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REV. DE PSICOANÁLISIS, LVIII, 4, 2001, págs.

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*Conclusiones y problemas
acerca del objeto

Willy Baranger

Quien haya leído las páginas que anteceden habrá tenido amplia oportuni-
dad de convencerse de la riqueza del concepto de objeto en psicoanálisis, así
como de la increíble cantidad de confusiones que ahí se originan. Nada
mejor, si uno trata de desenredar esta madeja, que referirse a la multiplicidad
de sentido de la palabra “Objekt” en el texto freudiano. Sin querer exagerar en
la discriminación, lo cual nos llevaría, en el caso límite, a una fragmentación
corpuscular del sentido, podemos diferenciar un cierto número de acepcio-
nes principales, cada una de las cuales contiene una problemática intrínseca
y suficientemente distinta de las demás para que sea imprescindible conside-
rarla como categoría aparte.
Desde luego, todas estas acepciones tienen elementos en común, y las
problemáticas están interrelacionadas. Estas categorías, por ejemplo, se
vinculan con el objeto de la percepción y del conocimiento, sin que por ello
podamos afirmar que tienen su principal origen o fundamento en ellos. El
objeto de la pulsión mantiene con el objeto de la percepción un vínculo
sumamente laxo; percibimos de continuo una multitud de cosas sin valor
pulsional y, por otra parte, ciertos objetos pulsionales de importancia pri-
mordial nunca pueden ser percibidos (v. gr. el falo ausente de la madre
fálica). Dentro de los objetos pulsionales, los que se refieren a las pulsiones
del yo presentan características esencialmente distintas a los objetos de la
libido. El “apuntalamiento” (“Anlehnung”) de la libido sobre las pulsiones
del yo tiende a confundir las dos categorías objetales correspondientes y a
colmar el hiato que las separa, encaminando así el pensamiento analítico
posfreudiano hacia dificultades insolubles. El pecho percibido –objeto
natural– se confunde de este modo con el pecho alimenticio –objeto de las
pulsiones del yo– y con el pecho objeto de la libido. La unidad aparente del
objeto natural nos hace perder de vista la pluralidad radical de las cate-
gorías objetales.

*Este trabajo está publicado en W. Baranger y cols., Aportaciones al concepto de objeto en


psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1980.
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Tampoco encontramos unidad o continuidad entre el objeto de las pul-


siones parciales y el objeto del amor o del odio de una persona considera-
da como totalidad. Así como el amor o el odio no pueden considerarse
una suma de pulsiones parciales, tampoco su objeto, si es “total” (en el
sentido de referirse a una persona dotada de existencia particular), no
puede considerarse una suma de objetos parciales. Las conclusiones que
extrae Lacan al respecto parecen irrebatibles y tienen, además, la ventaja
de no forzar una concepción unitaria allí donde Freud había subrayado
una diferencia.
El objeto de la identificación –en especial de la identificación primaria–
merecía para Freud un lugar netamente separado, no sólo de los objetos
de las pulsiones parciales, sino también del objeto del amor y del odio. Si
la identificación del varón con el padre, por ejemplo, es independiente de
toda elección libidinal y preexistente a ella, no podemos sino concebir este
objeto, lo mismo que el vínculo que el sujeto mantiene con él, como un
fenómeno irreductible. No se trata aquí, como lo describiera Freud, de la
sustitución de una elección libidinal por una identificación, ni de suponer
que el fenómeno es equivalente a una introyección (como tenderá a hacer-
lo M. Klein), sino de reconocer una modalidad primordial del vínculo, tan
“primaria” como pueden serlo el amor o el odio.
En cuanto al narcisismo, su introducción aporta una dimensión nueva
al concepto de objeto: el yo se vuelve a su vez objeto, pero ¿qué yo?, ¿y
objeto de qué?, ¿y para quién?
Toda la teoría del objeto es profundamente perturbada y enriquecida
por el descubrimiento del narcisismo, si uno se resigna a no pasar por alto
la dimensión escópica esencial del narcisismo, puntualizada por Freud en
la elección misma del mito de Narciso para nombrar el fenómeno descu-
bierto: el enamoramiento mortal del sujeto “por su imagen en el espejo”,
según escribe en su estudio sobre Leonardo da Vinci, antes de explicar el
tipo de homosexualidad de Leonardo por un enroque entre sujeto y obje-
to: Leonardo, adulto, identificado con su primer objeto de amor, su
madre, ama a su vez a jóvenes hermosos como lo fuera él mismo en una
edad anterior. Cuando Lacan retoma y desarrolla la idea de Freud del ena-
moramiento de la imagen de uno mismo en el espejo y convierte al narci-
sismo en el momento estructurante inicial del “estadio del espejo”, se ve
obligado a desdoblar radicalmente al individuo (mal nombrado, ya que se
instaura en la dualidad) entre un “je” y un “moi” irremediablemente uni-
dos y ajenos, dados en una alteridad insuperable. La “pasión narcisista”,
imprescindible para la vida del sujeto y al mismo tiempo letal, instala el
mundo objetal en una dualidad originaria, ya que toda una línea de los
objetos ulteriores proviene del primer objeto narcisista, mientras la otra
deriva de las personas más cercanas al sujeto (básicamente sus padres). Lo
mismo hizo Freud (desde un ángulo dinámico) al establecer la diferencia

