día
siguiente, sabía el nombre de todos los invitados como también la marca del
champagne que habían servido, y comentaba con lujo de detalles, entre sus
compañeros de oficina, el atuendo y las alhajas de Filomena, María del
Pilar o Clara Rosa Gálvez. Le bastaba nombrarlas familiarmente para
sentirse aureolado por el brillo de ese medio elegante del que estaba
excluido. Sin embargo, existía un vínculo entre él y los Gálvez. Melitón, el
ex pretendiente de su madre, era su padrino de bautismo. Un vínculo que él
juzgaba importante, sobre todo ahora que la gente hablaba de una vuelta a
la normalidad y a la Constitución. El Club parecía un avispero donde se
manejaban los candidatos de las próximas elecciones. Como de costumbre,
el nombre de su padrino estaba en el candelera. Sería senador por la
provincia, o quizá gobernador.
No pudo menos de erguir la cabeza y alzar las cejas con arrogancia al
imaginarse de frac, en compañía de su padrino gobernador, saliendo del
Palacio de Gobierno para asistir a un tedeum en la catedral.
Emocionado, miró la catedral con sus columnas de estilo corintio y sus
torres recubiertas de azulejos celestes: allí lo hablan bautizado; allí se
hacían las misas de difuntos importantes, las bodas distinguidas. Recordó el
casamiento fastuoso de Filomena Gálvez. Una alfombra atravesaba la plaza
y unía la entrada del templo con la del Club; niñitas con vestidos de gasa
vaporosa arrojaban pimpollos al paso de la feliz pareja. Naturalmente, si él
se casaba, lo haría en la catedral. Pensó en dos o tres muchachas a quienes
visitaba con alguna frecuencia. Eran exquisitas, espirituales. Matilde
Figueras: ¡lástima que fuese una pelagatos!
La casa de los Figueras estaba allí, casi pegada a la catedral. Alfredo
Urquijo, observó las borrosas guirnaldas de manipostería que adornaban el
frente; la balaustrada con jarrones donde crecían las hierbas, el hierro
oxidado de los balcones. Serán pobres, pero doña Brígida, qué distinguida.
Imponente como una reina, pensó.
Invariablemente, el reloj de la catedral funcionaba con diez minutos de
atraso; miró el suyo: la una y media; después hacia la entrada lateral del
Palacio de la Gobernación. Tal como lo esperaba, por aquella puerta salió
un jovencito esbelto y moreno, el cuerpo ceñido con el uniforme de los
ordenanzas.
Alfredo Urquijo se incorporó del banco. Al mismo tiempo que se
aceleraban los latidos de su corazón, recordó los versos que había leído en
la revista: Desavenido el cielo en mi ventana, / Su repentina dicha en mi
amargura, / Casi temí el milagro esta mañana.
Comentario de Aniceta esta mañana, al decirme que no podía preparar el
desayuno porque habían perdido la llave de la despensa: “Mucha llave,
mucho candado. Lo que aquí hace falta es un gato. Cualquiera de estos días
nos van a comer vivas las ratas”. Resultado: hubo que romper la cerradura
que mi abuela hizo colocar desde que sospecha que Aniceta roba galletas y
azúcar para el mate.
Comprendo la preocupación de mi abuela por el estado de sus finanzas,
pero ¿qué necesidad tenía de gastar en un entierro tan ostentoso? Hace
poco, el administrador que se ocupa de sus bienes le aconsejó vender
algunas de sus propiedades. La negativa de mi abuela fue terminante: ella
no iba a dejarse amilanar por esa absurda Ley que congela los alquileres.
Cuando era menos vieja, mi abuela se ocupaba personalmente del cobro de
sus rentas. A veces, yo la acompañaba. Salíamos temprano, en un coche de
plaza que nos llevaba por barrios apartados donde no había asfalto ni luz
eléctrica. Recuerdo, como en un sueño, un caserón ruinoso que servía de
vivienda a numerosas familias: tenía un amplio patio interior al que daban
las habitaciones; un aljibe y una palmera altísima.
Nuestra llegada provocaba la súbita desaparición de los chicos que jugaban
en el patio. Aquel silencio, como el que antecede a una catástrofe, era roto
por el ruido de tres autoritarias palmadas con las que mi abuela llamaba a
sus deudores. Poco después, los inquilinos iban saliendo de sus cubiles,
avanzaban hacia nosotros; nos rodeaban. Había hombres en overol y
mangas de camisa, mujeres de aspecto desaliñado con algún hijo chico en
brazos y los demás semiocultos entre los pliegues del batón; viejas
descalzas y mugrientas, que olían a humo de cocina y caminaban con
dificultad, seguidas de perros que extrañamente se les parecían.
En medio del patio, mi abuela, visiblemente asqueada, recibía con la punta
de sus dedos enguantados el alquiler de las distintas habitaciones: pesos
arrugados y monedas que iban a parar al fondo de su bolso de seda negra,
junto a su pastillero, su abanico y su rosario de azabaches.
SOCIALES
En la retreta
En verdad que uno de los grandes atractivos de nuestra ciudad es el paseo
de la Plaza, durante las noches de retreta. Tiene particularidades que lo
distinguen, haciéndolo realmente incomparable, En medio de la
concurrencia que a él asiste, no se cree estar en una plaza pública, sino en
un salón lleno de distinciones.
—¿Has ido anoche a la retreta?
—Claro que he ido. Mirá que me iba a perder el concierto. Tocaron la
obertura de Guillermo Tell y la Danza de las Horas.
—Dichosa de vos. Yo me pasé el santo día en cama, con esos chuchos que
me agarran al comienzo del verano. Contame qué tal estuvo.
—Lindísimo. Filomena Gálvez sen-sa-cio-nal con su gran capelina de paja
de Italia adornada de rositas rococó.
—¿A quién más has visto?
—Estaban las Gálvez, el clan íntegro. No, miento, porque la Laurita se fue a
Europa. Dejame pensar... Estaban las chicas de López Espinel, las de Juárez
Cabanillas, las de Molina Bordeaux, las mellizas Maldonado. En fin, todo el
mundo. ¿Te acordás de Julieta Gómez Migo? Lo bonita que era. Ahora está
rechoncha como una vaca.
Hay quienes Le censuran, echándoselas tontamente de republicanos, su
carácter aristocrático. Fingen repugnarles que a una plaza pública
concurran a oír música, a pasearse, a verse y hablarse los viejos
respetables y la juventud dorada, las matronas de nuestra alta sociedad y
las niñas que llevan la suprema distinción social en la apostura, en el
semblante, en la dicción que brota de sus labios como música,

—Decime, Julita no estaba comprometida con el mayor de los Tejerina?


—No era el mayor, el segundo, Bernardo. Rompieron el compromiso. Fue
una suerte para Julita librarse de ese perdulario que le hizo perder el tiempo
miserablemente cuando todos sabíamos sus enredos con una turca de
Famaillá. Todos, menos ella. De puro empecinada nomás porque recibía
muchos anónimos esclarecedores.
—Yo pienso que hasta último momento la pobre Julita se resistió a creer en
la maldad de los hombres. Siempre fue una romántica. ¿Fias oído algún
comentario sobre Dalmacia Torres?
—Por supuesto que he oído. No se habla de otra cosa. Parece que viajó a la
Capital porque estaba gruesa de tres meses. Podrán ser murmuraciones de la
gente. Pero cuando el río suena... Yo, personalmente, no me atrevería a
poner la mano en el fuego por ella.
—Yo tampoco. Madre e hija, cortadas por la misma tijera. Contame más.
¿Qué has oído del próximo baile de presentación? Me han dicho que el
Club ha contratado una orquesta de Buenos Aires.
—Dos orquestas. Una de tango y otra de foxtrot. Las mocosas están
abarrotadísimas.
Es una simpleza y nada más, censurar el paseo por su tinte aristocrático.
De allí no se excluye a nadie; la selección se ha hecho sin violencias, y se
comprende que así sea: la muchacha del pueblo, que tal vez se lo pasa todo
el día en ocupaciones domésticas que no le dejan muchas ganas de paseos
y caminatas, no sentiría tampoco gusto en ir a mezclarse entre un conjunto
de señoritas distinguidas, haciendo resaltar la pobreza de sus vestidos, el
cansancio de su persona y hasta los aires de timidez y de vergüenza propios
de la gente de humilde condición cuando se encuentra en medio de
superiores.
—¿Qué se comenta de los vestidos que llevarán las mocosas?
—Me han dicho que la Chiquita Gálvez se compró uno divino, todo
bordado de cristal y perlas. Todavía falta bastante para el baile pero algunas
presumidas han encargado sus modelos en casas de alta costura de Buenos
Aires. Las que tienen, se entiende. Las demás tendrán que ingeniarse y
transformar como puedan el vestido largo que la hermana o la prima
lucieron en otra ocasión.
—Con buen gusto y habilidad se hacen milagros. El problema es el frac de
los muchachos.
—Antes era un problema. Ahora alquilan uno flamante y se ahorran el
trabajo de pintar con tinta china las picaduras de polillas del frac heredado
de los padres.
—Yo tengo la impresión de que las chicas que van a ser presentadas no son
tan bonitas como las del año pasado. ¿Vos no pensás lo mismo?
—Un tanto escuálidas, pero así es la moda. Entre las que irán al baile está
Matildita Figueras. Muy poca cosa si se piensa en lo buen mozo que es el
padre. La he visto paseando del brazo con esa rubia tan llamativa. ¿Cómo se
llama?
Sueñan con un mito, aunque sueñen generosamente, los que quisieran
borrar todas las diferencias todas las superioridades, todas las
distinciones. Sería preciso enmendarle por completo la plana a la
naturaleza. ¡No es poco, siquiera, lo que se ha conseguido en aquellos
raros pueblos de la tierra, donde al menos se ha llegado a realizar la
igualdad de todos bajo el imperio de la ley! Y aun así, en los países que
más han avanzado en ese sentido, siempre pueden señalarse algunas
excepciones.

—Lila Cisneros.
—Sí, esa misma. Una agrandada. Me gustaría que fuese mi sobrina para
darle un buen sosegate. En primer lugar, le cortaba de un tijeretazo esas
mechas que le cubren un ojo. Qué afectación. No en vano tiene esa pésima
fama.
—¿Será cierto que la festeja el hijo de Amaina Dávila?
—No lo creo. Amalita, la conozco muy bien, es de las que apuntan alto. Si
fuese una de las Gálvez sería otro cantar.
—Y doña Brígida ¿se dignó aparecer en la retreta?
—Estás loca. Ella no cruzaría a la plaza aunque tocaran música gregoriana.
Desde la muerte de Plácido, que lo picó un bicho venenoso, se le ha dado
por el misticismo. A veces va al teatro, pero sólo cuando dan obras a
beneficio de la Acción Católica. Pienso que ahora ha de sentirse feliz con la
rosa celestial que el cardenal Copello le pidió a Santa Teresita para la
Argentina. Qué mujer santa.
—No tan santa. Hace algún tiempo tuvo sus ambiciones proferías.
Acordate. Entre ella y el Inglés arruinaron a la pobre Florencia.
—Me acuerdo. ¡Bastante caro que le costó a Florencia el querubín! Al irme
de la plaza me encontré con Alfredito Urquijo. Un encanto de muchacho,
aunque en Babia, como de costumbre.
—Así son los poetas. De tanto pensar en la luna, me supongo. Lo conozco.
Simpático, pero demasiado pedante para mi gusto.
—Alfredito Urquijo me acompañó a tomar el tranvía en la esquina de la
catedral. Parecía que iba a llover, pero después se limpió.
—Creo que es tu turno, Indalecia.
—Vos me dirás que es una ridiculez, pero a mí, qué querés, ese aparato
eléctrico me aterra. Tantos bigudíes, cablecitos y papelitos plateados.
¿Creés que valdrá la pena el sacrificio? He leído en Élite que este año se
pondrán de moda los turbantes.
—Resignación, querida. Il faut souffrir pour être belle.

Dejemos de lado esta digresión para decir que el paseo de anoche estaba
bellísimo. Estaban allí muchas de las hermosas, cuyos nombres han
prestado más de una vez brillo a la crónica social. Los ojos tenían en qué
deleitarse. Era el paseo un salón; pero un salón animado y brillante.
Rivalizaban allí las morenas y las rubias, de ojos negros y ardientes como
las mujeres árabes las unas, y de azules ojos las otras, azules como los de
las mujeres cantadas por Goethe. ¿Para qué hacer una vez más la
enumeración de todas las bellezas que hacías magnífico el paseo de la
noche? Todos tienen sus nombres en los labios, y muchos son, seguramente,
los que los tienen grabados en caracteres indelebles con los hilos de luz del
pensamiento.
El de hoy fue un día aburrido, como tantos otros. Para distraerme, he
mirado la plaza a través de los postigos de un balcón. He visto a Alfredo,
Urquijo que conversaba con un ordenanza, el mismo, creo, que lo saludó
cuando paseábamos por la avenida de los lapachos. He visto al doctor
Gálvez que salía del Club y a las mellizas Maldonado, tan altas y tiesas que
rozaban con la cabeza las ramas de los naranjos. Todo el mundo las
encuentra elegantísimas. Aire de ladies, dicen. A mí me parecen un par de
galgas presumidas y artificiosas. Qué diferencia, por ejemplo, con Lila
Cisneros. Ella sí que tenía un andar elástico, felino, gracias a los deportes
que practicaba para escándalo de la gente. Todo lo que ella hacía o decía era
objeto de censura, de comentarios malignos. Si jugaba al tenis o compraba
discos de Jean Sablón era por esnobismo, por afán de hacerse la moderna.
En el colegio la detestaban. Ni las monjas ni las muchachas feas toleraban
su carácter alegre y franco. Conociendo las intrigas que en torno de Lila se
tejían, a menudo yo le recomendaba discreción. Especialmente en el recreo,
cuando contaba a un grupo de amigas su flirt con Pancho Dávila, el
muchacho más buen mozo de entonces. En ese grupo se escondía la hiena
que robó la carta y la depositó en el escritorio de la superiora.
En la carta, totalmente imaginaria, Pancho Dávila comparaba a Lila con una
sirena.
¡Pancho Dávila! Siete años han bastado para que perdiera buena parte de
ese pelo tupido y lacio que el exceso de gomina convertía en un casco
apretado y reluciente. Hoy, mientras miraba la plaza, lo he visto pasar con
Chiquita Calvez, su mujer. Ella me dio risa: menuda y nerviosa, colgada del
brazo de aquel oso gigante que su familia le ha comprado.
¿Qué tal Ñato? Habla Pancho. Oíme: ¿tenes a mano los apuntes de
cosmografía?... Dejate de embromar. Pásamelos. A mí me dio flaca
tomarlos. Total para qué si hay olfas como vos que llevan un cuaderno bien
ordenadito como quiere el profe... No te enojes. Es una broma, hermano...
Bueno, empezá. Bolilla primera, aislamiento de la Fierra en el espacio.
Todos los astros sol estrellas planetas aparecen por el oriente describen un
arco y se ocultan por el occidente punto Si el observador se halla en el
hemisferio sur verá que algunas estrellas como las que forman la cruz del
sur permanecen constantemente sobre el horizonte y describen
circunferencias concéntricas alrededor del polo sur celeste y las estrellas
que describen esas circunferencias se llaman circumpolares punto De este
hecho surge la idea de que todas las estrellas describen circunferencias
análogas por lo tan to la Tierra y los demás astros se encuentran aislados en
el espacio hipótesis que se comprueba porque de día es posible ver estrellas
punto ¡Estrellas de día! Están todos chiflados. Mirá Ñato, si no fuera porque
el profe me tiene entre ojos y quiere llevarme a marzo me pasaría esa
materia por ya sabés dónde. La bronca le viene porque el coso anda caliente
con Lila. Quién no. Pero qué le vamos a hacer. Ella tiene un metejón
conmigo que te la voglio dire... Qué suertudo ni qué suertudo. La pinta,
queridito, la pinta. Dejame que te cuente. El otro día fuimos con la Lilita al
Capítol a ver no me acuerdo qué bodrio sobre María Estuardo con esa actriz
que me gusta: Norma Shearer... Tenés razón, María Antonieta. Un dramón.
Al final los franchutes le cortan la cabeza. Fijate que estábamos en plena
franela alevosa cuando de pronto se encienden las luces y ¿adiviná quién
estaba sentado al lado de nosotros?... El profe de cosmografía. Qué cagada.
Apenas apagaron las luces cambiamos de butaca... No, los dos solos.
Conseguimos despistar a la Matilde Figueras que es un pegote y anda detrás
de nosotros como sombra. Para mí que ella también está metida conmigo...
Te digo que sí. Vieras los ojos de cabrito degollado que pone cuando me
ve... Bueno, sigamos. Bolilla dos paralaje. La distancia de los astros se
determina en base a una magnitud angular llamada paralaje punto La
distancia genital ¿genital? Ah, cenital. De cénit, entiendo. Continuá... de un
astro del sistema solar medida desde la superficie de la Tierra no es igual a
la medida desde el centro de la Tierra distancia cenital concéntrica punto
Como el ángulo de la distancia cenital en la superficie es exterior al
triángulo que forma la distancia cenital concéntrica resulta que este último
ángulo es igual a la diferencia entre la distancia cenital en la superficie y el
ángulo opuesto al radio de la Tierra punto. Pará, pará por favor... No
entiendo un sorete. No sé para qué romperse el mate con esas idioteces.
Mandaría todo al carajo si no fuera porque llevarme cosmografía a marzo
me jode las vacaciones... ATotoral donde los viejos de Lila tienen una casa
pegada a la nuestra... No creas Ñato, no es nada fácil. Mucho beso, mucha
franela pero no afloja así nomás... Por supuesto... No me gusta alabarme
pero te juro que al principio no pero después si. Vieras el susto que se
llevó... No compares. Ya sabemos que con las siervas es distinto... Cuestión
de gustos. Tiempo al tiempo. Te aseguro que layegüita esa no se me va a
escapar. Anoche le escribí una carta que la va a dejar de cama. Oí el „
comienzo, me lo sé de memoria: Lila, mi diosa. He tenido en mis brazos tu
cuerpo desnudo y ondulante de sirena nacarada. Tus labios infundieron en
los míos, yertos, el sagrado fuego del amor y de la vida. Alrededor rugía la
tempestad... No te riás, Ñato. Es una carta poética en la que yo soy un
náufrago y Lila una sirena que me salva de morir ahogado... ¿Qué sabés?
Por ahí entre las escamitas tenía la cosita. Como te decía, la carta la va a
dejar de cama. Con lo engrupida que es. No es para menos. Un hembrón...
No, no saben nada. Mamá haría un escándalo de la madonna. Hace tiempo
que me hace gancho con la Chiquita Calvez... ¡Qué me importa la plata!
Vamos, Ñato, es idéntica a un monito tití... Bueno Ñato, me están llamando
a almorzar... Es el chinche del viejo, impaciente por sentarse a la mesa...
Voy, papá, voy... Chau, Ñato. Nos veremos luego, en el colegio. Chau, chau.
Discusión con mamá y mi abuela: ellas piensan que bajo ningún concepto
una señorita decente puede ir al cine o a! teatro hasta por lo menos ocho
meses después de la muerte de un pariente cercano. Les pregunté quién era
el autor de ese reglamento del luto y dónde estaba escrito. En el corazón de
las hijas que saben honrar la memoria de su padre como Dios manda,
contestó mi abuela con voz de melodrama. Resultado: quedaré sin ver la
película filmada en Acapulco que estrenarán mañana en el Majestic.
Me gastan las películas filmadas en lugares exóticos, como Huracán, Motín
a bordo, La buena tierra. Cuando éramos jovencitas íbamos mucho al cine
con lila Cisneros. Qué difícil resultaba ponemos de acuerdo en la elección
de un programa. A ella le encantaban las comedias norteamericanas,
especialmente las de Carol Lombard, con quien tenia algún parecido. Lila
no se perdía película de esa actriz; observaba atentamente su actuación para
después imitar su estilo lánguido y a la vez malicioso; su manera de
caminar, de encender un cigarrillo, de bajar una escalera. Yo en vano me
afanaba en encontrar una estrella a quien copiar. Creía, ingenuamente, que
allí estaba el secreto de la fascinación que Lila ejercía sobre los muchachos.
Conmigo, en la intimidad, era una chica corriente. Necesitaba de un público
masculino para ejercer aquel don de imitación con el que había trastornado
a Pancho Dávila. El hechizo de Lila provocaba al mismo tiempo la
trasformación de su enamorado. Pude comprobarlo una tarde en que las
monjas dieron asueto en el colegio con motivo de la fiesta de la Asunción.
Me acuerdo que Lila me rogó que fuese con ella al rosedal del parque
donde tenía una cita con Pancho. Mientras esperábamos a su novio,
sentadas en un banco de la glorieta, Lila empezó a contar anécdotas
divertidas del colegio. ¡Qué gracia tenia para los apodos! A la superiora,
que se llamaba Pilar, le decía madre Pilatos, a sor Amanda, la secretaria,
Samarcanda, y al capellán, un irlandés muy flaco y paliducho, Tallarín sin
Tuco. Entretenidas en nuestra charla no advertimos la llegada de Pancho
que junto a una columna de la glorieta nos observaba sin atreverse a
interrumpirnos. Al fin dijo: qué contentas están hoy las chicas, o algo por el
estilo. Entonces, con la rapidez del relámpago, Carol Lombard se posesionó
de Lila Cisneros, que con un brusco movimiento de su cabeza hizo caer el
consabido mechón de pelo sobre la frente; sus párpados se entrecerraron
voluptuosos, sus labios, húmedos de saliva, se abultaron con sensualidad. El
prodigio obró a su vez sobre Pancho Dávila que de inmediato torció la boca
hacia un costado, frunció el ceño y sonrió como lo hacía el actor que
acompañaba a Carol Lombard en la mayoría de sus películas.

Larga conversación con Alfredo Urquijo, excitadísimo con el resultado que


tendrán las próximas elecciones en la provincia. Según parece, su padrino
Melitón, que es candidato a gobernador, le ofreció el cargo de intendente.
Alfredo me contó sus planes de embellecimiento de la ciudad que llevará a
cabo si triunfa la candidatura de su padrino. A mí no me pareció mal su
proyecto de levantar un monumento a Jaimes Freire, pero de ahí a que
pueble la plaza y las avenidas de Discóbolos, Dianas Cazadoras y Apolos...
Le recordé el destino que tuvieron las estatuas que otro intendente, a
principio de siglo, hizo colocar en el parque Independencia: frieron
apedreadas, mutiladas. Por lo demás, habría que contratar un regimiento de
jardineros para impedir que la selva invada los templetes de mármol donde
las parejas de enamorados dibujan corazones con iniciales y los chicos del
barrio hacen sus necesidades. También le sugerí organizar, en torno del lago
artificial, un servicio de vigilancia armada que pusiese fin a la inmolación
de los “olímpicos cisnes de nieve”, religiosamente desplumados, asados y
devorados en los rancheríos que se levantan detrás del parque. La solución,
dijo Alfredo, sería alambrar el paseo, impedirle la entrada a esa chusma
incapaz de sentir la belleza.
Otro proyecto del futuro intendente consiste en derribar una manzana de
casas para dar perspectiva a la iglesia de la Inmaculada Concepción donde
está enterrado un pariente de Melitón Gálvez, que fue obispo diocesano.
Qué personaje contradictorio es Alfredo Urquijo. Con igual fervor admira
los versos de Valéry y La gloria de Don Ramiro—, Versailles y el Museo
Colonial; la Virgen de la Merced y el Hermes de Praxiteles. Le he dicho que
debería aprovechar la oportunidad y pedirle a su padrino un cargo
diplomático en el extranjero.
Lástima que el partido político de Melitón Gálvez sea el rival acérrimo de
aquel otro al que pertenecía papá. Rivalidad pasajera porque después de las
elecciones el nuevo gobernante, que era pariente o amigo de mucha gente
que había apoyado al candidato opositor, repartía las prebendas
generosamente, sin mayor discriminación. Papá, en ese sentido, fue la
excepción. Arruinado por la política, rechazó siempre con altura los cargos
importantes que le ofrecían sus amigos en el poder. Mi abuela aprobaba su
conducta. Hace muy bien, mi hijito, en no colaborar con esos masones
empedernidos, le decía.
Le he dicho que eran para San Roque porque si sabía que se las llevaba al
Peladito me quitaba el permiso y las monedas para el tranvía. “¿A dónde
vas Aniceta con esas velas?” “A la iglesia, señora”, le he dicho. Pero
mentía, porque yo no creo como ella en los santos y menos en los curas que
bajo la sotana son iguales a cualquier hombre. “Voy a rezarle a San Roque
porque se nos están muriendo las gallinas con la peste”. Y ella me ha dicho:
“Mejor harías en rezar por esta ciudad apestada de idólatras” y otras
palabras raras de esas que usan las personas con instrucción.
Yo seré todo lo ignorante que quieran, pero doña Brígida no me venga a
decir que el Peladito no es milagroso. Mucho más que su famoso San
Pantaleón, y aunque no pueda demostrarlo, más alhajito que ese Niño Dios
rubio con el que juega su nieta sin que ella lo sepa, porque de enterarse, el
escándalo que haría. De sólo pensarlo me da miedo. A mala, nadie le gana:
una víbora. Y desconfiada. Siempre sumando y volviendo a sumar la libreta
del almacén. Hasta de mí desconfía que hace veinte años que la sirvo sin
que jamás le haya faltado un alfiler. Así y todo, aprovecha cuando salgo los
domingos y entra a mi pieza a revisarme el baúl.
Yo pienso que por terquedad mi patrona sigue creyendo en sus santos. Tanto
burlarse del Peladito, ¿pero qué santo socorrió a Plácido cuando lo picó el
alacrán? Y después, con el Inglés: ni el mismísimo Pantaleón lo libró de esa
enfermedad en los compañones que según dicen deja hueros a los hombres.
Cuentos han de ser, aunque la Matildita es tan distinta del padre que
parecería que la señora Florencia la hubiera hecho sola.
Sí, doña Brígida desprecia al Peladito. Dice que era un chico común de un
ingenio, y que seguramente lo llamaban así porque tendría la cabeza rapada
a causa de la tiña o de los piojos. También me ha dicho que si pudiese
hacerlo prohibiría que le enciendan velas y haría tapar la acequia del
cañaveral donde lo hallaron muerto.
Un chico común, por supuesto. Qué quiere. No iba a parecerse al pollerudo
ese que tiene bajo una campana de vidrio: rubio, gordito y con pitito rosado,
igual a un bebé de gringo. Un asco de muñeco por más que ella diga que es
antiguo y valioso, que va a regalarlo a la capilla del Patronato. Cualquiera
diría que lo hace por generosidad. Yo sé que no, que es por darse corte y
figurar como la vez que viajó a la Capital y salió retratada en el diario con
el obispo en medio de otras señoras emperifolladas. Hay que decir la
verdad: era buena moza mi patrona. Todavía sigue siéndolo cuando se
arregla para ir al teatro y se pone los zorros que son la envidia del
vecindario. Comparada con ella, la reina del almanaque no le llega a la
suela de los zapatos.
Voy a prenderle estas velas al Peladito, alumbrar esa almita inocente. No
pienso pedirle que le cure la peste a las gallinas. Mejor morir de peste que
de hambre. Ya me he cansado de decirle que necesitan maíz y ella se hace la
sorda; abre su misal, jamás su monedero. Da lástima verlas. Son puro
esqueleto, esas desgraciadas. Pero al fin y al cabo ¿por qué hacerme mala
sangre? No son mías.
Voy a pedirle al Peladito que me dé la suerte de mi comadre, la Antonia,
que conoció en la calle a una señora que le ofreció trabajo en Buenos Aires.
Aquí la Antonia estaba ocupada por la casa y la comida, y ahora parece que
allá gana un montón de plata. Lo que son las cosas.
SOCIALES
Desde Mar del Plata
Las inmejorables condiciones climáticas favorecieron hoy las actividades
sociales en esta populosa ciudad balneario.
Una agradable mañana de sol, con cielo despejado y temperatura
agradable hizo que fuera muy numerosa la concurrencia en las playas
donde se disfrutó de un baño de mar tranquilo aunque de aguas un tanto
frías.
La iniciación del Carnaval ha determinado, como todos los años, una
extraordinaria afluencia de turistas que prestan colorida animación a la
ciudad.
La colonia veraniega aguarda, con explicable ansiedad, las reuniones y
fiestas que con motivo del Carnaval se han organizado en hoteles, clubes y
residencias particulares, y, sin duda alguna, ellas serán las más
importantes de la temporada.

¿Hola?... ¿Sos vos Petizo?... Sí Petizo, la paso regio. El tiempo fantástico,


de no creer... ¿Cómo decís?... Qué pena... pero qué pena. Pasado mañana es
el baile en el Ocean. Noches romanas. Yo había pensado disfrazarte de
Baco. No seas así, hacete una escapada. Con el coche podés estar de vuelta
el lunes a primera hora... Está bien. Si es cuestión de negocios no insisto.
¿De dónde hablás? ¿Del ministerio?... Regio.
Entonces no hay problemas. Oíme Petizo, qué suerte que me llamaste.
Quiero pedirte un favor... ¿Te acordás de esa amiga que me escribió una
carta?... Pensá un poco. Una comprovinciana mía... Te hablé de ella el otro
día en la ruleta... Lo que ocurre es que nunca me atendés... Bueno, no
importa. Atendeme, Petizo, es algo sencillo. Necesito que le escribás una
carta a Fito... ¿Qué Fito va a ser? El único que conoces, el gerente de Élite
Ya sé que yo también lo conozco, pero mejor que lo hagás vos. Te debe
muchos favores ¿no?... Vamos, no seas fiaca y hacé lo que te pido. Son unas
líneas de recomendación para mi amiga. Anotá el nombre... Matilde
Figueras... Figueras, con f de Francisco... No hagás chistes. Es de lo mejor
de allá... Bonita no. Pero eso qué importa. Cualquiera diría que vas a pedir
un puesto de bataclana. Es culta, distinguida, habla y escribe francés a la
perfección. Sería ideal para el puesto de traductora que quedó vacante en la
revista... ¿Quién me lo va a contar? La Colorada Smith, que lo sabe todo.
Qué mujer cargosa. A toda costa quería que le consiguiera la lista de
invitados a la comida que dio la condesa de Villafranco... ¿Conmigo? Una
seda. No es ninguna tonta. Sabe que somos amigos de Fito... Por supuesto
que conozco bien a Matilde Figueras. A ella y a su familia. En el colegio
estábamos locas por el padre, que era un buen mozo... Si, murió... Sola, con
su madre y su abuela en un caserón frente a la plaza... Si Petizo, pobres.
Muy. Pero de lo mejor de allá. Sobre todo la abuela, un monumento. Yo le
tenía miedo, siempre de negro, como Drácula. Con Matilde éramos íntimas.
Nos queríamos muchísimo aunque pienso que me tenía algo de envidia. En
fin, de esto que te cuento han pasado tantos años. Vivía preocupada por mi
reputación... Sí, has oído bien. Mi reputación... no te rías. Vos no sabés lo
que son esa gente. Son capaces de mandarte a la hoguera porque usás unos
shorts apretados o te aclarás el pelo con manzanilla... Por favor, Petizo, en
serio: no dejes de hacer esas líneas de recomendación que te pido. He
recibido otra carta de Matilde que es para llorar de tristeza... Cuando venga
aquí ya se verá... Le buscaremos un hotelito discreto y barato... En casa, ni
pensar. Matilde debe de haberse convertido en una especie de beata.
Buenísima, pero un opio... Ahora contame vos. ¿Cómo encontraste la casa?
¿Han lavado las cortinas? Que no se olviden de poner de nuevo naftalina en
los armarios y de regar las plantas del balcón. Además te recomiendo
mucho ojo con el novio de la cocinera. No le tengo ninguna confianza a ese
chinazo... No exagero... ¿Te enteraste lo que le pasó a Susanita Espíndola?...
Pero Petizo, no se habla de otra cosa... La mucama, que era un amor de
chica, le dio las llaves del departamento a un marinero. Un horror.
Imagínate a la pobre Susanita atada y amordazada en la bañadera mientras
el marinero con otro forajido le desvalijaban el departamento. Decí que las
alhajas las tenía guardadas en el banco. Pero así y todo, un horror... Bueno,
Petizo, cuidate con el whisky. No abuses. Ya te contaré lo del baile romano
en el Ocean... Te corto. Nena Sequeira va a llegar de un momento a otro
para ir juntas a Playa Grande... No te preocupés. A mí el sol no me hace
daño como a vos. Ah, me olvidaba. Si todavía te arde la espalda, pónete
Sapolán Ferrini. Hay un frasco en el botiquín del baño... Volvé pronto
Petizo querido. Adío.
Y mi abuela, mamá y Alfredo Urquijo convencidos de que voy a seguir un
curso de traductora, que si lo apruebo volveré a la provincia.
Y es casi la hora de partida de la Estrella del Norte.
Y el santo de Alfredo con mis valijas a cuesta por el andén de la estación:
coche B, camarote 16, cama baja.
Y mi abuela y mamá tomadas del brazo, delante de nosotros: apúrate
Matilde, vas a perder el tren.
Y el sombrero de seda negra de mi abuela, el tul salpicado de lunares que le
cubre la cara, tan airosa mi abuela, tan alta que la gente se detiene a mirarla.
Y Alfredo que transpira con mis valijas porque además de ropa llevo el
diccionario Larousse, otro bilingüe y los zorros que me regaló mi abuela:
“Guardátelos que en Buenos Aires hace mucho frío”. No los quiero, me dan
miedo. De chica soñaba que te perseguían, que te mordían furiosamente. No
se lo he dicho y metí el regalo en la valija.
Y ahora, en la estación, con ganas de abrirla y devolverle los zorros que de
seguro me traerán mala suerte.
Y las tres campanadas en el andén.
Y el relojito de oro que mamá lleva prendido de la blusa y mira, no sé para
qué, si sabe que no funciona, que sólo sirve de adorno.
Y mi abuela que levanta el tul de su sombrero y me ofrece una mejilla que
beso conmovida.
Y mamá que suspira: “Te vamos a extrañar, hija”.
Y Alfredo que me recomienda en voz baja: “Pasea, divertite”. “Gracias
Alfredo por las flores, gracias por el libro. Sos un encanto”.
Y la ventanilla del camarote donde estoy asomada.
Y el silbato estridente que anuncia la partida del tren.
Y la suave fragancia del ramito de violetas en la solapa de mi traje sastre.
Y Alfredo: “¡Adiós, Matilde, mucha suerte!”
Y las lágrimas que no puedo reprimir: “Adiós, adiós”.
Y mi abuela, mamá y Alfredo Urquijo que parecen alejarse cuando soy yo,
el tren el que se aleja.
Y el camarote para dos pasajeros, la cama alta que no ha sido vendida:
“Qué suerte tenés, vas a viajar tranquila. Aunque quién sabe, por ahí en La
Banda ocupan la de arriba”.
Y el lavatorio de metal del camarote, el espejo ovalado, los botellones de
agua con tapas de madera sujetas con cadenitas.
Y las iniciales del ferrocarril en las toallas, en las sábanas y en las frazadas
grises.
Y el trepidar de ruedas que disminuye porque el tren pierde velocidad y
cruza un puente larguísimo sobre un río seco.
Y el libro que me prestó Alfredo para el viaje: “Te va a encantar, Matilde.
Elisabeth de Austria fue una mujer extraordinaria”.
Y los miserables rancheríos de barro y quincha que veo fugazmente por la
ventanilla cuando interrumpo la lectura.
Y la angustia que siento ante la idea de tener que ir sola al coche comedor.
Y la misteriosa emperatriz que amaba las flores exóticas, los versos, los
caballos de raza, y tenía un busto de Heine en uno de sus castillos.
Y he leído bastante porque hace rato que pasamos La Banda y ya la
emperatriz es asesinada por un anarquista en un cantón de Suiza.
Y otra estación santiagueña donde el tren se detiene.
Y las voces cantarínas y humildes de mujeres que caminan con sus canastos
al brazo por el andén de la estación: “Empanadillas, rosquetes”.
Y los chicos que corren de una ventanilla a otra del coche dormitorio:
“Déme diez, déme diez”.
Y nuevamente el trepidar de ruedas, el campo árido, las tuscas y algarrobos
resecos, polvorientos.
Y el esfuerzo que hago por vencer mi timidez y salir del camarote después
de haber oído que anunciaban: “Segundo y último turno para la cena”.
Y el estrecho pasillo que me lleva a través de una nube de polvo al coche
comedor, felizmente casi vacío.
Y la mesa en que me siento, mortificada, tratando de ocultar mi turbación.
Y el polvo que flota en el vagón, que enturbia la luz de las tulipas
íestoneadas de vidrio celeste y se deposita en el mantel, en el plato, en el
saco blanco del mozo adornado también con las iniciales del ferrocarril.
Y la Guaraní que bebo a sorbos lentos y tiene gusto a tren como la sopa
juliana y el resto del menú.
Y la cafetera que el mozo inclina con cuidado sobre el pocilio para llenarlo
hasta la mitad, a causa de las bruscas sacudidas del vagón.
Y la mujer de turbante y collar de perlas que a mi derecha come con
expresión desdeñosa un alcaucil hervido. Y ese viejo que con la servilleta
limpia minuciosamente los cubiertos y copas de su mesa.
Y la pareja que supongo de novios o recién casados porque han terminado
de comer, tienen las manos enlazadas y se miran con arrobamiento.
Y el mismo pasillo que me lleva otra vez a mi camarote.
Y el camarero que humedece una toalla y la coloca en la ventanilla para
resguardarme, según dice, del tierral.
Y el calmante que he tomado antes de ponerme el camisón, cepillarme los
dientes y acostarme, y que debió ser muy fuerte, o por falta de costumbre,
porque despierto en Rosario con el bullicio del andén.
Y el jardín tan bonito a un costado del andén, con margaritas, amapolas y
clavelinas.
Y los veinte minutos que han tardado en cambiar la locomotora que ahora
está adelante, casi pegada al vagón en que viajo.
Y la capa de polvo depositada en el camarote.
Y mi cara, mi pelo lleno de tierra, a la miseria.
Y la toalla embarrada luego de lavarme y secar mi cara frente al espejo.
Y la blusa limpita que me pongo confiada porque el camarero dice que se
acabó el polvaredal.
Y el desayuno que me hago servir en el camarote: café con leche, tostadas,
manteca, mermelada.
Y la inmensa llanura que miro deslumbrada.
Y el capítulo de Amori et Dolori Sacrum, “Una emperatriz de la soledad”,
que releo sin entusiasmo porque es fácil rodearse de misterio cuando se
tiene ese rango, castillos, belleza.
Y el agradable sopor que me invade mientras contemplo campos de un
verde intenso, vacas negras, rojizas, postes de telégrafo con nidos de
horneros, un bosque de tiernos eucaliptos, una plantación de girasol, un
caballo bellísimo, las crines agitadas por el viento.
Y habré dormido como tres horas de un tirón porque abro los ojos
sobresaltada por la voz del camarero que grita en el pasillo: “¡Buenos
Aires!”
Y el guarda que aparece y se lleva el trocito de billete que me queda.
Y los letreros que pasan por la ventanilla: Colegiales, Belgrano R.
Y la cartera que reviso nerviosamente: todo en orden, dinero, documentos,
cartas de recomendaciones. Y me pinto los labios con rapidez, y alcanzo a
pasarme el cisne de polvo por la nariz cuando el tren se detiene.
Y es Retiro.
Y el corazón me palpita de felicidad al distinguir por el vidrio del camarote,
entre la multitud de rostros desconocidos, la sonrisa inconfundible de Lila
Cisneros.

SEGUNDA PARTE
Las Achiras, julio de 1946.

Querida Matilde:
Te escribo desde esta quinta en El Timbó, donde vinimos a pasar el fin de
semana con mi madre y a respirar un poco de aire puro en contacto con la
naturaleza que prodiga a manos llenas el oro de sus naranjales. En primer
lugar, te agradezco de corazón el ofrecimiento de trabajar en Elite, revista
que admiro desde mi juventud. Pero no puedo abandonar la provincia, entre
otros motivos, a causa de la salud delicada de mi madre que ha cumplido
los ochenta. Mi obligación moral como hijo único es permanecer a su lado
hasta que Dios se decida a llevarla. Ella, bien lo sabes, aunque bondadosa,
tiene un carácter difícil y no soporta los cuidados de una enfermera. Yo
mismo tengo que prepararle el caldo desgrasado, el arroz hervido y los
huevos pasados por agua que son sus únicos alimentos.
La salud de mi madre empeoró con los aciagos resultados de las elecciones.
¿Te enteraste de que no estoy más en la gobernación? No pude aguantar los
desplantes de esa gentuza encaramada en el poder, esa chusma que hoy
invade el Palacio de Gobierno, la plaza, las calles del centro. Presenté mi
renuncia indeclinable.
Ah oí a tengo un empleo en el estudio jurídico de Carlitos Elizondo (el
nombre quizá te suene: es sobrino nieto de Águeda Sepúlveda de Elizondo,
prima segunda de tu abuela).
A propósito, estuve con doña Brígida y Florencia: ambas me parecieron
resignadas a que trabajes y hagas tu vida en Buenos Aires, sobre todo en un
momento como este en que una pandilla de parvenus le cierran las puertas a
los auténticos hijos de la provincia.
Qué nobles y ejemplares me parecen ni abuela y tu madre, auténticas
señoras para quienes existen la palabra decencia, honradez, desinterés.
Viven apartadas, con modestia, pero decentemente. No como otras que
conocemos, llenas de ínfulas, pero que aceptaron colaborar en la colecta
oficial para las víctimas de la parálisis.
La situación aquí no puede ser más deprimente. El palacete de los Gálvez
fue comprado por el actual gobernador. ¿Te imaginás a ese chino, poco
menos que analfabeto, instalado entre muebles Luis XV, arañas de cristal y
coquetas salitas tapizadas de brocato rojo? Mi padrino tuvo la sensatez de
liquidar a tiempo sus acciones en el ingenio y partir al extranjero. No creo
que vuelva hasta que desaparezca la plaga que hoy carcome el cuerpo de la
República. En cuanto a mí, he dejado de escribir versos. (Por lo demás, no
me interesa colaborar en ese número especial de Elite, detesto el folldore.)
Leo, eso sí, constantemente, y compro libros de arte con reproducciones en
colores de los grandes maestros del Renacimiento. Cada día me interesan
más el dibujo artístico, la pintura. ¿Fías visto allá la última exposición de
Mariette Lydis?
Me preguntas, en tu carta, en qué empleo mis horas de ocio. Pues bien,
amiga mía, cuando la vulgaridad que me rodea me oprime demasiado, salgo
a caminar por los bulevares. Gracias a Dios, los lapachos siguen floreciendo
ajenos a la miseria y sordidez de los hombres. A la plaza no va ahora
ninguna persona decente. El paseo de la retreta ha desaparecido. En su
lugar, un enjambre de personas ordinarias se reúne allí para oír en los
altoparlantes discursos oficiales, o discos no menos insufribles y
chabacanos, como El hombre caimán. Infernal, sencillamente infernal.
Me alegra saber lo gentiles que son contigo Lila Cisneros y su marido, a
quien no tengo el gusto de conocer pero que imagino un hombre de mundo.
Por supuesto, me cuidaré de mencionarlos cuando vaya de visita a casa de
tu abuela. Otra cosa: lamento decírtelo, pero tu letra deja mucho que desear.
Por más esfuerzo que hago no logro descifrar el apellido de esa señorita que
trabaja también en Elite y a quien, en otra parte de tu carta, llamas con
familiaridad la Colorada.
¿Qué me dices de la foto de la mujer del presidente en un banquete? Se
necesita desparpajo para lucir tranquilamente, al lado del cardenal, ese
vestido de escote asimétrico que le deja un hombro desnudo. ¿A dónde
iremos a parar?
Te pido de antemano disculpas por inmiscuirme en tu vida privada, pero por
el tono de tu carta deduzco que ese señor distinguido que conociste en un
cóctel, te ha causado la mejor impresión. ¿Me equivoco? De cualquier
modo, me permitiré darte unos consejos como amigo y coprovinciano tuyo.
Desconfía y averigua por tu cuenta si ese señor tiene otro compromiso y lo
oculta, situación bastante común en una ciudad cosmopolita donde es
posible llevar una doble vida sentimental sin que nadie llegue a enterarse.
Aquí seria imposible. Hubo un caso ¿te acuerdas? El de la pobre Julita
García Espinel que perdió su juventud esperando casarse con el
sinvergüenza de Bernardo Tejerina que tenía mujer y dos hijos en Famaillá.
Antes de despedirme, una noticia que quizá te interese: Carlota Vicentini, tu
alumna de francés, consiguió atrapar al chico menor de los Usandivaras. El
día del casamiento, que fue en la catedral, los taños tiraron la casa por la
ventana. Me contaron que a la fiesta fueron Chiquita y Filomena Gálvez
con sus respectivos consortes. ¿A dónde iremos a parar?
Un abrazo de tu amigo que te recuerda y quiere.
Alfredo Urquijo
P.S. Por favor, no dejes de enviarme por correo Arnori et Dolori Sacrum,
libro que aquí está agotado y que deseo releer.
No te recomiendo La peste de Camus: me parece sumamente aburrido.
Mucho menos ese muestrario de escabrosidades que son Les chemins de la
liberté.
¡Cómo desearía hacerme una escapada a Buenos Aires para ver bailar
aTamara Griegorevna, que debe de ser fabulosa!
¿Será el flequillo este año la moda definitiva? De entre sus nuevas adeptas,
Laurita Goicochea lo lleva con un charme personalismo,
Élite, 1946.

Abril de 1946.

Varios meses sin abrir este cuaderno, aturdida por el ritmo de vida de
Buenos Aires, mi trabajo en la revista y mis continuas mudanzas de hotel.
Finalmente he conseguido uno bastante pasable que me recomendó la
Colorada Smith.
El Residencial Norte, tal es su nombre, es un edificio viejo de tres pisos,
oscuro y húmedo, pero felizmente el cuarto que ocupo tiene una ventana
que da a la calle: por allí entra algo de luz, un solcito raquítico que no logra
enderezar las hojas del gomero que languidece sobre la mesa en que
escribo.
La mayoría de los huéspedes son mujeres de edad, de buena familia, aunque
arruinadas o con rentas escasas. A mediodía, cuando vuelvo de la revista,
suelo verlas reunidas en el amplio hall de la planta baja; unas tejen
ensimismadas; otras juegan a las cartas o hacen complicados solitarios. Flay
quienes llevan embadurnada la cara de crema contra las arrugas; otras
conservan la faja elástica que las preserva del temido doble mentón, la
redecilla invisible que les marca el peinado.
Estas ancianas aburridas y amables, con aire de exiladas, reciben de vez en
cuando invitaciones de parientes o amigos de fortuna. Entonces no es raro
encontrarme con un par de ellas en el ascensor, ataviadas lujosamente y
maquilladas como mascaritas. Al bajar las veo hacer morisquetas frente al
espejo; quitarse con una servilleta de papel el exceso de rouge y de colorete;
ajustar temerosas el cierre de sus carteras. El ascensor es estrecho. A
menudo creo que voy a desmayarme con el olor penetrante de los perfumes
que usan esas viejas coquetas cuando salen de noche.

Fin de semana tristísimo. Lila Cisneros partió al campo con la condesa de


Villafranco. Hablé por teléfono con la Colorada Smith: sigue en cama,
engripada.
Después de traducir un artículo sobre las favoritas de Luis XV, tomé un
tranvía que me llevó al jardín Zoológico. ¿Cómo es posible que la gente
pueda hallar divertidos a los monos? He sentido vergüenza y humillación al
comprobar el parentesco evidente que hay entre el género humano y esos
animales lascivos y bochincheros. Gran parte del público que rodeaba la
jaula hubiera merecido estar dentro de ella. En el pabellón de las fieras
esperé largo rato el despertar de un flaco y desvencijado león que dormitaba
plácidamente, ajeno a mi curiosidad. En otra jaula, el bostezo magnífico de
un tigre de Bengala que detuvo un momento su paseo obsesivo detrás de las
rejas. También vi un cisne negro, que mi abuela aprobaría para adornar un
lago en un cementerio; un par de jirafas estúpidas y amaneradas, idénticas J
las mellizas Maldonado, y varios de esos ututos verdes y feroces que son
los cocodrilos. Al salir, un conscripto me piropeó. Evidentemente, no me
diferencio mucho de mis coprovincianas que merodean alrededor de la
estatua de Garibaldi.
Esta mañana, antes de almorzar, he caminado por la Plaza San Martín
debajo del follaje tenue de las tipas que empieza a amarillear. A la sombra
de un corpulento gomero, una especie de loco hablaba de Dios a grito
pelado ante un auditorio de mucamas con chicos y viejos jubilados. Desde
lo alto de la plaza, la Torre de los Ingleses y el río color rosa sucio. El río
que hace la riqueza de esta ciudad de mercaderes.

Todavía, al cabo de tantos meses, sin ninguna respuesta a las 'cartas de


presentación que me dio mi abuela. Fui una ingenua en mandarlas. Pienso
que casi todas sus amigas han de estar muertas, y las que viven ¿qué interés
pueden tener en recibirme?
En la revista, nuevas palabras del vocabulario pintoresco de la Colorada
Smith: manganeta, chirusa, festichola, glamorosa. La Colorada estaba
agitad/sima con una nota gráfica que hizo sobre un grupo de señoritas que
pasean sus perros por el bosque de Palermo. Había olvidado preguntar la
raza de los perros de esas elegantes. Qué culpa tengo, se lamentaba.
Conozco los apellidos de la gente bien, no el de esos animales, por finos
que sean.
A falta de una Guía Azul canina, la Colorada solucionó el problema con
ayuda del Espasa Calpe.

Ayer estuve tentada de arrojar este cuaderno al canasto y con él mi pasado


lleno de errores, de tristezas. ¿Cómo he podido idealizar a una mujer tan
vulgar como Lila Cisneros? Aquel gracioso don de imitación que poseía de
jovencita, ha dejado de aplicarlo a las estrellas de cine: su ideal es ahora la
condesa de Viliafranco, una española atroz con quien juega a la canasta.
Me ha dicho que la condesa de Villafranco (Tita, como la llama con
familiaridad) quiere invitarme con la Colorada Smith a un party que dará el
mes próximo en su casa. Apostaría a que Lila cometió la indiscreción de
contarle que en Elite estamos por hacer una nota sobre la aristocracia
europea vinculada a la sociedad porteña. La condesa de Villafranco no
precisa de esa invitación para que su retrato aparezca en la revista. De todos
modos publicaremos uno discreto, sin destacarlo demasiado. Porque como
dice la Colorada Smith: ¿Quién es la condesa al lado de la princesa María
Pía? No existe.
Lila cree haber tocado el cielo con las manos al lograr la amistad de esa rica
española; imita sus distracciones y ceceos, intercala en la conversación
palabras ridiculas como guapísimo, tunante y repeluz. He observado que si
coincido con la condesa a la hora del té, Lila se pone nerviosa: adopta un
aire reticente, me pide que hable de la novela francesa que leo por las
noches, o que me siente al piano y toque algún preludio de Chopin. Quiere
demostrarle a su amiga aristócrata que soy una persona civilizada, no una
cabecita negra, como he oído que llaman aquí a la gente del interior. ¡Hay
que tener tupé!

Releo lo que escribí anoche. Soy injusta con Lila. Gracias a ella y al Petizo
pude conseguir un empleo en la revista. Por lo demás, hay momentos en
que ella vuelve a ser la de antes; ríe, bromea, se prueba innumerables
sombreros frente al espejo de su tocador. A veces me regala un modelo que
acepto y que jamás me decido a usarlo porque lo encuentro llamativo,
inadecuado a mi tipo.
Hago mal en ofenderme con Lila, en juzgarla una ingrata y una frívola. No
deja pasar una semana sin llamarme por teléfono al hotel e invitarme al cine
o al teatro. Pienso que prefiere mi compañía a la de cualquiera de sus
nuevas amigas, y que a menudo debe de sentirse harta del Petizo. La
comprendo: las carreras de caballo y las cotizaciones de la Bolsa son sus
únicos temas de conversación. Conmigo, Lila recupera su tonada
provinciana, mucho más agradable que la otra, imitada de la condesa de
Villafranco. Como de costumbre, Lila ignora los cambios sutiles de la
moda. La Colorada Smith, que es un águila en ese sentido, me ha dicho que
debo conservar mi acento provinciano, que ahora es el colmo de lo chic.

Almuerzo con Lila en su casa, tête a tête. Aprovechó que el Petizo estaba
afuera, en una estancia en Dolores, para preguntarme sobre la visita que
hizo a la revista un actor norteamericano, a quien ella encuentra sensacional
de buen mozo. No comparto, su gusto. He visto de cerca a su ídolo: tiene la
nariz respingada, las cejas espesas y renegridas, el mentón cuadrado. En
conjunto, un lindo hombre, pero de rasgos más bien ordinarios. Le conté
que el actor, al dejar la revista, fue asaltado por una multitud de mujeres
enardecidas que le arrancaron a jirones la corbata, el saco, los pantalones,
mechones de pelo. Tuvo que intervenir la policía para impedir que sus
admiradoras lo descuartizaran.
No soy una puritana pero me chocó el entusiasmo de Lila por la belleza del
actor. Le dije que exageraba, que pensándolo bien, ella, en la provincia,
había tenido un novio infinitamente más seductor que ese norteamericano:
Pancho Dávila. Lila se mordió el labio inferior; entrecerró los ojos. No
recordaba a su ex festejante. Después meditó: algo, un recuerdo de su
pasado del que me sentí dolorosamente excluida, acudió a su memoria. El
vacío absorto de su mirada se pobló de malicia y con una sonrisa
almibarada exclamó: “Ah, sí, Panchito. Estupendo mocoso. Me contaron
que no fue nada tonto, que se casó allá con la menor de las Gálvez”.
Cambié de conversación. La imagen conjurada por Lila, que adiviné teñida
de sensualidad, me llenó de turbación y de amargura. Por temor a llorar no
quise preguntarle si ella y Pancho habían sido amantes. Creo que la soledad
y el aislamiento en que vivo aumentan mi sensibilidad enfermiza. Debo
borrar la provincia, dejar de compadecerme por aquella Matilde que fui y
que a menudo evoco, soñadora y desvalida, pero a la vez llena de odio, de
deseos de venganza.

Primer día de intenso frío. He sacado el paquete con los zorros que me
regaló mi abuela. Con delicadeza fui quitando los alfileres del pape! de seda
que los envolvía. Algunas bolitas de naftalina han rodado por el suelo al
sacudirlos y ponerlos en el espaldar de la cama de donde cuelgan sus patas
fláccidas, sus anchas colas peludas. “Niña Matilde, venga, corra, que su
abuelita se ha puesto los zorros para ir al teatro”. Aniceta me alzaba en
brazos para que yo pudiera contemplar de cerca aquellos animales
fabulosos que se mordían los hocicos sobre el pecho de mi abuela.
No sé qué hacer con los zorros. La Colorada Smith dice que ahora nadie los
lleva, que son de museo.
He dudado entre ponerlos a la venta o llevarlos a una buena peletería que
aproveche la piel para adornar el ruedo y el cuello de un tapado moderno.
Ambas soluciones me parecen sacrílegas. Los zorros plateados eran el único
lujo que se permitía mi abuela. Me acuerdo que de chica yo tenía pesadillas
en las que veía a mi abuela correr despavorida por el patio: detrás de ella,
veloces, iban los zorros gruñendo con ferocidad.

Ventajas de ser poco agraciada: al menos puedo caminar sola por las calles
sin sufrir el asedio de las bonitas, obligadas a oír los piropos de tanto
porteño grosero con pretensiones de Don Juan.
Caminé por Florida hasta la Plaza de Mayo. Entré a una galería de arte
donde había una exposición de Mariette Lydis: cuadros con árboles secos,
cielos nublados, mujeres de boca triste y anchos ojos acuosos, a punto de
deshacerse en lágrimas. En una esquina, un joven diariero ponderaba con
otro los encantos físicos de una opulenta empleada de la Franco Inglesa.
Luego, en un banco de la Plaza de Mayo, he intentado leer un capítulo de
Madame Bovary, pero no pude hacerlo a causa del viento frío y de las
palomas que me rodeaban, hambrientas y confianzudas como mendigas. Me
deprimen esos pajarracos que parecen nacidos del hollín y la tristeza de la
reina del Plata.

Fatalidad de llevar una casa a cuestas, como el caracol. Más real que el
hotel en que vivo, mi memoria reproduce aquella otra de la provincia que
puedo evocar con pasmosa exactitud. Sin esforzarme demasiado, vuelvo a
ver el zaguán, los tres patios, el fondo con sus árboles frutales. Hasta
recuerdo nimiedades como una mancha de humedad que había en la pared
del comedor, semejante a un mapa de Italia, o el ruido del agua de la lluvia
que bajaba por canaletas para fluir, libremente, al pie de los arcos de la
galería. La casa que llevo conmigo es aquella donde nací. Una muchacha
desgraciada la habita desde siempre. Mi alma tiene el color de sus patios
sombríos, el tedio doloroso de sus tardes solitarias.

Ayer, en el tranvía 17, discusión entre el guarda y un pasajero


elegantemente vestido: traje oscuro, chambergo, que estaba parado de
espaldas, cerca de la puerta delantera. No pude enterarme del motivo de la
discusión, pero en la esquina de Arenales y Libertad el pasajero bajó: vi que
era un señor de edad, bien conservado, con las sienes canosas y el bigote
corto, retinto. Entonces, al ponerse en marcha el tranvía, el guarda le gritó
desde la plataforma de atrás: “¡Oligarca, con paraguas y todo!”

Con la Colorada Smith en el Richmond de Florida. ¿Cómo hará para


engullir una docena de masitas con el té y conservarse esbelta? Misterio.
La Colorada habló largamente de sí misma. Se considera una mujer
moderna y evolucionada porque trabaja (soy independiente) y tiene un
amante (vivo un gran amor). El trabajo le permite alquilar un departamento
en el barrio Sur, y el gran amor, pollo que me contaron, es el abogado de la
empresa, Feliciano Gómez, un hombrecito de voz aflautada y ojos
estrábicos.
No puede negarse que la Colorada Smith es una persona inteligente y
activa. Me admira, sobre todo, su vitalidad. En la revista no se queda quieta
un minuto: habla por dos teléfonos a la vez; toma nota de fiestas, beneficios
y desfiles de moda que a su juicio merezcan aparecer en Elite. Conoce vida
y milagro de medio mundo: las anécdotas y chismes que corren sobre tal o
cual personaje importante; intrigas políticas y diplomáticas; secretos de
alcoba; insólitas recetas de cocina. Como si fuese poco, habla inglés y
francés a la perfección. El alemán lo empezó a estudiar y lo abandonó: “No
vale la pena aprender un idioma de un país que ha perdido la guerra”, dice.
La Colorada insiste en que debo aprender inglés, pero con un profesor
norteamericano: “Yo sé lo que te digo, pichona. Esos gringos tienen la
sartén por el mango”, frasecita que en otra oportunidad se la oí decir
aplicada a la mujer del presidente.

Desconcierto de la Colorada Smith por mi ignorancia del folklore norteño.


Quería que le revisara un artículo que escribió a propósito de una elegante
peña tradicionalista que acaban de inaugurar en Belgrano. No fue mayor el
mío cuando dijo: “Hay que enseñarles a los porteños que el país no acaba
en la avenida General Paz”.
Pese a mi ignorancia, le sugerí cambiar guitarrita por charango; changuitos,
y no chinitos de la Quebrada. ¿De dónde le vendrá ese amor repentino por
la provincia? Ahora que recuerdo, una vez me contó que si bien ella, por el
lado paterno, era descendiente de escoceses, por su madre, una Arancibia,
provenía de una antigua y tradicional familia de Pehuajó. Eso explicaría su
fervor indigenista.
Hasta ahora en la revista la tradición argentina era un pretexto para ilustrar
notas sobre estancias porteñas con abundantes juegos de pato, domas de
potros, paisanos tomando mate y guitarreadas junto al fogón. Folklórico, en
cambio, era un término poco serio: sugería el gigantesco sombrero
mexicano de Jorge Negrete, o el turbante con frutas tropicales de Carmen
Miranda.

Conversación con la Colorada Smith en el subterráneo. Opina que una


mujer astuta debe sacar partido de sus desventajas físicas, exagerarlas si es
preciso para lograr un estilo personal e inconfundible. “Fijate en mí”, dijo.
“Es cierto que seguí los consejos de Miriam Wood, pero la cara lavada fue
idea mía. ¡Si habré luchado por disimularlas! Un día tomé la decisión:
¡Basta de pancake! ¿Acaso las pecas restan atractivo a un rostro tan
interesante como el de Ida Lupino? Por todos lados hay ejemplos parecidos.
Fijate en la condesa de Villafranco que impuso entre las elegantes sus
olvidos y balbuceos como si fueran el summum de la distinción y no la
prueba de su arteriosclerosis galopante. Fijate en Laurita Goicochea que
supo aprovechar su delgadez para crearse un estilo espectral que, reíte, ha
provocado la admiración rendida del príncipe hindú que nos visita. ¿Y
cómo lo consiguió? A fuerza de acentuar palideces, suspiros y desmayos.
En el próximo número sale una foto de ella entre las diez mujeres más
elegantes del año”.
Después, en el hotel, al quitarme el sombrero frente al espejo, he mirado sin
esperanza mi rostro descarnado y moreno, mi cuello exageradamente largo
que disimulo con un pañuelo de seda. ¿Qué partido sacar de un rostro como
el mío? Quizá, como me dijo la Colorada al despedirse, cuando a una mujer
le falta imaginación, lo mejor es recurrir al consultorio de Miriam Wood, la
experta en belleza que colabora en la revista. Ella le aconsejó depilarse las
cejas, pintarse sombras verdes en los párpados y llevar el pelo cepillado y
revuelto, como llamarada.

¿Hasta cuándo seguiré atada a recuerdos de la provincia? Fue totalmente


ridicula mi reacción del otro día en casa de Lila. ¿Estaría yo envidiosa de su
flirt con Pancho Dávila? Creo más bien que admiraba la imagen del amor
que ellos encarnaban. Sin embargo, en mi admiración por la pareja había
algo de la avidez abyecta de un mendigo. Y aquellos sueños, nunca
confesados...
Yo no envidiaba a Lila; me sentía orgullosa de ser la confidente de su
noviazgo, su amiga preferida. Resignada a mi insignificancia, sentía a
menudo henchirse mi corazón de gratitud hacia los dos por el simple hecho
de que me permitieran acompañarlos a un cine, al parque, o a la plaza. Me
bastaba mirarlos para creerme también embellecida por esa aureola de luz
que bañaba sus cabezas risueñas y juveniles. Yo era la vestal harapienta, la
guardiana de aquel fuego supuestamente puro que iluminaba la opacidad de
mi vida. No toleraba la menor objeción a la conducta de Lila, y de haber
sido hombre me habría batido a duelo con esos infelices que inventaban
historias infames para vanagloriarse en ruedas de amigos. Pero fue en el
colegio donde se tejieron las peores calumnias: de allí salió el apodo de
Romeo y Julieta con que nos bautizaron.

El jueves pasado, luego de vencer un sinfín de vacilaciones, fui al


consultorio de Miriam Wood. ¿Qué sacrificios no haremos las mujeres para
lograr un cutis juvenil, una silueta esbelta? Máscaras faciales de barro, de
miel, de yema de huevo, de rebanadas de pepinos, de puré de frutillas.
Compresas calientes que dilatan los poros, otras de agua helada para
cerrarlos. Masajes con guantes de crin, depilaciones.
Creo que llegado el caso preferiría dejarme crecer la barba antes de
someterme a la tortura de la depilación eléctrica en que se especializa
Miriam Wood. En un salón del consultorio, señoras de ojos agónicos, con
las cabezas envueltas en turbantes de toalla, sudaban a mares, metidas
dentro de enormes cubos de madera; en otro, pedaleaban incesantemente
sobre bicicletas sin ruedas.
Miriam Wood. es una mujer corpulenta y autoritaria pero con cara de
muñeca. Rubia, casi albina, lleva un peinado alto que le descubre la frente.
Sus mejillas son tersas, rosadas; la nariz, un pellizco; el mentón carnoso,
con una hendidura en el medio, imposible calcularle la edad.
Me recibió en su despacho, detrás de un escritorio de metal donde había un
gato de porcelana blanca, varias revistas extranjeras y un jarrón de vidrio
trasparente con crisantemos amarillos. En la pared, un retrato de Isadora
Duncan envuelta en una túnica griega. El delantal blanco que vestía la
experta, las sillas niqueladas, las cortinas de voile, creaban un ambiente
moderno y ascético, adecuado a su trabajo.
Miriam Wood me observó de arriba abajo con sus ojos redondos y azules,
sin párpados, pero bordeados de pestañas tupidas y cortas; después tomó un
lápiz y dibujó en una cartulina, con trazos rápidos y seguros, dos bocetos de
mi rostro: uno de frente y el otro de perfil. Seguidamente me pidió que me
sentara para oír su diagnóstico. Con voz lenta y articulada, Miriam Wood
expuso una interesante teoría sobre la importancia de los ángulos faciales en
las distintas razas humanas. Luego de asegurarme que mi rostro acusaba
fuertes características mongoloides, anotó en la cartulina, junto a las
indicaciones para el maquillaje, una extensa lista de productos de belleza
que ella misma fabrica y que debo comprar si deseo convertirme en una
mujer atrayente. Al pie, en grandes letras de molde, escribió las siguientes
recomendaciones: Peinado suelto, lacio. Lápiz labial: rojo fuego. Cejas
anchas, naturales. Color prohibido: marrón.
Pagué cincuenta pesos por la consulta y el dibujito. Quizá más adelante me
decida a seguir algunos de sus consejos. Por empezar suprimiré pañuelos,
echarpes. “Francamente señorita, con ese cuello de garza, es un crimen”,
me dijo la experta.

Mientras continúe la fiebre por el folklore no se publicará en la revista la


traducción que hice sobre las favoritas de Luis XV. Me preguntaron si
conocía algún poeta del interior que quisiera colaborar en el número que se
prepara dedicado a exaltar “las raíces de lo autóctono”. Fie dicho que sí.
Voy a escribirle a Alfredo Urquijo. Es la oportunidad de colocar algo suyo
en Élite. Un poema sobre los lapachos sería aceptado de inmediato. ¡Qué
ocurrencia resignarse a vivir postergado en la provincia! Con la cultura que
tiene podría ocuparse perfectamente de la columna bibliográfica de Elite.
Muchas estarán ansiosas de saber algo del príncipe que nos visita. ¡No lo
imaginábamos tan sencillo, tan deportivo, tan como cualquier hijo de
vecino! No lo esperábamos.
Élite, 1947

—¿Qué tal el party en lo de Tita?


—Qué querés que te diga. Un opio.
—¿La casa?
—Mirá, Tita será un mamarracho, pero de decoración entiende. La casa,
una preciosura. ¡Qué gusto!
—También con la plata que tiene...
—Discúlpame, no es tan fácil. Pensá en Felisa. ¿No viste el nuevo arreglo
de la estancia? Un horror.
—Vi las fotos. Si, no me gustó nada.
—¡Sacar los muebles coloniales y meter Jansen por todas partes! ¡Si será
burra!
—Lo que debieron fotografiar es el parque. Eso sí que es una maravilla. El
pobre Tomás era un genio para los árboles.
—Te fijaste en lo que salió del Ocean? ¿Qué me contás del flirt de Marti ta
Larrañaga con el chico de García Espinel? Puro invento.
—Intrigas de la Colorada Smith. La encontré en el party. Estaba con esa
otra empleada de la revista, Matilde Figueras, gente conocida de las
provincias. Una monada de chica. Por supuesto, Jorgito Páez se la acaparó.
—Ése es fatal. Ya podría llamarse al orden.
—Eso no. A mí me parece espléndido. La que tendría que mandarse a
guardar, creeme, es Tita. Cada día más gagá.
—Pero es divertida. Tiene humour.
—¿Humouri Haceme el favor. No entiendo cómo pueden festejarle las
pavadas que dice. Tendrá gusto, todo lo que quieran, pero en cuanto abre la
boca, la cagó.
—¿Estaba Marcelino?
—Estaba, helado. Nos dio la lata de política dos horas. Dijo que el gobierno
caería in-ces-sam-ment. Parece que muchos militares decentes no toleran a
esa mujer de lo último.
—¿Le viste el retrato? Francamente, se necesita descaro para mostrarse
medio desnuda al lado de monseñor Copello.
—Es de miedo. Ahora va a expropiar la quinta de Armendáriz para no sé
qué obra social. Pero tranquilízate: esto no dura.
—¿Cuándo te vas a Mar del Plata?
—No creo que vaya. Será como el año pasado: una de empleaditos y
maestras en vacaciones. Voy a ir a Punta del Este con Rita y María del Pilar.
Si, a Rita la festeja un uruguayo divorciado, pero riquísimo. Andá a saber si
no le conviene. Pero qué querés, la imbécil está enamorada de Andresito,
ese mocoso de veinte. Y para colmo, seis hermanos. Te imaginas, no hay
herencia que resista. Y a vos, ¿qué tal te fue en lo de Coicochea?
—Como a vos. Un opio.
—¿Cómo estaba Laurita?
—Divina. Gran escote emperatriz Eugenia.
—¿La pollera a media pierna?
—Pas du tout! Al tobillo.
Espléndida mañana de sol que aproveché para dar un paseo por la Recoleta
y llegar unos minutos a casa de Lila, a quien veo poco últimamente.
La encontré muy alterada, a causa de los problemas que tiene con el Petizo.
Me recibió en el living, sentada junto a la chimenea: a su alrededor la
colección de objetos de plata antigua que ella misma lustra porque dice que
las mucamas son unas animales, unas brutas acostumbradas a fregar
sartenes y cacerolas.
Mientras sacaba brillo con la gamuza a un mate especialmente bonito, me
contó que su marido había vuelto a caer en el alcoholismo. “Te soy franca”,
me dijo. “Por mí, que reviente. Pero no voy a consentir que el administrador
de la estancia saque provecho de la situación para esquilmarnos de lo lindo.
Y encima tengo que guardarme la rabia porque el Petizo siente adoración
por ese cachafaz”.
Dejé a Lila entregada con ahinco a la tarea de lustrar un pavo real de plata
que perteneció a la familia Balcarce. Le he prometido averiguar en la
revista la dirección de algún sanatorio de categoría para la rehabilitación de
alcohólicos.
Antes de acostarme, en la radio, una canción de Charles Trenet: Que reste-t-
il de nos arnours? Por más que me esfuerzo no consigo compadecerme por
el destino de Lila Cisneros.

Todavía bajo la impresión del sueño angustiante de anoche. Yo llevaba el


uniforme del Colegio, Santa Rosa y acababa de entrar, descalza y temerosa,
al cuarto de mi abuela con el propósito de robar el Niño Dios que había
sobre su cómoda. Mi abuela dormía tan profundamente que no le
incomodaba una gigantesca mosca negra que tenía encima de la nariz.
Acerqué un banco a la cómoda, que era alta, como un edificio de varios
pisos. Cuando iba a apoderarme de la imagen, cayó al suelo el fanal de
vidrio que la recubría. El ruido del fanal al estrellarse fue semejante al de un
rayo. Mi abuela despertó. Quise escapar, pero ella saltó ágilmente de la
cama y me sujetó con fuerza de las trenzas. Cerró con llave la puerta de su
cuarto que daba al vestíbulo; después, riéndose a carcajadas, partió en
pedazos la imagen del Niño Dios y me obligó a comerla, como si fuera de
chocolate.

En la revista, aprobación unánime de mi nuevo peinado y maquillaje. El


portero quedó boquiabierto y el ascensorista, por mirarme, se equivocó de
piso y me llevó al quinto, donde está el archivo. Gritos y aspavientos de la
Colorada Smith que provocaron un revuelo en la redacción. “Increíble. Sos
otra, Matilde, otra”. Entusiasmada con mi cambio, ofreció prestarme un
vestido de encaje blanco para el cóctel de mañana en lo de la condesa de
Villafranco, color que, según la experta, debo adoptar porque acentúa el
tono cobrizo de mi piel.
Es curioso, soy la misma de siempre y a la vez me siento distinta. Gracias a
esa dualidad que ha suscitado en mí 1a. magia de Miriam Wood, caminé
alegremente por el centro; entré a una confitería de Florida, pedí un clarito
y me quedé un buen rato junto a una ventana, viendo pasar la gente. Antes,
habría elegido una mesa en el fondo, la más apartada de la calle.
Sin duda fue la otra Matilde y no yo la mujer segura y risueña que en el
cóctel de anoche aceptó los galanteos de Jorge Páez. Con sorpresa advertí
que es la misma persona a quien insultó el guarda del tranvía 17. La
Colorada Smith me conto que Páez tiene fama de Don Juan entre las
elegantes: “No sé qué le ven”, me dijo. “A mí, personalmente, me parece un
relamido”.
Lila no pudo ir al cóctel porque el Petizo está enfermo. He observado que la
Colorada es temida y odiada al mismo tiempo por la gente de sociedad. La
dueña de casa fue muy gentil conmigo. Varias veces tuve que repetirle mi
apellido, pero ella se obstinó en cambiarlo por Talavera. Quizá ese capricho
forma parte del famoso estilo de la condesa porque hizo lo mismo con otras
invitadas que celebraron divertidas sus equivocaciones.
Sari: prenda de vestir que usan las hindúes. Acabo de enterarme por el
diccionario Larousse. Cuando Jorge Páez me dijo que yo tenía el tipo
apropiado para llevarlo, sonreí avergonzada de mi ignorancia.
La casa de la condesa de Villafranco hubiera hecho las delicias de Alfredo
Urquijo: realmente suntuosa. Sobre una antigua consola, un objeto
repulsivo, cubierto de clavos herrumbrados, que resultó ser un ídolo de la
Cote d’Ivoire.

