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Introducción
El adolescente moderno hay que “leerlo como una producción social” (Douville, 2000),
manifiestan las dimensiones reprimidas de la historia infantil, familiar y social, lo todavía no
inscrito.
Por otro lado, el discurso sobre el género y sobre la sexualidad, como demostró Foucault, es
uno de los mecanismos sociales de poder más contundentes, y pasa a implantarse en los
cuerpos, para manifestarse después en diferentes modos de conducta.
Para los padres, los adolescentes constituyen una hipérbole, una desagradable caricatura de
su fracaso educativo, que les llena de responsabilidad y culpa, cuando no tratan de evitar
estas con la negación y el abandono de sus funciones parentales. Estas dimensiones
reprimidas, se entrecruzan en una resultante singular que hace a cada adolescente único. La
clínica se ocupa de ver qué se esconde bajo el rótulo adolescente que ellos, los
adolescentes y los padres, utilizan como un pivote identificatorio que da coherencia a la
labilidad de identificaciones que caracteriza esta etapa para ambos, dotándoles de una
identidad de grupo que les garantiza su inscripción en el conjunto social. “Son cosas de
adolescentes”, solemos decirnos para apaciguar nuestra angustia.
Como tal producción social, el adolescente se construye en base a las expectativas que le
ofrece la sociedad postmoderna, por mediación de la familia y sus otros significativos, de
manera que no es igual el adolescente actual que el de hace unas décadas. Paul Verhaeghe
constata cómo en los últimos cien años, todas las funciones que conformaban el corazón de
la familia han sido desplazadas hacia el exterior de esta: educación, cuidado de ancianos,
autoridad (Verhaeghe, 2001). Lo social afecta a todos los órdenes de su construcción
subjetiva, entre ellos el que aquí nos interesa: la sexualidad.
Los cambios en la conducta sexual y en el imaginario social sobre la misma han sido
sustanciosos en los últimos tiempos: tomemos como ejemplo la aceptación mayoritaria de
prácticas de relaciones sexuales prematrimoniales completas, con mayoría entre las mujeres
solteras de entre 18 a 29 años, que eran tabú apenas hace una treintena de años.
Una objeción a tener en cuenta al hablar de la sexualidad en la adolescencia es, según Nieto,
la escasez de estudios sobre la homosexualidad, lo que reduce la amplitud de las
investigaciones sociológicas y antropológicas sobre la sexualidad, en general, y nos habla del
prejuicio todavía existente que conduce a identificar sexualidad exclusivamente con las
prácticas heterosexuales. Si la homosexualidad masculina ha sido poco estudiada por la
sociología, la femenina lo ha sido menos.
Veamos sucintamente, en los aspectos que nos interrogan de un modo particular: familia,
sexualidad y trabajo, qué cambios han sido estos.
Para Ulrik Beck (2001, p. 20) la individualización es el proceso que caracteriza nuestra
sociedad contemporánea. Esta individualización se opone a los modelos convencionales y
significa que los seres humanos “son liberados de los roles de género internalizados tal y
como estaban previstos en el proyecto de construcción de la sociedad industrial para la
familia nuclear y, al mismo tiempo, se ven obligados (y esto lo presupone y agudiza) a
construirse, bajo pena de perjuicios materiales, una existencia propia a través del mercado
laboral, de la formación y de las movilidad y, si fuera necesario, en detrimento, de las
relaciones familiares, amorosas y vecinales”. Se han disuelto muchos referentes que daban al
individuo una visión del mundo, un contexto productor de sentido, un arraigo de la propia
existencia dentro de un cosmos más global. Factores todos ellos que contribuyen a la
protección, fortaleza y estabilidad de una identidad interior que se ve ampliamente devastada
por la pérdida de esos vínculos afectivos y esas certezas ideológicas perdidas.
Enrique Gil Calvo (2001) subraya el cambio como una característica central en las
sociedades postmodernas. Cambio laboral, familiar, ideológico, tecnológico, que modifica las
identidades, cambiantes, llevándonos a la formulación de un yo múltiple (formado por yoes
frágiles e inconstantes) cuya cualidad esencial para su supervivencia es, precisamente, la de
aprender a cambiar. En este contexto la única identidad estable, dentro de sus propios
cambios, es la corporal. En el adolescente, ese cuerpo se vuelve un extraño, aumentando aún
más su desarraigo identificatorio.
Esta individualización, así como la presión hacia el cambio, tan representada en las recientes
disposiciones sobre el paro, se expresan en diferentes síntomas culturales:
1.
Cuantos más referentes perdemos, el hombre y la mujer actuales más se dirigen hacia la
relación de pareja para cubrir la necesidad que sentimos de dar sentido y arraigo a nuestra
vida, lo que hace que el afán por el amor representa el fundamentalismo de la
modernidad, se convierte en la fuente de satisfacción, pero un amor que está abocado al
enfrentamiento de los géneros ya que el igualitarismo como ideal trae consigo una lucha
constante en el interior de las parejas. Para Paul Verhaeghe (2001, p. 16), a pesar del
aumento de los divorcios “jóvenes y viejos siguen soñando con una relación amorosa que
dure toda la vida... mientras antiguamente el acento estaba puesto sobre el sexo, ahora lo
está sobre la seguridad” (p. 16). Observación que hemos constatado cotidianamente en la
clínica.