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entre la libido narcisista y la libido objetal, reconociendo que tan sólo una
parte de la primera es trasformable en la segunda, y al establecer (ya
desde el ángulo objetal) la oposición entre las elecciones narcisistas y las
elecciones “por apuntalamiento”. Además, el narcisismo introducido
ubica en forma decisiva la relación sujeto-objeto en un nivel en el cual la
oposición fundamental que rige la percepción entre el perceptor y lo per-
cibido deja de ser vigente: lo prueba la posibilidad del enroque entre
ambos. La dualidad originaria de las líneas objetales abre a su vez, por la
posibilidad de combinación de elementos de origen narcisista y de origen
directamente objetal, una problemática compleja, ya que todo hace pensar
que ambas clases de elementos no tienen idéntico status metapsicológico.
En “Duelo y melancolía”, Freud descubre con toda claridad una nueva
categoría objetal. Este objeto amado, odiado, perdido o muerto que “prosi-
gue su existencia intrapsíquica” después de producida su pérdida en el
mundo externo, es algo muy distinto del objeto de la pulsión, del objeto de
la identificación primaria, o del narcisismo. M. Klein lo llama “objeto intro-
yectado” y le confiere un papel determinante en la formación de las instan-
cias psíquicas, yo y superyó (siguiendo en esto a Freud, quien destaca, en
muchos escritos ulteriores a “Duelo y melancolía”, la importancia y univer-
salidad del proceso introyectivo). Esta clase de objetos no se comportan en
absoluto como “representaciones”, y mantienen procesos complejos de
intercambio con las instancias. Fairbairn, teniendo en cuenta estos procesos,
denomina a estos objetos “estructuras endopsíquicas”, yendo un poco más
lejos que M. Klein en su cosificación. Pero no por ello se aparta de una cier-
ta línea –evidentemente fecunda– de las descripciones de Freud.
Si no queremos omitir otra categoría objetal igualmente importante,
que presenta también su originalidad irreductible a cualquiera de las cate-
gorías antes enumeradas, tendremos que mencionar las “imagos” o figu-
ras protagonistas de los mitos universales de la cultura de las “novelas”
históricas que modelan la vida de los individuos. Pertenecen al acervo de
las “Urphantasien” y presentan un carácter que calificaríamos de arquetí-
pico, si no respetáramos la voluntad de Freud de evitar toda confusión
entre sus propias conclusiones y las teorías de Jung.
La teoría del objeto, como varias otras, ha ido desplegándose después de
Freud en un abanico de direcciones divergentes. Pero el origen de esta mul-
tiplicidad está en Freud mismo. Cada uno de sus continuadores eligió un
aspecto del concepto freudiano de objeto, una de sus líneas de elaboración,
y ninguno escapó a la tentación de tirar por la borda uno –o varios– de los
aspectos de la teoría freudiana del objeto. Desarrollaron ciertos aspectos, lle-
gando a veces más lejos que Freud, pero perdieron la riqueza inicial del con-
cepto. En su afán de alcanzar una concepción unificada del objeto, achataron
y empobrecieron la experiencia que este concepto intentaba resumir, sin por
ello disminuir ni aclarar en absoluto la problemática inherente.
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Nuestro propósito no consiste en proponer alguna teoría unificada más


abarcativa que las anteriores, sino en tratar de hacer un balance (por lo
menos negativo: un balance de las ideas descartadas por parcializadoras)
de las elaboraciones que se intentaron, y en ofrecer algún esclarecimiento
de la problemática que sigue vigente.

El mito siempre renaciente del “objeto natural”

Freud instaura la teoría analítica del objeto por medio de una ruptura con el
concepto de objeto de la percepción, u objeto natural. El objeto –en tanto que
interesa al psicoanálisis– no es el objeto natural sino, en primer término, el
objeto de la pulsión. En esto, el estudio de la perversión resultó para Freud
paradigmático. El prototipo según el cual debemos iniciar nuestro estudio
del objeto es el “corsé” femenino de los fetichistas de antaño: es ilustrativo el
“corsé” como objeto sofisticado, perimido, absurdo, antinatural.
Las afirmaciones de Freud acerca del pecho materno como “primer
objeto libidinal” han llevado a confusión. Reintegrar el pecho dentro de la
indefinida serie de los objetos, como uno de ellos, no nos da ningún dere-
cho a considerarlo prototipo de la serie. Al contrario, esta última conclu-
sión lleva –tal es la crítica de Lacan– a relegar el objeto libidinal a la chata
serie de los objetos naturales. Los observadores más agudos (M. Klein
antes que todos) han tratado de evitar este achatamiento: si bien para ella
el objeto interno es el “retrato” del objeto natural, por lo menos inicial-
mente es un retrato tan “fantásticamente distorsionado” por los procesos
proyectivos e introyectivos que resulta irreconocible. Sólo al cabo de una
larga evolución llegará el retrato a parecerse, más o menos, a su modelo.
Pero M. Klein –sostiene Lacan– queda presa de su pasión abrahamiana
por el principio de continuidad genética, es decir, presa de la antinomia
entre el objeto fijo de la necesidad biológica y el objeto arbitrario y anár-
quico de las pulsiones libidinales.
Con el descubrimiento del “objeto transicional”, Winnicott ensancha el
corte entre los objetos naturales y los objetos libidinales. Aunque se trata
de un objeto natural, Winnicott muestra que tiene un estatuto distinto de
los demás objetos de la percepción: está en la frontera del yo y del no-yo;
no pertenece, para el sujeto, al universo de las “cosas”, pero tampoco al
universo de los objetos imaginarios; está revestido de un intenso valor
libidinal, y, sobre todo, no sirve para nada. Además, su pérdida brusca o
su abandono no da lugar a ningún proceso de duelo, lo cual, en una pers-
pectiva kleiniana, no dejaría de ser harto sorprendente.
Trátese del objeto de la pulsión o del deseo, del objeto transicional, del
objeto introyectado, tanto como de los objetos de la identificación o del
narcisismo, y tanto como de las figuras míticas, el objeto empieza a inte-