Con Jorge Páez en un concierto de Marisa Regules. A la salida, fuimos a


tomar un café en el Águila. Hablamos de música, de cine, de libros. Creo
que tiene gustos muy diferentes de los míos aunque es difícil saberlo porque
jamás toma partido por nada y cuando opina lo hace tímidamente, buscando
la manera de adaptarse al punto de vista de su interlocutor.
Comprendo la seducción que ejerce sobre las mujeres: es el polo opuesto
del galán recio, dominante; las trata con delicadeza; establece con ellas una
tierna y ambigua camaradería; las rodea de atenciones exquisitas. Hay un
contraste verdaderamente conmovedor entre la expresión risueña de su boca
y la de sus ojos melancólicos, suplicantes. Tiene manos chicas, cubiertas de
vello. Me desagradan y me atraen al mismo tiempo.
En la revista, con la Colorada Smith y un grupo de señoras de edad que han
vuelto de una peregrinación por Medio Oriente y Tierra Santa. No me
hubiera extrañado que alguna de las más viejas fuese amiga de mi abuela.
Felizmente mi apellido no les dijo nada. Aunque quién sabe: son tan hábiles
para simular olvido.
La Colorada les agradeció el regalo que le habían traído: un relicario que
gualda un poco de tierra del Santo Sepulcro; luego anotó sus nombres en un
papel y llamó al fotógrafo de la sección. Frente a la cámara, aquellas
señoras adoptaron de inmediato un aire adecuado a la cristiana
espiritualidad que representan, pero el relámpago del flash, al iluminarlas
con nitidez, reveló el orgullo infernal que ocultan debajo de tanta languidez
y beatería. Cuando se marcharon, la Colorada Smith me comentó: “Son
importantísimas. Sobre todo la del collar de perlas. ¿Te fijaste? ¡Qué
bárbara! No me animé a decirles que no podrán aparecer en la revista. La
orden viene de arriba. Qué le vamos a hacer”.
En el hotel, una anciana a quien todos llaman Bebita se cayó de la escalera.
El encargado me contó que el accidente se debió a que ella, para mantenerse
erguida, acostumbra bajarlas con un pesado libro en la cabeza.
Comparadas con las ricas y devotas peregrinas, cuánto más simpáticas me
parecen estas otras viejas del hotel, arruinadas y profanas.
Conversación con Jorge Páez sobre algunas beauties del momento.
Encuentra que Alcirita von Schiller es vulgar; admira, en cambio, la
elegancia de Laura Goicochea. Tiene muy buenos huesos, me dijo.
A mí, como elogio, me pareció macabro. Recordé las propagandas de crema
de belleza que hasta hace poco aparecían en la revista. Fulanita de tal, joven
y encantadora damita, triunfa en sociedad por la tersura de su cutis, suave
como pétalo de rosa. Ocurre con Laura Goicochea que es soltera e hija
única de uno de los hombres más ricos de Buenos Aires. Entonces todo el
mundo se pone de acuerdo en que tiene distinción, glamour. A falta de cutis
terso, Laura, Laurita, triunfará por el delicado arabesco de sus clavículas y
el noble diseño de sus omóplatos.
Jorge me dijo que en el cóctel donde nos conocimos se comentó mucho mi
tipo exótico. Pensé que lo decía en broma, pero me aseguró que no, que de
haber sido la reunión con gente de embajada, él me habría tomado por una
paquistana o una hindú.
Es una suerte que esa aceptación mundana no vaya unida a la moda por lo
nativo, que a nadie se le ocurriera ver en mí la otra Matilde que también
soy. Porque a pesar del éxito de las chacareras y del dulce de lima de
Catamarca, no oigo sino hablar con horror de los cabecitas negras que están
invadiendo Buenos Aires.

Desconsuelo de la Colorada Smith. Casi llorando me dijo: “¿Te das cuenta,


Matilde? Qué pirujos. Suprimieron del número la nota sobre abanicos y
camafeos en la Gran Aldea para poner en su lugar esas ridículas fotos de un
juego floral en Ezpeleta. No hay derecho”.
En el puerto, con Lila y el Petizo que partieron a Europa en el Andes. El
pobre Petizo me pareció un despojo humano, lila piensa internarlo en una
moderna clínica que se abrió en Suiza. Al despedirse de mí, volvió la
cabeza hacia su marido que tiritaba en un sillón, los hombros envueltos en
una manta.
¿Crees que mejorará?”, murmuró con voz estremecida. No me dejé engañar
por la sirena: sus ojos expresaban claramente la esperanza de volver de su
viaje liberada de la carga del marido.

Anoche, con Jorge Páez, en la boîte Tanganica. Increíble el dominio que he


adquirido sobre mi timidez. Muy campante, como si toda la vida me
hubiera pasado en la penumbra de una boîte exótica, rodeada de palmeras
de rafia y máscaras africanas. La voz susurrante y varonil de Jorge, la
presión de su brazo en torno de mi cintura. Comparó mi perfil con el de
Nefertiti; rozó con sus bigotes mis mejillas encendidas. ¿Quién podrá
resistirse a los halagos de este seductor?
Sean eternos los
laureles que supimos
conseguir.

Has puesto el disco de Charles Trenet en el combinado. El mueble, un


simple cajón de madera lustrada, merece tu aprobación: armoniza
perfectamente con el arreglo del departamento. Lástima que el cambiador
automático te inspire desconfianza. Los inventos modernos tienen su pro y
su contra A menudo el aparato, en vez de permitir la caída del disco, lo
aprisiona entre sus pinzas. Entonces el brazo del pick-up se asienta sobre el
plato vacío; la púa queda a la miseria, el disco roto, o con los bordes
astillados. Los fonógrafos de antes eran menos complicados y más prácticos
...
Ce soir, le vent que frappe a maporte...
Tampoco el joven cantor te entusiasma demasiado. Sonríes tristemente;
suspiras. Jamás habrá otro con el encanto de un Maurice Chevalier. Y así en
todo: jamás otra Vallin, otra Muzio. No vas a tomarte la molestia de discutir
tus opiniones. Un desdeñoso silencio será la única respuesta a quienes, por
ignorancia o mala fe, pongan en tela de juicio tus melancólicas fidelidades.
No sólo en el dominio del arte el mundo actual muestra una peligrosa
confusión de valores. En el Club has oído decir que tal situación obedece a
un plan diabólico elaborado por el capital judío y la masonería
internacional. Te niegas a creerlo. Has conocido judíos ricos que eran unos
caballeros; en cuanto a los masones, muchos de ellos fueron ilustres, y de
las mejores familias argentinas. Más bien atribuyes el deterioro de las
costumbres a problemas de educación, de sensibilidad. Los hombres no son
iguales. Por democrático que sea un país, siempre habrá una Elite refinada y
ociosa cuya misión aparentemente superficial, será la de preservar el lado
amable de la vida amenazado por el progreso técnico y el grosero
materialismo. Te defiendes de ambas calamidades acentuando los rasgos
que a tu juicio distinguen a un señor del común de la gente: un carácter
apacible, no exento de firmeza; modales mesurados, corteses, y el santo
horror por todas las formas de la vulgaridad y la exageración. Piensas que
no hay peor defecto que el mal gusto, y de mal gusto te parecen las
personas exaltadas, las corbatas de colores llamativos, la ignorancia del
francés y del inglés, supersticiones que compartes con otros señores a
quienes encuentras ocasionalmente en Tribunales, en el Club, o a la salida
de una misa en el Pilar. A diferencia de ellos, tienes una renta modesta, pero
los une la certidumbre tácita de que Buenos Aires, es decir, el país, les
pertenece, arrogancia disimulada por el tono campechano que emplean al
hablar de los antepasados, militares y terratenientes, en los cuajes fundan
esa pretensión. Lías viajado lo suficiente para saber que fuera del país
cuentan poco las hazañas de tal o cual general sudamericano exaltado por
Grosso y por Levene, para consumo interno. No obstante, guardas en tu
biblioteca, celosamente, cartas y documentos amarillentos con firmas de
próceres cuyas rúbricas recuerdan el humo de una locomotora en un dibujo
escolar. Ellos atestiguan los vínculos de tu familia con los orígenes de la
patria.
Mantienes, con los hombres de tu generación, un trato cordial pero distante.
Prefieres la amistad de las mujeres de tu clase. Aun en las menos hermosas
disciernes características de raza que confirman tus teorías sobre la
verdadera elegancia femenina, misteriosa cualidad que asocias, entre otras
cosas, con la finura de los tobillos y las muñecas. Pero sobre todo las
admiras por esa perfecta combinación de extravagancia y de sentido común
que les permite la mayor libertad de costumbres, y al mismo tiempo eludir
hábilmente, en el momento oportuno, cualquier situación que comprometa
su tranquilidad. Gracias a ellas aprendiste que los gestos espectaculares del
amor están bien en las óperas, o en una novela, no en la vida real donde es
preferible una actitud más reposada, pues, llegado el caso, ninguna pasión
justifica el desprestigio social o la pérdida de una fortuna. Menos rico que
cualquiera de tus antiguas queridas, jamás pusiste en peligro, con
indiscreciones o escenas de mal gusto, el decorado fastuoso y brillante en
que se movían. Ellas te lo agradecieron; sigues frecuentando sus casas; te
estiman, te hablan por teléfono el día de tu cumpleaños.
Que reste t-il de nos amours?
Que reste t-il de ces beaux jours?
A veces tienes la impresión de haber sido testigo de una efímera edad de
oro que conoció el país antes del año 30. Te dices: ¿De qué progreso
hablan? El cine mudo, los automóviles sport, la moda de las mujeres, todo
era mejor entonces. Tu pesimismo no te impide ir a ver el film de la actriz
del momento, o mirar un ejemplar de Vogue para enterarte de la última
colección presentada por el modisto de éxito en París, aunque después,
fatalmente, opinarás que Greer Garson y Christian Dior no existen al lado
de una Corinne Griffith y de Chanel.
Et dans le nuage
le cher visage
de mon paséeeeee
Apagas el combinado. Has comprado el disco de Trenet porque Matilde te
habló del cantante con entusiasmo. Te asombra que a ella pueda gustarle
semejante cursilería. Una muchacha seria, inteligente. Con todo, estás
dispuesto a ser indulgente y perdonarle cierto esnobismo, natural en una
provinciana. Cuestión de roce, piensas. Ya aprenderá.
Abres la ventana del departamento que da a un patio interior, ensombrecido
por el tupido follaje de una magnolia. El animal del portero debería ventilar
este cuarto más a menudo. Hay olor a cera, a humedad.
Es casi la hora de tu cita con Matilde y aún no estás preparado para
recibirla. Te pones una robe de chambre; vas a la cocina; retiras de la
heladera una cubetera de hielo que dejas unos instantes debajo de la canilla
de la pileta; llenas, con los cubitos de hielo, un balde de metal plateado;
buscas una botella de whisky, otra de soda y dos vasos. Colocas todo en una
bandeja que depositas en una mesa ratona, junto al sofá del living.
Enciendes luego una lámpara de querosén, adaptada a la luz eléctrica; te
pones los anteojos; observas los estantes con libros de la biblioteca. El tomo
de versos de la condesa de Noailles está allí, donde suponías.
Te sirves un whisky. Sentado en el sofá contemplas, satisfecho, el arreglo de
la garçonnière. No en vano tus amistades ponderan tu buen gusto. A pesar
del rechazo que sientes por la decoración moderna, has tenido la audacia de
pintar las paredes de blanco y reemplazar el tapizado oscuro de los sillones
y del biombo por otro más alegre, color arena. También pensaste en
deshacerte del grabado con un tema mitológico que tienes arriba de la cama
y poner en su lugar un cuadro de Fernández Muro. Estuviste a punto de
comprarlo. Finalmente decidiste conservar el grabado. Es regalo de una
dama italiana que fue tu querida. Ella misma coloreó el mar celeste pálido,
el manto y el cuerpo rosado de la diosa.
El alcohol no consigue tranquilizarte. Preferirías haber venido solo al
departamento como lo haces a menudo: a leer el diario, a oír un poco de
música. Te arrepientes de la ligereza que te llevó a concertar una cita con
Matilde. Al mismo tiempo piensas que no te quedaba otro remedio que
invitarla, que hay situaciones que un caballero debe asumir resuelta,
heroicamente. Hace mucho que ninguna marcha triunfal acompaña tus
solitarias distracciones en la garçonnière. Por lo demás, la voluntaria
entrega de Matilde te deja indiferente. Consideras con espanto la
posibilidad de que sea virgen; que deje de serlo por tu culpa, un acto
primitivo y sangriento.
Vagamente recuerdas un episodio de tu adolescencia: el galpón de una
estancia; aquella muchacha de ojos azorados, casi una niña. Tu torpeza; su
llanto. Poco después, eras el amante de una señora que habría podido ser tu
madre; viajabas a Europa, comenzaban tus éxitos.
Te preguntas en qué consistirá la simpatía que sientes por Matilde.
Piensas que en ella la elegancia es un don natural, como en los gatos.
Admiras su perfil, que comparas con el de una reina egipcia; su cuello
largo, su voz cálida y grave, le divierte la agresividad con que disimula su
timidez; las faltas que comete al hablar en francés; su orgullo de gente bien
venida a menos. Te sorprende que un medio agreste y provinciano sea el
origen de esa muchacha a tal punto racée que no desentona con el grupo de
tus amistades más distinguidas. Sientes por ella la satisfacción de alguien
que ha descubierto una piedra preciosa, una piedra que será preciso pulir. Si
fueras rico, no vacilarías en proponerle matrimonio y, como primera
medida, sacarla de esa revista de guarangas. Un matrimonio tranquilo,
basado en el afecto, en la gratitud. Irían juntos a Europa: no dudas de que
los viajes acabarían por completar tu obra civilizadora. Una jovencita culta
y respetuosa dispuesta a cuidarte con la solicitud de una sobrina por un tío
mayor que la colma de amabilidades.
Miras tu reloj pulsera. Matilde no tardará en llegar. “Si al menos ella tuviera
experiencia, si tomase alguna iniciativa, en vez de esperarlo todo de mí,
resignada y nerviosa, como en el consultorio de un dentista”.
Te esfuerzas por convertir en sensualidad la ternura que te invade al
recordar a Matilde. Imposible. La ternura obra como un freno. Para que el
deseo irrumpa necesitas del contraste sacrílego, siempre presente en tu
imaginación, que hay entre una dama respetable, elegantemente vestida,
que te saluda desde un palco, y esa otra, la misma, que días después en tu
garçonnière se desnuda con desparpajo y ensaya pasos de baile en la
alfombra, antes de meterse contigo en la cama.
Vas al cuarto de baño; te pones agua de Colonia en las sienes y en la solapa
de la robe de chambre; te cepillas los dientes frente al espejo del botiquín.
“Una buena tintura de pelo me quitaría varios años”.
Rechazas la tentación: es suficiente con que el bigote continúe renegrido.
En cuanto al yoga y al régimen vegetariano, puras pavadas. Acercas la cara
al espejo: sonríes. Torciendo un poco la boca logras disimular un diente sin
raíz que con el tiempo se ha puesto oscuro. Ensayas la sonrisa; retrocedes
unos pasos; te quitas los anteojos. La imagen, de contornos borrosos, parece
increíblemente joven: Dorian Cray. Vuelves a colocarte los anteojos: esas
arrugas verticales en las mejillas; esos tendones temblorosos debajo del
mentón. En el living empiezas a leer los versos de la condesa de Noailles
cuando oyes el ruido de unos tacos femeninos en el pasillo del
departamento. Después, el timbre.
Carta de Alfredo Urquijo. Me recomienda cautela en mi relación con Jorge
Páez. Piensa que estoy enamorada de él. Qué ingenuo. Decididamente la
provincia lo atrapó para siempre. Obligaciones morales: pretextos. Le
encanta sentirse importante entre mediocres, ser el mono, el felpudo de los
Gálvez, familia que lo deslumbra y que es prácticamente desconocida en
Buenos Aires.

Me irritó el tono sentencioso de su carta, su énfasis patriótico, sus chismes


de comadre que han dejado de importarme. Dice que no escribe poesías y
que aborrece el folklore. Que se quede en la provincia, con el oro de sus
naranjales, su madre neurasténica y la nostalgia de la retreta donde se
desvivía por ser amable y adular a personas inferiores a él que en el fondo
lo despreciaban por afeminado. En lo que a mí respecta, jamás volveré a esa
ciudad donde nadie me quiso, salvo Aniceta, de quien Alfredo no dice
palabra. La resignación y la decencia de mi abuela no me conmueven en
absoluto. La conozco: jamás dará el brazo a torcer. Alfredo ignora que me
devolvió el dinero que le envié porque prefiere su pobreza decente a recibir
ayuda de una nieta desnaturalizada. En cuanto a mamá, siempre fue tan
distante conmigo que a veces llegué a preguntarme si yo era hija suya o si
realmente, como bromeaban en casa, aparecí una noche de enero traída en
una bolsa por el rey Baltasar.
Fatigada a causa de las continuas invitaciones de Jorge Páez a cócteles,
comidas, boites, funciones de teatro, de cine. Ahora comprendo el porqué
del ocio de las mundanas. El ocio es belleza. Si tuvieran que trabajar como
la mayoría de los mortales, acabarían pronto convertidas en ruinas.
Anoche, en casa de Javierita Ortega, una mujer corpulenta y desaforada que
cantó en el piano algunos tangos viejos y después, preciosamente, una
balada medieval francesa.
Me presentaron a dos personas más del grupo: Lolita Porcel, una rubia
vivaz que adora la jardinería, viste con sencillez y lleva, como al descuido,
un enorme solitario, y un millonario brasileño, Aníbal Peixoto, que en un
momento de la reunión dijo haber comido carne humana cuando vivió entre
los indios de una tribu del Amazonas.
La apasionante aventura del señor Peixoto provocó la patriótica emulación
de los invitados que para no ser menos que el brasileño narraron, a su vez,
minuciosas historias de festines con gatos asados, culebras y demás
inmundicias.
Victoriana Salcedo aseguró que de niña le gustaban los caracoles crudos;
Lolita Porcel, más espiritual, dijo que un día, llevada de un impulso
irreprimible, había devorado con fruición la rosa más linda de su
invernadero.
Decepción unánime cuando le llegó el turno a Jorge: de chico prefería la
goma de borrar a cualquier golosina.

En el cine Capítol, con Jorge, su mano enlazada a la mía mientras en la


pantalla Bette Davis miraba la luna con ojos desorbitados luego de matar a
su amante. Al salir llovía a cántaros. Como el coche de Jorge estaba
estacionado lejos, esperamos en una confitería a que amainara la tormenta.
El muy zorro insinuó la posibilidad de que fuésemos a tomar un cognac en
su departamento. Me hice la desentendida. Insistió. Un oportuno incidente
me ayudó a salir airosa del trance. El mozo, que tenía tonada cordobesa,
rechazó la propina que el porfiado de Jorge se empeñaba en dejar.
Discutieron acaloradamente. Por último, Jorge guardó las monedas en el
bolsillo.
Contrariado por el recuerdo de ese episodio, Jorge detuvo el coche en la
puerta de mi hotel; encendió un cigarrillo y habló con amargura de Buenos
Aires. La ciudad no era la misma de los años 30. Los mozos, sin el aliciente
de la propina, no se consideraban en la obligación de ser amables con los
clientes; escaseaba el servicio doméstico, el buen whisky, los casimires
ingleses. En cuanto a los nacionales, eran vulgares arpilleras. Proliferaban,
eso sí, las pizzerías, las motonetas, los afiches en que aparecía la mujer del
presidente, esa ex actriz salida poco menos que del arroyo y que ahora
llevaba pieles y joyas dignas de la reina de Inglaterra. ¿Dónde se había visto
semejante confusión? Lo peor, sin embargo, era que muchas personas
honorables ya habían pactado con esa banda de delincuentes que a destajo
saqueaban el país. No cabía duda: peligraba el tradicional estilo de vida de
los argentinos decentes.
Invitación de Jorge a que conozca su departamento. Lo hizo finamente: ¿Me
gustaría ver una edición dédicacée de la condesa de Noailles? Luego
arreglaríamos algún programa divertido para la noche. ¿De acuerdo?
Estábamos en la esquina de la editorial. Con una suave presión de su índice
debajo de mi mentón, Jorge me obligó a levantar la cabeza y a mirarlo de
frente: su chambergo gris, sus ojos candorosos y tristes, la sonrisa que la
costumbre de agradar ha convertido en una mueca gastada, inexpresiva.
Anoté la dirección del departamento. Le dije que estaría allí antes de las
ocho. Cuando se fue en su coche, me dirigí a mi oficina en la revista con el
corazón rebosante de felicidad. No quise contarle a la Colorada Smith la
decisión que acababa de tomar. Con toda seguridad habría advertido mi
ansiedad por caer en las redes del seductor.
Inclinada sobre la Remington de su escritorio, observó de soslayo la entrada
presurosa de Matilde Figueras; dio una pitada a su cigarrillo y continuó
redactando las notas mundanas que escribía semanalmente en la revista. Los
dedos de la Colorada Smith revolotearon velozmente sobre el teclado.
¿Será este año el flequillo la moda definitiva? Entre sus nuevas adeptas,
Laurita Goicochea lo lleva con un charme personalismo. (Qué agitada que
llega. A mí no me engaña esa mosquita muerta. Anda de gran romance... )
Cada día nuestras jovencitas se interesan más por la música regional. Vale
la pena oír a María de las Nieves Arriaga interpretar una baguala
acompañándose con su bombo salteño. El bombo residía algo
conmovedoramente nuestro en lugar de tantas cosas innecesarias que antes
se buscaba importar, (Si será zonza. Su amorcete tiene todavía pinta, pero
¿cuánto le va a durar?...)
Los muchachos, muy buenos mozos y varoniles con sus ponchos de vicuña,
prenda que Albertito Lando ha osado llevar —y vayan mis felicitaciones—
con su smoking en una reciente comida realizada en el Golf. (¿Creerá que
soy ciega? Hace días que la noto alborotada como una colegiala. Antes me
pedía consejos y ahora tanto misterio. Así son estas provincianas cuando les
suben los humos...)
Lucidas proporciones alcanzó el festival efectuado por un calificado grupo
de aficionados en beneficio de la Asociación del Niño Mongólico. En uno
de los cuadros, titulado “La cabaña del Tío Tom”, fue una agradable
sorpresa el spiritual cantado admirablemente por Amalita Valle Laroche.
Nada que envidiar a esa gran artista de color, Marian Anderson, que
tuvimos la suerte de escuchar aquí hace unos años. En otro cuadro, “Sueño
de amor de Liszt”, destacamos la gracia alada de Cayetana Ovejero que
arrancó entusiastas aplausos de la concurrencia que colmaba el teatro.
(...un vejestorio y además sin un cobre. Yo no digo que no aproveche, que
no conozca gente interesante, pero de ahí a...)
En el baile de presentación que dieron el señor Aristóbulo de Urruchaga y
su esposa Carmen Saldaño Rawson para presentar en sociedad a su hija
Ivonne, abundaron los escotes en el estilo un hombro sí otro no, tan
sentadores y juveniles. A decidirse, pues, las timoratas.
A riesgo de pecar de indiscreta, en ese mismo baile se comentó un
inminente compromiso matrimonial. Hasta ahora, la familia de la novia
mantiene en reserva el nombre del agraciado pretendiente que, a no
dudarlo, ha de reunir las prendas caballerescas para decidir la respuesta
favorable de María Lydia Hortiguera. (Porque ese no ha perdido las mañas.
Va al grano directamente. Qué zonza...)
La Colorada Smith hizo una pausa para buscar, en su libreta de anotaciones,
el nombre de una pareja de recién casados: él, un subteniente; ella, una
muchacha que no figuraba en la Guía Azul. El pedido de publicación se lo
había hecho el padrino del novio, un coronel influyente con el que convenía
estar en buenas relaciones.
En la basílica del Santísimo Sacramento se realizó el casamiento de la
señorita Lía Fructuosa Pidutti (¡Fructuosa, a quién se le ocurre!...) con el
subteniente Juan Carlos Rodríguez. Lucía la novia m atrayente vestido de
organza laminada; lirios de mostacillas en el peinado; brazaletes de
azahares y rosario antiguo de cristal de roca. (Unos pirujos, pero ahora son
los que tallan. Si yo fuese ella me buscaría un festejante con uniforme, de
coronel para arriba. ¿Qué pretende? ¿A esta altura del viaje ser la querida
de Jorgito? Son raras estas provincianas. Con lo bonita que es... A lo mejor
no le gustan los hombres. Quién sabe. En ese caso le presentaría a Dorita,
que está vacante desde que cortó con la escultora que se trajo de Europa...)
No puedo menos de comentarles el buen gusto del comedor de la residencia
que los esposos Díaz-Altamirano acaban de inaugurar en Barrio Parque.
La mesa y las sillas son Imperio; como centro de mesa una espléndida
sopera sobre bandeja de plata y espejo; cubiertos Keller, modernos,
porcelana verde Widgmond sobre round de cristal y espejo. La cristalería
es Baccarat.
Muchas estarán ansiosas de saber algo del príncipe que nos visita. ¡No lo
imaginábamos tan sencillo, tan deportivo, tan como cualquier hijo de
vecino! No lo esperábamos. Por supuesto, sufrió el impacto de esa rubia
glamorosa que no precisamos nombrar... Y en la que seguramente estará
usted pensando, amiga mía.
Con un libro bajo el brazo, Alfredo Urquijo se interna por las calles casi
desiertas del suburbio; deja atrás el paredón del ferrocarril donde hasta hace
poco aún podía leerse el nombre de su padrino que fue candidato a
gobernador; cruza unas barreras y se encamina hacia una casa de ladrillos
sin revocar que se levanta junto a las vías.
Las ediciones francesas estaban por las nubes; suerte que Matilde Figueras
le hubiese devuelto el libro con el apasionante capítulo sobre la emperatriz
de Austria. Lo había releído en el ómnibus que lo llevaba al suburbio. ¡Qué
mujer extraordinaria! Hacía largas caminatas para mantenerse esbelta.
Medía un metro sesenta y jamás pasó de los cincuenta y dos lulos.
Frente a la casa hay un barrial que Alfredo Urquijo atraviesa, haciendo
equilibrios, por un improvisado camino, de cascotes y piedras que lo lleva a
un cerco de alambre tejido: allí se detiene, guarda el libro en un bolsillo y
golpea. A la música de una radio que está puesta a todo volumen, se suman
los ladridos de varios perros que saltan y enseñan sus dientes detrás del
alambrado, en un jardín con margaritas que es también una huerta de
repollos. Una mujer asoma la cabeza por la puerta entreabierta de la casa:
—Jazmín, Negrito. ¡Quietos!
Los perros dejan de ladrar y corren, el rabo entre las patas, hacia la mujer
que acaba de llamarlos. Detrás de ella, en el cuarto en penumbra, Alfredo
cree distinguir el manubrio de una bicicleta de media carrera. No tienen en
qué caerse muertos, pero perros, de sobra. Qué gente.
—¿A quién busca, señor?
¿Una hermana de Carlitos? Muy sospechoso. Había oído hablar que en el
suburbio abundaban las uniones incestuosas. En el último censo de la
provincia, unas amigas de su madre, encargadas de visitar el rancherío, se
hacían cruces contando historias de chiquilinas que se acostaban con el
padre o los hermanos mayores. Consecuencia del ambiente, de la incultura.
—Querría hablar con Carlos Ferrari.
La fealdad y la vulgaridad obraban de un modo corrosivo sobre el espíritu:
lo envilecían. Ese barrial infecto, esos repollos, la radio prendida a toda
hora...
—Carlos no está, señor. Hace un ratito, que ha salido.
—¿No sabe a qué hora vuelve?
—No le sabría decir, señor. ¿Quién lo busca?
Antes, cuando Carlitos era ordenanza, no hubiera vacilado en decir su
nombre, seguro del efecto que provocaría entre esa gente humilde la visita
del secretario de la gobernación. Ahora convenía ocultarlo, ser un personaje
de incógnito, como Harún el Raschid, que paseaba disfrazado de mendigo
por las calles de Bagdad...
—Alfredo, un amigo. Dígale por favor que me llame por teléfono. Él sabe
el número. Buenas tardes, señora. Muchas gracias...
O como la emperatriz Elisabeth cuando viajaba a Londres, sin dignarse
siquiera visitar a la reina Victoria. Misteriosa mujer: montaba a caballo
estupendamente y cuando querían fotografiarla ocultaba su rostro detrás de
un abanico.
Empieza a anochecer. Alfredo Urquijo no se resigna a tomar el ómnibus que
lo lleve de vuelta al centro de la ciudad.
Tiene la sospecha de que la mujer ha mentido. Juraría haber visto en el
cuarto la bicicleta de Garlitos. Al menos pudo ser más gentil y decirme que
pasara a esperarlo un momento.
Alfredo Urquijo cruza un puente de madera sobre una acequia de aguas
servidas. Las casas son cada vez más pobres; ranchos de lata y taperas con
paredes de quincha alumbradas con lámparas de querosén. Se oyen silbidos
de trenes lejanos; cantan grillos ocultos en los yuyales que bordean la
acequia; un ciclista dobla en una esquina y avanza por la calle de tierra.
¿Carlitos? Alfredo se detiene y ve pasar a un hombre mayor, con chaqueta y
gorra de ferroviario.
Era evidente: Carlos Ferrari estaba escondido en su casa; por eso la mujer
sonreía con malicia y sujetaba con un pie la puerta entreabierta. Qué error
costearse hasta esos andurriales siguiendo un impulso generoso de su
corazón. Recibía como pago la ingratitud, la burla, la mentira. Cría
cuervos... Le serviría de escarmiento.
Que Carlitos estudiara, que se hiciese gente, tales habían sido sus nobles
intenciones. Una semana que no me llama, que no asiste a clase. ¿En qué
andará el bandido?
Gracias a sus consejos, Carlos Ferrari tomaba clases de dibujo en una
escuela nocturna de Bellas Artes; él no era rico, pero podía pagar los gastos
que exigía el estudio y poner a disposición del muchacho todos sus libros
con ilustraciones en colores de esculturas y cuadros famosos. Una
verdadera lástima que abandone, con la facilidad que tiene para el dibujo.
¿Qué diablos le ocurría?
Hasta el verano pasado, Carlos Ferrari había sido un muchacho dócil y
silencioso a quien él buscaba a la salida de la escuela para tomar juntos un
café, o una cerveza, y conversar de temas elevados. Siempre en un bar,
jamás en su propia casa. No quería tener problemas con su madre. Sabía
que para ella, un muchacho del suburbio, por talentoso que fuera, no se
diferenciaba en nada de un Piel Roja.
Ahora piensa que su madre no dejaba de tener razón. El ambiente sórdido
que rodeaba a Carlos Ferrari había terminado por estropearlo. La culpa era
sin duda de las malas compañías, ese montón de vagos de las esquinas que
sólo pensaban en el fútbol, el baile y el cine. También en la ropa, porque
Carlos, la sencillez personificada, desde hace algún tiempo se desvivía por
las remeras de colores y los mocasines que usaba sin medias, según la moda
de la Capital. ¡No haber nacido en la corte de los Austria, no haber
disfrutado de la amistad de aquella emperatriz que como él amaba la poesía
y la naturaleza! A menudo pensaba que su vocación era la de un mecenas,
protector de las artes. A diferencia de ios Gálvez, que sólo criaban negritos
para que les sirvieran mate, él protegería a muchachos de condición
humilde pero sensibles, imaginativos. Las musas no hacen distingos
sociales. Tampoco lo hacen quienes están en la cumbre del rango y el poder,
como la emperatriz de Austria que viajaba sin escolta y que, según dicen en
el libro, tenía especial preferencia por su joven profesor de griego.
¡No haber nacido con el dinero de los Gálvez! Él sí sabría cómo gastarlo.
Salvo su padrino Melitón, que tenía en el jardín de la casa del ingenio una
estatua de Friné probándose el collar, el resto de la familia acumulaba
objetos de arte por su valor material, pero en general eran ciegos para la
belleza. Viviría en París, con Carlitos como secretario: un extravagante
millonario sudamericano avec son petit arabe de ojos renegridos.
Alfredo Urquijo advierte con sorpresa que la caminata por el suburbio lo ha
llevado de nuevo al terraplén detrás del cual está la casa de Carlos Ferrari.
Sube la cuesta fatigosamente; desde lo alto alcanza a distinguir al muchacho
que en ese momento sale con la bicicleta que él le regaló para su
cumpleaños.
Alfredo Urquijo echa a correr. En la esquina, bajo el foco mortecino del
alumbrado público, la bicicleta se detiene: Carlitos, su pelo crespo, untado
de brillantina, su rostro moreno, de rasgos delicados, las palabras de odio
que él no alcanza a entender: “Estoy podrido de vos, de la escuela. Andate.
No quiero verte más. ¿Me has oído? Nunca”. Empieza a lloviznar. Alfredo
Urquijo advierte que son sus propias lágrimas, y no el cristal empañado de
sus anteojos, la causa de esa niebla que acaba por borrar a Carlos Ferrari, a
la bicicleta en que se aleja esquivando, con un hábil zigzag, los charcos de
la calle solitaria.
El segundo patio de la casa, doña Brígida que lo cruza presurosa para
detenerse frente al cuarto de planchar donde Aniceta almidona el cuello y
los puños de una camisa:
—Aniceta, ¿has visto a Matilde?
—Me parece, señora, que ha ido hacia el fondo, hace un momentito. Qué
quiere que haga, señora: a mí no me hace caso.

El fondo de la casa, el gallinero, el olor a estiércol mezclado con el de las


guayabas agusanadas que picotean en el suelo las gallinas. Matilde, que se
aparta del chico:
—No quiero, me da asco. Me busca mi abuelita. Chau.

Doña Brígida que avanza hacia el cerco de ligustro detrás del cual está el
gallinero. El chico que trepa ágilmente por el tronco de la higuera y
desaparece detrás de la tapia de ladrillos del fondo.
—¿Con quién hablabas, Matilde?
—Con nadie, abuela.
Los caballeros de chaleco de impecable blancura encierran en su pecho los
más lúgubres y encenagados pensamientos. De seguro que la ruptura del
compromiso de la joven damita ha causado más de una alegría en la rueda
de clubmen que acaso, en la intimidad de su pensamiento, vislumbran una
esperanza de llegar a ser el candidato de acierto. En tanto... la figulina
morocha, de ojos negros, insondables, sigue su carrera vertiginosa en el
vaivén de la mujer del gran mundo. Cuando la miro, un malestar invade mi
espíritu. Es una mujer fatal. Si fuese hombre le temería. AFNE. (Revista
Ilustrada del Río de la Plata.)

Venus nacida de la espuma del mar ... Dijo que había resuelto cambiar el
grabado por otro moderno y que después se arrepintió. “Está tomado de un
cuadro de Botticelli. Los colores son tenues, delicados, ¿verdad que no
molestan?” Fue ingenuo de mi parte elogiar su robe de seda a lunares. “Pero
mi querida; es eterna. La compré en Brighton antes de la guerra. Mirá si
tendrá sus años”.
Me decepcionó la dedicatoria: A Mlle. Carmen Páez, Ana de Noailles,
París, 1927. La edición, eso sí, lujosísima. “La vi una vez en una reunión.
Preciosa mujer, aunque bajita y vestida de mamarracho. El libro se lo
dedicó a mi prima Carmen, la casada con Iriarte, que entonces estaba de
novia y escribía versos muy cursis. No, Matilde. Ni se te ocurra leer ahora”.
Con el segundo whisky perdí por completo la timidez que me dominaba. En
mi lugar, ¿cómo habría actuado la vampiresa de Lila Cisneros? Miré los
discos que había cerca del combinado. Que reste t-il de nos amours? Una
maravilla, Jorge. No sabía que te gustaba Trenet.
Bailamos en el cuarto en penumbra. Audazmente recosté mi cabeza en su
hombro, respirando con voluptuosidad la fragancia a Colonia y a tabaco
rubio que había en su ropa, en su bigote.
Como lo imaginé al entrar: el biombo ocultaba el escenario de sus
conquistas. Qué bien, con qué facilidad ocurre una aventura. ¿Cuántas
otras, antes que yo, en esta misma cama? Ningún misterio. Al levantarle la
pollerita, el Niño Dios era como todos los chicos. Yo sabía que estaba mal
hacerlo y sin embargo aquella siesta pudo más mi curiosidad. He vivido
atormentada con mi secreto; sentía vergüenza de mirarle los pantalones a
papá.
Qué raro, ahí también tiene canas. Pronto olvidó que yo era su reina egipcia
para llamarme en voz baja Negrita, los ojos vidriosos, la respiración
anhelante. “Perdóname. No sé lo que me pasa. Habré bebido demasiado”.
Le convendría sosegarse, pensé. Un infarto: he oído hablar de trágicas lunas
de miel que acabaron así. Lo que me faltaría. Se levantó de la cama. Una
verruga en la espalda, dicen que es suerte. Después el ruido de la ducha en
el cuarto de baño. Estuve a punto de vestirme y escapar del departamento.
Pero volvió, húmeda la pelambre del pecho y ensortijada como racimos de
caracoles.
Mi cuerpo besado, mi vientre besado. ¿Y a esto es lo que él llama hacer el
amor? Estoy envuelta en una madeja de saliva, en un sudario de
viscosidades. De chica me gustaba contemplarme desnuda en el espejo.
Flacona y desabrida, pero ya se quisieran muchas estas piernas.
Ser amada, admirada, como la joven y encantadora damita que luce un cutis
de pétalo de rosa. Los hombres se detienen a mirarme. Citrus que pasa... la
esbelta bañista de Masllorens. O como Ayesha que esperó dos mil años la
resurrección de su amante... Kalikatres, el amor, Pancho mío, querido: la
pequeña lucecita en las tinieblas del corazón. Y entonces, por encima del
asco de la vestal hipócrita, se alzó el rostro del muchacho que jamás me
quiso; sentí de nuevo la punzante fragancia de los jazmines que en la
provincia acompañaban mis solitarios desvaríos. Con un suspiro murmuré
su nombre y estreché como antes su imagen ilusoria entre mis brazos
mientras el otro, el intruso, se arrojaba a mi lado y se ponía a dormir como
un bendito... No, de las babas y las fauces de un viejo. Qué tristeza..
¿Para esto seguí los consejos de Miriam Wood? Negrita, me decía para
excitarse. Y yo echada ahí como una perra sumisa y temblorosa, esperando
a que le rasquen la barriga.
Está amaneciendo. Ya corren los primeros tranvías. No quiero pensar en las
ojeras que tendré luego en la revista. Carros de La Martona en la calle.
Como diría la Colorada Smith, la fiesta terminó exactamente a la hora del
lechero.

El mismo guarda que le gritó oligarca a causa del chambergo y el paraguas


que llevaba. Me deprimen las ramas negras de las tipas, el cielo gris de
Buenos Aires. El Vaticano, creo que así le decían a ese lujoso palacio. Un
palacio decente: no suena bien. Según mi abuela, una vivienda decente debe
estar ubicada cerca de la plaza principal. La decencia era una cualidad que
ella aplicaba indistintamente a sus amigas vicentinas, a un sombrero pasado
de moda, a una mucama abnegada. El tradicional estilo de los argentinos
decentes. ¿A cuál estilo se referiría Jorge la otra noche? Al de sus amistades
mundanas y desprejuiciadas que me invitan y son amables conmigo porque
piensan que soy su última conquista, o al otro, no menos tradicional, con
sus damas religiosas y austeras como mi abuela? Ella, sin embargo, jamás
obtuvo ventajas de su arrogante decencia. Toda su vida ambicionó ir a
Lourdes, pero con excepción de la vez que estuvo aquí para el Congreso
Eucarístico nunca abandonó la provincia, su casa ruinosa, sus begonias
letales. En cierto modo nos arruinó su criterio de lo decente. Mi abuela
ponía cerrojos a la despensa porque temía que Aniceta robara azúcar o
galletas, pero no vaciló en hipotecar su quinta de naranjos cuando murió
papá. Seis caballos airosos y relucientes tiraban del carruaje conducido por
cocheros de levita, sombrero de copa y guantes blancos. Un entierro
decente en el cementerio decente de la provincia, versión modesta de la
Recoleta como mi abuela lo es al lado de aquella peregrina de Tierra Santa
cuyas perlas dejaron atónita a la Colorada Smith.
Tradicional estilo: la misma aureola de prestigio sobre la cabeza de los
ricos, ya sean justos o pecadores. El único drama es perder la fortuna como
les pasó a esas viejitas locas del hotel, peregrinas también, pero del Monte
Pío a donde llevan, resignadas, sus últimos abalorios. Porque las elegantes
que son amigas de Jorge habrán llevado de jóvenes una vida disipada, sin
importarles la censura del otro bando, el de las beatas que con los años
acogerán sin problemas a esas ovejas descarriadas si tuvieron la sensatez de
conservar, junto con el campo de sus mayores, el collar de esmeraldas, o el
solitario, símbolos del rango y la distinción en ambos bandos, mientras que
las alhajas de una ex actriz, por valiosas que sean, la condenan sin remedio
a la guaranguería. La ex actriz que como dicen tiene la sartén por el mango
y a quien temen y aborrecen con el mismo odio de esta ciudad por los
provincianos que día a día le quitan su mentada fisonomía europea.
María del Sol, Javierita, Lolita te adoran, dicen que sos de un chic bárbaro,
¿Me adoran? Creen que las admiro, que me siento halagada por sus
invitaciones. Soy para ellas corno una parienta pobre, boquiabierta y a la
vez conmovida de que le permitan contemplar de cerca sus esplendores. Me
encuentran un tipo exótico, hindú o mexicano. No les recuerdo la indiada
del interior que ha dejado la plantación de caña o de maíz para venir a
enseñar sus harapos y a refrescarse los pies en las fuentes de la Plaza de
Mayo. Porque esos desposeídos que en sus valles miserables y distantes
encarnan la raíz de lo popular, el genio de lo autóctono, se convierten de
inmediato en aluvión zoológico, en chusma invasora si pretenden participar
del festín de Buenos Aires, opinión que es igualmente compartida por un
hombre decente como Jorge Páez, su portero gallego y cualquier ama de
casa de Caballito.
Conjuntos folklóricos, mucamas de Barrio Norte: hasta ahí nomás. El resto,
invasores. Yo también, desde mi infancia, cuando pensaba en el azul intenso
de los ojos de los Figueras y en la mestiza impura que asomaba a los míos
para aumentar la humillación de mamá. Una intrusa, una impostora, como
ahora, del brazo de un Don Juan apolillado y hablando francés entre
mundanas ricas y viajeras, sin detenerme a recordar que en La provincia,
gracias al conocimiento de ese idioma, podía darme el lujo de comprar un
par de medias de seda, o una blusa modesta de organdí. Reina egipcia,
Nefertiti. En realidad pensaba que yo era una conquista fácil, una empleada
de una revista de esnobs, seducida de antemano por su prestigio social.
Querría que estuviese aquí Lila Cisneros para contarle mi fracaso. Verdad
que ella triunfó, pero a costa de sobrellevar a un alcohólico que le dobla la
edad. La viudez habrá de compensar sus muchos sacrificios. Yo buscaré
otro camino. Aún no sé cuál, pero por empezar apartaré de mi vida la
palabra decencia que me condena a la mediocridad y a la pobreza. ¿Qué
sentido tiene frecuentar a los ricos si al final de una fiesta debo volver
tiritando a un cuarto de hotel, levantarme temprano, preparar el desayuno en
un calentador a querosén?
Como los zorros de mi abuela, Jorge Páez es un lujo anacrónico que no me
sirve de nada. Ella los llevaba cuando iba al teatro o cuando presidía la
entrega de diplomas a mujeres humildes y virtuosas desde el augusto sitial
de las vicentinas. En el fondo, a mi abuela no le importan los bienes de este
mundo perverso que le arrebató a Plácido, pérdida de la que jamás pudo
recuperarse. Cree que la muerte acabará por igualar a humildes y poderosos,
lo cual no le impide enorgullecerse de los candelabros de plata y manteles
de hilo que adornan la bóveda de la familia.
La decencia y las recompensas celestiales son fábulas de pelagatos. Con
ellas los ricos mantienen un orden que los favorece. Yo quiero los bienes de
la abundancia y del amor, aquí y ahora. Y lucharé para lograrlos con todo el
odio de que es capaz mi corazón.
No puede dejar de oír la voz de la mujer; sale vibrante y exaltada de los
altoparlantes colocados en los naranjos y faroles de la plaza; se eleva por
encima de la multitud enardecida que repite su nombre; atraviesa los anchos
muros de la casa de los Figueras y como una oleada de furor invade patios y
corredores para llegar al cuarto en el que doña Brígida desgrana las cuentas
de su rosario de azabaches: séptimo y último misterio gozoso.
Descamisados, la oligarquía no está muerta, acecha y espera a pegar su
zarpazo traicionero.
Imposible no oír la voz de la serpiente, la señal de la que hablaba el
padrecito en su último sermón. ¿A qué había venido esa mujer con el
mismo nombre de esa otra, maldita, por quien la humanidad fue privada del
Paraíso? Anunciaba el odio, la destrucción. Aunque apareciese retratada
bajo palio como el Santísimo, ella no se engañaba: la mujer que vociferaba
en la plaza era la aliada del maligno, la hembra de los ejércitos que llegaba
de la gran ciudad con su lenguaje de violencia y abominaciones.
Pobres habrá siempre, había dicho Jesús. Pero la pobreza evangélica tenía
dignidad: evocaba tierras áridas, pedregales. En la provincia, en cambio, era
un fruto nauseabundo que la naturaleza prodigaba a manos llenas. Jardín de
la República, decían con orgullo. Jardín lleno de moscas para un pueblo de
idólatras sensuales y holgazanes.
A fuerza de ayunos y mortificaciones, ella había puesto freno a las
acechanzas del mal; había logrado espiritualizar su cuerpo, volverlo seco y
liviano, casi traslúcido. Florencia, como buena mestiza, se ensanchaba día a
día; criaba rollos de grasa, papada. Cierto que la infeliz estaba medio loca;
hablaba sola y le gustaba sentarse por las noches en el patio a oscuras a
comer caramelos que escondía en el escote del vestido. Y allí se quedaba,
hecha un ente, la mirada perdida, masticando sus caramelos. Con todo era
preferible eso a que se encerrara a lustrar los zapatos del Inglés, un par de
charol, el único que quedaba en la casa después que el confesor le sugirió
regalarlos al asilo de ancianos. Ella lo habla hecho un día, en ausencia de su
nuera; los zapatos y toda la ropa del difunto. Suerte haber olvidado ese par
porque Florencia lloró amargamente frente al armario vacío como si el
Inglés hubiera muerto por segunda vez. Al menos así, la pobre se consuela.
Florencia en la luna, y ella, a los ochenta cumplidos, tenía que ocuparse de
todo; cobrar los magros alquileres con los que apenas conseguía pagar los
impuestos; ir al banco, al cementerio. Aniceta ya tenía bastante con el
gallinero y la canasta disimulada bajo la pañoleta, con huevos frescos que
vendía en el vecindario, sin que ella lo supiese. Mejor dicho, prefería
ignorarlo para no verse obligada a terminar con el negocio. Jamás iba a
consentir que las malas lenguas la asociaran a esa especie de mendicidad.
Ya era bastante con los rumores que corrían sobre la conducta de su nieta en
la Capital. No le extrañaba: siempre había pensado que quien hereda no
hurta y que Matilde acabaría en el mal camino. Vivir sola en un hotel, entre
desconocidos; trabajar. A eso le llamaban ahora ser una persona moderna,
independiente. En mis tiempos una señorita de un hogar decente no
trabajaba; tampoco iba a ningún colegio: la educaban en su propia casa.
Los tiempos habían cambiado. Ahora su nieta osaba enviarle dinero.
Devolvería inmediatamente el giro: ella no precisaba ayuda de nadie. En
todo caso, quizá esos pesos le sirvieran a Aniceta que desde un mes atrás
quería cambiar un vidrio roto de sus lentes. ¿Para qué querés los dos? Con
uno te basta y sobra para ver el espectáculo del castigo de Dios que se
avecina. La incrédula se había encogido de hombros.
Aniceta también había cambiado; no llevaba delantal y hasta tenía la
audacia de sentarse con ella y Florencia a tomar un plato de sopa en el
comedor. Una insolente, pero ¿acaso al cabo de treinta años de servicio no
era como de la familia? Figuraría en su aviso fúnebre como su fiel
servidora. Lo bien que haría esa cabeza hueca en ahorrar unos pesos para el
lotecito en el cementerio del Oeste. ¿Creerá que es eterna? En el aviso
podrá figurar, pero en la bóveda nuestra, nunca, nunca.
La bóveda, otro problema. Una mano criminal había arrojado una piedra
contra el vitral del Angel con su trompeta que anunciaba la resurrección de
la carne. Faltaban además dos planchas de mármol del revestimiento de la
entrada. En toda la provincia no había hallado un solo artesano de obras
religiosas que reparase el destrozo. Tuvo pues que reemplazar la mano del
Angel por un pedazo de vidrio amarillo. En cuanto al mármol, costaba
mucho dinero. Resolvió empeñar un abanico de nácar y seda. ¿Veinte
pesos? Una miseria. Antiguo, sí, señor: de la época de la Colonia. Recogió
el dinero con un gesto de fastidio y se fue del Banco sin saludar al
empleado que la había atendido en una ventanilla detrás de la cual podía
verse el retrato de la mujer que en ese instante hablaba en la plaza. No iba a
discutir con un empleadito de Banco, un don nadie. Y encima pretender que
hiciese cola. ¡Habráse visto el tinterillo!
Cuando mis fuerzas desfallecen yo pienso en los humildes de mi tierra...
Hasta cuándo seguirá vociferando? Era la abeja reina que visitaba los
altares profanos de la zafra levantados por los impíos habitantes de la
provincia. ¡Hiel y no miel beberán los hijos de la abundancia y la pereza,
los idólatras que rezan a un delincuente muerto a balazos por la autoridad y
encienden velas a un chico que hallaron sin vida en un cañaveral!
La provincia estaba irremediablemente condenada.
El padrecito, en su último sermón, había hablado de los signos que
anunciaban el fin de los tiempos. Ella seguía sin entender aquello de la
bandera del Anticristo flameando sobre el Kremlin y otras sutilezas propias
de un orador tan famoso como fray Custodio, pero no dudaba que el
mismísimo demonio hablaba por boca de esa mujer que repartía dinero y
regalos sin distingos, igual que en un corral. Una parodia de la verdadera
caridad, un sacrilegio. La pobreza sin virtud no merecía ayuda. En vez de
combatir el error y el pecado, pan dulce y sidra. ¡Qué bajeza!
Ustedes que han sufrido una oligarquía sin alma, ustedes que han sufrido
la presión de corazones marchitos...
Basta, basta de ese lenguaje abominable. Afuera, en la plaza, hombres y
mujeres aclamaban a la astuta serpiente que los incitaba al odio, a la
rebelión. Justicia y riqueza para todos. Ilusos. Olvidaban el origen del mal.
Seréis como dioses, fue la engañadora promesa. Después el pudridero.
El padre Custodio, en el sermón del domingo, había contado la historia de
dos ciudades pecadoras que fueron asoladas por Dios con una lluvia de
azufre y fuego. Aquí será distinto, pero igualmente terrible.
Colgó el rosario del espaldar de la cama; se persignó. Confiaba en que
pronto ocurriría la catástrofe que le fue revelada años antes en un sueño que
tuvo después del entierro de Plácido, ‘ese ángel inocente a quien mató el
demonio bajo el aspecto de una alimaña ponzoñosa”.
Doña Brígida recordaba aún con nitidez: vio desmoronarse los cerros y a la
ciudad hundirse poco a poco en la hirviente boca de un hormiguero.
El segundo patio, Florencia en camisón junto al umbral de la cocina:
—Aniceta, ¿quiere alcanzarme un vaso de agua con limón?

La abuela, llevando de la mano a Matilde que se deja arrastrar sin oponer


resistencia al cuarto donde debe acostarse a dormir la siesta:
—Te he dicho Florencia que no repitas el postre, que te iba a caer pesado.
—El agua con limón es para su hijo, no para mí.

El cuarto de planchar, la máquina Singer y el almanaque con el retrato del


rey y la reina de España, Aniceta que aviva con soplidos las brasas
mortecinas de la plancha:
Madre y nuera, tal para cual. Tanto mimar al hombre. Que los cuellos y los
puños almidonados, que el pantalón sin la menor arruga. Y a la criatura la
tienen abandonada, hecha un estropicio, la negrita. ¿Será cierto lo que dicen
las malas lenguas? ¿Que no es hija del Inglés?

La siesta sofocante, silenciosa, los árboles del fondo, la galería de mosaico


ajedrezado, el primer patio, la mampara de vidrios de colores, la verja, el
ancho zaguán, la puerta de calle de la casa de los Figueras, sus balcones de
hierro que miran a la plaza principal rodeada de naranjos...
CUENTOS COMPLETOS
CUENTOS COMPLETOS
EL INOCENTE

A José Bianco

Estábamos acostumbrados a que se dijera de Rudecindo que era una


desgracias para su madre, que hubiera sido preferible que naciese muerto, y
otras frases por el estilo que empezaban con un piadoso “Dios nos libre y
guarde” o “Que Dios no me castigue, pero...” y que terminaban con un
suspiro de resignación.
Cuando hablaba de su hijo doña Teresa ponía los ojos en blanco:
—¡Qué habré hecho para merecer esta cruz! —se lamentaba.
Mis tías, al oírla, se esforzaban por disimular una expresión de tristeza
adecuada a las circunstancias:
—Una madre es siempre una madre —le decían luego, sentenciosamente.
Doña Teresa se ganaba la vida cosiendo vestidos para las mujeres del
barrio. Nunca le faltaba trabajo. “Puesta a pedalear en la Singer, Teresa es
un portento. En menos de una hora se despacha un batón de entrecasa”,
decían de ella con admiración. Pero había otros motivos por los cuales la
madre de Rudecindo era tan solicitada. Gracias a su profesión, estaba al
tanto de la intimidad de muchos hogares, y de una manera velada descubría
la avaricia, la dejadez o la infidelidad conyugal de una vecina sospechosa.
Por lo general doña Teresa llegaba a mi casa después de mediodía, con la
valija donde guardaba el centímetro, las tijeras, el alfiletero, la tiza y el
papel para los moldes. Detrás de ella, enredado en los pliegues de su falda,
caminaba Rudecindo. Al entrar, doña Teresa se disculpaba por traer a su
hijo. “No puedo dejarlo solo. Es un peligro. Todo se lo lleva a la boca”,
explicaba. En efecto, era corriente verla abandonar la máquina donde cosía,
sentada bajo el parral del segundo patio, para precipitarse sobre Rudecindo
y arrebatarle la hoja de helecho, la piedrita del cantero o la hormiga que
estaba a punto de tragar.
Por más que las personas mayores y en especial tío Esteban nos habían
advertido hasta el cansancio que era de niños maleducados mirar con
insistencia y que lo correcto es adoptar un aire indiferente, terminábamos
por olvidar estas recomendaciones y acercarnos fascinados al rincón del
patio donde Rudecindo, con los ojos entornados y las piernas cruzadas,
parecía dormitar en una actitud idéntica a la del Buda de porcelana que
había en la vitrina de la sala. De vez en cuando se mojaba los labios con la
punta de la lengua, una lengua carnosa, curiosamente vivaz en su cara
redonda, inexpresiva.
Tío Esteban, hermano de mi difunta madre, vivía con nosotros y nos odiaba
a Julia y a mí porque hacíamos ruido a la hora de la siesta mientras él
descansaba. A veces, furioso, abría la ventana de su cuarto y nos arrojaba
un zapato que esquivábamos hábilmente mientras corríamos a refugiarnos
en el cuarto de mi abuela. De tío Esteban habíamos oído decir que era un
extravagante, un solterón y un ocioso; de mi abuela, que estaba loca; de
Julia y de mí, que no éramos primos sino hermanos.
Tío Esteban ocupaba parte de su tiempo en peinarse; ordenaba
cuidadosamente frente al espejo sus escasos mechones de su pelo hasta
formar con ellos una especie de casco uniforme y retinto, tarea inútil porque
el pelo, al secarse, se entreabría y dejaba al descubierto su calvicie. Además
de cuidarse el pelo, tío Esteban tenía otra pasión: un gato que se llamaba
Roberto, aborrecido por las mujeres de la casa desde el día que atrapó de un
zarpazo a un colibrí; al advertirlo, corrimos hacia el gato para salvar al
pajarito. Pero ya era tarde: Roberto se relamía, con los ojos más brillantes
que de costumbre, como alimentados por aquella trémula llama verde que
acababa de devorar. Una semana después del episodio, Roberto
desapareció. Al principio nadie se preocupó por ello; quizá anduviera por
los techos, como otras veces, y en cualquier momento apareciera de nuevo
en la cocina, con el rabo caído y una oreja lastimada, maullando frente a la
botella de leche. Pero no fue así. Poco tiempo después Julia y yo lo
descubrimos muerto en la quinta del alemán. Ocultamos nuestro hallazgo.
Nos habían prohibido subir a la pared del fondo que daba a la quinta, pero a
menudo desafiábamos el peligro para robar naranjas. Nunca saltábamos la
tapia; hacerlo hubiera sido correr la misma suerte del gato. Provistos de un
palo de escoba en cuyo extremo habíamos dispuesto un alambre en forma
de gancho, cortábamos de un violento tirón las naranjas de los árboles
cercanos. Abajo, los perros guardianes de la quinta ladraban, echaban
espuma por la boca, mostraban los dientes, gemían de furia e impotencia. El
alemán, un ingeniero agrónomo que vivía en el centro de la ciudad, sólo les
daba de comer una vez por semana para volverlos más feroces. En su quinta
había un tipo de naranja de piel muy fina, extremadamente dulce, que a
Julia y a mí nos desagradaba pero que hacía las delicias de la abuela, no
sólo a causa de su sabor, sino también porque las características del fruto le
permitían un curioso entretenimiento. Con sus manos pequeñas apretaba la
naranja hasta volverla blanda como una pelota de goma; luego con un
alfiler la pinchaba en un extremo y por allí comenzaba a sorber el jugo, con
expresión de éxtasis, lentamente. Sobre la mesa de luz quedaban
amontonadas las naranjas, exangües y arrugadas como las mejillas de mi
abuela.
Tío Esteban no se resignó fácilmente a la desaparición del gato. Revisó las
habitaciones, abrió todos los roperos, temeroso de que Roberto estuviera
encerrado en alguno. Desconsolado, trepó al techo. “Robertito, minino
querido”, repetía hasta el cansancio, y por las noches dejaba en el patio un
plato de carne picada por si volvía el ingrato.
Mis tías dijeron que la ingratitud es propia de los felinos, que los gatos
tienen mal olor, que a los animales no se los debe llamar con nombres de
cristianos, que tío Esteban, en vez de lamentarse por esas tonterías, debía
ponerse a trabajar en algo útil, y que después de todo había en el mundo
desgracias mayores, como el caso de doña Teresa, la costurera.
¿Motivó la desaparición del gato que tío Esteban comenzara a interesarse en
Rudecindo y emprendiera con él una tarea no demasiado apropiada a su
carácter irritable? Bastaba con que Julia o yo no supiéramos la tabla de
multiplicar o cometiéramos el menor error de ortografía para que tío
Esteban arrojara el cuaderno contra la pared y nos cubriera de insultos. A
pesar de que no ignorábamos por las conversaciones de los demás que sus
enojos eran pasajeros (“Amaneció con la luna”, decían. “Es mejor no
contradecirlo”) temíamos sus estallidos de cólera, sobre todo Julia, que a
veces lloraba cuando él, fuera de sí, exclamaba: “Cerebro de mosquito,
como tu madre; no me extraña: de tal palo tal astilla” olvidando que se
refería a su propia hermana.
Como mi abuela, tío Esteban era muy religioso; rezaba el rosario por las
tardes, se persignaba al pasar por una iglesia, y en las procesiones de
Semana Santa marchaba detrás del Cristo y de la Virgen de los Dolores. Las
mujeres de la casa se burlaban en secreto de tío Esteban y lo llamaban
santurrón y anticuado cuando él criticaba la desvergüenza de una parienta
que, a su juicio, iba a misa “escotada y pintarrajeada como una perdida”.
Su decisión de enseñar a leer y a escribir a Rudecindo fue considerada un
disparate: “Qué ganas de perder el tiempo. Una piedra aprendería con más
facilidad”. Sin embargo, él persistió en su propósito. Tres veces por semana,
al atardecer, doña Teresa aparecía con su hijo. “No quisieron admitirlo en
ninguna escuela, don Esteban”, le decía, “pero ya verá que el chico es
inteligente”.
Tío Esteban sentaba a Rudecindo en una silla frente a la mesa del vestíbulo,
y ponía fuera de su alcance el lápiz y la goma de borrar, sobre todo esta
última que Rudecindo miraba con ojos de codicia, entreabriendo la boca.
Nosotros observábamos la escena desde el corredor, y a menudo
sofocábamos la risa cuando tío Esteban, empeñado en que Rudecindo
copiara una letra del abecedario, inclinaba la cabeza sobre el cuaderno,
movimiento que hacía despegar un largo mechón de pelo que su alumno
atrapaba, también con la intención de llevárselo a la boca. Meses después,
tío Esteban mostró a la familia el resultado de su esfuerzo: una hoja cubierta
de garabatos, en la que podía leerse con buena voluntad “papá” y “mamá”.
Ya por entonces tío Esteban nos permitía, después de sus lecciones, jugar al
escondite o a la mancha con su alumno, llevarlo a la heladería y a la plaza.
A Julia y a mí nos divertía pasear con Rudecindo; la gente se asomaba a los
balcones para verlo; después, en la plaza, los chicos interrumpían sus juegos
y nos rodeaban, absortos. Julia prodigaba a Rudecindo las mismas
delicadezas que a su muñeca preferida: lo sentaba cuidadosamente sobre el
césped, le peinaba el flequillo, le arreglaba el cuello del traje marinero. Si
bien es cierto que Rudecindo no había adelantado mucho en sus estudios, el
esfuerzo mental y la disciplina impuestos por mi tío desarrollaron en él
cualidades que yacían aletargadas en su naturaleza. Algo, como una luz
interior, empezó a despejar la informe superficie de su cara; los párpados se
alzaron, las comisuras de su boca adquirieron movilidad; sus manos, de
palmas carnosas y rosadas, una gran destreza. A veces, mientras las
personas mayores dormían la siesta, Julia y yo tomábamos algunas revistas
ilustradas e íbamos al patio donde doña Teresa trabajaba en la máquina de
coser; Rudecindo, a su lado, llenaba de números dos la hoja de un cuaderno:
“El dos es un patito”, murmuraba en voz baja, recordando la lección de tío
Esteban. Julia le pedía prestadas las tijeras a doña Teresa para recortar
figuras de flores y pegarlas en un álbum. Un día, ante nuestra sorpresa,
Rudecindo tomó la tijera y recortó a la perfección un crisantemo.

Tío Esteban, que aprovechaba cualquier oportunidad para instruirnos, nos


aseguró una vez que Rudecindo, de haber nacido entre los antiguos
musulmanes, hubiera gozado de un prestigio comparable al de un santo. Lo
cierto es que Julia y yo habíamos observado ya que Rudecindo ejercía
ciertas influencias misteriosas sobre los pájaros y otros animales. Era
frecuente que los gorriones se acercaran a él y se posaran en su cabeza; las
palomas, al verlo, hinchaban el buche y daban vueltas a su alrededor,
confiadas, rumorosas. Pero el episodio más sorprendente ocurrió una tarde
cuando volvíamos de la plaza. Al pasar junto a la quinta del alemán, los
perros guardianes que mataron el gato de mi tío nos reconocieron y
empezaron a mostrar los dientes, amenazadores, detrás del alambre tejido.
Rudecindo se zafó de nosotros y echó a correr en dirección al portón. En el
acto los perros se calmaron: moviendo la cola, gemían cariñosamente, las
orejas echadas hacia atrás; luego se revolcaron en el pasto, agitando en el
aire sus patas encogidas y flojas, satisfechos y mimosos como si una mano
invisible les rascara la barriga.
Sin embargo, Rudecindo no cambió por completo; de vez en cuando tenía
raptos durante los cuales recuperaba su aspecto oriental: entornaba los
párpados, el labio inferior le caía sobre el mentón huidizo; burbujas de
saliva adornaban nuevamente las comisuras de su boca.
Otro detalle que nos llamó la atención fue la simpatía que mi abuela
demostró por Rudecindo no bien lo conoció, hasta el punto de regalarle uno
de los caramelos de leche que guardaba debajo de la almohada. Hacía más
de veinte años que mi abuela no se levantaba de la cama, y en los últimos
tiempos hablaba y se conducía como una muchacha soltera. El médico
explicó a la familia que mi abuela, al olvidar los años que siguieron a su
casamiento, había recuperado la felicidad. Algunas malas lenguas dijeron
que era una lástima que hubiese perdido la memoria porque la anciana, dos
veces viuda y de una famosa belleza en su juventud, tendría sin duda
muchas cosas interesantes para recordar.
La perturbación de mi abuela la llevó a evitar el trato de las personas
mayores y a enfurecerse cuando alguno de sus hijos, en un momento de
descuido, la llamaba mamá. Su tema favorito eran los noviazgos y
rivalidades amorosas de hombres y mujeres, la mayoría muertos, que había
conocido a principios de siglo. En eso era distinta de doña Celina, una de
las pocas amigas de su generación, que solía visitarla los domingos, a la
salida de misa, y que no recordaba nada, absolutamente nada, salvo el
nombre de la medicina contra la arterioesclerosis, o el de la pomada para
aliviar el reumatismo. Al irse la visita, mi abuela sonreía con dulzura.
Decía: “¡Qué pena! Con ese peinado tan sin gracia y esos dientes tan feos,
Celinita nunca se casará”.
A Julia y a mí nos gustaba que mi abuela dijera que éramos novios. Yo
pensaba casarme con Julia cuando terminara mis estudios. ¿Tío Esteban,
acaso, no nos había explicado que el matrimonio entre hermanos, en las
familias reales de Egipto, estaba permitido?
Precisamente el año en que terminé sexto grado, durante las vacaciones, mi
abuela cambió de actitud hacia Rudecindo. Estábamos en su dormitorio,
hojeando viejos ejemplares, de Caras y Caretas, cuando me llamó y me dijo
en voz baja, con la mirada fija en Rudecindo: “¿Quién es ese hombre? No
lo conozco. Que se vaya inmediatamente de mi cuarto”. Divertido por esta
nueva rareza de mi abuela, al día siguiente le repetí a Julia sus palabras.
“Tiene razón”, me dijo. “A mí, de sólo verlo, me da escalofríos”.
Habían pasado dos veranos desde que tío Esteban tuvo la idea de educar a
Rudecindo, sin obtener ningún éxito en su empresa, pero doña Teresa
continuaba enviándolo por las tardes a casa. “Pobrecito, conmigo se
aburre”, explicaba. “Pero si molesta demasiado me lo mandan de vuelta con
toda confianza”. Mis tías dijeron que Rudecindo no molestaba, que era muy
juicioso, y que nosotros deberíamos aprender de él, tan calladito, mirando
durante horas la figura del almanaque del vestíbulo (una bañista en el
extremo del trampolín) o aguardando pacientemente que asomara el cucú
del reloj.
La reacción de mi abuela hizo que yo reparara en el aspecto de Rudecindo.
Contrariamente a Julia y a mí, que crecíamos hacia arriba y teníamos las
piernas largas y flacas, el cuello frágil, la cara angosta, triangular (“Crecen
como la mala hierba”, decían de nosotros, “de un año a otro ninguna ropa
les queda bien”), Rudecindo crecía a lo ancho, sin aumentar su estatura,
hasta adquirir el aspecto de un enano musculoso. Sus mejillas se cubrieron
de vello; el timbre de su voz era ronco y monótono; hacía pensar en el canto
de los sapos, o de un repollo (si los repollos tuvieran voz).