2.
Coexiste esa nueva concepción de la igualdad y las viejas situaciones de la división
entre los géneros, adquiridas en las familias de origen.
3.
De manera que las mujeres jóvenes se unen con expectativas de igualdad mientras que los
jóvenes varones han adquirido una retórica de la igualdad que no se demuestra en sus actos.
Todo lo cual les aboca al enfrentamiento.
4.
En los últimos años, podríamos decir que se ha producido una universalización de los
ideales de la sexualidad masculina, difundida en los modelos de los medios audiovisuales y
la pornografía: la mujer debe igualar al hombre, superarlo en todos los niveles, también en
competencia orgásmica y disponibilidad sexual, ignorando la diferencia entre el deseo del
hombre y de la mujer, y por tanto la negociación de dicha diferencia. Basta echar un vistazo a
las revistas dirigidas a las jóvenes para darse cuenta de que el modelo propuesto es el de la
chica independiente, promiscua, que lleva la iniciativa, que no sufre el abandono... (2). Para
Dio Bleichmar (2000), las adolescentes actuales crecen bajo un imperativo a ser sexualmente
activas, denominado “la tiranía de la experimentación sexual”, afirmando que: “Las chicas que
no tienen romances o relaciones sexuales atraviesan crisis importantes de malestar y
microdepresiones”.
5.
Se constata una ruptura comunicacional en la relación intersubjetiva entre el hombre y
la mujer (Hite, 1988), producto del enfrentamiento entre los sexos, hombres y mujeres no
encuentran fácilmente nuevos modos de intercambio íntimo.
6.
Por otro lado, esta búsqueda del amor a toda costa hace que se produzca un aumento de los
divorcios, cuando la relación no responde a las expectativas buscadas. En la mayoría de las
sociedades industrializadas hay un elevado número de divorcios. En Alemania, uno de cada
tres matrimonios acaba en divorcio (Beck, 2001, p. 33), mientras que en los Estados Unidos
se disuelven 1 de cada dos uniones (3). Pero, puesto que el matrimonio ha dejado de ser la
institución que elige la pareja para regular su convivencia, las estadísticas sobre divorcios han
dejado de reflejar la realidad: las parejas de hecho se separan sin registrar ni su unión ni su
separación, por lo que el porcentaje de rupturas no está nada claro. Todo esto hace que nos
encontremos en la realidad con una jungla de relaciones paternales, hijos de diferente
encontremos en la realidad con una jungla de relaciones paternales, hijos de diferente
procedencia (4), padres adoptivos, parejas homosexuales con hijos, con la amalgama de
emociones que se ponen en juego.
7.
Por otro lado, como ya dijimos, el valor otorgado por la sociedad actual a la formación y la
profesión es mayor que el concedido a la maternidad y al matrimonio. Las adolescentes
actuales ponen por delante la independencia económica y el trabajo a la estabilidad en la
pareja y la maternidad, postergando la edad de inicio de esta última, una tendencia instalada
hace unos años que no hace más que consolidarse
8.
En nuestra cultura postmoderna, la individualización ha elevado el valor concedido al sujeto y
colocado en segundo lugar la identidad genérica, de manera que lo importante es la
identidad (“yo soy yo”), vinculada a la competencia profesional y social (Sennet, 2002),
eficacia, productividad y competitividad y, en segundo lugar, la identidad sexual “yo soy
hombre”, “yo soy mujer”.
9.
Lo anterior nos conduce a la afirmación de que el género ha perdido valor identificatorio,
podemos decir, utilizando el símil economicista, que han bajado los valores del yo erótico
relacional, y aumentado los del yo narcisista autoerótico. Como dice Jessica Benjamin:
Narciso ha sustituido a Edipo como mito representativo de la sociedad postmoderna,
mientras Edipo representaba la responsabilidad y la culpa, Narciso representa la
preocupación por uno mismo y la negación de la realidad. El malestar actual no es el de
padecer demasiada culpa, sino demasiado poca.
10.
Dada la tolerancia sexual de nuestra sociedad, la libertad asociada a ella, la frustración
actual no es sexual, como en los tiempos de Freud, sino existencial, de sentido, pues no
todo el mundo es capaz de encontrar respuestas propias tras la derrota de las ideologías de la
edad premoderna.
11.
La inestabilidad es un rasgo del mundo laboral actual que, como señala Sennett, requiere de
los hombres y mujeres la capacidad de soportar la incertidumbre, el constante cambio y la
falta de apego que exige. El trabajo actual no es una fuente de identidad como lo era en el
pasado, sino de una identidad fragmentada, que requiere personas con facilidad para
desprenderse de los vínculos anteriores y establecer otros nuevos. Este tipo de exigencias
modifican el carácter de los sujetos modernos también en el sentido de la responsabilidad
que con anterioridad se fundaba en la idea de interdependencia con otro que nos necesita,
hoy, sin embargo, nadie depende de nadie, el sistema social irradia indiferencia.