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resarnos como analistas en el momento en que desborda el objeto natural


o se instaura a partir de un corte con el objeto natural.
En esta perspectiva, el objeto natural hace figura de mito, pero de mito
muy difícil de abandonar. Siempre reaparece, en una u otra forma, en las
teorías psicoanalíticas, en particular cada vez que se habla del desarrollo
temprano. Como si nos empeñáramos en creer, contra toda evidencia, que
las características objetivas de la lactancia (no sólo la cantidad o cualidad
de alimento, sino la forma de proporcionarlo, la actitud de la madre hacia
el niño, etc.) determinan el mundo objetal del sujeto. “Al principio era el
objeto natural”: tal podría ser la formulación de este mito. La consecuen-
cia sería que todos los objetos son variaciones y distorsiones a partir de los
objetos naturales. Está claro que cualquier anamnesis cuidadosa, confron-
tada con los datos proporcionados por las personas que acompañaron al
sujeto en su crecimiento y con los datos surgidos de su análisis, desmien-
te esta teoría (¿cuántas historias infantiles tremendas, que parecen un
compendio de situaciones traumáticas, encontramos en personas no más
neuróticas que lo común?).
El objeto natural, sobre todo en sus variantes más arcaicas, aparece
como nuestra forma de teorizar acerca de los orígenes, nuestro mito
“científico” a propósito de ellos.
Tenemos que repetir, a propósito de los objetos del psicoanálisis, la
advertencia de los novelistas a sus lectores: toda semejanza con objetos
naturales o personas conocidas es puramente casual y ajena a las inten-
ciones del autor. Sólo así mantenemos abierto el espacio objetal donde
puede jugar el análisis.

Circulación y enroque entre el sujeto y el objeto

El objeto (de la percepción, del conocimiento, del deseo) se nos presenta


siempre en forma simultánea con un sujeto que percibe, que conoce, que
desea. Toda la filosofía occidental ha funcionado, desde que existe, sobre
la base de esta evidencia. Al sujeto le corresponde la voz activa, al objeto
la pasiva: “esse est percipere” (“existir es percibir”) escribe Berkeley con res-
pecto al primero; “esse est percipi” (“existir es ser percibido”) caracteriza la
pasividad del segundo. Lo mismo formula Descartes con la oposición de
la “res cogitans” (“el ser que piensa”) y la cosa pensada. El sujeto de la filo-
sofía y el yo de la psicología prefreudiana se definen como centro del pen-
samiento y la acción. Freud no recusa esta “evidencia”, pero, al lado de
ella, descubre algo que la invalida por completo: el inconciente. Introduce
así en el pensamiento una descentración del sujeto: lo que creíamos ser el
prototipo de la unidad y de la identidad consigo mismo, aparece ahora
como irreductiblemente dividido y ajeno a sí mismo. Nadie ha formulado
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con mayor claridad que Lacan esta revolución en el pensamiento inaugu-


rada por Freud.
Por lo pronto, la oposición entre actividad del sujeto y pasividad del obje-
to ya ha perdido validez. El inconciente, tal como lo describe Freud, no apa-
rece nunca como algo pasivo sino al contrario, como un sujeto extraordina-
riamente activo. No sólo puede irrumpir en el pensamiento conciente y per-
turbarlo, sino que Freud lo muestra también capaz de desear, de planear, de
realizar operaciones complejas, como lo hace el pensamiento preconciente.
El yo de la psicología clásica, o el sujeto de la filosofía, no sufren tan sólo
con la revolución freudiana un desdoblamiento, sino una división en tres. En
Freud coexisten obviamente un sujeto del inconciente y un yo híbrido, com-
puesto, por un lado, por el centro de funciones (percibir, recordar, imaginar,
prever, etc.) que describía la psicología clásica –y a las cuales la psicología
analítica agrega otras nuevas (angustiarse, defenderse de la angustia, etc.)–,
y, por otro lado, un yo constituido como un “precipitado de identificacio-
nes”. El pensamiento posfreudiano es, sin quererlo, el más reacio a Freud.
Utiliza algunos conceptos de éste (con preferencia, los que Freud aceptó de
la psicología de su tiempo) para poder soslayar el descubrimiento freudiano
en lo que tiene de fundamentalmente molesto e inquietante. Por ello se olvi-
da del sujeto del inconciente, y pasa por alto la dualidad de conceptos incom-
patibles reunidos en el concepto híbrido del yo.
¿Por qué tan incompatibles?, se suele preguntar; ¿por qué híbrido, este
concepto del yo? Porque, puntualiza Lacan, el yo que Freud concibe ante
todo como percepción –conciencia, es decir, conocimiento– es al mismo
tiempo “el lugar del desconocimiento”. Esta última expresión no es menos
freudiana por el hecho de salir de la pluma de Lacan. Pensemos en “El cli-
vaje del yo en el proceso de defensa”, punto último de la preocupación
teórica de Freud, pero también idea constante que rige su investigación
desde sus primeros escritos acerca de las neurosis. Este carácter híbrido no
escapó a Freud, ya que por motivos de coherencia interna tuvo que divi-
dir el yo entre un yo preconciente-conciente y un yo inconciente (en el sen-
tido sistemático) que es, precisamente, el que ejerce la defensa y con ello
se cliva.
Además, centro de funciones y compendio de identificaciones no se
ubican dentro de un esquema referencial único y coherente. El resultado
de una identificación no es una función, aunque pueda manifestarse abier-
tamente en la conducta y modificar en cierta medida funciones existentes
(por ejemplo, cuando el sujeto desarrolla una afición o una habilidad
como resultado de la identificación con uno de sus objetos). Sólo nuestro
apego, vehiculizado por nuestro lenguaje y nuestra gramática, a la idea de
un yo unitario, que permanece él mismo en la enunciación y en el enun-
ciado acerca de sí mismo, puede cegarnos frente a esta incoherencia, que
recién se nos vuelve patente en la palabra de la locura: “Yo soy

