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No les basta con violarlo, lo torturan y mutilan, cosificando el cuerpo del niño
proletario. Podemos empezar a pensar la violencia asociada al placer sexual, al
disfrute. El niño proletario es humillado, torturado –hasta que no queda parte
del cuerpo sin violentar-, violado y, finalmente, ahorcado con un alambre.
El valor del proletariado se mide en términos de utilidad: cuando ya no sirve,
como si de una cosa se tratara, se descarta. Y ese “ya no ser útil” parece ser el
destino de todos los proletarios.
“Con el correr de los años el niño proletario se convierte en hombre
proletario y vale menos que una cosa.”.
Cuando el niño proletario ya no resulta útil para los niños burgueses –ya
gozaron, ya se divirtieron- estos ejecutan el acto. En realidad, ejecutan, dan por
finalizado, algo que comenzó mucho antes: desde que nace el niño proletario
sufre “las consecuencias de pertenecer a la clase explotada”. Casi podríamos
pensar en un destino condenado de antemano: en su casa está expuesto a la
autoridad tiránica del padre, en la escuela está expuesto a la humillación de la
maestra, primero, y de sus compañeros, después. Por esto, cuando los niños
burgueses se presentan, el niño proletario se somete sin resistencia, porque es
lo que aprendió desde que nació y porque, de todas maneras, no tiene salida
–la movilidad social no es posible; esta imposibilidad aparece representada por
el barro, que ni siquiera le permite hablar-.
Al barro y la sangre de El matadero se suman ahora los fluidos corporales,
símbolo, a mi parecer, del placer sexual –y la violencia- llevado a su máxima
expresión. Acá también podemos recuperar la idea de la violencia desbordada,
de un espectáculo –diversión asegurada para los niños burgueses- que se
convierte en una tragedia atroz, sanguinaria y cruel. Si El matadero era la
máxima expresión de la violencia federal, El niño proletario retrata la violencia
de la clase dominante.
2. Lectura y análisis de “La fiesta del monstruo” de Bustos Domecq.
Borges y Bioy Casares se unen para forman, conjuntamente, un “tercer
hombre”: Bustos Domecq. Cuando escriben juntos, lo hacen bajo este
pseudónimo. La fiesta del monstruo fue escrita en 1947 (pleno gobierno de
Perón) pero aparece recién en 1955, momento en que cae el peronismo debido
a la Revolución Libertadora. ¿Por qué esperan unos años para publicarlo?
Seguramente, si lo hubieran publicado en 1947, hubieran terminado presos, ya
que el cuento es una alusión al peronismo. El pueblo –el peronismo- aparece
como bárbaro y salvaje. Perón es el “monstruo”, el líder que encabeza la
manifestación masiva.
El cuento es un relato que el protagonista dirige a Nelly – quizás su novia o
mujer- para contarle la travesía que significa ir a la manifestación, y ver al
“Monstruo”.
El lenguaje empleado es artificioso, artificial. Borges y Bioy Casares
pretenden crear un lenguaje que represente el habla del pueblo, de la “grasa”.
El pueblo –los peronistas- son animalizados. En El matadero el pueblo es
bárbaro, salvaje, se comporta instintivamente como un animal. Acá
nuevamente el pueblo es animalizado. Sin ir más lejos, el protagonista cuenta
que van en camiones a la manifestación como si fueran vacas, o algún otro
animal. La civilización aparece representado por el estudiante judío –retratado
con lentes y libros bajo el brazo-. La barbarie detecta a este estudiante entre la
multitud y lo apedrea, hasta matarlo, sin dejar que la víctima se defienda o
hable: el otro no tiene voz.