12.
Por todo lo anterior, podemos inferir que el mecanismo de defensa más apropiado para
nuestra época no es la represión, sino la disociación, tomada no como una lacra del yo sino
como una ventaja competitiva. La disociación le permite al yo desprenderse de sus vínculos,
reconstruirse sin duelos, avanzar en la jungla de asfalto. Los costes de esta falta de historia
son obvios: negación del pensamiento y del afecto, afectos de usar y tirar, vínculos
funcionales, etc.
13.
Si, como señala P. Jeammet (1997), la violencia surge como una defensa ante la amenaza de
la pérdida de identidad; podemos pensar, como corolario, que las condiciones que impone
nuestra sociedad a sus miembros son las más apropiadas para el incremento de la violencia.
Los adolescentes que hoy recibimos en nuestras consultas viven inmersos en este caldo de
cultivo, en este imaginario relacional, viven en hogares donde sus padres sufren la
incertidumbre que la crisis de la masculinidad (Badinter, 1993) (y consecuentemente de la
paternidad) comporta; sus madres luchan por encontrar un espacio para la feminidad fuera de
la maternidad, y ambos sufren el enfrentamiento en unas relaciones de pareja en las que se
ha acabado con la complementariedad entre los géneros para abocarse en una contienda sin
fin a favor de la igualdad. Además, estos padres sufren, tantas veces, la llamada y extendida
“paranoia de la educación”. Con esto último nos referimos a la divulgación de los consejos
psicopedagógicos que los padres y madres leen, especialmente estas últimas, para hacerle
frente a sus dificultades en el ejercicio de una función parental cada día más confusa.
Consejos que vienen a cubrir el vacío de la tradición educativa, puesta en entredicho, y
que, en general, niega las contradicciones de los padres y levanta un ideal omnipotente de
educación sin tener en cuenta las características de la vida familiar que antes señalamos.
Sea como fuere, en el mundo actual, “al hijo cada vez se le debe aceptar menos como es, con
sus peculiaridades físicas y mentales o sus posibles deficiencias. Se le convierte más bien en
el objetivo de múltiples esfuerzos” (Beck, 2001, p. 180). Es fruto de esta vocación reformista
hacia nuestros vástagos, convertidos en importante fuente de orgullo narcisista, tanto la
ortodoncia y las plantillas correctoras, como la visita al psicólogo.
El orden social así descrito contribuye a la modelación del ideal del yo (Vinocur, 1998) de
nuestros adolescentes a través de las funciones ejercidas por estas madres y estos padres,
un ideal del yo cuya función se torna fundamental en la adolescencia. Al mismo tiempo, las
identidades son el resultado de un contexto, el resultado de ciertas coordenadas biográficas y
sociales, de modo que, al cambiar estas, las identidades también se transforman (Guasch,
2000).
Sin embargo, mientras los niveles más superficiales -besos, caricias- de la actividad sexual
van aumentando a edades tempranas (“¿quieres rollo?”, se preguntan en los lugares de
encuentro para pasar, en caso afirmativo, a besos y exploraciones no genitales que acaban al
mismo tiempo que el encuentro), los niveles más íntimos se van retrasando a edades
posteriores (García Blanco, 1994).
Muestran además un culto al placer por el placer, culto al cuerpo, preocupación por la
apariencia física, y reconocimiento de la igualdad entre los géneros, si bien más difícilmente
llevado a la práctica como dijimos. En sus relaciones de amor, el componente amor-pasión
es más acusado que la comunicación e intimidad, afectadas estas por las dificultades de
los adolescentes por compartir su ocio e identificar y poder hablar de sus problemas. Mientras
que un 76,5% de las adolescentes tiene su primera relación sexual porque dice estar
enamorada, sólo un 47,3% de los chicos lo hizo por el mismo motivo (Centerwall, 2000).
Vemos aquí una diferencia de género que se corresponde con los estereotipos tradicionales:
la mujer une el sexo a la afectividad, el hombre lo hace por placer exclusivamente.
Seis de cada diez adolescentes defiende que la homosexualidad no debe ser reprimida, y el
26% de los varones españoles de entre 16 y 30 años fantasea con celebrar un encuentro
homosexual (datos del Informe Mundial Dúrex 2002, publicados en el diario La Verdad de
Murcia, 27-11-2002).
Género y adolescencia
El adolescente que atendemos hoy tiene mucho que ver con el niño/a preedípico que fue (las
vicisitudes de sus vínculos de apego, del reconocimiento intersubjetivo), con el tránsito edípico
que atravesó, y con las huellas que los diferentes episodios de su biografía fueron dejando en
él (López Mondéjar y cols., en prensa). Veamos sucintamente, puesto que requeriría una
extensa consideración en sí misma, los mojones fundamentales que jalonan el trayecto de la
subjetividad y la identidad de género, desde la perspectiva del psicoanálisis actual.