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Napoleón”, dice el loco de las historietas; o bien “Yo soy Sigmund Freud”,
si se trata de un psicoanalista.
Éstos son dos ejemplos de la circulación entre objeto y sujeto, circula-
ción que puede llegar, en casos extremos, a un enroque en el que cada uno
viene a ocupar el lugar del otro.
Desde el punto de vista de la relación entre sujeto y objeto, el descubri-
miento del narcisismo por parte de Freud no es menos escandaloso que el
descubrimiento del inconciente. En el fenómeno de la identificación, el inter-
cambio y la circulación entre sujeto y objeto no planteaba dificultades teóri-
cas demasiado graves: el sujeto podría apoderarse de algo del objeto hacién-
dolo parte suya o despojarse de algo suyo atribuyéndolo al objeto, sin
cambiar básicamente de ubicación. En el narcisismo, más todavía si se lo
entiende en su momento inicial y estructurante, el yo viene a ocupar el
lugar del objeto, mientras el sujeto está afuera. Recordamos que una de las
formulaciones de Freud es que, en el narcisismo, el yo se vuelve objeto del
ello (que se troca entonces en sujeto o adopta funciones de sujeto). Sólo
después de una evolución progresiva y lenta podrá el yo renunciar a su
rol de objeto y recuperar objetos en el mundo externo: primero semejantes
a sí mismo (elección narcisista) y sólo más tarde objetos complementarios.
El enroque inicial brusco cede el lugar a un proceso inverso, pero lento y
parcial. Lo mismo observamos en el análisis de ciertos pacientes narcisis-
tas cuya sexualidad se centraliza en el voyeurismo-exhibicionismo: el suje-
to se trasforma en objeto de fascinación para el partner sexual, mientras
éste es el encargado de la función de mirar, tan esencial para el sujeto.
Quizá la solución de Freud (el yo objeto del ello) no sea la más satis-
factoria ni la más inteligible, pero tiene el mérito de expresar este enroque
del sujeto y el objeto que caracteriza al narcisismo: la imagen especular
viene a ocupar el lugar del sujeto, mientras la mirada está en otra parte.
M. Klein, al describir el fenómeno de la identificación proyectiva, se
enfrenta con dificultades muy semejantes. Siempre estudió muy de cerca
la circulación entre sujeto y objeto, y sabemos que ella también tuvo que
forjar un concepto híbrido del yo. Admite por una parte la existencia de
un yo temprano dado como estructura heredada, cuyas funciones más
relevantes desde el ángulo psicoanalítico son la de percibir la angustia y
administrar los medios de defensa para no verse abrumado por ella. Los
más primitivos de estos mecanismos son el clivaje (splitting, la Spaltung de
Freud), la introyección y la identificación proyectiva. Por otra parte, el
pecho bueno introyectado forma el “núcleo” a partir del cual el yo se cons-
tituye progresivamente. Reencontramos aquí, expresada en otros términos,
la incompatibilidad entre un yo-función y un yo-objeto que vimos en
Freud. La identificación proyectiva-introyectiva da cuenta de los inter-
cambios entre sujeto y objeto: el yo primitivo, acosado por la angustia, se
cliva a sí mismo y se proyecta parcialmente en el objeto con el fin de
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desembarazarse de la angustia, de ponerse a salvo, de controlar la perse-


cución. La circulación proyectiva-introyectiva es la que permite la modifi-
cación de los objetos, la disminución de la angustia, el crecimiento del yo.
Pero llega un momento en el cual la circulación entre sujeto y objeto se
vuelve insuficiente para M. Klein y la acerca hasta la posibilidad del enro-
que completo. Es el momento de su artículo “On identification”. La nove-
la de Julien Green Si yo fuera usted le proporciona la oportunidad de des-
cribir, no ya la identificación proyectiva parcial de un aspecto del sujeto
adentro del objeto, sino una identificación total, donde el sujeto viene a
habitar dentro del objeto –así como en la novela de Green el protagonista,
Fabián Especel, se proyecta dentro de sucesivos personajes, dejando tras
él apenas un despojo viviente, su cuerpo en estado de vida a medias–. No
se trata ya del metabolismo mediante el cual el sujeto asimila lo que nece-
sita de los objetos y expele lo indeseable, sino de un trocamiento radical,
ajeno a toda metáfora metabólica, y de formulación metapsicológica
sumanente difícil. En efecto, ya no se trata de que el yo-función proyecte
algo dentro del objeto, sino que la capacidad misma de proyectar se pro-
yecta en él.
J. O. Wisdom, buscando una formulación metapsicológica para este y
otros fenómenos, recurre a la hipótesis de identificaciones orbitales y nuclea-
res. Las primeras modifican el mundo interno del sujeto, pero no su estruc-
tura esencial, mientras que las nucleares cambian el centro mismo de su
visión y de su acción invirtiendo la posición del sujeto y del objeto.
A su vez, Jorge Mom, en su trabajo de este volumen [Aportaciones al con-
cepto de objeto en pscicoanálisis], recalca la intercambiabilidad, en la situación
fóbica, no sólo del objeto fobígeno y del objeto acompañante, sino del suje-
to mismo con su objeto fóbico.
El sujeto del cual se trata en psicoanálisis es el sujeto del enroque; se
produce en ruptura con su propia unidad corporal, lo que nunca es más
evidente que en los casos donde el sujeto adopta un sexo opuesto al que
señalan su anatomía y su fisiología: el sujeto habita a los objetos y es habi-
tado por ellos. Claro que estamos lejos de la “ego psychology” (¿psicología
de cuál de los “egos”?). Si bien la posibilidad de enroque del sujeto y del
objeto es generalmente reconocida a través de la diversidad de los len-
guajes y esquemas, esto nos permite descartar ideas preanalíticas y sim-
plificaciones, pero no resuelve el problema del status metapsicológico del
objeto.