También Julia había cambiado, aunque en otro sentido. En vez de salir


conmigo prefería pasear con sus amigas; cuchicheaban entre sí y de sus
conversaciones me excluían como a un intruso. Cuando una vez le propuse
robar naranjas, me contestó que una señorita no se trepa a las tapias, y que
aquellos eran juegos para chicos de mi edad.
—Sí —continuó Julia—, Rudecindo es un puerco. Siempre mirando el
almanaque con la mano en el bolsillo del pantalón.
Ruborizado, sin atreverme a levantar los ojos, balbuceé:
—No entiendo lo que querés decir.
Luego, en mi cuarto, lloré amargamente, culpable ante mí mismo,
despreciado por Julia y por el mundo.
Un buen día decidió abandonar su nuevo estilo de señorita recatada para
que fuéramos a cortar naranjas de la quinta del alemán. Tuvo también la
idea de llevar a Rudecindo con nosotros: “Con él no hay peligro de que los
perros se alboroten y despierten a tío Esteban, que en castigo nos dejará el
domingo sin ir al cine”. ¿Acaso Rudecindo no ejercía sobre los animales un
extraño poder, comparable al de Androcles, que acariciaba impunemente la
rojiza melena de un león ante la decepcionada muchedumbre de
espectadores romanos? Yo tenía mis dudas acerca de la eficacia de su poder
porque, como decía mi tío, la fuente de la gracia se agota con los malos
pensamientos, y no eran precisamente buenos aquellos que turbaban a
Rudecindo delante del almanaque del vestíbulo.
Esa tarde fuimos a buscarlo. Doña Teresa levantó a su hijo de la cama
donde dormía la siesta.
“Ustedes son unos santos”, nos dijo. “Miren que molestarse por él, y con
este calor”. Llevamos a Rudecindo hasta el portón de la quinta. Habíamos
decidido que entretuviera a los perros mientras nosotros, desde la tapia del
fondo de mi casa, cortábamos naranjas con la mayor tranquilidad. Ágil
como un mono, Rudecindo trepó por el alambre tejido y de un salto cayó
del otro lado del cerco. Avanzó entre los árboles, se sentó a esperar. Nos
disponíamos a volver a casa cuando vimos a los perros que corrían
presurosos en dirección a Rudecindo. Entonces nos detuvimos a contemplar
la consabida escena, la conversión de las fieras en corderos, pero el milagro
no ocurrió. Ante nuestras miradas atónitas, los perros despedazaron a
Rudecindo a dentelladas. Luego lo arrastraron hacia el interior de la quinta.
LA REUNIÓN

Amalia salió de la casa y miró el cielo con fastidio. El viento se había


llevado la tormenta. El jardincito, con su cerco de cañas, sus malvones y sus
clavelinas, estaba agobiado por aquel vaho sofocante que desde un mes
atrás recalentaba los techos de zinc y ponía en las caras de la gente un brillo
como de fruta demasiado madura.
El ómnibus de las cinco pasó levantando una nube de polvo. Amalia se
acercó a la pileta de lavar, abrió la canilla, se refrescó la nuca, las sienes.
Era una lástima. Anoche parecía el fin del mundo. Ella se había levantado
de la cama y había cubierto con una sábana el espejo del ropero por temor a
los rayos. Y ahora nada: limpito.
Confiaba en que llovería. La reunión era ese sábado, en su casa. Así se lo
dijo Manuel, al despedirse: “Vamos a festejar el viaje del Negro. No te
olvidés de preparar el clericó. Y alcalízame la bolsa de lona por si consigo
media barra de hielo”. Luego se fue con Abregú a la ciudad; volverían con
el último ómnibus. El Negro era un jugador de fútbol, sobrino de Abregú,
que viajaba a Buenos Aires para ser probado en un equipo de la capital.
Manuel y Abregú trabajaban en el ingenio.
—¿Qué necesidad hay de hacerle una despedida? —se preguntaba Amalia.
Son pretextos para tomar vino. Antes, Manuel no era así.
Llenó un balde de agua y regó la maceta con la diamela que tenía junto a la
puerta de su dormitorio. Estaba orgullosa de aquella planta. Una noche, las
hormigas la dejaron sin hojas. “Mire qué mala suerte”, le dijo a la vecina.
“Es la segunda diamelita que me comen esas dañinas”. Pero la planta volvió
a brotar y ahora estaba llena de flores, Cuando se inclinó para olerías, una
sensación de náusea la obligó a incorporarse. ¿Qué me pasa?’, pensó.
¿Estaré gruesa? ¿Será el calor? Hace días que no me siento bien.
Amalia llevaba cuatro años de casada y todavía no le había dado un hijo a
Manuel. Aveces pensaba con tristeza que ella era la culpable. “Soy yo la
que no sirve”, decía. “En todo me va mal. Si tengo un canario, no canta; si
planto tomates, se pierden; si me regalan un perro, se ahoga en la acequia”.
Y se echaba a llorar. Entonces Manuel le acariciaba el pelo negro y lacio, la
oreja delicada con el aro de plata que le había comprado para su
cumpleaños. “Pero si no me importa. Te juro que no me importa”, repetía.
“Los hijos son una carga. ¿Acaso no estamos bien los dos, solitos?”
La verdad es que Amalia no tenía de qué quejarse. Estaba casada con un
hombre de buen carácter, sin vicios, como decía la gente del ingenio.
Manuel era generoso, tranquilo. Su casa tenía flores, baldosas en los
cuartos, una radio, un juego completo de dormitorio. Sin embargo ella no se
sentía feliz. Odiaba esas reuniones de los sábados. Recordaba historias de
violencia en las que el calor y el alcohol terminaban por enloquecer a los
hombres; sabía de uno que prendió fuego al rancho, luego de matar al su
mujer; de otro que había degollado a la dueña del almacén un 1o de Mayo
porque se negó a venderle ginebra.
Siempre ocurre lo mismo, pensaba Amalia. En la fiesta son todos amigos,
cantan, se abrazan. Después sacan los cuchillos y alguien aparece muerto en
el cañaveral. A Manuel, por suerte, le da por dormir. El otro domingo, a la
madrugada, se quedó dormido debajo del paraíso; casi me lo comen los
mosquitos.
Entró en la cocina; el agua de la pava estaba a punto de hervir; la retiró del
brasero y cebó unos mates dulces, agregándole hojas de poleo a la yerba.
Tenía tiempo: los convidados llegarían después de las nueve y el clericó era
cuestión de minutos. Con Dora, la mujer de Abregú, habían preparado las
empanadas esa mañana. “Si te sentís mal, las voy a hornear en mi casa”, le
dijo Dora. “Andá nomás a recostarte”.
Dora tenía tres hijos: una mujer, la mayor, de trece años; un varón de doce;
otro varón recién nacido. “Sólo queríamos la parejita”, acostumbraba decir.
“Pero después nos llegó este clavo. El mes que viene lo vamos a bautizar”.
Las dos conversaban mientras Dora daba de mamar a su hijo. (Conversaban
tranquilamente: el chico parecía dormir. Pero si la madre intentaba guardar
el pecho dentro de la blusa, el chico despertaba, abría los ojos, empezaba a
llorar. Entonces Dora volvía a darle ese pecho moreno y repleto con el
pezón húmedo, del (olor de las moras. Y todavía pasaban algunos minutos
antes que pudieran reanudar el diálogo porque la leche abundante y el llanto
le producían al chico agitación, ahogos, hasta que por fin la boca se adhería
al pezón y la succión y el ritmo eran perfectos. “Tonto”, le decía Dora. Y le
daba golpecitos en la espalda. El chico suspiraba, continuaba mamando, se
dormía.
“La Dora tiene leche para regalar; es una bendición”, le dijo un día Salomé
Gramajo, la mujer de un compañero de su marido. Amalia recordó que
cuando estuvo ocupada de niñera en la ciudad, la patrona se pasaba el día
midiendo la leche en polvo para su hijo en un frasco de vidrio milimetrado.
Amalia creyó al principio que lo hacía por necesidad, pero la mujer le
explicó que debía cuidarse porque su marido era joven. Además, los chicos
se criaban lo mismo. Antalia trabajó cuatro años en aquella casa. No tardó
en hacerse amiga de otras mucamas del barrio, juntas, iban a los bailes del
Recreo Ideal. Allí conoció a Manuel. Le pareció distinto de los demás
hombres; hablaba poco, era cariñoso, suave. Supo que trabajaba en un
ingenio, a sólo veinte minutos de ómnibus de la ciudad, y que vivía con su
madre, una mujer enferma de los nervios. “Quedó así desde que a mi padre
lo mató un escape de vapor. Hila dice que no fue un accidente sino una
venganza”, le contó Manuel.
Un domingo Manuel no la esperó, como acostumbraba hacerlo, en una
esquina de la Plaza Alberdi. Amalia volvió a la casa y se encerró en su
cuarto. Estaba dolorida. Porque se había acostado con él, la dejaba plantada
en una esquina. Es como todos, pensó. Lo único que buscan es eso.
Después, si te he visto no me acuerdo. Pero a la mañana siguiente, mientras
lavaba los azulejos del zaguán, apareció Manuel. Le dijo que venía del
hospital. Su madre estaba muy grave. Cuando murió su madre y terminaron
de rezar las nueve noches, le pidió que se casara con él. Amalia le dijo que
era preferible esperar unos meses más. No quedaba bien casarse tan pronto.
A Manuel no le importaba, pero ella quería evitar los comentarios de la
gente que diría, tal vez: 'Aún está tibio el cadáver de la madre y él ya ha
metido una mujer en la casa”.
Dora Abregú fue la primera amiga que tuvo en el ingenio. Su marido
contaba cuentos que hacían ruborizar a Amalia y provocaban el comentario
indulgente de Dora, que simulaba enojarse y le decía: “Pero si será boca
sucia este atrevido”. Los Abregú tenían entonces dos hijos. “Yo le digo a
Dora que encarguemos otro. Ahora con el salario familiar, es mi negocio”.
Dora reía, tapándose la boca, porque con el último embarazo se le habían
caído los dientes de adelante. Cuando alguien sugería que se los pusiera
postizos, levantaba los hombros. “El me quiere lo mismo. Me da la plata
para el dentista y yo la gasto en otra cosa”, contestaba.
Según la opinión de todos, nunca la gente de los ingenios había gozado de
mayor bienestar. Cada familia tenía su aparato de radio, su bicicleta, y, para
Navidad el Comité repartía botellas de sidra, pan dulce, golosinas. Ese
último fin de año, Manuel y Abregú regresaron del ingenio en auto de
alquiler; terminaban de cobrar el aguinaldo y entraron por la calle
polvorienta, medio borrachos, cantando la Marcha del Partido. Abregú bajó
del auto; traía juguetes para su hijo. “Compré un monopatín y una pelota”,
le dijo a Dora. “De la chica, que es grandecita, ocúpate vos”. Los dos
hombres en pezaron a jugar con la pelota que rebotaba sobre sus cabezas y
saltaba por el aire, sin dejarla tocar el suelo. Son como criaturas, pensaba
Amalia. Y anheló tener un hijo de Manuel. Si no lo tengo, se decía, me va a
dejar por otra.
Después del mate, se sentó a pelar la fruta para el clericó. “Son las ocho
pasadas y todavía hay claridad’, dijo en voz alta, mientras cortaba rodajas
de banana. “Me siento rara. Deseo comer algo, algo dulce. No sé qué”.
Como habían prometido, Manuel y Abregú llegaron en el ómnibus de las
nueve. Con ellos venía el sobrino de Abregú.
Manuel se acercó a Amalia, la besó. Ella hizo un gesto de asco.
—Qué olor, Manuel.
—Tomamos unas cervezas con los muchachos. Pasá, Negro. Esta es mi
señora.
—Mucho gusto —murmuró el sobrino de Abregú.
—Póngase cómodo, joven —le dijo Amalia—. Ya han de estar por llegar
los otros amigos. ¿Dónde está Abregú?
—Fue a buscar las empanadas —contestó Manuel—. Ya viene con la Dora.
El Negro se quitó el saco y lo dispuso sobre el respaldar de la silla. Llevaba
una camisa de seda pegada a los sobacos y a la espalda por grandes
manchas de sudor. Se aflojó el nudo de la corbata, se tiró los pantalones
hacia arriba, con las dos manos, para que no se le formaran rodilleras.
Después cruzó la pierna y encendió un cigarrillo.
Por fin conocía al famoso sobrino de Abregú. Una vez Manuel le había
mostrado la página de fútbol de La Gaceta, con la fotografía del jugador.
“Ese Negro vale oro” le dijo con orgullo, como si se tratara de su propio
sobrino.
—¿Así que el joven viaja a Buenos Aires? —preguntó Amalia (su marido
había entrado en el dormitorio para cambiarse de ropa).

—Sí, señora —dijo el Negro, alisándose unos rulos brillantes que


amenazaban cubrirle un ojo—. Ya tengo el pasaje en la Estrella del Norte.
—¿Y va por mucho tiempo?
—Depende. Si tengo suerte, me quedo. Van a probarme en la primera de
San Lorenzo.
Manuel salió del cuarto en pantalón de diario y camiseta.
—Vení, Negro —dijo—, vamos a echarle hielo al clericó.
Juntos fueron a la cocina. Manuel puso en la olla los pedazos de hielo;
luego, con un cucharón, removió el vino y llenó los vasos.
—¿Te parece que está bien de azúcar?
El Negro hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Esperaremos a que se enfríe —dijo Manuel.
Se encaminaron al fondo de la casa. Allí estaban la mesa, las sillas, las
botellas de vino para las empanadas.
—Placemos la reunión aquí porque en la parte de adelante mi señora ha
puesto plantas de adorno y tiene miedo de que se las pisoteen.
En una rama de la higuera colgaron el amplificador del tocadiscos.
—Vos, Negro, ocúpate de la música. Ahí tenés el álbum.
Abregú y Dora llegaron con las empanadas. Abrieron una botella de vino,
luego otra.
—No seas angurriento —le dijo Dora a su marido, que comía la cuarta
empanada—. Después echale la culpa al hígado.
Simón y Justo Gramajo, que eran hermanos y vivían en el ingenio, llegaron
con sus mujeres. Dora les gritó al verlos:
—Apuren, antes que éste se acabe las empanadas.
Todos rieron. Abregú, para hacerse el gracioso, escondió las empanadas
debajo de la mesa. Manuel les sirvió vino a los recién llegados. El Negro
escuchaba por tercera vez el mismo disco. De vez en cuando echaba mano
al pañuelo y se secaba el sudor.
Salomé Gramajo se abanicaba con un regalo del almacenero, una pantalla
de cartón que tenía el retrato de Gardel. Era una santiagueña fuerte, grave,
de piel oscura y ojos oblicuos. Delia, la mujer de Justo, pasaba inadvertida;
la cara fina, sin mentón, la boca carnosa, húmeda, y los ojos un poco
saltones le daban aspecto de retardada. Las demás mujeres la llamaban en
secreto “la zonza de Delia” y no podían explicarse cómo Justo Gramajo se
había casado con ella. Aunque la admiraban porque sabía tejer al croché
tapetes y visillos de punto muy complicado, decían con malicia: “Con eso
no basta. Vaya uno a saber qué otras habilidades tiene la flaca”,
Dora Abregú trajo más empanadas. Salomé conversaba con Amalia.
—Esta mañana compré un generito estampado para hacerme un batón —le
decía—. ¿Te acordás de la mujer del turco?
—¿Una de pelo teñido? Sí, ¿qué le pasó?
—El turco la corrió de la casa. Dice que le robaba el dinero. Pero han de ser
cuentos del turco —afirmó con seriedad. Y hundió la mano en el escote de
su vestido—. Andará detrás de otra. Es un turco cochino —agregó con un
gesto de repulsión provocado, no por la conducta de aquel hombre, sino por
un insecto que acababa de sacarse del pecho—. Menos mal que no pican —
comentó, recobrando su expresión enigmática—. Seguro que el tiempo va a
cambiar. Y apartó su silla de la higuera.
Manuel, Simón y Justo Gramajo, Abregú y el Negro hablaban del partido
del domingo anterior. Abregú contó que al referí por poco lo habían muerto
a naranjazos.
—Es un vendido —dijo el Negro—, Salió de la cancha y se escondió detrás
de la policía.
Simón Gramajo los interrumpió:
—¿Y, compañero, para cuándo el clericó? —le dijo a Manuel palmeándolo
en el hombro. Manuel fue hasta la cocina y trajo la jarra. Llenaron los
vasos, brindaron por el futu ro del Negro en Buenos Aires, por San
Lorenzo, por el Presidente y por la esposa del Presidente.
A pedido de Salomé Gramajo, el Negro puso un bolero.
Bailaron, los cuerpos separados, la mano de él apenas posada sobre la
cadera de ella.
—A mí me gusta la música tranquila. ¿A usted no? —preguntó Salomé.
—Yo prefiero el tango —dijo el Negro. Se sentía mareado y el sudor le
corría por debajo de la camisa.
—¿Conoce Buenos Aires?
—No. ¿Y usted?

—Yo sí. Tengo unos parientes en Villa Adelina. Mi esposo habla mal de los
porteños. Yo creo que allá hay de todo, como en cualquier parte.
Amalia se acercó a Manuel, que discutía con Justo Gramajo.
—Decime —exclamaba, enseñándole un fajo de billetes—, ¿cuándo nos
habían dado algo? ¿Cuándo teníamos para comprar zapatos? Ahora no nos
falta dinero en el bolsillo.
—Yo no digo que no —respondía Justo pero también hay injusticias como
antes.
Amalia tocó a su marido en el hombro.
—¿No querés bailar?
—No, dejame hablar tranquilo. Decile al Negro que te saque.
Amalia quedó sorprendida. Sabía que a Manuel no le gustaba que ella
bailara con otro.
—¡Vení, Negro! —gritó Manuel—. Bailá con mi señora.
Amalia bailó un tango con el Negro; bailó sin mirarlo a la cara,
atemorizada. Manuel no le prestaba ninguna atención. Continuaba
discutiendo con justo Gramajo, bebía clericó. Cuando se levantó a llenar
otra vez la jarra, Amalia le salió al encuentro:
—No tomés más. Oíme: quería contarte...
Pero Manuel la interrumpió:
—No me digas que no tome porque es peor —le dijo, apartándola con
violencia de la puerta de la cocina. Amalia quedó pensativa; nunca Manuel
había sido tan brusco con ella. Recordaba que antes, sus amigas
acostumbraban decirle: “Dichosa vos que tenes un hombre que no bebe, que
no anda detrás de las polleras”, ¿listará cansado de mí?, se preguntó. Debe
de ser el calor, se dijo para tranquilizarse. Con este tiempo la gente anda
como loca.
Cuando Manuel llenó por quinta vez la jarra, Simón y justo Gramajo se
habían ido con sus mujeres. Abregú dijo que no podía caminar y que
pensaba quedarse un rato más, pero Dora le echó sobre la espalda la
campera de gabardina:
—Vamos, no te pongas cargoso. Es hora cié dormir.
Abregú se acercó al Negro, que pinchaba con un palillo los pedacitos de
fruta del clericó.
—Vamos, Negro. La Dora te ha puesto un catre en el cuarto del fondo.
El Negro, incorporándose en la silla de lona, observaba detenidamente su
corbata.
—Que la parió —dijo—. La he manchado con vino. Era una corbata
nuevita.
Abregú, Dora y el Negro se fueron. Amalia comenzó a guardar las sillas en
la cocina.
—¿Qué haces? —le preguntó Manuel.
—Guardo las sillas por si llueve.
—Dejalas afuera. No va a llover.
Amalia terminó de guardar las sillas.
—Manuel, acostate —dijo—. Son las cuatro de la mañana.
—Dejame tranquilo —le contestó. Y llenó el vaso con el resto del clericó
que quedaba en la jarra.
Amalia entró en el dormitorio, se desvistió y apagó la luz. Tengo ganas de
comer algo dulce, pensaba. Desde esta tarde tengo ganas de comer algo
dulce y no sé qué es. Se adormeció un momento. Luego le pareció escuchar
la voz de Manuel que la llamaba, pero no se levantó.
Manuel entró en el cuarto.
—Encendé la luz —dijo—. ¿No has oído que te estoy llamando?
Amalia se incorporó en la oscuridad. No podía encontrar la perilla de la luz.
—No me siento bien —dijo—; estoy cansada.
—Para bailar con el Negro no estabas cansada.
—Yo no quería bailar con él. La idea fue tuya.
—Levantate —dijo Manuel acercándose a la cama—. De mí no te vas a
burlar.
Tropezó en la oscuridad con la mesa de mimbre y cayó al suelo un
costurero. Amalia se levantó; podía sentir el olor a sudor y a vino agrio que
se desprendía del cuerpo de su mar ido.
—Yo sé lo que digo —continuó—. No me toqués, no vas a conseguir nada.
Súbitamente, la golpeó con fuerza; un golpe seco y rápido en la boca.
Amalia quedó aturdida. Pasaron unos segundos antes de que reaccionara y
pudiera decirse, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas: “Es la
primera vez que me pega”.
—Para que aprendás a venir cuando te llamo —le dijo. Y salió del cuarto.
—¿A dónde vas, Manuel? No salgas, no te sentís bien.
Pero él ya estaba afuera.
Amalia encendió la luz y se miró la cara en el espejo del ropero. Voy a
ponerme un pedazo de carne cruda, pensó. Dicen que cura la hinchazón.
Estaba llorando. No sentía ninguna pena, pero no podía impedir que las
lágrimas brotaran de sus ojos y corrieran saladas, abundantes y cálidas. Se
recostó en la cama con un pañuelo sobre la boca. No me puede dejar, pensó.
¿Qué va a ser de mí?
Una ráfaga de aire abrió la ventana. Amalia sintió como si le quitaran un
peso de encima. Respiró hondo. Va a llover, pensó. Aguzó el oído: parecía
como si alguien estuviera arrojando piedritas sobre el techo de zinc. Unos
minutos después llovía a cántaros. “Al fin”, exclamó. “El calor me tenía
mal; hoy casi me descompongo junto a la diamela. Pero hay algo más. Sí,
algo más, estoy segura”.
Manuel entró tambaleándose, empapado. Se desnudó, arrojó la ropa en un
rincón del cuarto, se acostó al lado de Amalia y bostezó. Amalia no dijo una
palabra y apagó la luz. Sabía que él no podía quedarse afuera con esa lluvia.
Sintió una mano sobre su cadera.
—Ese negro es un consentido —murmuró Manuel—. Te apuesto cien pesos
a que lo bochan en Buenos Aires.
Después apoyó la cabeza en la almohada y terminó por dormirse. Amalia
tocó la mano que estaba floja sobre su cadera; aquella mano la había
golpeado: ahora descansaba. Con la punta de los dedos recorrió la trama de
las venas que palpitaban, vivas. Ese calor de la mano, ese olor, esa
respiración era Manuel, su marido. Cuando despierte, pensó, ni recordará lo
pasado. Estaba celoso: señal de que me quiere. Pero hay algo más, repitió
esperanzada. Sí, algo más.
De pronto volvió a sentir el apremio de aquel deseo y tuvo la certidumbre
de que jamás llegaría a satisfacerlo. Se resignaba a su condición secreta,
inalcanzable. Cerró los ojos y murmuró con un suspiro:
—No sé lo que es. Nunca sabré lo que es.
TENORIOS

La verdad que conocer a Freddy fue sacarme la grande. Ni comparación


entre él y los muchachos del barrio, esa manga de envidiosos del arrastre
que tengo con las mujeres. ¿Es culpa mía, acaso? Quien hereda no hurta,
bien lo dice el refrán.
Gracias a su amistad, mamá ha dejado de fastidiarme con aquello de las
malas compañías, y que has cumplido los veinte y es hora de pensar en tu
futuro. Ya no precisa esconder su monedero en el escote del vestido, ni
enfurecerse cuando me guardo el vuelto de las compras del almacén. Ahora
fumo importados, voy a las mejores confiterías del centro.
Freddy, que es un lince, adivinó el lado flaco de mamá: cada vez que pasa a
buscarme en su coche le trae algún regalo. Mamá opina que es todo un
caballero, y hasta lo encuentra buen mozo a pesar de su defecto. La buena
educación embellece a las personas, dice hipócritamente.
Desde que salgo con Freddy y corté mi noviazgo con Teresa, mamá está
hecha una seda conmigo. Temía que fuese a defraudarla casándome con una
empleada de tienda. ¡Qué esperanza! No olvido sus consejos. Teresa,
aunque dio un nuevo rumbo a mi vida, pertenece al pasado. Con todo, debo
cuidarme en lo sucesivo: estuvo a punto de descubrirnos. Freddy es un
peligro con unas copas de más.
Yo, en cambio, jamás pierdo la cabeza con la bebida. Puedo simular
perderla (a veces, una oportuna borrachera justifica las mayores audacias).
Igual me ocurre con el amor: mucho suspiro, mucho embeleso. Parecería
que me derrito como un caramelo, y en el fondo un témpano. ¿Será que
tengo pasta de actor? Pienso que las mujeres saben que miento, pero no les
importa. La mentira forma parte de ese juego en el que siempre son
perdedoras.
Si bien saco provecho de mi amistad con Freddy, no es menos cierto que
también él se ha beneficiado al conocerme. Sus padres dicen que es otra
persona desde que salimos juntos. Ahora habla con ellos; se peina, se baña
regularmente. Agradecidos, me colman de atenciones delicadas, y en señal
de confianza me permiten manejar el coche. Los muchachos del barrio
quedan boquiabiertos al verme al volante. ¿Seguirán llamándome
jactancioso y palangana cuando sepan que viajaremos con Freddy a Mar del
Plata?
A excepción de Lucho, que fue mi compañero en el colegio Don Bosco, no
he tenido después ningún amigo verdadero. Mamá, como de costumbre,
desaprobaba esa relación. Decía que Lucho desentonaba conmigo. Yo no
me daba cuenta del sentido de sus palabras. A menudo la había oído
quejarse, cuando se arreglaba para ir al abogado, porque el color de los
zapatos o del sombrero desentonaba con el de su vestido. ¿Pero cómo podía
desentonar un amigo? Por lo mismo que un gorrión desentona con un pavo
real, me explicó. Naturalmente, yo era el pavo real. Mamá entonces vivía
ilusionada en ganarle un pleito a mi padre por el cual habría de
reconocerme como hijo. Pero mi padre murió de un síncope; mamá debió
dedicarse a la costura, y yo, hasta el presente, continúo llevando su apellido.
Creo que si la familia de Freddy resolviera adoptarme, mamá recobraría su
carácter jovial. Buscarme un padre ha sido para ella una obsesión. Estuvo
por conseguirlo, pero el destino le jugó una mala pasada. Vestida de luto
riguroso, me llevó al velorio de ese solterón empedernido a quien yo
conocía únicamente por un retrato de su juventud que guardaba en su
cartera. Miré con indiferencia el cajón forrado de seda donde yacía un
hombre corpulento, con cara medio de procer y de payaso, rodeado de otras
mujeres enlutadas que intercambiaban miradas de recelo. Supongo que
todas, como mamá, aspiraban a ser las auténticas viudas de mi padre.
No niego que me encantaría convertirme en hermano de Freddy, vivir en
una amplia casa de dos pisos, con jardín y garaje. Estoy cansado del cuarto
que compartimos con mamá en una pensión de mala muerte, un miserable
sucucho que a ella se le ocurrió dividir con un ropero “para respetar mi
intimidad”. Otra de sus mentiras, porque apenas me visto y salgo a la calle
aprovecha para abrir el cofre donde guardo mis cartas de amor; revisa en los
bolsillos de mis pantalones, olfatea mis pañuelos. Está enterada de todo.
Salvo el reciente episodio con Teresa, mamá conoce al detalle mis
aventuras. Sabe que Ceferina sufre por mi ingratitud; que Celia enloquece
de celos por su hermana, que Carmen me regaló una corbata que no me
gusta; que me acosté con Rosa en un hotel y con Elvira en el zaguán de su
casa. Tanto a mamá como a Freddy les entusiasman mis enredos amorosos.
Para satisfacer la curiosidad de ambos, me veo en la obligación de exagerar.
El esfuerzo resulta agotador con Freddy, que tiene una imaginación
morbosa.
El pleito que no alcanzó a ganar mamá le hizo bajar el copete y resignarse a
que su pavo real se criara en un gallinero. Sin embargo, gracias a su
habilidad para obtener créditos jamás me faltaron las buenas pilchas. Por lo
demás, como ella dice, con la percha que tengo hasta una bolsa de arpillera
me caería bien.
Al morir mi padre, mamá resolvió endiosar su memoria. Había sido un
veleta, un picaflor, pero la culpa no era de él, que en el fondo tenía un
corazón de oro, sino de las mujeres que como perras alzadas se le ofrecían
descaradamente. A él, como hombre, lo justificaba. ¿Pero cómo podía ella,
desprovista de atractivos físicos y de fortuna, competir con sus rivales?
Enamorada de mi padre, había sufrido en silencio aquella competencia
desleal. No obstante, Dios había querido que yo viniese al mundo para
vengar sus humillaciones y sacarla de la estrechez en que vivimos. Con
tales ideas en la cabeza, mamá aguardó a que el tiempo modelara, en un
nuevo Tenorio, el instrumento de su venganza.
El milagro que esperaba ocurrió antes de lo previsto: a los trece años, con el
despertar de mi virilidad, dejé de dormir en su misma cama. Para
fortalecerme en ese difícil trance, me hacía beber en ayunas yemas de
huevo mezcladas con vino y azúcar; jugo de carne, leche en abundancia. En
pocos meses enronqueció mi voz; se alargaron mis extremidades; mis
mejillas se cubrieron de un suave vello dorado. Antes de cumplir los quince
ya era un hombre con todas las de la ley.
Temerosa de los percances que pudieran ocurrirme a causa de mi extrema
juventud, mamá me prodigaba sus consejos, algunos de índole tan
escabrosa que no podía menos que ruborizarme. No deja de ser admirable
que una madre, venciendo su natural recato, pudiera hablar con franqueza
acerca de las artimañas que emplean las mujeres para lograr aquello que
más desean: el matrimonio. Mamá, en ese sentido, tiene una dolorosa
experiencia. Aunque se niegue a admitirlo soy el producto de una artimaña
en la que ella fracasó.
El odio que siente mamá por las mujeres es sólo comparable a la ferocidad
con que Freddy las desea. Mamá no se cansa de decirme que son unas
puercas unas tramposas, que debo someterlas a mi voluntad y de ningún
modo dejarme atrapar, excepto si logro seducir a una rica heredera. ¿Pero
dónde voy a encontrarla? Hasta el presente sólo he tratado con mujeres
modestas. Teresa reparte con su familia el sueldo de hambre que gana en la
tienda; no obstante, cuando salía conmigo, pagaba el cine y el vermut en El
Galeón. Necesito cambiar de ambiente: en la provincia hay escasas
posibilidades para alguien como yo.
Estas fueron más o menos las palabras que me dijo Freddy el día que nos
conocimos. Me acuerdo que llovía a cántaros y yo sin animarme a cruzar la
calle que era un verdadero río. Iba a quitarme los mocasines y
arremangarme los pantalones cuando veo que un tipo frena su coche en el
cordón de la vereda y me invita subir. No es común que algo así ocurra en
la provincia, de modo que en un primer momento desconfié. Pensé que
sería uno de esos turistas porteños que luego de una excursión a los cerros,
visitar la Casa Histórica y fotografiarse junto al menhir del parque, andan
despistados, sin saber qué hacer en esta provincia aburrida. Acerté a
medias: era de Buenos Aires pero vivía en provincia desde principios de
año. A su padre lo habían nombrado gerente en una fábrica. Para mi
tranquilidad, Freddy no tardó en sacar a relucir el tema de las mujeres. Sin
duda que aquí las había de novela, pero no aflojaban así nomás. Jugaban a
ser novias. Muy distinto ocurría en la capital, ni qué decir en Europa, donde
de sus padres lo habían enviado en una oportunidad, a causa de su
problema: con las francesas, por ejemplo uno iba directo al grano y chau.
No dudaba de que con mi pinta yo haría capote en cualquier parte.
Mientras charlábamos en el coche frente a la puerta de mi pensión, Freddy
aludió varias veces a ese problema que era la yeta de su vida. Yo estaba
intrigado, pero me pareció prudente no indagar en el misterio. Ante mi
aparente desinterés, Freddy optó por cruzar una pierna y descubrir una
especie de bota complicada que miré de reojo, sin hacer comentario alguno.
Entonces comenzó a balancearla ostensiblemente, como si siguiera los
compases de un vals. Me hicieron varios injertos, dijo, pero todo fue inútil.
A partir de ese día, no volvió a mencionar el asunto de la bota y los injertos.
He observado que Freddy, por un exceso de amor propio, es capaz de perder
el equilibrio y trastabillar en vez de pedir ayuda. Pero si las veredas están
muy húmedas se apoya en mi hombro, o me toma del brazo con un vigor
que nadie sospecharía en alguien de aspecto tan esmirriado como el suyo.

Freddy me contó que había logrado esa fuerza practicando gimnasia en


unos aparatos especiales que utilizó después de una operación, cuando se
vio obligado a andar en silla de ruedas. Ahora soy yo quien utiliza esos
aparatos con la guía de un catálogo ilustrado por un atleta que lleva un
taparrabo de leopardo, como Tarzán. Según Freddy, necesito desarrollar mis
pectorales antes de viajar a Mar del Plata. Para complacerlo, día por medio
voy a su cuarto de arriba del garaje. Allí, frente a un espejo que me refleja
de cuerpo entero, hago los ejercicios adecuados a esa finalidad. Al cabo de
una hora, jadeante y empapado en sudor, le pido permiso para bañarme. La
gente como vos debería andar desnuda, suele decirme al verme bajo la
ducha.
También me contó que en la misma época de la silla de ruedas, para matar
su tedio, había leído cantidad de libros. En la actualidad casi no lee; se
limita a hojear con avidez ese tipo de revistas extranjeras que no pueden ser
exhibidas en los quioscos. Pienso que Freddy debió leer bastante, sobre
todo poesía, porque cuando se emborracha suele recitar de memoria versos
de amor. “Fui sólo como un trino, de mí huían los pájaros”, declama con
voz ronca y ojos de cabrito degollado.
No es común que el alcohol lo ponga romántico; por el contrario, la bebida
aumenta la violencia y la desfachatez de Freddy. He comprobado que las
mujeres hermosas le provocan el mismo trastorno. Basta que aparezca una
de ellas, especialmente dotada por la naturaleza, para que toque bocina, o
frene el coche. Entonces, con mirada febril, recorre de pies a cabeza el
cuerpo del budinazo, mientras furioso, como si fuese víctima de una
agresión, repite en voz baja: “Pero qué guacha, qué yegua hija de puta”.
Me parece que Freddy se beneficiaría si en vez de atemorizar a las mujeres
les inspirara un poco de lástima. Pero ¿cómo decírselo sin herir su orgullo?
Hasta hoy, su experiencia amorosa se ha limitado a unas cuantas
profesionales del Marabú, las únicas capaces de tolerar sus extravagancias.
Por lo general, los sábados a la noche vamos juntos al Marabú. Freddy se
divierte como una criatura con el show en que actúan Las enanas sexi, y
Fanny, la diosa blanca de las danzas negras. Las mujeres no tardan en
invadir nuestra mesa. A mí me asquean esas veteranas pintarrajeadas que se
aprovechan de la generosidad de Freddy para arrebatarle billetes que
guardan con rapidez en sus corpiños de lentejuelas. Yo me limito a
acompañarlo al cabaret: ni por asomo se me ocurriría acostarme con
semejantes bagayos.
A Freddy no le importa que las mujeres lo esquilmen, pero, eso sí. no
admite abusos de confianza. La vez que la Fanny se atrevió a levantarle el
pantalón para mirar la bota, recibió un escarmiento. Todavía conserva en la
mano la cicatriz de la quemadura de cigarrillo con que pagó su curiosidad
malsana.
Pero nada le interesa tanto a Freddy como el relato de mis propias aventuras
salpicadas de proezas y crueldades, que invento para excitarlo. Este
ejercicio ha tenido la virtud de redoblar mi capacidad amatoria. Teresa,
halagada, creyó ser el objeto de tales desmesuras cuando en el fondo era
sólo el pretexto de un ardiente relato destinado a Freddy.
¿Fue mamá la causante de mi ruptura definitiva con Teresa? Es cierto que
hizo lo imposible para conseguirlo: continuamente decía que me cuidara,
que Teresa me haría pisar el palito, y que era un papelón y un desprestigio
pasearme del brazo por la plaza con una turca ordinaria como ella. Mamá la
aborrecía: en una ocasión le dijo por teléfono a Teresa que si no me dejaba
tranquilo hablaría con su padre para mostrarle una carta, impropia de una
señorita, que por casualidad había caído en sus manos. El carnaval pasado,
al saber que iríamos juntos al baile, no vaciló en quemar con la plancha la
capa de mi disfraz de Zorro. Yo estaba harto de esas escenas de mamá, pero
otra fue la razón de mi ruptura con Teresa.
Mamá no estaba equivocada: Teresa era una mujer astuta. Con tal de
conservarme a su lado estaba dispuesta a satisfacer todos mis caprichos, por
insignificantes que fueran. A la menor insinuación de mi parte, cambiaba de
peinado, o dejaba de usar una blusa, o unos aros que no merecían mi
aprobación.
En suma, aparentaba poseer las virtudes de una perfecta esposa.
¿Adivinó Teresa lo que ocurrió el sábado, en casa de Freddy? Como de
costumbre, aceptó la cita sin vacilar.
Quizá le pareció natural que ahorrásemos el dinero del hotel: los padres de
mi amigo pasaban el fin de semana en la quinta; volverían a la madrugada
del lunes.
Teresa fue puntual. Alegremente subió conmigo al cuarto de arriba del
garaje; se quitó la ropa en un santiamén y arrojó su pañuelo de seda sobre la
pantalla de la lámpara de la mesita de noche. En el momento culminante de
la función, tuve que aumentar el volumen del tocadiscos para que no oyera
la risa nerviosa de Freddy, escondido detrás de una cortina.
Después de esa noche, Teresa dejó de atraerme. Más aún, me repugna la
sola idea de acostarme nuevamente con ella. Le he dicho que me voy con
Freddy a Mar del Plata, que al volver la llamaré por teléfono. No pienso
hacerlo. Teresa pertenece definitivamente al pasado.
Mamá está feliz con mi partida. Ha ordenado prolijamente en la valija los
pantalones de verano y las remeras que me regaló Freddy. Ayer desempeñó
del banco la cigarrera de plata que perteneció a mi padre y que lleva sus
iniciales grabadas en oro. Quiere que la lleve conmigo. Dice que me traerá
suerte.
Creo que si mi padre viviera se sentiría orgulloso de su hijo; sin los medios
que él tuvo, he sabido ponerme a la altura de sus hazañas.
Afortunadamente, Freddy apareció en mi vida para suplir esa desventaja.
Yo, por mi lado, haré lo posible para remediar la suya. A nuestro modo
compartiremos los trofeos.
La admiración de Freddy me ilumina; reflejado en sus ojos me siento
poderoso. Cada día mi torso se parece más al de una estatua.
LA VIUDA

Habitaba la vieja casa construida a fines de siglo, en la década del ochenta,


frente a la plaza principal. Era la propietaria, la Viuda. Uno podía verla los
días de mucho calor cuando asomaba por el balcón entreabierto de la sala.
La casa tenía un ancho zaguán con verja, patio con aljibe, y suaves galerías
con palmeras en plantadas en macetas de cerámica.
Todos habíamos oído hablar de ella y de su marido, el abogado difunto que
fue ministro por pocos meses durante la primera presidencia de Yrigoyen,
antes de la Intervención. Ya era un viejo entonces, un solterón flaco, con un
importante estudio jurídico y algún amago de úlcera después de las
comidas, hijo único, niño siempre, dedicado a su colección de medallas
patrióticas y a sus preciosos ungüentos para evitar la caída del pelo. No es
difícil imaginar sus años de solterón provinciano: los chismes del
peluquero, o del doctor y funcionario amigo (y con seguridad pariente); el
dominó, discusiones nocturnas en el club, prolongadas hasta el amanecer en
un banco de la plaza, con otros abogados de almidón y efemérides; las
misas y sepelios de personas que habían muerto respetables y lloradas,
según la crónica del diario, por nuestra sociedad tradicional. Durante
cuarenta años vivió con su madre, una anciana que poseía, entre tantos
bienes, un cofre pródigo en alhajas de familia. Nadie llegó a verlas (eran un
mito, más bien, alimentado por jóvenes ociosas) porque la anciana, mientras
pudo caminar los pocos metros que separaban su casa de la iglesia, anduvo
siempre con un abrigo negro y un modesto camafeo italiano prendido al
cuello de encajes de la blusa. Pero la historia de las alhajas se continuó
repitiendo, aun después que su presunta dueña muriera de un segundo
derrame cerebral.
La madre del abogado había quedado inválida ese mismo año, en víspera de
primavera. Hemiplejía, dijo el médico. Fue necesario tomar a una
enfermera, porque un hombre solo no puede cuidar debidamente a una
señora delicada (aunque sea su propia madre), vestirla, desvestirla, llevarla
al baño, espantarle las moscas que se asientan, pertinaces, sobre la espuma
de la boca torcida. Entonces apareció ella, fuerte, imperiosa, con su delantal
blanco, sus dientes blancos, sus caderas altas y crujientes en los sillones de
mimbre de la galería. Ningún problema significó la inválida para una mujer
tan vigorosa. Con un brazo levantaba en vilo a la anciana diminuta la
llevaba al baño, o bien la sentaba en sus rodillas, como si fuera una muñeca,
y le peinaba los cabellos de estopa blanca. La anciana se dejaba hacer,
callada, probablemente aterrorizada. Unos meses después sobrevino el
segundo derrame y murió. La enfermera quedó desconsolada, como si le
hubieran roto su juguete favorito. Ella misma la amortajó, enlazó entre los
dedos de la muerta su rosario bendito y le abrochó al cuello del camisón el
camafeo italiano.
Es probable que la enfermera conociese la leyenda de las alhajas; es
también probable que cuando llegó a ser la mujer del abogado —y aun
antes, mientras la inválida dormía— revisara los cajones de los altos
muebles con esperanzada curiosidad. De cualquier modo, si no dio con las
alhajas, se convirtió, al casarse, en propietaria de la vieja casa, usó los
abanicos de la anciana difunta, engordó mucho más.
El casamiento del abogado con la enfermera fue comentario de la ciudad.
Que un viejo no esperase que se enfriara el cadáver de su madre para
casarse con una mujer que podía ser su hija y que habría de engañarlo con
el primer hombre joven que le saliera al paso, era una locura. Los amigos
del abogado daban por cierto que había tenido amores con ella en vida de la
anciana. Imaginaban obscenidades alegóricas junto a la cama de la inválida,
veían la pesada desnudez de la enfermera profanando los cuartos llenos de
imágenes en nichos y fanales. Tal vez hubiera algo de verdad en esos
cuentos; tal vez el solterón se sintiera atraído por esos esplendores de
animal joven, por esa cabellera que brotaba furiosa y metálica desde la
frente estrecha y caía por detrás hasta el suelo, cuando ella, para peinarse,
deshacía dos trenzas oscuras. Tal vez las cosas fueran más sencillas: el
pobre hombre, el viejo huérfano, tal vez necesitara de alguien (de una
enfermera, precisamente) que echara en un vaso de agua el número exacto
de gotas contra la dispepsia y le recordara la hora de tomarla o le prodigara
cualquier otro remedio inocente: una friega de aceite verde en las noches de
julio, por ejemplo. Durante el corto período de vida matrimonial (el
abogado no alcanzó a vivir un año después de casarse) se los vio pasear en
un coche de plaza, los domingos, antes de mediodía. Ella, ocupando casi
todo el asiento, con extraña gordura solemne, con algo de animal sagrado,
pasiva y a la vez triunfante, como si fuera de otra raza de mujeres ya
extinguidas, destinada a una ceremonia expiatoria. Él, su marido, a un
costado del asiento, perceptible, con su traje de casimir inglés y su rancho
histórico sobre la cabeza de títere o de insecto, saludando a parientes,
amigos y compañeros del foro.
Cuando el abogado murió, once meses después de su casamiento, se
reanudaron los cuentos acerca de la ex enfermera y ya propietaria absoluta
de la vieja casa frente a la plaza principal. Se dijo que ella lo había
consumido poco a poco; que el desdichado no tenía ya fuerzas para soportar
sus incesantes requerimientos; que ella, en un momento de delirio, tuvo el
capricho de hacerle comer un jabón de baño, como prueba de amor, y que
él, por complacerla, había muerto intoxicado. La gente esperó que
apareciera el rufián oculto que habría de vender las alhajas y convertir la
casa venerable en una casa mala o en un hotel de paso para hombres solos.
Con gran desconcierto de los curiosos, nada sucedió (una de las criadas, a
quien habían sobornado, declaró no haber visto ningún cofre con alhajas,
ningún amante, y que la señora, después de muerto el doctor, dormía todo el
tiempo. “Es lo único que hace: dormir y preparar dulce de naranja”, dijo la
criada. Y la Viuda, desde entonces, apenas salió de la casa. Al principio se
la vio todavía algunos domingos, a las once de la mañana, derrumbada en
un banco de la iglesia como una ballena piadosa, envuelta en metros de
paño negro y seda negra, colas de gasa y crespones sombríos. Después, se
recluyó definitivamente. La gente fue olvidando la leyenda de las alhajas,
de los amantes (se le suponían varios) y del jabón litúrgico. Se le concedió
una tregua (no el olvido total). Antes de recluirse, la Viuda había hecho una
sorpresiva donación a una sociedad de beneficencia.
La casa de la Viuda tenía una sala que daba a la calle. He dicho que los días
muy calurosos, al atardecer, se veía, por el balcón entreabierto, un rincón
como de otra época: atmósfera de luces fracasadas con tranquilos espejos en
donde se insinuaba un bulto enorme, unos velos oscuros, un abanico lento.
En esa habitación de lujo fantasmal, con sillas enfundadas para huéspedes
ausentes, ella realizó su tránsito. Durante años de aislamiento mientras
dormitaba, se peinaba, o preparaba dulce de naranja, fue ideando el
escenario y la fecha de su consagración. Eligió la sala y un viernes de
semana santa.
El día de la procesión las familias acostumbran a levantar altares en los
balcones de las casas. Estampas doradas, santos predilectos, escapularios
milagrosos se muestran al paso de los fieles (casi toda la población que
avanza y suda detrás de la banda de música sacra y de los muchachos
disfrazados de encapuchados y de soldados romanos). La procesión hace su
recorrido siempre idéntico y regresa después a la Iglesia Matriz para
guardar los paseados estandartes y reliquias. Anochecía, aquel viernes,
cuando la procesión tomó de vuelta la callé de la iglesia. En los balcones de
las casas brillaban débilmente los pequeños altares, los santos y demonios
de esas vidas de orgullo y de malicia. Entonces, mientras la banda de
bomberos tocaba una marcha de intención funeraria, se abrió el balcón de la
Viuda y apareció ella, entronizada como una Inmaculada barroca, inmóvil
bajo la diadema de piedras preciosas, los collares, anillos y pulseras de oro
—gloriosa, moribunda, enajenada—, exhibiendo, desde el balcón abierto de
par en par, las alhajas fantásticas.
PARA NAVIDAD

Era verano. Mercedes afilaba la hoja del cuchillo en la piedra del umbral de
la cocina mientras las moscas se amontonaban sobre el papel manchado de
sangre donde había estado envuelta la carne. El olor a lejía de la ropa blanca
puesta a secar, el olor a estiércol del gallinero, entraban por la persiana.
Mercedes volvió la cabeza: Lila movía la cola, los ojos clavados en la
carne. La perra caminaba con dificultad; seguramente tenía cachorros antes
de fin de mes. “Otra vez con hambre, desgraciada,” dijo Mercedes, y le
arrojó un pedazo de carne que Lila se apresuró a devorar.
Los animales contagiaban sarna y otras enfermedades; Mercedes no
simpatizaba con ellos. Sin embargo, para justificar la presencia de la perra
en la casa, decía que Lila era recatada y limpia como una señorita. Ahora no
podía seguir diciendo que fuese una señorita. “Como para no estar
hambrienta. Por lo menos, son ocho los críos que lleva adentro, y tan feliz
la zonza. Como nosotras: nunca aprenden ni escarmientan”.
Removió las brazas en la hornalla, puso la sartén al fuego y salió un
momento al patio. La violenta claridad del mediodía la encegueció. Con una
mano en la frente, a modo de visera, escudriñó los árboles. Por la sombra
redonda de un naranjo pensó que sería la una. José, su marido, iba a llegar
de un momento a otro. Salía temprano de la casa a buscar trabajo, pero
encontraba siempre en las obras el mismo letrero: “No hay vacantes”, y
debía resignarse a las consabidas changas: descargar ladrillos de un camión,
pegar azulejos o arreglar las goteras de algún techo. José llegaría sediento.
Era necesario que Víctor fuese a buscar al almacén un sifón de soda fresca.
Mercedes cruzó el patio; las baldosas recalentadas le quemaban las plantas
de los pies. Se detuvo a metros de la higuera. “¡Víctor!”, gritó. Un higo
picoteado por los pájaros cayó en la lata de dulce de membrillo llena de
agua donde bebían las gallinas. Ágilmente, el chico bajó de la higuera y
caminó en dirección a su madre.
Después del desayuno, Víctor había trepado a la higuera; a horcajadas en
una rama, curvando los dedos de ambas manos sobre un ojo para simular un
catalejo, recorría el horizonte en busca de piratas. El follaje del árbol,
mecido por el viento, era una carabela en medio del océano. Víctor jugaba
solo, forzosamente. Mario, su amigo preferido, estaba internado en una
colonia de menores; al Negro no lo veía desde que Mercedes supo que tenía
piojos y lo echó de la casa: “Es lo único que falta. En un barrio asfaltado,
chicos con piojos”, y por si acaso lo hizo rapar a Víctor con la máquina
cero.
También a Mario, en la Colonia de Menores, lo habían rapado como a los
conscriptos. Estar allí, pensaba Víctor, debe ser algo semejante a un castigo
o a una penitencia, porque bastaba que él cometiera la menor travesura para
que su madre le dijera en tono de amenaza: “Cuando vuelva tu padre le
cuento para que te envíe a la Colonia”.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, su madre empleaba con él otro
argumento para que la obedeciera: “¿Cómo, Víctor, vas a portarte así
cuando venga tu hermanito?”. El hermanito nacería para Navidad. Al
principio, Víctor temió que lo engañaran; esa fecha servía frecuentemente a
sus padres para eludir el cumplimiento de una promesa: regalarle un
juguete, o llevarlo al parque a dar vueltas en calesita. Si Víctor se ponía
cargoso y preguntaba por décima vez: “¿Cuándo van a comprarme el
mecano?”, el padre o la madre le respondían invariablemente: “Para
Navidad”.
Pero el nacimiento del hermanito parecía seguro. Recordaba que un mes
antes, durante el almuerzo, su madre arriesgó la posibilidad de que fuera
mujer. El padre dijo que ni por broma; que ya había hecho una apuesta (un
cajón de cerveza) con el capataz de la obra y que tenía la absoluta
certidumbre de que sería varón. “Lo llamaremos Joaquín”.
Joaquín, el padre de Mercedes, había muerto el verano pasado, en la misma
casa donde ellos vivían ahora. “El abuelo se fue al cielo”, le explicaron,
pero Víctor, aunque sabía que era mentira, simuló creer, como simulaba
creer en los Reyes Magos.
Desde entonces, su padre empleaba un tono respetuoso cada vez que se
refería al abuelo muerto. Antes era frecuente oírlo decir con fastidio: “No
me explico por qué don Joaquín desperdicia tanto terreno. Es un avaro.
Bien podría darnos un pedazo del fondo: haríamos allí una casita de
material para vivir como Dios manda”.
En aquel tiempo Víctor y sus padres vivían en dos piezas de madera
construidas sobre el terreno de un antiguo basural que una empresa,
contratada por el gobierno, había rellenado y parcelado para vender en
lotes.
José compró un lote cerca del camino de tierra donde un cartel anunciaba:
“Aquí se levantará el gran barrio Las Rosas”. Un año después el lugar
estaba colmado de viviendas, la mayoría de paredes de tablas y techo de
zinc; otras, las más pobres, de quincha, con una arpillera para cubrir la
entrada. En el nuevo barrio abundaban las matas de tártago y las ortigas; a
menudo, los chaparrones ponían al descubierto huesos de vaca y residuos
enterrados en el basural, por lo cual el nombre de barrio Las Rosas fue
reemplazado por el de Barrio Puchero.
“No será un paraíso —decía el padre—, pero quién sabe si de aquí a unos
años, cuando pavimenten el camino, el lotecito no adquiere valor”.
Mercedes, incrédula, alzaba las cejas; soportaba en silencio las
incomodidades del barrio: cada mañana tenía que hacer cola en la fila de
mujeres que sacaban agua de una bomba de mano comprada gracias al
dinero reunido por las familias de los lotes vecinos; el calor resecaba la
tierra, volvía rancios los alimentos guardados en la fiambrera; por todas
partes se abrían las enormes bocas de los hormigueros. Los días feriados, si
su marido no estaba en casa, ella cerraba con tranca la puerta por temor a
los borrachos que pasaban con una botella de vino en la mano, la otra
aferrada al manubrio de la bicicleta, en un alarde de equilibrio, como podía
demostrarlo el complicado zigzag dibujado por las ruedas en el camino de
tierra. A veces un hombre caía pesadamente de su bicicleta; intentaba
incorporarse, pero volvía a caer. Los perros acudían a olfatearle la ropa, a
pasarle la lengua por la cara; entonces el borracho comenzaba a insultarlos,
a maldecir de su suerte y después a llorar, hasta que acababa por dormirse
en el mismo sitio donde había caído.
Un día Víctor se enteró de que su abuelo Joaquín estaba enfermo.
—Fui a ver a papá —le dijo Mercedes a su marido, que se limpiaba la
pintura de los dedos con un trapo embebido en aguarrás—. El pobre anda
muy mal de salud.
—Nadie es eterno —contestó José con indiferencia, pero al advertir que su
mujer se cubría los ojos con las manos, se acercó a ella y la abrazó—. No te
pongas así. El viejo tiene para rato; es de quebracho.
Luego salieron a caminar. Anochecía. Con las últimas luces de la tarde
comenzó a oírse el canto de los coyuyos, ronco primero, melodioso
después, hasta que las voces unidas, en sucesivas etapas ascendentes,
alcanzaron el tono más agudo: un solo aullido vibrante y melancólico que
prolongó a lo lejos el incendio del cielo.
Víctor, solo en la casa, pensó en su abuelo enfermo. No lo quería, a pesar de
que el viejo le regalaba caramelos. Llegaba de visita cuando su padre
trabajaba en la obra. Al escuchar la voz del abuelo, Víctor corría a
esconderse debajo de la cama. No le gustaba que lo acariciaran aquellas
manos temblorosas, con manchas del color de la herrumbre. El abuelo lo
obligaba a salir del escondite. Aunque Víctor daba gritos y patadas para
escabullirse, el viejo lo sujetaba con fuerza, y él no podía zafarse ni eludir
los besos en las mejillas ni los tirones de orejas. Terminaba llorando,
mientras el abuelo reía a carcajadas. “Déjelo, papá; es un necio —
exclamaba Mercedes—. Ahí tiene su botella de cerveza”.
La última tarde que los visitó, en vez de mortificarlo, o de leer en voz alta
las noticias policiales de La Gaceta, don Joaquín permaneció sentado, con
la mirada absorta y la boca hundida, que entreabría levemente para dejar
escapar de vez en cuando un apagado quejido. “Si no se sentía bien, papá,
debió quedarse acostado”, le dijo Mercedes al ver que rechazaba la cerveza
y el plato de aceitunas negras.
Al cabo de un mes, se trasladaron a casa del abuelo. A Víctor le agradó la
nueva vivienda porque en el barrio Las Rosas su madre le prohibía tener
amigos. “Sólo malas mañas podrás aprender de esos gitanos”, le decía,
repitiendo las palabras de don Joaquín, que así llamaba a los chicos que
vendían naranjas y huevos frescos.
La casa del abuelo era de material: tres habitaciones con puertas altas y
estrechas que daban a la galería, un patio de baldosas y en el fondo unos
pocos árboles frutales y un gallinero. Víctor examinó cuidadosamente los
cuartos; halló en un baúl un manojo de llaves, una linterna y una gorra de
ferroviario. Se trepó a los árboles. La mujer del almacenero le regaló un
perro recién nacido que después resultó perra y que su madre bautizó con el
nombre de Lila. También hizo amistad con Mario, el hijo de la lavandera.
Pero la salud del abuelo empeoró durante el invierno. Aconsejados por el
médico, los padres decidieron llevarlo a la capital para que lo examinara un
especialista. Víctor, que había quedado en casa de unos vecinos mientras
ellos estuvieron ausentes, oyó comentar a los mayores en la rueda del mate:
“¡Qué ganas de tirar la plata! El viejo no tiene remedio”. Cuando volvieron
de la capital, el abuelo no se levantó más de la cama; con las manos
cruzadas sobre el pecho y la cabeza hundida en la almohada, dejaba oír un
continuo lamento. A veces, la enfermedad lo sacaba de quicio; entonces
insultaba al enfermero y de un manotazo arrojaba al suelo las cajas de
inyecciones y los frascos ordenados sobre la mesa de luz.
Desde su cuarto, Víctor escuchaba por las noches la respiración anhelante
del abuelo; después la respiración se convirtió en un ronquido sordo, y de
nuevo sus padres lo enviaron a pasar unos días con los vecinos. Fue
entonces cuando Mario le dijo que don Joaquín estaba agonizando.
De vuelta a su casa, el cuarto del abuelo se había transformado en comedor.
Pasó el tiempo, nadie habló más del muerto. Ahora el tema favorito era el
nacimiento de su hermano, que se llamaría Joaquín. Víctor hubiera
preferido cualquier otro nombre; el de su abuelo lo aterrorizaba.
El padre volvió de la calle y preguntó por Víctor.
—Salió a buscar un sifón de soda —dijo Mercedes—. No tardará en volver.
Sirvió la comida y se sentó frente a su marido. Después, en voz baja:
—José, me parece que debemos decírselo. No es justo engañarlo. Está tan
ilusionado...
—¿Para qué? —respondió el padre encogiéndose de hombros—. Son
ocurrencias tuyas. Dentro de unos días Víctor no pensará más en el asunto.
Así son los chicos.
Siguió comiendo despreocupadamente; el movimiento de las mandíbulas
era lento y acompasado; tenía la cara encendida, la frente empapada de
sudor. De pronto, a Mercedes la invadió un sentimiento de humillación
rencorosa. “¿Para qué hablar? Cuando le anuncié que había resuelto
hacérmelo sacar con la partera, me contestó que esas eran cosas de mujeres,
como si yo estuviera preñada del aire. Así son todos. Como traen dinero a la
casa, una tiene que prepararles la comida y echarse en la cama cada vez que
se les antoja”.
—A Víctor no se lo puede engañar —insistió—. Ya es bastante grandecito.
Momentos antes de ir a buscar el sifón, Víctor le había dicho: “Yo sé dónde
está el hermanito”. Ella lo miró sorprendida. Entonces Víctor alargó el
brazo y le apoyó la palma de la mano sobre el vientre. “Está ahí adentro.
Mario me lo contó”. “¿Qué sabe Mario? —exclamó Mercedes—. Es un
atrevido. Por eso lo mandaron a la Colonia de Menores. A vos te pasará lo
mismo si seguís repitiendo tonterías”.
La madre de Mario no tenía recursos para educar a su hijo. Lavaba ropa,
pero una eczema rebelde en las manos le impidió continuar trabajando.
Entonces tuve que resignarse a mandar a su hijo a la Colonia. Para
conseguir que lo admitieran le fue necesario solicitar a los vecinos, de casa
en casa, el testimonio firmado de su absoluta indigencia. “Usted es una
mujer con suerte —le había dicho a Mercedes—. Tiene un solo hijo, un
marido que trabaja y una casa heredada de su padre, que en paz descanse”.
Pero la casa estaba hipotecada. Ellos tomaron esa medida para cubrir los
gastos ocasionados por la enfermedad de don Joaquín.
—Los médicos fueron unos canallas —le dijo José a su mujer al poco
tiempo de morir el viejo—. Suerte que no vendí las casita de Las Rosas. En
todo caso, nos vamos de nuevo para allá.
—Nunca volveré a ese barrio —contestó Mercedes—. Antes prefiero
emplearme de sirvienta para ayudarte a pagar la hipoteca. No es por mí,
sino por Víctor. Pronto habrá que matricularlo en una escuela.
Después la situación se complicó más aún: su marido no encontraba trabajo.
Y también sus sospechas se confirmaron: ella estaba embarazada. “¿Qué
sentido tiene traer al mundo un hijo y darle una vida de tristeza?”, se dijo
Mercedes. Ella no quería correr la suerte de las mujeres del barrio Las
Rosas, que tenían un hijo todos los años, chicos que parecían gitanos, como
decía su difunto padre, con el pantalón sujeto a la cintura por un piolín. Era
la imagen de la miseria: criaturas enclenques y sucias, aguardando el jarro
de mate cocido para mojar en él un pedazo de pan duro; mujeres descalzas,
caminando por las calles soleadas con una toalla en la cabeza, o inclinadas
sobre el cuerpo de un borracho para levantarlo del suelo y arrastrarlo al
hogar. El hogar significaba la acumulación de objetos a lo largo de años y
años de pobreza: la cama matrimonial de bronce reluciente, único lujo en la
pieza de piso de tierra, la olla enlozada, el Sagrado Corazón de yeso
pintado, el jarrón de vidrio azul con azucenas de celuloide. Y todo aquello
no tenía sentido si faltaba el hombre de la casa, el marido a quien se
perdonan la borrachera, los insultos, los golpes y hasta la infidelidad
conyugal porque su sola presencia las justifica ante sí mismas y ante el
mundo cuando dicen: “Esta pulsera es un regalo de mi esposo”, o bien: “No
puedo atenderlo, señor, mi esposo ha salido”, con vos en que la ternura se
mezcla al desamparo.
“Quizá José tenga razón —pensó Mercedes—. Víctor se olvidará. Le
prometeremos cualquier cosa: un triciclo, por ejemplo, para Navidad”.
Mercedes despertó sobresaltada al sentir en sus pies un leve cosquilleo. Por
las noches, a causa del calor, ella y su marido dormían en un colchón sobre
el piso de la galería. También José abrió los ojos.
—No es nada —dijo Mercedes—. Es Lila, pobrecita.
La perra había apoyado las patas delanteras en el colchón y gemía
suplicante.
—No sé para qué sirve tener la perra en la casa —exclamó José
malhumorado—. Nunca debimos permitirle a Víctor que la aceptara. Las
perras son inmundas.
Mercedes se levantó y tomó a Lila en brazos. Luego puso una sábana vieja,
que usaba para planchar, dentro de un cajón de manzanas vacío, y en él
acostó a la perra. Empezaba a clarear. Mercedes permaneció al lado del
cajón, con las rodillas entumecidas. “Son seis —murmuró, mientras las
lágrimas corrían por sus mejillas—, seis y no ocho, como yo pensaba.
Desgraciada. Igual a nosotras: nunca aprenden ni escarmientan”.
El DISFRAZ

El domingo pasado, al mirar por un postigo entreabierto del balcón, vi


detenerse un coche de alquiler enfrente del hotel Los Paraísos. Una mujer
bajó del coche: llevaba un vestido celeste y una valija de cuero en la mano.
Cuando la reconocí, por poco me desmayo de alegría. ¡Era la Delfina, mi
querida Delfina!
Habían transcurrido dos años desde que la ingrata se fue con esa compañía
de revistas de mala fama que por entonces daba funciones en un teatro del
centro de la ciudad. La Delfina, lo recuerdo, andaba ensoberbecida, todo
porque salió elegida Reina del Sindicato de Costureras, aquel maldito baile
de carnaval. A decir verdad, estaba preciosa con su disfraz de Noche. Yo
misma le ayudé a pegar las lentejuelas, las estrellas de papel plateado, la
media luna del sombrero. Era mi amiga, la única de la Sucursal que no tenía
vergüenza de salir conmigo a la calle. Por eso me regocijé cuando la
coronaron. Imaginaba la rabia que tendrían las demás empleadas, sobre
todo la Claudia, esa italiana falsa que se cree una belleza (ella fue quien me
tocó y me puso en evidencia: la aborrezco). La Delfina será morocha,
delgada; tendrá los dientes separados, pero ni punto de comparación con la
Claudia, que siempre me pareció el colmo de la ordinariez. Yo, por
supuesto, no fui al baile y me quedé sentada en el balcón hasta muy tarde.
Mi padre, cuando vivía, tuvo la feliz ocurrencia de hacerme esta silla desde
la cual puedo mirar la calle sin fatigarme demasiado. Me hubiera pasado la
vida en el balcón, pero mi padre murió y debí resignarme a trabajar en la
Sucursal. Con todo fue una suerte que la Delfina ocupara un cuarto en el
hotel Los Paraísos, justo en la esquina de mi casa. Por las mañanas pasaba a
buscarme. Tomábamos el tranvía 26.
Recuerdo esas mañanas como las más felices de mi vida. La Delfina me
cedía el asiento de la ventanilla, me hablaba de su novio, de las actrices de
cine que admiraba, de la novela que leía por las noches. Yo le prestaba
libros y revistas. Aunque nunca fui a la escuela, tengo instrucción. Yo sola,
por mis propios medios, aprendí a leer Mi padre me regaló una Biblia; sé de
memoria algunos proverbios. Pero mis dones de clarividencia y de sabiduría
no provienen de esa fuente. Mi raza, en otras épocas, disfrutó del apoyo de
los poderosos, fuimos favoritos de príncipes; la corte celebraba y temía
nuestra lengua brillante y venenosa: lo leí en el tomo de la Enciclopedia
Ilustrada que compré con el último aguinaldo, la Delfina, a pesar de su
cabeza de pajarito, adivinó mi superioridad, me hizo su confidente. Quería
que viviéramos juntas. Yo me negué. Después de la muerte de mi padre
decidí aislarme del mundo y de los ultrajes que necesariamente debo
soportar cuando salgo a la calle. Pensé que iba a recibir una pensión del
Estado, pero, según las leyes, no me corresponde. 7uve, por lo tanto, que
aceptar el empleo en la Sucursal. Al principio sufría; las empleadas no me
quitaban los ojos de encima, pero en general creo que mi aspecto las volvía
serias, las desconcertaba. Sólo la Claudia, esa italiana odiosa, se atrevió a
tocarme. Dijo que le traería suerte. Me puse roja de vergüenza. La hubiera
matado.
No podía soportar que nadie viviese a mi lado. Soy de carácter irritable, he
nacido bajo el signo de Saturno. A veces, cuando vuelvo del trabajo, me
siento en la hamaca del patio y digo malas palabras hasta calmarme. El loro
que perteneció a mi padre las escucha y aprende a repetirlas. Antes solía
entonar La Cumparsita; también silbaba los primeros compases del Himno
Nacional. Ahora insulta, maldice. Eso me divierte.
Debo confesar que nunca sentí cariño por mi padre. A mi madre no la
conocí. Murió al darme a luz. Supongo que tendría los ojos sombreados y
un poco saltones, como los míos. Mi padre, al enviudar, trajo a una mulata
del Litoral para que se ocupara de las tareas de la casa, la Mercedes, así se
llamaba, acostumbraba a frotarme con ungüentos preparados por una
curandera coprovinciana suya y medio bruja; la misma que fabricó el
amuleto que habría de convertirme en una persona común. No quiero
cambiar; pertenezco a un linaje muy antiguo, lo repito, cuya inteligencia y
astucia han llegado a ser proverbiales. Si bien es cierto que en estos tiempos
desprovistos de imaginación sufrimos postergados en circos y parques de
diversiones, yo tengo el orgullo de ser una excepción. Gracias a mi
puntualidad, a mi discreción, a mis hábiles y refinadas sumisiones, pronto
seré nombrada Jefa de la Sección Ojales. Entonces tomaré medidas contra
la Claudia.
Una noche (mi padre estaba muerto) descubrí que la Mercedes tenía
relaciones con un hombre en el cuarto del fondo. Espié por los visillos de
mi dormitorio: vi al hombre que cruzaba el patio en dirección a la puerta de
calle. Odié a la Mercedes con toda mi alma. Al otro día le dije que no me
alcanzaba el dinero, que debía arreglármelas sin ella. La despedí. Fue una
suerte que se marchara; ahorro dinero, casi no como; me basta un puñado
de arroz y un pedazo de pan para vivir. Compro libros que me interesan,
miro por el balcón. Ayer, casualmente, volví a ver al amante de la
Mercedes. Es moreno y rizado; parece un turco. Pasó en su carro de bebidas
gaseosas.
La única persona que ocupaba mi recuerdo, mi nostalgia, era la Delfina. Por
eso, el domingo, cuando bajó del coche y entró al hotel Los Paraísos, mi
primer impulso fue correr a su encuentro y abrazarla. Pero reflexioné: es
ella quien debe venir a visitarme, se portó mal conmigo, no me escribió a
pesar del dinero que le presté antes de que se marchara a Buenos Aires.
La verdad es que la Delfina fue un poco falsa en aquella oportunidad. Me
ocultó en un principio el vergonzoso carácter de su compañía de revistas.
¿Mintió porque no quería escandalizarme? Dijo que Androcles, el
empresario, trataba de formar un conjunto de bailes regionales y que a ella
la contrataban por su tipo de criolla. Yo, que estaba enterada de todo, me
enfurecí. Le dije, llorando, que corría hacia su perdición, que se arrepentiría
de abandonarme. La Delfina, emocionada, me tomó entre sus brazos, me
secó las lágrimas con su pañuelo. Entonces me contó sus verdaderas
intenciones: lo de Beldades de Medianoche no era de su agrado pero, a falta
de algo mejor, aprovechaba esa oportunidad para salir de la provincia. No
iba a pasarse la vida encerrada en la Sucursal. Triunfaría. La Claudia, dijo,
quedaría retorcida de envidia. Estas últimas palabras me convencieron. Sin
vacilar le presté mis ahorros. Jamás olvidaré que la Claudia me tocó la
espalda, que me puso en ridículo. Deseo verla muerta.
Recuerdo que acompañé a la Delfina a la estación la mañana de su partida.
En el andén conocí a Androcles, un hombrecito autoritario, pálido, que
fumaba innumerables cigarrillos negros. Las otras chicas de la compañía me
parecieron unas descaradas. La Delfina, que prometió escribirme, me dejó
de recuerdo la maravillosa capa de su disfraz de Noche. Yo sentía que, al
irse ella, quedaba a merced del odio de las demás empleadas de la Sucursal.
Durante los dos años que duró su ausencia, sólo recibí una fotografía que
guardo en mi mesa de luz. La Delfína, más bonita que nunca, caracterizada
de beldad oriental o de Cleopatra, lleva una curiosa diadema de serpientes
enlazadas en forma de corazones. Sus pechos desnudos y pequeños asoman
entre los collares de perlas; a través de la muselina se adivina el vientre, la
clásica penumbra del ombligo. Al pie del retrato la firma, sin ninguna
dedicatoria: Delfina Coronel, y la fecha. Sufrí mucho por esa muestra de
frialdad. Pudo haber agregado algo cariñoso. Después de todo, fui su única
confidente; le presté dinero.
No puedo ocultar la decepción que me produjo el encuentro con la Delfina.
Yo terminaba de lavarme la cabeza; tenía el pelo húmedo y suelto, me
cubría la espalda. (Sé que mi cabellera es espléndida; una vez por semana la
enjuago con raíces de caña tacuara; eso la fortalece. También mis piernas,
aunque delgadas, son perfectas; las he mirado largamente, hasta el
arrobamiento.) Cuando abrí la puerta de calle simulé una gran indiferencia.
La Delfina me abrazó, dijo que me había escrito: “Te lo juro, querida”, se
disculpó, “el correo debió de extraviar las cartas”. Me acompañó al
dormitorio, donde acabé de secarme el pelo. La ingrata, recostada en mi
cama, encendió un cigarrillo. Miré por el espejo su hermoso cuerpo esbelto
y me ruboricé al recordar los entusiasmos que me asaltan por las noches
mientras contemplo su fotografía. Traté de parecer natural, de sonreír.
Temía que la Delfina descubriera mi secreto, que lo leyera en mi cara. Le
pregunté si había venido por mucho tiempo. “Una semana apenas”, me
contestó. “Vine a buscar una cocinera para el negocio de mi marido”. Sentí
que el suelo cedía bajo mis pies, empalidecí. La Delfina, que advirtió mi
turbación, dijo: “¿No sabías que estoy casada? Al poco tiempo de llegar a
Buenos Aires, Androcles me propuso matrimonio. Acepté con la condición
de que abandonara para siempre la compañía de revistas. Deseo un hogar
decente. Androcles, que había ganado dinero en las carreras, compró la
llave de un restaurante, y como quiere especializarse en comidas del norte,
me encargó que le buscara una cocinera”. “Pero yo recibí una fotografía”,
murmuré con voz atribulada; “llevabas, creo, collares de perlas, un disfraz
oriental”. La Delfina sonrió con malicia: “Recuerdo esa fotografía. La sacó
Androcles en un cuarto del hotel donde vivíamos. Tiene la manía de los
desnudos artísticos. A veces le sirvo de modelo para su colección. No me
atreví a enviarte uno de esos retratos. A pesar del antifaz me hubieras
reconocido. No hagas ese gesto, querida. El hobby de Androcles es bastante
inocente”, dijo. Después la Delfina me preguntó si continuaba trabajando en
la Sucursal. Le dije que a fin de mes iban a nombrarme Jefa de la Sección
Ojales. Pero la Delfina no prestaba atención a mis palabras: era feliz con su
Androcles, con el departamento recién comprado en un suburbio de la
capital. Esas habían sido, en el fondo, sus verdaderas intenciones; para eso
me pidió dinero, la farsante. Súbitamente me sentí herida, traicionada. Hice
un esfuerzo para no arrojarme sobre ella y golpearle la cara. Le hubiera
gritado: ¡Canalla, haciendo porquerías con Androcles y con otros! ¡Porque
hay otros, muchos otros! ¿Quiénes son?
¿Quiénes? Sólo atiné a decirle: “Me duele la cabeza. Me siento afiebrada.
Mañana o pasado hablaremos. Perdóname”.
Cuando la Delfina se fue rompí la fotografía y arrojé los pedazos a la
basura. Después, encerrada en mi dormitorio, escupí sobre el espejo del
ropero, me rasguñé la cara, lloré amargamente. La idea de que la Delfina
posaba desnuda para satisfacer los impúdicos gustos de su marido lastimaba
mi delicadeza. Preparé tilo, ensayé distraerme con la lectura de la
Enciclopedia Ilustrada, pero la misma idea volvió a atormentarme. Cerré los
ojos: una imagen, insoportable me cortó la respiración: la Delfina estaba
acostada en mi propia cama, con el vendedor de bebidas gaseosas (aquel
que descubrí saliendo del cuarto de la Mercedes y que parece un turco).
Sentí que la imagen de esos dos cuerpos no me abandonaría nunca; que yo
estaba condenada a no conocer el amor sino a través de uno de ellos: yo era
el vendedor de bebidas gaseosas y tenía en mis brazos a la Delfina; o bien,
yo era la Delfina y estaba en brazos del vendedor. Abrí los ojos,
aterrorizada. Los dedos de mis manos empezaron a torcerse, echaba espuma
por la boca. Grité.
Si yo fuera una persona vulgar me habría suicidado. El sábado, la Delfina
tomó el tren de la tarde, volvió junto a Androcles, su marido. Antes de
marcharse a la estación pasó por mi casa y me devolvió el dinero que le
había prestado (lo dejo en un sobre que deslizó por debajo de la puerta de
calle). Golpeó el llamador, golpeó las persianas del balcón: no tuve coraje
para abrirle la puerta. Permanecí en mi cuarto, llorando, hasta que se
marchó.
Ayer, para colmo de mis desgracias, me enteré de que la Claudia se casa con
un telegrafista y abandona la Sucursal.
Durante años soñé con el momento de ser ascendida a Jefa y vengarme de
esa infeliz que me tocó la espalda. Las demás empleadas simularon (estaban
muertas de envidia) alegría; le hicieron bromas, propusieron una colecta
para el regalo de casamiento, discutieron el regalo; al fin se pusieron de
acuerdo: le regalarían un ventilador Yo permanecí absorta en mi trabajo,
tratando de no escuchar, pero las manos heladas, me temblaban de furia.
Pedí permiso para retirarme una hora antes (es la primera vez que lo hago
en cuatro años de trabajo). Volví a mi casa, compré nafta en el almacén de
la esquina. Quería prenderme fuego, morir. La Delfina, pensaba, estará en
este momento con su marido que la fotografía desmida. Y yo, que consigo
el ascenso a Jefa de la Sección Ojales, no podré vengarme de la Claudia. Mi
vida no tiene objeto: me consumen el insomnio y la pena. Me paso las
noches devorada por visiones repugnantes, alucinada entre el deleite y el
horror. Esto no puede continuar. Pero algo en mí se aferra a la vida
tenazmente como una cucaracha que trepa por la pared con la mitad del
cuerpo reventado. Mientras miraba por el balcón, vi al vendedor de bebidas
gaseosas que bajaba como un mono gigante de su carro, llevando sobre los
hombros un cajón de botellas de naranjada. Una idea me iluminó. Olvidé al
instante mis pensamientos sombríos y lo llamé con un chistido. El hombre
se acercó al balcón. Tiene la barba tupida y algunas cicatrices de viruela en
las mejillas. Los ojos son oblicuos, retintos; el cuerpo es ágil, vigoroso. Me
bastó una mirada para saber que es una persona inofensiva, de mentalidad
simple, y que no me será difícil hacerlo representar su papel de acuerdo con
mis planes. Le dije que tenía un mensaje de la Mercedes, que si podía, una
vez terminado el reparto, pasara un momento por mi casa. El hombre no
pareció sorprenderse; mostró sus dientes manchados de nicotina y me dijo:
“Bueno, mañana daré una vuelta por aquí, a la siesta, a eso de las tres”.
Estoy sentada en mi cuarto esperando al vendedor de bebidas gaseosas. He
cerrado las puertas que dan al patio; la casa está a oscuras; hace calor. Los
jazmines del florero exhalan un perfume parecido al vértigo; aunque
marchitos, huelen de una manera intensa y melancólica; sugieren la noche,
el deseo ofrecido al olvido, a la desdicha. No estoy acostumbrada al
alcohol; el vino me ha mareado. Sé que esta es la única oportunidad que
tengo para conjurar la visión que me persigue desde la última vez que vi a
la Delfina. A fuerza de irrealidad conseguiré saciarme. Tendré el sueño, la
paz. Por momentos la idea de un fracaso me estremece: supongamos que la
alucinación me rechace, ¿tendré que soportar la violencia de un cuerpo que
detesto mientras la Delfina escapa de mí para siempre? Necesito ser astuta y
asegurarme el triunfo. He sacado del ropero la capa del disfraz de Noche
que me regaló la Delfina y que guardo como un tesoro. Aún recuerdo
cuando la coronaron reina en aquel baile de carnaval, hace dos años. Yo le
ayudé a pegar las estrellas y las lentejuelas del vestido. Me pongo la capa
brillante, suelto mi cabellera que me cae más abajo de la cintura; me
contemplo en el espejo. La imagen me sobresalta de admiración. Parezco un
insecto suntuoso de ojos saltones y piernas delicadas. Pero abandono el
espejo y ensayo repetirme en voz baja: “Me llamo Delfina, Delfina
Coronel”. Súbitamente cruza por mi imaginación la idea de que el vendedor
de bebidas gaseosas pueda negarse a participar del juego.
Quizá mi aspecto le desagrade, quizás eche a correr. Vuelvo a mirarme y me
tranquilizo: estoy hermosa; la capa y los cabellos revueltos disimulan mi
espalda. Si el hombre se resiste le ofreceré dinero, le diré que soy virgen
para excitarlo. Después de todo, la Mercedes era casi una vieja y no tenía
piernas tan bonitas como las mías. El alcohol me marea, tengo hipo. El
perfume de los jazmines me exalta y me llena la boca de palabras obscenas.
Soy los jazmines, soy la noche. ¡Brillo, camino, arrastro por el cuarto una
cola de seducciones, de dulces inmundicias! Han llamado a la puerta de
calle. Mientras cruzo el zaguán me repito incansable: “Soy la Delfina. Soy
Delfina Coronel”.
DANAE

A las doce sonó el despertador, pero son las cuatro de la tarde y ella sigue
durmiendo. Ha puesto en una olla medio kilo de papas y espera, sentado en
un banco de la cocina, a que la comida esté lista. Papas hervidas con un
poco de aceite y sal. Además, su plato preferido: ensalada de achicoria.
Mientras el agua hierve ceba unos mates, agregándole a la yerba pedacitos
de cáscara seca de naranja. El pan flauta, de tres días atrás, rejuvenece en el
horno. Abre un libro de versos y lee:
¿A qué comparar la pura arquitectura de tu cuerpo?
Se parece a una muñeca absorta, a una criatura vestida de primera
comunión, piensa.
A veces, sorpresivamente, ella aparece en la cocina, busca una botella de
cerveza y sale, con el pelo revuelto, los párpados hinchados, a comprar
provisiones en el almacén. Cuando vuelve no le dirige la palabra; bebe, a
grandes sorbos, la mitad de la cerveza helada; jadea, come aceitunas negras.
Luego se arroja a la cama, continúa durmiendo.
Así sucedió el martes pasado, pero a menudo él se va de la casa sin haberla
visto levantada. Ahora que ha conseguido un buen trabajo confía en que
todo cambiará. A fin de mes cobrará su primer sueldo, y se propone
comprar algunos objetos indispensables: antes que nada, una ducha
eléctrica. Los antiguos inquilinos se llevaron la que había, y tiene que
calentar el agua para lavarse en la misma olla donde hierven las papas. Está
solo, hace frío y ella duerme. No dan ganas de vivir en una casa tan triste.
Desde la ventana ve las baldosas del patio manchadas por la humedad: un
charco cubre el resumidero tapado. “Debió de llover toda la noche”, piensa.
“Olvidé recoger las camisas de la soga”.
Y también piensa que sería agradable escuchar el sonido de la lluvia sobre
las plantas, si hubiera plantas, como en el patio de la pensión donde vivía
antes de conocerla, con sus macetas llenas de helechos y aquella palmera
bulliciosa de gorriones. Pero la casa que han ocupado continúa desierta, a
pesar de los planes que hicieron el primer día. Y fue una suerte que hallaran
en el cuarto de servicio unas tablas y unos palos de escoba con los que
fabricó el banco de la cocina y un estante para que ella ordenara sus cremas
de belleza. Eso sí: las paredes del vestíbulo están adornadas con retratos de
hombres y mujeres que ella dibuja y que tienen su misma cara estática, sus
mismos ojos muertos. Todo lo que dibuja se le parece. Hasta los títeres
reproducen su expresión terca, desesperada.
Mira sus pantalones arrugados: duerme vestido, con guantes, desde que
comenzaron las primeras heladas, y se pregunta: ¿Cuándo acabará este
desorden?
Su ropa cuelga de unos clavos, las cucarachas salen de sus zaparos, las
babosas recorren por las noches las paredes de la cocina y dejan sus huellas
plateadas sobre los azulejos. Cuando era chico, alguien le dijo que las
babosas eran comestibles. “Son limpias, nacen de la humedad”,
argumentaron, pero él nunca se atrevió a probarlas.
Vuelve a su libro de versos; lee:
¡Oh mirada, oh blancura y oh aquel lecho donde estaba radiante la
blancura!
Quiere encontrar el encanto de los versos; los recita en voz alta. Pero la casa
huele a ropa sucia y ella duerme en el cuarto de al lado. Piensa: cuando me
peino, la caspa cae sobre mis hombros como si fuera una diminuta nevada.
Se siente deprimido. Necesita hablar con alguien, hablar a gritos. Con un
buen baño comenzará el orden, se dice; faltan sólo tres días para fin de mes.
No me haré mala sangre, todo se arreglará.