El sujeto se construye en el encuentro con el otro. Otro que pasa sucesivamente, de ser un
objeto de necesidad, a un objeto de identificación y de deseo.
Partiremos aquí de una concepción del inconsciente como histórico, surgido de la relación
sexualizante con el otro (Bleichmar, 1998), y de la diferenciación sexo- género que tiene su
origen en Money en 1.955 y que Stoller recupera para el psicoanálisis a partir de 1.968.
Entendemos que la identidad tiene que ver con la diferencia y corre paralela a la línea de
separación-individuación que caracteriza la adquisición de la subjetividad, y a la adquisición
de las normas éticas y la sujeción a la ley (superyó, ideal del yo).
Además, y siguiendo con la perspectiva constructivista con la que iniciamos este trabajo (7),
comprendemos el género como una construcción social, el modo particular en que una
sociedad determinada gestiona la sexualidad de sus miembros. Pretendemos, además, huir
de la tentación binaria que ha predominado en el encuentro del psicoanálisis con la
sexualidad, que quiere al sujeto identificado con un sexo y deseando al otro.
Tanto lo masculino como lo femenino son el efecto de la conjunción de dos linajes y de cuatro
partes: lo masculino/femenino paterno, y lo masculino y femenino materno (Birraux, 1992),
implantados de forma inconsciente en los primeros cuidados del niño y en su posterior
proceso de educación y socialización.
Stoller diferenciaba entre una identidad de género central, básica, libre de conflicto (de
acuerdo o no con el sexo anatómico), y el rol de género, conflictivo y cambiante de acuerdo
con las expectativas culturales. En circunstancias “suficientemente buenas”, entre los 14 y los
18 meses de edad se ha adquirido la identidad de género; a partir de ahí se tiene la convicción
sentida de que se es varón o mujer, mediante la representación de las interacciones entre el
sí mismo y el cuerpo, y el sí mismo y el cuerpo del otro. Freud admitía una suerte de
reconocimiento precastrador, preedípico, una distinción entre hombre y mujer, entre padre y
madre, que tiene enorme interés para comprender el encuentro con la diferencia sin el
prejuicio de la desigualdad fálica.
Estas identificaciones secundarias tendrían que ver tanto con la identidad de género central
como con el rol de género, siempre son cruzadas, no excluyentes, sino superpuestas entre sí,
y proceden de los vínculos con los progenitores y adultos significativos de ambos sexos. Las
combinatorias de estas aportaciones parentales son infinitas. En este momento, los
progenitores se representan por separado en la mente del niño: la madre fuente de lo bueno,
precursora del objeto de amor externo, el padre del reacercamiento, que no prohíbe como el
padre edípico, es representante del mundo exterior excitante, precursor del amor
identificatorio.
Provistos de todas ellas se llega al Complejo de Edipo: niños y niñas entran en el Edipo con
la identidad de género constituida y salen de él con la marca de lo que será su futura elección
de objeto, homo o heterosexual. En el transcurso normal, para hacerse hombre, el niño
deberá reprimir sus identificaciones con la madre, que constituyen la homofobia masculina, el
miedo a su propia feminidad, pues “no tener nada de mujer” será un imperativo cultural de la
masculinidad que aparece muy pronto en los niños, y que está en el origen de la unión entre
iguales que observamos en las escuelas (8).
La niña se identificará con la madre y deseará tener un hombre e hijos como ella. El
descubrimiento de la sexualidad de la madre es, como indica Laplanche (1998), un
descubrimiento tardío para los niños, y para el propio psicoanálisis, que negó la sexualidad de
la madre durante mucho tiempo, identificando feminidad con maternidad. Por fortuna, la niña
tiene oportunidad de identificarse con mujeres sexuadas a través de otras figuras femeninas
significativas, cuya sexualidad puede llegar a apreciar sin temor a sus propios deseos
incestuosos, y desvincular el sentimiento de pertenecer al género femenino con el de ser
incestuosos, y desvincular el sentimiento de pertenecer al género femenino con el de ser
madre.
El rechazo de lo femenino está simbolizado en numerosos ritos de paso donde queda una
marca en el cuerpo del niño que se transforma en hombre, abandonando el mundo de la
madre. Mientras que en la niña, la menstruación actúa en lo simbólico como la garantía de su
pertenencia al género femenino y su capacidad de reproducción, de manera más eficaz que
las primeras poluciones para el niño.
Vemos, pues, que los problemas de identidad sexual aparecen, de un modo u otro, en la
primera infancia.