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CONCLUSIONES Y PROBLEMAS ACERCA DEL OBJETO 883

El objeto y la representación

En muchos estudiosos del psicoanálisis existe la tendencia a tomar los artícu-


los metapsicológicos de Freud escritos alrededor de 1915 (y en particular
“El inconciente” y “La represión”) como la expresión más acabada de su
pensamiento.
Desde luego, no ignoran la última formulación metapsicológica inau-
gurada en El yo y el ello, ni las dificultades que tuvo Freud mismo para
abandonar la primera en favor de la segunda, ni la endeblez de su inten-
to de fusionarlas o articularlas. Pero no parece llamarles la atención la dis-
paridad que existe entre “El inconciente” y “La represión”, por una parte,
y “Duelo y melancolía”, por la otra. Como a menudo ocurre en Freud, él
lleva hasta su extremo posible una línea de teorización, y, al mismo tiem-
po, inicia otra distinta.
En la primera, parte del presupuesto de que en la vida psíquica no exis-
ten más que representaciones y afectos, correspondiendo estos últimos a
procesos dinámicos y económicos. Este marco no le pertenece a Freud,
sino a la psicología del siglo XIX. En la segunda, Freud descubre algo que
desborda el marco: la existencia del objeto interno. Obviamente, cuando
asevera que en el duelo el objeto perdido “prosigue su existencia en forma
intrapsíquica”, no quiere decir meramente que queda un recuerdo o una
cantidad de recuerdos de él, lo que sería una perogrullada, sino algo
mucho más importante: que el objeto que murió en el mundo externo
sigue viviendo, como si no hubiera muerto, en el mundo del sujeto. El
objeto sigue viviendo con vida propia, no como un recuerdo que el sujeto
llama a la luz o relega a la sombra según su voluntad.
Conocemos tipos de representaciones que se imponen al sujeto inde-
pendientemente de su voluntad de evocarlas y le provocan sufrimiento
(por ejemplo, las representaciones obsesivas), pero aquí se trata de otra
cosa. La representación obsesiva no tiene consistencia de por sí, la rumia-
ción del sujeto tratando de desecharla o desvirtuarla no le sirve para el fin
buscado, y se vuelve a su vez parte del sufrimiento. La única manera de
resolverla es el análisis del conflicto subyacente. Lo característico de la
representación obsesiva es su total impermeabilidad al juicio de realidad.
No hay con ella ningún trabajo de duelo que valga.
Al contrario, en el trabajo de duelo tal como lo describe Freud, el juicio
de realidad interviene con una función de primera importancia. Cada uno
de los recuerdos vinculados a la persona perdida tiene que ser desactiva-
do, ubicado en el pasado, desligado de toda esperanza de su repetición en
el porvenir. Pero el objeto en sí es distinto de la suma de estos recuerdos.
En el curso de la elaboración del duelo sufre una modificación progresiva,
más o menos lenta según las defensas utilizadas por el sujeto. En casos
extremos no se produce ningún trabajo, y el sujeto bloquea la totalidad de
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sus reacciones y sentimientos frente a la pérdida. En estos casos el muerto