Entonces arranca una hoja del cuaderno, hace cálculos, suma, multiplica. El
resultado lo deja satisfecho. Según los números podrá comprar, además de
la ducha eléctrica, aquella begonia de interior que vieron una tarde, en el
centro, cuando la muñeca aún tenía cuerda y caminaba. Le pidió que entrara
al negocio a preguntar el precio de la planta, y él, que apenas tenía dinero
para cigarrillos y estaba furioso, lánguido de hambre, le dijo que dejara de
hacerse la artista, que sería más sensato adornar la casa con una planta de
tomates, por ejemplo, o un repollo. Ahora, no sabe por qué, siente un ligero
remordimiento. Se dirige hasta el cuarto cerrado donde la mujer duerme;
entreabre la puerta y le dice: “Son las cuatro y veinte. ¿Te alcanzo un
mate?”.
Ella respira profundamente, gruñe, y luego se cubre la cabeza con la
almohada.
Cuando la conoció, ella era una muchacha que andaba de un lugar a otro
con su teatro de títeres a cuestas, su álbum de dibujos y sus collares de
perlas rosadas. Fueron amantes, mejor dicho jugaron a serlo, porque alguna
vez, mientras daban funciones en pueblitos del interior, compartieron la
misma habitación del hotel, y aquello les resultaba cómodo; pero él no tardó
en arrepentirse. Todavía le parece estar viendo la escena: estaban en un
parque, solos, y ella, como de costumbre, había perdido una de sus alhajas,
los aros de cerámica, que eran recuerdo de alguien y le traían suerte, cuando
él la deseó con ternura, como nunca la había deseado hasta entonces. Ella
no se negó, pero le dio a entender que podía negarse, que le bastaba con
pronunciar un simple “no tengo ganas” para que él sufriera. Adivinó en su
mirada esa mezcla de desprecio e indulgencia con que a veces suelen
abandonarse ciertas mujeres, como diciendo: “¿Otra vez? Bueno, me
resigno; verte así me da lástima”. Se sintió acorralado y la aborreció,
aunque tuvo conciencia de haber sido él, por culpa de su nerviosidad, de su
fugaz ternura, el que había hecho trampa, el que jamás aprendería
debidamente el juego. No la volvió a tocar después de aquella noche.
Continuaron juntos como si nada hubiera ocurrido, dando funciones de
títeres en bibliotecas de barrio y hoteles de veraneo, lugares donde ella
encontraba con facilidad la gente necesaria para su juego. Hubo jóvenes, y
también viejos, con los que practicaba la impersonal gimnasia, pero los
jóvenes terminaban por amarla, y a los viejos les nacían sentimientos
paternales, es decir que hacían lo que ella más odiaba, y eran fatalmente
escarnecidos, abandonados. Por eso, cuando alquilaron la casa, decidió
dormir en un cuarto aparte, a pesar de convenirle acostarse con ella, que
ocupaba la única cama (él tenía un incómodo catre de campaña) y además
hacía frío por las noches.
Es mejor así, cada cual por su lado. Y sale de la casa a esperar el ómnibus
que lo lleve al trabajo.
Anoche, mientras se vestía para acostarse, escuchó ruido de pasos en el
corredor. Ella no tardó en asomar la cara blanca, de sonámbula, y le pidió
un cigarrillo. “Voy a salir le dijo. Tengo ganas de caminar”. Luego le
preguntó cuándo compraría la ducha eléctrica. “El sábado, a más tardar,
tendremos el agua de la resurrección”, dijo él. “¿Qué resurrección? No
entiendo nada, pero esto no puede continuar”, exclamó ella. “Hay que hacer
algo”, agregó. “Algo”, repitió. “Algo urgente”, y bostezó.
Salió a cambiarse de ropa, a buscar sus adornos guardados en una caja vacía
de caramelos Tofi. El sonreía satisfecho: al fin la crisálida rompía la cáscara
del letargo. Apagó la luz de su cuarto y se durmió.
Estaba acostumbrado a esos períodos de postración en los que ella se
hundía al cabo de un tiempo trascurrido sin practicar el juego, pero nunca
aquel sopor enfermizo había llegado al extremo de arrojarla a la cama
durante semanas enteras. Es cierto que también conocía una variante de su
postración, un aspecto contrario, en apariencia, pero igualmente maligno.
Hubo noches en que la encontraba en la cocina, poseída por una furiosa
actividad de orden doméstico, limpiando, con prolijidad de loca, la única
sartén de aluminio que había en la casa, o bien entregada a la tarea de poner
la ropa blanca en lavandina. “Mañana, si hace sol, la colgaré”, le decía. E
invariablemente la ropa quedaba en la pileta, en estado de gelatina, hasta su
próxima vigilia. Otras veces la sorprendía a las cinco de la mañana, vestida
con su traje sastre y su boina tejida: “Espero que sean las siete. Voy a cobrar
un dinero en el centro”. Jamás llegaba a cobrarlo porque aun sabiendo lo
que le ocurriría (“Un ratito nomás, mientras me hace efecto el colirio”), se
recostaba en la cama y el sueño la vencía. El la observaba dormir; miraba
atentamente la curiosa expresión de su boca: repugnada, satisfecha, algo
culpable.
Cuando él despertó le pareció ver en los vidrios de su puerta un reflejo de
claridad que provenía del cuarto de al lado. Pensó que ella, al salir, había
olvidado apagar la luz. Se puso una frazada sobre los hombros y avanzó por
el corredor. ¿Estaría sola? Se detuvo junto a la puerta. Le pareció oír el
ronquido de un hombre. Vaciló un momento y luego entró.
Envuelta en su abrigo de noche, el de puños y cuello de astrakán (la piel era
de un saco apolillado de su madre y los pedazos también sirvieron para
confeccionar el pelo de la negra Timotea, uno de los títeres), ella dormía
profundamente. Sus manos, cruzadas sobre el pecho, apretaban una libreta
de direcciones. En puntas de pie se acercó a la cama. “Qué frío”, murmuró
ella sin abrir los ojos. “Apagante la luz, por favor”.
Volvió a su cuarto, tiritando. La crisálida, pensó, se ha dormido antes de
consumar sus bodas. Pero lo intentó; ya es algo.
Ayer, viernes, cobró su primer sueldo, y esta mañana ha comprado la ducha
en un negocio del centro. Está fascinado con el nombre escrito sobre la
caja; las letras rojas imitan el zigzag del rayo: Calefón Eléctrico Cosmos.
Instalar la ducha ha sido fácil; para hacerla funcionar basta con dar vuelta
una llave mientras el agua cae; minutos después el espejo del botiquín
queda empañado. El vendedor le dijo que si el calefón no andaba bien podía
devolverlo. “¿Qué pasa cuando no anda bien?”, le preguntó él. “Da un poco
de corriente”, dijo el vendedor. “Pero no se aflija, casi nada, como una
lluvia de alfileres sobre el cuerpo”. Ha preferido que ella sea la primera en
bañarse. Tuvo que arrancarla a tirones de la cama donde estaba pegada: “El
agua de la resurrección”, le dijo, y hace media hora que oye correr el agua,
y la voz de ella que canta. Pasa un cuarto de hora más. ¿Qué estará
haciendo?, se pregunta. Golpea el vidrio esmerilado de la puerta: “¿Te
sucede algo?”. Ella no contesta. Intrigado, apoya la cara contra el vidrio;
junto con el ruido de la ducha cree oír suspiros entrecortados, quejidos. Se
incorpora, sufriendo: algo, parecido al rencor, le oprime el pecho, mientras
piensa: “Soy un imbécil, lo único que falta es que me ponga a llorar”.
Súbitamente ella abre la puerta del baño y sale envuelta en vapores,
perfumada. “El mira la expresión tranquila de su cara, la voluptuosa fatiga
que revelan sus ojos. “¿Qué tal el agua?” le pregunta. Ella sonríe con
dulzura; luego entra en su cuarto como seguida por una nube de oro.
EL SUCESOR

Y deseará el rey tu hermosura: e


inclínate a él; porque él es tu señor
Salmos, XLV, 12

Todos conocimos su fama de hombre enérgico y autoritario; aunque


justificada, por sí sola no explica ese respeto, mezcla de admiración y
temor, que el Abuelo imponía con su presencia. Por lo demás ¿cómo pedirle
mesura a la tempestad, al rayo que enceguece y aniquila? Yo, que me crié a
su lado, puedo dar testimonio de su grandeza.
Hace un momento mi tía Leocadia sugirió que debíamos llamar a un
sacerdote. A decir verdad, el Abuelo no fue nunca demasiado religioso,
pero creo que si estuviera en condiciones de hacerlo, aprobaría esa medida
por respeto a la tradición. Convenía sin embargo no apresurarse en llamar al
sacerdote. Hasta que sobrevino el colapso la buena salud del Abuelo había
sido tan proverbial como su mal carácter. No era improbable una mejoría.
Mi tía, incrédula, alzó las cejas, suspiró profundamente. ‘‘No hay ninguna
esperanza”, afirmó con sequedad. Luego se puso los anteojos, abrió el
Ancora de Salvación que llevaba consigo y en una página señalada con una
flor amarillenta leyó en voz alta: “Acepta, Señor, que mi cuerpo sea pisado,
comido por los gusanos y reducido a polvo en castigo del orgullo con que
preferí mis caprichos y gustos a tu santísima voluntad”. Tales fueron las
lúgubres y alusivas palabras que leyó mi tía en su devocionario, junto a la
cama del moribundo.
Mi tía Leocadia, Aparicio y yo fuimos los únicos en acompañar al Abuelo
en su doloroso tránsito. Con muy buen criterio, mi tía ocultó a sus hermanas
la gravedad cicla situación: era mejor no darles a esas desalmadas la
oportunidad de reconciliarse con el Abuelo. En cuanto a Aparicio, qué
maravilloso ejemplo de gratitud para alguien que siempre lo consideró
como de la familia. Al margen de falsear la realidad (Aparicio fue el
asistente del Abuelo, o sí se prefiere su hombre de confianza), no deja de
sorprenderme el cinismo de mi tía que, si mal no recuerdo, acostumbraba a
llamarlo Chino sanguinario, opa salvaje, amén de otros insultantes
calificativos. Ahora lo trata con cierta deferencia; conversa con él y hasta
acepta sin desconfianza las tazas de tilo que le prepara para calmar sus
nervios.
He traído conmigo el uniforme de gala del Liceo. Considero mi deber
usarlo en esta solemne ocasión. De paso, será divertido exacerbar el odio de
mis parientes. No me perdonan que pueda concluir mis estudios en la
capital gracias a la generosidad del Abuelo. Soy, sin lugar a dudas, su nieto
preferido, el único llamado a perpetuar su nombre.
La enfermedad del Abuelo sirvió a mi tía Leocadia para disfrazar de
abnegación filial algo mucho menos noble que ambicionaba desde que yo
era niño: instalarse en esta casa, satisfacer impunemente su curiosidad. Con
el pretexto de ventilar los cuartos, profanó la sala donde está la colección de
armas y medallas patrióticas del Abuelo; quitó de allí la piel de tigre que
servía de alfombra (“un hervidero de polillas”, dijo), y la colgó de una soga
en el fondo, provocando en el gallinero un alboroto infernal. También quitó
el cuadro del prócer en el escritorio y lo reemplazó por un Sagrado Corazón
de yeso pintado. He preferido pasar por alto el irrespetuoso comportamiento
de mi tía. Sería inútil discutir con ella, protestar. Conozco de antemano sus
argumentos: “Nadie me impedirá cumplir mis deberes de hija y de Cristina
¿Ignora acaso la poca simpatía que le inspiraban al Abuelo las mujeres de la
familia? Quienes sepan los pormenores de su vida no podrán menos que
justificarlo.
Por una cruel ironía del destino, el Abuelo sólo engendró mujeres en su
matrimonio: nueve hijas, nueve sucesivos fracasos sin que jamás llegara a
producirse el nacimiento del vástago anhelado. Imagino el desencanto del
Abuelo cada vez que en el registro civil debía degradar, con una vocal
abierta, el nombre imaginado para su sucesor. Mis tías Eduarda, Justa,
Tomasa, Leocadia, Calixta, Augusta, Roberta y Argentina llevan en sus
nombres las huellas de la inconsolable frustración del Abuelo. La excepción
fue mi madre, que era la menor de todas y se llamaba Artemisa.
Es probable que el empeño del Abuelo por lograr un vástago masculino
haya impreso en el aspecto y el carácter de mis tías ciertos rasgos adustos
que las distinguen del común de las mujeres, fenómeno que al acentuarse en
mi tía Leocadia la predispuso a la viudez y al misticismo. En efecto, ni las
gárgaras de yemas de huevo mezcladas con miel, ni el cuidadoso depilado
de las cejas lograron suavizar su voz, conferir femineidad a su mirada.
Mi madre, en cambio, fue una mujer de gran belleza. Tengo un vago
recuerdo de su rostro, pero en la cómoda del Abuelo hay un retrato de ella:
lleva ropas de amazona y está montada en un caballo brioso. Murió en esta
misma casa, cuando yo había cumplido cinco años. Esa desgracia trastornó
al Abuelo, que pidió su retiro del Ejército y resolvió, al mismo tiempo,
apartarse de la familia “rechazando el consuelo y la compañía de sus otras
hijas, todas ellas casadas decentemente”, como suele decir mi tía Leocadia.
El Abuelo mantuvo junto a él a Aparicio, “un deficiente mental”, según mi
tía, que fomentaba sus inclinaciones sanguinarias,
A menudo he oído en boca de ella frases tendenciosas de ese tipo que
aluden a mi condición de hijo natural y condenan la afición del Abuelo por
los gallos de riña. Yo estoy convencido de que mi nacimiento fue obra de un
plan elaborado de común acuerdo por mi madre y el Abuelo: de ahí que
ambos se negaran a revelar la identidad del anónimo productor de la
simiente, sin importarles el vacío que les creó la familia ni las suposiciones
malignas que se hicieron, y aún se hacen, en tomo de ese misterioso
personaje. ¿Quién había sido el seductor de la amazona? El retrato de mi
madre, tan segura y arrogante, sujetando con puño firme las riendas del
alazán encabritado, no concuerdan con la imagen de una doncella seducida.
El problema de mi origen paterno no me preocupa para nada. El Abuelo,
con su ejemplo moral y su apoyo económico, hizo posible mi ingreso a una
familia mucho más amplia, que viste un mismo uniforme y profesa un
mismo ideal. Soy el alumno más aventajado del curso. En realidad, la vida
sobria y disciplinada que llevé junto al Abuelo facilitó mi adaptación al
régimen del Liceo.
¿Cuál habría sido mi suerte si el Abuelo, cediendo a la presión familiar,
hubiese confiado mi crianza a una de sus hijas?
Parece que al morir mi madre hubo una reunión de la que el Abuelo se
retiró dando un portazo. Envalentonadas, mis tías opinaron después: que era
un disparate educar a un huérfano sin la colaboración de una mujer; que
Aparicio, no obstante su reconocida eficacia en los quehaceres domésticos,
jamás supliría a una auténtica ama de casa, y que nada bueno aprendería yo
de un anciano malhumorado que se complacía en criar gallos asesinos y
consideraba natural expresarse con gruñidos.
La experiencia ha demostrado el error de tales suposiciones. Si bien es
cierto que a los siete años me rompí un brazo por obedecer una orden del
Abuelo, y que en otra ocasión enfermé de pulmonía por practicar gimnasia
en la terraza, estos accidentes no desmerecen su labor ejemplar Por el
contrario: al saltar de la tapia perdí el miedo a la altura, y desde aquel
invierno soy inmune a los resfríos.
Mi tía Leocadia fue la única hija del Abuelo que no se sumó al aislamiento
dictado por el resto de la familia y continuó frecuentándolo, actitud
valiente, pero no del todo desinteresada si se piensa que en calidad de viuda
sin recursos heredará la pensión de expedicionario del desierto.
Para complacer al Abuelo, que era enemigo de trámites burocráticos, mi tía
se ocupaba de aquellas diligencias enojosas que Aparicio, a causa de su
analfabetismo, no podía realizar. Los primeros días de cada mes el Abuelo
la recibía en su despacho, cómodamente sentado en un sillón giratorio que
crujía bajo su peso; le ofrecía un pocilio de café; después ordenaban los
papeles y los guardaban en una carpeta negra que al abrirse parecía un
acordeón. En presencia del Abuelo, mi tía adoptaba un aire ingenuo y
aniñado; se mordía las uñas, parpadeaba sin cesar.
Recuerdo que una vez llegó más temprano que de costumbre y me acosó a
preguntas indiscretas referentes a mi alimentación, a la vida privada del
Abuelo y a mis conocimientos del catecismo. Abundé en el sentido de su
malicia y contesté que Aparicio me daba de comer carne cruda; que el
Abuelo recibía la visita de una mujer pálida y ojerosa con la que jugaba a
los naipes, y que el único Santo que conocía era el de la Espada,
entronizado en una repisa del escritorio junto a un cóndor embalsamado. Mi
tía me miró estupefacta. Antes de pasar al despacho del Abuelo me rogó
guardar el mayor secreto sobre nuestra conversación y me dio un caramelo
que escupí luego en la salivadera para no ser cómplice de sus pequeñeces.
A pesar de que yo era un niño, advertí claramente el abismo que había entre
la imaginación pedestre de mi tía y el mundo del Abuelo. Hasta el día de
hoy ella sostiene que las armas de la colección y las medallas son un
montón de latas herrumbradas; la piel de tigre, el cuero de un gato montés,
y la cría de gallos, un pasatiempo de salvajes.
Que el Abuelo, Aparicio y yo pudiéramos convivir armoniosamente en un
ambiente de viril austeridad y sana camaradería era un hecho que la familia
se negaba a admitir La autoridad del Abuelo, el orden y la disciplina que
imponía, era el secreto de nuestra feliz convivencia. Por las mañanas, al
toque de diana de Aparicio, saltaba yo de mi catre de campaña; corría a
ducharme con agua helada, y luego de un frugal desayuno asistía al
izamiento de la bandera en un mástil que el Abuelo había improvisado,
utilizando una antena de radio en desuso. Acto continuo me entregaba al
placer de la gimnasia en presencia del Abuelo que marcaba el ritmo de los
movimientos con golpes de fusta sobre su bota, mientras Aparicio iba y
volvía del patio a la cocina cebándole innumerables mates. Con la
sagacidad de un compañero de truco, Aparicio interpretaba la más leve
contracción en el rostro impávido del Abuelo; un ligero alzamiento de cejas
significaba que el mate debía ser dulce; el guiño rapidísimo de su ojo
derecho, quería decir que lo prefería amargo; si se mordía el labio inferior,
entonces Aparicio temblaba como una hoja: era el anuncio de su cólera
irreprimible.
El Abuelo ejercía su autoridad ayudado por el hechizo de su voz metálica,
que provocaba un efecto paralizante sobre las personas; imposible discutir
sus órdenes, o reflexionar acerca de ellas: simplemente se las obedecía sin
chistar. Aparicio, que siempre fue un hombre muy simple, no precisaba de
esos letargos de la inteligencia para obedecerlo ciegamente. Sus escasas
luces no le impedían, en cambio, ser un consumado maestro en adiestrar
gallos de riña. En sus manos, aquellas aves fulgurantes se convertían en
fieras.
La venta de gallos de riña y su pensión de expedicionario le permitieron al
Abuelo subsistir decorosamente y ahorrar un modesto capital con el que
aseguró mis estudios en el Liceo. Campesinos graves y corpulentos, dueños
de chacras y quintas en los alrededores, visitaban el criadero del Abuelo;
disputaban entre sí la posesión de aquellos animales esbeltos que al pelear
se confundían en vibrantes llamaradas de furor y de sangre; admiraban la
riqueza del plumaje con reflejos dorados, azulados; el vivido y ceñido rubí
de la cresta, las espuelas afiladas como dagas.
El magnífico plumaje de los machos provocaba la envidia de las gallinas,
que menos favorecidas por la naturaleza les arrancaban a picotazos sus
mejores galas. Aparicio resolvió mutilarlas para solucionar el problema:
con sus picos tronchados, inofensivas y grotescas, las hembras se limitaron
a cumplir las funciones de la especie.
Lástima que el Abuelo enfermara justamente ahora, cuando estaba a punto
de ver coronada su obra y asistir, a fin de año, a la ceremonia de mi
graduación en el Liceo. Quizá la inminencia del viaje lo impulsó a aumentar
el número de flexiones que practicaba diariamente para mantenerse en
debida forma, y sobrevino el colapso. El lunes pasado recibí el telegrama de
mi tía Leocadia en el que me comunicaba que el Abuelo había empeorado.
Tomé un pasaje con el pecho oprimido por la infausta noticia. A mi llegada,
permanecí largo rato junto a la cama del Abuelo con la esperanza de que
recobrara el conocimiento. La luz de la vela que ardía sobre su mesa de
noche proyectaba en la pared la sombra vacilante de su perfil majestuoso.
Acerqué la vela a su rostro: el ceño, fruncido con severidad, acentuaba la
arruga leonina de su entrecejo. No pude reprimir un movimiento de
sobresalto al ver que se mordía con fuerza el labio inferior. ¿Qué terrible
insulto preparaba para recibir a la muerte? Observé que no había
encanecido. El pelo y el bigote continuaban tupidos, retintos. El Abuelo me
contó que ese privilegio se lo debía a una infusión de raíces amargas que
acostumbraba a beber en ayunas desde los tiempos de la Campaña del
Desierto, y que la receta la había obtenido de un indio que tomó prisionero
en la frontera con el Paraguay.
Como era previsible, el vecindario, que desde anoche sigue con ansiedad
los acontecimientos, advirtió la llegada del sacerdote. He ordenado a
Aparicio poner una tranca a la puerta de calle para frenar a los más
exaltados que intentaban franquearla, deseosos de ser los primeros en
tributar un homenaje al Abuelo. Los gallos, en el fondo de la casa,
continúan insomnes: de vez en cuando se los oye cantar con voz ronca y
apesadumbrada. Misteriosamente, la espada de expedicionario cayó de la
pared. Hay algo tenso y amenazador en el aire. No me extrañaría que una
centella incandescente bajara del cielo para velar los restos mortales del
Abuelo.
Respetuoso de las jerarquías, el sacerdote, que es un antiguo conocido de
mi tía Leocadia, se limitó a saludarla con una inclinación de cabeza; luego
cruzó el vestíbulo para reunirse conmigo en el cuarto del Abuelo.
Creo que mi flamante uniforme y mi entereza le causaron la mejor
impresión.
Mientras sacaba de su maletín los instrumentos apropiados de la liturgia me
preguntó por mis estudios en el Liceo y se mostró preocupado por el futuro
de Aparicio. ¿Tendríamos inconveniente en cederlo a su parroquia?
La extremaunción produjo un efecto contrario al esperado: intensificó la
furia del Abuelo: rechinaron sus dientes, manchas amoratadas aparecieron
en sus mejillas, un fuerte temblor se apoderó de su cuerpo y estremeció los
cimientos de la casa. El sacerdote, mi tía y yo tuvimos que apoyarnos en el
espaldar de la cama para no caemos; Aparicio rodó por el suelo,
aterrorizado. Era como el anuncio de la erupción de un volcán. De pronto,
el Abuelo se tranquilizó. Hubo unos minutos de silencio cargados de
amenazas como los que anteceden a una catástrofe. Entonces el Abuelo
abrió sus ojos llameantes, sacudió a un lado y a otro la tumultuosa,
renegrida melena: “¡Me cago en Dios!”, rugió poderosamente, y expiró. Su
cabeza exánime, hundida en la almohada, tenía ya la dignidad del bronce.
Todavía resonaba en nuestros oídos aquella frase, tan común en boca del
Abuelo mientras vivía, cuando resolvimos olvidarla y reemplazarla por otra,
sencilla y patriótica, que recordará la posteridad.
Le pedí al sacerdote y a mi tía que me dejaran solo con el Abuelo para
amortajarlo como correspondía. El uniforme de sargento expedicionario y
las insignias de su rango estaban guardados con naftalina en un cajón de la
cómoda. Al quitarle el camisón vi que llevaba colgada del cuello una
cadena con un relicario en el que había un rizo dorado, probablemente de
mi madre, la amazona orgullosa que el Abuelo amó. Observé también la
huella plateada de la cicatriz del lanzazo en su ingle derecha, y me
sorprendió el contraste entre la blanquecina vellosidad de su vientre y su
pelo renegrido. Recordé que mi tía Leocadia me había dicho con sorna que
la famosa receta capilar del Abuelo era pura y simplemente Agua La
Carmela. En otra oportunidad, con igual suspicacia, llegó a poner en duda el
pasado glorioso del Abuelo al insinuar que la cicatriz de la ingle no era obra
de un cacique con el que había luchado, sino de un cirujano que lo operó de
hernia estrangulada.
Me pregunto a quién beneficia mi tía Leocadia con su campaña de
desprestigio. A mí no me preocupa que ella crea en la lengua saltarina de
San Juan Nepomuceno, o en la sangre milagrosa de algún santo que hace
reverdecer el árbol seco en cuyo tronco lo martirizaron. Pienso que su deber
es defender tales desatinos como el mío es exaltar la memoria del Abuelo,
que a fin de cuentas fue mi verdadero padre; ceñirle una corona de laureles
por sus hazañas, imaginarias o reales. ¿Qué importa ese detalle? Una
historia verosímil interesa únicamente a quienes se rigen por el sentido
común, o la moral común, atributos pacíficos y gregarios de que hacen gala
los mediocres. Alguien como el Abuelo no se detiene en minucias para
lograr sus fines: contra arraigados prejuicios hizo de mí su sucesor.
Aunque mi tía Leocadia no lo sepa, la sociedad de hombres espirituales a la
que sirve es el reverso de esa otra que el Abuelo me dio por familia. La
violenta posesión del presente necesita la alianza de lo sobrenatural, que
jamás desdeñó expresarse en un lenguaje autoritario, similar al nuestro. Es
sabido que ante la ira del Todopoderoso Señor de los Ejércitos sólo cabe el
temor, la sumisión.
REINAS

Armando dice que tus ojos son parecidos a los míos. No se equivoca.
También se asemejan, en el color, a la piedra preciosa del anillo de mamá.
Voy a confiarte un secreto: tengo conmigo el anillo. ¿Hay algo más dulce
que la venganza, Mascota?
Desde que estoy enferma, la Chabela duerme en mi cuarto, al lado de mi
cama. Esta circunstancia me permite vigilar el sueño de mi enemiga. Si veo
dibujarse una sonrisa en sus labios de mulata, la despierto en seguida para
que no alimente vanas ilusiones. Después le pido por favor que me alcance
un vaso de agua fría, o de jugo de naranja. La Chabela se incorpora en el
catre, bosteza. Aborrezco la insolencia de sus dientes blanquísimos, las
zonceras que canta de mañana temprano cuando riega las macetas del patio
o limpia los azulejos del zaguán. Por suerte, hace varios días que la Chabela
anda menos alegre que de costumbre. La responsabilidad de cuidarme le ha
dado un aspecto taciturno que no la favorece. Además, el dormir poco
avejenta. Ese problema no existe para nosotras que dormimos a cualquier
hora del día, como reinas. Mi familia no se atreve a molestarme. “Reposo
absoluto”, dijo el médico, luego de quitarse los anteojos y apoyar su cabeza
en mi pecho y mis espaldas.
Gracias a esa oportuna enfermedad, no voy a la escuela. Armando me visita
por las tardes; me cuenta el argumento de una película, jugamos al ludo, a
las cartas. Antes de que llegue, busco el espejo que guardo en la mesa de
luz y ensayo una expresión inspirada en la imagen de una mártir a quien los
paganos le arrancaron los pechos con unas tenazas. Quiero que Armando se
compadezca. Le he mentido que la gran ilusión de mi vida era estudiar
danzas clásicas, y por poco se pone a llorar. Armando es muy sensible. Me
acuerdo del gorrión moribundo que encontró el verano pasado cuando me
llevó a pasear al parque Avellaneda. Lo alzó del suelo: había tanta ternura
en su rostro que anhelé convertirme en algo diminuto y sufriente, y que él
me cobijara en el hueco de su mano. El gorrión vivió un tiempo en una caja
de zapatos forrada de algodones. Yo cuidaba solícitamente de esa basura,
por amor a Armando. Hasta que lo descubriste, Mascota. Le dije que se
había volado. A él le hubiera entristecido la verdad. A mí, en cambio, me
encantó verte junto a la caja vacía, los ojos centelleantes de impiedad. Creo
que si tuvieras el tamaño de un tigre no vacilaría en ordenarte que saltaras
sobre la Chabela, esa intrusa que cometió la imprudencia de provocar a
Armando. En casa la creen un modelo de virtudes; alaban su carácter jovial,
su honradez, y hasta le regalan vestidos viejos que ella adorna con moños
de colores para ir, con otras sirvientas del barrio, a la plaza de la estación
repleta de conscriptos. Hay que verla entonces, muy emperifollada, con ese
ridículo peinado que le tira los pómulos hacia arriba y le da el aspecto de un
ídolo oriental. Cola de caballo. Cola de yegua loca que menea las ancas,
alborotada.
No me importa que la Chabela emplee sus artimañas con los ciclistas de la
calle, o con el verdulero, ese infeliz que la contempla embobado mientras
ella sonríe como si en vez de un repollo le ofrecieran un ramo de rosas.
Pero que deje en paz a Armando. El episodio del botón acabó por agotar mi
paciencia. Esta misma noche esconderé el anillo de mamá en la pieza del
fondo. La Chabela tendrá su merecido. ¿Qué necesidad tenía de ofrecerse a
pegar el botón de la camisa? Al principio Armando se negó, de puro
decente. “Con el nudo de la corbata bien ajustado, se acabó el problema”,
dijo. Ella insistió: “No es ninguna molestia, niño. Lo hago en un
momentito”. Y trajo de su pieza el costurero. Todo parecía muy natural
hasta que al dar la última puntada, la Chabela cortó el hilo de la aguja con
los dientes: sus labios rozaron la nuez de Adán de Armando que se
estremeció, como tocado por una alimaña ponzoñosa. En ese instante quedó
decidida la suerte de la Chabela. Pronto mamá descubrirá la desaparición
del anillo. Entonces, aprovechando que la Chabela está en el mercado, se
dirigirá como una flecha a la pieza del fondo; buscará el anillo debajo del
colchón (frío, frío), en el baúl de la ropa (tibio, tibio), en el costurero
(caliente, caliente, que se quema). Luego, pálida de furia, aguardará en el
vestíbulo la llegada de la ingrata. “No fui yo, señora, le juro que no fui yo”,
gemirá la Chabela. Y mamá: “Deje de lloriquear, farsante. Todas ustedes
son cortadas por la misma tijera. Cuando mejor se las trata, peor. Ahora
mismo se manda mudar de esta casa. Ladrona, desagradecida”.
Libre de la Chabela, iré recobrando poco a poco la salud. El amor obra
milagros. Estoy segura: de aquí a unos meses, apoyada en el brazo de
Armando, me dejaran ir al segundo patio. Allí nos sentaremos a conversar a
jugar a los novios, como dicen en casa. El y yo, los dos solos. Lo lamento,
Mascota, pero no voy a permitir que sigas interrumpiendo nuestro idilio con
tus empalagosas zalamerías. Armando te acaricia, compara tus ojos con los
míos. Una de nosotras necesita abdicar.
EL VIAJERO

Nuevamente marcharte; por el calor, mantienes en penumbra el cuarto


fragante a agua de Colonia en donde estás sentado. Piensas que el fugaz
aguacero del mediodía aumentó la pesadez de la siesta en vez de atenuarla.
Con las persianas cerradas me ahogo, si las subo, el cuarto se llena de
moscas, un enjambre, a causa de que arrojan desperdicios de comida en la
acequia. Gente sucia y ruidosa: desde que amanece con la radio a todo
volumen.
Por las noches, que son igualmente sofocantes, acostumbras a tender una
estera de junco en la galería y acostarte allí con el torso desnudo, en
pantalón de pijama. Soplaba un poco de aire fresco pero el silbato de los
trenes y los zancudos me impidieron descansar. Andrés, en cambio, parecía
dormir profundamente. Debo irme de aquí lo antes posible. Hoy mismo.
Será mejor para ella, para mí.
Sentado en una silla de hamaca te refrescas la frente y las sienes con un
pañuelo humedecido en agua de Colonia mientras oyes afuera, en el patio,
el ruido acompasado de una máquina de coser. Voy a extrañarte mucho,
Estela. A vos también, minino adorado.
Manos criminales, por detrás de la verja del jardín, cortaban las mejores
flores, apedreaban al gato. Tienes la impresión de estar rodeado de
enemigos. Si paseas por el barrio, únicamente tropiezas con rostros
desagradables, hostiles o burlones. A menudo das un rodeo para evitar
aquellas esquinas donde se reúnen los muchachos de tu edad, y tu aparición
en alguna confitería provoca el revuelo de los parroquianos, que por un
momento dejan de jugar a los dados, o al billar. ¿Qué culpa tengo de
parecerme a Estela? Su mismo pelo, su misma manera de andar. Pelo de
mujercita, decían en el colegio. Más se quisieran esos chinos crinudos.
A excepción del chalet en que vives, las demás casas del lugar sólo tienen
una pieza de material que da a la calle, seguida de otras construcciones
precarias de madera y de lona. El aspecto del vecindario te deprime, las
mujeres cocinan en braseros, a la sombra de un árbol, o lavan la ropa que
ponen a secar sobre chapas de zinc; chicos mugrientos juegan a la pelota en
un baldío, o se bañan en la acequia de aguas pestilentes; los hombres
arreglan sus bicicletas, oyen la radio, beben vino en abundancia.
Piensas que la hostilidad de la gente se debe, en gran parte, a un sentimiento
de envidia: tu vivienda es la única decente en ese barrio donde los conocen
como “los mellizos del chalet”. Al igual que tu hermana, no saludas a los
vecinos y adoptas una actitud desdeñosa cuando te ves obligado a rozarte
con ellos en el almacén. Ahora, que pavimentaron la avenida, confías en
que mejorará la fisonomía del lugar. Será una suerte para el hijo de Estela,
piensas.
A causa del insomnio tienes los párpados enrojecidos, sombras violáceas en
las ojeras. Por una revista de las que lee Estela te has enterado de que las
compresas de té frío alivian ese tipo de inflamación, pero te da pereza
levantarte de la silla, ir hasta la cocina.
Estela sigue cosiendo en el patio entoldado. Admiras su habilidad: en un
santiamén concluye una vistosa solera, o entalla a la perfección una de tus
camisas. A la pobre ya no le queda bien ningún vestido de los que usaba el
verano pasado. Cuánto voy a extrañarla. De chicos, éramos inseparables.
Cierras los ojos, aspiras profundamente el perfume de agua de Colonia en tu
pañuelo y como tantas veces vuelves a decirte, con rencor, que Estela no
debió casarse, que merecía un hombre distinto, más ambicioso que Andrés.
Se lo repetí hasta el cansancio: sos joven y bonita, ¿qué apuro tenés en
casarte? Pensalo bien, Estela. Andrés es poca cosa para vos. No me hizo
caso, de puro romántica. ¿Qué ganó con encapricharse? Un marido buen
mozo, es cierto, pero en lo demás un perfecto don Nadie.
Recuerdas que el día que Estela anunció su casamiento resolviste, como
ahora, preparar tu valija y marcharte de la provincia. No querías ser un
intruso en su vida. Que se quedara ella con su galán, su cintillo de chispitas
y su torta de bodas de tres pisos, regalo del padre de Andrés, ese gallego
peludo como un oso y sin modales de ninguna especie. Partirías solo. El
mundo era grande, lleno de aventuras. Te ahorrabas así el disgusto de ver a
Estela convertida en una vulgar ama de casa. ¿Para eso habían hecho juntos
tantos proyectos? Le dejabas de recuerdo el atlas universal cuyas láminas en
colores habían mirado ávidamente, soñando con visitar países exóticos.
También recuerdas que Estela, al saber que partías, no pudo contener sus
lágrimas, y que después de un angustioso silencio ambos se abrazaron y
lloraron desconsolados. Hicieron las paces. Fuiste el padrino de la boda. Tu
entrada al templo, del brazo de Estela, provocó un murmullo de admiración
en la concurrencia: novia y padrino eran un mismo ángel ambiguo
desdoblado en una pareja de luminosos adolescentes.
Ahora piensas que hiciste mal en dejarte conmover por el llanto de Estela y
desistir del viaje, pero que aún no es tarde, que podrás reparar aquella
equivocación. Anoche, mientras estabas acostado en la galería, decidiste
abandonar tu casa para siempre. Escaparías de esa red de frustración e
incertidumbre en la que te sentías, te sientes atrapado. Me traicionó al
casarse con Andrés. Habíamos pensado vender el chalet y el lote del fondo
después de la muerte de mamá, y con ese dinero irnos de esta ciudad
horrorosa.
¿Justificaba el amor una vida de privaciones, de atroz monotonía? No
comprendes que una persona como Estela pueda resignarse al tedio de la
vida conyugal, a la esclavitud de los quehaceres domésticos. El matrimonio
la había cambiado desprolija y grotesca, con su barriga a cuestas, su vida se
limitaba a ir al mercado, cocinar, esperar la llegada de su marido. Tanto
afanarse para halagar a ese bruto que con la salud que tiene sería capaz de
digerir piedras, sueles decirte al verla en la cocina, pendiente del cocimiento
de una salsa, o del calor del horno. Estela no era la misma de antes; había
perdido su gracia, su imaginación, y lo peor: conversaba amigablemente
con las mujeres del vecindario, esas arpías deslenguadas, calumniadoras.
Te meces en la silla de hamaca; sientes el deseo de abandonarte al sopor de
la siesta como el gato plácidamente echado en un almohadón, al pie de tu
cama. Pero te sobrepones a la lasitud que te invade: debes prepararte para el
viaje. Te incorporas de un salto; vas hasta el ropero y sacas de allí una valija
que abres sobre el piso y empiezas a llenar de ropa.
Vacilas en llevar tu sobretodo; finalmente decides no hacerlo: tiene un corte
pasado de moda.
Antes de cerrar la valija, acomodas con prolijidad aquellos recuerdos que
guardas como si fueran un tesoro y que, según piensas, te ayudarán a
soportar la soledad de tu largo destierro: un alhajero de bronce con tapa de
cristal que perteneció a tu madre, un álbum de fotografías y el tocado de
azahares artificiales que llevó Estela el día de su boda.
Ella y Andrés deberán ignorar tu partida. Me iré de madrugada; dejaré unas
líneas en la cocina para que Estela las vea cuando prepare el desayuno.
Temeroso de que Estela aparezca en tu cuarto con una taza de café o con un
vaso de jugo de naranja, ocultas la valija debajo de la cama. Luego vuelves
a sentarte en la silla de hamaca. El gato, en el almohadón, se despereza,
arquea el lomo, da unos pasos y salta a tus rodillas. Minino precioso,
mimoso. Tus dedos acarician el cuerpo elástico y suave del gato mientras
oyes, con un sobresalto, el ruido de la motoneta de Andrés que vuelve de su
trabajo; el chirrido del portón al abrirse; sus pasos que resuenan en los
mosaicos del patio.
No necesitas esforzarte mucho para imaginar la escena que ocurre afuera: es
la misma de todos los días. Andrés deja colgada su campera de nylon en la
percha del vestíbulo y va al encuentro de Estela, que terminó de coser su
batón y lo espera para servirle el almuerzo. Andrés sonríe, se acerca a ella y
la levanta en vilo con sus brazos poderosos. Estela simula fastidiarse por
esas efusiones, nada apropiadas para una mujer en el quinto mes de su
embarazo.
Sí, también a vos te voy a extrañar, minino adorado. El gato ronronea y se
abandona voluptuosamente a tus caricias; los párpados son dos hendijas
oblicuas por donde apenas asoma el fulgor amarillo verdoso de sus ojos.
Como Andrés. Prefiero no recordar.
Pero no puedes menos que recordar. Anoche soplaba un poco de aire fresco
en la galería cuando te aproximaste a la estera, cercana a la tuya, donde
estaba acostado Andrés. Con el corazón palpitante, venciendo el temor y la
repugnancia que te dominaban, tu mano avanzó en la oscuridad. Creíste que
ibas a morir de desesperación cuando se posó en la tupida y cálida
vellosidad de su pecho. No se movió. ¿Dormía profundamente, o fingía
dormir? No lo sabes, prefieres no saber.
MATRIMONIO

Estas páginas no son una confesión de debilidad, ni el testimonio de mi


remordimiento por haber provocado, en cierto modo, la muerte de Gladys.
Sentado en la cocina, mientras espero que hierva el agua para el desayuno,
quiero evocar por última vez la memoria de quien por muchos años fue mi
mujer. Dentro de pocas horas habrán desaparecido los rastros materiales que
en esta casa aún puedan sugerirme su presencia: regalaré la radio, los
almohadones pintados; destrozaré los animalitos de porcelana que ella
ordenaba en la repisa del vestíbulo. Siempre me fastidió la opacidad de sus
gustos, la vulgaridad de las ocupaciones a que se entregaba cuando estaba
despierta. Sólo dormida alcanzaba verdadera grandeza. Pero no voy a
contar todavía cómo descubrí el sueño de Gladys —es decir, su realidad—,
ni cómo del terror pasé a la más rendida adoración, hechizado por aquella
alimaña oscura que se alojaba en su cuerpo.
Ante todo debo advertir que el accidente que acabó con su. vida no me
sorprendió. Ya en varias oportunidades Gladys había demostrado una
sensibilidad especial para ciertos fenómenos que de alguna manera tendrían
relación con su destino. En los últimos meses de nuestro matrimonio esa
singularidad llegó a irritarme un poco. Se pasaba el día entero descubriendo
extraños cosquilleos en los objetos más inofensivos. Un tenedor, la pinza de
las cejas, el picaporte de una puerta, eran capaces de transmitirle la
inesperada descarga. A menudo yo tomaba del suelo el tenedor, por
ejemplo, que un momento antes ella había tirado por el aire al mismo
tiempo que daba un grito. Yo le decía, para tranquilizarla:
—No es nada; son tus nervios, querida. Seguramente, va a llover.
¡Sensible Gladys! ¿Serían presentimientos, o la prematura expresión del
hartazgo que yo, por muchas razones, llegaría a producirle si hubiera
continuado viva?
Nunca alcancé a comprender por qué Gladys aceptó casarse conmigo. Es
verdad que durante el noviazgo levanté la hipoteca de su casa y conseguí,
además, una pensión para su madre, nieta de un general. ¿Se casó por
agradecimiento? No 3o sé, pero era evidente que como novio yo no era
ningún galán joven. “Me gustan los hombres tristes, con aspecto de
viudos”, me dijo una tarde en el zaguán de su casa. Recuerdo que aquellas
palabras me sobresaltaron. No es común que una señorita decente
ambicione casarse con un viudo, salvo que exista en ella un germen de
perversidad precoz. Ahora pienso que tal vez las personas de la familia
conocían el secreto y que por ese motivo no se opusieron al casamiento;
más aún, obraron como si desearan librarse de Gladys. Yo tenía entonces, a
pesar de mi edad (soy veinte años mayor que ella), poca experiencia con las
mujeres. Pensaba, como la mayoría de los hombres de mi generación, que
una señorita debía ser, antes que nada, recatada, femenina. En ese sentido,
Gladys era perfecta cuando la conocí: tocaba el piano, leía libros
recomendados por la Acción Católica, usaba ropas oscuras. No voy a
acusarla de haberme engañado. A pesar del cambio que sufrió una vez
concluida nuestra luna de miel (aumentó mucho de peso y no volvió a abrir
ninguno de sus libros piadosos), debo admitir que hasta los últimos días de
su vida permaneció fiel a sus gustos artísticos. Extasiada, con los ojos
cerrados y una pierna encogida, escuchaba por radio la audición de música
selecta. ¿Su emoción era sincera? La leyenda del beso, o La meditación de
Tais, sus piezas preferidas, tenían la virtud de llenarle los ojos de lágrimas.
Sin embargo, tengo mis dudas al respecto. Como se cubría la cara con las
manos, nunca pude saber si las lágrimas que humedecían sus mejillas eran
provocadas por la música o por un disimulado bostezo. ¡Soñolienta Gladys!
Cuando la mucama tomaba su día franco, yo acostumbraba a llevarle el
desayuno a la cama. Es posible que Gladys viera en ello, y en mi deseo de
que permaneciera acostada hasta mediodía, una prueba de solícita ternura.
Pues bien, lo cierto es que prefería que estuviera en la cama, y no andando
por los cuartos de la casa, agitada y doméstica como una gallina. ¿Cómo iba
a permitir Gladys que alguien, en el barrio, tuviera los pisos más brillantes
que los suyos? Idéntica soberbia la llevaba a cambiar de peluquería, de
modista, de marca de fideos. Pero en los últimos meses la limpieza y demás
ocupaciones propias de una ama de casa fueron pretextos —inconscientes,
claro está— que le permitieron eludir los llamados de su funesta naturaleza.
De otro modo no se explica el frenesí que ponía en fregar un cenicero de
plata, o en depilarse el vello de las piernas. Yo sabía, sin embargo, que todo
cuanto hiciera por continuar siendo una persona decente sería inútil.
Hasta la fecha no puedo averiguar qué personaje real o de ficción inspiró a
Gladys el papel de señora atenta a sus deberes con la sociedad, papel que
impidió, hasta la mañana del accidente, el inevitable encuentro entre su
sueño y mi vigilia. Tal como pude comprobarlo el domingo pasado, cuando
volvíamos del cine, la medida ya estaba colmada y el desastre se produciría
en cualquier momento.
Aquel fue el período más dramático de la vida de Gladys. Con otras
mujeres de la parroquia organizaba colectas y kermeses de beneficencia;
regalaba mis trajes, mis zapatos viejos. Nunca se lo reproché; me esforzaba
por mantener un aire apacible, pero en el fondo estaba aterrorizado. Día tras
día se confirmaban mis sospechas. Así como Gladys no llegó jamás a ser
una buena dueña de casa (el orden era aparente: había medialunas secas en
los cajones del ropero y la ropa interior se amontonaba en la máquina de
lavar), muy pronto las colectas de beneficencia se transformaron en
reuniones donde mi mujer tomaba el té con sus amigas, jugaba a los naipes
y compraba medias de nylon de contrabando.
Acerca del proceso, que en el supuesto caso de no ocurrir el accidente la
habría llevado a la más absoluta disolución, tengo una teoría elaborada
durante meses de pacientes reflexiones. Para documentarla recurrí a un
viejo álbum de fotografías: allí pude observar con detenimiento las
sucesivas manifestaciones del mal que acabaría por poseerla. Tres
fotografías tomadas en diferentes épocas de su vida me confirmaron, cada
una de ellas a su manera, la persistencia y el desarrollo de un mismo brote
de iniquidad. Gladys a los cinco años: a primera vista, una niñita disfrazada
de española, con abanico, peinetón y mantón de manila, pero la graciosa
niñita, si se la observa atentamente, se transforma en una enana grotesca o
en una araña. A los catorce: una muchacha ojerosa, vestida con el uniforme
del colegio de las monjas mercedarias; en una de sus manos hay un misal;
en la otra, una rosa (no tardé en advertir la manera lasciva con que sus
dedos aprietan la flor). Por último Gladys a los dieciocho: inclinada
graciosamente sobre una fuente, simula beber. El examen minucioso de este
retrato me horrorizó, hasta tal punto me pareció turbadora su boca
entreabierta como para alcanzar un execrable deleite.
Fue al poco tiempo de estos descubrimientos cuando el fervor del mal,
como una mancha rumorosa, empezó a apoderarse de su cuerpo. Otro
hombre menos imaginativo que yo no lo habría percibido; resignado al
carácter anodino de su relación matrimonial, habría pensado para
consolarse: “Es preferible”, como si el exceso de pudor fuese una garantía
de fidelidad conyugal. A mí, en cambio, que escuchaba en la calle
murmurar: “Más bien parece el padre que el marido de su mujer”, la
frialdad de Gladys me intranquilizaba. Por momentos, junto a ella, tenía la
sensación de alguien que ha comprado una bonita casa en el campo pero
que sospecha que está edificada sobre un gigantesco hormiguero.
¡Abnegada Gladys! Nunca se negó a mis modestos requerimientos. Acceder
formaba parte de sus obligaciones aprendidas en aquel manual de El
matrimonio perfecto que escondía en un cajón de la mesa de luz. Con los
ojos cerrados, aguardaba pacientemente que aquello terminara cuanto antes
y la dejara dormir. Tenía quizá la esperanza de que con los años —era
natural en un hombre de mi edad— me tranquilizaría. Es verdad que eso fue
en cierto modo lo que sucedió, mejor dicho lo que ella pensó que me
sucedió. Pero se engañaba. Quiero decir que si no volví a tocarla (me
acostaba a su lado, cruzaba las manos sobre el pecho y fingía dormir) fue
porque ya había, descubierto su sueño y con él un poderoso infierno
superior a mis limitadas aunque normales aptitudes físicas.
Desde aquel momento comprendí que Gladys era el escenario de una
actividad desmesurada hecha de ritmos de mareas, de ebullición, de
zumbidos de insectos. Al quedarse dormida entraba en un tiempo distinto
del de su vigilia, comenzaba a hincharse, silbaba, suspiraba. A su lado,
inmóvil, yo escuchaba con admiración los variados ruidos que producía su
cuerpo. A veces, por su vientre circulaban gotitas musicales, arroyos
saltarines, melodiosos hipos. No tardó el mal en afirmarse con mayor
violencia; además de los ruidos, Gladys comenzó a desprender un olor a
azúcar quemada, a segregar sudores que humedecían las sábanas. Entonces,
pasando del asco a la fascinación, me entregué diestramente al placer sin
interrumpir su sueño.
Es curioso que luego, al despertar, ella recobrara su aspecto común: volvía a
ser la Gladys de siempre, Gladys en la cocina, preparando una ensalada de
pepinos, o Gladys en la sala, con aquella modista del barrio, tan
insignificante que para probarle un vestido necesitaba subirse a una silla.
Sólo una vez recuerdo que Gladys aludió al estado en que quedaba la ropa
de cama después de sus noches tumultuosas. “Con este calor debemos
tomar menos liquido”, dijo. Hay que ver lo que traspira uno cuando
duerme”. Mientras tanto, cada noche aumentaba mi temor y mi
voluptuosidad. Yo sabía que todo aquello que en su sueño era visceral y
pujante acabaría por manifestarse en la vigilia como crueldad, lascivia y
confusión. Si no hubiera ocurrido el accidente, estoy seguro de que me
habría abandonado por otro hombre, o por varios hombres, o quizá por un
caballo. Tal era la fuerza de la impiedad que incubaba dormida. Por eso,
cuando Gladys desde hace una semana comenzó a percibir cosquilieos en
los objetos de metal, a ponerse vaselina en los párpados, a teñirse el pelo de
rojo, supe que el proceso había llegado a su fin y que cualquiera de estas
noches despertaría para devorarme. El detalle que me reveló la inminente
catástrofe parecerá sin duda absurdo a un espectador desprevenido. Sucedió
el domingo pasado. Volvíamos del cine cuando nos encontramos con una de
las tantas señoras que compartían con Gladys su preocupación por los
pobres de la parroquia. La señora iba por la vereda de enfrente y llevaba en
sus brazos a una criatura. Gladys, al verla, cruzó la calle y se precipitó sobre
el chico, que de susto dejó caer el chupete de la boca, y comenzó a cubrirlo
de besos pegajosos, a pellizcarle las mejillas, mientras le decía frases
halagadoras y perversas: “Miren qué rico. Rubio y gordito como el papá.
Venga conmigo, ricura”. Y le acariciaba los muslos rollizos. No sé si
aquella amiga de mi mujer advirtió el peligro, pero yo casi me desvanezco:
unos minutos más de efusiva ternura, y Gladys asfixiaba al niño.
Luego, en casa, recuperó el dominio de sus actos; se puso un camisón
celeste y como todas las noches, antes de acostarse, se sentó frente al espejo
del tocador para deshacerse las trenzas y cepillarse el pelo. De espaldas a la
cama donde yo estaba metido, temblando como una hoja, ella, con el cepillo
en la mano y el pelo abundante, suelto y desordenado sobre los hombros
blanquísimos, me dijo:
—Salen chispas. Cuando el tiempo está seco, me salen chispas.
Terminó de cepillarse y sacudió la cabeza. Un largo mechón rebelde onduló
sobre su frente, como una víbora.
Otras chispas más violentas que aquellas provocadas por su coquetería
femenina la matarán muy pronto. Es el día libre de la mucama y Gladys
habrá de levantarse para planchar un pañuelo de seda italiana que, según me
dijo, hace juego con su nuevo traje de calle. Como siempre, en mi
escritorio, trataré vanamente de sumar la renta de mis alquileres: de tal
modo me sacan de quicio las canciones que Gladys entona con su trémula
voz de soprano. Entonces, cuando decida levantarme y pedirle de rodillas
que se quede un minuto callada, oiré el grito y veré algo así como un
relámpago reflejado en los vidrios de colores de la mampara del vestíbulo.
Adivino que el grito no pertenece a ninguna ópera de su repertorio y corro a
la cocina: allí está Gladys, tirada en el suelo, fulminada.
Por la noche, durante el velorio; los parientes de Gladys, esos
desvergonzados que aprovechan su ligereza para pedirle prestado mi dinero,
invadirán la casa. Uno de ellos, demasiado sensible, intentará llevarse un
objeto de recuerdo, pero no lo dejaré. Pienso regalarlo todo, pero a
desconocidos, no a sus parientes. Furtivamente me acerco a grupos de
personas que conversan en voz baja, fuman y toman café con anís. “No le
habrá dado juventud, pero comodidades no le faltaron a la difunta”,
comentarán con envidia. Es verdad: mi casa es la única de tres balcones y
zócalo de mármol de todo el barrio; tiene seis cuartos, tres patios, dos
baños. Viejas enlutadas dirán frases sabias, seguidas de suspiros: “Dios sabe
lo que hace”. “Ya ve usted, una señora tan de su hogar”. “A mí me llamarán
antigua, pero no cambio por nada mi plancha a carbón”. En general, todos
estarán de acuerdo en afirmar que mi mujer fue virtuosa, generosa,
simpática. Sí, para aquellos que la conocieron despierta Gladys era la
irreprochable esposa de un hombre maduro. Sólo yo, que vigilaba su sueño,
sabía que era la atroz crisálida de la cual saldría, con el tiempo, mi verdugo.
Pero Gladys no ha muerto todavía y quizá yo deba continuar cada noche a
su lado hasta que ella despierte y me abandone y los cimientos de la casa
caigan y todo se convierta en un gigantesco hormiguero. La mucama acaba
de marcharse. Antes de salir me dijo que la plancha daba contacto, que era
necesario llamar al electricista. “Es un peligro, señor”, me dijo.
El agua de la pava está hirviendo. ¿Qué haré? ¿Recordarle a Gladys su
pañuelo de seda italiana? Por ahora voy a retirar las tostadas del fuego. Son
las once pasadas. Aún no he preparado el desayuno. Me gusta que Gladys
permanezca acostada hasta mediodía.
LA INTRUSA

¿Qué provecho hay en mi sangre,


si desciendo a la corrupción?
Ps., XXIX, 10

Quizás el fracaso de mi vida se explique por las sucesivas intervenciones de


mi abuela en todo aquello que para mí pudiera significar un motivo de
distracción o de ingenuo regocijo. Ella es la culpable de mi carácter
desconfiado, de mis mejillas hundidas, de mi aire de jesuita. Así como la
mayoría de los hombres tuvieron cuando niños un ángel de la guarda
bondadoso, yo llevé a mi lado, y llevo todavía en el recuerdo, la imagen de
una anciana que miraba al mundo con expresión de absorta repugnancia
desde los postigos entreabiertos de su balcón.
Mi abuela, no lo dudo, habría percibido un intenso olor a azufre en el
destino de Miguel Altolabelli. Lo cierto es que Miguel tiene un dios aparte.
Como los gatos, siempre cae parado. Miren si no: poco después que lo
echaran de esta pensión, acusado de ultrajar a Irma, la sobrina de la
Francesa, consigue una casa decente donde lo tratan como a una persona de
la familia, y hasta le planchan gratis las camisas. De estos felices
pormenores y de otro no menos envidiable (Miguel es dueño de una
motoneta) me enteré hoy, a mediodía. Yo estaba junto a la puerta del cuarto
de baño, esperando turno, con la brocha y la máquina de afeitar en la mano,
cuando el Payo Ramírez, mi nuevo compañero de pieza, vino a decirme que
me llamaban por teléfono.
—¿Hombre o mujer? —pregunté con indiferencia.
—Mujer —dijo el Payo, agitando la nuez de Adán en señal de malicia.
Salí corriendo en dirección al vestíbulo.
—Soy yo —contestó Miguel en el teléfono—. Cambié la voz por si atendía
la Francesa.
La Francesa es la propietaria de la pensión donde vivo y que el viernes
pasado amenazó a Miguel con llamar a la policía si no abandonaba el cuarto
que compartía conmigo.
—Quiero pedirte un favor —continuó Miguel con esa tonada suya lenta y
empalagosa, como la de un chico que acaba de comerse un caramelo—.
Necesito retirar un pantalón que mandé a la tintorería de la esquina.
Quería que yo hiciera un paquete con el pantalón y que si no me resultaba
demasiado molesto se lo llevara a su nuevo domicilio. Después de lo
sucedido, dijo, prefería no aparecer por el barrio; la cuenta de la tintorería
estaba paga, no había ningún problema. ¿Podía ir a su casa el domingo por
la noche? Entonces me invitaba a comer. Anoté la dirección en una caja de
fósforos. La casa, me dijo, quedaba cerca de las barrancas de Belgrano;
como el teléfono estaba descompuesto, me hablaba desde un almacén.
—¿Y qué tal? ¿Cómo te tratan por ahí? —le pregunté por decir algo. La
experiencia me ha enseñado que todas las pensiones son una misma
calamidad: calefones que explotan, sábanas húmedas, cucarachas en el
ropero.
—Como a un príncipe —dijo Miguel.
Después me explicó que a la dueña de casa, una tal señora de Rivas, le
divertía plancharle las camisas.
—Me adoran —agregó—, ella y su cuñada. Son unas madres para mí. Con
decirte que cuando salgo de noche en la motoneta no pegan los ojos hasta
que me oyen volver.
Insinué si no habría un lugar disponible en aquella casa; después de todo,
Irma y él crearon mis actuales dificultades en la pensión. Desde la noche
del escándalo, la Francesa hace una mueca de asco cuando se encuentra
conmigo en el pasillo.
—Me parece difícil —dijo Miguel—. Soy el único pensionista. Ya
hablaremos el domingo, cuando vengas. Hay gente que espera en el
teléfono.
Al colgar el tubo vi mi cara reflejada en el espejo del perchero. Quién como
él, pensé con amargura. Con una cara como la mía no se puede ir muy lejos.
A menudo suelo preguntarme en qué consistirá el secreto de la buena
estrella de Miguel. ¿Tendrá en la mano las líneas del triunfo y de la salud, el
triángulo de Júpiter y el doble anillo de Venus del magnetismo personal,
como diría la cajera de la tienda donde trabajo, que es medio quiromántica?
Sobre todo, la línea de la salud. Durante el tiempo que vivió conmigo,
jamás conseguí contagiarle un resfrío; nada empalidecía sus mejillas,
rosadas y llenas como dos manzanas, ninguna preocupación era capaz de
hacerle perder un minuto de su sueño tranquilo, un pelo de su cabeza
dorada, un gramo de su robusta corpulencia. Le sobraban piernas, dientes,
ojos.
Todavía recuerdo el día en que vi a Miguel por primera vez. Yo había
alquilado un cuarto para una sola persona, pero aquel fin de semana la
Francesa me dijo que la habitación era grande, que iba a poner otra cama
junto a la mía, y que si no estaba conforme me marchara, o le pagara el
doble de alquiler. Aunque soy por naturaleza solitario, mi falta de recursos
me tiene condenado a la promiscuidad de las pensiones. Debí pues
resignarme a que pusieran una cama turca en mi habitación.
Acostado, mientras leía el diario, oí a la Francesa que luego de anotar los
datos del nuevo pensionista en el libro de registro, lo acompañaba por el
pasillo hasta la puerta de mi cuarto. Sentí un gran alivio al observar que este
nuevo pensionista (“Miguel Altolabelli, mucho gusto”) era lampiño,
robusto. Le indiqué el estante del ropero y el cajón de la cómoda para que
ordenara su ropa. A pesar de su aspecto tranquilizador, de su juventud y de
su estatura, me inspiró un ligero temor. A decir verdad, los compañeros de
pieza comienzan por mostrarse tímidos y corteses; después toman
confianza, piden prestados el dentífrico, las hojitas de afeitar, y si uno tiene
la desgracia de coincidir con ellos en la medida del cuello de la camisa, o en
el número de los zapatos, el único recurso es guardar todo con llave, o
mudarse de pensión. Nunca se sabe —pensé con inquietud—, algunos son
como de goma: en caso de necesidad, cualquier ropa les viene bien. Dirán
que doy mucha importancia a esta cuestión, pero un empleado de comercio,
por consideración a los clientes, necesita vestirse con pulcritud. Como dice
mi jefe, la ropa es sagrada.
Luego de desocupar su valija y de colocarla sobre el ropero, Miguel se
desnudó y se echó sobre la cama tendida. Lo miré de reojo.
—Le conviene meterse debajo de las sábanas —le dije—. Hay mosquitos.
Si quiere, encendemos una espiral.
—Muchas gracias —dijo Miguel—, A mí nunca me pican los mosquitos.
Continué la lectura del diario. Me sentía deprimido. Pocas horas antes había
cortado con mi novia; ella quería que yo dejara mi empleo y nos fuéramos
(casados, por supuesto) a la Patagonia, donde todo el mundo hace fortuna.
Intervino la familia en la discusión. Con el índice levantado, el padre dijo:
“Un hombre debe labrarse un porvenir”. Luego, la madre, incorporándose
en la silla de hamaca, gritó: “O fijan la fecha del casamiento, o usted no me
pisa más esta casa”. Yo no quería casarme por el momento y tampoco me
importaba el porvenir. Rompí, pues, el noviazgo y sacrifiqué de paso los
ravioles del domingo en casa de mis futuros suegros. Creo que procedí con
decencia. El haber vivido la mayor parte de mi vida en la provincia, con mi
abuela, ha creado en mi carácter ciertos hábitos malsanos, temores y
tristezas que a la larga hubieran hecho fracasar el matrimonio.
Como no podía concentrarme en la lectura, decidí apagar el velador, pero
antes, para mostrarme amable con Miguel, le dije que podía ladear la
pantalla de modo que no le diera la luz sobre la cara. Sin abrir los ojos,
Miguel me contestó: “Gracias, yo duermo de cualquier manera”. En efecto,
durmió profundamente hasta el otro día, en que la mucama entró con la
bandeja del café con leche. El dormir como un ángel era otro de los dones
con que la naturaleza había premiado a Miguel. Qué diferencia con el Payo
Ramírez, ese empleado del Correo que para mi desgracia comparte conmigo
la habitación desde que Miguel se marchó. El Payo es la suciedad, el ruido.
Por la noche da saltos en la cama, babea la almohada; de día, canta tangos.
Si vamos a ser justos hay que admitir que la culpa del escándalo que
provocó la partida de Miguel se debió, en gran parte, a Irma, la sobrina de
la Francesa. ¿Qué necesidad tenía de andar haciéndole melindres al
muchacho y de invitarlo todo el tiempo a jugar al siete y medio en el
comedor? No está bien provocar a un hombre de esa manera y después,
cuando las cosas arden, hacerse la mosquita muerta y permitir que la tía
amenace a Miguel con llamar a la policía. Miguel no es un niño, aunque
engañe un poco con su cara de inocente. Cualquiera, en su caso, habría
hecho lo mismo; no yo, que detesto a las jovencitas agrandadas del tipo de
Irma, que se peinan como las actrices de cine, se comen las uñas y pasan
horas hablando por teléfono. Para el común de la gente, Irma y Miguel
formaban una pareja encantadora. Ambos eran rosados, saludables; hacían
pensar en un picnic entre los árboles, en el dulce de leche, en el sarampión.
Un día, en contra de mis principios, decidí intervenir en el asunto y darle
algunos consejos a Miguel. Le dije que la Francesa no miraba con buenos
ojos lo que estaba pasando, que se cuidara, que Irma era menor de edad.
Miguel quedó pensativo.
—A mí no me vengan con cuentos —dijo—, Irma se quita los años para
rejuvenecer a la tía.
Quizá, pensé, Miguel tenga razón; a menudo había observado los pechos de
Irma debajo del delantal; no eran precisamente los de una niñita, aunque sus
caderas estrechas, su nariz diminuta y sus pecas le daban un aire infantil.
Me arrepentí de haber hablado. Tengo por norma no inmiscuirme en la vida
de los demás. En ese sentido, Miguel se parecía a mí. Aunque
compartíamos el mismo cuarto, apenas cambiábamos palabra, de modo que
a lo largo de los meses en que vivimos juntos sólo pude saber episodios
desprovistos de interés sobre su vida pasada, que él me contaba
espontáneamente las tardes del domingo, después de oír el partido de fútbol
por la radio.
Hace un mes supe por casualidad que Miguel era hijo de un verdulero. No
sé por qué había imaginado que era huérfano como yo y criado por una
abuela. No una abuela austera y rezadora como la mía; la de Miguel debió
de ser una italiana ancha, colorada, con los bolsillos del delantal repletos de
golosinas.
Estábamos acostados, con la radio encendida. Recuerdo que me incorporé
en la cama para sintonizar el noticioso de las 23.
El locutor comenzó a hablar de la tensión en que vivía el país, de un
frustrado golpe militar, de la renuncia de un ministro. Miguel dio una honda
pitada al cigarrillo; después dijo:
—¿Por qué no ponés un bailable?
Le contesté que esperásemos a que acabara el noticioso.
“Temo que haya una revolución”, le dije.
—Por mí, que se maten todos. Como decía mi viejo: el pez grande se come
al chico.
Quedé sorprendido: por primera vez Miguel mencionaba la existencia de su
padre. Además, no alcanzaba a entender el sentido de la última frase en
relación con las noticias trasmitidas por la radio. Al advertir mi perplejidad,
Miguel explicó:
“Los ricos se comen a los pobres. Nosotros éramos peces chicos. Por eso
me fui de mi casa y del mercadito”. No dijo más: apagó el cigarrillo, cerró
los ojos. Yo deseaba conocer más detalles sobre su vida, pero simulé
indiferencia. Sin embargo, días después, como me quejara de unos
sabañones que me habían salido en las orejas, pude atar cabos y comprobar
que el padre de Miguel era dueño de una verdulería.
—Eso te pasa por lavarte la cara con agua caliente —me dijo—. El viejo me
obligaba a limpiar las verduras con agua fría. En invierno se me helaban las
manos, pero jamás me salió un solo sabañón.
Confieso que las palabras de Miguel me fastidiaron. ¡Qué gracia! Yo me
levantaba a las seis y media, y cuando volvía de la tienda, él continuaba
acostado, entre un desorden de colchas y revistas. Si Miguel había tenido
una infancia dura, ahora no podía quejarse de su suerte. Así nomás no se
consigue un puesto de secretario en un estudio jurídico (sin tener el sexto
grado aprobado) con un horario de cuatro horas y un jefe tan bondadoso que
se moleste en venir a preguntar por nuestra salud cuando faltamos a la
oficina. No es que Miguel estuviera enfermo en aquella oportunidad. Creo
haber dicho que jamás se enfermaba. Sencillamente, no tenía ganas de
trabajar; quería estar echado en la cama, comer alfajores, escuchar radio.
La Francesa entró al cuarto muy agitada y nos dijo que un señor le aspecto
distinguido preguntaba por Miguel; antes de hacerlo pasar, quería poner un
poco de orden en el cuarto. Pasó el plumero por los muebles, alisó los
cubrecamas floreados y se llevó las botellas de Coca Cola que había sobre
la mesa de luz. En aquel tiempo la Francesa era todavía amable con
nosotros; Irma no había reparado en los encantos de Miguel; yo almorzaba
muchas veces en casa de mi novia. ¡Qué alegría le daba a la Francesa
cuando Miguel o yo le anunciábamos con anticipación que comeríamos
afuera! Un puñado menos de arroz en la sopa, unas albóndigas o unas
bananas economizadas tenían la virtud de suavizar su rostro tenso por la
codicia y la sordera. Pero fue otro el motivo por el cual se mostró tan
simpática con el jefe de Miguel. Ni la Francesa, ni yo, que soy un entendido
en la materia, pudimos dejar de admirar el corte y la tela del sobretodo que
llevaba puesto el ahogado. Como diría el Payo Ramírez, con una pilcha así
cualquiera es un señor.
El jefe de Miguel tenía una voz aflautada, nada autoritaria para un hombre
de su profesión. La boca, fina y dibujada, con las comisuras hacia arriba, le
daban una expresión burlona, pero el resto de la cara tendía hacia abajo y
colgaba en festones de arrugas delicadas, temblorosas. Sus ojos pequeños y
vivos, casi pegados a la nariz, parpadeaban sin cesar.
El abogado se sentó enfrente de la cama de Miguel, cruzó las piernas,
sonrió con timidez. Miguel parecía no estar conmovido por la visita, como
si fuera corriente tener al jefe de uno en el propio cuarto, al alcance de la
mano, como quien dice. Después el abogado observó con atención las
paredes manchadas, los muebles; detuvo un momento la mirada en el espejo
del ropero y se alisó los largos mechones de pelo retinto, cruzados en la
nuca, que disimulaban su calvicie. Un anillo de oro con un rubí brilló en su
dedo meñique. “No está mal el cuartito”, comentó con dulzura.
Miguel permanecía terco y mudo, con los ojos clavados en el techo. De
pronto se puso a silbar. No necesito decir hasta qué punto me molestó la
descortesía de Miguel con ese hombre maduro que podía ser su padre por el
afecto tierno que le demostraba. Miguel, tan simpático con el resto del
mundo, contestaba con monosílabos a las preguntas cariñosas que le hacía
el abogado, y hasta tuvo el descaro de rechazar la caja de chocolatines que
le había traído de regalo y que yo, para salvar la situación, acepté sin
vacilar.
Cuando se fue el abogado, no pude menos de reprochar a Miguel su
comportamiento.
—¿Te parece justo —le dije— mostrarte así con un hombre tan bondadoso,
delicado como una dama?
—Es un avaro —gritó Miguel, rojo de ira—. Prometió darme el dinero para
la primera cuota de la motoneta. Ahora dice que no tiene plata. Que se
busque otro secretario. No quiero verlo más, nunca más.
Sin embargo, a la tarde siguiente Miguel salió como de costumbre de la
pensión con su portafolio de cuero y sus anteojos ahumados.
Me había olvidado de la escena con el abogado cuando la semana pasada, al
volver del cine, me encontré con Miguel en la puerta del ascensor. Miguel
estaba un poco borracho; parecía contento como un chico que vuelve de una
fiesta. No me hubiera sorprendido verlo sacar del bolsillo un rollo de
serpentinas, una matraca, papelitos de colores. Cruzamos el vestíbulo; al
pasar frente al cuarto donde duerme la Francesa con su sobrina, Miguel se
llevó la mano a la boca e hizo el ademán de arrojar un beso al aire. “¡Irma,
Irma!”, exclamó de una manera bastante teatral. Atribuí a los efectos del
alcohol esa ridícula vehemencia. Si bien había observado con cierta alarma
el creciente interés de Irma por Miguel, pensaba, en el fondo, que las cosas
no irían más allá de un entusiasmo pasajero: una caricia a escondidas de la
Francesa, o bien, en los naipes con que jugábamos al siete y medio,
iniciales escritas dentro de un corazón atravesado por una flecha. El único
motivo de fastidio era que Irma aprovechaba cualquier pretexto para entrar
en nuestro dormitorio y provocar a Miguel: “¿Alguno de ustedes tendría la
amabilidad de soplarme el ojo? Me ha entrado una basurita”. O si no:
“Miguel, por favor, ¿quiere cambiarme el enchufe de la plancha que no
calienta?”.
Otro, menos débil que yo, se habría opuesto a intervenir en el atrevido
proyecto que Miguel me confió aquella noche, pero temí que atribuyera a la
envidia mi negativa y acepté sin discutir el plan ideado por Irma y por él.
Yo tenía que levantarme a las cinco de la mañana, ir al cuarto de baño y
permanecer allí encerrado media hora. Irma, mientras tanto, abandonaría la
cama donde duerme al lado de su tía para reunirse a solas con Miguel. La
Francesa, en el caso hipotético de que despertara, podría ver, a través de los
visillos tejidos de su cuarto, la luz del baño encendida. Con toda precaución
Irma había fingido tomar, antes de acostarse, un frasco de Limonada Roger.
Sentado en el cuarto de baño, medio dormido y con frío, leía las historietas
cómicas del diario cuando oí que golpeaban el vidrio esmerilado de la
puerta. Volvieron a golpear, esta vez con más fuerza. “Irma”, dijo la
Francesa, “¿te sientes mal?” Vacilé un momento, aterrorizado. “Irma”,
insistió la Francesa, sacudiendo el picaporte, “contéstame, ¿te sucede
algo?” El corazón me golpeaba en el pecho. Con voz temblorosa alcancé a
murmurar: “No es Irma, señora. Soy yo”.
No voy a relatar la escena que siguió a mis desfallecientes palabras. Para
ahorrarme el espectáculo permanecí encerrado en el baño. Gritos, sollozos,
la voz de Irma que decía: “Me levanté para calentar agua en la cocina. Me
dolía el estómago. Entré al cuarto de Miguel para ofrecerle una taza de té.
Se lo juro por Dios, tía”. Después el ruido de una cachetada y la voz de la
Francesa, enfurecida: “No quiero explicaciones. Todo el santo día
mirándose al espejo. Hará gana, presumida. En cuanto a ese otro hipócrita,
que se vaya inmediatamente si no quiere que lo haga echar con la policía”.
Cuando se calmaron los ánimos, traté de convencer a Miguel de que la
Francesa no cumpliría sus amenazas. Mis palabras no dieron ningún
resultado.