Según Limentani (1991), “la literatura psiquiátrica y psicoanalítica más general sobre
desviaciones sexuales muestra convincentemente que la carencia de una buena relación con
el padre facilita el desarrollo de la homosexualidad masculina y femenina, así como otras
desviaciones sexuales” (p. 217). Los trastornos de la identidad sexual tienen una estrecha
relación con los deseos de la madre sobre el género de su hijo/a. Un dato curioso es que las
mujeres que han deseado modificar su sexo anatómico de hembra a varón eran bebes poco
agraciados físicamente, mientras que los hombres que desean posteriormente reasignar su
sexo, de varón a hembra, eran niños muy hermosos. No podemos eludir aquí la influencia del
imaginario de la belleza para un género y otro, y su enorme efecto, quirúrgico en este caso,
en los cuerpos.
Pero, cualquiera que sean las vicisitudes preedípicas y edípicas, el problema de la identidad
sexual surge con tintes nuevos y dramáticos en la adolescencia, al añadirse, entre otros
factores, la capacidad de actuación del adolescente, así como su capacidad reproductiva.
Para Peter Blos (1992) el conflicto fundamental que atraviesa el varón en el periodo de la
adolescencia es el esfuerzo que realiza para poder alcanzar un estado sin conflictos de su
masculinidad, a través de la resolución del complejo paterno en el período diádico y la
renuncia de la necesidad infantil de idealización del objeto y del self. Este periodo diádico se
produjo cuando intentó por primera vez romper los lazos de pasividad que le unían a la madre
simbiótica, transfiriendo lenta e intermitentemente su ligazón emocional al padre, un objeto no
contaminado por la fusión, y por tanto más tranquilizador en ese momento, proveedor, como
contaminado por la fusión, y por tanto más tranquilizador en ese momento, proveedor, como
la madre, de la atención y del cuidado. Para Joyce Mc Dougall (10) , la capacidad del padre de
mostrarle al hijo su fuerza y su amor es determinante para el destino homosexual del hijo.
Vemos aquí la coincidencia con Blos en la importancia otorgada al padre en la adquisición de
la identidad sexual, tanto en la infancia como en la adolescencia.
En esta, el trauma se repetirá, volviendo a separarse del padre idealizado, con quien
establece una identificación de género. Para este autor, la hostilidad del adolescente hacia el
padre no es más que la vuelta en lo contrario de aquel lazo de amor infantil al que se regresa
en esta etapa. La importancia que Blos otorga a este tránsito es tal que le lleva a declarar que
ha suprimido en su teorización el papel central del Edipo en el estadio final de la formación de
la masculinidad en la adolescencia. El mantenimiento de la idealización del padre coagula en
este periodo en desórdenes narcisistas de la personalidad. Pero para que la desidealización
se produzca, el padre tiene que estar presente, y esto dependerá a su vez de su propia
identidad de género, puesto que el padre utiliza al niño varón para reparar su propio complejo
paterno.
Otro tanto podríamos decir de la relación de la adolescente con su madre, tanto su propia
aceptación de la feminidad, como el valor que el padre le otorga, contribuirán a las vicisitudes
de la identidad de la adolescente.
Como resultado de la represión de estas constelaciones psico-afectivas, “lo que queda son
cicatrices en la persona, que aparecen bajo la forma del carácter. El carácter produce
personajes que unifican el yo y la cartografía del cuerpo imaginario (prolongación y extensión
del yo) clave del proceso puberal” (Hartmann y cols., 2000).
La mayoría de los autores que tratan sobre la adolescencia, sean de la orientación que sean,
señalan como propio del pasaje adolescente la incorporación que estos deben hacer de
algunas tareas irrenunciables, sin las cuales no les será fácil encontrar su lugar en el mundo
de los adultos.
Estas tareas son resumidas por Ricardo Rodulfo (1986, 1992) como los seis trabajos del
adolescente: pasaje de lo familiar a lo extrafamiliar, del Yo ideal al Ideal del Yo, de lo fálico a
lo genital (del autoerotismo a las experiencias intersubjetivas), abandono del narcisismo
infantil, pasaje del jugar al trabajar, tensión entre el mundo regresivo familiar y el progresivo o
social).
Masculino/femenino/neutro
En nuestra sociedad postmoderna, pensar el género no puede ser repetir los eslóganes
freudianos sobre la masculinidad y la feminidad, ni siquiera sobre el logro de una sexualidad
genital como síntoma de madurez psíquica, ni el antropocentrismo y falocentrismo del
complejo de Edipo (12) .
En la actualidad nos encontramos cada vez más con personas que modifican su elección de
objeto amoroso de, hetero a homosexual, en años avanzados de su vida. Se da sobre todo
en mujeres, tenemos menos constancia de su incidencia entre los hombres.
El fracaso de las relaciones afectivas con varones orienta a algunas mujeres jóvenes, y
algunas otras ya maduras, a establecer relaciones eróticas con sus amigas, en una nueva
elección de objeto que tiene en la motivación de apego su fuente pulsional prioritaria.
Además, según un reciente informe norteamericano (Pereda, 2001), la mitad de los varones
occidentales mantienen o han mantenido relaciones homosexuales. Para muchos de ellos es
la mejor posibilidad de tener relaciones profundas y duraderas.