Dolores comienza hablando de su padre, pero al final alude a Rosas –“el que
corta cabezas”-. De este modo, establece un paralelismo entre su padre (quien
imparte órdenes y violencia en su casa) y Rosas (quien imparte órdenes y
violencia en el exterior). Así, Benigno se convierte en extensión y reflejo de un
poder superior que viene del exterior; continúa con un sistema de relaciones
dominante- dominados, reproduce el sistema de violencia y represión al que
adhiere y hace de su hogar un calvario, en donde reina un silencio impuesto y
solo hay lugar para el odio.
DOLORES: Mi madre siempre tocaba el piano. Le gustaba la
música. Pero mi padre odia todo placer que no provenga de él.
Como no puede dar placer, da odio. Y lo llama amor. Mi madre no
toca más el piano, cree que no le gusta la música. Y lo más curioso
es que… también ella llama amor al odio de mi padre. Y a veces…
hasta yo lo llamo de la misma manera.
Dolores crece siendo testigo de la violencia verbal y física con que su padre
controla todo a su alrededor. Y como es el único modo que conoce, hace uso
de él para humillar y denigrar a Rafael. Víctima de la violencia psicológica de su
padre, Dolores convierte a Rafael en víctima de sus humillaciones e insultos.
DOLORES: Al otro lo elegí yo. Sin mostrar demasiado interés, por
supuesto. Duró quince días. Para mí era un viejo, pero a mi padre le
parecía buen mozo, sospechaba. (Ríe, ácida.) No solo de mí,
también de mi madre.
RAFAEL: No me agreda.
RAFAEL: ¿Dónde?
Rafael, con su joroba, alude a aquello torcido que no sigue el camino recto
exigido. Es el único personaje que no trae ropas rojas. Como maestro es quien
potencia el carácter de Dolores; de un poco casi inconsciente hace que Dolores
sea más consciente de las represiones y sufrimientos y que, al final, se decida
por elegir “cabezas sobre los hombros”. Esto lo pagará con su vida.
El mundo de La malasangre es un mundo machista y patriarcal. La madre de
Dolores no tiene voz, no existe. Ni siquiera tiene un nombre: es “la madre”. Es
un ente reducido y relegado al rincón del cuarto, desde donde debe asegurarse
de que su hija no se enamore y no se entrega a los pecados. Es una sombra
que viste un vestido rojo. Es la mujer débil, sumisa, sometida al poder de su
marido, a quien debe complacer sin chistar. Benigno descarga en ella toda su
furia, se toma con ella ciertas “libertades” –como violentarla e insultarla- porque
es “su” mujer.
DOLORES: Mejor que espere, mamá.
PADRE: ¡Silencio!
Encarnación sí sabe lo que fue, lo que hizo, de qué material está hecho su
interior. Afirma que sin ella Rosas no hubiera logrado nada. India, salvaje,
estratega. Con poder suficiente para ayudarle a conservar el poder y, al mismo
tiempo, para quitárselo. Porque el poder está en el pueblo, y ella sabe que el
pueblo está en sus manos. No duda de sus capacidades para hacer la
revolución.
“Soy capaz de hacer una revolución para él, pero también contra él.
(…) Yo hubiera podido traicionarte y hacerte una revolución en
contra. Porque el pueblo es mío. Y el que tiene el pueblo, tiene el
poder.”.
Dice tener dos rostros: el que da a conocer y otro que mantiene oculto. Se
mira al espejo, y no acepta lo que ve, se apuñala. Sueña con ser otra: una
reina poderosa y temida. La historia la asocia a los actos sanguinarios de La
Mazorca, agrupación por ella creada, se excusa con que solo es un “cerebro
político” que ordena palizas, pero no asesinatos. Los asesinatos corren por
cuenta de los federales que se dejan llevar por el instinto y no por el
pensamiento –algo que sí hace ella: pensar-.
Su cuerpo es un desierto que Rosas puede reducir y conquistar. Su
estrategia –la estrategia de toda mujer- es ser y saberse el cerebro y la mano
de Rosas.
“La estrategia de una mujer es eso: ser siempre el pensamiento y la
mano del varón.”.