permanece en cierta forma vivo, como esas almas en pena muertas injusta-
mente o sin haber gozado las alegrías esenciales de la vida (entre los grie-
gos y los romanos antiguos las almas de las jóvenes muertas antes de casar-
se tienen que ser aplacadas por sacrificios excepcionalmente rigurosos).
Este estadio muerto-vivo del objeto se observa con regularidad en el traba-
jo normal de duelo, y aparece en los sueños. En un primer momento, el suje-
to sueña con su objeto muerto como si fuera vivo, como si el sujeto mismo
no se hubiera percatado de la muerte del objeto sino en una forma superfi-
cial, y no creyera en ella en el fondo. Después –esquemáticamente– se pre-
senta un período en que el muerto aparece como enfermo, debilitado, mori-
bundo. En un tercer período, el muerto aparece como tal en el contenido
manifiesto de los sueños. Al cabo del trabajo de duelo, el muerto no se pre-
senta sino ocasionalmente y con igual título que otras personas del pasado
o del ambiente externo del sujeto.
Este objeto muerto que vive dentro del sujeto –o, a veces, también fuera de
él (por ejemplo, cuando el sujeto lo ”escucha” en la habitación de al lado o
cuando está persuadido de que va a volver)– no es una representación. Es una
unidad que existe de por sí, que acusa y reprocha (“¿Cómo me dejaste
morir?”), que exige (“No debes querer a esta mujer, me debes querer a mí”),
que prohíbe (“No debes tener más logros que los que yo he tenido”), etcétera.
El trabajo de duelo implica una matanza activa y paulatina del objeto,
ya que aceptar el hecho de su muerte equivale a privarlo del tipo de exis-
tencia interna que sigue manteniendo. Por ello ciertas personas, sin entrar
en un delirio ni alucinar la presencia del objeto, siguen viviendo con él
como si estuviera vivo. Las creencias acerca de la reencarnación de las
almas, el contacto parapsicológico con los muertos, etc., permiten a menu-
do esta renuncia al trabajo de duelo. Las descripciones clásicas de M. Klein
en sus trabajos sobre el duelo permanecen tan vigentes ahora como cuan-
do fueron escritas.
La conclusión es ineludible: el status metapsicológico del objeto descri-
to por Freud en “Duelo y melancolía” y por M. Klein en sus artículos
correspondientes no es el de una representación, sino un status semejante
al de las instancias psíquicas (yo y superyó), un status de casi-persona.
Estamos tan habitados por fantasmas como los castillos de Escocia, y no
todos nuestros fantasmas son personas muertas.
Estos fantasmas –y no me refiero aquí a fantasías (“Phantasien”, “phan-
tasies”, “phantasmes”)– están todos dotados del tipo de semicorporeidad
que les permite manifestarse en fenómenos perceptibles, actuar por pro-
pia iniciativa, eventualmente apoderarse del sujeto mismo mediante
algún tipo de enroque: “El muerto agarra al vivo y hace de él el continua-
dor de su vida interrumpida”, decía Proust. Por ello me parece impres-
cindible diferenciar con claridad la pérdida de una persona real por muer-

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CONCLUSIONES Y PROBLEMAS ACERCA DEL OBJETO 885

te, su pérdida por abandono y la pérdida de algún ente abstracto (un ideal,
por ejemplo). Aun si, como es la regla, el ente abstracto siempre está referi-
do a personas concretas, pasadas o presentes, el duelo se vuelve aquí mucho
más metafórico y el objeto no tiene el mismo status que en el duelo stricto
sensu.
El trabajo del duelo es la paulatina trasformación de un objeto muerto-
vivo en una representación, en un conjunto de recuerdos como los demás.
El objeto no es el mismo cuando hablamos del objeto de la pulsión y
cuando hablamos del objeto del duelo.
El objeto no puede reducirse tampoco a una construcción significante. El
hombre (el sujeto) no es tan sólo un hueco habitado por palabras. Somos
hombres llenos de fantasmas podríamos decir –sin olvidar que estos fantas-
mas también hablan, y no con nuestras propias palabras o nuestra propia
sintaxis–. Hablar de representación, como lo hacía Freud, o de significante,
como lo hace Lacan, o de Letra, como lo hace Leclaire, no nos permite dar
cuenta del tipo de existencia objetal que Freud describe en “Duelo y
melancolía”. Que no se nos diga que estos fantasmas son metafóricos, que
se trata tan sólo de objetos imaginarios. Freud usa a veces el concepto de
objeto imaginario (o imaginado, fantaseado), pero no deja ninguna duda
de que se refiere entonces a algo muy distinto de lo que describe en el pro-
ceso de duelo, o algo que sí pertenece al orden de la representación. Estos
fantasmas son objetos de conocimiento: una ciencia de los fantasmas no
necesariamente es un fantasma de ciencia.
Ahora bien, en este momento se nos plantea un problema: ¿cómo
puede un trabajo sobre representaciones alcanzar a modificar algo que en sí
no es representación?

Los tipos de modificación del objeto

Nada nos asegura que las modificaciones de los objetos que se producen,
o que tratamos de producir, en el tratamiento psicoanalítico pertenezcan
a un modelo único. Si las discriminaciones que hemos propuesto corres-
ponden a una realidad, es de esperar, al contrario, que no sea así.
El intento de M. Klein de concebir toda la existencia objetal a partir del
modelo de la introyección, del objeto perdido en el duelo, si bien permite
una visión más sencilla y unitaria del objeto, tropieza contra dificultades
insalvables cuando quiere dar cuenta de ciertos fenómenos objetales. Para
dar un ejemplo: en términos kleinianos, el fetiche, con sus características
mágicas en la esfera genital (permitir la excitación y las consecución del
orgasmo), parecería provenir de manera bastante directa de un objeto idea-
lizado. Se trataría de una forma particular de idealización, limitada a la vida
sexual en sentido estricto. Encontraríamos una serie relativamente breve de
886 WILLY BARANGER