Ahora bien, si la familia victoriana, a partir de la cual Freud formuló la teoría del Complejo de
Edipo, estaba fundada en la autoridad de un padre – representante del orden simbólico
patriarcal, por más que su debilidad efectiva fuese notable -, y de una madre que asumía los
valores tradicionales de la maternidad –identificada con la feminidad, aún a costa de un
abanico de síntomas -; una familia en la que el niño tenía que vérselas con una diversidad de
identificaciones reducidas, claras y plenamente sancionadas por la totalidad del orden social,
al que tenía que acceder para separarse de esas primeras figuras identificatorias. En la
actualidad, por el contrario, nos encontramos con que los padres han perdido valor como
figuras de identificación, al entrar desde el principio en escena otras figuras representativas:
desde la escuela infantil, la primaria, el instituto, las parejas nuevas de los padres, y los
personajes propuestos por la omnipresente televisión.
Hemos de remitirnos pues a autores que han cuestionado los presupuestos freudianos a la luz
de los descubrimientos de las teorías evolutivas, las primeras relaciones del bebé con la
madre, la antropología y los estudios de género, para poder dar cuenta de la realidad.
Tal y como señala Dio Bleichmar (2002), “se ha operado un cambio de paradigma en la
concepción de la psique humana....que puede contribuir a una desmitificación del valor
atribuido a la diferencia sexual como la condición determinante para el establecimiento del
sujeto psíquico”, pasando a ocupar un lugar entre otros componentes que contribuyen a la
construcción de la subjetividad.
Entre ellos, nos parece relevante la revisión de Jessica Benjamin (1996), para quien la
identidad de género está fundada en una tensión creativa, oscilante, móvil, entre las
identificaciones tradicionalmente femeninas y masculinas. Ambas identificaciones
construyen la subjetividad humana, y se comunican entre sí de forma mutuamente
enriquecedora. Para esta autora, “el sentido nuclear de la pertenencia a un sexo no se ve
comprometido por las identificaciones con el otro o por las conductas características del otro.
El deseo de ser y hacer lo que el otro sexo es y hace no es patológico ni necesariamente una
negación de la propia identidad. La elección de objeto amoroso, heterosexual u homosexual,
no es el aspecto determinante de la identidad genérica, idea ésta que la teoría psicoanalítica
no siempre admite” (p. 144).
El psicoanálisis freudiano tuvo muy presente el carácter bisexual del ser humano, (Freud,
1905) reconociendo en los individuos de ambos sexos impulsos pulsionales tanto masculinos
como femeninos, que pueden volverse inconscientes por la represión. Groddeck (1931)
postulaba una bisexualidad no sólo física sino psíquica, la civilización reprime, mediante
mecanismos más arcaicos que la represión, una parte para imponer la otra, escindiendo al
individuo.
Para Ferenzci (1914), el recorrido de la bisexualidad normal del niño/a es la represión: “el
complejo homosexual sucumbe ante el rechazo”, y la sublimación, su desplazamiento hacia la
complejo homosexual sucumbe ante el rechazo”, y la sublimación, su desplazamiento hacia la
vida cultural, la amistad y la camaradería homoerótica. Ferenzci pensaba que en el hombre
permanece una necesidad de ternura homoerótica que está hoy muy reprimida en la cultura
occidental, esta represión hace que los hombres se vuelvan hacia las mujeres como
heterosexuales compulsivos, adoptanto el papel de un Don Juan, del que Leporello lleva la
cuenta de sus conquistas: “e in Spagna mille tre”.
Como dijimos, estamos apostando por una concepción del género como una construcción
social que genera estereotipos cuyos rasgos se ven modificados de una cultura a otra,
teniendo como base el cuerpo no biológico, sino metaforizado, en el que esos estereotipos se
implantan, de ahí la plasticidad y la versatilidad de las identidades humanas. El deseo erótico
es universal (Eibl-Eibesfeldt, 1995), atraviesa todas las culturas, y son estas quienes se
encargan de encauzarlo para eliminar su vertiente transgresora, que escapa a las normas,
mediante la gestión de la sexualidad humana y de estereotipos de género cerrados
(masculino, femenino), calificando de desviación, de patológico, de raro o perverso, lo que se
sitúa fuera de esa distribución binaria.
Sin embargo, la identidad de género ha dejado de ser el pivote de la identidad en nuestra era
postmoderna que antepone el “yo soy”, es decir, un sentido de la existencia y de la
competencia, al soy hombre o soy mujer. Además, la tolerancia sexual facilita la práctica de
conductas sexuales antes reprimidas, por lo que la bisexualidad aparece hoy con tintes
nuevos. Lejos de la clásica interpretación freudiana que la atribuía a una omnipotencia infantil
de la que el bisexual es incapaz de prescindir, interpretando la bisexualidad como un síntoma
neurótico o psicótico; el psicoanálisis actual tiende a plantearse la salida bisexual de otro
modo.
