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En 1910, poco más de ochocientos latifundistas, muchos de ellos extranjeros, poseían casi
todo el territorio nacional. Eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa y
muy de vez en cuando visitaban los cascos de sus latifundios, donde dormían parapetados
tras altas murallas de piedra oscura sostenidas por robustos contrafuertes. Doce millones de
personas dependían, en una población total de quince millones, de los salarios rurales; los
jornales se pagaban casi por entero en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos, a
precios de fábula, en frijoles, harina y aguardiente.
En esos tiempos la esclavitud, ataba el obrero, trabajadores por las deudas que se heredaban
o por medio de un contrato legal, este era el sistema real de trabajo que manejaban en las
plantaciones de henequén de Yucatán, en las vegas de tabaco del Valle Nacional, en los
bosques de madera y frutas de Chiapas y Tabasco, y en las plantaciones de caucho, café,
caña de azúcar, tabaco y frutas de Veracruz, Oaxaca y Morelos.
En 1845, los Estados Unidos se habían anexado los territorios mexicanos de Texas y
California, donde restablecieron la esclavitud en nombre de la civilización, y en la guerra,
México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo
México, Nevada y Utah. Perdiendo así más de la mitad del país. El territorio arrebatado
equivalía a la extensión actual de Argentina.
Alguna empresa norteamericana no resultaba en absoluto ajeno al exterminio de los indios
mayas y yaquis en las plantaciones de henequén de Yucatán, tenían campos de
concentración en los que los hombres y niños eran comprados y vendidos, ya que ésta era la
empresa que adquiría más de la mitad del henequén producido y le convenía disponer de la
fibra a precios baratos. La explotación de la mano de obra esclava era muy directa.
En 1909 se determinó una ley en la que decía que nuevas tierras fueran arrebatadas a los
que eran sus legítimos dueños poniendo de esta manera en alerta las ya ardientes con
tradiciones sociales.
En noviembre de 1911 Zapata proclamo su plan de Ayala, este plan advertía que la mayoría
de pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que el terreno que pisan. Este plan
fue muy llamativo para distintos campesinos de las regiones, atraía a millones de
campesinos a las filas del caudillo agrarista.
En 1914 se abrió un breve ciclo de paz en el que le permitió a Zapata poner en práctica, en
Morelos una reforma agraria que sería aún más radical que la anunciada en el plan Ayala.
En la primavera de 1915, ya todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo,
principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto,
por falta de alimentos, estos se encontraban bajo la amenaza de hambre que se aproximaba.
Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó, a su vez, una reforma
agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios.
En 1916 se abalanzaron, con buenos dientes, sobre Cuernavaca, capital de Morelos, y las
demás comarcas zapatistas. Los cultivos, que habían vuelto a dar frutos, los minerales, las
pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín excelente para los oficiales que avanzaban
quemando todo a su paso y proclamando, a la vez, «una obra de reconstrucción y
progreso».