—Yo me las pico —dijo Miguel—. A ver si todavía tengo que casarme con
esa loca. No quiero líos con la policía. A mí, que me dejen vivir en paz.
Desde el comienzo de nuestra amistad había observado que a Miguel lo
intranquilizaba la policía. A veces, cuando aburridos de estar encerrados en
el cuarto salíamos a caminar en dirección a la plaza, Miguel evitaba el
encuentro con los vigilantes de las esquinas; me tomaba del brazo y, sin
decir nada, me obligaba a cruzar de vereda. Al principio, este proceder de
Miguel me produjo cierto temor. ¿Cómo no desconfiar de alguien que gana
el mismo sueldo de uno y que sin embargo se hace cortar el pelo todas las
semanas y tiene, en un cajón del ropero, docenas de encendedores que valen
cientos de pesos? Porque Miguel sentía verdadera pasión por los
encendedores. No había noche que no apareciera con uno nuevo. “Este me
lo regaló un aviador italiano” decía. Y en otra oportunidad: prometieron
regalarme uno enchapado en oro que al apretar el resorte toca la
Marsellesa”. Con el tiempo se disiparon mis sospechas. Comprendí que a
las personas, frente a Miguel, no les quedaba más remedio que desprenderse
de sus encendedores. Si yo hubiera tenido uno se lo habría dado en el acto.
Miguel terminó de acomodar su valija. Le ofrecí una taza de café que
aceptó al mismo tiempo que disimulaba un bostezo. Apenado por su
partida, le pregunté si necesitaba dinero. “Gracias”, me contestó. “Tengo
algunos ahorros”. Insistí en que no era nada fácil encontrar una pensión;
que le convenía, para su bien, hacer las paces con la Francesa y seguir
viviendo conmigo. Miguel volvió a bostezar, esta vez abiertamente. Vi su
paladar rosado, sus muelas poderosas; después se relamió como un gato que
terminara de comer una sardina. “Ya encontraré algo por ahí”, murmuró con
los ojos soñolientos, turbios de lágrimas. “Yo no me aflijo por nada. Como
decía mi viejo, lo que ha de ser, será”. Luego me dio un abrazo de
despedida, arrojó la llave de la puerta de calle sobre la cama y se marchó.
Horas más tarde, en la tienda, recapacité en la frase del padre de Miguel.
Quizá, me dije, la sabiduría consiste en saber abandonarse a nuestra buena o
mala estrella, ser una bala perdida en un mundo insensato y perdido. ¿Qué
habría pensado mi abuela sobre estas reflexiones aparentemente triviales?
Para ella, abandonarse equivalía a condenarse. Por eso vivió lúcida y
aislada en aquella provincia tediosa, entregada al ayuno, a sus santos, a su
misal negro. Mi abuela pensaba que la muerte no existía: la muerte era un
sueño profundo. Alguna vez todos despertaríamos de ese sueño para asistir
a la definitiva salvación o condenación de los cuerpos y las almas. Creo que
mí abuela se equivocó, como también se equivocó al identificar el mal con
la gordura; ella no resucitará, y la gordura de un vecino no estaba
necesariamente reñida con la santidad.
Comenté la frase de Miguel con la cajera de la tienda, una señorita bastante
culta que tiene pasión por el cine sueco. La cajera me dijo: “Es un proverbio
fatalista, probablemente oriental”.
Cuando volví a la pensión no me importó que la Francesa me acusara de
estar complicado en el ultraje de su sobrina, que me llamara degenerado y
tísico. Tampoco protesté cuando por la noche me hizo enviar a mi cuarto,
con la mucama, un bife carbonizado. Sabía que su enojo era pasajero. ¿A
quién iba a engañar con el cuento de la sobrina violada? Según me
aseguraron los demás pensionistas, no era la primera vez que Irma utilizaba
la treta de la Limonada Roger. También me dijeron que la Francesa piensa
casar a su sobrina (virgen o no) con un ingeniero. Lo conseguirá, no me
cabe la menor duda. Esa mujer consigue cuanto se propone. A pesar de las
várices que como una red violeta trepan por sus piernas lechosas, no se está
quieta un minuto; anda por toda la casa con los ovillos de lana en el delantal
de costura y las agujas de tejer cruzadas en el rodete. Una vez dio muerte a
una rata con una de sus agujas. La rata había quedado atrapada en la jaula
del canario. La Francesa descolgó la jaula para darle lechuga al pajarito;
entonces vio la rata, y con la mayor sangre fría la traspasó con la aguja de
tejer. “Comió mi pipi”, fue todo lo que dijo después de sus certeras
estocadas. “Merecía morir”.
Ahora la Francesa se ha propuesto amargarme la vida. Este infeliz revienta
o se va, habrá pensado. Por eso, entre los pensionistas que hubieran podido
ocupar el lugar de Miguel, eligió al Payo Ramírez que vivía debajo del
tanque de agua del altillo, en un cuartito en donde apenas cabe una cama y
que la Francesa llama la Tour. Conoce mi instintiva antipatía por esta
miniatura de compadrito porteño, lúbrico y bochinchero. Puede ser que
Miguel me consiga un cuarto en la casa donde vive; a juzgar por la
conversación que tuvimos por teléfono, aquello es el paraíso.
Tener un cuarto propio, un jefe bondadoso, una motoneta, conquistar el
afecto de una señora, dormir hasta mediodía, serán para mí, lo sé, bienes
inalcanzables. Debo admitir que con las señoras adineradas no carezco de
alguna posibilidad: van a la tienda donde trabajo, con sus caras desdeñosas
y miopes, sus pieles, sus diamantes. Yo hago lo imposible por mostrarme
simpático con ellas; sumiso, las acompaño hasta la puerta del negocio, con
el corte de tela en los brazos, para que vean el color del estampado a la luz
del día. Allí abren sus carteras, se cambian de anteojos, observan la caída de
la tela, la trama del tejido, vacilan, piden otra que en vez de lunares tenga
rombos, o en vez de rombos, lunares. A mi solicitud y cortesía responden
con un desconfiado: “¿Pero no encogerá al lavarse?”. O bien: “No insista,
joven, el verde no me sienta”.
Las señoras ricas no reparan en mí; nadie me regaló nunca un encendedor;
ningún jefe me dio el trato afectuoso de un padre. La única persona que me
quiso fue mi abuela, que era macilenta y pobre. Vistió siempre de negro: no
recuerdo haberla visto con otro traje que el que llevó toda su vida y con el
cual la enterraron. Estaba orgullosa de su extremada flacura, a la que
atribuía virtudes sobrenaturales. “Dormir poco, comer menos y rezar”,
acostumbraba decir. Según ella, ese era el secreto de los santos y de otras
ánimas benditas. Su vida transcurrió entre el temor de Dios y el odio a su
vecino de enfrente, un sargento cuyo nombre no me atrevo a pronunciar.
Una tarde la encontré sentada en una silla de la galería, con el rosario entre
los dedos rígidos. Alcé en brazos su cuerpo liviano como un costurero de
mimbre, lloré por esa muerta inmaterial, casi traslúcida, que me había
criado. Yo tenía entonces catorce años; muerta mi abuela, volví al lado de
mi padre que se había casado en segundas nupcias con una maestra
jubilada. No quise continuar mis estudios. Mi madrastra y mi padre, que
eran avaros, comenzaron a tomarme entre ojos a causa de mi silencio y mi
pasividad. Me llamaban inútil, pollo raquítico incubado por una vieja beata,
cara de escapulario, y otras maldades. Un día, cansado de soportar
humillaciones, robé los ahorros de mi madrastra guardados entre las páginas
de Lo que el viento se llevó, su libro favorito. Así fue como hace
aproximadamente diez años llegué a esta ciudad y comencé a peregrinar de
pensión en pensión, con el recuerdo de mi abuela a cuestas, mis ojeras y mi
contagiosa antipatía. Aquí moriré, atravesado por la aguja de tejer de la
Francesa, o convertido en otra mancha de humedad de la pared.
A veces pienso que debí casarme, ir a la Patagonia como quería la familia
de mi novia, labrarme un porvenir. Pero no puedo cambiar mi carácter.
Carezco de ambiciones. Con mi empleo en la tienda me basta; no diré que
me sobra porque mentiría. Llego a fin de mes sin un centavo. El sueldo se
me va en créditos y en el alquiler del cuarto. Antes, por lo menos, tenía la
casa de mis futuros suegros, comida gratis los domingos; algunas noches,
con mi novia, cuando volvíamos del cine, nos besábamos en la oscuridad
del zaguán. Al recordarlo quiero correr al teléfono, llamarla. Pero sé que no
debo hacerlo: es mejor para ella, para los dos.
Desde la ventana de mi cuarto veo las cornisas del edificio del Correo
donde trabaja el Payo Ramírez; al fondo, una larga cinta del color de la
suciedad: el río, el río más ancho del mundo, como decía el libro de la
escuela. A Miguel y a mí nos gustaba mirar el ir y venir de las palomas por
las cornisas, cuando el amor les hincha el buche tornasolado y trepan una
sobre otra, rumorosas, lujuriosas. El Payo las aborrece: dice que no lo dejan
dormir, les tira piedras, las insulta. La cajera de la tienda también odia a las
palomas. “Son un mal ejemplo para los niños”, dice. “No conozco animal
más indecente”. Yo sabía por mi abuela que la paloma es el símbolo del
Espíritu Santo, pero no me atrevía a repetírselo porque la cajera —es medio
quiromántica, como creo haber dicho— una vez aseguró, delante de todos
los empleados, que yo tenía la línea de la vocación religiosa. “Usted debió
haber ingresado en un seminario. Su mano es la de un místico”. Desde
entonces les empleados de la tienda me llaman el Curita, en vez de el
Faquir, apodo este último que me dieron el primer día que entré a trabajar
en el negocio.
Anoche conocí la casa en que vive Miguel. Un tranvía me dejó cerca de las
barrancas de Belgrano, en una calle oscura, bordeada de árboles. La casa,
un chalet con verja de hierro, tiene un pequeño jardín con enanos de
mampostería que asoman entre los macizos de hortensias; en el centro del
jardín hay una palmera. No bien toqué el timbre, Miguel me hizo señas
desde la ventana del primer piso. Esperé un momento. Después abrió la
puerta de la verja y me estrechó en sus brazos. Pasamos a la sala, un
cuartito elegante, con muebles dorados, donde Miguel me presentó a la
dueña de casa, la señora de Rivas, y a su cuñada, la señorita Helena. Altas,
obesas, las dos mujeres parecían hermanas; tenían la misma mirada
lánguida, bovina, el mismo pelo canoso, crespo, sin brillo, como de estopa.
Aunque el tiempo estaba fresco, se abanicaban y se secaban con un pañuelo
de encajes las comisuras de la boca, la frente, las sienes. “Miguel nos habló
mucho de usted”, dijo la señora de Rivas con voz de extremada fatiga.
“Helena, por favor, avisá a la mucama que ya puede servir la comida”.
Mientras la mucama terminaba de poner la mesa, subí con Miguel hasta su
dormitorio, donde deshizo el paquete con el pantalón que yo había retirado
el día antes de la tintorería. Miguel se puso una camisa de nylon, se
perfumó el pelo. Observé con envidia su dormitorio. ¡Qué diferencia con el
cuarto que compartíamos en la pensión de la Francesa! Con su mosquitero
de tul celeste, su cama de bronce, sus lamparitas de colores, el dormitorio
parecía arreglado para una novia. En la mesa de tocador, junto a un Niño
jesús de loza, resplandecía la colección de encendedores. Aproveché que
estábamos solos para contarle mis dificultades y de paso insinuarle si podía
hacer algo para conseguirme un lugar en esa casa tan ordenada y lujosa.
Miguel entornó los párpados, se mordió el labio inferior.
—Me parece difícil que acepten otro pensionista —dijo—. La verdad es
que ellas no necesitan dinero. A mí me tomaron simpatía de entrada... Estas
señoras tienen sus manías... Yo les sigo la corriente. Por la tarde cuando
vuelvo del estudio, tomamos el té en la sala. La señorita Helena toca el
piano y la señora de Rivas canta. Los domingos, las ayudo en la cocina a
pelar frutas para hacer dulce. El único problema que tengo es que quieren
que venda la motoneta.
Entonces me explicó que la señora de Rivas y su cuñada temían que sufriera
un accidente, pero que él por nada del mundo se desprendería de Tito,
nombre que le había dado a la motoneta en agradecimiento a la generosidad
del abogado. Agregó:
—Desde el día que fue a visitarme y que te enojaste porque no le acepté la
caja de chocolatines, Tito está hecho una seda conmigo. Me invitó a pasar
este fin de semana en Mar del Plata.
Volví a hablarle de la pensión, del odio de la Francesa, de los ronquidos y la
falta de aseo del Payo Ramírez. Para halagar su vanidad le dije que Irma
continuaba enamorada de él, que desde su partida había dejado de pintarse y
que suspiraba continuamente. Miguel me interrumpió:
—Irma no me importa. Como decía mi viejo, lo pasado, pisado. Luego me
confió en voz baja:— Aquella noche no pudimos hacer nada. La culpa fue
mía; cuando Irma se desnudó, me dio un ataque de risa.
Al preguntarle yo algunos detalles sobre la señora de Rivas, Miguel adoptó
un tono distante:
—Es una mujer viuda, muy rica —dijo—. Protege a su cuñada, que toca el
piano y arregla los canteros del jardín.
La mucama nos avisó que la mesa estaba servida. Bajamos al comedor.
Durante la comida me esforcé por conquistar la simpatía de la señora de
Rivas; conté el argumento de una película, elogié el centro de mesa, un
cisne de plata con flores artificiales, aseguré que el cuadro con rifles y
perdices que colgaba encima del aparador era una obra de arte, pero tal vez
porque el espíritu de mi abuela comenzó a sugerirme que, en el fondo, todo
ese bienestar era corrupción, mi locuacidad era completamente ineficaz. La
señora de Rivas y la señorita Helena me escuchaban distraídas, con la
mirada lánguida posada en un vaso o en un plato. Pero cuando la mucama
apareció con el postre amarillo, traslúcido, salpicado de nueces, dentro de
una enorme dulcera de cristal, las dos mujeres cambiaron de expresión y
revelaron ser las eternas enemigas de mi difunta abuela. Engullían el dulce,
se relamían, se atragantaban, sofocadas, obscenas. Miguel, el acólito rubio
de la ceremonia, volvió a sumergir la cuchara en la dulcera y nos sirvió otra
porción. Comprendí que esta ceremonia les prestaba nuevas energías; las
dos mujeres, bien alimentadas, se retirarían luego a la sala. Allí,
adormecidas, segregarían almíbar, sopor, comodidad. Terminé mi porción
de dulce con la impresión de haber cometido un sacrilegio.
—Exquisito —dije en voz alta.
Por primera vez la señora de Rivas sonrió.
—Es una antigua receta de familia —se dignó a contestar—. Le diré a la
mucama que prepare un frasco para que lo coma con el desayuno. A ver si
consigue ponerse tan fuerte como Miguel.
Tuve ganas de responderle que nunca sería como Miguel, que la culpa de
mi color enfermizo era de mi abuela, pero que intentaría con toda el alma
comer el dulce perverso porque amaba la vida, aunque la vida fuese un
contagio, una enfermedad.
Al pie de la escalera me despedí de la señora de Rivas y de la señorita
Helena; ambas tenían de nuevo apacible expresión bovina; quizá, como mi
abuela, asomarían de tarde al balcón de la calle, pero en vez de censurar la
conducta del vecino, mugirían melancólicas al oír el silbido de los trenes.
En la puerta, la mucama me entregó el frasco de dulce casero. Miguel, que
bostezaba todo el tiempo, se ofreció a llevarme en su motoneta, proposición
que no acepté. Preferí caminar hasta la parada del tranvía. La noche estaba
fresca, silenciosa. Miguel prometió ocuparse de mi pedido; haría lo
imposible para que la señora de Rivas me alquilara una pieza; estaba seguro
de que accedería: ¿acaso él no le daba todos los gustos? “Ella y su cuñada”,
me dijo, “son como dos criaturas. Se pelean por jabonarme el pelo cada vez
que me baño”.
Al despedirme tuve la certeza de que Miguel no me llamaría nunca por
teléfono, de que me borraría de su memoria, como a Irma, como a su padre,
como al resto de los peces chicos que lo estorbaban en su camino.
Sonriente, Miguel ascendería con el tiempo hasta la apoteosis ciudadana del
coche propio y el departamento céntrico.
Iba entregado a estas reflexiones cuando al pasar por un baldío vi un gato
muerto arrojado sobre un montón de basura; el animal estaba hinchado y le
faltaba un ojo, pero el ojo que le quedaba resplandecía como una joya. Me
acerqué: hedía. Entonces, con el olor del gato pronuncié mentalmente el
nombre del personaje que alimentó durante años el odio de mi abuela: el
sargento Elpidio Flores. Mi abuela me había prohibido mencionarlo. Una
vez que por distracción se me escapó el nombre del sargento, me amenazó
con ir a buscar una brasa de la cocina y quemarme la boca si yo volvía a
repetirlo delante de ella. El sargento Flores, que vivía enfrente de nuestra
casa mucho antes de que yo naciera, había sido novio de mi abuela en su
juventud. Cuando lo conocí era un viejo gordo y calvo que se emborrachaba
y salía a la puerta de calle en paños menores con el pretexto de que hacía
calor. Mi abuela, indignada, dejó de saludarlo y clausuró los postigos de su
balcón. Según ella, el sargento se mostraba en calzoncillos para ofenderla.
En realidad, nunca le perdonó que por su culpa tuviera que privarse del
balcón, sitio desde el cual vigilaba los acontecimientos del barrio. Cuando
el sargento murió (“Reventó”, dijo mi abuela. “Doscientos kilos amasados
con desvergüenza y alcohol”) pudo volver a su balcón al fin, pero su odio
por el sargento no había disminuido. Todas las mañanas me llevaba al
cementerio. “Vamos a ver cómo apesta”, me decía. Y cuando estábamos
frente a su tumba levantaba un puño airado y murmuraba entre dientes:
“Púdrete y apesta, Elpidio Flores, hasta el día del juicio en que despertarás
convertido en lo que siempre fuiste: un cerdo que hiede”. Así fue como mi
abuela, con el correr de los años, llegó a identificar el mal con la gordura
del sargento, y temerosa comenzó a adelgazar, a consumirse con cristiano
fervor de momia.
Al recordar las palabras de mi abuela me invadió una instintiva repulsión y
arrojé al baldío el frasco de dulce casero que me había regalado la señora de
Rivas. Comprendí el miedo de mi abuela, pero la recompensa que esperaba,
y espera todavía, acostada en su cajón de tercera clase, ¿justificaba la
soberbia de su alma, su continuo rencor? Conforme. Obtuvo lo que quería:
se consumió. Pero ni salvada ni condenada: sencillamente muerta. Nunca
entendió que ella misma, liviana como un corcho, y el sargento, pesado
como un elefante, representaban cada cual a su manera la ciega, acongojada
fuerza destinada al fracaso de toda encarnación. De ahora en adelante —
pensé— debo ser práctico y olvidar las supersticiones con que mi abuela
envenenó mi niñez. ¿De qué sirve haber tenido una abuela perfecta en esta
ciudad de cuarteles, pensiones y pizzerías? Como diría Miguel Altolabelli,
los muertos estorban. En el caso de tener la fe de mi abuela, preferiría
despertar el día de la resurrección al lado de aquellos que vivieron sin
preocuparse por el castigo o la recompensa final, en la inmoralidad, el
sueño y la ternura. Después de todo, creo que el juicio ya llegó y que el
mundo está condenado: unos años más y caerá al vacío, como una fruta
podrida.
LA CULPA

Con un trapo húmedo, Mercedes limpió el mantel de hule que cubría la


mesa del comedor; después trajo de la cocina una taza de café para su
marido y una fuente con uvas para sus hijos. De vez en cuando, el
ventilador agitaba las hojas del periódico que leía su marido y la obligaba a
sujetarse en la nuca, con una horquilla de carey, algunas mechas de su
peinado tirante.
Cuando los hermanos terminaron de comer las uvas, el padre les preguntó
sin apartar la vista del diario:
—¿Se puede saber qué esperan para ir a dormir la siesta? Antonio y Ramón
hubieran deseado tomar café, pero sabían que Mercedes les diría, de
acuerdo con el padre: “El café es para los mayores”. Lo mismo pasaba con
el anís, que solían beber en invierno, de un sorbo, en vasitos pequeños
como dedales.
El padre dobló cuidadosamente el diario, observó la hora en su reloj, y esta
vez dirigió a sus hijos una mirada atónita:
—¿Todavía siguen aquí?
Los hermanos abandonaron el comedor. En el patio, bajo el toldo de lona
que las resguardaba del sol, crecían begonias de tallos acuosos y hojas
manchadas como piel de batracio. De la huerta del fondo llegaba el olor de
las guayabas, agusanadas por las últimas lluvias.
Para los hermanos, la orden de dormir la siesta significaba quedarse
encerrados en el cuarto en penumbra, leyendo historietas o jugando a las
cartas hasta que el calor empezara a declinar. A veces, aburridos, escapaban
del cuarto descalzos, quemándose las plantas de los pies, y atravesaban el
patio de baldosas para llegar al fondo de la casa. Allí trepaban a los árboles,
daban aullidos y se golpeaban el pecho como Tarzán, o bien, armados de
palos de escobas, cambiaban estocadas como si fueran mosqueteros.
Un día, cerca del tanque de agua del vecino, hallaron una paloma muerta;
decidieron ponerla en una caja y enterrarla junto a un jazmín. Al poco
tiempo, en aquel lugar se formó un hormiguero. Corrieron a contárselo al
padre que acababa de llegar de su trabajo y estaba de cuclillas en el zaguán,
limpiando con querosén la cadena de su bicicleta. “Dañinos, para eso
sirven, para hacer tonterías”. Enfurecido, tomó la botella de querosén y fue
hasta el hormiguero. Y ellos pudieron ver el incendio y las hormigas que se
retorcían como brasas diminutas.
Así ocurría siempre. Bastaba que cometieran cualquier travesura para que el
padre reaccionara con severidad. “Antonio, Ramón, ¿no les tengo dicho que
no quiero que suban al techo?” O bien: “¿Hasta cuándo voy a repetirles que
no coman mandarinas verdes?”. Los hermanos bajaban del árbol o del
techo, atemorizados. Y antes de que el padre les retorciera una oreja o les
tirara con fuerza del flequillo empezaban a lloriquear, mientras la madre, en
batón de entrecasa, se asomaba a la puerta de su dormitorio y les decía:
“Muy bien hecho, lo tienen merecido”. Pero en la voz de Mercedes no había
ningún enojo; se limitaba a reconocer la indignación de su marido sin
otorgarle importancia, como si voluntariamente cediera su poder, su
derecho de ser ella la única a quien, de un modo profundo, misterioso, le
estuviera permitido castigar o premiar a sus hijos. Por eso quizá sonreía al
decir: “Lo tienen merecido”. Y ellos hundían sus caras en los pliegues de su
batón, aspirando, en medio del infortunio y de las lágrimas, el olor del
cuerpo de la madre. Olor a tierra húmeda, a fruta demasiado madura.
Aunque los hermanos comprendían que el rigor era un atributo del padre,
algo que armonizaba con su voz poderosa y sus cejas tupidas, el
cumplimiento de tal o cual orden impuesta por él adquiría realidad gracias a
la insobornable terquedad de Mercedes, que les decía después de oír sus
ruegos: “Imposible: ya saben que su padre les ha prohibido el cine hasta fin
de mes”.
Físicamente, los hermanos se parecían al padre. Antonio, el mayor, estaba
orgulloso de ese parecido. Con impaciencia aguardaba el momento en que
empezaría a oscurecerse el vello rubio, casi blanco, que le cubría el labio
superior. En el futuro, también él usaría la codiciada navaja, la brocha y el
jabón espumoso, fragante a menta sobre las mejillas del padre, que
gesticulaba cada mañana en pantalón de pijama y camiseta frente al espejo
del botiquín.
Sobre todo Isabel, la maestra que hasta hace poco les había dado lecciones
de ortografía, acostumbraba decir de Antonio: “Es igual al padre; el mismo
pelo crespo, los mismos ojos azules”. Los hermanos recordaban con fastidio
las horas pasadas en casa de Isabel, los dictados de palabras “difíciles”, las
reglas de acentuación y los versitos que ella les obligaba a aprender de
memoria. En hubo y en tuvo / la be se destaca / en una es de burro /y en la
otra de vaca, declamaban los hermanos sin ningún entusiasmo. Por cada
error cometido, Isabel les hacía escribir cincuenta veces la misma palabra.
“Civilización”, exclamaba con el índice levantado y los ojos
desmesuradamente abiertos. Los hermanos quedaban unos minutos
vacilantes, el lápiz en el aire, hasta que al fin se decidían a escribir la
endemoniada palabra. Entonces les pedía el cuaderno de dictado, subrayaba
con tinta roja los errores, o intercalaba alevosamente una inmensa “h” en la
palabra ahorro, que ellos, con ligereza, habían incluido entre las “fáciles”.
Mercedes había sido la causante de aquel suplicio. Fue a fines de
noviembre. Antonio y Ramón estaban jugando en el umbral de su casa
cuando vieron detenerse a Isabel frente al balcón donde su madre disfrutaba
del fresco de la tarde. Los hermanos interrumpieron el juego para oír la
conversación. “¿Cómo andan sus muchachos?”, había preguntado Isabel. Y
la madre: “Son un par de haraganes, señorita; los aplazaron en castellano”.
Y la maestra: “Mándemelos a mi casa, es una pena que repitan el grado”.
“No sabe cuánto se lo agradezco, había dicho la madre. Y la maestra: “Será
un placer enseñarles, parecen tan inteligentes”. Y la madre: “Así es,
señorita, pero muy haraganes”.
Ellos no ignoraban el prestigio de Isabel entre las mujeres del barrio; para
algunas, la maestra era el colmo de la elegancia; para otras, una
extravagante. Fin la rueda del mate, las amigas de Mercedes comentaban,
con entusiasmo o desdén, el turbante de seda rosada o la enorme capelina
de paja que había llevado Isabel el domingo último en la plaza durante el
concierto de la Banda Municipal. A veces sonreían maliciosamente al
hablar de Isabel y la llamaban en voz baja Shirley Temple, tal vez porque
era menuda y rubia y aparentaba menos años de los que tenía en realidad.
La edad de Isabel preocupaba a las amigas de Mercedes; una de ellas,
después de sorber con fruición el mate, guiñar un ojo y apoyarse la mano en
la frente como quien hace un gran esfuerzo de memoria, había dicho: “Si no
me fallan las cuentas, la pollita debe andar por los cuarenta largos”. Pero
Mercedes no abundaba en los comentarios malévolos de sus amigas, y una
vez que Antonio le dijo: “Acabo de ver a la Shirley en la heladería”, ella le
contestó con sequedad: “No seas atrevido: se llama Isabel”.
Después de aquella conversación en el balcón, le hermanos empezaron a ir
dos veces por semana a casa de la maestra, situada a pocas cuadras de la
plaza principal. Isabel los recibía en una sala a la calle, que olía a cera y
naftalina, donde ellos admiraban un águila embalsamada, con las alas
abiertas, encima de la biblioteca, y observaban con respeto los ojos
inquisidores, las mejillas tumultuosas y el labio inferior caído de un retrato
de Sarmiento.
Al cabo de una semana, Antonio decidió que Isabel era muy hermosa. Los
hermanos acababan de acostarse y de apagar la luz del cuarto, cuando
Antonio dijo en voz alta: “Isabel parece una artista de Hollywood; por eso
la gente habla mal de ella, por envidia”. Ramón bostezó; después dijo: “Se
pinta demasiado; da asco” “¿Qué hay de malo?”, dijo Antonio; “las mujeres
se pintan”. “Mamá no”, dijo Ramón. “Ya lo sé”, dijo Antonio, “pero mamá
es diferente”. Después le explicó: su hermano que Isabel se pintaba porque
era soltera. “Está loca por casarse”, agregó. “Me lo dijo el otro día el Turco,
en el almacén”.
El Turco era el sobrino del almacenero; tenía la misma edad de Antonio
pero adoptaba con él un aire de persona mayor. Nada parecía sorprenderlo;
como trabajaba con su tío en el mostrador estaba enterado de todos los
chismes del vecindario. Ramón lo aborrecía porque a menudo hablaba en
secreto con Antonio; cuando se acercaba a ellos era rechazado por el Turco
con el pretexto de “ser un mocoso”. Ramón se alejaba, resentido, mientras
el Turco y su hermano cuchicheaban y reían. “El Turco es un charlatán”,
dijo Ramón, tapándose la cabeza con la almohada.
Los hermanos aprobaron los exámenes de fin de año, y por indicación de
Mercedes compraron una caja de bombones surtidos para regalársela a la
maestra. Isabel, conmovida, los besó en la frente y los llamó unos perfectos
caballeritos. “Tienen a quien salir”, les dijo. “Gentiles y educados como su
papá”.
Como premio por haber pasado de grado, los hermanos fueron durante las
vacaciones a una quinta de naranjos, propiedad del abuelo paterno, situada
al pie de la montaña.

Cuando volvieron, Antonio no tardó en advertir que algo extraño había


ocurrido en la casa. El padre almorzaba de prisa, y a menudo se levantaba
de la mesa sin probar el café; la madre tenía ahora una expresión
acongojada; hablaba poco, y cuando su marido, como de costumbre, luego
de sumar la cuenta de la proveeduría protestaba por el exceso de gastos,
ella, en vez de tomar en broma su enojo, le decía con gravedad: “Son tus
hijos, hay que alimentarlos”, como si el padre pudiera dejar de hacerlo,
arbitrariamente, o como si fuera necesario recordarle que aquélla era su
obligación. A veces, Mercedes miraba con asombro a su hijo mayor: “Has
crecido mucho en las vacaciones: nadie diría que vas para los doce”. Y
suspiraba, como si el crecimiento del hijo fuese un presagio funesto.
Tampoco salía por las tardes al balcón; se quedaba sentada en el patio, con
las manos cruzadas en el regazo, oyendo el canto de los grillos en la
oscuridad. “Traen suerte, cuidado con matarlos” solía decir Mercedes,
aunque ella misma, por error, aplastaba alguno, confundiéndolo con una
cucaracha. Después, consternada: “Qué lástima, había sido un grillito”.
Sin conocer las causas que habían motivado ese cambio en las relaciones de
sus padres, los hermanos sobrellevaban en silencio aquella atmósfera de
rencor, de violencia, que ensombrecía el rostro de la madre y creaba a su
alrededor un triste desorden: las camas permanecían desarregladas hasta la
tarde, nadie regaba las plantas, y los pájaros, olvidados en sus jaulas,
picoteaban con desgano una misma hoja de lechuga ennegrecida.
Una noche, Antonio tuvo la certeza de que el antiguo orden de la casa no
volvería jamás. Como otras veces, se acercó a Mercedes y le pidió prestada
la bicicleta de su padre. No ignoraba que ella repetiría la frase de
costumbre: “No sea cargoso; sabe que su padre no quiere”. Ante su estupor
ella le contestó: “Bueno, vaya pero al volver la pone en el mismo sitio de
donde la sacó para que su padre no se dé cuenta”.
Por primera vez Mercedes contrariaba una orden de su marido, con el
agravante de ser ella misma quien sugería a su hijo esa manera de obrar
para que el padre no advirtiera la desobediencia. Hasta aquel momento
desobedecer al padre había sido un juego limpio; los hermanos aceptaban el
castigo sin protestar, olvidaban los golpes, los insultos, porque la madre,
con su risueña pasividad, atenuaba y justificaba la severidad del padre. Pero
ahora Mercedes, al hacerse cómplice del engaño, convertía al padre en un
personaje superfluo. El rigor, sin la ternura, carecía de sentido. Antonio
comprendió que la autoridad del padre y el equilibrio de la casa
descansaban en la felicidad de la madre, y que todo estaba perdido porque
ella era desdichada.
Antonio salió a la calle con la sensación de estar cometiendo una acción
vergonzosa. Pedaleó unas cuadras; la bicicleta era demasiado alta y a duras
penas él alcanzaba los pedales con la punta de los zapatos. Cerca del
almacén se encontró con el Turco, que volvía de jugar un partido de
basquetbol. “Flor de Raleigh”, le dijo, examinando con admiración la
bicicleta, y le propuso caminar hasta el terraplén para charlar un rato y
fumar un cigarrillo. Caminaron por calles sombrías, bordeadas de tarcos:
Antonio, con la mano apoyada en el manubrio de la bicicleta; el Turco, a su
lado, pateando una tapita de cerveza; ambos vestidos con el clásico overol
azul que les haría menos engorroso el uso de los futuros pantalones largos.
Las casas del barrio estaban a oscuras, pero con las persianas abiertas de par
en par a causa del calor. Algunas familias habían sacado a la vereda los
sillones del juego de vestíbulo. Allí hablaban en voz baja, dormitaban. De
vez en cuando, al paso de los amigos, brillaban los ojos de un gato en el
zaguán de una casa, o rompía el silencio el súbito ladrido de un lulú de
Pomerania.
Cuando llegaron al terraplén, el Turco se recostó sobre el pasto; encendió
un cigarrillo, le dio una pitada y miró fijamente a Antonio, sonriendo de
manera enigmática. Luego dijo: “Supongo que te habrás enterado del
escándalo”. Antonio seguía de pie, sin decidirse a arrojar la bicicleta en el
pasto, temeroso de que una piedra fuese a rayar el niquelado de los
guardabarros. “Sí, lo sé todo”, contestó Antonio, simulando tranquilidad,
pero el corazón empezó a latirle con fuerza ante la inminente revelación del
misterio. “El no tiene la culpa”, dijo el Turco. “Cualquiera habría hecho lo
mismo en su lugar”.
Ha dejado la bicicleta del padre en un rincón del patio; sabe que ése no es el
lugar de donde la sacó unas horas antes, pero no le importa. Que se entere,
piensa, que se enfurezca. Si mañana me pregunta algo, le mentiré. Le diré:
“No he sido yo, papá, se lo juro”, y él se pondrá más furioso.
Al llegar a su cuarto se desnuda sin hacer ruido: Ramón duerme con la boca
entreabierta y una mano apoyada sobre el pecho. Y Antonio siente que le
invade una honda ternura hacia su hermano, como si ambos hubieran
quedado huérfanos. Piensa: “Sí, cualquiera habría hecho lo mismo en su
lugar. También nosotros, dentro de unos años, cuando se nos ponga la voz
ronca de tanto fumar y tengamos dinero suficiente para hacer lo que se nos
dé la gana. Según el Turco, cuando ella supo que lo habían visto con la
maestra, en un auto de alquiler, cerca de la posada, cerró con una tranca la
puerta y le impidió la entrada a la casa. Y él empezó a dar puñetazos en la
puerta y todo el barrio se enteró de lo sucedido. Terminarán por
reconciliarse, como dijo el Turco. Puede ser. El Turco dijo que quizá fuese
mentira lo del auto de alquiler, pero que la maestra, desde el día del
escándalo, cuando va a la escuela, prefiere caminar varias cuadras de más
antes que pasar por la vereda de casa. Isabel, la Shirley, la mosquita muerta
que me encontraba idéntico a él y sonreía cínicamente con la cabeza echada
hacia atrás, la boca pintada y el pelo amarillo. Ella terminará por
perdonarlo, me dijo el Turco antes de marcharse. Así son las mujeres: todas
iguales. Las madres de uno también”.
Como si hasta ese momento lo hubiese ignorado, Antonio comprende que
Mercedes es la mujer de su padre. Y se empeña por aceptar, sin sufrir, la
realidad material de un vínculo que empaña la imagen de la madre y la
degrada a esa condición de mujer engañada, con sus celos ridículos y sus
pequeñas astucias. Comienza a llorar, con la impresión de haber sido
arrojado injustamente a un mundo de conflictos y pasiones mezquinas,
mientras se repite en voz baja, tratando de asumir la culpa del padre, de
reconocer en ella su propia fatuidad, su naciente impureza: “No tiene
importancia, cualquiera habría hecho lo mismo en su lugar”. Por la ventana
abierta del cuarto, Antonio ve el cielo estrellado. Una ráfaga de aire fresco
le acaricia voluptuosamente el cuerpo desnudo. De pronto, en el cielo, de la
noche, vislumbra una presencia femenina dispensadora de olvido, de
consuelo. Al mismo tiempo, el sufrimiento se apacigua en su pecho,
colmado ahora de una serena conmiseración.
JULIÁN

A Esmeralda Almonacid

Apareció una tarde mientras jugábamos al fútbol con Marcelo en la vereda


de mi casa. No era un chico de la cuadra, ni siquiera del barrio. Flaco,
desgarbado, con el pelo tupido y lacio que le caía en mechones sobre la
cara, tenía las manos en los bolsillos del pantalón y nos observaba en
silencio, parado junto al naranjo de la vereda de enfrente.
Estaba por sentarse en cuclillas cuando un mal tiro desvió la pelota, que fue
a rebotar a su lado; pensamos que la devolvería de un puntapié, como hacen
todos los chicos, pero la tomó entre sus manos, cruzó la calle y la depositó
en el suelo con la mayor suavidad.
Nos disponíamos a reanudar el juego cuando la madre de Marcelo asomó
por el balcón y lo llamó a la mesa. Nos despedimos. Marcelo prometió
buscarme después de comer para dar un paseo en bicicleta antes de
acostarnos. Al volver a mi casa pude ver de nuevo al chico a través de los
visillos tejidos de la puerta cancel: seguía junto al naranjo, con el aspecto de
un gorrión inmóvil, temeroso.
Como eran los meses de verano y estábamos de vacaciones, Marcelo y yo
nos visitábamos con frecuencia; hablábamos de cine, de fútbol, o bien
pegábamos figuritas de chocolatines en unos álbumes especiales, divididos
en series: Constelaciones, El mundo vegetal, Peces eléctricos, y muchas
otras. Existía entre los chicos del colegio un verdadero mercado de
figuritas: las “difíciles”, o sea las que aparecían rara vez en los
chocolatines, se compraban o se cambiaban por insignias de clubes de la
capital, banderines o cortaplumas.
No pude disimular mi envidia cuando aquella siesta llegó Marcelo a mi casa
con el frasco de engrudo en la mano y el álbum debajo del brazo; había
comprado, por un peso, la máscara de oro de Tutankamón. Como las
personas mayores dormían, nos fuimos al zaguán para no hacer ruido; allí,
recostados sobre los mosaicos frescos, abrimos nuestros álbumes y
comenzamos a pegar las figuritas conseguidas durante la semana.
Absortos en la tarea, no advertimos que alguien nos observaba desde la
puerta de calle. Era el mismo chico de la tarde anterior.
—Tengo montones de esas figuritas —dijo—. Si quieren se las regalo. Yo
no las colecciono.
Sus palabras despertaron nuestra codicia: en seguida lo invitamos a que
entrara al zaguán, pero iba de paso, con apuro, a comprar un sifón de soda
en el almacén. Prometió volver por la tarde. ¿Lo dejaríamos jugar al fútbol
con nosotros? Dijimos que sí: por unas cuantas figuritas aceptábamos
cualquier cosa.
—Me llamo Julián —nos dijo—. Vivo detrás de las vías del tren, al lado de
la herrería.
Conocíamos el lugar; no estaba lejos de nuestro propio barrio, pero en aquel
sitio terminaban el asfalto y la luz eléctrica. Con sólo atravesar el terraplén
del ferrocarril entrábamos en otro mundo: el suburbio, con sus casas de
tablas y paredes de lona, sus baldíos repletos de basura, sus chicos
descalzos. Pocas veces nos aventurábamos detrás de aquel terraplén,
especie de línea divisoria entre nuestras casas de material y ese otro
ambiente de mayor pobreza que adivinábamos triste y hostil.
Por la tarde, tal como lo había prometido, Julián nos trajo las figuritas: más
de cincuenta, todas nuevas. La suerte quiso que me tocara en el reparto (que
hicimos con los ojos vendados para evitar peleas) el colibrí topacio, una de
las más buscadas de la serie Pájaros mosca. Con el propósito de
conseguirla, Marcelo había gastado sus ahorros en el quiosco de la esquina,
comprando vanamente docenas de chocolatines.
A partir de ese día Julián intervino en todos nuestros juegos. Era un
compañero perfecto: siempre perdía y pagaba prenda; siempre trepaba a
buscar la pelota en el techo, o la rescataba del barro. Pero no vaya a creerse
que sólo por estas razones aceptábamos la amistad de Julián. El tampoco
venía con el único interés de jugar al fútbol: prueba de ello es que continuó
viéndonos con igual regularidad después de aquel desgraciado episodio del
pelotazo que rompió el foco de luz de la calle, y en castigo de lo cual nos
confiscaron la pelota. ¡Qué susto se llevó Julián en aquella oportunidad! No
bien oyó el estampido echó a correr con tanta velocidad que en pocos
segundos llegó a la esquina y desapareció. Nadie lo hubiera imaginado tan
ágil, sobre todo porque, en circunstancias normales, era más bien lerdo:
arrastraba los pies al caminar y bostezaba continuamente, como recién
levantado de dormir.
La verdad es que el aspecto físico de Julián dejaba mucho que desear, al
extremo de alarmar a Sabina, la tía de Marcelo, que se pasaba la vida en el
balcón, con una redecilla en la cabeza y un diminuto delantal de costura por
el que asomaban las agujas de tejer. Entre otras cosas le había dicho a
Marcelo que eran una vergüenza los pantalones remendados y el largo pelo
de Julián; que parecía un ciruja y que dime con quién andas y te diré quién
eres. Ante sus injurias decidimos llevar a Julián a la peluquería y regalarle,
de paso, un pantalón nuevo. Pero nuestras buenas intenciones dieron poco
resultado: la “medio americana” no lo mejoró: sin la mata de pelo, el cráneo
de Julián surgió pequeño y redondo como una naranja; las orejas parecían
más grandes, la boca más floja aún. En cuanto al pantalón nuevo, al cabo de
un tiempo tenía tantas manchas y zurcidos que no era posible diferenciarlo
del anterior. Pero nosotros por nada del mundo hubiéramos renegado de
Julián, ese verdadero amigo capaz de compartir nuestras alegrías y nuestros
infortunios, como lo demostró la vez que Marcelo perdió la lapicera fuente
que le regalaron para su cumpleaños, y estuvo dos días en penitencia sin
salir a la calle. Julián, que nos ayudó a buscarla por todos los rincones de la
plaza donde habíamos estado jugando, parecía desesperado. Igual congoja
demostró cuando a mí me robaron el inflador de la bicicleta. No obstante,
debo confesar que Julián tenía un defecto: era intrigante. Lo comprobamos
a propósito de las figuritas: una tarde me llamó aparte y me aseguró que las
mejores serían para mí, pero que guardara el secreto porque temía disgustar
a Marcelo. En otra ocasión procedió exactamente con Marcelo, haciéndole
prometer absoluto silencio. Sin embargo, este desagradable episodio fue
olvidado desde el momento en que Julián nos dijo que nunca más nos daría
figuritas porque la persona que se las proporcionaba había muerto. Al
advertir los ojos irritados y la voz temblorosa de Julián, le preguntamos si
era algún miembro de su familia. No. Era un vendedor de diarios, un
hombre que le tenía mucho afecto: le regalaba monedas, caramelos, revistas
de aventuras. “Lo mató el tren”, agregó con repentina animación. Luego
nos contó el accidente. Abundó en detalles macabros: de la cabeza cortada
del vendedor de diarios, sobre el miriñaque de la máquina, manaba
abundante sangre; se había visto correr a un perro llevando en la boca una
mano del muerto; a otro con un pie, a otro con una oreja. Cuando acabó su
relato, Julián quedó tan contento que se tiró al suelo e hizo toda clase de
piruetas; después se colgó de una rama del naranjo y se balanceó como un
mono. Fue entonces cuando pudimos ver la espalda de Julián, estriada de
manchas oscuras.
Es curioso, pero Julián no volvió a mencionar jamás la muerte del vendedor
de diarios. Cuando le preguntamos el origen de las manchas que tenía en la
espalda pareció molestarse: “Son de nacimiento”, contestó. Y cambió de
conversación.
Desde ese día, como creo haberlo dicho, Julián dejó de regalarnos figuritas,
pero aquello carecía de importancia: había conquistado nuestro cariño,
sobre todo el de Marcelo, que se divertía en hacerlo cumplir castigos
extravagantes cada vez que perdía un partido de ludo. “¡Qué bárbaro! Este
Julián no tiene estómago”, exclamaba Marcelo con admiración. Julián,
halagado, exageraba la nota: era capaz de comer un caracol crudo, una hoja
de begonia, excrementos de pájaros. Deseoso de ganar nuestra simpatía,
realizaba toda clase de proezas. Bailaba a grandes saltos la danza guerrera
de los pieles rojas, o bien caía al suelo, presa de violentas convulsiones, y
comenzaba a aullar como el actor de la película El lobo humano, que
habíamos visto en la matinée del domingo.
Una noche Marcelo invitó a Julián a su casa. Los padres y la tía Sabina
habían salido, y estábamos solos, aburridos, sin saber qué hacer,
condenados a cuidar la casa mientras los mayores estuvieran ausentes.
Teníamos prohibido jugar en el patio para no romper los helechos de las
macetas, orgullo de Sabina. Marcelo decidió buscar su colección de objetos
preciosos guardados en una lata vacía de dulce de batata, y enseñársela a
Julián. Para mí no era ninguna novedad: conocía de memoria la piel de
víbora, las puntas de flechas talladas en piedra, el escarabajo negro, la
brújula, los anillos de tuercas, la medalla bendita de la Virgen y los anteojos
de carey que habían pertenecido a la abuela de Marcelo. Precisamente,
aquellos anteojos inspiraron a Julián la idea de disfrazarse una vez que
terminamos de comer helados en los sillones de la galería. Julián dijo que
debíamos quedarnos sentados y no espiarlo: el disfraz sería una sorpresa. Se
introdujo con rapidez en el dormitorio de Sabina y cerró la puerta con llave.
Minutos después salió envuelto en un cubrecamas. Avanzó hacia nosotros,
la cara empolvada de talco, oculta entre los pliegues y volados del
cubrecamas. Cuando se descubrió, Marcelo y yo estallamos de risa. Julián
bizqueaba, con los anteojos colocados en la punta de la nariz; a través de los
gruesos cristales los ojos parecían abarcarle la mitad de la cara, estrecha y
angulosa como la de un insecto. Un almohadón, que se había puesto en la
espalda, simulaba una joroba. Marcelo, entusiasmado, quiso completar el
disfraz con un abrigo negro y un sombrero de viuda, guardados en un baúl
del desván, y fabricarle una peluca con la cola de caballo para colgar peines
que había en el cuarto de baño. Pero Julián, súbitamente serio, se negó.
Tenía que irse en seguida.
—Olvidé comprar un remedio en la farmacia para mi madrina —nos dijo.
Acompañamos a Julián hasta la puerta de calle y nos despedimos de él con
un abrazo.
No bien se fue vimos detenerse un automóvil de alquiler enfrente de la casa:
era Sabina. Nos alegramos de que llegara porque con Marcelo habíamos
pensado dar una vuelta por la plaza; la noche estaba sofocante. Saludé a
Sabina cuando cruzó el zaguán, agitadísima, a causa del calor y del famoso
soplo al corazón, enfermedad conocida por el vecindario desde muchos
años antes, y en la que nadie creía, sobre todo las personas de mi casa,
porque a menudo, cuando yo simulaba una enfermedad para no ir al
colegio, y alguien preguntaba “¿Qué tiene el chico?” contestaban con
malicia: “El soplo de Sabina”.
Marcelo se disponía a buscar su campera de nylon para salir conmigo a la
plaza cuando Sabina irrumpió en el zaguán:
—¿Quién entró en mi dormitorio? —gritó fuera de sí, con las manos
crispadas y una vena del cuello hinchada, palpitante.
Quedé estupefacto: el hecho de haber arrugado un cubrecamas y ensuciado
con un poco de talco el piso encerado de su cuarto no justificaba semejante
alboroto.
—Ha desaparecido mi reloj pulsera de la mesa de luz —gimió Sabina—.
¡Mi reloj de oro!
La mucama de al lado, que en ese momento pasaba del brazo de un
conscripto, se detuvo al oír los lamentos de Sabina:
—Recién nomás, niña, se fue ese chico que vive cerca de la herrería vieja
—dijo.
La cara de Sabina pareció iluminarse:
—¡Julián! —exclamó—. Yo tenía el presentimiento.
Luego nos arrastró del brazo, a Marcelo y a mí.
—Ustedes dos vienen conmigo. Vamos, andando —dijo.
Caminamos en silencio, no tanto sorprendidos por las sospechas infundadas
que recaían sobre Julián (el reloj aparecería en el momento menos pensado,
al abrir un cajón o al revisar los bolsillos de un vestido), sino por la
decisión, el arrojo y la energía que animaban a Sabina, a quien juzgábamos
incapaz de matar una mosca a causa de sus continuas postraciones.
Cruzamos el terraplén y las vías del ferrocarril. Junto al galpón de la
herrería vieja estaba la casa de Julián, dos piezas de tablas sobre cuyo techo
habían amontonado cascotes de ladrillos para que el viento no se llevara las
chapas de zinc. Al acercarnos vimos, por la puerta abierta, a una mujer
sentada en un banco de madera que desgranaba arvejas a la luz de una
lámpara de querosén. Alrededor de la lámpara los insectos giraban
enloquecidos. La mujer alzó la mirada del plato y nos observó con atención,
sin incorporarse del asiento. Sabina se adelantó:
—¿Es usted la madre de Julián? —le preguntó.
—No. Pero es lo mismo —dijo con desgano la mujer—. ¿Sucede algo?
—Ya se lo diré, pero antes preferiría hablar con Julián —dijo Sabina.
La mujer se encogió de hombros, luego volvió la cabeza hacia un rincón del
cuarto en penumbra; el peinado tirante acentuaba su perfil de pájaro: la
nariz grande, aguileña, y la línea oblicua del ojo retinto, perverso.
—Julián —dijo la mujer—, te buscan una señora y dos chicos. Julián, no te
hagas el dormido.
Momentos después Julián se incorporó de un catre de tientos, del que bajó
para avanzar con lentitud hasta el centro del cuarto, donde bostezó y se
desperezó ostensiblemente, como si despertara de un sueño profundo.
Estaba vestido con la ropa de siempre, detalle que no nos sorprendió:
sabíamos que se acostaba así por comodidad; como él decía, es un trabajo
quitarse los pantalones cada vez que uno se mete en la cama.
—Sí. ¿Qué pasa? —murmuró Julián con la voz pastosa, la mirada perdida.
—Julián, he venido a pedirte el reloj que te llevaste, seguramente con
intención de jugar —comenzó a decir Sabina.
—¿Qué reloj? —exclamó Julián—. Yo no sé nada de ningún reloj.
La mujer, que hasta ese momento no parecía interesarse en la cuestión, dejó
el plato de arvejas en el piso. Se puso de pie (era altísima: quizá fuese
impresión mía, pero hubiera jurado que tocaba el techo del cuarto con la
cabeza), tomó a Julián del pelo y le dio dos violentas cachetadas:
—¿Dónde has escondido el reloj de la señora? Contéstame, ¿dónde?
—No sé nada, madrina. Se lo juro por Dios —dijo Julián.
—¡Hereje! No jures en vano —gritó la mujer. Y le pegó de nuevo con
mayor fuerza.
Fue tan sorpresiva la intervención de la mujer que no tuvimos tiempo de
reaccionar. Sentí que me faltaba la respiración; las piernas me temblaban.
Marcelo, a mi lado, se cubría la cara con las manos como si los golpes
cayeran sobre él.
—¿Dónde has escondido el reloj? ¿Dónde? —insistió la mujer—. Habla,
porquería. El diariero tenía razón. Yo te voy a quitar esas malas mañas con
el cinturón, como la otra vez.
Julián daba chillidos, negaba, pataleaba.
—¿Dónde está el reloj? ¿Dónde, dónde? —repetía incansablemente la
mujer.
De pronto, ante nuestro asombro, oímos a Julián que decía con la mayor
naturalidad:
—Está detrás del yerbero, madrina.
La mujer lo soltó al instante.
—Anda a buscarlo y devolvéselo a la señora —dijo recobrando la calma.
Julián fue hasta un armario que había en el cuarto y trajo el reloj de Sabina.
Hubo un silencio.
—Vamonos de aquí —nos dijo Sabina en voz baja—. Espero que les sirva
de escarmiento, y que en adelante sepan elegir mejor sus amistades.
Marcelo y yo estábamos parados frente a Julián. Hubiéramos querido tener
un gesto de complicidad, insinuarle que el castigo recibido compensaba su
mala acción, pero en su mirada había tal odio que enmudecimos. Antes que
Julián escupiera por el colmillo, en señal de desprecio, tuvimos la certeza
de que era nuestro enemigo.
Junto a la puerta, Sabina deslizó unos billetes en la mano de la mujer. Esta
se lamentaba.
—¡Qué vergüenza, señora! No sé qué hacer con él. La semana pasada le
robó treinta pesos al diariero. Para comprar chocolatines, me dijo. Como si
alguien necesitara comer tantos chocolatines.
Marcelo aguardó a que su tía terminara de oír las quejas de la mujer. Yo
preferí adelantarme solo. No quería presenciar el triunfo de Sabina.
Adivinaba sus palabras: “¿No les advertí desde un comienzo? A mí nunca
me falla la intuición. Me bastó verlo para descubrir lo que era: un
delincuente precoz”.
Al subir al terraplén cayeron las primeras gotas de lluvia: respiré hondo,
con repentina alegría. En el trayecto a casa corté una rama de un arbusto y
con el cortaplumas empecé a desgajarla hasta que fue adquiriendo la forma
de una espada.
LORD NELSON

Aquella mañana la madre descubrió el hormiguero, pero los negocios


estaban cerrados. Y él no pudo conseguir veneno en ninguna parte. “Qué
importa”, le dijo, “hay nafta. Haré el trabajo esta misma noche, cuando
vuelva del cine”. Volvió tarde, a las dos, porque los amigos del bar de la
esquina lo convidaron a beber cerveza. Se había olvidado por completo del
hormiguero. Cruzó la galería; la madre encendió la luz del dormitorio y le
advirtió: “la botella de nafta está en el armario de la cocina; la linterna
también. No vayas a quemar el naranjo”. Se cambió de ropa; quedó en
pantalón de pijama y camiseta. Hacía calor. Durante el día las moscas se
habían asentado sobre el mantel de hule; en la calle, de vuelta a su casa,
nubes de insectos oscurecían los faroles del alumbrado; ya en su cuarto, las
cucarachas rubias iban y venían por la pared. Recordó que el mozo del bar
le había dicho que llovería, que por eso los bichos andaban enloquecidos.
“Son los últimos días de calor; cuando llueva refrescará, se morirán todos”.
El mozo tenía un párpado caído, los labios finos, falsos, el andar agobiado y
servil. “Así es”, pensó, mientras caminaba hasta el fondo de la casa con la
linterna encendida en una mano y la botella de nafta en la otra, “así es,
morirán, y el verano que viene despertarán furiosos, y nuevamente
sembrarán sus huevos, y habrá calor, cucarachas, fastidio”.
Llegó junto al Naranjo y vio la enorme boca del hormiguero. Allí, cubierto
de hormigas coloradas, estaba el cuerpo del gallo muerto.
Se llamaba Lord Nelson. Era un animal de raza, brillante, altivo. Había
perdido un ojo en su juventud, durante una pelea, pero ese percance
aumentó su arrogancia. Con su larga cola dorada y su único ojo redondo y
dominante tenía el aire de un guerrero licenciado a quien la ociosidad
impone maneras excesivamente cortesanas y una graciosa, ingenua
actividad de seductor. Pero en la casa decidieron que ya estaba muy viejo,
que no servía para nada. Entonces trajeron al joven, que le arrancó la cola,
le marchitó la cresta y le apagó para siempre el ojo sano. Dijeron que
moriría de tristeza. Estaba ciego y solo. Sin embargo, aún batía las alas y
cantaba de madrugada en la rama más alta de la higuera. Ahora lo habían
comido las hormigas.
Vació la botella de nafta y encendió un fósforo. El gallo y las hormigas
empezaron a arder. Continuaba de rodillas como si presenciara un ritual; allí
estaba la víctima propiciatoria que traería la lluvia, la muerte momentánea
de esas formas de avidez y repulsión. Las llamas consumieron el cuerpo de
Lord Nelson: un montón de cenizas y unas patas negras, retorcidas. Salió a
la calle, se sentó en el cordón de la vereda y encendió un cigarrillo. Los
palos borrachos de la avenida Pellegrini estaban a punto de reventar: sus
flores exhalaban un olor azucarado que recordaba las cabelleras húmedas de
las mujeres. Anheló ese olor a intimidad, esa costumbre idéntica a la dicha
que ofrecen ciertos cuerpos melodiosos cuya sabiduría resignada, oscura, no
aprendería jamás. Algo le impedía entrar en el gran ritmo de obediencia,
aceptar el bautismo del exceso. Pensó otra vez en el gallo muerto, en las
hormigas. La ciudad le pareció igual al basural, cerca del río, donde los
chicos iban a juntar tapitas de cerveza y latas de conserva vacías. Acabó el
cigarrillo y entró en la casa. Quería buscar la estera y echarse a dormir,
como de costumbre, sobre las baldosas del patio. Unas gotas aisladas le
golpearon la cara. Escuchó el ruido del zinc: un leve tamborileo que en
pocos minutos redobló su ímpetu hasta el aturdimiento.
EL AHIJADO

A Marcia Bastos

Dirán lo que quieran pero Jacinto no era un chico como los demás. A
Camila, su madre, yo la llamaba tía aunque fuera la viuda de mi único
hermano que murió, como todos saben, mientras cumplía con su deber Esa
desgracia la obligó a refugiarse en mi casa. Jacinto dormía conmigo; ella y
la Tránsito en la pieza del fondo.
Mi casa es grande, pero los dos cuartos que dan a la calle fueron
transformados en taller de costura cuando mi padre se fue a Italia, pocos
meses después de mi nacimiento. Debí sacrificar mi comodidad y hacer un
sitio en mi cama para Jacinto.
La Tránsito, una vieja amiga de mi madre (fueron compañeras en la escuela
de corte y confección), se opuso a que Camila y su hijo vivieran con
nosotros. Yo estaba aquella tarde con mi madre, ayudándola en la tarea de
armar el esqueleto de alambre de un mosquitero. La Tránsito, que terminaba
de barrer el zaguán, entró con el telegrama. “Dos bocas más”, fue el
comentario que hizo después de leerlo.
Mi madre le aseguró que Camila ayudaría en el taller. “Tiene dedos de hada
para el bordado”, dijo. “Puede ser” contestó la Tránsito, “pero no opinabas
así cuando fuimos a Concepción para el bautismo del chico”. Mi madre no
recordaba. Siete años era demasiado tiempo. La Tránsito, que tenía una
memoria de sorda, le hizo acordar que mi hermano andaba con las camisas
a la miseria, que había cascaras de naranja debajo de los sillones, que las
sábanas olían a pis de gato, y que ella estaba arrepentida de haber aceptado
ser la madrina del chico. “Las dos opinábamos lo mismo, agregó, dándose
aire con una pantalla de palma. “Sí, no lo niegues, Camila era una dejada”.
Mi madre dijo una frase conmovedora: “Sea como fuere, su hijo es sangre
de mi sangre”. La víbora de la Tránsito dijo en voz baja: “Vaya uno a
saber”. Siempre la Tránsito estaba insinuando maldades, pero en Camila
encontró la horma de su zapato. Compartieron el mismo cuarto; Camila,
que odiaba las imágenes religiosas, descolgó el Corazón de Jesús que había
encima de la cama y puso en su lugar la fotografía de un actor de cine.
—Soy una mujer moderna —me decía—. Si encuentro un tipo que me
convenga, me volveré a casar Quiero un hogar para Jacinto. Luego, con una
mano en la cadera, agregaba: —¿Te parece que aún puedo gustar a los
hombres?
La verdad es que era bastante llamativa. Se imponía por su estatura, su
andar de reina y sus dientes numerosos, blanquísimos. Jacinto, en cambio,
había salido a mi hermano y pasaba inadvertido.
En los primeros tiempos, a mi madre y a mí nos llamó la atención que
Camila dijera de su hijo: “Es la piel de Judas”. Parecía tan juicioso, sentado
en un rincón del patio, con su libro de lectura y su colección de papel de
chocolatines, que hubiéramos afirmado lo contrario. Cuando Jacinto volvía
de la escuela, sacaba su triciclo y daba vueltas por el patio, esquivando
graciosamente las macetas. Imitaba a la perfección la bocina de un auto, el
ruido del tranvía o el de un avión en picada. Todos convinimos en que
Jacinto era encantador.
—No se engañen —nos decía Camila—. Esperen a que tome confianza: ya
verán.
El día que Jacinto tomó confianza estábamos reunidos en el taller. La
Tránsito salió a buscar unas brasas para aumentarle a la plancha. Volvió con
el rostro descompuesto, temblorosa. Traía a Jacinto de la mano.
—¡Miren la gracia del ahijado! —nos dijo.
—¡Mis begonias! —exclamó mi madre.
Camila se incorporó en la silla:
—¿Por qué has hecho eso?
Jacinto sonreía
—¿Por qué? —gritaba Camila—. ¡Te voy a cortar las manos, dañino!
A Jacinto le brillaban los ojos.
—¡Peor que las hormigas, peor! —aulló Camila fuera de sí—. ¡Y todavía
me mira, se burla, no le importa nada!
Yo estaba estupefacto. Esa mujer, pensé, es el verdadero incendio que mi
hermano nunca pudo apagar. Camila se precipitó sobre Jacinto, le retorció
una oreja.
—Pida perdón a la abuela —dijo.
—Perdón, abuela —murmuró Jacinto.
—Repita: No volveré a romper las plantas.
—No volveré a romper las plantas —dijo.
Súbitamente, Camila se aplacó:
—Bueno, ahora deme un besito y vaya a jugar a la pelota en la vereda.
Después, con la cara congestionada por los últimos efluvios de la ira,
suspiró: —Cosas de chicos. Y continuó pegando botones.
La Tránsito observó que si Jacinto fuera su hijo lo obligaba a tragarse las
begonias.
—¿Qué quiere que haga? —le contestó Camila—. ¿Que lo mate?
Mi madre dijo que con eso no revivirían sus begonias, que lo mejor era
dejar en paz a Jacinto.
Yo entonces tuve la mala idea de proponer una solución de la cual no
tardaría en arrepentirme. El patio, expliqué, era un peligro; cualquier día el
chico se llevaba por delante la maceta del helecho serrucho y quedaba
convertido en puré. ¿Por qué no jugaría en el terreno del fondo?
Aceptaron mi sugerencia. Todas las mañanas, después del desayuno, Jacinto
era llevado detrás del alambre tejido, donde permanecía hasta la hora de ir a
la escuela.
Pero a la semana se acabó la tranquilidad. Jacinto le arrancó la cola a Jóse
Mojica, el gallo negro de la Tránsito.
—¡Hereje, hereje! —gritaba la Tránsito, y pedía al cielo un rayo que
acabara con Jacinto. Luego, llorando, entró a su cuarto y guardó las
hermosas plumas en su cofre de recuerdos.
No tardamos en descubrir que Jacinto también comía las mandarinas
verdes, jugaba al tiro al blanco con los higos (así adquirió su maravillosa
puntería) y que una mañana, harto del barullo de una clueca, la había
mandado de un certero puntapié, por encima de la tapia, a la huerta del
vecino. El resultado de estos escándalos fue la vuelta de Jacinto al patio de
baldosas y la sucesiva desaparición de todas las begonias de mi madre.
Recuerdo que una noche, después de acostarme, Jacinto, que nunca dejaba
de recitar el Ángel de la Guarda, me preguntó candorosamente:
—¿Hay ángeles, tío?
—Sí.
—¿Cómo son?
—Rubios y altos, como tu mamá. ¿No has visto el que tiene la Tránsito en
su dormitorio?
—¿Cuál? ¿Uno que toca la guitarra?
—No se llama guitarra; se llama laúd.
—Tío —volvió a preguntarme—, ¿quiénes son las madres de los ángeles?
No supe qué contestarle; había olvidado el catecismo y la única frase que
conservaba en la memoria: “Dios creó el mundo con su voluntad
omnipotente, lo conserva con su poder y lo gobierna con su providencia”,
no le hubiera aclarado nada. Cambié de tema; le dije:
—Jacinto, ¿por qué le arrancaste la cola a Jóse Mojica?
—Porque sí.
—Porque sí no es una respuesta. Si te gustaban las plumas, con arrancarle
dos o tres era suficiente. ¿Por qué la cola entera?
Jacinto quedó pensativo un momento; luego me dijo en voz baja:
—Yo sé por qué ponen huevos las gallinas. Las espié. Todos mienten: sólo
papá me decía la verdad.
—¿Qué verdad?
—Tío, no se haga el tonto.
Poco faltó para que le diera una cachetada. Pero me contuve y le dije:
—A ver, el vivo, dígame la tabla del siete y la del nueve que le pidieron en
la escuela. Vamos, rápido.
Las dijo sin equivocarse, a la perfección. Es el demonio, pensé. La Tránsito
hace bien en persignarse cuando lo ve.
Después de cada almuerzo, la Tránsito y mi madre se complacían en
escuchar por centésima vez el relato de la muerte de mi hermano. Camila
suspiraba, se humedecía los labios con la lengua; luego reconstruía la
escena utilizando los cubiertos y demás objetos de la mesa. Algunas veces
mi hermano era una cuchara; otras, un tenedor. El plan flauta era el camión
de los bomberos; la botella de vino, el edificio en llamas. Mi madre repetía:
“Yo tuve el presentimiento al ver la fotografía que me envió cuando le
dieron el uniforme”. Esta frase y “Cuando tu padre regrese de Italia todo
cambiará”, llegaron con el tiempo a no tener ningún sentido para mí.
Después Camila enseñaba la medalla de oro que los bomberos le regalaron
en homenaje al heroico comportamiento de su marido. La Tránsito miraba
la medalla hasta ponerse bizca, la tocaba. “Son más de cincuenta gramos”,
decía. Yo estaba enterado de la verdadera historia del accidente por un
recorte del diario de Concepción que jamás mostré a nadie para salvar la
memoria de mi hermano. Los vecinos nos envidiaban: era como tener un
procer en la familia. Camila, que debió de conocer los hechos, también
prefería ocultarla. El incendio había sido provocado por una plancha
eléctrica que dejaron enchufada en un altillo. El hilo de humo que salía por
la ventana entusiasmó a la gente, que empezó a señalar el lugar del
siniestro. Pronto hubo una multitud de hombres y mujeres aguardando la
aparición de las llamas. Era el primer incendio que se registraba en
Concepción. Llegaron los bomberos a estrenar el flamante equipo.
Demasiado tarde: el incendio se había apagado solo. Con todo, los
bomberos hicieron un vistoso despliegue a manera de ejercicio o simulacro.
Mi hermano, que estaba en la punta de una escalera, sufrió un mareo y se
cayó al vacío. “Fractura de cráneo” decía la crónica de la mañana siguiente.
Y en grandes letras que ocupaban el ancho de la página: “Falleció en el
cumplimiento de su deber”. Yo estaba seguro de que Camila, seducida por
los colores brillantes del uniforme, fue la responsable de que mi hermano
abrazara tan arriesgada profesión. No le guardo ningún rencor por ello: mi
hermano, a decir verdad, era poco simpático. Cuando vivía con nosotros,
antes de casarse, se pasaba el santo día en el café, se emborrachaba; robaba
los ahorros de la Tránsito. A mí, que tenía entonces la edad de Jacinto, me
obligaba a lustrarle sus zapatos de charol, a inflar las ruedas de su bicicleta.
Sin embargo, la Tránsito lo quería, o simulaba quererlo para fastidiarme. “A
tu edad”, me decía, “tu hermano ya usaba pantalones largos”. O bien
pasando al lado de la silla de lona donde yo tomaba sol “Miren al mosquito;
el otro sí que tenía piernas como Dios manda”. Con los primeros calores de
septiembre, Camila empezó a aliviarse el luto; dejó de llevar medias
oscuras, resucitó un turbante amarillo; ahora se ponía colorete en las
mejillas. La Tránsito dijo que aquello era indecente, que una viuda debe
andar siempre de negro, y que además eran una vergüenza sus coqueteos
con el cobrador de la luz. Calumnias de la Tránsito, como se verá más
adelante. Ni el cobrador de la luz, que apenas le llegaba a la rodilla, ni el
gordo Humberto, el dueño de la gomería, eran hombres para Camila. Fue
otro, por desgracia, el que la cautivó. Ya entonces la Tránsito, que era
medio bruja, le había dicho a mi madre: “¿No te parece raro que Camila
consiga siempre los mejores tomates?”. En el acto comprendí la suspicacia
de la Tránsito. A menudo yo iba al mercado en compañía de Camila. Ella
era una especie de diosa que manoseaba las verduras, metía su dedo en el
ojo de un pescado, o pellizcaba las uvas sin que el vendedor pusiera el grito
en el cielo. También provocaba la furia de esas mujeres que miran los
huevos al trasluz después de habérselos acercado a la oreja y de sacudirlos
como si fueran sonajeros. El vendedor, hechizado por Camila, sacaba de
atrás del mostrador la caja de huevos frescos, especiales para nosotros. Pero
ninguno le demostraba tanta solicitud y galantería como el turco Salonia, el
verdulero. Daba risa verlo cuando llegábamos con Camila: corría a ponerse
brillantina en el pelo, a enjuagarse la boca; ruborizado, no sabía qué hacer
con sus manos velludas y tatuadas de azul; sin atreverse a levantar la
mirada, nos llenaba de verduras el bolso. Yo, entretanto, comía puñados de
naranjitas japonesas, de dátiles. El turco, distraído, no advertía el robo. Un
día sacó el lápiz que llevaba en la oreja y lo encendió pensando que era un
cigarrillo; otro, envolvió las zanahorias en su pañuelo a lunares. Bastó una
leve insinuación de Camila (“Usted parecería tanto más joven”) para que el
turco se afeitara los bigotes, medida que no lo favoreció porque
descubrimos que había mucha distancia entre su nariz y el labio superior,
como en los monos, y que tenía varios dientes de oro. Este último detalle
fascinó a Camila, que era loca por el lujo. Para mí no fue una sorpresa que
Camila se fugara con el turco Salonia. No en vano ella tomaba por las
mañanas una cucharada de magnesia para adelgazar, se depilaba las piernas,
hacía gestos románticos.
Me parece estar viendo la mañana del escándalo. La Tránsito daba alaridos;
mi madre buscaba un sillón de mimbre donde desmayarse. Jacinto las
miraba con aire culpable, como preguntándose: ¿En qué nueva travesura me
habrán descubierto? La Tránsito me enseñó un papel escrito por Camila en
el que explicaba su determinación: No me busquen. Con el tiempo
perdonarán a una mujer enamorada. Adiós. Al pie de la carta, con letra de
imprenta, había agregado: Cuando pueda les enviaré dinero para los gastos
de Jacinto.
Mi madre, vuelta del desmayo, exclamó: “Quiere comprar la tranquilidad
de su conciencia. Que se guarde su inmundo dinero”. La Tránsito decía:
“No, que pague esa arrastrada, que le cueste. Es la ley de la vida”. Jacinto,
que hasta ese momento no había dicho una palabra y nos miraba con sus
grandes ojos brillantes, sacó del bolsillo la medalla de oro de Camila y
comenzó a jugar con ella, tirándola por el aire. La Tránsito enmudeció,
como hipnotizada:
—¿De dónde sacaste eso?
Jacinto explicó que Camila se la había regalado.
—¿Cuándo? —inquirió la Tránsito.
—Ayer.
—¿Y qué más te regaló?
—Nada más, pero me dijo que se iba, que la vería más adelante, que tuviera
paciencia.
Tránsito se arrodilló y tomó a Jacinto por la cintura.
—No la verás nunca, hijito —le dijo—, nunca —repitió con voz ahogada,
esperando tal vez que Jacinto llorase. Pero Jacinto sonrió:
—Sí, la veré. Cuando yo sea grande, me voy a casar con ella.