eslabones simbólicos entre el objeto idealizado inicial –pecho idealizado– y


el fetiche. Restaría entender cómo se limita esta idealización a la vida
sexual. También restaría diferenciar la idealización propia del fetiche de la
idealización evidente en el enamoramiento: el uso de la misma palabra, idea-
lización, viene a borrar las diferencias entre dos fenómenos, fetichismo y
enamoramiento, profundamente distintos, aunque se recubran parcialmen-
te (por ejemplo, en ciertos enamoramientos que se dan en virtud de la reu-
nión en el objeto de determinadas condiciones fetichistas).
Sin embargo, en las descripciones de M. Klein encontramos más de un
proceso de modificación del objeto: uno se centra en el establecimiento de
ecuaciones simbólicas y en la formación de símbolos, otro responde a un
modelo de tipo metabólico. En el primero, la maduración permite al sujeto
pasar del objeto inicial a toda una serie de sustitutos equivalentes más o
menos discriminados entre sí: la falla en el mantenimiento de esta discrimi-
nación reduce toda la serie a una repetición del objeto inicial. En el segundo,
la introyección y la proyección, equilibradas entre sí, permiten una paulati-
na modificación del objeto y una progresiva asimilación de los objetos en las
instancias psíquicas (yo y superyó). La asimilación del objeto implica proce-
sos correlativos de anabolismo (adquisición por las instancias de ciertos
aspectos del objeto) y catabolismo (discriminación y expulsión de los aspec-
tos inasimilables del objeto). La introyección y la proyección cambian de cua-
lidad a medida que la angustia disminuye y permite una mayor discrimina-
ción entre los aspectos del objeto. Las ecuaciones simbólicas funcionan según
un principio de sustitución que permite el establecimiento de cadenas de ele-
mentos equivalentes, según el modelo descrito por Freud (heces = oro =
regalo = niño, etc.). La modificación metabólica obedece a un principio muy
distinto (donde la sustitución de un elemento por otro no constituye lo esen-
cial del proceso). Ambos tipos de modificación se juntan en parte, empero,
en el proceso formador de símbolos, ya que la discriminación interviene para
limitar la sustitución así como interviene en la asimilación metabólica. La des-
cripción kleiniana del pasaje del pecho al pene, en sus dos modalidades, ilus-
tra con claridad esta diferencia. Si este pasaje se produce por huida del pecho
hacia el pene a causa del carácter exageradamente persecutorio del primero,
estamos frente a la sustitución de un objeto por otro, y el sujeto reencuentra
en el segundo objeto el conflicto del cual huía en el primero: ambos objetos se
confunden. Si el pasaje se produce en un marco de maduración, la discrimi-
nación entre ambos objetos queda establecida y posibilita una relación dife-
renciada del sujeto con ambos padres y ambos sexos.
La repetida experiencia clínica de la síntesis de figuras objetales con-
trastantes, con la correlativa modificación del sujeto, constituye sin duda
un tipo importante de modificación de los objetos y proporciona un fun-
damento sólido a las descripciones de M. Klein. Pero no toda modificación
objetal se desarrolla según el eje clivaje-síntesis.

REV. DE PSICOANÁLISIS, LVIII, 4, 2001, págs. 875 a 889


CONCLUSIONES Y PROBLEMAS ACERCA DEL OBJETO 887

El proceso de curación en un caso de fetichismo no parece producirse


por vía de síntesis e integración: la representación fetichista deja poco a
poco de ser una condición necesaria de la excitación; se presenta sólo en
forma episódica en la actividad sexual del sujeto, y al final éste la recuer-
da sólo a título de juguete abandonado (tal como Winnicott describe el
abandono del objeto transicional).
Otro tipo de modificación objetal, que no parece obedecer al proceso de
síntesis e integración, se observa en el análisis de las imágenes narcisistas
que ejercen una influencia tan decisiva en la existencia del sujeto.
Pensamos aquí en las descripciones de Leclaire (en Matan a un niño). El
resultado de la operación es lo que Freud formulaba como trasformación
de la libido narcisista en libido objetal, pero sus momentos obedecen a un
proceso dialéctico de matanza del “niño maravilloso” que permite a su
vez el crecimiento del sujeto.
Tanto el crecimiento espontáneo del sujeto como su evolución en el
curso del proceso analítico muestran una serie de tipos de modificación
objetal irreductibles entre sí, cada uno de los cuales exige un abordaje clí-
nico particular. No se puede tratar a un fetiche como a un muerto-vivo, ni
como a una autoimagen omnipotente. Éste es un claro ejemplo de los
casos en que una teoría prematuramente unificada puede engendrar una
técnica simplista.

El problema de la sustancialidad del objeto

Las críticas de Lacan a la idea de la prioridad cronológica del objeto par-


cial con respecto al objeto total y completo, a la idea de que el objeto total
se constituye por síntesis de los objetos parciales, a la idea de que toda la
existencia objetal descansa a la postre en los objetos naturales, nos parecen
irrebatibles. Asimismo, su análisis de las antinomias del concepto de
“relación de objeto” y de la imposibilidad de deducir la relación de deseo
a partir de una situación de necesidad –siendo aquélla desde el principio
una relación intersubjetiva– no puede ser pasado por alto.
Pero, por otro lado, todo el mundo objetal parece reducirse para él a un
conjunto de construcciones significantes indefinidamente sustituibles: el
objeto es un lugarteniente de... La elección del algoritmo “a” para designar,
en el álgebra lacaniana, el lugar de esta “zona real” casi inexistente, de este
límite no conceptualizable, nos deja con la impresión de una insustanciali-
dad casi total del mundo objetal. Entendemos que la insustancialidad del
objeto “a” es correlativa a la insustancialidad del sujeto intrínsecamente divi-
dido y ajeno a sí mismo. Entendemos, asimismo, que los enroques entre suje-
to y objeto descartan la idea de cualquier tipo de “núcleo aglutinador”, de
punto sólido que pudiera servir de apoyo a una construcción.
888 WILLY BARANGER