Como apunta Anthony Giddens, “la decadencia de la perversión debe ser considerada una
batalla, en parte victoriosa, en el contexto del estado democrático liberal. Las victorias han
sido ganadas, pero las confrontaciones continúan, y las libertades que han sido logradas
podrían todavía ser barridas probablemente por una marea reaccionaria” (Giddens, 2000).
“Creo que soy bisexual”, me decía en una sesión una adolescente de catorce años. En su
grupo de amigos, la mayoría de las chicas realizaban ese tipo de pruebas: “Hasta que no
pruebas algo no sabes si te gusta o no”. La posibilidad de nombrarlo, de incorporarse tras el
nombramiento a un grupo de pertenencia, el de los bisexuales, funciona como un fuerte rasgo
de identidad. Una identidad sexual nueva (15) , que tendrá efectos estructurantes en el
psiquismo adulto. Chiland señala el poder de la palabra en los casos de cambio de sexo
estudiados (16) .
En este sentido Roughton, R. E, tras un largo trabajo de treinta y cinco años psicanalizando a
hombres gays y bisexuales, señala la necesidad de separar orientación sexual y salud
mental, tratándolas como dimensiones independientes. Postura que entronca con las
propuestas de Stoller (1998) en torno al sado-masoquismo consensuado, y que nos debe
hacer reflexionar como psicoanalistas.
Joyce Mcdougall cita en este sentido a Meltzer, quien subraya que la sexualidad adulta, no
neurótica y no perversa, es no obstante, profundamente polimorfa.
Si la ternura permanece ligada al erotismo siempre, dado el origen de esos afectos –cuidados
físicos y amor hacia la persona que los realiza, y despertar libidinal corren paralelos-, la
actuación sexual de la ternura que la adolescente, que se proclama bisexual siente hacia su
amiga, encuentra una legitimidad nueva en nuestro mundo tolerante y permisivo, donde el
sexo ha escapado a la represión, que se ciñe, por otra parte, a otros campos del placer y la
sensualidad. En el abrazo amoroso del encuentro homo femenino se incorpora la ternura que
a menudo está ausente en las relaciones entre los géneros. La sexualidad hetero se sitúa,
disociada, en el plano de las exigencias heterosexuales de la actualidad (disponibilidad,
pasión, rapidez, cambio) que se rige por el modelo de la sexualidad genital masculina.
Tal y como se interroga Emilce Dio Bleichmar (2002) a propósito de la violencia real y
fantasmática ejercida sobre el cuerpo femenino como negada o reprimida por la adolescente,
que saca a primer plano el cuidado corporal y estético; podríamos interrogarnos aquí sobre si
estos ensayos bisexuales no tendrán que ver también con una negación de la angustia que la
sexualidad propuesta a las adolescentes les produce, y una regresión hacia vínculos
femeninos vividos como menos peligrosos para su integridad física y psíquica.
femeninos vividos como menos peligrosos para su integridad física y psíquica.
Es en este sentido que debemos plantearnos, como hace Mitchell (1996), ¿Son la
masculinidad y la feminidad, como se definen tradicionalmente, ideales todavía
válidos? ¿Es necesario y deseable para un chico o una chica consolidar un sentimiento
firme de identidad sexual? ¿O es más deseable y saludable esforzarse por trascender los
roles de género, buscar unos nuevos ideales de androginia o bisexualidad? Un paciente
de 26 años con una historia de ambigüedad sexual desde su adolescencia, se expresaba así:
“Ahora me siento un hombre, pero no en el sentido masculino, sino en el de ser humano”
¿Cómo se enfrenta el clínico, con qué prejuicios, a las disyuntivas que presentan los
adolescentes en este proceso de construcción de su identidad de género? ¿Qué ideales de
salud proponemos, de modo consciente o inconsciente, en nuestras psicoterapias?
Como hemos repetido varias veces, lo reprimido hoy, tanto en los hombres como en las
mujeres, no es la sexualidad, sino el sentimiento de la profunda necesidad de una cierta
dependencia afectiva, de reconocimiento intersubjetivo; contrarios ambos al modelo de
producción del capitalismo avanzado que pretende que los seres humanos nos
desprendamos de todos nuestros lazos estables, pues precisa de hombres y mujeres móviles
y autónomos.
Ante todo este maremágnum, y para interrumpir momentáneamente unas propuestas que
sólo considero iniciadas, debemos volver la mirada a la ética.
Por último, señalar la dificultad que esta tarea de creación propuesta encuentra en la
sociedad moderna, cuyos iconos de uniformidad y no-pensamiento, atraviesan cada una de
las ofertas que - grupo de edad privilegiado por el marketing-, se ofrecen a los adolescentes.
La corriente imperante se establece en el sentido opuesto, esto es, la construcción de clones
psíquicos que responden a fetiches identificatorios iguales, hombres y mujeres máquina
–cyborg (17) -, en los que el conflicto que constituye la subjetividad creadora, está elidido.
NOTAS
(1) Mabel Burín distingue en la sociedad occidental tres tipos de uniones familiares que ella clasifica como:
moderna, tradicional y de transición. Los roles de padre y madre son diferentes para cada una de ellas.