Á
—Ángel de Dios —dijo la Tránsito conmovida—, venga con su madrina, le
daré unas estampitas para que juegue. ¿O quiere la paloma alcancía? ¿Sí?
Bueno, se la doy
Y lo llevó a su cuarto. Cuando reaparecieron, Jacinto no tenía la medalla.
Fue una suerte que mi madre no estuviera en casa el día que se presentó la
mujer legítima del turco. La Tránsito, asumiendo una actitud de dama
ofendida, la recibió en el vestíbulo y me llamó para que yo fuera testigo de
la conversación. La mujer de Salonia parecía muy serena. Dijo que ya
estaba acostumbrada a las infidelidades de su marido, pero que él no
tardaría en volver al hogar. De pronto gritó, excitada por algún recuerdo, al
mismo tiempo que sacaba un peine de la cartera y se lo pasaba por el
flequillo:
—¿Dónde está? ¿Dónde se ha escondido ese miserable?
La Tránsito, impávida, le señaló la puerta de calle:
—Vayase —le dijo—, basta de escándalos. Ella será una arrastrada, pero él
no era precisamente un santo.
Después de esa tormenta, la casa recuperó poco a poco su tranquilidad.
Jacinto traía excelentes notas de la escuela, era mimado por todos, apenas si
recordaba a Camila. Pero un mediodía, cuando estábamos sentados a la
mesa, mi madre me pidió el frasco de sacarina que estaba en el último
estante del aparador. Puse una silla para alcanzar el frasco. Jacinto, que
tomaba la sopa, dijo:
—Mamá no hubiera necesitado la silla. Con sólo levantar el brazo
alcanzaba los higos más altos. Papá la llamaba jirafa. “Venga la jirafa con
su enanito”, le decía.
—¿Dónde está mamá? Quiero irme con ella.
La Tránsito palideció:
—Basta de charla —dijo—. Tu mamá andará por ahí dándose la buena vida,
mientras nosotras nos pelamos los ojos enhebrando agujas. Pero tendrá su
castigo. No habré de morirme sin haberla visto como se merece, hecha una
piltrafa, sin un diente. No se roba un marido ni se deja tirado un hijo así
nomás. Todo se paga en esta vida. Cuando seas mayor comprenderás. Y
termina de una vez la sopa que se enfría. Seguramente que tu mamá ni se
acuerda de su querido Jacinto.
Quedé perplejo ante la severidad de la Tránsito. Mi madre dijo que el
angelito no tenía ninguna culpa, que si no quería tomar la sopa se fuera al
patio a jugar y que para el bien de todos era preferible no tocar ese tema.
Jacinto se había quedado pensativo; las lágrimas le corrían por las mejillas,
se mordía el labio inferior. Hubo un silencio de tumba. La Tránsito,
inquieta, comenzó a parpadear. De pronto, rojo de furia, Jacinto le gritó:
—Mentirosa. Mamá se acuerda de mí. Cuando yo sea grande viviré con
ella. Mamá era bonita, tenía muchos dientes, tenía turbantes de colores.
Antes de irse me regaló la medalla de oro. Venderé la medalla y compraré
un auto de verdad. A usted nunca la llevaré a pasear en auto. ¡Devuélvame
la medalla!
La Tránsito sonrió con desdén:
—¿Qué medalla? —dijo. Jacinto exclamó fuera de sí:
—¡La mía! ¡Devuélvamela, ladrona! Y le arrojó el cuchillo del pan.
Estoy seguro de que si la Tránsito hubiera podido agregar unas palabras,
habría dicho, como de costumbre: “Querida, cría cuervos y te sacarán los
ojos. ¡Qué carácter, igual al tío!”. Pero no tuvo tiempo de articular ni una
sílaba. Jacinto lloraba a mares: debí llevarlo en brazos y encerrarlo en su
cuarto hasta que se callara. Cuando volví, esperaba encontrar a mi madre
desvanecida en el piso del comedor. Pero, qué curioso, mostró una gran
presencia de ánimo. Me dijo: “Hagamos una taza de café. Luego
pensaremos con calma el asunto”. Decidimos que no valía la pena
explicarles a los vecinos lo sucedido: nunca entenderían que Jacinto no era
un chico como los demás. Esa misma noche la Tránsito murió de un síncope
repentino. Tuvimos la suerte de que doña Julia, la vecina de al lado, contara
que la Tránsito, días antes, le había pedido azahares para hacer una infusión.
“Ya andaría mal, la pobre”, dijo. Al oscurecer llegó el doctor Paz con su
característico olor a tabaco y ginebra. Después de escuchar en silencio
nuestro relato, extendió el certificado sin hacer ninguna cuestión. También
recetó un purgante para Jacinto y una taza de tilo, “una taza bien cargada, al
acostarse. Y si el chico sigue caprichoso, denle un baño de agua fría”, nos
aconsejó. Durante el velorio, Jacinto permaneció encerrado en su cuarto. Lo
vi un momento cuando entré a ponerme la corbata negra. Parecía no tener la
menor idea de lo sucedido (o fingía ignorarlo: no lo sé). Con la venta de la
medalla, guardada con llave en el cofre de los recuerdos junto a las plumas
del gallo, compré una corona de calas para la Tránsito. Antes de que
cerraran el cajón me acerqué a mirarla por última vez: pálida,
malhumorada, como si estuviera dormida, la Tránsito apretaba entre las
manos el devocionario de tapas de nácar y un rosario de semillas. Sus orejas
me parecieron enormes, las cintas de los escapularios y el pañuelo de seda
que mi madre anudó con un precioso moño, disimulaban la herida de su
cuello delgado, como el de un pájaro.
EXCESOS

Los buenos son aquellos que se


contentan con soñar lo que los malos efectúan
realmente.
Platón

Poseída por Un dios, la pitonisa griega revelaba a los mortales sus


intrincados oráculos; también Claudia, en mis brazos, suele hablar de un
modo enigmático, desprovisto en apariencia de sentido. Interpretar sus
palabras forma parte del placer en que nos consumimos.
Creo que la destreza un tanto acrobática que empleo en hacer el amor con
Claudia, favorece la aparición de ese dios, o demonio, que le dicta sus
fábulas apasionadas. Algunas, demasiado audaces, hieren mi pudor. Nada
extraño en un hombre que hasta hace poco llevó una vida conyugal más
bien anodina, convencional.
Claudia, mi esposa, fue y sigue siendo la única mujer que he amado. En el
colegio, donde nos conocimos adolescentes, iniciamos nuestro candoroso
noviazgo. Que yo recuerde, mis efusiones sentimentales jamás pasaron de
un beso tímido al despedirme de ella en la puerta de su casa, o de apretar
tiernamente su mano en la penumbra de un cine. Hija única de una familia
acomodada, por su educación y sus principios austeros,
Claudia se diferenciaba de las demás muchachas del barrio que se prestaban
a juegos peligrosos con sus novios en zaguanes y bancos de plaza. Pálida y
un tanto esmirriada, no se pintaba la cara y recogía su hermoso pelo castaño
en un rodete macizo, sujeto a la nuca con peinetas. Vestía habitualmente
polleras por debajo de las rodillas y blusas abotonadas hasta el cuello. Mis
amigos, en el colegio, la llamaban con sorna “la cateca”. Aún ahora,
Claudia se niega a seguir la moda; prefiere disimular sus encantos bajo
túnicas amplias y de colores sobrios, en contraste con su ropa íntima, de un
barroquismo perturbador.
Mi casamiento con Claudia, no bien salí del servicio militar, me puso al
resguardo de la promiscuidad sexual y de las fantasías solitarias a las que se
entregan los jóvenes solteros; encauzó normalmente mi sensualidad y
solucionó a la vez mis problemas económicos. El chalet donde vivimos y el
alto cargo que ocupo en la fábrica de mi suegro, prueban la sensatez de
aquella decisión.
Nuestra luna de miel la pasamos en Ascochinga. Confieso que me
sorprendió la manera entusiasta con que Claudia se dispuso a perder su
virginidad. Insistió en dejar encendida la luz del cuarto para no ahorrarse
detalles de la lenta y dificultosa tarea, y cuando finalmente me hundí en
ella, su grito no fue de dolor, sino de victoria. Sus ojos estaban radiantes;
sus lágrimas eran de alegría. Claudia sabía que su sacrificio, aunque cruel,
formaba parte de un mandato natural y divino por el cual la humanidad se
perpetuaba. En veinte años de matrimonio, cumplimos fiel y
resignadamente con ese mandato, a tal punto que a menudo nos ocurre
confundir los nombres de nuestros hijos. Para alojarlos, tuvimos que
ampliar el chalet que los vecinos llaman “la conejera”. Y hubiéramos
continuado añadiéndole dormitorios y cuartos de baño si la naturaleza,
siempre sabia, no hubiera secado en Claudia la fuente responsable de tales
excesos.
Los continuos embarazos de Claudia me enseñaron pronto a dominar mi
deseo sensual sin que por ello sintiera la tentación de serle infiel, como les
acontece a los hombres en esa situación. Con astucia, Claudia encontraba la
forma de tranquilizarme sin profanar el claustro materno.
Sólo en una ocasión estuve tentado de engañarla con una empleada de la
fábrica que descaradamente se desnudó en mi despacho. Al besarla, el sabor
de la pastilla de menta que ella chupaba, me enfrió por completo.
Mi reputación de marido ejemplar y padre responsable inspiraba confianza
al común de la gente, en especial a mi suegro, cuyo frustrado anhelo de
poblar el mundo (Claudia, como creo haber dicho, era hija única), se veía
compensado por nosotros, que lo habíamos hecho abuelo de una tribu.
Todo parecía asegurarme una madurez sin sobresaltos, en compañía de mi
familia, cuando la fecundidad de mi mujer, al extinguirse, trastornó
radicalmente nuestras vidas. Con creciente estupor asistí a la
transformación paulatina de Claudia, que de esposa respetable pasó a ser mi
amante disoluta.
El cambio sufrido por Claudia alteró su aspecto físico: un vello, suave y
oscuro empezó a brotarle alrededor de los pezones y sobre el labio superior,
sus caderas se estrecharon. Yo, por mi parte, contagiado en sentido inverso
por el mismo proceso, aumenté de peso, mis muslos engrosaron, mi voz se
volvió un tanto aflautada. Indiferente a esos anuncios, seguí cumpliendo
con mi deber conyugal, suerte de costumbre semanal en la que Claudia
participaba pasiva y silenciosa, disimulando sus bostezos.
La certeza de que había perdido para siempre mi paz conyugal, ocurrió el
verano pasado: una noche, al poseer a Claudia, vi su rostro, habitualmente
sereno, crisparse en una mueca abyecta, al mismo tiempo que su boca
emitía un extraño zumbido y su sexo me engullía con la avidez de una
ventosa. El fenómeno redobló mis ardores, y mi descarga fue tan intensa
que no advertí el momento en que sus uñas se clavaron ferozmente en mis
espaldas.
Esa nueva modalidad amorosa de Claudia, agitada, por cierto, pero muda,
fue seguida de otra en la que ella, sumida en un trance catatónico,
pronunciaba frases sueltas que me permiten adivinar, no sin dificultad, los
pormenores de una historia que se cuenta a sí misma, para su placer. En
cierto modo, mi propio goce ha dejado de pertenecerme pues quien lo siente
es algún personaje que Claudia evoca en su trance y que yo encarno, guiado
por sus palabras. En esa dependencia amorosa se mezclan el deleite con la
repugnancia.
Las primeras historias de Claudia formaban parte de su infancia. En una,
soy su padre y la seduzco en el patio de su casa. La pequeña, sentada en mis
rodillas, juega distraída con mi llavero mientras mi mano, bajo su vestido
de organdí, acaricia sus muslos rollizos y tibios. (“Basta papi, o se lo cuento
a mamá”.) En otra me convierto en un jardinero italiano. Claudia baja
inocentemente de su bicicleta y me pide una flor (“Señor, ¿me regalaría esa
rosa para la maestra?”): la llevo engañada al invernadero y la violo sobre el
piso de tierra que huele a musgo, a humedad. En otra, soy un ovejero
alemán; Claudia, imprudentemente, me rasca la barriga; en vano implora:
“San Roque bendito, líbrame de este perro”.
Agotadas las historias infantiles, Claudia siguió con un ciclo de episodios
cinematográficos. No me costó demasiado identificar a los actores que la
amaban: eran protagonistas de películas que habíamos visto en los tiempos
de nuestro noviazgo. Sin embargo, tardé en comprender que cuando Claudia
repetía con fervor “mi monito adorado” se debatía bajo el peso de Tarzán,
papel que asumí a la perfección, con golpes en mi pecho y bramidos. Este
último episodio provocó la alarma de nuestros hijos que despertaron
aterrorizados.
Respetuosos del orden y la tranquilidad familiar, resolvimos con Claudia
alquilar un departamento en el centro: allí los episodios de cine fueron
reemplazados por otros, más realistas, que requieren el uso de accesorios
apropiados, refinamientos que, obviamente, no podíamos permitimos en
nuestro hogar.
Desde hace algunas noches, las historias me proponen papeles a menudo
escabrosos. En una, soy un marinero: Claudia, que trabaja en un prostíbulo,
me ofrece por una módica suma, al margen de la tarifa, un goce aberrante
que acepto a pesar del temor que me inspiran sus dientes afilados. (“No
precisás quitártelo, Negro. Bajate sólo el cierre”.) Con un látigo en la mano,
soy también el rufián que la explota y que ella ama devotamente (“¿Te
parece poco? Es todo lo que tengo, te lo juro”). Millonario exquisito, me
acuesto al mismo tiempo con ella y su amiga lesbiana (“Acostate comnigo,
hermanita, que el gringo paga bien”).
Agotado por las vertiginosas fabulaciones de Claudia, me he visto en la
necesidad de consultar a un médico que me recomendó una dieta a base de
ensaladas de apio y nueces, carne en abundancia y nada de alcohol.
La dieta me ha fortalecido: ahora estoy preparado para vencer los
escrúpulos de mi orgullo varonil y colaborar alegremente con Claudia en el
desenlace triunfal de sus historias.
No sin rubor he consentido en ponerme su bata de entrecasa, que ella me
quita con delicadeza antes de rozar con su lengua mis tetillas, mi vientre, y
obligarme a esperarla acostado de espaldas en la cama. Claudia, que adivina
mi turbación, atenúa con un pañuelo rojo el resplandor de la lámpara de la
mesita de noche. Después, como un ágil jinete, monta a horcajadas sobre
mí; me recibe dentro de ella y permanece un rato inmóvil con expresión
grave, reconcentrada. En la voz que empieza a pronunciar las palabras
rituales, reconozco mi propia voz; en su movimiento acelerado hasta el
frenesí, mi propio, incontrolado placer. Me ofrezco a ella, húmedo y voraz.
Poseído por Claudia, brotan en mi garganta roncos quejidos de animal en
celo.
VENGANZA

Todas las noches, antes de acostarse, ordena su colección de objetos


preciosos: una araña pollito sumergida en formol, un talismán de hueso que
tiene la virtud de curar los orzuelos, un mono de chocolate, recuerdo de su
último cumpleaños, y la famosa medalla de su tío, que los chicos del barrio
envidian: Alfonso XII al Ejército de Filipinas. Valor, Disciplina, Lealtad.
Su tío la llevaba de adorno, colgada del llavero, pero él insistió tanto que
acabó por regalársela. Con su abuela las cosas son más complicadas. En
vano le ha pedido aquella piedra que trajo de la Gruta de la Virgen del
Valle, el año de su peregrinación a Catamarca. Durante un tiempo agotó sus
recursos de nieto predilecto para conseguirla: se hizo cortar el pelo,
aprendió las lecciones de solfeo. Su abuela persistió en la negativa. Ni
siquiera pudo conmoverla cuando estuvo enfermo de sarampión y ella se
quedaba junto a la cama, leyéndole.
Una tarde, mientras bebía jugo de naranja, interrumpió la lectura y volvió a
pedirle la piedra de la Virgen. Su abuela le dijo que no fuera cargoso, que se
trataba de una piedra bendita y que con reliquias no se juega. El chico,
enfurecido, derramó el jugo de naranja sobre la cama. La abuela pensó que
lo había hecho sin querer.
Unos días después de este incidente, el chico abandonó la cama y cruzó a la
casa de enfrente, donde vive la abuela. Tiene el propósito de sentarse en la
silla de hamaca, cerca de la pajarera principal, y terminar Robinson Crusoe.
Se siente débil y el médico ha recomendado que lo hagan tomar un poco de
sol, por las mañanas. La casa de la abuela está llena de pájaros y plantas.
En los patios hay jaulas de alambre tejido con cardenales y canarios; a lo
largo de las paredes, casales de pájaros finos seleccionados para cría; en el
jardín del fondo, pajareras de mimbre con reinamoras. Tupidos helechos
desbordan los macetones de barro cocido, y toda la casa es fresca,
manchada y luminosa, como con luz cambiante de tormenta. Dentro de las
habitaciones, la abuela, dos veces viuda, se consagra al recuerdo de sus
maridos y a sus santos de siempre. San Roque y su perro, amparado por un
fanal de vidrio, goza de la mayor devoción. Lamparitas de aceite arden todo
el tiempo sobre la mesa que sirve de altar; flores de papel y un escapulario
bordado en oro, con un corazón en llamas, completan la sencilla
decoración.
Allí también está la piedra de la Virgen, brillante de mica y de prestigio.
Sentado en la silla de hamaca, el chico mira a su abuela, que ayudada por la
criada riega las plantas, corta brotes malsanos y cambia el agua de las
pajareras.
Tiene entre las manos Robinson Crusoe, pero no lee. Piensa en la piedra
que nunca será suya, en la negativa odiosa de la abuela. No ha vuelto a
hablarle del asunto desde la tarde en que derramó el jugo de naranja sobre
la cama. Imposible robársela. Es una piedra bendita. Y quién sabe si al
intentar hacerlo no cae fulminado por un rayo como se cuenta de Uzza, en
la Historia Sagrada, que tocó el Arca de Dios. El chico quiere leer y no
puede. Observa la pajarera principal cuyo techo, de lata verde, imita el de
una pagoda china. La abuela y la criada están distraídas regando las
hortensias del jardín del fondo. Entonces se incorpora sin hacer ruido y abre
una puerta de la pajarera. El primer canario vacila, desconfía, trina, y de
pronto echa a volar. Los demás, siguiendo el ejemplo, huyen alborotados
hacia los árboles del vecino.
LA SEÑORITA ESTRELLA

Debo de parecerme a mi madre: no lo sé con certeza. La única fotografía


que conservo de ella está bastante manchada por la humedad. Además, su
cara desaparece entre los velos de tul de ilusión y los azahares del tocado de
novia. He mirado la fotografía con una lupa: tengo sus labios finos, su
misma palidez, su distinción.
Mi padre, antes de perder el uso de la palabra, solía decirme que ella era
muy rubia; yo también lo soy, aunque en parte deba agradecérselo a las
flores de manzanilla con que me lavo el pelo. A mi padre no me parezco; a
mi tía Milagros tampoco: menos mal.
Cumplí, hace unos meses, dieciocho años. A esa edad mi madre ya estaba
casada. Pocos son los detalles que he podido averiguar sobre su vida de
soltera. Me contaron que pertenecía a una antigua familia de la ciudad; hija
única, mimada, caprichosa, vivía en una casa de tres balcones a la calle,
cerca de la plaza Independencia. Mi padre, un simple cartero en aquella
época, la conoció un domingo a la salida de una iglesia. Amor a primera
vista, como se dice. Comenzaron a intercambiar papelitos, a darse citas en
la esquina del conservatorio donde ella estudiaba piano. Imagino a mi
padre, un chico de ojos soñadores, con una mano en el bolsillo, la otra
aferrada al manubrio de la bicicleta, caminando al lado de mi madre que
sonríe y abraza contra su pecho los métodos de Czerny. Fue inútil que la
familia la encerrara con llave en el cuarto del fondo, que escondiera sus
zapatos, sus vestidos. Una vez quiso salir a la calle envuelta en una sábana
y descalza. También parece que intentó arrojarse a las ruedas del tren. Estos
pormenores se los oí contar a mi tía Milagros una noche que bebió media
botella del licor de las Hermanas porque sentía un ligero malestar de
estómago; en su estado normal, apenas me dirige la palabra.
Verdaderamente, mi madre era una mujer apasionada. Comprendo que la
familia se opusiera a ese noviazgo. ¿Cómo iban a permitir que un don
Nadie se llevara la perla de la casa? Pero hizo tantas locuras que la familia
tuvo que ceder. Mi padre, que había sido hábilmente trasladado a una
sucursal del interior, regresó y se casó con ella. La familia de mi madre
pagó los gastos del casamiento: el vestido de novia, la orquesta, los cajones
de sidra, y les compró un juego de dormitorio estilo provenzal. Al año de
las bodas, mi madre murió de parto prematuro. Soy sietemesina; tengo la
estatura de cualquiera de mis alumnos de doce años. El día de la maestra
uno de ellos me regaló un mono tití. Fue un regalo providencial. Mi tía
Milagros está encantada con el mono; le cose pantalones de colores, lo
perfuma, lo hace dormir en su cuarto. El pobre animalito se llama Gardel,
pero ella le dice Adán. El alcohol debe de sugerirle de esas extravagancias.
Mi tía Milagros es la culpable de que hayamos roto relaciones con la
familia de mi madre. Nunca le perdonó que trataran a su hermano le mulato.
A decir verdad, nada más injusto que atribuirle a mi padre un origen
africano. Más bien parece un árabe, un rey moro, un sultán. Aún ahora tiene
un aire de grandeza que fascina. El pelo, tupido y crespo, apenas ha
encanecido; los ojos negros, brillantes, pasan de la ira a la ternura cuando
me reconoce. Si sonríe, el mundo se convierte para mí en una fiesta. Desde
que mi padre sufrió el ataque, mi tía Milagros hizo lo posible para que yo
me fuese de la casa. Dijo que debía aceptar un puesto de maestra en la
ciudad, que aquí no hallaría festejante y que ella podía arreglarse sola con
su hermano. Le di algunas razones convincentes; en primer lugar, ella sufre
de los nervios, se agita y cae desmayada cada vez que el tiempo está por
cambiar. Si la encuentro desvanecida a mediodía, es seguro que a la tarde
llueve a cántaros. ¿Cómo una mujer que padece una enfermedad tan
singular puede ocuparse de un inválido? No quise mencionar su remedio
para el dolor de estómago porque me habría contestado, como de
costumbre: “¿Alcohol? ¡Pero si es agua pura!”. Mi tía Milagros quiere tener
a mi padre para ella sola, ser la hermana abnegada, la mártir. No entiende
que a mí me corresponde ocupar el lugar de mi madre. Nunca lo
abandonaré. He arreglado mi cuarto con algunos objetos que pertenecieron
a mi madre y que guardo desde niña como si fueran un tesoro. Tengo una
jarra y un lavatorio de loza inglesa, un abanico y un peine de carey También
un diploma de profesora de piano que colgué encima de la cama. La
felicidad de mi vida habría sido estudiar, como mi madre, ese instrumento:
ser concertista, viajar. Pero mi tía vendió el piano apenas adivinó mis
intenciones; dijo que era un lujo, y que con el dinero de la venta compraría
una máquina de coser. En aquel tiempo pensé que lo hacía para molestarme;
ahora comprendo que el piano le recordaba a mi madre y que por ese
motivo lo vendió. Cuando cumplí siete años, mi tía me envió al colegio de
las Esclavas. Su propósito era inscribirme en calidad de interna, pero mi
padre se opuso y fui medio pupila. Mi tía me despertaba al alba. Recuerdo
sus manos flacas, que me peinaban mientras en la cocina hervía el agua
para el mate cocido. Me tironeaba con fuerza del pelo, me arrancaba
mechones, me clavaba el peine. Yo hacía toda clase de muecas de dolor y
terminaba por sollozar. Entonces ella, satisfecha, me decía: ¡Delicada! Si
volvés a llorar, te corto esos rulos y no habrá más problemas. Mi pelo largo
y claro, mis ojos celestes, me distinguían de las alumnas del colegio. Las
monjas estaban orgullosas de tener una niña como yo. Me llamaban
cariñosamente “la rubita”. Era la preferida, la mascota del grado. En las
representaciones de fin de curso me daban los mejores papeles. Fui, en años
sucesivos, la abejita dorada, el Hada de la Fuente, Blancanieves, Genoveva
de Brabante, Bernadette. Este último papel llegó a conmoverme de tal modo
que estuve a punto de encerrarme en un convento. Pero me salvó de aquella
loca idea la oportuna intervención de mi amiga Mabel. ¿Qué habrá sido de
Mabel? Huérfana de padre y madre, vivía permanentemente en el colegio.
Nos hicimos amigas en un recreo. Era dos años mayor que yo, risueña,
maliciosa. Como nos encomendaron la tarea de hacer un teatrito de títeres
para las alumnas de los grados inferiores, las monjas permitieron a Mabel
que pasara los fines de semana en mi casa. Mi tía no miraba con agrado esa
amistad, pero debió aceptarla por muchos motivos; el más importante, la
simpatía que mi padre demostró hacia Mabel desde el primer momento.
Aunque entonces yo no era ninguna inocente, debo reconocer que Mabel
fue la persona que me abrió los ojos a la realidad. Luego de conocería, perdí
por completo la naturalidad con mi padre. Hasta ese momento, a pesar de
mi edad, acostumbraba a sentarme en sus rodillas mientras él fumaba y leía
el diario, después del almuerzo, en un sillón de la galería. Yo le hurgaba los
bolsillos del saco, le desprendía un botón de la camisa, jugaba con una
medallita de plata que llevaba colgada del cuello. Recuerdo sus pulgares,
tan anchos como mis muñecas, y todavía me estremece el olor a tinta fresca
mezclado al del tabaco negro que fumaba. Aquello era la dicha:
adormecerme junto al pecho de mi padre, buscar la medallita.
Mabel, una noche que no podíamos dormir de calor, me contó el argumento
de una obra de teatro que había leído en secreto. Trataba de un hombre
moreno y celoso, casado con una muchacha muy joven a la que mata
injustamente. “Debió de ser idéntico a tu padre”, me dijo. La heroína, cuyo
nombre Mabel no recordaba, era rubia y tendría mi edad. Me contó toda la
obra; abundó en detalles alucinantes, de su cosecha, como lo comprobé
después. Quedé tan impresionada con el relato que no pude conciliar el
sueño. Busqué una estera y la tendí en el piso de mosaicos, la cara me ardía,
me faltaba el aire. Mabel saltó de la cama y me preguntó si quería un vaso
de agua fresca de la heladera. Le dije que sí. Cuando volvió de la cocina se
recostó a mi lado y me ofreció un caramelo de miel que no acepté.
Conversamos un rato. Mabel me preguntó sobre la vida que llevaba mi
padre. Dijo que era extraño: un hombre tan buen mozo debería casarse otra
vez. Le dije que se callara, que volviera a su cama y me dejase tranquila.
Mabel, que tenía el arte de hacerme reír, dijo que mi tía Milagros le parecía
el marido ideal para la madre superiora y que la hermana Purificación era la
reencarnación de Garibaldi. Llorábamos de risa. Súbitamente Mabel acercó
su boca a la mía y me pasó el caramelo de miel. Desde aquella noche, en
vez de soñar con Bernadette, anhelé ser la protagonista de un drama de
amor. Con Mabel decidimos, luego de obtener el diploma de maestras,
ingresar en una escuela de arte dramático. Durante el tiempo que estuvimos
juntas, ¡cuántas escenas representadas los sábados a la noche, cuántos
versos aprendidos de memoria! Mabel era habilísima: se pintaba bigotes
con un corcho quemado, fabricaba pelucas de crines, jorobas de estopa,
narices postizas de miga de pan. Conociendo la suspicacia de las monjas,
simulábamos entre nosotras la mayor indiferencia. Apenas si cambiábamos
un saludo en el recreo. Nadie hubiera sospechado nuestra intimidad. Una
vez, sorpresivamente, la celadora comunicó a Mabel que había recibido
orden de no dejarla salir ese sábado. Nos cuidamos de hacer ningún
reclamo. A pesar de que a mí se me caía la cara de tristeza, ¡y qué decir de
Mabel!, fuimos a clase y en el recreo jugamos a la mancha como si nada
hubiera ocurrido. Las monjas, despistadas, volvieron a concederle el
permiso de salida. ¡Mabel ingrata! Cuando volví del colegio, después de
aquellas vacaciones de invierno, me dijeron que tu abuela había venido a
buscarte: te llevaban a Buenos Aires; allí terminarías tus estudios. Me
entregaron una cajita envuelta en papel de celofán; adentro, con unas líneas
cautelosas de despedida, había un caramelo de miel. E) primer año que pasé
sin Mabel fue uno de los más tristes de mi vida. Adelgacé dos kilos, me
volví arisca, malhumorada. Tenía, por lo general, extraños antojos; algunos
inocentes, como esconderme en el ropero y llorar, o bien levantarme de
noche y caminar desnuda por la galería. Otros impulsos eran menos
inofensivos: de pronto, en el colegio, me daban ganas de prenderle fuego al
hábito de una monja, o de clavarte el tiralíneas a la profesora de dibujo
lineal. También sentía deseos de cometer actos impúdicos y grotescos: sacar
la lengua, hacer ruidos groseros, decir malas palabras. Era tal la vehemencia
de aquellos deseos que a menudo palidecía y me apoyaba en el hombro de
una compañera con el temor de caer al suelo desvanecida. Las monjas
escribieron una carta a mi tía Milagros donde le comentaban, alarmadas, mi
conducta enigmática. Además, le aconsejaban hacerme ver por un médico.
Una tarde fuimos al consultorio del doctor Abril; mi tía, vestida con su traje
de salir de seda negra y su cartera de gamuza; yo, con el uniforme del
colegio. El médico recetó calcio y vitaminas; luego, mientras me vestía
detrás de una cortina, oí que ella le explicaba: “Es sietemesina; pensamos
que no viviría”. Y él: “Es algo raquítica, pero fuerte. No se preocupe
demasiado, está en la edad ingrata”. Yo extrañaba a Mabel con toda mi
alma; ella me enseñó a jugar a las cartas, a peinarme estilo paje, a
colorearme los labios con un pétalo de las rosas de papel que había en el
altar de la capilla. No sé cómo logré pasar los exámenes aquel año. Para
colmo de mis males, mi padre fue nombrado jefe de correos en Resistencia,
y me escribió diciendo que debía resignarme a vivir separada de él hasta
que concluyera mis estudios. Pensaba, luego, vender la casa y comprar otra
allí “con jardín para su chiquita”, escribía. Nos vería para Navidad. Pero en
vísperas de las fiestas recibí una encomienda: dos pares de medias de seda y
un corte de organdí celeste. En la carta que acompañaba el regalo, mi padre
lamentaba no poder viajar para la fecha pro metida; había mucho trabajo.
Viajaría a mediados de julio. Pensé que no iba a soportar tanto tiempo la
ausencia de mi padre. La vida, al lado de mi tía Milagros, era cada día más
difícil. Yo tenía compañeras con las que me paseaba por la plaza, pero
ninguna como Mabel. Todas querían casarse, tener hijos, ser mansas y
fértiles como las vacas. ¡Qué falta de imaginación! ¿Cómo revelarles mis
ambiciones, mis sueños? En vez de actriz de teatro había decidido ser
estrella de cine. No sé dónde leí que la cámara aumenta el tamaño de las
personas y que el tener poca estatura es allí una ventaja. Lo que importa es
la proporción y yo soy, en ese sentido, perfecta. Quizá mi nombre sea,
pensaba ilusionada, el símbolo de mi destino. Mi padre tampoco vino a
visitarme para julio. Recibí otra carta muy cariñosa donde explicaba los
motivos que le impedían realizar el viaje. Además, me enviaba dinero para
el vestido que llevaría en el baile de las egresadas. Leí la carta varias veces;
una horrible sospecha me hizo estremecer. Decidí no gastar el dinero;
transformaría mi vestido de primera comunión en uno de baile; apenas he
crecido unos centímetros desde los diez años. El baile de las egresadas fue
un verdadero fracaso. ¿A quién se le ocurre servir refrescos de granadina y
naranjada como si fuera una fiesta de la escuela primaria? ¡Los comentarios
graciosos que habría hecho Mabel al ver esos grupitos de muchachos,
hermanos o primos de mis compañeras, que se comían las uñas y los
sandwiches! Mi entrada al baile provocó un movimiento de estupor.
Llevaba el pelo lacio y suelto; un mechón platinado me cubría el ojo
derecho; en la mano, el abanico de nácar y seda que perteneció a mi madre;
en el pecho, relleno de algodones, una rosa natural. Mi tía me había dicho
que parecía una perdida y que si no me vestía decentemente no me
acompañaría al baile, pero logré persuadirla. La fiesta era mi despedida, el
adiós definitivo a ese ambiente que despreciaba. ¿Qué iba a ser de mi vida?
Quizá Mabel me escribiera; entonces viajaría a Buenos Aires y, juntas,
llevaríamos a cabo nuestros sueños de colegialas. Como último gesto de
desafío y en señal de ruptura con mi pasado, encendí un cigarrillo. Mi tía
me dio un puntapié por debajo de la mesa. Me hice la distraída, continué
fumando. Después, durante el viaje en ómnibus, no dejó de insultarme; dijo
que jamás me perdonaría la vergüenza de esa noche, que yo era igual a mi
madre: una trastornada. Habría podido contestarle: prefiero ser eso y no una
alcohólica como usted. Pero opté por callarme. Cerré los ojos, me adormecí
pensando en mi futuro incierto, en mi padre y en Mabel. Con el dinero que
mi padre me había enviado compré un pasaje de tren para Resistencia;
quería ocultarle el viaje, darle una sorpresa. Pero mi tía Milagros le envió
un telegrama y desbarató mi proyecto. Cuando llegué, él me aguardaba en
el andén de la estación; tomamos un coche de plaza que nos llevó a un
modesto chalet de las afueras. El jardín para su chiquita era más bien una
huerta con repollos y gallinas que escarbaban la tierra buscando lombrices.
Apenas atravesamos el umbral de la casa me di cuenta de que mi padre
tenía una amante. ¿Quién, si no, había puesto ese ridículo tapete con flecos
sobre la mesa del vestíbulo? ¿Quién, esos visillos bordados con figuras de
angelitos? ¿Quién la muñeca de paño Lenci y el almohadón con las
iníciales? ¿Quién si no una mujer enamorada? Mi padre, disimulando su
turbación, me dijo que una señora llamada Hortensia venía dos veces por
semana a limpiar la casa y dar de comer a las gallinas. “Yo almuerzo en el
centro”, agregó. “¿Y para qué?”, pregunté con aire ingenuo, “esa flamante
batería de aluminio en la cocina?” “La compré”, dijo mi padre “para
regalártela el día de tus bodas”. “No tengo novio”, le contesté “y prefiero
quedarme soltera antes que aprender a cocinar”. El pudor me impedía
decirle que Hortensia había olvidado esconder cierto aparato higiénico que
usan las mujeres y que descubrí en el botiquín del baño. Por la noche, mi
padre me pidió que lo acompañara al cine. Yo me sentía tan deprimida que
no entendí nada del film; recuerdo, vagamente, una pradera en llamas y
blancos que mataban a los indios. A la salida del cine fuimos a comer a un
restaurante. Mi padre me preguntó cómo eran mis relaciones con mi tía;
pidió que le contara con detalles el baile de las egresadas; quiso saber si
algún muchacho simpatizaba conmigo. Contesté con monosílabos. Mi padre
bebió, ante mi asombro, una botella de vino; luego otra. Tenía las orejas
encendidas, la voz ronca. Me asusté. Tuve el presentimiento de que algo
malo le sucedería si continuaba bebiendo de esa manera. Cuando volvimos
al chalet, su paso era vacilante. Se arrojó a la cama, me pidió que le quitara
los zapatos. Le quité los zapatos, las medias, la corbata; le desprendí la
camisa; miré la medallita de plata con la que yo jugaba cuando era niña;
hundí mis dedos en la pelambre oscura del pecho, semejante a racimos de
caracolitos. De pronto, fuera de mí, exclamé: “¡Hortensia es tu amante, no
lo niegues! Por eso no viniste a pasar Año Nuevo con nosotros, por eso nos
tienes abandonadas”. Mi padre se levantó de la cama y me abrazó; olía a
tabaco, a vino, a sudor. Los sollozos me ahogaban, hubiera querido
morirme. “¿Qué hay de malo”, me dijo emocionado “en que su padre, un
hombre mayor, tenga una compañera? Hortensia es una mujer asentada, una
viuda sin hijos que cuidará de mí. Uno envejece; no quiero convertirme en
una carga para mi hermana ni para mi chiquita, que querrá casarse y ser
feliz. Conocerás a Hortensia; estoy seguro de que te llevarás bien con ella”.
Conversamos hasta la madrugada; me enteré de que Hortensia era una
española viuda, dueña de una casa de pensión en el centro de la ciudad. Allí
la había conocido mi padre. Postergaban el casamiento porque el certificado
de defunción del marido, muerto en la guerra de España, tardaba en llegar.
Hortensia me recibió un domingo, me dio una taza de café y unas masitas
con gusto a humedad. Me pareció una mujer vulgar, con cara de muñeca
vieja y caderas altísimas; de lejos parecía disfrazada de dama antigua.
Como la mayoría de la gente falsa, sonreía sin motivo alguno y exclamaba
“Mira qué cómico” ante las cosas menos graciosas, pero se volvía seria y
quizá inteligente cuando abría su monedero. Era una mujer práctica: quería
que mi padre pidiese la jubilación en el correo y la ayudara en la
administración de la pensión. “Una mujer sola” repetía con aire ingenuo, es
decir, abriendo mucho los ojos saltones y con un dedo en la boca “no puede
ocuparse de un negocio como éste. Necesita de un hombre como tu padre.
¿No te parece, rica?” Y me pellizcaba una mejilla. En ese momento la
hubiera estrangulado. Cuando mi padre sufrió el ataque, llamé a mi tía
Milagros; juntas, nos turnábamos cada noche, sentadas al lado de la cama
donde él yacía con la mitad del cuerpo paralizado. Hortensia venía unos
minutos, antes de mediodía. “No puedo abandonar el negocio”, se
disculpaba. Y cuando una vez pasado el peligro decidimos con mi tía
trasladar mi padre a nuestra casa, la odiosa española dijo: “Me parece lo
mejor; este clima es malsano. Allí el pobrecito mejorará”. Vendí los pocos
muebles de mi padre, los utensilios de cocina, la radio: con ese dinero
compré el sillón de ruedas.
El día que viajábamos apareció Hortensia en la estación con un ramo de
flores; me abrazó llorando; le dio besos a mi tía. Luego quiso tener las
mismas efusiones con mi padre, pero no se lo permití. Le dije que estaba
delicado y que además era inútil: no reconocía a nadie. Prometió visitarlo
todos los meses. Mentía por compromiso: un inválido no sirve para
administrar una casa de pensión. Fue una suerte que aquel certificado
tardase en llegar; de otro modo, mi padre se hubiera unido a una mujer tan
inferior.
La desgracia que abatió a mi padre terminó con todos los sueños de mi vida.
Para no alejarme de él acepté un puesto de maestra, a veinte minutos del
pueblo en que vivo; tengo a mi cargo sexto grado de varones.
¿Cómo iba a permitir que mi padre quedara en manos de mí tía Milagros,
una mujer que apenas puede tenerse en pie? La gente ignora algunos tristes
detalles; piensa que mi tía utiliza el alcohol puro para las friegas contra el
reumatismo; nadie sabe que ella lo prepara con azúcar y hojas de menta y
que bebe ese líquido como si fuese agua. A veces tengo que amordazarla
para que los vecinos no escuchen sus alaridos. Me insulta, me llama ladrona
de su hermano, perra y otras atrocidades. Suerte que mi padre parece no
entender el sentido de esas palabras. Con todo, mi tía, desde que me
regalaron el mono, está menos agresiva conmigo. Como creo haber dicho,
el mono la entretiene; ella le cose pantalones y gorros de colores.
Después de un año del ataque, mi padre apenas ha mejorado. Es verdad que
consigue hacerse entender la mayor parte de sus necesidades; adivino el
menor deseo suyo y corro a encenderle un cigarrillo, o le doy un vaso de
agua, o arrastro el sillón hasta el cuarto de baño. El médico me dijo que
nunca recuperaría el habla, pero que tal vez, con el tiempo, movería la
mano derecha lo suficiente para tomar la sopa sin ayuda de nadie.
Al principio me pasaba a su lado la mayor parte del tiempo. Llegaba de la
escuela, le daba de comer; luego, lo llevaba conmigo a mi cuarto. Allí, con
la puerta y las ventanas cerradas, encendía una lámpara y leía en voz alta las
obras de teatro que consigo en la biblioteca pública de la ciudad. No sé qué
pérfidas sospechas despertó mi actitud en el cerebro delirante de mi tía
Milagros porque una siesta intentó echar abajo la puerta de mi cuarto a
puntapiés y amenazó con llamar a la policía. Salí del cuarto envuelta en una
sábana (representaba, en ese momento, una obra clásica) y le arrojé un vaso
de agua helada.
Mi padre hace el papel del público. Estoy segura de que, si pudiera,
aplaudiría mis brillantes interpretaciones. Me pregunto si consigue entender
el sentido profundo de las obras que represento, o si esa expresión atenta es
más bien la del miedo, la del estupor. Una vez, llevada por el entusiasmo, le
fabriqué un turbante, le pinté ojeras azules, le puse collares de perlas; otra,
coloqué en su cabeza una corona forrada en papel plateado. Cuando le
crezca la barba le tejeré una corona de pámpanos: será un rey griego. Debo
ser cautelosa y no excederme demasiado. Mi padre suele tener reacciones
inesperadas. Precisamente, el día que le puse el turbante me tomó del pelo
con violencia; tuve que morderle la mano para que me soltara. Pero, por lo
general, es dócil. Tengo pensado, más adelante, confeccionarme un tocado
de novia como el que lleva mi madre en la fotografía, y observar sus
reacciones con atención.
Sin mi padre, sin mi álbum de cine, sin los programas de música selecta que
escucho por radio, acabaría por volverme loca en este pueblo tedioso.
Menos mal que los chicos me distraen. Las demás maestras y la directora
piensan que por mi padre sacrifico mi juventud. Me río de ellas. Mis
alumnos de sexto grado me admiran y respetan. Soy la maestra más joven
de la escuela, la única rubia. El chico que me regaló el mono es sumamente
encantador. Lo aplacé en aritmética. Ahora le doy clases en mi casa, dos
veces por semana, llene hermosas piernas, sin un solo vello. Cuando viene,
de tarde, encierro a mi tía con llave en su dormitorio por temor a un
escándalo. Es un chico con imaginación; por eso no aprende la regla de tres
compuesta; se aburre, bosteza, se come la goma de borrar. Con toda
intención acerco mi cara a su mejilla para corregir un ejercicio complicado.
Lo siento ruborizarse; creo percibir los latidos de su corazón. ¿Será una
casualidad, o es que la historia se repite? El jueves pasado me trajo de
regalo un paquete de caramelos de miel “Para la señorita Estrella” me dijo
con aire muy serio. Lleva pantalones cortos, pero es más alto que yo, y
resulta tan divertido oír su voz cuando de pronto enronquece. Sería
agradable hacerlo participar en algunas de mis representaciones. Me
pregunto si podrá guardar un secreto. No lo sé. De cualquier manera correré
el riesgo. Debo pensar en mi futuro: mi padre no es eterno.
LAS DALIAS

Aquel sábado Tomás se dispuso a regar el jardín; el frío había retrasado el


florecimiento de las plantas, pero los botones de dalias no tardarían en
abrirse. Fue en busca de una manguera. Al pasar por la ventana del
dormitorio que daba al jardín oyó la voz de Rosa: hablaba con Marito.
“Pero qué chico travieso”, decía su mujer. “Prométame que no romperá más
botellas. ¿Prometido? Bueno, ahora a bañarse. Quiero verlo limpio y
arregladito cuando vuelva de la modista.
Desde hacía algún tiempo su casa era un caos. No sólo botellas rotas a
pedradas sino también cáscaras de mandarina y de queso en los canteros del
jardín, almohadones despanzurrados, manchas de tinta en las paredes, y lo
peor de todo: su navaja de afeitar utilizada para sacarle punta a un lápiz.
¿Cómo Rosa podía permitir esos desmanes?, pensaba Tomás. Antes ponía el
grito en el cielo si encontraba una de mis corbatas olvidada en el respaldo
de una silla.
Dios no les había dado hijos, pero Tomás no dudaba de que el mismísimo
demonio les había enviado a Marito. “El chico es sobrino de mi señora”,
aclaraba a sus vecinos. “Nosotros la pasamos muy bien solos, sin
problemas”. Teresa, en cambio, que era la hermana de su mujer, tenía once
hijos. Una exageración. Nadie podía extrañarse de que sufriera de un
infarto.
Teresa era la madre de Marito; vivía en la provincia, como los demás
parientes de Rosa. Tomás pensaba que allí el clima debía de influir en la
fecundidad de las mujeres. En ningún otro lado había visto tal cantidad de
chicos. Jardín de la República: así llamaban a esa especie de conejera. Qué
suerte no dejarme convencer por Rosa.
Recordaba que su mujer, los primeros años de casada, insistía en que él
pidiese traslado a una sucursal en el Norte; decía sentirse sola, lejos de su
familia. La capital era deprimente con su cielo nublado, sus árboles
raquíticos y esa basura en el aire, el hollín, que ensuciaba la ropa que ella
lavaba y ponía a secar en la terraza de la pensión. De sólo pensar en la
fragancia de los azahares se le llenaban los ojos de lágrimas. Qué distinto
de la provincia. Allí daba gusto respirar; el aire era puro; el cielo, azul
intenso. En aquel tiempo alquilaban un cuarto sombrío en una pensión de
Once, y ella, para alegrarlo, había pegado afiches de colores en que se veían
cerros cubiertos de vegetación exuberante, plantaciones de caña.
Tomás no opinaba como su mujer. A mediados de diciembre solían viajar a
la provincia. Habían llegado a un acuerdo: pasar Navidad con la familia de
Rosa, pero Año Nuevo con la madre de Tomás, que era viuda y vivía en un
departamento de Caballito.
El paraíso que añoraba Rosa se le antojaba un verdadero infierno. Allí el
calor era insoportable, la gente desprolija y ociosa. Su mujer, al poco
tiempo de llegar, se abandonaba al hechizo maligno de la provincia: dormía
siestas interminables, perdía su esbeltez. Teresa, su cuñada, no acababa de
salir de un embarazo para quedar otra vez encinta. Siempre en batón,
desgreñada, con los dientes estropeados y un nuevo crío que amamantar,
entre ahogos y berridos. “Mis querubines”, decía Teresa refiriéndose a sus
hijos, y él, al verlos pelear a naranjazos en la vereda con otros chicos del
vecindario, pensaba que no eran precisamente celestiales. Mal educados y
fastidiosos, los hijos de Teresa se colgaban del cuello de la madre; le
arrancaban las peinetas, los aros. Si fuesen hijos míos les haría marcar el
paso con la ayuda de un cinturón. Era preferible no tenerlos.
A Tomás le impacientaban los niños; le costaba un esfuerzo hallar el tono
de voz adecuado para hablar con ellos. Por lo general, creía ver en la mirada
de los niños cierta expresión de burla que lo exasperaba. ¿Quién había
inventado el cuento de la infancia candorosa? Los chicos de Teresa eran
especialmente taimados, simuladores.
Hijo único de un matrimonio maduro, Tomás había crecido entre personas
afectuosas pero reticentes, que jamás se permitían con los niños aquellos
besuqueos, apodos y demás irritantes familiaridades tan comunes entre la
gente de la provincia. En el colegio, sus maestros lo ponían como ejemplo
de alumno juicioso, respetuoso, y sus padres lo llamaban con su nombre de
pila: Tomás, a secas. Nada de diminutivos, ni de sobrenombres. En cambio,
la mayoría de los hijos de Teresa tenían apodos ridículos: Toti, Pochi, Lito,
Piti, Yiyo, Pachi, Toto, y él se asombraba cada vez que Teresa, desde el
umbral del comedor de diario, los llamaba a todos de un tirón. Parecía un
trabalenguas. Los chicos bajaban del techo, o se descolgaban de un árbol.
Luego, sin tomarse la molestia de lavarse las manos, se sentaban a la mesa a
comer como desaforados.
Ahora que Teresa había enfermado, el mayor de sus querubines estaba
viviendo con Tomás y Rosa en un barrio de la capital.
Un mes antes, habían recibido una carta en la que Teresa les contaba su
mala suerte: a causa de un probable infarto debía quedarse en cama una
temporada. Nada grave, pero el médico recomendaba absoluto reposo. Todo
un problema con tantas criaturas. Salvo Marito, los demás varones ya
estaban ubicados en casa de otros parientes y amigos. ¿Tendrían algún
inconveniente en alojarlo? Era grandecito y podía perfectamente viajar solo
en el Estrella del Norte. Eso sí, les rogaba esperarlo en la estación. Con el
chico les enviaba un cajón de mandarinas que en Buenos Aires, sin duda,
estarían carísimas.
El mismo día de la llegada del chico, Tomás trató de ser amable y olvidar la
desconfianza que le inspiraba el rostro terco y aindiado de Marito. Le
preguntó si quería acompañarlo a la cancha el domingo. “No me gusta el
fútbol”, contestó Marito con sequedad. Y a Tomás le llamó la atención la
prematura gravedad de la voz.
Tomás y Rosa vivían en un barrio próximo a la Panamericana donde él
había comprado, al morir su madre y vender el departamento de Caballito,
una casa con jardín. A Tomás no le importaba que los días de lluvia las
calles del barrio se convirtiesen en fangales; tampoco el problema de
conseguir garrafas de gas en invierno, o la incomodidad de viajar en
ómnibus a su trabajo. Valía la pena el sacrificio: los fines de semana podía
entregarse a su pasatiempo favorito: la jardinería.
Las casas del barrio eran todas idénticas, pero cada propietario se esforzaba
en diferenciarlas con algún detalle de gusto personal en la decoración del
porche o en el arreglo del jardín. Unos ponían imágenes religiosas (la
Virgen de
Luján, o San Cayetano con un manojo de espigas de colores); otros, enanos
de mampostería en el jardín, o un Bambi sobre el tanque de agua; otros
recortaban artísticamente las plantas de ligustro dándoles formas de
avestruz, de elefante o de paraguas, otros, en fin, con arabescos de neón
informaban el nombre con el que habían bautizado la “villa”, que era
generalmente el de su propia mujer, o el de su madre.
Las mujeres del barrio también competían en el arreglo de sus casas. En ese
sentido Rosa, que no tenía hijos que cuidar, les llevaba ventaja. Así qué
gracia, comentaban sus vecinas al ver las blancas cortinas almidonadas del
living y los mosaicos rojos del porche que brillaban como espejos. Ella
estaba tan orgullosa de su casa como Tomás de las dalias gigantes que
cultivaba en su jardín.
Acababa de conectar la manguera para regar las plantas cuando vio el
desastre: los botones de dalias, a punto de reventar, habían sido
alevosamente tronchados de sus tallos. Lágrimas de rabia, de impotencia, le
nublaron los ojos. No, aquella no era obra de las hormigas. Tomás se quitó
lentamente el cinturón de cuero de su pantalón. Mocoso de mierda. Era el
colmo. Recibiría un escarmiento. En cuanto a Rosa, que no intentara
defenderlo si llegaba de la modista. Y corrió en busca de Marito.
No se detuvo en el cuarto que su mujer había arreglado primorosamente
para el sobrino y que ahora parecía un chiquero, ni en la cocina donde solía
sentarse a engullir innumerables salchichas de Viena. Sabía que Marito
conservaba la costumbre provinciana de los baños de inmersión. En casa de
su cuñada, con el pretexto del calor, varios chicos se bañaban en la misma
bañadera; jugaban, se jabonaban unos a otros, espectáculo que a él le
parecía de una promiscuidad escandalosa.
Abrió la puerta del baño. En efecto, Marito estaba sumergido en la bañadera
llena de agua; en la superficie flotaban barquitos y otros juguetes de
material plástico.
—Salí del agua inmediatamente —dijo Tomás esgrimiendo el cinturón.
Marito, por toda respuesta, entrecerró los párpados con languidez; suspiró
profundamente. El agua turbia le llegaba al cuello y sólo emergía su cabeza
morena, de pómulos salientes y rizos oscuros, empapados de sudor.
—Te he dicho que salgás. Yo te voy a enseñar a tocar las plantas.
—¿Qué plantas? —dijo Marito. Tenía la respiración anhelante, las mejillas
encendidas.
—No te hagás el inocente —dijo Tomás—. Salí del agua. Te lo digo por las
buenas.
Marito no contestó. Parecía empeñado en seguir dentro de la bañadera.
Fuera de sí, Tomás lo asió con fuerza de un brazo y lo obligó a salir del
agua. En vano intentó Marito apoderarse de una toalla y cubrir su desnudez:
quedó de espaldas a Tomás, encogido como si le doliese la barriga, pero en
el espejo del botiquín él alcanzó a ver las manos del chico, cubriendo
torpemente su vientre que ya no era lampiño.
Tomás sintió que su cólera se disipaba. ¿Para qué castigarlo? Las dalias no
florecerían de nuevo. Por lo demás, el chico volvería pronto a esa tierra
calurosa y perversa donde todo maduraba con precocidad. Pensó en Rosa: a
pesar de no vivir en la provincia y de su empeño por ser una perfecta ama
de casa, había en ella, en su cuerpo, cierta predisposición a la desidia. Era
como un perfume que lo empalagaba y que tenía, a la vez, la virtud de
provocar su voluptuosidad.
Le alcanzó la toalla a Marito.
—Andá a vestirte, antes que llegue Rosa —le dijo. Ruborizado, el chico se
envolvió en la toalla. Entonces Tomás le guiñó un ojo, y por primera vez le
sonrió como a un amigo.
SACRISTÁN

Has venido a pedirme que intervenga, que recurra a mis amistades


influyentes. ¿No soy, acaso, el hombre de confianza del gobernador, su
mano derecha? Es cierto, como también es cierto que me tuteo con el
obispo. Pero jamás intercederé por Francisco.
Aborrezco que las mujeres anden de pantalones (a mis empleadas les he
prohibido llevarlos). Sin embargo, debo reconocerlo: los que tenías esta
tarde realzaban tu esbeltez, te sentaban admirablemente.
No pude resistir a la tentación de confiarte mi secreto más íntimo. ¿Fue mi
negativa a ayudar a Francisco o mis palabras imprudentes las que
provocaron tu cólera en mi despacho? Ante mi estupor, vi que perdías tu
habitual compostura, esa rigidez un tanto afectada que proviene del colegio
inglés en que te educaste. ¿Caín yo? Gringa querida: prefiero tus insultos a
tu indiferencia.
A pesar de mi aspecto exterior, soy una persona de pasiones intensas;
disimularlas no obedece, como en tu caso, a razones de educación. La
suavidad, los modales mesurados, armonizan mejor con mi talla reducida,
con mi voz letárgica. A veces ¿para qué negarlo? he admirado el cuerpo
robusto, la voz viril y cálida de Francisco, no así su inteligencia. Una
hermosa cabeza, pero sin seso, como decía la zorra de la fábula. Con todo,
he sabido sacar provecho de mis desventajas. ¿Ibas a imaginar que tu primo
menos favorecido acabaría teniendo la sartén por el mango?
La naturaleza, por desgracia, suele privilegiar físicamente a los mediocres y
humillar a los superiores. El ascensorista, que es un perfecto imbécil, tiene
el perfil de un ángel, mientras que un hombre de espíritu como Su
Eminencia parece un escuerzo violeta de ojos saltones y trémula papada.
En cuanto a Francisco, semejante a un dios griego, optó por degradarse y
renegar del sitio que le correspondía por su nacimiento y por su raza.
Fue injusto de tu parte acusarme de egoísta. Gracias a mi posición los
inútiles de la familia ocupan cargos en la Casa de Gobierno; recuperamos la
finca expropiada; el Club Social volvió a ser el de antes del atentado. ¡Qué
bonita estabas la noche en que reabrimos sus puertas y bailaste con el
gobernador! Encarnada en tu figura, la provincia, a modo de gratitud,
ofrecía al vencedor la quintaescencia de su distinción.
Hasta el momento he preferido ocultar ciertos aspectos sórdidos de
Francisco que podrían herir tu pudor: me refiero a su precoz sensualidad.
Aunque por motivos sólo en apariencia distintos de los actuales, ya a los
veinte años mi hermano se mezclaba con gente de mal vivir. Y digo en
apariencia porque el desorden de los sentidos y el caos social ¿no son en el
fondo la misma cosa?
Por cierto, como pertenecemos a la misma familia, no ignoras las penurias
que pasamos después de la muerte de papá; la finca empezó a dar pérdidas a
raíz de las pretensiones desorbitadas de los peones; fui dejado cesante de mi
puesto en el juzgado.
Obediente a la voluntad póstuma de papá, me propuse terminar la carrera de
abogacía: él, con clarividencia, supo descubrir en mí las cualidades de
astucia y ambición necesarias para destacarse en esa profesión.
Yo vivía entonces como un joven asceta, apartado de las distracciones
propias de mi edad: nunca me interesaron los deportes, y a diferencia de
Francisco, que era el Apolo de la Retreta, no perdía mi tiempo en galantear
a las muchachas de la plaza.
La Facultad y mis servicios en la Cofradía, de la cual fui tesorero, ocupaban
mis horas. Apenas si tenía oportunidad de hablar con Francisco, que para
decepción de la familia había abandonado el Liceo y trabajaba en la
administración de la finca.
Los fines de semana Francisco aparecía en casa, exultante de vitalidad; se
cambiaba de ropa; daba portazos; silbaba sin cesar melodías chabacanas
que me ponían los nervios de punta, al extremo de obligarme a salir a la
calle.
Te acordarás, pues los domingos acostumbrabas a almorzar en casa, las
absurdas ideas que profesaba Francisco, las mismas que años después lo
llevarían a justificar la expropiación. Mamá sonreía con benevolencia;
pensaba ingenuamente, como yo, que esas ideas eran superficiales: un
adorno, una retórica florida que él añadía a sus galas de seductor. Nos
equivocábamos. Si por un lado mi hermano fraternizaba con los peones, por
el otro, mientras se esforzaba por conquistarte, salía con mujeres de la más
baja condición.
Francisco, que se burlaba de mis principios austeros, encontró pronto el
modo de hacerlos vacilar: me convirtió en cómplice de sus desenfrenos, en
su confidente.
Con frecuencia, los sábados a la noche, irrumpía en mi cuarto, medio
borracho, y me contaba con lujo de detalles sus aventuras. Como yo
adivinaba sus intenciones, simulaba es cucharlo con calma. Pero sus
palabras poseían la virtud de exci tar mi imaginación, de hacer bullir mi
sangre. Empecé a tener sueños que me dejaban extenuado, sin ánimo para
estudiar
¿Te halagará saber que en ellos, a menudo, tenías un papel preponderante?
Una vez soñé que éramos chicos: jugábamos en la terraza de casa y me
dejabas levantarte la falda por arriba de la cintura a cambio de unas vueltas
en mi triciclo Otra vez la escena transcurría en el camarote de un tren
nocturno: ocupabas con Francisco la cama de abajo; yo, en la de arriba, oía
tus quejidos de placer. Francisco me invitó a ocupar su lugar. Desperté
agitado, el cuerpo bañado en sudor.
Obsesionado por aquellos sueños, resolví conjurarlos mediante una
iniciativa de la cual, hasta el día de hoy, me arrepiento. Le pedí a Francisco
que me llevara a una casa de mala fama regenteada por una criolla fornida a
quien llamaban la Araucana.
No vayas a suponer, si rememoro el episodio, que me opongo a que existan
casas de tolerancia. Todo lo contrario. Pienso que cumplen una función
social encomiable: permiten a nuestros jóvenes satisfacer sus instintos
resguardando, con ello, la integridad de las muchachas decentes destinadas
al matrimonio. Pero Francisco no concurría allí para dar rienda suelta a esos
naturales apremios: además de ser el amante de la Araucana, la trataba con
insólita deferencia, como a una dama.
Cuando me presentó a la Araucana, Francisco tuvo el mal gusto de
nombrarme por mi apodo. “La sacristía”, dijo ella burlonamente “está al
fondo del pasillo”. Me dirigí al cuarto que me había indicado. Una mujer
pintarrajeada me abrió la puerta con desgano. Luego, en casa, arrodillado
frente a una imagen del Buen Pastor, prometí apartarme del pecado. Fue
inútil: el fuego que Francisco había encendido en mi cuerpo me obligaba a
reincidir.
Un día la Araucana, convertida sorpresivamente en Magdalena, clausuró el
negocio para abrazar, ella también, la causa de los desposeídos. Dejé de
pecar.
Me dirás, con razón, que no vale la pena recordar esas miserias de una
época, gracias a Dios, superada. Años después concluía el bochornoso
carnaval. Francisco, en vez de volver al redil, cometió la torpeza de romper
el vínculo que te unía a él, sin recibir de tu parte el más mínimo reproche.
Ni siquiera te importó saber que te había reemplazado por una mujer de
clase inferior a quien, enfáticamente, continúa llamando “mi compañera”.
Hace poco, esa mujer tuvo el descaro de presentarse en casa a preguntar si
sabíamos de la desaparición de Francisco. Mamá y yo le negamos la
entrada. Sería imposible tomar igual medida con mi hermano, la ley protege
su patrimonio familiar.
Me pregunto si tu indulgencia hacia Francisco no excederá la simple
anécdota sentimental. Hoy como ayer estás dispuesta a perdonar a ese
renegado que se alió a nuestros anteriores enemigos y que ahora pretende
destruir el orden y la decencia que imperan en la provincia. De apóstol de
burdel, ha pasado a algo peor.
Hace tiempo que sospechábamos las andanzas de Francisco: tanto él como
el barbudo pelirrojo, su compinche, eran vigilados por nuestros agentes.
Pero ¿quién sino Francisco pudo entrar impunemente al Club y colocar la
bomba?
Me he negado a interceder en su favor. No me correspondía hacerlo por
tratarse, precisamente, de alguien de mi misma sangre. ¿Vamos a permitir
que la cizaña invada nuestro propio campo? ¿Admitiremos en nuestro hogar
al lobo que habrá de devoramos? Por lo demás, ya es tarde para intervenir.
En mérito a mis patrióticos servicios he tenido el privilegio de presenciar el
justo desenlace de esta historia. Francisco yacía en un calabozo, las manos
fuertemente atadas a la espalda, los ojos cubiertos por una venda. Lo
obligaron a levantarse. “Está bien, procedan”, alcancé a decir. Mi voz me
delató. No tuve tiempo de esquivar el sorpresivo salivazo. “Sacristán de
mierda”, aulló mientras dos hombres corpulentos lo sacaban a empujones
del calabozo y lo metían en un camión.
Confío en que sabrás comprender y que no obstante el desagrado que te
provocaron esta tarde mis palabras, modificarás prudentemente tu actitud.
Desaparecido Francisco y su perniciosa influencia, serás la Gringa de mis
mejores sueños, la del baile en el Club: una muchacha hermosa y sensata,
nacida para actuar entre gente selecta.
Acabo de ordenar la compra de una orquídea; te la envío como prueba de
que no te guardo rencor. Con el tiempo recibirás otros presentes que, mujer
al fin, halagarán tu vanidad y cambiarán en amable sonrisa tu desdén.
Descubrirás con asombro que en mi pecho frágil anida un águila imperiosa.
¿Necesito agregar que aquella noche, en lo de la Araucana, demostré con
creces que en nada tengo que envidiar a Francisco?
Al salir de mi despacho en la Gobernación, me he mirado con satisfacción
en el espejo que adorna el salón dorado cuyas ventanas se abren a la plaza.
Decididamente, mi nuevo sastre es capaz de vestir con elegancia hasta a un
ordenanza.
LA SEÑORA ÁNGELA

—Cuando muera me van a extrañar...