Cuando Lacan lleva a su auditor a aproximarse al objeto “a” a partir de


los “caducos” o de la angustia, y lo mismo cuando describe el estado ini-
cial de fragmentación del cuerpo propio, se mueve en un terreno muy
concreto y cercano a la experiencia analítica. Pero nos parece que algo de
esto se pierde en la formalización algebraica. En la angustia, en lo sinies-
tro, en la castración y sus equivalentes simbólicos, el objeto “a” es lo más
aterrador, tan cercano como un monstruo de pesadilla. En la fórmula es lo
más lejano e indiferente.
En otras palabras, nos parece que existe un hiato insuperable entre el
objeto “a” y las especies que lo manifiestan, una falta de común medida
entre lo que se manifiesta y la manifestación (lo cual es lógico si uno admi-
te que lo primero se ubica fuera del orden literal y lo segundo dentro de
él, pero, por ello mismo, socava la relación de manifestación).
La conclusión que se desprende del corte entre el objeto “a” y sus espe-
cies es que, estrictamente hablando, no puede haber trabajo analítico sobre
el objeto: el análisis recae sobre el sujeto y no sobre el objeto. ¿Qué pen-
sar entonces de las formulaciones tantas veces enunciadas por M. Klein y
sus continuadores, en las que definían el trabajo analítico por la paulatina
modificación del mundo objetal del sujeto –y su modificación propia
como resultado de su vínculo con el objeto–? La reducción de los clivajes
en el sujeto implica la reducción correlativa de los clivajes objetales. Esta
idea de reducción, ¿no es más que la expresión de una fantasía totaliza-
dora, la ilusión de una compleción que desmentiría los cortes y las frag-
mentaciones que inician la existencia del sujeto? Pero M. Klein no cree
esto: para ella, la tendencia a la fragmentación persiste a lo largo de toda
la vida, y el recurso a la posición esquizoparanoide, y la angustia de per-
secución –como tampoco se puede borrar el instinto de muerte–. Lo que sí
existen son formas y grados distintos de clivaje, de identificación proyec-
tiva, de regresión y de progresión.
Si renunciáramos al trabajo sobre el objeto, a la reducción de los cliva-
jes, al movimiento inverso al de la identificación proyectiva, renunciaría-
mos al mismo tiempo, no sólo al concepto kleiniano de objeto interioriza-
do, sino también al concepto kleiniano y freudiano de mundo interno.
¿Por qué pensar –nos preguntaba Leclaire– siempre los fenómenos en tér-
minos de dentro y fuera, introyección y proyección, cuando hay otras
categorías posibles y mucho más esenciales al pensamiento analítico: cas-
tración-no castración, imaginario-simbólico, por ejemplo?
Porque –podríamos contestar– todo un aspecto, muy importante, de
nuestro trabajo consiste en lidiar con este tipo de existencia ambigua,
dotado de una cierta sustancialidad distinta de los objetos naturales, pero
igualmente distinta de la representación y más cercana al tipo de existen-
cia del sujeto con el cual está constantemente en circulación y en enroques,
que llamamos objeto interiorizado.

REV. DE PSICOANÁLISIS, LVIII, 4, 2001, págs. 875 a 889


CONCLUSIONES Y PROBLEMAS ACERCA DEL OBJETO 889

No podemos prescindir de la castración sin renunciar a un pilar del


descubrimiento freudiano: pero tampoco podemos prescindir del objeto
interno y de su modificación.

Algunas conclusiones

1. Dentro de las categorías objetales decritas por Freud, unas pertenecen


obviamente a la representación (el objeto de la pulsión, la imagen del
cuerpo propio, etc.), otras no pertenecen a ella (el objeto interiorizado),
y otras aparecen como mixtas (el objeto del enamoramiento, etcétera).
2. El objeto de la pulsión no es más que una de las categorías objetales, y
no se articula fácilmente con las otras categorías.
3. La sustancialidad del sujeto y la del objeto son semejantes: de ahí la
posibilidad de su enroque.
4. El análisis no es tan sólo un trabajo sobre el sujeto. Es un trabajo que
recae también sobre el objeto y sobre el vínculo de éste con el sujeto.
5. El proceso de modificación del objeto, sea en la evolución espontánea
del individuo, sea en el curso del proceso analítico, no obedece a un
modelo único. Además de la sustitución de un objeto por otro, además
del abandono de un objeto como tal, además de la trasformación del
fantasma en recuerdo, existen otros tipos de modificación que requie-
ren ser descritos y articulados entre sí.
6. El tipo de existencia objetal oscila entre el señuelo puro del fetiche y el
status de casi-persona, o casi-instancias, o fantasmas, del objeto interio-
rizado. Se mueve en una zona de ambigüedad entre el extremo del
objeto natural, por un lado, y el extremo del objeto imaginado o recor-
dado, por el otro. Su ubicación dentro de estos límites es la que nos da
la pauta de su posible modificación en la clínica analítica y de las vías
en que la podemos intentar.

DESCRIPTORES: OBJETO / SUJETO / REPRESENTACIÓN / OBJETO INTERNO / OBJETO INTERNALIZADO / OBJETO “a” /
DUELO / OBJETO EXTERNO / IDENTIFICACIÓN / PERCEPCIÓN / INTROYECCIÓN / ESTADIO DEL ESPEJO / ELECCIÓN DE
OBJETO

KEYWORDS: OBJECT / SUBJECT / REPRESENTATION / INTERNAL OBJECT / INTERNALIZED OBJECT / OBJECT “a” / MOUR-
NING / EXTERNAL OBJECT / IDENTIFICATION / PERCEPTION / INTROJECTION / MIRROR STAGE / OBJECT CHOICE

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