(2) A. Tobeña (2001) señala el incremento de la violencia física entre las adolescentes y las mujeres, fruto de
esta exposición a valores culturales igualitarios.
(3) American Academy of child & Adolescent Psychiatry “Los niños y el divorcio” nº 1 (revisado
8/98).www.aacap.org/publications.
(4) Según David M. Buss (1996, p. 283), “en los Estados Unidos, casi el 50% de los hijos no viven con sus
progenitores genéticos”.
(5) Stoller (1998), Volnovich (1997), Benjamin (1996, 1997), Fiorini, (1995, 2001), por citar sólo algunos
psicoanalistas actuales, insisten en la necesidad de recurrir a otras disciplinas (filosofía, antropología, estudios de
género, neurociencias o literatura) que comparten aspectos del mismo objeto que trata el psicoanálisis. A mi
juicio, renunciar a lo interdisciplinario, lo complejo o lo transdisciplinario (Hornstein), nos encierra en un
solipsismo improductivo que pierde de vista aspectos de la complejidad de lo que se pretende conceptualizar.
(8) Para abundar en el inicio de la identidad de género masculina pueden consultarse los siguientes textos:
Badinter (1993); Corsi (1996); Burin y Dio Bleichmar, E. (comp.) (1996).
(9) Un estudio excelente de la sexualidad femenina, y una crítica pormenorizada de la teoría freudiana sobre la
misma a la luz de los estudios de género, es el elaborado como tesis doctoral por Dio Bleichmar (1997). Para
comprender la identificación entre feminidad y maternidad, el clásico de Chodorow: “El ejercicio de la maternidad”
(1984).
(10) Citada por Limentani (1991) en el artículo al que antes nos referimos. En el mismo texto, el autor hace
referencia a distintos psicoanalistas que abundan en la exclusión del padre, la desautorización que la madre hace
de él, la pasividad del hombre, debida a sus conflictos con la masculinidad propia, como rasgos de la
constelación familiar, y edípica por tanto, de los pacientes con desviaciones sexuales. Nosotros, aquí,
pretendemos que entre en cuestión el término desviación sexual, al apelar a una sexualidad normal y otra
desviada.
(11) Blos distingue entre identidad de género, que se establece muy tempranamente, comenzando en el primer
año de vida, y la identidad sexual, como componente egosintónico del self, cuya adquisición determina el punto
final de la adolescencia. La identidad sexual comporta la elección de objeto sexual y la relación con el otro, esto
es, la actividad sexual propiamente dicha.
(12) Siguiendo una línea de pensamiento muy presente en el Psicoanálisis actual, tanto Ricardo Rodulfo como
Hugo Bleichmar, por citar sólo algunos ejemplos, cuestionan la centralidad del Edipo (como ya lo hizo Kohut), y
de la diferencia de los sexos en la constitución del sujeto humano. Hoy, a la luz de los estudios de la relación del
bebé con su madre y la observación infantil (Stern), en la teoría psicoanalítica comparten pleno protagonismo con
la sexualidad tanto las necesidades de apego (Bolwby), como las de reconocimiento intersubjetivo (Benjamin),
así como otras motivaciones (narcisistas, de conservación; Bleichmar), lo cual lleva a Rodulfo a hablar de una
galaxia mítica, más que de un mito Edípico central y excluyente.
(13) También la masculinidad tenía como atributo la paternidad en la sociedad rural tradicional, como Joan
Frigolé (1998) demuestra en su hermoso libro “Un hombre”. El soltero seguía siendo definido como “hijo de”, y no
era infrecuente la burla sobre lo “pegado a la madre”, que se encontraba, es decir, la ausencia de separación del
grupo familiar de origen que caracteriza la vida adulta.
(14) Excepcional la caricatura que Verhaeghe hace del desencuentro entre hombres y mujeres, de la asimetría
de sus fantasmas sexuales, sus demandas y sus expectativas. Todo lo cual le lleva a afirmar que las mujeres
están más satisfechas con otras mujeres, puesto que comparten el mismo fantasma de amor ideal.
(15) El carácter novedoso no está en su práctica, obviamente conocida desde la antigüedad, sino en su aparición
como propuesta identificatoria.
(16) El nombre crea identidades. Una crítica apropiada al riesgo de totalitarismo implícito en la denominación, es
la que surge desde dentro del campo homosexual contra las identidades propuestas como gays, que pasan a
definir, no una orientación sexual concreta, sino la totalidad de la persona, volviendo a establecer normas y
desviaciones.
(17) El cyborg, tal y como fue concebido por Haraway (1995), es un híbrido de máquina y humano que escapa a
las dicotomías del pensamiento occidental, constituye una esperanza para el mestizaje y un punto de referencia
en la construcción de un proyecto de subjetividad que no se somete a los parámetros del pensamiento patriarcal
capitalista. Su aspecto siniestro, su riesgo clónico, su carácter virtualmente seriado, fue señalado por mí (Lopez
Mondéjar, 2000).
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