—Cuando me case dejaré esta provincia tediosa...
—Cuando me jubile dormiré una semana sin parar..
Mamá quería darnos un escarmiento con su muerte; Marta, casarse y llevar
una vida divertida en Buenos Aires; papá, dormir el tiempo que le diera la
gana. A tío Federico teníamos que adivinarle los deseos: la enfermedad lo
había condenado a permanecer silencioso en un sillón.
—Para mí que la gata está otra vez preñada. Qué barbaridad.
Marta decía que Mimí era una atorranta a causa de su barriga. Acababa de
emplear el mismo término para referirse a “ésa de la vuelta” que salía con
un hombre casado.
—¿Por qué atorranta?
—No seas meterete. Sería bueno que estudiaras en el patio en vez de estar
aquí oyendo conversar a los mayores.
Marta era la amiga preferida de mamá; solía visitarla por las tardes. Juntas
tomaban mate, charlaban, hojeaban revistas de modas. Tenía las uñas y la
boca pintadas de rojo oscuro, casi negro; las cejas finísimas, dibujadas con
lápiz.
Entre mate y mate, mamá se lamentaba:
—Estoy harta de baldear patios, hacer las compras, cocinar. Y encima el
problema de mi hermano. ¿Te parece justo?
Marta proponía algunas soluciones: mudarnos a un departamento; llevar a
la gata en una bolsa y abandonarla en el parque; meter a tío Federico en un
hospicio. En cuanto a mí, no me vendrían mal unos azotes.
—¿Querrás creer, Marta, que hace por lo menos un mes que no piso un
cine?
Papá y yo no reconocíamos su sacrificio. Cuando muriera nos daríamos
cuenta, pero sería tarde. Nadie me serviría el desayuno soplando encima del
humeante tazón para entibiarlo; papá iría a trabajar con la camisa arrugada;
tío Federico se secaría como una planta sin riego.
Marta suspiraba: ése era el destino de las mujeres honra das. Las otras, en
cambio, vivían como reinas.
—Si fuese sola, vaya y pase. Pero decime, con una hija que es ya una
señorita. No hay derecho.
—Dejá de parar la oreja. ¿No te he dicho acaso que vayas a estudiar al
patio?
De mala gana obedecía a mamá; recogía mis cuadernos y salía del comedor
de diario. No precisaba quedarme para saber de quién hablaba Marta. Yo
era amigo de Felisa, la hija de la señora Ángela.
Papá volvía cansado de su trabajo; almorzaba y en seguida se acostaba a
dormir la siesta luego de dar cuerda a su reloj despertador. Al cabo de una
hora, en el escritorio donde estábamos con mamá revisando mis deberes,
oíamos la campanilla del reloj que gradualmente disminuía de intensidad
hasta apagarse por completo. Mamá fruncía el ceño:
—Qué marmota. Esperame, voy a despertarlo.
Papá no tardaba en aparecer, la cara abotagada, los ojos soñolientos. Sólo
los domingos podía darse el lujo de dormir largas siestas. Tío Federico no
dormía jamás; tampoco pestañeaba. Aun en la oscuridad permanecía con los
ojos abiertos. Felisa decía que su madre, para mantenerse joven, dormía
doce horas diarias.
—Felisa, bajá inmediatamente de ese árbol. Dios mío, esta niña es peor que
un muchacho —dijo la señora Ángela.
El follaje del árbol se agitaba; crujían las ramas y pronto veíamos a Felisa
deslizarse por el tronco.
—Pero hija, ¿vas a ir así a la heladería?
Las niñas no andaban descalzas, no trepaban a los árboles, ni coleccionaban
animales repugnantes.
—¿A usted, joven, le parece normal que a Felicita le guste un alacrán? Casi
me desmayo del susto y ella como si nada: “Lo encontré adentro de un
zapato, mamá”.
En una oportunidad, cuando sellamos nuestro pacto, yo le había regalado un
ciempiés. Además de insectos, Felisa coleccionaba huevos de pájaros (los
celestes eran de cuervo; otros, verdosos, parecían de ágata; otros estaban
salpicados de manchas marrones, como su nariz).
—Figúrese: un alacrán. Qué horror.
Papá decía de Marta que era una alacrana porque hablaba mal del prójimo.
Yo pensaba que además de alacrana era una envidiosa. La señora Ángela
parecía ignorar los comentarios malignos que se tejían en tomo de ella.
Lánguida, y a la vez majestuosa como una estatua, mientras conversábamos
jugaba distraídamente con las esclavas de plata que le cubrían el antebrazo,
o aspiraba un diminuto pañuelo humedecido en perfume. No me atrevía a
mirarla de frente, temeroso de que adivinara mi turbación.
—Para ella uno de limón; para mí de vainilla.
El ventilador de la heladería agitaba el moño que sujetaba el pelo rojizo de
Felisa:
—Dice que no tengo compostura, que va a ponerme pupila en un colegio de
Córdoba. ¡Ojalá la hubiera picado el alacrán!
Los alacranes mataban con su veneno poderoso, pero si a un chico lo
mordía un mono era mucho peor; con el tiempo se convertía en un
autómata, como tío Federico.
Mamá juraba no recordar que a su hermano le hubiera ocurrido en su
infancia un accidente de ese tipo, pero en el pulgar izquierdo de mi tío
estaba la cicatriz que la curandera había examinado detenidamente antes de
hacer el diagnóstico.
Papá se burlaba: era imposible que un animal tan movedizo transmitiera la
más absoluta inmovilidad.
La curandera recetó colocar cebollas debajo de la almohada de tío Federico
para ahuyentar el espíritu que lo poseía.
Algunas tardes Felisa me recibía en un cuarto que daba a la calle y estaba
reservado a las visitas. Un espejo, peligrosamente inclinado hacia adelante,
reflejaba fantasmales sillones enfundados de blanco, un piano, una vitrina
donde había objetos de porcelana y abanicos antiguos. Allí, sentados en la
alfombra, Felisa me enseñaba las fotografías de un álbum de familia forrado
en terciopelo verde:
—Mamá, antes de casarse. Mi abuelo, en la quinta. Papá y mamá en
Córdoba. Yo, cuando hice la primera comunión. Mi abuela, que también se
llamaba Felisa y era mala como yo. Dick Tracy, un ovejero alemán que se
murió de pena después que lo enterramos a papá.
Yo deseaba que Felisa volviera atrás las páginas del álbum para mirar de
nuevo el retrato de la señora Ángela en su juventud: el pelo corto, una onda
sobre la frente y un collar de perlas increíblemente largo que le rodeaba el
cuello y caía por debajo de la cintura.
En casa, las fotografías de mi familia estaban guardadas en un cajón del
aparador entre recetas de farmacia, recibos de la luz y otros papeles que
podrían hacer falta, como decía papá, y que según mamá sólo servían para
juntar cucarachas.
Un día, para no ser menos que Felisa, resolví pegarlas en un álbum. En
todas las fotografías del tío Federico una mancha de tinta cubría su rostro,
como una nube.
“Nos, los representantes del Pueblo de la Nación Argentina...”
—Es el último grito. Drapeado y gran escote asimétrico.
—Dejate de embromar. ¿Te imaginás la cara de Fulano si me ve con un
escote así?
Vanamente yo trataba de memorizar la lección de instrucción cívica
mientras mamá y Marta hojeaban revistas de modas.
—Fijate en el modelito del medio, ¿no te parece discreto?
“... reunidos en Congreso General Constituyente...” ¿Qué sentido tenía que
eligiera un vestido si pensaba morir?
Mamá señalaba con una cruz el vestido discreto. No quería problemas con
Fulano, que era papá cuando se enojaba, como la vez que discutieron
porque él se oponía a que ella se arreglara las cejas como Marta. ¿Qué hay
de malo? Había dicho mamá: Se usa, es la moda. Papá se levantó de la mesa
sin beber su pocilio de café y salió a la calle, dando un portazo. Fulano es el
colmo de anticuado, me dijo. Y se echó a reír.
Mamá siempre salía en defensa de Marta. Era su amiga de tantos años: la
extrañaría cuando se marchara para casarse con el festejante que le había
salido en Buenos Aires. Papá se negaba a creerlo:
—Por favor, ¿quién va a casarse con semejante mascarita?
—No seas malo. La pobre se pinta de puro aburrida.
Era nuestra despedida. A la mañana siguiente Felisa viajaría con su madre a
Córdoba para ingresar como pupila en un colegio. Me dejaba de recuerdo su
colección de insectos y de huevos de pájaros.
—Será un alivio. Cada día la soporto menos...
Me sorprendía la calma con que aceptaba la decisión de su madre; no
olvidaba que en un momento de furia había querido ponerle un alacrán
entre las sábanas. El alacrán se hubiera deslizado debajo de su camisón
hasta alcanzar su pecho. Igual a Cleopatra, pero en vez de un áspid habría
sido un alacrán.
—Se equivoca si cree que soy como papá, que le faltaban agallas para
dominarla. Pobre papá. La idolatraba... Decime: ¿vos la encontrás tan
bonita?
Yo no tenía más remedio que mentir.
—¿No? Qué raro. Todos los hombres se babean por ella. Pero mamá no
quiere a nadie. A papá nunca lo quiso. Sólo piensa en sí misma, en
comprarse zapatos. Tiene montones. Vení conmigo, te los voy a mostrar.
Felisa me tomó de la mano y me llevó por un pasillo que conducía al cuarto
de su madre. Allí abrió la puerta corrediza de un armario repleto de zapatos
y cajas de sombreros.
Con el corazón palpitante yo observaba la cama de bronce, reluciente como
un altar, donde la señora Ángela se tendía doce horas diarias para conservar
su belleza. Desparramadas sobre la mesita de noche, sus esclavas de plata.
Felisa, que como de costumbre andaba descalza, se puso un par de zapatos
de tacos altísimos de su madre y empezó a pasearse por el cuarto imitando
su voz, su manera de andar.
—Dígame, joven, ¿le parece normal que a Felicita le guste un alacrán?
Yo temía que apareciera la señora Angela y nos sorprendiera en su
dormitorio. ¿Adivinó Felisa mi pensamiento? Insinuante, me rodeó el cuello
con sus brazos y murmuró a mi oído: “Estate tranquilo. Mamá fue a la
modista”. Entonces me besó en la boca, con la urgencia y el desparpajo de
un varón.
¿Qué la llevó a Felisa a romper nuestro pacto en víspera de su partida? Yo
la admiraba. Nadie en el club podía competir con ella en los torneos
juveniles de natación. Semejante a un delfín, se zambullía en la pileta y en
un santiamén la recorría de un extremo al otro para después emerger del
agua y quitarse el gorro de goma con un gesto de suficiencia.
Las chicas y los muchachos del club la encontraban antipática; se burlaban
de sus pecas, de su falta de gracia. Como su casa estaba cerca de la mía, a
menudo, al dejar el club, tomábamos el mismo ómnibus para el centro.
Pronto nos hicimos amigos. Ibamos juntos al cine, a la heladería. Una
matinée, en el cine, al rozar yo intencionadamente su mano, Felisa la apartó
con brusquedad. Luego, en la calle, me explicó que en lo sucesivo ella sólo
saldría conmigo si me comprometía a sellar un pacto de camaradería entre
nosotros:
—Te soy franca, jugar a los novios me parece ridículo. Si volvés a ponerte
cargoso, no te veo más.
Para recobrar su confianza juré portarme correctamente; le regalé un
ciempiés.
Solícita, mamá acercaba su mejilla a mi frente.
—¿Qué te pasa, hijo? ¿Estás enfermo?
Al igual que tío Federico me quedaba silencioso, los ojos muy abiertos. El
amor era tan funesto como ser mordido por un mono.
Marta sonreía con malicia; sacaba un peine de la cartera y se peinaba el
flequillo.
—No tiene nada. Está en la edad del pavo.
Ahora, para no aburrirse, además de pintarse cambiaba todo el tiempo de
peinado.
Papá, sin la preocupación del reloj despertador, dormía la esperada siesta de
los domingos.
Me había visto obligado a arrojar a la basura la colección de insectos. Ni se
te ocurra colgar de la pared esos bichos asquerosos, había dicho mamá, que
sin embargo quedó maravillada de los huevos de pájaros.
—Qué raro que los cuervos pongan huevos celestes. El mismo color del
manto de la Virgen.
Yo extrañaba la amistad de Felisa, ¿llegaría a perdonarme? En vez de
escribirme como lo había prometido, la ingrata me envió un sobre: adentro,
sin agregar una sola línea, el retrato de la señora Ángela.
BAMBINO

Ayer, al oír el timbre del cartero, salí a la puerta de calle a recibir la


correspondencia. Contrariaba, a sabiendas, una orden de papá, pero valía la
pena arriesgarme. Como lo imaginaba, había una carta de Buenos Aires
dirigida a mí, que guardé de inmediato en un bolsillo del pijama. No me
resultaba difícil adivinar su contenido.
A esa hora de la mañana el calor ya era sofocante. Aunque protegidas por el
toldo que cubre el patio, las begonias se veían mustias; los pájaros, con las
alas flojas, permanecían silenciosos en sus jaulas; la gata bostezaba en el
sillón de la galería donde mamá, después de almorzar, hojea revistas de
moda porque no soporta el ruido del ventilador que papá invariablemente
pone a funcionar no bien se acuesta a dormir la siesta.
Al volver a mi cuarto me detuve un momento en el umbral de la sala, tan
fresca y agradable gracias a la sombra del jacarandá de la vereda. Hasta
hace poco había allí un piano, pero papá lo vendió en un remate para cortar
por lo sano, sentenció, luego de un episodio que me avergüenza recordar.
Creo que el ventilador es un pretexto de mamá para leer con tranquilidad El
Hogar y Rosalinda, sus revistas preferidas, sin necesidad de soportar los
ronquidos leoninos de Papá, que por lo demás casi desborda la cama
matrimonial con su corpulencia.
Por lo que me contaron, el carácter un tanto excéntrico de mamá se agudizó
como consecuencia de mi nacimiento: se ponía sombrero y guantes para
acostarse, y al salir de compras, en vez de una cartera, llevaba doblado bajo
el brazo su corsé. En realidad, fui el culpable de su crisis al negarme a venir
al mundo en el término normal fijado por la naturaleza. Instalado
cómodamente en el vientre de mamá, tuvieron que desalojarme a la fuerza
con pinzas de acero cuyas huellas amoratadas llevé de niño en los pómulos
y que se borraron con los años. Nací con cinco quilos de peso, algo que en
un principio halagó la vanidad de papá, a juzgar por un retrato en que sonríe
de oreja a oreja con su rollizo bebé en los brazos.
La noche en que mamá, sonámbula y en camisón, trepó a lo alto de una
cornisa del patio, papá resolvió traer una enfermera para que cuidara de ella
y de mí cuando por motivos de trabajo él debía ausentarse de la provincia.
Así fue como apareció la Mercedes Zárate, que al principio trabajaba por
horas y que después, encariñada con nosotros, se quedó en la casa y ocupa
todavía el cuarto de servicio, cerca del gallinero. No ignoro que las malas
lenguas dicen que papá la había conocido mucho antes, en un bailable de
pésima fama que frecuentaba de soltero, comentario que jamás me
preocupó. Mis sentimientos hacia la Mercedes son de gratitud. En una
oportunidad, su providencial aparición impidió que mamá, distraída, me
sumergiera en un lavatorio de agua hirviendo cuando se disponía a
bañarme. Este percance, que puso en peligro mi vida, y la obstinada
negativa de mamá a cumplir con sus deberes conyugales, determinaron su
internación en una clínica, de la que salió bastante restablecida al cabo de
un año, pero con los dientes rotos, la mirada opaca y el pelo canoso.
Es probable que durante la internación de mamá la Mercedes, conocedora
del temperamento fogoso de papá, haya tomado la iniciativa de aliviar una
abstinencia cuyas involuntarias fisuras percibiría al retirar su ropa del
canasto y enviarla al lavadero. Esto explicaría su turbación la vez que al
volver del colegio, una hora antes de lo habitual, la sorprendí arrodillada
ante papá con el pretexto de atarle los cordones de sus zapatos. En cierto
modo, su forma de actuar se asemeja a la de una persona precavida que abre
un escape de vapor en una caldera a punto de reventar. Porque la energía de
papá es incontenible como una marea y superior a la de los demás hombres.
En una ocasión fui testigo de esa superioridad; yo tendría cinco años, y a
veces él me sacaba a pasear por el parque 9 de Julio en su cupé Ford
descubierta, o me llevaba al Club de Viajantes donde se reunía con sus
amigos a jugar a las cartas o al billar mientras su bebé se hamacaba en un
columpio y engullía cucuruchos de helado de crema. Aquella noche, al
abandonar el club, papá y sus amigos, que habían bebido mucha cerveza,
resolvieron hacer un torneo de competencia. Tambaléandose, se internaron
por una calle desierta para detenerse frente a un paredón de ladrillos.
Parados en el cordón de la vereda con las piernas abiertas, bajo la luz
mortecina de un farol, cada cual se dispuso a obtener la victoria. El chorro
de papá fue el más potente; un vibrante arco ambarino que atravesó la calle
de tierra y humedeció el paredón. Mi modesta participación en el torneo
provocó la risa de todos. Hasta el presente, soy incapaz de emular esa
hazaña de papá; tampoco he podido, como lo hace él, destapar una botella
de gaseosa con los dientes, o bañarme en invierno con agua fría. La
Mercedes suele decirme, en tono burlón, que con las mangas de una camisa
de papá ella podría confeccionarme un pantalón. Debo reconocer que, a
pesar de sus años, papá se conserva bastante bien, aunque gran parte de su
aspecto juvenil se deba a una faja elástica que usa permanentemente y a su
pelo y bigote retintos que la Mercedes se encarga de retocar con un pincel.
Ser distinto de papá tiene sus ventajas: mi rostro redondo y lampiño, mi
pelo rubio y mis ojos azules, me dan un aire infantil que justifica mi apodo.
En los últimos meses, a la par de un ligero enronquecimiento de mi voz, he
notado la aparición de algunos pelos sobre mi labio superior y en mis pan
torrillas, que me apresuré a arrancar con una pinza de cejas En esta
provincia tórrida, ha de ser una tortura tener esa vellosidad de papá que
desborda de su camiseta; trepa, rasurada y celeste, por su nuez de Adán y
sus mejillas; reaparece en su bigote; asoma como un yuyal en sus orejas y
se arremolina en sus cejas fruncidas, amenazadoras. Cuando se enoja, su
aspecto es aterrador. Es comprensible el pánico que se apoderó de don
Giovanni Frasead, mi profesor de piano, cuando papá salió detrás del
biombo de la sala, donde estaba escondido, gritando como un energúmeno.
Pero la víctima inocente fue el piano, que se vendió tirado en un remate.
No obstante la simpatía que mamá le demostraba a Don Giovanni (es un
perfecto caballero, un europeo, solía decir de él) no movió un dedo en su
favor, y en un primer momento hasta pareció que aprobaba la brutalidad de
papá en aquella ocasión. Pero con mamá nadie sabe nunca a qué atenerse.
Uno la cree en Babia y en el fondo lo ha comprendido todo.
A decir verdad, Don Giovanni era un músico mediocre: había nacido en
Nápoles, donde se recibió de profesor de piano especializado en la
enseñanza de la técnica del pedal. Precisamente a esa tarea estaba entregado
el día del escándalo. Debido a mi escasa estatura, apenas podía yo alcanzar
los pedales con la punta de mis zapatos. Fue entonces que don Giovanni me
hizo sentar sobre sus rodillas y apoyar mis pies encima de los suyos para
distinguir de ese modo los matices de sonidos en el Claro de Luna de
Beethoven. No hubo manera de explicárselo a papá, que amenazó con
denunciarlo a la policía.
Don Giovanni, asustado, tomó el primer tren a Buenos Aires. Yo,
hábilmente, pude salir airoso de los interrogatorios a que me sometió papá y
al mismo tiempo hacerlo desistir de su propósito de corroborar mi inocencia
con un médico.
A partir de ese día, se ha desatado una guerra entre papá y yo. Debo
vestirme como los demás chicos y no con esas camisas que la Mercedes me
cose utilizando algunos vestidos viejos de mamá; olvidarme de la música, o
bien resignarme a cambiar el piano por el violín, instrumento que a él se le
antoja más apropiado para un varón, así como un ovejero alemán es un
perro más acorde con un chico que un caniche o un Lulú de Pomerania.
Lástima. La Mercedes me había prometido un piyama de seda cruda. Mamá
le ha confiado la llave de su ropero, repleto de ropa pasada de moda que
jamás volvió a usar después de su internación; desde entonces sólo se viste
con amplias camisolas que disimulan su extrema delgadez. Parecería no
importarle la familiaridad de la Mercedes con papá, y mantiene hacia ella
una actitud distante, silenciosamente despectiva, salvo algunas noches de
luna en que pierde su habitual compostura. Entonces la insulta, la llama
mulata hocico negro.
Estoy ahora en la sala, angustiado ante la idea de que pronto me iré de casa
para siempre. Me gusta este lugar silencioso y dorado, con su vitrina de
abanicos preciosos, que pertenecieron a la familia de mi mamá, y un viejo
narguile de Oriente, reliquia de mi abuelo paterno. Como es verano, las
persianas de los balcones están cerradas, las sillas enfundadas, y un tul
cubre la araña para protegerla del polvo. Las flores del empapelado de la
pared se ven mucho más nítidas en el sitio que ocupaba el piano.
Tengo conmigo la carta de don Giovanni y el pasaje a Buenos Aires que la
acompañaba. Por momentos me parece oír los primeros compases del Claro
de Luna que él, con exagerada lentitud, empieza a modular, su voz
acariciadora que susurra a mi oído: Bambino, Bambino. ¿Por quién
decidirme? Rompo la carta y el pasaje, dispuesto a continuar hasta el final
la encarnizada batalla con papá.
Aquella tarde, poco antes de empezar la clase, gracias al espejo que
reflejaba un rincón de la sala, pude descubrir a papá agazapado detrás del
biombo. Al principio pensé en evitar el fatal desenlace, pero fue mayor la
tentación de provocar su cólera, peligrosa y magnífica, semejante a la
erupción de un volcán. Debió de sentirse derrotado al ver que yo reía, feliz
y un poco aturdido por el par de bofetadas que acababa de propinarme,
mientras don Giovanni huía como un conejo ante la sombra inesperada del
cazador.
ANITA

A Silvina Ocampo

Casi todos los días, antes de almorzar, paseamos con Marcelo por la Plaza
del Bajo. De allí salen los ómnibus que van a la campaña. Los pasajeros,
que han llegado a la ciudad con el primer ómnibus, recorren desde muy
temprano los negocios próximos a la plaza, donde hábiles y ojerosos
comerciantes (el metro de hule enroscado al cuello, el lápiz o la tiza de
color en la oreja) les ofrecen sus variadas mercaderías.
Apoyados en la puerta de sus tiendas (un cartel, en lo alto, anuncia la
sorprendente liquidación) los vendedores declaman una lista de fugaces
artículos rebajados de precio. Imposible evitar su exaltación sincera, sus
gestos, su bigote. Los clientes son arrastrados entre mimos y halagos al
interior del negocio. Por último se detienen frente a la desdeñosa patrona
que juega con sus pulseras de oro, detrás de la caja registradora, y acaban
por entregarle los manoseados billetes.
Pero también la Plaza del Bajo es el lugar preferido por los vendedores
ambulantes que aparecen con sus monos sabios, sus víboras amaestradas,
sus loros adivinos. Vociferan entre una multitud de hombres y mujeres que
aguardan atónitos la demostración del prodigio; de pronto, sin darse cuenta,
han comprado la birome dorada o la pipa sacacorchos, y antes de que la
víbora baile, el loro vaticine, o el mono toque la guitarra.
En uno de nuestros paseos por la plaza descubrimos al hombre del turbante.
Era moreno y delicado, con ojos de expresión melancólica. Sus dedos
sostenían unas bolsitas de papel azul. Apenas se oía su voz aguda y
entrecortada, como de rata. Tuvimos que acercarnos para saber qué decía.
Pensé que era un vendedor poco diestro: necesitaba algo más llamativo que
un simple turbante para anunciar su mercadería.
Con excepción de Marcelo, yo, y dos o tres chicos lustrabotas que estaban
sentados en el suelo comiendo laponias, nadie hacía caso del hombre del
turbante ni de las bolsitas azules que mostraba. Con los débiles sonidos que
salían de su boca pudimos componer las siguientes frases: “Hierbas de
Oriente. Curan toda clase de enfermedades. Se toman con la comida. Por un
peso, un solo peso moneda nacional”. Repitió varias veces las frases,
equivocándose en el orden. Parecía no tener mucho interés en la venta
porque en seguida se fatigó y comenzó a guardar las bolsitas en una valija
adornada con signos cabalísticos. Nos dio tanta pena el hombre del turbante
con su aire de palúdico y su mirada entre afiebrada y piadosa, que Marcelo
y yo decidirnos juntar las monedas que teníamos y comprarle dos bolsitas
azules. De paso, le aconsejaríamos algo más eficaz para anunciar su
mercadería: por ejemplo, atravesarse la lengua con una aguja, hipnotizar a
un gallo, tragarse un hisopo encendido en nafta. El hombre sonrió al
escuchar nuestras sugerencias. Antes, en los buenos tiempos, nos dijo,
vendía cientos de bolsitas, pero el negocio era un fracaso desde que el
Inspector le había prohibido trabajar con ella. Preguntamos quién era ella.
¿Queríamos conocerla? Estaba ahí, en la valija, agregó, y se llamaba Anita,
la querida Anita. Nos miramos con recelo pensando que el pobre estaba
loco. El hombre abrió la valija, sacó una caja de alambre tejido, del que se
utiliza en las fiambrerías, y dijo:
—Salga, Anita. Aquí hay dos jóvenes que quieren conocerla.
Entonces, del interior de la caja, saltó la araña pollito. Retrocedimos
deslumbrados. La araña, grande como una mano, tenía el color de la miel de
caña.
—Salude a los jóvenes, Anita. No sea mal educada.
La araña, posada en el hombro del vendedor de hierbas orientales, levantó
dócilmente una patita peluda; luego, por voluntad propia, trepó al turbante
donde se escondió. Intentamos sonreír. Marcelo, con su manía de
coleccionar animales (tiene mariposas y un ciempiés disecado sobre su
escritorio), le preguntó cuánto quería por Anita. Se la compraba en el acto.
(Yo adivinaba su pensamiento: la quería para ahogarla en un frasco de
formol.) El hombre le contestó que no se desprendería de ella por todo el
oro del mundo.
—Usted puede conseguir otra —dijo Marcelo.
—No como Anita.
—Le doy quince pesos.
—No.
—Treinta.
(Pensé: ¡Qué farsante! ¿De dónde los va a sacar?)
—No.
—Cincuenta —insistió Marcelo con descaro. El hombre del turbante vaciló;
luego pidió que le enseñara el dinero. Marcelo no lo tenía, por supuesto.
—Si espera media hora se los traeré.
—No —dijo el hombre, y guardó la araña. Marcelo quedó decepcionado.
Íbamos a cruzar la plaza para tomar el tranvía, cuando el hombre nos llamó:
—Está bien —dijo—, se la dejo por ese anillo.
Y señaló mi mano derecha. Le di mi anillo, un anillo de oro con iniciales,
regalo de mi abuela.
—Pero se la vendo sin el estuche —aclaró.
Aceptamos y fuimos hasta un almacén donde nos dieron una caja de
galletas vacía. Allí metimos a la araña. Marcelo estaba radiante de felicidad.
Yo le previne que de ninguna manera aceptaría que Anita formara parte de
su colección, que la quería viva.
—Pero Anita será de los dos, ¿no?
—Sí, de los dos.
Antes de marcharse, el hombre del turbante nos dijo que la araña era muy
cariñosa e inofensiva, que se le partía el alma de tristeza al abandonarla, que
no olvidáramos darle su ración de moscas, ni su platito de agua limpia.
Cuando volvimos a casa, mi abuela, por suerte, había salido. Entramos a mi
cuarto. Marcelo, que también es artista, dibujó sobre la caja de galletas
(antes hicimos unos agujeros en el cartón para que Anita no se asfixiara)
una calavera. No porque la araña significara un peligro como el polvo de
estricnina, tan parecido al talco, pero que tiene la virtud de inmovilizar a los
gatos en lo alto de las comisas de donde se desploman al patio, y es
divertido mirar sus ojos vidriosos, dilatados por el veneno. Anita era
inofensiva. Así nos aseguró el hombre del turbante que conocimos en la
Plaza del Bajo, hace un mes. La calavera de la tapa, pintada con tinta china,
la dibujó Marcelo con un propósito meramente decorativo.
Al poco tiempo descubrimos que el hombre del turbante era un impostor. La
cariñosa Anita resultó una araña malhumorada que se negaba a saludar y
permanecía encogida en el fondo de la caja. La verdad es que habríamos
muerto de susto si se le hubiera ocurrido repetir el salto espectacular del
primer día. Cuando golpeábamos un lado de la caja, Anita despertaba.
Tomados de la mano (la de Marcelo, helada) sentíamos el vértigo de
observar su cuerpo peludo, sus ojitos brillantes, sus patas complicadas.
Aveces, para sorprendemos, Anita movía rítmicamente las ocho patas. Por
nosotros corría un ligero estremecimiento, nos abrazábamos nerviosos,
dábamos saltos alrededor de la caja.
A Marcelo, una siesta, mientras estábamos encerrados en mi cuarto
fumando los cigarrillos de mi abuela, se le ocurrió aquella atrevida idea.
Tiramos a cara o cruz. Perdió él. Al principio estuvo dispuesto (además, le
correspondía: él había inventado el juego) pero luego desistió. Le dije que
era un miedoso. Para humillarlo me acosté en la cama y le pedí que me
volcara la caja destapada. Marcelo dijo que así no era gracia, que antes me
quitara la camisa. Me quité la camisa y esperé. Anita, como una mano de
felpa, cayó sobre mi pecho. Se me paró el corazón. Marcelo salió corriendo
del cuarto. Yo me apresuré a guardar la araña pollito que había subido por el
respaldar de la cama y estaba inmóvil junto a la llave de la luz.
Sé que fui injusto con Marcelo después de aquel incidente. Para
mortificarlo paseaba por la vereda con el ruso Natalio, que le había ganado
la última carrera de ciclismo. Un día me llamó por teléfono. Simulé la voz
de mi abuela y le dije que estaba en el techo, arreglando la antena de la
radio. Debió de advertir el engaño porque no volvió a llamar. Marcelo
andaba triste y aburrido. Yo lo miraba desde la terraza de mi casa, oculto
entre los jarrones de mampostería, dar vueltas y más vueltas alrededor de la
manzana, en su Raleigh amarilla, esperando el momento en que me asomara
a la puerta de calle para comprar un helado, y entonces dirigirme la palabra
como si nada hubiera sucedido. Utilizaría el pretexto de siempre: “¿Me
prestarías una llave para ajustar una tuerca, o el inflador para la rueda de
atrás que está en llanta?”
No es que me pareciera una cobardía imperdonable el susto que se llevó
aquella siesta, sino que, por culpa de Anita, o mejor dicho del anillo que me
costó, mi abuela me había suprimido el dinero de los domingos. Mentí que
había perdido el anillo en la escuela.
—Un día vas a perder la cabeza —dijo—. No hay cine hasta fin de mes.
El verdadero motivo de mi enojo era que a Marcelo, enterado del rigor de
mi abuela, no se le hubiera ocurrido compartir mi desgracia y continuara
yendo al cine mientras yo quedaba encerrado en mi cuarto, muerto de
envidia, en compañía de la taciturna Anita.
Pero una mañana, cuando le estaba dando de comer a la araña, escuché
música, tambores y una voz que anunciaba por un altoparlante el debut del
Circo Primavera. Salí del cuarto y me precipité a mirar el desfile. Me
pareció decepcionante. El elefante tenía las orejas desflecadas, a la jirafa le
faltaba un ojo, los leones, marchitos, bostezaban en sus jaulas. Me sacó de
aquel estado de depresión el alarido de mi abuela. En el acto comprendí lo
sucedido: había dejado abierta la puerta de mi dormitorio y ella, con esa
maldita costumbre que tiene de entrar, apenas me descuido, a revisarme los
papeles o a hurgar en los bolsillos de mis pantalones (“entré a ventilar el
cuarto”, dice), había descubierto a Anita sobre la almohada. Llegué a
tiempo para evitar el desastre. Mi abuela, armada de una escoba y una pava
de agua hirviendo, corría a la araña que ahora trepaba ágilmente por la
pared. Le dije que era una araña inofensiva, que Marcelo y yo la habíamos
comprado por indicación de la maestra con el propósito de estudiarla y
dibujar una lámina en colores para la clase de zoología. No hubo forma de
tranquilizarla.
—La araña se va ahora mismo de esta casa, o me voy yo —dijo.
Ese día reanudé mi amistad con Marcelo. El tiene un altillo donde nadie
sube: era el lugar más seguro para Anita.
Anoche fui a casa de Marcelo para visitar a Anita. Había pasado una
semana sin verla y la extrañaba. Marcelo, sentado en un sillón de mimbre
de la galería, hojeaba unas revistas. Subimos al altillo. El foco de luz, que
Marcelo pintó de rojo con el esmalte para las uñas de su tía, parpadeaba de
vez en cuando.
—Es la instalación que está vieja —dijo.
Y se acostó en la cama. Saqué la caja de galletas donde estaba Anita,
encima del ropero, me quité la camisa y me acosté a su lado. Marcelo dijo
que tenía vergüenza de lo que sucedió aquella siesta.
—No es nada, yo también tuve miedo.
—Repitamos el juego.
—¿Para qué?
—Sí, tiremos una moneda.
Volvió a perder. Me di cuenta de que estaba pálido.
—No importa —le dije—. Jugaremos otro día.
—No, ahora mismo.
—No vas a resistir.
—Sí, vamos.
—Te permito cerrar los ojos.
—Bueno, dale.
Destapé la caja de galletas y arrojé la araña sobre su pecho. Marcelo apretó
los labios, se quedó inmóvil. Anita se deslizaba suavemente hacia su
ombligo. Miré a Marcelo: no abría los ojos y un hilo de saliva brillante
comenzaba a bajarle de la boca.
—Marcelo —le dije—, abrí los ojos y dejate de bromas. Mirá lo que hago
con Anita.
Alcé la araña y me la puse en la cabeza.
—Mirá, Marcelo, no es nada, es inofensiva. Vamos, abrí los ojos.
Tomé un vaso con agua que había sobre la mesa y se lo derramé en la cara;
después le di algunas palmadas en las mejillas. Al fin abrió los ojos.
—¿Y Anita? —preguntó.
Yo tenía flojas las piernas, me temblaban las manos.
—Basta de Anita —le dije.
Entonces vi a la araña que trepaba por los cables de la luz en dirección al
foco. Hubo una pequeña explosión, unas chispas azules, y el cuarto quedó a
oscuras. Encendimos un fósforo. Marcelo se echó a reír como un loco: no
había manera de hacerlo callar. Súbitamente me abrazó, llorando. Anita
estaba muerta al lado de la cama.
LA CRECIENTE

El padre, sentado en una silla de mimbre, bebió el resto de la botella de


cerveza: terminaba de almorzar y leía el diario con expresión severa,
malhumorada. No estaba enojado: miraba de igual modo mientras
comentaba las noticias de fútbol o cuando descubría que las gallinas del
vecino le habían estropeado la huerta de tomates. Las cejas negras, tupidas,
el mentón voluntarioso, le daban ese aire de permanente ferocidad. Busi
llegó agitado de la calle, cruzó el patio y entró en la fresca penumbra del
comedor. Las ventanas, cubiertas por cortinas de juncos, apenas dejaban
pasar la luz brillante de la siesta. Sobre el mantel de hule, un melón partido
exhalaba su olor azucarado. Olor a días de ocio, a vacaciones.
El padre miró su reloj de níquel y le preguntó por qué llegaba tarde a la
mesa. “Me quedé jugando en el garaje de Leo. No sabía la hora”. “Que sea
la última vez”, dijo el padre, y continuó la lectura del diario. Leía hasta los
avisos clasificados con avidez maniática. Busi quería saber cómo Jim de la
Selva lograba escapar de los cocodrilos. Pero debía esperar a que su padre
se durmiera para entrar en el cuarto en puntas de pie y recoger las páginas
desparramadas junto a la cama de matrimonio. Esto ocurría todas las siestas
de su vida.
La madre salió de la cocina y le acercó un plato de sopa. Murmuraba, como
de costumbre, que deseaba morirse, que sería mejor que ella muriera. La
hermanita abrió la puerta del comedor y le mostró la lengua cubierta de
banana masticada. Busi la miró con repugnancia. Era igual, pensó, al cuerpo
reventado de una cucaracha. Ya encontraría la manera de vengarse: le
robaría los lápices de colores, derramaría tinta china sobre su álbum de
recortes.
Acabó la sopa y dijo con lentitud, sabiendo lo que habrían de contestarle:
“La gata de Leo tuvo cría; me regalaron un gatito”. El padre, detrás del
diario abierto, exclamó: “He dicho que no quiero animales en mi casa.
¿Entendido?”. Busi no contestó. Recordaba el episodio de la gata que
encontró una mañana a la salida de la escuela. Al principio todos parecían
divertidos con el animalito, le inventaban apodos cariñosos, le daban
carreteles vacíos para que jugara. Después la gata creció y comenzaron las
complicaciones. Desaparecía con frecuencia; por las noches se escuchaban
maullidos apasionados sobre el techo de la galería. Cuando los gatitos
nacieron detrás de una bolsa de papas, en el cuarto de la sirvienta, la madre
le dijo que debía ir pensando a qué amigos los regalaría. Otra vez la gata
tuvo la mala ocurrencia de tenerlos en el ropero. El padre se indignó (era el
ropero de su dormitorio) y metió a la gata y a su cría en un viejo saco de
cuero. Los llevó, así le dijo, al dueño de una fábrica de escobas donde
abundaban los ratones. Pero la hermanita, que escuchaba las conversaciones
de los mayores, le explicó al poco tiempo la verdad. El padre había salido
esa misma noche en la bicicleta: la gata y los gatitos estaban ahogados en el
río. Busi estuvo triste esa mañana. Ni siquiera tuvo ánimos para salir a jugar
un partido de pelota en la vereda, y la madre le preguntó si tenía escalofríos,
si le dolía la garganta. Luego subió al techo de la cocina. Arriba, cerca del
tanque de agua, encontró el esqueleto del pejerrey que la gata, según
creyeron, había robado una semana antes. Guardó el esqueleto de recuerdo.
Entonces fue cuando el padre dijo que no quería animales en la casa.
Ahora lo repetía, lo repetiría siempre. Busi sabía que era inútil insistir. Su
padre, además de ser el dueño del reloj de níquel, del diario y de las llaves
del ropero, poseía una colección de frases irrebatibles. Decía: “El piano es
un instrumento para mujeres”. O bien: “Los hombres no lloran”. Busi había
visto llorar al abuelo en su silla de inválido, y él mismo lloraba a menudo
cuando oía murmurar a su madre que deseaba morirse, que así terminarían
de una vez todos los problemas. Aquello comenzó cuando vivieron
separados del padre en el chalet de las afueras. Un hombre vestido de negro
solía visitarlos, sacaba papeles de un portafolio, hablaba con la madre.
Después volvieron a la casa de la ciudad, junto al padre. Con el tiempo las
palabras de la madre dejaron de impresionarlo. Pero esa mañana algo había
sucedido: una discusión, quizá provocada por una frase insignificante, que
ponía al padre fuera de sí, porque ella no preparó café ni quiso dormir la
siesta, y fue a sentarse con su paquete de caramelos bajo los arcos de la
galería. Busi comprendía que estaba lastimada, sola; que por eso comía
caramelos.
Abandonó el comedor con una tajada de melón en la mano. El padre dormía
la siesta; la hermanita recortaba fotografías de estrellas de cine y las pegaba
en su álbum. La madre hojeaba revistas de costura hasta que el sopor de la
siesta la vencía y quedaba dormida, con un caramelo en la boca. Busi entró
al dormitorio del padre y recogió la página de las historietas. Jim de la
Selva escapaba de los cocodrilos: un chimpancé domesticado le arrojaba
una liana, salvándolo de una muerte segura. ¿Qué hacer?, pensó, mientras
subía al cuarto del altillo.
Por la tarde, después del café con leche, cruzaría a la casa de Leo. En el
garaje, cuando llegara el Rubio, planearían juntos la excursión del sábado
próximo. Y el domingo, en el cine, verían la continuación de La jungla
negra. Prefería esa serie a la de El hombre invisible. Alguna vez, cuando
creciera, él también viajaría por los ríos de África, en piragua, y negociaría
con el rey negro del film que gobernaba sentado en un trono de huesos
humanos. Una bolsa de sal bastaba para conseguir diamantes en bruto y
colmillos de elefantes. Busi llegó a su cuarto y se desnudó. Con un pincel
mojado en tinta verde comenzó a dibujarse una serpiente en el pecho.
Luego, recostado, esperó a que el dibujo se secara. Soñoliento, abrió un
tomo de la Historia Sagrada. Miró los grabados del libro, se durmió.
Las excursiones al río comenzaron cuando Leo, el hijo de doña Celina,
regresó de la capital adonde lo habían mandado por consejo de un
especialista. Leo era tartamudo; a veces tenía ataques de nervios durante los
cuales se mordía la lengua y echaba espuma por la boca. El padre de Busi
decía: “Quien hereda no hurta”, aludiendo al abuelo de Leo, un hombrecito
inofensivo, pero que en varias oportunidades alarmó al vecindario. Una vez
intentó colgarse de un poste de telégrafo: decía que las cucarachas no lo
dejaban vivir, que hasta le habían comido un par de zapatos. Pasó tres
meses internado. De vuelta a su casa bebió querosén y por poco se murió. A
pesar de su comportamiento extravagante, el abuelo de Leo era querido por
todos: le gustaban las plantas, hacía delicados injertos en el jardín y obtenía
dalias dobles del tamaño de un repollo. Leo regresó mejorado. No
tartamudeaba y parecía menos flaco. Con todo, seguía teniendo la misma
expresión soñadora de Niño Dios ligeramente bizco, un poco retardado. En
el garaje de su casa (un galpón que fue convertido en laboratorio) Busi y el
Rubio organizaron los juegos. El Rubio trajo de la farmacia de su tío
botellas y tubos de ensayos, ungüentos y bolsitas de polvos con nombres en
latín. Sobre la puerta pusieron un letrero: “Prohibida la entrada”. Los chicos
mezclaban jugos de plantas y anilinas, cápsulas de aceite de ricino, quinina,
alquitrán. Después experimentaban los efectos de la droga en un perro y dos
ratas. El garaje olía a desinfectante, a fermentaciones. Los chicos querían
encontrar la fórmula que los volviera invisibles como el personaje del film.
Pronto se fatigaron del juego; una de las ratas había escapado, la otra murió
por asfixia dentro de una campana de vidrio y el perro, que bebió el líquido
verde, vomitó y quedó visible como siempre. En el cine comenzaron a
proyectar la serie La jungla Negra y ellos resolvieron cambiar el laboratorio
por una cabaña en el Congo desde la cual planeaban las excursiones al río.
Busi colgó de la pared un mapa de África: allí estaban señaladas las aldeas
de los caníbales y el sitio de las arenas movedizas. El Rubio dibujó una
cabeza de león, copiada del manual de zoología; también consiguió una
calavera de cerámica, la de un explorador inglés devorado por los salvajes
de la Polinesia, que antes había sido cenicero. Las excursiones al río (unas
veces al Congo, otras al Zambezee) se hacían los sábados a la siesta. Los
chicos, que llevaban cañas de pescar, acampaban en la Isla de las Moreras.
Aquel sábado los tres chicos bajaron por la calle Rondeau en dirección al
río. Dejaron atrás las casitas de tablas del suburbio con sus enredaderas
mustias por el calor y el polvo de las calles sin asfaltar. Cerca de las
barrancas vieron los ranchos de lata y de hojas de palmera donde vivían los
traperos que hurgan el basural lleno de tarros vacíos y de perros muertos. La
madre de Busi le dijo que no fuera al río; las moscas estaban insistentes, iba
a llover “Ocupate de algo útil, ordená la caja de herramientas”. No le hizo
caso: las vacaciones terminaban pronto y el día antes, en el garaje de Leo,
habían planeado la excursión. Cruzarían a la Isla de las Moreras: allí, junto
a un arbusto señalado en el mapa, enterrarían la calavera del explorador
inglés. Anduvieron en fila india a lo largo de las barrancas y descendieron
por un estrecho camino hasta encontrar el río color chocolate. Traía poca
agua: sólo era posible bañarse en los lugares donde los obreros, que sacaban
arena, habían dejado pozos ovalados de alguna profundidad. Llegaron a la
Isla. Terminada la ceremonia de la calavera, Leo, que había olvidado sus
pantalones de baño y era por naturaleza vergonzoso, se dedicó a buscar
lagartijas entre las piedras. El Rubio y Busi, sumergidos en el agua barrosa,
simulaban luchar con un cocodrilo.
Oscurecía cuando los chicos decidieron regresar. Nubarrones grises cubrían
el cielo y algunas gotas golpeaban las hojas polvorientas de las moreras.
Busi pensó que el cielo parecía un grabado de la Historia Sagrada: la gran
nube de Dios hablando con Moisés entre relámpagos. Leo dijo entonces que
había prometido a su abuelo una bolsa de moras. “Todavía no llueve
fuerte”, dijo; “hay tiempo”. Y trepó por el tronco del árbol. Pero los otros
dos se alejaron porque tenían miedo de los truenos. “Miedosos”, les gritó,
semiescondido entre el follaje agitado por el viento. “Son unos miedosos”.
“¡Dios santo!”, exclamó la madre; “tuve el presentimiento de que algo malo
les ocurriría, pero usted sabe cómo son los chicos. No es posible tenerlos
encerrados en la casa. ¡Qué desgracia!”
Busi, a un costado del policía, lloriqueaba. Tenía el mameluco empapado y
mantenía contra su pecho la cañas de pescar. “Tal vez el chico haya
quedado entre las ramas de la morera”, dijo el policía. “Hasta mañana, no se
sabrá si ha sido arrastrado por la creciente”. Después preguntó: “Era el hijo
de doña Celina, el tartamudito, ¿no?”. “El mismo”, dijo la madre; “ya
estaba curado”. “Es una casualidad que estén vivos”, agregó el policía.
“Abandonaron la Isla antes que comenzara a llover. El otro se quedó
juntando moras. Quería llevarse las de regalo a su abuelo. Su hijo y el
sobrino del farmacéutico ganaron la orilla y esperaron un rato al pie de la
barranca. De pronto escucharon el ruido de la creciente como un trueno
continuo, ensordecedor. Treparon por los matorrales hasta alcanzar el
camino de tierra en lo alto de la barranca. Entonces vieron cómo el agua
cubría la Isla de las Moreras”.
La madre se despidió del policía, cerró la puerta de calle y apagó la luz del
zaguán. Súbitamente cayó sobre el chico, le retorció una oreja. “Yo tengo la
culpa por ser demasiado blanda. Yo tengo la culpa”, dijo. Entró en su
dormitorio arrastrando al chico, lo sentó en la cama, le quitó a tirones el
mameluco empapado, las zapatillas llenas de barro. Continuaba tensa, con
los labios sumidos y el ceño duro, mientras le ponía un pantalón de pijama
y una tricota. Luego cedió; la ternura le dilató la cara marchita y apretada,
ahora luminosa. Tomó a Busi entre sus brazos, le acarició el pelo húmedo y
la frente. Aquello era el alivio: no la condena y el rigor del padre, sino la
serena clemencia de su batón floreado cuando le preparaba cataplasmas de
lino y el padre, en ropas de trabajo, antes de marcharse en bicicleta, le
decía: “Te pasa por andar descalzo. Lo tienes merecido”. Ella podía repetir
que deseaba morirse, podía también retorcerle las orejas; después
continuaba viviendo, comía caramelos, lo acariciaba. Busi se echó a llorar;
un llanto largo, entrecortado por sollozos y balbuceos. “Bueno, bueno”, le
decía la madre. “Esperemos hasta mañana. Quién sabe. Pobrecito”.
La tormenta duró toda la noche. En su cuarto del altillo, Busi oye los
truenos y el ruido del agua sobre los techos, que por momentos parecen
desplomarse. Para no ver los relámpagos ha escondido la cabeza entre las
sábanas. Piensa: “La nube era la cara de Dios y el río la voz de Dios, airada.
¿Para qué juntar moras?” Su abuelo bebió una botella de querosén. Nadie
sabía si las flores de su jardín eran dalias o repollos. Nieto de un alcohólico,
decían. Por eso tiene los ojos de Niño jesús bizco que habla con los
Doctores de la Ley. En la capital le enseñaron a hablar claro con discos
especiales. El policía lo ignoraba. Ayer me regalaron un gatito. Mi gata
murió por tener cría en el ropero. Pero encontré el esqueleto del pejerrey:
yo fui quien se lo dio. Nunca supieron nada. También él mintió, miente
siempre. No había tal fábrica de escobas. Mató a la gata, a los cinco gatitos.
Después lee el diario, mira su reloj de níquel y dice: “No quiero animales en
mi casa”. Su casa. Está bien. Yo tengo el garaje de Leo, un mapa de África,
una serpiente tatuada en el pecho. Los salvajes comieron al explorador
inglés y nosotros enterramos su calavera en la isla, al pie de un arbusto. El
Rubio y yo luchamos con un cocodrilo. El Rubio se burla porque Leo no
quiere bañarse desnudo: es flaco, es friolento. Dios mío, que no esté
muerto, que haya quedado a salvo en la rama del árbol. Mi madre dice que
quiere morirse. Mi abuelo no decía nunca nada y se murió. Todos nos
moriremos. Entonces se escuchará la voz del río, la creciente, y el mundo
desaparecerá bajo las aguas oscuras como la Isla de las Moreras. El cielo
era igual al del grabado de la Historia Sagrada. Empezaba a llover y
oscurecía ¿Por qué te abandonamos?
VESTIR A MAGDALENA

Hasta el presente, ella continúa sin rostro. He modelado varios: uno de


expresión melancólica; otro furioso; otro impávido, blanco y liso como un
huevo. ¿Por cuál habré de decidirme? Todos, de algún modo, recuerdan el
de la infortunada Magdalena.
Por las tardes, después de trabajar en mi obra, doy un paseo por el parque
de esta casa: allí me encuentro con hombres que como yo han renunciado a
su libertad en aras de una vocación impostergable, Pertenecen, quizá, a esa
raza de seres imaginativos y sensibles capaces de transformar en belleza la
obstinada vulgaridad de lo real. Muchos, a diferencia de mí, llevan la
cabeza rapada. Afables y laboriosos, los ocupan en menesteres humildes
(servir la comida, barrer las habitaciones, cuidar el jardín) y nadie diría que
bajo el influjo de la luna puedan llegar a perder su compostura. Cuando así
ocurre son apaciguados de inmediato con el chorro de agua de una
manguera.
A pesar de estos alborotos nocturnos que me dejan los nervios deshechos,
he podido consagrarme a mi obra sin mayores problemas hasta la aparición
de Fabricio. También lleva la cabeza rapada y anda de guardapolvo blanco.
En cuanto asumió sus funciones de mucamo, empezó a incomodarme con
sus preguntas. Le contesté que estaba modelando el busto de un prócer. No
debió de creerlo porque anoche, al traerme un plato de caldo, aprovechó
para arrojar miradas furtivas hacia el lugar donde mi amada reposa, cubierta
de papeles de diario.

A mi difunta madre le debo el privilegio de vivir exclusivamente para el


arte, libre de preocupaciones materiales que entorpezcan mi imaginación.
Dueño de mi tiempo e indiferente a los halagos del público, volveré a crear
aquí, para mi propio goce estético, el ideal femenino que hace años impuse
en los círculos cosmopolitas de Buenos Aires. Magdalena Caminos: ¿quién
ignora que su nombre fue sinónimo del más absoluto refinamiento?
Asimismo de muerte para muchas que intentaron copiar su fantasmal
belleza.
No obstante el parentesco que nos unía, conocí a Magdalena al volver de mi
primer viaje a Europa; tendría ella quince años y acababa de incorporarse a
mi hogar en calidad de protegida de mi madre. Hasta entonces yo ignoraba
la existencia de esa rama modesta de la familia afincada en el interior Mi
madre me puso al corriente de los hechos. Mi bisabuelo, Wenceslao
Caminos, había tenido la feliz ocurrencia de emigrar a la capital a mediados
del siglo pasado para casarse con una extranjera. El resto de la familia, por
orgullo o pereza (o por ambas cosas a la vez) continuó en el interior. Sus
descendientes pagaron caro ese desatino: en la actualidad, dijo mi madre, no
es raro encontrar allí algún oscuro empleadito, o un modesto folklorista que
llevase mi apellido.
Meses antes, en busca de alivio a su reumatismo, mi madre había viajado a
Río Hondo donde pudo comprobar con sus propios ojos aquella deprimente
realidad. La antigua casa de mis antepasados provincianos era poco menos
que un conventillo: en una de sus piezas vivían Magdalena y su padre,
Bernabé, un anciano nervioso y atildado que dilapidaba su jubilación en la
compra de zapatos a medida y en manicuras, porque opinaba que en el
calzado y en las manos se reconoce a un señor.
Magdalena conquistó enseguida la simpatía de mi madre, que vislumbró en
el rostro de la infeliz muchacha los nobles rasgos de la familia. Pensó en el
triste porvenir que le aguardaba en la provincia. Huérfana y sin fortuna ¿qué
sería de ella al lado de su padre, un hombre que acabaría fatalmente en un
hospital a juzgar por el aliento a alcohol que disimulaba chupando pastillas
de menta? Conmovida por estos pensamientos, decidió protegerla y habló
con Bernabé, que aceptó sin vacilar su generosa propuesta. Magdalena
viviría con nosotros en la capital; él recibiría mensualmente una discreta
suma de dinero para compensarlo de la pérdida de su hija.
Confieso que al ver por primera vez a Magdalena no advertí ninguno de los
nobles rasgos de familia que entusiasmaron a mi madre. Alta y desgarbada,
el espeso flequillo que le cubría la frente acentuaba la delgadez de su rostro
triangular, el rictus desdeñoso de su boca, pero sus ojos, ligeramente
estrábicos, no carecían de dulzura. Oculté a mi madre mi decepción,
dispuesto a aprobar sin reservas su voluntad de adoptar a Magdalena. La
condición de hijo único no es envidiable, mucho menos cuando se tiene
como yo un carácter inclinado a la melancolía.
Secretamente yo confiaba que mi madre, al sentirse acompañada por esa
muchacha (“Estoy sola como una palmera en el desierto” era una de sus
frases preferidas) aprobaría mi proyecto de radicarme algunos años en
Europa. Pronto advertí mi error. “De ninguna manera, caballerito: Su deber
es permanecer aquí, convertirse en un hombre de bien”, me dijo. Me
reprochó la vida desordenada que yo llevaba, mis repetidos fracasos como
estudiante. En efecto, a pesar de mi entusiasmo por las iglesias y capillas
románicas, había abandonado arquitectura en el segundo trimestre.
Igualmente efímero fue mi paso por medicina, asediado por sueños
repugnantes. Aún ahora me resisto a creer en ese laberinto de membranas y
vísceras que descubrí en los libros de Testut y que palpita, cálido, en todos
los seres vivientes.
Mi obligación, según mi madre, era ocuparme de la administración de unos
campos que teníamos en Azul. El aire sano fortalecería mi salud un tanto
quebrantada por lo que ella llamaba mis extravagancias vegetarianas. De
nada me valió argumentar que en Europa yo había hallado al fin mi
vocación, que desde entonces no dudaba de que el arte y la belleza serían la
meta de mi vida. Resuelta a fastidiarme, me citó los nombres de conocidos
artistas para quienes el campo era una fuente de inspiración. ¿Acaso no me
conmovían los atardeceres en la estancia, el mugir de las vacas, el canto de
los pájaros? Le contesté que precisamente me horrorizaban esos atardeceres
teñidos de rojo, como una herida, y que la paz y el silencio que allí reinaban
se parecían al de una tumba. No, de ningún modo aceptaría sepultarme en
Azul. Éramos ricos, ¿qué problema había en que yo viajara para saciar mi
sed de cultura? “Lo harás más adelante”, me dijo, “cuando cumplas la
mayoría de edad”. En aquel tiempo eran comunes las historias de jóvenes
que dilapidaban su fortuna en París, y mi madre, sin duda, atribuía mis
ansias de viajar a motivos licenciosos. Para ella, toda francesa era una
cocotte en potencia, y el arte, en general, un pretexto para justificar los
excesos de una irresponsable bohemia.
Resignado a permanecer en Buenos Aires hasta entrar en posesión de mi
herencia paterna, inicié un curso en el taller de un famoso escultor italiano,
pero aburrido de modelar en arcilla venus robustas y gráciles efebos, opté
por estudiar en casa e imponerme, de paso, una disciplina de trabajo, tarea
bastante difícil a causa de los insomnios que sufría y que sufro aún. Con ese
fin transformé en taller un amplio cuarto del primer piso: allí me pasaba el
día copiando espirituales vírgenes medievales, más acordes con mi
sensibilidad.
La paz de ese voluntario retiro fue interrumpida por mi madre, a quien sólo
veía durante el almuerzo, ocupada en civilizar a Magdalena con
demostraciones de sus buenos modales: en menos de un minuto, y sin
dignarse mirar el plato, pelaba un durazno escurridizo o una naranja con la
precisión de un cirujano. ¿Tendría yo inconveniente en enseñarle francés a
Magdalena? Había decidido inscribirla en el colegio de La Assomption y la
ignorancia absoluta que tenía la chica de ese idioma revelaría sus orígenes
modestos. Acepté, aunque de mala gana, esa tarea fastidiosa. Todas las
tardes, después del té, me reunía con Magdalena en la biblioteca para leer,
con voz articulada, las consabidas vicisitudes de monsieur et madame
Duval en un viejo manual de la Afianza Francesa. No tardé en darme cuenta
de que mi alumna carecía de dotes para el francés. Olvidaba el significado
de las palabras y la pronunciación de las nasales le daba alergia, de modo
que debía interrumpir las clases a causa de sus continuos estornudos.
Convencido de la inutilidad de aquellos esfuerzos, le sugerí a mi madre que
cambiara sus planes con respecto a Magdalena. ¿Qué necesidad había de
mandarla a un colegio tan costoso? Ella misma se jactaba de no haber
concurrido a ninguno. ¿No sería más atinado vincularla con sus iguales, es
decir, con muchachas poco agraciadas y sin dotes que se dedican al
bordado, la costura, la cerámica o la encuadernación? Para ello había
asociaciones decentes en que las jóvenes, además de aprender alguna
provechosa manualidad, ayudaban en colectas, venta de rifas y kermeses de
beneficencia a las damas que patrocinaban la obra. De paso, iniciarían a
Magdalena en la doctrina cristiana, para lo cual tampoco mostraba mayor
inclinación.
Un terremoto ocurrido en Chile le brindó a mi madre la oportunidad de
relacionar a Magdalena con sus amigas del Divino Maestro (en otros
tiempos había colaborado en esta obra pero al enviudar dejó de hacerlo para
entregarse con éxito a duplicar nuestras rentas). Las amigas de mi madre
aprovecharon la ocasión para organizar una fiesta en ayuda de las víctimas
del siniestro, amenizada por un desfile de disfraces denominado Mujeres
Famosas de la Historia. En vano buscó mi madre inspiración entre sus
heroínas predilectas: Santa Rosa de Lima, sor Juana Inés de La Cruz,
Remedios de Escalada, Florence Nightingale. Días antes de la fiesta la
sorprendí, visiblemente apesadumbrada, en el momento de arrancar de la
cabeza de Magdalena la corona de rosas artificiales y la toca con que
pretendía convertirla en la santa peruana. “Me doy por vencida”, exclamó.
“¡Esta niña es un esperpento!” Resolví ayudarla a salir del paso si ella
respetaba mi elección de un disfraz. Llevé conmigo a Magdalena a mi taller
con el propósito de hacerle algunos bosquejos al natural que facilitaran mi
tarea. Entonces, al dibujarla, se produjo la revelación que cambiaría mi
vida: descubrí, súbitamente la belleza de Magdalena, la suprema elegancia
de sus huesos. Y qué decir de su rostro. Ninguno tan descarnado, tan
inexpresivo. Como se verá luego, sólo el amor conseguía animarlo,
convertir su impavidez en ferocidad.
La entrada de Magdalena a la fiesta, caracterizada de reina de Saba,
provocó un murmullo de admiración en la concurrencia. Hierática, el
cuerpo ceñido en una túnica laminada, avanzó cadenciosamente haciendo
sonar los diminutos cascabeles que bordeaban el ruedo de su vestido. En la
frente, una diadema de serpientes enlazadas. Ante Magdalena palidecieron
las Amalias de Mármol, las madames Pompadour y demás adefesios
nacionales y extranjeros.
El destino quiso que a la fiesta concurriera la propietaria de una casa de alta
costura: Leda Fiori, una italiana opulenta que me felicitó calurosamente al
terminar el desfile. “Esa muchacha”, me dijo, “es de un chic poco común. Y
usted sabe vestirla. Venga el lunes a verme. Creo que puedo hacerle una
oferta interesante”.
Aquel lunes, en su negocio de la plaza San Martín, Leda Fiori volvió a
ponderar la interpretación que yo había hecho de la reina de Saba, mi
talento, mi audacia. ¿Me gustaría diseñar modelos y alhajas exclusivos para
ella? En cuanto a Magdalena, no lo dudaba: era el maniquí ideal para llevar
mis creaciones. Acto continuo mencionó una tentadora suma que recibiría
en caso de aceptar su ofrecimiento. Vacilé en contestarle. ¿Podía acaso un
artista rebajarse al mundo arbitrario y cambiante de la moda? Al vestir a
Magdalena había sentido que su cuerpo era un pretexto, un apoyo para
expresar una intuición de belleza reñida con el gusto del común de la gente.
Leda Fiori pareció adivinar mis pensamientos. Sus palabras me
tranquilizaron. “Usted tendrá plena libertad en su tarea” me dijo. “Le
auguro un gran éxito. Hay en usted algo místico capaz de enloquecer a las
mujeres”.
Al volver a casa conté a mi madre la entrevista que había tenido con Leda
Fiori. En contra de lo que pensaba, se mostró satisfecha con mi proyecto de
trabajar para ella. “La conozco”, me dijo. “En su negocio se visten muchas
elegantes”. Luego, en voz baja, aludiendo a Magdalena, agregó: “Tendrás
que hacer engordar un poco a tu reina de Saba, a menos que te especialices
en diseñar mortajas”.
En poco tiempo convertí mi taller de escultor en otro más adecuado a mi
nueva profesión de modisto; compré piezas de géneros suntuosos, cajas de
lentejuelas y demás abalorios. Hice también construir una tarima en el
centro de la habitación: allí Magdalena, semidesnuda, aguardaba el
momento en que, llevado por un rapto de inspiración me acercara a ella y la
envolviese en metros de tafetas, brocatos o tul de ilusión. Luego, con mis
propias manos, desgarraba la tela sobre su cuerpo; sujetaba con alfileres un
drapeado clásico, una graciosa caída.
Mi madre, que era el colmo de la distracción, tardó bastante en advertir el
cambio que iba operándose en Magdalena, pero una noche, al ponerse los
anteojos para leer las cotizaciones de la Bolsa, clavó en ella la mirada y
exclamó estupefacta: “Qué bien se te ve, Magdalena. Habría jurado que
tenías el pelo castaño oscuro”. Tuvimos que sofocar la risa. Hacía más de
un mes que, para presentar un modelo de inspiración renacentista,
Magdalena llevaba el pelo pintado de rojo.
¿Cómo me enamoré de Magdalena? Taciturna y desdeñosa, durante los
primeros meses de trabajo en común, apenas si cambiaba palabra conmigo.
A veces, sin poder reprimir su curiosidad, bajaba de la tarima y se acercaba
a la mesa de dibujo para espiar mis bocetos. “No está mal”, o “Qué
divertido”, eran los únicos juicios que se permitía luego de mirarlos
furtivamente por encima de mi hombro. Sin embargo, con el correr del
tiempo fue perdiendo su natural reserva, empezó a mostrarse más locuaz, y
hasta comunicativa. Nunca pude saber qué había de cierto y qué de
imaginario en aquellas historias que me contaba Magdalena mientras
descansaba en un sofá, los ojos cerrados y una refrescante máscara de
pepinos en la cara. En la provincia acostumbraban burlarse de ella, a
llamarla con apodos injuriosos como Usamico, que me explicó es el nombre
que allá le dan a la mantis religiosa, Lunga, y otros más que no recuerdo
ahora. Su padre, que tenía amores con una manicura, la dejaba encerrada
con llave en su cuarto, y ella, hambrienta, bebía la leche del gato o
masticaba corchos de botellas.
Para evitar murmuraciones de la gente, y en especial el fastidio de mi madre
—que desaprobaba, aunque fuese por razones de trabajo, la presencia de
una muchacha semidesnuda en mi estudio—, decidimos casarnos, romper el
contrato con Leda Fiori y abrir nuestra propia boutique de alta costura. El
éxito coronó nuestra empresa. En el flamante y lujoso negocio que bauticé
con el nombre de Magdalena, mis creaciones se vendían a precios
exorbitantes. Señoras de sociedad, queridas de millonarios, extranjeras
esnobs se afanaban en comprar aquellos vestidos y alhajas de fantasías que
yo inventaba bajo el hechizo de Magdalena. Pero sin duda la gran atracción
era mi propia mujer cuando a principios de temporada presentaba dos o tres
modelos importantes de la colección ante un público selecto que se había
disputado mis restringidas invitaciones.
La ceremonia, digo bien, porque la atmósfera que allí se respiraba era
religiosa, se iniciaba con alguna obra de Bach o de Vivaldi, interpretada por
un conjunto de cuerda contratado para la ocasión. Después se alzaba una
cortina de terciopelo y aparecía Magdalena, que avanzaba lentamente por
una pasarela hasta el centro del salón donde se detenía, los párpados
entornados, los brazos pegados al cuerpo. El público observaba en suspenso
el inquietante e irreal maniquí, inmóvil bajo la luz del reflector.
Súbitamente, como impulsada por un secreto mecanismo de relojería,
Magdalena echaba bruscamente los hombros hacia atrás, movimiento que al
provocar la caída de la estola que los cubría revelaba el audaz escote
asimétrico del vestido y el original cinturón de clavos de plata. Luego, por
una insospechada abertura de la falda asomaba una pierna rígida, salpicada
de lentejuelas; giraba entonces con ímpetu para enseñar algún detalle de la
espalda: un moño plisado que la convertía en una mariposa, una elegante
cola de plumas negras de gallo. Los demás modelos eran exhibidos con la
misma técnica fría, hecha de movimientos precisos, matemáticos. Sus ojos,
enormes, no parpadeaban bajo el relampagueo del flash de los fotógrafos,
arrodillados a sus plantas.
Se comprenderá que el virtuosismo de Magdalena era fruto de penosos
esfuerzos. Consciente de su responsabilidad, se sometía sin protestar a
severas disciplinas: gimnasia, ayuno, depilaciones, rayos ultravioletas. No
había sacrificios que Magdalena no estuviera dispuesta a soportar para
favorecer mi inspiración. Una vez, obsesionado por la moda japonesa, le
hice arrancar las muelas superiores para que se destacaran sus pómulos,
circunstancia que me llevó a inventar el maquillaje felino, tan en boga en
aquella época.
La aparición de Magdalena en tapas de revistas de moda y en avisos de
publicidad difundió su belleza y fue motivo de numerosos dramas
conyugales. Deseosas de imitarla, algunas mujeres acabaron tuberculosas
en una clínica de Ascochinga; otras fueron rechazadas por sus maridos, que
no entendían los imperativos del nuevo estilo y se negaban a aceptar esas
escuálidas elegancias.
La moda que yo creaba disgustaba a los hombres corrientes: sólo los
refinados, los poderosos que exhibían en boîtes y casinos sus queridas
artificiales y lujosas, eran capaces de apreciarla debidamente. ¿Cómo
explicar entonces el éxito misterioso que alcanzó entre las clases modestas?
Me deprimía salir a la calle y encontrarme con empleaditas de tienda y
amas de casa que usaban faldas de cuero, collares de clavos, pectorales y
demás accesorios típicos del estilo Magdalena, pero confeccionados con
materiales ordinarios.
Dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias mi concepción de la
belleza, extremé el martirio de Magdalena. Si triunfaba en mi empresa, me
convertiría quizá en el precursor de una humanidad futura, asexuada y
etérea, como ángeles. ¿Aceptaría ella ser el arquetipo de ese sueño? Su
cuerpo, cada día más frágil, casi traslúcido, alentaba mis esperanzas. El
proyecto no carecía de dificultades porque Magdalena, en contra de lo que
podría imaginarse, era una mujer sensual: como si quisiera defenderse me
mordía los labios al besarme, y sólo alcanzaba el placer hundiendo sus uñas
afiladas en mi espalda. Decidí suprimir entre nosotros todo contacto físico.
La castidad y el ayuno redoblarían mis fuerzas creadoras.
Magdalena se arrojó del octavo piso del departamento donde vivíamos
encerrados, sin ver a nadie, entregados a la práctica del yoga. Creo que bajo
la sugestión de un deshabillé de muselina que yo había diseñado
especialmente para ella, se sintió pájaro y se lanzó al vacío.
La trágica muerte de Magdalena me sumió en la más honda desesperación.
Mi madre, alarmada, consultó a un especialista en enfermedades nerviosas
que le aconsejó internarme en esta casa de reposo y someterme a un severo
tratamiento. Así fue como acabaron aquellas visiones que empezaron a
asediarme después de la desaparición de Magdalena: el mundo perdía
consistencia y los objetos que me rodeaban se diluían en una materia
resbaladiza y espesa como engrudo.
Sin embargo, el recuerdo de Magdalena no me abandonó; ya no sufría por
su muerte, pero ella continuaba siendo el enigma de belleza que poblaba
mis agotadores insomnios. Para resolverlo, decidí plasmar en una obra mis
inquietudes artísticas. Modelaría el cuerpo de mi amada. Gracias a la buena
voluntad del director, me fue suministrada una abundante cantidad de cera
en vez del alabastro que solicité por considerarlo más adecuado a mis fines
a causa de su blancura y transparencia.
La obra a la que me entregué con entusiasmo me reveló algunos extraños
cambios que se produjeron en mi sensibilidad durante mi tratamiento: a
menudo, al modelar el cuerpo ceñido y armonioso de mi amada, me
asaltaban perversos antojos: horadaba sus muslos con un tenedor, o bien
convertía sus pezones en diminutas cabezas de serpientes. Felizmente, el
equilibrio y la poesía triunfaron sobre mi desatino. Como no me permiten
vestir a Magdalena, resolví el problema de un modo bastante original: el
tatuaje. He cubierto su cuerpo de arabescos bellísimos. Mi amada es cada
día más deliciosamente angelical.

Como lo imaginaba, mis temores no carecían de fundamento. Esta mañana,


al volver del recreo, sorprendí a Fabricio en el preciso instante en que
levantaba los papeles de diario que cubren el cuerpo de Magdalena.
Visiblemente turbado, Fabricio esbozó una sonrisa de picardía. “Muy
interesante”, me dijo, “aunque demasiado flaca para mi gusto”. Enrojecí de
furia. El intruso no sólo se permitía profanar mi obra con su malsana
curiosidad sino también opinar, criticar. ¿Qué podía entender ese bruto?
“Usted no tiene derecho”, balbuceé. “Por lo demás, se equivoca. ¿Flaca?
Diga más bien estilizada, como una garza”. “Qué garza ni qué garza. Vamos
¿por quién me toma? conmigo no necesita fingir. Soy hombre como usted y
bastante crecido para que me mienta”. “No entiendo lo que quiere decir”,
atiné a contestar. Entonces, con voz autoritaria me respondió: “Sepa usted
que el reglamento prohíbe ese tipo de diversiones y que puedo denunciarlo
para que enseguida procedan al secuestro de su obra”.
Las palabras de Fabricio me llenaron de pavor. Imaginé los ultrajes que
sufriría Magdalena en manos de aquellos hombres incultos, insensibles. Lo
mejor sería destruirla ya mismo. “No precisa denunciarme”, le dije.
“Prometo que de aquí a unas horas ella habrá desaparecido de mi cuarto”.
La tristeza de mi rostro debió de conmover a Fabricio porque súbitamente
cambió de actitud. “No necesita llegar a esos extremos”, me dijo. “Con un
poco de generosidad de su parte, podríamos llegar a un acuerdo ventajoso
para ambos. Escúcheme”. Entonces se acercó y me susurró al oído sus
innobles intenciones. Antes de marcharse, me palmeó confianzudamente la
espalda, se atusó el bigote y agregó: “Piénselo con calma. Esta noche
volveré para saber su decisión”.
Al oír mi respuesta favorable, Fabricio, como lo había prometido, accedió a
darme un frasco de barbitúricos que había robado de la enfermería, gracias
a los cuales obtendré el sueño, la paz. Después corrió hacia mi amada y
borró prolijamente el tatuaje de su cuerpo. Como carece de imaginación,
antes de entregarse a la voluptuosidad buscó en el bolsillo una fotografía de
mujer, la cara de una vulgar actriz de cine, supongo, que colocó encima del
cuerpo decapitado de mi ángel inconcluso.
COMO SI ESTUVIERAS JUGANDO

Asustada, balanceándose en lo alto de una silla con dos travesaños paralelos


como si fuera un palanquín, la llevaron a la estación del pueblo. Por primera
vez se alejaba de la casa y veía el monte de algarrobos donde sus hermanos
cazaban cardenales para venderlos a los pasajeros del tren.
Inés no conocía el pueblo. Pasaba largas horas sentada sobre una lona, en el
piso de tierra de la cocina, mientras su abuela picaba las hojas de tabaco,
mezcladas con granos de anís, para fabricar cigarros de chala. La abuela
solía marcharse de la casa: iba a curarle el dolor de muelas a su comadre, a
preguntar si había correspondencia en la estafeta, a comprar provisiones en
el almacén. Los hermanos estaban en el monte. Ella quedaba sola, jugando
con su caja de zapatos llena de carreteles y semillas secas. Aburrida,
apantallaba el fuego del brasero donde hervía la mazamorra, hacía globitos
de saliva con la boca, poco a poco se dormía.
Pero aquel viernes era el día del tren, y a su abuela se le había ocurrido
arreglar con unas cañas tacuaras, arrancadas del cerco de la casa, la silla que
los hermanos cargaron sobre los hombros.
—Ya sabes, Inesita, como si estuvieras jugando —le dijo la abuela antes de
que partieran. Y le alcanzó el tarro de conservas vacío.
Dos veces por semana, martes y viernes, la abuela y sus dos nietos varones
iban a la estación. Llevaban atados de cigarros, casales de pájaros, melones
perfumados. Cuando volvían, al anochecer, la abuela sacaba del bolsillo de
su delantal los pesos arrugados, que después alisaba con la uña del pulgar, y
los hermanos levantaban torrecitas de diez y cinco centavos sobre la mesa
de la cocina.
A Inés le hubiera gustado que la llevaran con ellos. Su abuela le decía:
—Más adelante. Cuando hayas crecido.
Inés tenía cinco años. Era nerviosa, enclenque. De repente se le aflojaban
las piernas y caía sentada. Los hermanos reían y ella se incorporaba y se
dejaba caer de nuevo, feliz de divertirlos. Quería a sus hermanos, aunque la
mortificaran a menudo. “Si abrís la boca y cerras los ojos te damos un
caramelo”, le decían. Inés aguardaba un rato, con la boca abierta, el
caramelo que resultaba ser una pluma de pájaro o una hormiga, nunca un
dedo porque ella sabía morder. Pero muy pronto descubrió el modo de
vengarse: le bastaba lanzar un chillido para que la escoba o la zapatilla de la
abuela fuese a dar contra la cabeza de uno de sus hermanos. “Grita porque
tiene ganas, abuela. No le hemos hecho nada”, decían. La abuela alzaba, a
su nieta en brazos, murmuraba:
—Para eso sirven: para dar disgustos. No la pueden ver tranquila estos
satinases.
Los hermanos eran mellizos. Hasta el año pasado habían ido a la escuela, a
dos leguas de la casa, montados en un caballo blanco que les prestaba el
vecino. Cuando el maestro se jubiló, ningún otro quiso sustituirlo y la
escuela dejó de funcionar. Ellos, que ya sabían leer, conservaban el libro de
primero superior y antes de acostarse deletreaban algunas lecciones. Inés, a
fuerza de escucharlos, las había aprendido de memoria; tomaba el libro en
sus manos y fingía leer. Cuando terminaban la sopa, la abuela los mandaba
a la cama. Dormían los tres juntos, en un catre de tientos. Las noches eran
frescas, silenciosas. La abuela, sentada junto a la lámpara de querosén,
armaba cigarros y tomaba mates dulces, con olor a poleo. Afuera se
extendía el campo árido bajo la luna, la sombra crispada de los algarrobos,
el canto de los grillos. A veces, una lechuza gritaba sobre el techo del
cuarto. La abuela se persignaba para ahuyentar la desgracia. “Creo en Dios
y no en vos —decía—. Ayer pasó a esta misma hora: alguien estará por
morir”.
“Se va a morir”, pensó la abuela cuando Rosa le entregó la criatura envuelta
en una colcha. Rosa era su hija. No la veía desde una tarde de marzo, cuatro
años antes, en que Rosa fue a la ciudad para trabajar de mucama poco
después que muriera su marido. A la abuela no le importó cuidar de los
mellizos. Se parecían al padre, un hombre fuerte, peón de ferrocarril, que
vivió con su hija en una pieza de madera y techo de zinc, detrás de la
estación. El hombre tuvo la mala suerte de emborracharse un domingo y
quedarse dormido sobre las vías. Rosa volvió a la casa de la madre, con sus
hijos. Para ganar unos pesos preparaba refrescos y empanadillas dulces que
ofrecía a los pasajeros del tren.
En el andén de la estación conoció a la señora que le ofreció el empleo de
mucama. Aceptó sin vacilar. Había mirado con envidia a las mujeres que
viajaban en los coches de primera, con sus turbantes de colores, sus hileras
de perlas y sus anteojos ahumados. Nunca bebían refrescos, pero se
interesaban en las pantallas decoradas con plumas y a veces compraban
tortuguitas. Había señoras aprensivas que se negaban a probar una
empanada porque “vaya a saber uno con qué estarán hechas”; otras,
indiferentes, hojeaban revistas y comían caramelos; las muy viejas,
sofocadas, se refrescaban la frente con algodones empapados en agua de
Colonia.
Las mujeres de segunda se envolvían la cabeza en toallas y los hombres
llevaban, a manera de boina, pañuelos de bolsillo mudados en las puntas. El
tren no había terminado de parar cuando ya estaban corriendo en dirección
a la bomba del andén; allí se mojaban el pelo, la cara, y llenaban las botellas
para tener con qué lavarse cuando el polvo del viaje los volviera a cubrir.
Acto continuo se paseaban, asediados por los vendedores; regateaban el
precio de una sandía; compraban, por el solo placer de comprar, cigarros,
pantallas, cardenales. Y cuando partía el tren, trepaban ágilmente a los
estribos de los vagones; después sonreían y agitaban la mano en señal de
adiós.
Rosa se fue a trabajar a la ciudad. Durante más de cinco años no volvió a
ver a su madre, ni a sus hijos, pero todos los meses enviaba una carta con
un billete de diez pesos. En esas cartas, escritas probablemente por la
señora de la casa, nunca había mencionado el nacimiento de Inés.
—Se la traigo porque allá no quieren ocuparme con la criatura.
La abuela observó con atención a su nieta, que dormía envuelta en una
colcha. “Se va a morir”, pensó con frialdad. Después, cuando Inés abrió los
ojos:
—Tiene cara de cabrito —dijo.
Rosa le explicó que Inés había quedado así de flaca con la recaída del
sarampión.
—No le va a dar trabajo. Es de lo más buenita. Nunca llora.
Luego, en la cocina de la casa, mientras tomaban mate con tortillas de
grasa, le contó sus proyectos. Pensaba alquilar una pieza en la ciudad para
que todos vivieran juntos. Ella trabajaría afuera; la abuela podía ayudarla
con el lavado y el planchado de la ropa.
—He ido comprando algunas cosas. Tengo una cama de bronce, una mesa,
un roperito que es mío, con espejo y todo. Antes de fin de año, una amiga
me va a dejar la pieza que alquila cerca de una avenida asfaltada. Es una
pieza grande, con balcón a la calle.
La abuela la escuchaba con desconfianza. Su hija le pareció bastante
cambiada: hablaba demasiado, tenía el pelo ondulado, las caderas muy
anchas y le faltaban dos dientes: llevaba, además, una pollera floreada
sujeta al talle por un cinturón tan ajustado que casi le impedía respirar.
Llegaron los mellizos y se detuvieron en el umbral de la cocina, mirando
con recelo a la mujer que había venido con la criatura.
—Entren a saludar a su madre —dijo la abuela—. Entren, no sean ariscos.
Abrazaron a Rosa, que exclamaba sonriendo:
—Parece mentira cómo han crecido. Ya están casi de mi alto.
Esa misma tarde, Rosa viajó de nuevo a la ciudad. Al despedirse de su
madre, en el andén de la estación, volvió a decirle que le enviaría, antes de
fin de año, el dinero para los pasajes.
Durante los primeros meses, la abuela se ocupó de mejorar la salud de su
nieta; para fortalecerla le friccionaba las piernas con ceniza caliente, y a la
hora del almuerzo le daba trozos de pan untados en caracú. Al principio,
Inés recordaba a su madre. “Quiero ir con mi mamá”, lloriqueaba. Después
acabó por no pensar más en ella. Sentada en el piso de tierra de la cocina,
jugaba con sus carreteles o miraba a los mellizos que fabricaban jaulas con
ramitas para los cardenales del monte. Algunas siestas, aprovechando que la
abuela dormía, la llevaban a robar los higos del vecino. Inés los recogía en
la falda de su delantal. A veces, un higo, demasiado maduro, caía con
fuerza y reventaba sobre su cabeza. Ocultos entre las hojas, los mellizos
sofocaban la risa, pero cuando bajaban del árbol dejaban de reír: al hacer el
reparto, comprobaban que Inés se había comido las mejores brevas. Los
días de lluvia jugaban en la cocina. Los mellizos, para asustar a su hermana,
imitaban al hijo de la comadre de la abuela, que era retardado y se llamaba
Simón.
—Háganse los picaros, nomás —rezongaba la abuela—. A ver si Dios los
castiga y quedan tan opas como Simón.
También jugaban al gallo ciego. A veces, Inés los espiaba por debajo del
pañuelo, pero los mellizos siempre la descubrían. “Trampa. No jugamos
más”, gritaban, y le tiraban del pelo hasta hacerla llorar. La abuela
intervenía con la escoba.
—¡No parecen hermanos! —exclamaba. Después, con un suspiro: —
Cuándo llegará fin de año. Ya aprenderán a ser juiciosos con la Rosa. Ella
no es tan blanda como yo.
Pasó fin de año y también carnaval sin que Rosa enviara el dinero para los
pasajes. Fueron meses de calor y la sequía amenazaba extenderse a toda la
provincia. Como los pozos estaban agotados, la abuela con los mellizos
tenía que trasladarse a la estación donde un conscripto vigilaba la
distribución del agua. Cargados con latas, esperaban pacientemente su turno
en la fila de gente morena y callada que venía del monte con sus hijos
descalzos y sus perros escuálidos. Apenas se abría la estafeta, la abuela
mandaba a uno de los mellizos a preguntar si había llegado carta de la
ciudad. Con el dinero prometido por Rosa pensaba comprar provisiones en
el almacén. No le quedaba azúcar para el mate, ni había más hojas de
tabaco; las gallinas no ponían un solo huevo, y los aplicados huesos del
puchero, de tanto hervir en la olla, no conseguían darle ningún sabor a la
sopa. La abuela hubiera preferido morir de hambre antes de comerse una de
sus cuatro gallinas. Aquel jueves, sin embargo, después de palpar la
rabandilla de la paraguaya y cerciorarse de que no estaba a punto de huevar,
resolvió sacrificarla. Era la más vieja de sus gallinas y desde hacía una
semana andaba medio tristona, con las alas caídas.
Se levantó al alba y fue hasta la tusca seca donde dormían las gallinas. La
paraguaya, que ponía huevos celestes, estaba muerta al pie del arbusto.
“Pobrecita, se ha muerto de vejez y de sed, como un cristiano”, pensó. La
tomó de las patas, le acarició el cuerpo tieso y flaco, el buche vacío.
Después, en la cocina, encendió el fuego del brasero y puso a hervir el agua.
Sentada, con la paraguaya sobre las rodillas, la abuela empezó a llorar. “Si
esto sigue así, tendremos que comer tierra”, se dijo, cuando por la puerta
vio el sol detrás del monte que iluminaba un cielo implacable, sin una nube.
Súbitamente, mientras desplumaba a la gallina, la invadió un sentimiento de
odio hacia Rosa. Pensó con amargura, con rencor: “Mentira. No es que se
nieguen a ocuparla con la criatura. A mí no me engaña. Ha de andar ella
tranquila. Ya aparecerá de nuevo por aquí con otro hijo a cuestas que yo
tendré que criar, porque así soy de zonza”.
Terminó de desplumar a la paraguaya y con un pedazo de papel encendido
le chamuscó los canutos de plumas que todavía quedaban debajo de las alas
y en la cola; después, con un cuchillo filoso, le cortó la cabeza y las patas
amarillas, le extrajo las vísceras y la sumergió en la olla de agua hirviendo.
Cuando terminaron de almorzar, la abuela se acostó a dormir la siesta.
Aunque era viernes, no irían a la estación porque nada tenían que vender.
“Si mañana no llegara carta de Rosa —pensó— tendré que pedirle dinero
prestado a mi comadre. La última vez que le curé el dolor de muelas me
regaló un paquete de azúcar. Nunca le falta plata con Simón. Me dijo que el
opa estaba pesado, que le dolía la cintura de tanto pasearlo por el andén y
que, en adelante, para no cansarse, lo llevaría en un cajón con ruedas. Tiene
suerte con Simón.
Eran más de las cinco cuando la despertaron los gritos de Inés, Se levantó
de la cama para buscar la escoba, pero al asomarse a la puerta vio que Inés,
agitando las manos y con los ojos vendados, trataba de alcanzar a uno de los
mellizos. De pronto se le ocurrió la idea de ponerle a la silla dos travesaños
de tacuara para que los mellizos pudieran cargarla sobre los hombros.
Caminando de prisa, alcanzarían la llegada del tren. Con pocas palabras, le
explicó a su nieta cómo debía comportarse. No era difícil en su improvisado
un palanquín, con los ojos entrecerrados, Inés se pasearía por el andén de la
estación. “Una limosna para la cieguita”, dirían los mellizos. Después la
subió a la silla y le dio un tarro de conservas vacío para que guardara las
monedas.
Desde la puerta de la cocina, los vio alejarse en dirección al monte de
algarrobos. Entonces, alzando la voz, le recomendó nuevamente:
—Ya sabes, Inesita. Como si estuvieras jugando.
LA FAVORITA

y la mujer que has visto, es la grande


ciudad que tiene su reino sobre los reyes de la
tierra.
Apocalipsis, XVII, 18

Ha llenado la bañadera hasta la mitad. Mientras me desnudo, ella me


contempla en silencio, con los ojos arrasados de lágrimas; después, sin
poder ya contener su entusiasmo, exclama: “Cada día más linda, mi reina”.
A veces, los cuidados de mi madre son abrumadores: sus mimos, sus
alabanzas, hacen pensar en los de una noble y abnegada criada a quien se le
ha confiado la custodia de un objeto precioso. Cumple sin quejarse la
fatigosa tarea de volcar ollas y más ollas de agua tibia en la bañadera; acto
seguido, manipula cepillos, esponjas; jabona mi espalda, depila
prolijamente mis piernas. Cuando me case con Amín, terminarán sus
afanes.
Por ahora, mi única ocupación es representar con dignidad el ideal
femenino de mi prometido. Fiel a las tradiciones de sus antepasados, Amín
desdeña ese tipo de mujeres escuálidas que aparecen en las revistas de
moda. Para conservar mi belleza me basta, contra toda lógica, una dieta
sencilla. Vanamente los ambiciosos de la colectividad, empeñados en
conquistar la benevolencia de mi prometido, me envían de regalo bandejas
de alfajores y postres perfumados de azahar, que mi madre se apresura a
vender en el vecindario. Quizá mi repulsión por las golosinas proviene de la
época en que ella me obligaba a comerlas para halagar a los clientes del
almacén. Eso sí, adoro los dátiles; éstos, al igual que mis ojos almendrados
y mis cejas unidas en un solo arco, evocan la pureza de mi raza. Aunque
nacida en un hogar humilde, mi apariencia física fue siempre la de una
persona destinada al ocio, al bienestar. De ahí que mi prometido no haya
escatimado gastos para adornar con alfombras, espejos y almohadones de
seda el cuarto donde acostumbro a recibirlo.
Pensándolo bien, el orgullo de mi madre se justifica. Mi cuerpo, bajo el
hechizo que irradia la fortuna de Amín, multiplica cada día sus encantos;
despide calor, turbadores efluvios. Después de prodigarme su ternura, no es
raro que mi prometido corra hasta la ventana, con la frente empapada en
sudor.
Cuando se formalizó mi compromiso, dejé de ir a la escuela. Fue un alivio
abandonar los estudios. Obligada por mi desarrollo a sentarme sola en un
banco de la clase, mis compañeras aprovechaban cualquier oportunidad
para mortificarme. A menudo simulaban ignorar la ortografía de una
palabra: “¿Bordalesa se escribe con s?”, preguntaban burlonamente a la
maestra. Yo enrojecía de furia, pero me dominaba y preguntaba a mi vez,
con aire ingenuo: “Señorita, ¿tísica lleva acento en la i?”. Ese mismo año,
mi madre cerró el almacén. No era correcto que la futura suegra de Amín
estuviese de la mañana a la noche rodeada de paquetes de fideos y de
botellas de bebidas alcohólicas. Por lo demás, ella no precisaba trabajar con
tanta vehemencia. Gracias a mí, al poco tiempo de enviudar pudo pagar las
deudas de mi padre y vivir decorosamente.
Nadie ignora que fui en mi niñez el principal atractivo del almacén. No bien
abría su negocio, mi madre me sentaba estratégicamente en el mostrador,
junto a la caja registradora; ordenaba los vuelos de mi pollera de organdí y
erguía sobre mi cabeza un gran moño almidonado. Los clientes, en su
mayoría mujeres de ojos sombríos y hombres con tatuajes celestes en las
manos, que apretaban un vasito de anís, me observaban con fascinación. Me
besaban en la frente, elogiaban mis mejillas de manzana, mi trémula
papada; querían saber mi nombre, mi peso, mi edad. Y cuando mi madre,
luego de advertirles que no exageraba en nada los hechos, satisfacía la
curiosidad de sus paisanos, se oían exclamaciones de asombro. A los
incrédulos, mi madre les permitía alzarme en brazos; entonces renovaban
sus besos, sus exclamaciones.
Como algunos clientes, demasiado zalameros, alternaban las caricias con
furtivos pellizcos, mi madre resolvió protegerme de esos exaltados y
colocarme en una silla de mimbre, detrás del mostrador. Así pasaba el día,
hastiada de los caramelos que me regalaban mis admiradores y que debía
engullir para no desairarlos.
Satisfecha por la prosperidad de su negocio, mi madre decidió bautizarlo
con mi apodo. Todavía puede leerse sobre la puerta de calle “La Mascota.
Almacén y Despacho de Bebidas”. Sin embargo, ahora recuerdo con
amargura sus años de trabajo en el almacén. “Tanto sacrificio”, acostumbra
a lamentarse “y jamás pude ahorrar lo suficiente para poner un zócalo de
mármol en el frente de nuestra casa”.
Después de mi casamiento viviremos juntas en la mansión que Amín hace
construir en las afueras de la ciudad. He visto los planos del edificio. Me
sorprendieron los muchos dormitorios y cuartos de baño. Mi madre me
explicó que Amín, por su alto rango dentro de la colectividad, poseía doce
mujeres; como las leye del país le impiden mantener abiertamente a una
familia tan numerosa, simula levantar un hotel. “No te preocupes”, agregó.
“Todas serán tus sirvientas. Ninguna te llega a la suela de los zapatos”.
Ser la mujer más codiciada de la colectividad tiene sus desventajas. Basta
que asome un momento a la puerta de mi casa para que el primer ciclista
que pase se sienta obligado a tributarme sus empalagosas galanterías. Las
palabras suelen ir acompañadas de ademanes de mal gusto. No puedo evitar
ruborizarme. “Basuras”, les grito, al mismo tiempo que cierro la puerta con
violencia y oigo estallar la carcajada insolente del ciclista. Al publicarse en
La Voz del Líbano la noticia de mi compromiso, aumentó el asedio de mis
admiradores. Diariamente recibo cartas sentimentales que abundan en
alusiones a mi juventud, a la decrepitud de mi prometido y a la codicia de
mi madre. Algunas van acompañadas de fotografías y hasta de mechones de
pelo crespo pegado con engrudo. Mis enamorados me atribuyen el papel de
víctima, cuando en realidad soy el poder de Amín, el puño que los aprieta,
la ostentosa abundancia que se les niega. Mi matrimonio debería recordarles
que la unión de la belleza y la fortuna es inevitable, y que ellos, como
pobres, deben sobrellevar resignadamente la mediocridad de su destino:
viajes en colectivo, cigarrillos baratos, novias insignificantes acariciadas en
el banco solitario de una plaza, o en las no menos incómodas butacas de un
cine de suburbio. Fuera de Amín, y de dos o tres magnates que frecuentan
el mismo club social de la colectividad, ¿quién podría aspirar a
desposarme? Las románticas historias del amor que florece por encima de
las penurias económicas (reiterado tema de las cartas) son tan difíciles de
imaginar como un baobab en una maceta o una ballena en un balde de agua.
Las personas mal pensadas suponen que estoy dispuesta, por interés, a
satisfacer los menores caprichos de mi prometido. Asimismo, calumnian a
mi madre. Murmuran que Amín, a causa del precio exorbitante que le
exigieron por mi mano, debió de recurrir al capital de sus socios, y que no
voy a casarme con un hombre sino con el directorio de una sociedad
anónima. Comprendo el motivo de esas erróneas suposiciones. En verdad,
mi noviazgo contrasta con el barrio en que vivo. Los sábados por la tarde, el
vecindario contempla boquiabierto el larguísimo automóvil blanco que se
detiene frente a nuestra casa. Antes de que Amín se disponga a bajar, dos
individuos corpulentos que lo sirven, y que son también sus guardaespaldas,
extienden una alfombra roja desde el automóvil hasta la puerta dé calle. No
niego que mi madre sea en extremo sensible a la generosidad de mi
prometido y que yo misma, en vez de bordar un ajuar, prefiera divertirme
probándome las alhajas que me regala para aliviar su conciencia. Porque
Amín, no obstante la natural delicadeza de su alma, suele abandonarse a
ciertos arrebatos de pasión impropios de un caballero. Con astucia inventa
sospechosos juegos infantiles. Sentado en la alfombra, frunce la boca y
emite un chillido entrecortado y agudo. “Soy tu ratoncito” dice. Y trata de
deslizarse entre mis piernas. O bien, sorpresivamente, sus manos
temblorosas, salpicadas de manchas marrones, levantan el ruedo de mi
vestido. Luego, como herido por el rayo, retrocede unos pasos y se
desploma. “Soy un gusano”, solloza. Y me pide que lo aplaste.
Al oír el relato de estas escenas, mi madre sonríe con malicia. “Ya tendrás
oportunidad de aplastarlo”, dice. Y hacemos planes para cuando nos
mudemos a la futura mansión. Mi alejamiento definitivo me pondrá a salvo
de posibles venganzas. Hace tiempo que observo una coincidencia entre mi
actividad glandular y los desórdenes del barrio. Derrumbes, explosiones,
incendios, motines callejeros se suceden mientras permanezco indispuesta,
recostada en la cama, con expresión agonizante. Después de una semana de
sufrimientos llega el alivio: me convierto en un manantial de sangre. La
casa huele a vísceras tibias, a fruta levemente podrida. Encerrada en mi
cuarto, bajo el mosquitero que me protege de las mariposas nocturnas que
intentan posarse sobre mi cuerpo, oigo el aullido quejumbroso de los perros
del vecindario; sus húmedos hocicos olfatean al pie de la ventana. Hombres
borrachos vienen a darme serenatas; ponderan mis encantos, pero
defraudados por el terco silencio que reciben como única dádiva a sus
homenajes, reaccionan con furia, dejan de cantar y me insultan. Al
marcharse, orinan en la vereda, vomitan. La santa de mi madre se levanta
esos días más temprano que nunca; limpia cuidadosamente la vereda y
borra las inscripciones obscenas y las manchas de vino de las paredes.
Cuando me case con Amín terminarán estos escándalos. La verja
electrizada que rodeará la mansión sabrá mantener a distancia a esa turba de
galanes desaforados. Sin embargo, estoy segura de que habré de extrañar mi
vida de soltera. Conozco, por mi madre, las obligaciones que debo asumir
cuando sea la mujer del hombre más poderoso de la colectividad. Si bien
continuaré recostada la mayor parte del día, o sumergida en una bañadera,
ciertas noches, después de una fiesta o una reunión de directorio, Amín
querrá mostrar a. sus amigos íntimos los esplendores de la favorita.
Necesito ser comprensiva y someterme a esas fantasías dictadas por la
vanidad de mi futuro esposo. Como algunas ciudades levantadas para el
exclusivo placer de los ricos, ofreceré el espectáculo de mi desnudez a un
grupo de privilegiados. Los amigos de Amín pueden comprarlo todo: una
provincia, un país, un continente. Será emocionante verlos a mi alrededor.
Mis dientes blanquísimos les recordarán el tenebroso agujero de sus bocas;
las serpientes de mi cabellera, sus pulidas calvicies; mis formas opulentas,
sus esqueletos miserables. Para ellos, como para mi prometido, represento
el triunfo de la abundancia que buscaron afanosamente y que acabó por
convertirlos en un montón de ancianos diminutos, arrogantes y secos como
frágiles momias. Sólo la muerte llegará a devolverles, transfigurado, el
antiguo frenesí que los dominaba: la ebullición brillante de las larvas
semejantes al oro que supieron acumular mientras vivían.
LA INQUILINA

A Pepe Lamarca

Frente al espejo del tualé, Herminia completó su minucioso arreglo; ajustó


el ancho cinturón que realzaba la esbeltez de su talle y se anudó en la
cabeza un pañuelo, a manera de turbante. Luego fue a la cocina y puso a
calentar el agua para el mate.
Era domingo. Su marido y su hija habían salido temprano; como de
costumbre, darían un paseo por la plaza y las calles del centro antes de
reunirse con ella en casa de su suegra.
Herminia odiaba esos almuerzos de familia en los que apenas probaba
bocado, a pesar de la insistencia de doña Rita que en tono de broma la
llamaba sílfide, o le pronosticaba una anemia a corto plazo. Su frugalidad
ofendía a su suegra, que en tales ocasiones ponía especial cuidado en el
menú. Herminia no lo ignoraba. Por eso tomaba mates amargos: le quitaban
el apetito.
Mientras el agua se calentaba recogió de la soga unos delantales que había
puesto a secar. Estaba s n mucama y debía plancharlos al volver. Día por
medio cambiaba el delantal usado de Graciela por otro de una blancura
deslumbrante que a fuerza de elmidón parecía de cartulina. A veces, su hija
se quejaba: la rigidez del delantal le impedía moverse con naturalidad.
Acabaría por resignarse, como había ocurrido con el peinado de colegiala.
Al principio era frecuente que Graciela se pusiera a lloriquear cada vez que
ella le anudaba el lazo que mantenía su pelo a tal punto tirante que su cara
tomaba un aire oriental.
No tenía suerte con las mucamas; trabajaban un tiempo para ahorrar unos
pesos y luego la dejaban plantada. No era verdad, como insinuaba doña
Rita, que ella las acobardaba con su carácter exigente. Eso sí, de ningún
modo les iba a tolerar ciertos abusos, como tener encendida la radio a
cualquier hora, o recibir al festejante de turno en el umbral del zaguán. En
cambio, les daba permiso para que asistieran a un curso de costura, o a la
novena, y les aconsejaba arreglarse la dentadura, a menudo estropeada por
chupar caña de azúcar. La ingratitud y el robo de una blusa, o de un par de
medias de seda, era casi siempre el pago que recibían sus afanes. Si no
fuera por el planchado de los delantales, habría quitado del visillo de la
ventana el papel donde había escrito: se precisa muchacha.
Salvo cocinar, a Herminia no le disgustaba ocuparse personalmente de las
tareas de la casa. Un servicio de vianda a domicilio, que recibía a diario, y
bastaba para ella y su hija, había puesto fin a ese problema. Por lo demás,
su marido, que trabajaba en un ingenio, sólo se reunía con su familia los
fines de semana.
Doña Rita, hasta el presente, no se cansaba de .repetir que la vianda a
domicilio era indigesta y preparada con desperdicios. Sos una vaga, le
decía, cualquiera creería que es tanta ciencia cocinar un pucherito para vos
y la chica. Herminia se encogía de hombros ante ese reproche: su casa, que
mantenía con las persianas bajas para preservarla del polvo y de las moscas,
no estaba contaminada por ese olor a fritanga que había en la casa y hasta
en la ropa de doña Rita. Olía a limpieza, a cera de lustrar pisos.
Herminia recordaba, como si fuera una pesadilla, los primeros meses de su
matrimonio; ella, a pedido de José, aceptó que doña Rita le enseñara
algunos platos de su especialidad. Cuando llegó el turno de la chanfaina,
por poco se desmaya de horror. Vení, ayúdame a lavar las tripas, había
dicho su suegra luego de destapar una olla con sangre coagulada, y ella, sin
poder dominarse, corrió al cuarto de baño a humedecer sus manos con agua
de Colonia.
En aquel tiempo, Herminia se había propuesto ganarse la simpatía de su
suegra, pero sus esfuerzos no dieron resultado. A diferencia de sus
concuñadas, que para caerles en gracia a doña Rita celebraban sus
proverbiales tentaciones, un odio sordo se apoderaba de ella cuando su
suegra, que acababa de desayunar, cedía al impulso de comer una tajada de
sandía, o un racimo de uvas. No podía evitar cerrar los ojos en el momento
en que le retorcía el pescuezo a una gallina, y el vaciado de las vísceras le
provocaba náuseas. Puso de pretexto su embarazo para acabar con las clases
de cocina. Estas preñadas modernas, tan delicadas, había dicho sonriendo
doña Rita.
No sonrió en cambio al ver por primera vez a su nieta en el hospital.
Convencida de que nacería un varón (era lo habitual en su familia), doña
Rita había tejido mantas y escarpines celestes. Ya a ser trompudita como yo,
fue el comentario que hizo después de ponerse los anteojos para ver de
cerca y observar con atención a la recién nacida. En cuanto a la ropa, no
importaba: la guardaría en cajas con naftalina para el próximo, que de
seguro sería un varón. Herminia no se atrevió a desilusionarla en aquella
oportunidad. No habría otro: así se lo dijo el médico del hospital.
Habían pasado ocho años y Graciela era el vivo retrato de su suegra. No
sólo físicamente, pensaba Herminia; también había heredado su astucia y su
glotonería. A menudo, cuando su hija estaba en el colegio, revisaba
prolijamente su cuarto en busca de golosinas que escondía debajo de la
almohada, o arriba del ropero, y que compraba con monedas de su buzón
alcancía. Además, como a su suegra, a Graciela le encantaban los animales.
Ya en varias ocasiones debió prohibirle que aceptara de regalo alguno de los
perros que criaba doña Rita y que la acompañaban a hacer compras en el
almacén, la seguían en fila india por los patios de la casa y asomaban sus
hocicos entre los barrotes del balcón cuando salía tomar fresco por las
tardes.
¿A quién se le ocurre ponerle a un perro Jazmín, a una perra Azucena?, se
decía Herminia. Ella jamás tendría animales en su casa, y menos uno de
esos caschis de doña Rita en los que la mezcla de razas producía engendros
mostruosos. ¿Había algo más grotesco que un salchicha cruzado con un lulú
de Pomerania? Graciela, sin embargo, prefería jugar con un perro en vez de
hacerlo con aquellas muñecas que Herminia conservaba desde la infancia y
que habían adornado su propio cuarto hasta el momento de recibirse de
maestra y casarse con José. Eran muñecas finas, totalmente articuladas y
con pelo natural. Herminia les cosía vestidos primorosos y les hacía rulos
en tirabuzón con una tijera de ondular ante la terca indiferencia de Graciela.
Cebó otro mate. La yerba, sin azúcar, conservaba su sabor intenso. Aunque
la pava estaba medio vacía, el mate se mantenía fragante y espumoso.
Pensó que era más de la una, que la aguardaban para almorzar. José, sin
duda, estaría engañando el estómago con salame y queso picados; doña
Rita, con los anteojos de ver de lejos, espiaría la hora en el reloj de péndulo
del comedor; Graciela, aprovechando su tardanza, acariciaría con
impunidad algún cachorro. No, ella jamás iba a permitirle traer un perro a
su casa. Podía encapricharse; seguir, como hasta ahora, despreciando sus
preciosas muñecas. ¿Y esa costumbre que había tomado Graciela de
colgarse de su cuello y besuquearla sin ningún motivo? Qué cosa. Cuando
más grande, más insoportable, se dijo.
Y como tantas veces, Herminia volvió a preguntarse qué había de común
entre ella y su hija, esa niña desprovista de gracia. Para colmo, al cambiar
los dientes de leche, le habían aparecido dos enormes dientes delanteros, los
mismos que al sonreír le daban a doña Rita el aspecto de una comadreja.
Tenía la impresión de que su nacimiento había sido una estafa. A través de
su hija, no era ella quien se perpetuaba sino doña Rita y toda su tribu de
varones sumisos que la veneraban: una madre cacique, con un espeso vello
oscuro sobre el labio superior. ¿Será que con los años estaré por volverme
hombre?, solía decir con malicia: ¡Qué problema si viviese el finado! Viuda
desde su juventud, al casarse sus hijos y quedar sola, doña Rita no había
querido dejar su casa para vivir en compañía de uno de ellos; tampoco
aceptó la ayuda económica que le ofrecieron. Le bastaba, para subsistir, la
modesta pensión que cobraba de su marido. Sin embargo, días antes le
había anunciado a Herminia su propósito de alquilar una habitación. Tengo
cuartos de sobra, le dijo. No me vendrían mal unos pesitos a fin de mes.
Menos José, que trabajaba en la proveeduría de un ingenio, los demás hijos
de doña Rita vivían en Buenos Aires, pero cada año, en vísperas de
Navidad, viajaban con sus familias y se alojaban en la casa materna. Doña
Rita aprovechaba la ocasión para tiranizar a sus nueras, que debían estar a
su servicio de la mañana a la noche, atareadas en ayudarle a preparar
aquellas comidas que anhelaban sus maridos y que jamás lograrían
reproducir con fidelidad en sus propios hogares. El resultado era distinto sin
la mano de la mamita.
A Herminia se le antojaba ridículo el comportamiento de esos hombres
adultos que se disputaban el cariño de doña Rita y evocaban con nostalgia
el tiempo en que habían vivido bajo el mismo techo. Herminia y sus
concuñadas eran ajenas a ese pasado venturoso, suerte de paraíso disfrutado
exclusivamente por doña Rita y sus hijos solteros. Debían conformarse. Ya
tenían bastante con ser las mujeres de sus muchachos, un privilegio, según
doña Rita. Herminia pensaba que quizá lo sería para sus concuñadas, que
eran mujeres vulgares, sin ninguna instrucción. En su caso, ocurría
precisamente lo contrario: de buena gana ella hubiera devuelto a su marido
al regazo de doña Rita.
Con todo, no dejaba de ser un alivio que José trabajase en el campo: sólo
los fines de semana debía compartir con él la cama de matrimonio, una
incomodidad a causa de su corpulencia. Cambiarla por un par de camas
gemelas habría escandalizado a doña Rita, que conservaba la suya como si
fuera una reliquia: allí había parido a sus cuatro varones; allí el finado había
exhalado el último suspiro; allí también ella cerraría los ojos, obediente al
llamado de la tierra. Ya siento que la tierra me llama, acostumbraba decir
enfáticamente. Pero Herminia no creía en ese misterioso llamado. Viviría
más de un siglo, como las tortugas.
Mientras tanto, cada fin de semana, Herminia repetía sin entusiasmo su
papel de esposa; esperaba a que José llegase del ingenio; iban al cine, a una
confitería. O bien daban un paseo y miraban las vidrieras de los negocios
del centro. Después, tomados del brazo, volvían al barrio por calles
apacibles, bordeadas de naranjos. José, con el pretexto del calor, bebía una
botella de cerveza helada antes de meterse en la cama, y ella, mientras se
quitaba el maquillaje, observaba con recelo los obietos del invasor en la
repisa del botiquín: la máquina de afeitar, la brocha todavía húmeda, el
frasco del fijador de pelo. Luego, en la penumbra del cuarto, aguardaba con
frialdad a que él la poseyera, aunque a veces le brotaban lágrimas de
humillación cuando a su lado se desplomaba el pesado cuerpo de su marido,
que no tardaba en dormir profundamente. Herminia permanecía en el borde
de la cama, desvelada, oyendo sus salvajes ronquidos. ¿Era posible que
tuviese una querida en el ingenio? Así se lo había insinuado su suegra, casi
con orgullo. Allá él con sus veleidades de galán.
Herminia cebó el último mate. Antes de salir, volvió a mirarse en el espejo
del tualé: alzó las cejas, satisfecha con su imagen. Su pulcritud en el vestir y
su desdeñosa inapetencia acentuarían el desaliño y la voracidad de doña
Rita.
Almorzaban en el patio, bajo el follaje de una palta que atenuaba la violenta
luminosidad del mediodía; en un extremo de la mesa doña Rita, con una
pantalla, impedía que las moscas se asentaran sobre la fuente de empanadas.
—Comete otra, José, que hay más. Y vos, Herminia, ¿no querés probar
unita?
Rechazó el ofrecimiento; con el calor era preferible un poco de ensalada, o
de arroz hervido.
—Casi no tienen picante. Con una que probés tío te vas a morir.
—Están bárbaras —dijo José—. Yo me anoto con otra, si me disculpan.
—No hagas cumplidos, José. Para eso están, para que se las coman —dijo
doña Rita. Después, agitando la pantalla—. ¡Qué cargosas! Seguro que el
tiempo va a cambiar.
José cortó rodajas de limón que agregó a la jarra de vino con azúcar y
pedazos de hielo. Cuando intentó llenar el vaso de Herminia, ella se
apresuró a cubrirlo con la palma de la mano. La sangría, en vez de apagar la
sed, parecía aumentarla. Nada mejor que un simple vaso de agua para que
uno se sintiera aliviado. Doña Rita y José, que bebían sangría sin cesar,
estaban sofocados, empapados en sudor. No se movía una hoja del follaje
de la palta. Echados en el piso del patio, los perros con nombres de flores
dormitaban a la sombra de helechos y palmeras cuyas raíces amenazaban
reventar las macetas donde estaban plantados; de las paredes sin revocar
colgaban tarros de conservas con plantas de adorno que le recordaban a
Herminia los rancheríos del suburbio.
¿Qué hacía ella en ese patio, vestida impecablemente? Miró a su suegra;
había dejado de preocuparse por las moscas. Tenía el batón entreabierto y se
apantallaba los pechos que desbordaban de su corpiño. Graciela, con
expresión de arrobamiento, saboreaba un plato de dulce casero que doña
Rita había preparado especialmente para ella. José, con la camisa
desprendida hasta el ombligo, seguía comiendo: entre una y otra empanada
se palmeaba el vientre rollizo y velludo. Deseó no haberse casado con José.
Casi con gratitud, Herminia pensó en la desconocida que habría de liberarla.
Ella era incapaz de ese abandono ardiente que él buscaba en su cuerpo, que
había creído obtener con caricias y palabras que en un principio la dejaban
indiferente y ahora la exasperaban. Sin embargo, continuaría siendo su
mujer. Podía disimular su humillación. Sólo su repugnancia era invencible,
como una mancha que lo impregnaba todo y que en vano se obstinaba en
borrar cuando ella limpiaba hasta el cansancio los pisos de su casa, o el
picaporte de bronce de una puerta.
—Mamá, dame soda —dijo Graciela. Pero Herminia no le prestó atención.
—Herminia, tu hija quiere soda —dijo doña Rita.
—Ya es bastante grande para que se sirva ella misma —contestó con
fastidio.
Fue entonces cuando Graciela, al querer alcanzar el sifón de soda, volteó la
jarra de la sangría. Herminia se incorporó bruscamente de la silla. Era tarde:
su vestido estaba a la miseria. Hizo un esfuerzo para no abofetear a
Graciela, que corrió a refugiarse en brazos de doña Rita.
—¡Alegría! —exclamó doña Rita, al mismo tiempo que mojaba la punta de
los dedos en el vino derramado y trazaba una cruz en su frente y en la frente
de Graciela. Y José:
—No es nada, Herminia. ¿Vas a ponerte a llorar?
Lo va a perder. José es bueno, pero un hombre es un hombre y abundan las
tentaciones. Bastante paciencia que le tiene a la Herminia. A cualquiera le
doy trabajar afuera y toparse al volver con esa cara de velorio. ¿Por qué
vive amargada? Ya se quisieran muchas la suerte de ella. No le falta nada:
una casa preciosa con muebles de estilo provenzal, como dice que se usa;
ropa, para regalar. Yo no sé, tanto juego de living con almohadones, tanto
emperifollarse y no recibe visitas ni sale a ninguna parte. Realmente que se
sacó la lotería al casarse con José. Ahora embroma que no consigue
muchacha. Como si la necesitara. Con una sola criatura bien que podía
darse maña sin ayuda de nadie. Agradezca que es medio muía. ¿Qué sería si
tuviese que lidiar con cuatro seguidos como fueron los míos, que si uno caía
enfermo los demás en el acto agarraban la misma peste? Amén del trabajo
de alimentar cuatro bocas. Aunque sólita, yo nunca me quejaba.
Muchachas que se ocupen hay a montones. Lo que pasa es que termina por
acobardarlas con su manía de encerar y lustrar hasta las hojas de las plantas.
Una exageración. Igual que con los delantales de la chica. Día por medio
uno limpio. Muy almidonada y con el pelo lamido para que no se note que
es mochita. ¿Qué quiere? ¿A quién iba a salir? Menos mal que no a ella,
que será rubiona pero desabrida corno un espárrago. Y qué humos.
Cualquiera diría que es cosa del otro mundo ese diploma enmarcado y con
vidrio que tiene en el vestíbulo. Mucho diploma, pero no sabe cocinar un
simple huevo frito. Con tal de no aprender, prefiere pedir la vianda a
domicilio. Vaya uno a convencerla. Cada día más fruncida, más esquelética.
¿Qué gusto puede hallar un hombre junto a una mujer que es piel y huesos?
Pobre José. Hace bien en distraerse con otra. ¿Por qué habría de privarse?
Entrador y buen mozo como es. Le he dicho que si está gruesa la traiga a
vivir conmigo. Tengo cuartos de sobra. Esta vez, si Dios quiere,
acertaremos con el varoncito.
EL OTRO JULIO

Los más famosos se llamaban Koh-i-noor, Orloff, Montaña de Luz, Estrella


Polar, Mar de Esplendor. Aún no he pensado cómo bautizar el mío. ¿Qué
dirán mis padres mañana, cuando adviertan mi partida? Hemos acabado de
almorzar. Papá, como de costumbre, ha puesto en la radio el noticioso de
mediodía. Mamá, con la mano apoyada en el mentón, mira por la ventana:
tiene los ojos muy húmedos, como si estuviera por llorar. Hace una semana
que no cambian entre ellos una palabra. Tampoco hablan conmigo porque
soy un azote y nadie se explica a quién habré salido, así de travieso,
fantasioso y haragán. Me han prohibido ver a Julio. Es más grande que vos,
búscate amigos de tu edad. Ninguno como Julio. Hasta hace poco ninguno
como él para correr en patines o saltar de un envión la tapia que rodea el
colegio. Ellos quieren que juegue con el mecano número cinco que me
regalaron el año pasado. Es un juguete caro, tu padre ha hecho un sacrificio
para comprarlo. A mí me aburre. Con los ojos cerrados puedo armar
cualquiera de las figuras que hay en el libro que sirve de guía. En vez de un
mecano yo quería un par de patines, aprender a correr por la calle a toda
velocidad y girar de pronto, con una hábil pirueta, como hace Julio al pasar
frente al balcón de las mellizas. Tu padre sabe lo que te conviene; es un
juguete instructivo, divertido. Divertido para él, que en lugar de ir al club se
quedaba en casa construyendo la rueda gigante, el molino, la grúa. Ahora
están callados. Casi desearía que mamá se pusiese a llorar y papá a golpear
la mesa con el puño. Hace calor. Las moscas se posan en el azucarero sin
tapa. Dentro de un momento mamá llevará los platos sucios a la cocina.
Papá irá a acostarse en su cuarto. Para mí la siesta es sagrada. Después de
aquella discusión mamá no duerme la siesta con él; prefiere sentarse sola en
un sillón del vestíbulo; leer revistas, abanicarse, suspirar. Papá enciende un
cigarrillo. Los chicos que fuman no crecen. Tonterías. Julio me enseñó a
fumar y a quitarme de la boca el olor a tabaco masticando una hoja de
naranjo. Mamá, que ha dejado de mirar por la ventana, alisa con los dedos
las arrugas del mantel. Una bandada de gorriones se asienta en el árbol de la
vereda. Oigo el bullicio de los pájaros; se persiguen unos a otros; saltan
alborotados entre las ramas. Me daba lástima matarlos, pero Julio era
infalible con su honda. Son una plaga nacional. Sarmiento los trajo de
Francia. Como si recibieran una orden, los gorriones abandonan a un mismo
tiempo el árbol. La calle está desierta, soleada; el comedor en penumbra;
ellos dos callados, malhumorados. Nadie con quien hablar; nadie que se
interese en mi vida. Con Julio íbamos al cine a ver Flash Gordon en Marte,
o La marca del escorpión, íbamos a bañamos a la acequia, a pasear en
bicicleta por el Parque Centenario. Despues me prohibieron que saliera con
él. De todos modos Julio había cambiado: se peinaba con jopo y aparecía
por las tardes en la puerta de casa con el traje de los domingos.
No me importó que me utilizara para llevarle papelitos a una de las
mellizas, lo juro, ¿pero qué necesidad tenía de ponerme en ridículo y
humillarme delante de ella, cuando le repetí mi plan? Dejate de
chiquilinadas. ¡Qué manera de escorchar con esa historia del diamante! Y
me devolvió sin mirar la foto del campesino brasilero que había hallado el
diamante del tamaño de una nuez. La melliza que recibía los papelitos
sonrió burlonamente detrás del balcón.
Ahora, aunque me lo pida de rodillas, no creo que le permita a Julio viajar
con nosotros. Que se embrome. ¿Acaso hizo algo para disculparse? ¿Por
qué no arregló un encuentro conmigo en la esquina, o en la plaza? Es
orgulloso, se cree el más valiente, el más fuerte. Si conociera al otro Julio se
le acabarían esos humos. Mi nuevo amigo vive escondido en el altillo donde
está el espejo roto y el baúl de ropa vieja que utilizamos para disfrazamos.
Dentro de un rato voy a llevarle el pedazo de torta de manzana que he
guardado para él en un descuido de mamá. Necesita alimentarse: es alto,
casi un gigante. Los dos juntos planearnos el viaje. Hemos dibujado en un
cuaderno el mapa con el sendero que atraviesa la selva y llega a una aldea
de aborígenes: por allí corre el afluente del Amazonas donde el campesino
de la foto halló el diamante. También fabricamos cerbatanas con pedazos de
caña hueca, preparamos antídotos contra serpientes y arañas ponzoñosas.
Con un poco de suerte haremos una fortuna. Mientras terminamos los
preparativos, conviene obrar con prudencia y no despertar sospechas en mi
casa. Si papá llega a descubrir al otro Julio armaría un escándalo. ¿Cuántas
veces voy a repetirte que te busques amigos de tu edad? He ido llenando de
provisiones el bolso de viaje y espero la ocasión adecuada para robar el
revólver que papá tiene en un cajón del escritorio. Quizás esta misma noche
empiece nuestra aventura. Me gustaría que por una casualidad Julio me
viese en el momento de abandonar a mi familia y dejar este barrio para
siempre. Se pondría rojo de furia, o trataría de acercarse y justificar su
proceder. Demasiado tarde. Adiós, Julio, adiós. Al pasar con mi camarada
frente a la casa de las mellizas apedrearemos el balcón; después nos
alejaremos con nuestras mochilas al hombro, despreocupados y felices. Yo
y el otro Julio, el verdadero, mi amigo. Sí, los más famosos se llamaban
Koh-i-noor, Orloff, Montaña de Luz, Estrella Polar, Mar de Esplendor.
Debo pensar un nombre para bautizar el mío.
PRINCESA

A la memoria de Alejandra Pizarnik

Lástima: no sería fácil conservarlo perfecto (“la torre de Babel”, había


dicho su amigo con una mirada burlona cuando se encontraron en la
esquina del restaurante). Primero el viento de la calle, después las ráfagas
de un ventilador amenazaban los bucles de su majestuoso peinado.
Indiferente al tono irónico de sus palabras, ella sonreía con dulzura, todavía
absorta en el recuerdo de su propia imagen contemplada una y mil veces en
el espejo de la pensión. Sí, una obra de arte. Lástima que no fuese a durar.
Cuando el mozo se acercó con el menú, le preguntó si era posible cambiar
de mesa. “Habrá que esperar unos minutos, señorita. Muy pronto quedará
libre aquella de enfrente”.
Miró el sitio que le indicaban. Una mesa ocupada por una mujer sola, junto
al tabique de madera con adornos de vidrios azules y rojos. La mesa ideal, a
salvo del ventilador. Pero esa mujer no pensaba marcharse.
Leyó los platos fríos del menú. ¿Langostinos? Carísimos... ¿Palta? No.
Melón con jamón. El no se molestaba en leer la lista. Pediría el antipasto,
como de costumbre, y después un bife con ensalada mixta. Ella prefería
moderarse. El postre, especialidad de la casa, compensaría de sobra su
frugalidad.
—Bárbaro el calor —dijo él.
—Sí, bárbaro —dijo ella, aunque no sentía calor con su vestido de encaje
rosa, sus piernas desnudas y sus livianas sandalias: una tirita dorada le
aprisionaba el dedo gordo del pie; otra más ancha, le ceñía el empeine.
El se quitó el saco (ella observó las manchas de sudor fresco debajo de los
brazos), se aflojó el nudo de la corbata y se desprendió el primer botón de la
camisa: la pelambre renegrida del pecho le subía hasta la garganta. Ella
pensó que en verano era una ventaja ser mujer. Aunque no siempre. Salomé,
por ejemplo.
Cuando se trasladó a vivir a Buenos Aires había conocido a Salomé, una
uruguaya alta y morena que trabajaba por las noches en una boite. Salomé
se depilaba con cera los brazos y las piernas, arrancaba con una pinza los
pelos que crecían alrededor de sus pezones. Cada tirón brusco de la pinza
iba acompañado por un chillido de Salomé, sentada en el borde de la
bailadera, que gemía y maldecía a sus antepasados mahometanos. Tenían la
culpa de su vello tupido, de sus muchos lunares.
Ella no precisaba de semejantes torturas. Sin embargo, su afán por estar a la
moda la obligaba a frecuentar la peluquería de Víctor. Allí esperaba turno,
hojeando revistas femeninas con los retratos de la desventurada Soraya en
la Costa Azul, o de la risueña Jacqueline en los jardines de la Casa Blanca.
Al cabo de dos o tres horas de espera, la sonrisa ambigua de Víctor, la
trepidación y el calor insoportable del secador, el minucioso batido. “Una
obra de arte” había exclamado el peluquero mientras daba el último toque
de peine a esa audaz corona de bucles. Después, en su cuarto, ella buscó el
recorte de diario donde se explicaba el difícil maquillaje Cleopatra, tan de
acuerdo con su peinado, y ayudada por el rimmel, el lápiz y los pinceles
convirtió su rostro infantil en una máscara de ojos inmensos, atónitos.
Una ráfaga más violenta que las anteriores la sobresaltó; el ventilador, al
girar hacia ella, redoblaba su ímpetu con ensañamiento. Pensó en pedirle al
mozo que lo apagara. Pero hacía calor, la gente iba a protestar. Miró a su
alrededor: por todos lados caras arrebatadas, crepitar de mandíbulas. Una
rubia de aire desdeñoso perdía de pronto su compostura: se apoderaba de
medio pollo asado y lo descuartizaba con los dedos. Otra, de mentón
prominente, saboreaba cucharadas de dulce y se relamía, los ojos en blanco,
como ante una visión celestial. Un hombre fornido espolvoreaba con queso
su plato de tallarines y su corbata. Sólo la mesa junto al tabique se mantenía
extrañamente ordenada: una isla en medio de la confusión y una mujer
vestida de oscuro, distante, bajo el resplandor tenue de los vidrios azules y
rojos. Estaba como en su propia casa. O como en una iglesia. Era una
solterona. Una viuda, quizá.
El ruido del salón iba en aumento. Los mozos avanzaban con dificultad, se
inclinaban solícitos ante las mesas, se erguían de inmediato, y desde allí,
uniendo las manos a modo de bocina, gritaban el pedido o el reclamo de los
clientes: “Marche uno de lomo”. “A ver ese asado de tira”.
Alguien hizo funcionar el tocadiscos. “Tesoro mío, cuánto sufro por tu
ausencia”. La voz quejumbrosa del cantor provocó un momentáneo
silencio; luego el barullo la cubrió por completo. “Mi tango preferido” dijo
él. Empezó a tararearlo con las cejas en alto, los ojos entrecerrados, las
comisuras de los labios vencidas, como poseído por una repentina y honda
tristeza.
Ella miró de nuevo hacia la mesa situada junto al tabique. La mujer había
encendido un cigarrillo y fumaba con lentitud. No era vieja. Pelo entrecano,
cara lavada, sin arrugas. Si se arreglara, hasta parecería bonita. ¿A quién le
hacía acordar? El resplandor de los vidrios acentuaba sus órbitas profundas,
sus pómulos salientes.
El mozo interrumpió sus conjeturas.
—Pedí jamón cocido.
—No hay problema. Permítame, se lo cambio en seguida.
—Déjelo, es lo mismo.
Se disponía a cortar el melón cuando uno de sus aros, un racimo de perlas,
cayó sobre el plato. Volvió a colocárselo. Era inútil: el clip no ajustaba bien.
Hacía poco había perdido el mismo aro en el colectivo. “Fue un escándalo”
le contó a él. “Algunos vivos aprovecharon para manosearme de lo lindo”.
A él no le hizo ninguna gracia. “La moda es la moda”, le dijo, “pero no hay
que exagerar”. Después, acostados, él recordó el episodio del colectivo.
Quería saber detalles, insistía en que le explicara minuciosamente de qué
manera los hombres se habían propasado con ella.
Quizá tuviera razón. Sí, no hay que exagerar. Pero las mujeres eran capaces
de los mayores extremos con tal de no parecer anticuadas. Abundaban los
maquillajes exóticos, las fantasías multicolores. El sábado por la noche se
ataviaban como para una ostentosa ceremonia. Salían con sus maridos, sus
novios o sus amantes y cambiaban entre sí miradas de recelo. Cada mujer
bonita era una posible rival, cada escote pronunciado una perversa celada
tendida al taciturno galán de traje azul y rostro sombrío que bostezaba
frente a su compañera, añorando los muchachos del club o del café con los
cuales se sentía verdaderamente a gusto.
Pensó que estaba celoso. ¿Pero le gustaría que se vistiera como una
solterona o una viuda? observó la frente amplia de la mujer, su perfd
autoritario y al mismo tiempo delicado.
Esta vez el ventilador le desprendió un largo rizo que flotó por un segundo
delante de su nariz. Ella se mojó con saliva la yema del índice y lo pegó
hábilmente detrás de la oreja. ¿A quién le hacía acordar esa mujer? No
llevaba ninguna alhaja, ni siquiera un anillo. Infundía paz. Era como un
pájaro. Un pájaro libre y solo.
No oyó cuando él ordenaba al mozo: “Para la señorita, la especialidad de la
casa; para mí, queso fresco y membrillo”. A pesar de las canas no pasaría
de los cuarenta. Creyó que le devolvía la mirada. Sus ojos eran azules, o
grises. Un color como el del cielo en las mañanas de invierno. Hubiera
querido ser su amiga, tenerla de compañera en la pensión.
De pronto vio un pueblo de provincia, un tiempo de esbeltas,
despreocupadas muchachas que conversaban en un patio donde había
sábanas tendidas al sol. Vio las verjas de hierro de un colegio, el busto
severo de un procer, un mástil. Vio el cuarto en penumbra de la regencia:
una alumna lloraba, una maestra le palmeaba en el hombro. Aquel antiguo
miedo. La niña que fue, que sigue siendo.
—Voy un momento al tualé —dijo.
El deseo de escapar del bullicio del salón la había llevado a levantarse de la
mesa. Ese deseo, y tal vez una secreta esperanza. En el tualé encendió un
cigarrillo, se contempló en el espejo como en el cuarto de la pensión. Ahora
su corona de bucles le parecía no menos odiosa que el olor a comida
mezclado al perfume de los cosméticos. Hubiera querido deshacerse el
peinado, borrar con una toalla húmeda el maquillaje Cleopatra. Hizo un
esfuerzo para dominar sus nervios y aguardó de espaldas al espejo. Cuando
se abrió la puerta, una mujer gorda pasó a su lado levantándose el vestido.
Ella pudo oír el chorro compacto y tenso, como el de una manguera. No
quiso esperar más.
Volvió junto a él. No bien acabó de sentarse apareció el mozo con la
especialidad de la casa: una pirámide de helados de diferentes colores,
rodajas de frutas abrillantadas y crema. Encima, dos galletitas en forma de
corazón. Pensó que el helado era igual a ella.
—¿Qué te pasa?
—Nada, ¿por qué?
—Se te va a derretir.
—No tengo ganas de comer.
—¿Te pasa algo, princesa?
—Detesto que me llames así. No me pasa nada. Nada.
Tímidamente, miró hacia el tabique de madera con vidrios azules y rojos.
La mesa estaba vacía.
ASÍ ES MAMÁ

No he conocido a nadie que posea la blancura de mamá. ¿Cómo extrañarse


de que se llame Blanca? Vanamente, las pensionistas de mi casa pretenden
imitarla: se pintan de azul los párpados, caminan sobre tacos Luis XV,
cruzan las piernas y fuman con aire lánguido. Como hace mamá. Sin
embargo, qué lejos están de alcanzar su encanto.
Nuestra casa, aunque su frente es de ladrillos sin revocar, no puede
compararse con las demás viviendas del barrio. A pocos metros de la
esquinarse levantan las barreras del paso a nivel, y cruzando el terraplén
corre una acequia de aguas servidas. El cuarto de mamá tiene un balcón que
da a los naranjos de la vereda, pero sus persianas están siempre cerradas.
Cuesta imaginar, detrás de esas persianas, un cuarto tan lujoso como el de
mamá. Cuadros de diferentes tamaños tapizan las paredes: algunos son
recuerdos de sus viajes (mamá posando junto a la ex piedra movediza de
Tandil, o en Mar del Plata, apoyada en un enorme lobo marino); otros,
estampas religiosas (San José con el Niño, o un ángel con una vara de
azucenas, a los pies de la Virgen); otros, paisajes de almanaque y retratos de
artistas de cine. Me gusta contemplar algunos objetos preciosos entre el
desorden de los frascos de perfume y las cremas de belleza de su tocador:
hay allí una artística polvera cuya tapa es una bailarina con pollera de tul, y
gran número de animalitos de porcelana que no tienen mayor valor, pero
que a mamá le traen suerte. Cuando uno de ellos se niega a favorecerla,
mamá lo encierra por un tiempo adentro de un cajón, a manera de
penitencia.
El tocador de mamá. Nunca me cansaré de admirar sus adornos. Debo decir
que cada día aumentan. La semana pasada le regalaron una muñeca Lenci
vestida de española, que ella se apresuró a colocar al lado de otra, también
de paño Lenci, pero ataviada de criolla. Una venus de alabastro le sirve para
colgar sus collares.
Mi cuarto, en cambio, es un altillo situado encuna de la cocina. Como hasta
el día de hoy mamá no ha conseguido dinero suficiente para hacer construir
una escalera de material, para subir a mi cuarto debo emplear una escalera
de mano que ella retira por las noches mientras duermo. Este aislamiento
forzoso tranquiliza a mamá y le permite atender a sus invitados sin la
preocupación de que a mí se me ocurra aparecer en lo mejor de la fiesta, y
desmerecer su prestigio. Porque a pesar del barrio apartado y de los charcos
de agua pantanosa que se forman en la calle cuando llueve, mamá
acostumbra a organizar reuniones a las que acuden personas importantes de
la ciudad: doctores, escribanos, funcionarios.
Una vez que se han ido los invitados, mamá vuelve a colocar en su sitio la
escalera; en un papel que deja sobre la mesa de la cocina, escribe la lista de
compras para el mercado y otras tareas que debo cumplir por la mañana,
mientras ella y las pensionistas descansan.
Antes de las nueve bajo de mi altillo, preparo el desayuno, riego las plantas,
y después de leer varias veces la lista hasta aprenderla de memoria salgo a
la calle provisto de una red. Llevo conmigo una libreta de tapas azules para
el almacén; otra, roja, para la carnicería, y una tercera, negra, para el
verdulero. Mamá detesta comprar al contado. Prefiere hacerlo a crédito; de
ahí su agitación, a fin de mes, cuando junto con la cuenta de la luz recibe
cartas que le recuerdan la cuota del tapado de piel, de la heladera, o de la
licuadora. Otra característica de mamá es regatear el precio de las
mercaderías, por insignificante que sea. Basta que el frutero le diga:
“Treinta pesos el quilo de uvas, señoras”, para que ella invariablemente
conteste: “Muy caras, le doy veinticinco”. Si el vendedor se resiste, mamá,
como último recurso, le entrega un billete de quinientos pesos a la espera de
que el hombre no tenga dinero suficiente para el vuelto. Cuando así sucede,
el vendedor acaba por resignarse y exclama: “No importa, patrona; me paga
mañana. Es igual”. Entonces ella sonríe, satisfecha de haber conseguido
postergar por un día el pago de las uvas. Así es mamá.
Mientras hago las compras en el mercado puedo observar con detenimiento
a la gente del barrio. Con la mirada sin brillo, la ropa manchada, los zapatos
rotos, las mujeres tienen un aspecto lamentable. Suelen ir acompañadas de
sus hijos, unos chicos igualmente desaliñados, de tez morena y ojos
oblicuos. Quizá por eso mamá los llama “chinos”, y me prohíbe jugar con
ellos. Tampoco quiere que hable con las vecinas, esas arpías que no hacen
otra cosa que ocuparse de la vida privada de los demás. Así dice mamá.
Las mujeres del barrio deberían prestar un poco de atención a su arreglo
personal y al de sus hijos. No al extremo de mamá, que se baña dos veces
por día, va a la peluquería del centro, y se pasa las tardes recostada,
limándose las uñas, o sacándole brillo a sus esclavas de plata (tiene veinte,
y le cubren el antebrazo). Tampoco, es necesario que exageren, como hace
mamá conmigo, y ondulen el pelo de sus hijos con una tijera caliente, o le
compren pantalones de terciopelo y botas de charol. Pero el olvido de las
más elementales normas de aseo resulta en verdad intolerable. El barrio
entero, que abandonaremos pronto si los planes de mamá se realizan, es un
conjunto de hombres en camiseta, mujeres sin dientes, chicos descalzos.
Cuando vuelvo, mamá ya está levantada, pero las pensionistas continúan
durmiendo. Al principio mamá me advirtió que si alguien me preguntaba en
la calle quiénes eran esas señoritas, yo debía contestar: “son mis primas”.
Sin embargo, como después de un tiempo las supuestas primas se iban y
eran reemplazadas por otras, ella juzgó conveniente llamarlas pensionistas.
Las pensionistas de esta temporada me parecen desagradables. La Cristina y
la Yoli, tales son sus nombres, usan el mismo peinado en forma de cola de
caballo, tartamudean y bostezan sin parar; a la noche, como por arte de
magia, conversan animadamente, ríen a carcajadas, cantan. A menudo oigo
sus voces desde mi altillo. Sólo mamá permanece silenciosa. Para
eclipsarlas le basta su blancura y su corpulencia. Siempre recordaré la
escena que presencié hace algunos años: mamá estaba en el patio, a medio
vestir, rodeada de mujeres que tiraban de lazos y cintas con el propósito de
ceñir su cuerpo dentro de un corsé. A cada tirón brusco de las cintas, se
hundía el vientre de mamá, pero al mismo tiempo subían sus pechos,
inflados como globos, y por los intersticios del corsé aparecían rombos de
carne deslumbrante.
Mamá prepara el almuerzo y guarda en la heladera una fuente con rodajas
de salame y ensalada para las pensionistas. “Es suficiente para esos
esperpentos”, dice. Luego, con un gesto de complicidad, saca de su bolsillo
una llave con la que abre un armario donde esconde un frasco de higos en
almíbar. En el armario, además, hay un juego de té chino que le regalaron
para su casamiento. No conocí a mi padre. Murió o desapareció poco
después que yo naciera, pero por algunas conversaciones he deducido que
debió de ser un hombre sin inquietudes, un fracasado. Todavía ahora,
cuando las deudas apremian mamá recuerda con tristeza un terrenito de su
propiedad, en el cerro, que se vio obligada a vender por culpa de él, “y que
hoy valdría una fortuna”.
Una vez que terminamos de comer el postre, ayudo a mamá a poner en
orden la cocina; después subo a mi cuarto y me visto para asistir a clase.
Ignoro si el año próximo volveré al mismo colegio. Mamá dice que piensa
inscribirme en otro, como alumno pupilo. Todo depende de un amigo suyo,
un abogado que costeará mis estudios a condición de que ella abandone esta
ciudad y atienda un negocio en Rosario de la Frontera.
Así nos explicó el domingo pasado. Estábamos reunidos en el comedor: la
Yoli se depilaba una ceja; la Cristina hojeaba revistas de modas; yo
dibujaba un mapa en mi cuaderno. De pronto, mamá llegó muy agitada de
la calle; se quitó los zapatos, suspiró de alivio, y empezó a contarnos sus
proyectos. Cuando terminó de hablar, hubo un silencio. Después se oyó la
voz de la Yoli. “Blanca —le dijo—, estás loca. Eso es sepultarse en vida”.
Mamá le contestó que la plata es plata en cualquier parte, que le preocupaba
mi porvenir, y que el negocio se abriría en una zona próspera, llena de
chacareros ricos y sembradores de papas. “Nosotros no te acompañamos”,
dijeron al unísono las pensionistas. “No las necesito. Como ustedes,
sobran”, contestó mamá con desdén.
Esa noche, en mi altillo, me conmovió pensar en los sacrificios a que mamá
se resignaba para labrarme un porvenir. Abandonaría su dormitorio, sus
reuniones. Yo era un obstáculo en su vida, y con el tiempo lo sería aun más.
En Rosario de la Frontera, donde vaya a saber uno qué peligros la acechan,
irá perdiendo su belleza. El nombre de ese pueblo me sugiere un ambiente
de violencia como el de las películas del Lejano Oeste: ciclones, indios
enfurecidos, paisanos borrachos. Quizá por eso, al dormirme, tuve un sueño
extravagante: había un incendio en el cuarto de mamá, y ella, sujeta a los
barrotes de la cama, amordazada, no podía hacer ningún movimiento ni
articular palabra. Horrorizado, vi que las llamas empezaban a trepar por los
ñecos de la colcha tejida. Entonces corrí a la cocina en busca de un balde de
agua, pero súbitamente me asaltó el imperioso deseo de comer higos en
almíbar. El armario estaba abierto: retiré el frasco, y con la mayor
tranquilidad me puse a satisfacer mi gula, no ignorando que mamá corría el
peligro de ser alcanzada por las llamas. “Se salvará”, me decía mientras
devoraba grandes cucharadas de dulce. “No sé cómo, pero se salvará. Es
demasiado fuerte para morir. No morirá nunca”.
Con los primeros calores han florecido los naranjos de la vereda; el viento
trae el olor de los azahares mezclado al de las aguas podridas de la acequia.
Al atardecer, he caminado por las calles del barrio. En un zaguán estrecho,
un hombre inflaba las ruedas de su bicicleta; debajo de una morera, una
vieja desplumaba una gallina; en un baldío, unos chicos que jugaban a la
pelota me reconocieron y me arrojaron piedras. Luego corrieron a
esconderse detrás de un arbusto.
No puedo tolerar la idea de entrar pupilo en un colegio y separarme de
mamá. Lejos de ella, habrá de repetirse lo que sucedió hace tres años,
cuando viajó a la capital: enfermé de tristeza. Mientras duró su ausencia, las
pensionistas que había en mi casa por aquella época no consiguieron que
probase bocado; querían obligarme a comer, pero yo les escupía la sopa
caliente en la cara. Extrañadas por mi conducta, tuvieron que cerrar con
llave el dormitorio de mamá para impedir que me arrojara de bruces en su
cama, sollozando. Sin mamá, el mundo es opaco y aburrido; languidecen
las plantas del patio, y la casa entera se convierte en una especie de ruina
con silbidos de trenes y chillidos de mujeres vulgares, pintadas como Pieles
Rojas.
Al volver de su viaje, mamá me trajo de regalo un mecano para hacerse
perdonar su ausencia, pero yo, que estaba ofendido, adopté una expresión
terca cuando ella me alzó en brazos. “¿Así es como este ángel del Señor
recibe a su madre que lo quiere tanto?”, me dijo. Entonces me eché a llorar,
al mismo tiempo que le besaba las mejillas y le suplicaba que no me
abandonara nunca.
Anoche, por primera vez, mamá me permitió que asistiera a una de sus
reuniones. “Sólo un momentito —me previno—, y luego a la cama, sin
chistar”. Quería presentarme al doctor Monasterio, “el abogado de quien te
hablé, que tanto se interesa en nuestro futuro”.
El comedor estaba arreglado especialmente para la fiesta. Las sillas se
alineaban contra la pared; pantallas de colores velaban el resplandor de los
focos y proyectaban una penumbra rosada que favorecía a las pensionistas,
otorgándoles juventud. En un ángulo estaba dispuesta la mesa, con botellas
y platos de sandwiches.
Mi entrada provocó cierto estupor. “Es el pollito de la Blanca”, oí que
murmuraban. Aunque el cuarto estaba lleno de humo y me picaban los ojos,
pude distinguir a la Yoli que reía con afectación, la cabeza echada hacia
atrás; a su lado, un señor gordo y calvo le acariciaba la espalda. También vi
a la Cristina que rechazaba con un gesto de impaciencia a uno de los
invitados, empeñado en decirle un secreto, o en morderle la oreja. Hombres
maduros, en mangas de camisa, bebían ginebra con hielo; dos jóvenes, en
cuclillas, arrojaban dados en el piso.
Mamá, tomándome de los hombros, me llevó hasta el lugar donde estaba
sentado el doctor Monasterio.
—Mucho gusto, caballerito —dijo el abogado. Y me tendió una mano
lánguida, cubierta de vello oscuro, que solté de inmediato. El abogado
vestía con sencillez; sólo la perla del alfiler de corbata revelaba su
prosperidad. Después de un momento prosiguió: —¿Con que el caballerito
quiere estudiar, ser un hombre de provecho? Muy bien, muy bien. Ya
arreglaremos ese asunto con su mamá.
La voz autoritaria del abogado contrastaba con su aspecto insignificante;
sus piernas, cruzadas, no llegaban al suelo. Hice un esfuerzo para dominar
mi timidez y mirarlo a la cara: una cicatriz, que le bajaba desde el pómulo
izquierdo hasta la comisura del labio superior, le tiraba hacia arriba la piel
de la mejilla, dando a su fisonomía una expresión irónica. El abogado me
acarició el pelo, me sonrió con simpatía. Yo hubiera querido decirle que no
me importaba estudiar ni ser un hombre de provecho, que mi ideal era
continuar al lado de mamá. Pero enmudecí, sofocado por el calor del cuarto,
y aturdido por el ruido de la música y las conversaciones. Mamá consideró
ofensivo mi silencio y me pellizcó con disimulo. Mi reacción fue
automática:
—Muchas gracias, señor. Encantado de conocerlo.
Mamá me miró complacida.
—Es un chico muy bueno y educado —dijo. Después, con los ojos en
blanco, agregó su frase de costumbre—: Un ángel del Señor—. En seguida
me pidió que antes de acostarme sirviera un poco más de ginebra con hielo
a los invitados. Me sorprendió el tono suplicante de su voz, su momentánea
inseguridad, como si alguna vez me hubiera negado a satisfacer el menor de
sus deseos.
Fui hasta la mesa y retiré la bandeja con la botella, el hielo y los
sandwiches. Yo tenía puesta una camisa de verano, de seda cruda,
confeccionada por mamá con un retazo de género que le sobró de un
vestido. Cada vez que me inclinaba con la bandeja, algún invitado me metía
un billete de cincuenta o de cien pesos en el bolsillo de la camisa. Mamá,
divertida, observaba la escena, y de cuando en cuando me guiñaba un ojo,
orgullosa de tener un lujo tan desenvuelto y hábil. La verdad es que me
molestó bastante trabajo mantener el equilibrio con aquella bandeja pesada,
y en cierto momento estuve a punto de arrojar el balde con hielo sobre la
cabeza del amigo de la Cristina, que se permitió darme una palmada en las
nalgas.
La Yoli, que es una romántica, puso por tercera vez un vals. El abogado se
acercó a mamá para invitarla a bailar, pero ella le dijo que esperase un
momento. Antes tenía que llevarme al altillo, porque no era bueno para la
salud de un chico permanecer despierto hasta esas; horas.
Cuando salimos al patio, respiré profundamente. El aire fresco disipó mi
pesadez. Detrás de las risas y los cuchicheos de las pensionistas, podía oírse
un zumbido ronco y repugnante: las voces de aquellos hombres que mamá
reunía para pagar sus deudas, sus collares y mi educación. A la luz de la
luna, la blancura de mamá daba vértigo.
Antes de subir por la escalera, saqué el dinero del bolsillo y se lo entregué.
Ella se apresuró a guardarlo en el escote de su vestido. Luego me dijo,
besándome en la frente: “Así me gusta, que sea generoso con su mamá”.
Desde anoche espero que llegará a comprender: puedo ser de alguna
utilidad para sus negocios. Si decide llevarme a Rosario de la Frontera, le
voy a sugerir que me embadurne la cara con betún y me rice el pelo: me
convertiré en el negrito de los mandados, en su criado predilecto. O bien,
como en la estampa en colores que hay en la cabecera de su cama, velaré
eternamente su sueño, de rodillas en el umbral del cuarto, con las alas
inmóviles y una vara de azucenas en la mano. Por algo ella repite que soy
un ángel del Señor.

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